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Almanzor

Corría el año 997, casi mil años después de que el apóstol Santiago había
transitado por la Península Ibérica en su misión evangelizadora. La ciudad de
Santiago, orgullosamente custodia de su memoria y su sepultura, era el
próximo destino de Almanzor, el gran guerrero de al-Ándalus, que había
salido de Córdoba y había rodeado la península con una extraordinaria
estrategia militar, en una de sus más brillantes campañas. En su ruta hacia
Santiago, las huestes de Almanzor habían arrasado con otras poblaciones
menores, destruyendo sus monasterios e iglesias, pero llegar a la ciudad que
albergaba el sepulcro del Santo era el mayor de los triunfos para los invasores
y la mayor de las derrotas para la cristiandad del occidente europeo.
Almanzor nunca conoció la derrota y encontraba en cada ataque a los reinos
cristianos una satisfacción que conjugaba el orgullo militar, la lucha por la fe
y una causa individual que a él le gustaba reconocer como un mandato divino.
Desde las primeras incursiones, conocidas como raizas, los pequeños reinos
del norte de la Península Ibérica sufrieron la devastación de sus poblados y
la humillación de ver a sus ejércitos repetidamente derrotados y, a sus
caballeros y a sus mujeres, llevados en condición de esclavos, a la capital del
Califato. A finales del primer milenio, el mundo continuaba dibujando su mapa
y escribiendo su historia con la brutal pluma de la guerra.
Almanzor era despiadado con los vencidos y generoso con sus guerreros. A
unos los despojaba de todo y a otros los halagaba con la distribución del
botín. Había transitado un largo y tormentoso trecho en la ruta del poder,
deshaciéndose fría y calculadoramente de todos los enemigos que
encontraba en su camino de ascenso a los más altos niveles del Califato, y
también eliminando a muchos amigos y aliados que consideraba riesgosos,
incluyendo a quienes lo habían llevado a los pedestales que ocupaba.
Las raizas eran su estrategia preferida y la más poderosa para generarse
mayor prestigio ante las tropas y las poblaciones, que esperaban cada año la
llegada de los contingentes con las nuevas riquezas provenientes de las
victorias. Las raizas arrasaban con todo, el saqueo no tenía límites, la
crueldad con los hombres era absoluta y las mujeres se salvaban porque
constituían una mercancía muy cotizada. Por décadas, la historia se repetía
cada vez con mayor contundencia y con mayor desilusión para los pueblos
visigodos cristianos, para quienes esos desastres, esas terribles señales,
eran el vaticinio del fin de los tiempos, con la llegada del año mil.
La invasión de Santiago era una tragedia anunciada. Ante la inminencia del
desastre, los habitantes de la ciudad la habían abandonado y la habían
desprovisto de todo cuanto constituyera riqueza que pudiera ser arrebatada.
El aviso llegó a Almanzor, quien ya sospechaba de la huida, pero su propósito
iba más allá de los bienes materiales, él iba a destruir el centro de devoción
de los cristianos y a extender los dominios del califato sobre esas tierras de
infieles. Bajo la luna que iluminó algún día a Santiago el Mayor, Almanzor
pensó si sus pasos tenían alguna marca, si el Apóstol tenía aún una presencia
real en aquellas tierras que se rendían a sus pies, reflexionó sobre el retorno
del cuerpo inerte y martirizado de Santiago a esas tierras de su apostolado y
sobre la ironía de que, para alcanzar la inmortalidad y la veneración, tuvieran
más validez el sacrificio y la humildad que la gloria de las victorias que él
lograba.
La llegada de las tropas fue algo completamente previsto, destruyeron todas
las construcciones, poniendo especial esfuerzo en las murallas y en los pocos
monumentos. Almanzor llegó a la iglesia donde reposaba la tumba del Santo
y presenció su destrucción. Era una construcción modesta, con un estilo
prerrománico, propio de finales del siglo X, de la que ya los invasores habían
desprendido las campanas del carrillón, que estaban sostenidas por una
espadaña igualmente discreta. En un completo desorden y con gran
estruendo de la soldadesca, vio caer los muros, las puertas y toda la
mampostería, hasta que, en medio de la polvareda, las llamas y el humo,
apareció el nicho donde estaba la tumba del Apóstol. Allí, de rodillas y con la
cabeza baja, algo que empezó a parecerse a un monje se dibujó lentamente.
Almanzor ordenó detener las acciones, sorprendido por aquel espectro
cubierto de polvo, apenas reconocible, el único habitante de la que había sido
la orgullosa ciudad de Santiago. El monje, sin separar sus manos en posición
de oración, levantó los ojos y miró al gran general que aún no bajaba de su
cabalgadura de combate.
Almanzor desmontó y ordenó a sus tropas que no tocaran al devoto de la
tumba. Se le acercó y pudo apreciar su rostro huesudo, sus pies descalzos,
su viejo y raído hábito, que apenas cubría su esquelética figura.
- ¿Quién eres?
- Un humilde cuidador de la más grande reliquia de estas tierras.
- ¿Sabes que vas a morir?
- Gran señor, ¿puede haber mayor gloria que dar mi vida por aquello que
le ha dado sentido?
Su semblante mostraba toda la fragilidad del mundo, pero, al acercarse a él,
su mirada develaba un inmenso mar de serenidad. Almanzor lo miró con una
extraña mezcla de desdén y respeto. Era apenas un hombre, y Almanzor,
vencedor de mil batallas, en la cima de aquella campaña victoriosa, la mayor
de su carrera militar, la que llenaba de gloria a al-Ándalus, la que extendería
aún más su prestigio de conquistador y estratega por toda Europa, supo que
ese hombre insignificante guardaba, además de la tumba evangélica, un
secreto inalcanzable. Tenía el poder de desdeñar el dolor y el temor, parecía
haber vencido a la muerte y al deseo. ¿Podría un gran jefe militar y político
necesitar o aprender algo de un solitario y abandonado monje cristiano, acaso
ignorante y enfermizo? El gran héroe experimentó, como nunca, que alguien,
que a duras penas era un hombre, alguien acaso sin nombre, poseía algo
que le era distante, inasible, intransmisible. Era algo que él anhelaba y no
podía usurpar. Ese algo estaba frente a él, pero era invisible a sus ojos.
Almanzor ordenó que se organizara una guardia especial para proteger la
tumba del Apóstol y que se proporcionara alimento y una manta al monje,
hasta decidir qué hacía con él. Estaba absolutamente intrigado y no pudo
conciliar el sueño hasta que, apenas rayó el alba, salió de su tienda de
campaña seguido por sus ujieres, generando alertas en sus comandantes.
Nuevamente se acercó al sitio donde había estado la iglesia. Allí, en igual
posición que el día anterior, el monje parecía orar, ajeno a la tragedia e
indiferente a su destino.
Pasó otro día durante el que las tropas buscaban organizar el reducido botín
que llevarían de regreso. El monje seguía frente a la tumba y no había
probado bocado. Almanzor, más fatigado por otra noche de insomnio,
cavilaba en el significado de su existencia y en el extraño y profundo
sentimiento que el viejo orante había despertado en él.
Hacia el mediodía dio la orden de partir, negando la solicitud de algunos de
sus lugartenientes de llevar como prisionero o eliminar al monje. Unos pocos
prisioneros, que se capturaron en los entornos de Santiago, fueron obligados
a cargar con los frutos del saqueo, especialmente las campanas del templo,
pero el monje permaneció en su oficio con el mismo sabor de eternidad.
Almanzor comandaba, como siempre, la expedición de regreso y trataba de
que sus hombres no advirtieran su inquietud y zozobra. Al pasar junto a la
tumba venerada, la mirada del vigilante despidió al guerrero con la placidez
del perdón y la comprensión. No había nada de altivez en ese gesto, era un
profundo mensaje de solidaridad que parecía trascender la Historia y que
despedía el episodio fatal de la destrucción, con la sencillez y la
imperturbabilidad de un paisaje.
Durante toda la jornada de retorno, Almanzor estuvo muy parco. Sus
subalternos lo atribuyeron a que no destruyó la tumba, como objetivo tantas
veces anhelado, lo que habría completado su victoria en forma brillante y
sellado el poderío musulmán frente a las tierras del norte, pero él seguía
obsesionado por la mirada del ermitaño, como si hubiese dejado pendiente
un reconocimiento, como si el monje hubiera querido decirle algo y él no fue
capaz de entenderlo.
Llegado a Córdoba, la multitud salió a vitorear la caravana. En todo al-
Ándalus no se hablaba más que de las hazañas de los ejércitos y del
derrumbamiento del más importante bastión de los infieles. Pasaron varios
días de festejo y regocijo y, aplacado el apasionado fervor del califato,
Almanzor, aun preso de su obsesión, buscó a uno de los sabios de Córdoba,
que eran muchos, y le pidió que le contara la historia de Santiago el Apóstol,
y a un artista, a quien solicitó que le dibujara, según las descripciones
disponibles, la imagen del Santo. Esta actividad estaba prohibida por el Islam,
por lo que le encomendó la mayor de las discreciones, ya que las intrigas
podrían arruinar su carrera y su prestigio.
Ninguna de las dos tareas era fácil, por la escasez de fuentes de información.
Pasaron los meses y aun no estaban cumplidas. Almanzor envió a una
expedición especial para que regresara a Santiago y, de vuelta, trajera al
monje, pero la expedición nunca regresó. Desplegó nuevas campañas que
resultaron igualmente victoriosas, hasta que, en la legendaria batalla de
Calatañazor, en el año 1002, sufrió una herida y cayó enfermo. Los médicos
no pudieron encontrar un tratamiento adecuado a su mal y supo que iba a
morir.
A su lecho de muerte acudieron el sabio y el artista. El primero narró la
trayectoria del Apóstol Santiago en Hispania, su trágico regreso a Jerusalén
y el retorno de su cuerpo a Santiago de Compostela. El dibujante le llevó una
imagen en papiro, largamente trabajada, del Apóstol Santiago, en sus últimos
días, antes del sacrificio a manos de Herodes Agripa. Almanzor lanzó un
profundo suspiro y unas insólitas lágrimas se arrancaron de sus ojos. Era la
imagen del monje. Apretó el dibujo contra su pecho y expiró.

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