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Hugo Aréchiga
I. Hacia la frontera de lo complejo
El grupo de los primates homínidos surgió en nuestro planeta un
conjunto de individuos singulares. No destacaban por su
corpulencia, ni por su agilidad. Tampoco eran fértiles o longevos,
incluso eran superados por otros animales con los que compartían
las templadas planicies donde parecen haberse originado. Poseían
algunos rasgos especiales que los distinguían de los demás primates.
Caminaban erectos, sus manos tenían movimientos finos que los de
cualquier animal, sobre todo, eran los poseedores de una nueva
expresión de vida: LA CONCIENCIA.
En los grandes reptiles del Jurásico o en las actuales, todo el sistema
nervioso central ocupa menos de una milésima parte del cuerpo, en
el ser humano comprende una proporción treinta veces mayor.
En algunas especies, hay áreas cerebrales proporcionalmente más
desarrolladas que el ser humano. El bulbo olfatorio de un roedor
como el de un conejo y el de un pez o una rana, ocupan
proporcionalmente una masa mayor que su contraparte en el
humano y algo similar ocurre con los núcleos de origen de los nervios
que conduce la información de los quimiorreceptores de la piel que
en el pez ocupan buena parte de la superficie corporal, en tanto que
los animales de vida aérea están circunscritos a la cavidad bucal. En
la corteza cerebral la zona que mayor desarrollo ha tenido entre los
mamíferos superiores, como veremos luego, este dato es uno de los
que ha llevado a inferir que es ahí donde reside la conciencia. Entre
las respuestas puramente reflejas de un espongiario, o un gusano y
la actividad consciente del ser humano, hay también gran número de
etapas de avance filogenético hacia formas de comportamiento más
variadas y precisas, que en nuestra especie culminan con la
emergencia de la actividad consciente. Explicar cómo el cerebro
produce lo que llamamos actividad mental en la siguiente y quizá la
frontera de la ciencia. Al igual que en lo anatómico, la evolución de
nuestros patrones del comportamiento es lineal. Los actuales
conceptos de la biología no bastan para comprender a cabalidad la
naturaleza de las interacciones que ocurren en las intricadas redes
neuronales del cerebro y de la forma en que, entre uniones
moleculares y señales eléctricas, generan el fenómeno que
llamamos mente.
La agresividad y la destructividad que nos permitieron sobrevivir en
competencia con otros animales y que, ahora, a menudo son un
lastre en ese camino hacia la razón.