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POLÍTICAS Y REFORMAS DE LA EDUCACIÓN:

LA REFORMA LIBERAL Y LA REFORMA NEOLIBERAL

Adriana Puiggrós1

Resumen

La hipótesis de la cual parte este texto es que en América Latina hubo dos grandes reformas
que determinaron la historia de sus sistemas escolares. La primera fue la reforma liberal
gestada en el siglo XIX y, la segunda, la neoliberal, que comenzó en la década de 1970 y se
expandió al ritmo de la globalización hasta alcanzar un lugar hegemónico en nuestros días.
Los efectos programáticos de una y otra reforma fueron distintos en los países de la región,
pero compartieron en ellos los principales significantes. En la primera parte del trabajo la
autora se extiende en las dificultades de los sectores populares para alcanzar o estabilizar
gobiernos propios y, por lo tanto, para consolidar políticas educativas y enfoques pedagó-
gicos alternativos. En la segunda parte se detiene en el análisis crítico de las políticas de
mercantilización de la educación. Finalmente reflexiona acerca de las perspectivas de la
educación en nuestro continente.

Abstract

This work is based on the hypothesis that there have been two reforms in Latin America
which were pivotal for their school systems. The first one was the liberal reform, born in the
19th century, and the second one was the neoliberal one, starting in the 70s, spreading to the
rhythm of globalization all the way to our present day, when it has reached hegemonic status.
The programmatic effects of these reforms turned out to be different in the various countries
of the region, but they all had in common the main signifiers. In the first part of this work,
the author elaborates on the difficulties that popular sectors have had to reach or stabilize
their own governments and, therefore, to consolidate alternative educational policies and
pedagogical approaches. In the second part, a critical analysis is presented of the policies
that aim at the marketing of education. Finally, there is a reflection on the perspectives on
education in our continent.
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Universidad de Buenos Aires; Universidad Pedagógica Nacional, Argentina.

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Introducción

La educación latinoamericana está atravesando una de las etapas más críticas de su historia.
A comienzos del siglo XXI la concentración del poder económico, de nuevos y poderosos me-
dios de comunicación, de tecnología bélica, no son ajenos a las políticas de uniformización
del lenguaje, de las costumbres, de los comportamientos sociales y de la educación, bajo la
lógica del mercado. El registro simbólico es el lugar privilegiado para operar la disolución de
las culturas no hegemónicas, pero detrás, acechando, está la violencia física, como pueden
testimoniar los estudiantes de Ayotzinapa, así como Milagro Sala, la dirigente quechua pre-
sa en la Argentina, y Santiago Maldonado, joven detenido desaparecido por el gobierno de
Mauricio Macri por acompañar la lucha del pueblo mapuche.
Me pregunto si no asombrará a quienes ven a la civilización humana como una parte
de su propiedad que, habiendo pasado más de quinientos años del mayor genocidio de la
historia, haya pueblos que persisten, que no se resignan a la ley del más fuerte, que siguen
diciendo “nosotros somos mexicas, zapotecas, aymaras, quom, quechuas o mayas” o que, re-
conociendo mestizajes compartidos, sostengan “somos latinoamericanos”.
Abordar estos problemas en relación con la educación requiere de un esfuerzo político
y epistemológico, cuya condición de posibilidad consiste en desprenderse de fuertes liga-
mentos: son los que nos atan a un presente absoluto, en el cual han desaparecido los reflejos
del pasado y las luces del porvenir. América Latina era, a finales del siglo XX y comienzos del
XXI, en términos generales, una zona pacífica, aun teniendo en cuenta los conflictos socia-

les y políticos de cada país y comparándola con otros lugares del mundo, donde la paz no
logra nunca anidar. Cerca de la mitad de nuestras naciones tenían gobiernos nacionalistas
populares, democráticos o reformistas; aplicaban políticas neokeynesianas, desarrollistas o
socialistas; protegían su economía, las instituciones públicas y el empleo; gestionaban pro-
gramas de inclusión de los sectores populares. Llevaban adelante reformas educativas que
incluían a los trabajadores, a quienes no habían completado sus estudios, a las mujeres, a
los indígenas, a los negros y a los blancos, a los discapacitados, mediante programas que les
otorgaban protagonismo.
No todos los países del grupo que estoy mencionando tenían los mismos criterios en
todos los aspectos de su quehacer político, económico y social, y menos aún en relación con
sus programas educativos. Pero coincidían en su compromiso con los sectores populares,
en la defensa de su soberanía y la de la región, en oposición a las políticas imperiales. La
antigua Doctrina Monroe de 1823, que nos había declarado “hermanos menores” de los Es-
tados Unidos, parecía haber sido, al menos, aislada. Esperábamos a México porque, desde
la nacionalización del petróleo realizada por el presidente Lázaro Cárdenas en los años 30,
fue la barrera que impidió que la región quedara de rodillas frente al nuevo neocolonialis-

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mo. Entre México y la Argentina hay la misma distancia que entre México y Europa; ambos
países marcan las fronteras de un continente unido en los antagonismos, en las luchas his-
tóricas por su independencia del colonialismo, el neocolonialismo y el imperialismo. Nos
unimos en los antagonismos. No es una sola lengua la de los países latinoamericanos, pues
no solamente conviven el español y el portugués, sino que millones de sus habitantes hablan
lenguas aborígenes, aunque éstas son escasamente tenidas en cuenta en la imagen de nues-
tras sociedades que proyectan especularmente las clases dominantes.
El muro exigido por el actual presidente de los Estados Unidos amenaza con dividir
América entre ricos y pobres, sin descartar que estos últimos trabajen para los primeros,
ni dejar de vaciar a nuestros países de riquezas materiales, naturales y simbólicas. Varios
gobiernos populares han caído uno tras otro por la acción conjunta de poderosas corpora-
ciones, medios de comunicación que les pertenecen, poderes judiciales sesgados e intereses
locales. Otros están acosados desde adentro y desde afuera de su territorio.
Pero hay un factor más, de enorme interés, que concurre a la derrota electoral de los
gobiernos populares, o a su caída sin mayores repercusiones inmediatas entre la población.
Uso esta última palabra en lugar de la categoría “pueblo” entendiendo que la caída de los
gobiernos de corte popular en los últimos años es producto, a la vez que causa, de la crisis
hegemónica que los afecta. El “pueblo” no es una entidad predeterminada, esencial y ahistó-
rica; se constituye en el proceso político, toma cuerpo al tiempo de constituirse como actor,
sea en el gobierno o en la oposición. En ese proceso hay una fuerte importa pedagógica. La
crisis de representación que atraviesa la mayor parte de los partidos políticos tradicionales
latinoamericanos y las dificultades de nuevas fuerzas para consolidarse están íntimamente
vinculadas a la dispersión del “pueblo” como sujeto de las transformaciones democráticas
en el orden social, nacional, regional y ambiental. Cabe preguntarse por los límites, en el
siglo XXI, de los discursos político pedagógicos que supusimos emancipadores en el siglo XX.

El “pueblo” en la educación latinoamericana

Con toda su complejidad, el “pueblo” es un actor principal en la educación latinoamericana


y una categoría constitutiva de los discursos pedagógicos. Claro está que no siempre se tra-
ta del mismo personaje, aunque el humus de lides anteriores sea un elemento escasamente
disolvente por parte de los negadores de la continuidad de la historia. Desde posturas demo-
cráticas, los intelectuales asistimos con asombro y sin respuestas a actos electorales en los
cuales sectores de la población que se han visto favorecidos por políticas de reconocimiento
de sus derechos, votan mayoritariamente en contra de las fuerzas políticas que las llevaron
a cabo, como ocurrió en la Argentina, o se muestran relativamente indiferentes o sin fuerza
ante el desplazamiento ilegal del gobierno que habían elegido y que les restituyó la dignidad,

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como en Brasil, o se resiste a políticas de integración, porque teme que su identidad se con-
funda con los de más abajo, como en Chile. Son situaciones que chocan en los relatos en que
muchos de nosotros nos hemos formado y, en esos mismos relatos, con las representaciones
de los sujetos que identificábamos como necesarios protagonistas de la transformación so-
cial.
La fuerza del sistema educativo como enorme aparato de comunicación se ha debilitado
frente a los medios de comunicación y sus mensajes disolventes de lo colectivo, resaltadores
del “emprendedurismo”, del éxito individual, del mito del self made man, ese personaje que
lejos de convertirse en un empresario exitoso, en nuestros países solo tiene la oportunidad
del desocupado que vende tortas en la calle, o medias de fabricación china en los autobuses.
Es de especial interés lo que ocurre con el sujeto de la educación popular, supuesto de un
saber sobre sí mismo que no es confirmado por los sucesos actuales. Paulo Freire vinculó ese
saber con el proceso de concientización. Por el contrario, versiones de la educación popular
latinoamericana negaron la necesidad de ese tránsito, y llegaron a experimentar la dilución
del educador en el educando, esperando de este último una “verdad” cultural y política ocul-
tada por la trama institucional dominante, concepción que, a mi manera de ver, resulta en
el abandono de los educandos. Freire, en cambio, fue muy claro respecto a su valorización
del papel del educador y a la inscripción de un proceso de concientización en el vínculo dia-
lógico. En ese mismo registro, es inminente la necesidad de revisar qué venimos haciendo
como educadores, en qué discursos nos inscribimos, qué tipo de vínculos establecemos en
las experiencias pedagógicas populares y en las políticas educativas que se realizan desde los
gobiernos y partidos o agrupaciones democráticos.

Las visiones de los otros

Como nos ha enseñado el maestro Miguel León Portilla, hay una “visión de los vencidos”
que contrasta con las versiones oficiales de los acontecimientos; invierte las imágenes de
los vínculos entre los pueblos, las naciones y los poderes que organizan el mundo desde la
“visión de los vencedores”. Investigando las percepciones de los oprimidos (grupos étnicos,
genéricos, ambientalistas, ancianos y sobre todo niños y jóvenes) podemos descubrir posi-
bles pedagogías alternativas que nos hablan desde lógicas distintas de la occidental y, dentro
de esta última, de elementos interiores y escasamente conocidos, de las corrientes democrá-
tico-populares que existen desde los albores del sistema educativo moderno. Necesitamos
investigar los elementos pedagógicos insertos en los procesos de conformación de los suje-
tos políticos y sociales populares.
A modo de metáfora, veamos que, como escribe el maestro Portilla (Portilla,1992: IX-
XII), la información llevada a Europa por los diversos cronistas fue objeto de interpretacio-

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nes y materia de controversias entre conquistadores, frailes, sabios humanistas e historiado-


res reales, que intentaron “forjarse imágenes adecuadas de las diversas realidades físicas y
humanas existentes en el Nuevo Mundo”. Entre los resultados, destaca las proyecciones de
“ideas viejas” (Portilla, 1992: IX), pero también la nueva vida que cobró la historiografía eu-
ropea al colocar como objeto de estudio a la humanidad y la naturaleza americanas. Conocer
al otro necesariamente requiere fracturar las configuraciones culturales que participan del
encuentro; esto es válido para los políticos, para los investigadores y para los educadores.
Regresando a la preocupación con la cual inicié este texto, subrayo la necesidad de revi-
sar las teorías y las prácticas político-pedagógicas (si se me permite esta antigua distinción)
supuestas como democráticas, la potencialidad de transferencia o el alcance de las microex-
periencias, la profundidad de las medidas de gobiernos populares, la real aplicación de sus
legislaciones. Puede ser que encontremos allí algunos de los ingredientes que, junto a los
efectos del mundo corporativo y comunicacional dominante, abonen a la comprensión de
las razones de la debilidad de los proyectos populares de transformación social. De manera
prioritaria, interesa abordar,

• las pedagogías populares ocultadas de maneras diversas;


• las pedagogías que organizan el discurso progresista o democrático;
• la visión de los educandos sobre las anteriores;
• la visión de los educandos sobre la pedagogía neoliberal;
• nuestra propia visión acerca de esta última.

Es obvio que no los estoy invitando a transitar una pradera iluminada, sino un espacio
cubierto por una densa niebla cuya disolución completa es imposible. Pero supongo que el
ejercicio propuesto podría permitir que surgieran perfiles desconocidos de los actores; me
refiero también a quienes tenemos el oficio de educar. Quizás contribuiríamos a mejorar
nuestro aporte a la conformación del sujeto “pueblo”. No se trata de ocupar su lugar, sino de
redefinir el nuestro.

La “educación común”

Algunos párrafos más sobre la cuestión del “pueblo” en la educación latinoamericana.


Vamos a dar un salto en la historia, ubicándonos en las discusiones fundantes de nuestros
sistemas educativos. Varios factores incidieron en que Chile fuera en las décadas de 1830 y
1840 un sitio donde se encontraron y condensaron ideas de grupos de latinoamericanos des-
plazados de sus países por razones políticas. Los exiliados se vincularon fuertemente con los
intelectuales chilenos, tuvieron acceso a los gobernantes e incidieron en la construcción de

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las instituciones. El país andino tenía condiciones que producían un impulso político cultu-
ral propio de momentos especiales en nuestra región. Chile había aprobado su constitución
en 1833, triunfado en la guerra contra la Confederación peruano-boliviana en 1839, y poseía
riquezas mineras. Intelectuales como el venezolano Andrés Bello y los argentinos exilia-
dos del gobierno nacionalista popular de Juan Manuel de Rosas, como Domingo Faustino
Sarmiento y Juan Bautista Alberdi (quien sería el autor de la Constitución argentina), alter-
naron con los liberales chilenos José Victorino Lastarria y Francisco Bilbao. Chile fue una
fragua no solamente política sino cultural y educativa. Como en otros momentos latinoame-
ricanos, la confluencia de exiliados intelectuales renovó la identidad común. Ese encuentro
se produjo (como ocurriría un siglo después, aunque con signos políticos distintos, en Chile
desde el golpe de Estado brasilero de 1964 hasta la caída de Salvador Allende y, a partir de
su derrocamiento, en México,) por afinidad en la defensa de los valores y las ideas que ha-
bían provocado su persecución en cada país y por el espacio muy apto para la exposición y
discusión. No por una supuesta esencialidad de raza, unidad de lengua o cualquier identidad
originaria.
Aquellas décadas el siglo XIX en Chile, registraron el ímpetu del periodismo y de polémi-
cas sobre la lengua. La educación fue objeto de especial preocupación, al punto que podría
situarse en esa circunstancia la coagulación del modelo escolar de gran parte de Sudaméri-
ca, un modelo que encontró muy escasos detractores, entre los que se destacó el venezolano
Simón Rodríguez, maestro de Simón Bolívar. Este último había sido pionero en el impulso
a los sistemas escolares modernos de América Latina: de la educación pública y obligatoria,
de la educación de la mujer, de la trasmisión de los saberes ciudadanos y la cultura universal,
como expresó claramente en su famoso “Discurso de Angostura”.
Hay diferencias entre la concepción del maestro y la del discípulo que conviene desta-
car, para entender ausencias en las discusiones producidas en Chile que mencioné. Rodrí-
guez decía que, sin educación popular, no se alcanzaría una verdadera sociedad y quería que
el esfuerzo educativo se concentrara en los pobres, los negros, los indios, los desposeídos.
Bolívar, por su parte, expresó: “La sangre de nuestros ciudadanos es diferente; mezclémosla
para unirla.” La diferencia puede parecer sutil, pero proyectada conduce a políticas educati-
vas de orden democrático aunque distintas. Difiere la concepción de “pueblo”.
En cuanto a los intelectuales liberales, aquellos años del exilio chileno compartieron la
idea de una instrucción pública que asentara las bases de las naciones y ordenara a las socie-
dades, es decir la “educación común”. La noción de “pueblo” de Simón Rodríguez, que fue
relegada, no era compatible con las aspiraciones de los políticos, los ilustrados, los comer-
ciantes, que soñaban con construir un capitalismo a la manera norteamericana.
Aquel momento nodal en la vida de nuestra educación nos motiva a preguntarnos qué
se entendió por “educación común”: analizar las variaciones de sentido del enunciado, sus

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efectos, su relación con conceptos como “población”, “pueblo” y “ciudadanía” o “la gente”.
Investigar si incluyó realmente a todos o en su constitución gramatical se escondieron ex-
cepciones; ver si en la estructura de ese enunciado hay accidentes que habilitan distintas
interpretaciones.
Una observación de Sarmiento (que sigue teniendo una notable actualidad, por el gesto
de desprecio que contiene) introduce el análisis con cruel sorna:

En Santiago del Estero el grueso de la población campesina aún habla el quichua, que revela
su origen indio. En Corrientes los campesinos usan un dialecto español muy gracioso; dame,
general, un chiripá, decían a Lavalle sus soldados.” (se refiere al general Juan Lavalle, quien
fusiló al caudillo popular Manuel Dorrego en 1828) (Sarmiento, 1949: 25)

La Argentina probablemente es el país de América Latina donde más se ocultó el peso


demográfico indígena y también afro, subsistente en la población mayoritariamente mesti-
za latinoamericana. La eliminación masiva de las poblaciones indígenas durante la colonia;
las guerras y campañas “civilizadoras” contra los indios mapuches, tehuelches, ranqueles,
quom, llevadas a cabo por gobiernos nacionales y/o provincias desde la década de 1820 has-
ta principios del siglo XX, y la aniquilación de la población negra en la Guerra del Paraguay,
lograron disminuir drásticamente el número de integrantes de esos grupos. Las acciones mi-
litares contra los indios se denominaron “Campañas al Desierto”.
Recientemente, quien era el Ministro de Educación del gobierno de Mauricio Macri,
Esteban Bullrich, anunció una nueva “Campaña al Desierto”. Ante la reacción negativa cau-
sada, debió aclarar que esta vez sería con educación. La imagen elegida hiela la sangre, es-
pecialmente porque Bullrich pertenece a una de las familias de la oligarquía argentina que
fueron responsables de aquellas matanzas. Hacendados al estilo argentino, que aceptaron
a regañadientes la “educación común” durante ciento cincuenta años para disciplinar a los
inmigrantes, y ahora expresan su lamento por aquellos tienen la “desgracia” de “caer” en la
educación pública, según palabras del presidente Macri.
La “educación común”, inscrita en la mayor parte de la legislación de nuestros países a
finales del siglo XIX, es el concepto central de la ley 1420 de 1884 de la Argentina, la cual tuvo
una interpretación particular en su aplicación a los grupos aborígenes: la superó el mandato
constitucional de evangelizarlos, vigente hasta la reforma de 1984. Las órdenes religiosas y
los inspectores laicos del Consejo Nacional de Educación compitieron por conducir la tarea
civilizatoria de los que esperaban que fueran los últimos “bárbaros” (Artieda, 2015).
La educación fue vehículo de colonización; pero en esa misma escuela siguió presente
un sonido profundo, una mirada cargada de siglos, y de esos pasos del pueblo cuyo retorno

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tanto temía Sarmiento, pues intuía como posible peligro, que algún día dejara de ser gracio-
so que un indio se dirigiera a un general en su propia lengua.
Sarmiento, como Mora, como el uruguayo José Pedro Varela, apostaba a que la educa-
ción formara al ciudadano civilizado. Pero esa postura no se redujo a los políticos e intelec-
tuales liberales. Al menos una gran parte de la población, ¿no aspiraba acaso a ser aceptada
en la escuela? Sin desconocer la postura particular de grupos étnicos y culturales, puede
plantearse que la “educación común” fue un programa que tuvo consenso. Instalada como
metáfora de la posibilidad de ser incluidos, obtuvo el disimulo de sus procedimientos exclu-
yentes. El sistema escolar fue un poderoso aparato de comunicación e integración social.

“Pobre y triste especie la nuestra”

Me pregunto si la diferencia y la injusticia son intrínsecamente humanas. ¿O no es así?


“Pobre y triste especie la nuestra”, ha escrito Noam Chomsky, viendo el panorama del mun-
do en que vivimos. Como evocando la profecía de George Orwell, dice que en las sociedades
actuales hay “no personas” y “personas legítimas” (Chomsky, 2017: 33-37).
Casi todas las corrientes de pensamiento del mundo capitalista optaron por considerar
y/o tratar a pueblos y sectores sociales como “no personas”. La ilicitud de sus costumbres
colocaba a los no europeos ni norteamericanos blancos en un lugar inmóvil de la historia. No
solamente se consideraba que estaban atrasados y estancados, sino que habían nacido sin la
posibilidad de progresar, pensamiento que es un resabio de las clasificaciones medievales
entre los humanos, los demás seres vivos y la naturaleza inerte, que tanto motivó la imagi-
nación de teólogos, filósofos y gente común, y justificó los más crueles ejercicios del poder.
Reproducirlo es inherente a las relaciones de producción capitalistas.
En cuanto al liberalismo latinoamericano, si bien luchó por la supresión de la esclavitud
y fue heredero del Concilio de Trento, también recibió el legado del racismo liberal anglosa-
jón y del colonialismo europeo, para cuyos intereses las ventajas económicas del libre mer-
cado requerían que la desigualdad entre las regiones, naciones y pueblos estuviera fuera de
discusión.
Entre los autores preferidos por los liberales latinoamericanos se destacó Alexis de
Tocqueville, pero extraña un aspecto en el que aquellos se diferenciaron del autor francés.
Tocqueville denota cierta dosis de conciencia ante la injusticia social, pero se ve obligado a
argumentarla. Explica la cuestión de los aborígenes como un estadio de la evolución histó-
rica: cuando arribaron los europeos, el valor de la riqueza era desconocido para los pueblos
americanos, aunque sabían vivir sin ella. Tocqueville reconoce a los indios como miembros
de la “familia humana” (Tocqueville, 1987: 51) pese a la simplicidad de su estado cultural,
que describe. Se extiende contra la esclavitud, da suficientes argumentos sobre la contra-

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dicción entre la democracia y el sometimiento de los hombres de color. Ese repliegue del
pensamiento del autor respecto de su admiración por la democracia de los Estados Unidos,
que en el resto de su obra presenta como perfecta, esconde los límites insuperables del libe-
ralismo capitalista. Escribe Tocqueville:

Este mundo nos pertenece, se dicen los americanos todos los días; la raza india está llamada
a una destrucción final que no se puede impedir y que no hay que desear retardarla. El cielo
no los ha hecho para civilizarse, es preciso que mueran. (…) No haré nada contra ellos, me
limitaré a proporcionarles todo lo que deba precipitar su pérdida. Con el tiempo, tendré sus
tierras y seré inocente de su muerte. Satisfecho de su razonamiento, el americano se va al
templo donde oye a un ministro del Evangelio repetir cada día que todos los hombres son
hermanos y que el Ser eterno que los ha hecho a todos del mismo molde les ha dado a todos
el deber de socorrerse (Tocqueville, 1987: 78).

La mayor parte de los liberales latinoamericanos —y obviamente de los positivistas— di-


sintieron con Tocqueville en cuanto a la igualdad fundamental de los humanos, aunque debe
anotarse que el propio escritor francés no se libró de otorgar un espacio a la categoría “raza”
en sus explicaciones, de manera acorde con el lenguaje de su época. Por su parte, quienes
pusieron los fundamentos de nuestra educación hicieron equilibrios entre el rechazo a la
esclavitud y la consideración de los negros y los indios como ciudadanos, así como entre
la lealtad a la “libertad, igualdad y fraternidad” y la ansiedad por desplazar al poder ecle-
siástico y conformar a sus países como capitalistas, lo que les exigía dividir una y otra vez
a la sociedad entre “no personas” y ciudadanos. Soñaban con un ambiente infectado por el
humo de los ferrocarriles, barcos que cruzaran océanos llevando materias primas y trayendo
manufacturas inglesas que acabaran con los productos artesanales, compañías que talaran
los bosques, tecnologías importadas que sustituyeran las formas tradicionales de trabajar la
tierra, ciudades ruidosas, donde el señor Selfridge, el norteamericano que había triunfado
en Londres, instalara sucursales de su imperio comercial. Hoy la historia de ese audaz co-
merciante es trasmitida por Netflix. Algunos, aunque no tantos, preferían impulsar la indus-
trialización en sus propias naciones.
La educación no fue ajena a aquel tipo de mandatos. Veamos. En este enjambre de con-
tradicciones que estoy presentando, la “educación común” liberal (estoy refiriéndome al
“liberalismo” todavía no al “neoliberalismo”), fue un instrumento y un escenario potente
con el que contaron las grandes mayorías para incluirse en la sociedad, ser parte, luchar por
sus derechos. Sostener esta afirmación nos remite nuevamente a las concepciones sobre los
colectivos sociales: para los liberales se trataba de la agregación de los grupos dispersos para
constituir un sujeto único y uniforme, el ciudadano, una tarea en la que el Estado debía ser el

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gran protagonista. El liberal chileno Valentín Letelier (Letelier,1927: 657) describió a fines
del siglo XIX la oportunidad de conciliar el liberalismo económico y el estatismo educativo
en la construcción del capitalismo.

Si es un mal imponer la uniformidad en la industria, no lo es sino con muchas reservas im-


ponerla en la educación general (…) la sociedad es tanto más perfecta cuanto más uniformes
son las doctrinas dominantes.” El propósito de la instrucción general es “restablecer la ar-
monía de los espíritus como base fundamental del orden social.

Liberales y positivistas coincidieron en la vinculación discursiva entre libertad y orden.


Utilizaban el término “nacional” aplicado a la educación como sinónimo de “común”, y en
línea con “uniformidad”, “laicidad”, “gratuidad”, “educación integral”, como es el caso de la
alocución de Justo Sierra ante el Congreso de la Unión en 1908. (Sierra en Bazant, 1985:
25-47). Desde la educación pública interpelaron al conjunto de los sectores populares pro-
poniéndoles incluirse en la cultura de la ciudadanía.

Mensaje de historiadores de la educación

Permítanme hacer una digresión para contarles algo que nos ocurre a los historiadores de la
educación. Los criterios para analizar acontecimientos, establecer periodos, distinguir suje-
tos, así como la situación de la pedagogía respecto a otras áreas del saber, son materia de de-
bates que enriquecen nuestra disciplina. En relación con la historia de la educación latinoa-
mericana, encontramos distintas posturas de enorme interés que merecen ser discutidas: no
nos han sido ajenos los enfoques del siglo pasado, desde el materialismo y la Escuela de los
Anales, hasta el posmodernismo y el posmarxismo, ni el paradigma neoliberal que decretara
el fin de la historia. El humus, en este caso de la historiografía, se compone siempre de ele-
mentos precedentes que han perdido su organización, pero que están ahí, como legado que
constituye a los historiadores de la educación, más allá de su olvido. Tampoco nos es ajena la
crisis que sufre la historiografía en relación con su objeto de conocimiento, con sus límites y
sus vinculaciones con otros campos del saber.
Entre diversos temas, entran en discusión las vinculaciones entre la pedagogía y otros
abordajes del conocimiento, y entre la educación y distintas actividades sociales. No hay
consenso sobre ligazones esenciales de la pedagogía con la filosofía o con la economía, des-
tacándose la historicidad de los vínculos interdisciplinarios y el mestizaje de las áreas del
conocimiento. En América Latina, aunque heredera de la historiografía occidental, se desa-
rrollan versiones relativamente propias que discuten los relatos que contiene ese legado y

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sacan a la luz historias desaparecidas, sujetos supuestamente muertos, sentidos que desco-
locan la bibliografía académica.
El punto de vista del historiador registra los cambios civilizatorios, pero los confines del
mundo conocido son también los de la producción historiográfica en educación. El acceso
a la información por parte del investigador ha estado limitado geopolíticamente, con varia-
ciones a lo largo de la historia y en las diferentes regiones. La imposibilidad de atravesar
fronteras político-culturales e incluso lingüísticas ha sido un límite que profundizó las pers-
pectivas etnocéntricas. Las interpretaciones de la historia político-educativa y pedagógica
vinculadas con los poderes dominantes ejercen una suerte de censura, de ocultamiento, de
negación, en ocasiones consciente y políticamente programada, pero frecuentemente incor-
porada al sentido común del historiador: las posibilidades de propuestas pedagógicas disi-
dentes o antagónicas disimuladas por los relatos políticamente correctos. Por esa razón es
indispensable que el historiador recurra a fuentes primarias, lea entre líneas, escuche men-
sajes en las expresiones de actores menores, levante las sucesivas capas que constituyen los
relatos, y reflexione.
El espíritu al que me refiero no es enemigo de las posturas políticas del investigador sino
de su ocultamiento. El tono épico no es rechazable en la construcción de su discurso, con la
condición de que explicite que se trata de su opinión. Otorgo a ello importancia para el pa-
saje del discurso del investigador al del maestro, pero teniendo en cuenta en particular a los
planificadores y a quienes deciden qué y cómo se enseñará. No se interpreten estas palabras
como provenientes de un relativismo o falta de compromiso político, sino al contrario, como
una intención de impactar las reducciones neoliberales de la historia que se imponen en la
enseñanza.
La tendencia actualmente dominante es reducir los textos a manuales de autoayuda
orientados por una versión neopositivista de la neurociencia, con fuertes efectos sobre la
riqueza del lenguaje, e incidiendo en la estructura de las lenguas. Ya no se trata de la lógi-
ca europea imponiéndose sobre las colonias, sino de la globalización de los enunciados que
provienen de la lógica de un mercado salvaje, que profundizan las grietas económico-socia-
les y suman nuevas.
Pero el historiador de la educación tiene recursos privilegiados para mirar más allá en el
tiempo, en el espacio, para relacionar con la historia lejana los sucesos recientes, que llegan
a los estudiantes dentro de los mensajes empaquetados por los medios de comunicación;
el investigador puede avanzar tras la espesa cortina de enunciados publicitarios que difun-
den los poderes que hoy compran y venden trozos de la historia del mundo. Sin embargo, no
está libre de enclavarse en posturas esencialistas por el hecho de interesarse en los aspectos
negados de la historia. Latinoamérica es mestiza en todos los ángulos del término. Por eso

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el historiador de la educación tiene que deconstruir los enunciados que ocultan vínculos,
advertir tiempos, lógicas y lenguajes diferentes en las culturas, deslizarse en las fronteras.
Refiriéndonos en particular a América Latina, nos encontramos ante la ardua tarea de
diferenciar distintos tipos de relatos, muchos de ellos atrapados por operaciones políticas de
invisibilización (Murillo, 2011: 29-42) o condiciones de “desaparición o remembranza en-
cubridora” de textos y recuerdos. Tengo un ejemplo de la política educativa argentina para
exponerles.
En 1884 se dictó la Ley 1420 de educación común, que ya he mencionado. Dicha ley
estableció la educación primaria común, gratuita, obligatoria y el papel principal del Esta-
do; no incluyó el laicismo, sino que habilitó la enseñanza de la religión en el recinto escolar,
aunque antes o después de las horas de clase, por parte de los ministros de cada culto y a
solicitud de los padres.
De esa manera, y dada la debilidad de otras creencias o ideologías, legitimó el poder de
la Iglesia católica en las escuelas públicas, generando así una desigualdad, puesto que los
niños no católicos, minoritarios, sufrían al ser considerados “no personas”. Con excepción
de los gobiernos de facto y de uno de los gobiernos de Perón, la Ley 1420 rigió en el país hasta
1994. La ley dictada en este último año, así como la actualmente vigente que data de 2006,
por primera vez excluyen toda referencia a la religión.
Una exhaustiva revisión de tesis, artículos académicos, informaciones en los medios de
comunicación e incluso libros de autores muy respetables, insisten en decir que la Ley 1420
estableció la educación primaria común, obligatoria, gratuita y laica, sin acudir a la fuente.
La discusión revive en los periodos electorales. En 2006, aquella ley fue reemplazada por la
actual Ley de Educación Nacional, que abarca todos los niveles y modalidades del sistema
escolar, establece la educación común, gratuita, inclusiva, democrática, incluye las distin-
tas culturas, lenguas y géneros. Como excluye toda mención a la religión, algunos sectores
eclesiásticos reclamaron la enseñanza de la religión de manera obligatoria, en tanto otros,
sabiendo perdida la partida, optaron por defender la Ley 1420, a la que durante un siglo ha-
bían atacado, porque aseguraba un lugar a la religión dentro del espacio público.
Las provincias de Salta, Catamarca y Tucumán siguen sosteniendo la enseñanza religio-
sa obligatoria, así como rituales católicos en clase, contradiciendo la norma nacional que, a
diferencia de la Ley 1420, no deja lugar a la enseñanza de la religión en ninguno de sus pre-
ceptos. En el mes de agosto de este año llegó a la Corte Suprema la apelación de una asocia-
ción de padres en contra de la inclusión de la religión en los currícula de Salta. El Tribunal
convocó a una audiencia pública donde se escucharon ecos medievales, discursos liberales
que defendían la inclusión de la religión únicamente para oponerse a la ley del gobierno an-
terior, palabras de nuevas iglesias que veían la posibilidad de obtener beneficios económi-
cos, alegatos de defensores de la inexistente laicidad de la Ley 1420, y numerosos defensores

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de la enseñanza laica. Lo más llamativo de la audiencia fue que casi en su totalidad versó
sobre la interpretación de enunciados inscritos en los discursos político-educativos, en su-
posiciones y mitificaciones, sin atender a la letra de las leyes anteriores ni a las vigentes. La
decisión está ahora en manos de los cincos jueces de la Suprema Corte.

De la educación común al mercado

Regresemos al hilo central de esta ponencia. Ha transcurrido un siglo y medio desde que
comenzara a generalizarse la educación básica en América Latina. Hubo gobiernos conser-
vadores, liberales, nacionalistas populares, socialismo, dictaduras cívico-militares. En toda
la región, la puja entre el Estado y la Iglesia por controlar la educación fue constante, avan-
zando uno u otra en distintos países y momentos. El sistema escolar público, en algunos po-
cos países laicos, siguió en pie, siendo la mayor parte de la población católica. El normalismo
se sostuvo firmemente como el enfoque privilegiado en la formación de los docentes y en la
enseñanza. Hubo corrientes alternativas desde el comienzo, pero no alcanzaron a estabili-
zarse en los lugares donde se consolida el poder pedagógico. La obra de Paulo Freire fue un
hito significativo al respecto.
En las décadas recientes, en gobiernos populares, se alcanzaron fronteras inexploradas.
El gobierno boliviano que preside Evo Morales es probablemente la mayor experiencia de
transformación de la escuela tejida con la lengua de la modernidad occidental, en un espa-
cio de educación dialógica, en el sentido de diálogo entre culturas. En muchos de nuestros
países la escuela y la tecnología llegaron juntas a los sectores más excluidos, como parte de
reformas educativas que tenían por finalidad el cumplimiento del derecho universal a la
educación, y específicamente, el derecho a la educación en la propia lengua y cultura.
Pero el entusiasmo de los relatores de los procesos populares, favorables o desfavorables
a ellos, muchas veces opaca otros cursos que se suceden silenciosamente. A ese problema
me referí antes, y también a la opacidad de la historia. Ello ocurría en los países latinoameri-
canos que habían encarado reformas sociales en los años recientes, donde la mitificación de
la obra propia, actitud probablemente indispensable para investirse de poder, actuaba como
un engañoso espejo que nos aseguraba eternidad. En la Argentina, en Brasil, en Venezuela,
en Ecuador, se decía que las conquistas del pueblo eran definitivas, que no habría retroceso
posible, que el pueblo no iba a permitir que fueran desplazados sus gobiernos ni derogados
los derechos que había conquistado (empero, el retroceso que en realidad estamos viviendo,
produce vértigo).
Entretanto, algunos hechos de orden internacional edificaban la estructura legal del
mercado de la educación: el retiro de los Estados Unidos de la UNESCO en 1984; el Consenso
de Washington, en 1989; el Acuerdo General de Comercio de Servicios de la Organización

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Mundial del Comercio (OMC) de 1995, cuyo apartado IV establece la “liberación progresiva”
de la educación por parte de los países miembros; la inclusión de la educación superior en
la lista de bienes transables por parte de la OMC en 1999; la debilidad de su rechazo por la
UNESCO en la Conferencia Mundial de Educación Superior realizada en París en 2009, que

estableció el carácter de “bien social” de la educación superior.


La Organización para el Comercio y el Desarrollo Económico (OCDE), llamada “Club de
los Países Ricos”, encabezó a los organismos financieros internacionales que controlaban
la educación latinoamericana en las décadas anteriores y ubicó a la educación en la lista de
bienes transables, produciendo un salto cualitativo en el poder de las corporaciones sobre la
educación, ahora no solamente la privada sino especialmente la pública. Las corporaciones
inmobiliarias, informáticas, editoriales, comunicacionales, comerciales de todo tipo, a dife-
rencia de los empresarios en educación privada tradicionales, advirtieron que la educación
ofrece oportunidades en su modalidad pública, donde se concentran millones de potencia-
les clientes, cuya reproducción es infinita. Intervinieron en el desplazamiento de los gobier-
nos nacionalistas populares.
Aquellos actores nuevos en el campo educativo entendieron que debían diseñar instru-
mentos que les permitieran regular el mercado. Poseer las llaves de esa operación es una de
las claves del poder corporativo. Se propusieron romper las barreras estatistas no solamente
como vendedores de tecnologías diversas sino penetrando en el tejido de la educación para
controlar los procesos de comunicación social que transitan a través suyo.
Los principales instrumentos que enarbolaron las corporaciones son la evaluación y la
descalificación de la profesión docente. Nos expropiaron la evaluación, que era parte del
proceso de enseñanza-aprendizaje, y que cuenta con una larga tradición en las escuelas, co-
legios y universidades latinoamericanos. El capitalismo no da puntada sin nudo: evaluar no
solamente sirve ahora para estratificar la cultura y programar la oferta de bienes y servicios;
es en sí misma un enorme negocio. Ocurre que el sistema de educación pública se ha conver-
tido de una atractiva presa. Bill Gates apoyó el documental Waiting for Superman, dirigido
por David Guggenheim, una producción que apunta al sentido común del sujeto gestado por
los medios corporativos. Fue duramente impugnado por los gremios docentes estadouni-
denses. La crítica tiene versiones para países latinoamericanos, como el documental mexi-
cano ¡De panzazo!, difundido ampliamente por Youtube. También se ha documentado la in-
jerencia de TV Azteca y Televisa en el mercado de la educación (Hernández Navarro, 2015).
En Estados Unidos, como ha denunciado el periodista David Brooks en el New York Ti-
mes y en La Jornada, la educación alcanzó el segundo lugar en el mercado con cerca de dos
mil millones de dólares en juego, siendo pioneras las empresas dedicadas a vender exámenes
estandarizados para docentes, alumnos y establecimientos educativos, que son las que más
rédito sacan del negocio, alcanzando una tasa de crecimiento de dos dígitos. Rápidos para

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los negocios, el magnate Rupert Murdoch y bancos como Goldman Sachs y JPMorgan Cha-
se han incrementado importantes fondos de inversión en educación.
Evaluar ahora resulta un negocio redondo, inscrito en el discurso pedagógico neoliberal.
El término es ahora medir para tasar, poner precio a cada trozo del proceso educativo. De
eso se trata. La “reforma” consiste en habilitar el sistema público para que la modernización
tecnológica quede en manos de las empresas de informática, se establezcan aranceles para
favorecer los préstamos usurarios de los bancos a las familias, se privatice la administración
de contrataciones de docentes y personal administrativo. Como corresponde a la lógica em-
presarial, hay que bajar costos.
El sistema escolar siempre necesita mejoras, por lo cual no es difícil deducir que denos-
tar a los docentes es una de las más fáciles propuestas publicitarias de la reforma neoliberal,
cuya meta es flexibilizar las formas de contratación. La historiadora de la educación Diane
Ravitch —quien ocupó importantes cargos en el área durante los gobiernos de George H.
W. Bush y Bill Clinton— renunció en 2010 a sus cargos públicos, denunciando el carácter
destructivo de los usos de la evaluación. En su conocido best seller, Ravitch (2010a), criti-
có los usos punitivos de la accountability para echar a educadores y cerrar escuelas. La au-
tora relaciona fuertemente el sostenimiento de la educación pública con el derecho de los
docentes a la negociación colectiva. En un reportaje realizado en 2010 (2010b), comenta
acerca del programa Race to the Top de la administración Obama, destinado a estimular la
competencia entre los estudiantes. La fundación Bill y Melinda Gates costeó la preparación
de los finalistas de una primera ronda para que tuvieran un especial entrenamiento para la
prueba final, con 250 mil dólares a cada uno. Ravitch rechaza esa política educativa diciendo
que niega a los niños, aplica tests malos e incluso fraudulentos. Dice que la administración
Obama, con su retórica de accountability y cambio, ha empeorado la educación llevando a un
extremo las políticas de Bush. Explica que el fraude consiste en exigirles a las escuelas que
apliquen las guías del programa Race to the Top y que logren el 100% de éxito de sus alum-
nos, pues de lo contrario les serán aplicadas sanciones que llegan hasta el cierre del estable-
cimiento o su transformación en charter schools. Ante tal situación, los distintos estados di-
cen haber alcanzado 90% de aprobación, pero cuando se aplica el test nacional, resultó que
únicamente fue 25%. En relación con el papel de las fundaciones, Ravitch afirma que nunca
en la historia de los Estados Unidos hubo fundaciones con la riqueza de la Walton Family, la
Gates y la Walton. Esas tres fundaciones son las que actualmente están comprometidas con
las charter schools y con la evaluación corporativa de los docentes. La autora dice temer por
la sobrevivencia de la educación pública porque veremos muchas, muchas privatizaciones y
ninguna trasparencia acerca de quién las está conduciendo, hacia dónde van, en tanto todo
seguirá siendo determinado por los puntajes de las pruebas. Ravitch espera que la gente no

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se identifique con la mencionada reforma porque se trata de la antítesis de la idea funda-


mental de la educación americana, que es la igualdad de oportunidades.
Angelo Gavrielatos, quien fuera secretario general de la Unión de Educación de Aus-
tralia (AEU) y es actualmente el director de la Investigación Mundial sobre Privatización y
Comercio Educativo, que emprendió en nivel mundial la Internacional de la Educación (IE),
ha dicho recientemente en un congreso realizado en Montevideo:

Estamos avanzando y estamos listos para confrontar a los actores corporativos que están
dispuestos a explotar a nuestros alumnos en las escuelas. Pero no se trata solamente de
Uruguay y Argentina: estamos hablando de un fenómeno global. Es por eso, que en el último
Congreso Mundial de la Internacional de la Educación, nuestros delegados han resuelto en-
frentar el problema de la privatización de la educación a nivel mundial. El análisis es preciso
sobre las políticas neoliberales acerca de la educación. Hubo dos aspectos que se analizaron.
El primero fue que no habíamos tenido en cuenta cuán grande, cuán profundo y cuánto abar-
caba la intención de las corporaciones mundiales por hacerse del mercado educativo. Otro
problema que tuvimos es que pasamos demasiado tiempo describiendo el problema en lugar
de actuar para enfrentarlo (Gavrielatos, 2017).

La IE está conduciendo un movimiento a nivel mundial contra la privatización, que com-


promete a los gremios en general, no solamente a los de educación. Dice Gavrielatos: “La
razón por la cual atacan a la educación es porque el capital global se ha dado cuenta de cuán
lucrativo es el mercado global de la educación.” Y resalta: “No nos consideran personas, no
nos consideran estudiantes, docentes, trabajadores. Nos consideran unidades económicas
a ser explotadas para así poder satisfacer sus motivos y sus razones para generar ingresos
(…) el valor de la educación es ahora de 4.9 billones de dólares por año. Se espera que llegue
hasta 6.3 billones.”
Gavrielatos denuncia que la última frontera a la cual las corporaciones quieren llegar
es la educación, “porque se han dado cuenta que el recurso más renovable de todos son los
niños, los estudiantes. Han destruido los bosques, han terminado los peces en el mar, han
explotado todos los recursos naturales, pero el recurso más renovable de todos son los estu-
diantes. (…)”
La campaña que realiza la IE empezó en India, siguió en Ghana, en Kenia, Uganda, en Fi-
lipinas, Brasil, Colombia, y se continúa promoviendo a nivel de numerosas naciones porque,
como sostiene Gavrielatos, “no hay campaña global sin campañas nacionales.” Se utilizan
lemas como “Educar, no lucrar” y “Los alumnos antes que el lucro”.
La comunidad educativa de la India ha sido tomada por las corporaciones como un labo-
ratorio donde evalúan sus productos para el mercado educativo, antes de llevar su produc-

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ción ya probada a otros países, usando a alumnos y docentes como conejillos de indias. En
cuanto a lo ocurrido en Kenia, es ejemplo de un tipo de privatización que Gavrielatos cali-
fica de “grotesca”. En edificios que se han descrito como semejantes a gallineros, se instaló
Bridge International Academies, una empresa de educación cuyos principales inversores
son Bill Gates y Mark Elliot Zuckerberg, el cofundador de Facebook, destinada a pobres; no
emplea docentes, no aplica el programa oficial sino el que él trae de Boston, Estados Uni-
dos, y sus empleados leen a los alumnos, palabra por palabra, de una tableta. En marzo de
2017, cerca de una fecha electoral en Kenia, la empresa comenzó una campaña contra la IE
y los gremios que denunciaron aquellas irregularidades y amenazó con llevar a los gremios
a juicio. Gavrielatos anuncia que la IE va a llevar la protesta a las calles en Kenia en contra
de estos actores globales y que la misma situación ocurre en Uganda, donde arrestaron en
2016 a un canadiense que estaba investigando las actividades de Bridges. A raíz de la difu-
sión mundial de ese hecho represivo contra la IE, y su repercusión, dos meses después de ser
liberado el investigador, el gobierno de Uganda expulsó a Bridge International Academies.
En ocasión de las reuniones de primavera del Banco Mundial y el Fondo Monetario In-
ternacional, en 2017, veinticuatro sindicatos de docentes de distintos países se manifestaron
en Washington en contra del apoyo financiero que esas entidades ofrecen a corporaciones
que lucran con la educación. Entre otros participaron organizaciones de Estados Unidos,
Brasil, Nueva Zelanda, Portugal, Noruega, Alemania, Reino Unido, Uganda, Argentina,
Uruguay, el Salvador y Honduras. La protesta estuvo dirigida contra el financiamiento a la
empresa Bridge International Academies, cuyo plan de negocios consiste en “emplear per-
sonal no calificado que utiliza un currículum altamente estandarizado en infraestructura de
calidad inferior” y que aclara que “brindar educación de calidad es responsabilidad de los
gobiernos” (Internacional de la Educación, 2017).
En la Argentina, decenas de fundaciones desembarcaron en el último año y medio en el
mercado de la educación pública, ofreciendo a los gobiernos locales personas sin califica-
ción para enseñar, como sustitutos baratos de los docentes agremiados. Se trata de abaratar
costos, reduciendo el rubro más oneroso, como son los salarios docentes, pero hay otros mo-
tivos para afectar a los maestros y profesores: hay millones de ellos, no han sido formados
como agentes del mercado y todavía siguen sosteniendo el discurso estatista y reclamando
“educación común”. Esta última es contraria a la lógica del mercado. Las deudas y las con-
tradicciones congénitas de la educación moderna permiten que las corporaciones mediá-
ticas actúen sobre la opinión pública, en cuyos sentidos tratan de subsumir a los múltiples
sujetos, evitando desplazamientos que desemboquen en la condensación del “pueblo”.
Es interesante señalar la tendencia a desgajar al docente no solo de los demás trabaja-
dores, sino de la población. De ese modo se retira la imagen de maestra/o, profesor/ra de sus
otras posiciones de sujeto: ciudadano/a, hijo/a, madre, padres, hermano, vecino, consumi-

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| POLÍTICAS Y REFORMAS DE LA EDUCACIÓN

dor, televidente y/o activista de las redes sociales. Hay todavía muchas preferencias en favor
del “Apóstol del saber”, lo cual debe examinarse muy cuidadosamente para comprender la
persistencia del elemento espiritual desplazado de los sacerdotes a los maestros cuando se
concibió la escuela laica. Pero no puede dejar de observarse que, especialmente la clase me-
dia, rechaza que los educadores sean denominados “trabajadores”, dado que el docente y la
escuela de los hijos son puestos al servicio de las distinciones sociales.
Las corporaciones van por una reforma mucho más profunda. El poder que aún detenta
la institución escolar es un obstáculo para el mercado, por lo cual se relativiza su eficacia y
avanzan intentos de desescolarización. Fuerzas destituyentes de la escuela, ávidas de apo-
derarse de la educación, usan las críticas de la corriente denominada “reproductivismo”, que
comenzaron en la década de 1960 para socavar sus bases públicas. La privatización sigue
todos los caminos que encuentra.
Me interesa mencionar el trabajo de un equipo de investigadores de la Universidad Au-
tónoma de Barcelona (UAB), que ha elaborado modelos teóricos sobre los procesos de pri-
vatización educativa tomando como objeto de análisis las trayectorias de la privatización
en distintos países latinoamericanos. Los investigadores de la UAB utilizan los conceptos de
“privatización exógena” ( incorporación de actores privados en el mundo educativo) y “pri-
vatización endógena” (incorporación de una lógica propia del sector privado dentro de la
educación pública sin introducir actores). La investigación se centra en la privatización exó-
gena, aunque advierte que en algunos casos se combinan las modalidades. En el análisis se
encuentran las siguientes trayectorias: La privatización educativa como parte de la reforma
estructural del Estado, la privatización como reforma incremental, en procesos progresivos,
menos visibles, la privatización por defecto o emergencia de escuelas privadas de bajo cos-
to por incapacidad del Estado; las alianzas históricas público-privadas (entre el Estado y la
Iglesia, especialmente); la privatización por vía del desastre social y del sistema escolar por
causas políticas o naturales. Encuentran también una privatización latente, en países donde
las políticas de mercado avanzan con lentitud y, finalmente políticas de Contención de la pri-
vatización. Podemos agregar la privatización desescolarizante.
Interesa esta clasificación de estrategias que afectan no solamente la integridad sino la
existencia de los sistemas de educación pública, especialmente si se las relaciona con la polí-
tica de Estados Unidos, de inscribir a los países latinoamericanos en su órbita, en momentos
en los cuales otras potencias y poderes, como China, Rusia o Corea del Norte, o el funda-
mentalismo musulmán, le disputan el poder no solamente sobre la economía sino sobre la
civilización humana. Políticas que carcomen los cimientos de la educación pública debilitan
profundamente a los Estados nacionales y aportan a su sumisión al peligroso juego interna-
cional, en el cual no tienen intereses propios.

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Sin embargo, el factor humano, que es consustancial a la escuela, siempre supone un


margen posible de libertad; hay en él algo incontrolable. Los sistemas latinoamericanos de
educación pública han sobrevivido porque, consciente o inconscientemente, desde posturas
liberales o desde ideales de emancipación, han hecho uso de esa libertad. Ésta, por cierto, es
relativa, limitada, pero mantiene fuegos encendidos. ¿Cuál es la razón para darse por ven-
cidos y entregar la escuela pública e incluso la escuela misma? No hay duda que presenta
resistencias a los cambios porque está formateada con gradualidad, linealidad, pertenece a
la cultura letrada, sigue impregnada de muchos de los sentidos que la fundaron en nuestra
región en el lejano siglo XIX.
Hablemos nuevamente de lo “común”. La opción educación común-monopolio estatal
o desescolarización es la única posible para las imaginaciones conservadoras y habilita un
campo de caza para las inversiones en educación, tal como imaginaron los asistentes en la
famosa reunión de Mont Pelerín y se reproduce cada año en el Foro de negocios de Davos.
En cambio, los liberales latinoamericanos del siglo XIX no podían imaginar una educación en
flujo constante, pero sí en progreso. De todos modos, el flujo no es permanente y el presen-
te no es absoluto, aunque McDonald haya puesto en el aeropuerto de Montevideo un gran
cartel que dice “Trabajamos para el presente”. No solamente hay algunas generaciones de la
letra antigua que sobrevivimos y, en ocasiones, llegamos a ser adoptivos digitales, sino que
los nativos digitales leen y escriben, y en varios idiomas y lenguajes. ¿Es imposible el vínculo
entre generaciones? La “educación común” es un concepto que supone su posibilidad.
¿Qué debería ser la “educación común” sino el acuerdo de una sociedad sobre las confi-
guraciones culturales más importantes que decide compartir? ¿Qué es la educación pública
sino uno de los pilares de un Estado democrático? ¿No es acaso una demostración de la vi-
talidad de la escuela y de los docentes ser el blanco de ataque preferido de los publicitarios
de la libre compraventa de educación? ¿No reside ahí el aspecto ideológico de ese enorme
negocio que son los programas internacionales de evaluación? La escuela es, por definición,
un lugar de comunidad, aunque esté dañada. Por esa razón, la propuesta es hacer esfuerzos
colectivos para transformar la educación, enfrentando la idea de la inevitabilidad de la inco-
municación y de la inutilidad de la experiencia. Otorguemos significación pedagógica a las
nuevas formas de comunicación; tramitemos lo nuevo partiendo de la escuela; rescatemos la
potencialidad comunicacional del sistema educativo.
No le temamos a lo “común”: es sociedad. Si abandonamos la posibilidad de construc-
ción de lo común desde la democracia popular, vamos a fortalecer “los comunes” del mer-
cado; la concentración del poder material y simbólico en unos pocos. Volvamos a construir
lo común entendiendo con Paulo Freire que los humanos somos “seres de la praxis” y, por lo
tanto, con capacidad de crear no solo “los bienes materiales, las cosas sensibles, los objetos,

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sino también las instituciones sociales, sus ideas, sus concepciones”; “los hombres no son,
están siendo” (Rodríguez, 2015: 110-111).
Una pedagogía del “estar siendo” debe pensarse como parte de un proyecto emancipa-
torio, que necesariamente es colectivo y ecologista. Que reivindique la política. Abordemos
la laicidad desde la relación dialógica, cuya gramática es un juego de intercambio, de apren-
dizaje mutuo, de tolerancia y comprensión de los otros, fuera de toda imposición dogmática.
Entendamos la gratuidad como un derecho del pueblo. Sepamos que no existe, en esta era,
un sujeto distinto al Estado para garantizar el derecho humano a la educación, lo que no im-
plica su carácter monopólico, sino de principal responsable; no perdamos de vista que no se
ha elaborado todavía otra opción razonable, capaz de deshacerse y rehacerse transformada,
ante la dislocación del sistema de enseñanza que produce su reducción mercantil.

Referencias

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