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Universidad de La Habana. 2018. 285.

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ARTÍCULO ORIGINAL

¿Qué es hoy la enseñanza de la lengua y qué debería ser?*

How is language currently taught, and how should it be?

Ignacio Bosque

Real AcademiaEspañolayUniversidadComplutensedeMadrid,España.

* Este texto tiene como base la conferencia que pronuncié en el Seminario Internacional
«Enseñanza de la Lengua Española. Gramática, escritura y oralidad. Los diccionarios»,
La Habana, 10-12 de enero de 2017. Deseo expresar mi agradecimiento a los
organizadores del Seminario, y muy especialmente a la Dra. González Mafud, tanto por
la iniciativa de convocar este interesante encuentro como por su deferencia al invitarme
a participar en él.

RESUMEN

En este trabajo se exponen algunas consecuencias negativas de la visión meramente


identificadora o etiquetadora de las unidades lingüísticas y se desarrollan algunas estrategias
para sustituirla por una aproximación más rica y articulada que aborde las relaciones entre la
forma y el sentido, especialmente en el estudio de la gramática. Se sugieren, en concreto,
varias actitudes y recursos didácticos que ya son frecuentes entre los profesores de
Ciencias: formulación y contraste de hipótesis y generalizaciones, examen de la relación
entre causas y efectos, creación de experimentos, detección de insuficiencias o
solapamientos en los análisis, junto con otras formas de desarrollar la capacidad crítica y
analítica de los alumnos. El trabajo concluye con una serie de réplicas a algunas propuestas
didácticas contemporáneas sobre la forma de enseñar la lengua en los niveles
preuniversitarios.

PALABRAS CLAVE: didáctica, gramática, unidades lingüísticas.

ABSTRACT

In this paper, some negative consequences of taking grrammatical units as mere labeling
resources in high school language courses are examined. A number of suggestions aimed at
overcoming this narrow conception are presented, including some attitudes and strategies
already common in the teaching of scientific subjects: as formulating and comparing
hypotheses and generalizations, exploring the relationship between cause and effect,
performing experiments, detecting inadequacies or overlaps between analyses, and
enhancing students’ critical and analytical thinking skills. Some contemporary didactic
proposals on language teaching in high school are challenged at the end of the paper.

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KEYWORDS: Didactics, Grammar, Linguistic Units.

Hace años que me interesa la enseñanza de la Lengua en todos los niveles académicos en
los que se imparte, y estoy convencido de que son muchos los aspectos que se deberían
cambiar en la forma en que es presentada y transmitida a los estudiantes. No conozco bien
la situación en Cuba, pero he tenido ocasión de constatar que los problemas que se
detectan en España son muy parecidos a los que pueden percibirse en algunos países
americanos. En este texto quisiera retomar y reelaborar unas cuantas ideas que he ido
exponiendo en otros lugares a lo largo de estos últimos tres años, sea en solitario o en
colaboración con mi colega Ángel Gallego (Bosque, 2014, 2015; Bosque y Gallego, 2016 y
en prensa).

Aunque me centraré en la enseñanza de la gramática, haré también algunas


consideraciones breves sobre la del léxico. Es posible que el diagnóstico que voy a hacer a
continuación parezca un poco exagerado. Si es así, me congratularé de que la situación en
Cuba sea más halagüeña de la que detecto en España, así como en algunos países
americanos (sobre todo del Cono Sur), de los que tengo información directa. He hablado con
muchos profesores de Enseñanza Media a lo largo de estos años, antes y después de iniciar
esta serie de trabajos. Todos tenían amplia experiencia y todos, o casi todos, coincidían en
los aspectos fundamentales del diagnóstico.

Estoy convencido de que hay que dar alguna solución al dilema que surge al considerar los
dos polos opuestos de una situación persistente. Por un lado, nadie discute que los niños –y,
en general, los jóvenes– poseen una inclinación natural a indagar, a aprender, a experimentar
y a preguntarse por la razón de ser de lo que está a su alrededor. Por otro, no es menos cierto
que abandonan pronto esa inclinación y manifiestan tempranamente un acusado desinterés
por la lengua, junto con otros dominios del conocimiento que tan asombrosos les parecían en
la infancia.

La actitud curiosa e inquieta de los niños no se manifiesta solo cuando destripan sus
juguetes para ver cómo funcionan (para desesperación de sus padres), sino sobre todo
cuando plantean preguntas profundas que afectan a la naturaleza esencial de las cosas.
Son preguntas bien conocidas: «¿Por qué no se caen las nubes?»; «¿Por qué es salada el
agua del mar?»; «¿De qué está hecho el arco iris?»; «¿Por qué el cielo es azul y no de otro
color?» o –esta es mi pregunta favorita– «¿Por qué tú me puedes hacer cosquillas a mí,
pero yo no me las puedo hacer a mí misma?».

Se ha destacado en múltiples ocasiones esta extraordinaria capacidad inquisitiva de los


niños –incluso existen libros para dar respuestas a sus preguntas, como Harris (2013)–,
pero pocas veces se hace notar que esas preguntas son verdaderamente frecuentes hasta
que los niños empiezan a ir a la escuela o, al menos, hasta que entran en la enseñanza
secundaria. Por alguna razón –o más bien por un conjunto de razones que los pedagogos
sabrán identificar mejor que yo– los niños abandonan su actitud curiosa e inquisitiva hacia
el mundo al poco tiempo de entrar en el colegio, y a partir de ese momento pasan a
preocuparse sobre todo por cómo ir sacando adelante los cursos (a veces incluso con el
mínimo esfuerzo posible), una actitud que van arrastrando hasta alcanzar la universidad y
que –lamentablemente– no cambia una vez que entran en ella. No debe olvidarse que

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estoy esbozando una generalización, de modo que no será difícil añadir todas las
excepciones particulares que resulten pertinentes.

Se ha hecho notar en múltiples ocasiones la escasa afición de los jóvenes a leer, o al


menos a leer textos impresos. También se ha señalado el poderoso influjo que ejercen en
ellos los medios modernos de comunicación, en los que todo ha de ser breve, inmediato y
muy a menudo ligero, divertido o intrascendente, y también se han destacado el efecto que
en ellos ejercen los profundos cambios de actitud que trae consigo la adolescencia. En mi
opinión, una de las principales tareas que los docentes deben afrontar en la enseñanza
media es la de intentar conseguir que los jóvenes mantengan y desarrollen en la escuela el
afán por comprender que es connatural a la infancia: esa actitud curiosa, despierta, inquieta
e inquisitiva que los niños tenían hacia el mundo antes de entrar en el colegio y que –creo
no ser demasiado subjetivo al hacerlo notar– pierden en buena medida cuando acceden a
la enseñanza, especialmente la secundaria.

No descubro nada nuevo al recordar que nuestros jóvenes –y ahora me refiero


específicamente a los españoles– presentan considerables dificultades en la expresión oral y
escrita; notables lagunas en el uso y la comprensión del vocabulario; enormes dificultades
para comprender los textos (aunque entiendan aisladamente las palabras que los componen),
así como serios problemas de concentración, atención y perseverancia. A todo ello se añade
su confianza desmedida en la capacidad milagrosa de las nuevas tecnologías como fuentes
de información y de conocimiento, y –en general– una injustificada confianza en el poder de la
imagen sobre el de la palabra.

Me parece que pocas veces nos planteamos abiertamente las razones por las que los
estudiantes manifiestan un marcado desinterés por la Lengua como asignatura (de nuevo,
estoy generalizando, como en las consideraciones anteriores). Creo que la razón no es otra
que la percepción –me temo que absolutamente generalizada entre ellos– de que sus
contenidos no les conciernen. Algo tendremos que ver los docentes con el hecho de que la
mayor parte de los alumnos considere que la Lengua es una materia ajena a sus intereses,
a sus preocupaciones o, sencillamente, a su vida. Alguna responsabilidad hemos de tener,
supongo, en el hecho de que la perciban como un conjunto de normas elaboradas por
autoridades que nada tienen que ver con ellos. En realidad, ni siquiera la interpretan como
un sistema, sino que la consideran más bien un código estipulado y arbitrario, tan ajeno y
poco atractivo como pudiera serlo el de Tránsito o el de Derecho Mercantil.

Precisamente porque nadie se implica en lo que percibe como ajeno, quisiera plantear
abiertamente la pregunta de si los profesores de Lengua hacemos lo correcto al elegir
determinadas actitudes, en lugar de otras posibles, cuando explicamos nuestra materia en la
forma en que lo hacemos. No está de más recordar que los profesores de ciencias de
secundaria y bachillerato son muy conscientes de cuáles son las capacidades y las actitudes
que han de fomentar en sus estudiantes. Saben perfectamente que han de enseñarles a
observar, a relacionar causas y efectos, a generalizar (en lugar de quedarse en los casos
particulares), a diseñar experimentos e interpretar los resultados, a argumentar y a
contraargumentar. Son muy conscientes de que han de mostrarles cómo es el mundo que
los rodea y de que han encauzar la curiosidad que surge en ellos de manera natural.

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No creo, sinceramente, que los profesores de Lengua se planteen la docencia con


objetivos similares a estos. Es cierto que han de conseguir ante todo que los jóvenes se
expresen con corrección, que dominen la lengua de forma ágil y precisa, que adquieran un
buen uso del vocabulario y que sean capaces de leer y construir textos de manera
articulada. Pero esas tareas inexcusables son perfectamente compatibles con otras dirigidas
al conocimiento del sistema cuyo uso todos consideramos primordial.

Sin embargo, los dos objetivos a los que me refiero –el uso y el conocimiento de la lengua–
se suelen plantear hoy como tareas muy débilmente conectadas. De hecho, las prácticas
dirigidas a la adquisición de ese conocimiento están bastante alejadas de las actitudes que
acabo de mencionar y que caracterizan a los profesores de ciencias. Los docentes de lengua
insisten sobre todo a sus alumnos en la necesidad de etiquetar unidades (con escasa reflexión
sobre las etiquetas asignadas), en la de clasificar palabras y oraciones (sin que las
clasificaciones sean siempre coherentes), en la de comentar y amplificar los ejemplos y en la
de extender todas estas prácticas a textos extensos, y a menudo complejos.

Me parece que uno de los problemas que arrastra desde hace años la enseñanza de
nuestra materia es el hecho de que los estudiantes deban aplicar –no pocas veces de
manera casi automática– un sistema terminológico y conceptual que comprenden en escasa
medida, y que han de extender a un amplísimo conjunto de textos de toda índole. Como es
lógico, la obsesión terminológica que revelan los estudiantes (y que he tenido ocasión de
constatar personalmente en un buen número de charlas y de seminarios) es una imagen de
la que sus profesores les han transmitido.

Repárese en que las preguntas de los niños a las que me refería antes son ingenuas,
espontáneas, naturales y profundas, pero no son preguntas terminológicas. El niño se asombra
de que las cosas sean como son, exactamente igual que hacen el científico o el filósofo, pero al
llegar a la escuela se da cuenta de que lo que verdaderamente parece interesar a sus
profesores es cómo hay que llamarlas.

No tengo ninguna duda de que algunos de los problemas que arrastra la enseñanza de la
lengua provienen del fuerte nominalismo que caracteriza en buena medida la educación. Es
hasta cierto punto lógico que uno no eduque en aquello en lo que no ha sido educado. Me
parece justo reconocer que yo no fui educado para simplificar y para generalizar; para aislar lo
esencial dentro de lo complejo, para detectar redundancias y contradicciones en las
informaciones que mis profesores me suministraban, o simplemente para comprender que
«menos es más», por decirlo en términos actuales.

Tampoco fui educado para observar. No me refiero tanto a observar lo anómalo, sino más
bien para reparar en lo sorprendente o en lo relevante cuando se esconde en el interior de lo
cotidiano. Entiendo que aquí debería descartar quizá los hechos artísticos, ya que en general
la educación necesaria para percibir los valores estéticos es correcta en los países
hispanohablantes. Pero los jóvenes que se enfrentan a cualquier texto sencillo, incluso a una
oración simple, raramente se sorprenden de nada. Las palabras están donde están y
significan lo que significan. Me temo que sus profesores tampoco fueron educados para
hacerles ver que los significados se arman de forma progresiva, y a veces intrincada. Alguna
vez he reconocido públicamente que mis profesores me preguntaron múltiples veces qué
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clase de oración era la que tenía delante, pero nunca me preguntaron qué significaba esa
oración o cómo se construía su significado a partir del de las palabras que la formaban y de
los principios gramaticales que determinaban su sentido. Estas cosas se daban por supuestas
o por evidentes. De nuevo, es exactamente la actitud contraria a la que se percibe en las
clases de ciencias, en las que se acostumbra a los jóvenes a no dar nada por sentado, a
preguntarse a cada paso por qué las cosas son como son.

Me parece que tampoco fui educado para enjuiciar las clasificaciones existentes, para
detectar en ellas cruces de criterios o solapamientos, así como conceptos huecos o poco
operativos. Reconozco igualmente que a mí no me enseñaron a experimentar en las clases
de Lengua: ni a diseñar experimentos, por simples que fueran, ni a enjuiciar sus resultados.
Tampoco me impulsaban mis profesores a proponer teorías en las que avanzara mis propias
explicaciones, aun cuando fueran –como seguramente hubieran sido– toscas, imprecisas,
apresuradas, disparatadas o faltas de fundamento.

No quiero decir ni mucho menos con todo esto que la mayor parte de los alumnos estén
encantados con sus clases de Ciencias, pero sí quiero dar a entender que los profesores de
Ciencias que he conocido se esforzaban por presentar la realidad a sus alumnos como un
conjunto de sistemas cercanos, misteriosos e intrincados, pero a la vez coherentes y
comprensibles, aunque nuestra comprensión de ellos haya de ser siempre parcial. Los
profesores de los que hablo eran muy conscientes de que el papel de los alumnos era llegar
a entender esos sistemas en alguna medida.

Por oposición a este estado de cosas, no creo que exagere al percibir que los profesores
de Lengua raramente presentan el idioma a sus alumnos de forma parecida. No sería de
extrañar que el estudiante de Gramática de un curso de secundaria llegara a la conclusión de
que en la lengua no hay nada que comprender. Por un lado, el alumno sabe que debe
aprender, incluso dominar, ciertos aspectos de la norma, especialmente en lo que concierne
al uso de los registros; por otro, sabe que debe hacer «análisis sintáctico», un ejercicio en el
que ha de asignar una serie de etiquetas a los segmentos lingüísticos de la forma que
establecen el libro o el profesor.

Es habitual distinguir entre la enseñanza del llamado «uso instrumental» de la lengua y la


enseñanza del sistema lingüístico mismo (es decir, de los aspectos básicos de la sintaxis, la
morfología, el léxico o la fonética). En mi opinión, no debería darse una separación tan radical
como la que a menudo se detecta entre esas dos tareas. Como se sabe, el conocer los
fundamentos de la estructura gramatical del idioma es claramente beneficioso para el
aprendizaje de la lengua escrita, para la mejora de la comprensión lectora, y –sin duda alguna–
para el entendimiento de las cuestiones normativas. De hecho, es prácticamente imposible
proporcionar justificaciones adecuadas de las opciones gramaticales que se consideran
correctas sin manejar ciertos conceptos sintácticos fundamentales: verbo auxiliar, pasiva refleja,
oración impersonal, complemento de régimen, etc. A todo eso se añade que el conocimiento de
los fundamentos de la estructura gramatical es igualmente útil para el aprendizaje de lenguas
extranjeras, para la compresión de los contenidos de otras materias, para el disfrute de los
textos literarios y para el desarrollo de otras habilidades cognitivas. No creo, en consecuencia,
que debamos distinguir tan radicalmente entre el llamado «uso instrumental» de la lengua y el
conocimiento mismo del sistema lingüístico al que corresponde dicho «uso».
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El término uso del lenguaje –absolutamente extendido, y en ciertos contextos supongo


que casi inevitable– encierra una clave en la que raramente se repara. Me refiero al hecho
de que esa expresión lleva a interpretar la lengua como un instrumento, ya que, como es
lógico, solo se usa aquello que está fuera de nosotros. Cuando se habla del «uso del
lenguaje», se interpreta el idioma como una herramienta, un sistema externo, tal vez un
vehículo para llegar a algún sitio o una especie de navaja multiusos con múltiples
dispositivos que abro y cierro cuando me parece oportuno hacerlo. La escritora y lingüista
argentina Ivonne Bordelois es una de las personas que más claramente han alzado su voz
contra ese hábito extendido. A ella pertenecen estas palabras: «El lenguaje no está para ser
usado. No usamos la respiración, no usamos la circulación de la sangre. Tampoco usamos
el lenguaje. El lenguaje está para ser incorporado, para ser vivido, para ser escuchado, para
ser entendido» (Bordelois, 2012)».

De nuevo, no quiero generalizar indebidamente, pero me temo que no es esta la actitud que
transmitimos a nuestros alumnos en las clases de lengua. Ciertamente, nadie diría que «usa
sus pulmones para respirar» o que «usa sus labios para besar». Bordelois da a entender,
además, en las palabras que cito, que –tal vez a diferencia de las compañías telefónicas– el
lenguaje no tiene «usuarios» porque no es un servicio. Más aún, los que hablan una lengua
cualquiera, que han interiorizado como parte esencial de sí mismos, no son usuarios de su
propia naturaleza.

Estoy convencido de que la aplicación de esta idea a la enseñanza media sería sumamente
beneficiosa. Se trata de dejar de concebir el lenguaje como un sistema externo que hay que
«usar» y con el que hay que «familiarizarse» (como podría ser la legislación, la urbanidad u
otras prácticas sociales), y pasar a interpretarlo como un sistema interno, uno de nuestros
mayores patrimonios como individuos, aun cuando sea empleado a menudo mecánicamente
y sin apenas conocerlo. Si los docentes orientaran su trabajo en esa dirección, no solo
atraerían mucho más el interés de sus estudiantes, sino que les ayudarían a descubrir una
parte de sí mismos, lo que no es precisamente una cuestión menor.

Se dirá, tal vez, que las palabras de Bordelois se dirigen más a los escritores que a los
hablantes comunes. Estoy convencido de que no es así. No es preciso ser escritor para
preguntarse qué significan las palabras y en qué medida cambia su significado cuando se
adaptan a los diversos contextos sintácticos. Sí es preciso, en cambio, desarrollar cierta
actitud perceptiva, que se alcanza cuando se supera la concepción externalizadora del
lenguaje a la que me acabo de referir.

Tengo la impresión de que los profesores de Ciencias Naturales saben implicar a sus
alumnos mejor que nosotros en el descubrimiento de sí mismos. Cuando el profesor de
Ciencias Naturales explica en clase la estructura del corazón humano, el alumno sabe que le
están hablando de su corazón. Pero cuando el profesor de Lengua explica en clase la
estructura de las subordinadas sustantivas, el alumno no piensa ni por un momento que le
estén hablando de «sus subordinadas sustantivas». Los alumnos pensarán que ellos «no
tienen subordinadas sustantivas» y que –de tenerlas alguien– será el profesor, el libro o las
Academias de la Lengua.

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Estoy convencido de que no exagero al hacer notar que en muchos centros de enseñanza
media el análisis gramatical se ha convertido en un ejercicio de etiquetado automático y
rutinario, en el que no hay nada que descubrir, nada que comprender, nada ante lo que
sorprenderse. De hecho, nunca o casi nunca se cuestionan las etiquetas asignadas a los
segmentos sintácticos (sean clases de palabras, de sintagmas, de oraciones o de funciones
sintácticas). Como apenas se reflexiona sobre el contenido de estos conceptos y sobre su
contribución al significado de las expresiones, tampoco se pone en cuestión su propia
coherencia interna, ni mucho menos el puesto que les corresponde en el conjunto del
sistema gramatical.

No hace mucho pregunté a un amigo biólogo si los tres reinos de la naturaleza que yo
estudié en mi juventud (animal, vegetal y mineral) seguían existiendo. Me miró muy
asombrado y me explicó que en la actualidad casi todo el mundo acepta que los reinos son
siete (los nombres técnicos son archaea, bacteria, eukaryota, protozoa, chromista, fungi,
plantae y animalia). Añadió que a lo largo de estos últimos cincuenta años, las
clasificaciones han ido ampliándose y enriqueciéndose, y que los libros actuales de
bachillerato suelen reflejar esta realidad. Pensé a continuación que los libros de texto de
Gramática siguen presentándonos como actuales ciertas clasificaciones centenarias que los
especialistas han dejado de usar hace años.

No es difícil encontrar ejemplos. Puedo recordar, sin ir más lejos, que la división
tradicional de las oraciones subordinadas en sustantivas, relativas y adverbiales es
contradictoria, ya que las encabezadas por adverbios relativos (cuando, donde, etc.) son a la
vez relativas (cuando es un relativo) y adverbiales (cuando es también un adverbio). Así
pues, los libros de texto –y los profesores con ellos– presentan a los alumnos una noción
central en la Gramática, la subdividen en tres grandes grupos, y añaden a continuación que
algunas estructuras pueden pertenecer a la vez a los dos últimos, sin que al parecer ello
ponga en cuestión la solidez de la clasificación. Nadie (ni los alumnos, ni los profesores, ni
los inspectores del Ministerio, ni otras autoridades educativas) parece cuestionar este
solapamiento evidente, ausente en el trabajo de los lingüistas contemporáneos, que se
acepta y se repite año tras año, libro tras libro, aula tras aula, curso tras curso y país tras
país.

Es un solo ejemplo. Podría añadir otros muchos similares relativos a ciertas deficiencias
en la forma en que se explican los posesivos, las relativas sin antecedente expreso, los
reflexivos, los infinitivos o los complementos verbales o preposicionales, pero este no es el
objetivo de mi reflexión de hoy. Creo que tiene más interés hacer notar que la razón última
por la que ni los alumnos ni los profesores cuestionan las posibles limitaciones,
incoherencias y contradicciones que existen en las unidades gramaticales que han de
manejar a diario en las aulas es el hecho de que unos y otros consideran el análisis
sintáctico como una especie de tarea burocrática: una actividad que es necesario realizar
porque así lo estipulan los programas docentes y los planes de estudio, y no porque nos
sirva para descubrir algo sobre la lengua que manejamos y que nos pertenece.

Obsérvese ahora que esta actitud, mecánica y un tanto acomodaticia, contrasta


vivamente con la que transmiten las siguientes palabras de Andrés Bello (1951 [1823]),
plenas, como siempre, de agudeza y de sentido común: «La gramática [...] es el primer
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asunto que se presenta a la inteligencia del niño, el primer ensayo de sus facultades
mentales, su primer curso práctico de raciocinio: es necesario, pues, que todo dé en ella una
acertada dirección a sus hábitos; que nada sea vago ni oscuro; que no se le acostumbre a
dar un valor misterioso a palabras que no comprende» (p. 177).

Pocas veces se recuerda entre nosotros que Andrés Bello consideraba la gramática el
«primer curso práctico de raciocinio», una perfecta caracterización que contrasta
marcadamente con las prácticas rotulistas, y en buena medida automatizadas, en las que
muchos alumnos se entrenan a diario en las aulas.

Me parece que una de las razones por las que el análisis sintáctico se ha convertido en una
tarea escasamente estimulante es el hecho mismo de que los alumnos llegan a la conclusión
–quizá inducida por sus profesores sin que estos deseen realmente transmitirla– de que
analizar consiste en etiquetar. Se trata, desde luego, de una asociación insólita en otros
dominios. La nomenclatura es el primer paso en cualquier disciplina, pero nadie confunde las
distinciones terminológicas básicas que son necesarias en cualquier materia con el
conocimiento mismo de esa disciplina. Ciertamente, es preciso conocer el nombre de los
huesos, de los músculos, de los materiales de construcción, de los componentes del átomo
y de las clases de nubes, de volcanes, de artrópodos o de plantas angiospermas. Una vez
que uno sabe identificar esas unidades, comienza verdaderamente el estudio de esas
materias. En varias ocasiones he hecho notar que lo que caracteriza nuestra disciplina es la
inusitada confusión –inexistente en otros ámbitos– que parece darse entre el conocimiento
de la terminología elemental y el funcionamiento de las estructuras cuyos componentes se
etiquetan.

El estudiante que sabe identificar una pasiva refleja en un texto será probablemente
incapaz de proporcionar el conjunto de condiciones que deben darse para que esta
estructura sintáctica sea posible, y mucho menos sabrá contestar preguntas que relacionen
dichos esquemas o muestren su carácter restrictivo (por ejemplo, la respuesta a la pregunta:
«¿En qué circunstancias podría un nombre propio de persona ser el sujeto de una pasiva
refleja?» es la siguiente: «En ninguna»). Análogamente, el estudiante sabrá identificar una
oración de relativo en subjuntivo, pero será incapaz de enumerar los contextos (no más de
ocho o diez) en los que estas oraciones pueden darse.

En la mayor parte de los casos, los alumnos llegan a la conclusión de que una vez que
asignan las etiquetas gramaticales adecuadas (fundamentalmente, partes de la oración,
sintagmas y funciones sintácticas), su labor ha terminado. El alumno no solo pensará que no
hay nada más que preguntarse, sino –lo que es mucho peor– que en realidad no hay nada
que comprender. En cierta forma, tampoco hay nada que comprender cuando se rellenan las
casillas de un formulario en un trámite burocrático. Se olvida demasiadas veces que analizar
una oración es explicar su significado a partir de su forma. Si, después de etiquetarla, no
emerge la pregunta de cómo contribuyen sus componentes al significado que la oración
expresa, no cabe decir que fue analizada.

Este punto se podría ilustrar de múltiples formas. Puedo pensar en una oración simple
(simplicísima, en realidad), como es: «La niña me sonrió». Cualquier alumno de secundaria
o de bachillerato dirá que consta de un sintagma nominal en función de sujeto («la niña») y
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de un sintagma verbal en función de predicado («me sonrió»). En este último se distingue el


verbo transitivo «sonreír» y el complemento indirecto «me». Punto final.

No soy capaz de intuir cuántos docentes de lengua harían notar a sus alumnos que ese
aséptico etiquetado no proporciona en absoluto el significado de la oración. Es
imprescindible preguntarse cómo es posible que el verbo sonreír, que denota cierto
movimiento de la boca, posea un complemento indirecto, y también lo es determinar cuál es
la contribución de este complemento al significado de la oración. Más aún, el verbo
«sonreír» no está en el paradigma de los verbos de transferencia (dar, pedir, enviar...) ni
expresa un sentimiento o una afección (a diferencia de doler, aburrir, molestar...). Su objeto
indirecto no es tampoco un dativo de interés, de modo que las preguntas esenciales –por
mucho que resulten extrañas– son por qué está ahí ese complemento y cuál es su
contribución semántica al conjunto de la oración.

Estas preguntas se relacionan directamente con estas otras: «A partir del significado de
las palabras “sonrió” y “me”, ¿es posible deducir automáticamente el significado de la
expresión “me sonrió”?». Si la respuesta es «No», ¿qué se ha de añadir para obtenerlo?».
Los lingüistas profesionales plantearían seguramente esta misma pregunta en términos un
poco más técnicos (dirían seguramente: «¿En qué sentido es composicional la expresión
“me sonrió”?»), pero el profesor de enseñanza media puede plantear en clase el mismo
contenido sin acudir a esa formulación técnica.

Antes de intentar ofrecer una respuesta a las preguntas que he introducido quisiera
reflexionar brevemente sobre el hecho mismo de que sean a la vez fundamentales e
inusitadas. Los alumnos –y seguramente muchos docentes– pensarán que estas preguntas
no son oportunas porque es más que suficiente con identificar el pronombre «me» como
objeto indirecto (o como pronombre dativo) en lugar de directo, de forma que lo demás sería
adentrarse en cuestiones secundarias, o tal vez especulativas. No puedo estar más en
desacuerdo. El resto no es entrar en cuestiones especulativas, sino intentar comprender. Las
preguntas que introduje no se limitan a asignar un nombre a una determinada unidad, sino
que suscitan, además, la cuestión de por qué las cosas son como son.

Recurro al diccionario, a ver si ayuda. La primera acepción de sonreír en el Diccionario


Académico (DLE) muestra el efecto de su etimología (lat. subridēre) y dice así: «Reírse un
poco o levemente, y sin ruido. U. t. c. prnl.». No estoy del todo seguro de que sonreír sea
una forma de reír, y tampoco de que uno sonría por el simple hecho de «reír poco o
levemente». Pero lo que me interesa señalar sobre todo es que esta definición de sonreír no
hace ninguna mención al posible destinatario de la acción. Curiosamente, el DLE sí la hace
en otros casos, como cuando define ladrar (en «ladrar a alguien») como «amenazar sin
acometer».

En efecto, es sabido que entre los verbos que designan gestos y acciones corporales
sonoras que se les asimilan, unos pueden tener destinatario (gritar –«gritar a alguien»–;
ladrar –«ladrar a alguien»–) y otros no lo tienen (bostezar, pero no *«bostezar a alguien»;
roncar, mas no *«roncar a alguien»,etc.). El paso siguiente es considerar si falta o no una
acepción de sonreír en el DLE del estilo de «intr. Dirigir una sonrisa (a alguien)».

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Es posible que esta sea una cuestión polémica, ya que unos especialistas dirán que esa
acepción no es precisa (si podemos demostrar que se deduce de la primera), y otros
entenderán que sí lo es. En cualquier caso, el simple hecho de introducir una pregunta que
va más allá del simple etiquetado permite observar que unos gestos poseen destinatario y
otros no. Asimismo, permite discutir sobre las posibles formas en que el diccionario podría
recoger esas diferencias, poner de manifiesto la contribución semántica de un complemento
indirecto a un verbo con el que, en principio, no se esperaría y, finalmente, reflexionar (aunque
sea de manera simplificada) sobre la noción de «composicionalidad», que no es sino la
obtención del significado de una expresión a través de la contribución de cada una de sus
partes, junto con los principios de la gramática que las ponen en relación. Todo ello sin gran
aparato terminológico y a partir de una oración simple en la que he intentado ir un poco más
allá de dar nombre a cada uno de sus componentes.

El segundo –y último– ejemplo al que me referiré es, aparentemente, igual de simple: «La
película ha empezado».En casi todos los países americanos se diría empezó, en lugar de
ha empezado, pero no es esa la cuestión que quiero destacar aquí. Esta oración consta de
un sintagma nominal sujeto («la película») y un sintagma verbal predicado («empezó», verbo
intransitivo). De nuevo, punto final para muchos alumnos. Como antes, he terminado el
etiquetado, pero apenas he comenzado el análisis. Es oportuno introducir ahora una
pregunta que resultará seguramente inusitada, pero que no deja por ello de ser
imprescindible: «¿Qué significa esa oración?». Ciertamente, cuando una película empieza, no
«empieza a nada». ¿Qué significa entonces el verbo empezar cuando se usa como
intransitivo?

Se dirá que esta es una pregunta sobre semántica, no sobre gramática, pero no es así.
Explicar el significado de las oraciones es parte esencial de la gramática, de modo que la
relación semántica que existe entre un verbo y su sujeto o su complemento no puede
pasarse por alto en el análisis gramatical. El DLE (23.ª edición) define la acepción
intransitiva de empezar como «tener principio». Probablemente, se trata de una definición
mejorable.1 Si una película ha empezado «no ha tenido principio», sino que, más bien «ha
dado comienzo». Como antes, parece que podemos mejorar una definición de una entrada
en el DLE por el solo hecho de analizar una oración simple.

Pero, si una película puede empezar, ¿qué otras cosas pueden hacerlo? Si el profesor
dirige esta pregunta a sus alumnos, estos sabrán responder, sin duda alguna. Dirán
seguramente que pueden empezar un partido de fútbol, una clase, un juicio o una guerra, y
entonces el profesor precisará: «o sea, los sucesos o eventos». Los alumnos proseguirán:
«también puede empezar el día, una vida, el verano, el año, el siglo», y el profesor aclarará:
«por tanto, los periodos». Y añadirá: «pero las películas no son eventos ni son periodos»;
entonces ¿por qué pueden empezar las películas?». Es posible que los alumnos continúen
de esta forma: «además de una película, también puede empezar un programa de televisión,
un documental, un disco o un video». El profesor dirá entonces, «O sea, los objetos de
información sujetos a un curso o un desarrollo». En suma –concluirá el profesor–: «pueden
empezar las cosas que poseen duración». A continuación, el docente puede pedir a los
alumnos que analicen la diferencia que existe entre una película larga y una espada larga, y
todos serán capaces de observar que con el mismo adjetivo expresamos unas veces
duración, y otras extensión física.
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Como se aprecia, he partido de una oración sencillísima, de solo cuatro palabras («La
película ha empezado»), y –a diferencia de lo que suele hacerse– no me he limitado a
identificar sus componentes, sino que he tratado de averiguar qué relaciones significativas se
establecen entre ellos, y qué lugar ocupan en el sistema lingüístico. El aspecto que más me
interesa resaltar de este ejercicio simple es el hecho de que para impulsar mínimamente la
reflexión lingüística en los estudiantes no necesitamos un gran aparato teórico, terminológico
o conceptual. En cambio, hay que apoyarse en el espíritu inquisitivo de los estudiantes o en
su afán natural por comprender; hay que impulsar su participación activa; poner un poco de
orden en sus reacciones para evitar que sean caóticas, pero, sobre todo, hay que
mostrarles que en cada pequeña frase existe siempre algo que comprender.

En el título de este artículo se habla de «enseñanza de la lengua», no solo de la


«enseñanza de la gramática». Aunque mi especialidad no es la lexicografía, quisiera
aprovechar esta oportunidad para insistir en que la relación entre gramática y léxico
raramente se potencia en las clases de lengua, a pesar de que es fundamental, como he
tratado de poner de manifiesto con estos pocos ejemplos simples. De hecho, y a diferencia
de lo que suele hacerse, muy a menudo es necesario mirar el diccionario cuando se analiza
sintácticamente una oración. Más aún, el análisis sintáctico puede ser útil para detectar
lagunas en las entradas de los diccionarios o en ciertas definiciones que tal vez podrían ser
mejoradas o completadas con informaciones sintácticas aún ausentes.

Como es sabido, el objetivo habitual del diccionario es proporcionar información sobre las
palabras que el alumno desconoce. Sin embargo, entiendo que el diccionario debería
servirles también para que reflexionaran sobre las palabras que ya conocen. Tal vez estoy
equivocado, pero me parece que no es frecuente que el profesor pida a los alumnos que
definan palabras y que luego comparen sus definiciones con las que el diccionario
proporciona. Este ejercicio me parece sumamente útil, más aún si las palabras propuestas
son simples y de uso común. Otro ejercicio igualmente útil sobre el léxico consiste en
pedir que los alumnos proporcionen definiciones de palabras próximas. Pongo algunos
ejemplos: «¿Qué diferencia existe entre fuego y lumbre?; ¿En qué se diferencian terreno,
territorio y paisaje?; ¿Por qué no son equivalentes los sustantivos vaciedad, vaciado, vacío y
vaciamiento?; ¿En qué contextos usarías cada uno, pero no los demás?». Ni que decir tiene
que también es perfectamente posible proponer ejercicios destinados a mejorar las
definiciones de los diccionarios. He aquí uno: «El DLE (23.ª edición) define paraje como
lugar, sitio. ¿Estás de acuerdo con esta definición? Si te parece insuficiente, ¿cómo crees
que podríamos mejorarla?».

Son varios los aspectos que pueden resaltarse de todas estas actividades. En primer
lugar, los alumnos que las realicen comprenderán perfectamente que ninguna institución ha
decidido cuáles son los significados que estas palabras deben tener. Los estudiantes se
darán cuenta de que esos significados están en su cabeza y en las de los demás hablantes.
Comprenderán sin dificultad que todos –las Academias, los lexicógrafos, sus profesores y
ellos mismos– pueden hacer algo para tratar de desentrañarlos, con mejores o peores
resultados. Así pues, para precisar las diferencias que existen entre las palabras o para
mejorar algunas definiciones insatisfactorias de ellas, los alumnos han de mirar en su propia
conciencia lingüística, un espacio que –me temo– no están muy acostumbrados a visitar.
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En segundo lugar, no es difícil, como se deduce de los ejemplos propuestos, encontrar


en los diccionarios definiciones que pueden ser mejoradas. Los profesores de Ciencias
insisten en sus clases en que la comprensión de la realidad es una tarea siempre
inconclusa y siempre abierta a todos. Me parece que los profesores de Lengua no
transmitimos a nuestros alumnos esa misma idea. Como he señalado en las páginas
anteriores, predomina lamentablemente en nuestras aulas una percepción muy diferente:
aquella según la cual nuestra actitud ante los «objetos verbales» (palabras, oraciones,
textos, discursos) ha de ser la de comentarlos, etiquetarlos, clasificarlos, parafrasearlos o
memorizarlos.

Quisiera terminar exponiendo mi reacción personal ante algunas propuestas frecuentes


sobre la enseñanza de la lengua. Cada una de ellas podría ir seguida de una serie de títulos
bibliográficos en los que se hace explícita. Sin embargo, no mencionaré aquí esas
referencias bibliográficas por dos razones. La primera es el hecho de que existen
considerables diferencias de matiz entre sus proponentes, y sin duda se perderían al
incluirlos en un mismo grupo, tras mi formulación simplificada. La segunda es mi deseo de
poner el énfasis en las razones por las que no comparto esas propuestas, y no tanto en el
hecho de que provengan de determinados autores, modelos, tendencias, escuelas o
concepciones de la enseñanza.

1.ª PROPUESTA FRECUENTE (Y RADICAL): Supresión de la enseñanza de la gramática


y conservación únicamente de la enseñanza del «uso de la lengua».

RÉPLICA: Aplicada a otros dominios del conocimiento, esa propuesta equivale a


suprimir de la enseñanza cualquier contenido (sea científico o humanístico) que no
tenga una aplicación inmediata en la vida cotidiana. Como he señalado antes, la
lengua no es una herramienta, ni un instrumento que requiera un conjunto de
instrucciones de uso. El que quiere aprender a montar en bicicleta o a bailar el vals no
aspira a comprender nada. Pero hablar una lengua no es practicar una habilidad, ni
adquirir una técnica, sino desarrollar la capacidad que más claramente nos identifica
como personas. La reflexión sobre la propia lengua ha de buscar la profundidad y la
comprensión con el menor grado posible de tecnicismo. Aprender a expresarse con
fluidez y a construir textos bien articulados (el llamado a veces «uso instrumental del
idioma») es una tarea perfectamente compatible con la comprensión (siempre parcial y
adaptada a la edad y la evolución cognitiva de los estudiantes) de la base en la que se
sustenta ese conocimiento. A todo eso se añade que las nociones fundamentales de
gramática, fonética o léxico forman parte, al igual que las de historia, geografía o
literatura, del conjunto de conocimientos básicos denominados «cultura general».

2.ª PROPUESTA FRECUENTE: Enseñar únicamente los aspectos normativos de la


lengua y dejar de lado todos los demás.

RÉPLICA: Es imposible explicar los aspectos normativos de la sintaxis sin un mínimo


conocimiento de sus fundamentos, a menos que las explicaciones se reduzcan a
preferencias estéticas o a vagas consideraciones sobre la elegancia o sobre el buen
uso. Por otra parte, nadie pretendería reducir toda la medicina a la higiene. Ningún
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profesor de Geografía, de Química o de Biología se limitaría a explicar en sus clases


ciertas técnicas necesarias para sobrevivir en el mundo, dejando de lado lo que no
tenga cabida en ellas. Todos tratarán, por el contrario, de que sus alumnos conozcan
en alguna medida el mundo en el que han de sobrevivir. Al igual que la propuesta
primera, esta segunda asimila la lengua a una herramienta, y anula cuanto tiene de
patrimonio individual o personal. En cierta forma, esta propuesta oculta que la lengua
es un sistema interiorizado, enormemente rico y versátil, que los hablantes deberían
conocer en alguna medida.

3.ª PROPUESTA FRECUENTE: La enseñanza de la lengua se debería basar en el hecho de que esta
es un instrumento de comunicación.

RÉPLICA: ¿Solo de comunicación?; ¿No tiene nada que ver entonces con el
pensamiento?; ¿Acaso se pueden comunicar cosas que no han sido pensadas? Y si
fueron pensadas, ¿acaso no están articulados lingüísticamente estos pensamientos de
forma compleja? Cuando uno no comunica lo que piensa o escribe, ¿dejan estos
contenidos de estar articulados lingüísticamente? Es infrecuente abordar en los textos
escolares estas preguntas naturales. Más aún, es relativamente infrecuente entre los
especialistas en Didáctica presentar la lengua como medio de expresión y de
pensamiento. También es mucho más frecuente en esos textos hablar de la
comunicación que del significado y de su estrecha relación con la forma. Quizá no está
de más hacer notar que los ejercicios simples que he presentado antes no se
resuelven por el solo hecho de que la lengua sea «un sistema de comunicación», sino,
más bien, reflexionando sobre la relación que existe entre sintaxis y semántica (o, si se
prefiere, entre la forma y el sentido).

4.ª PROPUESTA FRECUENTE:Debería favorecerse la enseñanza de una gramática


basada en el significado, no en la forma.

RÉPLICA: No hay lenguaje sin forma. La gramática es, en buena medida, el estudio
de la relación que existe entre la forma de las expresiones construidas y sus
significados respectivos, no solo el estudio de uno de estos dos componentes. El
análisis del significado sin prestar atención a la forma es sumamente empobrecedor, en
el caso hipotético de que sea posible. Ciertamente, podríamos decir que todas las
oraciones que aparecen a continuación son concesivas: Diga lo que diga; Diga eso o
no lo diga; Por muchas cosas que diga; Aunque diga todo eso; Aun diciendo lo que
dice; Con todo lo que dice, etc. Sin embargo, solo en una de ellas aparece una
conjunción concesiva. Si no se profundiza con cierto detalle en la sintaxis de cada una
de estas expresiones –y se asume únicamente una etiqueta semántica general que las
caracterice– no se avanzará en su comprensión. No se trata de subordinar el
significado a la forma, sino más bien de obtener el significado que expresan las formas
a través del análisis detallado de ellas. Explicar el significado de las oraciones es parte
esencial de la sintaxis, como siempre se entendió en la tradición, pero también lo es
proporcionar análisis sintácticos precisos y detallados que permitan leer los
significados que las formas transmiten.

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5.ª PROPUESTA FRECUENTE: Todos los aspectos de la enseñanza de la gramática


han de basarse en los textos.

RÉPLICA: La experimentación es esencial en la enseñanza de la lengua. Si los


textos son literarios, la experimentación deja de ser viable. Es fundamental que los
alumnos construyan ejemplos en función de las pautas que determine el profesor,
para lo cual los textos no son especialmente útiles. También es esencial que los
estudiantes modifiquen algunos de los elementos constitutivos de las secuencias
que se les proponen (orden de palabras, régimen, posición de los adjetivos, tiempo,
modo, entonación, etc.) y que perciban los efectos semánticos de estos cambios.
Por otra parte, el análisis de los textos no permite saber qué condiciones debe
cumplir una estructura sintáctica cualquiera para que pueda existir. Los textos son
necesarios cuando se abordan aspectos de la gramática del discurso
(especialmente, si este es literario), pero no tanto cuando se examinan las unidades
gramaticales fundamentales.

Por otra parte, los textos no ponen de manifiesto la naturaleza restrictiva del
sistema gramatical. A menudo, se pide a los alumnos que reconozcan las posibles
elipsis que aparecen en los textos, pero a la vez no se les hace reparar en que no se
puede elidir cualquier fragmento que se repita. Como ningún libro de texto contiene
una lista de «elipsis posibles del español», se da a entender indirectamente a los
estudiantes que la elipsis es un fenómeno irrestricto. En general, se solicita una y
otra vez a los alumnos que hagan comentarios lingüísticos, y muy raramente que
resuelvan problemas lingüísticos. Es exactamente lo contrario de lo que hacen
nuestros colegas de ciencias, que en lugar de pedir a sus alumnos «comentarios de
la realidad», los suelen enfrentar a problemas: hechos caracterizados por un
conjunto de variables que contienen alguna incógnita y que requieren alguna
solución. Esta se hallará en función del conocimiento que los estudiantes tengan del
sistema particular al que los hechos correspondan, pero también en función de su
inteligencia, su perspicacia y su imaginación.

6.ª PROPUESTA FRECUENTE: Impulsar la creatividad de los estudiantes.

RÉPLICA: Es imposible estar en desacuerdo con esta propuesta, pero no está de


más recordar que la creatividad no ha de ser solo literaria (o, en general, artística).
Es necesario ser creativo en la argumentación, en la creación de experimentos, en
la propuesta de análisis, en la búsqueda de explicaciones o en la detección de
insuficiencias, contradicciones, redundancias o solapamientos. El desarrollo de la
capacidad crítica de los estudiantes no es solo una parte esencial de su educación,
sino que constituye una de las manifestaciones más relevantes de su creatividad.

7.ª (Y ÚLTIMA) PROPUESTA FRECUENTE: Diseño de más cursos de metodología de la


enseñanza. Ampliación del uso de las TIC y de los medios interactivos.
Construcción de más repertorios de competencias, capacidades, destrezas,
habilidades y objetivos.

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RÉPLICA: Es relativamente fácil hacer listas de competencias y de objetivos, pero es


muy difícil ponerlas en práctica. En pocos casos se hallará una distancia tan grande
entre deseo y realidad como la que se constata entre las declaraciones de objetivos
didácticos en el ámbito de la lengua y la práctica que podemos atestiguar día a día en
las aulas. Entiendo, pues, que la clave no radica en mejorar nuestros listados de
competencias y de objetivos, sino –fundamentalmente– en mejorar la formación de
nuestro profesorado. Es preciso formar profesores con mejor conocimiento de la
materia, con más sensibilidad lingüística, con más capacidad para mirar las palabras
y hacerse preguntas relevantes sobre ellas. Profesores habituados a observar, a
experimentar con las palabras y con las frases; acostumbrados a contestar
preguntas infrecuentes e imaginativas sobre ellas y a dar respuesta a otras
reacciones naturales de sus alumnos. Profesores entrenados para mostrar a los
estudiantes que el mirar las palabras o las frases desde cierto ángulo puede producir
en ellos no solo interés, sino también sorpresa, y hasta asombro. Debemos formar
profesores que sepan estimular a sus estudiantes y transmitirles la capacidad
perceptiva que ellos mismos hayan adquirido. Para ello, se deberían crear cursos (y
hasta carreras enteras, si es preciso) que orienten de esta manera la formación del
profesorado de enseñanza media.

Ciertamente, el objetivo de los profesores de Lengua en la enseñanza media no es, ni


puede ser, el de formar lingüistas. Pero es perfectamente posible diseñar programas
que enseñen a los docentes a estimular a sus estudiantes partiendo de un conocimiento
profundo de la materia que, en lugar de orientar los contenidos a la investigación
lingüística profesional, los adapte para que los docentes sean capaces de transmitir a
sus alumnos una concepción más viva, ágil, creativa e interiorizada de la lengua. Es
posible formar profesores que hagan descubrir a sus alumnos aspectos del habla de
cada día en los que nunca habían pensado; en definitiva, profesores entrenados para
hacer ver a sus estudiantes que el idioma les pertenece, y que conocerlo un poco mejor
equivale a conocerse un poco mejor a sí mismos.

Concluyo. He intentado transmitir una sola idea: si se acepta que –con todas las excepciones
y salvedades que procedan– el rechazo que los alumnos muestran por lo general hacia la
lengua en las aulas es real, y existe la disposición para asumir, además, que el fundamento de
ese rechazo radica en que los estudiantes perciben el idioma como un código ajeno, externo a
sus intereses, la solución del problema habrá de basarse en la necesidad de superar esta
percepción. Deberíamos esforzarnos para hacer ver a los alumnos que la gramática no es la
prisión formal que encierra sus ideas, sino el armazón que les permite construirlas. Hemos
de ser capaces de mostrarles que la sintaxis no es –frente a lo que a veces piensan ellos– un
conjunto de reglas y normas arbitrarias impuestas por ninguna autoridad, sino, simple y
llanamente, la arquitectura del pensamiento. Hemos de conseguir que los estudiantes
aprendan a mirar las palabras con curiosidad y con interés, pero para llegar a ese estadio
deberían empezar por considerarlas propias.

Estoy convencido de que, si logramos que los alumnos lleguen a ver la Lengua como un
bien particular –un regalo de la naturaleza, a la vez que de la cultura–, le aplicarán la misma
actitud inquisitiva, inquieta y curiosa que suelen aplicar hacia todo lo que verdaderamente
les interesa. Desarrollarán ante ella la misma actitud que mostraban de niños cuando
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preguntaban a sus padres por qué el cielo es azul y no de otro color, o qué extraña
propiedad de su cuerpo explica que los demás puedan hacerles cosquillas a ellos, mientras
que ellos no se las pueden hacer a sí mismos.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

BELLO, A. (1951 [1823]): Estudios gramaticales,Ministerio de Educación, Caracas.

BORDELOIS, I. (2012): «El poder de la palabra», presentación oral en las charlas TED
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didácticos clásicos y modernos para la enseñanza de la Gramática», Revista de
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Competencias oficiales y competencias necesarias», Universidad Complutense de
Madrid y Universidad Autónoma de Barcelona.

HARRIS, G. E. (2013): Las grandes preguntas de los niños y las sencillas respuestas de los
expertos, Paidós, Barcelona.

REAL ACADEMIA ESPAÑOLA y ASOCIACIÓN DE ACADEMIAS DE LA LENGUA ESPAÑOLA (2014):


Diccionario de la lengua española,23.ª edición, Espasa, Madrid.

RECIBIDO: 19/3/2017
ACEPTADO: 25/4/2017

Ignacio Bosque. Real Academia Española y Universidad Complutense de Madrid, España.


Correo electrónico: ibosque@ucm.es

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Notas Aclaratorias

Es probable que la definición se modifique en las próximas actualizaciones del DLE


en línea, ya que la RAE ha sido advertida de este problema.

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