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El teatro en el cine
Estudio de una relación intermedia!
CÁTEDRA
� Signo e Imagen
..
Director de la colección: Jenaro Talens
Filmicidad y teatralidad:
del formalismo ruso a los estudios culturales
U ESFERA EN MOVIMIENTO
31
•
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La presencia de Canudo es rastreada por Urrutia en los Estudios literarios de
Vicente Blasco Ibáñez (Valencia, Prometeo, 1 933, págs. 1 53-1 62); o en el libro
de César Arconada Tres cómicos del cine (ed. de Marta Hernández, Madrid, Miguel
Castellote, 1 974, pág. 64).
11
Cfr. Hansen ( 1999: 30 y 45) y Riblet (1999). A los materiales comunes uti
lizados por el cine se refiere en estos términos Erwin Panofsky: «Las obras inmóvi-
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Habría que añadir a la nómina que acabamos de referir, y en un
lugar de honor, el género teatral melodramático, uno de los modelos
más visitados por el cine primitivo (al más puro estilo del Corneille de
los <<boulevards», René-Charles Guilbert de Pixérécourt, 1 773-1 844).
Es ésta una influencia que se vuelve aún más significativa si pensa
mos en el melodrama como epítome del concepto decimonónico de
teatralidad, por sus ansias de representarlo todo en escena, de mos
trar la realidad entera de un modo excesivo, polarizado y, sin duda,
efectista. Parece evidente que el interés del cine por el melodrama
es tanto temático (sentimentalismo fácil, maniqueísmo, polarización
les, que los primeros filmes animaron, eran efectivamente imágenes: malas pinturas
del siglo XIX y tarjetas postales (o figuras de cera a lo Madame Tussaud), sin olvidar
las tiras dibujadas -una de las raíces más importantes del arce cinematográfico- y
cernas de canciones populares, de periódicos sensacionalistas, de novelas baracas:
con semejante herencia, los filmes hablaban directamente y con gran fuerza a deter
minado espíritu popular. Satisfacían -y con frecuencia a un tiempo- primero un
antiguo sentido de la justicia y de las conveniencias, cuando la virtud y la asiduidad
en el trabajo se veían recompensadas y el vicio y la pereza castigados; a continuación
un sentimentalismo sencillo cuando el "delgado hilillo de un ficticio interés amoro
so" circulaba "a través de vías algo sinuosas", o cuando el Padre, el querido Padre,
volvía del saloon para encontrarse a su hijo enfermo de difteria; en tercer lugar, un
gusto fundamental por las carnicerías y la crueldad cuando Andreas Hofer estaba
encarado con el pelotón de fusilamiento o cuando (en una película de 1 893-94) se
veía saltar la cabeza de María Estuardo; en cuarto lugar, un gusto por una pizquica
de pornografía (recuerdo con gran placer una película francesa realizada hacia 1 900
donde una mujer que parecía bastante gorda, sin serlo realmente, y otra que parecía
un poco flaca, sin serlo en realidad, se nos mostraban mientras se ponían un baña
dor -una honesta y leal porchería mucho menos chocante que las películas de la
difunta Betty Boop y, siento mucho decirlo, que algunas de las más recientes pro
ducciones de Walc Disney-; y, finalmente, sentido del humor crudo, que traduce
evocadoramente la expresión «burlesco» (s!apstick) y que se alimenta de las tenden
cias sádicas y pornográficas, juntas o separadas. Hay que esperar hasta 1 905, poco
más o menos, para que se ose una adaptación cinematográfica de Fausto, y has
ta 1 9 1 1 para que Sarah Bernhardt arriesgue su prestigio en una tragedia cinemato
gráfica increíblemente divertida, La Reina Elisabeth. Estos filmes representan la pri
mera tentativa consciente para hacer pasar el cine del nivel del arce popular al del
arce "real", pero dan también testimonio del hecho de que esca loable meta no podía
alcanzarse de modo can sencillo. Pronto se cayó en la cuenta de que la limitación de
una obra teatral, con un escenario, entradas y salidas determinadas y ambiciones
netamente literarias era lo único que debía evitar el cine» (en Urrucia, 1 976: 1 50-
15 1). Los géneros cinematográficos eran numerosísimos: las películas de ejecucio
nes, de viajes, las basadas en canciones famosas ...
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moral de los personajes y sus acciones, esquematización, caracteres
angustiados por una verdad secreta que ocultan a los otros, lo que
crea una sensación de voyeurismo en el público; persecución del bien
y premio final a la justicia, suspense, peripecias . .. ) 12 como formal,
pues la esencia del melodrama era la tensión creciente y la celeridad
impresa a la acción, con rápidas transiciones entre escena y escena, la
yuxtaposición espacial unida a la necesaria habilidad en el movi
miento y cambio de escenario, de modo que aquí también se ha ha
blado, como para la novela, de la existencia de un pre-cinéma, precisa
mente para aludir a los mecanismos de transición que adelantan en
el melodrama procedimientos adscritos al cine, como la bajada del
telón entre escena y escena (no entre acto y acto) a modo de fondido
cinematográfico. Sobra decir que esta dirección -que es la propia,
por ejemplo, del análisis histórico de A. Nicholas Vardac (1 949)
conduce a la consideración de buena parte del mejor teatro del XIX
como una especie de cinéma manqué, incapaz de satisfacer con la
incorporación de lo proto-cinemático los nuevos gustos de una so
ciedad que se alejaba progresivamente del «ilusionismo» teatral.
Hassan El-Nouty (1978) ha insistido, por su parte, en que ese
primigenio cine daba en realidad salida definitiva, desde un punto
de vista técnico, a las demandas de realismo por las que había apare
cido el género melodramático en el siglo XVIII, a la vez que solucio
naba los problemas que presentaba en escena un teatro experimental
que se quería transgresor de toda regla y convención. Pero esta sensi
bilidad moderna, latente en el melodrama y asociable a la política
burguesa de desviar en su provecho las vel�} dades artísticas del pue
blo bajo (es la tesis sostenida por Anne Ubersfeld y recogida por
Noel Burch), puede incluso remontarse a las ideas diderotianas sobre
un teatro liberado de la tiranía de la literatura y sometido por fin a la
lógica perdida del espectáculo, que redescubrirá el gesto e instalará
dramáticamente una cadena de escenas mudas, los conocidos ta
bleaux animados, delante de los cuales el espectador se situaría como
si presenciara por encantamiento la sucesión de los cuadros de un
pintor13 • El concepto de tableau, enfrentado, como se sabe, al de
12 Cfr. Fell ( 1 977: 40-4 1 ) y Brooks (1976: 1 1-12). Véase el reciente estudio de
Pablo Pérez Rubio (2004), que se ocupa de establecer las convenciones propias del
género en teatro y cine.
13 Parafraseo aquí al propio Diderot en el Discurso sobre la poesía dramática
(I 758: 276-277). El cuadro a que se refiere es el Testamento de Eudamidas, de Pous
sin. Cfr. El-Nouty (1978: 23-24). Para un estudio de las relaciones entre Diderot y
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coup de théátre (un cambio brusco en la situación dramática), trataba
así de dar cuenta de la tensión entre el contar y el mostrar, la cual,
evidentemente, servirá de motor para la evolución de la mejor dra
maturgia contemporánea.
En esta misma línea, Ben Brewster y L ea Jacobs ( 1 997) han su
brayado que el cine, más que adaptar en bloque los procedimien
tos teatrales, asimiló sólo aquellos que podrían denominarse pictó
ricos (pictorials), tal y como puede apreciarse en los «recetarios» que
a comienzos de este siglo se publicaban, con el fin de enseñar a
escribir «screen plays» o «photoplays» 1 4• Si antes hablábamos de
Oiderot como pergeñador de un teatro, por así decirlo, sin acción,
en el que todo se basaba en la capacidad «absortiva» del espectador
ante la contemplación de los cuadros, Brewster y Jacobs retoman
la formulación de Lessing en el Laocoonte (en especial su capítu
lo XVI): las artes estáticas, espaciales y visuales, opuestas a las artes
verbales, pueden representar el tiempo, siempre y cuando seleccio
nen lo que el alemán llamaba «el momento más pregnante» y «más
fecundo» de la acción (es la traducción de Eustaquio Barjau) , un
momento de armónico reposo, susceptible, sin embargo, de mos
trar las huellas del proceso causal en el que tuvo su origen, «aquel
[ahora] en el que la figura en movimiento, sometida a la quietud
por las condiciones espaciales de la pintura, se encuentra en una
posición tal que permite al espectador adivinar el instante que pre
cede a ese momento y el que le sigue» (Barjau, en Lessing, 1 766:
XXVIII; véase Brewster y Jacobs, 1 997: 1 1 ). A la manera aristoté
lica, la pintura se veía así ya no como mera opsis, sino como capaz
de imitar acciones , con su principio, medio y fi nal (como, por ejem
plo, hacía Rafael en ciertos cuadros, gracias a los muy comentados
pliegues de sus vestidos) .
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Volviendo a nuestro tema, y sin necesidad de mencionar aquí
otros testimonios que afianzaron en el XIX una aproximación «pic
torialista» del género teatral (la escena como sucesión de cuadros) ,
que por cierto pasó también a l a fotografía, el cine acogió desde
muy pronto una concepción de la fábula como una serie de situa
ciones autocontenidas, estáticas si no atemporales, que suponía un
modo de actuar «externo» y gestual (los actores debían ensayar sus
poses delante del espejo: nada más lejos de la actitud introspectiva y
anamnésica requerida por un Stanislavski por esas mismas fechas)
y una manera de mirar condicionada por una frontalidad fija ante el
objeto contemplado.
Mooos DE REPRESENTACIÓN
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bras pronunciadas con estudiada lentitud»16• A todo ello hay que su
mar la abundancia de técnicas teatrales como el aparte, la interpela
ción directa al espectador, la mirada a cámara a modo de guiño hacia
el público, la imposibilidad absoluta de darle la espalda a éste.
Muy ilustrador es el caso de la película de David W Grifflth The
Drunkard's Reformation (1 909), en donde el protagonista, a punto
de arrepentimiento, asiste a una representación teatral: la inclusión
de una obra en una película podía provocar el contraste entre dos
tipos de lenguaje, «aunque la ficción teatral que se inserta en la fic
ción cinematográfica permite decir concretamente, incluso en tér
minos de información, la inexistencia de códigos cinematográficos
alternativos a los teatrales»17• En el análisis de este filme, Brunetta
insiste en otros marcados rasgos escénicos: espacio iconizado inte
rior, luz uniforme, personajes filmados de cuerpo entero, entradas y
salidas de los personajes por los laterales, con perfecta sincronía;
y coincidencia de los lugares de visión con el centro de la imagen,
donde se desarrolla la totalidad de la acción.
Nótese, por lo tanto, el funcionamiento simbólico de un con
cepto de perspectiva teatral (pienso aquí en el llamado teatro a la ita
liana), en el que la escena es como un cubo ante el que el espectador
se encuentra como inmovilizado en el centro de la perspectiva de las
diversas vistas de la escena (el centro de proyección o punto céntrico de
la composición albertiana, la célebre mirada delpríncipe) 1 8• Y es que
en muchos sentidos la noción central sigue siendo asimismo la de
escena, el lugar imaginario donde se desarrolla la acción, donde se
inscribe necesariamente la espacialidad como mímesis, la unidad
dramática como fundamento de la representación.
La ruptura con la frontalidad tradicional del teatro corre parale
la al desarrollo de técnicas como la del primer plano o a la expansión
de una sintaxis propia a través del montaje, esa operación que busca
organizar el conjunto de los planos en función de un orden prefija
do, por la que se crea una auténtica gramática del cine. De la autar
quía del plano frontal se pasó laboriosamente, gracias a algunos de
16
Jacobs ( 1971, 1: 99). Cfr. Hansen ( 1 99 1 : 29) y Guarinos ( 1 996: 16).
17 Brunetta ( 1974/1 993: 77). Denis Lévy (1 999) ve en este filme un uso singu
lar de la alternancia por el grado que supone de reflexividad fílmica.
18 Cfr. Cruciani ( 1 992), Aumont ( 199011992: 42-45) y Bordwell ( 1 986/ 1 996:
104-11 3), que analiza las repercusiones perspectivísticas provocadas por el uso de
las lentes cinemarográficas, así como la ruptura que supone el empleo de la figura
estilística del planolcontraplano.
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los citados cineastas británicos, franceses, daneses y norteamerica
nos, al plano orgánicamente integrado en el sintagma narrativo, que
ya es propio del catalogado por Burch como Modo de Representación
Institucional (MRI) . Podría decirse que el cine pasa a ser, con toda
ley, un sistema de modelización secundario, ya que sólo entonces co
mienza a fundamentarse en un lenguaje especial, propio e inherente
de signos y reglas sujetos a procesos de convencionalización históri
ca (Lotman, 1 982: 20, 34) .
La segmentación del espacio diegético, con encuadres de escala
diferente que no implicaban una discontinuidad temporal, contri
buyó a la construcción de un espacio imaginario pero coherente, que
se reforzó con la permeabilidad del fuera de campo a los movimien
tos de los sujetos u objetos, que entran o salen del encuadre por sus
bordes, sin que ello signifique su extinción diegética. La nueva espa
cialidad propuesta en el cine es incluso más metonímica (pars pro
toto) que la del teatro, porque plantea una fragmentación práctica
mente ilimitada, perceptible en la propia terminología (plano gene
ral, medio, primer o primerísimo plano, plano de detalle. . .). El plano,
como imagen-movimiento, tiene como función añadir espacio al
espacio, dirá Gilles Deleuze ( 1 984/1987: 33). La concatenación de
encuadres empezaba así a crear, en un periodo que Burch sitúa en
tre 191O y 1 9 17, una nueva topografía cinematográfica, un territo
rio imaginario sólido, que se deslindaba por fin de las dependencia
del teatro ( 1 9 1 5 es la fecha de The Birth ofa Nation, de Griffith) 1 9 •
El nuevo modelo respondía en mayor medida al canon fijado por
la novela. Griffith («Yo hago novelas en cuadros») descubrió la posi
bilidad de narrar acciones paralelas en la lectura de «The Cricket on
the Heart» («El grillo del hogar», 1843) de Charles Dickens y de la
novela victoriana. Gian Piero Brunetta precisa que el momento deci-
19 «De manera que el cine inició sus balbuceos fuera del campo documental ins
pirado por el modelo del music-hall con cuadros discontinuos y autónomos, como
muy bien ha analizado Tom Gunning. Siguió el modelo que Sadoul llamó "teatro
filmado", en el que los conceptos de escena y plano (plano general frontal y estático)
eran coincidentes. Con los cineastas italianos, con Feuillade y con Griffith se desa
rrolla el cine-novela, que culmina en Greed (Avaricia, 1 923) de Stroheim. Paralela
mente, los alemanes investigan nuevas filiaciones de la representación cinematográ
fica con el teatro (Wiene), la pintura (Murnau) y la arquitectura (Fritz Lang). Con
los clásicos soviéticos (Eisenstein, Pudovkin, Dovjenko), gracias a la estructura rít
mica de su montaje, el modelo se orienta hacia el cine-sinfonía y al cine-coreogra-
fía» (Gubern, 1 995: 267-269). '
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sivo para este cambio de modelo coincide con el trabajo de Griffith
para la Biograph entre 1 908 y 1 9 1 2 (más de quinientos títulos, de
los que Brunetta analiza sólo dieciséis), cuando concreta la habilita
ción narrativa del filme a partir de su alejamiento del teatro y de la
adopción de los códigos.de verosimilitud de la novela decimonónica.
Se trata de un lento proceso que se desarrolla en consonancia con la
utilización del montaje (tanto alternado como paralelo) como proce
dimiento narrativo que conllevaba la fragmentación en distintos en
cuadres de un espacio referencial único20. Sergei Eisenstein, para
quien el origen de la estética fílmica estaba también en la literatura
(el montaje de diálogos en Madame Bovary o el paralelo en Oliver
Twist), reflexionará sobre el uso del primer plano, que modifica y li
mita, antiteatralmente, la perspectiva dramática, fij ando de manera
autónoma las relaciones entre la pantalla y el espectador. El cuadro
se relaciona con un ángulo de encuadre, «el cine pone de manifiesto
puntos de vista extraordinarios, a ras de suelo, de abajo arriba, etc.»,
y se llega a una nueva imagen-percepción (de nuevo Gilles Deleuze),
que ya no responde al modelo de lo natural subjetivo, sino que la
movilidad del centro y la variabilidad del encuadre acarrean la
existencia de varias zonas acentradas y desencuadradas (Deleuze,
1 983: 3 1 ) .
El cine era entonces u n medio que descubría al espectador, me
diante un dispositivo visual inédito, un nuevo mundo, un medio
que le revelaba cosas nunca antes vistas por el ojo humano: lo pe
queño (el primer plano) , lo grande (el panorama que permite des
plegar grandes masas) y lo evanescente (la expresiones fugitivas de
20
Para la disparidad de pareceres entre Burch y Brunetta, referida sobre todo al
reconocimiento por parte del primero de un periodo de interiorización del nuevo
modelo que acabaría hacia 1 930, consúltese el prefacio de Vicente Sánchez Biosca
al libro citado de Brunetta (9- 1 5) . La «experimentación» de los «one-reels» (pelícu
las dramáticas de diez o doce minutos) de Griffith para la Biograph culminará con
la exhibición narrativa de Intolerancia ( 1 9 1 6), filme absolutamente desmenuzado
por los cineastas ruso-soviéticos y antecedente para muchos de los experimentos na
rrativos de un Dziga Vertov o de un Jean-Luc Godard (Hansen, 1 99 1 : 1 32). Para
Burch, sin embargo, en las películas de la Biograph están muy presentes las expe
riencias teatrales de Griffith, tanto desde un punto de vista temático como técnico.
Vicente Sánchez Biosca reivindica la labor de montaje llevada a cabo por Edwin
Stratton Porter en Asalto y robo a un tren (The Great Train Robbery, 1 903). Burch
rastrea en otros autores las huellas del proceso de institucionalización de un cine clá
sico, ya perceptible muy tempranamente en innovadores como James Williamson
(piénsese en su The Big Swallow, 1 901 ).
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los personajes, los elementos oníricos, aquellas técnicas que nos de
jan descubrir la realidad y explorarla con mirada epifánica, como el
ralentí) (Benjamin, 1955: 1 04) . En testimonio de Jacques Aumont
(1 990/1 992: 1 49), los primeros planos que encuadraban la cabeza
o el busto produjeron inicialmente «una reacción de rechazo», ligada
tanto al irrealismo de estas ampliaciones como a un carácter percibi
do como monstruoso: tales figuras eran consideradas como cabezu
dos o dumb giants («gigantes mudos»), llegándose incluso al repro
che de la «contranaturalidad», pues una cabeza no podría nunca
moverse por sí sola, sin la ayuda del cuerpo y de las piernas. Habrá
que esperar a Jean Epstein y a los años veinte para que se hable del
primer plano como «el alma del cine», precisamente por su capaci
dad específica de gulliverizar o liliputizar la realidad, de transformar
la distancia (desde lo íntimo hasta lo ajeno), por materializar, en de
finitiva, la metáfora de un tacto visual que acompaña a la descrip
ción de los objetos.
21
Cfr. Munsterberg (19 16/ 1979: 350). Son muy interesantes las apreciaciones
de Azorín alrededor de su conocida causa «superrealista»: «El cinematógrafo, después
de dominar el mundo físico, tiende a dominar el mundo de lo subconsciente y sub-
40
Es eje articulador de este capítulo la definición que André Gau
dreault ( 1 999) ofrece del concepto de intermedialidad, que, más
allá de servir para reconocer de nuevo las numerosas deudas del
cine con otras series culturales, resulta indispensable para describir
con justeza el cine de los primeros tiempos. Podría decirse con
Gaudreault que el cine era tan intermedia! que en sus orígenes
«aún no era casi cine»: una parte de ese cine pertenece al dominio
del teatro o al dominio de lo escénico. Hemos hablado ya del cam
bio de paradigma que lleva del cine preinstitucional a otro más li
terario, esto es, más narrativo, merced al empleo de los intertítulos
y del montaje. Todo ello supuso también el paso de la teatralidad a
la literariedad. Según Gaudreault, hay dos regímenes de narrativi
dad que se superponen en el cine. El primero afecta a la movilidad
en el interior de cada plano (la mostración}; el segundo a la combi
natoria de los planos entre sí (la narración). La mostración aparece
notablemente en los filmes del cine primitivo, de carácter «uni
puntual», que desarrollan microrrelatos dentro del mismo plano,
frente a la «pluripuntualidad» del cine narrativo. La mostración
audiovisual, dependiente de las operaciones de encuadramiento de
la cámara (mise en cadre), presenta de manera transparente a perso
najes en acción, miméticamente, sin la mediación del montaje
(que se dirige al encadenamiento de las acciones en una sintaxis
compleja) .
Gaudreault llega así a distinguir tres periodos en el desarrollo
inicial del arte cinematográfico: ·
jetivo» («El cine y el teatro», 1927, en 1995: 1 1); «El nuevo tiempo, en el cine, im
plica: retrospección, simultaneidad, anticipación» («El mundo nuevo», 1950: 41);
«Se dispone en el cine de la universalidad del espacio; no está el espacio limitado
como el teatro» («El cine», 1950: 32).
41
c) Periodo del cine en planos contiguos. El narrador da cuen
ta de una perspectiva pluripuntual desde el tiempo pasado
implicado por la manipulación del montaje. El mostrador
presenta (visión directa), mientras que el narrador repre
senta (visión indirecta) . Al narrador le pertenece el tiem
po pasado, que implica la manipulación del montaje. La
mostración está, pues, ligada a lo escénico como equivalen
te moderno de la diégesis mimética, frente a la no mimética
propia de la narración22•
22
Cft. Hansen (199 1 : 34-35). Parecida diferenciación a la que se establece en
tre narradores y mostradores se apunta en la distinción de Tom Gunning (1998) entre
ear!yfilm y ear!y cinema: a este último concepto pertenece el desarrollo de una indus
tria y de un lenguaje propio. Pierre Beylot (2005: 16-23) ha señalado algunos rasgos
del modo de representación del cine primitivo que remiten a lo espectacular teatral: la
apelación al público o la mirada a la cámara distingue la filiación teatral, como en al
gunos filmes de Mélies (Escamotage d'une dame chez Robert Houdin, 1 896); el «modo
de estructuración dr�tica» se basa en la intensidad de la «atracción» (acrobacias o
escenas extrañas) a la manera del circo o del music-hall; el modo de tratamiento del
espacio privilegia la homogeneidad y la disposición frontal de los actores.
42
,.
43
presupuesto modesto (Bowser, 1 994: 87-90). Cada vez era mayor el
énfasis en los signos faciales, por lo que los cineastas llegaron por ne
cesidad al primer plano (Hansen, 1 99 1 : 23-24).
También en David W Grifflth se percibe la misma preocupa
ción por la contigüidad narrativa, ya desde su etapa de la Biograph,
conjugada con el manejo de los resortes del melodrama (acción in
tensa y fundada muchas veces sobre acontecimientos violentos; es
tructura narrativa simple en la que el bien se enfrenta al mal y la
inocencia es perseguida; personajes tipo como la esposa virtuosa, el
traidor, el aristócrata egoísta; presencia de un secreto; intriga con nu
merosas peripecias y confusiones de identidad; estilo enfático y gran
dilocuente). Si se examina, por ejemplo, The Sealed Room ( 1 908)
percibiremos la presencia de lo melodramático, pero la planificación
puramente teatral deja entrever el gusto de Griffith por descompo
ner la acción en planos, que se engarzan toscamente y que se articu
lan con una linealidad rota solamente por un mínimo apunte de
elipsis. De un año después es A Corner in Wheat, en donde el uso
de la diagonal y el montaje alternado y dialéctico, de tintes obvia
mente ideológicos, se hace todavía más patente en las escenas que
nos muestran sucesivamente, pero con un efecto de simultaneidad,
la fiesta en casa del magnate del trigo y la falta de pan en las tiendas.
El rodaje en exteriores contribuye también al alejamiento del mode
lo teatral que sería definitivo pocos años más tarde23 •
En el tercer periodo, el del narrador, el espacio cinematográfico
pasa a ser creado narrativamente y debe ser reconstituido por el es
pectador en los fragmentos espaciales proporcionados por la película
a través del montaje. Para algunos, la escenografía cinematográfica se
desvinculó definitivamente del teatro con la película Cabiria ( 1 9 1 4),
de Giovanni Pastrone, rodada en Turín con unos escenarios grandio
sos diseñados por el arquitecto Camilo lnocenti, que luego imitaría
Grifflth en la Babilonia de lntolerance ( 1 9 1 6), con decorados de Wal
ter L. Hall. Pero será el director norteamericano el que lleve hasta el
extremo esta ruptura. De la necesidad de descomponer en fragmen
tos el espacio del proscenio teatral sin que el público perdiera pie na-
23 Claire Dupré la Tour ( 1 999: 1 13) subraya que los intertítulos sustituyeron a
los «bonimemeurs» y facilitaron la creación de relatos más largos y económicos. Los
nueve intertítulos de A Comer in Wheat ( 1 909) son muy significativos a este respec
to, porque su información alterna con las imágenes en la introducción de conteni
do nuevo. Puede consultarse la descripción que Tom Gunning hace de los One-reel
Standard ( 1 998: 264).
44
ció el raccord de mirada o de posición, así como el campo-contra
campo, ejercicios fílmicos que pueden observarse ya en The Birth of
a Nation ( 1 9 1 5) . Es muy interesante, en este sentido, analizar la fa
mosa secuencia del asesinato de Lincoln, donde la oposición entre
acción y observación, muy frecuente en el modelo clásico de Holly
wood, se muestra absolutamente rentable. Dentro de los sesenta y
tres planos que componen esta secuencia, se repite rítmicamente uno
general que sirve para unificar los tres espacios fundamentales: el es
cenario, el palco y el patio de butacas (también el antepalco) .
Como recuerda Gimferrer ( 1 985/1999: 7) , es Griffith quien
marca conscientemente un punto de inflexión en su deseo de susti
tuir el modelo teatral preponderante en Mélies o Lumiere, basado en
la asimilación de cuadro y escenario, por el de la novela decimonóni
ca. A Griffith se debe asimismo la homogeneización del significante
visual y del significado narrativo, la linealidad, el enlace de planos a
partir de la idea de movimiento, de una mirada, de un sonido: en defi
nitiva, la coherencia de la narración, fundamentada en la lógica causa
efecto. En términos generales, Gaudreault y Jost (1 995) sintetizan la
cuestión de la narratividad de la siguiente manera: el relato cinema
tográfico se ordena de manera determinista, a diferencia del mundo,
que no tiene principio ni fin; todo relato cinematográfico tiene una
trama lógica, encierra un discurso; es ordenado por un mostrador de
imágenes, por un gran imaginador; el cine narra y a la vez representa,
a diferencia del mundo, que simplemente es. El montaje introduce,
pues, un problema de puntuación alrededor de la ideas de continui
dad temporal y espacial que resulta difícil reducir a una única direc
ción. Frente al montaje clásico, no hay que olvidar tampoco los expe
rimentos de Dziga Vertov y Walter Ruttmann, cuyo seguimiento es
indudable en los coüages multimediales de Chris Marker, especial
mente en Lajetée (1 963)24• Como señala Gianni Vattimo, en diálogo
por cierto con Walter Benjamin, el efecto de shock convierte el cine
en un «proyectil lanzado contra el espectador», contra sus certidum
bres y expectativas de sentido. Las imágenes se suceden sin que el es
pectador tenga tiempo de adaptarse. Estamos ante una experiencia de
extrañamiento que exige una labor de recomposición que nos man
tenga como espectadores en una situación de desarraigo del mundo.
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Resulta muy tentador llevar la oposición mostrador-narrador a
otros momentos de la historia del cine, dando por supuesto que la
interacción entre ambos medios no ha cesado en ningún momento,
hasta el punto de poder leer más recientemente en un trabajo de
Jean Douchet ( 1 995: 22) que «el cine es un avatar del arte dramáti
co». Por ejemplo, la alternancia se mantiene sin duda en el cine
mudo de los años veinte. En él se observa, como ha señalado Jean
Mottet ( 1 999), la presencia del género vodevilesco, aunque hay que
señalar de inmediato que en Estados Unidos el significado del tér
mino vodevil es diferente al de los escenarios de París, como muy
bien ha apuntado Myriam Hansen ( 1 99 1 : 29-30) . En Nueva York
se habla de vodevil para un espectáculo itinerante, burlesco, muy
cercano al circo, a las variedades Wild Wést Show, a la sucesión de
sketches y a las atracciones más diversas (dúos de cantantes, clowns
o pantomima) . De este modo, una sesión de vodevil se componía
de una serie de breves representaciones que no aspiraban a la idea de
continuidad teatral, sino que desarrollaban un «tiempo interrumpi
do». Estas micropiezas (playlets) tenían un único protagonista, un
solo tema y una sola intriga, todo en progresión hacia un final espe
rable. No se trataba por tanto de una ficción por así decirlo «litera
ria», sino de un espectáculo que debía crear en todo momento en
el espectador la «ilusión de presente», de espontaneidad creativa. El
espectáculo cinematográfico del cine mudo se desarrollaba en cierto
modo como «vaudeville filmé».
Robert Knopf (1 999) , al analizar la trayectoria de Buster Kea
con, iniciada en el ámbito del vodevil con la compañía familiar «The
Three Keaton», insiste también en la importancia del vodevil, cuya
lógica subvierte la causalidad narrativa. En The Seven Chances
( 1 925), por ejemplo, Keaton se aproxima al cine con la mente de un
actor de vodevil. Su cine se sustenta en la repetición de los mismos
gags visuales, que rompen con la progresión lógica y narrativa de los
acontecimientos2 5 • Un caso extremo de esta estrategia es The Three
Ages ( 1 923), un filme con el mismo argumento desenvuelto en tres
tiempos cronológicos distintos en el que los gags se refieren al tipo
de transporte empleado, a la fortaleza física, al poder económico de
cada pretendiente . . A esta estructura se añadía la secuencia de per
.
25 Sobre la estructura «subversiva» del gag, puede leerse Seguí y Cort ( 1 998).
Sobre el vodevil, cfr. Vigouroux Frey ( 1994).
46
Smith, 1901) la necesidad de sistematizar alguna forma de montaje
alternado y contribuyó a la eclosión de lo puramente cinematográ
fico26. Vista desde otra óptica, también la persecución acabaría por
devorar en su exceso (la de The Seven Chances dura más de media
hora) la narratividad del filme, configurándose a la vez como norma
y como transgresión.
EL PLANO SECUENCIA
26
Cfr. Hansen (1991: 46), Bernardi (1 999: 8 1) y Bonitzer (1999: 36). Véanse
Gunning (199 1 y 1 998) y Douchet (1995: 25).
47
/ /
bas de 194 1 , se vuelve especialmente iluminadora, más aún si con
sideramos el origen teatral de la película protagonizada por Bette
Davis. Es en Citizen Kane donde Welles soluciona en un plano lo
que Wyler resuelve en un lenguaje mucho más fragmentado, como
en el comentado ejemplo de la secuencia del envenenamiento de Su
san, rodada en una sola toma27• Sucede algo parecido en la secuencia
en la que tía Fanny (Agnes Moorehead), Jack (Ray Collins) y el arro
gante George (Tim Holt) conversan en la cocina, en la que «la cáma
ra permanece inmóvil de principio a fin» ( 1 998: 1 06), sin cambios
de plano, durante cuatro minutos y medio. Del mismo modo, el uso
peculiarmente wellesiano del gran angular y del contrapicado podría
explicarse, según Frans;ois Truffaut y André Bazin, como permanen
cia de una visión escenográfica y teatralizadora de la realidad28•
Contrariamente a lo que sucede al revisar su obra con cierta pers
pectiva, ya hemos visto que la teatralidad de las películas de Car!
Theodor Dreyer depende de la importancia concedida a la palabra.
Sin embargo, conviene señalar que esa palabra, expresada en una to
nalidad neutra por los actores, se ve armónicamente afirmada por
una mímica adecuada y que en ningún momento funciona de mane
ra autónoma. De nuevo aquí, como en el caso de Orson Welles, el
equívoco puede derivar de una en rigor falsa equivalencia entre mon
taje y variación de plano, lo que desvirtúa por definición como teatral
el uso del plano secuencia. De este modo se entiende que se piense
que la trayectoria de Dreyer alcanza su punto culminante con Vampyr
(193 1 - 1 932), un ejercicio de discontinuidad y fragmentación, y que
luego comienza su declive, cuando muy bien pudiera afirmarse lo
contrario: en Dies irae (1943), Ordet (1954- 1 95 5) y Gertrud (1 964),
Dreyer plasmó cinematográficamente una opción estética elegida
conscientemente. El espesor narrativo de estos relatos, basados en
obras dramáticas, y la complejidad en el perfil de sus personajes dejan
en el plano secuencia, cuando no en el plano fijo, su papel al especta
dor reflexivo .y observador, capaz de dar significado a un conjunto
que se le presenta siempre de modo tan completo como neutral.
48
No puedo dejar de pensar a este respecto en el cine de Peter
Greenaway, en su uso del plano fijo y del plano secuencia, en donde
el montaje de plano surge de una idea de encuadramiento escénico
en cuyo interior los actores deben desplazarse a la manera de un
ballet q de una coreografía. La importancia del decorado es enorme,
como en la secuencia inicial de The Cook, the Thief, his Wife and her
Lover (1 989), donde poco a poco el espacio va cobrando sentido, con
un uso simbólico del color que apunta a la amenaza, a la violencia, a
la pureza. . . , una parsimonia que convierte la escena en lugar de rico
o de Hturgia de la crueldad (Berthin-Scaillet, 1 994) . Para Ortiz y Pi
queras, las películas de Peter Greenaway «están llenas de cuadros en
codas sus formas: como objetos en las paredes, como ilustraciones
en los libros y como tableaux vivants [ . . ] , cualquier plano de cual
.
RE.TEATRALIZAR EL TEATRO
El montaje, que engarza no sólo escenas sino los detalles más pe
queños e inusuales de las mismas, a la manera de un mosaico, se con
virtió por fin en el nuevo principio organizador, en la «Idea» de la que
hablaba Eisenstein. El cine se separaba del teatro (aunque no todos
estarán de acuerdo a la hora de cuantificar cuál es la distancia entre
ambos). Este movimiento que ahora sólo esbozamos ha sido resumi
do por Susan Sontag (1 966/1 979: 359) como la definitiva emancipa-
49
/
ción del cine de los modelos teatrales, como el paso de lo estático a la
fluidez cinemática, como la lucha contra cualquier indicio de teatra
lidad. Sólo así puede entenderse el empleo despectivo del adjetivo
teatral aplicado a un filme (Ross, 198 1 : 44). Pero lo cierto es que ha
cia 1920 el cine es definitivamente considerado un arte por sí mismo,
y es entonces cuando puede hablarse de una inversión de influencias.
El cine fue visto como un medio de reteatralizar, de muy diferentes
modos, un teatro que se consideraba agotado y caduco: en términos
de escritura (el teatro épico y sus técnicas de fragmentación y monta
je), de escenografía (las proyecciones en Erwin Piscator y la cinefica
ción de Vselebod Meyerhold, directores que vieron en el cine una al
ternativa antirrealista a los modelos habituales de percepción del
teatro burgués); de concepción de la dramaturgia (el brechtianismo,
otra vez [Thivat, 1 990] , o el Actors Studio), de la visión del mundo
asociada a la puesta en escena Qosé Tamayo y su teatroscope en Espa
ña; o los referentes cinefílicos de Jacques Lassalle en Francia)29 , o de
universo de referencia del espectador (algunas películas de John Cas
savetes, en especial Opening Night, 1 978; de Manad de Oliveira o
Carlos Saura). Muchos de estos proyectos buscan poner en marcha
la idea wagneriana de espectáculo total, que utiliza todos los medios
disponibles (y la intertextualidad es indudablemente uno de ellos)
para transmitir al público el mayor número de significados. Cuando
en 1 930 Meyerhold (1992: 272) afirmaba la necesidad de cineficar el
teatro (algo que él había intentado sobre todo entre los años 1923
y 1924), retomaba el reto propuesto por Mayakovski, Appia o Gor
don Craig en lo que se refiere a la importancia de lo plástico, lo rítmi
co y lo lumínico, a la «desliteraturización» del espacio escénico. El cine
daba además al director un poder sobre el actor (sobre su individua
lismo) que el teatro estaba muy lejos de alcanzar. Se añadía a todo esto
la innegable influencia de Charlot y de sus ejercicios pantomímicos.
Rafael Morales Astola (1995 y 2003) ha puesto en relación el monta
je de El inspector de Gogol ( 1926) con la película The Fireman ( 1 9 1 6),
de Charles Chaplin, en concreto con la secuencia en la que la tropa de
bomberos rodea el coche con movimientos precisos y exactos.
Por su parte, en un plano escenográfico, Piscator fue el primero
en integrar proyecciones en sus espectáculos. Morales Astola ( 1 995:
2 9 Podría hablarse también de una influencia del cine ex contrario, la que puede
encontrarse en el teatro pobre de Jerzy Grotowski, que nace como un intento de
neutralizar los excesos de la imitación fílmica en una vuelta a los orígenes del teatro
y, en especial, a la figura del actor.
50
I"
51
lo mejor de sí aparece cuando huye de su especificidad, tal y como
recordaba Picon-Vallin (1 999: 1 3) a propósito de Mélo (1 986), de
Alain Resnais, por no hablar ahora de talentos dobles como Peter
Brook o Patrice Chéreau, que se apuntan también a este «flujo de lo
audiovisual». En el caso de algunos directores, como John Cassave
tes o Jacques Rivette, que considera que «tous les fllms sont sur le
théatre» (en Picon-Vallin, 1 997: 1 6) , el teatro se toma como garan
tía contra la banalización reinante, contra el simulacro y el exceso de
imágenes, contra la estética del clip y de la publicidad.
EL FORMALISMO RUSO
centra, los decorados son deliberadamente teatrales y remiten a la problemática del ser
y del parecer, con unos personajes que se desenvuelven en un «huis dos» opresivo.
31 «El excentrismo es la lucha contra la rutina, el rechaw de la percepción y de la
reproducción tradicional de la vida» (Sklovski, 1 978: 86). La atracción, el elemento
fundamental del teatro, es «todo momento agresivo del teatro», «sensorial y psicoló
gico», al estilo del Grand-Guignol una sacudida que busca el conocimiento a través
del juego vivo de las pasiones (Bilbatua, 1971: 96-100). Sobre el «americanismo» de
estas experiencias, puede verse Mariniello (1 992: 65 y ss.) . Cfr. Gunning (1998: 258).
32 Cfr. Albera ( 1996/1988: 23). Entre otras cuestiones no es la menor la rela
ción que se establece entre cine y discurso interior a través del montaje, en donde,
para Manuel Asensi, se percibe la presencia de las ideas de Bergson y Husserl sobre
la conciencia y la percepción: «el espectador debe hacer un esfuerzo mental en el
52
1 ·.
que elabora un discurso interior, psíquico, que le sirve, pues, para dar sentido a
lo que está viendo» (2003: 99).
33 Tynianov preferirá hablar de cinegenia. El término jotogenia procede de Louis
Delluc (1920/1993).
53
en la inmovilidad del escenario y en la inmovilidad del punto de
vista y de los planos. Los efectos visuales de la representación tea
tral (mímica, gestos, decorados, objetos) se topan inevitablemen
te con el problema de la distancia entre el escenario inmóvil y el
espectador. La interpretación a través de los detalles visuales es
casi imposible en el teatro; por eso, la mímica y el gesto se en
cuentran paralizados, de manera que un actor dotado para la mí
mica no puede desplegar todos sus talentos [ . . . ] . El cine ha hecho
caduca la cuestión misma de la escena, su inmovilidad y la dis
tancia que la separa del espectador. La pantalla es un punto ima
ginario, como también lo es su inmovilidad. La distancia entre el
actor y el espectador varía constantemente, o mejor, no existe, ya
no hay más que proporciones, planos. El rostro del actor puede
ser ampliado a unas dimensiones hiperbólicas que permiten per
cibir el menor movimiento de un músculo; si el film lo requiere,
el espectador nota el más pequeño detalle de un gesto, de un tra
je, del mobiliario (Eikhenbaum, 1 927/ 1 998: 59-60).
PROBLEMAS DE PERSPECTIVA
54
En cine, la posición del espectador cambia con la cámara, según
los deseos de un director que se desdobla a su vez en una suerte de
«espectador ideal»34 • Erwin Panofsky y Susan Sontag confirmarán
también que el teatro se define por el confinamiento a un «lógico»
o continuo uso del espacio. El cine se caracterizará por la «dinami
zación del espacio» producida por la identificación de los ojos del
espectador con la lente de la cámara. El espacio es fragmentado,
puesto en movimiento, lo mismo que el espectador, sacado de su
sitio por la fuerza constructiva del montaje.
El relato cinematográfico acota a través del cuadro el espacio para
la narración. El cuadro marca una operación de selección consistente
en limitar el espacio objeto de interés narrativo. Es el límite de la ima
gen, la frontera que separa aquellos elementos importantes que cons
tituyen el campo visual. El cuadro se entiende, en fin, como un modo
de perspectiva artificialis, como un mecanismo que selecciona una
parte de un espacio más amplio. Podría afirmarse, como dice El Nou
ty (1978: 1 00), que el espectador de teatro está incapacitado para
obtener la variabilidad y complejidad espacial de la que disfruta la
imagen cinematográfica gracias a la movilidad de la cámara, lo que
equivale a un cambio permanente de la posición del espectador. Por
muchos experimentos que se realicen (del simultaneísmo vertical de
Meyerhold hasta el teatro móvil de inspiración medieval o las Statio
nen del drama expresionista), nada cambiará la condición de la dis
tancia invariable del espectador con respecto a la escena, de lo que se
deduce el carácter centrípeto y cerrado del universo teatral (André
Bazin). En cine, por el contrario, el «point ici» (El-Nouty) se situaría
dentro del universo diegético de modo incluso autónomo con res
pecto al espectador, lo que nos llevaría a la existencia de un espacio
que se define como completo y real sin apelar a conciencias exteriores
(algo a lo que El-Nouty llama realismo espacial integral)35•
34 Cfr. Esslin (1987: 95). Y Paul Virilio añade: «en el teatro, cada uno de los es
55
Todo lo dicho afecta también a la consideración del teatro y el
cine como formas de comunicación y de mímesis. Si es claro el oculta
miento del autor en el teatro (Cesare Segre o Marco De Marinis), gé
nero en el que sólo los personajes tienen voz, en cine se introduce una
instancia mediadora entre el mensaje y el espectador (llámesele cáma
ra, montaje, yo épico o, en términos de Gaudreault y Jost, el mostrador
de imágenes, el gran imaginador que lo ordena todo), instancia de la
que depende esa mirada semántica a la que antes nos referíamos. Y el
hecho de que el cine sea narración trae consigo, a su vez, importantes
repercusiones en el plano temporal: el tiempo pierde su carácter es
pecular e icónico, que sí se mantiene, básicamente, en el teatro (pién
sese en la clásica complementariedad de la unidad de tiempo y de
lugar) al no coincidir con exactitud el tiempo diegético con el repre
sentado y al tener la acción del filme una temporalidad propia, distin
ta de la de la realidad significada, en razón de las alteraciones diná
micas (aceleraciones, dilaciones,ftame stops), de figuras elípticas o de
-
[al director] que transmite al texto un orden elegido», mientras en el teatro tradicio
nal es propia del espectador, «que puede seguir el orden que prefiera y establecer ini
cialmente reiteraciones, latencias y relaciones de un modo libre, creando expectati
vas semánticas que la historia confirmará o rechazará posteriormente» ( 1 988: 50).
36 Dice el propio Hitchcock: «La obra de teatro se desarrollaba al mismo tiempo
que la acción, ininterrumpidamente, desde que se alza el telón hasta que se baja, y
me hice la pregunta: ¿cómo puedo rodarlo técnicamente de manera similar? La res
puesta era, evidentemente, que la técnica de la película tenía que ser también conci-
56
el peligro (High Noon, 1950), de Fred Zinneman, donde el isocro
nismo funciona también en un nivel temático. En ambas películas
los directores emplean con maestría los medios expresivos facilita
dos por el montaje, que apuntarían de todos modos a la manipula
ción de una instancia narrativa37•
Novela y cine comparten el hecho de ser formas de escritura
(productos), frente al teatro, un arte de la performance. Ortega y Gas
set (1946/ 1958: 40-41) señalaba que hay espectáculos a los que se
va saliendo fuera de casa, mientras que existen otros que se dan por
completo dentro de nosotros. Hay espectáculos que son actuaciones
y los hay que son escritura, porque pueden ser leídos o releídos a
nuestro antojo, según señala García Barrientos: de hecho, «no pue
de concebirse la realización de un espectáculo teatral desligada de su
comunicación ni una recepción del mismo que no coincida (y no
sólo en el tiempo) con su producción» ( 1 99 1 : 50). La producción y
recepción de un fenómeno teatral se efectúan en tiempos sincróni
cos; el proceso de codificación y el de descodificación son, pues, si
multáneos. La consecuencia es la inmediata interacción (feedback)
entre emisores (actores, fundamentalmente) y público, una de las
razones de lo efímero de cualquier representación teatral, sujeta
siempre a cambios que desvelan su singularidad como objeto estéti
co. El teatro, dirá Peter Brook, «es un arte autodestructor y siempre
está escrito sobre el agua» (1 994: 1 8) .
57
productibilidad técnica», definió el arte en términos de «autentici
dad» y «unicidad», en oposición con el cine y la fotografía, que se
basarían, por el contrario, en las ideas de reproducción y de exposi
ción. La representación teatral es en este sentido más artística por su
no reproducibilidad y por su unicidad, tanto desde el punto de vis
ta de la producción como desde el de la recepción: el teatro no uti
liza como intermediarios los medios tecnológicos, sino el cuerpo y
la voz del actor. El cine se basa por tanto en una repetibilidad espec
tacular sin fin: el filme es creado de una vez y para siempre en el
tiempo. En la época de la reproducibilidad técnica, una película es
la invariable repetición de una imagen visual (fotográfica). De este
modo, el medio cinematográfico, por su propia naturaleza, despro
visto de la existencia única que confiere la contemporaneidad del he
cho teatral, se dirige a un público más amplio:
58
I"
1
38 Benjamin (1973: 35). Cfr. Ardolino (1995). Como Anne y Joachim Paech
(2002) han apuntado, la atracción del cine por el teatro pudiera deberse a la falta de
«fisicidaci» humana de la pantalla, porque, en palabras de T homas Mann pronuncia
das en 1928, las «figuras humanas del cine no [tienen] la presencia y realidad corporal
de los portadores del drama [en el teatro]. Son sombras vivientes. No hablan, no
son... eran, pero·eran precisamente así... y ésta es la historia» (en Paech, 2002: 154).
59
de él que ejerza lo menos posible), mientras que en el teatro sucede
ría lo inverso, ya que el actor puede llegar incluso a trasponerse y
confundirse con el personaje. Suzanne Langer (1 953) recuerda tam
bién que el actor teatral debe ser percibido como una totalidad de la
que depende la manipulación del espacio, mientras que en el cine es
el director el que ejerce esa función, pues el actor está sometido a la
fragmentación del proceso cinematográfico.
Enmarcado en los estudios culturales, Noel Carroll (1998/2002)
se enfrenta a la ontología de la obra de arte de masas a través de la
comparación entre el cine y el teatro y de la oposición entre tipo y
ejemplar, que se debe a Richard Wollheim (197 1 / 1 972: 1 03 y ss.). El
tipo equivaldrá a una entidad genérica «creada por alguien» y sus ele
mentos, localizados en un espacio y un tiempo, serán los ejemplares.
Tanto una representación teatral como una cinematográfica serían
ejemplares de un tipo, aunque la manera de relacionarse los ejemplares
con el tipo es distinta en ambos casos: «Para pasar de la película-tipo
a la representación, necesitamos una plantilla; para pasar del tipo de
la obra teatral a la representación ejemplar, necesitamos una interpre
tación» (1998: 187). Debe entenderse aquí interpretación como se
guimiento. de una «receta», de modo que el texto teatral consiste en
una serie de instrucciones de uso para agudizar la imaginación de
actores, iluminadores o directores. Por su parte, la plantilla será la pe
lícula (el celuloide) , la cinta de vídeo o el DVD, o cualquiera de los
soportes venideros. Si podemos destruir el ejemplar de una plantilla,
no podemos hacer lo mismo con la película-tipo, que existirá inclu
so si se quema el negativo original. Pero, a diferencia del cine o de
la obra literaria escrita, cada representación de una obra teatral, cada
interpretación, es también un tipo, un tipo dentro de un tipo. Las
representaciones teatrales son obras de arte por derecho propio, sus
ceptibles de una apreciación estética, lo cual no puede decirse del
acto concreto de la proyección cinematográfica.
El estatus particular del cine contribuye a hacerlo más popular
y, no lo olvidemos, el concepto de accesibilidad, como se puede ver
en el libro de Carroll, es fundamental en los estudios culturales. El
consumo de masas implica fácil acceso y para ello se acompaña de
un alto grado de comprensibilidad para un público «sin instrucción
a primera vista». Las obras de este tipo son concebidas para ser capta
das al primer contacto y para ser valoradas por su «fácil manejo». La
producción industrial cinematográfica tiende a la «vulgarización»,
que Edgar Morin (1 966) y José Luis Sánchez Noriega (2002) en
tienden como estandarización e infantilización de contenidos, sim-
60
\'
1
DISTANCIA E IDENTIFICACIÓN
61
la realidad teatral en tanto que realidad: «está ahí, pero no es
verdadero»; el espectador se niega a conceder el estatuto de rea
lidad a lo que sucede en escena. Anne Ubersfeld ve en este rechazo
el origen del placer de la mímesis: «es maravilloso que sea como
si fuese verdad, pero yo, espectador discreto, sé que no lo es»
(Ubersfeld, 1 989: 33-38)39•
Bazin y Metz coinciden en otorgar un papel preponderante en el
«efecto de realidad» a la figura y presencia del actor teatral, como si en
efecto fuera el actor el que constituyera la escena en escena como espa
cio de representación y de actuación, de modo que puede afirmarse
que nada (por ejemplo el decorado o los accesorios) tiene significado
si no está asociado a la humanidad del actor (en muchos sentidos, la
escena vacía es sólo escenario, esto es, no se tiñe de ficcionalidad has
ta la aparición de un actor). No sucede así en el cine, donde el movi
miento y la cámara bastan para colmar diegéticamente la pantalla
(Gómez, 2000: 55-59).
Para Christian Metz ( 1 975: 47), el teatro es, en hábil paradoja,
demasiado real como para suscitar la impresión de realidad: por eso
el espectador puede comprometerse en mayor medida con la reali
dad de una película que con la de un espectáculo. La dicotomía pre
sencia/ausencia sirve de punto de partida para la indagación en el
grado de participación del público en el acontecimiento espectacu
lar. La corporeización del actor como ser humano de carne y hueso
que se mueve en un espacio real nos previene contra la tentación de
considerarlo como protagonista de un mundo ficcional, y la repre
sentación sólo puede verse como una especie de juego entre cómpli
ces. La impresión de realidad en un filme no depende de la fuerte
fisicidad del actor: el difuso grado de existencia de las criaturas cine
matográficas es, por el contrario, lo que garantiza que el espectador
62
sienta el impulso de revestirlas de ficción. El filme produce una ma
yor impresión de realidad porque es un «vacuum» que el espectador
puede llenar con comodidad.
En teatro, el receptor es, en diferentes medidas, más consciente
de la realidad del escenario, de los decorados, de los actores, de la
representación como artificio. Lo real del teatro molesta al especta
dor. El filme destruye toda resistencia porque la realidad no interfie
re en la ficción, y de este modo el espectador puede proyectarse sin
problema en el mundo posible que se le ofrece.
Los argumentos de André Bazin (195 8-1959: 150-178) son
muy similares. En el cine no interviene la «voluntad del espectador»
a la hora de transformar en ficción las imágenes que está viendo. La
ilusión del cine proviene menos de las convenciones específicas que
de su mayor realismo, y es además facilitada por su naturaleza foto
gráfica. El teatro es más convencional, porque se basa en la mutua
aceptación de unas reglas que distinguen el lugar escénico y la reali
dad real, por así decirlo. El espectáculo teatral no se confunde con
la naturaleza; el cinematográfico, sí: la realidad y la pantalla forman
un continuum que no exige el esfuerzo del espectador, que no nece
sita de la intervención de su voluntad para aceptar la ilusión cine
mática. De ahí que sea más fácil la identificación psicológica del
espectador con lo que está contemplando en cine que en teatro:
63
Permítanme que traiga aquí aquel sugerente texto de Roland
Barthes, «En sortant du cinéma» (1 975/1 995: 256), sobre el carácter
hipnótico del cine (también en oposición al teatro), propiciado por
el estado de ociosidad previa del espectador: la pantalla como «en
soñación crepuscular», la oscuridad como color de un «erotismo di
fuso», la butaca como «lecho» en el que dar rienda suelta al deseo y
a la libertad de los «afectos posibles»; de ahí que concluya la ausen
cia de distancia o el funcionamiento de una distancia amorosa entre
la imagen y el espectador. En otros lugares ya había defendido Bar
thes la inexistencia de una «responsabilidad ideológica» en la expe
riencia cinematográfica, pues en cine, una forma en cierto modo
reaccionaria, el sentido parece quedar en suspenso, frente a las posi
bilidades polémicas y subversivas del «más grosero» género teatral.
EL ESPECTADOR Y EL ACTOR
64
,,,,
65
La imaginación se colma llenando los vacíos del teatro porque,
concluye Brook, el teatro «es un músculo que disfruta jugando».
LA ADAPTACIÓN FÍLMICA
66
'"
67
pacio y el tiempo, así como la manera de presentación ante el públi
co. Pero, dada la naturaleza de ambas artes, habría que reconocer de
entrada la imposibilidad absoluta de un teatro filmado o de un cine
teatralizado. Un recorrido sumario por algunas de las adaptaciones
de Shakespeare al cine bastará para ilustrar lo orientativo de esas dos
tendencias. Las reminiscencias teatrales son evidentes en el Henry V
de Laurence Olivier (1 944), aunque el director saque muy pronto la cá
mara fuera de The Globe y emplee, como ha comentado Pere Gim
ferrer, un «esplendoroso tratamiento cromático» ( 1 98 5/ 1 999: 1 1 6).
En Richard 111 (1 956), el mismo Olivier actúa por momentos como
si hubiera un público teatral contemplándole, sobre todo en los
abundantísimos monólogos dirigidos hacia la cámara (también son
teatrales los decorados pictóricos y la utilización de accesorios como
la corona, que preside simbólicamente toda la acción), pero la flui
dez del movimiento de la cámara es claramente cinematográfica. La
conjunción de lo teatral y lo cinemático destaca especialmente en el
Hamlet ( 1 948), de Olivier, en donde el respeto al texto y la aparien
cia teatral del conjunto se actualizan visualmente mediante el movi
miento de la cámara (los travellings por el castillo de Elsinore), los
jlashbacks (como el de la muerte del rey Hamlet o el del encuentro
del príncipe con Ofelia) o la «naturalización» de la mayor parte de
los monólogos como voz en offi y en las adaptaciones de Orson
Welles (Macbeth, 1 948; Othello, 1 952; y Chimes at Midnight, 1 966,
un caso único de contaminatio, pues se basa en el Henry V y en las
dos primeras partes de Henry IV), adaptaciones en las que se logra
integrar a la perfección el ritmo de la palabra shakespeariana en un
mundo de «gran poderío plástico» y visual (Gimferrer, 1 985/1 999:
1 1 9) . Por su parte, el Rey Lear (King Lear, 1 970) de Peter Brook su
pone un intento de extender la producción teatral al cine (piénsese
en el énfasis en las partes dialogadas) . Las estrategias cinematográfi
cas de Alcira Kurosawa en Kumonosu jó (Trono de sangre, 1 957, que,
por cierto, no son ajenas a las convenciones dramáticas del teatro
noh) le llevan a reducir el diálogo al mínimo y a articular la acción en
una continua manipulación espacial. Ya lo sabíamos: la transduc
ción implica simultáneamente derivación y creación.
68
vista o contemplación de una persona. De manera más restrictiva,
un espectáculo sería una manifestación de las artes llamadas de la
actuación y de la ejecución42: teatro y ópera; radio, cine y televisión
(en lo que se refiere, en principio, a los acontecimientos que tienen
lugar en el plató de rodaje) ; improvisación o realización musical o
poética, danza, circo, mimo, cabaret y variedades; deporte y otros
rituales colectivos. Entre los rasgos que caracterizarían este grupo de
artes espectaculares estarían los siguientes: el fundamento colectivo
de su producción-representación (compañía teatral, orquesta, cuer
po de baile, equipo deportivo . . . ) , aunque muchas veces se pueda
diferenciar específicamente una labor regidora o directiva; la rela
ción de orden variable con respecto a una obra/texto preexistente en
la que el espectáculo podría estar basado (un texto dramático, una
partitura, unas notas o un esbozo. . .) ; frente a la «duración de persis
tencia» y el estatismo de los objetos físicos, la idea de desarrollo o
proceso en el tiempo (en inglés, performance), tal y como señaló en
el siglo XVIII Gotthold E. Lessing al diferenciar entre artes espaciales 1 ·
69
hecho de ser una «puesta en escena» significante «que se desarrolla
dentro de un espacio casi siempre física y arquitectónicamente defi
nido y diferenciado respecto al de la cotidianeidad» (1984: 180-181):
el escenario o la pantalla. Comparten también el ser una organi
zación productiva de un discurso, la constitución de un espacio
representativo y autónomo. La analogía se acaba en el momento en
que nos adentramos en las prácticas específicas de su ejercicio, pero
Bettetini destaca el peso inicial del modelo teatral en toda comuni
cación de masas, porque en el teatro estaría la esencia de casi todos
los géneros cinematográficos (y televisivos) . «¿Teatro como instan
cia fundamental de expresión y comunicación humana, como lugar
de modelos universalmente trans-semióticos?», acaba por pregun
tarse Bettetini. Y para justificar ese liderazgo recurre, por ejemplo, a
la práctica de lo efímero, que fue propia del cine (de los orígenes, sin
duda) y la televisión (el directo). Pero Bettetini considera que el tea
tro, contagiado por otros medios o encerrado «museísticamente» en
sí mismo, está perdiendo su capacidad de liderazgo, sustituido por
un concepto más amplio de lo espectacular, como un medio de di
fusión de «conocimientos sin finalidad y homogeneizados por el
consumo» (1986: 187).
70
CAPÍTULO 3
El filme de teatro:
arte frente a industria,
o totus mundus agit histrionem
En el magnífico ensayo La novela del artista (1990), Francisco
Calvo Serraller analiza cómo el hegemónico género de la novela co
menzó en el siglo XIX a poner de manifiesto el esplendor también
creciente del artista burgués, en especial del pintor, tal y como supo
expresar Honoré de Balzac en el relato breve Le Chefd'oeuvre inconnu
( 1 83 1 ) 43. El escritor romántico, de Théophile Gautier a Victor
Hugo, aborda en el subgénero de la novela de artista cuestiones como
lo inefablede la emoción estética y sitúa al creador en la esfera del
héroe novelesco, ajeno a las leyes del mercado, comprometido con su
realidad y con el ejercicio de una libertad apasionada que conduce a
menudo a la bohemia. La pintura representaría entre 1 830 y 1 850 el
Jmbito donde se refugia la pureza artística (al arte puro) y los pinto
res configurarían una nueva raza de héroes en el resbaladizo territorio
de una sociedad cada vez más mercantilizada. Sobra decir que este
episodio es uno más en la cadena de acontecimientos que dieron car
ta de nacimiento, sobre todo en el Romanticismo alemán (Friedrich
Schlegel y su concepto de ironía, o Goethe y su Wilhelm Meister), a
la Modernidad a través de lo que hoy conocemos como «reflexividad
literaria» o estética «especulativa» (Schaeffer, 2002).
43 Existe edición exenta en español, a cargo del propio Calvo Serraller (Barcelo
na, Lumen, 2001).
71
Quizás estemos viviendo en la actualidad un fenómeno similar
en lo que se refiere a las relaciones entre cine y teatro. Nadie puede
hoy dudar del carácter casi hegemónico del medio cinematográfico,
en dura competencia con el televisivo, sometidos ambos a las rigu
rosas e implacables reglas de la industria. Como contrapunto, el tea
tro se ha visto relegado a una posición entre las artes cada vez más
cercana a lo museístico o a lo marginal desde un punto de vista es
trictamente económico; pero también a la independencia del arte
respecto de constricciones externas desde un punto de vista estético
o incluso a una defensa de los valores prometeicos del arte. No re
sultará extraño, por lo tanto, que el cine haya mirado hacia el teatro
en busca de un territorio en donde la libertad aún sea posible, en
donde los principios sean aún los de un arte al que nada de lo hu
mano le es ajeno.
En las aproximaciones a la relación entre el teatro y el cine está
siendo explorada cada vez en mayor profundidad la extraña atrac
ción que el arte cinematográfico ha venido demostrando por el
mundo de los artistas escénicos desde el punto de vista, por ejemplo,
de la «diegetización, parcial o completa, del dispositivo teatral»44 •
Aquí me ocuparé de un género cinematográfico relativamente poco
estudiado, que denominaré, sin demasiada originalidad, filme de tea
tro o, como diría Blüher (1 992: 45-46), filme sobre la institución
teatro, aquel que tiene como tema el proceso que lleva a una puesta
en escena y como protagonistas a todos los agentes que participan
en ella4 5• No se trata, conviene aclararlo, de una vuelta a los oríge
nes, sino más bien de la manifestación de un deseo de reflexionar,
de una interrogatividad abierta que ha de surgir de la confrontación
directa con un arte hermano y que sin duda se ha visto acentuada
44 Tomo prestada esta expresión de Jacques Gerstenkorn (1994: 16), que distin
gue además los casos de modelización y de reciclaje. Para ilustrar el primero cita
Lo/a de Jacques Demy, película en la que el desarrollo de la acción viene pautado
por las entradas y salidas de los personajes, y el cine de Peter Greenaway, que recuer
da en sus usos lingüísticos al teatro de la Restauración. El reciclaje tiende a atenuar
la teatralización de los filmes, ocultándola, como en los usos del aparte en las come
dias de los hermanos Marx o de Woody Allen.
45 Género que podemos situar en un territorio cercano al writer film: «Es un
tipo de espectáculo cinematográfico complejo, el espacio de un "morphing" subli
minal que aúna las vivencias de los creadores del filme (el cineasta, el guionista, el
actor), la vida diegética del personaje y la existencia del espectador-receptor en una
fraternidad triple revelada en el seno de la figura que representa el hombre-escritor,
emblema del talento, de la conciencia, de la ambición» (Bolter, 200 1 : 2).
72
por el peso de lo lúdico posmoderno. Es ésta una relación que, a pe
sar de su apariencia principalmente temática, se encamina hacia el
ámbito de una indagación mucho más amplia sobre el papel del arte
y del artista en una sociedad determinada. Las soluciones dadas por
los cineastas son variadas y complementarias, y dependen en buena
medida de la época en que esa aproximación interartística se realiza.
Pero, en general, más allá de las diferencias, no es difícil esta
blecer la presencia de algunas constantes. De manera notoria, el
mundo del teatro se ha visto plasmado en la pantalla como mero
desdoblamiento generalizador de la propia condición del cine. En
coincidencia con una línea marcadamente metacinematográfica, el
teatro refleja las ambiciones y penurias de sus profesionales, sus va
nidades y también sus puntos débiles, en toda una serie de películas
que, mirando hacia la escena, no dejan de mostrar la propia natu
raleza artística del. cine. Sobre todo, el arte teatral suele servir de
contrapunto para su otro, el cinematográfico, sometido inevitable
mente a condicionamientos económicos y políticos que dificultan
su expresión en libertad: el arte auténtico se entiende así como ma
nifestación individual de rebeldía y como ejercicio de responsabili
dad social. De esta manera, el teatro se convierte en un medio pres
tigioso que se mira, no sin envidia, a través de los ojos de quien se
sabe demasiado atado a aspectos industriales que no pueden ser
controlados desde la autonomía del arte ni desde la independencia
del creador.
Cabe asimismo considerar el reflejo del teatro en el cine a partir
del viejo tópico del theatrum mundi, referido al papel del hombre
en un mundo donde intervienen las fuerzas contrarias de la Histo
ria, la Muerte o incluso Dios, tópico ampliado por el cine a lo que
Anne y Joachim Paech (2002) han denominado theatrum mundi
proiectionis, de manera que el teatro se utiliza como medio idóneo
para reflexionar sobre la fragilidad de lo identitario o para asentar la
tesis de que nada hay en la vida que no esté sujeto a las convencio
nes de la representación escénica: todos actuamos, todos estamos
subidos en un enorme escenario del que no se puede escapar, todos
quedamos enmarcados dentro de una ficción, que es la vida, que a su
vez es un escenario . . . Los prólogos de Hable con ella o de Dolls .
73
do además a un cierto delirio metatextual al que el cine no ha sido
en absoluto ajeno (el libro de Dominique Blüher, entre muchos
otros trabajos, es buena muestra de ello) . La inclusión del referente
teatral en una película puede, por lo tanto, ser trampolín para la
creación de varios niveles narrativos y, en consecuencia, para descu
brir cuáles son los mecanismos por los que se crea una ficción. Es el
ámbito de la metaficción, donde el cine se ha sentido tan a gusto ya
desde sus orígenes.
Estas cuatro posibilidades, que denominaré a partir de aquí des
doblamiento (1), contrapunto (2), reflexión filosófica (3) y confluencia
metaficcional (4), no son quizás excluyentes entre sí, y, en cualquier
caso, reúnen una característica común, que sirve para describir el
alcance de las películas de las que estamos hablando: ponen en mar
cha un modo de encuadramiento narrativo que, por momentos, lle
ga a ofrecer una complejidad muy intensa y que remite, en últi
ma instancia, a un cuestionamiento irónico de las condiciones de la
existencia, a la manera de una búsqueda o una revelación intertex
tual (Wilhelm, 1 998). Si nos situamos en el ámbito de lo metafic
cional, en grado variable (Monod, 1 977), esto es, en la insistencia
en la dimensión artificial de todo arte (Ishaghpour, 1 995: 74-75),
tampoco es extraño afirmar que, dado el elevado número de pelícu
las que en los últimos años se han acercado al teatro, el cine se ha
cansado de contar historias (¿el fin del cine?), se encuentra exhausto
y busca sus temas en el teatro. Desde otra perspectiva menos «natu
ralista»: el teatro se ha instaurado así como uno de los temas favori
tos del «viejo» cinematógrafo.
74
ticipan activa o pasivamente en las actividades teatrales deciden in
dividualmente, tienen recursos escasos, múltiples objetivos, se com
portan según sus previsiones y responden a los incentivos. En todos
estos factores debe percibirse la presencia de lo económico como
acompañante de lo ideológico. En filmes como Die Ehe der Maria
Braun ( 1 979), donde la guerra conduce a la prostitución, o Lili
Marleen ( 1 98 1 ), donde la alianza con los nazis es una forma de
mantener privilegios, Rainer Wemer Fassbinder transformará la
visión del mundo de sus personajes femeninos para que puedan
adaptarse a una realidad diferente: el orden material impone una
transformación ideológica. Con un estilo ajeno a los patrones de
Hollywood, Fassbinder quiere ya no tanto representar la vida sino
llevar al espectador al descubrimiento de los procesos de explota
ción, frecuentemente con un cierto componente masoquista. Desde
una posición poco didáctica, el director alemán extiende los males
del capitalismo al ámbito de lo psicosexual, en donde también se
reproduce la dialéctica del opresor/oprimido.
Una segunda obviedad: el teatro y el cine son artes colectivos,
profundamente enraizados en lo humano; sus protagonistas son seres
tan débiles como, en muchas ocasiones, vanidosos. Dice Jean Du
vignaud: «Uno de los rasgos señalados del actor en las sociedades con
temporáneas consiste en que se ha erigido como creador, con el mis
mo título que el poeta y el pintor; ya no es sólo un intérprete, es un
inventor que crea las formas de una participación viva» (1 966: 1 80).
El actor, sobre todo cuando su mérito es reconocido, es el eje de este
universo artístico en el que la ambición prima sobre las relaciones de
admiración o amistad. Son muchas las películas que nos hablan del
actor como estrella o vedette. En To Be or not to Be (1 942), de Ernst
Lubitsch, el personaje de Joseph Tura Qack Benny) representa ese
egocentrismo malsano que no escapa del toque humorístico de su di
rector. A poco de comenzar la película, los Tura mantienen el siguien
te intercambio de réplicas sobre las razones de un espectador para
abandonar su asiento cuando se da comienzo al célebre monólogo de
Hamlet:
75
El actor es un ser vanidoso y, aun cuando haya perdido el favor
del público, puede continuar siéndolo. The Dresser ( 1 983), de Peter
Yates, película basada en un texto de Ronald Harwood, cuya acción
se desarrolla en la Gran Bretaña de principios de los cuarenta, tiene
como protagonistas a Sir (Albert Finney) , un primer actor viejo y
tirano (inspirado al parecer por el actor Donald Wolflt, que vivió
entre 1 902 y 1 968), y Norman (Tom Courtenay), su asistente bo
rracho y homosexual, que forman parte de una «trouppe» especiali
zada en el repertorio shakespeariano. Entre ambos personajes se crea
un juégo de adulaciones que garantiza la supervivencia del espec
táculo, hasta que la muerte irrumpe fuera del escenario (Tibbetts y
Welsh, 200 1 : 92-93) .
El actor es y se siente el único elemento verdaderamente impres
cindible en la representación teatral, y su figura constituye, como ha
señalado tantas veces Anne Ubersfeld, el todo del teatro, un aconte
cimiento que no tiene lugar sin su presencia. «Las nuevas relaciones
del arte y del comediante transforman el status de éste; en la mayor
parte de los casos, ya no es sólo un actor que alquila su presencia y
su estilo, sino también, frecuentemente, un director escénico. Por
consiguiente, de su ser de comediante irradian intuiciones que van
a informar las obras dramáticas, a modificarlas en su expresión y en
su existencia recreada» (Duvignaud, 1 966: 1 87- 1 88). Es imposible
no citar aquí All About Eve (1 950), de Joseph L. Mankiewicz, una
descripción fiel de cómo funciona el «show business» de Broadway,
pero también una agria y algo cínica crítica del mundillo neoyorqui
no, que, como microcosmos, reproduce comportamientos fácilmen
te reconocibles más allá de su aparente localismo. Temáticamente, la
película tiene algo de diatriba contra las mujeres ambiciosas y sin
escrúpulos que buscan el éxito a toda costa. El filme se abre con las
imágenes de una entrega de premios que una voice-over introduce de
la siguiente manera:
76
Pronto sabremos a quién pertenece esa voz, al cáustico Addison
De Witt (George Sanders) :
Quizás uno de los méritos más notables de Ali About Eve sea
precisamente el dar la voz a este personaje-narrador, que tiene un
conocimiento exhaustivo de lo que sucede «backstage», casi omnis
ciente, como en la presentación de sus compañeros de mesa:
77
ben todo sobre Eve. ¿Qué más queda por saber que ustedes ya no
sepan?
78
nado, respondiendo a un aplauso imaginario en un plano en el que
su imagen se multiplica, un aplauso que no tardará en convertir en
real, sin duda, gracias a las estrategias que ya conocemos. Es la his
toria que se repite con la cruel consciencia de que ningún éxito fue
para siempre.
La comedia (de enredo) Sin vergüenza (200 1), de Joaquín Oris
trell, reduce la oposición entre teatro y cine al ámbito actoral, a las
tensiones derivadas del aprendizaje en una escuela regida por Isabel
Simón (Verónica Forqué) y a las oportunidades que se abren cuan
do el cine se pone por medio, ilustradas en la película que va a rodar
el director Mario Fabra (Daniel Giménez Cacho). El proyecto del
rodaje, plasmado en un guión que va pasando de mano en mano,
alterna con los ensayos de los alumnos sobre textos de Shakespeare
(Hamlet o Romeo and juliet), y ambos procesos culminan en la di
vertida secuencia de la desastrosa muestra-casting, en donde la am
bición -sobre todo la de Belén (Marta Etura)- puede más que el
arte. Esta secuencia destaca además por un hábil uso de la pantalla
dividida, mediante el cual se inscribe el acto de recepción en el de
representación. El actor se muestra aquí en su deriva obsesiva hacia
un único rumbo, la vanidad y el divismo, que el cine y las estrellas
simbolizan mejor que nadie y del que sólo un regreso a la esencia
teatral (incluso si el medio propuesto, por paradójico que pueda pa
recer, es el cine, como en esa Una historia de amor con la que se cierra
Sin vergüenza) y a la autenticidad, a veces dolorosa, puede salvarle.
79
CONTRAPUNTO O CONTRASTE: LA MAGIA DEL TEATRO
Elproceso
80
textos se pulen con el dinamismo de los ensayos, el público acude al
teatro como punto de encuentro y la nobleza se entretiene envidiosa
con esas diversiones populares. En definitiva, se trata de una película
de género histórico que nos dice mucho sobre el negocio del teatro
en la época isabelina. En palabras de Henslowe: «Permítame que le
explique sobre el negocio teatral. La condición natural es de obs
táculos insuperables en el camino al desastre inminente [ . . . ] . De un
modo extraño, al final todo resulta bien».
81
gativa de toda una profesión, tal y como la voz en offde Ana Ruiz
(Christian Galvé) no deja de repetirse, una profesión de salario es
caso e intermitente, hambre segura y pensiones de mala muerte. La
primera secuencia en el teatro es prodigiosa, con los actores discu
tiendo, tras la bajada del telón, sobre la resolución de la escena final
mientras los operarios desmontan el decorado. Lo que viene luego
es precisamente la disección, a través de un ágil uso de primeros
planos, de la realidad escénica de un país poco generoso con sus
artistas: ensayos (desastrosos los de El cielo no está lejos, aunque no
importa porque «en el estreno nunca falla nada»), nervios de pre
miere, públicos enigmáticos, críticas vacías, cafés («el mercado de
los cómicos»), funciones rutinarias (como aquella en la que los ac
tores dicen sus papeles y aprovechan los silencios para hablar de sus
cosas), tournées por provincias, bastidores, camerinos, «papeles de
veinte líneas», aplausos, mutis, apuntadores, empresarios sin escrú
pulos (como Carlos Márquez) junto a agentes complacientes, y
mucha humildad y espera (y algunas veces desesperanza, como en
el caso de Miguel-Fernando Rey) . Finalmente, el veneno del teatro
los domina y es lo que gobierna las vidas descritas en Cómicos, has
ta el punto de que todo suena a alta comedia en esta película de
Bardem.
Sin duda, una de las escenas más emotivas es la que tiene lugar
en el camerino de doña Carmen Soler (Rosario García Ortega) ,
donde la cámara se sitúa en el lugar de un implacable espejo en el
que la belleza de Ana contrasta con la dureza del rostro de la prime
ra actriz. En este personaje se conjugan algunas características recu
rrentes en las películas sobre teatro: la vanidad (en coexistencia con
una fragilidad absoluta), la obsesión por la edad, el poder del dinero
o la necesidad de triunfar. Ana tendrá su oportunidad, fruto, como
en Ali About Eve, de la suerte o de la mala suerte de doña Carmen,
y en una secuencia destacable Ana entra en su personaje y analiza en
voz en off el desdoblamiento en otra identidad: «Uno deja de ser
quien es y de pronto es otra persona. Yo no me llamo Ana, no soy
actriz, me llamo Mercedes y soy una sencilla chica burguesa». Como
ha analizado Emmanuel Larraz (200 1 ) , en esta secuencia percibi
mos la transformación de la actriz a través de una sucesión rápida de
primeros planos de sus compañeros, que participan con sufrimiento
y emoción, entre bastidores, de sus esfuerzos. Ana triunfa, ésa es la
grandeza del teatro. El escenario se queda vacío y Ana lo recorre en
penumbras, ignorante de que «no habrá mañana», porque todavía
no es su momento. Y, cuando sabe de su destino, decide seguir acle-
82
lante, animada por los aplausos y gritos de un público invisible
(Ríos Carratalá, 1 999)47•
En la línea marcada por Cómicos, hay que situar el primer filme
de Mario Camus, Losfarsantes (1 963), una evocación aún más som
bría del universo del teatro en la España de la posguerra, con guión
del propio realizador y de Daniel Sueiro. Los protagonistas son de
nuevo «los cómicos de la legua» que arrastran su vida en una «de
rrengada camioneta» de pueblo en pueblo, durmiendo en fondas de
mala muerte, cuando no a la intemperie. La primera secuencia
muestra la soledad de los cómicos, simbolizada en el solitario entie
rro de un miembro de una compañía atribulada por las deudas. Los
actores se caracterizan como seres ajenos al rigor de las convenciones
burguesas (y a veces a la propia ley) y obsesionados por llevar ade
lante su oficio, sometido a toda suerte de trabas y dificultades, como
la censura de un joven cura que ha de dar el nihil obstat a la obra
representada; o deseosos de abandonar para dedicarse a un trabajo
«como Dios manda». El repertorio de la compañía (Genoveva de
Brabante, La huérfana de París y Vanidad y miseria), anunciado en
una puerta de la camioneta, ilustra la escasa relación entre el teatro
de la época y la realidad de los españoles. El título de la película obe
dece al tipo de don Pancho Qosé María Ovies), el dueño de la com
pañía, siempre con una promesa en la boca, aun a sabiendas de que
el triunfo nunca llegará. No hay salida ni futuro. Como ha señalado
Emmanuel Larraz, «lo más extraordinario es que la magia del teatro
actúa a pesar de todas las imperfecciones de la puesta en escena»
(2003: 260) y llega a conmover a su auditorio. La realización de
Mario Camus, en lo que se refiere a los fragmentos de obras teatra
les, semeja televisiva y desganada, aunque el conjunto es más que
meritorio, sobre todo en el empleo de una estética neorrealista muy
al caso para el tema tratado o en el hallazgo de algún personaje lleno
de vida, como Tina (Margarita Lozano), impresionante en la se
cuencia de strip-tease, que funciona como clímax de todo el filme
(Sánchez Noriega, 1 998: 6 1 , cfr. Ríos Carratalá, 1 999: 50-57)48•
83
La posición incómoda del actor es extensible a la de toda una
compañía. En El viaje a ninguna parte (1 986), de Fernando Fernán
Gómez, la acción se sitúa en la España de posguerra, a principios de
los cincuenta. Las palabras, en primer plano, de Carlos Galván Oosé
Sacristán) lanzan un flashback («hay que recordar») que al final des
cubriremos mixtificado («a veces me falla la memoria») en lo que
sobre todo a su segundo nivel temporal (el más cercano al acto de
narración: una resumida racha de ocho años de éxito con Miguel
Mihura y Víctor Ruiz Iriarte y luego como actor cinematográfico)
se refiere. Carlos Galván, con demencia senil, narra de hecho desde
el asilo en 1 973, ante un médico, como se muestra en el largo epí
logo. El falso éxito contrasta con la dureza de la carretera y de hos
tales de mala muerte, de escenarios reducidos de café de pueblo,
patios, almacenes, cuadras, nunca un teatro. La condición vagabun
da y solitaria del cómico «de la legua», una condición condenada a
desaparecer, se concreta en la representación de comedias de humor
fácil, de tartamudos y gangosos de gestualidad exagerada, como en
la divertida escena en que don Arturo participa en un rodaje cine
matográfico (Bandoleros de hoy) en el pueblo de Cabaluenga. Se ve
también la competencia del teatro universitario (de raíz imperial y
falangista), el fútbol y los «peliculeros» que van de pueblo en pue
blo. «Qué oficio más esclavo», dice Carlitos (Gabino Diego) cuando
por fin recibe la «llamada de la sangre», antes de que el espectador
contemple el servilismo de la compañía ante el usurero Zacarías
(Agustín González) para montar la obra imposible Canuto, no seas
bruto. El viaje a ninguna parte es una prueba de respeto al teatro, un
homenaje a una compañía que lo merece, incluso en la derrota de
un periplo sin destino:
84
La verdad colectiva
85
En el escaparate de la librería, antes del primer encuentro entre Joe
y Annie, se ve una máquina de escribir al lado de The Encyclopedia
ofWor/,d Theater. El guionista ojea más tarde un ejemplar de la obra
que van a representar, Trials ofthe Heart; la librera lo reconoce como
el dramaturgo autor de la pieza Anguish (de argumento por cierto
descabellado, según se lee en la sinopsis de la contraportada) y éste
se confiesa guionista de una película que habla de la «búsqueda de la
pureza». State and Main también lo hace: Joe encontrará un modo
de redención en su relación amorosa y, tras una extraña vuelta atrás
en el tiempo que no es tal sino un juego puramente metateatral, en
el reencuentro con el pasado y con los valores tradicionales represen
tados en el lema del viejo periódico The Waterford SentineL· «No le
vantarás falso testimonio». El título de la pieza de teatro interior,
Trials ofthe Heart, adquiere además un nuevo sentido si lo situamos
alrededor del episodio del juicio por violación a Bob Barrenger (tras
su accidente de coche en el cruce de las calles State y Main) y del pa
pel fundamental como testigo que en él ejerce el honesto guionista.
El teatro desempeña aquí también su papel positivo, porque Ann
monta un falso juicio con su grupo para no comprometer el futuro
profesional de su amigo. Con todo, también el cine sale victorioso
gracias al uso inmoral e ilegal de sus beneficios económicos, que
ayudarán a sobornar a los funcionarios públicos encargados de juz
gar a su estrella. La secuencia final reúne ambos mundos, el del tea
tro y el del cine, en el acontecimiento puramente espectacular del
rodaje, en el que los habitantes del pueblo se convierten por fin en
espectadores, mientras la cámara comienza a fllmar49•
86
y, como tal, está sujeto al cambio, a la ·variación, a la improvisación,
a la vida5 0• Myrde Gordon (Gena Rowlands) entra en una crisis de
identidad al enfrentarse, en una tournée antes de estrenar en Broad
way, a un papel de mujer mayor (Virginia) en la pieza The Second
Woman, escrita por Sarah Goode (Joan Blondell), dirigida por
Many Victor (Ben Gazzara) , producida por David Samuels (Paul
Stewart) y coprotagonizada por Maurice Aarons (John Cassavetes) .
Para algunos críticos (Costa, 1 995), Opening Night puede entender
se como un alegato contra la ruptura del contrato enunciativo tra
dicional en teatro, el que une a personaje, actor y espectador por la
intromisión de la figura del autor, desdoblado aquí en dramaturgo
y director de escena. La obra dentro del filme es presentada ante el
espectador fragmentariamente, casi siempre desde la frontalidad de
la sala: «Tras la opción de mostrar a los espectadores de espaldas en
primer plano, de frente en sobreimpresión o en plano general, exis
te la voluntad deliberada de captar la representación bajo el ángulo
del directo, del exceso de voltaje que une sutilmente el espectador al
actor, de la electricidad que circula por todos los puntos del teatro.
Asimismo, durante toda la película, Cassavetes multiplica los planos
de bastidores, de camerinos, de vestíbulo» (Jousse, 1 992: 23) . Los
puntos de vista van variando en una sucesión contrapuntística, pero
todos remiten a la lucha interior de Myrde, que se niega a aceptar la
vejez, que se refugia en el alcoholismo, que es incapaz de aceptar el
poder o la autoridad (masculina) de la palabra escrita. La actriz
se refleja en el espejo y deja traslucir sus miserias, como también
su necesidad de amor para sobrevivir al paso del tiempo. El atrope
llo bajo la lluvia de una fan (en una secuencia que luego imitará sin
reparos Pedro Almodóvar en Todo sobre mi madre)5 1 provocará en la
50 Siguiendo a Pascal Bonitzer, Jousse afirma: «El cine fija el instante; grabándo
lo, le confiere este valor de eternidad del instante faustiano. Sin embargo, la con
frontación de ese fragmento de eternidad con el paso irreversible del tiempo puede
ofrecer una crueldad infinita. En efecto, como constata Pascal Bonitzer [ . . ], el
.
tiempo de la pantalla no puede ser el mismo que el de la escena. "¡Un poco de pol
vos, un poco de carmín y una actriz es siempre joven!", exclama un personaje de La
Carrosse d'or. Para Bonitzer, esta frase es emblema de la distinción necesaria entre los
dos medios. Al contrario que el teatro, el cine tiene por función testimoniar el paso
del tiempo; la imagen fílmica, lejos de disimular, como la máscara, desvela la degra
dación de los cuerpos y de las caras. Cuanto más se acerca el plano, más se inscribe
en los actores la marca del tiempo» ( 1 0- 1 1 ) .
5 1 La intertextualidad en esta película d e Almodóvar (1 999) se extiende a la cita
de Ali About Eve y a la alusión a L'important c'est d'aimer, en lo que se refiere explí-
87
protagonista un desdoblamiento del que surge una personalidad
nueva, fantasmagórica, la Nancy de diecisiete años. La habitación
vacía del hotel se convierte así en escenario de la vida, por donde
circularán todos los personajes en busca de soluciones. Pero sobre
todo en los ensayos percibimos que el teatro es un medio, quizás el
único, que permite alcanzar la autenticidad de los conflictos huma
nos, tal y como aparecen por fin reflejados en la secuencia de cierre,
una apología de la improvisación y de la complicidad con el público.
Algo similar sucede en Función de noche ( 1 9 8 1 ) , de Josefina
Molina, desde una perspectiva más docudramática. Lola Herrera y
Daniel Dicenta se encierran en un camerino para discutir las inti
midades de su matrimonio, con el fin de llegar a dilucidar las ra
zones de la separación. Las escenas que tienen lugar fuera de ese
espacio (la demanda de nulidad, la casa de Galicia, la echadora de
cartas o las visitas al médico) se presentan como flashbacks aclara
torios de la historia. Sobre su conversación se superponen las imá
genes de la obra que Herrera está representando, Cinco horas con
Mario, de Miguel Delibes (los bastidores, el público, los ensayos y
la obra misma), en un montaje también dirigido por Molina, por
lo que se instaura una equivalencia inmediata y reveladora entre
Lola y Carmen Sotillos y entre Daniel y Mario Díez Collado. Se
trata de una extraña mise en abyme que llama la atención sobre la
autenticidad de una historia que se muestra en toda su directa
crueldad. Las cámaras permanecen camufladas y las distintas se
cuencias, hilvanadas inicialmente por la voz en off de Herrera, se
rigido por Lluís Pasqual. El mundo del teatro o, en este caso, de la danza, es utiliza
do por Almodóvar en Hable con ella (2002) a modo de mise en abyme, porque el
espectáculo inicial de Pina Bausch reproduce y adelanta, desde el interior de la fic
ción, lo que luego sucederá a los personajes.
88
ruedan apenas sin cortes (con un hábil j uego de campo-contra
campo, de manera que la acción se presenta ante el público como
vivencia única e irrepetible) .
«¡Soy un artista! ¡No cambiaré una palabr� de mi obra para com
placer a los comerciantes de Broadway!». Esta es la declaración
de intenciones que da comienzo a Bullets over Broadway ( 1 994), de
Woody Allen, unas palabras a las que su responsable, David Shayne
Qohn Cusack) pronto habrá de renunciar. El teatro es para él un
medio para transformar las almas de los espectadores, no para en
tretenerlas sin más. David es dramaturgo y esta vez quiere ser tam
bién director de su pieza, God of Our Fathers, para evitar que otros
(los actores y los directores) la malogren. La discusión con sus co
legas se refiere al valor del artista, que nunca será reconocido por la
sociedad, porque el lugar del artista verdadero (Van Gogh o Edgar
Allan Poe) es la marginalidad y la bohemia. El artista genial es
siempre póstumo. Hasta que el dinero de un gánster, Nick Valenti,
se pone encima de la mesa y la obra se puede montar. Entonces lle
ga el momento de las concesiones, una detrás de otra, empezando
por la aceptación de una primera actriz imposible, hasta que la pie
za se vuelve irreconocible. Helen Sinclair (Diane Wiest), una vani
dosa estrella entrada en años que no ha tenido éxitos recientes,
quiere dar más brillantez a su papel52• La amante del gánster, Olive
Neal (Jennifer Tilly) , exige más líneas y se ofrece para añadirlas a
partir de su experiencia como espectadora de cine; durante los en
sayos (narrados en offpor David), el secuaz guardaespaldas Cheech
(Chazz Palmintieri) , un frío asesino sin escrúpulos, es el único y
privilegiado espectador, que pronto se descubre como dramaturgo
amateur que no duda en convertir la obra en suya e incluso en ma
tar por ella. «Nadie habla asÍ», exclama Cheech (un antecedente
paródico, si se ·permite el exceso, de los actores y dramaturgos del
Actor's Studio) ante un David atónito, que reconocerá la verdad de
esa afirmación y cambiará hasta el argumento. El pusilánime David
representa así el papel de un artista que se deja comprar por dinero,
pero que, finalmente, reacciona («¡No soy una puta!») y vuelve a su
supuesto lugar, a su casa, tras descubrir apenado sus carencias («No
89
soy un artista») . Bullets over Broadway es concebida como una pa
rábola sobre la creación y sus deudas, sobre la imposibilidad de un
arte realmente puro, con un tono conscientemente cercano a las
convenciones disparatadas de la screwball comedy.
Ensayos
90
las calles neoyorquinas, en especial la calle 42, de apariencia casi do
cumental, nos introducen en la cotidianidad de los actores y actrices
que se dirigen a ensayar al teatro bajo la dirección de André Gregory
y ponen al espectador en una perspectiva realista, sobre la que se su
perpondrá la ficción de la obra. Las ruinas del New Amsterdam
Theatre, construido a finales del siglo XIX e inaugurado en 1 903,
a punto se�uramente de ser reconvertido en sala de cine o grandes
almacenes 4, se ajustan al universo de la época, al tiempo que im
pregnan la pantalla de un tono melancólico o nostálgico (el tema de
El tío �nya es en cierto modo la tristeza del tiempo pasado y perdi
do para siempre). Los actores hablan de sus cosas y sin transición,
con el mismo vestuario (nada de trajes de época) y sin unos decora
dos específicos -con objetos anacrónicos, como cuando Vanya
(Wallace Shawn) bebe de un vaso de plástico en donde se lee la fra
se I love New York)-, se incorporan a la acción de la pieza de Che
jov, sin que se sepa exactamente en qué momento, casi al modo de
una performance a la que asiste un grupo selecto de elegidos. Sólo
descubrimos el juego teatral cuando un plano transversal y algunos
primeros planos sobre los espectadores nos muestran ya que están
escuchando el diálogo entre Astrov (Larry Pine) y Marina (Phoebe
Brand), en lo que constituye la primera escena de la pieza, ese mis
mo público que ¡odrá sentarse a la misma mesa que los actores en
el acto segundo5 Luego comprobaremos que la música extradiegé
•
tica del Joshua Redman Quartet (un saxo, un piano, un bajo y una
batería) acompaña tan sólo las imágenes que se sitúan en el primer
nivel narrativo, el de los actores, no el de los personajes. El pri
mer acto se separa del segundo por un comentario del director reali-
91
zado para los asistentes al ensayo, que los informa de las elipsis o de
fa localización (resumiendo las didascalias iniciales) . Los actores co
men también entre el segundo y el tercer actos; entre el tercero y el
cuarto ya no se regresa al nivel anterior. Al final, los créditos y la mú
sica inundan la pantalla cuando la pieza finaliza, el director se acerca
a felicitar a sus actores, reunidos ya en la oscuridad del escenario
para comentar su interpretación, sin que el espectador pueda oírlos.
En cierto modo, la película de Malle es una apología de la idea de
juego y de mímesis, una defensa de la necesidad de llevarla a nues
tras vidas o una demostración de la verdad absoluta y auténtica que
se esconde tras las palabras proferidas desde un escenario. Y en todo
ello interviene la decisión de confundir los marcos entre el teatro y
la vida. Ványa es un filme autoconsciente que tiene como tema cómo
se hace teatro y cómo se mira el teatro.
Por su parte, en In the Bkak Midwinter ( 1 995), Kenneth Branagh
muestra los avatares de una compañía que, pese a que todo parece es
tar en su contra, decide ensayar y estrenar un Hamlet navideño, diri
gidos por un antihéroe perdedor y fracasado, el típico actor en paro,
Joe Harper (Michael Maloney), personaje en cuya caracterización se
percibe inicialmente la influencia de Woody Allen. La trouppe (seis
actores para veinticuatro papeles) no es muy convencional: un actor
insoportable e intransigente, otro amargado y ácido, un borracho
simpático, un aparentemente frívolo homosexual y una cegata que
confunde la mayonesa con la crema antiarrugas. Si les falta experien
cia, les sobra entusiasmo, como puede verse en el largo plano secuen
cia de la primera lectura de la obra. La representación tiene lugar en
la iglesia destartalada de un pueblo significativamente llamado Hope.
La fuerza del teatro convive con el poder económico del cine, que
aparece plasmado en la figura de la productora norteamericana de
una película de ciencia ficción («Todo ha sido como una película
de Judy Garland», dice en el estreno). Pero, finalmente, después de
unos ensayos llenos de torpeza y humanidad, nada puede con la ma
gia del teatro, que es capaz de convertir una pandilla de incompe
tentes en unos eficientes profesionales y unos excelentes compañeros.
O, mejor aún, nada rivaliza con Shakespeare, el contemporáneo.
El compromiso
92
asuntos públicos manifestado por el cine hollywoodiense. El com
promiso del actor se explica por el deseo de integrarse en una socie
dad y por el utópico anhelo de crear una comunidad fraterna. Cons
ciente de su privilegio, el actor lo utiliza para el bien común, porque
piensa que puede servir de modelo al público con la exhibición y
defensa de una ideología particular, que es también una manera de
respetar al público. El teatro es así vehículo de expresión de la liber
tad colectiva, en lucha contra la «cadaverización» de los individuos.
Sobre un escenario, los profesionales se transforman gracias a una
energía que poco tiene que ver con lo cotidiano y rutinario. Lo esen
cial del teatro consiste en crear los mecanismos adecuados para in
tervenir de algún modo en la vida irradiando unaforma de ser indi
vidual y colectiva, encarnando un ethos, unos valores que guían la
vía del rechazo, de lo subversivo: ésa es la prisión del hombre de
teatro, un lugar en donde se plantan semillas que sólo el espectador
hará florecer.
En la ya citada To Be or not to Be, de Lubitsch56, la estructura se
configura a partir de la fuerza subversiva del teatro y del simulacro
en los tres niveles de realidad representados. Primero, una realidad
referencial histórica, introducida desde el principio por una voice
over omnisciente, paródica del documental, que sitúa la acción en
Varsovia, en agosto de 1939, espacio desde el que se lanza un flash
back. Luego, una realidad ficcional cómica que se revela de inmedia
to como mise en abyme del teatro en el cine57: todo comenzó en el
cuartel de la Gestapo en Berlín, sólo que éste está en un teatro, el
Polski, donde se ensaya una obra titulada Gestapo antes de que sea
suspendida por las autoridades (el edificio será luego convertido en
sede de los Cuarteles Generales de la Gestapo) . El director de la pie
za la define como un «realistic drama» sobre la Alemania nazi, ante
las graciosas morcillas del actor principal que representa a Hitler.
Finalmente, el teatro inunda la realidad, la Guerra estalla y los acto-
93
res deben actuar en la vida real, al lado de los actores de la «comedia
nazi» y de la «tragedia polaca», como señala de nuevo la voice-over,
que ahora cobra tintes casi documentales. La vida y el teatro se mez
clan así en torno a una misma lucha política.
El París ocupado por los nazis y sometido al toque de queda (de
ahí el título del filme: a los parisienses les resulta imprescindible no
perder el último metro) es el espacio elegido por Frarn¡:ois Truffaut
para situar su película Le Dernier métro (1 980). Las salas de cine y
teatro son los lugares elegidos para salvaguardarse del frío por una
sociedad acosada por el hambre. Al comienzo, una voice-over en
marca temporalmente la acción ( 1 942) y, más concretamente, nos
hace penetrar en el viejo Teatro Montmartre, donde un grupo de
actores intenta montar una obra (La disparue, de la autora noruega
apócrifa Karen Bergen, cuyo título sugiere un desdoblamiento de la
trama) bajo la dirección de un judío, Lucas Steiner (Heinz Ben
nent), que, habiendo hecho creer a los alemanes que ha huido del
país hacia América del Sur, se oculta en realidad en la oscuridad de
los sótanos del teatro (sólo sale por las noches). Las indicaciones es
cénicas son transmitidas a los actores por su mujer, Marion (Cathe
rine Deneuve), la única que sabe de su paradero. La Gestapo está
alerta y un sombrío crítico teatral al servicio de los fascistas y del
periódico je suis partout, Dachat (nombre bien significativo), alber
ga sospechas sobre todo el proceso de puesta en escena. La llegada
de un nuevo actor buscavidas y mujeriego, Bernard Granger (Gé
rard Depardieu), formado en los espectáculos de Grand Guignol
(como Le Squelette dans le placard), acabará por romper un equili
brio tan precario. La primera actriz se enamora de él, pero eso no
evita que sus posiciones políticas perjudiquen a la compañía, sobre
todo después de su enfrentamiento con el crítico. El teatro es un
ámbito de la libertad que sobrevive a las situaciones más penosas. El
joven actor, implicado desde el primer momento en la lucha políti
ca, se une por fin a la Resistencia, harto de soportar la omnipresen
cia de los mecanismos de la represión (ha debido firmar un papel
que certifique que no es de raza judía para poder trabajar). El cine
también desempeña su papel, gracias al personaje de Marion, actriz
de cine pasada al teatro, y a la hermosa Nadine, actriz que se ve ten
tada por las ventajas económicas de una industria vendida, sin em
bargo, a la ideología nazi. Las escenas de los ensayos y del estre
no, compuestas en lo fundamental por planos frontales, contrastan
en gran medida con la estrechez laberíntica de los pasillos y esca
leras del teatro, siempre teñidos del color sepia de la fotografía de
94
Néstor Almendros, un espacio en el que los actores deberán buscar
i ndividualmente un camino de salvación y supervivencia. La última
secuencia es antológica, porque engaña al espectador a través de un
i nteligentísimo juego entre la realidad y la ficción en el que pudiera
apuntarse a que el auténtico teatro se nutre de la vida, así como a
que la vida es a veces más teatral que los actos que ocurren sobre un
escenario: el romántico diálogo de reencuentro en el hospital entre
Marion y el soldado herido Bernard se ajusta en principio a su rela
ción personal (diez planos entre los que abunda el campo y contra
campo), pero merced a una estrategia metaléptica ellos pasan a in
rerpretar una escena (en un único plano frontal) de la nueva obra
dirigida por Lucas Steiner, una vez producida la derrota alemana, tal
y como antes había anunciado la voice-over. Así el decorado de un
«verdadero» hospital con «verdaderos» enfermos asomados a la ven
rana se sustituye por un decorado pictórico. Finalmente, el telón se
corre y el público aplaude mientras los dos actores y el director sa
•''
ludan emocionados y agradecidos en un final merecidamente feliz.
La Corte de Faraón ( 1 985), de José Luis García Sánchez, con
guión de Rafael Azcona y el propio director (y colaboración artística
de Miguel Narros y Andrea d'Odorico), pone en la pantalla a un
grupo aficionado que decide llevar a los escenarios, por encima de
cualquier censura, la opereta azarzuelada]osé vendido por sus herma
nos, un plagio de la zarzuela de Guillermo Perrín y Miguel Palacios,
i�
con música de Vicente Lleó (conocida sobre todo por el número
sicalíptico «Ay, Babilonio») . Rodada con un reparto excepcional en
el Teatro Martín de Madrid, especializado en el repertorio del lla
mado género chico y frívolo y muy pronto derruido, la acción de la
película empieza por el final, la llegada a la comisaría de la compa
1
ñía teatral y la comparecencia de los detenidos ante el jefe de policía
Qosé Luis López Vázquez), momento desde el que se lanzan sucesi
vos jlashbacks que ponen en antecedentes al espectador. Se muestra
así, en una larga secuencia, el estreno de la obra, el público asistente
y las reacciones recalcitrantes del cura-censor (Agustín González),
1
que ve en la obra un ataque directo al Generalísimo, al clero y al 1
matrimonio, un ataque cuyo responsable último es la «mano judeo
masónica». En una acción continuamente interrumpida, alternan el
presente de la acción con el pasado recordado por varios personajes
en sus declaraciones (el Sr. Collazo-Fernando Fernán Gómez, el pa
dre y «productor» es el primero) , que se sitúa en los meses de ensa
yos y preparativos y finaliza con la redada consiguiente. De este
modo conocemos que la zarzuela desdobla la situación que viven los
95
personajes en el nivel ficcional más inmediato, sin que resulte muy
difícil establecer conexiones entre las parejas Casto José-Fray José
(Antonio Banderas), Pontifar-Tarsicio Qosema Yuste) y Lota-Mari
Pili (Ana Belén). A la postre, La Corte de Faraón es una divertida
comedia musical, con estructura de filme policiaco, sobre las penu
rias del teatro en tiempos difíciles, también sobre su capacidad de
supervivencia más allá de todo intento de represión5 8•
Basada en una obra de José Sanchis Sinisterra, ¡Ay, Carmela! ( 1 990)
se adentra en dos de los temas preferidos de Carlos Saura (y del guio
nista Rafael Azcona), la Guerra Civil y el mundo de los actores (La
rraz, 1 998 y 2000; cfr. Rodríguez, 1 999), a través del itinerario de la
modesta compañía Carme/.ay Paulino. \.'lzrietés a lofino (Carmen Mau
ra y Andrés Pajares) por las Españas republicana y nacional. Como ha
visto Emmanuel Larraz (2000), el filme, muy distinto en el plano ar
gumental de la pieza de Sanchis Sinisterra (Ríos, 1 999: 147- 1 50), se
estructura en dos partes diferenciadas: en la primera, que se desarrolla
alrededor de la actuación de la trouppe en el frente republicano, el
tono es alegre y la representación es todo un éxito, gracias al entusias
mo de un público popular en el que todo el mundo se mezcla. La pro
paganda se manifiesta en ese tableau vivant en el que Carmela viste
una túnica blanca, Paulina un uniforme republicano y Gustavete está
disfrazado como un león que simboliza el valor de la Patria. La ima
gen del teatro en la segunda parte, ya en la España franquista, adquie
re tintes sombríos (recordemos que la iluminación del Teatro Gaya de
Belchite proviene de un proyector de cine). El público está compues
to por militares y los actores, desde los ensayos dirigidos por el tenien
te italiano Amelio Giovanni de Ripamonti (Maurizio de Razza), están
aterrorizados ante posibles represalias. La dignidad de los comedian
tes se salva, sin embargo, por la trágica valentía de Carmela, que se
niega a representar la alegoría grotesca sobre la República delante de
los prisioneros polacos. Así pues, en ¡ Ay, Carme/.a! el teatro se muestra
como un arte útil y nunca sometido a los constreñimientos de un Es
tado totalitario, que sólo busca el «envilecimiento» del artista59 •
96
The Cradle Will Rock ( 1 999) es, aun adoleciendo de un exceso
de subtramas, una magnífica película, escrita y dirigida por Tim Rob
bins, que ilustra de nuevo, con un reparto de lujo, las conflictivas
relaciones entre el teatro y el cine a través de un caso histórico bien
conocido (Tibbetts y Welsh, 200 1 : 60-6 1 ) . En esta ocasión, el arte
escénico se muestra desde la efervescente situación política surgida
en los años treinta en el contexto de la depresión y del activismo
obrero contra una pobreza insufrible, que provoca una ola de huel
gas y conflictos no siempre resueltos sin violencia. El Gobierno es
tadounidense se vio obligado a fundar la Work Progress Administra
tion, uno de cuyos proyectos es el Federal Theatre Project, creado
con el fin de llevar teatro a los americanos a bajo precio y de sembrar
el germen de un posible Teatro Nacional. La acción de la película
comienza en otoño de 1 936 detrás de una pantalla, donde, cuando
comienzan a proyectarse noticiarios que anuncian un ambiente bé
lico en Europa (Mussolini invade Etiopía y Hitler visita una exposi
ción de arte «degenerado») y una posible recuperación económica
en los Estados Unidos gracias a los esfuerzos del presidente Roose
velt con una retórica claramente propagandística, se despierta la as
pirante a actriz Olive Stanton (Emily Watson), que pasa a vestirse
unos harapos que contrastan en gran medida con el trasfondo de un
elegante desfile de trajes de baño. En el noticiario se ofrece también
información sobre una agencia gubernamental que está financiando
la presencia del circo, del vodevil y de Shakespeare entre los ciuda
danos estadounidenses. El contexto político se concreta en la se
cuencia siguiente, durante los travelings encadenados que acompa
ñan los créditos: Hazel Huffman Qoan Cusack) pega carteles contra
la actitud ideológica (de tendencias supuestamente comunistas) que
se manifiesta en el Federal Theatre Project. Tras un plano cenital so
bre el personaje de Olive, penetramos en el estudio del músico Marc
Blitzstein (Hank Azaria) , absolutamente alucinado y poseído por el
ejercicio de la composición de un musical de claros tintes reivindi
cativos y brechtianos (más adelante mantendrá con el dramaturgo
alemán una conversación imaginada) , protagonizado por prostitu
tas, proletarios y bohemios y titulado precisamente The Cradle Will
Rock (en la película se respeta en buena parte la partitura y el libreto
97
original) . El montaje dialéctico conduce al espectador a un lujo
so salón donde la Emisaria Cultural de Italia, la condesa LaGrange
(Vanessa Redgrave), toma el té rodeada de sirvientes, mientras co
menta con Gray Mathers (Philip Baker Hall) una exposición fu
turista y el célebre y polémico Macbeth «vudú» o negro de Orson
Welles. Una nueva secuencia se aleja de ese ambiente de lujo exube
rante para acompañar a Aldo Silvano Qohn Turturro) y en el uso de
un travelling encadenado vemos a Olive Stanton en una larga cola
de gente que busca trabajo en el Federal Project y a Hallie Flanagan
(Cherry Jones), que, como coordinadora, recibe todo tipo de pro
puestas para espectáculos (un conmovedor ventrílocuo esquizofré
nico y anticomunista que interpreta Bill Murray y un autor de tea
tro infantil que anda disfrazado de castor).
Esta breve descripción del comienzo de The Cradle Will Rock
descubre el planteamiento del filme: la lucha del teatro en un con
texto político adverso, mixtificado y poco dado a la aceptación de
las libertades artísticas ejercidas en el Federal Theatre Project. La fi
gura de un Orson Welles (Angus Mcfayden) demasiado pagado de
sí mismo sirve en cierto modo de epicentro para todo este universo
coral, pues, alrededor: interpreta un lujoso Fausto dirigido por su
compañero y amigo John Houseman (Cary Elwes) y acabará por
hacerse cargo de la accidentada puesta en escena de The Cradle Will
Rock, que, a punto de estreno, es suspendido por presiones político
económicas. De esta situación proviene el mensaje libertario de la
película, pues casi todo el elenco se reúne en un teatro repleto para
hacer, al menos, una lectura dramatizada del texto censurado que se
convierte pronto en un ejemplo de comunión con el público. La
emoción y la grandeza de la escena (y la de sus auténticos profesio-
. nales) no cede aquí ante nada, ni ante los sindicatos ni ante los pa
tronos ni ante la «caza de brujas» de los políticos (los diálogos de
estas secuencias están tomados de los Archivos del Congreso nor
teamericano, según se indica en los créditos finales), aunque un pla
no intercalado y anacrónico del actual Broadway parece querer sem
brar la duda. Desde luego, no salen bien parados en la película un
ignorante y fatuo Nelson Rockefeller Qohn Cusack), quien mantie
ne un célebre tour de force con el pintor mexicano Diego Rivera
(Rubén Blades) a propósito del fresco del vestíbulo del Edificio
Rockefeller (nunca verá la luz, por representar a los líderes comunis
tas de la URSS); o un ridículo Randolph Hearst (el cineasta John
Carpenter) que no duda en coquetear con los fascistas y en ayudar
los económicamente (acero y petróleo) .
98
REFLEXIÓN FILOSÓFICA: «SUB SPECIEM THEATRI»
O EL MUNDO COMO TEATRO
Teatralidad
99
En Fanny och Alexander ( 1 982), el tema es de nuevo la apa
riencia seductora del arte y de la mímesis, además de la muerte del
Padre a través del recurso al mito de Hamlet, presente explícita
mente en la película. El universo de Alexander, como el del propio
Bergman, está compuesto de referencias teatrales, a la manera de
un juego infantil (como el teatrillo de la casa de la abuela, simbó
licamente omnipresente al comienzo de la película) o de una ne
cesidad vital que pretende alcanzar la comprensión de la realidad
al mismo tiempo que eliminar sus rutinas e inconvenientes. Com�
pany resume así el componente metateatral de las películas del
sueco: «estar en el mundo constituye el dominio de la representa
ción, de la mascarada: la propia materia flccional del film. Cuando
las máscaras caen, es como si alguien apagase las luces de la esce
na» ( 1 999: 1 30- 1 3 1 ) .
El teatro aflora con paso decidido en otras películas de Berg
man, particularmente en la última, realizada para la televisión, Efter
repititionem (Después del ensayo, 1 983), donde el protagonismo re
cae en un viejo director de escena, Henrik (Erland Josephson), y dos
actrices, una joven, Ana (Lena Olin) , y otra mayor, Rakel (lngrid
Thulin). Ambas son madre e hija, aquélla convocada desde el mun
do de los espectros, en un llamativo pero efectivo ejercicio de subje
tivización del drama, por la memoria de Henrik, mientras Ana se
convierte en esta parte de la película en la niña de doce años que fue
testigo del alcoholismo y de la vanidad de Rakel. La película, que
llama, con todo, la atención por la isocronía del relato, sujeto a mí
nimas elipsis y, en rigor, a un único plano de jlashback (en el que se
ve a un joven Henrik siendo atraído por el poder subyugador de los
actores), cuenta lo que ya ha pasado, los conflictos que ya no tienen
remedio, a través del diálogo que mantienen los tres personajes (por
parejas, siendo siempre Henrik el pivote del diálogo) después de un
ensayo. En él afloran las distintas concepciones que cada uno tiene
sobre la profesión; se habla de teatro, de sexo, pero sobre todo de la
vida misma, como si hubiera alguna diferencia. . . La película suena
en todo momento a Ibsen (no es extraño el nombre del director, por
otro lado un álter ego del propio Bergman) , cuyas obras (Brand o
Herida Gabler) son citadas al lado de las de Strindberg (Ensoñación
es la obra que se está ensayando) o Bertolt Brecht, algunos de los
máximos referentes de la trayectoria escénica del cineasta sueco. De
cíamos que, de hecho, los personajes hablan fundamentalmente de
sus recuerdos, de remordimientos, de olvidos, de culpabilidades ...
Aun así, no pueden escapar a la teatralización de sus existencias. Ci-
1 00
nematográficamente, su relación queda enmarcada por un establishing
shot frontal dentro del escenario en el que están situados, que se re
pite armónicamente cada cierto tiempo. La voz en off de Henrik,
sobre todo en la primera mitad de la película, se superpone al diálo
go, nos demuestra su carácter descreído y falto de esperanza, al tiem
po que da la clave de que lo que se dice y lo que se piensa son cosas
distintas. De hecho, uno de los temas recurrentes abordados por los
personajes es el de la actuación «privada», esto es, el de la representa-
1
ción de un papel en la vida cotidiana. La idea del mundo como teatro
(«todo representa, nada es real» es una frase de Henrik) se confirma
en las actitudes «falsas» de Ana y Rakel. Con un espléndido reparto
construye Bergman un ejercicio de adoración suprema por la magia
teatral, por el trabajo actoral, por el arte en general entendido como
mecanismo revelador de las realidades auténticas. Podría afirmarse
que el trabajo de Bergman en el teatro y en el cine coinciden en res-
1 1
taurar también el papel del actor como marco único para restaurar la � I, ,
magia de la interpretación y la vida de la ficción en una puesta en
escena. Como ha señalado el estudioso italiano Liborio Termine
1
(1 992: 1 3), quizás todo resulte en una cuestión de dramaturgia y de
puesta en escena (dramaturgia y puesta en escena de la narración, si
vale la paradoja, la composición; en definitiva, la cinematurgia de
Marcel Pagnol, como mímesis o arte de contar acciones y expresar
sentimientos por medio de personajes que hablan y actúan), esto es,
la actividad que dispone (materialmente) en un conjunto los diver-
sos elementos de la interpretación artística: espacialización, armoni-
zación, evidenciación de sentido y dirección de actores.
101
concentrado, dentro de los límites del encuadramiento, que, si se
quisiera, podría denominarse espacio teatral, porque el espacio
teatral y el cinematográfico son la misma cosa ( 1 996: 84).
1 02
propia) insisten en lo estrafalario de su conducta. El teatro se vuelve
para él una terapia en la que puede vivir otras vidas que no son la
suya. La segunda pieza dentro de la pieza es La tempestad (IV.i) , en
donde interpreta a un Próspero sujeto a su miedo a la muerte a cau
sa del complot de Cáliban, al tiempo que, en compañía de Ferdi
nand y Miranda, contempla la aparición fantasmagórica de las nin
fas. Las dos obras citadas tienen como tema la muerte y la soledad,
como je rentre a la maison, aunque en la pieza «enmarcante» el tono
sea más cotidiano, presentando una especie de «hombre sin atribu
tos» que ya no aspira a nada. No acaba aquí la dimensión metafic
cional del filme. La televisión llama a las puertas de Gilbert en busca
de su prestigio como actor, pero él se niega por motivos deontológi
cos (la violencia y el sexo del medio, ya se sabe) . Luego viene esa
extraña propuesta de una película americana sobre el Ulysses de James
Joyce (el tema del regreso), dirigida por John Malkovich, en la que
tendrá un pequeño papel. La secuencia del rodaje es muy ilustrativa:
el viejo actor de teatro no está para repetir tomas y vuelve a casa, al
lado de su nieto; finalmente, ilprend sa place, como se dice en la úl
tima réplica de Le Roi se meurt, consciente del remate de un ciclo
vital. El nivel metalingüístico se acentúa además con el guiño inter
textual: Michel Piccoli recuerda al joven guionista de Le Mépris
(1 963) de Jean-Luc Godard, que vendió sus servicios a un produc
tor sin escrúpulos (un magnífico Jack Palance) para adaptar la Odi
sea; Cathérine Deneuve es también la heroína de otra película que
habla, y muy bien, de teatro, Le Dernier métro.
1 03
dobla en acción «real» y acción «teatral» de manera antiilusionista,
con claro predominio, finalmente, de esta última.
Teatro e identidad
1 04
parisinas (no es en absoluto gratuito que el motivo de la bibliote
ca aparezca también en las secuencias de la casa de Pierre, el filósofo) .
Todos buscan en realidad su lugar en el mundo, ignorantes de que
quizás ese lugar es el que ya ocupan (Caratini, 1 999).
�l montaje de La vida es sueño sirve de trasfondo para la acción
de Extasis (1 996), de Mariano Barroso. La relación paternofilial y la
confusión de identidades es en parte su argumento, pues Rober Qa
vier Bardem) se hace pasar por Max (Daniel Guzmán), el hijo de un
conocido director teatral, Rosario (Federico Luppi) . El teatro sirve
1
aquí de espejo para el primer nivel narrativo, pero además del mito
de Segismundo surge el de Pigmalión: Rosario quiere forjar un hijo
a su medida, vampirizar una nueva personalidad, aun a sabiendas de
que es falsa; Rober, convertido en Max, duda entre su propia iden-
tidad y la falsa, como Segismundo, pero se siente atraído por el nue-
vo mundo en el que su falso padre le ha introducido.
/I 1
1
1
La mezcla del teatro con la vida y la necesidad del juego como
medio de salir de la rutina, aquí llevada casi a lo enfermizo, es la base I,
argumental de Familia (1 997), de Fernando León de Aranoa, de
manera en cierto modo muy parecida a Maribely la extraña familia, 1
de Miguel Mihura, llevada al cine en 1 960 por José María Porqué.
Una compañía de teatro aficionado, dirigida por un Ventura sin es
crúpulos (Chete Lera), se compromete a actuar como la familia
(madre, mujer e hijos, un hermano y una cuñada) de un excéntrico
Santiago Quan Luis Galiardo) en el día de su cumpleaños. Este difí
cil juego de teatralización-improvisación, que rompe las fronteras
entre fi cción y realidad, choca con la resistencia del «espectador
empresario», que no quiere un hijo gordo o que no cree en la inter
pretación de tal o cual actor, y con la desconfianza de los miembros
de la compañía en torno a los límites de la ficción (como cuando
Carmen / Amparo Muñoz se asusta ante la posibilidad de un con-
tacto físico con su falso marido), todo ello en un ambiente de ten-
sión originada por la relación de poder y dependencia que se entabla
entre el contratador y el contratado. La llegada de una intrusa, Ali-
cia (Béatrice Camurat) , acrecienta, a primera vista, la naturaleza del
juego y la tensión entre apariencia y realidad, al que ella es al parecer
ajena, entrando en una deriva metaficcional, tal y como puede verse
en la foto en la que Alicia, la fotógrafa, entra en cuadro gracias a un
espejo, emulando al Velázquez de Las Meninas. Finalmente, Alicia es
también una actriz y el juego se cierra sobre sí mismo, con la apro-
bación del que manda: «Es mucho mejor estar mal acompañado que
solo», dice en la crítica que antecede al aplauso.
105
En Divertimento (2000), de José García Hernández, Daniel
Osamos (Federico Luppi) es un actor de televisión que quiere inter
pretar un gran papel en los escenarios. Con ese fin acude a una cita
con Bernardo Gabler (Francisco Rabal), un famoso actor cuya ca
rrera llega a su fin, con la idea de recibir su ayuda en el proyecto de
llevar a escena Divertimento, la pieza que ha dado fama a Gabler.
Con un argumento mal trabado y por momentos inverosímil, que
se sitúa prácticamente en el espacio único del interior del teatro y
que recuerda vagamente el pulso lúdico de Sleuth ( 1 972) de Joseph
L. Mankiewicz, la película de García Hernández pone en escena, de
nuevo, una relación de aprendizaje en la que Gabler ejerce de maes
tro y demiurgo que disfruta con el dominio sobre los deseos del otro
a través del arte del engaño: «Actuamos para no ser nosotros mis
mos», dice Gabler. El teatro se convierte así en un sustituto de la
vida o la vida se teatraliza al ritmo de un divertimento en el que no
todos quieren participar.
CONFLUENCIA METAFICCIONAL
Anne y Joachim Paech han recordado cómo «todos los cines tie
nen dos extremos, entre los que están colocados los espectadores: en
la parte trasera, detrás de sus cabezas, se encuentra la cabina de pro
yección, desde la que se proyecta la película a la parte delantera, en
la que se encuentran la pantalla y la superficie de proyección a la que
miran los espectadores» (2002: 36 1 ) . En esa polaridad se sitúa tam
bién el escenario y sus espacios: «La idea de que también existe un
espacio,detrás de la pantalla donde ocurren cosas que se ocultan a
las miradas de los espectadores precisamente a causa de aquello que
se ve en ella implica ciertas consecuencias. La más importante es
que el cine vuelve a completarse con la dimensión del escenario (de
teatro), al que una simple proyección de las películas podía renun
ciar: la pantalla se convierte en el telón de un escenario en el que
sucede algo en paralelo a la proyección, en cierto modo a sus espal
das, oculto por la visibilidad de la película. Y al igual que en el tea
tro, la presencia de aquello que ocurre en el escenario puede tener
también consecuencias para los espectadores allí presentes en ese
momento, en suma, un disparo desde detrás de la pantalla puede
herir mortalmente a uno de los espectadores -El héroe anda suelto,
de Peter Bogdanovich, aposta a un francotirador "real" detrás de la
pantalla del autocine; en Círculo cerrado ( 1 978) de Montaldo, el
1 06
asesino se supone detrás de la pantalla, hasta que ya no puede negar
se que han disparado desde la película misma-, y naturalmente
Tom Baxter, en La rosa púrpura del Cairo de Woody Allen, deja a sus
compañeros en una escena cinematográfica convertida en escenario,
al que también Cecilia puede subir como si se tratara de teatro»
(2002: 361 -362). Y esto lleva a los autores a extraer una segunda
consecuencia, que es la prolongación de la pantalla de lo bidimen
sional a lo tridimensional, como si de un teatro se tratase. Es la
atracción de Alicia por lo que está más allá del espejo, que también
justificaría la predilección cinematográfica por los escenarios teatra
les. Recordemos que Alfred Hitchcock, por ejemplo, situaba las es
cenas iniciales o finales de muchas de sus películas en escenarios: un
teatro de variedades o music-hall en 39 Steps ( 1 935), donde las ha
bilidades de Mr. Memory sirven de comienzo y remate (por cierto,
trágico para él) del enredo de espías posterior; o una sala de concier
tos en The Man Who Knew Too Much (1 956). Stage Fright (1 950), la
única de sus películas que se ambienta decididamente en el mundo
del teatro, echa mano del telón con que se abre la acción, todavía
bajo los créditos, el mismo que caerá, en el teatro vacío, sobre el
cadáver de Jonathan Cooper (Richard Todd) al final de la pelícu
la, para introducir una de las reflexiones favoritas de Hitchcock
(cfr. The Rope o Dial Mfar Murder), la basada en la oposición ver
dad-mentira, a través de todos los efectos teatrales que están a su
disposición para poner en pie esta apología del engaño y del artifi
cio. Del mismo modo, en Charada ( 1 963), de Stanley Donen, la
acción finaliza en un teatro donde Audrey Hepburn se refugia en la
concha del apuntador ante la amenaza del malvado Walter Mathau,
hasta que Cary Grant la salva gracias a un truco teatral: el de abrir
mediante un dispositivo escénico una de las secciones del escenario, 1
por la que se desliza impotente el malvado cuando está a punto de 1
disparar a la hermosa dama60• El desenlace de la ya citada Bullets over I'
Broadway tiene lugar en el estreno neoyorquino de God of O;tr Fa 1
thers, la pieza escrita en colaboración por David y Cheech. Este se
enfrenta a la venganza del gánster Nick Valenti y es asesinado entre
los bastidores, detrás del decorado. La obra es un éxito («a master-
60
En Manhattan Murder Mystery ( 1 993), de Woody Allen, Larry busca a su
mujer detrás de la pantalla, en la que se proyecta la escena final de The Lady from
Shanghai (Orson Welles, 1 948). En el escenario hay espejos rotos, piezas de deco
ración, etc., escombros con los que los personajes tropiezan en su huida y persecu
ción. Se trata de un claro ejercicio metacinematográfico.
1 07
l,
piece») y los críticos hablan del logrado recurso al sonido de un dis
paro lejano como medio de crear tensión dramática y de recordar el
pasado militar del protagonista, en una buena demostración de
cómo los espectadores tienden a artificializar todos los signos escé
nicos. En un director como Baz Luhrmann la búsqueda de la origi
nalidad conduce también a esta teatralización del cine, como ocurre
en Romeo + juliet, filme que se desarrolla en parte entre las ruinas de
un teatro en la playa.
Utilizaremos el término marco (frame) para definir el modo en
que se establecen los límites entre lo real y lo simbólico, esto es, las
fronteras de la ficción. La proliferación de marcos conduce tanto a
una sucesión de niveles narrativos como a una discusión sobre la
diferencia entre realidad e imaginación, que cae ya en el terreno de
lo metaficcional. La cuestión del marco parece obsesionar especial
mente a Baz Luhrmann y ello es patente en su película más comer
cial hasta la fecha, Moulin Rouge (200 1 ) . En la edición en DVD,
sus comentarios (al lado de la diseñadora de producción Catherine
Martín y del director de fotografía Donald M. McAlpine) son
siempre certeros en la reflexión sobre los mecanismos ficcionales
del filme. Recordemos cómo se estructura en cuanto a niveles de
narración: un hombre canta una canción sobre la desgraciada his
toria de Christian (Ewan McGregor) , un joven y bohemio escritor
al que vemos escribiendo en su máquina de escribir (cuya imagen
alternará luego con una voz en ojf) un relato sobre lo sucedido en
su vida hace un año: sus amores desgraciados con Satine (Nicole
Kidman) en contra de los intereses de The Duke (Richard Rox
burgh) y su proyecto de llevar a escena la pieza Spectacular, spectacu
lar, en la que se pone en escena el romance de una cortesana con un
tañedor de sitar, en contra de los intereses e intenciones de un ma
rajá. Varios niveles narrativos que se superponen en mise en abyme
y, en el caso de los dos últimos, se entremezclan significativamente,
ya que The Duke y el marajá funcionan como el mismo personaje,
el del poderoso, el que quiere controlar el arte en beneficio de la
economía, mientras que Satine y la cortesana contrastan en el final
de sus respectivos papeles. Pensemos además en el telón rojo que
deja paso al lago de la Fox y que constituye, según Luhrmann, un
«contrato de narración» que advierte al espectador que «this is not
about naturalism». El desarrollo de Moulin Rouge lo desdice una y
otra vez mediante referencias intertextuales a la novela sentimental
decimonónica, a La dama de las camelias, a El mago de Oz, a Peter
Pan (y otras producciones Disney), a Alice in Wonderland, a los mu-
1 08
sicales de Busby Berkeley y a los de los años cincuenta, particular
mente a Vincente Minnelli o Stanley Donen. Además, el montaje
trepidante, sobre todo en los primeros veinte minutos, contrasta
con la recuperación de procedimientos típicos del género como la
inclusión de grandes éxitos -piénsese, en otro registro, en On con
naít la chanson ( 1 997) , de Alain Resnais-, la decoración e ilumi
nación marcadamente artificiales o la ausencia de rodaje en exterio
res (ni un solo plano en toda la película) . El teatro sirve aquí
también para introducir un cierto debate entre el arte verdadero y
el falso o entre la alta y baja cultura, pero sobre todo como marca
de (meta)ficcionalidad o de autoconsciencia narrativa.
El llamado por los Paech (2002) «post-cine» no sólo se hace car- 1
1
go hasta el infinito de sus propias imágenes sino también de las de
las artes y medios vecinos. Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1 994), 11
'Wig the Dog (Barry Levinson, 1 997) y The Truman Show (Peter Weir, 1
¡
1 998) son películas que se abren al mundo mediático de los mo-
nitores de televisión. Zelig (Woody Allen, 1 983) se presenta como I ·
1 09
CAPÍTULO 6
CANIBALISMO TEATRAL
155
café», exclama Cecilia Roth con la mitad de su cara quemada); en
Mujeres al borde de un ataque de nervios ( 1 988), el del detergente
que deja la ropa ensangrentada tan blanca como para que la policía
no encuentre las huellas del crimen en cualquier camisa . . . Algunos
medios dejan por supuesto su indeleble rastro formal. Del cómic,
por ejemplo, se ha dicho que toma Almodóvar el ritmo vertiginoso
de sus argumentos, los cortes bruscos en la acción, las escenas en
garzadas como viñetas o la ausencia de verdaderos procesos psico
lógicos.
El teatro tiene en este contexto un lugar preeminente, quizá por
reminiscencias biográficas. Cuando Almodóvar llega a Madrid, se
embarca en la compañía de teatro independiente Los Goliardos, en
donde conoce a Félix Rotaeta y Carmen Maura, y representa con
ella a Brecht, Valle-lnclán y Larca ( 1 974; cfr. Alba Peinado, 2005).
Su cultura teatral, ampliamente demostrada en su trayectoria cine
matográfica, lleva a Almodóvar a concebir alguno de sus filmes sub
specie theatri, como veremos. Román Gubern habla para su cine de
«Un teatro de sentimientos femeninos» que se enraíza en el melodra
ma y en el que se manifiestan otras filias almodovarianas, como La
voz humana, de Jean Cocteau, que «ha sido una referencia escénica
crucial en la obra de Almodóvar, que aparece ya interpretada por
Tina (Carmen Maura) en La ley del deseo. Pero la incomunicación
telefónica entre Pepa (Carmen Maura) e Iván (Fernando Guillén)
en Mujeres al borde de un ataque de nervios prolongaría aquella obse
sión» (Gubern, 2005: 49) . Las referencias continúan sobre todo
en Todo sobre mi madre (1 999), donde la ficcionalidad de Un tran
vía llamado deseo se extiende a los personajes de Huma (Marisa Pa
redes) y Nina (Candela Peña) en la vida real, «víctimas de sus pasio
nes», como también ha visto Gubern. Hable con ella (2002), por
último, se abre con un telón teatral que precede a un fragmento de
un espectáculo de Pina Bausch, cuyo teatro-danza cerrará también
el filme.
En esta exposición no nos centraremos sólo en estos aspectos
temáticos, que en sí mismos convierten a Almodóvar en un maestro
en la teatralidad cinematográfica, sino que haremos un somero re
paso de otros elementos que configuran la poética teatralizada del
director manchego, a saber: el regusto por lo artificial y lo (neo)ba
rroco, el exceso, la máscara, la gestualidad, lo ritual, el protagonismo
del decorado y los objetos, el kitsch, lo camp!queer, el melodrama, la
ironía teatral, la performatividad sexual, el cuerpo, el travestismo,
la oposición narración/mostración, los monólogos, lo esperpéntico,
1 56
las referencias intertextuales explícitas . . . Estos elementos configuran
la fórmula que Vicente Molina Foix y, más tarde, Paul Julian Smith
(2000) bautizaron con el nombre de almodramas86•
86
El primero en una reseña de Tacones lejanos para la revista Fotogramas (núme
ro 1 .778, octubre de 1991), en la que se refiere al cine de Almodóvar como un ejer
cicio de «exceso sin límites». Véase Smith (2000: 130- 1 3 1 ) .
87 Algunas muestras de especial interés, cuyas líneas sigo en este punto: Alejan
dro Varderi ( 1 996), Alejandro Yarza ( 1999), José Amícola (2000), Carlos Polimeni
(2004) o Alberto Mira (2005).
1 57
la limpieza; Sor Víbora (Lina Canalejas), diseñadora de moda con
estilo virginal. Smith (1 995) ha interpretado Entre tinieblas como
una alegoría de la nación española, en la que se subvierten los valo
res patriarcales, en cierto modo igual que La casa de Bernarda Alba:
baste observar el papel de la mujer en lo que se refiere a la identidad
y el deseo, la presencia de lo hermético y lo libertario, la rivalidad
erótica entre mujeres, los interiores claustrofóbicos . . . Las compara
ciones han apuntado también hacia el esperpento valleinclaniano, o
hacia lo esperpéntico, en un sentido más general o transversal, como
rasgo constitutivo de la poética de Almodóvar (Forgione, 2005),
por la aparición del humor y lo grotesco, por la imagen deformada
de la realidad, el sentido trágico de la vida, el desenmascaramiento
de las apariencias . . . La teatralidad en Entre tinieblas se sustenta asi
mismo en una unidad de lugar casi exquisita, en la espectacularidad
de los números musicales, en los diálogos delirantes, en la máscara
y el maquillaje como exceso, y por supuesto en lo kitsch (ese mara
villoso altar de las «grandes pecadoras de este siglo»)88•
Vayamos por el segundo de los sumandos. Estilísticamente, el
melodrama (etimológicamente, «drama con música», una definición
muy apropiada para el cine de Almodóvar) es un género «mixto» de
palabras, de gestos excesivos, de efectos especiales: se trata de un es
pectáculo exhibido como tal, y la puesta en escena desempeña en él
un papel fundamental. Argumentalmente, nos encontramos con un
personaje-víctima (frecuentemente una mujer, un niño, un enfer
mo); una intriga que acumula peripecias providenciales o catastrófi
cas, escasamente realistas; y la desmesura del tono patético y senti
mental, por el que se pretende que el espectador comparta el punto
de vista de la víctima, o incluso la violencia de sus circunstancias
(Bourget, 1 985; Pérez Rubio, 2004). Los rasgos principales del me
lodrama teatral, según Peter Brooks ( 1 995), son evidentes en el cine
de Almodóvar: el desmedido emocionalismo, la esquematización y
la polarización moral maniquea; la presentación de caracteres, situa
ciones y acciones en su vertiente más extrema; la recompensa final y
forzada de la virtud; la expresión verbal grandilocuente; los argu
mentos oscuros y el suspense. Todo está ahí, en el cine de Almodó
var, al servicio de la búsqueda de un efecto inmediato en el público:
es el terreno del hipermelodrama, de lo weepie, de lo lacrimógeno,
tal y como ha señalado Paul Julian Smith (2000) .
88
La teatralidad del filme pudiera estar en el origen de la adaptación para el tea
tro firmada por Fermín Cabal: Entre tinieblas, lafanción (1 992; cfr. Smith, 1 995: 45).
158
Se puede acusar al melodrama, como al cine de Almodóvar, de
falsificar la vida, pues «Sus personajes son muñecos, su acción absur
da, sus prodigios escénicos meros efectos teatrales, su lenguaje gro
tesco y exagerado, su justicia poética naify su escapismo infantil»
(Pérez Rubio, 2004: 5 1 ). No es difícil asociar esas ideas con la no
ción de ironía dramática, pues el destino de los personajes no les
pertenece nunca de pleno derecho. En Carne trémula (1 997), Doña
Centro de Mesa (Pilar Bardem), después de ayudar en el parto a Pe
nélope Cruz (Isabel), levanta al recién nacido, Víctor (Liberto Ra
bal), para enseñarle la ciudad: «Mira: Madrid». El No-Do augura
para él el mejor de los destinos («una vida sobre ruedas») por haber
nacido en un autobús, pero a continuación, en el recorrido de los
dos policías, Sancho (José Sancho) y David Qavier Bardem) , descu
brimos un Madrid «de perros», chulos, drogados y prostitutas, des
harrapados como el propio Víctor, que no tarda en entrar en la cár
cel a pesar de su torpeza inocente. Es la hamartía aristotélica, el
error involuntario que condiciona toda una vida. El final feliz, poco
creíble según la lógica del relato, acentúa el círculo de la vida, con
un nuevo parto, esta vez en mejores condiciones.
La gran característica de los personajes del melodrama es la pa
sividad con que asumen sus heridas. Para Jesús González Requena,
la heroicidad de las víctimas melodramáticas, que lo son de un des
tino aciago o de una sociedad injusta, «reside en la pasividad con
que aceptan su sufrimiento» ( 1 986: 1 95), al que están condenados
desde el primer momento, sin ser capaces de dar vuelta a su desafor
tunada situación. Por eso la idea de felicidad introducida al final de
la narración cae en lo inverosímil por plenamente artificiosa. El ob
jeto amoroso ha desaparecido sin posibilidad alguna de recupera
ción; sólo el funcionamiento de elementos extraordinarios, subraya
González Requena, nos aproximará a un desenlace feliz. Douglas
Sirk utilizaba el término francés échec, que podría traducirse por
«fracaso», para hablar de la situación de los personajes, pero aña
diendo el sentido del bloqueo emocional, como en los melodramas
deAlmodóvar (Pérez Rubio, 2004: 53). En laflorde mi secreto (1 995),
muchos de estos rasgos del melodrama se dan juntos. Pensemos en
el comienzo del filme, en muchos sentidos modélico. La emoción
melodramática de Manuela (Kiti Manver) ante la muerte de su hijo
no sólo queda sometida a una técnica de distanciamiento por el
tono surreal de la conversación con los enfermeros (Jordi Mollá y
Nancho Novo), sino que enseguida resulta mediatizada por la pre
sencia de una pantalla de televisión. Los objetos del melodrama se
1 59
concretan a continuación en los botines de Leo, un regalo de su ma
rido Paco, y la imposibilidad exagerada de descalzarse, un símbolo
de la dependencia amorosa y de la fragilidad femenina. Las calles de
Madrid aparecen de inmediato como escenario de relaciones huma
nas poco convencionales, con decorados que falsean la realidad o la
escamotean de algún modo, casi como un trompe l'oeil, como esa
fotografía de playa caribeña que enmarca la figura de la protagonis
ta. Leo es además autora de novelas rosa en las que, como dice su
editora Fascinación, el lector puede encontrar «rutina, complacen
cia y sensiblería». Cuando Leo se pasa a la novela seria, con un argu
mento que recuerda al del filme Volver (una mujer que no se deja
violar por su marido lo mata y esconde su cadáver en un frigorífico),
la editora le reprocha su postura: «¿Quién va a soñar con una gente
que vive en un barrio miserable, jubilados prematuros, muertos vi
vientes?, ¿quién se va a identificar con una protagonista que se ocu
pa de limpiarle la mierda a los enfermos de un hospital, y, por si
fuera poco, tiene una suegra yonki y un hijo maricón al que además
le gustan los negros?». Para Fascinación, «la realidad debería estar
prohibida». Algo de eso hay finalmente en el filme y en su final feliz,
que funciona casi a la manera de un deus-ex-machina. Almodóvar se
decanta, como en otros filmes (Tacones lejanos, por ejemplo), por la
espectacularización de lo cotidiano, que se apunta en los ensayos de
Joaquín Cortés, que luego se expandirá en la representación final
protagonizada por Manuela Vargas.
Las estéticas kitsch y melodramáticas se acompañan a menudo
de la tendencia al voyeurismo del espectador, que contempla con
asombro el decorado imposible y con deleite incluso el desgarrado
sufrimiento de los personajes. Esa escopofilia es también un motivo
preferido por Almodóvar, como en esa tragicomedia fetichista y vo
yeurista que es Matador (1 986) : «M. de Matador y M. de mirar»,
rezaba la publicidad del filme. El tema de Kika (1 993) es también el
voyeurismo, concretado en la figura del fotógrafo Ramón y la presen
tadora Andrea Caracortada. Su programa enseña «lo peor del día»,
como un asesinato en directo o la violación de la propia Kika. La
teatralidad se extiende especialmente a algunas otras secuencias,
como la del monólogo de Kika ante el falso cadáver de Ramón, o la
del telón/pantalla que se levanta sobre la maqueta de Madrid, sin
olvidar la continua presencia de lo kitsch. Andrea Caracortada se
disfraza de cyborg y se sube a un escenario para enseñar las miserias
de la vida. Smith define el filme como «voluntariamente frívolo y
superficial», en un desfile de indentidades sin esencia (2000: 1 69) .
1 60
Este universo teatralizado es también un espacio excesivo y ba
rroco. En él, la religión se piensa como una puesta en escena kitsch,
«con su mundo recargado de símbolos, una iconografía que cual
quier español reconoce como propia, por omnipresente» (Polimeni,
2004: 72) . En ella abundan la gestualidad exagerada, los colores :rivos
y la centralidad de los objetos (Pérez Rubio, 2004: 262-263) . Estos
son especialmente importantes, como ha sabido ver Mark Allinson,
en el cine de Almodóvar. Sirviéndose de los primeros planos, la cá
mara suele examinar los objetos que connotan una información
esencial para su caracterización psicológica, por ejemplo en Todo so
bre mi madre (1999) : «Cuando Esteban pide ver una fotografía de
su madre como actriz aficionada, Manuela le ofrece sólo media fo
tografía, el resto ha sido arrancado. Esteban acaricia el borde desga
rrado, su misma textura indicando una ruptura para nada limpia. El
primer plano del punto de vista de Esteban comunica visualmente
lo que él escribe a continuación en su cuaderno: esta fotografía sim
boliza la mitad de Esteban que él siempre siente que le falta: su pa
dre» (2000: 1 53).
Camplqueer
161
encontrar un buen acomodo en el seno de la movida madrileña y en
los resquicios de la contracultura, al menos en los inicios, cuando la
práctica de lo híbrido alcanzaba al punk y a la tonadilla, tal y como
aparece en las primeras películas de Almodóvar. En La mala �duca
ción (2004) , quizá uno de sus filmes más autobiográficos, Angel/
Juan/Zahara (Gael García Bermal) es miembro del Grupo Abejorro,
cuyo nombre recuerda al de Tábano, la celebérrima compañía de
teatro independiente en la que se iniciaron Fermín Cabal o José
Luis Alonso de Santos. Con ella monta El retablillo de Don Cristóbal
o El diario de Adán y Eva, de Mark Twain. El travestismo y la iden
tidad conflictualizada, la homosexualidad reprimida, son temas fun
damentales en el filme, pero resultan igualmente interesantes las
«clases de pluma» con una imitadora de Sara Montiel: gestualización
excesiva, un modo especial de caminar y poner la mano o el tono de
voz son algunos rasgos definidores de la pluma almodovariana.
En Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, el ya citado filme
crónica de la movida madrileña, está ya el melodrama hibridizado
con Andy Warhol, el pasodoble, Escarlata O'Hara, Ceesepe, David
Bowie, Derek Jarman (véase su jubilee, 1 977, el filme punk por an
tonomasia) , los diseños imposibles de Vivianne Westwood . . . Todo
pasado naturalmente por el filtro de la incongruencia narrativa. Ahí
están también las actuaciones musicales que puntean la obra, el con
curso de penes («Erecciones generales»), en donde la impericia téc
nica se deja ver en la cabeza cortada del propio Almodóvar en los
planos iniciales de la secuencia; o esa improbable actriz de teatro
que se escapa de una función de Lorca Qulieta Serrano) . Destaca
también la predilección de Almodóvar por los monólogos, inaugu
rados en este filme con el de Cristina Sánchez Pascual, la mujer bar
buda, que se queja de que su marido descuida su sexualidad mien
tras mira por la ventana las «erecciones generales».
En Laberinto de pasiones ( 1 982) está en pleno rendimiento el
conflicto entre horno- y heterosexualidad, llevado a la nueva situa
ción sociopolítica española. Como le dice Hassan a Sadec: «¿Crees
que tus mariconadas son más importantes que el destino de todo un
pueblo?». Es la época del desgobierno, de la sublimación de la dro
ga, del exhibicionismo en cualquiera de sus manifestaciones, como
muy bien representa el gran Fabio McNamara con su mezcla sui ge
neris de pluma y glam neoyorquino al principio del filme, especial
mente en ese ejemplo de exceso mostrativo que es el «rodaje» de una
fotonovela gore dirigida por el propio Almodóvar. Encontramos
también la apología de la máscara, del disfraz y del maquillaje, que
1 62
atrapará a Riza (Imanol Arias) y lo convertirá en un cantante de gru
po pop.
Una manifestación más del reciclaje, en este caso de las marcas
de la hispanidad, es Matador, en donde la identificación entre toreo
y machismo se complementa con la homosocialidad presente en la
_
subtrama protagonizada por Angel (Antonio Banderas) ; el persona
je de María Cardenal (Assumpta Serna) servirá de contrapunto a la
masculinidad herida y frágil de Diego (Nacho Martínez). En la se
cuencia final de Matador, Diego y María perpetran con su acto
sexual la consagración ritual de la muerte como acto amoroso supre
mo. Lo camp puede tener una presencia más esporádica, como en
¿Qué he hecho yo para merecer esto?, cuya estética, a veces definida
como neorrealista, se rompe con una maravillosa «distracción camp»
(Smith, 2000: 54) en la que el propio Almodóvar, en una de esas
auto-performances que adornan su filmografía, interpreta «La bien
pagá» vestido de húsar y acompañado por un McNamara disfrazado
de Escarlata O'Hara, introduciendo la comparación implícita entre
la vida frustrada de Gloria, que no alcanza la satisfacción sexual con
Antonio, y la plena de Cristal, la vecinita «cortesana» que vive al lado.
PERFORMATIVIDAD Y CUERPO
1 63
2005: 1 87) . El resultado es que, por supuesto, el cuerpo masculino
se erige en espectáculo absoluto.
No es extraño que en el trabajo de Santiago Fouz-Hernández y
Alfredo Martínez-Expósito (2007), revelador de nuevas estrategias
discursivas para representar la corporalidad masculina en el cine es
pañol, ajenas, por así decirlo, a la virilidad hegemónica y a los con
ceptos tradicionales de muscularidad o fuerza, Almodóvar ocupe un
lugar de privilegio, en el que las oposiciones binarias, como la de
cuerpo / mente, se deconstruyen y se vuelven obsoletas. Véase el cuer
po mostrado en las «erecciones generales» de Pepi, Luci, Bom. . . o en
el strip-tease que abre ¿Qué he hecho yo para merecer esto?; la mirada
sobre el cuerpo homosexual en La ley del deseo, Laberinto de pasiones
o Matador; el cuerpo «discapacitado» pero a la vez atlético de Javier
Bardem, al lado del vigoroso pero poco cerebral de Liberto }\abal,
en Carne trémula; la piel herida de Antonio Banderas en Atame
( 1 990), o la violada en Kika; el cuerpo transformado o «transgene
rizado» por doquier -Roxy en Pepi, Lucí, Bom. . . , Tina Quintero en
La ley del deseo ( 1 987), Femme letal en Tacones lejanos ( 1 99 1 ) o, por
supuesto, la Agrado en Todo sobre mi madre-, los cuerpos fluidos
del travestismo, siempre dispuestos a una ejecución performativa o
teatral ante la mirada del Otro.
El cuerpo es instrumento que organiza y desorganiza, destruye
y reconstruye el orden del espacio cinematográfico, mediante un
proceso donde la escritura y la imagen fílmica exigen ser llevadas a
la desmesura. No es extraño que la filmografía de Almodóvar haya
estado desde siempre asociada al happening, las performances y la ce
lebración hedonista de la corporalidad. Véase el homenaje al arte de
la performance y la danza posdramática que se incluye en Hable con
ella (2002), uno de sus filmes más polémicos. En esta película sobre
amistad e incomunicación, la palabra se erige en motivo fundamen
tal, ya sea a través de los monólogos de Benigno Qavier Cámara)
ante el cuerpo inconsciente de Alicia (Leonor Watling), ya sea en las
conversaciones entre el enfermero y Marco (Daría Grandinetti) .
Como contraste, la apertura nos sitúa en un escenario teatral donde
presenciamos el espectáculo «desgarrador, lírico y conmovedor» del
Café Müller de Pina Bausch, cuyo póster, no lo olvidemos, ya ador
naba la habitación de Esteban en Todo sobre mi madre. Dos mujeres
con los ojos cerrados se desplazan con movimientos titubeantes
chocando con las paredes, resbalando por el suelo, desesperadas y
absolutamente perdidas. Allí están Benigno y Marco, entre el públi
co, contemplando conmovidos la escena, que luego aquél le contará
1 64
con detalle a una Alicia, ella misma bailarina, en coma: «El escena
rio está lleno de sillas y mesas de madera. Salen dos mujeres en com
binación, y con los ojos cerrados, como dos sonámbulas ... ¡Te da un
miedo que las pobres se choquen con todo ... ! [ ... ] . ¡No te puedes
imaginar lo emocionante que era!» (Almodóvar, 2002: 1 5) .
El cierre, que clausura la película en círculo, nos devuelve a
Marco y a Alicia en el patio de butacas, asistiendo a la representa
ción de Masurca Fogo, otro espectáculo de Pina Bausch, escuchando
con emoción los suspiros de la bailarina, antes de que su cuerpo sea
transportado «en un mar de manos» por el escenario. Los dos se de
jan llevar por este espíritu, su historia comienza en ese preciso ins
tante, como anuncia el letrero que se instala en la base del fotogra
ma: «MARCO Y ALICIA». Las referencias a Café Müller y a Masurca
Fogo sirven aquí como una alegoría de la no-comunicación y el si
lencio, pero también como una especie de mise en abyme, igual que
el episodio del filme apócrifo El amante menguante, que Isabel Mau
rer (2008) ha interpretado como una recreación del mito clásico de
Pigmalión. La performance se concreta en este caso en la renuncia
a la palabra y en la utilización del cuerpo y la danza como medios
para transmitir sentimientos: el movimiento de las bailarinas tema
tiza la incapacidad de comunicación, la alienación entre las parejas,
la ausencia de intimidad ... La danza sirve para expresar emociones
indescriptibles a través del silencio, el cuerpo se piensa en conexión
con otros cuerpos y así se entiende mejor el delito de Benigno, que
desea confundirse con otro cuerpo, ser otro cuerpo (Gutiérrez Al
billa, 2005).
En definitiva, la idea de performance, como ha indicado Isolina
Ballesteros (2009), es eje primordial del cine de Almodóvar, plagado
de personajes que ejecutan en la pantalla su condición de músicos,
cantantes, actores de teatro o cine, dobladores, presentadores de te
levisión, drag queens, toreros ... Los personajes se caracterizan más y
mejor a través de la representación de un papel en el escenario. Esta
mos ante una muestra más del giro performativo de las artes, un mo
mento de emergencia de sujetos que chocan contra cualquier mode
lo opresivo, que buscan afectivamente el contacto directo con el
público, que cuestionan los límites entre la realidad y la ficción a tra
vés de continuos giros metarreflexivos. Véanse las actuaciones de Riza
(Imanol Arias) en Laberinto de pasiones, su necesidad de ocultar su
condición «real» incorporándose activamente al ambiente nocturno
de la movida, en donde el propio Almodóvar y Fabio McNamara in
terpretan «Suck lt to Me» y el grupo Ellos canta «La Gran Ganga».
165
Hay otros ejemplos igualmente significativos. Para Tanja Bol
low (2009), el clímax de La ley del deseo se sitúa en la escena en la
que Tina Quintero (Carmen Maura) representa La Voix humaine,
de Jean Cocteau, en montaje de su hermano Pablo (Eusebio Ponce
la), pues en ella se sintetiza todo el drama familiar: la cámara frontal
nos muestra a Ada (Manuela Velasco) , la niña abandonada, inter
pretando en play-back «Ne me quitte pas» encima de una dolly que
atraviesa el espacio escénico de un lado a otro, mientras al fondo
contemplamos la desesperación de Tina, que destroza la habitación
y habla por teléfono con su interlocutor ausente, aunque en realidad
acabe por dirigir sus palabras a una Bibi Andersen, la madre de Ada,
que la observa entre bastidores, y que, tras protagonizar una secuen
cia con su hija en el camerino, acabará por abandonarlas a las dos.
La vida es performance o todo el mundo es performance en La ley del
deseo, filme en el que se insiste de nuevo en la presencia del intertex
to musical (los «números»), en el carnaval y el rito, en el funciona
miento de identidades en tránsito, fluidas, móviles; en la realidad
como puesta en escena.
La performatividad, en el sentido de Judith Butler, es un juego
de identidades y de estrategias que no excluyen la presencia de la
máscara y la ocultación lúdica del yo. De este modo, el ser se asume
y enseguida se pone en cuarentena. Las mujeres de Almodóvar, ha
señalado Jean-Claude Seguin, «pueden ser figuras múltiples, como
repetitivas, aparentemente similares pero disociadas, nunca idénti
cas, funcionan como multiplicaciones, dando al grupo unas formas
variables, movedizas entre las ritualizaciones [ ] y los desborda
...
1 66
liza Mujeres al borde de un ataque de nervios. «Creo que Mujeres. . .
sigue siendo m i película más teatral», l e confiesa a Frédéric Strauss
(200 1 : 76)89• Se trata, inicialmente, de una libérrima adaptación de
La voz humana, sólo que Almodóvar decidió esta vez comenzar la
acción cuarenta y ocho horas antes del monólogo de la protagonis
ta. Cocteau no es referente único, pues se percibe también la huella
de Georges Feydeau y la comedia de bulevar, que él mismo reconoce:
«Llegué a ello sin darme cuenta y sólo me percaté de que era real
mente lo que quería al terminar el guión» (ibíd.}. En efecto, la ac
ción resulta absolutamente enredada, adobada con continuos gui
ños cinéfilos, desde el mismo doblaje del ]ohnny Guitar (Nicholas .
Ray, 1 954), en el que Carmen Maura da voz a una mujer muda ante
la rotundidad de las palabras masculinas. Se juega a falsificar la rea
lidad desde el artificio, con presencia de maquetas y de planos im
posibles. La terraza de Pepa es «posiblemente el espacio privado
dentro del mapa urbano que mejor reproduce el hiperreal almodo
variano, pues por su artificialidad se constituye en el eje de una his
toria en el interior de un Madrid simulado» (Varderi, 1 996: 162) .
Es el trompe l'oeil el simulacro con plena conciencia del j uego y del
artificio, el mismo simulacro que Severo Sarduy admirará en Taco
nes lejanos:
Vi pues y reví Tacones lejanos y las precedentes en vídeo o en
la televisión. La primera percepción es la de una fuente común
-el eidos popular, la doxa de lo hispánico desde La Celestina has
ta Lola Flores- con dos desbordamientos o excesos: la imagen y
la frase. La sorna, el cachondeo -como diría Almodóvar-, el
cubanísimo choteo como programas estéticos, como mecánica
de aprehensión de lo real [ . . . ] . Realismo, sí, porque el barroco lo
es desde el Caravaggio; pero en una anamorfosis de irreverencia
e irrisión (cit. en Varderi, 1996: 1 35).
89 No es por lo tanto extraño que se realizara una adaptación teatral del filme,
escrita por Samuel Adamson y dirigida por Tom Cairns. Ali About my Mother fue
estrenado en 2007 en el Old Vic, el espacio teatral dirigido por Kevin Spacey. Más
tarde (201 0) vendría su adaptación al género musical en Broadway, dirigida por
Barlett Sher, con libreto de Jeffrey Lane y música de David Yazbek.
1 67
la temática de engaño continuo al que los hombres someten a las
mujeres en cuestiones amorosas: «Igual que en un escenario / fin
ges tu dolor barato. / Tu drama no es necesario, / yo conozco ese tea
tro / [ . . ] / Teatro / lo tuyo es puro teatro, / falsedad bien ensayada /
.
estudiado simulacro».
EL FILME DE TEATRO
1 68
(secuencia 57) : Huma se desespera al saber que Nina, su amante, ha
huido, y ambas deciden buscarla en los barrios de trapicheo... Entre
ambas nace una buena amistad, siempre vinculada a su origen tea
tral. Las mujeres tienen algo de actrices. Huma, por ejemplo, viste
como Gena Rowlands y fuma como Bette Davis. Manuela se con
vierte en asistente de Huma, asiste a los pases repitiendo en voz baja
el texto, antes de tener la oportunidad de sustituir a Nina en su papel
de Stella (secuencia 78), igual que Eve en la secuencia del filme de
Mankievicz que madre e hijo veían al comienzo de Todo sobre mi
madre: «sé mentir muy bien, y estoy acostumbrada a improvisar»
(1 999: 78), le dice a Huma para convencerla. Manuela confiesa a su
amiga el motivo de su primera visita, el recuerdo abrumador de
su hijo pidiéndole un autógrafo . . . Manuela decide dedicarse a cuidar
a su amiga Rosa y Agrado ocupa la plaza de asistente. Cuando Rosa
enferma en el hospital en compañía de sus amigas, Agrado improvi
sa el relato de su vida ante el público del teatro (secuencia 1 03) . Los
acontecimientos se precipitan. Rosa muere y Manuela habla con su
exmarido en el entierro: Lola es la imagen de «la muerte en persona».
Manuela huye con el niño, el segundo Esteban, a Madrid. Vuelve
finalmente a Barcelona a reencontrarse con Huma, que ahora está
montando un Haciendo Lorca con Lluís Pasqual (secuencia 1 1 6),
subtitulado «Homenaje a García Lorca y a Esteban, u n joven que
murió a las puertas de un teatro, una noche de tormenta». Manuela,
Agrado y Huma se reúnen como otras veces en el camerino. Manue
la le da a Huma la foto de su hijo muerto, que Lola le había regalado
a ésta. El Regidor cierra la secuencia con sus palabras: «jLa función
va a empezar!». La pantalla se llena con unos cortinones rojos de fle
cos dorados sobre los que aparece sobreimpresionada la siguiente de
dicatoria: «A Bette Davis, Gena Rowland, Romy Schneider... A todas
las actrices que han hecho de actrices. A todas las mujeres que ac
túan. A los hombres que actúan y se convierten en mujeres. A todas
las personas que quieren ser madres. A mi madre» (1999: 122) .
Más allá de este homenaje explícito, la película se inscribe en
este «no-género» del filme de teatro, encadenándose como nunca a
una tradición que ha dado frutos incomparables. La intertextuali
dad presente en esta película de Almodóvar se extiende a la cita de
All About Eve y a la alusión a L1mportant c'est d'aimer (Andrzej Zu
lawski, 1 975), en lo que se refiere explícitamente a la presencia del
mundo del teatro y al protagonismo de personajes-actrices. El teatro
está presente también en ámbitos más extraños, como vemos en la
dramatización (un tanto proléptica) del seminario sobre donación
1 69
de órganos, grabada además en vídeo. En Todo sobre mi madre, un
filme con el que Almodóvar pretende exacerbar la capacidad de las
mujeres para el fingimiento («mujeres que actúan en la vida o en el
escenario»), se introduce el teatro dentro del cine de un modo es
pecular, a través de algunas escenas de Un tranvía llamado deseo
(existió el proyecto de que Almodóvar llevase a los escenarios esta
pieza) , pero no olvidemos tampoco la performatividad del papel de
Lola, el travesti atormentado y enfermo, o el de una Agrado que tie
ne un cuerpo «todo hecho a medida», como tan bien expresa en su
citadísimo monólogo:
Bona nit. Por causas ajenas a su voluntad, dos de las actrices
que diariamente triunfan sobre este escenario, hoy no pueden es
tar aquí, ¡pobrecillas! Así que se suspende la función. A los que
quieran se les devolverá el dinero de la entrada. Pero a los que no
tengáis nada mejor que hacer, pa una vez que venís al teatro es
una pena que os vayáis. Si os quedáis, yo prometo entreteneros
contándoos la historia de mi vida [ . . .] . Adiós, lo siento . . . [a los
que se marchan] . Si les aburro hagan como que roncan. Así [imi
ta el sonido de un ronquido, un poco exagerado] . Yo me cosco
enseguida. . . Y para nada herís mi sensibilidad, ¿eh? De verdad. . .
[ . . . ] . Me llaman L a Agrado porque toda m i vida sólo h e preten
dido hacerle la vida agradable a los demás [ . .] . Además de agra
.
ca! Pero no hay que ser tacaña con nuestra apariencia. Una es más
auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma...
( 1 999: 1 02-1 04) .
1 70
en muchos otros almodovarianos, descubrimos de nuevo el culto y
la fascinación por el cuerpo tatuado, pinchado, mostrado, corre
gido, operado . . . Como señala Allinson (200 1 : 9 1 ), el género sexual
se presenta aquí como un «constructo móvil» en el que la identi
dad se ve envuelta en un juego de apariencias y seducción, en una
mascarada en la que el ser humano emprende una búsqueda sin fin
de autenticidad a través de la oposición mostración/ocultación. Lo
performativo, como ha señalado Ballesteros (2009: 75), tiene tam
bién un valor terapéutico para quien lo ejecuta y quien lo recibe. En
Todo sobre mi madre, el teatro sirve para crear solidaridad entre el
grupo de mujeres (Manuela, Huma, Rosa, Agrado e incluso Nina) ,
particularmente en el espacio teatral del camerino: «El camerino es
como el patio de mujeres en el que se tramaban todas las historias,
en el que se genera la narración misma. El camerino es esa parte tra
sera del teatro, la otra cara. Si en el teatro se interpreta y se finge,
el camerino es la cuna de las verdades» (cit. por Colmenero Santia
go, 200 1 : 1 05).
Como e n Hable con ella, l a película s e cierra con un telón sobre
el que se superponen las palabras de homenaje a las mujeres que ac
túan y a todos los hombres que actúan como mujeres, enlazando
nuevamente esta película con la idea de una hibridación lúdica en la
que la distinción radical entre los géneros, léase los sexuales y los ar
tísticos, habrá de ser borrada para siempre, en un ejercicio de inter
medialidad con el que doy por cerrado este volumen.
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