Sie sind auf Seite 1von 468

Nigel Dennis

es catedrático de Literatura
Española en la Universidad de
St Andrews (Reino Unido).
Especialista en los prosistas de
la época de pre-guerra (Gómez
de la Sem a, Giménez
Caballero, Ayala, Díaz
Fernández), ha escrito varios
libros sobre la obra de Jo sé
Bergamín.
José Bergantín
Obra esencial
José Bergamín
Obra esencial
S E L E C C IÓ N Y P R O L O G O
D E N IG E L D E N N IS

TURNER
Fecha de esta edición: noviembre de 2005

Esta obra ha sido publicada con la Ayuda de la Dirección General del Libro,
Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción,


distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la
autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos
mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad (arts. 270 y ss. del Código
Penal).

Copyright © Herederos de José Bergamín 2005

Del prólogo © 2005 Nigel Dennis

De esta edición:

D. R. © Turner Publicaciones, S.L.


Rafael Calvo, 42
Madrid 28010

www.turnerlibros.com

Ilustración de cubierta: dibujo de José Bergamín por Alejandra Vidal

ISBN : 84-7506-696-8
Depósito Legal: M. 43.795-2005
Printed in Spain
ÍN D IC E

Prólogo.................................................................................................................... 9

Ensayos

La decadencia del analfabetismo........................................................................ 17


La importancia del Demonio............................................................................... 31
Un verso de Lope, y Lope en un verso.............................................................. 49
Calderón y cierra España. (Contra aventura, ventura)................................... 55
La estatua de Don Tancredo............................................................................... 71
Pintar como querer. (Goya, todo y nada de España)....................................... 87
Larra, peregrino en su patria (1837-1937).......................................................... 97
Por nada del mundo. (Anarquismo y Catolicismo).......................................... 109
Cante hondo........................................................................................................... 121
Cervantes................................................................................................................. 131

Prosa lírica

Caracteres................................................................................................................ 147

Escritos taurinos

El arte de birlibirloque.......................................................................................... 161


El mundo por montera.......................................................................................... 187
La música callada del toreo................................................................................. 195

Aforismos

De El cohete y la estrella...................................................................................... 227


De La cabeza a pájaros.......................................................................................... 247

Teatro

La niña guerrillera.................................................................................................. 279


La sangre de Antígona. Misterio en tres actos.................................................. 335
Poesía

Sonetos..................................................................................................................... 373
De R im as.................................................................................................................. 385
De Del otoño y los mirlos..................................................................................... 395
De La claridad desierta.......................................................................................... 399
De Apartada orilla.................................................................................................. 409
De Velado desvelo.................................................................................................. 415
De Esperando la mano de nieve.......................................................................... 423
De Canto rodado.................................................................................................... 431
De Hora última....................................................................................................... 451
Coplas....................................................................................................................... 457

Nota bibliográfica................................................................................................... 459


PRÓ LO G O

Yo no estoy en mí
más que en aquello que escribo

J osé B e r g a m ín

M J n el panorama de las letras españolas del siglo x x no hay figura más


desconcertante, inclasificable y peor comprendida que José Bergamín. Escritor
destacado de la promoción de intelectuales identificados con la Segunda
República, autor de una obra vasta y variadísima, Bergamín languidece todavía
en la zona de lo no recibido, en la inquietante penumbra de la marginación y
el olvido. De hecho, no sería exagerado decir que más de veinte años después
de su muerte, sigue constituyendo una especie de “incógnita por despejar”.
¿Cómo explicar este lamentable desfase entre el valor y la originalidad de
su obra literaria -obra de grandes dimensiones e innegable interés histórico y
actual- y el desconocimiento general de la misma? Hay varios factores que
conviene tener en cuenta.
Recordemos, ante todo, que el destino de Bergamín fue el del intelectual
vencido, desterrado y “ninguneado” . Los largos años que pasó en el exilio, junto
con los años de persecución, exilio interior y automarginación que vivió dentro
de España después de su vuelta, tuvieron el efecto de casi borrar su imagen
del mapa. Este destino fue compartido, desde luego, por muchos otros escritores
identificados con la causa de la República, pero a diferencia de un M ax Aub
o un Ramón Sender o una Rosa Chacel (y no son más que figuras ilustrativas
de este fenómeno), Bergamín -persona incómoda, inasimilable e intransigente-
resulta difícilmente reivindicable. Por otra parte, a raíz de sus peripecias de vida
después de 1939 y debido, probablemente, a la poca rentabilidad de una figura
tan polémica como él, su obra literaria se encontraba en un lamentable desorden
y aun hoy sigue siendo de difícil acceso para cualquier tipo de lector, incluso
para el más motivado. No existe, por ejemplo, ninguna edición coherente de sus
escritos en su totalidad y son relativamente escasas las ediciones fiables de obras
sueltas al alcance del público. Si resulta prácticamente imposible consultar la

9
obra de un escritor en toda su envergadura, ¿cómo podemos juzgar, con justicia
y conocimiento de causa, su valor e interés?
Igualmente importante, a mi modo de ver, es la tensión que se produce, en
el caso de Bergamín, entre su protagonismo en la esfera pública y su quehacer
literario propiamente dicho. A la hora de reconocer méritos, los críticos y
comentaristas que se han interesado por él -con algunas excepciones nota­
bles- han ponderado el impacto que tuvo sobre la España del siglo X X en tér­
minos de su activismo cultural y su disidencia política y no en términos de su
obra de ensayista, dramaturgo o poeta. En este sentido podría decirse que se
ha manifestado más interés por sus sonadas intervenciones en la vida nacional
(e internacional) que por sus dotes puramente literarias. No es que esta manera
de valorar la importancia de Bergamín sea equivocada, ya que a estas alturas
nadie dudaría de la significación de las huellas que dejó en la vida intelectual
contemporánea; pero se trata de una valoración parcial e incompleta que
ha tenido el efecto de relegar a un segundo plano al autor de un conjunto de
obras de muchos quilates, todas ellas dignas de ser mejor conocidas. En otras
palabras, el Bergamín escritor no ha tenido más remedio que ceder el paso al
polemista y al empresario cultural y son éstos más bien los que han pasado a
ocupar un puesto relativamente privilegiado en la historia de la intelectualidad
española.
Hay que reconocer también que, más allá de su problemática difusión, la obra
literaria de Bergamín plantea de por sí numerosas dificultades tanto para el
crítico profesional como para el simple lector desprevenido. Como se trata de
una obra compleja y polifacética, de sorprendentes “ideas liebres” y estilo
personalísimo, voluntariamente paradójico y lúdico, ajena a los modos y modas
al uso, constituye lo que se ha dado en llamar certeramente un “ desafío
permanente para taxónomos” . Esta frase subraya no sólo la singularidad de su
pensamiento sino también la desconcertante variedad de una obra que va desde
el ingenioso apunte aforístico y el escueto esbozo dramático hasta el ensayo
largo y exuberante y la mesurada reflexión en verso. Obra multiforme, pues,
cuya coherencia totalizadora es muy difícil de captar. De hecho, podría decirse
de Bergamín -si bien con una intención bien distinta- lo que Antonio Espina
decía de José María Pemán: que “no dejaba a ningún género en paz” . Incluso
dentro de estas divisiones genéricas formales -cuya utilidad, por otra parte, es
harto discutible en el caso de un escritor tan consistente y fiel a su propio
pensamiento como Bergamín- se nota el carácter pluridimensional de su impulso
creador. Recordemos cómo en su obra poética, por ejemplo, coexisten en un
delicado equilibrio o alternancia constante la copla sencilla y evanescente, de
honda raíz popular, y el denso soneto metafísico, de clara índole barroca y
conceptista, sin olvidar la esporádica pero insistente aparición de poemas satíricos
y burlescos dedicados circunstancialmente a “las cosas que pasan” (o que “no

70
pasan” , como decía el propio poeta). Es decir, ante el enorme laberinto de la
obra de Bergamín, lleno de vericuetos insospechados y caminos tortuosos, no
sorprende que el lector se quede perplejo y cohibido, deslumbrado, quizá,
por las múltiples modalidades de la expresión de su pensar y sentir.
Elegir lo esencial de la obra de un escritor tan prolífico y polifacético como
Bergamín y presentarlo en el marco de un libro de dimensiones razonables
no ha sido, pues, tarea fácil. Obviamente he intentado dar una imagen fiel
y equilibrada de la amplitud de sus intereses así como de los diversos estilos y
géneros en que se han plasmado, pero soy consciente de haber privilegiado -de
una manera enteramente natural, creo- ciertos motivos o temas, ciertas formas
de expresión que, como recurren constantemente en su obra, llegan a constituir
una especie de núcleo inamovible. Por ejemplo, como a Bergamín se le identifica,
ante todo, con el cultivo de una prosa ensayística densa y exuberante, ágil e
ingeniosa, la sección de ensayos es la más larga de este libro. En ellos, el estilo
del escritor es inconfundible: va tejiendo el fino hilo de su pensamiento,
explotando imaginativamente todos los recursos expresivos de la lengua para
fundir fondo y forma en una serie de deslumbrantes ejercicios de reflexión
creadora. Además, en los ensayos elegidos, Bergamín se centra en sus temas
predilectos, los que llegan a definir su personalidad literaria: las artes poéticas,
la identidad de España con toda su complejidad histórica y psicológica, las
manifestaciones de un ímpetu transcendente en las obras de las grandes figu­
ras de la cultura nacional... En un apartado complementario está recogida
una serie de escritos taurinos ya que, para el escritor, el toreo es una de las
artes poéticas fundamentales, expresión memorable del encuentro que se pro­
duce entre el hombre, vestido de las luces de la inteligencia, y la oscura em­
bestida de la muerte.
Si bien es cierto que los ensayos de Bergamín se caracterizan por su volup­
tuosidad discursiva y pirotecnia verbal, no hay que olvidar que en sus escritos
en prosa cultiva también, a lo largo de los años, la forma breve y fugaz,
fragmentaria y discontinua del aforismo. “No se piensa más que en aforismos” ,
decía Unamuno, en una frase citada a menudo por el propio Bergamín. Sus
aforismos -como los de Pascal o Nietzsche o Ju an Ramón Jim énez- reflejan
fielmente el “proceder por iluminaciones” del pensamiento mismo: relampa­
gueante y asistemático, de una intensidad que sólo se traiciona a sí misma
desarrollándose en forma discursiva. Como expresión de ideas esenciales
- quintaesencíales, si se quiere-, formuladas con una brillante mezcla de elegancia
y agudeza, muy sui generis, no podía faltar en este libro una muestra de los
aforismos incluidos en dos libros fundamentales: E l cohete y la estrella (1923) y
La cabeza a pájaros (1934) •
Aunque hasta los años cincuenta y sesenta del pasado siglo Bergamín sólo
se expresa en verso de un modo intermitente, la verdad es que se manifiesta

11
en su escritura, desde sus comienzos, un profundo impulso lírico. Recordemos,
por ejemplo, que E l cohete y la estrella, según la atinada observación de Ramón
Gaya, bien puede considerarse como “un disimulado libro de versos” . Por
otra parte, si en el caso de sus ensayos resulta casi imposible deslindar la crítica
y la creación, es porque se asoma constantemente en ellos ese mismo impulso.
Para destacar la importancia de esta dimensión de la prosa de Bergamín he
seleccionado un librito clave de juventud - Caracteres (1927)- en el que el poeta
se disfraza de retratista y, dando rienda suelta a sus propios instintos líricos, traza
con pinceladas rítmicas y melódicas los perfiles de una serie de arquetipos
humanos. Ningún libro pone al descubierto más eficazmente la “indecisa
versificación” de su obra en prosa.
Menos conocida, aunque no menos esencial, es la labor del Bergamín drama­
turgo. De hecho, a lo largo de su vida nuestro autor se dedica con cierta asiduidad
a la redacción de piezas dramáticas, desde los esbozos esquemáticos de Tres
escenas en ángulo recto (1925) hasta las obras de madurez como Melusinay el espejo
(1949) y Medea, la encantadora (1954). Aunque la mayoría de ellas resulta i m ­
presentable, por diversos motivos, no dejan de expresar, cada una a su manera,
aspectos fundamentales de su pensamiento, obedeciendo incluso a ese impulso
poético mencionado anteriormente. Las dos obras incluidas en este libro, ambas
de fuerte acento lírico, corresponden a dos momentos distintos de esta labor
dramática (uno de ellos muy cerca todavía de la experiencia desgarradora de
la Guerra Civil) y constituyen ejemplos muy característicos de la práctica de
Bergamín de explorar en su teatro situaciones, figuras o textos ya existentes,
sometiéndolos a un sutil proceso de recreación y reelaboración.
Este libro se cierra con una larga sección dedicada a la obra poética del autor.
Se suele decir que el descubrimiento del Bergamín poeta (en verso, se entiende)
es un fenómeno relativamente tardío puesto que no publica su primera colección
de poemas -Rimasy sonetos rezagados- hasta 1961, cuando tiene casi setenta años;
pero por eso precisamente, por ser la poesía de un hombre ya mayor que ha
pasado toda su vida reflexionando sobre las artes poéticas, conviviendo, digamos,
con la poesía misma, nace con firmeza y madurez, “infantilmente anciana” ,
según la certera definición de Ju an Antonio González Casanova. En su obra
poética Bergamín recoge ecos de diversas tradiciones (la barroca, la romántica,
la simbolista) y autores (Bécquer, Ferrán, Quevedo, Machado, Unamuno...) y
los funde con su propia voz para crear un inconfundible dialecto lírico - “dilatada
sombra que cobija el silencio” , según reza un hermoso verso becqueriano de
Apartada orilla-. Los poemas de Bergamín giran obsesivamente en torno de unos
cuantos temas o motivos recurrentes: el tiempo, la muerte, el amor, la soledad,
el sueño... En ellos destaca la aguda conciencia del fluir temporal de la vida
y el diálogo que el hablante, su voz casi ahogada por el desengaño, mantiene
con la muerte. Igualmente notable es el movimiento dialéctico que traza el ánimo

12
del hablante solitario que desde su angustia reafirma constantemente su fe
para caer de nuevo en la sima de la desesperación.
El propósito de este libro es poner al alcance del lector un conjunto de textos
en los que se expresa lo más característico y esencial del pensar y sentir de
José Bergamín. No cabe duda de que la verdad identificadora del escritor está
en sus escritos más que en ninguna otra parte. Constituyen el testimonio más
auténtico y permanente de su trayectoria vital e intelectual y a ellos quisiera
remitir a cualquier lector deseoso de descifrar el enigma de Bergamín y de
descubrir el rostro vivo -complejo, contradictorio, apasionado- de una de las
figuras más fascinantes de la España del siglo xx.

N ig e l D e n n is

marzo de 2005

13
ENSAYOS
L A D E C A D E N C IA D E L A N A L F A B E T ISM O

Bienaventurados los que no


saben leer ni escribir porque
serán llamados analfabetos.

J . B., La cabeza a pájaros

TA . odos los ninos, mientras lo son, son analfabetos.


El niño no puede empezar a aprender las letras del alfabeto, no puede empezar
a aprender a leer y a escribir hasta que no empieza a tener eso que se llama,
justamente, uso de razón, uso de razón que cuando ese niño se haga, si se
hace, hombre alfabético, hombre de letras, será seguramente abuso; el uso y
abuso de la razón es, en definitiva, la utilización racional, la razón práctica;
porque no es que el niño no tenga razón antes de usarla, antes de saber para
lo que va a servirle o para lo que la va a utilizar prácticamente -no se puede
usar lo que no se tiene-, es que tiene una razón intacta, espiritualmente inmacu­
lada, una razón pura: esto es, una razón analfabeta. Y ésta es su bienaventu­
ranza. No es que no pueda conocer el mundo; sino que lo conoce puramente:
de un modo espiritual exclusivo, no literal o letrado o literaturizado todavía.
La razón del niño es una razón puramente espiritual: poética. El niño piensa
solamente en imágenes como, según Goethe, hace la poesía: y piensa imagi­
nativamente, sin duda, aun antes de vocalizar su pensamiento; y cuando lo
empieza a vocalizar, grita. Dice san Antonio, que un llanto, un gemido, son
una voz, que lo es también un grito. El niño dice a voz en grito su pensamiento.
Y empieza a entender de viva voz el nuestro, mucho antes de usar, de utilizar,
su razón pura: de impurificarla.
¿Y qué hace el niño con su razón, si no la usa, si no la utiliza? ¿Que qué hace?
Pues lo que hace con todo: jugar. Juega.
El pensamiento es todavía en el niño, mientras es niño, un estado de juego.
Y el estado de juego es, siempre, en el niño, un estado de gracia.
Si el niño juega porque es niño o es niño porque juega, pensar es para el
niño,jugar: poner enjuego, graciosamente, las imágenes de su pensamiento:
las cosas; poner, que es lo que hacen los niños, todas las cosas enjuego. La
razón de ser niño el niño, es éste, su estado de juego; la razón de estado de la
infancia, como de todo estado poético o de pura racionalidad, es el juego.

'7
Toda razón poética o razón puramente espiritual, es una razón analfabeta
que pone, infantilmente, todas las cosas en juego, pero en juego también
espiritual puro, de racionalidad intacta. L a imaginación, o pensamiento
imaginativo, popular, cuando es analfabeto, cuando es niño, al poner todas
las cosas en juego racional, las llama dioses. Para el pueblo niño analfabeto
griego, el mundo era, poéticamente, un juego divino, era como una conjunción
real de dioses: una conjunción copulativa y disyuntiva: los dioses se aman y
se combaten. Para el pueblo niño analfabeto cristiano, el universo es, poéti­
camente, también juego divino, pero como una conjunción personal de Dios.
Los pueblos, como los niños, piensan y creen simultáneamente, jugando:
porque su racionalidad es pura o poética, es decir, divina. Por eso, mientras
Dios juega con los pueblos analfabetos como con los niños, a los que son
letrados, como a los hombres que también lo son, a los hombres de letras, se
las está jugando siempre el Diablo.
Lo que un pueblo tiene de niño, y lo que un hombre puede tener de pue­
blo, que es lo que conserva de niño, es, precisamente, lo que tiene de analfa­
beto. El analfabetismo es la denominación común poética de todo estado
verdaderamente espiritual. En nuestra propia vida podemos seguir el proceso
de la decadencia del analfabetismo como en la vida de los pueblos más cultos,
más literalmente cultos. ¡Pobres de nosotros, o de ellos, si aceptásemos su­
persticiosamente como ineludible el monopolio literal, o letrado, o literario,
de la cultura!
Hay una cultura literal. Hay otra cultura espiritual.
La primera es la que persigue al analfabetismo: su enemiga. Y es hoy por hoy,
pero no por ayer ni por mañana, la más aparentemente generalizada. Es la
que ha desordenado el mundo: la que ha desordenado más todas las cosas,
suprimiendo las jerarquías. Cuando se pierde racionalmente el sentido de las
jerarquías es cuando hay que ordenarlo todo por orden alfabético. El orden
alfabético es un orden falso. El orden alfabético es el mayor desorden espiritual:
el de los diccionarios o vocabularios literales, más o menos enciclopédicos, a
que la cultura literal trata de reducir el universo.
El monopolio literal de la cultura ha desordenado las cosas desorganizando
las palabras, que son también cosas y no letras; y que por serlo, cosas (cosas
de ideas o ideas de cosas, cosas de razón o cosas de juego) son realidad racional
pura o poética, realidad verdaderamente espiritual, o analfabeta. De esta rea­
lidad era de la que dijo Hegel que se desorganizaba cuando se desordenaba
lógicamente el pensamiento ; que no es lo mismo el pretendido estado de orden
literal que el orden lógico, puesto que el orden lógico, como diría el propio
Hegel, es una actividad espiritual, no literal: una especificación cada vez más
determinada del pensamiento; esto es, la determinación de las leyes espirituales
de un estado racional de juego; del juego divino de una infancia eterna.

18
La razón pone todas las cosas en juego de palabras. Las palabras son cosas
de juego. Las letras no lo son. Las letras no son cosas de juego. Una letra es
un arma de dos filos: por eso entra con sangre. Un abecedario en manos de un
niño es más peligroso para su vida que el cartón de alfileres o que la caja de
cerillas o que el paquete de hojas de la máquina de afeitar... Y mucho más, si
es de los que fingen tramposamente al pie de cada letra para engañarle: gallo,
mariposa, gaviota, elefante... Así el niño podrá tomar, luego, incautamente, todas
las cosas como allí las vio o aprendió a verlas: alpie de la letra. Así podrá adquirir
de todo un mentiroso conocimiento literal y pedestre. Este es el primer golpe
que la letra le da al espíritu: el más certero. La letra atraviesa con su estilete
agudo el corazón analfabeto del niño, que podrá no cicatrizar de esta herida,
no latir espiritualmente nunca más.
La letra contra el espíritu. Las letras contra el espíritu.
La decadencia del analfabetismo la inició el siglo X V III, el siglo de las luces,
de las luces vacilantes, porque fue también el siglo de las letras firmes, el siglo
que puso las letras en candelero; el siglo X V III llegó a tener, según Carlyle,
una romántica heroicidad. El último héroe de Carlyle, el más desmedrado y
el más débil, es el que él llamaba: el héroe como hombre de letras. El héroe como
hombre de letras no es el hombre de letras como héroe. El hombre de letras
como héroe vino después, en el siglo X IX ; y vino a contrafigurar, ridiculamente,
en caricatura, todos los heroísmos. Tuvo la angustia literal del hombre que siente
ahogar su voz por la letra que lo amordaza para robarle las palabras. La letra,
que, como ladrón, viene a robar la palabra viva del hombre, y como el ladrón,
calladamente: andándose con pies de plomo. Porque el pie de la letra, o los pies
de las letras, son de plomo. No bailan, no corren ni saltan, avanzan lentamente:
y pisan todas las cosas aplastándolas, para exprimirlas; por sacarles el jugo;
dejándolas secas y muertas, debajo, por esta bárbara posesión material. De estos
pies literales hizo el hombre de letras su pedestal intelectualista: amontonó
sus estiletes para subirse encima, y permanecer en lo alto inmóvil, aislado de
todo, como un funambulesco san Simeón estilita, pero más absurdamente
endiosado o entusiasmado de su propio equilibrio irracional.
De tal modo se literaturizó la cultura, que llegó el hombre a encontrarse las
letras hasta en la sopa. E l hombre de letras quiso alfabetizar hasta su alimento: y
esta ridicula exageración alegórica fue bastante significativa, pues estas letras
eran de la misma pasta, no que nuestros sueños, sino que nuestras letras; de la
misma pasta de una literatura o poesía letrada o literaturizada en la que también
se pasteuriza y esteriliza alfabéticamente el pensamiento.
Ha habido una estilística literaturización de la poesía. Por un alambica­
miento sutil, la poesía se pasteuriza literalmente, esterilizándose: esterilizando
imaginativamente el pensamiento. Poesía destilada o esterilizada no es poesía
Püra: es poesía letrada o literaturizada. La poesía se hace literaria, alfabética,

'5
buscando en la vocalización exclusivamente literal de sus consonancias una
música para sus letras. Hay toda una literatura poética, o llamada poética, que
tiene letra y música, pero que no tiene poesía. Es aquella misma de que decía
Novalis que una poesía que se puede poner en música es que necesitaba ponerse
primero en poesía. Poner en poesía la poesía, aunque parezca redundancia, es
en lo que consiste todo arte poético espiritual y no literario: arte poético
analfabeto. Poner en poesía las palabras es sencillamente ponerlas en juego,
como decíamos que hace el niño analfabeto o el pueblo, niño analfabeto. La
poesía pura es, sencillamente, la más impura: la poesía analfabeta. La poesía
es el analfabetismo integral, porque integra espiritualmente todo. La poesía es
el campo analfabético de gravitación universal de todas las construcciones
espirituales humanas. Por eso, toda sistematización espiritual o metafísica, se
determina o se define poéticamente porque se construye en la poesía y de la
poesía, como la figura geométrica del espacio homogéneo. Toda arquitectura
espiritual tiene siempre un contenido imaginativo, poético, homogéneo: gené­
ricamente y genuinamente humano. Por eso, el estado poético es un estado de
añoranza infantil o popular: de añoranza del analfabetismo; porque es una
añoranza paradisíaca del estado del hombre puro. El poeta añora ignorar, añora
la infancia, la inocencia, la ignorancia analfabeta que ha perdido; añora el
analfabetismo perdido: la pura razón espiritual de su juego. Y esta añoranza
de la ignorancia es lo que Nicolás de Cusa denominaba una ignorancia docta,
una ignorancia doctrinal; y así escribió su Docta ignorancia o Doctrina de la igno­
rancia, que es una perfecta doctrina matemática del analfabetismo. Del analfa­
betismo cristiano.
Cuando Jesús era niño y como niño analfabeto o analfabeto como niño (que
analfabeto lo fue siempre: como niño, como hombre, y como Dios) cuando
era niño Jesús, se perdió, y fue hallado en el templo. Allí enseñaba a los doctores
de la ley, doctores de la ley escrita, doctores de la letra legal (los mismos que
después le crucificarían por eso: por analfabeto); allí les enseñó esta doctrina
espiritual de la ignorancia, que ellos no escucharon, ni aprendieron. Por eso,
al condenarle a muerte, después, por analfabeto, le crucificaron literalmente,
esto es, al pie de la letra o de las letras, colocando sobre su cabeza un cartel o
letrero en el que el literato Pilatos hizo escribir certeramente: Yo soy el Rey de
losJudíos; y mandó escribir esto para demostrarles a todos ellos que habían
tomado a Cristo al pie de la letra en lo que había dicho, y que por tomarlo de
este modo, literalmente, lo crucificaban. Debajo de este i n r i literal, Cristo entregó
el espíritu; dando una gran voz, dice el apóstol, en un grito: divinamente y
humanamente analfabeto. Al pie de la letra muere siempre el espíritu crucificado.
Pero muere para resucitar.
El analfabetismo es también un niño divino que cuando se pierde se halla
siempre en el templo, en el templo vivo del Dios analfabeto: porque el templo

20
08 suyo, después de Cristo. L a Iglesia católica de Cristo canta el analfabetismo
cuando celebra la Pascua de Resurrección diciendo: Como el niño recién nacido
apeteced la leche alba del espíritu: la razpn inmaculada, la razónpura. Y a este domingo,,
por ese como figurativo que inicia el Introito de su Misa, llama la Iglesia Popular
de Quasi modo; porque hay que ser como los niños, según dijo el Señor: porque
hay que ser analfabetos para apetecer esa leche alba, pura del espíritu; leche
espiritual que no está pasteurizada o esterilizada literalmente o literariamente
todavía. Y ésta es la razón imaginativa sin mancha (rationabiUs sine dolo), la razón
de ser, de ser como los ninos, de ser analfabetos; la razón de un estado poé­
tico de juego: de pensamiento poéticamente puro. A ese mismo domingo, en
que se canta el Aleluya del analfabetismo, llama también la Iglesia domingo
in albis. Y el pueblo católico, esto es, la universalidad infantil del analfabetismo,
ha llamado, singularmente en España, estar in albis, a la pura ignorancia anal­
fabeta, a su poética ignorancia espiritual.
También el analfabetismo popular griego figuró en las albas de la aurora la
pura ignorancia espiritual, la clara apetencia celeste; y encamó el pensamiento,
poéticamente puro, en un recién nacido inmortal: recién nacido de la razón
divina. En el mito de Hermes que va a robar las vacas lácteas de las nubes
para nutrirse de su leche ilusoria. El mito de Hermes nos ofrece un dios niño,
eternamente recién nacido, enseñándonos en su imagen leve y huidera, como
la brisa, el secreto hermético de pensar.
El analfabetismo, que empieza herméticamente por el sonido, por la voz,
por la música, acaba por la palabra, que es el pacto hermético en que la música
se cambia por la luz: el pacto de Hermes con Apolo. El secreto hermético del
analfabetismo es un secreto luminoso y profundo, y es también un secreto a
voces: a voces y no a letras. La poesía que no es nunca un jeroglífico es siempre
un enigma: una enigmática verdad, la más pura. En las albas del pensamiento
imaginativo, del pensamiento hermético, se encuentra espiritualmente la ver­
dad, la luz y la vida: la poesía del analfabetismo cristiano. In albis o en blanco:
sin letras, se encuentra la vida y la verdad que son, espiritualmente, correlativas.
E l orden de las cosas en el ser -decía santo Tomás, maestro teológico del analfa­
betismo- es el mismo que el orden de las cosas en la verdad; porque no es orden
alfabético, sino analfabético, armonioso: orden y concierto espiritual de todo.
Por orden alfabético no se puede formar la palabra, la palabra viva: porque
la vida es por la palabra, pero no la palabra por la vida; como la verdad es
por la palabra, y no al contrario: por la palabra divina. (En el principio era el
Verbo y el Verbo era Dios, y el Verbo estaba en Dios... empieza por decir san
Juan en su Evangelio poético, que es el Evangelio del analfabetismo espiritual
más puro.)
El analfabetismo popular andaluz llama la palabra del hombre a esas florecillas
volanderas que con un soplo se deshacen. La gloria del hombre -dice un profeta-

21
que es como la flor de la hierba. La hierba se seca y la flor cae. Pero la palabra de Dios
subsiste eternamente. El analfabetismo andaluz puede gloriarse de esta efímera
floración volandera. Un gran maestro del pensar analfabeto, don Miguel de
Unamuno, ha dicho que en Andalucía es donde se habla mejor el castellano
de toda España. Y es porque en Andalucía el analfabetismo se ha defendido
mucho mejor contra las culturas literales. Las más hondas raíces poéticas del
analfabetismo español son andaluzas; el lenguaje popular andaluz es todavía
el más puro, esto es, el más puramente analfabeto. Por eso el lenguaje popular
andaluz es precisamente el más verdadero o verdaderamente el más preciso. El
analfabetismo andaluz ama sobre todas las cosas la precisión de la verdad; lo
que equivale o es, en definitiva, amar a Dios sobre todas las cosas.
Al terminar el libro primero de su Docta ignorancia, que es, como dije, doctrina
espiritual del analfabetismo, escribe Nicolás de Cusa: la precisión de la verdad luce
de un modo incomprensible en las tinieblas de nuestra ignorancia. E l poder de las tinieblas
de nuestra ignorancia, el poder espiritual del analfabetismo, es hacer lucir de
un modo incomprensible en nosotros la precisión de la verdad. No hay poesía
verdadera que no precise de esta lucidez espiritual que sólo puede hallarse en
las tinieblas de nuestra ignorancia, ahondando, como diría Giordano Bruno, la
profundidad de nuestra sombra. Así ahonda poéticamente el pueblo analfabeto
andaluz las tinieblas de su ignorancia, cuando canta: cuando canta hondo. En
la profunda sombra de ese canto luce de un modo incomprensible la precisión
de la verdad; como en la poesía más pura, o en la música: la verdad que refle
ja, o en la que resuena -p or la palabra, por la voz, por el grito-, esta divina
espiritualidad popular o infantil analfabeta de Andalucía.
En el cante hondo andaluz no ve ni oye ni entiende nada el hombre cultivado
literalmente o literariamente: no ve más que a uno, o a una, dando voces, y a
veces, dando gritos. Y es eso, dar voces y gritos, pero darlos precisamente con
verdadera precisión: fatal, exacta: porque es una dicción perfecta, esto es, que
dice a voz en grito la palabra. Y es que el cante hondo andaluz está en la palabra,
no en la música, ni en la letra: como lo está toda poesía, que es por definición
de Carlyle cante hondo, pensamiento profundizado hasta el canto: lo que no es
lo mismo que superficializado hasta el cantar. Toda poesía es palabra del hombre:
alma, soplo, espíritu, sin más gloria que la de la flor de la hierba; pero es palabra
viva y verdadera: palabra y no música, ni letra. Cante hondo opleno oplano o llano
como el de la Iglesia analfabética de Cristo.
El espíritu es soplo y pasa, hermético, como la brisa, aunque tenga también
el vuelo denso de la paloma: fuerza de pájaro en el aire, brioso aletear. Los niños
suelen tener miedo a los pájaros: si los persiguen, es por miedo más que por
crueldad; les asustan, porque adivinan la potencia espiritual que significan en
el cielo; les temen como se teme a Dios: como temerían a los ángeles si los
vieran. También el hombre perseguía a Dios a fuerza de temerle: y Dios cegó

22
Iqs ojos para que no le viera en la luz, sino en la profundidad tenebrosa de su
ignorancia; para que le oyera por la voz en la palabra; por lo que él, el perse­
guidor perseguido, san Pablo, en su lenguaje analfabeto, nos dejó dicho aquella
de que la fe es por el oído y el oído espor la palabra de Dios.
La voz del pueblo, analfabeto o niño, es voz divina: voz de Dios que dice la
palabra de Dios. Pero la palabra de Dios no sólo la dice el pueblo analfabeto
en lo que canta, sino en lo que cuenta: en lo que cree o en lo que piensa, o en
lo que creyendo pensar o pensando creer, se figura; porque el pensamiento y
la fe analfabéticamente son sinónimos. Todo lo contrario sucede al hombre
alfabético o letrado: que no cree ni piensa cuando se figura que piensa o que
cree; o piensa que cree o cree que piensa cuando menos se lo figura.
Cuando el pueblo analfabeto cuenta lo que se figura, que es lo que simultá­
neamente piensa y cree, lo hace divinamente. Decimos que una cosa se hace
divinamente cuando su perfección corresponde a un orden exclusivamente
espiritual: esto es, analfabético. Las cosas que se hacen divinamente son siempre
cosas espirituales, cosas poéticas. Las palabras son cosas de poesía y al ponerlas
enjuego se causa o se realiza, o se realza, poéticamente, una figuración espiritual,
una construcción imaginativa; lo que viene a ser, en definitiva, una representación
divina de todo. Las figuraciones del pueblo, como las del niño, ya sabemos que
son cosas de juego, y, precisamente por serlo, no pueden ser cosa mejor. El
analfabetismo es siempre optimista. Es fácil advertir en aquellas sistematizaciones
racionales cuya depuración formal define un contenido poético más puro, por
ejemplo: en el sistema filosófico aristotélico o en los sistemas escolásticos, es
fácil advertir en ellos el sabor poético del jugo o savia terrenal y celeste de sus
hondas raíces analfabetas: esto es lo que nos manifiesta el profundo sentido
de su optimismo metafísico. Toda construcción del pensamiento humano que
no se desarraiga de la razón espiritual o poética, de su analfabetismo sustante,
florece divinamente en el cielo: y perfecciona un optimismo, sustentándose
espiritualmente de poesía. Lo que sustenta el juego espiritual del pensamiento
es la poesía. (Esto es lo que no comprenderá nunca ningún racionalista literal:
sobre todo si vive dedicado profesionalmente a cualquier letra.)
Las figuraciones populares son el contenido espiritual de la historia, que las
pone en tela de juicio, tejiéndolas y destejiéndolas penelópicamente, en un
inexorable afán providencialista de atar todos los cabos. El pueblo, cuando se
representa a sí mismo su propia historia, saca a relucir sus figuraciones més puras,
especulando poéticamente su pensamiento en ellas: y ésta es la historia del teatro
popular, por lo que se llamó el espejo de las costumbres. E l teatro es una
especulación superficial de imágenes, reflejo de la vida imaginativa popular,
reflejo de figuras y formas: una especulación fabulosa y fantástica del pensa­
miento. L a representación teatral especula superficialmente el pensamiento,
graduándose en tragedia o comedia según curve la línea de su superficie especular
de un modo o de otro, en convexidad o concavidad, para reflejar las figuraciones
humanas dramática o cómicamente, pero siempre en formación grotesca. La
misma figuración humana sustenta a don Quijote que a Sancho: su formación
poética se alarga y se ensancha por un efecto teatral de espejismo; Cervantes
proyecta una y otra figura de su pensamiento curvando hacia dentro o hacia
fuera la superficialidad especular o especulativa que las reflexiona y refleja:
Cuando llegamos hasta el fondo -escribí una vez- es cuando vemos que es superficial;
el fondo de nuestro pensamiento es la superficie de un espejo: una especulación
superficial de todo. El teatro es cosa de ver o de mirar porque en él vemos el
fondo, esotérico, de nuestro pensamiento niño, que es nuestro pensamiento
pueblo: nuestro analfabetismo radical. Y es que el teatro representa las figuraciones
poéticas por la palabra: y no por la letra. La máscara inmoviliza la actitud trágica
o la cómica para expresar mejor la palabra, sin alteraciones miméticas que la
desvíen de su razón o de su sentido, vigorizando las voces para intensificar el
proceso trágico o cómico de la reflexión. El teatro sin palabra es un mimetismo
virtuoso que, como todo virtuosismo, desvirtúa la autenticidad de la expresión,
impopularizándola. El teatro que es, por esencia, presencia y potencia, popular,
o sea, por definición, analfabeto, no puede hablar sino a voces y a gritos; no
puede hablar por señas; por señas sólo se habla en letras. De aquí que los que
excluyen del teatro, con razón, la literatura, cuando desdeñan la palabra
reduciéndola a sus apariencias y tramoyas espectaculares lo hagan todavía
más literario o letrado, más exclusivamente alfabético o literal. Así se hace un
teatro miméticamente camaleónico que no conserva de teatro más que la vana
apariencia nominal: la hueca impresión etimológica, literal, de su nombre.
Las fabulosas figuraciones populares o infantiles, que el teatro expresa, forman
una verdadera confabulación poética contra el alfabetismo literario. El teatro
popular -y decir que el teatro es popular es como decir que es poético, una
redundancia-, el teatro popular no lo es por el público que tiene o, mejor dicho,
por la dimensión de la publicidad social que alcanza, pues en las decadencias
analfabéticas el pueblo es siempre minoría, sino por la función que públicamente
representa: como la Iglesia; esto es, por ser función exclusivamente espiritual
o imaginativa del pensamiento. Basta con un niño para poblar de figuraciones
un teatro: o sea, para teatralizar figurativamente un pensamiento.
La popularidad de un teatro puede no tener, en un momento dado, más que
ese solo y universal espectador: un pueblo o un niño.
El analfabetismo teatral, la proyección imaginativa del pensamiento espiritual
más puro, conserva en España una poética supervivencia doméstica en los
nacimientos o Belenes que se ponen para los niños en Navidad. El nacimiento es
un superviviente de los escenarios simultáneos de la Edad Media, en los que
se representaban los misterios católicos de la fe. En estos escenarios coexistían,
como en los nacimientos o Belenes, los diversos lugares de la acción: sólo que en

24
los nacimientos coexiste la acción misma figurativamente: y así vemos, al mismo
tiempo y en un mismo espacio reducido, escenas sucesivas de la vida de Cristo:
su nacimiento en el portal a sólo unos centímetros de distancia de su aprendizaje
de carpintero o aun de la busca de posada de su madre antes que naciera: y
hasta de la anunciación del ángel o del sueño de san José o de la huida a Egipto
o del mismísimo juicio de Salomón. Indudablemente, éste es un modo muy
analfabeto de ver las cosas. El mecanismo teatral más perfeccionado con su
escenificación sucesiva, lo evitaba ya, en las representaciones religiosas de los
autos de Navidad, como sucedía en los de Gil Vicente o en los de Margarita
de Navarra. Autos o actos de fe poética que más tarde se llamaron jornadas para
acentuar la razón mecánica del tiempo en la función, o del tiempo como función
mecánica del movimiento imaginativo. Todo dramatismo es un modo analfa­
beto de contemporizar. De ahí la rapidez funcional del teatro de Lope, acelerador
de las imágenes en el espacio como en un sueño: y el quimérico mecanismo
de las apariencias y tramoyas en el de Calderón. Todos estos prodigios poéticos
son, o parecen, más racionales que la primitiva puerilidad de los teatrillos
domésticos de la Nochebuena, que aún perdura, cuando los otros se extin­
guieron, sin que hayan encontrado sustitución, sino, parcialmente, en el
cinematógrafo (que, dicho de paso, es también una invención admirablemente
analfabeta). En los nacimientos de Nochebuena la representación poética se ha
reducido y como paralizado en un instante: tiene por eso mismo más intensidad
comprensiva, más ingenuidad y más coherencia: trascendiendo poéticamente
la incoherencia literal; sobre todo, si en el Nacimiento sefiguran trenes y aviones
y los Reyes Magos viajan en automóvil y el Palacio de Herodes se ilumina
eléctricamente: cuando hay tendida por el monte una extensa red de comuni­
caciones telegráficas y telefónicas para que un solo ángel pueda avisar a todos
los pastores al mismo tiempo y el Rey Herodes pueda ordenar más rápidamente,
por telégrafo, y en comunicación cifrada, para hacerla todavía más literal, la
degollación de los inocentes.
Todo esto agudiza este modo categóricamente analfabeto de ver las cosas, que
es una manera poética de contemporizarías: de contemporizar con todo, ya que
el espacio es tan exiguo, y de lo que se trata es de no perder materialmente, o
sea, espacialmente, ningún tiempo; no hay tiempo que perder en un nacimiento
(ni de éstos ni de los otros por éstos tan divinamente significados), no hay tiempo
que perder ni que ganar porque no hay materialmente tiempo, sino espíritu.
A un mismo tiempo que nacía Jesús milagrosamente, de una niña virgen y
analfabeta, que por analfabeta fue elegida para esclava divina de la palabra
-hágase, dijo, en mí según la palabra: según la palabra divina y no al pie de la
letra-, a ese mismo tiempo que el nacimiento de Jesús se rodeaba simbólicamente
de precauciones analfabetas: un pesebre por cuna y una muía y un buey para
prestarle calor con sus alientos, para alentarle calurosamente, desde la cuna,

25
en el analfabetismo; a ese mismo tiempo, Herodes, el Rey literal, celoso de
mantener el orden alfabético del mundo, que es el que a él le correspondía,
ordenaba -con el mismo lógico acierto que Pilatos ordenaría, después, la
justificación literal de la muerte de Cristo- la degollación de los inocentes:
esto es, de todos los indiscutiblemente analfabetos; para cortar en flor, y de raíz,
el reino espiritual del analfabetismo que se le predecía. Pero no lo quiso la estrella;
y el reino analfabético, que no es, naturalmente, de este mundo, como dijo su
Rey, sino sobrenaturalmente, de otro, se verificó precisamente y de un modo
incomprensible o espiritual, analfabeto, por la palabra: porque de un modo incom­
prensible contemplaba una Virgen madre en las tinieblas analfabetas de su ignorancia,
lucir, como una estrella, la precisión de la verdad en su regazo. ¿Qué maternidad
no ve, en su día, o en su noche, desde las tinieblas analfabetas de su ignorancia,
lucir de ese modo incomprensible la precisión de la verdad sobre sus rodillas, que
tanto la habían implorado? La mujer pura, o analfabeta, sabe que la verdad
precisamente está en su esclavitud a esta divina servidumbre, que servir anal­
fabéticamente la palabra es la razón pura de la feminidad de su ser, o su razón
de ser más puramente femenina.
La fe y la razón de los pueblos, como de los niños -d e los analfabetos-,
decía que son simultáneas y sinónimas, pero no idénticas: porque son espiri­
tualmente correlativas.
Esta correlación espiritual de la fe con la razón poética o razón pura, la
encontramos verificada no sólo en el alma analfabeta de los niños y de los
pueblos, sino en los resultados espirituales de esta profunda animación: en
el teatro, que la proyecta fuera, superficialmente, reflejándola, iluminada;
en el canto, cuando ahonda la voz popular, oscuramente, a ciegas; cegando
sus fuentes evasivas, como se hace, para que canten bien, con los pájaros.
También en el baile, cuando se ahonda analfabéticamente como el canto: en
el baile profundo de los negros, que ha tenido que verse negro el hombre para
profundizar bailando la precisión de su verdad. El baile negro es la luz pla­
teada de esa tenebrosa ignorancia del espíritu analfabeto, superior a todas las
otras formas retóricas, literales o literarias de la danza. Baile preciso y verdadero:
o precisamente y verdaderamente poético.
La decadencia del analfabetismo es la decadencia de la cultura espiritual
cuando la cultura literal la persigue y destruye. Todos los valores espirituales
quiebran si la letra o las letras muertas sustituyen a la palabra, que sólo se ex­
presa a voces vivas. El valor espiritual de un pueblo está en razón inversa de
la disminución de su analfabetismo pensante y parlante. Perseguir el analfa­
betismo es perseguir rastreramente al pensamiento: perseguirlo por su rastro,
luminosamente poético, en la palabra. Las consecuencias literales de esta
persecución son la muerte del pensamiento: y un pueblo, como un hombre,
no existe más que cuando piensa, que es cuando cree, lo mismo que el niño:

26
cuando cree que juega. Todo el que se sale del juego poético de pensar está
perdido, irremediablemente perdido: porque deja la verdad de la vida, que es
la única vida de verdad: la de la fe, la de la poesía, por la mentira de la muerte.
Quiere tomarlo todo sin fe, al pie de la letra; y ya vimos que todo lo que está al
pie de la letra es porque lo ha matado la letra, que todo lo que está al pie de la
letra está muerto. La decadencia del analfabetismo es, sencillamente, la deca­
dencia de la poesía. El proceso de esta decadencia decía que podíamos observarlo
en nosotros mismos, porque es la decadencia de nuestro pensamiento cuando
vamos perdiendo la fe poética, cuando nos vamos alfabetizando: y no tenemos
fe cuando no tenemos razón verdadera, razón pura, cuando hemos desarraigado
nuestro pensamiento de la poesía: cuando utilizamos o enajenamos nuestra
razón prácticamente; porque practicamos la letra en vez de practicar la palabra,
como dijo el apóstol; y ésta sí que es enajenación racional: la locura o la estupidez
del alfabetismo.
La razón poética de pensar del hombre es su fe. La poesía es siempre de los
hombres de fe: nunca de los hombres de letras. Los apóstoles, como hombres
de fe por ser analfabetos, dieron su perfecta expresión poética a la vida de Cristo.
Compárense sus textos, poéticamente puros, con cualquiera de las innumerables
vidas literales y literarias de Jesucristo que después se han escrito: la de Renán
o la de Strauss o la de Papini... o cualquiera otra (exceptuando las extraliterarias
visiones analfabetas de los místicos: como la de Catalina Eymmerich). Estas
vidas literales de Cristo son páginas y páginas de vaga y amena literatura que
no dice ni una sola palabra de verdad: ni una sola palabra de verdad ni de
mentira, porque no son palabras lo que dicen, son letras; la palabra no se puede
decir más que como la dijeron los apóstoles y los santos: poéticamente. Y es
que no todos los analfabetos, por serlo, necesitan ser santos, pero sí todos los
santos, para ser santos, necesitan ser analfabetos. Porque no conocí las letras entraré
en los dominios del Señor, dice el Salmista.
Para conocer el temor de Dios verdadero hay que traspasar el dintel poético
del analfabetismo; lo otro, el miedo literal a la muerte, o a la vida, el miedo
totalizador alfabético del vacío, no es temor de Dios, es terror pánico.
El terror pánico, que es el panteísmo literal, o sea la literalidad divina: la
confusión de Dios con el Demonio no es, literalmente, más que una confusión
infernal, una confusión de todos los demonios; un pandemónium, como lo
fue la confusión literal babélica, pero sin consecuente difusión, sin don
analfabético de lenguas que le suceda: sin redentora Pentecostés espiritual.
El miedo literal a la muerte del que no tiene razón poética de creer, o creencia
racional de poesía, es miedo literal al Infierno o miedo al Infierno literal; pues
no creer es, literalmente, creer en nada: creer literalmente en el Infierno; y no
en un Infierno espiritual o analfabeto como el de los griegos, el Infierno órfico,
ni el de la poesía católica, sino en el Infierno literal de los muertos, alfabética­

27
mente ordenado: el peor de los Infiernos posibles. Porque no es el Infierno de
la poesía, sino el de las letras. El cementerio civil o municipal de lo eterno.
Que por eso pensaba la Santa Catalina genovesa que habría algo mucho peor
que el que hubiera, poéticamente, Infierno, detrás de la muerte, y es que, lite­
ralmente, no lo hubiera.
El orden alfabético internacional de la cultura, que nació con los enciclopedistas
- y que es una especie de anticipación mortal del Infierno-, ha llegado, en lógica
y natural consecuencia, a convertir para nosotros la representación total del
mundo, el universo, en un Diccionario General Enciclopédico, ordenado, como
es natural, alfabéticamente. Es una alfabetización general progresiva de la cul­
tura que ha actuado sobre la vida humana como una paralización general
progresiva del pensamiento.
El analfabetismo español es el sentido y la razón profunda de una cultura
popular del espíritu que se niega a morir alfabetizada, esterilizada por la
aplicación paralizadora y sistemática de la letra muerta. La letra mata al espíritu.
El analfabeto tiene sus derechos espirituales que defender contra la denomi­
nación alfabética de cualquier determinada, o indeterminada, cultura, más o
menos literal o letrada. Si ahora se habla de los derechos del niño ¿cómo van
a desconocerse los derechos del analfabeto, que son, originariamente, los del
niño, los más puros intereses espirituales de la infancia? Los derechos del anal­
fabeto son los mismos del niño prolongados espiritualmente en el hombre: y
son los derechos más sagrados, porque expresan la única libertad social
indiscutible: la del espíritu; la del lenguaje creador humano; la del pensar
imaginativo del hombre. El analfabetismo espiritual y creador de los pueblos
es lo que los pueblos tienen de niños, de infancia permanente; luego los pue­
blos tienen el derecho al analfabetismo como los niños, porque son, en la misma
entraña espiritual de su ser más profundo, la expresión de esa enorme y
hondísima cultura analfabeta del universo.
Si un niño o un pueblo deja de ser analfabeto, ¿en qué se convierte? Si a los
niños, como a los pueblos, se les quita el analfabetismo -esa vida espiritual
imaginativa de su pensamiento que llamamos analfabetismo-, ¿qué les queda?
Un niño, como un pueblo, cuando empieza a alfabetizarse, empieza a desna­
turalizarse, a corromperse, a dejar de ser; a dejar de ser lo que era: un niño o
un pueblo. Y perece alfabetizado.
Hay que volver a vitalizar la cultura, a vitaminizarla, volviéndola a su radical
analfabetismo profundo. Y más en España, cuya personalidad histórica está
determinada, poéticamente, por este hondo sentido común del analfabetismo
espiritual permanente. Toda la historia de la cultura española, en sus valores
espirituales más puros, está formada en razón directa de su analfabetismo popular
constante. Porque, como en todo pueblo que no ha dejado de serlo, que no ha
perecido como pueblo, su valor y significado espiritual está en razón directa

28
de su capacidad de analfabetismo, de su vitalidad imaginativa, de sus resistencias
vitales, espirituales, a toda alfabetización cultural, a toda mortal literatización
esterilizadora de su pensamiento creador: de su lenguaje. El alfabetismo o
alfabetización cultural es el enemigo mortal del lenguaje como tal lenguaje,
en lo que el lenguaje es espíritu: de la palabra. El alfabetismo es el enemigo
de todos los lenguajes espirituales: o sea, en definitiva, de la poesía. Porque el
analfabetismo verdadero es la espiritualidad generadora de un lenguaje, que
es el espíritu creador de un pueblo: su poesía y su pensamiento.

29
L A IM P O R T A N C IA D E L D E M O N IO

T t odo el Universo -decían los filósofos griegos- está lleno de almas y de


demonios: es decir, de espíritus. Porque para que haya espiritualidad tiene que
haber espíritus como, según decía Nietzsche, para que haya divinidad tiene que haber
dioses. Y en ésta, que es plenitud espiritual del Universo, había para los griegos
tres órdenes o mundos de distinta naturaleza: el de los dioses, el de los hombres
y el de los demonios. La diferencia entre estos mundos era una distinción o
distancia sencillamente elemental: el mundo elemental del hombre es la tierra;
el de los dioses, el cielo etéreo; el de los demonios, el aire. Si atendemos a
esta interpretación, que llamaríamos la interpretación clásica del Demonio, nos
lo encontraremos, así, primeramente por el aire: o por los aires; poblando la
atmósfera de invisibles presencias espirituales. Esta naturaleza aérea o airada
del Demonio, o de los demonios, tenía, para los griegos, el sentido de intercesión
o mediación divina: eran estos demonios criaturas aéreas destinadas a inter­
venir, y a interllevar, mensajes entre los hombres y los dioses: por eso eran
indiferentemente buenos o malos, según, diríamos, que fuese el éxito de sus
mediaciones o intervenciones: de sus negociaciones celestes; porque eran
una especie de agentes de cambio o intercambio espiritual de los hombres
con el cielo. Y así estaban sujetos, según refiere san Agustín siguiendo el
testimonio de Apuleyo, a las mismas pasiones humanas: y aun, añade, que
algunos creyeron que eran los hombres los que contaminaban de sus pasiones
y de sus vicios a los demonios. (En el libro apócrifo de Enoch se enseña que
el pecado de los ángeles, el pecado que los hizo demonios, fue el de enamorarse
de las mujeres.)
Esta intercesión o mediación divina que se atribuía a los demonios originó las
artes mágicas como malas artes: es decir, como la posibilidad de ejercer el
hombre su influencia sobre los demonios, en vez de estar sujeto a sus influencias
malignas o benignas; fue, como si dijéramos, un arte de coaccionar a los
demonios para utilizarlos en provecho del hombre. No he de detenerme en la
enredosa historia de estas relaciones seculares, que no interesan para nada a
la importancia misma del Demonio, aun en esta interpretación hermética de
los griegos. Y digo hermética porque el Hermes griego, mensajero celeste,
psicopompo, conductor de las almas de los muertos por el laberinto del infierno,
fue ya, aun dentro de esta versión plural de los griegos, una representación

31
unificada del Demonio. El mito de Hermes sintetiza todas las cualidades
demoníacas intermedias entre los hombres y los dioses; por esto en el Hermes
griego como en su equivalente latino Mercurio, vieron los cristianos una perfecta
representación o encarnación idólatra del Demonio. Por ser ésta, su naturaleza
demoníaca de mediador divino, la causa por la cual más finamente se le acusa
en el cristianismo cuando con las palabras de san Pablo se afirmaba que el único
medianero de Dios y de los hombres es CristoJesús.
No cabe, pues, para el cristiano mediación celeste; ni aun, en este sentido,
de los ángeles. Por eso el cristianismo nos ofrece de esta plenitud espiritual del
universo otra interpretación distinta: todas las criaturas celestes (dioses y demo­
nios de los griegos) de idéntica naturaleza elemental, no solamente aérea,
sino luminosa, fueron, en una tercera parte, separadas de Dios; y no por su
propia naturaleza, como dice san Agustín, sino por su propia voluntad. Separó
Dios el mundo angélico del demoníaco como separó la luz de las tinieblas: la
noche del día. El Demonio, a quien la Biblia denomina con predilección Satán
o Satanás, o Lucifer -que así en el profeta Isaías se define como el que nace
por la mañana, el que nace todas las m añanas-, es el que con este nombre
luminoso de tentador y de adversario asume el imperio de las sombras. Pero
habrá que advertir que esa sombra de lo divino puede aparecer a nuestros
sentidos como luz. El Demonio puede ser para nosotros luz. Por esto dicen
las palabras de san Pablo que el demonio se nos aparece velado de angélica luz.
Y es ésta la luz tenebrosa que le atribuye en su Pimandro, Hermes Trimegisto, tan
aludido por san Agustín, el que se creía nieto del Hermes griego, esto es,
nieto del Demonio: Hermes, mi abuelo -escribe el Trimegisto-, cuyo nombre he
heredado yo, jite el primer inventor de la medicina, a quien está consagrado un templo
en el monte Libia, cerca de la costa de los cocodrilos; allí yace su hombre mundano, esto
es, su cuerpo (Hermes llama hombre de mundo a un cuerpo muerto, a un cadáver),
porque lo restante de él, o por mejor decir, todo él, si es que está todo el hombre en el
sentido de la vida, mejorado se volvió al cielo. A Hermes se atribuye también en
su mito la invención de la música y de la palabra. Hermes quiere decir eso
mismo: la palabra celeste. La palabra y la música que son por el aire. Hermes,
divinidad, o dios del aire o de los aires, es como una personificación de todos
los demonios; y viene así a presentársenos como un anti-Cristo, que es, en
definitiva, como un anti-Dios o contra-Dios: como Demonio de los demonios,
como el mismísimo Demonio.
Esta negación de la luz divina, esta sombra de Dios, puede aparecemos (que
es como si lo fuera: porque ese aparecer o apariencia es su ser para nuestros
sentidos) como luz, y con las palabras herméticas de Trimegisto, como lo que
es: como luz tenebrosa. Y así lo entendieron los cabalistas. El Zohar define al
Demonio de este modo, como sombra divina, identificándolo con la luz: con
lo que para nuestros sentidos, para nuestros ojos, es luz; con la luz material,

52
con la luz solar. E l que nace todas las mañanas, según las palabras proféticas, es,
para nosotros, el Demonio; su luz es nuestra luz: la sombra divina; lo cual aunque
parezca irónico, sería como decir que lo que denominamos nuestro sistema solar,
materialmente es el sistema mismo del Demonio; y que esta luz material en que
vivimos o de que vivimos no es otra cosa que como un chispazo, un corto-circuito
celeste: un contacto cósmico de la voluntad positiva de Dios con la negativa del
Demonio. Así mirado, no sé si mal o bien mirado, desde ese punto de vista, que
fue el adoptado por el enorme poeta místico inglés Milton en su Paraíso perdido,
tiene para nosotros importancia capital el Demonio.
Pero no hay que alarmarse por ello; porque sucede que este punto de vista,
esta especie de poético ángulo de visión cinematográfico para contemplar la
creación divina (que fue el de los cabalistas y, por su influencia, el de Milton;
porque lo fue el de la secta materialista cristiana a que Milton pertenecía, la
de los mortalistas, que hoy aún creo que se conserva en Inglaterra con el nombre
de cristadelfos), este punto de vista es precisamente el punto de vista del Demonio:
y es claro que desde éste, su punto de vista, sea el Demonio lo más importante
de todo: o aun, lo único verdaderamente importante. Pero digo que no hay
que alarmarse por ello, porque de afirmar que el Demonio tenga importancia
a creer que sea lo único que tiene verdadera importancia, hay un abismo, que
es el suyo, el de su caída, el de su infierno, el de su propia naturaleza abismática.
Por eso, si no hay que quitarle al Demonio toda su importancia, tampoco hay
que darle demasiada, que es lo que ha hecho siempre, y se llame como se
llame en la Historia, todo materialismo, todo punto de vista exclusivamente
materialista, que es el punto de vista propio del Demonio. Esta complicación
cósmica que identifica nuestra luz solar, nuestra luz material, con la voluntad
negativa del Demonio, lo hace afirmando, como decía, que esta luz es sombra
divina: y digo que lo hace desde el punto de vista del Demonio -que es o puede
ser en muchos casos, si no siempre, el punto de vista de la ciencia-, porque lo
hace afirmando la ausencia de Dios: que es lo único que sabe positivamente
el Demonio y que es lo único que se puede saber positivamente por la ciencia.
En esta teoría, la ausencia de Dios es la concentración de la luz divina en sí
misma. Es que Dios se vuelve de espaldas a lo creado y proyecta sobre nosotros
esa luz tenebrosa de su sombra, y entonces el mundo se convierte en el imperio
infernal, sombríamente luminoso, de la materia, que es el imperio mismo del
Demonio. Por eso dice sanJuan en su Evangelio que Cristo ha vencido al mundo:
cuando vence al Demonio.
Como angélica criatura capaz de todas las ciencias, según nos dice en un admirable
verso Calderón, tenía el Demonio que inmortalizarse en su caída: perpetuándose
en un infinito afán perecedero, en esa absorción espiritual abismática; por esa
vertiginosa precipitación en su abismo, en el que vive o muere cayendo, porque
es una especie de muerte inmortal la suya: como la de la música por el sonido

33
o la de la palabra por la voz. Por esto no es el Demonio simplemente nada:
un no ser perdurable, porque de este modo, sería para nosotros metafísicamente
inconcebible -que por quererle concebir de este modo se le ha negado
metafísicamente-. No. El Demonio es, como san Agustín lo definía, no un no
ser, no nada, sino una voluntad de no ser, una voluntad de la nada; porque
no quiso ser lo que era: angélico, criatura airada y luminosa; porque quiso
no ser; no quiso dejar de ser, sino ser lo que no es, lo que no era, quiso, o quiere,
ser nada, queriendo ser todo, queriendo no ser. Todo lo contrario que Dios,
¡Ahí es nada querer ser nonada! Querer ser contratiempo luminoso del cielo:
querer ser contrasentido de la vida: querer ser contra-Dios.
Cuando Dios se define a sí mismo por su voz mensajera y por su luz, la primera
vez en que se le aparece al hombre: a Moisés en la zarza ardiendo, se define
diciéndose: que E l es el que es. Si Dios, es el que es y el Demonio quiere ser como
Dios (pero no en El, como lo son los ángeles y los santos; no en participación
divina, sino sin El o contra El; entero y verdadero, no en parte, sino en todo),
tendrá que serlo, todo lo contrario: en la nada, en lo que no es; y como no puede
serlo todo en todo sin dejar de ser divino -a no ser que fuera el mismo Dios:
identificado con E l-, tiene que querer lo contrario: la nada, el no ser: y así se
convierte en lo contrario de Dios, en el contrario, Satán, el adversario divino.
Y por eso se queda en el aire, en los aires, sin dejar de ser, pero queriéndolo; y
por eso es luz tenebrosa: porque no es tiniebla sombría, que sería no ser o como
si no fuera, sino voluntad luminosa de la tiniebla y de la sombra: voluntad
totalizadora del no ser. Príncipe: o sea principio de las tinieblas o las sombras.
Pero principio o Príncipe luminoso de ellas: para ser como Dios; y eso es: Dios
frustrado.
Y ésta es su tentación al hombre, hacerle como él quiso: como Dios o como
nada. Por eso su voluntad nos lleva a la muerte definitiva, que es su infierno.
Por eso nos trae y nos lleva, herméticamente, guiándonos, para perdernos
mejor, por el laberinto espiritual de las sombras: para hacernos perder, para
quitarnos el sentido divino de la vida, en el que está o debe estar -como suponía
el Trimegisto- el hombre totalizado. Para hacernos perder el único sentido
verdadero de la vida: el de Dios.
Si es que está todo el hombre en el sentido de la vida -que no es otro que el común
sentir de nuestros sentidos: el sentido de los sentidos, el sentido común por
que percibimos y con que percibimos al Dem onio- la división de ese sentir
íntegro o totalizador humano por el tacto, o el gusto, o el olor, o el oído, o la
vista, separa nuestro ser dividiéndolo: y precisamente al separarlo, cada vez
más, en ese sentido, o en cada sentido, apurándonos más en cada uno de ellos,
el tentador de todos, el Demonio, nos separa de Dios porque lo que hace, así,
es dividirnos para vencernos. Y no en vano de entre nuestros sentidos separados
elige el del oído, porque en él está en su elemento; ya que el sonoro tacto del

34
oído, es por el aire y en el aire, que es donde, lo mismo en la interpretación
de los griegos que en la cristiana, se nos dice que está el demonio: los demonios.
Un gran conocedor del Demonio, san Ignacio, nos advierte en sus Reglas
para en alguna manera sentir y conocer las mociones que en el ánima se causan y con mayor
discreción de espíritus, de cómo pueden conocerse estos espíritus, buenos o malos,
al oído o por el oído, finamente, aguzándolo: por el sonido, por una especie
de sonoro tacto; que así como se ha dicho que cabe tocar con los ojos al mirar,
bien pudiera decirse que se puede llegar a tocar en el alma con el sonido, ya
que la fe es por el oído, según el apóstol; y sólo así a bulto y porque nos lo dice la fe
sabemos, según santa Teresa, que tenemos alma. Que eso pudiera ser, en definitiva,
la poesía y la música, lo mismo infernal que celeste: una especie de sonoro tacto.
En los que proceden de bien en mejor -escribe san Ignacio- el buen ángel toca a la tal
ánima, dulce, leve, y suavemente como gota de agua que entra en una esponja; y el malo
toca agudamente y con sonido e inquietud como cuando la gota de agua cae sobre la piedra;
y a los que proceden de mal en peor tocan los sobredichos espíritus contrario modo; cuya
causa es la disposición del ánima de ser a los dichos ángeles contraria o símile: porque
cuando es contraria entran con estrépito y con sentido, perceptiblemente:y cuando es símile
entran con silencio como en propia casa a puerta abierta.
Como la fe es por el oído y el oído es por la palabra de Dios: la palabra de Dios,
que es la vida, la luz y la verdad, es la que, por el oído viene a robarnos el
Demonio. Por el laberinto del oído, que es como el laberinto del vientre, un
entrañable laberinto de asimilación espiritual. El laberinto del oído son las
entrañas del aire en las que se hace sangre espiritual nuestra fe como quería el
apóstol. Por eso tenemos los creyentes el alma en un hilo: de aire o de sangre;
porque en el fondo de ese sutilísimo laberinto vivo radica, como todos sabemos,
no solamente el sentido del oír, que es lo más profundo del hombre, sino ese
otro sentido por el que se sostiene y se mantiene en pie: el de su equilibrio en
el espacio; como si en esa laberíntica profundidad con que escuchamos se
aclarase nuestro ser temporal en el espacio silencioso, en los espacios silenciosos.
E l silencio eterno de los espacios infinitos le asustaba a Pascal, por eso: porque le
hacía perder el equilibrio, su equilibrio vivo.
Todos conocemos la sensación vertiginosa que nos sucede si perdemos este
sentido que nos equilibra en el espacio: que es como si perdiéramos pie en el
aire y es como un vértigo de abismo; como si cayéramos vertiginosamente en
una sima. Y así dice admirablemente el sentido común popular, la común
superstición popular del Demonio, que es él, el Demonio, el que viene a tirarnos
de los pies; que es el Demonio el que nos tira de los pies mientras dormimos,
el que viene a tirarnos de los pies hacia abajo: para llevarnos al infierno. Y
viene el Demonio a tirarnos de los pies mientras dormimos para llevarnos a
la muerte, según el común sentir popular, porque cuando dormimos es cuando
no podemos sentir la muerte; que así durmió Dios a los discípulos de Cristo
cuando Él entraba en agonía en la noche del huerto: para que no sintieran la
muerte que se le acercaba al Hijo del hombre. La más aguda y penetrante
definición poética de la muerte que conozco es la que nos dejó Heráclito al decir
que la muerte es lo que sentimos cuando estamos despiertos. -Importa no estar dormidos,
dijo y tuvo como por divisa nuestro burlador sevillano donjuán: porque quiso
ser un burlador de la muerte. Y por eso velaba o vigilaba noches enteras con
el pretexto del amor: para no dormirse. Para no cerrar nunca los ojos a la verdad
que sentimos cuando estamos despiertos: a la certeza inaplazable de la muerte.
Nuestra vida y no nuestro sueño es la que vigila alerta el Demonio: la que nos
vela vigilándonos con la luz tenebrosa de la muerte.
Por eso está, efectivamente, todo el hombre en el sentido de la vida: por el con­
trasentido de la muerte.
Sentimos nuestra vida porque estamos despiertos y en esa vigilancia de la vida
sentimos la muerte; sentimos al Demonio, que es la voluntad de la muerte;
porque no podíamos sentir la muerte sino como una voluntad contraria a Dios,
contraria a la vida: como voluntad del Demonio. Y es esta voluntad la que
tocándonos en lo que sentimos, y en lo que más sentimos, la que dividiendo
nuestro común sentir, nos precisa y apura toda la vida en sensaciones separadas:
para engañarnos. En los datos inmediatos de nuestra conciencia, según los observó
Bergson, podemos descubrir fácilmente estas maquinaciones intelectuales del
Demonio. Todas nuestras espacializaciones vivas, por decirlo al modo de Berg­
son, son las cadenas del Demonio, las que nos hacen esclavos suyos. Por eso todas
las metafísicas intelectuales o racionales que se han inventado, todos los sistemas
metafísicos, desde el de Aristóteles hasta el de Hegel, no son otra cosa, en
definitiva, más que unas lógicas del Demonio.
El Demonio divide, para vencernos, nuestro total sentido humano de la
vida en muchos otros: lo divide en todos sentidos; y en cada uno de estos sen­
tidos, nos tienta: esto es, que nos toca perceptible o imperceptiblemente, para
confundirnos: para confundir nuestra percepción natural y sobrenatural del
mundo. Por eso, la percepción del mundo que tenemos por nuestros sentidos,
desde la caída de Adán, es una percepción confusa: una percepción del D e­
monio; y percibimos al Demonio confusamente por nuestros sentidos porque
lo primero que el Demonio causa en nosotros es sensación, es una pura sensación;
es eso que llamaba Leibniz una idea confusa; y lo es, porque en esta confusa
percepción que tenemos primero del Demonio no podemos hacernos todavía
idea ninguna de él; lo que se dice una idea del Demonio, no la tenemos todavía.
Por eso es natural que el Demonio, por el solo testimonio de los sentidos, en
los que toca, no tenga, aún, para nosotros, realidad ninguna; no pueda tener
realidad; porque para tenerla, tenía que ser, primeramente en nosotros, una idea
-la realidad es cosa de idea-, y el Demonio no es, ni puede ser, una idea nuestra:
ni una simple cosa de ideas para nosotros; aunque nosotros podamos tener

36
una idea del Demonio, que esto lo lograremos sólo concibiéndole imaginati­
vamente unido o único, o, como dijo en un verso admirable Víctor Hugo:
unificado por la sombra. E l ser múltiple -dice el verso de Víctor Hugo- vive en mi
unidad sombría. Es esta multiplicidad del ser unida por la sombra, la que nos da
una idea del Demonio; no una sensación; su sensación no nos puede dar idea,
sino sensaciones a su vez. Así podríamos decir que al Demonio se le percibe
como múltiple y se le concibe como uno: como único. Porque una cosa es tener
sentido del Demonio y otra cosa es tener conocimiento de él.
Pero este sentido del Demonio lo tenemos todos: por sentido común, y es,
más bien, un tenerle sentido, o sensado como decían los místicos; tenerles
sentidos por los sentidos a los demonios; porque su sensación, como digo, es
múltiple. Y es esto tan sutil, tan rápido, que apenas si dura una chispa: porque
es eso, precisamente, una chispa, un chisporroteo sensacional con que se pone
en conmoción el alma. Es una sensación casi eléctrica, por lo que se la ha llamado,
con razón, por el sentido común popular, a esta presencia primera de los
demonios en nuestros sentidos o a estos demonios que nos causan tal sensación,
los demonios encendidos, los que a su contacto nos chocan y es como si encendieran
de luz nuestras sensaciones. Y aun no son éstos los demonios en el cuerpo, que todo
el mundo sabe perfectamente lo que son. Los demonios encendidos son los que
todavía no han entrado en el cuerpo: aunque traten de entrar. De los demonios
en el cuerpo tenemos, en cambio, una última, petulante versión científica, conocida
de todos a través de la terapéutica que ha denominado su inventor Freud: el
psicoanálisis; con el cual se acude a explicar las misteriosas relaciones psíquicas
reduciéndolas aun denominador común, que para Freud es la sexualidad: pero
como entre sexualidad y sensualidad -dije alguna vez- no hay más que una X de
diferencia, que es la incógnita por despejar, nos encontramos con que esta incógnita
-la X de la sexualidad- no puede ser despejada más que por el Demonio: porque
detrás de esta X , como de toda X , que es una cruz, no puede estar más que el
Demonio, no puede haber más que un Demonio.
Y es que no es lo mismo tener idea del Demonio que tenerle sentido o que
tener sentido del Demonio: un cierto sentido. Se puede no tener idea del
Demonio y tener sentido de él: como se puede no tener sentido del Demonio
y tener, en cambio, su idea: una idea; sólo que una idea aproximada: porque
el que no tiene sentido del Demonio es porque no lo tiene sentido, porque no
lo ha percibido nunca en sus sentidos, al Satanás bíblico, al tentador; y el que
no ha sido tentado por el Demonio no podrá nunca tener una idea clara de él.
Estoy por decir que ni del Demonio ni de nada; porque no tener sentido del
Demonio es, sencillamente, no tener sentido común; ya que es el sentido común
ese cierto sentido -sentido de lo cierto- que nos pone de manifiesto al Demonio.
A este cierto sentido del Demonio, por lo mismo que es cierto y no dudoso, es
a lo que suele denominarse superstición. Por lo mismo que es cierto y no du­

37
doso, porque la superstición es lo que está siempre en lo cierto: nunca en lo
dudoso; en lo dudoso, lo que está es la fe. No es posible tener superstición de
lo dudoso, como no se puede tener fe en lo cierto; por eso los supersticiosos,
al no tener fe en Dios, lo que tienen es la superstición de Dios: porque tienen
fe en el Demonio. No tener fe en Dios es creer en el Demonio: como tenerla,
es no poder creer en el Demonio, sino tener la superstición, su legítima su­
perstición, o la única superstición legítima, porque es la única auténtica. La
superstición está siempre en lo cierto porque es, como si dijéramos, el tropezar
de nuestra alma, por nuestros sentidos, con algo duro, infranqueable, impene­
trable; tropiezan nuestros ojos con la oscuridad y no pueden vencerla: de este
mismo modo, tropieza nuestro cuerpo, todo lo que sentimos nuestro ser en el
tiempo, con la muerte: y estamos ciertos de la muerte aunque no nos haya­
mos muerto nunca, ni tengamos modos de morirnos provisionalmente para
comprobar nuestra certeza, que se hace así, por esto, una superstición (una
afirmación de lo insuperable que es como certeza). Y vivimos, así, sabiéndolo
o no en la superstición de la muerte; como vivimos, a sabiendas o sin saberlo,
en la superstición del Demonio; y, lo que es peor, en la superstición del Infierno,
que es la inmortalidad del Demonio: y la inmortalidad de la muerte.
La muerte es lo cierto: la vida es lo incierto, lo dudoso: la inmortalidad -dije alguna
vez-. Habrá, pues, que dejar, siempre, lo cierto por lo dudoso. Dejar lo cierto
por lo dudoso es dejar la muerte por la vida, es dejar al Demonio por Dios:
cambiar, en definitiva, la certeza por la fe. De la superstición del Demonio no
se sale más que por la fe en Dios. La muerte, el Demonio y el Infierno, son
tres negaciones que se afirman con irrebatible certeza - y tomen la apariencia
imaginativa que tomen o aun cuando no tomen ninguna-; son las tres negaciones
que se afirman como certezas cuando no se duda de nada, y por consiguiente,
cuando no se cree; cuando, por no dudar de nada, no se puede creer en nada;
porque en nada no se puede creer. Por eso no se puede creer en el Demonio,
sino tener certeza de él: tener su sentido y conocimiento concreto. Porque se
puede creer en todo, que es lo dudoso, es D ios; y creer a fuerza de dudas.
Pero no se puede creer en nada: que es lo cierto, el Demonio, con su Infierno
que es la muerte inmortal: lo único verdaderamente cierto de todo y del todo.
Cuando yo me muero -dice el incrédulo, que no es otra cosa que el crédulo,
el supersticioso de la muerte-, cuando yo me muero, me muero, y se acabó: pues
ese se acabó es el resultado del Demonio; ese se acabó, amigo mío, es, sencilla­
mente, el Infierno: un Infierno voluntario y no representado; un Infierno como
voluntad y no como representación; un Infierno a secas, desnudo, absoluto. E
irrepresentable, por lo mismo, por falta de imaginación; porque es un Infierno
pura y exclusivamente cierto, sin duda alguna, ni siquiera la del más mínimo
fingimiento o confabulación imaginativa: un Infierno ideal; es el Infierno de los
suicidas, que son los carentes de imaginación, los mejores imitadores del

38
Demonio. Pues si todo el que se suicida, se suicida -com o decía Stendhal- por
falta de imaginación, todo el que se inmortaliza, lo hace, por el contrario, por
sobra de imaginación; por fe, que arraiga en su total incertidumbre viva: en la
propia y dichosa vida que tiene; en la imaginada apariencia luminosa de esa
vida, que es su animación, que es su alma.
Por falta de imaginación se afirma todo lo que es nada, es decir, todo lo que
es Demonio o del Demonio, o Pandemónium: la muerte y el infierno, la muerte
inmortal. Lo que pasa es que como queremos representarnos el Infierno
cometemos la paradoja de creerlo imaginativamente dándole positividad a la
negación. Por imaginación sobrante, por exceso de vida, se afirma todo lo
que es de Dios, o divino, lo creído y lo creado, lo dudoso, lo incierto, lo vivo,
lo animado, lo inmortal: y esto, precisamente esto, que es la fe en lo creado
o en lo que se crea, que es la fe en Dios, es lo que convierte en sombra, en
humo, en nada, en vacío de superstición al Demonio: pero esto sólo; porque, sin
ello, sin la fe, sin la duda o las dudas, sin la viva imagen de todo lo divino en
nosotros, sin esa luminosa semejanza creadora nuestra con Dios, todo se hace
mudo y sombrío, todo oscuridad y silencio, todo certeza absoluta de la muerte.
El reino plutónico del Demonio; la ausencia permanente de luz, de vida, de
verdad, de Dios.
Si todo lo demás es silencio, como afirma Hamlet para morirse, es porque ese
resto, ese todo lo demás, es nada, es la voluntad del Demonio. Llegar a ser nada
de ese modo, morir, como vivir, así, sin que nos quepa la duda de nada,
habiéndonos podido caber la fe de todo, es quedarnos solos definitivamente
con el Demonio para siempre: es integrarnos o reintegrarnos en su negadora
voluntad. Es cumplir un pacto sombrío. Y esto importa mucho: porque, en
verdad, el hombre no está nunca solo: o está con Dios o está con el Demonio.
La soledad del hombre sin Dios -que quería Nietzsche- no es otra cosa que el
Demonio; no es otra cosa, en definitiva, que la mala compañía del Demonio.
Tenemos, pues, la superstición del Demonio compuesta de su superstición
o su sentido, que es el que nuestro sentido común nos dice, y esclarecida o
alumbrada de su conocimiento, cuando nuestra inteligencia nos ofrece, por
desnuda de toda representación imaginativa que esté, una certeza: la de nuestra
sombra, nuestra soledad, nuestra muerte... Una certeza viva: que es la certeza
de la muerte.
No debe sorprendernos el encontrar-escribe Bergson- que nuestra inteligencia, apenas
formada, fue invadida por la superstición: porque un ser esencialmente inteligente es
naturalmente supersticioso: ya que sólo es posible la superstición en los seres inteligentes.
La inteligencia, apenasformada, fue invadida por la superstición. Trasladando esta
afirmación bergsoniana al puro lenguaje imaginativo, tendremos la expresión
bíblica del primer encuentro, en el Edén, del hombre con el Demonio. No en
vano ha confesado un gran poeta católico contemporáneo, Paul Reverdy, que

39
él encontró la fe por el laberinto de la superstición. Efectivamente, no hay otra salida
que la fe de este permanente laberinto supersticioso de nuestra vida: y el que
no la encuentra vivirá constantemente intrincado, inteligentemente intrincado
en este laberinto de superstición o supersticiones que es la vida misma: nuestra
vida, las certísimas redes mortales que nos tiene tendidas, en las que nos tiene
cogidos, el Demonio.
No tener idea del Demonio, ni sentido de él, suponiendo que haya algún ser
humano que pueda encontrarse en un estado de desnaturalización, de deshu­
manización, de irracionalidad semejante, sería no ya no tener la capacidad vital
de superstición indispensable para vivir, sino tener esta capacidad embotada
o disminuida patológicamente, hasta extremos tan peligrosos para la misma
vida, que, al que esto sucediere, se convertiría en un caso de clínica o manicomio.
Un ser humano sin superstición o sin supersticiones sería un monstruo, un
absurdo.
Tenemos los seres humanos naturalmente inteligentes, por el hecho mismo
de serlo, entre muchas otras supersticiones, ésta: la del Demonio, que, proba­
blemente, las sintetiza todas; porque todas son formas múltiples y diversas del
Demonio mismo, todas se unen en la misma sombría certeza tenebrosa que
las engendra.
Teniendo como tenemos por sentido común y por la natural formación
intelectual de nuestra conciencia, una clara y obscura, una claro-oscura, supers­
tición del Demonio, tendremos sentido del Demonio, e idea del Demonio a
poco que profundicemos en nosotros mismos, en nuestra conciencia y repre­
sentación de la vida. Pero esta idea y este sentido del Demonio no están limitados
por nosotros a una forma exclusivamente personal y, en cierto modo intrans­
ferible, como lo estaban, por ejemplo, para Sócrates. Aunque tengamos un
Demonio nuestro, como lo pretendía tener el griego, y por mucha familiaridad
que lleguemos a tener con él, como al filósofo le sucedía, este demonio nuestro,
este demonio familiar nuestro, no es, en definitiva, más que nuestra superstición
del Demonio, nuestra idea y nuestro sentido propios del Demonio, o la idea y
el sentido comunes que nos hemos apropiado nosotros, supersticiosamente. Pero
es que nosotros vivimos socialmente; estamos en una sociedad o agrupación
humana que nos arraiga, por dentro y por fuera, en el tiempo y en el espacio;
y no estamos en sociedad, sencillamente, sino que esa sociedad en que estamos,
está ella a su vez en nosotros, como es cosa sabida y, a veces, de puro sabida,
olvidada. Tenemos, sí, nuestro Demonio, como el griego; pero en nuestro
Demonio, como en el socrático, están todos los demonios comprendidos: razón
por la cual, ése, nuestro Demonio, más o menos familiarizado con nosotros,
según la atención que le hayamos dado en nuestra vida, como más o menos
sociable, es él mismo todos los demonios; esto es, que es, sencillamente, sim­
plemente, el Demonio; el mismísimo Demonio .él y no otro; el Demonio en persona.

40
I
v La personalidad del Demonio puebla el mundo, dramáticamente, con su
nombre. Su reino es de este mundo: más suyo que nuestro. Y más, probable­
mente, allí en donde la superstición o supersticiones naturales han ido siendo
sustituidas por otras científicas y artificiosas. De las primeras, se decía que
eran una cosa del Demonio; de estas otras, artificiales o cientifícistas, más
intelectuales, y por consiguiente, más puras, no se dice, pero lo son, efectiva­
mente; el concepto mismo de la superstición, inseparable de la inteligencia, es
inseparable del Demonio que es, en definitiva, el objeto de toda superstición:
el principio, la causa y la unidad de todas las supersticiones. Por eso, a través
de todas las supersticiones, surge la personalidad del Demonio: personalidad
que en las supersticiones populares se hace dramática porque precisamente la
popularidad del Demonio consiste, como toda popularidad, en una teatralización.
Esta personalidad dramática del Demonio puede decirse que decae en su
popularidad, sin que se quiera decir con ello que la personalidad del Demonio
haya decaído en la imaginación popular, sino que no ha encontrado, en aquel
momento, su dramatización adecuada. En la Edad Media y en el Renacimiento,
la superstición del Demonio tuvo constante y adecuada teatralización, y, por
consiguiente, popularidad: también en el Romanticismo. En estas épocas, la
personalidad del Demonio va unida, dramáticamente, a la representación po­
pular cristiana de la muerte y del infierno. El Demonio, la muerte y el infierno,
cambian en el tiempo, o con los tiempos, su figuración dramática popular, su
teatralización humana; pero, a través de esas pasajeras máscaras de su aparente
inmortalidad, nos revelan una fisonomía siempre idéntica e inmutable. Desde
las más lejanas y oscuras raíces de la mentalidad primitiva hasta la del hombre
contemporáneo que se tenga por más ilustrado y más culto - y pueda repasar
con la mirada todas esas civilizaciones de cuya herencia se envanece-, llegan,
a la evocación de estos nombres: Demonio, Muerte, Infierno, las imágenes o
figuraciones de algo que siente arraigado profundamente en lo más hondo de
su ser: porque son las raíces mismas que le sostienen y mantienen bajo ese suelo
de su vida terrena que es el subsuelo infernal de la muerte. La única certeza de
la vida la adquiere el hombre, como pensó Claudio Bernard, por la muerte: la
vida es la muerte, según la definición científica del gran inventor de la medicina
moderna; es decir, que la certeza viva de la muerte nos rodea mientras vivimos,
acechándonos constantemente de sus males: el dolor, la enfermedad, el acci­
dente. .. Y más allá, si ninguna fe viva despierta en nosotros la esperanza, sólo
nos queda el perderla definitivamente como a la entrada del Infierno dantes­
co; sólo nos queda la muerte inmortal, que es el Infierno. Y todo esto, para la
superstición popular ha sido siempre, en todas las religiones conocidas, cosas
o cosa del Demonio: causa primera de él, y de este modo, su finalidad misma.
Podemos desnudar de imágenes, de sus disfraces diferentes, esas distintas
representaciones que la superstición popular nos ha dado de la personalidad

41
dramática del Demonio, pero siempre, y aunque no lo queramos, aun por la
puerta misma de la ciencia, o de las ciencias positivas, entraremos en el laberinto
de sus redes; porque, a sabiendas o no, si una fe viva no nos salva, viviremos
muriendo; viviremos, si no podemos creer en otra cosa, en la certeza de la muer­
te, de nuestra muerte, que es, sin otra esperanza, la certeza misma del Infierno:
la superstición del Demonio. O habrá que buscar y encontrar la fe por el laberinto
de la superstición. Ya que no hay otra puerta (evangélica puerta estrecha) que la
fe, para salir de este laberinto supersticioso de nuestra vida, este laberinto de
supersticiones que es nuestra vida. Por eso, el que ha perdido su fe, o el que
nunca la ha tenido, se pierde supersticiosamente en la vida y pierde su vida
en la superstición infernal de la muerte.
Nos conviene mucho traspasar las fronteras poéticas de la superstición religiosa
popular para llegar a pisar el terreno firme de la certeza que la superstición
científica nos ofrece: porque en ella podremos encontrarnos cara a cara con el
Demonio: con la superstición del Demonio, que es la superstición de la muerte
y la superstición del Infierno.
Una verdadera superstición científica es la de la moral: la del saber, o del
sabor, de la moral como ciencia cierta: la de la certeza moral; la certeza moral
de la ciencia como la certeza científica de la moral.
Nos dice Zeller que el principio fundamental de la moral socrática puede
considerarse contenido en esta fórmula: la virtud es una ciencia o un saber. Una
ciencia cierta: un saber del bien y del mal a ciencia cierta. Lo que les prometió
la serpiente o el Demonio hablando por boca de serpiente a Eva y a Adán en
el Paraíso; lo que les hizo adquirir el conocimiento o la certeza moral de que
estaban desnudos, perdiendo el sentido poético más puro: la ignorancia y razón
de estarlo. Al adquirir la ciencia cierta del bien y del mal aprendieron a conocerse
a sí mismos, como quería y enseñaba el endemoniado Sócrates: el fundador
de la endemoniada sabiduría del bien y del mal, de la moral científica. Esta
moral o ciencia moral es lo que pudiéramos llamar, paradójicamente, el paraí­
so del Demonio: el Paraíso terrenal que se hundió en los infiernos por la cer­
teza del saber moral, que es el sabor del fruto prohibido. Y este paraíso del
Demonio, que no puede ser otra cosa que el Infierno, es el que el sentido común
popular entiende imaginativamente sostenido por nuestras buenas intenciones.
De buenas intenciones está empedrado el Infierno. Y así es de intencionalidad moral
de lo que el Infierno se sostiene o se sustenta. No hubo nunca, por eso, mejor
predicador de moral que el Demonio; y es que, probablemente, toda ética o
sistema moral -en definitiva, de saber del bien y del mal a ciencia cierta- no suele
ser nunca otra cosa más que eso, una mala invención del Demonio, una mentira
suya: la de la certeza moral o científica, que es siempre la trampa por donde
el Demonio atrapa al hombre. El propio endemoniado Sócrates -m ás cauto y
más sagaz que el endemoniado o cientifista Kant, que bautizó al Demonio

42
pedantescamente, y sin saberlo, con aquello del imperativo categórico: como si
pudiera haber en el mundo otro imperio más categórico que el del Demonio-,
el mismo Sócrates, el endemoniado, con su conócete a ti mismo, no hizo más que
enseñarnos, señalarnos irónicamente la profunda trampa moral por donde se
escapaba el Demonio; el escotillón escénico de la burla. Conócete a ti mismo es
el método racional de la certeza moral, que quiere decir, sencillamente, esto otro:
conoce al Demonio; aprende a conocer al Demonio. No fue después de todo,
o mejor dicho antes de nada, el conócete a ti mismo, no ya el pecado original del
hombre por la mujer, que es el de la mujer por el Demonio, sino el pecado ori­
ginal del Demonio, o sea, el pecado del Angel que originó al Demonio. La luz
que se volvió a sí misma, o contra sí misma, para conocerse: por lo que vuelta
de espaldas a Dios, creyendo bastarse a sí sola para ser lo que era: luz, se volvió
sombra: luminosa voluntad de la sombra. En una palabra: el Demonio.
Conocerse uno a sí mismo es como el morderse la cola de la serpiente: es el
eterno afán serpentino a que condenó Dios al animal en que se expresaba la
tentación humana del Demonio. Por eso la moral, angustia serpentina del hombre
-del hombre remordido por el pecado, a que le llevó la propuesta satánica de
la serpiente-, la moral como sabiduría de la virtud, como ciencia cierta, es una
cosa del Demonio; y no como ha podido decirse por los moralistas, más o menos
endemoniados, causa de él. Es el Demonio causa de la moral y no al contrario:
porque no es la moral la que hizo o hace al Demonio, sino el Demonio el que
hace o hizo la moral. Empezando, naturalmente, por el traje, por la tragedia:
por vestir el cuerpo humano desnudo con la vergüenza de la culpa. La culpa
fue, es y será siempre del hombre: pero la ciencia cierta de la moral, la sabiduría
de la culpa, ha sido, como es y como será siempre, del Demonio. Por eso la
conciencia nace de la culpa. Los límites de la conciencia humana, de la claridad
de la conciencia, están señalados, dibujados por la sombría presencia marginal
merodeadora del Demonio. La conciencia está determinada o definida por la
presencia permanente y tentadora del Demonio. Esta oscura ansiedad del espíritu
por la acechanza demoníaca es la que pone al hombre en tan viva evidencia
mortal, al ponerle en situación crítica de certeza. La que subraya el ímpetu
creador de su fe aprisionándolo tenebrosamente de superstición, de supersti­
ciones.
Y hay también una superstición moral de la poesía, de las artes poéticas como
ha habido una superstición poética y estética de la moral. Todo por obra del
Demonio.
Comentando los relampagueantes aforismos de Blake en las Bodas del Cielo y
del Infierno, ha dicho André Gide que no hay obra poética, artística, verdadera,
sin colaboración del Demonio: sin el subrayado sombrío de la negación crítica
que la afirma. Yo soy aquel, dice el Mefistófeles de Fausto, que negándolo todo,
todo lo afirma. Pero este Mefistófeles de Goethe no pasa de ser una caricatura

43
literaria del Demonio. Goethe, hombre de letras -e l héroe como hombre de letras,
le llamó Carlyle-, de letras, no de espíritu, ni de espíritus, en su diletantismo
científico y poético incurrió en grave pecado de humorismo por eludir
supersticiosamente, sin saberlo, la superstición natural y sobrenatural del
Demonio. El pecado original del humorista, de cualquier humorismo, es el de
no ver más allá de sus propias narices. Si todas las cosasfiieran humo, las conoceríamos
por las narices, decía Empédocles. Al humorista le da en la nariz el tufillo de la
chamusquina del infierno con que la superstición, popular o teatral, envuelve
la figuración personal del Demonio. A Goethe le dio en la nariz de ese modo,
teatralmente, figurándose que con eso eludía la terrible batalla que todo
verdadero creador imaginativo, todo verdadero poeta, tiene que tener con el
Demonio.
Y es que el humorista monta sobre su larga o corta nariz los cristales ahumados
con que mira, velándose los ojos con ellos para no deslumbrarse por la luz
de ningún fuego del que cualquier humo precursor le advierte. Ni al sol ni a
la muerte se les puede mirar con fijeza, dijo el malhumorado La Rochefoucauld.
Por no poder ver al Demonio, por no mirarle -por no contar con él en defi­
nitiva- se frustraron grandes creaciones, grandes o pequeñas, pero creaciones:
obras de poesía. La colaboración del Demonio es oponerse a ellas; es oponerse
a que una creación se haga; pero esta oposición misma es la que sirve, por su
resistencia, de apoyo a la obra creadora. Sobre el blanco caótico del papel, la
línea levísim a del trazo de una sombra ilumina un volumen imaginativo
cósmicamente. Porque hasta el mismo humo -d ecía Ingres- se tiene que
expresar por un trazo. Hasta el mismísimo humorismo se tiene que señalar o
significar por el Demonio.
No hay obra poética verdadera en la que no podamos percibir claramente
como enigma de su vitalidad esta ineludible oposición espiritual del Demonio.
El poeta que prescinde de ella, se queda solo, sin poesía; y tiene que sustituirla
por otra clase de invención que es una simulación de poesía. Acaso no sea
otro que éste el origen imaginativo de la novela; del novelar: de toda clase de
novelerías. El dramatismo espiritual de Don Quijote empieza a las puertas del
Infierno: donde lo abandonó Cervantes; quien, por ferviente y auténtico
catolicismo tuvo que salvar al bueno de Alonso Quijano, condenando a su sombra
quijotesca a que vagase eternamente sola por el peor de los infiernos posibles;
los suburbios infernales de la muerte; más allá o más acá, pero fuera del orden
divino. El secreto vivo de la espiritualidad católica de la obra de Cervantes es
ese fracaso de poesía en que la novela se entraña. Por eso es la novela de las
novelas, verdaderamente: porque es la novela de la novela; la novela del novelar;
la conciencia misma del novelar, del alma de la novelería o caballería más
endemoniada. Al Demonio se le dice por el pueblo en Andalucía, como a Don
Quijote: el Caballero, ese Caballero.

44
Toda gran novelería o caballería andante del pensamiento lleva en sus entrañas
dibujada una viva imagen del Demonio: la figura de su caída angélica. Una
poesía, una creación frustrada, es eso precisamente y eso sólo; la figuración
dramática o melodramática del adversario de toda creación divina; el rostro
luminoso de la sombra.
Cuando Víctor Hugo, por novelista fracasado -todo lo contrario de Goethe
y de Cervantes-, esto es, por poeta triunfante, levantaba la fantástica figuración
de su Leyenda de los siglos, alzándola como un muro contra el Demonio,
proyectaba sobre ella, sobre ese muro, ese lienzo o sábana cinematográfica
de sus visiones, la íntima lucha angélica de la poesía eterna. Transfiguraba el
novelar en poesía, en creación imaginativa. Por eso le llamó a ese sueño, a
esa creación imaginativa de su pensamiento, en un verso adm irable: una
inmovilidad hecha de inquietud. Esa inmovilidad hecha de inquietud es la forma de
una poesía en que como en la griega de Apolo y Dioniso se conjugan
divinamente la luz con la sombra. Esta lucha invisible del mundo angélico y
el demoníaco, que era para los griegos la razón única de la poesía, en todas sus
artes, como en todas sus partes, se nos revela, efectivamente, como el íntimo
secreto entrañable del pensamiento imaginativo, de la imagen poética del
mundo. En uno de los mejores lienzos poéticos del viejo Brueghel se nos
representa como asunto la lucha angélica: la caída de los ángeles rebeldes, que
es el trasunto espiritual invisible de toda verdadera poesía en cualquiera de sus
formas artísticas: música o pintura. Una inmovilidad hecha inquietudes la paz o
la guerra que envuelve como un sudario en su misterioso y enigmático ser al
pensamiento cuando éste se expresa en imágenes, por el aire y la luz, por la
palabra o la pintura o la música, lenguajes o lenguaje al que llamaba Blake
del Paraíso: del Paraíso perdido.
En la pérdida del Paraíso acaba la poesía y empieza la novela del hombre.
Por la importancia, la influencia, que en su vida toma el Demonio. Todos los
lenguajes paradisíacos, poéticos, creadores, se pueden hacer igualmente de
novelería o novelerías: por la palabra como por la música o la pintura, por el
aire y la luz. Así ha habido también grandes novelistas en pintura y en música,
grandes poetas frustrados: un Wagner o un Verdi o un Beethoven, como un
Velázquez o un Rembrandt o un Goya.
Por no alargarme en seguir al Demonio por los aires, por el sonido, por la
música -que es por donde con más facilidad se nos escapa: entrándonos por
un oído para salimos por el otro; robándonos la fe, si puede, de paso-, fijaremos
la atención brevemente en ejemplos plásticos. En la pintura o pinturas que
digo novelescas o poéticamente frustradas, la de Rembrandt, la de Velázquez,
la de Goya, el Demonio se encara o se descara o se enmascara o desenmasca­
ra luminosamente. Mientras que en la pintura de Rembrandt se emboza o
enmascara de luz por la sombra, para ocultar su voluntad sombría, la oscura

45
apetencia celeste de su ser profundo, en la de Velázquez, por el contrario, se
encara, desembozándose d e su propia sombra por la luz, tra n s p a re n tá n d o se
en el aire en que el pintor mágico, prodigiosamente, le refleja o le retrata.
Salgo al paso de los creyentes recordándoles que muchísimas veces en la historia
se apareció a los santos el Demonio de esa manera. En un estupendo libro
español del xvii, E l Tribunal de superstición ladina del canónigo Gaspar Navarro,
se nos dice a este propósito que este enemigo de Dios y del género humano, Satanás,
se transfigura en ángel de luz para engañarnos, y tiene tantos embustes que a san
Antonio se le apareció en forma de Cristo crucificado. Y como refiere san Antonio,
en una ocasión aparecióse enforma de la Madre de Dios; y esto, para engañarlos, si pudiera,
y con aquellas ficciones derribarlos del estado de gracia y amistad de Dios.
El truco famoso de Velázquez, el mechón de pelo sobre el rostro, sobre la cara
de Dios para taparla, cumplía, con descaro tramposo, la voluntad engañosa
del Demonio. ¿Por qué cara a cara nos escamotea endiabladamente Velázquez
la figura de Cristo?
Cara a cara nos la quiere escamotear también, la divina figura, Goya. Sólo
que más torpe el aragonés que el andaluz, consigue únicamente que la trampa
se vea: ofreciéndonos, sencillamente, a un majo desnudo y crucificado. Y es
que Goya, por más valiente que Velázquez, se dejó coger por el Demonio, cuando
no sabía o no podía hacer otra cosa. Porque Goya, voluntario o caprichoso
genial, pintó como quiso, y como lo que quiso era pintar en aragonés, con el
corazón en la mano, pintó como quiso el Demonio. Así Goya no supo ante el
lienzo en que trataba de pintar al Hombre Dios, hurtarle el cuerpo al Demonio:
y se dio entero y a su parecer verdadero, y de ese modo, tan natural, endemo­
niaba la imagen de Cristo, como de modo sobrenatural le había endemoniado
Velázquez. No hay que ser creyente ni supersticioso siquiera para comprender
que la aérea pintura clara de Velázquez, o la claro-oscura de Rembrandt, o la
oscura de Goya, son unas pinturas del Demonio: porque son una trampa ilusoria
de sombra y luz en un juego escénico que es un juego de escarnio celeste. Son
una burla de todos los demonios: una burla de ellos, de los demonios, que fingen
una creación espiritual donde no la hay: que es todo lo contrario que sucede
cuando en la creación poética triunfan o se burlan los ángeles. Si después de
mirar los lienzos de Velázquez y de Goya, en el Prado, nos detenemos ante el
Adán y Eva de Tiziano, comprenderemos en seguida en lo que la victoria angélica
consiste. En el lienzo del veneciano son los ángeles los que le han hurtado los
cuerpos humanos al Demonio; son los ángeles, los que le birlan y le burlan al
Demonio, porque en esta lucha espiritual están los ángeles con el Demonio en
una situación geométrica equivalente a la que tienen en la plaza los toreros y
el toro. La proyección imaginativa de esta lucha es la de una trágica burla que
hacen del Demonio las inteligencias angélicas; que esto es lo que nos dice del
Demonio en las Sagradas Escrituras, en el Libro de Job, cuando se nos habla

46
del Demonio diciendo: que es la primera o principal criatura que hizo el Señor para
que se burlasen de ella sus ángeles. La verdadera invención poética es una burla
angélica del Demonio.
Sabemos que, una vez, se le apareció el Demonio a san Atanasio para que­
jársele de Dios porque consentía que se burlasen de él hasta los niños. No hay
arte poético, se diría, pintura, música, poesía, no hay verdadero arte poético
que no sea este juego angélico de birlar o burlar al Demonio, como en los juegos
infantiles: burlar y birlar al Demonio el cuerpo y el alma. Burlarse del Demonio
es cosa de poesía, porque es cosa de niños y de ángeles: de inteligencias puras,
de criaturas espirituales. Por eso, cuando el poeta, el pintor o el músico, los
creadores imaginativos que manejan esos lenguajes espirituales o inteligentes
puros, paradisíacos, no burlan al Demonio, birlándole como los ángeles, el
Demonio se burla de ellos, birlándoles su pintura, o su música, o su poesía;
los burla quedándose con su pintura, o su música, o su poesía.
Pero burlarse del Demonio no es cosa de broma: los que verdaderamente se
burlan del Demonio, que son los niños y los ángeles, son los que no lo toman
nunca en broma. Ningún arte verdaderamente poético toma al Demonio en
broma. Burlarse del Demonio no es cosa de broma, sino de veras, ¡y tan de
veras!: como de burlas; de veras y de burlas. Que esto es lo que hace el pueblo
como creador infantil imaginativo que es: burlarse de veras del Demonio. Porque
el pueblo sabe, como el poeta y como el niño, que burlarse de veras del Demonio
es hacerse como los ángeles: ganar el cielo: o sea, salvar el arte, que es salvar
el alma: graciosa y angélicamente. Como el torero sabe que burlarse verdade­
ramente del toro, burlarse de su oscura embestida impetuosa es también salvarse
del todo: salvar el cuerpo y salvar la vida.
Efectivamente, ninguna creación imaginativa del hombre se hace ni se ha
hecho sola: sino según la voluntad de Dios o la del Demonio. Toda verdadera
creación o poesía lo es porque se hace contra el Demonio, adversario de toda
creación humana o divina. Y esto lo sabe el hombre en cuanto es hombre:
que es lo mismo que decir que lo sabe en cuanto es niño. Todas las creaciones
imaginativas humanas son una burla y birla angélica del Demonio, a quien, por
eso, era costumbre del pueblo infantil o católico español sacar teatralizado
por las calles, entre mangas y capirotes, sacándolo en las procesiones como
tarasca, grotesca figuración del Dragón bíblico; respondiendo así el pueblo
católico español espiritualmente, por la fe, con su hondo pensar y sentir
analfabeto a las palabras proféticas del salmista en las que se nos dijo del
Demonio: éste es el Dragón queformaste para burlarle. Y por cierto que en el texto
hebreo está dicho de este otro modo: éste es el Leviatán queformaste para quejugara
con el mar. Que éste, sin duda, es el mismo Dragón que vio san Ju an en su
Apocalipsis, persiguiendo por el mar y la tierra a la mujer a la que no conseguía
atrapar por ningún lado: por lo que, cansado de seguirla o perseguirla, se quedó

47
parado, y en seco, como si dijéramos: se quedó en la playa esperándola: y se
paró -dice el apóstol- sobre la arena de la mar.
Con las arenas de la mar nos cuenta los días y las horas -las horas muertas-
el Demonio.
U N V E R S O DE LOPE, Y LO PE EN UN V E R SO

C
iL-/olemos decir que nos falta tiempo para todo, que no tenemos tiempo para
nada. Y es verdad, y precisamente porque nos falta tanto tiempo no podemos
perderlo; pero no porque no queramos, sino porque no podemos. No pode­
mos perder el tiempo que nos falta. ¡Pues qué más quisiéramos que perderlo!
¡Que poderlo perder!
Voy a intentar perder un poco de tiempo y hacéroslo perder, pensando, re­
cordando a Lope de Vega, a ese gran pródigo del tiempo que fue nuestro poeta.
De toda gran poesía, de toda poesía, se ha dicho que debe o puede deducirse
siempre una enseñanza. Ya sé que hay muchos moralistas baratos que temerían
sacar ninguna de la poesía como de la vida de nuestro Lope, yendo en él la vi­
da y la poesía tan aparentemente unidas, tan juntas. Y sin embargo, la enseñan­
za que la vida y la poesía de Lope nos ofrecen merece meditarse. Tal vez con
ello rompiésemos graves prejuicios que paralizan nuestra vida misma y nuestro
pensamiento. Porque la ejemplaridad de nuestro Lope nos afecta tan vivamen­
te, que aun leyéndole hoy, al cabo del tiempo, de tantísimo tiempo perdido, nos
parece nuevo, tan nuevo como a sus propios contemporáneos, que le tuvieron
justamente, por peligrosamente nuevo, por revolucionario.
Voy a recordar un verso de Lope, un solo verso, para recordarlo todo entero.
Decía un crítico francés que hay poetas que se expresan generosamente en una
creación constante, y tan extensa, que padece su obra misma por no concen­
trarse en algún libro capital y único. Y que hay otros, por el contrario, que con­
centran todo su esfuerzo creador en un solo libro, en una sola obra o un solo
poema, y, casi como en resultado extremado, en un solo verso. La opinión vul­
gar consideraría a nuestro Lope de los primeros. Un poco de atención en su
lectura nos hace considerarle a nosotros, no solamente como de estos últimos,
sino como de los otros también y al mismo tiempo. Es decir, que toda la enor­
me, casi innumerable, labor poética de nuestro Lope nos ofrece estas dos vertien­
tes: una, la de su extensión casi indefinida en el espacio: comedias, poemas, versos
incalculables... Otra, la de su intención única en el tiempo: cualquier comedia
o poema o verso, escogido al azar, nos ofrecerá seguramente este sentido capital
y único a que el poeta crítico francés se refería.
Así, un poco al azar de lecturas recientes, me llega de pronto, como enuncia­
do o como tema del momento, aquel verso de Lope que en un reciente estudio

49
sobre él recordaba Azorín, al mismo tiempo que nos lo señalaba en su ingeniosa
y certera aguja de navegar Lope; verso que tomó Nietzsche por suyo, a modo
de lema o divisa, y que dice:

Yo me sucedo a mí mismo...

Con acierto nos hizo notar Azorín la coincidencia vital de Lope y Nietzsche en
este verso. De Nietzsche llamándole gran teorizante de la amoralidad.
Lope, dirían algunos, gran practicante. Uno y otro, grandes poetas vivos ¿Qué
vida es ésta, la del pensamiento de Nietzsche, la de la poesía de Lope?
Vida de verdad. Verdadera vida como la que de Dante rehacía hace poco en
el recuerdo un gran escritor italiano.
Vivir es tener tiempo que perder; por eso dice Lope: Yo me sucedo a mí mismo.
Y lo repite Nietzsche haciéndose a su modo otro Belardo. También otro Belardo
que a la entrada de nuestro siglo predicaba exquisitamente idéntica vitalidad,
Maurice Barres, porque no conocía, sin duda, el verso lopista, tuvo que recurrir
al neroniano qualis artifexpereo (¡oh qué artista muere en mí!), que viene en Barres
a decir lo mismo que en Nietzsche el verso de nuestro Lope. Lo mismo que
aquel dannuziano renovarse o morir.
Todos estos, a modo de Belardos que originaron nuestra sensibilidad actual,
coinciden, como digo, vitalmente con aquella sensibilidad de nuestro Lope
en este verso: Yo me sucedo a mí mismo. Por lo que pudiéramos decir, irónica­
mente, que mientras haya Belardos en el mundo habrá poesía; como mien­
tras haya ironía habrá libertad; la ironía, decía el aludido Barres, es la más
firme garantía de la libertad. Lope no es otra cosa, entre otras cosas, que el
más hondo y firme poeta español, independiente y revolucionario, de la li­
bertad.
¿Pero aún hay Belardos?

¿Aún viven Belardos?


¿No habéis visto un árbol viejo,
cuyo tronco, aunque arrugado,
coronan verdes renuevos?
Pues eso habéis de pensar,
y que pasando los tiempos,
yo me sucedo a mí mismo.

Esta es la respuesta de Belardo -es decir, de Lope- que éste intercala en una co­
media de su última época: ¡Si no vieran las mujeres! Comedia en que deliciosa­
mente se pierde el tiempo por un juego exclusivo de amor. Pierden el tiempo
por amor todos y cada uno de los personajes de la comedia. Hacía perder el

50
tiempo Lope con esta comedia del amor a todos y a cada uno de sus espectado­
res. Nos lo hace perder a nosotros el leerle.
¡Perder el tiempo! ¿Y qué es el tiempo?
Consultemos a los filósofos. Uno de ellos, también algo Belardo, contemporá­
neo de los otros, contemporáneo nuestro, nos explica la naturaleza del tiempo
de este modo:
“Dando de lado a toda cuestión del tiempo único, queremos dejar establecido
esto: que es imposible hablar de una realidad que dura, sin introducir en ella una
conciencia. El metafísico hará intervenir una conciencia universal. El sentido
común pensará en ello vagamente. El matemático no tiene por qué ocuparse de
eso, porque lo que a él le interesa no es la naturaleza de las cosas, sino su medi­
da; aunque si llegara a preguntarse qué es lo que mide, si fijara su atención so­
bre el tiempo mismo, necesariamente tendría que representarse una sucesión, y por
consiguiente un antes y un después, por consiguiente un puente entre ambos, por­
que si no no habría más que uno u otro, pura instantaneidad; luego, es imposi­
ble, repetimos, imaginar o concebir el trazo que une el antes con el después sin
un elemento de memoria, y por consiguiente, de conciencia.. Sin una memo­
ria elemental que enlace estos dos instantes uno con otro no podría haber más
que uno de los dos, un instante único, y por consiguiente, no habría antes y des­
pués, no habría sucesión, no habría tiempo.
Este sucederse a sí mismo, que encierra ahora para nosotros todo el sentido y
razón de ser de nuestro Lope cuando nos dice por Belardo que eso es lo que
hemos de pensar, el que, pasando los tiempos, él se sucede a sí mismo, quiere decir,
en definitiva, que hay entre el pasado y el porvenir, entre el antes y el después de
lo que vivimos, de lo que duramos, como un puente, un trazo, una sucesión,
que es nuestra conciencia por ese elemento espiritual, que es la memoria; es
decir, el alma. El genio, nos dijo Barres, es tener alma. El genio de Lope es su
alma. Genio creador, poético; es decir, animador del mundo, de sus mundos
imaginativos. Y esta alma, que por la conciencia del tiempo, por el sucederse a
sí mismo, nos expresa Lope, es la que engendra o crea su obra, sus obras, por
su vida, tan luminosamente, porque la expresa y la subraya una línea de sombra;
la que por su propia libertad de vivir o al vivir, libertad de amor y de amores,
le enciende y apaga de pasión, de pecados. Esta es toda la vida de un hombre, la
de Lope:

Un relámpago de luz
que el aire de sombra escribe.

“Si yo paso mi dedo por una hoja de papel sin mirarla -nos dice Bergson-, este
movimiento que realizo, al percibirlo desde dentro, es una continuidad de con­
ciencia, es algo como mi propio fluir interior; es, en una palabra, duración. Si,

51
por el contrario, abro los ojos, veré que mi dedo trazó sobre la hoja de papel
una línea seguida, en la cual todo es yuxtaposición y no sucesión; tengo aquí un
desenvolvimiento que registra un efecto del movimiento y que puede ser su
símbolo. Y esta línea puede dividirse, puede medirse. Dividiéndola y midién­
dola podrá llegar a decir, si así me resulta más cómodo, que divido y mido la
duración del movimiento que la traza. Es verdad, por tanto, que el tiempo se
mide por medio del movimiento.
’’Poco importa, por otra parte, que sea un móvil cualquiera el que adoptemos
para contar el tiempo. En cuanto hemos exteriorizado nuestra duración propia
como un movimiento en el espacio, todo lo demás se seguirá del mismo modo.
A partir de esto, el tiempo se nos aparecerá como el desenvolvimiento de un hilo,
esto es, como el trayecto que sigue aquel móvil encargado de contarlo” .
Yo me sucedo a mí mismo -nos dice Lope-. Nosotros proyectamos esta sucesión,
este hilo en que estuvo su alma, en que está su vida, en el espacio, viéndolo
cómo ante nosotros se extiende por sus obras dramáticas, por su teatro. Este teatro
es efectivamente función dramática de su ser, es su modo de perder el tiempo y
de hacérnoslo perder a nosotros. Es, como toda representación de un movimiento
en el espacio, el trazo o el hilo que lo mide, el hilo del tiempo por el que queremos
sacar el ovillo de la eternidad.
Yo me sucedo a mí mismo -nos dice Lope-. Cerremos los ojos, atendamos, como
nos aconseja el filósofo, a percibir esta sucesión en nosotros, sin verla o mirarla
fuera, en el espacio, sin proyectarla o escenificarla, sin teatralizarla, en una pala­
bra, en el mundo. Esta sucesión personal de Lope la percibimos de este modo,
líricamente, como una melodía. Una melodía que nos encanta como aquella de
Dante, porque no entendemos su letra. La letra está fuera, en el espacio, escrita
sobre el papel como la escritura del pentagrama. La melodía, la música, está
dentro, en el tiempo, en nuestro tiempo vivo, en nuestra duración íntima y pro­
funda, fluida como la sangre que nos expresa esta sucesión de nuestro ser en
nosotros mismos. A la extensión dramática de la vida de Lope por la poesía
responde esta otra intención lírica de su poesía por la vida o para la vida.
Y a todo hombre le sucede lo mismo: porque se sucede lo mismo en el tiempo
y en el espacio. En el espacio se conduce o se mide. Por eso decimos la línea de
conducta, porque la conducta de la vida es efectivamente una línea: un signo en
el espacio.
La vida de Lope puede parecemos desarrollada en el espacio como una serie
de actos o sucesos humanos peligrosamente amorales, si no inmorales. Y así
puede juzgarse. Si no fuera por su poesía, así debería juzgarse. Pero su poesía
está aquí para decirnos lo contrario, porque gracias a su poesía podemos perci­
bir el engaño de esa escritura del papel, de esa letra muerta de su vida, por lo
que el proceso moral que por lo que en la vida le sucede quisimos entablarle,
no es verdadero, es letra muerta, escritura torpe, torcida. Detrás de eso, por su

52
poesía, percibimos muy otra cosa; recibimos fluida, melodiosa, lírica, la vida
creadora del poeta en el tiempo eterno de su ser, que es nuestro mismo tiempo
y que dejaba dramáticamente en el espacio ese trazo, esas líneas torcidas, esos
despojos.
Dios escribe derecho con líneas torcidas, nos dice el proverbio. Lo que Dios escribe
en nosotros por dentro no pueden decírnoslo más que los poetas, los artistas.
Gracias al arte, a la poesía, sabemos que Lope, gran pecador, no fue como podría
afirmarse frívolamente - y así se ha afirmado por cierto protestantismo mo­
ral-, un sinvergüenza. Aunque un sinvergüenza es, naturalmente, mucho menos
que un pecador; porque un pecador lo es sobrenaturalmente.
La poesía de Lope transparenta una vida creadora. Como toda vida. El poeta
se diferencia de los demás, de cualquiera de nosotros, en que por esta obra de
amor que en definitiva realiza, por estas construcciones o figuraciones imagina­
tivas que nos deja como testimonio permanente en el lenguaje, justifica toda su
vida, cualquiera que ésa sea: porque nos enseña con su poesía y por su poesía que
el hombre se sucede siempre a sí mismo, y que esta sucesión viva del hombre
es invisible y misteriosa para el hombre. Si el poeta escapa a este juicio humano,
lo hace, como el santo, por el testimonio de sus obras de amor.
La línea que traza en el espacio una conducta viva es un jeroglífico insignifi­
cante para el hombre. Lo que el poeta tiene de divino es el arte de encontrarle
a estos jeroglíficos humanos, a estas vidas nuestras, su significado profundo o
trascendente. Y esto lo hace el poeta a costa de sí mismo, de su propia vida.
A un poeta como Lope, que nos ha dado tal riqueza de vida por las signifi­
caciones humanas que descifra, sólo un fariseísmo mojigato e incomprensivo
puede reprocharle, por no entenderlo, esa línea torcida de la conducta, ese gráfico
de su fiebre, que en altibajo y zigzagueo nos dejó marcado en el espacio, al moverse
en su vida exteriormente, impulsado por el amor, por sus amores. Nosotros, como
quiere el filósofo, debemos aplicar a la medida de esa línea que por la vida le
conduce la del móvil espiritual que le es más propio: la del tiempo que por
amor perdía. Sólo del tiempo estoy arrepentido, nos dice Lope para mejor ejemplo
nuestro y escándalo de mojigatos y fariseos.
Este verso de Lope sobre el que hemos venido meditando, símbolo de su eterna
vitalidad, este yo me sucedo a mí mismo, puede sernos motivo que nos sirva para
volver los ojos a su obra con toda la limpia e ingenua atención que se merece.
Seguramente encontraríamos en ella cada vez nuevas sorpresas y nuevas ale­
grías, porque encontraremos con ello indudablemente en nosotros conciencia
de nosotros mismos, de lo que nos sucede al sucedemos a nosotros mismos: de
la vida ascendente, creadora; de la fe, de la poesía; conciencia de la libertad.
CALDERÓN Y CIERRA ESPAÑA

(C O N TR A A V E N T U R A , V E N T U R A )

E l hombre que vive, sueña


lo que es hasta despertar.

era, qué fue la vida y qué el sueño de Calderón?


¿Qué hombre era o fue el que vivió su sueño o soñó que vivía en Calderón?
El hombre que vive, sueña. El hombre vive lo que sueña. El hombre
empieza por vivir lo que sueña, y acaba por soñar lo que vive. Em pieza
por soñar lo que es y acaba por ser lo que sueña. Empieza y acaba por ser
sueño o por soñarlo ser. Somos, estamos hechos, de la misma materia, de
la misma estofa que nuestro sueño, dice Shakespeare. Pues ¿qué sueño es
éste?, ¿qué vida es ésta? La vida que llevamos. La vida que soñamos. ¿Que
llevam os o que nos lleva? ¿Que soñamos o que nos sueña? El hombre,
viviendo -dice el poeta- “ sueña lo que es hasta despertar” . ¿Hasta despertar?
¿Luego el hombre despierta de ese sueño en que vive? ¿En que sueña que
vive soñando? ¿Qué puerta encontraremos para salir de este conceptuoso
laberinto en que nos adentra el poeta con su conocida comedia, con todas
sus comedias, de sueño, de vida? Puerta secreta, escondida, tapada. Puerta
de perdido paraíso. Puerta que una sola vez pasaremos. Una vez para nunca
más. Puerta de la muerte.
“La muerte es lo que vemos -decía el filósofo griego- cuando estamos
despiertos.” Por eso, por no verla, cerramos los ojos a la vida, los entornamos
por el sueño; soñamos la vida y la soñamos por la muerte. Contemplar “ cómo
se pasa la vida” para ver cómo, “tan callando” , se nos viene la muerte es lo
que otro gran poeta español nos decía, nos cantaba para recordarnos que
hay que despertar al alma que sueña, haciéndole “avivar el seso” .
Avivar el seso del que sueña, por el mismo sueño; hacérselo entender. Pues
también nos dirá Calderón esto mismo: que hay que entender, avivar el seso,
enterarse de lo que soñamos cuando soñamos, porque somos sueño, porque
soñamos lo que somos. Y hasta entenderlo, hasta darle vida a ese entender,

55
no seremos lo que soñamos. Pues, mientras, “todos sueñan lo que son, pero
ninguno lo entiende” .
¿Cómo entendió Calderón su sueño? ¿Cómo soñó hacérnoslo entender,
dárnoslo a entender? Preguntar esto equivale a preguntarnos cómo vivió, qué
fue su vida.
Su vida -nos dice Menéndez y Pelayo- “fue larga, quieta, serena y siempre
honestamente ocupada” . Vida oscura. Una vida, en suma, diremos, muy bien
acondicionada para el sueño. Y para los sueños. Para que ninguna cosa ajena
perturbara al alma el soñar. Alma que sueña es alma que cree, porque crea,
imagina, se puebla de vivas imágenes, como en sueños; de vivísimas figuraciones.
Es, como si dijéramos, la del que sueña, un alma en libertad. El para qué de la
libertad de un alma es este sueño, este lujo de poder soñar. Vida honestamente
ocupada, para no interrumpir con preocupaciones, con inquietud, el sueño. Y
el entendimiento del sueño; que es también sueño de entender. Una vida quieta,
serena, sosegada, una vida soñada -o que ni soñada- es una vida verdaderamente
creadora. Una verdadera vida de fe. Y, por consiguiente, de esperanza.
Alma en libertad, decimos, la del que sueña. Pero esta libertad, ¿no es entonces
sueño también, ilusión y sombra? La vida quieta de Calderón se puebla de
sueño, de sueños, de vivas imágenes creadas, de vivísimas figuraciones.
Conocemos al hombre por estos sueños: por su sueño conocemos su vida. Vida
oscura la del poeta que nos expresa en la libre animación de lo soñado esta
verdad humana de poder crear, de poder creer, de ser o de poder hacerse sueño.
Sueño de vida. A l soñador lo llamará Rubén Darío “imperial meditabundo” . El
imperio meditabundo de la noche estrellada de los tiempos ofrece a Calderón
su manto, su gran telón de fondo, para el “gran teatro del mundo” , de la vida;
para el maravilloso retablo teatral de su pensamiento. Y sueña la vida en él, o
por él, lo que sea; sueña lo que es: vida. Piensa, luego sueña, Calderón. Transmuta
el pensamiento en sueño, como hizo Dante. Transmutación mágica, prodigiosa.
Hay que entrar, hay que enterarse, adentrarse en esta noche cerrada del
pensamiento transmutado en sueño de Calderón, para entender, para saber su
vida; que no es otra cosa, en definitiva, más que un saber entender el sentido
y la razón de la vida; lo que es la verdad de su sueño, de su creación o figuración
más humana, por más divina; la verdad, en definitiva, de una fe, de una viva
fe, que se hace, que se hizo en nuestro poeta, una viva voz, una voz en grito.
Y así nos ha llegado hoy a nosotros la vida del poeta, como un sueño, en la
creación, de un teatro que vive aún para nosotros por su voz: la voz popular y
divina que supo poner tan claramente su pensamiento en el cielo, como un grito.
El teatro con que cierra España Calderón es un grito puesto en el cielo; una voz
que todavía, para nosotros, hoy, enuncia su palabra maravillosa, la palabra de
aquella fe española; la palabra mágica, prodigiosa, de libertad. La palabra del
cristianismo.

56
El cierra España de Calderón es el de la eterna aventura viva de una España
libertadora, revolucionaria. Aventura que la decadencia histórica, la degenera­
ción viva española, la corrupción -por el costumbrismo- de aquellas virtudes
esenciales de lo español, vino convirtiendo en “cerrazón” espiritual, es decir, en
“cerrazón” antiliberal. Con su correspondiente “cerrilidad” ; sus “cerrilidades”
consiguientes. Y esta “cerrazón” ha venido haciendo con nuestro poeta el falso
símbolo de una especie de estatua de sal que fijará su espanto de vivir en el empeño
paralizador de no volver los ojos, de no separar los ojos de lo pasado. Que ni
aun huyendo de la quema, divina justicia del cielo siempre, se atreviera a mirar
el porvenir. Estatua de sal de un caballo blanco de Santiago, congelado de miedo.
Cerrazón simbólica, en efecto, que continúa todavía entre nosotros la tradicional
picardía de una seudoaristocracia ya desde entonces fracasada, secularmente
fracasada; la que, como en el mundo calderoniano -no el del sueño de Calderón,
sino el de la vida que le rodeaba-, pagaba cobarde al espadachín sus aventurados
empeños; como ahora se los paga al pistolero. Que “ aquel vivir al acaso y fiarlo
todo de la fortuna -nos dice Menéndez y Pelayo- puso en más de una ocasión
al caballero a dos dedos del picaro, aventurero también y conquistador a su modo”.
La desvergüenza en España se hizo caballería, dirá Tirso. Vive aún para nosotros
hoy este aventurerismo picardeado o apicarado, casticista, costumbrista, de lo
español, contra el que cerraba su sueño, su vida, su España, Calderón. Vive
esquinado, agazapado y sombrío, como entonces, en acecho, como la serpiente,
del libre vuelo de los hijos del aire. De quienes para luchar con la fortuna, con
el destino, como la “hija del aire” de Calderón, quieren tener entendimiento de
la vida, viva inteligencia racional.
Esta vida soñada en su teatro por Calderón, si se nos cierra por un lado, es
para abrírsenos por el otro, como un cucurucho de mago con su pintada noche
estrellada de cielo. Imperio cónico, piramidal, del sueño, de los sueños.
“Donde i)ma puerta se cierra otra se abre” , dice un proverbio muy español.
La puerta: que Calderón cerraba, muy a la española, dando un fuerte portazo
mortal -e inmortal-, se abría por otro lado a la noche temporal celeste de la
estrellada. A esa “prim avera fugitiva” de los astros, de la que nos dice un
personaje calderoniano que “ ya nuestro mal, ya nuestro bien se infiere” ;
siéndonos por eso el permanente “registro” de nuestra vida; “registro es nues­
tro - o muera el sol o viva”, dice el poeta; “registro” que, precisamente por
serlo, registra nuestra libertad. Pues ya antes de Calderón lo había expresado
claramente el inventor de todo este teatro, el vivísimo Lope, diciéndonos:

No porque tengan fuerza las estrellas


contra la libertad del albedrío;
mas porque al bien o al mal inclinan ellas
y no ponemos fuerza en su desvío.

57
El poner fuerza en el desvío, en desviarnos de la inclinación natural de nuestro
destino, es lo propio, intangible del hombre: su libertad. Como de los pueblos.
La libertad del albedrío humano hace posible la inmortalidad espiritual de la
vida. A todas sus consecuencias vivas lleva Calderón en su teatro, en su sueño
de verdad, este principio; hasta, a veces, parecemos desatinado en el orden
social o familiar al verificarlo. Y, sin embargo, no lo es. Porque la afirmación
de la libertad humana contra toda determinación, ni siquiera divina, es lo único
que hace humana verdaderamente la figura del hombre. Y por esto nos enseña
Calderón que sólo la sangre vertida por la libertad y para la libertad es fecunda.
La del martirio. La popularidad del teatro calderoniano radica en esto, y así, a
través del andamiaje, del esqueleto de su figuración teológica, se nos transparenta
la voz divina de lo popular tan claramente. Calderón es tan pueblo como Lope.
Cuando se ha llevado su voz por España, de veras, por todos esos pueblos de
Dios, se le ha entendido así. Como al “soñador imperial meditabundo” de la
libertad; que es la justicia de que pueda haber sueño, poesía, creación, vida para
todos en la vida.
Cerrando España contra la muerte y por la fe, por el sueño, por la vida,
corrobora y afirma Calderón la misma popularidad de la España abierta por
Lope, por santa Teresa, por fray Luis, por Guevara, por Cervantes... España
abierta a todos los vientos del espíritu: a todo sueño, a toda vida. España a riesgo
y ventura de la libertad.
L a vida, el sueño de Calderón, es esta conciencia de la libertad. Conciencia
providente. Pues “cuando soñamos que soñamos -decía N ovalis- es que ya
nos vamos acercando al despertar” .

En esa luciente región fronteriza del despertar del alma del que sueña inicia
Calderón su pensamiento, su poesía; como un suave amanecer tras claro desvelo.
La vigilia alerta del durmiente hizo al soñador “ avivar el seso” hasta entender
y presentir, por el despertar de la muerte, la vida que había estado soñando.
Entonces encuentra aquel principio, esencial consecuencia de la libertad humana,
del libre albedrío del hombre, que es el de “ que no se pierde el hacer bien ni
aun en sueños” . Por el mismo sueño de la fe, que es el de la esperanza, entra
el poeta en la luz de la caridad, en el orden del amor divino. Sueño de sueños
imperecedero. Hasta no poder serlo más. Hasta no poder dejar de serlo. Sueño
abierto y cerrado para el pensamiento. “ ¡El pensamiento! -exclam a entonces
el poeta-. ¿Qué es el pensamiento?” Y se responde él mismo, con maravillosa
consonancia, con sorprendente lucidez: “Ni el viento aquí ha de entrar, con
ser el viento.”
Y el viento entraba, arremolinando, como las hojas secas en aquel dorado
otoño de lo español, el pensamiento; los pensamientos del poeta. Si ahora
lo seguimos con la mirada veremos dibujarse en su remolino, a veces casi

58
vertiginoso por el ímpetu conceptual que lo determina, aquellas figuras e
imágenes encendidas por el poeta en las luces teológicas de su propio sueño
inmortal.
La ventura de esta aventurada peregrinación por lo soñado fue la de encontrar
el asidero del alma para poder, siguiendo su hilo, ir sacando la línea generadora
de un pensamiento tan apretado, tan ovillado en la conciencia religiosa de lo
popular español. Todas estas imágenes iluminadas de pensamiento, que el
“mundo aparte” de la poesía dramática o melodramática de Calderón nos
presenta, nos representa, tienen su denominación común en esa misma racio­
nalidad poética de la fe que las anima; en ese hondo empeño popular español
que trascendía, por impaciencia de lo duradero, de lo permanente, hasta alcanzar
aquellas hiperbóreas regiones de la razón teológica, la región luciente del alma
soñadora. Las luces claras que pueblan este aire, esta atmósfera calderoniana,
son las que había encendido la fe popular prendiendo con su viva inquietud
humana la espera venturosa y aventurada de lo divino, de lo eterno; llevándola
a los claustros, ardientes de apasionada lucha, todavía, por la eficacia y suficiencia
libertadora de la gracia. Aún percibimos, al pulsarlos, en estos fantasmas de
Segismundos, Semíramis, Ciprianos, Irenes, Leonidos y Marfisas... el latido
apresurado de una sangre que daba calor de fe, de esperanza, de amor, de
caridad, en suma, aquellas conceptuales y conceptuosas querellas sobre la
libertad, filo o fiel de la “ciencia media”, entre dos abismos de herejía; haciéndole
jugarse al hombre en aquel juicio, como a una sola moneda jugada al aire, al
caer, una decisión definitiva. La famosa apuesta pascaliana es algo pueril al lado
de este sublime empeño popular español que en el teatro calderoniano se nos
transparenta.
El “escándalo del aire” de Calderón es llegar así hasta entrar por el pensamiento
en un mundo, o trasmundo, de luz, al que con su ímpetu celeste nos arrebata.
Aún podemos precisar el contomo luminoso en sus cielos de este pensamiento
quemado tan puramente. Seguir, decimos, con la/mirada, la finísima urdimbre
espiritual en el tejido de estas hojas secas, caídas, doradas por la muerte, y
empujadas hasta nuestros pies hoy por el vendaval de los tiempos, desde aquel
secular otoño español áureo, de tan aventurado vivir, hasta este soñar nuestro,
hasta lo que puede seguir siendo para nosotros siempre, al vivir, un nuevo soñar
venturoso.
¿Con qué aventurada ventura -venturosa aventura- cerraba España por el
sueño, por el pensamiento, Calderón? Trataremos de penetrarlo.

59
II
L a puerta
(mejor diré funesta boca) abierta
está, y, desde su centro,
nace la noche, pues la engendra dentro.

Estamos ante la caverna generadora de Segismundos y Semíramis. Funesta boca


abierta. Asombro de la noche, que, desde su centro, es engendradora luminosa
de cielos. De astros regidores del humano destino de estas monstruosas criaturas.
Ante todo nos llega a los oídos el golpear de cadenas que acompaña, rítmico,
el quejido casi animal de una voz humana; hasta que ésta crece y manifiesta
su poderío en argumentaciones de ira, de protesta, de razonable y racional
lamentación de una injusta pérdida de libertad. La inteligencia, como Prometeo,
se levanta en grito de pasión hasta el cielo, robándole su luz distante por anhelo
de liberación, de libertad. El hombre, la mujer, en estos monstruosos seres
humanos condenados por un ciego destino y prisioneros, según se dice, para
salvar al mundo de sus prodigiosos errores, son, ante todo, inteligentes, racionales,
intelectuales. Del profundo centro, de la entrañable oscuridad de esa boca de
lobo nocturna, nacen Segismundos y Semíramis luminosamente, como puros
hijos de la luz. Imprudentes, por tanto. Por eso se les aprisiona. Sus vidas surgen
ante nosotros encendidas de pura inteligencia racional, angélica. Criaturas del
aire. Seres elementales y, naturalmente, perturbadores. Por testigos, mártires de
su libertad. Como un haz de luz nace de su oscuro centro nocturno este afán
de libertad celeste, airado y luminoso, revolucionario, como el de los astros.
Para cumplirlos. Como surge del centro de la cámara oscura el cono luminoso
que proyecta la soñación cinematográfica de la vida. El imperio meditabundo
de los sueños. Imperio cónico, piramidal, decíamos, como cucurucho de mago
o cuerno de Fortuna. Cerrado en el fondo de su ser; abierto a su oscuro y oculto
empeño, como una pirámide invertida que volviese hacia lo alto, cara al cielo,
su sagrado cobijo terrenal de la muerte. El “ soñador imperial meditabundo”
de la libertad alienta en Segismundo y en Semíramis, hijos del aire, y de la
luz, la auténtica pasión libertadora de la inteligencia. ¿Cómo entonces este libre
albedrío del hombre, su razón de soñar, llegará a doblegarse en ellos por el
ímpetu de una voluntad torcida y torcedora de la muerte, por “un rudo destino
que no cree en Dios” ?
Este ser, este modo de ser, airado, luminoso -Segismundo, Semíramis-, se nos
manifiesta primeramente, y por su misma vida aprisionada, cargada de cadenas,
como imagen divina, clarísima, de la más pura dignidad del hombre: la de su

6o
libertad; la del libre albedrío de su alma soñadora que es esa dignidad humana
de ser libre; ésa es la honra del ser humano, su verdadero honor. Pero esta
libertad humana puede sernos o aparecemos dominada, injustamente sometida
a otras cosas, a tiránicas voluntades humanas o celestes. A leyes, en suma,
arbitrarias, injustas, opresoras. ¿Cómo estas divinas criaturas humanas -Segis­
mundo, Sem íram is- pueden ser violentadas, oprimidas, tiranizadas, por la
voluntad de otros hombres o por misteriosas voluntades celestes que la soñación
de los hombres se dice interpretar? ¿Cómo teniendo estas criaturas más alma
que las aves, mejor instinto que las fieras, más puro albedrío que el pez, más
vida que el arroyo de agua que entre flores se desata, tienen menos libertad?
¿Quién puede tener razón y poder para esclavizarlas? ¿El mundo humano?
¿El poder o poderes humanos de este mundo? Pues ¿cómo es eso? ¿Qué razón
de estar tiene el mundo contraria a esa divina razón humana de ser? ¿No es
natural que el hombre nace libre? ¿O es que hubo, hay delito para el hombre
en el nacer? ¿Por qué clama al cielo este delito?
Ni por soñación piensa Segismundo apartar de su alma la conciencia culpable
de este delito de nacer, de haber nacido hombre; el delito mayor del hombre.
Esta culpabilidad o conciencia humana, sin embargo, empieza por “ dejarla
aparte” , y no para apartarla de sí mismo el lamentador, sino para justificar su
lamentación por la desigualdad de que es víctima, ya que todos los demás
seres humanos, partícipes de esta misma conciencia, de este mismo delito de
nacer, de haber nacido, tienen, por su alma, por su instinto, por su albedrío, por
su vida, más libertad; una libertad de la que Segismundo, Semíramis, inteli­
gentes, hijos del aire y de la luz, criaturas tan divinamente racionales, en suma,
se ven privados. ¿Qué privilegios hay en el mundo para otros, para los demás,
que ellos no tienen o han perdido? Injusticia terrible que enciende en sus ánimos
poderosos el afán vengativo de recuperarla. El odio entonces, la ira, el orgullo
y la soberbia se apoderan de estas figuras luminosas, angélicas, del hombre y
la mujer -Segismundo y Semíramis-, Su propia naturaleza racional les enciende
de pasión angélica rebelde, como al ángel caído. El presagio parece cumplirse
porque su misma previsión humana por evitarlo lo provoca. En Segismundo,
a medias. En la hija del aire, por completo. Porque en ella, la tentación satá­
nica se verifica doblemente. Esto es, en su doble rebeldía contra lo divino y lo
humano. Como en Eva. Pero en ambos aparece evidenciada por el poeta esta
terrible necesidad de la libertad divina del hombre. Terrible por su riesgo
-mortal e inmortal-. Por su aventurada ventura.
Todas estas figuraciones dramáticas de Calderón parecen desdoblarse en
una contradicción aparente. De un lado, al mostrarnos la ineludible consuma­
ción de su destino trágico, el cumplimiento del presagio celeste, aceptan la
fatalidad, escrita en los cielos, de una vida sometida a esa voluntad de los
astros. Mas, por otra parte, nos enseñan la libre voluntad del hombre para

61
contradecir lo que así estaba escrito; para luchar contra el destino y vencer­
lo. No es necesario ahondar mucho en la raíz teológica del pensamiento cal­
deroniano para penetrar el sentido, para com prender la razón, de este
desdoblamiento aparente, de esta especie de encrucijada figurativa que
aparentemente lo contradice.
Segismundo, Semíramis, se revuelven, se rebelan airados contra su destino,
contra la Fortuna. Contra el monstruo de la Fortuna, “monstruo de su laberinto”,
que “sin luz ni aviso” les lleva rodeando caminos hasta la muerte. La Fortuna
quiere aprisionarlos, encadenarlos definitivamente a su rueda. Mas, ¿es lo mismo
el destino, el hado, que esta venturosa o desventurada Fortuna? ¿No serán éstas,
en definitiva, sencillamente “las cadenas del Demonio” ?
Interroguemos a los teólogos, a los filósofos. Un filósofo griego nos dice que
“todas las cosas piensan por voluntad de la Fortuna” , y enigmáticamente añade
que “por eso las cosas más ligeras se unen para caer” . ¿A qué cosas une su
destino, su fortuna, o mejor dicho, su pensamiento por voluntad de la Fortuna,
esta aventurera y desventurada “hija del aire” de Calderón? ¿A qué leve, ligero
empeño rapidísimo de cosas vanas se une para poder caer? A todas las cosas
del mundo, de este mundo. De este mundo en el que “todo es verdad y todo
mentira” . A todas las vanidades aparentes. A la concupiscencia de la carne,
del placer; a la de la curiosidad, de la ciencia; a la del orgullo, del dominio y
poderío - “Libido sciendi. Libido sentiendi. Libido dominandi”-. Mujer endiosada
como su Eva originaria, vencida por el tentador Satán, por la serpiente, se entrega
enteramente al mundo, ligeramente, entregándose a la levedad, rapidez de lo
pasajero; al destino mortal; al precipitado parecer que le habían trazado los
astros. “¿Qué mucho -nos dirá el poeta- si se deja atrás el viento?” Y cae, por
su vanidad, por su vacuo empeño de permanencia; su leve, ligera, rápida, fugitiva
voluntad; su precipitada impaciencia de una eternidad propia suya, de una
ilusoria suficiencia inmortal, angélica, orgullosamente levantada, contra Dios
mismo. Por eso al caer, al morir, al besar el polvo, como el ángel rebelde,
como la fina voz, el silbido del áspid grita: “ ¡Hija soy del aire, al fin - hoy en
él me desvanezco!” .
Contra ventura, aventura. Esta bellísima, luminosa, airada aventurera ce­
leste muere desvanecida de orgullo, de soberbia luciferina, de imprudente
hazaña; engañosamente aventurada, malaventurada. Vencida por su propia
fortuna. Cumpliendo su mortal destino.
¿Destino? ¿Fortuna? “El destino o el hado -escribe santo Tomás (Brevissumma
de fide, cap. C X X X V II [)- no parece existir más que en aquellas cosas humanas
en que existía la Fortuna.” En efecto: a estas cosas es a las que se pregunta
cuando se quiere conocer el porvenir, y sobre ellas dan su respuesta los
adivinos. Ésta es la razón por la que el destino es llamado hado, de la palabra
latina fando (hablar), y por consiguiente, la noción del destino es ajena o

62
contraria a la fe; pero como no solamente las cosas naturales, sino también
las cosas humanas que perecen provienen de la casualidad, están sometidas
a la Providencia divina, necesario es referirlas a la acción ordenadora de la
divina Providencia. En efecto: el destino comprendido en esta acepción se
refiere a la divina Providencia aplicada a las cosas, según el pensamiento de
Boecio que dice que el destino es la disposición, esto es, la ordenación inmóvil,
inherente a las cosas móviles. Aunque el origen de la divina Providencia
aplicado a las cosas sea cierto, lo que obliga a decir a Boecio que el destino
es una disposición inmutable inherente a las cosas móviles, no se sigue de
aquí, sin embargo, que todo suceda por la ley de la necesidad... “Qitod non
omnia sunt ex necessitate” (op. cit., capítulo c x x x ix ). No todas las cosas están
bajo el imperio de la necesidad, y al no estarlo, mejor, por no estarlo, verifican
el orden divino. Cuando Semíramis o Segismundo cumplen su destino, es
porque lo aceptan libremente. Sin paradoja. Porque no ponen fuerza de
voluntad en desviarse de la voluntad de los astros. “ Por lo mismo que la
mutación de los cuerpos inferiores está sometida al movimiento del cielo -nos
dice también santo Tomás {op. cit., cap. c xxv m )-, por lo mismo las operaciones
de las potencias sensitivas están sometidas al mismo movimiento, aunque
por accidente; y así es que el movimiento del cielo tiene cierta influencia
indirecta sobre el acto del entendimiento y de la voluntad humana, en cuanto
que la voluntad está inclinada hacia algunas cosas por la fuerza de las pasiones.
Pero como la voluntad no está de tal modo sometida a las pasiones que se
vea obligada a seguir su impetuosidad, sino que tiene más bien fuerza para
reprimirlas con el juicio de la razón, se sigue que la voluntad humana no
está sometida a las impresiones de los cuerpos celestes y, por consiguiente,
tiene la elección libre para entregarse a ellas o resistirlas.” No es otro que
éste el argumento teológico, argumento dramático, permanente en el teatro
de Calderón. El argumento de La vida es sueño, de La hija del aire, de E l mágico
prodigioso; el de Los dos amantes del cielo, La devoción de la cruz, Las cadenas del
demonio, Hado y divisa...', el de E l príncipe constante.
Era natural consecuencia teológica de su pensamiento, de su sueño - y
nada debe sorprendernos por ello- que nunca alcanzase Calderón más pura
perfección dramática ni mayor, más honda popularidad, que al profundizar
este argumento, este teológico argumento, con su Príncipe constante: príncipe
en la fe constante. Este don Fernando también se nos ofrece cautivo, como los
imprudentes hijos de la luz, del aire, Semíramis y Segismundo. Mas el cauti­
verio del príncipe, corroborativo de su fe, lo es constante. Durante todo el
desenvolvimiento dramático de la acción se mantiene. Don Fernando sólo
alcanza la libertad por la muerte. Y hasta después de muerto no vence su
fantasma de amor, y por amor, al mundo que lo aprisionaba. Mientras que a
Segismundo y Semíramis la libertad se les ofrece como prueba del cumpli­

63
miento trágico de su propio destino, por la posibilidad de perderla, a don
Fernando se le ofrece como lo contrario, como renunciamiento a él, por la
posibilidad de vencerlo y de ganarla. En La hija del aire vencen los hados: toda
su libre acción dramática, como la primera de Segismundo, confirma su destino
celeste, astral: “ lo que estaba escrito” en los cielos, el prodigio monstruoso
de su derrota, la mala ventura de su aventura. En el príncipe don Fernando
vence Dios: porque, venciendo la libertad humana contra el destino, triunfa
el libre albedrío del hombre. Del hombre, que contra su destino, renunciándolo
en su apariencia libertadora, lo sacrifica, sacrificándose al cautiverio aparente
de su libertad. Vive en cautiverio aparente de esta libertad don Fernando, y
al ritmo de su cadena de cautivo, voluntariamente aceptada, libremente
arrastrada, va tejiendo toda su vida, hasta morir, como el claro enigma
significativo, por la muerte, de su libertad misma. Sonoro enigma del aire,
dirá el poeta. “La fe es por el oído -dice el apóstol- y el oído por la palabra
de Dios.” La palabra divina es la que mantiene con su constancia. La palabra
libertadora. La palabra del hombre, que “ efímera, padece sus rigores”, es como
la florecilla silvestre a la que los campesinos andaluces llaman de ese modo
-la “ palabra del hombre” - porque se deshace en un soplo. Pues por eso a
la enigmática pregunta airada, amorosamente airada, de don Fernando en la
escena inmortal: “ ¿Qué culpa tienen las flores?” , responde airosamente la
enamorada Fénix: “Parecerse a las estrellas” .
Esta fue la buena ventura de su aventura en el príncipe don Fernando: su
bienaventurada muerte. Como fue mala ventura, desventura, la que decíamos
de “la hija del aire” : su malaventurada vida.
El jeroglífico de “flores con estrellas” de E l príncipe constante, el jeroglífico de
la libertad, del libre albedrío del hombre, tenía su solución en ese mañana
imperecedero, perdurable, que la constancia de la fe henchía de esperanza, de
caridad, de amor, en suma, haciéndolo ventura eterna. Ventura contra aventura:
la del “ amor, que es la plenitud de la ley”.
¿Cómo esta ley -ley de amor, plenitud de am or- puede hacerse tiránica, y
no por torcerla las pasiones humanas en el hombre mismo, como en los
ensimismados, endiosados de sí mismos, Semíramis o Segismundo, sino por
la pasión ajena, por la traición del amor en los demás, en los otros? ¿Qué tiránica
legislación resulta esa “que puso en ajena mano” el juicio nuestro, “la opinión”,
la honra, en fin, que parecía lo más inalienablemente nuestro, como “patri­
monio del alma”, patrimonio divino? Aquí el pensamiento del poeta se divide,
se fragmenta, se hace casuístico, y, en cierto modo, tal vez se traiciona.
“Los casos de la honra son mejores - porque mueven con fuerza a toda gente”,
había afirmado Lope en su Arte nuevo.
La casuística de la honra en el teatro de Calderón merece capítulo aparte.

64
III
Los casos de la honra son mejores
porque mueven confuerzo a toda gente.

¿Con qué fuerza? ¿A qué gente? ¿Entre qué gente, entre qué gentes estamos?
“ Era España un pueblo, no ya de católicos, sino de teólogos” , nos dice
Menéndez y Pelayo. ¿Es que el pueblo infantil de Lope había envejecido en
Calderón? El pueblo no envejece en cuanto es pueblo. Mas el propio ser pueblo
le hace parecer viejo o joven, según el poeta que lo expresa o representa. La
infancia y la vejez coinciden en verificar la vida con idéntico sentido de
permanencia. La una, por inocencia; la otra, por desengaño; que es una inocencia
recuperada si se ilumina y trasciende por la esperanza. La ilusión y la desilusión
coinciden en la vida cuando la vida se transmuta en sueño por el pensamiento.
Cuando el pensamiento se hace creador, poético. Pero el teatro juvenil de Lope
ha envejecido en Calderón. Su viva encarnadura natural se ha mustiado, y la
armazón del esqueleto mortal se alza y acusa ahora con mayor dureza para
sostenerlo. Como la rueda de artificio después de haber consumido su fuego.
La vivísima religiosidad de Lope se transparenta aquí con líneas de firme teo­
logía. La razón de soñar se hace sueño de la razón, laberinto que aprisiona
con exactitud de concepto la monstruosa vida. La teología de Calderón no va
a su pueblo. Viene de él. La fe en carne viva popular ha endurecido los huesos
de su propio teológico esqueleto. A donde Lope iba, está o viene de vuelta
Calderón. Calderón no es posible sin Lope. El esqueleto sostiene el cuerpo vivo
siendo posterior a él en el tiempo de su generación. De este modo es el teatro
calderoniano el esqueleto, la armazón teológica que sostiene el teatro lopista,
siendo en el tiempo posterior a él y habiéndose nutrido, formado, sustentado
por él. Es el andamiaje eterno del hombre construido para la eternidad. Por eso
es posterior en el hombre su andamiaje a su edificio vivo. En el hombre cris­
tiano. Por eso es paradójico el hombre. “El hombre exterior se desgasta y perece
para que el interior se fortalezca y dure” , dice san Pablo. Porque el cuerpo hu­
mano, para el cristiano, empieza su vida más allá de la muerte. El cuerpo muerto
es la semilla viva del cuerpo que ha de resucitar inmortalizado, según el apóstol.
Los cuerpos de los muertos se entierran como las semillas en el surco: para
siembra viva del fruto de resurrección. Por eso en esta vida lo que vive es el
alma. El alma que sólo es de Dios, nos dice el poeta; con su patrimonio esencial
del honor, la honra, la dignidad humana. Y esta honra, esta dignidad, patri­
monio del alma del hombre, radica en su libertad, en su libre albedrío; ante
Dios mismo. El hombre es libre ante Dios aunque no lo sea ante los hombres.
“Yo no soy más que un hombre ante Dios”, dice un emperador cristiano al recibir
y rechazar el cetro del mundo. Y un filósofo nos decía que “ el hombre está
muerto para el hombre porque sólo está vivo para Dios” .
La armazón, el esqueleto, el andamiaje teológico del teatro de Calderón, es
una clave efectivamente, como dice Menéndez y Pelayo: “la sola clave para
penetrar el embrollado laberinto figurativo que lo expresa y trabar racionalmente
sus hechos” .
¿Cuáles son estos hechos, estos actos, que la trabazón soñadora de la poesía
dramática de Calderón nos ofrece tan racionalmente? Los actos humanos, los
hechos humanos, lo son -según la Teología tomística en que se apoya, como
venimos examinando, el pensamiento del poeta- por ser racionales precisamente,
por tener razón, una razón de ser. Si no la tuvieran no serían humanos, no se
diferenciarían de los otros actos animados de la Naturaleza; de todo lo que en
la Naturaleza o por naturaleza es sencillamente animal. Entre estos hechos, entre
estos actos racionales del hombre, escoge Calderón -siguiendo en esto, como
en todo, los pasos de L o p e- aquellos que atañen a la honra, porque tienen
más fuerza, dijo el poeta, de mover o conmover a todos; tienen mayor eficacia
para conmovernos. La fuerza de estos hechos o actos así singularmente elegidos
-que por serlo tan concretamente el poeta llamó “ casos”- es esa “fuerza de
los hechos”, en efecto, que al parecer se nos impone, como el destino o la for­
tuna, como algo necesario, fatal. ¿Cuál es, pues, el motivo racional de que
estos hechos, aparentemente fatales, se produzcan desencadenados precisa­
mente contra el hombre, que libremente y racionalmente los vino provocando,
y encadenándole ellos a su vez en sus desventuras? ¿Qué fuerza será la de
estos hechos o actos humanos en que, en cierto modo, coinciden dramáticamente
la racionalidad humana que los produce con esa misma fuerza de irracionalidad
antihumana que volviéndose o revolviéndose contra su origen racional, libre,
humano, acaba fatalmente, al parecer, por destruirlo?
Entre estos “casos” de la honra se han señalado cuatro en el teatro de Cal­
derón que constituyen, en efecto, sus cuatro puntos cardinales. Son los expuestos
por el poeta en sus dramáticas figuraciones de E l mayor monstruo, los celos, E l
pintor de su deshonra, A secreto agravio, secreta venganza, E l médico de su honra. El
motivo inicial de los cuatro son los declarados desde su enunciado por el primero:
los celos, “el mayor monstruo del mundo” . No hace falta, sin embargo, prestar
mucha atención a su examen para advertir notables diferencias entre estos cuatro
“ casos” de honra, motivadores por los “celos” , al parecer, de tan terribles
desventuras. Me limitaré a señalar alguna.
Cuando se han comparado los “ celosos” calderonianos con el “ celoso” trá­
gico por antonomasia, el Otelo de Shakespeare, se ha solido decir unánime­
mente por la crítica que los “ celosos” de Calderón son más “monstruosos”
humanamente que el monstruo moro del inglés; que éste es mucho “más

66
humano” que aquéllos. La pasión monstruosa de los celos en Calderón, nos
dice Menéndez y Pelayo, “resulta idealizada hasta el delirio, como en don
Juan de la Roca, o a móviles de honra, como en don Gutierre de Solís” ; pero
“nunca tan humanamente como en el moro de Venecia, en quien, después de
todo, no son los celos más que la exaltación y quintaesencia del amor” (afirmación
arriesgada esta última). “Quisiera estarla besando nueve años seguidos. ¡Qué
divina m ujer!...” “Estas frases apasionadísimas, que tanto abundan en Shakes­
peare -sigue diciéndonos Menéndez y Pelayo-jam ás se le escapan” a Calderón.
Sus maridos matan fríamente y porque así lo exigen el honor y las conveniencias
sociales (?), cuya injusticia deploran con amargura. Y añade, después de citar
aquello de:

E l legislador tirano
que puso en ajena mano
mi opinión, y no en la mía,

“Vano fuera establecer cotejo entre ‘tan correctos esclavos de la opinión’ y un


bárbaro como Otelo, todo carne y sangre y hervor de pasión y por eso mismo
humano, admirable y eterno.”
¿Qué es entonces lo humano, “lo más humano” , el “hervor de pasión en carne
y sangre” , la “barbarie animal” de Otelo, o la racionalidad fría -se nos dice-
(¿fría?) de los “ celosos” de Calderón? ¿Es lo más humano o más humano en
el hombre su “animalidad” , por muy pura y conmovedora que ésta sea, más
humano que su racionalidad, que su razón, por muy impura o impurificada
de pasión que la razón esté? ¿Cómo es posible esto? Si Otelo nos conmueve más
humanamente que Solís o Roca, o Almeida, o el Tetrarca ¿no es precisamente
por ser más irracional, más animal, menos humano que ellos? Pues qué, ¿no
son humanos, y aun “ demasiado humanos” , los protagonistas de Calderón?
“Humano, demasiado humano” , es don Gutierre de Solís cuando somete a un
tratamiento “tan racional” , a una delicada operación quirúrgica, su pasión viva,
su amorosa pasión humana, ni menos viva, ni menos animal, que la del monstruo
Otelo. Sólo que Otelo es monstruosamente humano; y por eso, sin duda, nos
lo parece menos.
No fuera tan vano como Menéndez y Pelayo afirmaba establecer el cotejo
entre estos celosos racionales de Calderón y el tan puramente animal, irracional,
de Shakespeare. El propio Menéndez y Pelayo, al establecer con este cotejo una
graduación entre los cuatro dramas casuísticos de la honra en el teatro calde­
roniano, señalaba como culminante y decisivo en su significación dramática
el del “médico de su honra” don Gutierre de Solís, el más “ correcto esclavo
de la opinión” de todos ellos. ¿Qué esclavitud es ésa? “Celos, aun del aire matan” ,
dirá el poeta. Por el aire de una canción llegó al Peribáñez de Lope la inquietud

67
de los celos; por el oído vierte a Otelo, Yago, este veneno. Por el aire y en el
aire está el mayor peligro para el celoso. “¿Habla por ventura el aire?” , dirá el
poeta. Basta una palabra o un dejo de palabras en el aire, como en Peribáñez,
para matar de celos. Basta una palabra al oído. Celos por el aire matan. Eso
favorece en el celoso la intoxicación, por el aire, de la mentira. Su propia vanidad
humana favorece en él este desengaño. Celoso de su honra, más que de su amor,
este don Gutierre de Solís llega a perdonar por amor lo que por honor no
perdona: “ El amor te adora, el honor te aborrece, y así, el uno te mata y el
otro te. avisa. Dos horas tienes de vida; cristiana eres, salva el alma, que la
vida es imposible” . Y antes de escribir esta carta, esta terrible y admirable
sentencia mortal, nos dice Solís: “No muera el alma, aunque la vida muera” .
Cristiano es el celoso al decirlo. ¿Cómo puede entonces, si lo es, matar, quitar
la vida? El juicio de su razón hace al marido aplicar a su propio amor, a su propia
esposa, la muerte. Y lo hace así con juicio, con pleno juicio (hoy dirían los tontos
con juridicidad). Lo hace con su sentencia justa; lo hace por su razón o para
su razón; lo hace con su razón, y hasta con su verdugo. No mata don Gutierre
a su esposa; la manda matar, como el alcalde al capitán en Zalamea, para lavar
su honra. Y si tiene que forzar al verdugo, que buscar verdugo forzado, es porque
para ejecutar esa ley secreta del honor sólo el secreto es justo, preciso. Nueva
contradicción calderoniana parece ésta. ¿En razón de qué estado -estado social,
público- se hace así necesario, secretamente, quitar la vida? ¿En razón del estado
matrimonial, del estado “sacramental” del matrimonio? De nuevo se levanta
al fondo del escenario de Calderón el designio misterioso de los astros, el orden
revolucionario de los cielos. ¿Qué ley (aquí aparentemente humana: la de la
opinión, el juicio ajeno; allá, celeste: la de la voluntad de sus estrellas) puede
tiranizar al hombre de este modo, obligándole, esclavizándole, a su parecer,
hasta el delito?
Mas, dejando aparte -¡oh celos!- el delito de matar, ¿qué violenta impetuosidad
de pasión pudo determinarlo, enmascararlo en el cumplimiento justo de una
ley? Demasiado fácil e ineficaz nos resulta la apelación a esas “conveniencias
sociales” de que nos habla Menéndez y Pelayo. ¿A qué conveniencias pueden
convenir tan terribles inconvenientes? Tal vez hay una raíz más profunda de
ese costumbrismo moral español que la casuística dramática de la honra parece
querer reflejarnos en este teatro con empeño trágico o catártico, purificador,
sacramental. Tal vez esta “moralidad envuelta en fabulosa enseñanza” radica
íntimamente su ser en aquellas otras “moralidades legendarias” que se asimilaba
el cristianismo. Pues existe una mal llamada moral cristiana, y otras veces moral
católica (esto último, con más exactitud histórica) que nada tiene que ver con
Cristo ni con su Evangelio. Hay una moral que es racionalización de las cos­
tumbres, moral clásica, intelectual: la aristotélica. Y otra moralidad legendaria,
romántica, religiosa, popular y, en cierto modo, sentimental: la de los pitagóricos;

68
moralidad intuitiva o pensada, si no más bien soñada, que se entiende y expresa
por la música celestial de los astros, por el número de lo incontable, por su
armonía. Esta moralidad, espejo y enigma de lo divino, como dijo el apóstol,
es la que transmitió a las costumbres familiares del cristianismo su ordenación
armoniosa de todo. Y la gravedad, la necesidad superior, sobrenatural, de esta
ordenación. La “ mujer armoniosa” de los pitagóricos -la que traducía a su
perfecta casada nuestro fray Luis, a su educación musical de las vírgenes Fenelón-
impuso al pensamiento cristiano esta ineludible importancia astral de la feminidad
en el hogar, en la casa, haciendo que en interés del orden divino, en razón de
ese interés espiritual, cediera hasta la necesidad natural del amor mismo, de
la animación o animalidad del amor sometido a esa sobrenatural trascendencia.
La idealización de la mujer por el cristianismo -esto es, la afirmación por la
palabra de María, de su nueva y divina servidumbre, de esa imperecedera
esclavitud femenina- acabó de cumplir, superándola, esta imagen armónica,
divinizada, de la feminidad en los pitagóricos. La mujer es armónica, divina,
por estar en su sitio, en su casa, como los astros; haciendo coincidir humildemente
esta plenitud revolucionaria de su ser (expresada por la famosa frase de Teano
la pitagórica en aquel coser o hacer su tela, como la araña, como Penélope;
que no es otra cosa que nuestro “coser y cantar”) con la plenitud cósmica del
revolucionario ser del mundo reflejado en ella. Los pitagóricos, más caldero­
nianos que Calderón, excluían a la adúltera hasta de poder ser perdonada por
los dioses; su pecado era irredimible, inmortal. Y es que “no hay nada que tanto
repugne al orden total, a la forma del mundo -escribió Copérnico (De rev. orb.
cael., i, viii)—como el que una cosa no esté en su sitio” . La mujer que se sale
de su sitio, de su casa -de su sitio en su casa-, traicionando el orden espiritual
del amor, traiciona el orden mismo, divino, del universo. El adulterio no era,
pues, imperdonable porque traicionase al amor humano, sino porque traicionaba
al amor divino. Es la misma ley de los astros, “la figura del mundo” , la
calderonianamente tan cruel con la mujer adúltera. El pensamiento de esta
legendaria moralidad no tenía más que reflejarse en el celoso del honor y del
amor para tomar proporciones astrales de designio cósmico; de ineludible
fatalidad justa, de ley. Para hacer al hombre “correcto esclavo de la opinión”,
o sea, esclavo del mundo. Pero el amor, recordábamos, es “la plenitud de la
ley” . Y cuando “la forma del mundo, la figura del mundo pasa” -como dice el
apóstol-, el amor queda; pues “sólo el amor quedará” . El sacrificio heroico de
un celoso del honor y del amor, como este don Gutierre de Solís, le lleva hasta
dar, condenar, su alma por salvar la de la mujer a quien ama; y lo hace matándola,
porque ciego de pasión racional, de luminoso orgullo, cumple, como Semíramis
o Segismundo, la fatalidad de un destino trágico que él mismo ocasiona como
ineludible por su libre aceptación del delito; cumpliendo por ello con las
apariencias del mundo; cumpliendo con ello la forma, “la figura del mundo” ;

69
de un mundo condenado por esa misma originaria pasión racional suya; humana,
adánica condenación. “Humano, demasiado humano” , es en este “caso” el celoso
de Calderón; que no mata tan fríamente como se le atribuye; que ni siquiera
puede -por temor, por am or- matar por su propia mano, aunque haga escudo
de su honra la mano sangrienta del verdugo sobre la pared, al lado de la puer­
ta de su casa. Llorando mata este monstruoso amante justiciero :

Que dicen que amor y honor


pueden, sin que a nadie asombre,
permitir que llore un hombre;
y yo tengo amor y honor.

Llorando y nada fríamente mata este celoso calderoniano, manda matar; mientras
a él las manos, amorosamente, temblorosamente, le queman:

¿Quién vio en tantos enojos,


matar las manos y llorar los ojos?

Cuando a la ventura divina del amor llega la aventura humana del mundo perece
aquella desventurada, como la inocente doña Leonor perecía: “flor en tanto
fuego helada” ; como perecían doña Mencia y Mariene. La inocencia de estas
imágenes femeninas expresa acaso la más pura finalidad ejemplar de esta
casuística de la honra: por la resignada sumisión de la mujer - “flor en tanto
fuego helada”- que se entrega amorosamente hasta a su propia desventura, pues
“si han de morir de celos, prefieren morir de amor” .
Contra aventura, ventura.
Cerraba España Calderón en figura o forma de cucurucho, de cuerno de
Fortuna, decíamos, cerrando contra ella, contra la aventura del mundo y por
la ventura de Dios.
Y fue o es poesía profètica la suya por eso, por haberla pensado, soñado, de
este modo; abierta a la libertad del amor, por la fe, por la esperanza; abierta
al sueño vivo. “Si hubiere entre vosotros algún profeta del Señor -dice el Espíritu
(Números XII, 6)-, en visión me apareceré a él; le hablaré durante el sueño.”

70
L A EST A TU A D E D O N T A N C R E D O

A l recuerdo de Ignacio Sánchez Mejías


(que me hablaba con entusiasmo de estas páginas
en su lecho mortal de la enfermería
de la Plaza de Manzanares)

Plaza de Toros de Madrid

Extraordinaria corrida de novillos verificada hoy


martes i de enero de igoi
Inauguración del siglo en la Plaza de Toros
de Madrid
En el cuarto toro, hará su experim ento el célebre sugestionador de toros

Don Tancredo López


considerado, por su tem eridad y arrojo, como El R EY D EL VALOR, el cual lo
ejecutará en la form a siguiente:
Antes de abrir la puerta de los toriles se colocará en el centro del redondel,
sobre un pedestal de m edio metro de altura, Don Tancredo, vestido imitando
la estatua de Pepe Hillo, y, previo aviso del citado sugestionador, se soltará el
cuarto TORO, de cinco años cumplidos, de la acreditada ganadería de

MIURA
de Sevilla, perm aneciendo D on Tancredo inm óvil en su sitio, esperando las
acometidas de la fiera sin temor ni recelo de que ésta llegue a él.
Term inada esta prueba, será lidiado el toro por la cuadrilla correspondiente.
Don Tancredo López ruega al público guarde el mayor silencio durante
la suerte.
L a corrida empiem a las quince del día, según el nuevo horario.

V
El siglo x x , que empezaba para los franceses con la torre Eiffel, para los
españoles ha empezado con Don Tancredo.
No podemos decir el siglo X X sin sentir que se nos llena la memoria de
imágenes de bazar. Sin duda, porque a nuestros primeros recuerdos va unido
este rótulo comercial, tan frecuente entonces, y que se conserva todavía. Pero
también, sin duda, porque hay en ello otra resonancia que hoy toma un sentido
alegórico.
La gran Exposición Internacional de París, con su romántica lejanía de estampa,
dejando en pie la torre Eiffel, mantuvo incorporada a la ciudad panorámica por
excelencia aquella imagen permanente. La Exposición francesa ante el nove­
cientos era el enorme bazar de todo aquel mundo o feria de vanidades que el
esqueleto de la torre Eiffel ha perpetuado mortalmente; porque este esqueleto
de hierro no es un esqueleto que pueda esperar la resurrección. Si desafía al
tiempo, lo hace por haberle entregado su carne totalmente: toda la mascarada
mortal que entraba por el siglo nuevo con tanto ruido, y que se deshizo en el
aire, quedando atestiguada solamente por esta esquelética muestra, casi espectral,
de la torre Eiffel, que es su único superviviente. Por eso parece que en el aire
y sólo de aire se mantiene. Acaso, la torre Eiffel, como abanderado de Europa,
es ese símbolo camaleónico, estereotipado, del cosmopolitismo: y fue un ambiguo
presagio celeste de la Sociedad de Naciones. Hay cielos en los que su cenicienta
expresión se hace tan patética que verdaderamente nos perpetúa, vanamente
piramidal, la forma misma del vacío, de la nada, de la muerte eterna. Vanidad
de vanidades del mundo bonito, del joli-Paris, como el de la suntuosa Viena o
del espléndido San Petersburgo. Toda aquella modernidad o modernismo de
bazar ardía artificiosamente en la quemazón del siglo nuevo, dejándonos en pie,
clavada, como el esqueleto quemado de esa gran rueda de toda fortuna secular,
el testimonio permanente de lo muerto. Así se nos aparecía iluminada -rediviva-
últimamente.
El siglo X X de París, que es la entrada del siglo de Europa y de lo que entonces
era el mundo, nos ha dejado trazado en sus cielos ese claro signo inicial que
es la torre Eiffel. Nuestro siglo X X español, al margen, por entonces también,
de Europa, y hasta, si cabe decirlo así, del mundo, de todo aquel mundo moderno
o modernista; nuestro siglo X X español, a raíz del noventa y ocho, en el mismo
momento en que se acusaba la caída de un Estado secular, y hasta de su historia,
levanta ante nuestros ojos atónitos la imagen sorprendente de Don Tancredo.
De la estatua de Don Tancredo, que es precisamente, para nosotros, todo lo contrario
de la torre Eiffel.
De estos dos signos iniciales del siglo X X , el uno, como digo, es simbólico del
París de entonces, del París de la Exposición Internacional; y aunque construido
por un americano, es el exponente europeo, occidental, del mundo ante el
nuevo siglo. El otro, nuestro Don Tancredo, es todo lo contrario: no tiene ni

72
razón ni sentido fuera de lo que suele entenderse por más particularmente
español de todo; de lo que suele llamarse, en este sentido y por esta razón,
nuestra fiesta nacional. Los dos son, en un cierto modo -en el modo más cierto
de su ser-, arbitrarios y gratuitos. Pero mientras la torre Eiffel, exponente oficial,
por así decirlo, de la universalidad secular del mundo, no tiene nada que
decirnos, es el mudo andamiaje, el esqueleto absolutamente vacío, hueco, de
lo piramidal abstracto, de lo babélico absoluto e inútil, nuestro hombre estatua
o estatuido tan humanamente sobre la arena de las plazas, de ese modo tan
particularmente español, nos lo dice todo, como un filósofo. Y así es, o se hace,
encarnación visible y trascendente de la totalidad de nuestro ser, ante la vida,
por la muerte, y ante la eternidad de lo probable, por el azar; en definitiva, ante
Dios. Don Tancredo, mucho más y mejor que un zar o emperador, por muy
ruso que fuese; mucho más y mejor que un Napoleón cualquiera, no es más
que eso: un hombre solo; pero no vacío, sino lleno de su vacío, pleno de soledad:
solo ante el toro, ante la muerte; solo, por eso, por todo eso, plenamente solo,
ante Dios. Y así vemos ya, por de pronto, que este particularismo tan español
-tan español que no puede ser otra cosa- no es tal particularismo nacional,
sino que, repleto de significaciones, se unlversaliza y trasciende; todo lo contrario
de aquel otro signo aparente, el de la torre Eiffel, que, por vacío de todo
contenido humano, se reduce a la banalidad particularísima y pintoresca de
un solo rincón del planeta que se llama París.
Pero este don Tancredo López, el Rey del Valor -se nos dirá-, era, sencilla­
mente, un pobre hombre que, a la manera de Papús, también glorioso iniciador
significativo de nuestro siglo x x , encontró un modo paradójico de heroísmo
inicial en la vida. La paradoja, ¿no es el modo de iniciar en una vida su propia
significación heroica? La paradoja de Papús, sobrado conocida, era la de no
comer para poder comer precisamente. La de Don Tancredo, fue la de no morirse
de miedo para poder vivir de esa valorización misma de su miedo, de ese miedo
revalorizado. Esto es, la de haber encontrado el secreto del valor aparente en
la misma inmovilidad del mayor miedo: del que paraliza de espanto; del miedo
que dejaba, por aterrorizada, convertida en estatua a la mujer de Loth.
Don Tancredo encontró el valor por el camino más corto: por el del miedo.
Como Papús encontró el modo de no morirse de hambre tratando de vivir sin
comer. Para esto, Papús, cuentan que se encerraba en una jaula como un menudo
pájaro que era; una especie de pájaro de cuenta a quien los demás tenían que
tener encerrado para eso: para poderle llevar la cuenta; para poderle ajustar,
verdaderamente, las cuentas del tiempo que pasaba muriéndose para poder
vivir. Papús tiene, en este sentido, y dicho sea con todas las salvedades consi­
guientes, una significación eminentemente cristiana, o sea, más bien, torera.
Como Don Tancredo la tiene estoica; y esto es lo primero que hay que ver o
lo que primero habría que mirar en la estatua de Don Tancredo.

73
Huí de ser conocido,

dice el burlador torero D onjuán:

Alas ya me tienes delante.

¿Quién era Don Tancredo ?


La biografía de Don Tancredo López, o mejor dicho, la de Tancredo López,
precisamente porque es particular, y aun muy particular, es naturalmente
insignificante. Pero empieza a hacerse significativa en cuanto la pensemos en
relación con su invención misma: la del Don Tancredo. Probablemente, este
hombre López, Tancredo López, tenía la particularidad, tan española en el
sentido humano más aristocrático, o más griego, de ganar su vida ociosamente;
de querer ganarse la vida sin hacer nada; es decir, sin hacer nada ajeno al
sentido ocioso, gratuito, de la vida: al don prístino de vivir. O sea, que era un
verdadero señor o aspiraba a serlo, el hombre López; un verdadero Don
Tancredo López.
De este modo, por no hacer nada, o, mejor dicho, por no querer hacer nada
-nada de su oficio, que era, creo, el de albañil-, el Tancredo López, obrero
albañil, el Tancredo López, proletario, empieza por pararse a considerar sobre
su propia situación, que hoy puede resultarnos profètica, de parado; pero de
parado voluntario.
Aquí tenemos a Tancredo López, albañil, parado para intentar ganar su vida
sin oficio y con beneficio exclusivo de una señoril ociosidad. A nuestro hombre
se le ocurre, entonces, sacar partido de ésta, la primera razón de ser de su
ociosidad, la de su paro voluntario: y empieza por quedarse quieto, por no hacer
nada; por no hacer nada ante la vida, y, por consiguiente, ante la muerte; pero
por no hacer nada en absoluto, por no hacer absolutamente nada: ni moverse
siquiera. A sí se encara nuestro hombre con el destino y lo desafía; para lo
cual decide planteárselo cara a cara en su propia finalidad humana, esto es, ante
la muerte.
¿Y qué se le ocurre para esto? Pues habiendo observado que los seres más
puramente instintivos, ante el peligro de perder la vida, se hacen el muerto, y
precisamente para salvarla, decide, instintivamente también, seguir su ejemplo.
Entonces tropieza con algo que es más inmóvil que la misma muerte; algo
que se queda quieto de un modo mucho más definitivo : la estatua. Y así da el
paso decisivo de su vida: el de la inmortalidad; decide disfrazarse de estatua
para vencer a la muerte desafiando al destino; o sea que, según nuestro hombre,
no basta con hacerse el muerto para ganar la vida, para salvar la vida, sino
que hay que ir más allá todavía: hay que hacerse inmortal, hacerse el inmortal:
disfrazarse de estatua.

74
Y surge Don Tancredo, inmortalizado: el hombre que engaña a la muerte,
al destino, no ya con la misma apariencia de la muerte como suelen hacer los
animales, sino con la negación de la muerte, con esa especie de inmortalidad
definitiva de la estatua. La motivación particularísima de ganar la vida sin hacer
nada, se convierte, de esta manera, en la afirmación singularísima y universal,
por tanto, de que el que no hace nada, pero absolutamente nada, ante la vida,
o sea ante la muerte, por no hacerlo, por quedarse quieto, le gana a su destino:
y se gana su propia vida contra la muerte.
Pero - y con esto empieza la invención del tancredismo- esta voluntad de
no hacer nada se hace, positivamente, una voluntad de no hacer; se positiviza
en una voluntad de no hacer, en un esfuerzo heroico: el de no moverse lo más
mínimo; y con ello la tensión positiva de no hacer se hace lo más poderosamente
afirmativo de todo. El hombre inmovilizado por el miedo se transfigura en la
estatua viva del valor: del R ey del Valor. Y así vemos que el hombre estatuido
de este modo, el hombre estatua, se convierte en el exponente o expresión
imaginativa, figurativa, de una concepción racional de la vida, totalmente única,
verdaderamente universal. La motivación particularísima de Tancredo López,
albañil, parado, pobre hombre, se alza, singularmente, se eleva a categoría, a
símbolo o figura simbólica de toda una riquísima variedad de motivaciones
humanas, que concentrada en su más firme expresión racional, es la que se llamó
el estoicismo.
Tancredo López, al subirse al pedestal -por él mismo construido con sus útiles
de albañil, y que no es otra cosa que un cubo de madera pintado de blanco,
enyesado o escayolado como su figura, como su traje-, se eleva a esta categoría
universal, se transfigura en Don Tancredo. Don Tancredo, expresión figurativa
de una categoría universal, que es como tenemos que verle -porque así es como
hay que ver a Don Tancredo-, como lo cantaba el estribillo cupletero:

¡Hay que ver a Don Tancredo


subido en su pedestal!

O sea, que lo que hay que ver en Don Tancredo subido en su pedestal, es la
imagen, la representación de toda una filosofía. Don Tancredo, al subir a su
pedestal, ha elevado al cubo el estoicismo. Y aquí le tenemos ya definido po­
sitivamente: Don Tancredo es el estoicismo elevado al cubo; es un Séneca elevado
al cubo; es el senequismo español elevado al cubo.
En la memoria de todos está la conocida afirmación de Nietzsche, que llamó
a Séneca el toreador de la virtud. Esto advierte nuestra atención sobre un aspecto
que es sustantivo en Don Tancredo: su relación con el toreo y, directamente,
personalmente, con el torero. Aparte de su relación con el toro. Por lo que
seguramente la frase de Nietzsche sería mucho más exacta diciendo de Séneca

75
lo que nosotros venimos atisbando: que Séneca no es el torero, sino el Don
Tancredo de la virtud. Porque toda actitud estoica es un tancredismo. Y no
hay, en cambio, nada menos estoico que un torero: que un torero o toreador
de lo que sea; porque lo es, en definitiva, de la muerte. No hay nada menos
estoico que un torero en cuanto tal torero; porque, claro es, que puede haber,
y lo hay, efectivamente, en el torero, un fundamento de estoicismo; pero es ésta,
precisamente, la íntima contradicción del torero: la del hombre que lleva dentro.
El estoicismo del torero es, como si dijéramos, lo que constituye su centro
de gravedad. Basta recordar a Lagartijo. Efectivamente, el torero, o todo torero,
lleva dentro un Don Tancredo fracasado; y esto se observa muy fácilmente
cuando sucede lo contrario, o sea, cuando el que fracasa es el torero. El fracaso
o degeneración del toreo es siempre un tancredismo; al menos, del toreo
considerado como el arte de birlibirloque, que tal es como lo inventó su fundador
o creador auténtico: Pepe Hillo; el toreo tal como luego lo perfeccionó Montes
hasta llegar a su más absoluta realización en el milagrosoJoselito; porquejoselito
fue el torero que ha llevado consigo un peso, un lastre menor de tancredismo.
Pues este toreo o arte de torear luminoso, dinámico, se va corrompiendo, desha­
ciendo, cuando se va parando, inmovilizando: cuando el hombre estatua, el
paralizado por el miedo, el Tancredo, en fin, que todo torero -porque es hombre, y
como tal hombre- lleva dentro, va endureciendo, entorpeciendo con su rigidez es­
cayolada la destreza viva de los movimientos, la agilidad y flexibilidad de la burla:
hasta acabar, entonces, en esa definitiva negación del torero mismo que lo ejecuta
y que es lo que los aficionados llaman el parón; el parón forzado o parón forzoso.
El toreo que se ha ido parando o tancredizando de ese modo ha llegado,
por eso, a convertirse en un tancredismo hipócrita, un tancredismo disfraza­
do, un tancredismo volteriano y tartufo. Hoy no hay Don Tancredos porque todos
los toreros lo son. Y aun más: se ha llegado a tratar de tancredizar también
al toro.
Creo que nos interesa muchísimo advertir esta decadente inversión de valores
en las corridas de toros, porque hay que entenderla como un exponente
ineludible de algo quizá más importante que la misma historia de nuestra España,
porque lo es de su estilo; que es por el estilo poético, o creador, por la expresión
de la voluntad y el pensamiento por lo que un pueblo vive y permanece. Es por
el estilo por donde se saca el hilo de la madeja para hacer el ovillo providencial
del que se nos teje la vida y se nos desteje la muerte.
Pero ya que ha venido aquí, a este telar de nuestro juicio, el hombre Don
Tancredo López, el hombre mortal, con toda la voluntad de estilo de su repre­
sentación inmortal de estatua: de Don Tancredo, vamos a examinar su imagen,
que es para nosotros una viva imagen y representación de algo que indica lo
más hondo y vivo de nuestra España. Vamos a poner a Don Tancredo en esa
tela de juicio, que es ahora nuestro juicio al interpretarlo por las palabras. Vamos,

76
de este modo, a juzgarlo o justificarlo. Vamos, en una palabra, y sencillamente,
a tratar de hacerle justicia.
Todo lo que sabemos con certeza sobre los orígenes del toreo no alcanza a
contradecir la auténtica afirmación popular, cuando ésta nos dice que:

el arte del toreo


vino del cielo.

El arte del toreo, como dice la copla, vino del cielo: por casualidad, graciosa­
mente, por voluntad divina.
Don Tancredo, subido en su pedestal, nos aparece en medio del redondel de
las plazas de toros como caído del cielo, efectivamente. En toda la plenitud de
acierto y oportunidad religiosa, moral y estética que el dicho popular define con
esta afirmación tan certera; consecuente con la que originariamente la presupone,
mágica, milagrosa, de por arte de birlibirloque.
Y sin embargo, este Don Tancredo, que así nos aparece como caído del cielo
en medio del redondel de las plazas de toros, debió parecerles a los primeros
toreros, quizás por eso mismo, una herejía; un verdadero hereje del toreo. No
es por jugar con el vocablo; pero inevitablemente se nos interpone al tratar de
conocer qué clase de hereje en el toreo debió resultar este hipnotizador o
sugestionador de toros por medio de la más absoluta, aparente inmovilidad,
el quietismo.
Porque ¡qué duda tiene que el de Don Tancredo también es un quietismo!
¿Será, pues, Don Tancredo un molinista o molinesista, o sencillamente, un
molinetista del toreo?
No se puede eludir la inevitable equivalencia teológica, mucho menos cuando
viene a darle la razón a la tesis que sostenemos de que el toreo, el arte del toreo
inventado por Pepe Hillo, es una consecuencia escolástica; ni más ni menos
que el cartesianismo o que nuestro teatro español del siglo X V II. Una conse­
cuencia, sobrenatural para el pueblo, porque viene del cielo de la Teología.
Pero volvamos a nuestro Don Tancredo.
Don Tancredo, según vemos en los carteles que le anuncian, se decía disfrazado
de estatua de Pepe Hillo; esto es, disfrazado de la estatua del torero por exce­
lencia, del creador, del inventor del arte de torear: de torero en persona. Apa­
recía, de este modo, como la imagen estatuida del toreo mismo. Con esto quería
indudablemente significar que se le interpretase al modo como los creyentes
católicos interpretamos las imágenes de los santos. Es decir, eludiendo la idolatría.
“Yo no soy el toreo o el torero, sino su imagen, su representación, su estatua”
-parece que quiso decirnos-. En una palabra, su inmortalidad.
Y con esta inmortalidad que representa, trata de burlar a la muerte. Hace lo
mismo que cualquier hombre célebre de esos que se hacen levantar estatuas

77
en vida. Éste es el criterio académico de la inmortalidad; el de los que creen
que basta con un exhibicionismo escayolado para inmortalizarse. Pero este
tancredismo es, hasta como tancredismo, falso; pues es un tancredismo que se
hace mirando al público y no mirando al toro. ¡Como que es el tancredismo
que se hace sin riesgo alguno, porque se hace sin toro! Es lo que llamaríamos
el tancredismo sobre seguro: sobre seguro de inmortalidad y pagando su póliza
correspondiente.
Hay, no obstante, otros tancredismos sin toro que son mucho más desintere­
sados. Por ejemplo, el del estoicismo retórico o poético. Así, el gran poeta
romántico francés Alfredo de Vigny hace el Don Tancredo cuando dice en
sus famosos versos que el justo no opondrá más que su desdén a la ausencia
de Dios:

y no responderá sino por un frío silencio


al silencio eterno de la divinidad.

Exactamente, esta poética actitud es un tancredismo sin toro. La ausencia de


Dios es la ausencia del toro. Es el frío silencio de Don Tancredo ante el toril
cerrado; ante un silencioso, eternamente silencioso toril vacío.
Pero el silencio eterno de la divinidad no existe para un estoicismo verdadero,
humano: para un verdadero tancredismo; no existe negativamente: por ausencia,
sino por presencia; porque el que se sitúa de ese modo ante la vida y ante la
muerte lo hace porque cree en Dios, es decir, porque espera, ineludiblemente,
ante la puerta del chiquero, el toque de clarín para que salga el toro.
Y es que si a Don Tancredo se le quita el toro no le queda más que la vanidad:
la vanidad humana de ser o de haber sido el blanco de todas las miradas.
Don Tancredo es el blanco de todas las miradas por antonomasia.
Y si al hombre se le quita la vanidad, decía Goethe, ese otro magnífico Don
Tancredo de la poesía, ¿qué le queda? Si al Don Tancredo se le quita la vanidad,
le queda lo que le tiene que quedar: le queda el toro. Si al hombre (al estoico)
se le quita la vanidad, le queda lo que le tiene que quedar: le queda Dios.
Pero volvamos a lo de la herejía que debió parecerles a los toreros el Don
Tancredo. A la heterodoxia torera del tancredismo. Que no es tal herejía, o
que es, acaso, como tal herejía, la oposición que mejor define el toreo mismo,
la ortodoxia pepeillesca o birlibirloquesca del arte celeste de torear.
Don Tancredo es torero del mismo modo en que Kierkegaard decía que era
cristiano: por oposición. Y aquí tocamos a la esencia más pura del tancredismo.
Este hombre blanqueado como un sepulcro, como la estatua del sepulcro del
Comendador en E l Burlador de Sevilla (el que se llevará al infierno a D onjuán
Tenorio, que es, como ya dijimos alguna vez, el torero puro, el torero absoluto);
este hombre, blanco de miedo -D on Tancredo-, es también el blanco de miedo

78
por principio: el blanco de todos los miedos, desde el propio suyo hasta el de
todos y el de cada uno de los que lo miran; este hombre, que es, efectivamente,
eso: el blanco de miedo por excelencia, ¿cómo o por qué se transfigura,
atreviéndose a denominarse el Rey del Valor?¿‘Áei'k, sencillamente, un tramposo,
un hipócrita, un fariseo, un auténtico sepulcro blanqueado, como aparenta, una
estatua y no un hombre? ¿Será que sugestiona al toro, en efecto, o será que
sugestiona al público, o será, tal vez, en definitiva, que se sugestiona a sí mismo,
que se autosugestiona?
Con esto creo que hemos llegado al punto preciso de su secreto, de ese
silencioso secreto o misterio central y radical de Don Tancredo como de todo
tancredismo.
Recordábamos el molinismo, o molinesismo, o molinetismo; es decir, el
molinismo de Molina, el molinesismo de Molinos y el molinetismo de la suerte
llamada pase de molinete de cualquier torero; de cualquier torero que lo sea;
porque torero hubo, y es ya el colmo de la paradoja, que llegó hasta tancredizar
el molinete.
El molinismo del jesuíta Molina se dirá que no viene a cuento, que son ganas
de querer jugar con el vocablo. Pues también es éste, que parece venido por
puro juego de palabras, un cuento que tiene su aplicación en este caso: que
tiene, y muy directa, aplicación al tancredismo.
Dos nombres nos trae a la memoria la evocación de este molinismo francés:
san Agustín, Pascal. Recordemos la conversación famosa de Pascal con Monsieur
de Saci, y hagámoslo sustituyendo, mentalmente, el nombre de los interlocu­
tores por los de Don Tancredo y Pepe Hillo o Don Tancredo yjo selito. En
este diálogo, vemos un magnífico, dramático empeño en el que se enfrentan,
para entenderse o entrelazarse como el tronco y la hiedra, estoicismo y
cristianismo. Es decir, tancredismo y toreo.
Pascal, y no la señorita Mercedes del Barte, fue la verdadera figura repre­
sentativa del tancredismo en Francia. La señorita Mercedes del Barte, Doña
Tancreda, era una tancredista de la vanidad: el tancredismo femenino es siempre
vanidad; aun cuando se juegue la vida. La señorita Mercedes del Barte pudiera,
si acaso, y todo lo más, haber sido una última representación o símbolo de la
ya tan disminuida por el tiempo, por todos los tiempos, revolución francesa;
una diosa-razón venida a menos, o, también, una napoleónica a su modo, o
sea al modo femenino del tancredismo, muy Doña Tancreda, de Napoleón. Y
nada más lejos de Pascal que esas escayolas; nada más lejos de la estatua de
amarga sal del tancredismo pascaliano que todo eso. Claro es que el miedo
de Pascal no era miedo del toro -o no lo era del toro solamente-; y en eso es
quizás en lo que se diferencia el tancredismo español del francés; el miedo de
Pascal no era únicamente miedo del toro: era anterior a él; porque empezaba
por ser miedo a caerse del pedestal.

79
Vemos, pues, que no queda más que esta referencia entre el tancredismo de
nuestro Don Tancredo y el molinismo jesuítico contra el que agustiníanamente
levantaba su pedestal el jansenismo. Y no olvidamos, naturalmente -y sea dicho
de paso- que san Agustín es el que se ríe siempre de Don Tancredo, de todo
Don Tancredo; hasta del tancredismo padre y muy señor suyo, muy señor de
su pensamiento: el tancredismo de Platón; el tancredismo de las ideas platónicas,
que son, algo así, excusando la semejanza, como unas Doñas Tancredas fugitivas
e inaprensibles. San Agustín se ríe del tancredismo, porque san Agustín, como
es natural, está siempre de parte del toro. Pero del toro bravo; porque no lo está
por compasión, sino por simpatía.
¿Quién tiene razón, el torero que burla al toro con una maravillosa y exacta,
matemática precisión de un perfecto juego de movimientos, con una dinámica
actividad ajustada, armoniosa, o, por el contrario, el Don Tancredo inmóvil,
fijo, que concentra todo su afán humano, desde el temblor, el estremecimiento
del miedo inmediato, hasta el del mismísimo temor de Dios, para poder estarse
quieto?
¿Quién tiene razón, el torero D o n ju án Tenorio o la tancredizada estatua
del Comendador que le mata?
Y no hay que olvidar tampoco que uno de los más directos antecedentes de
la Guía espiritual de Molinos es aquel Discurso de la verdad que escribió Don
Miguel de Mañara, es decir, siguiendo la leyenda, el mismísimo donjuán Tenorio:
el torero absoluto, o torero de lo absoluto.
Pero es que Don Tancredo, disfrazado de estatua de Pepe Hillo, que es como
si Don Ju an Tenorio fuera al mismo tiempo Don Ju an y la estatua del
Comendador que le mata, ¿no nos revela ya algo de ese misterio o secreto tan
español del tancredismo, aunque nos lo diga o precisamente porque nos lo dice
paradójicamente ?
Ante Don Tancredo en su pedestal podrá el torero que le observa decirse para
su capote, como Galileo: epur si muove.
Porque es la voluntad de no hacer nada hecha voluntad positiva de serlo; la
inmovilidad trascendiendo, a fuerza de quererlo ser, al movimiento esencial
de los mundos, coincidiendo con el movimiento enorme y sublime de los astros.
Pero ¿cómo?, ¿hasta cuándo? Hasta que quiera el toro.
No hay que darle vueltas -piensa o pensaría Don Tancredo, y piensa con él
todo tancredismo, físico o metafísico, natural o sobrenatural-. No hay que darle
vueltas, la última palabra la tiene siempre el toro, y únicamente así, por inmo­
vilidad absoluta, puede impedirse que la diga; por la sugestión de la inmovilidad
y del silencio.
Pero el torero piensa lo contrario, y decide, por eso, lo contrario: que hay
que darle vueltas a todo; que hay que darle vueltas al toro, y darlas, si es preciso,
el torero mismo; que hay que dar y coger las vueltas a todo. Por eso el torero

8o
culmina su afirmación de la movilidad con el llamado pase de molinete. El
molinetismo del torero es todo lo contrario del molinismo de Don Tancredo;
al menos, aparentemente. Pues, del mismo modo que Don Tancredo se disfraza
de estatua, el torero, dando el pase de molinete, se disfraza de trompo. Tiende,
pues, con esto, en cierto modo, a ganarle al tiempo en su terreno: como tiende
a ganarle al toro. El trompo que baila a toda velocidad parece que está quieto,
inmóvil. La inmovilidad aparente del trompo, ¿no se acerca más que la de Don
Tancredo a la inmovilidad aparente de los astros? ¿O son, una y otra, la misma
cosa: una inmovilidad hecha de inquietud, como lo es la del muro cinematográfico
de la leyenda de los siglos en el verso admirable de Víctor Hugo ?
Aquí tenemos, pues, que esta contradicción extrema entre molinismo y
molinetismo, o sea, entre tancredismo y toreo, nos sorprende con su coincidencia
profunda y nos deja perplejos ante ella.
¿Qué hondísima razón humana, y divina, llevó a Don Tancredo para disfrazarse
de la impasibilidad de la estatua, vistiendo traje de torero, representando al
torero de los toreros, Pepe Hillo, al símbolo del toreo mismo? ¿No será la misma
razón dialéctica que llevó a los griegos a conjugar el arte en la coincidencia
contradictoria, por idénticamente extremada, de Apolo y Dioniso?
El apolíneo Don Tancredo y el dionisíaco Pepe Hillo, es decir, el tancredismo
y el toreo, tienen un doble juego de análoga significación; y así, ante nuestros
ojos, aparecen complementarios, como formando esa profunda, entrañable
unidad de estilo de nuestra España, a que se refirió Menéndez y Pelayo, y en
la que últimamente Vossler ha creído encontrar la esencia, la sustancia, la raíz,
de toda la grandeza española, del valor espiritual de España, definiéndola
por la conjunción viva de estoicismo y cristianismo, por una idea, o ideal estoico-
cristiano.
En esa idea estoico-cristiana es en la que está nuestra realidad más honda;
la razón y el sentido natural y sobrenatural de nuestro ser, o de nuestra voluntad
de ser: como de no ser. En una palabra, nuestro estilo, esa íntima y permanente
unidad de estilo que quería Menéndez y Pelayo.
El toreo y el tancredismo, Pepe Hillo y Don Tancredo, coinciden en ser tan
extremados porque tienen idéntica raíz en la unidad totalizadora de un estilo
que es el alma misma de España y que ellos exponen; y exponen o expusie­
ron, exponiéndose incluso personalmente con él, dando por él su vida; ¡que eso
sí que es humanizar el estilo!; pues de ellos pudo decirse, más que de ninguno,
que el estilo es el hombre: el estilo en persona.
Es éste el mismo caso que el del pepeillesco o joselista Lope de Vega y del
tancredista Calderón: ya que en este arte de birlibirloque teatral del diecisiete,
Lope de Vega es Pepe Hillo, como Don Tancredo es Calderón; todo el teatro
de Calderón es tancredismo puro: por eso cierra España, como Don Tancredo,
y como el caballo blanco de Santiago, que fue un precursor sobrenatural de

81
Don Tancredo. Don Tancredo cierra España como el caballo blanco de Santiago
y como el teatro de Calderón, porque ambos se salen de la historia, incluso
de la historia de España. Don Tancredo está por encima y por debajo de la
historia de España; porque es el estilo de España; porque es España como
voluntad y como representación de esa idealidad estoico-cristiana; de esa poesía,
de ese estilo. Y la poesía, por eso mismo, porque es estilo, es más profunda y
más verdadera que la historia. El caballo blanco de Santiago, Lope y su teatro,
Calderón, Pepe Hillo, Don Tancredo, son estilo - y no estilos-, creación, poesía,
de una voluntad popular española, de una misma voluntad española en el tiempo,
o contra el tiempo, como lo era, voluntad poética y no histórica, la que interpretó
Felipe II construyendo el monasterio del Escorial. ¡Ese sí que es tancredismo
puro, el del monasterio del Escorial! Es el tancredismo más puro, porque es el
gran problema del tancredismo español resuelto en piedra.
Como Don Tancredo quería sugestionar, hipnotizar al toro por la inmovilidad,
por el silencio, ese enorme y permanente, empedernido Don Tancredo que es
el monasterio del Escorial, lo que quiere, también por la inmovilidad, por el
silencio, es sugestionar, hipnotizar a Dios. Porque quiere lo que quiso Felipe
II construyéndolo, lo mismo que quiere Don Tancredo; quiere que no le coja
el toro; quiere salirse del tiempo, de la historia: quiere que no le coja Dios.
Y así se nos ofrece cruzado de brazos ante el destino; cruzándose de brazos
sobre el pecho o a la espalda, como Don Tancredo ante el toro; cruzándose
de brazos para no moverse siquiera, para contener su inquietud, la inquietud
más humana y más divina: la del miedo; la del miedo puro, absoluto, el miedo
total y totalizador. El miedo que arranca en el terror pánico y culmina en el
temor de Dios.
Esa maravillosa inquietud hecha inmovilidad que es el monasterio escurialense;
esa sublime expresión del miedo, del terror a la vida, como al toro, porque es
la muerte, es la que nos dice aquella obra silenciosamente, sin decirnos nada,
como el mismísimo Don Tancredo. Y no nos dice nada porque nos dice todo,
y a fuerza de decirnos todo, acaba por parecer que no tiene nada, pero abso­
lutamente nada, que decir.
Esa inmovilidad hecha de inquietud del Escorial, como la del legendario muro
victorhuguesco de los siglos, alcanza, por eso, por la misma violencia de su
realidad, proporciones de leve sueño: como Don Tancredo. Por eso se nos revela
tan claramente como Don Tancredo -cuya imagen parece arrancada de un lienzo
de Picasso-: como la quintaesenciada raíz de España; del estilo mismo de España,
que es, como dice el pueblo: como Dios; porque es, como Dios en la estupenda
definición teológica del Cusano: una coincidencia de contrastes. Junto a Lope
de Vega, Calderón; junto a Don Tancredo, Joselito; junto al Escorial, Toledo o
Segovia o Sevilla. ¿Qué más misteriosa coincidencia de contrastes por tan
maravillosa unidad de estilo?

82
Por eso, este maravilloso estilo, al degenerarse, al corromperse, como todo
estilo, se amanera, se hace estilización o amaneramiento; estilización de ama­
neramiento o amaneramiento de estilización. Una estilización o amaneramiento
de estilización del tancredismo, es, por ejemplo, el de san Simeón estilita subido
a lo alto de su columna, y buscando ese modo más que sugestionador, sugestivo,
de burlar la vida y la muerte; de hipnotizar al tiempo; de convencer, o engañar,
a Dios. Pero este san Simeón es de un tancredismo tan estilizado, que se pasa
de listo, que se pasa de estilo: es decir, que se pasa de Don Tancredo. Porque
es lo mismo que si Don Tancredo se subiera a un pedestal de diez o doce metros
de alto para burlar al toro: sería hacer trampa, no valdría, y, por tanto, perdería
el tancredismo toda su significación.
Lo único que no se puede estilizar -escribí una vez- es el estilo. El estilita
fue un estilizador del tancredismo: por eso el tancredismo del estilita se pasa,
como digo, de tancredismo, convirtiéndose en una especie de tancredismo de
palomar; en un tancredismo o estoicismo-cristiano ingenuo y candoroso. Simple
como el de la paloma o de las palomas; que también tienen las palomas su
tancredismo correspondiente, que es una imagen del tancredismo del amor:
el tancredismo tórtolo.
Pues si hay este tancredismo estilizado por todo lo alto -el tancredismo que
se pasa, un tancredismo de palom ar-, hay también, y es mucho peor, un
tancredismo que no llega, una especie de tancredismo ratonero. Es éste una
degeneración, un amaneramiento infra o subtancredista, que llega a convertirse
en un estado patológico, tan contagioso, que trata de tancredizarlo todo
ínfimamente. Este estado de tancredismo es el que a través de todo el siglo X X
español aspira a un tancredismo de Estado; porque aspira al Estado-Tancredo,
que es como un semi o seudo Estado infranacional, retóricamente escayolado
y, en definitiva, muerto; pero muerto de miedo.
Muchas veces hemos oído decir a estos tancredistas: aquí lo único que hace
falta es orden, autoridad; que para ellos es simplemente inmovilidad; y por
eso lo expresan exactamente cuando exclaman: ¡que no se mueva ni una rata!
Este tancredismo ratonero es el que, como le corresponde, suele manifestarse
en paradas, cuando se manifiesta cómicamente por el exhibicionismo del miedo ;
y en parados cuando trágica consecuencia de ese mismo susto.
Y es que el tancredismo español, desde sus versiones más puras, ha ido
descendiendo hasta eso. No hay que olvidar que hubo un émulo de Don Tancredo
que se declaraba discípulo de Malléu, el famoso domador de fieras. Hay un
tancredismo que desciende a domesticar, cuando no es a domesticarse: con
tal de que no se mueva ni una rata; porque de lo que se asusta no es del toro,
sino de las ratas.
No cabe aquí una enumeración de tantos tancredismos o de tantas corrup­
ciones del tancredismo, de tantos tancredismos amanerados, como vienen

83
sucediéndose entre nosotros. El tancredismo tácito y expreso. Don Tancredo
invisible y Don Tancredo revelado. El tancredismo constitucional de España.
No hay español que en un momento cualquiera de su vida no traicione su
tancredismo. La cuestión es que sepa expresarlo como hizo este Don Tancredo
López: con verdadero estilo; o sea, que tenga el valor de expresarlo como lo
tuvo Don Tancredo. Pues para nada hace falta tanto valor como para expresar
el miedo. Como que el valor de los hombres podría definirse por la calidad
de su miedo. Dime de lo que tienes miedo y te diré quién eres.
Esto es lo que define al estoico como al cristiano; como al estoico-cristiano:
su tancredismo. Lo que define a Don Tancredo. Don Tancredo supo ser el que
era, como quería Píndaro: aprendiéndolo; por eso es un estilo; el estilo mismo
de España. Y por eso no es una figura, una gran figura de la historia de España,
porque fue mucho más: fue una imagen viva de su estilo.
¿El rey del valor, Don Tancredo?
Del valor que él tuvo y del que nosotros le demos; el que, justamente, le
estamos dando.
“ Lo uno y lo otro es cobardía -decía Séneca-: querer y no querer morir.”
Querer morir es cobardía; no querer morir es cobardía. El estoico no quiere
morir; pero tampoco quiere vivir, sino que le vivan 0 que le mueran, o que le
maten: porque quiere que le suiciden. El cristiano quiere morir, porque quiere
vivir, y por eso vive muriendo.
Don Tancredo no quiere nada; porque lo quiere todo: quiere vivir y no vivir;
morir y no morir; quiere, en definitiva, su tancredismo: cruzarse de brazos y
esperar: aparentemente inmóvil como un estoico; honda, invisiblemente inquieto,
como un creyente. Cruzarse de brazos y esperar; pero con la seguridad de
que saldrá el toro.
Don Tancredo es el hombre verdaderamente curado de espanto.
Decía Chesterton que el santo cristiano se diferencia del Buda en que el santo
tiene los ojos abiertos y el Buda cerrados. Pero Don Tancredo no es un Buda:
es todo lo contrario del Buda. Aunque tampoco sea el santo. O lo sea tan poco.
¿Cómo esperaba al toro Don Tancredo? ¿Con los ojos cerrados? ¿Con los ojos
abiertos?
¿Cómo lo esperaríamos nosotros, en su caso?
Recordemos que ésta fue la angustia y agonía pascaliana a que me he referido
antes. El tancredismo de Pascal fue eso: un vértigo de altura; si cerraba los ojos,
por sentirse solo a sí mismo y en pie, elevado al cubo, al pedestal de la agonía
cristiana; y un verdadero espanto, un terror pánico, si los abría al “silencio eterno
de los espacios infinitos” .
Otro tancredista francés, otro estoico-cristiano, aunque de muy distinto estilo
-el moralista de las reflexiones amargas-, dejó también dicho aquello de que
“ni al sol ni a la muerte se les puede mirar con fijeza” .
No es el Don Tancredo el que puede mirar con fijeza al toro; es el toro el
que puede, y tiene, que mirar con fijeza a Don Tancredo. Ni el sol ni la muerte
pueden dejar de mirarnos con fijeza. Cuando el toro no se fija en él es cuando
Don Tancredo está perdido: porque es cuando le acomete, casi sin verlo, cuando
le arremete y le derriba.
Que el toro del tiempo, o de Dios, se fije en nosotros, es lo único que puede
salvarnos:

mira que te mira Dios

dice la copla:

Mira que te está mirando...

Es muy cierto que nuestro siglo X X español empezaba con Don Tancredo. Y
por muy cierto que con desdicha para él: pues aquel toro Zurdito, de Miura, que,
sin duda, no se fijó en él, le derribó al suelo. El siglo X X empezaba para nosotros
con Don Tancredo; pero el primer día del siglo empezaba para Don Tancredo,
según dicen los textos, teniendo que salir de estampía.
Eludamos este presagio. Porque el toro no se nos haga, o se nos siga haciendo,
dueño del ruedo.
P IN T A R C O M O Q U E R E R
(GO YA, TO D O Y N A D A D E ESPAÑA)

JL T o itengo ya vista, ni pulso; no tengo pluma, ni tintero; pero me sobra


W
con la voluntad (me queda sobrada voluntad)” -decía G oya en vísperas de
su muerte-. ¿Con la voluntad? Alguna vez dije que el genial pintor aragonés
pintaba con el corazón, “con el corazón en la mano” . Y que con el corazón
en la mano no se puede pintar o se pinta mal. Hoy debo rectificar, ampliándola,
esta primera afirmación mía. Con el corazón en la mano se pinta bien y mal;
se pinta muy mal, y muy bien. Como pintó Goya. Porque con el corazón en
la mano se pinta como se quiere. Goya pintaba así: como quería. Le sobraba
con la voluntad: hasta ya sin vista, sin pulso, sin pluma ni tintero. Con la
voluntad, con el corazón, se pinta con sangre. Pintar con sangre como escribir
con sangre, no solamente significa sinceridad, viva sinceridad humana; significa
que esta sinceridad se arraiga en una voluntad profunda, en esa que decimos
los españoles, voluntad santísima. Para un español, en el sentido popular de
la palabra, hacer su santísima voluntad es hacer lo que quiere: lo que más
hondamente quiere: lo que le da la gana. Y a esta gana se la llama también
real. Cuando quiere hacer lo que más poderosamente quiere, dice el español
popular que hace lo que le da la real gana. ¿Es esto su capricho? Pues a este capricho
de la voluntad humana pertenece lo que el pueblo español designa con una
expresión exactísima: pintar como querer. Pintar como se quiere y no lo que se quiere.
Pintar como la real gana exige: como la santísima voluntad impone. Fue lo que
hizo Goya: y por eso pintó tan bien y tan mal. Pintó siempre como quiso, aun
cuando no pintara siempre lo que quiso; pintaba como quería, siempre; aun cuando
no pintara, siempre, lo que quería.
Pintar como querer. Y querer con santísima voluntad, con realísima gana, eso
hizo Goya. Pintando con el corazón en la mano, con esa voluntad de la sangre
entre los dedos, pintó lo que más quiso; y lo que menos, lo que no quería;
pero pintó como quería. Pintó con sangre, con su sangre: pintó de verdad.
Se ha dicho que el pueblo español no sabe nunca lo que quiere, porque sabe
siempre lo que no quiere. Que a fuerza de no saber lo que quiere aprende a
saber lo que no quiere. Y en eso consiste el capricho. En esto, el ser, como los
niños, caprichoso. El capricho de la voluntad en el hombre, lo más voluntarioso
del hombre, es esa infantil arbitrariedad negativa. El hombre, el pueblo, empieza
por afirmarse caprichosamente por la negación. Con tal de hacer su voluntad,

87
y por hacerla solamente, puramente, el hombre, el pueblo, se hace, como el
niño, caprichoso, voluntarioso. Pintar como querer es pintar voluntaria o volun­
tariosamente: caprichosamente. El hombre que hace su capricho hace lo más
puramente voluntario que puede hacer, lo más hondamente voluntario. Acaso
lo más profundamente humano. Su voluntad santísima. Su realísima gana. Lo más
verdadero de su ser.
Lo difícil, lo grave, no es que lo haga, sino que lo haya podido hacer. Lo
que importa no es que lo hace, no es lo que hace, sino cómo lo hace. Como se
hace la voluntad humana, caprichosa. Como se hace santísima. Como por
pura voluntariedad se hace el puro capricho. Como se hacen las cosas huma­
namente por realísima gana. Como por santísima voluntad se hace divinamente todo.
Todo y nada. Todo o nada.
Cómo y por qué pintaba Goya. Cómo pintaba caprichosamente, voluntaria­
mente. Cómo pintaba libremente y necesariamente, a la vez, como pintó. Cómo
pintó en su tiempo. Cómo pintó su tiempo.

“El tiempo también pinta”, nos decía Goya. Pues ¿qué pinta el tiempo? ¿Qué
tiene que ver con la pintura o en la pintura, el tiempo? ¿No es, en cierto modo,
la pintura, negación del tiempo? El tiempo, la historia, no pintan nada ¿Qué
caprichosa afirmación es ésta? ¿Caprichosa, disparatada? ¿No es la pintura,
caprichosamente, un puro contratiempo disparatado?
Demos por buena la afirmación goyesca y preguntemos, si el tiempo también
pinta, ¿cómo pinta? i Pinta como Goya? ¿Pinta como quiere?
La pintura de Goya en este tiempo nuestro parece, más que nunca, querérsenos
meter por los ojos.
¿Por qué? Quisiéramos saberlo. Y también cómo.

Capricho, Desastre y Disparate, forman la trinidad definidora de esa verdad clarísima


del tan caprichoso, desastrado y disparatado español; la santísima y realísima
expresión perfecta de su gana, de su apetencia viva de la verdad. Capricho,
Desastre, Disparate. Tres cosas distintas, claras y distintas, y una sola voluntad
verdadera de pintar.
Tratemos de averiguar ahora, o de plantear, nuevamente, el verdadero enigma
de esa voluntad misteriosa, de esa voluntariedad desastrosa, caprichosa, dis­
paratada. El misterio humano, humanísimo, de esa oscura y clara trinidad.
¿El tiempo también pinta?
El tiempo es el pintor pintado.
G oya empezó, en su tiempo, a tratar de pintarle a él; empezó haciendo pin­
tura del tiempo, pintura de historia. En su tiempo era una pintura obligada.
Pintura teatral. Un cuadro de historia era naturalmente y por principio, por
paradójico principio, un cuadro sin historia; sin historia propia, sin auténtica
temporalidad. Una pintura representativa de ese modo, era una abdicación
histórica de la pintura; de la voluntad del pintor; de la voluntad de pintar.
Una caprichosa negación de la pintura misma. ¿Caprichosa, desastrosa y dis­
paratada?
“La historia y la poesía, todo puede ser uno” -había escrito Lope-. La poesía,
más verdadera que la historia, ¿convertirá el cuadro de historia en cuadro
de poesía?, ¿la pintura de historia en pintura de poesía? o sea, en pintura de
verdad. Porque todo puede ser uno, en el tiempo, y aun por el tiempo, para el
hombre. Todo puede ser uno, la historia y la poesía, el tiempo y la pintura, en
el hombre, por él y para él. Esta humanización del arte de pintar -arte poético
y no histórico, esto es, revolucionario y no evolutivo- es la primera verdad,
no sé si desastrada o desastrosa, pero, desde luego, disparatada, caprichosa,
de nuestro Goya; la que caracteriza su pintura como pura voluntariedad; como
capricho; al contrario de la de Velázquez, por ejemplo, característica por su
pura representación; pintura fatal. Como pura representación, la pintura de
Goya es siempre desastrosa o desastrada, disparatada, caprichosa. Como pura
voluntariedad es asombrosamente exacta, justa, precisa, creadora; inventiva;
fantástica. Monstruosamente genial. Porque se genera en el tiempo. Monstruosa
y no laberíntica como lo es la de Velázquez: laberínticamente genial, al en­
gendrarse en el espacio.
Goya empezó a temporalizar sus historias pintadas humanizándolas de ver­
dad. Esto es lo que se ha llamado, equivocadamente, psicología. Goya, pintor
de retratos, o sea, pintor del hombre temporal, no es un psicólogo, es todo lo
contrario: es un poeta; quiero decir que es un verdadero pintor. No hace labe­
rintos, hace monstruos. Pero monstruos humanos. Sueños de razón. De razón
de soñar. “Si el sueño de la razón produce monstruos -dije alguna vez-, la
razón de soñar hace laberintos que los encierran, que los aprisionan.” Goya
quiso también hacer su jaula, como Velázquez. Su laberinto racional. Y estudió
o imitó a Velázquez, probablemente en vano. En la más profunda dimensión
de la vanidad velazqueña.
Los monstruos más disparatados y caprichosos de toda la pintura goyesca son,
probablemente, los enjaulados: sus retratos. (La Chinchón. María Luisa. Las
majas). Cualquiera. Basta tener ante los ojos a la familia suprarreal de Carlos IV:
el desastre real de una humanidad disparatada pintado, caprichosamente, con
la más monstruosa familiaridad.
La voluntariedad revolucionaria de nuestro Goya se expresa con la misma
fuerza, o quizás con más, cuando lo hace con delicadeza extremada; con aparente
-pinta como quiere- suavidad.

—¡Tiempos de mudanzas llenos


y de firmezas jamás!

¡Qué firme, sin embargo, la veleta en tomarle el aire a la mudanza! Com o la


voluntad humana. A G oya podía aplicar exactamente mi pensamiento cuando
llegué a decir que “en la variación está el gusto de la eternidad” .
¡Qué firme, segura y gustosa eternidad -tiempo, tiempo y tiempo, plenitud
de los tiempos- en la variación permanente de Goya; en esa su realísima gana
y santísima voluntad de variar! En su caprichoso, desastroso y disparatado arte
español, independiente y revolucionario, de pintar.

Ya en nuestro siglo X V I, había escrito uno de los más sagaces comentaristas


del teatro popular de Lope - “teatro español, independiente y revolucionario”
o sea, caprichoso, desastroso y disparatado: en una palabra, proverbial- ya, desde
entonces, digo, estaba escrito, por un lopista valenciano, aquello de que “ la
cólera española está mejor con la pintura que con la historia; porque una tabla
o lienzo de una sola vez entrega cuanto tiene, mientras que la historia se ofrece
al entendimiento o juicio con más dificultad” .
¡La cólera española! Pues ¿qué?, ¿no es toda la pintura goyesca respuesta
adecuada a esta cólera? Como lo fue el teatro de Lope. Sus tablas o lienzos de
una sola vez entregan cuanto tienen. Sin dificultades, ni historias. La cólera
española, ¿no es la causa, el principio y la unidad revolucionaria de nuestro
pueblo? ¿Su humana, viva, verdadera, disparatada, desastrosa, caprichosa,
voluntariedad? ¿Su realísima gana? ¿Su voluntad santísima?
G oya es la revelación revolucionaria de nuestro pueblo. Su verdad que salta
a los ojos. Por eso ahora la vemos tan claramente. Por eso dije que ahora, más
que nunca, se nos quiere meter por los ojos.
“Vivir para ver” , dice el proverbio. Y ver para creer, decía la incredulidad:
que si es española y colérica, impaciente, añade: creer para querer; y no al
contrario. Querer para pintar; para crear. Para pintar como se quiere. Nuestro
pueblo español, independiente y revolucionario, dice, llama a eso: como Dios.
En la pintura, o por la pintura, querer es crear.


Así pintaba G oya tan divinamente lo humano. Lo demasiado humano (Capricho.
Desastre. Disparate): divino más que nada; como todo.

De la voluntad de la nada se origina en el hombre, involuntariamente, la crea­


ción. Involuntaria y divinamente. Por realísima gana, por voluntad santísima, o
sea como Dios.
La personalidad pictórica de nuestro Goya consiste precisamente en esto:
en ser la negación voluntaria o voluntariosa apasionada, de la propia persona­
lidad. El pintor se niega a sí mismo como voluntad personal, es decir, como
máscara engañosa de una voluntad particular, para encontrarse, perdido, en esa
otra voluntad más profunda, que deja de ser suya, en esa totalizadora voluntad
de la creación que es voluntad santísima. El pintor se vuelve contra sí mismo, o
se revuelve contra su propio ser, para traspasarlo de apetencias vivas, de querer
puro de las cosas por sí mismas y por sí solas, de esa realísima gana de verdad,
de verdades claras.
Y disparata. Se dispara por todo. Contra todo. Desastrosamente. Capricho­
samente. A sabiendas de que “al ponerle márgenes al resplandor, más que lisonjea
agravia la claridad”, como diría el comentarista calderoniano. Y como dijo el
propio Calderón:

“¿a quién quedarán recelos


viendo verdades tan claras?”

Las verdades más claras de España son las populares que nos pintó Goya.
Tan claramente, por el preciso agravio que a su resplandor pusieron sus
márgenes de sombra. No hay pintura más clara para los ojos, como para el
entendimiento -para el entendimiento humano de lo español- que la oscura
y clara, la negra o roja, blanca o coloreada, del enorme G oya. Si no es,
andando el tiempo, la del no menos caprichoso, desastrado y disparatado
Picasso. La que ha sido y, sobre todo, la que será -pues quisiera decir, de
paso, que considero la pintura de Picasso, hasta hoy, como una introducción
a su obra futura-. Es, para mí, Picasso, el verdadero pintor independiente y
revolucionario - español- del porvenir. De un inmediato porvenir que nos lo
ofrece como el pintor actual de más generador porvenir, de plenitud futura.
Como a nuestro pueblo español que tiene entre sus manos ahora el porvenir
del hombre.
Del disparatado español G oya al no menos español y disparatado Picasso,
hay, a mi juicio, solamente un paso. El del entendimiento revolucionario de lo
español. Pues sin entendimiento de la revolución española -o sea, de la verdad

91
de nuestro pueblo- no hay posibilidad, para mí, de entender, ni humana ni
divinamente, ninguna de estas dos pinturas.
Nuestra actual guerra de la independencia española dará a Picasso, como le dio
a G oya la otra, la plenitud consciente de su genio pictórico, poético; creador.
Pues la pintura de Picasso nos expresa, como la de Goya, esa independencia
revolucionaria de todo, que empieza por abrir las tumbas ante la nada de la
muerte, para arrancar de ella la totalidad de su creación. Caprichosa. Desas­
trosa. Disparatada.
(El paralelismo Picasso-Goya pude comprobarlo recientemente ante el
estupendo retrato del editor Wollard y las viñetas escarnecedoras de la “Historia
del general Franco” , verdadera ejecución moral del traidorzuelo.)
El entendimiento de España está, como su corazón, como su sangre, entre los
dedos que pintaron sus verdades vivas tan claramente. Los de Goya nos dejaron,
a veces, como los de Picasso, la huella poderosa de su caprichosa voluntad.
Las visiones goyescas desentrañan la vida popular española, marginando
sombríamente el resplandor divino de su verdad, de su revolucionario
entendimiento. Misterio luminoso y profundo de esa trinidad expresiva que
señalábamos al principio como el enigma vivo de su sangre, de su corazón, de
su realísima y santísima voluntariedad. De su genial capricho.
“ No sabe lo que espera ni lo que quiere” , nos dice de Goya, Moratín. No
sabe lo que espera ni lo que quiere, de verdad, nunca el hombre. Pero sabe lo
que no quiere y lo que no tiene que esperar. Sabe que no hay que querer ni
que esperar nada de la muerte. La nada de la muerte. No querer nada, no esperar
nada, es quererlo y esperarlo todo. No querer ni esperar nada de la muerte es
querer y esperarlo todo de la vida.
El pueblo no sabe lo que quiere ni lo que espera hasta que le ponen delante
de lo que no esperaba ni quería. Su libertad, su independencia, su verdad en
peligro. El riesgo de su vida. El pueblo español, en Madrid, el 2 de mayo de 1808
y el 8 de noviembre de 1936, sabe lo que quiere y lo que espera. Aprende a
saber y a esperar. A hacer tiempo de veras.

Hacer tiempo significa para los españoles esperar. Y del esperar dice el pueblo
español que se desespera. Pues del desesperar y deshacer el tiempo, se hace
de nuevo -y de nuevas- la esperanza. Esperanza de todo nacida de la desespe­
ración de la nada. Como la luz de las tinieblas. El día engendrado dolorosamente
en esa noche - “alegre más que la alborada”- es como aquel “parto de desvelo”
de nuestro poeta, que rompe el existir del pensamiento. La luz se expresa
claramente por una sombra oscura. Se expresa, se define. La negación viva de
la sombra es determinante generadora de la luz aparente. La llama guarda en

92
su centro vivo, como el hombre, un punto de tiniebla oscuro, que es su corazón
mismo. La línea oscura de la muerte enciende claramente la vida: y es su margen
sombrío, al agraviarla de ese modo, lo que mejor la expresa.
De la pintura negra de Goya dijo la crítica que no era nada, que nada parecía.
A la nada se parecía: entrañada de todo. “ No hay líneas, no hay masas, no hay
colores” -dice un crítico, de esa pintura goyesca-: “es el desastre de la pintura” .
Y es verdad: desastre, capricho y disparate. La verdad humana de nuestro más vivo
pensamiento.

El hambre de verdad -su real gana-, le lleva al español hasta quererla de tan
desnuda, despojada de su propia carne, descarnada, en los huesos. Esos
verdaderos despojos vivos son en Goya, como en Quevedo, Gracián o Calderón,
disparate clarísimo: el del sueño de la razón que engendra monstruos verdaderos.
Pero también en Goya, como en santa Teresa, Cervantes, Lope, la razón de
soñar puebla este mundo de verdaderos monstruos, de amorosos fantasmas.
Parece como si en la pintura de G oya convergiesen estas dos grandes
corrientes populares de nuestro pensamiento más vivo. La de los que soñaron
su razón (Lope, santa Teresa, Cervantes), y la de los que razonaron o racio­
nalizaron su sueño (Calderón, Quevedo, Gracián). Ese paralelismo que de este
modo puede establecerse entre el teatro de Lope y el de Calderón; las Mora­
das de santa Teresa y los Sueños de Q uevedo; el Quijote y el Criticón; como
anverso y reverso de una misma voluntad poética, creadora; o mejor, como
encarnadura y esqueleto de un mismo hombre, de una viva imagen de la verdad
humana; ese paralelismo, digo, converge o confluye en nuestro Goya, como
en un solo hombre, en quien se origina de este modo la plenitud de nuestro
porvenir popular por integrarse en la conjunción viva, entera y verdadera de
su pasado.
Estas dos vertientes populares de nuestro pensamiento hacen puente de Goya
en nuestra España. En cualquier aspecto detallado que examinemos de su
arte, encontraremos la dualidad profunda en que se expresa. Sólo que en esta
dualidad que decimos no hay contradicción personal dramática. Como no la
hay en el Quijote, ni en ningún otro de los poetas señalados. Hay todo lo contrario.
Hay todo y nada, empeño lírico, creador, como superación del hombre por el
pueblo. Como el de dos vidas paralelas que no se verifican, superadas, sino al
dejar de serlo por juntarse. No hay sentimiento trágico de la vida en Goya. Hay,
como en los poetas citados, sentido épico de la vida y concepción lírica de la
muerte. Expresión popular de España.

93
La pintura de Goya, decía, ahora más que nunca, parece que quiere metérsenos
por los ojos. Ahora, más que nunca, porque ahora, quizás más que nunca, el
entendimiento revolucionario español, o sea, la revelación popular de España,
se nos ofrece en España con intensidad expresiva dramáticamente insuperable.
Y Goya es un reflejo, una trasparencia de esa voluntad popular revolucionaria
española. La pintura de Goya es como su revelación permanente. Que por serlo,
se nos actualiza, ahora, sobre todo. Por su propia plenitud de ser, consecuente
con lo pasado; pletòrica de porvenir. Pues esta plenitud temporal revolucionaria,
reveladora del pueblo español, adquiere en la pintura de Goya su expresión
eterna. Así, ahora, para nosotros, los españoles que no queremos dejar de serlo,
que nos sentimos serlo, acaso por primera vez, con verdadera conciencia clara
de que lo somos, y de lo que somos (“pasión no quita conocimiento”, al contrario,
lo da); para los españoles que comprendemos que lo somos por la convivencia
real y profunda con nuestro pueblo vivo, adquiere, digo, esta pintura un sentido
tan claro y distinto, tan verdadera y enteramente nuestro, que nos empuja hacia
esa cólera, hacia esa furia, auténticamente popular, que la determina y que
compartimos íntegramente, porque responde a nuestra íntima necesidad de
enfurecernos este modo español para poder entrar en el pueblo de veras; para
poder entusiasmarnos en él, y con él, compartiendo su santísima voluntad, su
realísima gana; para vencer, en suma, a un mundo muerto, creando una vida
nueva. Enfurecernos y entusiasmarnos. Salir de nuestros insignificantes perso­
nalismos y particularidades, para entrar, de nuevo, en el pueblo español, por
el pueblo nuestro, con el pueblo nuestro, en la verdad, en Dios. En la verdad
de Dios. En todo. En la verdad de todo. Para hacernos, verdaderamente, de
nuevas.
Por eso tenemos hoy en contra los españoles, tiene enfrente el pueblo español,
a todo el mundo; porque tiene, tenemos con nosotros, al lado nuestro, como
decimos en España popularmente, a todo Dios. A toda vida revolucionaria de
verdad, creadora. A toda capacidad humana y divina, de entusiasmo, de ver­
dadera claridad, de poderosa luz. En una palabra, de poesía. Visible e invisible.
Nuestro pueblo español, por segunda vez en la historia, rasga sus vestiduras
mortales, airosamente airado; rompe el velo mentiroso del mundo, y se levanta,
frente al sueño y la sombra del tiempo pasajero y de la muerte, con aliento
vivo de eternidad. De revelación revolucionaria de todo. De novedad auténtica.
De verdadera vida. Y esta voluntad, invencible, parece arraigarse en los aires,
en los cielos, tan claramente, que ancla sus esperanzas de victoria segura en
esa ciudad toda cielo, toda aire, en nuestro glorioso M a d r i d , milagrosamente
pintado por Goya con la intuición profètica que hoy vemos, tan divina como
humanamente, cumplirse. Nuestro Madrid, el de Goya, que vio cuajar en aire
su esperanza -e l aliento más puro de la voluntad popular española, de la
permanente revelación revolucionaria española-, traía en las raíces invisibles

94
de su sangre la promesa ardorosa de su actual victoria. De su doloroso y aiegre
martirio. Alegre, sobre todo. Porque todo su dolor presente es parto sublime
de alegría.
La profecía pictórica de Goya nos lo dice, con acentos beethovenianos, con
sus vivas palabras: “a la alegría por el dolor” . A la verdadera alegría. Aquella
que no es propia de cada hombre sino patrimonio común. Aquella que, por el
contrario, nos exige el doloroso sacrificio de nuestras mínimas participaciones
alegres, arrebatándonos con esa alegría plena, totalizadora de nuestro ser en
todo; de nuestra comunión popular revolucionaria con todos.
Dudo que, sin la experiencia propia de ese entusiasmo revolucionario po­
pular que hoy vivimos - y convivimos- los españoles, pueda ningún hombre, por
fina que sea su percepción poética, su sensibilidad crítica, en una palabra,
su simpatía española, darse cuenta exacta de la plenitud de sentido y valor
permanente que tiene - y tendrá más cada día-, para nosotros, la pintura de
Goya. Una pintura humana y verdadera como ésta, una pintura entera y ver­
daderamente popular, no puede entenderse totalmente sin compartirla. Es
incomunicable para quienes se apartan con miedo de nuestra vida y nuestra
verdad, para ir a refugiarse, asustados, en la mentira y en la muerte; o, lo que
es peor, entre los muertos. Para aquellos para quienes la palabra de orden es muerte,
porque entienden el orden como sustantiva realidad y quieren practicarlo con
la espantable y espantosa perfección espectacular de un cementerio. Para ellos
pintó G oya su caprichoso y desastroso disparate clarísimo: el que nos da,
como una bofetada, sobre el rostro, con el grito desolador de la nada tras la
muerte.
Bajo un desorden aparente -como se dijo de la música de Beethoven- hay
en la pintura de Goya un orden perfecto. El único orden perfecto posible. El
revolucionario del corazón, por la circulación de nuestra sangre. El del universo
por la revolución permanente de los astros. El del amor y no el del odio. El
de la vida y no de la muerte. El de la paz contra la guerra. El orden perfecto bajo
un desorden aparente de la revolución humana que es para nosotros divina
revelación popular de España.
No es sólo esta trinidad enigmática del capricho, el desastre y el disparate que
decimos, la característica revolucionaria popular del estilo de Goya. Lo es,
también, la de su variación constante, unificada por el entusiasmo creador a que
la furia popular, la cólera española, la santísima voluntad, la realísima gana, le lleva
siempre. Como llevó en la historia de nuestro pensamiento poético a todos
los verdaderos españoles, que no pudieron desintegrarse nunca de este movi­
miento - y entendimiento- popular, revolucionario, de lo español. Que fueron,
y son, por la voluntad creadora, como la pintura de Goya, su exponente profètico,
y poético, más perfecto. Lope, santa Teresa, Cervantes, Quevedo, Gracián y
Calderón, nos dicen, cada uno, poéticamente, lo que nos dice Goya. Cada

95
uno en su lenguaje. Con su lenguaje. Multitud de lenguajes antibélicos porque
se unifican en la totalidad revolucionaria y reveladora del vivo lenguaje popular
español. Lenguaje de fuego; de sangre. Que como dijó el último: solamente
“la sangre arde sin fuego” . -Pentecostés clarísima.
Por el testimonio vivo de su sangre, por su martirio, con todo su dolor, y, sobre
todo, con toda su alegría, nos da hoy el pueblo español en Madrid, prueba
evidente de que se cumple en él y por él, cumpliéndosenos así a todos, la palabra
de este lenguaje, la palabra viva de España; desde sus raíces más hondas y
lejanas, como savia profunda y resonante en nuestro pensamiento, de su pasado,
hasta la luz del porvenir que su gesta va entrañándonos noche y día tan
claramente.
El sueño de la razón de G o y a -todo y nada de España-, profetizaba este presente
nuestro. Los sueños de la razón goyesca -disparatada, desastrosa, caprichosa-
nos entran por los ojos esas imágenes geniales, generadoras de nuestra verdad
y nuestra vida: la popular de España. Las de la revolución reveladora de nuestro
pueblo.
Comprender a G oya es empezar a poder comprender la sublime alegría a
la que los márgenes del dolor, como los de sombra -d e las claras sombras
goyescas- al resplandor de la verdad, agravian más que lisonjean. Que ponerle
márgenes de sufrimiento doloroso al resplandor de esta verdadera alegría po­
pular, revolucionaria y reveladora, de España, más que lisonjea, agravia la
claridad de su evidencia; su clarividencia; su conciencia humana de serlo.
“Todo o nada” , nos ha dicho la Muerte como por capricho, de espantajos
goyescos (Clericalismo, Militarismo, Capitalismo). Una Muerte esperpéntica,
desastrosamente cortejada. Y a ese disparate, el pueblo español, con su sangre,
le está dando, clara, la respuesta:
NO PASARÁN.
También parecen de G oya estas palabras: las que sin vista ya, ni pulso; sin
pluma ni tintero, pero con sobrada voluntad, con invisible mano poderosa,
apretando, cerrando el puño, hasta grabarlas con su sangre, en nuestro cielo
luminoso y oscuro de Madrid, nos ha dejado escritas para siempre.

&
L A R R A , P E R E G R IN O E N SU PA T R IA
(1837-1937)

C
H U ELLA EN LA A REN A

'

uando decimos Larra, se despierta en nosotros, como un eco, todo un


viejo mundo de melancólica evocación romántica. Estamos como el personaje
de Lope al iniciar su peregrinación por su patria, si no recuerdo mal, interrogantes
ante las huellas sobre la arena de la playa de un cuerpo humano desaparecido,
invisible. Tal vez ante una sombra. Como una sombra de palabra evocamos
hoy el nombre de Fígaro. Como el antifaz de un rostro humano: antifaz de
ironía. No sé si alguien ha dicho que es la ironía un antifaz del pensamiento
o del sentimiento. ¿Qué pensaba, qué sentía Larra? Como una sombra de pa­
labra, digo, acaricia la arena hendida por el peso invisible de su cuerpo,
melancólicamente, el dejo irónico de su voz empañada por la muerte. Como su
“nube de melancolía” deshecha en un sollozo el día de difuntos de 1836. Aquel
Fígaro en el cementerio de Madrid no filosofaba a lo Hamlet. No encaraba su
rostro, frente a frente, con la calavera del “clown” . Más nos parece oírle hablar
ahora como a la calavera misma, subrayando su faz de muerte con el antifaz
de la ironía.
Han pasado cien años. “No hay bien ni mal que cien años dure” . ¿Dónde está,
buena o mala, la España de Larra? ¿Dónde está, bueno o malo, el pensamiento,
tan español, de Fígaro?
“¿Qué es un aniversario?” , pensaba Larra. “¿Acaso un error de fecha?” . Las
fechas de Larra, es decir, aquellas que señalan los años en que su palabra nos
dibuja en el tiempo, lo que llamaba Calderón “la forma de las horas” , son las
de 1833, 1834, 1835, 1836 y 1837. En la forma de esas horas “que son cristales
del tiempo” , como dice el poeta, percibimos de nuevo la voz de Fígaro por
nuestras fechas coincidentes de 1933, h,asta 1937. Al cabo de cien años, el bien
y el mal de España ¿dura todavía? ¿o estamos más allá de aquel bien y de
aquel mal que Larra subrayara irónicamente con la sombra de su palabra?

FE C H A S

No hace muchos años, la llamada Generación del 98 levantaba el nombre de


Larra como una bandera. Un grupo de escritores de aquella época, capitaneados
por Pío Baroja y Azorín, visitaban, románticamente enmascarados, el cementerio

97
de San Nicolás, donde estaba la tumba del escritor suicida. En aquel acto se
reconoce y proclama a Larra maestro de aquella juventud. Años más tarde, el
propio Azorín, promotor de aquel acto, recogía en un libro algunos trabajos
suyos referentes a Fígaro. El enunciado titular de ese libro nos sorprende ahora,
quizá, como excesivamente pretencioso. Dice así: “ Razón social del Romanti­
cismo en España”. En el libro va el nombre de Larra precedido del del Duque
de Rivas. Parece que el crítico trataba de polarizar con estos dos nombres: Rivas
y Larra, esa razón social del Romanticismo español. Dedica especial atención
Azorín a las ideas de Larra; las clasifica recogiéndolas como un diccionario
por orden alfabético. La fina sensibilidad de Azorín escoge muy certeramente
sus textos. Mas acaso le escape, en cierto modo, la unidad que los determina.
Acaso también echemos de menos en su crítica las ideas más peregrinas de
nuestro romántico escritor.
¡Ideas peregrinas! El mismo Larra nos lo dice. Y es natural que quien pere­
grinaba por su patria tuviese de ella “ideas peregrinas” .
Aquellos escritores del 98, y aun diríamos que sus sucesores inmediatos,
peregrinos de Larra, fueron también con él y como él “peregrinos en su patria” .
No solamente Baroja y Azorín, Valle-Inclán mismo, Antonio Machado y, en
gran parte Unamuno, como Ganivet, peregrinaron por España. La idearon o
idealizaron peregrinamente como Larra. Como después de ellos algunos de sus
sucesores inmediatos: el más característico José Ortega y Gasset.
¿Pero qué es eso o, mejor, aquello de peregrinar por la patria? ¿Qué es un
“peregrino en su patria” ? Ciertamente que el libro de Lope que este nombre
nos presta es, para nosotros, un libro eminentemente romántico. Pero también
es cierto que su romanticismo no parece que tenga relación alguna con aquel
otro que evocamos en Larra. El peregrino en su patria, de Lope, es un peregrino
de amor, un enamorado. Y no de su patria. Su historia no es historia española.
O no es historia de España. Es un español enamorado el peregrino de Lope;
no es un enamorado de lo español, un enamorado de España. La peregrina­
ción de Larra, la de aquellos otros escritores que digo, es una peregrinación
distinta. Quizá también de enamorados de las cosas, de las palabras. ¿Recor­
daremos que el enamorarse, según Stendhal, es un proceso de cristalización?
¿Recordaremos, aun, como al principio indicábamos, que lo que el escritor
persigue es una forma de cristalización del tiempo, según decía Calderón,
“en la forma de las horas” ?
Enamorarse de la historia es algo verdaderamente peregrino. ¿Pues no es una
idea peregrina vivir enamorado de una España repetida en la historia? La historia,
sin embargo, según el decir popular, no se repite. Lo que se repite, lo que se
sucede, es el hombre. “Yo me sucedo a mí mismo”, había dicho Lope, peregrino
en su patria; pero no por su amor. España se sucede a sí misma, sin repetirse.
El suceso español de Lope, suceso romántico, no es lo mismo que el suceso

98
romántico de Larra, suceso español; de Larra que, por no poderse suceder a
sí mismo, se suicida. Por no poderse suceder y no quererse repetir.
Ya había dicho Kierkegaard que el que no sabe repetir es un esteta, y que
solamente el que sabe repetir es un hombre. Se diría, sin embargo, que es un
hombre, no aquel que sabe repetir o repetirse, sino el que sabe suceder o
sucederse. El que sabe lo que sucede y lo que le sucede cuando nada -o todo-
le pasa. El que sabe, como Lope, de amor. Porque hay hombres de repetición
como los relojes: que dicen y hacen la misma cosa cuantas veces se quiera. Y
aun los hay como los relojes de cuco. No son hombres, son máquinas. Y el reloj
que nos mide el tiempo, no nos lo dice, no nos lo transparenta como el cristal
vivo del poeta, no nos lo da a entender. Porque no nos lo da, nos lo quita. El
reloj no nos da las horas, nos las quita. Es el ladrón del tiempo. “ Ladrón del
tiempo con disfraz le llamo”, como diría Lope.
La historia no es historia, como el reloj, porque se repite, sino como el hom­
bre, porque se sucede: porque no se interrumpe. La historia no nos quita el
tiempo: nos lo da.
El prestigio romántico de aquellas fechas que hemos empezado por evocar
en Larra: 1833, 1834, 1835, 1836 y 1837, no debe tomarse supersticiosamente
como repetición histórica en las que venimos viviendo de 19 33,19 34 ,19 35,19 36 ,
1.937. Para que la forma de aquellas horas, dibujadas vivamente por Larra, se
transparente a través de las nuestras, ahora ¿debemos pensar y sentir aquel
suceso de Larra como este otro suceso, humano, español, nuestro, el que
pensamos y sentimos hoy? Y preguntarnos hoy, como ayer: ¿Por qué se suicidó
Larra? ¿Qué se suicidó en Larra? o, de otro modo, ¿quién suicidó a Larra? ¿A
quién suicidó Larra?

“T R IST E C O M O D E C O S T U M B R E ”

“Todo el que se suicida, se suicida por falta de imaginación”, decía Stendhal.


Además del gesto imaginativo, de la decisión real de suicidarse, ¿qué nos
queda de Larra?
No tenemos por qué abrumar su recuerdo con la tremenda prueba acusatoria
que podría formársele como novelista y autor dramático, fracasado, suicidado,
“por falta de imaginación”. No intentemos siquiera releer las páginas de E l doncel
de Don Enrique el doliente. Sería una falsa pista. El atestado que formásemos
con esos ensayos imaginativos frustrados no probaría mucho más de lo que
prueban, afirmativamente, su obra y su vida.
Lo que hoy tenemos de Larra ante los ojos es su colección variada de artículo^
periodísticos. Artículos de crítica literaria, política y social. Artículos satíricos
y, como entonces se decía, “de costumbres” . Crítica de costumbres políticas y

99
sociales. Crítica literaria de eminente carácter moral; cuando no crítica moral
de preeminente carácter literario.
Estos artículos de Larra son harto conocidos y leídos para que tratemos ahora
de descubrirlos. Son claros, evidentes, transparentes; y hasta diríamos que
mediterráneos, pues andamos en época de tener que hacer tales descubrimientos
todavía.
Los críticos de Larra han debatido suficientemente sobre la originalidad de
su ingenio. No insistamos en ello. Larra, como todo escritor verdadero, no es
original por aquello en que no se parece a otro, sino por aquello en que se
diferencia de todos. La originalidad de Larra es, en este sentido, indiscutible;
y una de las más poderosas, de las más agudas y resaltadas del Romanticismo
español.
Lo que interesa precisar de Larra es aquello que constituye la cualidad esencial
de su estilo. Es aquello que, en la sucesión de las letras españolas, nos lo ofrece
como escritor peculiar y único. Tratemos, pues, de estrechar el cerco a su
pensamiento, y, aun respetando el antifaz de su ironía, de escuchar, silenciosa­
mente, su propia voz.
Mas, antes de hacerlo, preguntémonos qué significan estas dos palabras con
las cuales parece como si la crítica hubiera podido rimar el latido vivo de su
pulso: Romanticismo y costumbrismo.
Es Larra un escritor romántico. Es Larra un escritor costumbrista. A él
corresponden, en gran parte, si no en todo, las primicias de iniciador del gé­
nero. Costumbrismo romántico. Otros escritores, tan faltos de imaginación
como él, Mesonero Romanos y Estébanez Calderón, forman con Larra esa
“non sancta” trinidad costumbrista del Romanticismo español. ¿Qué costum­
brismo es éste?
Elpobrecito hablador, E l solitario, E l curioso parlante, son tres escritores peregrinos ;
peregrinos en España. Son espectadores del paisaje, de la vida popular, de
las ciudades y de las cosas acostumbradas; en suma, de toda clase de costumbres.
Tratan de reflejarlas en sus escritos. Su ambición es la del espejo. Ambición
acaso inhumana, superficial y fría. En E l solitario, en E l curioso parlante, la
imposibilidad del espejo de que nos habla Fígaro, ¿no se empaña jamás con
un aliento humano? En Fígaro se empaña mortalmente. La antigua costumbre
popular de acercar un espejo a los labios de los agonizantes para ver si alen­
taban aún al empañarlo nos revela el recóndito sentido que al suicidio legen­
dario de Larra le da el espejo ante el cual reflejaba, por última vez, el rostro
acongojado de su agonía. Tan “triste como de costumbre” . ¿Por qué esa tristeza
acostumbrada? “¿Por qué ese color pálido, ese rostro deshecho, esas hondas y
verdes ojeras...?”
Romanticismo y costumbrismo no pueden separarse vivamente del ritmo que
pulsa esta agonía.

100
P A L A B R A S-E SP E JO S

El Romanticismo más verdaderamente peregrino es aquel que inventa las


costumbres. El de los románticos franceses en el X IX . El de los españoles en
el XVII. Los románticos franceses, Víctor Hugo, Gautier, Mérimée,.. inventaban
costumbres españolas. Como Lope, Calderón, T irso... inventaban costumbres
peregrinas: exóticas, extrañas. En países reales o figurados. Cuando Cervan­
tes vuelve a España, después de recorrer imaginativamente aquellas regiones
septentrionales, hiperbóreas, de sus Trabajos de Persilesy Sigismunda, la España
que imagina, ¿es la misma que la imaginada en E l Quijote?¿A caso es más
real ésta que aquélla? Según la realidad que se imagine. Larra, de vuelta de
París, es como el héroe cervantino de vuelta de la Isla de Tule. Pues cuando
el escritor romántico se imagina o inventa las costumbres, escritor llamado
“ costumbrista” , se cree que, al reflejarlas, inventa su romanticismo. El
costumbrismo más verdaderamente peregrino acaba por creer que imagina­
tivamente no inventa nada. Y se suicida. Y se suicida como Larra, ante su
espejo.
La verdadera situación crítica del hombre ante el espejo no es la de contem­
plarse a sí mismo tan superficialmente reflejado en una imagen inexistente, es
la de contemplar a los demás de ese mismo modo. Hay palabras espejos, decía
Larra: son “ cristales del tiempo” .
Los artículos literarios, políticos, satíricos y de costumbres del romántico Larra
son “ cristales del tiempo” que relampaguean aquí y allá luminosamente “la
forma de las horas” en vivas palabras-espejos. Son estas palabras-espejos las
que expresan en Larra ideas más peregrinas.
Moral, literatura, civilización, progreso, ciencia, libertad... ¿Son palabras-
espejos para Larra? ¿A qué ideas o a qué cosas corresponden? ¿O a qué ideas
y cosas a la vez? ¿Qué realidad es la suya? ¿La realidad del escritor? ¿La realidad
de España? ¿Qué de lo que pasaba o sucedía en España se refleja por tales
palabras espejado? ¿Qué sucedió o pasó por Larra al espejarlo? Pasar y suceder,
dije otras veces, son diferente cosa. Y aun creo que añadí que en España, donde
no pasa o donde no pasó nunca nada, sucede siempre todo. Lo que queda de
Larra fue el suceso humano de un ser temporal dramatizado por la muerte.
Lo que queda de España no es lo pasado de ella, o lo pasado en ella, sino lo que
en ella está siempre sucediendo. El suceso dramático de un pueblo atemperado
mortalmente por la vida. La imagen popular de España, ¿será tan sólo el reflejo
superficial de una imagen viva empañada por un aliento humano? ¿Costum­
brismo y Romanticismo? Pues el costumbrismo de Larra, ¿no fue tan sólo el
pretexto de su ironía? El romanticismo de Larra, ¿no fue tan sólo el pretexto
de su agonía?

101
“V E S T ID A D E B L A N C O Y N E G R O
D ÍA Y N O C H E ”

¿Estamos ante Larra en el caso que pensaba Pascal de habernos encontrado con
un hombre cuando buscábamos solamente al escritor? El escritor es hombre de
palabras, de palabras-espejos. Mas por ellas se refleja el hombre de palabra,
es decir, el verdadero hombre; pues eso entiende el pueblo por hombre de
palabra, hombre de verdad. El cumplimiento de la palabra humana es lo que
le da al hombre la entereza de la verdad. Y la palabra humana no se cumple
sino cuando se da, cuando se entrega, como la sangre. Y así vemos siempre
cumplirse la palabra del hombre, por la sangre, cuando esta palabra le populariza
como tal. Es decir, que del mismo modo que pensaba Pascal que el verdadero
escritor es aquel en quien se encuentra siempre al hombre, podríamos decir
(sobre todo, nosotros, los españoles) que el verdadero hombre, el hombre entero
y verdadero, es aquel en quien se encuentra siempre al pueblo; es aquel en el
que cuando esperamos encontrar a un hombre, encontramos a un pueblo (Lope,
Cervantes, Quevedo, Calderón, Galdós...).
Y un pueblo no cabe en un espejo. El espejismo costumbrista para ser
verdadero reflejo popular tiene que mentir; porque tiene que ofrecernos
tan sólo del pueblo que refleja una imagen parcial y rota. No es entereza
verdadera la de Narciso suicida. Y un pueblo no puede ser Narciso, no puede
suicidarse. Puede ser suicidado por otro, o por otros. Como Numancia. Mas
no olvidem os el eco que a este nombre le diera Cervantes al gritarlo:
Numancia es libertad.
Quizá no fuera justo decir que la libertad del siglo XIX vivió y murió prisionera
del liberalismo. Pero tal vez sería exacto decir que la palabra libertad durante
el siglo XIX vivió y murió prisionera de la palabra liberalismo. Como dos espejos,
dos palabras-espejos, frente a frente y acaso espantosamente vacías de contenido
humano; como dos espejos sin imágenes que reflejar. Como dos palabras
incumplidas. Esa nada entre dos espejos mortales, ¿fue la angustia de Larra?
El espejo es siempre “imagen espantosa de la muerte” . Así lo vio y entendió
Larra al suicidarse o, mejor dicho, al dejarse suicidar por el espejo, que es
mentiroso acusador humano. El espejo que nos aísla, que nos separa de nosotros
mismos y de los demás, dándonos una imagen mentirosa de nuestro ser, nos
mata, nos suicida, porque nos miente de verdad. Nos miente la verdad. Es
una verdadera mentira la que nos ofrece de nosotros mismos; una “mala verdad” ,
como diría nuestro viejo poeta en su sentencia: una deslealtad imaginativa. “ No
hay flaco portillo como la mala verdad” -decía el sentencioso Rabino-, El espejo
de Larra fue su mala verdad, el “flaco portillo” de su muerte. Larra jugó con las
palabras-espejos como un malabarista con sus afilados cuchillos; y encontró,
genialmente, “la forma de sus horas”, “el cristal de su tiempo” , en una palabra

102
peculiar por excelencia, la palabra casi. Y encontró, con ella, su muerte: el balazo
que le atravesó la cabeza y el corazón.
“La gran palabra, la nuestra, la de nuestra época, que lo coge y atruena todo...
es la palabra C A SI. Ese es todo el siglo x ix . O bsérvala: a cada una de sus
facciones le falta algo; no es más que un perfil; ni está de pie ni sentada. Vestida
de blanco y negro día y noche. Más breve: palabra casi, casi-palabra...” “En
España, primera de las dos naciones de la Península (es decir de la casi-ínsula),
unas casi instituciones reconocidas por casi toda la nación...; conmociones aquí
y allí casi parciales; un odio casi general o unos casi hombres que sólo existen
ya en España, casi siempre regida por un gobierno de casi medianías. Una
esperanza casi segura de ser casi libre algún día. Por desgracia muchos hombres
casi ineptos. Una casi ilustración repartida por todas partes...
El casi, en fin, en las cosas más pequeñas. Canales no acabados; teatro
empezado; palacios sin concluir; museo incompleto; hospital fragmento; todo
a medio hacer...; hasta en los edificios el casi... Epoca de transición -añadía-
y gobiernos de transición y transacción, representaciones casi nacionales,
déspotas casi populares, por todas partes un justo medio que no es otra cosa que
un gran casi mal disfrazado” .
España vista en el espejo del costumbrismo romántico de Larra se nos aparece,
en efecto, como “un gran casi mal disfrazado” . Así parécenos tocar con el dedo
la llaga dolorosa del romanticismo costumbrista que suicidó a Fígaro. Nombre
fatal Fígaro en quien tiene que ejercer por oficio su más característica actividad
delante del espejo como el peluquero famoso. Pero el peluquero de Beaumar-
chais no se suicida, se casa. Cosa que si para un chistoso vulgar sería fácilmente
equivalente, no debe sérnoslo a nosotros; pues, sin chiste, podemos y debemos
observar que si todo el que se suicida se suicida por falta de imaginación,
como dijo Stendhal, todo el que se casa, ¿no lo hace, tal vez, sino por exceso?
Y Fígaro, el auténtico y popular Fígaro teatral (o teatralizado por su espejismo)
se casaba con todos y con todo: por eso sus bodas fueron la pantomima heroica
de la revolución francesa. Y es que el barbero de Beaumarchais estaba acos­
tumbrado, por serio, a no mirarse él en la cara del espejo sino a mirar al hombre
en la cara. Cara a cara. De espaldas al espejo. Y sin antifaz, sin ironía. Alegre
o dolorosamente. Con entereza, con verdad.
El casi de Larra, asesino de Fígaro, ¿no es palabra-espejo sobre todas las otras,
palabra-antifaz? Pues el antifaz es un casi como el espejo mismo. El antifaz no
tapa el rostro del todo, sino casi. Por eso no engaña a los ojos del todo, como
la máscara de verdad, sino casi engaña dando al rostro humano una casi verdad
más mentirosa que la mentira misma verdadera, que la máscara que lo oculta
o lo tapa o lo escamotea completamente. Si arrancamos al pensamiento de Larra
el antifaz de la ironía, su casi inmortal, ¿qué nos quedará ante los ojos? ¿Un
muerto ante un espejo? ¿Un casi poeta, casi hombre, casi escritor, casi popular?

103
¿Una casi voz, casi humana? ¿Una casi palabra casi cumplida? ¿Un casi suicidado
en fin? ¿Un gran casi al desnudo? Al desnudo o descarnado, en los huesos, en
el esqueleto: ¿un esqueleto disponible para casi resucitar?

TO D O E S C A S I LO M ISM O

¡Cementerio de San Nicolás, en Madrid! ¡Claros de luna entre cipreses!


“El escritor satírico -escribía Larra- es por lo común como la luna, un cuerpo
opaco destinado a dar luz, y es acaso el único de quien con razón se puede decir
que da lo que no tiene.”
También la luna del espejo le dio a Larra lo que no tenía: la mentira, la muerte.
Apenas si escuchamos hoy, ya, los ladridos mortales que a la luna del espejo
de Larra dieron siempre como homenaje costumbrista y romántico los mismos
perros literarios aunque con diferentes collares.
Hoy sabemos y conmemoramos el suicidio de Larra como fin mortal del gran
casi español.
Para nosotros ya no hay casi que valga. Hay todo o nada.
Todo es casi y lo mismo para Larra suicida. Todo le fue casi lo mismo, sin
copulativa conjunción. Para nosotros no.
Madrid fue cementerio para Larra de “un gran casi mal disfrazado” . Lo es
para nosotros de un suicidado casi totalmente al desnudo. Es la tumba vacía
que espera a una gran muerte definitiva. Por eso, al volver los ojos a nuestro
corazón, como hizo Larra, ¿encontramos trocado su epitafio en este otro: “Aquí
nace la esperanza” ?
Muchos de aquellos peregrinos de Larra o perros ladradores a su luna, son
hoy escapados del “ Todo o Nada” español, peregrinos en el vacío. Fue
metamorfosis curiosa la de aquellos que, huyendo del espejo mortal, prefirieron
sobrevivirse a su propio suicidio humano. Fue peregrina cobardía. Y hoy no
sabemos ya si sus voces muertas, apagadas por el trueno internacional del casi,
son voces peregrinas o silenciosos atortugados. Que también al galápago, como
al peregrino, se le conoce por sus conchas. Mas no sabemos si el casi animal
que su corazón protege está vivo o muerto del todo. Es un casi o una casi pu­
trefacción o viscosidad, muerta o viva.
Y es que hay algo peor que el suicidio: el casi suicidio del ex suicida.
Cuando nuestra voz pueda gritarles a esos peregrinantes galápagos, a esos
ex suicidas: ya el casi ha muerto en España, suicidado; esta voz nuestra sólo
encontrará el eco silencioso de la nada, el “vagabundeo en el vacío” -que dijo
Unamuno- de los muertos de miedo; de aquellas sombras enjuiciadas en las
postrimerías españolas del liberalismo romántico, sin infierno y sin gloria. El
espejo roto que no empaña siquiera el aliento del agonizante.

104
LA VERD A D M ÁS H ERM O SA

Los periódicos de la época dieron poca importancia al suicidio de Fígaro. Apenas


si le dedicaron comentario alguno. Casi no se dieron por enterados. Azorín se
escandaliza de ello. La llamada Generación del 98 y la siguiente revisaron aquel
silencio como un proceso de insensibilidad española, de mal gusto. Así nos
reaparece Larra, a principios de nuestro siglo, como un espectro más, despertado
de entre los muertos. Como fantasma o sombra. Aquellos escritores señalados
recibían su visita nocturna como si Madrid, como si España entera, hubiese sido
el triste cementerio soñado por Fígaro el día de difuntos de 1836. Los nuevos
peregrinos en España absorbían el silencio sepulcral de las palabras románticas
del suicida como si todo lo demás no fuese ya otra cosa. -¡Silencio! ¡Silencio!,
clama Larra-. “Todo lo demás es silencio”, decía Hamlet al morir. Su melan­
cólico hamletismo evocaba “las armas maldecidas” del gran cronista español:
“ El frac elegante, la media de seda, el chaleco de tisú de oro” . Y peregrinaban
por el cementerio advirtiendo como fuegos fatuos el reflejo de aquellas palabras-
espejos, ideas-peregrinas, del romántico y melancólico escritor.
Hombres liberales, hombres libres -o liebres-, hombres peregrinos, pasearon
su hastío entre claras lunáticas de ilusión. Porque de ilusiones se vive, cuando
no se vive de verdad; cuando se vive de verdad de ilusiones se muere. Las ideas
más peregrinas, las más libres, o liebres, las ideas que corren, sobre ellos,
como sobre todas las cosas, no les alcanzarán. Los pasaron sin verles, los pa­
saron de listos. Evoquemos por ellas al hombre libre o liebre, peregrino en su
patria: Larra. Han pasado cien años. Volvamos a leer en él palabras como éstas:
“ Medítese aquí que estar parado cuando los demás andan, no es sólo estar
parado, es quedarse atrás, es perder terreno...”
“En el día numerosa juventud nacida como el cedro del Líbano en medio
de la tempestad se abalanza ansiosa a las fuentes del saber. ¿Y en qué mo­
mentos?.. .” ¡En qué momentos! “La literatura ha de resentirse de esta prodigiosa
revolución, de este inmenso progreso. En política el hombre no ve más que
intereses y derechos, es decir, verdades. En literatura no puede buscar, por
consiguiente, sino verdades. Y no se nos diga que la tendencia del siglo y el
espíritu de él, analíticos y positivos, llevan en sí mismos la muerte de la literatura,
no. Porque las pasiones en el hombre siempre serán verdades, porque la
imaginación misma, ¿qué es sino una verdad más hermosa?” ¡Idea peregrina!
La imaginación, “la verdad más hermosa” , le fue infiel a Larra. Le abandonó
al suicidio y al culto lunático de los ex suicidas.
“ Si nuestra antigua literatura fue en nuestro Siglo de Oro más brillante que
sólida, si murió después a manos de la intolerancia religiosa y de la tiranía
política, si no pudo renacer sino en andadores franceses y si se vio atajada por
las desgracias de la patria, ese mismo impulso extraño, esperamos que dentro

105
de poco podamos echar los cimientos de una literatura nueva que comprende­
mos, toda de verdad, como es de verdad nuestra sociedad, sin más regla que
esa verdad misma, sin más maestro que la naturaleza joven, en fin, como la
España que constituimos. Libertad en literatura, como en las artes, como en
la industria, como en el comercio, como en la conciencia.. “Rehusamos, pues,
lo que se llama en el día literatura entre nosotros; no queremos esa literatura
reducida a las galas del decir, al son de la rima, a entonar sonetos y odas de
circunstancias, que concede todo a la expresión y nada a la idea; sino una lite­
ratura hija de la experiencia y de la historia, y faro, por tanto, del porvenir,
estudiosa, analizadora, filosófica, profunda, pensándolo todo, diciéndolo todo
en prosa, en verso, al alcance de la multitud ignorante aún; apostólica y de
propaganda; enseñando verdades a aquellos a quienes interesa saberlas, mos­
trando al hombre, no como debe ser, sino como es, para conocerle; literatura,
en fin, expresión toda de la ciencia de la época, del progreso intelectual del
siglo...” ¿Ilusiones perdidas? ¿Juguetes del viento?
Han pasado cien años y estas palabras claras y sencillas de Larra toman ahora
para nosotros sabor de profecía. No sonriamos irónicamente al repetirlas, con
frívolo remilgo de desdén estético ante la ingenuidad de sus expresiones: “faro
del porvenir” , “ ciencia de la época” , “progreso intelectual del siglo...” .
Ahondemos por el contrario, en ellas, hasta encontrarles la raíz del humano
aliento que borren de la luna del espejo la imagen suicida empañándola de
verdad. “Porque las pasiones en el hombre siempre serán verdades. Porque la
imaginación misma, ¿qué es sino una verdad más hermosa?”
Traicionado, abandonado por la imaginación, su “verdad más hermosa”, Larra
cumplía el destino de su juventud suicidándose. Como otros, aquellos otros,
peregrinos suyos, antecesores nuestros en la vida intelectual española, lo cumplían
suicidándose a medias o medio suicidándose. ¡Fuerte sino el de Larra! ¡Débil
el de los ex suicidas! Prefirieron “al salto en las tinieblas el vagabundeo en el
vacío”. Pues hay algo peor que un fuerte destino para el hombre: un destino
débil, “fortalecer la vida es fortalecer la muerte” , cantó Walt Whitman.
Recordemos la lección clásica de nuestros poetas, que es como la de Shakespeare,
como la de los griegos, la lección trágica del mundo: sólo un destino fuerte
puede hacer fuerte nuestra libertad.

U N S IL E N C IO D E M U E R T E
Todo es disfraz de silencio
U nam uno

La luna clara del espejo de Larra dejó pasar por ella, como una sombra, la
palabra caída en su reflejo, el antifaz que descubría el rostro empalidecido,

106
la última mirada mortal del suicida. Pasó también sobre la cara del espejo en
nubecilla leve la humareda sutil del pistoletazo. La ilusión lunar de su quieta,
dura, fría superficie inmutable, se guardó para siempre el enigma humano del
romántico, peregrino español. Mas aquellas palabras que nos quedaron escritas
por su mano -interrogantes espejismos de lunático afán extraterrestre-, aquellas
que en su ansiedad de justicia, su angustia de verdad, nos lo reflejaban como
un auténtico español, ¿no se cuajaron, como su sangre muerta ante el espejo,
como la helada sombra especular misma, en su pregunta viva, en su melancólica,
irónica, inquieta afirmación interrogante de “ dónde está España” ?
¿Dónde está España? ¿Dónde está la España de Larra? ¿Dónde está nuestra
España?
Han pasado varios años más sobre los que señalaron coincidentes con nuestro
tiempo los últimos de Larra. España, “lejana y sola”, se nos aparece, como a
Fígaro, como un cementerio, un inmenso cementerio iluminado por la luna.
¿Por la luna del espejismo peregrino de Larra? Al parecer, no hallamos otro eco
a su pregunta española que el que él mismo encontró: “ ¡Silencio, silencio!” .
Hamlético silencio de muerte, silencio sepulcral. “The rest is silence.” Sólo el
silencio queda. Lo que queda, lo que nos queda, como única respuesta, ¿no es
más que el silencio de la muerte? ¿Y de su más allá?
¿Y eso queda de España, eso sólo nos queda? ¿El cementerio inmenso que
Larra viera? ¿Los grandes, enormes cementerios a la luz de la luna que un
siglo después, en fecha coincidente, ve también el poeta, el católico francés,
Georges Bernanos? ¿España es sólo un cementerio a la luz de la luna, un
cementerio con su paz sepulcral?
Manos delgadas, expertas, finas, manos melancólicas de muerte, apretaron
en las gargantas españolas hasta ahogarlos, el grito, el llanto, la voz viva...
¿No dejaron de España más que este silencio de muerte? Las manos que abrieron
al costado español esta honda herida, que abrieron toda España por ella, como
una inmensa fosa, ahora, como una fosa, ¿la vuelven a cerrar?
¡Grandes cementerios a la luz de la luna! ¡Inmenso cementerio España entera,
aún entreabierta herida, entreabierta fosa común, que tan a las claras celestes
nos responde, como Larra el suicida, con sólo un silencio de muerte! “¿Todo
es disfraz de silencio?”
IHies habrá que ver, que mirar a ese silencio, cara a cara; como miramos a
la cara del espejo lunar. Mirar, como quiera la profecía, y no escuchar tan sólo
a ese silencio, tendiendo el oír por la mirada, más allá de él, más allá de la
muerte, a la voz muda de la sangre que, como las estrellas, nos dice, nos canta,
la verdad. Que, si bien se mira, este silencio trágico español está cuajado por
la sangre como un hielo, como el hielo del espejo mortal. Y como un hielo se
puede romper, también, con la voz viva de esa misma sangre en nuestro oído;
con la voz de una sangre que el último aliento popular tornó divina.

10J
PO R NADA D E L M UN DO
(A N A R Q U IS M O Y C A T O L IC ISM O )

A
^ A . ún vive en mi recuerdo, fronterizo de la adolescencia, casi de la niñez,
aquel rincón de la librería de Pueyo, en Madrid, caída entre escombros (“cerrada
por derribo”) hace ya muchos años. Entre aquellos escombros, proféticos de los
que hoy encontraríamos al paso por el mismo sitio, los de la vieja guarida
romántica de nuestro primer anarquismo intelectual adquieren ahora, entre mis
recuerdos, una resonancia profunda.
No andaban muy lejanas, entonces, las sombras románticas de Mateo Morral,
Soledad Villafranca, Francisco Ferrer, el viejo Nakens. Vivas sombras aun
cuando yo buscaba entre los libros del casi agonizante Pueyo, apenas advertido
por unos ojillos escrutadores, parapetados tras la enorme nariz, nuevos
“ alimentos terrestres” a mis primeras inquietudes de espíritu; apetencia de
libertad, de verdad, de justicia, sucesora de una crisis de fe, de una juvenil
tribulación religiosa. Lecturas de Bakunin, Kropotkin Herzen... Poco antes,
E l desesperado, de León Bloy. Y, aparte, Dostoievski. De pronto, el chasquido
de un latigazo, sobre los ojos, cruzándome la cara; un grito: “ ¡Perros
anarquistas!” Como “perros judíos” . Como “perros cristianos” . Salta la sangre
al rostro. Vergüenza y dolor. Nietzsche. Un cristianismo confesado junto a
un anarquismo inconfesable, se sienten fustigados al mismo tiempo. La lectura
de Nietzsche, fulminante, fue el rayo y el trueno. ¿Tormenta pasajera? ¿Lluvia
primaveral? ¡Cuánto tiempo sin calma! ¡Tempestades beethovenianas en un
vaso de agua!
¡Temporal deshecho de mi vida! ¡Adolecer de todo! ¡Diminuto terremoto
mental, y sentimental, íntimo! ¡Fracaso autobabélico de cristales! ¡Diez años
de busca y rebusca, desasosegada, impaciente, por la que llamó un poeta (Juan
Ramón Jiménez) “espantosa edad media” de la juventud! Lecturas y lecturas.
Libros devorados con hambre espiritual pantagruélica. Y un pedazo de hielo
sobre la frente ardorosa, febril: el “Brant” de lbsen; “flor en tanto fuego helada”,
que diría nuestro Calderón. El dedo de esta poesía del Norte pulsa sobre mi
abierto corazón llagado la intensa fiebre. “ ¿No has oído decir que Dios ha
muerto?” Me arrojaba y clavaba como un dardo su angustia, Nietzsche. Pero
bajo la humareda del fuego ibseniano latía aún la brasa viva, palpitante como
el latente y patente testimonio humano de la sangre: “Dios es caridad” . Des­
pués, Kierkegaard. Y Unamuno.

109
Perros anarquistas como perros cristianos, ¿no serán los mismos perros con
collares distintos?

Muchos años más tarde morían juntos en Jaca, fusilados, casi sin causa, por el
agonizante fantasma del Estado monárquico, el de la sombría y mentirosa
restauración borbónica (caída entre escombros: “ cerrada por derribo”), dos
jóvenes oficiales españoles, leales a su palabra y a su hombría de bien; a su
amistad y decisión; a su buena voluntad humana: a su conducta. Morían
fraternalmente. Este único bautismo de sangre de la naciente o renaciente
República española entrelazaba dos entusiasmos inocentes: el del joven anar­
quista Fermín Galán y el del joven católico García Hernández. El anarquista y
el católico, juntos, daban su sangre por una misma causa. -¿Casi sin causa?-.
Por una misma cosa. Porque una “sola cosa importa” , dice el Evangelio. ¿Qué
cosa, qué causa pudo unir, o reunir, a estos dos jóvenes españoles hasta la muerte?
¿Juntar al anarquista y al católico, como dos perros para un mismo lobo? ¿O,
acaso, como dos perros para una misma luna?

La convivencia política del Estado y de la Iglesia durante la restauración


borbónica había corrompido mutuamente, en su ejercicio temporal, en su
administración y desarrollo público, ambas instituciones. Si es cierto, como
certeramente acusó José Ortega y Gasset de su “Delenda est Monarchia” , que
la restauración había mantenido su existencia por el halago a todos los vicios
nacionales, no lo es menos que la Iglesia católica en España, colaboradora
anarquizante de aquel Estado, había propagado y ampliado este halago vicioso,
esta corrupción nacional, llevándola hasta sus propios, extremados límites,
linderos ya de la inquietud religiosa del hombre. Si el Estado se había prosti­
tuido, la Iglesia, la organización eclesiástica de la Iglesia española, se había
profanado.
Casi todo el “orden sacerdotal” era clericalismo: desorden eclesiástico. Como
el orden público del Estado, desorden establecido forzosamente en la injusticia.
Por eso, aquellos hombres, aquellas juventudes, que, como la mía, sufrieron la
amarga inquietud y angustia espiritual religiosa, sólo encontraban en la aparien­
cia y tramoya de una Iglesia corrompida por el costumbrismo motivos estéticos
y morales de repugnancia viva. Aquel clericalismo absorbente, iniciado con la
decadencia de la casa de Austria y ya denunciado por Antonio Pérez, en su
“Norte de príncipes”, como una enfermedad mortal para los españoles, adquiría
a principios de nuestro siglo, por esa mutua convivencia que señalo entre Estado
e Iglesia, igualmente positivistas o positivizadas, igualmente antipopulares y,
por consiguiente, antirreligiosas, su grado máximo de efectividad corrompida
y corruptora. No sabemos quién servía a quién, o a quién servían ambos, en esa
mutua, recíproca convivencia pública de viciosas corrupciones. No sabemos

110
si lo sabemos demasiado. La Iglesia, por no estar separada, al contrario, por
estar injerta en el Estado, casi confundida con él, se corrompía por el Estado,
contagiándose o compartiendo con el Estado mismo la corrupción viciosa de
sus principios.
Pero ¿qué significaba esta Iglesia? ¿Qué significaba este Estado? La más
absoluta y totalizadora ausencia de autoridad moral, espiritual; la más extensa
y plena actividad pública anarquizante. “Sombra y mentira de España” -llamó
certeramente el poeta Maragall a aquel Estado-; “Sombra y mentira de Cristo”
pudo llamarse, paralelamente, a aquella mixtificada Iglesia.
No hubo una voz católica que proclamase a tiempo, entre nosotros, el Delenda
est Ecclessia, indispensable e ineludible para libertar a la verdadera Iglesia de
Cristo, en el tiempo, de esta terrible corrupción mortal de su administración
pública española en nuestro tiempo. El dominio preponderante de la Compañía
de Jesús, lejos de evitar tantos males, contribuyó poderosamente a acrecentarlos;
poniéndose al servicio de aquellas fuerzas capitalistas, opresoras seculares del
pueblo español; cultivando su situación de preponderancia económica en positivo
beneficio inmediato de orden oportunista; colocándose al nivel, en suma, al más
bajo nivel de la ignorancia e indiferencia religiosa de la burguesía adinerada.
Todas las demás órdenes religiosas, cada cual en lo suyo, colaboraban en este
escandaloso tráfico. Sobre todo en la explotación industrial, comercial, de la
llamada enseñanza religiosa; que no lo fue nunca: que fue siempre enseñanza
laica dada por religiosos. Colaboración anarquizante y remuneradora con el
Estado. Impopular y aun antipopular.
La separación de la Iglesia y el pueblo, en nuestra España, era un hecho de
gravedad y trascendencia mucho más honda que la formal separación entre la
Iglesia y el Estado, declarada al advenimiento, aún próximo, de la República
democrática española.

La Iglesia y el pueblo separados, ¿cuál es peor anarquía? ¿La de un pueblo


que quiere ser libre, justamente libre, independiente, verdadero? ¿O la de una
Iglesia sometida, que quiere o tiene que esclavizarse a los poderes de este
mundo, para tratar de someterlos y esclavizarlos? ¿Y a qué? ¿A la ley de Cristo?
Pues ¿de este modo se trata de imponerla, divina ley? ¿Por amor, y por amor
cristiano, se toman las armas? ¿Por caridad se hace la guerra, destruyendo
pueblos enteros, con ancianos, mujeres, niños, enfermos; asesinando a los
trabajadores indefensos; persiguiéndoles y ejecutándoles, después de haber­
los perseguido, con la crueldad más refinada y espantosa? “Venceréis” -les dijo
la voz verdadera del cristiano, agonizante Unamuno, ya en los linderos de la
muerte-. - “Venceréis, pero no convenceréis” -. ¿Y cuál es la misión de la Iglesia
cristiana, vencer o convencer? ¿El apostolado o la destrucción? ¿La muerte o
la vida? ¿La paz o la guerra?

ni
Es inútil que quieran velarnos con mentiras el sentido sencillamente popular
de la autoridad espiritual y divina de la Iglesia. Esa autoridad no es legítima,
ni eficaz siquiera, cuando se la confunde, para imponerla tiránicamente por la
fuerza, con la fuerza; y con la fuerza sólo, a su vez, ilegítima y anarquizante.
Es inútil que quieran arrojar a los ojos abiertos de nuestra fe las densas humaredas
acusadoras de las iglesias incendiadas en España. Las iglesias, los templos
incendiados en nuestro suelo, ofrecen su testimonio acusador más evidente
cuando se vuelven contra aquellos mismos que los profanaron utilizándolos
como arsenales de armas homicidas, después de haberlos convertido en el
instrumento antipopular de sus propagandas políticas. La Iglesia despoblada,
impopularizada en España, ¿por quién, o quiénes, lo había sido?

No lejos de aquel rincón romántico de la vieja librería de Pueyo, de la que ni


los escombros ya subsisten, se eleva, en mi recuerdo, otra ruina, entre escombros
recientes. Voy a citar aquí las mismas palabras con que, desde Madrid, en octubre
de 1936, le explicaba al director de Esprit, mi amigo Emmanuel Mounier, algo
sobre el incendio de una iglesia madrileña: la de San Luis, a que ahora me refiero,
en la calle de la Montera; no lejos, como digo, en mi memoria, de aquella cuna
o cobijo romántico de íntimos anarquismos incipientes.

“ Conocía yo muy bien aquella iglesia. La visitaba con frecuencia porque era
uno de los lugares más típicos y característicos de este costumbrismo católico
español, tan evidentemente anticristiano; el que en una degeneración sucesiva
de bellas supersticiones estéticas populares, por el culto de algunas imágenes,
había venido, poco a poco, en Madrid, en Toledo, en Granada, en Sevilla, en
tantos y tantos lugares de vieja tradición religiosa acostumbrada de los católicos,
a convertirse en una lamentable especulación comercial, supersticiosamente
inmoral, antiestética, sin salvar siquiera de su viejísimo sabor de reminiscencia
pagana el aspecto noble de la tradición conservada. En la iglesia de San Luis
se veneraba una imagen, del X V II creo, conocida antiguamente por el Cristo de
la Fe. Y digo antiguamente porque a partir de algunos años, veinte o treinta,
desde que yo la he conocido, la titulaban sus supersticiosos adoradores: el Cristo
del dinero. ¿Por qué? Porque rezarle con esta petición de dinero, entregándole,
naturalmente, una modesta cantidad en prenda, en testimonio de tal deseo,
era obtener, según sus creyentes (?), una riqueza casi segura. Contando con esto,
a la puerta de aquella iglesia se vendían décimos de la Lotería Nacional, que
eran cuidadosamente tocados, luego, por sus compradores a los pies del Cristo,
para que cayesen. Y en este supersticioso ritual coincidían las mujeres de vida
airada, próximas pobladoras de aquel barrio, con las futuras madres cristianas
que acudían también a la iglesia para rogar a otra conocida imagen de la misma,
ésta de bello título supersticioso: la Virgen del buen parto y de la buena leche, el

n2
poder obtener ambas cosas para su próxim o desembarazo. Añadiendo,
naturalmente, a esta petición, también otra: la del dinero, con o sin décimo de
lotería. A todo esto, el párroco de este templo, o al que correspondía este templo,
parece ser que no tenía sus cuentas muy claras con el Obispado en relación con
el famoso rendimiento en dinero del no menos famoso Cristo. Y parece ser que
este rendimiento no era muy escaso, a pesar de lo cual, el tal cura párroco (en
cuyo domicilio aparecieron luego numerosas joyas de aquella iglesia) había
montado a espaldas de la iglesia un pequeño negocio de alquiler de locales para
garaje; a espaldas de la iglesia, digo, pero en el mismo edificio, donde había
habitualmente, por eso, algunas cantidades de gasolina, que indudablemente
contribuyeron a facilitar el incendio. En uno de esos garajes encerró su coche
mucho tiempo una conocidísima bailarina madrileña llamada la Chelito, fa­
mosa por la obscenidad de su repertorio, que se exhibía en un frontón convertido
en teatrillo y muy próximo a la iglesia. También se dice que el consabido cura
párroco ejercía algún otro negocillo en el mismo edifìcio del templo, como el
tener montado un despacho para vender leche. No sé si en relación sugerida
por el culto a la imagen de la Virgen. ¡Y qué sé yo qué más! Todo, buen empleo
del adinerado rendimiento del castizo peticional al Cristo.
Hubo, en aquellos días, pequeños disturbios en Madrid, provocados por los
jóvenes fascistas de Falange Española. Unos cuantos mozalbetes entraron aquella
tarde en el templo de San Luis, que estaba casi totalmente vacío, precisamente
a aquella hora. Ninguna persona del templo pudo, por lo visto, avisar a tiempo
de haber evitado la fechoría. Y la iglesia ardió en unas horas : las que tardaron
sus incendiarios en prenderla. Dos o tres capillas ardieron aquella tarde en
Madrid del mismo modo. ¿Qué mano las prendía? Políticamente se hizo pábulo
escandaloso de ello; en su consecuencia tuvo, nada menos, que dimitir algún
ministro. Las clases de orden se llevaban las manos a la cabeza proclamando su
espanto. ¡Lasgentes de orden! Mas la pregunta quedaba en el aire, entre llamaradas
últimas, entre bocanadas de humo, desvaneciéndose. La pregunta mantenía
ya apenas su ardor entre el rescoldo. ¿Quién quemaba iglesias en España? ¿Qué
mano las prendía?
A pocos días de esto encontré en la calle a un joven sacerdote católico al
que mucho estimo. Hablé con él de aquellas quemas: le dije mis dudas sobre
su turbio origen de provocadoras maniobras. Me respondió, con profundo
sentimiento de la realidad española: “No se inquiete usted por averiguarlo: es
igual; para mí que la mano que ha prendido fuego a la iglesia de San Luis ha
sido la de un providencial designio; ha sido la mano de Dios” .
“Dios escribe derecho con líneas torcidas.” -Este viejo proverbio español que
gustaba citar santa Teresa, explica y justifica, a nuestro entender, muchas cosas.
Explicaría, y justificaría, sobrenaturalmente, la política internacional de la
Iglesia. Explicaría y justificaría, en principio, que la Iglesia de Cristo en el tiempo,

113
en el mundo, pueda vincularse, aparentemente, de este modo, a eso que se llama
política internacional.
Pero hay que descifrar por esas líneas torcidas de la historia, la recta voluntad
divina. (Dios parece anarquista. Y en una humorada de Chesterton le encontramos
simbolizado doblemente: como jefe de los anarquistas y, al mismo tiempo, de
la policía. Suprema paradoja anarquizante.)

Mas volvamos a nuestra cuestión esencial: la separación de la Iglesia cristiana


y el pueblo; o los pueblos de Dios. (Los pueblos siempre son de Dios; aunque
ellos no lo crean, ni lo quieran; y sus malos pastores no lo sepan, y hasta los
condenen por eso, con esta culpable, criminal ignorancia.) ¿La separación de
la Iglesia temporal y el pueblo es algo, exclusivamente, característicamente
español, en nuestro tiempo, o es sencillamente español el modo trágico, fogoso
y sangriento, pero claro, terriblemente claro y verdadero, en que el hecho de
esta separación nos ha planteado ahora, dramáticamente, a los españoles, su
interrogante?
¿No es ésta la hora, cuando autoridades eclesiásticas españolas toman las armas
-de hecho y de derecho (1)- por amor a Cristo, para imponer su ley, contra un pueblo
entero, entero y verdadero; no es ésta la hora de que en la conciencia cristiana
se plantee con toda claridad, a la luz de ese fuego y de esa sangre, cuáles son
los límites del anarquismo autoritario o autoridad anarquizante, esto es, cuál
es la verdadera frontera de la autoridad y respetabilidad de aquellas eclesiásticas
jerarquías?
Cuando la política internacional de Italia aparece tan cínicamente vinculada,
de modo inseparable, al parecer, con las representaciones italianas del Vaticano
en todos los países del mundo, ¿no es hora de que la conciencia cristiana de
cualquier hombre, en cualquier país, se plantee, claramente, cómo y hasta qué
límite su obediencia espiritual a la autoridad de la Iglesia no puede convertirse,
manejada por hábiles dedos, en el instrumento traicionero de su fe al servicio
de un Estado pagano, enemigo del cristianismo, bárbaro destructor de pueblos
en su sola, diabólica ambición tiránica de imperar?
¿Dónde está el anarquismo? ¿En un puñado de hombres indisciplinados, en
el pueblo, o en las instituciones públicas transformadas en fuerzas rebeldes de
opresión injusta, de destrucción y muerte?
¿No hay un ansia de anarquismo universal, estatal, totalizador, imperialista,
cesarista, que coincide con un catolicismo clericalmente corrompido, anárquico
y anarquizante?
Si el hombre libre quiere alzarse contra la Iglesia como contra el Estado,
¿es misión de la Iglesia acudir al Estado para someterlo? ¿o al apostolado
para convertirlo? ¿Al apostolado, hasta su mayor gloria, la del martirio? Y
donde la fuerza del Estado traiciona al pueblo, y el orden sacerdotal traiciona

114
a Cristo, desordenadamente, por la guerra, con el odio, con la violencia
destructora y homicida, bendiciendo sus armas, ofreciendo sus propias riquezas
escandalosas para comprarlas: ¿Cuál es, o dónde empieza la anarquía? ¿Y
dónde acabará?
Es hora de que a la conciencia cristiana de los hombres y de los pueblos se
planteen estas cuestiones vivas claramente. Sin servir, con su máscara sangrienta,
a intereses mortales de este mundo; que es el único enemigo que un apostolado
cristiano tiene que vencer, convencido. Con el amor, y por el amor, hasta la
muerte; hasta darse las vidas: sin quitarlas. Por el martirio, que es la finalidad
más alta, verdadera y pura del hombre religioso cristiano en este mundo.
Es hora de que los sacerdotes de la Iglesia de Cristo, desde sus más altas
jerarquías, prediquen las verdades de la vida y no las mentiras de la muerte.
A todo riesgo y coste. Es hora, sobre todo, y sobre todos, de que la conciencia
cristiana se pregunte, ante la dolorosa y magnífica verdad viva de nuestra
ensangrentada España, si la Iglesia de Cristo en Rom a puede mantener su
independencia y su libertad contra la nueva Roma imperialista; si los repre­
sentantes italianos del Papa en todos los países del mundo lo son del Papa
solamente; en una palabra, si la Iglesia cristiana en la Roma de Mussolini puede
seguir siendo católica y apostólica. Compatible con nuestro credo; o sea, con
nuestra fe y esperanza; con la caridad evangélica.
Ha habido un estado de anarquismo en España, natural consecuencia de aquel
anarquismo de Estado, que desde la restauración de la monarquía se nos imponía
a los españoles por la misma fuerza de sus naturales flaquezas. Y se nos impo­
nía combinado, entrelazado, amalgamado, con el anarquismo clerical: a favor
de las turbias corrientes supersticiosas de nuestro costumbrismo católico.
Anarquismo de Estado y estado de anarquismo nos cerraban España en un
solo, vicioso círculo sangriento. Sólo el pueblo podía romperlo. Sólo por el
pueblo podía hacerse la transfusión de sangre vivificadora. A la Iglesia como
al Estado. Muchas veces hemos recordado - y publicado en España- aquellas
estupendas palabras de santa Catalina de Siena ofreciéndonos la imagen de
la Iglesia de Cristo, en el mundo, en el tiempo -en su tiempo y en su mundo-,
apurada, exangüe, anémica: porque sus sacerdotes, religiosos, clérigos, obispos
-nos dice la santa con magnífica valentía- le chupan, como sanguijuelas, la
sangre; se alimentan de ella, engordan con ella; y la Iglesia palidece, decae,
se mustia por la culpa de sus malos pastores, bebedores materializados de la
sangre de Cristo. ¡Cuántas veces hemos evocado en nuestra España estas
terribles palabras acusadoras de la heroica santa! Estas palabras que la santa
quería decir a gritos para que llegasen a todos los oídos. Y aún llegan, actuales,
a los nuestros.
Una Iglesia despopularizada, Iglesia despoblada, es una Iglesia muerta. Y
corrompida. Una Iglesia muerta se corrompe materialmente de clericalismo. Pero

115
entiéndase bien: siempre que me refiero a una Iglesia muerta y corrompida, o
perseguida, me refiero exclusivamente a aquella parte de la Iglesia en el tiempo,
aquella parte de la organización social en el mundo, susceptible de pecar
mortalmente, de corromperse moralmente, o de ser vivamente perseguida. A
la Iglesia “cuerpo de pecado” . En modo alguno me refiero nunca a la total Iglesia
cristiana, visible e invisible, en la plenitud de los tiempos; al cuerpo místico y
divino de la Iglesia de Cristo, al orden de la caridad sobrenatural, en que creo,
en que espero, a que quiero pertenecer; en una palabra, al pueblo eterno de los
fieles: a la perdurable, permanente, revolucionaria y popular, espiritual, comunión
eterna de los santos. A la revelación de Cristo.

Por nada del mundo acepta Cristo la tentación diabólica. Es decir, porque el mundo,
todo en el mundo y todo el mundo, es nada. La nada es la totalización real de
este mundo. L a totalización de la nada es el imperio satánico de este mundo.
Cristo lo rechaza. Su imperio, su reino no es del mundo; de este mundo. Porque
es Él el Hijo del Hombre: y todo es divino para El. Porque es Él, el Hijo de
Dios: y todo le es humano. El misterio de Jesús ahonda sus raíces en la negación
de este mundo. El cristiano, en su nueva vida, misteriosa, rechaza la nada,
aparentemente divina, del mundo, porque acepta la totalidad, la plenitud,
realmente humana, de su Dios. Por nada del mundo un cristiano acepta la tentación
diabólica: el imperio o dominio del mundo.
Este mundo plenipotenciario de la nada que se llama Imperio o Estado totalizador,
es el que al totalizar la nada lo aniquila todo. Su nombre actual es fascismo. Contra
él se levantan dos afirmaciones extremas, para negarlo: la del Cristianismo, por
principio; la del anarquista, por finalidad. La finalidad, el objeto, o el objetivo,
del anarquista es la negación del Estado; todo lo contrario del Estado-negación
fascista es la negación anarquista del Estado. (“¿Por qué ser y no más bien nada?”,
pregunta el metafísico del fascismo angustiado y angustioso, del nacional­
socialismo alemán: el filósofo de la nada, Heidegger; y añade: “La nada no nace
de la negación, sino la negación de la nada” .) Pero, entonces (los extremos se
tocan), fascismo y anarquismo, ¿no tendrán, por así decirlo, un mismo peso
en el vacío, en su vacío total o totalizador? Los extremos se tocan, en el hombre.
El Estado-totalizador, el fascismo, aniquila al hombre con la plena vaciedad del
Estado. El anarquismo aniquila al Estado con la plenitud -¿vacía?- del hombre.
“Vanidad de vanidades y todo vanidad.” Y “ si al hombre se le quita la vanidad,
¿qué le queda?” -pregunta Goethe-. Le queda Dios. O le queda el Estado. ¿Todo
o nada? El Estado sin hombre o el hombre sin Estado, o sea, divinización del
Estado: “ídolo feo” ; o divinización del hombre: “Bella superstición” . En ambos
casos, por su misma contrariedad y contradicción, coinciden el ángel y la bes­
tia. Por la salvación de este mundo; que, para el cristiano, no tiene salvación.
El juicio fin al en que acaba el mundo, para el cristiano, es el principio de su

116
revelación: que es su revolución. Por eso, por principio, decíamos, el cristiano
no actuará jamás su vida, no la dará -o deberá darla- jamás, “ por nada del
mundo” ; esto es, que no la verificará jamás, en el tiempo, por nada del mundo
temporal por nada de este mundo. Sino por Dios. Su verdad y su vida son Cristo,
para el cristiano. Su camino y su luz. Por nada del mundo podrá negar esta verdad,
esta vida, este camino. Por nada del mundo podrá negar su luz- Su revelación
revolucionaria del mundo. Su revolución reveladora de Dios. Su “cielo abierto”,
en suma; su apocalíptica iluminación. Su invisible luz. No olvidemos que nuestra
inmortal mística, nuestra santa Teresa popular, era para el pueblo, y por el
pueblo, una alumbrada. “Y sólo así, a bulto -y porque nos lo dice la fe - escribía:
sabemos que tenemos alma.” A bulto, toparon con la Iglesia nuestros don Quijote
y Sancho Panza en la oscuridad. -¿Para romperse el alma?-. “ Con la Iglesia
hemos topado, Sancho” -exclam a don Quijote-. ¿Con qué oscura Iglesia
invisible? ¿Con qué clara verdad? ¿Con qué templo como una verdad? ¿Con
qué especie de alma, en suma, totalizadora de la verdad; alma en pena de
corrupción o de persecución, humana o divina? ¿Con qué Iglesia desanimada,
de este mundo, desenmascarada de mundanidad? Don Quijote y Sancho, como
santa Teresa, parecen anarquistas, cuando son cristianos.

El peligro de la Iglesia católica, en este mundo, es el que presentían Cervantes y


santa Teresa -contemporáneos de la Reforma, y no por cierto contrarreformistas,
sino revolucionarios; revolucionarios de verdad, de la verdad-, el riesgo de
la Iglesia en el mundo y por el mundo es el de parecer cristiana y ser anarquista.
Es éste el desquiciamiento de la Iglesia de Cristo en el tiempo, soñado o visto en
sueños por santo Domingo: su aceptación diabólica de todo el mundo, por todo
el mundo y para todo el mundo. De todo y por todo lo que no es ni puede ser cristiano
porque no es pueblo -porque no es, o porque es nada; porque es y sólo puede ser
mundano.
Por todas las gentes, en lugar de todos los pueblos. Es la Iglesia anarquista y
anarquizante. Esclava de imperar. Ancilla Mundi. Cuando todo el mundo es -o
se hace, o se dice- católico, es porque nadie es ya cristiano; porque el hombre
ya no es cristiano.
Persecución o corrupción, se hace entonces el dilema trágico de la Iglesia
de Cristo en el mundo, en el tiempo. En este mundo, en este tiempo. La corrup­
ción es obra de la muerte. La corrupción denuncia la muerte. La persecución,
por el contrario, la vida. Una Iglesia corrompida es una Iglesia muerta. Pero
como en todo lo muerto, defienden su vida los gusanos. “ Sus gusanos no mue­
ren” , clama el profeta Isaías. Una Iglesia corrompida de clericalismos ofrece
abundante pasto mortal a sus gusanos: que no perecerán, de ese modo. El
clericalismo es la gusanera de la Iglesia mortal. Entre persecución y corrupción
de la Iglesia de Cristo en el tiempo, las altas jerarquías de la gusanera clerical

117
elegirán probablemente siempre la corrupción mortal que las alimenta; mas
para la conciencia cristiana, desde san Pablo, el perseguidor perseguido,
persecución en vida.

Para la conciencia cristiana, todo lo que se genera en el tiempo se corrompe


en el tiempo. La Iglesia de Cristo en el mundo, en el tiempo, llamada a
desaparecer en el tiempo y con este mundo -y aun antes que él, según la profecía
apocalíptica-, se corrompe en la historia por aquellas raíces vivificadoras y
mortales que la aprisionan a la historia; por el tiempo que pasa, o los tiempos
que pasan, que corren pasajeros. ¡M al tiempo o malos tiempos pasamos,
corremos, los creyentes católicos en el mundo! ¿Pues, qué tiempos no fueron
malos? ¿Dónde encontrar, con ellos o por ellos -si no contra ellos-, afirmación
y ratificación de nuestra esperanza, de nuestra fe? Seguramente que no en las
palabras de este mundo, en las palabras de este tiempo; de nuestro tiempo
pasajero. “La figura del mundo pasa.” “Y sólo el amor quedará” : la palabra
divina. Nuestra esperanza, nuestra fe, que es por el oído, según san Pablo, está
como el oído en la palabra de Dios y es, como el oído, por la palabra de Dios.
Nuestro oído abierto a la fe como a una luz sobrenatural invisible, porque
cegó primero nuestros ojos, oyó, como el apóstol, la palabra divina del amor:
“¿Por qué me persigues?” .
Cuando aquella ira, aquella cólera popular española, que determinó en nues­
tra historia el sentido y la razón de nuestro pensamiento, se levanta de nuevo,
con sordo clamor entrañable de mar secreto, ¿se levanta desbordándose en
furiosa embestida, al parecer, alzándose contra la Iglesia temporal de Cristo?
¿No es terrible belleza acusadora -como antes dije- la de nuestros templos in­
cendiados? Expresión barroca, exhaustiva de aquel pensamiento, inmortalizado
en el tiempo, en el mundo, por santa Teresa, Lope, Quevedo, Calderón; por
el lenguaje temporal humano de nuestro colérico pueblo español. Aquella cólera
en el mundo, o por el mundo, en el tiempo o por el tiempo; aquella ira creado­
ra en el correr de los tiempos mismos de nuestro pensamiento religioso, de
nuestro lenguaje popular, que es su expresión humana, por divina (voxpopuli,
vox Dei); aquella misma, colérica impaciencia reveladora y revolucionaria de
nuestro ser, de nuestra sangre, ¿se alzará ahora, de nuevo, enfurecida, contra
su ser mismo? La palabra que fue oración ¿se hará blasfemia?
“Pueblo mío, pueblo mío. ¿Por qué me persigues? ¿Qué te hice?” , canta por
Cristo nuestra Iglesia católica en su liturgia.
Cuando en su soledad agónica contempla el cristiano, ante el mundo
desesperado (mundo llamado a desesperar como llamado a desaparecer), su
propio ser íntimo, desgarrado sangrientamente, tiene que volver sus oídos,
cerrando los ojos a la sangre, hacia aquella voz misma, voz popular sangrienta,
que aun hasta en la blasfemia o por la blasfemia, por ser voz divina, clama el

n8
cielo. Y esa voz la siente el cristiano en el latido de su propia sangre, en comunión
humana con la sangre inocente de su pueblo.
Enemigos del pueblo español, unos militares traidores a su Estado y a su
Nación, unos clérigos y obispos sacrilegos, vertieron esta sangre inocente. La
protesta colérica de esa sangre se alzó con tan fuerte violencia contra sus asesinos,
que de tan violentamente levantada, parecía, contra el cielo, alzarse contra Dios
mismo. Parecía anarquista y era cristiana.
“ Pueblo mío, pueblo mío. ¿Por qué me persigues?” -clamó la voz divina del
amor, la voz deljusto. Y aquella cólera, justamente, fue a romperse como espuma
sangrienta contra la quilla fantasmal de una Iglesia, embarcación borracha de
este mundo, que quería traspasar contra su corriente revolucionaria y reveladora
el temporal deshecho de la historia.
Al parecer, y según se dice, una parte anarquista del pueblo español,
encolerizado, sintiendo el peligro más hondo para su ser, el de su libertad y su
independencia en trance de mortal agonía, clamó en su propia sangre, que,
vertida inocente, como la de Cristo, fue libertadora de toda sangre por la palabra.
¿Y blasfemó? ¿Negó como el apóstol? ¿Y al chocar contra el Santo Nombre
de Dios fue arrastrando, como caída, a todos aquellos que la provocaron
injustamente? ¿A los que, peor que la blasfemia, habían puesto, sacrilegos, en
el vacío de la muerte, de ese mundo de muerte, el nombre de Dios, su santo
nombre? ¿A los que habían traicionado a su Dios por el perjurio? ¿A los que
habían tomado el nombre de Dios sanguinariamente en vano? Trágicamente
en vano. Porque la vanidad humana, cuando se ahonda de ese modo mortal
en el tiempo, es siempre trágica: máscara del mundo, de la muerte; máscara del
crimen; en definitiva, deicida. Máscara de Satán.

Los malos pastores que abandonaron primero, traicionando y persiguiendo


después -con fútiles pretextos ideológicos: con mentiras mortales-, al pueblo
español, a todos los pueblos de España, a todos esos pueblos de Dios, tienen
hoy sus manos manchadas con su sangre. Y son esas mismas manos, sacrilegas,
las que puestas en la Víctima Santa, al consagrar, redimen, sin saberlo, aquella
sangre popular inocente: porque la juntan con la de su Dios en el Sacrificio.
Sublime misterio de nuestra fe, de nuestra esperanza. Consuelo de todos los
creyentes católicos, que hemos querido permanecer fieles a la paz de Cristo:
al mandamiento de su amor; al orden de su caridad. Ahora es, para nosotros,
esa sangre, redentora y redimida, la que cumple, más allá de este tiempo, y de
este mundo, más allá de la muerte, en la plenitud de los tiempos esperada, la
palabra divina. Palabra de libertad y de justicia; de vida y esperanza. La pala­
bra de Dios, que por la sangre, tan injustamente vertida, grita con la voz muda
de esa misma sangre popular derramada.

”9
CANTE HONDO

-Z—Vra frecuente, habitual en gran parte de Andalucía, llamarle “duende” a


un cierto sentido del misterio que ofrece a éste una singular significación. Una
cosa tiene misterio, tiene “duende” para el andaluz, cuando parece que se mueve
en ella algo que es más que alma o espiritualidad indefinible, algo que le presta
un “no sé qué” de extraño y estremecedor, de oculto, de profundo, y a la par,
inasible, huidero. El poeta Federico García Lorca supo admirablemente advertir
lo que importa para la poesía ese “ espiritillo sutil” , “misterio escondido” , que
diría Cervantes (que lo puso en su “Gitanilla”), ese extrañísimo estremecimiento.
Ese misterio de índole singular es el que tiene, para los andaluces, en el cante,
en el baile, en el toreo, un “no sé qué” , que se le añade, y trasciende las propias
virtudes de cada una de esas artes -las “artes mágicas del vuelo” , para decirlo
con el verso de Lope- que son el toreo, el cante, y el baile andaluces cuando
se dejan traspasar por ese misterio indefinible; que no es sólo la “gracia”, aunque
cuente con ella, como colaboradora inefable; que no es la “inspiración” o la
Musa o el Angel, como nos dijo el propio poeta granadino. No. Ni “ ángel
andaluz” , ni Musa griega: “Duende” . El cantaor Manuel Torres decía del cante
que no es bueno ni malo de por sí, sino “por el gusanillo que se le mete dentro” .
Ese gusanillo que se le mete dentro al cante andaluz, o al baile, o al toreo, se
le mete también a los versos de sus poetas, antiguos y modernos, clásicos,
románticos, actuales... Tiene “duende”, y no solamente “ángel” y “musarañería”
(que ésta es otra la musaraña, y no la Musa griega), la poesía andaluza clasico-
barroca de estirpe sevillana tradicional, culta y popular, desde el Renacimiento,
desde el Divino Herrera (que por eso lo fue: divino) y sus seguidores en la
escuela poética sevillana; como sus otros congéneres andaluces, sobre todo
Góngora, el cordobés, y sus secuaces en toda Andalucía (en Granada, en
Antequera...). Tiene “duende” , y no sólo “gracia”, “ángel” , “musa” o “musaraña”,
esta poesía andaluza, andalucísima, que cuando llega a los románticos -Rivas,
Bécquer, Ferrán... - cuando toca, sobre todo, tan vivamente a lo popular, como
en Ferrán y en Bécquer, traspasa la “musarañería” de su romántica “inspiración
alemana” con ese nuevo y distinto estremecimiento del “duende” , como de la
“gracia” y el “ ángel” andaluces. En Lorca, en Alberti, en Antonio Machado,
podemos comprobarlo también. Pues, ¿qué tierra es esta andaluza donde, como
en sus “bailaores” y “cantaores”, en sus toreros y poetas, no es lo que más cuenta

121
el dominio y la maestría ejemplares en su arte, o artes correspondientes, sino
aquella “musarañería” singularísima de su “duende” , que añade a su “ ángel” ,
a su “gracia” , naturales y sobrenaturales, otro dejo, otro acento, tan hondo,
tan extraño, tan secreto y vivo y perceptible a la vez, como sentido de su especial
y singular hechizo o encantamiento, inconfundible, inexplicable, mágicamente
incomprensible?
Andalucía tiene profundísimas raíces laberínticas de múltiples civilizaciones
milenarias. Por esa perspectiva histórica, intra-histórica, que se nos pierde en
imposibles lejanías, trata el filósofo, de procedencia andaluza, José Ortega y
Gasset, de explicarnos sus íntimos secretos vivos. Y nos habla de un Paraíso.
De una tierra paradisíaca, donde a sus habitantes les basta y sobra con vivir, y
sentirse vivir de tal modo. Nos habla el filósofo de un “ideal vegetativo” de
los andaluces. “ Ser andaluz -nos d ice- es convivir con la tierra andaluza,
responder a sus gracias cósmicas, ser dócil a sus inspiraciones atmosféricas.”
Pero en este paraíso de la tierra andaluza hay algo más que esa “idealidad
vegetal” que nos pinta el filósofo. En este paraíso (“cerrado para muchos, abierto
para pocos” como sus jardines gongorinos) hay algo más que la serpiente
tentadora de graciosa ondulación terrenal, femenina y cósmica; hay algo que
se yergue, altivo, poderoso, dominador, con ímpetu oscuro y sed de infernales
apetencias fogosas; algo más que la serpiente demoníaca o diabólica; algo que,
porque tiene cuernos, puede parecem os también satánico: hay el toro. El
toro bravo. Un toro que es como un fantasma de espanto, pero también de
maravilla (por la sorprendente concentración impetuosa de su lumbre); un toro
que arremete y penetra con su violencia dominadora hasta entrársenos por el
pecho para herirnos mortalmente en el corazón. Por eso, la versión que nos
ofrece el filósofo de Andalucía nos parece justa, certera y acertada, pero no
bastante para encerrar en ella esa profunda emoción mágica que la envuelve;
ese secreto oscuro y penetrante de su ser; ese misteriosísimo sentido que la
traspasa y la trasciende de significación singular, más allá o más acá, de sí
misma, y que junta al sentir perezoso de su apariencia paradisíaca esa otra
honda, “jonda” , voz que es grito y es canto; voz en grito (¡eh!...; ¡toro, toro...!)
o quejido o gemido, ansioso, angustiado, agonizante, en que se ensombrece
su canto, quejido, gemido o aliento, respiro apenas suspirante; entremetiéndose
por un laberíntico empeño oscuro que entraña ese gusanillo mortal -duende,
ángel, gracia...- específicamente andaluz. Y ese grito enmudece a veces por
su espanto. Otras se levanta, como el surtidor, graciosamente, en reboleras
de agua, luminosas como las del luciente capote burlando la embestida sombría
del tenebroso toro. Pero siempre esa voz, ese acento, tiene cadencias misteriosas,
“ que el aire dilata en las sombras”, como las del himno “ extraño y gigante”
que se rompió en los versos estremecidos del poeta romántico sevillano. Esa
voz tiene “duende” :

122
“Espíritu sin nombre
indefinible esencia” .

¿Qué hay de este espíritu, de esa esencia, inefable, indefinible, en las imágenes
mudas que en este libro se nos ofrecen, vivas, de Andalucía? Vemos, de pronto,
rostros de humana belleza o fealdad que expresan, como un eco, aquellas
secretas cadencias misteriosas de lo andaluz; rostros detenidos en el tiempo,
extasiados por una pereza profunda que los hechiza, los encanta, los paraliza
en un solo gesto expresivísimo, exagerado, de una emoción, de un pensamiento.
Y hay en esos rostros, viejos y jóvenes o niños, una como infinita tristeza,
enmascarada, a veces, hasta de la vulgaridad más atroz; es como un reproche
de abandono, de soledad, de soledades inconfundibles. Aunque lo son “ en
soledad confusa” , según dice el verso gongorino, como así se nos aparecen.
Porque, al parecer, son apariciones, fantasmas, máscaras, de un solitario,
doloroso, angustioso vacío interior. Bernanos nos ha hablado de ese vacío
que oculta como una máscara el vivo rostro humano, que él considera hermoso,
de los campesinos españoles. Entre esos rostros, hermosos y feos, entre esas
enmascaradoras fisonomías de serena o inquieta espiritualidad o animalidad
extremadas, se extiende un paisaje de ciudad, de campo, expresivo de
semejantes soledades perezosas. Todo parece que quiere soñar o dormir en
estas tierras y ciudades de Andalucía “sin voluntad ninguna” , como para el
poeta que se dijo tener “ alma de nardo”, de arábiga estirpe andaluza (Manuel
Machado, o Ju an Ramón Jim én ez...). Es el “fantasma irrisorio” que besa un
nardo en el poemilla de Antonio Machado, profético del español bernanosiano
que también besa esa flor, a la luz de la luna, entre las tumbas de un inmenso,
desolado cementerio nocturno. La consideración de la muerte hace soñar y
hace dormir al andaluz, que no la teme de ese modo; o que la elude a lo torero,
“echándose el alma a la espalda” como el capote, o éste al suelo; echándose
sobre él y durmiendo o soñando solo. Solo con su sueño o sus sueños... o su
perezoso duermevela. Pero el que no duerme, ni sueña, es el toro. El toro,
que dicen supersticiosamente los toreros andaluces que tienen toda la noche
debajo de la cama en la víspera de la “ corrida” para no dejarles dormir. El
que no se duerme o no se sueña nunca es el toro. Y en el Paraíso de Andalucía,
como en el ruedo de la plaza, el que manda es él, aunque eso le cueste la
vida. Ni siquiera manda la serpiente, ni, por la serpiente, la mujer. Y eso en
la tierra que se llama “de María Santísima” , donde priva el culto a su humana
divinidad, a su virginal maternidad, perpetuándose, como figuración acari­
ciadora de la súplica del dolor humano, en la Purísima o Inmaculada visión
murillesca; la apocalíptica, reveladora imagen de María, que no solamente pisa
la cabeza satánica de la serpiente, sino los dos cuernos luminosos, lunáticos,
de un invisible, poderoso, orgulloso, satánico... toro bravo andaluz.

123
Ojeando las imágenes de este libro, estampas momentáneas, instantáneas,
de una realidad andaluza actual, muy expresa y expresivamente enfocada en
sus pareceres o apareceres -apariciones- más humanas, vemos, a veces con
espanto, otras con asombro y maravilla, la presencia del andaluz ratificando
con su aire, con su rostro o sus figuraciones enmascaradoras, esa que allá se dice
“gracia”, duendística y musarañera, y que, más que respondemos, nos interroga,
serena o angustiosamente.
Hay en estas vivas imágenes andaluzas una intensidad de expresión que parece
que las exagera, como si la cámara, la lenta captadora de su viva luminosidad,
se hubiera contagiado de andalucismo. En toda España tienen los andaluces
fama de exagerados y hasta de mentirosos. En su amabilidad social, de zalameros.
Superficialmente es así o puede parecerlo. Pero si ahondamos un poquito en
la interpretación de esta apariencia, como en todo el mundo apariencial andaluz
-a l parecer tan leve en la tristeza como en la alegría- advertiremos que la
Andalucía profunda expresa en esos modos característicos de su ser lo más
poderoso de sí misma, su ímpetu creador imaginativo que transforma las
realidades aparentes en hondas simas, como abismos, de dolor, o goce, de alegría
o pena. El andaluz no exagera, no miente, no halaga a los demás con su delicada
y finísima cortesía, tan excepcional en España, sino que, al percibirlo todo
mágicamente, lo transfigura. Hace siempre poesía, aun sin saberlo. Vive en
constante estado metafórico como si dijera e hiciese siempre una cosa por
otra. Pero, entiéndase bien, esto no es un juego tramposo, sino, por el contrario,
el más puro, inexorable intento de veracidad, que pueda darse. Una veracidad
de poesía a cuyo contacto percibimos, inmediatamente, como exageración o
mentira, como halagadora seducción formal, la comunicación espiritual que tan
vivamente establece. Por eso resulta a primera vista paradójica en el andaluz
(su poesía, su pintura, su música, lo expresan significativamente de este modo)
esa exageración aparente que se expresa para expresarse en un limpio estilo tan
dominado, tan contenido, tan exacto, como el ímpetu poderoso del toro en la
rectitud de su embestida. Todo gran artista andaluz tiene estilo torero. Y esto
puede ejemplarizarse fácilmente desde Séneca, primitivo iniciador universal de
ese estilo (que es estilo de toro bravo) hasta Falla, Picasso, García L orca... sus
mejores ejecutores últimos, aún recientes. Y a esto es a lo que ha llamado otro
poeta andaluz contemporáneo, Ju an Ram ón Jim énez, universalidad de lo
andaluz. La universalidad de lo andaluz parecería imponerse fuera de España
con un acento tan marcado que se confunde a veces con lo español absolu­
to, con protesta indignada de los demás españoles, más recatados, o suspicaces,
más encerrados o aislados en sus particularismos propios. Se confunde lo
específicamente andaluz con una falsa españolidad o españolismo que se llama
allí “de pandereta” . Y de lo cual quienes menos culpa tienen son los andaluces,
que aunque los haya “ andalucistas” y que se disfrazan de serlo, son los menos

)2 4
y nunca alcanzan esa universalidad que decimos. Fuera de España las voces que
más vivamente han llegado a alcanzar en nuestro tiempo esa comprobación
universal de lo español, son voces andaluzas. Basta decir los nombres de Falla,
Picasso y Federico García Lorca, para comprenderlo. Porque no es Albéniz,
es Falla; y no es Gutiérrez Solana, es Picasso; y no es Unamuno, es Federico
García Lorca; son esos andaluces universales los que comunican a Europa, al
mundo, el significado más hondo, más puro y más vivo de lo español, en la
música, en la pintura, en la poesía. Los que nos ofrecen una percepción mágica
de lo español que es la más viva y verdadera para el conocimiento o entendi­
miento real de España.
En estas vivas y vivaces imágenes andaluzas actuales, momentáneas, hay,
decimos, tal intensidad de expresión, que nos parecen exageradas; y diríamos
que el objetivo miente para halagarnos y para horrorizarnos -que de todo hay-,
al saltarnos tan vivamente a los ojos. Hasta los rincones más quietos parecen
decirnos con su silencio tanto (¡y con tanta pena o alegría!) que nos parece, en
esos silencios, como si escucháramos la voz del “cantaor” que los expresa -que
los exprim e-, como si viéramos o entreviéramos en sus soledades, pobladas
de fantasmas humanos (a veces tan aparentemente muertos, disfrazados,
enmascarados de vivientes) la silueta torera o “bailaora” que acaba de escapar
para darnos esa ilusión de su invisible huella, desaparecida, de su imposible
hallazgo. Hay “ duende” y “musaraña” andaluces en muchas de estas vivas
imágenes instantáneas de Andalucía. Y hay que abandonarse a esa emoción
extraña que nos transmiten para sentirnos cerca de ese mundo andaluz, que han
recogido tan fugazmente al paso. Muchas veces desconcertante. Porque parecen
mentira pero son verdad; son de verdad, estas bellas y atroces figuraciones vivas
que estamos viendo.
Se ha solido decir que hay dos Españas, que España es una dualidad enemiga,
que pelea, que agoniza consigo misma. Dos Españas; una mentirosa, otra
verdadera; y que cada una de las dos pugna, desde siglos, por hacer desaparecer
a la otra sin conseguirlo. Que por eso nos recordaba siempre Unamuno aquel
verso latino del español andaluz, Lucano, en su “Farsalia”, en el que hace alusión
a una constante “guerra civil” entre españoles, que es más -dice el poeta-, mucho
“más que guerra civil” ; porque es como un trágico destino común, una fatalidad
que respondiese a una entrañable, ineludible, paradójica, afirmación mortal
de la vida. También se suele decir, cuando no sencillamente darlo a entender
para no decirlo, que hay dos Andalucías. Pero ni hay dos Españas, ni hay dos
Andalucías. Lo que hay, tal vez, en España, en Andalucía más expreso y visible
que en parte alguna, es una máscara y un rostro. Como en la poesía: en la que
también veía el sevillano Bécquer esa dualidad que le hizo afirmar, a su vez,
de este modo, que en España había dos poesías. Y lo que hay, es una máscara
y un rostro de la poesía: pero de una misma poesía. Andalucía nos ofrece a

'25
los ojos - y a los oídos- esa poética dualidad vivísima: la de una máscara y
un rostro, que se superponen o se separan y que, a veces, cuando se juntan,
se ajustan de tal modo los dos -o se ciñe tanto la máscara al rostro vivo - que
parecen ambos identificarse en ese empeño como si buscasen una sola expresión
intensificada de sí mismos. Pero esta aparente identidad del rostro y la máscara
en lo andaluz, no es como la que dijo Byron de Venecia: “ el rostro de Venecia
es la máscara” . No. La máscara no es el rostro de Andalucía. (El D on ju án de
Byron parece un andaluz enmascarado de veneciano.) Pero en lo andaluz
hay una máscara que a veces se hace transparente cuando el andaluz ciñéndola
tanto a su rostro vivo le da esa lucidez, esa claridad. Así, por el arte, por la
poesía. Así, de una manera más brutal y más pura tal vez, más viva, en “las
artes mágicas del vuelo” como, repetimos, con el admirable verso de Lope se
pueden denominar el cante, el baile y el toreo andaluces. Este último,
específicamente andaluz, y dándoles a los otros dos la elegancia intelectual
peculiarísima de su propio estilo. Porque en él, en el toreo, se les ofrece al baile
y al cante andaluces su lenguaje más luminoso; el de la más oscura pasión
-desde las tenebrosidades fisiológicas del instinto generador o mortal de su
erotismo hasta el latido de la sombra que palpita en su sentimiento del amor-.
En el toreo se transparenta, efectivamente, por la máscara que se nos figura
de sí mismo, ese fantasma humano del tiempo que es el torero vestido de
luces de torear, como lo es el sacerdote revestido para la liturgia sagrada en
el sacrificio de la misa, o el clown, encendido también luminosamente en su
burla sin sangre. Aquí la máscara y el rostro, ceñidos, digo, tan apretadamente
el uno al otro por esa aparente identificación (toreo, baile, cante...) hablan
un lenguaje andaluz tan puro que se nos revela por su esencia y su forma
apariencial más profunda como en un agua quieta. Y, precisamente porque
en esa aparente calma se nos expresa, transparentándose, la más angustiosa
inquietud. (El que torea, el que baila en andaluz, apenas se mueve, se está quieto
-o nos lo parece-; como el que canta “hondo” , extasiando en la voz, de esa
manera, su temblor, su estremecido gemido o grito, que enmudece de espanto
o asombro al que lo escucha por lo que se le abre con él de honda sima, de
aspecto abismático, al silencio.) Aparente calma. Esas dos imágenes que se
juntan hasta parecer confundirse la una con la otra (la máscara y el rostro, el
torero y el toro, la bailaora con su sombra, el cantaor con su eco o sus ecos)
son una sola imagen solitaria, del hombre en su agonía, en su lucha interior,
la que lleva consigo mismo por esa dualidad que le expresa, exprimiéndole
efectivamente, en la palabra, en la voz, en el cante y baile, que él lleva
invisiblemente “toreado” de ese modo, como el torero al toro. En el cante y
el baile andaluces hay siempre un toro invisible que es el que manda en él. Y
en la honda poesía de todas las artes consecuentes con ese estilo andalucísimo,
se nos manifiesta igualmente: en la música de Falla y en la pintura de Picasso;

12 6
como en la poesía de Antonio Machado y Federico García Lorca. Porque el
poeta andaluz (pintor o músico, poeta siempre) tiene ante la vida y ante la
muerte una actitud torera. El D o n ju án español (y D o n ju án no puede ser
más que español) es un andaluz. Y es un torero del amor, como Séneca, su
profètico antecesor magistral, lo fue de la verdad o de la virtud según Nietzsche.
Y es que el andaluz lucha (agoniza), pelea consigo mismo hasta cuando calla.
Cuando habla o canta o baila o torea, pelea con el cante, con el baile, con lo
que sea (el pintor con la pintura, el poeta con la poesía - Picasso, Lorca...)
como el torero con el toro. El “cantor” con su toro, eco, sombra... La bailaora
con su toro, sombra, eco... Y todos con ese sentimiento de la vida que es -como
lo dijo Unamuno- pensamiento en conmoción. Pensamiento que se estremece.
(“Cuando el pensamiento se hace más profundo, canta” , decía Carlyle, profeta
de silencios.) “Sentir es pensar temblando” , escribí una vez. Añadiendo en
consonante rima: ¿y hasta cuándo? Pues, hasta que quiere el toro.
Este cantar hondo andaluz, este profundo canto y cante de lo andaluz (y no
solamente del andaluz porque en Andalucía parece que todo está cantando
siempre, el paisaje, las casas, las cosas...) canto y cante más allá de eso
-instrumental, que diría Mallarmé que nosotros llamamos música-, se expresa
en las formas vivas más insospechadas: en una mirada, en un gesto, como en
una voz rota (en el cante se dice rajar la voz), cortada o entrecortada, alegre o
sollozante; como en el cantar, en la copla que entreteje, musarañera, lo “hondo”
de su sentido y duende. Por eso decimos que su rostro no es máscara aunque
se enmascare de sombra o de luz. Porque lo que nos dice esa lucha, esa pelea,
del hombre solo con su sombra o su eco, con su vida y con su pasión -del hombre
solo con el toro- es la más radical afirmación de la vida por la muerte; la más
desesperada y desesperante afirmación de una verdad que acaso para parecerlo
mejor se expresa en la mentira. Tal vez la mentira no es nunca lo contrario
de la verdad sino su enmascaradora ilusión que la manifiesta y transparenta,
que la verifica, por las veras o por las burlas. Una buena escuela senequista y
torera, andaluza, de filosofar, a lo Nietzsche, supera esa trágica afirmación
viva por un modo de pensar tan hondo, que canta; un modo de sentir tan
estremecido, que se calla para oír mejor esa voz inaudita, inaudible de la verdad.
Y entonces mira, ve por el cante o el baile, por el toreo que lo enciende de
figuración fantasmal, lo más íntimo, entrañable, sentido, de su ser, como si no
lo fuera, como si pareciera, o mejor, apareciera, en visión pura, luminosa, en
fantasma de luz. “ La música en el aire se aposenta” , escribió Lope. Nosotros
añadíamos: la pintura en la luz. Y la poesía que es música y es luz -ese fantasma
que está entre la música y la luz- habla, cuando habla en andaluz, en el lenguaje
más “torero” imaginable, de veras y de burlas, el que aprendió Cervantes en
Sevilla: el que habló, su maestro, el divino Herrera, el sevillano. O el satánico
de Góngora, el cordobés.

127
Pues este lenguaje andaluz puro (más tarde en los románticos singularmente
único en Bécquer y en Ferrán, después, en Machado y en L orca...) es el que
nos hablan ahora actualísimamente - y como traspasado visiblemente de esa
aparente eternidad o permanencia de su más honda voz (por su canto, por su
cante)- estas imágenes tan vivas, tan cualesquiera, tomadas al azar en una
Andalucía que, diríamos, a fuerza de mentirse tan verdadera nunca se desmiente
a sí misma. Una Andalucía que teje y desteje su propio ser en sus apariencias
musarañeras como si se enredase en esas maravillosas redes de ilusión viva, la
oculta, secreta pasión que las enciende; enredándose invisiblemente por ellas
-gracia, ángel, duende- el gusanillo que secretamente alimenta.
Una Andalucía duendística y musarañera.
De estos andaluces que aquí vemos se dijo lo de la holgazanería o pereza
fundamental. Como lo de la exageración. Y aunque no se haya dicho tanto, lo
de una muy característica soledad que busca, a veces, en el bullicio, en la
compañía, alivio a esa profunda tendencia hacia una pasión solitaria. Por
desengaño o desesperación o melancolía. Advertimos que en la “juerga” y “jaleo”
del andaluz, domina, por el cante o el baile -aunque coreados, jaleados (el ¡olé!
es apoyo imprescindible del cantaor y el bailaor, como del torero)- la presencia
solitaria que los reúne. Es como si la soledad para decidirse mejor a serlo,
para afirmarse más y más a sí propia, necesitase la presencia de los demás.
Paradójicamente el andaluz para estar solo, enteramente solo de verdad, necesita
estar acompañado, necesita estar con los demás; como si supiera que los demás
necesitan esa misma compañía suya para estar solos a su vez. Nadie más soli­
dario de los demás que el que se sabe a sí mismo solo. La verdadera solidaridad
-escribí una vez- sólo es posible entre solitarios. ¿Es la soledad de la planta,
la soledad del animal, la soledad del ángel? No. Porque lo que hace esta soledad
humana, y no angélica o animal exclusivamente, o vegetal, es no ser incomu­
nicable sino comunicativa, expresa y expresivamente comunicativa. Es que es
soledad pero no aislamiento. Es la soledad totalizadora de don Quijote, cuando
se siente a solas consigo, sin ni siquiera Sancho. Y la de éste al sentirse solo
sin su don Quijote. Pero es que esa pareja humana que trazó Cervantes son,
los dos juntos, una soledad. Una copla a acoplamiento definitivo de solitarios.
Y de los dos mayores solitarios del mundo: el que cree que es verdad lo que
sueña, y el que cree que sueña lo que es verdad. Esa soledad de comunión,
esa “soledad en compañía” (la del amor) se encuentra, por esa compañía humana,
más profundamente a sí misma, que no alejada de los hombres y en compañía
solamente de la naturaleza: el paisaje, los animales, las plantas... cosas que tienen
aislamiento propio, pero no soledad. El canto más hondo andaluz encontró su
forma, precisamente, en esa soledad, en el cantar de soledad. Que en Andalucía
se agitana o se “ agachona” . Se dice “ agachanado” a un andaluz fronterizo
entre andaluz y gitano, como se dijo mozárabe o mudéjar al español, al andaluz,

128
situado en esa fronteriza procedencia cristiana o mora. No hay que olvidar
que en el gitano andaluz está entreverado casi siempre el morisco, cuando no
el judío. De ahí que el insistir en la pureza gitana de ciertas características
andaluzas de la soledad nos parezca a la vez algo confuso y probablemente
inexacto. Porque lo que hace tan profundo, tan hondo, el cante que se dice
gitano, no es precisamente su gitanería, sino su andalucismo fundamental. Es
lo andaluz lo que hace hondo, “jondo” , el cante del gitano y no al revés. Es el
encantamiento o hechizo mágico de la tierra andaluza lo que le da al gitano
esa virtud. Y diríamos que, tal vez, a pesar suyo. En una carta me escribía
Federico García Lorca, protestando de la atribución que se le hacía gratuitamente
de gitanismo (y jamás se la hice yo) que eso de que él era gitano era falsismo,
aunque lo pudiera parecer. “ En su esencia y en su forma”, me decía el poeta.
Y era cierto: porque “en su esencia y en su forma” esa pretendida gitanería no
era en él -no es en su poesía- otra cosa que lo andaluz, pura y simplemente
lo andaluz. Aunque estas esencias y formas de lo andaluz se nos aparezcan,
muchas veces, en compleja y hasta confusa y contradictoria diversidad. “ En
soledad confusa.” En soledades, como los paisajes y comarcas andaluzas; como
las ciudades de Andalucía, de riquísima diferencia y variedad. También los
campos y ciudades andaluces, como los andaluces mismos, parecería que se
solidarizasen en una constante afirmación íntima, secreta, de su más apartada
soledad; en una romántica “intimidad de lejanía” que los junta, que los reúne;
en una soledad de soledades, expresiva, significativa, como la de sus hombres
y sus gentes, de solitaria solidaridad. De ahí que el nombre de pueblo en
Andalucía tenga una resonancia más profunda, tal vez, que en otras regiones
españolas. El andaluz no se cree nunca que Andalucía es lo mejor de Espa­
ña, como pueden creérselo otros españoles de otras regiones y provincias,
enamorados de su patria chica. Y el andaluz no se cree esto, acaso porque se
cree, sin atreverse a confesarlo a sí mismo, que su Andalucía no es lo mejor
de España, porque es mejor que España: porque ese “trocito del planeta” que
es Andalucía trasciende a un más alto valor universal, cósmico. De ahí lo
profundo, lo hondo, de su ociosidad, como de su soledad misma. Porque esa
pereza, esa “holgazanería” -ocio feliz- que se le atribuye por los demás españoles,
se afianza en un profundísimo sentimiento de solidaridad solitaria con la crea­
ción divina; pero con la creación entera, con el mundo, y los mundos posibles
e imposibles que actúan una vida sideral. Cuando el andaluz no hace nada o
parece que no hace nada; cuando, como se dice allí, “ está pensando en las
musarañas” , está colaborando, íntimamente, con la creación divina; está
colaborando musarañeramente con Dios. Su no hacer es un hacer profundo,
misterioso, creador. Es, en una palabra, hacer poesía. Lo que puede parecemos,
de todos modos, una exageración, una mentirosa exageración. Para el andaluz,
entre la exageración y la mentira apenas hay trazo de frontera; ambas cosas son,

12S
o lo parecen, de la misma naturaleza, de la misma substancia esencial: porque
las dos cosas son poesía y, por consiguiente, verdad, realidad: realidad de verdad.
El poeta sevillano Augusto Ferrán, que condensó en dos libritos admirables
la esencia y substancia o quintaesencia, aquilatadísimas, del sentimiento y
pensamiento más andaluz (en su forma de canto más característica: por la copla
o cantar popular) tituló a estas diminutas y riquísimas antologías de su decir y
cantar más hondo, más profundamente andaluz, a una, La soledad, y a la otra,
La pereza. En estos libritos, breviarios del más puro manantial de cante hondo
andaluz, pulsamos, desde el título de cada uno, enlazados en rítmico latido,
ese mismo latir de corazón, de sangre andaluza, que ritma, en sus dos definiciones
titulares, éste, que venimos señalando, ritmo vivísimo de lo andaluz, en su
“soledad” y en su “pereza” . Es decir, de una soledad que nunca está sola y de
una pereza que no deja nunca de hacer algo que tiene profundísima realidad;
en una soledad, en suma, y en una pereza creadoras, poéticas de verdad. Y
esto nos parece tan específicamente andaluz como su expresión más torera en
el “bailaor” o “bailaora” , que luchan, solos, con sus sombras; en el “cantaor”
o “cantaora” , que luchan, solos, con sus ecos; en el torero que lucha solo con
el toro. Que todos, en definitiva, luchan, solos, con ese toro, ímpetu oscuro,
tenebroso, que quiere arrancarles la vida; y más que la vida, la luz. Con ese toro
“que no exagera nunca su poder” como escribí en mi Arte de birlibirloque (breviario
torero de andalucismo). Y no lo exagera, porque lo expresa con exactitud, tan
contenida en la impetuosidad de su embestida, que la mide, la dirige, la verifica
mortalmente. Hay que verle y oírle al toro bravo, cuando embiste al capote
del torero, cómo contiene, se contiene, en la exageración de su fuerza para
centrarla y concentrarla mejor al embestir con rectitud de espada, adivinando
la que a él le va a matar. El toro bravo es el único animal feroz que sabe matar
con exactitud, al parecer, humana. Que es él, a su vez, instintivamente, torero.
Como el torero es toro y aprende de él su estilo para torear. Pues la exageración
andaluza también es paradójicamente cierta, como la pereza, como la soledad;
es decir, que es exageración porque se logra del todo a sí misma expresándose
con la máxima sobriedad. Y esto sí que es lo más andaluz en definitiva: la
paradójica expresión humana de lo más extremo (ocio, soledad...) exagerándolo
hasta que deje de serlo; conteniéndolo en su misma, fronteriza (entre la vida y
la muerte) extremosidad.
Por el torero, como por el bailaor o bailaora, cantaor o cantaora, Andalucía
nos ofrece en imagen viva la expresión exterior, musarañera, de su duende
invisible y secreto; de su más profunda misteriosa musarañería que es, como
la de los astros, pensamiento profundo; pensamiento estremecido, tembloroso;
sentimiento de solitaria solidaridad. El canto de la sangre que coincide con el
de las estrellas. Canto que es “cante hondo” .

730
CERVAN TES

i ^ p m m n g que la Divina comedia nos parecía la epopeya del hombre


ensimismado. Y el Quijote, la epopeya del hombre enfurecido. Todo es razón
y pasión en la comedia dantesca. Todo es vida y verdad en el Quijote cervantino.
Y, en cambio, sus correspondientes autores se nos aparecen al revés: Dante,
enfurecido, y Cervantes, ensimismado. Son como las dos caras de una misma
moneda -que Malraux llamaría de lo absoluto-; moneda acuñada, como quería
Dante; y acuñada con una misma cruz. Porque ensimismamiento y enfureci­
miento son etapas de una idéntica finalidad, que les es común: el entusiasmo,
el endiosamiento o deificación humana, el entrar en Dios. Para lo cual es
necesario, indispensable, ensimismarse y enfurecerse: entrar y salir de uno
mismo. No entremos ni salgamos ahora en esta cuestión del fuera y el dentro,
que, como diría Goethe, es lo mismo y lo mismo da; lo mismo nos da, porque
nos da lo mismo que nos quita: la vida o la verdad, la pasión o la razón. Pierden
la razón, la enajenan, los enfurecidos personajes dramáticos de Shakespeare y
de Cervantes. No tienen razón porque tienen verdad. O dejan de tener razón
para poder tener verdad. Hay que dejar de tener razón para empezar a tener
verdad. Esto es lo que nos dicen Hamlet, el anciano rey Lear, don Quijote...
¿Pero también habrá que dejar de tener pasión para poder tener vida de verdad
o verdadera vida?
Se ha dicho que en los personajes de Shakespeare la locura fingida o padecida
es un recurso poético o teatral, de verosimilitud dramática, para que el poeta
pueda entrar por las palabras en trance poético de verdad, en inspiración o
delirio. Es una interpretación que, aunque fuese cierta, no pasaría de la más
banal superficialidad. La técnica dramática y teatral shakespeariana no se sus­
tenta con tan frágiles artificios. Esa llamada técnica, como recordamos que
decía Sartre, es nada menos - y puede que algo m ás- que la expresión de una
metafísica; esto es, un estilo. La locura fingida de Hamlet y Edgard, la padecida
de Ofelia y Lear, no son recursos de retórica teatral, o si lo son, son mucho
más que eso. ¿Son, como la locura de nuestro don Quijote, lo que llamaríamos
paradójicamente una razón de ser de su verdad: la razón de ser de su verdad?
En definitiva, un estilo: su propio estilo de verdad. Porque en el mundo del
teatro y la novela, en el mundo o los mundos aparentes de la poesía, las
apariencias nos engañan con la verdad; o con la ilusión de la verdad, que es
una verdad doblemente verdadera, porque se dobla ilusoriamente de mentira,
como la imagen en el espejo que la refleja.
Todo el arte renacentista, desde Leonardo, tomó esta norma moral del
espejismo vivo : “la naturaleza -escribió Leonardo-, vista en un gran espejo que
la retrata” (el arte -el teatro-, espejo de la vida). Todo el arte renacentista se
hizo de ese modo ilusorio y teatral. Shakespeare y Cervantes, en la poesía,
nos señalan su más alta cumbre de ilusión como realidad de verdad. También
su más profunda sima de angustia.
Como hará Velázquez en la pintura. Porque lo contrario de la verdad no es
la mentira, ni en la poesía ni en el arte, ni en la vida; lo contrario de la verdad
es el error -cosa racional, exclusivamente racional-. “ El fraude, el engaño y
la mentira” , nos dice Cervantes. Lo contrario de la verdad es la razón, nos
dirá Shakespeare. Y Cervantes, la burla.

Nos inquieta pensar que todo el mundo renacentista, en su culminación


humanística, si no humana, promueve en Shakespeare la respuesta doble que
le conocemos: una, la de sus burlas; otra, la de la revelación de sus espantos;
para ir a reunirse las dos en la ilusoria embriaguez poética de un mundo
misterioso de ensueño (Cimbelino, Cuento de invierno, Tempestad). Este mismo
mundo promoverá en Cervantes una doble respuesta análoga, que encontramos
a través de su teatro admirable (recordemos, además de la asombrosa Numancia,
las comedias o tragicomedias magistrales de E l trato de Argel, E l rufián dichoso,
La entretenida, Pedro de Urdemalas...) y a través de las novelas ejemplares, de
dentro y fuera del Quijote, hasta alcanzar en él, en el Quijote, la suprema dialéctica
de la burla por la ironía. Nos inquieta, digo, pensar que la respuesta poética
de Cervantes y Shakespeare coincida en oponer el silencio y la soledad,
enmascaradores, a la experiencia infernal de sus vivos espantos. Y la afirmación
de la locura, de una razón que tan expresamente se quiere perder en esos
infernales laberintos, para salvar la verdad humana de sí misma; como si en
el mundo que les rodeaba, como en el Infierno dantesco, los hombres hubiesen
perdido, no solamente la razón, sino el entendimiento (il ben dell'intelletto).
Esto es, que hubieran perdido el entendimiento de un mundo humano a fuerza
de haberlo querido racionalizar de divino.
Pero esta experiencia infernal de sus mundos humanos, cuando por la poesía
se nos transmite en formas al parecer eternas, esto es, que el tiempo aviva y
verifica para nosotros, haciéndolas más puras, más bellas, más verdaderas
y evidentes, nos afirma también otra coincidencia más profunda, la que respalda
invisiblemente ese delirio poético aparente, en Hamlet, Ofelia, Lear, o Vidriera
y don Quijote... la de un don espiritual, sobrenatural, de locura, específicamente
cristiano. Detrás de todas esas caras de la piedad o del espanto, arde como
una llama, huye como una sombra, la misteriosa imagen de la cruz. Lo que

132
sustenta invisiblemente todos estos mundos delirantes en Cervantes, en
Shakespeare, es la locura misteriosa de la Cruz. La obra de ficción de ambos
poetas sigue siendo, como la de Dante, misterio del alma. El misterio, nos dice
Minkowski, es necesario a nuestro espíritu como el aire a nuestros pulmones.
Lo que realizan, verifican, estos enormes poetas: Dante, Shakespeare, Cervantes...
es una purificación humana del misterio que respiramos para poder tener vida
espiritual, libertad de espíritu. “Ampliar el ámbito del misterio, profundizando
nuestra ignorancia”, es el fin de toda humana sabiduría, según el neoplatónico
testimonio metafísico del matemático Whitehead. Sólo así, por esa enorme
perspectiva misteriosa que nos traspasa sus horizontes, la poesía tragicómica de
Shakespeare (como la nuestra española de Lope y Calderón), el antiguo mito
trágico de la vida (“la antigua llama”) puede llegar a superarse -sin apagarse-,
poniendo más allá de su infernal fuego de la sangre otra nueva luz; encendiendo
con esa luz la oscura sangre humana que trasciende y que transparenta. La obra
poética de Cervantes -su invención poética de la n ovela- es la máscara
transparente, máscara de cristal, del alma cristiana.
Entre Shakespeare y Cervantes veíamos, como vulgarmente se dice, la noche
y el día. Pedíamos a Cervantes con sus propias palabras “ un poco de luz y no de
sangre”; un poco de luzy no más sangre. Cuando, “en realidad de verdad”, sus obras,
de tal admirable ficción poética, nos vierten la luz a raudales: nos hieren de luz,
nos traspasan, como si dijéramos, el alma luminosamente. ¿Y es ésta aquella luz
pitonicida del verso lopista: el “ alma del mundo y de los hombres vida” ? “La
luz pitonicida” -nos dice Lop e- que es alma del mundo y vida de los hombres.
¿Es ésta, luz solar, apolínea matadora de la serpiente, simbolizadora tenebrosa
del Infierno? Esta luz es la que huyen los leones -nos dice el poeta clásico- y
los fantasmas; la que canta el gallo centinela de la profunda noche tenebrosa,
como espera alerta de su deseo. La reveladora o descubridora, desencubridora
del día. Verdad y luz se asimilan o identifican a nuestros ojos. Estamos en ese
amanecer desvelado, luz de revelación, de verificación de la realidad por la
apariencia. ¿“El engaño a los ojos” cervantino? Pero esta apariencia luminosa,
verificadora de la realidad, no se hace en Cervantes, como dijimos que se
hacía en Shakespeare, a la luz de un fuego interior, teatral; a las luces claras
de esa burla trágica, cómica o tragicómica de un mundo dramático o melo­
dramático, de un mundo de teatro que se enciende, se ilumina artificiosamente
en la noche para ese efecto. En Cervantes se hace a la luz del día: a la luz
solar, matadora de la serpiente tenebrosa, luz que nos hace el mundo de nuevas,
luz noveladora del mundo: la luz de cada día.
¿Estamos, pues, nietzscheanamente ante un conflicto dionisíaco-apolíneo:
shakespeariano-cervantino? Dos cosas debemos temer de nuestra razón simpli-
ficadora y simétrica; precisamente estas dos cosas: la simplificación y la simetría.
El saber que nos hizo perder el sabor de la ciencia o sabiduría única de la

m
vida, perdiéndola por el de la ciencia del bien y del mal, de la moral, en suma.
El primer pecado del hombre, en el mito del Paraíso, fue esta falsa sabiduría
equívoca de una razón ambigua, simplificadora y simétrica, que partía en bien
y en mal todo saber, como todo sabor en dulce o amargo, pudriendo de raíz
los frutos terrestres de la vida. En esta oposición simétrica y simplificadora,
Shakespeare-Cervantes: la noche y el día, advirtamos que estamos usando,
metafóricamente, tan sólo un signo orientador que verifique en ellos nuestras
preguntas infernales y la correspondiente solidaridad de sus réplicas.
Siguiendo con la luz solar, que nos deslumbra, según imaginamos, en la obra
de ficción cervantina, ¿no nos abrasará también con su lumbre? Pensemos
que esta luz es una inequívoca afirmación solitaria: la del sol; esto es, la de “ el
solo” . Si la música enmascaraba, para Shakespeare, un silencio de espantos,
tal vez la luz es la enmascaradora, para Cervantes, de una espantosa soledad.
Soledad de la vida que sustenta: de nuestra humana vida. Soledad del mundo
que luminosamente anima. ¿Detrás de la prodigiosa música shakespeariana se
nos abre un silencio solamente de espanto, como detrás de la maravillosa luz
cervantina se nos abre una espantosa, solamente espantosa soledad?
Hamlet, contemporáneo de don Quijote, cuando se asoma al borde de la
tumba, dice, como última palabra: silencio. Y el anciano rey Lear, enloquecido,
al asomarse al alborear de su locura, en una noche tenebrosa, tempestuosa, dice
también: ¡silencio, silencio! Veíamos el significado infernal que el silencio toma
a través de toda la ficción dramática shakespeariana, al mismo tiempo que
situábamos esta ficción dramática en un ámbito de nocturnidad teatral, que aun
decíamos premeditada y alevosa. Hay premeditación, alevosía y nocturnidad
en los silencios shakespearianos, tan expresamente como expresivamente
rodeados de música por todas partes: son como silencios insulares; como si
un mar de música, de canto, de encanto, rodeara amenazador la isla maravillosa
del prodigioso mágico, Próspero de la poesía, que es el propio Shakespeare.
Decíamos que Shakespeare, rompiendo su varita de virtudes ilusorias,
volviéndose de espaldas a esa nocturnidad aparente de su velado y desvelado
teatro admirable, callaba del todo, y se volvía, antes de morir, hacia la luz de
un silencioso día. Muere el poeta •silenciosamente, como nuestro Cervantes, y
en el mismo año, como es sabido. Muere con muchos años menos, y tan sólo
unos pocos días más; unos días después; en la prim avera de 1616. En sus
creaciones imaginativas, en sus figuraciones poéticas, a las que los siglos han
dado juventud permanente, advertimos una rara coincidencia, que radica en
el hecho poético de ofrecernos los términos de la novela y el teatro cuidado­
samente entrelazados, interpuestos.
La invención teatral de Shakespeare -como la de nuestro Lop e- es siempre
novelesca. La novelesca de Cervantes es siempre teatral. Porque ambas se
espacian o espacializan en el tiempo y se temporalizan en el espacio con recíproca

¡34
y equivalente correspondencia. De una manera muy elemental, y no enteramente
metafórica, podríamos precisar estos términos observando cómo, en los espacios
teatrales, escénicos -de Shakespeare como de nuestro Cervantes-, por la acción
dramática, se hace aparente mecanismo la temporalidad pasajera, presentán­
dosenos, para ser vista, como tiempo espacializado mecánicamente, en efecto,
como movimiento en el espacio. De aquí que suela confundirse, en las obras
teatrales, la acción dramática y el movimiento escénico. Pero esto es cosa aparte
que no hemos de tratar ahora (el famoso y falso dogma de las tres unidades
va injerto en ello). En cambio, y por el contrario, el mecanismo de la narración,
la descripción y hasta el mismo diálogo, en la invención pasmosa del mundo
novelesco que hizo nuestro Cervantes, la temporalidad se espacia o espacializa
con aparentes inmovilidades, éxtasis luminosos del tiempo que fingen el ámbito
imaginativo de la figuración novelesca. En el teatro, diríamos, la función teatral
misma del espacio escénico actúa en virtud de su cuarta dimensión espacial:
el tiempo. Los espacios imaginarios teatrales se actúan o actualizan en función
espacial del tiempo. Por el contrario, en la novela, el tiempo funciona como
dimensión espacial. Si el tiempo es la cuarta dimensión del espacio en el teatro,
en la novela es el espacio la cuarta dimensión imaginativa del tiempo. La
amplitud, la altura, la profundidad del espacio, o de los espacios escénicos
funcionan en razón de temporalidad y, por consiguiente, de acción, de movi­
miento aparente (así sucede en Shakespeare y Cervantes). En cambio, el tiempo,
en sus tres dimensiones de pasado, presente y porvenir, funciona en la novela
cervantina en razón de espacio; esto es, especificando, separando, determinando,
definiendo como momentos espaciales la viva temporalidad: extasiando el
tiempo pasajero en sucesiones momentáneas.
Digo expresamente extasiar, en su sentido etimológico de quietud, de parada,
y en el metafísico heideggeriano de los tres éxtasis del tiempo. Pasado, presente,
porvenir, los tres éxtasis del tiempo, según Heidegger, son las tres dimensiones
de un tiempo espacial o espacializado en la novela, como las del espacio lo
son, en el teatro, de un espacio temporalizado. La solidaridad espacio-temporal
de Minkowski tiene en el teatro y la novela, como en la vida, su más exacta
verificación. Por eso, aquello de los espacios claros y espacios oscuros de los
psicópatas y fenomenólogos -del mismo Minkowski- puede deducirse diciendo
que son espacios oscuros los del teatro y claros los de la novela. El teatro es
siempre espacio oscuro, cámara oscura; de ahí su alevosa y premeditada
nocturnidad: su cucurucho mágico sideral, pintado de estrellas (como en
Shakespeare y en Calderón). La novela es espacio claro: transparencia,
luminosidad en Cervantes. ¿Por eso en ella se dibujan materialmente todas las
cosas, personas y objetos como a la luz del día?
Hablo de un teatro y de una novela que se hacen, por la poesía, mundos de
verdad: mundos de vida y de verdad. Mundos contra cosmos. De día sentimos

'35
el espacio como inmaterial -nos dice admirablemente Minkowski-, y lo que
sentimos como materiales son las cosas y hasta los sonidos, la música, las palabras.
En cambio, de noche, sentimos como material el espacio, y una luz, un grito,
un sonido, una música, hasta una sombra... nos parecen cosa inmaterial. La luz,
el aire son inmateriales para nosotros en el día. La oscuridad, el silencio nos
parecen cosa material en la noche. Y estas impresiones no son solamente
metafóricas. Por ellas, el secreto mágico de Shakespeare nos parece la música,
y el de Cervantes, la luz: la silenciosa luz, el maravilloso silencio de la luz, hasta
cuando ésta se queda -éxtasis tem poral- oculta, apagada por un silencio
(“ Sepultada en maravilloso silencio” ). Si los silencios shakespearianos están
llenos de música, los de Cervantes están llenos de luz. La luz, hasta cuando se
apaga, repito, en el mundo mágico cervantino, se queda como su hermosa
Ruperta aquella noche misteriosa en la alcoba de su escondite: sepultada en
maravilloso silencio.
Hay una copla popular andaluza que nos dice exactamente esto mismo,
pero con la ventaja de su pura, sencilla dicción poética:

De noche, en tu alcoba
¡quién juera la luz,
que se apaga y se queda
donde duermes tú!

Esa luz “que se apaga y se queda” en la alcoba en donde duerme -o sueña- la


persona amada es una luz que nos atreveríamos a llamar característicamente
cervantina: una luz de alma. Luz que se nos queda en el alma cuando se nos
apaga en los oídos, en los ojos, la luminosidad transparente de sus palabras.
Tejen estas palabras una atmósfera tan luminosa, que vemos por ellas como si
fuera enteramente real el espacioso ámbito en que viven las figuras humanas
y las cosas, tocadas de ese mágico, milagroso encanto. Como en los lienzos
pintados por Velázquez, en las páginas del Quijote, de las Novelas ejemplares, del
Persilesy Sigismunda, sobre todo, la ilusión de la realidad material es alucinante.
En las páginas cervantinas, digo, como en los lienzos velazqueños, el milagro,
naturalísimamente sobrenatural, del arte vivo, del arte-espejo, logra una
proporción de verdad ilusoria, de realidad aparente, excepcional, única, mila­
grosa, pasmosa. ¿A qué se debe este prodigio? Yo me atrevería a decir que a
lo que ha llamado un poeta dramático ruso “ el imperativo teatral del alma” .
El mismo imperativo misterioso que dictó la Divina comedia transmutando en
sueño teatral el pensamiento del poeta.
El pensamiento de Cervantes, al escribir de ese modo, siguiendo el imperativo
teatral del alma, la aventura burlesca y verdadera de don Quijote era, según él,
dar pasatiempo al pecho melancólico y mohíno; un propósito tan de burlas como

136
de veras; y por eso nos dice que valedero en cualquiera sazón, en todo tiempo. La
sátira o parodia de los libros de caballería toma así un aspecto circunstancial
y secundario. Pero es indudable que este propósito, integrante de la burla misma,
no impedía que tuviera Cervantes clara conciencia de la perdurabilidad de su
estupenda invención novelesca, de su proyección en el tiempo y en todo tiempo,
como en cualquiera sazón de la vida humana, valederos. Pero es también lo cierto
que, en los años en los que el Quijote se concibe y realiza, la novelística española
se encontraba a un nivel de invención poética muy superior a lo que al autor
de las Novelas ejemplares le parecía. Porque, si bien es cierto que él inventó con
ellas una nueva novelería y novelística, no lo es menos que de la novelería y
novelística anterior a la suya podemos recoger algunos maravillosos frutos: todos
ellos determinantes decisivos en la dirección que sus cauces iban a imponer al
poeta del Quijote y el Persiles.
Contemos con que eran ya tres, enteramente definidas, las corrientes poéticas
del novelar español al final del siglo XVI; de las cuales el autor del Quijote, directa
o indirectamente, iba a sacar el más feliz partido. Eran tres, como es sabido,
estas corrientes de la novelería española hacia esa fecha: la novela de caballerías,
de antigua procedencia; la novela pastoril y la novela picaresca, nacidas en el
mismo siglo. De estas tres vivas corrientes novelísticas y noveleras partió
Cervantes para su invención admirable. La misma crítica que él nos ha dejado
de la caballeresca y pastoril nos informa de ello expresamente, y aun muy
expresivamente. No tengo sino recordar los famosos capítulos VI y x l v i i de la
Primera Parte del Quijote, donde, como todo el mundo sabe, al criticar los libros
caballerescos, afirma Cervantes su predilección por algunos (naturalmente
por el Amadís); y, lo que es más, defiende sus posibilidades poéticas, hasta el
extremo de considerarlos, en esa posibilidad, tan valiosos, que cierra el capítulo
XLVII con el diálogo del cura y el canónigo, responsabilizándose literariamente
de su juicio con estas conocidísimas palabras:

Porque la escritura desatada de estos libros da lugar a que el autor pueda


mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que
encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la
oratoria: que la épica tan bien puede escribirse en prosa como en verso.

(.Don Quijote, i / x lv ii )

Añadamos a esto lo que añade su autor al comento de la pastoril en el escrutinio


de la biblioteca de don Quijote, y en el Coloquio, cuando, minuciosamente, el
perro Berganza nos resume la crítica de Cervantes sobre la novelística pastoril
-por él también seguida con su Galatea, que nunca dejó de pensar amorosamente
en concluir-; y al resumirla, nos dice aquello de “ cosas soñadas y bien escritas

>57
para entretenimiento de los ociosos y no verdad a lg u n a en este no verdad alguna
de lo pastoril, como en aquel otro tirar a la verdad que nos dice de lo caballeresco:
“ siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que
tire lo más que fuere posible a la verdad, sin d u d a compondrá una tela de varios y
hermosos lienzos tejida, que después de acabada, tal perfección y hermosura
muestre, etc.. en estos, digo, no, verdad alguna, y que tire lo más que fuere posible
a la verdad, manifiesta Cervantes, no tan só lo el flaco de aquella novelística, por
él superada, sino el motivo, la razón, el principio en que se apoyó para superarla.
No parece sino que Cervantes lo que en definitiva reprocha a la novelística
caballeresca es que esté, no solamente m al escrita, sino peor compuesta o
inventada, pudiendo haberlo estado bien, y aun habiéndolo estado en algún
caso. Y que, por el contrario, a la pastoril, reconociéndole su mérito literario,
cosa soñada y bien escrita, le reprochase su imposibilidad intrínseca, diríamos,
de poder hacerse mejor de otro modo; cu ya duda le llevó hasta la muerte sin
haber podido concluir su muy querida Galatea.
Pero en la otra corriente, de lo que más adelante, “andando el tiempo” , formaría
el cauce de la picaresca, Cervantes se encontraba tan dentro de ella, que lo
que llamaríamos su no contaminación, su inmunidad, que tan admirablemente
ha señalado Menéndez y Pelayo, acaba p o r darnos la clave de su acierto en
las novelas cortas, de dentro y fuera del Quijote; nunca tan enteramente fuera,
como también señaló, con su certero tino acostumbrado Menéndez y Pelayo.
De sus novelas cortas, tenidas por tales picarescas: Rinconete, Ilustrefregona, Tía
fingida, Celoso extremeño, Gitanilla..., en todo o en parte; y de los entremeses; y
de las comedias del Rufián dichoso y Pedro de Urdemalas; como de los asombrosos
episodios del perro Berganza en el Coloquio.
El mismo acierto que culmina tan asombrosamente en el Quijote, y que declina,
magistral y perfecto, sorprendente, en las maravillosas páginas crepusculares
del Persiles. Un estilo que parece morir, acabarse, extinguirse, como la luz del
día; como moría don Quijote y Cervantes mismo: “a manos de la melancolía” .
¿Qué acierto, decimos, que es éste? ¿Qué técnica o retórica, qué estilo?
Nos parece que si Shakespeare pudiera contestarnos a esta pregunta con aquel
estupendo verso de Calderón con el que Rosaura responde a Segismundo,
tras una barroquísima catarata piropeante: respóndate retórico el silencio, Cervantes
podría contestamos, a su vez: respóndate retórica la soledad; la quijotesca soledad
del alma en el mundo; añadiéndonos con don Quijote: “ que en trances tales
como el de la muerte no se ha de burlar el hombre con su alma” . ¡Y ésta sí
que es una respuesta retóricamente solitaria!
Pero el acierto literario cervantino - y Cervantes era eso, sobre todo, un poeta,
un escritor- consiste, a nuestro parecer, en haber juntado aquellas tres corrientes
de la novelística más novelera de su tiempo, quitándoles lo que les sobraba, que
era la razón, y dándoles lo que les faltaba, que era la verdad.

138
La caballeresca, que ya llegaba muerta a las manos de su pretendido o supuesto
ejecutor, se moría de racionalidad; de razón hasta de “la sinrazón que con razón
se hace” - y se deshace-, como en la famosa frase de Silva de la que -con tanta
razón- se burló Cervantes. Se deshacía en razones de torpe razón artificiosa.
Y la pastoril, siendo racional por esencia, sentía helársele en las venas aquella
misma amorosa sangre poética de razón que, como en el mito garcilasesco,
desconocía la figura y naturaleza mortal y piadosa de su propia vida. Así, la
novelística pastoril, perdiéndose en el laberinto racional de un pasado muerto,
como la caballeresca, en el de un porvenir imposible (el de los Amadises sin tiempo).
Y como la picaresca en lo presente, por pura racionalidad moral, cuyo sustento
de razón la pervierte hasta irla haciendo perecer, sucesivamente, del mismísimo
mal de muerte, enfermedad mortal de la razón, de que perecía la caballeresca
(y por los mismos errores de técnica, de expresión, de estilo). Las tres ofrecían
a Cervantes la felicísima ocasión de vivificarlas, verificándolas; de darles nueva
vida, dándoles verdad.
La picaresca es una caballeresca invertida, y el picaro no es el antihéroe, como
se ha dicho, o no lo es sólo, sino el anticaballero. Si pensamos que antes del
Quijote ya andaban por el mundo hablando, fabulando en español, imperando
españolamente en Europa entera la Celestina, la Lozana andaluza, el Lazarillo;
y acababa de nacer, apenas un lustro antes que Don Quijote, el Picaro Guzmán; y
que junto a ellos vivían las dos Dianas con Menina e Moga y todavía perduraba,
resonante en todos los oídos y corazones, la melodía infinita del Amadís, com­
prenderemos el acierto cervantino -acierto genial- de tomar el camino claro
de la verdad -el de la ilusión poética de la vida- para, de veras y de burlas,
inventar, crear, por la palabra -palabra española en el tiempo-, un nuevo mundo
novelero y novelístico, como jamás se pudo, ni se puede, ni se podrá soñar
otro mejor, más acabado, portentoso y perfecto.
Toda aquella melancólica música española, tejida de lágrimas y suspiros,
de la novelesca pastoril y caballeresca, como de los romanceros y cancioneros,
difícilmente separables en este aspecto, que les es esencial, de la novelística
(recordemos, con Amadís, la incomparable Saudade de Ribeiro; sin olvidar a
Montemayor, no muy justamente tratado por Cervantes; incluyendo a
Cervantes mismo y a Lope, que, paralelamente a Cervantes, inicia su creación
teatral, que se prolongará un siglo entero, hasta Calderón), todo ese mundo
musical, digo, de canto de la sangre, deshecha en suspiros y llantos, toma en
la novelística cervantina, como en el teatro lopista, una verificación impre­
vista, sorprendente, y que los hará perdurables; la que pudiéramos resumir,
condensar, en un solo aforismo senequista: Lloren los ojos, mas no el alma. Y
todo es alma, porque todo es verdad, porque todo es vida, porque todo es
tiempo y espacio de poesía en la novelística de Cervantes como en el teatro
de Lope y Calderón.

m
¿Pero qué misteriosa alma, qué misteriosísima poesía es ésta, tan humana y
tan divina, tan de veras como de burlas? Yo no sé que pueda ser otra que la
que dio a sus creadores “un cierto espiritillo fantástico” , cómo a la Gitanilla de
Cervantes, un como duendecillo sutil, que hace luminosa la sangre por la fe,
por la esperanza, por el amor, señalados con la cruz de Cristo, en aquellos
para quienes no se ha de burlar el hombre con el alma cuando en ella se prende la
chispita de fuego que la enciende y nos ilumina el mundo todo, consumiéndonos
o purificándonos con su lumbre, como decía santa Teresa.
“No se ha de burlar el hombre con su alma.” Porque no se ha de burlar el
hombre con su soledad. Y es en el trance de la muerte donde ya no es posible
esa burla, porque es en el trance de la muerte donde el hombre se queda solo,
enteramente solo de verdad. Solo con Dios o con el Diablo. Solo con E l Solo,
que dijo, en el ápice de la experiencia mística espiritual, Plotino: “Tal es la
vida de los dioses; tal, la de los hombres divinos; la de los bienaventurados:
total desprendimiento de cosas extrañas (de las de acá abajo): vida en indiferente
desgano hacia todas ellas (¿tedio, melancolía?); huida de quien está ya solo y a
solas, hacia E l Solo” (Plotino Eneada, vi, Logos, IX, 11. Vers. de García Bacca).
Solo y a solas hacia E l Solo, ¿puede ser el grito quijotesco del hombre que ha
peleado al parecer tan inútilmente en la tierra, con el Infierno, con todos los
monstruos infernales? ¿Será de soledad definitiva el grito infernal de Cervantes?
Cuando nacía don Quijote, acababan de morir en España sus solitarios más
ejemplares: santa Teresa, san Ju an de la Cruz, fray Luis... “La verdadera
solidaridad -escribí de jo ven - sólo es posible entre solitarios.” ¿Se solidarizaba
nuestro Cervantes con esos místicos españoles solitarios, tan expertos en
experiencias poéticas de soledades? E l tema de la soledad ha dado lugar a
que se diga que es un tema clásico español; y sobre todo, un tema barroco
español; también romántico. Del Quijote se afirma que es el Evangelio de la soledad:
el Quinto Evangelio, le llamaba Elie Faure. Su lección, su lectura, ¿es de afirmación
triste o alegre para el hombre?
Don Quijote se dice y se hace paladín de la justicia. La justicia fue el origen
del Infierno, según nos dicen las oscuras palabras grabadas en su puerta, las que
leyó Dante, cuyo testimonio no es de dudar. La justicia movió al Divino Poder,
a la Suprema Sabiduría, al Primer Amor, para que se hiciera el Infierno (Dante,
Inf., ni, 3-6). “Tiembla el misterio” de esa Santísima Trinidad Divina cuando
pronunciamos su nombre. Don Quijote murió, aunque “ a manos de la
melancolía” , como bueno, como cristiano; renunciando a su quijotismo, que
le hubiese llevado, tal vez, a tenerse que encarar, en el otro mundo, con las
mismas puertas abiertas siempre del Infierno, como con aquellas que se le
abrieron, por su voluntad, de la jaula de los leones. En el declive de su admirable
vida quijotesca le hemos recordado otras veces encarándose con su soledad;
cuando, abandonado de Sancho, Don Quijote sintió su soledad, nos dice Cervantes,

140
contándonos como, al ir a acostarse aquella noche, que iba a serle tristísima, vio
que se le deshacía una media, yéndosele “hasta dos docenas de puntos... que
quedó hecha celosía” . “Afligióse en extremo..., y diera él por tener allí un adarme
de seda verde, una onza de plata: digo seda verde porque las medias eran verdes.”
Y nosotros pensamos en las verdes redes en las que cayó preso en el bosque;
en el verde gabán del Caballero Miranda, en cuya casa encontraría tan
maravilloso silencio; y en aquel otro antifaz verde que enmascaraba el bellísimo
rostro de la enamorada adolescente Isabela Castrucho, o Castrucha, cuando
toda vestida de verde atraviesa a caballo el camino, pasando misteriosamente
ante los ojos sorprendidos del hermoso escuadrón de los peregrinos de amor,
en las postreras páginas del libro tercero del Persiles.
Pero, volviendo a nuestro don Quijote, cuenta Cervantes que aquella
melancólica noche en la que sintió su soledad, casi, casi, como más tarde sus
melancólicos presagios de muerte; en aquella encantadora noche, al sentir de
su soledad, sintió también tocar un arpa suavísimamente; y sintió el canto de los
dulces suspiros amorosos de una enamorada doncella... y fue entonces cuando,
tras una pintoresca peroración, don Quijote, “despechado y pesaroso como si
le hubiera acontecido alguna gran desgracia, se acostó en su lecho...” .
Solo y a solas, si todavía consigo. (También “ ¿en soledad de amor herido” ?:
“Una profundísima y anchísima soledad, donde no puede llegar alguna humana
criatura; como un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin: tanto
más deleitoso, sabroso y amoroso, cuanto más profundo, ancho y so lo ...” .)
Soledad de amor y no de muerte. Piadosa soledad para el hombre, la que le
encuentra, al fin, solo, a sus solas, hacia E l Solo.
Soledad de amor fue, sin embargo, la experiencia infernal de nuestro Calixto
y M elibea: la soledad de amor de la pareja humana. Calixto y Melibea
encuentran su infierno de amor en esa soledad irreparable, ardiendo en una
sola llama viva de amor, como Paolo y Francesca, Romeo y Julieta, Tristán e
Isolda. Esta soledad de amor que se hace infierno, experiencia poética del
Infierno, es la soledad del amor humano. Pero nuestros místicos del siglo X V I,
como Platón, o mejor digo, como Plotino, de quien son estas terribles palabras
de amor y soledad; solo a solas hacia E l Solo, o sea, hacia Dios, nos hablan de otra
soledad de amor, soledad divina. Si el hombre está con Dios, no está solo,
pensaba y decía Nietzsche. La soledad humana y divina de nuestro don Quijote
es esa soledad imposible del hombre sin Dios. Y por ella, Alonso Quijano re­
niega, al morir, de don Quijote; porque afirma cristianamente, como Cervantes
mismo, el hombre Cervantes, al vivir y al morir, con el ejemplo admirable de
su vida y de su obra divina, la piadosa soledad de amor del hombre solo; porque
sólo con Dios o hacia Dios.
Ésta nos parece que es la lección final del Quijote; su finalidad moral, su impulso
ético, fabulosamente desenmascarado, al fin, en esta tan aparentemente simple

141
moraleja: la de desenmascararse Alonso Quijano de su máscara estupenda de
don Quijote. ¿Quién era, quién fue, mejor digo, quién es, quién es, entonces,
E l caballero de la triste figura, Alonso Quijano o don Quijote? Alonso Quijano y
don Quijote, nos responde Cervantes, los dos, inseparablemente unidos, juntos,
hasta la muerte. Precisamente en este hasta la muerte, porque, al ir a cruzar sus
umbrales, se separan; y se separan porque en ese trance del morir nos dice
don Quijote, digo Alonso Quijano, no se ha de burlar el hombre con su alma. ¿Luego
antes sí? ¿Es toda la historia quijotesca de Alonso Quijano, según Cervantes,
la burla del hombre con su alma? Así nos lo parece. Pero ya tendrá cuidado
Cervantes en que así no lo sea del todo, entrelazando, con esa verdad viva, la
verdad de su burla, de sus burlas.
De estas veras y de estas burlas del Quijote se rieron sus contemporáneos,
sin entender, tal vez, todo su alcance. Después, en el siglo x v i i i , cuando em­
pezaron a entenderlas mejor, se sonreían sus lectores. Más tarde, en el siglo X IX,
a los más avisados lectores, como al poeta Heine, estas burlas de veras les hacían
llorar. Y aún, en nuestro siglo presente, que parece haber olvidado el llanto y
la risa, y hasta la sonrisa espiritual, el libro de Cervantes nos hace pensar, nos
da que pensar, con su paradójica presencia poética: con su siempre equívoca,
ambigua, anfibológica expresión espiritual.
Así, nuestro don Miguel, siempre otro y uno y él mismo, como don Quijote,
al descuartizar la novela cervantina, viviseccionándola para estudiar su anatomía,
al, más que desnudarla, descarnarla, dejándola todavía más en los huesos que
los del mismísimo Caballero, tan esqueletizado por Cervantes, busca en su
tristísima figura, en su estilo, la expresión de una metafísica: que no es otra
que la del Cristianismo, la de su fe cristiana; y crucifica a Cervantes en su don
Quijote y a su don Quijote en Cervantes. Y puede que no tenga razón, al hacerlo
de este modo, como le reprochaba Azaña, o puede que no tenga solamente
razón: porque tiene verdad. Y al comentar la afirmación que Cervantes puso
en boca del Caballero, al éste iniciar sus aventuras y tropezar tan dolorosamente
en la primera: aquel ya sé quién soy quijotesco, comenta Unamuno: “Ya sé quién
quiero ser” . Y pierde, añadimos ahora nosotros, la razón por ese querer, y
gana una verdad, tremenda verdad paradójica, esto es, dramática: la que le hace
dejar de ser lo que es o quien es para poder serlo de veras: de veras, ¡ay,
paradojista inmortal Cervantes!, y de burlas.
Alonso Quijano sabe quién es, mejor digo, se sabe a sí mismo quién es cuando
empieza a ser, a querer ser, lo que no es: Don Quijote. Alonso Quijano, para
vivir, quiere ser otro del que es, y para morir, quiere volver a ser el que era, el
que él cree que era, antes de haber sido don Quijote. Y su vida es, entonces,
una lucha, en el sentido etimológico unamunesco, una agonía del cristianismo
en el hombre: dejar de ser lo que parece, para poder ser lo que no es y lo que
nunca fue.

142
Si aplicamos ahora a la estupenda figuración dialéctica cervantina una fórmula
postunamunesca, la de la metafísica heideggeriana, veremos que esa ambigua,
equívoca, paradójica, realidad quijotesca, es la realidad de verdad como tradujo
García Bacca del hombre mismo: el dasein o estar siendo, o ser estando, según
Heidegger, el ya tan repetido ser en el mundo, ser con los demás, y serpara la muerte.
La realidad de Alonso Quijano, para ser o hacerse verdadera, tiene que doblarse,
o desdoblarse, de la de don Quijote: en la vida, en el mundo, con los demás y
para la muerte; pero justa, exactamente, para la muerte, hasta la muerte y por
la muerte.
La soledad del hombre don Quijote-Alonso Quijano, es una dualidad, un
diálogo; la dialéctica de la soledad: por fuera y por dentro. Solo consigo mismo
se queda una vez, conscientemente, don Quijote, en la vida: y luego, otra vez,
ante la muerte.
Es decir que cuando se queda solo de verdad, se parte el hombre en dos, se
hace el hombre diálogo consigo. ¿Quién es este otro yo, Alonso Quijano o
don Quijote? Los dos, nos responde Cervantes: los dos y ninguno de los dos.
El hombre no está nunca solo: o está con Dios o está con el Diablo. Ser el
hamlético, dubitativo, ser, es estar con Dios o estar en Dios. No ser, estar con
el Diablo; porque no se puede estar en el Diablo; el Diablo no es, sencillamente
está: como el Infierno. Un silencio, una soledad, pueden hacérsenos infernales,
diabólicamente, dejando de ser lo que son: silencio y soledad divinos; divinos
para el hombre y para el hombre solo. Solo a sus solas, hacia E l Solo: hacia Dios.
El hombre solo, de verdad, sin burlarse con su alma, es el hombre solidario
espiritual y corporal del Dios vivo: del Cristo; y del Cristo crucificado. Por
esa señal de la cruz, la señal de la santa cruz (una cruz que dé vueltas, de veras
y de burlas, como las aspas de un molino: del gigantesco molino, porque ¿qué
duda tiene que el molino que derribó a don Quijote era gigantesco, era un
gigante sin dejar de ser un molino?), se libera Cervantes, liberando a su don
Quijote de la burla dramática de una soledad humana imposible.
“ El hombre está muerto para el hombre y sólo está vivo para Dios” , nos
dijo el Vico: con una verdad que diríamos muy quijotesca, muy cervantina.
¿Quién se burla de veras en el Quijote, Cervantes de Cide Hamete Benengeli
o Cide Hamete de Cervantes, Alonso Quijano de don Quijote o don Quijote
de Alonso Quijano? Uno del morir; otro del vivir, o al vivir. ¿Se muere de veras
Quijano para que viva de burlas eternamente don Quijote; o se muere de burlas
don Quijote para que viva de veras, perdurablemente, Alonso Quijano? Y así
sucesivamente el equívoco, la ambigüedad, la paradoja cervantina, parece, parece,
digo, que no tiene fin: pero ¿de verdad no lo tiene?
“¡Huideros!” -cantaba Píndaro en lenguaje castellano de nuestro Unamuno,
que traduce huideros donde otros efímeros o pasajeros-, “¡huideros, ¿que uno que no
uno?” -Alonso Quijano o don Quijote-; ¿que uno, que otro o que uno -que

’43
no es uno que no es uno, que es dos- Alonso Quijano-don Quijote? “ ¡Sueño
de una sombra el hombre!” Y nuestro otro -otro que es uno- Don Miguel: iy
sombra de un sueño! Si el hombre es sueño de una sombra, también será, por
serlo de ese modo, recíprocamente, sombra de un sueño. ¿Alonso Quijano es
la sombra de don Quijote porque don Quijote es el sueño de Alonso Quija­
no? ¿o al revés? Al revés te lo digo para que me entiendas, se dice en España
popularmente. Al revés nos lo dijo Cervantes en el Quijote para que lo enten­
diéramos mejor. Y no dijo más, como él mismo diría, y tantas veces dijo, aunque
pudiera.

H 4
PROSA LÍRICA
CARACTERES

A Pedro Salinas

EL ALEG RE

Cuando decía sus cancioncillas, poniéndose la mano ante la boca como una
bocina para pregonarlas, todo se llenaba de alegría, de la alegría del pregón
matutino: una alegría frutal, verde y fresca; alegría de mercado, de feria y de
banderola; la alegría del cielo radiante en el que se dispara un clarín falso; la
alegría de su risa, juvenil y humana, derramándose claramente de todo y
llenándolo todo, en su locura, como si se hubiese roto su cañería conductora
y no tuviésemos a mano ninguna consigna mágica para evitarlo.

E L T E M E R O SO

Al verle, daba la impresión de que acababa de correr un grave riesgo y salía


ileso de él, pero reflejando en su cara la sensación del temor pasado. Siempre
que se le encontraba inesperadamente traía retratado en su semblante el temor
-un temor sobrenatural, teñido de no sé qué orgulloso, noble y sombrío re­
mordimiento-; era Adán arrojado del Paraíso y después de haberse vestido con
elegante despreocupación.
Pero al estrecharle la mano, a pesar del enorme esfuerzo de su voluntad
para contenerse, dejaba percibir un ligero temblor, seco y rápido como una
sacudida eléctrica: suficiente para delatarle; ráfaga del temblor divino que nos
ocultaba siempre a todos y al que se abandonaría en su soledad, como un muelle
roto, doblado sobre las rodillas, desconsolado y sollozando.

E L E X IS T E N T E

Era -caso rarísimo- una persona, porque no era más que persona; y de tal modo
era exclusiva y excluyente su personalidad, que no tenía realidad ninguna:
aparecía y desaparecía -salía, entraba, se iba, volvía-, como un fantasma.

H 7
Existía en un estado permanente de fuga, en perpetua evasión, persiguiéndose
y perseguido, monomaniaco de escaparse.
No corría a su perdición porque estaba constantemente en ella: perdido y
corriendo sin reposo.
Me daba la sensación mística de presencia, lo mismo cuando estaba a mi lado
que cuando no, al recordarle; la misma que me dará cuando se haya muerto
-si es posible que se haya muerto alguna vez-,

E L IN S IS T E N T E

Iba y venía, constantemente, dando vueltas a su alrededor para convencerse de


que estaba solo. Luego, permanecía inmóvil, fijo, durante largos ratos.
Nada podía salvarle de su involuntaria y voluntariosa insistencia. Todo lo
anotaba con escrupulosa exactitud: las horas y los sitios de sus encuentros,
repitiéndolos con la invariabilidad preestablecida de su testarudez insistente.
A fuerza de insistir, con la fatalidad de un insecto, doblegaba la voluntad ajena.
Y tenía que volver a su soledad, insistentemente, hasta volverse loco.

E L TO RTURADO

A veces, cuando hablaba, hacía con las manos un extraño movimiento como
si doblase y enroscase un duro hilo de acero invisible; y aquello absorbía su
atención por completo, hasta que paraba, de pronto, quedando abatido y
descorazonado de algún resultado imposible. Seguía hablando, entonces, con
esfuerzo, como si quisiese callar y sólo por una consideración amable y ex­
cepcional -la más amistosa- no lo hiciera.
Después de dejarle, era cuando notábamos que, con todo aquel misterioso
ajetreo de sus manos en el aire, había colgado de nuestros oídos una sutilísima
tela de hilillos invisibles, transmisores de la inaudita música estelar que él había
aprisionado y vibraba a nuestro alrededor como un enjambre.

E L IN C A N D E S C E N T E

No sé por qué, debajo de la incipiente calva de su cabeza, creía yo que ardía


una brasa incandescente.
Todo él estaba ardiendo desde hacía mucho tiempo en un secreto incendio
interior, consumiéndose poco a poco, muy lentamente, en una combustión de
siglos.

14.8
No me atrevía, casi, a aproximar a él mis dedos, para no quemarme. Y cuando
salíamos al aire libre, temía que el viento le avivase, prendiéndole en una sola
llama que le consumiría en un instante.
Pero cuando en un recogido interior, al leve soplo de sus labios formulaba
rítmicamente su pensamiento, yo sentía -¡oh Shelley!- animarse la pura brasa en
ascua viva y me acercaba al calor y a la luz tenue y sagrada del sublime rescoldo.

E L D E S C U B IE R T O

La primera vez que le vi me hizo el efecto de que tenía la cabeza apolillada.


Más adelante, supe que era cierto y que unas mariposillas de oro salían de su
cráneo, acribillado invisiblemente, como finas flechas de luz o diminutas estrellas
centelleantes.
Cuando volví a verle, lo comprendí mejor; comprendí su noble y auténtica
antigüedad que le producía esa actual viva y bellísima mariposilla dorada.
Se le escapaba el alma -las almas- una y mil veces por la cabeza.

E L B O N D A D O SO

Solía decir la palabra bonachón y se arrebujaba en ella, al decirla, con volup


tuosidad, como en un enguatado gabán de pieles que le preservase de la frialdad
exterior transmitiéndole un calor blando.
Todo él vivía protegido del exterior, almohadillado y acolchonado en la blanda
contextura de su cuerpo como en una cabina telefónica; parecía que iba a
tener que pedir comunicación para hablarnos desde su involuntario aislamiento,
desde su interior sordo y neumático.
Guardado entre sus algodones, cuidadosamente, como una joyita que debe
mostrarse rara vez, tenía el destello de una exquisita inquietud mística.
Los que le conocíamos verdaderamente íbamos a buscarle para dejar caer
en su edredón nuestras dudas, nuestros reproches, nuestras picudas inquietudes.
¡Confortable consuelo! Porque estábamos seguros de no hacerle daño - y de
no hacernos daño-.

E L P R Ó D IG O

Lo primero que llegaba de él, en el recuerdo, era su risa: una risa clara, atrona­
dora y caudalosa como un río; una risa torrencial, desbordante siempre; una
inundación de risa fertilizadora.

H9
Vivía del caudal inextinguible de su risa -o, mejor dicho, vivían los demás-
porque él la desparramaba a su alrededor, la arrojaba a todos lados, generosa­
mente, como si tirase monedas de oro por la ventana.
Iba y venía la marea incesante de su risa, sobre él; le traía y le llevaba, ante
sí, sobre sí -dentro y fuera-, como un mar secreto, acariciando el suave contorno
femenino de la playa de su melancolía; y en su playa solía estarse escondido
entre la arena o pegado a una roca como un molusco, haciéndose un caparazón
de su amargura.
¡No se reía debajo de la cáscara amarga de sus pensamientos! Pero había
que romperla para encontrar lo tierno del corazón -la culpa dulce o agridulce-,
la melancólica alegría, distante de la de su risa, tal vez, pero más blanda y
conmovida.

E L A M IG O

Fue siempre el más amigo de todos, aunque fuese recién llegado, aunque
hubiese venido el último a nuestra amistad. Porque era amigo solamente.
Buscaba palabras más afectuosas y fraternales que los demás para que lo
entendiésemos, pero nos bastaba mirarle para entenderlo; sentirle a nuestro
lado envolviéndonos en su amistad, calurosamente, sin otro sentimiento en
él más que el de su amistad, firme, viril, constante. La amistad era su religión,
su ciencia y su arte. ¡Había que ver la alegría infantil y poderosa que refleja­
ba su cara al expresarla!
No consentía que existiese nada en el mundo más fuerte que su afecto, ni
más seguro para nosotros. Cuando todas nuestras seguridades vacilasen, sabíamos
-demasiado lo sabíamos ¡hasta olvidarlo!- que su afecto se afirmaría más que
nunca para apoyarnos -contra todo, lo humano o lo divino-, que ninguna
catástrofe natural, o sobrenatural, podría conmoverle en su permanencia de
amigo inquebrantable.

E L E SP IN A D O

Se iba quedando cada vez más delgado, más chupado y con voz de pito. Se le
adelgazaban las facciones y los huesos, reduciéndole, extinguiéndole su delga­
dez. Estaba gastado de afilarse tanto, como un cuchillo; se hacía flexible y casi
plegable sin partirse.
Le dolían a uno los huesos de verle así, sobre todo, los días de viento, porque
se le oía silbar de un modo atroz y penetrante cuando se quedaba parado en
el resquicio de una puerta.

750
Llegó a ser absolutamente incoloro y transparente, pero de una transparencia
mate y sucia como los trajes que llevaba -o que le llevaban- colgándole de
inverosímiles arrugas su cuerpo de muñeco de alambre.
Adelgazaba tanto para convertirse en espina, y ya lo era: la espina aguda y
amenazadora de la que nos salvamos comiendo pescado porque se hace visible,
entre todas, a fuerza de su mismo encono; la espina que no se nos atraganta
nunca a ninguno porque nos previene su presencia y se nos queda clavada en
la retina, que es mucho peor, de donde tenemos que arrancárnosla dolorosamente
a riesgo de perder los ojos.

E L CA BEZO T A

Tenía demasiada cabeza; lo decía todo el mundo y a mí también me lo parecía.


Lo hacía todo con la cabeza, y si decía, como cualquiera, que andaba de cabeza,
daba, al verle, la seguridad de que efectivamente iba a hacerlo.
Solía exclamar cuando alguna cosa le causaba admiración: ¡qué inmenso!,
como si ratificase con esplendidez la eficiencia de todo su cráneo. Se notaba
que su cabeza le atosigaba constantemente.
Tenía una verdadera monomanía demoledora y lo estudiaba todo concienzu­
damente, para combatirlo, pero no con razones que se sacase de su cabeza abul­
tada y exuberante, sino utilizándola como una maza, toda entera, a testarazos.

E L ATRANCADO

Llevaba su desconfianza de los demás hasta el extremo de no querer compartir


nada suyo con nadie; se atrancaba detrás de su egoísmo como de una puerta,
construyéndose una barricada con todas las cosas que hubieran debido servirle
para algo. No pensaba más que en defenderse de este modo, y se dormía al
pie de su montón de trastos, sobre el suelo, de cualquier manera. Vivía así la
vida más miserable de todas. Estaba tan abarrotado de chismes inútiles, había
acumulado tantos obstáculos para aislarse, que se le veía perecer, día por día,
emparedado, enterrado vivo en la sucia escombrera de su atrancamiento.

E L E X IG E N T E

Lo exigía todo con violencia. Se adelantaba a todos, brutalmente, rápido y


encolerizado, para exigir, aunque fuese una cosa insignificante. No anhelaba
la perfección en nada ni en nadie sino que exigía en todo una exigencia

5
1 1
correspondiente. A veces, sin saber lo que quería ni lo que no, se ponía como
una fiera, exigiendo que se le atendiese, y si se le atendía en el acto, se quedaba
inmóvil, ausente, como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago; luego,
se excusaba con torpeza y dejaba una pausa para que surgiese alguna cosa,
alguna falta en los demás, que hiciese inapelable, imperativa y absoluta su
exigencia.

E L FALSO JU D ÍO

No era judío pero se reía como si lo fuera. Tenía esa risa falsa del judío, que
no tiene risa y quiere imitar la de los demás porque sabe que la risa es el antídoto
del semitismo, que al judío se le mata con la risa (y al Diablo también).
Era de la variedad del judío gordo, el de la peor avaricia, inflado de agua
porque cierra sus riñones como su bolsa y se pone abotargado y blancuzco de
hinchazón.
Y lo peor era que tenía cara de conejo.
Nunca me fié de su amistad; todo era falsificación en él, vuelta, doblez y forro
aprovechado.
Seguramente carecía de alma, porque, aunque no estuviese inanimado, su
llamativa animación era tan falsa como su risa.
Era dos veces falso: porque ni siquiera era judío.

E L A LBO R O ZA D O

Tenía el rubor y la sonrisa constante, la voz atiplada y un amanerado primor


en todo lo que hacía, como si bordase.
A cualquier hora que se le viese, era el madrugador; el que acaba de levantarse
temprano, llevando todavía en la luminosidad rubicunda de su cara el alborozo
matinal; la impresión sonámbula del sueño en el rostro recién lavoteado: algo
turbio y claro, confuso y transparente, como un amanecer callejero. Pero no por
lo mucho que madrugaba le amaneció nunca más temprano -aunque él lo
esperase-; ni le ayudaba Dios. Al contrario, era el fracasado de todo y por eso
tenía la resignada virtud discreta del que si ha madrugado tanto, es por alguna
rutinaria y fea obligación; así había conseguido una especie de virtuosismo
policíaco de vigilante, neutro celo profesional, falsamente informativo y ecléctico
como el del conseije en un museo o el del eunuco en un harén. Pero era centinela
del alba, con el pitido desentonado de su voz, y afianzaba su optimismo, a fuerza
de frustrado, por la sola aseveración soñolienta del que, sin enterarse de nada
todavía, duermevela al mañanero sol.

152
Era coleccionista de ejemplares raros y curiosos y él mismo había llegado a
convertirse en un curioso, raro ejemplar.
Clavaba alfileritos en lo vivo para disecarlo y colocar encima sus etiquetas.
Poseía un instinto certero y una habilidad minuciosa de insecto -de abeja o
de hormiga sin inteligencia-. Sabía medir, pesar y contar, cuidadosamente, los
restos de materias ideales que llevaba a su madriguera para alimentarse durante
el perpetuo invierno de su esterilidad espiritual. Soñaba con un etiquetado
huerto, cementerio botánico, jardín anémico, artificial y triste, donde pasear a
solas, en convaleciente, la melancolía de su impotencia. Anhelaba cultivar su
jardincillo cándidamente. Y mientras, vivía arrobado en el albo limbo de su
deseo, arrebolado de su bienaventuranza candorosa, como un bobalicón, sin
atreverse nunca a romper el embobamiento en que se incubaba y ofreciéndose
en su cascarón pintado de diversos colores -regalo pascual- pero dentro siempre
de su nido para no caerse.

EL TRASN O CH AD O

No podía envejecer porque había nacido trasnochado.


Tenía el espíritu raído y pardo como su capa, muy hidalgo tradicional -feo
español-, plagio romántico y jactancia de casticismo; o sea: trasiego de guisote
podrido, tocino rancio y olor a pegado -o a porquería de gato-, tufo de brasero
alrededor de la mesa-camilla; vivir peor que morir, atufado y emparedado
miserablemente.
Su psique -mariposa de aceite- ardía crujiendo al consumirse como la madera
carcomida y dando ese humillo negro que lo tizna todo y un pabilo atroz.
Era espectro, aparición violácea con olor a cadaverina y faz de desenterrador,
de violador de tumbas.
Le crujían los huesos al andar, envuelto en su capa, como al Rey Don Pedro;
y si se le descubría en su desasosegado trasnocheo, se quedaba parado en seco,
mirando a todos lados estúpidamente como un mochuelo que estuviese borracho.

E L ESPANTA-PÁJAROS

Con su levitón, su sombrero de grandes alas -todo de negro- y su enorme faz


de careta asomando sobre las palomitas del alto cuello almidonado, era el
espanta-pájaros más perfecto que haya podido realizarse.
Cualquiera de sus ademanes le dejaba estampado perpetuamente, y su voz
le corroboraba del todo, acentuando, por el oído, su espantable y ridicula imagen
de figurón grotesco.

153
Con sólo su presencia hacía un silencio opaco, denso y funeral; porque
ahuyentaba toda armonía de pájaros, reales o ideales.
Hubiera debido de ir siempre por la calle, pomposamente, en una carroza
fúnebre a la Federica, que es lo que convenía a su petulancia, y llevar puesta
en la cabeza la gran corona negra y plateada, símbolo de su vanagloria; sus
amigos le acompañarían a los lados llevando cintas y ofrendándole así el
homenaje público debido a su protestante puritanismo masón, hipócrita y
reclamista.

E L FAN TASM Ó N D ESBA R A TA D O

Cuando le vi dar la vuelta a la esquina, llevándose todas sus sonrisas consigo


y balanceando acompasadamente su abultado cuerpo, torcido hacia un lado
todo él, huido y derrotado, comprendí, con pena, la calidad miserable de su
fracaso; su anticipación a la vejez más desconsolada: la del histrión gastado y
pasado de moda a quien se le han cascado todos sus papeles y los evoca en el
ademán fatigosamente; el que ensaya todas las zalamerías de una envejecida
coqueta para conseguir agradar, inútilmente, dando el lamentable espectáculo
de sus desteñidas mentiras.
La carencia de una moral que le estructurase le puso así prematuramente.
Al relajamiento moral y físico -linfatismo fofo, anemia, flacidez de músculos-
añadía un aflojamiento de nervios, o reblandecimiento medular, que le tenía
colgado de sí mismo, como un pelele, inanimado y lacio. Adquiría esa viscosidad
en todo como en su apariencia; se deshacía materialmente -en zalemas, sonrisas
fingidas, reverencias y ceremonias-, desmoronándose, derritiéndose como
una empalagosa tarta; se venía abajo su empingorotada arquitectura confiteril
-liquidación verdad- mostrando la insuficiencia sustancial de sus componentes,
como una horchata deshelada.
Pero por más que se hacía de miel ya no lo querían ni las moscas.

E L A V ISPA D O

Tenía la feminidad ceñida y breve de la avispa y en la lengua, su dardo agudo.


Estaba siempre en todas partes, metiéndose en todo, con sus exagerados
ademanes de modisto, muy alerta, sin que nada se le escapase. Era el correveidile
de todos, intrépido y fugitivo Mercurio, audaz y zascandil.
Todo lo sabía y lo que no, lo escudriñaba hasta averiguarlo. Se multiplicaba
infinitamente -vivaracho como el rabo cortado de la lagartija- para poder estar
en todos lados al mismo tiempo y enterarse de todo a la vez. No había cosa

m
alguna de que no estuviese al cabo de la calle -de su callejear sempiterno por
todo-. Su constante murmuración tenía el zumbido del insecto, impertinente
y pertinaz.
No era afeminado sino femenino, y no era sabihondo sino sabi-superficial;
mundano y frívolo en su comadreo intelectualista de chismoso desinteresado,
de verdadero marisabidilla.

E L P A R E C ID O

Era el que se parece a todos y no es ninguno. El que se parece a éste y aquél


y al otro y al otro; el que, a fuerza de parecerse a tantos, acaba por no confundirse
con nadie y adquirir una verdadera distinción, a la inversa, por sus parecidos.
Era el que todo el mundo sabe quién es por lo que se parece a uno o a otro; el
que por haber llegado a parecerse tanto a todos ellos ya no hay modo de que
se parezca a sí mismo y se diferencia por esto más que nada, distinguiéndose
más que nadie de los demás como si fuese el único auténtico, el único verdadero,
el único que no es un retrato.

E L IN V IS IB L E

No sé cómo se las arreglaba para entrar en todos lados sin que se le viese. Cuando
alguien le descubría en su rincón y le preguntaba sorprendiéndose: —¡Ah! ¿pero
estabas ahí?- contestaba invariablemente: -hace dos horas.- Estaba siempre,
en todas partes, dos horas antes de que nadie se diese cuenta.
Veía a los demás sin ser visto nunca y daba detalles y pormenores de nuestra
estancia en cualquier sitio, en donde menos pudimos sospecharle. Pero, fuera
de estas verificaciones a posteriori de su presencia, no hablaba casi nunca y se
contentaba con mirarnos. Yo no sé qué secretos rincones tendría en su alma, los
más silenciosos, los más escondidos del mundo.
Pero cuando nuestra extrañeza se hizo mayor fue el día que supimos que había
desaparecido definitivamente. Ya no podríamos descubrirle más y estaría para
siempre con nosotros sin que pudiéramos volver a verle nunca.

E L M A L IG N O

No tenía más que una fe buena que había encontrado de milagro; todo lo demás,
eran sus dudas; y se dedicaba a tirarlas por el aire, sin romperlas, algunas veces,

155
y otras, para que se rompieran con alegre estruendo en el ágil malabarismo
de sus palabras.
Cada vez que hacía un nuevo juego de prestidigitación o un nuevo equilibrio
en la cuerda floja, se quedaba más desconsolado. La inconsistencia poética de
su complicada magia intelectual le entristecía como a un niño el juguete gastado
y roto; le daban ganas de llorar ver a la luz del día, sin secretos, los cartones,
trapos y figulinas pintarrajeadas de la trampa con que formó su fiesta ilusoria.
Amaba, por eso, el misterio claro natural -al mediodía y a la medianoche, al
sol y a las estrellas-, lejos de la barraca profesional, en la algarabía de las
ferias artificiosas.
Un día, prendió fuego a todos sus trastos y se colocó encima para arder con
ellos y salvarse; porque había inquirido por sí mismo suficientes datos que le
condenaban por endemoniado y por brujo.

E L D ESLU M BRAD O

No sé qué deslumbrante luz había visto para cegarse de ese modo. Tal vez, había
mirado, al pasar, a una de esas lucecitas prohibidas, a las que se mira, inevita­
blemente, no por curiosidad sino por científico deseo de comprobación; por
ansia de sabiduría, heredada de haber desobedecido la prohibición del árbol
en el Paraíso. Una de esas lucecitas que se nos figuran el diminuto corazón
encendido de la ciencia -o una de las lenguas del Espíritu Santo-, y a las que
si se ha logrado mirar una vez se debe morir, como después de haber visto a
Dios.
Pero él se había salvado de milagro, o quizás fuera que solamente la había
entrevisto y por eso no estaba ciego del todo y continuaba entreabriendo los
ojos para mirar, encogiéndolos constantemente, con toda la cara, como si
estuviese siempre deslumbrado.

E L IN T E L IG E N T E

Era agudo, descarnado y vibrante, como si solamente tuviese sistema ner­


vioso sostenido apenas por un escueto armazón de huesos, ligamentos y
tejidos. La economía natural de su delgado cuerpo era tan escasa que sólo
bastaba para mantenerle en pie, y en equilibrio vivo, lo estrictamente in­
dispensable para el funcionamiento de sus nervios. Se cargaba o se descar­
gaba de fluido espiritual como una pila eléctrica y su sangre era casi suero
fisiológico puro, agua y sal, como la que brotó milagrosamente del costado
herido de Cristo.

156
No tenía más que inteligencia, y ése fue su martirio: sentirse vibrar entre lo
divino y lo humano como un acero terso al golpe del martilleo ferviente; tem­
plado o destemplado, evadido y preso en la onda sonora - y luminosa- de su
propia trascendencia mística.
i
>
r
[ E L EV A SIV O
sI
i Tenía razones para todo aunque en nada tuviese razón; porque lo que tenía
i era pasión: pasión y razones; las razones de su vivo apasionamiento.
¡ Si estructuraba su pensamiento -o sus pensamientos- con una lógica ideal,
j era para poder escaparse luego por cualquier rendija de la complicada arqui­
tectura; o para silbar como el viento por los enredados pasillos oscuros de su
; laberinto; para gritar y ulular, errante por las galerías subterráneas de la con­
ciencia, como un irónico burlón y caprichoso fantasma inexistente.

E L IM P A C IE N T E

No hacía más que esperar y desesperarse. Estaba enjaulado en su impaciencia,


paseando constantemente en su prisión con una angustiosa seguridad de no salir
de ella.
Recibía de todo una desconsolada impresión rayada por los barrotes de su
ilusoria cárcel. Andaba despacio, entumecido, como si arrastrara su cadena;
pero no paraba un momento.
Todas las mañanas daba en su rostro el amanecer como una promesa mila­
grosa; pero él se obstinaba en negarlo, en negar la luz, anegándose en el fondo
oscuro de su alma, borracho de su oscuridad más profunda, de la voluptuosidad
punzante y secreta de su desesperada impaciencia.

E L A R R EBA T A D O

Una sola pasión le consumía el cuerpo y el alma como una llamarada de


encendido esparto, en un solo arrebato.
Su fe se le hizo sangre transmitiéndole el ardor de su fiebre a los sentidos; y
soplaba el alma, desde fuera, avivando la única llama.
Un solo gesto arrebatado y violento fue toda su vida: una sola caída herido
por el rayo como san Pablo; una sola revelación, un solo grito, una sola vehe­
mencia -llamarada de fuego, luz viva, antorcha, consunción y purificación en
cuerpo y alma; humano y divino purgatorio.

'57
E L P E R SU A SIV O

Su inteligencia, al poniente, traspasaba de clara lumbre cálida los objetos, los


envolvía, suave, en un puro fuego amoroso de despedida; y el contorno duro
de la sombra bordeaba, avanzando cauteloso, la separación ineludible.
Su voz era, entonces, leve, honda y pura; quebrándose sutilmente en razones
la emoción alta y ya casi volatilizada de su pensamiento.
Quedaba así iniciado por la palabra excelsa el silencio definitivo - y una
irreparable y conmovedora aquiescencia de todo, alrededor, persuadido, como
la infantil algarabía de los pájaros en el crepúsculo que la noche acalla, pro­
fundamente, encendiendo sus gritos en el cielo-.

E L A D M IR A B L E

Parecía que las estrellas se reflejaban en el fondo de sus ojos como en el pozo
de su goce profundo. El agua quieta de sus pupilas transparentaba la creación
invirtiéndola en su mágico espejo para volverla a crear de nuevo; el universo
era una figuración suya perfeccionado en cada instante por su lírico empeño.
Todo lo hacía bello, poéticamente, sólo con mirarlo. Contemplaba su pensa­
miento, en la soledad, como un cuerpo desnudo.
Poseía la virtud diamantina de cortar el cristal sin romperlo y sin herirse; se
aislaba sobre sus cristales -instrumento vivo-, para obtener, como el sonido
musical, la belleza pura y exacta.

'58
ESCRITOS TAURINOS
E L A R T E D E B IR L IB IR L O Q U E
E N T E N D IM IE N T O D E L T O R E O

En el toreo todo es verdad


y todo es mentira.

i. J 1 entendimiento del toreo es, naturalmente, consecuencia de una limpia


y fina sensibilidad: porque el toreo es lo que hay que ver, cosa de ver, y de
entender, por consiguiente: cosa, objeto de la percepción y el razonamiento.
Sin sensibilidad o percepción sensible no hay entendimiento de ningún arte o
juego; pero lo percibido, o, como dirían los místicos, lo sensado, si es condición
de lo concebido, no determina su valoración: el criterio que acepte o rechace
el toreo será una cuestión de sensibilidad, como suele decirse, cuando lo sea
de inteligencia, de entendimiento racional, y el entendimiento de una cosa es
ajeno o independiente de nuestra voluntaria adhesión o repugnancia a ella; el
entendimiento no acepta ni rechaza nada, sino sencillamente, lo evidencia, lo
verifica. El espectáculo de una corrida de toros no vale únicamente por la im­
presión sensible que nos causa, por muy sensible que pretenda ser esta impresión;
mientras más puramente sensible (confusamente perceptible) sea, será menos
inteligible, y más lejos estaremos, por tanto, más imposibilitados, de establecer
ningún criterio moral o estético con que poderla valorar. Para saber lo que valga
moralmente o estéticamente el toreo, tendremos, ante todo, que entenderlo. ¿Y
cómo podremos entenderlo mientras repugne a nuestra sensibilidad, si nuestra
sensibilidad se opone confusamente a ello? Los que, pretextando esa exqui­
sita sensibilidad, se niegan a su entendimiento, podrán presumir de lo que
quieran; de todo, menos de entendimiento; podrán presumir de instintiva,
primaria, rudimentaria sensibilidad, refleja como la de un animal cualquiera;
sin que estos reflejos psicopáticos indiquen necesariamente delicada sensibilidad:
más de un insensible picador de toros, brutal, se ha desmayado a la vista de una
gota de sangre. Una sensibilidad fina verdaderamente es una sensibilidad fír­
me, segura, ejercitada, como la del operador en cirugía; o sea, de rapidísima
concepción o racionalización; y solamente esta rapidez funcional en el proceso
de lo sensado puede concebir el toreo; es decir, abstraer, conceptuar tan rápi­
damente por el pensamiento una experiencia sensorial. Esa verificación peligrosa
de relaciones evidentes desarrolladas en el espacio y tiempo sensibles, con la
precisa exactitud abstracta de un tiempo y espacio matemáticos. El poder
conceptuar tan rápidamente lo sensible es propiedad de finísimas sensibilida­
des; las sensibilidades torpes, rudimentarias, carecen de esta facultad; por eso
para ellas el espectáculo del toreo es sensacional y repulsivo; porque les es,
sencillamente, inconcebible. El toreo es un juego vivo de inteligencia, tan
exclusivamente inteligente, que el error más mínimo contra la exactitud en la
ejecución de sus suertes le puede costar al lidiador la vida. Pepe Hillo, que lo
inventó, verdaderamente, porque establecía sus principios, definiéndolos con
geométrica distinción y claridad, aparece en la portada de la edición primera
de su admirable metafísica del toreo o Tauromaquia, con la espada y la muleta
en una mano, y en la otra, un reloj. Joselito, que verificó admirablemente el arte
birlibirloquesco de torear de Pepe Hillo, fue, seguramente, la inteligencia viva,
natural, más extraordinariamente sensibilizada; por eso el toreo en sus manos
parecía magia, prodigio, maravilla: inteligible juego de prestidigitación.
El toreo es un puro juego inteligible, en el que peligra la vida del jugador; este
peligro desinteresado afirma, al entenderlo, que de su verificación estética se
deduce, como de toda afirmación estética, una consecuencia moral, o inmoral:
la del heroísmo; el heroísmo puro, sin utilidad; el toreo es un juego de heroísmo
o un heroísmo de juego: heroísmo absoluto. En este sentido, podría suponerse
que es un deporte trascendente, un deporte doblado de significado estético ideal;
porque en el toreo se afirman, físicamente, todos los valores estéticos del cuerpo
humano (figura, agilidad, destreza, gracia, etc.); y metafísicamente, todas las
cualidades que pudiéramos llamar deportivas de la inteligencia (rápida
concepción o abstracción sensible para relacionar). Es un doble ejercicio físico
y metafísico de integración espiritual, en que se valora el significado de lo humano
heroicamente o puramente: en cuerpo y alma, aparentemente inmortal. Esta
es su belleza más pura: ser espectáculo visible de una invisible realidad; el
traje del torero se enciende de luces inmortales para iluminar sobrenatural­
mente lo más natural: la muerte y la vida, simplemente, heroicamente, verificadas
como un puro juego imaginativo real. El entendimiento de esta realidad
imaginativa, que se verifica vivamente, es como el de una configuración o
construcción espiritual sin permanencia; cuando el tocador de guitarra verifica
musicalmente unafalsetaimprovisada, dice: “Ahí queda” , como si dijese: “ Que
nadie la toque” ; y así queda, efectivamente, vista y oída: entendida, sin que
nadie, ni él mismo, la pueda volver a tocar. Ver para creer, para entender: sin
tocar. El toreo queda, visto y entendido o creído: visible un momento, invisible
una eternidad. La inteligencia del toreo es tan sensible, que dice: “Mírame y
no me toques” . El toreo sólo quiere ser entendido, puramente, exclusivamente,
sin contactos de utilidad: enciende luminosamente la inteligencia humana
para que se la vea jugar; que nadie le toque, que todos lo vean, y lo entiendan,
nada menos, y nada más. Por esto las morales utilitarias lo rechazan: porque
es inteligente exclusivo, hasta la crueldad; porque elude expresamente,

164
expresivamente, toda consecuencia práctica de moralidad. Y es que hay tam­
bién, conviene no olvidarlo, lo que el crítico del pragmatismo René Berthelot
ha llamado un romanticismo de la utilidad; son estos románticos sentimentales
de la utilidad los que no pueden ver el toreo; y como no lo pueden ver, no lo
ven, y no lo entienden; ni tampoco lo pueden tragar, que es lo que quisieran:
tragarlo después de haberlo masticado moralmente, porque es táctil, aprehensivo,
su gusto o empeño voluntario de utilidad; por eso compadecen al toro, padecen
con su pasión mortal y no con la inteligencia inmortal del torero que la burla;
porque se identifican prácticamente, sentimentalmente, con el toro, que es el
que siente o padece vivo; pero no entienden la inteligente burla y birla que es
el arte de birlibirloque verdadero de torear. Todo el que no puede ver el toreo,
no lo podrá entender jamás, por falta, no por sobra, de sensibilidad verdade­
ra, de clarividencia; por romántico sentimiento práctico de lo útil. El juego
inteligente del toreo no puede andar entre los bobos, como dice un estribillo
popular. Es juego imaginativamente racional, enigmático, verdadero; cruelmente
perfecto; luminoso, alegre, inmortal. Solamente una transmutación tan antigua
de civilizaciones como la andaluza podía originar el toreo; sólo una sensibilidad
secular tan honda y depurada podía extremar su pasión por la exactitud, por
la inteligencia, hasta ese último afán clarividente, generándolo en un puro juego
que asume, paradójico, la vida y la verdad: la vida verificada, sin temor, hasta
la muerte. Partido en luz y sombra, rueda el círculo virtual del toreo una vuelta
eterna, inmortalmente verdadera. Las incomprensiones y oposiciones que lo
rechazan no son otra cosa, en definitiva, más que odio mortal a la inteligencia:
acumulación impotente de rencores sentimentales en civilizaciones inferiores
por primitivas aún y bárbaras. Es el rencor sentimental de intelectuales de
improvisación, que son sentimentales disfrazados, sin sensibilidad todavía
para su natural, y sobrenatural, espiritual, entendimiento.
A L TO REO AN D ALU Z
E S C U E L A D E E L E G A N C IA IN T E L E C T U A L

Todo el valor en el pecho,


todo el temor en los pies.
C a ld e r ó n

El arte de birlibirloque es el que sabe que en toda acción y obra del hombre,
Dios pone siempre la mitad. O no la pone y tiene que ponerla el Diablo.

En todo arte bello hay siempre la evidencia viva de un milagro. El milagro


cumple una ley divina, con rapidez, con ligereza: por arte de birlibirloque.

El milagro se hace siempre que el hombre pone algo y Dios dispone de ello. (El
hombre pone y Dios dispone; es decir, quita.)

El arte de birlibirloque es el arte de poner y quitar.

Lagartijo o Cuchares, el que fuera, fue un admirable definidor del arte de


birlibirloque cuando explicaba el arte birlibirloquesco de torear diciendo: ¿Que
viene el toro? Te quitas tú (y para poderse quitar, hay que haberse puesto
primero). ¿Que no te quitas tú? Te quita el toro. En este caso, Dios es el toro.
(Al cordobés Séneca le llamó Nietzsche “toreador de la virtud” .)

En el arte de torear es donde mejor se evidencian las verdades birlibirloquesas,


porque entran por los ojos.

Los Principios del arte de torear que escribió Pepe Hillo tienen la permanencia
perfecta de un dogma estético, o sea, todas las condiciones convencionales de
una ciencia. Tratar de sustituirlos sería como tratar de inventar un nuevo sistema
planetario: posible, pero incómodo; y, probablemente, equivocado.

Las corridas de toros nacieron al arte de birlibirloque en el siglo xvm . Vinieron


a contrarrestar clásicamente el desorden público y privado de la decadencia
española. Pero a esta originaria generación clásica sucedió, después, durante un
siglo, su castiza degeneración.

i6y
Para convertirse en fiesta nacional las corridas de toros tuvieron que degenerar
castizamente, corromperse como el teatro birlibirloquesco del siglo x v i i . La
careta nacionalista, feamente pintarrajeada de casticismo, oculta, en ambos casos,
la bella faz humana - y divina- de un espectáculo popular, es decir, aristocráti­
camente clásico. El pueblo es siempre minoría.

El casticismo costumbrista ha corrompido las corridas de toros, ni más ni menos


que el teatro, la literatura, la pintura, la arquitectura, la música, el catolicismo
y la política: todo lo que ha hecho infraespañol. Pero no hay nada menos
castizamente español que la lidia de un toro en la plaza cuando es ejecutada
perfectamente. Nada más clásico, más románticamente clásico; y, a la inversa,
apolíneo y dionisíaco a un tiempo, o sea, artístico; nada más singularmente
bello, y, por tanto, universal. Cuando la lidia del toro se realiza ordenadamente,
por la dirección voluntaria de una inteligencia viva y juvenil, es un espectáculo
admirable de pasión y gracia, de ímpetu natural y consciente dominio geomé­
trico: de vida y de arte.

Toda tradición es una pugna de lo clásico y lo castizo.

Lo que no tiene inteligencia, tiene carácter.

El casticismo es caricatura; lo característico es siempre caricaturesco; porque


la exageración no es intensidad, es caricatura. Lo que no se puede expresar
intensamente, se exagera.

La enfermedad se ha definido como caricatura del temperamento : exageración.


El que sólo tiene defectos, impotencia artística, exagerándolos logra la caricatura
de una personalidad, de una inteligencia: el carácter (el carácter es la carica­
tura de la inteligencia); y así se forma exteriormente, no por su inteligencia, que
le falta, sino por su temperamento, que le sobra. En el arte de birlibirloque de
torear, Joselito era una inteligencia, y Belmonte un temperamento, una caricatura.
La expresión de una enfermedad: el casticismo españolista característico. Los
nombres de Joselito y Belmonte polarizaron visiblemente la pugna tradicional
española de lo clásico y lo castizo.

Hay que separar definitivamente lo que es caricatura de lo que es expresión


intensificada con firmeza de trazo -de pensamiento- con vigor: estilo. L a ex­
presión lograda es belleza definitoria, porque es la línea que define, conte­
niéndola, una plenitud espiritual. Por el contrario, la caricatura es concavidad
vacía de todo: exageración, voz ahuecada, ausencia de línea (de pensamiento),
de expresión: característica fealdad.

168
La exageración es siempre fealdad: máscara vacía; detrás de la careta carica­
turesca no hay más que un hueco, su revés: la contracaricatura.

La tragedia y la comedia en el arte de birlibirloque no son la máscara, aunque la


máscara les sirva necesariamente de teatro, de medio de intensificar la expresión:
lo grotesco, que no es exageración ni caricatura. La máscara contiene la pasión
y la burla, como un cubilete los dados: para lanzarlas fuera, lejos, con más fuerza
(que es por lo que ahueca la voz), para abrirles camino en el espacio y en el
tiempo: para vigorizar todas las posibilidades birlibirloquesas del juego. Pero
la máscara por la máscara no es nada (el teatro por el teatro, el arte por el
arte, etc...). La voz ahuecada, sin palabra, sin pensamiento, es un vacío uh...
uh... uh... uuuhhh. . para que acuda el toro; y el toro, despectivamente, se va.

Todo el que se pone a hacer el bu, es porque quiere darle un susto al miedo; y
es que no tiene más que miedo, porque está a oscuras y vacío.

En el toreo no se puede hacer el bu más que galleando: ocultando, birlando,


burlón, el torero, bajo la capa, oscuramente, su luminosa aurora.

El arte verdadero actúa siempre por exceso de poder, de potencialidad: a todo


artista potencial parece que le queda por decir más de lo que dice. La dicción
perfecta, el arte clásico, es la única zona luminosa de una vasta región espiritual
sombría, su expresión consciente; y el artista contiene por la línea límite de la
sombra (dibujo, pensamiento, estilo), la fuerza creadora de su pasión secreta y
plena: para expresarla; como el toro.

El artificio caricaturesco es inexpresivo, porque carece de contenido potencial,


de pensamiento: por eso no forma, sino deforma, exagera; es el vacío, lo hueco,
la trampa.

El toro se estremece hasta lo más mínimo de su ser en la potente plenitud de


su pujanza viva: porque el toro no exagera nunca su poder: al contrario, lo
expresa conteniéndolo en la vehemencia dirigida y precisa de la embestida.
El toro desdeña todo lo que no sea contradicción exacta y luminosa.

Al toro, en el ímpetu oscuro, sólo le vence la pasión fogosa de la púrpura que


le burla: la inteligencia; y la alegría ardiente del acero de llama viva que le hiere:
la luz.

El torero no es una máscara: es un enmascarado de luz.

169
El torero no se disfraza de torero: la inteligencia no se puede caracterizar. El
traje de luces del torero es emblema de pura inteligencia: porque es cosa de
viva inteligencia torear. El torero vestido de luces, como el clown en el circo y
el sacerdote revestido para oficiar, es la inteligente expresión visible de la gracia.
(Claro es que son tres gracias distintas: a cada cual, la suya.)

Joselito fue un Luzbel adolescente, caído por orgullo de su luminosa inteli­


gencia viva.

El fantasma luminoso de Joselito (antes que Nietzsche y que Pascal) relampagueó


de clara inteligencia juvenil mi adolescencia oscura.

La crueldad es condición ineludible de la belleza, porque lo es de la limpia


sensibilidad: de la inteligencia.

La evidencia pura de la luz es cruel para los ojos débiles; solamente el vigor
encendido de pasión de la inteligencia puede contrarrestar por la mirada la
intensidad luminosa del cielo.

Una corrida de toros es un espectáculo inmoral, y, por consiguiente, educador


de la inteligencia.

—¿Eres pesimista?
-S í; porque lo único que quiero es la alegría.

Todo tiene su nacimiento en la alegría: el arte de birlibirloque de torear, también.

El torero triste que provoca el éxito subrayando melodramáticamente el peligro,


no merece siquiera una limpia herida mortal.

En una corrida de toros la tragedia es siempre imposible (para el torero): la


única tragedia posible sería la del toro. El torero que evoca a la muerte apaga
las luces de su traje con su sombra: se suicida como torero al despojarse de su
aparente inmortalidad, de su artística gloria; y perece, falseando lo humano,
por la comprobación mortal y lamentable de su propio esqueleto melodramático.
Entonces los espectadores sentimentales se estremecen de gusto, mientras que
los inteligentes vuelven la cara como ante un caballo destripado.

En una corrida de toros la única emoción humana verdadera, y viva, es la estética.


Las corridas exigen, como el cinematógrafo, un ángulo de visión o enfoque,
un punto de mira exclusivamente estético.

770
Los que compadecen al toro, le agravian mucho más, y peor, que los que le
hieren y le matan. El único insulto para el toro es la compasión.

¿Cómo se puede proteger la fiereza? No hay “ Sociedad protectora de animales”


capaz de enfrentarse filantrópicamente con un toro.

El torero triste, que sale a la plaza lastimosamente, con dolorida gesticulación


de reumático articular agudo, exagerados ademanes de fatiga y anhelante angustia
respiratoria, mendiga el éxito como una cama de hospital. ¡Cuidado con ese
torero, que es un chantajista de la compasión!

El toreo no es un baile; mas para las condiciones vitales de su realización es


como si lo fuera.

En lugar del cartel de No hay billetes que veo a la entrada de la plaza, preferiría
ver este otro: E l que no sepa geometría no puede entrar.

En el arte de birlibirloque de torear, el torero clásico no tiene lucimiento: tiene


lucidez.

Entre tantas definiciones de la inteligencia pudiera darse ésta: la inteligencia


es una aptitud o predisposición metafísica para torear.

No es lo mismo el juego del arte que el arte del juego: el toreo es un arte del
juego.

El juego alerta del toreo es un despertador del alma de los que duermen, y, sobre
todo, de los que sueñan. Pero algunos sordos que no quieren oír, ni ver, ni
entender, llegan a necesitar el despertador para dormirse, más profundamente
todavía; y aun para soñar.

Para torear, como para ver torear, hay que estar muy despierto.

El imaginativo, el soñador y, probablemente, las mujeres, sobran en la plaza:


en la limpidez de su atmósfera celeste no hay musarañas en que pensar.

No hay nada más despierto y evidente que el arte de birlibirloque de torear: nada
que exija una atención más clara, rápida y decidida, nada más real; por eso es
acción y espectáculo de pura, exclusiva inteligencia: de apurada sensibilidad.

No es oro (ni plata) todo lo que reluce en el toreo; es más: inteligencia.

171
Las virtudes afirmativas del arte de birlibirloque de torear, son: ligereza, agilidad,
destreza, rapidez, facilidad, flexibilidad y gracia. Virtudes clásicas: Joselito.
Contra estas siete virtudes hay, en efecto, siete vicios correspondientes: pesadez,
torpeza, esfuerzo, lentitud, dificultad, rigidez y desgarbo. Vicios castizos:
Belmonte castizo hasta el esperpentismo más atroz y fenomenal.

Joselito toreaba, clásicamente, para el universo: por el gusto de torear. Belmonte


ha toreado, castizamente, para el público; y a disgusto: pour l ’Espagne etpour le
Maroc.

Lo que más entusiasma a los públicos, en un arte cualquiera, es tener la impresión


de un esfuerzo en quien lo ejecuta, la sensación constante de su visible dificultad:
esto les garantiza la seguridad de que pueden aplaudir justamente, premiando
el mérito. Pero al espectador inteligente lo que le importa es lo contrario: las
dotes naturales extraordinarias, la facilidad, que es estética y no moral; ver
realizar lo más difícil como si no lo fuera, diestramente, con gracia, sin esfuerzo,
con naturalidad. Es ésta, en todo arte, la supremacía verdadera: vital. Hay
que invertir todos los valores para poder afirmar lo contrario.

Joselito, extraordinariamente dotado, extremó las virtudes afirmativas de su arte


hasta el virtuosismo. ¿Tan malo es pasarse como no llegar? Nunca tan malo.
En Joselito el arte de birlibirloque se extremaba tanto que llegaba a parecer, a veces,
casi exclusivamente, prestidigitación. ¡Oh maravilla! Visteis al escamoteador,
escamoteado, al fin, por la muerte. (El toro, en este caso, era, también, Dios.)

La prestidigitación aparente de birlibirloque no es su arte, ni su ciencia, sino,


sencillamente, su estilo.

El predominio de la línea curva y la rapidez son valores vivos de todo arte


(Joselito). El de la lentitud (morosidad) y la línea recta, son valores muertos
invertidos (Belmonte).

La línea curva compromete al dibujante, obligándole a ser expresivo; es decir,


a pensar, a ser dibujante, a tener estilo. Y es o no es: no hay trampa posible.
El mal dibujante, por el contrario (mal pensador, mal artista, mal torero), se
defiende con líneas rectas tangenciales: se sale por ellas engañosamente; no
se atreve a comprometerse, y hace trampas morales, trampas con rectitud: la
trampa siempre tiene mérito.

La rectitud es siempre moral: nunca artística.

T72
Hay que poner mucho cuidado en separar el arte del artificio, que lo falsifica;
el juego, de la trampa, que lo prostituye: porque en el juego, haciendo trampas,
se puede ganar; pero entonces es cuando el juego no vale. Hay que negar todos
los valores, invirtiéndolos, para que la trampa valga más que la suerte; el artificio,
más que el arte; la estilización, caricatura del estilo, más que el estilo; el efec­
tismo, más que la expresión. Es lo que hizo Belmonte en el toreo, por instinto
de conservación, dada su impotencia natural; lo que hizo Strauss en música y
Pirandello en el teatro. El mayor pecado contra el arte de birlibirloque, el pecado
mortal, es la trampa o truco, porque es su falsificación engañosa; pero es también
para los arribistas, aventureros de fortuna, voluntariosos desgraciados, el éxito
seguro: Birlibirloque no tiene policía ni justicia para las malas artes; y cuando no
hay vigilancia para el tramposo, gana siempre.

Para el público ininteligente de un arte, o de un juego (lo mismo da), todo lo


que no tiene trampa no tiene mérito; y es verdad, no tiene mérito: tiene gracia.

El arte de birlibirloque decepciona siempre a los públicos, porque no le encuentran


la trampa; y es que no la tiene. Las muchedumbres no aceptan nunca la verdad
artística, porque les parece mentira, y aceptan siempre cualquier mentira que
parezca verdad: rechazan el milagro y crean el mito.

A falta de arte, bueno es el artificio, dice el impostor, en el toreo como en el


teatro; y el público aplaude, porque el artificio lo ve, y el arte no; porque no
ve el juego, -sino la trampa, y cree que la trampa es el juego; y que el mérito
es hacer trampas para ganar seguro.

El arte no puede ser artificial, como el estilo no puede ser estilizado. El arte tiene
su propia naturaleza artística, y, naturalmente (artísticamente), su graciosa
naturalidad, que es la más pura perfección artística. El artificio, por el contrario,
es siempre afectación. En el arte de birlibirloque de torear, Belmonte fue la
afectación artificiosa; Joselito, la artística naturalidad; volvía el arte birlibirlo-
quesco de Pepe Hillo a su inocencia bella, clásica, anterior a la caída casticista:
con toda la fuerza y la gracia primaveral del más nuevo renacimiento.

¿Toda revolución es un retroceso? No. Todo retroceso es una falsa revolución:


un fracaso; una evolución rota, una tradición revolucionaria estropeada,
interrumpida; un nacimiento o renacimiento malogrado, cortado en flor, en
su flor: la novedad. Belmonte fue una mala revolución;Joselito, un renacimiento.

El artificio se complace tristemente en la muerte; el arte juega alegremente


con la vida.
El peor truco del torero es la valentía; el torero truculento y sensacional de la
valentía es un tramposo. El alardear de valor es en el torero un efectismo del
peor gusto; y, además, mentira; la prueba más evidente del miedo es un
exagerado gesto de valor: para asustarlo. El valor y el miedo se excluyen por
definición, por principio, de todo arte o deporte, constantemente peligroso:
porque la regla primordial del arte, del juego, es prescindir del peligro como
si no existiera; su previsión es descontarlo. La valentía del torero se supone,
como un axioma matemático, sin necesidad de demostración.

La cogida del torero en la plaza debe ser un accidente desdichado, como la


caída de un aviador.

Cuando el torero es cogido en la suerte es porque la suerte era mala; doble juego
de la verdad.

El que las formas del toreo se llamen suertes tiene un doble sentido de admirable
significación. La suerte se ejecuta clásicamente (según Montes y Pepe Hillo),
esperando el torero al toro, y no yendo a buscarle, torcidamente, cuarteando
(cuando la misma suerte no sea cuartear, como sucede en banderillas): esperando
el torero al toro por derecho, como al destino; la perfección estética de la
suerte es como la de un contrato bilateral. ¿Y si el toro no viene, si el toro se
va, o entra, él, torcido? Entonces falta la mitad: no hay suerte, y hay que buscarla
de otro modo, en otro lado; pero claramente, limpiamente, como es ley de todo
juego. Al toro se le engaña como al Diablo (en este caso, es el Diablo), contando
con él; y respetando siempre sus derechos: es parte interesada.

En el arte de birlibirloque de torear, todo lo que no es suerte es trampa.

Hay dos clases de toreros solamente, como dos clases de artistas y de hombres,
en general: los que van a buscar al toro, y los que esperan a que el toro les venga
a buscar. El torero que va a buscar al toro, lo hace por ignorancia y por miedo :
por ignorancia, porque no sabe situarse, colocarse en su sitio, que es donde el
toro le tiene que encontrar: la suerte; por miedo, porque quiere saber a qué
atenerse, sin riesgo de azar, y ganarle al toro, ventajosamente, por la mano: la
trampa.

El mal torero, como todo artista malo, confunde el arte con la estrategia: la
exactitud, con la oportunidad.

—Pies, ¿para qué os quiero?


—¿Pues para qué nos vas a querer? Para torear.

m
Si el torero se quita saliendo por pies, como aconseja Pepe Hillo, cuando el toro
llega y él no está en suerte, hace perfectamente: lo mismo hace el toro.

Al torero que huye saliendo por pies para salvarse en la barrera, no se le puede
reprochar nada, porque se ha salido del juego, y ya no hay miedo ni valor que
valgan. Todos los niños saben que cuando se llega a la barrera es cuando ya
no valeyigax: es el toro el que no debe saltarla; el torero, sí. El torero que se
quita saltando la barrera cumple una ley fundamental del juego: la de no jugar
cuando no puede, juega limpio; en cambio, el torero que torea entrando en el
terreno del toro, por miedo, aunque parezca lo contrario, para no ponerse en
peligro, falta a todas las leyes del juego, juega sucio, hace trampa.

Al toro no se le busca, se le encuentra.

El toreo es un juego de envite y de azar.

El primer deber del torero es no acercarse al toro. Y del toro, no dejarse acercar.
Un toro que se deja acercar, ya no es un toro. Un torero que se acerca al toro,
es un jugador de ventaja, un tramposo.

Al toro no se le puede pisar su terreno, ni cerca ni lejos: es ganarle por trampa.


El torero que pisa el terreno del toro, acaba con el toro y con el toreo: lo anu­
la, lo destruye, convirtiéndolo en una pantomima ilusionista, generalmente
sin peligro alguno, pero muy emocionante para el histerismo afeminado de
los públicos virilistas, como el espectáculo de un domador de leones morfinizados.

El valor, espera; el miedo, va a buscar.

No está el peligro donde menos se piensa, sino donde se piensa más; porque
no está donde parece, en la trampa, sino en la suerte, donde menos se ve. Joselito,
como Pepe Hillo o Guillén, birlibirloquesco, murió de una cornada fatal. Cuando
el torero está en su sitio y el toro viene desde el suyo, es cuando la cogida es
mortal; porque si el torero no para la embestida, burlándola con matemática
exactitud, el toro le entra a fondo, como en la esgrima, y le mata, porque el
torero verdadero no tiene doble fondo como el tramposo. Así perece en el
encuentro, porque no hay encuentro; encuentra la muerte sin haberla buscado,
mientras que el tramposo la busca, mentirosamente, para no encontrarlajamás:
como busca al toro, para no encontrarse con él.

El buen torero es el que está siempre lejos del toro, pero en su sitio, que es lo
más peligroso para él. Por eso torea siempre de espaldas al público (no es efectista,

'75
sino expresivo); porque, aunque la plaza sea redonda, el público lo tiene siempre
detrás: delante está el toro.

El torero que escandaliza es el que exagera falseando el juego: el que se sale


de su sitio y desvirtúa el orden total con latiguillos y desplantes, porque igno­
rante de las reglas objetivas de su juego, se aprovecha del desorden que ha
producido para ponerse solo, en primer término, para hacer gorgoritos después
de haberlo estropeado todo, como en una ópera el divo. Y eso no se le puede
tolerar ni atenuado por el peligro mortal que corre de atragantarse.

En el juego artístico de torear no se pueden hacer posturas, ni en el ruedo ni


fuera de él; porque la postura es lo contrario de la colocación o posición, situada,
ante la suerte.

El torero verdadero, el birlibirloquesco, sabe que no se torea, de verdad, ni lejos


ni cerca del toro, sino en corto o de largo, como Montes define; y que estas
distancias se miden, según los tiempos, por los pies; porque los tiempos son
mecánicos, no psíquicos, tiempos extensos: función del movimiento en el espacio;
medida de la cuarta dimensión espacial. Los tiempos, las distancias, en el toreo,
se miden, según Montes, por los pies que tenga el torero y los que tenga el
toro, en relación mecánica de movimientos; por la rapidez, ligereza, vuelo,
que tengan, el toro y el torero, relativamente, en los pies. Por eso la cualidad
esencial del torero era, para Montes, la ligereza, que el valor y perfecto
conocimiento birlibirloquescos verifican.

La suerte se carga de razón para mejor cumplirla. Cargar la suerte, en el toreo,


es empezar por tener razón para verificarla: proponerla en la rectitud natural
de su entendimiento, planteándola con claridad y distinción, con exactitud,
sin rodeos. Montes enseña a cargar la suerte en su principio, cuando el toro
entra en jurisdicción: a marcarla (el terreno jurisdiccional es la marca de
separación de los terrenos: el propio del toro, que es el que determina sus
querencias, y el del torero, determinado siempre por el del toro); marcar la suerte,
de este modo, es dirigirla, precisarla, darle recto sentido intencional, inteligente;
para perfeccionarla en su centro, que es en donde la suerte se verifica. La
inteligencia obliga al torero a cargar la suerte de razón para apurarla hasta el
último extremo, que es el cruce: el quiebro en el embroque, el verdadero apuro;
en donde la razón se salva, lógicamente, por arte de birlibirloque.

La rapidez, la ligereza, no son prisa ni precipitación; son todo lo contrario:


cálculo; meditada, preparada, decidida resolución de vuelo, de salto, de inte­
ligencia.

176
Joselito era el estilo puro, transparente, absoluto de torear: el estilo real, desper­
sonalizado; porque el estilo es cosa y no persona. El torero que personaliza el
estilo lo falsifica parodiándolo, lo imita porque no lo tiene, lo caracteriza o
caricaturiza: lo niega. Cuando el torero dice: el estilo soy yo, e s que no e s más
que él, sin estilo. No hay más estilo de torear que el toreo mismo, sin personalizar:
el arte de birlibirloque.

Pepe Hillo, dando un solo pase de muleta antes de matar bien a un toro, era
el estilo seco de torear. Romero, en un supremo alarde, matándolo sin dar
ninguno, era el extra-seco: mejor que mejor. Vino después el dolce stil novo: la
dulcedumbre empalagosa de la faena con la muleta de gran vuelo para arropar
(de arrope) al toro: el toreo almibarado y pegajoso en que todo se liga; hasta
que sale un toro de veras y se acabó el ligar; ¡porque menudo pajarraco es un
toro, lo que se llama un toro, para ir a cazarlo con liga!

La falta de poder y bravura, de años, de casta, resta al toro el ímpetu en el


empuje: le hace tardo, medroso y suave en la embestida, lo que permite al torero
pasarlo lento y eludir el peligro del cruce, simulando ventajosamente, en ralenti,
una ilusión de suerte: lo que llaman temple, templar; efectismo sin expresión
ni estilo; amaneramiento afeminado, retorcido, lánguido, falso; latiguillo fácil
para el torero como un calderón o un portamento, y espejuelo de tontos; porque
el único que templa es el toro.

La languidez y el retorcimiento, dos amaneramientos sin estilo, son consecuencia


natural del toreo sin toro, de la inversión total del toreo que hizo la revolución
belmontina; por eso el belmontismo ha culminado en el desfallecimiento o el
agarrotamiento del miedo; y no del miedo al toro, que no existe, sino al toreo,
del miedo a torear: miedo al arte y abandono a la trampa.

¿Era Belmonte con el traje plata un torero o era la armadura de Carlos V?

La sonrisa suicida del Espartero se hizo en Belmonte mueca desgarrada y dolien­


te; y el toreo de torso esparterino, contorsión angustiosa y grotesca. Lo que
Espartero profetizaba trágicamente, Belmonte, caricaturesco, lo cumplía: el toreo
sin pies ni cabeza.

Lo más lamentable de Belmonte es que toreó siempre a lafunerala: muy despacio


y torcido.

A consecuencia de la decadencia malsana y enfermiza que engendró el


belmontismo, todo en las corridas de toros se hizo monótono, pesado, torpe,

777
lánguido: sin curvas y sin rapidez; sin variación. Belmonte fue un rencoroso
Lutero empeñado en verificar moralmente, tramposamente, lo que es mentira,
burla, gracia, el arte de birlibirloque de torear.

El protestantismo belmontista ha ennegrecido sombríamente el toreo, apa­


gando tristemente sus luces con el oscuro capirote de la tontería moral.

El capote y la muleta de Belmonte eran rígidos, duros, sin flexibilidad ni gracia;


porque para la trampa le servían como si fueran de cartón.

“Hágase el milagro y hágalo el Diablo” -dice el tramposo-; pero se equivoca.


El Diablo no hace milagros, hace trampas, para que lo parezcan; lo que más
se parece a un milagro es una trampa.

Sub angelo lucis:e 1Diablo vestido de torero. Sólo que se le conoce en seguida:
por el modo de andar.

La identidad de los contrarios, si fuese inmóvil, sería la trampa ideal de la lógica


hegeliana: de un hegelianismo lánguido y retorcido también; degeneración y
no superación espiritual del raciocinio. Y es que Aristóteles, como Pepe Hillo,
sabía torear.

A menos bulto, más claridad; escurrir el bulto es el arte birlibirloquesco de la


inteligencia: un toreo, arte de poner y quitar; clarividencia transparente, mágica
rapidez luminosa: visto y no visto; entendimiento natural y sobrenatural.

Toreo al natural o toreo obligado, cruzar al toro o dejarse cruzar por él; pero
siempre crucey encuentro: suerte;gama para perder; y a la inversa, burla recíproca:
el arte de birlibirloque.

Para dar el molinete o la navarra, como deben darse, en la cara del toro, no
basta perderle el miedo al toro, sino el respeto, perderle el miedo a torear. El
torero miedoso es el que le tiene miedo a torear, a burlarse del toro delante
de él, jugando limpiamente con el peligro; y a burlarse, a negarse a sí mismo,
y en redondo (molinete navarra), para salvar su juego. El verdadero toreo no se
burla sólo del toro, se burla del toreo también.

El torero, cuando tira un farol concentra sus luces en un punto: enciende


alegremente la burla en un solo destello, rápido, juguetón, ligero, inteligente;
si se descuida, pierde, y lo apaga sombríamente el toro.

178
Cristo al cruzarse con Verónica le dio milagrosamente la cara, su santa Faz.
Y Verónica, cara a la cruz, perpetuó la figura de Cristo. Cara y cruz, frente a
frente, juntas y separadas en el peligro; la muerte y la vida; sombra y sol:
como el torero con el toro.

En el cruce de la suerte de capa de frente o a la verónica, el toro y el torero se


encuentran cara a cara, frente a frente, como la pasión y la burla: como Cristo
con la mujer; si se juntan, es para poderse separar; y a la inversa: para ganarlo
o perderlo todo; a cara y cruz, que es como se lo juega uno todo: el todo por
el todo.

Esperar al toro torcido en la verónica, como hacia Belmonte, para no cruzarse


con él, para no cruzarle de cara, en la cara, es hacer trampa fingiendo la verónica
ladeada sin cruce en el encuentro, porque no hay encuentro; y cuando no hay
cruce ni encuentro, el torero no pasa al toro, le deja pasar; lo mismo con la capa
que con la muleta; y el toro pasa, dándole de lado, como el tren.

La larga, tirada al cruzarse el torero con el toro, se curva finamente, con flexible
gracia, cayendo sobre el hombro, suave, doblando, sin romperse, para parar
con exactitud y dejar al toro otra vez, en su sitio.

Darle largas al toro no es aplazar la suerte, sino cumplirla: fiarse largamente de


ella, como D onjuán.

El torero en la larga no se larga, se queda; y no se queda corto ni largo, sino


justo, exacto, medido, fatal.

En el cruce del torero y el toro, el pase regular o natural abre su linea curva como
un compás de espera, de mortal espera; y al quebrarse, en el centro, se desdoblan,
el torero y el toro, como el abanico, inútilmente y graciosamente desesperados.

Tres estados tiene el toro en la plaza, según Montes: levantado, parado y aplomado.
El levantado es en el que no para un momento, ni deja parar; los toros pequeños
de edad suelen estar siempre en este estado, que les es natural, por lo que apenas
pueden torearse y sólo algunas suertes se les pueden hacer, a grandes o pequeñas
penas. El toro parado es el que verdaderamente está en la plaza, porque se ha
parado a considerar dónde está; reflexiona sobre su suerte y hace posible
todas las suertes del toreo; no se para por falta de pies, sino porque se da cuenta
de que los tiene: mide su ligereza natural como el torero; es el único toro que
se puede, lógicamente, verdaderamente, birlibirloquescamente, torear. El toro
aplomado es precavido, lento; no se para, sino que anda con pies de plomo,

'79
con tan lenta y pesada precaución, que no se le puede torear; para matarle se
inventó el volapié o vuelo de los pies en el torero, legalización lógica de un
recurso en última alzada que sólo en este caso puede admitirse, porque el toro
infringe la ley.

La clasificación birlibirlológica que hizo del toro Pepe Hillo y ratificó Montes,
supone una estructura y una escala, para la verificación de los principios mismos
del toreo que las establece. Una dicotomía fundamental: la del toro boyante y
el abanto, gradúa, entre estos términos, los medios cualitativos del toro claro o
sencillo, el revoltoso, el que se ciñe, el que gana terreno, el de sentido y que remata en
el bulto; y aun extrema y precisa el paso de las cualidades a su graduación
cuantitativa con el bravucón, el que rebrinca o que se cierne en el engaño, etc... De
este modo, las finas agujas del compás dicotòmico miden como en proyección
triangular, ante el toro, todas las posibilidades de las suertes; de la suerte. Razón
y fortuna. En el toreo, ejercicio físico y metafisico de la razón, como en el
espiritual que inventó san Ignacio, se calculan cuantitativamente las condiciones
vivas de la verificación de la gracia. Suprema ciencia, o arte grande como el
de la contemplación luliana, pues dobla el juego de la vida con el de la verdad,
afirmándolo ordenadamente, como santo Tomás, en perfecta correspondencia.
La naturaleza -decía el alquimista- sólo se vence con la naturaleza: y del mismo
modo lo sobrenatural; hay que contar con Dios si se quiere vencer al Diablo:
y a la inversa. Las maquinaciones del toro se dominan como las del Diablo: con
naturalidad y sobrenaturalidad; es decir, mecánicamente.

El toro de sentido es, al fin y al cabo, el que tiene sentido común, sentir de sus
sentidos, según la psicología tomista; y así da sentido a su ímpetu. A l fin y al
cabo, porque afina cabalmente el sentido de su sentir, rematándolo en el bulto
oscuro; matando el alma luminosa de la burla. Sólo así, a bulto, decía santa
Teresa que sabemos que tenemos alma: por sentido común; oscuramente. El
toro sabe de ese modo ciego, también por sentido común (el propio suyo),
que tenemos cuerpo.

Al toro hay que mirarle las orejas cuando está vivo; o para prevenir la arrancada,
como aconseja Pepe Hillo, si las mueve las dos; o para saber de qué lado sabe
comear, si mueve una, como aconseja Montes.

Cuando el torero cita al toro, de lejos, y le espera para matarlo (recibido, que
es la suerte clásica de matar), la mano izquierda, que va a cruzarle, debe ignorar
lo que hace la derecha, que va a darle muerte; es el cruce definitivo, el encuentro
último y fatal; por eso, de no ser recibido, debe ser el encuentro rapidísimo, a
vuelapiés; el vuelo de los pies ligeros se salta la trampa al justificar el engaño,

180
el medio por el fin; porque si no fuera porque es el fin, el medio tramposo
tampoco se justificaría.

Joselito era un extraordinario matador, porque mataba los toros toreando.


La suerte de matar no era para él una trampa, sino una verdadera suerte más,
como la de banderillas: una suerte torera y no una estrategia brutal de matarife.

Al toro que no se le puede matar toreando debe retirársele con los mansos o
con los perros o cortarle los pies con la terrible media luna en castigo. Pero es
el toro, no el torero, en ese caso, el único culpable, el único que falta a las
leyes birlibirloquesas del juego, el único que debe salir castigado.

La suerte de banderillas, en cualquier forma, es la prueba matemática de todas


las suertes de torear; toda suerte puede comprobarse matemáticamente por la
de banderillas; todo torero, para serlo, tiene que ser, por esencia, presencia y
potencia, banderillero. En la suerte de banderillas el toreo se define puro,
abstracto, absoluto, perfecto.

En realidad, la suerte de banderillas puede reducirse a tres figuras, como el


silogismo; una perfecta: el topa-carnero o a pie firme, en que se espera al toro;
imperfectas las otras dos: cuarteo y recorte, en las que se le sale a encontrar; el
sesgo y media vuelta es, como el silogismo galénico, una cuarta figura, que no
es la de salirse por la tangente, aunque, a veces, lo puede parecer.

El espíritu de lo francés consiste, según una certera definición francesa, en que


cuando se ha colocado un candelabro sobre la esquina de una chimenea hay
necesidad de colocar otro, inmediatamente, en el otro lado. En el arte de birlibirloque
de torear, un francés, así motejado: el francés, inventó la suerte de banderillas;
aportación rítmica, simétrica: el par. ¡ Qué desilusión para los casticistas!

¿Hay que arder para consumirse o hay que consumirse para arder? Las banderillas
de fuego son las de verdadero lujo espiritual: por muy quemado que esté el toro,
hay que quemarle más; hay que subrayar artificialmente su fuego con esa bella
y cruel reminiscencia religiosa de un santo ardor en la inquisición persecutoria
de verdades. Siempre, siempre, siempre, habrá que quemar viva y desnuda a
la verdad. Es un acto de fe: en el arte, en el juego, en el milagro, en Dios.

Engañado por la túnica sangrienta muere el toro, como el dios burlado, envuelto
en la de su propia sangre; mientras la última luz violeta, y ultravioleta, de la
inteligencia, causa inocente de su muerte, se extingue en el mito solar. (Yole
llora y Heracles sonríe, melancólico, desde su infierno.)

181
Todo el arte de birlibirloque de torear está en dos palabras: la palabra figura y la
palabra suerte. Los nombres sí hacen las cosas: las cosas de juego.

El torero debe estar siempre situado; porque situarse, colocarse, es el arte mismo
birlibirloquesco de torear: su expresión o estilo en la extensión, como para el
poeta en el pensamiento. El pensamiento sideral de Dios es guardar las distancias:
situarlo todo. Los toreros tienen sus sitios en el juego, porque son las figuras
del juego, y, en cierto modo, imagen sideral. ¡Con qué graciosa suavidad el
torero situado mide, guarda las distancias de todo el juego! Respecto al toro,
por su figura, y por las suertes, respecto a Dios.

El torero es inteligencia iluminada: figura y teorema; definición perfecta del arte


de birlibirloque.

El torero que enciende su cuerpo, su figura, de inteligencia, torea como los


ángeles: como los ángeles si tuvieran figura geométrica torearían, si pudieran
pasar por la mitad para ir de un lado a otro, contradiciendo la proposición
teológica de santo Tomás. Un ángel va de un lado a otro sin pasar por la mitad
-dice el teólogo-; y un torero no; porque el torero sabe que la mitad es la distancia
justa que equilibra todo el juego birlibirloquesco de torear. El torero es un ángel
luminosamente geométrico: un ángel visible y natural. El ángel de la guarda
de las distancias. El ángel con espada y muleta de fuego a la puerta del paraíso
birlibirloquesco terrenal.

Cada torero es una especie de torero, no individual, sino específicamente uno,


como el ángel. Aunque sean legión o cuadrilla. Por eso al torero hay que dejarle
solo siempre. ¡Dejadle solo! En el lance de la razón y la fortuna, él solo,
birlibirloquesco, puede sortear el peligro.

El torero, silencioso y solo, no se da a todos los diablos como hace el pelotari


desesperado, sino que, porque espera, porque sabe esperar, se da a todos los
ángeles.

El público debería callar en la plaza, como Pepe Hillo exigía, religiosamente.


El toreo es claro silencio luminoso; el torero, para no interrumpirlo, calla, o
habla sólo para su capote.

El torero se fía de la Virgen para no correr; el que no se fía es el toro. Por eso
el torero recién nacido, en las Maestranzas, se consagraba a las advocaciones
de la Virgen: por eso mantiene ante ellas el aceite encendido en las lamparillas
propiciatorias, doblando sus luces de razón sobrenatural, de cordura.

182
Vamos a ver si es verdad, nos decimos ante la suerte. Y el torero nos responde,
tácito: vamos a verlo.

El toreo, descendiente de la caballería, descendiendo de ella, por un empeño


caballeresco de a pie, voluntad de dominio, de señorío, de posesión o posición
inteligente, tiene en la Virgen advocada, la Dama de sus pensamientos: singu­
larmente, en la Inmaculada Concepción. El torero, como Descartes, epígono
escolástico, ofrece a Nuestra Señora la invención geométrica de su arte, o de
su ciencia: de su birlibirlomaquialogía.

La filosofía cristiana, y no hay otra birlibirlológicamente verdadera, es la que


se niega a sí misma, o se burla, según Pascal, para afirmarse, positivamente, por
la fe, por la cruz: como el toreo.

La fe positiviza la razón. Cuando se tocan, al cruzarse, la razón y la fe, funden


en un chispazo iluminativo la vida del hombre; como la del torero birlibirlo-
quesco si choca luminosamente con el toro, produciendo un cortocircuito que
lo mata electrocutado. Y es que el torero verdadero quiere morir del rayo y
no del trueno; no del susto; como lo quiso la luminosa hija del aire, la birli-
birloquesa calderoniana; y, como ella, no muere, se desvanece: como lo que
es: imagen pura, fantasma iluminado. El torero que muere en la misma cruz
de la suerte, es mártir birlibirlológico de la verdad; su muerte es testimonio
de ella: por eso no es muerte natural, sino sobrenatural, milagrosa; de gracia
y no de desgracia divina. El único que se va al cielo derecho, a la gloria, con
zapatos y medias, es el torero muerto en la plaza, graciosamente, por el toro.

Entre la razón y la fe, ¿no habrá una diferencia más que de rapidez, de velocidad,
mejor, de ligereza? El ideal de la inteligencia es alcanzar la mayor velocidad
conocida: la de la luz. Fue éste el ideal luminoso del Burlador, de Tirso, inte­
lectual puro, rechazando largas fianzas: sin tiempo que perder. Por eso daba
una estocada, por no dar una explicación; como un torero. Y eso era: el torero,
el hombre absoluto; el torero de lo absoluto; lógico de la burla y de la birla
como su teológico inventor. Así se definió a sí mismo: un hombre sin nombre,
enigmático, verdadero. Y por rapidez, por ligereza, arrojó el lastre de su nom­
bre vano, Don Juan, a todos los perros de la Historia, como un hueso duro
que roer. (Lo están royendo todavía.) Él se quedó solo, torero, hasta que, im­
prudentemente luminoso, se dejó ganar del Diablo, tramposamente, por la
mano. “Los hijos de las tinieblas son más prudentes que los hijos de la luz” ,
dice el Evangelio. Segismundo, Semíramisy Faetón cumplen idéntico destino:
como el Burlador, son imprudentes, porque son hijos de la luz, del aire
encendido. Esta airosa genealogía de los burladores, en Lope, Calderón y Tirso,
ilumina la tragedia española: viste con traje de luces de torear el teatro birli-
birloquesco del xvn , encendiéndolo como un altar, como un torero, de luces
claras y distintas: de inteligencia verdadera. Es la filiación luminosa que tiene
en la inmejorable presencia del Burlador su figura definitiva: el toreo en cuerpo
y alma, o un cuerpo y alma de torero. Y es que el toreo del XVIII, como el teatro
del X VII, fue una consecuencia birlibirlológica de la Teología.

Un monstruo de la fortuna es el toro. El torero es un laberinto de razón. Si el


sueño de la razón produce monstruos, como el Diablo, la razón de soñar hace
laberintos, como Dios.

En donde hay una cruz hay un punto; y en donde hay un punto hay una razón:
matemática, divina. Para el torero, como para el teólogo, la razón es un punto
en el que coinciden, al cruzarse, la voluntad con la inteligencia (afirmación
tomista), o la burla con la pasión (afirmación torera). El signo o señal de la
cruz afirma el juego del toreo como el de la filosofía: teológicamente. El toreo
es una lógica de la burla: una lógica a lo divino.

La razón en el juego del pensamiento, como en el toreo, es un punto de par­


tida, de apoyo, de vista y final. De partida, porque parte en dos el mundo del
conocimiento, definiéndolo, de este modo, geométricamente, por su propia ley
generadora, al partir: como principio de contradicción. De apoyo, porque
sostiene en equilibrio justo, con fidelidad de balanza, los dos mundos del
conocer: éste y el otro; visible e invisible, natural y sobrenatural; participación
de los dos mundos dados al conocimiento, dados a la razón, como dados de
azarosa fortuna. De vista o de mira, porque habiendo partido y equilibrado
justamente el conocer, unifica la doble imagen dada de lo diverso en una
sola, el universo; visto y no visto: in ictu oculi; en un abrir y cerrar de ojos. Y
final, porque determina el juego mismo racional del pensamiento, del toreo,
como finalismo causal; al modo que un punto de luz engendra el círculo
luminoso, en la teoría lumínica del teólogo inglés Grosseteste; como principio
y fin o razón de ser: participación de lo divino. La razón de ser del pensamiento,
como del toreo, pone todas las cosas en un punto, en su punto, que es punto
y hora de razón (duración y simultaneidad); la hora en punto de razón; la hora
de la verdad: el acto relativamente más puro. Círculo racional, luminoso:
afirmación rotunda. En llegando las cosas a este punto, para el teólogo como
para el torero, ya no dejan lugar a dudas. ¡Eh! ¡A la plaza!... El ruedo de la
razón es la rueda de la fortuna.

Cuando Birlibirloque hace un cucurucho de cartón, sin trampa ninguna, no es


para dejarlo vacío, sino para meter una liebre o una paloma dentro.

184
Dios hizo la fatalidad luminosa de los astros : el hombre inventa, caprichosa­
mente, las estrellas.

El hombre pasa el tiempo complicándose, cada vez más difícilmente, su charada;


y Dios dándole, cada vez más fácil, la solución.

El gorro puntiagudo de Birlibirloque está todo estrellado de cielo.

El salto a la garrocha era una clara suerte birlibirloquesa de torear: el torero se


alza, rápido, contra la embestida, y cae, al otro lado, en pie, sin romper la
vara y sin soltarla: como debe hacer metafisicamente el pensamiento. Toda
metafísica es un salto a la garrocha espiritual.

Con el trampolín de Birlibirloque: la garrocha, el toreo salta (como todo lo que


es voluntad de salto : inteligencia) sobre lo castizo español o lo clásico universal.

El toreo no es español, es interplanetario.

En definitiva, el arte de birlibirloque se lo salta todo a la torera.


EL M UNDO PO R M O N TERA
EL M UNDO PO R M O N TERA

A mi hijo Fernando

X Y uestro siglo XIX español -nuestro estupendo siglo X IX - nos ofrece, pin­
torescamente entrelazado al parecer con su dramático proceso histórico, la
realización popular de un extraño, misterioso, admirable espectáculo: el de
las corridas de toros, que, durante este siglo, alcanzan plenitud de arte absoluto,
independiente. Los toreros toman durante el siglo XIX fisonomía y personalidad
propias, autónomas, de grandes, verdaderos señores de su arte; de su arte y
de su vida. El “ señorío” del torero brilla con más limpia claridad en la vida
española, entonces, que aquella misma aristocracia o seudoaristocracia que lo
protegía. Luce con más brillo, con más garbo, aquel señorío, que cualquier otro.
Tiene más precioso y gracioso contorno intelectual para nuestra mirada de
hoy hacia ese pasado español, este señorío del torero, por su lucidez, por su
lucimiento, que el de otros muchos pintorescos de entonces: el de la política,
el de las letras o el de las arm as... El señorío del torero se refiere a una tradición
que nace con el siglo, a una escuela o escuelas de aquel maravilloso y peligroso
arte que se genera y se corrompe, naturalmente, en el tiempo y por el tiempo,
como un arte o vida cualquiera.
H a y tres figuras de torero, grandes señores del toreo, que unieron su
nom bre a un em peño, por así decirlo, metafísico del arte de torear: a un
propósito de trascenderlo en teoría. Pepe Hillo, Montes, Cúchares. C ada
uno de ellos ha dejado escrito una especie de testamento, o m ejor dicho,
lo han dejado escrito por ellos sus testaferros literarios, escritores, periodistas
de entonces: Tijera, López Pelegrín (el Abenám ar de las famosas “ cartas”
y “filosofía”), Velázquez con sus Anales del toreo. En estos escritos encontramos
hoy nosotros no pocos motivos de meditación española. L a misma distancia
que los separa en el tiem po nos ofrece términos para establecer una
perspectiva sugeridora de reflexiones. Cada uno de estos tres nombres: Hillo,
Montes, Cúchares; cada uno de estos tres libros: la Tauromaquia, la Filosofía,
los Anales, nos ofrecen una referencia significativa, en el tiem po, de la
generación o principio, la plenitud y la decadencia de ese estupendo,
sorprendente arte de torear, verdadero arte de birlibirloque, sobre cuya razón
y sentido venim os escribiendo.

189
El arte de birlibirloque de torear es una invención, hemos dicho, de nuestro
estupendo siglo xix. Nace con Pepe Hillo, culmina en Montes, decae en Curro
Cuchares. Si elijo ahora la figura de este último, es precisamente por encontrar
en él la más clara ejemplaridad del toreo al iniciarse -en él y por él- aquella
consecuencia natural en todo lo vivo que es de la madurez de la muerte. En la
sorprendente figura de aquel torero se nos representan, casi como en un símbolo
definitivo, todas las verdades y las mentiras de ese arte, de ese calderoniano
mundo de arte en el que “todo es verdad y todo es mentira” . Arte en el cual,
o por el cual, se unlversaliza el sentido y valor total, íntegro, del ser humano,
de la vida del hombre; pues el hombre entero y verdadero se proyecta lumi­
nosamente en ese juego mortal e inmortal del toreo, que por la seguridad y
del peligro de sus “suertes” verifica la imagen humana con tanta lucidez y pasión
al mismo tiempo, tan entera y verdaderamente perfecta.
Este arte de birlibirloque de torear se desenvuelve a través del siglo xix como
un arte dinámico, impetuoso, romántico, y al mismo tiempo sosegado, seguro,
firme de expresión y de trazo: clásico. Es decir, como la admirable conjunción
humana y divina de lo clásico y lo romántico, equilibrados; como la expresión
definitiva de un arte tal como lo entendían los griegos al exigir para todo
cumplimiento artístico la sagrada conjunción de Apolo y Dioniso. Digo que con
el siglo X IX empieza y acaba el arte dinámico de torear -el arte romántico y
clásico del toreo-, porque con el X X lo que empieza es el arte estático de no
torear, de inmovilizar, de paralizar el toreo. Justo con el siglo xx empieza la
mojiganga de Don Tancredo; el verdadero símbolo, a su vez, de esa especie de
parálisis general progresiva que invade poco a poco casi toda la vida española
hasta el presente. No olvido el nombre, el último gran nombre señor del toreo,
el nombre torero de Joselito, que fue el ejemplo excepcional de esta regla, pues
su asombrosa dinamicidad, su rapidísima y luminosa carrera de torero, pasó
como un relámpago verdaderamente; pasó como el rayo por el siglo nuestro,
que cada vez se parece más a un paseo de estatuas “tancredísticas”, procesión
de escayolados Comendadores, infernales mensajeros de la muerte. La figura
relampagueante de Joselito, evocadora de aquel otro José Redondo, el Chiclanero,
el encarnizado rival de Cúchares, esclarece y subraya, por su presencia misma
fugitiva, esta paralización del toreo, esa especie de tancredismo totalizador,
individual y colectivo, que fue hasta ahora nuestro verdadero “mal del siglo” .
No en vano ha llegado a ser nuestro siglo el siglo trágico del “paro forzoso” ,
el siglo trágico de los parados. No en vano fue el problema del paro el eje
dramático social más significativo de nuestro siglo; eje sobre el cual,
diametralmente, se ejecuta el movimiento revolucionario de todo. Eso que se
llama la totalización del Estado, el Estado totalitario, no es más que esto: una
tancredización del Estado, un Estado Tancredo, una paralización total del Estado
por el terror, un Estado total, inmóvil, de terror pánico.

190
Mas volvamos a nuestro Cúchares. El señor Francisco Arjona, el torero Curro
Cúchares -sobrino de Curro Guillén, discípulo de Ju an León, rival de José
Redondo, el Chiclanero-, Curro Cúchares, cuando verificaba con precisión y
garbo cualquier suerte de torear, se volvía sonriendo burlonamente hacia el
público y le guiñaba un ojo. Esto que nos cuentan de Cúchares resultará difícil
de comprender hoy para quienes “ se extasían” en la contemplación paralítica
del toreo estático, del toreo tancredista. A nosotros, este detalle inteligente y guasón
nos revela toda una moral, así, una moral, del toreo que por arte de birlibirloque
se nos hace representativa, simbólica, de una conducta humana. Efectivamen­
te, se nos dice que este guiño de Cúchares correspondía siempre a una perfecta
verificación de una suerte; que Cúchares les guiñaba un ojo maliciosamente a
sus espectadores cuando la suerte le salía bien, y no cuando hacía trampas. Porque
Cúchares hacía trampas. Y esto es muy importante para nosotros moralmente;
saber cuándo, cómo y por qué empezó Cúchares a hacer trampas. El arte de
birlibirloque de torear, como todo arte vivo, como todo arte verdadero, tiene
su verdad y tiene su mentira, su trampa.
Las verdades del arte de torear se llaman suertes. En toda suerte hay la burla
verdadera de un peligro; pero para que este peligro lo sea de verdad es preciso
que deje de serlo de verdad, por la misma suerte y no por ninguna otra cosa
ajena a ella, pues en ese caso ya es trampa. Los principios del arte de torear en
Pepe Hillo y Montes establecen estas verdades, estas suertes del toreo con exactitud
y claridad geométricas, matemáticas. Los toreros de escuela lo son -o lo fueron-
por aprenderlas y ejecutarlas.
Cúchares fue un torero de escuela. Y aunque protegido de Juan León empezase
muy joven, casi niño, su carrera, ésta la hizo formalmente, seriamente, por sus
pasos contados; que era entonces lo primero que tenía que hacer un buen torero:
contar sus pasos. Podemos, debemos creer que Cúchares, en toda la primera
parte de su vida, de su toreo, ejecutó, verificó a la perfección la mayor parte
de las suertes de torear. Y esto le dio nombre y prestigio de maestro. Sin embargo,
en los Anales se nos cuentan estas palabras con que el maestro Ju an León hace
a su discípulo cariñosa crítica: “Ahí tiene usted a ese mozo -dice Ju an León-
que continúa toreando para darse gusto a sí mismo, sin considerar que lo están
viendo...” . Que “en lugar de darse la importancia que debe y puede como es­
pada y como torero, juguetea con los bichos de trapío y de pujanza, haciendo
creer que son unos chotos..” . “ Por ese hombre ni pasa el tiempo ni roza la
experiencia, y siempre es Currito, queriendo torear reses por diversión, y de todos
modos, y en todas partes...” Preciosa estampa del torero joven. La misma que
de Joselito. Estupenda imagen del torero de veras: torea “para darse gusto a sí
mismo, sin considerar que lo están viendo; juguetea con los bichos de trapío y
de pujanza, haciendo creer que son unos chotos; y siempre queriendo torear
reses por diversión, y de todos modos, y en todas partes...” ¿Qué pasó, para

191
que ese “mozo” que tan admirablemente nos pinta la palabra del señor León,
dando siempre su vida por su verdad, por sus verdades, llegara un día a cambiar
su suerte de tal modo que hiciese lo contrario: dar la verdad, su verdad, por la
vida, por su vida? Conocida es la anécdota, para nosotros melancólica, en
que este burlón y guasón sempiterno explicaba la “suerte más difícil del toreo” .
Se ha contado de muchos modos; pero de cualquier modo que se cuente dice
siempre lo mismo: “La suerte más difícil del toreo” es salvar la vida, es volver
a su casa el torero intacto, sin rasguño ni siquiera en el traje, luminosa máscara
de su intrépida lucidez, de su mágica sabiduría para sortear el peligro, los peligros
mortales de su arte. Pero ¿esto es una suerte de veras o se hizo para Cúchares
una trampa? ¿No es ya una confesión de trampa el decirnos que la suerte de
las suertes, “la suerte más difícil del toreo”, es volver el torero tranquilamente a
su casa, sea como sea, sorteando, por así decirlo, su propia suerte, su propia
verdad, con tal de haber salvado la vida?
Hay muchos casos en la vida -en las artes, en las letras, en la política...- como
el de Curro Cúchares. Hay muchas conductas humanas que empezaron dando
su vida por su verdad y acabaron por invertir los términos, dando su verdad
por su vida; acabaron por hacer trampas. El poeta, el pintor, el músico, el filósofo,
el político, la bailarina, acabaron por hacer trampas. En nuestro torero la
enseñanza puede sernos moralizadora si tratamos de averiguar sus motivos
por sus razones. Que no son insignificantes.
Aquel mozo para el que “no pasaba el tiempo”, como para el burlador sevillano,
y al que “no rozaba la experiencia”, sintió un día, en plena juventud, en pleno
brío, una leve molestia en una pierna, en una rodilla. Los médicos le aconsejaron
reposo. Pero él no hacía caso. Como D onjuán: “ ¡Tan largo me lo fiáis!” . Y aque­
lla molestia, acentuada, le hizo salir a las plazas a torear cojeando. Y aquella
levísima cojera le hizo sentir el tiempo de repente, y acumular en un instante
sobre sí toda una larguísima experiencia que hasta entonces pasara sobre él,
como dijera Ju an León, “ sin rozarle” . El mozo se hace un viejo de pronto. Y
donde el milagro de la suerte había triunfado, triunfa la habilidosa sabiduría
de la trampa para sortearla. El arte divino se hace arte diabólico. La luminosa
lucidez se empaña de sombría malicia. “La suerte más difícil” de torear es salvar
la vida. Se cambiaron las tornas. Aquella verdad de su juego, de su vida, ya
no es verdaderamente viva: ahora, la verdad, la única verdad, es no morirse,
no morir por nada, por ninguna pura verdad de juego; la única verdad es la
vida, es vivir, sea como sea; salvar la vida, aunque sea con trampa, o por trampa,
escamoteando el peligro.
En toda vida humana se nos ofrecen estas dos vertientes que con tan clara,
briosa, graciosa representación nos enseña la vida de Curro Cúchares; del señor
- iy qué gran señor, tan de veras, como tan de burlas; tan en las veras como en
las burlas!-, el señor Francisco Arjona, el torero Cúchares, a quien el propio

9
’ 2
señorío, el máximo dominio de su arte - y de su vida-, llevó a esa melancólica
conclusión de postergarlo, de sacrificarlo al hecho mismo de vivir, aunque fuera
con trampa -o por trampa-. ¡Triste conclusión picaresca la que prefiere vivir
a todo, aunque la vida tenga que traicionar en nosotros a la verdad o verdades
que hicieron, que verificaron nuestra suerte!
Mientras Curro Cúchares defendía su vida de este modo, y por defenderla
de este modo la perdía tristemente, melancólicamente, lejos de la patria, en la
dulce y mortal costa habanera -lo que hoy agudiza su recuerdo con este
cadencioso argumento de sensual abandono, cargado de tan remotas y
conmovedoras evocaciones-; mientras el señor Curro Cúchares moría así,
derrotado, antes, en España, románticamente, por haber sabido dar su vida por
su verdad, había muerto tuberculoso, dando su sangre poco a poco, perdien­
do su sangre victoriosa, su rival auténtico, José Redondo, el Joselito chiclanero.
Contraste de dos vidas. Paralelo aleccionador, pues “de todos modos y en todas
partes” hay que morirse. “La suerte más difícil del toreo” es perder la vida;
perdiéndola de veras, por la verdad, por el peligro.
La lección moral de la vida de Curro Cúchares es ésta que nos hizo averiguar
de qué pie cojeaba; pues por la cojera de ese pie cambió su suerte, cambiando
en el peligro y por el peligro, la verdad por la mentira, el milagro por la trampa.
El torero que empezó viviendo de milagro por la verdad, acabó muriendo de
mentiras por la trampa; acabó por caer en su propia trampa: la de haber querido
vivir de mentira, de mentiras. “Vivir de milagro” es vivir de veras; vivir en
peligro, como quería Nietzsche, y no vivir sin peligro, escamoteándolo, vivir de
mentiras, vivir de trampas. La suerte del torero en la plaza es “no tener donde
caerse muerto” ; “vivir de milagro” es la suerte de verdad del torero y de lo que
de torero o dominio, señorío, de la suerte, por la verdad, hay en toda verídica
y veraz vida humana.

'93
L A M Ú S IC A C A L L A D A D E L T O R E O
A R a f a e l d e P a u la

He escrito en estas páginas que no se torea más que por recortes y galleos, evocando a
Unamuno que decía que “no sepiensa más que en aforismos y definiciones”. Pero el aforismo
es definición y la definición es aforismo. E l galleo es recorte y el recorte es galleo. Describe
Pepe Hillo en su Tauromaquia los recortes y los galleos diferenciándolos cuando se hacen
con el capote o no. E l recorte se puede hacer sólo con el cuerpo; el galleo no. Puede haber
recorte sin galleo pero no galleo sin recorte. Y no hay toreo sin los dos, y las “suertes ” que
se hacen con ellos, que son todas las del arte de torear.
También he escrito que el toreo se piensa: porque al hacerlo y al decirlo se salta el
trecho que separa el hacer del decir toreros, pensándolo. Diría que el toreo se afora y se
define como el pensamiento se recorta y gallea. Porque este pensar es un sentir. Se siente
el toreo por el torero cuando éste lo piensa de ese modo (que es su modo, su estilo) para
hacerlo y decirlo bien según él lo siente. “Los sentimientos sonpensamientos en conmoción ”,
decía también Unamuno; al contrario de lo que pensaba y decía Goethe.
La emoción del toreo, para el que lo hace comopara el que lo ve, nace de esepensamiento
conmovido. “A cada paso que daba, se me saltaban las lágrimas”, dijofamosamente Rafael
el Gallo. Y su hermanoJosé y Juan Belmonte, nos hablaron de “la borrachera que da el
toreo” cuando se hace y se dice de verdad. Porque cada torero de veras piensa y siente,
hace y dice el toreo a su modo, a su estilo. Y ese estilo es el suyo propio, personal, único,
singularísimo. “En el toreo -¿m 'ajoselito- sepuede aprender todo menos eso: porque eso
es un don que cada uno trae al mundo y el que no lo trae no será nunca un torero de verdad. ”
Por eso hubo y hay tan pocos toreros de verdad. Hoy se les llama, con desdén por muchos,
“artistas”; como a los que no lo son se les debería llamar, sin desdén, “lidiadores”; que
es muy distinta cosa.
Evocaré los nombres de los mejores artistas del toreo que yo vi (y oí): Antonio Fuentes;
los Gallos (Rafael y José); Gaona;Juan Belmonte; Cagancho; los otros dos Antonios:
Bienvenida y Ordóñez; Pepe Luis Vázquez, Curro Romero y Rafael de Paula, a quien
dedico este libro de La música callada del toreo porque de él aprendí a pensarla mejor.

J.B .
L A M Ú S IC A C A L L A D A D E L T O R E O

No es música solamente
la de la voz que callada
se escucha, música es
cuanto hace consonancia.

C ald eró n

El arte mágico y prodigioso de torear tiene también su música (por dentro y por
fuera) y es lo mejor que tiene. Música para los ojos del alma y para el oído del
corazón; que es el tercer oído del que nos habló Nietzsche: el que escucha las
armonías superiores.

Con el tercer oído (que decimos del corazón) es con el que escuchaba Carlyle
su propio pensamiento cuando decía que “el pensamiento más profundo canta” .
Nos parece que es esa música, ese canto, el que oímos cuando escuchamos
atentamente el toreo para verlo mejor. “Oír con los ojos, ver con los oídos” , nos
aconseja la Santa Escritura. Ver cómo se queda, se aposenta la música en el aire,
cómo se oye su luz en el corazón.

Creo que ha sido el torero Rafael de Paula el primero que le ha llamado en


lenguaje taurino al sentimiento del toreo, pensamiento; y pensamiento tan
profundo que es canto y cante; que es musical. Música que “ en el aire se
aposenta” , nos dice Lope (“la música en el aire se aposenta” , reza en su verso
el torerísimo poeta). Música callada, sonora soledad.
Para el vasco Unamuno, el pensamiento es el que crea el sentimiento: y no
al revés, como pensaba Goethe. “Los sentimientos”, nos dice Unamuno, “son
pensamientos en conmoción” . El dolorido sentir de Garcilaso, ¿qué otra cosa
puede ser sino pensamiento conmovido? El toreo lo es. Pero no siempre
necesariamente dolorido. Aunque siempre nos conmueva por serlo. Pienso
ahora, evoco, recuerdo, el toreo de Rafael el Gallo, el de su hermano Joselito,
el de Belmonte... que nos hablaron de su “sentimiento del toreo” , dolorido y
gozoso a la vez. Y la música callada de aquel toreo suyo nos renace a los ojos

'57
del alma y al oído del corazón como si la estuviéramos mirando y escuchando
de nuevo cuando la evocamos. Como si se hubiera aposentado y quedado en
el alma, en el aire, en el tiempo, para siempre. La vemos, la oímos todavía. Y
es porque la sentimos aún al evocarla porque nos conmueve su pensamiento;
porque nos sigue conmoviendo el pensarlo.

Muchas veces, cuando vemos torear por vez primera a un torero que con su
toreo nos conmueve, como otros que vimos antes, porque llega a esas alturas
sublimes de su arte que aquéllos alcanzaron, pensamos en aquellos otros. Y
no porque se les parezcan o asemejen, no, sino porque han llegado a esas cumbres
del arte mágico y prodigioso de torear. Porque son originales y no novedosos,
como dijo Machado de los escritores, de los poetas. Y en todas las artes de la
belleza es así (la música, la pintura, la poesía, la arquitectura y escultura). Como
en el cante y en el baile flamencos, acompañantes invisibles, inaudibles,
inseparables del arte mágico de torear.

La primera vez que vi torear, hace muchos años, en Madrid, a Curro Romero,
pensé en Antonio Fuentes; con el que no tiene parecido ni semejanza alguna
tal vez (o tal vez sí). Y es que Antonio Fuentes fue el primer torero cuyo toreo
me conmovió por vez primera; se me reveló mágicamente con esa música
callada y soledad sonora; con esa emoción conmovedora de pensamiento “ que
suspende y arrebata el ánimo con su maravillosa violencia” , como dijo el divino
poeta sevillano. Con esa armoniosa musicalidad superior, quieta, sosegada,
aposentada, que llamó Cervantes “un maravilloso silencio” . Y de este mismo
modo, cuando vi torear por primera vez a Rafael de Paula, pensé en Rafael
el Gallo; y tampoco por parecido o semejanza; sino por coincidencia con su
profundo pensamiento musical: por la revelación maravillosa de una belleza
viva, que es la del arte de torear mismo. Su “espíritu sin nombre”, su “indefinible
esencia” , diría Bécquer.

Llegando a ese nivel, “alto y profundo”, de las artes de la belleza, no hay en


la del toreo como no la hay en las otras de la poesía, la música, la pintura... ni
un más ni menos, ni un mejor ni peor. No la hay entre artistas a ese nivel
(Velázquez, Murillo, el Greco, G o ya... como Cervantes, Lope, Góngora,
Quevedo, Gracián, Calderón...) si sólo de españoles hablamos. No la hay entre
toreros como Fuentes, los Gallos Rafael y José, Belmonte, Gaona, Cagancho,
Pepe Luis Vázquez, Bienvenida, Ordóñez, Curro Romero y Rafael de Paula...
y hablo sólo de los que yo he visto y oído torear.

198
II
En su Tauromaquia o Principios fundamentales del toreo, pide Pepe Hillo a los
espectadores de la corrida que guarden silencio para no distraer al toro ni al
torero, entorpeciendo la ejecución de las suertes. Suponemos que ese silencio que
pedía Pepe Hillo no debió de guardarse enteramente nunca. Pero sí sabemos
que el ruido de voces y griterío, que interrumpe constantemente el espectáculo
taurino, no era tanto, ni muchísimo menos, antes como ahora. Más de medio
siglo llevo viendo corridas de toros y recuerdo muy bien esto. Y lo que recuerdo
mejor ahora es que la intervención de los espectadores con improperios y
denuestos si no les gustaba lo que veían o con oles y palmas si les entusias­
maba, era mucho más oportuna y adecuada su causa.
Otra cosa que también recuerdo es que nunca en las plazas principales -en
Madrid, jam ás- pedía y obtenía el público que se acompañase la faena de muleta
con música. Los alegres o tristes sones de los pasodobles toreros acompañaban
únicamente el paseíllo o los intermedios y el arrastre del toro por las muidlas.
Y es que el espectáculo del toreo tiene su música propia, su música callada,
su música para los ojos. Los que mejor han comprendido esto han sido los toreros
gitanos. Recuerdo a los Gallo, a Gitanillo, a Cagancho... Porque el ritmo de
su toreo personalísimo tolera menos cualquier otro ritmo musical que lo desvíe
o el ruido que lo distraiga. Claro es que cuando el torero, sin ser gitano, llega
a esa profundidad y transparencia al hacer y al decir el toreo con tan puro estilo,
tiene, como el gitano, esa sensibilidad extremada que le exige su arte. Me
basta recordar a Antonio Fuentes y aju an Belmonte.
Dos veces he visto torear en la pequeña plaza de Vista Alegre de Carabanchel
-antes pueblerina, ahora la verdaderamente madrileña frente a la despropor­
cionada y de tan feísima arquitectura de la de Ventas- al que es, para mi gusto,
extraordinario torero gitanísimo Rafael de Paula. En las dos le he visto hacer
y decir el toreo admirablemente, con una finura y profundidad de estilo
incomparables. En las dos tardes pidió el torero que no tocase la banda de música
mientras él toreaba. Recuerdo que en aquella primera tarde en que le vi torear
tan bien que aún perdura en mi memoria la imagen vivísima de su faena de
muleta, creo que a su segundo toro, fue la melancólica tarde otoñal en que se
despidió del toreo en los ruedos para siempre Antonio Bienvenida; quien hizo
el paseíllo con el capotillo negro de Jo sé sobre el granate y oro de su traje
luminosísimo. Le llamé por teléfono aquella noche para felicitarle por su retirada,
y apenas si me dejó hablar, interrumpiéndome para decirme con entusiasmo:
“ ¿Has visto qué faena la del gitano?” . Vi aquélla y he visto éstas de la otra
tarde en Vista Alegre. Y aún diré que las sigo viendo, porque las sigo oyendo,
que es verlas por mirarlas en esa música callada e imborrable que es el toreo
mismo. El “ ahí queda eso” del toreo, como del baile y cante flamencos, gitanos

199
o no, cuando alcanza por los ojos para los oídos, y viceversa, a quedarse quietos,
extasiados, inmortalizados en su efímera aparición imperecedera. Pienso en la
guitarra de Diego del Gastor, y tantos otros; en la voz de Pastora y Manuel Torre,
y tantos más; en el baile de la Borrul, la Durán, Escudero, la Mercé, la Imperio...
etc., etc. “Ahí quedó fío’’ ¿Pues en dónde quedó sino en nuestro recuerdo vivo,
que es personal e intransferible ? Todo lo demás fue ruido.
Yo diría que el sentimiento del toreo (sin el cual el toreo no es nada, ni para
el que lo hace ni para el que lo ve; cosa que tan bien supieron y dijeron R a­
fael el Gallo, Joselito y Belmonte) sin ese sentimiento que decimos, sobre el que
toda explicación es vana, como lo es para todo arte vivo o creador (poético
en definitiva), no veríamos en el toreo esa callada música, que es su alma propia,
su definición y su estilo. Por eso otras veces encontrábamos en los grandes toreros
que vimos adecuada comparación con grandes poetas y nombrábamos a Rafael
el Gallo y ajosé y a Belmonte, poniéndoles al lado, para compararlos, a Góngora,
a Lope, a Calderón o Quevedo o Cervantes. Y llamábamos a Rafael el Gallo,
Góngora del toreo; y aJoselito, Lope; y ajuan Belmonte, Calderón o Quevedo
y hasta Cervantes. También, y para entenderlos mejor (o sea, sentir su toreo
mejor), solíamos decir que, en la mayoría de los casos,Joselito toreaba en verso,
o que su maravilloso toreo era lírico; y que Belmonte toreaba en prosa (siempre
poesía) y, por eso, dramático.
Todo esto diréis que son figuraciones mías, imaginaciones irreales. Pues ¿qué
hay en el toreo, cuando es arte, que no lo sea? En el mundo imaginario, irreal,
ilusorio, del toreo, como en el de todo arte vivo, creador (poético); como en
el baile y el cante que también lo son. Si esto no fuera así, el arte y juego y fiesta
del toreo no sería más que una bárbara y ritual matanza: como para muchos,
muchísimos que quieren entender o comprender sin sentirlo, lo es. Y algunos
se complacen con ello como si lo fuera.
Esta callada música del toreo puede, a veces, tener apoyo y estímulo en los
oles y en las palmas. Y así lo veíamos en el gitano Rafael de Paula que se apoyaba
y se crecía en su toreo finísimo y profundo al oír el palmoteo de los suyos, que
no era de otra música que le estorbase, sino de la de su toreo mismo, a tono con
él. “Música es cuanto hace consonancia ”, nos dijo Calderón. La callada música de
su torear consonaba con aquellas palmas, afianzándose más con ellas.
No vimos, ¡ay!, torear a Curro Romero en esta feria sevillana (“yo no lo vi,pero
me lo figuro”). Me figuro que allí quedó también para siempre, para quienes lo
vieron, la música callada de su toreo admirabilísimo. Esa música que “ en el aire
se aposenta ” como diría Lope. Y en la luz.

200
A S Í H A B L A B A JU A N B E L M O N T E

Al hablar teníajuan Belmonte un tartamudeo leve que daba a sus frases un


sentido más corto y ceñido, como si torease. Hablaba -dije alguna vez- por
medias verónicas o recortes. Y hasta a veces, hablando, molineteaba. Yo no lo
sabía cuando escribí en mi E l arte de birlibirloque, refiriéndome a sus pasos cortos
para acercarse al toro, que había “inventado un modo tartamudo de torear, como
Azorín de escribir” . Su modo de expresarse en el toreo, ciñéndose a su
sentimiento propio, en una palabra, su estilo, era éste, que podía parecemos
cortado o entrecortado por la emoción. El definió admirablemente este estilo
suyo personalísimo.
“Para mí -nos dice Belmonte en el admirable relato que nos hizo de su vida
torera, y que con extraordinaria fidelidad transcribió su ‘evangelista’ Chávez
Nogales- aparte de las cuestiones técnicas, lo más importante en la lidia, sean
cuales sean los términos en que ésta se plantee, es el acento personal que en ella
pone el lidiador. Es decir, el estilo. El estilo es también el torero. Se torea
como se es. Esto es lo importante: que la íntima emoción traspase el juego de
la lidia: que al torero, cuando termine la faena, se le salten las lágrimas o tenga
esa sonrisa de beatitud, de plenitud espiritual, que el hombre siente cada vez
que el ejercicio de su arte, el suyo peculiar, por ínfimo o humilde que sea, le
hace sentir el aletazo de la Divinidad.”
Ese estado de posesión divina -o diabólica- (el aletazo del espíritu), al que
Unamuno habría calificado de energuménico (como el que él mismo sentía a
veces al escribir, según me contaba en una carta), también lo sentían, a su modo,
el fraternal rival de Juan, Joselito, y su hermano Rafael el Gallo. Y creo que lo
siente todo torero cuando de verdad siente el toreo y no lo simula o traiciona,
al falsificarlo, componiéndolo en su figura como un actor o histrión, cosa harto
frecuente. El “se torea como se es” que nos dijo Belmonte: esa autenticidad
del ser torero y de expresarlo, de decirlo con sinceridad al torear, al hacer el
toreo, muy pocos toreros lo han alcanzado. Y entre esos pocos, tal vez ninguno
como Belmonte yjoselito. Y, claro es, Rafael el Gallo.
Nos dice Belmonte (lo he subrayado antes) que lo que importa en el toreo es
que la íntima emoción del toreo traspase eljuego de la lidia. Y esto lo vimos nosotros
muchas veces viendo torear a estos tres toreros. En Rafael el Gallo, aquel
“ saltársele las lágrimas a cada pase que daba”, como él decía después de una de
sus mejores faenas: la que hizo en Madrid a un toro de Aleas el 15 de mayo
de 1912, si no me equivoco. En Joselito y Belmonte aquella “ sonrisa de beatitud”,

201
que decía este último, con que se expresaba esa “plenitud espiritual”, ese estado
de posesión -divino o diabólico-, esa “borrachera o entusiasmo que da el toreo, como
decía Joselito, que traspasa de emoción torera el juego todo de la lidia”; y que es
emoción mágica; que no hay que confundir con la otra: con la turbia emoción
física que puede producir el riesgo mortal de ser cogido por el toro que corre
el torero, y que éste explota, provocándolo en el público expresamente para
hacerse aplaudir de ese modo; lo que es, como dijimos tantas veces, una especie
de pornografía de la muerte que desvía y niega el juego vivo, el arte del torear.
Todos los toreros caen alguna vez en ese recurso, generalmente fácil, de
emocionar o asustar al público, para escamotearle el toreo. Pero hay quienes
a esa trampa o truco se dedican enteramente, para mentir el toreo mismo,
simulándolo en provecho propio; porque son incapaces de torear bien y de
verdad. Volvamos a escuchar lo que decía Juan Belmonte en relación con esto.
Hablaba con el escritor López Pinillos (“Parmeno”), quien nos dejó recogidas
estas palabras suyas admirablemente (como otras de Joselito y el Gallo, y de
algunos toreros más) allá por la gran época de estos toreros, hacia el año 1917,
en un libro titulado Lo que confiesan los toreros. Requiere el escritor a Belmonte
diciéndole: “Hable un poco de su toreo,Juan”... Y éste le contesta: “¡Si no sé! Palabra.
Yo no sé las reglas, ni creo en las reglas. Yo siento el toreo, y sinfijarme en reglas, lo ejecuto
a mi modo”. (Soy yo quien subraya.) “Eso de los terrenos, el del bicho y el del hombre,
me parece una papa. Si el matador domina al toro, todo el terreno es del matador. Y si
el toro domina al matador, todo él es del toro. Esa es la fija. ” Y es la estética del
romanticismo en el toreo, diríamos nosotros. Y añadía Belmonte: “ Y lo de templar,
mandar, parar y recoger... (advierta el buen aficionado esto del recoger), depende
de los nervios del tocador y de la madera de la guitarra”. (Subrayo yo siempre.) “ Y
de cuando en cuando -añade Belmonte-, el toque no le disgusta a uno y no entusiasma
al público.” ( “Yo soy el que sabe cuando toreo bien” -d ecía M anolete-. Y el
toro, añadiríamos, pero el toro no puede decirlo.) Nos sigue hablando Belmonte:
“ de los olésy aplausos que saca” el torero, “ si se arrodilla”, por ejemplo -o si junta
los pies, diríamos nosotros (“ Cuando quiero engañar al público -le oímos una vez
decir al magistral torero mexicano Armillita- junto lospies”). Y explica Belmonte
“ que siempre se arrodilla uno porque la guitarra no le deja tocar bien”. Porque no le
deja torear bien el toro.
Así hablabajuan Belmonte. Para quien el estilo era sentimiento. Como para
Joselito era inteligencia, gracia, don que cada uno trae a este mundo del toreo, en el
que todo lo demás se aprende. Y como para Rafael el Gallo era estética, sensibilidad.
Por eso afirmaba Belmonte, toreando, la espiritualidad del toreo. Afirmaba
siempre el toreo como arte y juego “ de ejercicio espiritual”. A un joven aprendiz
de torero que le preguntaba poco tiempo antes de su fin (estoico fin consecuente
con su vida entera) lo que tenía que hacer para torear bien, le aconsejaba: “ Si
quieres torear bien, olvídate que tienes cuerpo ”.

202
Así hablaba, como toreaba, como vivía, como sentía y pensaba, este excepcio-
nalísimo, extraordinario torero - y andaluz y español- que fue Juan Belmonte.
Al que diríamos, por tan raro, tan único, tan excepcional en España, torero
andaluz y español -como cristiano Kierkegaard- por contradicción, por con­
trariedad. Como es español don Quijote.

203
M ÁRGEN ES AL R ESPLA N D O R

“ Las artes hice mágicas volando” , nos dejó dicho con ese maravilloso verso
Lope de Vega. Las artes mágicas del vuelo: el cante, el baile, las corridas de
toros españolas, como el toque de improvisación que acompaña al que canta
hondo en la guitarra, son artes mágicas del vuelo, sin huella o trazo literal que
señalen su ruta para repetirse: artes puramente analfabetas. Por eso se dieron
y aún se dan en España, singularmente, el baile flamenco o gitano, que lo es
morisco, o sencillamente andaluz; el cante hondo, sin transcripción musical
posible, como el rasgueante acompañamiento de la guitarra que lo alienta o
frena; las corridas de toros, en que la viva improvisación del toreo, señalada
con trazos de razón tan precisos, trasciende y supera en cada instante de su
ser, que es parecer vano, la propia definición o figuración racional que
aparentemente lo crea: subrayando aun más todavía, cruelmente, su propia
evidencia o revelación luminosa con la oscura presencia invisible de la muerte
que, impetuosa como el toro, lo hace posible, lo sostiene y, paradójicamente,
lo afirma con su propia negación enmascaradora. El cante y el baile andaluces
parecen juntarse en la figura luminosa y oscura del torero y el toro; de la razón
y la pasión; de la verdad y de la vida; para jugarse definitivamente a cara y cruz
todo eso: el todo por el todo. Ninguna representación figurativa como ésta, típi­
camente espiritual, analfabeta, del toreo español, andaluz, asume con emoción
y belleza tan puras el misterio eternamente fugitivo del arte: el del hombre
mismo, rostro de vida que es máscara de muerte. Extasis del vuelo son estas
mágicas virtudes del cante y baile; inquietud y sosiego juntos; que en el arte
birlibirloque de torear se nos expresan o exprimen tan apuradamente, dándonos
la fórmula barroca de lo español más vivo y verdadero con su mejor y más
depurada elegancia. Y precisamente porque se hace misterio luminoso de lo
más oscuro; secreto a voces, y hasta a gritos; donde aire y claridad, entre sombra
y sol, tan evidente, que sólo nos dejan en el alma, airosa y airada, encendida,
vacía de todo por llenarse de todo con su garbo, la invisible, imposible,
invencible, majeza o majestad de la vida, pasando, traspasando la sombra
transparente de la muerte con su angélico vuelo. “Lo que nos queda -según el
decir del barroquísimo y torerísimo soneto calderoniano- es lo que nos queda.”
El alma, con su arte mágica de salir volando, cantando, bailando, toreando,
en el cante, en el baile, en el toreo: es decir, nada. Es decir nada, que no es lo
mismo, que es todo lo contrario, que no decir nada.

205
E L V A L O R Y E L M IE D O

Tiene muchísima razón Luis Miguel Dominguín en lo que dice en su noble carta
al torero Rafael de Paula. Sobre todo, en lo que afirma sobre la dignidad del
miedo, de la que es réplica contraria la indignidad de la cobardía. La cobardía
es, exactamente, como hemos dicho muchas veces, todo lo contrario del miedo.
El torero tiene siempre miedo, y ya sea vencido por el miedo que tiene, y que
debe tener para vencerlo, o que se haga dueño de ese miedo, que el miedo no
le venza y se adueñe de él, su miedo es el que le da conciencia viva de su arte
y de su responsabilidad propia.
El miedo es raíz de la dignidad humana que el torero representa o simboliza
en la plaza: lo mismo si es temor que terror: temor divino o terror pánico,
que viene a ser igual. La cobardía es todo lo contrario, porque es impunidad
en la agresión anónima que esconde la mano que tira la almohadilla como si
tirase la piedra (querría que lo fuese) para asesinar al lidiador anónimamente
y sin responsabilidad personal alguna. Si el torero representa la dignidad humana
por su miedo mismo (lo venza o le venza el miedo a él), el público representa
enteramente lo contrario cuando injuria y trata de agredir mortalmente al torero,
y aun más que representar, encarna la indignidad humana hasta su rebajamiento
peor por su exhibicionismo, tan irresponsable como estúpido, de la cobardía.
Porque el público no es una abstracción amparadora con su anonimato de
la irresponsabilidad y de la impotencia del espectador individual que se apoya
y oculta en ella para escamotearse a sí mismo, el público que injuria y agrede
al torero es ese espectador individual, todos y cada uno de esos espectadores
individuales, que le apedrean, a almohadillazos, y lo que es peor, le injurian
aludiendo a su respetabilísimo miedo con objetos que desenmascaran su propia
cobardía. El torero, tenga el miedo que tenga, y por tenerlo, no es, no puede
ser nunca un cobarde. El espectador o espectadores individuales que le injurian
y hieren, enmascarándose en su anónima irresponsabilidad, siempre lo son. Y
hasta suelen jactarse de serlo. No hablemos de los que aplauden, dentro o
fuera de la plaza, esa cobardía, reforzándola con la suya propia.
Suele decirse que los dos pecados capitales más característicos de los españoles
son la envidia y la cobardía. De esta última no se ha dicho tanto, pero yo la creo
más. Y por eso mismo creo que sus dos virtudes, más características también,
si más raras, son la generosidad y el valor, que no hay que confundir con la
jactanciosa valentonería gesticulante como la de los malos toreros en la plaza.
Por eso decíamos aquí mismo que en el espejo de la vida social española que
son las corridas de toros (y ahora más que nunca lo estamos viendo), el torero
es el pueblo y no el público, un público formado por espectadores tan ignorantes
como energuménicos. Para que un público en la plaza se haga pueblo tiene
que identificarse con el torero que lo es - y hasta con su miedo-, como sucede

206
en el teatro con el espectador y el actor. Sin esa identificación personal no
hay teatro posible: ni tampoco espectáculo taurino que sea fiesta, juego y arte
de verdad. En la plaza, como en el teatro, el actor y el espectador se popularizan
y recíprocamente cuando se identifican por la emoción mágica del arte que
los verifica. Y por eso decimos que el espectáculo de una corrida de toros como
espejo que refleja la vida española es inseparable de la realidad política y puede
parecemos su expresión más clara y desenmascaradora de las mentiras que
tratan de disimularla o escamotearla. El espectáculo de una “corrida” , cuando
es algo más que un espectáculo lamentable, y diríamos que hasta cuando no
lo es, nos parece siempre ejemplar.

L A E M O C IÓ N D E L TO R E O

La emoción torera decíamos que, por ser emoción y por ser torera, es mágica.
“Lo que llamamos emoción -escribía Sartre en su admirable Teoría de la emoción,
precisamente- es una brusca caída de la conciencia en lo mágico: o, si se prefiere
mejor, diremos que el mundo de lo útil, de lo determinado (de lo que llamamos
realidad), desaparece bruscamente, apareciendo en su lugar el mundo mágico.”
Y añade: “ No hay que ver en la emoción un desorden pasajero del organismo
y del espíritu, que vendría a perturbar desde fuera la vida psíquica: por el
contrario, el retomo de la conciencia a lo mágico es una de sus grandes
actividades esenciales, correlativa a la aparición del mundo mágico mismo.
La emoción no es un accidente, es un modo de existir de la conciencia, una
de las maneras como la conciencia comprende su estar o su ser, su estar siendo,
en el mundo [...], lo que es de dos modos diferentes: uno determinado, otro
mágico [...]. No hay que creer que lo mágico es una cualidad efímera que nosotros
atribuimos al mundo: hay una estructura de la existencia del mundo que es
mágica. A sí hay dos clases de emoción, según seamos nosotros los que
construimos la magia del mundo para reemplazar una actividad determinada
que no se puede realizar en él, o según sea ese mismo mundo el que se nos
revela bruscamente como mágico en todo lo que nos rodea... Habrá que hablar
de un mundo de la emoción, como se habla de un mundo del sueño o de los
mundos de la locura”.
Todo lo que es arte, juego, fiesta, en el toreo, pertenece al mundo mágico de
la emoción. El círculo mágico de las plazas de toros lo comprende en la totalidad
de su conjunto. Si las barreras lo dibujan sobre la arena, el tejado lo recorta
en el cielo. Y todo lo que queda dentro del ámbito de ese ruedo en su espacio
determinado pertenece al mundo mágico de la emoción: que puede ser ho­
rroroso o maravilloso, según el objetivo que lo motiva. De tal modo, que lo
verdaderamente horroroso o maravilloso desaparece cuando el cerco mágico

207
se rompe, o sea, como diría Sartre: “ Cuando construimos sobre este mundo
mágico superestructuras racionales que son las que se vuelven efímeras y sin
consistencia, las que laboriosamente construidas por la razón se desbaratan y
desmoronan, dejando al hombre sumergido en su magia originaria”.
En el mundo mágico del toreo, la emoción tiene, para el que lo contempla,
esas dos formas que nos señala Sartre: la que nosotros le construimos y la que
se nos revela bruscamente en él; por eso, sucede en el toreo como en el baile
-sobre todo en las danzas sagradas y en lo que de sagrado tiene el baile fla­
menco-, y es que su emoción mágica se vuelve prodigiosamente superadora o
sublimadora de su realidad viva. Por ejemplo (ejemplo que hemos citado muchas
veces y que en su Teoría de la emoción creo recordar que cita Sartre): cuando el
simbolismo sexual de la danza en la bailaora, como el de la muerte en el tore­
ro, transforma o transfigura el deseo o el miedo, trascendiendo su instintiva
motivación. En el espectáculo mágico de la corrida, por eso, la presencia de
la muerte está exclusivamente vinculada al toro, y al torero, las luces de razón
irracional, que se encienden y apagan en su traje enmascarador, le disfrazan
de inmortalidad. En cuanto un torero nos expresa, voluntaria o involuntaria­
mente, su valentía o su miedo, la emoción mágica de su arte desaparece por
completo. Porque la emoción del toreo es únicamente emoción de arte. El
espectador que se emociona de otro modo la destruye sustituyéndola por una
especie de pornografía mortal que le convierte al mismo tiempo en un suicida
masoquista y un sádico asesino: ambas cosas, claro es que imaginativas e
ignoradas por él mismo, que siente ese goce y dolor, frustrados como un incons­
ciente onanismo fantasmal.

E L TO R O BRAV O

He oído decir a muchos viejos aficionados y toreros que cada vez es más difícil
ver un toro bravo en la plaza, que es muy raro ver salir por los chiqueros de
las plazas un toro bravo. Pues, ¿qué es un toro bravo? No entremos ahora en
el laberinto de sus clásicas definiciones, que van desde Pepe Hillo hasta Domingo
Ortega.
Contentémonos con decir que, ante todo, el toro bravo es un toro que embiste
y que esto lo sabe hacer el toro, según don Ram ón María del Valle-Inclán,
hace miles de años. Es indudable que si los toros no embistieran no habría toreo
posible y que todo el arte de torear no hubiera existido. Sin embargo ahora
vemos salir al ruedo con tanta frecuencia, que casi diríamos que no vemos otros,
toros que no embisten. En cambio, vemos en la mayoría de esos toros que no
embisten toros que pasan, es decir, que siguen fácilmente el engaño de la muleta
o de la capa con tanta docilidad como si estuviesen amaestrados. Nos parece

208
entender que esa diferencia que decimos entre un toro y otro, uno que embiste,
otro que pasa, que sigue el trapo rojo con una embestida tan débil, tan suave,
tan dócil, que ya no nos parece una embestida, es la que separa un toro bravo
de otro que no lo es: lo que los diferencia. También el buey, uncido a la carreta,
sigue al boyero que le pica para estimularle que le siga y que marcha delante
de los bueyes con su pica al hombro. Los bueyes no suelen embestir, pero sí
seguir mansamente al que les adiestra para que les sigan. ¿Sucederá esto con
el toro que actualmente vemos en los ruedos, que sigue el engaño de la capa o
de la muleta pasando y haciendo que le den pases y pases de ese modo? Toro
al que llamaron de carril y al que mejor podría llamarse de carreta, porque son
mansísimos seguidores o pasantes del torero que les conduce inacabablemente
de ese modo, haciéndole dar vueltas y vueltas hasta marearlo y aburrirlo; como
al espectador que lo contempla; hasta entontecer a los tres, al torete manso, al
torero y al espectador o público, con tan inacabable como cansado antiartístico
ejercicio estúpido. Y lo mismo da que el toro que no embiste sea grande o chico,
gordo o flaco, con más o menos tamaño o peso, como con edad de novillo o
toro; con tal de que pase y que no embista. Y si no pasa o no quiere pasar,
entonces el torero le hará pasar, tirando de él con el engaño de la muleta como
se tira de un animal pacífico cualquiera, asno, mulo o perro, que se niega a andar
de otro modo. ¡Tirar de un toro! Aunque el toro bravo no es el “toro feroz” del
que nos habla Pepe Hillo, tampoco es un toro que se deje tirar de sí como un
manso animal tozudo. No. No se puede tirar de un toro para hacerle pasar
por donde no quiere o por lo que no es. Yo diría que, en realidad, el toro no
pasa cuando embiste; que el toro que embiste no pasa, se queda en el engaño
y se sale de él por la fuerza misma de su embestida. El toro bravo embiste al
torero que no lo hace pasar, sino salir de su impetuosa embestida quitándole
del bulto que buscaba como finalidad de su embestida misma. Por eso no era
verdadera la famosa frase atribuida a Lagartijo o a Cúchares: “Que viene el toro,
te quitas tú; que no te quitas tú, te quita el toro” . Con razón pudo decir Pérez
de Ayala, comentando el toreo de Belmonte, que no es el torero el que se
quita, sino el toro; que lo quita el torero, quitándoselo de encima por el lance
de capa o de muleta. Se quita, no se pasa el toro en la suerte, que por eso lo
es; y se carga y se tiende, y se remata y no debe ligarse pegajosamente en la
faena. Insistamos en esto: pasar no es embestir: el toro que embiste no pasa. No
pasa por nada.

E L TO R O D ESBR A V A D O

¿Se puede desbravar a un toro como se desbrava a un caballo? A una jaca brava
se la doma y adiestra para el rejoneo. Para que sea la jaca la que toree al toro.

209
Guste o no guste ese espectáculo circense del rejoneo, a la portuguesa o a la
andaluza, aunque se haga en las plazas de toros y equivocadamente unido o
mezclado a las corridas, a mi parecer no tiene nada que ver con ellas. Pero nos
preguntábamos si se pueden desbravar los toros. Yo creo que hace ya tiempo
el gran negocio de las ganaderías llamadas de reses bravas (con muy raras
excepciones) consiste en eso: en desbravar toros, respondiendo a la demanda
comercial de su mercado más común. Se fabrica o prefabrica por los ganaderos
ese toro (grande o pequeño, gordo o flaco y, según su demanda, a la edad que
sea), ese toro que decimos que pasa y que no embiste; el toro de carril o de
carreta; el toro que no sé si es enteramente manso, pero sí desbravado; al que,
aunque sea de sangre brava, de casta, se le quita poder, fuerza, bravura: ¿se le
cría para que no las tenga? Pero, ¿a qué torero de veras le gusta torear ese toro?
Desde que volví a España he visto torear a Antonio Bienvenida, a Antonio
Ordóñez, a Curro Romero, a Rafael de Paula. No creo que a ninguno de estos
toreros les guste torear ese toro que pasa y que no embiste. Como no les gustaba
torearlo a Fuentes ni al Gallo, ni a Gaona o al Papa Negro Bienvenida. Y,
naturalmente, por eso nunca lo toreaban; como hicieron y hacen ahora esos
cuatro toreros que cito.
Advirtamos que esos grandes y admirables toreros tuvieron mala fama de
miedosos por ese motivo: la tuvieron Fuentes y el Gallo, Gaona y Bienvenida,
Antonio Ordóñez y Curro Romero, sobre todo este último. ¿Pues qué miedo
es ése? ¿Miedo de torear un toro que no embiste? Eso dice un público que no
ve, que no entiende que, en tales casos, no es el torero el que tiene miedo: el
que tiene miedo es el toro.
Decía el extraño y estupendísimo torero mexicano Luis Procuna que él tenía,
cuando salía a torear, no uno, sino tres miedos, y los graduaba de este modo:
primero, del toro; segundo, y mayor que el primero, del público; y el tercero,
y mucho mayor que los otros dos, de sí mismo: miedo a tener miedo; miedo
al miedo.
También he citado muchas veces la afirmación torerísima de Dominguín
de que el verdadero torero, cuando sale a la plaza a torear, sale muerto “y si
no, no saldría” . Sale muerto de miedo. ¿Habría entonces que hablar del valor
del miedo, valga la paradoja por torera, y que, como en el caso de Procuna, es
un miedo triple, complejo y profundísimo, sin el cual no hay torero de verdad
que valga?
En todo caso -como tanto insistí en mi libro E l arte de birlibirloque-, ni el valor
ni el miedo, ni siquiera éste que decimos ahora valor del miedo, pueden ser
un criterio que valore el birlibirlológico y birlibirlomágico arte de torear. Al
torero -escribí-, el valor se le supone (como al soldado): y no necesita
demostrarlo. La valentonada es lo más feo y mentiroso en el toreo.
Como en la vida.

210
C A S T IG O S Y P R E M IO S

Al toro que no embiste, que no entra al caballo, se le ponen banderillas negras,


que antes eran de fuego, de cohetes. La misma cobarde hipocresía que puso
el peto a los caballos, acabando así con el tercio más hermoso de la lidia, decidió
cambiar las banderillas de fuego, de cohetes (que más que por su quemazón,
por su ruido castigaban al toro), por banderillas negras, de las que suponemos
que el toro no se entera, pero que se ponen para castigar al ganadero, suponién­
dole responsable de su mansedumbre: esto es, que simbólicamente se le ponen
al ganadero, lo que no nos parece nada adecuado ni justificable. La decisión
de este castigo al ganadero la determina en la plaza el presidente. Y debe hacerse
según está determinado por el reglamento. Parece que en una corrida de la feria
de San Isidro en Madrid protestó un matador de que esta decisión de las
banderillas negras para su toro no se tomara tan reglamentariamente como se
debía, y fue por ello sancionado por el presidente. El torero protestó de esta
injusticia, preguntando que si a él podía sancionarle injustamente un presidente
por desacato a su autoridad, ¿quién puede sancionar a un presidente cuando,
lo que es más grave, incumple el reglamento? Y el torero tenía muchísima razón.
Pero es difícil contestar a su pregunta.
Porque el presidente de la corrida no lo es más que en la corrida, en la plaza:
fuera de ella no existe como tal; como tampoco existe el torero como tal torero,
ni el alguacilillo como alguacilillo, ni, muchísimo menos, el público que asiste
a esa corrida. El presidente es un señor anónimo que hace de presidente: su
autoridad es delegada de otra autoridad que no es competente ni responsable
de lo que sucede en la plaza. También el torero hace de torero desde que se
viste o enmascara con el traje de luces de torear y sale al redondel.
Como el público, que es un conjunto o masa amorfa de gente espectadora,
hace de público, juzgador y sancionador de todo, hasta del mismísimo presi­
dente, al que juzga y sanciona con su múltiple voz; antes lo hacía gritándole
injuriosamente burro, con todas sus letras bien pronunciadas; desde hace algún
tiempo, después de la nueva reglamentación del espectáculo taurino, con una
especie de abucheo rebuznante, armoniosamente sonoro y orfeónico, acaso
más suave. Es, pues, el único que puede juzgar y sancionar al presidente y tan
sólo en la plaza misma.
Lo sorprendente tal vez sea que ese mismo presidente, que no tiene por qué
ni para qué consultar al público para juzgar y sancionar al torero, tenga
que hacerlo para premiarle, y que lo haga, en efecto, y hasta por una especie
de democratísima votación nominal, calculando “ a ojo de buen cubero” , como
se suele decir, los votos expresados con pañuelitos blancos por los espectadores,
para saber si forman m ayoría decisiva. Y esta decisión es la de otorgar al
torero los repulsivos apéndices auriculares ensangrentados del toro que acaba

211
de matar. Claro que simbólicamente, como las banderillas enlutadas: lo que es
peor todavía; por lo que tiene de reminiscencia espantosa de las peores luchas
humanas.
En una corrida de toros decimos que todos y cada uno de sus componentes
-e l torero, el alguacilillo, el picador, el presidente, el público- hacen de lo
que son, no siéndolo más que por esa apariencia de serlo mientras se hace el
espectáculo.
El único que no hace de lo que es, es el toro. Sigue siendo el toro, bravo o
manso, grande o chico, gordo o flaco, con su edad o sin ella, si no como antes
el que manda en todo, diremos que, al menos, el que todo lo sitúa; el que
pone a todos en su sitio: al torero en el ruedo y al presidente en su palco
presidencial, como ordenador formal de la lidia; o a los alguacilillos en el ca­
llejón corriendo de un lado para otro sin hacer nada en ninguno y estorbando
en todos. También se sitúa al toro en su toril hasta que se ordene abrirle la puerta
para que salga.
Pensé y soñé (y mi duendecillo familiar tal vez fuera el culpable) que asistía
a una magnífica corrida de toros en Madrid y en la feria de San Isidro. Magnífica
por el cartel; por el ganado y los toreros; por el día caluroso y luminoso; por
un público bullanguero y festivo que se apretujaba en sus asientos, llenando,
rebosante, la plaza entera. Todo estaba en su sitio. Se hizo al son del acostum­
brado pasodoble el paseíllo; los toreros esperaban en el callejón y los burladeros
la salida del toro; sonaron los timbales y el clarín; se abrió la puerta del
chiquero. El toro no salía. ¿Qué pasará?, se preguntaban todos. Pasaba tiempo
y tiempo. El toro no salía. La espera se hizo impaciente, irritada, angustiosa.
¿Qué es lo que había pasado? Sencillamente, que no había toro; que el toril
estaba vacío.
¿Y por qué? Parece que porque no se había podido encontrar un toro que
hiciera de toro. Ni tampoco ningún otro animal que lo quisiera hacer para
sustituirlo. Ni siquiera un cabestro.

212
LOS TEMPLARIOS

No me refiero, claro es, a los caballeros medievales de la Orden del Templo


de Jerusalén, a los cruzados de aquella causa sagrada y mítica, sino al llamado
temple en el arte de torear. He leído ahora unas atinadas observaciones sobre
ese “temple” como cosa atribuible a la técnica del toreo mismo. ¿Técnica? Yo
creo que el arte de torear, como cualquier otro, si es arte (creador o vivo, o
liberal como antes se decía), no tiene técnica ninguna. No es un deporte. No
es juego deportivo, sino artístico de veras, es decir, creador, poético. Y lo es, a
mi juicio, porque se trasciende por la invisible presencia mítica y sagrada de
la muerte; porque sacraliza y mitifica a su víctima: el toro, y a la vez, a su
victimario, el torero; que, por serlo, al vestirse o enmascararse simbólicamente
de luces de razón sobrenatural, se inmortaliza, deshumanizándose y divini­
zándose, angélica o diabólicamente, como pensaba el filósofo Landsberg. En
una palabra, porque sacraliza y mitifica todo el juego y arte y fiesta de la corrida
por y contra la muerte.

Esto del temple en el toreo empezó con Ju an Belmonte. Yo escribí entonces


en mi libro El arte de birlibirloque una afirmación, tan generalizadora como
perogrullesca, diciendo que “el único que templa es el toro” ; afirmación que
confirmó Belmonte mismo - y en amistosa defensa mía- diciendo que él “empezó
a templar el año de la glosopeda” (que, como es sabido, ataca al toro en las
pezuñas, haciéndole, al embestir, andar más despacio). Ni mi afirmación
perogrullesca ni su confirmación belmontina eran del todo ciertas. Lo cierto
es (y así lo vino a decir el propio Belmonte con la metáfora de que el temple
es según sean el pulso de la mano del tocaor y la madera de la guitarra) que el
temple, como todo el toreo ha de ser, como decíaJoselito, “proporcionao”. Pero
en la ejecución de las “suertes” toreras, el temple no lo es tanto, a mi parecer,
por el tiempo lento que vemos con los ojos, por esa espacializada y geometrizada
temporalidad fugitiva, pasajera y “vista y no vista” (que, por su aparente lentitud,
nos parece a los ojos que se queda quieta) como por el pulso e impulso invisible
de la sangre del corazón que late y arde en el toro como en el torero; yo diría
que por su temperatura; que el temple -al menos en Belmonte- era más bien
temperatura; cosa de la sangre, del corazón; emoción mágica o torera. A su
broma de la glosopeda pudo añadir Belmonte, en serio, y ahora añado yo,
que por aquellos mismos años salía el toro a la plaza atacado de la epidémica
enfermedad febril, y, a veces, con muy alta y ardiente fiebre.

213
Al fuego de esa fiebre que le quemaba la sangre se templó el arte torero de
Belmonte: a ese fuego lento se acercaba su voluntad en el toreo como en su vida
hasta su voluntaria muerte. Belmonte yjoselito trajeron al toreo un nuevo espíritu;
le dieron una espiritualidad que antes no tenia; como si le hubiesen dado un
alma, que Joselito le sacrificó con su cuerpo. Desde la muerte de José, Belmonte
se hizo joselista y se quedó solo de verdad: solo con el toro y solo con el alma:
con el alma que él yjoselito le habían dado al toreo. Por eso, en los últimos años
de su vida, cuando a Belmonte le pregunta un joven aprendiz de torero qué es
lo que hay que hacer para torear bien, Belmonte le contestaba: “ Olvídate de
que tienes cuerpo” . El temple en el toreo de Belmonte era un temple de alma.

27 4
M U ERTE PER EZO SA Y LARG A

En el verano, en el ardiente agosto de 1974, se cumplieron los cuarenta años


de la muerte del gran torero que fue Ignacio Sánchez Mejías. Murió a las cuarenta
horas de haber sido cogido y herido mortalmente por un toro -o torete de
poca casta, si bravucón y codicioso- en la plaza de Manzanares. Yo le vi matar
y le vi morir (desde la barrera en que yo estaba), al levantarse del estribo para
llevarse el toro a los medios, y no como se ha dicho, en aquel pase sentado en
el estribo que venía de dar, y le vi morir de una perezosa y larga muerte, que
fue agonía, a la que asistí, sin separarme de su lado, desde la enfermería de la
plaza de Manzanares hasta el sanatorio de Villa Luz, donde le operó Jacinto
Segovia. Casi exactamente cuarenta horas duró aquella “muerte perezosa y
larga”, aquella dolorosísima agonía. Algunas veces la he contado. La recordaré
siempre, tan terrible como una pesadilla irreal. Le mató el toro en el ruedo, más
o menos “ a las cinco de la tarde” . Murió más de un día después, en las primeras
horas de la mañana. Perdió el conocimiento mucho antes. Ya no lo tenía la noche
misma en que se le hiciera -directamente de Pepe Bienvenida- la transfusión
de sangre, de la que fuimos testigos don Manuel Bienvenida y yo. En las ho­
ras de la mañana en que se le operó, y todavía en su plena lucidez, hablamos
un poco, como habíamos hablado en las tremendas horas de la enfermería,
aquella inacabable noche, mientras llegaba la ambulancia para conducirle a
Madrid, y que llegó casi de madrugada. ¡Y qué mortalmente emperezado y
alargado fue aquel camino! No sé si Ignacio sintió venir su muerte, tan escondida
en aquellas horas; creo que no. Cuando, después de la operación, la sed le
abrasaba, recuerdo unas palabras suyas a la monjita que le atendía, quien con
supersticiosa obcecación monjil le negaba el agua, pretextando que no estaba
bastante fría (mientras yo a hurtadillas le daba pedacitos de hielo). Cada vez
que entraba la monja le decía que tuviese paciencia, que con tanto calor, el agua
tardaba en enfriarse. Al fin le dijo Ignacio: “Bueno, hermanita, que Dios se lo
pague en el cielo con la misma velocidad” .
¡Qué largo y perezoso el andar del tiempo en aquellas horas de tan lenta y
perezosa muerte! Entre mis recuerdos más dolorosos está el de las que pasé a
su lado en la enfermería, dándole aire con un abanico de papel, porque se
ahogaba: y no sólo por la falta de sangre, por tanta como había perdido, sino
porque el cuartucho en que estábamos (no existe ya) sólo tenía un ventanuco
con una reja carcelera, que apenas dejaba entrar el aire polvoriento y quemante
de la calurosísima noche de agosto. Yo entreabría las maderas de cuando en

215
cuando; y entonces, del otro lado aparecía un quemado rostro campesino
interrogante, entre deseoso y angustiado, que repetía una misma pregunta
siempre: “ ¿Se ha muerto ya?” .
La muerte escondida. Cuarenta horas después, cuarenta años después, aquella
“muerte perezosa y larga” que Ignacio tal vez no sintió venir, ¿podrá decirnos
algo todavía de su porqué?
El poeta se lo preguntaba glosando la antigua copla atribuida a Escribá -y
que tantísimos otros poetas y místicos glosaron-, aquella tan famosa de:

Ven muerte, tan escondida,


que no te sienta venir
porque el placer de morir
no me vuelva a dar la vida.

¿Placer de morir? Lope, glosando la copla, decía:

Descubriendo tu venida
y encubriendo el rigorfuerte,
como quien viene a dar vida
aunque disfrazada en muerte
ven, muerte, tan escondida.

Y termina Lope con esta enigmática, misteriosa estrofa:

Y si preguntarme quieres,
muerte perezosa y larga,
por qué para mí lo eres,
ven presto, que con venir
el porqué podrás saber
y vendrá a ser, al partir,
pues el morir es placer,
por qué el placer del morir.

Este misterioso porqué (que no lo era tanto para Lope, como no lo era para
santa Teresa) lo es para nosotros, aunque ese “ven presto” de la partida, ese
ven pronto, nos parezca o se nos parezca como relampagueante iluminación
del oscuro camino. La muerte se escondía, se esconde siempre en la tenebrosa
embestida del toro, que la lleva en sus astas amenazadoras, sean éstas o no
agudas y finas. Todo el toreo consiste en evitarlas: en evitar la muerte que se
esconde o descubre por ellas. Otro poeta, más cercano nuestro, y que cantó,
lloró, la muerte de nuestro inolvidable amigo, cuyo triste recuerdo evocamos

216
ahora, nos dijo que no quería ver la sangre del torero sobre la arena, que no
quería verla, “la sangre de Ignacio sobre la arena” ... ¿Y tan sólo por ser la huella,
el testimonio vivo de una dolorosa muerte? Del recuerdo vivo de Ignacio Sánchez
Mejías no podrá separarse nunca para nosotros el de su poeta y amigo Federico
García Lorca. También se han escondido para siempre en la muerte sus huellas
sangrientas. También sobre ellas se ha echado arena, tierra encima: como si aún
pesase en nuestra memoria el trágico letrero disparatado que dibujó Goya, como
si lo hiciera con sangre, el españolísimo “Enterrar y callar” .
La muerte callada. La muerte se esconde y la muerte se calla. Sobre todo si
es “perezosa y larga” , si es un tránsito mortal de agonía. Cuando Azorín, en
unas páginas admirables, evoca el verso de Escribá, lo hace evocando también
el de la “Epístola” famosa atribuida al poeta Fernández de Andrada: el que llama
a la muerte diciéndole que venga “tan callada, como suele venir en la saeta” .
También, por lo mismo, para que no se la sienta venir. Por eso, tal vez nos turba
e inquieta tanto el ruido, los escandalosos ruidos que se hacen ¿para no sentir
llegar la muerte o para sentirla venir en el tiempo, ya sea con rapidez silenciosa,
como en la saeta, o lenta, si callada, alargándose perezosamente en agonía?
Por eso, todo “mundanal ruido” -que dijo Fray Luis- nos parece una profanación
de la muerte. De un sentimiento de la muerte que empereza y alarga su sentido,
se diría que con tal silenciosa y escondida cadencia como el de una música
estelar inaudita. Un sentimiento lírico de la muerte que sería un eco y una sombra
del que llamó Unamuno “ sentimiento trágico de la vida” , añadiendo: “en el
hombre y en los pueblos” . Larga y perezosa muerte para el cristiano don Miguel
toda una vida: larga y perezosa agonía que era para él enteramente la del
cristianismo, y que en los años doloridos de su destierro identificaba con la
agonía de España, de sus hombres y de sus pueblos. Larga y perezosa muerte
que dura a veces toda la vida, toda una vida. Aquellos, más o menos, cuarenta
años de vida que cortó la muerte en otras cuarenta horas de larga y perezosa
agonía, de nuestro amigo el torero Ignacio Sánchez Mejías, sentíamos que, a los
cuarenta años de haber sucedido, no nos esconde ni nos calla su recuerdo,
sino que lo aviva y acrecienta, como identificándose con todos esos años pasados
de nuestra propia vida fuera y dentro de España. Y nos parece estar viendo aún,
al evocarlo dolorosamente, aquel interrogante y angustiado rostro campesino
que, asomado a la reja carcelera del ventanuco de la enfermería de Manzanares,
nos preguntaba con ansiosa impaciencia, al parecer: “¿Se ha muerto ya?” .

217
R EC O R TES Y GALLEO S

“Nadie sabe lo que piensa un toro” -decía un torero-. Pero el torero sí tiene que
saber pensar. Y no sólo lo que piensa del toro, sino del toreo. Y pensar toreando.
“No se piensa más que en aforismos y definiciones” -dijo Unamuno-. No se
torea más que con recortes y galleos.

El toro no piensa: da que pensar.


Y cada toro le da que pensar al torero de un modo distinto. Que puede ser
oscuro o claro, según sea el toro. Porque el toro es de un modo o de otro según
su estilo.

“El toro también tiene estilo” -pensaba y decía Rafael el Gallo-, Y por eso toreó
como toreó.

El toro no piensa su estilo. El torero sí.


Si el torero no pensara su estilo no podría hacer ni decir el toreo -el suyo- ni
bien ni mal. No tendría arte ninguno. No sería un artista torero, sería un lidiador.
La mayoría de los toreros que vemos en las plazas no son ninguna de las
dos cosas.

Entre el decir y el hacer del toreo, como en cualquier otro lenguaje vivo, del
arte que sea, hay mucho o poco trecho, que no es un vacío sin pensamiento.
El torero al hacer y decir el toreo, lo está pensando. El que no piensa lo que
dice ni lo que hace en el toreo, como en todo, no hace ni dice nada. Y el
pensamiento y el estilo en el arte de torear son también una misma cosa.

Decía el filósofo Bergson que la precisión del pensamiento la inventaron los


griegos. Los andaluces, al inventar el toreo, inventaron, o añadieron, al
pensamiento, una especie de voluptuosidad de la precisión que es el toreo mismo.
Sobre todo al ceñirse a ella en la suerte, en el recorte y en el galleo.

Lo que el torero enseña al toro -en todas y cada una de las suertes, recortes y
galleos, en todos los lances que tiene el torear-, es la precisión en la embestida,
sin la cual no hay toreo posible. Y ésta, sólo la alcanza el toro bravo, el toro
boyante. Nunca el manso. Y, mucho menos, cuando el manso se engaña a sí
mismo, por miedo, volviéndose un cobarde bravucón.

219
El toro que aprende a embestir, precisa su embestida, ciñéndose con volup­
tuosidad al engaño (con codicia pero no con ferocidad): quedándose en él. Y
es el torero quien tiene que sacarle de su engaño; el que tiene que desenga­
ñarle al torear.

Torear es desengañar al toro, no engañarlo. Burlarlo; que no es burlarse de él.

El toro bravucón, según Pepe Hillo, es el que a veces parece bravo, pero que
no lo es. Es un toro cobarde, como lo son.los bravucones, y se hace el valiente
para engañar al torero y que se confíe y alcanzarle a traición con cobarde
ferocidad. El toro bravo no es nunca feroz: es noble y claro. La ferocidad en
todos los animales (como en el hombre) se origina en el miedo, en la cobardía.

La mayoría de los toros que vemos en la plaza son mansos, y cuando no, son
bravucones; toros de media casta, porque todavía tienen alguna.

A l estilo del toro bravucón corresponde el torero “ de m edia” casta que es


bravucón a su vez como el toro.

El bravucón es un toro mentiroso que necesita al torero mentiroso que le


toree. La bravuconería es mentirosa por ambas partes. Y se vuelve sombra y
mentira del toreo mismo.

El torero desengaña al toro como el torerísimo D onjuán a la mujer: burlándolo.


Con burla de veras. Ni el torero se burla de la muerte ni D on ju án del amor.
Porque desengañan con su verdad viva. Ninguno de los dos la miente. Los
dos la enmascaran de luminosa transparencia.
Del toro feroz decía Pepe Hillo que es el único que no se puede torear.
“Ése es el toro -diría Juan Belmonte- que le gustaba torear a Joselito.”

¿Cuándo se enterarán, el torero y el ganadero, y el empresario y el público (y


hasta algún crítico), de que dentro y fuera de la plaza el que manda es el toro?
Y que por eso es el toro el que tiene la culpa de todo lo bueno y lo malo del
toreo. El único que tiene la culpa de todo: las culpas de todos; y hay que matarlo
bien. Pero no por eso.

También el toreo tiene su “música callada” como los astros. Y su “ sonora


soledad” .
Y de esto, como de lo otro y de lo de más allá (en el toreo como en el baile y
en el cante) saben más que nadie los gitanos. Supo Rafael el Gallo. Y ahora
Rafael de Paula. De los cuatro grandes Rafaeles del arte de torear (Lagartijo,

22 O
el Guerra, el Gallo y Paula) sólo vi a los dos gitanos. Vi y oí en su toreo toda
la música callada y soledad sonora, que es la esencia y sustancia viva y verdadera del
arte de torear. Su estilo.
“El toreo -escribí en mi E l arte de birlibirloque- no es español, es interplanetario.”
Por eso tal vez la profanación que ha hecho el hombre del “silencio eterno, de
los espacios infinitos” que espantaba a Pascal, profanando el misterio del universo
(suicidando al hombre en la luna -dijo Malraux-) profana y destruye poco a
poco el mágico y prodigioso arte de torear. Como si la “música de su sangre”
se apagara en el toro. Como en el hombre muerto que el traje de luces enmascara
de vida.

221
V IS IO N M E M O R A B L E

Sabe elfruto a su raíz


L o pe

Y como, según san Isidoro de Sevilla, “hombre sabio es el de paladar delicado”,


el que sabe, porque saborea, “las cosas que son maravillosas”, y de este sabor
gusta más que de todo, yo, muy gustoso aficionado a las corridas de toros (tanto
que llevo tres cuartos de siglo viéndolas), quisiera ahora escribir, describir, decir
algo de la maravillosa, indescriptible, indecible, corrida de toros que vimos
en Sevilla, en la Maestranza, la tarde del Corpus. Que vimos y oímos y sentimos
los privilegiados que allí estábamos, y que pudimos saborear, paladear, gustar
de aquello, y, hasta tal extremo, que muchos lloraban de gusto y alegría. Porque
(como dijo Calderón):

...¿a quién
suena la música bien
pudiendo escuchar el llanto ?

Las lágrimas que se le saltaban al Gallo, al torear, estaban en los ojos de los
toreros como en los nuestros. Nunca “la música callada del toreo” tuvo más
claridad y transparencia de alma que en aquellos tres toreros que nos la
transmitían con su encanto, su canto y su cante propios. Manolo Vázquez, Curro
Romero y Rafael de Paula. Yo no sabría describirlo, ni decirlo adecuadamente.
Lo apuntaré sólo, aquí en esta letrilla, duendística y musarañera, que no creo
haber inventado (sí con resonancia machadesca):

Cante y canto es el toreo:


es cante en Rafael de Paula
y canto en Curro Romero.

Y cante y canto y encanto o embeleso de brujería, de mágico señorío torero


en Manolo Vázquez. ¡Cómo me acordaba de Pepe Luis! Le busqué con los
ojos sin encontrarle. Seguramente estaba escondido. Vi, en cambio, lo vi con
mis ojos, nublados por la emoción de “ esa borrachera que da el toreo” (que dijo

223
Joselito) a Rafael el Gallo, que andaba por el callejón hablando solo, como él
solía. Y apoyado en la barrera, sin chistar, absorto, quieto, sin apartar los ojos
del ruedo, aju an Belmonte mirando torear a Rafael de Paula, viéndolo torear
tal vez, como él, Belmonte, toreaba; como si la semilla del toreo más puro
que él sembró en su alma floreciera y fructificara de pronto en este trianero
de Jerez por aquellos lances de muleta y de capa que estaba dando. Y “ suspenso
y arrebatado el ánimo por tan maravillosa violencia”, que diría el divino poeta
sevillano, vi algo más. V i otros ojos que, como los de Belmonte, miraban el
toreo de Rafael, maravillados, ávidos de alegría y de belleza, iluminados por
lo que estaban viendo, unos ojos de niño.
Y también vi y comprendí la sabida y sabia “brujería” de Manolo Vázquez
al lograr reunir en una sola aquella trinidad torera, más que santísima, mágica
y prodigiosa por su embrujo (su “ espíritu sin nombre”, su “indefinible esencia”):
el “imperativo mágico prodigioso” de ese arte misteriosísimo de torear, que
Belmonte llamó (con su exactitud, su precisión y su laconismo propios) arte
divino. Divino de divinidad, no de Dios sólo. Su “música callada” , su “ soledad
sonora” .

Esa música, ese canto,


ese melodioso eco,
que escuchamos con los ojos
y con los oídos vemos.

Esa soledad, sonora


de musicales silencios.
Ese inaudito, invisible,
saber y sabor del tiempo.

Esa ilusión del sentido


(saber y sabor toreros)
que en Vázquez, Romero y Paula,
quintaesencian el toreo.

Mejores entre los mejores “de todo tiempo” (Cervantes dijo), son estos tres
toreros andaluces: toreros únicos. Y su “visión” , la tarde del Corpus, en la
Maestranza de Sevilla, visión maravillosa, visión admirable, visión deleitable,
visión memorable. Doy gracias a todos los dioses y demonios de este mundo
que me han dado tan larga vida para poder verlo.

224
AFORISMOS
De E L C O H E T E Y L A E S T R E L L A

En la noche silenciosa, el cohete irrumpe con luminosa algarabía y alboroto. La


estrella lo mira llegar asombrada e inquieta, descender en suave catarata
centelleante. Luego, continúa mirando sin parpadear. Aquel otro que parpadeaba
era un lucero.

En la azulada noche alta, el niño que miraba a las estrellas ve surgir un cohete
repentino, y su corazón se inunda de alegría inocente y pura.

El cohete es una caña que piensa con brillantez.

El cohete interrumpe sin miedo el silencio eterno de los espacios infinitos.

Un cohete es un experimento; una estrella es una observación.

La verdadera enseñanza de la vida no la dan los padres a los hijos, sino los hijos
a los padres.
Dios mismo nos lo muestra, que, gracias a su Hijo, supo hacerse cargo de las cosas.

Una vez que creí encontrar al Diablo en un momento de sinceridad, le pedí que
me dijese con franqueza quién era. Francamente -m e contestó- el único amigo
verdadero que tiene Dios.
La materia afirma el espíritu y lo prueba; es su única prueba.

La naturaleza y el espíritu -lo que llamamos naturaleza y lo que llamamos


espíritu- son los dos extremos en contacto. El que quiera entender, que entienda.

- También el ingenio puede resultar peligroso; puede


V ÍC T IM A S DEL INGENIO.
resultar lo más peligroso. Nietzsche fue víctima suya. El Ecce Homo es un: He
aquí un hombre de ingenio -un hombre de ingenio y, por consiguiente, un
hombre frívolo; frívolo por desesperación.

L os EXTREMOS SE t o c a n . —En el espíritu humano hay una tendencia a extre­


marse que sólo admite dos resultados: distenderse o saltar -el entontecimiento
o la locura. Pascal que toma agua bendita o Nietzsche que se vuelve loco. Una
de dos: el catolicismo o el manicomio. Porque parece inevitable que, llegando
a ciertos extremos, la única manera de tener razón es perderla. Lo que puede
evitarse es llegar a ciertos extremos.

La teología es la lógica del Diablo.

Encender una vela a Dios y otra al Diablo es el principio de la sabiduría.

Una sola cosa importa para que puedan importar todas.

Cristianismo puro: barbarie pura.

22 8
El cristianismo está dentro del catolicismo como el pez en el agua; fuera, como
el pez al sacarlo del agua: congestionado y dando coletazos... hasta que se muere.

No hagáis lo que yo hago, pero menos aún lo que yo digo -dice el buen maestro.

Someterse a una disciplina no es aceptar ningún proselitismo. Un discípulo es


todo lo contrario de un prosélito.

Comprender para saber. Aprender para repetir.

El barómetro que marca variable es un irónico acusador de Dios.

Tener sed y beber agua es la perfección de la sensualidad rara vez conseguida.


Uncís veces se bebe agua y otras veces se tiene sed. {Yotras se bebe uno su sed-m e
respondió Unamuno.)

La creación artística o la invención científica pueden ser, a veces, milagrosas;


casuales, nunca.

Es posible una filosofía sin religión, pero no una religión sin filosofía.

La ciencia pone y la filosofía dispone.

229
La inteligencia es una proyección de luz sobre realidades invisibles.

El Diablo es buen lógico; Dios, no.

Todo arte digno de ese nombre no es más que digno de ese nombre.

El placer de gustar de un plato de cocina es más superficial que el de hacerlo


o que el de leer la receta - y aun que el de hacerla-; lo mejor para el buen co­
cinero son las recetas, como para el buen gourmet el ignorarlas. La humanidad
se dividirá siempre en dos partes: cocineros y gourmets.

I m p o r t a n c ia d e l a c u l t u r a . —Y o co n o c í a u n p ro fe so r d e h isto ria de la literatura


a q u ie n c a u s a b a u n a in e fa b le sa tis fa c c ió n el d e s c u b r ir a su s a lu m n o s q u e lo s
n o m b re s d e m u c h a s c a lle s c o in c id e n c o n lo s d e e sc rito re s e m in en te s.

De casi todos los sitios en que se entra fácilmente por la puerta, se suele salir
por la ventana.

Hay quien baila al son que le tocan, quien baila al suyo solamente, y quien no
baila de ninguna manera.

Aun dentro del salón de baile hay quien prefiere no bailar.

La vida es una aventura peligrosa -dice el americano-, y acierta en la mitad;


la vida es peligrosa, pero no es una aventura.

230
Ni el arte es religioso ni la religión es artística; hay un límite que separa estas
dos palabras contrapuestas: creencia y creación.

Se tiene una teoría como se tiene una mujer: por amor, capricho o conveniencia.
Por eso hay que procurar elegir y, además, tener suerte.

Se puede vacilar antes de decidir, pero no una vez decidido.

Mejor que acertar poco a poco es equivocarse de una vez.

Hay quien supone de buena fe estar en lo cierto cuando afirma que el vino es
alcohol.

La belleza es la fermentación ideal de los elementos que la componen.

Una bebida espirituosa no puede causar un daño espiritual.

C O IN C ID E N C IA . - L a d e lo s c o c in e r o s c o n lo s m a t e m á t ic o s : G r e c i a y F r a n c ia .

Un alemán sumergido en una civilización cualquiera distinta de Alemania pierde


de su peso un volumen igual al de la inteligencia que desaloja.
No hay que olvidar nunca que el buen gusto es originariamente español. Y en
cierto modo, palatino.

El siglo X V III fue un siglo de abanico.

El siglo X IX es el siglo del abanico.

H a habido una estética y hasta una moral del abanico, que murió con el
siglo X IX .

El orgullo en el hombre se confunde con la dignidad; en las mujeres, con el


amor propio.

Poca sensualidad, nos aparta de Dios; mucha, nos lleva.

La sensualidad sin amor es pecado; el amor sin sensualidad es peor que pecado.

Existir es pensar; y pensar es comprometerse.

Pecar, tiene arrepentimiento y perdón; no pecar, tiene solamente castigo.

Ese católico virtuoso vive como si no creyera en la resurrección de la carne.

232
Hay también un virtuosismo de la virtud, que es el peor de todos.

Estar dispuesto a equivocarse es predisponerse a acertar.

Sensualidad: miraje místico. Misticismo: miraje sensual.

Sensualidad es la liberación; sexualidad es servidumbre. Esa x de diferencia


es la incógnita por despejar.

Los que se escandalizan de un cuerpo desnudo -piensa el D iablo- son presa


segura. ¡Esos ya no tienen salvación!

El hombre procede de la naturaleza; la mujer es todavía naturaleza.

Cuando una mujer tiraniza es cuando muestra mejor que es la esclava.

La belleza de la piedad, en la mujer, nace de su inutilidad. Por eso es comple­


tamente desinteresada.

La mujer no sobra en la iglesia, porque forma parte del culto.

El encanto de las mujeres en el arrepentimiento se debe a su pureza, porque,


en ellas, es el pecado quien se arrepiente de sí mismo.

m
Una mujer que no se hace esclava de un hombre solamente, lo es de todos.

El amor verdadero es acariciador y violento; nadie ama tan delicadamente como


las fieras.

En el amor, el débil es quien pega y el fuerte es el que acaricia.

Una fuerza que se contiene para no lastimar, al cogerlo, el objeto de su carino,


es la sola caricia verdadera y pura.

La castidad es lo viril; la lujuria, lo afeminado.

Sensualidad sin castidad es lujuria.

“Shimmy”, cadencia carnal, al compás rítmico del esqueleto.

U n a MORALIDAD p o r CENTÍMETROS. —Todas las madres creen que son sus hijas
las que bailan decentemente.

El músculo no sirve para escribir ni para pintar; sirve solamente para bailar.

El baile es la redención espiritual de la musculatura.

234
El músculo no construye, destruye.

La danza eleva hasta el espíritu; pero el espíritu para nada necesita bailar.

El baile es la fuerza puesta al servicio de la ligereza. Abominad de toda fuerza


que no sirva para bailar.

El sport es siempre antipático, enemigo del alma en sus tres facultades:


entendimiento, memoria y voluntad.

El sport no es siquiera la estética del aburrimiento, sino su higiene.

Los ingleses, cuando hacen goal, se creen que ya lo han hecho todo.

El prejuicio del ritmo que caracteriza el arte francés le hace llegar hasta la cojera,
pero de un solo lado; mientras que el alemán, cuando cojea, lo hace de los
dos, como los patos.

La simetría rítmica no halaga el oído, sino los pies.

Nietzsche, con un criterio de bailarín, encontraba legítimo juzgar la música


con los pies; pero se equivocaba doblemente, como músico y como bailarín,
porque permanecía sentado.

235
Según Nietzsche, la música de Brahms tiene la melancolía de la impotencia.
La de Richard Strauss tiene la desesperación.

No era necesario que Wagner proclamara estúpido a Parsifal para convencernos


de la estupidez de su poema.

Lo primero para hacer música es no hacer ruido.

Cuando se trata de oír música, más vale taparse los ojos que los oídos.

Los americanos y los ingleses hacen música como juegan a la pelota, con los
pies. Naturalmente, no hacen música, hacen otra cosa distinta - y por eso
aciertan.

S in t o n NI SON. —E 1Jazz-bandsuena bien cuando no pretende ser una mùsica.

Cuando escucho el motor del coche americano en que voy, digo que suena bien;
pero no se me ocurre decir: ¡Qué bonita música!

Si de verdad juzgas la música peligrosa, lo mejor es que la dejes entrar por un


oído y salir por otro.

-¿Entonces usted me aconseja oír la música como quien oye llover?


—Exactamente: con la más profunda atención.
C on l a M ú s i c a A OTRA p a r t e . — ¿Adonde podrán ir ya, Señor, los alemanes
con su música?...
El Señor: es de esperar que no vengan al cielo.

Erik Satie no dice lo contrario que Debussy; dice lo mismo, sólo que a la inversa.

Satie es a Debussy todo lo contrario que Liszt a Wagner.

Mussorgsky es el músico que dice sencillamente la verdad.

No existe nada más estúpido que un orfeón.

Albéniz: Debussy-Codorniú.

Un champagne Veuve Clicquot auténtico, y una sidra champagne E l Gaitero, también


auténtica, coinciden en ser efervescentes.

Cuando acaba de oír la música exquisita en el salón aristocrático, Stravinsky


se encoge de hombros, diciendo: Ahora yo me voy a la calle y se va, revoluciona­
riamente, a ponerse de acuerdo con los murguistas.
Al volver, la música que trae de la calle ya no es la música callejera. Ponerse
de acuerdo era inventar.

Moriría la petenera y tendría su entierro, pero resucitó después. Falla lo atestigua,


porque puso los dedos en sus llagas.

237
El arte es bueno, pero no es lo mejor.

El arte no tiene más ni menos, ni mejor o peor; tiene solamente existencia.

—¿Por qué eres extravagante?


-P ara llamar la atención y que no se fijen en mí.

El arte verdadero procura no llamar la atención, para que se fijen en él.

En el arte, lo natural es siempre el arte.

A veces, no comprometerse es lo que suele comprometer. Por eso, la mejor


manera de no comprometerse, es estar ya comprometido. En arte, como en
todo, hay que empezar por comprometerse.

P i e n s a MAL y n o a c e r t a r á s . —Se acierta siempre, en arte, cuando se piensa bien.

Limitarse no es renunciar, es conseguir.

Velázquez pinta bien; el Greco pinta bien, extraordinariamente; Picasso pinta


extraordinariamente bien.

238
Ribera pinta mal; Solana pinta mal, extraordinariamente; Zuloaga pinta
extraordinariamente mal.

M UCHO r u i d o p a r a NADA. —La pintura de Ignacio Zuloaga ofrece cierta analogía


con la música de Richard Strauss: las dos nos enseñan que cuando el artista
no nace, tampoco se hace -aunque cocine con recetas detonantes.

La pintura moderna ha padecido el cartelismo. Todavía hay pintores que siguen


creyendo que hacer un cuadro es lo mismo que hacer un cartel.

El buen artista no es el honrado trabajador.

N o SIEMPRE LO PEOR ES CIERTO. - Los carteles de toros de Zuloaga, que no


anuncian ninguna corrida.

En la literatura francesa se puede elegir a la carta; en la española no hay más


que el cubierto.

L a COQUETERÍA DEL e s t i l o . —Stendhal escribe sentado; Mérimée, de pie, y


Chateaubriand, paseando una mañana por el muelle de La Habana...

E l NUEVO ESPÍRITU. - De postre, el siglo XIX nos dio la música de Debussy, la


filosofía de Bergson, la poesía de Paul Valéry, la pintura de Matisse y la prosa
de Giraudoux. Luego, ha venido lo que faltaba: el queso y las frutas.

239
H a b l a r p o r h a b l a r . —Casi toda la literatura inglesa y, en general, todo lo
que se llama ensayismo.

En España, el público tiene que tragarse la literatura escénica de Bernard Shaw,


como quien se traga un trozo de roastbeef después de inútiles esfuerzos por
masticarlo.

T e a t r o e n LIBERTAD. - El teatro, lo mismo que el papel en que se escribe o el


lienzo en que se pinta, no tiene responsabilidad artística ninguna.

Aunque cambie de nombre y se la llame como se quiera, la farsa es el teatro


mismo.

El teatro no finge nada, no imita nada, no representa nada; espectáculo o crea­


ción verbal, es arbitrariedad -pura actividad del espíritu, como la religión o la
filosofía.

P a r a d a . — P o lic h in e la , d e u n salto, a p a re c e , so n ríe , se e n c o g e d e la s d o s jo r o b a s


a u n tie m p o , y d ic e : e l te a tro s o y y o .

No hay teatro de arte ni arte del teatro; hay, sencillamente, teatro.

El esfuerzo y el resultado nunca son simultáneos. El arte cuenta solamente como


resultado.

240
Ni el teatro es escuela de costumbres, ni las costumbres son escuela de teatro.

TlC-TAC. - El reloj picotea el tiempo en el silencio de la noche, y se lo va tragando


en granitos.

Hay quien tiene toda su vida una actitud de Venus del espejo.

H O M BRES p ú b l i c o s . - ¿Qué remedio para el impudor del que vive en una


casa de cristal? Ni siquiera un biombo.

Tradición quiere decir, sencillamente, que hay que terminar lo que estaba bien
empezado, continuar lo que vale la pena de continuarse.

Toda tradición verdadera suele parecer revolucionaria.

Reformación, renovación, reconstrucción: impotencia para destruir y para formar


y construir de nuevo.

Reformador es el que no sabe hacer ni deshacer.

La reforma no es lo que forma, sino lo que deforma.

Si reforma es deformación, transformación es escamoteo de la forma.

241
Lo más parecido a un reformador es un transformista.

Se puede decir lo contrario de lo que se ha dicho, pero no se puede hacer lo


contrario de lo que se ha hecho.

De una contradicción se sale ganancioso. De una contracción se sale contrahecho.

Generalmente, el que se vuelve loco no es porque le falta la razón, sino porque


tiene razón que le sobra.

La vida no es transformación, sino sucesión de formas intactas.


Rosa, golondrina, mariposa o escarabajo, formas inalterables y distintas,
permanentes y nuevas.

Cuando pienses, mejor o peor, no lo hagas nunca a medias.

No pienses nada o piensa hasta el fin.


¡Qué pocos se atreven a seguir hasta el fin su propio pensamiento!

Podrá suceder que al final de tu pensamiento vuelvas a encontrarte en el


principio, pero nunca te encontrarás como al principio.

Aunque no vayas a ninguna parte, no te quedes en el camino.

242
La vida no consiste nunca en llegar, pero si consistiera, mejor, entonces, que el
primero, sería llegar el último.

P ro c u ra n o c o n v e rtir tu v id a e n u n a c a rre ra , y m e n o s q u e n a d a e n u n a c a rre ra


d e o b stá cu lo s.

Tal vez hay algo más piadoso para los muertos que el recuerdo: el olvido.

El escepticismo es provisional aunque dure toda la vida.

Un escéptico verdadero no puede ser nunca un ecléctico ni un indiferente.

La fe no es una comodidad para el espíritu, es un esfuerzo.

Por la pasión, la inteligencia. — Pasión no quita conocimiento; al contrario,


lo da.

La inteligencia es el precipitado de la pasión.

Sé apasionado hasta la inteligencia.

No es tener valor decidirse a aceptar la muerte, como no lo es decidirse a aceptar


la vida. Tener valor es decidirse a saber por qué se aceptan.

*43
El valor verdadero es una actitud espiritual ante la muerte.

El que se emborracha en la paz, es un cobarde.


El que se emborracha en la guerra, sigue siendo un cobarde.

La conducta recta es la menor distancia entre dos vidas.

Ni m á s n i m e n o s . —Si el Diablo tira de ti hacia abajo lo mismo que el ángel


hacia arriba, deberás agradecer a los dos por igual la conservación de tu
equilibrio.

Lo razonado nada tiene que ver con lo razonable.

El hombre no piensa más que cuando está solo.

La verdadera solidaridad sólo es posible entre solitarios.

Desconfiad de los hombres que se ocultan; debajo de un caparazón siempre


hallaréis alguna viscosidad.

La careta tapa la verdad con una mentira; el antifaz la disimula, incitándonos


a descubrirla. La careta es una mala sustitución; el antifaz, un estimulante. Si
pretendes ser picaro alguna vez, ponte solamente antifaz.

2 44
La naturalidad no es la naturaleza, sino la manera más civilizada de compren­
derla. En una mujer la naturalidad es el supremo refinamiento.

P re sc in d ir d e la c u ltu ra n o es v o lv e r a la n a tu ra le z a , sin o so b re p a sa rla .

-¿Tienes dentro de ti todo lo que has aprendido?


—Lo tengo a mi lado; en el cesto de los papeles.

E l SABER OCUPA l u g a r . - El valor de una inteligencia se cotiza generalmente


por el cesto de sus papeles.

¿Para qué saber a qué carta quedarte, si de todos modos no te vas a quedar?

Contén el impulso de tu vida hasta poder lanzarla mejor; contra cualquier cosa,
si quieres ganarla; si no, hacia arriba, inútilmente, para verla perderse en el
cielo.

H5
De L A C A B E Z A A PÁ JA R O S

A don Miguel de Unamuno


Místico sembrador de vientos espirituales

M O LIN O D E R A ZÓ N

Ante la locura del hombre, la razón del molino es un gigantesco aspaviento loco.
Ante la razón del molino, la locura del hombre es una diminuta razón
insuficiente.

Parece que la tierra anda más despacio desde que se han parado las hélices de
sus molinos.

El molino es un cabezota, testarudo, porque no quiere que su enorme hélice


le levante del suelo.

El molino trabaja perezosamente, como hay que trabajar: mirando siempre al


cielo.

El molino tiene la cabeza a pájaros, como hay que tenerla: a pájaros y a estrellas.

He tomado en mi vida una cruz que da vueltas como las aspas del molino. Y
muelo razonablemente mi trigo haciendo aspavientos de loco.

2 47
Mi vida está señalada con una cruz; por la señal de la cruz la reconoceréis como
por las aspas cruzadas el molino.

Mi vida está tachada con una cruz: por la señal de la cruz me borro, me niego:
y me afirmo.

Mi vida está detrás de la cruz, como el Diablo; por eso luchamos cuerpo a cuerpo
siempre, los dos: por el mismo sitio.

Como el fantasma agudo de una flecha lanzaron contra mí tu nombre: aforismo.


Y te clavaste en mi corazón.

El aforismo es pensamiento: un pensamiento. Porque se piensa en pensamientos:


se dice en pensamientos el pensar. Y si no se dice, no se piensa, o si no se piensa,
no se dicen. Pero una vez dichos, ya no hay más que hablar, no hay más que
decir. Ni una palabra más: aforismo perfecto.

El aforismo es una dimensión figurativa del pensamiento: su sola dimensión.

Se pueden medir las palabras, pero no se pueden medir los pensamientos.

El aforismo no es breve: es inconmensurable.

No importa que el aforismo sea cierto o incierto: lo que importa es que sea certero.

248
Pensamiento: pienso, luego miento.

D O BLE JU EG O . —Si empiezo a jugar con las palabras, las palabras acabarán
por jugar conmigo. No importa. Lo mismo me da hacerme juguete de los dioses,
que hacerme dioses de juguete. Porque las palabras son los dioses: la divinidad.
El Verbo es Dios solo.

El pensamiento es un estado de gracia. Y la gracia, un estado de juego.

Razón es pasión y pasión es conocimiento.

No es la idea la que apasiona, sino la pasión la que idealiza.

Dios es cosa, causa de todo, porque todo es causa, cosa de Dios.

Las cosas como son. ¿Cómo son las cosas?

Imagen espantosa de la muerte: un muñeco desnudo.

No hay inteligencia sin instinto ni instinto sin inteligencia: la inteligencia es


un instinto iluminado. El instinto, una inteligencia ciega.

2 49
R e f l e x i ó n a n t e u n h o r m i g u e r o . —Es admirable todo lo que hacen las hor­
migas para perder el tiempo.

El genio es una corta impaciencia.

La poesía es cosa natural y la naturaleza cosa poética: cosa de doble juego.

El pensamiento absorbe las ideas como la oscuridad los colores. Las ideas funden
su luz en nuestra sombra y mueren como el grano en la cámara oscura del surco:
para fructificar.

Tan sólo de la noche oscura -¡alm a!- se desentraña la claridad celeste de la


aurora.

El alma es sensible a la revelación divina como una placa fotográfica.

La primera obligación es la devoción.

Lo que inventan los hombres para no trabajar son las artes buenas: artes poéticas.
La pereza es la salvaguardia y garantía de todas las cosas espirituales.
Lo que inventan los hombres para trabajar son las malas artes: las artes y ofi­
cios del Diablo.

El arte poético, todo lo contrario que el amor, vive por olvido: nace de ignorarse
a sí mismo; como lo que es: como un juego.

250
Todo arte tiene sus límites y, por consiguiente, sus vecindades: poéticas, no
históricas.

La poesía no tiene historia: tiene estilo.

El que no tiene pasión no tiene razón: aunque puede tener razones.

La razón es la única loca que hay en la casa: una loca muy de su casa.

Un laberinto no es un lío: es todo lo contrario. Es muy fácil hacerse un lío; pero


no es fácil hacerse un laberinto.

El monstruo en su laberinto: y el tonto en su lío.

El que sólo busca la salida no entiende el laberinto y aunque la encuentre saldrá


sin haberse enterado: o como si no se hubiese enterado.

De un laberinto no se puede salir de cualquier manera, sino de una sola manera:


la de haber entrado.

No hay fe sin duda, ni duda sin fervor.

Sólo hay una inquietud más terrible que la de buscar: la de haber encontrado.
El que espera, desespera; y el que desespera es que empieza, de nuevo, a
esperar.

El escepticismo no desespera ni es desesperado: es desesperante.

El péndulo no está nunca dudoso: está siempre dudando. Dudando con fe:
con exactitud, con seguridad.

La duda y la fe son el ritmo vivo del pensamiento.

Me estoy quemando vivo: porque vivo quemándome.

Hombre de mucha fe, ¿por qué no has dudado?

La duda no es vacilación: es oscilación, y es fidelidad.

La fe es única, la duda, múltiple.

En la duda, en las dudas, no te abstengas nunca de creer.

Se empieza siempre por creer y se acaba siempre por dudar; pero hay que
empezar siempre de nuevo.

252
La certeza es el enemigo de la fe.

Lo cierto es la muerte; lo incierto, lo dudoso, es la vida: la inmortalidad. Aprende


a dejar lo cierto por lo dudoso.

La verdadera caridad nunca es bien entendida.

La burla es la forma más inteligente de la caridad.

No hiere la burla al burlado porque le desdeña, sino porque se apiada de él.

El perdón es una ratificación moral del olvido.

No es la muerte, sino una idea de la muerte, lo que te inquieta.

No podía acostumbrarse a la idea de que muriese, pero a su muerte se acostum­


bró en seguida.

A lo que más trabajo cuesta acostumbrarse es a una idea.

La momia perpetúa de un modo abstracto la expresión concreta de la muerte.


El esqueleto perpetúa de un modo concreto la expresión abstracta de la vida.

253
-Estaba cargado de razón.
-Por eso explotaste.

Si eres crédulo no podrás ser creyente.

La superstición nace de la credulidad, y a la inversa. Como la duda de la fe y


la fe de la duda. Por eso, la credulidad y la superstición están siempre en lo cierto.

La incredulidad puede ser fe aunque no lo parezca; la credulidad puede parecerlo


aunque no lo sea.

Al que no le cabe duda de nada, ¿cómo le va a caber la fe de todo?

Para poder dudar de algo hay que estar seguro de todo: y al contrario; seguro,
no cierto; porque estar seguro no es más que cuestión de fijarse: de fijarse bien.

P r o m e t e o . —Si quieres pensar libremente procura estar encadenado.

Si hay una mala fe, ¿por qué no va a haber una buena duda?

No se es fuerte cuando se tiene fuerza, sino cuando se sabe que no se tiene.

Sé fuerte por debilidad y no débil por fuerza.

254
No se debe tener más razón de la suficiente.

MÉTODO DE PERFECCIÓN. - Lo primero es enfurecerse: ponerse uno fuera de


sí. Lo segundo es entusiasmarse: entrar dentro de Dios.

Para entusiasmarse hay que enfurecerse, y para poder enfurecerse -ponerse


fuera, salir afuera-, había que haber entrado primero. Hay que morirse antes
si se quiere resucitar después.

El alma está fuera del cuerpo para poder entrar dentro de Dios.

Si el alma no muriera por el pecado no podría ser inmortal. Paradoja per­


fecta.

DOCTRINA DE LA G R A C IA , O ¡ s á l v e s e EL q u e p u e d a ! - N o se salva el que


quiere, sino el que puede: porque no consiste en querer, sino en poder
querer salvarse.

Piensa siempre en la muerte para la vida, no en la vida para la muerte.

POR EL DOLOR, LA a l e g r í a . - Hay que empezar por querer sufrir eternamente


para llegar a querer vivir eternamente.

Si no declaro mi fe ante las gentes -ante ciertas gentes- no es por respeto humano,
sino por respeto divino.

255
Ganas de complicarse las cosas: apetito filosófico.

Filosofía: armonía mística.

Se puede no entender una palabra y entender media, cuando se es buen


entendedor. Al que media palabra basta una palabra sobra.

-N o está mal pensado.


-S i está pensado no puede estar mal.

-N o me lo permiten mis ideas.


- Y la propiedad de las ideas, ¿quién te la permite?

Racionalismo en candelero: el siglo de las luces vacilantes.

-E s una verdad como un templo.


-M ala verdad.

¡Qué taimada confabulación de pequeñas derrotas hacen una victoria!

La verdadera ironía no es la que el escritor pone en su obra, sino la que se


interpone entre la obra y él.

256
B ie n a v e n tu ra d o s lo s q u e n o sa b e n le e r n i e sc rib ir p o rq u e e llo s se rá n lla m a d o s
a n a lfa b e to s.

Para mentir con facilidad basta ser sincero.

La lógica es un esqueleto que no espera resurrección.

El que lo acepta todo rechaza lo mejor.

Dijo el basurero a la ensaladera: yo también soy ecléctico.

El más santo peca siete veces al día. El menos santo, el más pecador, una sola
vez: porque su pecado es de orgullo.

Desconfía de los que vuelven: son los que han llegado. Y nadie peor, de los
que llegan, que los que están de vuelta.

El título es cosa del hombre. El hombre es cosa de Dios.

Hamlet: el nombre de un fantasma.


D onjuán: el fantasma de un nombre.
Más sabe el Diablo por viejo que por Diablo. Lo mismo da. Porque cuando
empezó a ser Diablo empezó a saber: y empezó a envejecer.

La inocencia lo ignora todo porque lo sabe todo. La ignorancia pura no existe.


La ignorancia siempre es impura: saber a medias. Engaño diabólico.

Empezar a saber es temor divino. Acabar de ignorar es terror pánico.

La verdadera poesía, como la verdadera sabiduría, es aburrimiento; el


aburrimiento es la ausencia de toda distracción o diversión: presencia desnuda.

E t t e m u i t . —Los que no quieren aburrirse es porque tienen miedo. Y así lo


confiesan: miedo a aburrirse, que es tenerle miedo al temor. En cambio, el
que se aburre ya no tiene miedo, lo que tiene es temor: principio de la sabiduría;
porque empieza a saber.

La puerta secreta del Paraíso terrenal se llama aburrimiento.

El aburrimiento de la ostra produce perlas.

No creáis que el infierno será mucho peor, o mejor, que lo que aquí tenéis:
diversión perpetua.

258
Lo que divierte al hombre es obra diabólica; pero no todo lo que le aburre es
divino. El aburrimiento, como la soledad, puede ser también tentación satánica
de orgullo.

El arte, cuando es poético, es una diablura que perdona Dios.

Hay algo peor que divertirse: entretenerse. Y algo peor que una mujer entre­
tenida: un hombre entretenido.

Los que necesitan entretenerse son los borrachos o los perezosos: que no pueden
tenerse siquiera.

G e t s e m a n i . - Solamente los niños no quieren dormir cuando tienen sueño.

Más vale un pájaro volando que ciento en la mano.

LA CÁSCARA AM ARGA

Detrás de la cruz de una moneda está la cara del Diablo: aunque, en realidad,
una moneda no tiene cruz, tiene dos caras: como el Diablo. Por eso el que juega
a cara o cruz con una moneda pierde siempre.

El precio de Cristo se pagó en moneda para que fuese contante y sonante:


contado y sonado. La moneda es el símbolo religioso de la traición.

259
Comercio, en su más alto significado, quiere decir que el fin del mundo está
en el mundo y que el mundo no tiene fin.

Detrás de un patriota hay siempre un comerciante.

L a TIERRA Y l o s m u e r t o s .— Si eres hombre, no hay tierra ni muertos que puedan


serte ajenos.

Donde no está la voluntad de Dios está siempre la del Diablo.

Cualquier estado popular es voluntad divina. Y ese estado popular verdadero


es independiente: enemigo de la nación. El pueblo está con Dios: la nación está
con el Diablo.

El verdadero estado popular es el de estar a lo que Dios quiera, a la buena de


Dios. ¿Qué mejor ley? Porque lo que no está a la buena de Dios estará a la mala
del Diablo: no hay otro remedio.

Siempre será lo que Dios quiera. Y para siempre. Lo que tú quieras, siempre,
dejará de ser. Y para nunca más.

Todo lo que tiene un sentido tiene un contrasentido. Todo lo que tiene un Dios
tiene un contra-Dios: el Diablo.

260
La blasfemia del pueblo es un grito de angustia que Dios oye como una oración.
El que blasfema no ha perdido la fe todavía: si se alza contra Dios es porque
cree en El y le ama, desesperadamente, aun sin saberlo.

Lo último que forma el cuerpo vivo son los huesos: que se hacen duros para
durar. El esqueleto político sobrevive a todas las alteraciones económicas: hasta
la muerte.

Sociología: ciencia vaga (sin domicilio conocido).

La política es un hueso duro que roer para los perros economistas.

NlETZSCHE - ¡Q u é p u r a y g o z o s a a le g ría la d e lo s c rista le s al ro m p e rs e !

Pascal: la inteligencia de la pasión.

Nietzsche : la pasión de la inteligencia.

De todos nuestros precursores románticos, Nietzsche es el único que merecería


llamarse un escritor católico.

Cuando sientas desfallecer tu fe católica incipiente, toma adrenalina y lee a


Nietzsche.
La letra entra con fe, con sangre. Y al pie de la letra está el Espíritu: cruci­
ficado .

La sangre espiritual del hombre es su fe.

Haz que tu pensamiento vivo sea profundamente superficial: como tu cerebro


o tus pulmones.

El pensamiento se hizo del corazón: y el corazón se hace de las entrañas. Haciendo


de tripas corazón es como se piensa que se vive.

No es lo mismo la frivolidad por desesperación (el Ecce Homo, de Nietzsche) que


la desesperación por frivolidad (el De profanáis, de Wilde).

Si eres demasiado moral, exclusivamente moral, no podrás ser creyente.

ARTE DE TEM BLA R

La forma se ve. La palabra se oye. La verdad se entiende. La poesía se so­


breentiende. Diversos modos de sentir y de padecer. El que no siente ni padece
es el que no ve, ni oye, ni entiende -n i sobreentiende-; el tonto del cuento
que no pudo aprender a temblar.

La poesía de Baudelaire era estremecimiento nuevo: todo lo nuevo es


estremecimiento, y toda poesía, arte de estremecerse de nuevo: arte de temblar.

262
T ie m b la : p e r o n o seas d ia p a só n .

El poeta siempre tiene razón: la poesía, nunca. Y al contrario.

La inteligencia tiene que rendirse al testimonio mentiroso de los sentidos.

El cuerpo desnudo que ante el griego era una respuesta ante el cristiano es
una interrogación.

El cuerpo desnudo se estremece. ¿De frío? ¿De pudor? Tiembla de estar desnudo.

El desnudo pensamiento humano es la expresión de un estremecimiento. Tiembla


de ser divino.

La oscuridad es temerosa: la luz tiembla al romperla. Porque la luz misma


nace de un estremecimiento.

Todo lo vivo tiembla, se estremece. No es de miedo a morir: lo que vive no sabe


que puede morir. -¿Q uién sabe lo que puede m orir?- Sólo sabe que vive: y
tiembla de fervor, de alegría.

No se tiembla de miedo. Se tiembla de temor. Y sólo hay un temor verdadero:


el divino.
La mano del poeta no tiembla: tiembla su corazón.

Hay poesías que tienen música propia: y otras reflejada.

De ilusiones se vive. Cuando no se vive de verdad. (Y cuando se vive de verdad


se muere de mentira -de mentiras-. Para resucitar, como la luz, aparentemente.)

Sombra y luz, pero no claro-oscuro.

La sombra y la luz sólo pueden chocar al juntarse: para separarse más.

El claro-oscuro es una trampa sentimental, un ilusionismo.

Todo lo que no es ideal (luz y sombra) es sentimental (claro-oscuro): ilusionista.

Los hombres para vivir se hacen ideales: las mujeres se hacen ilusiones.

Poeta: no le tengas miedo a la oscuridad.


Mientras más oscuro es el poeta, más clara es su poesía.

Si quieres expresar la luz hazte cámara oscura.

264
La luz más profunda sólo se entrega a la más profunda oscuridad.

El dios más frívolo de todos los griegos -Hermes, la brisa del amanecer, fu­
gitivo ladrón de nubes, recién nacido eterno, maligno y burlón- inventó la
música; pero se la cambió enseguida a Apolo por un rayo de luz. Desde en­
tonces, todas las artes visuales son herméticas: leves, puras, sutiles y burlonas:
frívolas. Porque lo hermético no es el cierre seguro, sino el ojo de la cerradura
por donde el dios breve sabía escapar.

La frivolidad es la propiedad que tienen algunos seres y algunas cosas de


estremecerse y de volar; don angélico, pues sólo al enunciarlo se define la
naturaleza y cualidad específica de los ángeles. Hay que tener ángel (como quieren
los andaluces): ángeles. Hay que tener frivolidad: capacidad de estremecimien­
to y de vuelo.

Ser frívolo es ser rápido y volandero, libre y cruel; es no dejarse enternecer ni


ablandar por nada; es hacerse duro, tenso, vibrante, para poder estremecerse
o volar. Y superficiales, intachablemente superficiales como el ala tersa del avión
o el lienzo inmaculado de la pantalla cinematográfica.

La admirable visión cinematográfica está hecha (¡oh Shakespeare!) de la misma


estofa de los sueños divinos.

Como Dios es tan gran señor -dice Mefistófeles en el Fausto-, le gusta, de cuando
en cuando, echar un parrafito con el Diablo. De una de estas conversaciones
nació el cinematógrafo: pacto de poderes antagónicos, edén recuperado por
una diabólica y divina conformidad.

No hagas nunca la guerra de trincheras sentimentales.

265
Dios da la callada música de su creación por respuesta a nuestros pensamientos.

Vuelve hacia arriba el melodioso cuévano interior, sonora soledad del alma,
para colmarlo del silencio eterno de lo creado, callada música de Dios.

La soledad de la poesía no es aislamiento. No es soledad de isla, es soledad


de mar.

El poeta va y viene de soledad a soledad: ir y venir, poético, de pensamientos.


Los pensamientos solidarizan sus soledades en la soledad de la poesía como
las estrellas en Dios. Soledad de soledades y todo soledad.

El pensamiento de las soledades es enigma. La poesía tiene su principio y su fin


en la evidencia, sola, del enigma.

El enigma es siempre axiomático: como el poema.

El juego puro es enigmático. El enigma es juego absoluto.

El arabesco interrogante de un laberinto sin salida es perfectamente enigmático.

El enigma no tiene significación. Es signo absoluto: interrogación pura. Sin


respuesta, pero sin pregunta.

266
El enigma no es jeroglífico ni charada. No tiene sentido ni solución.

El poema no es criatura sino cosa enigmática.

Los que pretenden entender la vida, que es, por definición, lo que no se entiende,
son los que no entienden del arte poético, que es, en definitiva, lo único que
se entiende.

La poesía que no tiene más que el día y la noche lo tiene todo.

-No tengo sobre qué caerme muerto.


-Por eso estás vivo.

La poesía es hermética como el dios griego: recién nacida inmortal.

Lo que es nuevo no tiene época, no tiene edad, no tiene modo de tener edad
(modernidad). Porque no tiene tiempo.

Ni de nada, ni para nada; ni qué perder, ni qué ganar. La poesía es, siempre,
nueva (eterna nueva edad) y no necesita disfrazarse de ningún modo pasaje­
ro, de ninguna carnavalesca modernidad. El arte del poeta es contemplarla
desnuda y sola, enigmática, como los astros. Temerosa, temblorosamente.
Arte de temblar.

2Ó7
P U E N T E D E PLATA

La música es el puente de plata del pensamiento.

Lo malo no es la música: lo malo es la religión de la música.

La música es la puerta secreta del silencio. Una introducción a la muerte.

La música, como la nieve, reduce y aprisiona el silencio: blandamente, como


un sudario inmaculado envuelve un cuerpo muerto.

El número es la prisión silenciosa de la música.

Cuando oímos música, nuestros ojos piden luz -¡más luz!- como los de los
ciegos.

La música pasa: el silencio queda.

No te fíes demasiado de la música, que no tiene palabra.

La fe es por el oído y el oído es por la palabra de Dios -dijo san Pablo. La música tam­
bién es por el oído. Ten cuidado no sea el ladrón que viene a robarte la palabra
divina.

2 68
IP"'

No es peligroso que la fe vaya acompañada de la música; lo que es peligroso


es que la música vaya acompañada de la fe.

-N o me conoces -dice la música disfrazada de fe-. Y la fe responde: -te conoz­


co perfectamente, eres una impostora, una embustera.

-Se ha equivocado usted, señora: al concierto no se viene a rezar.

Si la música dijera la verdad, mentiría.

S u b t e r r á n e o s y s u b m a r i n o s . —Debajo de la tierra, el silencio es tenue, sutil,


agudo, fino, ligerísimo: como la huida de una sombra. Música de topos.
Debajo del mar, el silencio es claro, denso, cuajado, transparente, luminoso:
como la inmovilidad aparente de los astros. Música de estrellas.

Dios está debajo de todo -dice un poeta. ¿Debajo de la música también?

—Pescadores de perlas ¿qué buscáis?


—Buscamos a Dios.

Dios aprieta, pero no ahoga. La música ahoga sin apretar, suavemente, como
el Diablo.

Se creen que la música es hablar con Dios. Pero se engañan. Y dan que decir al
Diablo.

269
G u i t a r r a y VIOLÍN. —La guitarra y el violín no pueden estar juntos: se mal­
tratan. Pero, en cuanto están separados, el violín suspira sollozante por la gui­
tarra y la guitarra se traga dolorida su remordimiento, quejándose hondamente.

El pianista se hace un lío con la oscura cola brillante de su gran piano y da


manotazos de ciego para salir de las sonoras ondas sombrías que le circun­
dan.

¡ Cuidado con ese violín, que tiene gatitos en la barriga!

El violín tiene también su alegría: sensual y mística; ascética, desesperada. Pero


hay que saber arrancársela: sin caricias, violentamente, aunque se le salten las
cuerdas.

Los violines deben manejarse con cuidado, como las escopetas. Porque el Dia­
blo los carga.

El violín del gran virtuoso es un zapato tan lustrado que rechina de gusto. Por­
que el violinista pone un entusiasmo de limpiabotas en tocar su violín, en sacar­
le sonoramente tanto brillo que parezca un espejo: un espejuelo al que van a
chocar los melómanos entontecidos como alondras.

Lo más idiota del violinista es el empeño atroz que pone en serlo.

-N o quiero tocar con el clarinete -decía el piano-: en cuanto me descuido se


me echa encima, como si no supiera hacer otra cosa mejor que pisarme a mí
la cola.

2 JO
ir
L a lite ra tu ra m u sic a l ta p o n a lo s o íd o s, d e já n d o lo s so rd o s p a r a la m ú sica.

A C h o p in , la fu e rz a n o se le v a p o r la b o c a , se le v a p o r la s m a n o s.

El pianista exacto separa rápidamente las manos del teclado, con dolor, como
el que se abrasa. Y es verdad, porque pone siempre los dedos en donde que­
ma.

El azúcar favorece los sueños; no hay que darle más a la música de la que ella
tiene: pues se está cayendo de sueño.

No darles dulzura a los dulces -como Shakespeare quería-: dadles insulina para
su diabetes melodiosa: cáscara o cascarón de amargura recalcitrante.

La caña de azúcar musical de Debussy empieza a ponernos los dientes largos.


Aunque no olvidemos la pura calidad de su dulcedumbre: azúcar de caña pen­
sadora.

Los sueños se duermen cantando como los niños.

La música que duerme el sueño mata el pensamiento, vierte su veneno suave


por el oído para asesinarlo.

Cuando el pensamiento se va a dormir, el sueño le despierta.

277
L a m ú sic a q u e p ie n sa , s u e n a ; la q u e n o p ie n sa , d u e rm e .

El pensamiento más profundo, canta -decía Carlyle-. Por debajo de la músi­


ca, como por debajo del mar, hay suelo, tierra, fuego y aire: pensamiento.

Hay silencios musicales en Bach que tienen mil metros de profundidad, como
el agua inmóvil de los fiordos en Noruega. Y están rodeados también de enor­
mes montañas resonadoras del silencio.
En la música de Beethoven los silencios son relampagueantes. Sus impetuo­
sas oberturas iluminan a ráfagas las más hondas simas del silencio.

El manantial piensa, el arroyo discurre.


Pensar no es discurrir: discurrir es huir del pensamiento.

Cuando el discurso suave se rompe y precipita por huir, cae en torrentera, en


catarata, en oración de blanca espuma, en ilusión de sueño.

F u g a . — ¡C ó m o e sc a p a s, d iv in a m ú sic a , a lo s q u e te p e rsig u e n !

R i m a . - ¡Cómo huyes, humana poesía, de los que te buscan!

El pensamiento anda con pies de plomo como un ladrón musical de sueño.

Cuando se tiene la cabeza a pájaros hay que andarse con pies de plomo.

272
El que patina sobre el hielo o la nieve, o sobre el sueño, se desliza con ligere­
za porque lleva peso en los pies. Para deslizarse o saltar, rápido como el pen­
samiento -sobre la música, sobre el sueño-, se necesita plomo en los pies, no
alas: como Bacon quería.

La suerte de Pegaso fue llevar herraduras de plomo.

L a música que piensa, sueña: lleva plomo en los pies como la poesía. Y no
puede bailar.

Las músicas que tienen son, son las que tienen baile: y son las que no son:
música o poesía.

La cabeza en el cielo: los pies en el suelo, como el molino. Lo que no tiene


raíces necesita peso, para no andar de cabeza a cada paso.

Dijo a Pegaso un bailarín: ¿Qué haces que no vuelas? -Contestó Pegaso: -Ver-
te bailar.

E L G R ITO E N E L C IE L O

El gallo es un grito puesto en el cielo: grita más con la alegría luminosa de su


presencia que con su magnífico ¡kikiriki!

El gallo grita la desesperación poética del pensamiento: desesperado hasta la


frivolidad.
Cuando canta el gallo se van los fantasmas.

El gallo dice cacareando: ver para creer, mírame y creerás.

El gallo es un acto de fe: Cristo dio a su grito celeste la afirmación eterna; fue
la señal divina: después de haber cantado el gallo no se le podía negar.

Los gallos sacuden las alas como los ángeles.

El gallo es reclamo divino: anuncio luminoso de la creación.

Los gallos negros y los blancos son religiosos, espirituales, forman un orden
sacerdotal de los gallineros: no se visten de luz más que para cantar la misa
del alba.

Si el gallo madruga más que todo es porque ayuda a Dios.

El gallo es pura inteligencia: fe. Por eso desdeña el comadreo razonador de


las gallinas.

El gallo canta gozosamente la pasión de la inteligencia.

m
La belleza del pavo real es triste, artificiosa, voluptuosamente moral, pasajera.
La belleza del gallo es alegre, casta, natural, permanente.

C o n tra la c o r o n a d e l p a v o re a l a lz a su c re sta el g a llo re p u b lic a n o .

Si pones el grito en el cielo, que no sea como el pavo real, angustiado, para
pedir auxilio, sino seguro, alerta, negándote a ti mismo, como el gallo, alegre­
mente, para afirmar una indivisible aurora.

La fe es estar siempre en un grito y ponerlo, siempre, en el cielo.

Si no pones el grito en el cielo, ¿cómo quieres que te oiga Dios?

Cristo al morir puso el grito en el cielo.

La veleta es signo indicador de todas las rutas volanderas: guía la circulación


de los cometas y los pájaros.

La veleta es reloj de viento: el gallo en la veleta canta, y cuenta, la eternidad.

En la variación está el gusto de la eternidad -piensa la veleta.


Caprichosa como las nubes, consecuente como los astros, la veleta es alegre
corazón del viento, alerta y vigilante centinela espiritual puesta en el cielo como
un grito.
TEATRO
L A N IÑ A G U E R R IL L E R A
A mi hija María Teresa en el recuerdo de su madre.
r

P E R SO N A S D E L R O M A N C E

LA NIÑA PRIMERA VIEJA


SEGUNDA VIEJA TERCERA VIEJA
PRIMERA MUCHACHA SEGUNDA MUCHACHA
TERCERA MUCHACHA LA COBRIZA, vieja
PILAR, la b iz c a CARMENCITA, la straperlo [sic]
MARUJA, la ro jilla LA BERLANGA
UNA ENFERMERA HERMANITO de la niña (5 años)
OTRO HERMANITO d e la n iñ a (i año) EL VERDINEGRO
TRISTÁN “ LE MAQUIS” MARTINICO
CAPITÁN DE FALANGE DOS OFICIALES ALEMANES
EL SEÑOR CURA FRAY JO SÉ (religioso dominico francés)
SEBASTIÁN (el e n terrad o r) E L JU E Z
EL SECRETARIO DEL TRIBUNAL UN ALDEANO
EL JESUITA EL PEDRIZO
EL PASTOR EL ASTURIANO
CARMONA MONTIÑO
CHAMUSCO TOPETE
EL MICO
Guerrilleros SANTISTEBAN
DON PEPÍN EL COLAO
EL DESCONOCIDO EL NIÑO DEL ACORDEÓN
DOS GUARDIAS CIVILES EL MÉDICO
MOROS GUARDIAS CIVILES
FALANGISTAS POLICÍAS
ALGUACILES NIÑOS

La acción en España. Epoca actual. En el alto Aragón, adentrado en el Pirineo: cerca


de la frontera francesa, no lejos de Hecho ni de Ansó, bajando hastaJaca. Es invierno de
grandes nieves.

281
JO R N A D A I

E SP A Ñ A S IN S U E Ñ O

C U A D R O P R IM E R O

Medianoche. Interior de una casa apartada en el monte. No hay más luz que la de los leños
encendidos en la gran chimenea de campana. A l lado de ella, la Niña, dormida. Tiene
junto a sí a su hermanito, niño como de cinco años, y en una cuntía al otro hermano,
niño como de un año apenas: los dos duermen. En un rincón, perdidas en las sombras, tres
viejas, igualmente vestidas, como campesinas del país, pero enteramente enlutadas, con
negros mantos: dos, devanando una madeja, la otra tejiendo.

Cuando se alza el telón, todo está en silencio. A l rato, se oye una voz lejana que canta:

“Eres hija del sueño,


paloma mía,
siempre que vengo a verte,
te hallo dormida. ”

Las Viejas, saliendo de su rincón, dejando su tarea, musitan el diálogo misteriosamente:

L a s t r e s v ie ja s —La ceniza del sueño


el fuego guarda.
-Cuando apaga los ojos
enciende el alma.
—Duerme,
que sólo el sueño sabe
velar la muerte.
—El sueño es galán de humo
que se deshace en el viento.
-¡Jinete de nube y nieve!
-¿Quién pone puertas al sueño?
- E l sueño es galán fantasma.
—Errante sombra sin tiempo.
-Duende de dudosa niebla.
-¿Quién pone puertas al sueño?
—No hay caudillo, no hay tirano
que tenga fuego ni hierro
para ponerles grilletes
de sangre a los pensamientos.
—Nadie detiene las nubes
aprisionando los vientos.
-N adie los ecos acalla,
haciendo hablar los silencios.
L a voz (Dentro.)
“¿En qué nos parecemos
tú y yo a la nieve?
Tú en lo blanco y galana,
Yo en deshacerme. ”
L a s t r e s VIEJAS —La ceniza del sueño
guarda tu fuego.
—Cuando se apaga en los ojos
se enciende en el pensamiento.
-Duerm e,
que sólo el sueño sabe
pensar la muerte.
- E l sueño es galán de hielo,
cristal de nieve su traje,
pies de pluma cuando huye,
pies de plomo al acercarse.
- E l sueño asalta castillos.
—Pone sitio a las ciudades.
-P or todos lados te cerca.
—Te acecha por todas partes.
-E l sueño no tiene puertas.
- E l sueño no tiene llaves.
-N o hay cárceles para el sueño.
—No hay verdugos que lo maten.
—Cenicienta del sueño,
sombra en el aire.
—Eres nube de nieve,
sueño que cae.
—Duerme,
que sólo el sueño sabe
soñar la muerte.
L a voz (Dentro, más cerca.)
“Eres hija del sueño,
paloma mía,

284
siempre que vengo a verte,
te hallo dormida. ”
NIÑA (Se despierta y dice.)
La copla, ¿por qué me canta?
La copla, ¿por qué me llama?
LAS TRES VIEJAS —Te canta porque eres canto.
—Te llam a porque eres llama.
N iña ¡Ay de mí, que sueño sin sueño!
¡Ay de mí, que vivo sin vida!

(La Niña se levanta y da unos pasos mientras dicen las Viejas.)

Las t r e s v ie ja s -¡N iñ a!
-¡N iñ a!
-¡Niña!
NlÑA Soñaba que no soñaba,
(Soñaba que no dormía),
Que mi sueño era otro sueño,
Que mi vida era otra vida.
L as t r e s v i e j a s -¡N iñ a!
-¡Niña!
-¡Niña!

(Hay un silencio tenso que rompen unos golpecitos dados en la puerta. Se abre ésta y
aparecen el Verdinegro, Tristón “le maquis” y Martinico. Son guerrilleros campesinos.
Llevan cubierto el rostro con pañuelos hasta los ojos. Se los quitan al empegar la escena.
Las Tres Viejas quedan a un lado. La Niña en medio.)

V e r d in e g r o (A Martinico.)
Ata los caballos.
(A la Niña.)
Niña,
nos siguen los pasos.
Danos pronto lo que tengas.
Y las armas. ¡Pronto! ¡Vamos!

(Entran los tres y cierran la puerta. Mientras se hace el diálogo la Niña va de un lado a
otro, dándoles las armas. Las Viejas le ayudan. Martinico se acerca a los niños dormidos.
Luego Tristán. Todo conforme lo indica el diálogo.)

M a r t in ic o ¿Duermen tus niñicos, Niña?

2 85
N iñ a ¡Pon tiento en no despertarlos!
T r is t á n ¿No serán, Niña, tus hijos?
N iñ a Mis hijos, no, mis hermanos.
V e r d in e g r o ¡Deprisa! Que por el río
sentí subir sus caballos.
L a s t r e s v ie ja s -¡Alguno habrá dado el soplo!
-¡Malditos sean sus pasos!
-i Con sangre ahoguen sus vidas!
N iñ a ¿Son muchos?
V e r d in e g r o No los contamos.
T r is t á n Temiendo alguna emboscada
vienen subiendo despacio.
V e r d in e g r o Debemos adelantarles
para ganarles la mano.
N iñ a Antes del amanecer
tendréis que adelantarlos.
V e r d in e g r o ¡Pronto, Martinico, hijo!
que andamos muy apurados.
M a r t in ic o ¡No hay pies que alcancen mi jaca!
Las balas van más despacio.
V e r d in e g r o Martinico, eres muy mozo
y pecas de temerario.
M a r t in ic o (A la Niña.)
A l amparo de tus ojos
pongo, Niña, mi cuidado.
N iñ a Mis ojos no tienen luz
para guiarte en el campo.
M a r t in ic o Son estrellas nunca vistas
en un cielo siempre claro.
V e r d in e g r o ¡Martinico, Martinico!
¡Aprisa, que nos quemamos!
T r is t á n Niña, cuando llegue a Francia
te mandaré algún recado.
N iñ a En llegando a la frontera
poneros los tres a salvo.
M a r t in ic o Niña, volveremos pronto.
¡El alma dejo en tus manos!
N iñ a No te burles Martinico,
que al alma la quiere el Diablo.

(Los tres, ante la puerta abierta, se disponen a salir. Verdinegro mira antes al campo.)

286
VERDINEGRO Vamos. Mirad esas sombras
hacia el río y más abajo.
¿No veis? ¡Callad! Nada se oye.
T rIS T Á N Temo q u e nos han cortado
el atajo.
V e r d in e g r o Ganaremos
el camino rodeando.
¡Aprisa! Vamos Martín,
vamos Tristán...
TRISTÁN Vamos.
M a r t in ic o Vamos.

(Salen los tres, perdiéndose suavemente en lo oscuro. Queda la puerta abierta, y, poco a
poco, se va percibiendo con claridad el campo nevado bajo un cielo alto con nubes y estrellas.
La Niña, que había quedado ante la puerta mirando afuera, al oír despertar al niño
mayor, va hacia él. Las Viejas quedan en la puerta mirando al campo.)

N iñ it O ¡Madre! ¡Niña! Tengo miedo.


N iña ¡N o me llores, corazón!
No tenga miedo mi niño,
cuando a su lado estoy yo.
(Le acaricia. Pausa.)
¿Qué te contaba la hermana
durmiéndote en su canción?
La historia de Don Martinos,
que era niña como y o :
doncella que fue a la guerra
con hábitos de varón:
“Compraréisme, vos, mi padre,
calcetas y buen jubón;
daréisme las vuestras armas,
vuestro caballo trotón.
—Conocerante en los ojos,
hija, que muy bellos son.
—Yo los bajaré a la tierra
cuando pase algún varón.
—Conocerante en los pechos
que asoman por eljubón.
- Esconderelos, mi padre,
al par de mi corazón.

287
—Conocerante en los pies,
que muy menudinos son.
—Pondreme las vuestras botas
bien rellenas de algodón. ”
V IE JA ¿ Y a d u e rm e ?
N iñ a S e está d u rm ie n d o ;
s o ñ a n d o c o n la c a n c ió n :
“¿ Cómo me he de llamar, padre,
cómo me he de llamar yo?
—Don Martinos, hija mía,
que así me llamaba yo. ”

(Hace una pausa, y viendo que el niño se ha dormido, sigue, bajando la voz, saltándose
los versos del romance.)

“Y era en el palacio del Rey,


que nadie la conoció,
sino es el hijo del Rey
que della se enamoró... ”

(Suenan tiros lejanos.)

V ie ja ¿O íste ?
N iñ a (Sobresaltada.)
Sonaron tiros
muy cerca de la cañada.
V ie ja Deben haberlos cortado
el paso por la barranca.
V ie ja ¡Si n o a n d a n listo s!
N iñ a (Ansiosamente.)
¿Qué veis?
L a s t r e s v ie ja s .
—Nieve.
-Sombras.
—N u b e s.
-Nada.

(Suenan tiros más cerca.)

N iña ¡Más tiros! ¿No oís caballos?


V ie ja ¡Q u e v ie n e n h a c ia la c a sa !

2 88
PÍIÑA ¡Serán ellos!
VIEJA ¿Serán ellos?
V IE JA Si ellos fueran lo cantaran.
NIÑA ¡Ya no es tiempo de cantares!
V IE JA Se oyen voces alteradas.
V IE JA ¡Se acercan! Disimulemos.
Niña, sigue tu cantar.
N iña (Como antes.)
“Los ojos de Don Martinas
roban el alma al mirar.
-Brindaréisle vos, mi hijo,
a dir con vos a la mar.
Si el caballero era hembra,
él se habrá de acobardar.
E l caballero es discreto,
luego empezara a llorar.
¿Tú qué tienes, Don Martinas,
que te pones a llorar?”
¿Vienen muchos?
V IE JA Muchas voces
se oyen...
Tú sigue el cantar.
N iñ a “Ensilla un caballo blanco
y en él luego ve a montar.
Por unas vegas arriba
corre como un gavilán.
Por otras vegas abajo
corre sin le divisar... ”

(Mientras dice los últimos versos del romance, en la puerta abierta aparece un tropel de
gentes formado por falangistas, guardias civiles, moros y dos oficiales alemanes que se
adelantan con el Capitán de Falange a primer término.)

C a p it á n ¿Qué es esto? ¿Qué hacéis aquí?


V lE JA ¡Duermen los niños, callad!

(Quedan todos en silencio, un momento, sorprendidos, entretanto la Niña, como si no


sintiera que están, sigue diciendo el romance.)

N iñ a “Allegando ella a su casa


todos la van a abrazar.

289
Pidió la rueca a su madre
a ver si sabía filar. ”

(El Capitán, silenciosamente, seguido de los oficiales alemanes, adelanta unos pasos,
acercándose hacia la Niña. Esta sigue como si no lo sintiera.)

“Deja la rueca, Martinos,


no te pongas a filar,
que si de la guerra vienes
a la guerra has de tornar.
¡Ya están aquí tus amores
los que te quieren llevar!”

(Queda la Niña mirando al Capitán, con ojos llenos de espanto y odio, sin separarse de
sus hermanitos, como si temiera que fueran a quitárselos. E l Capitán, enlazando su voz
con el último verso del romance, dice lúgubremente:)

C a p it á n Aquí los tienes, la Niña,


¡inútil disimular!

(Mientras dice lo que sigue, el tropel de hombres ha entrado dejando la puerta libre, de
modo que aparece colgado sobre ella el cuerpo muerto de Martinico.)

¡Te lo dejamos en prenda!


Colgado a tu puerta está.
¡Por él y por ti vendremos
más tarde, al alborear!

(Hace el Capitán ademán de marcharse, y todos le siguen, cuando uno de los alemanes
le detiene.)

O FICIAL ALEMÁN ¿Cómo? ¿No le ponéis guarda,


dejándola en libertad?
CAPITÁN ¿Qué mejor guarda que un muerto
queréis, señor Oficial?

(Se dirigen todos hacia la puerta, cuando la Niña, que se había levantado, mirando
horrorizada el cuerpo muerto de Martinico colgado en la puerta, como si recuperase la
voz perdida, grita desesperadamente.)

N iñ a ¡A s e s in o s e x tra n je ro s,

290
m a ld ita se a v u e stra c a sta !
¡M a ld ita s e a la sa n g re
d e lo s tra id o re s d e E s p a ñ a !
CAPITÁN ¡N iñ a , m ira lo q u e d ic e s,
m id e m e jo r tus p a la b r a s ;
q u e si a h o ra te d e ja m o s,
v o lv e r e m o s c o n el a lb a !

(Se van todos. A l salir el Capitán, le increpan las Viejas.)

L a s t r e s v ie ja s (Con sorna.)
¿Pues, a dónde vais ahora?
C a p it á n (Con el mismo tono.)
¿No lo estáis viendo? ¡De caza!

(Cuando salen queda un silencio terrible que dura unos instantes, como si las Tres Viejas
y la Niña siguieran callando, conteniendo la respiración hasta dejar de percibir el último
rumor de las voces y pasos que se alejan.)

V ie ja (Como si dudase de lo que ve.)


¡Se fueron!
N iñ a (Como despertando del horror que la tenía enmudecida.)
¿Están ya lejos?
V ie ja ¡M uy lejos! (Pausa.)
N iñ a (Reaccionando súbitamente.)
¡Pues ya se tardan
mis manos en socorrerle!

(La Niña se abalanza sobre el cuerpo de Martinico, descolgándole, y luego, arrastrándolo,


lo lleva cerca delfuego, donde duermen sus hermanitos. Allá, en el suelo, lo acomoda con
algo blando, como si estuviera vivo, para hacerle descansar. Todo con gran cuidado y mimo,
como a una criatura.)

V ie ja ¿Qué te propones?

(El tono de voz y los ademanes de la Niña van haciéndose cada vez más extraños, a la
par que más seguros, como si, de pronto, madurase su voz y su persona en mujer.)

N iñ a ¿El alma
no me dejó entre las manos?
¡Quiero con ellas vengarla!
V ie ja ¡Mira, Niña, lo que haces!
N iñ a ¿ L o h ic ie ra si n o m ira ra ?

(En ese momento aparece en el dintel de la puerta, que había quedado, como antes, de
par en par abierta, el caballo del guerrillero, y permanece, quieto allí, hasta el final del
cuadro: tras él, todo el campo se hace luminoso de nieve y cielo en la honda oscuridad
nocturna, como si espejase una luz misteriosa.)

N iñ a (Siempre inclinada sobre el cuerpo del guerrillero muerto, como antes


con su hermanito al dormirlo.)
¡Ay de ti que sueñas sin sueño!
¡Ay de mí que vivo sin vida!
L a s t r e s v ie ja s -¡Niña!
-¡Niña!
-¡Niña!
N iñ a Soñaba que no soñaba,
(soñaba que no dormía).
Q u e tu su e ñ o e ra otro su eñ o.
Que mi vida era otra vida.
L a s t r e s v ie ja s -¡Niña!
-¡Niña!
-¡Niña!
N iñ a La copla, ¿por qué te canta?
La copla, ¿por qué te llama?
Te canta porque soy canto.
Te llama porque soy llama.
Cenicienta del sueño.
¡Llam a en el aire!
Soy nube de ceniza,
nieve que cae...
Duerme,
q u e sólo el su e ñ o sa b e
so ñ a r la m u erte.

Las Viejas han ido oscureciéndose, volviendo a su rincón a devanar y tejer, como alprincipio,
mientras la Niña sigue, al lado de los niños dormidos, acunando, como a ellos, al cuerpo
muerto.)

N iñ a M is o jo s son la s cen iz a s
d e l su eñ o , q u e el fu e g o a m a n sa n .
El su e ñ o es galán d e h u m o .

292
E l su e ñ o es g a lá n fan ta sm a .
E l su e ñ o es g a lá n d e h ie lo
q u e se d e s h a c e en el a lb a .
L a c e n iz a d e l su eñ o
q ue el fu e g o g u a rd a ,
c u a n d o a p a g a lo s ojos
e n c ie n d e e l a lm a .
D u e rm e ,
q u e só lo el su eñ o sa b e
v e la r la m u erte.

(Va cayendo muy lentamente el telón.)

FIN DEL CUADRO PRIMERO

CU A D R O S E G U N D O

Un cementerio. Amanece.
E l señor Cura, el P. José, religioso dominico francés, Sebastián, el enterrador. Luego, la
Niña con el muerto. A l final las tres muchachas.

CU RA Ya mis años no me dejan ir tan aprisa. Me pesa la subida.


F r a y J o sé Aún no sale el sol.¿Oye? ¿Es ése nuestro hombre?
C ura El mismo.
S e b a s t iá n (Dentro, cantando.)
Entre la vida y la muerte
hay una luz que se apaga
y hay otra luz que se enciende.
Entre tu vida y la mía
no hay más que una sola sombra
esperando noche y día.

(Sale. Lleva el pico y la azada al hombro.)

¿T an d e m a ñ a n a , se ñ o r c u ra , y y a p o r a c á ?
C ura T ú ta m b ié n te a d e la n ta s e n la fae n a .
S e b a s t iá n N i tiem p o p a r a e lla . Y e so q u e n o s d e ja m o s fu e ra a lo s otros.
P e ro ta m b ié n lo s q u e m a ta n se m u e re n .
Fr a y J o sé ¿ E sp o n tá n e a m e n te ?

m
S e b a s t iá n (Cazurro.)
Según... ¿Eh? ¿Señor cura?
C ura Al menos no se mueren por su voluntad.
S e b a s t iá n Eso tampoco. ¿A que no sabe el señor cura a quién esperamos
para hoy? Pues a mi señora Doña Margarita, que es la primera
de las margaritas...
C ura Que era, dirás.
S e b a s t iá n ¿Pues ya lo sabía? Bastante ajada que estaría la buena señora.
Por cada arruga un remordimiento, y por cada remordimiento
un gusano... ¿No es eso señor cura?
C ura Eso, Sebas, son secretos de confesión. Mira, te traigo una
visita importante y conviene estar listos; no perder tiempo;
porque el Padre tiene prisa. Quiere salir enseguida para...
bueno, para Huesca. Desea hablarte. Este es el Padre José:
éste, Sebastián; hombre de bien... digo, de los buenos.
S e b a s t iá n Y ahora, sepulturero, para servir a la señora Doña Margarita.
C ura Les dejo solos para que hablen. Voy mientras a dar una
vueltecita a los míos.
S e b a s t iá n ¿Sus amigos?
C ura Aquí todos lo somos.
S e b a s t iá n A rezarle algún Pater a alguno que no se lo merezca...
C ura ¿Qué sabes tú? (Sale.)
S e b a s t iá n ¡Ay, si todos fuéramos tan buenos!
F r a y J o sé ¿Qué?
S e b a s t iá n Sería peor. Y seríamos todos peores.
F r a y J o sé ¿Peores?
S e b a s t iá n (Poniéndose serio de repente y cambiando el tono burlón y la amarga
fisonomía.)
Dígame, FrayJosé.
F r a y J o sé ¿Ves este rosario? Por cada cuenta uno. ¿Me entiendes?
S e b a s t iá n A medias.
F r a y J o sé En tu casa tendrá tu mujer una aguja fina o un alfilerito...
S e b a s t iá n Soy viudo...
F r a y J o sé La tendrán tus hijas.
S e b a s t iá n No están conmigo.
F r a y J o sé Pues la tendrás tú. En cada una de estas cuentas, ¿entiendes?,
hay un tesoro escondido...
S e b a s t iá n Entiendo. Son cuentas que ajustar. Por cada una, un nombre
y una cruz.
F r a y J o sé Un hombre y un sitio.
S e b a s t iá n Comprendido.

294
FRAY J o s é L o d e m á s lo re z a esta o r a c ió n (le da un papel.)
SEBASTIÁN (Cogiendo el papel.)
¿ E stá e n latín ?
FRAY J o s é L a tin e s q u e tú e n tien d e s.
S e b a s t iá n L o c r e o ...

(Mientras tanto ha entrado la Niña a caballo, vestida ya con el traje del guerrillero
Martinico: el rostro tapado con un pañuelo. Lleva fusil en banderola y pistola en la mano.
Un saco con el muerto, doblado sobre la silla. Sebastián, Fray José y el señor cura, que
vuelve, la miran sorprendidos.)

S e b a s t iá n ¿Quién eres tú? ¿Qué buscas? ¿Qué quieres?

(La Niña, silenciosamente, se apea; luego deja caer al suelo el saco, de modo que los tres
espectadores sorprendidos se dan cuenta de lo que contiene. La Niña, pistola en mano
siempre, se dirige a Sebastián.)

N iña L o llevas allá arriba (mostrándole el saco), donde sabes; junto


a los pinos; lo entierras con los míos; como a ellos, sin que
nadie se entere...
S e b a s t iá n ¡Niña!
N iñ a No soy la Niña yo. (Se quita elpañuelo.) Soy Martinico. La niña
murió anoche. La mataron. Está en el saco. (Lo empuja con el
pie.) Señor cura, mis hermanitos se quedaron solos, sin madre,
sin la Niña. Usted los recoge antes de que se los quiten ellos.
C ura Lo haré, Niña. Pero tú no puedes hacer esto que haces. ¿Qué
traje es ése? ¿Qué es lo que te propones? ¡Di!
N iña Soy Martinico. Anoche, cuando subíamos por las armas, nos
siguieron... (Se calla mirando a Fray José.)
S e b a s t iá n
y el C u r a C u e n ta , cu en ta, p u e d e s h a c e rlo sin r e c e lo ...
F r a y J o sé Esta noche bajaron del puerto algunos... franceses iba a decir,
y otros españoles...
S e b a s t iá n También es un decir...
F r a y J o sé Y alemanes, huidos... Se encontraron con vosotros cuando
subíais, perseguidos... ¿No es eso, Martinico?
N iña Eso fue. Digo, eso debió ser. Y ahora comprendo como...
Pero, entonces... ¿Tristán y el jefe?
F r a y J o sé Presos, en el pueblo... Pero ya hemos hablado bastante. Niña,
si te gusta cambiar de traje, toma el mío, dame el tuyo, yo
tengo más fuerzas que tú para ser Martinico...

255
N iñ a ¡P ero n o m ás alm a! E ste traje se h a p eg a d o a m í con su sangre,
es m i p iel, es m i cu erpo . ¡ S ó lo m e lo a rra n ca rá n co n la v id a !...
S e b a s t iá n ¡Inútil hablar! Y el tiempo corre. Conozco a la Niña,
Padrecito. Nada la hará cambiar de idea. Ahora que amanece
¿tendremos que temerle al día? Niña, ven conmigo.
Llevaremos esto donde conviene. Con los tuyos. Luego, les
rezaremos los dos, Niña, tú y yo, tenemos que rezarles una
oración muy larga con este rosario. Vamos.

(Salen. E l caballo les sigue.)

F r a y J o sé ¡Q u e Dios os bendiga!...
C ura ¡Q u e D io s n o s a y u d e a to d o s!

(Entran tres muchachas; sus vestidos son de aldeanas, pero tan cubiertos de nieve que
parecenfantásticos. Dicen, precipitándose al hablar, quitándose una a otra las palabras.)

Las tres
MUCHACHAS —¡Señor cura! ¿Es verdad que ha muerto la Niña?
-¿Q ue la mataron?
-¿Q ue a escondidas la trajo un guerrillero a enterrarla?
-¿E s verdad?
C ura Es verdad y es mentira.
M uchacha ¿Cómo?
F r a y J o sé Como todas las cosas de este mundo, que no son ni verdad
ni mentira.
M uchacha ¿Pero la Niña, de verdad o de mentira está viva o muerta?
C ura A medias, como tú y como yo.
M uchacha ¿Medio viva y medio muerta? ¿Como el Diablo?
F r a y J o sé Como todos.
C ura Entre los vivos y los muertos, como estamos todos.
F r a y J o sé Mirad: si subís siguiendo la tapia, por donde se agolpa la
nieve, al llegar a lo alto, a lo más alto, junto a los pinos, veréis
nieve y tierra removidas y una fosa reciente. Rezad ante ella.
M uchacha ¿Y por quién rezaremos? ¿Por la Niña?
C ura Por ella... y por vosotras... y por nosotros... Por todos.

(Salen el Cura y Fray José. )

L as tres
m uchachas —Antes que amanezca el día,

296
—Cuando más brilla el lucero.
—Te diré lo que callan las sombras.
-C allaré lo que dicen los ecos.
—Te diré lo que ignoran los vivos.
-C allaré lo que saben los muertos.
-Te diré.
—Te diremos.
-N o hay flores sobre la nieve
si no son flores de hielo.
—Al alborear el día.
—Cuando más tiembla el lucero.
-T e diré lo que espera la tierra,
cuando entraña la muerte en su seno.
-C allaré lo que sueña la nieve
envolviendo la tierra en silencio.
-Te diré.
—Te diremos.
-N o hay flores sobre la nieve
si no son flores de ensueño.
-Cuando haya salido el sol.
-Escondiéndose el lucero.
-Te diré lo que sueñan los niños
cuando escuchan rezar a los viejos.
-C allaré lo que piensa el Diablo
cuando siente salirle los cuernos.
-Te diré.
-T e diremos.
-B ajo la nieve nace
la flor que no la quiebra el aire.
Cuando el sol, al medio día,
trasparente todo en fuego.
-Te diré lo que escuchan los sordos.
—Callaré lo que miran los ciegos.
—Te diré lo que callan los sabios.
—Callaré lo que dicen los necios.
—Te diré.
-Te diremos.
—Duerme bajo la nieve
la flor que no se apaga con la muerte

FIN DEL CUADRO SEGUNDO


CUADRO TERCERO
Sala grande como de alcaldía ojuzgado, en el pueblo. Tribunalformado con falangistas
y dos oficiales alemanes. Policías, guardiaciviles, etc. En total seis o siete. E l Verdinegro
y Tristán “le maquis”, entre los guardias, maniatados y con señas visibles de haber sido
maltratados brutalmente. Un secretario teclea sobre la máquina de escribir durante todo
el tiempo. Hace alguna pausa para traer o llevar algún papel. A l fondo, balcón grande
que se supone que da a la plaza de la aldea. Dos o más puertas laterales. Sillas y bancos
viejos. Todo muy sucio y con señales evidentes de destrozos violentos. Sobre la pared un
gran retrato de Franco cruzado de brazos: muy visible desde todos lados para el espectador.
Es mediodía. Sobre la mesa del tribunal hay vasos con vino y café lechoso. Mucho humo
de tabaco. Todos arropados y con gorras puestas, menos los guerrilleros presos. Hablan
unos con otros confusamente haciendo gran ruido. Hasta que elJuez aporrea la mesa con
la mano.

J uez Escriba el secretario la declaración del testigo.


A ld ean o (Es corpulento, torpepara moverse y habla como si estuviera borracho.)
Otra vez le digo que yo le vi antiyer al Verderón o Verdinerón
(risas) éste, u como le llamen, salir antinoche o ya nochecido
de cá del siñor cura...
J uez Eso ya lo habías dicho. Pero tú conocías a éste (señalando a
Tristán). ¿Iba también con el Verdinegro?
A ld ean o No señor, siñor juez, el Verdinegrón iba solo.
J uez ¿Estás cierto? No digas otra cosa porque entonces...
A ld ean o ¡Por la santísima Virgen siñor juez le juro lo que digo!...
J uez Bueno. Basta por ahora. (En voz baja al que tiene al lado.)
Que le den a este bestia unos cuantos palos a ver si sabe decir
otra cosa... Estaba citado el señor cura para declarar, ¿ha
venido?

(Sale el aldeano conducido por dos guardias.)

S e c r e t a r io Debe estar esperando fuera. (Sale.)


O f ic ia l a l e m á n ¿ N o interroga más a éstos?
J uez Estos no dirán ni una palabra aunque los desuellen... (Entra
el señor cura; elJuez se levanta y dice a uno.) Denle una silla al
señor Cura. Perdóneme que le haya hecho venir, señor cura,
pero es cosa importante...
C ura Yo estoy siempre dispuesto a servir a la justicia y a la verdad.
J uez Pues dispense que le interrogue. ¿Conoce usted a estos hom­
bres?

298
C ura (Se les acerca.) Tales los habéis puesto a golpes que ninguno,
aunque les conociera, les reconocería. Conozco o creo
reconocer a uno.
JU E Z ¿A cuál?
C ura A Ramón Martín, al que llaman el Verdinegro, creo. Le tengo
por un hombre excelente, trabajador y honrado como pocos,
además...
J uez ¡Perdóneme que le interrumpa, señor cura! No le he pregun­
tado más que si le conocía.
C ura Yo quise contestarle que por conocerle, le conocía bien;
por lo que me duele verle así... no comprendo por qué se
le maltrata...
J uez Insisto, señor cura, en que se atenga estrictamente a lo que
le pregunto, y no trate de preguntarme a mí. Como no sea
que prefiera ponerse en mi sitio.
C ura ¡Dios no lo quiera!
J uez Pues para que no lo quiera Dios, empiece señor cura por
no quererlo usted tampoco.
O f ic ia l a l e m á n (Aljuez.) ¡Vamos! No pierda tiempo. Pregúntele al cura...
J uez Decía, señor cura, que usted conoce a éste, a Ramón Martín;
así se llama. ¿Estuvo a visitarle el domingo, anteayer, por
la noche?...
C ura (Mirando al Verdinegro.) No sé, no recuerdo... ¿anteanoche?
J u ez Sí, anteanoche, la noche del domingo, recuérdelo...
V e r d in e g r o Diga la verdad, señor cura, la verdad nunca daña...
J u ez ¡A ti no se te ha preguntado! (Un guardia golpea al Verdinegro
en la cara, saltándole la sangre.)
C ura (Reteniendo un movimiento de indignación, y venciéndose.) Sí,
estuvo.
J u ez Gracias, señor cura, veo que no trata de disimular y que
quiere ayudarnos a la justicia. Dígame también de qué le fue
a hablar, o para qué le fue a visitar este... desdichado. ¡No
sería para confesarse!
C ura Perdone, señor juez, que sea yo ahora el que le advierta
que no me parece obligada su pregunta. Ese hombre vino
para confesarse conmigo... (Sorpresa e inquietud general. E l
Verdinegro mira al cura profundamente.)
J uez No lo conocía tan piadoso. Y para confesarse, señor cura,
¿no se suele ir a la iglesia?
C ura Para confesarse con Dios. Yo dije que vino a confesarse
conmigo. (Rumores.)

m
J uez ¡Silencio! Yo, señor cura, no entiendo bien de teologías.
¿Quiere decirme qué clase de confesión es ésa?
C ura La de un hombre con otro.
J uez ¿Y esa confesión es también secreta?
CURA C u a n d o a sí c o n v ie n e n d o s h o m b re s q u e lo s e a ... (Rumores
y barullo.)
J uez ¡Silencio! ¡Silencio! (Aporrea la mesa.) Entonces, vayamos
poco a poco, señor cura, esa clase de confesiones, más que
de hombres honrados (rumores) suele ser cosa de delincuentes,
de conspiradores, de cómplices de algún delito; como ése no
ha de ser su caso señor cura, ¿podría decirme qué fue a
confesarle el Verdinegro? Tómese tiempo para contestar,
no quiero agobiarle, medite, medite su respuesta...
C ura N o lo necesito. El Verdinegro fue a decirme, a confesarme,
sencillamente la verdad, su verdad, por la que combate...
J uez ¿Y qué verdad es ésa necesitada de confesión tan doméstica
(risas), señor cura?

(En este momento losfalangistas hablan entre sí, interviniendo los dos oficiales alemanes.
Un alguacil se acerca alfuez, diciéndole algo al oído, y sale. Vuelve a entrar acompañado
de un sacerdote, bajito, grueso y con gafas, que se dirige hacia la mesa y a una seña del
Juez se le acerca hablándole también en voz baja.)

J uez Si está cansado, señor cura, suspenderemos el interrogatorio


por unos instantes, solamente por unos instantes... porque
esa verdad que fue a confesarle el Verdinegro es una de
esas violentas verdades por las que se combate, no sólo de
palabra, sino con las armas... Y el paradero de esas armas
a nosotros nos interesa mucho, muchísimo, señor cura, el
averiguarlo. Tome un poco de agua, señor cura (a un gesto
negativo del cura), ¿de vino, o café mejor? . .. Bien. Yo lo hacía
para no fatigarle. Seguiremos... Ahora, descanse un poco...

(Entretanto el sacerdote recién llegado se dirige al Cura, que lo mira con inquietud y
repugnancia.)

J e s u ít a He pedido permiso al señor Juez para saludarle. Usted quizás


no me recuerde...
C ura (Tras una pausa y con segura lentitud en la voz.) Le recuerdo
perfectamente.

300
(No toma la mano que el otro le tendía, volviéndose hacia un lado con visible indicación
de que no quiere entablar conversación.)

JESUITA Yo creo, sin embargo, que no me ha recordado bien. Tuvimos


una discusión hace... hace... como cuatro o cinco o seis
años... En Zaragoza. Usted siempre tan bueno, disculpaba...
C ura (Interrumpiéndole.) Le digo a usted que le recuerdo perfec­
tamente; y más perfectamente todavía la conversación que
usted me recuerda. Insisto en que no me interesa que
hablemos ahora...
J e s u ít a ¡Lástima señor cura, lástima, yo hubiera querido ayudarle!...
C ura ¿Ayudarme a qué?
J e s u ít a A salir de este atolladero en que se ha metido por su bondad,
su excesiva bondad...
C ura No hay bondad excesiva, padre, ni atolladero ninguno aquí,
ni sería de usted de quien yo pudiera esperar ni querer
ayuda...
J e s u ít a (Con ironía.) ¿Pues de quién mejor?
C ura (Igual.) De Dios solo.
J e s u ít a Yo le sirvo. Los dos le servimos...
C ura De muy distinto modo. Servirle, servirle, también le sirve
el Diablo.
J e s u ít a (Sonriendo.) Para su mayor gloria. De Dios, naturalmente...
C ura Naturalmente pudiera ser del Diablo... y sobrenaturalmente
de Dios.
J e s u ít a Le encuentro más sutil, y teológico, señor cura, que la última
vez que nos encontramos.
C ura Lo habrá querido D ios...

(El Jesuíta hace una señal al Juez, desde lejos, como dando por terminada su intentona.)

J uez iSilencio ! Seguiremos...

(Se oye un gran alboroto, gritos, tiros. .. e irrumpen en la sala los guerrilleros, capitaneados
por la Niña. Todos con pañuelo hasta los ojos. Desatan a los presos, que toman sus
armas. E l Juez y los oficiales alemanes caen heridos de muerte, también los guardias, los
demás huyen. Entre el barulb se percibe el diálogo como sigue:)

N iñ a (Recogiendo la última palabra que oyó.) ¡Seguiremos!

301
C ura (AlJesuíta.) ¡Admiremos los Juicios de Dios! Soy yo quien
le ayuda. Váyase, váyase, pronto, por aquí... (huye elJesuíta
por una puerta.)
V o ces ¡Al retrato! ¡Al retrato! (sobre el retrato de Franco caído pisotean
los guerrilleros líbrotes y papeles, rompiéndolo todo.)
N iñ a (A un guerrillero que se acerca al cura mirándolo con desconfianza.)
¿Qué haces? ¡A lo nuestro! ¡No hay un minuto que perder!
¡Aprisa! (Tristán y el Verdinegro cuelgan del balcón los cuerpos
muertos delJuez y los dos oficiales alemanes.)
C ura (Que ha quedado inmóvil, impasible toda la escena, con tristezd,
le dice:) ¿Esa es vuestra bandera?
V e r d in e g r o ¡Todavía sí!
N iñ a ¡Véngase con nosotros! ¡Le matarán si no!
C ura (Resuelto.) Me quedo.
T r is t á n
y V e r d in e g r o ¡Véngase!
C ura Mi deber está aquí. Marcharos vosotros a cumplir el vuestro...
T r is t á n Pero ¡le matarán!
C ura ¿Y sois vosotros quienes me aconsejáis que huya la muerte?
N iñ a Tiene razón. ¡Vamos!
V e r d in e g r o
y T r is t á n Vamos.

(La Niña y Tristán vacilan un momento, sin saber cómo despedirse del Cura. Este les
da los brazos. Los tres se echan en ellos. La Niña y Tristán, besándole las manos. Salen
todos.)
Sobre la desolación de la escena desbaratada, salta, lejos, una copla con ritmo de jota,
cantada por los guerrilleros que escapan. E l Cura va diciendo sus versos:

“E l pueblo tiene su guerra


que todavía no acaba;
España estará sin sueño
hasta que pueda ganarla. ”

FIN DEL CUADRO TERCERO Y DE LA JORNADA I

302
JO R N A D A II

L A E S T R E L L A N U N C A V ISTA

CU A D R O CU ARTO

En la alta montaña. Cae la tarde, aclarando, al poniente, un cielo azul y gris sobre la
inmensa perspectiva de nieve. Un cobertizo, como cabaña de pastores. A la entrada, una
hoguera que avivan en su juego, Pedrizo y el Pastor, guerrilleros, con armas. Dentro, el
Asturiano, Carmona, Montiñoy Chamusco, guerrilleros, muy arropados, pero sin armas,
echados en el suelo, juegan a las cartas. En un rincón, lo mismo que en el acto primero,
las tres viejas acurrucadas: dos devanando una madeja, la otra tejiendo. Hay un silencio
en que se ve a losjugadores absortos en su juego, hasta que uno de ellos echando su carta,
canturrea:

M o n t iñ o S i m e q u ie re s m e v e rá s
c o m o a lo s m a la c a to n e s (echa su carta.)
A s t u r ia n o Q u e c u a n d o se c a en d el á rb o l
lo s p ic a n lo s g u r r io n e s . .. (echa su carta.)
C arm ona C u a n d o p o r ti p e n s a b a ,
u n a ra g o n é s sin seso
m a lo c o to n e s m e d a b a
y u n d ía m e tragu é u n g ü e so .

(Vacila y cambia la carta que luego tira.)

C h a m u sco (Con una carta en la mano sin tirarla, pensando la jugada.)


¿Vosotros queréis saber por qué el Diablo tiene cuernos?

(Va a echar la carta, se detiene, hasta que, por fin, se decide a tirarla, mientras los
demás le están mirando ya impacientes.)

¿Vosotros queréis saber


por qué el Diablo tiene cuernos?
A s t u r ia n o (Al que no hace gracia la carta echada.)
¡Porque estará en los infiernos
casado con tu mujer! (Risas.)
C arm ona (También malhumorado por la jugada.) ¡La perra mala que te
parió! ¿Y no tenías otra carta qu’echar más qu’esa?

3°3
C H A M U SC O ¿Qué querías? ¿Que te echara un caudillo?
M o n t iñ o ¡ A i v a e l c a u d illo ! (Echa su carta.)
C arm ona ¡La sota d’espá! Pues contra ese generalísimo tengo y o mi
triunfo... mi caballito: ¡la niña guerrillera!

(En esto se oye una copla, muy cerca, que canta:)

Voz (Dentro:)
“Niña, tus pechicos son
dos pirineos de nieve:
déjame que te los toque
aunque mi mano se hiele. ”

(Al oír la copla, como a una señal convenida, todos se ponen en pie, mientras el Pedrizo,
desde fuera, les grita: ¡arriba el juego! Después entran en escena el Verdinegro, la Niña
y Tristán “le maquis”, los tres armados y cubiertos enteramente por la nieve. Se calientan
al fuego.)

M o n t iñ o ¿ N ie v a ?
T r is t á n ¡ Y e sc a m p a !
C arm ona (Dándole la bota.)
¡Un traguito! (beben los tres)...
Pa st o r (Desde la entrada.) ¿ N o v e d a d e s ?
V e r d in e g r o Ninguna. Si no es la de salir a escape.

(Todos miran a los recién llegados con ansiedad, esperando a lo que el Verdinegro diga.)

P e d r iz o Bueno. Pues desembucha...


V e r d in e g r o Todos, menos uno de nosotros tres (señala a la Niña y Tristán)
tendremos que ganar otra vez la frontera esta madrugada.
P e d r iz o ¿Habrá faena?
V e r d in e g r o La habrá.
N iñ a Yo me quedo.
C h a m u sco ¿Tú sola?
C arm ona ¿Quieres tú quedarte con ella?
V e r d in e g r o ¡Lo dirán las cartas! Entre los tres.
N iñ a Soy yo la que debe quedarse. Tú no, porque eres quien
manda; y Tristán tampoco porque es el que conoce a los
suyos del otro lado.
T r is t á n (Con la baraja en la mano, mira al Verdinegro interrogante, y éste
le hace señal de que las juegue.)

304
Una, dos, tres, sota, caballo...
CARMONA ¡Te salió el tuyo Niña! ¡Estaría de Dios!
A s t u r ia n o ¡O del Diablo!
MONTIÑO ¡Al infierno nos vamos todos!
VERDINEGRO Y ya mismo, para aprovechar la luz que queda y bajar al
entrar la noche... ¡Listos!

(Todos se arreglan y toman sus armas. Un momento de inquietud se sigue en que los
guerrilleros no saben cómo despedirse de la Niña. A l fin van saliendo todos.)

MONTIÑO ¡Suerte, la Niña!


N iñ a ¡Para vosotros!
CARMONA ¡Hasta mañanita, Niña, que salga el sol!
NIÑA ¡Y que tú lo veas!
C h a m u sco Que lo veamos todosYo hubiera querido quedarme, Niña,
por no dejarte sola...
N iñ a ¡Suerte! Chamusco...

(Salen los guerrilleros. Quedan Verdinegro, Tristán y la Niña.)

VERDINEGRO El golpe de esta noche será duro para nosotros, difícil para
ti. Los escapados pasan la frontera y los falangistas les ayudan.
Debes tener cuidado al cruzar la pinada. Hará oscuro la
noche, y hay mucha nieve. No es probable ningún encuentro,
pero, ten cuidado.
N iña No temáis por mí. Soy segura.
TRISTÁN L o sa b e m o s. P ero a v e c e s te a rrie sg a s d e m a s ia d o ...
N iña Tengo mi estrella. (Sonríe y estrecha las manos de los dos.)

(Salen el Verdinegro y Tristán, con un gesto de despedida, sin decir más. Queda la Niña
sola viéndolos marchar. Pausa. Luego rompe, lejos, la copla.)

“Engañada con el daño


del engaño de la muerte,
la vida será más fuerte
que su propio desengaño. ”

(Las viejas, que dejan su tarea, levantándose se acercan a la Niña que ha quedado cerca
del fuego, mirando al poniente. Y dicen:)

L a s TRES VIEJAS La vida será más fuerte

305
que el oscuro sentimiento
de tu propio pensamiento
burladero de la muerte.
N iñ a No cabe en goce o dolor
la medida de la vida,
sin que rompa su medida
un goce o dolor mayor.
No es ni mejor ni peor
el padecer que convierte
en medida de la muerte
el goce o dolor perdido,
que si uno y otro han huido
la vida será más fuerte.
¿No es pasión más verdadera
la que intenta, sin razón,
dejar de ser ilusión
dolorosa o placentera?
¿Por sentirla pasajera
deja de ser lo que siento?
¿Qué bien o mal tan violento
pretende a su eternidad?
Es más fuerte la verdad
que el oscuro sentimiento.
El loco, cuerdo penando,
sus razones enajena,
y las compran, por su pena,
los que se la estaban dando.
¡Qué solo te estás quedando
entre los que hiciste ciento!
Pues al verte en tal tormento,
para darte la razón,
te dan la enajenación
de tu propio pensamiento.
¡Burladera de la vida,
si apenas te conocí,
apenas supe por ti
de la sed inextinguida!
El agua siempre evadida,
escapada de tal suerte,
por beberte y no beberte,
eludiendo su deseo,

306
te hizo, por escamoteo,
burladero de la muerte.
V IE JA —La vida será más fuerte
que su propio desengaño.
—No te engañes con su daño,
burladora de la muerte.
NIÑA Soñando, muerte, contigo,
no quiero mejor amigo;
que el sueño de mi deseo
por tu esperanza lo creo.
La estrella que nunca vi:
¡la llevo dentro de mí!
Su luz que en mis ojos prende:
¿adonde va? ¿quién la enciende?

(Se oyen tres vocesjuveniles, entrando tres muchachas materialmente envueltas en nieve,
que dicen como un grito.)

L as tres
MUCHACHAS —¡Aquí!
-¡A quí!
—¡Aquí!
-¿Q uién ha visto lo que vi?
N iñ a Miro la vida. Veo la muerte.
¿Qué veré cuando despierte?
M uchacha ¿Quién no ve lo que más mira?
N iñ a La ira.
M uchacha ¿Quién menos mira y más ve?
N iñ a La fe.
M uchacha ¿Quién mira lo que no alcanza?
N iñ a La esperanza.
M uchacha ¿Quién se mira en su dolor?
N iñ a El amor.
M uchacha ¿Quién no olvida lo que olvida?
N iñ a La vida.
M uchacha ¿Quién te quiere sin quererte?
N iñ a La muerte.
L as tres
m uchachas La vida será más fuerte.
N iñ a Soñándote, vida, creo
que miro la muerte en mí.

307
L as tres

MUCHACHAS —Vuelve al sueño tu deseo.


-V uelve al alma.
—Vuelve a ti.
N iñ a Mi estrella llevo conmigo.
No quiero mejor amigo.
La muerte que siempre vi:
¿la llevo dentro de mí?
Su sombra mi luz apaga.
¿Qué dedo pone en mi llaga?
El sueño que en mí se enciende:
¿adonde va? ¿quién lo prende?

(Las tres muchachas dicen ahora, mientras las tres viejas se apartan y se va apagando,
con el crepúsculo, el fuego encendido, el romance.)

Las tres
m uchachas -Sueña España, guerrillera;
-sueños que el viento levanta,
—que arremolinan las nubes
deshaciéndolos en lágrimas,
-qu e se escurren como sombras
-que se prenden como brasas;
-que se funden como nieves
en la nieve de tus plantas.
—Las cadenas de esos sueños
te tienen aprisionada.
—¡Sueños que te quita el aire!
—¡Sueños que se lleva el agua!
- L a nieve teje el sudario
de sueño para tu alma.
—Sueña a España, guerrillera.
—Sueña y canta.
N iñ a ¡Ay de mi España!
L as tres
m uchachas —Como ruedan por el río
los cantos de la montaña,
rodando van los cantares
de los sueños por el alma.
—Con el alma no se miente.
—Con la vida no se engaña.

308
—Con el alma y con la vida
se sueña cuando se ama.
—Sueña España, guerrillera,
para que te sueñe España,
y respires, por la herida
de tu sueño, su esperanza.
—Las altas nieves son sueños
de las oscuras montañas:
la torrentera en que caen
desheladas sus palabras
son las voces de tu sueño,
guerrillerita de España.
—¡Sueño que quita el sueño!
-¡Sueño que te roba el alma!
—Sueña España, guerrillera.
Sueña y canta.
N iñ a -¡A y de mi España!
Las tres
MUCHACHAS —La nube, que de arreboles
enciende el sol, cuando pasa,
transita, sombra sin sueño,
a la luz de la estrellada.
—Niña, guerrillera oscura,
el cielo prende las ascuas
de tus ojos, cuando enciende
el arrebol de tu cara.
- Y hace noche de tu pena,
estrellada de tus ansias.
-¡Guerrillera, ay, guerrillera
guerrillerita del alba!
—Espumas, nubes y nieves,
son poco para tu gala.
—Los sueños que no son sueños
te tienen encadenada.
—Las cadenas de esos sueños
aprisionaron tu alma,
poniendo a tus pies de aire
grilletes de sangre y llamas.
-¡A y guerrera, guerrillera!
-¡Niña, guerrillera clara!
-Sola, la muerte te acecha.

309
—S o la , el sile n c io te g u a rd a .

(Va cayendo lentamente el telón.)


FIN DEL CUADRO CUARTO

C U A D R O Q U IN TO

Es de noche. Interior de la taberna de E l Asturiano en las afueras de Jaca. A l fondo,


junto a la puerta, gran ventana que da al campo abierto. La escena debe estar partida
de modo que quede un trozo de callefuera, como arrabal despoblado. En escena, la Cobriza,
vieja, bebiendo, con tres mujeres de edad indefinible, pues se supone más jóvenes de lo
que parecen por su aspecto desgarrado, sucio, miserable... Son: Pilar, la bizca, Carmencita,
“la straperlo" y Maruja, la rojilla. En otro lado y junto al mostrador, borrachos, el
Mico, Topete y Santisteban, aldeanos enseñoritados. E l tabernero, al que llaman Don
Pepín, es hombre grueso y todavía fornido, de agrisado cabello escaso. Trajina con sus
trastos ayudado por la Berlanga, mujercilla insignificante que tan sólo se hace notar cuando
grita, más que habla, con una vocecilla aguda, penetrante, chillona. Fuera, una noche
clara, en que la nieve cristaliza sus hielos, intensa, transparente y dura. Dentro, atmósfera
turbia de humo, mal oliente, fría. Todos los personajes arropados en lo que pueden. En
un rincón hay un muchacho tratando de sacarle sonidos coherentes a un acordeón. A un
lado, salen otros sonidos, chillones y cascados, de un gran aparato radiofónico.

T o pete Y o te d ig o q u e e l c u ra es u n e n la c e d ’ e llo s y q u e y a d e b ía
d estar c o lg a o ...
S a n t is t e b a n Tú siempre demigodo... digo, demidogo...
M ico (Corrigiéndole.) Demagogo, animal, que ni prinuncias...
S a n t is t e b a n ¡Casi no he bebió! Pues deme o dami lo que sea -con tal que
sea vino-; decíamos, éste y yo, que eras un anteclericalote,
tú, comecuras, como lo séis tóos en la Falange... Y ahora que
las faldas se ponen feas...
T o pete Eso que dices no será alusión aquí, a las señoras... (Hace un
gesto obsceno con la mano, señalando a las muchachas sentadas a
la mesa con la Cobriza.)
M ic o Más respeto a las damas. (Le ofrece de beber a una que le da un
manotón, tirándole el vaso y manchándole, por lo que él intenta
pegarle, impidiéndoselo las otras.)
R o jil l a ¡Eh, tú, chulo! ¡A ver si tienes educación, borracho!

310
Mico ¡Tu a callar o te cuelgo! Que no sois miras. Ofrecerle una
copa a una... a una... bueno a una o a dos o a tres, no es
ofensa, caray, es... es... es... galintería.
C o b r iz a ¡Estáis borrachos! Ya os podíais marchar a la cama...
C a r m e n c it a ¡Si ni pagáis el gasto !
T o pete ¡Flechas que somos! Y éstas... éstas son margaritas, así como
las véis, ajadillas, desciosas... (Les tira besos.)
C a r m e n c it a ¡Y tú, borracho, sinvergüenza, italiano!
S a n t is t e b a n ¡Oye! ¿Qué es eso d’italiano, un insulto?
Pil a r ¡No, chico, no, todo lo contrario! ¡Echale guindas!
Mico (Con la copa brindando.) Yo (bebe) ¡por el ausente!...
T o pete (Bebiendo.) ¡Y nosotros que lo bebamos!... (También bebe.)
R o jil l a ¡Hasta las estrellas!...
C o b r iz a Tú, ten cuidado, Rojilla, que a veces se te ve la lengua y un
día te la cortan, o te la ponen fuera pa’ siempre, ¡ya me en­
tiendes! ¡Qu’éstos son mu’ malos!...
Pil a r ¡Echale guindas! Estos y los otros...
R o jil l a ¿Los otros cuáles?
C a r m e n c it a ¡Calla, mujer, que a poco parece que estáis también bebidas
vosotras! ¡Oye! ¿Quién es ése que entra con el Colao?

(Efectivamente han entrado en la taberna dos hombres, uno de pueblo, viejo, al que dijeron
el Colao, y otro bien vestido, másjoven. Van a sentarse a un lado. La Berlanga se les acerca
a servirles.)

B erlan g a ¿Qué quieren?


C o lao A mí lo mío, al señor...
D e s c o n o c id o A mí una caña...

(Los borrachos miran al recién llegado con desconfianza y hablan entre sí.)

C o lao ¿Ha habido muchos muertos?


D e s c o n o c id o No sabemos exactamente. Pero deben ser muchos; y he­
ridos.
C o lao Descarrilaron al tren a la misma hora que volaron con di­
namita el depósito.
D e s c o n o c id o Y creo que no va a ser eso sólo. Pero les andamos siguiendo
ya los pasos. Los tendremos. Sobre todo a la Niña...
C o lao ¡Lo peor! ¡Eso es una fiera! Y luego, se quita de en medio,
desaparece con una rapidez, que no hay quien la vea. A veces
pienso si será un fantasma.

3 "
D e s c o n o c id o Un fantasma que colgaremos con una lazada muy fuerte al
cuellecito, para que no desaparezca más.
C o lao ¡Para que desaparezca de una vez! (Sepersigna.)
D e s c o n o c id o ¿Por qué hace usted eso?
C o lao Por nada. ¡Qué sé yo! Me da miedo la Niña.
D e s c o n o c id o ¡Pues eso nos faltaba! Que la creáis una bruja.
C o lao Muchísimo más... ¡El Diablo en persona!

(La Berlanga sirve.)

D e s c o n o c id o ¿No podríais callar esa musiquita?


B erlan g a (Chillándole al muchacho.) ¡ Oye tú, muchacho, que no suenes!
M ic o iQue te van a sonar a ti!
D e s c o n o c id o No lo decía por el chico, sino por ese chisme cascado...
T o pete (Que está deseando entablar conversación con el desconocido.) Es
que por ahí llegan noticias.
D e s c o n o c id o (Bebiendo.) Mejor que no lleguen.

(Ante la extrañeza de los borrachos, el Colao les habla en voz baja y éstos toman
inmediatamente un aspecto servil y atemorizado.)

M ic o (Precipitándose al aparato y tropezando con los otros dos que lo hacen


al mismo tiempo.) ¡Como usted quiera! Estos chismes son muy
escandalosos... (Lo callan.)
R o jil l a (En voz baja a las otras.) Yo conozco esa cara...
C a r m e n c it a (Amarga.) De tus buenos tiempos...
P il a r Ve y háblale. Así sabremos.
R o jil l a Poco a poco. ¡Déjame a mí! Tengo que recordarlo. Y cómo
se llama...

(Entran a escena, por el lado del campo, hacia la puerta lateral de la tabernucha, Verdinegro
y Chamusco. Visten de aldeanos, cubiertos con capotes de monte.)

V e r d in e g r o ¿Qué habrá hecho la Niña?


C h a m u sco ¡Parece imposible lo aprisa que anda en todo! Está aquí
contigo y de repente ya no la ves... sólo ves una llamarada:
mucho hum o... Y por allí sabes que pasó ella...
V e r d in e g r o ¡Entramos!...
C h a m u sc o ¿Este Don Pepín es seguro?
V e r d in e g r o Como asturiano, del treinta y cuatro. De los que anduvimos
bajo la tierra, y siempre a oscuras, a tientas con la vid a...

312
C h a m u sco Los que anduvisteis a gatas desde el infierno.
V e r d in e g r o ¿Estás firme?
C h a m u sco Como una estaca.
V e r d in e g r o ¡Pues adentro!

(Entran y se sientan a una mesa. Va a ir a servirles la Berlanga, cuando el tabernero se


le adelanta.)

D o n P e p ín ¿Qué quieren?
V e r d in e g r o ¿Vinieron?
D o n P e p ín N o.
V e r d in e g r o ¿Y ésos?
DON P e p í n Ya sabes: el Colao, le llaman así porque ha pasao o le han
hecho pasar por tó, y ya no le quedan más que las raspas;
el otro, no sé, pero me lo figuro.
V e r d in e g r o ¿Vendrá el cura?
DON P e p í n Supongo que no. Lo tienen vigilao: casi como preso. Mandará
alguno.

(El chico toca en el acordeón claramente un airecillo asturiano.)

R o jil l a E so me suena. (Cantando:)


“Eres como la rosa
de Alejandría:
colorada de noche,
blanca de día...
Toda la noche estoy,
niña, pensando en ti,
que d ’amores me muero
desde que te vi... ”
P il a r ¡Échale guindas! ¡Cantas peor que una cotorra!... ¡A ver si
me canto yo una jo ta!... (Tararea.)

(Verdinegro y Chamusco miran hacia la Rojilla, inquietos; el desconocido, visiblemente


contrariado, pregunta al Colao.)

D e s c o n o c id o ¿Quién es ésa? ¿Viene por acá mucha asturianada?


COLAO Ésa no es ná. Los que no me suenan bien son esos otros.
T o pete (Al niño.) Oye, muchacho, ¿desde cuándo te sale a ti bien
lo que tocas?
N iño D e s d e q u e m e lo e n s e ñ a ro n ...

313
M ic o ¿Y quién te lo enseñó?
N iñ o ¡Anda éste! ¡Pues il qui lo sabía!
S a n t is t e b a n ¡Vuelve por otra!
M ic o ¿Otra? ¡El mamporro que le voy a dar al niñito ese! (Mira
al Desconocido y se calla, bebiendo para disimular.)
D e s c o n o c id o ¿Muchos borrachos aquí siempre?
C o lao Algunos... pero de confianza. (Mirando a los guerrilleros.) Ésos
no sé quién son. Nunca los he visto.
(Como sigue el niño tocando, el Mico canta desentonando y gangoso.)

A los árboles altos


los mueve el viento...

R o jil l a (Interrumpiéndole.) ¿ Y a ti quiénes te mueven, cara de cuervo?

(Va el Mico a pegarla, los otros se interponen. E l Desconocido se levanta. Se hace un silencio
total y todos quedan inmovilizados.)

DESCONOCIDO ¿Qué se debe? (Al Colao.) No quiero jaleo. Vámonos.

(Va la Berlanga a cobrary entretanto Rojilla, que se ha levantado, se dirige al Desconocido.)

R o jil l a (Con zumba al Desconocido.) ¡Muy buenas, Excelencia!

(Desconcierto general. Aprovéchalo el Niño, que se acerca a los guerrilleros y les da un


papel, diciéndoles.)

NIÑO El señor cura me dio este papel: son noticias para la N iña...

(El Verdinegro lo coge, guardándolo rápidamente.)

D e s c o n o c id o (Queriendo apartar a la Rojilla con la mano.) No sé quién es


usted. Dispense. (Intenta seguir.)
R o jil l a ¿Qué, no me reconoces? ¡No me choca! ¡Se cambia tanto!
Tú también has cambiado mucho...
D e s c o n o c id o Le repito que no la conozco. Y tengo prisa, dispénseme...
(Intenta apartarla con más brusquedad que antes.)
R o jil l a Bueno, hombre, bien... No quiero detenerte. Pero creí que me
recordarías. Sobre todo después de la mala noche que tuvi­
mos juntos en Salamanca... Seis años pasaron de un vuelo...
y tú... ¡Pues ya ves y o !

3H
D e s c o n o c id o (Deteniéndose sorprendido.) ¡Maruja! ¿Tú? ¿Y cómo aquí, y . .. ?
RO JILLA Y en este estado, dilo, no me avergüenzas.. De azul imperial
a rojo desteñido, ya ves, no hay más que un paso... de novela
rosa. ¡Pero si vieras que es como cuando sueñas que caes
en un pozo! Lástima que no tengas tiempo... Te contaría...
¿A dónde vas ahora? (Aprovechando el desconcierto del Desco­
nocido, le coge del brazo llevándole a su mesa.) Unos minutos nada
más. Aquí, dos amiguitas... y la Cobriza, que ni es azul ni
roja, pero una excelentísima persona, no sé si tanto como
tú... (Serie.)
D e s c o n o c id o (Recuperándose.) Perdóname, Maruja. No puedo escucharte,
ni seguir más aquí, ahora... Otra vez nos encontraremos...
P il a r ¡Échale guindas! ... Para entonces ya habrá llovido...
D e s c o n o c id o Ahora no es posible... Si quieres algo, si te puedo ayudar
en algo, búscame mañana en el hotel...
R o jil l a ¡Puede que no te encuentre!

(Al dirigirse a la puerta delfondo por donde entraron el Desconocido y el Colao, Verdinegro,
que se había levantado, les cierra el paso, mientras Chamusco amenaza con la pistola a
los tres borrachos, fingiendo que lo hace también al tabernero. Las mujeres se apartan.)

V e r d in e g r o Por aquí no, amigo, por la otra puerta, que tenemos que
hablar...

(Se ven los fogonazos y escuchan, casi simultáneamente, tres o cuatro disparos, cayendo
al suelo el Desconocido y el Colao, y con una interrupción de segundos, se percibe una
enorme explosión que hace trepidar todo, al mismo tiempo que el cielo se ilumina de un
resplandor rojizo, relampagueante, sobre la nieve y que traspasando el ventanal, llena toda
la escena, dentro y fuera de la taberna. Las mujeres gritan y se esconden, mientras los
borrachos, tropezando y cayendo, tratan de huir. Chamusco va hacia el Verdinegro
diciéndole.)

C h a m u sc o ¡Vamos! ¡Pronto!

(Salen los dos por la puerta lateral, hacia el campo, por donde vinieron. Y ya fuera,
sobre la nieve, el Verdinegro cae al suelo.)

C h a m u sco ¿Estás herido?


V e r d in e g r o De muerte. Toma esto... (Le da el papel que le dio el niño.)
C h a m u sc o (Queriendo levantarle y cargarlo a hombros.) ¡Te llevaré!
VERDINEGRO (Respirando anhelosamente.) Es ya inútil. Te cogerían a ti...

315
C h a m u sco ¿Dónde lo guardabas? (Con el papel en la mano.)
V ERDINEGRO Aquí, en el pecho... en este lado... (Señala al corazón.) dáselo
a la N iña...
CHAMUSCO Está empapado de sangre...
V e r d in e g r o Pronto... Chamusco... corre... déjame a m í... Es tu deber,
pronto, pronto... (Se le va apagando la voz, hablando cada vez
con más esfuerzo.)
C h a m u sc o (Que se da cuenta de que se muere, no se decide a separarse de él.)
Puedo llevarte...
V e r d in e g r o (Dice más que con la voz con el gesto.) N o... no ... no... ¿La
ves, Chamusco? ¡La Niña! ¡Prendió el polvorín!... ¡La
Niña!... Una llamarada ... mucho humo... allí..., ¿laves?...
¡en el cielo!...

(Chamusco se arrodilla sobre él, quitándole las armas y todo lo que lleva en los bolsillos,
luego, conteniendo un sollozo con una blasfemia, lo cubre con el propio capote que llevaba,
dejándole tendido sobre la nieve, y huye. Sigue la escena extrañamente iluminada en blanco
y rojo, con resplandor siniestro; hacia el fondo turbio de la taberna, se oye el acordeón
del muchacho, como antes, y la voz rota de Maruja la Rojilla, cantando desgarrada:)

R o jil l a “Eres como la rosa


de Alejandría:
colorada de noche,
blanca de día. ”

MUTACIÓN

C U A D R O SEX TO

Se hizo la mutación conservando la misma luz roja del final del cuadro anterior, que
ahora ilumina un paisaje de bosque nevado. Entre la espesura de pinos, se abre una
pequeña clara donde aparentemente escondido, formando como cueva o cabaña, hay un
cobijo o guarida, disimulada entre el ramaje: ante ella, el rescoldo de una hoguera, que
irá encendiéndose poco a poco durante la escena, hasta llegar a dar al final una clara
luz roja que se confundirá con la que traspasa todo el bosque. Entra por un lado la
Niña, seguida del caballo, que se quedará todo el tiempo al lado suyo. Es media noche
clara, con estrellas y nubes altas. Todo en los pasos y palabras de este cuadro toma voz
y ritmo de sueño. A l mismo tiempo que entra la Niña por un lado, entran por el otro
las Tres Viejas, ahora claramente vestidas como brujas de cuento. Se encuentran en medio
de la escena.

3 i6
L a s t r e s v ie ja s ¿A dónde se va la niña?
N iñ a ¿De dónde vienen las viejas?
L a s t r e s v ie ja s Vienen de soñar la España.
N iñ a ¡Yo voy soñando con ella!
L a s t r e s v ie ja s —La España que estás soñando
es sueño que a ti te sueña.
—Nosotras desde la cuna
te enseñamos su conseja.
- E l cuento que nunca acaba.
—El canto que siempre empieza.
—Siempre empieza y nunca acaba
de echarte la misma cuenta.
-E s el cuento de la niña.
- Y la cuenta de la vieja.
—El tiempo va entre tus dedos
cayendo como la arena.
—Lo cuentas cuando lo cantas:
hoy es ya si ayer ya era,
y mañana será siempre.
—Lo cantas cuando lo cuentas.
-N iña, ¿qué tienen tus ojos
que parecen dos violetas?
-¿Q ué tienen, niña, tus manos
amarillas como cera?
-¿Q ué ceniza en tus cabellos
te nieva de sombra incierta?
-¿Qué sueño de nieve y sangre
quema de fiebre tus venas?
El ciervo de San Eustaquio
llevó a Cristo en la cabeza.
La corza que a ti te guía
lleva en la frente una estrella.
-¿Qué sombra te quema el alma?
-¿Qué luz el cuerpo te hiela?
N iñ a Llevo en el alma un cuchillo
que el corazón me atraviesa.
V ie ja Llevas el sueño de España
en el alma, cuando sueñas
el cuchillo que te parte
el corazón, guerrillera.
N iñ a ÍNo hay otro dolor más fuerte!
V ie ja ¡Ni hay alegría más cierta!
N iñ a No hay angustia ni agonía
que no rebase esta pena.
Llevo ceniza en los ojos
y en el alma llevo tierra.
Hundo en un llanto de sangre
el sueño que más quisiera
que fuese sueño de vida
de la España que me sueña.
L a s t r e s VIEJAS -¡Sueña, niña, sueña y canta!
-¡Sueña, niña guerrillera!
—La vida que estás soñando
es la vida que te sueña
a las puertas de la muerte:
España se mira en ella
como en un espejo claro
que en tu alma la refleja.
—Si llanto de sangre lloras,
con sangre y llanto te quedas,
como se queda en el río
el cauce que lo encarcela,
que cuando más huye el agua
más es él el que la lleva.
-L o que miras de ti misma
no son tus pies, son tus huellas.
—Sueña, niña, que descansas
en esta dulzura tierna,
que mullida de silencios
te ofrece la blanda hierba.
-¡Sueña que duermes soñando!
-iQ ue duermes y no despiertas!

(Al decir las viejas los últimos versos, la Niña se ha echado en el suelo quedando
aparentemente dormida. Entran entonces las tres muchachas nevadas, más irreales que
nunca, comofiguración de hadas en los cuentos. Las Viejas, entre tanto, quedan alrededor
de la Niña dormida, viéndoseles entre las manos, ahora, la rueca, el huso y las tijeras,
con los que laboran, evocando la representación habitual de las Parcas. Poco a poco,
como envuelta en niebla, desaparece la Niña dormida, viéndosela, después, lejos y velada
por la misma niebla, atravesar muy lentamente la escena, llevando el caballo de la
brida. Todo mientras dura la recitación del romance.)
L as tres
m uchachas -Sueña la niña en el bosque
que la nieve ya no es blanca;
—que se avergüenza de serlo
poniéndose colorada.
-Q u e la luna se hace púrpura
ardiendo como una brasa.
-Q u e son rojas las estrellas
y el horizonte escarlata.
-Q u e se enciende todo en fuego,
y el fuego es sangrienta lava
cayendo por las vertientes
oscuras de la montaña:
-incendiando de carmines
las sombras que lo desgranan;
—apagándose en cenizas,
-renaciendo en llamaradas;
-chisporroteando luces
de corales, en que engarza,
palpitante de rubíes,
el temblor que desparrama.
-Sueña la niña que sueña
que es roja una corza blanca
corriendo a la par del río
y ensangrentando sus aguas.
La corza es como una estrella
con cinco puntas de grana.
Sueña la niña que escucha
una voz tenue y delgada
que viene en el aire helado
sonora de canto y agua.
—Los pinos tuercen los brazos
sacudiéndose las ramas
para que pase esa voz
entre copos de palabras.
- L a voz le dice: -m i niña,
guerrillerita encantada,
soy nieve y quemo tus manos,
abraso, nieve, tu cara,
y enciendo tu corazón

319
con nieve que lo desangra.
-N iña, guerrillera mía,
escucha mi voz soñada.
—Cuando salgas de esta noche,
los resplandores del alba
apagarán el lucero
de cinco picos de grana.
—Si parpadean tus ojos
sentirás en tu mirada
el latido de la estrella
como el pulso de tu alma.
-N iña, niña guerrillera,
no tengas miedo y avanza;
sigue el paso de la corza
llameante junto al agua,
que enrojece a su destello
fugitivo, cuanto alcanza;
—sigue, niña, su invisible
rastro de nube que escapa,
como un hilillo sangriento,
como una raya en el agua,
como la huella, en el aire,
del rumor de tus pisadas.
—Dijo la voz: y la niña,
sin temores, se adelanta,
—sola, sola entre los pinos,
y por las nieves cercada.
—Sola con su sueño solo.
Sola con su sola España.

Va cayendo lentamente el telón.

FIN DEL CUADRO SEXTO Y DE LA JORNADA II

320
JO R N A D A III

P R IM A V E R A BAJO L A N IE V E

C U A D R O SÉP T IM O

Un rincón a la entrada del pueblo. Una fuente. Las tres muchachas, de aldeanas, con
cántaros, sentadas junto al brocal. Cerca, un grupo de varios chiquillos, sentados en el
suelo, alrededor del señor cura, al que escuchan con gran atención. Son las primeras
horas de la mañana.

C ura (Leyendo en el libro que lleva.) “Y viendo Jesús las gentes, subió
a un monte, y después de haberse sentado, se llegaron a él
sus discípulos. Y abriendo su boca, les enseñó diciendo:
Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es
el Reino de los C ielos...”
NlÑO ¿Puedo preguntar, señor cura?
C ura (Cariñosamente.) Di, hijito, di.
NlÑO ¿Quiénes son los pobres de espíritu?
N iñ a (Interrumpiéndole.) ¡Los tontos! ¿Verdad, señor cura?
C ura No, hija, no. Los pobres de espíritu son los que, teniendo
poco o mucho, viven como si no tuvieran nada, como si
fueran pobres.
N iño Entonces, señor cura, el señor Andrés, que mi padre dice
que es un avaro porque tiene mucho dinero y hace como que
no tiene nada, ¿es un pobre de espíritu?
C ura E s to d o lo co n tra rio h ijo m ío . T e n d ría q u e d a rlo to d o p a r a
serlo.
NlÑO ¿Entonces un pobre de espíritu y un pobre de verdad es lo
mismo?
CU R A C a s i, casi lo m ism o , si u n o y otro lo son c o n a m o r al p ró jim o .
N iñ a ¿ Y q u ié n es el p ró jim o , se ñ o r c u ra ?
NlÑO ¿Y qué es el Reino de los Cielos, señor cura?
CU R A Hijitos. Vamos poco a poco. Si me preguntáis todos a la
vez y todo de una vez, no podré contestar a nada. Dejadme
acabar la lectura ahora (Los niños callan.) “Y abriendo la boca
les enseñaba diciendo: bienaventurados los mansos, porque
ellos poseerán la tierra” .

321
N iñ o (Volviendo a interrumpir impaciente.) ¿Quiénes son los mansos,
señor cura?
C ura Los mansos son los buenos, los humildes, los que sufren
con paciencia las persecuciones injustas...
N iñ o ¿Y son ésos los que poseerán la tierra? ¿Entonces, a los que
poseen muchas tierras se las quieren quitar por mansos?
N iñ a ¡Qué tonto eres! ¡Los que poseen mucha tierra no son ésos!
¡No son los buenos! ¡Son los malos!
C ura Los malos son los que poseen mucha tierra injustamente...
porque no la trabajan con sus manos, porque no la aman
ni fecundan...
N iñ o ¿Los que se la han quitado a los buenos?
C ura Eso mismo. Pero dejadme leer hasta el final y me pregun­
taréis. .. “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán
consolados” ...
N iñ a ¿Puedo preguntar, señor cura?
C ura (Cariñoso.) Di, hija, di...
N iñ a ¿Es bueno o es malo llorar?
N iñ o ¿Pues no ves que es bueno?
N iñ a Si es bueno llorar, ¿para qué dice entonces Dios que al que
llora se le consuela?
C ura (Suspirando.) ¡Ay, hijitos, en qué aprietos me ponéis vosotros!
Al que llora le consuela el Señor con sus propias lágrimas...
N iñ o Pues yo no lloro más que cuando me pegan o cuando me
duele algo...
O t r o n iñ o ¡Porque eres un cobarde!
N iñ o iLo dirás tú! (Intenta pegarle.)
C ura ¡Quietos, quietos!... Dejadme seguir... “Bienaventurados
los que han hambre y sed de justicia porque ellos serán
hartos” ...
N iñ o (Sinpoderse contener, interrumpe:) ¿Y cuando estén hartos, señor
cura, qué harán? Porque yo oigo a mi padre decir que está
harto, que todos estamos ya hartos... de esta vida que nos
hacen pasar ahora...
C ura (Haciéndose el distraído.) “Bienaventurados los misericordiosos
porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los
limpios de corazón porque ellos verán a Dios” ...
N iñ a (Interrumpiendo.) ¿Cómo se puede ver a Dios, señor cura?
C ura Con el corazón. Como ves a aquellos a quienes quieres,
aunque no estén contigo. “Bienaventurados los pacíficos

322
porque hijos de Dios serán llamados. Bienaventurados los
que padecen persecución por la justicia” ..

(En ese momento le interrumpen, entrando en escena, gritando, algunos otros chicos,)

CHICO ¡Señor cura, señor cura, pronto... venga y verá, venga, pronto,
pronto!...
CU RA (Sobresaltado.) ¿Pues qué pasa?
CHICO ¡Que han cogido presa a la Niña!
C h ic o ¡A la entrada del pueblo!
C h ic o ¡La van a matar, la van a matar!
C ura ¡Callad, hijos, callad! Y decidme cómo lo sabéis... cómo
ha sido...
C h ic o ¡Todo el pueblo lo sabe!... La han llevado a encerrar al
cuartelillo...

(Entran dos guardias civiles y todos callan con espanto.)

G u a r d ia Señor cura, tenemos orden de que venga con nosotros...


C ura (Que recupera su serenidad de repente.) ¿Ahora mismo?
G u a r d ia Ahora mismo.
C ura Pues vamos. (A los niños que rumorean.) Vosotros marchaos
también, ahora, a vuestras casas... Mañana, a la mañana,
como hoy, venid aquí a buscarme...
N iñ a ¿Vendrá, señor cura?...
C ura Sí, hijitos, sí, vendré, vendré... Ahora marcharos, como os
digo: y sin alborotar, tranquilitos... (Acaricia algunas cabezas
de los niños, y sale seguido de los guardias civiles.)

m u t a c ió n

(Aparecen las tres muchachas rodeadas de los niñosjunto a lafuente, y comienzan el romance.)

Las tres
MUCHACHAS -Sale la niña del bosque
sin saber si sueña o canta,
en los albores del día
una campanita clara.
-¡Q ué lejos están los hombres!
-¡Q ué lejos están las casas!
-¡Q ué cerca su lejanía
del corazón que la guarda!

323
- E l h u m o q u e se d ib u ja
e n tre b ru m a s d e a lb o ra d a ,
n o se sa b e d e q u é fu e g o
es m e n s a je d e e sp e ra n z a.
- M i r a la n iñ a a su p a so
en un re m a n so d e a gu a ,
q u e el d a rd o d e l so l d e s h ie la
(a g u ijó n d e m ie l d o ra d a ),
u n e sp e jism o d e lu c es
e n q u e m ira rse la cara.
-¡Pálida está de alelíes
y sonrosada de nácar!
—Entre sus sueltos cabellos
trasparenta el sol su ámbar.
Huele a romero y resina.
Sabe a rocío y escarcha.
De pronto se escucha un grito
entreahogado en su garganta.
—La niña ha visto en el aire
dos sombras que se abrazaban,
segadas por el reflejo
de una invisible guadaña.
-Salió la niña del bosque,
bajó por una escarpada,
hacia el valle, entre los sauces,
que acarician la distancia.
—Huidera de los cielos,
hija del sueño, le llaman.
La copla que se lo dice
resuena en la fuente clara.
—Llega la niña a su aldea,
cuando ya nadie la canta:
Voz (Dentro.)
“Eres hija del sueño,
paloma mía,
siempre que vengo a verte
te hallo dormida. ”
L as tres
MUCHACHAS Una mañanita fresca
la muerte la despertaba.

324
—Como una fiera en acecho
la Falange, loba parda,
le arrebató, con sus vidas,
padre, madre, hermano, hermana.
—Le dejó los dos hermanos
pequeños, para su guarda.
-Tendiéndole sus bracitos
uno ¡madre! le llamaba.
—El otro llora en la cuna,
sólo con llanto la llama.
—Huye la niña a los campos,
montada en bermeja jaca:
el relincho de la sangre
resuena por las montañas.
—El caño del agua cae
sangriento, cuando lo canta.
Voz (Dentro.)
“Si quieres que te quiera,
dime qué quieres.
No quiero que me quieras.
¡Ni yo quererte!"

(Aparición de la Niña, vestida de guerrillero, con el caballo, dice:)

N iña ¡No quiero sangre maldita,


no quiero que de mí nazcan
españoles que renieguen
de su sueño y de su alma!
Soy amazona de guerra.
Soy moza, doncella casta,
un pecho le di a la muerte,
y el furor de mis entrañas.
Soy niña que sólo quiere
ser guerrillera sin lágrimas
y morir, como los hombres,
herida en una emboscada.
L as tres
MUCHACHAS Sus pechos, que se estremecen,
al corazón no le engañan.
- L a copla, siempre la copla,
murmura en la fuente clara:
Voz (Dentro.)
“Niña, tus pechicos son
dos pirineos de nieve;
déjame que te los toque
aunque mi mano se hiele. ”
A p a r ic i ó n
d e l a n iñ a Si me tocas, enemigo,
tu mano se te quemara.
Soy amazona de muerte,
vengadora de mi alma.
La mano que a mí me toque,
será una mano abrasada
que se caerá de su brazo
cual rama que se desgaja.

(Desaparece la Niña.)

L as tres
m uchachas —La copla sigue diciendo,
cantando en los cielos, alta;
el rumor de la corriente,
que por los arroyos baja,
dice, cantando bajito,
lo que la niña se calla.
—La copla es como la alondra
cuando a las nubes se lanza:
Voz (Dentro.)
“¿En qué nos parecemos
tú y yo a la nieve?
Tú en lo blanca y galana,
yo en deshacerme. ”
L as tres
m uchachas Niña, campesina tierna,
hoy guerrillera tornada,
¿por qué volviste a la aldea,
por qué viniste a tu casa?
L a v o z de
l a n iñ a —Vine por mis hermanitos
que se quedaron sin guarda.
L as tres
m uchachas —Una cabra está en la puerta,

326
la miró como si hablara:
¡Tenía tristes los ojos
de tanto que la miraban!
¿Por qué volviste, la niña,
por qué viniste a tu casa?
L a VOZ DE
la NIÑA -V olví por mis dos hermanos
que se quedaron sin guarda.
Las tres
MUCHACHAS -E n el h o g a r a p a g a d o
lo s h e rm a n ito s llo ra b a n .
- A la entrada de la calle
le tendieron la celada.
-L e mataron el caballo.
-C a y ó herida en la barranca.
-Despedazaron su cuerpo
y machacaron su cara.
- E l agua corrió a su lado,
que era nieve deshelada,
como corría en el bosque,
entre pinos, y a las claras,
la encendida corza ardiendo,
la cervatilla encantada.
-Sangrando van por los campos
las huellas de sus palabras
cuando decía: ¡yo muero
por el sueño de mi España!

MUTACIÓN

C U A D R O OCTAVO

A l volver la luz, aparece una habitación muy pequeña, como calabozo, con ventana al
fondo enrejada. Sobre un catrecillo, o unas andas, el cuerpo de la Niña, tendido, como
muerto, medio desnudo y ensangrentado; la cabellera espesa y cubierta de tierra y sangre,
le cae sobre el rostro destrozado. A su lado, el médico y una enfermera, asistiéndola. A poca
distancia, elpadreJesuíta de la jomada primera. Tras un silencio largo comienza el diálogo
en voz baja, como en la alcoba de un enfermo.

327
M é d ic o (AlJesuíta, mientras trabaja.) ¿Se fue el juez y los otros?
J e s u ít a Se fueron.
M é d ic o ¿ D ije r o n si v o lv ía n ?
JE SU IT A N o dijeron nada pero creo que lo consideran inútil y a ...
M ÉD ICO ¿Pues, no fueron a buscar al cura, para un careo?
JE SU IT A ¿Y cree usted que sería posible?
M é d ic o N o.
(Pausa.)
E n ferm era ¿Más aceite?
M é d ic o C o m o q u ie ra .
JE S U IT A ¿Lo cree inútil?
M é d ic o Las horas o minutos que viva serán ya igual. E l colapso puede
producirse en cualquier momento. (Pausa. AlJesuíta.) ¿Cum­
plió usted su misión?
J e s u ít a (Fríamente.) Sí.
M é d ic o (Amargo.) ¿La suya o la que le encargaron los jueces?
J e s u ít a (Secamente.) Las dos.
M é d ic o (Con dureza.) Yo también la mía. Solamente la m ía...

(Mientras el Médico va a lavarse en una pequeña jofaina y se quita la bata, arreglándose,


aparece en la puerta, entre la pareja de guardias civiles, el señor cura, haciéndose
rápidamente cargo de todo con la mirada.)

M é d ic o Pase, señor cura, pase usted... Ha llegado demasiado tarde.


G u a r d ia ¿El señor juez?
M é d ic o Se fue. Esperen ustedes allá fuera.

(Salen los guardias y el señor cura se precipita sobre el cuerpo de la Niña, arrodillándose
a sus pies con la cara tapada entre las manos. Pausa larga. E l Médico, elJesuíta y la
Enfermera lo miran sin decir nada.)

M é d ic o ¿La conocía mucho, señor cura?

(El Cura no contesta, continuando en la misma postura. Luego, se levanta, y, con serenidad
forzada, pregunta alJesuíta.)

C ura (Fríamente.) ¿Qué hizo usted?


J e s u ít a (Fríamente.) Todo... lo que tenía que hacer. Cumplir con mi
deber.
M é d ic o Todos cumplimos con nuestro deber en estos casos, señor
cura. Yo también cumplí con el mío. Nada más.

328
C ura ¿Nada más? ¿Y usted no sabe cómo...?
M é d ic o Cómo se muere es lo único que yo puedo saber señor cura:
tal vez el padre, aquí presente, pueda saber más lo que a
usted parece interesarle: cómo la mataron... Yo sólo puedo
decirle que hay en su cuerpo dos heridas de bala, que no
hubieran sido mortales... tal vez... (mirando alJesuita confijeza)
si no se hubiera desangrado tanto... Ya sé lo que me pregunta
con la mirada señor cura... No puedo contestarle. Eso no
pertenece a mi oficio... ni a mi técnica... Este cuerpecito
golpeado, destrozado, como usted lo v e ... pudiera ser... ¿no
es cierto, padre? (alfesuita) que hubiera vivido... Ya le digo,
señor cura, que eso pertenece a otra técnica... una técnica
que yo no acabo de comprender bien... la que emplean los
jueces para hacerle hablar a una persona, enmudeciéndola
para siempre... Pero éstos son misterios, señor cura, que usted
y el padre podrán explicarse mejor que yo. Eso entra en lo
que ustedes llaman, creo (sonriendo), designios de D ios...
La ciencia es impotente ante ellos. Muy buenos días, señor
cura, buenos días padre... Yo soy el que nada tiene que hacer
ya aquí. (A la Enfermera que le interroga con los ojos.) Usted
quédese todavía, hasta el final. Buenos días, señores. (Sale.)

(Quedan junto al cuerpo agonizante, el Cura, el Jesuita y la Enfermera. E l Cura le


toma las manos a la Niña, intentando hacerse reconocer. La Niña, entre suspiro y queja,
parece reconocerle.)

C ura ¡Niña, mi Niña guerrillera! (Cae otra vez a sus pies sollozando.)
E n ferm era ¿Tanto la quería?
J e s u ít a Sus palabras son imprudentes, señor cura (ala Enfermera:) la
señorita y yo no las hemos oído...
C ura (Incorporándose y recobrando el dominio de sí.) Me dijo, padre,
que lo había hecho todo ya. ¿Intentó confesarla?
J e s u ít a (Fríamente.) Sí.
C ura ¿Se negó?
J e s u ít a A medias...
C ura ¿C óm o?
J e s u ít a A mis preguntas: ¿crees en Cristo; crees en nuestra santa
madre Iglesia?, no dijo que no...
C ura (Esperanzado.) ¿No dijo que no?
J e s u ít a No dijo que no, pero dijo: sí, creo en mi pueblo, creo en
España.

3Z9
C ura Por creer en ellos no se cierra el camino de la fe de Cristo.
¿Le dio la absolución condicional?
J e s u ít a (Fríamente.) No.
C ura ¿Por qué?
J e s u ít a No puedo suponer su arrepentimiento...
C ura Tampoco lo contrario. (Se acerca al cuerpo de la Niña.) Mírela.
¿No parece este cuerpo llagado, ensangrentado, el divino
cuerpo de Nuestro Redentor?
J e s u ít a ¿Delira, señor cura? ¡Qué blasfemia!
C ura (Exaltándose.) En el cuerpo de cada hombre padece Cristo
su pasión. Esas son sus huellas. Las veo. Las reconozco. Este
cuerpo herido, destrozado; estos hilos de sangre que corren
por sus brazos y sus manos, que llegan a sus pies... ¿no le
recuerdan, señor sacerdote, la figura santa del Crucificado ?
J e s u ít a ¡Qué horror!
E n ferm era (Al cura.) ¡Se acaba!... (Intenta arreglarle el cabello y taparle
las piernas, pero éstas se mueven con angustia y todo el cuerpo,
sacudido como para desasirse de su propia agonía.)
C ura (Arrodillándose, reza, y luego, en pie, murmura en voz baja la
absolución, bendiciéndola.) Ego te absolvo... in nomine Patris
et Phillio et Spiritu santi, am én... (La enfermera dice amén, y
se arrodilla.)
J e s u ít a (Cayendo al suelo de rodillas y tapándose la cara con las manos:)
¡Señor! ¡Señor!...

(Se hace un silencio terrible, percibiéndose rumores fuera. A l cabo se abre la puerta y
aparecen los dos guardias civiles; tras ellos un tropel de gentes, moros y falangistas. Se
adelanta eljuez, quien como si no se enterase de lo que pasa, sin mirar siquiera al cuerpo
muerto, dice al cura:)

J uez Señor cura, queda detenido. Estará en prisión en su casa hasta


nueva orden. (AlJesuíta.) Usted, padre, salga también de
aquí... Venga con nosotros.,.
C ura (Deshecho, con angustia.) ¿Qué vais a hacer?
J uez (Con violencia.) ¡Vamos!

(Los guardias cogen al cura empujándole hacia fuera. E l Jesuíta intenta intervenir, pero
el Cura le detiene con un gesto diciéndole:)

C ura “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán


a Dios. Bienaventurados los pacíficos, porque hijos de Dios

330
serán llamados. Bienaventurados los que padecen persecu­
ción por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. .”

(En este momento, confurioso ímpetu, elJesuíta, deteniendo a los guardias que empujan
al cura, se lanza a los pies de éste y besándole las manos solloza:)

J e s u ít a iPerdón!
CU RA (Levantándolo dice:) “ Bienaventurados sois cuando os mal­
dijeren y persiguieren y dijeren todo mal contra vosotros
mintiendo, por mi causa..

(Los guardias se llevan al cura violentamente, mientras elJesuíta queda inmóvil, clavado
en el suelo, y la Enfermera, a su lado, mira la escena con espanto. Un grupo defalangistas
se dirige entonces hacia el cuerpo muerto y, en ese instante, se hace oscuro total.)

MUTACIÓN

(Vuelven a aparecer como antes las muchachas y los niños alrededor de la fuente.)

L as tres
MUCHACHAS Pusieron su cuerpecito
destrozado, en unas andas.
Y ya muerta la colgaron
de lo alto de una rama.
—La nieve piadosamente
toda la noche le canta,
arrullándola en los vientos,
arropándola en la helada:
—Guerrillera fuiste, niña,
y guerrillera sin lágrimas;
muriendo como los hombres
herida en una emboscada.
—El sueño que tú soñaste
es sueño que sueña España.
Con tu muerte, guerrillera,
se hace sueño la esperanza.

MUTACIÓN

331
(Queda la escena a oscuras al principio, aclarándose lo suficiente para que se perciba un
paisaje de nieve y pinos. Arrastrándose por los suelos avanzan los guerrilleros, notándose
sólo sus bultos. Se oyen sus voces, conforme lo indica el diálogo.)

C h a m u sc o ¡L e jo s la lle v a ro n !
C arm ona ¡ Y a lta la p u sie ro n !
M o n t in o ¡C o m o p a r a q u e las m a n o s n o la a lc a n c e n !
P e d r iz o ¡N i lo s o jo s!
Pa s t o r S íg u e m e , M o n tiñ o , n o so tros la d esc o lg arem o s, m ien tras éstos
le a b re n p o r la tierra , b a jo la n ie v e , su c a m in o d el c ie lo ...
A s t u r ia n o P o q u ito a p o c o : lo m á s d u ro es r o m p e r la c o rte z a h e la d a .
¡M a d r e , a ti te la d a m o s q u e e ra tu y a y fue n u e stra !
T r is t á n ¡S ie m p re s e r á n u e stra !
S e b a s t iá n ¡M á s h o n d o , m á s h o n d o , q u e y a a lb o re a !

m u t a c ió n

(Sigue, como antes, el coro, diciendo el romance.)

L as tres
m uchachas —L a e n te rra ro n e n la n ie v e
los g u e rrille ro s , a l alb a.
—Y tan ta n ie v e c a ía ,
c u b rié n d o la , ta n ta i a y ! tanta,
q u e h izo o b e lisc o d e h ie lo ,
tú m u lo d e p u ra g ra c ia ,
e l s ile n c io a l e n v o lv e r la
d e su e ñ o c o m o m o rta ja .
- S o le d a d e s la lle v a ro n .
—S o le d a d e s la a c o m p a ñ a n .
- S o la , n iñ a g u e rrille ra .
—S o la , su e ñ o ; so la , E sp a ñ a .
—C u a n d o p a se n la s g u e rrilla s
p o r estas n ie v e s m á s altas
re c o g e r á n d e la n iñ a
tan só lo u n a p iz c a , n a d a .
—E l a n h e lo d e su ra stro .
—E l su sp iro d e su alm a.
—E l so n id o d e su n o m b re .
—E l e co d e su s p isa d a s.
- ¡P o r a q u í p a s ó la n iñ a,

332
la guerrillera del alba,
puesto en el cielo su grito
y en la tierra su venganza!
- E l silencio de su sueño
fue su tumba solitaria.
-A q uí está la Primavera
bajo nieve sepultada.
-N o lo saben ni las sombras
de las nubes cuando pasan.
-¡Tan sólo otra guerrillera
podría resucitarla!

MUTACIÓN

CUADRO N O VEN O

Alta cumbre nevada. Túmulo de nieve. Luz de amanecer. Entran las Tres Viejas, envueltas
por completo en sus negros mantos, sentándose junto al túmulo, mientras dicen:

L a s t r e s v ie ja s -¿Q ué precipitado alud


de nieve y ceniza vierte
su siniestro afán de muerte
sobre tan clara virtud?
-C aída, la excelsitud,
mensajera ¿no es oscura
el alma que la procura
sospechosa de su luto?
-¿D e otoño es el dulce fruto
y semilla de amargura?

(Quedan lastres negras figuras de las viejas inmóviles, como estatuas de sombra, y
entran las tres muchachas, que se adelantan, con ritmo de baile, como al fin del cuadro
segundo, y dicen.)

Las tres
MUCHACHAS -Antes que amanezca el día.
-Cuando más brilla el lucero.
-Te diré lo que callan las sombras.
-Callaré lo que dicen los ecos.
-Te diré...

333
—Te diremos...
-¡N o hay flores sobre la nieve
si no son flores de ensueño!
—Al alborear el d ía...
—Cuando más tiembla el lucero...
—Te diré lo que ignoran los vivos.
—Callaré lo que saben los muertos.
-Te diré
-T e diremos...
-¡Bajo la nieve yace
la flor que no la quema el aire!
-Cuando haya salido el sol...
—Escondiéndose el lucero...
—Te diré lo que espera la tierra
cuando entraña la muerte en su seno.
—Callaré lo que sueña la nieve
envolviendo la tierra en silencio.
—Te diré
—Te diremos...
-¡Duerme bajo la nieve
la flor que no se hiela con la muerte!

FIN DEL CUADRO NOVENO DE LA JORNADA III Y DEL ROMANCE

334
LA SA N G R E D E AN TÍG O N A
M IS T E R IO E N T R E S ACTO S
PERSONAJES

P ap eles h a b la d o s: Papeles cantados:

a n t íg o n a LA SOMBRA DE POLINICE
ISMENA (en el p rim e r acto) LA SOMBRA DE ETIOCLES
EL MENSAJERO CREÓN
DOS SOLDADOS HEMÓN
DOS CORIFEOS ISM EN A

CREÓN (en el p rim e r acto) EURÍDICE


(8 voces, enmascaradas de
risa y de llanto)
CORO II (Coro mixto en la orquesta)
EL NIÑO
TIRESIAS

337
A C T O P R IM E R O

M e n s a je r o La ciudad de Tebas después de padecer un sitio angustioso ha


visto huir por cada una de las siete puertas de sus murallas a
sus sitiadores vencidos.
Pero en su victoria cayeron juntos los dos caudillos de su lucha,
hermanos de una misma sangre, víctimas de un mismo destino.
Para que se cumpliese en ellos la maldición paterna.
Murieron matándose: uno a manos del otro, en un solo abrazo
de muerte. Su sangre se ha juntado en la tierra, pero sus cuerpos
yacen separados para siempre por la voluntad de los vivos.
La ciudad rinde su homenaje a Etiocles dándole las honras
fúnebres del sepulcro, mientras deja a Polinice insepulto, entre­
gado a las aves carnívoras y a los animales inmundos. Premia
al uno y al otro lo repudia y castiga.
La sangre de los dos hermanos se hace llanto en el corazón de
la tierna Ismena, y se levanta como una llama ardiente en el alma
luminosa de Antígona, que eleva hasta los cielos su grito, como
una interrogación acusadora, entre los vivos y los muertos.

E sc e n a p r im e r a

C oros Fuiste herido y heriste.


Has muerto por haber matado.
Creaste tus propios dolores
y tú solo los padeciste.

C oro I ¡Que corran las lágrimas y rompan tu aliento los sollozos!


¡Ay de mí!
¡Ay de mí!

C o r if e o I El alma rebosa en el llanto su locura.


C o r if e o II En lo profundo de nuestro ser gime el corazón.
C o r if e o I Ésta es la causa de todas las lágrimas.
C o r if e o II La víctima de todos los males.
C o r if e o I Tu hermano te mata para que tú mates a tu hermano.

339
C o r if e o II Doble crimen. Doble impiedad.
C o r if e o I Que avivan en el alma su recuerdo.
C o r if e o II Que pone ante los ojos su espantosa imagen.
C oro I iAy de mí!
¡Ay de mí!
Las desdichas son una afrenta para quien las mira.
Y son las que vemos cuando tornamos del destierro.
Ni aun matando pudieron encontrar su patria.
Apenas han vuelto y ya mueren.
Y mueren matándose.
Terrible es si lo miras.
Espantoso si lo recuerdas.
Más les valdría haber sido enterrados vivos que desterrados
muertos.
El furor de su propia sangre les ha juntado.
No los separéis en la muerte.
¡Ay de mí!
¡Ay de mí!
L as vo ces Que corran las lágrimas y rompan tu aliento los sollozos.
C o r if e o I La sangre se hizo sueño.
C o r if e o II Y su sueño sombra.
C o r if e o I La sangre se vierte para que perezca el amor.
C o r if e o II Y para que el odio prevalezca.
A n t ìg o n a ¡Callad los vivos!
No enmascaréis de palabras vanas, ni veléis con vuestros gemidos
sollozantes, el claro silencio de los muertos.
¡Invencible muerte!
¿Por qué callas?
¡Vencido amor! ¿Por qué hablas todavía?
Mi alma está muerta.
Y habla el lenguaje de los muertos.
C o r if e o I Tu alma está viva y habla el lenguaje del amor.
A n t ìg o n a Me espanta la piedad.
C o ro ¡Ay! ¡Vencido amor!
A n t ìg o n a ¿Cuál es el nombre del amor si no es vencimiento?
C o r if e o I El nuestro tiene un nombre sólo: queremos la vida. Tu amor
no tiene nombre, Antígona; porque has traicionado la vida
dándole el nombre de la muerte, abriéndole las puertas del
Infierno.
C oro I ¡Ay, vencido amor!

34°
A n t íg o n a Vosotros sois la voz del Infierno. Clamáis por una vida condenada.
Yo grito por una invencible muerte. Por el vencido amor.
C oro I ¡Ay! ¡Vencido amor!
A n t íg o n a ¿Qué buscáis vosotros en el silencio de los muertos?
C o r if e o I Buscamos la vida.
A n t íg o n a Yo busco la libertad del amor.
C o r if e o II ¿Y crees que es ésa lajusticia?
A n t íg o n a Es la verdad. Vosotros cerráis la ciudad con siete puertas amu­
ralladas para ahogar vuestra voz gimiente en un eco infernal de
tumba. No hay latido de corazón que pueda traspasar esa losa.
Yo cubriré de tierra y de ceniza el abandono del cuerpo sin vida.
C oro I ¡Ay! ¡Vencido amor!
I sm en a No lo toques, Antígona. Teme la maldición de los vivos.
A n t íg o n a ¿Vienes conmigo o quieres quedarte en el sepulcro ?
Ism en a Los dos muertos son nuestros hermanos.
A n t íg o n a Como todos los muertos lo son. Pero no para compartirlos.
Ism en a ¿Pues para qué, Antígona?
A n t íg o n a Para separar sus silencios.
I sm en a Sus silencios juntos pueden ser un solo silencio en nuestro
corazón.
A n t íg o n a Si enmudecieran nuestra sangre.
I sm en a ¿Pues qué dice esta sangre nuestra?
A n t íg o n a Invencible muerte. Vencido amor.
C oro I ¡Ay! ¡Vencido amor!
A n t íg o n a Nuestra sangre maldita no puede engendrar hijos.
Nuestros hijos son todos los muertos.
C o r if e o I Murieron para que viva la ciudad.
A n t íg o n a ¿Esa es vuestra victoria?
I sm en a Nos han separado en nuestra sangre, hermana; nos han juntado
en nuestros muertos.
A n t íg o n a No nos han juntado. Tú no estás conmigo.
Tú no puedes seguirme. Porque tú no lloras por ellos: lloras por
ti. Y por mí. Lloras por nosotros. Tienes miedo. Y a mí no me
basta con ese espanto.
Ism en a ¿Es eso piedad?
A n t íg o n a ¡Porque es amor!
I sm en a ¡Terrible amor!
¡Espantosa piedad!
A n t íg o n a ¡Dejadme a mí sola la piedad del amor! Llevaros vuestro miedo.
¡Vida inoportuna! ¡Huye de mí! ¡Aparta de mí tu caricia!

34 '
¡Que el viento no toque mi frente. Ni la luz mis manos, ni mis
párpados, abriendo mis ojos al sueño!
¡Fantasma del tiempo, no me sigas! ¡No soy tuya ya!
¡Sombras, nacidas de la sangre, hermanas mortales de los sueños
venid conmigo!

MUTACIÓN

Evocation musicale (avec voix) de la bataille.


Etiocles y Polinice se entre matan.
Se rinden honras fúnebres a Etiocles
y se abandona el despojo mortal de Polinice.
Música y coros mientras Antígona recita el soneto.

A n t íg o n a De sombra, sueño y sangre está tejido,


con hilo de ilusión, el transparente
tramado de la vida, mortalmente
en sangre, en sueño, en sombra convertido.

El tiempo, trastornando su sentido,


lo toma en un sentir que no se siente.
No hay sueño que no pueda, de repente,
quedarse por la angustia suspendido.

Cuando la luz me prende sin tocarme,


no hay sombra que no puede ser vencida;
Porque sólo el amor puede asombrarme.

No hay sangre que no pueda ser vertida.


Todo lo que el amor puede quitarme
no me dará otra muerte, ni otra vida.

C o r o II ¡Ay de mí, triste!


¡Ay de ti, sola!
Las sombras hieren
tu corazón.
¡Calle tu boca!
¡Cese tu llanto!
Mudo es el grito
de tu dolor.
¡Ay de mí, triste!

342
¡Ay de mí, sola!
Tu llanto es sangre.
Tu voz, gemido.
¡Ay de tu vida,
vencido amor!
¡Ay vencido amor!
A n t Ig o n a “ ¡Ay de mí que, desdeñada de los vivos, vengo a importunar a
los muertos!”
(Aparición de las sombras.)
So m bra de
P o l in ic e ¿Por qué vienes a sepultarme?
So m bra de
E t io c l e s ¿Por qué no vienes a sacarme del sepulcro?
A n t íg o n a ¿No es justo que volváis a la tierra?
S. DE P.
y S. DE E. Nuestra sangre ya volvió a ella. Para no separarnos más por la
muerte.
A n t íg o n a ¿Dónde estáis, entonces, si no entre las sombras del Infierno?
S. d e P.
y S. d e E. La sangre que queda de nosotros está en ti, y nuestro sueño
vive solamente contigo.
A n t íg o n a Vuestra sangre ha sido semilla de mi horrible sueño y mi sueño
os ha vuelto sombra. Ahora oigo vuestras voces en mi corazón,
diciéndome que no estáis muertos; porque habéis matado.
Matasteis para no morir. Por temor el uno del otro. Pero yo estaba
entre vosotros, invisible, y vuestro hierro fratricida fue a mí a
la que hirió de muerte.
S. d e P.
y S. d e E . Nosotros vivimos en ti. Para no dejarte vivir sin nuestra sangre.
A n t íg o n a En mí la sangre es inocente y no podrá nunca juntarse con la
vuestra.
L a s d o s S. Tu sangre es impura como la muerte porque heredaste con
nosotros la misma culpa.
A n t íg o n a Yo no engendraré hijos de sangre y rescataré con mi muerte
esa sangre que vosotros habéis vertido. Yo la dejaré que se hiele
de muerte en mi corazón sin ser vertida.
L a s d o s S. No lo hagas, Antígona; tu sacrificio sería inútil.
A n t íg o n a Yo no sacrifico mi corazón a los dioses, sino a los hombres.
S. de P. Los hombres no lo aceptarán.
S. de E. ¡No lo hagas, Antígona!
S. de P. Sólo un Dios que se hiciere hombre podría aceptarlo.

343
A n t íg o n a Yo amaría a ese Dios, porque no podría darme hijos de sangre.
L a s d o s S. Te los daría de sombra y de sueño.
A n t íg o n a Vosotros sois esa sangre impura que engendra en mis sueños
vuestras sombras. Vosotros, matándoos, sacrificasteis mi corazón
a vuestro destino. Vosotros me arrancasteis la libertad del amor.
Y ahora estoy prisionera de vuestras sombras.
S. de E. ¡Antígona!
S. de P. Antígona, ¿por qué vienes a ocultarme?
S. d e E ¿Por qué no vienes a libertarme del sepulcro?
A n t íg o n a ¿Qué queréis que haga?
L a s d o s S. Vivir por nosotros y no morir en vano.
A n t íg o n a ¿Por vosotros también debo matar? No, no quiero morir como
vosotros, matando. No quiero matar. No quiero tener que matar
para que otros vivan de la muerte. Yo no quiero vivir ni morir,
sino ser.
S. de P. Pondrás a los muertos en guerra con los vivos.
S. DE E. Y tú vivirás en un sepulcro.
A n t íg o n a ¡Ay de mí! ¿Por qué dices eso?
S. de P. Porque todo lo que no mires a través de nuestra sangre estará
muerto para ti.
S. de E. Porque todo lo que sientas que no tenga el latido de nuestra sangre
en tu corazón te será extraño.
A n t íg o n a ¿Por qué me apresáis, tan dolorosamente, con las duras cadenas
de vuestro destino?
S. de P. Porque nuestro destino es el tuyo. Es el destino de nuestro pueblo.
S. de E. El destino de nuestra ciudad.
A n t íg o n a ¿Cuál es ese destino?
S. de E. ¡Antígona!
S. de P. ¡Antígona! ¿Por qué viniste a sepultarme?
S. de E. ¿Por qué no viniste a libertarme del sepulcro?
(Las sombras desaparecen.)
A n t íg o n a ¿Si los muertos no quieren mi vida, por qué quieren los vivos
mi muerte?
(Entran dos soldados.)

A n t íg o n a y l o s s o l d a d o s

S o ld ad o I ¿Quién es esa mujer que anda entre los muertos?


S o l d a d o II Parece un fantasma de Antígona.
A n t íg o n a No soy un fantasma. Soy yo, Antígona.
S o l d a d o I y II ¿Antígona?

344
A n t íg o n a ¿Por qué os sorprendéis?
S o ld ad o I ¿Sabes que tenemos orden de prender al que trate de enterrar
a Polinice?
A n t íg o n a Está bien, prendedme.
S o l d a d o II Te hemos visto echar tierra y ceniza, piadosamente, sobre su
cuerpo.
A n t íg o n a Pero no me visteis abrir la losa de una tumba.
S o ld ad o I ¿También lo hacías?
A n t íg o n a ¡Tal vez debí hacerlo!
S o ld ad o I ¿Para desenterrar a tu otro hermano?
S o l d a d o II Eso sería peor todavía.
A n t íg o n a ¿Por qué peor?
S. I Y II (Entre sí.) ¡Ha perdido el juicio!
A n t íg o n a ¿Y si de veras lo hubiera intentado? No es vuestra misión
averiguarlo. Para vosotros basta con que haya desobedecido.
¿Sabéis lo que os digo? Que peor que la muerte es el Infierno.
S o ld ad o I Pero el Infierno es el reino de la Justicia. ¿Tú no crees en sus
juicios divinos?
A n t íg o n a ¿Creéis vosotros? ¿Quién os ha mandado contra mí? ¿A quién
obedecéis, ahora que mis hermanos están muertos?
S o l d a d o II Obedecemos, como antes, al Rey.
A n t íg o n a Los Reyes han muerto: su propio poder real los ha matado.
Ese que llamáis Rey es un fantasma.
S o ld ad o I Él manda en la ciudad. Todos le obedecemos.
S o l d a d o II También tú debieras obedecerle. Su hijo te ama; era tu esposo
prometido.
A n t íg o n a ¿Quién os lo ha dicho? Yo no obedezco ni amo a esos fantasmas.
Yo no puedo ser real más allá de mi propia sangre.
S o ld ad o I ¿Por qué buscas la vida entre los muertos?
A n t íg o n a Porque no amo la vida.
S o l d a d o II ¿Y amas la muerte?
A n t íg o n a (Pensativa.) Tampoco la amo.
S o ld ad o I ¿Pues qué quieres, Antígona, si no quieres la vida ni la muerte?
A n t íg o n a Quiero ser Antígona.
S o l d a d o II ¿No lo eres?
A n t íg o n a Lo estoy siendo ahora.
S o ld ad o I ¿Y por qué ahora?
A n t íg o n a Porque es ahora cuando habéis venido a prenderme.
S o ld ad o I Desobedeciste la orden del Rey.
A n t íg o n a No es orden para mí.
S o l d a d o II ¿Ni justicia?

345
A n t íg o n a L a d e l In fie rn o , vo so tro s lo h a b é is dich o.
S o ld ad o I P e o r q u e la m u erte es el In fie rn o , dijiste tú.
A n t Ig o n a ¡Y au n sería p e o r q u e n o h u b ie ra In fie rn o !
S o ld ad o I ¿P o r q u é, A n tíg o n a ?
A n t íg o n a P o rq u e en to n ces ta m p o c o h a b ría p ied a d .
S o ld ad o I ¿ D e b e m o s p re n d e rte ?
A n t íg o n a P o d éis h a ce rlo .
S o ld ad o II ¿ E s ju sto ?
A n t íg o n a E s n ecesario .
S o ld ad o II ¿ P a ra c u m p lir c o n n u estro d eb er?
A n t íg o n a P a ra c u m p lir co n v u e stra fuerza.
S o ld ad o I S o m o s fuertes p o rq u e o b e d e c e m o s la L e y .
A n t íg o n a ¿ Y el p u e b lo ta m b ié n la o b e d e c e ?
S o ld ad o I T a m b ié n , A n tíg o n a .
A n t íg o n a ¿ A la le y o a la fu erza ?
S o l d a d o II A las d os cosas a la vez.
A n t íg o n a ¿ Y c ó m o n o p u e d e se p a ra rla s?
S o l d a d o II P o rq u e n o d eb e.
A n t íg o n a P a ra p o d e r c o n s e rv a r la vid a .
S o ld ad o I Y el re sp e to a la m uerte.
A n t íg o n a N o h a y m u erte, sin o m u erto s.
S o ld ad o I Q u e n o s im p u sie ro n la L e y .
A n t íg o n a C o m o sus m u rallas.
S o l d a d o II Y “ el p u e b lo d e b e d e fe n d e r la L e y c o m o sus m u ra lla s” .
A n t íg o n a ¡L a s lo sa s d e la tu m b a!
S o ld ad o I Síguenos, Antígona.
A n t íg o n a ¿ A d o n d e q u eréis q u e os siga?
So ld ad o II A d o n d e n o s h a n m a n d a d o lle v a rte .
A n t íg o n a ¿ C o n lo s fan ta sm a s? ¿ D e ja ré d e h a b la r c o n las so m b ra s d e los
m u erto s, p a r a e m p e z a r a h a b la r c o n lo s fan tasm as d e lo s v iv o s ?
S o ld ad o I ¿S o m o s n o so tro s so m b ra s o fan tasm as?
A n t íg o n a V o so tro s sois m u erto s. T o d o el q u e o b e d e c e es u n m u erto .
¡Y o n o sé si y a e m p ie z o a serlo ! ¿ P o r q ué n o m e p re n d é is?
S o ld ad o I P o rq u e n o n o s a trev em o s a to ca r tu c u erp o .
A n t íg o n a ¡ Y os a trev éis a q u itarm e la lib e rta d !
S o ld ad o II Q u e re m o s q u e n o s sigas lib rem en te.
S o ld ad o I Te p e d im o s q u e v e n g a s c o n n o sotros.
A n t íg o n a P o d é is lle v a rm e .
S o l d a d o II Pero no queremos. Preferimos pedirte que nos sigas.
S o ld ad o I Te ro g a m o s q u e n o s sigas, A n tíg o n a.
A n t íg o n a Y a os sigo. V a m o s.

346
(Coros, Creón y Eurídice. Antígona.)
ANTÍGONA Una niebla ciega mis ojos
a la luz de la vida.
Arde en mi corazón una
oscura llama invisible.
La siento temblar en mis párpados;
latir entre mis manos;
subir hasta mi lengua,
afilando su cuerpo agudo para
traspasar -como una flecha-,
el arco tendido de mis labios
sangrientos, rompiendo su
terrible secreto.
Como una máscara de hielo se ha
posado sobre mi frente.
Me aprieta el rostro este dolor
como si quisiera descarnarlo
hasta los huesos, arrancándome
la máscara de mi sangre.
Soy como un cristal transparente
por eso no me veis vosotros que
me estáis mirando. Ni me oís,
escondida por tan espantosos
silencios.
¡Ay de mí! ¡Que agonizo sin
esperanza!
Sola, entre los vivos y los
muertos. Mis palabras se apagan
con sus sombras. Mi alma se
consume, derribada, sin ímpetu
y sin vuelo, caída al empuje de
la pena; vencida por esta mortal
pesadumbre.
¿Qué puedo yo hacer, desesperada,
con esta luz pura de mi alma?
¿Por qué vivo? ¿Por qué doy la vida?
¿Quién arrebata de mi cuerpo la
imposible caricia del amor que
inútilmente lo estremece?
¿A quién amo?
¿El qué odio?

347
¿Cuál puede ser mi esposo, sino
mi propio cuerpo puro, convertido
en vacío esqueleto, despojo de
la muerte?
¿Y por qué morir? ¿Para quién?
¿Por quién muero? ¿Para qué muero?
¿Vengo a decir que no a la vida,
como un hombre, para decirle, como
una mujer, que sí a la muerte?
C o r o s I y II ¡Mirad, mirad a Antígona!
Como un fantasma
entre los vivos.
Como una sombra entre los muertos.
No es como nosotros.
Ni como ellos.
No la quiere el Infierno.
Y la rechaza el Cielo.
¡Mirad, mirad a Antígona!
Poderosa y débil a un tiempo.
Inocente y culpable.
Como un niño.
Como una deidad terrible.
Valerosa y atemorizada.
Segura e incierta.
Sus pies no pesan sobre la tierra.
Y sus manos ya no se juntan para suplicar.
Como si nos señalaran, con sus dedos,
un corazón vacío.
Vacío, vacío y solitario.
¡Ay de ti, Antígona!
La soledad de los muertos te acompaña.
No hay sangre en tu rostro.
Tus largos cabellos acarician la luz.
Y tus pies no pisan la tierra.
¡Ay de la que está sola!
¡Ay del corazón circunciso!
¡Que nunca conocerá esposo!
Mirad a Antígona, la misteriosa.
Que viene para ser juzgada.
¿Quién podría juzgar a un sueño de luz?
¡Mirad a Antígona!

348
Parece un fantasma entre los vivos.
Y es una sombra entre los muertos.
La sangre se hiela en nuestros corazones al contemplarla.
Y las palabras de piedad se hacen
temblor de espanto en nuestros labios.
¡Ay de ti, Antígona, que fuiste a
sorprender el secreto de los muertos!
¡Y desdeñaste el horror mortal
de los vivos!
Tu sangre no será vertida.
Y tu vida será sacrificada;
entregada al vacío de la tumba.
No bajes los ojos.
No te niegues a nuestras miradas.
C reó n ¿Eres tú, Antígona, la que se rebela contra los vivos y los muertos,
la que desobedece a su Ley?
A n t íg o n a ¡Obedezco a mi sangre!
¡Soy yo!

F IN D E L A C T O P R IM E R O

349
ACTO SEG U N D O

C reó n ¿Eres tú, Antígona? ¿Eres tú?


C o r o II ¡Sí! ¡Es Antígona! ¡Antígona!
V o ces Antígona.
Como una sombra.
Como la luz.
Como la Primavera.
C o ro Nadie la juzgue.
Nadie, nadie.
Nadie la condene.
Nadie, nadie.
V o ces Es culpable.
Es inocente.
Enterró a su hermano.
Desenterró a su hermano.
Pecó contra la Ley.
Pecó contra el amor.
Es culpable.
Es inocente.
¡No! ¡No!
¡Sí! ¡Sí!
Vencerá a la muerte.
Romperá el sepulcro.
¡Vivirá, vivirá!
¡Vivirá, vivirá!
V o ces ¡Piedad!
¡Justicia!
¡Amor!
C reó n ¡Antígona! ¿Vuelves del Infierno?
C o r o II ¡Antígona, Antígona! ¿Vuelves del Infierno?
¿Vuelves del Infierno, Antígona?
¡Di! ¿Vuelves del Infierno? ¡Di!
V o ces Como una sombra.
Como una luz.
Como la Primavera.
C o ro Nadie la juzgue.
Nadie, nadie.
Nadie la condene.
Nadie, nadie.
V o ces Es culpable.
Es inocente.
Enterró a su hermano.
Desenterró a su hermano.
Pecó contra la Ley.
Pecó contra el amor.
Es culpable.
Es inocente.
Vencerá a la muerte.
Romperá el sepulcro,
iVivirá, vivirá!
iMorirá, morirá!
C reó n ¡Antígona! ¿Qué hiciste de tu hermano?
C o ro Enterrarlo.
Desenterrarlo.
C o r o II ¡Nadie la juzgue!
¡Ninguno la condene!
C reó n ¿Eres tú, Antígona? ¿Vienes del Infierno?
V o ces Como una sombra.
Como la luz.
Como la Primavera.
¡Qué alegría!
¡Qué dolor!
¡Parece hierba estremecida!
Capullo verde.
Pájaro ligero.
Agua que corre.
V o ces y
C o r o II ¡Ama!
¡Vive!
¡Sueña!
A n t íg o n a (Recitado sola confondo de voces solas.)
¡Con qué paso pausado y cauteloso
se acerca, viene a mí, la Primavera!
Tan paso a paso como si quisiera
traspasarme de anhelo temeroso.
No la teme mi afán por receloso
sino porque la espera y desespera
esperando morir, como si fuera
morir, volver a un renacer gozoso.

¡Ya se me acerca al alma su alegría!


Tanto como se aleje del sentido
con íntima ilusión de lejanía.

¡Tan lejos ya! -¡tan cerca!- lo que ha sido,


como un será que sólo ya sería
el cerco doloroso de su olvido.
(Cantado.)
E u r íd ic e ¿Eres tú, Antígona?
H em ó n ¿Eres tú?
I sm en a ¿Eres tú?
(Recitado.)
A n t íg o n a Soy yo. Soy yo. Soy yo.
Aparecida como el día, que
ciñe de sangre el horizonte
antes de que rompa su aurora.
La que me enciendo en lo tenebroso
como la estrella, sin amanecer y sin ocaso,
con apariencia eterna.

(Fondo de orquesta.)

La que vuelve del Reino infernal


de las sombras, iluminada, como el sueño,
como el amor, como la Primavera.

Vuelvo de entre las sombras


infernales, luminosamente, con
el alma encendida de amor
y de horror; de asombro y de espanto.

Vosotros no podréis seguirme. ¡Dejadme sola!

Me sigue el vuelo oscuro, el grito triste


de las negras aves solitarias, seguidoras
del rastro sangriento de la muerte.
“Allí donde yace el cuerpo muerto
se juntarán también las águilas.”

Y yo fui a disputarles su presa.

Un solo cuerpo muerto habíais ofrecido a sus garras,


como una afrenta y como un castigo.

No soy yo. Son ellas, las aves siniestras,


las que os acusan y condenan.

¿No escucháis sus gritos de muerte


como si clamaran por la justicia?

Juntos murieron mis hermanos,


de una sola y única muerte,
cumplidora de un mismo destino.

¿Por qué habéis querido separarlos?

¿En nombre de qué ley más poderosa que la de su sangre?


¡La de mi sangre!

Ellos murieron juntos, unidos por un mismo afán desesperado,


peleando el uno contra el otro para matar cada uno
en el otro lo que querían matar en sí mismos:
-su propia sangre-. Lo que yo quiero matar también en mí.

Los dos defendían una misma libertad,


una misma justicia. Pero no un mismo amor.

iSi hubiesen derribado esas murallas separadoras


tal vez los dos se habrían juntado en otro abrazo
que no hubiera sido el de la muerte!
¡Por un mismo amor!

Vosotros habéis negado ese amor con vuestra Ley,


con vuestras murallas, con vuestra fuerza.
Y queréis prolongar el odio, más allá de la muerte,
separando sus cuerpos desangrados,
cuando ya la tierra ha bebido, juntándolas en una sola,
esa sangre suya.

Yo no derramaré más esta sangre.

Aunque ahora escuche y mire cómo sonríe y florece


en sus praderas iluminadas la que regó esta tierra nuestra.

Porque escucho esa sangre que me grita en mi corazón:


¡No quiero ser vertida!
Porque la siento arder en mi rostro, prisionera,
diciéndome en el arrebatado de pudor virginal que lo
enciende y que lo ilumina: ¡Yo quiero ser fecunda!
¡Como si yo fuese la Primavera que vuelve del Reino sombrío
de los Infiernos para encender la sangre generosa
con que regar las siembras humanas de la vida!

¡No! ¡No! ¡No!


¡No quiero esa sangre mortal que me quema y que me consume!
No quiero oír, no quiero ver esa primavera.

¡Siento que se levanta en mí el orgullo, la ira,


de todo mi ser contra mi sangre!

¡No quiero vivir engañando el vacío de mi


corazón con su esperanza vana!
¡Ay de mí! ¡Demasiado la siento esta ilusión de vida
como si quisiera aprisionarme con sus mentirosos fantasmas!
H em ó n (Cantando.)
Tú no oyes lo que dices.
Tú no ves tu mirada.
Tu sombra desangrada
arranca tus raíces.

Te dices y desdices,
dichosa y desdichada,
diciendo todo y nada,
porque te contradices.

Lo que miras te asombra


porque tu voz se quiebra
cuando apenas lo nombra.

355
Eres como la hiedra
una mano de sombra
que acaricia la piedra.
C o ro ¡Viva, viva Antígona!
E u r íd ic e ¡Por piedad! No tengas otro afán. Vuelve de tu Infierno.
ISMENA ¡Por tu amor! Vive por tu amor. No tengas otra esperanza.
Vuelve de tu Infierno. ¡Como el sueño, Antígona!
E u r íd ic e No tengas otro afán.
ISMENA Ni otra esperanza.
H em ó n ¡Vive para amar, para morir! ¡Antígona! Por piedad. Por tu amor.
E u r íd ic e ¡Vuelve, vuelve de tu Infierno! Antígona vuelve, por piedad.
ISMENA ¡Vuelve como el sueño!
H em ó n ¡Como el Amor!
C oro Vuelve como la Primavera.
Antígona no tengas otro afán. Ni otra esperanza.
¡Vive para amar, para morir, Antígona!
C reó n ¡Basta! ¡Basta!
¡Antígona! ¡Estás condenada a morir!
V o ces ¡Es justo! ¡Es necesario!
¡Es injusto! ¡Es cruel!
¡Muera! ¡Muera!
¡Viva! ¡Viva!
E u r íd ic e ¡Piedad, Creón!
ISMENA ¡Amor!
H em ó n ¡Justicia!
C reó n ¿Quién pide Justicia?
H em ó n ¡Yo, tu hijo!
C reó n ¿Qué justicia pides?
H em ó n ¡La de la vida!
C reó n ¿No temes mi cólera?
H em ó n ¡La temo por ti!
C reó n ¡No te conozco!
E u r íd ic e ¡No lo maldigas!
I sm en a ¡Piedad!
H em ó n ¡Justicia!
I sm en a ¡Amor!
V o ces ¡Ay de ti, Antígona!
¡Sola y pura como tu estrella!
¡Como tu libertad!
¡Ay de ti, Antígona!
¡Ay de ti! ¡Ay!

356
(Todo queda como en suspenso.)
ANTÍGONA (Recitado.)
He roto las cadenas de la sangre
que me unían a la vida por la muerte.
La fuerza de mi fuego, hecha una sola llama,
me consume y me apaga ante vuestros ojos.
Mi libertad es esa llama que destruye
aquello mismo que la sustenta.
Pero, no me dejaré morir de ese modo, abandonada.
Soy libre. Estoy sola.
Y con la pureza de este amor mío, desesperado,
forzaré a la muerte hasta arrancarle su secreto.

¡Me libertaré también de mí misma!

¡Ay de mí! ¡De mi vida!


¿Creéis que no la siento, mi vida, desgarrándome las entrañas?
¿No soy mujer?

¿No podré sentir en mi carne la alegría engendradora,


y en mi corazón romperse esta alegría con el grito infantil de
un sollozo?

¿No estaría más sola? ¿No sería más libre, más pura,
cuando otra nueva vida naciera de mi sangre,
se alumbrara en mí, por mi deseo,
separándose de mis entrañas?

¡Siento esta vida mía, fuera y dentro de mí,


que me abrasa, que me consume!

¿Creéis que no me atormenta con su esperanza,


que no me acaricia con su ilusión,
como una mano poderosa, suavemente apretada con la mía,
sintiéndola fundirse con mi pulso;
con el latido precipitado de mi corazón libre,
solo, puro, palpitante?

¿Creéis que no me penetra por los ojos,


por los oídos, por la piel, por mis sentidos temblorosos,
este musical encanto de luz, de olor, de amor, de Primavera?

357
¿No me véis? ¿No me oís?
¡Soy yo, la que desaparece, como el día,
ciñendo de una línea de sangre el horizonte!

¡Soy yo, la tenebrosa, la que enciende


ante vuestros ojos, la noche estrellada!

La que se apaga como una llamita trémula en la lumbre


escondiéndose entre las brasas, como un ascua ardiente.
¿Dónde enterraré para siempre esta luz de mi alma?

(Se oye entre bastidores la voz del niño que guía al ciego adivino.)

N iñ o (Canto solo.)
A h : ......................................................................................

(Canto y orquesta.)
Prisionera del aire,
mi canción es un eco,
juguete entre las manos
infantiles del viento,
capullo de la sangre
entre los labios preso.
Flor, caricia de luz,
estremecido pétalo.
Verdor de la hoja viva;
oro de su destello
mortal, cuando el otoño
prende en ascuas el suelo.

(Tiresias y el niño aparecen en escena.)

N iñ o Escondido rescoldo.
Mi canción es un eco.
Una voz desangrada
temerosa de serlo.
¡Corazón de la brisa!
¡Palpitante deseo!
¡Lengua de viva llama!
¡Labio de puro fuego!
Mi canción no es un canto.
Mi canción es un eco.
Lo que dice mi voz
lo desdice el silencio.
Ah: ........................................

T ir e sia s (Cantando.)
¡Oídme! ¡Oídme todos! ¡Oídme!
Mis ojos ven la lejanía, y están ciegos para lo cercano.
Los ojos de un niño, miran por mí.
¡Oídme! ¡Oídme todos!
¡Veo a lo lejos una llamarada sangrienta!
Antígona no debe morir.
Si matáis su amor en vuestro corazón
mataréis en vosotros a todos los hombres.
¡Veo, veo un resplandor de llamas sangrientas!
El mundo arde en él, destruyéndose lentamente.
No se purifica, se consume.
A cada ciudad llevó el aguilucho en su pico
un despojo de sangre humana con hedor de muerte.
Y sembró su apestosa podredumbre entre los escombros.
¿Para qué queréis engendrar más hijos de sangre
si los condenáis, vivos, al sepulcro?
¿Para qué defendéis vuestras ciudades, vuestros campos,
vuestras casas, si los condenáis a la muerte?
¡Habéis querido arrancarle a la vida su secreto,
violando el misterio de la virgen,
destruyendo la paz de su corazón!

¡Oídme!

Si condenáis a Antígona a morir,


destruís la paz de la vida para el hombre.
¿Por qué separáis a unos de otros
como si eso fuera lo justo. ¿Por qué?

¡Veo, veo, que los hombres arrancan al mundo su secreto


violando su misterio virginal,
para destruirlo todo con el horror de su dominio!
Veo que el hombre quiere vivir muerto,
encerrándose en los sepulcros, apresándose unos a otros.

359
Entre las sombras.
Como espectros, apagados fantasmas.
Hasta los más feroces animales le huyen.
Hasta los pajarracos de rapiña apartan del hombre su vuelo.

¿Por quién muere Antígona?


¿Por quién?
Si el hombre pone barreras a su paso
abriendo trampas a sus pies. ¿Para qué muere Antígona?
Si su sangre se hiela en su corazón, se ahoga en su pecho,
perecerá para siempre con ella, con su rostro humano,
la paz de la vida sobre la tierra.

¡Que no muera Antígona!


C reó n ¡Tus palabras son delirantes! ¡Estás loco!
¡Es justo que Antígona muera!
H em ó n ¡Es injusto!
E u r íd ic e ¡Es cruel!
I sm en a ¡Es impío!
C o ro ¡Es injusto!
¡Es justo!
A v a r ia s
vo ces ¡Debe morir! ¡No debe morir!
¡Vive! ¡Vive!
¡Muere! ¡Muere! ¡Antígona!
T ir e s ia s Sobre vosotros caerán las sombras infernales de los muertos
que con el vacío de sus ojos os abrirán las tinieblas para siempre.
¡Mirad a Antígona! ¡Miradla!
Por última vez sobre la tierra,
podrá mirar el hombre, en ella,
la sonrisa y las lágrimas de un rostro humano
que es el espejo vivo del alma que pierde.

(Salen Tiresias y el niño.)

A n t íg o n a ¡Ven, muerte, ven, como la Primavera!


Te espero, tan vencida y deseosa,
que apenas siento, apenas, temblorosa,
latir mi pulso, en tu anhelante espera.

360
No es la sangre, en mis venas prisionera,
la que te busca a ti, la que te acosa.
Es ansia virginal de ser tu esposa
la de mi alma, ¡muerte!, en tu frontera.

Es más que amor, que soledad, que oscuro


latido de la sangre o que del llanto
sollozo que se rompe de tan puro.

Es tanto desearte ¡ay muerte!, es tanto,


que ya la Primavera me figuro
como una luz para cegar tu espanto.

(Cantando.)

¡Ven, muerte, ven como la Primavera! ¡Ven!

F IN D E L A C T O S E G U N D O
ACTO TER CER O

C o ro Triste es nuestro afán pero más triste es nuestra pena al ver cómo
Antígona vuelve a su soledad sin esperanza. Sin saber por qué
muere, por quién muere, para qué muere. Ni por qué se ha
encendido para apagarse la luz de su alma. Por qué enciende la
noche sus estrellas para que las apague el día.
Por qué se abre en flor el capullo si sus pétalos fueron su mortaja.
Por qué caen las lágrimas de sus ojos, como el rocío de la
Primavera, sonriendo en las praderas iluminadas.
¿Por qué muere Antígona? ¿Por quién muere? ¿Para qué muere?
Virgen como la luz, y, como la luz, solitaria.
Pura como su voz, como la nube, como el viento, y como el
corazón vacío y tenebroso de la llama.

(Entran los dos soldados del Acto Primero con Antígona.)

S o ld ad o I Aquí tienes el pan y el vino.


S o l d a d o II Poco tiempo podrán durarte.
So ld ad o I Si te dejas morir, cumplirás la Ley.
S o l d a d o II Aunque mueras por tu libertad.
S o ld ad o I Si quisieras morir libremente...
S o l d a d o II ¡Aquí tienes mi espada!

(Hacen lo que dicen y salen.)

A n t íg o n a Los tristes ecos de la tarde muerta


que arrastra el viento de la noche fría,
se apagan ya, como se apaga el día,
callando pasos que el temor despierta.

(Canto de voces sin palabras.)

Detrás de mí, cerrada está la puerta


que cerró el fin de la esperanza mía.
Como un sudario, la melancolía,
me va envolviendo con su sombra incierta.

363
La noche apaga, como apaga el viento
las luces de la tarde, trastornadas,
la lejanía de un amor que siento

como si se acallase en mis pisadas


ahogando el eco de mi sentimiento
con un rumor de voces apagadas.

(Toma el pan, el vino y la espada y los coloca delante de sí.)


(Tomando el pan.)

¡Silencio! ¡Soledad! ¡Amor!


¡Tú, que fuiste semilla en la tierra, no alimentas más mi esperanza!
Murió el grano en el surco para que naciera y creciera la
esperanza como una verde espiga. El aire la doblaba sin romperla,
meciendo su sueño en un susurro de canto, acariciándola con
sus dedos leves.
Y el sol fue encendiéndola de oro para hacerla pura y secreta.
Hasta que su corazón destrozado deshizo su sueño contra la piedra
dura.

El fuego cosechó tu carne color de miel. Tu hechura es un panal


vacío que no volverán a tocar mis labios; que se deshace entre
mis dedos como arena.

(Empieza a romperlo y desmigajarlo.)

Estás hecho de tiempo perecedero. Eres la medida fugitiva de su


paso.
¡Yo romperé tu corteza dura entre mis manos, pero no te tocarán
más mis labios! Ni siquiera para besar la espigada sombra del
sueño, que se oculta en la blancura tierna de tu cuerpo vivo!
¡No! ¡No te llevaré más a mi boca! ¡Serás alimento terrestre de
las aves pasajeras del cielo!

(Va deshaciendo el pan y arrojándolo como ha dicho.)


(Toma el vino.)

¡Sangre que no eres sangre!


¡Tú no sacias nunca la sed del alma!
¡Tú no das otra vida ni otra muerte que la ilusión de los sentidos!
¡Mientes cuando dices la verdad!
Engañas mentirosamente al corazón cuando haces temblar en
los labios las palabras reveladoras.
Eres huidizo y delirante.
No tienes voz, no tienes canto, no tienes palabras verdaderas.
Eres como una herida palpitante abierta en el alma que se ahoga
en su respiro.

Finges los colores del fuego, pero no eres llama, y en ti no se


esconde la luz. ¡La tierra es tu sed! ¡Vuelve a ella!

(Lo va vertiendo por el suelo.)

¡Vuelve a tus raíces infernales, que aprisionan entre tus brazos


retorcidos tus frutos de muerte!

(A la espada.)

¿Y eres tú la que vienes a darme la libertad? ¿Pues cuándo la


diste? ¿A quién se la diste?
¡Nunca has sido libertadora!
Tú no eres la llave del corazón, aunque te clavas en el pecho,
ahincándote en él para abrirle paso a la sangre. Tú no la libertas,
la derramas, aprisionándola en la huida.
¡Matas sin morir!
¡Eres mi peor enemiga!
¡No te tomaré en mis manos para herir mi pecho, sino para
clavarte en la tierra señalando con tu empuñadura la entrada
sepulcral del Infierno!

Se acerca a mí, se acerca todavía


más sola, pura, fuerte, deseada,
como un espejo, la heridora espada
que desespera la esperanza mía.

No es que me acerque a su presencia fría,


-helando mi pasión de amor, callada-;
es que me aleja de la vida amada
encendiendo la muerte de alegría.

No la sentí en la cumbre transparente

365
-del puro sentimiento enamorado-
que heló mi corazón hora tras hora,

y le presiento ahora, en la vertiente


del morir, como arroyo desatado:
¡que es la sangre en mis ojos la que llora!

(Aparecen las dos sombras del Acto Primero)


S o m b r a d e P. ¡Antígona!
So m bra de E. ¡Antígona!
S. d e P. ¿Por qué nos dejas?
S. de E. ¿Por qué nos abandonas?
S. de P. ¿Por qué apartas el pan de tus labios?
S. de E. ¿Por qué viertes el vino?
S. de P. El pan que rechazas es tu cuerpo.
S. d e E . El vino que derramas es tu sangre.
S. de P. La espada que clavas en la tierra es nuestra espada.
S. de E. Con ella cierras sobre nosotros las puertas del Infierno.
L as dos
so m b r a s ¡Óyenos, Antígona!
S. de P. ¿Por qué nos rechazas?
S. de E. ¿Por qué nos abandonas?
A n t ìg o n a Escucho vuestra voz cuando escucho un lamento.
Cuando escucho un suspiro, os oigo sollozar.
Me cerca el alma y crece un ansia de llorar
cuando escucho las hojas movidas por el viento.

No sé lo que me dice este estremecimiento


que es temor de los ecos que me hicieron callar:
como el rumor del viento, como la voz del mar,
con un suspiro largo, con un sollozo lento.

¡Sombra que entre las sombras se esconde estremecida!


¡Palabra temerosa de su propio temblor!
En manos del silencio abandono mi vida,

ahora que, por callarla, la siento sin dolor.


Muda como la sangre que brota de la herida.
Muda como la muerte. Muda como el amor.
V o ces
C oro ¡Oyenos!

366
E u r íd ic e ,
ISMENA y
H em ó n ¡Antígona, no te dejes morir!
¡Haz que llegue a nosotros tu voz!
¡Oyenos!
¡Rompe el silencio con tu grito!
¡Que al menos escuchemos tu llanto!
¡No mueras! ¡No mueras!
¡Vive! ¡Vive!
¡Ten esperanza!
¡Iremos a salvarte!
¡Escucha nuestras voces!
¡Oyenos!
¡Espera! ¡Espera!
¡No dejes de esperar!
¡Iremos por ti!
¡Háblanos, Antígona!
¡Aunque no pueda llegarnos tu voz, háblanos!
¡Aunque hables solamente contigo,
adivinaremos tus palabras!
¡Espera! ¡Espera! ¡Espera!
A n t íg o n a ¿Qué espera ya mi vida si no espera la muerte?
¿Si la muerte no tiene espera para mí?
Esperar, ¿qué? ¿Quién puso la esperanza en la muerte?
¡Si la tierra nos quiere sólo para vivir!
Nada tiene esperanza más allá de la vida.
¡Y la vida no tiene esperanza de amor!
Quisiera que una mano me arrancara del pecho
-como una lengua muda- mi propio corazón.
¡Una mano de sombra que acaricie mi cuerpo,
que enmudezca mi alma, que me arranque la voz!
Una mano que fuera igual que la de un niño
-engendrado en mi sangre por mi oscuro dolor-:
que dentro de mi cuerpo apagara mi sangre
como una llama pura de estremecido ardor.
Una mano -m i mano- que pudiese -¡sin sangre!-
ahogar dentro del pecho esta palpitación.
¡Ay, si mi propia mano pudiese -sin herirlo-
detener el latido del tiempo en su temblor!
¡Una mano de sueño que acaricie mi sombra!
¡Una mano de sombra que me apague la voz!
(Cuando Antígona se quita la cinta y la pone en el cuello para colgarse,
se hace el oscuro y se oye un gran estrépito como de trueno de tormenta,
llantos, gritos, gemidos, voces ininteligibles. Después, con luz de amanecer,
va iluminándose la escena, distinguiéndose en ella el cuerpo colgado de
Antígona. -Más lejos o cerca, según sea el de la propia actriz o un muñeco-.
Aparecen todos los personajes y el coro ante el cuerpo colgado y bajo él, y
muy visible en el centro de la escena, la empuñadura de la espada que
Antígona clavó en el suelo.)

(Las voces alternadas de Creón, Eurídice, Hemón e Ismena van cantando.)


V o ces
C o ro ¡Antígona! ¿por qué nos dejaste?
C reó n
E u r íd ic e e
ISMENA ¿Por qué rechazaste tu pan?
¿Por qué vertiste el vino?
¿Por qué clavaste en la tierra la espada?
El pan que diste al aire, a las aves del cielo, era tu cuerpo.
El vino que vertiste en la tierra, que devolviste a sus raíces
infernales, era tu sangre.
La espada que clavaste en la tierra era nuestra espada.
¡Con ella has abierto para nosotros la puerta del Infierno!
¡Y tu sangre no prevalecerá contra ella!
C o r if e o Temblando está la muerte de sentirse
a sí misma sonora de vacío,
de no poder, siendo un espejo frío,
fijar la imagen en que compartirse.

Sintiendo que no puede convertirse


ni en eco, ni en reflejo, su desvío
se hace, huyendo de sí, no el del río,
solitario temor de repetirse.

La tumba no enmascara sus despojos,


que fueron desengaño por mortales;
porque cuando nos mira con sus ojos

por sus cóncavos huecos, sepulcrales,


no tiene ya la muerte más antojos
que pudores de sombras terrenales.
C oro ¡Silencio! ¡Soledad! ¡Amor!

368
V o ces ¿Por qué muere A n tíg o n a ?
¿Por quién muere?
¿Para qué muere?
Virgen como la luz y como la luz solitaria.
Pura como su voz, como la nube,
como el viento...
Y como el corazón vacío y tenebroso de la llama.

FIN

369
POESÍA
SO NETO S

T R E S S O N E T O S A C R IST O C R U C IF IC A D O
AN TE E L M AR

AJacques y Raissa Maritain

Solo, a lo lejos, el piadoso mar.

U nam uno

No te entiendo, Señor, cuando te miro


frente al mar, ante el mar crucificado.
Solos el mar y tú. Tú en cruz anclado,
dando a la mar el último suspiro.

No sé si entiendo lo que más admiro:


que cante el mar estando Dios callado;
que brote el agua, muda, a su costado,
tras el morir, de herida sin respiro.

O el mar o tú me engañan, al mirarte


entre dos soledades, a la espera
de un mar de sed, que es sed de mar perdido.

¿Me engañas tú o el mar, al contemplarte


ancla celeste en tierra marinera,
mortal memoria ante inmortal olvido?
II
Ven ya, madre de monstruos y quimeras,
paridora de música radiante:
ven a cantarle al Hombre agonizante
tus mágicas palabras verdaderas.

Rompe a sus pies tus olas mensajeras


deshechas en murmullo suspirante.
De la nube sin agua, al desbordante
trueno de voz, enciende tus banderas.

Relampaguea, de tormentas suma,


la faz divinamente atormentada
del Hijo a tus entrañas evadido.

Pulsa la cruz con dedos de tu espuma.


Y mece, por el sueño acariciada,
la muerte de tu Dios recién nacido.

374
III
No se mueven de Dios para anegarte
las aguas por sus manos esparcidas;
ni se hace lengua el mar en tus heridas
lamiéndolas de sal, para callarte.

Llega hasta ti la mar, a suplicarte,


madre de madres por tu afán transidas,
que ancles en tus entrañas doloridas
la misteriosa voz con que engendrarte.

No hagas tu cruz espada en carne muerta;


mástil en tierra y sequedad hundido;
árbol en cielo y nubes arraigado.

Madre tuya es la mar: sola, desierta.


Mírala tú que callas, tú caído.
Y entrégale tu grito arrebatado.

375
Dios sabe dónde encuentra el alma asilo
cuando la angustia del morir la acecha;
sólo Dios sabe dónde fue la flecha,
punzada de los aires, siempre en vilo;

dónde, rompiendo el invisible hilo


que su graciosa libertad desecha,
vibrante por partir, clava derecha
su roto afán con acerado filo;

dónde buscar, certera, la penumbra


del corazón, por fuego rodeada,
llama, oscura en el centro que la alumbra;

dónde se enciende y dónde se consume,


como un eco, una sombra, desangrada
entre las manos que su amor presume.
E n todo hay cierta, inevitable muerte.

C ervantes

Siento que paso a paso se adelanta


al doloroso paso de mi vida
el ansia de morir que siento asida
como un nudo de llanto a la garganta.

Fue soledad, fue daño y pena, tanta


pasión que en sangre, en sombra detenida,
me hizo sentir la muerte como herida
por el vivo dolor que la quebranta.

Siento que paso a paso, poco a poco,


con un querer que quiero y que no quiero,
se adentra en mí su decisión más fuerte:

sintiendo en cuanto miro, en cuanto toco,


con tan clara razón su afán postrero,
que en todo es cierta, inevitable muerte.
Sobre el ébano frío de la noche.

M a n u e l A l t o l a g u ir r e

Cuando al atardecer la luz incierta


no decide su paso todavía,
ya siento que la noche está vacía
y que su oscuridad está desierta.

No sueña, ni dormida ni despierta,


su soledad de sombra el alma mía.
La noche me hace claro: oscuro, el día.
No hay hora para mí que no esté muerta.

Es tarde, ¡amor! Apenas me asegura


mi voz un eco que no apague el viento,
dejándome cenizas de amargura.

Por eso ahora lo que yo más siento


no es sentir que la vida no me dura,
sino que no me dura el sentimiento.
Herida por la luz del mediodía
mi sombra cree que escapará del suelo
y volviéndose a mí con ese anhelo
quiere dejar de ser la sombra mía.

Cuando ya siento su caricia fría


pasar mi cuerpo con ardor de hielo,
tan puro intento de imposible vuelo
no me ensombrece, ni me asombraría.

Sombra de una ilusión con luz incierta


quiere apagar sus ecos infernales
acallando mi voz que los despierta.

Sintiendo estoy sus ansias fantasmales


de esconder en la tierra su luz muerta
y huir la de los cielos inmortales.

379
A l volver

Aquí nació mi vida a la esperanza


y aquí esperó también que moriría;
ahora que vuelvo aquí, parecería
que el tiempo me persigue y no me alcanza.

Detiene otoño el paso a la mudanza


que en la luz, en el aire se extasía:
los árboles son llamas, su alegría
enciende ya mi bienaventuranza.

Todo pasó. Todo quedó lo mismo:


como si en este otoño floreciera,
ardiendo en el fulgor de su espejismo,

última para mí, la primavera;


abismo del no ser al ser abismo
la eternidad del tiempo prisionera.
Ombre de mon amour.

A p o l l in a ir e

Soy una sombra que no siembra huida,


porque engendrada de una llama incierta
deja en el surco la semilla muerta
para que vuelva a renacer la vida.

Por la tierra y el agua convertida


en limo, en barro humano, me despierta
la luz del sol de par en par abierta
como se abren los labios de una herida.

Para poder seguirte pareciendo,


si quieres escaparme, te persigo,
si me persigues, te acompaño huyendo.

Como amigo fugaz soy tu enemigo


que no parece ser que lo está siendo.
No estoy nunca sin tí, ni estoy contigo.
A Cristo Crucificado

Me da la vida el temor...

C ervan tes

Tú me ofreces la vida con tu muerte


y esa vida sin Ti yo no la quiero;
porque lo que yo espero, y desespero,
es otra vida en la que pueda verte.

Tú crees en mí. Yo a Ti, para creerte,


tendría que morirme lo primero;
morir en Ti, porque si en Ti no muero
no podría encontrarte sin perderte.

Que de tanto temer que te he perdido,


al cabo, ya no sé qué estoy temiendo:
porque de Ti y de mí me siento huido.

Mas con tanto dolor, que estoy sintiendo,


por ese amor con el que me has herido,
que vivo en Ti cuando me estoy muriendo.
Pasa la vida pero no volando
porque al pasar y no pasar sin vuelo
su paso va posándose en el suelo
y a su pesar en él se va quedando.

Pasa y al corazón le va pesando


como a los ojos pesa el mar o el cielo:
como le pesa al alma su desvelo
de un pesaroso sueño despertando.

A su paso, a su peso van cayendo


las horas muertas de un vivir que ha sido
por un fue y un será lo que está siendo

como una suave música al oído,


un día y otro día desviviendo
“de la risa del alba al sol dormido” .

383
¡Qué estúpido esperar desesperante!
¿Esperar qué? si la esperanza es vana.
Hoy por hoy, mañana por mañana,
y ayer por un ayer futurizante,

todo pende y depende del instante,


del momento fugaz en que se gana
y se pierde sin fin la vida humana
por esa huida temporal constante.

Lo que dejó de ser sin haber sido


volverá a ser como si no fuera
dándose en lo ganado por perdido.

Y en tan veloz como mortal carrera


morir es desvivir lo no vivido,
vivir desesperar lo que se espera.
De R IM A S

¿Por qué callas, dejando al pensamiento


sin voz, y sin palabra a los sentidos?
¿No ves que cuando siembras el silencio
preparas la cosecha del olvido?

Ahora que se me enciende la esperanza


más allá de la vida y del deseo,
ahora que estoy más cerca de la muerte,
me parece que estoy mucho más lejos.

Me parece que estoy mucho más lejos


porque el mundo se aleja de mi alma
y mi alma se aleja de mi cuerpo.

Soy como el eco que a tu voz responde,


como la sombra que a tu cuerpo sigue,
como el espejo que tu rostro esconde.

Soy como el parecer que al ser convierte


en aparente sueño de la vida,
espejo, sombra y eco de la muerte.

Una voz que no encuentra


aposento en el aire
es una voz perdida
que no oye nunca nadie.

Su sonido se apaga
en los ecos distantes.

385
Y las sombras se llevan
sus palabras errantes.

Tu voz canta en la noche como un pájaro ciego,


como una voz que quiere dejar de ser tu voz,
hundirse en los abismos sonoros del silencio,
abrirle un precipicio oscuro a tu canción.

Canción que cae, caída cadenciosa de vuelo


en el aire, en los ecos dilatado temblor...
Caer, caer, caer, hasta sentir, cayendo,
el ala de la sombra que apaga el corazón.

No calles, el silencio
abre un abismo tenebroso al alma
cuando el callar es verdadero.

No calles. Habla.
Dale siquiera un eco
a mi voz, un balbuceo de palabra
que rompa todo lo secreto.

Porque si tú te callas, poco a poco,


le irá tejiendo tu silencio
un sudario mortal a mis palabras:
un estremecimiento

apenas vivo; un eco resonante


al vacío de todo, al hondo hueco
que abre como una tumba nuestra vida:
que pesa en nuestros ojos como un sueño.

Temblor exhausto, el éxtasis


fugaz de lo instantáneo
suspende en el asombro
enmudecido el ánimo.
Inmóvil si indeciso
esclavo de su pasmo,
revelación del ser,
se pierde en el hallazgo.

Y como de una llama


quieto espejo, el espacio
asume, luminoso,
su reflejo más alto.

Quisiera ver con otros ojos


que no fueran los míos
para no empañar de recuerdo
todo lo que ahora miro.

Para que fuese de otro modo


lo que sigue siendo lo mismo.
Para que yo no lo supiera
y me pareciera distinto.

Mis huesos ahora ya son


la sombra de lo que fueron:
lo que me sostiene en pie
es un fantasmal espectro.

No tengo más realidad


que la irrealidad del tiempo:
ni más alma, ni más vida,
ni más corazón, que un sueño.

¡Cómo me pesa mi sangre!


¡Cómo me duele mi voz!
Cuando estoy solo conmigo
siento que ya no soy yo.

387
Todo lo que está en mi mano
se hiela en mi corazón.
Todo lo que miro muere
marchito como una flor.

Con la lluvia, las hojas que cubren los senderos


se pegan a la tierra como una piel mojada.
Es un chisporroteo luminoso el Otoño
que en las hojitas últimas de los olmos se apaga.

Se va apagando y cesa poco a poco en el aire


el rumor tenue, tímido, de ese temblor de llama
que apenas si musitan como un eco distante,
desnudas, esqueléticas, las altísimas ramas.

También siento en el alma un Otoño escondido


que se apaga en destellos oscuros de palabras;
como las hojas muertas que cubren los senderos
pudriéndose en la tierra para no abandonarla.

Tu voz viene de un mundo tan distante


que apenas si el oírla me asegura
de que es tu voz, de que no estoy oyendo
otra voz muy distinta de la tuya.

Una voz tan lejana de ti misma


que el oído no sabe si la escucha;
y la oye el corazón como si oyera
palabras que los labios no pronuncian.

Palabras sin sonido que parece


que abren simas sombrías y profundas
de un silencio mortal, como si abrieran
el hondo hueco de una sepultura.
En la penumbra del jardín la tarde
desvela lentamente a la mirada
el claro desencanto del Invierno
que ahoga su hielo en un temblor de agua.

Los árboles unidos por la sombra


parece que del cielo se separan,
juntándose en la imagen que el estanque
espeja en esquelético fantasma.

Siento que desde el fondo de esta hora


en que el ahora del vivir se acaba
los ojos tenebrosos de la muerte
me están mirando con ansiosa calma.

Hay silencios que se quedan


temblando entre las palabras,
y palabras que de espanto
se quedan paralizadas.

A veces el corazón
se desentiende del alma
y no sabemos entonces
si hablar es no decir nada.

Caminos como la tierra


tienen el cielo y el mar:
caminos de aire y de agua
que no se pueden andar.

Caminos tiene la luz


que van buscando lo oscuro
en donde te escondes tú.
Guardabas tu secreto
y yo guardaba el mío.
Ninguno de los dos
queríamos decírnoslo.

Hasta que de repente


un buen día supimos
que era el mismo secreto
el que no nos decíamos.

Tú eras sombra de una llama.


Yo era el eco de una voz.
Juntos apenas si fuimos
un alma en pena los dos.

Humo sin fuego, cenizas


sin rescoldo, que apagó
un vientecillo suave:
eso hemos sido tú y yo.

Me estoy mirando en tus ojos.


Me estoy oyendo en tu voz.
Me estoy oyendo en tu alma:
sintiendo en tu corazón.

Soy como si fuera otro:


otro que quiere ser yo,
y es un espectro, un fantasma,
una sombra entre los dos.
E n la forma de las horas
que son cristales del tiempo.

C ald eró n

Cristal del tiempo, forma de la hora,


éxtasis del instante:
hilo del alma, temblorosamente
suspendido en el aire.

Soy, de un momento a otro, estremecido


latido de la sangre;

paralítico afán de una palabra


que nunca ha dicho nadie;

ilusión, frenesí, ficción y sombra


mentirosa del Arte:

reló de sol o arena, transparente


máscara sin semblante:

asidero inhumano de un fantasma


fabuloso, que sueña eternidades.

Amigos míos, os pido


que escuchéis mi último ruego:
el día que yo me muera
no vayáis a mi entierro.

Porque yo no iré en la caja


en la que me lleven muerto;
ni mi alma irá tampoco
siguiendo el triste cortejo.

Me echarán la tierra encima,


pero sin dejar un hueco
por donde pueda escucharse
cómo se ríen mis huesos.
No pondrán losa, ni nombre,
ni flores en mi recuerdo.
Sólo una cruz y su sombra
en la desnudez del suelo.

Y nadie busque mi alma


perdida en un cementerio;
porque mi alma estará
en otra parte, muy lejos.

Estará en el Purgatorio,
el Paraíso o el Infierno
pero no estará en el sitio
donde se le pudre el cuerpo.

Yo no sé si yo estoy vivo
o el que en mí vive es un muerto
que sueña dentro de mí
que todavía está viviendo.

Que sueña dentro de mí


sin poder romper el cerco
en que le tienen sitiado
otra vida y otro sueño.

De tanto andar, la dura pesadumbre


me va quitando el ánimo,
y siento que me faltan ya las fuerzas
para seguir andando.

Mis huesos, sin el alma, doloridos,


se mueren de cansados.
Me temo que el descanso de la muerte
no basta a mi cansancio.
Huyendo de la forma y de la idea
escapa el pensamiento
como si una jauría de palabras
lo fuese persiguiendo:
hasta que cae en la engañosa trampa
que le tiende el silencio
trabándose en la red de los sentidos
en que se queda preso.
De DEL OTOÑO Y LOS MIRLOS

El viento ha sacudido las ramas de los árboles


cubriendo de hojas secas los oscuros caminos
que espejan en el suelo un fulgor luminoso
y relampagueante de soles amarillos.

Sobre la luz brumosa se recorta en el aire


la nítida negrura del vuelo de los mirlos
que, aquí y allí, en parejas de nocturno destello,
cruzan llevando un ascua encendida en el pico.

Los mirlos. El Otoño. La soledad del parque


con extraña presencia de lumbres trascendido
en crepitantes llamas de una escondida hoguera,
enciende el pensamiento, y el alma en los sentidos.

Transparenta tu voz un pensamiento


en oscuras palabras sumergido:
agua que corre o cae, cadenciosa
de sonoro silencio cristalino;

y en lluvia o en arroyo, torrentera


de luminoso hielo derretido,
o en sombrío remanso espejo mudo,
enmascara y esconde su espejismo.
Hay en la sombra, sombra,
y en la luz, claridad;
tiempo en el tiempo y mudo
silencio en el callar.

En la palabra hay eco;


en el sueño, verdad.
Todo lo que es, repite
su ser en otro más.
Otoño se enmascara
de Otoño; y, al volar,
los mirlos oscurecen
su propia oscuridad.

Es una nevada amarilla


la de las hojas en el suelo
y en los árboles, encendida
de sus oros viejos y nuevos.

La basta un momento al Otoño


para descifrarme el secreto
de la eternidad de su ser
en lo pasajero del tiempo.

Le basta ese instante tan sólo


de extasiada luz y silencio
para iluminar en el alma
la fugacidad de lo eterno.

No sé de dónde viene mi voz, ni si estos versos


que cadenciosamente me acarician o hieren,
son sombras de una llama, ecos de una palabra
que en el sonoro ámbito de los cielos se pierde.

Sé que lo que se calla en mí no es el olvido;


que mis días no cuentan por mañanas y ayeres:
que sólo en este ahora otro ahora distante
va contando mis horas sin esperar la muerte.

El árbol está esperando


que se despojen sus ramas
de verdes hojas, que en sombras
y rumores le enmascaran;
está esperando que el viento
no pueda hallar resonancia
en su temblor, ni la lluvia
su música sin palabras;

espera que de sus nidos


huyan el canto y las alas;
y que la raigambre oscura
con que en la tierra se entraña

levante al fin su esqueleto


como otra raíz más alta
para arraigar en el cielo
la transparencia del alma.

En este rincón último del mundo


he venido a esconderme
huyendo de los ecos y las sombras,
fantasmas de otras veces.

Y en estas soledades escondido


mi corazón presiente
que su sentir ya no tendrá sentido
más allá de la muerte.

Siento como si fuera una agonía


la luz con que amanece;
y en ella el alma despertar quisiera
o dormir para siempre.

Desde este silencio


no oiréis más mi voz.
Y cuando se rompa,
ya no seré yo

el mismo que os hable


de nuevo, sino

397
otro, que se ha muerto,
al que nadie oyó.

A fuerza de decirlas tantas veces


no queda en las palabras
más que el hueco sonoro de un silencio
poblado de fantasmas.

Un espectral reflejo, fugitivo


como sombra de nube por el agua.
Y sin la voz ni el rostro que lo llene
el vacío de la máscara.

De corazón a corazón,
de pensamiento a pensamiento,
mi palabra va a tu palabra
y mi silencio a tu silencio.

Como si tu voz en mi voz


fuese sólo un eco en el eco;
como si callando los dos
hablásemos al mismo tiempo.
De LA CLARIDAD DESIERTA

Yo quisiera soñar con que tú sueñas


lo mismo que yo sueño,
y que piensas y sientes al soñarlo
lo que yo pienso y siento:

que tu vida y mi vida se encontraron


hace ya mucho tiempo,
y se juntan en esa lejanía
íntima del recuerdo.

Voy huyendo de mi voz,


huyendo de mi silencio;
huyendo de las palabras
vacías con que tropiezo.

Como si no fuera yo
el que me voy persiguiendo,
me encuentro huyendo de mí
cuando conmigo me encuentro.

Me acercaré de nuevo a tu tristeza


como a una misteriosa melodía
que le da al corazón su resonancia
de música infinita.

Y volveré a sentir cuando me mires,


callada y pensativa,
que apagas con tus ojos al mirarme
el sueño de mi vida.
Si me muero esta noche que estoy solo,
y de todo tan lejos,
no volveré a sentir esta tristeza
que ahora estoy sintiendo.

Sin angustia ni agónica porfía


del alma con el cuerpo,
sentiré que se duermen mis sentidos
en un oscuro sueño.

Y aquella luz que en mi niñez fue llama


de un corazón ardiendo,
volverá por tu amor, y para siempre,
a quemarme en su fuego.

Apoyado en la piedra, sobre el puente,


viendo correr el río,
he cerrado los ojos un instante
apenas, y he creído

sentir que un aire puro me traía


olor a mar: a un mar que vi de niño
por vez primera, abriéndole a mi alma
su horizonte infinito.

Me pareció sentir que en el recuerdo


despertaba de nuevo aquel sentido
con ese olor a mar que todavía
en mi sangre respiro.

El otoño como un sueño


se va apagando en tu cara
adentrándose en la noche
oscura de tu mirada:

buceando entre sus sombras


la de una invisible llama
que nunca deja de arder
para tus ojos del alma;

una claridad desierta


para la luz de tu lámpara;
y un silencio ya sin eco
para tu voz solitaria.

No sé por qué será, pero me siento


más lejos cada día
de todo lo que fue mi sentimiento.

Yo no pensé que tanto pesaría


sobre mi corazón mi pensamiento:
ni que su luz, al fin, se apagaría.

Sans ombre d ’ombre.

V íc t o r H ugo

L a ciarte deserte...

M allarm é

Temeroso de los silencios


tu voz parece, cuando callas,
alejarse de la espesura
tenebrosa de las palabras.

Como si oyeras con los ojos


y con los oídos miraras
sin sombra de sombra la pura
claridad desierta del alma.

Como si huyendo a los sentidos


por su ilusión equivocada
huyera tu voz de sí misma
como la llama de la llama.

401
Por su cauce oscuro
la corriente clara
más que decir, cuenta,
más que contar, canta.

Que tu voz aprenda


de la voz del agua
a cantar bajito
cuando todo calla.

Tus palabras, poeta,


no son más que palabras:
pero tiene el oído
que aprender a escucharlas,

para oír esa música


tan sonora y tan clara
como la voz del viento,
como la voz del agua;

son palabras tan hondas


que le llegan al alma
tal vez para decirle
lo que el corazón calla.

Como pasan las horas y los días,


los meses y los años,
sin dejar en el alma ni siquiera
la huella de su paso,

con el andar del tiempo las palabras


también se van borrando
del corazón que imita en su latido
el tic-tac de un reloj desesperado.
¿Qué otoño en llamas de quemado estío,
o en sombras de verdor, qué primavera,
empañará del cristalino invierno
la pura transparencia?

¿Qué luz, qué paz, qué calma, qué alegría,


como la que en sus hielos se aposenta?
Y sin sombra de sombra, al sol, desnuda,
su claridad desierta.

Por el delirio de la fiebre


toda una noche desvelada
creí sentir que era tu mano
la que en mi mano se quemaba.

Creí sentir que oía tu voz


que en el silencio me llamaba.
Desde entonces estoy sintiendo
que llevo tu muerte en mi alma.

Tu mirada ha borrado del espejo


la imagen de un fantasma,
devolviendo al cristal su oscuro fondo
de realidad soñada;

apresando en la dura superficie


de hielo de su máscara
la huella luminosa de unos ojos
que ya no verán nada.

Tu voz es como un eco que se queda


dormido en tus palabras:
como una sombra que en la luz se esconde
huyendo a la mirada.

403
Es eco de otra voz que abre al silencio
una música extraña,
sonora al corazón y luminosa
tan sólo para el alma.

Pasó el invierno. Miro el aire roto


por el viento. La luz desparramada.
Y como profecía de sí misma,
triste, una primavera ya cansada.

Cansado de la edad siento en los huesos,


y no sólo en el alma,
este largo cansancio de la vida
que de la muerte apenas me separa.

Sentí el frío de una hoja de acero en las entrañas.

G u st a v o A d o l f o B é c q u e r

Me lo dijiste tú tranquilamente.
Yo te escuché en silencio.

Tú luego me mirabas sorprendida,


como desde muy lejos,
y al fin me preguntaste con los ojos
lo que estaba sintiendo.

Sentí que el corazón me golpeaba


fuertemente en el pecho.

Quise hablar. Decir algo. De repente,


con torpe balbuceo,
casi sin voz, te dije: todavía
mi corazón no sabe que estoy muerto.
Tú no sabes que tú eres
como si fueras el aire,
que está en todo y que parece
que no está en ninguna parte.

Como si fueras de aire


te escondes sin esconderte,
te escapas sin escaparte.

Tu voz es como el eco de un sollozo.


En tus ojos se esconde, mudo, el llanto.
Una sonrisa apenas dibujada
se borra de tus labios.

Parece que tus dedos, apretándose,


cuando cruzas tus manos,
apresan el latido temeroso
del corazón vacío y solitario.

¡Qué poco tengo ya que ver conmigo!


¡Qué lejano, qué distante
estoy de mí! ¡Qué perezosamente
quiero desengañarme!

Quiero morirme solo; como un perro


en su rincón. Sin que lo sepa nadie.
De madrugada. Antes que asome el día.
Dormirme. Y no volver a despertarme.

Abres el libro: tu mano


va pasando una tras otra,
sin leerlas, sin apenas
mirarlas, todas las hojas.
Cierras el libro: y tu mano
que con el libro abandonas
es como un vuelo de pájaro
que se posara en la sombra.

Es una caricia oscura,


una caricia de sombra,
la de tu mirada en todo
lo que con tus ojos tocas.

Como una mano invisible,


suave, acariciadora,
se pasea tu mirada
por todo lo que te asombra.

El viento trajo una voz


que venía de muy lejos.
Quise entender qué decía
pero no pude entenderlo.

Era una queja, un gemido,


un prolongado lamento
que ahondaba en mi corazón
el vacío con su eco.

Viene siguiendo mis pasos


una sombra que no veo
pero que siento que viene
siguiéndome como un perro.

Una sombra tan callada,


tan invisible, que siento
que es la sombra de mi muerte
la que me viene siguiendo.
Ya no me queda nada.
Del sentir, del pensar, ya no me quedan
nada más que palabras.

Nada más que palabras,


efímeros despojos, huideros
ecos que el viento apaga.

Yo he debido morirme
hace ya mucho tiempo
y otro que no soy yo
me está sobreviviendo.

Otro que no me dice


quién es, pero que siento
en mí, como si fuese
mi yo más verdadero.

¿Qué sentiré en esa hora


cuando las luces se apagan
y un sudario de silencio
envuelve el cuerpo y el alma?

Cuando mis ojos abiertos


por más y más que se abran,
ciegos a lo tenebroso,
miren y no vean nada.

Cuando quiera oír tu voz


y ya no pueda escucharla.
Cuando quiera hablar y sienta
que mi voz también se apaga.

407
De A PA R TA D A O R IL L A

Tengo miedo de encontrarme


solo en medio de un camino
por el que no pasa nadie.

Por el que no pasa nadie


porque es un camino largo
que no va a ninguna parte.

Como el cuerpo y su sombra


y la sombra y su llama,
separados y juntos
se acercan y se apartan,

tu vida de mi vida,
mi alma de tu alma,
se apartan y se acercan
y nunca se separan.

Tu vida es como una llama:


la mía es como una sombra
que de ti no se separa.

¡Ay!, cuando tu luz se apague


la sombra nos juntará
como si nos separase.

Mi poesía no es mía ni es poesía:


apenas si es un eco del silencio

409
que se abre entre tú y yo cuando callamos
los dos al mismo tiempo.

Cuando sentimos que calladamente


se apaga como el fuego
en nuestro oscuro corazón vacío
el latido sonoro de los versos.

Arte poética

No dejes de escuchar el canto oscuro


que es cadencioso eco
de la palabra, dilatada sombra
que cobija al silencio.

Porque el “decir de amor” de la poesía,


antes de “trasmutar el pensamiento
en sueño”, es una música que lleva
otra música dentro.

Toda forma es la forma de otra forma


que escapa de sí misma para serlo
y acompasa su paso con el paso
huidero del tiempo.

Por eso el corazón, con el latido


de la sangre, a tu verso
le da el ritmo sonoro y luminoso
de su estremecimiento.

Tú fuiste para mí la viva llama;


fuiste la luz y me volviste sombra
de leve humo, cenicienta brasa.

Y como sobre ascuas


pasaste sin posar tu ardiente vuelo
sobre la oscura lumbre que apagabas.
Mi poesía es rezagada
porque se ha quedado en mí
como un remanso de agua.

Como una corriente clara


que transparenta hasta el fondo
del cauce que la remansa.

Se me ha quedado en el alma
posando la turbulencia
sonora de mis palabras.

Como una voz que se apaga


y va abriéndole al silencio
su música más callada.

Descaminado, enfermo, peregrino.

G óngo ra

Me siento agonizar día por día,


hora por hora, instante por instante.
Y es tan larga, tan lenta mi agonía,
mi tránsito mortal agonizante,
que prolonga mi paso todavía
como en un caminar peregrinante.

Como caen las hojas secas


del árbol, caen también
del reloj las horas muertas:

caen con la misma cadencia,


tan callada que parece
que en el alma se aposentan.

411
Me escondo de mí mismo en las palabras
huyendo de un silencio
que abre a mi corazón el tenebroso
abismo del infierno.

Huyendo de una muerte tan callada


que apenas si la siento
como el vuelo de un pájaro invisible
posándose en mi sueño.

Como el vuelo de un pájaro que huye


como huye el pensamiento
del infinito espacio que le miente
la estrellada del cielo.

Cavé en mi corazón una honda fosa


para enterrar en ella tu querer;
y fui cavando tanto que en su fondo
a mí mismo yo mismo me enterré.

Ardieron juntos en la misma llama


recuerdos y esperanzas a la vez.
Mi corazón era un profundo hueco
en que la sangre no podía arder.

Una peregrina tan peregrina


que iba sola.

C ervan tes

Soy peregrino en mi patria,


y tan peregrino en ella,
que voy solo, y voy andando
sin casi pisar su tierra.

Su tierra “que toda es aire”


para mí, como si fueran
mis pasos los de un fantasma
que pasa sin dejar huella.
Yo siento que mis palabras
conforme las voy diciendo,
se van quedando vacías
de vida y de pensamiento.

Se van quedando en el aire


prisioneras de sus ecos,
y caen, como las hojas
del árbol, en el silencio.

Caen como caen muertas


las horas, fuera del tiempo.
Y se apagan en mi voz
como en la ceniza el fuego.

Si las palabras pudieran


decir lo que dice el viento:
o lo que dicen las llamas
crepitantes en el fuego;

o lo que dice al correr


el agua por el reguero;
o lo que dicen los astros
en el abismo del cielo:

Yo te podría decirlo
lo que decirte no quiero
y lo que tú tanto quieres
que te diga mi silencio.

Toda la noche he sentido


golpear como a una puerta
el corazón en mi oído.
Golpear como el latido
de un reloj que no despierta
al alma que se ha dormido.

Me he despertado de un sueño
tan misterioso y extraño
que ahora, por más que quiero,
no consigo recordarlo.

Sólo puedo recordar


que cuando estaba soñándolo
no lo creía soñar.

Me parece que siento


latir mi corazón como si fuera
el corazón del tiempo.

Latido de una sangre


que apenas si la pulsa, con sus dedos
invisibles, el aire.
De V E L A D O D E S V E L O

Se han perdido en la noche de tu alma


las sombras y los ecos
del fuego llameante de una voz
que se apagó en el tiempo.

Se han perdido en tu noche solitaria


olvidos y recuerdos
como la muchedumbre de los astros
que se pierde en el cielo.

Y en tu vacío corazón oscuro


se pierde el pensamiento
para darle a tu sueño pesaroso
su velado desvelo.

Todo se calla y se aleja


calladamente de mí
para que yo no lo sienta.

¡Como si yo no sintiera
que estoy solo y que es la muerte
quien tan callando se acerca!

¡Ay perezosa y larga


muerte! ¿Por qué no vienes
a llevarme contigo
de una vez para siempre?

¿Por qué sobre mis ojos


no pones ya la nieve
de tu mano, cegándolos
al sueño, eternamente?

Lo que yo estoy esperando


no es lo mismo que tú esperas:
pero los dos esperamos
que llegue lo que no llega.

Tu esperanza está en la vida


y la mía está en la muerte.
Y los dos desesperamos
de estar esperando siempre.

Tú en tu sueño. Yo en mi sueño.
Entre los dos corre el río
oscuro del pensamiento.

De un pensamiento huidero
de sí mismo que no sabe
siquiera de qué va huyendo.

Como una callada música


sonora de soledades
se va adentrando en tu alma
la oscura quietud del parque.

Una quietud, un silencio


que se aposenta en el aire,
ardiendo como una llama
en la noche de tu sangre.

A la vuelta del camino


la muerte te está esperando.
Tú parece que lo sabes
y vas andando despacio.

La sorpresa que te aguarda


es que la vas a encontrar
como si no la encontraras.

No te empeñes en buscarme
porque te perderás tú
sin que llegues a encontrarme:

que entre tantas soledades


perdido y solo, yo no
estoy ya en ninguna parte.

Una caricia oscura,


una caricia lenta,
en la penumbra verde
de los árboles tiembla.

Dedos del aire, ciegos


huéspedes de la niebla:
mano de helada sombra
que acaricia la piedra.

Un silencio sonoro
que cae de las estrellas
como invisible lluvia
que la noche aposenta.

Tú me darás tu sueño.
Yo te daré mi alma.
Tú, tu claro silencio.
Yo, mi oscura palabra.

417
Y te daré mi sombra.
Tú me darás tu llama.
Y escucharemos juntos
lo que la noche calla.

Se va apagando mi alma
como se apaga en la noche
una mortecina lámpara.

Siento que otra soledad


que no es la mía me espera
dentro de la oscuridad.

Pon tu mano de sombra


en mi mano vacía
y sácame del sueño
oscuro de mi vida.

Sácame de esta larga,


absurda pesadilla:
guíame como a un ciego
con tu mano de niña.

Una vez más el peso de la sangre


oscurece tu sueño:
lo cubre con su noche tenebrosa
velando su desvelo.

Y otra vez más se apaga en tus sentidos


la llama de su fuego
y sientes sobre el alma la infinita
pesadumbre del cielo.
Siento que el tiempo que pasa
se queda quieto un instante
en el espejo del alma:

como si el alma quisiera


extasiarlo en un momento
de eternidad pasajera.

Tú no sabes por qué callan


en la noche tenebrosa
las estrellas solitarias.

Pero yo no sé por qué


de pronto cantan los gallos
antes de amanecer.

Yo andaba por un camino


sin saber por dónde andaba,
cuando me encontré contigo.

Y andaba yo tan perdido


que al encontrarte creí
que me encontraba a mí mismo.

La muerte que yo más temo


no es la que viene por fuera,
es la que viene por dentro.

Es la que por dentro viene


y yo no siento venir
su paso pausado y leve.

La que yo siento que tiene


mi cansado corazón
preso en su mano de nieve.
Llevas la muerte en la cara
como si la muerte fuera
el espejo de tu alma.

Como si no la llevaras
en el corazón, que es donde
está escondida y callada.

Tan escondida y callada


en tu corazón, que en él
se aposenta tu esperanza.

Cuando llegue la hora


de la ardorosa fiebre
y que mis ojos ciegos
miren llegar la muerte,

sentiré que una sombra


se aparta de mi frente
y que cierra mis párpados
una mano de nieve.

Decir de lo indecible es la poesía,


pero un decir tan mudo
que, sólo por decirlo, se diría
que es un decir desnudo.

Decir de amor. Oscura melodía


que palpita en la luz de la estrellada
y pulsa el corazón en su agonía
del sueño de su sangre aprisionada.

Caen del reloj las horas


muertas como caen del árbol
en el otoño las hojas.

El tiempo en su torbellino
se las va llevando como
las hojas secas el viento.

Tu corazón que se apaga


es árbol seco, es reloj
que abisma el tiempo en su nada.

Me han tomado por otro.


Ninguno me conoce.
Me miran: no me ven.
Me escuchan: no me oyen.

Me he perdido en el tiempo
como el eco de un nombre.
Me iré pronto de mí.
Y sin saber adonde.

.. .hojas del árbol caídas...

J o sé de E spro n ced a

Se me olvidaron las horas,


se me olvidaron los días,
que se fueron con el viento:
“hojas del árbol caídas” .
Se me olvidó el sueño errante,
la terrible pesadilla
fantasmal de un esqueleto,
que ha sido toda mi vida.

La mano con que llama

421
hoy la muerte a mi puerta
es la mano de sombra
de una esperanza muerta.

La mano que me esconde


el eco que despierta
velando mi desvelo
de claridad desierta.
De E S P E R A N D O L A M A N O D E N IE V E

Cuando yo de la vida que vivía


fui a buscar a la muerte, ya no estaba
donde yo me esperaba que estaría.
Y me senté a esperar, porque pensaba

que, al cabo, llegaría


si yo pacientemente la esperaba
un día y otro día.
Y la sigo esperando todavía.

Todo lo que antes dije y lo que ahora


quisiera estar diciendo,
enmudece en el aire estremecido
de un solo, último verso.

Ultimo verso que no dirá nunca


mi voz, ni tendrá eco
más allá del misterio tembloroso
de su propio silencio.

Siento que se apagan mis ojos,


como se ha apagado mi voz:
como se apagó en mis oídos
del agua huidera el rumor.

Como se ha apagado la llama


de mi sangre en mi corazón
como en el alma se me apaga
el eco sonoro de Dios.
Tú estás pensando en tu vida.
Yo estoy pensando en mi muerte.
Por eso es ya tan difícil
que tú puedas entenderme.

Y que yo pueda entenderte.


Porque lo que nos separa
nos separa para siempre.

Yo me iré lejos de aquí,


me iré cada vez más lejos,
hasta cruzar las fronteras
de la realidad y el sueño.

Y las huellas de mis pasos


se irán perdiendo en el tiempo
como el eco de mi voz
sepultada en el silencio.

De las cosas que son inolvidables,


y que siempre se olvidan,
y que, por olvidarlas, las sentimos
para siempre perdidas:

de tu llanto de ayer, de la mirada


de tus ojos sin luz y sin sonrisa,
del temblor de tu alma en tu silencio,
me acuerdo todavía.

En esta oscura noche


tan perezosa y larga
que parece que nunca
verá romper el alba,
se va apagando el último
destello de la llama
que se duerme en el lecho
de su ceniza blanda,

y siento en la penumbra
del corazón que calla
dormirse para siempre
el sueño de mi alma.

Los caminos del tiempo


son muy largos de andar,
porque los vas abriendo
con tu caminar.

Y andando, andando, andando,


nunca podrás llegar
más allá de los pasos
que no puedes dar.

Y si cuentas tus pasos


sólo podrás contar
tu vida como un cuento
de nunca acabar.

Siento una gran tristeza dolorida


que suena como un llanto en tus palabras;
como una fina lluvia cuando cae
sobre el cristal del agua.

Una tristeza oscura, soñolienta,


que me deja en el alma
apenas la caricia de tu voz
melodiosa y amarga.
En la vida todo llega
pero todo llega tarde.
A la semilla, la flor
y a su fruto, madurarse.

Llega tarde a lo que llega


el que muere y el que nace.
Tardanza es el tiempo mismo
que nos hace y nos deshace.

Cierra tú mis ojos


cuando yo me muera
para que en mis párpados
todavía sienta
la caricia viva
que en tu mano tiembla.

Cada vez que tus pasos temerosos


te acercan del abismo,
sientes cómo tus ojos al mirarlo
te apartan de ti mismo.

Y sientes, que al volver atrás tus pasos,


una angustia infinita
pesa en tu corazón como si hubieras
traicionado tu vida.

426
Hoy como ayer, mañana como hoy,
¡y siempre igual!
Un cielo gris, un horizonte eterno,
y andar... andar.

G u st a v o A d o l f o B é c q u e r

La noche se va acabando
y viene el amanecer.
Y yo te sigo esperando
hoy como ayer.

Y yo te estaré esperando,
sin saber por qué lo estoy,
ni en dónde, ni desde cuándo,
mañana como hoy.

Y sin saber hasta cuándo,


para bien o para mal,
yo seguiré andando... andando...
¡Y siempre igual!

Se aleja como un canto de mi oído


la música callada de tu voz;
y otro canto que es música de llanto
calla en tu corazón.

Y en el silencio eterno de los cielos


para siempre cesó
aquel otro silencio que escuchábamos
como un canto, tú y yo.

Cuando nos separamos


no supimos, tú y yo,
que separaba todo de nosotros
nuestra separación.

427
Y así fuimos andando por caminos
separados los dos;
separados de todo ¡ay! separados
de nuestro corazón.

El eco de tu voz en mis oídos


parece que te aleja,
cuando más tristemente temeroso
al corazón se acerca.

Como si, disfrazado de silencio,


eco de voz no fuera,
sino una llama viva que al tocarlo
lo ilumina y lo quema.

Una noche soñé que estaba muerto


y tú no lo creías.
Y estabas a mi lado y me mirabas
creyendo que dormía.

No sé cuándo ni cómo despertaba


de aquella pesadilla,
pero sé que la muerte que soñaba
la sueño todavía.

Me olvidaré de ti
y olvidaré tu olvido;
olvidaré tu nombre;
me olvidaré a mí mismo.

Y cuando mi cansancio
me aparte del camino,
olvidando la muerte,
me quedaré dormido.
Amigo que no me lee,
amigo que no es mi amigo:
porque yo no estoy en mí
más que en aquello que escribo.

Yo estoy en mí en lo que escribo,


tal vez porque estoy en ti,
fuera de mí, y no conmigo.

Yo soñaba que en la noche


oscura en que me perdía
tú ya te habías perdido
y yo no te encontraría.

Y yo te estaba llamando.
Y nadie me respondía.
Y la noche era tan larga
que nunca amanecería.
De CANTO RODADO

Como lenguas de fuego


son las palabras:
tienen luces y sombras
como las llamas.

Como las llamas,


si no quieres quemarte
no hay que tocarlas.

¡Ay! Tengo mucho sueño


para quererte:
déjame que me duerma,
no me despiertes.

Que tengo mucho sueño


para soñarte:
déjame que te sueñe
sin despertarme.

Mírame como si fueras


a no volverme a mirar,
por si acaso no volvieras.

No digas ni una palabra:


tus ojos como tu boca
mienten mejor cuando callas.
¡Ay, serán gentes extrañas
y alejadas de mi voz
las que al fin oirán mi cante
dentro de su corazón!

No se va tan callandito
el agua cuando se va:
se va cantando bajito.

El tiempo, cuando se espera


es cuando se hace más largo:
parece larga la vida
al que está siempre esperando.

Siempre que sueño contigo


es porque vuelvo a soñar
que era verdad tu cariño.

¡Ay, qué pena me está dando


ver que yo estoy tan despierto
y que tú sigues soñando!

No sé qué me da más pena:


si que yo sea tan malo
o que tú seas tan buena.

Yo no le temo a mis penas:


le temo a que se acostumbre
mi corazón a tenerlas.
No fueron lágrimas mías
las que al besarte llorando
rodaron por mis mejillas.

El sueño es como la mar:


por muy profundo que sea
tiene un fondo en donde anclar.

Tienes que desengañarte:


por el camino que vas
no vas a ninguna parte.

Al silencio y las palabras


el pensamiento los junta
y el corazón los separa.

Estaba escuchando el mar


y me sentía más solo
que oyéndote a ti llorar.

Después que yo me haya muerto


te hablarán por mí los árboles
para decirte que escuches
lo que anda diciendo el aire:

lo que apenas dice el aire


callandito, entre las hojas,
para que no lo oiga nadie.
No quiero que tú ni nadie
venga a cantarme sus coplas,
porque ya tengo bastante
con las que me canto a solas.

Del daño que tú me has hecho


no tienes la culpa tú,
tiene la culpa tu espejo.

Lo que tú me estás diciendo


ni tú lo puedes creer
ni yo me lo estoy creyendo.

iAy! El querer no se tiene


porque se quiere tener
sino porque no se quiere.

A veces pienso que tengo


el corazón en la mano
y no se dónde ponerlo.

¿A dónde vas, caminante,


que nunca dejas de andar?
No voy a ninguna parte.
Camino por caminar.

Siempre dices que te vas


pero no te vas de veras.
¡Ojalá una vez te fueras
y no lo dijeras más!

No me hagas esperar tanto.


Que el tiempo que a ti te sobra
a mí ya me va faltando.

Lo mal que lo estoy pasando


yo no se lo digo a nadie.
Porque decírtelo a ti
es como decirlo al aire.

Si tú no sabes por qué


volvieron las golondrinas
yo tampoco lo sabré.

Lo que pasó no lo sé.


Tú me dijiste: me voy.
Yo te dije: quédate.

Los árboles de tu huerto


cuando yo paso murmuran
algo que nunca comprendo.

Yo lo he visto y no lo creo:
que hasta el humo por mirarte
se quedó en el aire quieto.
¡Ay, qué pena me da verte
tan lejos de la verdad
y tan cerca de la muerte!

Nadie pasa por tu calle.


Nadie ha llamado a tu puerta.
Nadie pregunta por ti.
Nadie sabe si estás muerta.

Como una sombra he venido.


Como una sombra me iré
sin que nadie me haya visto.

¡De tantas cosas me acuerdo


que no me quiero acordar!
De tantas como me olvido
sin quererlas olvidar.

Tu querer era mi muerte.


Yo no lo quise saber
por no dejar de quererte.

No hay soledad que no tenga,


si es soledad de verdad,
la muerte por compañera.

Yo quiero lo que tú quieres.


Tú quieres lo que yo quiero.
Y ninguno de los dos
sabemos lo que queremos.

Todo me podrás quitar


menos el dolor de verte
sola y sin poder llorar.

Ahora vuelvo a estar sintiendo


lo que no quiero sentir.
Siento que me estoy muriendo
y no me quiero morir.

Como la llama en el fuego,


como la ola en la mar,
tú te quieres quedar sola
y no te puedes quedar.

A mí me queda del mundo


muy poquito que aprender:
pero es por ese poquito
que no lo puedo entender.

Hombre que da su palabra


es el que sabe que un día
tendrá que recuperarla.

Te estuve escuchando tanto


como quien oye llover
que ahora oigo el agua caer
como si oyera tu llanto.

Lo terrible de la muerte
no es la muerte, es la agonía
con que la vida se pierde.

Siento que voy a morirme


y no lo siento por mí
sino por tener que irme
separándome de ti.

¿Qué quieres que yo le haga


cuando el querer que te tengo
no tiene cobro ni paga?

Pasaron días y días


y con los días se fueron
pasando tus alegrías.

Pasaron tus alegrías,


¡ay!, dejándote una pena
mayor de la que tenías.

Y andar,

G u st a v o A d o l f o B é c q u e r

Andar y andar, siempre andar


sin llegar a ningún sitio.
Al fin se acaba el andar
y no se acaba el camino.
Yo no sé si te he querido
y dejado de querer;
pero sé que no te olvido.

No sé cómo ni sé cuándo.
Ni sé si vas a venir.
Pero te estoy esperando.

Sólo la mano del viento


acaricia cuando pasa
la ceniza de tu fuego.

Lo que se espera se espera


lo mismo una hora que dos
Cuando yo a ti te esperaba
se me paraba el reloj.

No hay querer más verdadero


que el que no lo quiere ser
y lo es por no quererlo.

En el centro de la llama,
en el fondo de la luz,
hay un corazón oscuro
en el que te escondes tú.
Todo lo que estoy diciendo
y me queda por decir
ni a mí me importa decirlo
ni nadie lo quiere oír.

¿Para qué queréis que diga


lo que no le importa a nadie?
Yo me lo callo y me voy
con mi silencio a otra parte.

Dímelo al oído.
Dímelo en voz baja.
Para que ni el aire pueda oír la pena
que hay en tus palabras.

Tan bonita estaba


dormida en la muerte,
que la misma muerte
se quedó mirándola.

Se quedó mirándola
sin querer llevársela como si tuviera
miedo de tocarla.

Voy andando y ya no sé
a dónde voy a parar.
Cuando me canse de andar
me pararé y lo sabré.

Viene siguiendo mis pasos


una sombra que no veo,
pero que siento que viene
siguiéndome como un perro.

Una sombra tan callada,


invisible, que siento
que es la sombra de mi muerte
la que me viene siguiendo.

Yo ya no estoy esperando
más que una cosa de ti:
que me vayas olvidando.

Que me vayas olvidando


y no te acuerdes de mí
ni despierta ni soñando.

¡Qué pena tan grande!


¡Qué pena tenerla!
¡Qué pena que nunca
nos mate la pena!

Canta bajito el arroyo


y a voz en grito el torrente.
Y a las voces de los dos
se las lleva la corriente.

Eres sombra de una llama


que tan de pronto se enciende
como de pronto se apaga.
Caminos de largo andar
son caminos que no sabes
a dónde van a parar.

Todo el que va, va de camino,


y aunque no sepa a dónde va,
va caminando, y caminando
cree que va siempre más allá.

Más allá del camino mismo.


Más allá de su caminar.
Un más allá que nunca llega
si nunca se deja de andar.

Lo único que yo te pido


no te lo pido por mí:
y es que no vuelvas a verme
si volvieras por aquí.

Pedirte a ti que me quieras


es como pedirle al agua
que corre que se esté quieta.

¿Qué me importa a mí que tengas


o que no tengas razón
si lo que tú no has tenido
ni tienes es corazón?

No sabe tu corazón
el porqué de su latido:
porque no sabe si tú
estás muerto o estás vivo.

Tú no sabes lo que esperas


pero lo estás esperando
igual que si lo supieras.

Mira qué cosa, mujer:


tengo más pena por verte
que por dejarte de ver.

Por cómo me estás mirando


comprendo que no me engañas
aunque me estés engañando.

No sé qué me da más pena:


que yo te siga queriendo
o que tú ya no me quieras.

Por qué vivo y para qué


es lo que estoy preguntándome.
Y miro a un lado y a otro
y no me responde nadie.

Y no me responde nadie...
Y creo escuchar un llanto
que no sé de dónde sale.
La vida empieza y acaba.
La muerte viene y se va.
Y todo es como si nada.

Como un cansancio en la sangre


siento que el tiempo me acaba
sin acabar de acabarme.

Como un pájaro perdido


el viento viene y se va
sin encontrar su camino.

El cariño que te tengo


no es un cariño cualquiera:
que no te quiero querer
y te quiero aunque no quiera.

Quiero llorar y no puedo:


porque tengo tanta pena
que ya ni sé si la tengo.

Yo no te puedo querer
de otra manera distinta
a como tiene que ser.

¡Ay, qué pena me da verte


con tanta ilusión de vida
y tan cerca de la muerte!
Me estás haciendo dudar
de todo lo que pensaba
y ya no sé qué pensar.

Yo no te quiero escuchar,
que eres como la sirena
que canta para engañar.

Mi camino no es camino
para caminar yo solo
sino para andar contigo.

Tú me estás diciendo
que tenga alegría.
¡Ay! si tú supieras lo que a mí me pasa,
no me lo dirías.

La muerte me anda rondando.


Yo sé que viene por mí.
Y aquí la estoy esperando.

A mí no quieras buscarme,
que yo me encuentro perdido
por no querer encontrarte.

¡Qué poco me va quedando


de lo poco que tenía!

445
Todo se me va acabando
menos la melancolía.

Yo de mi mal no me espanto.
Me espanto del hondo abismo
de dolor que hay en mi canto.

La rosa es temerosa.
El clavel es cruel.
¿Por qué te llamas Rosa
si eres clavel?

Todos morimos de amor,


queriéndolo o sin quererlo.
Morir no es perder la vida:
morir es perder el tiempo.

Yo no dejé memoria amarga mía


o no quise dejarla sino en mí:
porque cuando en mí mismo la sentía
nunca pensaba en ti.

Se irán y no volverán
los días que tú creías
que no iban nunca a llegar.

¿Cómo te voy a llamar


si no sé el nombre que tienes?

446
Si no sé si vas o vienes,
¿cómo te voy a encontrar?

La voz del mar en el viento,


que no la puede callar,
se lleva tu pensamiento
lejos del viento y del mar.

Yo no sé por qué te quiero,


cuando sé, como lo sé,
que por quererte me muero.

Desperté porque soñaba


que tú me estabas hablando
y que yo no te escuchaba.

Volví a dormirme y sentía


que tú me estabas mirando
y que yo no te veía.

Os hiero con mis palabras


y a mí las vuestras me hieren.
Las heridas que yo os hago
son las que a mí más me duelen.

Otra vez vuelvo a caer


en el pozo de mi angustia,
que es más hondo cada vez.

447
Tan hondo que ya no sé
si podrá tocar su fondo:
pero sé que no saldré.

Somos libres como el agua


que corre, del cauce presa,
para encontrar en la mar,
al fin, su prisión eterna.

Se fueron mis alegrías


contigo, y sin ti, otra vez
volvieron las penas mías.

No sé si tengo o no tengo
razones para creerte,
pero sí sé que, aunque quiera,
no dejaré de quererte.

Si la tristeza que tengo


lo fuera sólo de mí
no me estaría muriendo
como me muero por ti.

Yo no sé lo que es la vida
ni la muerte ni el amor.
Yo sé que un pájaro ciego
no es el que canta mejor.
Tanto te estás olvidando
de que tu pena es la mía,
que la que a mí me estás dando
es más pena todavía.

Tú no haces más que esperar:


esperar lo que no llega
y que nunca llegará.

Piensa, si me ves reír


como si me ves llorar,
que yo no olvido la pena
que tú quieres olvidar.

Vi una sombra en la pared


y otra sombra en la ventana.
Y sabía que en la puerta
otra sombra me esperaba.

Quiero mirarme en tus ojos


sin dejarlos de mirar
hasta que ciegue los míos
la luz de su claridad:

la luz de una claridad


que les hiere y que los quema
porque no pueden llorar.

Te muerdes los labios


hasta hacerte sangre,
como si quisieras quitarles los besos
que no diste a nadie.

Están llamando a tu puerta


y tú no sabes quién llama.
Sea quien sea el que llame,
dile que vuelva mañana.

A esa lucecita sola


que está temblando en tu alma
tú dile que no se apague
que yo voy a acompañarla.

¡Qué oscuro estaba y qué triste


el amanecer del día
que me dejaste y te fuiste!
De HORA ÚLTIMA

Todas las puertas del sueño


se cerraron para mí:
a todas estoy llamando,
ninguna se quiere abrir.

¿Qué haré yo la noche entera


(noche que no tiene fin)
sintiendo que ni en la muerte
me voy a poder dormir?

Será largo el tiempo.


Y el camino largo.
Y yo estaré solo
sin querer estarlo.

Y pasarán horas y noches y días,


y estaré pensando
que el largo cansancio del largo camino
se sigue alargando.
Oda horaciana
(A imitación de Fray Luis de León)

¿Qué culpa tienen las flores?


Parecerse a las estrellas.

C ald eró n

Cantan los ruiseñores.


Retumba el campo.

L o pe

¡Qué gozosa ventura


le da al alma el concierto de estas flores,
sus colores y olores! ¡Qué hermosura
penetrante de luz, con sus fulgores
como estrellas de agudos resplandores!

¡Qué sosegada calma,


qué claridad de olvido,
le dan su paz al alma
que de la guerra ha huido
y de su infierno de mortal ruido!

El campo que retumba,


en musical silencio sepultado;
le da, como los ecos de la tumba,
su soledad al corazón cansado,
de su latir sonoro lastimado.

Y en su penumbra verde
la floresta engañosa de la vida
su encantamiento pierde;
y de su propio engaño desasida
despierta al alma en su ilusión dormida.

El cielo en el ocaso
apaga todo el campo florecido.
Y acompaña su paso,
de la risa del alba al sol dormido,
en el mar de la noche sumergido.
¡Qué sigilosamente,
como en las flores bellas,
se enciende de repente,
tan engañosamente como en ellas,
la mentirosa luz de las estrellas!

La soledad que ahora tengo


penetra en mi corazón
como una hoja de acero.

Y me parece que siento


que su angustia y ansiedad
me han hecho su prisionero.

Todo es disfraz de silencio.

U nam uno

Todo lo que tú me dices,


todo lo que tú me callas,
lo dice el rumor del viento,
y el correr del agua clara.

En la noche silenciosa
de la alcoba en que descansas,
lo dice en la chimenea
el crepitar de las llamas.

Y apenas si en los silencios


oscuros que la disfrazan,
lo dice una campanita
perdida en la madrugada.

Si le temes a la muerte
no es porque temes a Dios
ni al Diablo: lo que temes

453
es muchísimo peor;
temes no encontrar en ella
a ninguno de los dos.

¡Cuántas veces toqué el cielo


con mis manos ¡ay! sintiendo
que ardía mi corazón
en las llamas del infierno!

Mi sombra sobre la tierra


o el agua, es sombra de nube
que pasa y que no se queda.

Que se quedaría quieta


como la sombra del árbol
si el aire no la moviera.

Yo estoy diciendo palabras,


palabras sin voz ni eco,
palabras que yo no sé
por qué las estoy diciendo.

Son palabras sin sonido,


palabras sin pensamiento,
que vosotros no entendéis
y que yo tampoco entiendo.

Palabras mudas que son


mensajeras del silencio:
palabras que oyen tan sólo
los que escuchan a los muertos.
¿Quién oyó las pisadas de los días?

Q uevedo

El tiempo lo hace todo


y todo lo deshace.
Porque el tiempo no deja
de andar un solo instante.

El tiempo todo es alma.


El alma toda es aire.
Y los pasos del tiempo
no los escucha nadie.

455
CO PLAS

Mirando las rosas blancas


me parece que su nieve
va a prenderse en llamarada.

Me diste un vino de sombra


que rebosaba el cristal
luminoso de la copa.

Y cuando la apuré toda,


volví mi copa a tu mano
para que me dieras otra.

Eso que estás esperando...

A. Ferrán

La cosa que más se teme


es la que no llega nunca
y se está esperando siempre.

Iba sembrando semillas


de ideas y pensamientos:
se las comían los pájaros;
se las llevaban los vientos.

Saber de verdad es saber


que la ignorancia es lo único
que no se puede aprender.

457
Como la llama en el fuego
se apaga en tu corazón
la luz de tu pensamiento.

Lo que tú sabes, lo sabes


porque cuando calla el viento
a ti te lo dice el aire.

Y a ti te lo dice el aire
murmurando entre las hojas
temblorosas de los árboles.

La copla clara y sencilla


es la que vale la pena
de escucharla y repetirla.

Porque es la sola poesía


que le dice al corazón
lo que es verdad o es mentira.
NO TA B I B L IO G R Á F IC A

J J clV. siguientes datos bibliográficos corresponden a los textos incluidos en


este libro. Pueden ser de utilidad para cualquier lector que se interese por la
obra de Bergamín y se encuentre algo desconcertado ante la compleja historia
de la composición y publicación de sus escritos.

Para la sección de ensayos he escogido en primer lugar “La decadencia del


analfabetismo”, que es el texto de una conferencia que Bergamín leyó en la
Residencia de Señoritas de Madrid en mayo de 1930. Se publicó por primera
vez en el número 3 de Cruzy Raya (junio de 1933). Fue recogido posteriormente
en el segundo volumen de Disparadero español: Presencia de espíritu (Madrid,
Ediciones del Árbol de Cruz y Raya, 1936).

“La importancia del Demonio” es el texto de una conferencia leída también


en la madrileña Residencia de Señoritas, en mayo de 1932. Se publicó primero
en Cruzy Raya (número 5, agosto de 1933) y fue recogido también en Presencia
de espíritu, el segundo volumen de la obra Disparadero español

“Un verso de Lope y Lope en un verso” es una de varias conferencias sobre


Lope leídas por Bergamín en 1935, con motivo del tercer centenario del
fallecimiento del dramaturgo. El texto está incluido en el primer volumen de
Disparadero español: La más leve idea de Lope (Madrid, Ediciones del Árbol de Cruz
y Raya, 1936).

“Calderón y cierra España. (Contra aventura, ventura)” apareció por primera


vez en E l Sol, en tres entregas, el 12, el 19 y el 26 de abril de 1936. Bergamín
incluyó este ensayo en el tercer volumen de Disparadero español. E l alma en un
hilo (México D.F., Editorial Séneca, 1940).

“La estatua de Don Tancredo” se publicó primero como suplemento de la


revista Cruzy Raya (número 14, mayo de 1934). Junto con “El arte de birlibirloque”
(1930) y “El mundo por montera” (1936), volvió a editarse en el primer volumen
de la colección “Renuevos de Cruz y R aya” (Santiago de Chile/Madrid, Cruz
del Sur, 1961).

459
“Pintar como querer. (Goya, todo y nada de España)” y “Larra, peregrino
en su patria (1837-1937)” se publicaron primero en Hora de España (Valencia,
número 5, mayo de 1937 y número 11, noviembre de 1937, respectivamente).
Ambos ensayos han sido luego publicados en diversas ediciones.

“Por nada del mundo. (Anarquismo y Catolicismo)” se publicó primero en


francés en la revista parisina Esprit (número 55, abril de 1937). Bergamín dio a
conocer la versión original en Detrás de la cruz. Terrorismo y persecución religiosa
en España (México D.F., Editorial Séneca, 1941). Está recogido en E l pensamiento
perdido (Madrid, Adra, 1976), que es, a su vez, una refundición de Detrás de la
cruzy E l pozo de la angustia (México D.F., Editorial Séneca, 1941).

“ Cante hondo” es el prólogo para una colección de fotos de André Martin


publicada en 1957 (París, Editions du Seuil). El texto apareció en español y en
francés, traducido por Pierre Emmanuel, amigo del escritor. Se trata de un texto
muy poco conocido puesto que Martin no quedó satisfecho con la calidad de
las reproducciones de sus fotos y retiró el libro de circulación.

La figura de don Quijote así como la obra de Cervantes en general son temas
recurrentes en los escritos de Bergamín. El “ Cervantes” que he elegido para
ilustrar este decidido interés por parte del escritor apareció con otros dos ensayos
(sobre Shakespeare y Quevedo) en 1954, en Montevideo, en el número 13 de
la Revista de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de la
República. Pasó a formar parte del libro Fronteras infernales de la poesía (Madrid,
Taurus, 1959), que está entre los primeros que dio a luz después de su vuelta a
España a finales de 1958.

La sección de prosa lírica incluye el libro Caracteres, que se publicó en los


suplementos de la revista malagueña Litoral, editada por Manuel Altolaguirre
y Emilio Prados, colección inaugurada por Canciones, de Federico García Lorca,
y La amante, de Rafael Alberti. Los textos de Bergamín están fechados en 1926
pero el librito no salió de la imprenta hasta febrero de 1927. Ha vuelto a editarse
varias veces; la última edición es de la nueva época de Litoral (Málaga, 1982).

La primera edición de E l arte de birlibirloque, con ilustraciones del propio


Bergamín, escogida para abrir la sección de escritos taurinos, es de 1930. Apareció
en la editorial Plutarco de Madrid. No volvió a editarse hasta 1961, en el primer
volumen de la colección “Renuevos de Cruz y R aya”, antes mencionada.

460
“El mundo por montera” se publicó en E l Sol, el 5 de julio de 1936. No
volvió a editarse hasta 1961 en el ya citado volumen inaugural de la colección
“Renuevos de Cruz y R aya”.

En La música callada del toreo Bergamín recogió una serie de artículos sobre
temas taurinos ya publicados en el semanario Sábado Gráfico, añadiendo algún
texto complementario. El libro se publicó primero en 1981 (Madrid, Turner).
Hay varias ediciones posteriores, todas ellas aparecidas en Turner; la última
(la quinta reimpresión) es de 1994.

Para la sección de aforismos he seleccionado textos de E l cohete y la estrella (el


primer libro de Jo sé Bergamín) y de La cabeza a pájaros. E l cohete y la estrella
apareció en 1923 en la esmerada “Biblioteca de índice”, dirigida por Juan Ramón
Jim énez. A modo de prólogo, el poeta de Moguer incluyó una afectuosa
“ caricatura lírica” del joven escritor. El libro volvió a editarse en 1981, junto con
La cabeza a pájaros, en la colección “Letras Hispánicas” de la editorial Cátedra,
en edición de José Esteban. La cabeza a pájaros (1934) es uno de los primeros
libros publicados por las Ediciones del Arbol de Cruz y Raya. En él Bergamín
recoge varias series de aforismos publicados en diversas revistas a lo largo de
la década de 1920.

Incluimos también en este libro dos obras de teatro del autor. La niña guerrillera
se publicó, junto con La hija de Dios, en México en 1945 en la editorial Medea.
De esta edición se hizo una reedición facsimilar en 1979 (Madrid, Hispamerca).
Bergamín volvió a editar la obra, con algunas modificaciones importantes, en
Montevideo (Editorial Retablillo Español, 1953). Se ha seguido la primera
edición.

La sangre de Antígona vio la luz primero en la revista Primer Acto, número 198
(marzo-abril de 1983). Se ha publicado recientemente en forma de libro, en una
edición bilingüe (español/italiano), traducido por Paola Ambrosi (Florencia,
Alinea Editrice, 2003).

Para la selección de poemas de Bergamín he utilizado los siete volúmenes


editados por Turner entre 1983 y 1984 bajo el título general Poesía, que recoge
casi la totalidad de la obra poética del escritor.

N ig e l D e n n is
marzo de 2005

461
Otras obras deJosé Bergamín en Turner
Poesía
I. Sonetos. Rimas. D el otoño y los mirlos
II. La claridad desierta
III. Apartada orilla
IV. Velado desvelo
V. Esperando la mano de nieve
VI. Canto rodado
VIL Hora última
Prosa
E l arte de birlibirloque
La claridad del toreo
La música callada del toreo
Aforismos de la cabeza parlante

Das könnte Ihnen auch gefallen