Parado tras los barrotes de mi cuna rectangular de madera, vestido con un mameluco azul claro, del que destacaba la silueta de un cisne tejido con un grueso hilo satinado de color rojo, esperaba yo ansioso en la oscuridad, apenas rota por unos débiles rayos de luna que entraban por la ventana, en el más absoluto de los silencios y sin poder dormir, la llegada de mi padre. La espera me parecía eterna. Quizá por ello no supe en qué momento apareció, como salido de la nada un personaje del que jamás me olvidaré: el diablo. Sí señor, un horripilante macho cabrío cubierto de la cintura para abajo, con un espeso pelaje rojizo, que se adivinaba duro como el zacate que se utiliza para fregar vajilla, y que contrastaba con un torso y un pecho lampiños, cuyas piernas culminaban en enormes pezuñas características, como tiempo después lo supe, de un animal salvaje de la montaña. Coronaban su cabeza, entre lobuna y humana, un par de cuernos de tamaño mediano que, a manera de lira, se curvaban hacia atrás. El pavoroso engendro, o al menos así lo ví en aquel momento, intentó sacarme de la cuna con sus velludos brazos. Apenas contaba yo con 18 ó 24 meses de vida; no puedo precisarlo porque la escena hoy me llega entre brumas, quizá por los más de 58 años transcurridos. Recuerdo uno de los brazos de la bestia acercarse lentamente hacia mí, mientras con la pezuña blanca del otro, apuntando hacia abajo, parecía pedirme que me tranquilizara. Yo aterrorizado retrocedía hacia los barrotes que se hallaban a mi espalda, sin demasiado espacio para poder huir. La siniestra figura me sonreía dejando al descubierto unos destelleantes colmillos, lo que de inmediato hizo que los 110 latidos por minuto de mi pequeño corazón (ahora lo sé todo) casi se detuvieran. Quise gritar, pero apenas débiles balbuceos salieron de mi boca. El espectral personaje súbitamente detuvo su avance al escuchar el rechinido proveniente de la puerta de mi habitación abriéndose lentamente. El cuarto se iluminó. Mi padre entró y yo, al fin, respiré aliviado. Lo recuerdo mirándome un tanto sorprendido cuando le grité “¡papá!” (¿Era la primera vez en mi vida que lo hacía?) Yo, con las manos hacia atrás, aferrado a los barrotes de madera que se encontraban a mi espalda, con mi cara (supongo que así la vió él) llena de espanto infantil y balbuceando de manera ininteligible, lo recibí con inmensa alegría. Tengo la viva imagen de mi padre volteando hacia el engendro y con ademanes enérgicos conminándolo a que se marchara (o ¿eso creí ver?). Nada me preguntó. Nada yo podría haberle revelado de mis angustias paralizantes. Pero ahora lo recuerdo bien. Él llevando un plato de porcelana con un filo azul como borde, rebosante de cubitos de hielo que, posteriormente y con mucho cuidado, colocó, envueltos en un paño rojo sobre mi afiebrada frente. Grabado también en mi memoria, lo veo recogiendo del suelo un voluminoso libro cuya portada ilustraba, según supe muchos años después, la célebre pintura de Goya El Aquelarre, (Extraído de los apuntes del doctor Michael White, australiano, provenientes de una terapia narrativa realizada por uno de sus pacientes.)