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NOTAS
IDENTIDAD CULTURAL,
CONFLICTO CULTURAL Y VIOLENCIA (1)
Por JOSÉ VILAS NOGUEIRA
Probablemente en la distribución convencional (e «ideal») del trabajo académico, las
cuestiones relativas a la cultura sans phrase (y, por tanto, también a la «identidad
cultural» y al «conflicto cultural») corresponden a los antropólogos. Los científicos de
la política podríamos tratar de la «cultura política», cuya noción, como veremos, no se
corresponde necesariamente con alguna de las concepciones antropológicas de
cultura; o podríamos también —quizá deberíamos— tratar de identidades y conflictos
culturales, en tanto generen escenarios de lucha por el poder o incidan en la
organización del poder político, y en la lucha por él en escenarios pluriculturales.

Pero resulta difícil, y puede ser equívoco, atenerse a estas limitaciones «ideales»,
pues aquellos conceptos distan de ser pacíficos. Cualquiera que sea su competencia
profesional, si uno ha de dar una opinión sobre estos temas se le impone, como
prerrequisito inexcusable y aunque fuese con una finalidad meramente instrumental,
precisar el alcance que les atribuye.
Desde el punto de vista de la comprehensividad atribuida al concepto, la palabra
cultura es utilizada en antropología con tres significados principales:
i) en rigurosa correspondencia con la noción de «sociedad», la cultura es el
entero complejo de modos de pensamiento, representación y acción de un
pueblo particular;
ii) ii) la cultura comprende sólo los aspectos «subjetivos» de la vida social: el
saber, las creencias, la moral, las leyes, las costumbres y hábitos de una
sociedad;
iii) la cultura comprende el conjunto variable y peculiar de los «modos» de
regular normativamente la conducta social en una sociedad.

En todas estas acepciones está implicado un énfasis discriminatorio, quie-


re decirse, siempre que se habla de una cultura es para diferenciarla de otra u
otras culturas. Finalmente, iv) Malinowski, como ejemplo extremo de este én-
fasis, lo explícita: cultura es lo que diferencia a unas sociedades de otras.
Para el análisis político, la suma extensión atribuida a la palabra cultura
en las acepciones i) y iv) las priva de utilidad. La identidad cultural es lo mis-
mo que la identidad de la «sociedad» o del «pueblo» y el conflicto cultural es
lo mismo que el conflicto entre sociedades o pueblos. Cabe sospechar que cier-
ta fortuna académica de las cuestiones de la identidad y el conflicto cultural
responde a la comodidad de eludir la explicitación de un postulado normati-
vo (que, sin embargo, suele permanecer implícito) en el sentido de que la iden-
tidad de las sociedades o de los pueblos debe reflejarse en su independencia
política.
En cambio, las acepciones ii) y iii) están más próximas a la noción parti-
cular de «cultura política». ¿Qué se entiende por tal? En la acepción preva-
lente, que arranca de las formulaciones de Almond, Verba y Pye, la cultura
política designa un conjunto de valores, creencias, normas, racionalizaciones
y símbolos orientados hacia el sistema político y sus diversos componentes,
con particular referencia a los roles de los actores en el sistema. El principal
ascendente teórico de esta noción se halla en el concepto parsoniano de la ac-
tionframe ofreference, que implica la articulación de factores objetivos y sub-
jetivos en un postulado de «acción orientada». Tal marco de referencia inte-
gra un determinado conjunto de disposiciones de reacción al entorno:
cognitivas (que suponen la decodifícación de la experiencia, atribuyéndole sig-
nificado), afectivas (que suponen la catectización de los elementos cogniti-
vos) y valorativas (que suministran objetivos para la acción), lo que se tra-
duce en modos y maneras de comportamiento social más o menos típicos (por
la naturaleza de las disposiciones o por su distribución estadística), cuales-
quiera que sean los elementos de su génesis, reproducción y cambio (la tra-
dición, la memoria histórica, el sistema normativo, los condicionamientos so-
cioeconómicos, etc.). Es posible, así, identificar «pautas de orientación» de
los actores hacia objetos políticos, determinables probabilísticamente, sien-
do las orientaciones predisposiciones peculiares para la acción política.
De aquel postulado deriva lógicamente, como señaló Eckstein, que si los
actores carecen de tales orientaciones o éstas son inconsistentes, sus acciones
serán erráticas, anómicas. Las orientaciones son discernibles de las actitudes,
como disposiciones más generales y previas a las segundas. Un modelo psi-
cológico de estímulo-respuesta subtiende esta concepción, pero a diferencia
del modelo behaviorista inicial, de un solo estadio, en el que no hay cabida
para la intervención de elementos subjetivos entre los estímulos (experiencia
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de las situaciones objetivas) y las respuestas (acciones), es un modelo de dos
estadios, pues las respuestas están mediadas por el procesamiento subjetivo
de las experiencias. Por tanto, la cultura política es un concepto científico, o
con pretensiones de tal, de formulación externa a un grupo particular.
Las orientaciones que se manifiestan habitualmente en una colectividad
pueden ser llamadas «temas culturales». Pye distinguió cuatro temas, formu-
lados dicotómicamente, particularmente útiles para la discriminación com-
parada de las culturas políticas: confianza/desconfianza, jerarquía/igualdad,
libertad/coerción e identificación parroquial/identificación nacional. Putnam,
por su parte, consideró la antítesis conflicto/armonía (o, al menos, tolerancia)
como el tema clave para el análisis comparado de las culturas políticas.
Esta enumeración de «temas culturales», sobre todo en el caso de Pye, es-
tán evidenciando una referencia exclusiva a culturas nacionales. Pero, con-
ceptualmente, no hay nada que imponga esta exclusividad. Por el contrario,
la primera observación que se nos impone es la constatación de la relatividad
de la predicación de una «cultura particular», en su manifestación empírica.
Por ello, no hay ninguna conexión necesaria entre la comprobación de una
particular «cultura» y la postulación de la colectividad en que se encarna como
un «pueblo» o «sociedad», en el sentido de soporte de, o «merecedor» de, una
organización política independiente.
Como predicado de la palabra identidad, la cultura expresa el sentimien-
to de pertenencia a un grupo (posiblemente, pero no necesariamente, indivi-
dualizado por un conjunto de orientaciones, o una particular distribución es-
tadística de las mismas) que se afirma por la proclamación de valores (real o
presuntamente diferenciados respecto de los propios de otros grupos o a ellos
atribuidos), que suelen comportar contenidos prescriptivos de pautas de ac-
ción (más o menos extensos y más o menos vinculantes). Consiguientemen-
te, por definición, las identidades culturales se definen en un contexto rela-
cional, contexto que puede ser tematizado en términos de antagonismo. Por
tanto, se trata de una noción práctico-social, que en sus concreciones par-
ticulares suele apoyarse en una formulación interna al grupo.
Aunque no se sigue de ello una peculiar naturaleza del grupo al que se
atribuye una identidad cultural, seguramente es más fácil encontrar identida-
des culturales robustas en grupos adscriptivos. Existen grupos asociativos,
como los partidos políticos, de los que se puede predicar una cultura particu-
lar, pero es poco frecuente que el sentimiento de identidad colectiva, en estos
grupos, se tematice como «identidad cultural».
No hay ninguna razón para entender que diversas identidades culturales
hayan, necesariamente, de colisionar. Es verdad que, por definición, cualquier
identidad se formula por referencia a una alteridad, de aquí la virtualidad po-
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lemológica inherente a las identidades colectivas. Pero esta definición pole-
mológica se produce por «estratos» o «niveles». Nada obsta, cuando el «ni-
vel» de referencia de la identidad colectiva es distinto, a la compatibilidad.
Al igual que las cajas chinas o las muñecas rusas, la pluralidad de identida-
des culturales pueden incluirse de menor a mayor en un mismo cuerpo; pién-
sese en identidades culturales de base territorial (uno puede identificarse, sin
mayores problemas de colisión, con la «cultura» de un determinado agrega-
do urbano, de una determinada región, de una determinada nación e incluso
de algún ámbito supranacional (2). La misma ausencia de colisión puede dar-
se en caso de identidades culturales respecto de grupos con definición y ob-
jetivos que no interfieran recíprocamente (por ejemplo, en algunos países una
determinada identidad religiosa y la identidad nacional, etc.).
Si tomamos la expresión en sus propios términos, sólo en niveles micro-
políticos se puede negar la constatación de pluralidad cultural. Una sociedad
nacional puede ser más o menos homogénea, pero nunca lo será tanto que no
se puedan discernir «culturas particulares». Tampoco hay ninguna evidencia
empírica de que la homogeneidad cultural tenga una relación directa e ine-
quívoca con el grado de consenso político fundamental. Precisamente, en al-
gunas sociedades culturalmente más homogéneas se ha manifestado con ma-
yor acuidad una bipolarización ideológica fundamental: por ejemplo, el tema
de las «dos Francias» (no hablo de las «dos Españas» porque, a efectos de mi
argumento, es un ejemplo quizá menos concluyente). Se puede decir que esta
bipolarización tiene raíces socioculturales, pero, en términos generales, tal pro-
posición dista de haber sido demostrada y es legítimo preguntarse si la deter-
minación fundamental no ha sido la inversa, si no han sido las diferencias ideo-
lógicas (de inspiración más «política» que cultural) las determinantes de
diferencias culturales (o aparentemente, tales).
Por estas razones, y por otras que derivan de posiciones personales, mi
exposición va probablemente contra corriente de las ideas hoy dominantes en
las élites culturales y políticas, e incluso de una corriente, casi una «ofensi-
va», en la ciencia política última, muy proclive a enfatizar los aspectos «iden-
(2) Cuando, como es ahora común en las encuestas de opinión, se pregunta: «Se
sien-
te usted más español que gallego, más gallego que español, o igual de español que
gallego»,
lo que se está evidenciando es que existen formulaciones de la identidad gallega que
rivali-
zan con la identidad española, esto es, que incluyen proposiciones, con ánimo
prescriptivo,
en el sentido de que para los gallegos Galicia es, o debería ser, la nación, la patria, o
que de-
bería ser un Estado independiente. La pregunta: «Se siente usted más gallego que
vigués...»
tiene la misma estructura lógica que la anterior. Si, en cambio, no suele hacerse tal
pregun-
ta es porque no existen formulaciones de una identidad viguesa al mismo nivel que la
iden-
tidad gallega.
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titarios» o «comunitaristas», en perjuicio de los fueros del papel y la respon-
sabilidad del individuo que, a mi modo de ver, se inscribe en un movimiento
irracionalista, por una parte, llamativamente contrario a los supuestos insti-
tucionales del régimen liberal-democrático, que aquellos autores suelen de-
fender e incluso pretenden mejorar; por otra, que, parece, sólo males, a veces
trágicos, puede comportar.
Para decirlo abruptamente, las identidades culturales sólo se traducen en
conflictos políticos cuando líderes de grupos humanos, definidos o no cultu-
ralmente, suscitan pretensiones políticas, desde posiciones de poder o de con-
trapoder, respecto de la conducta de miembros de otros grupos humanos, que
son vistas por estos (o por una élite de los mismos) como agresión a su patri-
monio cultural, esto es, a sus valores y pautas de acción específicos (o ima-
ginados tales).
Algunos científico-políticos, ya clásicos, como Lipset y Rokkan, atribu-
yeron particular incidencia en la conformación y desarrollo de los sistemas
políticos nacionales europeos a la presencia o ausencia de ciertas líneas de
cleavage. Es verdad que estos cleavages no se referían todos a elementos cul-
turales, aunque sí alguno, como el religioso. Pero otros, aunque en relación,
por ejemplo, con posiciones estructurales en el proceso de producción mate-
rial, y consiguiente contraposición de intereses, verbi gratia, entre trabaja-
dores industriales y burguesía, tienen, o tuvieron, cuando menos, innegable
reflejo en la definición de identidades culturales, y el elemento de una cultu-
ra proletaria, generada y reproducida en la concentración de gran número de
trabajadores en las plantas industriales fue aducido con mucha frecuencia por
Marx como factor determinante de disposiciones solidarias, imprescindibles
para el desarrollo del comunismo.
Sin discutir la teorización de Lipset y Rokkan, creo que tiene toda la ra-
zón Sartori cuando subrayó que la presencia de cleavages sociales o cultura-
les no impone necesariamente un reflejo político. Y, en referencia a otras cues-
tiones, pero en parecido sentido, Lijphart ha evidenciado que la segmentación
sociocultural no impide la posibilidad de convivencia democrática en un sis-
tema político común, a virtud de disposiciones de transacción y compromiso
de las élites respectivas (y otros factores que afectan menos directamente a
mi argumento), como se revela en las democracias consociacionales.
Sin referencia directa a estos autores, March y Olsen, en su caracteriza-
ción de la visión dominante de la política, a partir de los años cincuenta, re-
dundan en la cuestión, en términos generales, a propósito de lo que llaman
«contextualismo». Con ello quieren expresar que los análisis de las estructu-
ras y procesos políticos los contemplan como una mera función de un deter-
minado entorno «no político» o «prepolítico», sobre todo de la estructuración
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de clases sociales, pero también de un entorno físico o de otra clase, en par-
ticular por lo que afecta a nuestro tema, de etnicidad, lenguaje y cultura. Des-
de luego resulta llamativo que estos autores refieran particularmente el con-
textualismo a los últimos cuarenta años, dada su notoria antigüedad en el
pensamiento político, pero dejando de lado esta cuestión, puede concordarse
con ellos en que resulta irrealista, en la medida en que se opone a muchas evi-
dencias históricas, postular que las estructuras políticas hayan de reflejar, o
deban de reflejar, una estructura social previa, ignorando la virtualidad con-
formadora de estructuras y procesos sociales que implica lo «político» (por
otra parte, siempre subsistiría el problema de ¿en función de qué entorno se
derivan las estructuras políticas: las clases sociales, la geografía, el clima, la
cultura, etc.?).
A partir de lo dicho podemos subrayar algunos puntos:
Primero: No hay conflicto cultural, o si lo hay es irrelevante políticamente
si la imposición de una identidad cultural a miembros de otros grupos, inclu-
so cuando suponga un proceso de plena aculturación, se realiza por instru-
mentos no políticos, por ejemplo, el «comercio cultural espontáneo» (del modo
que imaginaba Stalin la solución de los problemas nacionales en la URSS), o
cuando aun utilizándose instrumentos políticos, la empresa y los instrumen-
tos son considerados legítimos por la población destinataria de las medidas
de aculturación.
Segundo, una obviedad: lo que se enfrentan en el conflicto cultural son
grupos humanos o sus dirigentes. Por eso, en el conflicto cultural, a veces,
unos hombres matan a otros. Las culturas pueden ser todo lo plurales y dife-
rentes que se quiera, pero, en rigor, las culturas no se enfrentan. Se pueden
enfrentar hombres por razones culturales, de verdad o como pretexto, y a este
propósito legitimar sus posiciones encontradas sobre «identidades culturales»
rivales, pero decir que dos culturas se enfrentan es una metáfora. Precisamente,
ignorar el carácter metafórico de estas expresiones es uno de los recursos del
irracionalismo dominante.
Tercero:Los grupos soporte de las identidades culturales son, como pro-
bablemente todo grupo humano, escenario de relaciones de poder. Hay quien
manda y quien obedece. Incluso en sistemas democráticos no es seguro que
las políticas de sus dirigentes reflejen adecuadamente las demandas u opi-
niones de la mayor parte de los integrantes del grupo. Por tanto, aunque pue-
de acontecer, un conflicto «cultural» entre dos grupos no necesariamente re-
fleja las posiciones de los miembros no de élite de los dos, o uno de los grupos
(hace ya tiempo y en términos más generales, lo dijo Murillo Ferrol, en su crí-
tica de la perspectiva bentleyana).
Cuarto: De lo anterior se desprende que la legitimación de posiciones de
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poder o de contrapoder en función de identidades culturales puede ser, y de
hecho a veces es, insidiosa.
Quinto: Las personas tienen una identidad cultural —en rigor, tienen va-
rias—, pero las culturas y las «identidades culturales» no tienen personas. La
pertenencia a un grupo cultural particular es una circunstancia de la que no
derivan necesariamente imperativos morales. Dado que la proclamación de
una identidad cultural suele comportar una vocación prescriptiva de conduc-
tas, si se quieren salvar los valores de la autonomía y de la responsabilidad
individual y, por tanto, de la integración democrática de las decisiones de po-
der, esta prescriptividad no puede entenderse en términos absolutos. Particu-
lares imperativos identitarios pueden ser subordinados a otros más exigentes,
identitarios o no. Si los imperativos morales se basan en disposiciones fuera
del control del individuo, la responsabilidad moral individual se diluye y que-
da expedita, y hay mil ejemplos de ello, la vía al despotismo. Que el despo-
tismo se justifique «culturalmente» puede resultar consolador para algunos,
pero no cambia su naturaleza. La razón de que no haya alternativa es que los
grupos no tienen conciencia moral. Las identidades culturales se basan en va-
lores comunes (de verdad o imaginariamente), pero en el caso de que se pre-
tenda su virtualización política, los objetivos y los medios para alcanzarlos
son definidos necesariamente en escenarios de poder (internos al propio gru-
po «cultural»).
La relación entre personas e identidades colectivas es el punto central de
la ofensiva «comunitarista» contra el utilitarismo. El ataque suele comportar
una caricaturización de la perspectiva utilitaria. No existen personas en abs-
tracto como sujetos de decisión, y las personas «realmente» existentes se cons-
tituyen en ámbitos de identidad colectiva. Estas personas «realmente» exis-
tentes no son capaces de formular preferencias «realmente» individuales. En
contra de la suposición, que se presta a los utilitaristas, de que la determina-
ción de preferencias es previa al proceso político, sería éste el lugar estraté-
gico de su producción, como consecuencia, precisamente, del juego comu-
nitario.
A este respecto conviene subrayar una confusión sólita (y bastante peno-
sa) en la crítica antiutilitarista entre los planos genético y lógico. La afirma-
ción utilitarista de que en los procesos políticos las personas suelen buscar la
maximalización de sus intereses o la satisfacción de sus preferencias es un
postulado de naturaleza lógica. De ello no se infiere en ningún modo que la
formación de las preferencias o la representación de los intereses sean gené-
ticamente previas a los procesos políticos. ¡Si la propia condición de ciuda-
dano, que es el prerrequisito para la actuación política de aquellos objetivos,
es una determinación política!
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Desde luego, parece absurdo negar que las personas sujeto de decisión es-
tán situadas social y culturalmente, pero de ello no se infiere que no sean ca-
paces de formular preferencias individuales al servicio de la satisfacción de
sus intereses, esto es, de la representación que se hacen de sus objetivos (por
el contrario, lo verdaderamente problemático es la formulación de «prefe-
rencias colectivas»). De otro modo, se niega la libertad individual, lo que pue-
de ser admisible, pero entonces se evaporan los fundamentos institucionales
del régimen liberal-democrático: ¿qué sentido tiene el sufragio universal o el
principio de «un hombre, un voto», si los electores son incapaces de formu-
lar preferencias individuales? En un mundo en que las personas no son due-
ñas de sus preferencias, la defensa del principio liberal-democrático resulta
cínica e inmoral.
Probablemente no es preciso llegar tan lejos como Giddens cuando criti-
ca la identificación parsoniana de voluntarismo con «internalización de va-
lores» en la personalidad y de consiguiente con motivación psicológica («dis-
posiciones-necesidad»), concluyendo que aquella concepción dispone el
escenario, pero constriñe a los actores a reducirse al guión que se les ha es-
crito. No creo que sea inevitable esta lectura determinista de Parsons; pero,
en todo caso, si se niega la competencia individual, todo el edificio liberal-
democrático se derrumba.
¿Qué papel desempeña la violencia en la resolución de los conflictos cul-
turales? El mismo, creo, que en cualquier otro tipo de conflicto. ¿Equivale
esto a ignorar que frecuentemente la violencia encuentra mejor legitimación
sobre la base de argumentos «identitarios» que de otro tipo? Naturalmente
que no, pero esto obedece a una utilización insidiosa de la identidad cultural.
Veamos por qué.
En primer lugar convendría intentar precisar qué se entiende por violen-
cia. Aunque desde comienzos de 1960 se ha generado un gran interés por los
temas de violencia política colectiva en el ámbito de la ciencia política, la de-
finición de la violencia resta una cuestión polémica. El primer problema es si
la violencia es inherente o contingente a las relaciones humanas. Si se consi-
dera inherente, puede ser definida como un tipo de comportamiento cuya de-
finición es, valga la palabra, «escalar». Quiero decir que si ordenamos los po-
sibles comportamientos humanos por referencia a una dimensión determinada,
en este caso, la influencia en la conducta ajena, aquellos comportamientos que
se sitúan en lo alto de la escala, por la especificidad de los medios empleados
o el grado de presión ejercido, serán considerados violentos. La violencia, por
tanto, más que un tipo diferente de relación humana, es una cuestión de én-
fasis, con la consecuencia derivada de que su determinación es relativa. La
posesión de mayores y mejores recursos materiales, como la fuerza física o
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la riqueza, o inmateriales, como la fuerza de carácter o el saber, es suscepti-
ble de generar, en caso de su uso inmoderado, relaciones violentas. Así, al-
gunos sociólogos y otros académicos han hablado de violencia «simbólica».
Entonces es posible que las relaciones más «violentas» sean precisamente
aquellas que otros escritores más tradicionales presentan como prototipos de
relaciones de «amor». ¿Dónde se puede encontrar con más facilidad violen-
cia «simbólica» que en las relaciones de pareja (hetero u homosexual) o en
las relaciones de los «pastores» religiosos con sus fieles?
Pero, aún en el caso de considerar la violencia inherente a las relaciones
humanas, es más útil caracterizarla instrumentalmente. En este sentido po-
dríamos definir la violencia como la utilización de la fuerza física, o su ame-
naza caracterizada, y marginalmente la utilización de presiones psicológicas
extraordinarias, ya por la gravedad de los recursos utilizados, ya por la gra-
vedad de las consecuencias con que se amenaza al destinatario. La violencia
no es un grado en una escala de influencia o poder, sino un recurso posible
(y, desiderativamente, a minimizar) de las relaciones de poder e influencia.
Y aunque esta definición tiene un inevitable margen de imprecisión, siempre
es menor que en la acepción anterior.
Por otro lado, la mayor parte de los estudiosos, por ejemplo Gurr, redu-
cen la noción de violencia política a los conflictos internos a una comunidad
política (polity), dejando para las relaciones internacionales o la polemología
el estudio de las relaciones de violencia entre Estados.
La definición instrumental de la violencia política permite deslindarla cla-
ramente de la agresividad. La existencia de pulsiones agresivas en la psique
humana es constante a lo largo de la historia y nada autoriza a suponer su
desaparición en un futuro previsible (en los no previsibles puede pasar, obvia-
mente, cualquier cosa). La historia de la civilización, o de las civilizaciones,
se explica, entre otras cosas, como consecuencia de procesos de represión,
derivación o sublimación de pulsiones agresivas. Estos procesos tienen tam-
bién sus costes para la economía de lapsique individual y a veces para las co-
lectividades; los beneficios de la civilización no son gratuitos. Si, pese a ello,
atribuimos una valoración positiva al término civilización es porque consi-
deramos que sus beneficios son mayores que su «precio».
El recurso a la violencia está presente también, en mayor o menor grado,
a lo largo de la historia de la humanidad (y en la medida en que sea legítimo
proyectar categorías antropomórficas sobre el mundo animal no humano, está
presente por doquier en este dominio), pero, a diferencia de la agresividad,
puede suponerse su reducción, en extensión e intensidad (aunque probable-
mente es irrazonable excluirla totalmente). En la actualidad se sigue consi-
derando legítimo, en ciertos casos y por ciertas instancias, el recurso a la vio-
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lencia. La célebre definición del Estado, por Max Weber, como organización
que ostenta el monopolio del uso legítimo de la violencia ha podido ser ob-
jeto de alguna propuesta de corrección, para mejorar su operacionalidad em-
pírica, pero estas propuestas no alteran la idea cardinal. Seguimos pensando,
o actuando como si lo pensáramos, que hay violencia legítima y violencia ile-
gítima.
A este propósito de la violencia legítima es útil evocar algunos desarro-
llos de Freud, contemporáneo de Weber, en uno de sus escritos menores (y úl-
timos), sobre las relaciones entre el Derecho y la fuerza. El Derecho y el re-
curso a la fuerza, a nuestro efecto, el recurso a la violencia política no
legítima, aparecen a la conciencia como antagónicos. Pero, dice Freud, re-
trocediendo a los orígenes arcaicos de la Humanidad, el Derecho aparece como
un subproducto del triunfo de la violencia. En principio, los conflictos de pre-
tensiones entre los hombres son solucionados por el recurso a la fuerza, del
mismo modo que en el reino animal. Ciertamente, los hombres somos algo
más que animales, pero esta diferencia no se ha traducido necesariamente en
un menor recurso a la fuerza, sino en una mayor potencialidad de conflictos,
porque las pretensiones de los individuos humanos son más ambiciosas y com-
plejas (y, a partir de un cierto estadio del desarrollo humano, incluyen obje-
tivos de satisfacción diferida) que las de los animales irracionales y más so-
fisticadas, incluyendo metas inmateriales y abstractas.
En la primitiva horda humana la mayor fuerza muscular decidía la perte-
nencia de las cosas o el conflicto de voluntades. Después, la fuerza muscular
fue reforzada por el empleo de herramientas: triunfaba aquel que poseía las
mejores armas o mayor aptitud en su manejo. Con la adopción de las armas,
la superioridad intelectual comienza a ocupar la plaza de la fuerza muscular
bruta, pero el objetivo de la lucha sigue siendo el mismo: por el daño que se
le inflige, una de las partes contendientes es obligada a abandonar sus pre-
tensiones o a desistir de su oposición. La forma más completa de alcanzar este
objetivo es la pura aniquilación del rival. Tal resultado no sólo ofrece la ob-
via ventaja de que éste no puede reiniciar el conflicto, sino también otra más
sofisticada, en cuanto su destino sirve como escarmiento, disuadiendo a otros
de seguir su ejemplo.
En un momento dado de la evolución de las relaciones humanas, el pro-
pósito homicida es sustituido por el de sometimiento del vencido, sobre la base
de su utilización para realizar servicios útiles al dominador. En lugar de em-
plear la fuerza para matar al rival se la emplea para subyugarlo. Este es el ori-
gen del respeto por la vida del rival. Pero la utilidad de subyugar al vencido
tiene un coste de inseguridad, dado su deseo latente de venganza. La reduc-
ción razonable de este coste, para que no exceda aquella utilidad, pasa por la
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dominación concertada. Aquí se halla el origen del Derecho y de la política,
pues se instituyen relaciones de dominación no reductibles al mero recurso a
la fuerza física. El poderío de los unidos representa ahora el Derecho, pero
para que este poder esté relativamente asegurado, es preciso que la unidad del
grupo sea permanente. El grupo dominante es representado como «comuni-
dad» (desde luego, lógicamente hay una comunidad de intereses y sociológi-
camente suele implicar algunos otros elementos comunes) y el poder es
imputado a la comunidad, que es, o pretende ser, una nueva unidad psicológica.
Pero la explicación del Derecho como formalización de un poder genera-
do por el triunfo de la fuerza o de la violencia no se reduce a los orígenes ar-
caicos de la Humanidad. Se repite, desde entonces, cada vez que se instituye
un orden jurídico radicalmente nuevo. Ya Kant constató la imposibilidad de
legitimar jurídicamente el poder revolucionario. Y, dado que hemos postula-
do una definición instrumental de la violencia, su indefectible presencia en la
génesis del Derecho no tiene por qué degenerar en una perspectiva cínica.
La mejor fundamentación de la violencia política legítima, y en los tiem-
pos modernos de su monopolio, se encuentra, pues, en una perspectiva utili-
tarista. Por ello, también es verdad, y aunque no sea nuevo ha sido enfatiza-
do por los mejores espíritus de nuestro tiempo, incluso la violencia legítima
está sometida a una tensión a su reducción al mínimo imprescindible. Dicho
de otra forma, quizá más expresiva, la instancia legitimada para el uso de la
violencia debe esforzarse por reducir en cantidad y «cualidad» el recurso a la
misma al mínimo necesario. La reducción en cantidad se explica por sí sola;
la reducción en «cualidad» implica medios ritualizadores de la violencia y sua-
vización de las consecuencias para los destinatarios de su uso. Si esta tensión
reductora es abandonada y, por el contrario, da paso a un abuso de la violen-
cia «legítima», la instancia monopolizadora de su empleo corre el riesgo de
deslegitimarse. Figuradamente podríamos decir que la utilidad marginal del
recurso a la violencia legítima presenta una curva en rápida caída tanto por
razones de sensibilidad ética, que son las aquí evocadas, como de eficiencia
gubernamental, menos concluyentes, y cuya discusión, por tanto, nos aleja-
ría de nuestro tema.
Si el recurso a la violencia es la última razón del Estado o, más en gene-
ral, del poder político institucionalizado, quiere decirse que hay otros recur-
sos anteriores en el orden lógico y cronológico y sólo cuando la utilización
de estos recursos fracasa interviene la violencia legítima. La fenomenología
de posiciones y objetivos contrapuestos y de recursos movilizados en el pro-
ceso político es tan compleja y variable, que es insusceptible de una presen-
tación esquemática. A nuestro propósito, basta subrayar que existe un casi co-
mún acuerdo en que lo que especifica el proceso político democrático es la
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legitimación del conflicto y el objetivo de su resolución mediante procesos
de negociación, transacción y compromiso.
Aunque sea una respuesta poco iluminadora, parece plausible pensar que
la frecuencia y la intensidad de los fenómenos de violencia política colectiva
se conecta directamente con deficiencias de virtualidad de aquellos procesos
de negociación, transacción y compromiso.
Respecto a los móviles de las pretensiones enfrentadas, hay una tradición
que encuentra particular éxito entre los profesores, quizá por su utilidad pe-
dagógica, que refiere las contraposiciones de objetivos políticos a una matriz
sustancialmente dual: hay conflictos de intereses y hay conflictos de valores.
A mí (obviamente, no sólo a mí) me parece bastante insatisfactoria, pero como
esta concepción está refrendada también por el «sentido común», la incluiré
en la argumentación.
Aunque hay notables excepciones, como Hume y, en su tradición, otros
autores, casi todo el mundo, incluidos los profesores, suele considerar que la
lucha por valores es más noble que la lucha por intereses. Tal suposición sub-
tiende también investigaciones con fuerte énfasis empírico. Piénsese, por ejem-
plo, en la diferenciación por Inglehart entre valores materialistas y posmate-
rialistas. Aunque el trabajo empírico de este autor sea muy meritorio, la
hipótesis básica de partida ni es nueva (pr'imum vivere, deindephilosophare),
ni convincente en términos generales, pues también desde antiguo es conoci-
do el recurso de ciertas élites a «valores inmateriales» para distraer a las po-
blaciones no de élite de objetivos, quizá «menos nobles», pero sin duda más
perentorios.
Si tomamos en serio la hipótesis de Freud sobre la génesis del Derecho,
hemos de reparar en que sus desarrollos ulteriores no están exentos de algu-
na contradicción, como cuando subraya el valor moral y «pacificador» de los
vínculos comunitarios. La atribución a la comunidad de una unidad psicoló-
gica ha sido un artificio minimizador de la violencia individual y ritualizador
de la violencia política legítima. Esto lo vio y lo escribió Hobbes mejor que
nadie. Pero la imputación comunitaria de la violencia legítima, ni garantiza
su reducción, sino sólo su desplazamiento hacia niveles «superiores», ni pre-
cluye el hecho, reiteradamente aludido, de que las organizaciones políticas
que «personifican» esas comunidades afectivas son, al menos en los tiempos
históricos, escenarios de poder, poleis divididas, como, a otro propósito, la-
mentó Platón. Como dice el mismo Freud, el Derecho de la «comunidad» se
torna en expresión de la desigual distribución del poder entre sus miembros;
las leyes son hechas por y para los dominantes y conceden escasos derechos
a los subyugados. Habrá de esperarse a la contemporaneidad para encontrar
distribuciones relativamente igualitarias del poder.
240

Page 13
IDENTIDAD CULTURAL. CONFLICTO CULTURAL Y VIOLENCIA
La pregunta es si en los procesos de negociación y compromiso, en los
regímenes liberal-democráticos, los valores y demás pautas culturales mere-
cen un tratamiento diferenciado de los «intereses». La primera observación
al respecto es la suma equivocidad del término intereses. Cuando, como en
este caso, es utilizado por contraposición a valores parece obtener alguna ra-
zonable precisión, pero siempre permanece el problema de su equivocidad ini-
cial. En efecto, básicamente, el interés puede ser concebido como la repre-
sentación de un objetivo del agente social. Pero estos objetivos, en primer
lugar, pueden ser inmediatos o a plazo, y el plazo ser corto, medio o largo.
Y fácilmente es pensable que la satisfacción de mis objetivos inmediatos pue-
de entrar en contradicción con mis objetivos aplazados (naturalmente, si, como
hizo Pizzorno en alguno de sus escritos, negamos la unidad psicológica del
yo, en razón a sus sucesivos —y virtualmente infinitos— avatares, no hay pro-
blema porque no hay identidad individual pensable. Ni siquiera ha existido
Pizzorno, sino muchísimos «pizzornos» y nunca sabremos si los «pizzornos»
anteriores y posteriores al que formuló esta llamativa proposición la compar-
tían o no).
Por otra parte, las acciones de los individuos pueden ser reputadas con-
trarias a sus «intereses objetivos». Se puede pensar que las personas no siem-
pre actúan de modo a satisfacer sus «verdaderos» intereses, lo que legitima
que un poder filantrópico intente condicionar sus comportamientos, aún en
aquellos casos, en que éstos no inciden directamente en la esfera de acción o
los intereses de otras personas (digo «directamente», porque indirectamente
todo incide en todo, y si no se establecen límites al respecto, se puede justi-
ficar filantrópicamente la tiranía más absoluta que pueda ser pensada; de aquí
que las medidas del poder público, en estos casos, deban ser muy parsimo-
niosas).
Para acabarlo de complicar, con frecuencia los intereses de una persona
están condicionados o mediados por los «intereses» de los diversos grupos en
los que se integra. Por consiguiente, al problema de la eventual colisión en-
tre intereses temporalmente inmediatos y aplazados, subjetivos y «objetivos»,
se sobrepone el problema de los intereses individuales inmediatos y de los
mediados por los «intereses» del grupo.
Si mezclamos los tres problemas, el planteamiento resulta claramente es-
pinoso: entre los intereses directamente individuales los hay temporalmente
inmediatos y aplazados (y podría haberlos, «verdaderos» y «falsos»); los in-
tereses (individuales) determinados por los intereses de grupo son con más
frecuencia aplazados, pero sobre todo, muchas veces el horizonte de su efi-
ciencia es la posteridad. Las invocaciones al interés de clase (y algunas otras)
incluyen explícitamente la probabilidad de que «nosotros» no alcanzaremos
241

Page 14
JOSÉ V1LAS NOGÜF.IRA
a ver la consecución de nuestros objetivos. Sólo las generaciones posteriores
disfrutarán de ellos. Un pronunciamiento de este tipo puede ser éticamente
plausible y emocionalmente convincente, pero parece que ya poco tiene que
ver con «intereses».
Por otra parte, los valores sociales suelen inducir objetivos de la acción y
la consecución de estos objetivos suele ser representada como intereses. Más
fácil es discernir entre intereses materiales e intereses inmateriales. Pero, in-
cluso los intereses inmateriales en la medida en que se persiguen o realizan
en la vida social se apoyan necesariamente en supuestos materiales, por ejem-
plo, oportunidades de poder en organizaciones políticas, culturales, etc. Un
sujeto puede considerar sinceramente que la defensa de una determinada len-
gua es un valor impuesto por su identidad cultural; puede perseguir, muy sin-
ceramente, los objetivos práctico-sociales que derivan de ese valor y mostrarse
enteramente «desinteresado» respecto de los recursos políticos y económicos
que se movilizan para la consecución de aquellos objetivos; pero, le guste o
no, la administración de tales recursos genera también intereses materiales.
Como esto no suele ser visto, o es considerado secundario, los conflictos
culturales se presentan como implicando valores y no intereses, lo que atri-
buye, pues, un plus de legitimidad a las pretensiones de las partes, dificul-
tando la obtención de compromisos. Por otro lado, las formulaciones de va-
lores propenden a una mayor permanencia que las de intereses directamente
materiales, lo que, ceteris paribus, también dificulta el compromiso.
Es, por tanto, perfectamente explicable que sea más frecuente y más in-
tensa la legitimación del recurso a la violencia en base a motivos de «identi-
dad cultural» que sobre otros fundamentos. ¿Hay alguna solución? Quizá no,
pero se pueden estimular actitudes minimizadoras del riesgo del recurso a la
violencia para la resolución de los conflictos culturales. Estas actitudes han
sido descubiertas hace tiempo e inspiran el desiderátum de los sistemas libe-
ral-democráticos. Son la afirmación de la autonomíay la responsabilidad mo-
ral del individuo; el respeto a las personas y a las minorías o, dicho con otras
palabras, la admisión de un umbral de no disponibilidad de un mínimo de va-
lores e intereses por parte de individuos y grupos; la subordinación, más allá
de este umbral, de los objetivos parciales a procesos de negociación, tran-
sacción y compromiso, y la tendencia a la reducción del potencial emocional
simbólico-político. Esto es, la paz civil y la convivencia entre culturas dife-
rentes tendrán más oportunidades en la medida en que se acierte a enfatizar
el carácter convencional (en el sentido del pensamiento «burgués» clásico) de
las unidades políticas y el carácter normal de la pluralidad cultural de las so-
ciedades.
242

Identidad y política cultural en el Perú

Identity and cultural political in Perú

Miriam Grimaldo Muchotrigo*

Escuela Profesional de Psicología, Universidad de San Martín de Porres

RESUMEN

Se desarrollan conceptos básicos tales como: Identidad, cultura e identidad cultural.


Se hace referencia a los elementos que comprenden la cultura y sus características. A
nivel nacional, se realiza una revisión de los lineamientos y programas de política
cultural, el Diseño Curricular Nacional para la educación Básica Regular y la Ley
General de Educación. A nivel internacional, se mencionan los aportes de UNESCO y
la Organización de Estados Americanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura, en
torno a este tema.
Se concluye que para construir un Proyecto Político Nacional, se debe considerar los
siguientes aspectos: Identidad cultural, interculturalidad y pluriculturalidad. Todo ello
resumido en una política cultural, que permita el desarrollo de las naciones Estado.

Palabras Claves: Identidad, Cultura, Identidad cultural, Política cultural,


Interculturalidad.

La identidad cultural constituye un proceso que en la actualidad se encuentra muy


poco atendido por parte de las autoridades. A pesar que a primera vista, pudiéramos
señalar que dentro de las políticas educativas se encuentra presente; sin embargo, al
analizar la forma cómo se está desarrollando, podemos darnos cuenta que aún falta
mucho por trabajar.
Antes de hacer referencia a los aspectos conceptuales de lo que constituye el proceso
de identidad cultural, resulta necesario analizar lo que se entiende por identidad.

En la actualidad, este constructo psicológico tiene múltiples definiciones, algunos


autores como Gissi (1996) señalan que la identidad es la respuesta a la pregunta
¿Quién Soy? Como podemos ver, este autor pone énfasis en la importancia del
componente cognitivo en el proceso de construcción de la identidad.

Otros autores, consideran la importancia de los componentes cognitivo, afectivo y


social conductual, como es el caso de Fukumoto (1990, citado por Salgado, 1999)
quien plantea que la identidad implica dar respuesta a interrogantes tales como: ¿Qué
se es? ¿Cómo se siente uno por lo que es? ¿Con quien se identifica?

Little (citado por Pezzi, 1996), caracteriza a la identidad de manera dinámica,


señalando que es cambiante, que contiene valoraciones culturales y que constituye
una construcción en permanente movimiento, resultante de las necesidades de los
grupos sociales concretos y de las situaciones en las que se plantean tales
necesidades.

Yavaloy (2001, citado por Grimaldo, 2004) señala que la identidad personal está
referida a los atributos más personales y específicos de un individuo, tales como la
idea de su propia competencia, atributos corporales, forma de relacionarse con otros,
rasgos psicológicos, intereses individuales, gustos, etc.; es decir, atributos del
individuo en tanto como ser único, le pertenecen exclusivamente a él.

Como se aprecia en la definición anterior, la identidad hace referencia al conocimiento


y valoración de muchos aspectos que se han ido organizando a lo largo de nuestra
vida.

Por todo lo anteriormente expresado, podemos decir que la identidad es considerada


como un proceso a partir del cual el individuo se autodefina y autovalora, considerando
su pasado, presente y futuro. Es así como concilia las inclinaciones y el talento de las
personas con los papeles iniciales que le fueron dados por los padres, compañeros y
por la misma sociedad.

Respecto a la definición de cultura, Schafer (1980, citado por Nanzer, 1988) plantea
que la cultura es todo aquello que creamos específicamente pasado, presente y futuro,
mental, espiritual o material. Comprende no solo la totalidad de las ideas, invenciones,
artefactos, símbolos, valores, creencias y obras de arte, sistemas económicos,
estructuras y convenciones sociales, convicciones morales, ideologías políticas,
códigos legales, todo lo que la mente humana ha creado y creará, cuanto la mano
humana ha fabricado o fabricará.

Gonzáles (s.f., citado por Pezzi, Chávez & Miranda, 1996), señala que la Cultura es el
conjunto de expresiones que objetivan, con mayor o menor plasticidad, el universo de
mayor sentido generalizado de un determinado pueblo.

Aquí se pone énfasis en el elemento material de la cultura, como una expresión de un


grupo humano.

Por su parte, Campos (s.f., citado por Pezzi, Chávez & Miranda, 1996) indica que es el
sistema integral (abstracción) de las normas y caracterizaciones de vida mediante la
comunicación simbólica, atributo específico del ser humano. En esta definición, se
hace hincapié en los elementos no materiales de la cultura, los que se organizan de
forma abstracta.

Grimson (2001) señala que el concepto de cultura es uno de los más controvertidos y
polisémicos de las ciencias sociales. Es ese sentido, este concepto debe ser
potenciado a través del uso sistemático de dimensiones temporales y espaciales. La
cultura es histórica y ninguna sociedad puede comprenderse sin entender a su
historicidad, a sus transformaciones. A su vez, toda sociedad se ubica en un espacio y
se encuentra en Interrelación con otras sociedades.

La cultura común es la que da a la sociedad su espíritu de cuerpo y lo que hace


posible que sus miembros vivan y trabajen juntos, con un mínimo de confusión y de
interacción mutua. Además, la sociedad da a la cultura una expresión pública de su
conducta, y la transmite de generación en generación. Sin embargo, las sociedades
están constituidas de tal modo que sólo pueden expresar la cultura por medio de sus
individuos componentes y no pueden perpetuarla más que por la educación de estos
individuos (Linton, 1992).

Por su parte, la Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural


(2001) plantea que la cultura debe ser considerada como el conjunto de los rasgos
distintivos espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una
sociedad o a un grupo social y que abarca, además de las artes y las letras, los modos
de vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las
creencias.

Para el INC (2002) la cultura se refiere a las formas de ser, sentir, pensar y actuar de
los seres humanos. La definición anterior constituye una visión amplia de lo que se
entiende por cultura; ya que hace referencia al componente cognitivo, afectivo y
conductual de la persona.

Respecto a la cultura, no debemos olvidar la importancia que ésta tiene en la


educación de muchas generaciones. A partir de la pertenencia a una cultura
aprendemos muchos saberes, prácticas, tradiciones y estilos de vida. Al respecto
Giroux (2001), señala que en la actualidad la cultura se ha convertido en la fuerza
pedagógica por excelencia y su función como condición educativa fundamental para el
aprendizaje es crucial para establecer formas de alfabetización cultural en diversas
esferas sociales e institucionales a través de las cuales las personas se definan así
mismas y definan su relación con el mundo social. En este caso, la relación entre
cultura y pedagogía no puede abstraerse a partir de la dinámica central de la política y
el poder.

Por otro lado, respecto al concepto de identidad cultural, Gissi (1996) señala que la
identidad cultural supone, a la vez, la identidad del otro o de los otros, donde
recíprocamente, y/o nosotros somos otro(s) para ellos. Es importante señalar que en
las definiciones de identidad cultural es necesario tener en consideración dos nociones
fundamentales: la endógena y exógena. Desde esta perspectiva, Batzin, (1996, citado
por Rengifo, 1997), define a la identidad cultural como la manera en la cual un pueblo
se autodefine (influencia del factor endógeno) y cómo la definen los demás (énfasis del
factor exógeno). Para Ampuero (1998) la identidad cultural, se refiere, en líneas
generales a la forma particular de ser y expresarse de un pueblo o sociedad, como
resultado de los ancestrales componentes de su pasado, frente a lo cual se considera
heredero e integrado, en tiempo y espacio.
Por su parte, Gorosito (1998) plantea que la identidad es un aspecto de la
reproducción cultural; es la cultura internalizada en sujetos y apropiada bajo la forma
de una conciencia de sí, en el contexto de un campo limitado de significaciones
compartidas con otros.

Salgado (1999) señala que la Identidad Cultural está referida al componente cultural
que se moldea desde edad temprana a través de nuestras costumbres, hábitos,
fiestas, bailes, modos de vida, todo aquello que forma parte de nuestro folklore y que
es una expresión misma de nuestro pasado y presente con proyección al futuro.

En la definición anterior, se plantea la importancia que tiene la experiencia previa, ya


que esta identidad se moldea desde edades tempranas. Es así como las distintas
expresiones de nuestros padres, hermanos y familia en general, van a ser de gran
importancia en la estructuración de la identidad cultural.

Particularmente, la identidad cultural es entendida como un proceso dinámico a partir


del cual las personas que comparten una cultura se autodefinen y autovaloran como
pertenecientes a ella; además, actúan de acuerdo a las pautas culturales que de ella
emanan. Así mismo, implica la definición que las demás culturas tienen respecto a
ella.

Según Hall (1995), la identidad cultural no es simplemente la expresión de la


«verdadera historia» de cada grupo o nación, sino que puede ser entendida, como el
relato a través del cual cada comunidad construye su pasado, mediante un ejercicio
selectivo de memoria. (Citado por Fuller, 2002).

Como podemos ver la identidad cultural se va construyendo a lo largo de todo el


proceso de desarrollo del individuo, e incluso involucra todo el pasado histórico del
grupo. Es así como, a partir de una adecuada política cultural, bien orientada, a partir
de un atinado diagnóstico de situación, considerando las fortalezas y debilidades, este
factor de identidad podría ser organizado de forma favorable.

Fuller (2002) señala que los estudios sobre identidades culturales deberían ser
localizados, contextuales y centrados en los actores con el fin de respetar tanto el
derecho al reconocimiento como la libertad individual. O, por lo menos, encontrar una
salida para cada caso particular que contemple los intereses y las perspectivas de
ambas partes.

Ligado al tema de identidad cultural, desde la visión de las ciencias políticas se


encuentra el concepto de política pública. Según Alvarado (2002) en términos
generales este concepto se refiere a la manera como se organiza el conjunto de
decisiones y acciones que confieren orientación a la actividad del Estado y que se
concretizan por medio del aparato administrativo. Analizando dicho concepto, otro
autores, puntualizan que si bien el sentido y la extensión que cabe otorgar al término
política estatal (o pública) son controvertidos, esta se concibe como un conjunto de
acciones y omisiones que expresan la modalidad de intervención del Estado frente a
una cuestión (problema) que concita la atención, el interés o la movilización de otros
actores en la sociedad civil. En este sentido el concepto de políticas públicas se refiere
al conjunto de iniciativas y respuestas manifiestas o implícitas que permiten conocer la
posición predominante de un Estado frente a los problemas, necesidades y demandas
de la sociedad en su conjunto.

Relacionado a este concepto y dentro de su ámbito, encontramos el de política


cultural. Según, Morrison (1997), la política cultural es el conjunto de operaciones,
principios, prácticas y procedimientos de gestión administrativa y presupuestaria, que
sirven de base a la acción del Estado.

En cuanto al desarrollo de la política cultural en el Perú recordaremos algunos hechos


que marcaron el avance o retroceso en este campo.

Cornejo (1993) señala que sobre la Carta Fundamental del 79 se tendría que señalar
que sus autores desaprovecharon una oportunidad única para elaborar un capítulo
sobre cultura organizado, coherente y cabal que consultase por un lado el reto de la
realidad nacional en toda su riqueza y en toda su complejidad y tuviese en cuenta, de
otra parte, la abundante reflexión internacional sobre el tema de políticas culturales y
el desarrollo cultural. Las buenas intenciones abundaron, pero hicieron falta
meditación o información, orden y concierto.

Haciendo un balance de la acción cultural del segundo gobierno de Belaúnde cabe


afirmar que su mejor aporte fue la Ley General de Amparo al Patrimonio Cultural y su
mayor error de largas y negativas consecuencias que aún existen- el
desmantelamiento del Instituto Nacional de Cultura y la minimización de sus
atribuciones y posibilidades reales de acción (Cornejo, 1993).

Cornejo en 1993, señalaba que en la tarea cultural del gobierno de Alan García, no
hubo propiamente una política cultural orgánica y explícita y lo más interesante e
importante del periodo estuvo dado por el CICLA (Consejo de Integración Cultural
Latinoamericana) y por el Concytec (Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología). En
suma, se observó poca consistencia (salvo la obra de Concytec), en el campo del
desarrollo y la política cultural entre 1985 y 1990.

Al revisar los lineamientos y programas de Política Cultural del Perú (2002), se señala
que el objetivo institucional del Instituto Nacional de Cultura es estimular la
identificación de los peruanos consigo mismos y con su entorno, de modo que sus
pautas de pensamiento, sentimiento y acción, respondan a las demandas de
desarrollo que se propone el país, eliminando los factores negativos que afectan su
autovaloración y su visión de futuro. De esta forma, lograr que sus maneras de ser,
sentir, pensar y actuar permitan el libre desarrollo de su capacidad creativa y de
trabajo, con expectativas de bienestar y efectos positivos en la producción, el
desarrollo científico y la creación artística.

En el mismo documento anteriormente citado se señala que el Perú ha mantenido un


perfil cultural de progresivo alejamiento de la universalidad del proceso
contemporánea que, nos llega desde todos los lados como ajeno y exento de nuestra
identificación efectiva con la modernidad, creándonos la imagen de que nuestros
valores culturales son sólo del pasado y que lo moderno es sólo copia de los logros de
otras culturas (INC, 2002).

De la misma forma, se propone la creación de una instancia pública, encargada de


conducir una política cultural y científica del Perú, con capacidad para movilizar a los
actores y productores del patrimonio cultural vivo del que dispone el país, y garantizar
la preservación y promoción de dicho patrimonio y del que hemos heredado de
nuestros antepasados de todos los tiempo. La propuesta en aquel entonces era de
una instancia de rango ministerial.

Sin embargo, como sabemos esta propuesta solo quedó en ello, en una propuesta
más; y luego de cuatro años, el panorama sigue siendo el mismo. La Cultura continúa
separada de la ciencia y la tecnología; observándose una desarticulación entre las
diferentes culturas que conforman el Perú. En donde el Estado ha tenido una
actuación sin protagonismo, sin un verdadero compromiso de cambio, alejándose cada
vez más de la construcción de la identidad cultural.

Por otro lado, al revisar el Diseño Curricular Nacional para la Educación Básica
Regular (Ministerio de Educación, 2005), nos podemos dar cuenta que el tema de
cultura constituye un tema transversal que se reconoce como importante, sin embargo
no se observan los lineamientos específicos de trabajo que permitan el desarrollo del
proceso de identidad cultural. Señalando a la letra que la educación intercultural y
ambiental son transversales a todo el sistema educativo.

La Ley General de Educación N° 28044 (Ministerio de Educación, 2005) plantea que


uno de los objetivos de la educación básica es desarrollar aprendizajes en los campos
de las ciencias, las humanidades, la técnica, la cultura, el arte, la educación física y los
deportes, así como aquellos que permitan al educando un buen uso y usufructo de las
nuevas tecnologías. Si partimos de las coincidencias en la mayoría de los autores en
señalar que la cultura es todo aquello que el hombre ha creado, está creando y creará,
podríamos señalar que este objetivo se refiere a hacer posible el desarrollo, a partir de
una política orientada a la dimensión cultural. Sin embargo, aún falta mucho camino
por recorrer. No basta inaugurar una Biblioteca Nacional con los adelantos
tecnológicos requeridos, hacen falta propuestas viables que permitan realmente
considerar a la persona como centro de la acción cultural, desde una perspectiva
intercultural.

Como podemos darnos cuenta, estamos frente a un sistema educativo que descuida el
tema de cultura y de interculturalidad; dejando de lado por tanto, las posibilidades de
desarrollo social y económico, que se generan en torno a ella.

Desde el Congreso de la República, respecto al tema de cultura, existe un dictamen de


la Comisión de Asuntos indígenas y afroperuanos, recaído en el proyecto de ley No.
1011/2001-CR que propone una ley de pueblos indígenas para la educación bilingüe.
De la misma manera, existe un proyecto de ley que impulsa la interculturalidad y
modifica la ley No. 27818, ley para la educación bilingüe intercultural, propuesto por la
congresista Susana Higuchi Miyagawa. Se observan algunos avances en la
formulación de políticas. Sin embargo, todavía no logran implementar actividades
orientadas a la protección del patrimonio cultural, al desarrollo de la creatividad como
expresión de nuestra cultura, la participación activa de los medios de comunicación de
masas que permitan el desarrollo cultural, entre otros aspectos fundamentales.

Es así como la Dirección Nacional de Educación Bilingüe Intercultural (Dinebi), ha


obtenido algunos logros, tales como: la creación de una política nacional de Lenguas y
Culturas en la Educación, marco para el desarrollo de las acciones pedagógicas EBI;
el diseño del Proyecto de Ley Nacional de Lenguas, realizado en consulta con las
organizaciones representativas de las lenguas y culturas del país, y presentada a la
Comisión de Amazonía, Asuntos Indígenas y Afroperuanos del Congreso Nacional de
la República; Inclusión de la Educación Bilingüe Intercultural en el Proyecto de
Reforma Constitucional; la formulación de la política de tratamiento de lenguas y
currículo pertinente considerando los aspectos sociolingüísticos; generación de
lineamientos y el Plan Operativo Anual 2003 de la Dirección Nacional de Educación
Bilingüe Intercultural consensuados con el Consejo Consultivo Nacional de Educación
Bilingüe Intercultural, que tiene representantes de lenguas y culturas originarias,
incorporación de la EBI en el Plan Nacional de Educación para Todos, entre otros
aspectos. Como podemos darnos cuenta la mayoría de las acciones desplegadas se
orientan hacia el desarrollo de políticas orientadoras necesarias; sin embargo, todavía
hace falta llevar a la realidad todo lo programado, de tal manera, que nuestras
poblaciones más alejadas principalmente, sean las más beneficiadas, con el respeto y
valoración de sus culturas.

Según Alvarado (2002) en el sentido de proceso o acción de las políticas públicas,


éstas se organizan en torno a tres fases: la primera orientada a la formulación de
política en una declaración explícita de algún organismo del poder del Estado que
exprese la intención del gobierno de realizar determinadas acciones (programas y/o
proyectos) para solucionar problemas o necesidades. El segundo momento, se refiere
a la implementación y la ejecución de planes, programas y/o proyectos, que
determinadas instituciones estatales realizan para solucionar problemas, demandas y
necesidades sociales y concretar los objetivos y las metas planteadas en las
formulaciones de política; y en tercer lugar, se realizan los resultados de política. Aquí
se consideran dos sentidos: como producto y como impacto social. El primero, expresa
el grado de eficiencia de la acción estatal, entendiendo a la eficiencia como el logro de
objetivos y metas de las políticas formalmente explícitas y el segundo, se refiere al
efecto de las acciones públicas en el contexto social.

En ese sentido, al analizar cada una de las experiencias anteriormente citadas


respecto a las diversas acciones que tienen lugar en torno al tema de identidad
cultural, podemos señalar que en la mayoría de los casos se han quedado en la
primera fase del proceso de las políticas públicas, en este caso de las políticas
culturales. Ya que se han formulado políticas que están plasmadas en documentos
elaborados por el órgano técnico de planificación y muchos de ellos realizados por
equipos de expertos. Sin embargo, todavía falta concretar objetivos y metas
planteadas en dichas formulaciones. Estamos lejos todavía de una etapa de
evaluación de los resultados.

A nuestro entender, hace falta un ente gubernamental, que desde el estado planifique,
organice, fomente, difunda y coordine con las organizaciones comunitarias, locales,
regionales, organismos no gubernamentales de desarrollo, universidades y la iniciativa
privada, que participe prioritariamente en la construcción de la identidad cultural. En
todo caso, dicho organismo permitiría la posibilidad de llevar a la práctica las políticas
culturales existentes en torno al tema de cultura. Hay necesidad de considerar las
diferentes realidades sociales de nuestro país, ya que en muchos casos el centralismo
existente genera inequidad, exclusión y hasta discriminación.

Hay algunos sectores de nuestra población, principalmente aquellos que se ubican en


las zonas más apartadas de la capital que por no ser incorporadas al mundo
occidental, no son respetadas, ni valoradas. Al contrario, son segregadas y en algunos
casos la relación que tienen con otras comunidades son de dominio y explotación.

Como se señaló al principio del presente artículo, la identidad, en este caso cultural,
responde definitivamente a la pregunta ¿Quiénes somos? Y en ese intento por dar
respuesta a esta sencilla pregunta, surgen varias alternativas que probablemente
tengan como denominador común una idea, un concepto o una percepción negativa
de lo que somos como cultura y si vamos más allá de ello, entendiendo que en esta
respuesta se involucra también, lo que piensan los otros respecto a lo que somos, esa
imagen negativa de nosotros mismos, como cultura, se afianza aún más. Frente a ello,
hace falta empezar a trabajar organizadamente en pro de la construcción de esta
ansiada identidad cultural, como un componente importante de la identidad nacional.

Ya que como señala Salgado (1999) la identidad nacional presenta los siguientes
componentes: identidad cultural, étnica, social e histórica. De tal manera, que para
construir la identidad nacional, tendríamos que empezar por trabajar cada uno de
estos pilares, incluida la identidad cultural.

En nuestro contexto, es sumamente necesario trabajar en torno a la política cultural,


ya que se evidencian los indicadores de una cultura de la violencia, de una cultura
combi o de una cultura chicha, cada una con sus particulares características; pero con
una misma connotación negativa. Estas diversas formas de cultura, están ligadas
estrictamente con lo mal hecho, inescrupuloso, delictivo; anómico, agresivo, entre
otros aspectos. Es decir, en un sentido negativo, la población peruana, en general, y
los niños, en particular, aprenderán estas formas de vida que van orientando sus
decisiones y sus conductas. Es en este ámbito donde transcurren sus interacciones y
en donde las normas y valores se tornan flexibles, donde lo inescrupuloso y lo informal
guían su actuar.

Si consideramos que uno de los elementos esenciales de la cultura no material,


constituye el sistema normativo en donde se ubican los valores, las normas y la moral,
se hace necesario considerar este aspecto en el diseño de un proyecto político
nacional. Hace falta de manera urgente proponer lineamientos claros y precisos, que
hagan posible la incorporación de nuevos valores, respeto a la moral y a las normas
de convivencia.

A nivel internacional, Nivón (2004) señala que los Estados han abandonado su
intromisión en la orientación de la actividad artística y popular, y ahora ponen su
interés en mecanismos democráticos para tomar decisiones en materia cultural, ya
que suponen valores y estrategias que hacen imprescindible la intervención pública en
la cultura.

En algunos países desarrollados la política cultural forma parte del progreso político,
económico y social que ha alcanzado el Estado, asumiéndola como uno de los
componentes más importantes, a partir de la cual se hace viable el desarrollo.

En los próximos años van surgiendo nuevos modelos de organismos ejecutores y


coordinadores de las políticas culturales, basados en un principio universal que lanza
el ideal de la participación y el derecho al acceso a la cultura de todos los seres
humanos, tomando como parámetro para ello, la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, la cual en su artículo 27 (inciso 1) dice: Toda persona tiene
derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las
artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulte (Peña,
s.f.).

Por ejemplo, en el caso del gobierno de Guatemala, el tema de las políticas públicas y
la interculturalidad es particularmente importante dentro de su agenda política, puesto
que toma parte sustantiva de los compromisos firmados en los Acuerdos de Paz.
Específicamente del Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas.
(Alvarado, 2002).

Alvarado (2002) señala que a pesar de las grandes dificultades para potenciar la
interculturalidad en el futuro inmediato, esta es viable en Guatemala siempre que se
acierte en su definición y en su implementación. Para ello es necesario explicarla de
manera clara y aceptando que no es una panacea para todos los problemas socio
culturales. Esta debe combinarse con otras acciones y realizaciones. Bajo esta
perspectiva, el fomento de la interculturalidad debe ir acompañado de acciones
encaminadas a superar las causas que dieron origen al conflicto armado interno, como
son la alta exclusión del modelo del Estado guatemalteco, la intolerancia y la
discriminación de los grupos, que históricamente han ostentado el poder económico y
político del país; así como los agudos niveles de miseria, extrema pobreza,
analfabetismo, morbilidad, mortalidad, desempleo y sub empleo que vive el 65% de la
población guatemalteca.

Sin embargo, el panorama no es el mismo en todos los países; por ejemplo en


España, Hernández (s.f.) señala que la política cultural de los estados democráticos,
va con retraso, por ser más recientes históricamente, en la adopción de las decisiones
fundamentales sobre su planificación y gestión. Por ello hay necesidad de otorgar a la
cultura un carácter estratégico entre las políticas públicas que ésta tiña el resto de
planeamientos y no al revés - como principal agente de cambio y transformación
social. Plantea que se necesita, una nueva política cultural activa, que actúe en
distintas direcciones: abriendo procesos de reflexión colectiva para definir prioridades
propias y para orientar a otros agentes culturales; buscando la concertación y la
complementariedad entre los distintos actores del sector cultural; corrigiendo las
tendencias no deseables del mercado, asegurando los valores culturales que éste no
considera rentables; promoviendo la vertebración cultural de los territorios y la
cohesión social.

Por su parte, Giroux (2002) señala que la crisis actual de la política cultural y de la
cultura política a la que se enfrenta Estados Unidos, está estrechamente ligada a la
desaparición de lo social como categoría constitutiva para expandir las identidades
democráticas, las prácticas sociales y las esferas públicas. En este caso, no se trata
tanto de que se esté borrando la memoria, de que se está reconstruyendo en
circunstancias de deterioro de los foros públicos, en los que se realizan debates
serios. La crisis de la memoria y de lo social está empeorada por la deserción del
Estado de su cargo de guardián de la fe pública y su creciente falta de inversiones en
los sectores de la vida social que promueven el bien del pueblo. Además, la crisis de lo
social se agrava aún mas, en parte, ante la falta de voluntad por parte de muchos
liberales y conservadores de reconocer la importancia de la educación formal e
informal como fuerza para estimular la participación crítica en la vida cívica y de la
pedagogía como práctica cultural, política y moral crucial para conectar la política, el
poder y los sujetos sociales con los procesos formativos mas amplios que constituyen
la vida pública democrática.

Por su parte, la UNESCO y la Organización de Estados Americanos para la educación,


la ciencia y la cultura, plantean dos ejes fundamentales: el respeto a las culturas
nacionales, lo que internamente se ha traducido en el respeto a la pluralidad o
diversidad cultural; y la idea a la que no se le ha dado la importancia suficiente, de que
la cultura debe ser un soporte imprescindible del desarrollo (Nivón, 2004). Respecto a
esta segunda posibilidad de entender a la cultura como una fuente fundamental para el
desarrollo, en nuestro país, todavía falta mucho por avanzar. Pero no se trata de un
caso aislado, Fuentes (2002) señala que nuestra extraordinaria continuidad
latinoamericana no ha encontrado aún, plenamente, continuidad política y económica
comparables.

Por otro lado, Rey (2003) señala líneas de trabajo en torno a este tema: la promoción
de la diversidad cultural, las relaciones entre cultura y equidad, la importancia de la
cultura para los procesos de desarrollo económico y el fortalecimiento de las
instituciones democráticas.

Caetano (2003) plantea que las políticas culturales deben pensarse en tanto políticas
sociales. De esta manera, así entendidas y diseñadas se organizan como una variable
importante en el desarrollo de cualquier sociedad.
Al respecto, hay necesidad en nuestro contexto de considerar a la cultura y a la
política cultural como variables interconectadas e importantes de reconocer en todo
discurso sobre desarrollo nacional.

Caetano (2003) señala que hay que trabajar en torno a algunos temas referidos a la
política cultural en Latinoamérica: en primer lugar, la necesidad de realizar estudios
con una base empírica respecto a los temas de cultura. En segundo lugar, en los
intentos por intervenir hace falta trabajar desde una perspectiva acumulativa,
pensando en el mediano y largo plazo, lo cual implica, aceptar la existencia de
estudios previos. En tercer lugar, plantea que hay necesidad de generar políticas
culturales activas, con impulsos reformadores con una fuerte reivindicación del espacio
de la política. Finalmente, sugiere la necesidad de trabajar poniendo énfasis en la
flexibilidad e innovación.

Quizás, una gran responsabilidad de esta falta de tratamiento del tema de política
cultural, es el que no se considere la real envergadura que tiene el término derecho
cultural.

Achugar (2003), plantea que los derechos culturales suelen calificarse como una
categoría subdesarrollada en comparación con los derechos humanos. En un sentido
similar, la misma declaración de la Conferencia Intergubernamental sobre políticas
culturales ya había señalado en 1998 que la noción de derechos culturales tiene cada
día más peso de los que son los derechos humanos, pero aún no ha alcanzado igual
importancia en los programas políticos.

Es así como deberíamos aceptar que nuestras sociedades latinoamericanas son


multiculturales, en donde hay necesidad de distinguir dos aspectos: en primer lugar, el
derecho a la participación; y en segundo lugar, el derecho a la propia identidad
cultural. Tal como lo señala Achugar (2003) lo primero significa que el objetivo es que
todos seamos iguales y en el segundo, lo importante es la diferencia.

Nos podemos dar cuenta que aún falta mucho por trabajar en torno a este tema de
gran envergadura, la identidad cultural y su relación con la política cultural, en donde
deberían reflejarse los derechos culturales, respetando los elementos materiales y no
materiales al interior de cada cultura; así como también las diferencias entre una
cultura y otra. Diferencias que en muchos casos, nos llevan a discriminar y en otros
casos hasta humillar a aquellos que consideramos diferentes en relación a su
procedencia cultural.

Hablar de cultura, implica tener presente el tema interculturalidad, considerándola


como un proceso a partir del cual se establecen los contactos, la mutua influencia y la
interacción entre los miembros de diferentes culturas. Sin embargo, en la mayoría de
los casos, estas relaciones no se dan en un plano de igualdad, sino en un sentido
vertical, en donde el poder y la dominación de una cultura sobre otra marcan las
diferencias. Ahora bien, aceptar a nivel práctico y cotidiano la interculturalidad, implica
reconocer las diversas Interinfluencias y valorarlas, siendo ello fundamental para la
construcción de una sociedad democrática, ya que los actores sociales que lo acepten
asumirían el reconocerse, comprenderse, aceptarse y valorarse mutuamente con el
objetivo de trabajar cohesionadamente en un proyecto político nacional a mediano y
largo plazo.

Según Alvarado, (2002) la construcción de una sociedad intercultural implica un


proyecto político que permita establecer un diálogo entre culturas. Este diálogo debe
partir de la aceptación de la propia identidad y de la autoestima.
Fuller (2002) plantea que es necesario diferenciar la interculturalidad como situación
de hecho de la interculturalidad como principio normativo. El primer caso expresa el
dato concreto de que en la mayoría de las naciones-Estado coexisten culturas
diferentes, que pueden convivir armónicamente o, como es el caso de gran parte de
América Latina, pueden rechazarse y discriminarse. El segundo se refiere a una
propuesta éticopolítica que busca perfeccionar el concepto de ciudadanía con el fin de
añadir a los derechos ya consagrados de libertad e igualdad ante la ley, el de
reconocimiento de los derechos culturales de los pueblos, culturas y grupos étnicos
que conviven dentro de las fronteras de las naciones-Estado.

Para el primer caso, supone la posibilidad de generar espacios para que cada cultura
tenga la posibilidad de ejercer sus derechos culturales, transmitiendo sus saberes,
tradiciones y prácticas culturales. Zúñiga & Ansión (1997) plantean que se trata de
asumir positivamente la diversidad cultural, de generar formas y canales para entablar
un diálogo horizontal que permita reconocer las influencias mutuas en el espacio de
convivencia y aceptar que el intercambio cultural es un proceso abierto que genera
constantemente nuevas formas de expresión y organización. (Citado por Fuller, 2002).

En cuanto a la noción de ciudadanía, muchos estudiosos coinciden en señalar que es


posible construir un sistema político en el que los derechos individuales y sociales
estén garantizados. Sin embargo, podemos señalar que en la práctica cotidiana sería
muy difícil de lograr, ya que como sabemos muchas naciones Estado se construyeron
sobre la base de las diferencias, lo cual ha generado enfrentamiento, conflicto y
discriminación entre ellos.

CONCLUSIÓN

Al respecto es importante tener presente que para construir un Proyecto Político


Nacional, resulta fundamental, considerar los siguientes aspectos: la identidad cultural,
la interculturalidad y pluriculturalidad. Todo ello resumido en una política cultural, que
sea realmente un componente vital para el desarrollo de nuestro país. Lo cual implica
aceptar la importancia de la cultura en el proceso de desarrollo económico nacional. A
partir de allí, se podrían generar políticas culturales activas, que hagan posible el
fortalecimiento de nuestras instituciones democráticas.

En este proyecto, se tendría que considerar también, la participación de los actores de


nuestras diferentes realidades sociales, a partir de la creación de una instancia
pública, encargada de conducir una política cultural y científica en el Perú.

Los poderes del Estado tienen que asumir una función activa y proactiva, de tal
manera que se respeten los derechos culturales, promoviendo el principio de igualdad,
principalmente para aquellos grupos que se encuentran en las zonas alejadas y en las
zonas limítrofes; fortaleciendo la democracia participativa, permitiendo que aquellas
poblaciones que se encuentran dentro de una situación de extrema pobreza tengan la
posibilidad de dar a conocer sus planteamientos; haciendo posible la conservación de
nuestros productos culturales, tanto materiales como no materiales, ello considerando
las consecuencias no solo favorables, sino negativas y perversas de la globalización;
dotando a las instituciones públicas de recursos humanos especializados para
implementar y ejecutar planes y programas orientados para este fin. Sólo así,
podríamos hablar de un verdadero desarrollo, valorando, respetando y avanzando a
partir del respeto de nuestras diferencias, pero asumiendo a la vez, que somos parte
de una misma nación.
REFERENCIAS

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Recibido: 21 de junio de 2006


Revisado: 9 de octubre de 2006
Aceptado: 13 octubrede 2006

Identidad nacional e identidades múltiples


Patricia Correa Arangoitia
Ciudadana constructora

La búsqueda de una identidad nacional peruana ha sido la gran aspiración que


políticos, caudillos e intelectuales han buscado para el país, desde la propuesta criolla
hasta el indigenismo más extremo. ¿Qué somos?, ¿cómo somos?, ¿qué nos identifica
como peruanos? Esta búsqueda, en pleno siglo XXI, continúa sin resultados que
satisfagan las expectativas latentes de identidad nacional, pese a que contamos con
mayores elementos de juicio que contribuyen a comprender y perfilar mejor nuestra
identidad.

En el Perú existe una tendencia a marcar y subrayar las diferencias culturales y


raciales, en contraposición al hecho que posibilitó la construcción de nuestra historia
nacional mestiza y para el que, desde el enfoque cultural e identitario, resulta difícil
encontrar un “término” que involucre y explique ese mestizaje.

Sobre la primera tendencia, es preciso señalar que está fundamentada en verdades de


perogrullo. Así, el Perú es cuna de múltiples culturas como la quechua y aymará, cuya
cosmovisión es distinta a la afroperuana, shipiba o aguaruna, también peruanas, y las
de éstas disímiles a la costeña o a la netamente occidental. En nuestro país existe una
apología a la diversidad cultural e identitaria, que subraya las diferencias de origen y
que tiene un prurito racial y cultural muy fuerte. Por ello, no es extraño que
escuchemos contraponer culturas, como la cultura indígena vs. la occidental, o
considerar a la nación aymará como algo distinto y antagónico a las otras culturas.
Siendo así, resulta difícil converger en una identidad nacional que vertebre todas las
manifestaciones del ser nacional. Es bueno precisar que no se trata de sumar la
diversidad cultural e identitaria existente en el Perú y tener como resultado una nación
supuestamente cohesionada.

Por otro lado, en el Perú encontramos nuevos procesos de expresión cultural e


identitaria que van mas allá de las diferencias existentes; procesos culturales que
empiezan a darle nuevos rostros y formas a eso que llamamos peruanidad. Desde el
siglo pasado se empezó a vislumbrar señales de ello. Los pobladores andinos no solo
han poblado físicamente las grandes y pequeñas ciudades de la costa. Son sus
rostros, vivencias y expresiones culturales los que han dado lugar a un mestizaje que,
a las claras, pinta de cuerpo entero la realidad que se avizora: un país con
perspectivas históricas que sintonizan con las aspiraciones de todos los peruanos y
que se expresa en un término que aún tiene cierto lastre despectivo, pero que ahora
cobra valoración social y económica: “lo cholo”. Término peyorativo –como lo sigue
siendo la expresión “serrano” o “indio”– que pone al desnudo un racismo aun insistente
en algunos sectores de la sociedad peruana.

Al respecto el testimonio de José María Arguedas, describiendo al Perú de los años 20


del pasado siglo, es ilustrativo:
“(…) un ‘serrano’ era inmediatamente reconocido y mirado con curiosidad o desdén;
eran observados como gente bastante extraña y desconocida, no como ciudadanos o
compatriotas. En la mayoría de los pueblos pequeños andinos no se conocía siquiera
el significado de la palabra Perú. Los analfabetos se quitaban el sombrero cuando era
izada la bandera, como ante un símbolo que debía respetarse por causas misteriosas,
pues un faltamiento hacia él podría traer consecuencias devastadoras. ¿Era un país
aquél que conocí en la infancia y aún en la adolescencia? Sí, lo era. Y tan cautivante
como el actual. NO era una nación” [1].

Esta descripción de Arguedas grafica con mucha claridad el desprecio racial incubado
en el corazón y en la cabeza de muchos peruanos. No hemos terminado de construir
nuestra nación y esto no será posible en tanto exista ese tipo de actitudes excluyentes.
Sin embargo, hoy es evidente que el contexto social ha variado en algo. Los
pobladores llamados andinos, amazónicos, etc., han encontrado canales alternos de
expresión más allá de la música o el arte, y participan cada vez en ámbitos como el
empresarial llamado “emergente”.

En este contexto, a tono con las visiones antes reseñadas, existen dos posibilidades
que permita cohesionar a un país desmembrado. La primera es que sigamos solo
apostando por fortalecer identidades regionales en un país que aún no termina por
sentirse una nación. Tal postura es una visión errada de la multiculturalidad, ya que
solo afirma diferencias pero que no tiende puentes para reconocer puntos en común,
dejando de lado la posibilidad de construir un proyecto de país.

Otra posibilidad es ir dándole forma a ese proceso que recorre el país de un extremo a
otro y que tiene distintas formas de expresión; eso que podemos llamar la nueva
peruanidad, que da cuenta de cómo el andino y el amazónico que migraron a la ciudad
no se separan social ni culturalmente de aquellos que se quedaron en su lugar, no
obstante los elementos de la modernidad que trastocaron su vida, sea la ciudad, la
radio, la televisión, el Internet, entre otros, que deben ser utilizados también como
parte de esa construcción.

¿Es posible entonces hablar de una identidad nacional chola en un país multicultural y
diverso como el nuestro? Al respecto, no se trata de soslayar y dejar de lado la riqueza
de la diversidad de culturas peruanas, sin embargo, es innegable el sincretismo de la
cosmovisión andina con la occidental. Y es que el Perú de hoy se ha forjado a partir de
esa fusión andino-occidental. Obviamente, lo que a esta cultura aporta la cosmovisión
andina es invalorable, si bien la modernidad tiene factores más dinámicos; hay
elementos andinos que son sellos de la cultura peruana y nos hacen diferentes a las
otras, por lo que el sistema educativo debería recogerlos y expresarlos, el sistema
político atenderlos y el social recrearlos en nuestra integración nacional e inserción en
la comunidad mundial.

La posibilidad de afirmarnos como nación es una decisión colectiva y también


individual. Se trata de reconocer que hay elementos en común, más allá del territorio y
nuestra diversidad. Solo podremos afirmar esta nación si asumimos que nuestro
proceso de construcción cultural es parte de un proyecto común y que el término
“cholo”, que sirvió para discriminar, para diferenciarse con el otro y excluirlo, en la
actualidad es expresión de una peruanidad plena de pujanza, esfuerzo, trabajo, arte,
cultura, creatividad, etc. Efectivamente, esa mayoría que estuvo al margen del sueño
republicano hoy empieza a tener protagonismo y la posibilidad de expresar la identidad
peruana: “la chola”, termino que no zanja, sino que abre posibilidades para afirmar la
construcción de la nación peruana y de nuestra identidad humana, que nos haga
ciudadanos del mundo.

[1] Arguedas, José María. Perú vivo. Ed. Juan Mejía, Lima, 1966, p.12. Citado en:
Sanders, Karen. Nación y Tradición. Cinco discursos en torno a la nación peruana,
1885-1935. Fondo de Cultura Económica - Pontificia Universidad Católica del Perú,
Lima, 1997, p. 182

Publicado por Poder Cholo en 18:33

2 comentarios:

Jimmy Castro dijo...

Hago llegar mi saludo a la iniciativa unificadora y aunque estoy de acuerdo con la


mayoría de lo vertido en cada uno de los ensayos, Debo mencionar que discrepo en el
punto de que solo los peruanos somos cholos ya que una colombiana (de Nariño) me
ha demostrado que se siente chola y que todos los que descendemos de la Cultura del
Tawantinsuyo lo somos, ya que descendemos de las mismas raíces culturales… Esta
blanquiñoza señorita hizo un viaje desde su provincia a la Capital del Cuzco, como si
se tratara de un peregrinaje a la meca de nuestra cultura; del mismo modo, pude
constatar que yo que crecí en Huancavelica, compartía con ella muchos aspectos
culturales y costumbres ya olvidadas o nunca aceptadas en nuestra capital.
Apoyo sus ideas por que ya va siendo hora de que los colegios y escuelas dejen de
enseñar a odiar… no podemos seguir odiando a la otra mitad de nuestro tronco
familiar, es enfermizo… ¿porqué ocultarlo? Somos descendientes de europeos y de
andinos y esa es la única realidad… si buscamos la unidad de nuestros pueblos, no
podemos dejar de lado ninguna de nuestras dos grandes raíces,no podemos dejar ni
una gota de nuestra sangre fuera de ella.

Saludos orgullosamente cholos por la unidad de una latinoamerica andina y a seguir


creando conciencia.

6 de agosto de 2007, 21:35

La musa de barrio dijo...

Muy bueno el artículo, sin embargo, encuentro muchos párrafos iguales a este:
http://www.monografias.com/trabajos98/la-identidad-nacional/la-identidad-
nacional.shtml

Sería bueno que use las citas. sin embargo la iniciativa de crear una conciencia
colectiva de la identidad peruana como pluricultural y enriquecida por todas es genial.
Gran aporte.

13 de octubre de 2014, 14:48

Alumnos de 6 de cada 10 colegios lidian con golpes, amenazas y robos

El MEP reportó 44.000 situaciones violentas en centros educativos, de esas 20.421 fueron
en colegios.

Por: Daniela Cerdas E.. 28 enero


La mayoría de las agresiones que se dan en los colegios son de tipo verbal. seguido
de la violencia física.
Los fuertes golpes que se propinaban dos alumnas del CTP de Pacayas, en Cartago,
en plena vía pública, hicieron que su director Mario González saliera despavorido de
su oficina a intentar calmar la situación: una alumna agarró la cabeza de la otra y la
golpeó contra el pavimento en medio de la riña.

Al llegar el director, las dos ya se habían calmado, la que recibió el golpe en la cabeza
estaba consciente. La Fuerza Pública y la Cruz Roja se hicieron presentes al lugar.
La riña causó que la estudiante que golpeó a la alumna contra el cemento fuera
detenida, expulsada por 20 días del centro educativo y con una denuncia penal por
agresión.

Esto no es un hecho aislado, ya que en seis de cada diez colegios (584) se dan
situaciones de violencia, según estadísticas del 2016, del Ministerio de Educación
Pública (MEP).
Gráfico
En ese año, el Ministerio reportó 42.000 situaciones violentas entre estudiantes y entre
alumnos y docentes. De esas, 20.421 fueron en colegios; 18.951, en las escuelas y
2.628 entre niños de preescolar.

Estas incluyen agresiones de tipo verbal, que es la que más se da (11.754 casos en
2016) y agresión física (2.942 reportes). Sin embargo, también se contempla la
violencia escrita (1.654 casos), robos (1.865), destrucción de materiales (774
incidentes) y otro tipo de agresión como la sexual, psicológica y el ciberbullying.

"Yo he sido director del varios centros educativos grandes. Estas situaciones son
comunes. Dentro de una planta física las relaciones interpersonales son complicadas;
hay gente que se tolera y otra que no. Las agresiones se dan más en sétimo y noveno,
los más grandes casi que no tienen este tipo de conductas. Tenemos todo un
protocolo para actuar de acuerdo al tipo de violencia que se presente", contó
González, cuyo Colegio Técnico Profesional (CTP) tienen una población de 1.200
alumnos.
Infografía
El MEP trabaja en la prevención para evitar este tipo de situaciones y, cuando se
presentan, se cuentan con protocolos para actuar de acuerdo al tipo de agresión que
se presente.

LEA TAMBIÉN

Profesores cuentan con guías para enfrentar casos de violencia en ‘coles’

A nivel nacional, las direcciones regionales que registraron las mayores cifras
absolutas de casos de violencia durante el curso lectivo 2016 fueron Alajuela (4.323
casos), Heredia (3.328 casos), San José Central (3.113 casos) y San Carlos (3.061
casos). Estas mismas direcciones regionales registraron la mayor cantidad de
agresiones entre estudiantes, entre alumnos y docentes y entre estudiantes y otro
personal.
En 6 de cada 10 colegios se reporta violencia. Foto: Jorge Castillo
Según datos del MEP, por actuar con violencia, 1.925 colegiales fueron expulsados de
los centros educativos en 2016; solo 80 de esas expulsiones fueron de manera
permanente. La violencia también provocó la expulsión de 598 escolares y 18 niños de
preescolar.

El director del Colegio Técnico Profesional de Pacayas también ha tenido que


enfrentar casos de ciberbullying. Contó que un joven de octavo tenía mucha facilidad
para la tecnología, tanta que podía hackear con facilidad las cuentas de redes sociales
de sus compañeros y ponerles en ellas contenidos de tipo sexual. Acostumbraba a
poner en redes el número de teléfono de sus compañeras con insinuaciones sexuales.
Las denuncias contra él eran repetidas.

"Tuvimos que abordar este caso de forma diferente, el muchacho tenía tratamiento
psiquiátrico y no se lo tomaba, eso afectaba su conducta. Acordamos con los padres
que en el centro educativo se le iban a dar las pastillas; él tenía que llegar a cierta hora
a tomárselas, si no llegaba, un funcionario lo buscaba. Con esto la situación mejoró
mucho", dijo el director.

Disminución
A pesar de que la violencia forma parte del curso lectivo, los protocolos del MEP han
permitido que las agresiones en las instituciones educativas se hayan reducido
considerablemente. En 2006 se reportaban 78.403 casos; en 2016 fueron 41.370.
Hubo una reducción del 47,2% en esos años ¿Cómo se logró?

Lilliana Rojas, jefa del departamento de Convivir del MEP, indicó que se han
implementado una serie de programas como Convivir, el Programa Con Vos y Yo me
apunto, que buscan capacitar, asesorar y sensibilizar a la comunidad educativa para
atender estas situaciones.

Igualmente, en los procesos de capacitación que se han dado a nivel nacional sobre
estos programas y la implementación de los protocolos, se hace énfasis en prevenir y
atender de forma articulada con otras instituciones del Estado y no gubernamentales
las agresiones. También las familias están involucradas en este proceso.
"El MEP ha asumido el reto de que los centros educativos sean espacios seguros para
el aprendizaje de una convivencia basada en la equidad y la justicia con un enfoque de
derechos humanos y libres de toda forma de violencia y discriminación. Lo prioritario
para el Ministerio de Educación es trabajar en la prevención de la violencia y
promoción de una cultura de paz", explicó Lilliana Rojas, jefa del departamento de
Convivir del MEP.

Rojas comentó que en todos los protocolos que se aplican de acuerdo al tipo de
violencia que se presente, se debe comunicar la situación a la dirección del centro
educativo, a los familia del estudiante, realizar entrevistas con las partes y con los
testigos, implementar medidas y el seguimiento de esas medidas.

¿En qué casos es que se aplica una expulsión temporal y otra permanente?

Laura Chacón, de la Contraloría de Derechos Estudiantiles del MEP, dijo que "no
existe la expulsión", si no la inasistencia al centro educativo por un tiempo establecido
como medida cautelar mientras se realiza la investigación de lo denunciado; solo es
aplicable en secundaria.

Armas entre los útiles


Entre la violencia en centros educativos también se incluye la portación de algún tipo
de arma dentro de las instalaciones. Este tipo de artefactos han sido encontrados
hasta en los bultos de los niños de preescolar.

En el 2016, se les decomisó un arma blanca a seis menores en las aulas de


preescolar. Conforme aumenta la edad, incrementa la cantidad de armas decomisadas
y el tipo.

LEA TAMBIÉN

Alumnos llevaron 39 armas de fuego y 438 puñales en el 2015

Por ejemplo, en las escuelas se decomisaron 28 armas de fuego y 137 armas blancas.
En fueron 11 y 229, respectivamente.
22/01/2018 La Policía organiza mejengas infantiles en distintas partes de Pavas para
alejar a los menores de las drogas y la violencia. Foto: MSP.
"Prohibido el ingreso de armas a este centro educativo", se lee en un afiche que está
pegado en varios centros educativos, como parte del protocolo de prevención.

Rojas explicó que el MEP también cuenta con un protocolo de actuación en


situaciones de hallazgo, tenencia y uso de armas en los centros educativos.
Para prevenir que los alumnos porten este tipo de artefactos, el MEP, en coordinación
con la Fuerza Pública y el viceministerio de Justicia y Paz, han elaborado materiales
conjuntos e implementación de procesos de capacitación y sensibilización.

Por ejemplo se elaboró la guía “Cole sin armas. Nuestro lugar para convivir”, el cual
consiste en la propuesta de talleres para erradicar las armas en los centros
educativos.

"Este tipo de acciones de alguna manera ayudan a bajar la incidencia de violencia en


los centros educativos", manifestó la funcionaria.

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