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La política española y los hijos de Saturno

Juan Dorado

En una reciente entrevista televisiva de promoción de su última novela, ese ejemplo patrio
de literatura testosterónica llamado Arturo Pérez Reverte, además de asegurar que podría dar
lecciones sobre la mejor manera de acuchillar a alguien, también remitía la habitual división
de las izquierdas en España hasta el asesinato de Viriato. La figura histórica de este proto-
guerrillero hispánico contra el imperialismo romano está demasiado emborronada por la
leyenda y la propaganda nacionalista como para que podamos decir algo mínimamente fiable
sobre sus andanzas. De todas formas, el ser humano es un animal esencialmente mitómano,
así que, para nuestros propósitos, nos sirve la leyenda que cuenta que Viriato fue asesinado
cobardemente por tres de sus lugartenientes mientras dormía. Cuando los homicidas fueron
a cobrar la recompensa al campamento de los invasores, el general romano los rechazó
espetándoles: “Roma traditoribus non praemiat” (Roma no paga a traidores). No sé en qué
estaría yo pensando, pero no pude evitar acordarme de la enésima crisis que el PSOE vive en
estos días y que, hasta ahora, se ha saldado con una rebelión interna que acabó con el
“asesinato” político de su secretario general y la aprobación de la “abstención
responsabilidad” de su grupo parlamentario para permitir la “gobernabilidad” del país por
parte de sus tradicionales adversarios. “Gobernabilidad” o “responsabilidad” son algunos de
esos términos tan rimbombantes como vacíos, tan queridos por políticos profesionales y
periodistas afines, que encubren esa estrategia neoliberal de socialización de pérdidas y
privatización de beneficios, que ha llegado a convertirse en el sentido común de la política
de nuestros días.

En realidad, el párrafo que acaban de leer es sólo una excusa para reivindicar el inagotable
potencial de las humanidades en el análisis de los acontecimientos políticos: la historia, la
literatura, la filosofía son instrumentos esenciales para entender el mundo que vivimos, así
como para ayudarnos a pensar y, de ese modo, prevenir catástrofes sociales. El hecho de que
sufran actualmente una creciente marginación en los planes de estudios explica, en parte, que
observemos alarmados el apocalipsis cotidiano que retransmiten en directo los medios de
comunicación. No son las desventuras de Viriato, sin embargo, las que mejor pueden
servirnos para entender no sólo la reciente implosión del Partido Socialista, sino asimismo la
fractura generacional entre “vieja” y “nueva” política en nuestro país. A mi entender,
debemos recurrir a algunos de los mitos griegos que nutrían las antiguas tragedias para
analizar lo sucedido en los últimos tiempos. Parto de la premisa argumental que desarrollé
en otro artículo anterior publicado en este mismo espacio: la democracia es un régimen
trágico. Dado que se basa (teóricamente) en el poder popular, sin atender a los límites
trascendentes de doctrinas religiosas o morales, en democracia el gobierno puede hacerlo
todo, pero no debe hacerlo todo. Es decir, se trata de un sistema político que debe introducir
(a diario) límites a su práctica. Su fundamento, si no quiere convertirse en una tiranía, debe
ser la autolimitación de la hybris (o fantasías de omnipotencia) de la ciudadanía y de sus
representantes. Y ése era el tema de todas las tragedias griegas. Por eso no entiendo la razón
por la que la ciencia política contemporánea, centrada en el estudio del régimen democrático,
no da prioridad a la lectura de los grandes autores trágicos (Esquilo, Sófocles y Eurípides)
que escribieron sus obras para fortalecer las virtudes cívicas y el autogobierno de Atenas y,
por el contrario, sigue empezando la historia de las ideas políticas por los aristocráticos
filósofos (Platón y sus discípulos), enemigos mortales de todo lo que oliera a democracia.
Bueno, mejor dicho, sí lo entiendo. Y, por decirlo en pocas palabras, me parece inteligente.
Y perverso.

Centrémonos, ahora, en el mito griego en cuestión. Considero que el lector de este artículo
será lo suficientemente sagaz para sustituir mentalmente a las figuras mitológicas por los
personajes reales que pueblan la política española de hoy día. En todo caso, dejo que los
lectores ejerzan la muy democrática libertad de asociación.

Empiezo recordando que, antes de los dioses del Olimpo, existió una edad dorada regida por
el titán Cronos y caracterizada por una prosperidad y abundancia aparentemente sin fin. Este
titán procedía de una familia disfuncional: su madre y su abuela eran la misma persona,
accedió al poder castrando a su padre Urano y acabó casándose y engendrando vástagos con
su hermana Rea. Los griegos que, en el fondo, eran un pueblo muy realista, sabían que el
verdadero mito es la familia funcional y amorosa (uno que sólo existe en los catecismos y
los libros de autoayuda). El caso es que su madre-abuela Gea profetizó a Cronos que uno de
sus hijos acabaría destronándole y convirtiéndose en el nuevo señor del universo. Siguiendo
la tónica habitual de los poderosos, a Cronos le horrorizaba la idea de abandonar su cetro, así
que decidió devorar a cada uno de los hijos paridos por su esposa-hermana. Ésta, cansada ya
del canibalismo paterno-filial de Cronos, escondió al más pequeño, Zeus, y le entregó en su
lugar una piedra envuelta en pañales, que fue ingerida por el padre sin el menor problema. El
pequeño Zeus creció escondido en una cueva y, pasado el tiempo, salió a la luz para ejercer
de copero de su padre. Se las ingenió para hacerle beber un veneno con el que vomitó a todos
los hijos previamente engullidos. Puesto que eran dioses, y por ello inmortales, habían
continuado desarrollándose en el estómago paterno. Los hijos varones vomitados, Hades y
Poseidón, eligieron a su salvador Zeus como nuevo jefe de los dioses, se enfrentaron a los
titanes, ganaron la mayor batalla que el mundo haya visto jamás, desterraron en el Tártaro a
Cronos y la generación precedente y terminaron por repartirse el territorio conquistado.

La historia, no obstante, no acaba aquí. Un tío y aliado de Zeus, el titán Prometeo, engañó y
traicionó al nuevo rey de los dioses, entregando a la humanidad el fuego y las artes, con las
que podrían sobrevivir sin la ayuda de los dioses olímpicos. Es decir, les dio libertad y
autonomía política a los pobres mortales. Zeus no podía dejar que minaran de esta forma su
autoridad, así que encadenó a Prometeo a una roca del Cáucaso. A lo que Prometeo respondió
profetizando que también Zeus acabaría destronado por uno de sus hijos. Al negarse el titán
a descubrir quién sería el hijo rebelde, Zeus redobló el castigo a Prometeo: además de
permanecer encadenado, enviaría cada día a un águila para que se comiera su hígado. La
inmortalidad de Prometeo convertía en interminable este suplicio. Prefirió, no obstante,
malvivir con dignidad antes que someterse a los caprichos de un nuevo tirano a quien, por
otra parte, había ayudado a auparse en el poder.

Posteriormente, otro mito, el de Edipo, reproducirá este esquema circular de padres celosos
que desean eliminar la competencia de sus descendientes y de hijos que, de forma bastante
comprensible, pretenden sobrevivir ocupando el lugar de unos padres cuya codicia y soberbia
han destruido su presente y su futuro.

Los romanos llamaron Saturno al griego Cronos. Celebraban unas fiestas en su honor
llamadas Saturnalia que, por cierto, tenían lugar a finales de diciembre. ¿Les suena de algo?
En todo caso, si quieren acabar de entender el colapso del sistema político español, les
recomiendo que vayan al Museo del Prado. Concretamente a la sala de las pinturas negras
de Goya. Allí, además de detenerse ante la demoledora Duelo a garrotazos, pueden
estremecerse ante otra obra, Saturno devorando a un hijo, lamentablemente más actual que
cualquier viñeta aparecida en los periódicos de hoy.

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