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Diccionario de Política

Bobbio N.
Matteucci, N.

Siglo XXI Editores

México

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
TOTALITARISMO
I. LAS TEORÍAS CLÁSICAS DEL TOTALITARISMO. Hacia la mitad de los años veinte se empezó a
hablar en Italia de estado “totalitario” para señalar, desde un punto de vista valorativo, las características del
estado fascista como opuesto al estado liberal. La expresión se encuentra en la voz “fascismo” de la
Enciclopedia italiana (1932), tanto en la parte escrita por Gentile como en la redactada por Mussolini, en que
se afirma la novedad histórica de un “partido que gobierna totalitariamente una nación”. En la Alemania nazi
el término tuvo en cambio poco éxito, y se prefirió hablar de estado “autoritario”. Entre tanto la expresión
empezaba a usarse para designar a todas las dictaduras monopartidistas, ya fueran fascistas o comunistas: por
ejemplo, la empleó George H. Sabine en la voz “estado” de la Encyclopaedia of the social sciences (1934).
En 1940, en un simposio sobre el “estado totalitario” publicado en los Proceedings of American
Philosophical Society, Carlton H. Hayes describió algunos rasgos originales del gobierno totalitario y, de
manera especial, la monopolización de todos los poderes en el seno de la sociedad, la necesidad de generar
un apoyo masivo y el recurso a las técnicas modernas de propaganda. En 1942, en The permanent revolution,
Sigmund Neumann puso el acento en el movimiento permanente liberado por los regímenes totalitarios, y
que envuelve en un cambio sin fin los propios procedimientos e instituciones políticas. Sin embargo, a pesar
de todos estos antecedentes, el uso de t. para designar, con una caracterización fuertemente derogatoria, todas
o algunas de las dictaduras monopartidistas fascistas o comunistas, se generalizó sólo después de la segunda
guerra mundial. En el mismo periodo se formularon las teorías más completas del t. como la de Hannah
Arendt (The origins of totalitarianism, 1951), y la de Carl J. Friedrich y Zbigniew K. Brzezinski
(Totalitarian dictatorship and autocracy, 1956).
Según Arendt el t. es una forma de dominio radicalmente nueva, porque no se limita a destruir las
capacidades políticas del hombre aislándolo en relación con la vida política, como lo hacían las viejas
tiranías y los viejos despotismos, sino porque tiende a destruir también los grupos y las instituciones que
forman la urdimbre de las relaciones privadas del hombre, sacándolo de este modo del mundo y privándolo
hasta de su propio yo. En este sentido el fin del t. es la transformación de la naturaleza humana, la conversión
de los hombres en “haces de reacción intercambiables” y tal fin se persigue por medio de una combinación
específicamente totalitaria, de ideología y de terror. La ideología totalitaria pretende explicar con certeza
absoluta y de manera total el curso de la historia; se vuelve por lo tanto independiente de todas las
experiencias o afirmaciones empíricas, y construye un mundo ficticio y lógicamente coherente, del que se
derivan directivas de acción cuya legitimidad está organizada por la conformidad con la ley de la evolución
histórica. Esta lógica coactiva de la ideología pierde todo contacto con el mundo real, tiende finalmente a
dejar en la oscuridad el mismo contenido ideológico y a generar un movimiento arbitrario y permanente. El
terror totalitario, por su parte, sirve para traducir en realidades el mundo ficticio de la ideología, para
confirmarla tanto en su contenido como –sobre todo– en su lógica deformada. Afecta de hecho no sólo a los
enemigos reales (cosa que sucede en la fase de instauración del régimen) sino también y de manera
característica a los enemigos “objetivos”, cuya identidad está definida por la orientación político-ideológica
del gobierno más que por su deseo de trastocarlo, y en la fase más extrema golpea también a víctimas
elegidas completamente al acaso. El terror total que controla a las masas de individuos aislados y las
mantiene en un mundo que se ha convertido para ellas en un desierto se transforma, por lo tanto, en un
instrumento permanente de gobierno y constituye la esencia misma del t.; en tanto que la lógica deductiva y
coercitiva de la ideología es su principio de acción, o sea el principio que lo hace mover.
En el plano organizativo la acción de la ideología y del terror se manifiesta a través del partido único,
cuyas formaciones elitistas cultivan una creencia fanática en la ideología y la propagan incesantemente y
cuyas organizaciones funcionales llevan a cabo la sincronización ideológica de todos los tipos de grupos y de
instituciones sociales y la politización aun de las áreas más alejadas de la política (como el deporte y las
actividades del tiempo libre), y a través de la policía secreta, cuya técnica de operación transforma toda la
sociedad en un sistema de espionaje omnipresente, en que cada persona puede ser un agente de la policía y
todos se sienten constantemente vigilados. El régimen totalitario no tiene sin embargo una estructura
monolítica. Existe, en cambio, una multiplicación y una superposición de instancias y competencias de la
administración estatal, del partido y de la policía secreta que dan origen a una confusa combinación
organizativa que se distingue por una típica “falta de estructura”. Esta falta de estructura está de acuerdo con
el movimiento y la imprevisibilidad que caracterizan al régimen totalitario y que está encabezada por la
voluntad absoluta del dictador, que siempre es capaz de hacer fluctuar el centro de poder totalitario de una
jerarquía a otra. La voluntad del jefe es la ley del partido y toda la organización partidista no tiene otro objeto
que el de ponerla en práctica. El jefe es el depositario de la ideología: sólo él puede interpretarla o corregirla.
La misma policía secreta, cuyo prestigio se ha acrecentado en forma extraordinaria respecto del que gozaba
en los viejos regímenes autoritarios, tiene sin embargo un poder efectivo menor, porque está totalmente
sujeta a la voluntad del jefe, al único que le corresponde decidir quién será el próximo enemigo potencial u
“objetivo”. Según esta interpretación, la personalización del poder es por lo tanto un aspecto capital de los
regímenes totalitarios. Sin embargo Arendt no dice explícitamente cuál es el tercer pilar de la noción de t.
(junto con el terror y con la ideología), probablemente para no descomponer la compacidad de su concepción
esencialista-teleológica del fenómeno, que se presenta en consecuencia algo exagerada.
La segunda teoría clásica, la de Carl J. Friedrich y Zbigniew K. Brzezinski, define el t. basándose en
los rasgos característicos que pueden encontrarse en la organización de los regímenes totalitarios. De acuerdo
con este planteamiento el régimen totalitario resulta de la unión de los seis caracteres siguientes: 1] una
ideología oficial, que se refiere a todos los aspectos de la actividad y. de la existencia del hombre, que todos
los miembros de la sociedad deben abrazar, y que critica de modo radical el estado de las cosas existente y
guía la lucha para su transformación; 2] un partido único de masa guiado típicamente por un dictador,
estructurado de modo jerárquico con una posición de superioridad o de mezcla con la organización
burocrática del estado, compuesto por un pequeño porcentaje de la población, una parte de la cual nutre una
fe apasionada e inquebrantable en la ideología y está dispuesta a cualquier actividad para propagarla y para
llevarla a los hechos; 3] un sistema de terrorismo policiaco que se apoya en el partido y al mismo tiempo lo
controla, explota la ciencia moderna y de manera especial la psicología científica, y se orienta de manera
característica no sólo contra los enemigos plausibles del régimen sino también contra ciertas clases de la
población elegidas arbitrariamente; 4] un monopolio tendencialmente absoluto en manos del partido y
basado en la tecnología moderna de la dirección de todos los medios de comunicación masiva, como la
prensa, la radio, el cine; 5] un monopolio tendencialmente absoluto en manos del partido, basado en la
tecnología moderna, de todos los instrumentos de la lucha armada; 6] un control y una dirección central de
toda la economía a través de la coordinación burocrática de las unidades productivas anteriormente
independientes. La combinación destructora de propaganda y de terror, hecha posible por el uso de la
tecnología moderna y de la organización masiva moderna, confiere a los regímenes totalitarios una fuerza de
penetración y de movilización de la sociedad cualitativamente nueva respecto de cualquier régimen
autoritario o despótico del pasado, y lo convierte por eso mismo en un fenómeno político históricamente
único.
Entre la interpretación de Arendt y la de Friedrich y Brzezinski existen diferencias notorias.
Mencionaré sólo las principales. Ante todo es distinto el modo de abordar el tema: Arendt trata de determinar
el fin esencial de t. y lo encuentra en la transformación de la naturaleza humana, con la reducción de los
hombres a autómatas absolutamente obedientes, y ordena alrededor de este fin todos los demás aspectos del
fenómeno; Friedrich y Brzezinski, por el contrario, no reconocen ningún fin esencial o propio del t. sino que
se limitan a describir un “síndrome totalitario”, o sea un conjunto de rasgos característicos de los regímenes
totalitarios. En segundo lugar, en la interpretación de Friedrich y Brzezinski no existe, por lo menos en parte,
el hincapié puesto por Arendt en la personalización del poder totalitario, en el papel capital del jefe, que
aprieta entre sus manos los hilos de la ideología, del terror y de toda la organización totalitaria. Esta segunda
diferencia está ligada, en un grado considerable, con una tercera, que se refiere al ámbito de aplicación de la
noción. de t.: para Arendt sólo son totalitarias la Alemania hitleriana (desde 1938 en adelante) y la Rusia
staliniana (a partir de 1930); para Friedrich y Brzezinski son totalitarios, además del régimen nazi y del
soviético, el fascista italiano, el comunista chino y los regímenes comunistas del este europeo.
Sin embargo hay también concordancias igualmente notorias. En primer lugar tanto Arendt como
Friedrich y Brzezinski encuentran en el t. una forma de dominio político nueva, porque es capaz de alcanzar
un grado de penetración y de movilización de la sociedad que no tuvieron los regímenes conocidos en el
pasado, y representa un verdadero salto cualitativo en esta dirección. En segundo lugar las dos
interpretaciones concuerdan en identificar tres aspectos centrales del régimen totalitario en una ideología
oficial, en el terror policiaco y en un partido único de masa. La policía secreta, que Arendt añade a este
elenco en el plano institucional, y el control monopolista de los medios de comunicación y de los
instrumentos de la violencia, así como la dirección central de la economía, que añadirían Friedrich y
Brzezinski, pueden considerarse, por lo menos dentro de ciertos límites, como ulteriores especificaciones,
que no afectan el lugar central que ocupan la ideología, el terror y el partido único. En este sentido se podría
decir en líneas generales que el régimen totalitario hace que desaparezca la distinción tradicional entre el
estado, o mejor dicho el aparato político, y la sociedad, por medio del instrumento organizativo del partido
único de masa, que es plenamente maleable y manejable desde el vértice del régimen, y destruye o ataca el
poder y deshace el comportamiento regular y previsible de los cuerpos organizados del estado (burocracia,
ejército, magistratura), y por medio del concomitante empleo combinado del adoctrinamiento y del terror, en
las formas que hace posible la tecnología moderna, que permiten penetrar y politizar todas las células del

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tejido social. Desde la época de la presentación de las dos teorías arriba mencionadas se puso de manifiesto,
en efecto, la tendencia a reproducir estos tres aspectos del t., aunque con diversas formulaciones y
acentuaciones, por parte de muchos de los autores que estudiaron el tema. Por ejemplo, Raymond Aron pone,
entre los caracteres del t., un partido que monopoliza la actividad política; una ideología que anima el partido
y que se convierte en la verdad oficial del estado, y una politización de todos los errores y los fracasos de
cualquier tipo de los individuos, y el establecimiento, por lo tanto, de un terror que es al mismo tiempo
policiaco e ideológico.
Sin embargo, al mismo tiempo, a partir del comienzo de los años sesenta y en ciertos aspectos aun
antes, se fueron delineando también corrientes de revisión de las teorías clásicas del t. que se movieron en
tres direcciones: la del supuesto de la novedad histórica del t.; la del supuesto de la similitud entre t. fascista
y t. comunista; la de la aplicación del concepto de t. a todos los regímenes comunistas y a la propia URSS
post-staliniana. Estas revisiones demostraron una eficacia creciente en las tres direcciones indicadas' pero
tuvieron una eficacia menor en la búsqueda de los antecedentes históricos, pues se establecieron diversas
analogías pero no se analizó el carácter de novedad sustancial de los regímenes totalitarios; también
mostraron una eficacia mayor en el análisis de las relaciones entre el t. fascista y el t. comunista, ya que. no
se ha podido rechazar la existencia de elementos de semejanza, si bien se han encontrado también diferencias
muy relevantes, y finalmente lograron una eficacia máxima en la limitación del campo de aplicación del
concepto de t., una dirección en la que, por lo demás, la tendencia revisionista ha afectado la teoría de
Friedrich y Brzezinski mas no (o sólo de manera indirecta) la de Arendt. Será oportuno, pues, examinar por
separado estos tres sectores de investigación.

II. TOTALITARISMO MODERNO Y EXPERIENCIAS POLITICAS ANTERIORES. Diversos autores han


encontrado antecedentes históricos del t. tanto en la antigüedad griega y romana como en el despotismo
oriental y en algunas experiencias políticas de la Europa moderna. Franz Neummann, entre otros, ha puesto
su atención en la antigüedad griega y romana, y sostiene que tanto el régimen espartano como el del imperio
romano de la época de Diocleciano fueron “dictaduras totalitarias”. En el primer caso Neumann señala el
dominio absoluto de los espartanos sobre los ilotas, basado en el terror policiaco permanente que se ejercía
mediante escuadras de jóvenes espartanos que los éforos mandaban ocultamente, de tanto en tanto, para
aterrorizar y asesinar a los ilotas; asimismo la cohesión de la clase dominante fue conseguida con un control
completo de la sociedad y de la vida privada por medio de técnicas y de instituciones especiales, como el
acuartelamiento de los niños a la edad de seis años y un rígido sistema de educación estatal. En el segundo
caso Neumann concentra la atención en la despiadada política de reglamentación social con la que
Diocleciano trató de frenar el proceso de disgregación de la vida económica, imponiendo de manera
coercitiva un estado corporativo que garantizaba la producción y la disponibilidad de las fuerzas de trabajo.
Se organizaron en gremios todos los oficios y las profesiones y la pertenencia a aquéllos se volvió obligatoria
y hereditaria; los mineros y los excavadores llevaban una marca, los panaderos sólo podían casarse con
familiares de sus compañeros de trabajo y la inscripción en los gremios se convirtió muy pronto en el castigo
oficial para cualquier criminal que hubiera logrado evitarla hasta el momento.
Karl A. Wittfogel puso el acento especialmente en el despotismo oriental, como antepasado del t.
moderno y sobre todo del comunista. Este autor parte de la concepción marxiana del “modo de producción
asiático”, en el que las exigencias de la irrigación en amplia escala y de las obras de control de las
inundaciones produjeron una intervención masiva del estado, que, al convertirse en organizador exclusivo
del trabajo colectivo, se transformó también en el patrón de la sociedad. El resultado político fue un
despotismo burocrático en el que las divisiones de clase fueron sustituidas por las distinciones de estrato en
el seno de una sociedad burocratizada, y que Wittfogel describe como un sistema de “poder total”. El poder
del despotismo oriental es total porque no se ve frenado ni por barreras constitucionales ni por barreras
sociales; además se ejerce en beneficio de los gobernantes y está concentrado ordinariamente en manos de un
solo hombre. Al poder total le corresponden un terror total, ejercido por medio de un control centralizado del
ejército, de la policía y de los servicios de información, y con el recurso a la técnica sistemática del
“gobierno del látigo”; una sumisión total de los súbditos, condicionada por el miedo, simbolizada por la
práctica constante de la postración y por la cual la obediencia se convierte en la virtud más grande del –
hombre, y un aislamiento total, que envuelve no sólo al hombre común, que, teme constantemente
comprometerse, sino también al funcionario burocrático y al mismo jefe supremo, que siempre están alerta y
no confían en nadie. Wittfogel considera que este despotismo burocrático, que llama “semi-gerencial”,
“hidráulico” u “oriental”, debe acercarse –como una variante del mismo sistema– al despotismo que él llama
“gerencial total”, “totalitario” o “comunista”, en el que la función económica de base ya no está constituida

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por el simple control centralizado de las aguas sino por el control centralizado de todos los recursos
fundamentales.
También Barrington Moore, a pesar de que no comparte el planteamiento de Wittfogel, presta
atención al despotismo oriental y en particular en los ejemplos de la India y de China, buscando en ellos los
antecedentes históricos del t. moderno; señala, en este sentido, la obra de estandarización y de uniformación
de la burocracia estatal, la existencia de un sistema muy desarrollado de espionaje y de delación recíproca y
una doctrina política caracterizada por un racionalismo amoral, interesado únicamente en la técnica política
más eficaz. Moore encuentra en la dictadura teocrática de Calvino en Ginebra un antecedente también muy
parecido al t. moderno. El objetivo de Calvino consistía en construir un estado cristiano de acuerdo con el
modelo de la teocracia israelita de la época de los reyes, basado en la doctrina de la predestinación. La
dictadura de Calvino, que tuvo su periodo de pleno desarrollo durante los últimos años de la vida del
reformador (de 1555 a 1564), ejerció el mayor influjo en las costumbres y en las ideas cotidianas de la
población, llegando a prohibir las fiestas y los pasatiempos preferidos de Ginebra, a decretar el corte de los
vestidos y el tipo de calzado que debían usar los ciudadanos. No modificó en cambio la esencia del orden
político anterior sino que trató de condicionarlo y de infundirle el espíritu del calvinismo; procedió de esta
manera, por ejemplo, tanto en las instituciones representativas creadas por la burguesía como con las mismas
elecciones. El principal instrumento institucional de la dictadura fue el Consistorio, que había sido concebido
en sus orígenes sólo como un medio para supervisar las cuestiones matrimoniales, pero que en ciefto
momento se convirtió en el centro principal del control político, moral y religioso, y que cumplía también
funciones de policía secreta y de censura moral.
No corresponde examinar aquí uno por uno todos los puntos de vista expuestos más arriba, para
calcular en detalle el grado de validez o invalidez de las analogías que éstos establecen. Podemos conceder
sin más que todos estos puntos de vista son elementos de verdad, en el sentido de que existen semejanzas
efectivas entre los regímenes despóticos y absolutos mencionados por ellos y el t. moderno. Pero estas
analogías no son decisivas porque, después de que se han delimitado todas las posibles confrontaciones y
después de que se han establecido todos los puntos de contacto, el t. conserva, a pesar de todo, algunos
caracteres fundamentales que son específica y únicamente suyos; as! lo reconocen, por lo demás, también
algunos de los autores que pusieron en evidencia esos antecedentes históricos. Los caracteres que siguen
siendo específicos y únicos del t. son, por un lado, la unión de la penetración total del cuerpo social con una
movilización permanente e igualmente total, que envuelve a toda la sociedad en un movimiento incesante de
transformación del orden social, y, por el otro lado, la intensificación al grado máximo, y sin precedente en
la historia, de esta penetración-movilización de la sociedad.
Entre los antecedentes históricos recordados antes es obvio que no se encuentra, en efecto, la
movilización total de la sociedad. Esparta era una ciudad estática, basada en la explotación de los ilotas, pero
en la que a los esclavos explotados no se les exigía la participación política y el apoyo activo al régimen;
puede decirse lo mismo del imperio romano bajo Diocleciano y de los trabajadores inscritos coercitivamente
en los gremios. Las sociedades típicas del despotismo oriental eran también, como lo reconocen Wittfogel y
Moore, tradicionales y estacionarias, y en ellas el poder despótico se limitaba a la obediencia absoluta del
súbdito, sin exigir la ortodoxia ideológica y la adhesión entusiasta al régimen. Por último, también la
dictadura teocrática de Calvino, que trataba igualmente de moldear la misma vida privada de los ciudadanos,
carecía del incesante movimiento activista y de la continua movilización en vistas aúna transformación
radical de la sociedad, que son típicas del t. del siglo XX. En estos antecedentes históricos no se encuentra
tampoco la intensificación al máximo de la penetración de la sociedad que distingue al t., y que sólo los
instrumentos proporcionados por la tecnología moderna y la misma combinación de movilización y
penetración han podido permitir. Wittfogel admite que los despotismos orientales, si bien son capaces de
impedir el crecimiento de organizaciones secundarias eficientes, carecen sin embargo de los instrumentos de
eficacia y de alcance universal que permiten a los regímenes totalitarios extender su control total a las
organizaciones primarias y a los distintos ciudadanos. Se pueden hacer observaciones parecidas para todos
los estados absolutos de amplias dimensiones que se recuerdan en el pasado, incluyendo el régimen de
Diocleciano. También los regímenes absolutos de comunidades pequeñas, como Esparta o Ginebra, carecen
de la fuerza de penetración y de reglamentación de la actividad económica y de toda la vida social que
encontramos en el t. En general, cuando pasarnos “de la doctrina y del aparato de control de estos regímenes
preindustriales al examen de su influjo en la población gobernada –afirma justamente Moore– nos llama
inmediatamente la atención la diferencia fundamental entre las viejas formas y el t. contemporáneo. Los
controles del t. moderno gravitan de una manera mucho más profunda en la trama social de lo que jamás
haya ocurrido en la historia. En este aspecto son realmente únicos.

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Condiciones sociales particulares que se han realizado en el mundo contemporáneo han hecho
posibles a su vez los caracteres únicos del t. Éstas se encuentran nuevamente en la formación de la sociedad
industrial de masa, en la persistencia de un panorama mundial dividido y en el desarrollo de la tecnología
moderna. 1] La industrialización tiende a producir, por un lado, la desvalorización de los grupos primarios y
de los intermedios y la atomización de los individuos, y por este medio hace posible un incremento decidido
de la penetración política, y, por otro lado, produce la urbanización, la alfabetización, la secularización
cultural y el ingreso de las masas en la política y por este medio impone un incremento decisivo en la
movilización política. Por esta razón la forma extrema del despotismo moderno, el t., debe crearse de manera
coercitiva un apoyo masivo que se extiende virtualmente a toda la sociedad. 2] Además, en las condiciones
sociales creadas por la industrialización, la persistencia de un panorama mundial dividido, y por lo mismo
inseguro y amenazador, tiende a comprometer en la guerra y en la preparación bélica a fracciones cada vez
más grandes de los recursos y de las actividades de la nación, hasta el punto de transformar todo el país en
una enorme máquina de guerra. De este modo la anarquía internacional favorece un acrecentamiento
explosivo de la penetración-movilización, especialmente en los países más expuestos a los peligros externos.
3] Finalmente hay que recordar también que la penetración-movilización totalitaria de la sociedad no podría
realizarse sin los instrumentos puestos a disposición por la tecnología moderna. Baste pensar en el efecto que
ha tenido el desarrollo tecnológico sobre los instrumentos de la violencia, sobre los medios de comunicación
masiva, sobre los medios de transporte; sobre las técnicas organizativas, de registro y de cálculo que hacen
posible la dirección central de la economía, y sobre las técnicas de supervisión y de control de la policía
secreta.

II. TOTALITARISMOS FASCISTA Y TOTALITARISMO COMUNISTA. Las diferencias entre el t.


fascista y el t. comunista deben, referirse a las diferencias entre el fascismo y el comunismo en general. Estas
últimas son, ante todo, diferencias de ideología y de base social.
La ideología comunista es un conjunto de principios coherente y elaborado, que describe y guía una
transformación total de la estructura económico-social de la comunidad, la fascista, de la que aquí se
considera la versión nazi más radical, es un conjunto de ideas y de mitos mucho menos coherente y
elaborado, que no prevé ni guía una transformación total de la estructura económico-social de la comunidad.
La ideología comunista es humanista, racionalista, universalista; su punto de partida es el hombre y su razón,
y asume por lo tanto la forma de un credo universal, que abarca a todo él género humano. La ideología
fascista es organicista, irracionalista y antiuniversalista; su punto de partida es la raza, concebida como una
entidad absolutamente superior a los hombres individuales, y asume por lo tanto la forma de un credo racista
que trata con desprecio, como una fábula, la idea ética de la unidad del género humano. La ideología
comunista presupone la bondad y la perfectibilidad del hombre y se propone la instauración de una situación
social de plena igualdad y libertad; dentro de este marco la “dictadura del proletariado” y la violencia son
simples instrumentos, necesarios pero temporales, para realizar el objetivo final. La ideología fascista
presupone la corrupción del hombre y se propone la instauración del dominio absoluto de una raza sobre
todas las demás; la dictadura, el Führerprinzip y la violencia son principios permanentes de gobierno,
indispensables para mantener sujetas o para liquidar las razas inferiores. Finalmente la ideología comunista
es revolucionaria, pues se presenta como heredera de los ideales de la Ilustración y de la revolución francesa,
a los que intenta dar un contenido económico y social efectivo con una revolución profunda de la estructura
de la sociedad. La ideología fascista es reaccionaria en tanto es heredera de las tendencias más extremistas
del pensamiento contrarrevolucionario del siglo pasado, en sus componentes irracionalistas, racistas y
radicalmente antidemocráticos; y en ciertos aspectos, como los mitos teutónicos, el juramento personal al
jefe, el hincapié puesto en el honor, la sangre y la tierra, vuelve su mirada hacia atrás hasta un orden
preburgués.
Las diferencias sociales básicas se refieren tanto, en general, al ambiente económico-social como,
más en particular, a la base de apoyo masivo y del reclutamiento del nuevo régimen, y a las actitudes
recíprocas del nuevo régimen y de la antigua clase dirigente. El comunismo se establece frecuentemente en
una sociedad en que el proceso de industrialización y de modernización apenas ha comenzado o está en sus
primeras etapas, y se hace cargo de una industrialización y una modernización forzadas y lo más rápidas
posible. El fascismo se establece con más frecuencia en sociedades en que el proceso de industrialización y
modernización ya está adelantado y a buena altura, y su objetivo no consiste tanto en la industrialización y
modernización de la sociedad como en la movilización y subordinación de una sociedad ' ya industrializada y
modernizada para sus propios fines. En el comunismo la base del apoyo masivo al régimen, y la fuente
privilegiada del reclutamiento de la élite, está constituida por la clase obrera, por el proletariado urbano. En
el fascismo la base del apoyo masivo al régimen, y la fuente privilegiada del reclutamiento de la élite, está

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constituida por la clase pequeño-burguesa: empleados, campesinos, pequeños comerciantes, militares,
intelectuales frustados, que se sienten asfixiados entre la gran burguesía y las organizaciones del
proletariado. A este apoyo masivo del fascismo se le añade muy pronto el financiamiento y el apoyo de las
grandes finanzas y de la gran industria. El comunismo, finalmente, descubre y liquida completamente la
antigua clase dirigente, tanto la económica como la de la administración del estado. El fascismo deja en gran
parte con vida la antigua clase dirigente, tanto económica como burocrática y militar, tratando primero de
hacerla su aliada y luego de convertirla en un instrumento de su propia política.
Estas diferencias pueden mitigarse o rectificarse tanto en su caso como en el otro. Por lo que respecta
a la ideología en particular, debe señalarse que la nazi, si no requiere una transformación total de la
estructura económico-social de la comunidad, impone sin embargo una transformación radical del orden
político-social: se proponía revolucionar el mapa racial de Alemania y de Europa mediante la eliminación de
los judíos y el establecimiento del dominio absoluto de la raza superior sobre las inferiores. El hecho de que
este modo la ideología nazi no dirija la obra de transformación a las relaciones económicas, y oriente parte
de la agresividad hacia el exterior más que hacia el interior del cuerpo social, no cambia la circunstancia de
que se propone una transformación radical del orden político-social. Por otra parte la ideología comunista no
ha sido siempre una doctrina coherente y una guía coherente de la acción política: en la fase totalitaria del
régimen soviético, precisamente, los cambios de rumbo bruscos y arbitrarios de Stalin ponen de manifiesto
que en gran parte una racionalización de la conducta del dictador. En cuanto a la base social, cabe señalar
que antes de la revolución los bolcheviques recibieron el apoyo no sólo del proletariado sino también de una
parte de la burguesía, y que del mismo modo los nazis tuvieron el apoyo no sólo de la pequeña y de la gran
burguesía sino también de una parte del proletariado urbano, aunque en una proporción menor respecto del
peso relativo dentro de la población total. Además, si es cierto que una parte de las grandes finanzas y de la
gran industria financió y apoyó a los nazis en las fases de la instauración y de la consolidación del régimen,
es igualmente cierto que cuando el régimen entró en la fase totalitaria las grandes finanzas y la gran industria
se convirtieron en instrumentos de la política nazi en un grado mucho mayor de lo que esta última había sido
un instrumento de aquéllas.
Sin embargo, una vez que hemos introducido todas estas correcciones, corno creo que se debe hacer,
el resultado no cambia mucho. Las diferencias básicas sociales e ideológicas mencionadas anteriormente, en
conjunto, siguen siendo reales y profundas, y dentro de la perspectiva delineada por las mismas, tanto el
fascismo como el comunismo siguen siendo fenómenos clara y decididamente opuestos.
Lo que más bien debiera objetarse a los que insisten en estas diferencias entre el fascismo y el
comunismo es que no constituyen un argumento pertinente en contra del uso del concepto de t. para designar
los regímenes tanto fascistas como comunistas, o mejor dicho para designar una cierta fase histórica del
sistema comunista soviético y una cierta fase histórica del sistema nazi alemán. No son un argumento
pertinente las diferencias de ideología, porque basándose en ideologías que tienen contenidos diversos, se
pueden construir prácticas de dominio político sustancialmente análogas. Y no son un argumento pertinente
las diferencias sociales, porque a partir de un ambiente económico-social diverso y de una composición
social diversa del apoyo masivo se puede llegar, igualmente, a prácticas de dominio político sustancialmente
análogas. En la Alemania hitleriana y en la Rusia Staliniana se produjo precisamente este fenómeno. Sobre
bases sociales diversas e ideologías diversas se levanta una práctica política fundamentalmente semejante,
hecha de un partido monopolista, de una ideología de transformación de la sociedad, del poder absoluto de
un jefe, de un terror sin precedentes y –en consecuencia– de la destrucción de todas las líneas estables de
distinción entre el aparato político y la sociedad. Si llamamos e interpretamos esta práctica política con el
nombre y el concepto de “t.”, podemos y debemos, entonces, usar este nombre y este concepto siempre (y
sólo cuando) aparezca la práctica correspondiente, ya sea que se realice en un sistema fascista o que se lleve
a cabo en un sistema comunista. De ahí que sea legítimo hablar de “t. fascista” y de “t. comunista” en el
sentido que acabamos de señalar. Pero de ahí también que sea ilegítimo usar dichas expresiones si con ellas
se pretende afirmar que el comunismo y el fascismo son por su naturaleza fenómenos necesariamente
totalitarios. No lo es el comunismo, en cuya compleja historia la práctica totalitaria se produjo sólo en el
régimen staliniano, y no lo es tampoco el fascismo, a pesar de que su ideología, que concibe la violencia y la
personalización del poder como principios permanentes, se aproxime mucho más a la esencia del
totalitarismo.
Por otra parte, las diferencias entre fascismo y comunismo producen efectos relevantes en la misma
práctica totalitaria. Ésta adquiere, en los diferentes sistemas, caracteres parcialmente diversos, en relación
con la orientación política general del sistema político, y adquiere, además, en los diferentes sistemas, una
dinámica evolutiva distinta. La orientación política general del comunismo es la industrialización y la
modernización forzadas en vistas a la construcción de una sociedad “sin clases”; la orientación política

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general del fascismo es la instauración de la supremacía absoluta y permanente de la raza elegida. Por esta
razón, en los dos tipos de sistemas el t. está ligado, por ejemplo, con una política económica distinta: por un
lado, se procede a una estatización completa de las actividades económicas y por el otro se mantiene la
mayor parte de la economía en la esfera privada y se trata únicamente de someterla a sus propios fines; y por
medio de un tipo distinto de violencia, es un caso, el resultado más característico es el campo de trabajo
forzado, manifestación de la violencia como medio para construir un nuevo orden, o en el otro, el resultado
más característico es el campo de trabajo forzado, manifestación de la violencia como medio para construir
un nuevo orden, o en el otro, el resultado más característico es el campo de exterminio, manifestación de la
voluntad de destrucción pura y simple de una raza considerada inferior. En cuanto a la dinámica evolutiva
diversa se puede recordar la distinción hecha por A. J. Groth que se basa en el diverso grado de
vulnerabilidad de los regímenes totalitarios. Los sistemas comunistas son menos vulnerables porque
destruyen la antigua clase dirigente y plasman totalmente de nuevo la estructura social; por esto, una vez que
se hayan consolidado y hayan creado una sociedad sustancialmente homogénea pueden prescindir de la
violencia masiva y de la política totalitaria y emplear instrumentos de gobierno que se basen más en la
persuasión y el consenso. Por el contrario, los sistemas fascistas son más vulnerables porque dejan intactas
–en gran medida– la antigua clase dirigente y la misma estructura económico-social; por esto se encuentran
con crisis recurrentes, provocadas por los antagonismos que se producen con tal o cual fracción de la antigua
clase dirigente, y de las cuales no pueden salir victoriosos si no es por medio de una nueva intensificación de
la violencia masiva y de la política totalitaria. Por lo demás, como ya es muy bien sabido, para el sistema
nazi la violencia masiva es un principio de gobierno permanente para conseguir y conservar el dominio de la
raza superior sobre las inferiores.
Se comprende, dentro de esta perspectiva, por qué el hecho de que las teorías clásicas del t. hayan
ignorado o subvaluado de manera drástica las profundas diferencias entre el fascismo y el comunismo no
haya estado exento de considerables consecuencias negativas. En cuanto a la teoría de Friedrich y
Brzezinski, esta ignorancia o subvaluación es uno de los factores que están en el origen de la aplicación
indebida del concepto de t. a todos los regímenes comunistas, así como también de la desconcertante
previsión –hecha en 1956 basándose en la tendencia anterior de los “sistemas fascistas” y de los “sistemas
comunistas”– de que “las dictaduras totalitarias seguirán haciéndose más totales, a pesar de que el ritmo de
esta intensificación pueda disminuir”.
En cuanto a Arendt, la ignorancia o la subvaluación, a la que hice alusión, es uno de los factores que
explican ciertos aspectos exagerados de su interpretación del fenómeno totalitario. Para Arendt el t. es una
especie de esencia política enteramente encerrada en sí misma, que no es alterada por los diversos ambientes
económico-sociales ni por el contenido de la ideología: su naturaleza es la transformación de los hombres en
haces de reacción intercambiables, una transformación puesta en movimiento por la lógica deformada de la
ideología más que por su contenido. Ahora bien, esta definición de la naturaleza del t. me parece un modo de
confundir una interpretación de los efectos de ciertas instituciones del terror totalitario, como los campos de
concentración, con el fin mismo del dominio totalitario, y lo que hace posible la confusión es, entre otras
cosas, el hecho de que Arendt lleva demasiado adelante el procedimiento de abstracción y no presta
suficiente atención a los contextos y a los rasgos diferenciados de las diversas experiencias totalitarias.
Considerado desde este último punto de vista, el t. se presenta, de una manera mucho más simple, como una
tendencia-límite de la acción política dentro de la sociedad de masa, como cierto modo extremo de hacer
política caracterizado por un grado máximo de penetración y de movilización monopolista de la sociedad,
que toma cuerpo en presencia de determinados elementos constitutivos. El t. en cuanto tal asume caracteres
diversos y está unido con objetivos diversos y con un destino diverso, según el sistema político particular en
que se encarna y según el correspondiente ambiente económico-social.

IV. EL PROBLEMA DE LA EXTENSIÓN DEL CONCEPTO DE TOTALITARISMO. La crítica


revisionista ataca aquí la tendencia, representada especialmente por Friedrich y traducida también en el
lenguaje práctico de la política, a ampliar la aplicación del concepto de t. a todos los regímenes comunistas.
Los críticos han tratado de demostrar, en contra de la licitud de esta operación, la heterogeneidad sustancial
entre el régimen staliniano y los otros regímenes comunistas, así como la discontinuidad entre el régimen
staliniano y el régimen soviético post-staliniano. Para este fin la crítica rey¡ sionista concentra su atención en
tres puntos: la diversidad respecto del papel y del peso del terror; la diversidad respecto de la personalización
del poder y la mitigación de la importancia de la ideología y en general de muchos de los controles típicos
del dominio totalitario.
No cabe duda que los primeros autores, que elaboraron y aplicaron el concepto de t., descubrieron en
el terror su característica fundamental. Para Arendt, como hemos visto, el terror es la “esencia del t.”; para

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Brzezinski, su “característica más universal” (The permanent purge, 1956); para Merle Fainsod es el “pilar
del t.” (How Russia es ruled, 1953); para Friedrich y Brzezinski, su “columna vertebral”. De acuerdo con
este planteamiento inicial el terror totalitario se diferencia del usado por los antiguos regímenes autoritarios
tanto por su cualidad como por su cantidad. Aquél golpea además a los enemigos presuntos u “objetivos” y a
otras víctimas inocentes, en este caso las víctimas no se convierten en objeto del terror porque son
“enemigos” o “traidores” sino en “enemigos” o “traidores” porque son objeto del terror; golpea en grande a
estratos o grupos profesionales o grupos étnicos enteros, y golpea de modo continuo y capilar; todos se
sienten bajo el control constante de la policía, y nadie puede decirse que está a salvo del terror totalitario.
Esta especie de terror es un instrumento esencial del dominio totalitario: inhibe cualquier tipo de oposición,
fuerza la adhesión y hasta el apoyo entusiasta al régimen y eleva al máximo la penetración y la movilización
política de la sociedad.
Ahora bien, la acción del terror totalitario –entendido de este modo– se encuentra en la Rusia
staliniana de los años treinta, especialmente a partir de 1934, y más adelante también en el periodo posbélico,
con las grandes purgas, la liquidación de grupos sociales enteros y de los cuadros dirigentes del partido, las
deportaciones masivas, los campos de concentración y de trabajo forzado, y en la Alemania hitleriana,
especialmente a partir de 1937-1938, con el pleno predominio de las ss sobre las demás organizaciones
policiacas y sobre el ministerio del interior, los pogrom contra los judíos, la deportación o la eliminación de
los judíos “ociosos”, “asociales”, enfermos mentales, etc., los campos de concentración y de exterminio;
tanto en Rusia como en Alemania, el cuadro se completa con upa tupida red de vigilancia y de espionaje
policiaco. No se encuentra, en cambio, en la Italia fascista ni en los países comunistas del este europeo, salvo
algunos episodios aislados del periodo de máximo poder de Stalin, y no se encuentra tampoco en la Rusia
post-staliniana, cuya diferencia más macroscópica en relación con el periodo anterior consiste precisamente
en un decrecimiento sustancial, cuantitativo y cualitativo del terror, como lo demuestran muchos testimonios
de ciudadanos soviéticos y como lo confirman numerosos estudios de observadores especializados del
sistema político soviético. Este cambio se puso de. manifiesto en una multiplicidad de innovaciones
normativas e institucionales como la abolición de la comisión especial del ministerio del interior que tenía el
poder de deportar a los campos sin proceso, la abolición de un poder análogo de la policía política, la
abolición de los procesos secretos contra las personas acusadas de delitos contra el estado, las limitaciones
impuestas a la jurisdicción de los tribunales militares, la reducción de las sanciones amenazadas por las
violaciones de la disciplina del trabajo, la introducción de numerosas garantías procesales, y así
sucesivamente. Pero por encima de todas estas innovaciones normativas e institucionales, lo que desapareció
en la Rusia post-staliniana fue la capa de terror omnipresente que cubría todos los aspectos de la vida social.
El régimen soviético sigue siendo una dictadura monopartidista, que recurre ampliamente a los medios
coercitivos; pero el dinamismo específico del terror totalitario es un recuerdo del pasado.
La conclusión que hay que sacar de estas consideraciones es la misma que sacó desde el principio
Arendt: la limitación del campo de aplicación del concepto de t. a sólo los regímenes de Hitler en Alemania
y de Stalin en Rusia. Diversos autores prefirieron en cambio modificar el concepto de t. en el sentido de una
moderación radical del papel del terror, para poder ampliar su aplicación a todos los regímenes comunistas y
a la Rusia post-staliniana. Fainsod, que descubrió en el terror el “pilar del t”, habló más tarde de un “t.
racionalizado”, en el que el terror ocupa simplemente “un lugar” (How Russia is ruled, 2a. ed., 1963);
Friedich, que definió el terror cómo la “columna vertebral del t.”, afirmó más tarde que había sobrevaluado
el fenómeno, que en el “t. maduro” se reduce a la presencia de un “terror psíquico” y de un “consenso
general” (Totalitarian dictatorship and autocracy, 2a. ed., 1965), y Brzezinski, que había encontrado en el
terror la “característica más universal del t.”, dejó en el olvido dicha característica al hablar de un “t.
voluntario” (Ideology and power in Soviet Union, 1962). Pero estas rectificaciones de rumbo –arguye la
crítica revisionista– sólo sirven para justificar la operación incorrecta de reducir el concepto común de t.
tipos de regímenes políticos que son claramente distintos respecto de la función del terror, y, por este
camino, respecto del grado de la penetración y de la movilización política de la sociedad, a la que se refiere
de manera peculiar la noción de totalitarismo.
Otro punto en el que se ha puesto el acento es el de que los dos prototipos de regímenes totalitarios,
la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin, se diferencian de los demás sistemas, que se pretende remontar al
concepto de t., por una personalización del poder llevada hasta sus límites más extremos. Se recordará que
Friedrich y Brzezinski no le atribuyen una importancia estructural a la personalización del poder. Por otra
parte Arendt, que tiene como punto de referencia precisamente la Alemania hitleriana y la Rusia staliniana,
señala muchas veces de manera clara el papel capital del dictador; pero luego, casi a despecho de sus mismas
afirmaciones, no lo considera como elemento constitutivo del concepto de t. Trata de achacarle toda la
brutalidad del dominio totalitario a la lógica deformada de la ideología, interpretación ésta sobre la que pesa

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su orientación conservadora y veladamente tradicionalista y su hostilidad hacia toda ideología política. Los
datos empíricos que tenemos a nuestra disposición, tanto de la Alemania hitleriana como de la Rusia
staliniana, nos obligan, en cambio, a considerar que el terror totalitario ha sido liberado no sólo por una
ideología de transformación radical de la sociedad, y no sólo por la lógica propia de la ideología, sino
también –y de manera determinante– por la acción del poder personal, o sea por la estrategia adoptada por el
dictador para conservar su poder, y por los rasgos característicos de su personalidad.
Esta tesis, según la cual el poder personal del dictador es una consideración esencial para el
funcionamiento del dominio totalitario, ha sido esgrimida con fuerza especialmente por Robert C. Tucker. En
su ensayo de 1961 puso en evidencia las deficiencias del concepto clásico de t. como instrumento de análisis
comparado, en tanto, por un lado, no determina los rasgos comunes que separan a los regímenes totalitarios
de los demás regímenes y, por el otro, no especifica de una manera satisfactoria los mismos caracteres
distintivos de los regímenes totalitarios. En cuanto al primer punto Tucker propuso la categoría general de
los regímenes revolucionarios de masa y monopartidistas, caracterizados por un impulso revolucionario
llevado adelante con una movilización más o menos intensa de las masas y guiado por un partido único:
forman parte de esta categoría los sistemas monopartidistas comunistas, los fascistas y los nacionalistas. En
cuanto al segundo punto, Tucker dirigió su atención precisamente a la existencia de un jefe personal, que se
libera del control de la oligarquía de partido y confía en gran medida en la policía secreta y en un terror total
y permanente para asegurar una obediencia absoluta a sus órdenes, tanto de parte del hombre de la calle
como de parte de los más altos dignatarios del régimen. Esta característica es común –decía en ese entonces
Tucker– a los “regímenes fascistas” y a la dictadura staliniana (mas no a los demás regímenes comunistas,
incluyendo a la dictadura soviética post-staliniana y la prestaliniana).
Volviendo al tema en un ensayo de 1965, Tucker restringe el ámbito de los regímenes totalitarios
solamente a la Alemania hitleriana y a la Rusia staliniana, y refuerza la opinión de que el mayor defecto de
las teorías clásicas del t. consiste en atribuirle sólo al fanatismo ideológico todo el dinamismo del poder y del
terror totalitario, con la consecuencia de descuidar o subestimar de manera drástica la incidencia del factor
personal, representado por el dictador. Esta incidencia está unida no sólo con el hecho de que Hitler y Stalin
eran autócratas absolutos, que detentaban una suma de poder sin precedentes en la historia, sino también con
algunos rasgos comunes (paranoides) de su personalidad, que constituían un poderoso estímulo que motivaba
su conducta de dictadores totalitarios. Basándose en los hechos que conocemos –concluía Tucker–, no se
puede dejar de reconocer que la personalización del poder, y en consecuencia la personalidad del jefe, es uno
de los componentes regulares y constitutivos del “síndrome totalitario”.
Recientemente ha ido creciendo la convicción del papel capital de la personalización del poder en el
dominio totalitario. Leonard Schapiro, que es un defensor más bien que un crítico del concepto de t., sostiene
que la primera característica permanente del fenómeno es precisamente la existencia de un jefe: un factor que
juzga más importante que la ideología, de cuyo contenido y de cuya aplicación el jefe se convierte en árbitro
exclusivo, y que el mismo partido, que el jefe trata de sujetar completamente a su voluntad, y en general más
importante y determinante que cualquier otro factor (Schapiro, 1969). También Hannah Arendt sintió la
necesidad, en la introducción de la tercera edición de su libro (1966), de llamar nuevamente la atención, de
una manera más pronunciada, en el papel del dictador totalitario, afirmando, entre otras cosas, que el
régimen totalitario dejó de existir en Rusia con la muerte de Stalin del mismo modo que había dejado de
existir, en Alemania, con la muerte de Hitler. “Lo decisivo no fue la guerra –escribe– sino la muerte de Stalin
ocurrida ocho años después. Como puede verificarse viendo las cosas en forma retrospectiva, esta muerte no
fue seguida simplemente por una crisis de sucesión y por un ‘descongelamiento’ temporal sino por un
auténtico aunque nunca inequívoco proceso de destotalitarización.”
Respecto del cambio del régimen soviético desde la época de la dictadura totalitaria de Stalin hasta
nuestros días, es particularmente oportuna la distinción hecha por Samuel P. Huntington, que tampoco toma
en cuenta el elemento del terror, entre los sistemas mono-partidistas revolucionarios y los sistemas
monopartidistas estabilizados. Esta distinción constituye la tercera perspectiva desde la que se puede
considerar, en sentido revisionista, el problema de la extensión del concepto de t. En efecto, los regímenes
totalitarios (especialmente los de tipo comunista) también forman parte de los sistemas monopartidistas
revolucionarios que tienden a transformar la sociedad e imponen en consecuencia una politización más o
menos avanzada de la sociedad misma, aunque Huntington no aborda la cuestión de su identificación
específica. Lo que le urge a este politólogo es describir la evolución y el cambio de los regímenes
monopartidistas revolucionarios en general, los cuales a través de un complejo proceso de transformación,
consolidación y adaptación, se convierten en sistemas claramente diversos: los regímenes monopartidistas
estabilizados, en los que no sólo tiende a desaparecer la personalización del poder sino que se atenúa el papel
de la ideología y disminuyen de manera significativa los mismos controles políticos sobre la sociedad que se

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estructura en actividades cada vez más complejas y diversificadas. Junto con el proceso de transformación se
lleva a cabo la destrucción del viejo orden y su sustitución con nuevas instituciones políticas y nuevos
modelos sociales. Una vez que el grueso del proceso de transformación se ha realizado, la concentración en
la ideología y en la guía carismática deja de ser funciona¡ para la conservación del sistema, que tiende por lo
tanto a consolidarse con el establecimiento de la supremacía del partido –más que del jefe personal– como
fuente de la legalidad y del poder. Por otra parte, la creación de una sociedad relativamente homogénea
conlleva el surgimiento de nuevas fuerzas sociales (una clase técnico-gerencial, los grupos de intereses, una
inteliguentsia con espíritu de independencia) que obligan al partido a someterse a un proceso de adaptación,
con el que redefine su propio papel dentro de la sociedad.
Finalmente el sistema monopartidista estabilizado, que es el resultado del proceso de transformación,
consolidación y adaptación, difiere del sistema monopartidista revolucionario por las siguientes razones: la
ideología es menos importante como elemento plasmador de los fines y de las decisiones de los jefes, en
tanto que adquieren mayor valor de las consideraciones pragmáticas; la guía política tiende a ser oligárquica,
burocrática e institucionalizada antes que personal, carismática y autocrática; las fuentes de la iniciativa están
difundidas entre las élites tecnocráticas y directivas en lugar de concentrarse en la sola élite del partido, con
la consecuencia de que el aparato del partido tiende a convertirse en mediador entre la estabilidad y el
cambio; surge una pluralidad de grupos de intereses importantes, y el aparato del partido se convierte en el
agregador y en el regulador de los intereses que compiten entre sí; se presenta en el escenario una
inteliguentsia con espíritu de independencia que se dedica a criticar el sistema; la participación popular ya no
es producto exclusivo de la movilización del partido sino también de la competencia electoral dentro del
mismo partido. Este modelo del sistema monopartidista establecido, que puede aplicarse a los sistemas
comunistas del este europeo y, en muchos de sus aspectos característicos, también al actual régimen político
de la Unión Soviética, es por lo tanto sustancialmente distinto 'del modelo del sistema monopartidista
revolucionario. En ciertos casos las diferencias que se establecen entre estos tipos de regímenes –afirma
Huntington– pueden ser tan marcadas como las que separan un viejo régimen monopartidista revolucionario
del viejo régimen zarista tradicional. La conclusión es evidente: no se pueden aplicar a los regímenes
monopartidistas establecidos las categorías propias para interpretar los regímenes monopartidistas
revolucionarios o –con mayor razón– las categorías propias para interpretar aquellos sistemas
monopartidistas revolucionarios particulares que son los regímenes totalitarios.

V. CONCLUSIÓN. Radicalizando las críticas a las que se ha visto sometida la noción, algunos autores
sostienen que “t.” es un epíteto emotivo de la lucha ideológica y política más que un concepto descriptivo de
la ciencia; que ha tenido esencialmente la función de justificar la política norteamericana durante la guerra
fría, y que conviene por lo tanto expulsarlo del léxico del análisis político. Esta acusación no es incorrecta en
cuanto a su contenido, pero va más allá de lo que significa. Por una parte es difícil negar que la noción de t.
se haya sometido a relevantes y tenaces usos ideológicos en el periodo de la guerra fría, pero, por otra parte,
lo que estaba en juego en esta instrumentalización ideológica era la extensión del campo de aplicación del
concepto de t. y no el concepto en cuanto tal. Ampliar el nombre de “t.” a todos los sistemas comunistas tuvo
el significado político ideológico de atraer sobre el enemigo el desprecio y la hostilidad que la palabra lleva
consigo, porque designa por excelencia –en su significado ya consolidado– experiencias políticas
particulares del pasado reciente, que se hicieron objeto de una condena casi unánime. De por sí, el concepto
de t., una vez que se ha reducido a su función de representar esas experiencias políticas y sólo ésas, no
produce ninguna deformación ideológica sino que constituye un importante instrumento descriptivo, que
tiene todas las características para formar parte del vocabulario del análisis político. Designa en efecto cierto
modo extremo de hacer política en las sociedades de masa, muy real y claramente identificable, que se
manifestó en nuestro siglo con rasgos de novedad de gran importancia histórica.
Retomando y resumiendo los puntos más eficaces de las teorías y de las revisiones críticas del t., que
expuse anteriormente, creo que el fenómeno se puede describir sintéticamente basándose en su naturaleza
específica, en los elementos constitutivos que contribuyen a formarlo y en las condiciones que lo hicieron
posible en nuestro tiempo. La naturaleza específica del t. debe encontrarse en una característica ampliamente
reconocida en la literatura y a la que alude la palabra misma: la penetración y la movilización total del
cuerpo social, con la destrucción de todas las líneas establecidas de distinción entre el aparato político y la
sociedad. Es importante señalar la unión entre el grado de penetración y el grado de movilización, porque la
acción totalitaria penetra en la sociedad hasta sus células más escondidas, precisamente porque la envuelve
totalmente en un movimiento político permanente. Los elementos constitutivos del t. son la ideología, el
partido único, el dictador, el terror. La ideología totalitaria proporciona una explicación indiscutible del curso
histórico, una crítica radical de la situación existente y una guía para su transformación igualmente radical, y,

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al orientar la acción hacia un objetivo sustancial (la supremacía de la raza elegida o la sociedad comunista),
más que hacia instituciones o formas jurídicas, justifica un movimiento continuo hacia el fin y la destrucción
o instrumentalización de cualquier institución y del mismo ordenamiento jurídico. El partido único, animado
por la ideología, se opone y se sobrepone a la organización del estado, trastornando la autoridad y el
comportamiento regular y previsible, y politiza los más diversos grupos y las más diversas actividades
sociales, minando sus lealtades y los criterios de comportamiento para subordinarlos a los principios y a los
imperativos ideológicos. El dictador totalitario ejerce un poder absoluto sobre la organización del régimen,
haciendo fluctuar a su gusto las jerarquías, y sobre la ideología, de cuya interpretación y aplicación el
dictador es el depositario exclusivo, y con su voluntad arbitraria, sus tácticas acomodaticias para conservar el
poder personal y el impacto de los rasgos característicos de su personalidad, garantiza e intensifica al
máximo la imprevisibilidad y el movimiento incesante de la acción totalitaria. El terror totalitario que se ve
liberado conjuntamente. por el movimiento de transformación radical impuesto por la ideología y por la
lógica de la personalización del poder, inhibe toda oposición y aun las críticas más débiles, y genera
coercitivamente la adhesión y el. apoyo activo de las masas al régimen y al jefe personal. Las condiciones
que hicieron posible el t. son la formación de la sociedad industrial de masa, la persistencia de un ámbito
mundial dividido y el desarrollo de la tecnología moderna. Por un lado el impacto de la industrialización en
las grandes sociedades modernas, dentro del marco de un ámbito mundial inseguro y amenazador, permite y
favorece la combinación de la penetración y de la movilización total del cuerpo social. Por el otro lado el
impacto del desarrollo tecnológico sobre los instrumentos de la violencia, los medios de comunicación, las
técnicas organizativas y las de. supervisión y de control permiten un grado máximo de penetración-
movilización monopolista de la sociedad, sin precedentes en la historia.
La dinámica de ruptura de la política totalitaria se llevó a cabo hasta ahora en las fases del desarrollo
más intenso del dominio staliniano en Rusia y del hitleriano en Alemania. A este propósito convendría
recordar dos puntos: el primero, que se deriva directamente de la afirmación anterior, es que el concepto de t.
no puede aplicarse a todos los regímenes comunistas ni a todos los regímenes fascistas; el segundo es que no
se puede deducir del hecho de que el t. se haya puesto en práctica en un sistema fascista y en uno comunista
la conclusión de una similitud fundamental entre el fascismo y el comunismo. En cuanto al segundo punto,
anteriormente enumeramos las profundas diferencias ideológicas, sociales, de orientación política y de
dinámica evolutiva, que hacen que el fascismo y el comunismo sean dos fenómenos políticos radicalmente
diferentes y opuestos; con el corolario de que el surgimiento de la política totalitaria en determinados
periodos de la historia de la Rusia soviética y de la Alemania nazi tuvieron un trasfondo de condiciones
económico-sociales y una finalización concomitante del impulso movilizador de la sociedad, que eran
decididamente diversos. En cuanto al primer punto ya expusimos las múltiples razones que impiden extender
el concepto de t. a todos los sistemas comunistas, incluyendo las dictaduras soviéticas pre y post-stalinianas.
Es oportuno en cambio añadir algo más para justificar la afirmación de qué tampoco era totalitario el
fascismo italiano, que no obstante algunos consideran el tercer prototipo de t. y a partir del cual se originó el
nombre mismo de totalitarismo.
En la Italia fascista la penetración-movilización de la sociedad no se pudo comparar nunca con la
alcanzada por el régimen hitleriano y por el staliniano, y nunca existieron, en su dimensión específica, los
elementos constitutivos del t. La ideología tuvo más bien por objeto manifestar el sentimiento de comunión
de los miembros del partido que el de ser instrumento de guía persistente de la acción política, y, a falta del
componente de la supremacía de la raza elegida, no se planteó una transformación radical del orden social. El
partido fascista fue una organización más bien débil, ante la cual la burocracia del estado, la magistratura y el
ejército conservaron gran parte de su autonomía, y cuya acción de adoctrinamiento ideológico fue limitada y
entró en negociaciones católicas. El terror totalitario casi estuvo totalmente ausente. Se presentó en cambio la
personificación del poder, aunque no se llevó hasta el punto de socavar la institución de la monarquía sino
que, precisamente por la falta de los elementos constitutivos del t., Mussolini no pudo nunca reunir en sus
manos un poder comparable con el de Hitler o de Stalin.
Siguiendo el hilo de estas consideraciones finales podemos establecer –en síntesis– las siguientes
proposiciones acerca de la validez y la utilidad del concepto de t.: designa cierto modo extremo de hacer
política más que una cierta organización institucional, un cierto régimen; este modo extremo de hacer
política, que penetra y moviliza a toda la sociedad por entero destruyendo su autonomía, se encamó en dos
regímenes políticos únicos temporalmente circunscritos; por estas dos razones el concepto de t. tiene un
valor muy limitado en el análisis comparado dé los sistemas políticos, aunque es, sin embargo, un concepto
importante del que no podemos ni debemos prescindir porque denota una experiencia política real, nueva y
de gran relieve, que dejó una huella indeleble en la historia y en la conciencia de los hombres del siglo XX.

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