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CAPÍTULO 4

EL MOMENTO LOMBROSIANO: ¿CONECTANDO LO VISIBLE


CON LO INVISIBLE, O RESTRINGIENDO LA MIRADA
EN NOMBRE DEL PROGRESO?

Parte I
Visualizando la criminalidad

Los visitantes del Palacio de Bellas Artes de Roma, en el otoño de 1885, fueron testigos de
un espectáculo por demás inusual. En una de las salas se exhibía un inmenso conjunto de
objetos, incluyendo bastante más de trescientos cráneos y mascarillas anatómicas, pro-
bablemente varios miles de retratos fotográficos y dibujos de epilépticos, delincuentes,
enfermos mentales y criminales natos, además de mapas, gráficas y publicaciones que
resumían los resultados de la nueva disciplina de la antropología criminal. La exhibición
sólo duró una semana, junto al salón donde se habían reunido más de 130 criminólogos,
antropólogos, médicos, psiquiatras y juristas para el primer Congreso Internacional de
Antropología Criminal, entre el 15 y el 20 de noviembre. La visión del lugar debe haber
sido conmovedora. Cuarenta y tres exhibidores, muchos de ellos italianos, algunos fran-
ceses, alemanes, húngaros y rusos, mostraban sus colecciones privadas que caracteriza-
ban sus hallazgos individuales en la materia. Extendidos sobre mesas y estantes, se en-
contraban series de cráneos, demostrando los rasgos típicos de los epilépticos, los asal-
tantes callejeros o los suicidas, y especímenes individuales de casos específicos:
megalocéfalos, prostitutas, asesinos; cerebros conservados en alcohol, o mediante un
método especial inventado por Giacomini, con gelatina, que permitía un fino rebanado
del cerebro para su posterior observación microscópica; moldes de yeso de cabezas, crá-
neos, rostros, orejas y no menos de cinco cabezas completamente conservadas, dos de
nihilistas, dos de delincuentes, y la del infame bandido Giona La Gala, que pertenecía a la
exhibición de la penitenciaría de Génova, junto con su cerebro, sus tatuajes y sus cálculos
vesiculares encontrados durante la autopsia.
Los mapas, los diagramas y otras gráficas, se desplegaban en las paredes, ilustrando la
distribución geográfica de varios tipos de delitos, el informe del crecimiento de las tasas de
suicidios y demencia acompañado por el aumento del delito, o la influencia de las variacio-
nes de temperatura y el precio de los granos en la delincuencia en Italia. Figuras en barro y
en cera hechas por prisioneros y pacientes mentales, ejemplos de sus escrituras y dibujos,
un álbum con copias de dos mil tatuajes, todo ilustrando aspectos de la creatividad crimi-
nal o demente. Y en muchas de las colecciones, sólo después de los cráneos, había retratos
de delincuentes y criminales, tanto dibujos como fotografías [Broeckmann 1995: 3].

La criminología positivista se esfuerza por darle a la disciplina una presencia visi-


ble. No debería sorprendernos que el primer Congreso de Antropología Criminal de
1885 presentara semejante y diversa exhibición de cultura material.1 Al caminar a tra-

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vés de los salones, los delegados vivieron, experimentaron físicamente por medio de los
sentidos de la vista y el tacto, la interacción entre el deseo personal, el sistema de
clasificación y la colección material.2 Aunque organizado y cobijado por Roma, y refle-
jando muchas de las preocupaciones de un grupo de individuos vagamente menciona-
dos como la Escuela Italiana, el Congreso de 1885 ofreció un campo interdisciplinario
poblado por diletantes con diversa capacitación personal e institucional. La reunión
les proporcionó condición de expertos para establecer un nuevo terreno: el que iba a
ser etiquetado como la ciencia de la criminología.3 El campo fue cuestionado, y gene-
ralmente se ha considerado que la división más clara se daba entre el enfoque de las
estadísticas sociales francesas lideradas por Lacassagne —las cuales enfatizaban que el
proceso de leer las regularidades estadísticas y el mapeo del delito mostraba la influen-
cia del entorno social— y lo antropológico, personificado por Lombroso. Generalmen-
te se entiende que la influencia de Quételet favoreció a Lacassagne —inclusive permi-
tiendo sutiles diferencias entre los simpatizantes de cada campo—, y el grupo de Lom-
broso fue relegado ahora a la condición de cuasi-ciencia (por ejemplo, Gould 1981;
contrástese con Taylor 1981, sobre la adopción de las bases biológicas del delito). Esta
desestimación pasa por alto un elemento clave para la ciencia de Lombroso, esto es,
el deseo de encontrar una forma estable de reconocer las tendencias que se revelaron
en los conjuntos estadísticos. El desplazamiento de Lombroso hacia un análisis multi-
factorial es un camino complicado a partir de su supuesto original de que Quételet
había revelado que el hombre medio y los hombres que marcan el contraste en los
extremos de la curva de la campana tenían una constitución diferente, lo que reflejaba
diferencias en la realidad subyacente.
Esto tuvo claras implicaciones de política práctica. La escuela de pensamiento que
hoy conocemos como criminología clásica utilizó el derecho penal como estrategia de
control; la argumentación de Lombroso consistía en que el derecho penal descansaba
en suposiciones —como la elección racional— que reflejaban nuestra propia compren-
sión, pero en tanto ellas podían funcionar para el hombre medio, o el hombre común,
la sociedad no estaba compuesta por ellos solos. Una visualidad (visuality) que diferen-
ciara tipos permitiría una respuesta científica a la medida de cada uno de ellos.
Extraer los fundamentos intelectuales de Lombroso parece difícil, en parte porque,
como lo demostró este congreso, nos enfrentamos a la libertad de experimentación, a un
espacio gobernado sólo vagamente por un conjunto relativamente inestable de normas
disciplinarias, donde los individuos y los grupos buscaban conseguir un impacto, de-
mostrar su ciencia a través de la invocación de su discurso científico, para permitir que
los objetos se comuniquen, que den respuestas a las preguntas y que revelen identidades.
Lombroso aportó la colección más grande, a primera vista ecléctica, en ser exhibida:

Había setenta cráneos de delincuentes italianos, otros treinta de epilépticos, y un único es-
queleto completo en toda la exposición, el de un ladrón. Se ofrecía evidencia anatómica
adicional de la delincuencia, por medio de moldes en yeso de cabezas de delincuentes, y un
conjunto de muestras de piel que conservaban sus tatuajes. Había trescientas fotografías de
epilépticos y, recopiladas en un álbum, otras trescientas fotografías de criminales alemanes.
De veinticuatro delincuentes italianos y extranjeros, Lombroso mostraba dibujos de tamaño
natural, complementados con biografías. Entre los resultados de la creatividad delictiva de la
colección de Lombroso, se encontraba una jarra hecha por Cavagilia, un asesino suicida y
ladrón. Además, había muestras grafológicas de los delincuentes, y doscientos manuscritos y
gráficas realizados por pacientes mentales, y finalmente, algunas tablas gráficas y publicacio-
nes como prueba de los propios esfuerzos científicos de Lombroso [Broeckmann 1995: 3].

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La colección no carecía de objetivo: se cohesionaba alrededor de prácticas de
lectura del cuerpo y de las artesanías de los desviados en la búsqueda de la similitud
subyacente a la apariencia de diversidad. La presentación de los cráneos junto con los
productos de la mente de los enfermos mentales y los delincuentes exhibía confianza
en el método particular de desplazarse de lo material y visible a conjeturas de estruc-
turación invisible. El movimiento teórico consistió en un pasaje desde la apariencia
que confunde, hasta una realidad más certera hecha posible por el experto. La antro-
pología podía demostrar los contornos naturales de la delincuencia, en tanto que la
sociología podía revelar las condiciones en que se expresa la propia delincuencia (como
él lo iba a expresar en el Segundo Congreso de 1889: «no es la ocasión la que hace al
ladrón, es la oportunidad lo que hace que el individuo predispuesto a robar cometa un
hurto»; citado por Broeckmann 1995: 3).
Inclusive esta demarcación entre la antropología criminal y la sociología —con sus
diferentes sistemas de clasificación y recolección— compartía la herencia común de
las regularidades estadísticas. Ellas diferían en relacionar las representaciones estadís-
ticas con las narrativas del proceso civilizador. Esta organización demasiado humana
estaba oscurecida, y era simplemente asumida como problemática. En el congreso de
1885, muchos delegados parecieron creer que esas colecciones de objetos pudieran
hablar por sí mismas (positivismo); sin embargo, no se puede escapar fácilmente a la
pregunta de Jean Baudrillard (1994: 24): ¿pueden los objetos «instituirse alguna vez
como un lenguaje viable? ¿Pueden ellos actualizarse dentro de un discurso orientado a
otra cosa que no sea a sí mismo?». El proyecto de Lombroso consistía en un complejo
de actividades que se basaban en la lectura de datos estadísticos, nuevas tecnologías y
lugares de medición (por ejemplo, el guante volumétrico, el pelvímetro, el craniógrafo
anfossi, ver Lombroso 1911: Parte II, capítulo 1; y la prisión, la clínica y el asilo), una
selecta comprensión del emergente darwinismo y, por encima de todo, la confianza en
la ubicación del observador (por ejemplo, Lombroso) en el proceso civilizador. Final-
mente, el proyecto fracasa, no a causa de la falta de esfuerzo o aplicación de las normas
aceptadas, sino porque sin una comprensión reflexiva acerca de la posición del obser-
vador en el «proceso civilizador», los materiales son combinados, por cierto, por los
intereses y las tecnologías empleados por el observador.
Los sucesos se deben contextualizar, pues el simple abandono del proyecto como
pseudo-ciencia hace que sea posible que los textos criminológicos —entre otras cien-
cias— eviten reconocer cómo el proyecto para hacer visible el cuerpo del delincuente,
para permitir que el desviado sea reconocible, para convertir a la patología en algo
transparente, confiaba en la priorización del punto de referencia del observador y sus
intereses, y tenía el potencial de ser asumido en las prácticas de exclusión, que tienen
su extremo lógico en la exterminación. Esta ceguera reflexiva era parte de los procesos
constitutivos del proyecto científico (luego globalizador) europeo. La ciencia de hacer
del «desviado» una entidad patológica observable, un proyecto cuyo objetivo era que la
población general lo viese de la misma buena forma que el científico, fue permitido por
la historia del poder tecnológico europeo por encima del poder de otros no europeos
(incluyendo el poder bio-social de resistencia a los gérmenes, que, cuando se introdu-
cen en otros sitios del planeta, matan), que podían ser exterminados, y debido al hecho
de su exterminio, eran inferiores. Atados a una imagen del proceso civilizador en el
cual lo «inferior» iba a ser removido del proceso de globalización, lo que sigue es que
los patológicamente desviados fuesen el remanente de la escoria del proceso civiliza-
dor/evolutivo.

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La historia dominante de la visualización del cuerpo criminal:
¿una revolución intelectual?

Los escritores de textos criminológicos que buscan ser comprendidos por algo
más que un pequeño puñado de especialistas, generalmente contextualizan el desarro-
llo de lo que se llama Escuela Italiana, en referencia a Lombroso —el «padre» de la
criminología científica—, como si la criminología fuese producto de ciertos «pione-
ros».4 El contexto para los pensamientos de estos pioneros se presenta como una rup-
tura del legalismo y los supuestos del contrato social de Beccaria hacia el evolucionis-
mo biológico del darwinismo, como proveedor de un nuevo medio ambiente intelec-
tual. Hoy en día, estudios más detallados refuerzan las continuidades, en lugar de las
drásticas oposiciones,5 pero el resumen de Vold y Bernard (Theoretical Criminology, 2.ª
ed., 1979: 35-66)6 es característico de un libro de texto de historia. Se decía que la
centuria entre Beccaria y Lombroso constituyó una «revolución intelectual», metodo-
lógica y existencialmente. «La metodología lógica y básica de la ciencia objetiva, empí-
rica, y experimental se llegó a establecer con firmeza», mientras que muchos conside-
raron que Darwin ofrecía las «respuestas a la vieja, vieja pregunta: ¿qué clase de criatu-
ra es el hombre?», y las encontraron —nos dicen— en su Origin of Species (1859) y
Descent of Man (1871). «El hombre estaba comenzando a aparecer ante la ciencia
como una de las muchas criaturas, sin ningún lazo especial con la Divinidad... como
un ser cuya conducta estaba regida por sus antecedentes culturales y biológicos».
La obra clásica de Lombroso, L’uomo delinquente (1876), se toma como el texto
fundacional de la criminología positiva (en parte gracias al estudio masivo que Goring
[1913] estimuló).7 A veces se coloca a este texto dentro de la literatura de la degenera-
ción, reflejando tanto los temores de los caballeros-intelectuales de la decadencia so-
cial y biológica del siglo XIX hacia otra cosa, la civilización occidental progresista, así
como también la idea de ser capaces de visualizar e identificar «tipos», permitiéndo-
nos de este modo diferenciar lo progresivo de lo regresivo. Las técnicas de representa-
ción del texto de Lombroso tienden un puente para salvar la brecha entre antropología
fisonómica y criminología clínica, utilizando directamente las metodologías de repre-
sentación del primo de Charles Darwin, Francis Galton.8 Este último había desarrolla-
do una metodología de fotografías compuestas que se empleaban para revelar «tipos».
Lombroso argumentaba que la frenología y la fisonomía demostraban que la delin-
cuencia era el signo de una forma primitiva dentro de la sociedad moderna. Esto cons-
tituía una activa semiótica, una invocación metodológica positiva de la presencia. L’uomo
delinquente no solamente contenía varias páginas con fotos de transgresores («Los ros-
tros de la delincuencia») que el lector podía ojear (con una guía para así compartir la
metodología de Lombroso), también presentaba varias series de fotografías compues-
tas de «cráneos delictivos», que se ofrecían para demostrar sus estructuras anacró-
nicas. La fotografía parecía ser capaz de demostrar tanto el «estigma» del atavismo
(la evidencia empírica de la condición primitiva del sujeto), como también, por medio
de retratos compuestos, revelar los rasgos subyacentes de aquellos individuos a los que
se podía asignar un «tipo delictivo» u otro. Los tipos delictivos se podían revelar en
grandes tablas que contenían retratos fotográficos de delincuentes convictos. En con-
secuencia, Lombroso argumentaba que sería posible establecer, a través de la observa-
ción directa del «estigma», si alguien acusado de un delito había sido o no el ejecutan-
te. Esto no era una alusión o metáfora alguna, sino una inferencia directa; tenía la
intención de ser una herramienta práctica de la criminología investigativa.9

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Situar a la delincuencia dentro de la lente de la degeneración abre por completo el
sujeto para el estudio disciplinario; además, esto tenía matices políticos indiscutibles,
pues la antropología criminal podía desempeñar un papel importante en defensa de la
sociedad y ayudar a identificar las causas de los problemas para la integración social.10
Lombroso era italiano del Norte, y su capacitación y primeros servicios como doctor
en medicina tuvieron lugar bajo el contexto de la lucha de unificación para construir
un Estado-nación italiano. En el campo de la medicina social, él estaba particularmen-
te interesado por la prevalencia de la pelagra y el cretinismo en Calabria. A partir de
1862, él condujo investigaciones a gran escala acerca de la diversidad étnica del pueblo
italiano, utilizando metodologías antropométricas emergentes. Describió problemas
cruciales para la unificación, que yacían en la diversidad racial de los pueblos que iban
a conformar el nuevo Estado-nación y que ofrecían una base científica para las recla-
maciones de «atavismo» o el atraso de los pueblos del sur o Mezzogiorno. Se debe tener
en cuenta la locación espacial diferencial y la identidad asociada. Nicéphore Niépce,
un seguidor de Lombroso, expresaría esto claramente en un libro titulado Northern
Italians and Southern Italians:

No todas las partes que componen el organismo múltiple y diferenciado [de Italia] han
progresado de igual forma en el curso de la civilización; algunas se han quedado detrás,
debido a gobiernos ineptos o como el triste resultado de otros factores, y son incapaces
de avanzar sin un gran esfuerzo, mientras que las otras han progresado dinámicamente.
Mezzogiorno y las islas se encuentran en la penosa situación de aún contar con los senti-
mientos y las costumbres, la sustancia si no la forma de siglos pasados. Ellos están menos
evolucionados y menos civilizados, que la [sociedad] que se va a encontrar en el norte de
Italia [citado por Pick 1989: 114-115].

Responsable de pacientes mentales en varios hospitales del Norte a partir de la


década de 1860, Lombroso asumió una cátedra sobre medicina legal e higiene pública
en la Universidad de Turín, en 1876. En la introducción a L’uomo delinquente, una
edición en inglés preparada por su hija y colaboradora, Gina Lombroso-Ferrero, publi-
cada en 1911,11 Lombroso estableció «dos ideas fundamentales» que subrayaban su
trabajo: específicamente,

Un punto esencial [es] el estudio no del delito en abstracto, sino del propio delincuente; y
el delincuente congénito [es] una anomalía, parcialmente patológica, y en parte atávica,
un resurgimiento del salvaje primitivo.

Estas ideas «no surgían por sí mismas... instantáneamente bajo el encanto de una
sencilla y profunda impresión, sino que eran la descendencia de una serie de impresio-
nes». En primer lugar, él «fue sacudido por una característica que distinguía al soldado
honesto de su camarada vicioso: el punto hasta el cual el segundo estaba tatuado y la
indecencia de los diseños que cubrían su cuerpo». En segundo lugar, él resolvió «hacer
del paciente, y no de la enfermedad, el objeto de atención», en consecuencia, al estu-
diar a los enfermos mentales, «aplicó el examen clínico... el estudio del cráneo, con
mediciones y pesos, por medio del estesiómetro y el craniómetro». Al desplazarse ha-
cia el estudio del delito, Lombroso se dio cuenta de «que los estudios a priori del delito
en abstracto, hasta ese momento realizados por juristas, especialmente en Italia, con
singular perspicacia, debían ser supervisados por medio del estudio estadístico directo
del delincuente, comparado con individuos normales y los dementes». Comenzó a es-

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tudiar «delincuentes en las prisiones italianas», a partir de lo cual informa de un mo-
mento de verdadera ilustración (Figura 4.1):

Trabé relación con el famoso bandido (bringantte) Vilella. Este hombre poseía una agilidad
tan grande que, según se sabía, le había permitido escalar altísimas montañas sosteniendo
una oveja sobre sus espaldas. Su cínico descaro era tal, que se jactaba abiertamente de sus
crímenes y delitos. A su muerte, en una fría mañana de noviembre, yo fui designado para
hacer su examen post mortem, y al abrir el cráneo, me encontré con la porción del occipital,
exactamente sobre el punto donde en un cráneo normal se encuentra una protuberancia,
una depresión distintiva que yo denominé foseta occipital media, precisamente debido a su
posición en medio del occipucio, tal como en los animales inferiores, especialmente los
roedores. Esta depresión, como en el caso de los animales, estaba correlacionada con la
hipertrofia del vermis, conocido en las aves como cerebelo medio.

FIGURA 4.1. El cráneo de Vilella, preservado en una caja de cristal, sobre el escritorio de Lombroso (Foto:
Wayne Morrison). Lombroso había continuado su relato: «Posteriormente me vi animado sobre esta audaz
hipótesis debido a los resultados de mis estudios sobre Verzeni, un criminal sentenciado por sadismo y viola-
ción, que mostraba los instintos caníbales de los primitivos antropófagos y la ferocidad de las bestias de presa».
Horn (2003: 31) considera que este relato, sobre el final de la vida de Lombroso, posee una «cualidad mítica»,
aunque también narra que en su artículo original de 1871, Lombroso ya había remarcado cuán importante era
ese cráneo particular, y que la anormalidad observada era «única en la historia natural y patológica del hom-
bre». El cráneo se colocó, para su presentación, en una caja de cristal y se exhibe permanentemente sobre el
escritorio de Lombroso, en el Museo de Antropología (Lombroso), Turín (ver Morrison, 2004b).

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Ésta fue una revelación que seguía los términos de la alegoría de la caverna de
Platón —Lombroso se confrontó con una realidad que lo apoyó en su comprensión.

A la vista de ese cráneo, me pareció ver todo de repente, iluminado como una vasta planicie
bajo un cielo ardiente, el problema de la naturaleza criminal —un ser atávico que reprodu-
ce en su persona los instintos feroces de la humanidad primitiva y los animales inferiores.
De esta forma, se explicaban anatómicamente las enormes mandíbulas, los pómulos altos
y prominentes, los marcados arcos superciliares, las solitarias líneas de las palmas, el tama-
ño extremo de las órbitas oculares, la forma de asas o sésil de las orejas encontrada en los
criminales, en los salvajes, y en los simios, la insensibilidad al dolor, la visión extremada-
mente aguda, los tatuajes, la vagancia excesiva, el amor por las orgías, y el deseo irresistible
del mal para su propio beneficio, un deseo no sólo por extinguir la vida de la víctima, sino
también por mutilar los cadáveres, rasgar su carne, y beber su sangre.

Ahora, no sólo él puede ver signos claros de lo criminal (los estigmas), sino tam-
bién el significado de aquellos que están situados en un orden de ser que va más allá de
lo visible: un reino de progreso y reversión que nos localiza a nosotros mismos y a los
«otros». Lombroso relata esto en términos del progreso de una civilización hacia la
verdadera Ilustración. Pero, ¿cómo se alcanza este acceso a un segundo orden de visi-
bilidad? Y, ¿cómo se hace evidente este progreso de allí en adelante?

Lo visible y lo invisible: reduciendo al otro

El trabajo de Lombroso implica técnicas para leer y hacer visible a un «otro», ade-
más de la imposición de una estructura de poder sobre ese «otro», con el fin de posicio-
narlo y capturarlo para las técnicas de la reproducción teórica. Hay niveles de posiciona-
miento: el Norte (civilizado/Lombroso) versus el Sur (degeneración), observador/objeto
y un posicionamiento diferencial dentro del progreso evolutivo. Rastreando el mapa del
delito y otros factores para Italia, Lombroso percibió diferencias en la civilización. De
este modo, un Estado de derecho uniforme bajo la forma de Código penal sería un error,
pues en muchas regiones «aún reina, como suprema, la barbarie medieval». La ley era
apropiada para quienes habían alcanzado la misma etapa de civilización. Pero bajo el
«examen», encontramos que la «población delictiva» va a ser «distinguida del miembro
medio de la comunidad» por medio de los signos físicos, discernibles para un observador
entrenado.12 The Female Offender (1895), por ejemplo, comienza con el estudio de la
«mujer normal», para la cual se comparan las desviaciones (en términos políticos, Lom-
broso era liberal y argumentaba contra la «tiranía» a la cual estaban sujetas las mujeres
y contra su exclusión de la educación superior).
Hay dos modelos metodológicos enlazados y en juego: el primero es la ubicación
de los estigmas y la lectura del cráneo, ayudados por el retrato compuesto para estable-
cer el tipo delictivo; el segundo es la transferencia de lo visual al metaobjeto, la gran
narrativa del progreso evolutivo y la higiene social.
En primer lugar, el sueño de la transferencia inmediata, o una semiótica que per-
mitiese revelar la delincuencia.
Esto era a la vez reflejo del poder, y consecuencia de las divisiones sociales globales.
Al menos dos tipos de poder/conocimiento descansan entrelazados. Uno es el po-
der de la institución, en este caso el cuarto de disección, para producir conocimiento a
partir de sus prácticas, personificado por la herencia frenológica de Gall. El segundo

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era el poder móvil para distinguir, para localizar tipos en una secuencia evolutiva. Este
poder era aprovechado para el proceso específico de la gobernanza, pero también era
producto de la mentalidad gobernante. Debemos tener cuidado de observar esta duali-
dad: el poder para distinguir es en sí mismo producto de una mentalidad que distingue.
La herencia frenológica. La creencia de que los indicadores faciales reflejaban las
proclividades más importantes y que el estudio sistemático de sus mecanismos subya-
centes decía a la ciencia más acerca de la constitución básica del ser humano, estaba
relativamente extendida a principios del siglo XIX. La frenología del brillante anatomis-
ta Franz Gall, y su discípulo Juergen Spurzheim, alcanzó su cumbre en la tercera déca-
da de ese siglo.13 Las teorías de Gall y Spurzheim parecían estar completamente de
acuerdo en mantener las demandas universalistas de la metodología de la Ilustración:
a saber, que existía «a través de toda la naturaleza, una ley general acerca de que las
propiedades de los cuerpos actúan con una energía proporcional a su tamaño, y la
forma y el tamaño del cerebro regulan la forma y el tamaño del cráneo» (1812: 226). En
estudios empíricos de cerebros y cráneos humanos y animales, Gall y Spurzheim rela-
cionan habilidades, talentos y disposiciones del carácter con las estructuras craneales,
localizadas sobre 33 «rasgos» de partes específicas del cerebro. Dichos rasgos se loca-
lizaron inicialmente de forma visual a través de la ilustración o la escultura, aunque el
desarrollo de la fotografía parecía prometer una mayor objetividad. Cowling refiere
que «leer las protuberancias» se convirtió en una manía popular en la época victoriana
temprana, aunque esta popularización implicara la aceptación de demandas que exce-
dían de lejos el valor neurológico previsto por sus fundadores. Sin embargo, esto «des-
empeñó un papel importante para centrar la atención de los antropólogos en el cráneo,
lo cual, a través de todo el siglo, iba a permanecer como el índice más importante de
capacidad mental y de identidad racial» (Cowling 1989: 40).
El retrato compuesto. El retrato compuesto fue en gran medida resultado de los
intentos de Galton por medir adecuadamente lo «otro» y por localizar tipos de razas
humanas. El tropo de su deseo generalmente se rastrea a partir de ciertos eventos de su
expedición al África del Sudoeste en 1852-1854, cuando él conoció a una sorprendente
mujer africana. En su relato de la expedición, Galton se refiere a una mujer nama,
esposa de uno de los sirvientes de su anfitrión, como una «Venus entre hotentotes». Él
se describía como «completamente atónito ante el desarrollo de esta mujer»; por su-
puesto, como «hombre de ciencia», estaba «en extremo ansioso por obtener medidas
exactas de sus formas». No obstante, las circunstancias eran difíciles y Galton informó
que se «sentía en un dilema cuando observaba sus formas». Galton se sintió orgulloso
de la solución que divisó, en concreto, tomar una serie de observaciones «sobre su
figura» con su sextante, haciendo un dibujo bosquejado y con anotaciones mientras
ella estaba parada a distancia bajo un árbol. Luego, él «adaptó» su hoja de mediciones
para calcular la distancia y obtuvo resultados usando la trigonometría y los logarit-
mos.14 Esta pasión por las mediciones de los «otros» iba a tomar pronto una forma
tecnológica particular:

Galton regresó a su casa en Inglaterra y cambió rápidamente sus más insaciables deseos
hacia los números y las mediciones por los «problemas» locales de la herencia y la antro-
pometría que informaba el darwinismo. Padeció una serie de «enfermedades perjudicia-
les para el esfuerzo mental», que culminaron en un colapso en 1866; entre otras desilusio-
nes, fue en este periodo que se hizo evidente que su propio matrimonio probablemente
era infértil; Galton se fascinó aún más por la evolución y la herencia a gran escala, exi-

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giendo la transformación de Gran Bretaña de «una turba de esclavos, que se golpean
entre ellos, incapaces de autogobernarse y rogando que los conduzcan... hacia una nueva
raza de vigorosos hombres con gran autoconfianza»... En la obra de Galton, muchas
cuestiones profundamente problemáticas acerca del nivel nacional de madurez social y
política, y específicamente acerca de los efectos de una cambiante y creciente circuns-
cripción electoral después de 1867, se desviaban sobre el problema del cuerpo y la mente
raciales; la política se disolvía en las matemáticas y la biología [Pick 1989: 197].

La ruptura metodológica llegó con la combinación de la concepción estadística de


lo normal de Quételet y la aplicación de la fotografía. Después de 1865, Galton empleó
dispositivos fotográficos para capturar y exhibir un registro fisonómico de «tipos men-
tales degenerados» y delincuentes. El inspector de prisiones, Edward du Cane, pro-
porcionó fotografías de prisioneros y Galton intentó identificar las características co-
munes de los criminales violentos, de los delincuentes y de los agresores sexuales (como
ya se ha mencionado, una colección de estas fotografías aparece en el texto más impor-
tante de Lombroso bajo el título «Los rostros de la delincuencia»). El método de pro-
mediar estadísticamente le indicaba a Quételet cómo hallar experimentalmente las
características físicas del «promedio» en una sola imagen, de manera que la distribu-
ción normal de las características se pudiera observar de la misma manera que un
gráfico podría indicar la relación de las características de la población con sus medias
estadísticas, una curva con forma de campana. Para crear una imagen compuesta,
Galton re-fotografiaba sujetos en la misma placa por medio de sucesivas exposiciones
múltiples. Esto le proporcionaba el «promedio fotográfico» del sujeto «tipo». Estos
tipos se mezclaban con las «diferentes clases fisonómicas». Las imágenes concluidas
ofrecían una nueva presencia. «Las irregularidades villanas especiales en los [rostros
individuales] han desaparecido, y la humanidad común que les subyace ha prevaleci-
do. Ellos representan, no lo criminal, sino al hombre que es probable que caiga en el
delito» (Galton 1878: 135). La imagen compuesta se conseguía tomando una serie de
fotos con exposiciones muy cortas y múltiples, esto producía una imagen sintetizada
que, se decía, transformaba las diversas apariencias de los individuos que formaban
una raza o clase en particular en un «promedio» o una fisonomía característica verda-
deramente representativa.

Es la noción esencial de la raza que debería haber cierta forma de idea típica a partir de la
cual los individuos se puedan desviar en todas las direcciones, pero alrededor de las
cuales se agrupen. Ahora, no puede haber un método más apropiado de descubrir el tipo
fisonómico central de cualquier raza o grupo que el del retrato compuesto [Galton 1882:
26; citado en Hamilton y Hargreaves 2001: 98].

Esta metodología se podría usar para determinar la «condición de raza» y ubicarla


en la filosofía de la eugenesia. Se podría usar el residuo de la población e identificar y
tomar medidas para separarlos del resto de sociedad.
¿Y qué representan realmente estas imágenes? En L’uomo delinquente, Lombroso
presentaba retratos compuestos de cráneos, aclarando que éstos mostraban varios ti-
pos de delincuentes. La sospecha de que Lombroso confiaba en la noción de transfe-
rencia directa y sin mediación, recae en el corazón de las críticas sobre su uso de las
fotografías tomadas por el fotógrafo experimental francés Arthur Batut y otros. Para
Batut, el resultado de la composición era una forma de realidad virtual, una ilusión o
«imagen de lo invisible», que siempre estaba abierta a la interpretación, en tanto que él

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sospechaba que Lombroso establecía lazos fisonómicos directos entre las característi-
cas físicas (estigmas), la mente y el tipo «delictivo». En el Congreso de París de 1889,
Lombroso defendió su tesis, afirmando que el suyo era un estudio estadístico cuidado-
so y que sus tipos delictivos se revelaron a través de la claridad de la fotografía galtoniana:

Además, para estar seguro de todos los reproches que he tenido en los últimos años, apliqué
la fotografía galtoniana al estudio del tipo delictivo, y el «irreprochable testimonio del sol
me ha respondido mucho mejor que el de los hombres»; uno puede, entonces, ver aquí que
hay verdaderos tipos delictivos que se dividen en subgrupos: ESTAFADORES, LADRONES
y ASESINOS, en el último de los cuales se juntan todas las características, en tanto que en
los otros, estos rasgos están menos desarrollados [Proceedings, citado por Broeckmann
1995: capítulo 1, el énfasis de las comillas está agregado].

Las características de los tipos delictivos fueron reveladas por la «incuestionable


mediación del sol» —es necesario no comprometerse con los aspectos de la cultura o
con el posicionamiento narrativo.

Parte II
La imaginación darwiniana: moviéndose de lo social a lo técnico

En el momento de la muerte de Darwin, en 1882, se había convertido en un lugar


común describir la época como el siglo de Darwin y expresar que el lugar del Hombre se
iba a comprender a través de la tesis de la evolución biológica. Pero, ¿cuál era la relación
al desarrollar una imaginación criminológica?15 ¿Cómo puede comprenderse el delito en
su totalidad, qué efecto había en la invocación del poder de Hobbes y la garantía episte-
mológica de soberanía como entidad definitoria? En nuestro contexto específico, se en-
cuentra el supuesto de que Lombroso reflejaba, aunque pobremente, un nuevo cuadro
del mundo darwiniano-intelectual que era correcto, ¿o su nombre sólo se usa ahora
como «una clase de metáfora para una tradición aberrante»? (Pick, 1989: 111).
Darwin se recuerda especialmente por su obra Origin of the Species, de 1859, don-
de destaca un panorama de la vida (incluyendo al humano) embebida en los procesos
del medio ambiente natural siempre cambiante. Hoy en día, en gran medida debido a
nuestro sentido común contemporáneo de lo que se acepta como «darwinismo», pocos
leen los textos originales de Darwin. Se asume que su trabajo posterior, On the Descent
of Man (1871), sigue la forma de El origen de las especies, simplemente acomodando a
la humanidad más integralmente dentro del marco teórico original. Esto es un error.
Hoy aceptamos los puntos de vista señalados en Origin... acerca de la «selección natu-
ral». Es de vital importancia reconocer que la selección natural es un proceso relativis-
ta: la evolución ocurre a través de innumerables y pequeñas variaciones de una espe-
cie, algunas de las cuales se ajustan mejor al medio ambiente. La teoría es a la vez
relativista (los hábitats son simplemente diferentes, complejos y ellos mismos están
sujetos a cambios) al tiempo que también rechaza específicamente que la noción de
etapas de desarrollo, o una jerarquía de evolución, se pueda moldear en términos mo-
ralistas. La evolución social de Spencer y la sociología jerárquica que creó —en oposi-
ción a los puntos de vista de Darwin en Origin of the Species—, ampliamente popular
en su época, tienen en la actualidad escasa aceptación. Sin embargo, cuando Darwin
llegó a tratar específicamente con la humanidad en On the Descent of Man, presentó un

107
«punto de vista tan precisamente opuesto» (Ingold 1986) al que subrayó en Origin of
the Species, que es como si hubieran dos Darwin, un hombre educado de clase media,
el habitante de una localidad específica —el «espacio civilizado» de Inglaterra—, y un
Darwin viajero-explorador, una persona que no sólo exploró y traspuso los límites de la
teoría convencional, sino que también atravesó el planeta físicamente.
Hay una imagen muy divulgada de Darwin encerrado en su estudio victoriano, obse-
sionado con el estudio de los percebes. Esta imagen implica concentración intelectual, fil-
trar lo extraño y lo irrelevante, como también la virtud de permanecer inmerso y fiel al
material frente al observador. Éstos son elementos claves del atractivo del positivismo cien-
tífico. Este último requiere control sobre el proceso de observación y registro, dado que la
clave para aceptar al proceso como científico será el informe y la réplica de los resultados.
La ubicación ideal es el laboratorio, y tal hábitat necesita reconstruirse, pues es esencial
construir barreras que impidan la contaminación. Es más, la teoría es un modo de ver, y
depende de la herencia de la interpretación. Uno pone en el laboratorio (o la clínica, etc.) un
entrenamiento para ver. Inclusive, una teoría de representación del uso del lenguaje —es
decir, que el informe resultante es verdadero si éste restablece adecuadamente los «hechos»,
y éstos son los de cierta «realidad independiente»— debe aceptar que el proceso implica
práctica. Una gran variedad de teorías de la representación se esfuerza por hacer de
la práctica algo transparente, de modo que ésta pueda controlarse y no se diga que tuvo
influencia en el resultado. El hecho de que compartimos un mundo común, y que éste es
inconmensurable, permite que los resultados se abran a la repetición y a su posible falsa-
ción. Pero hay una falacia en esta noción. Está claro que compartimos un mundo común
pero, en otro sentido, también es evidente que nosotros no compartimos nuestro mundo
en común. Por cierto, podemos solamente tener un mundo en común en la medida en que
comprendamos cuánto participamos comúnmente y de variadas maneras en las polifacéti-
cas actividades que constituyen un mundo cambiante. La esencia de la comprensión puede,
entonces, residir en darnos cuenta de cómo participamos en esas actividades. Al registrar el
mundo de los hechos, ¿cuál es, entonces, el papel del recopilador en las actividades que
constituyen este mundo? O, en la teoría total que Darwin expondría más tarde, ¿dónde
encajaba la acción humana? Y, ¿era ésa la posición del propio Darwin?
No obstante el resultado del prolongado estudio, las ideas sistematizadas por Dar-
win en dos trabajos contrastantes (separados por una década) fueron producto del
surgimiento de diversos remanentes intelectuales y las observaciones empíricas que
Darwin registró durante el viaje del HMS Beagle (que se prolongó del 27 de diciembre
de 1831 al 2 de octubre de 1836) alrededor del mundo. Su diario se publicó en 1839
bajo el popular título de Darwin’s Voyage in the Beagle.16 Darwin dijo que este viaje «fue
por mucho el hecho más importante» de su vida, pues «determinó toda su carrera». El
autor de la introducción biográfica de las últimas ediciones sostiene que el descubri-
miento de Darwin no fue la sencilla proposición de que «las especies se transforman
con el tiempo», sino presentar «un modo razonable por el cual se podía suponer que
dichos cambios llegaban por una multitud de hechos hábilmente organizados» (p. viii).
La vida y la muerte —la creación y la destrucción— eran temas comunes: «Por
cierto, ningún hecho de la larga historia del mundo es tan asombroso como la amplia
y repetida exterminación de sus habitantes» (p. 126). ¿Y qué ocurre con la acciones de
la humanidad sobre otras especies? ¿Y con la comprensión personal de Darwin? En la
época de su viaje, Darwin tenía algo más de 30 años. Su diario está dedicado a Charles
Lyell con el agradecimiento por su «admirable» Principles of Geology, el mayor texto de
referencia que solía acompañar a Darwin. Hay muchas referencias a los Principles... en

108
los diarios de Darwin, aunque Malthus constituye otra presencia importante, al igual
que el tema de las refutaciones a la tesis del teórico francés Cuvier sobre las repentinas
catástrofes que determinan el destino de las especies. Para todos los aspectos técnicos
y las observaciones sobre fósiles, sin embargo, la cuestión de Hobbes —sin estar explí-
citamente declarada— impregna su diario:

¿hay justicia en la naturaleza? ¿O es la justicia simplemente una cuestión de nuestro uso


del lenguaje? ¿O un uso específico del lenguaje humano?

Darwin nunca respondió a esto de manera satisfactoria.


Sería peligroso extraer la comprensión intelectual de Darwin y el desplazamiento
de sus observaciones a partir de las preocupaciones sociales hasta la historia natural y
la geología, presentando sólo citas cortas, en lugar de extensas lecturas que nos permi-
ten tener más confianza de que es realmente su voz la que está representada. La co-
rriente intelectual europea también debía gestarse en las mentes. Por ejemplo, durante
el viaje de Darwin, John Howison publicó, en 1834, su crítica del colonialismo eu-
ropeo, adoptando específicamente una táctica de diferentes puntos de vista.17 Herbert
Spencer, quien probablemente habría leído el diario de Darwin, escribió 19 años des-
pués de que aquél comenzara su viaje un claro resumen de una posición que muchos
habían sostenido durante décadas:

Las fuerzas que están despuntando el gran esquema de la felicidad perfecta, sin tomar en
cuenta el sufrimiento incidental, exterminan a las secciones de la humanidad que se
plantan en su camino... Sea humano o sea bestia, el obstáculo debe ser deshecho [1967
(1850): 416].

Spencer iba a presentar el punto de vista de moda, pero había otro argumento, a
saber, que era necesario controlar las administraciones coloniales y a los colonos. En
sus conferencias de 1838 en la Universidad de Oxford, sobre Colonization and Colo-
nies, entregadas en 1839, 1840, y 1841, y publicadas en 1861 (con una reimpresión de
1967), Herman Merivale rechazaba la idea de que los blancos estaban «destinados a
extirpar lo salvaje». La principal razón para la destrucción de los nativos era simple: la
conducta del poderoso. Más allá de las costas del espacio civilizado de Europa, la «civi-
lización» estaba en las manos del «mercader, el montañés, el pirata, el salteador», quie-
nes eran libres de actuar como quisieran, a menudo ayudados por las autoridades:

La historia de los asentamientos europeos en América, África y Australia, presenta en


todos los sitios las mismas características generales: una destrucción amplia y profunda
de razas nativas por parte de la violencia incontrolable de los individuos, cuando no por
las autoridades coloniales, seguida por los tardíos intentos por parte de los gobiernos de
reparar los crímenes reconocidos.

De este modo, Darwin se encontró a sí mismo. Como nos relata acerca de su estan-
cia en Sudamérica, en 1833.18

Durante mi estadía en Bahía Blanca, mientras esperaba al Beagle, el lugar se encontraba


en un estado de excitación permanente, a partir de los rumores de las guerras y las victo-
rias entre las tropas de Rosas y los indígenas salvajes. Un día llegó la noticia de que todos
los integrantes de una pequeña partida que formaba una de las postas de la línea a Bue-

109
nos Aires, habían sido hallados asesinados. Al día siguiente, trescientos hombres llegaron
del Colorado, bajo el mando del comandante Miranda. Una buena parte de esos hombres
eran indígenas (mansos, o dóciles), pertenecientes a la tribu del cacique Venancio. Ellos
pernoctaron aquí, y resulta imposible concebir algo más salvaje que la escena de su vi-
vac.* Algunos bebieron hasta intoxicarse, otros tragaban la sangre que brotaba del gana-
do recién sacrificado para su comida, y luego, ya estando enfermos por la borrachera, se
lo repartieron entre todos y se embadurnaron con inmundicias y sangre...
Por la mañana, partieron hacia la escena del crimen, con órdenes de seguir el rastro,
inclusive si esto los conducía a Chile. A continuación escuchamos que los indígenas salva-
jes habían escapado a las extensas pampas, y por alguna razón, se había perdido el rastro...
Unos pocos días después, vi otra tropa de estos soldados cuasi bandidos que inicia-
ban una expedición contra una tribu de indígenas de Salinas Chicas, quienes habían sido
traicionados por un cacique prisionero. El español que trajo las órdenes para esta expedi-
ción era un hombre muy inteligente. Él me dio un relato de la última misión en la cual
había estado presente.
Algunos indígenas, que habían sido tomados prisioneros, dieron información acerca
de una tribu que estaba viviendo al norte del Colorado. Se enviaron doscientos soldados,
que descubrieron inicialmente a los indígenas a causa de la nube de polvo de los cascos
de sus caballos, pues de casualidad estaban viajando. El campo era montañoso y silves-
tre, y debe haber sido bien en el interior del país, pues se avistaba la cordillera. Los
indígenas, hombres, mujeres, y niños, debían de haber sido unos ciento diez, y casi todos
fueron capturados o asesinados por los sables de los soldados. Ahora, los indígenas están
tan asustados que no ofrecen resistencia física, sino que se escapan, renegando incluso de
su mujer y sus hijos; pero cuando se ven superados, como animales salvajes, pelean contra
el número que sea hasta el último momento. Un indígena agonizante capturaba con sus
dientes el pulgar de su adversario, y dejó que le sacaran su propio ojo antes que aflojar su
mordedura. Otro, que estaba herido, fingía estar muerto, mientras sostenía un cuchillo
listo para asestar un golpe fatal. Mi informante dijo que persiguiendo a un indígena, éste
clamó piedad, al mismo tiempo que encubiertamente desenrollaba las «boleadoras» de
su cintura para anudarlas alrededor del cuello de su perseguidor. «Sin embargo, lo golpeé
con mi sable y lo abatí al suelo, luego me bajé del caballo y le corté la garganta con mi
cuchillo». Éste es un panorama sombrío; pero cuánto lo es el hecho incuestionable de que
todas las mujeres que parecen tener más de 20 años son masacradas a sangre fría. Cuan-
do exclamé que esto parecía bastante inhumano, él me respondió, «¿Por qué, qué se
puede hacer? ¡Ellos se crían así!».
Todos aquí están convencidos que ésta es la guerra más justa, porque es contra los
bárbaros. ¿Quién podría creer que en esta época se podrían cometer semejantes atrocida-
des en un país cristiano civilizado? Los niños de los indígenas se salvan, para ser vendidos
o regalados como sirvientes, o más bien esclavos por todo el tiempo en que sus dueños les
puedan hacer creer que son esclavos; pero yo creo que su tratamiento les deja poco lugar
para quejarse.
En la batalla, cuatro hombres huyeron juntos. Los persiguieron, y uno fue asesinado,
y los otros tres fueron capturados con vida. Ellos resultaron ser mensajeros o embajado-
res de una gran comunidad indígena, unidos en la causa común de la defensa, cerca de la
cordillera. La tribu a la que habían sido enviados estaba a punto de sostener una gran
reunión, la fiesta de la carne de las yeguas estaba lista, y la danza preparada: por la
mañana los enviados debían haber regresado a la cordillera. Eran marcadamente hom-
bres finos, muy guapos, de alrededor de 1,80 metros de altura, y todos por debajo de los
30 años de edad. Los tres supervivientes, por supuesto, poseían información muy valiosa;
y para obtenerla por la fuerza, los colocaron en línea. Los dos primeros a los que les

* [N. del T.] Acampada que se realiza con la intención de pasar la noche al aire libre de manera
provisional.

110
preguntaron, dijeron «No sé», y fueron fusilados uno después del otro. El tercero también
dijo «No sé», agregando «¡Fuego, soy hombre y puedo morir!». ¡No pronunciaría ni una
sílaba para insultar la causa común de su país! La conducta del cacique que se mencionó
arriba fue muy diferente: el salvó su vida delatando el supuesto plan bélico, y el punto de
reunión en los Andes. Se creía que podía haber unos 600 a 700 indígenas allí, y que en el
verano dicho número se duplicaría. Se tenían que enviar embajadores hacia los indígenas
en Salinas Chicas, cerca de Bahía Blanca; a los que como mencioné este cacique había
traicionado. Por lo tanto, la comunicación entre los indígenas se extiende desde la cordi-
llera hasta la costa del Atlántico.
El plan del general Rosas es matar a todos los rezagados, y una vez llevado el resto a un
punto común, atacarlos cuerpo a cuerpo, en el verano, con la ayuda de los chilenos. Esta
situación se va a repetir durante tres años sucesivos. Supongo que el verano es la época
escogida para el ataque principal, pues las llanuras están entonces sin agua, y los indígenas
sólo se pueden trasladar en direcciones específicas. El escape de los indígenas hacia el sur
del río Negro se previene por medio de un tratado a este efecto con los tehuelches —Rosas
les paga un tanto por masacrar a cada indígena que atraviese el río hacia el sur, aunque si
fracasan en hacer esto, ellos mismos serán exterminados. La guerra se libra principalmente
contra los indígenas cercanos a la cordillera, pues muchas de las tribus del lado del Este
están peleando con Rosas. El general, sin embargo, como lord Chesterfield, pensando que
sus amigos pueden en un día futuro convertirse en sus enemigos, siempre los coloca en el
frente, de modo que su número pueda descender. Desde que partimos de Sudamérica,
hemos escuchado que esta guerra de exterminio fue un completo fracaso.
Entre las muchachas cautivas rescatadas en la misma operación, había dos españo-
las muy bonitas, que habían sido capturadas por los indígenas siendo muy jóvenes, y
ahora sólo podían hablar la lengua indígena. Según su relato, deben haber venido de
Salta, a una distancia en línea recta de casi 1.500 km. Esto le da a uno una buena idea del
inmenso territorio sobre el cual vagan los indígenas; no obstante, por grande que sea el
territorio, creo que no habrá, de aquí a medio siglo más, un solo indígena salvaje al norte
del río Negro. La guerra es demasiado sangrienta como para perderla; los cristianos ma-
tando a todos los indígenas, y éstos haciendo lo mismo con los cristianos. Resulta melan-
cólico describir cómo se han rendido los indígenas ante los invasores españoles. Schirdel
dice que en 1535, cuando se fundó Buenos Aires, había pueblos que tenían dos y tres mil
habitantes. Inclusive en la época de Falconer (1750), los indígenas realizaban incursiones
hasta Luján, Areco y Arrecifes, pero ahora se los ha llevado más allá del Salado. No sólo se han
exterminado tribus enteras, sino que los indígenas que quedaron se han vuelto más bár-
baros: en lugar de vivir en grandes poblaciones, y emplearse en las artes de la pesca,
además de la caza, ellos ahora vagan por las abiertas llanuras, sin hogar ni ocupación fija.

De este modo, Darwin puede contar un relato de exterminio, en el cual el hombre


es el agente activo. No podemos saber ahora cuánto él se daba cuenta, antes de em-
prender su viaje, que el progreso de la civilización de las «Américas» y la reducción de
la condición de los nativos fue consecuencia de la acción europea dirigida al «extermi-
nio». Sin embargo, podemos notar su percepción en relación con el futuro; pues, aun-
que Darwin relata que él subsiguientemente había oído que «esta guerra de exterminio
fracasó por completo», la misma estaba en curso. Las acciones posteriores, como la del
general Julio Roca en 1879, limpiaron gran parte del territorio (la Patagonia), por
debajo del río Negro, de los indígenas araucanos, en lo que se llamó «misión civilizado-
ra».19 Tal especulación sólo ocupa una fracción de su capítulo; por cierto, en medio de
un relato «melancólico», él encuentra una estética agradable.

Escuché también el relato de un episodio que sucedió en Choele Choel, unas pocas sema-
nas antes del que he mencionado. Éste es un puesto muy importante a causa de ser paso de

111
caballos; y fue, en consecuencia, durante algún tiempo sede de los cuarteles de una división
del Ejército. Cuando las tropas llegaron inicialmente, encontraron una tribu de indígenas,
de los cuales mataron a veinte o treinta. El cacique escapó en una forma que dejó a todos
atónitos. Los indígenas más importantes siempre tienen uno o dos caballos preferidos, que
tienen a mano para cualquier ocasión de urgencia. Sobre uno de éstos, un viejo caballo
blanco, saltó el cacique, llevando con él a su pequeño hijo. El caballo no tenía ni montura ni
riendas. Para esquivar los disparos, el indígena cabalgó según el método tradicional de su
pueblo; en pocas palabras, con un brazo alrededor del pescuezo del caballo, y sólo una
pierna sobre su lomo, colgando sobre un costado, y se lo veía dándole palmaditas en la
cabeza y hablándole. Los perseguidores agotaron sus esfuerzos en la persecución; el co-
mandante cambió de caballo tres veces pero todo fue en vano. El viejo padre indígena y su
hijo escaparon, y fueron libres. ¡Qué cuadro tan lindo podemos formarnos en nuestra men-
te: la figura desnuda, como el bronce, de un hombre viejo con su hijo, cabalgando como el
cosaco Mazepa sobre su caballo blanco; dejando bien atrás a sus perseguidores!

Darwin no se detuvo mucho tiempo en estos asuntos; su atención pronto se dirigió


nuevamente a la ciencia. Él finaliza el capítulo contando un hecho de importancia
arqueológica:

Un día vi a un soldado haciendo fuego con un trozo de piedra, que inmediatamente recono-
cí como un pedazo de punta de flecha. Él me dijo que la había encontrado cerca de la isla de
Choele Choel, y que allí se encuentran frecuentemente. Tenía entre dos y tres pulgadas de
largo, y era, por lo tanto, dos veces más grande de las que hoy se usan en Tierra del Fuego:
estaba hecha de piedra opaca coloreada de color crema, pero la punta y las lengüetas ha-
bían sido eliminadas intencionalmente. Es bien sabido que ningún indígena pampa usa
hoy en día arco y flechas. Yo creo que la excepción es una tribu de la Banda Oriental;
aunque ellos están ampliamente separados de los indígenas pampas, y la frontera se cierra
sobre esas tribus que habitan los bosques, y andan a pie. Parece, por ende, que esas cabezas
de flechas son antiguas reliquias de los indígenas, antes del gran cambio en sus hábitos
como consecuencia de la introducción del caballo en América del Sur.

¿Cómo vio Darwin al «otro» que se le atravesaba?20 Queda claro, a partir de sus
diarios, que se sintió capaz de clasificar diferentes clases de «salvajes». Cuando el Bea-
gle pasó cierto tiempo en el extremo sur de Sudamérica, en Tierra del Fuego, él conoció
especies que colocó en lo último del ordenamiento:

Al andar un día sobre la costa cerca de la isla Wollaston, nos detuvimos junto a una canoa
con seis fueguinos. Eran las criaturas más abyectas y miserables que alguna vez he visto.
Sobre la costa este... los nativos tienen ponchos de guanaco, y en la del oeste, tiene pieles
de focas. Entre estas tribus del centro, los hombres generalmente usan pieles de nutria, o
ciertos restos del tamaño de un pañuelo de bolsillo, lo que es apenas suficiente como para
cubrir sus espaldas hacia la parte baja de sus riñones. Esto está atado alrededor del pecho
por medio de cuerda, y se desplaza de un lado al otro según de dónde soplen los vientos.
Pero estos fueguinos de la canoa estaban bastante desnudos, e incluso una mujer adulta
lo estaba por completo. Estaba lloviendo con fuerza, y el agua fresca, junto con la pulve-
rización, goteaba por su cuerpo. En otra bahía no muy distante, una mujer, que estaba
amamantando a un recién nacido, llegó un día al costado del barco, y se quedó allí por
pura curiosidad, mientras caía el granizo que se derretía sobre su seno desnudo, ¡y sobre
la piel de su bebé también desnudo! Estos pobres sufrían retraso en su crecimiento, sus
grotescos rostros embadurnados de blanco, sus pieles inmundas y grasientas, sus cabe-
llos enredados, sus voces discordantes, y sus gestos violentos. Viendo semejantes hom-
bres, uno apenas podría creer que son criaturas semejantes, y habitantes del mismo mun-

112
do. Es sujeto común de conjetura preguntarse qué placer de la vida pueden disfrutar
algunos de los animales inferiores, ¡cuánto más razonable es hacer la misma pregunta
con respecto a estos bárbaros! [p. 154].

El relato de Darwin acerca de «estos bárbaros» es de cierto modo diferente de las


observaciones de Johann Reinhold Forster (citado en Thomas 1994), volcado en otra
publicación que resultó de su viaje alrededor del mundo, precisamente, su participa-
ción en la segunda expedición de Cook al Pacífico, en 1772-1775.

Los encontramos [los habitantes de Tierra del Fuego] bajos, de raza regordeta, con cabe-
zas prominentes, de un color amarillento cobrizo, los rasgos duros, la cara ancha, y los
pómulos altos y prominentes, la nariz achatada, fosas nasales y boca grandes, y en gene-
ral un rostro sin significado... Sus mujeres tienen rasgos similares en color y forma que
los hombres, y generalmente tienen largos senos pendientes, y junto a la piel de foca
sobre sus espaldas, una pequeña porción de la piel de un pájaro o de foca para cubrir sus
partes íntimas. Todos tienen un rostro que no anuncia otra cosa más que miseria y desdi-
cha. Son de buena naturaleza, amigables, e inofensivos; pero marcadamente tontos, inca-
paces de comprender nuestras señas, las que, sin embargo, fueron muy inteligibles para
las naciones del Mar del Sur.

Sin embargo, Foster había ideado un patrón para registrar las observaciones en el
cual las características de comportamiento atribuidas a «variedades» de la humanidad
y la historia natural, se daban conjuntamente. Una de las secciones clave de Foster
trataba acerca de «las variedades de la especie humana, en relación con el color, el
tamaño, la forma, los hábitos, y la forma de pensar de los nativos de las islas del Mar
del Sur». Él abre con una declaración característica de su habilidad para relatar la
«historia» natural y las características conductuales particulares.

Las variedades de la especie humana son, como todos saben, muy numerosas. El tamaño
pequeño, el color rojizo, y el temperamento desconfiado, son tan particulares como los
de los esquimales; así como la figura noble y hermosa, y el contorno del cuerpo, la com-
plexión clara, y la característica mental traicionera de los habitantes de Chercasy (Ucra-
nia): el nativo de Senegal se caracteriza por un temperamento timorato, por su piel negra
azabache, y su cabello ensortijado y apelmazado.

La mirada de Foster podía reconocer y discernir tipos, que se componían tanto de


rasgos físicos como de un «condición mental natural». La cultura no era un factor
intermediario ni tampoco las diferentes ubicaciones lo condujeron a un relativismo
cultural o social:

[...] los temperamentos, en cambio, se hicieron naturales y peculiares para un tipo de


humanidad que se podría distinguir claramente de sus vecinos. La «variedad» de la hu-
manidad, a veces una subcategoría de una «nación» o «raza», en otros tiempos un vago
equivalente, no era de este modo algo que se podría estereotipar de una manera no cien-
tífica, sino una entidad que se podía conocer, que se erigía como referente para cierta
clase de verdad [Thomas 1994: 84-85].

Thomas observa una constante combinación en la mirada epistemológica de estos


viajeros/exploradores: la experiencia y las percepciones del conocedor no se toman ex-
presamente para dar su respuesta a los demás, sino además para capturar la naturaleza

113
esencial del «otro». El observador no se involucra en este acto de visualización, sino que
toma a la otra persona como algo para ser visto, en lugar de como un actor de su misma
clase. Y detrás del poder para identificar al otro, hay una narrativa de evolución progre-
siva hacia el espacio civilizado. Foster escribió acerca de los tonganos: «el carácter de
esta gente es realmente amable; su comportamiento amigable hacia nosotros, que éra-
mos completamente extraños, habría hecho honor a la nación más civilizada».
¿Pero qué hay del comportamiento de los europeos en estas nuevas configuracio-
nes sociales? Darwin viajó a la relatividad del uso del lenguaje y las experiencias. En
abril de 1832, tierra adentro de Río de Janeiro, él había pasado por un lugar «notorio
por haber sido, durante largo tiempo, residencia de esclavos que habían escapado».
Una vez descubiertos, una partida de soldados había capturado a todos, con excepción
de una anciana, «que tarde o temprano volvería a la esclavitud, y que se lanzó desde la
cima de una montaña. En una matrona romana, esto se hubiera llamado el noble amor
por la libertad, en una pobre negra es sólo mera obstinación brutal» (p. 14). Él se
maravilló por la abundancia de comida servida para su cena en una hacienda maneja-
da por esclavos, que era posesión de un pariente de alguien de su partida, pero parecía
ajeno a los complejos flujos globales de capital y a la gente que los sostenían: «En la
medida en que se pueda apartar la idea de la esclavitud, había algo tremendamente
fascinante en este estilo de vida simple y patriarcal: consistía en un perfecto retiro o
una independencia del resto del mundo» (p. 17). Darwin relató un incidente en donde
se encontró con «sentimientos de sorpresa, disgusto y vergüenza». Tratando de lograr
que un negro, que era inusualmente tonto, y operaba un transbordador, comprendiera
sus instrucciones, le gritó y agitó su brazo frente a su rostro. Cuando el hombre pensó
que Darwin le iba a pegar, «instantáneamente, con una mirada aterrorizada y los ojos
a medio cerrar... dejó caer sus manos». Darwin estaba sorprendido de «ver a un hom-
bre corpulento y poderoso asustarse inclusive de protegerse de un golpe dirigido, se-
gún él pensaba, a su rostro. Este hombre había sido entrenado para una degradación
más baja que la esclavitud del animal más desahuciado» (p. 18). En Chile, él observó
que «se cometen muchos robos y hay mucha efusión de sangre: el hábito del uso cons-
tante del cuchillo es la principal causa de esto último». Estos robos eran «consecuencia
natural del juego generalizado, de demasiada bebida, y de una extrema indolencia».
Preguntando a dos hombres por qué no trabajaban, uno «dijo con gravedad que los
días eran muy largos; el otro dijo que era muy pobre. El número de caballos y la abun-
dancia de alimento constituyen la destrucción de toda empresa» (p. 113). La «policía y
la justicia» eran bastante ineficientes: «Si un hombre pobre comete asesinato y es cap-
turado, será encarcelado, e incluso hasta fusilado; pero si es rico y tiene amigos, puede
confiar en eso, no implicará consecuencias muy severas». Darwin consideró curioso
que «los habitantes más respetados del país ayuden a un asesino a escapar; ellos pare-
cen creer que el individuo peca contra el gobierno, y no contra el pueblo». Un viajero
«no tenía protección alguna además de sus armas de fuego», y las debe cargar todo el
tiempo. Inclusive las «clases más altas y educadas» de las ciudades estaban «mancha-
das por muchos vicios»:

La sensualidad, las burlas a toda religión, y la corrupción más grosera están lejos de ser
algo poco común. Casi todos los funcionarios públicos se pueden sobornar. El jefe de una
oficina de correos vendía sellos postales fraguados. El gobernador y el primer ministro se
combinaban para saquear al Estado. La justicia, cuando el oro entraba en juego, era algo
que casi nadie esperaba [p. 113].

114
¿Qué ocurrió con la perspectiva global de los sucesos que él estaba observando?
¿Qué pistas hay presentes en el entendimiento metateórico que Darwin iba a conseguir
más tarde? En 1833, Darwin se estaba enfrentando a la realidad de la destrucción de
otros humanos por parte del hombre «civilizado», ¿había allí un concepto de justicia
que fuese aplicable? Darwin se consuela recordándole al lector los principios de la
interacción, como los de Malthus,21 antes de seguir con los comentarios de los Princi-
ples de Lyell:

En aquellos casos en los que podemos rastrear la extinción de las especies por medio del
hombre, ya sea en su totalidad o en un área restringida, sabemos que esto se vuelve cada
vez más raro, y luego se pierde: sería difícil establecer una distinción exacta entre una
especie destruida por el hombre o por el aumento de sus enemigos naturales [p. 127].

Convencido de que el cambio en las especies era gradual y apenas perceptible, las
observaciones de cambio se hacen relativas: «¿por qué deberíamos sentir semejante
asombro de que la rareza se lleve a una etapa posterior de extinción?». De hecho,
podemos ser muy rápidos para buscar la acción humana como la causa, o «recurrir a
algún agente extraordinario». «¿Por qué —se preguntaba Darwin— cuando aceptamos
que la enfermedad es el preludio de la muerte y no nos sorprendemos de dicha enfer-
medad, nos “sorprendemos” cuando muere el hombre y “creemos que murió a causa
de la violencia”?».
Sin embargo, identificar la violencia es la cuestión normativa. Tal identificación
requiere de la comprensión de cadenas complejas de actividades, eventos e interdepen-
dencias. La posibilidad de distinguir la violencia debida al ser humano y la enfermedad
a partir de causas evitables de la misma, al igual que las consecuencias de las destruc-
ciones sociales y culturales del sometimiento; y de allí, someter esos procesos al control
racional, constituye una motivación para aquellos que se comprometieron con lo que
se ha convertido en el movimiento de los derechos humanos. Pero tal distinción conlle-
va una empatía y una forma diferente de ver que el simple registro de los «hechos»
vistos como completamente independientes de las actividades humanas. Como lo ex-
presó J.C. Prichard en su conferencia On the Extinction of Human Races en 1838 en
Oxford, estaba claro que las «razas salvajes» estaban más allá de la salvación. El papel
para el científico consiste en recolectar tantos hechos y ejemplos de características
físicas y morales como sea posible. Sven Lindqvist (1997: 123) ofrece un resumen mor-
daz: «La amenaza del exterminio proporcionó motivación para la investigación, que en
cambio, ofreció a los exterminadores una excusa para declarar que ésta era inevitable».
No todos compartían el punto de vista que las «razas salvajes» estaban condena-
das, ¿y qué sucedía si éstas se podían «civilizar» rápidamente? Cuando el Beagle visitó
Nueva Zelanda, la mirada de Darwin fue simultáneamente epistemológica y guberna-
mental. Primero la epistemológica:

Mirando a los neozelandeses, uno naturalmente los compara con los tahitianos; ambos
pertenecen a la misma familia de la humanidad. La comparación, sin embargo, nos denota
algo considerable en contra de los neozelandeses. Ellos pueden, quizás, ser superiores en
energía, pero en todos los otros aspectos de su carácter son de un orden muy inferior. Una
mirada a sus respectivas expresiones nos lleva a la convicción mental de que unos son
salvajes, y los otros, hombres civilizados. Sería en vano buscar en toda Nueva Zelanda una
persona con el rostro y el porte del jefe tahitiano Utamme. No hay dudas de la forma
extraordinaria en que está practicado aquí el tatuaje, da una expresión desagradable a sus

115
rasgos. Las figuras complicadas pero simétricas que cubren toda la cara, confunden y des-
orientan a un ojo que no esté acostumbrado: es muy probable que las incisiones profundas,
por medio de la destrucción del funcionamiento de los músculos faciales superficiales, den
un aspecto de rígida inflexibilidad. Además de esto, hay un parpadeo en el ojo que no puede
indicar otra cosa que astucia y ferocidad.22 Sus figuras son altas y rechonchas, pero no son
comparables con las de las personas de la clase trabajadora de Tahití [p. 306].

Esta asignación y clasificación epistemológicas, una disección de los signos del


rostro, se complementa con su comprensión de los poderes de la civilización europea
para transformar el territorio, ciertamente, una «varita mágica». Darwin narra cómo
viajó a un pueblo de misioneros.

Por fin, llegamos a Waimate. Tras haber pasado por muchas millas de campo deshabitado
e inútil, la repentina aparición de una granja inglesa, y sus campos bien cultivados, situados
allí como por arte de la varita del mago, era por demás gratificante. El Sr. Williams no
estaba en casa, recibí una cordial bienvenida en la casa del Sr. Davies, y tras beber té con su
familia, dimos un recorrido por la granja. En Waimate hay tres grandes casas, donde los
caballeros misioneros, los Sres. Williams, Davies y Clarke, residen; y cerca de ellas, están
las cabañas de los trabajadores nativos. En una pendiente adjunta, se erigían muy bonitos
cultivos de cebada y de trigo en plena floración, en otra parte campos de patatas y tréboles.
Pero apenas puedo intentar describir todo lo que vi; había grandes huertos, con todas las
frutas y verduras que produce Inglaterra, y muchas con características de climas más cáli-
dos. Puedo citar a los espárragos, garbanzos, pepinos, ruibarbo, manzanas, peras, higos,
melocotones, albaricoques, uvas, olivos, grosellas, pasas de Corinto, lúpulo, tojos o aulagas
para las cercas, robles ingleses; también muchos tipos de flores. Alrededor de la granja
había establos, un granero para el heno con su máquina de aventar, la fragua de un herrero,
y sobre el suelo rejas de arado y otras herramientas: en el centro se encontraba esa mezcla
feliz de cerdos y aves de corral, yaciendo juntos cómodamente, como en cualquier granja
inglesa. A la distancia de unas pocas yardas, donde el agua de un pequeño riachuelo desem-
bocaba en una pileta, había un molino de agua grande y práctico.
Todo esto es muy sorprendente, cuando se considera que cinco años atrás aquí no
florecía nada más que los helechos. Más aún, los trabajadores nativos, instruidos por los
misioneros han efectuado este cambio; la lección de los misioneros es la varita del mago. La
casa se ha construido, las ventanas se enmarcaron, los campos se araron, e incluso se
injertaron los árboles, todo lo hicieron los neozelandeses. En el molino, un neozelandés se
veía empolvado con harina, como su hermano molinero en Inglaterra. Al mirar toda esta
escena, se me hizo admirable. No es sólo que Inglaterra se me haya hecho tan vívida en mi
mente; incluso mientras caía la tarde, los sonidos domésticos, los campos de cereales, este
país distante, con sus árboles, bien se podría haber confundido con nuestra patria: tampo-
co era el sentimiento de ver lo que los hombres ingleses podían hacer, sino más bien la gran
esperanza inspirada para el futuro progreso de esta bella tierra [pp. 309-310].

El progreso es producto de la transformación de la isla mediante la adopción de cos-


tumbres y productos de Inglaterra. El paisaje se ha transformado radicalmente, el neoze-
landés se convirtió en un ser productivo e incluso se desarrollaron prácticas de disfrute:

Muchos hombres jóvenes, redimidos de la esclavitud por los misioneros, estaban emplea-
dos en la granja. Estaban vestidos con camisa, chaleco y pantalones, y tenían una apa-
riencia presentable... Estos hombres jóvenes y muchachos se veían muy alegres y de buen
humor. Por la tarde vi a un grupo de ellos en el cricket: cuando pensé en la austeridad que
se les reprochaba a los misioneros, me divirtió ver que uno de sus hijos tomaba parte
activa en el juego [p. 310].

116
Y él observa con aprobación que ciertos maoríes estaban adoptando costumbres
más civilizadas:

Un cambio decidido y agradable se manifestaba en las mujeres jóvenes, que actuaban


como domésticas en las casas. Su apariencia limpia, prolija y saludable, como la de las
mucamas en Inglaterra, formaba un maravilloso contraste con las mujeres de las cova-
chas inmundas de Kororadika. Las esposas de los misioneros intentaron persuadirlas de
no tatuarse; pero había llegado un famoso tatuador del sur, y ellas decían, «En realidad
debemos tener una pocas líneas sobre nuestros labios; además que cuando seamos viejas
y nuestros labios se arruguen, seremos muy horribles». No hay tanto tatuaje como ante-
riormente; pero como es un signo de distinción entre el jefe y el esclavo, probablemente
se practique durante mucho tiempo. De igual forma que pronto cualquier enseñanza de
ideas se hace habitual; los misioneros me dijeron que incluso a sus ojos cualquier rostro
despejado se veía malvado, y no como los de los caballeros neozelandeses [p. 310].

No obstante, al soñar con superar las costumbres locales y producir un espacio


civilizado, Darwin no podía olvidar el contexto del entorno circundante. Como él lo
explica al llegar a una casa donde tenía que pernoctar:

Encontré allí un gran número de niños, reunidos para el día de Navidad, todos sentados
a una mesa para el té. Nunca vi un grupo más bonito o alegre, ¡y pensar que esto estaba en
el centro de la tierra del canibalismo, el asesinato, y todos los crímenes atroces! [p. 310].23

Excurso: sobre la fotografía y la tipologización

Darwin desembarcó en Sydney Cove el 12 de enero de 1836:

Al atardecer, una partida de una multitud de aborígenes negros pasó a nuestro lado, cada
uno de ellos cargando, a su manera acostumbrada, un manojo de lanzas y otras armas.
Dándole a un joven líder un chelín, ellos se detenían fácilmente, y arrojaban sus lanzas
para mi diversión. Estaban vestidos parcialmente, y varios de ellos podían hablar algo de
inglés: sus rostros reflejaban buen humor y apacibilidad, y parecían estar bien lejos de ser
esos seres absolutamente degradados, como habían sido usualmente representados.24 En
sus propias artes, son admirables. Traspasaron con una lanza una gorra colocada a casi
30 m de distancia, arrojada con la rapidez de una flecha desde el arco de un experto
arquero. Al rastrear animales u hombres, muestran una maravillosa sagacidad; y escuché
varios de sus comentarios que manifestaban una considerable agudeza. Sin embargo, no
cultivarán la tierra, o construirán casas y se harán sedentarios, e inclusive no asumirán el
problema de cuidar un rebaño de ovejas que se les regale. En general, me parece que en la
escala de civilización, representan unos grados más elevados que los fueguinos.
Por lo tanto, es muy curioso ver en medio de la gente civilizada [los colonos ingleses de
Sydney Cove] un grupo de salvajes inofensivos vagando por allí sin saber dónde van a pasar
la noche, y ganándose su sustento cazando en los bosques. En la medida en que el hombre
blanco ha avanzado, se ha diseminado por un país que pertenece a diferentes tribus. Éstas,
aunque encerradas por un pueblo común, mantienen totalmente sus distinciones ancestra-
les, y a veces van a la guerra entre ellos. En un encuentro que tuvo lugar más tarde, los dos
grupos más singulares escogieron el centro de Bathurst como campo de batalla. Esto le
sirvió al bando derrotado, pues los guerreros que huían se refugiaron en las barracas.
El número de aborígenes está decreciendo rápidamente. En todo mi trayecto, con la
excepción de ciertos muchachos traídos por los ingleses, sólo vi otro grupo. Este descen-
so, sin duda, se debe en parte a la introducción de bebidas alcohólicas, a las enfermedades

117
FIGURA 4.2. Foto de mujer maorí con tá moko* completo, a finales del siglo XIX. Cortesía de la Biblioteca
Alexander Turnbull, Wellington, Nueva Zelanda. El historiador neozelandés Michael King (1996: 4) especula
«por qué los maoríes debieron haber sobrevivido mejor el “impacto fatal” del Occidente industrializado que
otras razas de color de otros países civilizados». Su respuesta implica un rol para la fotografía, no utilizada
para revelar a los maoríes como un clase en desaparición, sino como un individuo enfático: «Ellos retuvie-
ron una gran parte (aunque en gran medida reducida) de sus tierras; se les pagó por renunciar a ellas,
conservaron y, por cierto, reforzaron muchos aspectos de su cultura; y en la década de 1980 estaban
tomando parte activa y de confianza en la vida nacional. Si se va a asignar un crédito a la supervivencia a
gran escala de cara al desenfrenado imperialismo cultural y tecnológico, entonces una buena parte de él
debe ir a los maoríes, por su adaptabilidad y resistencia; y por el hecho de que cuando los sentimientos de
los europeos se encontraban bien altos contra ellos durante las guerras de la década de 1860, la aniquila-
ción del adversario fue claramente imposible debido a las vastas y escabrosas áreas de la Isla Norte,
controladas por nativos armados. El hecho de que Te Kooti Rikirangi pudiera atacar los asentamientos y
escapar una y otra vez a las colinas, desafiando durante 15 años su captura, tuvo un significado más
amplio. Simplemente implicó que los grandes caminos del país eran ingobernables sin la cooperación
maorí. No era una situación que pudiera permitir el genocidio.
Sin embargo, parte del crédito a la supervivencia maorí debe ir a sus aliados dentro de los colonizadores
europeos. El crecimiento de la preeminencia europea en Nueva Zelanda estuvo siempre atemperado, en
cierta medida, por el ejercicio de conciencias liberales y humanitarias. Esto no fue evidente por parte de
todos los europeos, pero sí lo fue por parte de un número suficiente de gente como para demandar un
escrutinio justo para las políticas de relaciones raciales. Esto actuó como freno para los agentes más
inescrupulosos de la supremacía blanca, incluso cuando dichos agentes parecieron controlar los órganos
del gobierno de colonos.
Y bajo este contexto, parte del crédito para fomentar los sentimientos humanitarios hacia los maoríes entre
los europeos, se debe al advenimiento de la fotografía. En caso de que alguien lo dudara, especialmente
alguien que no estuviera en contacto regular con ellos, las fotografías remarcaron que los maoríes eran
humanos. Y eran humanos capaces de exhibir —en las fotografías así como en la vida— gracia, belleza,
dignidad, valentía, además de capacidad para sufrir dolor y degradación. La fotografía dio a los maoríes
rostros reales a los ojos de sus adversarios, en un momento en el que ellos pudieron haber sido reducidos
a meros estereotipos de enemigos y «salvajes».

* [N. del T.] Tá moko es un marcado permanente de la piel de la cara y del cuerpo, realizado de
forma diferente al tatuaje, por los indígenas maoríes de Nueva Zelanda.

118
FIGURA 4.3. Una niña judía siendo fotografiada por el Instituto de Investigación Racial, de modo que ellos la
pudieran clasificar bajo tipos raciales en el Tercer Reich, a mediados de la década de 1930 (imagen: MEPL /
Archivo de Weimar). El proyecto de clasificar razas penetró profundamente en la conciencia de todos los días.
«...Gregor reconoció el rostro inmediatamente. Era uno de esos rostros de jóvenes judíos que él había visto a
menudo en la Asociación de Jóvenes, en Berlín o en Moscú. Éste era un espécimen particularmente agrada-
ble de un rostro tal... Una niña de cabello oscuro... con un rostro hermoso, tierno y extraño que mostraba los
rasgos de su raza...» (personaje de la novela kitsch de Alfred Andersch, Sansibar oder der letzte).

europeas (inclusive las más leves de las cuales, como el sarampión, prueban ser muy
destructivas), y a la gradual extinción de los animales salvajes.25 Se dice que muchos de
sus hijos murieron invariablemente en su temprana infancia debido a los efectos de su
vida errante, y por la dificultad de procurarse más alimentos, por lo tanto tuvieron que
aumentar sus hábitos errantes; y de ahí la población, sin ninguna evidencia de muertes
por hambre, es reprimida de una manera extremadamente repentina comparada con lo
que ocurre en los países civilizados, donde el padre, aunque en adición a su trabajo pueda
herirse a sí mismo, no destruye a su descendencia.
Además de estas varias y evidentes causas de destrucción, parece haber cierta enti-
dad misteriosa generalmente en juego en esto. Dondequiera que los europeos han pisado,
la muerte parece perseguir a los aborígenes. Podemos mirar la vasta extensión de las
Américas, la Polinesia, el Cabo de Buena Esperanza, y Australia, y encontramos el mismo
resultado. Tampoco es el hombre blanco sólo el que, de este modo, actúa como destruc-
tor; el polinesio de extracción malaya ha arrastrado ante ella, en partes del archipiélago
del este de India, al nativo de color oscuro. Las variedades de hombre parecen actuar
contra ellas mismas de la misma manera que diferentes especies de animales —el más
fuerte siempre extirpando al más débil. En Nueva Zelanda, resultaba melancólico escu-
char a los agradables nativos decir que ellos sabían que las tierras estaban predestinadas
a quedarse sin sus hijos. Todos han oído la inexplicable reducción de la población en la
hermosa y saludable isla de Tahití desde la época de los viajes del capitán Cook: aunque
en este caso, podríamos haber esperado que eso hubiera aumentado; pues el infanticidio,
que antes prevalecía hasta un grado extraordinario, ha cesado, el libertinaje ha disminui-
do en gran medida, y las guerras asesinas se han hecho menos frecuentes [pp. 315-316].

Así que «las variedades del hombre parecen actuar contra ellas mismas de la mis-
ma manera que diferentes especies de animales — el más fuerte siempre extirpando al

119
más débil». Podemos especular si esto iba a influenciar a Spencer para acuñar la frase
«la supervivencia de los más aptos», la cual usó por vez primera en 1852, y de la que
Darwin más tarde se iba a convencer en adoptar (Ingold 1986: 4). Ingold deja en claro
que el evolucionismo biológico de Darwin no implica que los «más aptos» fueron aque-
llos que «se las ingeniaban —con “dientes y uñas”— para eliminar a sus rivales en una
directa lucha competitiva», sino simplemente «aquellos que dejaban relativamente
una mayor descendencia». Pero en su diario, Darwin está contando los hechos, aunque
los que él encuentra son «melancólicos», de que aquellos grupos que se encuentran
más abajo en el orden de la «civilización», serán exterminados por las acciones, direc-
tas e indirectas, de los que se hallan mejor posicionados en lo «civilizado», y que han
entrado en el territorio de lo «aborigen» poseídos de una fuerza superior y trayendo el
regalo de la muerte.26 El 22 de enero, Darwin se sintió capaz de especular sobre el futuro
de Australia. Antes de llegar allí, se había interesado principalmente por «el estado de
la sociedad contra las clases más altas, la situación de los convictos, y el suficiente
grado de atracción para inducir a las personas a emigrar». Ahora, estaba desilusionado
por el estado de la sociedad.

Toda la comunidad está rencorosamente dividida en bandos acerca de casi todas las co-
sas. Entre ellos, quienes, a partir de su posición en la vida, debieran ser los mejores,
muchos viven en tal abierta promiscuidad que la gente respetable no se puede asociar
con ellos. Hay muchos celos entre los niños de los ricos emancipadores y de los colonos
libres, los primeros están complacidos de considerar a los hombres honestos como intru-
sos. Toda la población, pobres y ricos, está concentrada en procurar riqueza: entre los
órdenes más altos, la lana y el pastoreo de las ovejas forman el sujeto constante de conver-
sación. Hay serios inconvenientes para el confort de una familia, cuyo jefe, quizás, se está
rodeando de sirvientes convictos. Qué completamente odioso debe ser para todo senti-
miento ser atendido por un hombre que el día anterior, quizás, fue azotado, por protestas
debidas a ciertas transgresiones sin importancia. Las sirvientas son, por supuesto, mu-
cho peores; de ahí que los niños aprendan las expresiones más viles, y con suerte no ideas
igualmente viles [p. 323].

El atractivo era la promesa de riqueza: «el capital de una persona, sin mediar
problemas de su parte, le produce el triple de interés que en Inglaterra: y si es cauta,
seguro se enriquecerá». La subsiguiente historia económica mostraría que Darwin no
fue un buen juez sobre las potencialidades del territorio, pues él sostenía que debido a
los escasos suministros de agua, la agricultura «¡nunca podría tener éxito a gran esca-
la!». «Por lo tanto... Australia debe finalmente depender de su condición de ser el cen-
tro de comercio del Hemisferio Sur, y quizás de sus futuras manufacturas». Él observó
que había carbón disponible y «a partir de su extracción inglesa, Australia se asegura
ser una nación marítima». Sin embargo, sus esperanzas iniciales de que «Australia
llegará a ser un país tan grande y poderoso como Norteamérica» ahora parecían desva-
necerse: «tal grandeza futura es más bien problemática». Entonces, Darwin se volcó a
la situación de los «convictos».
Darwin estaba interesado en observar el gran «experimento penal» de la transpor-
tación; en ese tiempo, visitó alrededor de 4.100 sentenciados transportados que llega-
ban cada año. La transportación de delincuentes convictos a América desde Gran Bre-
taña —llamada por Webbs «virtualmente una sucursal del comercio de esclavos»—
había comenzado a comienzos del siglo XVII. A mediados del siglo XVIII, se había con-
vertido en «el castigo por excelencia para el 90 % de los delincuentes convictos» (Sellin

120
1976: 97; siguiendo citas y la discusión del capítulo 8, ver también Radzinowicz y
Hood 1990: capítulo 14). La pérdida de las colonias americanas creó un problema
práctico, en parte debido a la Ley 1779 (19 Geo. III, c. 74), bosquejada inicialmente por
William Blackstone y Eden con la asistencia de John Howard, que creó dos penitencia-
rías nacionales para alojar a 600 hombres y 300 mujeres. Los creadores esperaban que
«si los delincuentes sentenciados por delitos que generalmente han sido castigados con
la transportación, fueran sometidos a confinamiento solitario, junto con trabajos for-
zosos bien regulados, e instrucción religiosa, sería el medio, bajo la Providencia, no
sólo para disuadir a otros, sino también con idea de reformar a los individuos, y con-
vertirlos a hábitos industriales». La ley también creó el nuevo castigo de «encarcela-
miento en los cascos de los barcos», o naves de convictos. La ley no se implementó con
propiedad y las penitenciarías no se construyeron hasta la década de 1840, con Penton-
ville (diseñada para ser el «portal» de la colonia penal, donde los delincuentes pasarían
18 meses —en realidad reducidos a 9— antes de partir para Australia). En 1787, se
decidió establecer un asentamiento penal en la Bahía de Botany, en lo que hoy es Nue-
va Gales del Sur, sobre la costa este de Australia. Un total de 163.000 transportados
habían partido del Reino Unido hacia Australia en el momento en que se detuvo la
transportación, en 1867 (el Territorio de Van Diemen cesó de recibir transportados en
1852; Australia Occidental fue el último estado en detenerla, en 1867).27

Con respecto a la situación de los convictos, yo tuve pocas oportunidades de juzgar, más
que sobre otros puntos. La primera cuestión es si su condición es en verdad de castigo:
nadie diría que es muy severa. Sin embargo, yo supongo que esto tiene poca consecuen-
cia, en la medida en que no pase a ser un objeto de temor para los convictos en su tierra.
Los deseos corporales de los prisioneros están tolerablemente bien provistos: su perspec-
tiva de futura libertad y comodidad no está distante, y es segura después de buena con-
ducta. Con ésta se obtiene un «boleto de salida», en proporción a los años de duración de
la condena, que, en la medida en que el hombre quede libre de sospecha, al igual que de
delito, lo deja libre dentro de cierto distrito; a pesar de todo esto, y pasando por alto el
encarcelamiento previo y la miserable estadía fuera, creo que los años asignados se pasan
con descontento e infelicidad.28 Como me comentó un hombre inteligente, no conocen
placer alguno más allá de la sensualidad, y en esto no son gratificados. El enorme sobor-
no del Gobierno al ofrecerles indultos gratis, junto con el profundo horror de los aislados
asentamientos penales, destruye la confianza entre los convictos, y de esta forma previe-
ne el delito. En relación con el sentido de vergüenza, tal sentimiento no parece ser cono-
cido, y de esto observé pruebas singulares. Aunque es un hecho curioso, universalmente
se me ha dicho que el carácter de la población convicta es de caprichosa cobardía: no
muy infrecuentemente algunos se desesperan, y con bastante desapego por la vida, de
tanto en tanto ponen en ejecución algún plan que requiere frío o continuo valor. La peor
característica de todo el caso es que, aunque existe lo que se puede llamar reforma legal,
y comparativamente poco se hace que la ley pueda tocar, dicha reforma moral que debe-
ría ocurrir parece bastante fuera de la cuestión.29 Gente bien informada me contó que un
hombre que debía intentar mejorar, no lo podía hacer mientras viviera con otros sirvien-
tes asignados; su vida sería de una intolerable miseria y persecución. Tampoco se debe
olvidar la contaminación de los barcos de convictos y prisiones, tanto aquí como en In-
glaterra.30 Como lugar de castigo, el objeto apenas se puede lograr; como sistema real de
reforma, fracasó, como tal vez lo haría cualquier otro plan; pero como medio de hacer
que los hombres fueran aparentemente honestos —de convertir vagabundos, mayormen-
te inútiles en un hemisferio, en ciudadanos activos en otro, y de este modo dar nacimien-
to a un nuevo y espléndido país, a un gran centro de civilización—, ¡ha tenido éxito hasta
un punto sin parangón en la historia! [p. 324].

121
Cada frase que Darwin registra está cargada de supuestos y de inferencias discuti-
bles. En 1838, El Comité Selecto de la Casa de los Comunes sobre Transportación
informaba de que «como el grupo de esclavos depende del carácter de su dueño, de
este modo la situación del convicto depende del temperamento y la disposición del
colono al que fue asignado... la situación del convicto transportado es una mera lote-
ría». (Citado por Radzinowicz y Hood 199: 470, quienes establecen que la asignación
era «un sistema que ofrecía los extremos de la oportunidad y el abuso. Los convictos
más afortunados podrían encontrarse trabajando para patrones que los trataran con
humanidad y con quienes ellos podían aprender destrezas concretas, pasando a conver-
tirse en prósperos terratenientes en las nuevas colonias. Los menos afortunados se
podían ver cruelmente explotados y virtualmente destruidos».)
El periodista John Pilger, nacido en Australia, ofrece un relato de los factores que
habían hecho que su tatarabuelo fuese transportado en el John Barry.

El John Barry llevaba mayormente prisioneros políticos desde Irlanda; el «asunto infla-
mable» como los llamaba la reina Victoria; y mi tatarabuelo era uno de ellos. Su nombre
era Francis McCarthy y había sido condenado por «proferir juramentos ilegales» en su
nativo condado de Roscommon. Éste era un cargo que las Cortes inglesas de esa época
interpretaban como «acción de agitación política» o de «tomar parte en conspiraciones
sediciosas». McCarthy fue sentenciado a transportación a una colonia penal por 14 años,
que era el doble de la sentencia dada a los seis Mártires de Tolpuddle por el delito de
intentar formar un sindicato.
Ser culpable de objetar la degradación forzada y la inanición en Irlanda durante la
primera mitad del siglo XIX era ser un delincuente político. Incluso antes de la hambruna
de las patatas, en ningún otro lugar de lo que los victorianos llamaban «el mundo civiliza-
do» existían por cierto tales condiciones incivilizadas. Los ingleses dueños de la tierra,
que estaban ausentes, controlaban al campesinado irlandés; y aquellos irlandeses que no
podían tolerar dicha tenencia, o eran desalojados, estaban obligados a vivir en refugios de
los pantanos: cavernas de lodo sin camas o sillas, en las cuales los niños yacían donde los
animales defecaban. El alimento era patatas disecadas, y las muertes y las enfermedades
se daban en una escala apenas creíble. A esto se sumaba la constante amenaza del terro-
rismo inglés; si alguien era convicto o si sus cosechas fracasaban, los casacas rojas llega-
ban para llevarse a los animales, los últimos medios de supervivencia, y cualquier obsti-
nación o resistencia conducía inevitablemente a un maldito arresto [1986: 4-5].

¿Está exagerando Pilger? En 1839, Gustave de Beaumount, tras haber viajado por
toda América, visitó Irlanda.

He visto a los indígenas en los bosques y a los negros en sus grilletes, y creí, apiadándome
de su situación, que yo había visto la más baja condición de la miseria humana, pero no
sabía en ese entonces el grado de pobreza que iba a encontrar en Irlanda. Como los
indígenas, los irlandeses están pobres y desnudos, pero viven en medio de una sociedad
que disfruta de los lujos, los honores y la riqueza... Los indígenas conservan cierta inde-
pendencia que tiene su atractivo, y una dignidad propia. Pueden estar golpeados por la
pobreza y el hambre, pero son libres en sus lugares desiertos; y el sentimiento de que
disfrutan de esta libertad mella el filo de sus sufrimientos. Pero el irlandés sobrelleva los
mismos padecimientos sin disfrutar de igual libertad, está sujeto a disposiciones: se mue-
re de hambre. Está gobernado por leyes; triste condición que combina los vicios de la
civilización con los de la vida primitiva. Hoy, el irlandés no goza ni de la libertad del
salvaje ni del pan de la servidumbre [citado en Mansergh 1965: 23].

122
Un año después de la publicación de Origin of the Species, de Darwin, Charles
Kingsley pudo encontrar un lenguaje que describía lo que había visto en Irlanda en su
visita de 1850 a Sligo:

Estoy obsesionado con los chimpancés humanos que vi a lo largo de cientos de millas de
horribles campos. No creo que sea nuestra culpa. Creo que... ellos son más felices, mejo-
res, y están mejor alimentados, y cobijados bajo nuestra ley de lo que nunca estuvieron
antes. Pero ver chimpancés blancos es aterrador, si fueran negros, uno no sentiría tanto
eso, pero sus pieles, excepto cuando están bronceadas por el sol, son tan blancas como
las nuestras [Charles Kingsley, citado en G.J. Watson 1989: 17].

Radzinowicz y Hood se refieren, sin comprometerse, a la transportación como


una virtual esclavitud, un recurso económico para la colonización:

Esto constituía una ventaja económica para la colonia, particularmente en sus etapas
tempranas, pues contaba con la gran provisión de lo que era virtualmente mano de obra
esclava, tanto para ayudar a los inmigrantes libres a desarrollar sus granjas y otros recur-
sos, como para construir la infraestructura de caminos, puertos y otras obras públicas.
Para los fines de la nación colonizadora, estos hechos eran importantes para promover la
expansión del comercio. Sólo cuando este arreglo dejó de ser necesario en estas colonias
(aunque aún deseable a ojos de la madre patria), el sistema de las transportaciones se
colapsó [1990: 473].

Los autores citados encuentran una explicación para la ambigüedad con que esto se
veía —como horror por parte de algunos, pero para otros una oportunidad— en la actual
condición de los trabajadores de las granjas y los pobres urbanos de comienzos del siglo
XIX. En The Edinburgh Review, Charles Grey escribió que lo peor que se podía decir de la
transportación podría parecer «cualquier cosa menos terrible para los trabajadores en
Inglaterra —menos para aquellos que en los campos del Sur se encontraban, debido al
funcionamiento de las leyes para los pobres, reducidos a una condición muy poco dife-
rente a la esclavitud, de la que tenían escasas esperanzas de mejorar» (citado por Radzi-
nowicz y Hood 1990: 476). Se manejaban terrores extremos a fin de hacer que los trans-
portados fueran controlables. Pilger relata que cuando los convictos desembarcaron en
Sydney, fueron divididos en «intratables» y aquéllos «preparados para rendirse». Los
intratables eran llevados a la isla Goat, un lugar de gran reputación por la crueldad que
allí se practicaba. Cuando llegaron vieron la imagen del poder de castigar.

En una grieta de una roca parecía haber un ataúd. Tenía una cubierta de madera y en un
extremo se veía la cabeza de un hombre. Su nombre era Charles «Boney» Anderson, y
había sido transportado por hurto y embriaguez, inclusive cuando había sido herido en una
batalla naval y había padecido una discapacidad mental. Al llegar a Sydney, Anderson fue
enviado a la isla Goat por dos meses. Escapó, fue capturado y le dieron cien azotes, y otros
cien cada mes por agravios tales como «buscar trabajo» y «mirar el barco de vapor en el
río». Escapó nuevamente, y fue otra vez capturado. Esta vez le dieron doscientos azotes, y
durante los dos años siguientes estuvo encadenado a una roca por medio de una cadena de
10 m amarrada a su cintura. Se le alcanzaba comida en el extremo de un largo palo, y por la
noche se le encerraba en ese cajón de madera que tenía unos pocos orificios para respirar.
Durante los meses de verano se convertía en algo parecido a una atracción turística tempra-
na; los excursionistas en sus botes pasaban por allí navegando y le arrojaban pan y galletas
secas. En total, recibió 1.700 azotes. Murió demente [Pilger 1986: 5-6].

123
Las condiciones de los que estaban preparados para rendirse eran duras. Las fla-
gelaciones eran comunes y había un nombre coloquial para el aparato donde se ataba
a la gente cuando la flagelaban: las «tres hermanas».31 Más aún, los niños de los prime-
ros grandes propietarios observaban el tratamiento de quienes trabajaban encadena-
dos para sus padres, e, inspirados por semejante crueldad, jugaban a azotar a un árbol,
así como en «Inglaterra los niños juegan a los caballitos». Aquellos a quienes se les asig-
naban convictos, los «ocupantes ilegales», acumulaban riquezas «sin el inconveniente
de los costos de la mano de obra y el estigma de la esclavitud negra».

Mi tatarabuelo fue «asignado» a un tal Sr. Robertson, cuya tierra incluía parte de lo que
hoy es el rascacielos Sydney. Él tuvo suerte, pues Robertson era un hombre benevolente,
quizás no de forma diferente al paternalismo de los propietarios de esclavos en el profun-
do sur de Estados Unidos. Una cosa era segura, la «asignación» era esclavitud bajo otro
nombre, aunque... los historiadores... rara vez hacían mención a esclavitud, al igual que
los primeros artistas coloniales nunca retrataron tal infierno, prefiriendo trabajar en es-
cenas idílicas de incongruente cursilería provenientes de fuera del paisaje más primitivo
y duro del mundo. La Australia verdadera y sus manchas sobre la «civilización» no exis-
tían, como si la Inglaterra victoriana de clase media estuviera justo sobre la cima.

Para Pilger, esto fue el comienzo del «gran silencio australiano», que castró la
verdad del pasado y distorsionó el modo en el cual los australianos llegarían a conside-
rarse a sí mismos y a su nación para los numerosos relatos escolares de enfrentarse al
silencio, ver Henry Reynolds (1999) Why Weren’t We Told? A Personal Search for The
Truth about Our History.
Una vez que registró sus impresiones sobre la situación de los convictos, Darwin
relata su etapa en Tasmania (el Territorio de Van Diemen). En 1851, Earl Grey, al
hablar en el Parlamento británico, sintió la necesidad de contar la historia de la coloni-
zación de la isla, pues las autoridades se estaban negando entonces a aceptar más
convictos: «El Territorio de Van Diemen era una colonia que debió su creación al siste-
ma penal... Ha sido el establecimiento del sistema penitenciario que generó toda la
riqueza y la prosperidad material que existe ahora en la colonia» (citado por Radzi-
nowicz y Hood 1990: 483-484). Sin embargo, cuando los convictos fueron expulsados
de Gran Bretaña para ofrecer mano de obra para el proceso colonizador, las autorida-
des no habían encontrado una tierra vacía, aunque se decía que toda la base legal de su
ocupación era la de terra nullius (cf. Reynolds 1987).

30 de enero.— el Beagle navegaba hacia Hobart Town en el Territorio de Van Diemen... Yo


estaba fundamentalmente sorprendido por el escaso número comparativo de grandes
casas, ya estuvieran construidas o en proceso de ello. Hobart Town, según el censo de
1835, contaba con 13.826 habitantes, y toda Tasmania tenía 36.505.
Se ha llevado a todos los aborígenes a una isla en Bass’s Straits, de modo que el
Territorio de Van Diemen disfruta de la gran ventaja de estar libre de la población nativa.
Este paso muy cruel parece haber sido bastante inevitable, como el único medio de dete-
ner una atemorizante sucesión de robos, incendios y asesinatos, cometidos por los blan-
cos; y que tarde o temprano habrían terminado en su total destrucción. Me temo que no
hay duda de que este tren del mal y sus consecuencias, se originó en la infame conducta
de algunos de nuestros compatriotas. Treinta años es un periodo corto para haber deste-
rrado a todos los aborígenes de su isla natal —de una isla casi tan grande como Irlanda.
La correspondencia de este hecho, que tuvo lugar entre el Gobierno británico y el del
Territorio de Van Diemen es muy interesante. Aunque muchos nativos fueron asesinados

124
y tomados prisioneros en las escaramuzas que se sucedieron a intervalos durante varios
años, la idea de nuestro poder abrumador no parecía haberlos impresionado por comple-
to, hasta que toda la isla fue puesta bajo la ley marcial, en 1830, y por una proclama, se le
ordenaba a toda la población que ayudara en el gran intento de asegurar a toda la raza. El
plan adoptado fue casi similar al de las grandes partidas de caza en India: se formaba una
línea que abarcaba el ancho de la isla, con la intención de conducir a los nativos al cul-de-
sac (fondo de la bolsa) sobre la península de Tasmania. El intento fracasó; los nativos,
una vez que los perros estaban atados, se escabullían entre las líneas por la noche. Esto
no es para nada sorprendente, si se consideran sus sentidos aguzados y su característica
manera de arrastrarse al buscar animales salvajes. Se me aseguró que se pueden mimeti-
zar en terrenos desnudos, de una forma en la que resulta increíble hasta que no se atesti-
gua; sus cuerpos oscuros se confunden fácilmente con los ennegrecidos tocones que es-
tán desparramados por todo el territorio. Cierta vez me contaron de un juicio entre un
grupo de ingleses y un nativo, que tenía que estar parado en la ladera de una colina
desnuda; si los ingleses hubieran cerrado los ojos por un segundo, él se hubiese escabulli-
do y nunca hubieran sido capaces de distinguirlo de los tocones circundantes. Pero para
retornar a la partida de caza, los nativos, al entender este tipo de guerra, estaban terrible-
mente alarmados, pues inmediatamente comprendieron el poder y el número de los blan-
cos. Poco después, apareció un grupo de unos trece de ellos, y, conscientes de su situación
de desprotección, en su desesperación se entregaron. A continuación, gracias al esfuerzo
del Sr. Robinson, un hombre activo y benevolente, que sin temor visitó por su cuenta al
más hostil de los nativos, los demás fueron aconsejados a hacer lo mismo. Todos fueron
llevados a una isla donde se les dio ropas y alimentos. El conde Strzelecki declara que «en
la época de su deportación, en 1835, el número de nativos llegaba a doscientos diez. En
1842, es decir, después de un intervalo de siete años, eran sólo cincuenta y cuatro indivi-
duos; y, en tanto que todas las familias del interior de Nueva Gales del Sur, no contamina-
das por el contacto con los blancos, se llenan de niños, las de la isla de Flinder han tenido,
durante ocho años, ¡sólo un incremento en número de catorce!».
El Beagle permaneció aquí diez días, y en esta época yo hice varias pequeñas excursio-
nes muy agradables, en especial con el objeto de examinar la estructura geológica de los
alrededores. El punto principal de interés consiste en, primero, ciertos estratos altamente
fósiles, pertenecientes al periodo devónico o carbonífero; en segundo lugar, en obtener
pruebas de un tardía y pequeña elevación del terreno; y finalmente, en una mancha solita-
ria y superficial de piedra caliza o travertino amarillento, que contiene numerosas impre-
siones de hojas de los árboles, junto con conchas terrestres, que hoy en día no existen. No
resulta improbable que esta pequeña cantera incluya el único registro remanente de la
vegetación del Territorio de Van Diemen durante una época anterior [pp. 324-326].

De este modo, Darwin pudo reconocer la presencia de la masacre y las actividades


que hoy muchos consideran genocidio, pero no persistió en ello por mucho tiempo.
Después de todo, eso no constituía su preocupación. Tanto la racionalidad científica,
como el placer personal, lo llevaron a la «estructura geológica de lo circundante». Sin
embargo, él por cierto comentó posteriormente la capacidad de la isla para sostener
avances en la civilización: «El clima aquí es más húmedo que en Nueva Gales del Sur,
y por lo tanto las tierras son más fértiles. La agricultura prospera, los campos cultiva-
dos se ven bien, y los jardines abundan de vegetales y árboles frutales. Algunas de las
casas de las granjas, situadas en puntos retirados, tenían una apariencia atractiva»
(p. 354). Debido a la ambivalencia de sus disgresiones, la suya era la mirada del poder,
y ella apreciaba la capacidad productiva de la dominación europea.
Considérense tres imágenes que expresan una narrativa de la colonización de la
civilización del Territorio de Van Diemen (hoy el estado de Tasmania).

125
Las imágenes del uso de la tierra y de la situación de los habitantes nativos fueron
cruciales para construir la narrativa de civilizar un lugar, más que despojar a una comu-
nidad. Éste era un lugar fuera de la ley de la soberanía, pues no había soberanía recono-
cible y no se discernía práctica alguna del cultivo de la tierra (al menos a ojos europeos).
La Proclama de George Arthur, publicada el 19 de abril de 1828, en la Gaceta de Hobart
Town establece, por una parte, que «la humanidad y la equidad, imponen igualmente el
deber de proteger y civilizar a los habitantes aborígenes» y, por otra parte, que «los abo-
rígenes vagan por los extensos caminos del país, sin cultivar u ocupar de manera perma-
nente porción alguna del territorio». Esta proclama anunciaba la doble política de legis-
lar para «restringir la interrelación entre los habitantes blancos y los de color» y negociar
«con ciertos jefes de las tribus aborígenes», y reflejaba y expresaba la doctrina de terra
nullius o «el territorio de nadie»; los ocupantes aborígenes tenían demandas de trata-
miento igualitario y, por lo tanto, de una existencia constitucional.
Esta proclama fue dictada en un momento de violencia frecuente entre los aborí-
genes y los europeos en distintos distritos del país. Si bien el número de los aborígenes
para entonces se había reducido a unos pocos cientos, existían en la mente de Arthur
serias dudas acerca de si la ocupación del territorio era o no viable. En septiembre de
1828, Arthur decretó la ley marcial en dichos distritos. En 1832, después de que los
aborígenes que quedaban fueron trasladados a la isla Flinders, Arthur opinó:

Fue un gran error no haber conseguido un tratado con los nativos después del primer
asentamiento en el Territorio de Van Diemen, a partir del cual los salvajes comprendieran
bien su naturaleza; si ellos hubiesen recibido cierta compensación por el territorio que
cedieron, sin importar cuán insignificante, y cuán adecuadas hayan sido las leyes a partir
de la primeras introducidas e impuestas para su protección, el Gobierno de Su Majestad
habría adquirido una valiosa posesión sin las dolorosas consecuencias que han seguido a
nuestra ocupación y que deben quedar por siempre como una mancha para la coloniza-
ción del Territorio de Van Diemen.

Una interpretación del contraste entre lo que a veces se denomina «la esperanzadora
proclama de abril de 1828, y la dispar declaración de la ley marcial unos meses después»
es la que revela las «políticas contradictorias» bajo las cuales Arthur esperaba que la
matanza fuese controlada «tanto como fuera posible». Se debe notar la complejidad y la
presencia real de diversas percepciones conflictivas, de ideales, esperanzas e intereses en
las auténticas situaciones, pero Julie Evans destaca la regularidad con la que se declaró la
ley marcial en las condiciones coloniales. El proceso civilizador estuvo acompañado por
la compañía retórica de la difusión del Estado de derecho; inclusive la negación a los
«salvajes» del derecho al contrato implicaba que el reconocimiento y la posesión del
Estado de derecho siempre apuntaban a un solo lado. Arthur nunca dudó de su sobera-
nía sobre el territorio de la isla, aunque sólo la pudo imponer a través del recurso de la ley
marcial —el estado de excepción ante cualquier Estado de derecho. Este estado de ex-
cepción era una situación frecuente, en el «punto de inclusión/exclusión en el desarrollo
del orden normal, cuando las leyes coloniales relativas a los pueblos indígenas estaban en
su punto más inestable» (Evans 2005: 60). Evans (2005: 69) busca los lineamientos de los
escritores europeos dedicados a la excepción —Schmitt y Agamben: «Tanto Schmitt como
Agamben asumen un origen europeo imposible de localizar en términos temporales o
espaciales específicos, una “época inmemorial”. Sin embargo en las colonias, en las eta-
pas críticas formativas del establecimiento del poder estatal... encontramos a la sociedad

126
FIGURA 4.4. Representación pictórica de la Proclama de George Arthur, teniente-gobernador del Territorio
de Van Diemen de 1824 a 1837, expedida en el año que él declaró la ley marcial. La parte superior exhibe
imágenes de combinación intercultural y amistad; las de abajo indican las sanciones a la violencia y el
poder de la nueva autoridad. El teniente-gobernador aparece con atuendo ceremonial completo, encarnan-
do el poder y la autoridad coloniales. La atribución al gobernador Davey es incorrecta; la proclama fue
emitida durante el gobierno de Arthur y se cree que había sido diseñada por George Frankland. Imagen
cortesía del Museo de Tasmania y la Galería de Arte. La atribución errónea a Thomas Davey, el primer
administrador de toda la isla, se debe probablemente al hecho de que en 1814, él emitió una proclama en
la que trataba a los aborígenes con amabilidad; inclusive en abril de 1815, de cara a los «incursiones a los
arbustos» por parte de los colonos, y la resistencia de los aborígenes, declaró la ley marcial. Arthur repite
este proceso.

nativa como origen que se debe suprimir —a través de la constitución de la ley que de
una vez presuponga y autorice su supresión».
De esta manera, los pueblos colonizados fueron «conducidos dentro del alcance
de la ley, pero también se les negó su protección» (Anghie, 1999: 103); a mediados del
siglo XX en Europa, los judíos estaban dentro del alcance de la ley cuando se les empe-
zó a recortar sistemáticamente sus derechos para llevarlos a una condición de «vida
indigna de ser vivida».

127
FIGURA 4.5. La conciliación, por Benjamin Duterrau, 1840 (Museo de Tasmania y Galería de Arte). Benjamin
Duterrau fue un pintor inglés, grabador y escultor nacido en Londres en 1767 y muerto en Hobart, el 11 de julio
de 1851. Llegó a Hobart, Tasmania, en 1832, y, en el Instituto de Mecánica de Hobart en 1833, ofreció la
primera conferencia en Australia sobre el objeto de su pintura. Su obra mayor, La conciliación (1840), repre-
senta la llamada conciliación entre las tribus aborígenes del Gran Río y la Bahía Oyster Bay y los colonizado-
res europeos, y fue llamada, por el historiador de arte William Moore (1868-1937), «la primer pintura histórica
conseguida en Australia». La figura central es George Robinson, misionero cristiano y comerciante local que
trabajó con los aborígenes en Van Diemen y fue comisionado por el teniente-gobernador Arthur para persua-
dir a los aborígenes restantes de establecerse en una reserva. Paffen (2001) sostiene que, para componer la
pintura, estuvo guiado por los principios del gusto, que se formaron por las tendencias británicas con respecto
a la historia de la pintura y las teorías británicas de sentimiento moral. Duterrau aplicó a su representación de
los aborígenes tasmanios expresiones que conservaban los principios encarnados en los tapices de Rafael,
con el fin de sostener los intereses nacionalistas y estéticos dentro de un contexto colonial. Duterrau no pintó
o dibujó en los lugares donde realmente vivían los aborígenes; en cambio, cuando los aborígenes llegaron a
Hobart, Robinson los llevó al estudio donde Duterrau los utilizó como modelos, y también hizo grabados y
esculturas en yeso de ellos. Mientras que el tema de la pintura representa la conciliación como un suceso
histórico, el tratamiento de Duterrau suprime el hecho de que los aborígenes tasmanios fueron finalmente
deportados del Territorio de Van Diemen entre 1830 y 1834, mediante un proceso de intimidación más que por
una conciliación. Robinson se convirtió en supervisor de Wybalenna sobre la isla de Flinders en Bass Strait,
un «re-asentamiento» de los aborígenes tasmanios donde más de la mitad murió en los primeros 5 años.
Atkinson y Aveling (1987: 306) observan que «Robinson nunca desistió de su creencia sobre que era mejor
para los aborígenes morir en los umbrales de la civilización británica que vivir como salvajes en la suya». En
contraste, los aborígenes sobrevivientes volvieron a ser llevados a la reserva cerca de Hobart, en 1847. Los
gobernadores de Nueva Gales del Sur prefirieron la idea de la incorporación a la segregación y designaron
protectores blancos para ayudar en las relaciones con los aborígenes; Robinson se convirtió en protector de
aborígenes en el distrito de Port Phillip.

[En 1995 Tasmania sancionó la Ley Aborigen, 1995 (Tas). Ésta acepta que el pue-
blo aborigen no fue completamente eliminado de Tasmania y acepta el despojo del
pueblo indígena de Tasmania, y reconoce ciertos derechos de los descendientes de los
aborígenes tasmanios. Es la primera legislación de tales características en Tasmania,
donde el supuesto de que no quedó aborigen alguno tras los primeros 50 años de la
colonia, implicó el problema de la reconciliación que en la ley se ignoraba. La ley prevé
el establecimiento de un Consejo Aborigen Territorial para poseer y manejar territorios
de un gran significado histórico y cultural.]

128
FIGURA 4.6. John Glover, Gran Bretaña/Australia, 1767-1849. Vista de la casa del artista y su jardín en Mills
Plains, Territorio de Van Diemen, 1835, Deddington, Tasmania. Óleo sobre lienzo de 76,4 X 114,4 cm (Funda-
ción Morgan Thomas Bequest, 1951: Galería de Arte de Australia del Sur, Adelaida). El exitoso pintor inglés
John Glover se estableció en Australia en 1831, comprando 3.000 ha para construir su residencia campestre.
Aquí el paisaje ha sido civilizado de la manera en que Darwin encuentra tan reconfortante, lo original se ha
transformado, los árboles y los matorrales se despejaron, y las plantas europeas adornan el terreno aledaño a
la casa, con la selva nativa como presencia melancólica, aún por ser clareada y despejada de los alrededores.

Parte III
Reconciliando a Darwin con Lombroso

Los diarios revelan a un Darwin caballero y viajero. De ahí en adelante, se extiende


una visión dividida. Preocupado solamente por la «naturaleza», fue un observador
independiente, absolutamente concentrado e investigando de manera radical. Pero al
abocarse a la interacción entre europeos y nativos, se convirtió en representante del
espacio civilizado que había ascendido a las etapas del progreso y el poder, un hombre
que podía hacer confiables juicios epistemológicos y estéticos sobre las relaciones so-
ciales. La diferencia es evidente en la distinción entre la teoría de Origin... y Descent...
Como describe Ingold (1986: 47-48) al Darwin presente en Descent...: «la maravillosa
curiosidad del naturalista está allí, pero está pesadamente mezclada con la grave mora-
lidad del caballero victoriano... comprometido con la visión del iluminismo progresis-
ta de la humanidad que, en ese momento, era ampliamente convencional. Él no tuvo
reparos en comparar los diversos grados de avance general con las etapas de madura-
ción del individuo humano, desde la infancia hasta la niñez». El Darwin de Descent...
«aceptaba de forma bastante poco crítica... que la existencia de tribus “salvajes” y “bár-
baras” representa las sucesivas etapas de los ancestros de las naciones civilizadas. E
incluso más, en Origin... Darwin había rechazado decisivamente todas las nociones de
avance ortogenético predeterminado en el mundo de la naturaleza».

129
Ingold intenta reconciliar el «compromiso» de los principios a través de la referen-
cia a la propia posición de Darwin como autor de sus obras. En Origin..., Darwin...

[...] inclinado sólo incidentalmente sobre el hombre, pero como hombre, se coloca —el
científico observador— fuera del espectáculo de la naturaleza. Su propia superioridad
absoluta (y por extensión, la de su clase) vis-à-vis con el resto del reino animal era algo
que nunca llegó a cuestionarse. De lo que se deduce que ningún animal, cuyo proyecto
esté escrito precisamente en los materiales de la herencia, pudo haber escrito The Origin
of Especies. Sin embargo, de manera contraria, un animal capaz de realizar este hecho, o
cualquier otro que implique una reflexión consciente de las condiciones materiales de la
existencia, también debe ser capaz de combinar el curso de la evolución con su propósito
[pp. 48-49].

Sin embargo, al escribir The Descent..., Darwin no pudo adoptar cierta posición
exterior al mundo, sino que se adentró en él. De este modo, ofreció un cuadro de la
condición humana que provino de sus propias comprensiones, implícitas y explícitas,
de su propia posición dentro de ella, como representante de lo civilizado.32
Existía incluso una forma de selección natural para aquellos que estaban «bien
dotados» moralmente. Darwin puede ahora dar una explicación naturalista para el
escape del estado natural de «guerra» de todos contra todos —warre— que Hobbes
había postulado como el que el hombre alcanzó por medio de su aceptación racional
de la necesidad de una solución política pragmática. «La lealtad y el valor» eran «de
suma importancia en las guerras incesantes de los salvajes». A través de la selección
natural, esos individuos y tribus que poseían «un alto estándar de moralidad», es decir,
«el espíritu del patriotismo, la lealtad, la obediencia, el valor y la compasión», tendrían
éxito. Dado que ellos estarían siempre «listos para ayudarse entre sí o sacrificarse por
el bien común», saldrían «victoriosos sobre la mayoría de las otras tribus; y esto sería
selección natural» (Darwin 1874: 203-204; discutido en Ingold 1986: 52-53). El avance
de la civilización «depende del incremento en el número real de una población de
hombres dotados de elevadas facultades intelectuales y morales, además de su están-
dar de excelencia» (1874: 216). Como hecho histórico, «las tribus han suplantado a
otras tribus» y «las naciones civilizadas están suplantando por todas partes a las nacio-
nes bárbaras», y los grupos victoriosos tienen una proporción mayor de hombres (mo-
ralmente) «bien dotados» (1874: 197). Por otra parte, Darwin era materialista. El cere-
bro alojaba las facultades mentales y el cráneo reflejaba esto.
En adelante, Lombroso: lejos de resultar aberrante, Cesare Lombroso aceptó de
manera similar su propia superioridad, su capacidad para hacer juicios epistemológi-
cos y estéticos. Él siguió a este segundo Darwin en su concepción materialista de la
mente y el supuesto paralelo del desarrollo social con ése del niño al adulto. Al explicar
el trabajo de su padre a una audiencia estadounidense, Gina Lombroso-Ferrero (1911:
49) estableció la aceptabilidad estética de la antropología criminal:

Tal como un tema musical es el resultado de suma de las notas, y no de una sola nota, el
tipo delictivo resulta de la conjunción de esas anomalías, que hacen del delincuente un
ser extraño y terrible, no sólo para el observador científico, sino también para las perso-
nas comunes que son capaces de emitir juicios imparciales.
Los pintores y los poetas, sin los obstáculos de las falsas doctrinas, adivinaron este
tipo antes de que se convirtiera en el sujeto de una rama especial del estudio...

130
Nosotros, adecuadamente despojados de «falsas doctrinas», no sólo podemos ob-
servar en ellos sus diferencias, sino que ellas se revelan en lo que ellos dicen o hacen. Su
amor por los tatuajes nos recuerda a las tribus primitivas, tal como su uso de la «jerga»
se parece al lenguaje de los pueblos primitivos. Fisiogénicamente, los estigmas son
indicadores de capacidades mentales deprimidas. Cuando escuchamos sus explicacio-
nes, nos damos cuenta de que «las nociones de correcto e incorrecto parecen estar
completamente invertidas en tales mentes». «Muchos delincuentes no se dan cuenta de
la inmoralidad de sus acciones... Un ladrón milanés cierta vez le comentó a mi padre:
“Yo no robo. Sólo alivio al rico de su riqueza superficial”... Los asesinos, especialmente
al actuar por motivos de venganza, consideran que sus acciones son en extremo correc-
tas» (p. 29). Hoy, nos podemos preguntar por la ausencia de cualquier explicación
cultural, o de «técnicas de neutralización» (como las de Sykes y Matza 1961), o con-
ciencia alguna de The Moral and Sensual Attractions of doing Evil (Katz 1988); de forma
contraria, algunos pueden pensar que los «delincuentes» comprendían la justicia de
sus sociedades mejor que Cesare o Gina. En lo que respecta a su arte:

A pesar de los miles de años que lo separan de los salvajes prehistóricos, su arte es la fiel
reproducción de los primeros y burdos intentos de las razas primitivas. El museo de
antropología criminal creado por mi padre contiene numerosos especímenes de arte de
los delincuentes, piedras talladas a semejanza de figuras, como las encontradas en Aus-
tralia, piezas de alfarería cubiertas con diseños que recuerdan a las decoraciones egipcias
o a las escenas hechas en terracota que se parecen a las grotescas creaciones de los niños
o los salvajes [Lombroso-Ferrero 1911: 132].

Tenemos una teoría del «control» antropológico. Los rostros y cuerpos con signos
de «delincuencia» se podían reconocer y separar. Ésta es la mirada del poder, segura de
su capacidad organizativa, ajena a la necesidad ética de apreciar la cultura de los de-
más.33 A través de los tiempos, la delincuencia se pudo criar como los niños, adecuada-
mente controlados e «influenciados por la enseñanza moral y el ejemplo». En Austra-
lia, tal teoría del control se puso en práctica para eliminar lo «aborigen» de los niños.
Una gran política teóricamente incoherente, dado que las características ofensivas de
lo «aborigen» fueron, en sí mismas, creación de la mirada europea.
Henry Reynolds (2001: capítulo 10) relata que el informe de 1997 de la Comisión
de Derechos Humanos, Bringing Them Home, sobre la separación de los niños de los
aborígenes y los isleños de Torres Strait de sus familias, encontró que las políticas
perseguidas por los gobiernos australianos desde comienzos del siglo XX hasta la déca-
da de 1960, constituyeron crímenes contra la humanidad. Obsérvense las palabras del
informe con respecto al problema del genocidio:

La política de remoción forzosa de los niños de aborígenes australianos para darlos a


otros grupos con el propósito de criarlos de manera separada e ignorando su cultura y su
pueblo, bien podría ser denominada «genocida», al ir en contra del derecho internacio-
nal, al menos desde el 11 de diciembre de 1946... La práctica continuó casi durante otro
cuarto de siglo.

El razonamiento era el siguiente: en primer lugar, los niños se quitaban porque se


los veía como miembros de un grupo distinto que, si se quedaban con su propio pue-
blo, adquirirían su cultura y tradiciones. En segundo lugar, entre los gestores políticos
y los administradores, existía la intención de destruir al grupo «completamente o en

131
parte» (el objetivo predominante de la remoción de niños era la absorción o asimila-
ción de los pequeños en una comunidad más amplia, no indígena, para que «sus valo-
res culturales únicos y sus identidades étnicas desaparecieran, dando lugar a modelos
de la cultura occidental»). En tercer lugar, el hecho de que la política estuviera dirigida
por una mezcla de motivos y buenas intenciones no implicaba que no se aplicara la
convención. Los autores del informe observaron:

Un objetivo clave de la remoción forzada de los niños indígenas consistía en apartarlos de


la influencia de sus padres y de las comunidades, para culturizarlos y socializarlos en los
valores y aspiraciones anglo-australianos. Otros objetivos incluían la educación de los ni-
ños para hacerlos ciudadanos «útiles» y «valiosos», su capacitación para el trabajo y el
servicio doméstico, su protección contra la desnutrición, la negligencia o el abuso, la reduc-
ción del apoyo gubernamental para los dependientes ociosos, y la protección de la comuni-
dad contra «elementos peligrosos».

Los comisionados revisaron los diferentes objetivos incluidos en las políticas de


remoción durante años y concluyeron que la diversidad de objetivos no necesariamen-
te socava el cargo de genocidio.34

Un nuevo llamamiento histórico: ¿un fracaso en el proceso civilizador o genocidio?

¿Cómo narra la historia el destino de los «aborígenes» en el proceso civilizador de


Australia? John Pilger ofrece la voz de la enojada Australia liberal (obsérvese también
que él no utiliza el término «aborigen»).

Mientras crecía, me fue dado comprender que nosotros los blancos fuimos simplemente
espectadores inocentes de la muerte lenta y «natural» de personas cuya hora ya había
llegado, más que los herederos de un pasado sediento de sangre, como el de Estados
Unidos, la América española y África y Asia coloniales. Que el jovial vagabundo* no fuese
especialmente jovial resulta inmencionable; el hecho de que el genocidio fue cualquier
cosa menos una política colonial en Australia, era un secreto [Pilger 1986: 546].

La impresión que él tuvo del Territorio de Van Diemen era sólo parte de una mito-
logía colectiva que aprendió a descartar. Más tarde, se topó con las historias orales de
los nativos, acerca de muertes, violaciones y torturas. Pero «creciendo en Australia, no
supe nada de ello, ninguno de nosotros lo hizo. Nuestra historia fue una de supresión,
omisión y mentiras». El historiador Henry Reynolds, llamado por Pilger «uno de los
historiadores australianos de la nueva ola», sostiene que «las barreras que durante
mucho tiempo dejaron la experiencia aborigen fuera de nuestros libros de historia», no
fueron principalmente aquéllas de fuentes materiales o de metodología, sino más bien
de percepción y preferencia. El espacio social en el cual se escribió la historia australia-
na era demasiado cortés, demasiado civilizado como para aceptar esta otra historia.

Gran parte del material utilizado en este libro [The other side of the frontier: Aboriginal
Resistance to the European Invasion of Australia, 1981] ha estado disponible para los

* [N. del T.] El Jolly Swangman es una figura de la cultura popular australiana, que hace refe-
rencia a un hombre errante que busca trabajo temporal y que lleva en su espalda un atado con sus
objetos personales.

132
académicos durante un siglo o más. Sin embargo, el negro llora de ira y angustia al no
tener lugar en los trabajos que celebraron el logro nacional o catalogaron un pacífico
progreso en un continente tranquilo, en tanto que los hábiles pies académicos evitaron la
vergüenza de rebalses ensangrentados [Reynolds 1981: 163].

En 2001, Reynolds publicó An Indelible Stain? The question of genocide in Australia’s


history. El argumento de Reynolds se centró en la aplicabilidad de la Convención de la
ONU sobre el Genocidio para el contexto australiano. Las principales instancias para
la investigación que él destacó eran: las epidemias de viruela; el destino de los nativos
de Tasmania; las políticas de dispersión y el uso de policía nativa en Queensland; las
masacres de venganza, la remoción de niños aborígenes y las políticas de asimilación
forzosa. Sobre el descenso radical del número de nativos, sobre el «hecho» de que este
descenso fuera en gran medida parte de las consecuencias de las acciones de los com-
ponedores, hay poca discusión, pero, ¿y qué pasa con la «intención»? La intención es el
problema que Reynolds, como muchos otros académicos que investigan las conse-
cuencias genocidas, encuentra ambiguo y finalmente irresoluble.

FIGURA 4.7. ¿La presentación oficial de la pacífica colonización y la construcción de la nación? «Los algua-
ciles de la Policía Montada, Willshire y Wormbrand, con la Policía Nativa en Australia Central, 20 de mayo
de 1887» es un ejemplo de la narrativa visual, oficialmente construida, de cooperación y logros de una
sociedad bien ordenada. El uso de la Policía Nativa variaba entre estados, pero en tanto ésta podía parecer
una medida sensata para construir puentes entre las fuerzas colonizadoras y los nativos que eran vigila-
dos, en la práctica, fue extremadamente hostil hacia la gente de las tribus del área bajo control policial. Ver
Peterson 1989, para un análisis de esta imagen (RAI 35530).

133
Lo visual y lo criminal

Hablando durante la sesión de clausura del Congreso de Roma, el psiquiatra pari-


sino August Motel atrajo la atención hacia el poder visual de los cráneos de la exhibi-
ción de Lombroso. Aquí, dijo, la delincuencia muestra su presencia inmediata.

Yo no conozco nada más interesante que este centenar de cráneos, 70 de los cuales son de
delincuentes enfermos mentales, en tanto que 30 son de delincuentes epilépticos. Usted
encontrará todas las malformaciones craneales, todas las exageraciones, todas las dismi-
nuciones de volumen. Considérese cuidadosamente estos enormes escafocéfalos, estos
oxicéfalos; miren este esqueleto de un delincuente, una sólida estructura para un vigoro-
so sistema muscular, y comparen esta fuerte animalidad con esta minúscula cabeza, que
contenía un cerebro que no tenía control sobre sus actos, excepto aquéllos guiados por
los instintos [Proceedings, citado por Broechmann 1995: 37].

¿Quiénes eran los individuos cuyos cráneos ahora ofrecen el caldo de cultivo mate-
rial de la criminología positivista? Entre algunos de ellos, hubo historias individuales,
pero el misterio enmascaró la forma en que la mayoría de ellos fue atrapado en las
redes del poder. A través de todo el mundo civilizado, se estaban recolectando cráneos.
Cada uno de ellos puede haber presentado complejas narrativas de angustia exis-
tencial, desesperación o resistencia. No lo sabemos, pues en las manos de los antropó-
logos criminales y los médicos, el poderoso fue el que habló.35 La limpieza étnica final
alrededor de la bahía de Sydney se logró en una serie de escaramuzas sostenidas entre
1797 y 1805. Éstas apuntaban parcialmente a destruir la resistencia armada guiada
por una rareza en la historia de la decadencia aborigen: un líder cuasi militar llamado
Pemulwuy, quien había tenido éxito en organizar un grupo de alrededor de 100 aborí-
genes para realizar ataques de golpear y huir (hit and run) sobre los colonizadores, en
1797. En tanto que el mencionado líder inicialmente evadió una partida militar envia-
da para capturarlo, la desafió al ver a cinco de su grupo asesinados por el fuego de
rifles, y al verse él mismo herido en la cabeza. Llevado en cadenas al hospital, logró
escapar con los grilletes aún alrededor de su pierna. Después de más incursiones en
1801, se ofreció una recompensa por su cabeza, y en «1802, fue muerto por dos coloni-
zadores, luego decapitado, y su cabeza enviada a sir Joseph Banks, en Inglaterra» (El-
der 1998: 11-12). Otros cráneos iban a parar a las «colecciones científicas».36
Algunas veces, estaban unidos a esqueletos completos. Aquellos que erróneamente
definen el caso de los aborígenes de Tasmania como un completo genocidio físico,
describen a Truganini (Figura 4.8) (comúnmente escrito Trucanini en las publicacio-
nes europeas) y a William Lanney como los últimos mujer y hombre de la tribu. Cuan-
do William Lanney murió, el 3 de marzo de 1869, su tumba fue profanada y su esque-
leto extraído para la posteridad. En tanto que esto era una violación de las costumbres
nativas, Truganini siguió viviendo por otros 7 años en desesperante soledad y «temero-
sa de encontrar el mismo destino, rogó a los colonos en su lecho de muerte, “No dejen
que me corten por completo. Entiérrenme detrás de las montañas”. Sus plegarias fue-
ron ignoradas. Durante años, su esqueleto colgó, en exhibición pública, en el Museo de
Tasmania» (Elder 1998: 47-48).37
En 1908, como signo final de su compromiso intelectual, Lombroso ordenó en su
testamento que su esqueleto, su cerebro y la piel de su cabeza se colocaran en la colec-
ción del museo (hoy emplazado en Turín, en Italia del norte). Están aún alojados allí,

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ejerciendo su exhibitoria presencia, pero ahora están atrapados en la ambivalencia de
la historia (Morrison, 2004b).
Hoy en día, hay otros museos que contienen cráneos y restos humanos. En ciertos
museos de Bangladesh, Camboya y Ruanda, filas de cráneos y otros restos humanos ha-
blan de otra presencia (ver Figura 1.4).38 Una presencia que la criminología nunca ubicó
dentro de su dominio, y el siguiente imperativo del legado de Darwin escogió ignorar o
tratar como «algún proceso misterioso», fuera del énfasis institucional del momento de
estudiar al «delincuente» para el servicio al Estado. Pronto habría demasiados cráneos por
recolectar y enviar a las exposiciones civilizadas de Europa, pues mientras los individuos
se hallaban ocupados construyendo una imaginación criminológica, los Estados-nación
europeos se habían volcado a «civilizar África». 1885 fue también la fecha de la Conferen-
cia de Berlín, donde las mayores naciones de Europa, en presencia de una delegación de
EE.UU., dibujaban encima de un mapa de África construido por los europeos y decidían
sobre qué partes tendrían legítima dominación. El poder europeo —las mediciones euro-
peas— determinarían los límites políticos de un continente. Se consideraba que aquellos
que ocupaban los territorios daban su aprobación, o bien no tenían presencia razonable
(léase poderosa) alguna a ser tenida en cuenta. Pocos sostendrían que las acciones de la
poderosa globalización tenían algo que ver, los menos de ellos verían lo que estaba suce-
diendo como un hecho que podría ofrecer material para la criminología. La sumisión y el
genocidio estaban encontrando un campo de acción muy moderno, seguros, fuera de los
confines del desarrollo de la imaginación institucional por parte de la criminología.

FIGURA 4.8. Trucanini, 1866. Fotografía de C.A. Woolley (RAI 687). Ésta se convirtió en la imagen estándar,
trágica, del «aborigen» australiano. Woolley fotografió a los que se pensaba que eran los cinco tasmanios
supervivientes, cuando Trucanini tenía 54 años, temerosa de la muerte de sus compañeros restantes y de
sentirse sola. La imagen tomada se convirtió en la representación icónica de una raza desaparecida. Véase
la discusión en Rae-Ellis (1992), quien señala que Woolley hacía posar a sus sujetos con ropas europeas,
sugiriendo que ellos habían sido cristianizados y civilizados exitosamente, cuando «nada podía estar más
lejos de la verdad». La única indicación de cultura indígena en estas imágenes es el collar de caracolas
hecho y usado por Trucanini. Esta fotografía que la retrata como una europea negra ha sido reproducida en
publicaciones oficiales; y se la seleccionó para un sello postal australiano, prefiriéndola ante acuarelas
anteriores, que la mostraban a una luz más natural.

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