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José María Ruiz-Vargas (2004). Trauma y


memoria: De la persistencia de los recuerdos a
la amnesia. En Cerebro y conducta (pp. 3....

Chapter · January 2004

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José María Ruiz-Vargas


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Trauma y memoria:
De la persistencia de los recuerdos a la amnesia
José María Ruiz-Vargas
Universidad Autónom a de Madrid

INTRODUCCIÓN
ESTRÉS Y TRAUMA
ESTRÉS EMOCIONAL Y MEMORIA
Recuerdos fotográficos
Estrés emocional y tipo de información recordada
TRAUMA Y MEMORIA
Trastorno por estrés postraumático
Memoria y TEPT
Recuerdos traumáticos versus recuerdos ordinarios: ¿Diferentes o similares?
Mecanismos especiales de los recuerdos traumáticos
A LA BÚSQUEDA DE UNA EXPLICACIÓN DE LOS RECUERDOS TRAUMÁTICOS
La ley de Yerkes-Dobson
La hipótesis de Easterbrook
El impacto del trauma sobre la memoria: Una explicación neurocognitiva
Sistemas cerebrales de memoria
Sistemas de memoria “caliente” y “frío”
Hormonas del estrés y recuerdos traumáticos
COMENTARIO FINAL
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Una versión resumida de este trabajo constituyó el contenido de la Conferencia Inaugural que, con el mismo título,
fue impartida por el autor en la X Reunión sobre Daño Cerebral y Calidad de Vida organizada por la Fundación
MAPFRE Medicina y dedicada al tema “Cerebro y Memoria”.
Dicha reunión tuvo lugar en Madrid los días 18 y 19 de Noviembre de 2004.

La presente versión disponible en Internet tiene exclusivamente fines docentes

• La edición íntegra de este trabajo apareció publicada en la monografía coordinada por J.M. Muñoz Céspedes y
A. Ruano Hernández (2004) Cerebro y memoria. Madrid: Fundación MAPFRE Medicina, pp. 3-64.
• Toda mención directa o indirecta del presente trabajo deberá hacerse según la siguiente referencia:
RUIZ-VARGAS, J.M. (2004). Trauma y memoria: De la persistencia de los recuerdos a la amnesia. En J.M.
Muñoz Céspedes y A. Ruano Hernández (Coord.), Cerebro y memoria. Madrid: Fundación MAPFRE Medicina,
pp. 3-64.

© José M. Ruiz-Vargas, 2005


jmr.vargas@uam.es
2 JOSÉ MARÍA RUIZ-VARGAS
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INTRODUCCIÓN

La noche del 8 de mayo de 1981, cuando sólo faltaban unos días para terminar su primer año de
universidad, Alice Sebold, de 18 años de edad, fue brutalmente violada en el campus de su propia
universidad. Casi veinte años después de aquella experiencia demoledora, Alice Sebold, convertida
actualmente en una novelista de éxito, ha tenido la valentía de narrar los hechos con la máxima
fidelidad en su obra-testimonio Afortunada1. En ese conmovedor relato autobiográfico, además de
encontrar muchas de las claves para entender el mundo destrozado, repleto de miedo y de
ansiedad, de terror y de indefensión, de desánimo y de aislamiento al que la arrojó la indescriptible
forma de tortura que significó para ella ser violada, Sebold nos muestra con toda crudeza cómo
aquella devastadora experiencia se instaló en su mente y siguió ejerciendo intensa y
persistentemente una influencia negativa sobre sus actitudes, sus deseos, sus creencias, sus
intereses, sobre su ánimo y sus emociones, y sobre su conducta en general. La sensación de
sentirse atrapada por un monstruo del que nunca podrá liberarse es dramática cuando piensa
“Comparto mi vida, no con las chicas y chicos con los que crecí, ni con los estudiantes con los que
fui a Syracuse [su universidad, en el estado de Nueva York], ni siquiera con los amigos y la gente
que he conocido después. Comparto mi vida con mi violador. Está ligado a mi destino”. En
definitiva, los recuerdos persistentes de su experiencia traumática la llevan al convencimiento de
que “Parecía que había nacido para vivir obsesionada por la violación, y empecé a vivir de ese
modo”.
El recuerdo permanente y repetitivo de eventos que uno preferiría olvidar no es una
experiencia exclusiva de personas que, como Alice Sebold, han tenido la desgracia de sufrir una
agresión sexual o han sido víctimas de un asalto violento, de un intento de homicidio o de un
desastre natural. No, el sentirse invadido por recuerdos que se cuelan en nuestra conciencia
furtivamente, involuntariamente, de un modo incontrolable e incluso debilitante, como algo
extraño que se apodera de nuestra voluntad, no es algo único de las personas que han sufrido una
experiencia traumática, sino que se trata de una experiencia frecuente en la vida cotidiana de
cualquier persona, aunque, naturalmente, no lo hace por lo general con la intensidad y el
sufrimiento que en el caso de personas víctimas de un trauma. Quién no ha pasado a veces por la
situación de desear olvidar algo desagradable y no ha encontrado el modo de quitárselo de la
cabeza durante un tiempo más prolongado de lo deseable.
En cualquiera de las situaciones imaginables, resulta fácil comprobar que el carácter
repetitivo e intrusivo de los recuerdos parece estar determinado por su fuerte carga emocional. Es
decir, que cuando algo se instala en contra de nuestra voluntad en nuestra conciencia, ya sea en
forma de imágenes recurrentes o en forma de pensamientos rumiativos, es porque fue
experimentado entre sentimientos y emociones claras. No rumiamos ni nos atormentamos con el
recuerdo de las innumerables experiencias intrascendentes de la vida cotidiana.
Ahora bien, las experiencias que remueven nuestras emociones no generan
sistemáticamente recuerdos persistentes. Más aún, existen muchas situaciones en las que la
vivencia de un suceso traumático produce el fenómeno justamente contrario: el olvido total o
parcial y temporal o permanente de dicho suceso. Sven-Åke Christianson y Elisabeth Engelberg, dos
psicólogos de la Universidad de Estocolmo, ilustran dramáticamente esto último con el siguiente caso
real: “Dos parejas están sentadas en un banco fuera de un restaurante. Una de las mujeres ve
cómo tres hombres vienen hacia ellos. Ella percibe su actitud hostil, dirigida principalmente hacia
los hombres que las acompañan. Lo siguiente que puede recordar esta mujer es que está de
rodillas junto a su marido que acaba de ser apuñalado hasta morir” (1997, p. 232). Según los
testigos presenciales, aquella mujer se acercó a los asesinos e intentó detenerlos, forcejearon, los
desconocidos la arrojaron al suelo y le pusieron un cuchillo en la garganta, y en esa posición pudo
contemplar cómo su marido era asesinado. Como señalan Christianson y Engelberg, la mujer no
estaba bajo los efectos del alcohol ni de ninguna otra droga en el momento del suceso; sin
embargo, dos años después de aquel terrible y traumático suceso, sigue sin poder recordar la
secuencia de eventos horribles que transcurrió entre los asesinos acercándose y ella junto a su
marido asesinado, que es lo único que recuerda.
¿Cómo conciliar teóricamente estos dos efectos, totalmente contrapuestos, de las
experiencias traumáticas sobre la memoria? ¿Por qué unas veces el trauma da lugar a recuerdos
extremadamente persistentes y otras sume a la víctima en una amnesia del suceso? El hecho

1
La obra autobiográfica Afortunada, de Alice Sebold, ha sido publicada en castellano por la Editorial Mondadori, Barcelona,
2004.
Trauma y memoria 3
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paradójico y, en consecuencia, desconcertante de que las experiencias traumáticas unas veces


sean recordadas excesivamente, incluso en contra de la voluntad de la víctima, mientras otras
resultan imposibles de recordar en absoluto, sirve para sacar a la luz el espinoso problema del
impacto real de las emociones sobre la memoria, es decir, si la emoción aumenta o disminuye la
fuerza de los recuerdos. Nadie pone en duda que las emociones tienen efectos claros sobre
nuestros recuerdos, pero, como estamos viendo, la dirección de tales efectos resulta confusa. Y es
que tanto las investigaciones de laboratorio como la observación clínica y, por supuesto, la mera
experiencia personal de la propia vida cotidiana, nos ofrecen ejemplos de la complicada influencia
que sobre nuestra memoria ejercen los afectos, los sentimientos y las emociones en general. Hoy
por hoy, la ciencia sigue sin encontrar una respuesta satisfactoria para explicar por qué razón las
experiencias que nos violentan (externa y/o internamente) y desencadenan en nosotros una
cascada de emociones –con independencia de que sean de signo positivo o negativo– unas veces
dejan en nuestra memoria recuerdos de una vividez y duración sorprendentemente altas y otras
veces, sin embargo, parece que borran hasta el más mínimo vestigio de tales experiencias.
El objetivo de este trabajo será, precisamente, tratar de arrojar luz sobre los efectos de los
eventos traumáticos –cargados, por definición, de emociones intensas– sobre la memoria.
Recurriendo a evidencia empírica y a argumentos teóricos del nivel cognitivo y del nivel
neurocognitivo, intentaré ofrecer una explicación final que permita dar cobertura teórica tanto a los
recuerdos persistentes como a la amnesia traumática. La consecución de estos objetivos requiere,
en mi opinión, revisar antes una serie de cuestiones íntimamente relacionadas con nuestro
problema. Por tanto, en primer lugar, estableceré una serie de ideas básicas sobre los conceptos
de estrés y de trauma; a continuación, presentaré algunos hallazgos relevantes acerca de los
efectos del estrés sobre la memoria; después, analizaré las relaciones entre trauma y memoria –el
núcleo central de este trabajo–, donde me detendré en el debate relativo a si los recuerdos
traumáticos son el resultado de la acción de mecanismos especiales o de mecanismos ordinarios
de memoria. Finalmente, intentaré configurar un marco teórico de naturaleza neurocognitiva para
la explicación de los efectos de las experiencias traumáticas sobre la memoria humana.

ESTRÉS Y TRAUMA

El estrés es algo inherente a la vida de todos los animales. La vida exige el mantenimiento
relativamente constante del medio interno (“homeostasis” llamó Cannon a ese equilibrio interno) y
responder a los cambios que continuamente se producen en el medio externo (el proceso de
adaptación). Mantener el equilibrio interno y responder adaptativamente implican, a su vez, un
conjunto diverso y complejo de reacciones, como, por ejemplo, activaciones fisiológicas,
respuestas emocionales, respuestas cognitivas, y respuestas motoras y conductuales, en general.
Ante cualquier estímulo o demanda ambiental, el organismo emitirá siempre dos tipos de
respuesta: una específica para la situación estimular concreta y otra no específica. Hans Selye
(1956), el gran pionero en el estudio del estrés, llamó, precisamente, “síndrome de estrés
biológico” (más conocido como “Síndrome General de Adaptación”) a la respuesta no específica
del organismo ante cualquier demanda, que consiste, básicamente, en prepararse para “atacar o
escapar”. Pues bien, la “respuesta no específica” es la que se corresponde con la “respuesta de
estrés”.
La comprensión científica del estrés es cada vez mayor; no obstante, no es fácil encontrar
una definición de estrés que cuente con la aceptación de una mayoría. La razón, si no
fundamental, sí, al menos, muy influyente en la dificultad de encontrar una definición
universalmente compartida deriva del hecho aceptado de que el estrés es subjetivo. Lo que resulta
estresante para una persona puede no serlo para otra, y lo que en un momento determinado es
estresante para un individuo puede no serlo para el mismo en un momento posterior.
Resulta claro, pues, que la respuesta al estrés es un mecanismo básico de supervivencia,
una parte esencial y absolutamente necesaria de nuestras vidas. Sin embargo, cuando vivimos y
trabajamos bajo los efectos de estresores intensos o que se mantienen durante períodos
prolongados de tiempo, o lo que es lo mismo, cuando el individuo vive y trabaja en situaciones de
estrés crónico, el estrés se convierte en un problema. Por esta razón, en el contexto de uso actual,
el término estrés hace referencia a cualquier condición que altera seriamente la homeostasis
fisiológica y psicológica. En otras palabras, una situación se convierte en estresante cuando los
mecanismos normales de regulación homeostática del organismo fracasan para adaptarse a ella.
En tales casos, el cuerpo emite una gran variedad de respuestas; a saber, respuestas fisiológicas
(e.g., aumento de la secreción de hormonas del estrés, como la adrenalina o el cortisol, etc.),
4 JOSÉ MARÍA RUIZ-VARGAS
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respuestas emocionales (e.g., ansiedad, irritabilidad, miedo, etc.), respuestas cognitivas (e.g., falta
de concentración, distraibilidad, olvidos, etc.) y respuestas conductuales (e.g., ingesta excesiva de
alimentos, abuso de sustancias, conductas impulsivas, etc.).
El estrés crónico tiene un impacto tremendo sobre los individuos y las sociedades
industrializadas. Los trastornos relacionados con el estrés, que cubren un rango amplio que iría
desde trastornos psiquiátricos (ansiedad, estrés postraumático, depresión) a enfermedades físicas
(trastornos digestivos, cardiovasculares, inmunológicos, etc.), son cada vez más comunes, de modo
que actualmente se estima que afectan aproximadamente al 5-15% de la población occidental
(cifras tomadas de Mayer y Fanselow, 2003). En pocas palabras, y para los propósitos de este
trabajo, resulta especialmente relevante destacar que el estrés elevado o crónico tiene
repercusiones graves sobre el funcionamiento emocional y cognitivo de las personas.
¿Qué diferencia al estrés del trauma?, o ¿cuándo los efectos del estrés se convierten en
traumáticos? Estas son cuestiones, en cierto modo, muy relativas, precisamente porque, como ya
se ha apuntado, el estrés es subjetivo. Lo cual significa que, en términos generales, el
afrontamiento de una situación no permitiría predecir a priori sus efectos sobre un individuo o un
grupo, aunque existen criterios externos que permiten establecer ciertos niveles de vulnerabilidad
al estrés en personas con determinadas características psíquicas. Lo que trato de subrayar es que
la subjetividad de las respuestas al estrés prácticamente obliga a que los juicios sobre el nivel real
del impacto de una situación estresante sean generalmente juicios post hoc. Por eso, algunos
autores señalan muy oportunamente que “el trauma es definido por la experiencia del
superviviente”2. Nadie puede predecir la profundidad ni la extensión de los efectos que sobre
cualquier persona puedan tener situaciones tan emocionalmente fuertes como la muerte de un ser
querido, un asalto con agresión sexual, una experiencia de combate o un secuestro. De hecho,
frente a los casos más frecuentes de trastornos emocionales serios con secuelas marcadas y
duraderas en las víctimas, existe también un buen número de casos en los que esa misma clase
de eventos apenas produce efectos perturbadores en algunas personas. De ahí la importancia de
hacer hincapié en que es la experiencia subjetiva lo que determina que un evento sea o no
traumático. Por consiguiente, considero que el estrés puede producir una variedad amplia de
efectos sobre el organismo humano, cuya severidad se extendería a lo largo de un continuo
comprendido entre un extremo inferior –representado por experiencias emocionales ligeras y
transitorias– y un extremo superior –representado nítidamente por el trauma psicológico3.
Hechas estas observaciones, quisiera señalar que resulta sorprendente comprobar cómo
en la literatura científica sobre el “trauma psicológico” algunos autores definen o se refieren al
trauma como a “un evento” o “un suceso”. Llama la atención, en este sentido, que, precisamente,
la American Psychiatric Association, a través del DSM-IV (p. 424) incurra en esta equivocación
cuando define el “trauma” como “un evento o eventos que implican una amenaza de muerte o la
muerte real o lesiones graves, o una amenaza para la integridad física del yo o de los otros”. Sin
embargo, debe quedar muy claro que el trauma psicológico no es algo externo al sujeto, del tipo de
un ataque violento o la muerte de un padre, sino la experiencia interna, la vivencia, el modo
particular de reaccionar ante esos eventos emocionalmente estresantes. Lo que es externo es el
evento traumático, cuya experiencia será incorporada a la mente en forma de trauma. “Es la
experiencia subjetiva de los acontecimientos objetivos lo que constituye el trauma”, advierte Allen
(1995, p. 14). Por tanto, el trauma psicológico debe ser definido como la experiencia o la vivencia
emocionalmente demoledora “que sigue a la exposición a un acontecimiento estresante y
extremadamente traumático, donde el individuo se ve envuelto en hechos que representan un
peligro real para su vida o cualquier otra amenaza para su integridad física” (DSM-IV-TR, 2002, p.
518).
El trauma se produce siempre que un acontecimiento es tan estresante que sobrepasa los
mecanismos de afrontamiento de las personas. En esas situaciones, la persona tiene la terrible
“experiencia de haber sido convertida en un objeto, en una cosa, en víctima de la furia de otro, en
víctima de la indiferencia de la naturaleza” (Spiegel, 1997). La psiquiatra estadounidense Judith
Herman expresa el significado del trauma con una profundidad y una crudeza sobrecogedoras

2 La cita es de Esther Giller, Presidenta y Directora de The Sidran Foundation, y aparece en su trabajo What is psychological
trauma? [http://www.sidran.org/whatistrauma.html] 19/05/04.
3 Además de las características personales y de los múltiples elementos que pueden “amortiguar” el impacto de los

sucesos (p.ej., apoyos sociales), en la determinación a priori de los efectos del estrés podría aceptarse que los eventos
conllevan intrínsecamente cualidades más o menos estresantes. No parece comparable la gravedad de un secuestro con la
noticia de un suspenso; sin embargo, la vida nos enseña que a veces el segundo suceso puede tener consecuencia mucho
más dramáticas que el primero.
Trauma y memoria 5
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cuando dice: “El trauma psicológico es la aflicción de los que no tienen poder. En el momento del
trauma la víctima se ve indefensa ante una fuerza abrumadora. Cuando esa fuerza es la de la
naturaleza hablamos de desastres. Cuando pertenece a otro ser humano hablamos de
atrocidades. Los acontecimientos traumáticos destrozan los sistemas de protección normales que
dan a las personas la sensación de control, de conexión y de significado” (p. 63).

ESTRÉS EMOCIONAL Y MEMORIA

Un buen número de estudios sobre la memoria de eventos emocionales de la vida real (e.g., Brown
y Kulik, 1977; Rubin y Kozin, 1984; Yuille y Cutshall, 1986) apoya la idea muy extendida entre la
gente lega de que los sucesos traumáticos se recuerdan muy bien. De hecho, algunos
investigadores han establecido firmemente que los recuerdos de sucesos negativos o traumáticos
son extremadamente exactos, contienen muchos detalles y son muy persistentes (Yuille y Cutshall,
1986). Sin embargo, otros investigadores y teóricos no apoyan ese punto de vista sino que, por el
contrario, sostienen que los recuerdos traumáticos contienen errores, sufren distorsiones y se
desvanecen con el paso del tiempo en la misma medida que los recuerdos ordinarios (e.g., Loftus y
Kaufman, 1992; Neisser y Harsh, 1992; Rubin, 1992; para una revisión, véase Schacter, 1996,
cap. 7).
Así pues, el problema central al que se enfrentan los investigadores de la memoria cuando
analizan las relaciones entre estrés y memoria (y también entre trauma y memoria) implica, entre
otras, las dos siguientes cuestiones fundamentales: (1) cómo afecta el estrés a la exactitud de los
recuerdos, y (2) qué efectos tiene el estrés sobre la duración de los recuerdos. Exactitud y duración
de los recuerdos de situaciones vividas en condiciones de estrés elevado son, por tanto, las
variables de memoria sobre las que estará organizado este apartado; aunque el problema que
tenemos entre manos no se agota aquí. Porque, ¿qué ocurre con la atención, un factor crucial en el
funcionamiento de la memoria, bajo condiciones de alto estrés? Este es otro problema de gran
complejidad que, por razones obvias, no será abordado en esta revisión, aunque resultará
inevitable hacer alusión a algunos fenómenos atencionales de especial relevancia a medida que
avancemos4.
La problemática, pues, a la que nos enfrentamos es extraordinariamente amplia y
compleja, por lo que se hace necesario adoptar algunos criterios restrictivos. Así pues, en este
apartado me limitaré a revisar solamente los efectos que sobre la memoria ejerce el estrés
emocional o, lo que es lo mismo, los eventos emocionales negativos, recurriendo, cuando resulte
oportuno y puntualmente, a algunos fenómenos atencionales íntimamente relacionados con el
estrés elevado.
El impacto del estrés emocional sobre la memoria está siendo estudiado, desde hace
algunas décadas, a través del análisis de tres condiciones particulares: la memoria de testigos, los
recuerdos fotográficos (flashbulb memories) y los recuerdos traumáticos. La memoria de los
testigos de acontecimientos de alto estrés emocional es un campo de investigación con entidad
propia que no será revisado aquí (para revisiones, véanse Loftus, 1979; Mira, 1991; Deffenbacher,
1996; Sporer, Malpass y Koehnken, 1996). En esta revisión, analizaré algunos de los hallazgos
más relevantes obtenidos en estudios sobre recuerdos fotográficos, en estudios sobre la
interacción entre el nivel de estrés emocional y el tipo de información que se recuerda (central
versus periférica), y en estudios sobre el recuerdo de las experiencias traumáticas. Esta última
cuestión será desarrollada en el apartado sobre trauma y memoria.

Recuerdos fotográficos

El término recuerdos fotográficos se aplica al recuerdo de aquellas situaciones en las que una
persona que tiene noticia de un suceso traumático (e.g., el asalto al Congreso de los Diputados el
23 de Febrero de 1981, el asesinato del Presidente Kennedy o el derrumbe de las Torres Gemelas
de Nueva York) mantiene un recuerdo especialmente vívido, claro y repleto de detalles sobre las
circunstancias en que se encontraba cuando se enteró de la noticia; a saber, el lugar, el momento,
el informante, la actividad que estaba desarrollando, etcétera; un recuerdo casi fotográfico del
escenario en el que estaba que parece haber quedado congelado en su memoria y que, además,
parece inmune al olvido y al paso del tiempo.

4En un trabajo anterior, he analizado con cierto detalle los efectos del estrés sobre la atención, que el lector interesado
puede consultar en Ruiz-Vargas (2005).
6 JOSÉ MARÍA RUIZ-VARGAS
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Desde el trabajo pionero de Brown y Kulik (1977), han sido muchos los estudios que han
confirmado el recuerdo especialmente preciso y duradero que las personas tenemos de
acontecimientos públicos y emocionalmente impactantes (e.g., Yarmey y Bull, 1978; Bohannon,
1988; Christianson, 1989; Ruiz-Vargas, 1993).
La gran exactitud y la extraordinaria longevidad de los recuerdos fotográficos han sido
interpretados desde diferentes perspectivas. Brown y Kulik apelaron a la acción de un mecanismo
cerebral que crea un registro permanente de todo el evento, incluyendo el registro automático de las
circunstancias concomitantes, y que se dispara cuando un acontecimiento sobrepasa los niveles
críticos de sorpresa y consecuencialidad o cuando tiene una gran significación biológica. Otros
investigadores, sin embargo, han cuestionado tal hipótesis y han argumentado que este tipo de
recuerdos deben ser considerados como producto de los mecanismos ordinarios de memoria (e.g.,
McCloskey et al., 1988). Partiendo de la hipótesis de que este tipo de recuerdos son explicables en
términos de mecanismos ordinarios y no especiales de memoria, hace unos años llevé a cabo una
investigación (Ruiz-Vargas, 1993) en la que analicé los recuerdos de las circunstancias en las que se
tuvo noticia de dos sucesos de gran relevancia para la mayoría de los españoles: el intento de golpe de
estado de 1981 (23-F) y la muerte del general Franco (20-N). Los resultados confirmaron que la
explicación de la génesis de este tipo de recuerdos no parece exigir la intervención de mecanismos
extraordinarios de memoria, sino que la creación de recuerdos fotográficos parece depender de la
acción de mecanismos ordinarios. En concreto, nuestros resultados fueron explicados apelando al
grado de elaboración y distintividad de codificación de la noticia y su contexto, y que dicho grado es
propiciado por la gran cantidad de recursos atencionales que se genera cuando en un suceso
concurren con fuerza el factor sorpresa y el factor impacto emocional.
En cualquier caso, lo que interesa resaltar de estos estudios es que los eventos emocionales
negativos de gran trascendencia pública se retienen en la memoria a lo largo del tiempo con gran
vividez y precisión, sobre todo en lo que respecta a los detalles del contexto en el que se produjo la
noticia del suceso traumático. Lo cual no significa, sin embargo, que el recuerdo de los detalles sea
necesariamente exacto. Más aún, diferentes estudios apoyan la idea de que los recuerdos fotográficos
suelen contener errores e inexactitudes (e.g., Brewer, 1992; Larsen, 1992; Neisser y Harsh, 1992;
para una revisión, véase Heuer y Reisberg, 1992). Aunque, como muy oportunamente señala
Schacter (1996), nadie puede negar que determinadas noticias o eventos –que cumplen con los
requisitos de los que dan lugar a los “recuerdos fotográficos”– se recuerdan mucho mejor (aunque
contengan errores) y durante muchísimo más tiempo –a veces, durante el resto de la vida– que los
innumerables eventos intrascendentes que llenan nuestra vida diaria.

Estrés emocional y tipo de información recordada

Abundantes estudios sobre la memoria de las personas que han presenciado sucesos reales (o
simulaciones en laboratorio) con alto contenido emocional han confirmado que, en esas
situaciones de alto arousal emocional, la memoria de los testigos sufre un sesgo hacia los
aspectos centrales del evento. Christianson y Loftus (1987) comprobaron que personas a las que
se les habían mostrado fotografías de escenas traumáticas, como, por ejemplo, un accidente grave
de automóvil donde se veía sangre, recordaban más los aspectos centrales de la escena que los
detalles periféricos, que otro grupo de personas a las que se les habían mostrado fotografías de
escenas no traumáticas. En un estudio posterior (Christianson y Loftus, 1990), en el que se pidió a
los participantes que contasen su “recuerdo más traumático”, estos mismos investigadores
encontraron una relación significativa entre el grado de emoción asignado por el propio sujeto y la
cantidad de detalles centrales (pero no periféricos) recordados.
Un caso particularmente interesante en este punto es el fenómeno conocido como “focalización
en el arma” (weapon focusing), que se produce cuando la presencia de un arma en las manos de un
criminal afecta negativamente a la memoria de los testigos para recordar los detalles relevantes sobre
el crimen, como, por ejemplo, la cara del criminal o cómo iba vestido (e.g., Loftus, Loftus y Messo,
1987; véase la revisión de Steblay, 1992). Este efecto ha sido estudiado extensamente y ha permitido
establecer las siguientes conclusiones: (a) para los testigos resulta más difícil identificar a una persona
cuando un arma está presente en la escena que cuando no, y (b) cuanto más visible es un arma, más
difícil resulta a los testigos la identificación del criminal. ¿Por qué se produce la “focalización en el
arma”? La hipótesis explicativa en la que mejor encajan los datos empíricos es la que establece que
las armas capturan la atención de los testigos, en detrimento del resto de los detalles de la escena,
como consecuencia de su naturaleza amenazante e infrecuente (cf. Pickel, 1998). En efecto, parece
Trauma y memoria 7
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que la presencia del arma atrae la atención de los testigos, que sufrirá una fuerte reducción en su
amplitud y será focalizada en dicho objeto amenazante (se habla de “estrechamiento de la atención”),
con la consiguiente incapacidad para prestar atención también al resto de los detalles del escenario
del crimen.
Los resultados sugieren que, tal y como propuso Easterbrook (1959), el estrés elevado produce
un incremento de la selectividad atencional, o un estrechamiento del foco atencional, que hace
que la atención se concentre en los detalles centrales de un evento a costa de ignorar los otros
aspectos, y acabe produciendo sesgos de memoria; en concreto, (1) un mejor recuerdo del asunto
central de una escena violenta que del de una escena neutral, y (2) un mejor recuerdo de los
detalles periféricos de una escena emocionalmente neutral que de una escena violenta. La
hipótesis de Easterbrook será retomada en la última parte de este trabajo.
En definitiva, la evidencia disponible apoya la idea de que el estrés emocional reduce la
memoria de los detalles periféricos y aumenta la memoria de los detalles centrales de un evento
como consecuencia de una hiperselectividad o estrechamiento de la atención, que hace que la
atención de la persona sea focalizada en los aspectos salientes y emocionalmente activadores del
episodio en detrimento de los aspectos periféricos (Christianson, 1992; Heuer y Reisberg, 1992). Al
efecto o sesgo de memoria correspondiente se le ha llamado memoria en túnel, para indicar que,
en situaciones de estrés, la memoria humana parece que funciona como si mirásemos a través de
un estrecho túnel que apuntaría a los elementos críticos del acontecimiento y dejaría fuera los
aspectos no relevantes. La hipótesis de la memoria en túnel ha recibido confirmación empírica de
diferentes estudios (cf. Safer et al., 1994).

TRAUMA Y MEMORIA

Cualquiera que revise la literatura científica acerca de los efectos del trauma sobre la memoria o,
más concretamente, cómo es la memoria de los sucesos traumáticos, comprobará fácilmente que
existe una falta ostensible de acuerdo respecto a distintos y variados problemas. En realidad, más
que falta de acuerdo lo que se encuentra es un debate acalorado sobre cuestiones tales como si
los recuerdos traumáticos difieren o no de los recuerdos ordinarios, si es necesario apelar o no a
mecanismos extraordinarios para explicar la formación de los primeros, si la fragmentación es una
característica exclusiva y distintiva de los recuerdos traumáticos, etcétera. En mi opinión, una
observación que podría resultar tranquilizadora al respecto es que el enfrentamiento se produce
(casi) sistemáticamente entre científicos del ámbito aplicado/clínico y del ámbito
teórico/investigador, por lo que de inmediato surge la sospecha de que “aquí ocurre algo raro”;
probablemente, no en el plano puramente científico o en el contexto del descubrimiento, sino en
los presupuestos, prejuicios y actitudes desde los que se juzga lo que ocurre en el campo ajeno.
En un trabajo reciente de Bessel van der Kolk, Hopper y Osterman (2001), se describe el
problema y se señalan algunas de sus posibles razones en los siguientes términos:
“Tradicionalmente, los campos de la psicología clínica y la psiquiatría, por un lado, y la ciencia
cognitiva y la neurociencia, por otro, han utilizado muestras, metodologías y conceptos tan
divergentes sobre los que han basado sus explicaciones de los procesos de memoria, que se ha
producido una verdadera confusión de lenguas entre estas disciplinas” (p. 10). Un punto
importante de desencuentro surgió recientemente, en la pasada década, cuando tras la
observación por parte de algunos clínicos –muy antigua, por lo demás, en psiquiatría– de que
algunas personas que habían sido víctimas de abusos sexuales podían perder toda su memoria de
tales experiencias y recuperarla en un momento posterior, muchos científicos cognitivos adoptaron
una actitud de incredulidad (e.g., Loftus, 1993; Kihlstrom, 1995). Sin embargo, como continúan
argumentando van der Kolk y sus colaboradores, esta era una observación que desde hacía más
de un siglo se había venido constatando de modo consistente por parte de psiquiatras que habían
trabajado con poblaciones traumatizadas. Baste recordar los trabajos pioneros de Pierre Janet en
la década de 1880 ó de Breuer y Freud en la de 1890 sobre la histeria, seguidos de los informes
sobre la llamada “neurosis traumática de guerra” a partir de la I Guerra Mundial, durante la II
Guerra Mundial y, sobre todo, tras la guerra de Vietnam, que daría lugar a que en 1980, por fin, la
8 JOSÉ MARÍA RUIZ-VARGAS
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American Psychiatric Association incluyera en su manual oficial de trastornos mentales (DSM-III)


una nueva categoría llamada “trastorno por estrés postraumático”5.
A mi entender6, resulta muy difícil encontrar una justificación a la actitud de desprecio de
un buen número de psicólogos cognitivos ante estas observaciones, a las que sistemáticamente
les han negado relevancia y validez. Sobre todo, porque el único argumento de fondo con el que
cuentan tales científicos cognitivos es que ni la amnesia traumática ni la posterior recuperación de
la memoria del trauma han sido observadas jamás en el laboratorio. “El problema –como muy
claramente señalan van der Kolk y colaboradores– no es que la ciencia de laboratorio no pueda
estudiar los recuerdos traumáticos, sino que la ciencia de laboratorio no puede estudiar los
recuerdos traumáticos en condiciones en las que los recuerdos estudiados sean de eventos que
tienen lugar en el laboratorio” (p. 11, cursivas en el original). Parece una perogrullada, pero los
hechos obligan a subrayar que la memoria del trauma o los recuerdos traumáticos sólo resultará
posible estudiarlos con personas que han vivido realmente una experiencia traumática. No es, por
tanto, a través de simulación en el laboratorio de situaciones de estrés emocional o de diseños
parecidos con estudiantes de psicología como puede llegar a desentrañarse la verdadera
naturaleza de los recuerdos traumáticos (y esta posición no prejuzga si los recuerdos traumáticos
son similares o diferentes de los recuerdos no traumáticos), sino mediante el estudio riguroso del
funcionamiento y evolución de tales memorias en víctimas de traumas reales. Y esto es lo que
vienen haciendo, desde hace casi dos décadas, diferentes clínicos y, en los últimos años también,
un número creciente de científicos cognitivos, quienes, además de la observación, los
cuestionarios o las entrevistas estructuradas, están utilizando con personas traumatizadas
(específicamente, con personas diagnosticadas de “trastorno por estrés postraumático”)
paradigmas de investigación procedentes de la psicología experimental cognitiva tan conocidos y
válidos como tareas de recuerdo y reconocimiento, tareas de escucha dicótica, la tarea de Stroop
con y sin modificaciones, tareas de juicios, tareas de memoria autobiográfica, tareas de priming
perceptual y de priming emocional, etcétera (cf. la revisión de Buckley, Blanchard y Neill, 2000).

Trastorno por estrés postraumático

El trastorno por estrés postraumático (TEPT) es la respuesta anormal o psicopatológica con la que
algunas personas reaccionan ante una experiencia traumática. Como advierte McNally (2003a),
aunque la exposición al trauma es bastante común entre las personas, el TEPT es relativamente
raro7. Sin embargo, la relativa “rareza” del trastorno no podrá esgrimirse jamás para justificar por
qué ha sido ignorado y negado hasta años recientes. Como se ha señalado un poco más arriba, el
TEPT no fue incluido en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales hasta 1980
(DSM-III), aunque es cierto que desde entonces se están llevando a cabo numerosas
investigaciones sobre la psicología, la biología, epidemiología y tratamiento de este trastorno, que
están permitiendo construir un cuerpo de conocimiento verdaderamente rico y consistente –
aunque todavía incompleto– acerca de su naturaleza y mecanismos.
¿Cuáles son las características definitorias del TEPT? Naturalmente, no se trata de hacer
aquí una descripción pormenorizada y exhaustiva de este síndrome (remito al lector interesado al
Manual del DSM-IV-TR, 2002, pp. 518-525), sino de las características fundamentales del mismo.
A partir de las ideas pioneras de Kardiner (1941), sobre las neurosis traumáticas de
guerra, y de Lindemann (1944), sobre la sintomatología de la aflicción aguda, además de la
amplia literatura sobre traumas de combate, crímenes, violaciones, secuestros, desastres
naturales, accidentes y encarcelamientos, van der Kolk (1994) considera que la respuesta al
trauma es bimodal, de modo que hipermnesia, hiperreactividad a los estímulos y
reexperimentación traumática, por un lado, y embotamiento psíquico, evitación, amnesia y
anedonia, por otro, coexisten para constituir los síntomas básicos del TEPT. “Estas respuestas a las
experiencias extremas –escribe van der Kolk (op. cit., p. 254)– son tan consistentes a través de los
múltiples estímulos traumáticos que la reacción bifásica parece ser la respuesta normativa ante

5 Merece la pena prestar atención a lo que Herman (2004) ha llamado “una historia olvidada” –por parte de la ciencia y por
parte de la sociedad– en referencia a la historia del trauma psicológico, porque ilustra magistralmente y con detalle lo que
estamos diciendo.
6 Quien esto escribe se considera un psicólogo cognitivo desde su más temprana formación, que ha hecho de la ciencia de

laboratorio su principal modo de acercarse a la comprensión de los fenómenos psicológicos.


7 Según datos del National Comorbidity Survey, el 60.7% de los adultos norteamericanos dicen haber experimentado al

menos un evento traumático en su vida; sin embargo, sólo el 8.2% de los varones y el 20.4% de las mujeres han padecido
trastorno por estrés postraumático (Kessler et al., 1995, citado en McNally, 2003a).
Trauma y memoria 9
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cualquier experiencia abrumadora e incontrolable”. A mi juicio, esta distinción bimodal de los


síntomas resulta muy reveladora porque, de hecho, viene a poner de manifiesto la existencia de
dos categorías de síntomas que, al igual que en otros trastornos psiquiátricos (e.g., la
esquizofrenia), reflejan la bipolarización de los síntomas en “excesos” (hipermnesia,
hiperreactividad y reexperimentación) y en “déficits” (embotamiento, evitación, amnesia y
anedonia)8.
Si se compara el patrón de síntomas recogido por van der Kolk con el descrito por otros
investigadores cognitivos (e.g., Buckley, Blanchard y Neill, 2000; Brewin, 2001), se puede observar
una gran consistencia en todos ellos a la hora de definir las características básicas del TEPT. Así, el
grupo de Buckley señala que el TEPT se caracteriza por la presencia de fenómenos cognitivos
involuntarios e intrusivos, como “flashbacks”, pesadillas y recuerdos intrusivos de la experiencia
traumática, además de una tendencia a asignar recursos atencionales a los estímulos
amenazantes, problemas de concentración y déficits de memoria. Por su parte, Brewin destaca
como síntomas más característicos del TEPT la desorganización y fragmentación de la memoria
del trauma, la reexperimentación del evento traumático en forma de “flashbacks” espontáneos,
que producen, a su vez, distorsión temporal, un curso temporal impredictible de recuerdos
intrusivos asociados al trauma y la sensación de irrealidad que envuelve al suceso traumático.
En mi opinión, la distinción bimodal de los síntomas en “excesos” y “déficits” puede
resultar muy útil como elemento organizador de las diferentes alteraciones de memoria de las
personas con TEPT, la cuestión nuclear de nuestro trabajo. Así, en torno al polo de los excesos,
representado por la hipermnesia, se aglutinarían los recuerdos intrusivos, los “flashbacks” y las
pesadillas; mientras que en el polo opuesto, representado por los déficits de memoria, se
agruparían la desorganización, la fragmentación de la memoria y la amnesia (ver Tabla 1). En
resumen, el TEPT se caracteriza por múltiples alteraciones de memoria que incluyen tanto
hipermnesias como amnesias: las experiencias dolorosas pueden llevar al individuo a tener
“recuerdos recurrentes e intrusos o pesadillas recurrentes en las que el acontecimiento vuelve a
suceder o es representado”, y/o a una “amnesia total de un aspecto puntual del acontecimiento”
(DSM-IV-TR, 2002, p. 519).

Tabla 1. Síntomas del TEPT relacionados con un funcionamiento anormal de la memoria, bien por exceso
(hipermnesia) bien por defecto (déficits de memoria)

• Hipermnesia: recuerdos intrusivos, “flashbacks”, pesadillas

• Déficits de memoria: Desorganización, fragmentación de la memoria y amnesia

Memoria y TEPT

A comienzos del pasado siglo, Janet (1919) señaló que “ciertos acontecimientos dejan recuerdos
indelebles y dolorosos... a los que la víctima está volviendo continuamente y por los que es
atormentada día y noche”. Esa idea de persistencia e intrusividad de los recuerdos traumáticos
también había sido advertida años antes por Breuer y Freud (1895) y subrayada en su famosa
sentencia de que “el histérico padecería principalmente de reminiscencias” (p.44). Años después,
en unas conferencias pronunciadas los cursos 1915-1917, Freud insistiría en el carácter recurrente
del pasado traumático o, más exactamente, en la idea de “fijación” que las histéricas sufren
respecto a su pasado traumático: las pacientes “producen la impresión de hallarse, por decirlo así,
fijadas a un determinado fragmento de su pasado, siéndoles imposible desligarse de él... Diríase
que para el enfermo no ha pasado aún el momento del trauma, y que sigue considerándolo como
presente” (pp. 295, 297).
Breuer y Freud afirmaron también que las experiencias dolorosas sufren los efectos de la
represión, un proceso de inhibición cognitiva que convierte a las víctimas de un trauma en
amnésicos del evento traumático: “por el análisis de casos análogos sabíamos ya que en los casos
de adquisición de la histeria es indispensable la existencia de una previa condición: la de que una
representación sea expulsada voluntariamente de la conciencia (reprimida) y excluida de la

8 Síntomas positivos y síntomas negativos, respectivamente, son las categorías diferenciales utilizadas en el trastorno
esquizofrénico, aunque en el TEPT confluyen todos.
10 JOSÉ MARÍA RUIZ-VARGAS
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elaboración asociativa” (p. 95). En la misma línea, Janet (1889) argumentó que, en condiciones
extremas, las estructuras mentales existentes no pueden acomodar ni integrar las experiencias
traumáticas en la corriente de conciencia, el pensamiento y la acción, lo que producirá una
disociación de los recuerdos traumáticos que los dejará fuera de la experiencia consciente y del
control voluntario. Lo cual no significa, como coincidieron en señalar tanto Breuer y Freud como
Janet, que el recuerdo del evento sea totalmente eliminado, sino que la amnesia resultante
afectará sólo a la memoria explícita, ya que los fragmentos almacenados del evento se expresarán
de forma implícita a través de pesadillas, imágenes vívidas, sensaciones y afectos, crisis motoras,
conductas bizarras, etcétera.
En el trabajo ya citado de Christianson y Engelberg (1997), se recoge el caso de una mujer
(CM) que fue atacada y violada cuando hacía jogging por un paraje boscoso, y que ilustra con
claridad el efecto disociativo que sobre la memoria explícita e implícita producen, con frecuencia,
las experiencias traumáticas. CM fue encontrada semi-inconsciente por otro corredor, quien le
ayudó a recuperar la conciencia; sin embargo, la mujer no pudo explicar qué le había sucedido, ni
quién era ni dónde vivía. CM fue llevada a un centro hospitalario donde, tras ser examinada
neurológicamente y recibir el diagnóstico de amnesia total, quedó ingresada durante una semana
y media. Tres semanas después del trauma, su amnesia retrógrada comenzó a remitir, aunque los
recuerdos personales que podía recuperar eran muy escasos. En aquel entonces, la policía le pidió
que los acompañase a la zona donde había sido encontrada tras la violación. Una vez en aquel
paraje, se pudo comprobar que CM reaccionaba con gran ansiedad al pasar por lugares muy
específicos, hasta que en un momento concreto dijo espontáneamente: “y después hay ladrillos”.
Ella no entendía ni podía explicar por qué le venían a la mente esos detalles, sólo respondió: “los
ladrillos y el sendero”. Cuando fue conducida hasta el sendero, se puso muy nerviosa al ver trozos
de ladrillos esparcidos por el camino que se perdía en el bosque. A pesar de que no tenía ningún
recuerdo consciente de la violación, ella tenía el convencimiento absoluto de que en aquel lugar le
había ocurrido algo. Cuando, en contra de su voluntad, volvieron de nuevo al lugar del asalto,
comenzó a llorar y a sudar abundantemente, se sintió mal y tuvo unas náuseas terribles que
aconsejaron sacarla rápidamente del bosque (op. cit., pp. 234-235). Esta forma implícita de
reexperimentar el episodio traumático ha sido llamada por Ehlers y Clark (2000) “afecto sin
recuerdo” (affect without recollection) porque la víctima vuelve a experimentar sensaciones y
emociones asociadas al suceso traumático pero sin recuerdos conscientes de dicho suceso.
Los clínicos y los investigadores que trabajan con personas traumatizadas llevan tiempo
observando cómo en los pacientes con TEPT las experiencias sensoriales y las imágenes visuales
relacionadas con el trauma parece que no se desvanecen con el paso del tiempo ni se distorsionan
como los recuerdos de las experiencias ordinarias. En otras palabras, los recuerdos traumáticos
parecen ser sorprendentemente exactos y duraderos. El grupo de trabajo de van der Kolk ha
observado que personas con pesadillas postraumáticas dicen que ven las mismas escenas
traumáticas una y otra vez, siempre igual, sin modificaciones, durante períodos superiores a los 15
años (van der Kolk y van der Hart, 1991). Además, desde finales del s. XIX, han sido muchos los
estudiosos del trauma que han señalado que las huellas de las experiencias traumáticas parecen
ser cualitativamente diferentes de los recuerdos de los acontecimientos cotidianos. Como
acabamos de apuntar, Janet consideraba que los acontecimientos extremadamente estresantes
estrechan el campo de la conciencia y producen una disociación de algunos aspectos del recuerdo
traumático que quedarán disgregados, fragmentados, sin contexto de espacio y tiempo, sin una
estructura verbal o narrativa y, por consiguiente, carentes de toda función social. Esos aspectos,
que constituyen el núcleo de los recuerdos traumáticos, serán recordados posteriormente como
fragmentos de información bajo una forma sensorial no verbal: los componentes emocionales y
perceptivos se imponen sobre los componentes declarativos, señaló Janet. En el mismo sentido, se
ha pronunciado van der Kolk (1994; van der Kolk y Fisler, 1995), quien considera que las
experiencias traumáticas son procesadas anormalmente, por lo que la memoria de las mismas no
se puede recuperar explícitamente como una narración coherente. A juicio de este investigador, los
componentes de las experiencias traumáticas se recuerdan implícitamente como fragmentos
sensoriomotores y emocionales. También Herman (1992/2004) coincide en que los elementos de
los recuerdos traumáticos carecen de un contexto y de una forma narrativa coherente y se
manifiestan como imágenes no verbales y sensaciones cambiantes e intensas. Recientemente,
algunos investigadores cognitivos han concluido asimismo que los recuerdos traumáticos pueden
ser representados, a veces, de forma no verbal como resultado de un procesamiento no consciente
de la situación traumática (e.g., Brewin, Dalgleish y Joseph, 1996). La literatura sobre trauma
Trauma y memoria 11
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psicológico está repleta de casos reales que apoyan esta observación (valga como ejemplo el caso
descrito de CM).
Además, el estudio sistemático de los recuerdos de víctimas de experiencias traumáticas
demuestra que el recuerdo tiende a mejorar durante las primeras semanas, que el contenido de
tales recuerdos puede cambiar, y que suele estar desorganizado y lleno de lagunas (e.g., Southwick
et al., 1997; Mechanic et al., 1998; Harvey y Bryant, 1999).
Otra característica muy destacada de la memoria de pacientes con TEPT es la sensación
eventual de estar reviviendo la experiencia del trauma: los llamados flashbacks, que pueden durar
desde unos cuantos segundos a horas. Goodwin (1987) comenta que un veterano de Vietnam le
describió un episodio en el que al ver a unos hombres armados (en realidad, eran agentes de
policía callejera), sintió que estaba de nuevo en Vietnam y, al no tener un arma con que protegerse
a sí mismo y a los demás, agarró a un transeúnte y lo metió enérgicamente en su casa para
ponerlo a salvo de lo que él sentía que eran los “amarillos”. Otro ejemplo representativo es el de
una mujer que había sido atacada por un toro y vio en una gasolinera, mientras echaba gasolina a
su coche, una matrícula con las letras “MOO”. Ese estímulo disparó un flashback durante el que
reexperimentó un ataque inminente y roció de gasolina a otro cliente. Durante el episodio, ella no
tuvo ninguna conciencia de que lo que estaba experimentando era material procedente de su
memoria9. Comparados con los recuerdos autobiográficos normales, los flashbacks están
dominados por detalles sensoriales, como imágenes visuales muy vívidas, y pueden incluir sonidos,
olores y otras sensaciones. Goodwin ha observado que en los excombatientes de Vietnam estos
episodios son desencadenados por experiencias que les “resucitan” la zona de guerra: el sonido de
las aspas de un helicóptero, el olor de la orina, el olor del gasóleo, el ruido de las máquinas de
palomitas de maíz, cualquier descarga o ruido intenso, etcétera, pueden poner en acción episodios
de flashbacks. No obstante, esas imágenes y sensaciones generalmente aparecen desconectadas
y fragmentadas. Además, estas experiencias no parecen producirse por un acto deliberado de
recuerdo, sino que se ponen en marcha involuntariamente, automáticamente, ante la presencia de
claves ambientales que se relacionan en cierto modo con la situación traumática, como ha
quedado de manifiesto en los dos casos anteriores y en los ejemplos relacionados con los
veteranos de guerra. Por último, la experiencia de “revivir” se caracteriza por una “distorsión en el
sentido del tiempo” –según palabras de Brewin y Holmes (2003)– o por la “falta de perspectiva
temporal” –en palabras de Ehlers et al. (2004)–, en el sentido de que la persona cree que lo que
está reviviendo está sucediendo en el momento presente y no ser algo que sucedió en el pasado.
En definitiva, las experiencias de flashback carecen de una de las características definitorias de la
recuperación episódica: la conciencia autonoética; esto es, la sensación de que el contenido del
recuerdo episódico es algo que ocurrió en el pasado personal (cf., Tulving, 2001, 2002; Ruiz-
Vargas, 2002).
En consonancia con todo ello, muchas teorías del TEPT consideran que lo que está
alterado básicamente en este trastorno es la memoria autobiográfica, en el sentido de que la
memoria del trauma no forma una narración coherente en la que los aspectos de la experiencia
están fundidos en una historia que recoge la esencia de lo vivido, sino que los recuerdos del
trauma son fragmentos disociados de la conciencia que no pueden ser integrados en la historia
global de la vida de la persona.
¿Este tipo de afirmaciones, establecidas a partir de la observación y el estudio de
numerosos pacientes con TEPT, permite concluir que los recuerdos traumáticos difieren de los
recuerdos de eventos ordinarios? He aquí uno de los temas más debatidos actualmente en este
campo de estudio.

Recuerdos traumáticos versus recuerdos ordinarios: ¿Diferentes o similares?

No parece aventurado plantear como un principio generalmente asumido que las experiencias
traumáticas alteran profundamente tanto el funcionamiento emocional de las víctimas como su
escala de valores y creencias o, lo que es lo mismo, su visión de sí mismas y del mundo. Por tanto,
parece lógico suponer que a nivel cognitivo las huellas de esas experiencias tengan dificultad para
ser procesadas e integradas en los esquemas existentes de conocimiento. Consiguientemente, y
siguiendo con la misma lógica, el resultado sería la formación de recuerdos (traumáticos)
cualitativamente diferentes de los recuerdos ordinarios. ¿O no tiene que ser necesariamente así?

9 Ejemplo tomado del trabajo de Ehlers et al. (2004, p. 405).


12 JOSÉ MARÍA RUIZ-VARGAS
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En efecto, no parece existir un acuerdo general respecto a que los recuerdos de las
experiencias traumáticas sean cualitativamente diferentes de los recuerdos de las experiencias no
traumáticas u ordinarias. En el debate que ha surgido al respecto, las distintas posiciones pueden
agruparse en torno a dos tipos de argumento:
(1) El argumento de la memoria traumática, que defiende que las experiencias traumáticas
producen un recuerdo alterado porque dichas experiencias son procesadas por
mecanismos especiales (como la represión y la disociación) que dificultan su recuperación
en forma de narraciones coherentes. Los representantes más destacados de este
argumento son los psiquiatras clínicos Judith Herman (1992), Eleanor Terr (1990, 1994),
Bessel van der Kolk (1994; van der Kolk y van der Hart, 1991; van der Kolk y Fisler, 1995)
y Jennifer Freyd (1996), a los que habría que añadir los nombres de clínicos e
investigadores como Judith Alpert (1995), Charles Whitfield (1995), Lynn Nadel y W. Jake
Jacobs (1998), entre otros.
(2) El argumento de la equivalencia del trauma o el argumento de la superioridad del trauma,
que postula que el estrés no sólo no altera sino que mejora la calidad de los recuerdos.
Este argumento es defendido, sobre todo, por el psicólogo cognitivo John Kihlstrom (1995,
1998, 2001; Shobe y Kihlstrom, 1997), así como por Mark Howe y sus colaboradores
(1994), Helen Hembrooke y Stephen Ceci (1995) y otros psicólogos cognitivos.
El problema de fondo de este debate es que admitir la singularidad de los recuerdos
traumáticos lleva necesariamente a asumir la acción de mecanismos extraordinarios o especiales
de memoria que se pondrían en funcionamiento en situaciones de estrés extremo o prolongado.

Mecanismos especiales de los recuerdos traumáticos

Siguiendo a Schooler y Eich (2000), los mecanismos especiales subyacentes a la formación de los
recuerdos traumáticos que con más frecuencia se citan son la represión, la disociación y la
expresión somato-sensorial.
El mecanismo de la represión tiene como función impedir que las recuperaciones traumáticas
tengan acceso a la conciencia. Como han señalado Schacter et al. (1996), el concepto de represión
tiene, al menos, dos acepciones: (a) una que lo considera como un proceso de evitación consciente
que impide a una persona pensar, hablar o repasar mentalmente una experiencia amarga, dura o
insoportable, y que podría considerarse claramente como un tipo de olvido “intencional” o “dirigido”; y
(b) otra que define la represión como un proceso automático y defensivo por el que se excluyen de la
conciencia las experiencias que resultan insoportables. A lo largo de la extensa obra de Freud, quien
introdujo el concepto en sus explicaciones desde sus primeros trabajos, la represión se ajusta unas
veces a la primera acepción (véase la cita de Breuer y Freud, unas líneas más arriba) y otras a la
segunda (e.g., Freud, 1926); además, resulta interesante advertir que para Freud “represión” era
sinónimo de “disociación”. La segunda acepción –la represión como proceso automático
defensivo– cuenta en su haber con escasa evidencia experimental y ha chocado, hasta ahora, con la
actitud escéptica de muchos científicos (e.g., Holmes, 1990; Loftus, 1993; Pope y Hudson, 1995). No
obstante, para algunos investigadores del trauma psicológico la represión es el mecanismo que mejor
explica el olvido (e.g., Freyd, 1996). Además, en algunos estudios neuropsicológicos recientes, con
pacientes que han sufrido daños en el lóbulo parietal derecho, se ha reivindicado que estos pacientes
hacen un uso masivo no sólo de la represión –como apunta Ramachandran (1995)–, sino de todo “un
arsenal de mecanismos de defensa freudianos” para dar cuenta de sus parálisis.
Las cosas parece que, efectivamente, están empezando a cambiar para el estatus científico de la
represión, ya que en un recientísimo estudio sobre “olvido motivado”, en el que se han utilizado
técnicas de neuroimagen (resonancia magnética funcional -IRMf), se ha aportado la primera evidencia
experimental de la existencia de la forma voluntaria de represión propuesta por Freud. En efecto, el
psicólogo cognitivo Michael Anderson y su equipo han comprobado la existencia de un proceso activo
mediante el que las personas pueden olvidar experiencias traumáticas y evitar así que éstas accedan
a la conciencia. Estos investigadores han podido establecer que el control voluntario de los recuerdos
indeseables, y su olvido subsiguiente, está asociado a un aumento de la activación del córtex
prefrontal dorsolateral y a una reducción concomitante de la activación hipocampal. Estos resultados
significarían un primer paso para empezar a entender los procesos neurocognitivos subyacentes al
“olvido activo” de experiencias dolorosas del pasado, aunque el que esa represión o “supresión pueda
producir una amnesia completa y duradera de recuerdos indeseables es algo que todavía no
sabemos” (Anderson et al., 2004, p. 235).
Trauma y memoria 13
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El mecanismo especial de la disociación fue postulado por Janet (1889), quien, como ya ha sido
expuesto, consideraba que las emociones extremas interfieren con los procesos normales de análisis
e integración de las experiencias e impiden así que las experiencias aterradoras pasen a formar parte
de los esquemas existentes de conocimiento. Son muchos los clínicos que han asumido el
pensamiento de Janet sobre disociación y que coinciden en señalar que las huellas resultantes
quedan, en realidad, convertidas en fragmentos inconexos que son almacenados al margen de la
conciencia, pero sin perder su fuerza ni su influencia sobre la conducta (e.g., van der Kolk y van der
Hart, 1991; Herman, 1992; van der Kolk, 1994; van der Kolk y Fisler, 1995). Asimismo, y en
concordancia con Janet, los investigadores actuales han observado que hasta que esos fragmentos no
son convertidos en una narración personal coherente y consciente, siguen invadiendo de forma
incontrolada la conciencia y re-experimentándose en forma de imágenes intrusivas, “flashbacks”,
pesadillas, distrés y reacciones fisiológicas cada vez que las víctimas tienen un encuentro con algún
estímulo evocador del suceso traumático (cf. Ehlers, Hackmann y Michael, 2004). Whitfield (1995)
considera que los recuerdos disociados quedan como “congelados” fuera del tiempo, lo cual no impide
que, cuando inconsciente y automáticamente emerjan a la superficie, la persona los experimente –o
los reviva, según expresión de los propios afectados cuando experimentan episodios de “flashbacks”–
como si estuviesen ocurriendo justamente ahora, en este preciso instante, y no como algo que sucedió
en el pasado.
La característica especial de los recuerdos disociados de ser inicialmente olvidados y
eventualmente recuperados en un futuro más o menos lejano ha sido rechazada por algunos
psicólogos cognitivos, quienes entienden que no es necesario apelar al mecanismo “extraordinario” de
la disociación porque las manifestaciones alteradas de la memoria de un trauma pueden explicarse
mediante la acción de mecanismos ordinarios de memoria, como el decaimiento y la interferencia o el
proceso de la amnesia infantil (Shoben y Kihlstrom, 1997).
El tercer mecanismo especial de memoria hace referencia al modo como son recuperados, al
menos en un primer momento, los recuerdos traumáticos. Janet había sugerido que tales recuerdos
son recuperados a través de formas puramente sensoriales, y van der Kolk y Fisler (1995) concluyeron,
a partir de los resultados de un estudio con personas que sufrían “recuerdos de experiencias vitales
terribles”, que “los recuerdos del trauma tienden a ser experimentados, al menos inicialmente, como
fragmentos de los componentes sensoriales del evento: imágenes visuales, sensaciones olfativas,
auditivas o cinestésicas, o como olas de emociones intensas” (p. 513). En dicho estudio participaron
46 personas (36 mujeres y 10 hombres, con una edad promedio de 42.0 años), reclutados a partir de
publicidad en periódicos en la que se invitaba a personas que hubiesen sufrido algún trauma a
someterse a una entrevista sobre sus recuerdos traumáticos. Todos los participantes cumplían los
criterios diagnósticos de TEPT según el DSM-III. Los resultados mostraron que todas las víctimas de
traumas sólo habían podido recuperar inicialmente el trauma “en forma de experiencias
somatosensoriales o experiencias flashback emocionales” (imágenes, sensaciones y estados afectivos
y conductuales) y que sólo después de transcurrido un período importante de tiempo pudieron
elaborar una narración coherente de su experiencia traumática (de hecho, en el momento del estudio,
aún había 5 sujetos que continuaban siendo incapaces de narrar su trauma de forma coherente). van
der Kolk y Fisler concluyeron que “las experiencias traumáticas son inicialmente impresas como
sensaciones o estados afectivos que no pueden ser traducidos inmediatamente a narraciones
personales” (p. 519).
A la vista de los datos revisados, podríamos cerrar este apartado sobre “trauma y memoria”
estableciendo una conclusión y planteando una pregunta. La conclusión apuntaría al hecho,
sistemáticamente constatado por los clínicos en su trabajo con las víctimas de traumas, de que los
recuerdos traumáticos difieren sensiblemente de los recuerdos de eventos ordinarios respecto a un
buen número de rasgos (en la Tabla 2 hemos reunido una extensa relación de diferencias). Por otro
lado, y adoptando una posición científicamente conservadora, dicha constatación nos llevaría al
planteamiento de la siguiente cuestión: ¿la investigación reciente permite asumir que las diferencias
entre los recuerdos traumáticos y los recuerdos ordinarios están determinadas por la intervención de
mecanismos diferentes de procesamiento en las situaciones estresantes y traumáticas?

A LA BÚSQUEDA DE UNA EXPLICACIÓN DE LOS RECUERDOS TRAUMÁTICOS


Los intentos por explicar los efectos del trauma sobre la memoria se remontan, como se sabe, a
los trabajos de destacados neuropsiquiatras europeos de finales del siglo XIX (Breuer, Freud,
Janet). Sin embargo, aquella línea se vio interrumpida o reducida a una mínima expresión durante
la mayor parte del pasado siglo XX. Las razones de aquel abandono no sólo fueron de naturaleza
14 JOSÉ MARÍA RUIZ-VARGAS
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científica, como el hecho indiscutible del surgimiento de una psicología de claro corte positivista (el
conductismo) y de la consolidación de paradigmas psicológicos con un extraordinario poder
explicativo (el cognitivismo), sino que también jugaron un papel crucial razones de claro corte
social y político (cf. Herman, 2004). Con la consolidación de la psicología científica durante la
primera mitad del siglo anterior, los investigadores fueron disponiendo de paradigmas
experimentales con los que analizar los efectos del estrés sobre el comportamiento, primero, y
sobre la cognición, después, que han permitido el establecimiento de una serie de leyes, hipótesis,
teorías y modelos, cada vez más refinados, con los que abordar la explicación de los múltiples y
complejos efectos que el estrés traumático ejerce sobre la cognición, en general, y sobre la
memoria, en particular.

Tabla 2. Comparación entre recuerdos traumáticos y recuerdos normales. Los diferentes ítems proceden de
observaciones tanto de clínicos como de investigadores cognitivos
Recuerdos traumáticos Recuerdos normales

Recuperación inicial fragmentaria en forma de Recuperación en forma de narración coherente.


experiencias somatosensoriales o experiencias flashback
emocionales (imágenes, sensaciones y estados afectivos
y conductuales).

El paso del tiempo ejerce una influencia positiva sobre su El paso del tiempo ejerce una influencia negativa:
recuperación: tras períodos variables de tiempo bajo los aumenta la dificultad de su recuperación.
efectos de la amnesia, se tornan recuperables.

Sorprendentemente exactos y duraderos. Exactitud y duración vulnerables a múltiples factores:


tiempo, interferencia, actitudes, estado de ánimo,
prejuicios, etc.

Invulnerables al cambio. Maleables.

La cantidad de exposiciones a un evento (e.g., abuso La cantidad de exposición a un evento (y/o el número
repetido) disminuyen la probabilidad de recuperación. de repeticiones) aumentan la probabilidad de
Terr (1991) distingue entre trauma Tipo I (un solo evento recuperación.
traumático), que no producen amnesia, y trauma Tipo II
(eventos traumáticos repetidos ), que sí producen
amnesia.

Desintegrados: no forman parte de la historia global de Integrados en la narración autobiográfica.


la vida de una persona.

Carentes de sensación de pasado: se reviven como si Sensación de pasado: conciencia autonoética.


estuviesen sucediendo ahora (no conciencia
autonoética).

Congelados fuera del tiempo. Orientados en el tiempo y el espacio.

Evocados automáticamente por “disparadores”: Implican un acto voluntario y consciente de evocación.


objetos o situaciones asociados a la situación
traumática original. Intrusivos.

Rígidos e invariables, no tienen un componente social, Sociales y adaptativos: tienen una función social, son
no van dirigidos a nadie. un acto dirigido a otros.

Procesados anormalmente por mecanismos Procesamiento normal por mecanismos ordinarios.


“especiales”: represión, disociación.

Muy dependientes del estado: no pueden ser evocados Aunque dependientes del estado ( como todos los
a voluntad. recuerdos), generalmente son evocados a voluntad.

Recuperación implícita: Imposibilidad de ser Recuperación explícita.


recuperados explícitamente.
Trauma y memoria 15
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Naturalmente, el problema de lo que sucede con la memoria en condiciones traumáticas no


sólo ha sido objeto de estudio por parte de los psicólogos, sino que históricamente ha ido siendo
abordado progresivamente por la psiquiatría, la psicología, la sociología y la neurociencia. El
resultado ha sido la proliferación de modelos de memoria traumática desde la perspectiva de las
diferentes disciplinas involucradas en su estudio. Sin ninguna pretensión de exhaustividad, creo
que merecen ser mencionados, por su influencia y actualidad, los siguientes modelos de memoria
traumática: modelos emocionales (e.g., van der Kolk y van der Hart, 1991; van der Kolk, 1996),
modelos cognitivos (e.g., Brewin et al., 1996; Ehkers y Clark, 2000), modelos conductuales (e.g.,
Levis y Boyd, 1979; Williams y Levis, 1991), modelos psicosociales (e.g., Janoff-Bulman, 1992) y
modelos biológicos y/o neurocognitivos (e.g., Bremner et al., 1995; Krystal et al., 1995; Sapolsky,
1996; Metcalfe y Jacobs, 1998; Pitman et al. 2000).
Por razones obvias, aquí no serán revisados esos modelos10. En un intento por ofrecer una
explicación de los recuerdos traumáticos rigurosa y acorde con los datos empíricos disponibles,
intentaré integrar lo más coherentemente posible las aportaciones básicas de aquellos que, en mi
opinión, resultan más ajustados a las coordenadas epistémicas del enfoque neurocognitivo. Antes,
no obstante, creo necesario referirme a dos propuestas teóricas sobre las relaciones entre estrés y
cognición que gozan de una larga tradición en este campo de investigación. En concreto, se trata
de la ley de Yerkes-Dobson y la hipótesis de Easterbrook.

La ley de Yerkes-Dobson

En la primera década del pasado siglo XX, Yerkes y Dobson (1908) formularon a través de una ley
que lleva su nombre una de las generalizaciones que mejor explican las complejas relaciones entre
diferentes niveles de estrés y el rendimiento en tareas cognitivas. En concreto, dicha ley establece
que el rendimiento cognitivo es mejor cuando la persona se encuentra en un estado de estrés o de
arousal óptimo, de modo que por encima o por debajo de dicho estado el rendimiento se deteriora.
Este postulado establece, por tanto, que la calidad del rendimiento es una función del estrés en
forma de U invertida. Esta misma función se supone que rige el funcionamiento de la memoria en
situaciones de estrés, de modo que un nivel moderado de estrés producirá un rendimiento óptimo
de la memoria, mientras que un nivel demasiado bajo o demasiado alto de estrés la alterarán.
Aunque la ley de Yerkes-Dobson fue originalmente establecida a partir de investigaciones con
ratones, un número considerable de estudios posteriores realizados con sujetos humanos en
condiciones de estrés han obtenido el patrón de rendimiento predicho por la ley. Así, la aplicación
de variables tales como el nivel de ruido, la intensidad de un shock eléctrico, la falta de sueño o la
dosis de hormonas, entre otras variables, han producido los resultados predichos por la ley (cf.
Broadbent, 1971; Kahneman, 1973; Smith, 1991). Los efectos de determinadas hormonas
(específicamente, las hormonas del estrés) sobre el rendimiento cognitivo (específicamente, sobre
la formación de la memoria) han sido revisados por Paul Gold (1992), llegando a la conclusión de
que la relación entre la magnitud de la activación producida por el efecto de tales hormonas y la
magnitud de los efectos sobre la memoria se ajustan a una función en forma de U invertida. En
sintonía con estos hallazgos, Lupien y McEwen (1997) han concluido igualmente que resulta
evidente la relación en forma de U invertida entre glucocorticoides y la magnitud de la disfunción
cognitiva.
El punto débil de la ley de Yerkes-Dobson es que se limita a predecir, pero no explica la
relación en U invertida entre estrés y cognición.

La hipótesis de Easterbrook

Easterbrook (1959) propuso que los estados elevados de estrés reducen la amplitud de la
atención, con la consiguiente disminución del rango de señales a disposición del organismo para
guiar su actividad. Este planteamiento teórico permite, por tanto, explicar por qué cuando aumenta
el estrés se deteriora el rendimiento: el estrés elevado produce un incremento de la selectividad
atencional o, con otras palabras, un estrechamiento del foco atencional, que hace que la atención
se concentre en los detalles centrales de un evento a costa de ignorar los aspectos periféricos.

Para una exposición ajustada de los presupuestos básicos de un buen número de los modelos de memoria traumática
10

más influyentes, pueden verse las revisiones de Leskin et al. (1998) y Brewin y Holmes (2003).
16 JOSÉ MARÍA RUIZ-VARGAS
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Existe abundante evidencia experimental en apoyo de la hipótesis del estrechamiento de la


atención (cf. Easterbrook, 1959; Kahneman, 1973; Eysenck, 1982). En el contexto de la memoria,
esta hipótesis resulta atractiva porque permitiría explicar fenómenos tales como la superioridad
del recuerdo de los detalles centrales respecto de los detalles periféricos de un evento traumático,
el fenómeno de la focalización en el arma y la descontextualización y fragmentación de los
recuerdos traumáticos (cf. McNally, 2003b). No obstante, también cuenta con evidencia en su
contra; por ejemplo, la riqueza de detalles de los “recuerdos fotográficos” no podría explicarse por un
proceso de estrechamiento de la atención.

El impacto del trauma sobre la memoria: una explicación neurocognitiva


Las dos situaciones extremas que en la memoria puede producir una situación traumática –
hipermnesia (persistencia de los recuerdos dolorosos, pesadillas, reexperiencias intrusivas) y
amnesia (recuerdos fragmentados, lagunas de memoria, olvido total de la experiencia
traumática)– están tratando de ser entendidas y explicadas apelando al modo como el trauma
afecta a los procesos básicos de memoria; esto es, al modo como las experiencias traumáticas son
codificadas, representadas e integradas en el sistema de memoria episódica o autobiográfica, y
posteriormente recuperadas. Un importante número de teóricos coinciden en señalar –
independientemente del nivel de análisis en el que trabajen– que los síntomas básicos del TEPT
son el resultado de un funcionamiento anómalo de estos procesos bajo condiciones extremas de
estrés (e.g., Bremner et al., 1995; Krystal et al., 1995; van der Kolk y Fisler, 1995; Brewin et al.,
1996; Sapolsky, 1996; Foa y Rothbaum, 1998; Metcalfe y Jacobs, 1998; Ehlers y Clark, 2000). Sin
embargo, se ha originado un importante debate acerca de si el procesamiento de las experiencias
traumáticas genera recuerdos con características “especiales” o distintivas frente a los recuerdos
formados en condiciones normales. Para ofrecer una respuesta a éste y al resto de los
interrogantes básicos planteados, discutiré diferentes cuestiones que resultan fundamentales para
lograr dicho objetivo de un modo claro y riguroso.
Sistemas cerebrales de memoria
Desde comienzos de la década de 1990, aproximadamente, estamos asistiendo a una
convergencia real del pensamiento de psicólogos cognitivos, neuropsicólogos cognitivos y
neurocientíficos cognitivos respecto a la idea de que la memoria debe ser conceptualizada en
términos de múltiples sistemas. Actualmente, la abundante y diversa evidencia disponible parece
indicar inequívocamente que la memoria humana no es una entidad unitaria sino un conjunto de
sistemas independientes e interactuantes, que difieren entre sí respecto a sus dominios conductual,
cognitivo y cerebral así como en lo concerniente a sus reglas de funcionamiento (e.g., Squire, 1992;
Schacter y Tulving, 1994; Ruiz-Vargas, 2002).
Una de las clasificaciones más aceptadas entre los teóricos e investigadores es la que
distingue entre memoria declarativa y memoria no declarativa. Resulta importante destacar que la
línea de demarcación entre ambos sistemas es el hipocampo y estructuras relacionadas (lo más
común es hablar del lóbulo temporal medial); lo que significa que la memoria declarativa es un
sistema dependiente del hipocampo, mientras la memoria no declarativa es independiente del
hipocampo. A grandes rasgos, la memoria declarativa se define como la capacidad para adquirir,
retener y recuperar consciente e intencionadamente eventos y hechos generales, y la memoria no-
declarativa o procedimental es considerada como un conjunto heterogéneo de capacidades de
aprendizaje y memoria que se expresan a través de la acción y no permiten el acceso a ningún
contenido consciente de memoria (Squire y Zola, 1996). Precisamente, la diferencia existente
entre ambos sistemas respecto al modo de recuperación (consciente/no consciente,
respectivamente) permite establecer un paralelismo entre la dicotomía declarativa versus no
declarativa y la dicotomía, especialmente aceptada y extendida entre los teóricos, memoria
explícita versus memoria implícita, respectivamente (Graf y Schacter, 1985).
El lóbulo temporal medial es un área cerebral que incluye, además de la formación
hipocampal, a la amígdala, el córtex rinal y el giro parahipocampal. Entre los teóricos existe una
tendencia muy generalizada a referirse a todas estas estructuras globalmente con la expresión
“sistema de memoria del lóbulo temporal medial”; sin embargo, la investigación reciente está
estableciendo una serie de matizaciones respecto al papel específico de cada una de esas
estructuras en los diferentes aspectos de la memoria. Para los intereses de esta revisión resulta
Trauma y memoria 17
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especialmente relevante subrayar las funciones diferentes que llevan a cabo el hipocampo y la
amígdala, precisamente porque el estrés produce efectos distintos sobre ambas estructuras.
Si bien la evidencia empírica en apoyo de las diferencias funcionales entre hipocampo y
amígdala es amplia, creo que los hallazgos de un trabajo de Bechara, Tranel, Damasio y otros
(1995) serán suficientes para validar la idea de que la amígdala es esencial para el
establecimiento del condicionamiento emocional (memoria implícita) y el hipocampo para el
establecimiento del conocimiento declarativo (memoria explícita). Este grupo de investigadores
llevó a cabo su investigación con tres pacientes con diferente daño cerebral: (a) un paciente que
presentaba daño bilateral en la amígdala (enfermedad de Urbach-Wiethe), (b) otro paciente que
había sufrido un daño bilateral en el hipocampo (a consecuencia de un episodio de anoxia durante
un ataque cardíaco) y (c) un tercer paciente con daños bilaterales tanto en la amígdala como en el
hipocampo (a consecuencia de una encefalitis). Los pacientes realizaron dos experimentos de
condicionamiento emocional, en los que los estímulos condicionados fueron colores y el estímulo
incondicionado el sonido estridente de una bocina. La medida dependiente de la respuesta
autonómica –como reacción al sonido desagradable– se obtuvo a través de la respuesta de
conductancia de la piel. Los tres pacientes mostraban respuestas de conductancia claras cuando
oían el sonido molesto de la bocina; sin embargo, tras los experimentos de condicionamiento se
pudo comprobar lo siguiente: el paciente con la amígdala dañada no adquirió la respuesta
autonómica condicionada, pero recordó muy bien lo que había sucedido durante el experimento; el
paciente con daño hipocampal mostró un condicionamiento emocional normal, pero apenas si
recordaba lo que había ocurrido, y el paciente con daños en la amígdala y en el hipocampo ni
adquirió el condicionamiento ni recordó lo que había sucedido durante las sesiones
experimentales. La nítida disociación doble encontrada en este estudio muestra que el
establecimiento del condicionamiento emocional depende de la amígdala y sus efectos son
procesados independientemente del conocimiento explícito acerca de lo que sucedió durante el
episodio de aprendizaje, que es algo que depende, por contra, del hipocampo.
La investigación reciente sobre el papel de la amígdala ha permitido establecer las
siguientes conclusiones: (1) las memorias emocionales de miedo dependen de la amígdala y son
moduladas por hormonas relacionadas con el estrés (cortisol, adrenalina, noradrenalina, etc.) (cf.
McGaugh et al., 2000); (2) los daños en esta estructura impiden el aprendizaje del miedo (LeDoux,
1996); (3) la administración de un beta-bloqueante (el propranolol) elimina el recuerdo de los
elementos emocionales de una historia y, sin embargo, no afecta al recuerdo de los aspectos no
emocionales11 (Cahill y McGaugh, 1998); (4) pacientes con daños en la amígdala presentan un
recuerdo deficitario de los elementos emocionales de una historia al tiempo que recuerdan bien la
información no emocional (Cahill y McGaugh, 1998); (5) cuando una persona se expone a
estímulos o eventos emocionales se produce una activación de la amígdala (Morris et al., 1996).
En resumen, la amígdala es fundamental para la memoria de eventos cargados emocionalmente
(cf. McGaugh et al., 2000). La formación hipocampal, por su parte, resulta esencial para el
aprendizaje y memoria espacial y, muy especialmente, para la memoria episódica (Milner, 1970;
O´Keefe y Nadel, 1978). Además, el hipocampo juega un papel crucial en el proceso de
“ligamiento” (binding) o asociación de los distintos componentes de un episodio en una huella
integrada y coherente de memoria (Cohen y Eichenbaum, 1993; véase Ruiz-Vargas, 2002, cap. 4).

Sistemas de memoria “caliente” y “frío”

A partir de investigaciones propias y ajenas realizadas durante casi dos décadas, el grupo de
investigación integrado por Metcalfe, Nadel y Jacobs ha propuesto un marco de trabajo que
incorpora dos sistemas de memoria neuroanatómicamente separables, cada uno de ellos con sus
propiedades específicas y su perfil evolutivo: un sistema de memoria “caliente”, con la amígdala
como centro, y un sistema de memoria “frío”, con el hipocampo como centro. El sistema de
memoria “caliente” es la base de la emocionalidad, los miedos y las pasiones, es impulsivo,
inicialmente está controlado por estímulos innatos y resulta fundamental para el
condicionamiento clásico. El sistema de memoria “frío” es cognitivo, emocionalmente neutral,
reflexivo, integrado, flexible, coherente, espacio-temporal, lento, episódico y estratégico (Metcalfe y
Jacobs, 2000). Esta distinción ha recibido apoyos claros de estudios, como el referido unas líneas

11 Los beta-bloqueantes neutralizan los efectos de las hormonas del estrés mediante el bloqueo del arousal simpático.
18 JOSÉ MARÍA RUIZ-VARGAS
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más arriba del grupo de Damasio, con pacientes con daños selectivos en la amígdala y/o en el
hipocampo.
El sistema hipocampal “frío” registra, de un modo emocionalmente neutro, eventos
autobiográficos completos y bien elaborados en su contexto espacial y temporal. El resultado son
recuerdos episódicos con una estructura narrativa, recuperables y que permiten a la persona darse
cuenta de que se trata de experiencias ocurridas en su pasado personal (Tulving ha llamado a
dicha experiencia conciencia autonoética). Por el contrario, el sistema amigdalino “caliente”
responde ante las características no integradas y fragmentadas de los eventos que provocan
miedo, lo que lo convierte en un sistema directamente vinculado a las respuestas de miedo, que
producirá “recuerdos” dependientes de los estímulos externos (se dice que son recuerdos guiados-
por-los-estímulos) y cargados de la sensación de “estar reviviendo algo” en lugar de estar
recuperando algo pasado (Metcalfe y Jacobs, 1996).
En condiciones normales, se supone que la codificación se produce en paralelo en los dos
sistemas: mientras el sistema “frío” codifica el panorama contextual, el sistema “caliente” hace lo
propio con los aspectos emocionales de la experiencia; sin embargo, en condiciones patológicas,
bien por lesiones cerebrales o por alteraciones funcionales, se producen disociaciones entre estos
(y otros) sistemas de memoria (Nadel y Jacobs, 1996).
Diferentes líneas de investigación apuntan a la disociación entre los sistemas de memoria
“caliente” y “frío”. Por ejemplo, los pacientes con lesiones en la amígdala y/o en el hipocampo
presentan un patrón diferencial de alteraciones emocionales y/o episódicas (Bechara et al., 1995),
y pacientes con lesiones en la amígdala exhiben alteraciones emocionales y respuestas aberrantes
de miedo (LeDoux, 1996). Asimismo, se ha comprobado que la estimulación de la amígdala en
pacientes elicita reacciones autónomas de miedo, automatismos y expresiones verbales de
sentimientos de miedo (cf. Metcalfe y Jacobs, 2000). Por otra parte, la investigación con animales
ha comprobado, por ejemplo, que neuronas individuales de la amígdala del gato responden
selectivamente a fragmentos emocionales de los estímulos, como el ladrido de un perro, una
mano amenazante, una rata moviéndose o el maullido de un gato (O´Keefe y Bouma, 1969).
Frente a estas reacciones relacionadas con la amígdala, se dispone igualmente de evidencia
diferencial sobre las funciones del hipocampo. Por ejemplo, que el hipocampo está involucrado en
el proceso de “ligamiento” (Kroll et al., 1996), y que los pacientes con daño hipocampal presentan
alteraciones graves en su memoria episódica (Tulving, 1989; Curran y Schacter, 1997; Vargha-
Khadem et al., 1997).
A nivel fisiológico, la disociación podría producirse a consecuencia de incrementos en la
concentración de glucocorticoides (el cortisol, a nivel humano) liberados durante el estrés, puesto
que está demostrado que los glucocorticoides afectan de modo diferente a la fisiología de la
amígdala y del hipocampo. En concreto, la actividad de la amígdala aumenta cuando aumentan
las concentraciones de cortisol, lo que indicaría que el estrés mejora la función de la amígdala
(LeDoux, 1993; McGaugh, 1992; McGaugh y Roozendaal, 2002); por el contrario, la actividad del
hipocampo aumenta inicialmente pero después disminuye dramáticamente cuando aumentan las
concentraciones de glucocorticoides (cf. McEwen y Sapolsky, 1995).
Son muchos los teóricos que coinciden en señalar que el funcionamiento disociado de estos
dos sistemas juega un papel crucial en la formación de los recuerdos traumáticos y en la
patogénesis del TEPT (cf. Metcalfe y Jacobs, 1996).

Hormonas del estrés y recuerdos traumáticos


El estrés afecta a la memoria a través de dos tipos de hormonas: los glucocorticoides y las
catecolaminas. Los estresores físicos y psicológicos provocan la secreción, en primer lugar, de las
catecolaminas (adrenalina y noradrenalina), vía sistema nervioso simpático, como respuesta
inmediata al estrés, que irá seguida, unos minutos después, por la secreción de cortisol, pero cuyos
efectos pueden tardar horas en aparecer (McEwen y Sapolsky, 1995).
En 1996, el experto en fisiología del estrés Robert Sapolsky estableció la conclusión bien
fundamentada de que el exceso de secreción de cortisol, como consecuencia de estrés mantenido
durante períodos prolongados de tiempo (de meses a años), produce en los sujetos humanos una
atrofia significativa del hipocampo12. En otros trabajos más recientes, Sapolsky ha ido aportando
más pruebas que demuestran que la secreción prolongada de cortisol inducida por estrés crónico
produce atrofia hipocampal (cf. Sapolsky, 2000). La evidencia más clara de atrofia hipocampal

12 El hipocampo es una estructura con una alta concentración de receptores glucocorticoides.


Trauma y memoria 19
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asociada a niveles elevados de secreción de cortisol procede de estudios en los que se ha medido
el volumen del hipocampo en tres tipos de pacientes: síndrome de Cushing (enfermedad producida
por la secreción masiva de cortisol a consecuencia de un tumor), depresión clínica y trastorno por
estrés postraumático (TEPT).
La medida del volumen hipocampal es posible realizarla actualmente con gran precisión
gracias a la alta resolución de los nuevos escáneres PET y de IRMf. El grupo de trabajo de J.
Douglas Bremner lleva años investigando este fenómeno en pacientes con TEPT. En concreto,
Bremner et al. (1995) han encontrado una reducción volumétrica del 8% del hipocampo derecho y
del 12% del hipocampo izquierdo en excombatientes de Vietnam con TEPT. Este hallazgo ha sido
confirmado por Gurvitz et al. (1996), quienes encontraron una reducción bilateral del 26% en
excombatientes con TEPT. Asimismo, en un estudio de Stein et al. (1997) se encontró que mujeres
víctimas de abusos sexuales en la infancia (el 80% de las cuales sufrían TEPT) presentaban una
reducción del 5% del volumen del hipocampo izquierdo. Por último, en un recientísimo estudio,
Bremner et al. (2003) han confirmado los resultados del grupo de Stein al observar, mediante la
técnica de IRMf, que el volumen hipocampal de un grupo de mujeres con una historia de abusos
sexuales en la infancia y con TEPT era un 16% más pequeño que el de otros dos grupos de mujeres
de comparación: mujeres con una historia de abusos sexuales en la infancia pero sin TEPT y
mujeres sin historia de abusos ni TEPT. El grupo de Bremner también ha realizado mediciones del
volumen hipocampal en pacientes con depresión, y ha podido comprobar que la reducción del
volumen hipocampal en este tipo de pacientes sólo está presente cuando se da
concomitantemente una historia prolongada de abusos físicos y/o de abusos sexuales en la
infancia (Bremner et al., 2000; Vythilingam et al., 2002)13.
El hallazgo de una fuerte correlación entre una reducción significativa del volumen del
hipocampo como consecuencia de situaciones traumáticas prolongadas y TEPT, apoyaría el
modelo de memoria de dos sistemas “caliente” y “frío”, ya que dicho modelo incluye entre sus
predicciones la producción de amnesia funcional temporal bajo condiciones traumáticamente
estresantes, donde la función del sistema hipocampal “frío” sufre un debilitamiento o incluso una
perturbación completa por la secreción excesiva y/o continuada de cortisol (Metcalfe y Jacobs,
1996). Si a esta idea unimos el hecho constatado de que las catecolaminas (especialmente, la
adrenalina) juegan un papel básico en la modulación de las memorias emocionales a través de su
efecto positivo sobre la amígdala (cf. McGaugh y Roozendaal, 2002), parece razonable asumir que
el estrés prolongado tiene unos efectos diferenciales claros sobre el hipocampo (alterando la
consolidación de los recuerdos declarativos) y la amígdala (favoreciendo la retención y
potenciación de los recuerdos emocionales) que favorecerán la disociación funcional entre los
sistemas de memoria respectivos. En situaciones traumáticas, estas disociaciones se traducirán
en síntomas amnésicos de grado variable de los contextos episódicos y en el aumento de las
memorias emocionales carentes de contexto.
Otra línea de investigación más específica sobre memoria y TEPT está intentando explicar las
hipermnesias a través del análisis de procesos concretos como la consolidación de los recuerdos.
Datos recientes apuntan que las situaciones traumáticas reducen la capacidad del hipocampo
para integrar y consolidar los distintos componentes de los recuerdos emocionales en un todo
coherente (cf. McClelland, 1995; Krystal et al., 1995). Si este fuese el caso –altamente plausible a
la vista de los hallazgos sobre los efectos atrofiantes del cortisol sobre el hipocampo– dicha
consolidación defectuosa produciría unos recuerdos traumáticos poco cohesionados y, por tanto,
muy difíciles de recuperar deliberadamente, lo que permitiría explicar tanto los fenómenos de
amnesia traumática como los de persistencia e intrusión de los recuerdos. La explicación concreta
de la última condición estaría en el hecho hipotético de que, al tratarse de recuerdos degradados y
mal integrados, quedarían almacenados como fragmentos aislados y descontextualizados en lugar
de como episodios coherentemente “ligados”, quedando su recuperación, por tanto, a merced de
las claves situacionales, es decir, fuera del control de la recuperación consciente del sujeto y, por
consiguiente, con una altísima propensión a ser evocados por una infinidad de claves tanto
internas como externas, como ocurre con los episodios de flashbacks y las demás experiencias en
que se “revive” el trauma.

13Evidencia reciente de que un hipocampo más pequeño podría ser un factor de predisposición al TEPT en lugar de una
consecuencia del mismo (Gilbertson et al., 2002) podría poner en cuestión las conclusiones derivadas de los estudios sobre
volumen hipocampal reducido como consecuencia de situaciones crónicas de estrés.
20 JOSÉ MARÍA RUIZ-VARGAS
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En el dominio de los procesos de consolidación, los niveles extremos de estrés lo que


producirían, específicamente, sobre el hipocampo sería una alteración del proceso de “ligamiento”
que, hoy por hoy, se asume depende del hipocampo, y cuya función es algo tan fundamental como
integrar en un todo cohesionado los productos resultantes del procesamiento de los diferentes
módulos corticales especializados en el análisis de los distintos componentes o atributos sensorio-
perceptivos de los eventos. En suma, ante un hipocampo seriamente dañado por el efecto
prolongado del cortisol, puede asumirse que el “ligamiento” se llevaría a cabo deficientemente, lo
que daría como resultado recuerdos fragmentados, desintegrados y desconectados de los
mecanismos de recuperación intencional y explícita. En consecuencia, este tipo de “recuerdos
errantes” quedarían a merced de claves de recuperación ajenas al control deliberado de las
víctimas de traumas emocionales, creándose así la condiciones idóneas para que tales recuerdos
dolorosos se conviertan en “intrusos” que invaden la conciencia de las víctimas persistentemente.
Esta hipótesis del ligamiento defectuoso permitiría explicar asimismo otra de las
características de los recuerdos traumáticos; a saber, el hecho de no poder ser recuperados en las
fases iniciales del trauma más que de forma fragmentada, sin estructura narrativa y bajo
expresiones somatosensoriales (sensaciones y emociones intensas), pero emerger posteriormente
de forma gradual como una narración autobiográfica (van der Kolk y Fisler, 1995). Por supuesto,
que la cuestión clave es explicar la segunda fase, es decir, la reconstrucción progresiva de un
recuerdo verbal coherente a partir de la existencia inicial de fragmentos descontextualizados. Creo
fundamental destacar la idea de que este proceso sería difícilmente explicable si estuviésemos
asumiendo, como proponen algunos teóricos, que el proceso de memoria alterado por el estrés es
la codificación: si el estrés produjese una codificación defectuosa o nula, nunca podría recuperarse
un recuerdo completo y coherente de lo experimentado, sencillamente porque lo que no ha sido
codificado, por definición, no está registrado en la memoria. Por eso, lo que aquí estamos
asumiendo es que la codificación inicial no sufre alteraciones significativas, sino que lo que resulta
afectado es el proceso posterior de integración o asociación de los múltiples componentes de
cualquier experiencia pasada a consecuencia de la recepción excesiva de cortisol en el hipocampo.
En buena lógica, parece razonable asumir entonces que, tras un período variable de tiempo (la
extensión de dicho período dependería de múltiples factores tanto personales como de la propia
situación traumática), cuando el hipocampo vaya saliendo del –llamémosle– “estado de
inundación” por cortisol, irá recuperando la normalidad de todas sus funciones, incluida la del
“ligamiento”. Y, precisamente, esa normalización fisiológica es la que se irá reflejando en la
reconstrucción progresiva del recuerdo traumático. Creo que esta explicación recoge
adecuadamente la sugerencia de Nadel y Jacobs (1998) de que la aparición paulatina de un
recuerdo autobiográfico refleja un proceso de “apaciguamiento14 narrativo inferencial” (inferential
narrative smoothing) a través del cual los fragmentos flotantes se van uniendo en un episodio
autobiográfico coherente.
COMENTARIO FINAL
La respuesta cerebral y psicológica a las situaciones que ponen en peligro la propia vida o que
representan una seria amenaza para la supervivencia, y que desencadenan en los individuos
respuestas intensas de miedo o terror, incluye un repertorio extraordinariamente complejo de
reacciones. Por tanto, su explicación no puede resolverse con unas cuantas respuestas sencillas ni,
por supuesto, definitivas. No obstante, nuestra comprensión de muchos de los problemas
cognitivos resultantes del impacto del trauma psicológico es cada día mayor. El objetivo central de
esta revisión ha sido responder a la pregunta concreta de por qué el trauma tiende a producir una
persistencia patológica de los recuerdos al tiempo que sume a las víctimas en un profundo olvido del
episodio traumático. Tras el análisis de cuestiones que apuntan al corazón de esa situación
contradictoria, hemos aportado evidencia reciente que nos ha permitido elaborar una explicación
coherente de los dos extremos de la memoria traumática: las hipermnesias y las amnesias. Como
hemos podido comprobar, la asunción de un modelo que incluye dos sistemas cerebrales de
memoria, uno “frío” dependiente del hipocampo y otro “caliente” dependiente de la amígdala, y sus
respuestas diferenciales a los efectos de las hormonas del estrés, las distintas manifestaciones de
hipermnesia (persistencia de los recuerdos traumáticos, pesadillas, reexperiencias intrusivas) y los
diferentes niveles de amnesia (recuerdos fragmentados, lagunas de memoria, olvido total de la

14 Esta idea me parece especialmente atractiva porque lo que plantea es que, gracias a la narración de los sucesos
traumáticos, la víctima se va tranquilizando (y curando), algo que los clínicos conocen de sobra desde siempre y que podría
resumirse en el proverbial “poder curativo de la palabra”.
Trauma y memoria 21
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experiencia traumática) encontrarían una explicación plausible en el hallazgo básico de que en


situaciones de estrés extremo el sistema hipocampal “frío” resulta negativamente afectado
mientras el sistema amigdalino “caliente” se ve potenciado. El resultado sería la incapacidad para
consolidar adecuadamente los recuerdos episódicos, con la consiguiente amnesia de los mismos,
y el fortalecimiento de los componentes emocionales, que quedarían representados en la memoria
como elementos fragmentados y carentes del contexto episódico correspondiente. Este patrón
general de respuesta al trauma incluiría múltiples matizaciones según la casuística de cada caso
particular. Por ejemplo, algo fundamental a tener en cuenta es que la función en U invertida
postulada por Yerkes y Dobson parece seguir siendo válida para explicar los efectos de las
hormonas del estrés sobre ambos sistemas.
El modelo de dos sistemas permite, también, asumir la puesta en marcha de mecanismos
especiales en condiciones de estrés elevado. La coincidencia de los teóricos neurocognitivos al
apelar a fenómenos anómalos de “ligamiento” para explicar la memoria traumática, que dejarían
numerosos fragmentos del episodio flotando sin un contexto episódico en el que integrarse,
permite dar cobertura teórica a mecanismos especiales como la disociación o la supresión de
recuerdos en tales situaciones. Problema aparte sería la interpretación teórica o fenomenológica
de tales mecanismos.
Todo en ciencia es provisional, como se sabe; por tanto, mientras algunos teóricos cognitivos,
que se muestran renuentes a aceptar este tipo de propuestas explicativas, no presenten
alternativas más convincentes de lo que hasta ahora han hecho, me permito sugerir que bajo
condiciones traumáticas el cerebro representa y almacena las experiencias de modo diferente a
cuando se encuentra en condiciones normales de la vida cotidiana.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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