El padre Taos se sentíía al borde de las laí grimas. Habíía vivido muchos momentos tristes, díías tristes, incluso semanas tristes, y tal vez un mes triste en alguna etapa del camino. Pero aqueí l era el peor. Era lo maí s triste que jamaí s habíía visto. En ese instante, se hallaba en el altar del templo de Herere, mirando hacia las filas de bancos de la iglesia. Hoy todo era distinto... Los bancos no estaban como siempre. Deberíían ocuparlos los rostros melancoí licos de los hermanos de Hubal... En la rara ocasioí n en que estaban vacííos, le gustaba observar su pulcritud, o el relajante color lila de los asientos. Hoy los bancos no estaban ordenados, ni siquiera eran ya de color lila. Y lo maí s importante: los hermanos de Hubal no parecíían melancoí licos. Aquel hedor no era del todo desconocido. El padre Taos lo habíía olido cinco anñ os antes. Le devolvioí recuerdos nauseabundos; era el olor de la muerte y la traicioí n, envuelto en una neblina de poí lvora. Los bancos ya no estaban cubiertos de cojines lila, estaban cubiertos de sangre. El conjunto era caoí tico. Y lo peor de todo: los hermanos de Hubal que solíían ocuparlos no parecíían melancoí licos. Estaban todos muertos. Mirando hacia arriba, quince metros sobre su cabeza, Taos vio sangre goteando del techo. La boí veda de maí rmol con arco perfecto habíía sido pintada siglos antes con las hermosas escenas de los aí ngeles danzando con ninñ os felices y sonrientes. Ahora, los aí ngeles y los ninñ os estaban manchados con la sangre de los monjes. Hasta sus expresiones habíían cambiado. Ya no parecíían felices. Sus caras manchadas de sangre expresaban preocupacioí n y tristeza, al igual que el padre Taos. Habíía unos treinta cuerpos tirados sobre los bancos. Tal vez otros treinta se escondíían entre las filas de asientos, o debajo. Soí lo un monje habíía sobrevivido, y eí se era Taos. Un hombre armado con una escopeta de dos canñ ones le habíía disparado en el estoí mago. La herida todavíía sangraba, pero se curaríía. Sus heridas siempre se curaban, aunque las escopetas suelen dejar marca. En su vida habíía recibido otros dos balazos, ambos cinco anñ os antes, la misma semana, con unos díías de diferencia. En la isla de Hubal, habíían sobrevivido suficientes monjes para ayudarlo a limpiar el desorden. Seríía difíícil para ellos, eso lo sabíía, sobre todo para quienes habíían presenciado, cinco anñ os antes, la uí ltima vez que la poí lvora llenoí el templo con su hedor nauseabundo e impíío. Asíí que Taos dio gracias a Dios cuando dos de sus monjes favoritos, los joí venes Kyle y Peto, entraron en el templo por el enorme agujero en que se habíían convertido las puertas de roble que formaban la entrada. Kyle teníía unos treinta anñ os; Peto no pasaba de la veintena. A primera vista, parecíían gemelos, no soí lo por su rostro, sino tambieí n por sus gestos. Eso se debíía en parte a que ambos iban vestidos del mismo modo, y en parte porque Kyle habíía sido el mentor de Peto durante casi diez anñ os. Asíí que el monje maí s joven inconscientemente imitaba la naturaleza tensa y demasiado cauta de su amigo. Ambos teníían la piel tersa y aceitunada, y llevaban la cabeza rapada. Usaban mantos naranjas ideí nticos, como todos los monjes muertos en el templo. En su camino hacia el altar, tuvieron que pisar los cadaí veres de varios hermanos. A pesar de que a Taos le doliera verlos en esa situacioí n, le consoloí el simple hecho de que estuvieran allíí. Su ritmo cardííaco se aceleroí ... Por fin volvíía a latir a un ritmo constante. Peto habíía sido lo bastante considerado para llevarle una pequenñ a taza con agua. Tuvo cuidado en no derramar nada de camino al altar, pero sus manos temblaban visiblemente mientras contemplaba el caos del templo. Casi se sintioí tan aliviado de entregar la taza, como Taos de recibirla. El viejo monje la tomoí en ambas manos y empleoí toda la fuerza que le quedaba para levantarla hacia sus labios. La frescura del agua en su garganta parecioí devolverle la vida. —Gracias, Peto. Y no te preocupes: antes de que termine el díía, volvereí a ser el mismo de siempre — dijo, inclinaí ndose para dejar la taza vacíía en el suelo de piedra. —Por supuesto, padre. —La voz treí mula no parecíía convencida, pero al menos albergaba cierta esperanza. Taos sonrioí por primera vez ese díía. Peto era tan inocente y se preocupaba tanto por los demaí s, que era difíícil no sentirse reconfortado en su presencia, en medio del caos sangriento del templo. Lo habíían llevado a la isla a los diez anñ os, despueí s de que una banda de narcotraficantes asesinara a sus padres. Vivir con los monjes le habíía dado paz interior y lo habíía ayudado a reconciliarse consigo mismo. A Taos le enorgullecíía haber convertido a Peto, junto a los demaí s hermanos, en el ser humano maravilloso, atento y desinteresado que ahora teníía delante. Pero iba a mandarlo al mundo que le habíía robado su familia. —Kyle, Peto... Sabeí is por queí estaí is aquíí, ¿verdad? —preguntoí el monje. —Síí, padre —dijo Kyle, contestando por los dos. —¿Estaí is a la altura de la misioí n? —Por supuesto, padre. Si no lo estuvieí ramos, no nos hubiera llamado. —Eso es cierto, Kyle. A veces olvido lo sabio que eres. Recueí rdalo, Peto. Aprenderaí s mucho de Kyle. —Síí, padre —respondioí Peto, con humildad. —Ahora escuchad con atencioí n. Tenemos poco tiempo. Desde ahora, cada segundo cuenta. La existencia del mundo libre recae en vuestros hombros. —No le fallaremos, padre —insistioí Kyle. —Seí que no me fallareí is a míí, Kyle, pero si fracasaí is seraí la humanidad la que saldraí perdiendo. —Hizo una pausa antes de continuar —: Encontrad la piedra y devolvedla al templo. No dejeí is que esteí en manos del mal cuando llegue la oscuridad. —¿Por queí ? —preguntoí Peto—. ¿Queí podríía suceder, padre? Taos puso una mano en el hombro de Peto, sujetaí ndolo con sorprendente firmeza para un hombre en su condicioí n. Estaba horrorizado por la masacre, por la amenaza que suponíía y, sobre todo, porque no teníía otra opcioí n que enviar a esos dos monjes al peligro. —Escuchad, hijos mííos... Si esa piedra estaí en las manos equivocadas en el momento equivocado, todos lo sabremos. Los oceí anos se elevaraí n y la humanidad seraí eliminada como laí grimas en la lluvia. —¿«Laí grimas en la lluvia»? —repitioí Peto. —Síí, Peto —contestoí con suavidad Taos —, justo como «laí grimas en la lluvia». Ahora apresuraos. No hay tiempo para que os lo cuente todo. La buí squeda debe empezar de inmediato. Cada segundo que pasa, cada minuto que transcurre, nos acerca al final del mundo que hemos conocido y amado. Kyle limpioí una mancha de sangre de la mejilla de su superior. —No se preocupe, padre, no perderemos el tiempo. —A pesar de todo, dudoí un momento y luego preguntoí —: ¿Doí nde debemos empezar nuestra buí squeda? —En el mismo lugar de siempre, hijo míío. En Santa Mondega. Ahíí es donde ellos maí s codician el Ojo de la Luna. —Pero ¿quieí nes son «ellos»? ¿Quieí n lo tiene? ¿Quieí n ha hecho todo esto? ¿A quieí n, o queí , estamos buscando? Taos hizo una pausa antes de responder. De nuevo examinoí la matanza a su alrededor y recordoí el momento en que habíía mirado a su atacante a los ojos, justo antes de que le disparara. —Un hombre, Kyle. Buí scalo. No seí su nombre, pero cuando llegueí is a Santa Mondega, preguntad por el hombre al que no se puede matar. Averiguad quieí n es capaz de asesinar a treinta o cuarenta personas sin siquiera despeinarse. —Pero, padre, si existe un hombre asíí, ¿la gente no temeraí decirnos quieí n es? A Taos le irritaron las preguntas de Kyle, pero el monje estaba en lo cierto. Pensoí en ello durante un instante. Uno de los puntos fuertes de Kyle era que, si preguntaba, al menos lo hacíía con inteligencia. En esa ocasioí n, Taos teníía una respuesta. —Síí, tendraí n miedo, pero en Santa Mondega un hombre venderaí su alma al lado oscuro por un punñ ado de billetes. —No comprendo, padre. —Por dinero, Kyle, por dinero. La basura y la escoria de la Tierra haraí n lo que sea por eí l. —Pero nosotros no tenemos dinero, ¿verdad? Usarlo va contra las leyes sagradas de Hubal... —Teí cnicamente, síí —comentoí Taos—, pero aquíí tenemos dinero. Soí lo que no lo gastamos. El hermano Samuel se reuniraí con vosotros en el puerto. Os entregaraí una maleta con maí s dinero del que necesita cualquier hombre. Empleadlo con moderacioí n para conseguir la informacioí n necesaria. —Una ola de cansancio se apoderoí de eí l. Taos se palpoí el rostro antes de continuar—: Sin dinero no durarííais un díía en Santa Mondega. Asíí que no lo perdaí is bajo ninguí n concepto. Y estad atentos. Si se corre la voz de que teneí is dinero, ciertas personas vendraí n a buscaros. Os aseguro que son peligrosas. —Síí, padre... Kyle se emocionoí . Aqueí l seríía su primer viaje desde que estaba en la isla. Todos los monjes de Hubal llegaban allíí de ninñ os, y las oportunidades de dejar la isla se presentaban una vez en la vida, o ni siquiera eso. Kyle se sintioí culpable al instante. En el templo no cabíían los sentimientos. —¿Hay algo maí s? —preguntoí . Taos sacudioí la cabeza. —No, hijo míío. Ahora marchaos. Teneí is tres díías para recuperar el Ojo de la Luna y salvar al mundo. Y el tiempo ya estaí corriendo en el reloj de arena. Kyle y Peto hicieron una reverencia ante el padre Taos y luego se encaminaron hacia la salida del templo. Necesitaban respirar aire puro. El hedor de la muerte les daba naí useas. Lo que no se imaginaban era que volveríían a olerlo. El padre Taos se lo temíía. Y mientras los veíía marcharse, deseaba haber tenido el valor de contarles queí les esperaba en el mundo exterior. Cinco anñ os antes, habíía mandado a otros dos joí venes monjes a Santa Mondega. Jamaí s habíían vuelto, y soí lo eí l sabíía por queí .