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Lecturas y Materiales

Tales from the Pampas:


Reading Argentine Literature
(SPN366)

Betina González
Fall 2015
Fall 2015

Readings:
Part I. Tales from the Pampas: Civilization & Barbarism
Domingo Sarmiento, Facundo, Introducción y capítulo 1

Part II. Narrating Buenos Aires and its Others: a City with many Borders
Jorge Luis Borges, Fundación mítica de Buenos Aires
Selección de poesías de Florida y Boedo
Selección de poesías de vanguardia
Roberto Arlt, Aguafuertes porteñas (Seleccción)
Beatriz Sarlo, Fantastic invention and cultural nationality: the case of Xul Solar

Part III. Narrating the Pampas and Buenos Aires as Political Scenarios
Rodolfo Walsh, Un oscuro día de justicia
Julio Cortázar, Casa Tomada y La escuela de noche
Mariana Enríquez, Cuando hablábamos con los muertos

Part IV. Tales from the Pampas: Rewriting Civilization & Barbarism Today
Samanta Schweblin, Entrevistas sobre Distancia de Rescate

! 2!
Domingo Faustino Sarmiento. Facundo. O civilización y barbarie en las Pampas
argentinas. (1845/Estudio biográfico-selección)

Advertencia del autor

On ne tue point les idées.

Fortuol

A los hombres se degüella, a las ideas no.

A fines del año 1840, salía yo de mi patria, desterrado por lástima, estropeado, lleno de cardenales, puntazos y

golpes recibidos el día anterior en una de esas bacanales sangrientas de soldadesca y mazorqueros. Al pasar por los baños

de Zonda, bajo las armas de la patria que en días más alegres había pintado en una sala, escribí con carbón estas palabras:

On ne tue point les idées.

El Gobierno, a quien se comunicó el hecho, mandó una comisión encargada de descifrar el jeroglífico, que se

decía contener desahogos innobles, insultos y amenazas. Oída la traducción, “¡y bien! –dijeron–, ¿qué significa esto?...”.

Significaba, simplemente, que venía a Chile, donde la libertad brillaba aún, y que me proponía hacer proyectar

los rayos de las luces de su prensa hasta el otro lado de los Andes. Los que conocen mi conducta en Chile saben si he

cumplido aquella protesta.

Capítulo I. Aspecto físico de la República Argentina y caracteres, hábitos e ideas que engendra

[…] Las ciudades argentinas tienen la fisonomía regular de casi todas las ciudades americanas: sus calles

cortadas en ángulos rectos, su población diseminada en una ancha superficie, si se exceptúa a Córdoba, que edificada en

corto y limitado recinto, tiene todas las apariencias de una ciudad europea, a que dan mayor realce la multitud de torres y

cúpulas de sus numerosos y magníficos templos. La ciudad es el centro de la civilización argentina, española, europea;

allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza,

en fin, a los pueblos cultos. La elegancia en los modales, las comodidades del lujo, los vestidos europeos, el frac y la

levita tienen allí su teatro y su lugar conveniente. No sin objeto hago esta enumeración trivial. La ciudad capital de las

provincias pastoras existe algunas veces ella sola sin ciudades menores, y no falta alguna en que el terreno inculto llegue

hasta ligarse con las calles. El desierto las circunda a más o menos distancia, las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje

las reduce a unos estrechos oasis de civilización enclavados en un llano inculto de centenares de millas cuadradas, apenas
interrumpido por una que otra villa de consideración. Buenos Aires y Córdoba son las que mayor número de villas han

podido echar sobre la campaña, como otros tantos focos de civilización y de intereses municipales: ya esto es un hecho

notable. El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada tal como la conocemos en todas partes:

allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular,

etc. Saliendo del recinto de la ciudad todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré americano

por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos, sus necesidades peculiares y limitadas: parecen dos

sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aún hay más: el hombre de la campaña, lejos de aspirar a

semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac, la silla,

la capa, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad

está bloqueado allí, proscripto afuera, y el que osara mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa,

atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los campesinos.

Estudiemos ahora la fisonomía exterior de las extensas campañas que rodean las ciudades, y penetremos en la

vida interior de sus habitantes. Ya he dicho que en muchas provincias el límite forzoso es un desierto intermedio y sin

agua. No sucede así por lo general con la campaña de una provincia, en la que reside la mayor parte de su población. La

de Córdoba, por ejemplo, que cuenta ciento sesenta mil almas, apenas veinte de éstas están dentro del recinto de la

aislada ciudad; todo el grueso de la población está en los campos que, así como por lo común son llanos, casi por todas

partes son pastosos, ya estén cubiertos de bosques, ya desnudos de vegetación mayor, y en algunas con tanta abundancia

y de tan exquisita calidad, que el prado artificial no llegaría a aventajarles. Mendoza, y San Juan sobre todo, se exceptúan

de esta peculiaridad de la superficie inculta, por lo que sus habitantes viven principalmente de los productos de la

agricultura. En todo lo demás, abundando los pastos, la cría de ganados es, no la ocupación de los habitantes, sino su

medio de subsistencia. Ya la vida pastoril nos vuelve impensadamente a traer a la imaginación el recuerdo del Asia,

cuyas llanuras nos imaginamos siempre cubiertas aquí y allá de las tiendas del calmuco, del cosaco o del árabe. La vida

primitiva de los pueblos, la vida eminentemente bárbara y estacionaria, la vida de Abraham, que es la del beduino de hoy,

asoma en los campos argentinos, aunque modificada por la civilización de un modo extraño. La tribu árabe, que vaga por

las soledades asiáticas, vive reunida bajo el mando de un anciano de la tribu o un jefe guerrero; la sociedad existe,

aunque no esté fija en un punto determinado de la tierra; las creencias religiosas, las tradiciones inmemoriales, la

invariabilidad de las costumbres, el respeto a los ancianos, forman reunidos un código de leyes, de usos y de prácticas de

gobierno, que mantiene la moral tal como la comprenden, el orden y la asociación de la tribu. Pero el progreso está

sofocado, porque no puede haber progreso sin la posesión permanente del suelo, sin la ciudad, que es la que desenvuelve

la capacidad industrial del hombre y le permite extender sus adquisiciones.


En las llanuras argentinas no existe la tribu nómade: el pastor posee el suelo con títulos de propiedad; está fijo

en un punto que le pertenece; pero para ocuparlo, ha sido necesario disolver la asociación y derramar las familias sobre

una inmensa superficie. Imaginaos una extensión de dos mil leguas cuadradas, cubierta toda de población, pero colocadas

las habitaciones a cuatro leguas de distancia unas de otras, a ocho a veces, a dos las más cercanas. El desenvolvimiento

de la propiedad mobiliaria no es imposible, los goces del lujo no son del todo incompatibles con este aislamiento: puede

levantar la fortuna un soberbio edificio en el desierto; pero el estímulo falta, el ejemplo desaparece, la necesidad de

manifestarse con dignidad, que se siente en las ciudades, no se hace sentir allí en el aislamiento y la soledad. Las

privaciones indispensables justifican la pereza natural, y la frugalidad en los goces trae en seguida todas las

exterioridades de la barbarie. La sociedad ha desaparecido completamente; queda sólo la familia feudal, aislada,

reconcentrada; y no habiendo sociedad reunida, toda clase de gobierno se hace imposible: la municipalidad no existe, la

policía no puede ejercerse, y la justicia civil no tiene medios de alcanzar a los delincuentes. Ignoro si el mundo moderno

presenta un género de asociación tan monstruoso como éste. Es todo lo contrario del municipio romano, que

reconcentraba en un recinto toda la población, y de allí salía a labrar los campos circunvecinos. Existía, pues, una

organización social fuerte, y sus benéficos resultados se hacen sentir hasta hoy y han preparado la civilización moderna.

Se asemeja a la antigua Sloboda Esclavona, con la diferencia que aquélla era agrícola, y por tanto, más susceptible de

gobierno: el desparramo de la población no era tan extenso como éste. Se diferencia de la tribu nómade, en que aquélla

anda en sociedad siquiera ya que no se posesiona del suelo. Es, en fin, algo parecido a la feudalidad de la Edad Media, en

que los barones residían en el campo, y desde allí hostilizaban las ciudades y asolaban las campañas; pero aquí falta el

barón y el castillo feudal. Si el poder se levanta en el campo, es momentáneamente, es democrático: ni se hereda, ni

puede conservarse, por falta de montañas y posiciones fuertes. De aquí resulta que aun la tribu salvaje de la pampa está

organizada mejor que nuestras campañas para el desarrollo moral.

Pero lo que presenta de notable esta sociedad en cuanto a su aspecto social, es su afinidad con la vida antigua,

con la vida espartana o romana, si por otra parte no tuviese una desemejanza radical. El ciudadano libre de Esparta o de

Roma echaba sobre sus esclavos el peso de la vida material, el cuidado de proveer a la subsistencia, mientras que él vivía

libre de cuidados en el foro, en la plaza pública, ocupándose exclusivamente de los intereses del Estado, de la paz, la

guerra, las luchas de partido. El pastoreo proporciona las mismas ventajas, y la función inhumana del ilota antiguo la

desempeña el ganado. La procreación espontánea forma y acrece indefinidamente la fortuna; la mano del hombre está por

demás; su trabajo, su inteligencia, su tiempo no son necesarios para la conservación y aumento de los medios de vivir.

Pero si nada de esto necesita para lo material de la vida, las fuerzas que economiza no puede emplearlas como el romano:

fáltale la ciudad, el municipio, la asociación íntima y, por tanto, fáltale la base de todo desarrollo social; no estando
reunidos los estancieros, no tienen necesidades públicas que satisfacer: en una palabra, no hay res publica. El progreso

moral, la cultura de la inteligencia descuidada en la tribu árabe o tártara, es aquí no sólo descuidada, sino imposible.

¿Dónde colocar la escuela para que asistan a recibir lecciones los niños diseminados a diez leguas de distancia en todas

direcciones? Así, pues, la civilización es del todo irrealizable, la barbarie es normal (1), y gracias si las costumbres

domésticas conservan un corto depósito de moral. La religión sufre las consecuencias de la disolución de la sociedad: el

curato es nominal, el púlpito no tiene auditorio, el sacerdote huye de la capilla solitaria o se desmoraliza en la inacción y

en la soledad; los vicios, el simoniaquismo, la barbarie normal penetran en su celda y convierten su superioridad moral

en elementos de fortuna y de ambición, porque al fin concluye por hacerse caudillo de partido.

Yo he presenciado una escena campestre, digna de los tiempos primitivos del mundo, anteriores a la institución

del sacerdocio. Hallábame en 1838 en la Sierra de San Luis, en casa de un estanciero cuyas dos ocupaciones favoritas

eran rezar y jugar. Había edificado una capilla en la que los domingos por la tarde rezaba él mismo el rosario para suplir

al sacerdote y al oficio divino de que por años habían carecido. Era aquél un cuadro homérico: el sol llegaba al ocaso; las

majadas que volvían al redil hendían el aire con sus confusos balidos; el dueño de la casa, hombre de sesenta años, de

una fisonomía noble, en que la raza europea pura se ostentaba por la blancura del cutis, los ojos azulados, la frente

espaciosa y despejada, hacía coro, a que contestaban una docena de mujeres y algunos mocetones, cuyos caballos, no

bien domados aún, estaban amarrados cerca de la puerta de la capilla. Concluido el rosario, hizo un fervoroso

ofrecimiento. Jamás he oído voz más llena de unción, fervor más puro, fe más firme, ni oración más bella, más adecuada

a las circunstancias, que la que recitó. Pedía en ella a Dios lluvia para los campos, fecundidad para los ganados, paz para

la República, seguridad para los caminantes... Yo soy muy propenso a llorar, y aquella vez lloré hasta sollozar, porque el

sentimiento religioso se había despertado en mi alma con exaltación y como una sensación desconocida, porque nunca he

visto escena más religiosa; creía estar en los tiempos de Abraham, en su presencia, en la de Dios y de la naturaleza que lo

revela. La voz de aquel hombre candoroso e inocente me hacía vibrar todas las fibras y me penetraba hasta la médula de

los huesos. He aquí a lo que está reducida la religión en las campañas pastoras, a la religión natural: el cristianismo

existe, como el idioma español, en clase de tradición que se perpetúa, pero corrompido, encarnado en supersticiones

groseras, sin instrucción, sin culto y sin convicciones. En casi todas las campañas apartadas de las ciudades ocurre que

cuando llegan comerciantes de San Juan o de Mendoza, les presentan tres o cuatro niños de meses y de un año para que

los bauticen, satisfechos de que por su buena educación podrán hacerlo de un modo válido; y no es raro que a la llegada

de un sacerdote se le presenten mocetones que vienen domando un potro a que les ponga el óleo y administre el bautismo

sub conditione. A falta de todos los medios de civilización y de progreso, que no pueden desenvolverse sino a condición

de que los hombres estén reunidos en sociedades numerosas, ved la educación del hombre del campo. Las mujeres
guardan la casa, preparan la comida, trasquilan las ovejas, ordeñan las vacas, fabrican los quesos, y tejen las groseras

telas de que se visten: todas las ocupaciones domésticas, todas las industrias caseras las ejerce la mujer: sobre ella pesa

casi todo el trabajo; y gracias si algunos hombres se dedican a cultivar un poco de maíz para el alimento de la familia,

pues el pan es inusitado como mantención ordinaria. Los niños ejercitan sus fuerzas y se adiestran por placer en el

manejo del lazo y de las bolas, con que molestan y persiguen sin descanso a las terneras y cabras; cuando son jinetes, y

esto sucede luego de aprender a caminar, sirven a caballo en algunos quehaceres; más tarde, y cuando ya son fuertes,

recorren los campos cayendo y levantando, rodando a designio en las vizcacheras, salvando precipicios y adiestrándose

en el manejo del caballo; cuando la pubertad asoma, se consagran a domar potros salvajes, y la muerte es el castigo

menor que les aguarda, si un momento les faltan las fuerzas o el coraje. Con la juventud primera viene la completa

independencia y la desocupación.

Aquí principia la vida pública, diré, del gaucho, pues que su educación está ya terminada. Es preciso ver a estos

españoles por el idioma únicamente y por las confusas nociones religiosas que conservan, para saber apreciar los

caracteres indómitos y altivos que nacen de esta lucha del hombre aislado con la naturaleza salvaje, del racional con el

bruto; es preciso ver estas caras cerradas de barbas, estos semblantes graves y serios, como los de los árabes asiáticos,

para juzgar del compasivo desdén que les inspira la vista del hombre sedentario de las ciudades, que puede haber leído

muchos libros, pero que no sabe aterrar un toro bravío y darle muerte; que no sabrá proveerse de caballo a campo abierto,

a pie y sin el auxilio de nadie; que nunca ha parado un tigre, y recibídolo con el puñal en una mano y el poncho envuelto

en la otra para meterle en la boca, mientras le traspasa el corazón y lo deja tendido a sus pies. Este hábito de triunfar de

las resistencias, de mostrarse siempre superior a la naturaleza, desafiarla y vencerla, desenvuelve prodigiosamente el

sentimiento de la importancia individual y de la superioridad. Los argentinos, de cualquier clase que sean, civilizados o

ignorantes, tienen una alta conciencia de su valer como nación; todos los demás pueblos americanos les echan en cara

esta vanidad, y se muestran ofendidos de su presunción y arrogancia. Creo que el cargo no es del todo infundado, y no

me pesa de ello. ¡Ay del pueblo que no tiene fe en sí mismo! ¡Para ése no se han hecho las grandes cosas! ¿Cuánto no

habrá podido contribuir a la independencia de una parte de la América la arrogancia de estos gauchos argentinos que

nada han visto bajo el sol, mejor que ellos, ni el hombre sabio ni el poderoso? El europeo es para ellos el último de todos,

porque no resiste a un par de corcovos del caballo. (2) Si el origen de esta vanidad nacional en las clases inferiores es

mezquino, no son por eso menos nobles las consecuencias; como no es menos pura el agua de un río porque nazca de

vertientes cenagosas e infectas. Es implacable el odio que les inspiran los hombres cultos, e invencible su disgusto por

sus vestidos, usos y maneras. De esta pasta están amasados los soldados argentinos; y es fácil imaginarse lo que hábitos

de este género pueden dar en valor y sufrimiento para la guerra. Añádase que desde la infancia están habituados a matar
las reses, y que este acto de crueldad necesaria los familiariza con el derramamiento de sangre, y endurece su corazón

contra los gemidos de las víctimas.

La vida del campo, pues, ha desenvuelto en el gaucho las facultades físicas, sin ninguna de las de la inteligencia.

Su carácter moral se resiente de su hábito de triunfar de los obstáculos y del poder de la naturaleza: es fuerte, altivo,

enérgico. Sin ninguna instrucción, sin necesitarla tampoco, sin medios de subsistencia, como sin necesidades, es feliz en

medio de su pobreza y de sus privaciones, que no son tales para el que nunca conoció mayores goces, ni extendió más

altos sus deseos. De manera que si esta disolución de la sociedad radica hondamente la barbarie por la imposibilidad y la

inutilidad de la educación moral e intelectual, no deja, por otra parte, de tener sus atractivos. El gaucho no trabaja; el

alimento y el vestido lo encuentra preparado en su casa; uno y otro se lo proporcionan sus ganados, si es propietario; la

casa del patrón o pariente, si nada posee. Las atenciones que el ganado exige se reducen a correrías y partidas de placer;

la hierra, que es como la vendimia de los agricultores, es una fiesta cuya llegada se recibe con transportes de júbilo: allí

es el punto de reunión de todos los hombres de veinte leguas a la redonda, allí la ostentación de la increíble destreza en el

lazo. El gaucho llega a la hierra al paso lento y mesurado de su mejor parejero, que detiene a distancia apartada; y para

gozar mejor del espectáculo, cruza la pierna sobre el pescuezo del caballo. Si el entusiasmo lo anima, desciende

lentamente del caballo, desarrolla su lazo y lo arroja sobre un toro que pasa con la velocidad del rayo a cuarenta pasos de

distancia: lo ha cogido de una uña, que era lo que se proponía, y vuelve tranquilo a enrollar su cuerda.

(1) El año 1826, durante una residencia de un año en la sierra de San Luis, enseñé a leer a seis jóvenes de familias pudientes, el menor de los cuales

tenía veintidós años.

(2) El general Mansilla decía en la Sala, durante el bloqueo francés: “¿Y qué nos han de hacer esos europeos que no saben galoparse una noche?”, y la

inmensa barra plebeya ahogó la voz del orador con el estrépito de los aplausos.

Fuente: Vida de Facundo Quiroga. Barcelona, Bruguera, 1970.


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A!mí!se!me!hace!cuento!que!empezó!Buenos!Aires:!
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No!las!ávidas!calles,!
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sino!las!calles!desganadas!del!barrio,!
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enternecidas!de!penumbra!y!de!ocaso!
y!aquellas!más!afuera!
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donde!austeras!casitas!apenas!se!aventuran,!
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a!perderse!en!la!honda!visión!
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Son!para!el!solitario!una!promesa!
porque!millares!de!almas!singulares!las!pueblan,!
únicas!ante!Dios!y!en!el!tiempo!
y!sin!duda!preciosas.!
Hacia!el!Oeste,!el!Norte!y!el!Sur!
se!han!desplegado!:y!son!también!la!patria:!las!calles;!
ojalá!en!los!versos!que!trazo!
estén!esas!banderas.!
!
!
LA!RECOLETA!
Convencidos!de!caducidad!
por!tantas!nobles!certidumbres!del!polvo,!
nos!demoramos!y!bajamos!la!voz!
entre!las!lentas!filas!de!panteones,!
cuya!retórica!de!sombra!y!de!mármol!
promete!o!prefigura!la!deseable!
dignidad!de!haber!muerto.!
Bellos!son!los!sepulcros,!
el!desnudo!latín!y!las!trabadas!fechas!fatales,!
la!conjunción!del!mármol!y!de!la!flor!
y!las!plazuelas!con!frescura!de!patio!
y!los!muchos!ayeres!de!a!historia!
hoy!detenida!y!única.!
Equivocamos!esa!paz!con!la!muerte!
y!creemos!anhelar!nuestro!fin!
y!anhelamos!el!sueño!y!la!indiferencia.!
Vibrante!en!las!espadas!y!en!la!pasión!
y!dormida!en!la!hiedra,!
sólo!la!vida!existe.!
El!espacio!y!el!tiempo!son!normas!suyas,!
son!instrumentos!mágicos!del!alma,!
y!cuando!ésta!se!apague,!
se!apagarán!con!ella!el!espacio,!el!tiempo!y!la!muerte,!
como!al!cesar!la!luz!
caduca!el!simulacro!de!los!espejos!
que!ya!la!tarde!fue!apagando.!
Sombra!benigna!de!los!árboles,!
viento!con!pájaros!que!sobre!las!ramas!ondea,!
alma!que!se!dispersa!entre!otras!almas,!
fuera!un!milagro!que!alguna!vez!dejaran!de!ser,!
milagro!incomprensible,!
aunque!su!imaginaria!repetición!
infame!con!horror!nuestros!días.!
Estas!cosas!pensé!en!la!Recoleta,!
en!el!lugar!de!mi!ceniza.!
!
!
EL!SUR!
Desde!uno!de!tus!patios!haber!mirado!
las!antiguas!estrellas,!
desde!el!banco!de!
la!sombra!haber!mirado!
esas!luces!dispersas!
que!mi!ignorancia!no!ha!aprendido!a!nombrar!
ni!a!ordenar!en!constelaciones,!
haber!sentido!el!círculo!del!agua!
en!el!secreto!aljibe,!
el!olor!del!jazmín!y!la!madreselva,!
el!silencio!del!pájaro!dormido,!
el!arco!del!zaguán,!la!humedad!
:esas!cosas,!acaso,!son!el!poema.!
!
!
CALLE!DESCONOCIDA!
Penumbra!de!la!paloma!
llamaron!los!hebreos!a!la!iniciación!de!la!tarde!
cuando!la!sombra!no!entorpece!los!pasos!
y!la!venida!de!la!noche!se!advierte!
como!una!música!esperada!y!antigua,!
como!un!grato!declive.!
En!esa!hora!en!que!la!luz!
tiene!una!figura!de!arena,!
di!con!una!calle!ignorada,!
abierta!en!noble!anchura!de!terraza,!
cuyas!cornisas!y!paredes!mostraban!
colores!blandos!como!el!mismo!cielo!
que!conmovía!el!fondo.!
Todo!—la!medianía!de!las!casas,!
las!modestas!balustradas!y!llamadores,!
tal!vez!una!esperanza!de!niña!en!los!balconesentró!
en!mi!vano!corazón!
con!limpidez!de!lágrima.!
Quizá!esa!hora!de!la!tarde!de!plata!
diera!su!ternura!a!la!calle,!
haciéndola!tan!real!como!un!verso!
olvidado!y!recuperado.!
Sólo!después!reflexioné!
que!aquella!calle!de!la!tarde!era!ajena,!
que!toda!casa!es!un!candelabro!
donde!las!vidas!de!los!hombres!arden!
como!velas!aisladas,!
que!todo!inmediato!paso!nuestro!
camina!sobre!Gólgotas.!
!
!
LA!PLAZA!SAN!MARTÍN!
A!Macedonio!Fernández!
En!busca!de!la!tarde!
fui!apurando!en!vano!las!calles.!
Ya!estaban!los!zaguanes!entorpecidos!de!sombra.!
Con!fino!bruñimiento!de!caoba!
la!tarde!entera!se!había!remansado!en!la!plaza,!
serena!y!sazonada,!
bienhechora!y!sutil!como!una!lámpara,!
clara!como!una!frente,!
grave!como!un!ademán!de!hombre!enlutado.!
Todo!sentir!se!aquieta!
bajo!la!absolución!de!los!árboles!
:jacarandás,!acaciascuyas!
piadosas!curvas!
atenúan!la!rigidez!de!la!imposible!estatua!
y!en!cuya!red!se!exalta!
la!gloria!de!las!luces!equidistantes!
de!leve!luz!azul!y!tierra!rojiza.!
¡Qué!bien!se!ve!la!tarde!
desde!el!fácil!sosiego!de!los!bancos!!
Abajo!
el!puerto!anhela!latitudes!lejanas!
y!la!honda!plaza!igualadora!de!almas!
se!abre!como!la!muerte,!como!el!sueño.!
!
ARRABAL!
A!Guillermo!de!Torre!
El!arrabal!es!el!reflejo!de!nuestro!tedio.!
Mis!pasos!claudicaron!
cuando!iban!a!pisar!el!horizonte!
y!quedé!entre!las!casas,!
cuadriculadas!en!manzanas!
diferentes!e!iguales!
como!si!fueran!todas!ellas!
monótonos!recuerdos!repetidos!
de!una!sola!manzana.!
El!pastito!precario,!
desesperadamente!esperanzado,!
salpicaba!las!piedras!de!la!calle!
y!divisé!en!la!hondura!
los!naipes!de!colores!del!poniente!
y!sentí!Buenos!Aires.!
Esta!ciudad!que!yo!creí!mi!pasado!
es!mi!porvenir,!mi!presente;!
los!años!que!he!vivido!en!Europa!son!ilusorios,!
yo!estaba!siempre!(y!estaré)!en!Buenos!Aires.!
! !
Alfonsina%Storni%(189251938)%
!
BUENOS!AIRES!
!
Buenos!Aires!es!un!hombre!
Que!tiene!grandes!las!piernas,!
Grandes!los!pies!y!las!manos!
Y!pequeña!la!cabeza.!
!
(Gigante!que!está!sentado!
Con!un!río!a!su!derecha,!
Los!pies!monstruosos!movibles!
Y!la!mirada!en!pereza.)!
!
En!sus!dos!ojos,!mosaicos!
De!colores,!se!reflejan!
Las!cúpulas!y!las!luces!
De!ciudades!europeas.!
!
Bajo!sus!pies,!todavía!
Están!calientes!las!huellas!
De!los!viejos!querandíes!
De!boleadoras!y!flechas.!
!
Por!eso!cuando!los!nervios!
Se!le!ponen!en!tormenta!
Siente!que!los!muertos!indios!
Se!le!suben!por!las!piernas.!
!
Choca!este!soplo!que!sube!
Por!sus!pies,!desde!la!tierra,!
Con!el!mosaico!europeo!
Que!en!los!grandes!ojos!lleva.!
!
Entonces!sus!duras!manos!
Se!crispan,!vacilan,!tiemblan,!
¡A!igual!distancia!tendidas!
De!los!pies!y!la!cabeza!!
!
Sorda!esta!lucha!por!dentro!
Le!está!restando!sus!fuerzas,!
Por!eso!sus!ojos!miran!
Todavía!con!pereza.!
!
Pero!tras!ellos,!velados,!
Rasguña!la!inteligencia!
Y!ya!se!le!agranda!el!cráneo!
Pujando!de!adentro!afuera.!
!
Como!de!mujer!encinta!
No!fíes!en!la!indolencia!
De!este!hombre!que!está!sentado!
Con!el!Plata!a!su!derecha.!
!
Mira!que!tiene!en!la!boca!
Una!sonrisa!traviesa,!
Y!abarca!en!dos!golpes!de!ojo!
Toda!la!costa!de!América.!
!
Ponle!muy!cerca!el!oído:!
Golpeando!están!sus!arterias:!
¡Ay,!si!algún!día!le!crece!
Como!los!pies,!la!cabeza!!
!
%
%
Versos%a%la%tristeza%de%Buenos%Aires.%%
!
!
Tristes!calles!derechas,!agrisadas!e!iguales!!
por!donde!asoma,!a!veces,!un!pedazo!de!cielo,!!
sus!fachadas!oscuras!y!el!asfalto!del!suelo!!
me!apagaron!los!tibios!sueños!primaverales.!!
!
Cuánto!vagué!por!ellas,!distraída,!empapada!!
en!el!vaho!grisáseo,!lento,!que!las!decora.!!
De!su!monotonía!mi!alma!padece!ahora.!!
::¡Alfonsina!!::!No!llames,!ya!no!respondo!a!nada.!!
!
Si!en!una!de!tus!casas,!Buenos!Aires,!me!muero!!
viendo!en!días!de!otoño!tu!cielo!prisionero,!!
no!me!será!sorpresa!la!lápida!pesada.!!
!
Que!entre!tus!calles!rectas,!untadas!de!su!río!!
apagado,!brumoso,!desolante!y!sombrío,!!
cuando!vagué!por!ellas,!y!estaba!yo!enterrada.!!
!
!
!
!
!
OLIVERIO GIRONDO - Poeta argentino nacido
en Buenos Aires en 1891, en el seno de una
familia adinerada que le procuró una esmerada
educación en importantes centros educativos
europeos.

Estudió Derecho, y muy pronto, a raíz de sus


contactos con los poetas exponentes de la
vanguardia europea, publicó en 1922 su primer
libro de poemas, «Veinte poemas para ser leídos
en el tranvía», seguidos luego por
«Calcomanías» en 1925, «Espantapájaros» en
1932, «Persuasión de los días» en 1942, «Campo
nuestro» en 1946 y «En la masmédula» en 1954,
obra que constituye su trabajo más audaz en el
campo de la poesía.

Al iniciarse la década de los años cincuenta,


guiado por su interés en las artes plásticas,
incursionó en la pintura con una marcada
tendencia surrealista, gracias a su profundo conocimiento de la pintura francesa.

En 1961 sufrió un grave accidente que le disminuyó sus condiciones físicas. En 1965
viajó por última vez a Europa y a su regreso a Buenos Aires, falleció en 1967.

2
NOCTURNO

Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. Luces trasnochadas que al


apagarse nos dejan todavía más solos. Telaraña que los alambres tejen sobre las
azoteas. Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cuál será la intención de los
papeles que se arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y en que las
cañerías tienen gritos estrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes.
A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán
las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los
rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen algo
de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que
súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo que
duerme.
¡Silencio! -grillo afónico que nos mete en el oído-. ¡Can¬tar de las canillas mal
cerradas! -único grillo que le conviene a la ciudad-.

Buenos Aires, noviembre, 1921.

9
APUNTE CALLEJERO

En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando una
sonrisa sobre las mesas. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los árboles.
En un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una ventana.

Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran
por las pupilas. Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar... Necesitaría dejar
algún lastre sobre la vereda...

Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre las
ruedas de un tranvía.

11
7/30/2015 Borges Center - Beatriz Sarlo: Fantastic invention and cultural nationality - The University of Pittsburgh

University of Pittsburgh

Beatriz Sarlo
Fantastic invention and cultural nationality: the case of Xul
Solar
  

Xul Solar offers a composite profile: avant‑gardiste Janus, he produced, as early as 1915
(when painting in Argentina was mostly post‑Impressionism, pompier symbolism or late
realism à la Courbet), the subtly figurative designs of his water‑colors; and, a few years
later, the abstract space where floated imaginary creatures among hieroglyphs and
inscriptions of esoteric origin. He was an enigmatic protagonist of the artistic renewal in
Argentina, the performer of a one‑man mise en sc ène where mystic and magical topics
were transposed through a most refined pictorial technique, and, at the same time, a man
involved in the challenges that modernity presented to art and culture.

In the nineteen twenties the Argentine avant‑garde movement rotated around three axis:
the open question about nationality and cultural heritage in a country whose demographic
profile was dramatically changing due to the presence of thousands of immigrants; the
relation to be established with Western art and literature; and the research of new formal
means in order to draw a clear limit vis à vis the literary past, on one hand, and the
contemporary realist and socialist aesthetics, on the other. Xul Solar, together with Jorge
Luis Borges, Oliverio Girondo, Ricardo G üiraldes and Emilio Pettoruti, are the names that
range in the very front of these battles of modernity. Criticism has read Xul Solar in the
irrefutable key of his humorous and sophisticated use of religious mythologies, mystical
traditions and astrology.(1) This essay will place him in the scene of the Argentine cultural
debate.(2) Without overlooking the significance of his work in the unfolding of a fantastic
imagination, I will try to read his paintings and inventions as a response to the three main
questions that haunted Argentine avant‑garde.

Language and origin

Xul Solar himself was of mixed origins: his father a German, Emilio Schulz, his mother an
Italian, Agustina Solari.(3) From the very beginning, he chose to change his name,
compounding and synthesizing his own origins and adopting a Spanish form of his
mother's patronymic. The gesture signals one of the passionate debates of the period,
about the European origins of Argentine racial blend and whether the preeminence of the
social elite of hispanic origin should be vindicated in front of the immigrants that had
arrived and continued arriving from all the corners in Europe. In his first books of poetry
and his essays of the twenties and early thirties, Borges himself faces this issue: What
does it really mean to be Argentinian? Who has acquired the rights to define the still
unlimited field of Argentine culture?

Language was at stake, namely in a country where newly‑arrived immigrants introduced


their own languages in the cultural landscape of littoral cities as Buenos Aires. As Xul,
Borges was inclined to play with the idea of artificial languages,(4) and these were for him
not only a matter of philosophical and aesthetical invention, as he has shown in stories
like "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", but also conveyed the sense of an endangered linguistic
'authenticity' that should be preserved by those that were not strict conservatives nor
fanatic purists in these matters, but lawful heirs to the Argentine cultural patrimony. In
fact, a line drawn by social class defined ownership and propriety over language; the
partition included men and women of mixed European origins as long as these could not
be traced down to the proletarian world of the working immigrants.

It is not farfetched, then, to read Xul Solar's and Borges' inventions of artificial languages
as a double‑faced programmatic response to a historical challenge: the abstract, free
impulse of a playful invention, on one hand; the national concern with mixture an cross‑
breeding on the other. Xul worked on both directions: he invented 'neocriollo' that
intended to be a panamerican language based on Latin roots and local expressions; and
http://www.borges.pitt.edu/bsol/bsfi.php 1/6
7/30/2015 Borges Center - Beatriz Sarlo: Fantastic invention and cultural nationality - The University of Pittsburgh
he also invented 'panlengua', one of the hundreds of Esperanto‑like creations, very typical
of the period, based on a simple syntax and an additive method of word‑building. Both,
'neocriollo' and 'panlengua', could be thought as a symbolic alternative to the malaise
risen by the modifications Spanish was suffering under the influence of words, images and
sounds of remote foreign origins. Borges, who also felt the uneasiness of these changes,
acknowledged Xul's precedence and influence on his own account of imaginary languages.

Fiction and the man

A novel, written by one of the prominent members of the avant‑garde movement,


Leopoldo Marechal, offers some clues that could help to reconstruct how Xul Solar was
seen by his contemporaries. Adán Buenosayres, a Joyce‑inspired fiction published in 1948,
features Xul Solar under the most evident guise of the astrologer Schultze, member of a
group of young friends (among whom a transparent figuration of Borges and of the author
himself) that embark in a delirious expedition into the suburbs of Buenos Aires where they
aim to discover the true sense of Argentine culture. The voyage ends in a descent to the
Hades of a fantastic city, Cacodelphia, through whose spirals Schultze guides Adán
Buenosayres, establishing himself as a comic Vergil. Both the excursion to the suburbs
and the descent to Cacodelphia are heavily stressed by parodical discussions on the
peculiar and inevitable mixture that produces Argentine culture.

Exploring the suburbs of Buenos Aires, the group of friends encounter a sort of comical
monster that, according to Schultze‑Xul, is the prefiguration of the future Argentine type.
Paying a playful homage to Xul Solar's panamerican language, Marechal names him the
'Neocriollo' and describes him as the fantastic man‑artifact compound that proliferates in
Xul Solar's paintings:

"The form was completely naked; his trunk and abdomen were transparent as illuminated
with X rays and the subtle design of his organs could be easily seen; he stood on one of
his huge legs and bent the other [...] his head was surrounded by a radiant mist, his
phosphorescent eyes revolved like spots placed on the extreme of two huge anthers; his
mouth was a saxophone and his ears were two revolving funnels..."(5)

Many of Xul's paintings of this years offer a similar iconology: translucent planes for the
bodies, technical forms mixed with stylised parts of the human anatomy, mechanical
attributes. Through the disjunction of theses elements, Xul Solar presents his deliberate
invention of fantastic creatures that inhabit a fantastic landscape and drive fantastic
machines. The tribute to these inventions is quite obvious, but Marechal adds an
ideological turn to his literary rendering of Xul's man‑and‑machine creatures. The future,
he states in Adán Buenosayres, is seen through Xul's eyes and is therefore a humorous
and, at the same time, serious extension of Xul's mythology.

The originality of these visual myths is so strong (an so new in Argentine painting) that no
reader could be mistaken by the literary version of the 'Neocriollo': there he stood, an
imaginary blend of disparate elements, as Argentine nationality was a cultural blend of
heterogenous origins and heritages. The novel goes on, after the appearance of the
optimistic monster, to show how Schultze‑Xul is the only one in the group of friends able
to translate the Neocriollo's vibrant although completely incomprehensible address to the
expeditionaries: a sort of pedantic, prophetic poem that does not conceal its parodical use
of the techniques of avant‑garde literature.

Not only does Schultze‑Xul recognize and understand a creature that looks very much like
his own painted inventions, he also acts as guide of the group, leading his friends through
the suburbs of Buenos Aires by means of his knowledge of the position of stars and
planets. This prominent role is attributed to him throughout the novel and culminates
when Schultze‑Xul makes possible the descent to Hades‑Cacodelphia: Schultze draws a
magic circle in the midst of the pampas, writes the names of three cultural epitomes of
nationality (that correspond to three literary characters: Santos Vega the gaucho defeated
by progress; Juan Sin Ropa, the devilish incarnation of a new country based on capitalist
relations; and Martín Fierro, the national hero sung in a nineteenth century poem and
consecrated by the criollo elite at the turn of the century), recites a conjuration in (false)
Hebrew and summons a feminine personification of a benevolent criollo devil who, after
http://www.borges.pitt.edu/bsol/bsfi.php 2/6
7/30/2015 Borges Center - Beatriz Sarlo: Fantastic invention and cultural nationality - The University of Pittsburgh
examining Schultze in several folkloric topics, opens a crack in the earth that leads to
Hades.

The versatility in multiple fields of knowledge (i.e., magic, astrology, Argentine traditional
lore) is attributed throughout the novel to Schultze‑Xul and it is not incongruous with the
cosmopolitanism that permeates the mixture of topics and myths in the paintings and
inventions of the real Xul Solar. In fact, Xul is highly representative of the intellectual type
that defined the direction of Argentine avant‑garde in the twenties and thirties. He tackles
the same problems that interested Borges and provides a perspective that has many
common traits with the paradoxical 'national universalism' that can be found in Borges'
first books of essays and in the short stories he published in 1935 under the hyperbolic
title of Universal History of Infamy, where fiction grows from the translation of fables,
anecdotes and exempla drawn from various literary and historical sources. Through these
decades, for Borges as for Xul, criollismo and cosmopolitanism did not oppose in an
unresolved contradiction, but, on the contrary, their blend offered an original solution to
the open question about the profile of culture in a marginal country where diverse lays of
heritage (criollo‑hispanic, Western‑European) were undergoing swift modifications under
the disruptive pressure of other traditions that, impersonated by the immigrants, were not
always judged as genteel and literate but more than often as menacing and coarse.

Beings, buildings and flags

Three motives persist in Xul Solar's paintings: fantastic beings, architecture and flags. All
the three can be organised in a transcendent, mythical or theological interpretation, but
this perspective which is very obvious and meets Xul's own claims, does not forbid a
different (socio‑cultural) reading of the mentioned motives. Along his extended career,
Xul always painted complex, compound creatures: humanlike, dragonlike, birdlike, based
on signs that evoke the imaginary of modern science fiction. His cosmogony needs them
to present the mythological universe organised by a new and synchretic order, sustained
by mathematical, astronomical and astrological rhythms. Xul's fantastic beings offer a
non‑naturalist, non‑realistic solution to the representation of the human or animal body,
a solution devised through the geometrical discipline imposed to all the elements of the
picture.

The fantastic creatures respond to a curious blend of technical inspiration (mechanical


patterns and direct quotations of helices, gear‑like spirals or rectangles that remind the
parts of a machine), and fragments of the human body designed through an avant‑
gardiste and primitivistic geometrization (oval hollow eyes, perfect circles as breasts,
layers of rectangles that correspond to trunks and limbs). The creatures are, at the same
time, poetical and technological, futuristic and mythical; they amalgam different
temporalities corresponding to a mythical era and a modernist present.

Liquid, subtle, translucent colored planes intersect creating a space of representation that
combines its abstract qualities with motives drawn from architecture or basic natural
forms (as the sun, mountains, valleys, oceans and clouds). The collision of geometrical
forms and the quotation of "natural" objects build a fantastic landscape doubling in a
second series of translucent regular forms which often intersect to produce the fantastic
creatures. Signs representing the map of astrological skies, or symbols that can be traced
back to archaic Western and Eastern religions, crossed circles or arrows, float in this
abstract‑representative spaces, fraternising with fantastic flying machines, wind‑propelled
aerial cities, steam‑boats and winged‑animals. The jumble of the old and the very new is a
typical feature of important lines of the European avant‑garde that Xul knew well.(6) This
trait of the avant‑garde (clearly represented by Kandinsky) matches, in the case of Xul
Solar, with the question that haunted contemporary Argentine culture: what to do with the
past in the construction of the future, how to conjugate traditional elements in the new
mixture of a modern culture that also bears the pressure of a very strong technical bias.(7)

Architectural motives were an evident presence in Xul Solar's paintings right to the end.
Still in 1962, the palladian inspiration of his "Domus Aurea", although it alternates with
cryptograms of magical and theological origin, shows up to which point the cityscape was
an obsession that Xul shared with other artists of the Argentine avant‑garde. But he did

http://www.borges.pitt.edu/bsol/bsfi.php 3/6
7/30/2015 Borges Center - Beatriz Sarlo: Fantastic invention and cultural nationality - The University of Pittsburgh
not feel, as Borges felt, the nostalgia for the past hispanic city, nor did he stressed, as
Borges did, the popular criollo suburbs where the last houses stood in a close relation to
the open pampas that still surrounded Buenos Aires at the beginning of the century.

Xul Solar's architectures quotes a moderate version of Modernism,(8) severely geometrical


although brightly colored. His buildings are organised by a strict disposition of the
volumes and even when he represents the modern city (which is often thought of not only
as technical rationality but also as chaos), Xul imposes a complex but discernible order. He
does not jumble buildings and fa çades to create the menacing (or enticing) image of the
modern city; on the contrary, he studiously establishes a cityscape where sky‑scrapers or
modern square houses respond to an organic perspective. Architectural modernity means
order and geometry, even in the fantastic spaces of Xul Solar's paintings.

At the same time, Xul is not an advocate of "white modernism": his buildings repel the
uniformity of a sole color and, instead, present a plural, lively, heterogenous image of the
city ultimately organised by form and not by color, by order and by subtle quotations of
classic elements (as colonnades, stairs and arches). The unity of the design grants the
possibility of deploying the diversity of color and detail. The idiom of architecture offered
Xul a plastic organization of the surface (which was essential for a highly rational painter
as he was) and, at the same time, a possibility of playing with differences and repetitions,
a formula that suits particularly well not only his cityscapes but also the more abstract and
fantastic landscapes where very simple geometrical volumes and surfaces, communicated
through roads and bridges, present imaginary geographies marked by non‑local, namely
universal, icons.

Thus Xul Solar presents a visual counterpart of what, during the first half of this century,
was the object of important discussion in Argentine essays and fictions: the plurality of
modern city whether considered in its capacity to incorporate foreign and even exotic
components or as the cluttered chaos produced by the combination of elements of
different and even incompatible origins. The city was a symbolic battlefield for Argentine
intellectuals and, in the case of Xul Solar, it represented the double image of a classical
modernity planted in an imaginary space where graphisms of occultist, religious and
magic origins could also be deployed.

Flags abound in Xul Solar's cityscapes and in his fantastic landscapes, especially in the
twenties and early thirties. They crown the heads of his floating creatures, that also carry
them on poles or painted on their garments; they decorate dragons' bodies or birds'
wings; they float freely in abstract spaces; they are shown on the mast of boats and on the
chimneys of ships, on the fa çades of buildings or on the platform of fantastic flying
machines, painted on the walls of houses or hanging loosely from cords. Flags speak the
language of nationality and their presence point to diversity as a central quality of Xul
Solar's imaginary. Together with religious and magic signs (all type of crosses, Jewish
stars, arrows, hieroglyphs, numbers and letters, cabalistic formulae, astrological
notations), flags organize a universal space open to the exhibition of legitimate
differences. As in the case of religions and myths, Xul's painting tends to incorporate and
synthesise: invented or existing flags coexist as visual epithets of space and of the
fantastic beings and artifacts that drift through it.

Flags and other signs stress the semiotic quality of Xul Solar's visual inventions. In the
forties and fifties, his paintings invite to be considered as syntactically organised surfaces,
where signs are combined in a structure that can be interpreted as a visual phrase. The
transcendent quality of these paintings cannot be overlooked: signs produce meaning in a
deliberate and highly allegorical way that legitimates a reading of Xul Solar's painting
according to magic, religious and mythical values. In the "grafías" and objects (altars,
retablos, modified chessboard and Tarot cards) all the painted elements are signs in the
strictest sense; each of them means something not only in the overall structure of the
painted surface but also in relation to a system that exists outside and independent of it.
They represent the ultra‑semiotic moment of Xul Solar's always highly semiotic painting.
But they do not call for a literary rendition of their meaning; on the contrary, they present
a visual allegory whose sense cannot be wholly attained through a verbal translation.
Heavily laden with meaning, nevertheless Xul Solar's paintings never narrate. They are not
tableaux that offer an occultist epic or a myth, but plastic organizations of allegorical
elements. This might be the reason why Xul Solar's aesthetics can be appreciated

http://www.borges.pitt.edu/bsol/bsfi.php 4/6
7/30/2015 Borges Center - Beatriz Sarlo: Fantastic invention and cultural nationality - The University of Pittsburgh
independently of the mystics endeavors that doubtless were also a substantive base for
his creative impulse.

The ideological materials that Xul Solar turned into the subject of his painting claim to be
considered as the gist of his inspiration; however, as it is the case with Mondrian or
Kandinsky, the strong syntactic organization of the painted surface justly demands at least
as much attention. It sets the conditions of a formal reading of his art and also of a socio‑
cultural interpretation, placing Xul Solar in the history of Argentine painting as an original
response to questions about nationality and the constitution of culture in a marginal
country, that the avant‑garde of the twenties and thirties had as a common and often
obsessive preoccupation.

Notes

1.

See: Rafael Squirru, 'Xul Solar, Esoteric Glimpses', in Mario H. Gradowczyk (ed.), Xul Solar:
Collection of the Art Works of the Museum, Pan Klub Foundation, Xul Solar Museum
(Buenos Aires) 1990; Mario Gradowczyk, 'Xul Solar, el umbral de otro cosmos', Artinf, XII,
64‑65 (Buenos Aires) 1987; León Benarós, 'Símbolo, n úmero, magia en Xul Solar', Artinf,
X, 52‑53 (Buenos Aires) 1985; Carlos Areán, 'Xul Solar, surrealista argentino', Cuadernos
Hispanoamericanos, 524 (Madrid) 1994.

2.

John King has traced the topics of this debate and pointed to its cultural importance in 'Xul
Solar: Buenos Aires, modernity and utopia'.

3.

Oscar Agustín Alejandro Schulz Solari (Xul Solar) was born in a small town very near
Buenos Aires in 1887. He attended English and French schools; in 1901, his family moved
to Buenos Aires where, in 1906, he went to the University to study architecture. In 1912,
he began a long period of travels abroad: London, Torino, Paris, Florence, the Italian
seaside, M ünchen, Milano, where he presented his first exhibition in 1920. In 1924, he
showed several paintings in Paris and returned to Argentina where he immediately got
acquainted with the avant‑garde group formed around the magazine Martín Fierro. In
1926, he organized an exhibition with Emilio Pettorutti and Norah Borges; a year later,
with the same and Del Prete; in 1929, with Antonio Berni. From 1933 to 1939, Xul Solar
showed his work in collective exhibitions in Buenos Aires and other Argentine cities and,
in 1940, Amigos del Arte, a very important institution of the artistic field, organised an
individual exhibition of his work. During the nineteen forties he gave lectures and courses
on astrology and spiritualism. In 1948, his work was shown in the prestigious Galería
Witcomb; in 1951, in Galería Bonino, and, in 1953, in Galería Van Riel. In 1954 he moved
his atelier to the margins of the Río Luján on the Delta of the Paraná, near Buenos Aires;
the house was especially designed by Xul Solar. He died in 1963. In 1977, the Mus ée d'Art
Moderne de la Ville de Paris organized an exhibition of 61 pictures, whose catalogue
includes texts by Jorge Luis Borges and Aldo Pellegrini. Almost every year after his dead,
Galería Rubbers and other institutions show part of Xul Solar's work in Buenos Aires. A
remarkable collection can be visited in the Museo Xul Solar, Buenos Aires, where one of
the members of the Pan Klub, Martha Rastelli de Caprioti, is extremely helpful to visitors
and researchers.

4.

For the best study on Xul's artificial languages, their ideological implications, and the
coincidences with Borges, see Alfredo Rubione, 'Xul Solar: Utopía y vanguardia', Punto de
Vista, X, 29 (Buenos Aires) 1987.

http://www.borges.pitt.edu/bsol/bsfi.php 5/6
7/30/2015 Borges Center - Beatriz Sarlo: Fantastic invention and cultural nationality - The University of Pittsburgh

5. Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres, Buenos Aires, Sudamericana, 1966 [1948], p.


191.

6.

See Katya García‑Antón and Christopher Green (with interventions from Dawn Ades), 'The
Architectures of Alejandro Xul Solar', where the links of the Argentine painter with the
European avant‑garde are carefully established.

7.

I have traced the technological influences on Argentine culture of the period in La


imaginación t écnica; sueños modernos de la cultura argentina, Nueva Visión (Buenos
Aires) 1992.

8.

This is convincingly proved by Katya García‑Antón and Christopher Green, op. cit.

Publicado en el catálogo de la Exposición de Pintura Argentina, Museo de la Universidad


de Oxford 

© Borges Studies Online 14/04/01


© Beatriz Sarlo

How to cite this article:

Beatriz Sarlo. "Fantastic invention and cultural nationality: the case of Xul Solar‑"  Borges
Studies Online. On line. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. Internet:
14/04/01 (http://www.borges.pitt.edu/bsol/bsfi.php)

http://www.borges.pitt.edu/bsol/bsfi.php 6/6
Roberto Arlt. Aguafuertes porteñas (1933/Crónica urbana)

El origen de algunas palabras de nuestro léxico popular

Ensalzaré con esmero al benemérito "fiacún".

Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del "fiacún", a establecer el

origen de la "fiaca", y a dejar determinados de modo matemático y preciso los alcances del término. Los futuros

académicos argentinos me lo agradecerán, y yo habré tenido el placer de haberme muerto sabiendo que trescientos

setenta y un años después me levantarán una estatua.

No hay porteño, desde la Boca a Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya dicho alguna vez: -¡Hoy estoy

con "fiaca"!.

De ello deducirán seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la "fiaca" expresa la intención de "tirarse a

muerto", pero ello es un grave error. Confundir la "fiaca" con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que confundir un

asno con una cebra o un burro con un caballo.

Exactamente lo mismo. Y sin embargo a primera vista parece que no. Pero es así. Sí, señores, es así. Y lo

probaré amplia y rotundamente, de tal modo que no quedará duda alguna respecto a mis profundos conocimientos de

filología lunfarda. Y no quedarán, porque esta palabra es auténticamente genovesa, es decir, una expresión corriente en el

dialecto de la ciudad que tanto detestó el señor Dante Alighieri.

La "fiaca" en el dialecto genovés expresa esto: "Desgarro físico originado por la falta de alimentación

momentánea". Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya durante un siglo.

Deseos de dormir como los durmientes de Efeso durante ciento y pico de años. Sí, todas estas tentaciones son las que

expresa la palabra mencionada. Y algunas más.

Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los genoveses de la Boca cuando observaban que

un párvulo bostezaba, decían: "Tiene la "fiaca" encima, tiene". Y de inmediato le recomendaban que comiera, que se

alimentara.

En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su mayoría por comerciantes ibéricos, pero hace

quince y veinte años, la profesión del almacenero en Corrales, la Boca, Barracas, era desempeñada por italianos y casi

todos ellos oriundos de Génova. En los mercados se observaba el mismo fenómeno. Todos los puesteros, carniceros,

verduleros y otros mercaderes provenían de la "bella Italia" y sus dependientes eran muchachos argentinos, pero hijos de

italianos. Y el término trascendió. Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y fue desparramándose con los repartos por
todos los barrios. Lo mismo sucedió con la palabra "manyar" que es la derivación de la perfectamente italiana "mangiar

la follia", o sea "darse cuenta".

Curioso es el fenómeno, pero auténtico. Tan auténtico que más tarde prosperó este otro término que vale un

Perú, y es el siguiente: "Hacer el rostro".

¿A qué no se imaginan ustedes lo que quiere decir "hacer el rostro"? Pues hacer el rostro, en genovés, expresa

preparar la salsa con que se condimentarán los tallarines. Nuestros ladrones la han adoptado, y la aplican cuando después

de cometer un robo hablan de algo que quedó afuera de la venta por sus condiciones inmejorables. Eso, lo que no pueden

vender o utilizar momentáneamente, se llama el "rostro", es decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor para

después, para cuando haya pasado el peligro.

Volvamos con esmero al benemérito "fiacún".

Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se aplica. Ustedes recordarán haber

visto, y sobre todo cuando eran muchachos, a esos robustos ganapanes de quince años, de dos metros de altura, cara

colorada como una manzana reineta, pantalones que dejaban descubierta una media tricolor, y medio zonzos y brutos.

Esos muchachos era los que en todo juego intervenían para amargar la fiesta, hasta que un "chico", algún pibe

bravo, los sopapeaba de lo lindo eliminándolos de la función. Bueno, estos grandotes que no hacían nada, que siempre

cruzaban la calle mordiendo un pan y con gesto huído, estos "largos" que se pasaban la mañana sentados en una esquina

o en el umbral del despacho de bebidas de un almacén, fueron los primitivos "fiacunes". A ellos se aplicó con singular

acierto el término.

Pero la fuerza de la costumbre lo hizo correr, y en pocos años el "fiacún" dejó de ser el muchacho grandote que

termina por trabajar de carrero, para entrar como calificativo de la situación de todo individuo que se siente con pereza.

Y, hoy, el "fiacún" es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar. La palabra no encuadra una

actitud definitiva como la de "squenún", sino que tiene una proyección transitoria, y relacionada con este otro acto. En

toda oficina pública y privada, donde hay gente respetuosa de nuestro idioma y un empleado ve que su compañero

bosteza, inmediatamente le pregunta:

-¿Estás con "fiaca"?

Aclaración. No debe confundirse este término con el de "tirarse a muerto", pues tirarse a muerto supone

premeditación de no hacer algo, mientras que la "fiaca" excluye toda premeditación, elemento constituyente de la

alevosía según los juristas. De modo que el "fiacún" al negarse a trabajar no obra con premeditación, sino

instintivamente, lo cual lo hace digno de todo respeto.

Fuente: Arlt, Roberto. Aguafuertes porteñas. Buenos Aires, 1933.


Un oscuro día de justicia

Investigaciones
’Rodolfo Walsh’
-- Ideas - Libros --

Libros Un oscuro día de


justicia
Rodolfo Walsh
Lunes 24 de julio de 2006

Investigaciones ’Rodolfo Walsh’ Page 1/14


Un oscuro día de justicia

Cuando llegó ese oscuro día de justicia, el pueblo entero despertó sin ser llamado. Los ciento
treinta pupilos del Colegio se lavaron las caras, vistieron los trajes azules del domingo y formaron fila
con la rapidez y el orden de una maniobra militar que fuera al mismo tiempo una jubilosa ceremonia:
porque nada debía interponerse entre ellos y la ruina del celador Gielty.

En la penumbra de la capilla olorosa a cedro y a recién prendidos cirios el celador Gielty seguía
rezando de rodillas como rezó toda la noche. Escurridizo Dios afluía y escapaba de sus manos,
acariciándolo igual que a un chico enfermo, maldiciéndolo como a un réprobo o deslizando en su
cabeza esa idea intolerable, que no era a El a quien rezaba, sino a si mismo y su flaqueza y su
locura.

Porque si bien los signos no fueron evidentes para todos, el celador Gielty venía enloqueciendo en
los últimos tiempos. Su cerebro fulguraba noche y día como un soplete, pero lo que hizo de él un
loco no fue el resultado de esa actividad sino el hecho de que iba consumiéndose en fogonazos de
visión, como un ciego trozo de metal sujeto a una corriente todopoderosa y llameando hasta la
blancura mientras buscaba su extinción y su paz.

Y ahora rezaba sintiendo venir a Malcolm como lo había sentido venir a través de la bruma de los
días de las semanas, y tal vez de los meses de los años, viniendo y aumentando para conocer y
castigar: el hombre cuya cara se multiplicaba en los sueños y los presentimientos diurnos, en las
formas de la nube o el reflejo del agua. Astuto y seguro venía, labios tachados por un dedo, sin
quebrar un palito del tiempo.

En el dormitorio chico los doce internos a cargo del celador Gielty estuvieron solos toda la noche.
Eran los más pequeños del Colegio salvo O Grady, Malone y el Gato, que llegaron tarde, cuando no
quedaban camas en el dormitorio grande, lugar para la amistad, uvas en la viña: triste descarte de
escondidas historias de muerte y repudio perdidas en la leyenda del verano.

El celador Gielty había subido apenas un minuto para verlos arrodillarse en sus camisones y recitar
la oración nocturna que imploraba a Dios la paz y el sueño o al menos, la merced de no morir en
pecado mortal y cuando la palabra amén huyó aleteando por la única banderola abierta, fue hacia el
Gato, que sin desvertirse esperaba como de costumbre y le dijo:

Acostate vos también, y entonces el pequeño Collins lo vio acercarse hasta sentir en la frente su
cálido aliento y una mirada más que nunca desesperada y terrible, burlona o amorosa. Sus dientes
centellearon bajo el bigote rojo:

No habrá Ejercicio esta noche, y se fue, y bajó a rezar en la capilla.

Primer indicio que tuvo el pueblo de que el celador presentía la llegada de Malcolm. Porque el
secreto de la llegada de Malcolm a Gielty descansaba hasta entonces día y noche contra el corazón
del pequeño Collins, en el relicario que vació de pelos y de uñas de santos muertos para guardar el
papelito en que Malcolm anunciaba que venía.

No habiendo Ejercicio esa noche, ni autoridad a la vista, el Gato sacó un pucho y fumó sentado en la
cama, mientras sus largos ojos relampagueaban amarillos, se entornaban con pereza y volvían a

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Un oscuro día de justicia

dilatarse contra el burbujeante fermento de ira que brotaba de las camas vecinas, queriendo
volverse grande y terrible, diluyéndose en cambio por falta de número en estériles murmullos o en el
sofocado pedorreo que surgió en la punta donde estaba la cama de Scally, la almohada donde
Scally escondía la cara. Al Gato no le importaba, ni tenía miedo. Era fuerte ahora, seguro de sí
mismo, los estigmas de su cabeza habían desaparecido con el recuerdo de pasadas humillaciones,
el guardapolvo le ajustaba mejor, y aunque nunca engordaría, estaba crecido, saludable y
despegado. De modo que cuando Collins fue más allá de sí mismo y quiso arrastrar al grupo contra
el Gato, descubrió que sólo en la teoría del alma estaban con él, y que eso no era bastante. Y así
sucedió que el mismo Collins, sobrino y delegado de Malcolm, profeta de su arribo, debió posponer
toda idea de castigar al Gato quien al fin no era más que instrumento de Gielty en la diversión
siempre sangrienta que llamaban el Ejercicio.

Cuyo comienzo databa de dos meses atrás, después que el Gato llegó al Colegio, fue perseguido,
golpeado, curado, hizo sus cálculos, indagó en la médula de la autoridad hasta descubrir una honda
corriente de afinidad fluyendo entre él y ese hombre ancho, colorado y loco, con quien no cambió
una sonrisa ni tal vez una palabra hasta aquella noche en que el celador Gielty se paseó entre los
chicos que terminaban de desvestirse, dos libros bajo el brazo y una idea prendida en la cara:

¿Qué les parece si armamos una peleíta muchachos?, poniendo en marcha un tren de
sorpresas, pues a quién se le ocurría pelear de noche en ei dormitorio, en vez de pedir al padre
Fagan los guantes que el padre Fagan siempre estaba dispuesto a dar, fijando el día y la hora, a
todo el que quisiera boxear en el patio bajo los ojos apropiados y las reglas, y sin embargo,

¿Qué les parece, eh?, y sólo entonces Mullahy, que era el lenguaraz de la gente, se atrevió a
preguntar:

¿Con guantes, senor?

Oh no, no con guantes -dijo el celador Gielty- , nada de guantes, que son para mujercitas y no
para ustedes, que aun siendo los más pequeños del Colegio, deben aprender a pelear y abrirse un
camino en la vida, porque Dios ordena -y aquí palmeó uno de los libros, que era grande y de tapas
negras- que las más fuertes de sus creaturas sobrevivan y las más débiles perezcan, como dice
este otro libro -que palmeó- escrito por un hombre que conocía la voluntad de Dios mejor que los
sacerdotes de la Iglesia, aunque algunos sacerdotes de la Iglesia no lo acepten. En cuanto a mí,
hijos míos, no quiero que ninguno de ustedes, que ahora me miran tan indefensos, ignorantes y
tontos, perezca antes de su hora; y por lo tanto que ninguno de ustedes sea un pelele traído y
llevado por los tiempos o la voluntad de los hombres como una oruga que arrastra el arroyo, sino
que aprendan a ser fuertes y resistir incluso cuando el mundo empieza a derrumbarse, como yo lo
he visto derrumbarse y por momentos lo veo todavía, estallando y desmigajándose en ardientes
pedazos, pero matando sólo a los flojos, inservibles y miserables. ¿Qué les parece entonces si
armamos una peleíta?

Y ahora el pueblo, o esa pequeña parte del pueblo, arrastrado por el sonido de las palabras más que
por las palabras mismas que apenas entendió, pero más capturado todavía por la expresión
atormentada y anhelante en la cara del celador Gielty, la gota de fuego en cada ojo, el erizamiento
del bigote y el pelo de cobre, estalló en una gran ovación que él mismo suprimió en seguida.

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Un oscuro día de justicia

Porque esto debe quedar entre ustedes y yo, hijos míos, y ¿quiénes van a pelear?

Todos alzaron la mano. La mirada del celador Gielty anduvo entre las caras inexpresivas y mudas
hasta encontrarse con la del Gato, donde se demoró en apreciativo reconocimiento de la historia
pasada y el mérito presente:

Así que ya no te asusta una trompada.

El Gato hundió el pescuezo entre los hombres y pronunció aquellas tres palabras con que había
engañado al pueblo una noche memorable:

Peleo con cualquiera, sólo que ahora era cierto, y todo el mundo lo sabia: el celador Gielty
observó que los chicos más chicos estaban bajando la mano y haciéndose los distraídos, salvo
Malone y O Grady, que hubieran querido imitarlo pero no podían porque aún eran los depositarios
de un prestigio fundado en el tamaño o la edad si no en la carga de expectativa que los demás
depositaban en ellos, y por lo tanto mantuvieron en alto los brazos que temblaban un poco, mientras
el tiempo crecía hasta volverse intolerable, y sólo entonces el celador Gielty dijo:

Está bien, parece que no es a ustedes a quienes hay que salvar, de modo que si nadie más da
un paso al frente, seré yo quien elija, y cuando nadie más dio un paso al frente, empezó ese largo
escrutinio, descarte, que el celador Gielty iba a concluir en el pequeño Collins al señalar:

Este - al decir: - Collins -al anunciar-: - El pequeño Collins peleará con el Gato.

Entonces hubo por ahí una risita y el celador Gielty se dio vuelta enardecido para descubrir a
Malone atragantado, pero ya a su espalda rompía otro pedacito de burla, y el celador Gielty:

¿Qué pasa?

Nuevamente fue Mullahy el que explicó:

Collins no puede pelear con nadie, señor. De veras, señor. Está lleno de aire como una burbuja,
y se hace pis en la cama.

Cosa que nadie sino él se hubiera atrevido a decir, porque Mullahy era el bardo y vocero del pueblo,
perito en rimas, adivinanzas y proverbios, capaz de arrastrar a los suyos a extremos de diversión o
sumirlos en negros ataques de melancolía, pero obligado a pronunciar a cualquier riesgo las
palabras que latían informes en el ánimo general: por eso lo habían desterrado del dormitorio
grande, donde sus historias, circulando de cama en cama como una víbora de fuego, mantenían a
todos despiertos hasta el amanecer. Ahora los chicos engordaban de risa sin dejar de temer el
castigo que caería sobre Mullahy, a quien amaban sin la envidia que despertaba cualquier otra
habilidad con los puños, los pies o el palo de hurling, como si no existiera por sí mismo sino que
fuera una emanación de los demás. Pero el celador Gielty no miró siquiera a Mullahy, y su cara se
puso muy triste, tan triste que las risas cesaron en el acto.

Por supuesto dijo en voz casi inaudible yo sé que Collins no puede pelear con nadie. Por supuesto
yo sé que sus brazos son demasiado cortos, que no tiene cintura que valga la pena mencionar, sino

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Un oscuro día de justicia

una ollita redonda de panza hinchada que le viene de pasarse el día entero comiendo miga de pan
que roba de la mesa de los maestros; si no, de prácticas aún más vergonzosas. Por supuesto yo sé
que ningún equipo de fútbol del Colegio quiere aceptarlo y que nadie nunca lo ha visto correr,
porque tiene pies planos dentro de esos horrendos zapatos ortopédicos. Pero, ¿por qué otro motivo
y aquí su voz atronó , por qué sino por eso, habría de elegirlo? ¿Por qué, sino porque es débil y
enfermo e incluso un tonto, habría de fortalecerlo y agrandarlo para que sobreviva donde no
sobreviviría entre ustedes, brutos, tramposos y asesinos, por qué habría de convertirlo en mi
apuesta personal contra la fatalidad de las cosas? Porque eso también está escrito aquí palmeó el
libro negro y aquí palmeó el libro rojo.

Y ahora todos comprendieron y el propio Collins asintió como si advirtiera que estaba siendo
reconocido por primera vez en su vida: no importa qué clase de injuria, desprecio, hubiera en ese
reconocimiento.

¿Así que pelearás con el Gato, no? preguntó el celador Gielty, y Collins dijo:

Sí, señor un brillo de emoción en sus ojos celestes , haré lo que usted diga, señor.

Buen muchacho murmuró el celador Gielty palmeándole la cabeza . Vamos dijo a los demás ,
hagamos un ring. Yo seré referí.

Con cuatro camas armaron el ring y pusieron en el suelo una colcha para amortiguar el ruido,
porque en las semanas y meses que duró el Ejercicio, el celador Gielty no quiso que dejara de ser
un secreto. Después el Gato se paró en su rincón, alto, suelto, indolente casi, y el celador Gielty le
preguntó si conocía las reglas, y el Gato dijo que Sí, que conocía las reglas, y el celador se volvió al
otro rincón donde Collins preguntó si podía pegarle en la cara, y todos volvieron a reír pero el
celador Gielty se mordió el labio y dijo que Si, que podía pegarle al Gato en la cara, y dijo Listos, y
dijo Adelante.

Los diez chicos que rodeaban el cuadrado sintieron que sus propios músculos se movían, pies
clavados al suelo, brazos a la altura del pecho, mientras la sangre saltaba como un caballo, y todo
ese movimiento estático iba dirigido contra el Gato, su fría cara detestable, queriendo machacarla y
destruirla. De modo que nadie se extrañó cuando semejante carga de participación en el destino de
Collins, impulso sólido hecho quizá del alma de O Grady y de Malone y de todas las almas menores
circundantes, se arrojó hacia adelante golpeando con furor. Pero aún esos gloriosos espíritus
naufragaron en la simple elegancia de estilo con que el Gato paró cada atormentado golpe, la
rapidez con que plegó su largo cuerpo, se agachó bajo los brazos de Collins y apareció intacto a sus
espaldas. El pueblo exhaló en asombro el aire contenido en esperanza.

El Gato sonreía, parte izquierda de la cara solamente, aventura del labio que parecía llegar hasta el
ojo, mientras la mitad derecha seguía de madera. Round de Collins apuró el celador Gielty, y Un
minuto de descanso mientras desaparecía tras las sábanas que amurallaban su cama, regresaba
con una toalla alrededor de los hombros.

¿Quería el Gato pegarle a Collins? La respuesta siempre fue dudosa, sobre todo para él que nunca
se hizo la pregunta. Pero cuando en el segundo round Collins volvió a atacar y los demás
empezaron a abuchearlo, el Gato dejó de sonreír. Fue entonces que la voz de Gielty llegó a él y

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Un oscuro día de justicia

solamente a él, en un sordo ladrido:

Pégale, Gato y cuando éste miró de soslayo al rincón de donde venía la orden, el pequeño Collins,
ya jadeante, acertó con su única trompada de suerte en la oreja del Gato, que en el acto ya no
estaba allí sino a dos pasos de distancia, aunque volviendo, ligeramente agazapado, y entonces
escuchó por segunda vez la sofocada orden:

¡Pégale!

El Gato cambió de paso, y aun en el tumulto del clamorear del público, sacó la mano derecha, que
hasta entonces había mantenido bajo la mandíbula. No fue una trompada, fue un latigazo, tan
instantáneo que nadie vio regresar la mano a su punto de partida, a su forma de almohadilla debajo
del mentón, pero una mancha roja empezó a inundar la mejilla de Collins, tardando
bochornosamente su tiempo bajo la mirada general. Ahora el Gato chapoteaba en ira, volvía a
golpear y recuperó sus nudillos tintos en la sangre que había saltado como un surtidor de la nariz del
adversario.

La toalla mojada cayó en el ring y el celador Gielty dijo que ya bastaba por esa noche, que el
pequeño Collins se había portado muy bien para un principiante y que después de todo bien podría
salvar su alma si aprendía a no bajar la guardia ni arrastrar los pies, cosa que el chico creyó a
medias mientras dos de los mayores lo llevaban lagrimeando al lavatorio, y aun la comunidad
pareció creerlo y empezó a volcar consejo en sus oídos sobre la forma en que había que pelear al
Gato. Al día siguiente Malone se ofreció a enseñarle en los recreos, y después intervino Rositer que
era del dormitorio grande: la esperanza de sus partidarios había crecido mucho cuando tres días
más tarde el celador Gielty convocó a un nuevo Ejercicio.

El Gato ya no estaba enojado esa noche, sino juguetón y tolerante. Collins veía ante él su cara
desnuda, a veces muy cercana, casi tocando la suya, moviéndose como un reflejo en el agua, cinco
pulgadas más arriba o más abajo de donde acababa de estar. Cada largo intervalo el Gato
descargaba un solo swing bajo o un cross, ya no contra su nariz sino en la parte blanda de los
brazos que se iban durmiendo con un sueño casi placentero, hasta que no pudo alzarlos al nivel de
la cintura y entonces el celador Gielty detuvo la pelea y anunció que su pupilo se había desenvuelto
meritoriamente, aguantando casi cinco rounds sin sangrar en absoluto, lo que demostraba que ya
estaba más fuerte y mejor encaminado para sobrevivir, siempre que aprendiera a respirar bien y
administrar mejor sus fuerzas.

El día siguiente, sábado, los ciento treinta irlandeses lavaron y limpiaron sus cuerpos y sus almas.
Después del almuerzo, balde tras balde de pecado empezaron a volcarse en los dos confesionarios
de la capilla donde el padre Gormally escuchaba con filosófica diversión mientras el padre Keven
sentía su úlcera extender largas patas frente a tanta violencia arrepentida, gorda gula en cuerpos
flacos, viciosos intercambios que la fuerza podía imponer a la debilidad, la pasión al interés, la
belleza al alma de rapiña. Collins se preguntó si hablaría del Ejercicio y finalmente se abstuvo, de
modo que su confesión resultó muy corta siendo como era demasiado chico y bobo para cargar con
grandes culpas, y cuando las manos del sacerdote lo absolvieron subió al dormitorio para el baño
semanal y encontró a todos esperando.

Se desvistieron en el frío del invierno que duraba aún, envolvieron en toallas sus cinturas lampiñas y

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Un oscuro día de justicia

caminaron a las duchas. Dentro del vientre cálido que más que ninguna otra cosa le recordaba a su
familia, Collins se miró los brazos y vio los moretones producidos la noche antes por los golpes del
Gato. Después oyó la voz del celador Gielty que venía a lo largo del pasillo asomándose por encima
de cada puerta y diciendo, "¡Lavarse! ¡Lavarse! , y cuando llegó frente a la suya el pequeño Collins
pensó que el agua se había enfriado de golpe y tapó su gusanito de sexo mientras el celador lo
escrutaba largamente, antes de mover la cabeza a un lado y a otro, pero lo único que dijo fue
¡Lavarse! ¡Lavarse! y siguió de largo, y entonces el agua volvió a ser caliente, lo que tal vez
obedecía a causas naturales como una canilla que acabara de cerrarse en la ducha vecina o un
repentino golpe de fuego en las calderas.

En la capilla las últimas heces de culpa caían en los oídos de los confesores que las dejaban
desaguar al río inmemorial que da siete veces la vuelta a la tierra y sólo ha de venir a la superficie
en las postrimerías. Los que bajaban de los baños olían limpio y pensaban limpio, o más bien
habían dejado de pensar hasta la mañana siguiente para no caer en la tentación, que era su modo
normal de pensar, y formaban en hileras ante la privilegiada cofradía de los lustrabotas para el
postrer embellecimiento de la jornada. Después de la cena los juegos del patio fueron apacibles, las
voces atenuadas. Los suertudos que disponían de algunas monedas acudieron a la despensa donde
el sacristán Brown vendía por cinco centavos chocolatines delgados como suspiros, los dividieron
entre los amigos con una generosidad que no figuraba en los días comunes y cuando Murphy el
Pajero encontró debajo de la etiqueta roja al famoso Pez Torpedo, nadie se abalanzó sobre él para
quitárselo como habrían hecho un lunes o un jueves, sino que el propio Dolan sobre quien seguía
encaramada el Aguila del mando le ofreció una escolta personal que rodeó a Murphy el Pajero y su
preciosa figurita mientras se pavoneaba entre los claustros.

Sonó la campana convocando a la última hora de estudio antes de la bendición. Los sábados
estaban consagrados a lecturas espirituales donde se turnaban sacerdotes y maestros pero en las
que el celador Gielty, siendo uno de los hombres más doctos del Colegio y acaso una promesa de la
teología o de la ciencia, descollaba. De modo que esa noche cuando todos estuvieron sentados en
el aula magna, el celador Gielty se alzó en la tarima, pelo rojo brillando y bigote rojo brillando, y con
un mundo de fijeza en la cara transfigurada, anunció que hablaría sobre Las Partes del Ojo.

¿Quién podría olvidar lo que dijo? Cualquiera, porque no había allí terreno fértil para la verdad, sino
un tropel de chicos somnolientos, colmados de la Gracia obtenida en confesión, hostiles a cualquier
cosa que amenazara el sentimiento de seguridad y autojusticia que habían conquistado. El celador
Gielty, sin embargo, habló con la certeza de la Revelación, empezando por elementos simples como
la luz y los variados artificios que permiten percibirla a los seres más rudimentarios, plantas y flores
como el girasol o el tallo tierno de la avena que tiene en la punta una mancha amarilla que es en
rigor un ojo.

Después se internó libremente en los reinos vulgares de la Naturaleza donde el ojo se hacía cada
vez más sutil y complicado, desde la piel sensible del gusano hasta la visión mosaica de los insectos
hasta la primera imagen que tembló como una gota de agua dentro de la cabeza de un molusco. Y
se hundió en las profundidades del mar y las arenas del tiempo donde descansaban los ojos más
antiguos del mundo hechos de hueso transparente; encontró los peces telescopios, pupilas que
miraban sólo para adentro y ojos que ardían al mirar durando apenas un segundo, piedras que veían
y extraños seres de mirada curva con párpados de espinas que nunca se cerraban, ojos copulantes
y ojos que veían el pasado o medusas que comían con la vista, ojos en bolsas y bolsillos y ojos que

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Un oscuro día de justicia

escuchaban, retinas donde el día era noche impenetrable y la noche cegadora luz, sin olvidar la
pupila que lleva su linterna propia ni el ojo líquido derramado de su fosa que volvía como gotas de
mercurio con la memoria de las cosas visitadas o no volvía nunca y rueda todavía por ahí colmado
de las escenas capturadas milenios atrás, ni la retina cubierta de piel que sólo a sí misma se
contempla ni el ojo pineal de la lamprea o el profético ojo del nautilo.

Después se remontó a los reinos intermedios donde el ojo se trascendía a sí mismo deviniendo
voluntad de conocer, y quiso explicar el portento de la primera imagen que ya no quedaba en él sino
que viajaba al cerebro, milagrosa transformación de lo material en inmaterial, punto de nacida del
alma donde hasta un mono ciego era a su modo un facsímil de Dios construido en torno a la
intención de ver (¿qué era Dios al fin, sino el mundo vidente y visto?) y cuando por último entró en la
esfera visualmente superior de los ángeles y las aves de presa, antes de recaer en el hombre y Las
Partes del Ojo, que era adonde quería llegar y el tema central de su conferencia, el tiempo se había
terminado y gran parte de sus oyentes dormían con sus propios ojos abiertos, y los que no se
durmieron apilaban montones de evidencia, palabra sobre estulta palabra, en torno a la ahora firme
leyenda de la locura del celador Gielty, que el Gato podía desdeñar porque en su opinión locos eran
todos pero que terminó por lacrar en Collins la conciencia del terror: fue entonces cuando se le
ocurrió la grandiosa idea de la salvación a través de su tío Malcolm.

El celador Gielty no dejó que las consideraciones filosóficas turbaran el negocio práctico del
Ejercicio, que fue debidamente anunciado y ejecutado dos a tres días más tarde y prosiguió en
adelante con una lógica que el pequeño Collins sólo podía comprender al revés porque contradecía
el recóndito deseo de su corazón, llamándolo a pelear cuando más quería que lo dejaran tranquilo,
dejándolo tranquilo cuando realmente había dejado de importarle.

En los habitantes del segregado dormitorio, toda esperanza al principio construida sobre Collins
estaba muerta. El chico no tenía médula, reflejos, voluntad de pelear, nada salvo una especie de
femenil pudor que le impedía acusar a su verdugo, aceptar ayuda de los otros y aun mostrar las
marcas de su cuerpo. Volvía a su cama donde lloraba desesperado llanto debajo de su almohada,
acariciando cada alfilerazo de dolor y de vergüenza, cada huella violenta de la piel hinchada donde
el Gato había golpeado y vuelto a golpear.

A principios de setiembre puso dos tiras de papel secante debajo de las plantas de sus pies, por la
noche en el rosario ardía, a la mañana siguiente no se levantaba, por la tarde lo llevaron a la
enfermería donde deliró: el tío Malcolm se le aparecía limpio, fuerte y vengativo, pleno de cólera y
de amor, que eran una misma y sola cosa que el pequeño Collins no entendió en seguida pero que
le daba un raro sentimiento de seguridad y de consuelo, y cuando despertó al día siguiente la carta
al tío Malcolm ya estaba escrita en su cabeza toda entera y no tuvo más que pedir a O Grady que
furtivamente acudía a visitarlo, lápiz y papel: sentarse en la cama a escribir la carta que el sueño le
dictaba, y entonces escribió:

Mi querido tío Malcolm, dondequiera que estés, te mando esta carta a mi casa en tu nombre, y
espero que al recibirla estés bien, como yo no estoy, y sinceramente espero, mi querido tío Malcolm,
que vengas a salvarme del celador Gielty, que está loco y quiere que me muera, aunque yo no lo
hice nada, te lo juro mi querido tío Malcolm. Así que si vas a venir, por favor decile que yo no quiero
pelear más en el dormitorio con el Gato, como él quiere que pelee, y que yo no quiero que el Gato
vuelva a pegarme, y si el Gato vuelve a pegarme creo que me voy a morir, mi querido tío Malcolm,

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Un oscuro día de justicia

así que por favor y por favor no te dejes de venir, te lo pide tu sobrino que te quiere y que te admira
atentamente.

No era ésta una carta ordinaria como las que todos escribían el primero de cada mes con el objeto
de decirte mi adorada mamá que estoy muy bien gracias a Dios, y con el objeto de decirte mi
estimado padre que mis estudios van muy bien con la ayuda de la Virgen, y con el objeto de decirte
mi apreciado hermano que la comida es muy buena y que los domingos nos dan budín de pan, y
con el objeto de decirte mi querido perro Dick que estoy muy bien a Dios gracias aunque siempre
sueño con vos: todo lo cual era certificado desde sus tarimas por el padre Ham Fagan y el padre
Ham y el padre Gormally, y quién mejor que ellos para certificar tales cosas, elogiar a quienes
podían descubrir una nueva vuelta de optimismo, cierto color de indudada felicidad, o reprimir a los
que por pura distracción se mostraban tibios en el relato de sus propias vidas. No. Era más bien
subversiva y anómala, que necesitaba para circular subversivos y anómalos canales, y ésta era la
misión de la liga Shamrock, de la que Collins ignoraba casi todo, salvo que existía y que para
algunos Shamrock significaba trébol cuando para otros quería decir algo así como carajo.

La Liga jamás había contado a Collins como miembro, ni su suerte le importaba mucho, ocupada
como estaba en contrabandear a beneficio de su propia jerarquía cantidades de ginebra, cigarrillos y
apuestas de quiniela, y aun contando para las mayores citas en el pueblo con eladas mujeres que
acudían a la capilla del Colegio a oír misa los domingos. Pero la conducta y locura del celador Gielty
eran ya una ofensa para todos, y es posible que alguna de sus bofetadas, arranques insensatos de
furor, sarcasmos que escaldaban el alma, hubieran afectado a miembros verdaderos de la Liga. De
modo que el mensaje del pequeño Collins ascendió escalón por escalón donde nadie sabía si el
próximo escalón era un trébol o un carajo pero donde todos sabían que el mensaje iba subiendo
hasta que llegó al nivel más alto en que se escapaba a la censura y se iba por correo expreso.

El celador Gielty estaba preocupado. Sabía naturalmente que el Ejercicio era cruel y casi intolerable
para Collins, pero había visto la crueldad inscripta en cada callejón de lo creado como la rúbrica
personal de Dios: la araña matando la mosca, la avispa matando la araña, el hombre matando todo
lo que se ponía a su alcance, el mundo un gigantesco matadero hecho a Su imagen y semejanza,
generaciones encumbrándose y cayendo sin utilidad, sin propósito, sin vestigio de inmortalidad
surgiendo en parte alguna, ni una sola justificación del sangriento simulacro. ¿Podía permitir que el
pequeño Collins se enfrentara solo, con su caníbal tiempo? No. ¿Pero no estaba yendo demasiado
lejos, precipitando lo que quería evitar? Una y otra vez se rezagó en la capilla después de la misa o
el rosario, buscando una respuesta, sintiendo que su cerebro ardía más que nunca, perdiendo cada
cosa que ganaba porque cada cosa comprendida significaba un pedacito de sí mismo que se
disipaba en una incandescente partícula: hasta que oyó una voz que le ordenaba seguir adelante y
darse prisa en salvar a Collins, porque alguien venía desde el horizonte del tiempo a detenerlo. Y así
fue como Malcolm entró en su cabeza, casi al mismo tiempo que en la cabeza de Collins.

El chico había tenido suerte. El viejo doctor que vino del pueblo a revisarlo diagnosticó una especie
de influenza virulenta. Una semana de reposo en la enfermería significaba, por lo general, total
soledad y aburrimiento, ver los días que entraban y salían por la ventana interrumpidos solamente
por el enfermero que llegaba con la aguachenta taza de té o el plato de sopa desmayada, pero
Collins admitió que se le estaba dando un respiro, y no tenia apuro por sanar aunque mejoraba casi
insensiblemente: los moretones de sus brazos se volvieron grises, al fin amarillos y el calor y el
sudor huyeron de su cuerpo, dejándolo fresco y apacible cuando volvió el doctor, le acarició el pelo,

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Un oscuro día de justicia

dijo:

Ya estás bien, muchacho, el lunes puedes levantarte. Esto sucedió un sábado. Así que el lunes se
levantó, algo tembloroso sobre sus piernas, y cuando los otros chicos lo vieron en el patio acudieron
a saludarlo y a conversar con él, todos muy amables, le estrecharon la mano y uno que se llamaba
Brennan, a quien apenas conocía, le apretó la mano más fuerte que los otros y cuando retiró la suya
había un pedacito de papel sin sobre:

Y ésa era la carta del tío Malcolm.

Que decía simplemente: El domingo iré, trompearé al celador Gielty hasta la muerte .

Y así fue como el pueblo empezó a prepararse para la batalla y a medida que la semana se iba
inflando despacito como un globo, llenándose de expectativa, se vio lo grande que iba a ser esa
batalla.

Malcolm, en la versión inicial de Collins, era un hombre más bien alto y rubio, de unos treinta años,
rientes ojos verdes, sombrero de ala ancha y un bastón que blandía con despreocupada gracia: así
fue representado en los toscos dibujos que empezaron a surgir sobre hojas de canson o cuaderno.
Sutiles cambios aparecieron el segundo día de la espera: Malcolm era ya decididamente alto,
impersonal, la sonrisa se había convertido en mueca irónica mientras el celador Gielty se reducía a
un pigmeo que sollozaba abyectamente en su presencia.

Estos, sin embargo, no era más que contornos, límites vacíos. Collins se sintió llamado a colmarlos,
cada vez con mayor apremio, y no tuvo dificultad en recordar la naturaleza feliz de Malcolm, su
fortuna con las mujeres, sus aventuras en cuatro rincones del mundo, En la mañana del tercer día
se supo que Malcolm había sido un héroe en la guerra del Chaco o de España, donde fue
condecorado por el presidente de Bolivia o por el general Miaja, pero lo que realmente importaba era
que él sólo liquidó a diez enemigos, si no eran quince, y que al último lo mató con la culata del fusil
descargado antes de volver herido y sediento para desplomarse a los pies del comandante en jefe
que sobre el campo de batalla lo ascendió a coronel, o tal vez a capitán.

Los retratos de Malcolm eran ya más grandes, acercándose al punto en que se convertirían en
afiches. Este proceso, aunque espontáneo, surgido de la entraña de la gente, tuvo sus tropiezos
antes de asumir la forma grandiosa que finalmente tuvo. Cuando al promediar el cuarto día, por
ejemplo, se supo que Malcolm había sido campeón juvenil de boxeo, que llegó a pelear con Justo
Suárez y que únicamente el destructivo amor de una actriz de cine le impidió obtener el cetro
mundial, fue casi irresistible la tentación de pintarlo con pantaloncitos y guantes de box, los biceps
como bochas, la cintura más angosta y el tórax mas ancho, tatuado con una mujer rubia y tetona.

Prevaleció sin embargo el buen sentido artístico, y la imagen final adoptada por el sentimiento
colectivo mostraba un Malcolm que a pesar de cada embellecido detalle se parecía a la versión
original: sobriamente vestido con un traje de corte más bien inglés, la mano derecha curvada en
torno al puño del bastón, el dorso de la izquierda apoyado en la cintura que adelantaba medio paso
al pie, el sombrero y la cara arrojados para atrás en un gesto seductor de optimismo y desafío.
Cuando se llegó a esta condensación, el tiempo ya era pobre para cortar grandes rectángulos de
cartulina y de sábanas robadas, hervir en agua o disolver en alcohol las tapas rojas de la gramática,

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Un oscuro día de justicia

verdes del catecismo, azules del libro de lectura, obtener en el campo una raíz que secada era un
pigmento amarillo y unas bayas que daban el índigo, pintar la figura y exclamar al pie de cien
pendones: ¡Viva Malcolm!, o, simplemente, MALCOLM.

El celador Gielty no había reanudado el Ejercicio. Sentía el temor de la gente esfumarse, la


hostilidad crecer como una marea y asumir formas cada vez más abiertas: conversaciones
interrumpidas, marchas militares de ambiguo estribillo, inscripciones en paredes, la cruda
pantomima que una y otra vez representó ante sus ojos la derrota de un impostor o un payaso,
encarnado por Murtagh, frente a un héroe sin mancha en el que todos querían turnarse. Dudaba.
Su cubículo de sábanas permaneció iluminado noches tras noche. Se murmuraba que leía y releía
el libro negro, el libro rojo, y en una ocasión, antes del alba, un testigo oyó su voz profiriendo un
torrente de terrible y sofocada obscenidad. A medida que el tiempo se acercaba, emergía de su
muralla un poco más febril y consumido, con un sedimento de barro en el fondo de los ojos, y hasta
las puntas de los bigotes levemente caídas.

Todo esto alentó inmensamente a la comunidad. Ahora nadie dudaba el resultado del combate, pero
todos querían que fuera además una fiesta y en esos enloquecidos preparativos se fue la semana
sin que nadie estudiara una línea, cosa que inquietó mucho a sacerdotes y maestros que veían el
Colegio sustraído al flujo regular de las cosas, transportado en una nube de excitación, sin poder
descubrir el motivo que no fue traicionado ni siquiera en el secreto del confesionario.

Si hubo una mancha en ese panorama, pasó inadvertida. El viernes por la noche los mayores
quisieron oír la opinión de Pata Santa Walker, que fue dada en la oscuridad de la leñera ante un
círculo de atentos cigarrillos. Pata Santa, acuclillado, meditó largamente, como si sus famosos
poderes estuvieran sometidos a prueba.

Está viniendo murmuró al fin y bajó la frente casi hasta tocar su enorme botín de madera, oír en la
vibración del suelo el paso anunciado.

Los puchos respiraron desengaño, porque quién no sabía que Malcolm estaba viniendo, y hubo una
pausa de nuevo muy larga, a cuyo término Pata Santa reveló su cara adusta y afilada, agregando
esa única frase:

No vendrá de gusto, cuyo sentido fue soplado como una vela navegante en dirección favorable por
el ruido de la campana que llamaba al estudio en el aula donde Pata Santa ocupó su banco, que era
el último, y nadie vio las dos lágrimas que rodaron de pronto, una de cada ojo, sobre la página más
aburrida de su gramática.

¿Qué fue el sábado? Un pasaje, un suspiro, un destello, una hojita podrida del tiempo que cayó por
la noche cuando el celador Gielty bajó a la capilla mientras en los dormitorios la gente pronunciaba
su propia plegaria: Mañana Malcolm vendrá, trompeará al celador Gielty hasta la muerte . Sobre
esta certeza durmieron. Llegó al fin ese día, y a la hora en que el sol de costumbre brillaba en los
vidrios, el sol del domingo encontró cien caras despiertas mirando el camino, la tranquera y el
parque, y un centenar de estandartes bajaron de las altas ventanas.

La primavera había venido y muerto, regresado, vencido: tempranas rosas centelleaban entre las
araucarias, chingolos saltaban sobre el pasto mojado, retumbaba un tren, mujeres acudían a la

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Un oscuro día de justicia

misa, el mundo se desnudaba en pliegue y repliegue de arboleda, campo, paz, sobre la que se
estrellaron las primeras campanas.

Formaron, bajaron, entraron en la capilla donde lo primero que vieron fue el celador Gielty, todavía
acurrucado en un banco del fondo, moviendo los labios descoloridos, los ojos clavados en nada. El
padre Fagan salió en su caparazón de oro y su cortejo de púrpura.

Mientras duró la misa no hubo noticias de los cuatro centinelas que arriba atisbaban el primer signo
de Malcolm. Tras el desayuno una décima parte de la población se turnó en las guardias, y antes de
las nueve se supo que un bulto negro avanzaba por el camino: minutos después era la madre de
O Neill, que acudía a visitarlo el único día de visita, y apenas O Neill fue a la rectoría a recibir su
dádiva de lágrimas y besos con quizá un frasco de miel, caramelos, cualquier otra ternura que la
pobreza, la viudez, el cansado amor podían permitirse, el gran ómnibus rojo de la ciudad chirrió en
el macadam, una figura bajó del estribo, y no era Malcolm sino el padre de Murphy el Pajero, que
debía ser tan pajero como él, aunque lo que era, era en realidad un viejo triste y tembleque con un
tortuoso chambergo y un chaleco raído que se quedó espiando a un lado y otro del camino antes de
abrir la tranquera.

La tardanza de Malcolm planteaba ahora la posibilidad de que el padre Ham o el padre Keven
salieran a dar un paseo entre los grupos familiares que empezaban a sentarse en el pasto, abrir sus
paquetes, comer pan y salame, cambiando nostalgias y esperanzas. Se ordenó esconder las
insignias, cada una debajo de su almohada al pie de cada ventana.

Este movimiento, ejecutado a las diez, debió ser pero no fue motivo de aflicción porque nada podía
sacudir la fe de la gente, sobre todo cuando Collins admitió que su tío nunca se levantaba temprano,
y que bien podía llegar una hora más tarde que un madrugador.

A las once, nadie cejaba: más bien empezaron a preguntarse dónde andaba Malcolm cuando
escribió su mensaje a Collins, en qué remoto campo de batalla, qué ciudad china, qué llanura ártica
y, en ese caso, cómo podían reprocharle que demorase un poco.

La mitad de los pupilos estaban en el parque, la otra mitad asomados a las ventanas. Un puntito
colorado apareció lejos en el cielo, describió un ancho círculo. Al volver rugía a baja altura, rozaba
las puntas de pinos y cipreses, pasaba aterradoramente sobre los rosales chasqueando las dos alas
en el viento y un hombre se asomaba a la carlinga, tan próximo que todo creyeron ver sus ojos que
sonreían detrás de las enormes antiparras, gritaron ¡Malcolm!, y volvieron a gritar, y la tercera vez se
quedaron mudos con la boca abierta porque el aeroplano ya estaba lejos y se iba hasta perderse en
una línea recta que partía el corazón. Y ahora sí, el espíritu del pueblo pareció flaquear por primera
vez, el almuerzo transcurrió en silencio, por la tarde se jugó el partido de fútbol más aburrido en la
historia del Colegio, donde hasta Gunning hizo un gol en contra y el celador Dillon, que estaba a
cargo de los deportes, repitió cinco veces la palabra vergüenza.

Cuando volvieron al patio quedaban las sobras del domingo. Las últimas visitas empezaron a decir
adiós, los puestos de los centinelas estaban desiertos y ya nadie creía realmente en la llegada de
Malcolm. Hay un momento, en esas tardes de fines de setiembre, en que el sol entra casi horizontal
por las ventanas del comedor, sale, cruza el patio y echa sobre la pared del este una explosión
anaranjada. Era ese momento el que Pata Santa Walker, armado de una lupa, estudiaba en

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Un oscuro día de justicia

aquellos días, y debió ser ese momento el que de golpe captó en su plenitud, su irrevelado misterio
escrito en la pared, porque gritó, y al mirar a sus espaldas vio que la muchedumbre entera corría
hacia las dos esquinas del patio en un movimiento que nunca fue explicado, se atropellaba en las
escaleras, se clavaba a las ventanas desplegando los estandartes y lanzaba una sola inmensa
exclamación.

Y allí, frente a todos, junto a la tranquera, estaba Malcolm.

Respondía con los brazos abiertos al clamor de la multitud, el bastón en una mano, el sombrero en
la otra, y aunque tal vez no fuera tan alto como habían imaginado, su pelo pareciera demasiado
rubio (pero ésa pudo ser una última trampa del sol de azafrán) y sus ropas no estuvieran recién
salidas del sastre ni aun de la tintorería, cuando se practicaron todos los descuentos necesarios
entre los sueños y los hechos resultaba más satisfactorio que los sueños, porque era verdadero y
caminaba hacia ellos.

El celador Gielty salió de la capilla.

Los chicos que lo vieron en escorzo, el paso sonámbulo, el guardapolvo gris y arrugado, se
preguntaron cómo habían podido temerle; esa repentina vergüenza desató una abrumadora silbatina
mientras el celador Gielty avanzaba hacia Malcolm hasta que se enfrentaron en el centro del parque.

El mundo estaba muy tranquilo, ni un pájaro cantaba ni una hoja se movía y el silencio se tornó
aplastante en la hilera de altas ventanas donde los ciento treinta irlandeses se apiñaban, sin que
faltara ni siquiera el Gato, y mucho menos Collins en un sitial de privilegio sobre el retrato más
grande de Malcolm, multiplicado en una fantástica selva de banderas, gallardetes y caricaturas de
último momento.

Malcolm depositó en el pasto el sombrero y el bastón, se quitó el saco, lo plegó cuidadosamente y lo


dejó también. En un gesto lleno de nobleza adelantó un paso tendiendo la mano al adversario antes
del combate.

Pero el celador Gielty simplemente se escupió los nudillos y se puso en guardia.

Atacó, lanzando dos golpes a la zona alta, y cuando Malcolm bloqueó el más peligroso, eludió el
segundo con un movimiento muy sobrio de la cabeza, se oyó la primera ovación y las banderas
ondearon. Gielty arremetió de nuevo, encorvando la espalda y de pronto se vio lo poderosa que era
esa espalda, cómo se hinchaba al descargar un puñetazo. Pero Malcolm tornó a esquivar con
facilidad y mientras giraba a su alrededor en un círculo muy estrecho desplegó esos primeros toques
de arte que tanto alegraron el corazón de los entendidos: sus pies se movían como si cantaran. Y
ahora el poderoso y rítmico coro se alzó de las tribunas: ¡Malcolm! ¡Malcolm!

¿Fue eso lo que irritó a Gielty, precipitándolo a una furiosa embestida? Malcolm ya no podía eludir
sin responder, y lo hizo con un cross que sonó redondo y hueco en la cara de Gielty, y mientras el
clamor arreciaba, lo frenó con un swing al cuerpo que extenuó cada garganta, inflamó cada
estandarte.

¡Oscuro, insomne, empecinado Gielty! Una vez más escupió en sus nudillos, una vez más hundió la

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Un oscuro día de justicia

cabeza entre los hombros y echó para adelante, en su guardapolvo gris, su apostura desgraciada,
su fe santa y asesina. La combinación que lo recibió tuvo tal belleza en su impresionante rapidez
que sólo con dificultad pudo un intelecto ajeno reconstruirla o creerla, y más tarde se discutió mucho
si fue un jab, un hook y un uno-dos, o sólo el jab y el uno-dos, pero el resultado estaba a la vista y
regocijo general, aquel hombre acérrimo frenado como un toro por la maza, en el centro del parque,
jadeando hondamente y bamboleándose contra las oscuras araucarias, el sol poniente y el perfume
cercano de la noche. Y cuando esta cosa tremenda sucedió, el corazón del pueblo empezó a arder
en una ancha, arrasadora, omnipotente conflagración que sacudió toda la hilera de ventanas
hamacándola de parte a parte, el amigo abrazando al enemigo, la autoridad festejando al hombre
común, el individuo fundiéndose en sentimiento general mientras Collins era besado y el Gato
refractario se retiraba a una segunda línea desde donde aún podía ver sin perjuicio de escapar.

Y cuando Malcolm, Malcolm, se sintió confrontado con esta demostración, qué otra cosa podía
hacer, qué habría hecho cualquiera sino abrir los brazos para recibirla y guardarla hasta su vieja y
gloriosa edad, saludando a la derecha, y saludando a la izquierda y saludando especialmente al
centro, donde vos estabas, mi querido sobrino Collins, por quien vine de tan lejos. Y esto refutaba
acaso para siempre la pregunta que semanas más tarde formularía Geraghty: ¿qué necesidad tenía
de saludar?

Entretanto hubo alguno que no quiso sobrevivir a una culminación, que experimentó ese instantáneo
deseo de la muerte inseparable de la extrema dicha y cayó ocho metros desde una ventana
agitándose en alegría sobre unos matorrales donde no murió. Se llamaba Cummings.

Allí acabó la felicidad, tan buena mientras duraba, tan parecida al pan, al vino y al amor.
Recuperado Gielty sacudió al saludante Malcolm con un mazazo al hígado, y mientras Malcolm se
doblaba tras una mueca de sorpresa y de dolor, el pueblo aprendió, y mientras Gielty lo arrastraba
en la punta de sus puños como en los cuernos de un toro, el pueblo aprendió que estaba solo, y
cuando los puñetazos que sonaban en la tarde abrieron una llaga incurable en la memoria, el pueblo
aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los
medios, el silencio, la astucia y la fuerza, mientras un último golpe lanzaba al querido tío Malcolm del
otro lado de la cerca donde permaneció insensible y un héroe en la mitad del camino.

Entonces el celador Gielty volvió, y con la primera sombra de la noche en los ojos, miró una sola vez
la hilera de caras majestuosamente calladas y de banderas muertas, se persignó y entró rápido.

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Julio Cortázar. Casa tomada (1965/Cuento)

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más

ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros

padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho

personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le daba a

Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no

quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y

silenciosa y como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó

casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes de que llegáramos a

comprometernos. Entrábamos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso

matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos

moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con

el terreno y los ladrillos; o mejor nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en

el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el

gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para

mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le

agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas.

Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que

devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había

novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto

qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede

repetir sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor llenos de pañoletas blancas, verdes, lila.

Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas.

No necesitábamos ganarlos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene

sólo la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos

plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era

hermoso.
Como no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres

dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su

maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living

central, al cual comunicaban nuestros dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la

puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados

las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se

franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien podía girar a la izquierda justamente

antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta

advertía uno que la casa era muy grande; si no daba la impresión de los departamentos que se edifican ahora, apenas para

moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo

para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero

eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en

los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y

se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su

dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta

enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el

comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado

susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde

aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el

cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad. Fui a la

cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

- Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo. Dejó caer el tejido y me miró con sus

graves ojos cansados.

- ¿Estás seguro?

Asentí.

- Entonces - dijo recogiendo las agujas - tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en retomar su labor. Me acuerdo que tejía un

chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco. Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la

parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en liv biblioteca.
Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo

que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los

primeros días) cerrábamos algún cajón de la cómoda y nos mirábamos con tristeza.

- No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido del otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aún levantándonos tardísimo, a las nueve y

media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados.

Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensábamos bien, y se

decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque

siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la

mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros,

pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar al

tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más

cómodo. A veces Irene decía:

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradillo de papel para que viese algún sello de Eupen

y Malmédy. Estábamos bien y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar. (Cuando Irene soñaba

en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los

sueños y no de la garganta.

Irene me decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer al cobertor. Nuestros

dormitorios tenían al living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar,

toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

A parte de eso estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de

tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y

en el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de

cuna. En una cocina hay mucho ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces

permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a

media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene

empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)


Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que

iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en

la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera

de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de

este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos mirábamos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia

atrás. Los ruidos se oían más fuertes pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancelé y nos

quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

- Han tomado esta parte - dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se

perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? - le pregunté inútilmente.

- No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que

ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la

alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa

tomada.

Fuente: Cortázar, Julio. Bestiario. Buenos Aires: Sudamericana, 1965.


LA ESCUELA DE NOCHE

DE NITO ya no sé nada ni quiero saber. Han pasado tan-


tos años y cosas, a lo mejor todavía está allá o se murió o
anda afuera. Más vale no pensar en él, solamente que a
veces sueño con los años treinta en Buenos Aires, los
tiempos de la escuela normal y claro, de golpe Nito y yo
la noche en que nos metimos en la escuela, después no
me acuerdo mucho de los sueños, pero algo queda siem-
pre de Nito como flotando en el aire, hago lo que puedo
para olvidarme, mejor que se vaya borrando de nuevo
hasta otro sueño, aunque no hay nada que hacerle, cada
tanto es así, cada tanto vuelve como ahora.
La idea de meterse de noche en la escuela anormal
(lo decíamos por jorobar y por otras razones más sóli-
das) la tuvo Nito, y me acuerdo muy bien que fue en La
Perla del Once y tomándonos un cinzano con bitter. Mi
primer comentario consistió en decirle que estaba más
loco que una gallina, pesealokual —así escribíamos en-
tonces, desortografiando el idioma por algún deseo de
venganza que también tendría que ver con la escuela—,
Nito siguió con su idea y dale conque la escuela de no-
che, sería tan macanudo meternos a explorar, pero qué
vas a explorar si la tenemos más que manyada, Nito, y,
sin embargo, me gustaba la idea, se la discutía por puro
pelearlo, lo iba dejando acumular puntos poco a poco.
En algún momento empecé a aflojar con elegancia,
porque también a mí la escuela no me parecía tan man-
yada, aunque lleváramos allí seis años y medio de yugo,
cuatro para recibirnos de maestros y casi tres para el pro-
fesorado en letras, aguantándonos materias tan increí-
bles como Sistema Nervioso, Dietética y Literatura Es-
pañola, esta última la más increíble, porque en el ter-
cer trimestre no habíamos salido ni saldríamos del Con-
de Lucanor. A lo mejor por eso, por la forma en que per-
díamos el tiempo, la escuela nos parecía medio rara a
Nito y a mí, nos daba la impresión de faltarle algo que
nos hubiera gustado conocer mejor. No sé, creo que tam-
bién había otra cosa, por lo menos para mí la escuela no
era tan normal como pretendía su nombre, sé que Nito
pensaba lo mismo y me lo había dicho a la hora de la pri-
mera alianza, en los remotos días de un primer año lleno
de timidez, cuadernos y compases. Ya no hablábamos de
eso después de tantos años, pero esa mañana en La Per-
la sentí como si el proyecto de Nito viniera de ahí y que
por eso me iba ganando poco a poco; como si antes de aca-
bar el año y darle para siempre la espalda a la escuela
tuviéramos que arreglar todavía una cuenta con ella, aca-
bar de entender cosas que se nos habían escapado, esa
incomodidad que Nito y yo sentíamos de a ratos en los
patios o las escaleras y yo sobre todo cada mañana cuan-
do veía las rejas de la entrada, un leve apretón en el es-
tómago desde el primer día al franquear esa reja pinchu-
da, tras de la cual se abría el peristilo solemne y empe-
zaban los corredores con su color amarillento y la doble
escalera.

326
—Hablando de la reja, la cosa es esperar hasta me-
dianoche —había dicho Nito— y treparse ahí donde me
tengo vistos dos pinchos doblados, con poner un poncho
basta y sobra.
—Facilísimo —había dicho yo—, justo entonces apa-
rece la cana en la esquina o alguna vieja de enfrente pega
el primer alarido.
—Vas demasiado al cine, Toto. ¿Cuándo viste a al-
guien por ahí a esa hora? El músculo duerme, viejo.
De a poco me iba dejando tentar, seguro que era idio-
ta y que no pasaría nada ni afuera ni adentro, la escuela
sería la misma escuela de la mañana, un poco frankens-
tein en la oscuridad si querés, pero nada más, qué podía
haber ahí de noche aparte de bancos y pizarrones y al-
gún gato buscando lauchas, que eso sí había. Pero Nito
dale con lo del poncho y la linterna, hay que decir que
nos aburríamos bastante en esa época en que a tantas
chicas las encerraban todavía bajo doble llave marca
papá y mamá, tiempos bastante austeros a la fuerza, no
nos gustaban demasiado los bailes ni el fútbol, leíamos
como locos de día pero a la noche vagábamos los dos —a
veces con Fernández López, que murió tan joven— y nos
conocíamos Buenos Aires y los libros de Castelnuovo y
los cafés del bajo y el dock sur, al fin y al cabo nos pare-
cía tan ilógico que también quisiéramos entrar en la es-
cuela de noche, sería completar algo incompleto, algo
para guardar en secreto y por la mañana mirar a los mu-
chachos y sobrarlos, pobres tipos cumpliendo el horario
y el Conde Lucanor de ocho a mediodía.
Nito estaba decidido, si yo no quería acompañarlo sal-
taría solo un sábado a la noche, me explicó que había ele-
gido el sábado porque si algo no andaba bien y se queda-
ba encerrado tendría tiempo para encontrar alguna otra
salida. Hacía años que la idea lo rondaba, quizá desde el

327
primer día cuando la escuela era todavía un mundo des-
conocido y los pibes de primer año nos quedábamos en
los patios de abajo, cerca del aula como pollitos. Poco a
poco habíamos ido avanzando por corredores y escale-
ras hasta hacernos una idea de la enorme caja de zapa-
tos amarilla con sus columnas, sus mármoles y ese olor
a jabón mezclado con el ruido de los recreos y el ronro-
neo de las horas de clase, pero la familiaridad no nos ha-
bía quitado del todo eso que la escuela tenía de territo-
rio diferente, a pesar de la costumbre, los compañeros,
las matemáticas. Nito se acordaba de pesadillas donde
cosas instantáneamente borradas por un despertar vio-
lento habían sucedido en galerías de la escuela, en el aula
de tercer año, en las escaleras de mármol; siempre de
noche, claro, siempre él solo en la escuela petrificada
por la noche, y eso Nito no alcanzaba a olvidarlo por la
mañana, entre cientos de muchachos y de ruidos. Yo, en
cambio, nunca había soñado con la escuela, pero lo mis-
mo me descubría pensando cómo sería con luna llena, los
patios de abajo, las galerías altas, imaginaba una clari-
dad de mercurio en los patios vacíos, la sombra impla-
cable de las columnas. A veces lo descubría a Nito en al-
gún recreo, apartado de los otros y mirando hacia lo alto
donde las barandillas de las galerías dejaban ver cuer-
pos truncos, cabezas y torsos pasando de un lado a otro,
más abajo pantalones y zapatos que no siempre parecían
pertenecer al mismo alumno. Si me tocaba subir solo la
gran escalera de mármol, cuando todos estaban en clase,
me sentía como abandonado, trepaba o bajaba de a dos
los peldaños, y creo que por eso mismo volvía a pedir
permiso unos días después para salir de clase y repetir
algún itinerario con el aire del que va a buscar una caja
de tiza o el cuarto de baño. Era como en el cine, la deli-
cia de un suspenso idiota, y por eso creo que me defendí

328
tan mal del proyecto de Nito, de su idea de ir a hacerle
frente a la escuela; meternos allí de noche no se me hu-
biera ocurrido nunca, pero Nito había pensado por los
dos y estaba bien, merecíamos ese segundo cinzano que
no tomamos porque no teníamos bastante plata.
Los preparativos fueron simples, conseguí una lin-
terna y Nito me esperó en el Once con el bulto de un pon-
cho bajo el brazo; empezaba a hacer calor ese fin de se-
mana, pero no había mucha gente en la plaza, doblamos
por Urquiza casi sin hablar, y cuando estuvimos en la cua-
dra de la escuela miré atrás y Nito tenía razón, ni un gato
que nos viera. Solamente entonces me di cuenta de que
había luna, no lo habíamos buscado pero no sé si nos gus-
tó, aunque tenía su lado bueno para recorrer las gale-
rías sin usar la linterna.
Dimos la vuelta a la manzana para estar bien segu-
ros, hablando del director que vivía en la casa pegada a
la escuela y que comunicaba por un pasillo en los altos
para que pudiera llegar directamente a su despacho. Los
porteros no vivían allí y estábamos seguros de que no
había ningún sereno, qué hubiera podido cuidar en la es-
cuela en la que nada era valioso, el esqueleto medio roto,
los mapas a jirones, la secretaría con dos o tres máqui-
nas de escribir que parecían pterodáctilos. A Nito se le
ocurrió que podía haber algo valioso en el despacho del
director, ya una vez lo habíamos visto cerrar con llave al
irse a dictar su clase de matemáticas, y eso con la escue-
la repleta de gente o a lo mejor precisamente por eso.
Ni a Nito ni a mí ni a nadie le gustaba el director, más
conocido por el Rengo; que fuera severo y nos zampara
amonestaciones y expulsiones por cualquier cosa era me-
nos una razón que algo en su cara de pájaro embalsama-
do, su manera de llegar sin que nadie lo viera y asomar-
se a una clase como si la condena estuviera pronunciada

329
de antemano. Uno o dos profesores amigos (el de músi-
ca, que nos contaba cuentos verdes, el de sistema ner-
vioso que se daba cuenta de la idiotez de enseñar eso en
un profesorado en letras) nos habían dicho que el Rengo
no solamente era un solterón convicto y confeso, sino que
enarbolaba una misoginia agresiva, razón por la cual en
la escuela no habíamos ni una sola profesora. Pero jus-
tamente ese año el ministerio debía haberle hecho com-
prender que todo tenía su límite, porque nos mandaron
a la señorita Maggi que les enseñaba química orgánica a
los del profesorado en ciencias. La pobre llegaba siem-
pre a la escuela con un aire medio asustado, Nito y yo
nos imaginábamos la cara del Rengo cuando se la encon-
traba en la sala de profesores. La pobre señorita Maggi
entre cientos de varones, enseñando la fórmula de la gli-
cerina a los reos de séptimo de ciencias.
—Ahora —dijo Nito.
Casi meto la mano en un pincho, pero pude saltar bien,
la primera cosa era agacharse por si a alguien le daba
por mirar desde las ventanas de la casa de enfrente, y
arrastrase hasta encontrar una protección ilustre, el ba-
samento del busto de Van Gelderen, holandés y funda-
dor de la escuela. Cuando llegamos al peristilo estába-
mos un poco sacudidos por el escalamiento y nos dio un
ataque de risa nerviosa. Nito dejó el poncho disimulado
al pie de una columna, y tomamos a la derecha siguien-
do el pasillo que llevaba al primer codo donde nacía la
escalera. El olor a escuela se multiplicaba con el calor,
era raro ver las aulas cerradas y fuimos a tantear una
de las puertas; por supuesto, los gallegos porteros no las
habían cerrado con llave y entramos un momento en el
aula donde seis años antes habíamos empezado los estu-
dios.
—Yo me sentaba ahí.

330
—Y yo detrás, no me acuerdo si ahí o más a la dere-
cha.
—Mirá, se dejaron un globo terráqueo.
—¿Te acordás de Gazzano, que nunca encontraba el
África?
Daban ganas de usar las tizas y dejar dibujos en el
pizarrón, pero Nito sintió que no había venido para ju-
gar, o que jugar era una manera de no admitir que el si-
lencio nos envolvía demasiado, como un eco de música,
reverberando apenas en la caja de la escalera; también
oímos una frenada de tranvía, después nada. Se podía
subir sin necesidad de la linterna, el mármol parecía es-
tar recibiendo directamente la luz de la luna, aunque el
piso alto la aislara de ella. Nito se paró a mitad de la es-
calera para convidarme con un cigarrillo y encender otro;
siempre elegía los momentos más absurdos para empe-
zar a fumar.
Desde arriba miramos al patio de la planta baja, cua-
drado como casi todo en la escuela, incluidos los cursos.
Seguimos por el corredor que lo circundaba, entramos
en una o dos aulas y llegamos al primer codo donde es-
taba el laboratorio; ése sí los gallegos lo habían cerrado
con llave, como si alguien pudiera venir a robarse las pro-
betas rajadas y el microscopio del tiempo de Galileo.
Desde el segundo corredor vimos que la luz de la luna
caía de lleno sobre el corredor opuesto donde estaba la
secretaría, la sala de profesores y el despacho del Rengo.
El primero en tirarme al suelo fui yo, y Nito un segundo
después porque habíamos visto al mismo tiempo las lu-
ces en la sala de profesores.
—La puta madre, hay alguien ahí.
—Rajemos, Nito.
—Esperá, a lo mejor se les quedó prendida a los ga-
llegos.

331
No sé cuánto tiempo pasó, pero ahora nos dábamos
cuenta de que la música venía de ahí, parecía tan lejana
como en la escalera, pero la sentíamos venir del corre-
dor de enfrente, una música como de orquesta de cáma-
ra con todos los instrumentos en sordina. Era tan impen-
sable que nos olvidamos del miedo o él de nosotros, de
golpe había como una razón para estar ahí y no el puro
romanticismo de Nito. Nos miramos sin hablar, y él em-
pezó a moverse gateando y pegado a la barandilla hasta
llegar al codo del tercer corredor. El olor a pis de las le-
trinas contiguas había sido como siempre más fuerte que
los esfuerzos combinados de los gallegos y la acaroína.
Cuando nos arrastramos hasta quedar al lado de las puer-
tas de nuestra aula, Nito se volvió y me hizo seña de que
me acercara más:
—¿Vamos a ver?
Asentí, puesto que ser loco parecía lo único razona-
ble en ese momento, y seguimos a gatas, cada vez más
delatados por la luna. Casi no me sorprendí cuando Nito
se enderezó, fatalista, a menos de cinco metros del últi-
mo corredor donde las puertas apenas entornadas de la
secretaría y la sala de profesores dejaban pasar la luz.
La música había subido bruscamente, o era la menor dis-
tancia; oímos rumor de voces, risas, unos vasos entre-
chocándose. Al primero que vimos fue a Raguzzi, uno de
séptimo ciencias, campeón de atletismo y gran hijo de
puta, de esos que se abrían paso a fuerza de músculos y
compadradas. Nos daba la espalda, casi pegado a la puer-
ta, pero de golpe se apartó y la luz vino como un látigo
cortado por sombras movientes, un ritmo de machicha y
dos parejas que pasaban bailando. Gómez, que yo no co-
nocía mucho, bailaba con una mina de verde, y el otro
podía ser Kurchin, de quinto letras, un chiquito con cara
de chancho y anteojos, que se prendía a un hembrón de

332
pelo renegrido con traje largo y collares de perlas. Todo
eso sucedía ahí, lo estábamos viendo y oyendo, pero na-
turalmente no podía ser, casi no podía ser que sintiéra-
mos una mano que se apoyaba despacito en nuestros hom-
bros, sin forzar.
—Ushtedes no shon invitados —dijo el gallego Ma-
nolo—, pero ya que eshtán vayan entrando y no she ha-
gan los locos.
El doble empujón nos tiró casi contra otra pareja que
bailaba, frenamos en seco y por primera vez vimos el gru-
po entero, unos ocho o diez, la victrola con el petiso La-
rrañaga ocupándose de los discos, la mesa convertida en
bar, las luces bajas, las caras que empezaban a recono-
cernos sin sorpresa, todos debían pensar que habíamos
sido invitados, y hasta Larrañaga nos hizo un gesto de
bienvenida. Como siempre Nito fue el más rápido, en tres
paso estuvo contra una de las paredes laterales y yo me
le apilé, pegados como cucarachas contra la pared em-
pezamos a ver de veras, a aceptar eso que estaba pasan-
do ahí. Con las luces y la gente la sala de profesores
parecía el doble de grande, había cortinas verdes que yo
nunca había sospechado cuando de mañana pasaba por
el corredor y echaba una ojeada a la sala para ver si ya
había llegado Migoya, nuestro terror en la clase de lógi-
ca. Todo tenía un aire como de club, de cosa organizada
para los sábados a la noche, los vasos y los ceniceros, la
victrola y las lámparas que sólo alumbraban lo necesa-
rio, abriendo zonas de penumbra que agrandaban la sala.
Vaya a saber cuánto tardé en aplicar a lo que nos esta-
ba pasando un poco de esa lógica que nos enseñaba Mi-
goya, pero Nito era siempre el más rápido, una ojeada
le había bastado para identificar a los condiscípulos y al
profesor Iriarte, darse de que las mujeres era muchachos
disfrazados, Perrone y Macías y otro de séptima ciencias,

333
no se acordaba del nombre. Había dos o tres con antifa-
ces, uno de ellos vestido de hawaiana y gustándole a juz-
gar por los contorneos que la hacía a Iriarte. El gallego
Fernando se ocupaba del bar, casi todo el mundo tenía
vasos en las manos, ahora venía un tango por la orques-
ta de Lomuto, se armaban parejas, los muchachos sobran-
tes se ponían a bailar entre ellos, y no me sorprendió de-
masiado que Nito me agarrara de la cintura y me empu-
jara hacia al medio.
—Si nos quedamos parados aquí se va a armar —me
dijo—. No me pises los pies, desgraciado.
—No sé bailar —le dije, aunque él bailaba peor que yo.
Estábamos en la mitad del tango y Nito miraba de
cuando en cuando hacia la puerta entornada, me había
ido llevando despacio para aprovechar la primera de cam-
bio, pero se dio cuenta de que el gallego Manolo estaba
todavía ahí, volvimos al centro y hasta intentamos cam-
biar chistes con Kurchin y Gómez que bailaban juntos.
Nadie se dio cuenta de que se estaba abriendo la doble
puerta que comunicaba con la antesala del despacho del
Rengo, pero el petiso Larrañaga paró el disco en seco y
nos quedamos mirando, sentí que el brazo de Nito tem-
blaba en mi cintura antes de soltarme de golpe.
Soy tan lento para todo, ya Nito se había dado cuen-
ta cuando empecé a descubrir que las dos mujeres para-
das en las puertas y teniéndose de la mano eran el Rengo
y la señorita Maggi. El disfraz del Rengo era tan exage-
rado que dos o tres aplaudieron tímidamente, pero des-
pués solamente hubo un silencio de sopa enfriada, algo
como un hueco en el tiempo. Yo había visto travestís en
los cabarets del bajo, pero una cosa así nunca, la peluca
pelirroja, las pestañas de cinco centímetros, los senos
de goma temblando bajo una blusa salmón, la pollera de
pliegues y los tacos como zancos. Llevaba los brazos lle-

334
nos de pulseras, y eran brazos depilados y blanqueados,
los anillos parecían pasearse por sus dedos ondulantes,
ahora había soltado la mano de la señorita Maggi y con
un gesto de una infinita mariconería se inclinaba para
sentarla y darle paso. Nito se estaba preguntado por qué
la señorita Maggi seguía pareciéndose a ella misma a pe-
sar de la peluca rubia, el pelo estirado hacia atrás, la si-
lueta apretada en un largo traje blanco. La cara estaba
apenas maquillada, tal vez las cejas un poco más dibuja-
das, pero era la cara de la señorita Maggi y no el pastel
de frutas del Rengo con el rimmel y el rouge y el flequi-
llo pelirrojo. Los dos avanzaron saludando con una cier-
ta frialdad casi condescendiente, el Rengo nos echó una
ojeada acaso sorprendida, pero que pareció cambiarse
por una aceptación distraída, como si ya alguien lo hu-
biera prevenido.
—No se dio cuenta, che —le dije a Nito lo más bajo
que pude.
—Tu abuela —dijo Nito—, vos te creés que no ve que
estamos vestidos como reos en este ambiente.
Tenía razón, nos habíamos puesto pantalones viejos
por lo de la reja, yo estaba en mangas de camisa y Nito
tenía un pullover liviano con una manga más bien perfo-
rada en un codo. Pero el Rengo ya estaba pidiendo que
le dieran una copita no demasiado fuerte, se la pedía al
gallego Fernando con unos gestos de puta caprichosa
mientras la señorita Maggi reclamaba un whisky más
seco que la voz con que se lo pedía al gallego. Empezaba
otro tango y todo el mundo se largó a bailar, nosotros los
primeros de puro pánico y los recién llegados junto con
los demás, la señorita Maggi manejando al Rengo a puro
juego de cintura. Nito hubiera querido acercarse a Kur-
chin para tratar de sacarle algo, con Kurchin teníamos
más trato que con los otros, pero era difícil en ese mo-

335
mento en que las parejas se cruzaban sin rozarse y nun-
ca quedaba espacio libre por mucho tiempo. Las puertas
que daban a la sala de espera del Rengo seguían abier-
tas, y cuando nos acercamos en una de las vueltas, Nito
vio que también la puerta del despacho estaba abierta y
que adentro había gente hablando y bebiendo. De lejos
reconocimos a Fiori, un pesado de sexto letras, disfraza-
do de militar, y a lo mejor esa morocha de pelo caído en
la cara y caderas sinuosas era Moreira, uno de quinto le-
tras que tenía fama de lo que te dije.
Fiori vino hacia nosotros antes de que pudiéramos
esquivarnos, con el uniforme parecía mucho mayor y Nito
creyó verle canas en el pelo bien planchado, seguro que
se había puesto talco para tener más pinta.
—Nuevos, eh —dijo Fiori—. ¿Ya pasaron por oftal-
mología?
La respuesta debíamos tenerla escrita en la cara y
Fiori se nos quedó mirando un momento, nos sentíamos
cada vez más como reclutas delante de un teniente com-
padrón.
—Por allá —dijo Fiori, mostrando con la mandíbula
una puerta lateral entornada—. En la próxima reunión
me traen el comprobante.
—Sí señor —dijo Nito, empujándome a lo bruto. Me
hubiera gustado reprocharle el sí señor tan lacayo, pero
Moreira (ahora sí, ahora seguro que era Moreira) se nos
apiló antes de que llegáramos a la puerta y me agarró de
la mano.
—Vení a bailar a la otra pieza, rubio, aquí son tan abu-
rridos.
—Después —dijo Nito por mí—. Volvemos enseguida.
—Ay, todos me dejan sola esta noche.
Pasé el primero, deslizándome no sé por qué en vez
de abrir del todo la puerta. Pero los porqués nos falta-

336
ban a esa altura, Nito que me seguía callado miraba el
largo zaguán en penumbras y era otra vez cualquiera de
las pesadillas que tenía con la escuela, ahí donde nunca
había un porqué, donde solamente se podía seguir ade-
lante, y el único porqué posible era una orden de Fiori,
ese cretino vestido de milico que de golpe se sumaba a
todo lo otro y nos daba una orden, valía como una orden
pura que debíamos obedecer, un oficial mandando y andá
a pedir razones. Pero no era un pesadilla, yo estaba a su
lado y las pesadillas no se sueñan de a dos.
—Rajemos, Nito —le dije en la mitad del zaguán—.
Tiene que haber una salida, esto no puede ser.
—Sí, pero esperá, me trinca que nos están espiando.
—No hay nadie, Nito.
—Por eso mismo, huevón.
—Pero Nito, esperá un poco, parémonos aquí. Yo ten-
go que entender lo que pasa, no te das cuenta de que...
—Mirá —dijo Nito, y era cierto, la puerta por donde
habíamos pasado estaba ahora abierta de par en par y el
uniforme de Fiori se recortaba clarito. No había ningu-
na razón para obedecer a Fiori, bastaba volver y apar-
tarlo de un empujón como tantas veces nos empujába-
mos por broma o en serio en los recreos. Tampoco había
ninguna razón para seguir adelante hasta ver dos puer-
tas cerradas, una lateral y otra de frente, y que Nito se
metiera por una y se diera cuenta demasiado tarde de
que yo no estaba con él, que estúpidamente había elegi-
do la otra puerta por error o por pura bronca. Imposible
dar media vuelta y salir a buscarme, la luz violeta del
salón y las caras mirándolo lo fijaban de golpe en eso que
abarcó de una sola ojeada, el salón con el enorme acua-
rio en el centro alzando su cubo transparente hasta el
cielo raso, dejando apenas lugar para los que pegados a
los cristales miraban el agua verdosa, los peces resbalan-

337
do lentamente, todo en un silencio que era como otro acua-
rio exterior, un petrificado presente con hombres y mu-
jeres (que eran hombres que eran mujeres) pegándose a
los cristales, y Nito diciéndose ahora, ahora volver atrás,
Toto imbécil dónde te metiste, huevón, queriendo dar
media vuelta y escaparse, pero de qué si no pasaba nada,
si se iba quedando inmóvil como ellos y viéndolos mirar
los peces y reconociendo a Mutis, a la Chancha Delucía,
a otros de sexto letras, preguntándose por qué eran ellos
y no otros, como ya se había preguntado por qué tipos
como Raguzzi y Fiori y Moreira, por qué justamente los
que no eran nuestros amigos por la mañana, los extra-
ños y los mierdas, por qué ellos y no Láinez o Delich o
cualquiera de los compañeros de charlas o vagancias o
proyectos, por qué entonces Toto y él entre esos otros
aunque fuera culpa de ellos por meterse de noche en la
escuela y esa culpa los juntara con todos esos que de día
no aguantaban, los peores hijos de puta de la escuela, sin
hablar del Rengo y del chupamedias de Iriarte y hasta
de la señorita Maggi también ahí, quién lo hubiera dicho
pero también ella, ella la única mujer de veras entre tan-
tos maricones y desgraciados.
Entonces ladró un perro, no era un ladrido fuerte pero
rompió el silencio y todos se volvieron hacia el fondo in-
visible del salón, Nito vio que de la bruma violeta salía
Caletti, uno de quinto ciencias, con los brazos en alto ve-
nía desde el fondo como resbalando entre los otros, sos-
teniendo en alto un perrito blanco que volvía a ladrar
debatiéndose, las patas atadas con una cinta roja y de la
cinta colgando algo como un pedazo de plomo, algo que
los sumergió lentamente en el acuario donde Caletti lo
había tirado de un solo envión, Nito vio al perro bajando
poco a poco entre convulsiones, tratando de liberar las
patas y volver a la superficie, lo vio empezar a ahogarse

338
con la boca abierta y echando burbujas, pero antes de que
se ahogara los peces ya estaban mordiéndolo, arran-
cándole jirones de piel, tiñendo de rojo el agua, la nube
cada vez más espesa en torno al perro que todavía se agi-
taba entre la masa hirviente de peces y sangre.
Todo eso yo no podía verlo porque detrás de la puer-
ta que creo se cerró sola no había más que negro, me que-
dé paralizado sin saber qué hacer, detrás no se oía nada,
entonces Nito, dónde estaba Nito. Dar un paso adelante
en esa oscuridad o quedarme ahí clavado era el mismo
espanto, de golpe sentir el olor, un olor a desinfectante,
a hospital, a operación de apendicitis, casi sin darme
cuenta de que los ojos se iban acostumbrado a la tiniebla
y que no era tiniebla, ahí en el fondo había una o dos luce-
citas, una verde y después una amarilla, la silueta de un
armario y de un sillón, otra silueta que se desplazaba
vagamente avanzando desde otro fondo más profundo.
—Venga, m’hijito —dijo la voz—. Venga hasta aquí,
no tenga miedo.
No sé cómo pude moverme, el aire y el suelo eran
como una misma alfombra esponjosa, el sillón con palan-
cas cromadas y los aparatos de cristal y las lucecitas; la
peluca rubia y planchada y el vestido blanco de la seño-
rita Maggi fosforecían vagamente. Una mano me tomó
por el hombro y me empujó hacia delante, la otra mano
se apoyó en mi nunca y me obligó a sentarme en el sillón,
sentí en la frente el frío de un vidrio mientras la señori-
ta Maggi me ajustaba la cabeza entre dos soportes. Casi
contra los ojos vi brillar una esfera blanquecina con un
pequeño punto rojo en el medio, y sentí el roce de las ro-
dillas de la señorita Maggi que se sentaba en el sillón
del lado opuesto de la armazón de cristales. Empezó a
manipular palancas y ruedas, me ajustó todavía más la
cabeza, la luz iba cambiando al verde y volvía al blanco,

339
el punto rojo crecía y se desplazaba de un lado a otro, con
lo que me quedaba de visión hacia arriba alcanzaba a ver
como un halo el pelo rubio de la señorita Maggi, tenía-
mos las caras apenas separadas por el cristal con las lu-
ces y algún tubo por donde ella debía estar mirándome.
—Quedáte quietito y fijáte bien en el punto rojo —dijo
la señorita Maggi—. ¿Lo ves bien?
—Sí, pero...
—No hablés, quedáte quieto, así. Ahora decíme cuán-
do dejás de ver el punto rojo.
Qué sé yo si lo veía o no, me quedé callado mientras
ella seguía mirando por el otro lado, de golpe me daba
cuenta de que además de la luz central estaba viendo los
ojos de la señorita Maggi detrás del cristal del aparato,
tenía ojos castaños y por encima seguía ondulando el re-
flejo incierto de la peluca rubia. Pasó un momento in-
terminablemente corto, se oía como un jadeo, pensé que
era yo, pensé cualquier cosa mientras las luces cambia-
ban poco a poco, se iban concentrando en un triángulo
rojizo con bordes violeta, pero a lo mejor era yo el que
respiraba haciendo ruido.
—¿Todavía ves la luz roja?
—No, no la veo, pero me parece que...
—No te muevas, no hablés. Mira bien, ahora.
Un aliento me llegaba desde el otro lado, un perfu-
me caliente a bocanadas, el triángulo empezaba a con-
vertirse en una serie de rayas paralelas, blancas y azu-
les, me dolía el mentón apresado en el soporte de goma,
hubiera querido levantar la cabeza y librarme de esa jau-
la en la que me sentía amarrado, la caricia entre los mus-
los me llegó como desde lejos, la mano que me subía en-
tre las piernas y buscaba uno a uno los botones del pan-
talón, entraba dos dedos, terminaba de desabotonarme y
buscaba algo que no se dejaba agarrar, reducido a una

340
nada lastimosa hasta que los dedos lo envolvieron y sua-
vemente lo sacaron fuera del pantalón, acariciándolo
despacio mientras las luces se volvían más y más blan-
cas y el centro rojo asomaba de nuevo. Debí tratar de
zafarme porque sentí el dolor en lo alto de la cabeza y el
mentón, era imposible salir de la jaula ajustada o tal vez
cerrada por detrás, el perfume volvía con el jadeo, las lu-
ces bailaban en mis ojos, todo iba y volvía como la mano
de la señorita Maggi llenándome de un lento abandono
interminable.
—Dejáte ir —la voz llegaba desde el jadeo, era el ja-
deo mismo hablándome—, gozá, chiquito, tenés que dar-
me aunque sea unas gotas para los análisis, ahora, así,
así.
Sentí el roce de un recipiente allí donde todo era pla-
cer y fuga, la mano sostuvo y corrió y apretó blandamen-
te, casi no me di cuenta de que delante de los ojos no ha-
bía más que el cristal oscuro y que el tiempo pasaba, aho-
ra la señorita Maggi estaba detrás de mí y me soltaba
las correas de la cabeza. Un latigazo de luz amarilla gol-
peándome mientras me enderezaba y me abrochaba, una
puerta del fondo y la señorita Maggi mostrándome la sa-
lida, mirándome sin expresión, una cara lisa y saciada,
la peluca violentamente iluminada por la luz amarilla.
Otro se le hubiera tirado encima ahí nomás, la hubiera
abrazado ahora que no había ninguna razón para no abra-
zarla o besarla o pegarle, otro como Fiori o Raguzzi, pero
tal vez nadie lo hubiera hecho y la puerta se le hubiera
cerrado como a mí a la espalda con un golpe seco, deján-
dome en otro pasadizo que giraba a la distancia y se per-
día en su propia curva, en una soledad donde faltaba Nito,
donde sentí la ausencia de Nito como algo insoportable
y corrí hacia el codo, y cuando vi la única puerta me tiré
contra ella y estaba cerrada con llave, la golpeé y oí mi

341
golpe como un grito, me apoyé contra la puerta resba-
lando poco a poco hasta quedar de rodillas, a lo mejor
era debilidad, el mareo después de la señorita Maggi.
Del otro lado de la puerta me llegaron la gritería y las
risas.
Porque ahí se reía y se gritaba fuerte, alguien había
empujado a Nito para hacerlo avanzar entre el acuario y
la pared de la izquierda por donde todos se movían bus-
cando la salida, Caletti mostrando el camino con los bra-
zos en alto como había mostrado al perro al entrar, y los
otros siguiéndolo entre chillidos y empujones, Nito con
alguien atrás que también lo empujaba tratándolo de dor-
mido y de fiaca, no había terminado de pasar la puerta
cuando ya el juego empezaba, reconoció al Rengo que en-
traba por otro lado con los ojos vendados y sostenido por
el gallego Fernando y Raguzzi que lo cuidaban de un tro-
pezón o un golpe, los demás ya se estaban escondiendo
detrás de los sillones, en un armario, debajo de una cama,
Kurchin se había trepado a una silla y de ahí a lo alto de
una estantería, mientras los otros se desparramaban en
el enorme salón y esperaban los movimientos del Rengo
para evadirlo en puntas de pie o llamándolo con voces
en falsete para engañarlo, el Rengo se contoneaba y sol-
taba grititos con los brazos tendidos buscando atrapar a
alguno, Nito tuvo que huir hacia una pared y luego escon-
derse detrás de una mesa con floreros y libros, y cuando
el Rengo alcanzó al petiso Larrañaga con un chillido de
triunfo, los demás salieron aplaudiendo de los escondi-
tes, y el Rengo se sacó la venda y se la puso a Larraña-
ga, lo hacía duramente y apretándole los ojos, aunque el
petiso protestaba, condenándolo a ser el que tenía que
buscarlos, la gallina ciega atada con la misma despiada-
da fuerza con que habían atado las patas del perrito blan-
co. Y otra vez dispersarse entre risas y cuchicheos, el pro-

342
fesor Iriarte dando saltos, Fiori buscando donde escon-
derse sin perder la calma compadrona, Raguzzi sacando
pecho y gritando a dos metros del petiso Larrañaga que
se abalanzaba para no encontrar más que el aire, Ragu-
zzi de un salto fuera de su alcance gritándole ¡Me Tar-
zan, you Jane, boludo!, el petiso perplejo dando vueltas
y buscando en el vacío, la señorita Maggi que reaparecía
para abrazarse con el Rengo y reírse de Larrañaga, los
dos con grititos de miedo cuando el petiso se tiró hacia
ellos y se escaparon por un pelo de sus manos tendidas,
Nito saltando hacia atrás y viendo cómo el petiso aga-
rraba por el pelo a Kurchin que se había descuidado, el
alarido de Kurchin y Larrañaga sacándose la venda pero
sin soltar la presa, los aplausos y los gritos, de golpe si-
lencio porque el Rengo alzaba una mano y Fiori a su lado
se plantaba en posición de firme y daba una orden que
nadie entendió pero era igual, el uniforme de Fiori como
la orden misma, nadie se movía, ni siquiera Kurchin con
los ojos llenos de lágrimas, porque Larrañaga casi le arran-
caba el pelo, lo mantenía ahí sin soltarlo.
—Tusa —mandó el Rengo—. Ahora tusa y caricatu-
sa. Ponélo.
Larrañaga no entendía, pero Fiori le mostró a Kur-
chin con un gesto seco, y entonces el petiso le tiró del pelo
obligándolo a agacharse cada vez más, ya los otros se iban
poniendo en fila, las mujeres con grititos y recogiéndose
las polleras, Perrone el primero y después el profesor
Iriarte, Moreira haciéndose la remilgada, Caletti y la
Chancha Delucía, una fila que llegaba hasta el fondo del
salón y Larrañaga sujetando a Kurchin agachado y sol-
tándolo de golpe cuando el Rengo hizo un gesto y Fiori
ordenó “¡Saltar sin pegar!”, Perrone en punta y detrás
toda la fila, empezaron a saltar apoyando las manos en
la espalda de Kurchin arqueado como un chanchito, sal-

343
taban al rango pero gritando “¡Tusa!”, gritando “¡Cari-
catusa!” cada vez que pasaban por encima de Kurchin y
rehacían la fila del otro lado, daban la vuelta al salón y
empezaban de nuevo, Nito casi al final saltando lo más
liviano que podía para no aplastar a Kurchin, después
Macías dejándose caer como una bolsa, oyendo al Rengo
que chillaba “¡Salta y pegar!”, y toda la fila pasó de nue-
vo por encima de Kurchin, pero ahora buscando patear-
lo y golpearlo a la vez que saltaban, ya habían roto la fila
y rodeaban a Kurchin, con las manos abiertas le pega-
ban en la cabeza, la espalda, Nito había alzado el brazo
cuando vio Raguzzi que soltaba la primera patada en las
nalgas de Kurchin que se contrajo y gritó, Perrone y Mu-
tis le pateaban las piernas mientras las mujeres se ensa-
ñaban con el lomo de Kurchin, que aullaba y quería en-
derezarse y escapar, pero Fiori se acercaba y lo retenía
por el pescuezo gritando “¡Tusa, caricatusa, pegar y pe-
gar!”, algunas manos ya eran puños cayendo sobre los
flancos y la cabeza de Kurchin, que clamaba pidiendo per-
dón sin poder zafarse de Fiori, de la lluvia de patadas y
trompadas que lo cercaban. Cuando el Rengo y la seño-
rita Maggi gritaron una orden al mismo tiempo, Fiori
soltó a Kurchin que cayó de costado, sangrándole la boca,
del fondo del salón vino corriendo el gallego Manolo y lo
levantó como si fuera una bolsa, se lo llevó mientras to-
dos aplaudían rabiosamente y Fiori se acercaba al Rengo
y a la señorita Maggi como consultándolos.
Nito había retrocedido hasta quedar en el borde del
círculo que empezaba a romperse sin ganas, como que-
riendo seguir el juego o empezar otros, desde ahí vio cómo
el Rengo mostraba con el dedo al profesor Iriarte, y a Fio-
ri que se le acercaba y le hablaba, después una orden seca
y todos empezaron a formarse en cuadro, de a cuatro en
fondo, las mujeres atrás y Raguzzi como adalid del pelo-

344
tón, mirando furioso a Nito que tardaba en encontrar un
lugar cualquiera en la segunda fila. Todo esto lo vi yo
clarito mientras el gallego Fernando me traía de un bra-
zo después de haberme encontrado detrás de la puerta
cerrada y abrirla para hacerme entrar de un empellón,
vi como el Rengo y la señorita Maggi se instalaban en un
sofá contra la pared, los otros que completaban el cua-
dro con Fiori y Raguzzi al frente, con Nito pálido entre
los de la segunda fila, y el profesor Iriarte que se dirigía
al cuadro como en una clase, después un saludo ceremo-
nioso al Rengo y a la señorita Maggi, yo perdiéndome
como podía entre las locas del fondo que me miraban rién-
dose y cuchicheando hasta que el profesor Iriarte carras-
peó y se hizo un silencio que duró no sé hasta cuándo.
—Se procederá a enunciar el decálogo —dijo el pro-
fesor Iriarte—. Primera profesión de fe.
Yo lo miraba a Nito como si todavía él pudiera ayu-
darme, con una estúpida esperanza de que me mostrara
una salida, una puerta cualquiera para escaparnos, pero
Nito no parecía darse cuenta de que yo estaba ahí de-
trás, miraba fijamente el aire como todos, inmóvil como
todos ahora.
Monótonamente, casi sílaba a sílaba, el cuadro enun-
ció:
—Del orden emana la fuerza, y de la fuerza emana el
orden.
—¡Corolario! —mandó Iriarte.
—Obedece para mandar, y manda para obedecer —re-
citó el cuadro.
Era inútil esperar que Nito se diera vuelta, hasta creo
haber visto que sus labios se movían como si se hicieran
eco de lo que recitaban los otros. Me apoyé en la pared,
un panel de madera que crujió, y una de la locas, creo que
Moreira, me miró alarmada. “Segunda profesión de fe”,

345
estaba ordenando Iriarte cuando sentí que eso no era un
panel sino una puerta, y que cedía poco a poco mientras
yo me iba dejando resbalar en un mareo casi agradable.
“Ay, pero qué te pasa, precioso”, alcanzó a cuchichear
Moreira y ya el cuadro enunciaba una frase que no com-
prendí, girando de lado pasé al otro lado y cerré la puer-
ta, sentí la presión de las manos de Moreira y Macías
que buscaban abrirla y bajé el pestillo que brillaba ma-
ravillosamente en la penumbra, empecé a correr por una
galería, un codo, dos piezas vacías y a oscuras, con al fi-
nal otro pasillo que llevaba directamente al corredor so-
bre el patio en el lado opuesto a la sala de profesores. De
todo eso me acuerdo poco, yo no era más que mi propia
fuga, algo que corría en la sombra tratando de no hacer
ruido, resbalando sobre las baldosas hasta llegar a la es-
calera de mármol, bajarla de a tres peldaños y sentirme
impulsado por esa casi caída hasta las columnas del pe-
ristilo donde estaba el poncho y también los brazos abier-
tos del gallego Manolo cerrándome el paso. Ya lo dije,
me acuerdo poco de todo eso, tal vez le hundí la cabeza
en pleno estómago o lo barajé de una patada en la barri-
ga, el poncho se me enredó en uno de los pinchos de la
reja, pero lo mismo trepé y salté, en la vereda había un
gris de amanecer y un viejo andando despacio, el gris sucio
del alba y el viejo que se quedó mirándome con una cara
de pescado, la boca abierta para un grito que no alcanzó
a gritar.
Todo ese domingo no me moví de casa, por suerte me
conocían en la familia y nadie hizo preguntas que no hu-
biera contestado, a mediodía llamé por teléfono a casa
de Nito, pero la madre me dijo que no estaba, por la tar-
de supe que Nito había vuelto pero que ya andaba otra
vez afuera, y cuando llamé a las diez de la noche, un her-
mano me dijo que no sabía dónde estaba. Me asombró que

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no hubiera venido a buscarme, y cuando el lunes llegué
a la escuela me asombró todavía más encontrármelo a la
entrada, él que batía todas las marcas en materia de lle-
gadas tarde. Estaba hablando con Delich, pero se separó
de él y vino a encontrarme, me estiró la mano y yo se la
apreté aunque era raro, era tan raro que nos diéramos
la mano al llegar a la escuela. Pero qué importaba si ya
lo otro me venía a borbotones, en los cinco minutos que
faltaban para la campana teníamos que decirnos tantas
cosas, pero entonces vos qué hiciste, cómo te escapaste,
a mí me atajó el gallego y entonces, sí, ya sé, estaba di-
ciéndome Nito, no te excités tanto, Toto, dejáme hablar
un poco a mí. Che, pero es que... Sí, claro, no es para me-
nos. ¿Para menos, Nito, pero vos me estás cachando o
qué? Ahora mismo tenemos que subir y denunciarlo al
Rengo. Esperá, esperá, no te calentés así, Toto.
Eso seguía, como dos monólogos cada uno por su lado,
de alguna manera yo empezaba a darme cuenta de que
algo no andaba, de que Nito estaba como en otra cosa.
Pasó Moreira y saludó con una guiñada de ojos, de lejos
vi a la Chancha Delucía que entraba corriendo, a Ragu-
zzi con su saco deportivo, todos los hijos de puta iban lle-
gando mezclados con los amigos, con Llanes y Alermi que
también decían qué tal, viste cómo ganó River, qué te
había dicho, pibe, y Nito mirándome y repitiendo aquí
no, ahora no, Toto, a la salida hablamos en el café. Pero
mirá, mirá, Nito, mirálo a Kurchin con la cabeza venda-
da, yo no me puedo quedar callado, subamos juntos, Nito,
o voy solo, te juro que voy solo ahora mismo. No, dijo Nito,
y había como otra voz en esa sola palabra, no vas a subir
ahora, Toto, primero vamos a hablar vos y yo.
Era él, claro, pero fue como si de repente no lo cono-
ciera. Me había dicho que no como podía habérmelo di-
cho Fiori, que ahora llegaba silbando, de civil por supues-

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to, y saludaba con una sonrisa sobradora que nunca le
había conocido antes. Me pareció como si todo se con-
densara de golpe en eso, en el no de Nito, en la sonrisa
inimaginable de Fiori; era de nuevo el miedo de esa fuga
en la noche, de las escaleras más voladas que bajadas,
de los brazos abiertos del gallego Manolo entre las co-
lumnas.
—¿Y por qué no voy a subir? —dije absurdamente—.
¿Por qué no lo voy a denunciar al Rengo, a Iriarte, a to-
dos?
—Porque es peligroso —dijo Nito—. Aquí no pode-
mos hablar ahora, pero en el café te explico. Yo me que-
dé más que vos, sabés.
—Pero al final también te escapaste —dije como des-
de una esperanza, buscándolo como si no lo tuviera ahí
delante mío.
—No, no tuve que escaparme, Toto. Por eso te digo
que te calles ahora.
—¿Y por qué tengo que hacerte caso? —grité, creo
que a punto de llorar, de pegarle, de abrazarlo.
—Porque no te conviene —dijo la otra voz de Nito—.
Porque no sos tan idiota para no darte cuenta de que si
abrís la boca te va a costar caro. Ahora no podés com-
prender y hay que entrar a clase. Pero te lo repito, si de-
cís una sola palabra te vas a arrepentir toda la vida, si es
que estás vivo.
Jugaba, claro, no podía ser que me estuviera dicien-
do eso, pero era la voz, la forma en que me lo decía, ese
convencimiento y esa boca apretada. Como Raguzzi, como
Fiori, ese convencimiento y esa boca apretada. Nunca sa-
bré de qué hablaron los profesores ese día, todo el tiem-
po sentía en la espalda los ojos de Nito clavados en mí.
Y Nito tampoco seguía las clases, qué le importaban las
clases ahora, esas cortinas de humo del Rengo y de la

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señorita Maggi para que lo otro, lo que importaba de ve-
ras, se fuera cumpliendo poco a poco, así como poco a
poco se habían ido enunciando para él las profesiones
de fe del decálogo, una tras otra, todo eso que iría na-
ciendo alguna vez de la obediencia al decálogo, del cum-
plimiento futuro del decálogo, todo eso que había apren-
dido y prometido y jurado esa noche y que alguna vez cum-
pliría para el bien de la patria cuando llegara la hora y el
Rengo y la señorita Maggi dieran la orden de que empe-
zara a cumplirse.

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8/1/2015 Página/12 :: Verano12 :: Cuando hablábamos con los muertos

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Verano12 | Viernes, 22 de febrero de 2013

MARIANA ENRIQUEZ

Cuando hablábamos con los muertos
A esa edad suena música en la cabeza, todo el tiempo, como si
transmitiera una radio en la nuca, bajo el cráneo. Esa música un día
empieza a bajar de volumen o sencillamente se detiene. Cuando eso
pasa, uno deja de ser adolescente. Pero no era el caso, ni de cerca, de la
época en que hablábamos con los muertos. Entonces la música estaba a
todo volumen y sonaba como Slayer, Reign in Blood.

Empezamos con la copa en casa de la Polaca, encerradas en su pieza.
Teníamos que hacerlo en secreto porque Mara, la hermana de la Polaca,
les tenía miedo a los fantasmas y a los espíritus, le tenía miedo a todo,
bah, era una pendeja estúpida. Y teníamos que hacerlo de día, por la
hermana en cuestión y porque la Polaca tenía mucha familia. Todos se
acostaban temprano, y lo de la copa no le gustaba a ninguno porque eran
recontracatólicos, de ir a misa y rezar el rosario. La única con onda de
esa familia era la Polaca, y ella había conseguido una tabla ouija
tremenda, que venía como oferta especial con unos suplementos sobre
magia, brujería y hechos inexplicables que se llamaban El Mundo de lo
Oculto, que se vendían en kioscos de revistas y se podían encuadernar.
La ouija ya la habían regalado varias veces con los fascículos, pero
siempre se agotaba antes de que cualquiera de nosotras pudiera juntar el
dinero para comprarla. Hasta que la Polaca se tomó las cosas en serio,
ahorró, y ahí estábamos con nuestra preciosa tabla, que tenía los
números y las letras en gris, fondo rojo y unos dibujos muy satánicos y
místicos, todo alrededor del círculo central. Siempre nos juntábamos
cinco: yo, Julita, la Pinocha (le decíamos así porque era de madera, la
más bestia en la escuela, no porque tuviera nariz grande), la Polaca y Nadia. Las cinco fumábamos, así que a veces
la copa parecía flotar en humo cuando jugábamos, y les dejábamos la habitación apestando a la Polaca y a su
hermana. Para colmo, cuando empezamos con la copa era invierno, así que no podíamos abrir las ventanas porque
nos cagábamos de frío.

Así, encerradas entre humo y con la copa totalmente enloquecida, nos encontró Dalila, la madre de la Polaca, y nos
sacó a patadas. Yo pude recuperar la tabla –y me la quedé desde entonces– y Julita evitó que se partiera la copa, lo
cual hubiera sido un desastre para la pobre Polaca y su familia, porque el muerto con el que estábamos hablando
justo en ese momento parecía malísimo, hasta había dicho que no era un muerto­espíritu, nos había dicho que era
un ángel caído. Igual, a esa altura, ya sabíamos que los espíritus eran muy mentirosos y mañosos, y no nos
asustaban más con trucos berretas, como que adivinaran cumpleaños o segundos nombres de abuelos. Las cinco
nos juramos con sangre –pinchándonos el dedo con una aguja– que ninguna movía la copa, y yo confiaba en que
era así. Yo no la movía, nunca la moví, y creo de verdad que mis amigas tampoco. Al principio, a la copa siempre le
costaba arrancar, pero cuando tomaba envión parecía que había un imán que la unía a nuestros dedos, ni la
teníamos que tocar, jamás la empujábamos, ni siquiera apoyábamos un poco el dedo; se deslizaba sobre los dibujos
místicos y las letras tan rápido que a veces ni hacíamos tiempo de anotar las respuestas a las preguntas (una de
nosotras, siempre, era la que tomaba nota) en el cuaderno especial que teníamos para eso.

Cuando nos descubrió la loca de la madre de la Polaca (que nos acusó de satánicas y putas, y habló con nuestros
padres: fue un garronazo) tuvimos que parar un poco con el juego, porque se hacía difícil encontrar otro lugar donde
seguir. En mi casa, imposible: mi mamá estaba enferma en esa época, y no quería a nadie en casa, apenas nos
aguantaba a la abuela y a mí; directamente me mataba si traía compañeras de la escuela. En lo de Julita no daba,
http://www.pagina12.com.ar/imprimir/diario/verano12/subnotas/214356-62544-2013-02-22.html 1/4
8/1/2015 Página/12 :: Verano12 :: Cuando hablábamos con los muertos
porque el departamento donde vivía con sus abuelos y su hermanito tenía un solo ambiente; lo dividían con un
ropero para que hubiera dos piezas, digamos, pero era ese espacio solo, sin intimidad para nada, después
quedaban solamente la cocina y el baño, y un balconcito lleno de plantas de aloe vera y coronas de Cristo, imposible
por donde se lo mirara. Lo de Nadia era imposible porque quedaba en la villa: las otras cuatro no vivíamos en barrios
muy copados, pero nuestros padres no nos iban a dejar ni en pedo pasar la noche en la villa; para ellos era
demasiado. Nos podríamos haber escapado sin decirles, pero la verdad es que también nos daba un poco de miedo
ir. Nadia, además, no nos mentía: nos contaba que era muy brava la villa, y que ella se quería ir lo antes que
pudiera, porque estaba harta de oír los tiros a la noche y los gritos de los guachos repasados, y de que la gente
tuviera miedo de visitarla.

Quedaba nomás lo de la Pinocha. El único problema con su casa era que quedaba muy lejos, había que tomar dos
colectivos, y convencer a nuestros viejos de que nos dejaran ir hasta allá, a la loma del orto. Pero lo logramos. Los
padres de la Pinocha no daban bola, así que en su casa no corríamos el riesgo de que nos sacaran a patadas
hablando de Dios. Y la Pinocha tenía su propia habitación, porque sus hermanas ya se habían ido de la casa.

Por fin, una noche de verano las cuatro conseguimos el permiso y nos fuimos hasta lo de la Pinocha. Era lejos de
verdad, la calle donde quedaba su casa no estaba asfaltada y había zanja al lado de la vereda. Tardamos como dos
horas en llegar. Pero cuando llegamos en seguida nos dimos cuenta de que era la mejor idea del mundo haberse
mandado hasta allá. La pieza de la Pinocha era muy grande, había una cama matrimonial y cuchetas: nos podíamos
acomodar las cinco para dormir sin problema. Era una casa fea porque todavía estaba en construcción, con el
revoque sin pintar, las bombitas colgando de los feos cables negros, sin lámparas, el piso de cemento nomás, sin
azulejos ni madera ni nada. Pero era muy grande, tenía terraza y fondo con parrilla, y era mucho mejor que
cualquiera de nuestras casas. Vivir tan lejos no estaba bueno, pero si era para tener una casa así, aunque estuviera
incompleta, valía la pena. Allá afuera, lejos de la ciudad, el cielo de la noche se veía azul marino, había luciérnagas y
el olor era diferente, una mezcla de pasto quemado y río. La casa de la Pinocha tenía todo rejas alrededor, eso sí, y
también la cuidaba un perro negro grandote, creo que un rottweiller, con el que no se podía jugar porque era bravo.
Vivir lejos parecía un poco peligroso, pero la Pinocha nunca se quejaba.

A lo mejor porque el lugar era tan diferente, porque esa noche nos sentíamos distintas en la casa de la Pinocha, con
los padres que escuchaban a los Redondos y tomaban cerveza, mientras el perro les ladraba a las sombras, a lo
mejor por eso Julita blanqueó y se animó a decirnos con qué muertos quería hablar ella.

Julita quería hablar con su mamá y su papá.

­ ­ ­

Estuvo buenísimo que Julita finalmente abriera la boca sobre sus viejos, porque nosotras no nos animábamos a
preguntarle. En la escuela se hablaba mucho del tema, pero nadie se lo había dicho nunca en la cara, y nosotras
saltábamos para defenderla si alguien decía una pelotudez. La cuestión es que todos sabían que los viejos de Julita
no se habían muerto en un accidente: los viejos de Julita habían desaparecido. Estaban desaparecidos; Eran
desaparecidos. Nosotras no sabíamos bien cómo se decía. Julita decía que se los habían llevado, porque así
hablaban sus abuelos. Se los habían llevado y por suerte habían dejado a los chicos en la pieza (no se habían fijado
en la pieza capaz: igual, Julita y su hermano no se acordaban de nada, ni de esa noche ni de sus padres tampoco).

Julita los quería encontrar con la tabla, o preguntarle a algún otro espíritu si los había visto. Además de tener ganas
de hablar con ellos, quería saber dónde estaban los cuerpos. Porque eso tenía locos a sus abuelos; su abuela
lloraba todos los días por no tener dónde llevar una flor. Pero además Julita era muy tremenda: decía que si
encontrábamos los cuerpos, si nos daban la data y era posta, teníamos que ir a la tele o los diarios, y nos hacíamos
más que famosas, nos iba a querer todo el mundo.

A mí por lo menos me pareció re fuerte esa parte de sangre fría de Julita, pero pensé que estaba bien, cosa de ella.
Lo que sí, nos dijo, teníamos que empezar a pensar en otros desaparecidos conocidos, para que nos ayudaran. En
un libro sobre el método de la tabla habíamos leído que ayudaba concentrarse en un muerto conocido, recordar su
olor, su ropa, sus gestos, el color de su pelo, hacer una imagen mental, entonces era más fácil que el muerto de
verdad viniera. Porque a veces venían muchos espíritus falsos que mentían y te quemaban la cabeza. Era difícil
distinguir.

La Polaca dijo que el novio de su tía estaba desaparecido, se lo habían llevado durante el Mundial. Todas nos
sorprendimos porque la familia de la Polaca era re careta. Ella nos aclaró que casi nunca hablaban del tema, pero a
ella se lo había contado la tía, medio borracha, después de un asado en su casa, cuando los hombres hablaban con
nostalgia de Kempes y el Campeonato del Mundo, y ella se sulfuró, se tomó un trago de vino tinto y le contó a la
Polaca sobre su novio y lo asustada que había estado ella. Nadia aportó a un amigo de su papá, que cuando ella era
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chica venía a comer seguido los domingos y un día no había venido más. Ella no había registrado mucho la falta de
ese amigo, sobre todo porque él solía ir mucho a la cancha con su viejo, y a ella no la llevaban a los partidos. Sus
hermanos registraron más que ya no venía, le preguntaron al viejo, y al viejo no le dio para mentirles, para decirles
que se habían peleado o algo así. Les dijo a los chicos que se lo habían llevado, lo mismo que decían los abuelos de
Julita. Después, los hermanos le contaron a Nadia. En ese momento, ni los chicos ni Nadia tenían idea de adónde se
lo habían llevado, o de si llevarse a alguien era común, si era bueno o era malo. Pero ahora ya todas sabíamos de
esas cosas, después de la película La Noche de los Lápices (que nos hacía llorar a los gritos, la alquilábamos como
una vez por mes) y el Nunca Más –que la Pinocha había traído a la escuela, porque en su casa se lo dejaban leer– y
lo que contaban las revistas y la televisión. Yo aporté a mi vecino del fondo, un vecino que había estado ahí poco
tiempo, menos de un año, que salía poco a la calle pero nosotros lo podíamos ver paseando por el fondo (la casa
tenía un parquecito atrás). No me lo acordaba mucho, era como un sueño, tampoco se la pasaba en el patio, pero
una noche lo vinieron a buscar y mi vieja se lo contaba a todo el mundo, decía que por poco, por culpa de ese hijo
de puta, casi nos llevan también a nosotras. A lo mejor porque ella lo repetía tanto a mí se me quedó grabado el
vecino, y no me quedé tranquila hasta que otra familia se mudó a esa casa, y me di cuenta de que él no iba a volver
más.

La Pinocha no tenía a ninguno que aportar, pero llegamos a la conclusión de que con todos los muertos que ya
teníamos era suficiente. Esa noche jugamos hasta las cuatro de la mañana, a esa hora ya empezamos a bostezar y
a tener la garganta rasposa de tanto fumar, y lo más fantástico fue que los padres de la Pinocha ni vinieron a tocar la
puerta para mandarnos a la cama. Me parece, no estoy segura porque la ouija consumía mi atención, que estuvieron
mirando tele o escuchando música hasta la madrugada, también.

­ ­ ­

Después de esa primera noche, conseguimos permiso para ir a lo de la Pinocha dos veces más, en el mismo mes.
Era increíble, pero los padres o responsables de todas habían hablado por teléfono con los viejos de la Pinocha, y
por algún motivo la charla los dejó recontratranquilos. El problema era otro: nos costaba hablar con los muertos que
queríamos. Daban muchas vueltas, les costaba decidirse por el sí o por el no, y siempre llegaban al mismo lugar:
nos contaban dónde habían estado secuestrados, y ahí se quedaban, no nos podían decir si los habían matado ahí,
o si los llevaron a algún otro lugar, nada. Daban vueltas después y se iban. Era frustrante. Creo que hablamos con
mi vecino, pero después de escribir POZO DE ARANA, se fue. Era él, seguro: nos dijo su nombre, lo buscamos en el
Nunca Más y ahí estaba, en la lista. Nos cagamos en las patas: era el primer muerto posta posta con el que
hablábamos. Pero de los padres de Julita, nada.

Fue la cuarta noche en lo de la Pinocha cuando pasó lo que pasó. Habíamos logrado comunicarnos con uno que
conocía al novio de la tía de la Polaca, habían estudiado juntos, decía. El muerto con el que hablamos se llamaba
Andrés, y nos dijo que no se lo habían llevado ni había desaparecido: él mismo se había escapado a México, y ahí
se murió después, en un accidente de coche, nada que ver. Bueno, este Andrés tenía re buena onda, y le
preguntamos por qué todos los muertos se iban cuando les preguntamos adónde estaban sus cuerpos. Nos dijo que
algunos se iban porque no sabían dónde estaban, entonces se ponían nerviosos, incómodos. Pero otros no
contestaban porque alguien los molestaba. Una de nosotras. Quisimos saber por qué, y nos dijo que no sabía el
motivo, pero que era así, una de nosotras estaba de más.

Después, el espíritu se fue.

Nos quedamos pensando un toque en eso, pero decidimos no darle importancia. Al principio, en nuestros primeros
juegos con la tabla, siempre le preguntábamos al espíritu que venía si alguien molestaba. Pero después dejamos de
hacerlo porque a los espíritus les encantaba molestar con eso, y jugaban con nosotras, primero decían Nadia,
después decían no, con Nadia está todo bien, la que molesta es Julita, y así nos podían tener toda la noche
poniendo y sacando el dedo de la copa, y o hasta yéndonos de la habitación, porque los guachos no tenían límites
en sus pedidos.

Lo de Andrés nos impresionó tanto, igual, que decidimos repasar la conversación anotada en el cuaderno, mientras
destapábamos una cerveza.

Entonces tocaron a la puerta de la pieza. Nos sobresaltamos un poco, porque los padres de la Pinocha nunca
molestaban.

–¿Quién es? –dijo la Pinocha, y la voz le salió un poco tembleque. Todas teníamos un poco de cagazo, la verdad.

–Leo, ¿puedo pasar?

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–¡Dale, boludo! –la Pinocha se levantó de un salto y abrió la puerta. Leo era su hermano mayor, que vivía en el
centro y visitaba a los viejos nomás los fines de semana, porque trabajaba todos los días. Y no todos los fines de
semana, porque a veces estaba demasiado cansado. Nosotras lo conocíamos porque antes, cuando éramos más
chicas, en primer y segundo año, a veces él iba a buscar a la Pinocha a la escuela, cuando los viejos no podían.
Después empezamos a usar el colectivo, ya estábamos grandes. Una lástima, porque dejamos de ver a Leo, que
estaba fuertísimo, un morocho de ojos verdes con cara de asesino, para morirse. Esa noche, en la casa de la
Pinocha, estaba tan lindo como siempre. Todas suspiramos un poco y tratamos de esconder la tabla, nomás para
que él no pensara que éramos raras. Pero no le importó.

–¿Jugando a la copa? Es jodido eso, a mí me da miedo, re valientes las pendejas –dijo. Y después, la miró a su
hermana–: –Pendeja, ¿me ayudás a bajar de la camioneta unas cosas que les traje a los viejos? Mamá ya se fue a
acostar y el viejo está con dolor de espalda...

–Qué ganas de joder que tenés, ¡es re tarde!

–Y bueno, me pude venir a esta hora, qué querés, se me hizo tarde. Copate, que si dejo las cosas en la camioneta
me las pueden afanar.

La Pinocha dijo bueno con mala onda, y nos pidió que esperáramos. Nos quedamos sentadas en el suelo alrededor
de la tabla, hablando en voz baja de lo lindo que era Leo, que ya debía tener como 23 años, era mucho más grande
que nosotras. La Pinocha tardaba, nos extrañó. A la media hora, Julita propuso ir a ver qué pasaba.

Y entonces todo pasó muy rápido, casi al mismo tiempo. La copa se movió sola. Nunca habíamos visto una cosa así.
Sola solita, ninguna de nosotras tenía el dedo encima, ni cerca. Se movió y escribió muy rápido, “ya está”. ¿Ya está?
¿Qué cosa ya está? En seguida, un grito desde la calle, desde la puerta: la voz de la Pinocha. Salimos corriendo a
ver qué pasaba, y la vimos abrazada a la madre, llorando, las dos sentadas en el sillón al lado de la mesita del
teléfono. En ese momento no entendimos nada, pero después, cuando se tranquilizó un poco la cosa –un poco–,
reconstruimos más o menos.

La Pinocha había seguido a su hermano hasta la vuelta de la casa. Ella no entendía por qué había dejado la
camioneta ahí, si había lugar por todos lados, pero él no le contestó. Se había puesto distinto cuando salieron de la
casa, se había puesto mala onda, no le hablaba. Cuando llegaron a la esquina, él le dijo que esperara y, según la
Pinocha, desapareció. Estaba oscuro, así que podía ser que hubiera caminado unos pasos y ya se perdiera de vista,
pero según ella había desaparecido. Esperó un rato a ver si volvía, pero como tampoco estaba la camioneta, le dio
miedo. Volvió a la casa y encontró a los viejos despiertos, en la cama. Les contó que había venido Leo, que estaba
súper raro, que le había pedido bajar algunas cosas de la camioneta. Los viejos la miraron como si estuviera loca.
“Leo no vino, nena, ¿de qué estás hablando? Mañana trabaja temprano.” La Pinocha empezó a temblar de miedo y
decir “era Leo, era Leo”, y entonces su papá se calentó, le gritó si estaba drogada o qué. La mamá, más tranquila, le
dijo: “Hagamos una cosa: lo llamamos a Leo a la casa. Debe estar durmiendo ahí”. Ella también dudaba un poco
ahora, porque veía que la Pinocha estaba muy segura y muy alterada. Llamó, y después de un rato largo Leo la
atendió, puteando, porque estaba en el quinto sueño, dormido. La madre le dijo “después te explico” o algo así, y se
puso a tranquilizar a la Pinocha, que tuvo tremendo ataque de nervios.

Hasta la ambulancia vino, porque la Pinocha no paraba de gritar que “esa cosa” la había tocado (el brazo sobre los
hombros, como en un abrazo que a ella le dio más frío que calor), y que había venido porque ella era “la que
molestaba”.

Julita me dijo, al oído, “es que a ella no le desapareció nadie”. Le dije que se callara la boca, pobre Pinocha. Yo
también tenía mucho miedo. Si no era Leo, ¿quién era? Porque esa persona que había venido a buscar a la Pinocha
era tal cual su hermano, como un gemelo idéntico, ella no había dudado. ¿Quién era? Yo no quería acordarme de
sus ojos. No quería volver a jugar a la copa ni volver a lo de la Pinocha.

Nunca volvimos a juntarnos. La Pinocha quedó mal y los padres nos acusaban –pobres, tenían que acusar a
alguien– y decían que le habíamos hecho una broma pesada, que la había dejado medio loca. Pero todos sabíamos
que no era así, que la habían venido a buscar porque, como nos dijo el muerto Andrés, ella molestaba. Y así se
terminó la época en que hablábamos con los muertos.

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