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ESPIDO FREIRE

(1974– )
El monstruo de madera
Hay un jardín; tras la ventana hay un jardín. Y yo no quiero. Hay un jardín y yo estoy aquí, con
mi gato, la mano llena de pelos del gato grande y granate que se llama Escarabajo, que viene y se va
como los recuerdos y que deja en casa un rastro de uñas oscuras y prendidas.
Yo hablaba del jardín; digo que hay un jardín ahí, tras el cristal. Digo que alguien toca desde
alguna parte, porque yo escucho viento de música, y tengo miedo de pensar en quién puede querer
pasar frío ahora fuera.
Todo comenzó cuando Rotgen murió. Yo no lo sabía, nadie lo sabía aún, pero la noche en que le
descubrimos balanceándose desde el techo sobre el olor a fuego y cera quemada se firmó la oscuridad
para nosotros y un eterno temor a hablar de violoncelos.
Luego fueron los niños: los ocho niños de la escuelita roja y blanca donde yo enseñaba. La
pequeña, tan vivaz, la rubita del vestido azul que se doblaba con gracia cada vez que recogía algo del
suelo. Ahora, a veces, juega en el jardín, y ella y sus amigos aún muestran las marcas de viruela que
les hizo pasar al otro lado. Yo no entiendo. No sé por qué viene aquí, precisamente, a jugar a mi casa.
No sé muchas cosas. No quiero pensar. Tampoco quiere Escarabajo y recorre inquieto la sala si yo le
encierro, en lugar de ronronear con los ojos cerrados en su cesta.
Györg es mi hermano y está perdido. Daba vueltas como un animal enjaulado y al fin esta mañana,
después de desayunar, dijo, yo salgo. Yo le hice jurar, de acuerdo, no me acercaré al jardín, Andrea,
pero si me hubiese obedecido la comida no se hubiese enfriado sobre la mesa.
¡Chist! No, no es nada. Creí oír el violoncelo. No, no es nada. Será el gato; o el viento. Cuando
los mejores tiempos imperaban no se oía nada nunca, y mi hermano decía qué silenciosa, qué aburrida
es Tiselder, sin un pájaro que se acerque a despertarnos. Entonces no nos dimos cuenta de que
aquellos eran los buenos tiempos. Yo señalaba Checoslovaquia cada mañana en la pizarra ante los
niños, él se ocupaba de sus arriates, no crees que hace demasiado calor para ser Junio, ah, Györg, los
meses se equivocan como nos equivocamos todos, y Rotgen me esperaba y me acompañaba a casa
cada tarde, a distancia, cortésmente, hasta que franqueé el portón de Tiselder y me llevó, vestida de
negro y con un velo blanco y un ramo de azahar, a su casa.
Los niños están ahí de nuevo. Giran con los pies descalzos sobre la nieve, y hacen muecas. Creo
distinguir, aunque aún es pronto, la silueta desgarbada de Györg. Llamo en voz alta, Escarabajo,
dónde estás, ven, toma, Escarabajo. Escarabajo, serpientes, Escarabajo. Mi gato tiene miedo a las
culebras, y es suficientemente tonto como para no saber que en invierno no quedan serpientes.
Nuestro matrimonio se acabó la tercera vez que se alzaron nuestras voces y Rotgen se encaró a
la ventana, yo le volví la espalda y nada más. Él pasaba las tardes descifrando partituras con el
monstruo de madera, y yo llorando y golpeándole si su mano rozaba mi hombro. Entonces regresé a
Tiselder, abracé a mi hermano, que tenía las manos llenas de tierra, y me tumbé en mi cama de soltera.
Volví a la escuela, e incluso quise evitar la expresión dolida de Rotgen cuando me negaba a llevar
hacia él la vista. Mi hermano Györg, el niño que había crecido demasiado deprisa y daba la impresión
de no saber qué hacer aún con sus piernas de potrillo, se movía entre nosotros como un pez
desorientado.
Rotgen hablaba mucho con él; Györg recortaba los setos, plantaba las caléndulas que le tendía y
le miraba con sus incomprensibles ojos ovalados. Györg, le llamo, como llamaba antes a Escarabajo.
Entra, Györg, la sopa se enfría; pero Györg se mezcla cada vez mas claramente con los niños del
jardín, y ya nadie comerá la sopa.
Cuando descubrimos a Rotgen yo tuve que volver de nuevo la vista para no encontrar que era él
el de la sombra oscilante sobre las velas que llenaban el suelo. Lloré más tarde, y me vestí de luto,
pero no me lo devolvieron. Hubiera podido llorar y golpear con puños y pies contra la puerta, pero
no me lo hubieran devuelto. Él se balanceaba de una cuerda en aquella habitación y yo no quise
mirarle ni recoger el violoncelo abandonado. Es curioso, pensé que él había dejado atrás al monstruo
de madera, y sin embargo, jamás pensé en que yo me hubiera, siquiera por un instante, alejado de él.
Si al menos supiera en quién debo pensar, todo sería más fácil. Las cosas pierden su ser, y mi
jardín no es ya el jardín de Györg, sino un sitio de hierba verde puesta de pie entre la nieve, con
búcaros vacíos y flores un poco mustias, donde hay ocho o nueve niños muertos con marcas en la
cara, y un muchacho larguirucho con aspecto ausente, y un gato granate y gordo, y un violoncelo
oculto que estalla sus notas al pie de las escaleras. Sólo tengo que abrir la ventana al aire frío de
invierno y dar unos pasos y también verán, se verá, quién sabe, un vestido de dueña ojerosa, una
trenza larga que se volverá al oírse llamar Andrea.
Apenas recuerdo ya lo que era antes. La monotonía dulce de madrugar para tostar pan blanco y
untarlo con mantequilla y la mermelada favorita de Györg, la de rosas. En verdad, es duro tener que
dejar la vida.
Lo siento.
El violoncelo, ahora sí, llama de nuevo. No sé si llegué a sentirlo alguna vez. No sé si siento. Me
arrepiento del castigo, no de mi manera de obrar. No sé, no sé ni qué resortes pudo invertir Rotgen ni
qué pecado debo purgar para tener el jardín lleno de figuras que gesticulan y forman corro, y de nieve
azulada por la llegada de la tarde.
Marido, escuela, gato, hermano. Palabras sencillas. Me duele, me duele el recuerdo. No sé. Tal
vez todo sea mentira, tal vez no sienta nada y quiera justificar el acre olor que me viene a la garganta
al oír música en el jardín, como antes.
Györg tarda y el gato se ha escapado. Saldré a buscarles y a decir a los niños que no jueguen
cerca de los semilleros que plantamos la última vez. O no.

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