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SANTA MISA DE ORDENACIÓN SACERDOTAL

DE 15 DIÁCONOS DE LA DIÓCESIS DE ROMA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro


IV Domingo de Pascua, 7 de mayo de 2006

En esta hora en la que vosotros, queridos amigos, mediante el sacramento de la


ordenación sacerdotal sois introducidos como pastores al servicio del gran Pastor,
Jesucristo, el Señor mismo nos habla en el evangelio del servicio en favor de la
grey de Dios.

La imagen del pastor viene de lejos. En el antiguo Oriente los reyes solían
designarse a sí mismos como pastores de sus pueblos. En el Antiguo Testamento
Moisés y David, antes de ser llamados a convertirse en jefes y pastores del pueblo
de Dios, habían sido efectivamente pastores de rebaños. En las pruebas del tiempo
del exilio, ante el fracaso de los pastores de Israel, es decir, de los líderes políticos
y religiosos, Ezequiel había trazado la imagen de Dios mismo como Pastor de su
pueblo. Dios dice a través del profeta: "Como un pastor vela por su rebaño (...),
así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían
dispersado en día de nubes y brumas" (Ez 34, 12).

Ahora Jesús anuncia que ese momento ha llegado: él mismo es el buen Pastor en
quien Dios mismo vela por su criatura, el hombre, reuniendo a los seres humanos y
conduciéndolos al verdadero pasto. San Pedro, a quien el Señor resucitado había
confiado la misión de apacentar a sus ovejas, de convertirse en pastor con él y por
él, llama a Jesús el "archipoimen", el Mayoral, el Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4), y
con esto quiere decir que sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por
medio de él y en la más íntima comunión con él. Precisamente esto es lo que se
expresa en el sacramento de la Ordenación: el sacerdote, mediante el sacramento,
es insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de él y actuando con vistas a
él, realice en comunión con él el servicio del único Pastor, Jesús, en el que Dios
como hombre quiere ser nuestro Pastor.

El evangelio que hemos escuchado en este domingo es solamente una parte del
gran discurso de Jesús sobre los pastores. En este pasaje, el Señor nos dice tres
cosas sobre el verdadero pastor: da su vida por las ovejas; las conoce y ellas lo
conocen a él; y está al servicio de la unidad. Antes de reflexionar sobre estas tres
características esenciales del pastor, quizá sea útil recordar brevemente la parte
precedente del discurso sobre los pastores, en la que Jesús, antes de designarse
como Pastor, nos sorprende diciendo: "Yo soy la puerta" (Jn 10, 7). En el servicio
de pastor hay que entrar a través de él. Jesús pone de relieve con gran claridad
esta condición de fondo, afirmando: "El que sube por otro lado, ese es un ladrón y
un salteador" (Jn 10, 1).

Esta palabra "sube" (anabainei) evoca la imagen de alguien que trepa al recinto
para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. "Subir": se puede
ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar "muy alto", de conseguir un
puesto mediante la Iglesia: servirse, no servir. Es la imagen del hombre que, a
través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, convertirse en un personaje;
la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.

Pero el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la


cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear llegar a
ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante
él y con él, ser para los hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino
de la vida.

Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente: a


través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí; para que yo lo sirva y
siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de autorrealización y estima.
Entrar por la puerta, que es Cristo, quiere decir conocerlo y amarlo cada vez más,
para que nuestra voluntad se una a la suya y nuestro actuar llegue a ser uno con
su actuar.

Queridos amigos, por esta intención queremos orar siempre de nuevo, queremos
esforzarnos precisamente por esto, es decir, para que Cristo crezca en nosotros,
para que nuestra unión con él sea cada vez más profunda, de modo que también a
través de nosotros sea Cristo mismo quien apaciente.

Consideremos ahora más atentamente las tres afirmaciones fundamentales de


Jesús sobre el buen pastor. La primera, que con gran fuerza impregna todo el
discurso sobre los pastores, dice: el pastor da su vida por las ovejas. El misterio de
la cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor: es el gran servicio que
él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un pasado
lejano. En la sagrada Eucaristía realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante
nuestras manos, se da a nosotros. Por eso, con razón, en el centro de la vida
sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz está
siempre realmente presente entre nosotros.

A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaristía de modo


adecuado: es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria
divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de
nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se
expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a sí mismo
en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que él
está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano,
se da a sí mismo.

La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que
aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la
muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo
aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo
aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que
necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y
más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la
libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así,
siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser
importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra.

En segundo lugar el Señor nos dice: "Conozco mis ovejas y las mías me conocen a
mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre" (Jn 10, 14-15). En esta
frase hay dos relaciones en apariencia muy diversas, que aquí están entrelazadas:
la relación entre Jesús y el Padre, y la relación entre Jesús y los hombres
encomendados a él. Pero ambas relaciones van precisamente juntas porque los
hombres, en definitiva, pertenecen al Padre y buscan al Creador, a Dios. Cuando se
dan cuenta de que uno habla solamente en su propio nombre y tomando sólo de sí
mismo, entonces intuyen que eso es demasiado poco y no puede ser lo que buscan.
Pero donde resuena en una persona otra voz, la voz del Creador, del Padre, se abre
la puerta de la relación que el hombre espera. Por tanto, así debe ser en nuestro
caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la relación con Cristo y, por
medio de él, con el Padre; sólo entonces podemos comprender verdaderamente a
los hombres, sólo a la luz de Dios se comprende la profundidad del hombre;
entonces quien nos escucha se da cuenta de que no hablamos de nosotros, de algo,
sino del verdadero Pastor.

Obviamente, las palabras de Jesús se refieren también a toda la tarea pastoral


práctica de acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de estar abiertos a
sus necesidades y a sus interrogantes. Desde luego, es fundamental el
conocimiento práctico, concreto, de las personas que me han sido encomendadas, y
ciertamente es importante entender este "conocer" a los demás en el sentido
bíblico: no existe un verdadero conocimiento sin amor, sin una relación interior, sin
una profunda aceptación del otro.

El pastor no puede contentarse con saber los nombres y las fechas. Su


conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el
corazón. Pero a esto sólo podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro corazón, si
nuestro conocimiento no vincula las personas a nuestro pequeño yo privado, a
nuestro pequeño corazón, sino que, por el contrario, les hace sentir el corazón de
Jesús, el corazón del Señor. Debe ser un conocimiento con el corazón de Jesús, un
conocimiento orientado a él, un conocimiento que no vincula la persona a mí, sino
que la guía hacia Jesús, haciéndolo así libre y abierto. Así también nosotros nos
hacemos cercanos a los hombres.

Pidamos siempre de nuevo al Señor que nos conceda este modo de conocer con el
corazón de Jesús, de no vincularlos a mí sino al corazón de Jesús, y de crear así
una verdadera comunidad.

Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al pastor:
"Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo
que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Jn 10, 16).
Es lo mismo que repite san Juan después de la decisión del sanedrín de matar a
Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible que muriera uno solo por el pueblo a
que pereciera toda la nación. San Juan reconoce que se trata de palabras
proféticas, y añade: "Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino
también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52).

Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz. Pero sobre
todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque Ezequiel, en su
profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de la unidad entre las tribus
dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya no se trata de la unificación del
Israel disperso, sino de todos los hijos de Dios, de la humanidad, de la Iglesia de
judíos y paganos. La misión de Jesús concierne a toda la humanidad, y por eso la
Iglesia tiene una responsabilidad con respecto a toda la humanidad, para que
reconozca a Dios, al Dios que por todos nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió,
murió y resucitó.

La Iglesia jamás debe contentarse con la multitud de aquellos a quienes, en cierto


momento, ha llegado, y decir que los demás están bien así: musulmanes,
hindúes... La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de los límites de su
propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud universal, debe preocuparse por
todos y de todos. Por lo general debemos "traducir" esta gran tarea en nuestras
respectivas misiones. Obviamente, un sacerdote, un pastor de almas debe
preocuparse ante todo por los que creen y viven con la Iglesia, por los que buscan
en ella el camino de la vida y que, por su parte, como piedras vivas, construyen la
Iglesia y así edifican y sostienen juntos también al sacerdote.

Sin embargo, como dice el Señor, también debemos salir siempre de nuevo "a los
caminos y cercados" (Lc 14, 23) para llevar la invitación de Dios a su banquete
también a los hombres que hasta ahora no han oído hablar para nada de él o no
han sido tocados interiormente por él. Este servicio universal, servicio a la unidad,
se realiza de muchas maneras. Siempre forma parte de él también el compromiso
por la unidad interior de la Iglesia, para que ella, por encima de todas las
diferencias y los límites, sea un signo de la presencia de Dios en el mundo, el único
que puede crear dicha unidad.

La Iglesia antigua encontró en la escultura de su tiempo la figura del pastor que


lleva una oveja sobre sus hombros. Quizá esas imágenes formen parte del sueño
idílico de la vida campestre, que había fascinado a la sociedad de entonces. Pero
para los cristianos esta figura se ha transformado con toda naturalidad en la
imagen de Aquel que ha salido en busca de la oveja perdida, la humanidad; en la
imagen de Aquel que nos sigue hasta nuestros desiertos y nuestras confusiones; en
la imagen de Aquel que ha cargado sobre sus hombros a la oveja perdida, que es la
humanidad, y la lleva a casa. Se ha convertido en la imagen del verdadero Pastor,
Jesucristo. A él nos encomendamos. A él os encomendamos a vosotros, queridos
hermanos, especialmente en esta hora, para que os conduzca y os lleve todos los
días; para que os ayude a ser, por él y con él, buenos pastores de su rebaño.
Amén.

SANTA MISA CON ORDENACIONES SACERDOTALES

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro


Domingo 27 de abril de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Se realizan hoy para nosotros, de modo muy particular, las palabras que dicen:
"Acreciste la alegría, aumentaste el gozo" (Is 9, 2). En efecto, a la alegría de
celebrar la Eucaristía en el día del Señor, se suman el júbilo espiritual del tiempo de
Pascua, que ya ha llegado al sexto domingo, y sobre todo la fiesta de la ordenación
de nuevos sacerdotes.

Juntamente con vosotros, saludo con afecto a los veintinueve diáconos que dentro
de poco serán ordenados presbíteros. Expreso mi profundo agradecimiento a
cuantos los han guiado en su camino de discernimiento y de preparación, y os
invito a todos a dar gracias a Dios por el don de estos nuevos sacerdotes a la
Iglesia. Sostengámoslos con intensa oración durante esta celebración, con espíritu
de ferviente alabanza al Padre que los ha llamado, al Hijo que los ha atraído a sí, y
al Espíritu Santo que los ha formado.

Normalmente, la ordenación de nuevos sacerdotes tiene lugar el IV domingo de


Pascua, llamado domingo del Buen Pastor, que es también la Jornada mundial de
oración por las vocaciones, pero este año no fue posible, porque yo estaba
partiendo para mi visita pastoral a Estados Unidos. El icono del buen Pastor ilustra
mejor que cualquier otro el papel y el ministerio del presbítero en la comunidad
cristiana. Pero también los pasajes bíblicos que la liturgia de hoy propone a nuestra
meditación iluminan, desde un ángulo diverso, la misión del sacerdote.

La primera lectura, tomada del capítulo octavo de los Hechos de los Apóstoles,
narra la misión del diácono Felipe en Samaria. Quiero atraer inmediatamente la
atención hacia la frase con que se concluye la primera parte del texto: "La ciudad
se llenó de alegría" (Hch 8, 8). Esta expresión no comunica una idea, un concepto
teológico, sino que refiere un acontecimiento concreto, algo que cambió la vida de
las personas: en una determinada ciudad de Samaria, en el período que siguió a la
primera persecución violenta contra la Iglesia en Jerusalén (cf. Hch 8, 1), sucedió
algo que "llenó de alegría". ¿Qué es lo que sucedió?

El autor sagrado narra que, para escapar a la persecución religiosa desatada en


Jerusalén contra los que se habían convertido al cristianismo, todos los discípulos,
excepto los Apóstoles, abandonaron la ciudad santa y se dispersaron por los
alrededores. De este acontecimiento doloroso surgió, de manera misteriosa y
providencial, un renovado impulso a la difusión del Evangelio. Entre quienes se
habían dispersado estaba también Felipe, uno de los siete diáconos de la
comunidad, diácono como vosotros, queridos ordenandos, aunque ciertamente con
modalidades diversas, puesto que en la etapa irrepetible de la Iglesia naciente, el
Espíritu Santo había dotado a los Apóstoles y a los diáconos de una fuerza
extraordinaria, tanto en la predicación como en la acción taumatúrgica.

Pues bien, sucedió que los habitantes de la localidad samaritana de la que se habla
en este capítulo de los Hechos de los Apóstoles acogieron de forma unánime el
anuncio de Felipe y, gracias a su adhesión al Evangelio, Felipe pudo curar a muchos
enfermos. En aquella ciudad de Samaria, en medio de una población
tradicionalmente despreciada y casi excomulgada por los judíos, resonó el anuncio
de Cristo, que abrió a la alegría el corazón de cuantos lo acogieron con confianza.
Por eso —subraya san Lucas—, aquella ciudad "se llenó de alegría".

Queridos amigos, esta es también vuestra misión: llevar el Evangelio a todos, para
que todos experimenten la alegría de Cristo y todas las ciudades se llenen de
alegría. ¿Puede haber algo más hermoso que esto? ¿Hay algo más grande, más
estimulante que cooperar a la difusión de la Palabra de vida en el mundo, que
comunicar el agua viva del Espíritu Santo? Anunciar y testimoniar la alegría es el
núcleo central de vuestra misión, queridos diáconos, que dentro de poco seréis
sacerdotes.

El apóstol san Pablo llama a los ministros del Evangelio "servidores de la alegría". A
los cristianos de Corinto, en su segunda carta, escribe: "No es que pretendamos
dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestra alegría, pues os
mantenéis firmes en la fe" (2 Co 1, 24). Son palabras programáticas para todo
sacerdote. Para ser colaboradores de la alegría de los demás, en un mundo a
menudo triste y negativo, es necesario que el fuego del Evangelio arda dentro de
vosotros, que reine en vosotros la alegría del Señor. Sólo podréis ser mensajeros y
multiplicadores de esta alegría llevándola a todos, especialmente a cuantos están
tristes y afligidos.

Volvamos a la primera lectura, que nos brinda otro elemento de meditación. En ella
se habla de una reunión de oración, que tiene lugar precisamente en la ciudad
samaritana evangelizada por el diácono Felipe. La presiden los apóstoles san Pedro
y san Juan, dos "columnas" de la Iglesia, que habían acudido de Jerusalén para
visitar a esa nueva comunidad y confirmarla en la fe. Gracias a la imposición de sus
manos, el Espíritu Santo descendió sobre cuantos habían sido bautizados.

En este episodio podemos ver un primer testimonio del rito de la "Confirmación", el


segundo sacramento de la iniciación cristiana. También para nosotros, aquí
reunidos, la referencia al gesto ritual de la imposición de las manos es muy
significativo. En efecto, también es el gesto central del rito de la ordenación,
mediante el cual dentro de poco conferiré a los candidatos la dignidad presbiteral.
Es un signo inseparable de la oración, de la que constituye una prolongación
silenciosa. Sin decir ninguna palabra, el obispo consagrante y, después de él, los
demás sacerdotes ponen las manos sobre la cabeza de los ordenandos, expresando
así la invocación a Dios para que derrame su Espíritu sobre ellos y los transforme,
haciéndolos partícipes del sacerdocio de Cristo. Se trata de pocos segundos, un
tiempo brevísimo, pero lleno de extraordinaria densidad espiritual.

Queridos ordenandos, en el futuro deberéis volver siempre a este momento, a este


gesto que no tiene nada de mágico y, sin embargo, está lleno de misterio, porque
aquí se halla el origen de vuestra nueva misión. En esa oración silenciosa tiene
lugar el encuentro entre dos libertades: la libertad de Dios, operante mediante el
Espíritu Santo, y la libertad del hombre. La imposición de las manos expresa
plásticamente la modalidad específica de este encuentro: la Iglesia, personificada
por el obispo, que está de pie con las manos extendidas, pide al Espíritu Santo que
consagre al candidato; el diácono, de rodillas, recibe la imposición de las manos y
se encomienda a dicha mediación. El conjunto de esos gestos es importante, pero
infinitamente más importante es el movimiento espiritual, invisible, que expresa;
un movimiento bien evocado por el silencio sagrado, que lo envuelve todo, tanto en
el interior como en el exterior.

También en el pasaje evangélico encontramos este misterioso "movimiento"


trinitario, que lleva al Espíritu Santo y al Hijo a habitar en los discípulos. Aquí es
Jesús mismo quien promete que pedirá al Padre que mande a los suyos el Espíritu,
definido "otro Paráclito" (Jn 14, 16), término griego que equivale al latino ad-
vocatus, abogado defensor. En efecto, el primer Paráclito es el Hijo encarnado, que
vino para defender al hombre del acusador por antonomasia, que es satanás. En el
momento en que Cristo, cumplida su misión, vuelve al Padre, el Padre envía al
Espíritu como Defensor y Consolador, para que permanezca para siempre con los
creyentes, habitando dentro de ellos. Así, entre Dios Padre y los discípulos se
entabla, gracias a la mediación del Hijo y del Espíritu Santo, una relación íntima de
reciprocidad: "Yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros", dice Jesús
(Jn 14, 20). Pero todo esto depende de una condición, que Cristo pone claramente
al inicio: "Si me amáis" (Jn 14, 15), y que repite al final: "Al que me ama, lo amará
mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él" (Jn 14, 21). Sin el amor a
Jesús, que se manifiesta en la observancia de sus mandamientos, la persona se
excluye del movimiento trinitario y comienza a encerrarse en sí misma, perdiendo
la capacidad de recibir y comunicar a Dios.

"Si me amáis". Queridos amigos, Jesús pronunció estas palabras durante la última
Cena, en el mismo momento en que instituyó la Eucaristía y el sacerdocio. Aunque
estaban dirigidas a los Apóstoles, en cierto sentido se dirigen a todos sus sucesores
y a los sacerdotes, que son los colaboradores más estrechos de los sucesores de los
Apóstoles. Hoy las volvemos a escuchar como una invitación a vivir cada vez con
mayor coherencia nuestra vocación en la Iglesia: vosotros, queridos ordenandos,
las escucháis con particular emoción, porque precisamente hoy Cristo os hace
partícipes de su sacerdocio. Acogedlas con fe y amor. Dejad que se graben en
vuestro corazón; dejad que os acompañen a lo largo del camino de toda vuestra
vida. No las olvidéis; no las perdáis por el camino. Releedlas, meditadlas con
frecuencia y, sobre todo, orad con ellas. Así, permaneceréis fieles al amor de Cristo
y os daréis cuenta, con alegría continua, de que su palabra divina "caminará" con
vosotros y "crecerá" en vosotros.

Otra observación sobre la segunda lectura: está tomada de la primera carta de san
Pedro, cerca de cuya tumba nos encontramos y a cuya intercesión quiero
encomendaros de modo especial. Hago mías sus palabras y con afecto os las dirijo:
"Glorificad en vuestro corazón a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar
razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere" (1 P 3, 15). Glorificad a
Cristo Señor en vuestros corazones, es decir, cultivad una relación personal de
amor con él, amor primero y más grande, único y totalizador, dentro del cual vivir,
purificar, iluminar y santificar todas las demás relaciones.

"Vuestra esperanza" está vinculada a esta "glorificación", a este amor a Cristo, que
por el Espíritu, como decíamos, habita en nosotros. Nuestra esperanza, vuestra
esperanza, es Dios, en Jesús y en el Espíritu. En vosotros esta esperanza, a partir
de hoy, se convierte en "esperanza sacerdotal", la de Jesús, buen Pastor, que
habita en vosotros y da forma a vuestros deseos según su Corazón divino:
esperanza de vida y de perdón para las personas encomendadas a vuestro cuidado
pastoral; esperanza de santidad y de fecundidad apostólica para vosotros y para
toda la Iglesia; esperanza de apertura a la fe y al encuentro con Dios para cuantos
se acerquen a vosotros buscando la verdad; esperanza de paz y de consuelo para
los que sufren y para los heridos por la vida.

Queridos hermanos, en este día tan significativo para vosotros, mi deseo es que
viváis cada vez más la esperanza arraigada en la fe, y que seáis siempre testigos y
dispensadores sabios y generosos, dulces y fuertes, respetuosos y convencidos, de
esa esperanza. Que os acompañe en esta misión y os proteja siempre la Virgen
María, a quien os exhorto a acoger nuevamente, como hizo el apóstol san Juan al
pie de la cruz, como Madre y Estrella de vuestra vida y de vuestro sacerdocio.
Amén.

JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI


EN LA MISA DE ORDENACIÓN SACERDOTAL
DE DIECINUEVE DIÁCONOS DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Basílica de San Pedro


IV Domingo de Pascua, 3 de mayo de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Según una hermosa tradición, el domingo "del Buen Pastor" el Obispo de Roma se
reúne con su presbiterio para la ordenación de nuevos sacerdotes de la diócesis.
Cada vez es un gran don de Dios; es su gracia. Por tanto, despertemos en nosotros
un profundo sentimiento de fe y agradecimiento al vivir esta celebración. En este
clima me complace saludar al cardenal vicario Agostino Vallini, a los obispos
auxiliares, a los demás hermanos en el episcopado y en el sacerdocio y, con
especial afecto, a vosotros, queridos diáconos candidatos al presbiterado,
juntamente con vuestros familiares y amigos.
La Palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece abundantes sugerencias para
la meditación: consideraré algunas, para que pueda proyectar una luz indeleble
sobre el camino de vuestra vida y sobre vuestro ministerio.

"Jesús es la piedra; (...) no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos" (Hch
4, 11-12). En el pasaje de los Hechos de los Apóstoles —la primera lectura—,
impresiona y hace reflexionar esta singular "homonimia" entre Pedro y Jesús:
Pedro, que recibió su nuevo nombre de Jesús mismo, afirma que él, Jesús, es "la
piedra". En efecto, la única roca verdadera es Jesús. El único nombre que salva es
el suyo. El apóstol, y por tanto el sacerdote, recibe su propio "nombre", es decir, su
propia identidad, de Cristo. Todo lo que hace, lo hace en su nombre. Su "yo" es
totalmente relativo al "yo" de Jesús. En nombre de Cristo, y desde luego no en su
propio nombre, el apóstol puede realizar gestos de curación de los hermanos,
puede ayudar a los "enfermos" a levantarse y volver a caminar (cf. Hch 4, 10).

En el caso de Pedro, el milagro que acaba de realizar manifiesta esto de modo


evidente. Y también la referencia a lo que dice el Salmo es esencial: "La piedra que
desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular" (Sal 117, 22). Jesús fue
"desechado", pero el Padre lo prefirió y lo puso como cimiento del templo de la
Nueva Alianza. Así, el apóstol, como el sacerdote, experimenta a su vez la cruz, y
sólo a través de ella llega a ser verdaderamente útil para la construcción de la
Iglesia. Dios quiere construir su Iglesia con personas que, siguiendo a Jesús, ponen
toda su confianza en Dios, como dice el mismo Salmo: "Mejor es refugiarse en el
Señor que fiarse de los hombres; mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los
jefes" (Sal 117, 8-9).

Al discípulo le toca la misma suerte del Maestro, que, en última instancia, es la


suerte inscrita en la voluntad misma de Dios Padre. Jesús lo confesó al final de su
vida, en la gran oración llamada "sacerdotal": "Padre justo, el mundo no te ha
conocido, pero yo te he conocido" (Jn 17, 25). También lo había afirmado antes:
"Nadie conoce al Padre sino el Hijo" (Mt 11, 27). Jesús experimentó sobre sí el
rechazo de Dios por parte del mundo, la incomprensión, la indiferencia, la
desfiguración del rostro de Dios. Y Jesús pasó el "testigo" a los discípulos: "Yo —
dice también en su oración al Padre— les he dado a conocer tu nombre y se lo
seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos
y yo en ellos" (Jn 17, 26).

Por eso el discípulo, y especialmente el apóstol, experimenta la misma alegría de


Jesús al conocer el nombre y el rostro del Padre; y comparte también su mismo
dolor al ver que Dios no es conocido, que su amor no es correspondido. Por una
parte exclamamos con alegría, como san Juan en su primera carta: "Mirad qué
amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!"; y, por
otra, constatamos con amargura: "El mundo no nos conoce porque no lo conoció a
él" (1 Jn 3, 1). Es verdad, y nosotros, los sacerdotes, lo experimentamos: el
"mundo" —en la acepción que tiene este término en san Juan— no comprende al
cristiano, no comprende a los ministros del Evangelio. En parte porque de hecho no
conoce a Dios, y en parte porque no quiere conocerlo. El mundo no quiere conocer
a Dios, para que no lo perturbe su voluntad, y por eso no quiere escuchar a sus
ministros; eso podría ponerlo en crisis.

Aquí es necesario prestar atención a una realidad de hecho: este "mundo",


interpretado en sentido evangélico, asecha también a la Iglesia, contagiando a sus
miembros e incluso a los ministros ordenados. Bajo la palabra "mundo" san Juan
indica y quiere aclarar una mentalidad, una manera de pensar y de vivir que puede
contaminar incluso a la Iglesia, y de hecho la contamina; por eso requiere vigilancia
y purificación constantes. Hasta que Dios no se manifieste plenamente, sus hijos no
serán plenamente "semejantes a él" (1 Jn 3, 2). Estamos "en" el mundo y corremos
el riesgo de ser también "del" mundo, mundo en el sentido de esta mentalidad. Y,
de hecho, a veces lo somos. Por eso Jesús, al final, no rogó por el mundo —también
aquí en ese sentido—, sino por sus discípulos, para que el Padre los protegiera del
maligno y fueran libres y diferentes del mundo, aun viviendo en el mundo (cf. Jn
17, 9.15). En aquel momento, al final de la última Cena, Jesús elevó al Padre la
oración de consagración por los Apóstoles y por todos los sacerdotes de todos los
tiempos, cuando dijo: "Conságralos en la verdad" (Jn 17, 17). Y añadió: "Por ellos
me consagro yo, para que ellos también sean consagrados en la verdad" (Jn 17,
19).

Ya comenté estas palabras de Jesús en la homilía de la Misa Crismal, el pasado


Jueves santo. Hoy me remito a esa reflexión, haciendo referencia al evangelio del
buen pastor, donde Jesús declara: "Yo doy mi vida por las ovejas" (Jn 10,
15.17.18).

Ser sacerdote en la Iglesia significa entrar en esta entrega de Cristo, mediante el


sacramento del Orden, y entrar con todo su ser. Jesús dio la vida por todos, pero
de modo particular se consagró por aquellos que el Padre le había dado, para que
fueran consagrados en la verdad, es decir, en él, y pudieran hablar y actuar en su
nombre, representarlo, prolongar sus gestos salvíficos: partir el Pan de la vida y
perdonar los pecados. Así, el buen Pastor dio su vida por todas las ovejas, pero la
dio y la da de modo especial a aquellas que él mismo, "con afecto de predilección",
ha llamado y llama a seguirlo por el camino del servicio pastoral.

Además, Jesús rogó de manera singular por Simón Pedro, y se sacrificó por él,
porque un día, a orillas del lago Tiberíades, debía decirle: "Apacienta mis ovejas"
(Jn 21, 16-17). De modo análogo, todo sacerdote es destinatario de una oración
personal de Cristo, y de su mismo sacrificio, y sólo en cuanto tal está habilitado
para colaborar con él en el apacentamiento de la grey, que compete de modo total
y exclusivo al Señor.

Aquí quiero tocar un punto que me interesa de manera particular: la oración y su


relación con el servicio. Hemos visto que ser ordenado sacerdote significa entrar de
modo sacramental y existencial en la oración de Cristo por los "suyos". De ahí
deriva para nosotros, los presbíteros, una vocación particular a la oración, en
sentido fuertemente cristocéntrico: estamos llamados a "permanecer" en Cristo —
como suele repetir el evangelista san Juan (cf. Jn 1, 35-39; 15, 4-10)—, y este
permanecer en Cristo se realiza de modo especial en la oración. Nuestro ministerio
está totalmente vinculado a este "permanecer" que equivale a orar, y de él deriva
su eficacia.

Desde esta perspectiva debemos pensar en las diversas formas de oración de un


sacerdote, ante todo en la santa misa diaria. La celebración eucarística es el acto
de oración más grande y más elevado, y constituye el centro y la fuente de la que
reciben su "savia" también las otras formas: la liturgia de las Horas, la adoración
eucarística, la lectio divina, el santo rosario y la meditación. Todas estas formas de
oración, que tienen su centro en la Eucaristía, hacen que en la jornada del
sacerdote, y en toda su vida, se realicen las palabras de Jesús: "Yo soy el buen
pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el
Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas" (Jn 10, 14-15).

En efecto, este "conocer" y "ser conocido" en Cristo, y mediante él en la santísima


Trinidad, es la realidad más verdadera y más profunda de la oración. El sacerdote
que ora mucho, y que ora bien, se va desprendiendo progresivamente de sí mismo
y se une cada vez más a Jesús, buen Pastor y Servidor de los hermanos. Al igual
que él, también el sacerdote "da su vida" por las ovejas que le han sido
encomendadas. Nadie se la quita: él mismo la da, en unión con Cristo Señor, que
tiene el poder de dar su vida y el poder de recuperarla no sólo para sí, sino también
para sus amigos, unidos a él por el sacramento del Orden. Así, la misma vida de
Cristo, Cordero y Pastor, se comunica a toda la grey mediante los ministros
consagrados.

Queridos diáconos, que el Espíritu Santo grabe esta divina Palabra, que he
comentado brevemente, en vuestro corazón, para que dé frutos abundantes y
duraderos. Lo pedimos por intercesión de los apóstoles san Pedro y san Pablo, así
como de san Juan María Vianney, el cura de Ars, bajo cuyo patrocinio he puesto el
próximo Año sacerdotal. Os lo obtenga la Madre del buen Pastor, María santísima.
En todas las circunstancias de vuestra vida contempladla a ella, estrella de vuestro
sacerdocio. Como a los sirvientes en las bodas de Caná, también a vosotros María
os repite: "Haced lo que él os diga" (Jn 2, 5). Siguiendo el ejemplo de la Virgen,
sed siempre hombres de oración y de servicio, para llegar a ser, en el ejercicio fiel
de vuestro ministerio, sacerdotes santos según el corazón de Dios.

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI


A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

Lunes 16 de marzo de 2009

Me alegra poder acogeros en audiencia especial, en la víspera de mi partida hacia


África, a donde iré para entregar el Instrumentum laboris de la II Asamblea
especial del Sínodo para África, que tendrá lugar aquí en Roma el próximo mes de
octubre. Agradezco al prefecto de la Congregación, el señor cardenal Cláudio
Hummes, las amables palabras con las que ha interpretado los sentimientos de
todos; y también os agradezco la hermosa carta que me habéis escrito. Asimismo
os saludo a todos vosotros, superiores, oficiales y miembros de la Congregación, y
os expreso mi gratitud por todo el trabajo que lleváis a cabo al servicio de un sector
tan importante en la vida de la Iglesia.

El tema que habéis elegido para esta plenaria —"La identidad misionera del
presbítero en la Iglesia, como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria
munera"— permite algunas reflexiones para el trabajo de estos días y para los
abundantes frutos que ciertamente traerá. Si toda la Iglesia es misionera y si todo
cristiano, en virtud del Bautismo y de la Confirmación, quasi ex officio (cf.
Catecismo de la Iglesia católica, n. 1305) recibe el mandato de profesar
públicamente la fe, el sacerdocio ministerial, también desde este punto de vista, se
distingue ontológicamente, y no sólo en grado, del sacerdocio bautismal, llamado
también sacerdocio común. En efecto, del primero es constitutivo el mandato
apostólico: "Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16,
15). Como sabemos, este mandato no es un simple encargo encomendado a
colaboradores; sus raíces son más profundas y deben buscarse mucho más lejos.

La dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacramental con


Cristo Cabeza, la cual conlleva, como consecuencia, una adhesión cordial y total a
lo que la tradición eclesial ha reconocido como la apostolica vivendi forma. Esta
consiste en la participación en una "vida nueva" entendida espiritualmente, en el
"nuevo estilo de vida" que inauguró el Señor Jesús y que hicieron suyo los
Apóstoles.
Por la imposición de las manos del obispo y la oración consagratoria de la Iglesia,
los candidatos se convierten en hombres nuevos, llegan a ser "presbíteros". A esta
luz, es evidente que los tria munera son en primer lugar un don y sólo como
consecuencia un oficio; son ante todo participación en una vida, y por ello una
potestas. Ciertamente, la gran tradición eclesial con razón ha desvinculado la
eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote; así se
salvaguardan adecuadamente las legítimas expectativas de los fieles. Pero esta
correcta precisión doctrinal no quita nada a la necesaria, más aún, indispensable
tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente
sacerdotal.

Precisamente para favorecer esta tensión de los sacerdotes hacia la perfección


espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio, he decidido
convocar un "Año sacerdotal" especial, que tendrá lugar desde el próximo 19 de
junio hasta el 19 de junio de 2010. En efecto, se conmemora el 150° aniversario de
la muerte del santo cura de Ars, Juan María Vianney, verdadero ejemplo de pastor
al servicio del rebaño de Cristo. Corresponderá a vuestra Congregación, de acuerdo
con los Ordinarios diocesanos y con los superiores de los institutos religiosos,
promover y coordinar las diversas iniciativas espirituales y pastorales que parezcan
útiles para hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y de la
misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea.

La misión del presbítero, como muestra el tema de la plenaria, se lleva a cabo "en
la Iglesia". Esta dimensión eclesial, de comunión, jerárquica y doctrinal es
absolutamente indispensable para toda auténtica misión y sólo ella garantiza su
eficacia espiritual. Se debe reconocer siempre que los cuatro aspectos mencionados
están íntimamente relacionados: la misión es "eclesial" porque nadie anuncia o se
lleva a sí mismo, sino que, dentro y a través de su propia humanidad, todo
sacerdote debe ser muy consciente de que lleva a Otro, a Dios mismo, al mundo.
Dios es la única riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un
sacerdote.

La misión es "de comunión" porque se lleva a cabo en una unidad y comunión que
sólo de forma secundaria tiene también aspectos relevantes de visibilidad social.
Estos, por otra parte, derivan esencialmente de la intimidad divina, de la cual el
sacerdote está llamado a ser experto, para poder llevar, con humildad y confianza,
las almas a él confiadas al mismo encuentro con el Señor.
Por último, las dimensiones "jerárquica" y "doctrinal" sugieren reafirmar la
importancia de la disciplina (el término guarda relación con "discípulo") eclesiástica
y de la formación doctrinal, y no sólo teológica, inicial y permanente.

La conciencia de los cambios sociales radicales de las últimas décadas debe mover
las mejores energías eclesiales a cuidar la formación de los candidatos al ministerio.
En particular, debe estimular la constante solicitud de los pastores hacia sus
primeros colaboradores, tanto cultivando relaciones humanas verdaderamente
paternas, como preocupándose por su formación permanente, sobre todo en el
ámbito doctrinal y espiritual.

La misión tiene sus raíces de modo especial en una buena formación, llevada a
cabo en comunión con la Tradición eclesial ininterrumpida, sin rupturas ni
tentaciones de discontinuidad. En este sentido, es importante fomentar en los
sacerdotes, sobre todo en las generaciones jóvenes, una correcta recepción de los
textos del concilio ecuménico Vaticano II, interpretados a la luz de todo el
patrimonio doctrinal de la Iglesia. También parece urgente la recuperación de la
convicción que impulsa a los sacerdotes a estar presentes, identificables y
reconocibles tanto por el juicio de fe como por las virtudes personales, e incluso por
el vestido, en los ámbitos de la cultura y de la caridad, desde siempre en el corazón
de la misión de la Iglesia.

Como Iglesia y como sacerdotes anunciamos a Jesús de Nazaret, Señor y Cristo,


crucificado y resucitado, Soberano del tiempo y de la historia, con la alegre certeza
de que esta verdad coincide con las expectativas más profundas del corazón
humano. En el misterio de la encarnación del Verbo, es decir, en el hecho de que
Dios se hizo hombre como nosotros, está tanto el contenido como el método del
anuncio cristiano. La misión tiene su verdadero centro propulsor precisamente en
Jesucristo.

La centralidad de Cristo trae consigo la valoración correcta del sacerdocio


ministerial, sin el cual no existiría la Eucaristía ni, por tanto, la misión y la Iglesia
misma. En este sentido, es necesario vigilar para que las "nuevas estructuras" u
organizaciones pastorales no estén pensadas para un tiempo en el que se debería
"prescindir" del ministerio ordenado, partiendo de una interpretación errónea de la
debida promoción de los laicos, porque en tal caso se pondrían los presupuestos
para la ulterior disolución del sacerdocio ministerial y las presuntas "soluciones"
coincidirían dramáticamente con las causas reales de los problemas actuales
relacionados con el ministerio.

Estoy seguro de que en estos días el trabajo de la asamblea plenaria, bajo la


protección de la Mater Ecclesiae, podrá profundizar estos breves puntos de reflexión
que me permito someter a la atención de los señores cardenales y de los
arzobispos y obispos, invocando sobre todos la copiosa abundancia de los dones
celestiales, en prenda de los cuales os imparto a vosotros y a vuestros seres
queridos una especial y afectuosa bendición apostólica.

CARTA DEL SUMO PONTÍFICE


BENEDICTO XVI
PARA LA CONVOCACIÓN DE
UN AÑO SACERDOTAL
CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO
DEL DIES NATALIS DEL SANTO CURA DE ARS

Queridos hermanos en el Sacerdocio:

He resuelto convocar oficialmente un “Año Sacerdotal” con ocasión del 150


aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los
párrocos del mundo,

que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de


Jesús –jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero–
.[1] Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de
todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea
más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.

“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con frecuencia el Santo
Cura de Ars.[2] Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con
devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la
Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los
presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a
los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos,
deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus
esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a
nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de
las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de “amigos de
Cristo”, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?

Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé
mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin
reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a
un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a
lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones,
comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.

Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta
en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las
numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque
participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o
por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no
recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a
veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la
Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos,
es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más
conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades
de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don
de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos
de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En
este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer
un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero
consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: “Un buen
pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen
Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la
misericordia divina”.[3] Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a
percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana:
“¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece:
pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en
una pequeña hostia…”.[4] Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos
decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién
lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas
nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación?
El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última
vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma
llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la
paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo
sólo lo entenderá en el cielo”.[5] Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal
del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima
consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por
un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos bien lo que
representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor…
Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El
sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría
una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote
tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador
del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin
sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo,
sino para vosotros”.[6]

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la
precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted
lo pondrá”. Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando
testimonio de la ternura de la salvación: “Dios mío, concédeme la conversión de mi
parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”. Con esta oración
comenzó su misión.[7] El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su
parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación
cristiana del pueblo que le había sido confiado.

Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender


también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar,
su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a
coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su “Yo filial”, que está ante el
Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De
modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta
identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio
no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la
extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del
ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta
humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del
ministerio confiado, “viviendo” incluso materialmente en su Iglesia parroquial: “En
cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la
aurora y no salía hasta después del Angelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad
de él, allí lo podía encontrar”, se lee en su primera biografía.[8]

La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista
que el Santo Cura de Ars también supo “hacerse presente” en todo el territorio de
su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba
misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus
obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de
paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la “Providence” (un
Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los
niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.

Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se


debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un
único pueblo sacerdotal[9] y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial,
están puestos “para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente
con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua’ (Rm 12, 10)”.[10] En este
contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio
Vaticano II a los presbíteros de “reconocer sinceramente y promover la dignidad de
los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia… Deben
escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos
y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad
humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos”.[11]

El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de
su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario
para hacer una visita a Jesús Eucaristía.[12] “No hay necesidad de hablar mucho
para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars. “Sabemos que Jesús está allí, en el
sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la
mejor oración”.[13] Y les persuadía: “Venid a comulgar, hijos míos, venid donde
Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él…”.[14] “Es verdad que no sois
dignos, pero lo necesitáis”.[15] Dicha educación de los fieles en la presencia
eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el
Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar una
figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con amor”.[16]
Les decía: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la
Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios”.[17]
Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la
Misa: “La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío,
¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”.[18]
Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como
sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las
mañanas!”.[19]

Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba –con una sola
moción interior– del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse
nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los
fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la
confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el
vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa.
Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos,
que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la
Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia
eucarística. Supo iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el
sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a
visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible
para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de
penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16
horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en “el gran hospital de las
almas”.[20] Su primer biógrafo afirma: “La gracia que conseguía [para que los
pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles
un momento de tregua”.[21] En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía:
“No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien
va tras el pecador y lo hace volver a Él”.[22] “Este buen Salvador está tan lleno de
amor que nos busca por todas partes”.[23]

Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros


aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que
anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi
misericordia es infinita”.[24] Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de
Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos
impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también
el método del “diálogo de salvación” que en él se debe entablar. El Cura de Ars se
comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su
confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba
en él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente de la divina misericordia”
que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e
inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de
Dios con una expresión de una belleza conmovedora: “El buen Dios lo sabe todo.
Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin
embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a
olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”.[25] A quien, en
cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias
lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo “abominable” de su actitud: “Lloro
porque vosotros no lloráis”,[26] decía. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es.
Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan
bueno”.[27] Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles
a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como “encarnado”
en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y
actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las
profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y
estar en su presencia: “Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para
agradar a Dios… ¡Qué maravilla!”.[28] Y les enseñaba a orar: “Dios mío,
concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz”.[29]

El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas


personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor.
Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad
del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su
Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba
interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas
veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se
sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció
siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las
almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis
severa: “La mayor desgracia para nosotros los párrocos –deploraba el Santo– es
que el alma se endurezca”; con esto se refería al peligro de que el pastor se
acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus
ovejas.[30] Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera
resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las
almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados
oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi
receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por
ellos”.[31] Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo
de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas
cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin
participar personalmente en el “alto precio” de la redención.

En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los
sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio
evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: “El hombre contemporáneo
escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha
a los que enseñan, es porque dan testimonio”.[32] Para que no nos quedemos
existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio,
debemos preguntarnos constantemente: “¿Estamos realmente impregnados por la
palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que
pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La
amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que
realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?”.[33]
Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo
después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están
llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor Jesús inauguró y que los
Apóstoles hicieron suyo.[34]

La identificación sin reservas con este “nuevo estilo de vida” caracterizó la


dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica
Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la
muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose
particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios
también para los presbíteros: “Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se
impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos
evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta
como el camino real de la santificación cristiana”.[35] El Cura de Ars supo vivir los
“consejos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su
pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a
pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se
interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su
iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la “Providence”,[36] sus familias
más necesitadas. Por eso “era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí
mismo”.[37] Y explicaba: “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”.[38]
Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le
pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros”.[39] Así, al final de su
vida, pudo decir con absoluta serenidad: “No tengo nada… Ahora el buen Dios me
puede llamar cuando quiera”.[40] También su castidad era la que se pide a un
sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a
quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con
todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles.
Decían de él que “la castidad brillaba en su mirada”, y los fieles se daban cuenta
cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado.[41]
También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la
entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le
atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de
retirarse “a llorar su pobre vida, en soledad”.[42] Sólo la obediencia y la pasión por
las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí
mismo explicaba: “No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola:
servirlo como Él quiere ser servido”.[43] Consideraba que la regla de oro para una
vida obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”.[44]

En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos


evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año
dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en
nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas
Comunidades han contribuido positivamente. “El Espíritu es multiforme en sus
dones… Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados
y en formas nunca antes imaginadas… Él quiere vuestra multiformidad y os quiere
para el único Cuerpo”.[45] A este propósito vale la indicación del Decreto
Presbyterorum ordinis: “Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los
presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de
los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y
fomentarlos con empeño”.[46] Dichos dones, que llevan a muchos a una vida
espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a
los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas “puede
impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del
Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo”.[47]
Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis
del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical “forma
comunitaria” y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con
su Obispo.[48] Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio
Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración
eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal
efectiva y afectiva.[49] Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del
celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se
repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.

El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el
Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal,
totalmente “entregado” a su ministerio. “Nos apremia el amor de Cristo –escribía-,
al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron” (2 Co 5, 14). Y añadía:
“Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el
que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría
proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección
cristiana?
Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan
María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas
concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el
Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: “Poco antes de que el Cura de Ars
terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido
en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje
de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida
desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria
celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades
sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una
devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que
ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con
tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854”.[50] El Santo
Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo
que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir
de su Santa Madre”.[51]

Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en
cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a
Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars.
Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan
María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia.
Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo,
entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que
hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus
discípulos en el Cenáculo: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he
vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para
mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A
ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros,
en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.

Con mi bendición

Vaticano, 16 de junio de 2009.

[1] Así lo proclamó el Sumo Pontífice Pío XI en 1929.


[2] “Le Sacerdoce, c’est l’amour du coeur de Jésus” (in Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur. Présentés
par l’Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98). En adelante: NODET. La
expresión aparece citada también en el Catecismo de la Iglesia católica, n. 1589.
[3] Nodet, p. 101.
[4] Ibíd., p. 97.
[5] Ibíd., pp. 98-99.
[6] Ibíd., pp. 98-100.
[7] Ibíd., p. 183.
[8] A. Monnin, Il Curato d’Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Ed. Marietti, Torino 1870, p.
122.
[9] Cf. Lumen gentium, 10.
[10] Presbyterorum ordinis, 9.
[11] Ibid.
[12] “La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. ‘Yo le miro y él me mira’, decía a su santo cura
un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario”: Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715.
[13] Nodet, p. 85.
[14] Ibíd., p. 114.
[15] Ibíd., p. 119.
[16] A. Monnin, o.c., II, pp. 430 ss.
[17] Nodet, p. 105.
[18] Ibíd., p. 105.
[19] Ibíd., p. 104.
[20] A. Monnin, o.c., II, p. 293.
[21] Ibíd., II, p. 10.
[22] Nodet, p. 128.
[23] Ibíd., p. 50.
[24] Ibíd., p. 131.
[25] Ibíd., p. 130.
[26] Ibíd., p. 27.
[27] Ibíd., p. 139.
[28] Ibíd., p. 28.
[29] Ibíd., p. 77.
[30] Ibíd., p. 102.
[31] Ibíd., p. 189.
[32] Evangelii nuntiandi, 41.
[33] Benedicto XVI, Homilía en la solemne Misa Crismal, 9 de abril de 2009.
[34] Cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la Asamblea plenaria de la Congregación para el
Clero. 16 de marzo de 2009.
[35] P. I.
[36] Nombre que dio a la casa para la acogida y educación de 60 niñas abandonadas. Fue capaz de todo
con tal de mantenerla: “J’ai fait tous les commerces imaginables”, decía sonriendo (Nodet, p. 214).
[37] Nodet, p. 216.
[38] Ibíd., p. 215.
[39] Ibíd., p. 216.
[40] Ibíd., p. 214.
[41] Cf. Ibíd., p. 212.
[42] Cf. Ibíd., pp. 82-84; 102-103.
[43] Ibíd., p. 75.
[44] Ibíd., p. 76.
[45] Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las primeras vísperas en la vigilia de Pentecostés, 3 de
junio de 2006.
[46] N. 9.
[47] Benedicto XVI, Discurso a un grupo de Obispos amigos del Movimiento de los Focolares y a otro de
amigos de la Comunidad de San Egidio, 8 de febrero de 2007.
[48] Cf. n. 17.
[49] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 74.
[50] Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, P. III.
[51] Nodet, p. 244.

REZO DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS


DE LA SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

INAUGURACIÓN DEL AÑO SACERDOTAL


EN EL 150° ANIVERSARIO DE LA MUERTE
DE SAN JUAN MARÍA VIANNEY

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro


Viernes 19 de junio de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

En la antífona del Magníficat dentro de poco cantaremos: "Nos acogió el Señor en


su seno y en su corazón", "Suscepit nos Dominus in sinum et cor suum". En el
Antiguo Testamento se habla veintiséis veces del corazón de Dios, considerado
como el órgano de su voluntad: el hombre es juzgado en referencia al corazón de
Dios. A causa del dolor que su corazón siente por los pecados del hombre, Dios
decide el diluvio, pero después se conmueve ante la debilidad humana y perdona.
Luego hay un pasaje del Antiguo Testamento en el que el tema del corazón de Dios
se expresa de manera muy clara: se encuentra en el capítulo 11 del libro del
profeta Oseas, donde los primeros versículos describen la dimensión del amor con
el que el Señor se dirigió a Israel en el alba de su historia: "Cuando Israel era niño,
yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo" (v. 1). En realidad, a la incansable
predilección divina Israel responde con indiferencia e incluso con ingratitud.
"Cuanto más los llamaba —se ve obligado a constatar el Señor—, más se alejaban
de mí" (v. 2). Sin embargo, no abandona a Israel en manos de sus enemigos, pues
"mi corazón —dice el Creador del universo— se conmueve en mi interior, y a la vez
se estremecen mis entrañas" (v. 8).

¡El corazón de Dios se estremece de compasión! En esta solemnidad del Sagrado


Corazón de Jesús la Iglesia presenta a nuestra contemplación este misterio, el
misterio del corazón de un Dios que se conmueve y derrama todo su amor sobre la
humanidad. Un amor misterioso, que en los textos del Nuevo Testamento se nos
revela como inconmensurable pasión de Dios por el hombre. No se rinde ante la
ingratitud, ni siquiera ante el rechazo del pueblo que se ha escogido; más aún, con
infinita misericordia envía al mundo a su Hijo unigénito para que cargue sobre sí el
destino del amor destruido; para que, derrotando el poder del mal y de la muerte,
restituya la dignidad de hijos a los seres humanos esclavizados por el pecado. Todo
esto a caro precio: el Hijo unigénito del Padre se inmola en la cruz: "Habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).
Símbolo de este amor que va más allá de la muerte es su costado atravesado por
una lanza. A este respecto, un testigo ocular, el apóstol san Juan, afirma: "Uno de
los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua"
(Jn 19, 34).

Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias porque, respondiendo a mi


invitación, habéis venido en gran número a esta celebración con la que entramos
en el Año sacerdotal. Saludo a los señores cardenales y a los obispos, en particular
al cardenal prefecto y al secretario de la Congregación para el clero, así como a sus
colaboradores, y al obispo de Ars. Saludo a los sacerdotes y a los seminaristas de
los diversos colegios de Roma; a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles.
Dirijo un saludo especial a Su Beatitud Ignace Youssif Younan, patriarca de
Antioquía de los sirios, que ha venido a Roma para encontrarse conmigo y
manifestar públicamente la "ecclesiastica communio" que le he concedido.

Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar juntos el Corazón


traspasado del Crucificado. En la lectura breve, tomada de la carta de san Pablo a
los Efesios, acabamos de escuchar una vez más que "Dios, rico en misericordia, por
el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos
vivificó juntamente con Cristo (...) y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los
cielos en Cristo Jesús" (Ef 2, 4-6). Estar en Cristo Jesús significa ya sentarse en los
cielos. En el Corazón de Jesús se expresa el núcleo esencial del cristianismo; en
Cristo se nos revela y entrega toda la novedad revolucionaria del Evangelio: el
Amor que nos salva y nos hace vivir ya en la eternidad de Dios. El evangelista san
Juan escribe: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el
que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Su Corazón
divino llama entonces a nuestro corazón; nos invita a salir de nosotros mismos y a
abandonar nuestras seguridades humanas para fiarnos de él y, siguiendo su
ejemplo, a hacer de nosotros mismos un don de amor sin reservas.

Aunque es verdad que la invitación de Jesús a "permanecer en su amor" (cf. Jn 15,


9) se dirige a todo bautizado, en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, Jornada de
santificación sacerdotal, esa invitación resuena con mayor fuerza para nosotros, los
sacerdotes, de modo particular esta tarde, solemne inicio del Año sacerdotal, que
he convocado con ocasión del 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars.
Me viene inmediatamente a la mente una hermosa y conmovedora afirmación suya,
recogida en el Catecismo de la Iglesia católica: "El sacerdocio es el amor del
Corazón de Jesús" (n.1589).

¿Cómo no recordar con conmoción que de este Corazón ha brotado directamente el


don de nuestro ministerio sacerdotal? ¿Cómo olvidar que los presbíteros hemos sido
consagrados para servir, humilde y autorizadamente, al sacerdocio común de los
fieles? Nuestra misión es indispensable para la Iglesia y para el mundo, que exige
fidelidad plena a Cristo y unión incesante con él, o sea, permanecer en su amor;
esto exige que busquemos constantemente la santidad, el permanecer en su amor,
como hizo san Juan María Vianney.

En la carta que os he dirigido con motivo de este Año jubilar especial, queridos
hermanos sacerdotes, he puesto de relieve algunos aspectos que caracterizan
nuestro ministerio, haciendo referencia al ejemplo y a la enseñanza del santo cura
de Ars, modelo y protector de todos nosotros los sacerdotes, y en particular de los
párrocos. Espero que esta carta os ayude e impulse a hacer de este año una
ocasión propicia para crecer en la intimidad con Jesús, que cuenta con nosotros,
sus ministros, para difundir y consolidar su reino, para difundir su amor, su verdad.
Y, por tanto, "a ejemplo del santo cura de Ars —así concluía mi carta—, dejaos
conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de
esperanza, reconciliación y paz".

Dejarse conquistar totalmente por Cristo. Este fue el objetivo de toda la vida de san
Pablo, al que hemos dirigido nuestra atención durante el Año paulino, que ya está a
punto de concluir; y esta fue la meta de todo el ministerio del santo cura de Ars, a
quien invocaremos de modo especial durante el Año sacerdotal. Que este sea
también el objetivo principal de cada uno de nosotros. Para ser ministros al servicio
del Evangelio es ciertamente útil y necesario el estudio, con una esmerada y
permanente formación teológica y pastoral, pero más necesaria aún es la "ciencia
del amor", que sólo se aprende de "corazón a corazón" con Cristo. Él nos llama a
partir el pan de su amor, a perdonar los pecados y a guiar al rebaño en su nombre.
Precisamente por este motivo no debemos alejarnos nunca del manantial del Amor
que es su Corazón traspasado en la cruz.

Sólo así podremos cooperar eficazmente al misterioso "designio del Padre", que
consiste en "hacer de Cristo el corazón del mundo". Designio que se realiza en la
historia en la medida en que Jesús se convierte en el Corazón de los corazones
humanos, comenzando por aquellos que están llamados a estar más cerca de él,
precisamente los sacerdotes. Las "promesas sacerdotales", que pronunciamos el día
de nuestra ordenación y que renovamos cada año, el Jueves santo, en la Misa
Crismal, nos vuelven a recordar este constante compromiso.

Incluso nuestras carencias, nuestros límites y debilidades deben volvernos a


conducir al Corazón de Jesús. Si es verdad que los pecadores, al contemplarlo,
deben sentirse impulsados por él al necesario "dolor de los pecados" que los vuelva
a conducir al Padre, esto vale aún más para los ministros sagrados. A este
respecto, ¿cómo olvidar que nada hace sufrir más a la Iglesia, Cuerpo de Cristo,
que los pecados de sus pastores, sobre todo de aquellos que se convierten en
"ladrones de las ovejas" (cf. Jn 10, 1 ss), ya sea porque las desvían con sus
doctrinas privadas, ya sea porque las atan con lazos de pecado y de muerte?
También se dirige a nosotros, queridos sacerdotes, el llamamiento a la conversión y
a recurrir a la Misericordia divina; asimismo, debemos dirigir con humildad una
súplica apremiante e incesante al Corazón de Jesús para que nos preserve del
terrible peligro de dañar a aquellos a quienes debemos salvar.
Hace poco he podido venerar, en la capilla del Coro, la reliquia del santo cura de
Ars: su corazón. Un corazón inflamado de amor divino, que se conmovía al pensar
en la dignidad del sacerdote y hablaba a los fieles con un tono conmovedor y
sublime, afirmando que "después de Dios, el sacerdote lo es todo... Él mismo no se
entenderá bien sino en el cielo" (cf. Carta para el Año sacerdotal). Cultivemos
queridos hermanos, esta misma conmoción, ya sea para cumplir nuestro ministerio
con generosidad y entrega, ya sea para conservar en el alma un verdadero "temor
de Dios": el temor de poder privar de tanto bien, por nuestra negligencia o culpa, a
las almas que nos han sido encomendadas, o —¡Dios no lo quiera!— de poderlas
dañar.

La Iglesia necesita sacerdotes santos; ministros que ayuden a los fieles a


experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos. En
la adoración eucarística, que seguirá a la celebración de las Vísperas, pediremos al
Señor que inflame el corazón de cada presbítero con la "caridad pastoral" capaz de
configurar su "yo" personal al de Jesús sacerdote, para poderlo imitar en la entrega
más completa.

Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, cuyo Inmaculado Corazón
contemplaremos mañana con viva fe. El santo cura de Ars sentía una filial devoción
hacia ella, hasta el punto de que en 1836, antes de la proclamación del dogma de
la Inmaculada Concepción, ya había consagrado su parroquia a María "concebida
sin pecado". Y mantuvo la costumbre de renovar a menudo esta ofrenda de la
parroquia a la santísima Virgen, enseñando a los fieles que "basta con dirigirse a
ella para ser escuchados", por el simple motivo de que ella "desea sobre todo
vernos felices".

Que nos acompañe la Virgen santísima, nuestra Madre, en el Año sacerdotal que
hoy iniciamos, a fin de que podamos ser guías firmes e iluminados para los fieles
que el Señor encomienda a nuestro cuidado pastoral. ¡Amén!

BENEDICTO XVI

ORACIÓN PARA EL AÑO SACERDOTAL

Señor Jesús, que en san Juan María Vianney quisiste donar a tu Iglesia una
conmovedora imagen de tu caridad pastoral, haz que, en su compañía y
sustentados por su ejemplo, vivamos en plenitud este Año Sacerdotal.

Haz que, permaneciendo como Él delante de la Eucaristía, podamos aprender cuán


sencilla y cotidiana es tu palabra que nos enseña; tierno el amor con el que acoges
a los pecadores arrepentidos; consolador el abandono confiado a tu Madre
Inmaculada.

Haz, Oh Señor, que, por intercesión del Santo Cura de Ars, las familias cristianas se
conviertan en “pequeñas iglesias”, donde todas las vocaciones y todos los carismas,
donados por tu Espíritu Santo, puedan ser acogidos y valorizados. Concédenos,
Señor Jesús, poder repetir con el mismo ardor del Santo Cura de Ars las palabras
con las que él solía dirigirse a Ti:

«Te amo, oh mi Dios.


Mi único deseo es amarte
hasta el último suspiro de mi vida.
Te amo, oh infinitamente amoroso Dios,
y prefiero morir amándote que vivir un instante sin amarte.

Te amo, Señor, y la única gracia que te pido es la de amarte eternamente.

Oh mi Dios, si mi lengua no puede decir cada instante que te amo,


quiero que mi corazón lo repita cada vez que respiro.

Te amo, oh mi Dios Salvador,


porque has sido crucificado por mí,
y me tienes aquí crucificado contigo.
Dios mío, dame la gracia de morir amándote
y sabiendo que te amo». Amén.

PENITENCIARÍA APOSTÓLICA

INDULGENCIAS CON OCASIÓN DEL AÑO SACERDOTAL

Como se anunció, el Papa Benedicto XVI decidió convocar un Año sacerdotal


especial con ocasión del 150 aniversario de la muerte de san Juan María Vianney,
cura de Ars, modelo luminoso de pastor, entregado completamente al servicio del
pueblo de Dios. Durante este Año sacerdotal, que comenzará el 19 de junio de
2009 y se concluirá el 19 de junio de 2010, se concede el don de indulgencias
especiales, de acuerdo con lo que se especifica en el siguiente Decreto de la
Penitenciaría apostólica.

DECRETO

Se enriquecen con el don de sagradas indulgencias algunas prácticas de


piedad que se realicen durante el Año sacerdotal convocado en honor de
san Juan María Vianney.

Ya se acerca el día en que se conmemorará el 150° aniversario de la piadosa


muerte de san Juan María Vianney, cura de Ars, que aquí en la tierra fue un
admirable modelo de auténtico pastor al servicio de la grey de Cristo.

Dado que su ejemplo ha impulsado a los fieles, y principalmente a los sacerdotes, a


imitar sus virtudes, el Sumo Pontífice Benedicto XVI ha establecido que, con esta
ocasión, desde el 19 de junio de 2009 hasta el 19 de junio de 2010 se celebre en
toda la Iglesia un Año sacerdotal especial, durante el cual los sacerdotes se
fortalezcan cada vez más en la fidelidad a Cristo con piadosas meditaciones,
prácticas de piedad y otras obras oportunas.

Este tiempo sagrado comenzará con la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús,
Jornada de santificación de los sacerdotes, cuando el Sumo Pontífice celebre las
Vísperas ante las sagradas reliquias de san Juan María Vianney, traídas a Roma por
el obispo de Belley-Ars. Benedicto XVI concluirá el Año sacerdotal en la plaza de
San Pedro, en presencia de sacerdotes procedentes de todo el mundo, que
renovarán su fidelidad a Cristo y su vínculo de fraternidad.
Esfuércense los sacerdotes, con oraciones y obras buenas, por obtener de Cristo,
sumo y eterno Sacerdote, la gracia de brillar por la fe, la esperanza y la caridad, y
otras virtudes, y muestren con su estilo de vida, pero también con su aspecto
exterior, que están plenamente entregados al bien espiritual del pueblo, que es lo
que la Iglesia siempre ha buscado por encima de cualquier otra cosa.

Para conseguir mejor este fin, ayudará en gran medida el don de las sagradas
indulgencias que la Penitenciaría apostólica, con este Decreto, promulgado de
acuerdo con la voluntad del Sumo Pontífice, otorga benignamente durante el Año
sacerdotal.

A. A los sacerdotes realmente arrepentidos, que cualquier día recen con devoción al
menos las Laudes matutinas o las Vísperas ante el Santísimo Sacramento, expuesto
a la adoración pública o reservado en el sagrario, y, a ejemplo de san Juan María
Vianney, se ofrezcan con espíritu dispuesto y generoso a la celebración de los
sacramentos, sobre todo al de la Penitencia, se les imparte misericordiosamente en
Dios la indulgencia plenaria, que podrán aplicar también a los presbíteros difuntos
como sufragio si, de acuerdo con las normas vigentes, se acercan a la confesión
sacramental y al banquete eucarístico, y oran según las intenciones del Sumo
Pontífice.

A los sacerdotes se les concede, además, la indulgencia parcial, también aplicable a


los presbíteros difuntos, cada vez que recen con devoción oraciones aprobadas,
para llevar una vida santa y cumplir santamente las tareas a ellos encomendadas.

B. A todos los fieles realmente arrepentidos que, en una iglesia u oratorio, asistan
con devoción al sacrificio divino de la misa y ofrezcan por los sacerdotes de la
Iglesia oraciones a Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, y cualquier obra buena
realizada ese día, para que los santifique y los modele según su Corazón, se les
concede la indulgencia plenaria, a condición de que hayan expiado sus pecados con
la penitencia sacramental y hayan elevado oraciones según la intención del Sumo
Pontífice: en los días en que se abre y se clausura el Año sacerdotal, en el día del
150° aniversario de la piadosa muerte de san Juan María Vianney, en el primer
jueves de mes o en cualquier otro día establecido por los Ordinarios de los lugares
para utilidad de los fieles.

Será muy conveniente que, en las iglesias catedrales y parroquiales, sean los
mismos sacerdotes encargados del cuidado pastoral quienes dirijan públicamente
estas prácticas de piedad, celebren la santa misa y confiesen a los fieles.

También se concederá la indulgencia plenaria a los ancianos, a los enfermos y a


todos aquellos que por motivos legítimos no puedan salir de casa, si con el espíritu
desprendido de cualquier pecado y con la intención de cumplir, en cuanto les sea
posible, las tres acostumbradas condiciones, en su casa o donde se encuentren a
causa de su impedimento, en los días antes determinados rezan oraciones por la
santificación de los sacerdotes, y ofrecen con confianza a Dios, por medio de María,
Reina de los Apóstoles, sus enfermedades y las molestias de su vida.

Por último, se concede la indulgencia parcial a todos los fieles cada vez que recen
con devoción en honor del Sagrado Corazón de Jesús cinco padrenuestros,
avemarías y glorias, u otra oración aprobada específicamente, para que los
sacerdotes se conserven en pureza y santidad de vida.
Este Decreto tiene vigor a lo largo de todo el Año sacerdotal. No obstante cualquier
disposición contraria.
Dado en Roma, en la sede de la Penitenciaría apostólica, el 25 de abril, fiesta de
San Marcos evangelista, año de la encarnación del Señor 2009.

Cardenal James Francis Stafford


Penitenciario mayor

Gianfranco Girotti, o.f.m.conv.


Obispo titular de Meta, Regente

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 24 de junio de 2009

EL AÑO SACERDOTAL
El pasado viernes 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada
tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación de los sacerdotes, tuve la
alegría de inaugurar el Año sacerdotal, convocado con ocasión del 150° aniversario
del "nacimiento para el cielo" del cura de Ars, san Juan Bautista María Vianney. Y al
entrar en la basílica vaticana para la celebración de las Vísperas, casi como primer
gesto simbólico, visité la capilla del Coro para venerar la reliquia de este santo
pastor de almas: su corazón. ¿Por qué un Año sacerdotal? ¿Por qué precisamente
en recuerdo del santo cura de Ars, que aparentemente no hizo nada extraordinario?

La divina Providencia ha hecho que su figura se uniera a la de san Pablo. De hecho,


mientras está concluyendo el Año paulino, dedicado al Apóstol de los gentiles,
modelo de extraordinario evangelizador que realizó diversos viajes misioneros para
difundir el Evangelio, este nuevo año jubilar nos invita a mirar a un pobre
campesino que llegó a ser un humilde párroco y desempeñó su servicio pastoral en
una pequeña aldea. Aunque los dos santos se diferencian mucho por las
trayectorias de vida que los caracterizaron —el primero pasó de región en región
para anunciar el Evangelio; el segundo acogió a miles y miles de fieles
permaneciendo siempre en su pequeña parroquia—, hay algo fundamental que los
une: su identificación total con su propio ministerio, su comunión con Cristo que
hacía decir a san Pablo: "Estoy crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, sino que es
Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 19-20). Y san Juan María Vianney solía repetir: "Si
tuviésemos fe, veríamos a Dios escondido en el sacerdote como una luz tras el
cristal, como el vino mezclado con agua".

Por tanto, como escribí en la carta enviada a los sacerdotes para esta ocasión, este
Año sacerdotal tiene como finalidad favorecer la tensión de todo presbítero hacia la
perfección espiritual de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio, y
ayudar ante todo a los sacerdotes, y con ellos a todo el pueblo de Dios, a
redescubrir y fortalecer más la conciencia del extraordinario e indispensable don de
gracia que el ministerio ordenado representa para quien lo ha recibido, para la
Iglesia entera y para el mundo, que sin la presencia real de Cristo estaría perdido.
No cabe duda de que han cambiado las condiciones históricas y sociales en las
cuales se encontró el cura de Ars y es justo preguntarse cómo pueden los
sacerdotes imitarlo en la identificación con su ministerio en las actuales sociedades
globalizadas. En un mundo en el que la visión común de la vida comprende cada
vez menos lo sagrado, en cuyo lugar lo "funcional" se convierte en la única
categoría decisiva, la concepción católica del sacerdocio podría correr el riesgo de
perder su consideración natural, a veces incluso dentro de la conciencia eclesial.
Con frecuencia, tanto en los ambientes teológicos como también en la práctica
pastoral concreta y de formación del clero, se confrontan, y a veces se oponen, dos
concepciones distintas del sacerdocio.

A este respecto, hace algunos años subrayé que existen, "por una parte, una
concepción social-funcional que define la esencia del sacerdocio con el concepto de
"servicio": el servicio a la comunidad, en la realización de una función... Por otra
parte, está la concepción sacramental-ontológica, que naturalmente no niega el
carácter de servicio del sacerdocio, pero lo ve anclado en el ser del ministro y
considera que este ser está determinado por un don concedido por el Señor a
través de la mediación de la Iglesia, cuyo nombre es sacramento" (J. Ratzinger,
Ministerio y vida del sacerdote, en Elementi di Teologia fondamentale. Saggio su
fede e ministero, Brescia 2005, p. 165). También la derivación terminológica de la
palabra "sacerdocio" hacia el sentido de "servicio, ministerio, encargo", es signo de
esa diversa concepción. A la primera, es decir, a la ontológico-sacramental está
vinculado el primado de la Eucaristía, en el binomio "sacerdocio-sacrificio", mientras
que a la segunda correspondería el primado de la Palabra y del servicio del anuncio.

Bien mirado, no se trata de dos concepciones contrapuestas, y la tensión que existe


entre ellas debe resolverse desde dentro. Así el decreto Presbyterorum ordinis del
concilio Vaticano II afirma: "Por la predicación apostólica del Evangelio se convoca
y se reúne el pueblo de Dios, de manera que todos (...) se ofrezcan a sí mismos
como "sacrificio vivo, santo, agradable a Dios" (Rm 12, 1). Por medio del ministerio
de los presbíteros se realiza a la perfección el sacrificio espiritual de los fieles en
unión con el sacrificio de Cristo, único mediador. Este se ofrece incruenta y
sacramentalmente en la Eucaristía, en nombre de toda la Iglesia, por manos de los
presbíteros, hasta que el Señor venga" (n. 2).

Entonces nos preguntamos: "¿Qué significa propiamente para los sacerdotes


evangelizar? ¿En qué consiste el así llamado primado del anuncio?". Jesús habla del
anuncio del reino de Dios como de la verdadera finalidad de su venida al mundo y
su anuncio no es sólo un "discurso". Incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar:
los signos y los milagros que realiza indican que el Reino viene al mundo como
realidad presente, que coincide en último término con su misma persona. En este
sentido, es preciso recordar que, también en el primado del anuncio, la palabra y el
signo son inseparables. La predicación cristiana no proclama "palabras", sino la
Palabra, y el anuncio coincide con la persona misma de Cristo, ontológicamente
abierta a la relación con el Padre y obediente a su voluntad.

Por tanto, un auténtico servicio a la Palabra requiere por parte del sacerdote que
tienda a una profunda abnegación de sí mismo, hasta decir con el Apóstol: "Ya no
vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí". El presbítero no puede considerarse
"dueño" de la palabra, sino servidor. Él no es la palabra, sino que, como
proclamaba san Juan Bautista, cuya Natividad celebramos precisamente hoy, es
"voz" de la Palabra: "Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del
Señor, enderezad sus sendas" (Mc 1, 3).

Ahora bien, para el sacerdote ser "voz" de la Palabra no constituye únicamente un


aspecto funcional. Al contrario, supone un sustancial "perderse" en Cristo,
participando en su misterio de muerte y de resurrección con todo su ser:
inteligencia, libertad, voluntad y ofrecimiento de su cuerpo, como sacrificio vivo (cf.
Rm 12, 1-2). Sólo la participación en el sacrificio de Cristo, en su kénosis, hace
auténtico el anuncio. Y este es el camino que debe recorrer con Cristo para llegar a
decir al Padre juntamente con él: "No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres
tú" (Mc 14, 36). Por tanto, el anuncio conlleva siempre también el sacrificio de sí,
condición para que el anuncio sea auténtico y eficaz.

Alter Christus, el sacerdote está profundamente unido al Verbo del Padre, que al
encarnarse tomó la forma de siervo, se convirtió en siervo (cf. Flp 2, 5-11). El
sacerdote es siervo de Cristo, en el sentido de que su existencia, configurada
ontológicamente con Cristo, asume un carácter esencialmente relacional: está al
servicio de los hombres en Cristo, por Cristo y con Cristo. Precisamente porque
pertenece a Cristo, el sacerdote está radicalmente al servicio de los hombres: es
ministro de su salvación, de su felicidad, de su auténtica liberación, madurando, en
esta aceptación progresiva de la voluntad de Cristo, en la oración, en el "estar
unido de corazón" a él. Por tanto, esta es la condición imprescindible de todo
anuncio, que conlleva la participación en el ofrecimiento sacramental de la
Eucaristía y la obediencia dócil a la Iglesia.

El santo cura de Ars repetía a menudo con lágrimas en los ojos: "¡Da miedo ser
sacerdote!". Y añadía: "¡Es digno de compasión un sacerdote que celebra la misa de
forma rutinaria! ¡Qué desgraciado es un sacerdote sin vida interior!". Que el Año
sacerdotal impulse a todos los sacerdotes a identificarse totalmente con Jesús
crucificado y resucitado, para que, imitando a san Juan Bautista, estemos
dispuestos a "disminuir" para que él crezca; para que, siguiendo el ejemplo del cura
de Ars, sientan de forma constante y profunda la responsabilidad de su misión, que
es signo y presencia de la misericordia infinita de Dios. Encomendemos a la Virgen,
Madre de la Iglesia, el Año sacerdotal recién comenzado y a todos los sacerdotes
del mundo.

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI


A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO EUROPEO
DE PASTORAL VOCACIONAL

Sala Clementina
Sábado 4 de julio de 2009

Con verdadera alegría me encuentro con vosotros, pensando en el valioso servicio


pastoral que realizáis en el ámbito de la promoción, animación y discernimiento de
las vocaciones. Habéis venido a Roma para participar en un congreso de reflexión,
confrontación e intercambio entre las Iglesias de Europa, que tiene por tema
"Sembradores del Evangelio de la vocación: una Palabra que llama y envía" y cuya
finalidad es dar nuevo impulso a vuestro compromiso en favor de las vocaciones.

Para cada diócesis, la atención a las vocaciones constituye una de las prioridades
pastorales, que asume más valor aún en el contexto del Año sacerdotal recién
iniciado. Por eso, saludo de corazón a los obispos delegados para la pastoral
vocacional de las distintas Conferencias episcopales, así como a los directores de
los centros vocacionales nacionales, a sus colaboradores y a todos los presentes.

En el centro de vuestros trabajos habéis puesto la parábola evangélica del


sembrador. El Señor arroja con abundancia y gratuidad la semilla de la Palabra de
Dios, aun sabiendo que podrá encontrar una tierra inadecuada, que no le permitirá
madurar a causa de la aridez, y que apagará su fuerza vital ahogándola entre
zarzas. Con todo, el sembrador no se desalienta porque sabe que parte de esta
semilla está destinada a caer en "tierra buena", es decir, en corazones ardientes y
capaces de acoger la Palabra con disponibilidad, para hacerla madurar en la
perseverancia, de modo que dé fruto con generosidad para bien de muchos.

La imagen de la tierra puede evocar la realidad más o menos buena de la familia; el


ambiente con frecuencia árido y duro del trabajo; los días de sufrimiento y de
lágrimas. La tierra es, sobre todo, el corazón de cada hombre, en particular de los
jóvenes, a los que os dirigís en vuestro servicio de escucha y acompañamiento: un
corazón a menudo confundido y desorientado, pero capaz de contener en sí
energías inimaginables de entrega; dispuesto a abrirse en las yemas de una vida
entregada por amor a Jesús, capaz de seguirlo con la totalidad y la certeza que
brota de haber encontrado el mayor tesoro de la existencia. Quien siembra en el
corazón del hombre es siempre y sólo el Señor. Únicamente después de la siembra
abundante y generosa de la Palabra de Dios podemos adentrarnos en los senderos
de acompañar y educar, de formar y discernir. Todo ello va unido a esa pequeña
semilla, don misterioso de la Providencia celestial, que irradia una fuerza
extraordinaria, pues la Palabra de Dios es la que realiza eficazmente por sí misma
lo que dice y desea.

Hay otra palabra de Jesús que utiliza la imagen de la semilla, y que se puede
relacionar con la parábola del sembrador: "Si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). Aquí el Señor
insiste en la correlación entre la muerte de la semilla y el "mucho fruto" que dará.
El grano de trigo es él, Jesús. El fruto es la "vida en abundancia" (Jn 10, 10), que
nos ha adquirido mediante su cruz. Esta es también la lógica y la verdadera
fecundidad de toda pastoral vocacional en la Iglesia: como Cristo, el sacerdote y el
animador deben ser un "grano de trigo", que renuncia a sí mismo para hacer la
voluntad del Padre; que sabe vivir oculto, alejado del clamor y del ruido; que
renuncia a buscar la visibilidad y la grandeza de imagen que hoy a menudo se
convierten en criterios e incluso en finalidades de la vida en buena parte de nuestra
cultura y fascinan a muchos jóvenes.

Queridos amigos, sed sembradores de confianza y de esperanza, pues la juventud


de hoy vive inmersa en un profundo sentido de extravío. Con frecuencia las
palabras humanas carecen de futuro y de perspectiva; carecen incluso de sentido y
de sabiduría. Se difunde una actitud de impaciencia frenética y una incapacidad de
vivir el tiempo de la espera. Sin embargo, esta puede ser la hora de Dios: su
llamada, mediante la fuerza y la eficacia de la Palabra, genera un camino de
esperanza hacia la plenitud de la vida. La Palabra de Dios puede ser de verdad luz y
fuerza, manantial de esperanza; puede trazar una senda que pasa por Jesús,
"camino" y "puerta", a través de su cruz, que es plenitud de amor.

Este es el mensaje que nos deja el Año paulino recién concluido. San Pablo,
conquistado por Cristo, fue un promotor y formador de vocaciones, como bien se
desprende de los saludos de sus cartas, donde aparecen decenas de nombres
propios, es decir, rostros de hombres y mujeres que colaboraron con él al servicio
del Evangelio. Este es también el mensaje del Año sacerdotal recién iniciado: el
santo cura de Ars, Juan María Vianney —que constituye el "faro" de este nuevo
itinerario espiritual— fue un sacerdote que dedicó su vida a la guía espiritual de las
personas, con humildad y sencillez, "gustando y viendo" la bondad de Dios en las
situaciones ordinarias. Así, fue un verdadero maestro en el ministerio de la
consolación y del acompañamiento vocacional.

Por tanto, el Año sacerdotal brinda una magnífica oportunidad para volver a
encontrar el sentido profundo de la pastoral vocacional, así como sus opciones
fundamentales de método: el testimonio, sencillo y creíble; la comunión, con
itinerarios concertados y compartidos en la Iglesia particular; la cotidianidad, que
educa a seguir al Señor en la vida de todos los días; la escucha, guiada por el
Espíritu Santo, para orientar a los jóvenes en la búsqueda de Dios y de la
verdadera felicidad; y, por último, la verdad, que es lo único que puede generar
libertad interior.

Que la Palabra de Dios, queridos hermanos y hermanas, sea en cada uno de


vosotros fuente de bendición, de consuelo y de confianza renovada, para que
podáis ayudar a muchos a "ver" y "tocar" al Jesús que ya han acogido como
Maestro. Que la Palabra del Señor habite siempre en vosotros, renueve en vuestro
corazón la luz, el amor y la paz que sólo Dios puede dar, y os capacite para
testimoniar y anunciar el Evangelio, fuente de comunión y de amor. Con este
deseo, que encomiendo a la intercesión de María santísima, os imparto de corazón
a todos la bendición apostólica.

BENEDICTO XVI

ÁNGELUS

Castelgandolfo
Domingo 2 de agosto de 2009

He regresado hace pocos días del Valle de Aosta y ahora me encuentro entre
vosotros con vivo agrado, queridos amigos de Castelgandolfo. Al obispo, al párroco
y a la comunidad parroquial, así como a las autoridades civiles y a todos los
castellani, junto a los peregrinos y veraneantes, renuevo con afecto mi saludo,
unido a un sentido agradecimiento por vuestra acogida, siempre tan cordial.
Gracias también por la cercanía espiritual que muchos me han demostrado cuando,
en Les Combes, me ocurrió el pequeño infortunio en la muñeca derecha.

Queridos hermanos y hermanas, el Año sacerdotal que estamos celebrando


constituye una magnífica ocasión para profundizar en el valor de la misión de los
presbíteros en la Iglesia y en el mundo. Al respecto nos llegan útiles motivos de
reflexión de la memoria de los santos que la Iglesia nos propone diariamente. En
estos primeros días del mes de agosto, por ejemplo, recordamos algunos que son
verdaderos modelos de espiritualidad y de entrega sacerdotal. Ayer fue la memoria
litúrgica de san Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia, gran maestro
de teología moral y modelo de virtudes cristianas y pastorales, siempre atento a las
necesidades religiosas del pueblo.

Hoy contemplamos en san Francisco de Asís el ardiente amor por la salvación de las
almas, que todo sacerdote debe alimentar constantemente: en efecto, hoy se
celebra el llamado "Perdón de Asís", que obtuvo del Papa Honorio III en el año
1216, después de haber tenido una visión mientras se hallaba en oración en la
pequeña iglesia de la Porciúncula. Apareciéndosele Jesús en su gloria, con la Virgen
María a su derecha y muchos ángeles a su alrededor, le dijo que expresara un
deseo, y Francisco imploró un "perdón amplio y generoso" para todos aquellos que,
"arrepentidos y confesados", visitaran aquella iglesia. Recibida la aprobación
pontificia, el santo no esperó ningún documento escrito, sino que corrió a Asís y, al
llegar a la Porciúncula, anunció la gran noticia: "Hermanos míos, ¡quiero enviaros a
todos al paraíso!". A partir de entonces, desde el mediodía del 1 de agosto hasta la
medianoche del 2, se puede lucrar, con las condiciones habituales, la indulgencia
plenaria también por los difuntos, visitando una iglesia parroquial o franciscana.

¿Qué decir de san Juan María Vianney, a quien recordaremos el 4 de agosto?


Precisamente para celebrar el 150° aniversario de su muerte he convocado el Año
sacerdotal. De este humilde párroco, que constituye un modelo de vida sacerdotal
no sólo para los párrocos, sino para todos los sacerdotes, me propongo volver a
hablar en la catequesis de la audiencia general del próximo miércoles.

Después, el 7 de agosto será la memoria de san Cayetano de Thiene, quien solía


repetir que "las almas no se purifican con el amor sentimental, sino con el amor de
los hechos". Y al día siguiente, 8 de agosto, la Iglesia nos señalará como modelo a
santo Domingo, del que se ha escrito que "abría la boca o para hablar con Dios en
la oración o para hablar de Dios".

Finalmente, no puedo dejar de recordar también la gran figura del Papa Montini,
Pablo VI, de cuya muerte, ocurrida precisamente aquí, en Castelgandolfo, el 6 de
agosto se cumplen 31 años. Su vida, tan profundamente sacerdotal y llena de tanta
humanidad, permanece en la Iglesia como un don por el que hay que dar gracias a
Dios. Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, ayude a los sacerdotes a estar todos
totalmente enamorados de Cristo, siguiendo el ejemplo de estos modelos de
santidad sacerdotal.

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Palacio pontificio de Castelgandolfo


Miércoles 5 de agosto de 2009

SAN JUAN MARÍA VIANNEY, CURA DE ARS

En la catequesis de hoy quiero recorrer de nuevo la vida del santo cura de Ars
subrayando algunos de sus rasgos, que pueden servir de ejemplo también para los
sacerdotes de nuestra época, ciertamente diferente de aquella en la que él vivió,
pero en varios aspectos marcada por los mismos desafíos humanos y espirituales
fundamentales. Precisamente ayer se cumplieron 150 años de su nacimiento para
el cielo: a las dos de la mañana del 4 de agosto de 1859 san Juan Bautista María
Vianney, terminado el curso de su existencia terrena, fue al encuentro del Padre
celestial para recibir en herencia el reino preparado desde la creación del mundo
para los que siguen fielmente sus enseñanzas (cf. Mt 25, 34). ¡Qué gran fiesta
debió de haber en el paraíso al llegar un pastor tan celoso! ¡Qué acogida debe de
haberle reservado la multitud de los hijos reconciliados con el Padre gracias a su
obra de párroco y confesor! He querido tomar este aniversario como punto de
partida para la convocatoria del Año sacerdotal que, como es sabido, tiene por
tema: "Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote". De la santidad depende la
credibilidad del testimonio y, en definitiva, la eficacia misma de la misión de todo
sacerdote.

Juan María Vianney nació en la pequeña aldea de Dardilly el 8 de mayo de 1786, en


el seno de una familia campesina, pobre en bienes materiales, pero rica en
humanidad y fe. Bautizado, de acuerdo con una buena costumbre de esa época, el
mismo día de su nacimiento, consagró los años de su niñez y de su adolescencia a
trabajar en el campo y a apacentar animales, hasta el punto de que, a los diecisiete
años, aún era analfabeto. No obstante, se sabía de memoria las oraciones que le
había enseñado su piadosa madre y se alimentaba del sentido religioso que se
respiraba en su casa.

Los biógrafos refieren que, desde los primeros años de su juventud, trató de
conformarse a la voluntad de Dios incluso en las ocupaciones más humildes.
Albergaba en su corazón el deseo de ser sacerdote, pero no le resultó fácil
realizarlo. Llegó a la ordenación presbiteral después de no pocas vicisitudes e
incomprensiones, gracias a la ayuda de prudentes sacerdotes, que no se detuvieron
a considerar sus límites humanos, sino que supieron mirar más allá, intuyendo el
horizonte de santidad que se perfilaba en aquel joven realmente singular. Así, el 23
de junio de 1815, fue ordenado diácono y, el 13 de agosto siguiente, sacerdote. Por
fin, a la edad de 29 años, después de numerosas incertidumbres, no pocos fracasos
y muchas lágrimas, pudo subir al altar del Señor y realizar el sueño de su vida.

El santo cura de Ars manifestó siempre una altísima consideración del don recibido.
Afirmaba: "¡Oh, qué cosa tan grande es el sacerdocio! No se comprenderá bien más
que en el cielo... Si se entendiera en la tierra, se moriría, no de susto, sino de
amor" (Abbé Monnin, Esprit du Curé d'Ars, p. 113). Además, de niño había confiado
a su madre: "Si fuera sacerdote, querría conquistar muchas almas" (Abbé Monnin,
Procès de l'ordinaire, p. 1064). Y así sucedió. En el servicio pastoral, tan sencillo
como extraordinariamente fecundo, este anónimo párroco de una aldea perdida del
sur de Francia logró identificarse tanto con su ministerio que se convirtió, también
de un modo visible y reconocible universalmente, en alter Christus, imagen del
buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,
11). A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en los decenios de su servicio
sacerdotal. Su existencia fue una catequesis viviente, que cobraba una eficacia muy
particular cuando la gente lo veía celebrar la misa, detenerse en adoración ante el
sagrario o pasar muchas horas en el confesonario.

El centro de toda su vida era, por consiguiente, la Eucaristía, que celebraba y


adoraba con devoción y respeto. Otra característica fundamental de esta
extraordinaria figura sacerdotal era el ministerio asiduo de las confesiones. En la
práctica del sacramento de la Penitencia reconocía el cumplimiento lógico y natural
del apostolado sacerdotal, en obediencia al mandato de Cristo: "A quienes
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les
quedan retenidos" (Jn 20, 23).

Así pues, san Juan María Vianney se distinguió como óptimo e incansable confesor y
maestro espiritual. Pasando, "con un solo movimiento interior, del altar al
confesonario", donde transcurría gran parte de la jornada, intentó por todos los
medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus feligreses
redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola
como una íntima exigencia de la Presencia eucarística (cf. Carta a los sacerdotes
para el Año sacerdotal).

Los métodos pastorales de san Juan María Vianney podrían parecer poco adecuados
en las actuales condiciones sociales y culturales. De hecho, ¿cómo podría imitarlo
un sacerdote hoy, en un mundo tan cambiado? Es verdad que los tiempos cambian
y que muchos carismas son típicos de la persona y, por tanto, irrepetibles; sin
embargo, hay un estilo de vida y un anhelo de fondo que todos estamos llamados a
cultivar. Mirándolo bien, lo que hizo santo al cura de Ars fue su humilde fidelidad a
la misión a la que Dios lo había llamado; fue su constante abandono, lleno de
confianza, en manos de la divina Providencia.

Logró tocar el corazón de la gente no gracias a sus dotes humanas, ni basándose


exclusivamente en un esfuerzo de voluntad, por loable que fuera; conquistó las
almas, incluso las más refractarias, comunicándoles lo que vivía íntimamente, es
decir, su amistad con Cristo. Estaba "enamorado" de Cristo, y el verdadero secreto
de su éxito pastoral fue el amor que sentía por el Misterio eucarístico anunciado,
celebrado y vivido, que se transformó en amor por la grey de Cristo, los cristianos,
y por todas las personas que buscan a Dios.

Su testimonio nos recuerda, queridos hermanos y hermanas, que para todo


bautizado, y con mayor razón para el sacerdote, la Eucaristía "no es simplemente
un acontecimiento con dos protagonistas, un diálogo entre Dios y yo. La Comunión
eucarística tiende a una transformación total de la propia vida. Con fuerza abre de
par en par todo el yo del hombre y crea un nuevo nosotros" (Joseph Ratzinger, La
Comunione nella Chiesa, p. 80).

Así pues, lejos de reducir la figura de san Juan María Vianney a un ejemplo, aunque
sea admirable, de la espiritualidad católica del siglo XIX, es necesario, al contrario,
percibir la fuerza profética, de suma actualidad, que distingue su personalidad
humana y sacerdotal. En la Francia posrevolucionaria que experimentaba una
especie de "dictadura del racionalismo" orientada a borrar la presencia misma de
los sacerdotes y de la Iglesia en la sociedad, él vivió primero -en los años de su
juventud- una heroica clandestinidad recorriendo kilómetros durante la noche para
participar en la santa misa. Luego, ya como sacerdote, se caracterizó por una
singular y fecunda creatividad pastoral, capaz de mostrar que el racionalismo,
entonces dominante, en realidad no podía satisfacer las auténticas necesidades del
hombre y, por lo tanto, en definitiva no se podía vivir.

Queridos hermanos y hermanas, a los 150 años de la muerte del santo cura de Ars,
los desafíos de la sociedad actual no son menos arduos; al contrario, tal vez
resultan todavía más complejos. Si entonces existía la "dictadura del racionalismo",
en la época actual reina en muchos ambientes una especie de "dictadura del
relativismo". Ambas parecen respuestas inadecuadas a la justa exigencia del
hombre de usar plenamente su propia razón como elemento distintivo y
constitutivo de la propia identidad. El racionalismo fue inadecuado porque no tuvo
en cuenta las limitaciones humanas y pretendió poner la sola razón como medida
de todas las cosas, transformándola en una diosa; el relativismo contemporáneo
mortifica la razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede
conocer nada con certeza más allá del campo científico positivo. Sin embargo, hoy,
como entonces, el hombre "que mendiga significado y realización" busca
continuamente respuestas exhaustivas a los interrogantes de fondo que no deja de
plantearse.

Tenían muy presente esta "sed de verdad", que arde en el corazón de todo hombre,
los padres del concilio ecuménico Vaticano ii cuando afirmaron que corresponde a
los sacerdotes, "como educadores en la fe", formar "una auténtica comunidad
cristiana" capaz de preparar "a todos los hombres el camino hacia Cristo" y ejercer
"una auténtica maternidad" respecto a ellos, indicando o allanando a los no
creyentes "el camino hacia Cristo y su Iglesia", y siendo para los fieles "estímulo,
alimento y fortaleza para el combate espiritual" (cf.Presbyterorum ordinis, 6).

La enseñanza que al respecto sigue transmitiéndonos el santo cura de Ars es que


en la raíz de ese compromiso pastoral el sacerdote debe poner una íntima unión
personal con Cristo, que es preciso cultivar y acrecentar día tras día. Sólo
enamorado de Cristo, el sacerdote podrá enseñar a todos esta unión, esta amistad
íntima con el divino Maestro; podrá tocar el corazón de las personas y abrirlo al
amor misericordioso del Señor. Sólo así, por tanto, podrá infundir entusiasmo y
vitalidad espiritual a las comunidades que el Señor le confía.
Oremos para que, por intercesión de san Juan María Vianney, Dios conceda a su
Iglesia el don de santos sacerdotes, y para que aumente en los fieles el deseo de
sostener y colaborar con su ministerio. Encomendemos esta intención a María, a la
que precisamente hoy invocamos como Virgen de las Nieves.

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Palacio pontificio de Castelgandolfo


Miércoles 12 de agosto de 2009

MARÍA, MADRE DE TODOS LOS SACERDOTES

Queridos hermanos y hermanas:

Es inminente la celebración de la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen,


el sábado próximo, y estamos en el contexto del Año sacerdotal; por eso deseo
hablar del nexo entre la Virgen y el sacerdocio. Es un nexo profundamente
enraizado en el misterio de la Encarnación. Cuando Dios decidió hacerse hombre en
su Hijo, necesitaba el "sí" libre de una criatura suya. Dios no actúa contra nuestra
libertad. Y sucede algo realmente extraordinario: Dios se hace dependiente de la
libertad, del "sí" de una criatura suya; espera este "sí". San Bernardo de Claraval,
en una de sus homilías, explicó de modo dramático este momento decisivo de la
historia universal, donde el cielo, la tierra y Dios mismo esperan lo que dirá esta
criatura.

El "sí" de María es, por consiguiente, la puerta por la que Dios pudo entrar en el
mundo, hacerse hombre. Así María está real y profundamente involucrada en el
misterio de la Encarnación, de nuestra salvación. Y la Encarnación, el hacerse
hombre del Hijo, desde el inicio estaba orientada al don de sí mismo, a entregarse
con mucho amor en la cruz a fin de convertirse en pan para la vida del mundo. De
este modo sacrificio, sacerdocio y Encarnación van unidos, y María se encuentra en
el centro de este misterio.

Pasemos ahora a la cruz. Jesús, antes de morir, ve a su Madre al pie de la cruz y ve


al hijo amado; y este hijo amado ciertamente es una persona, un individuo muy
importante; pero es más: es un ejemplo, una prefiguración de todos los discípulos
amados, de todas las personas llamadas por el Señor a ser "discípulo amado" y, en
consecuencia, de modo particular también de los sacerdotes.

Jesús dice a María: "Madre, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26). Es una especie de
testamento: encomienda a su Madre al cuidado del hijo, del discípulo. Pero también
dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27). El Evangelio nos dice que
desde ese momento san Juan, el hijo predilecto, acogió a la madre María "en su
casa". Así dice la traducción italiana, pero el texto griego es mucho más profundo,
mucho más rico. Podríamos traducir: acogió a María en lo íntimo de su vida, de su
ser, «eis tà ìdia», en la profundidad de su ser.

Acoger a María significa introducirla en el dinamismo de toda la propia existencia —


no es algo exterior— y en todo lo que constituye el horizonte del propio apostolado.
Me parece que se comprende, por lo tanto, que la peculiar relación de maternidad
que existe entre María y los presbíteros es la fuente primaria, el motivo
fundamental de la predilección que alberga por cada uno de ellos. De hecho, son
dos las razones de la predilección que María siente por ellos: porque se asemejan
más a Jesús, amor supremo de su corazón, y porque también ellos, como ella,
están comprometidos en la misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al
mundo. Por su identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e
Hijo de María, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto
de esta altísima y humildísima Madre.

El concilio Vaticano II invita a los sacerdotes a contemplar a María como el modelo


perfecto de su propia existencia, invocándola como "Madre del sumo y eterno
Sacerdote, Reina de los Apóstoles, Auxilio de los presbíteros en su ministerio". Y los
presbíteros —prosigue el Concilio— "han de venerarla y amarla con devoción y culto
filial" (cf. Presbyterorum ordinis, 18).

El santo cura de Ars, en quien pensamos de modo particular este año, solía repetir:
"Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de
lo más precioso que tenía, es decir, de su santa Madre" (B. Nodet, Il pensiero e
l'anima del Curato d'Ars, Turín 1967, p. 305). Esto vale para todo cristiano, para
todos nosotros, pero de modo especial para los sacerdotes.

Queridos hermanos y hermanas, oremos para que María haga a todos los
sacerdotes, en todos los problemas del mundo de hoy, conformes a la imagen de su
Hijo Jesús, dispensadores del tesoro inestimable de su amor de Pastor bueno.

¡María, Madre de los sacerdotes, ruega por nosotros!

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Castelgandolfo
Miércoles 19 de agosto de 2009

SAN JUAN EUDES Y LA FORMACIÓN DEL CLERO

Queridos hermanos y hermanas:

Se celebra hoy la memoria litúrgica de san Juan Eudes, apóstol incansable de la


devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y María, quien vivió en Francia en el
siglo XVII, un siglo marcado por fenómenos religiosos contrapuestos y también por
graves problemas políticos. Es el tiempo de la guerra de los Treinta Años, que
devastó no sólo gran parte de Europa central, sino también las almas. Mientras se
difundía el desprecio hacia la fe cristiana por parte de algunas corrientes de
pensamiento entonces dominantes, el Espíritu Santo suscitaba una renovación
espiritual llena de fervor, con personalidades de alto nivel como De Bérulle, san
Vicente de Paúl, san Luis María Grignon de Montfort y san Juan Eudes. Esta gran
"escuela francesa" de santidad tuvo también entre sus frutos a san Juan María
Vianney. Por un designio misterioso de la Providencia, mi venerado predecesor Pío
xi proclamó santos al mismo tiempo, el 31 de mayo de 1925, a Juan Eudes y al
cura de Ars, ofreciendo a la Iglesia y a todo el mundo dos ejemplos extraordinarios
de santidad sacerdotal.

En el contexto del Año sacerdotal, quiero subrayar el celo apostólico de san Juan
Eudes, dirigido especialmente a la formación del clero diocesano. Los santos son la
verdadera interpretación de la Sagrada Escritura. Los santos han verificado, en la
experiencia de la vida, la verdad del Evangelio; así nos introducen en el
conocimiento y en la comprensión del Evangelio. El concilio de Trento, en 1563,
había emanado normas para la erección de los seminarios diocesanos y para la
formación de los sacerdotes, pues el Concilio era consciente de que toda la crisis de
la reforma estaba condicionada también por una formación insuficiente de los
sacerdotes, que no estaban preparados para el sacerdocio de modo adecuado,
intelectual y espiritualmente, en el corazón y en el alma.

Esto sucedía en 1563; pero, dado que la aplicación y la realización de las normas se
dilataban, tanto en Alemania como en Francia, san Juan Eudes vio las
consecuencias de esta carencia. Movido por la clara conciencia de la gran necesidad
de ayuda espiritual que experimentaban las almas precisamente a causa de la falta
de preparación de gran parte del clero, el santo, que era párroco, instituyó una
congregación dedicada de manera específica a la formación de los sacerdotes. En la
ciudad universitaria de Caen, fundó su primer seminario, experiencia sumamente
apreciada, que muy pronto se extendió a otras diócesis.

El camino de santidad que recorrió y propuso a sus discípulos tenía como


fundamento una sólida confianza en el amor que Dios reveló a la humanidad en el
Corazón sacerdotal de Cristo y en el Corazón maternal de María. En aquel tiempo
de crueldad, de pérdida de interioridad, se dirigió al corazón para comunicar al
corazón una palabra de los Salmos muy bien interpretada por san Agustín. Quería
hacer volver a las personas, a los hombres, y sobre todo a los futuros sacerdotes,
al corazón, mostrando el Corazón sacerdotal de Cristo y el Corazón maternal de
María. Todo sacerdote debe ser testigo y apóstol de este amor del Corazón de
Cristo y de María.

También hoy se experimenta la necesidad de que los sacerdotes den testimonio de


la misericordia infinita de Dios con una vida totalmente "conquistada" por Cristo, y
aprendan esto desde los años de su formación en los seminarios. El Papa Juan
Pablo II, después del Sínodo de 1990, publicó la exhortación apostólica Pastores
dabo vobis, en la que retoma y actualiza las normas del concilio de Trento y
subraya sobre todo la necesaria continuidad entre el momento inicial y el
permanente de la formación; para él, como para nosotros, es un verdadero punto
de partida para una auténtica reforma de la vida y del apostolado de los
sacerdotes, e igualmente es el punto fundamental para que la "nueva
evangelización" no sea sólo un eslogan atractivo, sino que se traduzca en realidad.

Los cimientos puestos en la formación del seminario constituyen el insustituible


"humus spirituale" en el que se puede "aprender a Cristo", dejándose configurar
progresivamente a él, único Sumo Sacerdote y Buen Pastor. Por lo tanto, el tiempo
del seminario se debe ver como la actualización del momento en el que el Señor
Jesús, después de llamar a los Apóstoles y antes de enviarlos a predicar, les pide
que estén con él (cf. Mc 3, 14). Cuando san Marcos narra la vocación de los doce
Apóstoles, nos dice que Jesús tenía un doble objetivo: el primero era que
estuvieran con él; y el segundo, enviarlos a predicar. Pero yendo siempre con él,
realmente anuncian a Cristo y llevan la realidad del Evangelio al mundo.

En este Año sacerdotal os invito a rezar, queridos hermanos y hermanas, por los
sacerdotes y por quienes se preparan a recibir el don extraordinario del sacerdocio
ministerial. Concluyo dirigiendo a todos la exhortación de san Juan Eudes, que dice
así a los sacerdotes: "Entregaos a Jesús para entrar en la inmensidad de su gran
Corazón, que contiene el Corazón de su santa Madre y de todos los santos, y para
perderos en este abismo de amor, de caridad, de misericordia, de humildad, de
pureza, de paciencia, de sumisión y de santidad" (Coeur admirable, III, 2).
Con este espíritu, cantemos ahora juntos el Padre nuestro en latín.

VIDEOMENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI


AL RETIRO SACERDOTAL INTERNACIONAL
QUE SE ESTÁ CELEBRANDO EN ARS
(27 DE SEPTIEMBRE-3 DE OCTUBRE)

Lunes 28 de septiembre de 2009

Queridos hermanos en el sacerdocio:

Como podéis imaginar fácilmente, me habría sentido muy feliz de poder estar con
vosotros en este retiro sacerdotal internacional sobre el tema: "La alegría del
sacerdote consagrado para la salvación del mundo". Estáis participando en gran
número y os beneficiáis de las enseñanzas del cardenal Christoph Schönborn. Lo
saludo cordialmente, así como a los demás predicadores y al obispo de Belley-Ars,
monseñor Guy-Marie Bagnard. Debo contentarme con dirigiros este mensaje
grabado, pero —creedme— con estas pocas palabras os hablo a cada uno de
vosotros de la manera más personal posible, pues, como dice san Pablo: "Os llevo
en el corazón, partícipes como sois de mi gracia" (Flp 1, 7).

San Juan María Vianney subrayaba el papel indispensable del sacerdote, cuando
decía: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más
grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más
preciosos de la misericordia divina" (Le curé d'Ars. Pensées, presentados por el
abad Bernard Nodet, ed. Desclée de Brouwer, Foi Vivante 2000, p. 101). En este
Año sacerdotal, todos estamos llamados a explorar y redescubrir la grandeza del
sacramento que nos ha configurado para siempre a Cristo sumo Sacerdote y nos ha
"santificado en la verdad" (Jn 17, 19) a todos.

Elegido de entre los hombres, el sacerdote sigue siendo uno de ellos y está llamado
a servirles entregándoles la vida de Dios. Es él quien "continúa la obra de la
redención en la tierra" (Nodet, p. 98). Nuestra vocación sacerdotal es un tesoro que
llevamos en vasijas de barro (cf. 2 Co 4, 7). San Pablo expresó felizmente la infinita
distancia que existe entre nuestra vocación y la pobreza de las respuestas que
podemos dar a Dios. Desde este punto de vista existe un vínculo secreto que une el
Año paulino y el Año sacerdotal. Todavía conservamos en lo más íntimo de nuestro
corazón la exclamación conmovedora y confiada del Apóstol, que dice: "Cuando soy
débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Co 12, 10). La conciencia de esta debilidad
abre a la intimidad de Dios, que da fuerza y alegría. Cuanto más persevera el
sacerdote en la amistad de Dios, tanto más continuará la obra del Redentor en la
tierra (cf. Nodet, p. 98). El sacerdote ya no vive para sí mismo, sino para todos (cf.
Nodet, p. 100).
Este es precisamente uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo. El sacerdote,
ciertamente hombre de la Palabra divina y de lo sagrado, debe ser hoy más que
nunca hombre de alegría y de esperanza. A los hombres que ya no pueden concebir
que Dios sea Amor puro él dirá siempre que la vida vale la pena vivirla, y que Cristo
le da todo su sentido porque ama a los hombres, a todos los hombres. La religión
del cura de Ars es una religión de la felicidad, no una búsqueda morbosa de la
mortificación, como a veces se ha creído: "Nuestra felicidad es demasiado grande;
no, no, nunca podremos comprenderlo" (Nodet, p. 110), decía, y también: "Cuando
estamos en camino y divisamos un campanario, esta vista debe hacer latir nuestro
corazón como la vista de la casa donde habita su amado hace latir el corazón de la
esposa" (ib.).

Aquí quiero saludar con un afecto particular a aquellos de vosotros que tienen el
encargo pastoral de varias iglesias y que se prodigan sin escatimar esfuerzos para
mantener la vida sacramental en sus diferentes comunidades. El reconocimiento de
la Iglesia hacia todos vosotros es inmenso. No os desalentéis, sino seguid rezando y
haciendo rezar para que numerosos jóvenes acepten responder a la llamada de
Cristo, que no deja de querer que aumente el número de sus apóstoles para segar
sus campos.

Queridos sacerdotes, pensad también en la gran diversidad de los ministerios que


ejercéis al servicio de la Iglesia. Pensad en el gran número de misas que habéis
celebrado o celebraréis, haciendo cada vez realmente presente a Cristo sobre el
altar. Pensad en las innumerables absoluciones que habéis dado y que daréis,
permitiendo a un pecador dejarse redimir. Entonces percibís la fecundidad infinita
del sacramento del Orden. Vuestras manos, vuestros labios, se han convertido, por
un instante, en las manos y los labios de Dios. Lleváis a Cristo en vosotros; por
gracia habéis entrado en la Santísima Trinidad. Como decía el santo cura: "Si se
tuviera fe, se vería a Dios escondido en el sacerdote como una luz detrás de un
cristal, como un vino mezclado con agua" (Nodet, p. 97). Esta consideración debe
llevar a armonizar las relaciones entre los sacerdotes con el fin de realizar la
comunidad sacerdotal a la que exhortaba san Pedro (cf. 1 P 2, 9) para construir el
cuerpo de Cristo y edificaros en el amor (cf. Ef 4, 11-16).

El sacerdote es el hombre del futuro: es aquel que se ha tomado en serio las


palabras de san Pablo: "Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba"
(Col 3, 1). Lo que hace en la tierra forma parte de los medios ordenados al Fin
último. La misa es el único punto de unión entre los medios y el Fin, pues nos
permite contemplar ya, bajo las humildes especies del pan y del vino, el Cuerpo y
la Sangre de Aquel a quien adoraremos en la eternidad. Las frases sencillas y
densas del santo cura sobre la Eucaristía nos ayudan a percibir mejor la riqueza de
este momento único de la jornada en el que vivimos un cara a cara vivificante para
nosotros mismos y para cada uno de los fieles. "La felicidad que hay en decir la
misa —escribió— sólo se comprenderá en el cielo" (Nodet, p. 104). Por eso, os
animo a reforzar vuestra fe y la de los fieles en el Sacramento que celebráis y que
es la fuente de la verdadera alegría. El santo de Ars escribió: "El sacerdote debe
sentir la misma alegría (de los Apóstoles) al ver a nuestro Señor, al que tiene entre
las manos" (ib.).

Agradeciéndoos lo que sois y lo que hacéis, os repito: "Nada sustituirá jamás el


ministerio de los sacerdotes en la vida de la Iglesia" (Homilía durante la misa del 13
de septiembre de 2008 en la Explanada de los Inválidos, en París: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 19 de septiembre de 2008, p. 11). Testigos
vivos del poder de Dios que actúa en la debilidad de los hombres, consagrados para
la salvación del mundo, habéis sido elegidos, mis queridos hermanos, por Cristo
mismo para ser, gracias a él, sal de la tierra y luz del mundo. Os deseo que,
durante este retiro espiritual, experimentéis de modo profundo al Íntimo
inenarrable (san Agustín, Confesiones, III, 6, 11) para estar perfectamente unidos
a Cristo a fin de anunciar su amor a vuestro alrededor y de entregaros totalmente
al servicio de la santificación de todos los miembros del pueblo de Dios.
Encomendándoos a la Virgen María, Madre de Cristo y de los sacerdotes, os imparto
a todos mi bendición apostólica.

ENCUENTRO CON EL CLERO DE ROMA

«LECTIO DIVINA» DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Aula de las Bendiciones


Jueves 18 de febrero de 2010

Iniciar siempre la Cuaresma con mi presbiterio, con los presbíteros de Roma, es


una tradición que me llena de gozo, y también es importante para mí. Así, como
Iglesia particular de Roma, pero también como Iglesia universal, podemos
emprender este camino esencial con el Señor hacia la Pasión, hacia la cruz, el
camino pascual.

Este año queremos meditar los pasajes de la carta a los Hebreos que acabamos de
leer. El autor de esta carta abrió un camino nuevo para entender el Antiguo
Testamento como libro que habla de Cristo. La tradición precedente había visto a
Cristo sobre todo, esencialmente, según la clave de la promesa davídica, del
verdadero David, del verdadero Salomón, del verdadero rey de Israel, verdadero
rey porque era hombre y Dios. Y la inscripción en la cruz realmente había
anunciado al mundo esta realidad: ya está presente el verdadero rey de Israel, que
es el rey del mundo; el rey de los judíos está colgado en la cruz. Es una
proclamación de la realeza de Jesús, del cumplimiento de la espera mesiánica del
Antiguo Testamento, que, en el fondo del corazón, es una expectativa de todos los
hombres que esperan al verdadero rey, que da justicia, amor y fraternidad.

Pero el autor de la carta a los Hebreos descubrió una cita del salmo 110, 4 que
hasta ese momento había pasado desapercibida: "Tú eres sacerdote eterno, según
el rito de Melquisedec". Esto significa que Jesús no sólo cumple la promesa
davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del mundo, sino que realiza
también la promesa del verdadero Sacerdote. En parte del Antiguo Testamento,
sobre todo también en Qumrán, existen dos líneas separadas de espera: el Rey y el
Sacerdote. El autor de la carta a los Hebreos, al descubrir este versículo,
comprendió que en Cristo están unidas las dos promesas: Cristo es el verdadero
Rey, el Hijo de Dios —según el salmo 2, 7 que cita— pero es también el verdadero
Sacerdote.

Así, todo el mundo cultual, toda la realidad de los sacrificios, del sacerdocio, que se
encuentra en búsqueda del verdadero sacerdocio, del verdadero sacrificio,
encuentra en Cristo su clave, su cumplimiento y, con esta clave, puede releer el
Antiguo Testamento y mostrar que precisamente también la ley cultual, que quedó
abolida después de la destrucción del Templo, en realidad iba hacia Cristo; por lo
tanto, no quedó simplemente abolida, sino que fue renovada, transformada, puesto
que en Cristo todo encuentra su sentido. El sacerdocio se muestra entonces en su
pureza y en su verdad profunda.
De este modo, la carta a los Hebreos presenta el tema del sacerdocio de Cristo,
Cristo sacerdote, en tres niveles: el sacerdocio de Aarón, el del Templo;
Melquisedec; y Cristo mismo, como el verdadero sacerdote. También el sacerdocio
de Aarón, pese a ser diferente del de Cristo; pese a ser, por decirlo así, sólo una
búsqueda, un caminar en dirección a Cristo, en cualquier caso es "camino" hacia
Cristo, y ya en este sacerdocio se delinean los elementos esenciales. Luego
Melquisedec —volveremos sobre este punto— que es un pagano. El mundo pagano
entra en el Antiguo Testamento, entra con una figura misteriosa, sin padre, sin
madre —dice la carta a los Hebreos—, sencillamente aparece, y en él aparece la
verdadera veneración del Dios Altísimo, del Creador del cielo y de la tierra. Así,
también del mundo pagano viene la espera y la prefiguración profunda del misterio
de Cristo. En Cristo mismo todo queda sintetizado, purificado y guiado a su fin, a su
verdadera esencia.

Veamos ahora, en la medida de lo posible, cada elemento acerca del sacerdocio. De


la Ley, del sacerdocio de Aarón aprendemos dos cosas, nos dice el autor de la carta
a los Hebreos: para ser realmente mediador entre Dios y el hombre, el sacerdote
debe ser hombre. Esto es fundamental y el Hijo de Dios se hizo hombre
precisamente para ser sacerdote, para poder realizar la misión del sacerdote. Debe
ser hombre —volveremos sobre este punto—, pero por sí mismo no puede hacerse
mediador hacia Dios. El sacerdote necesita una autorización, una institución divina,
y sólo perteneciendo a las dos esferas —la de Dios y la del hombre— puede ser
mediador, puede ser "puente". Esta es la misión del sacerdote: combinar, conectar
estas dos realidades aparentemente tan separadas, es decir, el mundo de Dios —
lejano a nosotros, a menudo desconocido para el hombre— y nuestro mundo
humano. La misión del sacerdocio es ser mediador, puente que enlaza, y así llevar
al hombre a Dios, a su redención, a su verdadera luz, a su verdadera vida.

Como primer punto, por lo tanto, el sacerdote debe estar de la parte de Dios, y
solamente en Cristo se realiza plenamente esta necesidad, esta condición de la
mediación. Por eso era necesario este Misterio: el Hijo de Dios se hace hombre para
que haya un verdadero puente, una verdadera mediación. Los demás deben tener
al menos una autorización de Dios o, en el caso de la Iglesia, el Sacramento, es
decir, introducir nuestro ser en el ser de Cristo, en el ser divino. Sólo podemos
realizar nuestra misión con el Sacramento, el acto divino que nos crea sacerdotes
en comunión con Cristo. Y esto me parece un primer punto de meditación para
nosotros: la importancia del Sacramento. Nadie se hace sacerdote por sí mismo;
sólo Dios puede atraerme, puede autorizarme, puede introducirme en la
participación en el misterio de Cristo; sólo Dios puede entrar en mi vida y tomarme
en sus manos. Este aspecto del don, de la precedencia divina, de la acción divina,
que nosotros no podemos realizar, esta pasividad nuestra —ser elegidos y tomados
de la mano por Dios— es un punto fundamental en el cual entrar. Debemos volver
siempre al Sacramento, volver a este don en el cual Dios me da todo lo que yo no
podría dar nunca: la participación, la comunión con el ser divino, con el sacerdocio
de Cristo.

Hagamos que esta realidad sea también un factor práctico de nuestra vida: si es
así, un sacerdote debe ser realmente un hombre de Dios, debe conocer a Dios de
cerca, y lo conoce en comunión con Cristo. Por lo tanto, debemos vivir esta
comunión; y la celebración de la santa misa, la oración del Breviario, toda la
oración personal, son elementos del estar con Dios, del ser hombres de Dios.
Nuestro ser, nuestra vida, nuestro corazón deben estar fijos en Dios, en este punto
del cual no debemos salir, y esto se realiza, se refuerza día a día, también con
breves oraciones en las cuales nos unimos de nuevo a Dios y nos hacemos cada vez
más hombres de Dios, que viven en su comunión y así pueden hablar de Dios y
guiar hacia Dios.
El otro elemento es que el sacerdote debe ser hombre. Hombre en todos los
sentidos, es decir, debe vivir una verdadera humanidad, un verdadero humanismo;
debe tener una educación, una formación humana, virtudes humanas; debe
desarrollar su inteligencia, su voluntad, sus sentimientos, sus afectos; debe ser
realmente hombre, hombre según la voluntad del Creador, del Redentor, porque
sabemos que el ser humano está herido y la cuestión "qué es el hombre" queda
ofuscada por el hecho del pecado, que ha herido hasta lo más intimo la naturaleza
humana. Así se dice: "ha mentido", "es humano"; "ha robado", "es humano"; pero
este no es el verdadero ser humano. Humano es ser generoso, es ser bueno, es ser
hombre de justicia, de prudencia verdadera, de sabiduría. Por tanto, salir, con la
ayuda de Cristo, de este ofuscamiento de nuestra naturaleza para alcanzar el
verdadero ser humano a imagen de Dios, es un proceso de vida que debe comenzar
en la formación al sacerdocio, pero que después debe realizarse y continuar en toda
nuestra vida. Pienso que las dos cosas fundamentalmente van juntas: ser de Dios,
estar con Dios, y ser realmente hombre, en el verdadero sentido que ha querido el
Creador al plasmar esta criatura que somos nosotros.

Ser hombre: la carta a los Hebreos subraya nuestra humanidad de un modo que
nos sorprende, porque dice: debe ser una persona con "compasión hacia los
ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza" (5, 2) y
también —todavía mucho más fuerte— "habiendo ofrecido en los días de su vida
mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la
muerte, fue escuchado por su temor reverencial" (5, 7). Para la carta a los Hebreos
un elemento esencial de nuestro ser hombre es la compasión, el sufrir con los
demás: esta es la verdadera humanidad. No es el pecado, porque el pecado nunca
es solidaridad, sino que siempre es falta de solidaridad, es vivir la vida para sí
mismo, en lugar de darla. La verdadera humanidad es participar realmente en el
sufrimiento del ser humano, significa ser un hombre de compasión —metriopathein,
dice el texto griego—, es decir, estar en el centro de la pasión humana, llevar
realmente con los demás sus sufrimientos, las tentaciones de este tiempo: "Dios,
¿dónde estás tú en este mundo?".

Esta humanidad del sacerdote no responde al ideal platónico y aristotélico, según el


cual el verdadero hombre es el que vive sólo en la contemplación de la verdad, y
así es dichoso, feliz, porque tiene amistad sólo con las cosas hermosas, con la
belleza divina, pero "el trabajo" lo hacen otros. Eso es una suposición, mientras que
aquí se supone que el sacerdote, como Cristo, debe entrar en la miseria humana,
llevarla consigo, visitar a las personas que sufren, ocuparse de ellas, y no sólo
exteriormente, sino tomando sobre sí mismo interiormente, recogiendo en sí
mismo, la "pasión" de su tiempo, de su parroquia, de las personas que le han sido
encomendadas. Así mostró Cristo el verdadero humanismo. Ciertamente su corazón
siempre está fijo en Dios, ve siempre a Dios, siempre habla íntimamente con él,
pero al mismo tiempo él lleva todo el ser, todo el sufrimiento humano, dentro de la
Pasión. Hablando, viendo a los hombres que son pequeños, que andan sin pastor,
sufre con ellos y nosotros los sacerdotes no podemos retirarnos en un Elíseo, sino
que estamos inmersos en la pasión de este mundo y, con la ayuda de Cristo y en
comunión con él, debemos intentar transformarlo, llevarlo hacia Dios.

Precisamente esto hay que decirlo, con el siguiente texto realmente estimulante:
"Ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas" (Hb 5, 7). No se trata
sólo de una alusión a la hora de la angustia en el Monte de los Olivos, sino que es
un resumen de toda la historia de la pasión, que abarca toda la vida de Jesús.
Lágrimas: Jesús lloró ante la tumba de Lázaro, estaba realmente conmovido en su
interior por el misterio de la muerte, por el terror de la muerte. Hay personas que
pierden a su hermano, como en este caso, a su madre, a su hijo, a un amigo: todo
el horror de la muerte, que destruye el amor, que destruye las relaciones, que es
un signo de nuestra finitud, de nuestra pobreza. Jesús pasa por la prueba y se
confronta hasta lo más íntimo de su alma con este misterio, con esta tristeza que
es la muerte, y llora. Llora ante Jerusalén, viendo la destrucción de la hermosa
ciudad a causa de la desobediencia; llora viendo todas las destrucciones de la
historia en el mundo; llora viendo como los hombres se destruyen a sí mismos y
sus ciudades con la violencia, con la desobediencia.

Jesús llora, con fuertes gritos. Sabemos por los Evangelios que Jesús gritó desde la
cruz; gritó: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; cf. Mt 27, 46), y
gritó otra vez al final. Y este grito responde a una dimensión fundamental de los
Salmos: en los momentos terribles de la vida humana, muchos Salmos son un grito
fuerte a Dios: "¡Ayúdanos, escúchanos!". Precisamente hoy, en el Breviario,
acabamos de rezar en este sentido: ¿Dónde estás Dios? "Nos entregas como ovejas
a la matanza" (Sal 44, 12). Un grito de la humanidad que sufre. Y Jesús, que es el
verdadero sujeto de los Salmos, lleva realmente este grito de la humanidad a Dios,
a los oídos de Dios: "¡Ayúdanos y escúchanos!". Él transforma todo el sufrimiento
humano, tomándolo sobre sí mismo, en un grito a los oídos de Dios.

Y así vemos que precisamente de este modo realiza el sacerdocio, la función de


mediador, llevando en sí mismo, asumiendo en sí mismo el sufrimiento —la
pasión— del mundo, transformándolo en grito hacia Dios, llevándolo ante los ojos
de Dios y poniéndolo en sus manos, llevándolo así realmente al momento de la
Redención.

En realidad, la carta a los Hebreos dice que "ofreció ruegos y súplicas", "gritos y
lágrimas" (5, 7). Es una traducción correcta del verbo prospherein, que es una
palabra cultual y expresa el acto de la ofrenda de los dones humanos a Dios,
expresa precisamente el acto del ofertorio, del sacrificio. Así, con este término
cultual aplicado a los ruegos y las lágrimas de Cristo, demuestra que las lágrimas
de Cristo, la angustia del Monte de los Olivos, el grito de la cruz, todo su
sufrimiento no son algo añadido a su gran misión. Precisamente de este modo él
ofrece el sacrificio, actúa como sacerdote. La carta a los Hebreos con este "ofreció"
—prospherein— nos dice: esta es la realización de su sacerdocio, así lleva a la
humanidad a Dios, así se hace mediador, así se hace sacerdote.

Decimos, con razón, que Jesús no ofreció algo a Dios, sino que se ofreció a sí
mismo y esta ofrenda de sí mismo se realiza precisamente en esta compasión, que
transforma en oración y en grito al Padre el sufrimiento del mundo. En este sentido,
tampoco nuestro sacerdocio se limita al acto cultual de la santa misa, en el cual
todo se pone en manos de Cristo, sino que toda nuestra compasión hacia el
sufrimiento de este mundo tan alejado de Dios, es acto sacerdotal, es prospherein,
es ofrecer. En este sentido, creo que debemos comprender y aprender a aceptar
más profundamente los sufrimientos de la vida pastoral, porque precisamente esto
es acción sacerdotal, es mediación, es entrar en el misterio de Cristo, es
comunicación con el misterio de Cristo, muy real y esencial, existencial y también
sacramental.

En este contexto es importante una segunda palabra. Se dice que Cristo así —
mediante esta obediencia— llega a ser perfecto, en griego teleiotheis (cf. Hb 5, 8-
9). Sabemos que en toda la Torá, es decir, en toda la legislación cultual, la palabra
teleion, usada aquí, indica la ordenación sacerdotal. Es decir, la carta a los Hebreos
nos dice que precisamente al hacer esto Jesús fue hecho sacerdote, se realizó su
sacerdocio. Nuestra ordenación sacerdotal sacramental debe realizarse y
concretarse existencialmente, pero también de modo cristológico, precisamente en
este llevar el mundo con Cristo y a Cristo y, con Cristo, a Dios: así nos convertimos
realmente en sacerdotes, teleiotheis. Por lo tanto, el sacerdocio no es una actividad
de algunas horas, sino que se realiza precisamente en la vida pastoral, en sus
sufrimientos y en sus debilidades, en sus tristezas y, naturalmente, también en las
alegrías. Así llegamos a ser cada vez más sacerdotes en comunión con Cristo.

La carta a los Hebreos resume, por último, toda esta compasión en la palabra
hupakoen, obediencia: todo esto es obediencia. Es una palabra que no nos gusta.
En nuestro tiempo la obediencia parece una alienación, una actitud servil. Uno no
usa su libertad, su libertad se somete a otra voluntad; por lo tanto, uno ya no es
libre, sino que está determinado por otro, mientras que la autodeterminación, la
emancipación sería la verdadera existencia humana. En lugar de la palabra
"obediencia", nosotros queremos como palabra clave antropológica la de "libertad".
Pero considerando de cerca este problema, vemos que las dos cosas van juntas: la
obediencia de Cristo es conformidad de su voluntad con la voluntad del Padre; es
llevar la voluntad humana a la voluntad divina, a la conformación de nuestra
voluntad con la voluntad de Dios.

San Máximo el Confesor, en su interpretación del Monte de los Olivos, de la


angustia expresada precisamente en la oración de Jesús, "no mi voluntad, sino tu
voluntad", ha descrito este proceso, que Cristo lleva en sí mismo como verdadero
hombre, con la naturaleza, la voluntad humana; en este acto —"no mi voluntad,
sino tu voluntad"— Jesús resume todo el proceso de su vida, es decir, de llevar la
vida natural humana a la vida divina y, de este modo, transformar al hombre:
divinización del hombre y así redención del hombre, porque la voluntad de Dios no
es una voluntad tirana, no es una voluntad que está fuera de nuestro ser, sino que
es precisamente la voluntad creadora, es precisamente el lugar donde encontramos
nuestra verdadera identidad.

Dios nos ha creado y somos nosotros mismos si actuamos conforme a su voluntad;


sólo así entramos en la verdad de nuestro ser y no estamos alienados. Al contrario,
la alienación tiene lugar precisamente si nos apartamos de la voluntad de Dios,
porque de ese modo nos apartamos del designio de nuestro ser, ya no somos
nosotros mismos y caemos en el vacío. En verdad, la obediencia a Dios, es decir, la
conformidad, la verdad de nuestro ser, es la verdadera libertad, porque es la
divinización. Jesús, llevando el hombre, el ser hombre, en sí mismo y consigo, en la
conformidad con Dios, en la perfecta obediencia, es decir, en la perfecta
conformación entre las dos voluntades, nos redimió y la redención siempre es este
proceso de llevar la voluntad humana a la comunión con la voluntad divina. Es un
proceso por el cual oramos cada día: "Hágase tu voluntad". Y queremos pedir
realmente al Señor que nos ayude a ver íntimamente que esta es la libertad, y a
entrar así con alegría en esta obediencia y a "recoger" al ser humano para llevarlo
—con nuestro ejemplo, con nuestra humildad, con nuestra oración, con nuestra
acción pastoral— a la comunión con Dios.

Prosiguiendo la lectura, encontramos una frase difícil de interpretar. El autor de la


carta a los Hebreos dice que Jesús oró intensamente, con gritos y lágrimas, a Dios
que podía salvarlo de la muerte, y por su completo abandono fue escuchado (cf. 5,
7). Aquí quisiéramos decir: "No, no es verdad, no fue escuchado, murió". Jesús
pidió ser liberado de la muerte, pero no fue liberado, murió de modo
extremadamente cruel. Por eso, el gran teólogo liberal Harnack dijo: "Aquí falta un
no", hay que escribir: "No fue escuchado" y Bultmann aceptó esta interpretación.
Pero se trata de una solución que no es exégesis, sino forzar el texto. En ninguno
de los manuscritos aparece "no", sino sólo "fue escuchado"; por tanto, debemos
aprender a comprender qué significa este "ser escuchado", a pesar de la cruz.

Yo veo tres niveles para entender esta expresión. En un primer nivel el texto griego
se puede traducir así: "Fue redimido de su angustia" y, en este sentido, Jesús fue
escuchado. Sería, por consiguiente, una alusión a lo que nos narra san Lucas, que
"un ángel confortó a Jesús" (cf. Lc 22, 43), de modo que, después del momento de
la angustia, pudiera ir directamente y sin temor hacia su hora, como nos describen
los Evangelios, sobre todo el de san Juan. Sería escuchado en el sentido de que
Dios le da la fuerza para llevar todo este peso; así es escuchado. Pero a mí me
parece que esta respuesta no es del todo suficiente. Escuchado, en sentido más
profundo —ha subrayado el padre Vanhoye— significa decir: "fue redimido de la
muerte", pero no en el momento, no en ese momento, sino para siempre, en la
Resurrección: la verdadera respuesta de Dios al ruego de ser redimido de la muerte
es la Resurrección y la humanidad es redimida de la muerte precisamente en la
Resurrección, que es la verdadera curación de nuestros sufrimientos, del misterio
terrible de la muerte.

Aquí ya está presente un tercer nivel de comprensión: la Resurrección de Jesús no


es sólo un acontecimiento personal. Me parece que puede ayudar tener presente el
breve texto en el cual san Juan, en el capítulo 12 de su Evangelio, presenta y narra,
de modo muy resumido, el hecho del Monte de los Olivos. Jesús dice: "Mi alma está
turbada" (Jn 12, 27), y, en toda la angustia del Monte de los Olivos, ¿qué voy a
decir?: "Sálvame de esta hora, o glorifica tu nombre" (cf. Jn 12, 27-28). Es la
misma oración que encontramos en los Sinópticos: "Si es posible sálvame, pero
hágase tu voluntad" (cf. Mt 26, 42; Mc 14, 36; Lc 22, 42), que en el lenguaje de
san Juan es justamente: "O sálvame, o glorifica". Y Dios responde: "Te he
glorificado y te glorificaré de nuevo" (cf. Jn 12, 28). Esta es la respuesta, la
confirmación de que Dios lo escucha: glorificaré la cruz; es la presencia de la gloria
divina, porque es el acto supremo del amor. En la cruz, Jesús es elevado sobre toda
la tierra y atrae la tierra a sí; en la cruz aparece ahora el "Kabod", la verdadera
gloria divina del Dios que ama hasta llegar a la cruz y así transforma la muerte y
crea la Resurrección.

La oración de Jesús fue escuchada, en el sentido de que realmente su muerte se


convierte en vida, se convierte en el lugar desde donde redime al hombre, desde
donde atrae al hombre a sí. Si la respuesta divina en san Juan dice: "te glorificaré",
significa que esta gloria trasciende y atraviesa toda la historia siempre y de nuevo:
desde tu cruz, presente en la Eucaristía, transforma la muerte en gloria. Esta es la
gran promesa que se realiza en la santa Eucaristía, que abre siempre de nuevo el
cielo. Ser servidor de la Eucaristía es, por tanto, profundidad del misterio
sacerdotal.

Todavía unas pocas palabras, al menos sobre Melquisedec. Es una figura misteriosa
que entra en la historia sagrada en Génesis 14: después de la victoria de Abraham
sobre algunos reyes, aparece el rey de Salem, de Jerusalén, Melquisedec, y lleva
pan y vino. Un episodio no comentado y un poco incomprensible, que sólo aparece
de nuevo en el Salmo 110, como ya hemos dicho, pero se entiende que, después el
judaísmo, el agnosticismo y el cristianismo hayan querido reflexionar
profundamente sobre esta palabra y hayan creado sus interpretaciones. La carta a
los Hebreos no especula, sino que refiere solamente lo que dice la Escritura y son
varios elementos: es rey de justicia, vive en la paz, es rey de donde está la paz,
venera y adora al Dios Altísimo, al Creador del cielo y de la tierra, y lleva pan y vino
(cf. Hb 7, 1-3; Gn 14, 18-20). No se comenta que aquí aparece el sumo sacerdote
del Dios Altísimo, rey de la paz, que adora con pan y vino al Dios Creador del cielo
y de la tierra. Los Padres han subrayado que es uno de los santos paganos del
Antiguo Testamento y esto muestra que también desde el paganismo existe un
camino hacia Cristo y los criterios son: adorar al Dios Altísimo, al Creador, cultivar
la justicia y la paz, y venerar a Dios de modo puro. Así, con estos elementos
fundamentales, también el paganismo está en camino hacia Cristo, en cierto modo
hace presente la luz de Cristo.
En el canon romano, después de la consagración, tenemos la oración supra quae,
que menciona algunas prefiguraciones de Cristo, de su sacerdocio y de su sacrificio:
Abel, el primer mártir, con su cordero; Abraham, que sacrifica en la intención a su
hijo Isaac, sustituido por el cordero que da Dios; y Melquisedec, sumo sacerdote
del Dios Altísimo, que lleva pan y vino. Esto significa que Cristo es la novedad
absoluta de Dios y, al mismo tiempo, está presente en toda la historia, a través de
la historia, y la historia va hacia el encuentro con Cristo. Y no sólo la historia del
pueblo elegido, que es la verdadera preparación querida por Dios, en la que se
revela el misterio de Cristo, sino también desde el paganismo se prepara el misterio
de Cristo, existen caminos hacia Cristo, el cual lleva todo en sí mismo.

Esto me parece importante en la celebración de la Eucaristía: aquí está recogida


toda la oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera devoción
humana, la verdadera búsqueda de Dios, que se encuentra finalmente realizada en
Cristo. Por último, es preciso decir que ahora el cielo está abierto, el culto ya no es
enigmático, en signos relativos, sino que es verdadero, porque el cielo está abierto
y no se ofrece algo, sino que el hombre se convierte en uno con Dios y este es el
verdadero culto. Así dice la carta a los Hebreos: "Nuestro sacerdote está a la
derecha del trono, del santuario, de la tienda verdadera, que el Señor Dios mismo
ha construido" (cf. 8, 1-2).

Volvamos al dato de que Melquisedec es rey de Salem. Toda la tradición davídica se


ha referido a esto diciendo: "Este es el lugar, Jerusalén es el lugar del culto
verdadero, la concentración del culto en Jerusalén viene ya de los tiempos de
Abraham, Jerusalén es el lugar verdadero de la auténtica veneración de Dios".

Demos otro paso: la verdadera Jerusalén, el Salem de Dios, es el Cuerpo de Cristo;


la Eucaristía es la paz de Dios con el hombre. Sabemos que san Juan, en el Prólogo,
llama a la humanidad de Jesús "la tienda de Dios", eskenosen en hemin (Jn 1, 14).
Aquí Dios mismo ha creado su tienda en el mundo y esta tienda, esta Jerusalén
nueva y verdadera está al mismo tiempo en la tierra y en cielo, porque este
Sacramento, este sacrificio se realiza siempre entre nosotros y llega siempre hasta
el trono de la Gracia, a la presencia de Dios. Aquí está la verdadera Jerusalén, al
mismo tiempo celestial y terrestre: la tienda que es el Cuerpo de Dios, que como
Cuerpo resucitado sigue siendo siempre Cuerpo y abraza la humanidad; y, al
mismo tiempo, al ser Cuerpo resucitado, nos une a Dios. Todo esto se realiza
siempre de nuevo en la Eucaristía. Y nosotros como sacerdotes estamos llamados a
ser ministros de este gran Misterio, en el Sacramento y en la vida. Roguemos al
Señor que nos haga entender este Misterio cada vez mejor, vivir cada vez mejor
este Misterio y ofrecer así nuestra ayuda para que el mundo se abra a Dios, para
que el mundo sea redimido. Gracias.

En su «lectio divina», Benedicto XVI partió de los pasajes de la Carta a los Hebreos que señalamos a
continuación:
Hb 5, 1-10;
Hb 7, 26-28:
Hb 8, 1-2.
(L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 9 - 28 de febrero de 2010, pp. 8-11)
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO SOBRE EL FUERO INTERNO
ORGANIZADO POR LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA

Sala Clementina
Jueves 11 de marzo de 2010

Me alegra encontrarme con vosotros y daros mi bienvenida a cada uno, con ocasión
del curso anual sobre el fuero interno, organizado por la Penitenciaría apostólica.
Saludo cordialmente a monseñor Fortunato Baldelli, que, por primera vez como
penitenciario mayor, ha guiado vuestras sesiones de estudio, y le agradezco las
palabras que me ha dirigido. Saludo también a monseñor Gianfranco Girotti,
regente, al personal de la Penitenciaría y a todos vosotros que, con la participación
en esta iniciativa, manifestáis la fuerte exigencia de profundizar una temática
esencial para el ministerio y la vida de los presbíteros.

Vuestro curso se realiza, providencialmente, durante el Año sacerdotal, que


convoqué con ocasión del 150° aniversario del nacimiento al cielo de san Juan
María Vianney, quien ejerció de modo heroico y fecundo el ministerio de la
Reconciliación. Como afirmé en la carta de proclamación: "Todos los sacerdotes
hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros las palabras que él
[el cura de Ars] ponía en boca de Jesús: "Encargaré a mis ministros que anuncien a
los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es
infinita". Los sacerdotes no sólo podemos aprender del santo cura de Ars una
confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en
el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del
"diálogo de la salvación" que en él se debe entablar" (L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 19 de junio de 2009, p. 7). ¿Dónde hunden sus raíces
la heroicidad y la fecundidad con las cuales san Juan María Vianney vivió su
ministerio de confesor? Ante todo en una intensa dimensión penitencial personal. La
conciencia de su propia limitación y la necesidad de recurrir a la Misericordia divina
para pedir perdón, para convertir el corazón y para ser sostenidos en el camino de
santidad, son fundamentales en la vida del sacerdote: sólo quien ha experimentado
personalmente su grandeza puede ser un anunciador y administrador convencido
de la Misericordia de Dios. Todo sacerdote se convierte en ministro de la Penitencia
por su configuración ontológica a Cristo, sumo y eterno Sacerdote, que reconcilia a
la humanidad con el Padre; sin embargo, la fidelidad al administrar el sacramento
de la Reconciliación se confía a la responsabilidad del presbítero.

Vivimos en un contexto cultural marcado por la mentalidad hedonista y relativista,


que tiende a eliminar a Dios del horizonte de la vida, no favorece la adquisición de
un marco claro de valores de referencia y no ayuda a discernir el bien del mal y a
madurar un sentido correcto del pecado. Esta situación hace todavía más urgente el
servicio de administradores de la Misericordia divina. No debemos olvidar que
existe una especie de círculo vicioso entre el ofuscamiento de la experiencia de Dios
y la pérdida del sentido del pecado. Sin embargo, si nos fijamos en el contexto
cultural en el que vivió san Juan María Vianney, vemos que, en varios aspectos, no
era muy distinto del nuestro. De hecho, también en su tiempo existía una
mentalidad hostil a la fe, expresada por fuerzas que incluso querían impedir el
ejercicio del ministerio. En esas circunstancias, el santo cura de Ars hizo "de la
iglesia su casa", para llevar a los hombres a Dios. Vivió con radicalidad el espíritu
de oración, la relación personal e íntima con Cristo, la celebración de la santa misa,
la adoración eucarística y la pobreza evangélica; así fue para sus contemporáneos
un signo tan evidente de la presencia de Dios, que impulsó a numerosos penitentes
a acercarse a su confesionario. En las condiciones de libertad en las que hoy se
puede ejercer el ministerio sacerdotal, es necesario que los presbíteros vivan "de
modo alto" su respuesta a la vocación, porque sólo quien es cada día presencia viva
y clara del Señor puede suscitar en los fieles el sentido del pecado, infundir valentía
y despertar el deseo del perdón de Dios.

Queridos hermanos, es preciso volver al confesionario, como lugar en el cual


celebrar el sacramento de la Reconciliación, pero también como lugar en el que
"habitar" más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericordia, consejo y
consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y experimentar la presencia de la
Misericordia divina, junto a la presencia real en la Eucaristía. La "crisis" del
sacramento de la Penitencia, de la que se habla con frecuencia, interpela ante todo
a los sacerdotes y su gran responsabilidad de educar al pueblo de Dios en las
exigencias radicales del Evangelio. En particular, les pide que se dediquen
generosamente a la escucha de las confesiones sacramentales; que guíen el rebaño
con valentía, para que no se acomode a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12,
2), sino que también sepa tomar decisiones contracorriente, evitando
acomodamientos o componendas. Por esto es importante que el sacerdote viva una
tensión ascética permanente, alimentada por la comunión con Dios, y se dedique a
una actualización constante en el estudio de la teología moral y de las ciencias
humanas.

San Juan María Vianney sabía instaurar un verdadero "diálogo de salvación" con los
penitentes, mostrando la belleza y la grandeza de la bondad del Señor y suscitando
el deseo de Dios y del cielo que los santos son los primeros en llevar. Afirmaba: "El
buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis
nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios
que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!"
(Monnin A., Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Torino 1870,
p. 130). El sacerdote tiene la tarea de favorecer la experiencia del "diálogo de
salvación", que nace de la certeza de ser amados por Dios y ayuda al hombre a
reconocer su pecado y a introducirse, progresivamente, en la dinámica estable de
conversión del corazón que lleva a la renuncia radical al mal y a una vida según
Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1431).

Queridos sacerdotes, ¡qué extraordinario ministerio nos ha confiado el Señor! Como


en la celebración eucarística él se pone en manos del sacerdote para seguir estando
presente en medio de su pueblo, de forma análoga en el sacramento de la
Reconciliación se confía al sacerdote para que los hombres experimenten el abrazo
con el que el padre acoge al hijo pródigo, restituyéndole la dignidad filial y la
herencia (cf. Lc 15, 11-32). Que la Virgen María y el santo cura de Ars nos ayuden
a experimentar en nuestra vida la anchura, la longitud, la altura y la profundidad
del amor de Dios (cf. Ef 3, 18-19), para que seamos administradores fieles y
generosos de este amor. Os doy las gracias a todos de corazón y os imparto de
buen grado mi bendición.
DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO
POR LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

Aula de las Bendiciones


Viernes 12 de marzo de 2010

Me alegra encontrarme con vosotros en esta ocasión particular y os saludo a todos


con afecto. Dirijo un saludo especial al cardenal Cláudio Hummes, prefecto de la
Congregación para el clero, y le agradezco las palabras que me ha dirigido. Expreso
mi gratitud a todo el dicasterio por el empeño con el que coordina las múltiples
iniciativas del Año sacerdotal, entre ellas este congreso teológico sobre el tema:
"Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote". Me congratulo por esta iniciativa en la
que participan más de cincuenta obispos y más de quinientos sacerdotes, muchos
de los cuales son responsables nacionales o diocesanos del clero y de la formación
permanente. Vuestra atención a los temas relativos al sacerdocio ministerial es uno
de los frutos de este Año especial, que he querido convocar precisamente para
"promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que
su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo" (Carta
para la convocatoria del Año sacerdotal).

El tema de la identidad sacerdotal, objeto de vuestra primera jornada de estudio es


determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en el presente y en el
futuro. En una época como la nuestra, tan "policéntrica" e inclinada a atenuar todo
tipo de concepción que afirme una identidad, que muchos consideran contraria a la
libertad y a la democracia, es importante tener muy clara la peculiaridad teológica
del ministerio ordenado para no caer en la tentación de reducirlo a las categorías
culturales dominantes. En un contexto de secularización generalizada, que excluye
progresivamente a Dios del ámbito público, y tiende a excluirlo también de la
conciencia social compartida, con frecuencia el sacerdote parece "extraño" al sentir
común, precisamente por los aspectos más fundamentales de su ministerio, como
los de ser un hombre de lo sagrado, tomado del mundo para interceder en favor del
mundo, y constituido en esa misión por Dios y no por los hombres (cf. Hb 5, 1). Por
este motivo es importante superar peligrosos "reduccionismos" que, en los decenios
pasados, utilizando categorías más funcionales que ontológicas, han presentado al
sacerdote casi como a un "agente social", con el riesgo de traicionar incluso el
sacerdocio de Cristo. La hermenéutica de la continuidad se revela cada vez más
urgente para comprender de modo adecuado los textos del concilio ecuménico
Vaticano II y, análogamente, resulta necesaria una hermenéutica que podríamos
definir "de la continuidad sacerdotal", la cual, partiendo de Jesús de Nazaret, Señor
y Cristo, y pasando por los dos mil años de la historia de grandeza y de santidad,
de cultura y de piedad, que el sacerdocio ha escrito en el mundo, ha de llegar hasta
nuestros días.

Queridos hermanos sacerdotes, en el tiempo en que vivimos es especialmente


importante que la llamada a participar en el único sacerdocio de Cristo en el
ministerio ordenado florezca en el "carisma de la profecía": hay gran necesidad de
sacerdotes que hablen de Dios al mundo y que presenten el mundo a Dios;
hombres no sujetos a efímeras modas culturales, sino capaces de vivir
auténticamente la libertad que sólo la certeza de la pertenencia a Dios puede dar.
Como ha subrayado muy bien vuestro congreso, hoy la profecía más necesaria es la
de la fidelidad que, partiendo de la fidelidad de Cristo a la humanidad, mediante la
Iglesia y el sacerdocio ministerial, lleve a vivir el propio sacerdocio en la adhesión
total a Cristo y a la Iglesia. De hecho, el sacerdote ya no se pertenece a sí mismo,
sino que, por el carácter sacramental recibido (cf. Catecismo de la Iglesia católica,
nn. 1563 y 1582), es "propiedad" de Dios. Este "ser de Otro" deben poder
reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido.

En el modo de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y de


amar, de relacionarse con las personas, incluso en el hábito, el sacerdote debe
sacar fuerza profética de su pertenencia sacramental, de su ser profundo. Por
consiguiente, debe poner sumo esmero en preservarse de la mentalidad dominante,
que tiende a asociar el valor del ministro no a su persona, sino sólo a su función,
negando así la obra de Dios, que incide en la identidad profunda de la persona del
sacerdote, configurándolo a sí de modo definitivo (cf. ib., n. 1583).

El horizonte de la pertenencia ontológica a Dios constituye, además, el marco


adecuado para comprender y reafirmar, también en nuestros días, el valor del
celibato sagrado, que en la Iglesia latina es un carisma requerido por el Orden
sagrado (cf. Presbyterorum ordinis, 16) y que las Iglesias orientales tienen en
grandísima consideración (cf. Código de cánones de las Iglesias orientales, can.
373). Es una auténtica profecía del Reino, signo de la consagración con corazón
indiviso al Señor y a las "cosas del Señor" (1 Co 7, 32), expresión de la entrega de
uno mismo a Dios y a los demás (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1579).

La vocación del sacerdote, por tanto, es altísima y sigue siendo un gran misterio
incluso para quienes la hemos recibido como don. Nuestras limitaciones y
debilidades deben inducirnos a vivir y a custodiar con profunda fe este don
precioso, con el que Cristo nos ha configurado a sí, haciéndonos partícipes de su
misión salvífica. De hecho, la comprensión del sacerdocio ministerial está vinculada
a la fe y requiere, de modo cada vez más firme, una continuidad radical entre la
formación recibida en el seminario y la formación permanente. La vida profética, sin
componendas, con la que serviremos a Dios y al mundo, anunciando el Evangelio y
celebrando los sacramentos, favorecerá la venida del reino de Dios ya presente y el
crecimiento del pueblo de Dios en la fe.

Queridos sacerdotes, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo sólo nos piden
que seamos sacerdotes de verdad y nada más. Los fieles laicos encontrarán en
muchas otras personas aquello que humanamente necesitan, pero sólo en el
sacerdote podrán encontrar la Palabra de Dios que siempre deben tener en los
labios (cf. Presbyterorum ordinis, 4); la misericordia del Padre, abundante y
gratuitamente dada en el sacramento de la Reconciliación; y el Pan de vida nueva,
"alimento verdadero dado a los hombres" (cf. Himno del Oficio en la solemnidad del
Corpus Christi del Rito romano).

Pidamos a Dios, por intercesión de la santísima Virgen María y de san Juan María
Vianney, que nos conceda agradecerle cada día el gran don de la vocación y vivir
con plena y gozosa fidelidad nuestro sacerdocio. Gracias a todos por este
encuentro. Os imparto de buen grado a cada uno la bendición apostólica.
MENSAJE DEL PAPA BENEDICTO XVI
PARA LA XLVII JORNADA MUNDIAL
DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES.

25 DE ABRIL DE 2010 – IV DOMINGO DE PASCUA

Tema: EL TESTIMONIO SUSCITA VOCACIONES

La 47 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que se celebrará en el IV


domingo de Pascua, domingo del “Buen Pastor”, el 25 de abril de 2010, me ofrece
la oportunidad de proponer a vuestra reflexión un tema en sintonía con el Año
Sacerdotal: El testimonio suscita vocaciones. La fecundidad de la propuesta
vocacional, en efecto, depende primariamente de la acción gratuita de Dios, pero,
como confirma la experiencia pastoral, está favorecida también por la cualidad y la
riqueza del testimonio personal y comunitario de cuantos han respondido ya a la
llamada del Señor en el ministerio sacerdotal y en la vida consagrada, puesto que
su testimonio puede suscitar en otros el deseo de corresponder con generosidad a
la llamada de Cristo. Este tema está, pues, estrechamente unido a la vida y a la
misión de los sacerdotes y de los consagrados. Por tanto, quisiera invitar a todos
los que el Señor ha llamado a trabajar en su viña a renovar su fiel respuesta, sobre
todo en este Año Sacerdotal, que he convocado con ocasión del 150 aniversario de
la muerte de san Juan María Vianney, el Cura de Ars, modelo siempre actual de
presbítero y de párroco.

Ya en el Antiguo Testamento los profetas eran conscientes de estar llamados a dar


testimonio con su vida de lo que anunciaban, dispuestos a afrontar incluso la
incomprensión, el rechazo, la persecución. La misión que Dios les había confiado los
implicaba completamente, como un incontenible “fuego ardiente” en el corazón (cf.
Jr 20, 9), y por eso estaban dispuestos a entregar al Señor no solamente la voz,
sino toda su existencia. En la plenitud de los tiempos, será Jesús, el enviado del
Padre (cf. Jn 5, 36), el que con su misión dará testimonio del amor de Dios hacia
todos los hombres, sin distinción, con especial atención a los últimos, a los
pecadores, a los marginados, a los pobres. Él es el Testigo por excelencia de Dios y
de su deseo de que todos se salven. En la aurora de los tiempos nuevos, Juan
Bautista, con una vida enteramente entregada a preparar el camino a Cristo, da
testimonio de que en el Hijo de María de Nazaret se cumplen las promesas de Dios.
Cuando lo ve acercarse al río Jordán, donde estaba bautizando, lo muestra a sus
discípulos como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Su
testimonio es tan fecundo, que dos de sus discípulos “oyéndole decir esto, siguieron
a Jesús” (Jn 1, 37).

También la vocación de Pedro, según escribe el evangelista Juan, pasa a través del
testimonio de su hermano Andrés, el cual, después de haber encontrado al Maestro
y haber respondido a la invitación de permanecer con Él, siente la necesidad de
comunicarle inmediatamente lo que ha descubierto en su “permanecer” con el
Señor: “Hemos encontrado al Mesías —que quiere decir Cristo— y lo llevó a Jesús”
(Jn 1, 41-42). Lo mismo sucede con Natanael, Bartolomé, gracias al testimonio de
otro discípulo, Felipe, el cual comunica con alegría su gran descubrimiento: “Hemos
encontrado a aquel de quien escribió Moisés, en el libro de la ley, y del que
hablaron los Profetas: es Jesús, el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1, 45). La
iniciativa libre y gratuita de Dios encuentra e interpela la responsabilidad humana
de cuantos acogen su invitación para convertirse con su propio testimonio en
instrumentos de la llamada divina. Esto acontece también hoy en la Iglesia: Dios se
sirve del testimonio de los sacerdotes, fieles a su misión, para suscitar nuevas
vocaciones sacerdotales y religiosas al servicio del Pueblo de Dios. Por esta razón
deseo señalar tres aspectos de la vida del presbítero, que considero esenciales para
un testimonio sacerdotal eficaz.

Elemento fundamental y reconocible de toda vocación al sacerdocio y a la vida


consagrada es la amistad con Cristo. Jesús vivía en constante unión con el Padre, y
esto era lo que suscitaba en los discípulos el deseo de vivir la misma experiencia,
aprendiendo de Él la comunión y el diálogo incesante con Dios. Si el sacerdote es el
“hombre de Dios”, que pertenece a Dios y que ayuda a conocerlo y amarlo, no
puede dejar de cultivar una profunda intimidad con Él, permanecer en su amor,
dedicando tiempo a la escucha de su Palabra. La oración es el primer testimonio
que suscita vocaciones. Como el apóstol Andrés, que comunica a su hermano haber
conocido al Maestro, igualmente quien quiere ser discípulo y testigo de Cristo debe
haberlo “visto” personalmente, debe haberlo conocido, debe haber aprendido a
amarlo y a estar con Él.

Otro aspecto de la consagración sacerdotal y de la vida religiosa es el don total de


sí mismo a Dios. Escribe el apóstol Juan: “En esto hemos conocido lo que es el
amor: en que él ha dado su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la
vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16). Con estas palabras, el apóstol invita a los
discípulos a entrar en la misma lógica de Jesús que, a lo largo de su existencia, ha
cumplido la voluntad del Padre hasta el don supremo de sí mismo en la cruz. Se
manifiesta aquí la misericordia de Dios en toda su plenitud; amor misericordioso
que ha vencido las tinieblas del mal, del pecado y de la muerte. La imagen de Jesús
que en la Última Cena se levanta de la mesa, se quita el manto, toma una toalla, se
la ciñe a la cintura y se inclina para lavar los pies a los apóstoles, expresa el sentido
del servicio y del don manifestados en su entera existencia, en obediencia a la
voluntad del Padre (cfr Jn 13, 3-15). Siguiendo a Jesús, quien ha sido llamado a la
vida de especial consagración debe esforzarse en dar testimonio del don total de sí
mismo a Dios. De ahí brota la capacidad de darse luego a los que la Providencia le
confíe en el ministerio pastoral, con entrega plena, continua y fiel, y con la alegría
de hacerse compañero de camino de tantos hermanos, para que se abran al
encuentro con Cristo y su Palabra se convierta en luz en su sendero. La historia de
cada vocación va unida casi siempre con el testimonio de un sacerdote que vive con
alegría el don de sí mismo a los hermanos por el Reino de los Cielos. Y esto porque
la cercanía y la palabra de un sacerdote son capaces de suscitar interrogantes y
conducir a decisiones incluso definitivas (cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal,
Pastores dabo vobis, 39).

Por último, un tercer aspecto que no puede dejar de caracterizar al sacerdote y a la


persona consagrada es el vivir la comunión. Jesús indicó, como signo distintivo de
quien quiere ser su discípulo, la profunda comunión en el amor: “Por el amor que
os tengáis los unos a los otros reconocerán todos que sois discípulos míos” (Jn 13,
35). De manera especial, el sacerdote debe ser hombre de comunión, abierto a
todos, capaz de caminar unido con toda la grey que la bondad del Señor le ha
confiado, ayudando a superar divisiones, a reparar fracturas, a suavizar contrastes
e incomprensiones, a perdonar ofensas. En julio de 2005, en el encuentro con el
Clero de Aosta, tuve la oportunidad de decir que si los jóvenes ven sacerdotes muy
aislados y tristes, no se sienten animados a seguir su ejemplo. Se sienten indecisos
cuando se les hace creer que ése es el futuro de un sacerdote. En cambio, es
importante llevar una vida indivisa, que muestre la belleza de ser sacerdote.
Entonces, el joven dirá:"sí, este puede ser un futuro también para mí, así se puede
vivir" (Insegnamenti I, [2005], 354). El Concilio Vaticano II, refiriéndose al
testimonio que suscita vocaciones, subraya el ejemplo de caridad y de colaboración
fraterna que deben ofrecer los sacerdotes (cf. Optatam totius, 2).
Me es grato recordar lo que escribió mi venerado Predecesor Juan Pablo II: “La vida
misma de los presbíteros, su entrega incondicional a la grey de Dios, su testimonio
de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia —un testimonio sellado con la opción
por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo pascual—, su concordia fraterna y
su celo por la evangelización del mundo, son el factor primero y más persuasivo de
fecundidad vocacional” (Pastores dabo vobis, 41). Se podría decir que las
vocaciones sacerdotales nacen del contacto con los sacerdotes, casi como un
patrimonio precioso comunicado con la palabra, el ejemplo y la vida entera.

Esto vale también para la vida consagrada. La existencia misma de los religiosos y
de las religiosas habla del amor de Cristo, cuando le siguen con plena fidelidad al
Evangelio y asumen con alegría sus criterios de juicio y conducta. Llegan a ser
“signo de contradicción” para el mundo, cuya lógica está inspirada muchas veces
por el materialismo, el egoísmo y el individualismo. Su fidelidad y la fuerza de su
testimonio, porque se dejan conquistar por Dios renunciando a sí mismos, sigue
suscitando en el alma de muchos jóvenes el deseo de seguir a Cristo para siempre,
generosa y totalmente. Imitar a Cristo casto, pobre y obediente, e identificarse con
Él: he aquí el ideal de la vida consagrada, testimonio de la primacía absoluta de
Dios en la vida y en la historia de los hombres.

Todo presbítero, todo consagrado y toda consagrada, fieles a su vocación,


transmiten la alegría de servir a Cristo, e invitan a todos los cristianos a responder
a la llamada universal a la santidad. Por tanto, para promover las vocaciones
específicas al ministerio sacerdotal y a la vida religiosa, para hacer más vigoroso e
incisivo el anuncio vocacional, es indispensable el ejemplo de todos los que ya han
dicho su “sí” a Dios y al proyecto de vida que Él tiene sobre cada uno. El testimonio
personal, hecho de elecciones existenciales y concretas, animará a los jóvenes a
tomar decisiones comprometidas que determinen su futuro. Para ayudarles es
necesario el arte del encuentro y del diálogo capaz de iluminarles y acompañarles,
a través sobre todo de la ejemplaridad de la existencia vivida como vocación. Así lo
hizo el Santo Cura de Ars, el cual, siempre en contacto con sus parroquianos,
“enseñaba, sobre todo, con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los
fieles a orar” (Carta para la convocación del Año Sacerdotal, 16 junio 2009).

Que esta Jornada Mundial ofrezca de nuevo una preciosa oportunidad a muchos
jóvenes para reflexionar sobre su vocación, entregándose a ella con sencillez,
confianza y plena disponibilidad. Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, custodie
hasta el más pequeño germen de vocación en el corazón de quienes el Señor llama
a seguirle más de cerca, hasta que se convierta en árbol frondoso, colmado de
frutos para bien de la Iglesia y de toda la humanidad. Rezo por esta intención, a la
vez que imparto a todos la Bendición Apostólica.

Vaticano, 13 de noviembre de 2009


BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro


Miércoles 14 de abril de 2010

MUNUS DOCENDI

Queridos amigos:

En este periodo pascual, que nos conduce a Pentecostés y que nos encamina
también a las celebraciones de clausura de este Año Sacerdotal, programadas para
el 9, 10 y 11 de junio próximo, quiero dedicar aún algunas reflexiones al tema del
Ministerio ordenado, comentando la realidad fecunda de la configuración del
sacerdote a Cristo Cabeza, en el ejercicio de los tria munera que recibe, es decir, de
los tres oficios de enseñar, santificar y gobernar.

Para comprender lo que significa que el sacerdote actúa in persona Christi Capitis —
en la persona de Cristo Cabeza—, y para entender también las consecuencias que
derivan de la tarea de representar al Señor, especialmente en el ejercicio de estos
tres oficios, es necesario aclarar ante todo lo que se entiende por «representar». El
sacerdote representa a Cristo. ¿Qué quiere decir «representar» a alguien? En el
lenguaje común generalmente quiere decir recibir una delegación de una persona
para estar presente en su lugar, para hablar y actuar en su lugar, porque aquel que
es representado está ausente de la acción concreta. Nos preguntamos: ¿El
sacerdote representa al Señor de la misma forma? La respuesta es no, porque en la
Iglesia Cristo no está nunca ausente; la Iglesia es su cuerpo vivo y la Cabeza de la
Iglesia es él, presente y operante en ella. Cristo no está nunca ausente; al
contrario, está presente de una forma totalmente libre de los límites del espacio y
del tiempo, gracias al acontecimiento de la Resurrección, que contemplamos de
modo especial en este tiempo de Pascua.

Por lo tanto, el sacerdote que actúa in persona Christi Capitis y en representación


del Señor, no actúa nunca en nombre de un ausente, sino en la Persona misma de
Cristo resucitado, que se hace presente con su acción realmente eficaz. Actúa
realmente y realiza lo que el sacerdote no podría hacer: la consagración del vino y
del pan para que sean realmente presencia del Señor, y la absolución de los
pecados. El Señor hace presente su propia acción en la persona que realiza estos
gestos. Estos tres oficios del sacerdote —que la Tradición ha identificado en las
diversas palabras de misión del Señor: enseñar, santificar y gobernar— en su
distinción y en su profunda unidad son una especificación de esta representación
eficaz. Esas son en realidad las tres acciones de Cristo resucitado, el mismo que
hoy en la Iglesia y en el mundo enseña y así crea fe, reúne a su pueblo, crea
presencia de la verdad y construye realmente la comunión de la Iglesia universal; y
santifica y guía.

El primer oficio del que quisiera hablar hoy es el munus docendi, es decir, el de
enseñar. Hoy, en plena emergencia educativa, el munus docendi de la Iglesia,
ejercido concretamente a través del ministerio de cada sacerdote, resulta
particularmente importante. Vivimos en una gran confusión sobre las opciones
fundamentales de nuestra vida y los interrogantes sobre qué es el mundo, de
dónde viene, a dónde vamos, qué tenemos que hacer para realizar el bien, cómo
debemos vivir, cuáles son los valores realmente pertinentes. Con respecto a todo
esto existen muchas filosofías opuestas, que nacen y desaparecen, creando
confusión sobre las decisiones fundamentales, sobre cómo vivir, porque
normalmente ya no sabemos de qué y para qué hemos sido hechos y a dónde
vamos. En esta situación se realiza la palabra del Señor, que tuvo compasión de la
multitud porque eran como ovejas sin pastor (cf. Mc 6, 34). El Señor hizo esta
constatación cuando vio los miles de personas que le seguían en el desierto porque,
entre las diversas corrientes de aquel tiempo, ya no sabían cuál era el verdadero
sentido de la Escritura, qué decía Dios. El Señor, movido por la compasión,
interpretó la Palabra de Dios —él mismo es la Palabra de Dios—, y así dio una
orientación. Esta es la función in persona Christi del sacerdote: hacer presente, en
la confusión y en la desorientación de nuestro tiempo, la luz de la Palabra de Dios,
la luz que es Cristo mismo en este mundo nuestro. Por tanto, el sacerdote no
enseña ideas propias, una filosofía que él mismo se ha inventado, encontrado, o
que le gusta; el sacerdote no habla por sí mismo, no habla para sí mismo, para
crearse admiradores o un partido propio; no dice cosas propias, invenciones
propias, sino que, en la confusión de todas las filosofías, el sacerdote enseña en
nombre de Cristo presente, propone la verdad que es Cristo mismo, su palabra, su
modo de vivir y de ir adelante. Para el sacerdote vale lo que Cristo dijo de sí
mismo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7, 16); es decir, Cristo no se propone a sí
mismo, sino que, como Hijo, es la voz, la Palabra del Padre. También el sacerdote
siempre debe hablar y actuar así: «Mi doctrina no es mía, no propago mis ideas o lo
que me gusta, sino que soy la boca y el corazón de Cristo, y hago presente esta
doctrina única y común, que ha creado a la Iglesia universal y que crea vida
eterna».

Este hecho, es decir, que el sacerdote no inventa, no crea ni proclama ideas propias
en cuanto que la doctrina que anuncia no es suya, sino de Cristo, no significa, por
otra parte, que sea neutro, casi como un portavoz que lee un texto que quizá no
hace suyo. También en este caso vale el modelo de Cristo, que dijo: «Yo no vengo
de mí mismo y no vivo para mí mismo, sino que vengo del Padre y vivo para el
Padre». Por ello, en esta profunda identificación, la doctrina de Cristo es la del
Padre y él mismo es uno con el Padre. El sacerdote que anuncia la palabra de
Cristo, la fe de la Iglesia y no sus propias ideas, debe decir también: yo no vivo de
mí y para mí, sino que vivo con Cristo y de Cristo, y por ello lo que Cristo nos ha
dicho se convierte en mi palabra aunque no es mía. La vida del sacerdote debe
identificarse con Cristo y, de esta forma, la palabra no propia se convierte, sin
embargo, en una palabra profundamente personal. San Agustín, sobre este tema,
hablando de los sacerdotes, dijo: «Y nosotros, ¿qué somos? Ministros (de Cristo),
sus servidores; porque lo que os distribuimos no es nuestro, sino que lo sacamos
de su reserva. Y también nosotros vivimos de ella, porque somos siervos como
vosotros» (Discurso 229/e, 4).

La enseñanza que el sacerdote está llamado a ofrecer, las verdades de la fe, deben
ser interiorizadas y vividas en un intenso camino espiritual personal, para que así
realmente el sacerdote entre en una profunda comunión interior con Cristo mismo.
El sacerdote cree, acoge y trata de vivir, ante todo como propio, lo que el Señor ha
enseñado y la Iglesia ha transmitido, en el itinerario de identificación con el propio
ministerio del que san Juan María Vianney es testigo ejemplar (cf. Carta para la
convocatoria del Año sacerdotal). «Unidos en la misma caridad —afirma también
san Agustín— todos somos oyentes de aquel que es para nosotros en el cielo el
único Maestro» (Enarr. in Ps. 131, 1, 7).

La voz del sacerdote, en consecuencia, a menudo podría parecer una «voz que grita
en el desierto» (Mc 1, 3), pero precisamente en esto consiste su fuerza profética:
en no ser nunca homologado, ni homologable, a una cultura o mentalidad
dominante, sino en mostrar la única novedad capaz de realizar una renovación
auténtica y profunda del hombre, es decir, que Cristo es el Viviente, es el Dios
cercano, el Dios que actúa en la vida y para la vida del mundo y nos da la verdad,
la manera de vivir.

En la preparación esmerada de la predicación festiva, sin excluir la ferial, en el


esfuerzo de formación catequética, en las escuelas, en las instituciones académicas
y, de manera especial, a través del libro no escrito que es su propia vida, el
sacerdote es siempre «docente», enseña. Pero no con la presunción de quien
impone verdades propias, sino con la humilde y alegre certeza de quien ha
encontrado la Verdad, ha sido aferrado y transformado por ella, y por eso no puede
menos de anunciarla. De hecho, el sacerdocio nadie lo puede elegir para sí; no es
una forma de alcanzar seguridad en la vida, de conquistar una posición social:
nadie puede dárselo, ni buscarlo por sí mismo. El sacerdocio es respuesta a la
llamada del Señor, a su voluntad, para ser anunciadores no de una verdad
personal, sino de su verdad.

Queridos hermanos sacerdotes, el pueblo cristiano pide escuchar de nuestras


enseñanzas la genuina doctrina eclesial, que les permita renovar el encuentro con
Cristo que da la alegría, la paz, la salvación. La Sagrada Escritura, los escritos de
los Padres y de los Doctores de la Iglesia, el Catecismo de la Iglesia católica
constituyen, a este respecto, puntos de referencia imprescindibles en el ejercicio
del munus docendi, tan esencial para la conversión, el camino de fe y la salvación
de los hombres. «Ordenación sacerdotal significa: ser sumergidos (...) en la
Verdad» (Homilía en la Misa Crismal, 9 de abril de 2009), esa Verdad que no es
simplemente un concepto o un conjunto de ideas que transmitir y asimilar, sino que
es la Persona de Cristo, con la cual, por la cual y en la cual vivir; así,
necesariamente, nace también la actualidad y la comprensibilidad del anuncio. Sólo
esta conciencia de una Verdad hecha Persona en la encarnación del Hijo justifica el
mandato misionero: «Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la
creación» (Mc 16, 15). Sólo si es la Verdad está destinado a toda criatura, no es
una imposición de algo, sino la apertura del corazón a aquello por lo que ha sido
creado.

Queridos hermanos y hermanas, el Señor ha confiado a los sacerdotes una gran


tarea: ser anunciadores de su Palabra, de la Verdad que salva; ser su voz en el
mundo para llevar aquello que contribuye al verdadero bien de las almas y al
auténtico camino de fe (cf. 1 Co 6, 12). Que san Juan María Vianney sea ejemplo
para todos los sacerdotes. Era hombre de gran sabiduría y fortaleza heroica para
resistir a las presiones culturales y sociales de su tiempo a fin de llevar las almas a
Dios: sencillez, fidelidad e inmediatez eran las características esenciales de su
predicación, transparencia de su fe y de su santidad. Así el pueblo cristiano
quedaba edificado y, como sucede con los auténticos maestros de todos los
tiempos, reconocía en él la luz de la Verdad. Reconocía en él, en definitiva, lo que
siempre se debería reconocer en un sacerdote: la voz del buen Pastor.
BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro


Miércoles 28 de abril de 2010

SAN LEONARDO MURIALDO Y SAN JUAN BENITO COTTOLENGO

Nos estamos acercando a la conclusión del Año sacerdotal y, en este último


miércoles de abril, quiero hablar de dos santos sacerdotes ejemplares en su
entrega a Dios y en su testimonio de caridad, vivida en la Iglesia y para la Iglesia,
hacia los hermanos más necesitados: san Leonardo Murialdo y san José Benito
Cottolengo. Del primero recordamos los 110 años de la muerte y los 40 años de la
canonización; del segundo, han comenzado las celebraciones para el segundo
centenario de su ordenación sacerdotal.

Leonardo Murialdo nació en Turín el 26 de octubre de 1828: es la Turín de san Juan


Bosco y de san José Cottolengo, tierra fecundada por numerosos ejemplos de
santidad de fieles laicos y de sacerdotes. Leonardo era el octavo hijo de una familia
sencilla. De niño, junto con su hermano, entró en el colegio de los padres
escolapios de Savona para cursar la enseñanza primaria, secundaria y superior; allí
encontró a educadores preparados, en un clima de religiosidad basado en una
catequesis seria, con prácticas de piedad regulares. Sin embargo, durante la
adolescencia atravesó una profunda crisis existencial y espiritual que lo llevó a
anticipar el regreso a su familia y a concluir los estudios en Turín, donde se
matriculó en el bienio de filosofía. La «vuelta a la luz» aconteció —como cuenta—
después de algunos meses, con la gracia de una confesión general, en la cual volvió
a descubrir la inmensa misericordia de Dios; entonces, con 17 años, maduró la
decisión de hacerse sacerdote, como respuesta de amor a Dios que lo había
aferrado con su amor. Fue ordenado el 20 de septiembre de 1851. Precisamente en
aquel período, como catequista del Oratorio del Ángel Custodio, don Bosco lo
conoció, lo apreció y lo convenció a aceptar la dirección del nuevo Oratorio de San
Luis en «Porta Nuova», que dirigió hasta 1865. Allí también entró en contacto con
los graves problemas de las clases más pobres, visitó sus casas, madurando una
profunda sensibilidad social, educativa y apostólica que lo llevó a dedicarse
después, de forma autónoma, a múltiples iniciativas en favor de la juventud.
Catequesis, escuela, actividades recreativas fueron los fundamentos de su método
educativo en el Oratorio. Don Bosco quiso que lo acompañara también con ocasión
de la audiencia que le concedió el beato Pío IX en 1858.

En 1873 fundó la Congregación de San José, cuyo fin apostólico fue, desde el
principio, la formación de la juventud, especialmente la más pobre y abandonada.
El ambiente turinés de ese tiempo estaba marcado por un intenso florecimiento de
obras y actividades caritativas promovidas por Leonardo Murialdo hasta su muerte,
que tuvo lugar el 30 de marzo de 1900.

Me complace subrayar que el núcleo central de la espiritualidad de Murialdo es la


convicción del amor misericordioso de Dios: un Padre siempre bueno, paciente y
generoso, que revela la grandeza y la inmensidad de su misericordia con el perdón.
San Leonardo experimentó esta realidad no a nivel intelectual sino existencial,
mediante el encuentro vivo con el Señor. Siempre se consideró un hombre
favorecido por Dios misericordioso: por esto vivió el sentimiento gozoso de la
gratitud al Señor, la serena conciencia de sus propias limitaciones, el deseo
ardiente de penitencia, el compromiso constante y generoso de conversión. Veía
toda su existencia no sólo iluminada, guiada, sostenida por este amor, sino
continuamente inmersa en la infinita misericordia de Dios. En su testamento
espiritual escribió: «Tu misericordia me rodea, oh Señor... Como Dios está siempre
y en todas partes, así es siempre y en todas partes amor, es siempre y en todas
partes misericordia». Recordando el momento de crisis que tuvo en su juventud,
anotó: «El buen Dios quería que resplandeciera de nuevo su bondad y generosidad
de modo completamente singular. No sólo me admitió de nuevo en su amistad, sino
que me llamó a una elección de predilección: me llamó al sacerdocio, y esto apenas
algunos meses después de que yo volviera a él». Por eso, san Leonardo vivió la
vocación sacerdotal como un don gratuito de la misericordia de Dios con sentido de
reconocimiento, alegría y amor. Escribió también: «¡Dios me ha elegido a mí! Me ha
llamado, incluso me ha forzado al honor, a la gloria, a la felicidad inefable de ser su
ministro, de ser “otro Cristo” ... Y ¿dónde estaba yo cuando me has buscado, Dios
mío? ¡En el fondo del abismo! Yo estaba allí, y allí fue Dios a buscarme; allí me hizo
escuchar su voz...».

Subrayando la grandeza de la misión del sacerdote, que debe «continuar la obra de


la redención, la gran obra de Jesucristo, la obra del Salvador del mundo», es decir,
la de «salvar las almas», san Leonardo se recordaba siempre a sí mismo y
recordaba a sus hermanos la responsabilidad de una vida coherente con el
sacramento recibido. Amor de Dios y amor a Dios: esta fue la fuerza de su camino
de santidad, la ley de su sacerdocio, el significado más profundo de su apostolado
entre los jóvenes pobres y la fuente de su oración. San Leonardo Murialdo se
abandonó con confianza a la Providencia, cumpliendo generosamente la voluntad
divina, en contacto con Dios y dedicándose a los jóvenes pobres. De este modo
unió el silencio contemplativo con el ardor incansable de la acción, la fidelidad a los
deberes de cada día con la genialidad de las iniciativas, la fuerza en las dificultades
con la serenidad de espíritu. Este es su camino de santidad para vivir el
mandamiento del amor a Dios y al prójimo.

Cuarenta años antes de Leonardo Murialdo y con el mismo espíritu de caridad vivió
san José Benito Cottolengo, fundador de la obra que él mismo denominó «Pequeña
Casa de la Divina Providencia» y que hoy se llama también «Cottolengo». El
próximo domingo, en mi visita pastoral a Turín, tendré ocasión de venerar los
restos de este santo y de encontrarme con los huéspedes de la «Pequeña Casa».

José Benito Cottolengo nació en Bra, una pequeña localidad de la provincia de


Cúneo, el 3 de mayo de 1786. Primogénito de doce hijos, seis de los cuales
murieron en tierna edad, mostró desde niño una gran sensibilidad hacia los pobres.
Abrazó el camino del sacerdocio, imitado también por dos hermanos. Los años de
su juventud fueron los de la aventura napoleónica y de las consiguientes
dificultades en campo religioso y social. Cottolengo llegó a ser un buen sacerdote,
al que buscaban numerosos penitentes y, en la Turín de aquel tiempo, predicador
de ejercicios espirituales y conferencias para los estudiantes universitarios, que
lograban siempre un éxito notable. A la edad de 32 años fue nombrado canónigo de
la Santísima Trinidad, una congregación de sacerdotes que tenía la tarea de oficiar
en la Iglesia del Corpus Domini y de dar solemnidad a las ceremonias religiosas de
la ciudad, pero en ese puesto se sentía inquieto. Dios lo estaba preparando para
una misión especial y, precisamente con un encuentro inesperado y decisivo, le dio
a entender cuál iba a ser su destino futuro en el ejercicio del ministerio.

El Señor siempre pone signos en nuestro camino para guiarnos a nuestro verdadero
bien según su voluntad. Para Cottolengo esto sucedió, de modo dramático, el
domingo 2 de septiembre de 1827 por la mañana. Proveniente de Milán llegó a
Turín la diligencia, llena de gente como nunca, en la que viajaba apretujada toda
una familia francesa; la mujer, con cinco hijos, estaba embarazada y tenía fiebre
alta. Después de haber vagado por varios hospitales, esa familia encontró
alojamiento en un dormitorio público, pero la situación de la mujer iba agravándose
y algunos se pusieron a buscar un sacerdote. Por un misterioso designio se
cruzaron con José Benito Cottolengo, y fue precisamente él, con el corazón
abrumado y oprimido, quien acompañó a la muerte a esta joven madre, en medio
de la congoja de toda la familia. Después de haber desempeñado esta dolorosa
tarea, con el sufrimiento en el corazón, se puso ante el Santísimo Sacramento y
rezó: «Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué has querido que fuera testigo de esto? ¿Qué
quieres de mí? ¡Hay que hacer algo!». Se levantó, tocó todas las campanas,
encendió las velas y, al acoger a los curiosos en la iglesia, dijo: «¡Ha acontecido la
gracia! ¡Ha acontecido la gracia!». Desde ese momento Cottolengo se transformó:
utilizó todas sus capacidades, especialmente su habilidad económica y organizativa,
para poner en marcha iniciativas a fin de sostener a los más necesitados.

Supo implicar en su empresa a decenas y decenas de colaboradores y voluntarios.


Se desplazó a la periferia de Turín para extender su obra, creó una especie de
aldea, en la que asignó un nombre significativo a cada edificio que logró construir:
«casa de la fe», «casa de la esperanza», «casa de la caridad». Puso en práctica el
estilo de las «familias», constituyendo verdaderas comunidades de personas,
voluntarios y voluntarias, hombres y mujeres, religiosos y laicos, unidos para
afrontar y superar juntos las dificultades que se presentaban. En aquella «Pequeña
Casa de la Divina Providencia» cada uno tenía una tarea precisa: unos trabajaban,
otros rezaban, otros servían, otros educaban, otros administraban. Todos, sanos o
enfermos, compartían el mismo peso de la vida diaria. Con el tiempo, también la
vida religiosa se especificó según las necesidades y las exigencias particulares.
Asimismo, pensó en un seminario propio, para una formación específica de los
sacerdotes de la Obra. Siempre estuvo dispuesto a seguir y a servir a la Divina
Providencia, nunca a cuestionarla. Decía: «Yo no valgo para nada y ni siquiera sé lo
qué hago. Pero seguro que la Divina Providencia sabe lo que quiere. A mí me
corresponde sólo secundarla. Adelante in Domino». Para sus pobres y los más
necesitados siempre se definió «el obrero de la Divina Providencia».

Junto a las pequeñas aldeas fundó también cinco monasterios de monjas


contemplativas y uno de eremitas, y los consideró como una de sus realizaciones
más importantes: una especie de «corazón» que debía latir para toda la Obra.
Murió el 30 de abril de 1842, pronunciando estas palabras: «Misericordia, Domine;
Misericordia, Domine. Buena y santa Providencia... Virgen santa, ahora os toca a
Vos». Su vida, como escribió un periódico de la época, fue «una intensa jornada de
amor».

Queridos amigos, estos dos santos sacerdotes, de los cuales he trazado algunos
rasgos, vivieron su ministerio en la entrega total de su vida a los más pobres, a los
más necesitados, a los últimos, encontrando siempre la raíz profunda, la fuente
inagotable de su acción en la relación con Dios, bebiendo de su amor, en la
convicción profunda de que no es posible practicar la caridad sin vivir en Cristo y en
la Iglesia. Que su intercesión y su ejemplo sigan iluminando el ministerio de tantos
sacerdotes que se donan con generosidad por Dios y por el rebaño que les ha sido
encomendado, y que ayuden a cada uno a entregarse con alegría y generosidad a
Dios y al prójimo.
BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro


Miércoles 5 de mayo de 2010

MUNUS SANCTIFICANDI

Queridos hermanos y hermanas,

el pasado domingo, en mi Visita Pastoral a Turín, tuve la alegría de permanecer en


oración ante la Sábana Santa, uniéndome a los más de dos millones de peregrinos
que durante la solemne exposición de estos días, han podido contemplarla. Ese
sagrado lienzo puede nutrir y alimentar la fe y revigorizar la piedad cristiana,
porque invita a dirigirse al Rostro de Cristo, al Cuerpo del Cristo crucificado y
resucitado, a contemplar el misterio pascual, centro del mensaje cristiano. Del
Cuerpo de Cristo resucitado, vivo y operante en la historia (cfr. Romanos 12, 5),
nosotros, queridos hermanos y hermanas, somos miembros vivos, cada uno en
nuestra propia función, es decir, con la tarea que el Señor ha querido confiarnos.
Hoy, en esta catequesis, quisiera volver a las tareas específicas de los sacerdotes,
que, según la tradición, son esencialmente tres: enseñar, santificar y gobernar. En
una de las catequesis precedentes hablé sobre la primera de estas tres misiones: la
enseñanza, el anuncio de la verdad, el anuncio del Dios revelado en Cristo, o - con
otras palabras - la tarea profética de poner al hombre en contacto con la verdad, de
ayudarle a conocer lo esencial de su vida, de la misma realidad.

Hoy quisiera detenerme brevemente con vosotros sobre la segunda tarea que tiene
el sacerdote, la de santificar a los hombres, sobre todo mediante los sacramentos y
el culto de la Iglesia. Debemos ante todo preguntarnos: ¿Qué quiere decir la
palabra "santo"? La respuesta es: "santo" es la cualidad específica del ser de Dios,
es decir, absoluta verdad, bondad, amor, belleza, luz pura. Santificar a una persona
significa por tanto ponerla en contacto con Dios, con su ser luz, verdad, amor puro.
Es obvio que este contacto transforma a la persona. En la antigüedad se daba esta
firme convicción: Nadie puede ver a Dios sin morir en seguida. ¡Es demasiado
grande la fuerza de la verdad y de la luz! Si el hombre toca esta corriente absoluta,
no sobrevive. Por otra parte, se daba también esta convicción: sin un contacto
mínimo con Dios, el hombre no puede vivir. La verdad, la bondad, el amor son
condiciones fundamentales de su ser. La cuestión es: ¿cómo puede encontrar el
hombre ese contacto con Dios, que es fundamental, sin morir sobrepasado por la
grandeza del ser divino? La fe de la Iglesia nos dice que Dios mismo crea este
contacto, que nos transforma poco a poco en verdaderas imágenes de Dios.

Así volvemos de nuevo a la tarea del sacerdote de "santificar". Ningún hombre por
sí mismo, a partir de sus propias fuerzas, puede poner a otro en contacto con Dios.
Parte esencial de la gracia del sacerdocio es el don, la tarea de crear este contacto.
Esto se realiza en el anuncio de la palabra de Dios, que nos sale al encuentro. Se
realiza de una forma particularmente densa en los sacramentos. La inmersión en el
misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo sucede en el Bautismo, se
refuerza en la Confirmación y en la Reconciliación, se alimenta en la Eucaristía,
Sacramento que edifica a la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo
del Espíritu Santo (Cf.. Juan Pablo II, exhortación apostólica Pastores gregis, n.
32). Es por tanto Cristo mismo quien nos hace santos, es decir, quien nos atrae a la
esfera de Dios. Pero como acto de su infinita misericordia llama a algunos a "estar"
con Él (cfr. Marcos 3, 14) y a convertirse, mediante el Sacramento del Orden, a
pesar de la pobreza humana, en partícipes de su mismo Sacerdocio, ministros de
esta santificación, dispensadores de sus misterios, "puentes" del encuentro con Él,
de su mediación entre Dios y los hombres y entre los hombres y Dios (cfr.
Presbyterorum Ordinis, 5).

En las últimas décadas, se han dado tendencias que buscaban hacer prevalecer, en
la identidad y en la misión del sacerdote, la dimensión del anuncio, separándola de
la de santificación: a menudo se ha afirmado que sería necesario superar una
pastoral meramente sacramental. ¿Pero es posible ejercer auténticamente el
ministerio sacerdotal "superando" la pastoral sacramental? ¿Qué significa
precisamente para los sacerdotes evangelizar, en qué consiste la llamada primacía
del anuncio? Como recogen los Evangelios, Jesús afirma que el anuncio del Reino
de Dios es el objetivo de su misión; este anuncio, sin embargo, no es sólo un
"discurso", sino que incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los signos, los
milagros que Jesús realiza indican que el Reino viene como realidad presente y que
coincide al final con su misma persona, con el don de sí, como hemos escuchado
hoy en la lectura del Evangelio. Y lo mismo se puede decir del ministro ordenado:
él, el sacerdote, representa a Cristo, el enviado del Padre, continúa su misión,
mediante la "palabra" y el "sacramento", en esta totalidad de cuerpo y alma, de
signo y de palabra, san Agustín, en una carta al obispo Honorato de Thiabe,
refiriéndose a los sacerdotes, afirma: "Hagan por tanto los siervos de Cristo, los
ministros de Su palabra y de Su sacramento, lo que él mandó o permitió" (Epístola
228, 2). Es necesario reflexionar si, en algunos casos, haber minusvalorado el
ejercicio fiel del munus sanctificandi, no ha representado quizás un debilitamiento
de la misma fe en la eficacia salvífica de los sacramentos y, en definitiva, en el
actuar actual de Cristo y de su Espíritu, a través de la Iglesia, en el mundo.

¿Quién, por tanto, salva al mundo y al hombre? La única respuesta que podemos
dar es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado. ¿Y dónde se
realiza el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, que trae la salvación? En
la acción de Cristo mediante la Iglesia, en particular en el sacramento de la
Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial redentora del Hijo de Dios, en el
sacramento de la Reconciliación, en el que de la muerte del pecado se vuelve a la
vida nueva, y en todo otro acto sacramental de santificación (cfr. Presbyterorum
Ordinis, 5). Es importante, por tanto, promover una catequesis adecuada para
ayudar a los fieles a comprender el valor de los sacramentos, pero es también
necesario, a ejemplo del santo cura de Ars, ser disponibles, generosos y atentos en
dar a los fieles los tesoros de la gracia que Dios ha puesto en nuestras manos, y de
los cuales no somos "dueños", sino custodios y administradores. Sobre todo en este
tiempo nuestro, en el que, por un lado, parece que la fe se está debilitando y, por
otro, surgen una profunda necesidad y una difundida búsqueda de la espiritualidad,
es necesario que cada sacerdote recuerde que en su misión, el anuncio misionero y
el culto y los sacramentos nunca van separados, y promueva una sana pastoral
sacramental, para formar al Pueblo de Dios y ayudarle a vivir en plenitud la
Liturgia, el culto de la Iglesia, los Sacramentos como dones gratuitos de Dios, actos
libres y eficaces de su acción salvadora.

Como recordaba en la santa Misa Crismal de este año: "el centro del culto de la
Iglesia es el sacramento. Sacramento significa que en primer lugar no somos
nosotros los hombres los que hacemos algo, sino que Dios nos sale al encuentro
con su acción, nos mira y nos conduce hacia Sí. (...) Dios nos toca por medio de
realidades materiales (...) que Él asume a su servicio, haciendo de ellos
instrumentos de encuentro entre nosotros y Él mismo" (Misa Crismal, 1 de abril de
2010). La verdad según la cual en el Sacramento "no somos nosotros los hombres
los que hacemos algo" afecta, y debe afectar, también a la conciencia sacerdotal:
cada presbítero sabe bien que es un instrumento necesario de la actuación salvífica
de Dios, pero sin dejar de ser un instrumento. Esta conciencia debe hacer humildes
y generosos en la administración de los sacramentos, en el respeto de las normas
canónicas, pero también en la convicción profunda de que la propia misión es la de
hacer que todos los hombres, unidos a Cristo, puedan ofrecerse a Dios como hostia
viva y santa agradable a Él (cfr. Romanos 12, 1). Ejemplar, sobre la primacía del
munus sanctificandi y de la correcta interpretación de la pastoral sacramental,
sigue siendo san Juan María Vianney, el cual, un día, frente a un hombre que decía
no tener fe y deseaba discutir con él, el párroco respondió: "¡Oh! Amigo mío, os
conducís muy mal, yo no sé razonar... pero si tenéis necesidad de algún consuelo,
poneos allí (su dedo indicaba el inexorable escabel del confesionario) y creedme,
que muchos otros se pusieron en él antes que vos, y no tuvieron que arrepentirse"
(cfr. Monnin A., Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. i, Turín
1870, pp. 163-164).

Queridos sacerdotes, vivid con alegría y con amor la Liturgia y el culto: es acción
que el Resucitado realiza por el poder del Espíritu Santo en nosotros, con nosotros
y por nosotros. Quisiera renovar la invitación recientemente hecha de "volver al
confesionario, como lugar en el que 'habitar' más a menudo, para que el fiel pueda
encontrar misericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios
y experimentar la presencia de la Misericordia Divina, junto a la Presencia real en la
Eucaristía" (Discurso a la Penitenciaría Apostólica, 11 de marzo de 2010). Y quisiera
también invitar a cada sacerdote a celebrar y vivir con intensidad la Eucaristía, que
está en el corazón de la tarea de santificar; es Jesús que quiere estar con nosotros,
vivir en nosotros, donársenos él mismo, mostrarnos la infinita misericordia y
ternura de Dios; es el único Sacrificio de amor de Cristo que se hace presente, se
realiza entre nosotros y llega hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios,
abraza a la humanidad y nos une a Él (cfr. Discurso al Clero de Roma, 18 de
febrero de 2010). Y el sacerdote está llamado a ser ministro de este gran Misterio,
en el Sacramento y en la vida. Si "la gran tradición eclesial ha desvinculado con
razón la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote, y
así las legítimas expectativas de los fieles son adecuadamente salvaguardadas",
esto no quita nada a la "necesaria, incluso indispensable tensión hacia la perfección
moral, que debe habitar en todo corazón auténticamente sacerdotal": hay también
un ejemplo de fe y de testimonio de santidad que el Pueblo de Dios espera
justamente de sus Pastores (cfr. Benedicto XVI, Discurso a la Plenaria de la
Congregación para el Clero, 16 de marzo de 2009). Y es en la celebración de los
Santos Misterios donde el sacerdote encuentra la raíz de su santificación (cfr.
Presbyterorum Ordinis, 12-13).

Queridos amigos, sed conscientes del gran don que los sacerdotes son para la
Iglesia y para el mundo; a través de su ministerio, el Señor sigue salvando a los
hombres, a hacerse presente, a santificar. Sabed agradecer a Dios, y sobre todo
sed cercanos a vuestros sacerdotes con la oración y con el apoyo, especialmente en
las dificultades, para que sean cada vez más Pastores según el corazón de Dios.
Gracias.
BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro


Miércoles 26 de mayo de 2010

MUNUS REGENDI

El Año Sacerdotal llega a su fin; por eso he empezado en la últimas catequesis a


hablar sobre tareas esenciales del sacerdote, es decir: enseñar, santificar y
gobernar. Ya he dado dos catequesis: una sobre el ministerio de la santificación,
sobre todo los Sacramentos, y otra sobre la enseñanza. Por tanto, me queda hoy
hablar sobre la misión del sacerdote de gobernar, de guiar, con la autoridad de
Cristo, no con la propia, la porción del Pueblo que Dios le ha confiado.
¿Cómo comprender en la cultura contemporánea una dimensión así, que implica el
concepto de autoridad y tiene su origen en el mismo mandato del Señor de
apacentar su grey? ¿Qué es realmente, para nosotros los cristianos, la autoridad?
Las experiencias culturales, políticas e históricas del pasado reciente, sobre todo las
dictaduras en la Europa del Este y del Oeste en el siglo XX, han hecho al hombre
contemporáneo sospechar de este concepto. Una sospecha que, a menudo, se
traduce en considerar necesario el abandono de toda autoridad, que no venga
exclusivamente de los hombres y esté ante ellos, controlada por ellos. Pero
precisamente la mirada a los regímenes que, en el siglo pasado, sembraron terror y
muerte, recuerda con fuerza que la autoridad, en todo ámbito, cuando se ejercita
sin una referencia a lo Trascendente, si prescinde de la Autoridad suprema, que es
Dios, acaba inevitablemente volviéndose contra el hombre. Es importante entonces
reconocer que la autoridad humana nunca es un fin, sino siempre y sólo un medio y
que, necesariamente y en toda época, el fin es siempre la persona, creada por Dios
con su propia dignidad intangible y llamada a relacionarse con su propio Creador,
en el camino terreno de la existencia y en la vida eterna; es una autoridad
ejercitada en la responsabilidad ante Dios, el Creador. Una autoridad entendida así,
que tiene como único objetivo servir al verdadero bien de la persona y ser
transparencia del único Sumo Bien que es Dios, no sólo no es extraña a los
hombres, sino, al contrario, es una preciosa ayuda en el camino hacia la plena
realización en Cristo, hacia la salvación.
La Iglesia está llamada y se compromete a ejercitar este tipo de autoridad que es
servicio, y la ejercita no a título propio, sino en el nombre de Jesucristo, que ha
recibido del Padre todo poder en el Cielo y en la tierra (cf Mt 28,18). A través de los
Pastores de la Iglesia, de hecho, Cristo apacienta a su grey: es Él quien la guía, la
protege, la corrige, porque la ama profundamente. Pero el Señor Jesús, Pastor
supremo de nuestras almas, ha querido que el Colegio Apostólico, hoy los Obispos,
en comunión con el Sucesor de Pedro, y los sacerdotes, sus más preciosos
colaboradores, participaran en esta misión suya de cuidar del Pueblo de Dios, de
ser educadores en la fe, orientando, animando y sosteniendo a la comunidad
cristiana, o, como dice el Concilio, “cuidando, sobre todo, de que cada uno de los
fieles sea guiado en el Espíritu Santo a vivir según el Evangelio su propia vocación,
a practicar una caridad sincera y de obras y a ejercitar esa libertad con la que
Cristo nos ha liberado (Presbyterorum Ordinis, 6). Todo Pastor, por tanto, es el
medio a través del cual Cristo mismo ama a los hombres: mediante su ministerio -
queridos sacerdotes- a través de nosotros el Señor reúne las almas, las instruye,
las custodia, las guía. San Agustín, en su Comentario al Evangelio de san Juan,
dice: “Sea por tanto compromiso de amor apacentar la grey del Señor” (123,5);
ésta es la norma suprema de conducta de los ministros de Dios, un amor
incondicional, como el del Buen Pastor, lleno de alegría, abierto a todos, atento a
los cercanos y a los alejados (cf S. Agustín, Discurso 340, 1; Discurso 46, 15),
delicado con los más débiles, los pequeños, los sencillos, los pecadores, para
manifestar la infinita misericordia de Dios con las palabras tranquilizadoras de la
esperanza (cf Id., Carta 95,1).
Aunque esa tarea pastoral está basada en el Sacramento, su eficacia no es
independiente de la existencia personal del presbítero. Para ser Pastor según el
corazón de Dios (cf Jr 3,15) es necesario un profundo arraigo en la viva amistad
con Cristo, no sólo de la inteligencia, sino también de la libertad y de la voluntad,
una clara conciencia de la identidad recibida en la Ordenación Sacerdotal, una
disponibilidad incondicional a conducir a la grey confiada allá donde el Señor quiere
y no en la dirección que, aparentemente, para más conveniente o más fácil. Esto
requiere, en primer lugar, la continua y progresiva disponibilidad para dejar que
Cristo mismo gobierne la existencia sacerdotal de los presbíteros. De hecho, nadie
es capaz de apacentar la grey de Cristo, si no vive una profunda y real obediencia a
Cristo y a la Iglesia, y la misma docilidad del Pueblo a sus sacerdotes depende de la
docilidad de los sacerdotes a Cristo; por eso, en la base del ministerio pastoral está
siempre el encuentro personal y constante con el Señor, el conocimiento profundo
de Él, el conformar la propia voluntad a la voluntad de Cristo.
En las últimas décadas, se ha utilizado a menudo el adjetivo “pastoral” casi en
oposición al concepto de “jerárquico”, así como, en la misma contraposición, se ha
interpretado también la idea de “comunión”. Y quizás en este punto puede ser útil
una breve observación sobre la palabra “jerarquía”, que es la designación
tradicional de la estructura de autoridad sacramental en la Iglesia, ordenada según
los tres niveles del Sacramento del orden, episcopado, presbiterado, diaconado. En
la opinión pública prevalece, en esta realidad “jerarquía”, el elemento de
subordinación y el elemento jurídico: por eso a muchos la idea de jerarquía les
parece en contraste con la flexibilidad y la vitalidad del sentido pastoral y también
contraria a la humildad del Evangelio. Pero éste es un sentido mal entendido de la
jerarquía, históricamente también causado por abusos de autoridad y de hacer
carrera, que son precisamente abusos y no derivan del ser mismo de la realidad
“jerarquía”. La opinión común es que “jerarquía” es siempre algo ligado al dominio
y así no correspondiente al verdadero sentido de la Iglesia, de la unidad en el amor
de Cristo. Pero, como he dicho, ésta es una interpretación errónea, que tiene su
origen en abusos de la historia, pero no responde al verdadero significado de lo que
es la jerarquía. Empecemos por la palabra. Generalmente, se dice que el significado
de la palabra jerarquía sería “sagrado dominio”, pero el verdadero significado no es
éste, es “sagrado origen”, es decir: esta autoridad no viene del hombre mismo,
sino que tiene su origen en lo sagrado, en el Sacramento; somete por tanto la
persona a la vocación, al misterio de Cristo, hace del individuo un servidor de Cristo
y sólo en cuanto siervo de Cristo éste puede gobernar, guiar por Cristo y con Cristo.
Por eso quien entra en el sagrado Orden del Sacramento, la “jerarquía”, no es un
autócrata, sino que entra en un lazo nuevo de obediencia a Cristo: está ligado a Él
en comunión con los demás miembros del Orden sagrado, del Sacerdocio. Y
tampoco el Papa -punto de referencia de todos los demás Pastores y de la
comunión de la Iglesia- puede hacer lo que quiera; al contrario, el Papa es custodio
de la obediencia a Cristo, a su palabra resumida en la regula fidei, en el Credo de la
Iglesia, y debe preceder en la obediencia a Cristo y a su Iglesia. Jerarquía implica
por tanto un triple lazo: primero de todo el que le une con Cristo y con el orden
dado por el Señor a su Iglesia; después el lazo con los demás Pastores en la única
comunión de la Iglesia; y, finalmente, el lazo con los fieles confiados al individuo,
en el orden de la Iglesia.
Por tanto, se entiende que comunión y jerarquía no son contrarias una de la otra,
sino que se condicionan. Son juntas una sola cosa (comunión jerárquica). El Pastor
es por tanto propiamente tal guiando y custodiando a la grey, y a veces impidiendo
que se disperse. Sin una visión claramente y explícitamente sobrenatural, no es
comprensible la tarea de gobernar propia de los sacerdotes. Ésta, en cambio,
sostenida por el verdadero amor por la salvación de cada uno de los fieles, es
particularmente preciosa y necesaria también en nuestro tiempo. Si el fin es llevar
el anuncio de Cristo y conducir a los hombres al encuentro salvífico con Él para que
tengan la vida, la tarea de guiar se configura como un servicio vivido en una
donación total para la edificación de la grey en la verdad y en la santidad, a
menudo yendo a contracorriente y recordando que el más grande debe hacerse
como el más pequeño, y el que gobierna, como el que sirve (cf Lumen gentium,
27).
¿Dónde puede encontrar hoy un sacerdote la fuerza para tal ejercicio del propio
ministerio, en la plena fidelidad a Cristo y a la Iglesia, con una dedicación total a la
grey? La respuesta es sólo una: en Cristo Señor. La manera de gobernar de Jesús
no es la del dominio, sino es el humilde y amoroso servicio del Lavatorio de los
pies, y la realeza de Cristo sobre el universo no es un triunfo terreno, sino que
encuentra su culmen en el leño de la Cruz, que se convierte en juicio para el mundo
y punto de referencia para el ejercicio de una autoridad que sea verdadera
expresión de la caridad pastoral. Los santos, y entre ellos san Juan María Vianney,
han ejercitado con amor y dedicación la tarea de cuidar la porción del Pueblo de
Dios a ellos confiada, mostrando también ser hombres fuertes y determinados, con
el único objetivo de promover el verdadero bien de las almas, capaces de pagar en
persona, hasta el martirio, para permanecer fieles a la verdad y a la justicia del
Evangelio.
Queridos sacerdotes, “apacentad la grey de Dios que os está encomendada,
vigilando, no forzados sino voluntariamente (···), siendo modelos de la grey (1 P
5,2). Por tanto, no tengáis miedo de guiar a Cristo a cada uno de los hermanos que
Él os ha confiado, seguros de que cada palabra y cada actitud, si descienden de la
obediencia a la voluntad de Dios, traerán fruto; sabed vivir apreciando los méritos y
reconociendo los límites de la cultura en la que estamos insertos, con la firme
certeza de que el anuncio del Evangelio es el mayor servicio que se puede hacer al
hombre. No hay, de hecho, bien más grande, en esta vida terrena, que conducir a
los hombres a Dios, avivar la fe, levantar al hombre de la inercia y de la
desesperación, dar la esperanza de que Dios está cerca y guía la historia personal y
del mundo: éste, en definitiva, es el sentido profundo y último de la tarea de
gobernar que el Señor nos ha confiado. Se trata de formar a Cristo en los
creyentes, a través de ese proceso de santificación que es conversión de los
criterios, de la escala de valores, de las actitudes, para dejar que Cristo viva en
cada fiel. San Pablo resume así su acción pastoral: “hijos míos, por quienes sufro
de nuevo dolores de parte hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Gal 4, 19).
Queridos hermanos y hermanas, querría invitaros a rezar por mí, Sucesor de Pedro,
que tengo una tarea específica en el gobierno de la Iglesia de Cristo, así como por
todos vuestros Obispos y sacerdotes. Rezad para que sepamos cuidar de todas las
ovejas, también las perdidas, de la grey confiada a nosotros. A vosotros, queridos
sacerdotes, dirijo una cordial invitación a las Celebraciones conclusivas del Año
Sacerdotal, los próximos 9, 10 y 11 de junio, aquí en Roma: meditaremos sobre la
conversión y sobre la misión, sobre el don del Espíritu Santo y sobre la relación con
María Santísima, y renovaremos nuestras promesas sacerdotales, apoyados por
todo el Pueblo de Dios. ¡Gracias!
CLAUSURA DEL AÑO SACERDOTAL

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús


Plaza de San Pedro
Viernes 11 de junio de 2010

El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muerte del santo
Cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días, llega a su fin. Nos
hemos dejado guiar por el Cura de Ars para comprender de nuevo la grandeza y la
belleza del ministerio sacerdotal. El sacerdote no es simplemente alguien que
detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan
cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún
ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra
de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de
nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción
de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen
presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los
elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por
tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de
un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los
hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos
de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los
hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es
realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios
nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se
una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo
considerar y comprender. Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan
cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él se confíe a nuestra
debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así,
enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por
Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Junto con
la Iglesia, hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta
vocación. Pedimos trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al
mismo tiempo, una llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren
capaces de eso mismo para lo que Dios los cree capaces. Era de esperar que al
«enemigo» no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido
verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido
que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han
salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños,
en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del
hombre, se convierte en lo contrario. También nosotros pedimos perdón
insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que
queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no vuelva a suceder
jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la formación que prepara al
mismo haremos todo lo posible para examinar la autenticidad de la vocación; y que
queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su camino, para que el Señor
los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida. Si
el Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos
personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba
precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don
que se lleva en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a través de toda la
debilidad humana, hace visible su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido
como una tarea de purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y
que nos hace reconocer y amar más aún el gran don de Dios. De este modo, el don
se convierte en el compromiso de responder al valor y la humildad de Dios con
nuestro valor y nuestra humildad. La palabra de Cristo, que hemos entonado como
canto de entrada en la liturgia, puede decirnos en este momento lo que significa
hacerse y ser sacerdotes: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón» (Mt 11,29).

Celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos una
mirada, por así decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al morir fue traspasado
por la lanza del soldado romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante
nosotros; y con esto nos ha abierto el corazón de Dios mismo. La liturgia interpreta
para nosotros el lenguaje del corazón de Jesús, que habla sobre todo de Dios como
pastor de los hombres, y así nos manifiesta el sacerdocio de Jesús, que está
arraigado en lo íntimo de su corazón; de este modo, nos indica el perenne
fundamento, así como el criterio válido de todo ministerio sacerdotal, que debe
estar siempre anclado en el corazón de Jesús y ser vivido a partir de él. Quisiera
meditar hoy, sobre todo, los textos con los que la Iglesia orante responde a la
Palabra de Dios proclamada en las lecturas. En esos cantos, palabra y respuesta se
compenetran. Por una parte, están tomados de la Palabra de Dios, pero, por otra,
son ya al mismo tiempo la respuesta del hombre a dicha Palabra, respuesta en la
que la Palabra misma se comunica y entra en nuestra vida. El más importante de
estos textos en la liturgia de hoy es el Salmo 23 [22] – «El Señor es mi pastor» –,
en el que el Israel orante acoge la autorrevelación de Dios como pastor, haciendo
de esto la orientación para su propia vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta».
En este primer versículo se expresan alegría y gratitud porque Dios está presente y
cuida de nosotros. La lectura tomada del Libro de Ezequiel empieza con el mismo
tema: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro» (Ez
34,11). Dios cuida personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha
dejado solo, extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente
cada vez más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi
vida no cuenta casi nada. Las religiones del mundo, por lo que podemos ver, han
sabido siempre que, en último análisis, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano.
Abandonaba aparentemente el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras
divinidades. Había que llegar a un acuerdo con éstas. El Dios único era bueno, pero
lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era
necesario ocuparse de Él. Él no dominaba. Extrañamente, esta idea ha resurgido en
la Ilustración. Se aceptaba no obstante que el mundo presupone un Creador. Este
Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse de él. Ahora
el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las cuales se desarrolla, y en las
cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es sólo un origen remoto.
Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara de ellos. No querían
que Dios los molestara. Pero allí donde la cercanía del amor de Dios se percibe
como molestia, el ser humano se siente mal. Es bello y consolador saber que hay
una persona que me quiere y cuida de mí. Pero es mucho más decisivo que exista
ese Dios que me conoce, me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas
y ellas me conocen» (Jn 10,14), dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra
del Señor. Dios me conoce, se preocupa de mí. Este pensamiento debería
proporcionarnos realmente alegría. Dejemos que penetre intensamente en nuestro
interior. En ese momento comprendemos también qué significa: Dios quiere que
nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la historia, compartamos sus
preocupaciones por los hombres. Como sacerdotes, queremos ser personas que, en
comunión con su amor por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos
experimentar en lo concreto esta atención de Dios. Y, por lo que se refiere al
ámbito que se le confía, el sacerdote, junto con el Señor, debería poder decir: «Yo
conozco mis ovejas y ellas me conocen». «Conocer», en el sentido de la Sagrada
Escritura, nunca es solamente un saber exterior, igual que se conoce el número
telefónico de una persona. «Conocer» significa estar interiormente cerca del otro.
Quererle. Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de parte de Dios
y con vistas a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía de la amistad
de Dios.

Volvamos al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el honor de su
nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan» (23 [22], 3s). El pastor muestra el camino
correcto a quienes le están confiados. Los precede y guía. Digámoslo de otro modo:
el Señor nos muestra cómo se realiza en modo justo nuestro ser hombres. Nos
enseña el arte de ser persona. ¿Qué debo hacer para no arruinarme, para no
desperdiciar mi vida con la falta de sentido? En efecto, ésta es la pregunta que todo
hombre debe plantearse y que sirve para cualquier período de la vida. ¡Cuánta
oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo! Siempre vuelve a
nuestra mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres, porque
estaban como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de nosotros.
Muéstranos el camino. Sabemos por el Evangelio que Él es el camino. Vivir con
Cristo, seguirlo, esto significa encontrar el sendero justo, para que nuestra vida
tenga sentido y para que un día podamos decir: “Sí, vivir ha sido algo bueno”. El
pueblo de Israel estaba y está agradecido a Dios, porque ha mostrado en los
mandamientos el camino de la vida. El gran salmo 119 (118) es una expresión de
alegría por este hecho: nosotros no andamos a tientas en la oscuridad. Dios nos ha
mostrado cuál es el camino, cómo podemos caminar de manera justa. La vida de
Jesús es una síntesis y un modelo vivo de lo que afirman los mandamientos. Así
comprendemos que estas normas de Dios no son cadenas, sino el camino que Él
nos indica. Podemos estar alegres por ellas y porque en Cristo están ante nosotros
como una realidad vivida. Él mismo nos hace felices. Caminando junto a Cristo
tenemos la experiencia de la alegría de la Revelación, y como sacerdotes debemos
comunicar a la gente la alegría de que nos haya mostrado el camino justo de la
vida.

Después viene una palabra referida a la “cañada oscura”, a través de la cual el


Señor guía al hombre. El camino de cada uno de nosotros nos llevará un día a la
cañada oscura de la muerte, a la que ninguno nos puede acompañar. Y Él estará
allí. Cristo mismo ha descendido a la noche oscura de la muerte. Tampoco allí nos
abandona. También allí nos guía. “Si me acuesto en el abismo, allí te encuentro”,
dice el salmo 139 (138). Sí, tú estás presente también en la última fatiga, y así el
salmo responsorial puede decir: también allí, en la cañada oscura, nada temo. Sin
embargo, hablando de la cañada oscura, podemos pensar también en las cañadas
oscuras de las tentaciones, del desaliento, de la prueba, que toda persona humana
debe atravesar. También en estas cañadas tenebrosas de la vida Él está allí. Señor,
en la oscuridad de la tentación, en las horas de la oscuridad, en que todas las luces
parecen apagarse, muéstrame que tú estás allí. Ayúdanos a nosotros, sacerdotes,
para que podamos estar junto a las personas que en esas noches oscuras nos han
sido confiadas, para que podamos mostrarles tu luz.

«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra las bestias
salvajes que quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que buscan su botín.
Junto a la vara está el cayado, que sostiene y ayuda a atravesar los lugares
difíciles. Las dos cosas entran dentro del ministerio de la Iglesia, del ministerio del
sacerdote. También la Iglesia debe usar la vara del pastor, la vara con la que
protege la fe contra los farsantes, contra las orientaciones que son, en realidad,
desorientaciones. En efecto, el uso de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy
vemos que no se trata de amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la
vida sacerdotal. Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la
tergiversación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe
autónomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no
dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo, sin embargo, la vara continuamente
debe transformarse en el cayado del pastor, cayado que ayude a los hombres a
poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.

Al final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que se unge la
cabeza, de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor. En el salmo, esto
muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta de estar con Dios en el
templo, de ser hospedados y servidos por él mismo, de poder habitar en su casa.
Para nosotros, que rezamos este salmo con Cristo y con su Cuerpo que es la
Iglesia, esta perspectiva de esperanza ha adquirido una amplitud y profundidad
todavía más grande. Vemos en estas palabras, por así decir, una anticipación
profética del misterio de la Eucaristía, en la que Dios mismo nos invita y se nos
ofrece como alimento, como aquel pan y aquel vino exquisito que son la única
respuesta última al hambre y a la sed interior del hombre. ¿Cómo no alegrarnos de
estar invitados cada día a la misma mesa de Dios y habitar en su casa? ¿Cómo no
estar alegres por haber recibido de Él este mandato: “Haced esto en memoria
mía”? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la mesa de Dios para los
hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles el don precioso de su
misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo el corazón las palabras del
salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (23
[22], 6).

Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos hoy por la
Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san Juan concluye el
relato de la crucifixión de Jesús: «uno de los soldados con la lanza le traspasó el
costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). El corazón de Jesús es
traspasado por la lanza. Se abre, y se convierte en una fuente: el agua y la sangre
que manan aluden a los dos sacramentos fundamentales de los que vive la Iglesia:
el Bautismo y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón
abierto, brota la fuente viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El
corazón abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan
ciertamente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del
nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida (Ez 47): Jesús mismo es el
nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente de la que brota un río de vida
nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaristía.

La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embargo, prevé


como canto de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del evangelio de Juan:
«El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba. Como dice la
Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (cfr. Jn 7,37s). En la
fe bebemos, por así decir, del agua viva de la Palabra de Dios. Así, el creyente se
convierte él mismo en una fuente, que da agua viva a la tierra reseca de la historia.
Lo vemos en los santos. Lo vemos en María que, como gran mujer de fe y de amor,
se ha convertido a lo largo de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada cristiano
y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que
comunica vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo
sediento. Señor, te damos gracias porque nos has abierto tu corazón; porque en tu
muerte y resurrección te has convertido en fuente de vida. Haz que seamos
personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también nosotros fuente, de
manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te agradecemos la gracia
del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice a todos los hombres de este
tiempo que están sedientos y buscando. Amén.

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