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Puesto que la tríada “libertad, responsabilidad y bien común” sólo puede entenderse
desde su encarnación en la persona, hemos querido abordar en primer término un breve
despejo del ser personal a partir la lógica que le es inherente. Sin constatarla previamente
desde esa sintonía universal que descubre la mirada personalista, de nada serviría decir algo
sobre la libertad, teniendo ésta tantos “novios” como posiciones filosóficas del más variado
signo. Liberales y marxistas, existencialistas y anarquistas, cristianos y nihilistas,
personalistas e ideólogos de género se disputan a la libertad como la novia más bella, la que
colma el corazón de su propuesta. Entonces, ¿a qué atenerse?, ¿a qué interpretación de la
libertad adherir para saberse en el camino de la verdad? He aquí una primer respuesta:
“¿Por qué tanta confusión? Porque cada vez que se la aísla de la estructura total de la
persona, se deporta la libertad hacia alguna aberración” (Mounier, E.: El Personalismo,
2002, 723). Comencemos entonces con unas pinceladas en torno a dicha estructura que nos
lleve a redescubrir la verdadera belleza de la libertad.
Nada parecería más elemental que la siguiente afirmación: así como necesitamos
una lógica para pensar, razonar o discernir, así también los seres humanos necesitamos
redescubrir nuestra propia lógica para poder vivir plenamente como personas. ¿Cómo
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Doctora en Filosofía, Presidente del Instituto Emmanuel Mounier de Argentina.
entender quiénes somos y quiénes estamos llamados a ser sin reconocer que existe una
„lógica‟ que traspasa nuestra existencia entera y que, paradójicamente, poco tiene que ver
con lo que habitualmente entendemos por „lógica‟ como estructura, disciplina o saber del
razonamiento correcto? Del mismo modo que nos equivocamos si no sabemos argumentar
„lógicamente‟, asimismo nos equivocamos, y por ende sufrimos y hacemos sufrir, si no
sabemos vivir de acuerdo a la lógica propia de la persona, algo que, lo sepamos reconocer o
no, atraviesa hondamente la columna vertebral de cada ser humano. Pero esa lógica no obra
en manuales ni en tratados, no se enseña de modo formal ni se nos exige su certificado de
aptitud para ser personas. Sin embargo su inexistencia sería condenatoria y absurda pues sin
ella no podríamos simplemente habitar con propiedad esta humanidad. Ella está inscripta en
nuestro código humano, en nuestra esencia, esperando ser redescubierta, interpretada y
respetada, tarea que, con mayor o menor conciencia, viene desandando la humanidad
acompañando de modo ininterrumpido el derrotero de la persona en esta vida.
El pensamiento personalista comunitario no viene haciendo otra cosa más que
redescubrir, interpretar y proponer el respeto inclaudicable a la lógica esencial de la
persona. Esta lógica única en su género, propia de la naturaleza de la persona, tiene su
centro en el hecho básico de la realidad relacional amorosa del ser personas que bien
podemos sintetizar bajo este aserto, que no es mera literatura ni juego de palabras: “somos
para amar, y amamos para ser”. Donde el primer „para‟ -indicador de dirección, de
finalidad, de télos y de sentido- dice que somos personas convocadas a la vida para ejercer
el verbo amar en la plenitud de su extensión y comprensión, pero simultáneamente el
segundo „para‟ afirma la positividad de este ejercicio de amar, como dador de vida, de
sentido y de ser. No en vano Emmanuel Mounier, padre del personalismo comunitario,
reconoció la estricta correlación entre ser y amar hablando en concreto de lo que nos pasa
cuando perdemos de vista el bien que encierra la relación personal: “Cuando la
comunicación se rebaja o se corrompe, yo mismo me pierdo profundamente: todas las
locuras manifiestan un fracaso de la relación con el otro -alter se vuelve alienus-, yo me
vuelvo a mi vez, extraño a mí mismo, alienado. Casi se podría decir que sólo existo en la
medida en que existo para otros y en última instancia ser es amar” (Mounier, E., El
personalismo, 2002, 699). Dejar de amar o de ser amados conduce al dejar de ser, a la
muerte en vida de la persona.
No cabe duda de que existe una mutua implicación, consustancial e inexorable,
entre el ser personas y el amar, de modo que sobre esta certeza se funda el discurrir del
pensamiento personalista centrado en el “ordo amoris” que comienza a ser pensado como
tal desde san Agustín -en coincidencia absoluta con la revelación judeo-cristiana-, y lo
resume con belleza diciendo: “Mi peso es mi amor, él me lleva doquiera soy llevado”
(Confesiones, XIII, 9). De lo que se desprende que sin cumplir el mandato elemental del
amor en toda su plenitud, sin obedecer a este „peso del amor‟ -sintetizando el bien de la
persona- que configura y da sentido a nuestra vida, dejamos de ser, nos condenamos a la
tristeza, al mal, al desamor y al extravío de una vida vacía, sin ser completamente.
Estando también a la escucha de este amor que nos nombra y nos define, porque nos
habita profundamente, Santo Tomás (siglo XIII) reiteró la primacía del amor cuando
definió a la persona por el amor: “Amor est nomen personae”, -el amor es el nombre de la
persona- (Suma Teológica I, q. 37, a. I, 25), aún cuando no pudo hacer la trasposición
antropológica que ameritaba esta conclusión acerca de la esencia de las personas trinitarias.
Siete siglos después, el pensador judío Martin Buber (siglo XX) erigió su
antropología filosófica sobre el escenario del amor y la relación interpersonal dejándonos
esta exquisita síntesis del hábitat de la persona en su obra Yo y Tú: “los sentimientos
habitan en el ser humano, pero el ser humano habita en su amor” (Buber, M.: 1998, 21),
queriéndonos recordar con esto, que no es metáfora literaria, que a los sentimientos se los
tiene pero el amor ocurre, ocupando el espacio entero de la existencia. Y continúa así su
bella explicación, que es su implicación:
“El amor no se adhiere al Tú sólo como „contenido‟, como objeto, sino que está
entre Yo y Tú. Quien no sepa esto, quien no lo sepa con todo su ser, no conoce el amor,
aunque atribuya al amor sentimientos que vive, que experimenta, que goza y exterioriza. El
amor es una acción cósmica. A quien habita en el amor, a quien contempla en el amor, a
ése los seres humanos se le aparecen fuera de su enmarañamiento en el engranaje; buenos y
malos, sabios y necios, bellos y feos, uno tras otro, se le aparecen realmente y como un tú,
es decir, con existencia individualizada, y entonces la persona puede actuar, puede ayudar,
sanar, educar, elevar, liberar. El amor es responsabilidad de un Yo por un Tú: en esto
consiste la igualdad -y no en ningún tipo se sentimiento- de todos los que se aman, desde el
más pequeño hasta el más grande” (Buber, M.: 1998, 21).
Ni más ni menos que en esto consiste el habitar de la persona. Con este giro hacia el
amor, un filósofo de entraña hebrea avivó las cenizas de esta lógica de la persona -por
cierto nunca apagadas- sobre la que los místicos cristianos habían hablado tan bien a lo
largo de dos milenios sin ser escuchados, y los filósofos, obcecados en su narcisismo
racionalista, se habían negado sistemáticamente a oír (Cfr. Riego de Moine, I.: 2007).
Había comenzado el giro personalista.
A pesar de las numerosas intuiciones brillantes en torno a la esencia amorosa de la
persona -hemos citado algunas-, la filosofía, plagada de prejuicios positivistas y
racionalistas, no quiso o no pudo reconocer esta verdad evidente y se desligó del „amo‟ para
atarse al „cogito‟ cartesiano, al pensamiento como clave áurea de la antropología y del
discurso filosófico en general que imponía la supremacía del sujeto pensante -res cogitans
al decir de Descartes- por encima del sujeto amante o amado reconocido por el primer
pensamiento cristiano. Diligor ergo sum fue la síntesis antropológica de san Agustín, que
en la actualidad ha redescubierto el personalista español Carlos Díaz proponiendo que el
cartesiano “cogito ergo sum” -pienso luego existo- debe ser descartado para ser
reemplazado por la feliz fórmula “soy amado luego existo” (Cfr. Díaz, C.: 1999, vol I) que
se ajusta a la verdadera lógica de la persona. Por cierto, un libro entero no alcanzaría para el
desarrollo del “soy amado luego existo”, acá sólo podemos hacer la necesaria mención pero
remitimos a su espléndida obra homónima.
Tal lógica consiste por tanto en habitar el amor, reconociéndolo, acatándolo y
haciéndose uno con él. Por eso, no se equivocó san Agustín al aconsejarnos su famosísimo
dilige et quod vis fac, que significa explícitamente: “Ama y haz lo que quieras. Si te callas,
cállate por amor; si das voces, hazlo por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas,
perdona por amor: que en lo íntimo esté la raíz de amor; de esa raíz no puede surgir sino el
bien” (Epist. Joan. Ad Parthos, VII, 8). Porque si se elige el camino del amor, entonces el
querer y la libertad se sujetarán a él (al amor), y por tanto, una vez reconocido y obedecido
este camino, la cuestión moral estaría casi resuelta y se dirimiría sin mayores obstáculos, al
menos en sus fundamentos. “Los actos de los hombres no se disciernen sino por la raíz del
amor” (San Agustín: Epist. Joan. Ad Parthos, VII, 8).
Pero descendamos a la realidad concreta, que parece contradecir todo lo que
venimos afirmando. La situación real de la humanidad, sin hacer distinción de clases
sociales o culturales, nos golpea y nos duele, nos reclama y exige responder a una situación
social y antropológica que parece distar mucho de acatar esta lógica de la persona que
pretendemos mostrar desde el discurso los personalistas. No pretendamos abarcar la
realidad del mundo global, hablemos de la nuestra, la de los argentinos, la de nuestra
existencia aquí y ahora. Estos son algunos de sus signos:
- La igualdad, la justicia y la redistribución de la riqueza parecen emblemas o
palabras talismán vacías de contenido, que sólo sirven para alimentar campañas políticas.
La pobreza y la indigencia en la Argentina no son silenciosas ni resignadas, aunque se haga
alarde de haber bajado sus índices. Eso no es suficiente, todos queremos vivir dignamente
pero ni los que más tienen se conforman con menos ni los que menos tienen se sobornan
con dádivas o subsidios que parecen burlarse de su ser personas. La dignidad no distingue
clases sociales y la ausencia del principio de justicia es percibida y sufrida profundamente
por los más pobres, a pesar de que muchas veces su libertad y su conciencia están sujetas al
miedo y a la ignorancia.
- Vivimos una situación social de extrema vulnerabilidad, aún cuando se hable de
una economía acelerada y un consumo desmedido estimulado con una serie de incentivos
de todo tipo. Hay millones de personas que viven con el mínimo -de ingresos, de
educación, de oportunidades y de posibilidades- y esto es algo que no puede ocultarse, a
pesar de los subsidios que buscan esconder la situación de fondo: sin una cultura del trabajo
hecha carne y sin una formación humana de fondo dirigida a la dignificación del cuerpo
social que expulse el clientelismo y demás lacras, ¿cómo puede una sociedad pensar y decir
que no está enferma, es decir, infirme y fuera de sí?
- Somos una sociedad que vive desde el miedo, aterrorizada por lo que nos pasará al
salir a la calle. La inseguridad es el tema obligado en la mesa de cada hogar argentino, y ya
no sabemos qué “políticas de seguridad” llevar a cabo contra el delito, la estafa, el crimen,
la trata de personas y el narcotráfico, por no hablar de la silenciosa violencia cotidiana,
intra y extra familiar. Pero cuando queremos ir a las causas de esto, no advertimos que el
causante del terror es el otro ser humano, mi compatriota, mi compañero de humanidad.
¿Quién es el enemigo? El otro ser humano habitante de mi mismo barrio, municipio o
ciudad, mi prójimo sin más. Nos hemos transformado como sociedad en una reedición
agigantada del cainismo, multiplicando al infinito el peor de los crímenes: matar al propio
hermano. Y no hace falta recordar que hermanos y prójimos somos todos, hijos del mismo
Dios y miembros del mismo cuerpo místico.
Con el relato bíblico de Caín comienza la historia de la acusación humana, de Satán,
que en su origen arameo shatán significa „enemigo‟, „adversario‟, „acusador‟. Al matar a su
hermano Abel y desentenderse de él ante la pregunta de Dios “¿Dónde está tu hermano
Abel?”, Caín no comprendió que la pregunta por su hermano era la pregunta por sí mismo:
¿cómo se puede ser uno mismo después de haber matado al hermano?, ¿dónde estoy y
estuve yo? “¿Qué has hecho? - preguntó Dios. Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí
desde el suelo” (Gen 4, 10). Cuando Caín, con el más absoluto cinismo, contestó a Dios
diciendo “¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?” (Gen 4, 9), allí dio comienzo el tiempo
acusativo de la historia que no hemos dejado de transitar: “Yo contra ti, de quien no sólo no
me corresponde hacerme cargo sino que eres un estorbo en mi vida y por eso te elimino”. Y
por cierto, este “yo contra ti” se vuelve a la larga o a la corta en “yo contra mí y yo contra
todos”, porque es imposible estar bien con uno mismo estando mal con los demás. En
nuestros días, la elección cainista de la persona y sus comunidades se trasunta en todos los
actos y omisiones violatorios del orden del amor que rige el „bien común‟ necesario para
vivir en sociedad y respetar la esencia comunitaria de la persona.
¿De qué amor y de qué bien común hablamos, entonces? ¿Qué elecciones venimos
haciendo como humanidad para llegar a esto y cuál es la responsabilidad que nos compete?
¿No seguimos desfasando el „bien común‟ por el „mal común‟ a que conduce la opción
cainista? Aunque el bien siempre ha coexistido con el mal entretejiendo la telaraña de la
historia humana, ello no es óbice para quedarnos en el negativo del diagnóstico y bajar los
brazos. Es necesario avanzar hacia una salida propositiva.
Hablemos ahora de nuestra radiografía en positivo, que se enraíza en la esperanza
en el ser humano rezando así: “hay en todo hombre más cosas dignas de aprecio que de
desprecio, por lo tanto yo espero en ti”. Si personal y comunitariamente convirtiéramos el
desprecio en aprecio, la reciprocidad de las conciencias se trasuntaría en las vidas y
comenzaría a producir cambios trascendentes en las personas. Todo dependerá de nuestras
elecciones y adhesiones, según la entidad o valor que otorguemos al bien común que sólo
se construye comunitariamente desde la libertad. Imposible disociar el bien común de la
libertad y la responsabilidad que le es inherente, porque sólo por medio de nuestras
acciones libres pero atadas a la responsabilidad que ordena “responder por el otro, hacer
algo por el otro” porque se lo ama y respeta como prójimo, podremos realizar el bien
común, de modo tal que los fines individualistas y egoístas queden subordinados a aquel
bien superior. “Si existe el reconocimiento y el amor al otro como tal -decía Mounier-, todo
cambia. Pertenecemos los dos a un orden. Tenemos algo que hacer el uno por el otro”
(Mounier, E.: 1988, 434).
Bien lo ha dicho Mounier: debemos hacer algo por el otro, y para que sea esto
posible el „qué hacer‟ ha de transformarse en „quehacer‟, en acción comprometida, lo cual
se logrará el día en que nos dejemos poseer por el bien común, con docilidad y conciencia,
hasta hacerlo carne, entraña nuestra. En esto consiste la libertad de adhesión que es también
“distensión, permeabilización, puesta en disponibilidad” (Mounier, E.: El personalismo,
730), y es el complemento necesario de la libertad de elección que es ruptura y conquista,
“poder de aquel que elige. Al elegir esto o aquello, me elijo cada vez indirectamente a mí
mismo, y me construyo en la elección” (Mounier, E.: El personalismo, 729). Pero, siendo
de suyo positiva y personalizadora, la libertad de elección -exacerbada en exceso en esta
época por una suerte de miopía filosófica y cultural- encuentra su límite en la elección feliz
y saludable, es decir, en el bien que se presenta como valor a consumar: esta es la libertad
de adhesión que le muestra a la persona su centro de gravedad anclado en la
responsabilidad, por uno mismo y por el otro. “Concentrar exclusivamente sobre el poder
de elección la atención a la libertad, es ralentizarla y tornarla pronto impotente para la
elección misma, falta de impulso suficiente, es mantener esta cultura de la abstención o de
la alternancia, que es el mal espiritual de la inteligencia contemporánea” (Mounier, E.: EL
personalismo, 730).
El endiosamiento de la libertad de elección que padecemos, siguiendo el modelo
antropológico sartreano, parece claramente una sujeción a los mandatos de un ego
insaciable que elige lo que lo satisface de momento desde una aparente voluntad
indiferenciada sin bien objetivo, pero a la larga ella misma destruye y vacía a la persona de
su identidad profunda: ya no sabe quién es y tampoco sabe quién es el otro. Este modo
aberrante de concebir la libertad ciertamente termina siendo una condena -tan equivocado
no estaba Sartre- a la que todos en alguna medida somos arrastrados. Basta constatar las
sistemáticas violaciones al bien común en todos los órdenes.
Cada semana, cada día, cada hora de nuestro mundo se ponen en escena los mil
modos en que el bien común es pisoteado, olvidado, arrinconado, ignorado… Nadie ignora
que las injusticias de fondo -resultantes finales de una profunda falta de caridad y de
conciencia comunitaria- siguen siendo la raíz del mal común, injusticias que no son otra
cosa que violaciones sistemáticas al bien común inscripto en el sumo orden del amor.
No muy distinto parece ser el rumbo generalizado del enclave político y humano en
el orden mundial, a pesar de los significativos avances en nuestra autoconciencia identitaria
y de los grandes tratados internacionales vigentes con rigor de ley, que viven gloriosos en
los discursos pero mueren fatalmente en las prácticas: las facciones priman sobre la
búsqueda común de soluciones, el interés individual por sobre el de las comunidades, el
egoísmo de pocos sobre la necesidad de muchos, y así sigue su marcha el mundo: con
escasa voluntad de diálogo maduro, con graves indiferencias y omisiones que siembran
odios silenciosos y rencores que duran generaciones, en suma, con vergonzoso olvido del
carácter sagrado del bien común.
El bien común es aquello tan antiguo y tan nuevo como escrito está indeleblemente
en nuestra naturaleza personal y como tal debe ligarnos y encaminarnos como comunidad
hacia un mismo fin. Lo reconocemos en la palabra, en los miles de discursos teóricos o
políticos, pero lo conculcamos en las prácticas: vivimos en medio de la disociación real
entre la teoría y las prácticas, entre los dichos y los hechos, siendo su resultante la
incoherencia y la contradicción, algo mucho más grave que una pintoresca paradoja
sociológica. Junto a la libertad de expresión debería exigirse el deber de hablar con la
verdad para fortalecer el bien común, lo que en la retórica griega se conocía como la
parresía (de pan, todo y resis/rema, discurso), esto es, el „decirlo todo‟ en orden a la verdad
y al bien común, incluso afrontando el riesgo personal. Una dignísima virtud de la que cada
día nos alejamos más en esta sociedad competitiva y autocomplaciente pues, ¿quién hoy
antepondría su „parresía‟ exponiéndose a la burla, a la condena social-mediática o a la
pérdida laboral, por ejemplo?
La división y la disociación han sustituido la unidad y la comunión, incluso en uno
mismo. Pareciera sin más que hemos olvidado el valor y el sentido intrínsecos a toda
comunidad, la común unidad de personas cuya comunión sagrada e inapelable se muestra
en el bien común: tu bien es el mío y mi bien es el tuyo, porque la fraternidad entre tú y yo
no es sólo un derecho proclamado, sino un deber básico cuya asiento es el corazón. Vale la
pena recordar una vez más a Emmanuel Mounier, desde cuyo lúcido concepto de
comunidad nos ayuda a indagar en la espesura del bien común:
“Una comunidad es una persona nueva que une a las personas por el corazón. No es
una multitud. A una pura comunidad no podría dársele un nombre. No la miraría
acertadamente sino aquel que captara a cada uno en su originalidad irreductible y
considerara el conjunto como una orquestación. Una sociedad sólo es duradera si tiende a
este modelo. No se une a los hombres ni por sus intereses (partidos, ligas y sindicatos de
reivindicaciones), ni por sus impulsos, emociones, envidias y prejuicios (partidos también,
clases y lucha de clases), ni por sus servidumbres (místicas del trabajo, aún liberado,
porque se libera el trabajo de todo salvo de sí mismo). No se les une más que por sus vidas
interiores, que van desde ellas mismas a la comunidad” (Mounier, E.: Revolución
personalista y comunitaria, O.C., I, 236-237).
No hay comunidad sin unidad ni bien común sin comunión. Ella nos une a los otros
hombres nada más y nada menos que por nuestras vidas interiores. Poco tenemos en cuenta
en nuestra vida personal, política y social diaria esta verdad que está grabada a fuego en el
interior de cada cual y que poco practicamos: somos, en nuestra intimidad más profunda,
seres comunitarios y relacionales -no meros individuos solitarios o autistas- que nos
debemos tanto al bien común como al bien personal, incardinado en aquél, que albergamos
como fin, felicidad y plenitud de vida. Es más, no habrá bien personal sin bien común, y
estos dos bienes siguen “dos direcciones convergentes que sólo se oponen dialécticamente
en una sucesión indefinida de crisis” (Mounier, E.: Qué es el personalismo, 210). Son las
dos pulsaciones centrales de la vida personal: una tiende a la interiorización por la que nos
hacemos personas autónomas dotadas del poder de elección, la otra tiende a la expansión de
sí y a la entrega que se consumará en “la universalización progresiva de los grupos
humanos en comunidades cada vez más amplias, que preparan en el límite la comunidad
total de los hombres” (Mounier, E.: Qué es el personalismo, 211). De nada me sirve buscar
„mi bien, mi felicidad‟, si no busco al mismo tiempo „nuestro bien‟, el bien común. Por
tanto, no seremos felices ni forjaremos la paz personal y social sin ser co-creadores y co-
ejecutantes de esa sinfonía perfecta que cada persona ha de hacer vibrar en el seno de su
comunidad.
Ya lo sabía a la perfección santo Tomás de Aquino en pleno siglo XIII,
adelantándose en siglos a la tríada axiológica de la Revolución Francesa, “libertad,
igualdad, fraternidad” -cuya vigencia hemos corporizado en los Derechos Humanos-,
cuando señalaba las tres condiciones que se requieren para el bien común de una sociedad:
1º, la unión de todos sus miembros en una amistad sincera y verdadera
(fraternidad);
2º, la unión de las fuerzas de todos para colaborar en la concreción del bien común
(libertades mancomunadas, en sinergia); y
3º, la abundancia suficiente de bienes humanos, externos e internos, materiales y
espirituales, intelectuales y morales (igualdad, desarrollo sustentable, valores y virtudes).
De lo cual resultará la paz social, producto de la unidad tras el bienestar colectivo, en suma,
el bien común (Cfr. De Regno I, 1 c.15, n. 49).
Pero -¡vaya novedad!- en los milenios recorridos por la humanidad, a pesar de
tantas páginas escritas y leídas, de tanto sufrimiento y tantos actos que nos avergüenzan
como cuerpo colectivo que constituimos, todavía nos cuesta dar el primer paso: la
iniciación en nuestra madurez cívica y comunitaria que sólo se da cuando tomamos
conciencia de la unidad que conformamos: “la toma de conciencia de mi vida indiferente:
indiferente a los otros porque es indiferenciada de los otros. Encontraremos aquí la
inevitable unión de la persona a la comunidad” (Mounier, E.: Revolución personalista y
comunitaria, O.C., I, 187). Quiere decir Mounier: yo no soy diferente a los otros -aunque sí
lo soy en otros sentidos-, ellos están en mí y yo en ellos, eso es la comunidad:
intencionalidad real y operante, no meramente cognoscitiva. Lo contrario a esta conciencia
es la actitud que asumimos por lo general, ignorando sin más el altísimo valor de la actitud
personal que no debe ser resignación ni resentimiento sino asunción, afrontamiento; el
sinsentido, la indiferencia, el descompromiso, la inercia del no hacer porque “el
responsable es el otro”, son las muletillas que solemos usar para justificarnos a diario, lo
que escasamente sirve para una limpieza superficial de nuestra conciencia y menos para
construir comunidad.
De todo lo dicho, no es difícil inferir que vivimos en el reino de las libertades
individuales, muchas veces divorciadas de toda responsabilidad por el otro y del mismo
bien común, porque, incluso como sociedad, persistimos en la búsqueda de una libertad
todopoderosa e ilimitada -hasta podemos elegir „legítimamente‟ la identidad sexual que
más nos guste-, con la menor cantidad de vínculos y ataduras posibles y sin importar sus
consecuencias: los deberes de ciudadanía, filialidad y fraternidad reducidos al estrecho
círculo de mi familia y mis amigos, como máximo, esto es, el más puro individualismo, ese
enemigo silencioso que cual enfermedad contagiosa acecha en los pliegues más hondos de
mi ser a la espera de derribar mis bajas defensas. Por eso, decía Mounier, “lo que
combatimos es esto, el individuo vaciado de toda sustancia y lazo carnal o espiritual,
fortificado con resentimientos y reivindicaciones, erigido en absoluto; la libertad
considerada como un fin en sí, sin relación a algo en qué justificarse, hasta el punto de
juzgar la elección misma y la fidelidad como impurezas” (Mounier, E.: Revolución
personalista y comunitaria, O.C., I, 198).
Ni la libertad absoluta sin límites ni vínculos, ni el pandeterminismo freudiano -todo
está determinado- que niega la capacidad de la persona para asumir posturas personales
frente a las circunstancias, son propias de la lógica de la persona. Sólo una libertad que
mira hacia la responsabilidad y que sabe que no es ella la última palabra, podrá decirse
efectivamente humana. Así concibió la libertad Viktor Frankl, el psiquiatra austríaco que
fue privado de ella en el campo de concentración de Auschwitz -por cierto, perdió la
libertad exterior pero no la interior- y no sólo sobrevivió para contarlo sino que creó la
Logoterapia como alternativa genuina al psicoanálisis freudiano: “La libertad es la cara
negativa de cualquier fenómeno humano, cuya cara positiva en la responsabilidad. De
hecho, la libertad se encuentra en peligro de degenerar en mera arbitrariedad salvo si se
ejerce en términos de responsabilidad. Por eso yo aconsejo que la estatua de la Libertad en
la costa este de los Estados Unidos se complemente con la estatua de la Responsabilidad en
la costa oeste” (Frankl, V.: 2004, 151). No le dijo poca cosa al pueblo estadounidense.
De todo esto se deduce asimismo nuestra responsabilidad inclaudicable: como
trabajadores del intelecto, de la cosa pública, de la educación o simplemente de la vida, no
debemos escatimar esfuerzos, aunque pueda parecer a muchos una ingenuidad, en
actualizar y fortalecer el camino hacia el bien común. Pero esta tarea no debe quedar en el
discurso sino encarnarse en los gestos, en las actitudes, en los compromisos, en las
acciones, por pequeñas que puedan parecer, porque de nuestras sinergias cotidianas, que
suman como granos de arena a las acciones mancomunadas -de manos en común-,
dependerá el futuro de nuestra existencia comunitaria: construyendo la paz, consolidando
los valores de la persona y forjando el lugar de una vida feliz. A este compromiso estamos
convocados todos los ciudadanos del mundo, aunque, ya lo sabemos, a más conciencia y
talento más responsabilidad nos cabe.
He aquí el sentido final del bien común, una conquista de nuestra libertad que
debemos ser capaces de descubrir como sujetos y custodios absolutos de la verdad. Pues sin
verdad tampoco habría verdadera libertad. La verdad que nos hará libres, la que libera del
error, de la mentira y del mal instalándonos en nuestro ser esencial,
“…es la Verdad que viene por bondad a tomarnos, y no nosotros los que la
tomaríamos por fuerza. Porque esa verdad es la del encuentro y la comunión, no la de la
proeza y la independencia. Y además, el fruto que logramos alcanzar por nosotros mismos
nunca es mayor que la pequeñez de nuestras manos, mientras que el fruto que Dios da lleva
en sí la medida de su inmensidad. Es la diferencia que hay entre tomar un vaso de agua y
tomar el mar” (Hadjad, F.: 2009).
Bibliografía