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“Nací al lado de la piedra junto a la montaña, en una madrugada de primavera, cuando la tierra,
después de su largo sueño, se corona nuevamente de flores. Las primeras prendas que al nacer
me pusieron las hizo mi madre cantando baladas antiguas, mientras el pan casero expandía en la
antigua casa su familiar perfume y mis hermanos jugaban alegremente. Me llamaron Alfonsina,
nombre árabe que quiere decir dispuesta a todo”.
“A los seis años robo con premeditación y alevosía el texto de lectura en que aprendí a leer. Mi
madre está muy enferma en cama; mi padre, perdido en sus vapores. Pido un peso nacional para
comprar el libro. Nadie me hace caso. Reprimendas de la maestra. Mis compañeras van a la
carrera en su aprendizaje. Me decido. A una cuadra de la escuela normal a la que concurro, hay
una librería; entro y pido: El nene. El dependiente me lo entrega; entonces solicito otro libro,
cuyo nombre invento. Sorpresa. Le indico al vendedor que lo he visto en la trastienda. Entra a
buscarlo y le grito: “Allí le dejo el peso”, y salgo volando hacia la escuela. A la media hora las
sombras negras, en el corredor, de la directora y de aquél, encogen mi corazoncillo. Niego, lloro,
digo que dejé el peso en el mostrador; recalco que había otros niños en el negocio. En mi casa
nadie atiende reclamos y me quedo con lo pirateado”.
Porque Alfonsina, hasta los 14 años, mentía constantemente. Invitaba a gente a una supuesta
quinta que tenían sus padres en las afueras de la ciudad, inventaba reuniones y celebraciones.
Después, con los años, se recuerda a sí misma toda fantástica, viajera, como su alma, pero en
realidad no era más que una pequeña mentirosa. La tercera vez que Alfonsina se pareció a la
poeta argentina que fue, estaba, bien pequeña, haciendo que leía un libro. Para su desgracia, el
libro estaba del revés, y cuando la avisaron de ello, se sintió avergonzada y estúpida:
“Estoy en San Juan; tengo cuatro años; me veo colorada, redonda, chatilla y fea. Sentada en el
umbral de mi casa, muevo los labios como leyendo un libro que tengo en la mano y espío con el
rabo del ojo el efecto que causa en el transeúnte. Unos primos me avergüenzan gritándome que
tengo el libro al revés y corro a llorar detrás de la puerta”.
No le faltaba, de todas formas, mucho tiempo para saber leer y sostener bien los libros, sin
mentiras, porque, a diferencia de sus hermanos, empezó a ir al colegio. Pero no fue la única vez
que lloró de rabia: un poco mayor, después de haber recitado un poema, lloró
desconsoladamente porque podría haberlo hecho mejor, para sorpresa de su maestra. Su carácter
original y libre hicieron que su madre se planteara una escolarización que no había tenido
necesidad con sus demás hijos. Pero un viaje a su Suiza natal, el fracaso con un negocio familiar
y la enfermedad del señor Storni, truncaron las expectativas de toda la familia. Con 14 años,
dice, la niña, que ya era toda una mujercita, dejó de mentir.
“A los ocho, nueve y diez años miento desaforadamente: crímenes, incendios, robos, que no
aparecen jamás en las noticias policiales. Soy una bomba cargada de noticias espeluznantes;
vivo corrida por mis propios embustes, alquitranada en ellos; meto a mi familia en líos… Trabo
y destrabo; el aire se hace irrespirable; la propia exuberancia de mis mentiras me salva. En la
raya de los catorce años abandono”.
¿Por qué abandona la mentira y se vuelve más formalita? Porque el padre había muerto después
de años de tristeza y crueldad, y Alfonsina empieza a vivir con una orfandad que después, con
los años, aunque no viera morir, llevaría ella misma hasta extremos mayores.
Digo que Alfonsina llevó su orfandad hasta extremos mayores porque, una vez superada la
primera etapa madura, se instala siempre lejos de su madre y de sus hermanos, del segundo
matrimonio de su madre, de todo contacto familiar. Su hijo será el único lazo, además de sus
amistades, que le proporcionará algún tipo de arraigo humano, sin contar la literatura y la
naturaleza. Así, la poeta, que solo quedó huérfana a medias, se defiende de la vida como si
estuviera sola. Y además, está sola.
Hice el libro así: / Gimiendo, llorando, soñando, ay de mí. Ese libro al que se refiere Alfonsina
podría ser cualquier libro, porque todos fueron creados del mismo modo, con la misma
intensidad. Pero antes de empezar a ser una poeta de prestigio, Alfonsina pasa por diferentes
trabajos. Además de ayudar en el Café Suizo que sus padres abrieron, el negocio familiar al que
no le sacaron partido porque el padre estaba ya en sus horas más bajas, y además de ayudar a su
madre a coser, Alfonsina trabajó en una fábrica de gorras; de corresponsal psicológico en una
empresa de aceite de oliva; en un centro de niños, de maestra en escuelas no oficiales, de
cantante, de actriz muy tempranamente en uno de sus placeres y dones: el teatro. Como muchos
otros escritores que no gozaron de una familia burguesa y adinerada, Alfonsina escribió sus
primeros libros de poemas sin el apoyo de nadie, salvo de su propio esfuerzo, y
escribía encerrada en una oficina; y me acuna una canción de teclas; mamparas de madera se
levantan como diques más allá de mi cabeza; barras de hielo refrigeran el aire a mis espaldas;
el sol pasa por el techo pero no puedo verlo; bocanadas de aire caliente entran por los vanos y
la campanilla del tranvía llama distante. Clavada en mi sillón, al lado de un horrible aparato
para imprimir discos, dictando órdenes y correspondencia a la mecanógrafa, escribo mi primer
libro de versos. ¡Dios te libre, amigo de “La inquietud del rosal”! Pero lo escribí para no
morir.
Alfonsina Storni escribía su libro en las peores condiciones para escribir un libro, y además,
aunque ella muy pronto reniegue de él como muchos escritores de sus primeras obras, la crítica
la hace pasar bastante desapercibida, precisamente porque es fresca y diferente, poco
convencional. Escribe y escribe, nerviosa, y mientras va cambiando de casa, de apartamento, de
pensión y de lo que se requiera para abandonar lastre. Sigue escribiendo y va evolucionando;
cambia de piel y de ciudad, y va a un lado y a otro, y de todos modos siempre anda gimiendo,
llorando, soñando, ay de mí, pero parece que a todos acaba conquistando, porque lo que les iba
a ofrecer no se parecía a nada… y aunque la originalidad y la vanguardia se pagan caras en el
momento, finalmente da sus frutos.
Con estas palabras la presentaron en una entrevista. Alfonsina Storni era un hombre que había
tenido la desgracia de nacer mujer. ¿Por qué? Porque, decían, tenía una mente varonil: para que
nos entendamos, Alfonsina vivía libremente, como vivían los hombres, y para eso nacer mujer
era una verdadera desgracia en su época. Además de ser de las primeras mujeres en aparecer en
el mundo cultural argentino de entonces, y de ser considerada una igual, Alfonsina hizo algo
poco común en las mujeres de su época, quizá lo que le marcó de por vida: tuvo un hijo
ilegítimo. Son muchas las mujeres de su tiempo que se atrevieron a vivir un amor tan
apasionado como políticamente incorrecto, y se enamoraban de hombres casados que no estaban
dispuestos a abandonar su estatus social, su familia, su trabajo y su reputación. De modo que las
mujeres que se enamoraban del hombre menos adecuado, renunciaban, por no renunciar a ellos,
a su maternidad (y si no renunciaban a la maternidad, renunciaban a la familia). Se conformaban
con el papel de la amante y vivían tormentosamente aquellos amores sin tener nunca hijos
bastardos a los que no poder dar ni el apellido del padre ni un padre. Alfonsina Storni se
enamoró, como tantas, de un hombre casado y, además, 24 años mayor que ella; a diferencia de
las tantas, se quedó embarazada, y a diferencia ya de las pocas tantas que quedaran, decidió
seguir adelante: Alejandro Storni, su hijo. Aunque no lo ocultó, en las biografías su hijo
aparece únicamente en el tramo final de su vida, porque dejó algunas cartas diciendo lo que
quería que se hiciera con su sueldo y con el trabajo de su hijo, y porque una de las pocas cartas
que mandó antes de suicidarse fue para él. Algunos de sus amigos mantienen todavía que
Alfonsina era tan discreta que ni siquiera muchos de sus confidentes habituales sabían quién era
el padre de Alejandro; otros, conocieron a Alejandro en un viaje a Europa al que la acompañó,
siendo ya un adolescente. Pero lo cierto es que Alfonsina cargó con aquel hijo y con aquella
culpa, y aunque cambió de ciudad una vez se quedó embarazada, porque una maestra soltera y
con un hijo bastardo no era algo fácilmente asumible por entonces, tampoco ella estaba
dispuesta a vivir diferente a los hombres.
Pero Alfonsina no fue solamente una loba que se alejaba del rebaño con respecto a la
maternidad, sino que fue una mujer, como se suele decir, avanzada a su tiempo. Además de no
renunciar a su maternidad, y de pasar calamidades para poder pagar todo lo debía pagar al mes,
la poeta tampoco renuncia a su bien, que es la escritura. Escribe sus versos desde esa mente
varonil que se le atribuye, cuando en realidad lo que se quiere decir es que Alfonsina Storni
escribía desde la libertad y para la libertad. Hablaba de la mujer como nunca antes se había
hecho: era descarada y sensual, inconformista, inteligente, rápida en la réplica. Muchos tienen la
necesidad, cuando están frente a una mujer de estas características, valiente sobre todo, de
encuadrarla en un movimiento feminista, pero Alfonsina iba por libre. Todo lo que consiguió le
costó el doble de lo que le costaría siendo hombre o parte del rebaño del que escapó. Dicen que
silenciosas las mujeres han sido, pero nadie hasta el momento se había atrevido a alzar la voz
como ella. En sus textos periodísticos, en sus poemas y en sus obras de teatro, Alfonsina le daba
a la mujer el carácter de igualdad, le ofrecía una voz que era la suya. A los hombres, por
supuesto, les asustaba. A las mujeres les parecía una mujer inmoral, de modo que no leían ni
recitaban sus poemas. La poeta empieza a participar de las reuniones literarias del momento,
con ayuda de algunos hombres amigos que la introducen después de admirarla, y empieza a ser
fotografiada con ellos, a ser miembro de jurados en los que no había lugar para la mujer. Todo
su esfuerzo, sin embargo, se ve recompensado precisamente porque todo dependía de ella, se lo
debía a sí misma. Cuando se presentó a un trabajo como corresponsal psicológico (similar a una
publicista o una comercial de hoy en día, mecanografiando anuncios de la empresa), era la única
mujer en toda la hilera de personas que se ofrecían para la vacante. No le querían hacer la
prueba pero Alfonsina insistió. Superada con una ventaja evidente sobre el resto de sus
compañeros, no les quedó más remedio que ofrecerle el trabajo; eso sí, cobrando exactamente la
mitad del sueldo (200 en lugar de 400). Si algo le complicó la vida a la poeta fue precisamente
que nunca llegó a ser la esposa de; así, todos los sitios en los que se hacía imprescindible se
fueron forjando con mucha paciencia y tesón, con ayuda de caseras que se ocupaban de cuidar
de Alejandro para que la madre poeta pudiera hacerse con un nombre suficiente para que la
tuvieran en cuenta. Quizá, para los que todavía no les convenciera la presencia de una mujer en
reuniones puramente masculinas, la amistad-romance que tuvo con Horacio Quiroga facilitó
las cosas. No porque Horacio diera la cara por ella, sino porque Quiroga la valoraba muchísimo
como poeta, como literata, y aquello era algo inusual en el más Don Juan de los cuentistas del
grupo. Quiroga hablaba de Alfonsina con admiración y no por su belleza ni por un carácter
sumiso, ni siquiera por coquetería. De todos modos, sería faltar a la verdad vincular el éxito y la
victoria de la Storni, como la llamaba su amigo, a Horacio Quiroga.
Poeta que habla de la mujer con descaro, amante de un hombre casado, madre de un hijo
bastardo y sin apellido, Alfonsina Storni era una mujer fresca y muy despierta (demasiado),
descarada y muy diferente a lo que todos estaban acostumbrados. No, no era feminista, no
aleccionaba a las mujeres, no daba discursos para que las mujeres la siguieran, sino que en sus
poemas y sus cuentos hablaba de la mujer como un ser capaz de valer lo mismo que un hombre.
En vez de convertirse en la portavoz de un movimiento, dotaba a sus personajes de la fuerza que
les deseaba a sus semejantes: una divorciada que intenta seducir a un jovencito, una mujer que
tiene un hijo ilegítimo por el que siente devoción, una loba entre el rebaño, una Mujer, con la
mayúscula subida, de la misma manera que escribe también Hombre. Lo importante del
feminismo de Alfonsina Storni es que no era una corriente a la que se sumaba, sino que vivía al
raso, vivía varonilmente, con mucha fuerza. Se abría paso entre el grupo literario de hombres,
más enquistado todavía que la sociedad en sí. En cambio, no hacía otra cosa que mandar
mensajes desde su obra. No daba consejos, sino que convertía en libres a las mujeres
protagonistas, y de ellas la mujer debía extraer el mensaje. Uno de los valores más importantes
de Alfonsina es que le suponía inteligencia a la mujer y le daba el trato que merecía
intelectualmente, pero las mujeres que la rodeaban no estaban preparadas para aquel salto y no
le seguían el ritmo. Cuando su madre le pregunta por cuántos libros vende, la poeta
contesta: Muy pocos, mamá. Las mujeres lo rechazan. Dicen que soy una escritora inmoral.
¡Qué hemos de hacerle! No sé escribir de otro modo. Roberto Giusti, amigo de la poeta, habló
de cuando Alfonsina se sentó, por primera vez una mujer, en el banquete de los recitadores:
“Desde aquella noche de mayo de 1916 esa maestrita cordial, que todavía después de su primer
libro de aprendiz era una vaga promesa, una esperanza que se nos hacía necesaria en un tiempo
en que las mujeres que escribían versos —muy pocas— pertenecían generalmente a la
subliteratura, fue camarada honesta de nuestras tertulias, y poco a poco, insensiblemente, fue
creciendo la estimación intelectual que teníamos por ella hasta descubrir un día que nos
hallábamos ante un auténtico poeta”.
Sí, un auténtico poeta, en masculino, porque ya se ha dicho incontables veces que tenía una
mente varonil y que había tenido la desgracia de nacer mujer, y para eso, para que entendamos
que la tenían en cuenta como a uno más, hablamos de auténtico poeta. La versión de las mujeres
que tenía este poeta femenino, o esta poetisa masculina, era una versión totalmente nueva,
inclasificable en un mundo todavía poco maduro en este aspecto:
Aquí, además de hablar de las mujeres desde un lugar hasta entonces inhabitado, aparece el mar,
que será tan determinante en el final de su vida. Y además de leerlo sabiendo que Alfonsina se
suicidó arrojándose (verbo que utilizó ella misma en una nota) al mar, me parece ver, y no
quería dejar de decirlo, una pequeña influencia en otro poema de Julio Cortázar. Cuando la
poeta usa los verbos violenta y amorosamente (escrútame los ojos, sorpréndeme la
boca, déjame que ría, espínate las manos, córtame una rosa) me recuerda, o debería decir al
revés, al poema del escritor:
Finalmente, Alfonsina convirtió la desgracia de ser mujer en una ventaja. Poema tras poema,
toda una lucha contra su sociedad y su género y su ámbito, acaba por ganarse a las mujeres. Para
que una poeta acabe triunfando como lo hizo Storni, necesita que sus iguales la apoyen, que otra
mujer la lea y se sienta identificada: ahí reside la victoria de Alfonsina Storni, el trabajo de una
hormiga. Así, por fin da con el poema que haga sentir poderosas a las mujeres, hablándole al
hombre. Dicen que tiene el mismo efecto que el Hombres necios, de Sor Juana Inés de la Cruz,
pero el poema de Alfonsina es mucho más sutil. Le habla al hombre enumerando qué es lo que
espera de la mujer, y lo hace con la suficiente inteligencia y elegancia para marcar ahí, en sus
versos, la cruel desventaja en la que se ve inmersa la mujer.
Tú me quieres alba,
Me quieres de espumas,
Me quieres de nácar.
Que sea azucena
Sobre todas, casta.
De perfume tenue.
Corola cerrada
Ni un rayo de luna
Filtrado me haya.
Ni una margarita
Se diga mi hermana.
Tú me quieres nívea,
Tú me quieres blanca,
Tú me quieres alba.
Tú que el esqueleto
Conservas intacto
No sé todavía
Por cuáles milagros,
Me pretendes blanca
(Dios te lo perdone),
Me pretendes casta
(Dios te lo perdone),
¡Me pretendes alba!
Los versos Oye: yo era como un mar dormido o Mar, yo soñaba ser como tú eres en su
momento eran belleza o no eran, y ahora son nada más que dolor y un mensaje cifrado. Aunque
durante toda su vida Alfonsina no planeó una muerte violenta como la que tuvo, aunque por su
mente no estuviera previsto el suicidio, la vida de Alfonsina Storni se vio alterada por un cáncer
de mama, rompiendo y acabando el curso de su crecimiento personal y literario. A diferencia de
otras suicidas, como Sylvia Plath o Virginia Woolf, a las que se les conoce una enfermedad
mental, Alfonsina no padecía más tristezas, melancolías y nervios que cualquier persona
sensible y emocional como ella. Sin embargo, igual que le pasó a su amigo Horacio Quiroga, la
enfermedad la mató en vida, siendo todavía consciente de cuánto perdía. Después de la
operación, de la escritura de su último libro de poemas (diferente a todos los anteriores; sin alma,
dijeron), de la neurastenia, el cansancio, sus dudas con respecto a su enfermedad y los dolores,
Alfonsina hace un viaje a Mar del Plata. Cuando se despide de Alejandro, en el tren, le dice: me
voy contenta. No podemos saber si entonces ya se estaba despidiendo para siempre, o si de
verdad tenía algún tipo de esperanza con respecto a su salud. El médico, tras su última recaída,
le confirmó sus sospechas de una muerte irremediable y temprana. Le escribe dos cartas a su
hijo Alejandro, días antes de su muerte:
Sueñito mío, corazón mío, sombra de mi alma, he recuperado el suelo, ya es algo. Dormí en el
tren toda la noche. Te escribo ésta recostada en mi sillón, la mano sin apoyo. El apetito mejor,
pero sigo con una gran debilidad. Lo mental es lo que está todavía debilísimo. ¡Ay mis
depresiones! Y qué temor me dan. Pero hay que confiar, si el cuerpo se levanta puede que lo
demás también. Te abraza largo y apretado,
Alfonsina
Querido Alejandro: Te hago escribir con mi mucama; pues anoche he tenido una pequeña crisis
y estoy un poco fatigada, solamente para decirte que te adoro, que a cada momento pienso en ti,
nada más por ahora para no cansarme e insisto en decirte que te adoro, sueña conmigo, lo
necesito. Besitos largos,
Alfonsina
Me llama la atención que cuando le escribe a su hijo Alejandro no firma como mamá, sino que
siempre fue Alfonsina, y es que en árabe significa dispuesta a todo, y dos días más tarde lo
confirmó, frente al mar. Esa fue la última carta que le escribió a su hijo, pero todavía le
quedaban las más difíciles. Cuando el médico le confirma sus sospechas, toma la decisión. Deja
una nota muy sencilla: Me arrojo al mar. Pero antes, muy consciente, le deja una carta dirigida
a Manuel Gálvez:
Señor Gálvez: Estoy muy mal. Por favor, mi hijo tiene un puesto municipal, yo otro. Ruéguele
al intendente en mi nombre que lo ascienda acumulándole mi sueldo. Gracias. Adiós. No me
olviden. No puedo escribir más.
Alfonsina
Después Alfonsina se fue al mar y se arrojó desde el Club Argentino de Mujeres. Encontraron el
cadáver horas más tarde dos obreros de la Dirección de Hidráulica, que se lanzaron al agua a
recoger a Alfonsina, que ya había muerto. Se la llevaron en ambulancia sin saber que se trataba
de la prestigiosa poeta, hasta que el doctor Bellati, al destapar el rostro, la reconoció. La versión
oficial es que, lo mismo que Quiroga, al saber que moriría de enfermedad, decidió acabar con su
vida de una manera inmediata. Se ha hablado de homosexualidad, y también se ha dicho
que Leopoldo Lugones, que se suicidó unos meses antes, había quedado con ella para hacerlo
juntos, pero en un último momento Alfonsina se arrepintió y Lugones no pudo esperarla. Pero,
como escribió la Storni para el homenaje que le hicieron a Horacio Quiroga, su amigo del alma,
suicida también: Allá dirán. Y aquí decimos.