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La imagen del pastor viene de lejos. En el antiguo Oriente los reyes solían
designarse a sí mismos como pastores de sus pueblos. En el Antiguo Testamento
Moisés y David, antes de ser llamados a convertirse en jefes y pastores del pueblo
de Dios, habían sido efectivamente pastores de rebaños. En las pruebas del tiempo
del exilio, ante el fracaso de los pastores de Israel, es decir, de los líderes políticos
y religiosos, Ezequiel había trazado la imagen de Dios mismo como Pastor de su
pueblo. Dios dice a través del profeta: "Como un pastor vela por su rebaño (...),
así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían
dispersado en día de nubes y brumas" (Ez 34, 12).
Ahora Jesús anuncia que ese momento ha llegado: él mismo es el buen Pastor en
quien Dios mismo vela por su criatura, el hombre, reuniendo a los seres humanos y
conduciéndolos al verdadero pasto. San Pedro, a quien el Señor resucitado había
confiado la misión de apacentar a sus ovejas, de convertirse en pastor con él y por
él, llama a Jesús el "archipoimen", el Mayoral, el Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4), y
con esto quiere decir que sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por
medio de él y en la más íntima comunión con él. Precisamente esto es lo que se
expresa en el sacramento de la Ordenación: el sacerdote, mediante el sacramento,
es insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de él y actuando con vistas a
él, realice en comunión con él el servicio del único Pastor, Jesús, en el que Dios
como hombre quiere ser nuestro Pastor.
El evangelio que hemos escuchado en este domingo es solamente una parte del
gran discurso de Jesús sobre los pastores. En este pasaje, el Señor nos dice tres
cosas sobre el verdadero pastor: da su vida por las ovejas; las conoce y ellas lo
conocen a él; y está al servicio de la unidad. Antes de reflexionar sobre estas tres
características esenciales del pastor, quizá sea útil recordar brevemente la parte
precedente del discurso sobre los pastores, en la que Jesús, antes de designarse
como Pastor, nos sorprende diciendo: "Yo soy la puerta" (Jn 10, 7). En el servicio
de pastor hay que entrar a través de él. Jesús pone de relieve con gran claridad
esta condición de fondo, afirmando: "El que sube por otro lado, ese es un ladrón y
un salteador" (Jn 10, 1).
Esta palabra "sube" (anabainei) evoca la imagen de alguien que trepa al recinto
para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. "Subir": se puede
ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar "muy alto", de conseguir un
puesto mediante la Iglesia: servirse, no servir. Es la imagen del hombre que, a
través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, convertirse en un personaje;
la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.
Queridos amigos, por esta intención queremos orar siempre de nuevo, queremos
esforzarnos precisamente por esto, es decir, para que Cristo crezca en nosotros,
para que nuestra unión con él sea cada vez más profunda, de modo que también a
través de nosotros sea Cristo mismo quien apaciente.
La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que
aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la
muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo
aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo
aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que
necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y
más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la
libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así,
siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser
importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra.
En segundo lugar el Señor nos dice: "Conozco mis ovejas y las mías me conocen a
mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre" (Jn 10, 14-15). En esta
frase hay dos relaciones en apariencia muy diversas, que aquí están entrelazadas:
la relación entre Jesús y el Padre, y la relación entre Jesús y los hombres
encomendados a él. Pero ambas relaciones van precisamente juntas porque los
hombres, en definitiva, pertenecen al Padre y buscan al Creador, a Dios. Cuando se
dan cuenta de que uno habla solamente en su propio nombre y tomando sólo de sí
mismo, entonces intuyen que eso es demasiado poco y no puede ser lo que buscan.
Pero donde resuena en una persona otra voz, la voz del Creador, del Padre, se abre
la puerta de la relación que el hombre espera. Por tanto, así debe ser en nuestro
caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la relación con Cristo y, por
medio de él, con el Padre; sólo entonces podemos comprender verdaderamente a
los hombres, sólo a la luz de Dios se comprende la profundidad del hombre;
entonces quien nos escucha se da cuenta de que no hablamos de nosotros, de algo,
sino del verdadero Pastor.
Pidamos siempre de nuevo al Señor que nos conceda este modo de conocer con el
corazón de Jesús, de no vincularlos a mí sino al corazón de Jesús, y de crear así
una verdadera comunidad.
Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al pastor:
"Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo
que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Jn 10, 16).
Es lo mismo que repite san Juan después de la decisión del sanedrín de matar a
Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible que muriera uno solo por el pueblo a
que pereciera toda la nación. San Juan reconoce que se trata de palabras
proféticas, y añade: "Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino
también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52).
Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz. Pero sobre
todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque Ezequiel, en su
profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de la unidad entre las tribus
dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya no se trata de la unificación del
Israel disperso, sino de todos los hijos de Dios, de la humanidad, de la Iglesia de
judíos y paganos. La misión de Jesús concierne a toda la humanidad, y por eso la
Iglesia tiene una responsabilidad con respecto a toda la humanidad, para que
reconozca a Dios, al Dios que por todos nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió,
murió y resucitó.
Sin embargo, como dice el Señor, también debemos salir siempre de nuevo "a los
caminos y cercados" (Lc 14, 23) para llevar la invitación de Dios a su banquete
también a los hombres que hasta ahora no han oído hablar para nada de él o no
han sido tocados interiormente por él. Este servicio universal, servicio a la unidad,
se realiza de muchas maneras. Siempre forma parte de él también el compromiso
por la unidad interior de la Iglesia, para que ella, por encima de todas las
diferencias y los límites, sea un signo de la presencia de Dios en el mundo, el único
que puede crear dicha unidad.
Se realizan hoy para nosotros, de modo muy particular, las palabras que dicen:
"Acreciste la alegría, aumentaste el gozo" (Is 9, 2). En efecto, a la alegría de
celebrar la Eucaristía en el día del Señor, se suman el júbilo espiritual del tiempo de
Pascua, que ya ha llegado al sexto domingo, y sobre todo la fiesta de la ordenación
de nuevos sacerdotes.
Juntamente con vosotros, saludo con afecto a los veintinueve diáconos que dentro
de poco serán ordenados presbíteros. Expreso mi profundo agradecimiento a
cuantos los han guiado en su camino de discernimiento y de preparación, y os
invito a todos a dar gracias a Dios por el don de estos nuevos sacerdotes a la
Iglesia. Sostengámoslos con intensa oración durante esta celebración, con espíritu
de ferviente alabanza al Padre que los ha llamado, al Hijo que los ha atraído a sí, y
al Espíritu Santo que los ha formado.
La primera lectura, tomada del capítulo octavo de los Hechos de los Apóstoles,
narra la misión del diácono Felipe en Samaria. Quiero atraer inmediatamente la
atención hacia la frase con que se concluye la primera parte del texto: "La ciudad
se llenó de alegría" (Hch 8, 8). Esta expresión no comunica una idea, un concepto
teológico, sino que refiere un acontecimiento concreto, algo que cambió la vida de
las personas: en una determinada ciudad de Samaria, en el período que siguió a la
primera persecución violenta contra la Iglesia en Jerusalén (cf. Hch 8, 1), sucedió
algo que "llenó de alegría". ¿Qué es lo que sucedió?
Pues bien, sucedió que los habitantes de la localidad samaritana de la que se habla
en este capítulo de los Hechos de los Apóstoles acogieron de forma unánime el
anuncio de Felipe y, gracias a su adhesión al Evangelio, Felipe pudo curar a muchos
enfermos. En aquella ciudad de Samaria, en medio de una población
tradicionalmente despreciada y casi excomulgada por los judíos, resonó el anuncio
de Cristo, que abrió a la alegría el corazón de cuantos lo acogieron con confianza.
Por eso —subraya san Lucas—, aquella ciudad "se llenó de alegría".
Queridos amigos, esta es también vuestra misión: llevar el Evangelio a todos, para
que todos experimenten la alegría de Cristo y todas las ciudades se llenen de
alegría. ¿Puede haber algo más hermoso que esto? ¿Hay algo más grande, más
estimulante que cooperar a la difusión de la Palabra de vida en el mundo, que
comunicar el agua viva del Espíritu Santo? Anunciar y testimoniar la alegría es el
núcleo central de vuestra misión, queridos diáconos, que dentro de poco seréis
sacerdotes.
El apóstol san Pablo llama a los ministros del Evangelio "servidores de la alegría". A
los cristianos de Corinto, en su segunda carta, escribe: "No es que pretendamos
dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestra alegría, pues os
mantenéis firmes en la fe" (2 Co 1, 24). Son palabras programáticas para todo
sacerdote. Para ser colaboradores de la alegría de los demás, en un mundo a
menudo triste y negativo, es necesario que el fuego del Evangelio arda dentro de
vosotros, que reine en vosotros la alegría del Señor. Sólo podréis ser mensajeros y
multiplicadores de esta alegría llevándola a todos, especialmente a cuantos están
tristes y afligidos.
Volvamos a la primera lectura, que nos brinda otro elemento de meditación. En ella
se habla de una reunión de oración, que tiene lugar precisamente en la ciudad
samaritana evangelizada por el diácono Felipe. La presiden los apóstoles san Pedro
y san Juan, dos "columnas" de la Iglesia, que habían acudido de Jerusalén para
visitar a esa nueva comunidad y confirmarla en la fe. Gracias a la imposición de sus
manos, el Espíritu Santo descendió sobre cuantos habían sido bautizados.
"Si me amáis". Queridos amigos, Jesús pronunció estas palabras durante la última
Cena, en el mismo momento en que instituyó la Eucaristía y el sacerdocio. Aunque
estaban dirigidas a los Apóstoles, en cierto sentido se dirigen a todos sus sucesores
y a los sacerdotes, que son los colaboradores más estrechos de los sucesores de los
Apóstoles. Hoy las volvemos a escuchar como una invitación a vivir cada vez con
mayor coherencia nuestra vocación en la Iglesia: vosotros, queridos ordenandos,
las escucháis con particular emoción, porque precisamente hoy Cristo os hace
partícipes de su sacerdocio. Acogedlas con fe y amor. Dejad que se graben en
vuestro corazón; dejad que os acompañen a lo largo del camino de toda vuestra
vida. No las olvidéis; no las perdáis por el camino. Releedlas, meditadlas con
frecuencia y, sobre todo, orad con ellas. Así, permaneceréis fieles al amor de Cristo
y os daréis cuenta, con alegría continua, de que su palabra divina "caminará" con
vosotros y "crecerá" en vosotros.
Otra observación sobre la segunda lectura: está tomada de la primera carta de san
Pedro, cerca de cuya tumba nos encontramos y a cuya intercesión quiero
encomendaros de modo especial. Hago mías sus palabras y con afecto os las dirijo:
"Glorificad en vuestro corazón a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar
razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere" (1 P 3, 15). Glorificad a
Cristo Señor en vuestros corazones, es decir, cultivad una relación personal de
amor con él, amor primero y más grande, único y totalizador, dentro del cual vivir,
purificar, iluminar y santificar todas las demás relaciones.
"Vuestra esperanza" está vinculada a esta "glorificación", a este amor a Cristo, que
por el Espíritu, como decíamos, habita en nosotros. Nuestra esperanza, vuestra
esperanza, es Dios, en Jesús y en el Espíritu. En vosotros esta esperanza, a partir
de hoy, se convierte en "esperanza sacerdotal", la de Jesús, buen Pastor, que
habita en vosotros y da forma a vuestros deseos según su Corazón divino:
esperanza de vida y de perdón para las personas encomendadas a vuestro cuidado
pastoral; esperanza de santidad y de fecundidad apostólica para vosotros y para
toda la Iglesia; esperanza de apertura a la fe y al encuentro con Dios para cuantos
se acerquen a vosotros buscando la verdad; esperanza de paz y de consuelo para
los que sufren y para los heridos por la vida.
Queridos hermanos, en este día tan significativo para vosotros, mi deseo es que
viváis cada vez más la esperanza arraigada en la fe, y que seáis siempre testigos y
dispensadores sabios y generosos, dulces y fuertes, respetuosos y convencidos, de
esa esperanza. Que os acompañe en esta misión y os proteja siempre la Virgen
María, a quien os exhorto a acoger nuevamente, como hizo el apóstol san Juan al
pie de la cruz, como Madre y Estrella de vuestra vida y de vuestro sacerdocio.
Amén.
Según una hermosa tradición, el domingo "del Buen Pastor" el Obispo de Roma se
reúne con su presbiterio para la ordenación de nuevos sacerdotes de la diócesis.
Cada vez es un gran don de Dios; es su gracia. Por tanto, despertemos en nosotros
un profundo sentimiento de fe y agradecimiento al vivir esta celebración. En este
clima me complace saludar al cardenal vicario Agostino Vallini, a los obispos
auxiliares, a los demás hermanos en el episcopado y en el sacerdocio y, con
especial afecto, a vosotros, queridos diáconos candidatos al presbiterado,
juntamente con vuestros familiares y amigos.
La Palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece abundantes sugerencias para
la meditación: consideraré algunas, para que pueda proyectar una luz indeleble
sobre el camino de vuestra vida y sobre vuestro ministerio.
"Jesús es la piedra; (...) no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos" (Hch
4, 11-12). En el pasaje de los Hechos de los Apóstoles —la primera lectura—,
impresiona y hace reflexionar esta singular "homonimia" entre Pedro y Jesús:
Pedro, que recibió su nuevo nombre de Jesús mismo, afirma que él, Jesús, es "la
piedra". En efecto, la única roca verdadera es Jesús. El único nombre que salva es
el suyo. El apóstol, y por tanto el sacerdote, recibe su propio "nombre", es decir, su
propia identidad, de Cristo. Todo lo que hace, lo hace en su nombre. Su "yo" es
totalmente relativo al "yo" de Jesús. En nombre de Cristo, y desde luego no en su
propio nombre, el apóstol puede realizar gestos de curación de los hermanos,
puede ayudar a los "enfermos" a levantarse y volver a caminar (cf. Hch 4, 10).
Además, Jesús rogó de manera singular por Simón Pedro, y se sacrificó por él,
porque un día, a orillas del lago Tiberíades, debía decirle: "Apacienta mis ovejas"
(Jn 21, 16-17). De modo análogo, todo sacerdote es destinatario de una oración
personal de Cristo, y de su mismo sacrificio, y sólo en cuanto tal está habilitado
para colaborar con él en el apacentamiento de la grey, que compete de modo total
y exclusivo al Señor.
Queridos diáconos, que el Espíritu Santo grabe esta divina Palabra, que he
comentado brevemente, en vuestro corazón, para que dé frutos abundantes y
duraderos. Lo pedimos por intercesión de los apóstoles san Pedro y san Pablo, así
como de san Juan María Vianney, el cura de Ars, bajo cuyo patrocinio he puesto el
próximo Año sacerdotal. Os lo obtenga la Madre del buen Pastor, María santísima.
En todas las circunstancias de vuestra vida contempladla a ella, estrella de vuestro
sacerdocio. Como a los sirvientes en las bodas de Caná, también a vosotros María
os repite: "Haced lo que él os diga" (Jn 2, 5). Siguiendo el ejemplo de la Virgen,
sed siempre hombres de oración y de servicio, para llegar a ser, en el ejercicio fiel
de vuestro ministerio, sacerdotes santos según el corazón de Dios.
El tema que habéis elegido para esta plenaria —"La identidad misionera del
presbítero en la Iglesia, como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria
munera"— permite algunas reflexiones para el trabajo de estos días y para los
abundantes frutos que ciertamente traerá. Si toda la Iglesia es misionera y si todo
cristiano, en virtud del Bautismo y de la Confirmación, quasi ex officio (cf.
Catecismo de la Iglesia católica, n. 1305) recibe el mandato de profesar
públicamente la fe, el sacerdocio ministerial, también desde este punto de vista, se
distingue ontológicamente, y no sólo en grado, del sacerdocio bautismal, llamado
también sacerdocio común. En efecto, del primero es constitutivo el mandato
apostólico: "Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16,
15). Como sabemos, este mandato no es un simple encargo encomendado a
colaboradores; sus raíces son más profundas y deben buscarse mucho más lejos.
La misión del presbítero, como muestra el tema de la plenaria, se lleva a cabo "en
la Iglesia". Esta dimensión eclesial, de comunión, jerárquica y doctrinal es
absolutamente indispensable para toda auténtica misión y sólo ella garantiza su
eficacia espiritual. Se debe reconocer siempre que los cuatro aspectos mencionados
están íntimamente relacionados: la misión es "eclesial" porque nadie anuncia o se
lleva a sí mismo, sino que, dentro y a través de su propia humanidad, todo
sacerdote debe ser muy consciente de que lleva a Otro, a Dios mismo, al mundo.
Dios es la única riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un
sacerdote.
La misión es "de comunión" porque se lleva a cabo en una unidad y comunión que
sólo de forma secundaria tiene también aspectos relevantes de visibilidad social.
Estos, por otra parte, derivan esencialmente de la intimidad divina, de la cual el
sacerdote está llamado a ser experto, para poder llevar, con humildad y confianza,
las almas a él confiadas al mismo encuentro con el Señor.
Por último, las dimensiones "jerárquica" y "doctrinal" sugieren reafirmar la
importancia de la disciplina (el término guarda relación con "discípulo") eclesiástica
y de la formación doctrinal, y no sólo teológica, inicial y permanente.
La conciencia de los cambios sociales radicales de las últimas décadas debe mover
las mejores energías eclesiales a cuidar la formación de los candidatos al ministerio.
En particular, debe estimular la constante solicitud de los pastores hacia sus
primeros colaboradores, tanto cultivando relaciones humanas verdaderamente
paternas, como preocupándose por su formación permanente, sobre todo en el
ámbito doctrinal y espiritual.
La misión tiene sus raíces de modo especial en una buena formación, llevada a
cabo en comunión con la Tradición eclesial ininterrumpida, sin rupturas ni
tentaciones de discontinuidad. En este sentido, es importante fomentar en los
sacerdotes, sobre todo en las generaciones jóvenes, una correcta recepción de los
textos del concilio ecuménico Vaticano II, interpretados a la luz de todo el
patrimonio doctrinal de la Iglesia. También parece urgente la recuperación de la
convicción que impulsa a los sacerdotes a estar presentes, identificables y
reconocibles tanto por el juicio de fe como por las virtudes personales, e incluso por
el vestido, en los ámbitos de la cultura y de la caridad, desde siempre en el corazón
de la misión de la Iglesia.
“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con frecuencia el Santo
Cura de Ars.[2] Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con
devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la
Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los
presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a
los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos,
deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus
esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a
nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de
las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de “amigos de
Cristo”, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?
Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé
mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin
reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a
un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a
lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones,
comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.
Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta
en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las
numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque
participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o
por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no
recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a
veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?
Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la
Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos,
es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más
conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades
de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don
de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos
de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En
este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer
un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero
consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: “Un buen
pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen
Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la
misericordia divina”.[3] Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a
percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana:
“¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece:
pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en
una pequeña hostia…”.[4] Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos
decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién
lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas
nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación?
El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última
vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma
llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la
paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo
sólo lo entenderá en el cielo”.[5] Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal
del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima
consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por
un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos bien lo que
representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor…
Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El
sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría
una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote
tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador
del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin
sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo,
sino para vosotros”.[6]
Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la
precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted
lo pondrá”. Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando
testimonio de la ternura de la salvación: “Dios mío, concédeme la conversión de mi
parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”. Con esta oración
comenzó su misión.[7] El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su
parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación
cristiana del pueblo que le había sido confiado.
La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista
que el Santo Cura de Ars también supo “hacerse presente” en todo el territorio de
su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba
misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus
obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de
paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la “Providence” (un
Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los
niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.
El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de
su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario
para hacer una visita a Jesús Eucaristía.[12] “No hay necesidad de hablar mucho
para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars. “Sabemos que Jesús está allí, en el
sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la
mejor oración”.[13] Y les persuadía: “Venid a comulgar, hijos míos, venid donde
Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él…”.[14] “Es verdad que no sois
dignos, pero lo necesitáis”.[15] Dicha educación de los fieles en la presencia
eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el
Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar una
figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con amor”.[16]
Les decía: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la
Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios”.[17]
Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la
Misa: “La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío,
¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”.[18]
Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como
sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las
mañanas!”.[19]
Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba –con una sola
moción interior– del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse
nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los
fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la
confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el
vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa.
Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos,
que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la
Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia
eucarística. Supo iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el
sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a
visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible
para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de
penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16
horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en “el gran hospital de las
almas”.[20] Su primer biógrafo afirma: “La gracia que conseguía [para que los
pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles
un momento de tregua”.[21] En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía:
“No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien
va tras el pecador y lo hace volver a Él”.[22] “Este buen Salvador está tan lleno de
amor que nos busca por todas partes”.[23]
En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los
sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio
evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: “El hombre contemporáneo
escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha
a los que enseñan, es porque dan testimonio”.[32] Para que no nos quedemos
existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio,
debemos preguntarnos constantemente: “¿Estamos realmente impregnados por la
palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que
pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La
amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que
realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?”.[33]
Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo
después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están
llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor Jesús inauguró y que los
Apóstoles hicieron suyo.[34]
El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el
Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal,
totalmente “entregado” a su ministerio. “Nos apremia el amor de Cristo –escribía-,
al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron” (2 Co 5, 14). Y añadía:
“Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el
que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría
proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección
cristiana?
Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan
María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas
concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el
Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: “Poco antes de que el Cura de Ars
terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido
en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje
de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida
desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria
celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades
sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una
devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que
ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con
tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854”.[50] El Santo
Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo
que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir
de su Santa Madre”.[51]
Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en
cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a
Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars.
Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan
María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia.
Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo,
entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que
hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus
discípulos en el Cenáculo: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he
vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para
mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A
ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros,
en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.
Con mi bendición
En la carta que os he dirigido con motivo de este Año jubilar especial, queridos
hermanos sacerdotes, he puesto de relieve algunos aspectos que caracterizan
nuestro ministerio, haciendo referencia al ejemplo y a la enseñanza del santo cura
de Ars, modelo y protector de todos nosotros los sacerdotes, y en particular de los
párrocos. Espero que esta carta os ayude e impulse a hacer de este año una
ocasión propicia para crecer en la intimidad con Jesús, que cuenta con nosotros,
sus ministros, para difundir y consolidar su reino, para difundir su amor, su verdad.
Y, por tanto, "a ejemplo del santo cura de Ars —así concluía mi carta—, dejaos
conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de
esperanza, reconciliación y paz".
Dejarse conquistar totalmente por Cristo. Este fue el objetivo de toda la vida de san
Pablo, al que hemos dirigido nuestra atención durante el Año paulino, que ya está a
punto de concluir; y esta fue la meta de todo el ministerio del santo cura de Ars, a
quien invocaremos de modo especial durante el Año sacerdotal. Que este sea
también el objetivo principal de cada uno de nosotros. Para ser ministros al servicio
del Evangelio es ciertamente útil y necesario el estudio, con una esmerada y
permanente formación teológica y pastoral, pero más necesaria aún es la "ciencia
del amor", que sólo se aprende de "corazón a corazón" con Cristo. Él nos llama a
partir el pan de su amor, a perdonar los pecados y a guiar al rebaño en su nombre.
Precisamente por este motivo no debemos alejarnos nunca del manantial del Amor
que es su Corazón traspasado en la cruz.
Sólo así podremos cooperar eficazmente al misterioso "designio del Padre", que
consiste en "hacer de Cristo el corazón del mundo". Designio que se realiza en la
historia en la medida en que Jesús se convierte en el Corazón de los corazones
humanos, comenzando por aquellos que están llamados a estar más cerca de él,
precisamente los sacerdotes. Las "promesas sacerdotales", que pronunciamos el día
de nuestra ordenación y que renovamos cada año, el Jueves santo, en la Misa
Crismal, nos vuelven a recordar este constante compromiso.
Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, cuyo Inmaculado Corazón
contemplaremos mañana con viva fe. El santo cura de Ars sentía una filial devoción
hacia ella, hasta el punto de que en 1836, antes de la proclamación del dogma de
la Inmaculada Concepción, ya había consagrado su parroquia a María "concebida
sin pecado". Y mantuvo la costumbre de renovar a menudo esta ofrenda de la
parroquia a la santísima Virgen, enseñando a los fieles que "basta con dirigirse a
ella para ser escuchados", por el simple motivo de que ella "desea sobre todo
vernos felices".
Que nos acompañe la Virgen santísima, nuestra Madre, en el Año sacerdotal que
hoy iniciamos, a fin de que podamos ser guías firmes e iluminados para los fieles
que el Señor encomienda a nuestro cuidado pastoral. ¡Amén!
BENEDICTO XVI
Señor Jesús, que en san Juan María Vianney quisiste donar a tu Iglesia una
conmovedora imagen de tu caridad pastoral, haz que, en su compañía y
sustentados por su ejemplo, vivamos en plenitud este Año Sacerdotal.
Haz, Oh Señor, que, por intercesión del Santo Cura de Ars, las familias cristianas se
conviertan en “pequeñas iglesias”, donde todas las vocaciones y todos los carismas,
donados por tu Espíritu Santo, puedan ser acogidos y valorizados. Concédenos,
Señor Jesús, poder repetir con el mismo ardor del Santo Cura de Ars las palabras
con las que él solía dirigirse a Ti:
PENITENCIARÍA APOSTÓLICA
DECRETO
Este tiempo sagrado comenzará con la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús,
Jornada de santificación de los sacerdotes, cuando el Sumo Pontífice celebre las
Vísperas ante las sagradas reliquias de san Juan María Vianney, traídas a Roma por
el obispo de Belley-Ars. Benedicto XVI concluirá el Año sacerdotal en la plaza de
San Pedro, en presencia de sacerdotes procedentes de todo el mundo, que
renovarán su fidelidad a Cristo y su vínculo de fraternidad.
Esfuércense los sacerdotes, con oraciones y obras buenas, por obtener de Cristo,
sumo y eterno Sacerdote, la gracia de brillar por la fe, la esperanza y la caridad, y
otras virtudes, y muestren con su estilo de vida, pero también con su aspecto
exterior, que están plenamente entregados al bien espiritual del pueblo, que es lo
que la Iglesia siempre ha buscado por encima de cualquier otra cosa.
Para conseguir mejor este fin, ayudará en gran medida el don de las sagradas
indulgencias que la Penitenciaría apostólica, con este Decreto, promulgado de
acuerdo con la voluntad del Sumo Pontífice, otorga benignamente durante el Año
sacerdotal.
A. A los sacerdotes realmente arrepentidos, que cualquier día recen con devoción al
menos las Laudes matutinas o las Vísperas ante el Santísimo Sacramento, expuesto
a la adoración pública o reservado en el sagrario, y, a ejemplo de san Juan María
Vianney, se ofrezcan con espíritu dispuesto y generoso a la celebración de los
sacramentos, sobre todo al de la Penitencia, se les imparte misericordiosamente en
Dios la indulgencia plenaria, que podrán aplicar también a los presbíteros difuntos
como sufragio si, de acuerdo con las normas vigentes, se acercan a la confesión
sacramental y al banquete eucarístico, y oran según las intenciones del Sumo
Pontífice.
B. A todos los fieles realmente arrepentidos que, en una iglesia u oratorio, asistan
con devoción al sacrificio divino de la misa y ofrezcan por los sacerdotes de la
Iglesia oraciones a Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, y cualquier obra buena
realizada ese día, para que los santifique y los modele según su Corazón, se les
concede la indulgencia plenaria, a condición de que hayan expiado sus pecados con
la penitencia sacramental y hayan elevado oraciones según la intención del Sumo
Pontífice: en los días en que se abre y se clausura el Año sacerdotal, en el día del
150° aniversario de la piadosa muerte de san Juan María Vianney, en el primer
jueves de mes o en cualquier otro día establecido por los Ordinarios de los lugares
para utilidad de los fieles.
Será muy conveniente que, en las iglesias catedrales y parroquiales, sean los
mismos sacerdotes encargados del cuidado pastoral quienes dirijan públicamente
estas prácticas de piedad, celebren la santa misa y confiesen a los fieles.
Por último, se concede la indulgencia parcial a todos los fieles cada vez que recen
con devoción en honor del Sagrado Corazón de Jesús cinco padrenuestros,
avemarías y glorias, u otra oración aprobada específicamente, para que los
sacerdotes se conserven en pureza y santidad de vida.
Este Decreto tiene vigor a lo largo de todo el Año sacerdotal. No obstante cualquier
disposición contraria.
Dado en Roma, en la sede de la Penitenciaría apostólica, el 25 de abril, fiesta de
San Marcos evangelista, año de la encarnación del Señor 2009.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
EL AÑO SACERDOTAL
El pasado viernes 19 de junio, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada
tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación de los sacerdotes, tuve la
alegría de inaugurar el Año sacerdotal, convocado con ocasión del 150° aniversario
del "nacimiento para el cielo" del cura de Ars, san Juan Bautista María Vianney. Y al
entrar en la basílica vaticana para la celebración de las Vísperas, casi como primer
gesto simbólico, visité la capilla del Coro para venerar la reliquia de este santo
pastor de almas: su corazón. ¿Por qué un Año sacerdotal? ¿Por qué precisamente
en recuerdo del santo cura de Ars, que aparentemente no hizo nada extraordinario?
Por tanto, como escribí en la carta enviada a los sacerdotes para esta ocasión, este
Año sacerdotal tiene como finalidad favorecer la tensión de todo presbítero hacia la
perfección espiritual de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio, y
ayudar ante todo a los sacerdotes, y con ellos a todo el pueblo de Dios, a
redescubrir y fortalecer más la conciencia del extraordinario e indispensable don de
gracia que el ministerio ordenado representa para quien lo ha recibido, para la
Iglesia entera y para el mundo, que sin la presencia real de Cristo estaría perdido.
No cabe duda de que han cambiado las condiciones históricas y sociales en las
cuales se encontró el cura de Ars y es justo preguntarse cómo pueden los
sacerdotes imitarlo en la identificación con su ministerio en las actuales sociedades
globalizadas. En un mundo en el que la visión común de la vida comprende cada
vez menos lo sagrado, en cuyo lugar lo "funcional" se convierte en la única
categoría decisiva, la concepción católica del sacerdocio podría correr el riesgo de
perder su consideración natural, a veces incluso dentro de la conciencia eclesial.
Con frecuencia, tanto en los ambientes teológicos como también en la práctica
pastoral concreta y de formación del clero, se confrontan, y a veces se oponen, dos
concepciones distintas del sacerdocio.
A este respecto, hace algunos años subrayé que existen, "por una parte, una
concepción social-funcional que define la esencia del sacerdocio con el concepto de
"servicio": el servicio a la comunidad, en la realización de una función... Por otra
parte, está la concepción sacramental-ontológica, que naturalmente no niega el
carácter de servicio del sacerdocio, pero lo ve anclado en el ser del ministro y
considera que este ser está determinado por un don concedido por el Señor a
través de la mediación de la Iglesia, cuyo nombre es sacramento" (J. Ratzinger,
Ministerio y vida del sacerdote, en Elementi di Teologia fondamentale. Saggio su
fede e ministero, Brescia 2005, p. 165). También la derivación terminológica de la
palabra "sacerdocio" hacia el sentido de "servicio, ministerio, encargo", es signo de
esa diversa concepción. A la primera, es decir, a la ontológico-sacramental está
vinculado el primado de la Eucaristía, en el binomio "sacerdocio-sacrificio", mientras
que a la segunda correspondería el primado de la Palabra y del servicio del anuncio.
Por tanto, un auténtico servicio a la Palabra requiere por parte del sacerdote que
tienda a una profunda abnegación de sí mismo, hasta decir con el Apóstol: "Ya no
vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí". El presbítero no puede considerarse
"dueño" de la palabra, sino servidor. Él no es la palabra, sino que, como
proclamaba san Juan Bautista, cuya Natividad celebramos precisamente hoy, es
"voz" de la Palabra: "Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del
Señor, enderezad sus sendas" (Mc 1, 3).
Alter Christus, el sacerdote está profundamente unido al Verbo del Padre, que al
encarnarse tomó la forma de siervo, se convirtió en siervo (cf. Flp 2, 5-11). El
sacerdote es siervo de Cristo, en el sentido de que su existencia, configurada
ontológicamente con Cristo, asume un carácter esencialmente relacional: está al
servicio de los hombres en Cristo, por Cristo y con Cristo. Precisamente porque
pertenece a Cristo, el sacerdote está radicalmente al servicio de los hombres: es
ministro de su salvación, de su felicidad, de su auténtica liberación, madurando, en
esta aceptación progresiva de la voluntad de Cristo, en la oración, en el "estar
unido de corazón" a él. Por tanto, esta es la condición imprescindible de todo
anuncio, que conlleva la participación en el ofrecimiento sacramental de la
Eucaristía y la obediencia dócil a la Iglesia.
El santo cura de Ars repetía a menudo con lágrimas en los ojos: "¡Da miedo ser
sacerdote!". Y añadía: "¡Es digno de compasión un sacerdote que celebra la misa de
forma rutinaria! ¡Qué desgraciado es un sacerdote sin vida interior!". Que el Año
sacerdotal impulse a todos los sacerdotes a identificarse totalmente con Jesús
crucificado y resucitado, para que, imitando a san Juan Bautista, estemos
dispuestos a "disminuir" para que él crezca; para que, siguiendo el ejemplo del cura
de Ars, sientan de forma constante y profunda la responsabilidad de su misión, que
es signo y presencia de la misericordia infinita de Dios. Encomendemos a la Virgen,
Madre de la Iglesia, el Año sacerdotal recién comenzado y a todos los sacerdotes
del mundo.
Sala Clementina
Sábado 4 de julio de 2009
Para cada diócesis, la atención a las vocaciones constituye una de las prioridades
pastorales, que asume más valor aún en el contexto del Año sacerdotal recién
iniciado. Por eso, saludo de corazón a los obispos delegados para la pastoral
vocacional de las distintas Conferencias episcopales, así como a los directores de
los centros vocacionales nacionales, a sus colaboradores y a todos los presentes.
Hay otra palabra de Jesús que utiliza la imagen de la semilla, y que se puede
relacionar con la parábola del sembrador: "Si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). Aquí el Señor
insiste en la correlación entre la muerte de la semilla y el "mucho fruto" que dará.
El grano de trigo es él, Jesús. El fruto es la "vida en abundancia" (Jn 10, 10), que
nos ha adquirido mediante su cruz. Esta es también la lógica y la verdadera
fecundidad de toda pastoral vocacional en la Iglesia: como Cristo, el sacerdote y el
animador deben ser un "grano de trigo", que renuncia a sí mismo para hacer la
voluntad del Padre; que sabe vivir oculto, alejado del clamor y del ruido; que
renuncia a buscar la visibilidad y la grandeza de imagen que hoy a menudo se
convierten en criterios e incluso en finalidades de la vida en buena parte de nuestra
cultura y fascinan a muchos jóvenes.
Este es el mensaje que nos deja el Año paulino recién concluido. San Pablo,
conquistado por Cristo, fue un promotor y formador de vocaciones, como bien se
desprende de los saludos de sus cartas, donde aparecen decenas de nombres
propios, es decir, rostros de hombres y mujeres que colaboraron con él al servicio
del Evangelio. Este es también el mensaje del Año sacerdotal recién iniciado: el
santo cura de Ars, Juan María Vianney —que constituye el "faro" de este nuevo
itinerario espiritual— fue un sacerdote que dedicó su vida a la guía espiritual de las
personas, con humildad y sencillez, "gustando y viendo" la bondad de Dios en las
situaciones ordinarias. Así, fue un verdadero maestro en el ministerio de la
consolación y del acompañamiento vocacional.
Por tanto, el Año sacerdotal brinda una magnífica oportunidad para volver a
encontrar el sentido profundo de la pastoral vocacional, así como sus opciones
fundamentales de método: el testimonio, sencillo y creíble; la comunión, con
itinerarios concertados y compartidos en la Iglesia particular; la cotidianidad, que
educa a seguir al Señor en la vida de todos los días; la escucha, guiada por el
Espíritu Santo, para orientar a los jóvenes en la búsqueda de Dios y de la
verdadera felicidad; y, por último, la verdad, que es lo único que puede generar
libertad interior.
BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Castelgandolfo
Domingo 2 de agosto de 2009
He regresado hace pocos días del Valle de Aosta y ahora me encuentro entre
vosotros con vivo agrado, queridos amigos de Castelgandolfo. Al obispo, al párroco
y a la comunidad parroquial, así como a las autoridades civiles y a todos los
castellani, junto a los peregrinos y veraneantes, renuevo con afecto mi saludo,
unido a un sentido agradecimiento por vuestra acogida, siempre tan cordial.
Gracias también por la cercanía espiritual que muchos me han demostrado cuando,
en Les Combes, me ocurrió el pequeño infortunio en la muñeca derecha.
Hoy contemplamos en san Francisco de Asís el ardiente amor por la salvación de las
almas, que todo sacerdote debe alimentar constantemente: en efecto, hoy se
celebra el llamado "Perdón de Asís", que obtuvo del Papa Honorio III en el año
1216, después de haber tenido una visión mientras se hallaba en oración en la
pequeña iglesia de la Porciúncula. Apareciéndosele Jesús en su gloria, con la Virgen
María a su derecha y muchos ángeles a su alrededor, le dijo que expresara un
deseo, y Francisco imploró un "perdón amplio y generoso" para todos aquellos que,
"arrepentidos y confesados", visitaran aquella iglesia. Recibida la aprobación
pontificia, el santo no esperó ningún documento escrito, sino que corrió a Asís y, al
llegar a la Porciúncula, anunció la gran noticia: "Hermanos míos, ¡quiero enviaros a
todos al paraíso!". A partir de entonces, desde el mediodía del 1 de agosto hasta la
medianoche del 2, se puede lucrar, con las condiciones habituales, la indulgencia
plenaria también por los difuntos, visitando una iglesia parroquial o franciscana.
Finalmente, no puedo dejar de recordar también la gran figura del Papa Montini,
Pablo VI, de cuya muerte, ocurrida precisamente aquí, en Castelgandolfo, el 6 de
agosto se cumplen 31 años. Su vida, tan profundamente sacerdotal y llena de tanta
humanidad, permanece en la Iglesia como un don por el que hay que dar gracias a
Dios. Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, ayude a los sacerdotes a estar todos
totalmente enamorados de Cristo, siguiendo el ejemplo de estos modelos de
santidad sacerdotal.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
En la catequesis de hoy quiero recorrer de nuevo la vida del santo cura de Ars
subrayando algunos de sus rasgos, que pueden servir de ejemplo también para los
sacerdotes de nuestra época, ciertamente diferente de aquella en la que él vivió,
pero en varios aspectos marcada por los mismos desafíos humanos y espirituales
fundamentales. Precisamente ayer se cumplieron 150 años de su nacimiento para
el cielo: a las dos de la mañana del 4 de agosto de 1859 san Juan Bautista María
Vianney, terminado el curso de su existencia terrena, fue al encuentro del Padre
celestial para recibir en herencia el reino preparado desde la creación del mundo
para los que siguen fielmente sus enseñanzas (cf. Mt 25, 34). ¡Qué gran fiesta
debió de haber en el paraíso al llegar un pastor tan celoso! ¡Qué acogida debe de
haberle reservado la multitud de los hijos reconciliados con el Padre gracias a su
obra de párroco y confesor! He querido tomar este aniversario como punto de
partida para la convocatoria del Año sacerdotal que, como es sabido, tiene por
tema: "Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote". De la santidad depende la
credibilidad del testimonio y, en definitiva, la eficacia misma de la misión de todo
sacerdote.
Los biógrafos refieren que, desde los primeros años de su juventud, trató de
conformarse a la voluntad de Dios incluso en las ocupaciones más humildes.
Albergaba en su corazón el deseo de ser sacerdote, pero no le resultó fácil
realizarlo. Llegó a la ordenación presbiteral después de no pocas vicisitudes e
incomprensiones, gracias a la ayuda de prudentes sacerdotes, que no se detuvieron
a considerar sus límites humanos, sino que supieron mirar más allá, intuyendo el
horizonte de santidad que se perfilaba en aquel joven realmente singular. Así, el 23
de junio de 1815, fue ordenado diácono y, el 13 de agosto siguiente, sacerdote. Por
fin, a la edad de 29 años, después de numerosas incertidumbres, no pocos fracasos
y muchas lágrimas, pudo subir al altar del Señor y realizar el sueño de su vida.
El santo cura de Ars manifestó siempre una altísima consideración del don recibido.
Afirmaba: "¡Oh, qué cosa tan grande es el sacerdocio! No se comprenderá bien más
que en el cielo... Si se entendiera en la tierra, se moriría, no de susto, sino de
amor" (Abbé Monnin, Esprit du Curé d'Ars, p. 113). Además, de niño había confiado
a su madre: "Si fuera sacerdote, querría conquistar muchas almas" (Abbé Monnin,
Procès de l'ordinaire, p. 1064). Y así sucedió. En el servicio pastoral, tan sencillo
como extraordinariamente fecundo, este anónimo párroco de una aldea perdida del
sur de Francia logró identificarse tanto con su ministerio que se convirtió, también
de un modo visible y reconocible universalmente, en alter Christus, imagen del
buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,
11). A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en los decenios de su servicio
sacerdotal. Su existencia fue una catequesis viviente, que cobraba una eficacia muy
particular cuando la gente lo veía celebrar la misa, detenerse en adoración ante el
sagrario o pasar muchas horas en el confesonario.
Así pues, san Juan María Vianney se distinguió como óptimo e incansable confesor y
maestro espiritual. Pasando, "con un solo movimiento interior, del altar al
confesonario", donde transcurría gran parte de la jornada, intentó por todos los
medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus feligreses
redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola
como una íntima exigencia de la Presencia eucarística (cf. Carta a los sacerdotes
para el Año sacerdotal).
Los métodos pastorales de san Juan María Vianney podrían parecer poco adecuados
en las actuales condiciones sociales y culturales. De hecho, ¿cómo podría imitarlo
un sacerdote hoy, en un mundo tan cambiado? Es verdad que los tiempos cambian
y que muchos carismas son típicos de la persona y, por tanto, irrepetibles; sin
embargo, hay un estilo de vida y un anhelo de fondo que todos estamos llamados a
cultivar. Mirándolo bien, lo que hizo santo al cura de Ars fue su humilde fidelidad a
la misión a la que Dios lo había llamado; fue su constante abandono, lleno de
confianza, en manos de la divina Providencia.
Así pues, lejos de reducir la figura de san Juan María Vianney a un ejemplo, aunque
sea admirable, de la espiritualidad católica del siglo XIX, es necesario, al contrario,
percibir la fuerza profética, de suma actualidad, que distingue su personalidad
humana y sacerdotal. En la Francia posrevolucionaria que experimentaba una
especie de "dictadura del racionalismo" orientada a borrar la presencia misma de
los sacerdotes y de la Iglesia en la sociedad, él vivió primero -en los años de su
juventud- una heroica clandestinidad recorriendo kilómetros durante la noche para
participar en la santa misa. Luego, ya como sacerdote, se caracterizó por una
singular y fecunda creatividad pastoral, capaz de mostrar que el racionalismo,
entonces dominante, en realidad no podía satisfacer las auténticas necesidades del
hombre y, por lo tanto, en definitiva no se podía vivir.
Queridos hermanos y hermanas, a los 150 años de la muerte del santo cura de Ars,
los desafíos de la sociedad actual no son menos arduos; al contrario, tal vez
resultan todavía más complejos. Si entonces existía la "dictadura del racionalismo",
en la época actual reina en muchos ambientes una especie de "dictadura del
relativismo". Ambas parecen respuestas inadecuadas a la justa exigencia del
hombre de usar plenamente su propia razón como elemento distintivo y
constitutivo de la propia identidad. El racionalismo fue inadecuado porque no tuvo
en cuenta las limitaciones humanas y pretendió poner la sola razón como medida
de todas las cosas, transformándola en una diosa; el relativismo contemporáneo
mortifica la razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede
conocer nada con certeza más allá del campo científico positivo. Sin embargo, hoy,
como entonces, el hombre "que mendiga significado y realización" busca
continuamente respuestas exhaustivas a los interrogantes de fondo que no deja de
plantearse.
Tenían muy presente esta "sed de verdad", que arde en el corazón de todo hombre,
los padres del concilio ecuménico Vaticano ii cuando afirmaron que corresponde a
los sacerdotes, "como educadores en la fe", formar "una auténtica comunidad
cristiana" capaz de preparar "a todos los hombres el camino hacia Cristo" y ejercer
"una auténtica maternidad" respecto a ellos, indicando o allanando a los no
creyentes "el camino hacia Cristo y su Iglesia", y siendo para los fieles "estímulo,
alimento y fortaleza para el combate espiritual" (cf.Presbyterorum ordinis, 6).
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
El "sí" de María es, por consiguiente, la puerta por la que Dios pudo entrar en el
mundo, hacerse hombre. Así María está real y profundamente involucrada en el
misterio de la Encarnación, de nuestra salvación. Y la Encarnación, el hacerse
hombre del Hijo, desde el inicio estaba orientada al don de sí mismo, a entregarse
con mucho amor en la cruz a fin de convertirse en pan para la vida del mundo. De
este modo sacrificio, sacerdocio y Encarnación van unidos, y María se encuentra en
el centro de este misterio.
Jesús dice a María: "Madre, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26). Es una especie de
testamento: encomienda a su Madre al cuidado del hijo, del discípulo. Pero también
dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27). El Evangelio nos dice que
desde ese momento san Juan, el hijo predilecto, acogió a la madre María "en su
casa". Así dice la traducción italiana, pero el texto griego es mucho más profundo,
mucho más rico. Podríamos traducir: acogió a María en lo íntimo de su vida, de su
ser, «eis tà ìdia», en la profundidad de su ser.
El santo cura de Ars, en quien pensamos de modo particular este año, solía repetir:
"Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de
lo más precioso que tenía, es decir, de su santa Madre" (B. Nodet, Il pensiero e
l'anima del Curato d'Ars, Turín 1967, p. 305). Esto vale para todo cristiano, para
todos nosotros, pero de modo especial para los sacerdotes.
Queridos hermanos y hermanas, oremos para que María haga a todos los
sacerdotes, en todos los problemas del mundo de hoy, conformes a la imagen de su
Hijo Jesús, dispensadores del tesoro inestimable de su amor de Pastor bueno.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Castelgandolfo
Miércoles 19 de agosto de 2009
En el contexto del Año sacerdotal, quiero subrayar el celo apostólico de san Juan
Eudes, dirigido especialmente a la formación del clero diocesano. Los santos son la
verdadera interpretación de la Sagrada Escritura. Los santos han verificado, en la
experiencia de la vida, la verdad del Evangelio; así nos introducen en el
conocimiento y en la comprensión del Evangelio. El concilio de Trento, en 1563,
había emanado normas para la erección de los seminarios diocesanos y para la
formación de los sacerdotes, pues el Concilio era consciente de que toda la crisis de
la reforma estaba condicionada también por una formación insuficiente de los
sacerdotes, que no estaban preparados para el sacerdocio de modo adecuado,
intelectual y espiritualmente, en el corazón y en el alma.
Esto sucedía en 1563; pero, dado que la aplicación y la realización de las normas se
dilataban, tanto en Alemania como en Francia, san Juan Eudes vio las
consecuencias de esta carencia. Movido por la clara conciencia de la gran necesidad
de ayuda espiritual que experimentaban las almas precisamente a causa de la falta
de preparación de gran parte del clero, el santo, que era párroco, instituyó una
congregación dedicada de manera específica a la formación de los sacerdotes. En la
ciudad universitaria de Caen, fundó su primer seminario, experiencia sumamente
apreciada, que muy pronto se extendió a otras diócesis.
En este Año sacerdotal os invito a rezar, queridos hermanos y hermanas, por los
sacerdotes y por quienes se preparan a recibir el don extraordinario del sacerdocio
ministerial. Concluyo dirigiendo a todos la exhortación de san Juan Eudes, que dice
así a los sacerdotes: "Entregaos a Jesús para entrar en la inmensidad de su gran
Corazón, que contiene el Corazón de su santa Madre y de todos los santos, y para
perderos en este abismo de amor, de caridad, de misericordia, de humildad, de
pureza, de paciencia, de sumisión y de santidad" (Coeur admirable, III, 2).
Con este espíritu, cantemos ahora juntos el Padre nuestro en latín.
Como podéis imaginar fácilmente, me habría sentido muy feliz de poder estar con
vosotros en este retiro sacerdotal internacional sobre el tema: "La alegría del
sacerdote consagrado para la salvación del mundo". Estáis participando en gran
número y os beneficiáis de las enseñanzas del cardenal Christoph Schönborn. Lo
saludo cordialmente, así como a los demás predicadores y al obispo de Belley-Ars,
monseñor Guy-Marie Bagnard. Debo contentarme con dirigiros este mensaje
grabado, pero —creedme— con estas pocas palabras os hablo a cada uno de
vosotros de la manera más personal posible, pues, como dice san Pablo: "Os llevo
en el corazón, partícipes como sois de mi gracia" (Flp 1, 7).
San Juan María Vianney subrayaba el papel indispensable del sacerdote, cuando
decía: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más
grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más
preciosos de la misericordia divina" (Le curé d'Ars. Pensées, presentados por el
abad Bernard Nodet, ed. Desclée de Brouwer, Foi Vivante 2000, p. 101). En este
Año sacerdotal, todos estamos llamados a explorar y redescubrir la grandeza del
sacramento que nos ha configurado para siempre a Cristo sumo Sacerdote y nos ha
"santificado en la verdad" (Jn 17, 19) a todos.
Elegido de entre los hombres, el sacerdote sigue siendo uno de ellos y está llamado
a servirles entregándoles la vida de Dios. Es él quien "continúa la obra de la
redención en la tierra" (Nodet, p. 98). Nuestra vocación sacerdotal es un tesoro que
llevamos en vasijas de barro (cf. 2 Co 4, 7). San Pablo expresó felizmente la infinita
distancia que existe entre nuestra vocación y la pobreza de las respuestas que
podemos dar a Dios. Desde este punto de vista existe un vínculo secreto que une el
Año paulino y el Año sacerdotal. Todavía conservamos en lo más íntimo de nuestro
corazón la exclamación conmovedora y confiada del Apóstol, que dice: "Cuando soy
débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Co 12, 10). La conciencia de esta debilidad
abre a la intimidad de Dios, que da fuerza y alegría. Cuanto más persevera el
sacerdote en la amistad de Dios, tanto más continuará la obra del Redentor en la
tierra (cf. Nodet, p. 98). El sacerdote ya no vive para sí mismo, sino para todos (cf.
Nodet, p. 100).
Este es precisamente uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo. El sacerdote,
ciertamente hombre de la Palabra divina y de lo sagrado, debe ser hoy más que
nunca hombre de alegría y de esperanza. A los hombres que ya no pueden concebir
que Dios sea Amor puro él dirá siempre que la vida vale la pena vivirla, y que Cristo
le da todo su sentido porque ama a los hombres, a todos los hombres. La religión
del cura de Ars es una religión de la felicidad, no una búsqueda morbosa de la
mortificación, como a veces se ha creído: "Nuestra felicidad es demasiado grande;
no, no, nunca podremos comprenderlo" (Nodet, p. 110), decía, y también: "Cuando
estamos en camino y divisamos un campanario, esta vista debe hacer latir nuestro
corazón como la vista de la casa donde habita su amado hace latir el corazón de la
esposa" (ib.).
Aquí quiero saludar con un afecto particular a aquellos de vosotros que tienen el
encargo pastoral de varias iglesias y que se prodigan sin escatimar esfuerzos para
mantener la vida sacramental en sus diferentes comunidades. El reconocimiento de
la Iglesia hacia todos vosotros es inmenso. No os desalentéis, sino seguid rezando y
haciendo rezar para que numerosos jóvenes acepten responder a la llamada de
Cristo, que no deja de querer que aumente el número de sus apóstoles para segar
sus campos.
Este año queremos meditar los pasajes de la carta a los Hebreos que acabamos de
leer. El autor de esta carta abrió un camino nuevo para entender el Antiguo
Testamento como libro que habla de Cristo. La tradición precedente había visto a
Cristo sobre todo, esencialmente, según la clave de la promesa davídica, del
verdadero David, del verdadero Salomón, del verdadero rey de Israel, verdadero
rey porque era hombre y Dios. Y la inscripción en la cruz realmente había
anunciado al mundo esta realidad: ya está presente el verdadero rey de Israel, que
es el rey del mundo; el rey de los judíos está colgado en la cruz. Es una
proclamación de la realeza de Jesús, del cumplimiento de la espera mesiánica del
Antiguo Testamento, que, en el fondo del corazón, es una expectativa de todos los
hombres que esperan al verdadero rey, que da justicia, amor y fraternidad.
Pero el autor de la carta a los Hebreos descubrió una cita del salmo 110, 4 que
hasta ese momento había pasado desapercibida: "Tú eres sacerdote eterno, según
el rito de Melquisedec". Esto significa que Jesús no sólo cumple la promesa
davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del mundo, sino que realiza
también la promesa del verdadero Sacerdote. En parte del Antiguo Testamento,
sobre todo también en Qumrán, existen dos líneas separadas de espera: el Rey y el
Sacerdote. El autor de la carta a los Hebreos, al descubrir este versículo,
comprendió que en Cristo están unidas las dos promesas: Cristo es el verdadero
Rey, el Hijo de Dios —según el salmo 2, 7 que cita— pero es también el verdadero
Sacerdote.
Así, todo el mundo cultual, toda la realidad de los sacrificios, del sacerdocio, que se
encuentra en búsqueda del verdadero sacerdocio, del verdadero sacrificio,
encuentra en Cristo su clave, su cumplimiento y, con esta clave, puede releer el
Antiguo Testamento y mostrar que precisamente también la ley cultual, que quedó
abolida después de la destrucción del Templo, en realidad iba hacia Cristo; por lo
tanto, no quedó simplemente abolida, sino que fue renovada, transformada, puesto
que en Cristo todo encuentra su sentido. El sacerdocio se muestra entonces en su
pureza y en su verdad profunda.
De este modo, la carta a los Hebreos presenta el tema del sacerdocio de Cristo,
Cristo sacerdote, en tres niveles: el sacerdocio de Aarón, el del Templo;
Melquisedec; y Cristo mismo, como el verdadero sacerdote. También el sacerdocio
de Aarón, pese a ser diferente del de Cristo; pese a ser, por decirlo así, sólo una
búsqueda, un caminar en dirección a Cristo, en cualquier caso es "camino" hacia
Cristo, y ya en este sacerdocio se delinean los elementos esenciales. Luego
Melquisedec —volveremos sobre este punto— que es un pagano. El mundo pagano
entra en el Antiguo Testamento, entra con una figura misteriosa, sin padre, sin
madre —dice la carta a los Hebreos—, sencillamente aparece, y en él aparece la
verdadera veneración del Dios Altísimo, del Creador del cielo y de la tierra. Así,
también del mundo pagano viene la espera y la prefiguración profunda del misterio
de Cristo. En Cristo mismo todo queda sintetizado, purificado y guiado a su fin, a su
verdadera esencia.
Como primer punto, por lo tanto, el sacerdote debe estar de la parte de Dios, y
solamente en Cristo se realiza plenamente esta necesidad, esta condición de la
mediación. Por eso era necesario este Misterio: el Hijo de Dios se hace hombre para
que haya un verdadero puente, una verdadera mediación. Los demás deben tener
al menos una autorización de Dios o, en el caso de la Iglesia, el Sacramento, es
decir, introducir nuestro ser en el ser de Cristo, en el ser divino. Sólo podemos
realizar nuestra misión con el Sacramento, el acto divino que nos crea sacerdotes
en comunión con Cristo. Y esto me parece un primer punto de meditación para
nosotros: la importancia del Sacramento. Nadie se hace sacerdote por sí mismo;
sólo Dios puede atraerme, puede autorizarme, puede introducirme en la
participación en el misterio de Cristo; sólo Dios puede entrar en mi vida y tomarme
en sus manos. Este aspecto del don, de la precedencia divina, de la acción divina,
que nosotros no podemos realizar, esta pasividad nuestra —ser elegidos y tomados
de la mano por Dios— es un punto fundamental en el cual entrar. Debemos volver
siempre al Sacramento, volver a este don en el cual Dios me da todo lo que yo no
podría dar nunca: la participación, la comunión con el ser divino, con el sacerdocio
de Cristo.
Hagamos que esta realidad sea también un factor práctico de nuestra vida: si es
así, un sacerdote debe ser realmente un hombre de Dios, debe conocer a Dios de
cerca, y lo conoce en comunión con Cristo. Por lo tanto, debemos vivir esta
comunión; y la celebración de la santa misa, la oración del Breviario, toda la
oración personal, son elementos del estar con Dios, del ser hombres de Dios.
Nuestro ser, nuestra vida, nuestro corazón deben estar fijos en Dios, en este punto
del cual no debemos salir, y esto se realiza, se refuerza día a día, también con
breves oraciones en las cuales nos unimos de nuevo a Dios y nos hacemos cada vez
más hombres de Dios, que viven en su comunión y así pueden hablar de Dios y
guiar hacia Dios.
El otro elemento es que el sacerdote debe ser hombre. Hombre en todos los
sentidos, es decir, debe vivir una verdadera humanidad, un verdadero humanismo;
debe tener una educación, una formación humana, virtudes humanas; debe
desarrollar su inteligencia, su voluntad, sus sentimientos, sus afectos; debe ser
realmente hombre, hombre según la voluntad del Creador, del Redentor, porque
sabemos que el ser humano está herido y la cuestión "qué es el hombre" queda
ofuscada por el hecho del pecado, que ha herido hasta lo más intimo la naturaleza
humana. Así se dice: "ha mentido", "es humano"; "ha robado", "es humano"; pero
este no es el verdadero ser humano. Humano es ser generoso, es ser bueno, es ser
hombre de justicia, de prudencia verdadera, de sabiduría. Por tanto, salir, con la
ayuda de Cristo, de este ofuscamiento de nuestra naturaleza para alcanzar el
verdadero ser humano a imagen de Dios, es un proceso de vida que debe comenzar
en la formación al sacerdocio, pero que después debe realizarse y continuar en toda
nuestra vida. Pienso que las dos cosas fundamentalmente van juntas: ser de Dios,
estar con Dios, y ser realmente hombre, en el verdadero sentido que ha querido el
Creador al plasmar esta criatura que somos nosotros.
Ser hombre: la carta a los Hebreos subraya nuestra humanidad de un modo que
nos sorprende, porque dice: debe ser una persona con "compasión hacia los
ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza" (5, 2) y
también —todavía mucho más fuerte— "habiendo ofrecido en los días de su vida
mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la
muerte, fue escuchado por su temor reverencial" (5, 7). Para la carta a los Hebreos
un elemento esencial de nuestro ser hombre es la compasión, el sufrir con los
demás: esta es la verdadera humanidad. No es el pecado, porque el pecado nunca
es solidaridad, sino que siempre es falta de solidaridad, es vivir la vida para sí
mismo, en lugar de darla. La verdadera humanidad es participar realmente en el
sufrimiento del ser humano, significa ser un hombre de compasión —metriopathein,
dice el texto griego—, es decir, estar en el centro de la pasión humana, llevar
realmente con los demás sus sufrimientos, las tentaciones de este tiempo: "Dios,
¿dónde estás tú en este mundo?".
Precisamente esto hay que decirlo, con el siguiente texto realmente estimulante:
"Ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas" (Hb 5, 7). No se trata
sólo de una alusión a la hora de la angustia en el Monte de los Olivos, sino que es
un resumen de toda la historia de la pasión, que abarca toda la vida de Jesús.
Lágrimas: Jesús lloró ante la tumba de Lázaro, estaba realmente conmovido en su
interior por el misterio de la muerte, por el terror de la muerte. Hay personas que
pierden a su hermano, como en este caso, a su madre, a su hijo, a un amigo: todo
el horror de la muerte, que destruye el amor, que destruye las relaciones, que es
un signo de nuestra finitud, de nuestra pobreza. Jesús pasa por la prueba y se
confronta hasta lo más íntimo de su alma con este misterio, con esta tristeza que
es la muerte, y llora. Llora ante Jerusalén, viendo la destrucción de la hermosa
ciudad a causa de la desobediencia; llora viendo todas las destrucciones de la
historia en el mundo; llora viendo como los hombres se destruyen a sí mismos y
sus ciudades con la violencia, con la desobediencia.
Jesús llora, con fuertes gritos. Sabemos por los Evangelios que Jesús gritó desde la
cruz; gritó: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; cf. Mt 27, 46), y
gritó otra vez al final. Y este grito responde a una dimensión fundamental de los
Salmos: en los momentos terribles de la vida humana, muchos Salmos son un grito
fuerte a Dios: "¡Ayúdanos, escúchanos!". Precisamente hoy, en el Breviario,
acabamos de rezar en este sentido: ¿Dónde estás Dios? "Nos entregas como ovejas
a la matanza" (Sal 44, 12). Un grito de la humanidad que sufre. Y Jesús, que es el
verdadero sujeto de los Salmos, lleva realmente este grito de la humanidad a Dios,
a los oídos de Dios: "¡Ayúdanos y escúchanos!". Él transforma todo el sufrimiento
humano, tomándolo sobre sí mismo, en un grito a los oídos de Dios.
En realidad, la carta a los Hebreos dice que "ofreció ruegos y súplicas", "gritos y
lágrimas" (5, 7). Es una traducción correcta del verbo prospherein, que es una
palabra cultual y expresa el acto de la ofrenda de los dones humanos a Dios,
expresa precisamente el acto del ofertorio, del sacrificio. Así, con este término
cultual aplicado a los ruegos y las lágrimas de Cristo, demuestra que las lágrimas
de Cristo, la angustia del Monte de los Olivos, el grito de la cruz, todo su
sufrimiento no son algo añadido a su gran misión. Precisamente de este modo él
ofrece el sacrificio, actúa como sacerdote. La carta a los Hebreos con este "ofreció"
—prospherein— nos dice: esta es la realización de su sacerdocio, así lleva a la
humanidad a Dios, así se hace mediador, así se hace sacerdote.
Decimos, con razón, que Jesús no ofreció algo a Dios, sino que se ofreció a sí
mismo y esta ofrenda de sí mismo se realiza precisamente en esta compasión, que
transforma en oración y en grito al Padre el sufrimiento del mundo. En este sentido,
tampoco nuestro sacerdocio se limita al acto cultual de la santa misa, en el cual
todo se pone en manos de Cristo, sino que toda nuestra compasión hacia el
sufrimiento de este mundo tan alejado de Dios, es acto sacerdotal, es prospherein,
es ofrecer. En este sentido, creo que debemos comprender y aprender a aceptar
más profundamente los sufrimientos de la vida pastoral, porque precisamente esto
es acción sacerdotal, es mediación, es entrar en el misterio de Cristo, es
comunicación con el misterio de Cristo, muy real y esencial, existencial y también
sacramental.
En este contexto es importante una segunda palabra. Se dice que Cristo así —
mediante esta obediencia— llega a ser perfecto, en griego teleiotheis (cf. Hb 5, 8-
9). Sabemos que en toda la Torá, es decir, en toda la legislación cultual, la palabra
teleion, usada aquí, indica la ordenación sacerdotal. Es decir, la carta a los Hebreos
nos dice que precisamente al hacer esto Jesús fue hecho sacerdote, se realizó su
sacerdocio. Nuestra ordenación sacerdotal sacramental debe realizarse y
concretarse existencialmente, pero también de modo cristológico, precisamente en
este llevar el mundo con Cristo y a Cristo y, con Cristo, a Dios: así nos convertimos
realmente en sacerdotes, teleiotheis. Por lo tanto, el sacerdocio no es una actividad
de algunas horas, sino que se realiza precisamente en la vida pastoral, en sus
sufrimientos y en sus debilidades, en sus tristezas y, naturalmente, también en las
alegrías. Así llegamos a ser cada vez más sacerdotes en comunión con Cristo.
La carta a los Hebreos resume, por último, toda esta compasión en la palabra
hupakoen, obediencia: todo esto es obediencia. Es una palabra que no nos gusta.
En nuestro tiempo la obediencia parece una alienación, una actitud servil. Uno no
usa su libertad, su libertad se somete a otra voluntad; por lo tanto, uno ya no es
libre, sino que está determinado por otro, mientras que la autodeterminación, la
emancipación sería la verdadera existencia humana. En lugar de la palabra
"obediencia", nosotros queremos como palabra clave antropológica la de "libertad".
Pero considerando de cerca este problema, vemos que las dos cosas van juntas: la
obediencia de Cristo es conformidad de su voluntad con la voluntad del Padre; es
llevar la voluntad humana a la voluntad divina, a la conformación de nuestra
voluntad con la voluntad de Dios.
Yo veo tres niveles para entender esta expresión. En un primer nivel el texto griego
se puede traducir así: "Fue redimido de su angustia" y, en este sentido, Jesús fue
escuchado. Sería, por consiguiente, una alusión a lo que nos narra san Lucas, que
"un ángel confortó a Jesús" (cf. Lc 22, 43), de modo que, después del momento de
la angustia, pudiera ir directamente y sin temor hacia su hora, como nos describen
los Evangelios, sobre todo el de san Juan. Sería escuchado en el sentido de que
Dios le da la fuerza para llevar todo este peso; así es escuchado. Pero a mí me
parece que esta respuesta no es del todo suficiente. Escuchado, en sentido más
profundo —ha subrayado el padre Vanhoye— significa decir: "fue redimido de la
muerte", pero no en el momento, no en ese momento, sino para siempre, en la
Resurrección: la verdadera respuesta de Dios al ruego de ser redimido de la muerte
es la Resurrección y la humanidad es redimida de la muerte precisamente en la
Resurrección, que es la verdadera curación de nuestros sufrimientos, del misterio
terrible de la muerte.
Todavía unas pocas palabras, al menos sobre Melquisedec. Es una figura misteriosa
que entra en la historia sagrada en Génesis 14: después de la victoria de Abraham
sobre algunos reyes, aparece el rey de Salem, de Jerusalén, Melquisedec, y lleva
pan y vino. Un episodio no comentado y un poco incomprensible, que sólo aparece
de nuevo en el Salmo 110, como ya hemos dicho, pero se entiende que, después el
judaísmo, el agnosticismo y el cristianismo hayan querido reflexionar
profundamente sobre esta palabra y hayan creado sus interpretaciones. La carta a
los Hebreos no especula, sino que refiere solamente lo que dice la Escritura y son
varios elementos: es rey de justicia, vive en la paz, es rey de donde está la paz,
venera y adora al Dios Altísimo, al Creador del cielo y de la tierra, y lleva pan y vino
(cf. Hb 7, 1-3; Gn 14, 18-20). No se comenta que aquí aparece el sumo sacerdote
del Dios Altísimo, rey de la paz, que adora con pan y vino al Dios Creador del cielo
y de la tierra. Los Padres han subrayado que es uno de los santos paganos del
Antiguo Testamento y esto muestra que también desde el paganismo existe un
camino hacia Cristo y los criterios son: adorar al Dios Altísimo, al Creador, cultivar
la justicia y la paz, y venerar a Dios de modo puro. Así, con estos elementos
fundamentales, también el paganismo está en camino hacia Cristo, en cierto modo
hace presente la luz de Cristo.
En el canon romano, después de la consagración, tenemos la oración supra quae,
que menciona algunas prefiguraciones de Cristo, de su sacerdocio y de su sacrificio:
Abel, el primer mártir, con su cordero; Abraham, que sacrifica en la intención a su
hijo Isaac, sustituido por el cordero que da Dios; y Melquisedec, sumo sacerdote
del Dios Altísimo, que lleva pan y vino. Esto significa que Cristo es la novedad
absoluta de Dios y, al mismo tiempo, está presente en toda la historia, a través de
la historia, y la historia va hacia el encuentro con Cristo. Y no sólo la historia del
pueblo elegido, que es la verdadera preparación querida por Dios, en la que se
revela el misterio de Cristo, sino también desde el paganismo se prepara el misterio
de Cristo, existen caminos hacia Cristo, el cual lleva todo en sí mismo.
En su «lectio divina», Benedicto XVI partió de los pasajes de la Carta a los Hebreos que señalamos a
continuación:
Hb 5, 1-10;
Hb 7, 26-28:
Hb 8, 1-2.
(L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 9 - 28 de febrero de 2010, pp. 8-11)
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO SOBRE EL FUERO INTERNO
ORGANIZADO POR LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA
Sala Clementina
Jueves 11 de marzo de 2010
Me alegra encontrarme con vosotros y daros mi bienvenida a cada uno, con ocasión
del curso anual sobre el fuero interno, organizado por la Penitenciaría apostólica.
Saludo cordialmente a monseñor Fortunato Baldelli, que, por primera vez como
penitenciario mayor, ha guiado vuestras sesiones de estudio, y le agradezco las
palabras que me ha dirigido. Saludo también a monseñor Gianfranco Girotti,
regente, al personal de la Penitenciaría y a todos vosotros que, con la participación
en esta iniciativa, manifestáis la fuerte exigencia de profundizar una temática
esencial para el ministerio y la vida de los presbíteros.
San Juan María Vianney sabía instaurar un verdadero "diálogo de salvación" con los
penitentes, mostrando la belleza y la grandeza de la bondad del Señor y suscitando
el deseo de Dios y del cielo que los santos son los primeros en llevar. Afirmaba: "El
buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis
nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios
que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!"
(Monnin A., Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Torino 1870,
p. 130). El sacerdote tiene la tarea de favorecer la experiencia del "diálogo de
salvación", que nace de la certeza de ser amados por Dios y ayuda al hombre a
reconocer su pecado y a introducirse, progresivamente, en la dinámica estable de
conversión del corazón que lleva a la renuncia radical al mal y a una vida según
Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1431).
La vocación del sacerdote, por tanto, es altísima y sigue siendo un gran misterio
incluso para quienes la hemos recibido como don. Nuestras limitaciones y
debilidades deben inducirnos a vivir y a custodiar con profunda fe este don
precioso, con el que Cristo nos ha configurado a sí, haciéndonos partícipes de su
misión salvífica. De hecho, la comprensión del sacerdocio ministerial está vinculada
a la fe y requiere, de modo cada vez más firme, una continuidad radical entre la
formación recibida en el seminario y la formación permanente. La vida profética, sin
componendas, con la que serviremos a Dios y al mundo, anunciando el Evangelio y
celebrando los sacramentos, favorecerá la venida del reino de Dios ya presente y el
crecimiento del pueblo de Dios en la fe.
Queridos sacerdotes, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo sólo nos piden
que seamos sacerdotes de verdad y nada más. Los fieles laicos encontrarán en
muchas otras personas aquello que humanamente necesitan, pero sólo en el
sacerdote podrán encontrar la Palabra de Dios que siempre deben tener en los
labios (cf. Presbyterorum ordinis, 4); la misericordia del Padre, abundante y
gratuitamente dada en el sacramento de la Reconciliación; y el Pan de vida nueva,
"alimento verdadero dado a los hombres" (cf. Himno del Oficio en la solemnidad del
Corpus Christi del Rito romano).
Pidamos a Dios, por intercesión de la santísima Virgen María y de san Juan María
Vianney, que nos conceda agradecerle cada día el gran don de la vocación y vivir
con plena y gozosa fidelidad nuestro sacerdocio. Gracias a todos por este
encuentro. Os imparto de buen grado a cada uno la bendición apostólica.
MENSAJE DEL PAPA BENEDICTO XVI
PARA LA XLVII JORNADA MUNDIAL
DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES.
También la vocación de Pedro, según escribe el evangelista Juan, pasa a través del
testimonio de su hermano Andrés, el cual, después de haber encontrado al Maestro
y haber respondido a la invitación de permanecer con Él, siente la necesidad de
comunicarle inmediatamente lo que ha descubierto en su “permanecer” con el
Señor: “Hemos encontrado al Mesías —que quiere decir Cristo— y lo llevó a Jesús”
(Jn 1, 41-42). Lo mismo sucede con Natanael, Bartolomé, gracias al testimonio de
otro discípulo, Felipe, el cual comunica con alegría su gran descubrimiento: “Hemos
encontrado a aquel de quien escribió Moisés, en el libro de la ley, y del que
hablaron los Profetas: es Jesús, el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1, 45). La
iniciativa libre y gratuita de Dios encuentra e interpela la responsabilidad humana
de cuantos acogen su invitación para convertirse con su propio testimonio en
instrumentos de la llamada divina. Esto acontece también hoy en la Iglesia: Dios se
sirve del testimonio de los sacerdotes, fieles a su misión, para suscitar nuevas
vocaciones sacerdotales y religiosas al servicio del Pueblo de Dios. Por esta razón
deseo señalar tres aspectos de la vida del presbítero, que considero esenciales para
un testimonio sacerdotal eficaz.
Esto vale también para la vida consagrada. La existencia misma de los religiosos y
de las religiosas habla del amor de Cristo, cuando le siguen con plena fidelidad al
Evangelio y asumen con alegría sus criterios de juicio y conducta. Llegan a ser
“signo de contradicción” para el mundo, cuya lógica está inspirada muchas veces
por el materialismo, el egoísmo y el individualismo. Su fidelidad y la fuerza de su
testimonio, porque se dejan conquistar por Dios renunciando a sí mismos, sigue
suscitando en el alma de muchos jóvenes el deseo de seguir a Cristo para siempre,
generosa y totalmente. Imitar a Cristo casto, pobre y obediente, e identificarse con
Él: he aquí el ideal de la vida consagrada, testimonio de la primacía absoluta de
Dios en la vida y en la historia de los hombres.
Que esta Jornada Mundial ofrezca de nuevo una preciosa oportunidad a muchos
jóvenes para reflexionar sobre su vocación, entregándose a ella con sencillez,
confianza y plena disponibilidad. Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, custodie
hasta el más pequeño germen de vocación en el corazón de quienes el Señor llama
a seguirle más de cerca, hasta que se convierta en árbol frondoso, colmado de
frutos para bien de la Iglesia y de toda la humanidad. Rezo por esta intención, a la
vez que imparto a todos la Bendición Apostólica.
AUDIENCIA GENERAL
MUNUS DOCENDI
Queridos amigos:
En este periodo pascual, que nos conduce a Pentecostés y que nos encamina
también a las celebraciones de clausura de este Año Sacerdotal, programadas para
el 9, 10 y 11 de junio próximo, quiero dedicar aún algunas reflexiones al tema del
Ministerio ordenado, comentando la realidad fecunda de la configuración del
sacerdote a Cristo Cabeza, en el ejercicio de los tria munera que recibe, es decir, de
los tres oficios de enseñar, santificar y gobernar.
Para comprender lo que significa que el sacerdote actúa in persona Christi Capitis —
en la persona de Cristo Cabeza—, y para entender también las consecuencias que
derivan de la tarea de representar al Señor, especialmente en el ejercicio de estos
tres oficios, es necesario aclarar ante todo lo que se entiende por «representar». El
sacerdote representa a Cristo. ¿Qué quiere decir «representar» a alguien? En el
lenguaje común generalmente quiere decir recibir una delegación de una persona
para estar presente en su lugar, para hablar y actuar en su lugar, porque aquel que
es representado está ausente de la acción concreta. Nos preguntamos: ¿El
sacerdote representa al Señor de la misma forma? La respuesta es no, porque en la
Iglesia Cristo no está nunca ausente; la Iglesia es su cuerpo vivo y la Cabeza de la
Iglesia es él, presente y operante en ella. Cristo no está nunca ausente; al
contrario, está presente de una forma totalmente libre de los límites del espacio y
del tiempo, gracias al acontecimiento de la Resurrección, que contemplamos de
modo especial en este tiempo de Pascua.
El primer oficio del que quisiera hablar hoy es el munus docendi, es decir, el de
enseñar. Hoy, en plena emergencia educativa, el munus docendi de la Iglesia,
ejercido concretamente a través del ministerio de cada sacerdote, resulta
particularmente importante. Vivimos en una gran confusión sobre las opciones
fundamentales de nuestra vida y los interrogantes sobre qué es el mundo, de
dónde viene, a dónde vamos, qué tenemos que hacer para realizar el bien, cómo
debemos vivir, cuáles son los valores realmente pertinentes. Con respecto a todo
esto existen muchas filosofías opuestas, que nacen y desaparecen, creando
confusión sobre las decisiones fundamentales, sobre cómo vivir, porque
normalmente ya no sabemos de qué y para qué hemos sido hechos y a dónde
vamos. En esta situación se realiza la palabra del Señor, que tuvo compasión de la
multitud porque eran como ovejas sin pastor (cf. Mc 6, 34). El Señor hizo esta
constatación cuando vio los miles de personas que le seguían en el desierto porque,
entre las diversas corrientes de aquel tiempo, ya no sabían cuál era el verdadero
sentido de la Escritura, qué decía Dios. El Señor, movido por la compasión,
interpretó la Palabra de Dios —él mismo es la Palabra de Dios—, y así dio una
orientación. Esta es la función in persona Christi del sacerdote: hacer presente, en
la confusión y en la desorientación de nuestro tiempo, la luz de la Palabra de Dios,
la luz que es Cristo mismo en este mundo nuestro. Por tanto, el sacerdote no
enseña ideas propias, una filosofía que él mismo se ha inventado, encontrado, o
que le gusta; el sacerdote no habla por sí mismo, no habla para sí mismo, para
crearse admiradores o un partido propio; no dice cosas propias, invenciones
propias, sino que, en la confusión de todas las filosofías, el sacerdote enseña en
nombre de Cristo presente, propone la verdad que es Cristo mismo, su palabra, su
modo de vivir y de ir adelante. Para el sacerdote vale lo que Cristo dijo de sí
mismo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7, 16); es decir, Cristo no se propone a sí
mismo, sino que, como Hijo, es la voz, la Palabra del Padre. También el sacerdote
siempre debe hablar y actuar así: «Mi doctrina no es mía, no propago mis ideas o lo
que me gusta, sino que soy la boca y el corazón de Cristo, y hago presente esta
doctrina única y común, que ha creado a la Iglesia universal y que crea vida
eterna».
Este hecho, es decir, que el sacerdote no inventa, no crea ni proclama ideas propias
en cuanto que la doctrina que anuncia no es suya, sino de Cristo, no significa, por
otra parte, que sea neutro, casi como un portavoz que lee un texto que quizá no
hace suyo. También en este caso vale el modelo de Cristo, que dijo: «Yo no vengo
de mí mismo y no vivo para mí mismo, sino que vengo del Padre y vivo para el
Padre». Por ello, en esta profunda identificación, la doctrina de Cristo es la del
Padre y él mismo es uno con el Padre. El sacerdote que anuncia la palabra de
Cristo, la fe de la Iglesia y no sus propias ideas, debe decir también: yo no vivo de
mí y para mí, sino que vivo con Cristo y de Cristo, y por ello lo que Cristo nos ha
dicho se convierte en mi palabra aunque no es mía. La vida del sacerdote debe
identificarse con Cristo y, de esta forma, la palabra no propia se convierte, sin
embargo, en una palabra profundamente personal. San Agustín, sobre este tema,
hablando de los sacerdotes, dijo: «Y nosotros, ¿qué somos? Ministros (de Cristo),
sus servidores; porque lo que os distribuimos no es nuestro, sino que lo sacamos
de su reserva. Y también nosotros vivimos de ella, porque somos siervos como
vosotros» (Discurso 229/e, 4).
La enseñanza que el sacerdote está llamado a ofrecer, las verdades de la fe, deben
ser interiorizadas y vividas en un intenso camino espiritual personal, para que así
realmente el sacerdote entre en una profunda comunión interior con Cristo mismo.
El sacerdote cree, acoge y trata de vivir, ante todo como propio, lo que el Señor ha
enseñado y la Iglesia ha transmitido, en el itinerario de identificación con el propio
ministerio del que san Juan María Vianney es testigo ejemplar (cf. Carta para la
convocatoria del Año sacerdotal). «Unidos en la misma caridad —afirma también
san Agustín— todos somos oyentes de aquel que es para nosotros en el cielo el
único Maestro» (Enarr. in Ps. 131, 1, 7).
La voz del sacerdote, en consecuencia, a menudo podría parecer una «voz que grita
en el desierto» (Mc 1, 3), pero precisamente en esto consiste su fuerza profética:
en no ser nunca homologado, ni homologable, a una cultura o mentalidad
dominante, sino en mostrar la única novedad capaz de realizar una renovación
auténtica y profunda del hombre, es decir, que Cristo es el Viviente, es el Dios
cercano, el Dios que actúa en la vida y para la vida del mundo y nos da la verdad,
la manera de vivir.
AUDIENCIA GENERAL
En 1873 fundó la Congregación de San José, cuyo fin apostólico fue, desde el
principio, la formación de la juventud, especialmente la más pobre y abandonada.
El ambiente turinés de ese tiempo estaba marcado por un intenso florecimiento de
obras y actividades caritativas promovidas por Leonardo Murialdo hasta su muerte,
que tuvo lugar el 30 de marzo de 1900.
Cuarenta años antes de Leonardo Murialdo y con el mismo espíritu de caridad vivió
san José Benito Cottolengo, fundador de la obra que él mismo denominó «Pequeña
Casa de la Divina Providencia» y que hoy se llama también «Cottolengo». El
próximo domingo, en mi visita pastoral a Turín, tendré ocasión de venerar los
restos de este santo y de encontrarme con los huéspedes de la «Pequeña Casa».
El Señor siempre pone signos en nuestro camino para guiarnos a nuestro verdadero
bien según su voluntad. Para Cottolengo esto sucedió, de modo dramático, el
domingo 2 de septiembre de 1827 por la mañana. Proveniente de Milán llegó a
Turín la diligencia, llena de gente como nunca, en la que viajaba apretujada toda
una familia francesa; la mujer, con cinco hijos, estaba embarazada y tenía fiebre
alta. Después de haber vagado por varios hospitales, esa familia encontró
alojamiento en un dormitorio público, pero la situación de la mujer iba agravándose
y algunos se pusieron a buscar un sacerdote. Por un misterioso designio se
cruzaron con José Benito Cottolengo, y fue precisamente él, con el corazón
abrumado y oprimido, quien acompañó a la muerte a esta joven madre, en medio
de la congoja de toda la familia. Después de haber desempeñado esta dolorosa
tarea, con el sufrimiento en el corazón, se puso ante el Santísimo Sacramento y
rezó: «Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué has querido que fuera testigo de esto? ¿Qué
quieres de mí? ¡Hay que hacer algo!». Se levantó, tocó todas las campanas,
encendió las velas y, al acoger a los curiosos en la iglesia, dijo: «¡Ha acontecido la
gracia! ¡Ha acontecido la gracia!». Desde ese momento Cottolengo se transformó:
utilizó todas sus capacidades, especialmente su habilidad económica y organizativa,
para poner en marcha iniciativas a fin de sostener a los más necesitados.
Queridos amigos, estos dos santos sacerdotes, de los cuales he trazado algunos
rasgos, vivieron su ministerio en la entrega total de su vida a los más pobres, a los
más necesitados, a los últimos, encontrando siempre la raíz profunda, la fuente
inagotable de su acción en la relación con Dios, bebiendo de su amor, en la
convicción profunda de que no es posible practicar la caridad sin vivir en Cristo y en
la Iglesia. Que su intercesión y su ejemplo sigan iluminando el ministerio de tantos
sacerdotes que se donan con generosidad por Dios y por el rebaño que les ha sido
encomendado, y que ayuden a cada uno a entregarse con alegría y generosidad a
Dios y al prójimo.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
MUNUS SANCTIFICANDI
Hoy quisiera detenerme brevemente con vosotros sobre la segunda tarea que tiene
el sacerdote, la de santificar a los hombres, sobre todo mediante los sacramentos y
el culto de la Iglesia. Debemos ante todo preguntarnos: ¿Qué quiere decir la
palabra "santo"? La respuesta es: "santo" es la cualidad específica del ser de Dios,
es decir, absoluta verdad, bondad, amor, belleza, luz pura. Santificar a una persona
significa por tanto ponerla en contacto con Dios, con su ser luz, verdad, amor puro.
Es obvio que este contacto transforma a la persona. En la antigüedad se daba esta
firme convicción: Nadie puede ver a Dios sin morir en seguida. ¡Es demasiado
grande la fuerza de la verdad y de la luz! Si el hombre toca esta corriente absoluta,
no sobrevive. Por otra parte, se daba también esta convicción: sin un contacto
mínimo con Dios, el hombre no puede vivir. La verdad, la bondad, el amor son
condiciones fundamentales de su ser. La cuestión es: ¿cómo puede encontrar el
hombre ese contacto con Dios, que es fundamental, sin morir sobrepasado por la
grandeza del ser divino? La fe de la Iglesia nos dice que Dios mismo crea este
contacto, que nos transforma poco a poco en verdaderas imágenes de Dios.
Así volvemos de nuevo a la tarea del sacerdote de "santificar". Ningún hombre por
sí mismo, a partir de sus propias fuerzas, puede poner a otro en contacto con Dios.
Parte esencial de la gracia del sacerdocio es el don, la tarea de crear este contacto.
Esto se realiza en el anuncio de la palabra de Dios, que nos sale al encuentro. Se
realiza de una forma particularmente densa en los sacramentos. La inmersión en el
misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo sucede en el Bautismo, se
refuerza en la Confirmación y en la Reconciliación, se alimenta en la Eucaristía,
Sacramento que edifica a la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo
del Espíritu Santo (Cf.. Juan Pablo II, exhortación apostólica Pastores gregis, n.
32). Es por tanto Cristo mismo quien nos hace santos, es decir, quien nos atrae a la
esfera de Dios. Pero como acto de su infinita misericordia llama a algunos a "estar"
con Él (cfr. Marcos 3, 14) y a convertirse, mediante el Sacramento del Orden, a
pesar de la pobreza humana, en partícipes de su mismo Sacerdocio, ministros de
esta santificación, dispensadores de sus misterios, "puentes" del encuentro con Él,
de su mediación entre Dios y los hombres y entre los hombres y Dios (cfr.
Presbyterorum Ordinis, 5).
En las últimas décadas, se han dado tendencias que buscaban hacer prevalecer, en
la identidad y en la misión del sacerdote, la dimensión del anuncio, separándola de
la de santificación: a menudo se ha afirmado que sería necesario superar una
pastoral meramente sacramental. ¿Pero es posible ejercer auténticamente el
ministerio sacerdotal "superando" la pastoral sacramental? ¿Qué significa
precisamente para los sacerdotes evangelizar, en qué consiste la llamada primacía
del anuncio? Como recogen los Evangelios, Jesús afirma que el anuncio del Reino
de Dios es el objetivo de su misión; este anuncio, sin embargo, no es sólo un
"discurso", sino que incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los signos, los
milagros que Jesús realiza indican que el Reino viene como realidad presente y que
coincide al final con su misma persona, con el don de sí, como hemos escuchado
hoy en la lectura del Evangelio. Y lo mismo se puede decir del ministro ordenado:
él, el sacerdote, representa a Cristo, el enviado del Padre, continúa su misión,
mediante la "palabra" y el "sacramento", en esta totalidad de cuerpo y alma, de
signo y de palabra, san Agustín, en una carta al obispo Honorato de Thiabe,
refiriéndose a los sacerdotes, afirma: "Hagan por tanto los siervos de Cristo, los
ministros de Su palabra y de Su sacramento, lo que él mandó o permitió" (Epístola
228, 2). Es necesario reflexionar si, en algunos casos, haber minusvalorado el
ejercicio fiel del munus sanctificandi, no ha representado quizás un debilitamiento
de la misma fe en la eficacia salvífica de los sacramentos y, en definitiva, en el
actuar actual de Cristo y de su Espíritu, a través de la Iglesia, en el mundo.
¿Quién, por tanto, salva al mundo y al hombre? La única respuesta que podemos
dar es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado. ¿Y dónde se
realiza el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, que trae la salvación? En
la acción de Cristo mediante la Iglesia, en particular en el sacramento de la
Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial redentora del Hijo de Dios, en el
sacramento de la Reconciliación, en el que de la muerte del pecado se vuelve a la
vida nueva, y en todo otro acto sacramental de santificación (cfr. Presbyterorum
Ordinis, 5). Es importante, por tanto, promover una catequesis adecuada para
ayudar a los fieles a comprender el valor de los sacramentos, pero es también
necesario, a ejemplo del santo cura de Ars, ser disponibles, generosos y atentos en
dar a los fieles los tesoros de la gracia que Dios ha puesto en nuestras manos, y de
los cuales no somos "dueños", sino custodios y administradores. Sobre todo en este
tiempo nuestro, en el que, por un lado, parece que la fe se está debilitando y, por
otro, surgen una profunda necesidad y una difundida búsqueda de la espiritualidad,
es necesario que cada sacerdote recuerde que en su misión, el anuncio misionero y
el culto y los sacramentos nunca van separados, y promueva una sana pastoral
sacramental, para formar al Pueblo de Dios y ayudarle a vivir en plenitud la
Liturgia, el culto de la Iglesia, los Sacramentos como dones gratuitos de Dios, actos
libres y eficaces de su acción salvadora.
Como recordaba en la santa Misa Crismal de este año: "el centro del culto de la
Iglesia es el sacramento. Sacramento significa que en primer lugar no somos
nosotros los hombres los que hacemos algo, sino que Dios nos sale al encuentro
con su acción, nos mira y nos conduce hacia Sí. (...) Dios nos toca por medio de
realidades materiales (...) que Él asume a su servicio, haciendo de ellos
instrumentos de encuentro entre nosotros y Él mismo" (Misa Crismal, 1 de abril de
2010). La verdad según la cual en el Sacramento "no somos nosotros los hombres
los que hacemos algo" afecta, y debe afectar, también a la conciencia sacerdotal:
cada presbítero sabe bien que es un instrumento necesario de la actuación salvífica
de Dios, pero sin dejar de ser un instrumento. Esta conciencia debe hacer humildes
y generosos en la administración de los sacramentos, en el respeto de las normas
canónicas, pero también en la convicción profunda de que la propia misión es la de
hacer que todos los hombres, unidos a Cristo, puedan ofrecerse a Dios como hostia
viva y santa agradable a Él (cfr. Romanos 12, 1). Ejemplar, sobre la primacía del
munus sanctificandi y de la correcta interpretación de la pastoral sacramental,
sigue siendo san Juan María Vianney, el cual, un día, frente a un hombre que decía
no tener fe y deseaba discutir con él, el párroco respondió: "¡Oh! Amigo mío, os
conducís muy mal, yo no sé razonar... pero si tenéis necesidad de algún consuelo,
poneos allí (su dedo indicaba el inexorable escabel del confesionario) y creedme,
que muchos otros se pusieron en él antes que vos, y no tuvieron que arrepentirse"
(cfr. Monnin A., Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. i, Turín
1870, pp. 163-164).
Queridos sacerdotes, vivid con alegría y con amor la Liturgia y el culto: es acción
que el Resucitado realiza por el poder del Espíritu Santo en nosotros, con nosotros
y por nosotros. Quisiera renovar la invitación recientemente hecha de "volver al
confesionario, como lugar en el que 'habitar' más a menudo, para que el fiel pueda
encontrar misericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios
y experimentar la presencia de la Misericordia Divina, junto a la Presencia real en la
Eucaristía" (Discurso a la Penitenciaría Apostólica, 11 de marzo de 2010). Y quisiera
también invitar a cada sacerdote a celebrar y vivir con intensidad la Eucaristía, que
está en el corazón de la tarea de santificar; es Jesús que quiere estar con nosotros,
vivir en nosotros, donársenos él mismo, mostrarnos la infinita misericordia y
ternura de Dios; es el único Sacrificio de amor de Cristo que se hace presente, se
realiza entre nosotros y llega hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios,
abraza a la humanidad y nos une a Él (cfr. Discurso al Clero de Roma, 18 de
febrero de 2010). Y el sacerdote está llamado a ser ministro de este gran Misterio,
en el Sacramento y en la vida. Si "la gran tradición eclesial ha desvinculado con
razón la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote, y
así las legítimas expectativas de los fieles son adecuadamente salvaguardadas",
esto no quita nada a la "necesaria, incluso indispensable tensión hacia la perfección
moral, que debe habitar en todo corazón auténticamente sacerdotal": hay también
un ejemplo de fe y de testimonio de santidad que el Pueblo de Dios espera
justamente de sus Pastores (cfr. Benedicto XVI, Discurso a la Plenaria de la
Congregación para el Clero, 16 de marzo de 2009). Y es en la celebración de los
Santos Misterios donde el sacerdote encuentra la raíz de su santificación (cfr.
Presbyterorum Ordinis, 12-13).
Queridos amigos, sed conscientes del gran don que los sacerdotes son para la
Iglesia y para el mundo; a través de su ministerio, el Señor sigue salvando a los
hombres, a hacerse presente, a santificar. Sabed agradecer a Dios, y sobre todo
sed cercanos a vuestros sacerdotes con la oración y con el apoyo, especialmente en
las dificultades, para que sean cada vez más Pastores según el corazón de Dios.
Gracias.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
MUNUS REGENDI
SANTA MISA
El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muerte del santo
Cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días, llega a su fin. Nos
hemos dejado guiar por el Cura de Ars para comprender de nuevo la grandeza y la
belleza del ministerio sacerdotal. El sacerdote no es simplemente alguien que
detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan
cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún
ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra
de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de
nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción
de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen
presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los
elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por
tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de
un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los
hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos
de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los
hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es
realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios
nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se
una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo
considerar y comprender. Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan
cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él se confíe a nuestra
debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así,
enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por
Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Junto con
la Iglesia, hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta
vocación. Pedimos trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al
mismo tiempo, una llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren
capaces de eso mismo para lo que Dios los cree capaces. Era de esperar que al
«enemigo» no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido
verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido
que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han
salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños,
en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del
hombre, se convierte en lo contrario. También nosotros pedimos perdón
insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que
queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no vuelva a suceder
jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la formación que prepara al
mismo haremos todo lo posible para examinar la autenticidad de la vocación; y que
queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su camino, para que el Señor
los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida. Si
el Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos
personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba
precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don
que se lleva en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a través de toda la
debilidad humana, hace visible su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido
como una tarea de purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y
que nos hace reconocer y amar más aún el gran don de Dios. De este modo, el don
se convierte en el compromiso de responder al valor y la humildad de Dios con
nuestro valor y nuestra humildad. La palabra de Cristo, que hemos entonado como
canto de entrada en la liturgia, puede decirnos en este momento lo que significa
hacerse y ser sacerdotes: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón» (Mt 11,29).
Celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos una
mirada, por así decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al morir fue traspasado
por la lanza del soldado romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante
nosotros; y con esto nos ha abierto el corazón de Dios mismo. La liturgia interpreta
para nosotros el lenguaje del corazón de Jesús, que habla sobre todo de Dios como
pastor de los hombres, y así nos manifiesta el sacerdocio de Jesús, que está
arraigado en lo íntimo de su corazón; de este modo, nos indica el perenne
fundamento, así como el criterio válido de todo ministerio sacerdotal, que debe
estar siempre anclado en el corazón de Jesús y ser vivido a partir de él. Quisiera
meditar hoy, sobre todo, los textos con los que la Iglesia orante responde a la
Palabra de Dios proclamada en las lecturas. En esos cantos, palabra y respuesta se
compenetran. Por una parte, están tomados de la Palabra de Dios, pero, por otra,
son ya al mismo tiempo la respuesta del hombre a dicha Palabra, respuesta en la
que la Palabra misma se comunica y entra en nuestra vida. El más importante de
estos textos en la liturgia de hoy es el Salmo 23 [22] – «El Señor es mi pastor» –,
en el que el Israel orante acoge la autorrevelación de Dios como pastor, haciendo
de esto la orientación para su propia vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta».
En este primer versículo se expresan alegría y gratitud porque Dios está presente y
cuida de nosotros. La lectura tomada del Libro de Ezequiel empieza con el mismo
tema: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro» (Ez
34,11). Dios cuida personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha
dejado solo, extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente
cada vez más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi
vida no cuenta casi nada. Las religiones del mundo, por lo que podemos ver, han
sabido siempre que, en último análisis, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano.
Abandonaba aparentemente el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras
divinidades. Había que llegar a un acuerdo con éstas. El Dios único era bueno, pero
lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era
necesario ocuparse de Él. Él no dominaba. Extrañamente, esta idea ha resurgido en
la Ilustración. Se aceptaba no obstante que el mundo presupone un Creador. Este
Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse de él. Ahora
el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las cuales se desarrolla, y en las
cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es sólo un origen remoto.
Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara de ellos. No querían
que Dios los molestara. Pero allí donde la cercanía del amor de Dios se percibe
como molestia, el ser humano se siente mal. Es bello y consolador saber que hay
una persona que me quiere y cuida de mí. Pero es mucho más decisivo que exista
ese Dios que me conoce, me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas
y ellas me conocen» (Jn 10,14), dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra
del Señor. Dios me conoce, se preocupa de mí. Este pensamiento debería
proporcionarnos realmente alegría. Dejemos que penetre intensamente en nuestro
interior. En ese momento comprendemos también qué significa: Dios quiere que
nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la historia, compartamos sus
preocupaciones por los hombres. Como sacerdotes, queremos ser personas que, en
comunión con su amor por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos
experimentar en lo concreto esta atención de Dios. Y, por lo que se refiere al
ámbito que se le confía, el sacerdote, junto con el Señor, debería poder decir: «Yo
conozco mis ovejas y ellas me conocen». «Conocer», en el sentido de la Sagrada
Escritura, nunca es solamente un saber exterior, igual que se conoce el número
telefónico de una persona. «Conocer» significa estar interiormente cerca del otro.
Quererle. Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de parte de Dios
y con vistas a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía de la amistad
de Dios.
Volvamos al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el honor de su
nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan» (23 [22], 3s). El pastor muestra el camino
correcto a quienes le están confiados. Los precede y guía. Digámoslo de otro modo:
el Señor nos muestra cómo se realiza en modo justo nuestro ser hombres. Nos
enseña el arte de ser persona. ¿Qué debo hacer para no arruinarme, para no
desperdiciar mi vida con la falta de sentido? En efecto, ésta es la pregunta que todo
hombre debe plantearse y que sirve para cualquier período de la vida. ¡Cuánta
oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo! Siempre vuelve a
nuestra mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres, porque
estaban como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de nosotros.
Muéstranos el camino. Sabemos por el Evangelio que Él es el camino. Vivir con
Cristo, seguirlo, esto significa encontrar el sendero justo, para que nuestra vida
tenga sentido y para que un día podamos decir: “Sí, vivir ha sido algo bueno”. El
pueblo de Israel estaba y está agradecido a Dios, porque ha mostrado en los
mandamientos el camino de la vida. El gran salmo 119 (118) es una expresión de
alegría por este hecho: nosotros no andamos a tientas en la oscuridad. Dios nos ha
mostrado cuál es el camino, cómo podemos caminar de manera justa. La vida de
Jesús es una síntesis y un modelo vivo de lo que afirman los mandamientos. Así
comprendemos que estas normas de Dios no son cadenas, sino el camino que Él
nos indica. Podemos estar alegres por ellas y porque en Cristo están ante nosotros
como una realidad vivida. Él mismo nos hace felices. Caminando junto a Cristo
tenemos la experiencia de la alegría de la Revelación, y como sacerdotes debemos
comunicar a la gente la alegría de que nos haya mostrado el camino justo de la
vida.
«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra las bestias
salvajes que quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que buscan su botín.
Junto a la vara está el cayado, que sostiene y ayuda a atravesar los lugares
difíciles. Las dos cosas entran dentro del ministerio de la Iglesia, del ministerio del
sacerdote. También la Iglesia debe usar la vara del pastor, la vara con la que
protege la fe contra los farsantes, contra las orientaciones que son, en realidad,
desorientaciones. En efecto, el uso de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy
vemos que no se trata de amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la
vida sacerdotal. Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la
tergiversación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe
autónomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no
dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo, sin embargo, la vara continuamente
debe transformarse en el cayado del pastor, cayado que ayude a los hombres a
poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.
Al final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que se unge la
cabeza, de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor. En el salmo, esto
muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta de estar con Dios en el
templo, de ser hospedados y servidos por él mismo, de poder habitar en su casa.
Para nosotros, que rezamos este salmo con Cristo y con su Cuerpo que es la
Iglesia, esta perspectiva de esperanza ha adquirido una amplitud y profundidad
todavía más grande. Vemos en estas palabras, por así decir, una anticipación
profética del misterio de la Eucaristía, en la que Dios mismo nos invita y se nos
ofrece como alimento, como aquel pan y aquel vino exquisito que son la única
respuesta última al hambre y a la sed interior del hombre. ¿Cómo no alegrarnos de
estar invitados cada día a la misma mesa de Dios y habitar en su casa? ¿Cómo no
estar alegres por haber recibido de Él este mandato: “Haced esto en memoria
mía”? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la mesa de Dios para los
hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles el don precioso de su
misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo el corazón las palabras del
salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (23
[22], 6).
Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos hoy por la
Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san Juan concluye el
relato de la crucifixión de Jesús: «uno de los soldados con la lanza le traspasó el
costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). El corazón de Jesús es
traspasado por la lanza. Se abre, y se convierte en una fuente: el agua y la sangre
que manan aluden a los dos sacramentos fundamentales de los que vive la Iglesia:
el Bautismo y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón
abierto, brota la fuente viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El
corazón abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan
ciertamente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del
nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida (Ez 47): Jesús mismo es el
nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente de la que brota un río de vida
nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaristía.