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Manuel García-Carpintero

Las palabras,
las ideas
y las cosas
Una presentación
de la filosofía
del lenguaje

EditorialAriel, S.A
Barcelona
Diseño cubierta: Nacho Soriano

l.4 edición: octubre 1996

© 1996: Manuel García-Carpintero

Derechos exclusivos de edición en español


reservados para todo el mundo:
O 1996: Editorial Ariel, S. A.
Córcega, 270 - 08008 Barcelona

ISBN : 84-344-8742-X

Depósito legal: B. 37.004 - 1996

impreso en España
A B egoña
PRÓLOGO

Esta obra ha tenido una larga elaboración. Versiones preliminares de la


mayoría de los capítulos fueron escritas desde 1993 y distribuidas entre mis
colegas y amigos, así como entre parte del alumnado al que va destinada pri­
mariamente (alumnos de los cursos introductorios de Filosofía del Lenguaje en
la facultad de filosofía de la Universidad de Barcelona y de “Lógica y Filoso­
fía del Lenguaje” de la Licenciatura de Lingüística de la misma universidad).
Las sugerencias y comentarios críticos de algunos de ellos han sido incorpo­
radas en la versión que aquí se ofrece, de modo que muchos de sus defectos
iniciales han sido así remediados. Mi agradecimiento a todos ellos no puede ser
más sentido. Leyendo esas versiones anteriores — una vez adquirido el parcial
desapego con que el tiempo y la crítica benevolente nos permiten examinar
retrospectivamente incluso los más queridos productos de nuestro esfuerzo—
soy bien consciente del enorme esfuerzo que hubieron de hacer, y de lo enor­
memente beneficioso que —por encima de todo para mí mismo, pero también
para el lector que se aventure en la obra— ha sido ese esfuerzo. Algunas de las
personas que, según puedo recordar, han contribuido en mayor o menos grado
a que el libro sea mejor de lo que hubiera sido sin su ayuda son: Alicia Ama-
ya, Iratxe Arrieta, Susana Balfegó, Ramón Cirera, Ramón Coletas, Ignacio
Jané, Jordi Fernández, Ramón Jansana, Manuel Pérez Otero, David Pineda,
Luis Pía Vargas, Daniel Quesada, Jorge Romera, María Verdaguer, Ignacio Vica­
rio. José Antonio Diez Calzada tuvo la paciencia de leer detenidamente la penúl­
tima versión del libro, y sus penetrantes críticas y sugerencias dieron lugar a una
versión final muy mejorada. En un lugar aparte debo mencionar, finalmente, a
mi esposa, Begoña Navarrete. También intelectualmente, ella ha sido la mayor
influencia en los pensamientos que conformaron las páginas que siguen; los ha
conocido en casi todas sus edades, y provocó muchas de sus mutaciones. Debo
mencionar finalmente la ayuda financiera que he disfrutado durante el período
de redacción de este texto, en la forma del proyecto de investigación PB93-1049-
C03-01 (subvencionado por la DGICYT, Ministerio de Educación), que me ha
permitido presentar ideas aquí desarrolladas en congresos y reuniones científicas
y ha contribuido de otros modos a la realización del trabajo.
El beneficio de los comentarios y las indicaciones de todos estos lectores
atentos e inteligentes, cada uno de ellos una ejemplificación del lector ideal
que el autor de un texto como este busca, hace que no pueda engañarme sobre
los defectos que aún restan, y me permiten decir con completa sinceridad
— como con un carácter hasta cierto punto formulario suele decirse en estos
casos— que sólo yo soy responsable de ellos. Uno de esos defectos llama la
atención ya en las líneas precedentes (en parte porque han sido escritas expre­
samente con la intención de exagerar el rasgo): uno tras de otro, los lectores
de versiones previas de este trabajo me han hecho notar que su estilo —barro­
co, casi nunca en la variedad conceptista practicada por Tácito o Gracíán, casi
siempre en la variedad verbosa llevada a cimas estéticas por Cicerón y Gón-
gora— dificulta su lectura. Es mi convicción que el estilo literario, en sus ras­
gos más abstractos, es una manifestación del carácter de una persona, tan esen­
cial como el llevar a cabo acciones temerarias pueda serlo de la imprudencia.
Al igual que otros de los rasgos más generales de nuestro carácter, la disposi­
ción a escribir con arreglo a unos patrones más bien que con arreglo a otros,
de entre todos los que como lectores somos capaces de apreciar, nace con
nosotros y no nos abandona desde entonces. Podemos, desde luego, depurar
nuestro estilo; pero no podemos sustituirlo por alguna de las otras alternativas.
El estilo de esta obra es un producto, basto, tosco sin duda, y sin duda exa­
cerbado, de uno de esos espíritus que se guían hasta el paroxismo por la máxi­
ma de Forster. “Only Connect” Las personas así prefieren utilizar términos
más infrecuentes, cuando también sería posible utilizar otros más comunes,
pues de ese modo establecen conexiones más precisas: conectar más precisa­
mente es conectar más, pues las conexiones imprecisas ya están dadas en cual­
quier caso. Prefieren matizar un sustantivo con un epíteto o un verbo con un
adverbio a no hacerlo, por la misma razón; y, por la misma razón también,
escogen una compleja e infrecuente estructura sintáctica de subordinación, a
una más frecuente coordinación. Pues ia coordinación sería compatible tanto
con la existencia como con la no existencia de conexiones que la subordina­
ción establece; o no permitiría establecerlas más que de una manera (al gusto
de la persona que caracterizo) poco elegante. Prefieren también hilvanar su dis­
curso haciendo excursus en los lugares apropiados, para volver después al lugar
inicial, a iterar el elemento del excursus acabada la narración principal (con lo
que la conexión podría perderse). Los caracteres así disfrutan impartiendo (o
recibiendo) cursos académicos de 50 sesiones —y escribiendo (o leyendo)
libros de varios centenares de páginas— hilvanados por un argumento conti­
nuado; un argumento que, por tanto, sólo al final se revela propiamente, y qui­
zás sólo una relectura o el repaso por una memoria en muy buenas condicio­
nes permita apreciar.
Si es verdad que es un rasgo de carácter lo que nos guía al preferir; de
entre obras igualmente excelentes, el estilo de unas al estilo de otras (el inglés
filosófico de Hume y Quine, al de David Lewis; el inglés literario de Jane
Austen o George Eíiiot, ai de Emily Bronte, Charles Dickens o Robert Louis
Stevenson; entre mis contemporáneos, el español de Juan Goytisolo o Rafael
Sánchez Ferlosio al de Antonio Muñoz Molina), y a sentimos impulsados a
imitar uno más que otro en nuestras propias producciones, entonces no tiene
sentido que pida disculpas por él. Puedo, desde luego, pedir disculpas por lo
burdo de mi apropiación del estilo que he descrito; pero sólo puedo pedir tole­
rancia por servirme de él a los lectores con gustos distintos —con caracteres
distintos— . Cuando nos enfrentamos a obras construidas con arreglo al estilo más
opuesto al que caracteriza nuestros propios gustos, podemos tolerarías bien, e
incluso apreciarlas, si exhiben el estilo de manera excelente (a veces nos obliga a
hacerlo, si no nuestra propia inclinación, el reconocimiento del que sabemos dis­
frutan esas obras). Somos mucho menos respetuosos cuando nos enfretamos a
ejemplificaciones no tan distinguidas, y más bastas,, de esas mismas obras.
Puesto que este trabajo pertenece al segundo grupo, ofrezco Jas conside­
raciones precedentes con el fin de solicitar al lector su benevolente tolerancia.
Para ofrecería, basta tener presente en todo momento que las diversas opcio­
nes (e) estilo barroco y el clásico, en este caso) tienen su propio derecho a ocu­
par un lugar bajo el sol, derivado primero de la existencia de personas con unos
y otros gustos, y después de la existencia de obras capaces de satisfacerlos se
manera igualmente sublime. Obras que, a buen seguro, no existirían si la into­
lerancia de algunos acabase con las manifestaciones toscas del estilo que detes­
tan; pues incluso las obras sublimes requirieron, salvo en el caso de unos pocos
privilegiados, muchos ensayos toscos. Los críticos menos tolerantes encontra­
rán que la inclinación al barroquismo traiciona rasgos censurables de carácter:
vanidad, presunción, soberbia...; y quizás tengan razón. Pero lo mismo cabe
decir de la tendencia al clasicismo; el crítico debería tener presente que su
adversario ve en las versiones particularmente toscas del estilo por él aprecia­
do una llanura, una simplicidad y una superficialidad más destestabíes a sus
ojos que la vanidad, la presunción y la soberbia, y que este adversario no está
probablemente menos equivocado que él al creer que estos otros rasgos suelen
darse también conjuntamente con el aprecio del clasicismo.
El partidario del clasicismo se refugiará finalmente, a buen seguro, en con­
sideraciones pragmáticas. En un trabajo como éste, una de cuyas funciones
habría de ser la de servir de manual introductorio a personas que desean o pre­
cisan iniciarse en ía filosofía contemporánea del lenguaje, el clasicismo es lo
indicado. Ciertamente, he tratado de hacer concesiones en este sentido. He
incluido generalmente, al comienzo de los capítulos y de algunas secciones,
esbozos de lo que se incluye en ellas; cuando los argumentos son largos y com­
plejos, he incluido pausas, situando lo expuesto hasta allí en el argumento
general; he incluido, por último, resúmenes al final de algunas secciones y de
todos los capítulos. (Pese a que yo mismo estimo mucho más el modo de com­
posición de los trabajos filosóficos, artículos o libros, en que no se hace nada de
esto, si existe una estructura esbozable o sumariable que una segunda lectura per­
mite al lector esbozarse o resumirse nítidamente a sí mismo; y a que omito leer
con atención esbozos introductorios y resúmenes cuando los encuentro.) Unica­
mente me he resistido a la idea de incluir también “tablas’' o “figuras”, que vari
más allá de lo que mis gustos toleran en un libro de filosofía. -
Pero, en cuanto a la consideración pragmática, me permito hacer notar al
crítico que tampoco aquí son sus consideraciones decisivas. Si la filosofía se
entiende al modo analítico (particularmente si “filosofía analítica” se entiende
como se propondrá en la introducción), entonces está obligada a ser tan clara
como la ciencia. Una introducción a un ámbito de la filosofía debería ser una
introducción a la práctica de una actividad con tal tipo de claridad. Se conclu­
ye de esto, deplorablemente a mi juicio — incluso en ámbitos muy influyentes
en el estado contemporáneo de la comunidad filosófica— , que la filosofía debe
tener el tipo sagital de claridad que caracteriza a la ciencia: en ella, uno abs­
trae un problema específico de todos los demás, y lo trata en gran profundi­
dad: se hace un corte sagital de los problemas. Una introducción a este tipo de
prácticas debería poseer entonces esas mismas características: concentración
absorta en un problema específico, con entera negligencia de lo que sucede con
todo lo demás por conectado que pueda estar con ello. Un estilo clasicista (no
en cuanto a la sintaxis, sino en cuanto a la elección y ordenación del material)
sería en ese caso lo indicado, pragmáticamente, para un libro como éste: pre­
sentar, ciñéndose a ellos, los problemas específicos de la filosofía del lengua­
je tal y como los han tratado, en sus aportaciones más notables, los más signi­
ficativos filósofos analíticos contemporáneos. Esta idea guía (todo sea dicho,
junto -a la presión competitiva que fuerza a los profesionales jóvenes a intentar
publicar de inmediato sus trabajos en revistas de primera línea), creo, el modo
en que se educa a los futuros filósofos en las mejores instituciones del momen­
to (universidades norteamericanas como Princeton, Harvard, Stanford, Comell,
Rutgers o ei M.I.T.).
En mi opinión, hay un grave error aquí (que en este caso perciben correcta­
mente los críticos en ámbitos “continentales’] de la filosofía, “analítica”).. Si bien
es cierto que la filosofía debe poseer también la claridad sagital de la ciencia, su
ámbito específico (sobre cuya naturaleza se ofrece una propuestaa en la intro­
ducción) hace que sea necesaria además una claridad transversal. Los problemas
de la filosofía del lenguaje están esencialmente relacionados con los grandes pro­
blemas filosóficos del pasado, con los problemas epistemológicos y metafísicos.
Ninguna introducción puede ser satisfactoria si omite hacer patente esa relación:
además de un corte sagital, es preciso un corte transversal del estado de la cues­
tión. La filosofía posee una dificultad adicional a la dificultad de la ciencia (cuyo
origen último pretende revelar la propuesta que se hará en la introducción): la
filosofía requiere madurez. Sólo cabe tener buenas ideas sobre un problema filo­
sófico cuando se ha vuelto a él una y otra vez, después de pasar, cada vez, por
eí examen de muchos otros problemas filosóficos. La aproximación a los pro­
blemas filosóficos fundamentales es necesariamente bolista. La simplicidad de
una introducción que omita hacer esto patente será, por consiguiente, una sim­
plicidad esencialmente superficial: será la claridad de quien se las ha arreglado
para no tocar algunos probíemas fundamentales de la materia que presenta, qui­
zás haciéndolo con el arte suficiente para que a un observador no iniciado no se
lo parezca. El barroquismo expositivo de los que siguen la máxima de Forster,
pues, tiene también sus propias virtudes prácticas en este ámbito.
El prólogo de una obra es el único lugar en que su autor puede permitirse
consideraciones personales, y las precedentes ciertamente han tenido un carácter
personal. En sustancia, he dicho que los lectores a que esta obra se dirige (como
acostumbra a decir Juan Goytisolo de las intenciones que animan sus propios
escritos) son aquellos que están bien dispuestos a ser también relectores. Pido a
mis lectores tolerancia; que, si se dicen, “esto podría haberse escrito con frases
más cortas, o con palabras más comunes, o con estructuras de coordinación, y
hubiera ganado en simplicidad” , recuerden primero que el autor no podría real­
mente haberlo escrito como sugieren, y por otro que algunos de nosotros, cuan­
do leemos textos con las características por él deseables, nos decimos “esto
podría haberse escrito con frases más largas, con palabras menos frecuentes, con
una mayor variedad de estructuras de subordinación, y hubiese ganado en rique­
za”. Por último que, si bien nada intelectualmente interesante, estética o teoréti­
camente, es sólo “cuestión de gustos”, recuerden también que unos y otros esti­
los —en último extremo justificados en verdad por ía existencia de seres huma­
nos con diferentes gustos— están igualmente asociados con vicios y con virtu­
des, y arrojan igualmente un saldo práctico que incluye tanto beneficios como
déficit. El lector hará su propio balance en este caso concreto.
Pese a la pretensión de abordar los problemas en profundidad, este libro
no deja de tener un carácter introductorio. Por esa razón,, he limitado al. míni­
mo posible las referencias bibliográficas y el aparato crítico de notas a pie de
página. La presentación está informada por la discusión más reciente en filo­
sofía de la mente y filosofía del lenguaje, como los lectores más “profesiona­
les” advertirán; pero he tratado de que ello no aflore con el aparato usual, para
evitar rémoras molestas a un lector que pretende iniciarse en la materia.
Muchas de las ideas, incluyendo ideas expositivas, provienen de otros autores.
He tratado de dar el debido crédito a todos ellos, pero quiero disculparme aho­
ra por los casos en que, debido al propósito de mantener al mínimo el aparato
crítico, no lo haya hecho. Tampoco he enfatizado las propuestas relativamente
originales; algunas han sido desarrolladas en artículos de investigación ya
publicados en revistas especializadas; otras se exponen aquí por primera vez.
Entre ellas: la distinción entre sistematicidad y contextualidad, y la explicación
de la naturaleza “composicional” o “estructurada” del lenguaje en los capítu­
los í y Víf expuesta previamente en “The Philosophical ímport of Connectio-
nism: A Critical Notice of Andy Clark’s Associative Engines'\ Mind and Lan­
guage 10 (1995), pp. 37.0-401; la teoría de las citas como signos ostensivos del
capítulo II, expuesta previamente en “Ostensive Sígns: Against the Identity
Theory of Quotation”, Journal o f Philosophy, 91 (1994), 253-264; la formula­
ción de la distinción entre intemismo y extemismo en los capítulos ÍIÍ y IV y
del carácter internista de la concepción fregeana de los sentidos, expuesta en
“The Nature of Extemalism”, aún no publicado; el análisis de las disposicio­
nes y de la distinción entre propiedades primarias y secundarias en el capítulo
V; ia teoría de las expresiones referenciales —particularmente de los nombres
propios— como expresiones “reflexivas del ejemplar” en el capítulo Vil, pre­
sentada en “The Frege-MiJJ Tbeory^of^Proper Ñames”, aún no publicado; la
interpretación de la teoría de las constantes lógicas en el Tractatus como expre­
siones cuyo significado es sensible a rasgos semánticos abstractos de las expre­
siones genuinamente referenciales del capítulo IX, expuesta en “The Grounds
for the Model-Theoretic Account of the Lógica! Properties”, Notre Dame Jour­
nal o f Formal Logic, vol. 34, núm. 1, 1993, 107-131, y en “The Model-Theo-
retic Argument: Another Tum of the Screw”, Erkenntnis 33 (1996); la inter­
pretación fenomenalista de los simples del Tractatus en el capítulo X; el aná­
lisis del concepto de lenguaje privado en los capítulos IV y XI; la exposición
de las paradojas de la tesis quineana de la indeterminación del significado y la
referencia en el capítulo XII, presentada en “Disquotationalism in the Face of
the Indeterminacy Thesis’\ aún no publicado; finalmente, las sugerencias res­
pecto de la naturaleza del carácter “descitativo” o “desentrecomillador” de la
verdad en los capítulos X y XII, desarrolladas en “What Is a Tarskian Theory
of Truth?”, Philosophical Studies, 82 (1996), pp. 113-144 y en otros trabajos
pendientes de publicación.
Con la única excepción de las citas de las Investigaciones filosóficas, las
traducciones que ofrezco son mías. Ai menos en cinco ocasiones (algunas se
indican en el texto) encontré, al pretender citar una traducción ya existente,
errores graves, que tergiversaban el sentido del texto de manera sustancial. El
ámbito de las traducciones, al menos de las de textos filosóficos, es uno.de los
muchos en los que nuestra cultura tiene aún mucho que mejorar.
Los temas que se exponen en este trabajo son aquellos sobre los que he
venido reflexionando desde que me introduje en la filosofía. Cualquier valor
que pueda encontrarse en el modo en que aquí se abordan se debe, primero, a
quienes me introdujeron a ellos, Juan José Acero y Daniel Quesada; después,
a Calixto Badesa, Enrique Casanovas, Ramón Cirera, Ramón Jansana e Igna­
cio Jané, las personas que han creado en el departamento de Lógica, Historia
y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona un ambiente de tra­
bajo serio y concienzudo y la práctica del escrutinio crítico por colegas bene­
volentes, pero rigurosos, que hace impensable la confusión y esa nuestra tan
habitual aventurada improvisación.
INTRODUCCIÓN

Desde un punto de vista tanto teórico como técnico, el siglo xx ha produ­


cido indudables avances en nuestra comprensión del mundo que nos rodea.
Resulta notable, sin embargo, lo pequeño que en comparación queda nuestro
conocimiento de lo que, por otra parte, nos parece perfectamente familiar y
apenas necesitado de estudio. Disponemos del enorme caudal de conocimien­
tos teóricos y técnicos necesario para enviar un hombre a la Luna, y sabemos
también construir complejísimas máquinas que hacen por nosotros, con mucha
mayor precisión y rapidez, los cálculos requeridos para ello. Sin embargo, no
sólo no sabemos cómo construir una máquina que sea capaz de entender los
diálogos más cotidianos que intercambian dos conocidos cuando se encuentran,
ni participar apropiadamente en tales intercambios; la verdad es que ni siquie­
ra sabemos cómo enunciar, de un modo suficientemente claro, de qué habría­
mos de dotar a una máquina así. Sabemos hablar, y entender lo que nos dicen,
por descontado; adquirimos ese conocimiento con mucha mayor facilidad de
lo que adquirimos conocimientos como los antes descritos, y lo preservamos
también sin ningún esfuerzo a lo largo del tiempo. Pero cuestionamos cómo
expresaríamos eso tan cotidiano que sabemos, eso que hemos adquirido con
tanta facilidad, basta para sumimos en la perplejidad.
La filosofía “analítica” — también un fenómeno del siglo xx— se ha ocupa­
do predominantemente de aliviar esa perplejidad. La filosofía no es una mate­
ria de la que quepa esperar una respuesta precisa a inquietudes como las que
se acaban de formular. Difícilmente cabe esperar acuerdo entre sus practican­
tes respecto a cuáles hayan de ser las respuestas a las preguntas que desearían
responder —a veces ni siquiera existe el acuerdo sobre qué preguntas sea impor­
tante responder. Ya para comenzar, no existe acuerdo entre los filósofos que se
reconocerían a sí mismos como practicantes de la filosofía analítica respecto de
si el término se aplica propiamente sólo a filósofos que comparten un cierto; con­
junto sustantivo de ideas. Se aplica, sin duda, a filósofos que reconocen los temas
que este libro persigue presentar de manera introductoria, así como las pro­
puestas sobre los mismos que en él se discuten, como el bagaje imprescindi­
ble para la reflexión sobre nuevas propuestas que ayuden a avanzar la discu-
sión. Filósofos, en otras palabras, que reconocen en las grandes obras de Fre-
ge, Russell y Wittgenstein ejemplos paradigmáticos de un nuevo modo de
abordar los problemas tradicionales de la filosofía. Si bien el conocimiento de
las grandes aportaciones de la tradición analítica a nuestra comprensión del
lenguaje nos ha de dejar aún a una gran distancia de vislumbrar respuestas a
preguntas como las anteriores, sí están esas aportaciones en condiciones de
delinear de manera precisa los contornos de los problemas, de delimitar el
alcance de nuestra ignorancia. La familiarización con la filosofía contemporá­
nea del lenguaje, por consiguiente, habría de resultar de interés no sólo para
los interesados en la filosofía, sino también para todos aquellos que, desde
cualquiera de las muchas perspectivas en que se aborda el lenguaje, desearían
alcanzar una mejor comprensión teórica de su naturaleza.
Michael Dummett —uno de los más importantes filósofos contemporáneos
en esta tradición— ha defendido con gran pe^ettadÓTHa^esisde que existe un
conjunto sustantivo de ideas distintivas de kvfconcepción analíticaMe la filosofía.
La idea sustantiva central es, según Du mmktrlgnte s is T ^ t a r ^ ^
guaje sobre ei pensamiento. Los filósofos del pasado pensaron que el lengua-
je es un fenómeno sin excesivo interés filosófico en sí mismo. Un lenguaje no
sería nada más que un medio arbitrario para hacer perceptibles nuestros pen~
samientos: nuestros juicios, nuestros deseos, nuestras emociones, nuestras
dudas* etc.,..con el fin de hacerlos accesibles a los demás; o, simplemente, con
el de ayudamos a recordarlos nosotros mismos después. Los grandes proble­
mas filosóficos (la naturaleza y los límites del conocimiento humano; el carác­
ter de la realidad “externa”, por relación a la cual evaluamos lá corrección o
incorrección de nuestras concepciones, la satisfacción o no de nuestros desig­
nios) eran pues planteados directamente a propósito del pensamiento, hacien­
do caso omiso de ese intermediario prescindible, el lenguaje mediante el que
los expresamos. Por contra, la filosofía analítica se caracteriza, según Dum­
mett, por defender la —quizás intuitivamente paradójica— tesis contraria. Filó­
sofos como el Wittgenstein de las Investigaciones, Quine, Sellars, Davidson o
el propio Dummett han sostenido, en efecto, que estrictamente hablando sólo
, piensa quien habla. El contenido de los pensamientos de alguien se identifica
con el significado que cabe atribuir a las palabras mediante las que los expre­
saría, en función de la comunidad lingüística a la que pertenezca (o, en el caso
de Davidson, en función de lo que aventuraría al respecto un hermeneuta cua­
lificado). Estrictamente hablando, los seres que no hablan (los animales o los
niños pequeños) no piensan; cuando nos referimos a ellos como si lo hicieran,
estamos llevando a cabo una proyección ilegítima, o arbitraria.
Esta concepción tiene en su favor que proporciona un fundamento claro a
lo que un observador extemo aprecia inmediatamente como lo más caracterís­
tico de ese nuevo modo de abordar los viejos problemas practicado por ios filó­
sofos analíticos desde Frege, Russell y Wittgenstein; a saber, el papel que
desempeña la filosofía del lenguaje como la materia filosófica fundamental; el
lugar donde deben plantearse, propiamente hablando, las cuestiones funda­
mentales de la disciplina. La tesis de Dummett acuerda bien con la práctica
analítica de plantear los grandes problemas filosóficos como problemas lin­
güísticos. Sin embargo, tal y como está enunciada esa tesis parece poco plau­
sible, pues deja fuera de la tradición analítica ni más ni menos que a sus padres
fundadores (Frege, Russell y el Wittgenstein del Tractatus), además de a
muchos filósofos analíticos contemporáneos (este último es seguramente un
efecto buscado por Dummett).
A mi juicio, existe una descripción más débil de la característica distinti­
va de la filosofía, tal y como se entiende en el ámbito analítico, que se adecúa
mejor a la práctica de esta tradición y recoge aún el distintivo enfásis que en
ella se pone en la comprensión del lenguaje y en la enunciación de los pro­
blemas filosóficos como problemas lingüísticos. Pese a ser más débil, la des­
cripción es aún susceptible de provocar controversia: muchosfilósofos que, uti­
lizando criterios puramente sociológicos (tales cómo qué revistas leen y en
cuáles publican, qué conceptos y conocimientos se presuponen en sus trabajos,
a qué autores citan frecuentemente) contarían como “analíticos”, no se reco­
nocerán a buen seguro en la misma. A cambio, la concepción es interesante.
Las que algunos ofrecen, llevados quizás por la desesperación que produce no
dar con una caracterización no sociológica que sea aceptable por todos, no lo
son; estas caracterizaciones suelen tener como consecuencia que cualquier filó­
sofo que ofrezca argumentativamente justificaciones inteligibles para las tesis
que defiende, comenzando por Platón y Aristóteles, sea analítico. Por lo
demás, la corrección de la concepción no depende de que losr que practican la
actividad descrita se reconozcan en ella, sino de que su práctica misma quede
en efecto bien caracterizada así.
De acuerdo con esta propuesta, la práctica de la filosofía analítica no se
distingue por presuponer la tesis sustantiva de ¡a prioridad del lenguaje sobre
el pensamiento, sino más bien una tesis metodológica análoga: la prioridad
filosófica del estudio del lenguaje, yódelos conceptoslaTyiíom o se expresan
en ei lenguaje, sobre el estudio de los pensamientos. La filosofía, en esta con­
cepción, es una actividad intelectual teórica, coincidente con la lexicografía en
particular y con la semántica de los lenguajes naturales en general en sus méto­
dos y en su objetivo: la investigación del significado de las expresiones lin­
güísticas. La diferencia con estas disciplinas es doble. En primer lugar, el
ámbito de la filosofía es más restringido: a la actividad filosófica interesa sólo
el estudio de los significados de ciertas expresiones, a propósito de las cuales
la tradición filosófica viene planteando (desde los presocráticos) genumos pro­
blemas teóricos: términos tales como ‘saber’ y ‘opinión’; 'objetivo’ y "subje­
tivo'; 'causa’; ‘realidad’ y ‘apariencia’; ‘mente’ y ‘cuerpo’, etc. De este modo,
la filosofía sería, si acaso, una parte propia de la lexicografía o la semántica./
Pero no cabe en rigor hablar de inclusión, como consecuencia de la segunda
diferencia; pues las explicaciones que la filosofía pretende, ofrecer al elucidar
los significados de palabras como las mencionadas (o, como diremos alterna­
tivamente, al elucidar los conceptos expresados por estas palabras) no_son
meramente descriptivas (como ocurre en ei c^so de l ^ e m ^ i c a ) , sino críti-
cas, regulativas. La actividad filosófica se arroga a sí misma la capacidad de
corregir el uso que hacemos comúnmente de expresiones como las anteriores.
En lo que resta de esta introducción trataré de clarificar esta propuesta, y de
replicar a las objeciones más obvias que a buen seguro habrá suscitado ya en
el lector.
Comenzaré explicando qué es una actividad intelectual teórica. Con este
concepto pretendo hacer un contraste entre actividades intelectuales, como la
ingeniería, el arte, la moral o el derecho, cuyo objetivo prioritario no es teóri­
co, sino práctico, y otras, de las que ]a ciencia constituye el paradigma, cuyo
objetivo prioritario es puramente teórico. De manera consistente con la pro­
puesta que estoy defendiendo — dado que explicar qué es la filosofía es una
tarea en sí misma filosófica— 1 trazaré la distinción entre lo teórico y lo prác­
tico en términos lingüísticos, o conceptuales. Los usuarios competentes del
español apreciamos una diferencia clara entre una oración en indicativo como
‘Víctor cierra la puerta’ y una en imperativo como ‘¡Víctor, cierra la puerta!’.
La primera se utiliza típicamente para aseverar algo, o para expresar una .opi­
nión, una conjetura, una convicción, etc. La segunda se utiliza en cambio para
instar a la acción. Sólo por analogía con estos ejemplos, seríamos capaces de
clasificar muchas de las prácticas que llevamos a cabo mediante expresiones
lingüísticas, y muchos de nuestros pensamientos (tanto si los expresamos lin­
güísticamente como si no) en dos grupos, el de las actividades representado-
nales doxásticas, al que pertenecen las que llevamos a cabo típicamente con
oraciones en imperativo como ‘Víctor cierra la puerta', y el de las actividades
representacionales conativas, ai que pertenecen las que llevamos a cabo típi­
camente con oraciones en imperativo como ‘¡Víctor, cierra la p u e rta(\S in una
definición expresa, es seguro que en muchos casos tendríamos dudas (¿dónde
pondríamos lo que hacemos típicamente mediante interjecciones como ‘¡ay!’,
o saludos como ‘¡buenos díasí,?). Sin embargo, me aventuro a conjeturar que
los usuarios del español produciríamos clasificaciones suficientemente coinci-
dentes: en eí primer grupo estarían las opiniones, los juicios, las creencias, las
convicciones, las imaginaciones, las expectativas (y las manifestaciones lin­
güísticas de todas estas actividades mentales), así como las constataciones, ase­
veraciones, etc.; en el segundo, los deseos, las intenciones (y sus manifestacio­
nes lingüísticas), así como las solicitudes, los requerimientos, los mandatos, etc.
Considero teóricas a las empresas intelectuales que se centran prioritaria­
mente en actividades representacionales doxásticas; considero prácticas a las
que no lo hacen así, sino que los objetivos que las caracterizan conciernen
esencialmente a actividades representacionales conativas. El arte busca crear
objetos que, quizás por producir en los seres humanos un placer estético (el
placer que producen en los seres humanos las imágenes coloreadas dispuestas
de ciertos modos, los sonidos de ciertos tipos dispuestos estructuralmente de

l. “Pudiera pensarse: si la filosofía habla del uso de la palabra 'filosofía’ , entonces tiene que haber una filo-
oíia de segundo orden. Pero no es así; sino que el caso se corresponde con el de la ortografía, que también tiene que
er con las palabra ‘ortografía’ sin ser en tal caso una ortografía de segundo orden." L. W ittgenstein, investigaciones
ilosóficüs, § 121.
ciertos modos, las narraciones de cierto tipo, etc.) sean recomendables; es decir;
que nos insten a verlos, oídos, leerlos, etc. Es esencial a ¡a actividad artístida
el buscar producir objetos que, potencialmente, nos insten de este modo a la
acción: a verlos, oírlos o leerlos. La moral y el derecho persiguen enunciar nor­
mas públicas o privadas con arreglo a las cuales sea apropiado formar las inten­
ciones que rigen nuestras acciones. La ingeniería busca producir objetos útiles
para ayudamos a realizar determinados proyectos, designios, etc. Es, de nue­
vo, esencial a lo que hacen quienes practican estas actividades que sus resul­
tados sean sensibles a las intenciones, deseos, etc., de seres como nosotros. Por
otro lado, la realización de los objetivos de las actividades teóricas puede cier­
tamente tener (y usualmente tiene) consecuencias prácticas; estas consecuen­
cias guian además las decisiones privadas y públicas sobre a cuáles de ellas
dedicar tiempo y recursos. Pero tales consecuencias son sólo efectos sobrevi-
nientes a la actividad misma, no los objetivos que las caracterizan.2
¿Cuáles son esos objetivos? Lo expondré, de nuevo, en términos lingüís­
ticos; para facilitar la comprensión ilustraré mis observaciones con dos ejem­
plos. Los ejemplos provienen de la práctica que he declarado paradigmática de
las actividades intelectuales teóricas, la ciencia; con el fin de que resulten real­
mente ilustrativos, los ejemplos (la teoría genética de Mendel y la mecánica
celeste de Copémico) conciernen a conocimientos que forman parte ya del
bagaje cultural de cualquier posible lector de estas páginas.
Las actividades intelectuales teóricas se caracterizan por buscar explica­
ciones conceptualmente aumentativas que solucionen problemas planteados a
propósito de un cuerpo de conocimientos cognoscitivamente independiente de
las soluciones, cualesquiera que éstas puedan ser. Consideremos el caso de la
mecánica celeste copemicana, para ilustrar los conceptos que se utilizan en esta
caracterización.3 La percepción visual nos informa de diversos hechos sobre
los movimientos aparentes, relativos al lugar que nosotros ocupamos, de obje­
tos luminosos en eí firmamento visible. Los hechos son, básicamente, de tres
tipos. En primer lugar, el movimiento diurno aparente del Sol, y el movimien­
to nocturno de las constelaciones. En segundo lugar, el movimiento anual del
Sol con respecto a las constelaciones a lo largo de la eclíptica. Finalmente, el
movimiento aparentemente errático de ios planetas con respecto a ías conste­
laciones (incluyendo los incrementos y disminuciones en la intensidad de la luz
que proyectan que acompañan a estos movimientos “enfáticos”). Todos estos
hechos conciernen, como he dicho, a objetos luminosos: la percepción visual
no nos informa de si los objetos emiten luz o 1a reflejan, ni de su naturaleza:
por lo que a los informes de la percepción visual respecta, el Sol podría ser
una hoguera que Zeus reaviva cada día, o un carro de fuego. Y conciernen al
movimiento aparente: son compatibles con que seamos nosotros los que nos

2. Pese a estar enunciada en términos analíticos, esta exposición resultará sin duda familiar: se parece, estre­
chamente a h clasificación del saber que lleva a cabo A ristóteles al com ienza de h M etafísica.
3. La exposición que sigue se apoya en los excelentes trabajos cíe Norwood R. Hanson, Constelaciones y con­
jeturas (Alianza: Madrid, 1978) y Thomas S. Kuhn, i a revolución copem icana, Ariel: Barcelona, 1978.
movemos, y no ellos, por ejemplo, y también con que nos movamos tanto los
observadores como los objetos luminosos observados. Sin embargo, por más
que los califiquemos de meramente “aparentes”, todo lo que he descrito son
hechos que conocemos; si se prefiere algo menos rotundo, he descrito convic­
ciones bien fundadas comunes a la inmensa mayoría de los seres humanos.
Tanto las convicciones como los conocimientos son actividades representacio­
nales doxásticas, no conativas.
La mecánica celeste copemicana ofrece una familiar explicación de estos
fenómenos. La explicación pertenece también a la familia de las actividades
doxásticas: es una conjetura, una opinión, o a estas alturas, más bien ya un
conocimiento. No hace falta enunciar sus detalles, pues todos los conocemos.
Sí importa observar que la explicación es cognoscitivamente independiente de
los hechos que he descrito en el párrafo anterior. Con esto quiero decir que
aceptar la verdad de todas las oraciones mediante las que expresaríamos los
hechos descritos en el párrafo anterior no fuerza a un usuario competente,
reflexivo y sincero del español a aceptar la verdad de la explicación copemi­
cana. (Como, por ejemplo, fuerza a un usuario competente, reflexivo y since­
ro del español el aceptar la verdad de ‘hoy es martes’ a aceptar también la de
‘mañana es miércoles.) Antes bien: quienes se enfrentan por primera vez con
la explicación copemicana, pese a aceptar los hechos antes descritos, la
encuentran increíble, inaceptable. Y el que a sí lo hagan no con! leva, en abso­
luto, que cuando aceptaban la verdad de las oraciones con que expresamos ios
hechos descritos en el párrafo anterior, no las entendieran bien, no supieran lo
que estaban diciendo o padecieran algún trastorno psíquico. Mientras que si
alguien que acepta como verdadera ‘hoy es martes’ nos informa también de
que considera falsa 'mañana es miércoles’, pensaríamos que es un extranjero
que no domina la lengua, que no sabe lo que dice, que no entiende algunas
palabras, o que padece algún otro trastorno.
Las explicaciones que una actividad intelectual teórica tiene por objetivo pro­
porcionar solucionan problemas: La mecánica celeste copemicana explica ios
hechos sobre los movimientos aparentes de objetos luminosos, en tanto que enun-
jcia las causas de esos hechos. De modo que, en este caso, el problema es enun­
ciar las causas de los hechos observados. Un problema concerniente a un domi-
Jnio sobre el que poseemos algún conocimiento se puede plantear mediante una
!pregunta: ‘¿por qué se mueven de tal y cual modo tales y cuales objetos lumino­
sos?' Las preguntas son actividades representacionales, que sabemos distinguir
tanto de las aseveraciones como de los mandatos. Las preguntas quedan a medio
[comino de las actividades doxásticas y de las conativas; una pregunta puede bus­
car obtener información (‘¿dónde está el cine Verdi?'), o puede buscar obtener
más bien una instrucción (‘¿qué camino he de seguir para llegar al cine Verdi?’).
Una pregunta teórica es una cuyas respuestas razonables pertenecen al grupo de
las actividades representacionales doxásticas, una pregunta práctica es una cuyas
respuestas razonables pertenecen al grupo de las actividades representacionales
conativas. Los problemas que buscan resolver las prácticas teóricas son aquello
planteado por preguntas teóricas: los significados de preguntas teóricas.
No debe suponerse que las preguntas para las que las prácticas teóricas
ofrecen explicaciones están cabalmente planteadas con anterioridad temporal a
la existencia de la explicación propuesta por la actividad teórica. En ocasiones
(como han puesto de manifiesto filósofos contemporáneos de la ciencia, como
Karí Popper), sólo después de disponer de la explicación, somos capaces de
formular correctamente el problema. Puede incluso ocurrir que sólo la expli­
cación nos permita ver la existencia del problema. Alguien que no conozca la
teoría copemicana (o sus más precisas versiones contemporáneas) puede no ver
ninguna necesidad de responder a la pregunta ‘¿por qué se mueven de tal y
cual modo tales y cuales objetos luminosos?’; simplemente, diría esta persona,
se mueven asi, no hay más explicación que ofrecer. Lo que es más, disponer
de la explicación puede servimos para rechazar alguno de los “hechos” relati­
vamente a los cuales se había planteado originalmente eí problema. El caso
copemicano es aquí particularmente claro, pues la explicación nos llevó a
corregir radicalmente los términos en que antes se había planteado el proble­
ma. Es por eso que, cuando enunciamos ex post facto el problema (como
hemos hecho en los párrafos anteriores), aceptando ya la verdad de la explica-
ción copemicana, hablamos de movimientos aparentes. Los hechos explicados
por una teoría son muchas veces “construidos” por la teoría; pero no, natural­
mente (como pretenden los teóricos contemporáneos de la ciencia como “cons­
trucción social” de fenómenos) en e) sentido de ‘construir’ en que los cons­
tructores construyen casas, sino en aquel en el que el microscopio electrónico
nos permite “construir” hechos microscópicos: propiamente hablando, lo que
el microscopio nos permite construir es una representación correcta de los
hechos microscópicos, que sin él no estaríamos en disposición de construir^
Una buena indicación de que hemos conseguido una explicación satisfac­
toria en cualquier ámbito teórico es que, con ayuda de la teoría, somos capa-j
ces de predecir correctamente hechos relativos al ámbito de problemas que no'
habríamos podido predecir sin ayuda de la teoría; típicamente, hechos relati­
vos al futuro. (El carácter futuro no constituye un rasgo necesario de las pre­
dicciones, empero. La teoría de Darwin se confirma en gran medida por sus
predicciones sobre el pasado, como ocurre con la teoría geológica de la deriva
de los continentes.) A ojos de muchos, la teoría de Newton resultó confirma­
da cuando, con su ayuda, Halley predijo la reaparición del cometa que lleva su
nombre con una precisión en su tiempo impensable. La filosofía de la ciencia
contemporánea, que ha enfatizado tanto esta observación como la que hemos
mencionado en el párrafo anterior, revela claramente hasta qué punto la ima­
gen tradicional del “método inductivo'’ (amontonar “hechos observables” para
obtener de ellos apropiadas “generalizaciones inductivas”) es un mito. Eso no
significa, en absoluto, que las actividades intelectuales teóricas dei tipo de las
que hasta aquí estamos considerando (del tipo del que la ciencia es el para­
digma) no sean disciplinas empíricas: sus explicaciones se aceptan sólo en la
medida en que son corroboradas por datos observables, obtenidos experimen­
talmente en situaciones controladas e intersubjetivamente contrastables. La
caracterización más ajustada a los hechos que podemos hacer del “método
inductivo” consiste en describirlo como invocando el tipo de argumento que se
conoce como inferencia en favor de la mejor explicación. Sea cual sea el orden
de precedencia entre la elaboración de la explicación teórica y la formulación
precisa de ios problemas» la justificación que podemos aducir para aceptar una
explicación teórica es que la propuesta ofrece la mejor explicación hasta aho­
ra contemplada del campo problemático. Y un buen indicio de ello es el que
acabamos de describir: la capacidad de la explicación para permitimos elabo­
rar predicciones atinadas de hechos que constituyen el ámbito problemático,
que no hubiésemos sabido cómo formular sin ella.
Las explicaciones ofrecidas por las prácticas teóricas (específicamente, por
la ciencia) tienen, pues, bien conocidas virtudes epistémicas: nos permiten pre­
decir con más precisión hechos futuros pertenecientes al ámbito problemático
(en el caso que estamos considerando, por ejemplo, ía posición futura de
los objetos luminosos cuyo movimiento aparente es menos regular, es decir/los
planetas); nos proporcionan una satisfacción cognoscitiva difícil de describir,
consistente en (}ue tenemos la impresión de comprender mejor las cosas; redu­
cen lo relativamente complejo, desordenado y anómico a lo más simplef inte­
grado y nómico, etc. Pero ninguna de estas virtudes velan aquello más impor­
tante que hace a una explicación tal: a saber, que nos proporciona información
sustancial verdadera sobre el ámbito en cuestión. Se trata, además, de infor­
mación que el resto de nuestro conocimiento no nos hubiera permitido obte­
ner, por más exhaustivamente que lo hubiésemos, examinado, y por más cui­
dadosos y hábiles que hubiésemos sido ai extraer las consecuencias lógicas de
(o que ya sabíamos. Es precisamente por eso que los hechos conocidos que sus­
citan el problema, dijimos, son cognoscitivamente independientes. .de la solu­
ción ofrecida, de la explicación. •
Únicamente nos queda ya por elucidar la idea de que las explicaciones
proporcionadas por las actividades intelectuales teóricas son conceptualmente
aumentativas. Lo que quiero decir con esto es que es parte de la actividad de
ofrecer soluciones a problemas teóricos el introducir nuevos conceptos, gene­
ralmente introduciendo términos nuevos para ellos, o dando nuevos sentidos, a
términos ya en uso (términos teóricos). Los conceptos son “nuevos” relativa­
mente a los necesarios para formular, con toda la precisión que sea posible, el
problema que la explicación persigue solucionar. Así, como es bien sabido, la
mecánica newtoniana introdujo el concepto de masa. En cuanto al ejemplo que
estamos considerando, quizás no parezca a primera vista cierto que cumple
también esta condición; a fin de cuentas, la explicación ofrecida por la mecá­
nica celeste copemicana se efectúa en términos que ya aparecen en la caracte­
rización de los hechos para los que esa teoría ofrece una explicación. Pero, si
se examinan las cosas de cerca, se ve que ei ejemplo sí satisface ía condición.
Es cierto que ‘planeta’, por ejemplo, se suele utilizar tanto para enunciar la teo­
ría copemicana, como para describir uno de los hechos a explicar — el hecho
relativo al movimiento aparentemente errático, día tras día, de ciertos objetos
luminosos (a los que, etimológicamente, se llama ‘planetas’ precisamente por
lo errático de su movimiento aparente, relativamente a la estabilidad igual­
mente apárente de las constelaciones)— . Pero la palabra no tiene el mismo sig­
nificado en uno y otro caso. Tal como sejisa para describir el hecho a expli­
car, 'planeta' significa objeto luminoso con movimiento aparente errático,
observado desde la Tierra; la Tierra no es, en este sentido, un planetar y un
“planeta”, en este sentido, puede ser un carro de fuego, una esfera de éter, una
hoguera que Zeus enciende y apaga, etc. Tal y como se usa en la explicación,
sin embargo, ‘planeta’ significa objeto que órbita en torno a otro que emite
luz* reflejando la luz emitida por éste, con independencia de su movimiento
aparente observado desde la Tierra. En este sentido, la Tierra es un planeta.
El ejemplo que hemos proporcionado ilustra las características mediante
las que hemos explicado qué es una actividad intelectual teórica: se trata
de prácticas cuya finalidad es proporcionar explicaciones conceptualmente
aumentativas que solucionen problemas teóricos planteados a propósito de un
cuerpo de conocimientos cognoscitivamente independiente de las explicaciones
ofrecidas. Pero se trata sólo de un ejemplo ilustrativo. Si la caracterización es
razonable, la práctica científica debería poder acomodarse, en general, a esta
abstracta descripción. Examinaré brevemente un segundo ejemplo, con el fin
de que las ideas centrales que forman parte de la caracterización se revelen
separables del caso particular con el que las hemos ilustrado.
En el caso de la genética mendeliana clásica, el ámbito de problemas a
solucionar concierne a ciertas regularidades observables en la transmisión de
caracteres en el curso de la reproducción sexual. Mendel estudió, específica­
mente, pares contrapuestos de caracteres en guisantes: arrugadoAiso, amari­
llo/verde (en ambos casos, características de las semillas), alta/baja (propieda­
des de la planta). La descendencia de determinadas semillas (homocigóticas)
posee los mismos caracteres que sus progenitores; la de otras (heterocigódcas)
es mezclada. Si se reproducen entre sí plantas homocigóticas con caracteres con­
trapuestos (guisantes arrugados y guisantes lisos), la descendencia manifiesta
únicamente uno de los rasgos. Estos guisantes descendientes, sin embargo, son
heterocigóticos; si se reproducen después entre sí los guisantes de esta primera
generación, su descendencia contiene guisantes arrugados y lisos. Los contiene,
además, en una proporción específica: de cada cuatro, tres presentan uno de los
rasgos, uno el otro. Los hechos observados que constituyen el problema a expli­
car, pues, conciernen a cómo los caracteres pueden ser transmitidos incluso por
organismos que no los presentan, y a por qué se distribuyen en la segunda gene­
ración unos y otros caracteres en la proporción en que lo hacen. Mendel expli­
có estos hechos postulando que los caracteres están determinados por dos genes,
procedentes uno de cada progenitor a través de un proceso aleatorio, y que un
organismo heterocigótico manifiesta sólo los rasgos asociados con uno de los
genes, eí “dominante” Esta explicación reúne las características que hemos des­
crito en los párrafos precedentes. El problema es teórico; la solución ofrecida
es cognoscitivamente independiente de los hechos explicados, y es conceptual­
mente aumentativa (el concepto de gen se introdujo con ella).4

4. Cf. Giere. Uiuierstanding Scientific Reaso/¡ing, donde se exponen además los aspectos epistémicos.
No toda actividad intelectual teórica posee interés objetivo; incluso activi­
dades intelectuales teóricas que han parecido a algunos de los mejores intelec­
tos de la humanidad poseer interés objetivo, carecen en realidad de él. Tales
actividades no se ocupan de problemas teóricos, sino de arcanos. Determinar
el sexo de los ángeles; establecer la carta astral de Julio César; averiguar la
composición de la piedra filosofal, o recuperar mediante el psicoanálisis
recuerdos reprimidos en la infancia son (ni que decir tiene, a mi juicio) arca­
nos; ocuparse en ellos es practicar actividades intelectuales sin interés objeti­
vo alguno. Las razones por las que carecen de él difieren. En algunos casos,
los problemas que quienes practican estas actividades pretenden solucionar son
pseudoproblemas: tos hechos para los que se buscan explicaciones, simple­
mente, no se dan (por más que personas razonables hayan pensado o piensen
que se dan). En otros, las explicaciones que parecen buscarse (dado el plan­
teamiento de los problemas) son pseudoexplicaciones. Quizás tienen virtudes
epistémicas análogas a las de las verdaderas explicaciones: proporcionan la
impresión de que comprendemos mejor las cosas; permiten hacer predicciones
atinadas; etc. (Las pseudoexplicaciones sólo logran esto último gracias a la
extrema vaguedad con que se formulan; pero muchas explicaciones genuinas
adolecen del mismo defecto, así que no es con base en esto que hemos de
rechazarlas.) Pero, en cualquier caso, a juzgar por lo que sabemos las explica­
ciones propuestas son-falsas: no proporcionan información correcta sobre el
ámbito problemático. ^
Así, a juzgar por lo que sabemos, no hay una sustancia que permita trans­
formar los metales en oro; y, aunque sería perfectamente posible establecer la
situación de ciertos cuerpos celestes en el instante del nacimiento de César, ello
no proporcionaría ninguna información causal interesante, pues, de nuevo a
juzgar por lo que sabemos, la situación de lo's cuerpos celestes en el instante
del nacimiento de un hombre no explica ni su carácter ni sus avatares. Por últi­
mo, ambos defectos pueden darse en conjunción: así, ni la práctica psicoana-
lítica parece tener efectos terapeúticos (comparados grupos de individuos
sometidos a tratamiento psicoanalítico durante un largo período con otros
sometidos a otros tratamientos — incluida simplemente la atención afectiva de
alguien querido— durante el mismo período, los efectos parecen ser entera­
mente similares); ni parece existir tampoco ningún proceso psíquico de la natu­
raleza de lo que los psicoanalistas denominan ‘represión’ (a saber, un cierto
mecanismo que destierra de la conciencia ciertos sucesos acontecidos en la
infancia, que causan sin embargo diversos episodios psíquicos, como neurosis,
sueños, actos fallidos, etc.).
La gran virtud de entender la filosofía de acuerdo con la propuesta prece­
dente estaría en que nos permite mostrar que, a juzgar por lo que por ahora
sabemos, parece razonable creer que la filosofía sí es una actividad intelectual
objetivamente interesante. El hecho de que algunos de los mejores intelectos
de la humanidad (Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes, Leibniz...)
así lo hayan creído es un indicio de ello, desde luego; pero, como acabamos
de ver, no es un indicio suficiente, más aún dado el estado de la disciplina.
Sería vano pretender establecer más allá de toda duda que la filosofía es una
disciplina teórica interesante: ningún hecho interesante puede establecerse con
esa certidumbre, “más allá de toda duda”. Pero sí sería deseable mostrarlo de
una manera suficientemente convincente. Bajo el supuesto explícito de que la
filosofía es el tipo de actividad intelectual que aquí se ha descrito, este libro
intentará establecerlo así. Para ello, es preciso explicar primero cómo la semán­
tica es una actividad intelectual teórica; es decir, cuáles son sus problemas teó­
ricos y qué aspecto tienen sus propuestas explicativas. Esta tarea se lleva a cabo
en el capítulo segundo, por el procedimiento de estudiar de manera relativa­
mente exhaustiva un caso ilustrativo. Inevitablemente, para que el estudio pue­
da ser suficientemente exhaustivo, el ejemplo ha de ser en sí mismo no muy
interesante. Con el fin de que el caso examinado posea algún interés adicional
al de servir de ilustración del tipo de actividad intelectual teórica que, según la
presente propuesta, es 1a filosofía, he elegido presentar un caso — el de las
citas— que, con el fin de prevenir ciertos malentendidos, es en cualquier caso
necesario estudiar en una introducción a la filosofía del lenguaje. No sería ni
preciso ni aconsejable hacerlo con la exhaustividad con que aquí se trata, de
no mediar la motivación que acabo de ofrecer.
En el resto del libro he tratado de presentar los problemas filosóficos de
acuerdo con la propuesta, aunque sin hacer mención expresa de que procedo
de ese modo. La mejor justificación para la misma estará por tanto en que el
lector aprecie que, así planteados, los problemas filosóficos tradicionales son
genuinos problemas teóricos: problemas complejos, para alcanzar siquiera a
plantearse correctamente los cuales hace falta un largo entrenamiento (no diga­
mos ya para hacer propuestas interesantes sobre su solución). Problemas difí­
ciles, por tanto; pero no arcanos: problemas relativos a hechos que en efecto
se dan, para solucionar los cuales existe un camino relativamente claro, apli­
cando el mismo método que utilizamos en general para justificar explicaciones
teóricas.
Que la filosofía haya de ser “difícil” en el mismo sentido en que lo es la
ciencia resulta sorprendente, y no sólo para el “hombre de la calle”. La tardía
vocación filosófica de algunos científicos ilustres les revela creedores de que,
en su madurez, una buena tarde de reflexión les capacita para hacer propues­
tas filosóficas interesantes. Nunca, desde luego, se les ocurriría pensar lo mis­
mo respecto de los problemas de cualquiera de sus colegas en otras discipli­
nas. Los resultados a que luego llegan evidencian que hubieran hecho mejor
mostrando el mismo respeto hacia la filosofía. Es de lamentar que el respeto
que en esta concepción de la filosofía se manifiesta hacia la ciencia no se vea
devuelto con una actitud recíproca. Friedrich Engels observó muy acertada­
mente en su Dialéctica de la Naturaleza lo siguiente: “Los científicos creen
librarse de la filosofía ignorándola o denigrándola. Pero puesto que sin pensa­
miento no pueden. avanzar y para pensar necesitan pautas de pensamiento,
toman estas categorías, sin darse cuenta, del sentido común de las llamadas
personas cultas, dominado por los residuos de una filosofía ampliamente supe­
rada, o de ese poco de filosofía que aprendieron en la universidad, o de la lee-
tura acrítica y asistemática de escritos filosóficos de todas clases* por lo que
no son sólo unos esclavos de la filosofía, sino que muchas veces lo son de La
peor; y los que más denigran la filosofía son esclavos precisamente de los peo­
res residuos vulgarizados de la peor filosofía.” Estas palabras resultan particu­
larmente proféticas a propósito de los científicos “cognítivos”, los que se ocu­
pan profesionalmente de temas cercanos a los expuestos en esta obra.
Una comprensión adecuada de las explicaciones que proporcionan las teo­
rías requiere una comprensión adecuada del material conceptual específico por
ellas introducido. Estos conceptos teóricos no pueden comprenderse cabal­
mente mediante metáforas o analogías, ni comprendiendo simplemente, el sen­
tido que esos términos, o términos análogos, puedan tener en el lenguaje coti­
diano. El único modo de entenderlos es conocer su conexión lógica (muchas
veces mediada por elaboradas nociones matemáticas) con los hechos en el
ámbito problemático que se pretende explicar con ellos, en. toda su compleji­
dad. En alguno^ casos (como en los de los dos ejemplos que hemos ofrecido),
alcanzar esta comprensión no es muy laborioso. En otros, como es sabido, sí
lo es. Pero, por laboriosa que sea, esa tarea es imprescindible si se quiere
alcanzar una genuina comprensión. Ningún libro de divulgación, por ingenio­
so que sea su autor, puede ofrecer una comprensión adecuada de la teoría gene­
ral de la relatividad o de la mecánica cuántica, capaz de reemplazar a la com­
prensión indicada.
Este no es un libro de divulgación sobre las explicaciones que ofrece la
filosofía contemporánea del lenguaje, sino uno que intenta proporcionar una
presentación adecuada. No presupone casi nada en el lector (con excepción, de
las secciones VI, § 6, VII, § 5, VIH, §§ 1-2, y IX, § 4, que sí presuponen un
cierto conocimiento de la lógica de primer orden), pero sí exige trabajo y con­
centración. Las explicaciones filosóficas consisten habitualmente en establecer
relaciones entre ciertos conceptos, que parecen estar en lo más profundo de
nuestra comprensión de las cosas. La explicación de cualquiera de ellos acaba
remitiendo a la de los demás. Así ocurre con cualquier intento de explicar los
conceptos fundamentales de que se ocupa la filosofía del lenguaje: acaba rem i­
tiendo a la explicación de los conceptos de que se ocupa la epistemología o la
metafísica. Gran parte de la dificultad de las propuestas filosóficas proviene de
la necesidad de mantener a la vista relaciones complejas entre conceptos muy
abstractos, y no olvidar por ello las relaciones, cdn los pensamientos más coti­
dianos en que se echa mano de ellos, los que constituyen la “base empírica”
de la disciplina y a propósito de los cuales se articulan los problemas de la filo­
sofía.
Quiero anticiparme, para concluir, a algunas objeciones que puede susci­
tar la aproximación a los problemas filosóficos qúe acato de presentar, y ela­
boro en las páginas sucesivas. Una objeción natural se podría presentar así: “lo
que a mí me interesa es saber qué es significar, o qué es saber, o qué es saber
a priori; no saber qué significan las palabras ‘significado’, lsab^r\. o ‘conoci­
miento a priori11'. Esta objeción presupone algo que vamos a cuestionar en las
cM ^ivns (cf. caos. XI y XII): a saber, que existe una diferencia cua-
litativa entre explicar el significado de un término, y decir cómo son Jas cosas.
Decir qué significan los términos sena, meramente, describir convenciones a
estipulaciones arbitrarias. Decir cómo son las cosas es, por contra, algo verda­
deramente sustantivo. Sin embargo, justamente el caso anterior de los concep­
tos teóricos sugiere que una distinción así es más difícil de fundamentar de lo
que pueda parecer. No parece haber una diferencia radical entre decir qué sig­
nifica ‘gen \ y decir cómo se comportan los genes en sus aspectos fundamen­
tales. Una objeción análoga es la de que la filosofía es “¿7 priori”, y sus resul­
tados no pueden justificarse, como los de la ciencia, mediante el “método
inductivo”. Esta objeción presupone una concepción del conocimiento a prio-
ri que habremos también de poner en cuestión. Por último, otra versión de ia
objeción que he oído a veces se expresa elegantemente diciendo que la filoso­
fía analítica es filosofía que no se deja traducir de un lenguaje a otro. Se tra­
taría de un trabajo centrado en matices idiomáticos, minucias desde el punto
de vista de lo que tradicionalmente se ha entendido por ‘filosofía’. La respuesta
a esto es que incluso estudiando aspectos concretos del español podemos estar
estudiando a la vez aspectos completamente generales, comunes a cualquier
lenguaje.
El énfasis en los aspectos teóricos del estudio de la filosofía (como de
cualquier actividad intelectual de esta naturaleza) no pretende hacer que se
pase por alto sus virtudes prácticas. Como hemos dicho, y elaboraremos en los
dos primeros capítulos, el objetivo teórico de la filosofía es análogo al de las
disciplinas lingüísticas: se trata de: enunciar de manera explícita un cierto saber
que poseemos de manera tácita (cf. I, § 4). Ahora bien, ¿para qué queremos
tener conocimiento explícito de 1a sintaxis y de la semántica de nuestras len­
guas? La razón fundamental, que hemos destacado hasta aquí (una razón por
sí sola bastante y en cualquier caso la más importante) es puramente teórica:
allá donde hay algo que ignoramos, es legítimo buscar teorías que alivien nues­
tra ignorancia. Pero hay también una razón práctica. Sea cual fuere la natura­
leza del conocimiento tácito, su ejercicio hace pensar que está constituido por
muy burdas generalizaciones inductivas basadas en una experiencia limitada.
El resultado es un saber sin duda ninguna muy eficiente en su aplicación en
los contextos cotidianos que están vinculados con su misma existencia, pero
también uno muy poco reflexivo y por ende muy poco crítico. Nuestro cono­
cimiento tácito de la sintaxis de nuestra lengua no es suficiente muchas veces
para, confrontados con una oración “rara”, saber si es gramaticalmente correc­
ta o no. En ocasiones, puede ser que al hacer explícitas las reglas pertinentes
al caso que se puedan extrapolar de casos “normales”, resulte que las reglas
dejen también ia cuestión sin decidir. Pero en otras ocasiones ocurre lo con­
trarío: hacer explícitas ías regias nos permite resolver la cuestión reflexiva­
mente.
Todos sabemos usar los predicados evaluativos; en cierto sentido de
‘saber’, por tanto, sabemos qué diferencia hay entre los predicados evaluativos
( ‘la película es mala') y ios descriptivos ( ‘los personajes no tienen nada que
ver con la gente de ía vida real’, ‘la trama es incomprensible’, etc.). Pero es
este un saber irreflexivo del que no sabemos dar cuenta, un saber que no sabe­
mos hacer explícito. Estamos así sujetos a que cualquier Sócrates haga mofa
de nosotros; o. dicho con más seriedad, nuestro saber carece de una dimensión
autorreflexiva, y, por ende, crítica, de la que (al menos algunos) lo querríamos
poseedor.
A mi juicio, la cuestión fundamental de que se ocupa la filosofía del len­
guaje es también la cuestión fundamental de que se ocupa la filosofía. Esta es
ia cuestión del realismo: ¿hay una realidad independiente de nuestro lenguaje
y de nuestro conocimiento, que nuestro lenguaje representa y que podemos al
menos esperar conocer? (Parte del problema es formular la cuestión con mayor
precisión; de ello nos ocuparemos a lo largo del capítulo V.) De la respuesta
que se ofrezca a este problema dependen claramente cuestiones prácticas, y
cuestiones prácticas muy importantes. El cinismo de muchos de nuestros con­
temporáneos va de la mano con su antirrealismo: se diría que, para ellos,
alguien ha demostrado ya, con claridad meridiana, que la respuesta a ía cues­
tión anterior ha de ser necesariamente negativa, y de ello se obtiene una con­
clusión escépíicá sobre la importancia del saber y, en general, sobre los gran­
des ideales ilustrados del pasado. La actitud se ha transmitido (muchas veces
por el mecanismo descrito por Engeis en el texto antes citado) incluso a los
científicos: Este libro no pretende ofrecer una respuesta a la cuestión del rea­
lismo, pero sí material para abordarla de una. manera más crítica.
El objetivo fundairíéhtal de las páginas que siguen, como indica el subtí­
tulo de esta obra, es presentar, de la manera más clara que me es posible, los
problemas más importantes de que se ocupa la filosofía del lenguaje y las apor­
taciones de los más notables investigadores en este ámbito, que deben ser baga­
je de cualquiera que desee reflexionar él mismo sobre ellos. No he.pretendido
exponer mi propio punto de vista, mucho meríos aún de una manera sistemá­
tica. Una presentación de problemas filosóficos, sin embargo, no puede ser
meramente expositiva; iniciarse en su estudio requiere apreciar las dificultades
más patentes de las propuestas, las razones que parecen sostenerlas y los argu­
mentos en contra. Es inevitable, pues, que los puntos de vista del autor afloren
aquí y allá, en la selección del material, y en el énfasis en críticas o encomios.
Confío en que ello tenga el efecto beneficioso de suscitar en el lector el es­
tímulo para la reflexión propia.
Pese a que el objetivo principal es introducir las contribuciones funda­
mentales a ia filosofía deí lenguaje — y no mis propios puntos de vista— y a
que, por consiguiente, la estructura del libro está determinada por la presenta­
ción de las aportaciones de los autores relevantes en una disposición sustan-
cíaímente cronológica, puede también discernirse una cierta estructura narrati­
va, que traiciona más que ninguna otra cosa mis propias convicciones filosófi­
cas. El título de esta obra refleja el “triángulo'' al que se hace tradicionalmen­
te referencia, ai mencionar los problemas fundamentales de que se ocupa la
filosofía del lenguaje. En un vértice se sitúan las palabras —expresiones como
‘el día en que lo asesinaron, Julio César no tenía más de 30.000 pelos’— ; en
otro, las cosas — hechos constituyentes del mundo o la realidad extralingüísti-
ca, como aquel concerniente al número de pelos de César el día de su muerte
del que depende que ía expresión anterior sea verdadera o falsa— ; en el ter-
cero, lasjdeas —los pensamientos que suponemos a quien produce una expre-
sión como la anterior, sin los cuales no tendría ningún sentido atribuirle ver­
dad o falsedad: sólo imagine el lector que la “expresión” la han dibujado sobre
la arena de la playa las idas y venidas aleatorias de una bandada de gaviotas— .
El problema prioritario de la filosofía deí lenguaje es elucidar con claridad ía
naturaleza de esas relaciones.
El libro comienza con la exposición de la teoría al respecto, a mi juicio,
intuitivamente más accesible; se trata de la teoría “representacionalista”, que
puede encontrarse, con variantes que se complementan entre sí, en ía obra de
Locke (capítulo IV) y en la de Frege (capítulo VI). (Entre' los dos capítulos
metodológicos iniciales y éstos se incluyen capítulos eii que se introducen los
conceptos y concepciones relacionados de la epistemología y de la metafísica.)
La teoría representacionalista pretende asignar un balance apropiado a los tres
vértices del triángulo. El siguiente estadio argumentativo requiere apreciar las
dificultades para mantener este balance, que lleva a autores como Russell a
enfatizar el vértice del mundo (capítulos VII-'VIII), y a otros como el Witt­
genstein del Tractatus a enfatizar el vértice del pensamiento — incluso a costa
de hacer desaparecer el mundo de la representación, según la interpretación
fenomenalista de esa obra que se defiende aquí— (capítulos IX-X). El
“momento” siguiente incluye teorías, de aroma decididamente contemporáneo,
que como las dei Wittgenstein de las Investigaciones y la de Quine, enfatizan
el vértice lingüístico a expensas de los otros dos (capítulos XI-XII). Los dos
últimos capítulos están destinados a presentar una propuesta que permitiría res­
taurar el balance inicial, libre de los defectos del representacionalismo. No
hace falta decir que ésta es una caracterización interesada de tal propuesta, que
distará de parecer ajustada a los hechos para muchos. Evitaré decepciones si
advierto desde ahora que no he pretendido justificaría, ni aproximadamente,
con el detalle que sería preciso. Como dije, el objetivo de las páginas que
siguen no es presentar mis propios puntos de vista, sino introducir a otros a la
tarea apasionante de buscar soluciones tentativas para los problemas filosófi­
cos que suscita el lenguaje.
LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS
DE LAS TEORÍAS LINGÜISTÍCAS

En este primer capítulo introduciremos algunas nociones a las que poste­


riormente se.dará un frecuente uso, tales como ia distinción tipo/ejemplar,
la distinción entre enunciados y proposiciones, la distinción entre sintaxis,
semántica y pragmática y la distinción entre ei uso y la mención de signos. La
mayoría de las nociones que presentaremos recibirán ulterior clarificación en
capítulos posteriores, desde ia perspectiva de diferentes concepciones del len­
guaje. Este capítulo pretende sólo ofrecer ei bagaje necesario para iniciar la
discusión.

1. Tipos y ejemplares

Si reparamos un momento en lo que decimos, observaremos que con el


término ‘la séptima sinfonía de Beethoven’ no nos estamos refiriendo a enti­
dades de la misma naturaleza en las dos oraciones exhibidas a continuación:

(1) El segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven me gusta


particularmente.

(2) Ayer asistí a la inauguración de ia temporada de conciertos en el Palau.


El segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven me gustó
particularmente.

Mientras que en (2) estamos hablando de una particular versión de la sép­


tima sinfonía de Beethoven, una que se interpretó en un cierto lugar durante
un cierto intervalo temporal, en (1) no nos referimos a ninguna interpretación
particular, sino, por decirlo intuitivamente, a algo caracterizado por un con­
junto de rasgos o propiedades que todas las interpretaciones concretas de la
sinfonía, por diferentes que en aspectos particulares puedan ser entre sí, tienen
en común. Algo similar ocurre con ‘el Citroen ZX l.ói aura’ en (3) y (4) y con
‘el rinoceronte en (5) y (6):
(3) El Citroen ZX 1.6i aura tiene un buen coeficiente aerodinámico.
(4) El Citroen ZX 1.6i aura aparcado en doble fila obstaculiza la circula­
ción.
(5) El rinoceronte es un felino en extinción.
(6) El rinoceronte atacó con furia a sus perseguidores.

Llamaremos tipos a entidades como aquellas a las que nos referimos en


las oraciones (1), (3) y (5), por contraste con entidades como aquellas a las que
nos referimos en las oraciones (2), (4) y (6), a las que llamaremos ejemplares.
Si queremos formular con claridad la naturaleza de la diferencia (es decir,
construir una teoría explicativa de ia misma), lo primero que podemos decir
para avanzar en esa dirección es que los tipos son entidades abstractas, mien­
tras que los ejemplares son entidades concretas. Con esto indicamos al menos
dos cosas. La primera, que los ejemplares tienen ubicación en el espacio y en
el tiempo, mientras que los tipos, como los números y las ideas platónicas,
carecen de ella. La segunda, que los ejemplares, a diferencia de los tipos, cau­
san y son causados. Al rinoceronte del que se habla en (6) puede hacérsele una
caricia, pero no al rinoceronte del que se habla en (5); el Citroen ZX l.ói aura
del que se habla en (4), pero no el mencionado en (3), puede producir un terri­
ble atasco; la séptima sinfonía de Beethoven mencionada en (2), pero no aque­
lla desque se habla en (1), puede romperle a alguien ios tímpanos. Las nocio­
nes están sin embargo relacionadas: los ejemplares son ejemplares de algún
tipo.
La distinción entre tipo y ejemplar fue introducida por ei filósofo nortea­
mericano Charles Sanders Peirce (y en la literatura se emplean frecuentemen­
te expresiones inglesas cuando se quiere recurrir a ella: type/token, en lugar de
tipo/ejemplar). Sin embargo, está manifiestamente emparentada con una vieja
distinción filosófica, la distinción entre universal y particular, entre las ideas
platónicas y los objetos que “participan” de ellas. Los ejemplares tienen todas
jas características de los casos paradigmáticos de particulares (personas, árbo­
les, rocas): como ellos, son concretos y están espaciotemporalmente ubicados.
Los tipos, por su parte, tienen todas las características de los universales. Como
los universales, los tipos se identifican por rasgos o características generales
que se pueden hallar, en el mismo momento de tiempo, ejemplificados en dis­
tintos lugares. En términos de esta distinción tradicional, podemos hacer una
puntuaiización a lo dicho en el párrafo anterior que quizás ei lector avisado
haya encontrado necesaria. Aunque los tipos, como los universales, por su
carácter “abstracto” no pueden intervenir en relaciones causales concretas, son
perfectamente apropiados cuando de lo que se trata es de enunciar leyes o regu­
laridades causales (cf. V, § 1). Es así que podemos decir con perfecta propie­
dad, por ejemplo, que la séptima sinfonía de Beethoven me produce placer; y
aquí es manifiestamente del tipo de lo que estamos hablando, no de ningún
ejemplar concreto.
Más adelante examinaremos algunos de los términos en que se plantea el
debate tradicional sobre la naturaleza de los universales (cf. IV, § 3). Por el
momento, nos basta para servirnos sin más de las nociones de tipo y ejemplar
que tenga un contenido razonablemente distinto y que nosotros seamos capa­
ces de distinguir un tipo de un ejemplar en casos claros; p'&demos darla por
supuesta, sin cuestionamos si la relación entre tipos y ejemplares debe enten­
derse en términos nominalistas, conceptualistas, realistas aristotélicos o realis­
tas platónicos. Esta capacidad nuestra se manifiesta, por ejemplo, en la habili­
dad que todos tenemos para apreciar la ambigüedad presente en enunciados
como ‘Juan y Luis están leyendo el mismo libro’. (¿Están leyendo el mismo
libro-tipo, o más bien el mismo libro-ejemplar!) Sin duda, desearíamos contar
con mayor claridad; desearíamos saber, por ejemplo, si los tipos lingüísticos de
que vamos a hablar repetidamente después deberían verse como “meros nom­
bres”, es decir, como teniendo una realidad creada arbitrariamente (como sos­
tienen los nominalistas a propósito de los universales en general); o si, más
plausiblemente en este caso, aun teniendo una entidad menos arbitraria, son
“meros conceptos”, debiendo esencialmente su realidad a aspectos de la men­
te humana (como sostendrían los conceptualistas) o como universales objeti­
vos, independientes de la mente y el lenguaje.
Los signos lingüísticos admiten la distinción entre tipo y ejemplar. En esta
página hay muchos ejemplares distintos de la misma letra-tipo, la primera letra
del alfabeto español. En la primera frase de este párrafo, sin ir más lejos, hay
tres. Las letras pueden servimos para hacer una observación que hemos guar­
dado hasta aquí, a saber, que un mismo particular puede ejemplificar muchos
tipos distintos. Las tres letras a continuación: a, a, A ejemplifican diversos
tipos. Como los tipos se identifican por una serie de rasgos generales, repeti­
dos en sus ejemplares, caracterizamos esos diversos tipos ejemplificados por
las letras indicando los rasgos que los identifican: tenemos así el tipo primera
letra del alfabeto español (ejemplificado por las tres), el tipo letra en cursiva
(que sólo la segunda ejemplifica), el tipo letra en minúsculas (ejemplificado
por la primera y por la segunda). El segundo de los particulares exhibidos antes
ejemplifica, pues, estos tres distintos tipos. Si A y B son dos tipos ejemplifi­
cados por un particular, puede ser que uno de ellos sea, por así decirlo, una
“versión” más abstracta del otro; esto es, que las propiedades o rasgos que
identifican a uno (el más específico) incluyan propiamente a las que identifi­
can al otro (el más genérico). Esto es lo que ocurre con los tipos primera letra
del alfabeto español y primera letra del alfabeto español en mayúsculas. Pero
no siempre tiene que ser así, como ilustran los tipos antes mencionados: nin­
guno de ios tipos cursiva, minúscula, primera letra del alfabeto español es una
versión más o menos abstracta de alguno de los otros. Son simplemente tipos
distintos.
La comunicación lingüística se efectúa mediante ejemplares: lo que llega
a nuestros oídos o alcanza nuestras retinas son ejemplares. Pero sólo en la
medida en que los ejemplares son ejemplares de ciertos tipos lingüísticos pue­
de producirse tal comunicación: hablando metafóricamente, sólo porque el
hablante elige para transmitir sus pensamientos expresiones con rasgos reco­
nocibles por su audiencia puede típicamente producirse la comunicación. Aho­
ra bien, lo que hablante y oyente conocían previamente al hecho de la comu­
nicación no puede ser la particularidad de los sonidos o signos gráficos que el
hablante utiliza,-'¿ino rasgos generales que ellos poseen. Parece natural pensar,
pues, que las teorías lingüísticas tratan de tipos, que son los tipos los que tie­
nen sintaxis o significado. Así parece manifestarlo nuestra práctica común: (7)
trata de tipos, no de ejemplares:

(7) snow is white significa en inglés lo que la nieve es blanca significa en


español.

Naturalmente, (7) trata también, indirectamente, de todos los ejemplares


que son especímenes del tipo del que (7) trata directamente: una afirmación
sobre tipos es, indirectamente, una afirmación sobre todos los ejemplares de
ese tipo (al igual que una afirmación sobre universales es, indirectamente, una
afirmación sobre los particulares que “participan” de ellos). Este hecho resul­
tará de gran importancia más adelante, cuando reparemos en que el dato inne­
gable de la dependencia del contexto extralingüístico del significado de muchas
expresiones (por ejemplo, ‘tú’, ‘aquf, etc.) nos fuerza a tomar en considera­
ción no sólo los tipos, sino también los ejemplares para una correcta com­
prensión del funcionamiento del lenguaje (VII, § 4).
Que las teorías lingüísticas traten de tipos y sólo indirectamente de ejem­
plares quizás pueda justificarse mediante la siguiente reflexión. Los lenguajes
de que se ocupan las teorías lingüísticas están conformados por expresiones
que se usan de acuerdo con convenciones; los signos lingüísticos son herra­
mientas que (como las monedas, por ejemplo) tienen convencionalmente asig­
nados ciertos propósitos o funciones. Una de esas funciones, quizás, la más
significativa, es la de servir a la comunicación: perm itir que un invididuo trans­
mita a otro una opinión que el primero tiene, o le dé instrucciones para llevar
a cabo tareas que el primero desea que se ejecuten, etc. (Estas afirmaciones se
elaboran en el capítulo XIV.) Ahora bien, los objetos tienen propósitos con-
vencionalmente asignados en virtud de poseer características repetibles. Deci­
mos de un objeto que sirve a un propósito o que tiene convencionalmente una
función por relación a características de ese objeto que son reproducibles, que
pueden ser copiadas de un ejemplar a otro. De ahí que los signos sean, prime­
ro, signos-tipo. Un ejemplar no es repetible; sólo lo son aquellas característi­
cas suyas en virtud de las cuáles ejemplifica un cierto tipo.

2. Objetivos explicativos de las teorías dei lenguaje

En ia introducción expusimos la naturaleza de las prácticas teóricas; más


específicamente, la de aquellas que persiguen ofrecer explicaciones, de las que
la ciencia ofrece casos paradigmáticos. Estas prácticas se caracterizan por ofre­
cer soluciones, en términos conceptualmente ampliativos (es decir, introdu­
ciendo para ello conceptos propios, teóricos) para ciertos problemas cognosci-
tivamente independientes de la solución ofrecida. La corrección de estas expli­
caciones se justifica inductivamente, mediante un “argumento en favor de la
mejor explicación”, sobre la base del mayor poder de la propuesta para prede­
cir hechos en el ámbito de los que constituyen el problema; particularmente,
hechos que no hubiésemos podido prever sin ayuda de la explicación y de su
específico material conceptual teórico. En los años recientes, los lingüistas
(gracias, por encima de todo, a la inmensa aportación de Noam Chomsky) han
dado razones suficientes para pensar que la lingüística podría ser una actividad
teórica, en el sentido allí elucidado. Queremos ahora, para comenzar, indicar
cuáles son los problemas que el estudio del lenguaje persigue solucionar. Resu­
miendo lo que vamos a explicar enseguida, el problema es hacer explícitas las
reglas, sólo tácitamente conocidas por los hablantes, en virtud de las cuales
ciertas propiedades lingüísticas sistemáticas o productivas, respecto de las cua­
les los usuarios tienen intuiciones relativamente claras, están determinadas a
partir de otras propiedades lingüísticas, en último extremo de propiedades no
sistemáticas.
Con la expresión ‘lenguaje natural’ nos referiremos a lenguajes usados de
hecho por comunidades de individuos, como el catalán, el inglés o el español.
Los lenguajes naturales constan, en primer lugar, de un cierto número (que en
lenguajes léxicamente ricos puede llegar a algunos cientos de miles) de pala­
bras, de un léxico o vocabulario. (Nos referimos a palabras-tipo, no a pala­
bras-ejemplar.) Las palabras, pues, son algunos de los objetos característicos
del ámbito de estudio teórico de las disciplinas lingüísticas. Una de estas dis­
ciplinas, la morfología, se ocupa sólo de ellas. Parecería que hay poco o nada
que explicar en lo que respecta a las palabras; parecería que todo lo que hay
que hacer es enumerarlas, y una lista de objetos no es, ciertamente, una expli­
cación, salvo en un sentido muy laxo del término. Sin embargo, ya en este
ámbito podemos encontrar preguntas interesantes, cuyas respuestas sí consti­
tuirían explicaciones. Para empezar, no está nada claro qué sea una palabra. La
única definición más o menos precisa que se nos ocurre inicialmente es ésta:
una palabra es una expresión que se debe escribir entre espacios. Esta defini­
ción no es satisfactoria, porque también los lenguajes que no se escriben tie­
nen palabras. Aun así, atengámonos a ella. Las palabras, en los diversos len­
guajes, exhiben estructura: por ejemplo, algunas tienen singular y plural, los
verbos tienen diferentes formas, algunos adjetivos admiten la formación de un
sustantivo abstracto correspondiente, etc. Estas estructuras en muchas ocasio­
nes se pueden construir de acuerdo con reglas generales. Dividiendo las pala­
bras en unidades más pequeñas, morfemas (éste es ya un concepto teórico),
podemos formular tales reglas y ofrecer con ello explicaciones. Por otra parte,
las palabras son, en primer lugar, tipos de sonidos (sólo en algunos lenguajes
relativamente recientes tienen versiones gráficas). También la composición de
sonidos para formar unidades mayores exhibe estructura (en algunos casos, una
estructura presente en todos los lenguajes naturales). Atribuyendo a los sonidos
propiedades teóricas (labial, dental, fricativa, etc.) podemos formular de un
modo general las regularidades que tales estructuras ponen de manifiesto.
.En ambos casos, el de la morfología y el de la fonología, encontramos ya
un aspecto central de las propiedades lingüísticas, aspecto éste que constituye
uno de los objetos característicos de explicación por parte de las teorías lin­
güísticas, cualquiera que sea su ámbito específico. Este aspecto es la sistema­
ticidad de las propiedades lingüísticas. La propiedad de ser una palabra del
español (una propiedad lingüística) es sistemática, en el sentido de que, típi­
camente, el que un objeto sea una palabra del español depende de que esté
compuesto de modos específicos de objetos “más pequeños” con ciertas pro­
piedades (“típicamente” porque las palabras de una sola letra constituyen
excepciones). Tomemos esta explicación como nuestra definición de la siste­
maticidad de una propiedad: una propiedad es sistemática si está en la natura­
leza de la propiedad el que su posesión por un objeto dependa generalmente
de que el objeto esté compuesto de modos específicos a partir de otros objetos
poseedores de propiedades específicas. ‘Sistemático’ se opone aquí a ‘asiste-
mático’; una propiedad lingüística es asistemática si su extensión (el conjunto
de las entidades que tienen 1a propiedad) está dada por enumeración, median­
te una lista. Es sistemática si, en lugar de estar la extensión determinada
mediante una lista, está determinada por reglas, que en último extremo hacen
referencia a propiedades lingüísticas asistemáticas. Son propiedades lingüísti­
cas sistemáticas, por ejemplo, ser una palabra del español, o ser una oración
gramatical del español. Un razonable proyecto de explicación es el de dar
cuenta de la sistematicidad de una propiedad de la que se sospecha que lo es.
Dar cuenta de la sistematicidad de una propiedad requiere especificar los obje­
tos “más pequeños” (posiblemente introduciendo para ello conceptos teóricos),
especificar sus propiedades relevantes (también posiblemente teóricas), y, en
esos términos, indicar los modos en que se pueden combinar para dar lugar a
los objetos “más grandes” (observables) poseedores de la propiedad sistemáti­
ca (también observable). Estas indicaciones constituyen las leyes o reglas de la
teoría explicativa.
Uno de los problemas centrales de la filosofía de la ciencia es el de clari­
ficar la noción dé explicación. Este es un problema del que, naturalmente, no
podemos ocupamos aquí. Pero tampoco es razonable utilizar la noción con tan
poco cuidado que cualquier cosa pueda contar como una explicación. En par­
ticular, muchos lectores podrían sentir que llamar “explicación” a una formu­
lación general de las reglas morfológicas del inglés o a una de sus reglas fono­
lógicas es ir más allá de lo que un uso razonable de la expresión permitiría.
Quizás ‘descripción’ seria un término más apropiado para tales empresas. En
defensa de nuestro uso de ‘explicación’ en este contexto podemos decir ahora
lo siguiente. Enunciar de manera explícita las reglas que determinan la estruc­
tura de los lenguajes naturales es articular un complejo sistema de convencio­
nes. Ahora bien, una convención es una regularidad mantenida por una serie
de expectativas recíprocas, conocidas por los miembros de una cierta comuni­
dad (XIV, § 3). Así, articular un complejo sistema de convenciones es articu­
lar un complejo estado de conocimiento; el estado de conocimiento, podríamos
decir, de un hablante idealmente competente. Pero articular, siquiera que sea
parcialmente, ei sistema cognoscitivo que subyace a nuestro uso del lenguaje
es, en cualquier representación aceptable del concepto, explicar.
La sistematicidad de las propiedades lingüísticas tiene dos síntomas típi
eos. Si alguien aprendiera meramente de memoria todas las palabras del espa­
ñol, su conocimiento de la propiedad de ser una palabra del español sería aún
deficiente. Esto.se pondría de manifiesto en que, por ejemplo, si se introduje­
ra un nombre común nuevo en el español, bastaría la introducción de la pala­
bra en singular para que un hablante competente del español incorporase a la
clase de las palabras del mismo no sólo el nombre común en singular explíci­
tamente introducido por la Real Academia de la Lengua, sino también la ver­
sión en plural (y seguramente muchas otras derivaciones, diminutivos, aumen­
tativos, etc.). Basta con que la Academia establezca que, a partir de ahora,
‘implementar’ es un verbo español — dando las pertinentes indicaciones sobre
su uso— para que todos los hablantes competentes del español sepan que
‘implementé’, ‘implementarán’, etc., son todas ellas ipsofacto nuevas palabras
castellanas. Es decir, porque la morfología del español es sistemática, la in­
corporación al mismo de un verbo en infinitivo es ya la incorporación de toda
una serie de otras expresiones. Sin embargo, alguien cuyo conocimiento de la
propiedad tenga meramente la forma de una lista aprendida de memoria, sim­
plemente en virtud de ese conocimiento (es decir, a menos que hubiera sido
capaz de inferir de la lista ia correcta teoría morfológica), no sería capaz de
efectuar tal generalización.
Un síntoma análogo de la sistematicidad de ser una palabra del español
consiste en que, si se elimina una de las unidades léxicas cuya pertenencia al
español está determinada por enumeración (por ejemplo, porque deja de usar­
se, o porque se conviene expresamente en hacerlo así), se eliminan ipso fa d o
del español muchas palabras: todas las que resultan de combinar la unidad eli­
minada con unidades que permanecen en el lenguaje. Estos dos síntomas son
igualmente válidos cuando, en lugar de pensar en la ampliación o disminución
del conjunto de unidades de un lenguaje en el sentido usual del término, pen­
samos en la ampliación o disminución del idiolecto que habla un individuo en
un momento dado.
Podemos resumir así los hechos sobre la sistematicidad de algunas pro­
piedades lingüísticas:

Entre las propiedades lingüísticas (aquellas de que se ocupan predominante­


mente las teorías lingüísticas) las hay sistemáticas y asistemáticas. La exten­
sión de las propiedades asistemáticas está determinada por enumeración. La
de las propiedades sistemáticas está determinada mediante reglas que hacen
referencia a las propiedades asistemáticas. Para aumentar o disminuir el len-
guaje que habla una población o el idiolecto que usa un individuo en un
momento dado con un caso de una propiedad asistemática es preciso intro­
ducir expresamente el uso de ese caso, o retirar expresamente del uso ese
caso. Introducidos expresamente en un lenguaje casos de propiedades asiste-
máticas — removidos expresamente de un lenguaje casos de propiedades
asistemáticas— , se han introducido necesariamente con ello — o se han
removido— casos de propiedades sistemáticas no expresamente contempla­
dos al hacerlo.

Así pues, habida cuenta de que ser una palabra del español es una pro­
piedad sistemática y de que dar cuenta de tal sistematicidad es una empresa
teóricamente pertinente, se comprende que ya las teorías morfológicas se sir­
van de nociones teóricas. Una teoría morfológica del español, por ejemplo,
introducirá dos morfemas para el plural, una serie de morfemas-raíz detrás de
los que esos morfemas se pueden adjuntar, y reglas generales para adjuntar uno
u otro en función de los sonidos finales del morfema-raíz. Relativamente al
ámbito explicativo de la morfología, pues, los morfemas y sus modos posibles
de combinación [poner delante, poner detrás, etc.) son objetos teóricos, y tam­
bién lo son aquellas de sus propiedades invocadas en las reglas de cons­
trucción, las leyes o reglas postuladas por la morfología del español.
Los datos empíricos que se utilizan para la elaboración de una teoría mor­
fológica consisten primariamente en intuiciones de los hablantes del lenguaje
sobre la estructura de las palabras del mismo. (Sólo “primariamente”: es con­
siguiente al carácter explicativo de las teorías lingüísticas el que no tenga sen­
tido imponer restricciones a priori sobre qué datos empíricos puedan servir
para contrastarlas o refutarlas. Chomsky ha venido defendiendo, a mi juicio de
manera convincente, que determinados hechos sobre el aprendizaje del len­
guaje son también datos empíricos que una buena teoría debe explicar.)1 El lin­
güista puede recurrir a sus intuiciones, o a las de los otros hablantes del len­
guaje, sobre cuál sería el pretérito perfecto de un supuesto nuevo verbo; al
menos, puede recurrir a esas intuiciones cuando conciernen a casos claros. Las
predicciones de su teoría serán de este mismo tipo, y habrán de ser confronta­
das con las intuiciones de los hablantes. Al igual que ocurre con otras disci­
plinas científicas, los elementos empíricos (las intuiciones de los hablantes)
pueden en ocasiones ser corregidos por la teoría, cuando están en contradic­
ción con ella, en lugar de ser la teoría corregida por los datos empíricos.
Las palabras no son, sin embargo, los objetos teóricamente privilegiados
en el estudio de los lenguajes naturales, en el sentido de que no son los po­
seedores de las propiedades observables que nos permiten formular los pro­
blemas, las perplejidades, que las disciplinas lingüísticas más características (y
más interesantes para la filosofía) persiguen resolver. Si, en lugar de la defi­
nición inapropiada de ‘palabra’ en que nos hemos apoyado para esta discusión,
tratásemos de construir una más satisfactoria (una válida también para lengua­
jes exclusivamente orales), apreciaríamos hasta qué punto las palabras son
objetos relativamente abstractos, ellos mismos altamente teóricos respecto de

1. Cf. Jerry Fodor, "Some Notes on What Linguistics Is about".


los objetos con los que habríamos de empezar el estudio teórico del lenguaje.
De hecho, sólo nuestra gran familiaridad con nuestro propio lenguaje materno’
(y particularmente con su versión escrita) explica que la división de los frag­
mentos más largos de discurso en palabras nos parezca tan “natural”. Pense­
mos, por contra, en lo difícil que nos resulta hacer esta misma distinción cuan-
do oímos una frase en una lengua que no dominamos plenamente, o en las difi­
cultades que encuentran para llevar a cabo esa misma tarea incluso respecto de
su lengua materna quienes no están familiarizados con el lenguaje escrito. En
rigor, la noción de palabra sólo tiene un sentido preciso relativamente a com­
plejas consideraciones sintácticas y semánticas. Si descubriésemos una co­
munidad de seres que parecen utilizar un lenguaje, no serían las palabras de
ese lenguaje los objetos con los que primero tropezaríamos; a ellas llegaríamos
a través de una serie de pasos de abstracción teórica. Lo que observaríamos
sería actos lingüísticos, acciones tales como expresar opiniones, ofrecer infor­
mación, preguntar, dar órdenes, tic. Estos actos se llevan a cabo con oracio­
nes. Diremos, siguiendo una propuesta de Wittgenstein, que una oración es la
unidad mínima con la que podemos llevar a cabo una de estas acciones lin­
güísticas. En este sentido, ‘Juan’, proferida en ciertos contextos, bien puede ser
una oración —por cuanto se puede utilizar para llevar a cabo acciones típica­
mente lingüísticas, tales como llamar a Juan o responder a una pregunta
(“¿quién se comió el pastel?”). Son las oraciones (oraciones-tipo, no orado-
nes-ejemplar)y típicamente construidas a partir de varias palabras, las entida­
des epistémicamente básicas el estudio del lenguaje.
Las oraciones del español son típicamente combinaciones de palabras,
pero no toda combinación de palabras castellanas es una oración castellana.
‘Sergi come papilla’ es una oración castellana, pero no lo es ‘Sergi comen
papillas’, ni tampoco ‘Sergi me propuso de que me fuera al cine con él’. Estas
últimas son combinaciones agramaticales de palabras castellanas. Las oracio­
nes castellanas tienen, pues, la propiedad de ser gramaticales. La sintaxis es la
actividad teórica que trata de explicar en qué consiste la gramaticalidad de las
oraciones. Mucho más aún que en el caso de las palabras, es fácil observar que
ésta es una propiedad sistemática. El mismo test que mencionamos antes lo
pone de manifiesto. La mera introducción deí verbo ‘impíementar’, efectuada
junto con las pertinentes indicaciones sobre su uso, basta para que ‘Sergi
implemento el programa’ pase a ser una nueva oración gramatical del español;
no es precisa ninguna nueva regla al respecto. La única explicación de esto ha
de ser que la gramaticalidad y la agramaticalidad dependen de que las oracio­
nes estén o no compuestas, de modos específicos, de entidades más pequeñas,
poseedoras de ciertas propiedades. Una explicación satisfactoria de la grama-
ticalidad debe dar cuenta de esta sistematicidad, y tal es el objetivo prioritario
de una teoría sintáctica.2

2. En la lingüística contemporánea se distingue usualmente la sintaxis Jal español de ¡a sintaxis, sin más. Esta
distinción la motiva la creencia de que es posible dar una descripción general de ciertos aspectos de la sintaxis de
todo lenguaje natural humano.
La gramaticalidad no es sólo una propiedad sistemática, sino que es tam­
bién una propiedad productiva. Una propiedad es productiva si los hechos de
los que depende que se aplique o no a algo hacen que la propiedad la tenga
necesariamente un número infinito de objetos. Una propiedad definida median­
te un procedimiento recursivo es un caso típico de propiedad productiva. La
oración ‘el amigo de Juan es chino’ es gramatical en español; también lo es ‘el
amigo del amigo de Juan es chino’; también lo es ‘el amigo del amigo del ami­
go de Juan es chino’, etc. Y no parece haber ningún límite al número de repe­
ticiones de la expresión ‘el amigo de(l)\ tal que cualquier oración en la serie
cuyo comienzo hemos indicado, construida usando un número mayor que ése
de repeticiones de la expresión, sería gramaticalmente incorrecta. Es cierto
que, a partir de un número pequeño de repeticiones, de la expresión ‘el amigo
de(l)\ ya no somos capaces de saber si la oración es o no gramatical: la ora­
ción se hace demasiado larga como para que seamos capaces de “procesarla”.
Pero parece razonable decir que las razones por las que esto ocurre (limitacio­
nes psicológicas y físicas de los seres humanos) no tienen nada que ver con las
razones por las que una oración es gramatical o no lo es. Por el contrario, si
comparamos dos oraciones de la serie que nos parezcan manifiestamente gra­
maticales, una con un número n + 1 de apariciones sucesivas de la expresión
‘el amigo de(l)’ y la otra la inmediatamente anterior en la serie, aquella que
contiene n apariciones de la expresión mencionada, nos sentimos inclinados a
pensar que las razones por las que ambas oraciones son de hecho gramatica­
les, cualesquiera que éstas sean, determinarían que, dada una oración cual­
quiera en la serie que sea gramatical, la que contiene exactamente una apari­
ción más que ella de la expresión ‘el amigo de(l)’ debe ser también gramati­
cal. Obtenemos así una serie infinita de oraciones, todas ellas gramaticales.
Si una propiedad es productiva, es también sistemática: el que se aplique^
o no a uno de los objetos en su dominio depende de que éste esté compuesto
de modos específicos de otros objetos poseedores de ciertas propiedades. No
cabe explicar de otro modo el que una propiedad se aplique necesariamente a
un número ilimitado de objetos. El condicional converso no tiene por qué ser
verdadero. La propiedad de ser una oración de ciertos lenguajes primitivos
(códigos que se utilizan para fines muy específicos), o de ciertos lenguajes arti­
ficiales, es sistemática (por razones como las que se han discutido ante­
riormente) pero no productiva, porque el número de oraciones que se pueden
construir con las regias sintácticas de esos lenguajes es finito. La propiedad de
ser una adjetivo del español es no sólo sistemática, sino también productiva.
No tenemos más que considerar los adjetivos numerales cardinales (o ios or­
dinales): ‘uno’, ‘dos’, ..., ‘diez’, ‘once’, ..., ‘cien’, ..., ‘ciento diez’, ..., ....
La sistematicidad que hay implícita en esta serie es productiva; no hay ningún
límite razonable que pueda imponerse a los mecanismos de construcción implí­
citos en la serie más allá del cual pueda decirse que no hay más cardinales
españoles: por el contrario, hay cardinales españoles que no tendríamos tiem­
po de pronunciar, ni siquiera si empleásemos para ello cada segundo de la vida
de cada miembro de la especie humana.
Si la sintaxis se ocupa de explicar la gramaticalidad de las oraciones, dan­
do cuenta de la sistematicidad (y la productividad) de esa propiedad, l a semán­
tica se ocupa de otra propiedad, también productiva, de las oraciones. Más
específicamente: distingamos, de entre las oraciones, los enunciados. ‘¿Cierra
Víctor la puerta?’, ‘¡Víctor, cierra la puerta!’ y ‘Víctor cierra la puerta’ son
todas ellas oraciones, pero sólo la tercera es un enunciado. Un enunciado es
una oración respecto de la cual podemos preguntamos si es verdadera o falsa,
una oración que se utiliza convencionalmente para efectuar actos lingüísticos
tales como aseveraciones. Los enunciados “dicen” algo. Diferentes enunciados
pueden “decir” lo mismo: ‘Víctor cerró la puerta’ y ‘Víctor closed the door’
son diferentes enunciados, pero “dicen” lo mismo. El mismo enunciado puede
“decir” cosas distintas; así ocurre con ‘yo cerré la puerta’, cuando lo usan
diferentes personas, o con ‘vi a Juan con los. prismáticos’, que puede utilizar­
se para decir que la persona que habla, valiéndose de unos prismáticos, vio a
Juan, o que la persona que habla vio a Juan llevando unos prismáticos. A eso
que los enunciados “dicen” — sin preguntamos más por el momento acerca de
su naturaleza, de la que habremos de ocuparnos por extenso en páginas suce­
sivas— le llamaremos proposición.
Pues bien, expresar una proposición es una propiedad semántica funda­
mental de los enunciados. Y es también una propiedad sistemática y producti­
va. La introducción de la nueva palabra ‘implementar’ no sólo daría lugar a
un sinnúmero de nuevas oraciones gramaticales, sino que también produciría
un sinnúmero de nuevos enunciados, cada uno de los cuáles expresaría una
determinada proposición. No sólo será ‘Sergi implemento el programa’ una
nueva oración gramatical, por el mero hecho de haber sido introducida la nue­
va palabra, sino que esta oración expresará una determinada proposición.
Debemos concluir, pues, que un enunciado expresa una cierta proposición en
virtud de que el enunciado está compuesto, de ciertos modos, de unidades sig­
nificativas más pequeñas, y de que esas unidades más pequeñas tienen ciertas
propiedades. Una teoría semántica aspira a hacer explícitas tales regularidades.
La misma tesis se puede justificar invocando esta vez la productividad con la
misma serie que antes, ‘el amigo de Juan es chino’, ‘el amigo del amigo de
Juan es chino’, ‘el amigo del amigo del amigo de Juan es chino’, etc., esta vez
desde el punto de vista semántico: cada una de esas oraciones expresa una cier­
ta proposición, y no parece razonable poner un límite al número de oraciones
en esa serie, cada una de las cuales expresa una proposición distintiva.
La sistematicidad de propiedades lingüísticas como ser gramatical y
expresar una determinada proposición constituye la razón fundamental por la
que buscamos teorías sintácticas y semánticas. Los lingüistas contemporáneos
influidos por Chomsky insisten frecuentemente en que nuestro conocimiento
del lenguaje es creativo, en que a cada momento realizamos la hazaña de
entender oraciones que nunca antes habíamos oído y de proferir oraciones que
nunca nadie había dicho. Y esto es sin duda cierto. Se apunta con ello a algo
más básico, que explica nuestra indudable creatividad lingüística: a saber, que
nuestro conocimiento del lenguaje es el conocimiento de propiedades siste­
máticas, y de su sistematicidad. Es así que podemos ir “más allá” de las ora­
ciones que oímos cuando aprendimos nuestra lengua. Podemos ir más allá, en
■el sentido de que podemos decir y entender oraciones que no estaban entre
aquellas que nos sirvieron para aprender a usar las lenguas que dominamos.
No podemos ir más allá, en el sentido de que no podemos trascender la
sistematicidad ya presente en ese corpas de partida: no podemos producir ni
comprender más oraciones que aquellas que las reglas del español permiten
construir con significados específicos, a partir de las unidades cuyo significa­
do está determinado por enumeración. La creatividad lingüística consiste en el
hecho de que un Zeus que hubiera llevado a cabo la tarea a nosotros vedada
de aprender de memoria la lista infinita de las oraciones gramaticales del espa­
ñol con su significado, no sabría sin embargo lo que nosotros sabemos del
español. Esta ignorancia se pondría de manifiesto con la mera introducción de
una nueva palabra: Zeus no sabría construir nuevas oraciones significativas
combinando la nueva palabra con las viejas; nosotros sí. (A menos, claro está,
[que Zeus supiese algo más que la mera lista, es decir, que a partir de la lista
(hubiese inferido las reglas sintácticas y semánticas que la determinan.) Las teo­
rías sintácticas y semánticas aspiran a hacer explícito ese conocimiento nues­
tro, la estructura del lenguaje.
El hecho que plantea_ej problema fundamental que las teoría^ lingüísticas
pretenden explicar es, pues, el de ía sistematicidad del significado de las ora­
c io n e s Una unidad léxica es la unidad mínima con significado dé’üñTengua-
je; el significado de las unidades léxicas está dado por enumeración. El signi­
ficado de las unidades léxicas es, pues, una propiedad asistemática. Los crite­
rios que ya conocemos ponen de manifiesto la sistematicidad del significado
de las oraciones. Si se ampliase un lenguaje natural (o el idiolecto de una per­
sona), añadiendo una nueva unidad léxica, y dotándola de significado, existi­
rían muchas oraciones no expresamente contempladas al llevar a cabo la amplia­
ción —oraciones formadas por la nueva unidad, en combinación con viejas uni­
dades léxicas— que tendrían ipso fa d o significados específicos. Esto sería inex­
plicable si el significado de las oraciones de los lenguajes naturales no estuvie­
ra determinado por reglas. Análogamente, la eliminación de una unidad léxica
de un lenguaje natural (por desuso, o por otro motivo) o del idiolecto de una per­
sona (por olvido quizás) tiene como consecuencia la eliminación de muchas ora­
ciones en que esa unidad se combina con otras que permanecen en el lenguaje.
Obsérvese que, si bien cabe decir que se ha eliminado del lenguaje por desuso
(o del idiolecto por olvido) la unidad léxica, no cabe decir igualmente que se
han dejado de usar en el lenguaje las oraciones removidas al eliminar la uni­
dad, pues quizás no se habían usado nunca; ni cabe decir que el hablante del

3. También el de la productividad; pero, dado que la productividad implica la sistematicidad, pero no a la


inversa, es menos arriesgado afirmar que los lenguajes naturales son sistemáticos que afirmar que son productivos.
Como se verá más adelante, basta que el lenguaje natural sea sistemático para defender que las teorías lingüísticas son
teorías genuinamente explicativas — que es lo que en último extremo está en juego cuando se pone en cuestión la pro­
ductividad del lenguaje— . Quiero hacer constar, no obstante, que yo mismo no tengo duda alguna sobre el carácter
no sólo sistemático, sino también productivo de los lenguaje naturales.
idiolecto ha “olvidado” el significado de las oraciones al olvidar el significado
de la unidad, pues quizás nunca había tenido presente siquiera que esas ora­
ciones tenían ese significado. De nuevo, esto sería inexplicable si el significa­
do de las oraciones de los lenguajes naturales no estuviera determinado por
reglas. El problema fundamental que las teorías lingüísticas persiguen resolver
es, pues, éste: ¿cuáles son las reglas que establecen, a partir de unidades dadas
por enumeración, qué oraciones pertenecen a un lenguaje dado, y cuál es su
significado? Una explicación lingüística es una enunciación de esas reglas; y
para confirmar o refutar una explicación así utilizamos como datos empíricos
primarios las intuiciones de los hablantes de la lengua en cuestión relativas a
predicciones de la teoría (particularmente, predicciones novedosas) sobre qué
oraciones se pueden construir en esa lengua y qué significado tienen.
Nuestro conocimiento del lenguaje es creativo también en un sentido dis­
tinto, que conviene no confundir con el anterior. En una canción de Joaquín
Sabina encontramos la siguiente afirmación: “huyendo del frío, busqué en las
rebajas de enero, y encontré una morena bajita que no estaba mal”. Tomada
literalmente (es decir, considerando la proposición que este enunciado conven­
cionalmente expresa), esta afirmación tiene que ser falsa: buscando entre los
artículos rebajados en las rebajas de enero no se encuentra uno morenas baji­
tas que no están mal. Sin embargo, el contexto — el resto de la canción— nos
permite entender que la proposición que Sabina expresa es la que se podría
expresar literalmente con este otro enunciado: “huyendo de la soledad, contes­
té a algunos anuncios de la sección de contactos personales en una revista, y
así trabé relación con una morena bajita de buena apariencia física”. Sabina
consigue decir esto con una oración que dice otra cosa, y al hacerlo lleva a
cabo algo susceptible de ser considerado estéticamente valioso. Por ejemplo,
nos hace ver una cierta relación —cuya existencia quizás no habíamos sospe­
chado— entre la situación literalmente descrita por la oración que emplea (la
situación de rebuscar en las rebajas de enero), y la situación que realmente
quiere describir (contestar un anuncio en la sección de “contactos” de una
revista). Y, lo que es estéticamente más importante, lo hace sin decir expresa­
mente que lo hace, sino dejando a nuestro ingenio el establecer esa relación:
pues es aquí donde reside cualquier virtud estética que pueda tener; es este as­
pecto el que se pierde cuando la idea se enuncia literalmente. Los chistes, las
ironías, los sarcasmos, las metáforas, todos ellos son casos de uso creativo del
lenguaje en este nuevo sentido. La pragmática, tal y como aquí usaré el con­
cepto, e s . lá subdisciplina lingüística que se encarga de estudiar estos fe­
nómenos. Aunque no cabe hablar de sistematicidad aquí, no por ello dejan de
existir generalizaciones explicativas también en este terreno.
En lingüística se tiende a utilizar ‘pragmática’ para el estudio de todos los
fenómenos que tienen que ver con el “ uso”, y se ubica en el ámbito pragmáti­
co, por ejemplo, el estudio de las “fuerzas ilocutivas” que distinguen a los dife­
rentes tipos de actos lingüísticos (aseverar, ordenar, preguntar, etc., cf. XIII, § 2)
y el de los indéxicos o deícticos (‘yo’, ‘esto’, ‘ahora’, etc., cf. VII, § 4), En el
sentido que en este texto se da al término, sin embargo, el estudio del funcio­
namiento convencional de los indicadores de la fuerza ilocutiva (la forma indi­
cativa, imperativa, interrogativa, etc., de las oraciones) y el de los deícticos per­
tenece a la semántica, y no a la pragmática. La clasificación usual en lingüís­
tica no es razonable; pues, en último extremo, todos los fenómenos lingüísti­
cos tienen que ver con el “uso”, con la acción humana (XIV). La distinción
interesante, si queremos disponer de una taxonomía razonable de las tareas
explicativas relacionadas con el lenguaje, es la distinción entre fenómenos
semánticos convencionales (de que se ocupa la semántica) y fenómenos semán­
ticos no convencionales (de que se ocupa la pragmática).
Los objetos de que se ocupa la pragmática no son abstracciones como las
oraciones o las proposiciones. Los objetos de la pragmática son las proferen­
cias, los actos de uso de signos lingüísticos en contextos concretos con ciertos
fines racionales. Desde un punto de vista epistemológico (“en el orden del
conocimiento”), en el principio son las proferencias, las emisiones concretas
de signos-ejemplar llevadas a cabo con particulares intenciones, comunicativas
o de otro tipo. Como se dijo antes, lo patentemente observable en el caso del
lenguaje, aquello con que primero nos toparíamos si descubriésemos una nue­
va comunidad de usuarios de un lenguaje— y aquello sobre lo que nuestras
intuiciones lingüísticas son claras— son actividades lingüísticas concretas.
Desde un punto de vista teórico u ontológico, sin embargo, la pragmática
presupone la semántica: es porque la oración ‘huyendo del frío, busqué en las
rebajas de enero, y encontré una morena chiquita que no estaba mal’ tiene ya,
convencionalmente, un cierto significado, porque expresa una determinada
proposición, que Sabina puede arreglárselas para decir otra cosa con ella, para
crear un nuevo significado. Alguien que no entienda el significado literal o^
convencional de la oración será incapaz de entender lo que Sabina quiere decir
con ella, captando al hacerlo el efecto artístico que él quiere conseguir. Y es
la semántica la que determina el significado convencional de la oración, la pro­
posición que expresa literalmente. Por otro lado, la semántica es teóricamente
independiente de la pragmática: para explicar qué proposición expresa cada
enunciado no es preciso indicar qué otras proposiciones se puede conseguir,
pragmáticamente, que exprese.

3. Uso y mención de signos

En esta sección queremos llamar la atención sobre una diferencia cuya no


apreciación suele provocar confusión, particularmente cuando, como a lo lar­
go de esta obra, nuestro discurso es “metalingüístico”; es decir, cuando versa
él mismo sobre el lenguaje: la diferencia entre el uso y la mención de signos.
Para hablar (o escribir) de las cosas hemos de mencionarlas, y para mencio­
narlas usamos palabras (signos sonoros o gráficos). Pero las palabras son tam­
bién “cosas”, y están entre las cosas que en ocasiones queremos mencionar.
Por ejemplo, en (1) menciono la espada de Artús, y para ello uso la expresión
que es el sujeto gramatical de esa oración. En (2), sin embargo, lo que preten-
do mencionar no es la espada de Artús, sino la palabra que usé en (1) para
mencionar tal espada. De otro modo, (2) sería patentemente falso (además de
absurdo), porque las espadas carecen de sílabas.

(1) Excalibur fue extraída de una roca por Artús.

(2) Excalibur está compuesta por cuatro sílabas.

Sin embargo, para mencionar ia palabra he usado en (2) la misma palabra


que en (1) usé para referirme a la espada. En (1) la palabra ‘Excalibur’ ha sido
usada, pero en (2) ha sido a la vez usada y mencionada. Esta'práctica puede
inducir a confusión, pues hay en ella una equivocidad similar a la que existe
en el caso de la palabra Aristóteles, usada en (3) para mencionar al famoso filó­
sofo griego del siglo IV a. de C. y en (4), sin embargo, para mencionar ai famo­
so millonario griego de nuestro siglo (so pena de que uno de los dos enuncia­
dos, o ambos, sea falso),

(3) Aristóteles fue maestro de Alejandro Magno.

(4) Aristóteles se casó con la esposa de John F. Kennedy.

Otra equivocidad familiar es la que existe en el caso de la palabra ‘banco’.


Para evitar la equivocidad, podríamos simplemente utilizar otra palabra
cuando queramos mencionar la palabra que es el sujeto de (1), una distinta a
la que usamos cuando queremos mencionar la espada de Artús. Podríamos, por
ejemplo, bautizar Heathcliff al famoso nombre de la espada de Artús usado en
(1) para mencionar dicha espada. (Heathcliff sería así un nombre de una expre­
sión-tipo, a saber, del nombre de la espada, no un nombre de la espada misma;
y no de cualquier nombre de la espada — que naturalmente puede tener otros—
sino del usado en (1) para mencionarla.) Pero este procedimiento sería muy
poco útil, puesto que no es sistemático: si ahora qúiero mencionar' el nombre
que acabo de introducir para mencionar al nombre de la espada de Artús usa­
do en (1) (por ejemplo, con el fin de decir de él que tiene diez letras), tendría
que introducir una nueva palabra. En general, para cada expresión que quera­
mos mencionar, habríamos de estipular un nuevo nombre. En lugar de eso, en
el lenguaje escrito recurrimos (cuando escribimos con propiedad) al expedien­
te de las comillas.
Otro expediente similar al que recurrimos en el lenguaje escrito para nom­
brar una expresión es ponerla en bastardilla; eso es justamente lo que he hecho
antes, cuando he introducido el nombre ‘Heathcliff’. Cuando se dice unas lí­
neas más arriba “si ahora quiero mencionar el nombre que acabo de introdu­
cir ...” el lector habrá advertido quizás que esa hipótesis ya se había dado unas
líneas antes en el mismo párrafo; pues cuando introduje el nombre del nombre
de la espada, ‘Heathcliff’, no lo usé, sino que hablé de él, lo mencioné. Como
quería mencionar ‘Heathcliff’ (en lugar de usarlo para referirme con él a
‘Excalibur’), lo puse en cursiva. En el lenguaje hablado recurrimos al énfasis
para distinguir uso y mención, o simplemente descansamos en el contexto.
Para mencionar una expresión, pues, la escribimos entre comillas. Propia­
mente escrito de acuerdo con esta convención, (2) hubiera figurado así:

(2') ‘Excalibur’ está compuesta por cuatro sílabas.

De modo que ahora ya no hay lugar a la equivocidad, por cuanto los sujetos
de (1) y (2') no sólo nombran cosas distintas, sino que son también ellos mis­
mos palabras distintas.
En este trabajo hemos seguido hasta ahora la convención de entrecomillar
mediante comillas simples las expresiones cuando queremos mencionarlas, en
lugar de usarlas del modo habitual. Será útil que examinemos más de cerca esta
convención. Ningún recurso lingüístico parece tan simple como el de las citas.
Y, ciertamente, se trata de un mecanismo simple, en comparación con otros.
Pero, como ,se puede ver examinando el próximo capítulo, ya aquí el desa­
cuerdo teórico es significativo: alguien podría pensar que en los párrafos
anteriores se ha dicho todo lo que es preciso decir sobre ellas, pero ese pensa­
miento sería ingenuo. Cualquier investigación sobre el lenguaje conlleva cons­
tantemente la mención de expresiones. Un mayor grado de explicitud en nues­
tro dominio de esta herramienta redundará en una mejor disposición a evitar
frecuentes confusiones que su uso provoca.4
Dos aspectos de la distinción entre el uso y la mención de una expresión
requieren comentario, uno sintáctico y otro semántico. El aspecto sintáctico es
que las expresiones entrecomilladas son nombres (o sintagmas nominales,
como dicen los gramáticos), sea cual fuere la función sintáctica de las ex­
presiones flanquedas por las comillas en las oraciones en que tienen su uso
habitual. En el ejemplo anterior, la expresión flanqueada por las comillas era
también un nombre, pero, en general, la expresión mencionada puede pertene­
cer a cualquier categoría: un verbo, un adjetivo, una oración completa, como
en (5), o incluso una expresión que ni siquiera es una palabra; en cualquiera
de esos casos, la expresión resultante de entrecomillarlas es, sintácticamente,
un nombre:

(5) ‘El azafrán es caro’ es una oración castellana.

El aspecto semántico es correlativo al sintáctico. La expresión flanqueada


por las comillas no sólo no tiene su función sintáctica habitual cuando apare­
ce entrecomillada, sino que tampoco ejerce su función semántica habitual. La
expresión que es el sujeto de (1) tiene como función semántica habitual justa­
mente la que tiene en (1), a saber, mencionar una cierta espada. Pero carece
por completo de esta función en (2'). (2') no trata de espadas en absoluto, sino

4. En esta sección expongo la teoría de las citas que yo mismo considero correcta. Esta teoría se propuso ori­
ginalmente con el fin de superar los problemas de las teorías que se examinan en el próximo capítulo.
de palabras. Del mismo modo, la expresión flanqueada por comillas en (5) itie-
ne usualmente la función de expresar un aserto sobre el precio de una; cierta
especia; pero tal función semántica no tiene nada que ver con su papel en (5),
que no trata en absoluto de economía ni de especias.
Una cita, pues, consta en el lenguaje escrito de una expresión de cualquier
tipo flanqueada de comillas, y el todo constituye sintácticamente un nombre.
La única función semántica de las expresiones que aparecen flanqueadas de
comillas en una oración (esto es, mencionadas), sea cual sea la función que tie­
nen habitualmente (cuando están usadas), es, por así decirlo, la de exhibirse a
sí mismas. La teoría más simple de las citas que se nos ocurre formularía la
regla semántica para las citas de este modo: dada una expresión-tipo cual­
quiera, la expresión-tipo que la contiene flanqueada por un par de comillas es
una nueva expresión que nombra a la primera. Denominemos la teoría natu­
ral a esta caracterización del significado de las citas.
La teoría natural, sin embargo, no parece ser correcta, por la siguiente
razón: como vimos en la sección primera, un mismo ejemplar puede ejempli­
ficar muchos tipos distintos. Pues bien, entrecomillando un ejemplar de una
expresión, podemos referimos a cualquiera de los tipos que ese ejemplar ejem­
plifica. « ‘Excalibur’», en «‘Excalibur’ nombra una espada famosa», por un
lado, y en « ‘EXCALIBUR’ sólo contiene letras mayúsculas», por otro, no
designa la misma expresión-tipo. Esta es, pues, una razón empírica para recha­
zar la teoría natural. Pues esa teoría presupone que las citas son unívocas, refi­
riendo siempre al tipo más abstracto ejemplificado por la expresión entreco­
millada. Una teoría más ajustada a los hechos (a la que denominaremos teoría
davidsoniana) formularía la regla así: dada una expresión cualquiera, el resul­
tado de incluir entre comillas un ejemplar suyo es una nueva expresión que se
usa para mencionar alguno de los tipos ejemplificados por el ejemplar; el con­
texto debe determinar cuál. El problema ahora es que la regla no especifica,
por sí sola, qué designa una cita. Son factores contextúales (el contexto lin­
güístico en el ejemplo anterior, el contexto extralingüístico en otros casos) los
que acaban de determinar a cuál de los varios tipos ejemplificados por la expre­
sión citada queremos referimos. Pero el defecto no está en la teoría; tales pare­
cen ser los hechos semánticos sobre el uso de las comillas.5
La teoría davidsoniana no toma en consideración para nada la función
semántica usual de la expresión flanqueada por las comillas; la expresión pue­
de no tener ninguna. La regla sólo menciona la expresión misma. Esta es una
nueva virtud de la teoría, pues cuando decimos “ ‘urububú’ no es una palabra
castellana” la expresión mencionada no tiene ninguna función semántica. Eñ
una expresión entrecomillada, las comillas están para decimos que la función
semántica de la expresión flanqueada por ellas en el todo no es la usual (qui­
zás la expresión en cuestión ni siquiera tiene una función semántica usual­
mente). La cita toda (la expresión entrecomillada y las comillas) tiene la fun­

5. La explicación aquí ofrecida del funcionamiento de las comillas está tomada de Donald Davidson, “Quo-
tation”.
ción de mencionar una expresión. Y la función de la expresión que va dentro de
las comillas es la de permitimos determinar— con ayuda del contexto— cuál es
la expresión mencionada en ese caso particular. Las expresiones entrecomilladas
funcionan semánticamente en cierto modo como los jeroglíficos. En éstos, el sig­
no guarda con su significado una relación de similitud —y no una meramente
convencional, como la que existe entre la palabra ‘Barcelona’ y la ciudad. En las
expresiones entrecomilladas, el ejemplar que aparece flanqueado por las comi­
llas nos permite inferir el significado de la expresión entrecomillada completa en
virtud también de relaciones no convencionales; en este caso, la relación que-
existe entre el tipo al que la cita hace referencia, y el ejemplar que se ofrece, den­
tro de las comillas, para que la audiencia infiera por sí misma aquél.
El lector puede comprobar que la regla mediante la que la teoría davidso-
niana recoge el funcionamiento semántico de las citas determina un mecanis­
mo semántico productivo. Ello se debe a que se trata de una regla semántica
recursiva, es decir, una regla que se aplica a los resultados de aplicarla. Pues,
como una expresión entrecomillada es ella misma una expresión, puede a
su vez ser mencionada a través del mismo expediente del entrecomillado, ca­
racterizado por la regla, y así sucesivamente: ‘Excalibur’, “ Excalibur” ,
‘“Excalibur” ’... . O, mejor, cambiando estratégicamente mientras sea posible
la tipografía de las comillas, para evitar confusiones cuando la expresión entre­
comillada es ella misma la cita de otra expresión (como hemos hecho ya ante­
riormente, y continuaremos haciendo en adelante): ‘Excalibur’, «‘Excalibur’»,
“«‘Excalibur’»”, etc.-Nuestra única regla asigna a cada una de estas expresio­
nes (y a cada una de las que podemos construir de modo similar) un signifi­
cado preciso (y uno diferente en cada caso). Esta es, por consiguiente, una nue­
va virtud de esta modesta teoría.
Si contamos las comillas entre las letras de nuestro alfabeto, podemos
decir: ‘Excalibur’ es un nombre de Excalibur, la espada de Artús, y tiene nue­
ve letras: ‘E ’, ‘x’, ... y ‘r’. «‘Excalibur’», por otra parte, es un nombre de la
palabra ‘Excalibur’ — a su vez un nombre de la espada de Artús—■y tiene once
letras: ‘E’, ..., ‘r’ y La teoría davidsoniana permitirá al lector descifrar
este aparente galimatías. La productividad de nuestro mecanismo semántico
para la cita tiene esta virtud: si el único medio de que dispusiéramos para men­
cionar expresiones fuese ponerlas en cursiva, no tendríamos un mecanismo
productivo. Con este sistema tendríamos tantos nombres de expresiones como
expresiones, ni uno más. No podríamos, por ejemplo, referimos a uno de nues­
tros nombres de expresiones; no podríamos citar una cita. Este ejemplo pone
también de manifiesto algo que antes se estableció de modo general, a saber,
que la productividad de una propiedad (el significado de las citas, en este caso)
implica su sistematicidad. De hecho, si nuestro mecanismo para construir
nombres de expresiones es productivo es porque es también sistemático, por­
que las citas tienen estructura semántica. Si la teoría es correcta, en los casos
más simples las citas constan por un lado de las comillas y por otro de la expre­
sión-ejemplar que aparece flanqueada por ellas. Ambas partes tienen una fun­
ción semánticamente distinta, que la teoría describe.
Muchos chistes se apoyan en confusiones de uso y mención. “— ¿Qué sig­
nifica pourquoi? en francés?” “— ‘¿Por qué?’” “—No, por nadag^or-saberlo.”
En la respuesta, naturalmente, se menciona la expresión ‘¿por <|ti^f^ao.se usa.
La respuesta es una abreviación de este enunciado más prolijo: .'“^ iir q u o i? ’
significa en francés lo mismo que ‘¿por qué?’ en español ” Ferb'.iá; falta de
comillas en el lenguaje hablado provoca que quien formuló la: pregunta no lo
entienda así: confunde por tanto la mención de una expresión con su uso. Es
preciso advertir que el lenguaje contiene muchos casos en que; si bien las
expresiones no están usadas como usualmente, tampoco están mencionadas,
en el sentido que acabamos de exponer. Una teoría completa dé todos los
fenómenos lingüísticos análogos al de la mención habrá de ser, por increíble
que a priori hubiera resultado, terriblemente complicadá. Otro chiste lo ilus­
tra: El pianista está tocando ‘As Time Goes B y \ El mono del pianista arro­
ja al suelo, repetidamente, la bebida del cliente. El cliente pregunta enojado
al pianista: — Oiga, ¿sabe por qué el mono derrama mi cuba-libre? El pia­
nista: —No, pero si me la tararea ... .E l pianista entiende (o pretende enten­
der) que las palabras ‘¿por qué el mono derrama mi cuba-libreT están usa­
das para nombrar una canción; el cliente, en cambio, las había usado con su
sentido usual. En adelante, seguiré la práctica de poner en cursivas las expre­
siones que, si bien no tienen su sentido más usual, tampoco están menciona­
das. Así ocurre, por ejemplo, cuando se usan los primeros versos dé una can­
ción o una poesía no con su significado usual, sino para referirse a la can­
ción o poesía; o cuando se dice “el concepto caballo”. Él término ‘caballo’,
en el último caso, no está usado para hablar de caballos; pero tampoco está
mencionado.
A modo de resumen, una cita del excelente “diccionario filosófico inter­
mitente” de Quine, extraída de la entrada uso contra mención:.

Para mencionar algo usamos su nombre, o alguna descripción. Cuando


decimos que Boston tiene trece concejales usamos el nombre de la ciudad y con
ello mencionamos la ciudad, tal y como acabo de hacer. Escaso lugar para el
misterio hay en esto, gracias a la feliz circunstancia de que hay pocas cosas
menos parecidas a una ciudad que un nombre. Mencionar ciudades y otros obje­
tos concretos es un juego de niños; simplemente, use sus nombres.
El cuidado comienza a ser aconsejable, sin embargo, cuando pasamos a
mencionar nombres. Para mencionar un nombre, como cualquier otra cosa, se
usa un nombre suyo. Boston no es bisílabo, pero ‘Boston’ lo es; la cita sirve
como un nombre del nombre. Una cita nombra su interior. Es un nombre de sus
propias entrañas.
Tampoco se debe suponer que ‘Boston’ es una cita. ‘B oston’ es simple­
mente una palabra de seis letras, y no contiene comillas. Para mencionar
la cita usamos su nombre, una cita de la cita. “ B oston” contiene un par de
comillas.6

6. W. V. O. Quine, Qaiddities. An íniennititnly Philosophical D ictionary, pp. 231-232.


4. ¿Qué información proporcionan las teorías del lenguaje?

En esta sección discutiremos una dificultad que suscita la tesis que veni­
mos defendiendo, a saber, que el estudio del lenguaje permite elaborar teorías
explicativas.
El propósito d e ja s teorías^ semánticas es ofrecer explicaciones io b re jo s
significados de las palabras. AhoriTblen^ e x p lic a r^ d e c is , sea lo que sea ade-
mas7 para explicar Tiernos de emplear sígn'o's^ En el próximo~cápítuío iíustrare-
~mós, describiendo exhaustivamente el casó de las citas, cómo las teorías se­
mánticas intentan explicar fenómenos semánticos (el funcionamiento de las
citas) formulando leyes o reglas semánticas; enunciando los significados de las
unidades léxicas (como las comillas) y, especialmente, el modo sistemático en
que los significados de expresiones complejas (las citas) se obtienen a partir de
la contribución semántica de las partes. Ahora bien, si las teorías semánticas
intentan ofrecer información de este tipo, ellas mismas deben estar formuladas
en un lenguaje; un lenguaje en que se mencionen las expresiones complejas,
en que se diga en qué consiste su complejidad, cuáles son sus partes, cuáles
sus significados respectivos, etc. Distingamos el lenguaje cuya semántica que­
remos explicar del lenguaje que, necesariamente, hemos de usar en la explica­
ción, denominando lenguaje-objeto al primero y metalenguaje — meta’, por
su carácter de lenguaje usado para hablar sobre el lenguaje— al segundo. (La
distinción vale también cuando estamos intentando ofrecer explicaciones sin­
tácticas o pragmáticas, exactamente por las mismas razones.) En ocasiones
ocurre que el lenguaje-objeto y el metalenguaje difieren completamente; por
ejemplo, puedo ofrecer una teoría semántica para el latín en español. Pero la
posibilidad de ofrecer explicaciones semánticas no puede depender de que len-
guaje-objeto y metalenguaje difieran de este modo: dado que el único lengua­
je hablado sobre la capa de la tierra podría ser, por ejemplo, el swahili, si es
posible construir una teoría semántica para el swahili, debe ser posible cons­
truirla en swahili — o, con mayor precisión, en un lenguaje estrechamente rela­
cionado: swahili ampliado con los términos teóricos de que una teoría semán­
tica haya de proveerse.
Esto es, justamente, lo que la objeción que estamos presentando discute;
según esta objeción, es imposible ofrecer genuinas explicaciones semánticas
para el swahili en swahili (ni en swahili ampliado). Se seguiría de esto, por lo
que acabamos de decir, que la semántica, como una disciplina genuinamente
explicativa, es imposible. Este es un esbozo del argumento que se aduce para
defender este punto de vista. Para que un fragmento lingüístico me proporcio­
ne información, su contenido tiene que resultarme novedoso; antes de conocer
la información en cuestión, yo debía desconocerla. Ahora bien, ¿cómo puede
ser esto posible, en lo que respecta a la información que una teoría semántica
del swahili formulada en swahili intenta proporcionarme? Si yo no poseo esa
información, es que no entiendo el swahili; y, en tal caso, no estoy en disposi­
ción de entender la propia teoría, que está formulada precisamente en swahili.
Y si poseo la información necesaria para entender la teoría, es que ya entien­
do swahili; esto es, ya conozco la semántica del swahifi-,; y por tanto va conoz­
co aquello que la teoría pretende proporcionarme.
Una definición circular es una definición que, por estarxforrnulada explí­
cita o implícitamente en términos de aquello que se intenta definir, no podría
servir a nadie que no entendiera ya la expresión definida para aprender su sig­
nificado. Dado que las teorías semánticas constan esencialmente de explica­
ciones del significado de términos, pueden verse como un conjunto de defini­
ciones. Así, la teoría davidsoniana de las citas define las comillas. La dificul­
tad que se apunta en esta objeción es entonces la de que las teorías semánticas
son necesariamente circulares. Son, por tanto, explicativamente tan inadecua­
das como las definiciones circulares. El siguiente texto contiene un razona­
miento de este tipo:

Se ha señalado a menudo que los significados no pueden ser descritos en el len­


guaje. En algunos casos pueden ser demostrados mediante un acto .de ostensión;
pero cualquier descripción que se haga de ellos en términos de un lenguaje, sea
natural o artificial, necesariamente habrá de tener su propio significado, una
descripción del cual tendrá a su vez su propio significado, y así sucesivamente.
Si esto es así, lo más que podemos hacer es agrupar expresiones sinónimas en
clases.7

Este argumento es especioso. Pero, antes de mostrar que lo es, haré dos
observaciones, cuyo objeto es hacer patente que todo argumento como éste tie­
ne que ser falaz. Mostraré, primero, que la conclusión es increíble. Y, en segun­
do lugar, que la presunta excepción que el texto hace respecto de los signos
definidos por ostensión no existe: si la conclusión del argumento fuese válida,
tampoco las definiciones ostensivas serían informativas. Sólo después explica­
ré por qué el argumento no es válido, y cómo tanto las definiciones ostensivas
como las lingüísticas pueden ser informativas.
La primera observación es que la conclusión del argumento es una para­
doja. Una paradoja es o bien un argumento aparentemente plausible del que
se sigue una consecuencia que contradice una proposición que también nos pa­
rece plausible, o bien un par de argumentos plausibles con conclusiones con­
tradictorias. Los argumentos de Zenón para tratar de establecer la inexistencia
del movimiento son paradojas. Que el argumento que estamos considerando
aquí constituye una paradoja lo podemos ver de varios modos. Uno es con­
trastar la conclusión con un hecho obvio, a saber, que una discusión exhausti­
va como la que a propósito de las citas se lleva a cabo en el próximo capítulo
nos proporciona información: la teoría davidsoniana, que se propondrá como
la empíricamente más adecuada, constituye una explicación satisfactoria, e in­
formativa, de la semántica de las citas. Antes de conocer una discusión así,
difícilmente hubiésemos sido capaces de proponer una teoría similar sobre

7. En Pieter A. M. Seuren, O perators and Nucleiis, Cambridge: Cambridge University Press, 1969. Citado
por Gareth Evans y John M cDowell en su “Inlroduction” a Truth and Meaning. Essays on Semantics, del que son edi­
tores.
cómo significan las citas. Un segundo modo de apreciar lo paradójico del ar­
gumento es observar que sus conclusiones se habrían de extender a la sintaxis.
Una teoría sintáctica para el español presentada en español estará formulada
mediante oraciones que, ellas mismas, tendrán la sintaxis de las oraciones del
español. Quien no conozca ya ía sintaxis del español, por tanto, no estará
siquiera en disposición de saber si las oraciones que formulan la teoría son gra­
maticales o no, y por tanto no podrá entenderlas. Quien sea capaz de enten-
derlas, por otro lado, ya conoce aquello que la teoría le intenta explicar: la sin­
taxis del español. Sin embargo, y en contraste con esta conclusión, parece
obvio que las teorías sintácticas para el español (o para fragmentos del espa­
ñol) que hemos aprendido a lo largo de nuestra vida son informativas. (Y esta­
ban formuladas en español, ampliado con los términos teóricos necesarios para
la sintaxis: sería absurdo requerir que una teoría sintáctica del español estu­
viese formulada en latín para que fuese informativa.)
La segunda observación concierne a la vía de escape que se ofrece en el
texto para algunas expresiones; se trata de una vía de escape que se le ocurre
a casi todo el mundo que ha encontrado alguna vez plausible un argumento
como el que^estamos aquí considerando. Esta vía de escape la proporcionan las
llamadas definiciones ostensivas. Una definición ostensiva es la explicación del
significado de una expresión a través de la demostración, como cuando le
explicamos a un niño qué significa ‘rojo’ señalando a una superficie roja, o qué
significa ‘elefante’ señalando a un elefante en el zoo. En el texto se indica que
ei problema no afecta a aquellas expresiones cuyos significados se pueden defi­
nir ostensivamente; y muchos pensarían que tenemos una salida al problema
aquí, pues los significados de todas las expresiones del lenguaje se pueden
definir, directa o indirectamente, a través de definiciones ostensivas. Es ésta
una idea cara a la filosofía empirista tradicional, como veremos en el capítu­
lo IV. Pues bien, la segunda observación consiste en apreciar que esto es un
grave error. Como mostrara Ludwig Wittgenstein, si la objeción fuese válida,
afectaría también a las definiciones ostensivas. Inmediatamente después mos­
traremos que la objeción no es válida; pero es conveniente apurar el carácter
paradójico de la objeción antes de refutarla, poniendo claramente de manifies­
to que la salida a través de la ostensión que contempla quien la suscribe no
existe en realidad.
Las explicaciones semánticas son objetables, según el argumento que esta­
mos considerando, porque para explicar el funcionamiento semántico de una
expresión o de una estructura se usan otras expresiones. La presunta ventaja de
las explicaciones por ostensión, frente a ellas, estribaría en que en las explica­
ciones ostensivas se correlacionan las expresiones o estructuras directamente
con sus significados, sin la mediación de signos que habrían de ser entendidos
previamente para que se pueda entender la explicación. En las explicaciones
no ostensivas se correlacionan en realidad los signos con sus significados
mediante el uso de otros signos, cuyos significados habrían de ser descritos a
su vez; en las ostensivas, se correlacionan directamente los signos con sus sig­
nificados. Sin embargo, y por plausible que esto suene, las cosas no son así.
En las explicaciones ostensivas se conrelacionan los signos con sus significa­
dos también a través de otros signos — signos de una naturale^^eculiar a los
que llamaremos signos ostensivos. Y si, como sostiene el qitfe así razona, las
definiciones no ostensivas son circulares —porque las mismas razones que
existían para requerir una explicación de los signos cuyos significados se pre­
tende explicar mediante ellas, existen también para requerir una explicación de
los signos que usamos en la explicación— , resulta que las ostensivas, no están
en una situación mejor, porque las mismas razones existen también para exigir
una explicación del funcionamiento de los signos ostensivos.
Una explicación no ostensiva del significado de ‘río Guadiana’ (el expía-
nandum) podría ser: ‘río español que nace en los Ojos del Guadiana y desem.r
boca en el Atlántico a la altura de Ayamonte’ (el explanans). Aquí el expía-,
nans está sujeto a la objeción anterior; usamos palabras, de modo que cualquier
razón que tuviéramos para querer una explicación del significado del expía-
nandum es también una razón para querer una explicación de cada una de las
palabras usadas en el explanans. Supongamos, sin embargo, que explico osten­
sivamente el significado del explanandum, señalando a un cierto río. “El río
Guadiana es este río.” ¿He correlacionado aquí el explanandum directamente
con su significado? Claramente no. Lo que he hecho es usar para mi explica­
ción las palabras ‘este río’, el acto de señalar, y lo señalado; lo señalado, ade­
más, no es el río significado por ‘río Guadiana’, sino — en el mejor de los
casos— un fragmento de él. Adviértase que alguien que entienda la expresión
‘río Guadiana’ debe saber que la misma se aplica a un objeto que incluye par­
tes situadas en lugares distintos a aquel en el que señalo —de modo, por ejem­
plo, que si digo ‘el río Guadiana tiene una anchura máxima de 25 m etros',
fragmentos del río situados en lugares distintos a aquel en el que me encuen­
tro son pertinentes para determinar la verdad o falsedad de lo que digo; y debe
saber también que la expresión se aplica a un objeto que presumiblemente exis­
tió en momentos anteriores y presumiblemente seguirá existiendo en momen­
tos posteriores a aquel en el que se produce la ostensión — de modo, por ejem­
plo, que si digo ‘el caudal medio anual máximo del río Guadiana es de
15 m3/s’, la verdad o falsedad de mi aseveración depende del caudal del río en
momentos de tiempo distintos a aquel en el que se produce la ostensión. Mi
audiencia tiene que inferir el significado a partir del fragmento señalado, y a
partir de los significados de las palabras ‘este’ y ‘río’.
Obsérvese también que la relación entre el fragmento de río señalado y el
significado de ‘río Guadiana’ es distinta a la relación entre lo mostrado y
ei significado en otras definiciones ostensivas. Así, si defino ‘rojo’ diciendo ‘el
rojo es este color’ mientras señalo a un tomate, lo que demuestro es meramente
ei rojo de un cierto tomate, mientras que lo que significo es una propiedad de
muchos objetos —de modo que es apropiado predicar la misma palabra ‘rojo’,
sin cambiar con ello el significado así definido, al color de otros objetos. Es
patente que la relación entre el rojo demostrado y la propiedad significada por
‘rojo’ es muy distinta a la relación entre el fragmento del río señalado y el río.
La relación es distinta también si explico el significado de ‘Juan Pablo II’
diciendo ‘Juan Pablo II es ese señor’, mientras señalo a un cierto individuo.
Aquí lo demostrado es Juan Pablo II, tal como aparece en un cierto instante de
isu vida, mientras que el significado es la persona a lo largo de toda su exis­
tencia — de modo que tiene sentido decir ‘Juan Pablo II nació en Bilbao’, cuya
verdad o falsedad depende de sucesos alejados en el tiempo respecto del
momento de la ostensión. La relación entre ambas entidades es distinta a la
relación implicada en los dos casos anteriores.
Esta discusión (como la discusión del mismo tema en los parágrafos §§ 23-
37 de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, en que la presente está
inspirada) no pretende mostrar que la definición ostensiva sea imposible.. Nues­
tra conclusión será que el argumento que estamos considerando es incorrecto,
y que los significados de las palabras se pueden explicar sin circularidad algu­
na, tanto mediante explicaciones ostensivas como mediante explicaciones no
ostensivas; que se puede explicar informativamente tanto el funcionamiento
semántico de los signos (no ostensivos) que usamos en las definiciones no os­
tensivas y el de los signos (ostensivos) que usamos en las definiciones ostensi­
vas. Lo que éstamos intentando mostrar ahora es sólo que el supuesto de que
las definiciones ostensivas son inmunes al argumento — el supuesto que hace
parecer a sus defensores el argumento que queremos refutar menos paradójico
de lo que realidad es— se apoya en una confusión: si el argumento afectase a
las explicaciones no ostensivas del significado, también afectaría a las ostensi­
vas; no podríamos ofrecer explicaciones informativas sobre , el lenguajeni
mediante el lenguaje mismo, ni mediante actos de ostensión.
Digamos que un signo ostensivo es un signo compuesto de entidades lin­
güísticas (un pronombre demostrativo, y, opcionalmente, un sintagma nominal)
y entidades no lingüísticas, un objeto u objetos concretos señalados por el
demostrativo, tal que su significado es una entidad que guarda alguna relación
natural con ei objeto u objetos señalados; Una relación naturales una relación
transparente a alguien con las capacidades cognoscitivas de un ser humano nor­
mal; una relación que un ser humano normal colige sin que se le indique expre­
samente.
Si digo de viva voz: ‘Pronuncia este sonido: urububu , la expresión que
indica el sonido a pronunciar es un signo ostensivo, compuesto de las palabras
‘este sonido’ y el sonido-ejemplar pronunciado a continuación; el significado
del signo ostensivo es un sonido-tipo, y la relación natural que es necesario
conocer para entender el signo ostensivo es la que existe entre los ejemplares
y sus tipos.8 En las explicaciones ostensivas mencionadas a modo de ejemplo
en el párrafo anterior se empleaban signos ostensivos. Las relaciones naturales
entre los objetos demostrados y los significados pretendidos de los signos
ostensivos eran, respectivamente: la que hay entre un fragmento espacial de un

8. Los seres humanos poseemos la capacidad cognoscitiva de “abstraer" un tipo a partir de sus ejemplares,
bien sea porque los tipos los crean esos m ism os procesos cognoscitivos — com o dicen los nom inalistas— , bien por­
que esos procesos cognoscitivos nos proporcionan la capacidad de descubrirlos — como sostienen los realistas. Cf. IV,
§ 3 para la distinción entre realismo y nominalismo sobre los universales.
objeto y el objeto (en el caso del río); la que hay entre una propiedad ejem­
plificada en un objeto y la propiedad (en el caso del color), y la que hay entre
un aspecto temporal de un objeto y el objeto (en el caso de la.persona).*
En las definiciones ostensivas, así pues, no se correlacionar!'los expla­
nando, directamente con sus significados, sino que la correlación se establece
utilizando para ello otros signos, en este caso signos ostensivos. La única dife­
rencia entre el explanans de una definición ostensiva (como “este río”, dicho
en Ja presencia del oportuno pedazo de río) y el de una no ostensiva (como “el
Guadiana es un río español que nace en los Ojos del Guadiana y desemboca
en el Atlántico a la altura de Ayamonte”) estriba en que la relación entre sig­
no y significado es totalmente convencional en el segundo caso, pero parcial­
mente natural en el primero.
Una consecuencia de esta diferencia es que los seres humanos estamos
cognoscitivamente bien dotados para entender sin más ni más las definiciones
ostensivas; mientras que entender las no ostensivas requiere entrenamiento lin­
güístico. Es esta diferencia la que confunde a los que razonan como el autor
del argumento anteriormente citado. Pero es fácil ver que esta diferencia no es
relevante para la cuestión de si las definiciones ostensivas son inmunes al argu­
mento de la circularidad. Porque es evidente que, por las mismas razones que
requerimos una explicación de cómo funcionan semánticamente los signos
convencionales (tanto el explanandum como los que aparecen en el explanans
de las explicaciones no ostensivas), podríamos requerir también una explica­
ción del funcionamiento semántico de los signos ostensivos.
Veámoslo. Lo que sabemos de los signos convencionales es cómo usarlos
en situaciones concretas; pero no sabemos dar cuenta de eso que sabemos. Si
quisiéramos explicarle a un extraterrestre inteligente qué convenciones rigen el
funcionamiento semántico de las palabras, o si quisiéramos construir un robot
que fuese capaz de entenderlas, no sabríamos por dónde empezar. La exhaus­
tiva discusión de las citas en el próximo capítulo probará suficientemente esta
afirmación. Las citas son uno de los mecanismos aparentemente más simples
del lenguaje; y veremos cómo autores inteligentes e informados han propues­
to explicaciones de su funcionamiento que resultan ser claramente inade­
cuadas. Es más, no tenemos ninguna certidumbre de que la teoría davidsonia­
na que nosotros hemos adoptado no se revele finalmente inadecuada, por ra­
zones que ahora somos incapaces de entrever. Exactamente lo mismo ocurre
con los signos ostensivos. Si al extraterrestre, por su peculiar naturaleza cog­
noscitiva, las relaciones en que nos apoyamos no le resultan naturales — si, por
ejemplo, se muestra incapaz de pasar del fragmento espacia] del río al río com­
pleto, meramente a partir de nuestro apuntar al primero— , si hubiésemos de
decirle expresamente qué ha de hacer para obtener el significado a partir del

9. De acuerdo con la teoría davidsoniana de las citas que propusimos antes, y defenderemos en el próximo
capítulo, las citas son también signos ostensivos, en los que la relación implicada es de la misma naturaleza que la
existente entre el sonido-ejemplar pronunciado com o ejemplo y el significado en el signo ostensivo 'este sonido: uru-
bttbu del ejemplo anterior.
signo, tampoco sabríamos por dónde empezar. Lo mismo lo muestra el caso de
la construcción del robot: no tenemos la más remota idea de qué información
habría que incorporar en una máquina, para que la máquina sea capaz de enten­
der los signos ostensivos como lo hacemos nosotros.
Por tanto, la ostensión no nos ofrece ninguna vía de escape. Si las defini­
ciones no ostensivas son circulares, y por tanto inaceptables según el especio­
so argumento que estamos examinando; si las explicaciones semánticas no
ostensivas (o las lingüísticas) no explican nada, exactamente lo mismo ocurre
con las explicaciones ostensivas. Por fortuna, el argumento carece de fuerza
tanto para las unas como para las otras.
Es pertinente un comentario final a propósito del texto de Seuren. El autor
parece pensar que “agrupar expresiones sinónimas en clases” es una alternati­
va al trabajo semántico — si bien no una tan atractiva como, antes de conside­
rar la objeción de la circularidad, habíamos pensado que sería la semántica. Es
importante apreciar, empero, que tal actividad no tiene nada que ver con lo que
esperamos de la semántica. Pues alguien puede conocer todas las agrupaciones
posibles de expresiones del latín sinónimas con expresiones del francés sin
entender nada en absoluto de francés ni de latín. Una teoría que se limite a
agrupar expresiones sinónimas de diferentes lenguas, o de una misma lengua,
no dice nada expresamente sobre el significado de las expresiones; por lo tan­
to, es ajena a los objetivos explicativos de una teoría sem ántica— que preten­
de explicar, ni más ni menos, los significados de las expresiones de un len­
guaje, exhibiendo al hacerlo el modo sistemático en que su determinación está
interrelacionada.
Examinemos finalmente de un modo crítico el argumento (la paradoja) de
la necesaria circularidad de toda explicación, del significado, ahora que cono­
cemos su verdadero alcance. La falacia consiste en no apreciar que la palabra
‘saber’ se emplea en dos sentidos bien distintos. Uno es el de saber-cómo, o
conocimiento tácito. Otro es el de sáber-que, o conocimiento explícito. El pri­
mero está constitutivamente vinculado a la acción de un modo muy distinto a
como lo está el segundo. Es en ese sentido de ‘saber' que un buen bailarín sabe
bailar el tango. El conocimiento tácito que un buen bailarín del tango tiene, sea
lo que sea, es algo que explica que el bailarín baile el tango, algo que consti-
tuye su capacidad para hacerlo. Sin embargo, ese mismo buen bailarín puede
ser completamente incapaz de describir de un modo razonablemente apropia­
do en qué consiste bailar el tango, qué pasos hay que dar en según qué cir­
cunstancias musicales. Le falta, entonces, conocimiento explícito del baile,
aunque posea un buen conocimiento tácito del mismo. Cuando decimos, y
entendemos, ‘hay una esfera roja ante mí’, tenemos conocimiento explícito de
que hay una esfera roja ante nosotros. El conocimiento explícito es, en una pri­
mera aproximación, conocimiento enunciado mediante el lenguaje de manera
suficientemente perspicua. Es claro que alguien que tenga un conocimiento
explícito perfecto del tango puede muy bien no saber bailarlo sino de un modo
muy torpe. El conocimiento explícito de algo, pues, no está constitutivamente
vinculado a aquello que ese conocimiento tácito permite hacer; no explica que
alguien haga eso, pues alguien puede tener el conocimiento explícito sin tener
la capacidad constituida por el conocimiento tácito así explicitado. No es que
el conocimiento explícito de las reglas del tango no permita hacer nada; po­
seer conocimiento explícito es poseer una caracterización teórica de algo, y una
, caracterización teórica permite hacer cosas: por ejemplo, ofrecer descripciones
y explicaciones a otros, hacer aseveraciones sobre aquello, etc. Lo que ocurre
más bien es que el conocimiento explícito de algo, por sí mismo, no permite
hacer aquello para lo que capacita el conocimiento tácito explicitado en ese
conocimiento; permite hacer otras cosas. Alguien que tenga conocimiento
explícito de los mecanismos cognoscitivos que permiten bailar el tango puede,
naturalmente, ser un excelente bailarín de tango; pero para ello debe poseer
además conocimiento tácito del tango.
Esta misma distinción, exactamente en estos mismos términos, se aplica
en el caso del lenguaje; pero (a causa de una confusión en todo análoga: a la
confusión entre uso y mención), la similitud en este caso existente entre el
conocimiento explícito y el conocimiento tácito por él explicitado explica que
la pasemos por alto. Nosotros tenemos, como hablantes competentes de nues­
tras lenguas, conocimiento explícito de los significados de las emisiones lin­
güísticas en contextos concretos de uso; y ese conocimiento debe estar basa­
do, por las razones que hemos examinado en este capítulo —fundamental­
mente, por la sistematicidad y la productividad de ese conocimiento— en un
conocimiento tácito de su sintaxis y de su semántica. Es ese conocimiento táci­
to el que necesitamos también para entender una teoría de la sintaxis o de la
semántica de nuestras lenguas formulada en esas mismas lenguas, y para enun­
ciarlas en ellas. Por otra parte, tales teorías intentan damos conocimiento explí­
cito de las mismas. La discusión de las citas pondrá de manifiesto que, pre­
viamente a la teorización semántica, carecemos de conocimiento explícito del
conocimiento tácito de las reglas sintácticas y semánticas de nuestro lenguaje
del que hacemos uso en cada acto de comprensión.
Naturalmente, las nociones de conocimiento tácito y conocimiento explí­
cito suscitan todo tipo de preguntas y perplejidades, muy especialmente a pro­
pósito del lenguaje. Sobre ello volveremos en diferentes ocasiones a lo largo
de esta obra. Pero no cabe duda alguna sobre la existencia de los fenómenos
en cuestión y sobre su carácter distintivo; y eso es lo único que necesitamos
para disolver la paradoja de la circularidad. Nosotros tenemos conocimiento
tácito del funcionamiento de las citas. La teoría que propusimos antes, y defen-
deremos en el próximo capítulo, de ser correcta, hace explícita la naturaleza de
aquello que conocemos. Una buena teoría de las citas nos proporciona conoci­
miento explícito de ese conocimiento tácito, conocimiento que sólo la reflexión
teórica (y no meramente nuestra capacidad para usar las citas) es capaz de pro­
porcionamos. Además, el conocimiento explícito no servirá para hacer aquello
que permite hacer el conocimiento tácito por él explicitado. El conocimiento
explícito del mecanismo de las citas nos permite ofrecer caracterizaciones
razonables de qué hay que hacer para citar; pero, por sí mismo, no nos capa­
cita para citar, ni para entender las citas del modo en que las entendemos habi­
tualmente (incluidas aquellas que puedan aparecer en la enunciación explícita
de nuestro conocimiento tácito de las citas). Para eso hemos de tener además
el conocimiento tácito del mecanismo de las citas.

5. Sumario y consejos para seguir leyendo

En este capítulo hemos introducido algunos conceptos que, en su mayo­


ría, recibirán ulterior clarificación posteriormente. Por tentativas que sean las
nociones iniciales que hemos dado de ellos, la cabal comprensión de los capí­
tulos que siguen requiere guardarlas en mente. Hemos introducido la distinción
entre expresión-tipo y expresión-ejemplar, y hemos puesto de relieve cómo las
disciplinas lingüísticas se ocupan característicamente de expresiones-tipo (§ 1).
Hemos mostrado la sistematicidad y la productividad de las propiedades lin­
güísticas, y cómo una parte esencial del trabajo teórico de las disciplinas
lingüísticas consiste en hacer explícita la sistematicidad de propiedades como
ser gramatical tí expresar una proposición (§ 2). Hemos introducido también la
distinción entre oración, enunciado y proposición; la distinción entre sintaxis,
semántica y pragmática (§ 2), la distinción entre el uso y la mención de un sig­
no (§ 3); la noción de signo ostensivo (§ 4), y la distinción entre el conoci­
miento tácito y el conocimiento explícito del lenguaje (§ 4). Por último,
mediante la distinción entre el conocimiento tácito y el conocimiento explíci­
to del lenguaje hemos llevado a cabo, siquiera que parcialmente, una caracte­
rística tarea filosófica: la disolución de una paradoja, poniendo de manifiesto
un malentendido conceptual; se trata, de aquel en virtud del cual se concluye
que sólo las explicaciones ostensivas del significado de las expresiones lin­
güísticas podrían aspirar a ser genuinamente explicativas (§ 4). ,
Una excelente exposición de la distinción entre uso y mención la ofrece
W. V. O. Quine en su Lógica matemática, § 4. La teoría de las citas aquí adop­
tada es una modificación de la propuesta por Donald Davidson en 14La cita” ,
defendida en mi trabajo “Ostensive Signs: Against the Identity Theory of Quo-
tation”. La discusión de la ostensión puede ampliarse examinando los parágra­
fos §§ 23-37 de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein; aunque, dada
ia naturaleza de las observaciones de Wittgenstein, quizás sea recomendable
esperar para ello a conocer la introducción sistemática a las ideas más impor­
tantes de la obra que se hace en el capítulo XI. Sobre la distinción entre co­
nocimiento tácito y conocimiento explícito es recomendable el artículo de
G. Evans “Semantic Theory and Tacit Knowledge”.
C apítulo II

TEORÍAS DE LAS CITAS

En este capítulo pretendemos ofrecer un ejemplo, modesto pero interesan­


te, de argumentación en semántica: el tratamiento del discurso directo, esto es,
de las citas. Mediante la discusión de un caso lo suficientemente acotado como
para permitir un examen exhaustivo pretendemos ilustrar cómo el estudio de la
semántica del lenguaje natural tiene las características que en la introducción
atribuimos a las actividades intelectuales de carácter teórico. Si la caracteriza­
ción que hicimos de la filosofía en la introducción fuese correcta, el modelo
que el examen de las diferentes concepciones sobre las citas revela de una
manera fácilmente visualizable habría de servir para la filosofía en general y
la filosofía del lenguaje en particular.

1. La teoría Quine-Tarski de las citas

Las citas (las comillas y las expresiones que ellas encierran) son un
expediente semánticamente muy simple; explicar su funcionamiento parece
mucho más fácil que explicar el funcionamiento semántico de la mayoría de
las expresiones de que se han ocupado lingüistas y filósofos del lenguaje.
La semántica de las citas no puede a buen seguro compararse en compleji­
dad con la de otras expresiones de las que nos ocuparemos a lo largo de las
páginas sucesivas; por ejemplo, con la de las expresiones que introducen lo
que se denomina ‘contextos indirectos’ ( ‘piensa que’, ‘dice que’, ‘desea
que’, etc.), de las que se trata en VI, § 3 y VII, § 5. Sin embargo, su exa­
men ofrece el suficiente interés como para que la combinación de-ambos
factores, simplicidad e interés, justifique una reflexión sobre la función
explicativa de la semántica tomando diversas propuestas sobre las citas
como modelo.
En la sección 3 del capítulo anterior propusimos una primera explicación
tentativa del funcionamiento de las citas, la “teoría natural”, y la descartamos
mediante un argumento. La teoría describía el funcionamiento de las comillas
del siguiente modo: dada una expresión cualquiera, la expresión-tipo que la
contiene flanqueada por un par de comillas es una nueva expresión que nom­
bra a la primera. El argumento en contra consistía en obtener una conse­
cuencia de esta teoría incompatible con la evidencia empírica que nos pro­
porcionan nuestras propias intuiciones. Según esta teoría de las comillas, la
cita de una determinada expresión-tipo debería designar siempre lo mismo;
pero, como vimos, éste no es el caso. La refutación de la teoría natural nos
llevó a proponer otra, la teoría davidsoniana, que se ajusta a los hechos hasta
el punto de lo que somos capaces de decir, y que por eso aceptamos tentati­
vamente como verdadera: a saber, que, dada una expresión cualquiera, el
resultado de incluir entre comillas un ejemplar suyo es una nueva expresión
que se usa para mencionar uno de los tipos ejemplificados por el ejemplar.
Los hechos a que esta teoría se ajusta conciernen al mecanismo de las citas
en el lenguaje natural: en primer lugar, la productividad que este mecanismo
exhibe; en segundo, el que citando la misma expresión podamos mencionar
diferentes expresiones-tipo en distintos contextos, y por último el que median­
te el mecanismo de la cita podamos mencionar expresiones que no pertene­
cen propiamente al lenguaje.
A todas luces, este proceder no es, en lo metodológico, en nada diferente
al de cualquier otra disciplina científica. Un texto de Quine nos permitirá abun­
dar en esta idea, mostrando cómo una tercera teoría sobre el funcionamiento
semántico de las citas que en ese texto defiende Quine tiene consecuencias que
son incompatibles con algunos de los hechos mencionados, y otros que la dis­
cusión nos permitirá exhumar.
-Al final de una excelente sección sobre el uso y la mención de signos
incluida en su libro Lógica matemática, Quine construye un argumento desti­
nado a justificar la siguiente afirmación:

La cita ... tiene una cierta característica anómala que exige precaución especial:
desde el punto de vista del análisis lógico la totalidad de cada cita debe ser con­
siderada como un único vocablo o signo, cuyas partes no cuentan más que como
serifs o sílabas. ... El significado del todo no depende de los significados de los
vocablos que lo constituyen.1

Interpretemos en primer lugar las palabras de Quine. “El punto de vista


del análisis lógico” significa aquí el punto de vista del análisis semántico, sin
más. Lo que Quine está rechazando en este texto es que las citas tengan estruc­
tura semánticamente significativa, que estén semánticamente articuladas o que
funcionen de un modo semánticamente sistemático. La expresión ‘asesinaron’
tiene estructura semánticamente significativa: el análisis semántico (es decir,
cualquier teoría semántica razonable) debe considerarla compuesta de al menos
la raíz verbal y el morfema indicativo del tiempo verbal. La razón de ello estri­
ba en el fenómeno ya familiar de la sistematicidad. El significado de cada for­
ma verbal del castellano se obtiene sistemáticamente a partir de los sig-

I. W. V. O. Quine, Mathem atical Logic, revised edition, § 4, p. 26.


niñeados de ciertas partes en que se debe poder descomponer cada una de esas
formas, como lo prueba el hecho de que basta atribuir significado al infinitivo
de una nueva forma verbal para que todas las restantes formas lo adquieran
ipso Jacto. Por contra, ‘teja’ no es una parte componente semánticamente
significativa de ‘lenteja'; el significado de ‘lenteja’ no se obtiene á partir del
significado de ‘teja’. De hecho, ‘lenteja’ —considerado en abstracción del
morfema indicativo del número— carece de estructura semánticamente signi­
ficativa: sus partes no cuentan (para el análisis semántico) “más que como síla­
bas o serifs*'. ‘Lenteja’ es un término semánticamente primitivo, una unidad del
léxico del castellano.2
¿Qué estructura semánticamente relevante sería razonable distinguir en las
citas? Por un lado, las comillas (las comillas más externas, si la expresión cita--
da es ella misma una cita); por otro, lo que queda dentro'de ellas. La teoría
davidsoniana distingue esa estructura, precisamente, y también lo hacía la teo­
ría natural, que rechazamos por su incapacidad para dar cuenta de la multivo-
cidad de las citas. En la cita «‘Excalibur’», la teoría davidsoniana distingue,
por un lado, las dos comillas externas, y, por otro, la expresión que queda den­
tro de ellas, a saber, la expresión compuesta por una ‘e ’, seguida de una ‘x’,
seguida de una ‘c ’, ... seguida finalmente de una ‘r \ Por supuesto, la teoría
davidsoniana no dice que el significado habitual de la expresión que queda
dentro de las comillas (por mor de evitar consideraciones ahora inapropiadas,
podemos suponer que el significado de esa expresión es la espada de Artús)
tenga algo que ver con el significado del todo (en este caso, el de la cita
«‘Excalibur’»). Si el significado de una cita dependiera de algún modo del sig­
nificado de la expresión que aparece entre las comillas, no podríamos citar ex­
presiones carentes de significado, y, como ya indicamos, sí podemos hacerlo.
Según la teoría davidsoniana, sin embargo, la expresión que aparece entre
las comillas debe ser estructuralmente distinguida de éstas, y tiene un cierto
papel semántico; contribuye de un cierto modo, junto con el significado que la
teoría atribuye a las comillas, a la determinación del significado del todo, esto
es, de la cita completa. Las comillas más externas en una cita significan algo
así como el tipo (contextualmente relevante) del que esto que está aquí dentro
=>_____ es un ejemplar]; las comillas, según la teoría, son una abreviación de
este prolijo demostrativo descriptivo. La función de la expresión que queda
dentro de las comillas (a la que apunta ficticiamente la flecha en la paráfrasis
anterior del significado de las comillas), según la teoría, es la misma que la
función de mi cuchillo de cocina cuando, apuntando hacia él, digo “el filo de

2. Los serifs son adornos que embellecen las letras en algunos tipos de imprenta; por ejemplo, el tipo que se
usa en este escrito. Otros tipos más austeros son sans s e rif Ciertamente, los serifs son partes de las expresiones que
el análisis semántico no reconoce, porque no poseen significados que contribuyan de un modo sistemático al signifi­
cado del todo. Lo mismo ocurre con la mayoría de las sílabas; por ejemplo, con las sílabas ‘len’, ‘te’ y ‘ja ’ en ‘len­
teja’. Ni que decir tiene que algunas sílabas sí son componentes semánticamente significativos de las palabras en que
aparecen; por ejemplo, la sílaba ‘bi’ sí es un componente semánticamente significativo de ‘bisílabo’, que, por consi­
guiente, es una expresión semánticamente articulada. En su referencia a las sílabas en el texto anterior. Quine sólo tie­
ne en mente sílabas com o las que componen ‘lenteja’, no sílabas como ‘bi’ en ‘bisílabo’.
esto fue lo que me produjo el corte”. El cuchillo, junto con el significado de
la expresión demostrativa ‘el filo de esto \ nos da el significado de esa expre­
sión en ese contexto. El ejemplar de ‘Excalibur’, junto con el significado de
las comillas, nos da el significado de la cita « ‘Excalibur'».
La conclusión de Quine rechaza que el significado de las citas dependa
sistemáticamente de una cierta contribución realizada por las comillas y de una
cierta contribución realizada por lo que aparece entre las comillas; rechaza, por
tanto, que las comillas tengan un significado independiente, un significado que
contribuya sistemáticamente al significado global de las citas. Así lo indica la
alusión implícitamente contenida en su referencia a los serifs (a los que las
comillas se parecen): los serifs no tienen un significado independiente, ni rea­
lizan contribución semántica alguna a la determinación dei significado de las
expresiones en que aparecen; las comillas, que se parecen mucho a los serifs,
son en este aspecto —nos sugiere Quine— como ellos.
Así lo indica también el cotejo con un texto en el mismo sentido de Alfred
Tarski, en una^ discusión sobre las citas en el primer parágrafo de su famoso
artículo “El concepto de verdad en los lenguajes formalizados”— discusión
que sin duda Quine tenía presente al escribir Mathematical Logic. En ese tex­
to, Tarski contrasta dos tipos de propuestas teóricas sobre las citas. Una las
considera expresiones semánticamente estructuradas, siendo las comillas uno
de los dos elementos; tanto la teoría natural como la teoría davidsoniana son
propuestas de ese tipo. Tarski ofrece entonces varios argumentos contra cual­
quier propuesta en esa línea; uno de ellos es, esencialmente, el mismo que ofre­
ce Quine para justificar la tesis que estamos ahora tratando de interpretar. (El
argumento será expuesto y discutido en la próxima sección.) En cuanto a la se­
gunda propuesta teórica que considera Tarski, éste tampoco la adopta expresa­
mente; con una cautela que en él es habitual, sólo dice que “es la más natural”
y que “parece estar de acuerdo con nuestro empleo de las citas”. Pero parece
seguirse de su discusión, y de estos calificativos, que es la que Tarski adopta­
ría. Esta segunda propuesta es precisamente ia misma que le estoy atribuyen­
do a Quine:

Las citas pueden ser tratadas como unidades del vocabulario de un lenguaje,
esto es, como expresiones sintácticamente simples. Las unidades constituyen­
tes de estos nombres — las comillas y las expresiones que aparecen entre
ellas— cumplen la misma función que las letras y los complejos de letras suce­
sivas en las unidades léxicas. De aquí que no puedan poseer significado inde­
pendiente. Cada cita es entonces un nombre específico invariante de una cier­
ta expresión (la expresión incluida entre las comillas), de hecho un nombre del
mismo tipo que el nombre propio de un hombre. ... esta interpretación ... pa­
rece ser la más natural y estar por completo de acuerdo con el modo habitual
de usar las citas.3

3. Alfred Tarski, “The Concept o f Truth ia Formalized Languages". Este artículo se publicó originalmente
en 1936.
Pues bien, podemos afirmar categóricamente que la teoría de Tarski, la
misma de Quine si la interpretación que he hecho de ella es correcta, es falsa,
que en absoluto está “por completo de acuerdo con ei modo habitual de usar
las citas”. La primera razón es que, como ya hemos hecho notar antes, el sig­
nificado de las citas es productivo y, por tanto, también sistemático. (La pro­
ductividad de una propiedad implica su sistematicidad, aunque no a la inver­
sa.) Un número ilimitado de citas tienen significado: ‘Cicerón7, “ Cicerón” ,
“ ‘Cicerón’” , ... Si las citas carecieran de articulación alguna (de la articu­
lación que revelan tanto la teoría natural como la davidsoniana), si fueran .
semánticamente átomos del léxico —como lo son los nombres propios de per­
sonas— , esta productividad sería inexplicable.
Donald Davidson utiliza una consideración relacionada para refutar esta
teoría de Quine-Tarski: si las citas carecieran de articulación, como Quine pre­
tende (en especial, si las comillas no hicieran una contribución sistemática al
significado de la expresión entrecomillada completa en la que aparecen), care­
cería de explicación el hecho de que seres con las limitaciones psíquicas de
que adolecemos nosotros sean capaces de adquirir una capacidad potencial­
mente ilimitada, como parece serlo nuestra capacidad para entender citas (repá­
rese en que somos capaces de comprender la función semántica de la cita de
cualquier expresión que se nos presente: éste es un síntoma de la sistematici­
dad de una propiedad). Si Quine y Tarski tuvieran razón, y las citas carecieran
de articulación, si fueran “unidades sintácticamente simples”, “nombres del
mismo tipo que el nombre propio de un hombre”, su significado tendríamos
que aprenderlo como aprendemos el significado de las partes semánticamente
atómicas del lenguaje — las “unidades léxicas”— , a saber, uno a uno. Pero en
ese caso, nuestra capacidad no sería potencialmente ilimitada: estaría limitada
al número de citas cuyo significado hubiésemos aprendido. Ciertamente, nues­
tra capacidad de entender las unidades léxicas de nuestro vocabulario es limi­
tada. Por el contrario, si las citas tuvieran la articulación que tanto Ja teoría
natural como la davidsoniana les atribuyen, el hecho de nuestro aprendizaje del
significado de las citas tendría una explicación sencilla: basta suponer que lo
que aprendemos es la regla que una de esas teorías propone, para entender que
tengamos una capacidad potencialmente ilimitada.4

2. El argum ento de Quine en favor de su teoría de las citas

Consideraciones metodológicas similares a las que se utilizan en otras dis­


ciplinas científicas, pues, nos llevan a rechazar la teoría de Quine, pese a que
la cuestión que aquí se debate es la de la naturaleza de nuestro dominio semán­
tico del mecanismo de la cita. Será instructivo estudiar y discutir críticamente
las razones con las que Quine justifica su teoría. Las razones de Quine apare­
cen en el siguiente texto:

4. Cf. Donald Davidson, "Theories o f Meaning and Leamable Languages".


Así, por ejemplo, el nombre de persona que se halla encerrado dentro de la pri­
mera palabra del enunciado:

(11) ‘Cicerón’ tiene siete letras,

es lógicamente tan ajeno al enunciado en cuestión como lo es la preposición


‘tras’, que forma parte de ía última palabra. Si esto no fuera así, la identidad de
Tulio y Cicerón nos permitiría ciertamente intercambiar esos nombres en el con­
texto de las comillas tal y como podemos hacerlo en cualquier otro contexto, y
podríamos, por consiguiente, argüir de la verdad de (U ) a la falsedad:

‘Tulio’ tiene siete letras.5

Quine está invocando aquí un conocido principio de inferencia, denomi­


nado Principio de Sustituibilidad (que abreviaremos como PS), una versión
semántica deí principio metafísico de indiscemibilidad de los idénticos de
Leibniz. El principio de sustituibilidad dice que, supuesto que un enunciado de
identidad, c = d, sea verdadero, y supuesto que sea verdadero un enunciado <}),
en el que aparezca uno de los dos términos, c o d, podemos sustituir en (() c por
d (o viceversa) salva veritate (es decir, de modo tal que se preservará el valor
veritativo del enunciado en que efectuamos la sustitución: si;el enunciado de
partida era verdadero, el enunciado resultante será igualmente verdadero; si el
primero era falso, ¿el segundo será igualmente falso). AsiVpor ejemplo, dado
que Samuel Clemens es (idéntico a) Mark Twain, y dado que Mark Twain
escribió Huckleberry Finn, podemos inferir que Samuel Clemens escribió Huc-
kleberry Fínn. Y la identidad de Tulio y Cicerón, junto con el hecho de que
‘Cicerón denunció a Catilina’ es verdadero, nos permite sustituir ‘Cicerón’ por
T ulio’ en el enunciado anterior para obtener que Tulio denunció a Catilina’
es verdadero. Supuesto este principio, Quine argumenta del siguiente modo:

(Pl) No podemos aplicar el principio de sustituibilidad cuando el término


a sustituir aparece como parte interna en una cita.

Esta premisa es claramente verdadera. Si aplicasémos PS en un caso así,


podríamos pasar de verdades (T ulio es Cicerón’ es verdadero, y también lo es
“T ulio’ tiene cinco letras”) a falsedades (“ ‘Cicerón’ tiene cinco letras”). Por
tanto, debemos restringir la aplicación de PS a casos en que los términos a sus­
tituir no aparezcan entre comillas.

(P2) La única explicación de que PS falle dentro de las citas es que el sig­
nificado de las expresiones que aparecen dentro de las comillas sea
semánticamente (Quine dice “lógicamente”) ajeno al significado del
enunciado completo en que aparece la cita.

5. W. V. O. Quine, M athematical Logic, p. 26.


Esta premisa es sumamente dudosa. Es notorio que PS falla también en
otros contextos, en los que no nos sentiríamos nada inclinados a decir que el
significado de las expresiones para las que el principio falla no sea semánti­
camente relevante para determinar el significado del enunciado completo. Así,
por ejemplo, aunque el número de los planetas es (idéntico a) nueve, y aun­
que ‘necesariamente, nueve es idéntico a cinco más cuatro’ es verdadero, no
lo es ‘necesariamente, el número de los planetas es idéntico a cinco más cua­
tro’. (El número de los planetas podría haber sido distinto de cinco más-cua­
tro.) Y aunque Clark Kent es (idéntico a) Superman, y lLois Lañe cree que
Clark Kent es bastante cobarde’ es verdadero, no lo es ‘Lois Lañe cree
que Superman es bastante cobarde’. A estos contextos en los que el principio
de sustituibilidad falla se les denomina contextos ihtensionales. Es caracte­
rístico de ellos el estar gobernados por verbos de actitud proposicional, ver­
bos que describen episodios mentales como ‘desear’, ‘creer’, ‘opinar’, etc., o
por expresiones modales como ‘posiblemente’, ‘necesariamente’, etc. En los
capítulos VI y VII tendremos oportunidad de conocer algunas consecuencias
filosóficamente interesantes del estudio del funcionamiento semántico de
estas expresiones.
Hemos considerado hasta aquí tres teorías de las citas. Una es la de Tars-
ki-Quíne, según la cual las citas son unidades léxicas carentes de estructura,
que significan del mismo modo en que lo hacen las unidades léxicas —por
ejemplo, los nombres propios de personas. Las otras dos — la teoría natural y
la teoría davidsoniana— atribuyen estructura a las citas. La literatura sobre el
tema registra aún una cuarta teoría de las citas distinta de estas tres, a la que
denominaremos teoría fregeana (por tratarse de la que Frege parece defender
en el artículo “Sobre sentido y referencia”). Tiene interés considerar ahora esta
nueva teoría, porque al hacerlo comprobaremos por qué la premisa P2 podría
ser falsa.
Lo característico de la teoría fregeana es que no atribuye ningún signifi­
cado a las comillas. Según la teoría fregeana, la función semántica de Jas comi­
llas (cuando están presentes) es meramente la de indicar un cambio de con­
texto: las comillas indican un contexto (el circundado por ellas) en que las
palabras, en lugar de designar lo que designan usualmente, se ¿u/todesignan.
Las comillas, según esta teoría, no tienen otra función que la de eliminar una
posible ambigüedad, la ambigüedad de (1) que hicimos notar ai comienzo de
la discusión del uso y la mención de signos en I, § 2.

(1) Excalibur está compuesta por cuatro sílabas.

Una palabra como ‘Excalibur’ puede nombrar una espada, o puede nom­
brarse a sí misma. Sin las comillas, puede no estar completamente claro si en
(1) nombra la espada (y el enunciado es patentemente falso) o se nombra a sí
misma (y entonces es verdadero). Las comillas, según esta teoría, se limitan a
eliminar la ambigüedad, poniéndole una especie de marca distintiva a la pala­
bra cuando funciona como un nombre de sí misma. Pero si el contexto deja
suficientemente claro qué significado tiene la palabra, entonces son innecesa­
rias. Lo característico dé esta cuarta teoría es que no es la cita completa (comi­
llas más expresión entrecomillada) la expresión designadora cuando se men­
ciona una expresión (como ocurría en las tres teorías precedentes), sino la
expresión que aparece dentro de las comillas: tal como se dijo, según la teoría
fregeana esa expresión se autodesigna. Quizás esta teoría sea aún más “natu­
ral” que la teoría natural, a juzgar por las dificultades con que todos tropeza­
mos cuando queremos atenemos estrictamente a la exigencia de usar comillas
siempre que queremos mencionar una expresión. El hecho de que en el len­
guaje hablado los correlatos de las comillas —un cierto énfasis, gestos con los
dedos que sugieren las comillas— se ignoren con mucha mayor frecuencia de
lo que pasamos por alto el uso de las comillas en el lenguaje escrito habla tam­
bién en favor de la “naturalidad” de la teoría fregeana.
Si ésta fuese la correcta teoría de las citas, la segunda premisa del argu­
mento de Quine sería falsa. El significado de la expresión que aparece dentro
de las comillas (a saber, la expresión misma) es tan esencial para determinar
el significado del todo como lo es el de ‘Cicerón’ en ‘Cicerón denunció a Cati­
lina’. ¿Por qué falla entonces el principio de sustituibilidad, en casos como los
que venimos considerando? Es muy sencillo: por lo mismo que fallaría si tra­
tásemos de inferir de la verdad de ‘Cicerón es el perro de mi /vecina” junto con
la verdad de ‘Cicerón denunció a Catilina’ que ‘el. perro de mi /vecina denun­
ció a Catilina’ es verdadero. Es un criterio general que se debe respetar al apli­
car cualquier principio de inferencia a enunciados que contienen expresiones
ambiguas —expresiones con varios significados— el que esas expresiones
deben tener el mismo significado en todas las premisas; de otro modo, ra­
zonaremos falazmente. Este principio es el que violamos en la inferencia que
acabamos de hacer, dado que ‘Cicerón’ es ambiguo: en la segunda premisa es
un nombre del senador romano, pero en la primera es un nombre del perro de
mi vecina. Y ésa es la explicación de que, según la teoría fregeana de las citas,
falle el principio en casos como el que se describe en ( P l ) — si bien en estos
casos la ambigüedad es más sutil. En ‘Tulio es (idéntico a) Cicerón’, y en
“Tulio’ tiene cinco letras’, ‘Tulio’ tiene dos significados distintos.
Si esta teoría es verdadera, por tanto, P2 es falsa. La explicación del fallo
de PS a que se alude en (Pl) que Quine proporciona en (P2) no es la única
posible ni tampoco la correcta. Si la teoría fregeana de las citas es verdadera,
en el mismo sentido en que lo que el enunciado ‘Cicerón denunció a Catilina'
dice depende del significado de ‘Cicerón’, a saber, Cicerón, el senador romano,
lo que el enunciado “ ‘Cicerón’ tiene siete letras” dice depende del significado
de la misma expresión ‘Cicerón’, que ahora aparece en el enunciado dentro de
comillas. Pues tal significado no es en este caso el senador romano, sino la
expresión misma, ‘Cicerón’: las comillas indican que la ambigüedad de la
expresión debe decidirse aquí de modo que lo mencionado sea la expresión
misma, y no el senador romano. Y, ciertamente, lo que el segundo enunciado
expresa depende de que el sujeto refiera a la expresión en cuestión.
La teoría fregeana, por tanto, nos da una razón por la que el argumento de
Quine no es aceptable. La teoría no requiere siquiera poner restricciones espe­
cíficas al principio de sustituibilidad; la razón por la que la aplicación de este
principio dentro de las citas no funciona no tiene que ver con una limitación
propia del mismo, sino con un requisito general para aplicar principios de infe­
rencia lógicos a razonamientos en lenguaje natural. La falacia de inferir de la
verdad de ‘todos los bancos son instituciones de crédito’ y la verdad de ‘todos
los objetos de piedra en el Parque de las Descalzas son bancos’, la falsedad
‘todos los objetos de piedra en el Parque de las Descalzas son instituciones de
crédito’ no requiere imponer limitaciones específicas al modo de razonar cono­
cido como silogismo en Barbara, ejemplificado por ese argumento (todo B es
C, todo A es B, por tanto, todo A es C).
Gottlob Frege, que sugirió esta teoría de las citas en su clásico artículo .
“Sobre sentido y referencia”, proporcionó una explicación similar de los (según
él, también meramente aparentes) fallos del principio de sustituibilidad en con­
textos intensionales. De acuerdo con esta explicación, las palabras son, al
menos, triplemente ambiguas: ‘Cicerón’, por ejemplo, no sólo puede servir
para mencionar al senador romano (en contextos ordinarios) y para mencio­
narse a sí misma (cuando aparece dentro de comillas), sino que también pue­
den servir para designar una entidad a la que él denominó “modo de presenta­
ción” o “sentido” y que, según él, cualquier teoría semántica del lenguaje debe
contemplar. ‘Tulio’ y ‘Cicerón’ irían asociados con diferentes modos de pre­
sentación del mismo objeto, en este caso un objeto físico; igualmente ocurriría
con ‘el número de los planetas’ y ‘9 ’, que conllevarían diferentes modos de
pensar en un mismo número. Según Frege, los contextos gobernados por
expresiones de actitud proposicional son contextos en los que las expresiones
significan estos modos de presentación y no los objetos que usualmente desig­
nan. Lo mismo podría decirse de los contextos modales, aunque Frege no se
ocupó expresamente de ellos. De ahí que PS falle también, al menos en apa­
riencia, en ‘necesariamente, nueve es idéntico a cinco más cuatro’ y en ‘Buf-
falo Bill deseaba que Mark Twain fuese vecino suyo': como en el caso de las
citas, el fallo es según Frege meramente aparente, pues lo que ocurre es que
en esos contextos ‘el número de los planetas’ y ‘Mark Twain’ no designan ni
al número nueve ni al escritor, sino a “modos de presentar'’ esos objetos que,
presumiblemente, son distintos a los asociados con ‘9’ y ‘Samuel Clemens’.
La noción fregeana de modo de presentación y su ingeniosa teoría semántica
de los contextos intensionales serán presentadas y examinadas detenidamente
en los capítulos VI-VIL
Sin embargo, la teoría fregeana de las citas que nos ha servido para poner
en cuestión la segunda premisa del argumento de Quine, a saber, la teoría
según la cual las comillas son un mecanismo para indicar la autodesignación,
tampoco puede ser una buena teoría de las citas, por razones que ya hemos
considerado anteriormente a lo largo de esta discusión. Un argumento a consi­
derar en contra de ella es que ei mecanismo de las comillas que esta teoría pro­
pone no parece ser productivo, mientras que el mecanismo existente en el len­
guaje natural sí lo es. Otro es que la teoría fregeana tiene el mismo defecto que
la teoría natural: según la teoría fregeana, diferentes citas de ‘Excalibur' ha­
brían de nombrar lo mismo, la expresión-tipo ‘Excalibur’; mientras que, como
vimos, con el mecanismo habitual de la cita podemos nombrar cualquiera de
los muchos tipos de que una misma expresión-ejemplar participa. Demos,
pues, por buena la segunda premisa del argumento de Quine, y busquemos la
falacia del mismo en otra parte.
De las dos premisas hasta ahora sentadas, P1 y P2, se sigue lo siguiente:

(C l) El significado de 1a expresión que aparece flanqueada por las comi­


llas más externas es semánticamente ajeno al significado del enun­
ciado completo en que aparece la cita.

Rechazada la teoría fregeana, nosotros aceptamos esta conclusión; la teo­


ría davidsoniana de las citas predice justamente lo que se dice en ella. Según
la teoría davidsoniana, lo que aparece dentro de las comillas no “oficia” en
las citas “como” expresión lingüística. Pues aquello que en una emisión lin­
güística propiamente cuenta como expresiones lingüísticas son necesaria­
mente las expresiones-tipo ejemplificadas en la emisión: dado que las expre­
siones lingüísticas son entidades necesariamente reproducibles, son las
expresiones-tipo las que tienen propiedades fonológicas, morfológicas, sin­
tácticas y semánticas. Sin embargo, según la teoría davidsoniana, lo que apa­
rece flanqueado por las comillas más externas en una cita debe ser tomado en
su pura fisicidad; lo relevante en ello es que se trata de una expresión-^em-
plcir, no que se trate de una expresión-t)tmp\a.v. De hecho, ni siquiera tiene
por qué ser algo que ejemplifica una expresión-tipo perteneciente a un len­
guaje. (“Pronuncia este sonido: ‘urububú’.”) Lo que en una cita aparece flan­
queado por las comillas más externas no cumple, en la teoría de Davidson, la
función de un signo lingüístico. Su papel es idéntico al del cuchillo señalado
al proferir ‘este cuchillo fue el que me causó el corte’. De acuerdo con esta
teoría, cabría decir de la expresión que aparece dentro de las comillas que es
un signo y que tiene significado justamente en la medida en que quepa decir­
lo del cuchillo señalado, en este ejemplo. El cuchillo, ciertamente, no es un
signo lingüístico.
De ello no se sigue, sin embargo, que no sea un signo en absoluto. En un
interesante pasaje de las Investigaciones filosóficas Wittgenstein propone con­
siderar —contraponiendo el razonamiento anterior— “parte del lenguaje” a los
objetos señalados en un acto de ostensión, como el cuchillo. Wittgenstein dis­
cute el papel de muestras de color, que se dieran por ejemplo a un operario con
el fin de indicarle el color que ha de tener la fachada que debe pintar, y dice:
“¿Qué hay de las muestras de color que A le presenta a B — ¿pertenecen al
lenguaje? No pertenecen al lenguaje de palabras; pero si le digo a alguien:
«Pronuncia la palabra ‘la’», contarás también esta segunda «‘la’» [sic] como
parte de la oración. Y, sin embargo, desempeña un papel enteramente similar
al de una muestra de color en el juego del lenguaje (4) [...]. Contar las mues­
tras entre las herramientas del lenguaje es lo más natural, y lo menos suscep-
tibie de provocar confusión.” (IF, § 16).6 (El interés filosófico específico de este
ejemplo se pondrá de manifiesto más adelante, en XI, § 2.)
Las razones de Wittgenstein son las siguientes. Un “signo”, en el sentido
más usual de la expresión, es uno convencional, uno que “pertenece al lenguaje
de palabras”. Un signo convencional es, necesariamente, uno repetible; por lo
tanto, es o bien un signo-tipo, o bien un objeto físico concreto en cuanto que
ejemplifica un signo-tipo (I, § 1). Ahora bien, ¿qué es lo que hace un signo a
un signo convencional? Ésta es una pregunta por la esencia del significado, que
por el momento no estamos en situación de responder de manera teóricamen­
te precisa. Pero sí podemos extraer conclusiones pertinentes de ejemplos cla­
ros. Supongamos que, señalando a una cierta casa, digo:

(2) En una casa como ésa vivió Benito Pérez Galdós.

En esta emisión concreta, el tipo ‘casa’ tiene un ejemplar concreto, que


funciona como un signo convencional. El significado del enunciado completo
es, hablando laxamente, una proposición en que se atribuye una cierta propie­
dad (ser habitada por Benito Pérez Galdós) a una casa con ciertas característi­
cas (características que la audiencia a que va dirigida (2) debe colegir de las
de la casa señalada). Intuitivamente hablado, lo que hace al ejemplar de ‘casa’
un ejemplar de un signo son dos hechos. En primer lugar, la emisión de (2) ha
servido para llevar a cabo un cierto acto lingüístico: gracias a la proferencia de
(2) se ha producido una transmisión de información. Si no existiera una con­
vención específica que correlacionase el signo-tipo ‘casa’ con un cierto signi­
ficado, no habría sido posible que se llevara a cabo ese específico acto lin­
güístico; es esencial, para que se haya transmitido la información en cuestión,
que exista una correlación entre signo-tipo y significado conocida por el
hablante y su audiencia. (Si digo, “en una glube como ésa vivió Benito Pérez
Galdós”, el acto de significación no se habría podido producir.) En segundo
lugar, la correlación podría haber sido otra (el significado convencional de
‘casa’ podría haber sido distinto) y, en tal caso, el acto lingüístico también
habría sido distinto. Si ‘casa’ hubiese significado en español, pongamos por
caso, calle, entonces (2) habría transmitido una información diferente. De este
ejemplo concluimos que hay dos rasgos que hacen un signo a uno convencio­
nal. (i) Que el signo posea un cierto significado convencionalmente es esencial
para que con sus ejemplares se lleven a cabo actos lingüísticos, y (ii) diferen­
tes convenciones hubiesen conllevado que los actos lingüísticos efectuados con
sus ejemplares hubiesen tenido naturalezas diferentes.
El argumento de Wittgenstein (que desarrollamos por extenso en el capí­
tulo XI) es que algo análogo sucede con la casa a la que señalamos (o el cuchi­
llo al que apuntamos, en el ejemplo anterior). Podemos imaginar una comuni­

6. Pero ¿por qué “segunda”, si en la oración no había aparecido antes ningún ejemplar de « ‘la’»? (Había
aparecido un ejemplar de ‘la '. pero no uno de « ‘la’».) Supongo que hay un error en el texto, y que debería decir:
“... contarás también la segunda ‘la’ como parte de
dad lingüística donde, cuando se señala a un objeto a la vez que se utiliza un
nombre común v con el fin de dejar más claro el objeto al que se señala (papel
que cumple ‘casa* en (2), y ‘cuchillo’ en el ejemplo anterior), el acto lingüís­
tico efectuado no es acerca del objeto señalado por el hablante que cae bajo v,
sino acerca del objeto que cae bajo v y que está más próximo al que se seña­
la. Esta regla es muy poco natural para nosotros, pero es una regla perfecta­
mente posible. Análogamente, podemos imaginar una comunidad en que no
existe la práctica de señalar a objetos, con el fin de significar ciertas cosas rela­
cionadas con ellos: ellos mismos, o propiedades que tienen, etc. Ambas posi­
bilidades ponen de manifiesto lo siguiente, a propósito del objeto señalado
durante la proferencia de (2): (i) Es esencial para determinar qué acto lingüís­
tico se ha efectuado con (2); no en virtud de relaciones convencionales (esta­
mos hablando de un objeto concreto, por consiguiente algo no repetible, de
modo que mal puede haber convenciones que establezcan cómo “significa” la
casa señalada), sino en virtud de una relación cognoscitivamente “natural” para
los seres humanos (en el sentido de que no es preciso establecer convenciones
al respecto), (ii) Otras relaciones análogas, no “naturales” para nosotros pero
que podrían serlo para otros individuos, harían que el acto lingüístico efectua­
do hubiese sido diferente. Por tanto, parece razonable decir que la casa seña­
lada al proferir (2) — como el cuchillo, en el ejemplo anterior— es también una
“herramienta del lenguaje”, un signo. No es, desde luego, un signo convencio­
nal (no pertenece al “lenguaje de las palabras”), sino un signo natural.1
Volvamos ahora al argumento de Quine. C l no es.la conclusión que Qui­
ne busca (según la interpretación de su tesis propuesta en la sección anterior).
La conclusión que la teoría Quine-Tarski necesita es más bien esta:

(C2) Las citas carecen de estructura semánticamente significativa.

El problema es que C2 no se sigue en absoluto de C l; pero C l es lo úni­


co que Quine puede inferir legítimamente de sus dos premisas. La hipótesis de
que la teoría de Davidson explica correctamente cómo funcionan .las citas, ju n ­
to con las razones de Wittgenstein para considerar signos (naturales) a objetos
tales como la casa señalada en (6) y el cuchillo al que se apunta cuando se dice
‘este cuchillo fue el que me causó el corte’, muestran por qué. La inferencia
que hace Quine de Cl a C2, por tanto, no es válida: dado que hay diversos
modos de contribuir a la determinación del significado de una proferencia
(entre ellos el modo en que lo hacen los signos naturales, ilustrado por la casa
en (2)), C l puede ser verdadera y, sin embargo, C2 falsa. Un objeto señalado
por una expresión demostrativa puede tener un papel semánticamente rele­
vante, incluso aunque su significado convencional (si es que lo tiene) no
desempeñe ninguna función semántica.
Según ia teoría davidsoniana, las citas tienen la misma estructura se­

7. El lector habrá reconocido la relación entre esta discusión y la de I, § 4 sobre la ostensión. Lo que allí lla­
mamos ‘signos ostensivos' se caracteriza por incluir signos naturales.
mántica que el conjunto formado por la expresión ‘en una casa como ésa’ y la
casa señalada. Las comillas corresponden a la expresión, y tienen significado
convencionalmente, y lo que aparece en el interior de la cita, flanqueado por
las comillas más externas, corresponde a la casa, constituyendo el objeto del
que el oyente ha de inferir las características mencionadas en la expresión
demostrativa. (En el caso de las citas, la expresión-tipo a la que el hablante se
quiere referir.) Se trata, pues (en este contexto), de un signo natural. "
La teoría de las citas de Davidson nos ayuda a resolver un célebre acerti­
jo; la resolución del acertijo nos permitirá acabar de comprender lo distintivo
de esta teoría de las comillas, frente a la de Frege y a la de Tarski-Quine. (3)
presenta problemas a la aplicación del principio de sustituibilidad similares a
los que hemos encontrado hasta aquí, pero el diagnóstico de los problemas no
parece sencillo:

(3) A Miguelón le llaman así en razón de su tamaño.8

La identidad de Miguelón e Induráin no nos permite sustituir ‘Miguelón’


por ‘Induráin’ en (3) salva veritate, por cuanto, manifiestamente, es falso que
a Induráin le llamen así por su tamaño. Sin embargo, sería erróneo concluir de
esto que ‘Miguelón’ es en (3) un nombre de una expresión, porque en ese
enunciado no se dice de ninguna expresión que se le llame de cierto modo por
el tamaño de la expresión. (3) “trata” de Induráin, el ciclista, no de ninguna
expresión. Y, por otro lado, ‘Miguelón’ no está en (3) dentro de un contexto
“intensional”: en (3) no aparecen términos modales, ni palabras para describir
estados de la mente. Por tanto, incluso aunque aceptásemos la ingeniosa expli­
cación fregeana de la imposibilidad de aplicar el principio de sustituibilidad en
contextos modales y de actitud proposicional a que se hizo referencia ante­
riormente, no sabríamos qué decir aquí.
Supongamos que en una hoja de papel ante mí estáescrito‘Miguelón’, y
que, señalando a la expresión escrita en la hoja, digo:

(4) A Induráin le llaman así en razón de su tamaño.

Lo que digo es verdadero, pero si alguien sustituye lahoja de papelpor


otra en la que está escrito ‘Induráin’, (4) pasa a ser falso..No hay, sin embar­
go, ningún misterio en ello. Si digo, señalando a Juan, ‘él tiene hambre’, lo que
digo es verdadero; si emito esa frase señalando a Jacinto, “pasa” a ser falso.
Pero es mejor decir las cosas de otro modo: si digo ‘él tiene hambre’ señalan­
do a Juan, digo una cosa, si lo digo señalando a Jacinto, digo otra. Si digo (4)
señalando a la primera hoja, que contenía la expresión-ejemplar ‘Miguelón’,
digo una cosa (una proposición verdadera sobre la expresión-tipo ‘Miguelón’);
si lo digo señalando a la segunda hoja, con la expresión-ejemplar ‘Induráin’,

8. El ejemplo ha sido inspirado por el análogo con ’G iorgione’ debido a Quine.


digo otra (una proposición falsa sobre la expresión-tipo ‘Induráin’). Cuando los
enunciados contienen demostrativos u otras expresiones indicadoras, la propo­
sición que expresamos depende parcialmente del objeto señalado, y por tanto
del contexto en que se efectúa la proferencia lingüística. El objeto señalado
actúa en estos casos como un signo natural.9
Aunque a primera vista no lo parezca, (3) y (4) contienen una expresión
demostrativa, ‘así’; en efecto, esta expresión es un modo menos prolijo de decir
‘con ese nombre’. La única diferencia entre el caso de (3) y el de (4) está en
que el objeto señalado por el demostrativo en (3) está dentro de la oración.
‘Miguelón’ juega dos papeles en (3), el que desempeña ‘Induráin’ en (4) (es
decir, la función puramente semántica de mencionar al ciclista) y el que juega
la expresión escrita en la hoja de papel señalada por el hablante en el contex­
to de proferencia de la oración (4). Por lo que respecta a la primera función,
no existe ninguna dificultad en aplicar el principio de sustituibilidad (que se
puede aplicar, sin ningún, problema, a ‘Induráin’ en (4)); es sólo el segundo
papel el que impide la sustitución. Las citas, según la teoría davidsoniana, están
compuestas de una parte genuinamente lingüística correspondiente al ‘así’ de
(3) — las comillas— , y otra parte — la expresión dentro de las comillas, que
funciona exactamente como el objeto señalado en un acto de ostensión—
correspondiente al ‘Miguelón’ de (3) en su segundo rol, o, 1q que es lo mismo,
a la expresión en la hoja señalada ai proferir (4).
Resumamos loS hechos sobre las cuatro teorías de las citas que hemos exa­
minado. La teoría de Tarski-Quine considera a las citas expresiones carentes
de estructura, que funcionan como unidades Léxicas. Esta teoría es in­
compatible con el hecho de la sistematicidad y la productividad que observa­
mos (reflexionando sobre nuestras intuiciones semánticas) en el uso de las ci­
tas. Según esta teoría, el hecho de que tanto « ‘Excalibur’» como «‘Cicerón’»
empiecen y acaben por la misma expresión (las comillas) es tan accidental des­
de el punto de vista de la determinación de su significado como lo es el hecho
de que tanto ‘Antártida’ como ‘Atlanta’ empiezan y acaban con la misma
expresión (la letra ‘a’) respecto de la determinación del suyo. Esto; sin embar­
go, es falso. La segunda regularidad sí es, desde el punto de vista semántico,
una mera coincidencia; la primera, con toda seguridad, no lo es. Cualquier
argumento que se elabore en favor de esta teoría tiene que ser falaz, y hemos
mostrado por qué el de Quine lo es.
La teoría de Frege, por otro lado, como las dos restantes, sí explica la
estructura semántica sistemáticamente observable en las citas. Según esta
teoría, tanto las comillas como la expresión flanqueada por ellas tienen una
cierta función semántica. La expresión en el interior de las comillas se desig­
na a sí misma; las comillas advierten de que la expresión o expresiones que

9. Más adelante, en Vil, § 4, corregiremos esta propuesta sobre el funcionamiento de las expresiones deícti-
cas. De acuerdo con la propuesta final allí defendida, el único ‘'signo natural" que es preciso suponer de manera gene
ral es la emisión concreta que ejemplifica la oración tipo.
aparecen flanqueadas por ellas no tienen su función semántica habitual, sino
que se autodesignan. Pero esta teoría no explica la ambigüedad en nuestro
uso de las comillas, ni quizás tampoco su productividad. El primer defecto
lo comparte con la primera teoría que consideramos, la teoría natural, que
sostenía que la cita completa es un nombre de la expresión-tipo que aparece
flanqueada por las comillas. Por estas razones, hemos decidido inclinamos
por la teoría de Davidson, como la más ajustada a los hechos semánticos
observados.
No obstante, esta aceptación, como la de cualquier otra hipótesis científi­
ca, es provisional: confrontada con datos que ahora no ,somos capaces de vis­
lumbrar, quizás esta teoría haya de ser abandonada finalmente.' Adoptamos la
teoría davidsoniana porque nos ha parecido que sus virtudes superan a las de
sus rivales. Pero hemos de recordar que éstas también cuentan con razones que
las favorecen, frente a la elegida. En especial, la teoría fregeana se adecúa
mucho mejor que la davidsoniana al dato innegable de que, en muchas oca­
siones, omitimos las comillas. Razón de más para dejar abierta la posibilidad
de que nuevos datos empíricos relevantes y ahora impensados acaben incli­
nando la balanza en favor de una teoría diferente a la que nos parece más razo­
nable.
Es precisamente la estrecha similitud entre la argumentación en semán­
tica y la argumentación científica lo que queríamos enfatizar con esta discu­
sión. En los términos que expusimos en la introducción, hemos tratado de
mostrar, en una primera aproximación, que la semántica es una actividad
intelectual teórica. Con la visión que la elaboración teórica nos proporciona
podemos enunciar, ex post facto, el problema teórico que en este caso se pre­
tende resolver: ¿Por qué las citas tienen significado, en los lenguajes natura­
les, productiva y sistemáticamente? ¿Por qué la cita de una misma expresión
puede tener diferentes significados, en diferentes contextos? ¿Por qué pueden
citarse significativamente expresiones que no pertenecen al lenguaje? Todas
estas preguntas presuponen hechos en el ámbito problemático, hechos que
nuestras intuiciones lingüísticas evidencian. Así, sabemos que las citas tie­
nen significado productivamente porque nuestras intuiciones manifiestan que
podemos ir entrecomillando sucesivamente una misma expresión, de modo
tal que después de añadir cada nuevo par de comillas obtenemos una nueva
expresión significativa. Sabemos que las citas tienen significado sistemática­
mente porque bastaría añadir una nueva expresión al lenguaje para que, ipso
fa cto , su cita tuviese un significado bien determinado. Y son sin duda nues­
tras intuiciones lingüísticas las que nos dicen tanto que « ‘Excalibur'» puede
usarse para referir al tipo ‘Excalibur’ en cursiva, y también a la expresión-
tipo ‘Excalibur’ en abstracto, con independencia de cómo esté escrita, como
que expresiones no pertenecientes al lenguaje, como ‘urububú’, pueden ser
citadas significativamente. La explicación que soluciona estos problemas teó­
ricos es la teoría davidsoniana. La teoría la justificamos inductivamente sobre
la base de estos datos empíricos, pues ofrece la mejor explicación conocida
para los mismos. Una buena consideración al respecto reside en que no se
hubiera reparado en algunos de los datos empíricos, de no ser justamente gra­
cias a la teoría.10

3. La pictograficidad de las citas

Hay una razón más sutil por la que la teoría de Tarski-Quine no puede ser
correcta, y será útil completar la discusión del fenómeno de las citas median­
te su examen. Enunciaremos así un nuevo problema, un nuevo hecho empírico
sobre el uso de las citas que cualquier teoría razonable debe explicar. Las
expresiones son también entidades, y nada nos impide bautizarlas; es decir, re­
ferimos a ellas mediante nombres ad hoc, éstos sí del mismo tipo que los nom­
bres propios de personas. Las expresiones no son entidades que centren nues­
tro interés cotidiano, y eso quizás explique que no acostumbremos a ponerles
nombres propios, como se los ponemos a los seres humanos, a las batallas, a
las películas o a los cines que las proyectan. Pero no hay ninguna razón teóri­
ca por la qué no podamos hacerlo. Podríamos, por ejemplo, bautizar a la expre­
sión ‘Excalibur’ con el nombre ‘Heathcliff’, tal como se sugirió en una sec­
ción anterior. En ese caso, (5) sería verdadero:

(5) Heathcliff está compuesta por cuatro sílabas.

Por supuesto, alguien que no conociera nuestra convención designadora


tendería a pensar que ‘Heathcliff’ está en (5) mencionada y no usada —que
hemos olvidado poner las comillas— , y que es entonces falso. Pero nosotros
sabemos que tal persona no estaría en lo cierto; (5) está perfectamente bien
escrito, porque no queremos hablar de la expresión ‘Heathcliff’ —no quere­
mos mencionar esa expresión— , sino que queremos mencionar ‘Excalibur’;
para ello, usamos un nombre de ‘Excalibur’, aunque no el más habitual (a
saber, su cita, «‘Excalibur’»), sino el que hemos introducido por estipulación
para ese fin, ‘Heathcliff’.
Sin embargo, introducir nombres para expresiones de este modo tiene un
defecto adicional al de ser susceptible de provocar confusiones. El problema es
que nadie que desconozca nuestra convención puede saber de qué expresión
hablamos, ni, por tanto, decidir sobre la verdad o falsedad de (5) meramente por
inspección de ese enunciado. Si alguien me dice ‘La obra de Anita Brookner no
es conocida en España’, y yo no sé quién es Anita Brookner, lo más que puedo
entender es que una cierta persona, que el hablante menciona sirviéndose para
ello del nombre ‘Anita Brookner’, es autora de algún tipo de trabajo no bien
conocido en España. Que se trata de una persona lo infiero de la propiedad que

10. Este aspecto no ha sido puesto de manifiesto en la exposición precedente debido a que..en lugar de expo­
ner las teorías en el orden en que fueron históricamente propuestas, hubimos de explicar y defender ya al com ienzo
la davidsoniana. Hemos sacrificado este elemento en aras de aligerar la presentación inicial del problema del uso y la
mención de signos.
se le atribuye; si lo que me dicen es ‘Alexius me proporciona los mejores
momentos del día’, y no conozco la convención que correlaciona el nombre pro­
pio ‘Alexius’ con un cierto objeto, en este caso aún tengo menos información-
no sé si me hablan de una persona, un animal doméstico, una galaxia, un pro­
grama de televisión o un álgebra de Boole. Sólo sé que alguien o algo a que el
hablante se refiere con ‘Alexius’ proporciona al hablante agradables momentos.
Del mismo modo, si alguien me dice (5), y yo sé que está usando ‘Heath­
cliff’ como un nombre propio de una expresión, pero no sé de qué expresión
se trata, lo más que puedo entender es que una cierta expresión, a la que el
hablante menciona utilizando para ello el nombre ‘Heathcliff’, tiene cuatro
sílabas. Yo mismo no puedo saber de qué expresión se trata simplemente a par­
tir de (5), ni por tanto estoy en disposición de comprobar si lo que se dice sobre
ella es verdadero o falso. Con las citas, sin embargo, no ocurre así. Si el
hablante hubiese utilizado el nombre habitual de una expresión, a saber, su cita,
en lugar del nombre introducido mediante una convención especial de que se
sirve en (5) — es decir, si hubiese proferido (6) en lugar de (5)—

(6) ‘Excalibur’ está compuesta por cuatro sílabas,

hubiésemos sido capaces de saber a qué expresión se refería en el mismo acto


de entender su enunciado. Las citas tienen, en apropiada caracterización de
Quine, un carácter pictográfico; son como los jeroglíficos, que no significan
(al menos, no -sólo) en virtud de estipulaciones convencionales, sino a través
de relaciones que nos son, por así decirlo, más “transparentes” — como las
relaciones de parecido en que se apoyan parcialmente los jeroglíficos. Esto las
diferencia radicalmente de los nombres propios ordinarios. Sin embargo, la
teoría de Tarski-Quine, precisamente porque asimila las citas a los nombres
propios ordinarios, no recoge este hecho. La teoría davidsoniana sí lo hace.
Esta virtud de la teoría de Davidson, frente a la de Tarski-Quine, no es en
absoluto menor. El aspecto que estamos comentando ahora es una característi­
ca fundamental del modo en que funcionan las citas en el lenguaje natural. Si
yo quiero introducir una nueva convención designadora, utilizando para hacer­
lo una frase con este comienzo: “a partir de ahora, llamaremos a esta espa­
da es claro que cualquier expresión que haya de colocar en el hueco ha de
mencionar una expresión-tipo. (Es claro a partir del contexto que ha de nom­
brar una expresión, y ha de ser una expresión-tipo y no una expresión-ejemplar
porque ha de tratarse de algo repetible.) Ahora bien, por las razones que aca­
bamos de discutir, si lo que pongo en el hueco es un nombre propio ordinario,
el modo en que introduzco la convención tiene un grave defecto (al menos, con
respecto a la alternativa consistente en usar una cita): la expresión de la con­
vención, por sí sola, no da a mi audiencia ninguna idea de qué expresión pro­
pone usar mi convención. Si lo que digo es “a partir de ahora, llamaremos a esta
espada Heathcliff ’, para que mi audiencia sea capaz de saber qué expresión-tipo
tiene que reproducir cuando quiera nombrar la espada siguiendo la convención,
tengo además que hacerle partícipe de una segunda convención: tengo que
decirle qué expresión-tipo designa ‘Heathcliff’. Mientras que, si en lugar de ello
recurro a una cita, si lo que digo es “a partir de ahora, llamaremos a esta espa­
da ‘Excalibur’”, la segunda convención es superflua: ya está incorporada, por
así decirlo, en el uso de la cita. Es este aspecto simplificador del uso de las citas
en el lenguaje natural el que la teoría de Davidson explica bien y la teoría Tars-
ki-Quine desprecia. Pero ése es un aspecto fundamental de la función de las
citas. Bien puede decirse que si no tuviéramos un mecanismo para designar ex­
presiones como el que la teoría de Davidson describe, si hubiéramos de arre­
glárnoslas con nombres propios ordinarios, haríamos bien en inventarlo.
En un célebre pasaje de A través del espejo juega Carroll con la confusión
de quien supone,que la expresión ‘Heathcliff’ en (5) está ella misma mencio­
nada, y no usada para mencionar otra expresión. (A saber, ‘Excalibur’, de la
que ‘Heathcliff’ es un nombre propio introducido por estipulación.) Es ésta una
confusión natural, como hemos indicado; en el lenguaje hablado es casi siem­
pre ei contexto .el único elemento para saber que una expresión está mencio­
nada y no usada (aunque cierta inflexión en la entonación puede ayudar tam­
bién), y en el lenguaje escrito las comillas muchas veces se omiten, dejando
también al contexto la tarea de determinar si la expresión está usada o men­
cionada. Son esos criterios contextúales los que harían que cualquier hablante,
sin ulterior información, confundiera el enunciado verdadero (5) con la obvia
falsedad “ ‘Heathcliff’ está compuesta por cuatro sílabas”. Alicia, en el siguien­
te pasaje, se ve inducida a cometer el mismo error:

“‘Estás triste”, dijo el Caballero con tono de preocupación; “deja que te


cante una canción para animarte”.
“¿Es muy larga?”, preguntó Alicia — pues ya había oído una buena canti­
dad de poesía ese día.
“Es larga”, dijo el Caballero, “pero es muy, muy bonita. A todos los que
me la oyen cantar ... o les trae lágrimas a los ojos, o
“¿O qué?”, dijo Alicia, pues el Caballero se había quedado repentinamen­
te callado.
“O no, claro. El nombre de la canción se llama Ojos de merluza.
“i Ah, así que ése es el nombre de la canción, ¿no?”, dijo Alicia, tratando
de parecer interesada.
“No, no comprendes”, dijo el Caballero, con expresión un tanto ceñuda.
“Así es como se llama el nombre. El nombre en realidad es Un hombre viejo
viejo
“Entonces, ¿debería haber dicho A sí es como se llama la canción* V , rec­
tificó Alicia.
“No, en absoluto: ¡eso es otra cosa completamente distinta1 La canción se
llama Modos y medios, ¡pero eso es sólo como se llama, claro!”
“Bueno, ¿cuál es entonces la canción?”, dijo Alicia, que empezaba a estar
totalmente hecha un íío.
“A eso iba”, dijo el Caballero. “La canción en realidad es Sentado
sobre una cerca, y la música es de mi propia invención.”11

II. Lewis Carroll, Alice's Adventures in Wonderland and Through the Looking Glass, 218.
Consideremos enunciados similares a los que aparecen en el texto pero a
propósito de un caso menos susceptible de provocar confusión inicial, una ciu­
dad (como decía Quine en el texto citado al final de la sección tercera, hay
pocas cosas menos parecidas a una ciudad que un nombre; mas una canción
— ella misma un objeto lingüístico— se parece algo más a un nombre de lo
que lo hace una ciudad), (i) La ciudad es [a] Boston: (ii) La ciudad se llama
[b] 'Boston7: (iii) El nombre de la ciudad es ‘Boston’, y (iv) El nombre de la
ciudad se llama [c] « ‘Boston7», (ii) y (iii) son sinónimos (aunque Carroll pare­
ce pretender otra cosa), así que podemos olvidamos de uno de ellos. (*) En la
posición [a] hemos de usar un nombre de la ciudad, pues queremos mencionar
la ciudad; es así que usamos.‘Boston7. En la posición [b] queremos mencionar
un nombre de la ciudad; usamos para ello la cita «‘Boston7», (f) En ía posi­
ción [c], por último, queremos mencionar la cita, el nombre del nombre de la
ciudad, y usamos para ello “«‘Boston7»77.
Si ponemos a un lado las expresiones lingüísticas y a otro las demás cosas
(personas, batallas, películas, canciones...) podemos efectuar la siguiente cla­
sificación de los nombres: diremos que están en el nivel 0 las expresiones que
nombran entidades no lingüísticas; en el nivel 1 las que nombran expresiones
lingüísticas de nivel 0; en el nivel 2 las que nombran expresiones lingüísticas
de nivel 1, y así sucesivamente. El nivel.de una expresión, en un lengua­
je correcto, se determina contando el número de pares de comillas que flanque­
an su núcleo sin comillas: si no tiene es de nivel 0, etc. Entonces, en [a] he de
usar una expresión de nivel 0; en [b] una de nivel 1, y en [c] una de nivel 2.
De acuerdo con esto, en mis afirmaciones sobre las expresiones que ocupan
cada una de esas posiciones, por otro lado, tengo que usar una expresión de un
nivel superior en uno al nivel de la expresión en cuestión. Es por eso que en
mi afirmación (*) sobre la expresión que ocupa la posición [a]— una expre­
sión de nivel 0, como acabamos de ver— usé una expresión de nivel 1; y es
por eso que en mi afirmación (i) sobre la expresión que ocupa la posición [c]
—una expresión de nivel 2— hube de usar una expresión de nivel 3. Como las
expresiones de nivel 0 no llevan comillas, las (citas) de nivel 3 llevan tres pares
de comillas, que según una convención introducida anteriormente en este capí­
tulo distinguimos tipográficamente para aliviar algo el innegable berenjenal.
Ahora bien, en lugar de usar citas, y citas de citas, como hago en los enun­
ciados (i)-(iv), no cabe duda de que podría usar nombres introducidos ad hoc,
del mismo tipo que ‘Heathcliff7 con respecto a la expresión ‘Excalibur7. Eso
es lo que hace el Caballero, en todos los enunciados correspondientes a (i)-(iv).
El problema es que hacer tal cosa induce a confusión a quien no está sobre avi­
so (como no lo está Alicia). Normalmente suponemos que los nombres de
expresiones lingüísticas que usamos en nuestro discurso son citas, o citas de
citas. La razón es obvia, y ha sido comentada ya. Cuando pregunto, al encon­
trarme en un cine cuyo nombre desconozco, “¿Cómo se llama este cine?77, lo
que quiero es que me den un nombre que yo pueda usar después para hablar
del cine en mi uso habitual del lenguaje. Si me dan como respuesta “el cine se
llama ‘Verdi 777, eso me basta para en adelante poder efectuar asertos como “el
Verdi es un cine estupendo”, o “ayer estuve en el Verdi\ Lo mismo ocurre si
me dicen, pongamos por caso, “el nombre del cine se llama «‘Verdi’»”, Por
contra, si un travieso acomodador usa ‘Belerofonte’ como un nombre de la
expresión ‘Verdi’, y me ofrece “El cine se llama Belerofonte” como respuesta,
su respuesta, aunque verdadera, no me da a mí ningún modo de referirme al
Verdi. (A menos que conozca su particular convención.) Precisamente por eso,
tenderé a pensar que lo que me ha dicho es “El cine se llama ‘Belerofonte’”,
y a decir a continuación “Ayer vi una película estupenda en el Belerofonte”.
Dada la convención del acomodador, que determina el significado de ‘Belero-
fonte’, mi aserto es absurdo: dice que vi una película en una expresión.. .
El Caballero de Carroll es como el acomodador travieso. Por eso, ningu­
no de los nombres que, en el texto citado, se usan en las posiciones corres­
pondientes a [a], [b] y [c] en mis ejemplos, es una cita: cada uno de ellos es
un nombre propio ordinario, gobernado por una estipulación ad hoc (que qui­
zás solo el Caballero conoce). Cada una de esas expresiones es un nuevo pri­
mitivo semántico, una nueva unidad léxica. En mi traducción del texto, los he
puesto en cursiva siguiendo la convención de usar cursivas para las expresio­
nes que ni tienen su sentido usual ni designan expresiones lingüísticas; ni que
decir tiene que el significado usual de las palabras de que están compuestos no
contribuye a determinar su significado en esos-contextos. ‘Modos y medios’
es, simplemente, un nombre de la expresión ‘Sentado sobre una cerca’ — o qui­
zás de otro nombre de la canción; no podemos saberlo.:El significado habitual
de ‘modos’ o el de ‘y ’ no tienen nada que ver con este hecho, del mismo modo
que el significado usual de ‘árboles’ es irrelevante para comprender la función
semántica de esa expresión en ‘Arboles abolidos es uno. de los poemas de Blas
de Otero que más me gustan’.
¿Cuál es la intención del texto de Carroll? El propósito de muchos textos
de Carroll en- Alicia en el País de las Maravillas y en A través del espejo es
pedagógico; Carroll quiere establecer con ellos (mediante divertidos ejemplos
chocantes, en lugar de abstrusas consideraciones teóricas como las que habitan
en este capítulo) hechos lógicos, o semánticos. Tengo la impresión de que en
este caso es la teoría Tarski-Quine de las citas lo que Carroll intenta estable­
cer; Carroll quiere indicar que el funcionamiento de los engañosos nombres de
expresiones que su Caballero utiliza es exactamente el de las citas ordinarias.
Carroll querría así ilustrar la tesis de que no hay en las citas ordinarias ninguna
articulación semántica, como no la hay en los nombres propios de personas;
que no hay más relación entre ellas y las entidades que designan que la exis­
tente entre el nombre de una persona y la persona misma. Si esta conjetura fue­
se correcta, la anterior discusión nos autoriza a aseverar que Carroll estaba aquí
equivocado.
El objeto de ser cuidadosos en la distinción entre uso y mención es evitar
ciertos malentendidos filosóficos. Sin embargo, no hemos ofrecido hasta aquí
ningún ejemplo de esos presuntos malentendidos. Concluiremos esta sección
saldando esta deuda. En una glosa del texto que acabamos de comentar men­
ciona Martin Gardner (sin indicar que lo haga aprobatoriamente) una crítica a
Carroll debida a alguien llamado ‘Holmes’: «El profesor Holmes ... cree que
Carroll nos toma el pelo cuando hace decir al Caballero Blanco que la canción
es Sentado sobre una cerca. Evidentemente, ésta no puede ser la canción mis­
ma, sino otro nombre. “Para ser coherente”, concluye Holmes, “el Caballero
Blanco, al decir que la canción es... lo que debería hacer es empezar a cantar
la canción propiamente dicha ”» 12
Esta descarriada “corrección”, sin embargo, es el producto de la confu­
sión entre el uso y la mención de los signos. La “coherencia”, medida por
los estándares de Holmes, me obligaría a colocar a Boston, con todas sus
casas — frente al “incoherente” pero indudablemente más cómodo recurso
usual de usar un nombre de Boston— , en los puntos suspensivos a continua­
ción: ‘Esta ciudad e s ...’, y a Mark Twain, en toda su estatura — en lugar de
un nombre suyo— en los de ‘Samuel Clemens e s ...’. Por fortuna, nada de
esto es necesario. Para decir de Barcelona que es idéntica con la ciudad don­
de se celebró la Olimpíada de 1992 no necesitamos usar a Barcelona; basta
con que usemos ‘Barcelona’, así: ‘La ciudad donde se celebró la Olimpíada
de 1992 es Barcelona’; y para decir de Mark Twain que es idéntico con
Samuel Clemens, no necesito utilizar a Mark Twain, me basta con utilizar
‘Mark Twain’, así: ‘Samuel Clemens es Mark Twain’. (Esto es sumamente
conveniente cuando queremos hablar de personas con mal genio, que no se
prestarían de buen grado a dejarse usar cuando queremos hablar de ellos mis­
mos; y mucho más conveniente aún cuando queremos hablar de individuos
que ya no están en disposición de rehusar ser usados en las curiosas “ora­
ciones” que Holmes contempla.) Para decir algo de ios cuchillos hemos de
utilizar expresiones; para cortar, usamos los cuchillos. Y si utilizamos cuchi­
llos (o canciones) para decir, es que mediante alguna relación convencional
o de otro tipo los hemos convertido en “herramientas del lenguaje”. No hay
aquí misterios profundos (a algunos filósofos franceses contemporáneos
parece suscitarles enorme perplejidad el que nuestra relación con el mundo
esté “mediada por los signos”), sólo trivialidades. Si, como estos filósofos
franceses parecen creer, la necesaria “mediación” de los signos para el decir
fuese una desventura metafísica, deberíamos generalizar el abismo: también
nuestras relaciones cortantes con el mundo están mediadas por objetos afila­
dos. Cualquier cosa con la que mencionamos cosas para hablar de ellas,
hacer asertos acerca de ellas, etc., es un signo; pues son signos esos instru­
mentos con los que mencionamos las cosas.
El apócrifo Holmes (quienquiera que sea) supone que el signo de iden­
tidad sólo puede colocarse entre las cosas mismas que son idénticas; pero
esto traiciona una confusión, manifiesta en cuanto se enuncia explícitamen­
te. El signo de idéntidad se coloca con verdad entre nombres que designan
lo mismo. (Como el signo ‘< ’ se coloca con verdad entre nombres que desig­
nan números, respectivamente el primero menor que el segundo.) Dice Gard-
ner, “Holmes ... cree que Carroll nos toma el pelo cuando hace decir al

12. Martin Gardner, A licia anotada.


Caballero Blanco que la canción es Sentado sobre una cerca. Evidentemen­
te, ésta no puede ser la canción misma, sino otro nombre.” Por supuesto que
‘Sentado sobre una cerca’ es un nombre de la canción, y no la canción m is­
ma; justamente por esa razón, ‘la canción es Sentado sobre una cerca’ es ver­
dadero. (Recuérdese que aquí ‘Sentado sobre una cerca’ está usado, no m en­
cionado, y que lo ponemos en cursiva sólo para indicar que las expresiones
no tienen su significado usual, no para indicar la mención.) ‘Venus’ es un.
nombre de un planeta, el lucero del alba, y no el planeta mismo; por eso ‘el
lucero del alba es Venus’ es verdadero, y por eso «el lucero del alba es
‘Venus’» es falso. El Caballero Blanco tiene, pues,, todo el derecho a usar
‘Sentado sobre una cerca’ para mencionar 1a canción, y decir de: ella que es
la canción que va a ejecutar.
Por lo demás, cantar la canción a continuación de las palabras ‘la canción
e s ...', como Holmes quiere, simplemente convertiría al.acto de cantar la can­
ción en un signo (de la peculiar clase que en la sección precedente definimos
como signos naturales) de la canción misma. No nos sacaría.de penas; no redu­
ciría el “abisme?” entre el signo y su significado. La propuesta de Holmes úni­
camente nos forzaría a seguir el consejo dé los sabios de Lagado imaginados
por Jonathan Swift, que decidieron usar los objetos mismos de los que quere­
mos hablar en lugar de palabras. Podía verse así a estos sabios, “abrumados
por el peso de sus fardos, como van nuestros buhoneros, encontrarse en la
calle, echar la carga í tierra, abrirlos talegos y conversar durante una hora; y
luego, meter los utensilios, ayudarse mutuamente a reasumir la carga y despe­
dirse”.13 Swift parece haberse dado perfecta cuenta de que una propuesta como
la de Holmes sólo conllevaría una muy poco práctica sustitución de unos sig­
nos por otros.
Puede tener algún interés señalar aquí una aparente excepción a la trivia­
lidad antes establecida: a veces decimos cosas sin usar explícitamente signos
para ellas. Los signos de tráfico que contienen, pongamos por caso, una flecha
curvada hacia la derecha, no significan meramente curva a la derecha; signi­
fican curva a la derecha a pocos metros de aquí. Sin embargo, nada hay en el
signo mismo que signifique a pocos metros de aquí, ni siquiera una expresión
demostrativa equivalente a ‘aquí’. La razón es muy sencilla: todos esos signos
habrían de contener la misma expresión para indicar el lugar; se trataría, por
así decirlo, de un parámetro fijo. Si lo pusiéramos en palabras, sería algo así
como “a pocos metros de donde está situado este signo”. Como éste es un pará­
metro constante, podemos economizar ahorrándonos esas palabras — u otros
signos al mismo efecto— bajo la convención de que se han de entender siem­
pre presentes. Así que esto no constituye una verdadera excepción a la regla
anterior; los signos para indicar el lugar están allí, sólo tácitamente gracias a
su carácter paramétrico.

13. Jonathan Swift, Viajes de Gultiver, 148.


4. Sum ario y consejos p a ra seguir leyendo

A modo de ilustración de las tesis metodológicas sobre las teorías lin­


güísticas y la filosofía que defendemos en esta obra, hemos llevado a cabo un
estudio exhaustivo de un cierto fenómeno semántico, la cita. Hemos examina­
do cuatro teorías diferentes del funcionamiento semántico de las citas, y las
hemos contrastado con diferentes hechos empíricos sobre tal funcionamiento
que nuestras intuiciones lingüísticas revelan — intuiciones lingüísticas a su vez
desveladas en buena medida con motivo de la reflexión sobre esas mismas teo­
rías y en virtud de la guía por ellas proporcionada. Las intuiciones más noto­
rias son en primer lugar la productividad del mecanismo de la cita, en segun­
do su dependencia del contexto (lo que da lugar a que la cita de la misma
expresión-ejemplar, en diferentes contextos, podría servir para significar dife­
rentes expresiones-tipo de entre las ejemplificadas por ese ejemplar) y en ter­
cero su carácter “pictórico”, que las distingue del modo en que funcionan otros
mecanismos para la referencia, como los nombres propios. El examen detalla­
do del modo en que se contrastan las teorías de la cita con esa evidencia empí­
rica nos ha dado una idea tanto de la complejidad de la reflexión teórica en
semántica, puesta ya crudamente de manifiesto en el relativamente modesto
ejemplo examinado, como de su cercanía a la reflexión científica en general.
La teoría de las citas aquí adoptada es una modificación de la propuesta
por Donald Davidson en “La cita”. La modificación se defiende en mi artícu­
lo “Ostensive Signs: Against the Identity Theory of Quotation”. La teoría fre­
geana aparece brevemente bosquejada en un pasaje de “Sobre sentido y refe­
rencia”, de Frege, artículo que se discute por extenso en el capítulo VI. La teo­
ría de Quine-Tarski la defiende Tarski, independientemente de los argumentos
de Quine discutidos en el texto, en la primera sección de su clásico “The Con-
cept of Truth in Formalized Languages”.
FUNDAMENTOS EPISTEMOLÓGICOS:
EL PROBLEMA DE LA INTENCIONALIDAD

La filosofía producida antes del presente siglo nos ofrece, comparativa­


mente, muy pocos ejemplos de propuestas sobre el ámbito de problemas de que
nos ocupamos en este libro. El Crátilo de Platón, el De Interpretatione de Aris­
tóteles, diversos trabajos de los llamados “lógicos terministas” de los siglos xil-
xiv, la Lógica de Port-Royal, son algunos de ellos. Salvo quizás en el caso de
los lógicos medievales, la reflexión filosófica sobre el lenguaje parece haber
ocupado un lugar secundario entre las preocupaciones de los grandes repre-
, sentantes de la disciplina del pasado, si alguno. La explicación de este hecho
no está en que esos filósofos pensasen que el problema del significado no es
un problema filosófico central ni interesante. La explicación está en que todos
ellos pensaron que las expresiones lingüísticas sólo derivativamente tienen sig­
nificado: según este punto de vista tradicional, las entidades originariamente
dotadas de significado son cosas tales como pensamientos, opiniones, conoci­
mientos, estados de consciencia, etc.
Una notable excepción a la despreocupación de los filósofos del pasado
respecto del lenguaje. la constituye el filósofo británico John Locke (1632-
1704). Uno de los cuatro libros en que está dividida su obra más importante,
el Ensayo sobre el entendimiento humano (Essay Conceming Human Unders­
tanding, 1689), el tercero, está íntegramente dedicado al lenguaje, y en él se
defiende una particular versión de la tesis mencionada en el párrafo anterior.
En rigor, Locke no constituye una verdadera excepción a la regla de la falta de
interés de los filósofos del pasado en el lenguaje. Como se verá en el capítu­
lo IV, también él pensaba que las cuestiones filosóficas relativas al mismo son
secundarias. Si les dedicó tantas páginas es porque quería recomendar una cier­
ta reforma de nuestras prácticas lingüísticas. A su entender, algunas de estas
prácticas carecen de justificación, y deberían ser evitadas para prevenir graves
malentendidos — especialmente malentendidos filosóficos. Estas prácticas tie­
nen que ver con nuestro uso de términos como ‘murciélago' o ‘sal’ con la
intención de designar con ellos lo que él denominaba esencias reales, en lugar
de usarlos, como él propone, para designar esencias nominales.
El estudio de la filosofía del lenguaje de Locke es un excelente modb de"
iniciar la discusión sobre las dos cuestiones centrales relativas al lenguaje
que estructuran este libro. Locke presenta de un modo filosóficamente arti­
culado una tesis metafísica en torno a la cuestión de las relaciones entre el
lenguaje y el pensamiento — entre el significado de las palabras y los con­
ceptos que poseen quienes las usan— que parece intuitivamente muy pJausi-i
ble: la tesis de la prioridad ontológica del pensamiento sobre el lenguaje;
Locke defiende esta tesis tradicional sobre la base de una cierta concepción
del pensamiento, también intuitivamente plausible y “natural”. Esta concep­
ción lockeana del pensamiento, combinada con su tesis sobre las relaciones
entre lenguaje y pensamiento, implica una respuesta a la segunda de las cues­
tiones que han de ocurpamos de un modo predominante a lo largo de estas
páginas: a saber, en qué medida los significados son de naturaleza “interna”
o son más bien de naturaleza “externa” (en un sentido que se explicará más
adelante). La propuesta de Locke al respecto es decididamente “internista”,1
como habremos de ver.
Las propuestas de Locke sobre el lenguaje se presentan en el próximo
capítulo. En este introduciremos los conceptos epistemológicos que son nece­
sarios para presentarlas propiamente en los términos en que él lo hizo, y en los
términos en que pretendemos discutirlas en el resto de la obra. Planteamos el
problema fundamental para comprender la significación, el problema de la
intencionalidad, e introducimos una serie de nociones epistemológicas asocia­
das: el concepto de conocimiento a priori y a posteriori, el concepto de obje­
tividad, el concepto de certeza, el concepto de analiticidad y el de necesidad.

1. El problem a de la intencionalidad

En esta sección introduciremos el concepto de estado intencional, comen­


zando con ello nuestra indagación en la naturaleza de lo que en el capítulo
primero denominamos ‘proposición’. Para ello presentaremos los dos criterios
distintivos de la intencionalidad; a saber, que las relaciones intencionales se
establecen con entidades que podrían no existir, y que estas entidades no bas­
tan para identificar por completo una relación intencional. Estos dos criterios
presentan un problema, pues ambos hacen a las relaciones intencionales pecu­
liares. Presentaremos después ciertas consideraciones epistemológicas, que se
asocian tradicionalmente con el problema de la intencionalidad, y que moti­
van en buena medida una teoría de la intencionalidad como la de Locke. En

1. Para el concepto que aquí se expresa con 'intem ism o' se emplea generalmente el término ‘internalism o’
Éste, sin embargo, me parece un anglicism o injustificado, a cuya institucionalización convencional cabe aún opo--
nerse. ‘Nacionalism o’ es correcto, porque el adjetivo es ‘nacional’; pero a partir de ‘extrem o’ derivamos ‘extre­
m ism o’. y no ‘extrem alism o’, de ‘se x o ’ ‘sex ism o ’, de ‘m acho’ ‘m achism o’. etc. Sim ilares consideraciones susten­
tan el uso de ‘externism o’ en vez de ‘externalism o', ‘m ínim ísm o’ en vez de ‘m inim alism o’, ‘cognoscitivo' en vei
de lc o g n itiv o \ etc.
las dos secciones sucesivas presentaremos la teoría filosófica explicativa de
los mismos propuesta por Locke, el realismo por representación (una teoría
presente también en la obra de muchos otros filósofos, desde Descartes a John
Searle).
Así como la oración ‘hay una estrella haciendo explosión en Alpha Cen-
tauri’ asevera la existencia de un estado de cosas de naturaleza “astronómica”
—un estado de cosas que tiene lugar en una cierta galaxia en un cierto momen­
to de tiempo— , la oración ‘yo creo que Robert Browning es un poeta poco leí­
do’ asevera la existencia de lo que llamaremos un estado mental. Los estados
mentales, como los estados astronómicos, se dan (cuando se dan, porque las
oraciones que aseveran su existencia pueden ser falsas) en ciertos momentos
de tiempo. Las oraciones mediante las que aseveramos Inexistencia de estados
mentales tienen, típicamente, la siguiente estructura: ((i) ;ima expresión para
indicar la persona que está en el estado mental en cuestión, el sujeto del mis­
mo: ‘yo’, en el ejemplo anterior, ‘Pere Gimferrer’ en ‘Pere Gimferrer cree que
Robert Browning es un poeta poco leído’, ‘el alcalde de Barcelona’ en ^el
alcalde de Barcelona cree que Robert Browning es un poeta poco leído’/(ii) ,
Una expresión para indicar el tipo de estado mental: ‘creo’/ ‘cree’, en los ejercí
píos anteriores, ‘deseo’ en ‘yo deseo que Robert Browning^ sea un poeta más
leído’, ‘ve’ en ‘el alcalde de Barcelona ve cómo els Joglars interpretan Mi tío
de América en Terrassa’. Opiniones, creencias, conocimientos, percepciones,
deseos, intenciones, .etc., son tipos de estados mentales. Por último, ((iii) una
expresión para indicar el contenido del estado mental. Son expresiohes^para
indicar el contenido ‘.que Robert Browning es un poeta poco leído’, ‘cómo els
Joglars interpretan Aíi tío de América en Terrassa’ en los ejemplos anteriores,
‘que el periódico de hoy anuncia la publicación de una obra de Robert Brow­
ning' en ‘yo sé que el periódico de hoy anuncia la publicación de una obra de
Robert Browning’.
En el capítulo primero introdujimos la noción de proposición como aque­
llo distinto de los enunciados que, intuitivamente, los enunciados “dicen” o
“expresan”, y e n virtud de expresar lo cual son los enunciados verdaderos o
falsos. Amparándonos por ahora en la misma comprensión preteórica de la
naturaleza de las proposiciones, daremos un paso más. Es natural pensar que
también los estados mentales “expresan” proposiciones, y que eso que hemos
llamado en el párrafo precedente el contenido de los estados mentales es pre­
cisamente la proposición que “expresan”. Un enunciado expresa una proposi­
ción, dijimos en el capítulo anterior, y no se debe confundir el enunciado con
la proposición, entre otras cosas porque enunciados distintos (e. g., ‘Robert
Browning es un poeta poco leído’ y ‘Robert Browning is a poet few people
read’) pueden expresar la misma proposición. Es en virtud de la proposición
que expresan que los enunciados representan el mundo como siendo de un
modo o de otro; y es en virtud de cómo lo representan (esto es, de la proposi­
ción que expresan) —y, naturalmente, de cómo de hecho es el mundo— que
el enunciado es verdadero o falso. Así, por ejemplo, dado que ios dos enun­
ciados precedentes representan el mundo como incluyendo pocos lectores de
Browning en el momento presente, y dado que tal número es ciertamente esca­
so de hecho, ambos enunciados son verdaderos.
En el mismo sentido cabe decir que las opiniones, las percepciones, ios
conocimientos, los deseos o las intenciones representan el mundo como sien­
do de un cierto modo, y que es en virtud de cómo lo representan, y de cómo
de hecho es el mundo, que las opiniones y las percepciones son verdaderas o
falsas. En cuanto a los deseos, preferencias e intenciones, es cierto que no deci­
mos de ellos que son verdaderos o falsos; pero decimos algo similar, a saber,
que son satisfechos o insatisfechos, y el que lo sean o no depende por un lado
de qué ocurra de hecho y por otro de cómo los deseos o las intenciones repre­
senten el rniindo, de su contenido. Porque el contenido de la opinión atribuida
a Pere Gimferrer en Tere Gimferrer cree que Robert Browning es un poeta
poco leído’ y el contenido del deseo que me atribuyo en ‘yo prefiero que
Robert Browning sea un poeta poco leído’ son esa misma proposición expre­
sada por ios dos enunciados mencionados en el párrafo anterior, esos dos esta­
dos mentales representan el mundo de un cierto modo (el mismo en ambos
casos); como el mundo de hecho es así, la opinión de Pere Gimferrer es ver­
dadera y mi preferencia resulta satisfecha.
Esta asimilación del contenido de los estados mentales a las proposiciones
se expresa a veces diciendo que los estados mentales (al menos estados men­
tales como los utilizados hasta aquí a modo de ejemplo) son actitudes propo­
sicionales, esto es, diferentes actitudes (desear que se realicen, creer que se
realizan, etc.) tomadas por el sujeto de los mismos "hacia proposiciones.
Siguiendo esta terminología — acuñada por Bertrand Russell— nos referiremos
a las oraciones del tipo de todas las que hemos utilizado hasta aquí para intro­
ducir la noción de estado mental como oraciones de actitud proposicional.
Lo que estamos diciendo, pues, es que los estados mentales “significan” o
representan el mundo, tal como lo hacen los enunciados. Que los estados men­
tales “expresan” proposiciones, esto es, que representan el mundo de un cier­
to modo, es el contenido de una famosa tesis debida al filósofo austríaco Franz
Brentano (maestro de filósofos de este siglo tan importantes como Edmund
Husserl y Alexius Meinong) sobre qué tienen de característico ios estados
mentales frente a otro tipo de estados — como los estados físicos, los esta­
dos que describen los astrónomos, etc.: ¿qué diferencia a una creencia o un
deseo de una explosión en Alfa Centauri? Brentano sostenía que lo distintivo
de los estados mentales es su intencionalidad; mi creencia de que Robert
Browning es un poeta poco leído posee esta característica, mientras que el esta­
do de cosas consistente en una estrella haciendo explosión en Alpha Centauri
carecería de ella:

Todo fenómeno psíquico está caracterizado por lo que los escolásticos de la


Edad Medía llamaron la inexistencia intencional (o mental) de un objeto, y que
nosotros llamaríamos, si bien no con expresiones enteramente inequívocas, la
referencia a un contenido, la dirección a un objeto (por el cual no hay que enten­
der aquí una realidad [’Reaiitát’]) o la objetividad inmanente. Todo fenómeno
psíquico contiene en sí algo como su objeto, aunque no todos del mismo modo.
En la representación hay algo representado; en el juicio, algo admitido o recha­
zado; en el amor, amado; en el odio, odiado; en el apetito, apetecido, etc.2

Este texto contiene la Tesis de Brentano. La tesis sostiene que lo que dis­
tingue a un estado mental de un estado no mental es que el primero, pero nc
el segundo, está “dirigido” hacia algo, está relacionado con algo (el objeto del
estado mental) que, sin embargo, “no es una realidad”, sino que es “inmanen-
te” al estado mental, en tanto que el objeto “inexiste” — este término no sig-
lüífíca aquí no existe, sino existe en— en el estado mental en cuestión. Eluci­
daremos después ía Tesis de Brentano de la manera específica en que lo haría
Locke. Nuestro objetivo es clarificar, mediante la explicación específica que de
ello hace Locke, algo que revelan todos los adjetivos que Brentano enfatiza.(el
objeto intencional no “es una realidad”, meramente “inexiste”, es “inmanen­
te”), a saber, que la tesis va más allá de la simple afirmación de que es distin­
tivo de los estados mentales que en ellos se establezcan ciertas relaciones con
otras cosas (sus objetos intencionales). Pues también otros estados que no son
mentales mantienen relaciones con otras cosas. Por ejemplo, la explosión de
una estrella en Alfa Centauri sucede simultáneamente con la muerte de César:
suceder simultáneamente con es sin duda una relación, entre la explosión, que
a buen seguro es un estado no mental, y una cosa diferente de ella misma.
Las relaciones de que se habla en la Tesis de Brentano. pertenecen a una
variedad muy particular, la de las relaciones intencionales. Por anticipar bre­
vemente lo que vamos a desarrollar después, lo que distingue a estas relacio­
nes de todas las demás, y las hace tan peculiares como hemos sugerido, se cen­
tra en dos hechos, que nuestras intuiciones^sobre el modo en que hablamos de
los estados mentales ponen de manifiesto^ (i) ^falibilidad: el objeto intencional
puede no existir, sin que la relación intencional deje por ello de darse. Es como
si un estado intencional pudiera quedarse en un mero intento frustrado de “atra­
par” a su objeto, sin que el fracaso del intento conlleve que la relación no se
da. El fracaso conlleva sin duda algún tipo de apertura a la censura, o recusa­
ción, del estado mental; pero no reduce al estado a la inexistencia. Otras rela^
ciones, como la de ser simultáneo con o la de golpear a no pueden quedarse
de este modo frustradas: una explosión no puede darse simultáneamente con
algo que no existe, ni se puede golpear a algo que no existe./(ii)^Intensionali-
dad:2 el objeto intencional no basta para individuar al estado mental; dos esta­
dos mentales diferentes pueden sin embargo “tender hacia” el mismo objeto.
La simultaneidad de la explosión en Alfa Centauri con la muerte de César es
un caso diferente de simultaneidad que la simultaneidad de esa misma explo­

2. Franz Brentano: Psychologie vom empirischen Standpunkt, págs. 124-125. El término intencionalidad' pro­
viene del verbo latino 'intendere', cuyo sentido es "estar dirigido a", "tender hacia". Obsérvese que, en este sentido,
todos los estados mentales son “intencionales”, no sólo aquellos que comúnmente llamamos ‘intenciones’.
3. Nótese la Y que distingue ‘intencionalidad’ de ‘intensionalidad’, términos que, com o se verá, expresan
conceptos diferentes (aunque relacionados entre sí).
sión con algún otro suceso diferente que ocurriera en Marte a. la vez. Pero la
simultaneidad de la explosión con la muerte de César no es un caso diferente
que la simultaneidad de la explosión con el asesinato de César a manos de Bru­
to y de otros senadores romanos. Sin embargo, el objeto intencional del esta­
do mental de un sujeto puede ser la muerte de César, sin serlo el asesinato de
César por Bruto. Un sujeto puede conocer la muerte de César (en virtud de su
saber que César murió) sin conocer por ello el asesinato de César por Bruto y
otros (ese mismo sujeto, digamos un romano que ha oído de fuentes fiables la
noticia de la muerte de César, ignora aún que César fue asesinado por Bruto y
otros senadores romanos).
Éstos son sólo datos intuitivos, que nos permiten ofrecer una caracteriza­
ción a la vez introductoria y general (compatible con diferentes explicaciones
teóricas) de la naturaleza de los estados intencionales. Son los dos criterios que
utilizaremos, a lo largo de todo el libro, para atribuir un carácter intencional o
representacional (utilizaremos los dos términos como meras variantes estilísti­
cas) a algo, por ahora a los estados mentales. No constituyen empero, por sí
solos, explicaciones del carácter intencional de algo; antes bien, en vista de que
representar es una relación, y en vista de la diferencia que los dos criterios
revelan con respecto a las relaciones más usuales, los criterios manifiestan que
las relaciones intencionales requieren una explicación filosófica. La teoría de
las ideas de Locke constituye una elucidación particular de estos hechos; se tra­
ta de la primera teoría de la intencionalidad que examinaremos en esta obra.
Es una versión bien desarrollada de una teoría (el realismo por representación,
o representacionalismo) esencialmente motivada por ciertas consideraciones
sobre la naturaleza del conocimiento. Sus partidarios la presentan como una
corrección necesaria (y la única apropiada) de una concepción contrapuesta, a
la que los representácionaíistas acostumbran a referirse como realismo inge­
nuo, que se atribuye al sentido común. Podríamos resumir la esencia de la teo­
ría de Locke del siguiente modo: (i) Los objetos intencionales inmediatos de
los estados mentales no son objetos reales ni sus propiedades, sino entidades
mentales (ideas) (ii) que representan en virtud de relaciones causales a los
objetos de la realidad y sus propiedades. En lo que queda de sección, y en las
dos sucesivas, trataremos de elucidar esta tesis y de indicar las razones de Loc­
ke en su favor.
Comenzaremos introduciendo las consideraciones epistemológicas que
están en la base de teorías representacionalistas como la teoría de las ideas de
Locke. Enunciados como (1) y (2) expresan proposiciones cuya verdad cree­
mos conocer

(1) Los dinosaurios desaparecieron a fines del Cretácico.

(2) Si una barra de metal se calienta, se dilata.

Algunos enunciados expresan meras opiniones nuestras, proposiciones en


cuya verdad creemos con mayor o menor firmeza, pero que no constituyen
conocimiento. Así, si yo voy al cine Verdi con la intención de ver una cierta
película, sin haber consultado la cartelera, recordando que días atrás la pro­
yectaban y suponiendo que no la han cambiado aún porque no hace mucho
desde el estreno, diríamos que creo que en el Verdi proyectan tal película, pero
no que sé que en el Verdi proyectan tal película. Un aspecto crucial que dis­
tingue el saber de la mera opinión es que en el primer caso disponemos de una
justificación fiable de lo que creemos. Qué haya de entenderse por justifica­
ción fiable constituye uno de los problemas fundamentales de que se ocupa la
epistemología.
Los epistemólogos influidos por Descartes (Locke entre ellos) se caracte­
rizan por exigir al conocimiento dos requisitos muy exigentesijJOjC^rteza: sólo
puede contar como justificación aceptable aquella que proporciona a un suje­
to consciente y reflexivo certidumbre completa, una convicción tan firme que
no pueda ser puesta en cuestión por duda alguna —por extravagante o “hiper­
bólica” que la duda sea. Diremos, pues, que

Un sujeto S sabe con certidumbre que p si no es coherente suponer a la vez


que S mantiene la justificación que de hecho tiene para creer p y la falsedad
de p.

Una consecuencia del carácter cierto del conocimiento, así entendido,


es que la pretensión de conocer por un sujeto reflexivo no puede ser ulte­
riormente corregida. Probablemente, la intuición que el epistemólogo carte­
siano pretende salvaguardar al entender el conocimiento de este modo es la
de que la convicción de quien posee “verdadero” conocimiento (a diferen­
cia de lo que ocurre con la de quien se atribuye lo que en el uso común pasa
por tal), una vez adquirida, no puede nunca ya ser abandonada. ÍJ(ii| Funda­
cionalismo: hay justificaciones directas (o “intuitivas”, como se dice a
veces) y justificaciones demostrativas. Las segundas envuelven argumenta­
ciones, más o menos complicadas, en último extrem a basadas en proposi­
ciones conocidas directamente. Estas últimas son conocidas sin que en su
justificación se apele a la verdad de ninguna otra proposición. La mayoría
de nuestros conocimientos son de este segundo tipo. Comúnmente, acepta­
ríam os que sé, y no meramente opino, que el café acaba de salir, cuando
percibo el sonido del café al salir. Éste sería un caso de conocimiento de­
mostrativo.
Considérese un enunciado como ‘hay una esfera roja ante m í’, proferi­
do en una situación en que, aceptando que mis sentidos funcionan nor­
malmente, me supongo percibiendo una esfera roja ante mí. El lenguaje es
bastante inadecuado para el propósito de caracterizar con rigor el contenido
de un estado de este tipo; una fotografía sería más apropiada. La fotografía
nos indicaría, por ejemplo, el tamaño y la posición de la esfera, caracterís­
ticas ambas que son parte del contenido de mi estado mental y quedan inde­
terminadas en la descripción lingüística. El lector debe entender que esas
características que una imagen revelaría de modo más perspicuo son tam­
bién parte del contenido proposicional de ‘hay una esfera roja ante m í’. Pues
bien, en circunstancias como las descritas, la efectuada con ‘hay una esfera
roja ante m f es una aseveración cuya verdad pensaríamos, ingenuamente,
, .4
conocer y conocer directamente Desde el punto de vista característico del
realismo ingenuo que cuestiona el realismo por representación de Descartes
y Locke, enunciados como ‘hay una esfera roja ante m í’ expresan proposi­
ciones empíricas.

Un enunciado expresa una proposición empírica cuando su verdad, caso de


que la proposición sea verdaderaTpuede ser conocida sin llevar a cabo infe­
rencia alguna, sólo a través de información proporcionada por los sentidos,
por un ser humano cuyos mecanismos cognoscitivos funcionan correcta­
mente.

Desde el punto de vista del realismo ingenuo, el testimonio directo de


nuestros receptores sensoriales en buen estado de funcionamiento es por tanto
una justificación directa aceptable para una proposición como la expresada por
‘hay una esfera roja ante mí’, bastante para sostener que sabemos y no mera­
mente creemos que es verdadera. Es claro, sin embargo, que ni (1) ni (2) son
conocidas de este modo; frente a ‘hay una esfera roja ante mí’, cuya verdad es
conocida (según el realismo ingenuo) directamente, (1) y (2) son conocidas
demostrativamente.
(1) asevera un hecho particular, acaecido en una ubicación espaciotem-
poral determinada; (2) expresa un hecho general, que se da en cualquier
momento de tiempo. Ninguno de los dos expresa una proposición empírica,
en el sentido que hemos dado a esa noción. En el caso de (2), porque las pro­
posiciones empíricas necesariamente caracterizan hechos particulares. En el
caso de (1), porque el hecho particular a que hace referencia es demasiado ex­
tenso para poder ser conocido directamente a través de los receptores senso­
riales. Contribuye también a que nosotros no podamos conocerlo mediante los
! sentidos el que ocurriera cuando ningún ser humano estaba presente para
“presenciarlo”. Si conocemos la verdad de (1) y (2), por tanto, no es directa­
mente, sino mediante alguna prueba que necesariamente involucra inferencias.
Ahora bien, es igualmente claro que en cualquier prueba aceptable de ambos
^intervienen proposiciones empíricas, conocidas directamente; por ejemplo,

4. Un punto de vista en epistemología que ha sido desarrollado fundamentalmente por filósofos contemporá­
neos, entre los que Fred Dretske es quizás el mejor conocido, conviene con el sentido común en que, efectivamente,
podemos conocer directamente la verdad del enunciado mencionado. Este realismo directo rechaza las dos tesis de la
epistemología cartesiana. Sostiene, en primer lugar, que el conocim iento no es, salvo en casos derivados, cierto, sino
que es generalmente recusable-, en los casos básicos, la pretensión de conocer es siempre corregible, incluso cuando
la mantiene un sujeto reflexivo en condiciones epistémicas ideales. Además, y en contra del fundacionalismo carte­
siano, la relación entre unos y otros conocim ientos no es lineal, sino (parcialmente) de coherencia.
observaciones de fósiles en el caso de (1) y observaciones experimentales en
el caso de (2).

2. Lo objetivo y lo subjetivo

La palabra 'ingenuo' en 'realismo ingenuo' pone de manifiesto que los


filósofos que describirían así la propuesta del sentido común piensan que se
trata de una creencia profunda y radicalmente errónea, aceptada sólo de modo
irreflexivo. Sus razones conforman un haz de argumentos variopintos, pero sin
duda dotados de un gran poder de convicción. Sólo así se explica que versio­
nes de estos argumentos aparezcan desde el comienzo mismo de la filosofía;
y, más aún, que formen parte de los primeros balbuceos, de muchos de los que
se aventuran por los senderos de la reflexión filosófica. (He oído proponer uno
de estos argumentos a un niño de ocho años; y nada parecía indicar que no se
le hubiese ,ocurrido a él mismo.) El filósofo que, como Locke, presupone
supuestos epistemológicos cartesianos, puede bien conceder al sentido común
que podemos conocer la verdad de ‘hay una esfera roja ante m í’. Pero éste es,
según él, también un caso de conocimiento demostrativo, en el que está impli­
cado un complejo argumento que parte del conocimiento no demostrativo de
las sensaciones visuales que típicamente producen las esferas rojas. Conside­
raremos en lo que sigue sus argumentos, y la teoría de la intencionalidad repre­
sentacionalista que resulta de ellos.
Volvamos a los casos respecto de los que se produce el conflicto entre
el realismo ingenuo y el realismo por representación. Mi percepción, cuyo
contenido proposicional expreso con el enunciado ‘hay una esfera roja ante
m í’, es un estado intencional, un estado que representa el mundo, la situa­
ción externa, como siendo de un cierto modo (a saber, conteniendo una esfe­
ra de un cierto tamaño y un cierto color situada en cierto lugar del espacio
relativamente a la posición que mi cuerpo ocupa). El objeto intencional de
mi percepción es un cierto acaecimiento objetivo; es en virtud de la existen­
cia o no existencia de este acaecimiento que mi percepción puede ser correc­
ta o incorrecta, verdadera o falsa. En rigor, más que hablar de percepciones
falsas, hablamos de aparentes percepciones: decimos “creí ver que la esfera
era roja, pero resultó que no lo era” o “me pareció ver que la esfera era roja,
aunque no lo era” más que “vi que la esfera era roja, pero estaba equivoca­
do”. ‘Ve que la esfera es roja’, como ‘sabe que la esfera es roja’, implica
lógicamente que la esfera es roja; ‘ver’, ‘percibir’ y ‘saber’ son verbos cuya
aplicación requiere el éxito de la acción que con ellos se describe. Tal como
se entiende normalmente el enunciado ‘percibo (o v ^ ) una esfera roja ante
m í’, esta aseveración no sería verdadera si no hubiera de hecho una esfera
roja ante mí. Tampoco lo sería si, pese a que de hecho hay una esfera roja
ante mí, mi representación mental de la misma no hubiese sido producida por
la presencia de la esfera roja a través de un mecanismo específico. No di­
ríamos que percibimos una esfera roja si ante nosotros no hubiese una esfe­
ra roja, ni lo diríamos si nuestra representación mental la hubiese producido
una droga, con completa independencia de la presencia de la esfera roja.
Expresiones como ‘percibir’ (o Jas más específicas ‘ver’, ‘oír’, etc.) son ver­
bos de logro. Es como si concibiésemos percibir o ver como procesos con
un propósito: presentar al sujeto de esas actividades mentales, a través, de un
mecanismo que conduce fiablemente a ese propósito, un hecho objetivo par­
ticular (al que nos referimos con el objeto directo de esos verbos), un acae­
cimiento, que se da concurrentemente en el tiempo con tales actividades.
Cuando decimos que S percibe que p , presuponemos que el propósito de la
actividad perceptual se ha logrado a través del proceso usual, y, por tanto,
que p se da realmente.
Usaré el término acaecimiento para designar una situación o condición
objetiva, con características objetivas, con una ubicación determinada en el
espacio y en el tiempo; pero no necesariamente una que se da realmente (así,
entre lo que llamo acaecimientos los hay que se dan y los hay que no se dan,
que meramente podrían haberse dado). Un acaecimiento es aquello a lo que
nos referimos típicamente con sustantivos derivados de verbos: una batalla, una
reunión, un paseo, un casamiento. En la literatura sobre estos temas se clasifi­
can los acaecimientos en tres grupos: los procesos, que involucran cambios
prolongados, y no tienen comienzos y finales muy bien definidos (los cuatro
anteriores son ejemplos de ello); los sucesos, que son cambios instantáneos (la
victoria en una carrera), y los estados, que no involucran cambios (la presen­
cia de una mancha de aceite en la carretera, o, en nuestro ejemplo, la presen­
cia de una esfera roja ante mí). Los acaecimientos tienen constituyentes', uno o
varios particulares, una o varias propiedades o relaciones, etc. La propiedad
más característica de los acaecimientos es que se trata de aquello que, prototí-
ipicamente, interviene en relaciones causales. Así, decimos que la caída de un
tayo (un suceso) causó la destrucción del árbol, que la subida de la marea (un
proceso) causó que la toalla se empapase y que el estado de engrase del motor
(un estado) causó la avería.
La objetividad que atribuyo a Jos ac ae c im ient qs_y a sus cons ti tu y e n te s se
manifiesta en cuSrcTpropied ades7(i) Intersubjetividad.- Un mismo acaecimien­
to es accesible a diversos individuos: Bó^íñBividuos distintos podrían repre­
sentarse literalmente ese mismo acaecimiento. En razón de que dos personas
no pueden ocupar la misma posición al mismo tiempo, las características visua­
les de los acaecimientos percibidas por dos individuos en el mismo momento
pueden ser ligeramente distintas. Sin embargo, si otro individuo hubiese ocu­
pado la misma posición que yo ocupo, habría percibido exactamente el acae­
cimiento que yo percibo. Si suponemos que un mismo acaecimiento persiste
un período lo suficientemente prolongado, dos individuos, en momentos suce­
sivos, pueden representarse visualmente el mismo acaecimiento. Y, si en lugar
de considerar acaecimientos representados visualmente, consideramos, por
ejemplo, acaecimientos con características auditivas, térmicas o táctiles, enton­
ces resulta aún más claro que dosjndividuos puedan representarse a la vez lite­
ralmente el mismo acaecimiento! (ii) Sustantividad. Los acaecimientos pueden
darse sin que nadie se los represente, ([iii)JFisicidad. Los acaecimientos pue­
den describirse con precisión en términoTcientíficosren último extremo en tér­
minos de la ciencia que explica los fenómenos físicos, expresamente introdu­
cidos por razones teóricas (no necesariamente los términos de la ciencia del
presente, sino quizás términos que la ciencia del presente no es aún capaz de
formular), alcanzándose así una mejor comprensión de su naturaleza. La expli­
cación de esto reside en el hecho, antes indicado, de que los acaecimientos son
aquello que, proto tipie amen te, causa y es causado. Existen buenas razones para
pensar, por ejemplo, que podemos describir en términos físicos el acaecimien­
to al que nos referimos como “la caída del rayo”, de modo que podríamos pro­
porcionar entonces una explicación más satisfactoria de por qué ese acaeci­
miento causó la destrucción del árbol.* (ivj) Normatividad. .Los acaecimientos
sirven de norma para evaluar nuestras representaciones. Por ejemplo, es en vir­
tud de qué acaecimientos se dan concurrentemente con ella que describimos
una actividad mental como una verdadera percepción, o más bien como una
aparente percepción que no ha logrado su objetivo.
De acuerdo con el realismo ingenuo, podemos conocer directamente la
verdad de enunciados como ‘hay una esfera roja ante m f a través de la per­
cepción del acaecimiento de cuya existencia depende su verdad: la presencia
de la esfera roja ante nosotros. El objeto intencional de la percepción es este
acaecimiento objetivo; de su existencia, o no, depende la verdad o falsedad de
‘hay una esfera roja ante mí’. El representacionalista, por otro lado, acepta que
conocemos la verdad de un enunciado así; es decir, acepta que percibimos
acaecimientos objetivos. Pero niega que tales conocimientos sean directos; los
casos de lo que llamamos percibir son, más bien, casos de conocimiento
demostrativo. Expongo a continuación tres de los argumentos característicos
aducidos por los representacionalistas.
(a) La daga de Macbeth, o el argumento de las alucinaciones. Como Mac-
beth al contemplar ante sí una daga ensangrentada, yo podría estar padeciendo
una alucinación. Podna no haber nada esférico, ni rojo, ante mí. Peor aún:
podría no haber nada esférico, ni rojo, en el mundo “real”. Yo podría ser en
realidad un cerebro en una vasija en un mundo que no tuviese nada que ver
con el mundo tal como yo pienso que es, sin colores, sin formas espaciales, sin
solidez, sólo un cerebro conectado mediante cables a un ordenador manipula­
do por un extraterrestre muy listo y muy malvado, habitante de un mundo radi­
calmente muy distinto a como yo concibo la realidad, quien se divierte tomán­
dome el pelo.6 Obsérvese que, pese a lo exagerado (o “hiperbólico”) de estas

5. Como se explicará más adelante (V, § 6), la fisicidad de los acaecimientos no tiene por qué conllevar que
todo sea “reducible” a lo físico, cuando menos no en ciertos sentidos de ‘reducible’.
6. Ésta es una versión propia de la época de la ciencia ficción de la historia cartesiana del Genio Maligno,
debida a Hilary Putnam (cf. su Razón, verdad e historia); la función de ambos ejemplos es la misma. El mérito de la
versión moderna reside en que la situación que se nos presenta es más accesible intuitivamente que la concebida por
Descartes. Su defecto es que el mundo descrito no puede ser tan disímil de la realidad tal y com o la suponem os, cuan­
do contiene al menos un cerebro en el que cabe producir estados alucinatorios por el mismo procedimiento por el que,
suponemos, se pueden producir en cerebros humanos.
posibilidades, favoritas de filósofos como Locke o Descartes, las alucinaciones
no son (en contra de lo que a veces se dice) cosas extravagantes que sólo suce­
den a algunos individuos en situaciones excepcionales; el lector puede “pade-
cer” unas cuantas si adquiere uno de esos libros (El ojo mágico, N.E. Thing™
Enterprises, 1994, Barcelona: Ediciones B) en que ciertas configuraciones pro­
ducidas por ordenador producen, si se contemplan durante un cierto tiempo,
imágenes tridimensionales con una soiprendente apariencia de realidad. Y, al
parecer, un neurocirujano podría producirle vivencias de sus canciones favori­
tas, experimentadas con tanta realidad como si se estuviesen interpretando real­
mente, y sentidas como “ocurriendo fuera” tanto como si realmente se estu­
viese produciendo el sonido, con sólo poner electrodos en ciertos lugares de su
cerebro.
En cualquiera de esos casos, parece razonable pensar que el contenido pro­
posicional de mi estado mental sería el mismo que si la situación fuese como
suponemos que es normalmente. La función principal del contenido proposi­
cional de un estado representacional es indicar cuál es el objeto intencional de
ese estado; en este caso, cuál es el acaecimiento del que depende que el esta­
do sea, en efecto, una percepción, o que sea más bien una alucinación. Si la
situación real fuese una de las descritas, y estuviésemos advertidos de ello, no
la describiríamos como lo hemos hecho. No diríamos que estoy percibiendo
que la esfera es roja, sino diciendo quizás “es como si la esfera fuese roja” o
“me parece estar percibiendo que la esfera es roja”, porque, como se dijo más
arriba, percibir que p implica la verdad de p. Pero intrinsicamente no habría
diferencia alguna si hubiese realmente una esfera roja ante mí que si estuvie­
se padeciendo una alucinación; pues nada en el contenido de mi estado me per­
mitiría distinguir una situación de la otra. El contenido sería en ambos casos
el mismo, por tanto. Pero, en tal caso, el contenido proposicional del estado no
puede caracterizarse en’términos de su objeto intencional, del presunto acaeci­
miento objetivo de cuyo darse o no darse depende que el enunciado mediante
el que lo expresaría, ‘hay una esfera roja ante m f , sea verdadero o falso. Pues
ese objeto podría no existir, sin que el estado difiriese por ello en su conteni­
do representacional. Y, si es lógicamente coherente conjeturar que somos cere­
bros en una vasija o creaciones del Genio Maligno, entonces el contenido pro­
posicional no puede caracterizarse en términos de ningún constituyente de
acaecimientos. No puede caracterizarse en términos de nada objetivo.
í(b))La camara de Amos, o el argumento de las ilusiones. La cámara de
Ambs^és una habitación en la que “en realidad” hay dispuestos de un modo
aparentemente caótico varios bastones, todos separados entre sí, ocupando pla­
nos muy distintos. Sin embargo, contemplada desde un cierto ángulo, lo que
cualquier ser humano normal ve es... una silla. Este es un típico caso de ilu­
sión perceptiva. Las dos líneas del mismo tamaño que en cierto contexto pare­
cen tener diferente tamaño en la ilusión de Müller-Lyer, el palo que medio
sumergido en agua nos parece roto, el tamaño relativo de la Luna o del Sol
cuando están justo sobre el horizonte, son otros tantos ejemplos de ilusiones.
Hay otras ilusiones perceptivas más subjetivas, propias no necesariamente de
todo ser humano normal, que podrían servir al mismo propósito; por ejemplo,
la percepción de la temperatura externa como cálida cuando se está haciendo
ejercicio físico, o cuando se ha ingerido alcohol, pese a que sea “en realidad”
relativamente fría. Lo que estos ejemplos parecen mostrar es que el contenido
de nuestros estados mentales se ve grandemente afectado por “lo que pasa den­
tro” de nosotros, por aspectos por completo independientes de cómo sea real-
mente el mundo. (Las explicaciones conocidas de las ilusiones perceptivas
comunes a todos ios seres humanos tienen que ver con diferentes peculiarida­
des del funcionamiento de nuestro sistema cognoscitivo.) Y la conclusión es la
misma que antes: aquello necesario para caracterizar el contenido de esos esta­
dos no puede ser nada “objetivo”; no son características de las cosas que “están
ahí” independientemente de nuestras representaciones mentales de las mismas.
(Aunque en este caso no se siga que puedan ser completamente “fabricados”
por nosotros, como parecía seguirse de los argumentos resumidos bajo el epí­
grafe anterior; de ahí que aquéllos sean más radicales.)
((c) La ¿distancia de las estrellas, o el argumento del lapso temporal. Éste
puede''verse cóm olirfcaso de~ío anterior, como una ilusión que afecta a todos
nuestros estados perceptuales. En mi descripción anterior del contenido de mi
percepción he omitido la referencia temporal; pero el contenido proposicional
de mi estado mental también incluye aspectos temporales. Yo me represento la
esfera como siendo roja ahora, en el momento en que- estoy teniendo la per­
cepción, simultáneamente con ella. Este elemento temporal es fuente de noto­
rias ilusiones, las más conocidas de las cuales tienen que ver con las estrellas:
ese cuerpo luminoso que yo percibo situado relativamente cerca de Orion qui­
zás ha dejado de existir hace millares de años. Pero no es esta ilusión especí­
fica la base del argumento que estamos considerando. Lo que el caso de la per­
cepción de una estrella pone manifiestamente de relieve es algo que, por lo
demás, se da igualmente en todo caso de percepción de un modo menos paten­
te — incluidos aquellos en que la percepción es verídica y completamente
fiel— ; a saber, la existencia de un lapso temporal entre la situación real obje­
to de la percepción y la percepción misma.
El argumento para esto se apoya en una explicación bastante natural.de lo
que queremos decir aquí con “la situación real objeto de la percepción”, la que
ofrece la teoría causal de la percepción. Según esta teoría, la idea de que la
percepción nos presenta generalmente de modo verídico una situación objeti­
vamente existente está relacionada con la idea de que 1a percepción (por ejem­
plo, la percepción de que la esfera es roja) está causada por ia situación que
constituye el contenido de la misma (la esfera, de tai y cual tamaño y situada
en tal lugar relativamente ai que yo ocupo, siendo roja). Este elemento causal
permite entender, entre otras cosas, la idea de que lo percibido es objetivo e
independiente del acto específico de percepción. La causa, en general, no debe
su existencia ni sus características al efecto; la causa (la esfera siendo roja)
hubiera estado allí, con sus mismas características, aunque el efecto (la per­
cepción de que la esfera es roja) no se hubiese dado. Del mismo modo, el dis­
paro que mató a Kennedy podría haberse dado, con todas sus características
(dirección y velocidad del proyectil! etc.) inmutadas, aunque Kennedy se
hubiese apartado casualmente de la trayectoria y su muerte no se hubiese pro­
ducido.
Ahora bien, supuesta esta teoría causal de la percepción, es fácil ver que
el caso de la estrella meramente ilustra de modo extremo lo que ocurre en toda
percepción. Pues la causa es temporalmente anterior al efecto. Así que, inclu­
so si mi percepción de que la esfera es roja es verídica, aquello externo qué le
corresponde es un acaecimiento que bien podría haber dejado de existir en el
momento en que yo tengo la percepción, sin que las características de ésta
variasen un ápice. Por tanto, incluso cuando todo va bien y mi percepción es
verídica, no tiene sentido identificar su contenido, digamos, “inmediato”, ni los
elementos de ese contenido, con propiedades presentes en la situación externa
que le corresponde. Lo más que podemos decir es que el contenido de la per­
cepción “se parece” a la situación real presentada. Dicho de otro modo, el color
y la forma de la estrella experimentados visualmente tienen que ser numérica-
mente distintos7 del color y la forma de la estrella real (aunque quizás aquéllos
“se parezcan” a éstos), porque los primeros están presentes a mi mente ahora,
y los segundos quizás no existan ya. Pero lo mismo ocurre con todas las per­
cepciones — aunque no de un modo tan patente.
Estos tres argumentos apuntan a la conclusión que extrae el representa-
cionalista; la introduciremos primero mediante un ejemplo más sencillo que el
que venimos considerando, para extenderla después a los casos más complejos
(no sea que parezca que la plausibilidad de la propuesta representacionalista
sobreviene a la simplicidad del ejemplo). Un individuo con una hernia discal
puede experimentar, pongamos por caso, dolores enteramente análogos a fuer­
tes calambres en una pierna. Su médico le hará saber que los dolores son “ima­
ginarios” o “fantasmales” . En otro sentido, por supuesto, los dolores son tan
reales en un caso como en el otro; pueden incluso ser, en la experiencia de
nuestro sujeto, S, exactamente del mismo tipo (a S “le duelen” igual). En el
sentido en que los dolores son tan reales en uno como en otro caso, hablamos
del dolor “como sensación” o “como vivencia”. Por otro lado, el sentido en que
el dolor producido por la hernia discal, pero no el producido por el calambre,
es “fantasmal” es éste: a diferencia de lo que ocurre en el caso de los calam­
bres ordinarios, no existe — en el lugar de su cuerpo donde el paciente de her­
nia discal S siente los dolores— ninguna condición anómala que cause el
dolor-como-vivencia. Lejos de causar el dolor-como-vivencia de S una cierta
condición anómala de su pierna izquierda, la causa la protuberancia de un dis­
co intervertebral presionando sobre un nervio cuya misión es, entre otras,
transmitir al cerebro condiciones anómalas de la pierna izquierda. Este dolor

7. Decimos que dos cosas son “la misma” en dos sentidos distintos. Decimos, por ejemplo, que Juan lleva
hoy la misma corbaia que llevaba ayer (cómo se ve porque la mancha de vino no ha sido lavada); y decim os que Juan
y Pedro llevan hoy la misma corbata (aunque una está manchada y la otra no). Distinguimos estos dos sentidos como
si numérico y el especifico de la identidad: dos corbatas del mismo modelo son específicamente idénticas, pero numé­
ricamente distintas. La identidad en sentido numérico es identidad de ejem plares, mientras que la identidad en sentí-
jo especifico es identidad de f/'/wí. Véase í, § I.
(el dolor “como acaecimiento objetivo”) es, por tanto, diferente del dolor-como-
vivencia. A diferencia del dolor-como-vivencia, el dolor-como-acaecimiento
está claramente ubicado en el espacio externo (un lugar específico en el cuer­
po); puede no existir, incluso aunque exista el dolor-como-vivencia; cuando
existe, causa normalmente el dolor-como-vivencia; dada su virtualidad causal,
posee, posiblemente, una caracterización física. Tenemos, así, dos “dolores”: el
dolor-como-acaecimiento objetivo, existente en el sujeto que padece el calam­
bre pero no en el sujeto que padece hernia discal, y el dolor-como-vivencia.
Consideremos ahora una situación en que S experimenta un dolor del tipo
indicado. Llevado por el realismo ingenuo, S puede sentirse inclinado a supo­
nerse conociendo directamente un acaecimiento objetivo (aquel del que depen­
de que su experiencia sea correcta o más bien “imaginaria”). Ciertamente, sen­
timos la experiencia de un dolor como poniéndonos directamente en relación
con una condición objetiva de nuestro organismo. (Ello es aún más claro en el
caso de las experiencias visuales, como las del ejemplo que hemos venido con­
siderando hasta aquí; pero limitamos ahora al más sencillo ejemplo presente,
pese a este inconveniente —que en seguida remediaremos— tiene la ventaja de
que nos permite una exposición inicial más fácilmente comprensible.) La obje­
ción del representacionalista, sin embargo, parece inatacable: mientras que S
sabe con certidumbre (sabe, por tanto, dada la explicación cartesiana de qué es
saber) de la existencia del dolor-como-vivencia que siente, no puede pretender
conocer con esa certidumbre (la certidumbre de lo conocido directamente) de
la existencia de;un dolor-como-acaecimiento. Pues, como hemos visto, sería
compatible con que tuviera la. sensación que tiene el que sus supuestos sobre
el dolor-como-acaecimiento se revelasen completamente infundados. La exis­
tencia de estos supuestos sobre la ubicación del dolor-como-acaecimiento, etc.,
evidencia que, por el contrario, ese dolor s6 conoce indirectamente. Un estado
mental cuyo objeto intencional se conozca directamente, por consiguiente, sólo
puede estar dirigido a entidades análogas a los dolores-como-sensación.
Para referirme de manera generala lo que, en esta sencilla ilustración pre­
liminar, he llamado “dolor-como-sensación” y distinguirlo de los acaecimien­
tos, usaré ‘vivencias’. Las vivencias tienen en común con los acaecimientos lo
siguiente: (1) como algunos acaecimientos, son particulares: suceden a u n indi­
viduo en un momento concreto; (2) intervienen en la caracterización del con­
tenido de estadps mentales, y (3) son generalmente complejas (tienen diversos
elementos “constituyentes”): una vivencia visual o auditiva (a diferencia de un
dolor) es típicamente muy rica. La diferencia respecto de los acaecimientos
está en que los constituyentes de las vivencias son entidades de naturaleza
“subjetiva”. Locke denomina ideas simples a entidades de esa naturaleza. Otros
les han llamado fenómenos —del término griego para apariencias. El filósofo
británico de principios de siglo George Moore introdujo para ellos el término
sense-data, o datos sensibles, que utilizaron después filósofos contemporá­
neos como Bertrand Russell o Ayer. Quizás el término contemporáneo más
extendido sea cualidades sensibles, o sus correspondientes latinos quale (en
singular) o qualia (en plural). Utilizaré en adelante estos términos indistinta­
mente, aunque los supuestos teóricos que los filósofos indicados asocian con
esas expresiones son seguramente distintos entre sí, y distintos de los míos. El
sentido que tienen en mi uso es el que voy a explicar a continuación.
Las vivencias son paradigmáticamente “eso” que tendríamos ante nosotros
incluso si no estuviésemos percibiendo nada real, sino padeciendo una aluci­
nación. “Eso” manifiestamente fabricado por nuestra mente (con la ayuda de
la imagen bidimensional producida por el ordenador, en el caso de las aluci­
naciones tridimensionales producidas por las imágenes de libros como El ojo
mágico, o la del electrodo del neurocirujano) es una vivencia. En el sentido
puramente espacial de la palabra ‘externo’, las vivencias son tan “externas”
como los acaecimientos; pues entre los constituyentes de algunas vivencias hay
no sólo características sensoriales tales como color, sonido, etc., sino también
características espaciales (las imágenes alucinatorias que acabo de mencionar
son tridimensionales — al menos las mías; en lo que a vivencias concierne, la
introspección es la fuente privilegiada d eco nocimiento^- y se perciben en el
espacio “extemó”ra"u ñ á cierta distancia de nuestros ojos, etc.) y temporales
(los sonidos producidos por el electrodo tienen duración; nos los representa­
mos, por muy alucinatorios que sean, como formando parte de un cierto “cur­
so” en el que distinguimos un antes y un después, un “ya ocurrido” de un “por
venir”, etc.). Es justamente a propósito de esto que el ejemplo del dolor era
excesivamente simple (aunque, como he indicado, también los dolores los sen­
timos a veces como ubicados en el espacio “externo”, en una parte de nuestro
cuerpo). Tanto las características sensoriales correspondientes en las vivencias
a los colores, como las que corresponden a propiedades espaciales o tempora­
les, son qualia, cualidades sensibles.
El realismo ingenuo del sentido común se manifiesta, entre otras cosas, err
que no tenemos términos que, inequívocamente, hagan referencia a un estado
mental cuyo contenido concierna a una vivencia y no a un acaecimiento.8 Por
eso, para exponer con claridad una teoría del contenido proposicional de los
estados mentales como la de Locke —una teoría representacionalista de la
intencionalidad— necesitamos un nuevo término técnico que, sin ambigüedad,
haga referencia a un estado mental que se dirija a vivencias y no a estados de
cosas. Utilizaré ‘notar’ para este fin, y hablaré de notares para referirme a actos
o estados mentales en que un individuo nota las características de una de sus
vivencias. El término que he elegido quiere sugerir la propiedad central de
estos estados mentales, a ojos de filósofos como Locke o Descartes: se trata de
estados característicamenteconscientes: estados cuyo objeto conoce el sujeto
de un modo inmediato por introspección. Notar las características de una
vivencia es paradigma de un estado consciente.
Locke reconoce que se hace difícil mantener estrictamente la distinción

8. Sólo los términos que utilizamos para referirnos a emociones y a sensaciones muy poco específicas (la
ansiedad, el júbilo, la rabia, ciertos tipos de placer o de malestar general) parecen referir inequívocamente a viven­
cias. Se trata precisamente de los términos que utilizamos para caracterizar el contenido de estados mentales que ponen
en cuestión la validez genera! de la tesis de Brentano, pues no parecen tener objeto intencional.
entre una vivencia y sus constituyentes y un acaecimiento y sus constituyen­
tes, y admite oj]e usa muchas veces la palabra ‘idea’ para referirse a las propie­
dades objetivas de las cosas que causan las ideas y de las que las ideas son
“signos” o representantes, como veremos enseguida, en virtud de esa relación
causal:

Llamo idea a cualquier cosa que la mente percibe en sí misma, o es el objeto


inmediato de la percepción, del pensamiento o del entendimiento; y llamo al
poder de producir una idea en nuestra mente cualidad del objeto en el que ese
poder reside. Así, por ejemplo, si una bola de nieve tiene el poder de producir
en nosotros las ideas de blanco, frío y redondo, llamo cualidades a los poderes
de producir en nosotros esas ideas, tal y como existen en la bola de nieve; y les
llamo ideas en tanto que son sensaciones o percepciones en nuestro entendi­
miento. Y si en algunas ocasiones hablo de tales ideas como estando en las
cosas mismas, se ha de entender que me refiero a aquellas cualidades de los
objetos que las producen en nosotros.9 [El subrayado es mío, M. G.-C.]

Dado que, en la teoría representacionalista, las ideas son esencialmente sig­


nos de un cierto tipo (signos, naturales), la confusión provocada por el realismo
ingenuo que el representacionalismo pretende corregir (sin poder el partidario
de esta doctrina evitar incurrir en ocasiones en el potencialmente desorientador
modo de hablar de los que caen en ese error) es análoga a la confusión entre
uso y mención que expusimos en el capítulo anterior (I, § 2): aJ igual que usa­
mos inadvertidamente el signo que significa normalmente la espada cuando
queremos hablar más bien del nombre de la espada, usamos el signo que signi­
fica normalmente un constituyente objetivo de acaecimientos también cuando
queremos hablar del signo mental para el mismo (un constituyente de viven­
cias). El remedio puede ser el mismo: introducir un sistema de notación análo­
go al de las citas. Del mismo modo que, para hacer patente que el sujeto de
«Excalibur tiene cuatro sílabas» es una expresión mencionada y no usada,
seguimos la práctica de escribir más bien « ‘Excalibur’ tiene cuatro sílabas», uti­
lizaré el signo ‘#* con el fin de recordar al lector que las palabras flanqueadas
por él no designan características de acaecimientos, sino características de
vivencias: esto es, ideas o qualia. Supongamos que quiero hablar del contenido
puramente fenoménico de mi experiencia, poniendo entre paréntesis, por así
decirlo, que tenga o no un objeto intencional (es decir, aquello en virtud de cuya
existencia o no existencia se trataría de una percepción o más bien de una alu­
cinación); con ayuda de estas nociones técnicas podría describir mi estado men­
tal diciendo que noto que #hay una esfera roja ante mí#, o que noto #la pri­
mera melodía del segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven#. El
término ‘blanco’ se atribuye así sin ambigüedad a las cosas extramentales, en
el entendido de que decir de algo que es blanco abrevia algo más prolijo, a
saber, que tiene las características que normalmente causan en mí #blanco#.

9. Essay Cuneeming Human Understanding, u, viii, 8.


Hemos dicho que los notares son estados de consciencia, y que lo son
paradigmáticamente. Es preciso andarse con cuidado aquí, empero, pues la
palabra ‘consciencia’ se usa con diversos significados. En uno de estos signi­
ficados, que es absolutamente preciso distinguir del aquí invocado, un estado
consciente es un estado ^to co n scien t^jin ^estado de consciencia reflexiva. En
este sentido, un estado consciente es un estado cuyo objeto intencionarcuenta
entre sus constituyentes a la persona o ser racional que está en ese estado.
Cuando, mirándonos en un espejo y viendo en la imagen que tenemos una;
mancha de ceniza, movemos la mano hacia nuestra frente (no hacia el espejo)
con el fin de limpiamos, nuestra conducta la explica un estado de consciencia
reflexiva. Lo que llamamos notares son, sin embargo, estados mucho más pri­
mitivos, con menos presupuestos. Es sumamente plausible creer que tanto lo¿
bebés, como animales tales como perros y gatos, notan vivencias; pero es más
que dudoso que tengan estados de consciencia reflexiva.
Aunque algunos representacionalistas confunden los notares con estados
de consciencia reflexiva (paradigmáticamente, Descartes: él parece sostener
que nos sabemos — con certidumbre cartesiana— teniendo pensamientos,
incluso cuando contemplamos la posibilidad de que ninguno de los objetos
intencionales de tales pensamientos exista realmente), otros han advertido con­
tra esa confusión. Asi, Lichtenberg sostuvo que lo verdaderamente cognosci­
ble con certidumbre cartesiana se expresaría mejor con una frase con la estruc­
tura de ‘llueve’ que con una con la estructura de ‘corro’: “se piensa (aquí y
ahora) tales y cuales contenidos proposicionales”, no “yo pienso tales y cuales
contenidos proposicionales” es, según Lichtenberg, la conclusión correcta del
“cogito” cartesiano. En la medida en que, admitiendo conjeturas escépticas
radicales como las de Descartes o la de Putnam, dudamos de la existencia de
una realidad con las características que le suponemos habitualmente, estamos
también dudando de que nosotros mismos seamos como creemos ser: de que
tengamos el cuerpo que creemos tener, de que tengamos el pasado que cree­
mos tener, de que las expectativas que el futuro abriga para nosotros estén entre
las que suponemos están, etc.
Por otra parte, aunque los notares no son estados de consciencia reflexiva,
es esencial también para la propuesta representacionalista que sean estados de
consciencia, estados cognoscitivos. Un materialista radical, por ejempfó7des-
cribiría típicamente situaciones como la anteriormente descrita a propósito del
paciente de hernia discal diciendo que lo que hemos denominado “el dolor
como vivencia” es, simplemente, un estado físico del cerebro, y no algo (dis­
tinto del dolor-como-acaecimiento) conocido en un estado mental. Cuando S
experimenta un calambre, así como cuando experimenta el dolor análogo, pero
“imaginario”, producido por la hernia discal, hay dos cosas que son idénticas:
el estado físico de su órgano cognoscitivo, su cerebro; y el objeto intencional
de un estado con esa “base” física, que es otro acaecimiento físico (la condi­
ción de su pierna que, en condiciones normales, causa el estado físico de su
cerebro. Pero no hay nada más, según el materialista radical; en particular, no
hay nada a la vez existente en ambos casos y conocido en ambos casos.
El cartesiano rechaza esta idea; correctamente, a mi juicio, en vista del
siguiente argumento. Considérense estos tres estados mentales: (i) la percepción
por S de una condición muscular anómala en su pierna izquierda mediante la
experiencia del dolor típico de un calambre ubicado en esa pierna; (ii) el dolor
“imaginario”, vivido por S como intrínsecamente indistinguible al experimenta­
do en (i), producido por una hernia discal, y (iii) la percepción por S de la mis­
ma condición muscular anómala en su pierna izquierda percibida en (i), pero
conocida ahora mediante la visión por S del indicador de un cierto instrumento,
a partir del cual S infiere correctamente el estado anómalo de su pierna. (Algu­
nos se sentirán inclinados a decir que en (iii) no se da una verdadera percepción;
pero obsérvese que comúnmente hablamos en estos términos. Así, observando el
estropicio, decimos “veo que Micifuz ha estado aquí” —pese a que ni un solo
pelo del gato sea visible en la escena.) (i) y (iii) tienen algo en común: ambos
representan correctamente un acaecimiento objetivo de la misma naturaleza
(podría incluso ser numéricamente el mismo acaecimiento objetivo), (ii) difiere
de ambos en esto: pretende representar un acaecimiento objetivo del mismo tipo
que el representado por los otros dos, pero lo hace erróneamente: el acaecimiento
objetivo que representa no consiste en una condición muscular anómala de la
pierna de S. (i) y (ii) coinciden, sin embargo, en algo, y en ello difieren radical­
mente de (iii). En lo que coinciden es en que las sensaciones experimentadas por
el sujeto son las mismas en (i) y en (ii), pero son completamente diferentes en
(iii); los sujetos de (i) y (ii) notan vivencias del mismo tipo, mientras que el de
(iii) nota vivencias de distinto tipo, (i) y (ii) difieren de (iii) en que, concurren­
temente con ellos, se da “algo” (una vivencia, no un acaecimiento objetivo) que
cabe describir, indirectamente, como un dolor-de-calambre-en-la-piema.
Cuando padezco una alucinación enteramente verídica de una esfera roja ante
mí, ciertamente no se da, concurrentemente con mi estado mental, el acaecimien­
to físico extemo que normalmente causa ese tipo de sensaciones visuales, y cuya
existencia me llevan a suponer mis sensaciones visuales; pero no se da única­
mente, como pretende el materialista, el estado de mi cerebro que normalmente
es causado por esferas rojas ante mí, sino que, además, concurrentemente con mi
estado mental, existe “algo” conocido por mí con características muy similares a
las de lo que experimento cuando percibo (sin padecer alucinación alguna) una
esfera roja ante mí: justamente un conglomerado de sensaciones visuales, de la
naturaleza de lo que vengo llamando ‘vivencias’. Los estados de notar estas enti­
dades quizás sean además, como pretende el materialista, estados físicos del cere­
bro; pero, a buen seguro, son también estados de conocimiento de algo que se da
concurrentemente con ellos; lo conocido en ellos son vivencias. No son estados
de conocimiento tan elevados en la escala cognoscitiva como los estados de auto-
conciencia; pero no son tampoco meros estados físicos. Es más, la existencia y
naturaleza de las vivencias es conocida con mucha mayor certidumbre que la de
los acaecimientos que son los objetos intencionales de los estados mentales, y que
la de los estados del cerebro postulados por el materialista, Ésta es precisamente
la conclusión del último de los argumentos en favor del representacionalismo, que
hemos de añadir a los argumentos (a)-(c) ya expuestos:
j£)yEl mundo tal como lo experimenta un murciélago, o el argumento del
conocimiento. Los constitlíyéñtes de Tos oT5jetos intencionales de nuestras per­
cepciones, como constituyentes que son de acaecimientos objetivos, son pre­
sumiblemente caracterizables en los términos de la física. El rojo, concebido
como una propiedad de la superficie de la esfera que ésta tiene objetivamente,
independientemente de mi percepción de que la esfera es roja, quizás sea,
como dicen los físicos, una cierta propensión a absorber un determinado por­
centaje de la luz de cada longitud de onda que incide sobre ella, y a reflejar el
resto, una cierta reflectancia. En ese caso, un ciego de nacimiento podría lle­
gar a entender perfectamente qué es para una esfera ser roja (por la vía de la
descripción física de la propiedad), y podría incluso adquirir una habilidad qui­
zás mejor que la nuestra para decidir cuando una. esfera es roja (sirviéndose
para ello de instrumentos apropiados para medir el porcentaje absorbido de luz
de cada longitud de onda, cuyas indicaciones podría quizás leer en Braille).
Pero esto parece absurdo. Un ciego nunca conocerá el constituyente del con­
tenido de mi percepción de que la esfera es roja que significo con ‘rojo’, a
menos que deje de serlo. (Cf. Locke, Essay, iii, iv, § 11.)
Del mismo modo, nosotros nunca sabremos “cómo se siente” el mundo des­
de la perspectiva de los murciélagos, o “como qué es” el mundo desde esa pers­
pectiva, porque no tenemos ningún acceso a las vivencias que notan. Sin embar­
go, somos perfectamente capaces de determinar cuándo están presentes y cuándo
no las propiedades objetivas, físicamente caracterizables, que podrían constituir
los objetos intencionales de los estados cognoscitivos de los murciélagos. Y una
científica del futuro, que hubiese pasado toda su vida encerrada en una habitación
en que las cosas (incluido su cuerpo) sólo se ven en blanco y negro, viendo el
mundo a través de proyecciones de televisión en blanco y negro, aunque lo supie­
se todo, físicamente hablando, sobre el color, como propiedad objetiva de las
cosas —y aunque lo supiese todo también sobre la neurología del cerebro huma­
no, en particular sobre lo “correspondiente” a las percepciones del color— igno­
raría aún qué son esos contenidos de nuestras percepciones que significamos con
palabras tales como ‘amarillo’, ‘rojo’, etc. Sólo si saliese de su encierro y con­
templase eí mundo podría adquirir ese conocimiento.10
Algunos partidarios de concepciones representacionalistas como los de
Locke concluyen de este último argumento que las vivencias y los acaeci­
mientos constituyen clases disjuntas. De esto se sigue (bajo supuestos plausi­
bles) una conclusión antimaterialista: la existencia de la “distinción real” entre
la mente y •el cuerpo defendida por Descartes en las Meditaciones metafísicas.
En esta obra, sin embargo, pretendemos despejar el camino para defender una
concepción alternativa de la intencionalidad —realista sin atributos, ni realista
“ingenua” ni tampoco “por representación”— , compatible con el materialismo
(aunque no con el radical, que rechaza la existencia de vivencias), y consis­

to. El ejemplo del murciélago lo desarrolla Thomas Nagel en “What Is It Like To Be A Bat?". El de la cien­
tífica encerrada en un mundo incoloro, Frank Jackson en “What Mary Didn’t Know".
tente también con los datos a que se apela en los cuatro argumentos en favor
del representacionalismo. Enunciaremos a continuación las características que
distinguen a las vivencias y sus constituyentes de los acaecimientos, sin pre­
juzgar por tanto al hacerlo la cuestión en favor del representacionalismo. Pre­
tendemos que aceptar la existencia de vivencias en el sentido que definimos a
continuación sea compatible con el tipo de realismo que se irá elaborando en
páginas sucesivas. De acuerdo con este realismo extemista, no sería correcto
rechazar la existencia de vivencias ni de estados (conscientes) de notar sus
características; no lo sería tampoco rechazar el papel de la. conciencia en un
análisis satisfactorio de la intencionalidad, la capacidad que tienen la mente y
el lenguaje de representar el mundo. El error está en la tesis lockeana de que
los estados que representan características de estados de cosas se infieren a par­
tir de notares. Lejos de ser todo posible contenido proposicional reducible a
características de vivencias, como Locke quiere, son éstas las que — como
explicaremos— individualizamos más bien por el papel que desempeñan en
ciertos estados con contenidos trascendentes.
Las vivencias no son objetivas; carecen de las cuatro propiedades en que
hicimos consistir la objetividad de los estados de cosas. La no-objetividad de
las vivencias se traduce en que poseen cuatro propiedades opuestas a las cons­
titutivas de la objetividad de los estados de cosas/ ('^ Privacidad. Una persona
puede sentir vivencias similares a las que siente o trampero es~5ETsurdo decir que
dos personas notan la misma vivencia. Dos individuos pueden oír, literalmente,
el mismo sonido objetivo, pero no pueden sentir el mismo dolor ni experi­
mentar la misma sensación sonora.{(lij-Transpacmcia^ No hay vivencias que
se den realmente sin ser notadas; seVparaTIas^vivencias, es ser notado. Estas
dos primeras características se originan en que, tal como hemos dicho, las
vivencias son esencialmente correlatos de estados conscientes, y los estados
conscientes los pensamos como necesariamente articulados, a través de diver­
sas relaciones, en un todo que conforma una mente. Un estado consciente es
un recuerdo, porque forma parte de la misma mente constituida también por
ciertas experiencias anteriores; otros son la confirmación de una expectativa, o
la constatación de la satisfacción de una intención, porque conforman la mis­
ma mente de la que son también parte la expectativa o la intención anteriores;
otro es una conclusión obtenida inferencialmente, porque-forma parte de la
misma mente a la que pertenecen también las premisas.; (iii) jIrreducibilidad.
Hay al menos un sentido natural de “conocer” tal que, típTcaménfeTninguna
descripción en términos científicos permitiría “precisar” las características de
las vivencias de modo que, así precisadas, serían mejor conocidas. El modo
propio de conocerlas es notarlas; y, notándolas, uno las conoce tan perspicua­
mente como las vivencias pueden ser conocidas. Conocer las propiedades de
las vivencias es conocer un modo de la experiencia consciente o de la subjeti­
vidad, y no hay otro procedimiento para “conocer” modos de la experiencia
consciente que experimentarlos uno mismo: todo el conocimiento científico
que podamos adquirir sobre las experiencias que su particular aparato senso­
rial proporciona a los murciélagos (suponiendo que se las proporcione) no nos
aproxima un ápice a conocer las propiedades de las vivencias que los murcié­
lagos notan en tales experiencias/(iv) Incorregibilidad. Típicamente, las viven­
cias no constituyen una norma parar'eváíuar con respecto a la misma algunos
notares como incorrectos. (Ni, por tanto, para evaluar con respecto a la misma
los restantes como correctos, pues donde no existe la posibilidad del error no
cabe hablar tampoco de corrección.) No hay notares frustrados; no hay nota­
res incorrectos, discemibles de los correctos por relación a las características
“reales” de las vivencias notadas.11
Tal como he dicho antes, las vivencias paradigmáticas, como los hechos,
son “moleculares”: poseen “elementos” o constituyentes, en el sentido de que
un sujeto capaz de representarse un hecho o una vivencia es capaz de repre­
sentarse otros hechos o vivencias que tienen en común alguno de ios constitu­
yentes con aquéllos. El argumento fundamental para atribuir constituyentes a
unos y a otros es que tanto los estados mentales cuyos objetos intencionales
son acaecimientos, como los notares, son sistemáticos en el sentido expuesto
anteriormente (I, § 2). Una persona capaz de percibir una esfera roja ante sí es,
típicamente, capaz también de percibir una esfera verde de otro tamaño a una
distancia de sí diferente. Lo mismo ocurre con los notares. Y la aprehensión
de una nueva idea simple (un color que no habíamos experimentado antes) per­
mite experimentar nuevas vivencias resultantes, en modos predecibles, de la
combinación de la nueva sensación con otras viejas (esferas de ese color ante
nosotros). En ciertas situaciones, un notar puede tener por objeto una vivencia
relativamente simple (un dolor, por ejemplo; pero en ciertas situaciones pare­
ce que es incluso posible experimentar un color sin ubicación espacial). Los
representacionalistas piensan generalmente en experiencias de este tipo, cuyos
objetos son lo que Locke llama ideas simples. (Kant, por ejemplo, presume una
“multiplicidad de sensaciones”.) Es conveniente recordar que las vivencias
paradigmáticas no son tales “multiplicidades” caóticas, sino que son comple­
jas estructuras articuladas; a las “ideas simples” llegamos mediante el análisis,
por abstracción teórica, sobre la base de consideraciones de sistematicidad
como las apuntadas.

11. Las cuatro características de las vivencias han sido formuladas de modo compatible con la posibilidad de
que las vivencias sean un cieno tipo de acaecimientos (en lugar de pertenecer a una clase disjunta con la de los acae­
cimientos). Por ejemplo, lo que he llamado ‘privacidad’ no se opone a que podamos saber que las cualidades sensibles
notadas por otros individuos sean exactamente del mismo tipo que las notadas por nosotros. Lo que he llamado ‘irce-
ducibilidad’ no se opone a que las características de las vivencias puedan, también ellas, ser descritas de un modo más
perspicuo por la ciencia (por ejemplo, en términos neuroftsiológicos). Sólo se opone a que — en el sentido de ‘cono­
cer’ apropiado para las vivencias, es decir, en el de ser consciente de ellas— tales descripciones ayuden a “conocer­
las” mejor. Y lo que he llamado ‘incorregibilidad’ no pretende oponerse a que en algunos casos estemos dispuestos a
aceptar rectificaciones en la identificación fina del tipo de nuestras sensaciones. (Por ejemplo, puedo aceptar, sobre la
base combinada de datos químicos y datos neurofisiológicos, que, después de todo, el sabor que he notado en esta cer­
veza es el mismo que el de la que bebí ayer — aunque al notarlo me pareció algo diferente— si se me convence de que
la cerveza es químicamente idéntica a la de ayer, y de que la parte relevante de mi cerebro estaba en el mismo estado
en que estaba ayer al notar el sabor.) La irreducibilidad y la incorregibilidad de las vivencias se opone a que uno pue­
da confundir un dolor con un color, un dolor de cabeza con uno de muelas o el #rojo# con el #verde#.
Usaremos cosa o entidad objetiva para designar a los constituyentes de ios
acaecimientos, e idea o entidad subjetiva para designar a los constituyentes
de vivencias. Se usan ambos términos, ‘cosa’ e ‘idea’, de manera completa­
mente genérica: pueden aplicarse indistintamente a inviduos concretos (Sha­
kespeare, una ejempliñcación concreta de la sensación de dolor de muelas)
o a características repetibles (y, entre éstas, tanto a propiedades, como a
géneros, etc.).

El término ‘objetivo’ se usa también, en algunas teorías filosóficas, para


caracterizar entidades abstractas tales como los números. A lo largo de este tra­
bajo se usa exclusivamente de la manera que se acaba de caracterizar. A mi ju i­
cio, la cuestión de la naturaleza ontológica de las entidades abstractas no es tan
fundamental para los temas centrales de este trabajo (las relaciones entre el len­
guaje, el mundo y la mente) como la cuestión del papel respectivo de lo que,
según la descripción anterior, contarán en lo sucesivo como entidades objeti­
vas y subjetivas.

3. Realismo por representación

Disponemos áhora de los materiales conceptuales necesarios para elucidar


los dos elementos'de la teoría de la intencionalidad propuesta por el realismo
por representación, que en la sección primera resumimos así: (i) Los objetos
intencionales inmediatos de los estados mentales no son objetos reales ni sus
propiedades, sino entidades mentales {ideas) (ii) que representan en virtud de
relaciones causales a ios objetos de la realidad v sus propiedades.
Un chiste me permitirá ilustrar de un modo plástico los aspectos centrales
del realismo por representación de Locke y elucidar después concisamente sus
asertos centrales. Un físico, un matemático y un filósofo contemplan una
región para los tres desconocida desde su compartimiento en un tren en mar­
cha. Al otro lado de la ventana se ve una vaca negra pastando. “En este lugar,
las vacas son negras”, dice el físico. “Vas demasiado lejos”, dice el matemáti­
co. “Lo más que podemos decir con los datos de que disponemos es que, en
este lugar, al menos una vaca es negra” ‘T ú también vas demasiado lejos”,
dice el filósofo. “Lo más que podemos concluir es que, en este lugar, al menos
una vaca es negra por un lado!7 Hagamos explícito eí contenido de la historia
(echando a perder con ello cualquier “gracia” que pueda tener; pero nuestro
objetivo no es ser graciosos). El físico asevera que las vacas del lugar son
negras; muestra al hacer ese aserto que se siente justificado en su creencia de
que las vacas del lugar son negras. El matemático observa que ésa no es más
que una mera opinión, inferida imprudentemente (con imprudencia característica
de los físicos, sugiere además la historia) a partir de una creencia menos arries­
gada y mejor justificada dados los datos disponibles: la de que al menos una vaca
en el lugar es negra. El filósofo corrige similarmente al matemático, su­
giriéndole que su creencia de que hay al menos una vaca negra en el lugar es
igualmente una mera opinión, obtenida mediante una inferencia igualmente
imprudente a partir de una creencia menos arriesgada y mejor justificada dados
los datos disponibles; a saber, la de que hay una vaca que es negra por el lado
visible.
El realismo por representación lockeano sugiere añadir a la historia un
cuarto viajero, el filósofo cartesiano, quien diría al filósofo del chiste original:
“tú también vas demasiado lejos. Lo más que puedo concluir con certidumbre
es que, en este lugar, las cosas producen en mí ideas de vaca por un lado
negra”. De la contemplación de ideas de vaca-negra-por-un-Iado inferimos
(con mayor o menor osadía) la presencia de vacas negras por un lado (y de
ello, si somos aún más atrevidos en nuestras inferencias, podemos inferir des­
pués la presencia de vacas negras por ambos lados o el color de las vacas en
la región). El filósofo del chiste comparte con el matemático y ei físico la idea
de que el contenido de la única creencia que en su opinión está justificado ase­
verar concierne a un acaecimiento: la negrura-por-un-lado de la vaca, por
ejemplo, es una característica objetiva en los cuatro sentidos que hemos indi­
cado antes.
Podemos ahora formular con precisión la tesis del filósofo cartesiano. Su
tesis es que lo único que se puede aseverar propiamente en esa situación es
noto que #hay una vaca negra por un lado#. A partir de este estado de cono­
cimiento, y mediante una inferencia más o menos atrevida, se obtiene la opi­
nión de que hay una vaca que es negra por un lado; aún más inciertas son las
inferencias que llevan ulteriormente a las opiniones del matemático y del físi­
co. La tesis de Locke es ésta: los estados mentales básicos son notares; y todo
otro estado mental posible compendia inferencias, más o menos atrevidas, a
partir de uno o varios actos de notar. En el caso básico, yo noto que #la esfe­
ra ante mí es roja#. Estos estados mentales básicos no pueden ser incorrectos.
A partir de ellos infiero que hay un estado de cosas, con las propiedades, cua­
lesquiera que sean, que típicamente causan en mí vivencias con las caracterís­
ticas de la vivencia que noto.* Esta inferencia es esencialmente del mismo tipo
que la que lleva de la percepción de una vaca negra por un lado a la opinión:
de que la vaca es negra por ambos lados; o que la que lleva de la comproba-j
ción de que en un lugar hay una vaca negra a la opinión de que las vacas del;
lugar son todas negras. La única diferencia entre una y otras es accidental: a!
saber, que la primera es una inferencia que hacemos sin advertirlo, aún más
automáticamente de lo que hacemos cualquiera de estas otras. En la sección
primera introdujimos el concepto de proposición empírica, diciendo que un¡
enunciado expresa una cuando su verdad, caso de que la proposición sea ver4
dadera, puede ser conocida sin llevar a cabo inferencia alguna, sólo a través de
información proporcionada por los sentidos, por un ser humano cuyos meca­
nismos cognoscitivos funcionan correctamente. Para el realista por representa-
ción, una proposición empírica trata exclusivamente de vivencias notadas; pues
sólo las vivencias pueden ser conocidas directamente.
Con percibo que la esfera ante m í es roja expresamos de modo compacto
la inferencia que acabamos de describir, la que nos lleva del notar, las caracte­
rísticas subjetivas de nuestra vivencia (es decir, de las proposiciones empíricas
del representacionalista) a las características colegidas del estado de cosas que
supuestamente ía ha producido. ‘Percibo que hay una esfera roja ante m f debe
entenderse, según concepciones como la de Locke, como una abreviatura de
noto #algo esférico y rojo ante mí#, y juzgo que algo tiene características que
normalmente causan esas características ttesféricastt y ttrojas#. Los productos
de estas inferencias sí pueden ser incorrectos: por ejemplo, si estoy padeciendo
una alucinación, las características de mi vivencia no las causa lo que típica­
mente causa vivencias con esas características, sino alguna cosa excepcional
(la imagen fabricada por el ordenador, el electrodo del neurocirujano). Sigue
siendo el caso entonces que noto que #la esfera ante mí es roja#, pero es fal­
so que perciba que la esfera ante mí es roja (porque el juicio que forma parte
de la atribución de percepción es falso).
Consideremos un sujeto reflexivo, que cree estar percibiendo que hay una
esfera ante> él, y considera el estatuto epistémico de esta opinión. Evidente­
mente, un sujeto asi puede poner inicialmente en cuestión la corrección de su
juicio. Quizás, pese a que está notando vivencias visuales como las que nor­
malmente producen las esferas situadas ante nosotros, no hay tal esfera; o qui­
zás sí la hay, pero no es la esfera, sino un proceso esquizofrénico, una droga,
o un mago muy poderoso, el verdadero responsable de que las tenga (de modo
que las hubiera tenido estuviese o no la esfera ante él); o —puestos a suscitar
dudas extravagantes— podría ser que sea en realidad un cerebro palpitando en
una vasija ubicada en un laboratorio de Alfa Centauri, conectado a un potente
ordenador manipulado por un perverso científico extraterrestre que se entretie­
ne haciéndole creer que es un ser humano hecho y derecho, ubicado en un pla­
neta muy alejado de Alfa Centauri, percibiendo una esfera roja ante sí, etc.
Para el cartesiano, la mera posibilidad de cuestionar el juicio de que estamos
percibiendo que hay una esfera ante nosotros — o, simplemente, el de que hay
una esfera ante nosotros:— como lo acabamos de hacer muestra que tal juicio,
incluso cuando es correcto, es el resultado de una inferencia. El único conoci­
miento directo presente en este caso es el notar las vivencias visuales de #esfe-
ra# #ante uno#. Supongamos que, de hecho, la situación es perfectamente nor­
mal y la vivencia ha sido producida por la esfera real a través de un proceso
perceptivo usual. En tal caso, Descartes y Locke admiten la posibilidad de que
el sujeto reflexivo que hemos considerado construya un complejo razonamien­
to (pasando en el caso de Descartes, entre otras cosas, por el convencimiento
de la existencia de Dios y su bondad) como resultado del cual el sujeto puede
concluir que su juicio inicial de que percibe una esfera roja ante sí es correc­
to. Relativamente a la justificación ofrecida por ese razonamiento, cabe decir
entonces que el sujeto conoce (con la certidumbre que el cartesiano requiere)
el hecho objetivo consistente en que hay una esfera ante él. Pero, evidente­
mente, este conocimiento es demostrativo.
Es así como ios objetos intencionales inmediatos de los estados mentales
no son objetos reales ni sus propiedades, sino entidades mentales (ideas). En
cuanto a la segunda tesis, que esos objetos intencionales representan en virtud
de relaciones causales a los objetos de la realidad y sus propiedades. Locke la
elabora diciendo que las ideas son “signos naturales” de las cosas. La huella
que Robinson Crusoe encuentra un día en la playa es un signo natural de la
presencia de un ser humano. El humo es un signo natural del fuego, y el núme­
ro de los anillos concéntricos en el tronco de un árbol es un signo natural del
número de años de vida del árbol. En los ejemplos anteriores, y generalmente,
un signo natural es un efecto de su significado. Dada una relación causa-efec-!
to, decimos que el efecto significa naturalmente su significado. Pero también
puede ser más bien el signo natural una causa de su significado, como cuan­
do decimos que la brecha en la presa es un signo de su próxima rotura; o inclu­
so un efecto de una causa que también es causa de su significado, como cuan­
do tomamos lo que ocurre en un televisor como signo de lo que pasa en otro,
conectado a la misma emisora que el primero. Lo esencial para que haya sig­
nificación natural es la existencia de relaciones causales, de leyes naturales.
De ahí que hablemos aquí de signos naturales. El realismo por representación
de Locke consiste en la tesis de que es legítimo inferir de la existencia de nues-l
tras ideas la existencia de propiedades objetivas de las cosas que habrían cau-j
sado esas ideas. Locke pensaba que cuando, erróneamente, adoptamos la posi-í
ción que antes hemos llamado “realismo ingenuo”, nuestro único pecado es¡
olvidamos de que el supuesto de la existencia de una situación real, cuyas
características objetivas son las que constituyen el contenido de mi percepción,
no es más que el resultado de una inferencia en todo similar a la de Robinson.
No es literalmente verdad que yo esté percibiendo una situación que objetiva­
mente contiene una superficie roja. “Lo” que yo percibo, inmediatamente, son
mis ideas.
El punto de vista del realismo por representación aparece perfectamente
explicado en una famosa parábola de Descartes. Él mismo indica que el símil
pretende dar cuenta de nuestro acceso no sólo a “todas aquellas propiedades
conocidas a través de la experiencia, sino también a todas aquellas que no pue­
den ser tan fácilmente observadas” (Descartes, Dióptrica\ en Discurso del
método, Dióptrica, Meteoros y Geometría, Madrid: Alfaguara, 1981, 60). Es
decir, la parábola pretende ilustrar la naturaleza de todos nuestros estados men­
tales dirigidos a los acaecimientos del mundo externo:

Sin duda habéis visto la necesidad de utilizar un bastón para guiaros cuando
caminabais sin luz por lugares difíciles por ía noche. Así mismo, os habréis per­
catado de que mediante el extremo del bastón podéis apreciar la existencia de
diversos objetos que se encuentran a vuestro alrededor, e incluso que podéis dis­
tinguir si son árboles, piedras, arena, agua, hierba, barro o algún otro objeto
semejante. Verdad es que esta forrría de sentir es un poco oscura y confusa para
aquellos que no han tenido una gran práctica. Pero si consideráis el constante
ejercicio de aquellos que, habiendo nacido ciegos; se han servido de tal medio
durante toda su vida, entonces la encontraréis tan perfecta y tan exacta que
podríamos afirmar que ven por sus manos o que su bastón es el órgano de un
sexto sentido, que les ha sido dado al carecer de la vista. Para establecer una
comparación a partir de esto, deseo que penséis que la luz no es otra cosa en
los cuerpos, que son llamados luminosos, que un cierto movimiento o una
acción muy rápida y muy viva que se dirige a nuestros ojos a través del aire y
de los otros cuerpos transparentes, de igual forma que el movimiento o la resis­
tencia de los cuerpos que encuentra este ciego llega a su mano a través del bas­
tón. Tal consideración os impedirá encontrar extraño ... que por medio de la luz
podamos ver toda clase de colores, así como que estos colores no sean otra cosa
en los cuerpos, sino las diversas formas en que los mismos reciben y reflejan la
luz contra nuestros ojos, si consideráis que las diferencias constatadas por un
ciego entre diversos árboles, piedras, agua y cosas semejantes por medio de su
bastón no le parecen menores de lo que son para nosotros aquellas que existen
entre el rojo, el amarillo, el verde y todos los otros colores. Y sin embargo,
todas aquellas diferencias no son otra cosa en todos esos cuerpos que las diver­
sas formas de mover este bastón o de resistir a sus movimientos [...] no es nece­
sario suponer que haya nada en estos objetos que sea semejante a las ideas o
sentimientos que de ellos tenemos, de la misma forma que [...] la resistencia o
movimientos de esos cuerpos, que es la única causa de los sentimientos que [el
ciego] tiene, no es en nada semejante a las ideas que concibe (i b i d 61-62).

La explicación que Locke podría dar del error que llamamos “realismo
ingenuo” está en que, siendo la inferencia de las ideas directamente conocidas
a sus causas completamente habitual, la hacemos de un modo tan automático
que incluso nos olvidamos de que la hacemos. La naturaleza de la inferencia
queda perfectamente reflejada con el símil de Descartes, particularmente si nos
imaginamos a nosotros mismos — no habituados a utilizar el bastón como se
describe— utilizando las sensaciones táctiles obtenidas por medio del bastón
para hacemos conjeturas sobre las cosas “externas”. No hay aquí error posible:
lo que conocemos directamente son las sensaciones transmitidas por el bastón.
Quizás, una vez habituados (como el ciego de nacimiento) a hacer la inferen­
cia, daríamos en el error del realismo ingenuo. La reflexión filosófica nos
recuerda la existencia de tales inferencias.
Estamos ahora en disposición de comprender las ideas expresadas en el
texto de Brentano citado en 1a sección primera, que sintetizan una concepción
análoga a la defendida por Locke. En los términos del texto de Brentano, el
objeto intencional al que los estados mentales hacen referencia, y al que están
dirigidos, no es una “realidad” ; es decir, el objeto intencional de un estado
mental prototípico no tiene por qué existir. Esta era la primera de las caracte­
rísticas de los estados intencionales, su falibilidad. Se trata de una falibilidad1
extrema, pues el representacionalista supone que hipótesis escépticas radicales
como la del Genio Maligno son lógicamente coherentes: cabe dudar de todas
nuestras convicciones sobre el mundo de los acaecimientos objetivos. De lo
único de que no cabe dudar es de que tenemos esas convicciones, con esos
objetos intencionales. Los representacionalistas precisan explicar esto postu­
lando, para dar cuenta del contenido proposicional de uno cualquiera de estos
estados, exclusivamente entidades que no son constituyentes de acaecimientos,
sino sólo de vivencias; entidades, en suma, que sólo existen inmanentemente
al estado mental. La característica central de los estados mentales, según esta
concepción, es su ser (como los notares) estados de conciencia:
El contenido proposicional de todos los estados intencionales que repre­
sentan acaecimientos objetivos es, según el representacionalista, expresable
enteramente en términos de características subjetivas en el sentido en que lo
son. las vivencias. Esta es una teoría de la representación, porque ofrece una
explicación de las dos características distintivas de los estados representacio-
nales. Según las misma, los elementos constituyentes de las proposiciones que
expresan el contenido de nuestros estados intencionales son todos ellos inter­
nos. No son internos en el sentido espacial del término; como hemos tratado
de dejar claro, algunas vivencias (las vivencias visuales, pero también las
auditivas) tienen características espaciales y temporales en virtud de las cuales
bien pueden ser descritas como espacio-temporalmente “externas”. Son más
bien internos por oposición a objetivos, donde ‘objetivo’ debe entenderse abre­
viando las cuatro características de las propiedades de los estados de cosas que
antes enumeramos, intersubjetividad, sustantividad, fisicidad y normatividad.
Los elementos que identifican los contenidos proposicionales de nuestros esta­
dos intencionales son, por contra — según filósofos como Locke o Brentano— ,
todos ellos privados, transparentes, irreducibles e incorregibles.
Tenemos así una explicación del primer elemento distintivo de los estados
representacionales, su falibilidad. El término ‘inmanentes’ que Brentano utiliza
recoge esta explicación: el objeto intencional del estado que expreso mediante
‘hay una esfera roja ante mí’ es “inmanente”, en el sentido de que puede ser carac­
terizado exclusivamente en términos de entidades con las cuatro características de
las vivencias. No hay, por tanto, ningún misterio: las relaciones intencionales nos
relacionan con entidades que podrían no existir sólo indirectamente, poniéndonos
primero en contacto para ello con entidades cuya existencia está garantizada, dada
la existencia misma del estado intencional. Usaremos el término ‘trascendente’
para referimos a objetos intencionales determinados por contenidos que no púe-,
den ser caracterizados sin suponer la existencia de entidades objetivas. '

Diremos entonces que una teoría internista de la representación es una según


la cual el objeto intencional de todos los estados intencionales es inmanen­
te, y una teoría externista es una según la cual el objeto de algunos es tras­
cendente.

Aunque las teorías representacionalistas se ocupan primariamente de


explicar el primero de los aspectos que hacen peculiares a las relaciones inten­
cionales, su falibilidad, la explicación propuesta da cuenta, por añadidura, del
segundo de esos aspectos, su intensionalidad. El objeto intencional de un esta­
do representacional es un acaecimiento objetivo; por ejemplo, la presencia de
una esfera roja ante mí. El contenido proposicional del estado está enteramen­
te caracterizado en términos de notares de vivencias y juicios sobre sus causad
usuales. Por consiguiente, es de esperar qué pudiera haber un estado con el'
mismo objeto intencional (dirigido al mismo acaecimiento objetivo), pero con
un contenido proposicional diferente. Por ejemplo, uno podría representarse
ese mismo acaecimiento no en términos de las vivencias visuales indicadas,
sino en términos más “teóricos”: la presencia de un objeto que refleja luz de
tales y cuales características. Algo análogo ocurría en el ejemplo antes pro­
puesto, la percepción del dolor-como-acaecimiento bien a través del camino
usual (notar el #dolor-de-calambre-en-la-piema#), bien a través de la compro­
bación del indicador de un instrumento. La explicación que ofrece el repre­
sentacionalismo es, de nuevo, que no es el objeto intencional el que identifica
al estado representacional, sino que éste está inmanentemente caracterizado por
los constituyentes internos.
En las tres secciones precedentes hemos presentado una concepción inter­
nista, y lo hemos hecho indicando los argumentos que la justifican. Quizás el
lector se pregunte ahora cómo alguien puede defender una teoría extemista. El
realismo por representación de Locke parece combinar del modo más satisfac­
torio posible las consecuencias de los argumentos contra el realismo ingenuo
que repasamos anteriormente, con lo que de plausible hay en el mismo. Al for­
mular el argumento del lapso temporal sostuvimos que el realismo ingenuo
lestá estrechamente ligado a una cierta teoría causal de la percepción. La teoría
■de las ideas de Locke, como hemos visto, recoge este elemento causal: la infe­
rencia que nos lleva de un mero notar a un percibir se apoya en la noción de
significación natural. Es decir, la inferencia se hace, según Locke, bajo el
supuesto de que existe una relación causal entre las características notadas de
nuestras vivencias y ciertas características de los estados, de cosas que produ­
cen nuestras vivencias. El lector puede comprobar cómo esta teoría da cuenta
de las consideraciones que sirven de base a’los cuatro argumentos contra el rea­
lismo ingenuo expuestos anteriormente.
Sin embargo, existen buenas razones para poner en cuestión el realismo por
representación de Locke. Una buena parte de esas razones las suministrará el exa­
men en profundidad de las consecuencias negativas del representacionalismo (y
de las alternativas compatibles con el intemismo, como el fenomenalismo) que
se llevará a cabo en capítulos sucesivos. Pero, incluso sin proporcionar ahora una
justificación aceptable para ella, conviene bosquejar aquí, a grandes rasgos, la
idea central de la propuesta extemista; aunque sólo sea para no dejar introducido
el extemismo de una manera puramente negativa. Presento esta idea con respec­
to a los ejemplos simples ya utilizados en la sección anterior; la generalización a
casos más complejos —como la percepción, o aparente percepción, de la esfera
roja ante uno— es relativamente inmediata. Los ejemplos eran estos: (i) la per­
cepción por S de una condición muscular anómala en su pierna izquierda median­
te la experiencia del dolor típico de un calambre ubicado en esa pierna; (ii) el
dolor “imaginario”, vivido por S como intrínsecamente indistinguible al experi­
mentado en (i), producido por una hernia discal, y (iii) la percepción por S de la
misma condición muscular anómala en su pierna izquierda percibida en (i), pero
conocida ahora mediante la visión por S del indicador de un cierto instrumento,
a partir del cual S infiere correctamente el estado anómalo de su pierna.
El intemismo se caracteriza, en cualquiera de sus variedades (representa­
cionalista o fenomenalista) por la tesis de que el contenido proposicional de (i)
y (ii) es idéntico. Sólo el mundo externo difiere, en los aspectos relevantes para
la corrección o incorrección de los estados a los que su contenido proposicio­
nal común remite, (i) y (ii) son análogos a dos proferencias de ‘el padre de
cada uno de los alumnos del colegio tiene un Porsche’, efectuadas la una a pro­
pósito de circunstancias externas que la hacen verdadera, la otra a propósito de
circunstancias que la hacen falsa. La tesis extemista, por contra, es que es el
contenido proposicional mismo de los estados (i) y (ii) que es diferente.
El extemi^mo presupone una concepción jalib dista de I conocmfiento: la
certeza no es una condición necesaria para saber. Eíl particular, aunque no
podemos estar ciertos de que haya un tipo de condición muscular anómala de
hecho nómicamente relacionado con la sensación de dolor que el sujeto nota
en los ejemplos, en la medida en que de hecho la haya, el extemismo presu­
pone que sabemos que se da, por cuanto un caso de la sensación de dolor no
se da, normalmente, a menos que se dé un caso de la condición. La sensación
de dolor funciona así para S como un indicador fiable de esa condición anó­
mala. Una justificación del presupuesto requeriría establecer que se da la debi­
da conexión nómica entre un tipo de condición muscular y la sensación (vemos
así la condición como una propiedad disposicional, cf. V, § 2); pero, incluso
aunque no estemos en condiciones de ofrecer tal justificación, en la medida en
que la conexión exista, es para el extemismo el caso que conocemos la condi­
ción muscular al experimentar la sensación.
No es que, para el extemismo, no haya ninguna condición cognoscitiva
que imponer a aquello que puede figurar en el contenido proposicional de esta­
dos mentales y proferencias lingüísticas. No puede atribuirse a un sujeto la
capacidad de juzgar o hablar acerca de los (p, si no posee conocimiento algu­
no acerca de los cp. Para que una cierta entidad pueda formar parte del conte­
nido proposicional de los estados mentales o las proferencias lingüísticas de un
sujeto, el sujeto debe poseer algún “modo de presentación” (VI, § 2) por medio
del cual conoce a esa entidad. Lo que ocurre es que la concepción del conoci­
miento que es consustancial al extemismo es menos exigente que la concep­
ción cartesiana. En particular, si se cumple el recusable supuesto indicado (si
de hecho existe un tipo de condición muscular anómala nómicamente relacio­
nado con la sensación de dolor), ello es bastante para atribuir a un sujeto cono­
cimiento de que se da un caso de la misma cuando experimenta un caso de la
sensación producido por la condición. Por medio de la sensación, la condición
de su pierna se le hace manifiesta: la conoce del modo cognoscitivamente más
inmediato para un sujeto, experimentando directamente en sí una sensación
que indica la presencia del caso de la condición.
El caso, o ejemplar concreto, de esa condición objetiva forma parte del
contenido de (i), pero, naturalmente, ningún caso así puede formar parte
del contenido de (ii). En esto radica la diferencia entre el contenido de ambos
estados. La motivación fundamental para la tesis internista de que el conteni­
do de (i) y (ii) es idéntico está en que, en una ocasión dada, un sujeto reílexi-
vo no podría distinguir, “desde dentro” por así decirlo, si su estado correspon­
de a una situación como (i) o más bien a una como (ii). La motivación funda­
mental de! extemismo para no conceder mucha importancia a esta intuición
radica en las diferencias entre (i) y (ii) que van más allá de esa similitud; por
ejemplo, en diferencias que incluso podrían manifestarse subsiguientemente a
S. Así, podemos descubrir que esas condiciones musculares anómalas nómica-
mente conectadas con la sensación de dolor tienen también otros efectos nómi-
cos; es de esperar que esos efectos pudieran contrastarse en el caso (i), pero,
naturalmente, no pueden contrastarse en el caso (ii).
Es innegable, empero, que la intuición que proporciona la motivación cen­
tral para el intemismo tiene una gran fuerza. Esa intuición sirve para construir
un argumento poderoso, que está en la base de la concepción cartesiana de la
mente y del lenguaje. Ocurra lo que ocurra con nuestro conocimiento del mun­
do externo, parece razonable creer que tenemos un conocimiento privilegiado
de lo que pensamos (y de lo que queremos decir con nuestras palabras): ésta
; es la sustancia del “cogito” cartesiano. El extemismo parece cuestionar esto.
"Los estados mentales del sujeto en situaciones como las de (i) y (ii) son, según
el análisis extemista, muy diferentes. Sin embargo, el sujeto que está en ellos
no puede distinguir si está en uno o más bien en el otro. Uno podría incluso
ser “trasladado”, sin advertirlo (porque se nos ha hipnotizado, etc.), de un tipo
de situación a la otra, y no “advertiría” ninguna diferencia.
A mi juicio, no hay modo apropiado de poner en cuestión las poderosas
intuiciones aquí en juego apelando meramente a otras intuiciones. Es necesa­
rio adoptar una actitud teórica ante las mismas. Validar las consideraciones deí
párrafo precedente exige elaborar una concepción del contenido proposicional
que realmente las justifique: una verdaderamente internista. Cuando hayamos
visto adonde conducen tales intentos de justificación estaremos en mejor dis­
posición para no dejamos impresionar por ellas.
El extemismo que he bosquejado concede mucho a los puntos de vista
mentalistas tradicionales. En particular, en contra del materialismo al que me
referí en la sección anterior, postula también entidades subjetivas, conocidas de
una manera distinta y más inmediata a como conocemos entidades objetivas.
Es así que el contenido proposicional de (i) y (iii) también difiere; no esta vez
en los aspectos objetivos, que establecen la diferencia entre el contenido de (i)
y el de (ii), sino en los subjetivos, en los “modos de presentación”. En los
supuestos antes descritos, S en la situación (i) tiene un acceso intencional a una
condición muscular anómala de su pierna izquierda. Este acceso es intencio­
nal, porque S podría haber tenido los mismos datos, que le hubiesen llevado a
juzgar lo mismo, y aun así no haberse dado el ejemplar concreto de la condi­
ción muscular anómala en cuestión. Un sujeto como S no tiene por qué tener
acceso intencional a la sensación de dolor por medio de la cual tiene acceso
intencional a una entidad objetiva; pues, para tener acceso intencional a algo,
es preciso poseer un “modo de presentación” de ello, y los sujetos que no se
han embarcado en reflexiones filosóficas como éstas no tienen modos de pre­
sentación de sensaciones. Sin embargo, incluso un sujeto así conoce (no inten­
cionalmente, tácitamente) la sensación de dolor. Así se explica que el sujeto en
(ii) esté en disposición de emprender el mismo tipo de acciones racionales que
está dispuesto a llevar a cabo el sujeto de (i).
Desde un punto de vista extemista, un acceso intencional a las sensacio­
nes sólo se alcanza a través de consideraciones como las de la sección ante­
rior, introduciendo para ellas conceptos que las presentan por su papel en los
estados intencionales dirigidos a entidades objetivas. El intemismo puede con­
ceder que nuestro conocimiento usual de las sensaciones es meramente tácito;
pero tiene que sostener que es posible ofrecer una caracterización intencional,
puramente interna de las mismas. En esto reside la dificultad principal del
intemismo, como páginas sucesivas pondrán de manifiesto; y en la dificultad
radica el mejor argumento en favor del extemismo, por implausible que intui­
tivamente pueda resultar.
La diferencia entre el representacionalismo y la forma de extemismo que
he bosquejado en los párrafos precedentes (inspirada, dicho sea de paso, en las
ideas de Wilfrid Sellars)12 es excesivamente sutil como para resultar apreciable
a un ojo poco entrenado en la teorización filosófica. Sin embargo existe, y es
profunda. El representacionalismo es una concepción internista. Su motivación
tradicional se encuentra en el deseo de basar una respuesta al problema del
escepticismo fundando el conocimiento del mundo extemo en el conocimien­
to cierto de nuestros propios estados mentales; una motivación menos oblicua
puede encontrarse, simplemente, en la fuerza de la intuición apuntada unos
párrafos más arriba sobre el supuesto carácter “directo”, no mediado por el
conocimiento de nada externo, del conocimiento del contenido de nuestros pro­
pios estados mentales.13 Sólo una concepción internista del contenido, piensa
el representacionalista, puede responder a estas motivaciones.
El representacionalismo elabora una concepción internista en dos estadios.
Un sujeto filosóficamente ingenuo pensaría, como el físico del chiste con que
abrimos esta sección, que su juicio perceptual en el sentido de que al menos
una vaca en el lugar es negra es un juicio “inmediato”, formado con indepen­
dencia de cualquier otro juicio o estado mental. Un sujeto reflexivo, sin embar-
go, no concederá más’ que una validez menor a esta idea. Es cierto que, en la
fenomenología subjetiva, el juicio en cuestión se percibe ocurriendo con la
inmediatez descrita. Sin embargo, existen muy buenas razones para pensar que,
hablando en términos más teóricos y también más serios, el juicio indicado se
tiene en virtu d de tener un juicio epistémicamente más básico; y éste len vir­
tud de’ remite a la relación epistémica de esta r un cierto estado con co n ten i­
do p ro p osicional inferencialm ente sostenido p o r .otro. Obsérvese que no se tra­
ta sólo de que, en un caso particular como el del chiste, el juicio sobre el color
de la parte no observada de la piel de la vaca dependa epistémicamente de
otros estados con contenido proposicional. La historia pretende ilustrar una

12. Cf. “Empiricism and the Philosophy ot' Mind”, en su Science. Percepñon and Recdity.
13. Cf. B ogh ossian ,‘‘Content and Self-Knowledge”.
tesis más ambiciosa; a saber, que eí contenido de los estados cuyos objetos
intencionales son entidades no observadas consiste enteramente en relaciones
inferenciales, de fundamentación racional, que remiten en último extremo a
otros estados cuyos objetos intencionales son entidades observadas. Así, el
representacionalismo postula una base de estados (correspondiente a mis nota­
res) cuyo contenido proposicional los hace dirigidos a vivencias (este es el pri­
mer estadio), y presenta el contenido de todos los demás como consistiendo en
los vínculos inferenciales de fundamentación racional a través de los cuales se
relacionan con la base; éste es el segundo estadio. E! modelo del representa­
cionalismo es el mismo que aplicaríamos a los enunciados que tratan de enti­
dades teóricas: entenderlos (es decir, conocer su significado) es conocer las
relaciones inferenciales que vinculan causal-explicativamente a las conjetura­
das entidades teóricas con entidades observables (cf. V, §§ 1-2), en el supues­
to de que lo único que “observamos” son las afecciones sensibles subjetivas de
que somos conscientes.
Se ve en este breve sumario cómo es fundamental para garantizar el
intemismo perseguido por el representacionalismo que haya estados cuyos
objetos intencionales son vivencias, y que esos estados estén, epistémica­
mente, en la base racional que determina el significado de todos los demás;
aceptando, desde luego, que en la fenomenología subjetiva los juicios sobre
eí mundo externo no son percibidos como dependiendo racionalmente de ju i­
cios sobre nuestras sensaciones. Todas las dificultades del representaciona-
íismo (las que dan pie al argumento que Jleva al fenomenalismo y al solip­
sismo, cf. V, § 4 y X, § 5, y las que elabora el argumento contra la posibili­
dad de un lenguaje privado, cf. XI, § 7) derivan de esta característica decisir
va. Por contra, en la alternativa de inspiración sellarsiana que he bosquejado
brevemente, las vivencias no son los objetos intencionales de los estados
epistémicamente más básicos. Los objetos intencionales de estos estados son
ya acaecimientos objetivos; los estados básicos no serían los que son si tuvie­
sen objetos intencionales distintos a los que tienen. Las vivencias son sólo
objetos intencionales de estados que, como el de aquellos dirigidos a acaeci­
mientos teóricos, tienen contenidos constituidos por relaciones inferenciales
con los básicos.
Ciertamente (y en esto reside la principal dificultad para hacer defendible
esta propuesta), las vivencias desempeñan ya un papel en los estados episté­
micamente básicos. He sugerido que su papel es análogo al de los “modos de
presentación” o sentidos fregeanos que se introducirán más adelante (cf. VI-
VII). No cabe estar en estados intencionales dirigidos de manera suficiente­
mente bien definida a acaecimientos objetivos (como lo son ya los racional­
mente básicos), sin “saber” cosas sobre uno mismo, sin sentir conscientemen­
te las propias vivencias. Pero este “saber” de uno mismo no es un estado inten­
cional, ni desempeña un papel de fundamento racional en la posesión de esta­
dos dirigidos al mundo externo. Es un modo de saber sui generis, primitivo e
irreducible, sobre el que ciertamente se pueden decir todas las cosas que esta­
mos diciendo (en especial, que desempeña en la representación el papel que le
estamos atribuyendo), y que en parte cada uno de nosotros conoce por su pro­
pio caso. La diferencia fundamental entre el representacionalismo y la posición
aquí bosquejada está por tanto en que, como hemos visto, para el representa­
cionalismo los notares son estados intencionales epistémicamente básicos; son
estados que desempeñan por sí mismos un papel de justificación racional. En
la concepción bosquejada, los notares son sólo subsidiarios coadyuvantes en la
posesión de estados epistémicamente básicos dirigidos a acaecimientos obje-
tivos.
De aquí derivan, en esta concepción, las cuatro características de las
vivencias que resumimos calificándolas de subjetivas (§ 2). No es que
las vivencias sean entidades en sí mismas distintas de los acaecimientos; las
vivencias son, presumiblemente, acaecimientos consistentes en estados de
nuestros cerebros. Estos acaecimientos son “subjetivos” sólo en la medida en
que, siendo notados, desempeñan el papel de modos de presentación de acae­
cimientos objetivos en los estados representacionales racionalmente más
básicos. Algo que en sí mismo es un acaecimiento objetivo es también una
vivencia subjetiva en cuanto desempeña un cierto papel en un sistema repre­
sentacional. Ser una vivencia es como ser viudo, o como ser doblemente
grande; es una propiedad que se tiene en virtud de mantener relaciones con
otras cosas.
Cabría decir que la posición bosquejada es también “representacionalista”,
ya que comparte con el representacionalismo la idea de que conocemos el
mundo externo en virtud de nuestro acceso consciente a las afecciones sensi­
bles sobre nuestra mente. Mas en esta objeción se juega de manera teórica­
mente inaceptable con las palabras; pues, si se quiere que esta afirmación
caracterice correctamente la propuesta anterior, debe darse a £en virtud de’ un
significado crucialmente diferente al que tiene en la formulación del represen­
tacionalismo. En este último caso, significa la relación de fundamentación
racional. En la propuesta anterior, sin embargo, significa algo más cercano a lo
que significa cuando decimos que percibimos el mundo externo en virtud de
que nuestro cerebro está en ciertos estados. Aquí, la relación es meramente de
fundamentación causal-explicativa: nadie pensaría que, comúnmente, inferi­
mos juicios sobre el mundo externo a partir de juicios sobre los estados de
nuestro cerebro. La objeción ignora, en definitiva, la ciertamente sutil, pero
profunda diferencia entre las dos propuestas. En razón de ella la posición bos­
quejada es extemista, con lo que está libre de las graves objeciones que el
representacionalismo debe afrontar; por otra parte, también se debe a la dife­
rencia que la posición de inspiración sellarsiana parece contraponerse a lo que
de razonable hay en la intuición de que podemos conocer, de manera privile­
giada, el contenido de nuestros estados mentales. La sutileza de estas distin­
ciones, dicho sea de paso, es la que cabe esperar de las propuestas filosóficas.
En definitiva, en la concepción analítica el objetivo de tales propuestas es per­
mitimos hablar con propiedad, ayudándonos a describir correctamente hechos
que rehúsan obstinadamente dejarse describir de manera coherente, clara y dis­
tinta.
4. M odalidades semánticas, epistémicas y metafísicas

E xpondrem os en esta sección el p ro b lem a del conocim iento a p rio ri, y su


relación con la filosofía del lenguaje. E n § 1 introdujim os el concepto de ju s ti­
fica ció n , el de proposición em pírica y el de conocim iento cierto. D ado que el
epistem ólogo cartesiano presupone que sólo el conocim iento cierto, in co rreg i­
ble, es verdadero conocim iento, y dado que su concepción de la ju stificació n es
fundacionalista, las proposiciones em píricas que, por ser directam ente co n o c i­
das, están en la base del co nocim iento em pírico conciernen p ara él a vivencias.
E n la sección indicada del capítulo segundo ofrecim os algunos ejem p lo s de p ro ­
posiciones conocidas a p o sterio ri, que repetim os a continuación.

U na proposición co n o cid a a p o sterio ri es o bien una pro p o sició n em p írica o


bien una en cuya ju stificació n d em ostrativa interviene alguna p ro p o sició n
em pírica.

(1) Los dinosaurios desap areciero n a fines del cretácico.

(2) Si una barra de m etal se calienta, se dilata.


El problem a del conocim ien to a p rio ri parte de la co n statació n de que
existen proposiciones cuya verdad co n o cem o s y que, sin em bargo, no p arecen
ser conocidas a posterio ri. (3) puede ser un ejem plo:

(3) Si a y b son, respectivam ente, la longitud de cad a uno de los cateto s


de un triángulo rectángulo, y e la de su hipotenusa, ento n ces a2 + tí1
= C2.

L a verdad de un a p ro p o sició n puede ser co nocida de m odos distintos: u n a


proposición tiene m ás de u n a ju stificació n posible. Para m uchas de las p ro p o ­
siciones que conocem os pod ríam os ofrecer ju stificacio n es su stan cialm en te
diferentes. (3), por ejem plo, puede ser ju stifica d a invocando p ro p o sicio n es
em píricas. P o r ejem plo, p o d em o s co n stru ir triángulos de cartón que se ap ro x i­
m en lo más que sea posible a ser rectángulos; co n stru ir d espués tres cu ad rad o s
cuyos lados sean los de los catetos y la hipotenusa, respectivam ente; y d isp o ­
ner los dos prim eros (recortándolos del m odo que sea preciso ) sobre el seg u n ­
do, com probando así que las superficies coinciden. O bien p o dem o s c o m p u tar
la longitud de los catetos, y, tom ando (3) com o hipótesis, p red ecir la de la
hipotenusa, m idiendo luego ésta p ara c o m p ro b ar la corrección de la pred icció n .
(Parece que los antiguos b abilonios y egipcios conocían la verdad de (3) a tra­
vés de alguno de estos p rocedim ientos em píricos.)
Sin em bargo, la d em ostración de prop o sicio n es geom étricas com o (3) p ro ­
cede deductivam ente a p a rtir de unos pocos axiom as, com o los p ro p u esto s en
los E lem entos de E uclides, c u y a verdad no parece req u erir n inguna ju s tific a ­
ción que invoque pro p o sicio n es em píricas. El m ás “du b itab le” de ellos es el
axioma de las paralelas, que dice que por un punto exterior a una recta pasa
sólo una recta paralela a ella. Ahora bien, la siguiente parece una justificación
no empírica de la misma: sea L una línea recta infinita orientada como lo están
los renglones de este escrito, P un punto externo superior a ella y m una línea
cualquiera que pasa por P y corta a / por un lugar situado a la derecha del lec­
tor respecto de una perpendicular a l que pasase por P. Imagínese a m rotan­
do en la dirección contraria a las manecillas del reloj en tomo a un eje per­
pendicular al plano que atraviesa P. Según se mueve m, el punto de intersec­
ción Q con l se mueve hacia la derecha a lo largo de esa recta; en algún
momento Q “desaparece”, y vuelve a “aparecer” por la izquierda, moviéndose
de nuevo hacia la derecha. Intuitivamente, parece que debe existir a lo largo de
esta trayectoria una posición de la línea m para la que no existe ningún punto
Q, y que esa posición es única.14
Las proposiciones aritméticas, como la expresada por (4), constituyen un
caso similar, aún más claro si cabe:

(4) 7 + 5 = 12.

Diremos que una proposición es cognoscible a priori si existe una justifica­


ción para la misma que no envuelve proposiciones empíricas. Las proposi­
ciones conocidas a priori son, por tanto, independientes de las conocidas a
posteriori, en el sentido de que existe una justificación no empírica para las
mismas.

Esta definición no recoge todas las connotaciones del término latino ‘a prio­
ri \ que significa “previamente”. Pero podemos recoger parte de esas connota­
ciones tomando en cuenta además que las proposiciones conocidas a priori están
de algún modo involucradas, por su generalidad, en la articulación de cualquier
cuerpo de conocimiento a posteriori. Una parte del conjunto de proposiciones
cognoscibles a priori constituye la provincia de la filosofía; en la medida en que
sean verdaderos, enunciados como ‘el efecto sucede temporalmente a la causa\
o ‘todo objeto tiene propiedades esenciales que determinan condiciones necesa­
rias de su identidad’ serían también cognoscibles a priori. Debe resultar com­
prensible la atracción que el epistemólogo cartesiano experimenta hacia el cono­
cimiento a priori; pues este conocimiento parece, tanto como el conocimiento
consistente en notar una vivencia, paradigmáticamente cierto, en el sentido pre­
viamente definido: conocimiento que un sujeto reflexivo puede atribuirse con­
fiadamente, sabiendo que esa atribución no podrá ser ya recusada.15

14. El Fedro de Platón contiene una demostración análoga a esta de que el área de un cuadrado cuyo lado es
la diagonal de otro es dos veces el área de éste.
15. Tanto los empiristas como los racionalistas tradicionales tenían proyectos epistem ológicos igualmente
fundacionalistas: asentar el conocimiento en una base cierta, incorregible. Los primeros (com o Locke) se apoyan en
proposiciones empíricas, conocidas a po sterio ri; los segundos, en proposiciones conocidas a priori.
El problema del conocimiento a priori lo suscita la (aparente) existencia,
entre las proposiciones cuya verdad conocemos, de proposiciones — como (3)
y (4)— conocidas a priori. Si existe conocimiento a priori (si, por el contra­
rio, las apariencias engañan, y ni los ejemplos propuestos ni ningún otro can­
didato son, después de todo, enunciados cognoscibles a priori, entonces el pro­
blema quedaría disuelto) la dificultad está en lo siguiente. (3) y (4), al igual
que (2), tienen validez objetiva general: (3) y (4), al igual que (2), enuncian
hechos que valen de modo general en la realidad constituida por acaecimien­
tos objetivos. Del mismo modo que la verdad de (2) nos hace esperar que toda
barra con la que nos podamos tropezar se dilate si se calienta,: la verdad de (3)
nos hace esperar que todo triángulo rectángulo real (un campo de labranza con
la forma de un triángulo rectángulo, o un triángulo rectángulo de madera) con
el que podamos tropezamos sea pitagórico. (Es precisamente porque (3) tiene
validez objetiva que existen también justificaciones inductivas para él.) La ver­
dad de (4), por su lado, nos hace esperar que siempre que sumemos siete obje­
tos y cinco objetos, el resultado de contar el total de objetos sumados arrojará
un cómputo de doce objetos; por ejemplo, que siempre que tomemos siete
manzanas, tomemos cinco manzanas más, y contemos el resultado de juntar los
dos grupos de manzanas, el total incluirá doce manzanas.
Ahora bien, pese a que también puedan suscitarse ciertas dificultades filo­
sóficas al respecto (el llamado problema de la inducción, del que trataremos
en V), no parece especialmente difícil de explicar que tengamos conocimiento
con validez objetiva general (como el ilustrado mediante (2)) cuando este
conocimiento es a posteriori. A grandes rasgos, la explicación que el sentido
común ofrecería sería la siguiente: el mundo de los acaecimientos objetivos no
está sólo conformado por individuos, por objetos concretos, sino también por
rasgos generales que se ejemplifican repetida y sistemáticamente en individuos
diversos. Estos rasgos generales están nómicamente relacionados entre sí; es
decir, se dan objetivamente leyes naturales en virtud de las cuales los rasgos
generales del mundo se ejemplifican de un modo regular y ordenado. A través
de nuestros sentidos, y de nuestra capacidad de raciocinio, somos capaces de
identificar los rasgos generales del mundo y de construir teorías sobre las rela­
ciones nómicas que los vinculan. Es el conocimiento de tales teorías (que
incluirían afirmaciones como (2)) el que nos permite trascender el conoci­
miento de lo particular que nos dan nuestros receptores sensoriales.
Para muchos filósofos, esta historia (cercana en muy buena medida a la
metafísica aristotélica) no es más que una fábula. Pero lo que nadie puede decir
es que se trate de un dislate patente. Consideremos, por contraste con esta
explicación — sea o no fabulosa— el conocimiento a priori. Tal conocimiento
también tiene validez objetiva general, como hemos visto: las proposiciones
conocidas a priori tienen aplicación general al dominio de los acaecimientos
objetivos. Ahora bien, en su justificación no interviene ninguna proposición
empírica, ningún hecho particular constatado perceptualmente. ¿Cómo es esto
posible? ¿Cómo es posible que conozcamos hechos generales que se dan en el
mundo objetivo, sin que necesitemos recurrir para establecer la corrección de
tal conocimiento a información proporcionada por los sentidos? Estas pregun­
tas carecen de una respuesta que tenga al menos el grado de plausibilidad que
tiene la explicación aristotélica bosquejada antes de por qué tenemos conoci­
miento a posteriori con validez objetiva general.
Es importante reparar en que la pregunta no es: “¿cómo es posible que
hayamos adquirido conocimiento sin utilizar los sentidos?”. Aunque resulta
natural tomar a priori en el sentido temporal de “anterior a la adquisición de
conocimiento empírico”, éste no es un sentido útil. Una razón es que las cues­
tiones relativas a la adquisición del conocimiento son, en muchos casos,
epistémicamente irrelevantes. Sólo si se pudiera mostrar que, en este caso, las
cuestiones relativas a la adquisición poseen significación para la cuestión de la
justificación serían epistémicamente relevantes. Una segunda razón es que,
puesto que podría haber conocimiento a priori en el sentido que hemos dado
al término (no relativo a la prioridad temporal en la adquisición, sino a la inde­
pendencia en la justificación), pero no haberlo en el sentido temporal, afumar
la existencia de conocimiento a priori en el sentido aquí definido es menos
comprometido de lo que lo es afirmar la existencia de conocimiento a priori
en el sentido temporal. Quizás no poseamos conocimiento a priori en este sen-i
tido temporal. Quizás para estar en disposición de conocer a priori la verdad
de una proposición como (3), por ejemplo, sea necesario previamente poseer
información facilitada por los sentidos. Sin ir más lejos, para estar siquiera en
disposición de entender (3) y (4) es preciso adquirir el lenguaje, y la adquisi­
ción del lenguaje entraña ciertamente elementos empíricos. (Este problema se
evita en la filosofía tradicional al soslayar el método analítico que aquí segui­
mos, presentando los problemas y los conceptos haciendo referencia al len­
guaje.) Sin embargo, incluso concediendo todo esto, los ejemplos (3) y (4)
seguirían mostrando que parece haber conocimiento a priori en el sentido
—relativo a la posibilidad de la justificación a priori de conocimiento con vali­
dez general en el mundo objetivo, y no a la de su adquisición “a priori”— que
hemos dado al término. Ahora bien, la pregunta no es menos problemática
cuando se plantea en estos términos; de modo que es más útil considerar las
discusiones sobre la adquisición como irrelevantes para nuestro problema.16
Quizás contribuya a acrecentar la sensación de perplejidad que quiero
infundir formular de un modo muy burdo — tanto que resultará quizás insul­
tante para sus partidarios— las que parecen ser las soluciones de dos de los
filósofos que con mayor penetración se ocuparon de esta cuestión, Platón y
Kant. Según el primero, el conocimiento a priori es posible porque el mun­
do de los acaecimientos objetivos fue dispuesto por un ser racional, que des­
pués nos hizo a nosotros (o a nuestras almas inmortales) el favor de “antici­
parnos” algunos de los rasgos que había puesto en su disposición, ahorrán­
donos así el esfuerzo de descubrirlos. Según.el segundo, el conocimiento a

16. Tomar a priori en el sentido temporal parece estar detrás de una de las “demostraciones” platónicas de la
inmortalidad del alma.
p rio ri es posible porque el mundo “real” no es en verdad real; en algunos
aspectos — aquellos precisamente que podemos conocer a p rio ri, particular­
mente su estructura espacial y temporal— es una fabricación de nuestra m en­
te (por otra parte, que tenga estos aspectos es necesario para que tenga cua­
lesquiera otros). Estas “explicaciones” sí son meras fábulas, ininteligibles si
se toman literalmente; por eso, no son verdaderas explicaciones en absoluto:
no alivian en un ápice nuestra perplejidad. Lo mismo ocurre, en mi opinión,
con las verdaderas propuestas de Kant y Platón, incluso cuando se toman con
todos sus matices.
El enunciado (5) ilustra un tipo de proposición cuya verdad también cono­
cemos a priori, la posibilidad de cuyo conocimiento, según Kant, no suscita
sin embargo perplejidades:

(5) Todo soltero es no-casado.

(5) es una verdad analítica. Según Kant, una verdad analítica es una pro­
posición “cuyo, predicado está contenido en su sujeto”. La idea de Kant es ésta:
una proposición consta de un concepto-predicado y de un concepto-sujeto.
Algunos conceptos son complejos; están “constituidos” por otros conceptos, un
conjunto de “notas características” (al modo en que las moléculas están “com­
puestas” de átomos). Por ejemplo, el concepto de soltero está “constituido” por
los conceptos p erso n a , n o -ca sa d a . La metáfora molecular de la constitución de
unos conceptos por otros se puede eliminar, expresando la idea literalmente: se
trata en definitiva de que quien posee la capacidad de aplicar un concepto com­
plejo a un individuo o posee necesariamente con ello también la capacidad de
inferir que a o se aplican también los conceptos constituyentes. Si, analizando
en sus constituyentes un concepto complejo que aparece como sujeto en una
proposición, se topa uno con el concepto que aparece como predicado en la
proposición, la proposición es analítica. (5) es un ejemplo, y la proposición
expresada por 4todo cuerpo es extenso’ proporciona otro —en el supuesto de
que el concepto cuerpo incluya las notas características o b je to , extendido en el
e sp a cio , extendido en el tiempo.
Con su definición de ‘verdad analítica’, Kant no trataba meramente de
introducir una estipulación arbitraria. Por el contrario, Kant trataba de enunciar
con precisión un rasgo que (5) tiene en común con otros enunciados; por ejem­
plo, (6), (7) y (8):

(6) O todo número primo es la suma de dos números pares, o no todo


número primo es la suma de dos números pares.

(7) Si todo parlamentario es abogado, y todo asistente a la fiesta es parla­


mentario, entonces todo asistente a la fiesta es abogado.

(8) Si los caballos son animales, las cabezas de caballos son cabezas de
animales.
En opinión de Gottlob Frege (formulada en Los fundamentos de-.la'arit­
mética, de 1884), sin embargo, Kant fracasó al definir ese rasgo común a (5>;
(8). La idea de que lo característico de este tipo de proposiciones es que bas­
ta analizar el sujeto para ver si aparece el predicado es inaplicable a (6)-(8),
porque, incluso si hallamos una estructura sujeto-predicado en las proposicio­
nes que expresan esos enunciados (lo que siempre es posible, de modos más o
menos artificiosos), no podríamos dar cuenta de su verdad por el procedi­
miento de analizar el predicado y buscar entre sus notas el sujeto. Lo que ver­
daderamente tienen en común (5)-(8), según Frege, es que, o bien son-verda­
des lógicas, o bien pueden convertirse en verdades lógicas sustituyendo térmi­
nos que poseen una definición por las expresiones, que los definen. (Así, (5) se
convierte en una verdad lógica sustituyendo ‘soltero5 por ‘persona no-casada’.)
Ésta es la definición de verdad analítica que proporciona Frege como alterna­
tiva a la defectuosa definición kantiana.
Una verdad sintética, tanto para Kant como para Frege, es simplemente
una verdad que no es analítica. Tanto las proposiciones de la geometría
—como (3)— como las de la aritmética —como (4)— son sintéticas, según
Kant. Como se dijo antes, Kant no pensaba que la posibilidad del conocimiento
a priori de verdades analíticas fuese problemática. Es el hecho de que haya
proposiciones sintéticas cognoscibles a priori — como (3) y (4)— lo que Kant
consideraba fuente de perplejidad. Frege, por su parte, conjeturó que, si bien
Kant estaba en lo cierto en cuanto al carácter sintético de las proposiciones
geométricas, el erróneo análisis kantiano del concepto de analiticidad le hizo
clasificar incorrectamente las de la aritmética. La empresa a la que Frege dedi­
có todo su empeño a lo largo de muchos años fue la de mostrar que las pro­
posiciones aritméticas verdaderas son analíticas y no sintéticas como Kant pre­
tendió.
Que las proposiciones aritméticas son analíticas significa, dada la defini­
ción fregeana de ‘verdad analítica’ que se acaba de exponer, que existen defini­
ciones de las nociones característicamente aritméticas (los conceptos de cada
número, el cero, el uno, el dos, etc., el concepto general de número natural, el
de la relación de orden entre los números, los de las operaciones aritméticas,
suma, resta, exponenciación, etc.) tales que, una vez los términos definidos son
sustituidos por los términos que expresan sus definiciones, las verdades arit­
méticas se revelan verdades lógicas. (En el sentido en que (5) se convierte en
una verdad lógica cuando se sustituye ‘soltero’ por ‘adulto no casado’, que
podría servir para definirlo.) Se conoce como programa logicista a esta tesis,
a cuya justificación fehaciente dedicó Frege la mayor parte de su actividad
intelectual. Con el fin de desarrollar el programa logicista, Frege elaboró un
sistema lógico muy preciso, en el que pretendía demostrar paso a paso — a par­
tir de verdades lógicas y definiciones de las nociones aritméticas en términos
puramente lógicos-— típicas verdades aritméticas, de un modo tan detallado
que no cupiera duda alguna de que tanto las proposiciones de partida como
cada uno de los pasos eran puramente lógicos. Desde el punto de vista de la
consecución de éste, su objetivo principal, el programa teórico de Frege con­
cluyó en uno de los más famosos fracasos que registra la historia del pensa­
miento; Bertrand Russeil le indujo a ver -en 1903, después de la publicación
de la obra en que Frege creía haber llevado a término su objetivo, G rundge-
setze d e r A r ith m e tik - que el sistema de axiomas pretendidamente lógicos que
había elaborado para demostrar proposiciones aritméticas era inconsistente. (Es
de justicia recordar aquí que, en el desarrollo de su proyecto, Frege hizo apor­
taciones a la lógica y a la semántica contemporáneas que harían com­
pletamente injusto considerar su trabajo enteramente baldío. Algunas de esas
aportaciones se exponen en el capítulo VI.)
Incluso si el proyecto de Frege hubiese tenido éxito (o si lo tuviese, en
alguna versión distinta a la del propio Frege), sin embargóles más que dudo­
so que, por sí solo, hubiese contribuido a resolver, o al menos aliviar, el pro­
blema del conocimiento a p rio ri . La razón no es, únicamente, que seguiríamos
sin saber a qué atenemos en lo que respecta a las proposiciones geométricas
como (3). La razón más profunda es que, aunque todas las verdades cognosci­
bles a p r io r i (no sólo las aritméticas, sino también las geométricas o cua­
lesquiera otras) fuesen verdades analíticas (verdades lógicas, o verdades lógi­
cas dadas las definiciones de algunos términos), seguiríamos sin tener una
explicación satisfactoria de cómo es posible un conocimiento a p rio ri con vali­
dez objetiva general. No, cuando menos, hasta tanto no dispusiésemos de un
análisis satisfactorio de la noción de verdad a n a lítica que despejase nuestra
perplejidad. Pues las verdades lógicas no tienen menos el carácter de proposi­
ciones con validez general objetiva de lo que lo tienen proposiciones como (3)
o (4). En rigor, cabe censurar que Kant no encontrase igualmente problemáti­
co el carácter a p rio ri de nuestro conocimiento de las verdades analíticas. Qui­
zás explique esto el que las verdades analíticas, según la definición de Kant,
sean verdades casi triviales, manifiestas “a simple vista”. Pero que se pueda
explicar así que Kant pasara por alto el problema no justifica que lo hiciera.
En cualquier caso, nada comparable puede decirse de las verdades analíticas
según la definición de Frege; en la mayoría de los casos, sólo complejos argu­
mentos nos convencen de su carácter de tales verdades. (Piénsese sólo que el
último teorema de Fermat, que el matemático de Princeton K. Wilkes sostiene
haber probado recientemente mediante una prueba que dista de haber sido
aceptada por sus colegas, sería una verdad analítica si el programa logicista
fuese acertado y el teorema verdadero.)
Frege sugiere en algunos pasajes de su obra que la pretensión de dar una
explicación de la naturaleza de la analiticidad, o de la verdad lógica, ha de que­
dar necesariamente insatisfecha. El problema estaría, según él, en que una
explicación así sería necesariamente circular: pues la lógica es tan básica, que
estaría presupuesta en la presunta explicación. Tanto él como Russell — tam­
bién partidario del programa logicista, y significado contribuyente a su desa­
rrollo— ofrecieron, sin embargo, algunas indicaciones sobre la naturaleza de
la verdad lógica. Todas ellas eran, ajuicio del joven Wittgenstein, insatisfac­
torias; una de las motivaciones fundamentales del Tractatus (publicado en
1921) fue la de ofrecer una explicación alternativa de la naturaleza de la ver­
dad analítica en el sentido de Frege (el propio Wittgenstein usa generalmente
‘lógico’ como sinónimo de ‘analítico’ en el sentido de Frege). Una explicación
así tiene como objetivo fundamental asegurar algo que, según él, no consiguen
las indicaciones al respecto de Frege y Russell: “la correcta elucidación de las
proposiciones lógicas debe asignarles un lugar único entre todas las proposi­
ciones” (Tractatus, 6.112). Esta explicación serviría también, de ser correcta,
como explicación de la naturaleza del conocimiento a priori; o, al menos, de
la parte del mismo que coincide con las verdades analíticas. Las propuestas de
Wittgenstein a este respecto se exponen en el capítulo IX.
Puesto que los términos que hemos introducido hasta aquí, ‘analítico’ (o
‘lógico’), ‘sintético’, ‘cognoscible a priori', ‘cognoscible a posteriori’, cuali­
fican la verdad de un enunciado o una proposición (esto es, describen ti modo
en que lin enunciado o proposición son verdaderos), tos conceptos que expre­
san se conocen como modalidades. Los dos primeros conceptos constituyen las
modalidades semánticas (pues dependen de propiedades semánticas de los
enunciados o proposiciones), los segundos las modalidades epistémicas. Debe­
mos introducir para completar la exposición las modalidades restantes, a saber,
las modalidades metafísicas, usualmente significadas con ‘necesario’, ‘posible’
y ‘contingente’.
Existe una diferencia entre enunciados cómo (9) y enunciados como (10)
apreciable intuitivamente. Una primera manifestación de la misma consiste en
que, si bien ambos enunciados son verdaderos, intuitivamente hablando, el pri­
mero no podría ser falso, o no es concebible su falsedad, mientras que el
segundo podría haber sido falso, o es concebible su falsedad:

(9) O todo número par es la suma de dos números primos, o no todo


número par es la suma de dos números primos.

(10) El día en que asesinaron a César había más de diez cm3 de agua en
el Mediterráneo.

Del mismo modo, distinguimos argumentos que son como (11) — ‘P \


con un subíndice, indica que el enunciado que le sigue es alguna de las pre­
misas del argumento; ‘C \ que se trata de la conclusión— de otros que son
como (12):

(11) P, Los caballos son animales.


C Los hijos de caballos son hijos de animales.

(12) P, Todos los cuervos de que tenemos noticia son negros.


C Todos los cuervos son negros.

Intuitivamente de nuevo, la diferencia se manifiesta en que, aunque en ambos


casos la única premisa y la conclusión sean enunciados verdaderos, en el
segundo la conclusión podría haber sido falsa, aun manteniéndose verdadera
la premisa (o, cabe decir, es co ncebible la falsedad de la conclusión junto con
la verdad de la premisa); pero tal cosa no sucede con el argumento (11).
Partiendo de la noción leibniciana de m u n d o p o sib le podemos ofrecer una
elucidación tentativa de las nociones modales de n ecesid a d y p o sib ilid a d aquí
en juego. La elucidación no pretende ser explicativa: será tan iluminadora, o
tan poco, como lo sea la noción de m u n d o p o sib le. Entendemos la idea de que,
aunque el mundo real ha seguido (y seguirá, aunque ahora lo desconozcamos)
un cierto curso, hay muchos cursos alternativos que el mundo podría haber
seguido; cada una de esas “historias alternativas” del mundo es un m u n d o p o s i­
ble. Es conveniente para simplificar las explicaciones tomar al mundo real
como uno de los mundos posibles.17 Usando esta noción, podemos definir las
tradicionales “modalidades” de la verdad, n e c e sid a d , p o sib ilid a d y co n tin g en ­
cia así: un enunciado es necesa ria m en te verdadero cuando es verdadero res­
pecto a todos los mundos posibles; es p o sib le m en te verdadero cuando es ver­
dadero respecto a algún mundo posible, sea o no el mundo real. (Por tanto, si
un enunciado es necesariamente verdadero, no es posible que sea falso, y vice­
versa; y si es' verdadero, es posiblemente verdadero también, porque es verda­
dero respecto al mundo real, que, hemos convenido, es también uno de los
mundos posibles.) Por último, un enunciado es contin g en tem en te verdadero si
es verdadero repecto al mundo real, pero no es necesariamente verdadero; esto
es, es verdadero, pero hay un mundo posible respecto al cual es falso.
Aunque, en un sentido de la expresión ‘poder’, decimos que las vacas no
p u ed en alcanzar la Luna desde la Tierra de un salto, la posibilidad aquí en jue­
go es relativa a lo que consideramos son las leyes físicas. Si estamos dispues­
tos a contar entre los mundos posibles mundos en que las leyes naturales difie­
ren de las del mundo real, parece aceptable que haya mundos posibles en que
las vacas alcanzan la Luna saltando desde la Tierra; eso es lo que tiene en men­
te quien sostiene que las vacas p o d ría n llegar de un salto a la Luna. Sin embar­
go, no hay mundos posibles en que un soltero esté casado; tampoco los hay en
que hoy es lunes y mañana no es martes, por amplio que sea el sentido que le
demos a la posibilidad aquí implicada. Aquí debe tenerse presente una adver­
tencia muy importante. Sí que hay mundos posibles en que las palabras ‘lunes’
y ‘martes’ se usan de tal modo que el día que sucede al día llamado ‘lunes’ no
se llama ‘martes’; pero lo que estábamos considerando no era si seria posible
que la oración ‘si hoy es lunes, mañana es martes’ tuviera un significado tal
que sea falsa —eso tiene una respuesta trivial: que el lenguaje es convencional
significa que las palabras pueden significar cualquier cosa— sino si es posible
que la oración ‘si hoy es lunes, mañana es martes’, m a n ten ien d o fijo el sig n i­
fic a d o de las pala bra s sea falsa. La razón por la que debemos hacer esta res-

17. En la película de Frank Capra ¡Qué bello es vivir!, cuando el personaje que interpreta Jaméis Siewart está
a punto de suicidarse, un ángel le muestra cómo hubiera sido el mundo sin él -convenciéndole así de que, vistas las
cosas desagradables que hubiesen acaecido si su presencia no lo hubiera evitado, quizás merezca la pena, después de
todo, esperar por si hubiere otras en el futuro. En la terminología anterior, el ángel le muestra algunos aspectos de
otros mundos posibles.
tricción es clara: si no la hacemos, el carácter convencional del lenguaje garan­
tiza que ningún enunciado será necesariamente verdadero. Ahora bien, quizás
¿so sea así; por razones que examinaremos en el capítulo XII, el filósofo con­
temporáneo W. V. O. Quine ha sostenido que las modalidades metafísicas son
tan confusas, que no establecen ninguna distinción razonable: no habría por
tanto enunciados necesariamente verdaderos, por oposición a otros que sólo
contingentemente son verdaderos. Pero, si esto es así, debe haber razones filo-,
sóficamente profundas para ello: no podemos establecer trivialmente la tesis de
Quine adversa a la existencia de las distinciones modales, por el simple pro­
cedimiento de pasar por alto la observación de que efectuar distinciones moda­
les requiere mantener fijo el significado de las expresiones. Esta restricción
debe sobreentenderse, por tanto, cuando nos preguntamos si algo es o no nece­
sariamente el caso.18
Algo similar podemos decir de la diferencia entre las inferencias lógicas
y las otras. En el caso de las inferencias lógicas, si las premisas son verdade­
ras, necesariamente la conclusión también lo es; no hay mundos posibles en
que las premisas sean verdaderas y la conclusión no lo sea. No hay mundos
posibles en que ‘los caballos son animales’ sea verdadero y ‘las cabezas de
caballos son cabezas de animales’ no lo sea (manteniendo fijo el significado
de las palabras). Pero sí hay mundos posibles en que ‘todos los cuervos de que
tenemos noticia son negros’ es verdadero, mientras que ‘todos ios cuervos son
negros’ no lo es.

5. Sum ario y consejos p ara seguir leyendo

Los problemas filosóficos fundamentales relativos al lenguaje pertenecen


a dos grandes grupos: el que concierne a la formulación correcta de las rela­
ciones entre el lenguaje y los pensamientos (entre las palabras y las ideas), y
el que concierne a la formulación de las relaciones entre el lenguaje y la rea­
lidad (entre las palabras y las cosas). En este capítulo hemos introducido los
conceptos epistemológicos necesarios para presentar en el próximo, mediante
el examen de la obra de Locke, una primera propuesta filosóficamente bien ela­
borada sobre ellos.
La concepción de los pensamientos de Locke es internista, en el sentido
de que la identidad y naturaleza de los pensamientos no puede depender de la
verdad o falsedad de todos aquellos pensamientos que se cuestionan cuando se
contemplan las hipótesis escépticas más radicales (el Genio Maligno cartesia­
no, los cerebros en una vasija de Putnam) — incluidas entre ellas nuestras
creencias más firmes sobre el mundo de los acaecimientos objetivos (§§ 2-3).
Un pensamiento se identifica citando su sujeto, su tipo (creencia, deseo, per­

18. Si ‘pata’ se aplicase también a las colas, ¿cuántas patas tendrían los caballos? Según lo anterior, cuatro.
Pues, incluso cuando hablamos de un mundo posible en que las palabras no se usan com o nosotros usamos las nues­
tras, las palabras que nosotros utilizamos al hablar preservan el significado que nosotros les damos.
cepción, etc.) y su objeto intencional. En una concepción internista, todos estos
elementos deben poder ser caracterizados de tal manera que el sujeto pueda
inteligiblemente formularse conjeturas escépticas radicales. Esto conlleva que,
en una concepción asi; los objetos inmediatos de los pensamientos hayan de
ser vivencias, entidades directamente accesibles a la conciencia (§ 3). La nece­
sidad de contemplar vivencias y los objetos fenoménicos que las conforman
—junto a los acaecimientos objetivos y las cosas que los conforman que el sen­
tido común presupone— se justifica, independientemente de la motivación para
el intemismo, mediante los argumentos tradicionales a partir de la existencia
de ilusiones perceptuales y alucinaciones, pero sobre todo en virtud de la plau-
sibiiidad tanto de la teoría causal de la percepción, como de la existencia de
un acceso privilegiado por un sujeto a las cualidades sensibles de las que es
consciente (§ 2). Este representacionalismo constituye una teoría de la inten­
cionalidad: una teoría explicativa de las dos peculiaridades de las relaciones
intencionales, su falibilidad y su intensionalidad (§ 1).
El intemismo que hemos estudiado aquí (el realismo por representación de
Descartes y Locke) no apostata de la existencia de un mundo de acaecimien­
tos objetivos, que determina en último extremo la verdad o falsedad de creen­
cias como las cuestionadas por las conjeturas escépticas radicales. Lo que hace
este intemismo es asegurarse de que ni los acaecimientos mi sus constituyen­
tes intervengan esencialmente en la identificación de los pensamientos. La idea
de un mundo objetivo es la conjetura de algo que explica nuestras vivencias
(siendo, así, significado naturalmente por ellas, § 3). Tanto a Locke, como a
Descartes, les parecían las conjeturas escépticas radicales implausibles (a Des­
cartes le parecía demostrablemente falsa; pero su argumento, basado en la pre­
misa de la “bondad” divina, no ha conseguido convencer a muchos), en lo que
respecta al menos a las propiedades, en suma, mensurables: (paradigmática­
mente, las espaciales). Pero a ambos les parecía prima facie inteligible. ¡
En el examen de las cuestiones filosóficas relativas al lenguaje es inevitable
el recurso a nociones modales: nociones tales como que algo es necesario o con­
tingente, esencial o accidental, cognoscible a priori o a posteriori (§ 4). Por un
lado, el hecho mismo de que las expresiones tengan significado parece conllevar
que algunos enunciados sean necesariamente verdaderos: aquellos que son ver­
daderos simplemente en virtud de los significados de las palabras que contienen,
las verdades analíticas. (Enunciados tales como ‘si algo corre, se mueve’.) Par­
ticularmente preeminentes entre las verdades analíticas son las verdades lógicas,.
tales como ‘o 7 + 5 = l 2 o 7 + 5 ^ 1 2 ’. Determinar la naturaleza de los signifi­
cados conlleva así determinar la naturaleza de las verdades analíticas, y vicever-.
sa. Pero, además, es inevitable verse impelido a recurrir a conceptos modales ;
para expresar las tesis distintivas de las concepciones filosóficas sobre el lenguaje
que en un estudio de esta naturaleza es crucial clarificar y contrastar: extemismo
e intemismo, realismo y antirrealismo. Nuestra definición provisional de inter-
nismo (§ 2), por ejemplo, está expresada en términos modales: el intemismo es
la tesis de que los objetos intencionales del lenguaje y el pensamiento son carac­
terizables sin presuponer la existencia de entidades objetivas.
Los conceptos modales son, a mi juicio, los más escurridizos para el análi­
sis filosófico. Creo que ello se debe a que se trata de nociones muy abstractas.
Para evaluar propiamente cualquier propuesta al respecto hemos de tener a la vis­
ta un vasto panorama de ejemplos y contraejemplos todos ellos igualmente per­
tinentes, desde enunciados matemáticos hasta enunciados éticos y estéticos,
pasando por enunciados científicos. Como nos falta la habilidad para tener a la
vista un ámbito así de extenso de una manera pese a todo ordenada, olvidamos
fácilmente que, también aquí, sólo de nuestras intuiciones sobre ejemplos con­
cretos (pero sobre ejemplos de todos los tipos relevantes) depende en último
extremo la corrección o incorrección de las conjeturas filosóficas y caemos así
en el error de hablar en el vacío. Por esa razón, iremos acercándonos a una
correcta comprensión de los mismos mediante aproximaciones sucesivas. En este
. capítulo nos hemos limitado a introducir su uso.
Un representacionalista-eontemporáneo cuyas ideas puede ser útil con­
trastar con las de Locke es John Searte. Véase, en particular, su Inientionality
traducción castellana con el' título Intencionalidad en Tecnos, Madrid. El libro
de Fred Dretske, Knowledge ancTífié^Flow o f Information (traducción castella­
na como Conocimiento e Información, Salvat) presenta de una manera muy
clara una concepción epistemológica anticartesiana. La presentación del exter-
nismo que se hizo en § 3 está inspirada en el artículo de John McDowell “Sin­
gular Thought and the Extent of ínner Space”.
C a p í t u lo IV

LENGUAJE Y PENSAMIENTO EN LOCKE

En este capítulo presentamos la concepción del lenguaje expuesta por


Locke en el tercer libro de su Ensayo sobre el entendimiento humano (Essay
Concerning Human Understanding, 1689). Su objetivo principal, como diji­
mos, es defender una cierta reforma de nuestras prácticas lingüísticas, que tie­
nen que ver con nuestro uso de términos como ‘murciélago’ o ‘sal’ con la
intención de designar con ellos lo que él denominaba esencias reales, en lugar
de usarlos, como él propone, para designar esencias nominales. Más adelante
en este capítulo tendremos oportunidad de examinar esta propuesta.
Sobre la base de su intemismo sobre el pensamiento, expuesto en el capí­
tulo anterior, Locke presenta de un modo filosóficamente articulado una tesis
metafísica en tomo a la primera cuestión — las relaciones entre el lenguaje y
el pensamiento, entre el significado de las palabras y los conceptos que pose­
en quienes las usan— qu¿ parece intuitivamente muy plausible: la tesis de la
prioridad ontológica del pensamiento sobre el lenguaje. Según esta tesis, las
palabras sólo tienen significado porque sus usuarios son capaces de tener pen­
samientos con esos mismos significados: sólo la capacidad de representación
mental de los usuarios de un lenguaje confiere significado a las expresiones
que lo forman. Como tendremos oportunidad de comprobar en capítulos pos­
teriores, esta tesis le ükeana, a primera vista muy plausible, ha sido y continua
siendo objetada por filósofos contemporáneos. Frente a la tesis tradicional,
estos filósofos contemporáneos (el segundo Wittgenstein, Quine, Sellars, etc.)
defienden, por así decirlo, la primacía de lo social (el lenguaje) sobre lo psi­
cológico: lejos de depender el lenguaje del pensamiento, es el pensamiento el
que depende del lenguaje. La obra de Locke no constituye una excepción a la
creencia filosófica tradicional de que los problemas filosóficos interesantes
conciernen a la naturaleza de estas “ideas’7, a su relación con las cosas, etc. Sin
embargo, en su obra encontramos una versión lo suficientemente bien elabo­
rada de esta tesis tradicional como para que esté justificado tomarlo a él como
un exponente significativo. Lo que a lo largo del libro llamaremos “concepción
mentalista del lenguaje” es la conjunción de la tesis de la prioridad ontológica
del pensamiento y del intemismo sobre sus contenidos.
1. La concepción agustiniana del significado

Cuando nos preguntamos, ¿qué es significar? ¿qué queremos decir cuan­


do decimos que las palabras significan?, una respuesta que acude fácilmente
a nuestras mientes es significar es nombrar, significar, para una palabra, es
que la palabra esté en lugar de una cosa. El modelo que tenemos aquí a la
vista es el de la relación entre un nombre propio y el objeto que ha sido bau­
tizado con él: ‘Aníbal’ y Aníbal, el general cartaginés. Siguiendo a Wittgens­
tein, denominemos concepción agustiniana burda a esta propuesta.1 Ahora
bien, en cuanto tratamos de aplicar el modelo agustiniano burdo a otras pala­
bras, tropezamos con dificultades. Veamos algunas de ellas, (i) ¿Cuál es la cosa
en lugar de la que están ‘rojo’ o ‘rinoceronte’? Si acaso, ‘rinoceronte’ está en
lugar de muchas cosas, no en lugar de una. Por otro lado, ‘rinoceronte’ no se
aplica a dos objetos distintos del mismo modo que ‘Juan Pérez García’ lo hace.
Mientras que es un accidente que dos personas distintas se llamen ‘Juan Pérez
García’, no lo es que a dos rinocerontes distintos se les llame ‘rinoceronte’:
como no hay “nada en común” entre dos personas, en virtud de lo cual ambas
tienen el mismo nombre propio, en nada afectaría al significado de ‘Juan Pérez
García’ cuando lo utilizo para designar a una de las personas que cambiáse­
mos el nombre a la otra; de hecho, en nada afectaría al significado de los nom­
bres propios que conviniésemos en utilizar un nombre propio distinto para cada
objeto. Pero si conviniésemos en que, dados dos rinocerontes, ‘rinoceronte’
sólo se aplica a uno de ellos, habríamos con ello cambiado el significado de
‘rinoceronte’. Podemos expresar este hecho diciendo que ‘rinoceronte’ signifi­
ca un universal, mientras que ‘Juan Pérez García’ significa un particular. (Sin
prejuzgar con ello cuál sea la teoría correcta de los universales, es decir, dejan­
do al margen si los universales son en último extremo “nombres”, conceptos o
más bien entidades objetivas.) (ii) Por otro lado, ‘rojo’ y ‘rinoceronte’ son am­
bos “generales” en el sentido en que los genuinos nombres propios, como aca­
bamos de explicar, no lo son; mas tampoco significan del mismo modo. Con
‘rinoceronte - clasificamos los objetos en grupos o especies; podemos hacerlo .,
así porque eí término comienza a aplicarse a un objeto cuando el objeto co­
mienza a ser y deja de aplicarse a un objeto cuando el objeto deja de ser. Con
‘rojo’, en cambio, no podemos clasificar objetos, pues la misma cosa puede
cambiar de color sin dejar de existir (a lo sumo, podemos clasificar las cosas
entre las que son rojas en un cierto momento y las que no lo son en ese mis­
mo momento). ‘Rinoceronte’ designa un género o grupo, ‘rojo’ designa un ras­
go o característica; ambos son términos generales, pero no funcionan del mis­
mo modo en el lenguaje, (iii) Aquí no se acaban las dificultades de la teoría

l. Al comienzo de las Investigaciones filosóficas, Wittgenstein atribuye a san Agustín el tomar el modelo
nombre propio-objeto nombrado como paradigma de la relación de significado, y denomina en adelante concepción
agustiniana a cualquier propuesta que se base en alguna generalización de ese modelo. (Los calificativos ‘burda’ y
— posteriormente— ‘depurada1 los añado yo; es el propio Wittgenstein, sin embargo, quien considera las dos versiones
de la concepción agustiniana de que se habla en el texto, y quien sugiere que a la versión ‘depurada’ se llega al tomar
en cuenta objeciones a la versión ‘burda’ como las que aparecen en el texto.)
agustiniana burda, empero, pues ¿en lugar de qué “cosa” están ‘pero’ o ‘todos’
—palabras que sin duda tienen significado— ?
Cuando se intenta responder a estas preguntas y objeciones tratando de
preservar el paradigma nombre propio-objeto nombrado como modelo del sig­
nificar, es fácil dar en la concepción agustiniana depurada, una versión primi­
tiva de la concepción del lenguaje que nos presenta Locke. En la concepción
agustiniana burda, las palabras significan estando en lugar de cosas-físicas. En
la concepción depurada se quiere distinguir los tipos de cosas que diferentes
expresiones pueden nombrar, que pueden ser al menos, como acabamos de ver,
objetos, especies y propiedades; y, típicamente, por falta de un lugar mejor, se
ubican todas estas cosas en la mente de quienes usan adecuadamente las expre­
siones. Las palabras significan estando en lugar de cosas, también en la con­
cepción agustiniana depurada. Pero las “cosas” significadas por las palabras
son ahora ideas. Podemos encontrar esta versión primitiva en un fascinante
pasaje de Cien años de soledad, la ya clásica novela de García Márquez. El
contexto ¿s co p o sigue: los habitantes de Macondo han contraído comunal­
mente la enfermedad del insomnio, enfermedad que tiene como consecuencia
la pérdida de la memoria:

Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante


varios meses de las evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad.
Insomne experto, por haber sido uno de los primeros, había aprendido a la per­
fección el arte de la platería. Un día estaba buscando el pequeño yunque que
utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo dijo:
«tas». Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base
del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. Ño se le
ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del olvido, porque el obje­
to tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días después descubrió que
tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces
las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la ins­
cripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber
olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le expli­
có su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y
más tarde lo impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa
con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral
y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malan­
ga, guineo. [...] Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momen­
táneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio
cuando olvidaran los valores de la letra escrita.2

El texto es fascinante (además de por su calidad literaria) por el modo en


que el autor se desliza de la concepción agustiniana burda a la depurada. Al
comienzo, el problema es el olvido de los significados de las palabras; la solu­
ción propuesta es etiquetar con ellas sus significados. Esto presupone la con­

2. Gabriel García Márquez, Cien afios de. soledad.


cepción agustiniana burda — las palabras significan objetos físicos— y. nos per­
mite ilustrar de un modo práctico las dificultades de esta “teoría” . Así, tanto
dos personas que se llamen ‘Juan Pérez García’ como dos yunques tendrán eti­
quetas con las mismas palabras, lo que hará pensar erróneamente al amnésico
que ‘yunque’ es un mero nombre propio dei objeto sobre el que está coloca­
do, y que (“para evitar confusiones”) podría poner un nombre distinto sobre
cada uno de los dos yunques, como podría bautizar con nombres distintos a
cada una de las dos personas. Y sobre un yunque rojo encontrará las etiquetas
‘yunque’ y ‘rojo’, lo que quizás le haga preguntarse por qué una misma cosa
tiene dos nombres distintos.
Las virtudes prácticas del remedio son, sin embargo, más que dudosas: los
amnésicos presumiblemente acabarán olvidando también la función práctica de
las etiquetas, e incluso el concepto mismo de etiqueta. Quizás por esto el pro­
blema deja enseguida de ser en ei texto el olvido de los nombres, y pasa a ser
el olvido de las cosas (“tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del
laboratorio”). Uno podría pensar que esto es un lapsus del autor, que lo que
quería decir es que las dificultades mencionadas estaban en recordar los nom­
bres de las cosas. Pero la última oración (vivían “en una realidad escurridiza,
momentáneamente capturada por las palabras”) deja claro que no es así. La
idea ahora parece ser más bien la de que las palabras tienen ciertos “valores”;
estos valores son presumiblemente de naturaleza mental, digamos conceptos,
o, por utilizar la palabra equivalente de Locke, ideas. La amnesia hace a los;
habitantes de Macondo olvidar las cosas, en el sentido de que éstas pierden su¡
“significación” : colocados ante una mesa, un yunque o una vaca, no saben ante
qué objeto están, porque han perdido la capacidad de conceptuarlos, de atri­
buirles una cierta naturaleza: que esto sirve para comer, que aquello da leche,
etc. Ponerles una etiqueta tiene ahora la finalidad de evocar los conceptos nece­
sarios para saber qué son las cosas etiquetadas. Es así que los habitantes de
Macondo viven “en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por
las palabras”: las cosas adquieren su “ser” sólo momentáneamente, a través de
la mediación de las palabras colocadas sobre ellas.
Bajo esta concepción seguimos pensando en el significado a través del
modelo de la relación entre un nombre propio y el objeto por él nombrado;
pero ahora los objetos nombrados han pasado a ser conceptos, entidades men­
tales. El significado de ‘yunque’ consiste en su estar en lugar de un cierto con­
cepto, el concepto de un yunque, y el de ‘rojo’ su estar en lugar de otro
concepto, el concepto de rojo. La generalidad de estas expresiones se puede
ahora explicar fácilmente, bajo el supuesto de que los conceptos por ellas sig­
nificados son ellos mismos generales: universales, en el marco de la teoría con­
ceptualista. Esta es una versión de la concepción agustiniana depurada.
Es ésta una concepción del significado de las expresiones lingüísticas
poseedora de una gran plausibilidad intuitiva. Uno de los fundamentos intuiti­
vos de su plausibilidad descansa, a buen seguro, en la conexión entre la con­
cepción agustiniana depurada y la cuestión discutida en la sección 4 del capí­
tulo primero. Como vimos allí, existe un argumento a primera vista convin­
cente que sostiene la circularidad de las explicaciones del significado de las
palabras efectuadas mediante el recurso a otras palabras, y del que se conclu­
ye que sólo las definiciones ostensivas son aceptables. Aunque refutamos este
argumento, es indudable que en nuestras primeras reflexiones sobre el lengua­
je la mayoría de nosotros lo encontramos muy convincente. Como se recorda­
rá, antes de refutarlo mostramos cómo el impacto del argumento es mucho más
escéptico de lo que a primera vista puede parecer, pues ni siquiera las defini­
ciones ostensivas resultarían ser aceptables si el argumento fuese válido. Aho­
ra bien, presupusimos al mostrar esto que los significados que habían de ser
definidos ostensivamente eran entidades componentes del mundo externo: el
río en el caso de ‘río Guadiana’, una propiedad común a tomates y semáforos
en el caso de ‘rojo’, etc. Un modo de replicamos (que quizás el lector puede
haber considerado, y que no mencionamos para no complicar entonces la cues­
tión) sería adoptar la concepción agustiniana depurada. Se sostendría entonces
que los significados que deben ser definidos ostensivamente no son objetos
externos, sino ideas de los mismos; si apuntamos a objetos externos en los
actos de ostensión es sólo para evocar las ideas apropiadas. Esta propuesta qui­
zás pueda servir para sostener la tesis según la cual explicar el significado de
las palabras mediante otras palabras es circular, mientras que explicarlo
mediante actos de ostensión no lo es.
Un segundo motivo que quizás acrecienta la plausibilidad intuitiva de la
concepción agustiniana (en adelante olvidaré la versión burda, y por consi­
guiente daré por sobreentendido el calificativo ‘depurada’) se halla en que la
misma pone al lenguaje y al pensamiento en el lugar ontológico que les corres­
ponde. Nosjrepresentamos el mundo mediante pe,nsamienjos_ yJam bién
diante palabras. Pero mientras que sin pensamientos no podría haber represen-
tácrórflmgüística, podría muy bien haber pensamientos sin lenguaje. Las pala­
bras deben su significación a los pensamientos de quienes las usan; éstos la tie­
nen independientemente. Estas dos frases recogen el núcleo de la tesis de la
prioridad ontológica del pensamiento respecto del lenguaje. Es esta concep­
ción, que podemos hallar desde Aristóteles a Saüssure, la que explica el desin­
terés de los filósofos por el lenguaje. Lo interesante es expliearj ^ naturaleza
de la representación mental: cómo es que con nuestros pensamientos nos repre-
serítámós^l^írndo'.nLáTepresentación en el caso de las palabras se da, po­
dríamos decir, por añadidura. Una ilustración del filósofo contemporáneo
Hilary Putnam contribuye a reforzar la plausibilidad intuitiva de esta tesis
ontológíca~'sobre el carácter derivativo del lenguaje respecto del pensamiento.
Imaginemos que andamos por la montaña, jugando a un juego de pistas.
Al llegar a una bifurcación de caminos, vemos lo que nos parece una flecha
formada con tres palos, indicando uno de los caminos. Atribuimos entonces
significado a la flecha; pensamos que la flecha significa una instrucción, la de
que prosigamos en la dirección indicada por la flecha. Cuando nos acercamos
más, sin embargo, vemos que la presunta flecha la forman en realidad una
colonia de hormigas. Al observarlo, el objeto deja de ser un signo para noso­
tros, pierde su contenido, deja de tener significado. ¿Por qué? La respuesta
obvia es que ahora ya no cabe la explicación que antes habíamos tomado por
buena de la presencia aquí de un objeto con forma de flecha; a saber, que
alguien, deseando que formásemos la creencia de que el camino a seguir con­
tinúa en la dirección de la presunta flecha, y pensando que formaríamos esa
creencia si viésemos un objeto en forma de flecha indicando la dirección, ha
dispuesto el objeto en la forma indicada. A menos que nuestro supuesto inter­
locutor sea un consumado domador de hormigas, tal posibilidad ya no existe.
Pero si esto es así, y si cabe una explicación similar de por qué los signos lin­
güísticos expresan proposiciones, entonces estamos aquí ante una significación
derivada, sólo posible cuando se dan las intenciones y las creencias (los esta­
dos mentales) que, como los del ejemplo anterior, “dotan” a los signos de sus
significados en virtud de que ellos mismos ya los tenían previamente.
Locke sostiene una versión de esta concepción del lenguaje. Su tesis
semántica fundamental la formula de este modo: las palabras, en su significa­
ción primaria o inmediata, no están sino por las ideas en la mente de aquel
que las usa 3 Aquí ‘ideas’ está por lo que antes llamamos ‘conceptos’. Eluci­
damos esta tesis en las próximas secciones.

2. La concepción del lenguaje de Locke

Según Locke, como vimos en el capítulo precedente, tenemos pensamien­


tos, estados mentales con contenido. Los objetos inmediatos de esos pensa­
mientos están constituidos por ideas, por entidades de naturaleza mental:
características notadas en nuestras vivencias. Esas ideas representan a su vez,
de modo natural, entidades no mentales, objetos externos y sus propiedades
objetivas. Con el fin de comunicar el contenido de nuestros pensamientos a
otros, o simplemente con el fin de conservar ese contenido para recordarlo
nosotros mismos en el futuro, inventamos signos. (Locke atribuye estos dos'
propósitos a la institución del lenguaje, el uno público —comunicamos con los
otros— y el otro privado — anotar nuestros estados mentales para subvenir a la
memoria.) Estos signos, a diferencia de las ideas, significan de modo no-natu­
ral; esto es, significan en virtud de una estipulación arbitraria, no en virtud de
una ley natural. Lo que estos signos significan, directamente, son los objetos
inmediatos de nuestros pensamientos, a saber, nuestras ideas.
Obsérvese que hemos cualificado la afirmación anterior con el término
‘directamente’, término que corresponde a la cualificación ‘en su significación
primaria o' inmediata’ que myizaLLocke. Esta cualificación anticipa una posi­
ble objeción: “Cuando se dice en español óla esfera es roja’, uno no pretende
hablar de sus ideas, sino de la esfera misma; si quisiera hacerlo, emplearía
otras palabras — por ejemplo, ‘tengo una vivencia caracterizada por contener
una esfera roja’, o, menos técnicamente, ‘es como si estuviera viendo una esfe-

3. Essay Cuncerning Human Understanding, iii, ii, 2.


ra roja de verdad’.” Locke ofrecería la siguiente respuesta: “Nada se opone a
tomar un enunciado del lenguaje como describiendo no nuestras ideas, sino la
realidad ‘externa’ u objetiva. Lo que estamos haciendo al hacerlo es, por así
decirlo, componer dos relaciones: la relación de significación no-natural entre
las palabras y las ideas, a través de la cual las palabras adquieren significado,
y la relación de significación natural entre las ideas y las cosas que las causan.
Yo no niego que las palabras puedan significar de este modo indirecto Jas cosas
y sus propiedades. Unicamente insisto en que, directamente, las palabras sig­
nifican ideas, y no pueden significar más que ideas”
En otras palabras, la creencia de que. la oración castellana ‘la esfera es
roja' significa una situación_objetiva^ ^existente -independientemente de las
ideas de cualqúiéraT es el resultado de una inferencia. L^infererícía es~tan habi-
tual que nos olvidamos de que Ja llevamos A cabo — eso explica qu<Tdemós~eñ
creer que la significación “primaria o inmediata” de las palabras son elemen­
tos de la situación objetiva, elementos independientes de nuestras mentes— ;
pero la reflexión filosófica (especialmente la reflexión que esbozaremos a con­
tinuación) muestra que la inferencia tácita debe existir. La inferencia es del
siguiente tipo: a partir de las palabras, y recurriendo al conocimiento de las
convenciones lingüísticas pertinentes, inferimos su significado, que es una pro­
posición constituida por ideas, por entidades mentales; y a partir del conoci­
miento de la proposición significada inferimos (recurriendo a nuestro conoci­
miento de la significación natural de las ideas) la existencia de una situación
con las propiedades objetivas necesarias para causar ideas como aquellas que
constituyen la proposición inmediatamente significada. Si alguien nos dice ‘la
esfera es roja’, inferimos en un primer paso (en virtud de nuestro conocimien­
to aprendido de las convenciones lingüísticas) una proposición que caracteriza
la vivencia notada por el hablante; después (en virtud de nuestro conocimien­
to natural de la significación natural de las ideas), inferimos 1a existencia de
un estado de cosas objetivo con las propiedades necesarias para causar viven­
cias como la descrita por la proposición que hemos inferido en el primer paso.
Es así que obtenemos como conclusión la significación indirecta o secundaria
de la oración, la existencia de una situación objetiva con ciertas características.
La frase ‘las palabras ... no están sino por ideas’ —contenida en la cita
‘las palabras, en su significación primaria o inmediata, no están sino por las
ideas en la mente de aquel que las usa’— incluye una afirmación ulterior, a
saber, que las palabras sólo pueden significar directamente ideas;.,y_jesta Jtesis,
aún no la hemos justificádóTNáda en lo que hemos dicho hasta ahora se apro­
xima a ofrecer una justificación de por qué las palabras no pueden significar
sino ideas, por qué tenemos que postular el complejo proceso inferencial que
hemos descrito en eí párrafo anterior para explicar cómo se puede obtener una
referencia objetiva para las palabras del lenguaje. La aclaración de esta cuestión^
se halla en la teoría del conocimiento de Locke bosquejada en el capítulo ante­
rior. Las palabras no pueden significar directamente entidades no mentales, por­
que somos nosotros quienes las usamos, y nosotros —como muestran los cuatro
argumentos presentados en EU, § 2— no tenemos acceso “directo” a las cosas;
nuestra noción de un mundo objetivo está mediada por nuestras ideas. X a
noción de un mundo objetivo es la noción de un mundo que causa en nosotros
vivencias con ciertos contenidos, contenidos que, estos sí, son aquello que
conocemos directamente. La noción de un mundo objetivo, pues, la obtenemos
por inferencia a partir de nuestro conocimiento de un mundo mental. vx
Considérese esta variación sobre el mito platónico de la caverna. Imagi­
nemos a alguien cuya visión ha estado siempre mediada por un aparato con la
apariencia de esos que se utilizan para ver diapositivas, una pequeña cámara
oscura con una pantalla al fondo. En la pantalla se proyecta lo que unas cáma­
ras de vídeo registran. Con el fin de enriquecer la analogía (incluyendo la po­
sibilidad de distinguir entre propiedades primarias y secundarias), supongamos
que, en lugar de cámaras de vídeo, los aparatos que producen las imágenes en
la pantalla son más complicados. Para registrar los colores hay aparatos que
mielen con exactitud la reflectancia de las superficies, esto es, el porcentaje
que éstas absorben de la cantidad de luz incidente de cada longitud de onda.
De este modo se determinan los bordes de los objetos y su posición relativa,
etc. Otros aparatos dibujan los bordes en la pantalla y rellenan los interiores de
los volúmenes así definidos con diferentes colores, en función de las medicio­
nes de las reflectancias, etc.
Un contemplador del mundo a través de estos aparatos, no advertido,
tomaría probablemente lo que ve en la pantalla por la realidad; sería un “rea­
lista ingenuo”. Uno que tuviera una descripción general de su condición (sin
tener, empero, sobre el funcionamiento de los aparatos de registro y las pro­
piedades objetivas de las cosas a que son sensibles más que las vagas con­
jeturas que puede construir a partir de las características de lo que observa en
la pantalla) estaría como nosotros, después de que los argumentos contra el
realismo ingenuo nos “abran los ojos” sobre nuestra condición real. Este últi­
mo sabría que el contenido de sus estados mentales concierne directamente
sólo a lo que ocurre en la pantalla, y que los “materiales” con que ese con­
tenido está fabricado son aspectos de lo que ocurre en la pantalla; que no tie­
nen existencia objetiva fuera de su ser productos de un proceso como el des­
crito. Y sabría que no tiene otro acceso a cómo son las cosas mismas, y a sus
aspectos objetivos, que aquel que puede obtener indirectamente, por inferen­
cia, a través de lo que ocurre en la pantalla.
Si este individuo construyese un lenguaje (para comunicarse con los
demás, o para recordar después sus estados mentales) sabría que sus palabras
no pueden significar (directamente) más que las características que aparecen en
la pantalla. Ciertamente, a través de las características de la pantalla, las pala­
bras de su lenguaje pueden significar las propiedades objetivas de las que,
según supone, las características de la pantalla “dan testimonio”. Pero tratar de
hacer de las palabras directamente signos de las características objetivas de las
cosas es un empeño absurdo y necesariamente vano: sería crear signos que no
pueden ser entendidos — porque el único contacto del sujeto de nuestra ficción
con el mundo objetivo está mediado por lo que él puede observar en la pan-?
talla— .
Consideremos el caso de la palabra ‘negro’. Como dijimos anteriormente,
términos como éste se aplican, en el uso común, a objetos físicos. Cuando uti­
lizamos normalmente ‘negro’, no suponemos que estemos indicando con ella
una característica de naturaleza mental, sino que suponemos que si ‘negro' se
aplica a algo, el objeto en cuestión tiene, objetivamente — independientemen­
te de las percepciones u otros estados mentales de nadie— una cierta propie­
dad. Es así, por ejemplo, que explicamos el que la temperatura en el interior
de un coche sea, el mismo día y después de una similar exposición al Sol, diez
grados superior a la temperatura en el interior de otro, diciendo que el prime­
ro.es negro y el segundo blanco. Si ser negro tiene esta virtualidad explicati­
va, el hecho de que algo sea negro tiene que ser independiente de los estados
mentales de cualquier ser humano: incluso si no hubiese habido seres huma­
nos, la temperatura en el interior de un objeto cuya superficie sea negra debe
ser superior a la temperatura en el interior de un objeto similarmente expues­
to a la luz del Sol cuya superficie sea blanca. Locke aceptaría todas estas con­
sideraciones, pero insistiría en que aquí estamos considerando meramente la
significación, secundaria o mediata de la palabra ‘negro' (esto es, el “poder” o
propiedad secundaria de las cosas para producir en nosotros la idea de negro,
cf. V, § 2). Pues, nos preguntaría, ¿cómo llegamos a entender la palabra? Los
argumentos (a)-(d) contra el realismo ingenuo discutidos en III, § 2 parecen
obligamos a concluir que sólo porque tenemos una idea de esa presunta pro­
piedad objetiva causalmente responsable de las superiores temperaturas antes
consideradas, podemos formular hipótesis causales como éstas. Por consi­
guiente, la palabra adquiere necesariamente su significación para mí sólo en
virtud de que la conecto con mi idea. Si puedo hacer que signifique una pro­
piedad objetiva de las cosas, ello ha de ser derivativamente, a partir de la vir­
tualidad de la idea misma para servir como un signo (natural) de una tal pro­
piedad objetiva de las cosas.
Algo similar habríamos de decir de las palabras que usamos para descri­
bir los contenidos de las mentes de otras personas. Cuando decimos de alguien
que tiene una sensación de negro, nuestro realismo ingenuo puede fácilmente
hacernos pensar que el término ‘sensación de negro’ significa una característi­
ca objetiva del estado mental del otro, independiente de mis propias nociones
de ese estado mental. Las mismas consideraciones precedentes a propósito de
‘negro’ habrían de convencemos de que ello no es así; sólo si conecto el tér­
mino ‘sensación de negro’ con una idea mía —que después, eso sí, bien pue­
do considerar representante de una idea en la mente de otro— puedo entender
la expresión ‘sensación de negro’. Si podemos representamos la vida mental
de otros sólo es a través de la mediación de nuestras propias ideas, del mismo
modo que si podemos representamos las propiedades de las cosas sólo es a tra­
vés de nuestras ideas. La idea_es un signo n aturaLde JjLpropiedad queja^cau-
la J D e un modo más indirecto, pero en virtud igualmente de leyes naturales,
puedo tomarla como un signo natural de la idea que esa propiedad causa en
otros perceptores; supongo así que mi idea y la idea del otro son efectos de
una causa común. De un modo similar, lo que ocurre en un televisor es un sig-
no natural de lo que ocurre en otro conectado a la misma emisora, o el color
de los ojos de un individuoes un signo natural del colorde los ojos de sus
padres (el color de los ojos de los padres no causa el de los hijos, sino que
ambos son efectos de una causa común, a saber, las “instrucciones” del mate­
rial genético).
Locke invocaría consideraciones similares a las esgrimidas antes contra el
realismo ingenuo para establecer que las palabras que utilizamos para indicar
las ideas de otros, en su significación primaria, deben estar por nuestras pro­
pias ideas: mi concepción de la vida mental de los otros no variaría un ápice
si fuese errónea, y todos los objetos que me parecen tener una vida mental fue­
sen en realidad autómatas hábilmente construidos por un “Genio Maligno”. Es
esto lo que está diciendo Locke en el pasaje en que más claramente argumen­
ta en favor de su concepción del lenguaje. Es de lamentar que el pasaje se ocu­
pe más de los significados de palabras para describir la mente, como ‘sensa­
ción de rojo’, que de los significados de palabras para describir el mundo no
mental, como ‘rojo’, porque ello lo hace más difícil de seguir. Pero el argu­
mento es el que se ha venido proponiendo aquí:

Resulta, por tanto, que las palabras son las señales o signos de las ideas del
hablante, y nadie puede aplicarlas directamente como señales a nada que no
sean las ideas que él mismo tiene; pues ello supondría hacerlas signos de sus
propias concepciones, y, sin embargo, aplicarlas a otras ideas distintas, lo que
equivaldría a hacerlas al mismo tiempo signos y no signos de sus ideas, y a que,
de hecho, carecieran por completo de significación. Siendo las palabras signos
. voluntarios, no pueden ser signos voluntarios impuestos por él a las cosas que
desconoce. Ello supondría hacerlas signos de nada, sonidos sin significación.
Un hombre no puede hacer de sus palabras los signos de las cualidades de las
cosas ni de las concepciones en la mente de los otros hombres, si él mismo no
tiene concepciones de estas cosas. Hasta el momento en que él no tenga algu­
nas ideas propias, no puede suponer que correspondan a las concepciones de
otro hombre, ni podrá usar signos para ellas: pues en tal caso serían signos de
lo que desconoce, lo que es en verdad tanto como ser signos de nada. Pero
cuando se representa a sí mismo las ideas de otros hombres mediante algunas
suyas propias, si consiente en darles los mismos nombres que otros hombres,
no por ello deja de darles esos nombres a sus propias ideas, a las ideas que tie­
ne, no a las que no tiene.4

4. Essay, libro ik, cap. n, § 2. En la edición preparada por Sergio Rábade y Esmeralda García para Editora
Nacional se traduce la oración que yo he traducido com o no pueden ser signos voluntarios impuestos por él a las
cosas que desconoce' por ‘no pueden ser signos voluntarios impuestos por el que desconoce las cosas', y la que yo
he traducido com o ‘Un hombre no puede hacer de sus palabras los signos de las cualidades de las cosas ni de las con­
cepciones en la mente de los otros hombres' por ‘Un hombre no puede hacer de sus palabras los signos o cualidades
de las cosas, o de las concepciones en la mente de los otros hombres’. Ambas traducciones son flagrantemente erró­
neas. como se puede comprobar contrastando el original inglés. Pero lo peor es que, especialmente la segunda, tergi­
versan el texto de modo sustancial cuando éste trata cuestiones fundamentales. ¿Qué es eso de “hacer de sus palabras
los signos o cualidades de las cosas”? ¿Se están contemplando aquí dos alternativas, en una de las cuales las pala­
bras son cualidades de las cosas? ¿O es más bien que se r una cualidad es una variante de ser un signo? Ambas posi­
bilidades son igualmente absurdas.
El texto es sin duda un tanto retorcido. Para seguirlo es preciso tener en
cuenta que ‘concepciones’ es una variante estilística de ‘ideas’, y recordar que
son cualidades las propiedades objetivas de las cosas que causan las ideas
(véase el texto citado en III, § 2). El argumento es una reducción al absurdo
(relativa a la teoría lockeana del conocimiento, justificada a su vez por argu­
mentos como los (a)-(d) de III, § 2) de la pretensión de que las palabras sig­
nifican inmediatamente algo otro que jas ideas de aquel que las usa significati­
vamente. Aquí considera como candidatos posibles a ese “algo otro” primor­
dialmente Jas ideas en las mentes de otros usuarios del lenguaje, aunque tam­
bién se refiere brevemente a las propiedades objetivas de las cosas. Como, se­
gún los argumentos de las alucinaciones, las ilusiones, el lapso temporal, etc.,
entender ‘negro’ requiere poseer una idea de ese color, la pretensión de usar
significativamente ‘negro’ directamente para designar una propiedad de las
cosas o una idea en la mente de otros hombres es una contradicción en los tér­
minos: pues para que ‘negro’ tenga significado para mí, debe estar conectado
con algo que yo conozco; pero los argumentos (a)-(d) de III, § 2 ponen de
manifiesto que yo sólo conozco directamente mis ideas. De modo que para que
yo pueda entender ‘negro’, la palabra debe estar conectada directamente con
una idea mía, incluso si quiero derivativamente usar esa palabra para referime
a Ja propiedad objetiva que produce en m í esa idea, o a la idea que esa pro­
piedad objetiva produce en otros hombres. En cualquiera de ambos casos, pues,
el signo debe ser también (y primariamente) un signo de mi idea, si es que ha
de tener un significado para mí.
Intuitivamente diríamos que las palabras significan aspectos del mundo, de
la realidad objetiva extralingüística. Las propiedades semánticas de las palabras
son esas propiedades en virtud de las cuales las palabras se relacionan con
aspectos de la realidad extralingüística, y son capaces de representarla. Es difí­
cil articular teóricamente esta convicción propia del sentido común (para refe­
rimos a la cual, y por analogía con la noción de extemismo previamente intro­
ducida, acuñaremos el término ‘extemismo semántico’; cuando el contexto
deje claro que la doctrina concierne ai lenguaje omitiré ‘semántico’), pero no
és en absoluto difícil indicar en qué se sustenta. Se sustenta en’hechos tan coti­
dianos como éstos. Estando en Barcelona, alguien me pregunta el modo de lle­
gar a la plaza de Cataluña, y yo le contesto con una serie de indicaciones: ‘en
el tercer semáforo gire noventa grados a la izquierda por paseo de Gracia;
encontrará la plaza de Cataluña después de tres manzanas más’. Mis indica­
ciones pueden ser correctas o incorrectas; serán correctas o incorrectas en vir­
tud de cómo representan las cosas. Y esta capacidad que tienen mis palabras
de representar las cosas correcta o incorrectamente requiere que estén en rela­
ciones semánticas con las cosas mismas: no con mis vivencias, sino con obje­
tos reales.
Dicho en los términos que acuñamos en el capítulo precedente, la posibi­
lidad de que mi respuesta sea incorrecta requiere tomar mis palabras como
caracterizando un acaecimiento, y no mis vivencias. A mi interlocutor no le
importan en absoluto la naturaleza de mis vivencias del paseo de Gracia, de la
plaza de Cataluña o de las calles de Barcelona; lo que le importa es la distri­
bución objetiva de las calles y plazas en la ciudad. Del mismo modo, si le doy
a alguien el siguiente mandato: ‘tráeme el ejemplar del Tractatus que está
sobre la mesa del seminario’, mi orden puede ser cumplida o quedar incum­
plida. Que ocurra una cosa u otra depende de que se dé o no una cierta situa­
ción objetiva, que involucra a mi interlocutor, una acción suya, un ejemplar del
Tractatus y la mesa de una cierta habitación: todos ellos elementos constitu­
yentes de los acaecimientos que conforman la realidad, no de mis vivencias.
La persona a quien doy el mandato poco puede hacer en relación con mis
ideas: que cumpla o incumpla mi mandato ha de tener que ver con las cosas
mismas. I^con^iG G ión-extem ista .deLs^ntidq^ común tiene que ver con estos
hechos ordinarios sobre el modo en que funciona_e;lienguaje_en circunstancias
p é ñ e c t ^ é W cotidiáñásT ef lenguaje es, esencialmente, una institución social,
úná'hefrámierita de uso mutuo por los miembros de' una comunidad cuyas
'“características céntrales ío relacionan con el mundo común a esos‘individuos.
nCocke nó"dispüta~‘estos_ hechos, péro insiste en que hacen referencia a un
sentido secundario de ‘significar’. Primariamente, mis palabras (en los dos
casos anteriores como en cualesquiera otros) significan mis ideas. Si, ulterior­
mente, consiguen conectar con una realidad independiente (o con las ideas de
otros individuos), ésta es una cuestión secundaria; secundaria respecto de la
relación semántica fundamental, que vincula palabras e ideas de quien las usa.
Es esta teoría, a mi juicio contraintuitiva, la que está contenidaenJa.tesis._cm-
cial de Loeke,la sp q la b ra s, en sil significación primaria, no están sino por_
Ideas en la mente d e jjuien ías usa. Para apreciarla cabalmente, quizás se deba
senfirTíastaqué punto es contraintuiti^Pué's_Lacke_aceptaríar'de'buen_p á d ó '
quífsü concepción del lenguaje es contraintuitiva. Lo coincidente con nuestras
intuiciones es el realismo ingenuo; y la idea de que las palabras significan direc­
tamente aspectos de la realidad objetiva va de suyo con el realismo ingenuo del
sentido común. Sin embargo, los argumentos (a)-(d) de III, § 2, diría Locke,
prueban bien a las claras que el realismo ingenuo es insostenible; el abandono
del extemismo semántico es una consecuencia del abandono del realismo inge­
nuo. Denominaremos intemismo semántico a concepciones del lenguaje de las
que la de Locke nos sirve de modelo paradigmático, según las cuales la signi-
ficációri primaria de ías palabras son ideas en la mente dequien las usa y no
elementos de lajrealidad extralingüística —que, a lo sumo, se vinculan con las
'palabras secundariamente, a través de sus vínculos naturales con las ideas.

El núcleo del intemismo semántico lo podemos definir así (entendemos por


extemismo semántico simplemente la concepción opuesta): las expresiones
que componen un lenguaje significan esencialmente entidades subjetivas, en
el sentido explicado en HI, § 2, aunqueTaccídentalmente^puedan significar
entidades objetivas. Las propiedades semánticas-esenciales de las expresio­
nes son aquellas en virtud de las cuales esas expresiones constituyen un cier­
to lenguaje en particular, entre todos los demás.
Por ejemplo, cabe imaginar un lenguaje en el que la expresión ‘rojo’ sig­
nifica tigre (es decir, una comunidad lingüística que usa el mismo sonido y el
mismo grafismo que usamos nosotros para el color rojo, pero lo aplica a los
tigres); pero un lenguaje en el que esa expresión significa tal cosa no sería,
ciertamente, el español que yo estoy utilizando en este escrito. Considérese,
por otra parte, la expresión ‘el primer español en ganar el Tour de Francia’. En
un sentido de ‘significar’, esa expresión significa a Federico Martín Bahamon-
tes. Pero esta característica semántica de la expresión no es una característica
esencial, sino accidental; pues la suposición de que ‘el primer español en ganar
el Tour de Francia’ designase más bien a Luis Ocaña (porque, pongamos por
caso, Bahamontes hubiese sufrido un accidente que le hubiese impedido ganar
eí Tour de 1959) no conlleva inmediatamente el que la expresión no pertenez­
ca al español que estoy utilizando; mientras que imaginar que ‘ciclista’ signi­
fica torero sí conllevaría que la palabra, así entendida, no perteneciese al len­
guaje que yo estoy utilizando. Las variaciones que podemos concebir en la his­
toria del ciclismo hispano no afectan al significado de ‘el primer español en
ganar el Tour de Francia’ en el lenguaje que yo estoy utilizando, incluso aun­
que tuviesén como consecuencia que esa expresión designase a una persona
distinta que aquella que de hecho designa; son accidentales respecto de la
semántica de mi lenguaje. En la concepción del lenguaje de Locke, las pro­
piedades semánticas esenciales de las palabras radican en su relación con
ideas, elementos de Las vivencias del individuo que las utiliza. Ulteriormente,
esas palabras también están relacionadas semánticamente con cosas; pero esta,
relación es accidental.
Precisamente el que esa relación ulterior sea accidental tiene una conse­
cuencia fundamental para Locke, que para nosotros será sintomática de una
concepción internista del significado. De acuerdo con la filosofía de Locke, es
sumamente plausible suponer que el mundo real consta de cosas sólidas, esfé­
ricas, etc. Es decir, es plausible suponer un mundo real con características obje­
tivas que corresponden bastante bien a las características de nuestras vivencias.
Es plausible suponer que, en general, cuantas veces tengo una vivencia de algo
#sólido# y #esférico#, hay realmente algo esférico y sólido. Es incluso razo­
nable suponer que hay “poderes” objetivos responsables de objetos fenoméni­
cos tales como #rojo# y #fa# (si bien, en este caso, muy “distintos” de estos
últimos, cf. V, § 2). Pero todo esto no son más que suposiciones plausibles;
incluso ésas, las más firmes de mis creencias, podrían ser falsas. La suposición
del Genio Maligno (o la de que soy un cerebro en una vasija) es, según la filo­
sofía de Locke, coherente; y, en ese supuesto, todas mis creencias sobre el
mundo extramental, incluso las más firmes, serían falsas. No sólo es que esas
suposiciones parezcan a Locke coherentes, sino que el diseño de una concep­
ción del lenguaje que las haga, efectivamente, coherentes es una de las moti­
vaciones cruciales para sú concepción de la intencionalidad y del significado,
lingüístico.
Dicho de otro modo, según Locke, ‘es posible que no haya nada real esféri­
co ni rojo’ es verdadero; y así con todos los enunciados que expresen las más fir­
mes de nuestras convicciones sobre el mundo extramental. Pero para que estos
enunciados modales sean aceptables es necesario concluir que sólo lo que las
palabras significan en su significación primaria (es decir, características de
las vivencias del individuo que las usa) cuentan entre las propiedades esenciales
de esas palabras. Esta es nuestra justificación, por tanto, para considerar la con­
cepción del lenguaje de Locke internista, por más que Locke, en consonancia con
su realismo por representación, conceda también un cierto papel semántico (como
“significaciones secundarias”) a características objetivas. Las “significaciones
secundarias” que Locke concede a las palabras están a la par que Federico Mar­
tín Bahamontes respecto de ‘el primer español en ganar el Tour de Francia’ en el
español que yo utilizo: son propiedades semánticas meramente accidentales _
Estas consideraciones, por sí solas, no deben verse cómo una objeción a
la concepción del lenguaje de Locke. Por el contrario, a la luz de lo dicho, se
puede inferir una consecuencia del extemismo semántico que a muchos lecto­
res resultará sin duda sorprendente: de acuerdo con el extemismo semántico,
el significado no es por completo independiente de la verdad. Qué significado
tengan las expresiones de un lenguaje depende en cierta medida de qué enun­
ciados de ese lenguaje sean verdaderos, de cómo de hecho sea el mundo extra-
mental y extralingíiístico. Si el extemismo fuese correcto, posibilidades escép­
ticas radicales como la del Genio Maligno serían estrictamente ininteligibles.
Como la gente suele considerar al menos inteligible la historia del Genio
Maligno, tenemos aquí una nueva razón para dudar de que una concepción
extemista sea razonable. Por otra parte, las hipótesis escépticas radicales son
tan extravagantes, que su inteligibilidad no puede considerarse un dato empí­
rico inapelable. En capítulos posteriores se ofrecerán consideraciones teóricas
en favor del extemismo, y se desarrollarán estas observaciones sobre la rela­
ción entre el significado y la verdad.
La concepción internista del lenguaje de Locke jderiva en su caso de una^
tesis 'ontofógi^lñ^iitivSéH éL niu^pjausible, a saber, la prioridad del peñsa-
miémo sobré ei lenguaje. Las expresiones del lenguaje sólo derivativamente
tiMefT'conlenídó. Los pensamientos- tienen intrínsecamente contenido; rio
deben su contenido al contenido de nada distinto de ellos mismos. En par­
ticular, no lo deben al contenido de las expresiones lingüísticas. Por tantos
podría, haber pensamientos sin lenguaje. (Los animales y los niños pequeños^
hacen real esa posibilidad.) Las palabras deben su contenido a su conexión
convencional con los contenidos de los pensamientos; sólo extrínsecamente (en
tanto que asociadas con ideas en el pensamiento de seres con la capacidad para
el mismo) tienen las expresiones lingüísticas significado. Por tanto, no podría
haber lenguaje sin pensamiento. Esta concepción está en Locke filosóficamen­
te sostenida por una teoría clara, y justificada mediante sólidos argumentos,
sobre el contenido de los pensamientos. Por lo demás, esta concepción onto-
lógica sobre las relaciones entre lenguaje y pensamiento no debe ser confun­
dida con el intemismo. Teóricamente al menos, es posible combinar la priori­
dad del pensamiento con puntos de vista extemistas; esta posibilidad teórica se
explorará en los capítulos XIII y XIV.
Hasta aquí hemos tratado de exponer las ideas de Locke del modo más
favorable a las mismas posible, realzando su carácter internista. Filósofos de
nuestro siglo, como el Wittgenstein de las Investigaciones, Sellars o Quine, han
señalado dificultades provenientes de ese intemismo de la concepción lockea-
na del significado, que serán expuestas más adelante. Concluiremos este capí­
tulo apuntando con mayor detalle dos fuentes de insatisfacción con la concep­
ción lockeana (pero sin pretender deducir de ellos una refutación de la misma).
La primera, que se expondrá a continuación, abunda en el conflicto entre las
tesis de Locke y el carácter social del lenguaje. La segunda, que se desarrolla­
rá en la siguiente sección, pone de manifiesto cómo las tesis de Locke conlle­
van puntos de vista antirrealistas intuitivamente poco plausibles.
Una muestra de las dificultade’s de Locke la encontramos en su explica­
ción de la convencionalidad del lenguaje. Este fenómeno (del que daremos una
explicación cumplida en el capítulo séptimo) está estrechamente relacionado
con el carácter social de los lenguajes naturales. Locke echa mano de su cul­
tura latina para referirse a él: “Y es así que el gran Augusto, en la posesión de
aquel poder que gobernaba el mundo, reconoció que no podía crear una nueva
palabra latina.” (Essay, libro iii , cap. II, § 8 .) El pensamiento de Augusto que
aquí recoge Locke, sin duda acertado, debe interpretarse como un humilde
correctivo a pretensiones como la de Humpty Dumpty en este texto de Alicia
a través del espejo:

‘Pero “gloria” no significa “un bonito argumento contundente”, objetó


Alicia.
‘Cuando yo uso una palabra’, dijo Humpty Dumpty en un tono más bien
condescendiente, ‘la palabra significa exactamente lo que yo escojo que signi­
fique’.
‘La cuestión está’, dijo Alicia, ‘en si usted puede hacer que las palabras
signifiquen tantas cosas distintas'.
‘La cuestión está’, dijo Humpty Dumpty, ‘en quién manda aquí —eso es
todo’.5

Que el lenguaje es convencional, podríamos decir, significa que el que una


palabra, con un cierto significado, pertenezca al lenguaje, depende de que exis­
ta el acuerdo entre los usuarios del mismo en utilizarla de un modo regular con
ciertos fines comunes en determinadas situaciones. Es por eso que las dudas
de Alicia, en el sentido de que alguien pueda hacer que una palabra “tenga tan­
tos significados como él guste”, están justificadas. Y es por eso que introducir
una nueva palabra no requiere meramente el poder que reclama Humpty
Dumpty. Los que tienen poder están ciertamente más capacitados que los que
no lo tienen para introducir una nueva convención; pueden, por ejemplo, hacer
que los periodistas de la televisión pública deslicen la palabra repetidamente
en las noticias de la noche. Pueden recurrir a la tortura, a la policía secreta, etc.

5. Lewis Carroll, A tice’s Adventures itt W onderland and Through the Louking Giass, 190.
Pero, en cualquier caso, crear una práctica social no es tan sencillo como
Humpty Dumpty pretende. Ese parece ser también el sentido del pensamiento
de Augusto,
Sin embargo, Locke no puede interpretar así este pensamiento. Para Loc­
ke, la convencionalidad del lenguaje no puede consistir en algo muy distinto
de aquello que Humpty Dumpty parece tener en mente cuando dice “cuando
yo uso una palabra, esa palabra significa exactamente lo que yo escojo que sig­
nifique”; a saber, en la arbitrariedad que me asiste al asociar una expresión
con un significado. Y es así como de hecho interpreta Locke el pensamiento
de Augusto; a las palabras antes citadas en que expone ese pensamiento suce­
den éstas: “que es tanto como decir que no quedaba a su arbitrio [el de Augus­
to] determinar de qué idea había de ser signo un sonido cualquiera en las bocas j
y en el lenguaje común de sus súbditos”. Es cierto que estas palabras parecen
apuntar no sólo al elemento de arbitrariedad que destaco como su modo de
entender la convencionalidad lingüística, sino también al elemento social; y
este mismo elemento parece estar presente en la siguiente afirmación del mis­
mo texto: “Es cierto que el uso común, a través de un acuerdo tácito, hace
corresponder en todos los lenguajes ciertos sonidos a ciertas ideas, limitando
de modo tal la significación del sonido que un hombre no habla con propiedad
a menos que lo aplique a la misma idea; y me permitiré añadir que, a menos
que las palabras del hablante provoquen en su audiencia las mismas ideas que!
aquellas por las que él las hace estar, no habla inteligiblemente ” Pero se apun­
ta un matiz adversativo en esta concesión de Locke al “uso común”; este matiz
se hace explícito en la última frase del parágrafo: “Pero cualesquiera que sean!
las consecuencias del hecho de que un hombre use sus palabras de modo dife-j
rente, ya sea del significado común, ya sea del sentido particular de la persona;
que se dirige a él, es bien cierto que su significado, en el uso que él hace dei
ellas, se limita a sus ideas, y que no pueden ser signos de ninguna otra cosa.j
La convencionalidad lingüística, pues, consiste puramente en la libertad que
me asiste de asignar a un sonido una cualquiera de mis ideas; pues la signifi­
cación de las palabras descansa en último extremo en estas asociaciones que
cada hablante realiza entre ellas y sus particulares ideas. La convencionalidad
del lenguaje, tal como entendemos ordinariamente esta noción, reside en que
usamos las palabras con la intención de atenemos al hacerlo a una práctica
común; una práctica común que, necesariamente, suponemos comúnmente
conocida. Para Locke, tal convencionalidad consiste en algo bien distinto; con­
siste exclusivamente en que las palabras son “signos voluntarios” y no natura­
les, signos relacionados con sus significados primarios por la imposición arbi­
traria de cada usuario.
Quizás parezca excesiva la afirmación de que Locke no puede interpretar
la convencionalidad del lenguaje en los términos sociales en que intuitivamen­
te entendemos esa idea. Podría decirse (y ése parece ser eí sentido de las pala­
bras del propio Locke) que, incluso admitiendo que la convencionalidad lin­
güística consista primero en la libertad de cada hablante para asociar palabras
con ideas, ulteriormente Locke puede recoger el aspecto social en términos de
la exigencia de que los hablantes de un mismo lenguaje asocien las mismas
jpalabras con las mismas ideas. Eso es precisamente lo que sugiere en los tex-
¡tos precedentes: compartir un lenguaje, comunicarse mediante él, consiste en
que los hablantes “impongan” de hecho las mismas palabras a las mismas
ideas. En la concepción del lenguaje de Locke, los lenguajes son necesaria­
mente idiolectos: pues las propiedades semánticas esenciales de las expresio­
nes lingüísticas las vinculan con entidades esencialmente subjetivas, según
hemos explicado con detalle. Las propiedades semánticas esenciales de las
palabras no pueden ser compartidas por diferentes individuos. Ahora bien, aun­
que dos individuos no pueden compartir las mismas vivencias-ejemplar, cabe
que tengan vivencias con caracerísticas similares. Lo que sí parece accesible a
Locke — y lo que él mismo parece sugerir en los textos citados— es definir, a
partir de su noción fundamental de lenguaje como el idiolecto de un individuo,
el lenguaje como una entidad social. En ese sentido social, las palabras podrí­
an quizás significar tipos que se suponen compartidos por las vivencias de los
diferentes hablantes.
Hay aún, sin embargo, una dificultad sutil, pero grave en esto. Lo sutil de
la dificultad explica que la pasemos por alto fácilmente. En mi opinión, es
innegable que hay vivencias, con cualidades sensibles de las que somos cons­
cientes, caracterizadas por las cuatro propiedades que enunciamos en III, § 2.
Pero la tesis crucial de la filosofía de Locke va más allá de la mera consta­
tación de la existencia de qualia. La tesis'crucial:—que desarrollamos en III,
§ 3— es más bien que el contenido de todo estado intencional está constitui­
do por estas entidades. Sólo nuestras vivencias nos son directamente conoci­
das, y nuestro concepto de cualquier cosa distinta de nuestras vivencias (los
estados de cosas que presuntamente las causan, o las vivencias que los pre­
suntos estados de cosas presuntamente causan en otros) se puede expresar sin
residuo alguno haciendo exclusivamente referencia a nuestras vivencias. Es
esta tesis, y sus implicaciones, lo que tendemos a pasar fácilmente por alto:
Nada más natural, pues es realmente difícil perseverar en tenerla presente. Uno
examina los argumentos que la sustentan, le parecen razonables, la “siente” por
un momento... y se olvida de ella en cuanto deja de “filosofar”. Hay una bue­
na razón para ello. Como expusimos en ID, § 3, cabe aceptar la existencia de
vivencias y sus cualidades sensibles invirtiendo sin embargo la tesis central de
Locke: en lugar de constituir los estados cuyo contenido concierne al mundo
externo inferencias implícitas basadas en actos de notar nuestras vivencias, son
más bien los estados cuyos objetos intencionales son vivencias los que inferimos
a partir de aquéllos. La concepción de las vivencias en las que éstas juegan un
papel como el que se acaba de bosquejar es mucho más plausible que la de Loc­
ke; es una concepción así la que, sin apreciarlo, confundimos con la suya.
Al caer en esa confusión, perdemos de vista las verdaderas implicaciones
de la teoría de Locke; entre ellas, una pertinente para esta discusión. Desde el •
punto de vista de Locke, sólo puede ser una hipótesis, que en ningún caso pue- i
de constituir conocimiento, el que otros hombres tengan vivencias del mismo
tipo que las mías. El propio Locke formuló la célebre hipótesis del espectro
invertido, que pone de manifiesto bien a las claras la privacidad epistémica de
los objetos fenoménicos (el hecho de que las características de mis vivencias
sólo a mí me son conocidas, que los demás sólo pueden formular hipótesis
sobre su naturaleza).6 Podría ocurrir que la idea que en mí producen las super­
ficies que denomino rojas fuese producida en otros hombres por las que de­
nomino violeta; y que lo mismo ocurriese sistemáticamente con todos los colo­
res que figuran en el espectro entre estos dos. Si así fuese, convendríamos en
qué ocasiones ‘esta esfera es roja’ es verdadera, y aun así ‘#rojo#’ designaría
diferentes características de nuestras vivencias. Convendríamos también — si la
inversión fuese apropiadamente sistemática— en todas las aseveraciones sobre
relaciones entre colores, y aun así entenderíamos de modo sistemáticamente di-.,
ferente esas asociaciones. Convendríamos en que ‘se obtiene verde combinan­
do azul y amarillo’, pero los otros asociarían con los términos de color en ese
enunciado cualidades sensibles distintas de las que yo asocio con ellos. En este
caso, sólo aparentemente habría comunicación entre nosotros; en verdad yo
hablaría un lenguaje distinto al que hablan los demás. De los puntos de vista
de Locke sobre la relación entre las vivencias, los estados de cosas, y sus
características respectivas, se sigue que el lenguaje que cada uno de nosotros
habla es epistémicamente privado: es imposible saber si, en su significación
primaria, las palabras significan para nosotros lo mismo que significan para los
demás. No podemos saber si hablamos en realidad el mismo lenguaje. De
modo que Locke no puede reconstruir la noción de un mismo lenguaje con-¡
vencionalmente compartido, a partir de su noción básica de idiolecto. Cuando
menos, no puede hacerlo si el aspecto social en la noción de convención pre­
supone que los individuos que participan de una misma convención comparten
su conocimiento.
Lo que aquí hemos hecho no ha sido propiamente formular un argumentos
contra Locke, sino meramente tratar de hacer manifiesta una cierta perplejidad.
La perplejidad es en suma la siguiente. El lenguaje es social, pensamos; hablar
un lenguaje es participar de una práctica común.7 Compartir un lenguaje con­
siste en que el lenguaje sea conocimiento mutuo entre sus usuarios: cada usua­
rio conoce el significado de las palabras, conoce que los demás asignan ese
mismo significado a las palabras, y conoce también que los demás esperan lo
mismo respecto de él; por consiguiente, compartir un lenguaje implica saber
que atribuimos los mismos significados a las mismas expresiones. Podemos]
convenir con Locke en que los hablantes actuales del español no podemos dej
hecho saber con certidumbre que hablamos exactamente el mismo lenguaje,'
por cuanto quizás cada hablante asocie con expresiones para significar qualiá
(expresiones como ‘#rojo#’ o 4#cosquilleo placentero#’) referentes ligeramente

6. Cf. Essay, libro ii, cap. xxx u , § 15.


7. Esto no significa que no pueda haber un lenguaje que, de hecho, sólo una persona habla: Robinson Cru-
soe bien pudo inventar un código para su propio uso, y esta posibilidad ciertamente no nos está vedada a ninguno de
nosotros. Pero también esos lenguajes “privados” admiten la posibilidad de ser públicos; también ellos podrían ser
compartidos. El lenguaje es social, pues, en el sentido de que todo lenguaje p o d ría ser com partido.
distintos; pero al menos, pensamos, existe la posibilidad de establecer si ello
es así o no. La perplejidad provocada por la concepción del lenguaje de Loc­
ke reside en que, de acuerdo con sus puntos de vista, esa posibilidad no exis­
te en realidad; y no respecto de un subconjunto de las expresiones, sino de la
totalidad de las mismas. Cada individuo tiene un acceso privilegiado a sus
ideas; taJ acceso queda vedado a los demás. A mí no me puede asistir duda
alguna respecto de si la idea que caracteriza mi percepción presente es o no la
que siempre he denominado ‘rojo’; yo soy la última autoridad en la materia. Y
también la única: ningún otro individuo puede establecer ese hecho. Y el sig­
nificado de todas las expresiones se define a partir del significado de expre­
siones con esos rasgos. Es esta diferencia entre las ideas comunes sobre el len­
guaje y los puntos de vista de Locke la que se traduce en el distinto énfasis en
los diferentes aspectos del hecho de la convencionalidad lingüística que hemos
venido discutiendo.
Ahora bien, la constatación de un conflicto entre una teoría filosófica y
nuestras intuiciones no es un argumento contra ella, sólo una fuente de per­
plejidad. Para convertir la perplejidad en un argumento debemos en primer
lugar justificar ese aspecto de nuestra concepción intuitiva del lenguaje que el
análisis de Locke no parece poder recoger, a saber, que un lenguaje ha de poder!
ser bagaje común de una comunidad de individuos. Locke, razonablemente,]
nos pediría una justificación de esa idea, y, si no podemos ofrecerla, mal pode-!
mos pensar que tenemos un argumento serio contra él. Esta justificación la
encontraremos en las consideraciones de Wittgenstein en las Investigaciones
filosóficas sobre la necesaria nonnatividad del lenguaje. Una vez nos hayamos
convencido de que unTeííguaje debe tener íse rasgo, debemos entonces esta­
blecer claramente por qué un lenguaje lockeano carece de él. Estaremos enton­
ces en disposición de rechazar racionalmente una concepción del lenguaje
como la de Locke. Observaremos también cómo de las consideraciones de
Wittgenstein se desprende no sólo que nuestro lenguaje no es epistémicamente
privado, como sostiene Locke, sino que no puede haber un lenguaje
epistémicamente privado.

3. Esencias nominales y esencias reales

Una segunda dificultad de la concepción del lenguaje de Locke se pone de


manifiesto cuando pasamos a considerar algunas consecuencias que tal con­
cepción tiene para la semántica de ciertas expresiones que significan ideas
complejas, los términos de género natural como ‘oro’ o ‘tigre’ y los términos
singulares como ‘esta esfera’. Los primeros significan lo que Locke llamaba
esencias, y los segundos lo que él llamaba sustancias. Unos y otros están estre­
chamente relacionados, como Locke vio. Consideraremos aquí sólo los pri­
meros.
Los ténminos de género natural son o bien términos generales, que se apli­
can a una clase de objetos —como ‘tigre’— o bien términos de masa, como
‘oro’, ‘sal', ‘agua’ o ‘pimienta’. La diferencia entre los primeros y los segun­
dos no es muy importante para nuestros fines presentes. Tanto los primeros
como los segundos nos sirven para identificar objetos a través del tiempo: deci­
mos 'el tigre que nos hemos encontrado hoy es el mismo que nos atacó ayer’,
y también ‘el oro de este anillo es el mismo que el de los pendientes de mi
abuela’. En este sentido, tanto los unos como los otros identifican particulares,
o, como Locke dice, sustancias. La diferencia entre los primeros (‘tigre'), y los
segundos (‘oro’) está en que aquéllos nos permiten contar. Dado un dominio
de sustancias, la pregunta ¿a cu ántas se aplica P ? puede en general recibir
como respuesta un número cardinal determinado si P es un término como
‘tigre’, pero no si P es uno de masa. Matices irrelevantes al margen, la expli­
cación de esto reside en que las partes de los tigres nó son tigres, mientras que
las partes de un material cualquiera como el oro son ellas mismas oro también.
Es así que una pregunta como ‘¿cuántos “oros” hay a q u í? '— caso de estar sin­
tácticamente bien construida— no podría recibir una respuesta determinada;
por eso, probablemente, no está bien construida: los términos de masa no se
pueden poner en plural (sin que, al hacerlo, dejen de funcionar como términos
de masa).
Más relevante que las diferencias que los distinguen es para nosotros lo
que tienen en común: intuitivamente, aquellas sustancias a los que unos y otros
se aplican —como su nombre ( ‘géneros n a tu ra les *) sugiere— tienen, indepen­
dientemente de nuestros intereses y hábitos clasificatorios— esto es, de un
modo “natural”— , “algo en común”. Es precisamente por relación a la persis­
tencia de “eso común” que identificamos particulares a través del tiempo con
ayuda de términos de género natural. Que un objeto sea una punta de lanza o
más bien la cabeza de un hacha depende de la función a que se le destina en
una cierta sociedad; que algo sea o no un ejemplo de su cied a d o de desorden
depende de preocupaciones humanas relativamente arbitrarias desde un punto
de vista cósmico. Términos como éstos no clasifican las cosas siguiendo
coyunturas objetivamente trazadas (y, en consecuencia, sus criterios de aplica­
ción son sumamente vagos). Por contra, que un objeto sea un murciélago, o
una cantidad de oro, no parece depender en absoluto de nada arbitrario. Este
“algo en común” que suponemos comparten objetivamente los particulares a
los que se aplica un término de género natural (objetos que por lo demás pue­
den diferir en muchas de sus propiedades: una pieza de oro puede ser un ani­
llo, y otra unos pendientes; dos murciélagos pueden tener distinto tamaño,
etc.), es, diremos, su esencia. La esencia tigre es aquello, sea lo que sea, de
cuya presencia o ausencia depende que ‘tigre’ se aplique o no a una entidad^
Locke sostiene que hay dos modos distintos de entender las esencias, y,
con ello, dos teorías distintas del significado de los términos de género natu­
ral. Con el fin de distinguir ambos sentidos, Locke acuñó un término para cada
uno de ellos: ‘esencia nominal’ y ‘esencia real’, respectivamente. La esencia
nom inal constitutiva de un cierto género natural son las propiedades (primarias
o secundarias) que correspondan a un conjunto de ideas simples, conjunto que
nosotros utilizamos para clasificar a los objetos como perteneciendo al género
en cuestión. El conjunto de ideas constituye el significado del término, y la
esencia nominal es la entidad objetiva que corresponde en el mundo a esas
ideas, a saber, el conjunto de propiedades que causan esas ideas simples. El
significado de ‘oro’ estaría constituido por las ideas #amarillo#, #brillante#,
#sólido#, etc., y la esencia nominal por el conjunto de propiedades, primarias
y secundarias, que causan normalmente esas ideas. El significado de ‘tigre5
puede estar constituido por las ideas de una cierta forma espacial, un cierto
color ~#rayas negras sobre fondo ocre-amarillo#-, etc., y la esencia nominal
por las propiedades de los tigres que producen en nosotros esas ideas. Estas
I ideas son complejas, en el sentido de que sus componentes están cognosciti-
\ vamente asociados entre sí; justamente la asociación entre las ideas es el fun-
j damento para la inferencia de que hay una esencia nominal que les correspon-
: de (algo objetivo que explica que las ideas en cuestión estén asociadas en nues-
; tro entendimiento). La tesis de que el significado de ‘tigre’ es una idea com­
pleja es la tesis de que una condición necesaria y suficiente para entender ese
término es poseer la capacidad de inferir, a partir de la afirmación de que algo
es un tigre, que ese objeto tiene propiedades que producen en mí la idea #for-
ma coloreada con rayas negras sobre fondo amarillo-ocre#, propiedades que
producen en mí la idea #forma con cuatro patas y rabo#, y así sucesivamente
con el resto de ideas simples que “componen” la idea compleja.
■Tal como advertimos anteriormente, Locke emplea de un modo sistemáti­
camente ambiguo el término ‘idea’; él mismo advierte al lector en un texto
antes citado (en III, § 2) que en muchas ocasiones usa ‘idea’ para referirse a
la propiedad objetiva que causa, y es por tanto la significación natural de lo
que propiamente hablando sería una idea. Pues bien, esta impropiedad se trans­
mite al uso de la palabra ‘esencia nominal’. Propiamente hablando, la esencia
nominal es, como se acaba de decir, el conjunto de propiedades de un objeto
que justifica eí clasificarlo como perteneciendo a un cierto género. Por tanto,
la esencia no puede estar constituida por ideas. Sin embargo, Locke denomina
‘esencia nominal’ en muchas ocasiones al conjunto de ideas simples causadas
por las propiedades constitutivas de la esencia nominal, es decir, a la idea com­
pleja que constituye el significado deí término de género natural. Como ocu­
rre en otras ocasiones similares, esta confusión no produce generalmente
malentendidos. Sin embargo —con ayuda de nuestras cuasi-comillas para indi­
car propiedades notadas en nuestras vivencias— , yo he tratado de evitarla al
introducir la noción de esencia nominal, y, aun a riesgo de una cierta verbosi­
dad, continuaré ateniéndome a la práctica de discernir claramente las ideas de
las propiedades en las cosas que las causan.
Como el propio Locke admite, la propuesta según la cual el significado de
los términos de género natural es una esencia nominal tiene consecuencias cla­
ramente contraintuitivas. Debe tenerse presente que los elementos de las esen­
cias nominales son necesariamente cualidades discemibles perceptualmente:
son cualidades que producen ideas simples. Supongamos que se introdujera
una nueva propiedad como elemento de la esencia nominal del oro; por ejem­
plo, que se decide que la idea (convengamos por comodidad en que es una idea
simple, aunque no lo sea) #disol verse en mercurio#, por ir regularmente aso­
ciada con las piezas de oro, va a formar parte del significado de 'oro', y que
en consecuencia la propiedad en los objetos que cause esa idea formará parte
de la esencia nominal del oro. De acuerdo con la propuesta de Locke, esta deci­
sión constituye un cambio en el significado de ‘oro’. Estrictamente hablando,
tenemos aquí los términos ‘o ro/, cuyo significado es el que tenía ‘oro’ antes
de tomar ía decisión mencionada, y ‘oro2\ cuyo significado es el resultante de
añadir al significado del anterior la nueva idea simple que decidimos conside­
rar definitoria de esa materia —solubilidad en mercurio. Imaginemos que antes
de asociar el nuevo criterio con ‘oro’ juzgué que una cierta cantidad de mate­
rial era oro, y después de conocido el nuevo criterio y establecida la nueva con­
vención, compruebo que el material no es soluble en mercurio, y que no exis­
te razón alguna para pensar que lo hubiera sido cuando antes juzgué que era
oro. Intuitivamente describiríamos estos hechos diciendo que la pieza no es, ni
ha sido nunca, oro: parecía oro, pero no lo era. Pero la teoría según la cual los
términos de género natural significan esencias nominales no nos permite decir
tal cosa. Lo que habríamos de decir, más bien, es que el material era y es oro,,
pero no era ni es oro2.
Locke explica las intuiciones que se oponen a su teoría en virtud de nues­
tra tendencia a usar los términos de género natural de acuerdo con otra pro­
puesta diferente sobre su significado. De acuerdo con esta segunda propuesta,
las esencias comunes a todas las sustancias a las que se aplica correctamente
el término no son las esencias nominales, sino lo que Locke llama ‘esencias
reales’. La esencia real es una (en muchos casos meramente presunta) c o n sti­
tución in tern a , a descubrir a p o ste rio ri , esto es, mediante la investigación
empírica, que explica, entre otras cosas, que los objetos en cuestión tengan la
esencia nominal asociada con el género natural. La esencia real del agua, por
ejemplo, es aquello que hoy describiríamos diciendo que el agua está consti­
tuida por moléculas de H20 , pues es esta constitución interna la que explica
que el agua sea un líquido incoloro, inodoro e insípido que calma la sed
—suponiendo que estas tres propiedades constituyan la esencia nominal del
agua. La esencia real del oro nos la da una descripción de las características
distintivas del átomo de oro, pues, de nuevo, son estas características las que
explican causalmente que las piezas de oro tengan típicamente un cierto color,
un cierto peso, una cierta maleabilidad, que sean solubles en mercurio, etc. La
esencia real de los tigres es, podríamos decir, el “genoma tigril”, el conjunto
de los rasgos genéticos característicos de los tigres —conjunto de rasgos gené­
ticos que explica la forma y el color que acostumbran a tener los tigres, y tam­
bién que los tigres se puedan reproducir entre sí dando lugar a tigres, pero no
se puedan reproducir con caimanes para dar lugar a caimanes atigrados.
De acuerdo con esta teoría, lo constitutivo de un género natural, aquello
necesario y suficiente para que un término de género natural se aplique a un
objeto, no es que ese objeto tenga una cierta esencia nominal, sino que el obje­
to tenga una cierta estructura interna. La esencia nominal es un mero in d ica ­
do r fa lib le de la presencia de la esencia real. Podría ser que un objeto tuviese
la esencia nominal de los tigres y no fuese un tigre (que fuese, por ejemplo,
un robot hábilmente diseñado), porque careciese de la esencia real de los tigres.
Y podría también ocurrir que un objeto fuese un tigre y no tuviese la esencia
nominal de los tigres (porque, digamos, diversos fallos en el desarrollo del
fenotipo a partir del genotipo han producido un monstruo que se parece más a
un perro que a un tigre). Si la significación secundaria de un término de géne­
ro natural es aquello que determina las condiciones necesarias y suficientes que
un objeto debe cumplir para que el término se aplique a él, esta propuesta sos­
tiene que la significación secundaria de los términos de género natural es una
esencia real.
Locke parece estar en lo cierto al pensar que una teoría como ésta se acer­
ca mucho más a dar cuenta de nuestras intuiciones semánticas que la que él
propone en su lugar. La teoría del significado de los términos de género natu­
ral que el propio Locke recomienda (según la cual esos términos significan
esencias nominales) violentaría nuestras intuiciones, haciéndonos llamar ‘tigre'
ai aparente tigre que no comparte en absoluto el genoma con los demás tigres,
por cuanto ni siquiera es un ser vivo (es un robot hábilmente diseñado), pero
sí comparte su esencia nominal; y obligándonos a no considerar correcto lla­
mar ‘tigre’ al tigre malformado, que no comparte la esencia nominal con los
otros tigres, pero sí el genoma —proveniente de la dotación genética de tigres
bien constituidos y que quizás capacite a su portador para engendrar tigres bien
constituidos.
La teoría según la cual los términos de género natural significan esencias
reales, por contra, no sólo nos permite describir estos casos de acuerdo con
nuestras intuiciones, sino también el ejemplo anterior relativo a la introducción
de un nuevo criterio observacional como marca característica dei oro (solubi­
lidad en mercurio). Modificar la esencia nominal asociada con un término de
género natural, de acuerdo con esta teoría, no es más que introducir nuevos
modos de determinar la presencia de la esencia real, pero no supone en abso­
luto modificar su significado. Así, cuando descubrimos que un anillo que nos
habían vendido como siendo de oro no pasa este nuevo test, podemos descri­
bir la situación, de acuerdo con esta teoría, tal como intuitivamente lo haría­
mos: diciendo que nos habíamos equivocado al juzgar que el anillo era de oro,
en lugar de decir, como la teoría de Locke nos forzaría a hacer, que el anillo
era de oro en ei sentido anterior de la palabra ‘oro’ pero no lo es en el nuevo.
La teoría de las esencias reales permite también entender Ja finalidad de intro~
ducir nuevos elementos en la esencia nominal: lo que pretendemos es acercar­
nos a determinar mejor la esencia real, y con ello el significado del término.
Que esta segunda teoría se adecúa mejor a nuestras intuiciones semánticas
que la recomendada por Locke se ve también considerando situaciones ficti­
cias populares en la filosofía contemporánea. Imaginemos que hay un planeta
lejano (llamémosle ‘Bitierra’) en que hay océanos, lagos y ríos, llenos de una
sustancia incolora, inodora e insípida que calma la sed. Imaginemos, sin
embargo, que estructuralmente esa sustancia es muy distinta del agua. No está
constituida por moléculas de H20 , sino por moléculas completamente distintas,
no compuestas de átomos de hidrógeno ni oxígeno, digamos de XYZ. La dife­
rencia se pone de manifiesto en reacciones químicas observables; pero tales
reacciones son ajenas al trato ordinario de los habitantes del planeta con la sus­
tancia, que es en todo similar al nuestro con el agua. ¿Se aplica nuestro térmi­
no ‘agua’ a las partes de esa sustancia? Las intuiciones semánticas de muchos
hablantes dicen que no se aplica. Imaginemos ahora que ese planeta estuviese
habitado por individuos que usan la expresión ‘ughaa’ para referirse a esta sus­
tancia. En virtud de las mismas intuiciones, no sería razonable traducir ‘ughaa’
por ‘agua’. Lo contrario nos llevaría a proponer traducciones claramente inco­
rrectas. Imagínese que un hablante biterráqueo dice ‘ne: ughaa enhe thege’, y
que las traducciones correctas de los restantes términos son: ‘no es el caso
que’, para ‘ne:’, ‘contiene’ para ‘enhe’ y ‘oxígeno’ para ‘thege’. Si aceptamos
la traducción de ‘ughaa’ como ‘agua’, nos veríamos forzados a decir que el
biterráqueo ha dicho algo falso (que el agua no contiene oxígeno), cuando,
intuitivamente, lo que ha dicho es verdadero. Imaginemos ahora que el bite­
rráqueo es en realidad muy similar al español en su fonología, tan similar que
la palabra que aplican sus hablantes a esa sustancia que llena sus mares, ríos
y lagos y calma su sed no es ‘ughaa’ sino una que suena exactamente como
‘agua’. No parece que esta modificación cambie la situación en cuanto a que
‘agua’, en biterráqueo, no significa lo mismo que ‘agua’ en español. Por últi­
mo, imaginemos que de lo que se trata es de comparar el significado de ‘agua’
para estos individuos con el significado de ‘agua’ en el español del siglo xvm
— de modo que nadie, ni en la Tierra ni en la Bitierra, sabe lo suficiente para
realizar los experimentos que permiten distinguir el agua del líquido aparente­
mente similar en la Bitierra. Tampoco esta última modificación parece afectar
a la intuición de que el significado de ambos términos es distinto, porque el
término ‘agua’ del español del siglo xvm no se aplica a la sustancia de la Bitie-
rra, aunque sí a la de la Tierra, mientras que el término ‘agua’ de los bite-
rráqueos se aplica a la sustancia que llena sus océanos, pero no a la que llena
los de la Tierra. Sin embargo, la esencia nominal que un hablante del español
del siglo xvm podía asociar con la palabra ‘agua’ es en todo similar a la que
un biterráqueo asocia con su término ‘agua’, e incluso los sonidos que utilizan
para clasificar esa sustancia son del mismo tipo. Es la esencia real la que difie­
re. De nuevo, la única explicación de nuestros juicios intuitivos es que, como
Locke dice, usamos los términos de género natural bajo el supuesto de que sig­
nifican una cierta esencia real, una cierta constitución interna causalmente
explicativa de la esencia nominal y de la que la esencia nominal no es en con­
secuencia más que un síntoma, falible como suelen ser los síntomas.8
Pese a ver con claridad adonde apuntan nuestras intuiciones semánticas
sobre el funcionamiento de los términos de género natural, Locke mantiene

8. Cf. Essay, libro tu. cap. vi, §§ 48-49; libro ui, cap. IX. § 13; libro m, cap. x, § 19. El argumento de la Bitie­
rra procede de Hilary Putnam, “El significado de ‘significado”'. En este artículo Putnam recupera la idea de Locke
de que los términos de género natural se aplican com o si significasen esencias reales (pero discrepa de la tesis de Loc­
ke de que no deberían usarse así). Ideas similares se encuentran en El nom brar y la necesidad, de SauL Kripke.
empero que debemos corregir estas intuiciones y usarlos de acuerdo con su
propia teoría. En rigor, él piensa que la propuesta alternativa presupuesta por
el sentido común es incoherente. Este es su argumento. En la mayoría de los
casos usamos términos de género natural aun cuando las presuntas esencias
reales características de esos géneros nos son desconocidas (piénsese, sin ir
más lejos, en ‘tigre’ o ‘hombre’). Por todo lo que sabemos, podría ocurrir que
las presuntas esencias reales ni siquiera existieran, que no hubiese ninguna
constitución interna común a todos los tigres; análogamente, podría no haber
habido ninguna constitución interna común a todas las partes del oro o del
agua, sin que ello hubiese afectado al uso que los hablantes del español ha­
cían de esos términos antes deí descubrimiento de las que ahora consideramos
esencias reales de esos géneros naturales.9 Tenemos ejemplos de ello. Los tér­
minos para enfermedades se usan como los términos de género natural, y nues­
tras intuiciones respecto a su uso permitirían elaborar consideraciones simila­
res a las anteriores. (Supóngase conocido el proceso bioquímico constitutivo
de lo que llamamos ‘SIDA’, e imagínese un planeta lejano en que una enfer­
medad tiene la'misma esencia nominal que el SIDA, pero el proceso bioquí­
mico que explica esa esencia nominal —esos síntomas— es completamente
distinto. De nuevo, nuestras intuiciones apuntan a que la enfermedad no sería
un caso del SIDA.) Pero el uso de la palabra ‘cáncer’ ha resistido el descubri­
miento de que bajo esa palabra se esconden muchas “constituciones internas”
muy distintas entre sí. (Por el momento, cerca de las trescientas.) Parece que
en ese caso hemos decidido usar el término de acuerdo con la propuesta de
Locke.
La cuestión del significado de los términos de género natural nos permite
apreciar mejor el intemismo característico de la concepción del lenguaje de
Locke, porque aquí vemos que no se trata, ni mucho menos, de una propuesta
inocua. La convicción intuitiva que Locke pone de relieve, según ía cual los
términos de género natural significan esencias reales, es un aspecto más del
extemismo que caracteriza a la representación preteórica que nos hacemos de
las propiedades semánticas de las palabras. Por contra, la tesis nominalista de
Locke — según la cual esos términos sólo pueden significar esencias nomina­
les— es una consecuencia del intemismo de su concepción del lenguaje. Acep­
tar que los significados de los términos de género natural sean esencias reales
(esencias reales que en la mayoría de los casos son meramente hipotéticas)
contradice a juicio de Locke su tesis semántica fundamental según la cual las
palabras significan inmediatamente ideas en la mente de quien las usa. Siendo
las esencias reales hipotéticas, es claro que no tenemos ideas de ellas. El con­
flicto entre ía propuesta implícita en él uso'cómúh, de acuerdo con la cual las
esencias nominales no son más que meros indicadores falibles de los verdade­
ros significados, y la concepción del significado de Locke deriva de dos con­
secuencias de la concepción “intuitiva” de los términos de género natural. Una

9. Cf. Essay, libro m, cap. vi, §§ 8-9; libro m, cap. vi, § 49-50; libro ni, cap. !X, § 13; libro m, cap. x, § 20.
es que algo puede pertenecer a un género natural sin que nosotros estemos nun­
ca en disposición de determinar que ello es asi, por favorables que sean las cir­
cunstancias epistémicas; otra, que algo puede no pertenecer al género natural
aunque nosotros, en las más favorables circunstancias cognoscitivas, decidiría­
mos que sí pertenece a él.
El lector puede estarse preguntando por qué piensa Locke que existe una
incompatibilidad entre la tesis de que sólo la esencia real constituye las con-
diciones necesarias y suficientes para la aplicación de un término de género
natural y su concepción del significado. Locke admite que una palabra como
'rojo’ significa indirectamente una propiedad objetiva de las cosas, la propie­
dad causalmente responsable de la idea. Del mismo modo, una palabra como
‘tigre’ significa indirectamente una esencia nominal, el conjunto de propieda­
des causaimente responsables de las ideas simples que constituyen la idea com­
pleja directamente significada por la expresión. ¿Por qué no decir que esa idea
compleja significa de modo natural, no la esencia nominal, sino la esencia real?
Ello permitiría a Locke decir que ‘tigre’ significa indirectamente esa esencia
real, la constitución interna de los tigres. Y la propuesta parece estar perfecta­
mente en la línea de las ideas de Locke, porque del mismo modo que la esen­
cia nominal causa la idea compleja, por hipótesis la esencia real (caso de que
exista) causa la esencia nominal, y, por ende, la idea compleja. Que el agua
esté constituida por moléculas de HLO explica, entre otras cosas, que el
agua tenga las propiedades que causan en mí ideas de objeto incoloro, inodoro,
insípido, calmante de la sed, etc. Los rasgos genéticos característicos de los
tigres explican causalmente que los tigres tengan (típicamente) una cierta for­
ma, un cierto color, etc., es decir, una esencia nominal, y a su vez que esa esen­
cia nominal se me manifieste como una cierta idea compleja.
La razón por la que Locke éncuentra esta propuesta incompatible con su
epistemología y su concepción de la representación (de las expresiones lin­
güísticas así como de los estados mentales) ha sido ya apuntada, pero hacerla
completamente explícita nos permitirá apreciar mejor las consecuencias de esta
concepción deí lenguaje. El problema está en que suponer la existencia de
esencias reales es epistémicamente arriesgado, mientras que (según Locke) no
lo es suponer la existencia de propiedádes que¿ típicamente,, corresponden a
nuestras ideas simples. Las ideas simpíes son, por decirlo así, diáfanas. El rojo,
por ejemplo, como propiedad de las cosas, es un "poder” para producir en mí
cierta idea (cf. V, § 2). Como tal, no puede darse que algo me parezca rojo (que
yo tenga en su presencia la idea de rojo) en circunstancias epistémicamente
propicias y, sin embargo, no haya algo rojo ante mí. Lo único que se requiere
para que mi juicio de que hay ahora ante mí no sólo mi idea #rojo#, sino algo
rojo, es que haya algo que causa esa idea.
Las ideas de propiedades primarias, como #cúbico#, no son tan “diáfanas”.
Las ilusiones perceptivas muestran que es posible que algo parezca un cubo a
un ser humano normal y, sin embargo, no sea un cubo. Pese a ello, es parte
fundamental de las ideas epistemológicas de Locke la creencia de que también
las ideas de propiedades primarias son “diáfanas”, en el sentido de que se pue­
de dar una explicación de la noción de condiciones normales tal que si algo le
parece cúbico a un ser cognoscitivamente equipado como un ser humano nor­
mal en circunstancias normales, es cúbico (y ser cúbico es parecerle cúbico a
un ser humano normal en circunstancias normales). La determinación de qué
son condiciones normales se haría de tal modo que quedarían excluidas las
circunstancias en que se producen ilusiones perceptivas. Las ideas complejas
de esencia, sin embargo, entendidas como ideas de esencias reales, de acuerdo
con la propuesta anterior, serían completamente distintas en este respecto; la
presencia de la idea compleja, por muy normales que fuesen las circunstancias,
podría no estar acompañada de la presencia de la esencia, y viceversa. Natural­
mente, todo esto puede ser objetado, y además puede serio desde los mismos
supuestos de Locke: se pueden utilizar consideraciones similares a las esgrimi­
das por Locke contra las esencias reales en contra de las presuntas “cualidades”
correspondientes a las ideas simples. Eso es precisamente lo que hicieron Ber-
keley y Hume; en X, § 5 ofreceremos una versión particularmente poderosa
(debida a Wittgenstein, en su período fenomenalista) de los argumentos tradi­
cionales que llevan del realismo por representación al fenomenalismo.
En opinión de Locke, en cualquier caso, un aspecto de la realidad extra-
mental (como por ejemplo una propiedad objetiva) puede considerarse la sig­
nificación secundaria de una palabra cuando la inferencia que lleva a su exis­
tencia no es epistémicamente anriesgada; es decir, cuando la separación entre
apariencia y realidad, entre parecer y ser, no es — y me disculpo por la vague­
dad— excesiva. ‘Rojo’ y ‘cúbico’ significan (secundariamente) propiedades
objetivas de las cosas, porque, aunque pueden darse casos (alucinaciones, ilu­
siones, etc.) en que a un individuo le parece que esas propiedades se ejemplifi­
can sin que ése sea el caso (o viceversa: casos en que le parece que no se ejem­
plifican aunque se ejemplifiquen de hecho), en circunstancias epistémicamen­
te propicias apariencia y realidad coinciden. Si ‘tigre’ significa una esencia"
nominal, lo mismo sigue siendo el caso; pero no así si significa una esencia
real. Recuérdese que la aseveración central del realismo por representación loe-
keano es que el contenido de todos nuestros estados mentales es “inmanente”:
conciernen directamente a características de nuestras vivencias. Notamos regu­
laridades en estas vivencias, y en virtud de esas regularidades notadas en ellas
las tomamos como signos naturales de características objetivas de estados de
cosas; es decir, las suponemos nómicamente conectadas con un mundo objeti­
vo, cuya naturaleza colegimos a partir de la estructura de nuestras vivencias.-
En la medida en que sea legítimo suponer que la presencia de cierta caracte­
rística en mis vivencias va generalmente acompañada de cierta característica
objetiva, es razonable suponer que la característica de las vivencias es un sig­
no de la característica objetiva. Éste sería el caso, si las ideas complejas '
de género natural significasen esencias nominales: por hipótesis, somos
razonablemente competentes en la identificación de esencias nominales. Pero,
igualmente por hipótesis, esta condición no se cumpliría, conspicuamente, si
las ideas complejas de género natural significaran esencias reales. Pues, como
hemos señalado, en circunstancias perfectamente normales, dos individuos
pueden tener las mismas vivencias y estar ante géneros naturales distintos. Ésta
es la razón profunda por la que Locke propone corregir al sentido común en
este aspecto; es esto lo que indica cuando insiste en que de las esencias reales
“no tenemos ideas”: lo que quiere decir es, en suma, que nuestra experiencia
consciente no nos proporciona representantes fidedignos de las esencias reales.
Es importante reparar en los elementos antirrealistas presentes ya en las"
ideas semánticas de Locke, independientemente de los extremos a que sus
sucesores fenomenistas las llevaron.10 Dijimos anteriormente que la idea de que
los términos de género natural significan esencias reales es un aspecto del
extemismo semántico que caracteriza a nuestras intuiciones sobre los sig­
nificados. Cuando digo ‘esto es agua’, pensamos, la verdad o falsedad de m i:
aserto depende de que eí liquido acerca deí que habió pertenezca, objetiva- ;
mente, al mismo género a] que pertenecían ios líquidos que venimos llam ando;
así. Todos esos líquidos tienen, objetivamente (es decir, independientemente de ■
que yo y mis semejantes estemos aquí para clasificarlos, y de que estemos en
disposición de tomar constancia de ello), “algo en común”; independiente­
mente de nuestras prácticas clasificatorias, las cosas están ya, naturalmente,
clasificadas en géneros. ‘Agua’ significa esa esencia real que comparten.
Precisamente porque la esencia real es objetiva, llegar a conocerla con preci­
sión puede ser difícil; los indicios que utilizamos como muestra de la presen­
cia de la esencia cuando introducimos el término pueden ser engañosos. Por
eso puedo creer que ‘esto es agua’ es verdadero, aunque de hecho sea falso;
puede parecerme que el líquido es agua, sin que lo sea en realidad (o vice­
versa). Esto sólo es posible si el significado de ‘agua' (lo que hace que ‘agua’
se aplique o no verdaderamente a algo) es una entidad objetiva, independiente
del lenguaje y del pensamiento humanos. En esta concepción, el significado de
un término de género natural es una entidad decididamente externa al pensa­
miento y al lenguaje, no determinada por ellos.
Este extemismo semántico del sentido común, que se pone claramente de
manifiesto en la teoría semántica de los términos de género natural que nues­
tras intuiciones apoyan, va asociado a una actitud realista. El realismo es la
creencia (propia de/ sentido común) de que el mundo que representan el len­
guaje y el pensamiento humanos es un mundo objetivo, independiente de la
mente y del lenguaje que lo representan.

Una consecuencia del realismo (que podemos tomar como definitoria de una acti­
tud realista) es la siguiente: puede haber enunciados cuyo significado entendemos
plenamente y cuyo valor de verdad no seríamos capaces de determinar, ni siquie­
ra en situaciones cognoscitivamente ideales; enunciados, por ejemplo, que son de
hecho verdaderos, pese a que no podríamos establecer que lo son.

10. Usamos 'antirrealismo' para referimos en general a las doctrinas filosóficas contrarias al realismo,
siguiendo de este modo a Michael Dummett. El término es más neutro que ‘idealism o’, que agraviaría a algunos de
los filósofos cuyas doctrinas queremos clasificar con él.
Si la realidad que los enunciados representan es objetiva, parece per­
fectamente posible que en algún caso no dispongamos de los recursos cognos­
citivos necesarios para determinar la verdad o falsedad de un enunciado. La
actitud extemista sobre los términos de género natural, según la cual significan
esencias reales, no sólo es perfectamente compatible con el realismo así enten­
dido, sino que lo conlleva. Por ejemplo, puede ocurrir que ‘esto es un tigre’,
dicho de un animal cuya apariencia no hace pensar que haya de ser un tigre,
sea verdadero (en el supuesto de que ‘tigre’ designa una esencia real, digamos
un conjunto de rasgos genéticos característicos de los tigres) y que nunca (ni
siquiera en las condiciones epistémicas más propicias) estemos en disposición
de saber que lo es (porque, pongamos por caso, determinar cuáles son esos ras­
gos sea tan complejo como para hacerlo una tarea cognoscitivamente fuera del
alcance de los seres humanos).
El antirrealismo, por contra, es la idea — perversa, para el sentido
común— de que lo que llamamos “la realidad” es en verdad una fabricación
nuestra (una fabricación privada, en el fenomenismo solipsista y en otras ver­
siones clásicas del idealismo, o social, como ocurre en concepciones contem­
poráneas de la ciencia y el conocimiento).

Una consecuencia de estos puntos de vista, que podemos tomar también


como defmitoria. de los mismos, es que desde \m punto de vista antirrealista
no tiene sentido ^contemplar seriamente la posibilidad de un enunciado cuyo
significado entendemos plenamente y cuyo valor de verdad no somos, sin
embargo, capaces de determinar (al menos, en ciertas condiciones propicias).

Si la “realidad” es algo “construido” p o r nosotros, seguro que está cons­


truida a nuestra imagen y semejanza, a la medida de lo que nosotros podemos
conocer plenamente. La teoría de los términos de género natural propuesta por
Locke, según la cual esos términos designan esencias nominales, es una teoría
antirrealista. La posibilidad que antes hemos descrito, simplemente, no puede
existir con respecto a géneros naturales entendidos como esencias nominales.
Las esencias nominales son características cuya presencia o ausencia, por defi­
nición, sí somos capaces de determinar (en condiciones epistémicas propicias;
naturalmente, si la luz está apagada, o tenemos tapados los ojos, o hemos bebi­
do demasiado, etc., puede ser difícil saber si tenemos delante un líquido inco­
loro, inodoro e insípido).
Es interesante observar la conexión, manifiesta en Locke —en un filósofo
que trata por lo demás de preservar ciertos elementos del realismo del sentido
común— entre intemismo semántico y antirrealismo. Si aceptamos la teoría de
los géneros naturales de Locke, el término ‘género natural’ está en realidad
fuera de lugar. El término presupone (como explicamos al comienzo de esta
sección) una distinción entre clasificaciones más o menos relativas a nuestros
intereses y concepciones (como la clasificación de las cosas en casos de sucie­
dad y casos de limpieza, o casos de orden y casos de desorden), y clasifica-
ciones que reflejan divisiones ya dadas, por así decirlo, por el mundo. Según
la teoría de Locke, no existen clasificaciones de este último tipo: todas las cla­
sificaciones de los objetos en géneros son igualmente arbitrarias, igualmente
determinadas por nuestras concepciones. La teoría de Locke es en rigor (como
él mismo indica) una teoría nominalista, según la cual no hay, objetivamente,
universales o géneros: sólo las esencias reales podrían contar como universales
objetivos, pues las esencias nominales son construidas por nosotros.

4. Sum ario y consejos p ara seguir leyendo

Los problemas filosóficos fundamentales relativos al lenguaje pertenecen


a dos grandes grupos: el que concierne a la formulación correcta de las rela­
ciones entre el lenguaje y los pensamientos (entre las palabras y las ideas), y
el que concierne a la formulación de las relaciones entre el lenguaje y la rea­
lidad (entre las palabras y las cosas). En este capítulo hemos estudiado una ver­
sión filosóficamente bien elaborada (en la obra de Locke) de una serie de pro­
puestas relativamente naturales a propósito de esos problemas. Locke sostiene
que la relación entre el lenguaje y los pensamientos es muy simple, basada en
la relación nombre-designado (§ 1): cualquier significación que las palabras
puedan tener es derivada (a través de la imposición arbitraria por un sujeto de
palabras para sus ideas) con respecto a la de los pensamientos (§ 2). La rela­
ción entre el lenguaje y el mundo, por consiguiente, dependerá asimismo de la
relación que exista entre los pensamientos y el mundo.
El intemismo que hemos estudiado aquí (el realismo por representación de
Descartes y Locke) no abjura de la existencia de un mundo de acaecimientos
objetivos, que determina en último extremo la verdad o falsedad de creencias
como las cuestionadas por las conjeturas escépticas radicales. La propuesta de
Locke en el sentido de que los términos de género natural se conciban como
significando esencias nominales (§ 3) pone claramente de manifiesto cómo
intenta garantizar su intemismo. En todo caso, la concepción resultante de las
relaciones entre el lenguaje y el mundo es, por supuesto, igualmente internis­
ta, dado el punto de partida en lo que respecta al lenguaje y el pensamiento;
es además claramente proclive al antirrealismo (§ 3).
La fuente original cuya lectura es más importante para contrastar las
ideas expuestas en este capítulo y reflexionar ulteriormente sobre ellas es, des­
de luego: John Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, libro III, capí­
tulos i-viii. La discusión de la sección séptima requeriría también el estudio de
Hilary Putnam, “El significado de ‘significado’”. La bibliografía secundaria en
queTnelie apoyado para la exposición..dejLpcke: J. L. Mackie, Problems from
Locke, capítulos 1 a 4; Norman cKretzmann, ‘T he Main Thesis of Locke’s
Semantic Theory”; Michael Áyers, “The ideas of Powerand Substance in Loe -
ke’s PRnosophyT’r y Locke, del mismo autor.
FUNDAMENTOS METAFÍSICOS:
LAS RELACIONES NÓMICAS

El representacionalismo invoca esencialmente la relación causal para


enunciar su,concepción del lenguaje y del pensamiento. O, mejor dicho, no uti­
liza tanto la relación causal, como otra relación nómica estrechamente conec­
tada (tanto, que en el lenguaje común muchas veces nos referimos a ella con
la misma palabra, ‘causar’), la relación de participación. Ésta es la relación
que existe entre un acaecimiento teóricamente descrito, y uno descrito en tér­
minos menos teóricos — uno en último extremo descrito en términos empíri­
cos— , de la que ofrecimos ejemplos ilustrativos provenientes de la cinemática
celeste copemicana y la genética mendeliana en la introducción.
Es precisamente porque el representacionalismo se vale esencialmente de
las relaciones nómicas en su explicación de la naturaleza del significado que
es una forma de realismo. Siguiendo la caracterización de Dummett introduci­
da en IV, § 3 entenderemos que el realismo en un ámbito específico del dis­
curso es la tesis de que pueden existir enunciados en ese ámbito que son ver­
daderos, pese a que ni siquiera en condiciones cognoscitivamente ideales
podríamos establecer con certidumbre que lo son. Esta definición captura con-
venientemente, en el marco analítico, la esencia del realismo. El realismo
consiste, intuitivamente, pn la creencia en la existencia de entidades indepen­
dientes de nuestros procesos cognoscitivos. La definición de Dummett enfati­
za que estas entidades en que cree el realista no pueden, por lo demás, ser cog­
noscitivamente ociosas; deben estar relacionadas con el pensamiento y el len­
guaje, como objetos intencionales de los mismos. Las entidades que supone el
realismo han de ser determinantes últimos de la verdad y la falsedad de lo que
decimos y pensamos; por consiguiente, tienen que ser las entidades que esta­
blecen las condiciones para la verdad de lo que decimos y pensamos, al menos
en algunos casos. Naturalmente, el realista acepta que también podemos hablar
y pensar acerca de entidades que no son independientes de nuestro pensamiento
y lenguaje, y sobre las cuales sí podemos tener un conocimiento cierto.
Si usamos ‘ciencia’ para referirnos en general a los productos de la acti­
vidad que persigue obtener conocimiento teórico de carácter empírico (tanto si
la practican científicos profesionales, como si resultan de las más cotidianas
prácticas de los seres humanos), entonces el realismo científico es el realismo
sobre las relaciones nómicas. El realismo científico es la creencia de que exis-
ten objetivamente tanto las relaciones nómicas, como las entidades teóricas
presupuestas en las relaciones de participación. El representacionalista es,
necesariamente, un realista científico; pues define los objetos intencionales de
nuestos enunciados y pensamientos sobre el mundo externo en términos de la
relación de participación, de modo tal que las conjeturas escépticas más radi­
cales sean al menos inteligibles. Para ello, como veremos, es preciso suponer
que hay relaciones nómicas objetivas. En esa medida, el representacionalismo
es una forma de realismo.
Ahora bien, eírepresentaci^^ también una concepc[w jM e m is-
ta. Las relaciones nómicas, tai como las entiende eí realismo, son objetivas\ El
intemismo requiere caracterizar todas las entidades que no son conocidas con
certeza, en términos de entidades conocidas con certeza; pues el intemismo se
identifica por la tesis de que las entidades objetivas no pueden ser “compo­
nentes esenciales” del significado. Esto, como sabemos, se argumenta a partir
de la posibilidad de pensar coherentemente las situaciones contempladas en la
duda hiperbólica. A consecuencia del carácter objetivo de las relaciones nómi-
cas, esas dudas incluyen el cuestionamiento de la existencia de cualquier rela­
ción nómica: quizás mis pensamientos son producidos por un Genio Maligno,
y no hay en realidad “objetos teóricos” que causen lo que experimento senso-
rialmente (es decir, mis propias vivencias); quizás no haya tampoco realmente
relaciones causales objetivas entre tales cosas. Centrándose en el caso especia
fico de las relaciones causales, Hume ofreció una caracterización de las reía-
ciones nómicas compatible con el intemismo. En este capítulo expondremos
diferentes concepciones de las relaciones nómicas, y qué consecuencias pue­
den extraerse de ella para la cuestión del realismo científico y para la cuestión
del realismo sobre eí mundo externo.

1. Las relaciones nómicas

Imagine el lector que está ante un ordenador que no le es familiar; la pan­


talla presenta un color uniforme, gris pongamos por caso. Tras pulsar la tecla
k, aparece un disco rojo en el centro de la pantalla. Después de repetir alguna
vez más la operación, concluimos que, como habíamos sospechado, ya en la
primera ocasión pulsar k causó la aparición de un disco rojo en la pantalla.
Éste es un ejemplo paradigmático de aserto causal, que utilizaré como ilustra­
ción en lo sucesivo (abreviándolo del siguiente modo: c(k) => e(mjo)). En casos
paradigmáticos como éste, los asertos causales tienen, de acuerdo con nuestras
intuiciones sobre el uso del concepto dt.causa, las siguientes propiedades:
(i) Relacionan acaecimientos, en el sentido de III, § 2: entidades concre­
tas (espaciotemporalmente ubicadas), con diferentes constituyentes o “cosas”
(uno o varios particulares, propiedades que tienen o que los relacionan), a las
que nos referimos con sustantivos verbales o provenientes generalmente de
verbos, como ‘pulsar la tecla k en la ocasión r ’ y ‘la aparición de un disco rojo
en la ocasión s \ de naturaleza objetiva (en el sentido expuesto en III, § 2).
Hacemos también afirmaciones causales de carácter general, como “fumar cau­
sa cáncer de pulmón”; pero me interesa por ahora poner de relieve intuiciones
claras sobre casos paradigmáticos, y los asertos causales acerca de acaeci­
mientos concretos lo son. El papel de estas generalizaciones causales relativo
a los casos padigmáticos se describe en (iii).
(ii) Son modales, en tanto que implican afirmaciones en subjuntivo como
ésta: si c(k)no se hubiese producido, e(rojo) no se habría producido tampoco. Este
enunciado es un condicional contrafáctico, porque describe lo que hubiera ocu­
rrido en circunstancias que, presumimos, no se han dado en realidad.
(iii) Son generalizabas, en tanto que implican afirmaciones como ésta: en
circunstancias parejas (a veces se dice esto en latín: cceteris paribus), si se pul­
sase k, aparecería un disco rojo. Aquí hay involucrada una generalización, por­
que no hablamos ya de los acaecimientos concretos c(k) y e(rojo), sino de acae­
cimientos cualesquiera que se parecen a ellos; es decir, de acaecimientos del
mismo r/po (I, § 1) que c(k) y e(rojo). Seguiremos la convención de representar
con letras minúsculas ejemplares, y con letras mayúsculas tipos. Podemos
entonces abreviar la generalización anterior así: (cp) C(k) => E(mjo). La cláusula
cp, “en condiciones parejas”, pone de manifiesto que la generalización es cau­
ta. No decimos que siempre que se pulse la tecla k haya de aparecer un disco
rojo, sino sólo que eso ocurrirá siempre que las cosas sean en todo como lo
son en este caso concreto; incluidos quizás aspectos que nosotros desconoce­
mos, aspectos que ni siquiera podríamos describir. Pero es una generalización,
y (con cautela, es decir, sin certeza en la conclusión) nos permite hacer pre­
dicciones e inferencias. Así, si sabemos que en una ocasión distinta se ha pul­
sado la tecla k, bajo el supuesto (recusable) de que las circunstancias son pare­
jas, inferimos que aparecerá un disco rojo (y esperamos, por consiguiente, que
aparezca).
(iv) La relación causal es temporalmente asimétrica: el acaecimiento-cau­
sa precede temporalmente al acaecimiento-efecto.
El verbo ‘causar’ es mucho más general que otros, en el sentido de que
refiere a una relación que se da entre entidades de naturaleza muy distinta;
pero, por lo demás, es un verbo transitivo como otros, al que cabe suponer una
significación objetiva. Esta significación es la relación causal; es una relación
de la que sabemos, sobre la base de nuestro conocimiento del lenguaje, que tie­
ne las cuatro características apuntadas. Incluso los filósofos que rechazan que
exista nada con esas características usan a veces el término ‘causa’. Cuando
sea preciso distinguir las propuestas, usaré epítetos apropiados; diré así que una
relación con las cuatro características es una relación causal real (por oposi­
ción a una humeana o a una proyectada).
Un elemento adicional de la concepción intuitiva de las relaciones causa­
les es éste: cada caso concreto en que se da la relación causal entre acaeci­
mientos es, él mismo, un acaecimiento objetivo: es, ciertamente, intersubjeti­
vamente contrastable, es sustantivo (la pulsación de la tecla k podría produ­
cir su efecto, sin que nadie lo advirtiera), es normativo (es el objeto inten­
cional, falible, del enunciado ‘en la ocasión indicada, pulsar k causó la apa­
rición de un disco rojo en la pantalla’), y quizás sea incluso físico (quizás los
procesos causales sean todos ellos, en último extremo, descriptibles como
casos de “transmisión de energía” o de ejercicio de una u otra “fuerza”). Nin­
guna relación causal concreta, así, es conocida con certidumbre, ni mucho
menos a priori.
En el lenguaje común, usamos indistintamente ‘causar’ y ‘explicar’ tanto
para la relación que acabamos de presentar como para la relación de partici­
pación. Un ejemplo paradigmático de esta segunda relación se afirma en el
siguiente enunciado: ‘el movimiento X de Marte y el movimiento Y de la Tie­
rra en tomo al Sol durante el intervalo temporal entre t y t1causa el movimiento
aparente de tal y cual objeto luminoso rojizo en ese mismo intervalo tempo­
ral’; otro, en ‘la presencia en t de genes X en el genotipo de S causa la apari­
ción en t del rasgo fenotípico Y en S \ Confundimos ambos conceptos proba­
blemente en razón de la similitud entre ellos, que enseguida vamos a poner de
relieve; hasta aquí hemos evitado hacer la distinción, con el fin de evitar lo que
previamente hubiesen sido molestas distracciones. Ahora conviene distinguir
ambas relaciones.
La única diferencia relevante, como estos mismos ejemplos muestran, con­
cierne al criterio (iv). Las relaciones de participación, paradigmáticamente,
carecen de la asimetría temporal de las relaciones causales. Está en relación
con esto el que quepa expresarlas diciendo, en lugar de “c causa e”, “e es c”:
‘el movimiento aparente de tal y cual objeto luminoso rojizo durante el inter­
valo temporal entre t y t' es (en parte al menos) el movimiento X de Marte y
el movimiento Y de la Tierra en tomo al Sol en ese mismo intervalo tempo­
ral’; ‘la aparición en t del rasgo fenotípico Y en S es (en parte al menos) la
presencia en t de genes X en el genotipo de S’. El papel del acaecimiento-cau­
sa (el explicans) lo ocupa aquí un acaecimiento-participante (uno que forma
parte de otro), y el del acaecimiento-efecto (el explicandum) un acaecimiento-
participado (uno del que otro es parte). En los casos paradigmáticos de rela­
ciones de participación, se dice, de un acaecimiento concreto directamente
observable, cómo está ese acaecimiento teóricamente constituido, en qué con­
siste ese acaecimiento o cuál es su naturaleza última.1

1. El uso de ‘participación’ quiere poner de relieve que el ‘e s ’ en una característica afirmación de esta rela­
ción, “e es c ”, no expresa estrictamente la relación de identidad. Un caso análogo lo encontramos cuando decim os que
una determinada estatua “es" el bronce de que está hecha. La estatua no se identifica estrictamente con el material,
porque ese mismo material fue quizás una campana antes que estatua, y quizás será una estatua diferente cuando ésta
ya no exista. Pero la estatua es, en parte, el material; pues si el escultor hubiese hecho una estatua con la misma for­
ma a partir de otro material, y el material con el que de hecho fabricó la estatua permaneciese informe en su estudio,
la estatua presente no hubiera existido: la estatua fabricada sería otra estatua, aunque una con la misma forma que
ésta. Análogamente, sin el movimiento de Marte y de la Tierra no existiría el movimiento aparente de puntos lumi­
nosos desde la Tierra, así que el movimiento aparente es, en parte al menos, el movimiento de Marte y la Tierra en
torno al Sol; y, sin la presencia de cienos genes, no aparecería tampoco cierto rasgo fenotípico. Pero, en mi opinión,
no cabe identificar estrictamente el movimiento real de los planetas con el movimiento aparente de los puntos lumi­
nosos, ni el rasgo fenotípico con la presencia de los genes. Pues, por considerar sólo el caso planetario, quizás el movi-
Lo que corresponde a (iv), en este caso, es más bien esto:
(iv‘) La relación de participación es cognoscitivamente asimétrica: el aca­
ecimiento participante es conocido más indirectamente que el acaecimiento
participado, en parte a través de la relación de acaecimientos de su mismo tipo
con acaecimientos del tipo del acaecimiento participado, tal como una deter­
minada teoría científica establece tal relación.
En la introducción ofrecimos una caracterización inicial de la naturaleza
de esta relación epistémica a través del paradigma de las actividades intelec­
tuales teóricas, la práctica científica. Según esa caracterización inicial, estas
actividades se distinguen por ofrecer soluciones conceptualmente aumentativas
(es decir, que introducen conceptos propios, teóricos) para ciertos problemas
cognoscitivamente independientes de la solución ofrecida. La verdad de las
explicaciones se defiende mediante un “argumento en favor de la mejor expli­
cación”, apelando al mayor poder de la propuesta teórica (relativamente al de
sus rivales conocidos) para predecir hechos como los que constituyen el pro­
blema; particulármente, hechos imprevisibles sin ayuda de la explicación y de
su específico material conceptual teórico.
Los conceptos introducidos en los capítulos previos permiten abundar en
esta caracterización. Los problemas que las disciplinas teóricas persiguen
resolver, así como las predicciones mediante las que las defendemos o las refu­
tamos (incluidas las predicciones que no podríamos haber efectuado sin ayuda
de la teoría) son relativos todos ellos a proposiciones empíricas. El realismo
ingenuo del sentido común supone que las proposiciones empíricas aseveran ia
existencia de acaecimientos objetivos directamente observables: en las dos ilus­
traciones que ofrecimos en la introducción, respectivamente, acaecimientos
relativos a los movimientos aparentes desde nuestra posición en la Tierra de
objetos luminosos en el firmamento (en el caso de la cinemática celeste coper-
nicana), o acaecimientos relativos a la transmisión, a través de la reproducción
sexual, de ciertos rasgos fenotípicos (en el de la genética mendeliana). Pro­
puestas como las efectuadas por la cinemática copemicana o la genética men­
deliana aseveran, sin embargo, proposiciones teóricas.
Las proposiciones teóricas son análogas a proposiciones no empíricas;
pero el origen de su carácter no empírico es diferente al indicado antes para
ios ejemplos de proposiciones de este tipo anteriormente considerados. No se
trata sólo de que las propuestas teóricas hagan aseveraciones sobre tiempos en
que no había observadores y sobre espacios extensos, que ningún observador
Me observar directamente; ni de que hagan aseveraciones generales, válidas
'acción temporal. Se trata más bien de que en ellas se asevera la exis-
'aecimientos que involucran esencialmente constituyentes teóricos,

Ck<
/s ó lo sea definible por relación a la existencia de observadores con ciertas natu-
iracterización de ese acaecimiento observable requiera, por ejemplo, clasificacio-
les / .s que sólo tienen sentido dada la naturaleza del aparato sensorial de los seres huma-

m ienta j s imaginar mundos posibles en que no se dan hechos cognoscitivos, en los que se
«nfn real de los planetas sin que se hubiese dado ningún movimiento aparente.
sólo conocidos gracias a la propia explicación: planetas, en el sentido copemi­
cano del término, o genes, respectivamente, en las ilustraciones' de la intro­
ducción. La existencia de estos acaecimientos, sin embargo, es cognoscitiva­
mente independiente de la existencia de los acaecimientos observables que se
supone que explican. Por consiguiente, las proposiciones en cuestión no pue­
den ser empíricas. Su verdad no se puede constatar directamente a partir de
información sensorial; por el contrario, su falsedad es compatible con el cono­
cimiento sensorialmente obtenido de que disponemos. Sólo inferencias basa-
das en un “argumento en favor de la mejor explicación” nos permiten aseverar
justificadamente su verdad.
Una perplejidad muy natural que nos asalta cuando pensamos sobre la
relación de participación es ésta: ¿cómo pueden ofrecer verdaderas explicacio­
nes las prácticas teóricas, si introducen su propio material conceptual para ello
(los conceptos teóricos)? ¿No podrían entonces introducir ese material, por así
. decirlo, fraudulentamente, de modo que no fuese posible que resultasen ser
incorrectas? ¿Cómo puede el explicans ser, después de todo, cognoscitivamen­
te independiente del explicanduml (Es decir, ¿cómo es posible concebir que el
explicans sea falso, pese a ser verdadero el explicanduml) Si no lo fuese, no
cabría considerarlas genuinamente explicativas: contendrían sólo, por así decir­
lo, verdades por definición. Pero, por supuesto, no podemos explicar nada
meramente introduciendo terminología.
Para remover la perplejidad, consideremos lo que ocurre en casos concretos
en que decimos que una propuesta teórica es falsa, por más que la propuesta con­
lleva la introducción de elementos teóricos. Un caso bien conocido es el del
supuesto planeta Vulcano; otro, el de la sustancia llamada ‘flogisto’ o ‘calórico’.
‘Vulcano’ es el término utilizado por Le Verrier para denominar a un planeta o
gran asteroide, situado entre Mercurio y el Sol, que explicaría, de manera com­
patible con la dinámica celeste newtoniana, las alteraciones observadas (con res­
pecto a las predichas por esa teoría) en la órbita de Mercurio. (El mismo Le Verrier
había bautizado ‘Neptuno’ a otro planeta, entonces desconocido, postulado por él
para explicar análogas alteraciones en la trayectoria observada de Urano, que fue
descubierto por Galle posteriormente más o menos donde Le Verrier había calcu­
lado.) En cuanto a ‘flogisto’, es el término utilizado por una teoría predominante
en los siglo xvn y xvm para explicar fenómenos tales como la combustión, la
herrumbre y el temple por fundición de metales. Según esta teoría, el flogisto es
una sustancia presente en todos los cuerpos que pueden sufrir esos procesos, y
constitutiva por tanto de su materia; los procesos indicados la eliminan parcial o
totalmente, dando lugar así a cuerpos con menor peso. Tanto ‘Vulcano’ como ‘flo­
gisto’ introducen nociones teóricas, según lo explicado antes. Sin embargo, ni
Vulcano ni el flogisto existen; las teorías que los introducen son falsas. Las “alte­
raciones” de la órbita de Mercurio con respecto a lo esperado se deben a la inco­
rrección de la teoría que da lugar a las expectativas (la teoría newtoniana); y, como
Lavoisier estableció, cuando se estudian de manera experimentalmente cuidadosa
fenómenos como los antes indicados se observa que en ellos los cuerpos no pier­
den materia constituyente, sino que toman algo (oxígeno) de su entorno.
Para dar cuenta de estos datos, diremos que el significado de las nociones
teóricas incluye dos aspectos: una descripción, y una aplicación. La aplicación
consiste en una especificación de los acaecimientos observables concretos que
se pretende explicar causalmente introduciendo las entidades teóricas. Esta
especificación debe remitir a acaecimientos concretos ya sucedidos, y debe
permitir reconocer nuevos acaecimientos del mismo tipo. Por ejemplo, en el
caso de la teoría del flogisto, la aplicación estaba implicada al decir que se pre­
tende explicar con la teoría casos de combustión, herrumbre, etc. Presumimos
al hablar así que ha habido casos concretos de tales procesos, y que somos
capaces de reconocer nuevos casos independientemente de la teoría del flogis­
to. Del mismo modo, en el caso de Vulcano, la aplicación remite a la presen­
cia, en el firmamento nocturno, del objeto luminoso que corresponde a Mer­
curio, y a sus movimientos aparentes respecto de otros objetos luminosos (el
Sol, y los restantes planetas). La descripción, por otro lado, consiste en una
caracterización del modo en que, según la teoría, la existencia de la entidad
teórica explicaría los acaecimientos indicados por ia aplicación. En el caso de
Vulcano, la descripción consiste en que se trata de un planeta, que posee las
propiedades que se atribuyen a los planetas en la dinámica celeste newtoniana,
y se comporta con respecto a otros como se dice en esa teoría. En el caso del
flogisto, que se trata de una materia presente en los cuerpos combustibles,
suceptibles de herrumbrarse, o de ser templados, que se elimina parcialmente en
esos procesos.2 He presentado la caracterización anterior en el marco del realis­
mo ingenuo; la misma idea puede aplicarse al realismo por representación, sus­
tituyendo, en la especificación del significado de los términos teóricos, la refe­
rencia a acaecimientos observados por referencias a vivencias notadas.
Bajo el supuesto crucial de la concepción de la verdad analítica y del
conocimiento a priori que se defenderá más adelante (XII, § 3), según la cual
una y otro pueden ser corregibles, podemos ahora explicar cómo es posible
refutar las teorías (y contemplar la falsedad del explicans incluso en el supues­
to de la verdad del explicandum). Lo que quiere decirse cuando se afirma que
las entidades teóricas postuladas en una propuesta explicativa no existen es que
los acaecimientos constitutivos de la aplicación de esos términos no consisten
en acaecimientos con las características enunciadas en la descripción. Esto
parece estar de acuerdo con los datos intuitivos sobre los ejemplos considera­
dos. La teoría que postulaba Vulcano era falsa; no hay un planeta entre Mer­
curio y el Sol que dé lugar a las variaciones en los movimientos aparentes des­
de la Tierra del objeto luminoso al que llamamos ‘Mercurio’. Estos movi­
mientos, dicho de otro modo, no consisten en los acaecimientos que la teoría
de Galle postulaba. Y lo mismo ocurre con la teoría del flogisto: nada que se
elimine de los cuerpos que se queman, o se herrumbran, explica esos casos.
Todos ellos son procesos de oxidación.

2. Esta descripción está influida por la “concepción semántica’’ de las teorías científicas. El libro de Giere que
se mencionó en la introducción ofrece una excelente iniciación. Véase también B. van Fraassen, The Scientific Ima­
ne, y C. U. Moulines, Exploraciones m etacientificas.
Vemos así cómo los restantes tres criterios (i)-(iii) utilizados para carac­
terizar las relaciones causales son aplicables también a las relaciones de par­
ticipación, uno por uno: relacionan acaecimientos objetivos concretos; si el
acaecimiento participante no se hubiese dado, tampoco podría haberse dado
el acaecimiento participado; y, en condiciones parejas, si se diese un acaeci­
miento del tipo del participante, se daría uno del tipo del participado. Ade­
más, la independencia cognoscitiva del acaecimiento explicado respecto del
que lo explica en las relaciones de participación, garantiza también la objeti­
vidad de estas relaciones. Las relaciones causales, las relaciones de participa­
ción (ambas entre acaecimientos-ejemplar), junto con las relaciones entre
tipos que una y otras presuponen según el criterio (iii), constituyen las rela­
ciones nómicas.

2. Propiedades prim arias y secundarias

Esta sección constituye hasta cierto punto un interludio, aunque conviene


ubicarla aquí. En ella examinaremos una clásica distinción estrechamente rela­
cionada con las relaciones nómicas, la distinción entre entre propiedades pri­
marias y propiedades secundarias. Examinaremos cómo la presenta Locke,
con la finalidad de contribuir a reconciliar el abismo entre la “imagen mani­
fiesta” del mundo y la “imagen científica” que empezaba a abrir la ciencia del
siglo x v i i .3 La discusión de su propuesta nos va a permitir elaborar la idea de
que es característico del realismo por representación hacer “teóricos” a los
acaecimientos que conforman el mundo real y a sus constituyentes. Tendremos
también la oportunidad de introducir el concepto de propiedad disposicional,
un concepto metafísico que juega un papel muy importante en concepciones
contemporáneas, “funcionalistas”, de la mente.
Ateniéndose a los resultados de la ciencia de su época, Locke traza una
distinción entre aquello objetivo que explica, pongamos por caso, el quale
#línea recta de aprox. un palmo# (una propiedad primaria), y aquello que
explica el quale #rojo# (una propiedad secundaria). La idea central es que,
mientras para ofrecer una explicación causal de la experiencia de la idea sim­
ple #línea recta de aprox. un palmo# hemos de suponer la existencia real de
líneas rectas de aprox. un palmo, para ofrecer una explicación causal de la
experiencia de la idea #rojo# no sería preciso, en cambio, suponer la existen­
cia real de objetos rojos. Tanto ideas como #línea recta de aprox. un palmo#-
como ideas como #rojo# corresponden a propiedades de las cosas (las propie-:

3. Los términos ‘imagen manifiesta' e ‘imagen científica’ los acuñó Wilfrid Sellars. Véase su Ciencia, p ercep­
ción y realidad, Tecnos. La imagen m anifiesta es la representación del mundo que nos ofrece el sentido común —
según la cual el mundo físico está compuesto de objetos de tamaño medio, impenetrables, coloreados, etc. La imagen
científica es la que nos ofrece la ciencia — según la cual el mundo físico está compuesto de entidades invisibles a sim ­
ple vista, carentes de color, etc., o quizás de campos' electromagnéticos y otras entidades cuya naturaleza aún somos
menos capaces de comprender en términos intuitivos.
dades que explican causalmente la existencia de las ideas). Ahora bien, dice
Locke para explicar la diferenciadla propiedad objetiva que causa la idea #línea
recta de aprox. un palmo# “se parece” a esa idea, mientras que la propiedad
que causa la idea #rojo# “no se parece” a esa idea. (El lector recordará que
Descartes, en el texto citado en III, § 3, dice algo similar a propósito de los
colores: “no es necesario suponer que haya nada en estos objetos que sea seme­
jante á las ideas o sentimientos que de ellos tenemos”.) Úna caracterización
alternativa de la diferencia la ofrece Locke diciendo que las propiedades secun­
darias, a diferencia de las primarias, son meros “poderes” para producir en
nosotros las ideas correspondientes.
Ninguna de las dos elucidaciones ofrecidas por Locke es, por sí misma,
particularmente clara. En lo que sigue, ofrezco una propuesta interpretativa.
Comencemos con el concepto de “mero poder”. Las propiedades objetivas a
las que Locke califica así son las que hoy se llaman disposiciones. Contempo­
ráneamente se contrastan las propiedades disposicionales con las propiedades
categóricas. En una primera aproximación, la distinción concierne al modo en
que se definenunas y otras: las propiedades disposicionales se definen esen­
cialmente en subjuntivo, en términos de lo que podría acaecer en ciertos casos
mejor o peor especificados a los objetos a que se aplican; las propiedades
categóricas, en cambio, se definen en términos de lo que acaece realmente a
esos objetos. La propiedad de ser soluble, o ia de ser elástico, son dispo­
siciones. Decir de un objeto que es soluble en mercurio, pongamos por caso,
es describirlo en términos de la característica disolverse en mercurios sin
embargo, predicar la solubilidad del objeto no implica que se esté de hecho
disolviendo en mercurio, o que se haya disuelto de hecho en mercurio alguna
vez, o que se vaya a disolver en mercurio en algún momento durante su exis­
tencia. Lo mismo cabe decir a propósito de la elasticidad, relativamente a su
manifiestación (que podríamos formular así: extenderse un cuerpo ocupando
un espacio superior al que ocupa normalmente, cuando se le somete a ciertas
fuerzas). Decir de un objeto que es soluble en mercurio sólo conlleva que si se
le pusiera en un líquido, se disolvería, o que si se le hubiese puesto en un líqui­
do se habría disuelto. Las propiedades disposicionales, en suma, son propie­
dades definidas subjuntivamente, en términos de rasgos (las manifestaciones de
1a disposición) que cabe no se apliquen de hecho a los objetos, pero se aplica­
rían a ellos si se diesen ciertas condiciónes elas condiciones de manifestación
de la disposición). Las propiedades categóricas, por otro lado, son propiedades
definidas en términos de rasgos que se aplican de hecho a los objetos que las
tienen. Buenos ejemplos de propiedades categóricas son masa y líquido; ense­
guida se entenderá por qué lo son.
Supongamos que llamamos ‘oxidabilidad’ a una entidad caracterizada deí
siguiente modo: se trata de algo, cualquier cosa que ello sea, que explica cau­
salmente la combustión, ía herrumbre y el temple de los metales, en el bien
entendido de que puede ser algo diferente en los tres tipos de casos, e incluso
algo diferente en algunos acaecimientos concretos de los tipos indicados. Ésta
es una propiedad puramente disposicional: la oxidabiiidad es algo que haría
que, en las circunstancias pertinentes, un objeto entrase en combustión, se
herrumbrase o fuese templado mediante fundición. Además, atribuir oxidabili-
dad a un objeto es hablar meramente de lo que podría ocurrirle; pues un obje­
to oxidable no tiene por qué estarse de hecho quemando, o siendo templado, o
herrumbrándose. ‘Oxidabilidad’ ha sido por tanto caracterizado casi sin des­
cripción; por consiguiente, afirmar que algo posee oxidabilidad es decir algo
tan poco sustantivo, como poco arriesgado. Sólo podríamos concluir que la
oxidabilidad no existe, si nos convenciésemos de que los procesos concretos a
que hemos hecho referencia carecen de explicación causal: pasan por que sí,
sin más. Si el flogisto existiera, por otro lado, no sería una propiedad disposi­
cional, sino categórica; pues su definición sí contiene aspectos descriptivos:
gracias a la distinción aplicación/descripción, como vimos antes, podemos ase­
verar que no existe eí flogisto. Al decir de un objeto que contiene flogisto, no
decimos meramente que contiene algo que le haría quemarse, etc., sobre lo que
no sabemos absolutamente nada más que esto. Estamos diciendo que posee una
sustancia común a todos los objetos combustibles, susceptibles de herrumbrar­
se y de ser templados, que se elimina en esos procesos. Por tanto, estamos
haciendo algo más que hablar de lo que podría ocurrir en ciertos casos; esta­
mos atribuyendo al objeto propiedades que, si la teoría del flogisto fuese
correcta, tendrían de hecho los objetos combustibles, etc., incluso cuando no
están siendo sometidos a uno de esos procesos.
En resumen: tanto las propiedades disposicionales como las categóricas
son propiedades teóricas: propiedades introducidas para significar aquello en
lo que consisten ciertos acaecimientos observacionalmente constatables. La
diferencia entre unas y otras reside en que el concepto de las propiedades dis­
posicionales es muy pobre, y el de las categóricas más rico. Es así que ‘masa’
es un ejemplo paradigmático de propiedad categórica: es una propiedad teóri­
ca, ricamente caracterizada, invocada para describir cómo están constituidos
algunos acaecimientos observables, cuya existencia aceptamos. Decir de un
objeto que tiene masa es decir mucho más que decir m eram en te que tiene algo
que íe haría comportarse de tales y cuales modos observables en tales y cua­
les circunstancias; es comprometemos con un buen número de hechos sobre la
naturaleza teórica de esa propiedad. Una buena aproximación a esos hechos
que describen la masa la ofrecen los axiomas de la dinámica newtoniana, aun­
que, estrictamente, no sean verdaderos.
Si un objeto tiene una propiedad disposicional, tendemos a pensar.que hay
una propiedad categórica suya, ahora desconocida, que explica que tenga la
predisposición a comportarse del modo invocado en la caracterización de la
disposición. A esa propiedad se la denomina la base de la disposición. Si un
objeto es soluble, es razonable pensar que tiene realmente, en el momento en
que le atribuimos la disposición (incluso aunque no la esté “ejerciendo” en este
momento, es decir, incluso aunque no se esté disolviendo) algunas propieda­
des categóricas, digamos una cierta constitución interna, química o física,
propiedades categóricas que explican la disposición; esto es, que explican que
si el objeto se pusiera en agua se disolvería.
Veamos ahora cómo aplicar esta explicación para hacer más clara la dis­
tinción de Locke entre propiedades primarias y propiedades secundarias. La
propuesta que sigue parece la más razonable compatible con sus ideas. No se
encuentra en estos términos en el propio Locke, pero sí en los escritos de par­
tidarios posteriores del realismo por representación (como Hermann Helm-
holtz).4 Según Locke, tanto ‘línea recta de aprox. un palmo' como ‘rojo’ están
definidos primariamente en términos de ideas, #línea recta de aprox. un pal­
mo# y #rojo#, respectivamente. Ahora bien, las id ea s— los objetos fenoméni­
cos en general— no son entidades aisladas, sino que mantienen relaciones
estructurales con otras ideas. Lo que queremos decir con esto es que conocer
una idea no es, meramente, “tenerla presente distintivamente” (con respecto a
otros objetos que se tienen igualmente presentes), en contra de lo que supone
quien está bajo el dominio de la concepción agustiniana. Conocer una idea
requiere bastante más que eso (aunque requiera eso como mínimo): requiere
conocer relaciones del objeto fenoménico con otros objetos fenoménicos. Estas
relaciones, por lo demás, son ellas mismas también entidades subjetivas, cog­
noscibles por introspección. (Deben serlo, o, de otro modo, la concepción deja­
ría de ser internista.) Por ejemplo, cuando notamos un color que nos es fami­
liar, no sólo notamos el color, sino también su carácter familiar: es decir, su
similitud a otros notares de ese mismo color-tipo que hemos tenido antes.
Nuestro estado consciente involucra, por así decirlo, tanto nuestro notar pre­
sente, como nuestro reconocer el color como uno ya conocido; involucra, por
así decirlo, una “imagen” del color conservada en la memoria.5 Un sujeto nota
las diferentes ejemplificaciones concretas de #rojo#, en diferentes vivencias
(quizás una vivencia que el sujeto se supone teniendo ahora, y otras que se
recuerda habiendo tenido anteriormente), como similares entre sí, o, para ser
más precisos, como ejemplificaciones de la misma idea; y lo mismo ocurre con
las ejemplificaciones de #línea recta de aprox. un palmo#, etc.
Existen otras relaciones entre las ideas. Así, por ejemplo, las diferentes
sensaciones cromáticas conforman un grupo, reconociblemente diferente (nota­
blemente diferente, en nuestro sentido técnico de ‘notar’) para un sujeto capaz
de tenerlas, pongamos por caso, respecto de las sensaciones de dolor, o de las
sensaciones acústicas. Además, algunas sensaciones, como por ejemplo
sensaciones cromáticas, conforman un “espacio”, en el sentido de que un
malquiera capaz de tenerlas puede ordenar de mayor a menor sus sensa-
consistentemente, con arreglo a una serie de “dimensiones” (tres:

' (1921): Schriften zur Erkenntnistheorie.


v enfermedad llamada prosopagnosia son incapaces de reconocer ros-
.cluso si son los rostros más familiares de las personas más queridas, no
- t en^-
.alm '9 j les falta, en el caso de los rostros, el aspecto estmctural de la e.xperien-
,ro aquí de modo general: les falta la "imagen" del rostro-tipo en la memo­
¡ntendiüs £• r e Oliver Sacks, El hombre que confundió a su m ujer con un som brero, don­
óte excelentes de la condición de estos (y otros) individuos con problemas cog-
ligo difer. reflexión que estamos haciendo. (Las reflexiones filosóficas de Sacks son menos
:s una prof. blínicas.)

Y
matiz, saturación, brillo). En este espacio cromático, los diferentes matices de
#naranja# están notable mente más próximos a matices de #rojo# de lo'que lo
están a matices de #azul#. Algo similar ocurre con las sensaciones acústicas,
que somos capaces de ordenar por su intensidad y por su altura. Igualmente,
el grupo de sensaciones espaciales al que pertenece #línea recta de aprox. un
palmo# conforma, en este caso hablando literalmente, un espacio. En el caso
de esta última sensación, es preciso tomar en consideración además una impor­
tante relación ulterior entre diferentes vivencias: la existente entre el quale
#línea recta de aprox. un palmo# tal como se nota mediante la visión, y el aná­
logo (pero fenoménicamente diferente) quale que se puede notar mediante el
tacto (superponiendo la mano abierta sobre un objeto que quizás ni siquiera se
ve). Todas estas relaciones, que se dan entre fenómenos y pertenecen plena­
mente al mundo de los fenómenos, están constitutivamente vinculadas a las
ideas en cuestión: nada sería la idea #rojo# o #línea recta de aprox. un palmo#,
si no mantuviese esas relaciones fenoménicamente apreciables con otros obje­
tos fenoménicos; consiguientemente, no cabe decir de un sujeto que nota esos
objetos fenoménicos, si no es capaz de relacionarlo con otros objetos fenomé­
nicos de modos como los descritos.
La epistemología cartesiana se caracteriza, como dijimos en DI, § 1, por
dos supuestos centrales: el conocimiento es cierto, y está inferencialmente fun­
dado en una base conocida “intuitivamente”. Para ios empiristas, la base está
constituida por proposiciones empíricas, que enuncian la naturaleza de viven­
cias que notamos. Lo que acabamos de decir constituye una corrección parcial
al segundo supuesto. En la base del conocimiento no puede haber proposicio­
nes “aisladas”; para saber algo, hay que poseer la capacidad de saber muchas
otras cosas. Para saber que noto una sensación de #rojo#, debo saber que es
una sensación del mismo tipo que otras que he experimentado, que es muy dis­
tinta de una sensación de #fa# y también de una de #verde#, que mantiene una
cierta relación con esta última sensación pero no con la de #fa#, etc. Incluso
en el nivel básico, intuitivo, es por tanto preciso, para conocer una proposición,
poseer la capacidad de inferir de ese conocimiento el conocimiento de otras
proposiciones. Esto es tanto como negar que haya un nivel básico, una funda­
ción; al menos, en la concepción más simple de la misma. Los partidarios de
la concepción del conocimiento como coherencia defienden esta idea (en dife­
rentes grados); hemos intentado hacer plausible una versión moderada de la
misma, de lo que se conoce como holismo epistémico.
Un modo conveniente de pensar en las relaciones entre los diferentes cons­
tituyentes de las vivencias es suponerlos expresamente enunciados, en la for­
ma de una serie de proposiciones sobre las entidades en cuestión: #rojo#,
ttverde#, ... son colores, mientras que #do#, #fa#, ....no son colores sino soni­
dos; #ro]o# precede a #verde# en tal y cual dimensión cromática, y así suce­
sivamente. Puesto que estas proposiciones sintetizan las características esen­
ciales de las sensaciones en cuestión, podemos considerarlas axiomas de los
campos específicos de sensaciones. Para el caso de las sensaciones espaciales,
los axiomas serían, estrictamente hablando, axiomas geométricos; pues axio­
mas como los de la geometría euclídea enuncian de un modo convenientemente
breve las relaciones a que estamos haciendo referencia entre el grupo de sen­
saciones al que pertenece #línea recta de aprox. un palmo#. Naturalmente, sería
muy implausible atribuir necesariamente a cualquier sujeto capaz de tener sen­
saciones espaciales algo tan preciso, y que costó tanto elaborar, como los axio­
mas de Euclides. Para resultar plausible, una afirmación como la que estamos
haciendo debe entenderse de un modo más vago. Digamos, meramente, que las
proposiciones axiomáticas descriptivas de la naturaleza de sensaciones en un
cierto grupo se caracterizan porque todo sujeto reflexivo y que comprende lo
que se le pide, si es capaz de tener las sensaciones en cuestión, debe poder
reconocer inmediatamente (sin necesidad de llevar a cabo ningún razonamien­
to) la verdad de las mismas cuando se presupone que tratan acerca de esas sen­
saciones, al modo en que reconocemos la verdad de los axiomas de la geome­
tría euclídea. Las proposiciones serán también análogas a los axiomas de una
geometría en tanto que han de ser suficientes para expresar de modo compac­
to un gran número de relaciones entre las diferentes sensaciones (#esférico#,
#cúbico#, #triangular#) que el sujeto es capaz de establecer, no de modo inme­
diato sino deductivamente.
Todas estas relaciones con otros objetos fenoménicos que están esencial­
mente vinculadas a ideas como las que estamos considerando, nos ofrecen el
elemento que necesitamos para aplicar la explicación anteriormente ofrecida de
la distinción entre propiedades disposicionales y categóricas para clarificar la
distinción lockeana entre propiedades secundarias y primarias. Unas y otras*
debe entenderse, son cosas (III, § 2): propiedades objetivas constituyentes de
acaecimientos. Una propiedad primaria, como la propiedad designada por
‘línea recta de aprox. un palmo’, se “parece’’’ a #línea recta de aprox. un pal­
mo# en tanto que mantiene, con los objetos reales significados naturalmente
por otras ideas, relaciones análogas a las que mantiene #línea recta de aprox.
un palmo# con éstas y son constitutivas o esenciales de la naturaleza de esa
sensación, #línea recta de aprox. un palmo#. Es decir: (en condiciones apro­
piadas), cada vez que un individuo reconoce por introspección una #línea rec­
ta de aprox. un palmo# en sus vivencias, el acaecimiento que causa esas viven­
cias “contiene” una misma propiedad objetiva, responsable causal de ese
aspecto reconocido por el sujeto en sus vivencias. Además, si dos sensaciones
espaciales mantienen entre sí una de las relaciones derivadas de los axiomas
geométricos de que hablábamos más arriba (por ejemplo, una #línea recta de
aprox. un palmo# es notada como doblemente larga que una #línea recta
de aprox. dos palmos#), las propiedades reales correspondientes mantienen
entre sí una relación estructuralmente análoga. Dicho de otro modo, también
las propiedades objetivas correspondientes cumplen axiomas geométricos.6
Por otra parte, una propiedad secundaria, como lo es supuestamente la

6. Los axiomas pueden ser exactamente los mismos, sustituyendo simplemente las designaciones de aspectos
de las vivencias por designaciones de las propiedades reales correspondientes.
designada por ‘rojo’, no se “parece” a #rojo#, en tanto que no mantiene con
las cosas que causan otras ideas relaciones análogas a las que #rojo# mantie­
ne con esas ideas. Esto significa lo siguiente. Cuando un sujeto insiste en que
ha experimentado dos vivencias exactamente de la misma cualidad #rojo#, las
propiedades objetivas que en cada caso han producido una y otra vivencia son
distintas entre sí; y esto no es algo que ocurre como una excepción explicable,
sino de modo general. Análogamente, resulta que, por cualquier criterio de
parecido razonable, la propiedad objetiva que causa una sensación de N aran ­
ja# se parece más a una que causa una de #azul# que a una que causa una de
#rojo#. Si sustituimos, en los “axiomas” de la “cromatología”, las designacio­
nes de las sensaciones por designaciones de las propiedades objetivas que las
causan, los axiomas pasan a ser falsos. O, por dar un último ejemplo ilustrati­
vo, mientras que un sujeto agrupa claramente en diferentes clases #rojo# y
#fa#, no resulta haber ningún modo análogo de clasificar las propiedades de
las cosas que causan esas sensaciones. Y así sucesivamente, con las diversas
relaciones definitorias de las sensaciones.
De acuerdo con esta explicación, las propiedades secundarias son (como
dice Locke) “meros poderes”, propiedades disposicionales, porque son propie­
dades esencialmente caracterizadas en términos de las ideas o cualidades sen­
sibles que los objetos producirían si un aparato perceptivo en condiciones
apropiadas de funcionamiento estuviera presente en una situación propicia. Las
propiedades primarias son propiedades categóricas. Las propiedades secunda­
rias, por otro lado, son meros poderes para producir en nosotros las ideas
correspondientes; las propiedades categóricas que constituyen sus bases son
ciertas combinaciones de propiedades primarias, que no mantienen entre sí las
relaciones estructurales distintivas de las ideas que causan.
Para el realista por representación, como hemos expuesto anteriormente,
las proposiciones empíricas tratan de vivencias notadas, no de acaecimientos
observados. Todas las entidades objetivas (III, § 2), incluidas aquellas de que
se habla en lo que el realista ingenuo considera proposiciones empíricas, son
entidades teóricas. Por consiguiente, el elemento del significado de los térmi^
nos teóricos a que denominamos en la sección anterior ‘aplicación’ hace refe­
rencia, para el representacionalista, a vivencias: enuncia qué vivencias notadas
y potenciales se suponen explicadas postulando las entidades teóricas en cues­
tión. Las propiedades secundarias son propiedades de las que sólo sabemos que
causan ciertos aspectos que se reproducen en nuestras vivencias (ideas simples
de color, de olor, etc.). Las propiedades primarias, en cambio, son aquellas de
las que sabemos algo más: aquello que expresan el elemento de los significa­
dos de términos como ‘esférico’ (aplicable a cualidades de las cosas) al que
denominamos antes ‘descripción’. Ese “algo más”, por otra parte, debe estar
caracterizado en términos aceptables para el intemismo del representacionalis­
ta. En los párrafos precedentes hemos tratado de explicar en qué consiste: se
trata de relaciones que establecemos primero entre los constituyentes de las
vivencias, y atribuimos después a sus presuntas causas objetivas.
En breve: conocemos directamente, por introspección, las relaciones
estructurales que distinguen unas sensaciones de otras; usamos después tácita­
mente esas relaciones para construir una teoría descriptiva de la naturaleza de
las propiedades objetivas que causan nuestras sensaciones. La distinción entre
propiedades primarias y propiedades secundarias es la distinción entre propie­
dades respecto de las que es razonable creer la verdad de esta teoría descripti­
va, y propiedades respecto de las que no. Las propiedades primarias son aque­
llas de las que es razonable creer que no sólo se limitan a causar ideas especí­
ficas, sino que mantienen entre sí relaciones análogas a las que mantienen entre
sí las ideas que causan. Las propiedades secundarias son propiedades prima­
rias hipotéticas de las que sabemos muy poco: sólo, que causan ciertas sensa­
ciones, pese a no mantener entre sí las relaciones estructurales características
de las sensaciones que causan.
Lo único que hace a ‘rojo’ aplicable a un acaecimiento objetivo (la pre­
sencia de una esfera) es — según la presente propuesta interpretativa de la tesis
de Locke— que en ese acaecimiento se da algo que produciría en un observa­
dor normal la idea o cualidad sensible #rojo#, si se diesen las circunstancias
de luz, posición del perceptor, etc., apropiadas. Ese “poder” o cualidad que
produciría esos efectos, por lo demás, no tiene por qué tener ningún rasgo
correspondiente a las relaciones definitorias de #rojo#: quizás la propiedad
categórica base de ese “poder” en los tomates no se parece en nada al poder
similar en los semáforos, o quizás ni siquiera se parezca en dos tomates que
producen la misma sensación, o en el mismo tomate en momentos sucesivos;
ni mantiene con “poderes” para producir otras sensaciones cromáticas relacio­
nes análogas a las que mantienen las sensaciones entre sí, etc. Es. así que ‘rojo’,
aplicado a objetos reales, está esencialmente definido en términos de una
característica (que el objeto cause que alguien note #rojo#). que no tiene por
qué darse nunca de hecho. No ocurre lo mismo, sin embargo, con ‘línea recta
de aprox. un palmo’; pues, en este caso, la cualidad objetiva no sólo está carac­
terizada por su capacidad para producir #línea recta de aprox. un palmo# en
un observador adecuado, sino también por todas las otras relaciones que man­
tiene esa propiedad real con otros objetos reales, análogas á las que mantiene
#línea recta de aprox. un palmo# con otros objetos fenoménicos; y un objeto
a que se aplica ‘línea recta de aprox. un palmo’ tiene de hecho todas esas otras
propiedades definitorias del concepto expresado por ese término.
¿Por qué piensa Locke que es razonable creer de términos como ‘línea rec­
ta de aprox. un palmo’ que significan propiedades primarias? Esencialmente
por la misma razón que mantenemos creencias teóricas: en virtud de constata­
ciones inductivas. Helmholtz lo expresa muy claramente en este texto:

Cada uno de nuestros movimientos voluntarios, a través de los cuales modifica­


mos la manera en que se nos aparecen los objetos, ha de ser considerado como un
experimento por medio del cual sometemos a examen si hemos captado correcta­
mente el comportamiento nómico de la apariencia ante nosotros; es decir, si hemos
captado correctamente ia existencia continuada de la apariencia en una ordenación
espacial determinada. (“Die Tatsachen der Wahrnehmung”, 136.)
Las relaciones entre las ideas espaciales nos llevan a esperar, pongamos
por caso, que un cubo que contemplamos desde una cierta perspectiva pre­
sente tal y cual apariencia cuando se le hace rotar 30 grados. Haciéndolo
rotar así, confirmamos la predicción, y con ello la conjetura de que las rela­
ciones espaciales objetivas tienen una estructura análoga a la que tienen las
ideas espaciales que causan (sobre la base de las cuales hemos hecho la con­
jetura).
En suma, según la presente propuesta interpretativa, la propiedad objeti­
va significada por ‘línea recta de aprox. un palmo’ no es disposicional, sino
categórica, porque es razonable creer que, incluso cuando no hay un observa­
dor teniendo la sensación #línea recta de aprox. un palmo#, un objeto real al
que se aplique ‘línea recta de aprox. un palmo’ ejemplifica de hecho rasgos
constitutivos de la propiedad. Otra cosa ocurre con ‘rojo’: en este caso, Loc­
ke creía más que probable —dados los resultados de la ciencia de su época—
que las cosas mismas resultaren carecer de propiedades con las características
definitorias del color (las relaciones entre sí y con otras ideas que caracteri­
zan a las ideas cromáticas). La única característica restante que se puede aso­
ciar con los objetos a que se aplica el término es, pues, la disposición a cau­
sar #rojo# en ciertas condiciones. Pero esta característica (causar una viven­
cia que incluye la idea #rojo#), la manifestación de la disposición, no tiene
por qué tenerla de hecho ningún objeto al que apliquemos correctamente el
término. En ausencia de un perceptor no hay de hecho en el objeto nada de
naturaleza cromática; sólo el “poder” para producir la sensación. De manera
análoga, un objeto soluble no se está disolviendo a menos que se den las con­
diciones pertinentes.
Naturalmente, no cabe establecer a priori qué propiedades son primarias
y cuáles secundarias; ello es consecuente a los resultados de la investigación
empírica. Tal y como hemos presentado la distinción, la afirmación de que una
propiedad es primaria o más bien secundaria es no sólo a posteriori, sino teó­
rica. Ni que decir tiene que Locke podría estar equivocado en sus conjeturas
sobre qué propiedades son primarias y cuáles secundarias. En los férminos en
que yo he presentado la distinción, y a juzgar por lo que hoy sabemos, es
mucho menos claro de lo que podía serlo en el siglo xvn que los colores o los
sonidos, pongamos por caso, sean realmente propiedades secundarias. La cues­
tión continúa siendo disputada; en parte, desde luego, porque se manejan expli­
caciones de los conceptos de propiedad primaria y propiedad secundaria dife­
rentes a las aquí proporcionadas, pero en parte también porque los datos no son
concluyentes. Las propiedades físicas que parecen ser responsables de las sen­
saciones en cuestión, hasta cierto punto, mantienen entre sí relaciones corres­
pondientes a las relaciones constitutivas de la naturaleza de las sensaciones.
Por ejemplo, las propiedades categóricas que provocan sensaciones sonoras
mantienen entre sí relaciones estructuralmente análogas a las existentes entre
las sensaciones sonoras en virtud de su altura y su intensidad fenoménicamen­
te experimentadas. Por otra parte, las relaciones no son completamente análo­
gas; pues, por ejemplo, las relaciones de intensidad que ordenan, respectiva-
mente, los sonidos reales y sus correlatos fenoménicos, varían con arreglo a
escalas de diferente tipo.7 En todo caso, sabemos demasiado poco como para
que la cuestión pueda ser resuelta con nitidez.
Lo que permite el realismo por representación de Locke es formular la dis­
tinción. Según Locke, hacemos tácitamente la inferencia de los contenidos pro­
posicionales, íntegramente constituidos por entidades puramente mentales, a un
mundo objetivo que los causa. La ciencia debe elaborar los detalles de esa infe­
rencia intuitiva, justificándola al mismo tiempo. La ciencia del siglo x v h lle­
vaba a Locke a sospechar que si bien la explicación científica del mundo y de
nuestras percepciones iba a recurrir a algunas de las características que utili­
zamos para describir el contenido de nuestros estados mentales, tales como las
formas espaciales, los diversos tipos de fiierza (solidez, impenetrabilidad, etc.),
el movimiento, etc., de otras (como los colores, los olores, los sabores, las sen­
saciones táctiles, etc.), no sólo iba a prescindir, sino que la existencia de esta­
dos mentales caracterizados parcialmente por tales cualidades iba a poder ser
explicada atribuyendo a las cosas exclusivamente propiedades del primer tipo.
Es así como se origina intuitivamente la distinción entre propiedades prima­
rias y propiedades secundarias. Que ‘rojo’ sea una propiedad disposicional
que no parece serlo es algo que (según Locke) resulta por tanto de la investi­
gación científica; pero sólo la filosofía de Locke, su realismo por represen­
tación, le permite interpretar en tal sentido los resultados de la ciencia. Cabe
pensar, pues, que fue una motivación importante para la teoría de las ideas de
Locke el que ofrezca la elaboración conceptual necesaria para realizar esa dis­
tinción, y, con ello, acomodar la imagen ordinaria que tenemos del mundo con
la que nos presentan los científicos. Bertrand Russell utiliza esta discrepancia
—la discrepancia entre la mesa impenetrable que nos presentan los sentidos, y
la “agujereada” que describen los científicos— como un argumento en favor de
una teoría hasta cierto punto similar a la de Locke.4 Si la rojez no es una pro­
piedad objetiva de los estados de cosas, es preciso buscarle otro alojamiento.
Locke, como hemos visto, explica la diferencia entre propiedades prima­
rias y propiedades secundarias diciendo que las primeras, pero no las segun­
das, “se parecen” a las ideas que producen en nosotros. Hemos ofrecido una
interpretación de qué podría querer decir con esto. Afirmaciones de Locke
como ésta, junto con el alto componente “imaginístico” de su concepción de
los significados, ha hecho a algunos pensar que su teoría de la significación
natural de las ideas era una según la cual las ideas significan en virtud de su
parecido con sus significados. Podría decirse que una foto mía me representa
a mí porque la foto se parece a mí; ésta sería una teoría del parecido para expli­
car la noción de significación (o representación) natural Sin embargo, ésta no
puede ser una interpretación acertada de la teoría de Locke sobre la relación
entre las ideas y las cosas, por cuanto a su juicio también las ideas de propie­
dades secundarias representan o significan naturalmente propiedades — los

7. Véase John Pierce, Los sonidos de la música.


8. Véase Bertrand Russell. Los problem as de la fúosofía, Labor.
poderes en las cosas que las causan— aunque, en este caso, su conjetura expre-
sa era (como hemos visto a lo largo de esta sección) que no se parecen a ellas
Una teoría de la significación que sólo se apoye en el parecido es, en cual­
quier caso, una teoría equivocada. Supongamos que A y B son hermanos
gemelos, y que una foto tomada a B se parece más a A que a él, porque, diga­
mos, el trasfondo hizo que la nariz del modelo saliera en la foto menos agui­
leña de lo que en realidad es, y con ello más parecida a la de A. La foto no
por ello representa a A, sino que representa a B. La explicación que de esto
daría Locke es que hay también un elemento causal en la noción de significa-,
ción: la diferencia entre A y B, que explica que la foto sea de B y no de A, no!
está en el parecido (no existe diferencia en ese respecto, o, si existe, más bien
llevaría a considerar a A lo representado por la foto), sino en que B posó para
la foto, y no A. Es decir, en que B fue un factor causal en la producción de la
foto, mientras que A no lo fue. Naturalmente, una vez que se le ha concedido
al elemento causal la importancia que debe tener en la explicación de la noción
de significado, a buen seguro habrá que atribuirle también algún papel al ele­
mento pictórico, o de parecido, al menos en el caso de signos tales como
fotografías. La inteipretación que hemos ofrecido de la distinción entre pro­
piedades primarias y secundarias requiere también tomar en consideración este
aspecto.

3. El reductivismo eliminatorio sobre las relaciones nómicas


y el fenomenalismo

Tras este excursus a propósito de las propiedades primarias y secundarias,


volvamos al ejemplo inicial, c(k) => e(rojo). Como c(k) y e(rojo) son acaecimientos
objetivos, no son directamente conocidos; los conocemos indirectamente,
notando vivencias que dan testimonio de ellos. Usemos #c(k)# y #e(rojo)#, según
nuestra práctica hasta aquí, para referimos a los correlatos sensoriales directa­
mente cognoscibles, internos, de esos acaecimientos. ¿Qué relación entre esos
correlatos vivenciales puede ser el correlato de la relación causal? Decir “la
relación de ttcausartf' es sólo ofrecer una respuesta perezosa; lo que necesita­
mos es una caracterización de esa relación, compatible con el intemismo. Una
idea un poco menos perezosa es ésta: las vivencias mismas pueden estar tam­
bién causalmente relacionadas; así, por ejemplo, una vivencia visual imagina­
da (uno mismo recibiendo una congratulación) puede causar una cierta emo­
ción sentida (una sensación de inmensa autosatisfacción). Supongamos, pues,
que tfcausar# es, simplemente, causar, restringida a vivencias. Internistas
incautos (quizás los mismos Locke y Descartes) se contentarían probablemen­
te con esta explicación.
Hume mostró claramente que esta propuesta no es compatible con el inter-
nismo. Pues también la relación causal entre vivencias, si existe, tendría las
propiedades (i)-(iv) de § 1; debería ser además una relación objetiva, cuyo dar­
se no podemos conocer con la certidumbre que el intemismo presupone. Pue-
do dudar de que fuese realmente pulsar la tecla k la causa de que apareciese el
disco rojo; quizás fue una coincidencia; quizás pulsé la tecla k a la vez que se
produjo el fenómeno que causó realmente la aparición del disco rojo. En ese
caso, aunque no hubiese pulsado la tecla k, el disco hubiese aparecido igual­
mente (no se cumple, pues, (ii), lo que muestra que no se dio la relación cau­
sal aseverada); en ese mismo caso, la generalización en condiciones parejas, si
se pulsase la tecla k, aparecería un disco rojo sería falsa, y las inferencias
hechas sobre esa base incorrectas. Ahora bien, incluso en el supuesto de que
las vivencias correspondientes estuviesen causalmente relacionadas, exacta­
mente lo mismo se aplica a ellas. Yo no puedo saber con certidumbre que si
no hubiese notado #c(k>#, no habría notado #e(rojo)#, ni que siempre que note una
vivencia del tipo #C(k)# (por muy parejas que sean las circunstancias) notaré
una del tipo #E(rojo)#.
Hume argumenta esto bajo el supuesto de que la única modalidad conoci­
da con certidumbre es la modalidad lógica. Es claro que no sabemos, sobre fun­
damentos puramente lógicos, que si no hubiésemos notado no habríamos
notado #e(rojo)# (a'la manera en que sabemos, sobre .fundamentos puramente
lógicos, que si Juan hubiese ido al cine ayer, alguien habría ido al cine ayer).
El argumento no depende, empero, de que la existencia de la relación causal
entre vivencias específicas no se pueda establecer lógicamente; basta con que
no se puede establecer a priori. El intemismo requiere que los contenidos pro­
posicionales se puedan especificar en términos de entidades de cuya existencia
sí podemos estar ciertos; entre ellas puede haber entidades concretas que cono­
cemos directamente y entidades que conocemos a priori. Pero ,1a relación cau­
sal entre vivencias concretas, incluso si se da, no está en ninguna de estas cate­
gorías. Ni se conoce a priori, ni puede notarse directamente, como se nota un
ejemplar de #rojo# o incluso el tipo #rojo#; pues es concebible que la expe­
riencia futura nos convenza de que un supuesto caso de relación causal entre
vivencias no lo fue en realidad. Supuse que fue la vivencia visual de recibir una
congratulación la que causó la emoción consiguiente de autosatisfacción, pero
he descubierto después que la emoción la causó, independientemente, un sim­
ple proceso hormonal; incluso aunque no me hubiese imaginado recibiendo la
congratulación, habría experimentado la sensación de autocomplacencia.
Lo único que encontramos examinando mediante la introspección nuestra
experiencia consciente, dice Hume, es (en el caso que estamos examinando)
esto: (i) que #c(k)# y #e(rojü)# se dieron espaciotemporalmente de manera conti­
gua; (ii) que, en los casos que tengo ahora presentes en el recuerdo, he notado
vivencias deí tipo #C(k)# siendo sucedidas de manera espaciotemporalmente
contigua por vivencias del tipo #E(rojo)#, y (iii) que espero (quizás sobre la base
del hábito, pero sin que conozca claramente el origen de esta expectativa: por­
que estoy así psíquicamente constituido) que en casos no contemplados, viven­
cias del tipo #C(k)# sean sucedidas de manera espaciotemporalmente contigua
por vivencias del tipo #E(roJo)#. (En el análisis humeano, la asimetría temporal
está ya presupuesta en lo anterior: vivencias del tipo #E(rojo)# han sucedido a
vivencias del tipo #C(k)#.)
Una generalización Jáctica es un enunciado de la forma Vx (p(x);9 es un
enunciado sin alcance modal alguno, cuya verdad sólo puede establecerse con­
clusivamente examinando todos los casos implicados. Una generalización fác-
tica es lógicamente equivalente a la conjunción (p(a) a cp(b) a cp(c) a ..., siem­
pre que utilicemos nombres ‘a \ ‘b \ ‘c \ etc., para cada uno de los objetos en
el universo de cuantificación (VI, § 6). Una generalización estricta es una
generalización fáctica de la forma Vx(cp(x) o \|/(x)). Una generalización empí­
rica es una generalización fáctica, en la que se cuantifica sobre casos concre­
tos cuyo darse o no darse puede establecerse directamente mediante la sensa­
ción. En III, § 1 introdujimos el concepto de proposición empírica como una
cuya verdad o falsedad puede establecerse directamente mediante información
proporcionada por los sentidos (y en III, § 3 hicimos notar que, para el inter­
nista, las proposiciones empíricas hacen referencia a vivencias). Una generali­
zación empírica estricta es, pues, una equivalente a una conjunción de propo­
siciones empíricas bicondicionales. Por último, una generalización nómica es
una generalización empírica cognoscitivamente aceptable. Por ahora, entende­
remos que una generalización empírica es cognoscitivamente aceptable si todos
los casos que hemos tenido oportunidad de constatar de los que somos cons­
cientes la confirman, y es el tipo de generalización que nuestra constitución
psíquica nos lleva a construir.
Con estos elementos podemos elaborar una primera versión de análisis
humeano de la causalidad. Es una propuesta insuficiente, que será preciso
modificar. Pero, en su simplicidad, tiene la virtud de servir para poner de relie­
ve el rasgo metafísicamente central de la concepción humeana, su radical
carácter correctivo. La propuesta final, incluyendo las modificaciones que será
preciso hacer para obtener un análisis satisfactorio, posee ese mismo carácter;
pero sería más difícil apreciarlo en ella, precisamente a causa de su compleji­
dad. Lo que es peor, esa complejidad del análisis final, necesaria pero metafí­
sicamente irrelevante, actúa como un elemento distractivo que vela la profun­
da corrección de nuestras creencias sobre la causalidad que el análisis humea-
no requiere.
El análisis humeano tentativo es éste: c causa e (donde ‘c ’ y 4e ’ están por
acaecimientos concretos) significa lo siguiente: el correlato empíricamente
verificable de c, #c#, es de tipo #C#; el correlato empíricamente verificable de
ey #e#, es de tipo #E#; #c# precede a #e#; y hay una generalización nómica
estricta que vincula #C# y #E#, cuyos ejemplares son siempre espaciotempo­
ralmente contiguos como #c# y #e#.
Esta definición, como hemos dicho, es sólo tentativa. Por más que el aná­
lisis humeano constituya una propuesta decididamente correctiva, el modo en
que comúnmente usamos el concepto de causa proporciona contraejemplos
demasiado patentes, que el partidario del análisis no puede despreciar. No pue­

9. En este párrafo recurro a la notación lógica usual por razones de simplicidad expositiva. El lector no fami­
liarizado puede encontrar una exposición de sus elementos centrales en VI, § 6.
de hacerlo por una razón fundamental, que es preciso tener bien presente
durante la discusión posterior. Al partidario del análisis humeano, como a cual­
quier empirista, le motiva un proyecto ilustrado. Lejos de pretender conven­
cemos de que todo vale en materia de asertos causales, lo que busca es utili­
zar su doctrina para eliminar la superstición; pretende describir claramente
aquello que separa las afirmaciones causales “científicas”, positivas, de las que
hacen ios amigos del oscurantismo.10 (Es saludable a este respecto leer, por
ejemplo, el capítulo X del Inquiry Concerning Human Understanding de
Hume, “Of Miracles”.) Quedaría, por tanto, en muy mal lugar si su análisis
conllevase que también los asertos causales que hacemos de la manera empí­
ricamente más cuidadosa (los que aceptamos a partir de los datos que nos pro­
porciona ia investigación científica responsable) tienen, después de todo, ei
mismo estatuto que, pongamos por caso, la creencia en la concepción virginal
no asistida por procedimientos refinados de fecundación.
Pero eso es lo que ocurriría, si no se modifica la definición. Para empezar,
en la mayoría de las afirmaciones causales empíricamente mejor contrastadas
la causa y el efecto no tienen correlatos empíricamente verificables espacio-
temporalmente contiguos (sólo hay que pensar en las causas socialmente más
notorias del alumbramiento); además, en la mayoría de los casos las afirma­
ciones causales no se apoyan en generalizaciones empíricas estrictas. (Ni todos
los que fuman contraen cáncer de pulmón, ni sólo los que fuman lo hacen, y,
sin embargo, por todo lo que sabemos, fumar causa cáncer de pulmón; de
modo que hay casos concretos en que el proceso de fumar una cierta cantidad
de tabaco durante un cierto tiempo causa el desarrollo de un cáncer de pulmón
concreto.) La definición tentativa, pues, no nos da una condición necesaria:
hay relaciones causales que no la cumplen. Además, si no se cualifica sustan-
cialmente el concepto de generalización empírica cognoscitivamente acepta­
ble, la definición (incluso tal como está, sin debilitarla como es preciso hacer
— en vista de lo anterior— para obtener una condición necesaria) no nos da
una condición suficiente. Después (§ 6) examinaremos la razón para esto.
La inapropiada propuesta inicial, sin embargo, es muy adecuada para
hacer patente algo que las correcciones posteriores no modificarán un ápice; a
saber, el carácter antirrealista de la propuesta humeana con respecto a la cau­
salidad — y, cuando se generaliza a todas las relaciones nómicas, con respecto
también a los objetos teóricos introducidos a través de relaciones de participa­
ción. En rigor, existen dos interpretaciones de la concepción humeana de la
causalidad, ambas igualmente antirrealistas, una más radical que la otra. Tam­
bién para comprender la diferencia entre ambas es conveniente considerar ini-
cialmente la propuesta inaceptablemente simple. Estas dos variedades de anti­
rrealismo causal corresponden a dos tipos genéricos de antirrealismo, adopta-

10. Esto también vale para Wittgenstein (a quien en X, § 4 presentamos com o un caso claro de partidario del
análisis humeano radical), pese a que sus preocupaciones no tenían nada de ilustradas ni ‘"positivas”. Su peculiar nihi­
lism o ético, del que algo diré después, requiere que haya relaciones “causales” humeanas, coincidentes con las que
establecem os com o tales mediante la práctica científica.
bles a propósito de ámbitos diferentes del discurso y no sólo a propósito del
discurso causal.
La variedad más radical de antirrealismo es el reductivismo eliminatorio.
Consideremos el discurso de algunos sobre las brujas. No me refiero a quienes
piensan y hablan como si hubiese personas que se creen brujas, practican bru­
jerías, etc, pues nada hay que objetar al respecto. Me refiero a quienes piensan
y hablan como si hubiese personas que son brujas, que tienen el poder de cau­
sar enfermedades o curarlas, etc., haciendo hechizos y exorcismos. O conside­
remos el discurso de quienes piensan y hablan como si hubiese gafes. De nue­
vo, no me refiero a quienes hablan de personas a quienes suceden más des­
gracias que al ser humano medio, pues tampoco hay nada que objetar a esto;
sino a los que piensan y hablan como si hubiese personas que tienen alguna
cualidad misteriosa que “atrae” las desgracias. La mayoría de nosotros sería­
mos reductivistas eliminatorios a propósito del discurso sobre brujas y gafes,
en los sentidos indicados. Es decir, diríamos que no hay tales cosas.

Ésta es, simplemente, la tesis característica del reductivismo eliminatorio


sobre los X: no hay X.

Los ejemplos muestran que el reductivismo eliminatorio es una propuesta


aceptable en ciertos casos. El único modo de entender lo que decimos cuando
hablamos de brujas y gafes es reinterpretarlo de las maneras poco discutibles
antes indicadas: suponiendo que trata expresamente de personas que se creen
brujas, practican hechicerías, etc., o de personas a quienes suceden más des­
gracias que a los demás. Una consecuencia de esta eliminación del discurso
otológicam ente cargado sobre brujas y gafes, y de su reducción a uno menos
cargado, es que los enunciados en cuestión son ahora mucho más fácilmente
verificables de lo que lo serían si existiesen de verdad brujas y gafes. En el
sentido cargado del término, 'Pedro es gafe’ puede ser verdadero, sin que nun­
ca estemos en condiciones de averiguarlo, ni siquiera en las condiciones epis­
témicamente más favorables. Una vez practicada la reducción eliminatoria, el
enunciado es más fácilmente verificable o refutable.
En esta primera interpretación (la más radical), la definición humeana con­
lleva una propuesta eliminatoria sobre las relaciones causales. La definición
humeana constituye, en esta interpretación, una propuesta para reemplazar el
discurso sobre relaciones causales, que hemos caracterizado mediante los cri­
terios (i)-(iv), por uno que trata sólo de generalizaciones nómicas estrictas. Con
ello ganamos en verificabilidad. Tras la reducción del discurso causal realista
al discurso causal del humeano reductivista, en condiciones ideales (a buen
seguro, inaccesibles a un ser humano normal, pero imaginables), una afirma­
ción causal puede ser establecida con completa certidumbre. Un ser empírica­
mente omnisciente, que tuviese la capacidad de contemplar todos los casos
empíricos pertinentes, podría establecer con certeza la verdad dt c(kj e(rojoY
Esto contradice la tesis realista de que las relaciones causales son o bjetivases
decir, la tesis de que un enunciado causal podría tener un valor de verdad de
hecho diferente al que le atribuiríamos en circunstancias cognoscitivamente
ideales. Esto por sí solo ya muestra que la propuesta es correctiva.
Quizás el lector piense que no hay aquí corrección alguna de nuestras
intuiciones, sino una muestra evidente de que la condición de objetividad no
era, después de todo, intuitivamente aceptable. Enseguida veremos que la pro­
puesta humeana, en esta primera interpretación, conlleva también el rechazo de
los criterios (ii), (iii), y, en el marco internista,' incluso el de (i). Es, así, una
propuesta eliminatoria sobre las relaciones causales, en la medida en que
entendamos que las relaciones causales satisfacen los cuatro criterios y la con­
dición de objetividad.11 Que la propuesta conlleve también el rechazo de esos
otros criterios es lo distintivo de esta interpretación, frente a la que expondre­
mos después — también antirrealista pero menos radical— , que sólo involucra
el rechazo del criterio de objetividad realista. Pero es fundamental, para com­
prender toda la discusión subsiguiente, apreciar claramente que la caracteriza­
ción intuitiva de las relaciones causales como relaciones objetivas sí era acep­
table.
El mundo real ofrece una gran cantidad de ejemplos de situaciones de
bifurcación causal. Una situación así presenta la siguiente estructura básica:
c causa e, pero también causa e . Por ejemplo, la emisión de ondas desde la
emisora de TV causa la recepción de una cierta imagen en un aparato, pero
también en muchos otros; la caída de una piedra en el centro del lago causa
las ondas que llegan a una de las riberas, y también las que llegan a otra; el
choque de una bola en movimiento contra otra en reposo causa el movimien­
to de la segunda, pero también causa la sombra del choque y el movimiento
de la sombra de la segunda. (En estos casos, se dice que, con respecto al pro­
ceso causal c => e, seleccionado como principal, e' es un mero epifenómeno)
Supongamos que e' sucede antes que e. En ese caso, supuesto el análisis hu­
meano, habrá una generalización tan estricta y tan nómica como laque vincu­
la c y e que vincula e y e\ además,. sucede antes que e. Es más; quizás la
generalización que vincula c y e pase inadvertida, enmascarada por la que vin­
cula e y e. (Esto es fácilmente imaginable, particularmente en una perspecti­
va realista, pero también en una humeana refinada con las modificaciones que
será preciso añadir a la propuesta simplista inicial.)
Algo así podría darse en nuestro ejemplo. Quizás pulsar la tecla kt lejos
de causar la aparición del disco, es un efecto de la verdadera causa de la apa­
rición del disco (un acaecimiento desconocido, que no sólo causa la aparición
del disco, sino que lleva también a los individuos cercanos a pulsar la tecla k).
El lector debe comprender que éstos no son casos extravagantes imaginados
por filósofos ociosos; una gran cantidad de esfuerzo, ingenio y recursos eco­
nómicos se dedica a distinguir meros epifenómenos de verdaderos factores

1 1. Naturalmente, el reductivista tiene perfecto derecho a llamar ‘relaciones causales' a las que satisfacen su
definición. Hume no dice que no haya relaciones causales, sino que no hay relaciones causales “reales”; él mantiene
el uso del término para las relaciones definidas según su propuesta.
causales. Durante algún tiempo se pensó que el consumo inmoderado de café
causa el cáncer de pulmón. Sin embargo, ahora se sabe que no lo hace: quizás
sea un epifenómeno, una “sombra”, de algo otro (un rasgo de carácter, ponga­
mos por caso) que causa también el consumo inmoderado de tabaco, este sí
causalmente relacionado con el cáncer de pulmón. De aquí que sea una falacia
inferir una relación causal (propter quó) de una relación de precedencia tem­
poral (post quó). Estas consideraciones muestran que, como sostuvimos, toma­
mos intuitivamente a las relaciones causales como objetivas: incluso un ser
empíricamente omnisciente, después de examinar todos los casos empíricos
pertinentes, podría confundir un mero epifenómeno con un efecto genuino.
Veamos ahora cómo adoptar la definición humeana, en esta interpretación
radical, conlleva no sólo abandonar la actitud realista (cosa que acabamos de
mostrar), sino también que lo que consideramos relaciones causales satisfagan
los criterios los criterios (ii) y (iii). Imagine el lector que se ha pulsado un cier­
to número de veces la tecla k, y en todos los casos ha aparecido un disco rojo
en la pantalla; y que sólo ha aparecido un disco rojo cuando se ha pulsado
antes k. Por grande que sea el número de veces que se ha repetido este proce­
so, es claro que los datos observados son compatibles con esta posibilidad: pul­
sar k pone en marcha un proceso genuinamente aleatorio, como resultado del
cual el ordenador dibuja un disco de un color de entre 256 posibles. El proce­
so es “aleatorio” en el sentido puramente frecuencial de la probabilidad; es
decir, “a la larga” la generalización empírica correcta incluye un número igual
de casos en que, después de pulsar k, aparece un disco de cada uno de esos
colores. Un ser empíricamente omnisciente podría constatarlo así. Según la
concepción humeana, la verdad o falsedad de una afirmación causal depende
exclusivamente de la generalización empírica que sea de hecho verdadera.
Ahora bien, es claro que, por grande que sea el número de casos de la gene­
ralización que hemos observado, ese número no basta para saber cuál es la
generalización correcta. De hecho, en comparación con el número de casos que
la generalización abarca, el número de los observados será, con seguridad, ridi­
culamente pequeño.
Por tanto, si entendemos las afirmaciones causales según la propuesta
humeana reductivista, no existe una relación entre acaecimientos concretos
cuyo conocimiento justifique hacer generalizaciones a casos no observados. La
relación a la que el humeano, en esta interpretación, pretende reducir la rela­
ción causal no puede ser aseverada de un caso particular, a menos que se
conozca ya la generalización completa. Además, incluso un ser empíricamen­
te omnisciente, que conociese la generalización pertinente, no estaría por ello
en disposición de hacer afirmaciones sobre lo que ocurriría en casos que, por
ser contrafácticos, no pueden haber sido observados. La generalización que
conoce es meramente fáctica, y permite tan poco hacer afirmaciones contra-
fácticas como lo permite el conocimiento de una generalización fáctica. Supon­
gamos que hemos establecido que, casualmente, los cien mil asistentes al par­
tido llevaban corbata a rayas. Es claro que esto no permite decir que, si Pau,
que no asistió de hecho al partido, hubiese asistido, habría llevado una corba­
ta a rayas. Pero este ejemplo es un paradigma de generalización meramente
fáctica. Los humanos corrientes y molientes, en todo caso, ni siquiera estare­
mos nunca en posesión del conocimiento a disposición del ser empíricamente
omnisciente, de modo que ni siquiera podemos hacer generalizaciones causa­
les. (ii) y (iii) son, pues, también falsos. Este es el “problema de la inducción”,
en los términos en que se presenta al humeano reductivista; y es claro que, en
esos términos, el problema es irresoluble.
El humeano reductivista, naturalmente, admite que hacemos inferencias
causales. Es irracional hacerlo, según su explicación, porque todo lo que pue­
de haber detrás de una afirmación causal es una generalización empírica, y la
verdad de una generalización empírica sólo puede establecerse racionalmente
conociendo todos sus casos particulares. Pero es indudable que las hacemos.
La definición tentativa incluye ya los elementos precisos para explicar por qué
cometemos este error. (Se trata de la que hubiera ofrecido el propio Hume, si
es que de hecho él era un reductivista eliminatorio. EL análisis refinado que se
da en § 6 permitirá ofrecer una explicación más certera. Mas, como vengo
insistiendo, el refinamiento no afecta a la cuestión metafísica.) Nuestra consti­
tución psíquica nos lleva a considerar nómicas ciertas generalizaciones empí­
ricas, confirmadas por los casos pasados, y no otras. El predicado ‘verojo\ que
aquí introduzco por estipulación, se aplica a algo en los siguientes= casos: si ha
sido observado hasta ahora, y era rojo, o si no ha sido observado hasta ahora,
y es verde.12 Consideremos ahora la generalización siguiente: en circunstancias
parejas, si se pulsase ^ aparecería un disco verojo. Es claro que esta generali­
zación empírica, #C(k)# «-> #E(vefojo)#, está tan bien confirmada por los hechos
conocidos como #C(k)# <-> #E(rojo)#. Es igualmente claro que, psíquicamente,
encontramos aceptable proyectar los datos en la forma de la segunda generali­
zación empírica y no en la forma de la primera. Pues es un dato psíquico, cono­
cido por instrospección, que esperamos que aparezca un disco rojo cuando pul­
semos k la próxima vez, pero no esperamos que aparezca uno verde (como lo
haríamos, si la generalización que considerásemos confirmada a partir de los
datos fuese #C(k)# #E(VCfojo)#). Nuestra sorpresa, si aparece un disco verde,
confirma este dato psíquico.
El humeano puede mencionar estos hechos, pues son perfectamente com­
patibles con el intemismo; como he enfatizado, estos son hechos de los que
somos conscientes, no menos de lo que lo somos de nuestro conocimiento de
qué vivencias notamos y qué regularidades hemos observado. Ahora bien, estos
datos meramente explican por qué nos vemos llevados a generalizar de ciertos
modos y no de otros; pero (supuesto el análisis reductivista) no pueden justi­
ficar que lo hagamos. Dado lo que las relaciones causales son, sólo el conoci­
miento de todos los casos nos permitiría hacer afirmaciones causales de mane­
ra justificada. Por todo lo que sabemos, tan verdadero podría ser que pulsar /:

12. El predicado está inspirado en ‘glue’, que Nelson Goodman introdujera para enunciar su justamente c é le ­
bre “nuevo enigma" de la inducción en “The New Riddle o f Induction". Pero el problema que presento ahora no es
el “nuevo enigm a”; éste se expone después.
en la situación indicada causó la aparición de un disco rojo, como que, en rea­
lidad, pulsar k en la situación indicada causó más bien la aparición de uno
verojo.
Si el reductivismo eliminatorio sobre las relaciones causales se generaliza
a las relaciones de participación (como es coherente hacer, pues los problemas,
derivados de la exigencia cartesiana de certidumbre, son exactamente los mis­
mos en ambos casos), el resultado es la eliminación de los objetos teóricos: no
hay planetas copemicanos, ni genes, etc., sólo entidades empíricamente cons­
tatabas y generalizaciones empíricas sobre las mismas.13 En el marco inter­
nista, el resultado es necesariamente el fenomenalismo: la tesis de que sólo
existen las vivencias y sus constituyentes. (El solipsismo es la tesis de que úni­
camente existen mis vivencias y sus constituyentes.) Los objetos reales, las
cosas, sólo pueden definirse, compatiblemente con el supuesto internista de
que no pueden ser “componentes esenciales” de los significados, mediante
relaciones de participación con respecto a objetos “internos” (ideas), relacio­
nes especificadas a partir de relaciones igualmente “internas” entre objetos
internos. Ahora bien, si no hay ni relaciones causales, ni relaciones de partici­
pación; si sólo hay vivencias que notamos y generalizaciones fácticas sobre
vivencias no pueden existir objetos externos.
Esto parece absurdo; el dato de que distinguimos los sueños y las aluci­
naciones de las percepciones “reales” es innegable. La idea de que el pensa­
miento y el lenguaje poseen “objetos intencionales” que determinan si, ponga­
mos por caso, estamos percibiendo, o meramente padeciendo una alucinación,
debe ser incorporada en cualquier explicación de la naturaleza de la represen­
tación, mental o lingüística. Sin embargo, el fenomenalismo dispone de un
modo conveniente de explicar esto, sin abandonar su supuesto fundamental: a
saber, recurrir al concepto de generalización nómica. Un “acaecimiento obje­
tivo” es, simplemente, uno consistente con las generalizaciones empíricas ver­
daderas. Esta definición hace posible que los acaecimientos incluyan a las

13. No podemos extendem os aquí en explicar de manera detallada la forma precisa que podría adoptar un
análisis humeano de las relaciones de participación. Lo esencial es que también estas relaciones se reduzcan a gene­
ralizaciones empíricas; por tanto (en el marco internista), a relaciones entre ¡deas. Una propuesta tentativa para ana­
lizarlas es ésta: e es (está constituido por) c (donde *c’ y ‘e ’ están por acaecimientos concretos) significa lo siguien­
te: c es de un tipo C, caracterizado por una cierta teoría T; el correlato empíricamente verificable de e, #ett, es de tipo
#E#f y se da en circunstancias empíricamente veriíicables de tipo #CÍ#; hay al. menos una generalización nómica
estricta que vincula #C l# y #E tt, que puede ser lógicamente deducida de la teoría T a partir del darse de C ( ‘CI’ abre­
via ‘condiciones iniciales’). Esto es. cabe decir que un acaecimiento observable a explicar (el “efecto”) consiste en un
cierto acaecimiento teórico (la “causa”) cuando la teoría que describe al acaecimiento teórico implica una generaliza­
ción nómica estableciendo que en ciertas circunstancias observables (las “condiciones iniciales" en que se dio el “efec­
to") se dan acaecimientos observables com o el “efecto” observable. Así, por ejemplo, ‘el movimiento aparente de tal
y cual objeto luminoso rojizo durante el intervalo temporal entre t y t' es (está constituido por) el movimiento X de
Marte y el movimiento Y de la Tierra en tomo al Sol en ese mismo intervalo temporal’ dice que la teoría por rela­
ción a la cual describimos el tipo del acaecimiento-participante — la teoría copemicana— com o uno consistente en
los movimientos de planetas copem icanos (la Tierra incluida) en tomo al Sol permite deducir una generalización
nómica, confirmada en este caso com o en casos anteriores. La generalización nómica será algo así com o esto: cuan­
do (y sólo cuando) se observa en un momento dado tal y cual objeto luminoso rojizo en tal y cual disposición,con
respecto a otros objetos luminosos celestes, se observa después de un intervalo temporal de tal y cual duración (igual
a la diferencia entre t y t') al objeto rojizo en tal y cual otra disposición. - ■
vivencias, y estén constituidos por los mismos “materiales” que las vivencias.
Los acaecimientos a que llamamos “objetivos” son aquellos coherentes con
otros que notamos (rememoramos, anticipamos, etc.), relativamente a las gene­
ralizaciones que consideramos nómicas: confirmadas por casos notados, y
“proyectables”. Si una vivencia no es coherente con otras que notamos, recor­
damos, etc., relativamente a las generalizaciones nómicas en que creemos,
decimos de ella que es alucinatoria, o que es un sueño, etc. Éste es todo el con­
cepto de objetividad que el fenomenalista puede permitirse. En cierto modo,
las alucinaciones son tan reales como las verdaderas percepciones: todo lo que
hay es, en ambos casos, una vivencia notada. La diferencia que establecemos
concierne sólo a la coherencia de la primera con las generalizaciones nómicas
en que creemos.
El siguiente pasaje de Borges trata de caracterizar la visión fenomenalista
del mundo; aunque es literalmente imposible describir coherentemente una
visión fenomenalista del mundo (puede parecer que lo acabo de hacer, pero,
como se verá, las apariencias engañan), Borges se aproxima a hacerlo tanto
como es posible:

Las naciones de ese planeta son —congénitamente— idealistas. Su lenguaje y


las derivaciones de su lenguaje —la religión, las letras, la metafísica— presu­
ponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el
espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, tempo­
ral, no espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlón, de la
que proceden los idiomas “actuales” y los dialectos: hay verbos impersonales,
calificados por sufijos (o prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejem­
plo: no hay _palabra que corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que
sería en español lunecer o lunar. SurgióJ a luna sobre el río se dice hlor u fa n g
axaxaxas mío o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fiuir
luneció. (Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfiuyue lunó. Upward,
behind the onstreaming, it mooned.) Lo anterior se refiere a los idiomas del
hemisferio austral. En los del hemisferio boreal [...] la célula primordial no es
el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación
de adjetivos. No se dice luna : se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o ana-
ranjado-tenue-del-cielo o cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa
de adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. [...]
Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho
es unirlo a otro; esta vinculación, en Tlón, es un estado posterior del sujeto, que
no puede afectar o iluminar el estado anterior. [...] De ello cabría deducir que
no hay ciencias en Tlón ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es que
existen, en casi innumerable número. J. L. Borges: ‘Tlón, Uqbar, Orbis Ter-
tius”, en Ficciones, 23.

Naturalmente, no hay diferencia apreciable entre el hecho de que existan


muchas “ciencias”, todas igualmente increíbles, y que no exista ninguna.
El fenomenalismo resulta por tanto ser una concepción antirrealista no sólo
sobre la causalidad, sino también sobre el mundo externo. Una consecuencia de
ello es que, sobre aquello que para el fenomenalista es “el mundo”, no cabe el
escepticismo. Esto puede parecer incoherente con la clasificación del fenome­
nalismo como una propuesta internista; pues lo característico del intemismo es,
según dijimos, que pretende hacer posible la formulación de dudas escépticas
radicales. Pero, naturalmente, no hay aquí ninguna incoherencia; lo único que
ha ocurrido es que el fenomenalista ha sucumbido a las dudas escépticas, rede-
fininiendo por ello ‘mundo objetivo’. En el sentido usual, el mundo objetivo es
el mundo de los acaecimientos reales, que causan (en el sentido realista del tér­
mino) los estados internos a través de los cuales nos los representamos. El rea­
lismo sobre el mundo externo es la idea de que aquello de lo que depende la
verdad y la falsedad de lo que decimos está causalmente relacionado con lo que
decimos y pensamos (y con cualquier entidad interna necesaria para definir el
sentido de lo que decimos y pensamos). Porqué esta relación es nómica, cabe
contemplar la posibilidad de que, en cada caso concreto en que nos representa­
mos algo sobre el mundo objetivo, estemos equivocados. El fenomenalista, sin
embargo, ha redefinido “mundo objetivo”, de modo que la relación de “eso” con
nuestro pensamiento ya no es causal (en el sentido realista de ‘causal’); en pala-
bras de Russell y Wittgenstein, la relación es puramente definicional: las
“cosas” son meros “constructos lógicos” a partir de ideas, en lugar de ser enti­
dades que causan las ideas. El “mundo objetivo” es una construcción lógica ela­
borada haciendo exclusivamente referencia a entidades internas. A propósito de
esto, no cabe la duda radical; todo enunciado sobre el “mundo objetivo” del
fenomenalista es, en condiciones cognoscitivas ideales, completamente verifi-
cable o refutable. Pero, naturalmente, sólo porque el fenomenalista no sólo
admite la posibilidad de contemplar dudas escépticas radicales sobre el mundo
objetivo del sentido común, sino que ha sucumbido a ellas, concluyendo que1-
tales dudas estaban enteramente justificadas.

4. El realismo fingido sobre las relaciones nómicas


y el representacionalism o

El realismo por representación es una concepción del significado motivada


por las mismas intuiciones epistémicas y la misma concepción epistemológica
que están en la base del fenomenalismo. Ambas presuponen que el conoci­
miento debe ser cierto, como lo es el conocimiento de hechos sobre nuestras
vivencias adquirido a través de la introspección (cuando dejamos perfectamen­
te claro que nuestro pensamiento es acerca de las vivencias mismas, y no de lo
que suponemos que representan): el conocimiento de que se da un pensamien­
to, o el de que tengo una vivencia visual y no una olfativa, o de que noto #rojo#
y no #verde#. Ambas concepciones filosóficas presuponen que el conocimien­
to debe tener una base cierta (presupuesto de certidumbre), y debe proceder
mediante pasos deductivamente ciertos a partir de esa base (fundacionalismo).
Ambas son concepciones internistas: los contenidos proposicionales de nuestros
pensamientos y nuestras proferencias deben ser caracterizados sin compromiso
con entidades de cuya existencia no estamos ciertos; los objetos intencionales
de todos nuestros pensamientos y de todas nuestras proferencias deben así ser
inmanentes (El, § 2).
La diferencia crucial entre ambos es que el realismo por representación es
una doctrina realista sobre el mundo objetivo; el realista por representación
cree que el escepticismo radical acerca del mundo externo es posible, cree que
esos estados intencionales cuyos objetos son objetivos podrían ser, todos ellos
—incluso aquellos sobre cuya corrección tenemos una convicción más segu­
ra— falsos. Para asegurar esto, el realista por representación recurre crucial­
mente a relaciones nómicas reales y objetivas en su especificación de los obje­
tos intencionales de tales estados representacionales; ese mundo externo sobre
el que podemos estar radicalmente equivocados está constituido por las. “sig­
nificaciones secundarias” de nuestras palabras, nómicamente conectadas con
sus “significaciones primarias” puramente internas (las primeras son “natural­
mente” significadas por las segundas). El fenomenalista, sin embargo, obtiene
de su examen crítico de las relaciones nómicas a partir de los supuestos inter­
nistas conclusiones reductivas eliminatorias, y concluye así que la relación
entre el mundo “objetivo” y el mundo subjetivo es construccional, no causal.
La doctrina resultante es antirrealista: en condiciones cognoscitivas satisfacto­
rias, no podemos equivocamos en nuestras creencias sobre este mundo “obje­
tivo” del fenomenalista. El escepticismo radical, para el fenomenalista, es una
fantasía resultante de nuestro error sobre la naturaleza de las relaciones nómi­
cas. Esta es una conclusión atractiva, obtenida a costa de pagar un precio exce­
sivo; un precio sin duda inaceptable para cualquiera con las intuiciones realis­
tas de Descartes o Locke.
En X, § 5 estudiaremos una versión (debida a Wittgenstein) del tradicional
argumento fenomenalista contra el realismo por representación. Queremos aquí
dejar constancia del primer estadio del argumento, mostrando que el realismo
sobre las relaciones nómicas de quien quiera que parta de supuestos internistas
ha de ser un realismo fingido. De manera general, el realismo fingido es una
nueva forma de corrección al sentido común en un cierto ámbito del discurso.

La corrección que caracteriza el realismo fingido sobre un ámbito del dis­


curso consiste en la tesis de que las entidades características de ese discurso
son entidades ficticias: hablamos y pensamos como si existieran realmente (y
no es necesario ni conveniente dejar de hablar así: en esto radica la diferen­
cia con el reductivista eliminatorio), pero a todos los efectos intelectuales y
prácticos, su estatuto ontológico es el de las entidades de la ficción. Esto no
significa que el realista fingido las considere “ficticias”, sino que se trata de
entidades que no pueden tener incidencia alguna en la justificación de lo que
decimos o de lo que pensamos, en la determinación de si pensamos y habla­
mos correctamente sobre ellos o no lo hacemos.

Un caso en el que todos estaríamos dispuestos a aceptar este tipo de


corrección es, como el término ‘realismo fingido’ quiere sugerir, el de las enti­
dades del mundo de la ficción. Consideremos el discurso dentro de la ficción;
como cuando decimos ‘Don Quijote no se habría casado nunca con Dulcinea,
incluso si hubiese tenido ocasión de hacerlo\ e imagínese a alguien que, igno­
rando la situación, supone que estamos hablando de una persona real. (Es pre­
ciso distinguir el discurso dentro de la ficción del discurso sobre la ficción,
como cuando decimos ‘Don Quijote es el tipo de personaje que podría inven­
tar un judío converso’; nada hay de ficto en este segundo tipo de discurso.) La
corrección que sería preciso hacer a una persona que cayera en tal confusión
consistiría en hacerle notar que la justificación, o falta de ella, para una afir­
mación como la indicada no depende en absoluto de datos sobre el carácter de
una persona real, que podrían quizás obtenerse recogiendo informaciones sobre
su biografía, preguntando a las personas que le conocieron, etc. Todo lo que
hay que saber, para determinar si está o no justificado decir ‘Don Quijote no
se habría casado nunca con Dulcinea, incluso si hubiese tenido ocasión de
hacerlo’, está ya contenido en una novela (y, quizás, en las intenciones ex­
plícitas de su creador, o en las que cabe atribuir a alguien que vivió en su
época).
Es sabido que los niños, particularmente durante un cierto período en su
desarrollo, inventan compañeros imaginarios de juegos, y participan con otros
niños y con adultos avisados en conversaciones sobre ellos. A veces dudan de
que un adulto esté al caso de la situación, y entonces se ven obligados a hacer
el tipo de corrección característico del realismo fingido. La vieja, despistada y
complaciente tía: “— ¿Te acompaña Olga al zoo, ricura?” Pau, entre perplejo y
condescendiente ante la estupidez de algunos adultos: “— Olga no existe,
sabes”. En cierto sentido, por supuesto, Olga sí existe; pero, en lo que respec­
ta a saber si nos acompañará o no al zoo, o si hay que llevar o no un bocadi­
llo para ella, lo que hay que hacer es algo muy distinto a lo que sería preciso
si ftiese una persona real. En el caso de Olga, lo que hay que hacer es pre­
guntar a Pau: él es la única instancia pertinente.
El instrumentalismo tradicional sobre las entidades teóricas es una forma
de realismo fingido. No insistiremos suficientemente en la necesidad de no
confundir este punto de vista con el reductivismo eliminatorio, pese a que
indudablemente guarden estrechos puntos de contacto: el instrumentalismo, a
diferencia del reductivismo, es una teoría realista (excesivamente celosa en su
realismo, diría yo). El cardenal Bellarmino es el primer defensor conocido del
instrumentalismo, y uno particularmente interesado. Este ilustrado cardenal dio
con una solución ingeniosa para la Iglesia, ante el problema planteado — en
vista de que la Biblia parece aseverar el geocentrismo— por el éxito predicti-
vo de la teoría copemicana (enfatizado, por ejemplo, por Galileo). Bellarmino
sostuvo que los seres humanos no tendremos nunca elementos de juicio sufi­
cientes para determinar dónde está U verdad, si en una teoría geocéntrica o en
una heliocéntrica. Todo lo que nosotros tenemos son nuestras observaciones
sobre los movimientos aparentes de objetos luminosos en el firmamento; y
estos datos se pueden hacer compatibles tanto con una teoría heliocéntrica
como con una geocéntrica suficientemente complicada. El único criterio cog-
noscitivo adicional que podemos utilizar concierne a qué teoría permite calcu­
lar de una manera más eficiente y simple (relativamente, por supuesto, a nues­
tra constitución cognoscitiva) los movimientos aparentes.
Beliarmino aceptaba que la teoría copemicana tenía una ventaja indudable
a este respecto sobre las teorías geocéntricas conocidas, así que proponía acep­
tarla; es decir, proponía hablar como si la teoría fuese verdadera. La sugeren­
cia de Beliarmino, pues, era aceptar como verdaderos enunciados tales como
‘Marte y la Tierra se movieron entre t y t' de tal y cual modo en tomo al Sol’.
Ahora bien, este enunciado hay que leerlo — según la propuesta instrumenta-
lista de Beliarmino— como un enunciado dentro de la ficción; literalmente,
puede ser falso (y él, naturalmente, pensaba que lo era). Correctamente enten­
dido, como un enunciado dentro de la “ficción científica” — una práctica cuyo
objetivo es predecir eficiente y acertadamente sucesos empíricamente consta­
tadles— la justificación para el enunciado sólo puede provenir de los hechos
sobre los movimientos aparentes de objetos luminosos en el firmamento visi­
ble, y de consideraciones sobre cómo calcular de una manera simple esos
movimientos. Entendido desde el punto de vista del realismo fingido sobre las
entidades teóricas, por tanto, es coherente aceptar ‘Marte y la Tierra se movie­
ron entre t y t' de tal y cual modo en tomo al Sol’, a la vez que se cree que
este enunciado es (estricta y literalmente tomado) falso (o que se suspende el
juicio sobre su verdad o falsedad literal).. Pues cuando se acepta ‘Marte y la
Tierra se movieron entre t y t' de tal y cual modo en tomo al Sol’ esto se acep­
ta dentro de la ficción; lo único que se acepta es que los hechos empíricamen­
te observables son fácilmente predecibles para individuos con nuestra consti­
tución cognoscitiva dando por buena una teoría que permite hablar así. Pero
esto es compatible con que la teoría “verdadera” sea enteramente otra.14 Es pre­
ciso enfatizar algo, para impedir un posible .malentendido que el término ‘rea­
lismo fingido’ bien puede engendrar. Como este ejemplo ilustra, el realista fin­
gido no piensa que las entidades teóricas sean “ficticias”; esto es más bien lo
que piensa el fenomenalista. Beliarmino creía que hay realmente objetos que
producen los movimientos aparentes de puntos luminosos en el firmamento (y
que, por comportarse como su religión le decía, falsifican la teoría heliocéntri­
ca). Lo que sostiene el realista fingido es que esas entidades, en su verdadera
naturaleza, no nos son racionalmente accesibles, y por tanto no pueden tener
incidencia en nuestras prácticas cognoscitivas. Estas se basan en otras cosas.
El primer paso del argumento tradicional de los fenomenalistas (y de los
proyectivistas que estudiaremos a continuación) contra el realismo por repre­
sentación consiste en hacer notar que, dados los supuestos internistas que los
representacionalistas aceptan, el realismo por representación debe necesaria­

14. Quizás esta sea. contemporáneamente, la concepción más popular de la ciencia. En muchas ocasiones,
este punto de vista se defiende de modos intelectualmente risibles. (D e acuerdo con los proponentes de la “construc­
ción social de la ciencia”, son los funcionarios ministeriales quienes deciden qué teorías son empíricamente acepta­
bles, al conceder y rechazar recursos para la investigación.) Pero no siempre ocurre así, desgraciadamente para quie­
nes tenemos convicciones realistas. La obra de Bas van Fraassen es, a mi juicio, la más significativa a este respecto.
Véase su The Scientific Iniage.
mente ser un realismo fingido respecto de las relaciones nómicas en general (y;
por tanto, debe aceptar también el instrumentalismo sobre las entidades teóri­
cas, incluidas para el internista entre ellas los objetos reales). Para el repre­
sentacionalista, como hemos visto, las relaciones nómicas son entidades reales
y objetivas, tanto como puedan serlo los genes o Venus. Por consiguiente, su
intemismo requiere que acepte que deben ser entidades enteramente caracteri­
zables en términos puramente internos. La única caracterización aceptable de
ese tipo es la humeana, sea la versión inicial presentada en la sección previa o
la más refinada propuesta finalmente al final de § 6. Ahora bien, si friese así
como conocemos las relaciones nómicas, entonces sería al menos posible que
las cosas fuesen como las presenta el fenomenalista; es decir, sería al menos
concebible que no hubiese relaciones causales, ni relaciones de participación
reales y objetivas. Que esa posibilidad se diese realmente, sin embargo, no
afectaría a nuestras prácticas cognoscitivas relativas a las relaciones nómicas:
seguiríamos aceptando y rechazando las que de hecho aceptamos y rechaza­
mos, sobre las mismas bases, con independencia de ello. Pues nuestro conoci­
miento de las relaciones nómicas es puramente interno: es un conocimiento del
tipo caracterizado por el humeano. Por consiguiente, las relaciones nómicas
reales y objetivas que supone el realista por representación son, a efectos de la
justificación de nuestros asertos nómicos, un adorno tan irrelevante como las
entidades teóricas en la concepción instrumentalista.
A mi juicio, este argumento es irreprochable. Es esencial advertir que de
él no se sigue la refutación del realismo por representación (para ello es pre­
ciso añadir consideraciones como las de Wittgenstein que se presentan en X,
§ 5). En contra del fenomenalismo, un realista por representación que aprecie
la validez del argumento insistirá aún, como Bellarmino respecto de nuestras
afirmaciones astronómicas, en que la verdad o la falsedad estricta y literal de
nuestras afirmaciones sobre relaciones causales y de participación (a diferen­
cia de su justificación, o adecuación empírica) no depende sólo de cuestiones
subjetivas. Es más, al igual que Bellamino mantenía, sobre la base de su jui­
cio más ponderado, que de hecho el mundo es geocéntrico, el representacio­
nalista puede decir, sobre la base de su mejor ponderado juicio, que de hecho
hay un mundo de entidades teóricas (incluidas entre ellas los objetos reales, las
cosas), relacionados por relaciones causales y de participación. No solamente
niega Bellarmino que existan sólo los movimientos aparentes que observamos
directamente, y nuestras creencias subjetivas sobre cómo calcularlos de la
manera más simple posible; sino que dice que la verdad misma es muy distin­
ta a lo que los copemicanos concluyen, sobre la base de lo que observamos
directamente y de nuestras actitudes sobre cómo predecir lo que observa­
mos directamente de la manera más simple posible. El realista por representa­
ción, igualmente, insistirá contra el fenomenalista en que no hay solamente
regularidades empíricas que consideramos “proyectables” confirmadas por los
casos observados, sino que hay además un mundo de cosas reales objetiva­
mente interconectado por relaciones nómicas reales. Pero lo que no puede
negar es que, como el fenomenalista muestra, ese mundo es, por así decirlo,
empíricamente ficticio: lo que aceptamos y lo que rechazamos sobre las rela­
ciones nómicas no puede depender de él. (A menos, naturalmente, que pro­
ponga un análisis internista de las relaciones nómicas distinto del humeano;
pero la literatura no registra ninguno.)
Si Descartes y Locke son ejemplos ilustrativos del representacionalismo
tradicional, y Hume es un ejemplo ilustrativo del fenomenalismo tradicional,
Kant constituye el mejor ejemplo ilustrativo tradicional del representacionalis­
mo refinado, “despertado de su sueño dogmático” por la profunda exploración
sobre la compatibilidad de los supuestos causales del representacionalismo con
el intemismo llevada a cabo por el fenomenalista. También debe quedar ahora
claro que, desde un punto de vista preteórico, este realismo fingido del realis­
mo por representación es casi tan inaceptable como el fenomenalismo. Del
argumento de Wittgenstein que presentaremos en X, § 5 se seguiría que el rea­
lismo fingido no sólo no es intuitivamente aceptable, sino que no es aceptable.
Ese argumento dejaría entonces sólo dos opciones: el fenomenalismo, y el
abandono del intemismo. En la próxima sección presentamos la versión menos
radical de la concepción humeana; es una concepción aún antirrealista de las
relaciones nómicas, pero una intuitivamente (y filosóficamente) más aceptable.

5. El proyectivismo sobre las relaciones nómicas


y el intem ism o com unitario

La maniobra característica de todas las doctrinas filosóficas — a saber,


redefinir los términos relevantes de modo que se respeten hasta cierto punto los
datos empíricos que son punto de partida para la investigación filosófica—
puede suscitar la idea desencantada de que las concepciones filosóficas son,
todas ellas — como las ciencias en Tlón— “metafísicas”, en el sentido peyora­
tivo de la expresión; adoptar una u otra es meramente adoptar una jerga, sin
que hacerlo tenga consecuencias significativas. Desde este punto de vista, las
concepciones filosóficas estarían sólo limitadas por la imaginación literaria. El
método analítico se opone a esta conjetura cínica. El fenomenalismo y el repre­
sentacionalismo son tesis sustantivas, porque tienen consecuencias empírica­
mente diferenciables de las de sus rivales. Consecuencias, naturalmente, sobre
el modo en que hablamos y pensamos, sobre nuestras intuiciones lingüísticas
y conceptuales; consecuencias tales como el antirrealismo y el realismo fingi­
do sobre el mundo externo y sobre las relaciones causales, que hemos puesto
de relieve.
Examinar esas consecuencias basta, a mi juicio, para considerar prima
facie inaceptable el intemismo que es su punto de partida común. Venimos
admitiendo que existen intuiciones que apoyan el intemismo; pero esas intui­
ciones no son tan firmes como para aceptar las conclusiones que hemos visto
hasta aquí. ¿Cómo podríamos dejar de creer que hay relaciones causales, o
aceptar que su existencia es indiferente para el acierto o desacierto de las prác-
o «iiac rpintivas? ; Oué sentido tendrían, por ejemplo, los
costosos experimentos a través de los cuales tratamos de separar los meros epi­
fenómenos de los verdaderos efectos, si la propuesta del reductivismo elimi­
natorio sobre la causalidad fuese correcta? Si, en último extremo, todas las
“leyes causales” que podamos formular, no importa cuán refinada la justifica­
ción empírica que podamos conseguir para ellas, son meras generalizaciones
empíricas tan igualmente faltas de justificación racional como otras igualmen­
te concebibles, tal práctica sería pragmáticamente absurda. Mejor, si acaso,
esperar hasta el final de los días para conocer qué generalizaciones empíricas
son verdaderas. Pero el verificacionismo contenido en esta sugerencia, intuiti­
vamente, es tan absurdo como lo anterior; pues ni siquiera al final de los días
sabríamos aún (según nuestras intuiciones) qué relaciones causales se dan de
hecho: quizás las generalizaciones empíricas que conseguiríamos establecer si
fuésemos empíricamente omniscientes respondieran meramente a coinciden­
cias. Estas consideraciones bastan, a mi juicio, para concluir al menos que, si
hubiese una explicación de los datos conceptuales sin estas consecuencias,
sería preferible.
Los partidarios de concepciones metafísicas como las que hemos expues­
to son conscientes de la dificultad, y tratan de confrontarla recurriendo a la dis­
tinción entre “teoría” y “práctica” . A efectos de nuestra conducta cotidiana, no
podemos tomamos en serio las propuestas del fenomenalismo ni las del rea­
lismo fingido. Cuando nos recluimos en la habitación oscura donde filosofa­
mos, por otra parte, no tenemos más remedio que abrazarlas. Sin embargo,
mostramos en la introducción que los problemas que aquí discutimos son, en
un sentido perfectamente claro y razonable, problemas puramente teóricos; las
consecuencias intuitivamente inaceptables del fenomenalismo y del realismo
fingido sobre las relaciones nómicas son consecuencias puramente teóricas.
Para remachar esto, anticipo a continuación sumariamente el núcleo de un
célebre argumento de las Investigaciones Filosóficas, del que se seguiría que
el reductivismo eliminatorio y el realismo fingido sobre las relaciones nómicas
no sólo parecen absurdos intuitivamente — en tanto que tienen consecuencias
contráintuitivas sobre la concepción que tenemos de nuestro lenguaje y de
nuestro pensamiento— sino que lo son literalmente: son concepciones con­
ceptualmente inconsistentes.
Incluso el fenomenalista debe admitir, como hemos visto, un concepto
mínimo de objetividad. Lo mínimo que es necesario admitir está relacionado
con una de las cuatro características que distinguen a los acaecimientos de las
vivencias: su carácter normativo. Esto, a su vez, está relacionado con In falibi­
lidad característica de muchos estados intencionales: el dato mínimo innegable
para cualquier teoría de la representación (negarlo es tanto como afirmar que
hay solteros casados) es que algunos estados intencionales son recusables. Des­
pués de todo, éste es eí dato sobre el que se basa el edificio internista (aluci­
naciones, ilusiones, etc.). Similarmente, el realismo fingido debe mostrar que
esos aspectos puramente internos de las relaciones nómicas — los únicos que
según esta concepción pueden guiar nuestras prácticas— proveen un modo de
separar los juicios correctos sobre relaciones nómicas de los incorrectos.
Consideremos un caso ilustrativo, en que estaríamos dispuestos a recusar
una previa afirmación causal. Volvamos a nuestro ejemplo inicial. Sobre la
base de los datos de que dispongo he concluido que, en cierto caso anterior,
c(k) => e(rojo). La generalización empírica que estamos suponiendo como nómi-
ca es, pues, #CW# f-> #E(rojo)#. Ahora pulso la tecla k y, en contra de mis expec­
tativas, aparece un disco verde. Concluyo, pues, que me equivoqué: #CW#
#E(fojo)# no es una generalización nómica verdadera, de modo que c(k) => e(mjo)
era falso. El humeano reductivista podría darle un sentido en estos términos a
la idea de una norma respecto a la que distinguir juicios causales correctos e
incorrectos. También en estos términos daría sentido el realista fingido a la idea
de una norma que conocemos. (Por supuesto, para él, a diferencia del feno­
menalista, existe además la norma absolutamente objetiva que impone la ver­
dad misma sobre las relaciones nómicas, pero ésta no puede afectamos por no
sernos accesible.)
Ahora bien, esta argumentación es impecable siem pre y cuando esté c la ­
ro que la generalización em pírica q u e yo tenía en m ente (la que “significaba”,
mentalmente) cuando afirm é c(k) => e (mjo) es la que esta m o s supon ien d o . Pero,
¿por qué habríamos de creerlo así? ¿Y si la verdadera generalización que yo
quería significar era, más bien, #C(k)# #E(verojo)#?15 En ese caso, naturalmen­
te, el nuevo ejemplo no contradiría la afirmación anterior, sino que la confir­
maría. La pregunta, sin embargo, parece absurda: ¿cómo no voy a saber yo lo
que quería significar antes? Pero sólo parece absurda porque nos situamos, sin
apercibimos de ello, fuera del marco internista común al fenomenalismo y al
realismo por representación. El intemismo ha sido llevado en ambos casos a
sus últimos extremos lógicos: sólo hay aquello de lo que estamos ciertos (para
el fenomenalismo); sólo puede constituir una norma significativa aquello de lo
que estamos ciertos (para el representacionalismo). Es decir, sólo hay — o sólo
pueden establecer una norma- cosas del tipo de las sensaciones que noto como
dándose concurrentemente con mi estado mental, las que noto a hora co­
mo habiéndose dado antes, las que ahora espero que se den, etc. ¿Cómo, a par­
tir de estos materiales, puedo decidir que la generalización que quería signifi­
car antes era una más bien que la otra? Obsérvese que* ambas son igualmente
coincidentes con los casos observados que ahora recuerdo, y que ahora ya no
tengo acceso a las decisiones que quizás tomé antes sobre qué haría en situa­
ciones como las indicadas, sino sólo a lo que recuerdo de ellas. Lo que impor­
ta para saber si se ha confirmado o refutado la afirmación causal anterior es lo
que yo tenía en mente a n te s , no lo que recuerdo ahora sobre ello. El argumento
de Wittgenstein cuestiona que estas perplejidades puedan tener una respuesta
razonable desde el supuesto internista, según el cual sólo la introspección es
una fuente legítima de conocimiento sobre el contenido de nuestros juicios.
Si estas cuestiones no tuviesen una respuesta razonable en el marco feno-

15. Éste es el verdadero “nuevo enigma” de la inducción presentado por Goodman. Saúl Kripke enfatiza su
conexión con el argumento central de las Investigaciones, en su libro sobre esta obra del que hablaremos en XI.
menalista se seguiría, la inconsistencia antes apuntada; pues es claro que predi­
cados del tipo de ‘verojo\ siempre se pueden definir, de manera que resulte impo­
sible que se dé una situación que dé lugar a una verdadera refutación de una afir­
mación causal. Pero donde no es posible la refutación, tampoco es posible la
corroboración: carece de sentido distinguir corrección e incorrección respecto de
ello. Dejaremos aquí sólo apuntado este argumento, que se elabora con más deta­
lle en el capítulo dedicado a las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein.
Dificultades como ésta llevan a una versión más sutil del antirrealismo, el
proyectivismo sobre las relaciones nómicas. Esta forma de antirrealismo es
compatible con el énfasis en lo subjetivo de fenomenalistas y representaciona­
listas, como trataré de mostrar; pero resulta más natural en el marco de una
concepción defendida por la mayoría de los filósofos contemporáneos, “conti­
nentales” y “analíticos”, filósofos profesionales y meros aficionados. Aun limi­
tándonos a los filósofos profesionales analíticos, la lista es impresionante:
Goodman, el segundo Wittgenstein, Quine, Sellars, Davidson, el Putnam más
reciente, Dummett... Con alguna malevolencia —pero (como trataré de mos­
trar en páginas sucesivas) sin falsedad literal— denominaré ‘intemismo comu­
nitario’ a este punto de vista. La etiqueta es sin duda malévola, porque en un
sentido muy claro estos filósofos no son internistas: todos ellos creen que hay
un mundo no ficto de acaecimientos que, si no son plenamente objetivos, sí
son, al menos, intersubjetivamente accesibles.
Para presentar esta concepción comienzo una vez más describiendo la
naturaleza general de esta forma de antirrealismo, y para ello el tipo de situa­
ción en que la corrección que comporta sería aceptable sin mayor discusión.
Consideremos términos tales como ‘comicidad’ y su opuesto, ‘gravedad’ o
‘seriedad’, dichos de situaciones, obras de arte, etc. Muchos seres humanos, en
algún momento de su aprendizaje (y algunos durante toda su vida) cometen el
error consistente en creer que estos términos atribuyen propiedades objetivas.
(Serían entidades paradigmáticamente objetivas los géneros naturales signifi­
cados por ‘tigre’ o ‘agua’, si fuese correcta la concepción realista de los mis­
mos presentada en IV, § 3 — de acuerdo con la cual son esencias reales— , las
propiedades naturales que constituyen esas esencias reales, y las sustancias que
los ejemplifican.) El error consiste en pasar por alto que, a diferencia de las
esencias reales, cosas tales como la comicidad o la gravedad son géneros cuyos
especímenes no existirían si su presencia no produjese ciertas reacciones en los
seres humanos. Este hecho tiene cuatro manifestaciones características, que
muestran que términos como ‘comicidad’ funcionan de manera muy distinta a
como el realista supone que lo hacen términos como ‘tigre’. (Que el realista
esté o no en lo cierto sobre estos últimos términos es irrelevante para nuestro
objetivo, limitado a distinguir claramente las propiedades distintivas de los pri­
meros.) Las características difieren ligeramente, en función de que se adopte
una variante individualista del proyectivismo o se adopte más bien una varian­
te comunitaria. En el primer caso, importan sólo las reacciones de un indivi­
duo dado; en el segundo, importan las reacciones de un grupo seleccionado
dentro de una comunidad dada de individuos.
(i) Verificabilidad garantizada: es absurdo decir que podría haber situa­
ciones que^ct'i objetivamente cómicas o graves, aunque ni siquiera en cir­
cunstancias cognoscitivamente ideales seríamos capaces de reconocerlas como
tales. En la variante comunitaria, puede decirse que una situación es cómica,
aunque no se lo parece así ni se lo parecería nunca a una persona dada (una,
digamos, cuya falta de sentido del humor hace aconsejable excluirlo del grupo
dentro de la comunidad por relación a cuyas reacciones se determina en qué
casos se aplica ‘cómico’ correctamente). Incluso en la variante individualista
cabe decir que a un individuo no le parece cómico, en un caso dado, algo que
lo es realmente (porque ha tenido un mal día, etc.). En ambos casos, sin embar­
go, la comicidad y la gravedad están definidas por relación a las reacciones de
ciertos individuos, de modo que es absurdo suponer objetivas a estas propie­
dades, en el sentido realista. Pues lo característico del realismo sobre un cier­
to ámbito es, precisamente, la falibilidad (incluso en condiciones cognosciti­
vamente ideales) de los enunciados sobre ese ámbito.
Debe apreciarse que estamos entendiendo aquí ‘verificabilidad’ en un sen­
tido fuerte: un acaecimiento es verificable si puede constatarse que se da con
certidumbre. ‘Verificabilidad’ es verificabilidad garantizada. Esta condición
parece cumplirse a propósito de las propiedades que estamos aquí consideran­
do. Si alguien sólo habituado a leer best-sellers juzga que El hombre sin atri­
butos o La montaña mágica son aburridos, su juicio es erróneo: uno puede juz­
gar erróneamente que una novela es aburrida, porque para ser un buen juez de
si una novela es o no aburrida hay que someterse a un proceso de entrena­
miento, leerla cuando uno puede concentrarse en la lectura, etc. Pero es absur­
do decir que una novela es entretenida y a la vez que podría ser que ningún
individuo estuviera nunca en disposición-de apreciarlo con garantías. Para que
una novela sea entretenida o aburrida, debe haber situaciones perfectamente
accesibles a un lector potencial de novelas en las que parecer es ser.
(ii) Terceros no excluibles. Si nos atenemos al significado ordinario de
‘calvo’ o ‘montón de garbanzos’, es claro que la realidad podría ponemos en
situaciones límite: puede haber entidades de las que no está bien determinado
si son calvos o no lo son, o si son o no montones de garbanzos; y no es que
ignoremos cuál sea el caso, porque no hay nada que ignorar o conocer. El ori­
gen de estos casos ordinarios de vaguedad parece estar simplemente en que no
hemos adoptado instrucciones semánticas precisas. Manteniendo aquello que
con arreglo al significado ordinario de los términos son casos claros de calvi­
cie, y casos claros de lo contrario, podríamos — si lo encontrasémos conve­
niente— refinar el significado del término hasta cubrir todos los casos reales
con precisión (estableciendo un número definido de pelos o garbanzos). En el
caso de la comicidad y su opuesto, tal cosa no tiene por qué ser posible (sal­
vo por el procedimiento arbitrario de identificar la gravedad con la no-comici­
dad). Hay situaciones y obras artísticas que, simplemente, ni son cómicas ni
dejan de serlo, y sería un error (que traicionaría justamente la confusión que
parece razonable corregir en estos casos) proceder a refinar el significado de
los términos para cubrirlas.
(iii) Divergencias ineliminables, o relativismo. En la concepción indivi­
dualista de estas propiedades es perfectamente posible que dos individuos dis­
crepen sobre la comicidad de una situación, sin que sea posible ponerles de
acuerdo: simplemente, tienen diferentes estándares de comicidad. Lo mismo
puede ocurrir én la concepción comunitaria, si el grupo por relación a cuyos
estándares se determina la aplicación del término se especifica razonablemen­
te; es decir, si se señala ateniendo a nuestras prácticas reales, y no de una
manera absurda y vacuamente idealizada. Puede haber una situación cómica
para un individuo de una comunidad que no lo es para un individuo de otra,
sin que exista manera razonable de hacerles llegar a un acuerdo, y sin que ten­
ga sentido intentarlo. Naturalmente, ello no ocurrirá si definimos ‘cómico’ y
‘grave’ por relación a los estándares de individuos cuya sonrisa sea un “per­
fecto indicador de la comicidad”. Pero es dudoso que podamos hacer esto lo
suficientemente preciso para saber de qué estamos hablando, y, aunque pudié­
ramos hacerlo, está por ver de qué serviría.
(iv) Temporalidad. Tanto en la concepción individualista, como en la
comunitaria (siempre que, como antes, esta última se presente de manera razo­
nable), una situación puede ser cómica en un momento, y dejar de serlo tiem­
po después.
En los comentarios a las características (ii)-(iv) he enfatizado algo que
quiero realzar ahora. Lo distintivo de las entidades “dependientes de la reac­
ción” con respecto a las objetivas — y lo que las hace atractivas al internista
comunitario— es su verificabilidad garantizada. (La analogía entre el intemis­
mo comunitario y el intemismo tradicional, en virtud de la cual la etiqueta que
he escogido no es enteramente malévola, consiste justamente en la común pre­
tensión de reducir aquello que existe —o al menos aquello que constituye la
norma respecto a la cual juzgamos el acierto y el desacierto de nuestras acti­
vidades cognoscitivas— a entidades que podemos conocer con certeza.) En el
caso de estas propiedades, esta verificabilidad se da incluso en un sentido fuer­
te del término: que algo sea cómico o grave, aburrido o entretenido puede ser
constatado con certeza, en situaciones bien definidas. Como he venido dicien­
do, el realista no puede negar que haya entidades internas, tanto en el sentido
tradicional como en el comunitario; su tesis es que hay también otras, que
determinan las condiciones para la verdad de algunas de las proposiciones que
aseveramos y juzgamos. Ahora bien, en la medida en que las propiedades
dependientes de la respuesta son garantizadamente verificables, tienen también
las otras tres características. Si fuese cierto que algo es o no un tigre, en función
de lo que establezcan al respecto ciertos expertos en tigres en ciertas circunstan­
cias, entonces parece inevitable que haya entidades de las que no sea el caso que
son tigres ni que no lo son (aquellas respecto de las cuales tanto los criterios
positivos como los negativos de los expertos permanecen mudos), que lo que en
una comunidad cuente como un tigre no cuente como tal en otra, y que lo que
en un momento cuente como un tigre no cuente en otro. Pero esas son, justa­
mente, las características que no parecen tener las entidades para las que el rea­
lista reclama el estatuto de objetivas, precisamente en razón de su objetividad.
Para evitar entrar en conflicto con el sentido común en este punto, algu­
nos internistas comunitarios recurren a veces a la estrategia del astrólogo.I6
Cuando el astrólogo predice que el futuro hijo de Julia “nacerá en el Sol”, pare­
ce estar haciendo una predicción sustantiva. Pronto reparamos en que ello no
es así. Pues el astrólogo estaría a buen seguro pronto a considerar confirmada
su predicción si el hijo de Julia naciera en un día soleado; pero también si, aun­
que ello no fuera así, naciera en California, porque ya se sabe que California
es muy soleada; o en México, porque culturas indígenas mantuvieron un culto
al Sol, y así sucesivamente. Es decir, la predicción se entendía de manera tan
general, que no hay posiblemente ninguna circunstancia real que no se pueda
hacer coincidir con ella. Eso muestra que tenía el mismo contenido que ‘el pri­
mer día del siglo xxi la temperatura en Barcelona alcanzará los 20 °C, o no lo
hará’: es decir, ninguno. Análogamente, cabe especificar la naturaleza de la
comunidad por relación a cuyos juicios se determina cuándo se da y cuando
no una propiedad dependiente de la reacción con una imprecisión tai, que pue­
da ponerse en cuestión que la propiedad tenga realmente los rasgos (ii)-(iv). Lo
que quiero destacar es que tal maniobra, además de ser objetable por la razón
genérica'que ío es la estrategia del astrólogo (a saber, que estamos intelectual­
mente obligados a enunciar nuestros juicios con la suficiente precisión para
que tenga algún interés presentarlos a otros), no se compadece bien con la
intención de que la propiedad definida tenga la característica buscada, (i). Pues
en los casos en que una propiedad tiene claramente la propiedad (i), precisa­
mente por rillo tiene también las propiedades (ii)-(iv).
Las propiedades relacionadas con las normas y los valores, prototípica-
mente, dan lugar al error que pretende corregir la tesis proyectivista, insis­
tiendo en que estas propiedades son dependientes de la reacción en ciertos
seres racionales, y tienen por tanto las características (i)-(iv). Como hicieran
notar los sofistas, por alguna razón bien asentada en la naturaleza cognosci­
tiva de los seres humanos, es habitual cometer el error de confundir lo que
propiamente es nomos con la physis. Un cierto provincianismo nos lleva a
pensar que un alimento es objetivamente repugnante, que una situación en el
proceso educativo de un niño es una en que es objetivamente obligado darle
una bofetada, que la situación en que un semáforo está en rojo es una en que
está objetivamente prohibido atravesar la calle, o que /o objetivamente indi­
cativo del asentimiento es mover la cabeza de un cierto modo. Pero, natural­
mente, nada de esto es verdad. Para unos individuos ío que es repugnante es
agradable, en ciertas comunidades se asiente haciendo lo que para otros es
negar, y el único superviviente al desastre ecológico que destruirá la civili­
zación, puesto ante un desolado semáforo en rojo, ni tiene ni deja de tener Ja
obligación de esperar: en una situación tal las normas han dejado de estar en
vigor.

16. Ésta es una maniobra habitual en los escritos del período “realista interno” de Hílary Putnam. Véase su
Razón, verdad e historia.
Obsérvese que ni el reductivismo eliminatorio ni el realismo, fingido-.son?
propuestas razonables respecto de estas propiedades prescriptivas, cuya.aplii
cación es “sensible a la reacción”. El reductivismo eliminatorio parece aquí por
completo fuera de lugar: ¿sobre qué base podríamos decir que no hay propie­
dades evaluativamente cargadas? Suponer estas propiedades es perfectamente
compatible con el intemismo más radical; y no parece que ninguna concepción
razonable del pensamiento y del lenguaje humanos pueda ser compatible con
la remoción de los valores. El realista fingido insistiría en que algo, que no
podemos conocer y por tanto no afecta a nuestras prácticas, pero que existe de
todos modos objetivamente, determina la verdad o la falsedad últimas de una
atribución de comicidad. Pero esto es tan absurdo como considerar a estas pro­
piedades objetivas.

De manera general, por tanto, el proyectivismo sobre las propiedades X sos­


tiene que su ejemplificación depende de reacciones producidas dadas ciertas
condiciones en un ser racional, o en un grupo de tales seres. Las propieda­
des X son> así, garantizadamente verificables, posiblemente no bivalentes,
susceptibles de producir divergencias no eliminables y susceptibles de varia­
ción a lo largo del tiempo.

En la variante individualista de la interpretación proyectivista, la concep­


ción humeana sostiene que las relaciones nómicas son proyectadas a partir de
las generalizaciones que son nómicas para un sujeto dado. Retomando a nues­
tro ejemplo inicial, consideremos la aseveración c(k) => e(fojo). Esta aseveración
sería verdadera si la generalización en que se apoya, #C(k)# #E(rojo)#, fuese
nómica para el sujeto; es decir, si se trata de una generalización que el sujeto
considera proyectable, y que ha sido confirmada en un cierto número de casos
observados. (Esto es inadecuado, como en seguida diremos; pero mantenemos
aún el análisis simplista para hacer patente el perfil metafísico de la concepción
humeana.) Lo mismo vale, mutatis mutandis, para los asertos sobre relaciones
de participación. Las relaciones causales y de participación así establecidas
cumplen las condiciones (i)-(iv) de § 1.
En la concepción proyectivista, a diferencia de lo que sucedía en la con­
cepción eliminatoria, las relaciones nómicas no se reducen a generalizaciones
fácticas que sólo tratan de sucesos empíricamente constatables (es decir, en el
marco internista, las vivencias de un sujeto en un momento dado). Por consi­
guiente (dado que no pueden reducirse de este modo), el proyectivista acepta
que son relaciones reales con contenido modal, que conocemos a posterior.
habiendo contrastado generalizaciones empíricas, para nosotros proyectables.
La aseveración sustenta el contrafáctico si no se hubiese pulsado k, no se
habría producido la aparición del disco rojo, cun lo que hay contrafácticos
que podemos aseverar sobre fundamentos puramente inductivos, no lógicos ni
conceptuales. La interpretación proyectivista acepta igualmente que las infe­
rencias que a partir de esa generalización hacemos en nuevos casos son razo-
nables.17 Estamos justificados al hacerlas, porque hacer inferencias causales
no es más que proyectar a los acaecimientos reales nuestros hábitos inducti­
vos, las expectativas que nuestro aparato cognoscitivo construye de hecho a
partir de los casos pasados observados —los “hábitos” así formados— .18
Además del argumento de Wittgenstein esbozado al comienzo de esta sec­
ción, las consideraciones contemporáneas más convincentes e influyentes con­
tra el reductivismo eliminatorio sobre las relaciones nómicas y, en un marco
conceptual pese a todo proclive a los supuestos epistemológicos caros al inter­
nista, por consiguiente en favor del proyectivismo son las debidas a Quine, que
se exponen en XII, §§ 1-3. La diferencia entre esta concepción y la del senti­
do común está, naturalmente, en que la concepción humeana así interpretada
es aún antirrealista: hay relaciones causales, pero no son objetivas. Esto se
pone intuitivamente de manifiesto en que ni las relaciones causales, ni las rela­
ciones de participación, ni las entidades teóricas introducidas a partir de estas
últimas tienen, intuitivamente, las características (i)-(iv) que distinguen a las
propiedades proyectadas. En particular, como hemos insistido, cada aserto cau­
sal particular podría ser verdadero (o falso) incluso si, en las circunstanscias
cognoscitivamente más favorables, decidimos que es falso (o verdadero). La
interpretación proyectivista de la concepción humeana, sin embargo, comparte
con la reductivista el verificacionismo sobre las relaciones causales; en cir­
cunstancias cognoscitivas ideales, una afirmación causal puede establecerse
con certidumbre.
Quizás la siguiente ilustración (basada en sugerencias de Kripke)19 sirva
para presentar apropiadamente la corrección al sentido común que efectúa el
proyectivismo, el más formidable de los rivales del realismo “sin epítetos”.
Muchos adolescentes parecen encontrar aceptable lo que podríamos denominar
la concepción del amor como un super-tiecho. De acuerdo con ella, las decla­
raciones de amor hacia A de B, la persona amada por A, incluso si son
perfectamente sinceras, son un mero indicio falible de la presencia de ese
super-estado de amor en B hacia A. B puede comportarse enteramente como
si amara a A: le trata con una atención enteramente especial, se preocupa de
sus problemas incluso más que de los propios, se muestra dispuesto a llevar a
cabo en beneficio de A sacrificios que no haría ni por sí mismo, etc. El origen
de ese comportamiento puede además estar en actitudes psicológicas entera­

17. Como dice Gilbert Ryle — un notorio partidario de esta concepción— en afortunada metáfora, los con-
trafácticos implicados por las afirmaciones causales otorgan según el proyectivismo “licencias para inferir'’.
18. Ésta es la solución, o “disolución", del problema de la inducción a manos de los huméanos refinados que
Goodman describe con su habitual claridad en (as primeras secciones de su “New Riddle”; es la solución que Popper
y sus seguidores parecen 110 comprender. Popper es un humeano reductivista (cf. Conocimiento objetivo), que no pue­
de acabar de creerse las radicales conclusiones de sus razonamientos. Eso le lleva al especioso problema de definir la
“verosimilitud"; pero, en la medida en que le veo algún interés, el proyecto de definir “verosimilitud" lleva a adop­
tar la concepción proyectivista, que la presunta “solución” popperiana al problema de la inducción le impide adoptar
consistentemente. Es una cuestión históricamente controvertida cómo imerpretar las propuestas del m ism o Hume.
Unos pocos textos, y la intención manifiestamente ilustrada de su discusión, sugieren — com o Goodman indica— la
concepción proyectivista. Literalmente tomados, sin embargo, la mayoría de los textos proponen la concepción reduc­
tivista, como explica muy bien Mackie en el primer capítulo de su excelente The Cement o f the Universe.
19. incluidas en su libro sobre Wittgenstein, Wittgenstein on Rules and Prívate Language.
mente sinceras: B se comporta así porque cree estar enamorado de Á, siente
ciertas emociones en su presencia, etc. Sin embargo, insiste A, todo esto es
compatible con que B no le ame “de verdad”/Q uizás B se hubiera comporta­
do exactamente igual, y habría tenido las mismas actitudes psicológicas (o
incluso más profundas), hacia otra persona, distinta de A, si la ocasión propi­
cia hubiera surgido. Quizás incluso, con el tiempo, sus sentimientos hacia A se
enfríen, y análogos sentimientos se dirijan hacia otra persona. Alternativamen­
te, alguien con esta concepción puede verse llevado a pensar que B está ena­
morado de él (en este supersentido), incluso aunque sus manifestaciones psi­
cológicas y conductuales apunten justamente a lo contrario: le rehuye, da indi­
cios de encontrar aburridísima su conversación (y de hecho la encuentra), etc.
Naturalmente, esta concepción del amor es fuente de angustiosas dudas escép­
ticas en quien la abriga; pues ningún dato que pudiera reunir (ni siquiera “leer
los pensamientos” de B) le va a llevar a pensar que se da el hecho (el super-
estado de enamoramiento en B hacia A) que tanto desea.
Para los adultos, la condición de A revela una confusión metafísica. No es
que no haya estados de enamoramiento, ni es que éstos sean reducibles a ciertas
manifestaciones conductuales o psicológicas, naturalmente; por supuesto que los
hay. Pero se trata de estados que se dan sólo en la medida en que se den las reac­
ciones indicadas (conductuales y psicológicas), y que no se dan cuando se dan
reacciones conductuales y psicológicas de otro carácter. Para el adolescente, los
indicios del super-amor se dan, en circunstancias apropiadas, a causa de la pre­
sencia del estado de (super-)amor: si B estuviera enamorado de A, porque lo
está, se comportaría como lo hace y tendría las actitudes psicológicas que tiene.
Pero también es posible que se dé el efecto sin aquello que lo explica, o aquello
que lo explica sin el efecto; de ahí sus dudas irresolubles. Para el adulto, por otro
lado, A está enamorado de B porque se comporta de un cierto modo, y tiene cier­
tas actitudes psicológicas, que son constitutivas de estar enamorado; no hay,
pues, lugar a la duda en un caso claro como éste. Es sin duda cierto, como sos­
pecha el adolescente, que B podría haber estado enamorado (incluso más satis­
factoriamente enamorado) de otras personas, y también que quizás lo esté en el
futuro; pero así son las cosas en este ámbito. La alternativa que el adolescente
busca (que aquel a quien ama esté super-enamorado de él) no existe, porque es
una ilusión creer que exista un estado como el imaginado por el adolescente. Es
una ilusión que traiciona también una confusión conceptual: ‘estar enamorado
de’ no funciona como el adolescente cree. No designa un estado que es la cau­
sa de las manifestaciones psicológicas y conductuales del enamoramiento;; sino
un estado que, por definición, se da cuando se dan las manifestaciones psicoló­
gicas y conductuales del enamoramiento.
El proyectivismo sobre las relaciones causales, ías relaciones de participa­
ción, las entidades teóricas (y, por tanto, en el marco internista, los objetos usua­
les del mundo externo) es la tesis de que vale para todas esas entidades el mismo
tipo de corrección que los adultos encontramos razonable hacer a la concepción
adolescente del amor. No es que un efecto nómico de la existencia de relaciones
causales, de participación, y de las cosas involucradas en ellas sea el que dispon­
gamos de criterios epistémicos para determinar cuándo se dan (faliblemente, dada
su naturaleza de meros resultados nómicos), tales como la facultad de construir
generalizaciones empíricas a partir de los casos observados, distinguiendo como
nómicas algunas generalizaciones de otras. Es al revés: porque tenemos esas
facultades y es parte de nuestra constitución cognoscitiva que hacemos tales dis­
tinciones, hay relaciones nómicas, etc. Pues, por definición (sostiene el proyecti­
vista), son nómicas las relaciones que se adecúan a esos patrones cognoscitivos.
Esta reversión del orden explicativo (no: porque B está enamorado de A,
B se comporta de tal modo hacia A y tiene ciertas actitudes hacia él; sino:
porque B se comporta de ciertos modos hacia A y tiene ciertas actitudes
hacia A, B está enamorado de A) tiene el efecto saludable de reducir la ansie­
dad escéptica. (Como es propio de las propiedades “sensibles a la reacción”,
de verificabilidad garantizada.) Pero, justamente en esa media, no hace ju s­
ticia a nuestras intuiciones sobre las relaciones nómicas. De acuerdo con el
proyectivismo, si suponemos empíricamente omnisciente a uno de esos suje­
tos en función de cuyas reacciones (en este caso, en función de cuyos juicios
sobre relaciones nómicas) se define qué relaciones nómicas se dan y cuáles
no, entonces, por definición, los juicios de un sujeto así, en estas circunstan­
cias cognoscitivamente ideales, establecen con total garantía qué relaciones
nómicas se dan y cuáles no se dan. Sin embargo, de acuerdo con las intui­
ciones que pusimos de manifiesto a propósito de casos de bifurcación causal
en la sección tercera, incluso un sujeto así podría errar en sus juicios. Esto,
por supuesto, no és 'por sí solo un argumento contra el proyectivismo: tam­
poco la propuesta adulta hace justicia a las intuiciones adolescentes sobre el
amor.
Las consecuencias contraintuitivas del proyectivismo suelen morigerarse
en las versiones comunitarias, que, como dije, resultan generalmente de apre­
ciar las dificultades del intemismo radical común a fenomenalistas y represen­
tacionalistas a propósito de la normatividad. Las versiones ,comunitarias son
tanto más naturales cuando, en lugar de considerar el análisis humeano sim­
plista que hemos tenido en cuenta hasta aquí, se consideran los análisis más
complejos, inclusivos de las modificaciones necesarias para afrontar sus obvios
problemas. Presentaré para concluir una propuesta más plausible para el análi­
sis humeano de las relaciones nómicas.

6. Un análisis hum eano depurado; el intem ism o com unitario

La definición que voy a ofrecer sólo pretende poner a la vista un análisis lo


suficientemente complejo como para ser al menos plausible prima facie. Tampoco
trataré de mostrar explícitamente que todas las versiones del intemismo que hemos
presentado en las secciones precedentes (antirrealismo reductivista y proyectivista,
realismo fingido) se pueden presentar igualmente a propósito del análisis refinado.
Presentaré la propuesta como una definición de la relación causal puramente en
términos de generalizaciones fácticas, en la línea del reductivismo eliminatorio; la
aplicación a la interpretación proyectivista y al realismo fingido es fácilmente
deducible de la exposición anterior.
Motivaré la propuesta a partir de tres dificultades bien conocidas del aná­
lisis expuesto en § 3. Las dos primeras hacen patente que el a n a lysa n s no cons­
tituye una condición necesaria; es preciso, pues, debilitar la condición allí pro­
puesta. La tercera pone de manifiesto que no constituye (incluso antes de debi­
litarla) una condición suficiente.
La primera dificultad del análisis simplista consiste en que no puede
citarse un sólo caso de aserto causal justificado que esté cubierto por una
generalización empírica estricta. La relación entre el tabaco y el cáncer de
pulmón es un ejemplo notorio. Otro es el siguiente. Al comienzo de los
ochenta hubo en España una extraña epidemia, conocida como “síndrome
tóxico”. La investigación concluyó que la causa fue la ingestión de un acei­
te de colza que había sido sometido a un proceso químico peculiar: primero
había sido “desnaturalizado”, con el fin de destinarlo a usos industriales, y
después había sido adulterado para que presentara el aspecto de un aceite
comestible. Supongamos que los acaecimientos-tipo empíricamente observa­
bles son la ingestión del aceite adulterado y el desarrollo de los síntomas
característicos del síndrome. Tenemos aquí un nuevo contraejemplo, pues
sólo una minoría de los que consumieron el aceite presentaron el síndrome,
y algunas personas que presentaban los síntomas característicos del síndro­
me no habían consumido el aceite.
Estos tipos de contraejemplos requieren debilitar las exigencias sobre las
generalizaciones empíricas. La propuesta más satisfactoria se inspira en una de
John Mackie. Se dice que (p es una condición NS de y/ cuando se cumplen dos
condiciones: (i) siempre que se da <p, y se da también una condición quizás
desconocida X, se da yr, y (ii) X, en ausencia de cp, no basta para que se dé y/.
Es decir: Vx(<p (x) a X(x) -> i//(x)), y Vx(X(x) a -«p (x)'-> “,V<x)). <p es así
una parte (N)ecesaria de una condición (S)uficiente para y/. (Los términos
‘necesario’ y ‘suficiente’ no tienen aquí ningún contenido modal: las generali­
zaciones siguen siendo puramente fácticas.) Una generalización NS es, así,
más débil que una estricta. Queda abierto que se dé (p sin que se dé y/ (porque
no se ha dado X), y queda abierto que se dé y/ sin que se haya dado (p. (Qui­
zás los acaecimientos de tipo y/ estén producidos por otras condiciones, ade­
más de por acaecimientos de tipo (p.)
El ejemplo de la colza hace patente la segunda dificultad del análisis sim­
plista: la causa y el efecto no son espaciotemporalmente contiguos. La idea natu­
ral aquí es remediar esto distinguiendo entre relaciones causales “directas” id-
causas), en que las manifestaciones observables de la causa y el efecto son espa-
ciotemporalmente contiguas, y relaciones causales en general, en que la causa
mantiene con el efecto, relativamente a la relación de d-causar, la misma rela­
ción en que están con una persona sus antepasados, relativamente en este último
caso a la relación de progenitura: si a es un antepasado de b, está conectado con
él por una cadena, de un número indefinido de eslabones, ligados por la relación
de progenitura; si c es una causa de e, el primer acaecimiento está conectado con
el segundo por una cadena, de un número indefinido de eslabones, ligados por
la relación de d-causar.
Estos contraejemplos a la necesidad del analysans previo motivan esta
propuesta depurada:

(a) c d-causa e (donde ‘c' y -V están por acaecimientos concretos) significa


lo siguiente: c tiene un correlato empíricamente verificable, #c#, que es de
tipo #C#; e tiene un correlato empíricamente verificable, #e#? que es de tipo
#E#; #c# precede a #e#; y #C# es una condición NS nómica de #E#, cuyos
ejemplares son siempre espaciotemporaimente contiguos como #c# y #e#.
(b) c causa e (donde ‘c ’ y ‘e' están por acaecimientos concretos) significa lo
siguiente: o bien c d-causa e\ o bien c es un “ancestro” de e con respecto a
la relación de d-causar.20

Pasemos ahora al remedio de la tercera dificultad, que a diferencia de las


dos precedentes tenía que ver con que el analysans de la explicación simplis­
ta no ofrece una condición suficiente. Hemos introducido en el presente análi­
sis la idea de que las generalizaciones sean “nómicas”, que ya aparecía en el
análisis simplista. La última corrección a este análisis radica en la manera de
entender ese concepto. En el análisis simplista, la nomicidad consistía simple­
mente en que la generalización estricta fuese para nosotros “proyectable”, y en
que los casos observados la hubiesen confirmado. Una vez debilitado el análi­
sis como lo hemos hecho, reducir la nomicidad a esto resultaría en una condi­
ción patentemente insuficiente. Como ya dije anteriormente, no sólo es fumar
una condición NS del cáncer de pulmón, también lo es consumir café. En el
caso de la colza, la ingestión de tomates tratados con ciertos fertilizantes era
también una condición NS del síndrome tóxico. Y ambas generalizaciones
parecen psicológicamente tan proyectables como las genuinamente causales.
Lo que se hace de hecho en estos casos es seleccionar la regularidad NS
que es teóricamente integrable con otras regularidades teóricamente bien esta­
blecidas. Se buscan acaecimientos teóricos que constituyan teóricamente a la
presunta causa (una descripción química del proceso consistente en introducir
en el organismo el aceite o los fertilizantes, en nuestro ejemplo), acaecimien­
tos teóricos que constituyan nómicamente al efecto (una descripción química

22. £1 análisis simplista ilel concepto de participación ofrecido en una nota anterior debería revisarse acor­
demente. utilizando el concepto de condición NS en lugar de) concepto de generalización estricta. Dicho sea de paso,
uno cualquiera de los eslabones en una relación causal puede ser un acaecimiento puramente teórico; en la cadena que
lleva de la ingestión por una persona del aceite de colza al desarrollo de ios síntomas del síndrome, muchos de los
eslabones serán de esta naturaleza. Naturalmente, no puede haber objeción alguna de principio a incluir, entre los
acaecimientos teóricos, acaecimientos causales. Como en el caso de acaecimientos teóricos sim ples, cada uno de estos
eslabones teóricos, c d-causa ¿. debe estar en la relación de constitución con acaecimientos potencialmcnte observa­
bles. Es decir, debería ser posible diseñar experimentos en que se comprueba que se da una generalización empírica­
mente determinable, que puede ser lógicamente deducida deJ darse el suceso teórico de que c d-causa e a partir de la
teoría que caracteriza este hecho teórico.
de los síntomas característicos del síndrome y de su desarrollo), y se intenta
establecer experimentalmente vínculos teóricos entre ellos.21
La práctica científica “seria” que la concepción humeana busca caracteri­
zar, pues, aconseja incluir en la idea de nomicidad algo más que los dos
elementos en que pensaba Hume (la confirmación en casos pasados, y la apa­
riencia subjetiva de que la generalización es “proyectable” o “simple”). Es
preciso añadir la idea de integración con otras regularidades (incluidas regula­
ridades teóricas). Una generalización nómica (sea estricta o NS) es una gene­
ralización cuyos casos particulares son acaecimientos observables de los que
participan acaecimientos teóricos a su vez causalmente relacionados; en último
extremo, por acaecimientos descritos en términos físicos. Expresado de la
manera más simple posible, el requisito de unificación o integración quedaría
por tanto así: una generalización nómica es una cuyos casos particulares son
acaecimientos constituidos por acaecimientos físicos, a su vez causalmente
relacionados en virtud de leyes físicas. Así expresado, este requisito que aña­
dimos a la idea de nomicidad es una versión sólo moderadamente exigente de
lo que a veces se conoce como fisicismo. Este requisito sería necesario, inclu­
so aunque fuese posible, ignorando las dos objeciones a la necesidad del aná­
lisis simplista previamente discutidas, mantener la exigencia humeana original
de que toda afirmación causal esté sustentada por generalizaciones empíricas
estrictas. Una generalización no “unificable” con el resto de las generalizacio­
nes nómicas aceptadas habría de ser considerada “accidental” , no nómica, por
muy estricta que fuese. (De ahí que insistiésemos en que el análisis simplista,
incluso tal y como estaba antes de modificarlo para remediar su cíuicter no-
necesario, tampoco ofrecía una condición suficiente.)
Es posible que este análisis más complejo no sea aún enteramente correc­
to; pero, dado que no está entre nuestros fines ofrecer una explicación com­
pletamente satisfactoria del concepto de causa, podemos contentamos con él.
Lo que importa finalmente es apreciar que la complejidad añadida no modifi­
ca en nada lo sustancial: a saber, el carácter antirrealista de la concepción
humeana, tanto en la interpretación reductívista como en la proyectivista.
El análisis depurado ha sido presentado en el marco de la interpretación
reductiva; así entendido, el análisis muestra cómo eliminar las relaciones cau­
sales y de participación, en favor de generalizaciones fácticas, ahora NS. Sigue
siendo el caso, en esta versión más compleja, que no es legítimo hacer infe­
rencias causales (a menos que conozcamos todos los casos de las generaliza­
ciones pertinentes, en cuyo caso no sería preciso hacer inferencias), y que no
es legítimo afirmar contrafácticos basados en afirmaciones causales.
La interpretación proyectivista (que el lector puede inferior a partir de la
exposición previa de esta interpretación basada en el análisis simplista) no tie-

23. Por ejemplo, experimentando con animales. De manera un lanío confusa e incierta (com o era de esperar,
dado que la adulteración del aceite de colza no consistió en un único proceso químico, ni se sabía muy bien en qué
consistió), este criterio estableció que fue el aceite adulterado la causa del síndrome. Véase A. Pestaña (ed.), 1983,
Pro¡>reúna del CSIC p ara el estudio del síndrom e tóxico. Trabajos reunidos y comunicaciones solicitadas.
ne estas consecuencias tan implausibles; sin embargo, en contra del sentido
común, hace aún a los asertos nórmeos garantizadamente verificables. Es
decir, hay circunstancias cognoscitivamente ideales en que la verdad o false­
dad de un aserto causal o de participación habría sido establecida sin error
posible. En una versión precisa de la concepción proyectivista (en la que real­
mente se asimilan las relaciones nómicas a propiedades dependientes de la res­
puesta), los juicios que establecen qué asertos nómicos son verdaderos y cuá­
les no pueden ser los de individuos con buenos hábitos de inferencia causal
(cualquiera que haya hecho un buen curso de metodología científica), posee­
dores de toda la información empírica disponible en el momento en que se
hace el aserto. Así, si un avezado científico del siglo xx empíricamente omnis­
ciente (es decir, conocedor de todas las regularidades NS empíricamente deter­
minabas confirmadas hasta hoy y de sus relaciones interteóricas) estableciera
que c(k) =í> e(rDjo), la verdad de este enunciado habría quedado determinada (por
definición) más allá de toda duda concebible. Intuitivamente, sin embargo, ello
no es así; no obstante el juicio de este científico avezado, este enunciado (como
expliqué anteriormente) podría, intuitivamente, ser falso.
Una consecuencia adicional de la interpretación proyectivista — si se pre­
senta, como en esta propuesta, sin recurrir a la maniobra del astrólogo— es
que los enunciados nómicos tendrían las características (ii)-(iv) de los enun­
ciados sobre propiedades prescriptivas. En. el supuesto de que son los juicios
de un científico avezado del siglo xx, conocedor de todas las proposiciones
empíricas pertinentes, los que establecen la verdad y la falsedad de las afir­
maciones causales, es claro que puede haber enunciados causales (no es pre­
ciso pensar en casos altamente “teóricos”: considérese la conjetura de que la
causa de que Pau soñase ayer con su abuela fue que una imagen vista por la
tarde en un programa de televisión le recordó a su abuela) que no son ni ver­
daderos ni falsos: quizás toda la información empírica que podamos recopilar
no baste para establecer una cosa, ni su contrario. Igualmente, un marciano y
un ser humano pueden discrepar sobre una afirmación causal, sin que sea
posible eliminar la discrepancia (porque son diferentes las capacidades cog­
noscitivas por relación a las cuales se define qué es empírico y qué no, así
como qué métodos de inferencia causal determinan la nomicidad). Finalmen­
te, incluso sin modificar los cánones de inferencia causal, el paso del tiempo
sí puede modificar ía distinción entre lo que es empíricamente constable y lo
que no lo es (y de hecho lo hace, en virtud de la invención de nuevos apara­
tos), y puede hacer así que un caso en que no se daba una relación causal sea
uno en que sí se da, o al revés.
Los partidarios de la concepción proyectivista suelen tratar de aliviar estas
consecuencias —contradichas por nuestras más firmes intuiciones sobre usos
perfectamente ciaros de los conceptos en cuestión— mediante el recurso a Ja
estrategia del astrólogo. Un recurso socorrido es apelar, para determinar las
condiciones de verdad y falsedad de los asertos nómicos, ai juicio de los seres
cognoscentes del “límite ideal” hacia el que — en la descripción del filósofo
americano del siglo xix Charles S. Peirce— avanza la ciencia. Ya advertí ante-
nórmente contra esta estrategia: es dudoso que la propuesta tenga un conteni­
do suficientemente preciso como para que la idea tenga las virtudes que todos
quienes, de un modo u otro, simpatizamos con el proyecto de Hume recono­
cemos en él. El proyecto, no se olvide, es poner coto, si no a lo inteligible, sí
a lo que está justificado juzgar, distinguiendo claramente las aseveraciones cau­
sales “serias” de las que sólo lo parecen (entre ellas las de las astrólogos). No
parece que definir el contenido de las aseveraciones causales por relación a los
cánones metodológicos y al conocimiento empírico de individuos sobre cuyos
cánones metodológicos y sobre cuyas capacidades sensoriales la definición
rehuye ofrecemos la más remota idea sea el camino indicado para ello.

7. Sum ario y consejos p a ra seguir leyendo

En este capítulo hemos examinado las nociones metafísicas a las que es


necesario recurrir para ofrecer una explicación apropiada de la naturaleza del
lenguaje; particularmente, la noción dt explicación causal, que corresponde en
el lenguaje común tanto a la relación propiamente causal como a la de consti­
tución (§ 1). Hemos examinado críticamente las tres concepciones filosóficas
de las relaciones nómicas (y de las entidades “teóricas” introducidas mediante
ellas) conocidas compatibles con el intemismo, dos antirrealistas y una realis­
ta: el reductivismo eliminatorio, ei proyectivismo y el realismo fingido. No
casualmente, las tres corresponden estrechamente a tres concepciones contra­
puestas sobre la mente: el realismo fingido parece ser la única posición com­
patible con el representacionalismo internista de Locke y Descartes (§ 4); el
reductivismo eliminatorio y el proyectivismo individualista constituyen los
puntos de vista distintivos del fenomenalismo (§ 3); el proyectivismo no indi­
vidualista es característico del intemismo comunitario. En IV examinamos ya
los puntos de vista sobre el lenguaje del representacionalismo. En capítulos
sucesivos conoceremos nuevas versiones del representacionalismo (VI-VII), la
versión del fenomenalismo discemible en el Tractatus de Wittgenstejn (X), y
dos versiones del intemismo comunitario, la del segundo Wittgenstein (XI)
y la de Quine (XII).
Las tres concepciones de las relaciones nómicas son objetables, en cuan­
to que entran en conflicto con los datos empíricos con los que se deben con­
trastar las propuestas filosóficas. Podríamos denominar realismo a una pro­
puesta sobre las relaciones nómicas sin estos defectos.22

22. Por simetría con ‘realismo fingido’, sería de esperar que utilizásemos algún epíteto para cualificar esta
concepción. Sucede, sin embargo, que todos los epítetos apropiados han sido utilizados para etiquetar concepciones
que no tienen nada de realistas. (Kant, por ejemplo, utiliza ‘realismo empírico’ para referirse a lo que no es sino una
forma de realismo fingido, y Putnam ‘realismo interno’ para una versión astrológicamente imprecisa del proyectivis­
mo.) La actitud verdaderamente realista carece — com o Ulrich, el inolvidable personaje creado por Musil— de “epí­
tetos" o ‘atributos"; no pretende imponer preconcepciones a lo que es.
El realismo considera a las relaciones nómicas relaciones modales objetiva­
mente existentes (“dadas” con independencia de nuestras prácticas cognosci­
tivas tanto como pueda serlo Venus), que conocemos (mejor o peor) del
modo que el humeano explica, es decir, en virtud de nuestro conocimiento
inductivo de generalizaciones NS empíricas de carácter nómico, y pueden así
constituir la norma por relación a la cual juzgamos el acierto o el desacierto
de esas prácticas cognoscitivas a ellas dirigidas.

El hecho de que el realismo concuerda con nuestras intuiciones, sin


embargo, sólo es un indicio mínimo en su favor. Como venimos defendiendo,
la filosofía no difiere metodológicamente de la ciencia. De ningún modo bas­
ta mostrar que una teoría concuerda con los datos conocidos para creer que sea
verdadera; teorías que concuerdan con los datos conocidos se consiguen tres
por el precio de una, introduciéndolas por definición. Lo mínimo que hemos
de hacer es mostrar cómo la teoría puede también dar cuenta de los hechos que
explican sus rivales. Las concepciones adversas al realismo sobre las relacio­
nes nómicas van de la mano de diversas variantes de ja s concepciones inter­
nistas del significado; son consecuencias de intentos de explicar los hechos
innegables sobre el significado que explica el representacionalismo: esencial­
mente, el problema de la intencionalidad (III, § 1). Antes de estar en disposi­
ción de aceptar el realismo, deberíamos como mínimo mostrar cómo, supues­
to el realismo, podemos sin embargo sortear las dificultades que parecen reque­
rir una concepción internista del significado.
Las cuatro concepciones metafísicas sobre las relaciones nómicas aquí
expuestas son especies de cuatro tipos-de actitud que cabe adoptar en diferen­
tes ámbitos. Así, por ejemplo, el debate tradicional entre nominalismo, y rea­
lismo concierne a la naturaleza de los géneros naturales (IV, § 3). La teoría de
los géneros naturales a la que Locke se opone — según la cual los géneros natu­
rales son esencias reales, que conocemos faliblemente conociendo las esencias
nominales con ellos asociadas— es una teoría realista en este ámbito, coinci­
dente con el realismo aristotélico tradicional; mientras que la propuesta de
Locke es un reductivismo eliminatorio, coincidente con una variedad del nomi­
nalismo tradicional, el conceptualismo.23
La clave para la defensa del realismo está en la naturaleza del conoci­
miento (III, § 3). En este capítulo hemos visto también (§ 2) cómo la correcta
elucidación de la distinción entre propiedades primarias y secundarias, tan cara

23. En la literatura analítica. Quine y Goodman han presentado el debate tradicional entre nom inalism o y rea­
lismo com o haciendo referencia a si hay entidades repetibles, tipos, o só lo hay particulares. A sí presentado, el deba­
te carece a mi juicio de interés. Pues, por razones puramente lógicas, no puede no haber tipos; hablar y pensar pre­
supone proposiciones elementales, articuladas com o mínimo con la estructura predicativa S es P. Así, el nominalista
tradicional de la variedad conceptualista (el propio Locke) necesita, com o mínimo, tipos de sensaciones, además de
sensaciones concretas; y el nominalista de la variedad propiamente nominalista (Hobbes) necesita com o mínimo tipos
de nombres, además de nombres-ejemplar. N o es de extrañar que Quine concluya que el nominalismo es falso. Sin
embargo. Quine es un nominalista, en el sentido expuesto en el texto.
al representacionalismo, requiere abandonar uno de los dos elementos de la
concepción cartesiana, el fundacionalismo. En la base del conocimiento el
internista supone estados de consciencia dirigidos a entidades subjetivas, inter­
nas; hemos comprobado (§ 2) que el conocimiento privilegiado que tenemos
de nuestras propias vivencias es, hasta cierto punto, “holista”: conocer una
vivencia y sus características requiere conocer muchos otros hechos sobre
vivencias. Esto es también necesario para poder caracterizar inmanentemente
los objetos intencionales de nuestros asertos y juicios mediante relaciones de
“significación natural”. Más adelante veremos que el otro elemento funda­
mental de la concepción cartesiana del conocimiento, la idea de que el cono­
cimiento es cierto, es igualmente objetable; el rechazo de esta idea es decisi­
vo para poder hacer teóricamente defendible el realismo sobre las relaciones
nómicas junto con una concepción extemista del significado.
La comprensión contemporánea de la cuestión del realismo, tal y como
aquí ha sido expuesta, se debe a Michael Dummett. Además de la cartografía
del problema, Dummett defiende lúcidamente concepciones proyectivistas
(particularmente en filosofía de las matemáticas). Un buen lugar en que
comenzar es su artículo “What Is a Theory of Meaning? 11”, aunque la versión
más elaborada se encuentra por el momento en su The Logical Basis o f
Metaphysics. El libro de Mackie The Cement o f the Universe contiene una muy
profunda discusión de la causalidad. Un clásico sobre las dificultades de la
concepción humeana, escrito por uno de sus más fervientes partidarios, es “The
New Riddle of Induction”, de Goodman. Por último, The Scientific Image, de
Bas van Fraassen, es una excelente discusión del problema del realismo cien­
tífico, y contiene Ja más lúcida defensa que yo conozco del realismo fingido
sobre las entidades teóricas.
C a p í tu l o VI

LA DISTINCIÓN DE FREGE ENTRE SENTIDO Y REFERENCIA

Mediante el examen de las ideas sobre el lenguaje de Locke, hemos intro­


ducido ios temas de mayor interés filosófico relativos al lenguaje: la relación
entre el lenguaje y el pensamiento; la contraposición entre intemismo y exter-
nismo en la concepción de las propiedades semánticas, y la cuestión del rea­
lismo y el antirrealismo.
La concepción del lenguaje de Locke deja mucho que desear en un aspec­
to. Locke se centra claramente en el significado de las expresiones lingüísticas
"con mayor riqueza en contenido: palabras que designan propiedades sensorial­
mente perceptibles, como ‘rojo’ o ‘cúbico’; palabras que designan géneros,
como ‘agua’ o ‘tigre’, y palabras que designan individuos, como ‘esta esfera’.
Esto le lleva a proponer una teoría agustiniana depurada, según la cual todas
las palabras significan al modo en que lo hacen los nombres*, estando en lugar
de sus significados, ideas en la mente de quien las usa. Los significados, dicho
de otro modo, se pueden explicar en último extremo mediante actos de osten­
sión; pero debe tratarse de una ostensión privada, en que aquello a lo que se
señala son vivencias — si se señalan objetos externos, ello no es más que un
jmodo indirecto de señalar a vivencias— .
Esta actitud de Locke es comprensible; nuestras primeras reflexiones sobre
el lenguaje se encauzan hacia expresiones como las indicadas, por su relevan­
cia en nuestra vida psíquica. Pero que sea comprensible no implica que sea
correcta. Por el camino emprendido por Locke resulta difícil dar cuenta satis­
factoriamente de otras partículas menos relevantes al inicio de una reflexión
sobre el significado, pero igualmente fundamentales para entender el funcio­
namiento del lenguaje: términos como ;y \ ‘no’, ‘todo’, ‘algún’, ‘es posible
que’, etc., a los que denominaremos, siguiendo a los medievales, sincategoTe­
máticos. No es que Locke no se ocupase de ellos; la sección 7 del libro ni del
Ensayo sobre el entendimiento humano contiene una breve discusión de estas
expresiones. Mas lo que Locke tiene que decir es muy poco iluminador (el lec­
tor puede confrontar lo que Locke dice a propósito de ‘pero’ en el parágrafo 5
de ía sección mencionada, con la explicación fregeana que ofreceremos más
adelante de ‘y’). La dificultad está en el carácter agustiniano de la concepción
del significado de Locke — en la idea de que el paradigma de la relación de
significado lo ofrece el vínculo nombre-cosa nombrada y, por consiguiente, los
términos sincategoremáticos significan nombrando sus significados— que le
lleva a buscar objetos fenoménicos nombrados por los términos sincategore­
máticos.
El estudio de las ideas sobre el lenguaje de Gottiob Frege (publicadas en
su mayoría en la última década del pasado siglo) en este capítulo y de las de
Wittgenstein en el Tractatus Logico-Philosophicus en el IX nos permitirá
corregir este defecto y profundizar así en todos los temas filosóficamente rele­
vantes ya apuntados. Según Frege, el origen último del problema de Locke está
en tomar a las palabras como aquello que primariamente tiene significado,
cuando lo que primariamente tiene significado son más bien las oraciones. Por
lo demás, Frege ofrece (según la interpretación que aquí defenderé) una repre­
sentación del lenguaje cercana a la de Locke. El estudio de las ideas de Frege,
por tanto, nos permitirá profundizar en las cuestiones filosóficamente centrales
en la reflexión sobre el lenguaje.

1. Los principios de! contexto y de composicionalidad

Las discusiones tradicionales sobre el significado (las de Aristóteles, Hob-


bes o Locke) presuponen que la noción básica que requiere j d a ^
del s ig n ific a d o ,^ Una de Tas aportaciones importantes a la con­
cepción contemporánea del lenguaje que se reconocen a Frege es haber pro­
ducido un cambio permanente en lo que a esto respecta: desde Frege se consi-
dera_queJla noción básica es la del significado de las o ra c io n e r^ e n aplicaciór
del principio al que Frege denominó ‘Principio del'Contexto*, que formula en
sus Fundamentos de la Aritmética así: “No se debe inquirir por el significadc
de expresiones separadas, sino que debe investigarse su significado en el con­
texto de oraciones.”
Naturalmente, en un sentido muy importante (expuesto ya anteriormente,
v. I, § 2), el significado de las oraciones es derivado o secundario con respec­
to al de las palabras; a saber, en éste: el significado de las oracionesj¡stá s is ­
temáticamente determinado, en virtud díTré'grá^cóm^ de]
significado'H£si51> artii^^ dersignfficado_de las unida-
desTéxicas o “palabras* jq u e la componen. Esto es, por lo demás, lo que dice
otro principio de Frege, eí Principio de Composicionalidad. De otro modo,
sería inexplicable que un número infinito de oraciones tenga significado (la
^productividad del significado de las oraciones), así como el que la capacidad
lingüística que habilita a un usuario competente del lenguaje para entender un
subconjunto propio cualquiera de oraciones del lenguaje (por ejemplo, aque­
llas que ha oído o producido a lo largo de su vida) le habilite también para
entender oraciones que no pertenecen a ese subconjunto (la sistematicidad del
significado de las oraciones). En lajriedida.enque la presugosjctón Je^la .prio­
ridad del significado de las palabras sobre el de las oraciones signifique sólo
e_ljignificado de las oraciones está sistemáticamente determinado por
reglas, a partir del significado de las palabras, por tanto, Frege no contradice
la tradición —ni podría contradecirla válidamente.
El principio fregeano del contexto es lógicamente compatible con esto. Lo
que propone el principio fregeano del contexto es que las palabras, por su p o r­
te, no significan aisladamente, sino que su significado escuna contribyción.
específica al significado de Tas oraciones en las que pueden aparecer. Una ana­
logía puede ayudar aquí. Una expresión verbal ( ‘corro’) es una palabra com­
puesta de una cierta raíz ( ‘corr-’) y una cierta desinencia verbal ( ‘-o’). El sig­
nificado de una expresión verbal está composicionalmente determinado por ei
significado de la raíz y el de la desinencia, en cuanto que un usuario compe­
tente que incorporara a su lenguaje una nueva expresión verbal (‘implementé’),
habría incorporado ipso facto al acervo de las palabras que comprende y es
capaz de usar significativamente no sólo esa expresión verbal, sino muchas
otras ( ‘implementaré’, ‘implementaron’, etc.); y un usuario competente que eli­
minara de su acervo una cierta expresión verbal (quizás ‘aprehendo’, al adver­
tir que, en contra de lo que él había creído, la raíz carece de uso en su
lenguaje), eliminaría ipso facto otras expresiones verbales (‘aprebendaron’,
‘aprebendaré’, etc.). (Estas son, como se recordará, las dos manifestaciones
constitutivas de la sistematicidad mencionadas en I, § 2.) El significado de las
expresiones verbales está determinado sistemáticamente por reglas generales;
mientras que el significado de cada raíz y el de cada desinencia está determi­
nado asistemáticamente: el significado de las raíces y el de las desinencias está
determinado por enumeración, caso por caso.
Sin embargo, y aunque el significado de las expresiones verbales esté sis­
temáticamente determinado, ni las raíces ni las desinencias “significan aisla­
damente"; una raíz sólo tiene significado “en el contexto de una expresión ver­
bal", es decir, cuando se combina con una desinencia apropiada, y lo mismo
ocurre con las desinencias. Esto podríamos explicarlo así: además de su signi­
ficado específico, las raíces verbales tienen, como raíces, un significado
común; a saber, un modo específico de contribuir al significado de las expre­
siones verbales, distinto del modo en que lo hacen las desinencias verbales.
Podríamos elucidar esto ulteriormente, en este caso particular, diciendo que las
raíces significan en general un hecho-tipo, mientras que las desinencias signi­
fican elementos temporales y aspectuales del hecho significado por la raíz,
‘corr-’ y ‘am-’ tienen, semánticamente, algo en común: su pertenencia a la mis­
ma categoría de las raíces verbales, indicativa de que son expresiones que sig­
nifican tipos de acaecimientos. Caracteriza a esta categoría que las unidades
léxicas que la constituyen han de ser combinadas necesariamente con alguna
unidad léxica de otra categoría distinta (la de las desinencias verbales) para
construir algo significativo; pongamos por caso, porque no se ha significado un
acaecimiento sólo con decir su tipo, sino que, además, es preciso indicar los
elementos temporales, aspectuales, etc., significados por una desinencia.
Semánticamente hablando, las raíces y las desinencias funcionan de modo asis-
temático; es decir, su significado se ha de aprender caso por caso. Pero enten-
derlas requiere saber que existen expresiones de la categoría complementaria,
y saber cómo una expresión del tipo en cuestión (una raíz, o una desinencia)
contribuye a la determinación del significado completo de una expresión ver­
bal, dada una expresión de la categoría complementaria. El significado de cada
raíz y cada desinencia es asistemático (está dado por enumeración) pero con-
textual (está dado mediante la indicación de la contribución que hacen al sig­
nificado de una expresión verbal completa, en virtud de pertenecer a una de las
dos categorías, cuando se combinan con una expresión de la otra categoría). La
contextiiatidad y la sistematicidad son dos manifestaciones del carácter estruc-
tu r a d g ^ S L P ;^ ^ ^ 0. ^ lenguájeTf pero son dos manifestaciones distintas, que
sólo el uso poco cuidadoso de términos como ‘estructura’ o ‘articulación’ nos
pu^J^^.^a.ofunjlir?
~ Trasladando esta analogía a la relación entre el significado de las unida­
des léxicas y el de las oraciones vemos, pues, cómo no existe verdadero con­
flicto entre el Principio de Composicionalidad y el del Contexto^ E rpi^eirQ
fgqñifíffi qne eísignificado"'denlas"“palabras” (unidades jéxicas^ en verdad), a
diferencia d d significado, de^as, oraciones, sea asistemáticp^es_deck, estable-
cido caso a caso por enumeración. El segundo requiere que el significado de
las unidades léxicas, a diferencia del significado de las oraciones, sea contex­
tuad esto es, que las reglas de significado para las palabras hagan necesaria­
mente referencia al modo en que, dada una categoría semántica general a la
que pertenecen, contribuyen junto con palabras de otras categorías al signifi­
cado de las oraciones. El Principio del Contexto requiere, en definitiva, que las
reglas que determinan el significado de las oraciones a partir del significado de
las palabras no tomen en consideración del mismo modo el significado de todas
las palabras. Vimos un ejemplo específico de esto antes, en el caso de las
expresiones verbales: hay reglas que determinan sistemáticamente el significa­
do de la expresión verbal a partir del significado de la raíz y el de la desinen­
cia; pero esas reglas no tratan por igual a una y otra expresión, sino que advier­
ten que el significado de la raíz es un tipo de acaecimiento, mientras que el
significado de la desinencia es una indicación temporal, aspectual, etc. Las
categorías ‘raíz’ y ‘desinencia’ tienen también repercusiones semánticas; las
raíces tienen en común propiedades semánticas que las diferencian, en gene­
ral, de las desinencias. En otras palabras, las categorías son también catego­
rías semánticas.
Aunque el significado de una oración venga sistemáticamente determina­
do por el significado de las palabras que la componen, una oración no es una
mera lista de palabras: un nombre de un objeto seguido de un nombre de
una propiedad (‘esta esfera rojez’) sería una enumeración de cosas, no una ora­
ción. Si una oración no es una mera lista es porque las palabras pertenecen a
distintas categorías semánticas, distinguidas por sus diferentes funciones
semánticas en la oración; por consiguiente, una especificación teórica del sig­
nificado de las palabras debe indicar cuál es su específico tipo de contribución
al significado de las oraciones de las que pueden formar parte. El significado
de cada oración particular viene determinado sistemáticamente por el signifi­
cado de las palabras (o, mejor, por el de las unidades semánticas, que no tie­
nen por qué coincidir con las palabras) que la componen: esto es el núcleo del
Principio de Composicionalidad. Especificar el significado de cada unidad
semántica requiere indicar el modo general en que las palabras de su misma
categoría semántica contribuyen al significado de las oraciones: éste es el
núcleo del Principio del Contexto. El principio fregeano es así una tesis que
contradice la concepción agustiniana del lenguaje. El correlato de la concep­
ción agustiniana es la idea de que los significados de las palabras se explican
mediante actos de ostensión (que criticamos en I, § 4); el principio fregeano
del contexto pone de manifiesto una deficiencia de esta idea, insistiendo en que
las palabras no significan todas del mismo modo. Es en parte ésta la razón por
la cual no puede bastar un acto de ostensión para entenderlas. Mediante actos
de ostensión explicamos, indiferentemente, el significado de palabras cuya
categoría semántica es muy diferente: nombres propios como ‘Guadiana’,
nombres comunes como ‘tigre’, adjetivos como ‘rojo’. El acto de ostensión,
por sí solo, no puede pues bastar para dar cuenta de todos los aspectos del sig­
nificado de estas expresiones.
Un hecho básico sobre el lenguaje es que en su uso la unidad mínima es
la oración. Con las expresiones lingüísticas comunicamos información, expre­
samos deseos, damos órdenes, hacemos preguntas, etc.; todas estas acciones
se llevan a cabo mediante oraciones, no con palabras sueltas ni con listas de
palabras sueltas, Dado que un usuario competente del lenguaje es capaz de
producir coherentemente oraciones nuevas, así como de entender oraciones
nuevas, debemos suponer que la propiedad que tienen las oraciones de tener
un cierto significado es sistemática (I, § 2): no se comprenden las oraciones
como un todo, sino que de algún modo su significado se obtiene del signifi­
cado de sus partes. Esto es lo que dice el Principio de Composicionalidad, y
en este sentido el significado de las oraciones depende del significado de las
palabras. Por otro lado, una explicación del significado de una palabra debe
consistir en una explicación de cómo esa palabra contribuye a determinar el
significado de las oraciones en las que aparece; porque, dado que las oracio­
nes no son meras sartas de palabras, es claro que las palabras deben contri­
buir de modos distintos aJ significado de las oraciones. Esto es lo que el Prin­
cipio del Contexto nos pide tomar en cuenta. Ambos principios se comple­
mentan así coherentemente. De acuerdo con el Principio del Contexto, una
teoría del lenguaje debe especificar el significado de cada palabra, no como
si la palabra fuese un signo dotado por sí solo de significado, sino — en el
entendimiento de que las palabras sólo tienen una función semántica de­
terminada en el lenguaje cuando aparecen combinadas con otras formando
oraciones completas, que no son meras cadenas de palabras— indicando al
hacerlo de qué modo específico contribuyen las palabras pertenecientes a una
misma categoría al significado de las oraciones. Por otra parte, en la medida
en que la especificación del significado de las unidades léxicas se atenga al
Principio del Contexto, el significado de cada oración estará completamente
determinado por las reglas que especifican el significado de las unidades
semánticas que la componen; y esto es lo que establece el Principio de Com­
posicionalidad.
Por consiguiente, la construcción de una teoría de las reglas composicio-
nales que permiten determinar el significado de las oraciones a partir del sig­
nificado de las palabras requiere clasificar las palabras en diferentes categorí­
as o grupos; las palabras en el mismo grupo contribuyen del mismo modo a la
determinación del significado de las oraciones en que aparecen, y de modos
distintos al modo en que lo hacen las palabras en otros grupos. Estas catego­
rías serán categorías sem á n tica s (o ló g ica s , en un sentido amplio pero etimo­
lógicamente propio de la expresión), por cuanto se trata de categorías necesa­
rias para determinar el significado de las oraciones a partir del significado de
las palabras. Cuáles sean en particular las categorías semánticas de las palabras
de un lenguaje dado ha de establecerlo, en último extremo, la teoría semánti­
ca correcta para ese lenguaje. Nuestras intuiciones lingüísticas (los datos empí­
ricos sobre los que se erigen las teorías del lenguaje) son lo suficientemente
ricas, grosso m o d o , cuando menos para indicar las categorías más genéricas.
Conviene a nuestros fines expositivos discernir ahora algunas de ellas.
Una categoría sería la de los térm inos singulares. Se trata de una catego­
ría posiblemente muy general, que habría de ser dividida en otras subcategorías
si nuestro objetivo fuese el de elaborar una teoría semántica suficientemente
precisa; más adelante ofreceremos razones para distinguir semánticamente,
entre los términos singulares, los deícticos, los nombres propios y las descrip­
ciones definidas. Frege utiliza el término ‘nombre propio’ para la expresiones
en la categoría térm ino sin g u la r , pero como los nombres propios en el sentido
usual del término (‘George Eliot’) son sólo una parte de los nombres propios
en el sentido de Frege, utilizaré ‘término singular5 para evitar confusiones. Son
términos singulares para Frege las descripciones definidas (‘el primer español
en ganar el Tour de Francia’), los nombres propios en sentido estricto (‘César
Borgia’) y expresiones deícticas (cuya contribución semántica depende del
contexto en que se profieren) como ‘yo’, ‘tú’, ‘ése’, ‘aquí’, ‘allí’, ‘ahora’, etc.
Podríamos decir, de un modo burdo pero suficiente para nuestros fines pre­
sentes, que la función semántica de*los términos en esta categoría es introducir
un individuo particular acerca del cual trata el discurso. Otra sería la de los pre­
dicados o términos generales, como ‘es mayor que’, ‘es rojo’, ‘es cúbico’, ‘es
agua’, ‘es un tigre’, ‘correr’, ‘engendrar a’, etc. Otra sería la de las conectivas,
como ‘y’, ‘o ’, etc. Otra sería la de los determinantes, como ‘algún’, ‘todo’,
‘muchos’, etc. El Principio del Contexto nos llama la atención sobre el hecho
de que las expresiones en cada una de estas categorías contribuyen al signifi­
cado de las oraciones de modos específicos, distintos del modo en que lo hacen
las expresiones en otras categorías y relativos los modos propios de los unos a
los de los otros.
El Principio del Contexto tiene, cuando menos, un beneficio terapéutico,
sólo en virtud del cual merece ya ser tomado como guía: prevenir las conse­
cuencias, nefastas para la comprensión del lenguaje, de la concepción agusti­
niana. Si pensamos en el significado de las palabras por sí solas, sin tomar en
consideración su tipo característico de contribución a las oraciones en que apa­
recen, somos psicológicamente dados a adoptar (como Locke) el modelo nom­
bre/objeto nombrado como paradigma del significar, y la ostensión como la
explicación por excelencia del significado. Un síntoma inmediato de las difi­
cultades que esto conlleva lo encontramos al tratar de dar cuenta del significa­
do de expresiones, como las conectivas y los determinantes, manifiestamente
sincategoremáticos: es decir, expresiones cuya contribución semántica es rela­
tiva a la de otras expresiones. Mencionamos anteriormente la sección 7 del
libro in del Ensayo de Locke como una muestra clara de este tipo de dificul­
tad. Más adelante (§ 6) comprobaremos cómo la aplicación estricta del princi­
pio fregeano del Contexto nos permite (siguiendo a Frege) dar una explicación
mucho más razonable que la ofrecida por Locke de algunas de esas expresio­
nes. Por lo demás, esta justificación meramente pragmática — heurística— de
un principio tan importante y de tantas consecuencias puede resultar insatis­
factoria. El propio Frege nunca ofreció una defensa conceptualmente más ilu­
minadora; ni, siquiera está claro que la anterior elucidación del contenido del
principio sea fiel a sus intenciones originales. (Esto no pretende desmedrar la
contribución de Frege como primer proponente del principio. Para dar con una
idea original se precisa ingenio; ésta es una cualidad mucho más valiosa y
escasa que la industria requerida para elaborar exposiciones claras y justifica­
ciones razonables cuando la propuesta innovadora ya ha sido hecha.) En el
capítulo DC expondremos la justificación más importante — que fue ofrecida
por Wittgenstein en su Tractatus Logico-philosophicus, de donde procede lo
esencial de la exposición aquí ofrecida.1

2. Sentido y referencia de térm inos singulares

El objetivo de una teoría semántica específica para un lenguaje particular


es enunciar explícitamente las reglas composicionales en virtud de las cuales
cada oración de ese lenguaje tiene el significado que tiene. Los usuarios com­
petentes del lenguaje conocen tácitamente esas reglas; pero ofrecer una for­
mulación explícita de las mismas es un objetivo teórico razonable y en abso­
luto baladí (véase I, § 4). La filosofía del lenguaje persigue algo más modes­
to: clarificar las nociones centrales que empleamos en una teoría semántica
cualquiera. La tesis más influyente asociada con la obra de Frege es una tesis
filosófica. Venimos hablando de el significado de las expresiones, presupo­
niendo con ello que las expresiones tienen un único tipo de propiedad semán­
tica. La tesis de Frege contradice este presupuesto tácito: de acuerdo con ella,
una teoría semántica debe necesariamente asociar dos propiedades semánticas

1. Frege sí formula en sus artículos tardíos — particularmente en “Composición de pensam ientos” .(en sus
Investigaciones lógicas)— ideas muy cercanas a las que se han expuesto. Para entonces, sin embargo, se había
entrevistado con el joven Wittgenstein y había mantenido alguna correspondencia con él, de modo que es difícil deter­
minar la autoría de las ideas tal com o aquí han sido expuestas.
distintas con cada expresión: la expresión de un sen tid o (‘Sinn’, en el alemán
de Frege) y la referencia a un referente (‘Bedeutung’).2 (En adelante, reserva­
ré ‘significado’ para lá noción preteórica de pro p ied a d sem á n tica de una ex­
presión, en abstracción de si, de acuerdo con la tesis de Frege, debe ser sepa­
rada en dos componentes distintos o no.)
El significado de las expresiones de una categoría dada es su contribu­
ción semántica a las oraciones en las que aparecen, según el Principio del
Contexto. Entre las oraciones, los enunciados (las oraciones susceptibles de
ser evaluadas como verdaderas o falsas, que utilizamos para hacer asevera­
ciones, I, § 2) ocupan un lugar privilegiado. Una justificación provisional
para esto puede encontrarse en la siguiente idea. Las expresiones lingüísticas
sirven a ciertos propósitos; algunos de estos propósitos son esenciales, cons­
titutivos de su naturaleza lingüística: algo que no sirviese a esos propósitos
no sería una expresión lingüística. Las expresiones lingüísticas se utilizan de
ana manera regular; pero si se utilizan de una manera regular, es justamente
a consecuencia de que su uso permite satisfacer ciertas necesidades. Entre
tales propósitos c o n stitu tiv o s del lenguaje está el de tra n sm itir in fo rm a c ió n .
Pero esto es lo que se hace típicamente con e n u n c ia d o s , oraciones suscepti­
bles de ser evaluadas como verdaderas o falsas. Podemos, por consiguiente,
restringir el contenido d tl Principio dei Contexto diciendo que ei significado
de un término cualquiera es su contribución al significado de los enunciados
en los que puede aparecer.
Pareciera así que cualquier investigación sobre la naturaleza del significa­
do efectuada bajo la guía del Principio del Contexto debería comenzar con el
examen del significado de los enunciados. En su famoso artículo “Sobre sen­
tido y referencia”, sin embargo, Frege comienza justificando para los términos
singulares mediante un conocido argumento su tesis de que los significados
constan de dos ingredientes conceptualmente distintos (sentidos y referencias),
para extenderla después a expresiones de otras categorías (los enunciados entre
ellas). No hay ninguna contradicción con el Principio del Contexto en esta
estrategia, siempre que se observe la recomendación de “no preguntarse por el
significado de las expresiones aisladamente”. Para observarla, sin embargo,
debemos contar con una caracterización previa, siquiera que sea puramente
intuitiva, de la naturaleza del significado de los enunciados. Desde el punto de

2. Me atendré, a disgustó, a la práctica ya establecida de traducir ‘Bedeutung’ al español com o ‘referencia’.


Conviene advertir que, a] así hacerlo, se pierden importantes connotaciones asociadas a la distinción fregeana que no
podían haber escapado a su autor, de modo que es más que probable que estuviese en su intención sugerirlas. El corre­
lato en español capaz de evocar las connotaciones de ‘Bedeutung' en alemán es significado o significación y no refe­
rencia. Las connotaciones a que me refiero tienen que ver, en primer lugar, con el elemento de p ropósito que hay en
la noción; el referente de uu termino singular es aquella entidad que un hablante competente en su manejo se propo­
ne traer a colación mediante un uso de la misma. El segundo grupo de connotaciones remite a la importancia de lo
que Frege llamaba Bedeutungen en una caracterización de la naturaleza de un lenguaje. Descritos com o “referencias"
es más fácil dar en creer que no juegan un papel tan importante como aquel que se les concede descritos com o “sig­
nificaciones". Para Frege, las referencias son tan fundamentales (o quizás incluso más) que los sentidos en la carac­
terización de un lenguaje.
vista de Frege, tal caracterización previa se recoge en la idea de que el signi­
ficado de los enunciados consiste (en parte al menos) en sus condiciones de
verdad.
Considérese el enunciado ‘los dinosaurios se extinguieron en el período
Cretácico’. La intención convencionalmente supuesta a quien profiere un enun­
ciado, como queda dicho, es la de transmitir información, comunicar juicios.
Relativamente a este objetivo, los enunciados (como los juicios u opiniones
que transmiten) se evalúan como verdaderos o falsos. Que un enunciado sea
verdadero o falso depende del mundo, de cómo sea la realidad. Pero la verdad
o falsedad del enunciado no depende de un aspecto arbitrario del mundo, sino
de uno específicamente indicado por el enunciado; la verdad o falsedad del
enunciado anterior no depende, por ejemplo, de cuál sea el número ganador en
el sorteo de Navidad de la Lotería Nacional el año 1960. La verdad del enun­
ciado depende específicamente de la existencia de un proceso consistente en
que los dinosaurios se extinguieran y de su datación temporal. Como explica­
mos en II, § 2, estados mentales tales como los juicios o las opiniones tienen
como característica fundamental la de ser intencionales: representan (falible e
intensionalmente) una entidad objetiva, su objeto intencional. Indirectamente,
pues, también lo hacen los enunciados que los expresan; de la existencia, o no,
de ese objeto intencional específico del juicio que transmiten, depende que el
enunciado sea verdadero o falso.
Por otro lado, eso específico aseverado por un enunciado como el anterior,
y de cuyo darse o no depende la verdad del juicio expresado y de la asevera­
ción efectuada, es una condición: algo que puede darse o no darse. Un hablante
competente del español, en virtud sólo de su conocimiento de la lengua, no
puede saber, en general, si los enunciados son verdaderos o no: el conoci­
miento del español no basta para saber*si ‘los dinosaurios se extinguieron en
el período Cretácico’ es verdadero. Sin embargo, la competencia lingüística
basta para saber qué condiciones específicas han de darse en el mundo para
que ese enunciado sea verdadero. Denominamos a estas condiciones específi­
cas las condiciones de verdad de un enunciado. No debe confundirse condi­
ciones de verdad con valor de verdad. A primera vista al menos, ‘Venus es una
estrella’ y ‘Shakespeare escribió Don Quijote’ tienen el mismo valor de ver­
dad (son ambos falsos), pero diferentes condiciones de verdad. Si dos enun­
ciados difieren en valor de verdad, difieren también en condiciones de verdad;3
pero ia conversa no es generalmente cierta. El significado de los enunciados se
identifica entonces con sus condiciones de verdad, pues éstas parecen agotar el

3. Si, suponiendo que los hechos están determinados, un mismo enunciado puede ser evaluado com o verda­
dero y com o falso, el enunciado es ambiguo y tiene al menos dos conjuntos de condiciones de verdad distintos. ‘Vi
a Sergi con unos prismáticos' puede ser evaluado como verdadero y com o falso, aun suponiendo que los hechos en
cuanto a si Sergi llevaba o no unos prismáticos (no los llevaba), y a si yo lo vi con ayuda de unos prismáticos o no
(sí lo hice), han quedado fijados. Ello se debe a que el enunciado es ambiguo, y cabe interpretarlo atribuyéndole dos
conjuntos distintos de condiciones de verdad: puede significar que con ayuda de unos prismáticos vi a Sergi, o que vi
a Sergi, quien llevaba unos prismáticos.
contenido del juicio expresado convencionalmente por ellos, la información
transmitida por los mismos.4
Relativamente a esta comprensión preteórica del significado de los enun­
ciados, expondremos en el resto de esta sección el argumento inicial de Frege
para “descomponer” los significados de los términos singulares en sentidos y
referencias. Este será, en lo sucesivo, el argumento central de Frege (abrevia­
damente, ACF). Tal como lo expondré, ACF presenta una paradoja: se enun­
cian tres proposiciones, aparentemente inconsistentes entre sí, cada una de ellas
altamente plausible. Se ofrece entonces la distinción entre sentido y referencia,
que posibilita una sutil interpretación de las proposiciones eliminadora de su
aparente inconsistencia; y se concluye la necesidad de establecer la distinción
como el único modo razonable de sojucionar la paradoja.
La primera proposición de ACF es una tesis sobre el significado de los
términos singulares. Los términos singulares incluyen, como se dijo,
las descripciones definidas (‘el actual presidente del Gobierno de España’), los
nombres propios ( ‘Felipe González’) y deícticos como ‘él’, ‘aquí’, ‘ayer’, ‘yo’
(la enumeración no pretende ser exhaustiva). Para reflexionar sobre el signifi­
cado de un término singular debemos preguntamos cuál es su contribución a
los enunciados en los que el término puede aparecer. Siguiendo a Frege, tome­
mos como ejemplo la descripción ‘el lucero del alba’. Algunos días del año,
en la madrugada, en el horizonte por donde el Sol está a punto de salir, cuan­
do la luz del Sol impide ya que los otros luceros sean visibles, puede verse aún
uno; es a este objeto al que designamos con ‘el lucero del alba’. El término ‘el
lucero del alba’ aparece en enunciados como éstos: ‘el lucero del alba es visi­
ble al amanecer’; ‘el lucero del alba es un planeta’; ‘el diámetro del lucero del
alba es inferior al de Mercurio’; ‘hay cráteres y volcanes en la superficie
del lucero del alba’; ‘la atmósfera del lucero del alba es respirable por un ser
humano’, etc. El significado de una expresión es su contribución semántica al
significado de los enunciados en que pueda aparecer; esto es, el significado de
un término singular como ‘el lucero del alba’ es su contribución semántica a
las condiciones de verdad de enunciados como los precedentes. Examinando
nuestras intuiciones sobre estos ejemplos a la luz de esta guía teórica abstrac­
ta, ¿podríamos concretar algo más qué es tal significado?
Los enunciados que hemos ofrecido como ejemplo, como enunciados que
son, son evaluables como verdaderos o falsos: algunos son verdaderos, otros
son falsos.5 Que sean verdaderos o falsos depende de los hechos relativos a un

4. En rigor, el significado de un enunciado no puede identificarse exclusivamente con sus condiciones de ver­
dad. El significado debe incluir también lo que en XIII, § 2 denominaremos fuerza ilocutiva, ‘Venus es una estrella’
y ‘¿Es Venus una estrella?’ tienen las mismas condiciones de verdad, pero diferente fuerza ilocutiva; es obvio que su
significado, en el sentido preteórico de la noción, difiere. Concentrándonos en los enunciados, podemos hacer abs­
tracción por el momento de lo que concierne a la fuerza.
5. Incluyo de modo regular entre los ejemplos que ofrezco enunciados falsos, con el fin de que el lector no
olvide que el significado de un término es su contribución al significado de los enunciados en que aparece; esta contri­
bución se hace independientemente de que los enunciados sean verdaderos o falsos (y es, en verdad, condición pre­
via a que sean evaluables com o verdaderos o falsos).
cierto objeto extralingüístico (y extramental) al que nos dirige el término ‘el
lucero del alba’: es en función de si ese objeto es visible al amanecer o no, de
cuál es su diámetro, de si tiene cráteres o no, una atmósfera respirable o no,
etc., que los enunciados anteriores son verdaderos o falsos. Ese objeto está cla­
ramente involucrado en la configuración de las condiciones de verdad de los
enunciados. En la terminología desarrollada en DI, § 2, la entidad en cuestión
es una de las cosas: una entidad objetiva, un constituyente de acaecimientos.
Ateniéndonos a estas intuiciones, podemos precisar algo más la naturaleza de
lo que sin duda constituye un elemento fundamental del significado de un tér­
mino singular. Dado que el objetivo del argumento es mostrar que no hay tal
cosa como “el” significado, sino que lo que llamamos así se descompone en
dos aspectos, denominemos a este intuitivamente indudable elemento del sig­
nificado de un término singular con una expresión diferente a ‘significado’,
para no prejuzgar la cuestión que está en litigio. Frege denomina a este aspec­
to fundamental del significado la referencia del término. Esta es la definición
inicial: la referencia de un término singular es esa entidad objetiva por rela­
ción a la cual se evalúa la verdad o falsedad de los enunciados en que el tér­
mino aparece y que contribuye a configurar sus condiciones de verdad.
Con esta caracterización, y con la información de que hoy disponemos,
podemos concretar todavía más en casos particulares cuál es la referencia de
un término singular; por ejemplo, podemos decir que la referencia de ‘el luce­
ro del alba’ es un planeta del Sistema Solar, Venus. Un conjunto de conside­
raciones similares servirían para concluir que la referencia de un nombre pro­
pio como ‘Londres’ es una cierta ciudad, fundada en una cierta fecha, ubicada
en cierto lugar, etc.: piénsese en cuál es la entidad por relación a la cual se ha­
bría de determinar la verdad o falsedad de ‘los nazis bombardearon Londres
durante la II guerra m undial’, ‘la sede la la ONU está en Londres’, ‘Lon­
dres tenía menos de cincuenta mil habitantes en la primera mitad del siglo
x iv ’, etc. Los términos singulares no sólo significan objetos materiales; con­
sideraciones similares a las anteriores nos llevan a atribuir una referencia
definida al término ‘9 \ a saber, un número.
La primera proposición de ACF es una consecuencia de esta caracteriza­
ción abstracta de lo que sin duda es, cuando menos, un componente del signi­
ficado de los términos singulares, la referencia de un término singular. Pese a
su carácter abstracto, la caracterización implica una identificación precisa de la
referencia de algunos términos singulares: la referencia de cel lucero del alba’,
por ejemplo, es Venus. La primera premisa de ACF, pues, sostiene que térmi­
nos singulares como ‘el lucero del alba’ tienen como referencia, en enuncia­
dos como los que hemos venido considerando, una entidad objetiva (el plane-
ta Venus, en este caso): por tanto (bajo el supuesto semántico monista que el
argumento de Frege pretende refutará tienen una entidad objetiva como signi­
ficado. El término ‘objetivo’ tiene aquí el sentido que elaboramos detallada­
mente en III, § 2.
La segunda proposición es la observación de que un enunciado resultante
de sustituir en otro un término singular por otro diferente, pero con la misma
¡•¿frrencia. puede tener diferente valor cognoscitivo que el primero pam nn
jT^jinrín competente del lenguaje en el que ambos enunciados están formula-
dos. Para ilustrar esto, sigamos con ei ejemplo de Frege. Algunos días del año,
al final del día, en el horizonte por donde el Sol acaba deponerse, cuando la
luz del Sol impide todavía que los otros luceros sean visibles, hayuno que ya
es claramente visible; es a este objeto al que designamos con ‘el lucero ves­
pertino’. La referencia de ‘el lucero vespertino’ es ese objeto por relación al
cual se debe determinar el valor veritativo de enunciados como ‘el lucero
vespertino es el objeto más luminoso en el cielo nocturno’, ‘el lucero vesper­
tino es en ocasiones visible hasta tres horas después de la puesta del Sol’, ‘la
sonda Mariner 4 tomó en 1965 imágenes del lucero vespertino’, etc. Con la
información de que disponemos ahora podemos concretar más ésta caracteri­
zación abstracta: la referencia de ‘el lucero vespertino’ es también el planeta
Venus. Consideremos ahora los enunciados (1) y (2):

(1) el lucero del alba es visible al amanecer

(2) el lucero vespertino es visible al amanecer

(1) y (2) sólo difieren en el hecho de que contienen expresiones distintas


(‘el lucero del alba’, ‘el lucero vespertino’) que, sin embargo, refieren a lo mis­
mo; (2) es el resultado de sustituir en (!) un término (‘el lucero del alba’) por
otro ( ‘el lucero vespertino’) con la misma referencia. Sin embargo, (1) y (2)
pueden tener diferente valor cognoscitivo para un hablante dado. Esto se mani-
fiesta de diferentes modos, el más importante de los cuales es el siguiente: uno
de los enunciados puede no ser informativo para esa persona, mientras que el
otro sí lo es; o el segundo tiene la potencialidad de ampliar su conocimiento,
mientras que el primero no la tiene. De modo más general, la segunda propo­
sición de ACF asevera que un usuario competente dei lenguaje en que están
expresados puede aceptar como verdadero un enunciado y rechazar (o suspen­
der el juicio) respecto de otro que sólo difiere del primero en contener un tér­
mino singular diferente pero con la misma referencia.
Frege ilustra la segunda proposición de su argumento mediante enuncia­
dos de identidad; mientras que (3) no es informativo para un hablante compe~
tente en el uso de las expresiones que lo componen, (4) bien puede serlo:

(3) el lucero del alba = el lucero del alba

(4) el lucero vespertino = el lucero del alba

(3) y (4) ilustran, ciertamente, el mismo hecho que ilustran (1) y (2). Sin
embargo, presentar la segunda proposición de ACF considerando exclusiva­
mente enunciados de identidad puede inducir al error de buscar soluciones a la
paradoja que sólo valen para este tipo de enunciados, y que resultan inacepta­
bles una vez que reparamos en la generalidad del problema (error este del que
en § 4 se ofrecerá un ejemplo). Tampoco es esencial a la dificultad el hecho
de que (1) y (3) sean cuasi-analíticos, es decir, que baste con la información
necesaria para entender las palabras para saber que son verdaderos. (5) y (6)
ilustran por igual el problema:

(5) la sonda Mariner 10 obtuvo en 1974 importantes datos sobre el lucero


del alba

(6) la sonda Mariner 10 obtuvo en 1974 importantes datos sobre ei lucero


vespertino

' Bien puede ocurrir que un usuario competente del lenguaje acepte (5)
como verdadero y, sin embargo, no acepte (6); o, dicho de otro modo, bien
puede ocurrir que si le dijésemos (5) no le daríamos información que nó tuvie­
ra ya, mientras que si le d ijésem o s (6) — y aceptase nuestras palabras— sí le
daríamos información que no tenía previamente. El elemento fundamental de
la segunda proposición del argumento de Frege es que, si bien a un individuo
que aceptase (1), (3) y (5) pero rechazase (2), (4) y (6) le faltaría información
astronóm ica , a un individuo así no tendría por qué faltarle información lin ­
güística: un individuo así podría por lo demás entender perfectamente los seis
enunciados.
La tercera y última proposición dei argumento de Frege es que las dife­
rencias en valor cognoscitivo entre enunciados que acabamos de ilustrar sólo
p u ed en ser explicadas atrib u yen d o a las expresiones en qu e lo s e n u n cia d o s
difieren diferencias en su s sig n ifica d o s. Naturalmente, bajo el supuesto monis­
ta la inclusión de esta proposición produce, junto a las dos anteriores, una con­
tradicción. Reflexionando sobre la naturaleza del significado de un término
singular, hemos identificado un aspecto del mismo con su referencia, y, tras
ofrecer una caracterización abstracta del concepto de referen cia , hemos encon­
trado buenas razones para identificar las referencias, y por tanto —por lo dicho
hasta aquí— los significados, de ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’.
La segunda y la tercera premisa, conjuntamente, conllevan sin embargo que los
significados de esas expresiones (y, por tanto, las referencias, si los significa­
dos son las referencias) son diferentes.
De nuevo, sin embargo, cuando se tiene a la vista la justificación para la
misma la tercera premisa parece enteramente plausible. La premisa excluye
posibles explicaciones de los fenómenos presentados en la segunda, distintas
de la explicación consistente en que las palabras en que difieren los enuncia-
dos en cuestión tengan diferentes significados. Aquí sólo consideraré las dos
explicaciones alternativas más inmediatas que se nos podrían ocurrir, para jus­
tificar la tercera premisa. La primera que discutiré atribuye las diferencias esta­
blecidas en la segunda premisa a las obvias diferencias puramente formales en
las expresiones utilizadas; la segunda la atribuye más bien a diferencias prag­
máticas.
Comencemos con la primera. Podría argumentarse que existe una confu-
síóíi én la definición que hemos ofrecido anteriormente de ‘referencia’. El
supuesto monista de partida que Frege pretende cuestionar es que la referencia
■és el significado de una expresión; por consiguiente, la referencia es una rela­
ción entre la expresión y algo otro, porque el significado es una relación entre
expresiones y otras cosas. En ese caso, no es razonable considerar la referen­
cia a “aquello por relación a lo cual se evalúa la verdad o falsedad” de los
enunciados en que aparece la expresión; podríamos reservar el término ‘refe­
rente’ para esto. La referencia debería ser, más bien, el vínculo semántico entre
la expresión y el referente. Pero, en ese caso, las referencias de ‘el lucero del
alba’ y de ‘el lucero vespertino’ son diferentes, sencillamente porque la refe­
rencia es la relación entre expresión y referente, y las expresiones son aquí
diferentes.
Parte de lo que la tercera proposición pretende excluir es una explicación
de este tipo. Como se verá, la solución final de Frege recoge la idea de que la
referencia no se debe identificar con el referente, sino con una relación entre
la expresión y el mismo; de modo que podemos conceder la existencia de una
distinción significativa entre referencia y referente. Pero de eUo no se sigue que
la explicación sugerida sea aceptable. Invocando esta misma distinción entre
referencia y referente, la tercera premisa sostiene que las diferencias en valor
cognoscitivo antes ilustradas deben ser explicadas en términos de diferencias
en los significados de las palabras que son relativas a los referentes, y no a las
referencias. Pues el mero hecho de que los pares de enunciados mediante los
que hemos ilustrado la segunda proposición difieran en contener expresiones
diferentes no explica las diferencias en valor cognoscitivo. Esto es claramente
cierto. Por ejemplo, (1) y (1’) también difieren en las expresiones que los for~
man, y, sin embargo, un usuario competente de los mismos no puede aceptar
uno y dejar en suspenso el juicio sobre el otro. Dicho de otro modo, cualquier
persona que entienda ambos enunciados obtendrá exactamente la misma infor­
mación a partir de ellos:

(1‘) the moming star is visible in the moming

De manera general, Frege explica en el primer párrafo de “Sobre sentido


y referencia” por qué esta explicación no es aceptable. Si fuese correcta, la
información que le falta a quien acepta (1) pero no (2) sería únicamente infor­
mación lingüística: la información de que dos expresiones diferentes significan
lo mismo. Pero, claramente, ello no es así; la información de la que un sujeto
así carece no es meramente ésa, sino que le falta además, en cualquier caso,
información astronómica. Ello se pone particularmente de relieve cuando repa­
ramos en que la dificultad expuesta en la segunda proposición de ACF se pue­
de reproducir sin que exista ninguna diferencia en las expresiones. Imaginemos
una comunidad en que, por las razones que sean, se utiliza la misma expresión-
tipo, ‘Sunev’, por un lado bajo la convención de que designa al lucero del alba
(se introduce su uso a nuevos hablantes señalando al punto luminoso promi­
nente al alba), y por otro bajo la convención de que designa al lucero vesper­
tino (se introduce ese “otro” nombre señalando al punto luminoso prominente
en el crepúsculo), pese a que los usuarios ignoran que el lucero del alba y el
lucero vespertino son una y la misma entidad. (Bien puede sucedemos a noso­
tros algo similar con alguno de los nombres que usamos: usamos la misma
expresión-tipo para designar a lo que creemos son dos objetos distintos, pero
resulta que son los mismos.) Supongamos ahora que ‘Sunev es visible al ama­
necer' se ha proferido en un contexto en el que, manifiestamente, se está
hablando de Sunev, el lucero dei alba. Un usuario de este lenguaje aceptará sin
duda el enunciado. Ese mismo hablante, sin embargo, lo rechazará taxativa­
mente en un contexto en el que se está manifiestamente hablando de Sunev, el
lucero vespertino.
Pasemos ahora a la otra posible explicación excluida por la tercera propo­
sición que quiero considerar aquí. Lo que excluye a este respecto la proposi­
ción es que las diferencias entre (1) y (2), (3) y (4) o (5) y (6) sean explica­
bles como lo son las diferencias entre (7) y (8):

(7) el escritor que dirige El Mundo dirigió antes Diario 16

(8) el plumífero que dirige El Mundo dirigió antes Diario 16

Un usuario competente, que entienda cabalmente los términos singulares


en que (7) y (8) difieren (‘el escritor que dirige El Mundo'/ ‘el plumífero que
dirige EL Mundo’), bien puede aceptar (7) y rechazar (8). Sin embargo, si real­
mente es un usuario competente de las expresiones que aparecen en (7) y (8),
su actitud sólo puede explicarse por las diferentes connotaciones evaluativas
asociadas a esos términos (neutras en el primer caso, peyorativas en el se­
gundo): quizás el hablante sea amigo del escritor en cuestión, y le desagrade
que lo califiquen así. Lo que no puede ocurrir es que, si efectivamente se tra­
ta de un usuario que entiende cabalmente los enunciados, acepte el uno y
rechace ei otro porque le parezca posible que uno sea verdadero y el otro no;
que la información aportada por uno le parezca independiente de la aportada
por el otro tanto como para que ios valores veritativos de ambos pudieran dife­
rir. Un hablante competente no puede ignorar que ‘el escritor que dirige El
M undo’ y ‘el plumífero que dirige El Mundo’ han de tener idénticos referen­
tes ni, por consiguiente, que las condiciones que habrían de darse para que (7)
y (8) fuesen verdaderos son exactamente las mismas. Si entiende las palabras,
tiene que saber que las referencias de estos términos —en el sentido teórica­
mente preciso que hemos dado a ‘referente’— necesariamente han de vincular
esas expresiones con una y la misma entidad. Por consiguiente, la situación
objetiva que, por así decirlo, tanto (7) como (8) enuncian es una y la misma;
un usuario competente no puede ignorar esto, incluso si está dispuesto a acep­
tar (7) pero no (8). La tercera proposición del argumento de Frege excluye la
posibilidad de que algo así explique las diferencias entre (1) y (2), (3) y (4) o
(5) y (6). Las diferencias sí conciernen, en esos casos, a las condiciones de ver-
dad\ conciernen, por tanto, a los significados.
El problema que Frege intenta poner de relieve, el que realmente motiva su"
distinción teórica entre sentido y referencia, consiste en esto: por un lado, un
hablante competente del castellano puede suponer diferentes los referentes de
las expresiones en que (1) y (2) difieren, coherentemente con su competen­
cia lingüística. Mientras que, por otro, existen razones intuitivas preteóricas
para pensar que los referentes son los significados, y que, por consiguiente,
la competencia lingüística consiste en conocer el vínculo lingüístico de jas
expresiones con los mismos.

En ios casos contemplados en la segunda proposición — dice en resumi­


das cuentas la tercera— , las diferencias tienen que ver con diferencias en los
significados, no meramente con diferencias entre las expresiones (excluyendo
así uña explicación simplemente en términos de las diferencias en las expre­
siones utilizadas); y se trata de diferencias en los significados en el sentido
preciso en que conocer el significado es conocer el referente (aquello por rela­
ción a lo cual se evalúa la verdad o falsedad de los enunciados, su contri­
bución a las condiciones de verdad), y no meramente de diferencias en las
connotaciones asociadas a los términos (excluyendo así una explicación del
segundo tipo). En ios casos presentados, un usuario competente del lenguaje
puede coherentemente suponer que la situación objetiva de cuyo darse o no
depende la verdad de los enunciados es distinta para los enunciados de cada
par; en otras palabras, es compatible con su competencia semántica que juz­
gue diferentes las condiciones de verdad de los enunciados. Las diferencias
entre ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino* que explican que un hablan­
te pueda aceptar (1), (3) y (5) y rechazar (2), (4) y (6) son diferencias semánti­
cas: no se resuelven simplemente en las innegables diferencias en los signos-
tipo que ejemplifican (no son sólo diferencias de forma), ni consisten tampo­
co en diferencias en lo que sugieren o connotan (no son tampoco diferencias
pragmáticas).
Se ve así por qué resulta apropiado describir el argumento de Frege como
una paradoja. La primera proposición enuncia razones de peso para identificar
el elemento semántico central de el lucero del alba’ y de ‘el lucero vesperti­
no’ con el referente, a saber, una misma entidad, un planeta del Sistema Solar:
Venus; la segunda y la tercera apuntan razones igualmente poderosas en senti­
do opuesto. El lector debe apreciar que el argumento de Frege — como se ha
dicho antes— es completamente general, aplicable a otras expresiones de la
categoría término singular. Eí ejemplo particular que —siguiendo a Frege—
hemos escogido para ilustrarlo es sólo eso, un ejemplo ilustrativo. Que el argu­
mento sea general significa que ejemplos de este tipo pueden ser reproducidos
respecto de cualquier término singular. Si enunciamos explícitamente el prin­
cipio que permite construir los ejemplos estaremos en disposición de apreciar
mejor el modo en que Frege propone disolver la aparente inconsistencia entre
las tres proposiciones de ACF.
A grandes rasgos, el principio es éste. Con el fin de justificar la primera pro­
posición, introdujimos, de un modo teórico, la noción de referencia de un tér­
mino singular. Nuestras intuiciones semánticas nos permiten aplicar esa noción
teórica en casos particulares, con la consecuencia de que el referente de un tér­
mino singular es en muchos casos un objeto material, espacio-temporaimente
ubicado, como el planeta Venus o la ciudad de Londres. Un usuario competente
del lenguaje, por definición, conoce los significados de las palabras de ese len­
guaje, y por tanto sus referencias. Si el planeta Venus es el referente de ‘el luce­
ro del alba’, un usuario competente de esa expresión conoce por tanto que se tra­
ta del planeta Venus. Ahora bien, ¿qué es conocer, como referente de un térmi­
no, a un objeto —como el planeta Venus o la ciudad de Londres— ? Un objeto
es algo diferenciado, distinguible de otros. Conocerlo es saber identificarlo y dis­
tinguirlo de los demás. Y saber identificar un objeto y distinguirlo de los demás
es conocer características individuativas: características que lo identifican y lo
diferencian de los demás objetos. Sucede, sin embargo, que conjuntos diversos
de características individuativas permiten identificar a un mismo objeto. Por
ejemplo, el ser visible al amanecer ciertos días del año desde la Tierra, más o
menos en la región por donde el Sol está por levantarse, cuando ya no se pue­
den ver otros puntos luminosos en el firmamento es una característica distintiva
de Venus, que lo identifica entre todas las demás cosas: sólo Venus tiene esa
característica. Pero también lo es el ser visible al atardecer ciertos días del año
desde la Tierra, más o menos en la región por donde el Sol acaba de ponerse,
cuando todavía no se pueden ver otros puntos luminosos en el firmamento.
En resumen: un objeto, como Venus o Londres, es conocido (en tanto que
referente de un término, o de cualquier otro modo) en la medida en que se dis­
pone de un modo de identificarlo y distinguirlo. Ahora bien, un mismo objeto
puede ser determinadamente identificado y distinguido de las demás cosas
mediante diferentes conjuntos de características igualmente individualizadoras;
como dice Frege, un mismo objeto puede sernos presentado de diversos modos.
Éste no es un rasgo accidental del ejemplo que hemos elegido. Al formular la
primera proposición de ACF, hicimos notar que los referentes de los términos
singulares son entidades objetivas, empleando el término en el sentido expues­
to en III, § 2. Según Frege, esta objetividad de las referencias entraña que ia
referencia de un término singular pueda ser individualizada, al menos en prin­
cipio, a través de un modo de presentación distinto a aquel asociado con el tér­
mino singular. La objetividad de las referencias entraña por consiguiente,
según Frege, que ia relación entre modos de presentación y referentes sea nece­
sariamente de muchos a uno, o no-inyectiva.6

6. Quizás este sea un rasgo necesariamente asociado a la noción de objeto. Tradicionalmente, un objeto
— entre los cuales se encuentran prominentemente lo que en IV. § 3 caracterizamos como sustancias— es algo que exis­
te por sí mismo, “independientemente". Ahora bien, ¿en qué consiste esta independencia? Se habla tradicionalmente
de “existencia independiente"; pero la existencia de lo que ordinariamente llamamos "objetos" no es independiente,
en un sentido claro: la existencia del descendiente depende, pongamos por caso, de la de sus progenitores, o de la
existencia de los gametos a partir de los cuales se ha desarrollado. Esta explicación de la “independencia” de los obje­
tos llevó a algunos filósofos del pasado a recorrer las sendas aventuradas de la teología: ¿acaso sólo Dios sea una
“sustancia"? El tipo de actividad que nosotros denominamos ‘filosofía’ es ajeno a tales consideraciones. Una alterna­
tiva razonable es explicar la independencia característica de los objetos como independencia de nuestro pensam iento.
Es éste el principio que permite reproducir ACF respecto de cualquier tér­
m ino singular, por el siguiente procedimiento. Primero, asedamos claramente
con un término singular lo que Frege denomina un modo de presentación —un
conjunto de características que identifican distintivamente una cosa de entre
todas las demás. Considérese esta historia.7 Pedro ha aprendido que ‘Londres’ es
el nombre de la capital del Reino Unido; aunque nunca ha estado allí, ha visto
fotos de la Torre de Londres, del Big Ben, el Palacio de Buckingham y otros lu­
gares pintorescos. (Diferentes cuestiones relativas a la naturaleza de los sentidos
de los nombres propios se discuten en el próximo capítulo.) Sobre la base de ese
conocimiento, y de otras cosas que infiere, Pedro aceptaría la verdad de (9):

(9) Londres tiene parajes lindos

Segundo, con la seguridad de que el principio asociado a la objetividad de


la referencia del término elegido, ‘Londres’, garantiza su existencia, escoge­
mos otro conjunto de características individuativas del mismo referente y lo
asociamos a otro término singular. Pedro, que estaba en el paro, ha sido con­
tratado para trabajar en una ciudad de la que nunca había oído hablar, a la que
los nativos llaman ‘London’; ha sido trasladado allí, y lleva varios meses en la
ciudad, compartiendo trabajo y habitación con gentes que hablan una lengua
con la que apenas comienza a familiarizarse. Vive en un barrio más bien sór­
dido y sucio, y sus excursiones a otros lugares no le haiv-llevado a formarse
una opinión mejor de la ciudad—ni le han invitado a aventurarse más lejos.
Los rasgos faciales de la mayoría de sus vecinos y compañeros de trabajo le
hacen pensar que se halla en algún lugar de Oriente Medio, quizás Pakistán.
Por consiguiente, Pedro rechaza con toda convicción y sinceridad (10):

(10) London tiene parajes lindos

(10), por tanto, sería un enunciado informativo para Pedro; si consiguié­


semos convencerle de que lo aceptase, le daríamos un conocimiento que antes
no tenía. En otros términos, el valor cognoscitivo de (10) para Pedro no es el
mismo que el que para él tiene (9). Mas la información de que Pedro carece
no es información lingüística: Pedro es un usuario competente tanto de ‘Lon­
dres’ como de ‘London’.

Una manifestación distinta de la independencia respecto de nuestro pensamiento del objeto o, al que identificamos
mediante el conjunto de características individuativas O. sería entonces que o sea potencialmente identificable y distinr
guible de modos alternativos, a través de un conjunto de características individuativas diferente de Otra (de la que
nos haremos eco más adelante, en lo que respecta a las ideas de Frege) que nuestra creencia de que hay un o al que
las características individuativas i) identifican de hecho, por más firme y justificada que sea, puede revelarse inco­
rrecta. El lector puede apreciar que ambas características son correlatos específicos de las dos características distinti­
vas de las relaciones intencionales (III, § I); por consiguiente, resulta por razones prácticas conveniente centrar la dis­
cusión de las diferentes teorías de la intencionalidad (internistas y extemistas) sobre la discusión de las diferentes teo­
rías del significado de términos con las dos características que hemos indicado. Así procederemos en lo sucesivo.
7. El ejemplo procede de uno de Saúl Kripke. Véase su “A Puzzle about B e lie f’.
Algún lector podría sentirse tentado a negar esto, a solventar ACF recha­
zando que Pedro,ss& ¿m usuario competente del lenguaje. Pero ésta es una pro­
puesta inaceptable; porque es fácil advertir que, si se impone como requisito
para ser un usuario competente en el uso de un término singular el que este tipo
de situaciones no puedan producirse, ello nos obligaría a concluir que ninguno
de nosotros es un usuario competente en el uso de ningún término singular de
los que empleamos habitualmente. Sea cual sea el objeto designado por un tér­
mino singular respecto de cuyo uso nos creemos competentes, basta un poco de
imaginación para describir una situación en que aceptaríamos un enunciado in­
cluyendo ese término, y rechazaríamos sin embargo otro que incluyese en su
lugar otro término con el mismo referente.8 Basta con que cada uno de los dos
términos singulares sea asociado con conjuntos distintos de características indi­
viduativas o modos de presentación de un objeto, características que de hecho
identifican la misma entidad, pero que un usuario por lo demás competente del
lenguaje podría asociar coherentemente con objetos distintos.
Así, Pedro asocia con ‘Londres’ el modo de presentación capital del Rei­
no Unido, en la que se hallan la famosa Torre de Londres, el Big Ben y el Pala­
cio de Buckingham. Este conjunto de características ciertamente identifican a
Londres entre todas las demás cosas. Pero también lo hace el modo de pre­
sentación que Pedro asocia con ‘London’, a saber, ciudad en la que llevo tres
meses trabajando, donde habitan mayoritariamente individuos de procedencia
pakistaní o hindú y en la que nació mi amigo Mohammed, en cuya calle
Casaubon se halla elpub “The Crown’s A rm s”junto a la tintotería “My Beau-
tifiil Laundrette”.9 Y Pedro no puede imaginarse que ambos conjuntos de
características identifican uno y el mismo objeto.
Una vez identificado el principio que permite reproducir arbitrariamente
ejemplos del tipo de los utilizados para justificar la segunda proposición en el
argumento de Frege, ¿qué conclusión hemos de extraer entonces del argu­
mento? Es natural sentirse inclinado a concluir que la primera proposición era
falsa después de todo, que los términos singulares no significan en realidad
cosas tales como planetas o ciudades, sino más bien modos de presentación o
características individuativas. Pero esto sería un error, en opinión de Frege.10

8. Incluso si el término singular es uno que nos designa a nosotros mismos, nuestro nombre propio incluido:
las grandes obras literarias suministran una gran cantidad de casos que nos permitirían construir ejem plos asi. com en­
zando con el de Edipo.
9. Las características aquí asociadas a ‘London’ son ficticias; cualquier coincidencia con la realidad es
accidental.
10. Es éste uno de los lugares en que conviene tener presente que ‘significación’ sería una mejor traducción cas­
tellana para ‘Bedeutung’ que ‘referencia’. Lo que Frege llama Bedeutmgen no son entidades en su opinión prescindibles o
relegables en una caracterización semántica completa del funcionamiento del lenguaje: son la significación de los términos
singulares, en el sentido de que el propósito convencionálmente supuesto a quien los usa es introducir en el discurso sus
Bedeutungen. De hecho, lo único que realmente le importaba a Frege eran precisamente las referencias. Para el desarrollo
de sus objetivos filosóficos — centrados en tomo al llamado "programa logicista”— son éstas las relevantes; en la obra que
el propio Frege consideraba su principal logro intelectual, los Grtüulgesetze d er Anthmetik, los scnddps son mencionados
en las páginas iniciales para desaparecer después por completo. Es posible que, desde el punto de vista de sus principales
objetivos intelectuales. Frege introdujese la distinción entre senddo y referencia sólo para justificar sus peculiares puntos de
vista sobre los significados de las expresiones que realmente le importaban, a saber, los términos generales.
Las intuiciones que justificaban la primera proposición son totalmente correc­
tas. Sigue siendo el caso que la verdad o falsedad de ‘Londres tiene más de
diez siglos de antigüedad’ y ‘London tiene más de diez siglos de antigüedad’,
‘Londres tendrá más de veinte millones de habitantes a mediados del próxi­
mo siglo’ y ‘London tendrá más de veinte millones de habitantes a mediados
del próximo siglo’, etc., (dichos por Pedro) se debe evaluar por relación al
objeto individualizado a través del conjunto de características que él asocia,
respectivamente, con ‘Londres’ y con ‘London’ (es decir, con la ciudad mis­
ma, la misma entidad en ambos casos), y no con los conjuntos de caracterís­
ticas individuativas en sí mismos. Los enunciados que contienen ‘Londres’ y
‘London’ tratan acerca de la ciudad de Londres, no acerca de los modos de
presentación de que Pedro se sirve para identificarla (del mismo modo que
los enunciados antes examinados que contenían ‘el lucero del alba’ y ‘el
lucero vespertino’ trataban acerca de Venus y no acerca de diversas mani­
festaciones o aspectos de Venus). Londres mismo debe intervenir en la espe­
cificación de las condiciones de verdad de los enunciados que contienen
‘Londres’. Por esta razón no puede ocurrir que un enunciado que inclu­
ya ‘Londres’ sea (tal y como Pedro lo entiende) verdadero, y otro que sólo
difiera del primero en contener ‘London’ donde el primero contenía ‘Lon­
dres’ sea fa ls o — o viceversa.
Una segunda consideración que muestra bien a las claras por qué no sería
correcto negar la primera proposición es ésta: aunque Pedro cree que Londres
no es idéntico a London, é l — y nosotros— interpreta los términos de tal modo
que tiene cuando menos sentido que él se cuestione si Londres no será, des­
pués de todo, idéntica a London. Esta posibilidad sería ininteligible si los tér­
minos significasen los modos de presentación, y no los objetos presentados a
través de ellos. Imagine el lector que es un astrónomo babilonio ignorante de
que el lucero del alba es el lucero vespertino; imagine que tiene la profunda
convicción de que hay vida inteligente en el lucero del alba. Imagine ahora
que conjetura si el lucero del alba es la misma cosa que el lucero vespertino.
¿No conllevaría el que aceptase que lo es, dadas sus otras creencias, que
habría de creer eo ipso también que hay vida inteligente en el lucero ves­
pertino? Pero si lo conllevaría, ha de ser necesariamente porque ‘el lucero del
alba’, en el enunciado que expresa su convicción anterior, ‘hay vida inteli­
gente en el lucero del alba’, significa la cosa misma y no el aspecto bajo el
que se le presenta.
La primera proposición es, pues, inamovible. La segunda la justifica
simplemente la posibilidad de historias como las que hemos ofrecido a efec­
tos ilustrativos, y la tercera la hemos justificado anteriormente al defender la
competencia semántica de hablantes con dificultades como las de Sergi.
¿Qué opción queda? Formulamos la tercera proposición así: diferencias en
valor cognoscitivo como las que ilustran las diferentes actitudes de Sergi res­
pecto de los enunciados (9) y (10) sólo pueden ser explicadas atribuyendo a
las expresiones en que los enunciados difieren diferencias en los significados
relativas a sus referentes. Desde el punto de vista de Frege, la dificultad está
aquí: pues la distinción entre sentido y referencia revela una ambigüedad en
la idea que aquí se expresa. Para que las tres proposiciones sean contradic­
torias es preciso interpretarla así: las diferentes actitudes sólo pueden ser
explicadas atribuyendo a las expresiones relaciones de referencia con dife­
rentes entidades. Dijimos al justificar la tercera proposición que las meras
diferencias de forma entre las expresiones ‘Londres’ y ‘London’ no bastan
para dar cuenta de las diferencias en valor cognoscitivo que hemos venido
ilustrando; y tampoco se pueden explicar estas diferencias sobre la base de
diferencias en las connotaciones evaluativas pragmáticamente asociadas con
las palabras. Las diferencias en valor cognoscitivo que hemos ilustrado indi­
can más bien que los hablantes, pese a ser usuarios competentes, y pese a
que los enunciados sólo difieren en contener expresiones que significarían lo
mismo si el significado fuese el referente, entienden diferentes cosas — pues
es coherente con su competencia lingüística la suposición de que la verdad
de los enunciados (9) y (10) depende de que se den o no diferentes situacio­
nes objetivas. Hemos supuesto que esto implica que las referencias mismas
deben ser distintas, lo que produce una inconsistencia patente con la primera
proposición (y nos forzaría a rechazarla, sosteniendo — en contra de las con­
sideraciones que se acaban de ofrecer— que los referentes de ‘el lucero del
alba’ y ‘el lucero vespertino’ son diferentes; por consiguiente, que no puede
tratarse de Venus en ninguno de los dos casos, pues si no es Venus el refe­
rente de una d ejas expresiones no hay razón alguna para pensar que lo sea
de la otra).
Sin embargo, el principio general que permite construir los ejemplos que
ilustran la segunda proposición apunta a una interpretación distinta de la ter­
cera proposición, una de acuerdo con la cual no hay inconsistencia entre las
tres — y con ello a una solución, o quizás disolución, del problema. Hemos
comprobado cómo los referentes de los términos singulares son entidades obje­
tivas, que sólo pueden, ser conocidas mediante el conocimiento de modos de
presentación que las identifican distintivamente; y hemos comprobado también
cómo diferentes modos de presentación pueden sin embargo identificar la mis­
ma entidad. La conclusión que Frege extrae de ACF se apoya en esto: según
Frege, un hablante competente sólo puede conocer la referencia o de un tér­
mino singular x conociendo un modo de presentación $ que (i) está también
semánticamente asociado con x, y (ii) identifica unívocamente a o. Las dife­
rencias en valor cognoscitivo ejemplificadas por los pares (l)-(2), etc., se expli­
can entonces porque los distintos términos singulares están asociados lingüís­
ticamente con diferentes modos de presentación que los vinculan con la
misma referencia. Podemos aceptar ahora la distinción entre la referencia y el
referente que sugería el proponente de la primera de las explicaciones de las
diferencias en valor cognoscitivo excluidas por la tercera proposición de ACF;
la referencia es el vínculo semántico entre la expresión y el referente. Pero,
para obtener una explicación correcta de las diferencias en valor cognoscitivo,
hemos de añadir que ese vínculo pasa a través de una relación semántica pre­
via entre la expresión y su sentido. La referencia es el vínculo semántico entre
la expresión y el referente mediado por la relación semántica de la expresión
con un sentido.11
Dado que los sentidos (que así llama técnicamente Frege a los modos de
presentación o conjuntos de características individuativas asociados a un tér­
mino singular) son indispensables para “llegar” a las referencias o para de­
terminarlas, esta explicación es compatible con las consideraciones que sus­
tentaban la tercera proposición. Frege sostiene que ningún usuario competente
del lenguaje puede conocer “directamente” la referencia de ‘Londres’ o de ‘el
lucero del alba’, la contribución de estas expresiones a las condiciones de ver­
dad de los enunciados que las incluyen; se conoce la referencia de estas expre­
siones a través del conocimiento de ciertos sentidos que “nos dirigen” a ellas
(de ahí que constituya una metáfora muy apropiada llamarles sentidos), indi­
vidualizándolas. Por consiguiente, la “diferencia en las referencias” que esta­
blece la tercera proposición puede consistir, no en una diferencia en las enti­
dades significadas, sino más bien en una diferencia en la manera en que se
accede a ellas. En cierto modo, pues, las diferencias en valor cognoscitivo entre
‘Londres’ y ‘London’, ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ son dife­
rencias relativas al referente, como establece la tercera proposición; pero no
consisten en que los referentes sean distintos (lo que estaría en contradicción
con la primera), sino en que los sentidos vinculados semánticamente con las
expresiones y necesarios para acceder a las entidades referidas son distintos.
Ésta es también una diferencia relativa a los referentes, pues sin la mediación
de los sentidos no habría referencias: no sólo no conoceríamos referencias,
sino que no habría referencias para nuestras palabras. Una caracterización
completa de la contribución de los términos singulares a las condiciones de
verdad de los enunciados en que aparecen debe hacer mención no sólo de su
referencia, sino también del sentido que la especifica. No apreciar la distinción
entre sentido y referencia nos impide advertir la ambigüedad de la idea de
“diferencias relativas a los referentes”.
No hay, pues, inconsistencia entre las proposiciones; la impresión opues­
ta la producía un cierto monismo semántico que teníamos como supuesto
tácito: el supuesto de que las expresiones tienen una única propiedad semán­
tica. ACF nos fuerza, según el propio Frege, a adoptar una actitud más. plu­
ralista, atribuyendo a los términos singulares dos tipos de propiedades
semánticas: un sentido y una referencia. Hacerlo así revela como meramen­
te aparente la inconsistencia; pero — esto es crucial— sólo porque el sentido
y la referencia de una expresión no son independientes: sólo así podemos
mantener la verdad de la tercera proposición, reinterpretada apropiadamente
una vez hacemos la distinción entre sentido y referencia. Las referencias de
los términos singulares están determinadas por sus sentidos, en la medida en

11. La referencia de una expresión es, así, su vinculación semántica con una determinada entidad, y no la
entidad con la que esta semánticamente vinculada (el referente). En ocasiones, sin embargo, se evita ana excesiva pro­
lijidad en la expresión hablando com o si la referencia fuese esto último. Tener presente la definición oficial debe bas­
tar para prevenir confusiones.
que los sentidos son modos de presentación o conjuntos de características
que individualizan el referente, y sin la asociación con los cuales las pala*
bras no tendrían referencia.
La exposición que se ha hecho de la distinción entre sentido y referencia
ha dejado varios cabos sueltos — como el examen crítico que efectuaremos en
§§ 1-3 del próximo capítulo mostrará. Hemos tratado de exponer el núcleo
mínimo de la concepción fregeana que puede ser aceptado desde perspectivas
teóricas muy distintas entre sí, sin cuestionar, por ejemplo, cuál pueda ser la
verdadera naturaleza de los sentidos de nombres propios como ‘Londres’ y
‘London’. Esta relativa generalidad nos permitirá exponer en las tres próximas
secciones otros aspectos relacionados de las ideas semánticas de Frege, de
modo que sean igualmente atractivos desde diferentes perspectivas.

3. Análisis del discurso indirecto

La referencia fregeana de una expresión, como hemos explicado, consiste


en su vínculo semántico con aquella entidad por relación a la cual se evalúa el
valor de verdad de cualquier enunciado en que la expresión aparece. El refe­
rente de términos como ‘el lucero vespertino’ es un objeto, esa entidad acerca
de la cual tratan los enunciados que contienen la expresión: ‘el lucero vesper­
tino es el astro más luminoso después del Sol y la L una\ 'hay cráteres y vol­
canes en erupción en el lucero vespertino’, etc.; es decir, el planeta Venus.
Dado que la referencia de ‘el lucero del alba1 vincula a esta expresión con el
mismo planeta, ‘el lucero vespertino’ y ‘el lucero del alba’ deben ser inter­
cambiables salva veritate (es decir, preservándose el valor de verdad) en cual­
quier enunciado en el que aparezcan: si, en un enunciado falso que contenga
‘el lucero vespertino1,- sustituimos ese término por cel lucero del alba’, el enun­
ciado resultante ha de ser igualmente falso; si, en un enunciado verdadero que
contenga ‘el lucero vespertino’, sustituimos ese término por ‘el lucero del
alba’, el enunciado resultante ha de ser igualmente verdadero. Nuestras intui­
ciones semánticas confirman esta predicción de la teoría fregeana en el caso de
enunciados como (11). Sin embargo, esas mismas intuiciones indican que
‘el lucero vespertino’ no es sustituible por ‘el lucero del alba’ salva veritate
en (12):

(11) el lucero vespertino es visible al atardecer

(12) Raúl cree que el lucero vespertino es visible al atardecer.

Raúl puede creer que el lucero vespertino es visible al atardecer, y no


creer sin embargo que el lucero del alba sea visible al atardecer. Lo que ocu­
rre aquí con ‘el lucero vespertino’ y ‘el lucero del alba’ no es específico de
estos dos términos; otros pares de términos singulares (nombres propios, des­
cripciones definidas y deícticos) permitirían construir ejemplos análogos, res-
pecio de los cuales nuestras intuiciones serían las mismas. (El lector puede
comparar los valores de verdad que, dada la historia narrada en la sección ante­
rior, atribuiría, respectivamente, a ‘Pedro juzga que Londres tiene parajes lin­
dos’ y a ‘Pedro juzga que London tiene parajes lindos’.) Esto, desde un punto
cíe vista fregeano (quizás desde cualquier punto de vista), es verdaderamente
extraño. En rigor, no es sólo extraño, sino aparentemente contradictorio, dada
la definición que hemos ofrecido de ‘referencia’: si la referencia de una ex­
presión es su asociación semántica con una entidad por relación a la cual se
evalúa el valor veritativo de los enunciados en los que la expresión aparece,
sustituir en un enunciado una expresión por otra con el mismo referente no
puede afectar al valor veritativo del mismo.
Frege proporciona una explicación razonable de estas intuiciones. La
explicación la hace posible el hecho de que su teoría dispone ya de sentidos,
introducidos a través de los argumentos presentados en la sección anterior. Por
tanto» su explicación transforma lo que a primera vista era una anomalía para
su teoría en una virtud de la misma, que a fin de cuentas la refuerza. La expli­
cación fregeana de intuiciones como la que acabamos de ejemplificar consiste
en que la referencia de un término varía cuando aparece en lo que llamaremos
contextos indirectos (como en (12)) respecto de la referencia que el término
tiene en contextos usuales como (11); Frege propone (y justifica) una teoría
según la cual la referencia de una misma expresión cambia sistemáticamente,
según el contexto lingüístico en que la expresión se encuentre. (No se debe
confundir el Principio del Contexto — expuesto en § 1— con la tesis fregeana
de que las referencias de las expresiones sufren cambios inducidos por el con­
texto lingüístico en que aparecen. Que no establecen lo mismo se puede ver
en que el Principio del Contexto podría ser correcto incluso si la tesis de la
variabilidad sistemática de referencia de las expresiones no lo fuese.) Un con­
texto indirecto es un contexto lingüístico regido por ‘decir que’, ‘opinar que’,
‘pensar que’, ‘desear q u e \ etc. Sintácticamente, estas expresiones deben ir
seguidas por una oración; es esta oración sintácticamente regida por un verbo
como los anteriores lo que constituye, con mayor precisión, un co ntexto in d i­
recto.
Frege se inspira para su solución en su propio análisis de lo que ocurre en
lo que llamaremos contextos directos, como en (13):

(13) Raúl dijo: el lucero vespertino es visible al atardecer

Las palabras que se hallan después de los dos puntos constituyen u n c o n ­


texto directo. La función de las mismas es recoger las palabras de otro, en este
caso Raúl. Son co n texto s directos todas aquellas expresiones que forman par­
te de una cita literal de un cierto texto (de las palabras de otro, de un escrito,
ete.). Es claro que ‘el lucero vespertino’ no es tampoco sustituible sa lva veri­
tate por ‘el lucero del alba’ en (13). La solución del problema es aquí inme­
diata, según Frege, en tanto que ‘el lucero vespertino’ (así como el resto de
palabras que forman el contexto directo) no tiene en (13) la misma referencia
que tiene usualmente. Quien profiere (13) no pretende con ‘el lucero vesperti­
no’ mencionar Venus, decir algo sobre ese planeta; lo que pretende es referir­
se a la expresión-tipo ‘el lucero vespertino’ misma, con el fin de decir que Raúl
profirió un ejemplar de esa expresión.
Los contextos directos constituyen un caso particular de mención de sig­
nos; las palabras que los componen están mencionadas y no usadas. Como par­
te de una más extensa discusión de las citas, presentamos (y discutimos) en II,
§ 2, la teoría fregeana de las citas. Según esta teoría, las palabras que se encuen­
tran en contextos directos se ¿zií/odésignan. Lo característico de la teoría fre­
geana de la cita (y lo que es relevante para nuestros fines presentes), que la dis­
tingue de la teoría que propusimos y defendimos en el primer capítulo, es que
de acuerdo con ella las comillas no tienen más que la función de advertimos
de un cambio de referencia en las expresiones entrecomilladas, respecto de la
referencia que usualmente tienen. Lo que tiene referencia, según la teoría fre­
geana, no es la cita completa, la expresión entrecomillada junto con las comi­
llas que la flanquean cuando escribimos con propiedad, sino las expresiones
que están 'dentro de las comillas: así lo pone claramente de manifiesto el decir
—como dice Frege— que en los contextos directos'las palabras se autodesig-
nan. Pues si lo que designase en el enunciado «‘Sergi’ comienza con ese» fue­
se la cita (la expresión que comienza y acaba con una comilla), y esta expre­
sión se autodesigna, lo que el enunciado propone sería falso: ninguna cita
comienza con una ese, sino que todas comienzan con la comilla inicial. Frege
debe pensar^por consiguiente, que lo que designa no es la cita, sino la expre­
sión dentro de las comillas; la función de las comillas, como hemos indicado,
debe ser en su concepción meramente la de señalar los límites de un contexto
lingüístico (un contexto directo) donde la referencia de las expresiones varía,
con respecto a su referencia usual.
Así pues, la expresión ‘el lucero vespertino’ tiene un referente (en el sen­
tido técnico fregeano de ‘referente’ que hemos expuesto anteriormente: aque­
lla entidad, asociada con la expresión, por relación a la cual se evalúa el valor
veritativo del enunciado) en (13), al igual que la tiene en (11). (11) constituye
lo que llamaremos un contexto usual) en ellos, los términos tienen su referen­
cia usual. El referente usual de ‘el lucero vespertino’ es, por tanto, el planeta
Venus. En (13), la misma palabra que en (11) refiere al planeta Venus, a saber,
‘el lucero vespertino’, tiene una referencia distinta: eso a lo que la expresión
refiere en (13) — aquella entidad semánticamente asociada con ‘el lucero ves­
pertino’ por relación a la cual se debe evaluar el valor veritativo de (13)— no
es el planeta Venus, sino la expresión-tipo misma ‘el lucero vespertino’.
No importa ahora que ésta sea o no una teoría correcta de las citas. Lo
importante es entender cabalmente que, de acuerdo con el análisis fregeano,
contextos directos como el incluido en (13) ponen claramente de manifiesto
cómo las mismas expresiones, en distintos contextos lingüísticos, poseen sis­
temáticamente distintas referencias. Denominemos referencias directas (por
oposición a referencias usuales) a las referencias que tienen las palabras en
contextos directos. Examinando estos casos, resulta según Frege patente que
aquello que produce la impresión de la existencia de un conflicto con la defi­
nición de ‘referencia’ es el supuesto implícito de que la referencia de una
expresión ha de ser siempre la misma. Pero el lenguaje natural no funciona así;
es' frecuente, por ejemplo, que los nombres propios tengan más de una refe­
rencia. Cuando se elimina la presuposición tácita de la ausencia de equivoci-
dad, el conflicto desaparece: que ‘el lucero vespertino’ no sea sustituidle sal­
va veritate por ‘el lucero del alba’ en (13) se explica simplemente porque, en
contextos directos, las palabras tienen una referencia distinta de la usual, y esa
referencia directa es distinta para ambos términos (pues la referencia directa
de una expresión es la expresión-tipo que ella ejemplifica, y las expresiones-
tipo ejemplificadas por ‘el lucero vespertino’ y por ‘el lucero del alba’, res­
pectivamente, son distintas). Se trata ésta de una ambigüedad distinta a la de
ios nombres propios que designan a más de una persona, como ‘Manuel Pérez
Rodríguez’: esta última es una ambigüedad accidental, que podría ser elimina­
da mediante una convención ad hoc, mientras que la ambigüedad que hemos
puesto de manifiesto — como se expuso en II, § 3, a propósito de la función
del carácter “pictográfico” de las citas— no sería razonable eliminarla así. Pero
esto no afecta a la cuestión.
Según Frege, algo similar ocurre en (12). Pero ¿en qué sentido cabe decir
que en (12) ocurre algo similar? Es claro que ‘el lucero vespertino’ no refiere
en (12) a una expresión-tipo: el propósito de quien asevera (13) es sin duda
hablar de palabras; de ahí que sea razonable decir que la referencia de ‘el luce­
ro matutino’ en (13) no es un planeta, sino una expresión. Pero no ocurre lo
mismo con (12), al menos no a primera vista. Lo que necesitaríamos es una
entidad, distinta de la expresión, pero también distinta de los referentes usua­
les de ‘el lucero vespertino’ y ‘el lucero del alba’ — que son el mismo-—, que
pueda servir de referencia indirecta de esas expresiones en contextos indirec­
tos y explique así que esos términos no sean intercambiables salva veritate en
tales contextos. Ahora bien, la teoría de Frege suministra tales entidades: según
la teoría de Frege, cada término singular tiene, además de referencia, sentido.
Sí el lenguaje natural incluye contextos en los que las palabras-se refieren a sí
mismas (como en (13)), en lugar de significar lo que significan usualmente, no
debe resultar extraño — una vez que tenemos a nuestra disposición una teoría
que atribuye a las palabras sentidos además de referencias— que el mismo len­
guaje natural permita también que en algunos casos las palabras signifiquen
sus sentidos usuales, en lugar de significar lo que significan normalmente.
Esto es, según Frege, lo que ocurre en contextos indirectos como los repre­
sentados por (12). En contextos indirectos las palabras, según la explicación
fregeana, aunque no se designan a sí mismas, tampoco refieren a sus referen­
tes usuales: designan más bien los sentidos con los que están semánticamente
asociadas en contextos usuales. Recuérdese que, según el argumento de Frege
expuesto en la sección anterior, una expresión ( ‘el lucero vespertino’) no pue­
de tener semánticamente asociado su referente usual (el planeta Venus) de un
modo directo, sino sólo a través de un modo en que ese referente es presenta­
do, una característica que lo individualiza: este mediador entre la expresión y
su referencia usual es el sentido de la expresión. Si no podemos sustituir sal­
va veritate ‘eí lucero vespertino’ por ‘el lucero del alba’ en (12) es porque, en
un contexto indirecto como aquel del que forma parte en (12), la expresión ‘el
lucero vespertino’ no refiere a lo que refiere en contextos usuales (es decir, el
planeta Venus), sino que refiere al sentido usual de esa expresión; y, como
sabemos, el sentido de ‘el lucero vespertino’ difiere del sentido de ‘el lucero
del alba’ —pese a que las referencias usuales de esas expresiones sean una y
la misma.
La propuesta de Frege se puede justificar de un modo algo más intuitivo.
Siguiendo a Frege, estamos denominando ‘contextos indirectos’ tanto a los
regidos por ‘decir que’ como a los regidos por ios verbos que en DI, § 1 deno­
minamos verbos de actitud proposicional; es decir, verbos que se utilizan para
atribuir a un sujeto estados con contenido intencional o representacional,
‘creer que’, ‘percibir que’, ‘pretender que’, ‘desear que’, etc. En gramática se
utiliza la noción de discurso indirecto de un modo más estricto. El discurso
indirecto propiamente así llamado está constituido por oraciones regidas por
‘decir que’, y se contrapone al discurso directo, que (13) ejemplifica. La dife­
rencia entre el discurso directo y el discurso indirecto está en que en el pri­
mero hemos de reproducir “al pie de la letra” las palabras utilizadas en el tex­
to que estamos citando, si queremos hablar con verdad. Así, (13) sería falso si
Raúl no utilizó, al proferir el texto que se cita en (13), palabras de los tipos
ejemplificados por las palabras que constituyen el contexto directo. Por ejem­
plo, (13) sería falso si lo que Raúl dijo fue en realidad ‘Héspero es visible al
atardecer'. (En circunstancias cotidianas, en que no nos tomamos muy en serio
lo que decimos y existe una cierta laxitud en cuanto a los criterios de verdad
y falsedad, bien podemos aceptar (13) cómo verdadero en un caso así. Pero
imagínese que la cuestión sea importante; por ejemplo, que (13) lo profiera un
testigo en una corte de justicia, donde conocer las palabras exactas empleadas
por Raúl sea pertinente para decidir el caso.) En el discurso indirecto, en cam­
bio, el criterio de fidelidad al texto citado es más laxo; bajo el supuesto (eti­
mológicamente razonable) de que ‘el lucero vespertino’ y ‘Héspero’ tienen el
mismo sentido, y el de que lo que Raúl dijo fue ‘Héspero es visible al atarde­
cer’, (14) — utilizado para citar indirectamente el texto proferido por Raúl—
sería verdadero:

(14) Raúl dijo que el lucero vespertino es visible ai atardecer

En el discurso indirecto, por tanto, citamos también a partir de un cierto


texto; mas están permitidas licencias con el texto que (al menos hablando
estrictamente) no están permitidas en el discurso directo. ¿Cuál es entonces, en
el discurso indirecto, el criterio de fidelidad al texto citado? De acuerdo con
Frege, en el discurso indirecto tratamos de recoger el sen tid o de las palabras
del texto citado, sin atenemos al pie de la letra a las palabras utilizadas. Obsér­
vese que no decimos la referencia, sino el sentido. Si lo que Raúl dijo literal­
mente fue ‘el lucero vespertino es visible al atardecer’ (o ‘Héspero es visible
al atardecer’), y Raúí no sabe que el lucero vespertino y el lucero del alba son
uno y el mismo cuerpo celestial — de modo que a Raúl nunca se le ocurriría
decir ‘el lucero del alba es visible al atardecer’— , en tal caso, ‘Raúl dijo que
el lucero del alba es visible al atardecer’ sería, según Frege, falso. (Como antes,
puede que en circunstancias cotidianas seamos más laxos, pero, en contextos
en que importa seriamente hablar con exactitud, tal descripción de lo que Raúl
dijo sería incorrecta.) Es porque éste es el criterio de fidelidad al texto en el
discurso indirecto que las palabras en contextos indirectos no refieren a sus
referentes usuales, sino a sus sentidos usuales: con ‘el lucero vespertino\ en
(14) no pretendemos referimos a Venus, sino al sentido asociado a esa expre­
sión; es decir, al conjunto de características individuativas de un objeto semán­
ticamente asociado con esa expresión. La función semántica de cel lucero ves­
pertino’ en (11) es hacer que el enunciado sea acerca de Venus: la presencia
de ‘el lucero vespertino’ en (11) hace que su verdad o falsedad dependa de
hechos relativos a Venus. La función semántica de la misma expresión en (13)
es hacer que el enunciado sea acerca de la expresión-tipo ‘el lucero vesperti­
no’: la presencia de ‘el lucero vespertino’ en (13) hace que su verdad o false­
dad dependa de hechos relativos a esa expresión, no a Venus (a saber, de si
Raúl produjo ejemplares de la misma o no). Por último, la función de la mis­
ma expresión en (14) es hacer que el enunciado sea acerca de\ sentido nor­
malmente asociado a esa expresión: la presencia de ‘el lucero vespertino’ en
(14) hace que la verdad o falsedad de (14) dependa de hechos relativos a las
características individuativas semánticamente asociadas con ‘el lucero vesper­
tino’ (a saber, de si Raúl profirió o no una expresión con ese sentido).12
Del mismo modo que, según la teoría de las citas directas de Frege, en el
lenguaje escrito utilizamos a veces comillas para advertir del cambio de refe­
rencia en las palabras cuando éstas están mencionadas —y así, escribiendo pro­
piamente, (13) se debería escribir como (13')— introduciremos la convención
de flanquear con el signo ‘#’ las expresiones cuando éstas signifiquen, en lugar
de sus referencias usuales, sus sentidos. (14) entonces se expresaría, propia­
mente hablando, como (14'):

(13’) Raúl dijo: ‘el lucero vespertino es visible al atardecer’.

(14') Raúl dijo que #ei lucero vespertino es visible al atardecer#.

12. A estas alturas, el lector puede muy bien estarse preguntando lo siguiente: si la referencia de las palabras
en contextos indirectos no es la usual, sino que es inás bien el sentido que esas mismas palabras tienen en contextos
usuales, ¿qué ocurre con los sentidos de las palabras en contextos indirectos? ¿Son los mismos que en contextos usua­
les, o son también otros? Dado el papel teórico de los sentidos, parece que deberían ser otros; pues el sentido deter­
mina la referencia, y dado que la referencia de las palabras difiere en contextos indirectos respecto de la que tienen
en contextos usuales, habría que concluir que los sentidos son también distintos. Por otro lado, dado que un contex­
to indirecto puede contener incrustado otro contexto indirecto ( ‘Víctor piensa que Sergi cree que la pelota es roja'),
esa decisión parece conllevar la necesidad de asignar un número potencialmente ilimitado de sentidos diferentes aúna
misma palabra. Los escritos de Frege no permiten resolver la cuestión; diferentes fregeanos han ofrecido diferentes
respuestas a la misma.
(El motivo para elegir esta tipografía es sugerir una analogía entre las
ideas de Locke y las de Frege que probablemente ya ha pasado por las mien­
tes al lector; la analogía se discute explícitamente en VII, § 1. Naturalmente,
Locke nunca desarrolló una teoría del discurso indirecto; y Frege nunca pensó
seriamente en los sentidos de expresiones como ‘rojo’ o ‘línea de aprox. un
metro’, ni en la necesidad -—ajuicio de alguien con puntos de vista como los
de Locke— de incluir vivencias en su caracterización.) Estrictamente hablan­
do, estas convenciones son, según Frege, innecesarias: el contexto ya deja cla­
ro que se ha producido un cambio en la referencia de las palabras, y la gra­
mática indica en este caso bastante bien cuáles son los límites del contexto lin­
güístico en que las palabras mudan sus referencias. Pero atenerse a la conven­
ción puede solventar dudas, y evitaría perplejidades como aquella con la que
comenzamos esta sección. Como las expresiones flanqueadas por ‘# ’ refieren
a sus sentidos, y el sentido de ‘el lucero vespertino’ es distinto del sentido de
‘el lucero del alba’, es inmediato que ambas expresiones no pueden ser inter­
cambiadas en (14') — por más que sí puedan serlo en (11). Supuesto que ‘el
lucero vespertino’ y ‘Héspero’ tengan el mismo sentido, ambas expresiones sí
son intercambiables salva veritate en (14'); como son expresiones distintas, no
lo son en (13').
Esta exposición del tratamiento fregeano del discurso indirecto ha tratado
del discurso indirecto en el sentido estricto de los gramáticos. No es inmedia­
to que las mismas tesis que valen para (14) hayan de aplicarse a (12) — que no
hace alusión, directa ni indirecta, a ningún texto: uno puede tener creencias sin
revestirlas de ninguna forma lingüística—■. La conjetura de Frege es que Ja
explicación de la no sustituibilidad de expresiones coa la misma referencia
usual pero diferente sentido en enunciados como (12) es la misma que la que
acabamos de justificar para enunciados del’tipo de (14). Podemos hacer la ana­
logía mucho más inmediata si suponemos, con algunos filósofos medievales
y otros contemporáneos, la existencia de un “lenguaje del pensamiento”
(no necesariamente un lenguaje natural: quizás un lenguaje cuyos “caracteres”
serían análogos a los que manipulan los ordenadores, estadós consistentes en
la activación o desactivación de una serie de unidades representabas median­
te numerales en notación binaria) en que se formularían todos nuestros estados
intencionales.^ Si, además, existieran razones para extender la distinción fre­
geana entre sentido y referencia a las expresiones de este “lenguaje del pensa­
miento”, bajo estos supuestos, las palabras que aparecen en contextos indirec­
tos gobernados por verbos de actitud proposicional, en oraciones como (12),
tendrían literalmente la misma función que tienen las palabras en contextos
indirectos como el de (14): servirían para hacer referencia a las palabras en un
cierto texto (escrito en el “lenguaje del pensamiento”), en el entendido de que

13. Véase Jerry Fodor, El lenguaje del pensamiento, así com o el apéndice “¿Por qué debe haber aún un len­
guaje del pensamiento?" a su Psicosem ántica. La idea de un “lenguaje del pensamiento" se justifica también en mis
trabajos «El funcionalismo», en el volumen La Mente Humana de la Enciclopedia iberoam ericana de Filosofía, y
‘T h e Philosophical Import o f Connectionism: A Critical Notice o f Andy Clark’s Associative Engines".
lo que se busca es indicar el sentido de esas palabras y no su “literalidad” for­
mal (que, naturalmente, nadie conoce por ahora). Pero sea lo que fuere de esta
analogía, lo cierto es que la propuesta de Frege da cuenta de intuiciones semán­
ticas que cualquier teoría debe explicar; a saber, que ‘el lucero vespertino5 es
intuitivamente sustituible salva veritate por ‘el lucero del alba’ en enunciados
como (11), pero no lo es en enunciados como (12).
Es importante no confundir la teoría fregeana del discurso indirecto, pre­
sentada en esta sección, con la tesis fregeana de que las expresiones tienen sen­
tido además de referencia, presentada en la anterior. La segunda es indepen­
diente de la primera. La distinción entre sentido y referencia se justifica inde­
pendientemente de la teoría del discurso indirecto, mediante las consideracio­
nes suscitadas por el argumento al que denominamos ‘ACF’, Si cabe, la
distinción entre sentido y referencia se ve confirmada por su aplicación a la
solución del problema que plantea el discurso indirecto; pues disponer de
la distinción nos permite ofrecer una explicación plausible de unos hechos
semánticos de los que cualquier teoría semántica debe dar cuenta, que no se
nos hubiera ocurrido siquiera de no poseer previamente la distinción. Pero la
distinción entre sentido y referencia es una tesis teóricamente independiente de
tal solución y lógicamente anterior a ella.

4. El valor cognoscitivo de la identidad

Con ayuda de las teorías fregeanas del discurso directo y del discurso indi­
recto podemos ahora poner de manifiesto la confusión a la que puede dar lugar
el presentar ACF, como Frege hace, exclusivamente atendiendo a enunciados
de identidad. Como dijimos al exponer ACF en § 2, Frege no presenta el argu­
mento utilizando parejas de enunciados como los pares (1) y (2) o (5) y (6),
sino que lo hace considerando enunciados como (3) y (4), que repito a conti­
nuación para comodidad del lector:

(3) el lucero del alba = el lucero del alba

(4) el lucero vespertino = el lucero del alba

Un enunciado de identidad como (4) puede tener un “valor cognoscitivo”


que uno como (3) no tiene. (Frege realza esta diferencia en “valor cognosciti­
vo” indicando que conocemos la verdad de (4) a posteriori, mientras que .(3)
es analítico, y por tanto conocido a priori. Sin embargo, como ya dijimos ante­
riormente, la diferencia que le importa subrayar a Frege no coincide con la dis­
tinción entre enunciados conocidos a priori y enunciados conocidos a poste­
riori, ni tampoco con la distinción entre enunciados analíticos y sintéticos;
porque exactamente la misma diferencia en valor cognoscitivo existe entre,
digamos, ‘la raíz cúbica de 1.728 = la raíz cúbica de 1.728’ y ‘12 = la raíz
cúbica de 1.728’, pese a que, al menos según el propio Frege, ambos son ana-
Uticos, y por tanto a priori.) Sin embargo, si (4) es verdadero, los términos sin­
gulares a un lado y otro del signo de identidad tienen la misma referencia (es
precisamente porque tienen la misma referencia que (4) es verdadero). Ahora
bien, la diferencia en valor cognoscitivo entre (4) y (3) parece tener que ver con
las referencias de las palabras; pero si (4) es verdadero, (4) y (3) no difieren en
eso: las referencias de las dos expresiones pertinentes son una y la misma.
Frege se refiere a este problema como el de “explicar el valor cognosciti­
vo de la identidad”; pero, una vez expuesto, es claro que el problema no es más
que un caso particular del “argumento central de Frege” presentado en § 2. Sin
embargo, cuando el problema se presenta exclusivamente respecto de los enun­
ciados de identidad, es posible caer en el error consistente en proponer una
incorrecta solución al mismo. La solución — en los términos de la sección pre­
cedente— consiste en decir que los enunciados de identidad constituyen, implí­
citamente, contextos directos. Esto es, los enunciados de identidad constituyen
contextos en los que los términos que flanquean el signo de identidad están
mencionados y no usados. Las palabras que aparecen en (3) y (4) hacen la mis­
ma función 'que las palabras que aparecen después de los dos puntos en (13):
en lugar de tener su referencia usual (Venus), están ahí para designarse a sí
mismas. Es decir, los enunciados de identidad del lenguaje natural como (3) y
(4) son formulaciones encubiertas de enunciados como (3') y (4'):

(3') ‘el lucero del alba’ codesigna con ‘el lucero del alba’

(4’) ‘el lucero vespertino’ codesigna con ‘el lucero del alba’

Es esta una teoría metalingüística de Ja identidad, según la cual, en des­


cripción de Frege, la identidad no sería una relación entre los significados
usuales de los términos, sino entre los términos mismos. Naturalmente, la teo­
ría mefaJingüísíica no sostiene que cuando aseveramos una identidad estemos
aseverando que los términos que utilizamos sean los mismos: esta tesis absur­
da haría a la mayoría de los enunciados de identidad, en ios que — como en
(4)— términos distintos flanquean el signo de identidad, manifiestamente fal­
sos. Como se puede comprobar comparando (3) y (3'), o (4) y (4'), quien sos­
tiene que la identidad no relaciona los significados, sino las palabras, además
de entender que, cuando enunciamos la identidad entre dos cosas, menciona­
mos y no usamos los términos singulares que flanquean el signo de identidad,
sostiene también que no estamos aseverando en realidad la identidad, sino una
relación distinta — ia de codesignar dos términos. Cuando los signos utiliza­
dos son los mismos, como en (3’), el enunciado no es informativo. Cuando son
distintos, como en (4'), sí lo es.
Esta propuesta metalingüística es intuitivamente plausible, por diversas
razones. Una es que es plausible pensar que un enunciado como (3) implica
uno como (3'). Esta no es la razón más importante, sin embargo. La razón más
importante tiene que ver con una peculiaridad de los enunciados de identidad.
Dicho intuitivamente, algo debe haber de distinto entre “dos” cosas, para que
sea útil o procedente decir que “son” la misma. Naturalmente, cuando la cues­
tión se presenta de este modo, suscita todo tipo de perplejidades. Si son dis­
tintas (y si no, ¿por qué hablar en plural?), ¿cómo pueden ser la m ism a? ¿No
es la ley de Leibniz — el principio de indiscemibilidad de los idénticos— , a
saber, la tesis de que si dos entidades son discernibles en algún respecto, no
son la misma cosa, la regla fundamental que gobierna el funcionamiento de la
identidad? La lectura metalingüística de los enunciados de identidad alivia esta
perplejidad, en cierto modo. Aseverar la identidad es decir, de dos nombres,
que designan lo mismo. Quizás por ello, el propio Frege había defendido este
punto de vista en su primera obra, Begrijfsschrift, § 8.
Sin embargo, una vez que vemos que el problema de los enunciados de
identidad no es más que un caso particular de ACF —que puede construirse a
propósito de enunciados de cualquier tipo— la plausibilidad de la solución
metalingüística se esfuma por completo. Para generalizar esta solución, ha­
bríamos de decir que también los enunciados (1) y (2), (5) y (6) de la sección
segunda constituyen “contextos directos implícitos” en los que las expresiones-
tipo ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ no significan sus significados
usuales, sino que se significan a sí mismas. Pero esto es absurdo. Nos vería­
mos obligados a concluir así que, siempre que hablamos, hablamos en realidad
de Jas palabras que utilizamos para hablar.
En el primer párrafo de “Sobre sentido y referencia”, Frege ofrece otra crí­
tica a la teoría metalingüística de los enunciados de identidad (que él mismo
había propuesto anteriormente, como dije). El sentido de su crítica no es pre­
cisamente transparente; pero la idea (que ya expusimos anteriormente, al cla­
rificar la tercera premisa de ACF) parece ser la siguiente. Leídos metalingüís-
ticamente, enunciados como (4) dicen que dos expresiones-tipo distintas desig­
nan la misma cosa — como (4') pone de manifiesto explícitamente. Es ésta una
información relativa a ciertas convenciones lingüísticas; damos una informa­
ción del mismo tipo cuando decimos, por ejemplo, que la palabra ‘plumífero’
es en español una mera variante con connotaciones peyorativas de la palabra
‘escritor’. Ahora bien, sostiene Frege, ia información que (4) proporciona no
es meramente una información de este tipo. No.es una información sobre prác­
ticas lingüísticas (aunque quizás, secundariamente, pueda verse así); directa­
mente, (4) proporciona información astronómica.
En el último párrafo de “Sobre sentido y referencia”, Frege vuelve a la
cuestión inicial de la identidad y explica cómo su distinción entre sentido y
referencia permite responder la pregunta de partida, a saber, si la identidad es
una relación entre los referentes de las palabras o relaciona más bien (en tan­
to que la relación de codesignación) las palabras mismas. Erróneamente enca­
minados por la discusión del primer párrafo, algunos lectores maiinterpretan
(en mi opinión) el último. De acuerdo con esta interpretación errónea, la nue­
va solución de Frege al “problema de los enunciados de identidad” sería una
teoría simétrica a la teoría metalingüística, en la que los sentidos pasarían aho­
ra a ocupar el papel que en la teoría metalingüística desempeñan las expre­
siones. Designemos con la expresión ‘presentar’ a la relación existente entre
el sentido de una expresión y la referencia de esa expresión. Según la concep­
ción fregeana del significado, los términos singulares tienen un sentido ade­
más de una referencia; y, así como el sentido común reconoce una relación
semántica entre el término y el referente (la relación de referencia, o desig­
nación), la teoría fregeana postula una relación análoga entre sentidos y refe­
rentes. Según la teoría de Frege el signo expresa un sentido (un conjunto de
características individuativas), y, a través de éste, refiere a un referente. Es la
relación entre sentido y referente — parte propia de la relación entre signo y
referente— la que denominaremos con el término técnico ‘presentar’. Como,
en el caso de los términos singulares, el sentido de la expresión es un con­
junto de características individuativas de su significado, diremos que el senti­
do de una expresión copresenta con el sentido de otra cuando ambos conjun­
tos de características llevan de hecho al mismo objeto. Pues bien, de acuerdo
con esta interpretación — en mi opinión errónea— , la nueva solución de Fre­
ge en “Sobre sentido y referencia” sería que (3) y (4) son, tácitamente, abre­
viaturas de (3") y (4H):

(3") #el lucero del alba# copresenta con #el lucero del alba#

(4") #el lucero vespertino# copresenta con #el lucero del alba#

Esta solución^ sjn embargo (según la cual la relación de identidad intro­


duciría contextos iñdirectos), no puede ser la de Frege. La razón, una vez más,
es que el problema presentado por ACF es uno completamente general; el valor
cognoscitivo de la identidad no es más que un caso particular del mismo. La
solución de Frege es igualmente general: su conclusión es que todos los tér­
minos singulares tienen sentido y referencia, sea cual sea el contexto en el que
aparecen. Pero sería absurdo por parte de Frege decir que Jos enunciados (1) y
(2), (5) y (6) de § 2 constituyen “contextos indirectos implícitos” en los que
‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ no designan a sus referentes usua­
les, sino que designan sus sentidos. Es absurdo, independientemente de las ide­
as de Frege, porque ello equivaldría a sostener que siempre que hablamos nues­
tras palabras tienen la misma función que tienen, según Frege, las palabras en
contextos indirectos: es decir, que hablamos en realidad de los sentidos de
nuestras palabras. Pero es aún más absurdo para Frege, porque de ese modo
Frege se quedaría sin el contraste necesario entre las referencias de las pala­
bras en contextos usuales y sus referencias indirectas. Como vimos en la sec­
ción precedente, la idea de Frege es que en los discursos indirectos las pala­
bras mudan su referencia: pasan de tener su referencia usual, a referir al sen­
tido asociado en contextos usuales. Esta tesis de la referencia cambiante de las
palabras carecería de sentido, si los sentidos mismos fuesen ya referidos en
contextos usuales.
La verdadera solución de Frege al problema de la identidad es la misma
que él ofrece a su paradoja, y fue expuesta en la sección segunda. Compáren­
se los dos enunciados que siguen:
(15) el lucero del alba es más voluminoso que el lucero del alba

(16) el lucero vespertino es más voluminoso que el lucero del alba

Una vez más, ambos enunciados tienen diferente valor cognoscitivo. Un


usuario competente del lenguaje sabe que (15) no puede ser verdadero, pero
que (16) no es verdadero puede resultarle informativo a ese mismo usuario del
lenguaje, por más elevada que sea su competencia lingüística. ¿Hemos de con­
cluir de esto que las expresiones ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ en
esos enunciados refieren en realidad a sus sentidos usuales — que estamos ante
contextos indirectos implícitos— y que, por tanto, la relación de ser un objeto
más voluminoso que otro (convertida en una relación apropiada diferente)
“relaciona en realidad sentidos”? No, en opinión de Frege: la relación relacio­
na los referentes, como todos suponemos; pero un hablante sólo puede cono­
cer la referencia de un término a través del conocimiento de su sentido, y este
hecho, junto con el hecho de que los sentidos de ‘el lucero del alba’ y ‘el luce­
ro vespertino’ difieren, explica suficientemente bien el diferente valor cognos­
citivo de (15) y (16).
Exactamente lo mismo ocurre, según Frege, con los enunciados de identi­
dad. La identidad relaciona objetos, justamente a la manera en que la relación
de ser más voluminoso relaciona objetos; las diferencias en valor cognoscitivo
se explican porque no cabe entender la referencia de un término singular si no
es a través del conocimiento de un modo de presentación asociado con el tér­
mino —junto con el hecho, ya familiar, de que expresiones con la misma refe­
rencia pueden sin embargo tener distinto sentido— . Este análisis de los enun­
ciados de identidad, además, nos permite expresar de un modo preciso la
intuición que, según expusimos antes, da cierta plausibilidad a la teoría meta-
lingüísdca (la intuición de que algo debe haber de distinto entre “dos” cosas,
para que sea útil o pertinente decir que “son” la misma) sin suscitar ninguna
perplejidad. Lo que un fregeano diría es que sólo es útil o pertinente aseverar
un enunciado de identidad a = b cuando el término a y el término b tienen di­
ferentes sentidos. Si a y b tienen el mismo sentido, el enunciado de identidad
a = b está semánticamente bien construido, y es trivialmente verdadero; pero
resulta pragmáticamente inapropiado, por cuanto cualquier usuario competen­
te del lenguaje debe saber que es verdadero. (Véase XIII, § 3, donde se expli­
ca la diferencia entre corrección semántica y corrección pragmática a que se
apela aquí.) No existe aquí el menor atisbo de conflicto con el principio de
indiscemibilidad de los idénticos: que un objeto pueda ser invidualizado en tér­
minos de dos conjuntos distintos de características diferentes no debe llevar­
nos a pensar que no es en realidad uno, sino dúo. Más bien al contrario; una
manifestación de la objetividad de una entidad es el que pueda ser identifica­
da a través de características distintas de aquellas a que se recurre inicialmen­
te para pensar en ella, o designarla. Ya que hablamos de dos, el dos es el úni­
co cociente de 26 y 13 y también el único primo par -—y no por eso deja de
ser uno.
5. Sentido y referencia para enunciados y otras expresiones

Tras introducir la distinción entre sentido y referencia para términos sin­


gulares, Frege la extiende a otras expresiones lingüísticas con propiedades
semánticas —comenzando con los enunciados mismos. Que los enunciados
tengan referencia, en el sentido técnico fregeano, puede resultar a primera vis­
ta extraño; por lo visto hasta aquí, la referencia de una expresión es su rela­
ción con una entidad extralingüística como el planeta Venus, designada por un
término singular. El uso de un término singular tiene intuitivamente como pro­
pósito introducir en el discurso una entidad: tal es la referencia del término.
¿Pero qué nombran o designan los enunciados? ¿Qué entidad tienen los enun­
ciados como propósito convencional introducir en el discurso? Según Frege,
éste es un modo completamente inapropiado de abordar el problema; refleja el
modo de afrontar las cuestiones semánticas de quien está bajo el imperio de la
concepción agustiniana del lenguaje. El Principio fregeano del Contexto (§ 1)
nos invita a.pensar en las funciones semánticas de las expresiones de otro
modo, a saber, preguntándonos por su comportamiento en el contexto de las
oraciones en las que pueden aparecer: “No se debe inquirir por el significado
de expresiones separadas, sino en el contexto de oraciones” La referencia de
una expresión es su asociación semántica con la entidad por relación a la cual
se evalúa sistemáticamente el valor veritativo de cualquier enunciado en el que
la expresión pueda aparecer. Ahora bien, ios enunciados también aparecen en
otros enunciados: por ejemplo, ‘el lucero del alba es visible al amanecer’ apa­
rece en enunciados semánticamente complejos como ‘si el lucero del alba es
visible al amanecer, entonces el lucero vespertino es visible al amanecer’. En
opinión de Frege, ‘el lucero del alba es visible al amanecer’ es también, semán­
ticamente, una parte componente de ‘el lucero del alba no es visible al ama­
necer’: el valor veritativo de la oración completa depende sistemáticamente de
una entidad semánticamente relacionada con la oración ‘el lucero del alba es
visible al amanecer’. Todos estos enunciados complejos tienen también un
valor veritativo; y tal valor veritativo debe ser evaluado en parte por relación a
una entidad semánticamente asociada con los enunciados componentes. De
modo que está teóricamente justificado extender la noción de referencia a los
enunciados.
Frege así lo hace; pero, además, proporciona un argumento para obtener
una conclusión sorprendente sobre la naturaleza de las referencias de los enun­
ciados. Su conclusión es que la referencia de un enunciado es su valor verita­
tivo: es decir, que ‘el lucero del alba es una estrella’ se encuentra en la misma
relación con la Falsedad en que ‘el lucero del alba’ se encuentra con Venus.
Consiguientemente, así como ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero vespertino’ refie­
ren a lo mismo, todos los enunciados verdaderos refieren a lo mismo (la Ver­
dad), y todos los enunciados falsos refieren a lo mismo (la Falsedad). Frege
trata de anticiparse a la sensación de perplejidad de sus lectores invocando su
distinción entre sentido y referencia: los enunciados también tienen sentido,
además de referencia. Así, aunque ‘el lucero del alba es una estrella’ y
‘William Shakespeare escribió Middlemarch’ refieren según él a lo mismo (la
Falsedad), esos enunciados tienen diferente sentido. (Frege denomina pensa­
miento a los sentidos de los enunciados.)
Esta tesis fregeana sobre las referencias de los enunciados implica también
sorprendentes conclusiones respecto de la referencia de los términos generales;
pues también parece pertinente, con base en las consideraciones del párrafo
anterior, asignar una referencia a éstos y distinguir referencia y sentido para los
mismos. Consideremos un enunciado simple, formado por un término singular
x y un predicado ^(t). El término singular tiene como referente a un objeto
particular. El enunciado tiene como referente a un valor veritativo, V o F para
abreviar. Una vez descompuestos los significados en sentidos y referencias,
Frege sugiere que el Principio de Composicionalidad (§ 1) se aplica por igual
a los sentidos y a las referencias. En el caso de las referencias, propone invo­
car el concepto matemático de función para explicar cómo la referencia del
enunciado está determinada composicionalmente a partir de las referencias de
las partes. La referencia de un enunciado es, según Frege, un valor veritativo.
Así, la referencia del predicado en un enunciado como el anterior seria una
función que asignaría, a cada objeto referido por cualquier término que pueda
ocupar el lugar de x, la referencia (esto es, el valor veritativo) del enunciado
resultante. De acuerdo con esta propuesta, los términos generales que se apli­
can de hecho a las mismas cosas tienen la misma referencia. Así, ‘animal con
corazón' y ‘animal con hígado', términos que se aplican a las mismas enti­
dades (pues todo lo que de hecho tiene corazón tiene hígado, y viceversa), refe­
rirían a la misma función de objetos a valores veritativós. La referencia de un
predicado es pues una entidad de naturaleza extensional, análoga a lo que con­
temporáneamente denominamos conjuntos. De nuevo, la distinción entre sen­
tido y referencia pretende aliviar la perplejidad que esto pueda producir: esos
dos predicados, pese a tener la misma referencia, la “presentan” de modos dis­
tintos.
Esto no es ad hoc\ la distinción entre sentido y referencia puede ser apli­
cada razonablemente a expresiones-funcionales. Considere el lector la siguien­
te serie: 1: 0; 2: 2; 3: 6; 4:12; 5: 20; 6: 30; 7: 42. El problema es calcular cuál
es el número que correspondería al ocho, en la continuación más natural. Lo
que se nos pide es que calculemos el número que la función más natural con
ese fragmento inicial asigna al ocho; la respuesta inmediata es 56. Ahora bien,
se puede llegar a esta conclusión siguiendo procedimientos muy diferentes
entre sí. Puede uno observar, examinando la lista, que, para un n cualquiera, el
valor del /i-simo número de la serie es el resultado de multiplicar n por su pre­
decesor (esto es, f(n) = n(n-l)). O puede haberse observardo que el valor del
tt-simo número es el resultado de elevar n al cuadrado y restarle n (f(n) = n2 - n);
o puede observarse, entre otras muchas posibilidades, que el valor de la fun­
ción para el rc-simo número se obtiene recursivamente, sumando al valor para
el predecesor dos veces el predecesor, dado que el valor para el primer núme­
ro es 0 (esto es, f(l) = 0 y f(n+l) = f(n)+2n). El lector puede haber calculado el
número pedido, el siguiente en la serie, utilizando alguno de estos tres proce­
dimientos, o quizás otro diferente. Es natural, por tanto, decir que las tres
expresiones funcionales que acabamos de utilizar refieren a la misma función,
aunque la “presentan” a través de sentidos diferentes. Frege propone aplicar la
misma idea a los predicados lingüísticos, bajo el supuesto de que sus referen­
cias son funciones que asignan a las referencias de los nombres con los que se
componen para formar enunciados los valores veritativos de los enunciados
resultantes de la composición.
Un lector de “Sobre sentido y referencia” puede apreciar a primera vista
que son estas conclusiones sobre las referencias de los enunciados (y las de
los términos generales, aunque éstas no aparecen tratadas explícitamente más
que en el escrito no publicado “Consideraciones sobre sentido y referencia”),
y no las ideas que nosotros hemos discutido por extenso en las tres secciones
precedentes, las que de verdad interesan a Frege; pues el grueso del artículo
está dedicado a hacerlas aceptables. Esta conjetura resulta corroborada cuan­
do se tienen presentes los objetivos filosóficos de Frege (el desarrollo del lla­
mado “programa logicista”, del que se habló en III, § 4). El argumento de Fre­
ge para concluir que la referencia de los enunciados es su valor veritativo, no
muy claramente elaborado en “Sobre sentido y referencia”, es muy poco con­
vincente. Por su influencia posterior, expongo una versión precisa, inspirada
en lo que Frege dice, debida a Alonzo Church. Considérense los siguientes
enunciados:

(i) Sir Walter Scott es el autor de Waverley.

(ii) Sir Walter Scott es la persona que escribió las 29 novelasWaverley.

(iii) El número de de novelas Waverley escrito por sirWalter Scott es 29.

(iv) El número de condados en Utah es 29.

Church sólo presupone que los enunciados tienen referencia (quizás sobre
la base del argumento que hemos ofrecido en el párrafo inicial de esta sección);
está todavía indeterminado qué son esas referencias. Su argumento concluye
que, sean lo que sean las referencias de los enunciados, (i) y (iv) han de tener
la misma. Ahora bien, ¿qué pueden tener esos dos enunciados en común, apar­
te del valor veritativo (ambos son verdaderos)? Parece que nada; por lo tanto,
sólo los valores veritativos pueden ser las referencias de los enunciados.
Para concluir que (i) y (iv) deben tener la misma referencia, sean lo que
sean las referencias de los enunciados, Church usa dos premisas. La primera
es que, si dos enunciados sólo difieren en contener términos singulares que tie­
nen la misma referencia (como (1) y (2), o (3) y (4), o (5) y (6)), entonces los
enunciados mismos deben tener ia misma referencia. Éste es un principio que
se sigue deí modo en que definimos qué es la referencia de un término singu­
lar, al presentar la primera proposición de ACF. Ahora bien, según este princi­
pio, los pares (i)-(ii), (iii)-(iv) deben tener la misma referencia. Obsérvese que
su estructura es análoga a la de (3) y (4): son enunciados de identidad, que sólo
difieren en que contienen términos singulares con la misma referencia. (Res­
pectivamente, ‘el autor de W averley ’ y ‘la persona que escribió las 29 novelas
W averley \ en el primer caso, y ‘el número de novelas W averley escrito por sir
Walter Scott' y ‘el número de condados en U tah\ en el segundo.) La segunda
premisa que invoca Church es la siguiente: si dos enunciados son, intuitiva­
mente, “sinónimos” (analíticamente equivalentes), entonces deben tener la mis­
ma referencia. De nuevo, esta premisa parece sumamente plausible. En virtud
de la misma, (ii)-(iii) tienen la misma referencia. De aquí se sigue la conclu­
sión indicada en el párrafo anterior.14
El argumento de Church es objetable sobre la base de que..^e apoya en un
ejemplo particular; no tenemos razones para pensar que pueda ser generaliza­
do. Kurt Gódel construyó una versión completamente general, que parte sólo
de premisas análogas a las de Church.15 De modo que tenemos aquí un argu­
mento muy poderoso, por su simplicidad, para establecer la conclusión busca­
da por Frege: las referencias de los enunciados son sus valores veritativós. Lo
que esto tiene de sorprendente es que, preteóricamente, hubiésemos esperado
que aquello que es a un enunciado (como ‘hay una esfera roja ante mí’) como
Venus es a ‘el lucero del alba’ fuese algo como lo que en III, § 2 llamábamos
aca ecim ien to s ; y es natural pensar que los acaecimientos referidos por enun­
ciados como ‘hay una esfera roja ante mí’ y ‘hay un cubo verde ante mí’, inclu­
so si ambos enunciados son verdaderos, son distintos. Algo así merecería pro­
piamente ser considerado la condición para la verd a d del enunciado, aquello
de cuyo darse o no darse depende la verdad del enunciado.
Si, por otro lado, persistimos en considerar a la referencia de un enuncia­
do su “condición de verdad” — aquello que lo hace verdadero— , el argumento
Frege-Church-Gódel nos fuerza a decir que todos los enunciados verdaderos tie­
nen la misma “condición de verdad”, y lo mismo con todos los enunciados fal­
sos. Según esto, hay una única gran condición, un único gran acaecimiento, que
de hecho se da y de cuyo darse depende a la vez la verdad de todos los enun­
ciados verdaderos; podemos pensar en este referente único de todos los enun­
ciados — la Verdad— como análogo quizás a lo que Parménides llamó el Ser.
Algo similar ocurre con todos los enunciados falsos; su falsedad la determina
el no darse de otro gran acaecimiento —digamos, el No-ser— . A lo sumo, estas
entidades comparten con la idea intuitiva de una condición para la verdad de un
enunciado (tal y como ía presentamos al comienzo del capítulo) su carácter con­
tingente. (El Ser podría haber sido otro, imagino, si otros mundos posibles
hubiesen sido reales; hay un mundo posible en que el No-ser, íntegramente, es,
y mundos posibles según los cuales el Ser combina aspectos de lo que en el.
mundo real es el Ser y de lo que es el N o-ser.) Pero difieren de los acaeci­
mientos, tal y como los pensamos intuitivamente, en su carácter global.

14. Cf. A. Church, Introduction to M athem atical Logic, 25.


15. Cf. Godel, “Russell’s Machematical Logic”.
Si queremos defender que es razonable extender la distinción entre senti­
do y referencia a los enunciados (por razones como las antes indicadas), pero
deseamos decir que la referencia de los enunciados no es algo tan “burdo” (tan
poco diferenciado) como lo son las referencias fregeanas, hemos de encontrar
alguna razón para impugnar el argumento de Frege-Church-Gódel. La teona de
las descripciones de Russell, que presentamos en VIII, § 2, ofrece la razón más
plausible: a saber, que las descripciones definidas no son términos singulares.

6. Semántica de las expresiones lógicas

Una cuestión relacionada, sobre la que nos importa decir algo brevemen­
te, es la del tratamiento fregeano de las llamadas “expresiones lógicas”: expre­
siones como ‘n o \ ‘y’, ‘s i __entonces . .. ’, ‘o b ien __ o bien . . . \ ‘algo’, ‘todo’.
La aplicación del Principio dei Contexto, junto con las tesis sobre la referen­
cia de enunciados y términos generales que acabamos de mencionar, permiten
a Frege una explicación muy plausible de cómo funcionan estas expresiones en
el lenguaje natural. La sintaxis y la semántica de estas expresiones en el len­
guaje natural, sin embargo, es muy compleja. (Piénsese sólo en las po­
sibilidades sintácticas que admite el fenómeno semántico de la negación: ‘Juan
no es competente’, ‘No es el caso que Juan sea competente', -Juan es incom­
petente’.) Por ello, para caracterizar el funcionamiento de esas expresiones,
estipularemos un lenguaje artificial, mucho más simple que el lenguaje natu­
ral, que contenga expresiones análogas en lo esencial a las expresiones lógicas
del lenguaje natural. La idea es presentar un modelo abstracto, en que los fac­
tores que meramente complicarían la explicación sin afectar (pensamos) .sus­
tancialmente a lo que queremos decir han sido omitidos.
Ésta es una técnica útil, y perfectamente en consonancia con la práctica
científica usual. La idea es similar a la de describir el comportamiento físico
de un objeto en un mundo “sin fricción”: en el mundo real, por supuesto, exis­
te la fricción; y es la física del mundo real la que nos interesa describir. Des­
cribir un modelo abstracto no es un modo de olvidamos de nuestro interés en
la física del mundo real, sino, por el contrario, un modo de seleccionar los
aspectos del mundo real que nos interesan para poder describirlos con la mayor
claridad posible. Lo mismo sucede en nuestro caso; el que describamos la
semántica de un lenguaje artificial no debe hacemos olvidar que el mismo se
propone como un modelo abstracto que preserva y pone de relieve lo sustan­
cial de los aspectos semánticos en que estamos teóricamente interesados del
lenguaje cuyo funcionamiento nos interesa comprender, a saber, el lenguaje
natural.
Las expresiones análogas a ‘no’, ‘y’, ‘si _ entonces ...’, ‘o __o
‘algo’ y ‘todo’, cuya semántica fregeana describiremos bajo el supuesto que se
acaba de indicar, son, respectivamente: ‘-V, ‘ a ’ , ‘v ’, ‘3 ’, ‘V’.Su sintaxis
está bien determinada: la sintaxis de nuestro lenguaje artificial está estipulada
de modo que el conjunto de las oraciones gramaticales está bien determinado,
y de modo que no hay oraciones sintácticamente ambiguas.16 Desde un puntó
de vista sintáctico, las expresiones lógicas se distinguen por los dos hechos
siguientes: (i) Existe una parte “primitiva” o “básica” del lenguaje, conforma­
da por expresiones que se utilizan para construir enunciados “atómicos”; por
ejemplo, enunciados en que se predica algo de un objeto, o se establece una
relación entre objetos, etc. (ii) Las expresiones lógicas se utilizan para cons­
truir enunciados más complejos, “moleculares” por seguir con la metáfora quí­
mica, a partir, en último extremo, de enunciados atómicos, siguiendo un
proceso de construcción bien definido del que depende su aportación a las con­
diciones de verdad de estos enunciados complejos. (Un proceso que la estruc­
tura sintáctica superficial de los lenguajes naturales generalmente oculta, lo
que constituye 1a principal razón para centrarse en un modelo artificialmente
construido en el que tal cosa no ocurre.)
Aquí limitaré la exposición a los aspectos de la semántica de las expre­
siones lógicas más relevantes para nuestro estudio. (Aunque la exposición que
sigue no coincide en todos los detalles con las propuestas originales de Frege,
sí es coincidente en lo esencial.) El hecho fundamental sobre la semántica fre­
geana de las expresiones lógicas que queremos destacar es este: (iii) La con­
tribución de las expresiones lógicas a las condiciones de verdad de los enun­
ciados en que aparecen es sensible sólo a lo que Frege considera la referencia
de los enunciados atómicos y de las expresiones que aparecen en ellos; es
decir, a propiedades semánticas tan poco distintivas como el objeto que un tér­
mino singular designa, el conjunto de objetos del universo del discurso al que
se aplica un predicado o el valor de verdad de un enunciado.17 (El contraste
cuando se dice de estas propiedades que son “poco distintivas” lo ofrecen los
sentidos fregeanos de las mismas expresiones; pues muchas expresiones que
comparten su referencia difieren en sentido, y, por consiguiente, en lo que un
usuario competente comprende cuando las entiende.)
*—»’ es una conectiva proposicional monádica; se combina con un enun­
ciado cualquiera o para formar un enunciado más complejo ->cr. Su semánti­
ca es muy simple; se puede especificar de un modo muy general, haciendo
referencia sólo al valor veritativo del enunciado de partida, cr, independiente­
mente de qué sea aquello de lo que trate (es decir, de cuál sea su sentido),
mediante la siguiente regla: si eres verdadero, -r<Jes falso; si eres falso, -rcr
es verdadero. Conocer esta regla es todo lo necesario para saber usar correc­
tamente ‘V . Repárese en que la regla vale tanto para ‘~i la nieve es blanca’
como para 7 + 5 = 12’; trate de lo que trate el enunciado de partida, diga

16. Las ideas semánticas de Frege forman pane del bagaje de conocim ientos que conforman ia lógica con­
temporánea, y, com o tal, se encuentran expuestas en cualquier texto introductorio. El tratamiento de las. expresiones
de cuantificación en el de Benson Mates, Lógica Elemental (Tecnos, Madrid, 1974) se encuentra particularmente pró­
ximo a los puntos de vista de Frege.
17. Las tres observaciones precedentes sobre las expresiones lógicas (dos sintácticas y una semántica) se ela-
boran con mucho más detalle en el capítulo ÍX. § 4, en el marco de (a exposición de las ideas del Tractatus', pues,
como se verá, esta obra desarrolla de un modo sumamente interesante las ideas de Frege.
este enunciado lo que diga, el enunciado resultante de negarlo dice que lo que
el enunciado de partida decía no se cumple, ‘a ’, >’ y ‘v ’ son conectivas p ro -
posicionales diádicas : se combinan con dos enunciados, a y p, para formar
un enunciado más complejo, (cr a p), ( a —> p) o (o v p). Pero su semántica
es igualmente simple y general, como la del signo para la negación, ( a a p)
es verdadero si tanto a como p lo son, y falso en cualquier otro caso, (cr —>
p) es verdadero si cr es falso o si p es verdadero, y falso en cualquier otro
caso, ( a v p) es falso si tanto crcomo p lo son, y verdadero en cualquier otro
caso.
Se advertirá que las explicaciones precedentes del significado de las
conectivas se atienen escrupulosamente al Principio del Contexto: explicamos
el significado de esas expresiones indicando cómo contribuyen a las condicio­
nes de verdad de los enunciados en que aparecen. Es esto lo que hace que esta
explicación del funcionamiento de las “partículas” sea mucho más plausible
que la sugerida por Locke en la sección séptima del libro tercero del Essay, en
términos de actitudes mentales de rechazo, suposición, “reserva mental”, etc.
El problema de la explicación de Locke está en que Locke da por supuesto que
el significado de las expresiones se puede explicar “separadamente”, indican­
do algo (una entidad mental) que la expresión “nombra”. Obsérvese también
que la idea de que la referencia de los enunciados es su valor veritativo adquie­
re una cierta entidad cuando se toma en consideración el hecho de que la con­
tribución semántica de expresiones como ‘a ’ y a las condiciones de verdad
de enunciados complejos (cr a p) o i c r e s sólo relativa al valor veritativo de cr
y p (y no a los aspectos semánticos más específicos de ese enunciado que
recoge su sentido).
Nos queda, por último, explicar el funcionamiento semántico de las
expresiones cuantificacionales, ‘3 ’, ‘V’ — correlatos de ‘algo’ y ‘todo’ en
nuestro modelo abstracto del lenguaje natural. A una oración como ‘algo
es visible al atardecer’ le corresponderá en nuestro modelo una como 3 x
x es visible al atardecer’ (se lee: “hay al menos un x tal que x es visible ál
amanecer”), y a una como ‘todos m urieron’, una como ‘V x x m urió’ (“para
todo x, x murió”). Vemos así que las expresiones cuantificacionales van
seguidas de una variable (una letra como ‘x \ ‘y ’, ‘z ’ en cursiva), y, típi­
camente, de una expresión con la estructura de un enunciado, salvo que en
el lugar que podría ocupar un término singular aparece de nuevo la va­
riable. Este hecho hace más complicada la tarea de explicar su funciona­
miento semántico, bajo el supuesto de que se trata de expresiones que se
usan para construir enunciados moleculares a partir, en último extremo, de
enunciados atómicos; pues no son, en rigor, enunciados lo que está en la
base del proceso de construcción de enunciados que incluyen cuantifica-
ción, sino, por así decirlo, protoenunciados en los que una o varias varia­
bles ocupan posiciones de término singular. Frege ofrece una idea para
mantener el supuesto de que en la base de la construcción siempre hay
enunciados atómicos, que hemos incorporado en el artificio al que vamos
a recurrir: suponer que podemos ampliar el lenguaje con un número arbi­
trario de nombres facticios, ad hoc. Entenderemos que a(x) indica unalpro-
to-oración en la que aparece la variable V en algún lugar donde, si colóV
camos un término singular, se obtiene una verdadera oración. Así, podemos
describir la sintaxis de las expresiones cuantificacionales diciendo que a
partir de una proto-oración c(x) forman una oración compleja, 3x o(x):o
V xú(x).
Cuando proferimos un enunciado que contiene expresiones cuantificacio-
nales, como ‘todos murieron’ (imagínese dicho en el curso de la narración
periodística de un accidente), suponemos típicamente un universo o dominio
del discurso: no estamos diciendo que toda cosa habida y por haber muriera,
sino que la muerte acaeció a todo aquello de lo que estamos hablando. Del mis­
mo modo, si digo ‘en mi cartera falta algo’, no echo en falta simplemente al­
guna de las cosas que ha habido o habrá en el cosmos; para que lo que digo
sea verdad, en mi cartera debe faltar algún objeto de los que componen un cier­
to universo más restringido. (Típicamente, el universo del discurso no se decla­
ra explícitamente, sino que se determina, con mayor o menor vaguedad, en el
contexto extralingüístico.) Para especificar el significado de las expresiones de
cuantificación siguiendo las ideas de Frege, supondremos que disponemos de
un número ilimitado de nombres ad hoc, ‘a / , ‘a2’, etc., distintos de cualquier
nombre previamente existente en el lenguaje. Con ^ [a J x Y nos referiremos a
la oración que resulta de sustituir la variable V , en todas sus apariciones en
la proto-oración o(x), por el pseudo-nombre ad hoc ‘a,.]. Suponemos que a
cada uno de estos pseudo-nombres introducidos ad hoc les ha sido asignada
una referencia específica en el universo o dominio del discurso dado; de modo
que el pseudo-nombre nombra, por así decirlo, “transitoriamente” a este refe­
rente. Suponemos, además, que se ha introducido un pseudo-nombre para cada
objeto del universo. Estos pseudo-nombres no poseen sentido, sólo la referen­
cia que les ha sido asignada. De ahí que sean pseudo-nombres; pues un nom­
bre genuino lleva necesariamente asociado un modo de presentación de su refe­
rencia. Los pseudo-nombres son sólo un artificio que utilizamos para mostrar
cómo también la contribución semántica de las expresiones cuantificacionales
a las oraciones moleculares construidas mediante ellas es relativa, en último
extremo, al valor veritativo de oraciones atómicas. Por ejemplo,-si en el domi­
nio del discurso hay tres objetos, la máquina de escribir, el armario y la máqui­
na de coser, hay tres pseudo-nombres que podrían ocupar el lugar de la varia­
ble en la proto-oración ‘xperteneció a mi abuela’, digamos ‘a / , ‘a^’ y ‘a3’ res­
pectivamente.
Estamos ahora en condiciones de explicar el funcionamiento semántico de
las expresiones cuantificacionales de nuestro modelo abstracto. Las reglas
semánticas fregeanas para las expresiones de cuantificación son las siguientes.
Supuesto un cierto universo del discurso, U, 3x a(x) es verdadero si hay algún
pseudo-nombre ai con referente en U tal que o[a/x] es verdadero; 3x o(x) es
falso si no hay un pseudo-nombre tal. Vx o(xJ, por otra parte, es verdadero si
no hay ningún pseudo-nombre ai tal que rfajx] es falso; Vx o(x) es falso si
hay un pseudo-nombre tal.
Los comentarios anteriores sobre la generalidad de la semántica de las
conectivas proposicionales se aplican también a las expresiones cuantifica-
cionales. ‘3 ’ se comporta exactamente igual en ‘3x x perteneció a mi abue­
la’ que en ‘3x x es par’, aunque ‘x perteneció a mi abuela’ y 4x es par’ no
pueden “tratar” de cosas más distintas. Similarmente, la tesis de Frege según
la cual la referencia de los predicados es una entidad extensional, análoga al
conjunto de las entidades a las que se aplica, se hace algo más plausible
cuando se aprecia que, si la semántica fregeana para las expresiones de cuan-
tifícación es correcta, su contribución a las condiciones de verdad de los
enunciados en que aparecen es sólo sensible a la extensión de los predicados
en el universo del discurso. El expediente de los pseudo-nombres (cuya úni­
ca propiedad semántica es la referencia que se les estipula en cada asigna­
ción, en ausencia de modos de presentación de la misma) persigue recoger el
hecho (defendido por Frege frente a explicaciones tradicionales de la cuanti-
fícación) de que ía contribución de ‘3 ’ y ‘V ’, respectivamente, a las condicio­
nes de verdad de 3x a(x) y Vx o(x) es sólo sensible a la extensión de o(x)
en el universo del discurso. Para entender 3x o(x) (para conocer sus condi­
ciones de verdad) no es preciso representarse de ningún modo específico los
objetos de los que depende la verdad o falsedad del enunciado: es posible
entenderlo (conociendo una regla como la antes descrita), sin tener la capa­
cidad de identificar de ningún modo a los objetos del universo del discurso
en cuestión. Por consiguiente, el comportamiento de las expresiones de cuan-
tiñcación es puramente extensional: si p(x) se aplica exactamente a las mis­
mas cosas que a(x)t el valor de verdad de 3x a(x) y el de 3x p(x) necesa­
riamente coinciden.
Las regías anteriores dan significado también a enunciados que incluyen
varias expresiones cuantificacionales, como ‘3jc 3y x ocupó el desván cuan­
do también lo ocupaba y \ ‘Vx 3y x ocupó el desván cuando también lo ocu­
paba y ’ o ‘3y Vx x ocupó el desván cuando también lo ocupaba y \ (En una
estimación razonable, la mayor aportación de Frege a la teoría lingüística fue
la construcción de un modelo abstracto del lenguaje natural — su “Concep-
tografía”— en que se elucida correctamente el comportamiento lógico-
semántico de las expresiones de cuantificación en enunciados donde — como
en los anteriores— aparece más de una variable. Estos aspectos de la apor­
tación fregeana, sin embargo, quedan demasiado alejados de los problemas
en que la presente exposición se centra.) De manera general, las reglas-
semánticas para las “expresiones lógicas” en nuestro modelo abstracto han
sido presentadas de tal modo que las mismas permiten entender también
enunciados en que aparecen varias de ellas, como, por ejemplo, ‘3 r -i x per­
teneció a mi abuela’ o *3x (x perteneció a mi abuela Vy x ocupó el des-
ván cuando también lo ocupaba y)’.
En el lenguaje natural utilizamos con mayor frecuencia “cuantificadores
restringidos”, como ‘algún cuerpo celeste’ en ‘algún cuerpo celeste es visible
al atardecer’ o ‘todo cuerpo celeste’ en ‘todo cuerpo celeste es visible al atar-
rierer\ Es éste uno de los aspectos en que el modelo se revela realmente “abs­
tracto”, apartado de los modos del objeto real del que es una maqueta simplifi­
cada. Expresaremos en nuestro modelo abstracto el contenido de enunciados
como éstos con la ayuda de conectivas proposicionales, de modo que la traduc­
ción del primero sena ‘3 x (.x es un cuerpo celeste a jc es visible al atardecer)’ y
la del segundo *Vx (re s un cuerpo celeste x es visible al atardecer)7. De modo
general, traduciremos un enunciado cualquiera eren el que aparezca la expresión
cuantiñcacional algún tv, o{algún 7T), por 3x (t^x)a o(x))y y traduciremos cátodo
7t) por Vx (tü(x)—> o(xj). (Utilizaremos V siempre que esta variable no aparez­
ca ya en ero 7T, y una variable diferente en otro caso; o(x) indica el resultado
de colocar la variable en la posición que ocupaba la expresión cuantiñcacional
algún k (o todo it) en cr. El lector debe comprender que estas reglas no produ­
cen traducciones apropiadas de un modo mecánico, y que es preciso ejercitarse
en su uso para adquirir la habilidad de traducir apropiadamente.)

7. Sumario y consejos para seguir leyendo

En este capítulo hemos estudiado lo que bien podríamos considerar un


representacionalismo lingüístico. Frege aborda directamente cuestiones lin­
güísticas, a diferencia de Locke; éste, como vimos, elaboró también propues­
tas lingüísticas, pero claramente como un corolario a sus reflexiones, más tra­
dicionales, sobre la naturaleza de la representación mental. Las propuestas
resultantes son, sin embargo, estructuralmente similares. Una aportación deci­
siva de Frege está en la superación de la concepción agustiniana del lenguaje.
De él aprendemos la primacía de la oración sobre sus partes, que reflejan sus
principios de Composicionalidad y del Contexto (§ 1). La relación de signifi­
car debe necesariamente ser más compleja que la relación existente entre el
nombre y lo nombrado; debe involucrar, cuando menos, una diferencia en el
modo de significar relativa a la pertenencia a una u otra de entre varias cate­
gorías lógico-semánticas relativamente abstractas en las que las palabras están
agrupadas. Apreciando este hecho, podemos ofrecer propuestas sobre el signi­
ficado de las expresiones sincategoremáticas mucho más razonables que las
efectuadas por Locke (§6).
Frege, como Locke, cree necesario establecer una distinción entre dos
tipos de propiedades semánticas de las expresiones, su sentido y su referencia,
correspondientes estructuralmente a la distinción de Locke entre la significa­
ción primaria y la significación secundaria. El argumento fundamental de Fre­
ge para ello (§ 2) constituye una interesante variante a la mera afirmación de
Locke — basada en su concepción representacionalista de la mente y en su cre­
encia en la primacía ontológica del pensamiento respecto del lenguaje— en el
sentido ,de que, primariamente, las palabras sólo pueden significar ideas en la
mente de quien las usa (IV, § 2). Admitido que las palabras tienen una refe­
rencia objetiva (una significación “secundaria”, en los términos de Locke), dice
Frege, es preciso asignarles también un sentido; pues un usuario competente
del lenguaje puede adoptar diferentes actitudes hacia oraciones que sólo difie­
ren en términos que, por lo demás, tienen una y la misma referencia; y ello en
casos que sólo pueden ser explicados si el usuario interpreta diferentemente
esas expresiones. Un corolario de este argumento (§ 2) es que los sentidos
deben estar estrechamente relacionados con las referencias. Análogamente, en
el caso de Locke, las referencias secundarias estaban relacionada con las pri­
marias por la relación de significación natural.
Hemos estudiado la interesante propuesta de Frege, sustentada por la exis­
tencia de la distinción entre sentido y referencia, para dar cuenta del anómalo
funcionamiento semántico de las expresiones en contextos indirectos (§ 3).
Según la propuesta de Frege, las palabras mudan su referencia en estos contex­
tos: en lugar de la referencia que tienen en contextos usuales, significan en ellos
los sentidos que llevan asociados en esos contextos usuales. Hemos advertido
contra habituales errores de interpretación consiguientes a conceder mucha
importancia a los ejemplos de enunciados de identidad, por medio de los cuales
Frege presenta su distinción. Finalmente, hemos presentado una elaboración,
debida a Church, del argumento fregeano para concluir que la referencia de todos
los enunciados verdaderos es la misma (la Verdad, o el Ser), y la referencia de
todos los enunciados falsos es también la misma (la Falsedad, o el No-ser).
Los textos originales cuya lectura es necesaria para la reflexión personal
sobre los temas discutidos en este capítulo son: Gottlob Frege, “Sobre sentido y
referencia”, “Consideraciones sobre sentido y referencia”, “Función y Concep­
to” y “El pensamiento”. La exposición que he hecho de las ideas de Frege está
basada en las excelentes obras de Michael Dummett; principalmente, en su Fre­
ge: Philosophy o f Language. Por imponente que la obra sea, y, todo sea dicho,
por exasperante que resulte su estilo (un vagar distendido aunque fatigoso, sin
itinerario definido, donde no existen límites al número de ramales secundarios
que uno se concede explorar ni al detenimiento con que uno los explora antes de
volver al camino de partida), no tengo una mejor recomendación que hacer al
lector que proponerle que aborde pacientemente su estudio. Mis retornos a la
obra de Dummett han conllevado siempre la apreciación de nuevos matices,
siempre penetrantes y estimulantes, sobre las cuestiones filosóficas más variadas.
También la exposición de Evans, en el primer capítulo de The Varieties o f
Reference, ha tenido alguna influencia; aunque, en mi opinión, Evans no apre­
cia suficientemente la importancia de consideraciones internistas en Frege. Es
preciso tener en cuenta que, si bien Frege hizo enormes aportaciones a nuestra
comprensión de cuestiones filosóficas relativas a la lógica y a la matemática
— amén de las que hemos examinado en este capítulo— , su conocimiento de
la filosofía tradicional parece haber sido bastante escaso. Las cuestiones deci­
sivas para formarse una opinión reflexiva acerca de las relaciones entre el len­
guaje y el pensamiento, así como de las relaciones entre el lenguaje y el mun­
do, son las que introdujimos en el capítulo III, a propósito de la distinción entre
hechos y vivencias y de las relaciones que esas entidades guardan entre sí y
con expresiones lingüísticas. Los comentarios ocasionales de Frege al respec­
to (por ejemplo, los que hace en “Sobre sentido y referencia” y en “El pensa­
miento”) son generalmente ingenuos y desinformados.
FREGE, RUSSELL Y LAS PROPOSICIONES SINGULARES

En capítulos precedentes hemos presentado dos teorías representacio­


nalistas del lenguaje y el pensamiento, hasta cierto punto complementarias.
La teoría de Frege, a través de los principios de Composicionalidad y del
Contexto, reconoce claramente el fenómeno de la sistematicidad lingüísti­
ca y ofrece una mayor penetración en la naturaleza del lenguaje; las ideas
de Locke están mucho mejor elaboradas en lo que respecta a la naturaleza
general de las entidades internas a través de las cuales accedemos al mun­
do de las referencias objetivas. En las cuatro primeras secciones de este
capítulo profundizaremos en la analogía entre Locke y Frege, poniendo de
manifiesto cómo, si bien el aparato conceptual de sentidos y referencias
fregeano no lo requiere necesariamente, la interpretación que Frege da al
mismo hace su concepción d e l lenguaje también internista. Examinaremos
también diversas dificultades de la concepción fregeana del lenguaje, pre­
sentadas a partir de una famosa objeción de Bertrand Russell y de diversas
elaboraciones contemporáneas de las. mismas debidas a los teóricos de la
“referencia directa”. Ya en IV, § 3 tuvimos la oportunidad de introducir
algunas de las ideas de estos teóricos a propósito de ios términos de géne­
ro natural, contrastándolas con las de Locke.

1. Las nieves del M ont-Blanc y la naturaleza de las proposiciones

El siguiente fragmento pertenece a un célebre intercambio epistolar entre


Russell y Frege. En una carta fechada el 13 de noviembre de 1904, Frege había
dicho a Russell, a modo de ilustración patente de una cierta observación que
aquí no nos concierne, que “el Mont-Blanc, con todas sus nieves, no es parte
componente del pensamiento de que el Mont-Blanc tiene una altura superior a
los cuatro mil metros'’.1 Russell replica el 12 de diciembre del mismo año así:

1. Gottlob Frege, Wlssenschaftlicher Briefwechsel. Hrsg. v. H. Hermes. F. Kambartel u. F. Kaulbach. Félix


Meiner, Hamburgo, 1976, 245.
Yo opino que el Mont-Blanc mismo, pese a todas sus nieves, es una parte com­
ponente de lo que aseveramos con la oración ‘el MontBlanc tiene una altura
superior a los cuatro mil metros'. No se asevera el pensamiento, pues éste es
un asunto psicológico privado; se asevera el objeto del pensamiento, y éste es,
para mí, un cierto complejo (se podría decir, un hecho objetivo) del cual es par­
te componente el Mont-Blanc mismo. Si tal cosa no se admitiera, obtendríamos
la conclusión de que no podemos saber nada en absoluto acerca del Mont-Blanc
mismo. [...] En el caso de un nombre propio, como 'Sócrates', no soy capaz de
distinguir sentido de referencia. Sólo veo la idea, que es psicológica, y el obje­
to. O mejor: sólo admito la idea y la referencia, no el sentido. Sólo contemplo
la diferencia entre sentido y referencia en el caso de los complejos cuyo signi­
ficado es un objeto, como por ejemplo los valores de las funciones ordinarias
en matemáticas. (Ibid., 250-251.)

Lo que está en cuestión en esta discusión, como trataremos de mostrar en


esta sección, es si las proposiciones (los pensamientos fregeanos) se pueden
identificar'(como piensa Frege) exclusivamente en términos internos, o si en
algunos casos al menos (por ejemplo, cuando utilizamos nombres propios
para expresarlos) es preciso hacer mención a entidades objetivas (en el senti­
do de III, § 2). La tesis central del texto de Russell es que, en el caso de los
nombres propios (en el uso común de la expresión ‘nombre propio’), la dis­
tinción de Frege entre sentido y referencia no tiene aplicación; una conse­
cuencia de esto es que, en estos casos, la proposición pensada o aseverada se
identifica esencialmente en términos de la referencia del término singular.
Ésta es, en el sentido explicado en IV, § 2, una posición externista. John Stuart
Mili parece haber defendido una tesis análoga sobre los nombres propios, al
sostener que esas expresiones tienen “denotación” pero no “connotación”. En
los términos de Frege, podemos interpretar esta idea como la tesis de que los
nombres.propios tienen sólo referencia, no sentido. En el caso de ‘Aristóte­
les’, el significado se reduce al referente; no hay aquí un sentido que medie
en el establecimiento del vínculo semántico entre la expresión y el referente.
Contemporáneamente, Saúl Kripke ha defendido vigorosamente esta idea en
El nombrar y la necesidad, uno de los trabajos filosóficos más influyentes de
los últimos años.
En el texto citado, Russell admite la distinción de Frege en el caso de
lo que denomina “complejos” —principalmente, las descripciones definidas
como ‘la raíz cuadrada de 2 5 ’ o ‘la capital del Reino Unido’. Unos meses
después, y gracias en parte al descubrimiento de su famosa teoría de las
descripciones (que expondremos más adelante), Russell llegaría a conven­
cerse de que la distinción fregeana no tiene aplicación en ningún caso, tam­
poco en el de las descripciones definidas; pero para entonces Russell iba
camino de convertirse en un internista aún más radical que Frege y Locke
(uno de la variedad fenomenalista), así que ignoraremos por ahora esta evo­
lución posterior.
Russell esgrime como justificación para la tesis central del texto que
h distinción freeea:na en el caso de un nombre propio como ‘Mont-
Blanc’ o ‘Sócrates* conllevaría “que'no podemos saber nada en; absoluto
acerca del Mont-Blanc mismo” . La razón que da para esto en el texto es que
los únicos sentidos que acierta a ver para ios nombres propios son “subjeti­
vos”. En esta sección clarificaremos la naturaleza del debate, que los textos
abordan de manera puramente metafórica. La cuestión literalmente debatida
es la de si el Mont-Blanc, con todas sus nieves, es o no “parte componente”
de un pensamiento; pero, por supuesto, decir de algo (sea una montaña o una
idea) que es “parte” de un pensamiento es sólo una metáfora. Por tanto, debe­
mos tratar de expresar de manera no metafórica lo que Frege y Russell quie­
ren indicar con ‘parte componente de un pensamiento’ o ‘constituyente de un
pensamiento’. (Utilizaremos equivalentemente el término fregeano ‘pensa­
miento’ y el que utiliza Russell, ‘proposición’.) Considérese el siguiente
enunciado:

(1) El autor de Madame Bovary nació en Rouen.

Imagínese esta oración proferida en el curso de una conferencia sobre


Flaubert, por el conferenciante. La oración completa (1) tiene, como vimos en
VI, § 5, una referencia. Esta referencia — un valor de verdad, para Frege— se
obtiene composicionalmente, a partir de las referencias de sus partes. Por sim­
plificar las cosas, supongamos que (1) sólo consta de dos “palabras”, un tér­
mino singular, ‘el autor de Madame Bovary\ y un predicado, ‘... nació en
Rouen'. La referencia del término singular es un objeto, Flaubert; es manifies­
to que el propósito del conferenciante al usar ‘el autor de Madame Bovary1 es
predicar algo sobre Flaubert: en rigor, si utiliza ese término en lugar de ‘Gus-
tave Flaubert’ es, podemos suponer, sólo como una variante estilística — el tér­
mino ‘Flaubert’ ya se ha usado varias veces en el curso de su conferencia— ,
a que se recurre en la creencia de que todos en la audiencia saben quién escri­
bió Madame Bovary. En estas circunstancias, es claro que aquello por relación
a lo cual debe determinarse si el aserto del conferenciante es verdadero o fal­
so es Gustave Flaubert. La referencia del predicado, por otra parte, es según
Frege (VI, § 5) una función de objetos en valores veritativós (o, simplemente,
el conjunto de entidades a que se aplica); una función que asigna, por ejem­
plo, la Falsedad a Shakespeare, a Balzac y a Clarín, la Verdad a Flaubert y a
Comeille. Si denominamos ‘Fhaber nac¡do i» Rouen’ a esta función, podemos repre­
sentar la referencia de (1) mediante el par ordenado: < Flaubert, Fhaber nacid0 en
Rouen >• Dado <1“ la función Fhl^ r na¿id0 en Rouei, asigna la Verdad a Flaubert, este
par ordenado representa — desde el punto de vista de Frege— a la Verdad:
escribir ‘< Flaubert, Fhaber nacid0 en Rouen > ’ es un modo alternativo de escribir ‘la
Verdad’; sustituir una expresión por otra no puede afectar a la corrección de lo
que decimos.
(1) no sólo tiene una referencia, sino también un sentido; la referencia
de (1) viene determinada por el sentido expresado por (1). Este sentido es
un pensamiento, en la terminología de Frege, o una proposición, en la que
hemos venido empleando desde el primer capítulo (v. I, § 2, y III, § 1).
Como dijimos en el capítulo anterior (VI, § 5), después de argumentar la
necesidad de descomponer los significados en sentidos y referencias, Fre­
ge defiende que ios Principios de Composicionalidad y del Contexto (VI,
§ 1) se aplican a ambas entidades semánticas. También los sentidos de los
enunciados están articulados, en cuanto que no están compuestos mera­
mente de listas de sentidos; o, dicho de otro modo: (i) se capta el sentido
del enunciado captando el sentido de las partes del enunciado; y (ii) los
sentidos de las partes de los enunciados pertenecen también, como sus refe­
rencias, a diferentes categorías. Así, también el sentido de (1), el pensa­
miento que (1) expresa, está composicionalmente determinado por los sen­
tidos de las palabras componentes de (1); por tanto, también el pensam ien­
to expresado por (1) podría ser representado mediante un par ordenado,
constituido por esos dos sentidos de diferente categoría. Son estos sentidos
los “constituyentes” o “partes com ponentes” de los pensamientos a que se
refieren Frege y Russell.
La razón última para descomponer las proposiciones en constituyentes
está en la,sistematicidad del lenguaje y del pensamiento, que los principios fre­
geanos de Composicionalidad y del Contexto recogen. Un pensamiento es
necesariamente complejo; pues un pensamiento se expresa mediante una ora­
ción, y el sentido de toda oración está necesariamente determinado composi-
cionalmente a partir de los sentidos de sus expresiones componentes. Además,
los sentidos ile las partes pertenecen a diferentes categorías semánticas, pues
una proposición no es meramente una enumeración de cosas. Para identificar
un pensamiento, pues, hemos de identificar sus partes, así como las categorías
de las mismas. En el caso de un pensamiento como el que corresponde a (1),
podemos suponer que sus partes son dos, el sentido correspondiente al térmi­
no singular y el sentido correspondiente-al término general. Llamaré ‘intuicio­
nes’ a los sentidos de la primera categoría (modos de presentación de un in­
dividuo concreto) y ‘conceptos’ a los sentidos de la segunda categoría (repre­
sentaciones generales bajo las que, lógicamente al menos, podría caer más de
un individuo concreto).2
Dijimos al comienzo de VI, § 2 que un aspecto fundamental del signifi­
cado de los enunciados, en el sentido intuitivo de significado, son las condi­
ciones de verdad de los mismos. Definimos después las referencias de las
expresiones como su contribución a las condiciones de verdad de los enun­
ciados en que aparecen. Ahora bien, dado que, en virtud del argumento cen­
tral de Frege, las referencias sólo nos son conocidas a través del conocimiento
de ios sentidos que las identifican o determinan, resulta que ios sentidos de
los enunciados (el pensamiento o proposición que expresan) determinan — al
determinar las partes componentes de los pensamientos, intuiciones y con­

2. Frege denomina 'conceptos' a las referencias de los términos generales, no a sus sentidos. Su uso, sin
embargo, es reconocidamente excéntrico: de acuerdo con este uso, cualesquiera dos predicados coextensionales ( ‘ani­
mal con corazón’ y ‘animal con hígado’, ‘es agua’ y ‘es H:0 ’) significarían el mismo concepto. El uso de ‘intuición’
para significar conceptos de individuos no es infrecuente en la literatura.
ceptos, las referencias de las partes del enunciado— sus condiciones de ver­
dad. Los enunciados, como los pensamientos, poseen la característica a la que
Brentano denomina intencionalidad: representan entidades objetivas, que pue­
den darse o no. Estos objetos intencionales son aquello de lo que depende la
verdad o falsedad de los enunciados. La proposición expresada por el enun­
ciado codifica, por así decirlo, cuáles son los objetos intencionales del enun­
ciado, aquello de lo que depende que el enunciado sea verdadero o falso: sus
condiciones de verdad. Y lo hace de manera estructurada, composicional y
contextualmente.3
Considérese ahora la referencia de ‘el autor de Madame Bovary’ en (1),
es decir, Gustave Flaubert. ¿Puede ser tal entidad idéntica a la intuición que es
uno de los dos constituyentes del pensamiento expresado por (1)? Al sostener
en su polémica con Russell que entidades como el Mont-Blanc o Flaubert no
son “parte componente” de los pensamientos, Frege defiende una respuesta
negativa a esta cuestión. La discusión del capítulo precedente nos permite ofre­
cer una reconstrucción obvia de su justificación para la misma. Los sentidos
han sido introducidos teóricamente, para dar cuenta del valor cognoscitivo de
las expresiones, en vista del argumento que venimos denominando ‘ACF’.
Ahora bien, (1) y (2) pueden muy bien tener diferente valor cognoscitivo para
un hablante competente, pese a que las referencias de los términos singulares
en ambos son una y la misma, a saber, Flaubert. (El conferenciante de nuestra
historia bien podría haber utilizado (2) en lugar de (1), esta vez bajo el supues­
to de que las personas en su audiencia saben quién es el amante de Louise
Colet.)

(2) El amante de Louise Colet nació en Rouen.

Pensamientos como los expresados por (1) y (2) están necesariamente


compuestos por sentidos —una intuición y un concepto. Si identificamos las
intuiciones con las referencias usuales de los términos singulares componentes
de (1) y (2), habríamos de identificar también los pensamientos expresados por
(1) y (2). Mas eso es justamente lo que ACF excluye. ACF entraña, como
vimos, que un hablante sólo puede referir su discurso a una entidad objetiva
— tal como un individuo concreto— utilizando palabras que estén semántica­
mente asociadas con un conjunto de características individuativas de ese obje­
to (un modo de presentación del mismo). Son justamente tales modos de pre­
sentación asociados a términos singulares los que conforman sus sentidos. En
el texto citado al comienzo, Russell mantiene la opinión milliana de que debe­
mos identificar las intuiciones aportadas por nombres propios a los pensa­
mientos con las referencias de estos términos. Ya antes de examinar su justifi-

3. Pese a que, com o sabemos (VI. § 5), el argumento Church-Frege pretende concluir que aquello de lo que
depende la verdad de todos los enunciados verdaderos es idéntico para todos ellos, y aquello de lo que depende la fal­
sedad de todos los enunciados falsos es, igualmente, idéntico para todos ellos (y diferente, por supuesto, de lo ante­
rior). Esta cuestión, sin embargo, no afecta a la discusión de este capítulo.
catión, ACF permite rechazar esta tesis; pues, como se recordará (VI, § 2),
ACF puede construirse utilizando exclusivamente nombres propios (recuérde­
se el ejemplo de Pedro, ‘Londres’ y ‘London’). La posibilidad de un argumento
como ACF no depende del tipo de término singular que utilizamos, sino sólo
de la objetividad de las referencias.
Lo que acabamos de apreciar es que, en el marco específicamente lin­
güístico que ahora estamos considerando, ACF elabora una de las dos caracte-
rísticas de las relaciones intencionales, a saber, su intensionalidad (DI, §1). (1)
y (2) están relacionados con el mismo objeto intencional; pero son cognosciti­
vamente diferentes, por lo que su objeto intencional no puede servir, por sí
solo, para identificar la proposición que expresan. Más concretamente (dado
que las proposiciones estás sistemáticamente construidas a partir de sentidos
pertenecientes a diferentes categorías), la “parte” del objeto intencional apor­
tada por el término singular (su referencia) no puede servir para identificar la
intuición expresada por esos términos singulares, los sujetos gramaticales de
(1) y (2). Aunque los sujetos gramaticales son sustituibles salva veritate, no
son sustituibles salva significatione.4
Al sostener que las referencias usuales de las palabras — como el Mont-
Blanc o Flaubert— no pueden ser una parte componente de los pensamientos,
pues, Frege defiende que no se puede identificar la intuición que el sujeto de
(1) aporta al pensamiento expresado por esa oración con Flaubert; y ACF
muestra por qué. Sin embargo, parece que Frege asevera algo más: él quiere
concluir que las referencias no tienen ningún papel en la especificación de los
pensamientos, ni por tanto en la de las intuiciones que forman parte de ellos.
¿Qué puede querer decir esto? ¿Qué significa que las referencias no tengan
ningún papel en la identificación de los sentidos? Mi propuesta interpretativa
desarrolla la ya avanzada en IV, § 2. Lo que significa es que las referencias,
los objetos intencionales de los enunciados, desempeñan un papel accidental
en la especificación de los contenidos proposicionales, en el sentido en el que
Federico Martín Bahamontes parece desempeñar un papel accidental en la
especificación del significado lingüístico de ‘el primer español en ganar el Tour
de Francia’. Los sentidos (intuiciones y conceptos) son puramente internos, en
cuanto que son especificables sin indicar para hacerlo cosas (ID, § 2), ningu­
na entidad objetiva constituyente de acaecimientos.
Supongamos que dos individuos profieren ‘el primer español en ganar el
Tour de Francia nació en Toledo’, el uno en el mundo real, el otro en una cir­
cunstancia imaginaria en que Federico Martín Bahamontes sufrió una caída

4. Técnicamente, se aplica el término ‘intensional' a contextos lingüísticos en los que expresiones que en con­
textos usuales (VI, § 3) son intercambiables salva veritate no lo son. Así, son intensionales los contextos indicados
por los puntos suspensivos en ‘Víctor cree que ... ’ y en ‘es necesariamente verdadero que ... '. ( ‘es necesariamente
verdadero que el lucero vespertino sea visible al atardecer’ es verdadero, pero 'es necesariamente verdadero que el
lucero del alba sea visible al atardecer' es falso.) Mi uso de ‘intensional’ aplicado a las relaciones intencionales no es
meramente analógico, sino que puede definirse en términos de este sentido técnico. Estas relaciones son intensiona­
les porque una expresión lingüística que pretenda identificar su contenido proposicional (com o ‘decir que') crea un
contexto intensional. en el sentido que acabamos de explicar.
que le impidió ganar el Tour de 1959, de modo que fue en realidad Luis Oca-
ña el primer español en ganar el Tour. En ese caso, el primero dice la verdad,
el segundo dice algo falso. Pero esta diferencia no conlleva, por sí sola, que
los dos individuos estén hablando lenguajes diferentes. Por todo lo que hemos
dicho, podrían estar utilizando las mismas palabras con los mismos significa­
dos.L a tesis de Frege, según la presente propuesta interpretativa, es una gene­
ralización de esta idea. Basta para que dos individuos que aseveran el mismo
enunciado estén hablando el mismo lenguaje que sus enunciados expresen el
mismo pensamiento fregeano, que las partes del enunciado expresen los mis­
mos sentidos. Las referencias son lingüísticamente accidentales, en cuanto que
dos individuos pueden estar utilizando las mismas palabras con los mismos
significados lingüísticos, incluso si (por “habitar” diferentes situaciones, reales
o imaginarias, donde los acaecimientos realmente sucedidos difieren) las refe­
rencias de sus palabras son diferentes, e incluso si, a consecuencia de ello, los
valores veritativos de los enunciados que aseveran difieren. Las referencias no
son un componente esencial del significado.
Ahora bien, ACF no basta para concluir esto, pues la única conclusión que
podemos extraer válidamente del mismo es que no se puede identificar refe­
rencias e intuiciones (como Russell pretende, cuando la referencia ha sido
aportada al discurso por un nombre propio). Nada en ACF nos obliga a con­
cluir que las referencias de los términos singulares en (1) y (2) no puedan inter­
venir esencialmente en la individuación de los pensamientos que esos enun­
ciados expresan. ACF sólo requiere que no sean sólo las referencias objetivas
las que intervengan en los pensamientos como los constituyentes aportados por
los términos singulares. Dicho de otro modo, ACF nos lleva a concluir que las
entidades en que piensa Frege como sentidos de los términos singulares son
necesarias para determinar la naturaleza de los pensamientos expresados; pues
son ellas las que distinguen (1) y (2). Pero ACF, por sí solo, no permite con­
cluir que esas entidades sean suficientes; y es esto lo que Frege pretende
concluir, al sostener que las referencias “no pueden ser parte componente” de
los pensamientos. Sería consistente con ACF sostener que las referencias
de los términos singulares, además de los sentidos fregeanos, intervienen en la
especificación de los pensamientos expresados.
Digamos que un sentido en general, o, más específicamente, una intuición
(el componente de un pensamiento como el expresado por (1) aportado por el
término singular) es mixta o russelliana cuando es necesario, para especificar
de qué intuición se trata, hacer mención expresa a referentes fregeanos (es
decir, entidades “objetivas” en el sentido expuesto en II, § 3). Y digamos que
es puramente conceptual o fregeana si no lo es. Si algunas palabras expresan
intuiciones mixtas, no basta que dos individuos asocien los mismos sentidos
a las mismas expresiones para que estén utilizando el mismo lenguaje: tam­
bién las refencias deben ser las mismas. Sí bastaría, si los sentidos de todas
las palabras fuesen puramente conceptuales. En estos términos, lo que hemos
visto es que ACF es compatible con que las intuiciones sean mixtas; mientras
que Frege (según la interpretación que estoy proponiendo de la metáfora de
que las referencias no son “parte componente” de los pensamientos) sostiene
que han de ser puramente conceptuales. Frege parece pensar que sólo intui­
ciones puramente conceptuales podrían satisfacer Jos requisitos exigibles de
los sentidos, derivados del papel que la conclusión de ACF les asigna. Pero
en lo visto hasta aquí no encontramos ninguna justificación para esta creen­
cia: las intuiciones mixtas podrían, por iodo lo que hasta aquí hemos visto,
cumplir ese papel.
Tanto si concluimos que los sentidos pueden ser mixtos, como si resultan
ser puramente conceptuales, han de tener — en vista deí argumento de Frege
que justifica la distinción entre sentido y referencia— ciertas propiedades que
conviene enunciar explícitamente- Se trata de las siguientes: (i) carácter pre­
dicativo, (ii) intersubjetividad y (iii) diafanidad cognoscitiva.
(i) Carácter predicativo. El sentido de un término singular es un modo de
identificar la referencia, de definirla; para ello, debe involucrar una caracterís­
tica, aspecto, o propiedad distintiva de la presunta referencia. Dicho en térmi­
nos lingüísticos, una expresión capaz de expresar este elemento del sentido de
un término singular debe ser, lógicamente, un predicado. Esto puede resultar
paradójico, dado que ios sentidos individualizan las referencias; pero un poco
de reflexión muestra que no lo es: ‘menor número primo’, o 'satélite de la Tie­
rra' son predicados, y, sin embargo, permiten individualizar objetos. La nece­
sidad de contemplar entidades con esta primera característica se deriva de la
cónsigna, de inspiración fregeana, popularizada por Quine: ninguna entidad sin
identidad. No cabe atribuir a un sujeto pensamientos acerca de un objeto deter­
minado, a menos que ese individuo sea capaz de distinguirlo de otros; y, para
ello, debe conocer propiedades que identifican a ese objeto.
(ii) Intersubjetividad. Frege insiste en que ios pensamientos (y, por consi­
guiente, los sentidos que los componen) son comunicables: un individuo pue­
de conocer, sin género de dudas, el pensamiento expresado por otro. Una
justificación para esto puede derivarse de la discusión sobre el carácter con­
vencional del lenguaje al final de IV, § 2. Obsérverse que la teoría del discur­
so indirecto de Frege presupone la intersubjetividad de los sentidos. De acuer­
do con esta teoría, cuando atribuyo a otro un pensamiento, o cuando expreso
el contenido de sus palabras, con las mías me refiero al sentido de las suyas.
¿Cómo podrían los términos que un sujeto utiliza en contextos indirectos para
atribuir actitudes proposicionales a otros sujetos tener una referencia determi­
nada, si — de acuerdo con la teoría de Frege— esas palabras en esos contextos
significan sentidos, pero los sentidos de ías palabras de un individuo no fue­
sen accesibles a otros? La referencia de una expresión depende de los propó­
sitos comunicativos de quien la profiere, según venimos suponiendo con Fre­
ge; mas un sujeto no podría tener las intenciones requeridas por la teoría del
discurso indirecto de Frege si ios sentidos no fuesen intersubjetivamente cog­
noscibles.
(iii) Diafanidad cognoscitiva. Los sentidos han sido introducidos por
medio de ACF, para dar cuenta deí valor cognoscitivo de las oraciones. Bas­
ta que un sujeto capaz de conocimiento pueda razonablemente adoptar acti-
tudes epistemicas distintas (juzgarlo verdadero; creerlo probable, etc.)ihaciá-
el pensamiento p, constituido por la intuición i v y eí concepto %, respectó déí
las que adopta hacia el pensamiento q, constituido por la intuición i2 y el con­
cepto para concluir que los pensamientos p y q (y, por tanto, las intuición
nes ij y i 2) son diferentes. Dicho en términos lingüísticos, basta que un indi­
viduo lingüísticamente competente pueda tomar actitudes cognoscitivas dife­
rentes (aceptar uno, no aceptar el otro; recibir información al aceptar uno, no
recibirla al aceptar el otro, etc.) hacia dos enunciados que sólo difieren en
contener términos singulares x x y x2 diferentes, para concluir que ambos tér­
minos singulares expresan diferentes intuiciones. Los sentidos han sido intro­
ducidos porque las referencias (que tenemos razones independientes para
adscribir a las palabras) no nos son cognoscitivamente manifiestas. Se sigue
de esto que los sentidos mismos sí deben ser cognoscitivamente manifiestos:
de otro modo, crearían el mismo problema cuya introducción persigue sol­
ventar. Los sentidos deben ser, por tanto, epistémicamente transparentes:
deben estar manifiestamente asociados con los términos que los expresan
para cualquier usuario competente de esos términos, y deben ser ellos mis­
mos manifiestos, en cuanto que debe ser inmediato para un usuario compe­
tente del término reconocer las condiciones constitutivas del sentido de un
término.
Podría pensarse que bastarían consideraciones de simplicidad para com­
pletar el argumento de Frege en contra de hacer de las referencias “parte” de
los sentidos, elementos necesarios de su identidad. Pues, ¿por qué habríamos
de incluir también las referencias como elemento necesario para identificar los
pensamientos expresados? Las entidades en que piensa Frege (características
individuativas asociadas a los términos por sus usuarios competentes) son,
como sabemos, necesarias; si no existe ninguna razón en contra, es razonable
suponer que también son suficientes para determinar cuándo dos enunciados
expresan el mismo pensamiento.
Esta consideración de simplicidad muestra que un partidario de las intui­
ciones mixtas, por tanto, necesita alegar algo positivo en su favor. Es verdad
que Frege sólo ha mostrado que los sentidos no pueden identificarse con refe­
rencias, pero no que las referencias no puedan ser-un dem ento necesario de la
naturaleza de los sentidos; es responsabilidad ahora del partidario de las intui­
ciones mixtas aducir alguna razón en su favor. Una primera razón que podría
invocarse, por sí sola inadecuada, es la siguiente. Nótese que el término sin­
gular en (2) presenta la referencia a través de una relación con otro objeto,
Louise Coiet, al que se hace referencia mediante un nombre propio. Parece por
tanto, a primera vista, que en un caso así la intuición aportada al pensamiento
por el término singular serta mixta, incluyendo a Louise Colet misma como
uno de sus elementos. Pero esta razón no es buena. Pues las consideraciones
que conforman ACF se aplican a los términos singulares también cuando éstos
aparecen como parte de otros términos singulares, y no directamente como
sujetos de la oración. Así, un hablante competente deí español, que entiende
cabalmente todos los términos que aparecen en (3) y (4), puede muy bien acep­
tar uno pero no el otro (o recibir información al aceptar uno pero no al acep­
tar el otro, etc.):

(3) El astro más cercano a Héspero tiene un campo magnético dipolar..

(4) El astro más cercano a Fósforo tiene un campo magnético dipolar.

Por consiguiente, también cuando aparecen en posiciones como las que


ocupan en (3) y (4), ‘Héspero' y ‘Fósforo' aportan necesariamente caracterís­
ticas individuativas al pensamiento expresado. La cuestión debatida es si la
referencia, en contra de lo que Frege pensaba, es un componente esencial del
significado; estas consideraciones, como vemos, no permiten decidirla. Estu­
diar el papel de los términos singulares que aparecen dentro de otros términos
singulares sería añadir un elemento de complejidad a la discusión, en sí mis­
mo insuficiente para resolver la cuestión que nos ocupa. Por tanto, omitiremos
en lo sucesivo su consideración.
Si no en la conclusión que él obtiene (a saber, que la contribución propo­
sicional de un nombre propio es, simplemente, el objeto al que refiere), sí hay
en las razones de Russell aspectos acertados, que quitan cualquier fuerza a las
consideraciones de simplicidad antes apuntadas y sugieren atribuir un papel
importante en 1a teoría del significado a las intuiciones mixtas, de cuya iden­
tidad un individuo concreto como Flaubert puede ser un elemento necesario.
Esas razones nos fuerzan a buscar una argumentación más poderosa para sos­
tener la idea de Frege de que una referencia no puede ser “parte componente”
de un pensamiento. Desarrollamos tales razones en las dos secciones que
siguen. Pero no es necesario esperar hasta .entonces para indicar dónde hemos
de buscar esa argumentación fregeana más poderosa; seguramente el lector la
tiene en mente hace algún tiempo. Hemos puesto de relieve cómo en el pre­
sente marco lingüístico la distinción entre sentido y referencia de Frege expli­
ca, de una manera similar a como lo hacía Locke, una de las dos característi­
cas distintivas de las relaciones intencionales, su intensionalidad. De ellas se
sigue que las referencias, por sí solas, no bastan para identificar a los pensa­
mientos. La consideración que nos falta para concluir que las referencias no
pueden ser necesarias para esa función está, como en el caso de Locke, en la
segunda característica: la falibilidad de las relaciones intencionales.
Existe una clara analogía, siquiera que sea meramente estructural, entre los
puntos de vista de Locke y los de Frege: las significaciones secundarias de las
palabras de Locke corresponden bastante bien a las referencias de Frege, y las
significaciones primarias de las palabras corresponden bastante bien a los sen­
tidos de Frege. Cuando pienso el pensamiento que podría expresar con ‘esta
esfera es roja’, la significación secundaria de ‘esta esfera' es el objeto real que
causa mis impresiones sensibles; la referencia fregeana es el objeto por rela­
ción al cual se debe evaluar como verdadero o falso mi pensamiento (o el enun­
ciado que lo expresa, ‘esta esfera es roja’). Las referencias fregeanas de los tér­
minos singulares son entidades objetivas; en la terminología de III, § 2, las
referencias fregeanas son elementos constituyentes de acaecimientos. L a niis^
mo ocurre con las significaciones secundarias lockeanas. Por otra partea segiln
Locke sólo podemos acceder a significaciones secundarias — al mundo objetír
vo que, presumimos, causa nuestras representaciones— a través de ideas;.pues
lo que conocemos propiamente son nuestras ideas, y la noción de algo que las
causa la obtenemos sólo indirectamente, por inferencia: sería pues absurdo pre-i
tender que nuestras palabras significasen directamente objetos extramentales,
Las significaciones primarias lockeanas son ideas (III, § 2), objetos mentales;
Según Frege, las palabras sólo pueden tener como referencias objetos tales
como la esfera — objetos que son susceptibles de sernos presentados bajo
diferentes “aspectos” o modos de presentación, todos los cuales los identifican
con igual precisión— si se asocian primero con sentidos o conjuntos de carac­
terísticas que los individualizan, de las que no son “parte componente” refe­
rencias. Los sentidos fregeanos son también pues, como las significaciones
primarias de Locke, entidades más directamente accesibles a nuestro aparato
cognoscitivo que las referencias, que nos posibilitan el acceso a éstas. La simi­
litud estructural entre ambas nociones es pues innegable.
No desearía que esta similitud estructural, que mi presentación quiere
enfatizar, hiciera pasar por alto una diferencia fundamental entre las concep­
ciones filosóficas explícitamente defendidas por Frege y por Locke. Frege
insiste en que los modos de presentación son intersubjetivos, accesibles a dife­
rentes individuos; mientras que las ideas que constituyen las referencias pri­
marias de Locke son, como se expuso en IV, § 2, epistémicamente privadas.
No pasará por alto a u n lector de “Sobre sentido y referencia” o de “El pensa­
miento” que Frege no hubiese aceptado en ningún caso una identificación de
los sentidos con ideas lockeanas. Advertido esto, es preciso indicar acto segui­
do que no está nada claro (ni Frege nos ayuda al respecto) cómo hayan de ser
entendidas las intuiciones puramente conceptuales, cuando se trata de las aso­
ciadas a objetos cotidianos como personas, barcos o tigres. Que yo sea capaz
de ver, no existe ninguna teoría mínimamente precisa que asigne sentidos que
parezcan al menos puramente conceptuales a términos como éstos, sin apelar
a las vivencias y a sus constituyentes.5 Frege declara su oposición a un repre­
sentacionalismo como el de Locke. Por otra parte, sin embargo, mantiene a la
vez una concepción internista del pensamiento y del lenguaje (como estamos
viendo en esta sección) y, sobre la base de ACF, la tesis de que los términos
para designar constituyentes de acaecimientos objetivos, sustancias, sus pro-

5. Los internistas contemporáneos (com o JerTy Fodor en “M ethodological Solipsism Considered as a Rese­
arch Strategy in Cognitive Psychology” y en P sicostm ántica, o com o Hartry Field en "Logic. Meaning and Concep­
tual Role” y en “Mental Representation”). advertidos de (os poderosos argumentos en contra de la utilidad de las
vivencias para construir una teoría internista que examinaremos a partir del capítulo undécimo, hacen propuestas apa­
rentemente internistas y aparentemente ajenas a las sensaciones. Tales propuestas son, en sí mismas, irremediable­
mente vagas: dejan sin respuesta casi todas las preguntas que podemos formular. (Véase, a este respecto, los siguien­
tes trabajos de R. Stainaker: “Narrow Contení" y “How to Do Semantics for the Language o f Thought”.) Si produ­
cen la impresión de comprensión, es, me temo (aquí hablo sólo por experiencia propia), porque en último extremo se
tiene en mente una concepción análoga a la de Locke.
que el sentido de un nombre propio está constituido por la información acerca
del referente que asociamos con un uso del nombre. Esta idea, sin embargo,
presenta diferentes problemas. Un problema inmediato es que, en contra de lo
que parece ser el caso, bastaría con que una mínima parte de las opiniones
sobre un individuo que asociamos a un nombre suyo sea incorrecta para que el
nombre careciera de referencia. Si el autor de la Metafísica, discípulo de Pla­
tón, etc., no fue en realidad maestro de Alejandro Magno, ‘Aristóteles’ care­
cería de referencia cuantas veces se usase con el sentido sugerido por Frege.
Seguidores posteriores de Frege (como J. Searie) han defendido que el sentido
de un nombre propio estaña más bien constituido por una descripción que
exprese varias disyuntivas, cada una de las cuales recogería diferentes aspec­
tos de la información poseída sobre el referente: ‘el maestro de Alejandro, o
discípulo de Platón, o autor de la Metafísica, o El objetivo de esta com­
plicación es dejar abierta la posibilidad de que parte de la información sea
incorrecta, sin que ello conlleve que el nombre carezca de referencia. Los pro­
blemas que a continuación se indican afectan igualmente a esta elaboración
más compleja de la sugerencia de Frege.
El primer problema es que, si el sentido está constituido por la informa­
ción acerca de un individuo que asociamos con un nombre suyo, diferentes
hablantes adscribirán diferentes sentidos al mismo nombre. Esto ocurre ya en
eLcaso de nombres de personajes famosos, como ‘Aristóteles’, y mucho más
aún en el caso de: la mayoría de los nombres propios que utilizamos en la vida
cotidiana; en rigor, la misma persona, en diferentes etapas de su formación,
asignará diferentes sentidos a un mismo nombre. Esta dificultad puede corres­
ponder a lo que Russell tenía en mente, cuando objeta a Frege (en el texto
sobre las nieves del Mont-Blanc): “En el caso de un nombre propio, como
‘Sócrates’ ... sólo veo la idea, que es psicológica, y el objeto.”
En El nombrar y la necesidad, Saúl Kripke pone de manifiesto otros pro­
blemas de la propuesta que estamos considerando. Si el sentido de ‘Aristóte­
les’ fuese, en los usos que S hace durante cierto período, el de ‘el maestro de
Alejandro Magno y discípulo de Platón’, entonces ‘Aristóteles fue discípulo de
Platón’ debería ser, para S al menos, una proposición cuya verdad S conoce
meramente en virtud de su conocimiento del lenguaje: una verdad analítica, en
uno de los sentidos tradicionales del término. Ahora bien, las verdades analí­
ticas son el paradigma de verdades conocidas a priori; pero la proposición en
cuestión no parece, en absoluto, una que nadie conozca a priori. Las proposi­
ciones analíticas son también el paradigma de las verdades necesarias; mas
tampoco parece la proposición indicada una necesariamente verdadera: Aris­
tóteles podría no haber sido discípulo de Platón, ni maestro de Alejandro; y
éstas son posibilidades que S puede contemplar inteligiblemente, incluso si
toda la información que asocia con Aristóteles es la expresada por ‘el maestro
de Alejandro Magno y discípulo de Platón’.
La dificultad principal puesta de manifiesto por Kripke, sin embargo, está
en que esta primera propuesta no resuelve el problema inicial, que era, como
se recordará, la insuficiencia de las intuiciones puramente conceptuales para
determinar las referencias que intuitivamente tienen Las expresiones en cues­
tión. Pues, si en lugar de pensar en ejemplos de personajes tan conocidos como
Aristóteles, tomamos otros igualmente posibles, se reproduce la dificultad
observada cuando tomábamos como sentido de los nombres propios el sugeri­
do por la parábola fócida. La información que cualquiera que no sea un afi­
cionado al ciclismo puede asociar con ‘Luis Ocaña’ en un contexto común es
quizás ciclista español, ganador de un Tour de Francia\ ciertamente, nada sufi­
ciente para individualizar al referente del término. David Kaplan proporciona
un delicioso ejemplo que pone crudamente de relieve la dificultad: según infor­
ma Kaplan, la entrada para ‘Ramsés VIIT en un cierto diccionario es “uno de
entre varios faraones sobre quienes nada se sabe”.
Estas dificultades muestran bien a las claras que los sentidos de los nom­
bres propios no pueden ser los que Frege parece haber contemplado; es decir,
que no pueden estar constituidos por información generalmente asociada con
el término, del tipo de la información que Frege indica a propósito de ‘Aristó­
teles’ — ni por disyunciones construidas a partir de esa información. (Informa­
ción sobre “gestas conspicuas” del objeto significado.) Aquí, probablemente,
Frege se dejó extraviar por una característica enteramente peculiar a sus ejem­
plo típicos, ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero verpestino’ (o los sinónimos ‘Fós­
foro’ y ‘Héspero’); pues estos nombres propios poseen accidentalmente un ras­
go que muy pocos otros nombres propios poseen, a saber, que existe informa­
ción — del tipo “gestas conspicuas” del referente— que, de nfecho, la mayoría
de usuarios competentes de los términos asocia con ellos. Los ejemplos de
‘Luis Ocaña’ y ‘Ramsés VIH’ ilustran patentemente que éste no es, en abso­
luto, un rasgo lingüísticamente necesario de los nombres propios.
Frege, quien tenía opiniones muy negativas sobre el valor del lenguaje
natural como herramienta para la expresión de pensamientos, argumentaría
posiblemente que estos problemas no se tendrían por qué presentar en un
supuesto “lenguaje ideal” , diseñado quizás para promover una comunicación
perspicua. En un lenguaje así, se introduciría siempre por estipulación un nom­
bre propio asociado a información suficiente para identificar a su referente.
Conviene apreciar, sin embargo, que una razón que Frege proporciona para ju s­
tificar esta displicencia respecto del lenguaje común no es muy coherente con
sus otras propuestas. El propósito de quien utiliza un término singular es intro­
ducir en el discurso un cierto individuo: la referencia, como sabemos, del tér­
mino. Dice Frege que no importa mucho que en el lenguaje común hablante y
oyente asignen diferentes sentidos al mismo término singular, en la medida en
que la referencia identificada a través de.ellos sea la misma; pues el propósito
comunicativo fundamental del hablante quedará en todo caso salvaguardado.
ACF pone de manifiesto, desde luego, que no habría verdadera comunicación
en un caso así; pues se sigue de ese argumento que no basta conocer la refe­
rencia de un término singular para comprender cabalmente un enunciado en el
que el término aparece. Lo que es peor, el intemismo fregeano requiere, como
vimos en la sección anterior, que las referencias no sean un componente esen­
cial del significado. Pero el objetivo fundamental del hablante quedaría sufi-
que han sido de hecho utilizadas (es por eso que son expresiones deícticas o
indéxicas).
Algo similar cabe decir respecto de los nombres propios. Una fábula me
permitirá sugerir una explicación plausible de su función en el lenguaje omi­
tiendo una discusión teórica —que habría de ser más larga y compleja de lo
que es apropiado aquí. A y B son biólogos que tienen a su cargo el seguimiento
de una población de focas. Si, cuando desean comunicarse proposiciones acer­
ca de focas determinadas, hubieran de invocar para identificarlas las caracte­
rísticas que Ies vienen más fácilmente a las mientes, se verían sin duda en gra­
ves apuros. Aseveraciones tales como ‘la foca grande con la piel moteada de
azabache y el hocico enorme está enferma’ difícilmente permitirían transmitir
una proposición acerca de una foca determinada, en contra de las intenciones
del hablante. Recurrir a deícticos, por otro lado, no es generalmente posible,
porque en las ocasiones en que A y B deben transmitirse información no siem­
pre resulta suficientemente prominente la foca de la que quieren hablar. Una
solución es introducir características tan diáfanas cognoscitivamente para A y
B como la^ que inútilmente se invocan en la tentativa anterior (el color, el
tamaño, la enormidad del hocico, etc.), que, como ellas, sean poseídas de
manera suficientemente estable con independencia del contexto de uso, pero
que, a diferencia de ellas, sean realmente individuativas (al menos en la situa­
ción en que A y B se comunican). Pueden, por ejemplo, poner una etiqueta con
un adjetivo cardinal a cada foca— un adjetivo diferente para cada una— ase­
gurándose de que las etiquetas permanezcan adjuntas a la foca con ellas ini­
cialmente etiquetada. *1.235 está enferma’ sirve ahora sin dificultad para trans­
mitir un pensamiento definido. El término singular ‘1.235’ tiene como refe­
rencia en el lenguaje que A y B utilizan una foca determinada; la intuición
puramente conceptual asociada con el término es algo así como foca etiqueta­
da con un ejemplar de la expresión-tipo ‘1.235’. Si esta parábola recoge los
elementos centrales de la función de los nombres propios en el lenguaje natu­
ral, cabe concluir (apoyándonos en la lógica de las parábolas) que el sentido
fregeano del sujeto de (1”) sería persona “etiquetada” con un ejemplar de la
expresión-tipo ‘Gustave Flaubert'.1
Supuesto que una explicación que siga las líneas sugeridas en la parábola

7. “Etiquetar” a una persona es algo mucho más complicado que etiquetar a una foca; queremos aludir con
ese término a prácticas tan complejas y tan diversas com o eí bautismo, la inscripción de un nombre en registros ecle-
siales o jurídicos, la introducción y el uso de motes, apelativos familiares, etc. En el caso de las calles, cines o luga­
res geográficos, las prácticas a que aludimos con ‘etiquetar’ son más afines a las ilustradas con la parábola, pero inclu­
yen también la existencia de mapas, guías, etc., en las que reaparecen las “etiquetas". La virtud principal de la pará­
bola es precisamente la de ahorramos ía difícil tarea de proporcionar una descripción precisa de los aspectos rele­
vantes de estas prácticas. Lo común a todas ellas (lo esencial de la institución de los nombres propios, si la concep­
ción aquí sugerida es correcta) es esto: el objetivo de etiquetar es hacer que los objetos a que queremos referimos
adquieran y mantengan, gracias ai etiquetaje, una propiedad distintiva, intersubjetivamente accesible y cognoscitiva­
mente diáfana. La propiedad en cuestión es lingüística; la posibilidad de darle este uso peculiar a los signos requiere,
por consiguiente. ía existencia independiente de la institución del lenguaje. Si la referencia a particulares es esencial
a la institución del lenguaje (com o yo creo que es), entonces los nombres propios no pueden ser el único m ecanismo
para ello, ni tampoco el más básico. (Los deícticos y las descripciones definidas son las expresiones apropiadas para
cumplir ese papel, a mi juicio.)
sea correcta, resulta patente que la intuición puramente conceptual convencio­
nalmente asociada a un nombre propio, que sirve de modo de presentación de
la referencia, es tan poco capaz de determinarla como lo es la de una expresión
deíctica. Así lo muestra esta ampliación de nuestra parábola: sucede que dos
comunidades distintas de biólogos han dado con la misma idea para comuni­
carse información, instrucciones, etc., acerca de las diferentes poblaciones de
focas de que, respectivamente, se cuidan. Ignorantes de la existencia de la otra
comunidad, cada una ha iniciado su serie de etiquetas a partir del primer nume­
ral.8 Cuando se profiere ‘1.235 está enferma’ en una y otra comunidad, la refe­
rencia de ‘1.235’ es distinta, pese a ser el mismo el modo de presentación aso­
ciado. Es obvio, por otro lado, que este aspecto ulterior de.nuestra parábola se
da también, análogamente, en el caso de los nombres propios cotidianos. Per­
sonas “etiquetadas” con un ejemplar de ‘Gustave Flaubert’ hay, o puede haber,
más de una; por no hablar de ‘John Smith’ o ‘Manuel Pérez García’. Al igual
que ocurre con las expresiones deícticas, pues, los modos de presentación que
cabe atribuir a los nombres propios, por sí solos, no determinan la referencia;
contribuyen, ciertamente, a remitir el discurso a ella, pero sólo en conjunción
con elementos contextúales.
A lo largo de esta discusión he adoptado dos supuestos: (i) que los modos
de presentación de los términos singulares habrían de estar asociados conven­
cionalmente con los mismos; y (ii) que deben determinar un referente defini­
do para las expresiones-tipo con las que están convencionalmente asociados.
Éste es el modo más natural de interpretar el segundo de los requisitos fre­
geanos sobre los sentidos, eí de intersubjetividad. Ahora bien, no es eí único;
y la evidencia textual (constituida por una nota a pie de página en “Sobre sen­
tido y referencia”, donde Frege considera el caso de los nombres propios, y por
el artículo tardío “El pensamiento”, donde discute los problemas presentados
por las expresiones deícticas) sugiere que Frege podría acogerse a una de dos
soluciones al problema que hemos presentado. Una (la sugerida por la nota en
“Sobre sentido y referencia”) es abandonar el supuesto de que los sentidos
están, en el lenguaje común, convencionalmente asociados con las expresiones.
Como veremos enseguida, esta idea no es por sí sola muy prometedora. La
segunda idea es abandonar el supuesto de que son las expresiones-tipo las que
tienen referencia. Esta segunda idea, como defenderé en la sección § 4, resuel­
ve la dificultad; pero parece conllevar que los sentidos no pueden ser, como
Frege quiere, internos.
En lo que resta de sección examinaré la primera posibilidad, el recurso
más usual de los partidarios de las ideas de Frege. En la nota mencionada, Fre­
ge indica que el sentido de ‘Aristóteles’ podría ser el de la descripción ‘el
maestro de Alejandro Magno y discípulo de Platón’. La idea aquí implícita es

8. En el caso de los nombres propios más usuales, lo que ocurre más bien es que está ausente la necesidad
de evitar ambigüedades (dado que nunca dos miembros de diferentes "comunidades'’ de usuarios de un nombre pro­
pio precisan hablar de los respectivos referentes), o, simplemente, que se confía a la manifestación contextual de las
intenciones del hablante la eliminación de la ambigüedad cuando esa necesidad surge.
piedades y los géneros a que pertenecen tienen un sentido también caracteri­
zable en términos internos. Estas tres proposiciones, por lo que yo soy capaz
de ver, son inconsistentes.
Precisamente por esa razón, presenté las ideas representacionalistas de
Locke antes de exponer las de Frege, con la intención de conjugar mediante
i as aportaciones de ambos una versión plausible y suficientemente inteligible
de la concepción del lenguaje y de la mente a primera vista más atractiva, el
representacionalismo. Esta es mi justificación para forzar del modo en que lo
estoy haciendo las propuestas fregeanas. Por otra parte, internistas contempo­
ráneos, como J. Searle, B. Loar o C. McGinn, no pararían mientes en consi­
derar a las características de las vivencias como elementos privilegiados de
sentidos fregeanos. A mi juicio, las declaraciones de Frege en contra de una
interpretación como la que estoy proponiendo sólo se explican por la ausencia
en su obra de una reflexión profunda sobre los sentidos de expresiones no
directamente relevantes para su interés principal, el desarrollo del programa
logicista. Es cierto que ia intersubjetividad de los sentidos es necesaria para la
la teoría fregeana del discurso indirecto; por ello, puede parecer poco consis­
tente identificarlos, en algunos casos, con componentes de vivencias. Pero este
problema sólo pone de manifiesto una tensión fundamental en el representa­
cionalismo, a la que ya aludimos en el capítulo sobre Locke (IV, § 2).
Una diferencia entre Frege y Locke relacionada con la anterior está en ios
argumentos a que uno y otro dan más relevancia. El de Frege, como hemos vis­
to, se apoya en la posibilidad de que enunciados que sólo difieren en expre­
siones con la misma referencia tengan diferentes valores cognoscitivos para un
hablante competente en su uso. El argumento principal de Locke, por otro lado,
es el desarrollado a partir de la posibilidad de contemplar coherentemente
situaciones escépticas radicales: si las palabras deben significar primariamente
ideas es porque no tengo la misma garantía de la existencia de significaciones
secundarias que garantía tengo de que mis palabras tienen significado; pues ‘la
esfera ante mí es roja' tendría una interpretación precisa —-y no distinguible
de la que tiene primariamente si mi representación es verídica— incluso si no
hubiese esfera real alguna.
Sin embargo, hemos comprobado que Frege pretende extraer de su argu­
mento privilegiado, ACF, una conclusión que no se sigue del mismo: a saber,
que las referencias no son “parte componente” de los pensamientos. Es intere­
sante constatar finalmente que la conclusión sí parece seguirse de un argu­
mento distinto de ACF, que hasta aquí hemos reservado pero quizás el lector
tuviera presente. Este argumento es análogo al de Locke; Frege lo utiliza como
un argumento secundario en favor de la distinción entre sentido y referencia.
Este argumento secundario de Frege se apoya en la existencia de enunciados
con sentido que incluyen términos carentes de referencia. Una historia ya
expuesta antes (V, § 2) sirve de trasfondo a (5), que ilustra el caso. Con el fin
de explicar determinadas alteraciones en la órbita de Mercurio — alteraciones
con respecto a la trayectoria predicha por la teoría de Newton— , Le Venier
postuló la existencia de un planeta hasta entonces desconocido, al que llamó
‘Vulcano’, que, situado entre Mercurio y el Sol, causaba tales alteraciones; Siii
embargo, las anomalías que llevaron a conjeturar la existencia de :V ulc¿:Q;;nQ
las causaba ningún planeta, sino la incorrección de la teoría newtonianar

(5) Vulcano tiene la más corta órbita entre los planetas del Sistema Solar;

(5) contiene una expresión sin referencia: no existe objeto alguno, asocia-;
do con ‘VulcanoY por relación al cual podamos evaluar la verdad o falsedad
de (5). Por esa razón, según Frege, (5) carece de valor veritativo: no es verda­
dero ni falso. Sin embargo, (5) no es en absoluto asimilable a esos enunciados
—del tipo de los que componen el poema-galimatías ‘Jabberwocky’ en Alicia
a través del espejo— que contienen expresiones sin ningún sentido. (5), en opi­
nión de Frege, tiene perfecto sentido. El monismo semántico produciría aquí
una paradoja. El pluralismo de Frege le permite disolverla: aunque ‘Vulcano’
no tiene dé hecho referencia, sí tiene sentido. No hay nada extraño, según él,
en que un conjunto de características individuativas en realidad no identifique
nada. Puede apreciarse la similitud de este argumento secundario con respecto
a las consideraciones de Locke basadas en las alucinaciones.
Lo interesante de este argumento es que nos permite elaborar razones de
las que sí parece seguirse que la identificación de los sentidos no debe depen­
der de las referencias objetivas; es decir, que las referencias no son “parte com­
ponente” de los pensamientos. Un usuario competente del lenguaje no es capaz
de distinguir la proposición que entiende cuando oye (5) de la que entiende
cuando oye (1) o (2). Parece, por consiguiente, que “lo” que capta debe tener
la misma “naturaleza”. De acuerdo con una teoría que postulase intuiciones
mixtas, russellianas, sin embargo, las proposiciones expresadas por (1) y (2) no
pueden ser más diferentes a la expresada por (5): las primeras incluyen intui­
ciones mixtas, y, por consiguiente, la referencia; en el caso de la segunda, no
hay referencia alguna que pueda jugar ese papel. (Una teoría russelliana sería
análoga a la propuesta extemista que bosquejamos en III, § 3, para estados per­
ceptuales.) La razón última por la que las referencias no pueden ser “parte” de
los pensamientos (es decir, según la interpretación que ofrecimos, lá razón por
la que las referencias deben desempeñar un papel meramente accidental en la
individuación de los sentidos) está en estas consideraciones a partir de [<xfa li­
bilidad de las relaciones intencionales. Pues lo que un hablante competente
comprende cuando oye o profiere un enunciado es, en sus aspectos esenciales,
el significado del enunciado. Las referencias, pues, no pueden nunca ser un
componente esencial del significado. Pues, precisamente porque las referencias
son esencialmente objetivas, el caso de Vulcano podría darse a propósito de
cualesquiera referencias.
A mi juicio, hay que buscar en estas consideraciones el verdadero argu­
mento de Frege para su afirmación de que el Mont-Blanc, con todas sus nie­
ves, no es parte componente de ningún pensamiento. En virtud de ellas, su teo­
ría del significado es internista exactamente en el sentido en que lo era la de
Locke (definido en ííí, § 3, y IV, § 2). Los aspectos objetivos, externos (la refe-
renda) son un aspecto semántico importante, pero accidental en el sentido pre­
ciso que se ha venido exponiendo, tanto en aquella sección como en esta. Los
aspectos semánticos esenciales, aquellos que caracterizan plenamente la com­
prensión que un hablante competente posee, son internos. Una teoría russellia-
na sería, por contra, una teoría extemista, pues asigna un papel esencial a ele­
mentos objetivos. El talón de Aquiles de una teoría extemista así está en el
argumento que acabamos de bosquejar con (5) como ilustración. (Y la línea de
réplica en defensa del extemismo es la bosquejada al final de IQ, § 3, junto a
las consideraciones que siguen.)

2. Los sentidos de nom bres propios y deícticos

Paso ahora a elaborar (con la ayuda de las consideraciones recientes de los


partidarios de la “nueva teoría de la referencia” o “teoría de la referencia direc­
ta”, tales como Saúl Kripke, David Kaplan y Hilary Putnam) las posibles con-
sideraciones'de Russell en favor de su propuesta extemista en el texto citado
al comienzo de la sección anterior. Russell sólo menciona el problema de los
nombres propios, pero aquí se ilustrará también mediante deícticos, pues estas
expresiones presentan problemas similares. El propósito que se atribuye a
quien usa el término singular ‘el autor de Madame Bovary’ en el contexto lin­
güístico de (1), y en el contexto extralingüístico que se ha descrito antes, es el
de “traer a colación” un determinado individuo, en este caso uno concreto
—Gustave Flaubert— , con el fin de atribuirle una propiedad. Ésta es la refe­
rencia del término, aquella entidad por relación a la cual se debe evaluar la ver­
dad o falsedad de la aseveración efectuada mediante (1) por el conferenciante;
como hemos venido insistiendo, ‘referencia’ es un término de propósito: la
referencia es un elemento del objeto intencional de un enunciado. La misma
referencia se habría de atribuir al sujeto de (2), como se indicó antes; y la mis­
ma cabría haber atribuido a los términos singulares que ofician de sujetos de
(!') y 0 " ) — respectivamente, ‘él' y ‘Flaubert’— si, en el mismo contexto
extralingüístico antes descrito, el conferenciante hubiese decidido emplear
cualquiera de ellas en lugar de (1).

(O Él nació en Rouen.

(1") Flaubert nació en Rouen.

Como se enfatizó en VI, § 2, para que la introducción de la distinción


entre sentido y referencia permita mantener la verdad de las tres proposiciones
de ACF, es preciso que sentidos y referencias estén estrechamente relaciona­
dos, pues sólo así conseguimos preservar la intuición que sustenta la tercera
proposición del argumento. La relación consiste en que los sentidos determi­
nan las referencias; la referencia de un término singular es esa única entidad
que posee las características especificadas por el sentido del término. Pues bien,
el primer elemento de justificación que podemos reconstruir a partir del;texto
de Russell en defensa de su tesis — que, en el caso de los nombres propios; íá
distinción entre sentido y referencia no es aceptable— es que, a diferencia,- de
lo que ocurre en el caso del sujeto en (1), no resulta nada patente que; haya
intuiciones puras constitutivas del sentido de los términos singulares sujetos;en
(1') y (1M), poseedoras de los tres rasgos antes expuestos (carácter predicativo;
intersubjetividad y diafanidad cognoscitiva) y capaces de determinar (junto
con los hechos contingentes que constituyen la realidad objetiva) la referencia
de esos términos.
Las expresiones deícticas como ‘él’, ‘yo’, ‘ahora’, ‘allí’, etc., se utilizan
para designar entidades objetivas (personas, tiempos, lugares, etc.); y su uso va
asociado convencionalmente a ciertas características generales que ayudan a la
audiencia a identificar su referencia. Por ejemplo, ‘yo’ designa a la persona
que habla; ‘él’ a una persona, u otro objeto animado, de género masculino,
prominente en el contexto; ‘allí’ a un lugar alejado del lugar en que se habla
según parámetros de lejanía prominentes en el contexto, etc. Estas propieda­
des cumplen los requisitos necesarios para constituir parcialmente los sentidos
de los términos: son predicativas, son intersubjetivas (están convencionalmen­
te asociadas a las expresiones, por lo que son conocidas por todos los hablan­
tes) y son diáfanas para una persona normal. Podrían, pues, constituir una
intuición puramente conceptual fregeana. Ahora bien, es patente que sólo pue­
den ayudar a identificar la referencia del término, pero no permiten identifi­
carla. Pues es claro que las mismas características se asocian a todas las pro­
ferencias de la misma oración-tipo ( l 1); pero, en cada proferencia concreta, el
término singular ‘él’ podría referir a una persona distinta. El objeto intencio­
nal de diferentes proferencias de esa misma oración-tipo bien puede ser dis-,
tinto; en consecuencia, algunas de ellas pueden ser verdaderas y otras falsas.
Las diferencias en valores veritativos, como sabemos, ponen de manifiesto
diferencias en las condiciones de verdad, y, por tanto, en los objetos intencio­
nales representados. Pero los sentidos que hemos identificado hasta ahora no
recogen esas diferencias.
En otras palabras, el conocimiento de las convenciones que rigen el uso
de ‘é l\ por sí solo, no me permite identificar la referencia del término, en cada
uso concreto del mismo. Sé que se trata de un objeto animado, de género mas­
culino, prominente en algún contexto lingüístico; pero, naturalmente, hay en el
mundo muchos objetos con esas características. Las características individua­
tivas convencionalmente asociadas con las expresiones deícticas facilitan el
conocimiento de su referencia. Mediante consideraciones similares a las que
conforman ACF (que se desarrollan después) podríamos establecer que cono­
cerlas es necesario para una cabal comprensión del pensamiento expresado por
una proferencia cualquiera que las incluya; pero es claro que no basta cono­
cerlas para identificar la referencia.6 Es preciso conocer también 11 contexto en

6. Cf. i. Perry, “Frege on Demonstratives" y “The Problem o f the Essential Indexical”.


que han sido de hecho utilizadas (es por eso que son expresiones deícticas o
indéxicas).
Algo similar cabe decir respecto de los nombres propios. Una fábula me
permitirá sugerir una explicación plausible de su función en el lenguaje omi­
tiendo una discusión teórica — que habría de ser más larga y compleja de lo
que es apropiado aquí. A y B son biólogos que tienen a su cargo el seguimiento
de una población de focas. Si, cuando desean comunicarse proposiciones acer­
ca dé focas determinadas, hubieran de invocar para identificarlas las caracte­
rísticas que les vienen más fácilmente a ías mientes, se verían sin duda en gra­
ves apuros. Aseveraciones tales como ‘la foca grande con la piel moteada de
azabache y el hocico enorme está enferma’ difícilmente permitirían transmitir
una proposición acerca de una foca determinada, en contra de las intenciones
del hablante. Recurrir a deícticos, por otro lado, no es generalmente posible,
porque en las ocasiones en que A y B deben transmitirse información no siem­
pre resulta suficientemente prominente la foca de la que quieren hablar. Una
solución es introducir características tan diáfanas cognoscitivamente para A y
B como las que inútilmente se invocan en la tentativa anterior (el color, el
tamaño, la enormidad del hocico, etc.), que, como ellas, sean poseídas de
manera suficientemente estable con independencia del contexto de uso, pero
que, a diferencia de ellas, sean realmente individuativas (al menos en la situa­
ción en que A y B se comunican). Pueden, por ejemplo, poner una etiqueta con
un adjetivo cardinal a cada foca — un adjetivo diferente para cada una— ase­
gurándose de qué las etiquetas permanezcan adjuntas a la foca con ellas ini­
cialmente etiquetada. ‘1.235 está enferma’ sirve ahora sin dificultad para trans­
mitir un pensamiento definido. El término singular ‘1.235’ tiene como refe­
rencia en el lenguaje que A y B utilizan una foca determinada; la intuición
puramente conceptual asociada con el término es algo así como foca etiqueta­
da con un ejemplar de la expresión-tipo ‘1.235’. Si esta parábola recoge los
elementos centrales de la función de los nombres propios en el lenguaje natu­
ral, cabe concluir (apoyándonos en la lógica de las parábolas) que el sentido
fregeano del sujeto de (1") sería persona “etiquetada” con un ejemplar de la
expresión-tipo ‘Gustave Flaubert'?
Supuesto que una explicación que siga las líneas sugeridas en la parábola

7. “Etiquetar" a una persona es algo mucho más complicado que etiquetar a una foca; queremos «iludir con
ese término a prácticas tan complejas y tan diversas com o el bautismo, la inscripción de un nombre en registros ecle-
siales o jurídicos, la introducción y el uso de motes, apelativos familiares, etc. En el caso de las calles, cines o luga­
res geográficos, las prácticas a que aludimos con ‘etiquetar’ son más afines a las ilustradas con la parábola, pero inclu­
yen también la existencia de mapas, guías, etc., en las que reaparecen las “etiquetas”. La virtud principal de la pará­
bola es precisamente la de ahorramos la difícil tarea de proporcionar una descripción precisa de los aspectos rele­
vantes de estas prácticas. Lo común a todas ellas (lo esencial de la institución de los nombres propios, si la concep­
ción aquí sugerida es correcta) es esto: el objetivo de etiquetar es hacer que los objetos a que queremos referimos
adquieran y mantengan, gracias al etiquetaje, una propiedad distintiva, intersubjetivamente accesible y cognoscitiva­
mente diáfana. La propiedad en cuestión es lingüística; la posibilidad de darle este uso peculiar a los signos requiere,
por consiguiente, la existencia independiente de la institución del lenguaje. Si la referencia a particulares es esencial
a la institución del lenguaje (com o yo creo que es), entonces los nombres propios no pueden ser el único m ecanismo
para ello, ni tampoco el más básico. (Los deícticos y las descripciones definidas son las expresiones apropiadas para
cumplir ese papel, a mi juicio.)
sea correcta, resulta patente que la intuición puramente conceptual convencio­
nalmente asociada a un nombre propio, que sirve de modo de presentación de:
la referencia, es tan poco capaz de determinarla como lo es la de una expresión
deíctica. Así lo muestra esta ampliación de nuestra parábola: sucede que dos
comunidades distintas de biólogos han dado con la misma idea para comuni­
carse información, instrucciones, etc., acerca de las diferentes poblaciones de
focas de que, respectivamente, se cuidan. Ignorantes de la existencia de la otra
comunidad, cada una ha iniciado su serie de etiquetas a partir del primer nume­
ral.8 Cuando se profiere ‘1.235 está enferma* en una y otra comunidad, la refe­
rencia de ‘1.235’ es distinta, pese a ser el mismo el modo de presentación aso­
ciado. Es obvio, por otro .lado, que este aspecto ulterior de nuestra parábola se
da también, análogamente, en el caso de los nombres propios cotidianos. Per­
sonas “etiquetadas” con un ejemplar de ‘Gustave Flaubert’ hay, o puede haber,
más de una; por no hablar de ‘John Smith’ o ‘Manuel Pérez García’. Al igual
que ocurre con las expresiones deícticas, pues, los modos de presentación que
cabe atribuir a los nombres propios, por sí solos, no determinan la referencia;
contribuyen, ciertamente, a remitir el discurso a ella, pero sólo en conjunción
con elementos contextúales.
A lo largo de esta discusión he adoptado dos supuestos: (i) que los modos
de presentación de los términos singulares habrían de estar asociados conven­
cionalmente con los mismos; y (ii) que deben determinar un referente defini­
do para las expresiones-tipo con las que están convencionalmente asociados.
Éste es el modo más natural de interpretar el segundo de ios requisitos fre­
geanos sobre los sentidos, el de intersubjetividad. Ahora bien, no es el único;
y la evidencia textual (constituida por una nota a pie de página en “Sobre sen­
tido y referencia”, donde Frege considera el caso.de los nombres propios, y por
el artículo tardío “El pensamiento”, donde discute los problemas presentados
por las expresiones deícticas) sugiere que Frege podría acogerse a una de dos
soluciones al problema que hemos presentado. Una (la sugerida por la nota en
“Sobre sentido y referencia”) es abandonar el supuesto de que los sentidos
están, en el lenguaje común, convencionalmente asociados con las expresiones.
Como veremos enseguida, esta idea no es por sí sola muy prometedora. La
segunda idea es abandonar el supuesto de que son las expresiones-tipo las que
tienen referencia. Esta segunda, idea, como defenderé en la sección § 4, resuel­
ve la dificultad; pero parece conllevar que los sentidos no pueden ser, como
Frege quiere, internos.
En lo que resta de sección examinaré la primera posibilidad, el recurso
más usual de los partidarios de las ideas de Frege. En la nota mencionada, Fre­
ge indica que el sentido de ‘Aristóteles* podría ser el de la descripción ‘el
maestro de Alejandro Magno y discípulo de Platón’. La idea aquí implícita es

8. En el caso de los nombres propios más usuales, lo que ocurre más bien es que está ausente la necesidad
de evitar ambigüedades (dado que nunca dos miembros de diferentes “comunidades" de usuarios de un nombre pro­
pio precisan hablar de los respectivos referentes), o, simplemente, que se confía a la manifestación contextuai de las
intenciones del hablante la eliminación de la ambigüedad cuando esa necesidad surge.
que el sentido de un nombre propio está constituido por la información acerca
del referente que asociamos con un uso del nombre. Esta idea, sin embargo,
presenta diferentes problemas. Un problema inmediato es que, en contra de lo
que parece ser el caso, bastaría con que una mínima parte de las opiniones
sobre un individuo que asociamos a un nombre suyo sea incorrecta para que el
nombre careciera de referencia. Si el autor de la Metafísica, discípulo de Pla­
tón, etc., no fue en.realidad maestro de Alejandro Magno, ‘Aristóteles’ care­
cería de referencia cuantas veces se usase con el sentido sugerido por Frege.
Seguidores posteriores de Frege (como J. Searle) han defendido que el sentido
de un nombre .propio estaría más bien constituido por una descripción que
exprese varias disyuntivas, cada una de las cuales recogería diferentes aspec­
tos de la información poseída sobre el referente: lel maestro de Alejandro, o
discípulo de Platón, o autor de la Metafísica, o . . / . El objetivo de esta com­
plicación es dejar abierta la posibilidad de que parte de la información sea
incorrecta; sin que ello conlleve que el nombre carezca de referencia. Los pro­
blemas que a continuación se indican: afectan igualmente a esta elaboración
más compleja de la sugerencia de Frege. .
El primer problema es que, si el sentido está constituido por la informa­
ción acerca de un individuo que asociamos :con un. nombre suyo, diferentes
hablantes adscribirán diferentes sentidos al mismo nombre. .Esto ocurre ya en
el caso de nombres de personajes famosos, como. ‘Aristóteles’, y mucho más
aún en el caso de la mayoría de los nombres propios que utilizamos en la vida
cotidiana; en rigor, la misma persona, en diferentes etapas: de su formación,
asignará diferentes sentidos a un mismo nombre. Esta dificultad puede corres­
ponder a lo que Russell tenía en mente, cuando objeta a Frege (en el texto
sobre las nieves del Mont-Blanc): “En el caso der un nombre propio, como
‘Sócrates’ ... sólo veo la idea, que es psicológicas y el objeto.” . ■
En El nombrar y la necesidad, Saúl Kripke pone de manifiesto otros pro­
blemas de la propuesta que estamos considerando. Si el sentido de ‘Aristóte­
les’ fuese, en los usos que S hace durante cierto, período, el de ‘el maestro de
Alejandro Magno y discípulo de Platón’, entonces ‘Aristóteles fue discípulo de
Platón’ debería ser, para S al menos, una proposición cuya verdad S conoce
meramente en virtud de su conocimiento del lenguaje: una verdad analítica, tn
uno de los sentidos tradicionales del término. Ahora, bien, las verdades analí­
ticas son el paradigma de verdades conocidas a priori; pero la proposición en
cuestión no parece, en absoluto, una que nadie conozca a priori. Las proposi­
ciones analíticas son también el paradigma de las verdades necesarias; mas
tampoco parece la proposición indicada una necesariamente verdadera: Aris­
tóteles podría no haber sido discípulo de Platón, ni maestro de Alejandro; y
éstas son posibilidades que S puede contemplar inteligiblemente, incluso si
toda la información que asocia con Aristóteles es la expresada por ‘el maestro
de Alejandro Magno y discípulo de Platón’.
La dificultad principal puesta de manifiesto por Kripke, sin embargo, está
en que esta primera propuesta no resuelve el problema inicial, que era, como
se recordará, la insuficiencia de las intuiciones puramente conceptuales para
determinar las referencias que intuitivamente tienen las expresiones en cues­
tión. Pues, si en lugar de pensar en ejemplos de personajes tan conocidos como
Aristóteles, tomamos otros igualmente posibles, se reproduce la dificultad
observada cuando tomábamos como sentido de los nombres propios el sugeri­
do por la parábola fócida. La información que cualquiera que no sea un afi­
cionado al ciclismo puede asociar con ‘Luis Ocaña’ en un contexto común es
quizás ciclista español, ganador de un Tourde Francia; ciertamente, nada sufi­
ciente para individualizar al referente del término. David Kaplan proporciona
un delicioso ejemplo que pone crudamente de relieve la dificultad: según infor­
ma Kaplan, la entrada para ‘Ramsés VIH’ en un cierto diccionario es “uno de
entre varios faraones sobre quienes nada se sabe”.
Estas dificultades muestran bien a las claras que los sentidos de los nom­
bres propios no pueden ser los que Frege parece haber contemplado; es decir,
que no pueden estar constituidos por información generalmente asociada con
el término, del tipo de la información que Frege indica a propósito de ‘Aristó­
teles’ —ni por disyunciones construidas a partir de esa información. (Informa­
ción sobre “gestas conspicuas” del objeto significado.) Aquí, probablemente,
Frege se dejó extraviar por una característica enteramente peculiar a sus ejem­
plo típicos, ‘el lucero del alba’ y ‘el lucero verpestino’ (o los sinónimos ‘Fós­
foro’ y ‘Héspero’); pues estos nombres propios poseen accidentalmente un ras­
go que muy pocos otros nombres propios poseen, a saber, que existe informa­
ción — del tipo “gestas conspicuas” del referente— que, de hecho, la mayoría
de usuarios competentes de los términos asocia con ellos. Los ejemplos de
‘Luis Ocaña’ y ‘Ramsés VHT ilustran patentemente que éste no es, en abso­
luto, un rasgo lingüísticamente necesario de los nombres propios.
Frege, quien tenía opiniones muy negativas sobre el valor del lenguaje
natural como herramienta para la expresión de pensamientos, argumentaría
posiblemente que estos problemas no se tendrían por qué presentar en un
supuesto “lenguaje ideal”, diseñado quizás para promover una comunicación
perspicua. En un lenguaje así, se introduciría siempre por estipulación un nom­
bre propio asociado a información suficiente para identificar a su referente.
Conviene apreciar, sin embargo, que una razón que Frege proporciona para jus­
tificar esta displicencia respecto del lenguaje común no es muy coherente con
sus otras propuestas. El propósito de quien utiliza un término singular es intro­
ducir en el discurso un cierto individuo: la referencia, como sabemos, del tér­
mino. Dice Frege que no importa mucho que en el lenguaje común hablante y
oyente asignen diferentes sentidos al mismo término singular, en la medida en
que la referencia identificada a través de ellos sea la misma; pues el propósito
comunicativo fundamental del hablante quedará en todo caso salvaguardado.
ACF pone de manifiesto, desde luego, que no habría verdadera comunicación
en un caso así; pues se sigue de ese argumento que no basta conocer la refe­
rencia de un término singular para comprender cabalmente un enunciado en el;
que el término aparece. Lo que es peor, el intemismo fregeano requiere, cómo
vimos en la sección anterior, que las referencias no sean un componen te ésén-!
cial del significado. Pero el objetivo fundamental del hablante quedaría sufi--
cientemente preservado, sostiene Frege, si su audiencia se ve al menos dirigi­
da a captar la referencia que quiere dar a sus palabras.
Esta consideración, sin embargo, es incompatible con uno de los aspectos
más atractivos de las ideas de Frege, su teoría del discurso indirecto (VI, § 3).
Según Frege, hay ocasiones en que la referencia misma de un término es su
sentido usual: aquellas en que un término singular aparece en un contexto indi­
recto. Ahora bien, si A no puede estar seguro de asignar el mismo sentido a x
que B, ¿cómo puede entonces proferir significativamente ‘B cree que ... t _ ’?
En los casos en que una persona utiliza un término singular dentro de un con­
texto indirecto,, en un enunciado sobre las actitudes o el discurso de otra per-
sona, el sentido que el primero asigna al término debería coincidir con el que
le asigna el segundo. No parece que tal cosa sea posible, de modo general, si
el sentido de un nombre propio es el que Frege sugiere.

3. Proposiciones singulares fregeanas y russellianas

Podemos'ahora ver con alguna mayor simpatía la objeción de Russell a


Frege en el texto sobre las nieves del Mont-Blanc. La consideración más
importante que Russell ofrece es ésta: si su tesis “no se admitiera, obten­
dríamos la conclusión de que no podemos saber nada en absoluto acerca del
Mont-Blanc mismo’V Esta afirmación de Russell parece, como hemos dicho,
injustificada. De: acuerdo con Frege, podemos, naturalmente, tener conoci­
miento sobre objetos como el Mont-Blanc. Cualquiera que entienda correcta­
mente (1) adquiere,: a través de esa comprensión, conocimiento sobre Flaubert.
Frege únicamente insiste, sobre la poderosa base de ACF, en que no se puede
conocer un objeto sin o es a través del conocimiento de características que lo
identifican. ACF desacredita el millianismo de manera genérica: los nombres,
como cualquier término singular con referencia objetiva, deben tener asociados
modos de presentación,, a través de los cuales se determina la referencia. Sin
embargo, hemos visto en la sección anterior que no parece nada sencillo indi­
car de manera específica cuáles puedan ser los sentidos predicativos, intersub­
jetivos y cognoscitivamente diáfanos de los nombres propios y de los indéxi-
cos cuya existencia hemos concluido de ACF. Debemos ver ahora que la obje­
ción central contenida en la consideración de Russell que se acaba de citar
(según la propuesta de Frege, no conocemos los objetos mismos) va más allá
de la dificultad expuesta en la sección precedente, aunque está estrechamente
relacionada con ella.
Una manera de expresar la objeción última de Russell de un modo menos
susceptible que el suyo propio de provocar la objeción del párrafo anterior es
ésta: admitido que es posible “conocer objetos” al modo fregeano, lo que Fre­
ge entiende por conocer un objeto (dada su tesis de que las referencias mismas
no forman parte del pensamiento) no hace justicia al conocimiento de un obje­
to que tiene quien entiende cabalmente enunciados como (T) y (1"). Tampoco
— diremos nosotros en contraposición aquí con Russell— hace justicia la con-
cepción fregeana de qué es “conocer objetos” al conocimiento que tieríév^ien-
entiende (1), tal como se usa en el contexto extralingiiístico que hemos des-l
crito. Debemos clarificar ahora la diferencia entre estos dos modos de conóceí:
objetos. A tal fin, considérese el enunciado (6):

(6) Un ciudadano español cuyo D.N.I. tiene un número primo de siete dígi­
tos es portador del virus Ebola. '

Supongamos que (6) lo ha proferido un individuo con creencias aritmo-


mánticas, como una conjetura inferida de sus peculiares opiniones sobre el
potencial adivinatorio de los números. Es decir, (6) expresa su conjetura de que
uno u otro ciudadano español con las características indicadas, cualquiera que
sea con tal de que sea uno así relacionado con números, es portador del citado
virus. En tai caso, existe una diferencia fundamental entre el pensamiento expre­
sado por este enunciado y los expresados por (1), (1') y (1"). Nos referiremos a
esa diferencia diciendo que (6) expresa una proposición con contenido general,
mientras que (1), (1') y (1") expresan proposiciones con contenido singular. Exis­
ten dos manifestaciones claras que nos servirán de criterios para reconocer la
generalidad del contenido de (6). La primera es que alguien que preguntase “¿de
qué ciudadano español hablas?” al autor de la proferencia no habría entendido
correctamente el pensamiento expresado. (6) no trata de nadie en particular: si
varios ciudadanos españoles cuyos D.N.I. tienen números primos de siete dígi­
tos fuesen portadores del virus Ebola, (6) no sería menos verdadero de lo que lo
sería si uno sólo lo tuviera; y ninguno de esos ciudadanos estaría más cualifica­
do de lo que lo estaría cualquier otro para que su infección fuese pertinente para
evaluar (6) como verdadero. Por un lado, en la determinación de la verdad o fal­
sedad de (6) están involucrados todos los objetos en nuestro universo del dis­
curso; por otro, no lo está ninguno en particular, pues no es preciso conocer
características individuativas de ninguno de ellos en particular para entender (6).
La segunda manifestación de la generalidad de (6) consiste en que, si nin­
gún ciudadano español resultase tener un D.N.I. con un número primo de sie­
te dígitos, entonces (6) expresaría simplemente un pensamiento falso. Supon­
gamos, sin embargo, que Gustave Flaubert no existió. Un equipo concienzudo
de bromistas escribió Madarne Bovary, así como las otras obras atribuidas a
Flaubert, y construyó mediante otros bien trabados indicios un elaborado frau­
de que ha alimentado todas las biografías de Flaubert. Ningún registro eclesial,
judicial o gubernamental nos permite identificar a un individuo del siglo pasa­
do “etiquetado” con ‘Gustave Flaubert’; no hay ninguna persona a quien se
hubieran dirigido los habitantes de Rouen en el siglo pasado con esa expresión,
etc. En ese caso, (1), (T) y (1") no serían simplemente falsos. Quizás encon­
tremos una buena razón para clasificarlos como falsos; pero inicialmente, lo
que se nos ocurre es que esos enunciados carecen de valor de verdad. Si en al­
gún lugar llevan un registro exhaustivo y totalmente correcto de los nacidos en
el pasado, en él no encontraremos a Flaubert: ni entre los nacidos en Rouen,
ni tampoco entre los nacidos en otro lugar.
Estas dos manifestaciones constituyen el argumento de Russell para sos­
tener que, pese a su similar estructura sintáctica, (6), por un lado, y (1), (1')
y (1"), por otro, son lógicamente muy distintos entre sí. Los sujetos de (1),
(1') y (1") son términos singulares, a los que se supone una referencia: una
entidad objetiva, por relación a la cual se deben evaluar como verdaderos o
falsos. El sujeto gramatical de (6), por otro lado, ‘un ciudadano español cuyo
D.N.I. tiene un número primo de siete dígitos’, no es en absoluto un término
singular: no refiere a un individuo particular, por relación al cual se ha de eva­
luar la verdad o falsedad de (6). La estructura lógica de (6) es, más bien, la
de 3x(x es k a a(x))f según la semántica expuesta en VI, § 6; la regla semán­
tica que allí ofrecimos para la expresión de cuantificación ‘3* pone de mani­
fiesto que ninguna entidad particular aparece implicada en las condiciones de
verdad de (6).
Hasta aquí no hay ninguna diferencia entre Frege y Russell; en rigor, lo
expuesto son ideas que Russell (como el resto de nosotros) aprendió de Frege.
Ahora bien, Russell va un paso más allá que Frege. Según Russell, desde un
punto de vista lógico es preciso clasificar las descripciones definidas junto con
el sujeto gramatical de (6). Su teoría de las descripciones (formulada algún"
tiempo después de la época en que escribió el texto citado al comienzo), que
expondremos en el próximo capítulo, le permitió expresar más cabalmente este
punto de .vista; pero la idea ya está presente en el texto citado al comienzo de
la sección precedente. Es claro que, en ciertos casos al menos, Russell está en
lo cierto- El primero de los criterios de la generalidad del contenido descritos
antes, cuando menos (bajo supuestos razonables, también el segundo), pone de
manifiesto: que el sujeto de 'el despacho de cada parlamentaria oscense tiene
una lámpara halógena’ no tiene como referencia un objeto particular; y lo mis­
mo ocurre con ‘si, en efecto, una persona y sólo una escribió esa obra, el autor
dz Madame Bovary era un pervertido’ y con ‘el autor de Madame Bovary,
quienquiera que sea que escribiera esa obra, es un pervertido’. Tomemos aho­
ra un ejemplo que pueda servimos para hacer una comparación más directa con
(1), (1') y ( r ’)- Supongamos que las teorías aritmománticas del autor de (6) le
permiten concretar más sus creencias: no le llevan sólo a concluir que hay al
menos un individuo con ciertas propiedades numéricas que tiene el virus, sino,
más específicamente, a que tiene el virus un individuo con características
numéricas que exclusivamente una persona puede tener. De modo que ahora
profiere (7):

(7) El ciudadano español con D.N.I. 38.411.896 es portador del virus


Ebola.

La idea de Russell es que también el pensamiento expresado por (7), como


el expresado por (6), y a diferencia de los expresados por (1), (1') y (1"), es
general. ‘El ciudadano español con D.N.I. 38.411.896’ no funciona en (7)
como un término singular, para entender el cual sea preciso conocer un obje­
to, su supuesta referencia.9 A primera vista, resulta difícil admitir esta tesis dé
Russell; mientras que quien usa un k deja abierta la posibilidad de que haya
más de un individuo que caiga bajo tc, no ocurre lo mismo con quien usa el m
Esto produce la impresión de que ninguno de los dos criterios para la genera­
lidad de un contenido arroja el resultado esperado por Russell en el caso de (7)
y, por tanto, que Frege tenía razón al clasificar (7) junto a (1), ( ! ’) y ( I n ­
correctamente expuesto, como veremos, el argumento de Russell no depende
en último extremo de esta cuestión. Podemos aceptar que, en cierto sentido, (7)
expresa un pensamiento singular, y defender sin embargo que (1), (V) y (1")
expresan pensamientos singulares de otro tipo; la objeción de Russell, presen­
tada en términos menos polémicos, es entonces que las ideas de Frege impi­
den dar cuenta de esta diferencia.
Obsérvese que la intuición que constituye el sentido del sujeto de (7) es
puramente conceptual, como Frege sostiene que deben ser las intuiciones.
Quien emite (7) conoce de la referencia del término singular únicamente una
serie de características individuativas: su número de D.N.I., que se trata de un
ciudadano español. Es razonable pensar que esas características generales, en
este caso, determinan unívocamente la referencia del término. Esas caracterís­
ticas constituyen también lo único que es preciso saber para entender el enun­
ciado, y por lo tanto para conocer la referencia del término general. Digamos,
por tanto, que quien comprende cabalmente (7) comprende una proposición
singular en sentido fregeano; y que la capacidad de entender (7) requiere la
capacidad de conocer un objeto en sentido fregeano. Las proposiciones singu­
lares así comprendidas son proposiciones singulares fregeanas. Enunciada cau­
tamente, entonces, la crítica de Russell es qué hay otros modos de comprender
proposiciones singulares — ilustrado por (1), (T) y (1")— que comprenderlas
en sentido fregeano, y otros modos de conocer objetos que conocerlos en sen­
tido fregeano. Es para dar cabida en nuestra teoría semántica a esos otros
modos de comprender proposiciones singulares y de conocer objetos que
hemos de incorporar proposiciones con intuiciones mixtas, de las que el Mont-
Blanc, con todas sus nieves, podría bien ser un constituyente. Las intuiciones
puramente conceptuales son sólo apropiadas para dar cuenta de lo que cono­
cemos cuando conocemos proposiciones singulares en sentido fregeano. Deno­
minaremos en lo sucesivo proposiciones russellianas a esas proposiciones
heterogéneas, que incluyen intuiciones mixtas.

9. Dada su tesis según la cual la distinción entre sentido y referencia se aplica a las descripciones pero no a
los nombres propios, Russell sostendría 1o mismo para (1), y para cualquier enunciado que incluya una descripción;
también ( l) expresa una proposición con contenido general. Esta cuestión se discutirá por extenso en el próximo capí­
tulo. Com o allí se verá, nada de lo dicho en el texto se opone, estrictamente, a la opinión de Russell sobre la gene­
ralidad del contenido de ( l) . Todo lo que sostenem os es que, proferidos en los contextos extralingüísticos que se han
descrito, (I) expresa un pensamiento singular mientras que (7) expresa un pensamiento general. Pero éste puede ser
un fenómeno pragm ático, compatible con la tesis de que semánticam ente, (1), al igual que (7), expresa un pensamiento
general. (En rigor, también ( 6) puede usarse, en un contexto distinto de aquel en el que se ha propuesto, para expre­
sar un pensamiento singular. Un contexto así sería uno en que el fundamento epistémico del hablante que profiere ( 6)
sólo puede ser su conocim iento de una persona concreta con el virus Ebota.)
¿Qué argumento podría ofrecer Russell para defender la existencia de pro­
posiciones singulares russellianas? A lo largo de la discusión en la sección pre­
cedente hemos observado que, bajo el supuesto de que son las expresiones-tipo
las que tienen referencia, parece imposible encontrar características indivi-
duativas asociadas con los términos singulares de (T) y (1") que basten para
hacer de los pensamientos expresados por esos enunciados proposiciones sin­
gulares fregeanas. Esta dificultad es la justificación que el texto de Russell nos
ofrece para la existencia de proposiciones russellianas. Las referencias, como
sabemos, son objetivas. Ésta era, de hecho, la primera proposición de ACR La
cuestión a la que las dificultades que hemos puesto de manifiesto apuntan es
ésta: ¿cómo, de modo general, podrían bastar las intuiciones puramente con­
ceptuales fregeanas para determinar unívocamente referencias objetivas para
nuestros términos? Dado un conjunto cualquiera de características que po­
drían configurar una intuición puramente conceptual, ¿qué garantía podemos
tener de que exclusivamente un objeto las reúne?
Existe un principio muy debatido en metafísica que es pertinente mencio­
nar aquí, el Principio de Identidad de los Indiscernibles. El principio se pue­
de formular así: si a y b comparten todas las propiedades, entonces a = b. (Se
trata del principio converso al Principio de Sustituibilidad, o Principio de
Indiscernibilidad de los Idénticos, con el que de ningún modo se debe con­
fundir: si a - b, entonces a y b comparten todas las propiedades.1Este último
principio, lejos de. ser. polémico, es la ley lógica fundamental que rige el uso
de la relación de identidad.) Así enunciado, el principio admite diferentes inter­
pretaciones. Una cuestión central es qué se entienda por ‘propiedad’. Una pro­
piedad podría ser, simplemente, una entidad de carácter predicativo, en el sen­
tido expuesto al enunciar en la sección anterior la primera de las tres
características de los sentidos fregeanos. En ese caso, el principio es trivial­
mente verdadero. Porque los predicados ‘ocupar la región espaciotemporal. defi­
nida por las coordenadas C ’ o, simplemente, ‘ser idéntico a César’, significan
propiedades en ese sentido; y no cabe duda de. que si ¿z y b coinciden incluso
en ese tipo de propiedades, a = b. Típicamente, sin embargo, quien defiende el
principio de identidad de los indiscernibles lo hace con el propósito de defen­
der una tesis reductiva interesante; por ejemplo, la de que los objetos “no son
más que” conjuntos de propiedades.10 Para este propósito, propiedades como
las indicadas anteriormente no son aceptables; pues ellas mismas ya involucran
objetos (las regiones espaciotemporales presentan, presumiblemente, los mis­
mos problemas metafísicos que harían deseable una reducción de los objetos
como César a propiedades). El partidario del principio de identidad de los indis­
cernibles que lo concibe como una tesis reductivista, por consiguiente, se ve
impelido a formularlo mediante una noción más estricta de ‘propiedad’. Diga­
mos que una propiedad intrínseca es una propiedad (en el sentido genérico
antes expuesto) que podría ser reproducida, copiada o duplicada perfectamente

10. Leibniz es el filósofo más conocido partidario de este punto de vista.


en dos objetos diferentes. La versión reductivista del principio de identidad de los
indiscernibles se formularía entonces así: si a y b comparten todas las propieda­
des intrínsecas, entonces a = b. Así entendido, sin embargo, el principio no es
nada trivial; de hecho, según las intuiciones de muchos es falso: ¿no podría, por
ejemplo, el “eterno retomo” imaginado por Nietzsche y Borges ser una realidad,
de modo que cada uno de nosotros tuviera infinitos gemelos, perfectamente coin­
cidentes en todas sus propiedades intrínsecas, mas, naturalmente, distintos? ¿No
refuta tal posibilidad la versión reductivista del principio?
Presentaremos ahora, por analogía con esta cuestión, las dificultades pro­
fundas de la concepción fregeana de las proposiciones singulares. A diferencia
del principio reductivo de identidad de los indiscernibles, ésta no es una tesis
ontológica, sino semántica y epistemológica; pero sus dificultades son análo­
gas, más patentes aún si cabe. La concepción fregeana de las proposiciones sin­
gulares —proposiciones que sólo incluyen intuiciones puramente concep­
tuales— implica una tesis reductiva en semántica y epistemología análoga al
principio reductivo metafísico: a saber, que conocemos objetos conociendo
propiedades intrínsecas suyas. Ahora bien, si la versión reductivista del princi­
pio de identidad de los indiscernibles fuese falsa, existirían objetos que ningún
conjunto de propiedades intrínsecas bastaría para individuar. En rigor, las difi­
cultades de la tesis de Frege son mayores que las del principio reduccionista
de identidad de los indiscernibles; pues la noción de ‘propiedad’ implicada por
la concepción fregeana de las proposiciones es mucho más restrictiva que la
utilizada en aquél. Las propiedades intrínsecas a que se apela en el principio
reductivo de identidad de los indiscernibles pueden ser las más recónditas.pro­
piedades, ajenas incluso a las investigación científica más avanzada; mientras
que las propiedades intrínsecas que pueden configurar intuiciones puramente
conceptuales fregeanas han de ser intersubjetivas, es decir, compartidas por los
usuarios competentes del lenguaje, y cognoscitivamente diáfanas, es decir, pro­
piedades manifiestas para los usuarios de los términos singulares, inmediata­
mente reconocibles por ellos.
Parece claro, pues, que incluso si el principio reductivista de identidad de
los indiscernibles fuese verdadero, no existiría tampoco ninguna garantía de
que las intuiciones fregeanas basten para individualizar objetos. Si los objetos,
las referencias de nuestros términos singulares, son verdaderamente objetivos,
¿cómo podemos esperar individualizarlos mediante modos de presentación fre-:
geanos? Si hubiéramos de estipular un “lenguaje perfecto” de acuerdo con los
designios de Frege, ¿qué características podríamos asociar con el nombre pro­
pio ‘Flaubert’, que constituyan una intuición puramente conceptual e identifi­
quen a su referente? ¿Huellas dactilares? Sólo tenemos una garantía práctica
de que dos personas distintas no pueden compartir las mismas huellas dactila­
res. ¿Un código genético? Ocurre exactamente lo mismo. Y éstas no son, en>
absoluto, propiedades que quepa contar como cognoscitivamente diáfanas; la
cuestión es mucho más problemática si consideramos, en lugar de éstas, pro­
piedades que los usuarios normales del lenguaje puedan asociar de-manera
transparente con el n o m b re‘Flaubert’. furíaid
Russell remite a los nombres para poner de manifiesto esta dificultad fun­
damental de la concepción fregeana de las proposiciones singulares, y nosotros
hemos añadido también los deícticos. Pero, si bien se piensa, el problema sur­
ge ya con muchas de las descripciones que utilizamos con el propósito paten­
te de traer al discurso una referencia definida, y (1) así lo ilustra. El sujeto de
(1) incluye un nombre propio, ‘Madame Bovary’. Imaginemos que damos una
caracterización puramente conceptual de la referencia de este término; digamos
que el modo de presentación asociado a ese término individualiza su referen­
cia como una serie ordenada de los tipos de las palabras francesas que confor­
man Madame Bovary. (Se trata de una propuesta totalmente implausible, entre
otras cosas porque un usuario competente de ‘Madame Bovary' no conoce la
obra bajo ese modo de presentación, pero es lo suficientemente clara como
para ilustrar la dificultad, y cualquier otra compatible con las exigencias de
Frege produciría los mismos problemas.) En ese caso, no tenemos ninguna
garantía de que ‘el autor de Madame Bovary’ tenga una única referencia; y no
porque la historia anteriormente imaginada sobre el fraude a propósito de Flau-
bert pueda ser correcta, sino porque en algún planeta ignoto, un extraterrestre
listo podría haber puesto, una detrás de otra y en el mismo orden, expresiones
del mismo tipo que las dispuestas por Flaubert para configurar la versión final
de Madame Bovary. (Quizás se trate de una realización fáctica de la Bibliote­
ca de Babel que soñara Borges.) Que el uso de ‘el autor de Madame Bovary
por el conferenciante en (1) determine efectivamente una referencia, con res­
pecto a la que evaluar la corrección de su aseveración, estaría expuesto a este
avatar.
En un revelador pasaje de “Sobré sentido y referencia”, dice Frege: “El
sentido de un nombre propio lo comprende *todo aquel que conoce el len­
guaje o el conjunto de designaciones al que pertenece, pero con ello la refe­
rencia, caso de que exista, queda sólo parcialmente iluminada. Un conoci­
miento completo de la referencia implicaría que, de cada sentido dado,
pudiéramos indicar inmediatamente si le pertenece o no. Esto no lo logra­
mos nunca.” El pasaje muestra bien a las claras cómo, para Frege, conocer
un objeto (comprender la proposición expresada por un enunciado con algún
término singular) es conocer características individulizadoras “inmediata­
mente” asociadas por “todo aquel que conoce el lenguaje” con el nombre
que lo significa. (La inmediatez corresponde a lo que. venimos denominan­
do ‘diafanidad cognoscitiva’ y la segunda característica a la que; denomina­
mos ‘intersubjetividad’.) Frege admite que, en cierto sentido, este conoci­
miento no nos da un verdadero conocimiento del objeto; para ello haría fal­
ta, per impossibile, conocer todos los conjuntos posibles de características
que individualizan a ese objeto. Pero esto no debe confundirse con una
aceptación premonitoria de la crítica de Russell, en el sentido de que la con­
cepción fregeana de las proposiciones singulares tendría por resultado que
no sabemos nada de los objetos. Por el contrario, la concesión de Frege no
es más que una manifestación más del error que Russell critica. Pues el pro­
blema no está en que no podamos conocer todos los conjuntos posibles de
características individuativas de un objeto; el problema está más bien en que
ningún conjunto de características individuativas, en la medida en que ten1:
gan las propiedades que Frege les atribuye (es decir, en la medida en que
sean puramente conceptuales), tiene por qué bastar para individualizar obje­
tos. La objeción profunda de Russell, de la que las dificultades que hemos1
encontrado en la sección anterior para discernir los sentidos de nombres pro­
pios y deícticos no son más que un síntoma, consiste en que, si conocer
objetos fuese conocer proposiciones singulares fregeanas (al modo ejempli­
ficado por (7)), nunca podríamos dar por cierto que conocemos objetos, por
cuanto nunca podríamos garantizar que las intuiciones puramente concep­
tuales que son parte de esas proposiciones realmente identifican un único
objeto.
Sin embargo, esto es absurdo. Incluso si existiera el extraterrestre literato
contemplado antes, ‘el autor de Madame Bovary’ en (1) tendría una referen­
cia determinada. Im aginem os— haciendo así explícita la relación entre esta
discusión y la desarrollada en IV, § 3 sobre extemismo y realismo en relación
con términos de género natural— que el extraterrestre literato autor de una
novela configurada exactamente por los mismos tipos de expresiones utiliza­
dos por Flaubert habita el planeta lejano al que en esa sección anterior lla­
mamos, siguiendo a Putnam, ‘Bitierra’. Los habitantes de la Bitierra utilizan
‘Madame Bovary’ para referirse a la novela escrita por el extraterrestre, y aso­
cian con ese término la misma intuición puramente conceptual descrita en un
párrafo anterior. Es claro que,, incluso si esta fábula fuese una realidad, su
expresión-tipo ‘Madame Bovary’ y la nuestra tendrían referencias distintas; y
‘el autor de Madame Bovary’, tal como es utilizado por el conferenciante que
profiere (1), tiene también una referencia distinta de la que tendría la misma
expresión-tipo utilizada por un habitante de la Bitierra.11
Elucidamos en VI, § 2 el sentido de ‘el lucero del alba’ en estos térmi­
nos: ser visible al amanecer ciertos días del año desde la Tierra, más o
menos en la región por donde el Sol está por levantarse, cuando ya no se
pueden ver otros puntos luminosos en el firmamento. Estas características
no configuran una intuición puramente conceptual, porque incluyen una
referencia a la Tierra y al Sol. Ahora bien, de cualquier modo que destile-
mos una intuición puramente conceptual a partir de la misma (manifiesta­
mente asociada para cualquier hablante competente con ‘el lucero del alba’),
parece perfectamente posible que los habitantes de la Bitierra asocien ju sta­
mente las mismas características individuativas con ‘el lucero del alba’ (o
‘Fósforo’, si se prefiere un nombre propio): su sistema planetario puede
orbitar en tomo a una estrella con una apariencia muy similar, vista desde
su planeta, a la que el Sol ofrece desde la Tierra; puede haber un planeta
interior a la Bitierra, que órbita en torno a esa estrella exactamente como

11. Ésta es una versión paralela — para términos singulares— del argumento de Putnam para términos de
género natural presentado en IV, § 3. Es también una versión, puesta en los términos de Putnam. del argumento cen­
tral de El nom brar y la necesidad, de Kripke.
Venus lo hace en tomo al Sol, presentando una apariencia similar desde la
Bitierra, y las configuraciones estelares visibles en el firmamento nocturno
de la Bitierra, pese a estar conformadas por estrellas distintas a las visibles
desde la Tierra, pueden también presentar una apariencia similar. Si la refe­
rencia de nuestros usos de ‘el lucero del alba’ hubiera de estar determinada
exclusivamente por modos de presentación fregeanos, el que nuestros usos
de ese término tuvieran efectivamente una referencia definida estaría
expuesto al avatar de que esta historia fuese verdadera. Pero, de nuevo, eso
es absurdo; aunque existiera la Bitierra, nuestros usos de ‘el lucero del alba’
remitirían a Venus — y los suyos a otro planeta. El que las posibilidades que
hemos descrito sean más o menos fabulosas no viene al caso; lo relevante
es que son posibles, aunque el que se diesen realmente no afectaría en lo
más mínimo a la referencia de los términos singulares implicados en nues­
tros usos de los mismos.
Ésta es, en resumen, la crítica contenida en el texto de Russell, que
hemos venido elaborando largamente desde la sección precedente. El pensa­
miento expresado por (7) representa el paradigma fregeano de proposición
singular. Empero, cuando tratamos de buscar aspectos individualizadores
puramente conceptuales asociados a los sujetos de (T) y (1") (y también al
de (1), si nos paramos un poco a pensarlo), que ofrezcan garantías de iden­
tificar una referencia, determinada, no somos capaces de encontrarlos. Los
que encontramos, en-ia medida en que poseen las características de los sen­
tidos fregeanos, no ofrecen garantías de individualizar una única referencia.
Sin embargo (y ésta es la diferencia crucial de (!'), (1M ), y también de (1),
tal como se usa en el contexto que venimos suponiendo, con respecto a (7)),
los términos singulares usados en esos enunciados tienen una referencia
determinada, y e l que la tengan no está expuesto a los avatares (al avatar de
que los aspectos individualizadores fregeanos que seamos capaces de discer­
nir identifiquen de hecho un único objeto). Ninguna de las siguientes posi­
bilidades — certidumbres más que “posibilidades” en algunos casos— entra­
ña que los sujetos de (1), (1') y (1") carezcan de una referencia determinada,
o que la aseveración efectuada al proferir esos enunciados sea errónea: que
haya más de un individuo “etiquetado” con la expresión ‘Flaubert’, o más de
uno con los aspectos puramente generales asociados contextualmente con el
uso de ese término en el contexto supuesto a (1'’); que haya más de un indi­
viduo (hay millones, a buen seguro) que son el objeto animado de género
masculino prominente en un contexto u otro, o más de uno con los aspectos
puramente generales contextualmente asociados con el uso de ‘él’ en el con­
texto supuesto a (1‘); que haya más de un autor de una obra configurada por
las mismas palabras-tipo que Madame Bovary, o con cualesquiera aspectos
puramente generales contextualmente asociados con el uso de ‘el autor de
Madame Bovary1 en el contexto supuesto de (1). Si (7) constituye el para­
digma fregeano de proposición singular, entonces hay proposiciones singula­
res que escapan a este paradigma: proposiciones singulares russellianas,
como las expresadas por (1), (!') y (1").
4. Una propuesta neo-fregeana sobre los sentidos
de nombres propios e indéxicos

En las dos secciones precedentes hemos examinado las dificultades fre­


geanas para dar cuenta de los sentidos de expresiones que refieren a objetos del
mundo externo, “sustancias’VIncluso si abandonamos el supuesto de que los sen­
tidos estén convencionalmente asociados con las expresiones-tipo, no parece
posible que sentidos puramente conceptuales sean suficientes para determinar la
referencia de términos que, por otra parte, intuitivamente la tienen. Esta conclu­
sión es paradójica; pues, independientemente, AGF nos lleva a concluir que tam­
bién las expresiones que venimos considerando tienen sentido, además de refe­
rencia. En esta sección voy a proponer una explicación de cuáles puedan ser los
sentidos que estamos buscando. La explicación mantiene la idea de que los sen­
tidos están convencionalmente asociados a las expresiones lingüísticas, pero
abandona el supuesto de que son las expresiones-tipo las que tienen referencia.
Quiero advertir que, en la medida en que la propuesta se puede defender (como
yo creo que puede defenderse), es incompatible con el intemismo de Frege. Por
tanto, no se trata de ofrecer a Frege una réplica a las objecciones precedentes.
Algunas observaciones sobre los deícticos de Frege en “El pensamiento”
sugieren esta posibilidad, para el caso .específico de los deícticos.12 La idea
ahora es que, en ei caso de las expresiones deícticas, lo que tiene referencia no
es una expresión-tipo, sino los ejemplares de la misma. ELsentido de ‘yo’, pon­
gamos por caso, está convencionalmente asociado a la expresión-tipo; pero este
sentido identifica al referente de la expresión sólo relativamente a una ejem-
plificación de la expresión-tipo: una emisión concreta, gráfica o sonora, de una
oración en que aparece un ejemplar de la expresión. La regla podría ser ésta:
dada una proferencia %en que aparece, un ejemplar de ‘yo el referente de ese
ejemplar es la persona que ha emitido /r. Reglas análogas son fácilmente ima­
ginables para otros deícticos, incluido el tiempo verbal. Según la afortunada
descripción de Reichenbach, los deícticos resultan así ser expresiones, si no
¿z¿tforeflexivas, sí espécimen-reflexivas o reflexivas del espécimen (‘token-
refiexives’): las reglas semánticas con ellas asociadas no las reflejan a ellas
mismas, pero sí a sus ejemplares; no remiten a ellas, sino a sus ejemplares.
Sólo los especímenes concretos, no el tipo, tienen referencia, y su referencia
se determina en virtud de alguna relación con los especímenes mismos. La
regla semántica misma, por supuesto, está asociada al tipo; pues se trata de una
regla convencional, y las convenciones se asocian a entidades reproducibles.
Una consecuencia de esto, interesante para la comprensión del funciona­
miento del lenguaje, es la de que no cabe atribuir referencia — ni valor de ver­
dad, ni condiciones de verdad— a los enunciados-tipo cuando éstos contienen

12. Existe una gran controversia sobre la interpretación conrecta de las propuestas de Frége sobre JoV-défctf-
cos. Véase Perry, “Frege on Demonstratives”, Evans, “Understanding Demonstratives”, y KünneV^'Hybrid Proper
Ñames”. La que sigue es mi propia versión de lo que parecen ser las ideas de Frege; y la propuesta que se desarrolla
después sobre los nombres propios es enteramente mía; nada en los textos de Frege la sugiere. ' •
deícticos (o nombres propios, como se verá enseguida). Pues la referencia del
enunciado depende de la de sus partes; pero sólo los ejemplares de las expre­
siones deícticas (o, como se verá, de los nombres propios) tienen una referen­
cia determinada. Por consiguiente, sólo las proferencias concretas de enuncia­
dos-tipo tienen referencia, cuando éstos contienen defcticos. Dado que el tiem­
po del verbo es, generalmente, un elemento deíctico, esta conclusión afecta a
la inmensa mayoría de los enunciados del lenguaje natural. Sólo de las “ora­
ciones, eternas” como ‘2 + 2 = 4 ’ cabe decir que tienen referencia.13
, Esta propuesta puede extenderse a los nombres propios, con la ayuda de
las ideas sobre el sentido de estas expresiones bosquejadas en § 2 mediante la
parábola fócida. También en el caso de los nombres propios son los ejempla­
res que aparecen en proferencias concretas los que tienen referencia; y también
en este caso determinan los sentidos el referente esencialmente por relación al
espécimen mismo. La peculiaridad del sentido de los nombres propios es,
como vimos, que constan de elementos metalingüísticos. Por ejemplo, el sen­
tido de ‘1.235’ sería propiamente expresable de este modo: dada una profe­
rencia K en que aparece un ejemplar de ‘1.235’, el referente de ese ejemplar
es el objeto cuyo “etiquetado” mediante algún ejemplar de esa expresión-tipo
es relevante en el contexto en que se ha emitido K. El lector puede comprobar
por sí mismo cómo esta propuesta sí permite suponer un referente bien deter­
minado para ‘Ramsés VIII’, pese a que no poseamos otra información sobre el
referente que la de que se trata de un individuo “etiquetado” mediante ejem­
plares de la expresión ‘Ramsés VIH’. (O, para ser más precisos, mediante
ejemplares de una expresión fonéticamente emparentada a la así representada
gráficamente en nuestro alfabeto.) En cada proferencia concreta de un nombre
propio, por supuesto, hablantes y oyentes pueden asociar ulterior información
identificatoria con un nombre propio. Cuando dos aficionados al cine hablan
utilizando el término ‘Pasolini’, asocian a buen seguro una gran cantidad de
información compartida con el nombre. Sin embargo, esta asociación no se
produce como parte de su conocimiento del lenguaje. Nuestra propuesta busca
identificar los modos de presentación del referente que conocemos exclusiva­
mente como parte de nuestro conocimiento lingüístico.
El hecho de que, según esta propuesta, tanto los indéxicos como los nom­
bres propios son espécimen-reflexivos no implica que los nombres propios
sean, estrictamente, expresiones deícticas. Existe una diferencia importante,
que la fábula fócida buscó respetar: mientras que la referencia de una expre­
sión deíctica puede variar con cada contexto particular en que se usa, la refe­
rencia de un nombre propio es mucho más estable. Fijada una comunidad de

13. Ni siquiera ‘la nieve es blanca’ es una oración eterna, según mis puntos de vista, aunque el verbo carez­
ca aquí de un indéxico temporal implícito. Los términos de género natura] del lenguaje común, com o ‘nieve’, tienen
también un componente indéxico, análogo al de los nombres propios. Un término como ‘tigre’ podría ser utilizado en
otro planeta, asociado con los mismos rasgos observacionales vinculados a la expresión en castellano, para designar
una especie distinta de la designada por los ejemplares de lá expresión que usamos los hablantes del español. Lo que
determina una única especie como referente para nuestro término es el hecho de que asociamos esos rasgos observa­
cionales a los ejemplares de la expresión-tipo que nosotros mismos usamos. ■
uso, y establecido el pertinente proceso de “etiquetado”, la referencia^ dé los
ejemplares del nombre permanece generalmente estable en todas las prófeíén-
cias que se hacen en esa comunidad. La referencia de los deícticos depende del
contexto en el sentido usual de ‘contexto’, uno según el cual los contextos son
situaciones pasajeras y de muy breve duración. La referencia de los nombres
propios depende del “contexto” en un sentido distinto, uno según el cual los
contextos son situaciones más estables. Esta diferencia queda recogida en los
diferentes sentidos que hemos asignado a unos y otros. Los sentidos de los
indéxicos determinan el referente de sus ejemplares relativamente a caracterís­
ticas que varían de proferencia a proferencia: el lugar y el tiempo en que se
efectúa la proferencia, la persona que la emite, su audiencia, etc. Los sentidos
metalingüísticos de los nombres propios determinan el referente de sus espe­
címenes relativamente a características más estables.
Los sentidos que esta propuesta asigna a las expresiones espécimen-refle­
xivas — como los nombres propios e indéxicos— poseen las tres característi­
cas requeridas por ACF (son predicativos, intersubjetivos y cognoscitivamente
diáfanos), y son suficientes para determinar el referente de aquello que, tam­
bién según la propuesta, tiene realmente referencia (las expresiones-ejemplar).
La objeción principal de Kripke a la idea de determinar el sentido de Los nom­
bres propios y deícticos mediante información del tipo “gestas conspicuas” del
referente, no asociada convencionalmente con las expresiones, era que, en
muchos casos (el de ‘Ramsés VIII’ es uno exacerbado), los usuarios de los
nombres propios no conocen información de este tipo, bastante para determi­
nar el referente. ¿Qué razón hay para pensar que los usuarios dé nombres pro­
pios e indéxicos conocen los sentidos que les hemos atribuido nosotros? El lec­
tor debe tener presente que es esencial a las ideas fregeanas que los sentidos
de los términos sean conocidos por los usuarios de los mismos; deben ser, de
hecho, mejor conocidos (conocidos más inmediatamente) que las referencias.
De otro modo, no podrían desempeñar el papel que les atribuimos en la disolu­
ción de la paradoja constituida por ACF. Ahora bien, ¿qué sentido tiene atribuir
a los usuarios del lenguaje conocimiento de una propuesta como la precedente
— una propuesta que, incluso si es verdadera, es sumamente “teórica”— ?
Esta objeción se revela basada en un malentendido ya familiar. Cierta­
mente, los sentidos deben ser “conocidos” por los usuarios; pero la tesis de que
éstos los conocen no puede refutarse meramente haciendo notar que es preci-
. sa una buena dosis de teoría para reconocer nuestra práctica lingüística en una
propuesta como la anterior. Los sentidos están aquí enteramente a la par con
las vivencias, en el esbozo de propuesta extemista que hicimos en III, § 3.
Nuestra pretensión es ofrecer una caracterización teórica de los sentidos de los
términos singulares, que sólo tácitamente conocemos. Anteriormente (III, § 2)
resumimos mediante un breve argumento el núcleo verdadero, que toda teoría
correcta del pensamiento debería aceptar, de los argumentos representaciona­
listas en favor de la existencia de las vivencias, y de la mayor inmediatez de
nuestro conocimiento de ellas relativamente al de los objetos reales de los que
son signos naturales. Ese argumento nos puede ahora servir de modelo para
resumir las análogas razones en favor de la existencia de sentidos como los
antes: propuestos para nombres propios e indéxicos, y de que son conocidos por
los usuarios competentes de esas expresiones de una manera más “diáfana" a
como conocen las referencias.
Considérense estos tres casos, (i) Pedro oye una proferencia de ‘él es un
genio filosófico’, cuyo contexto no puede identificar por cualesquiera razones,
emitida a propósito de Saúl Kripke. (ii) Pedro oye exactamente los mismos
sonidos que antes; podemos incluso pensar que consideramos una variante ima­
ginaria del caso anterior, en que la emisión que Pedro oye es no sólo específi­
ca, sino numéricamente ia misma. En esta variante contrafáctica, ios sonidos
reproducen una grabación, producida al sintetizar en una-única varias proferen-
cias grabadas en diferentes ocasiones, a diferentes individuos, en contextos en
los que el referente del indéxico era diferente. Todos hablaban en serio, y de
alguien bien definido; pero, por supuesto, el ejemplar de ‘él’ en la proferencia
que escucha Pedro carece de referente, (iii) Pedro oye una proferencia de ‘Saúl
Kripke es un genio filosófico’, emitida por un filósofo analítico contemporáneo.
El argumento compendia convenientemente los hechos sobre la falibilidad
y la intensionalidad de la contribución de los términos singulares a la determi­
nación dei objeto intencional de las proferencias en que aparecen, elaborados
anteriormente mediante ACF y mediante ejemplos como el de ‘Vulcano’. Es
éste: (i) y (iii) comparten algo semánticamente fundamental; a saber, la condi­
ción para su verdad-es la misma, (ii) difiere de ambos en eso que (i) y (iii)
comparten. Sin embargo, (i) y (ii) también comparten algo semánticamente
fundamental, que les diferencia de (iii). Lo que comparten (i) y (ii), por supues­
to, es el pensamiento fregeano; en especial, la intuición que el término singu­
lar que hace de sujeto en la proferencia aporta al pensamiento es la misma.
Además, una teoría correcta del lenguaje tiene también que recoger ese aspec­
to, pues está esencialmente involucrado en la determinación de las condiciones
de verdad de los enunciados: que la condición para la verdad de (i) sea la que
es (y que pueda decirse de (ii) que carece de una condición para su verdad)
viene determinado por el sentido de esas proferencias. La teoría de los deícti­
cos que hemos elaborado en las páginas precedentes da cuenta precisamente
de ese aspecto común a (i) y (ii), mejor que cualquier teoría rival; y son nues­
tras intuiciones lingüísticas las que nos fuerzan a reconocerlo así. Por lo tanto,
como usuarios competentes de nuestro lenguaje conocemos los sentidos pos­
tulados por la teoría de los deícticos según la cual son expresiones espécimen-
reflexivas, incluso cuando, sin saber nada de esa teoría, comprendemos una
proferencia como la de (i) y (ii). Los conocemos en el sentido de que, si nos
volvemos reflexivamente sobre la naturaleza de nuestro conocimiento tácito del
lenguaje con el fin de elaborar una articulación teórica explícita del mismo,
nuestras intuiciones lingüísticas sobre casos claros justifican una propuesta
como la anterior.
Es fácil construir un caso similar para obtener la conclusión análoga para
los nombres propios, invirtiendo las proferencias en (i) y (iii), y reemplazando
el caso contrafáctico (ii) por uno como el siguiente. La proferencia correspon­
diente a la de (ii) es ahora una de ‘Saúl Kripke es un genio filosófico’. Pero, en
la situación contrafáctica, la etiqueta ‘Saúl Kripke’ no designa. (Al menos, no lo
hace en contextos como ei que estamos suponiendo, en que se pretende referir a
Kripke, el gran filósofo analítico contemporáneo; pues, naturalmente, puede
haber un camarero Saúl Kripke, etc.) Las obras de Kripke las ha producido en
realidad, en esa situación imaginaria que estamos suponiendo, un equipo de filó­
sofos de Alfa Centauri, deseosos de revelamos verdades profundas sobre el len­
guaje sin herir excesivamente nuestro orgullo. El peculiar “individuo” que, bajo
ese nombre, da clases en Princeton y participa en ocasiones en acaloradas dis­
cusiones en congresos es, en realidad, una alucinación colectiva creada por los
marcianos mediante técnicas muy avanzadas de realidad virtual, etcétera.
La presente propuesta explica de una manera natural nuestro conocimiento
de proposiciones singulares russellianas. Lo que tiene referencia no es una expre­
sión-tipo, sino sus ejemplares en proferencias concretas. El sentido de las expre­
siones problemáticas determina la referencia de ejemplares de esas expresiones,
en función de ciertas relaciones con esos mismos especímenes: quién los ha pro­
ferido, dónde, en qué lugar, suponiendo qué “etiquetados”. De acuerdo con esto,
el sentido de los sujetos de los enunciados (1), (1') y (1M ) es una intuición mix­
ta, compuesta de aspectos individualizadores “puros” o fregeanos (la regla
semántica asociada con la expresión-tipo, que indica qué tipo de relación con el
espécimen determina el referente) y del ejemplar mismo. Mas lo que hace a las
intuiciones mixtas no es el que contengan una parte de una proferencia por rela­
ción a la cual se presenta al referente. Es más bien que, como explicaremos ense­
guida, suponemos a las intuiciones teóricamente identificadas por medio del refe­
rente en los casos afortunados en que lo hay — los casos (i) en los ejemplos ante­
riores— , por el papel funcional que desempeñan en la determinación de los mis­
mos. En lugar de pretender reducir el conocimiento de objetos externos a un
mítico conocimiento privilegiado de entidades internas, nos suponemos conoce­
dores de objetos externos para, supuesto este conocimiento, explicarlo postulan­
do un acceso sui generis a los modos de presentación mixtos descritos.
La tesis atribuida a Russell en esta reconstrucción, que recogemos repre­
sentando los sentidos de algunos términos singulares mediante intuiciones mix­
tas, se puede formular sucintamente así: hay un modo de comprender proposi­
ciones singulares, y por tanto de conocer objetos, que es distinto al que Frege
tiene en mente. (El propio Russell lo expresaría de una manera más radical: el
modo que Frege tiene en mente no es un modo de comprender proposiciones
verdaderamente singulares, sino un modo de comprender contenidos generales,
lógicamente del mismo tipo que el expresado por (6).) Siguiendo a Russell,
denominemos conocimiento por descripción al modo de comprender proposi-
ciones singulares, y por tanto de conocer objetos, ilustrado por la comprensión
cabal de (7) proferido en el contexto antes propuesto. Se conoce un objeto por
descripción cuando se entiende una proposición singular fregeana: se conocen
ciertos aspectos generales, asociados de modo manifiesto para cualquier usua­
rio competente con el uso del término, y se piensa en el objeto como aquello
único que reúne esos aspectos. Si no hay una única cosa que de hecho tiene
esos aspectos, entonces la proposición conocida es falsa, o incorrecta de algún
otro modo. Y si, aunque de hecho hay una única entidad con esas característi­
cas, contemplamos una situación imaginaria en que alguna otra es aquella que
las satisface únicamente, entonces este otro objeto es, relativamente a esa situa­
ción imaginaria, la referencia del término.
En el caso del conocimiento por descripción, atribuir referencia al ejem­
plar es innecesario. (7) funciona semánticamente de tal modo que es la expre-
sión-tipo que hace de sujeto gramatical en ese enunciado la encargada de deter­
minar un referente. A todos los efectos, (7) es una “oración eterna”, con con­
diciones de verdad independientes del contexto en que se profiere. El modo
alternativo de conocer objetos inspirado por las consideraciones de Russell
involucra también el conocimiento de aspectos generales que contribuyen a la
identificación de los objetos; en esto radica nuestra discrepancia con Russell.
Los aspectos en cuestión, sin embargo, pueden ser compartidos por diferentes
objetos, y de hecho lo son en muchos casos; y, sin embargo, la proposición
conocida concierne de modo definido a un único objeto, y concerniría a ese
único objeto en cualquier situación imaginaria que describamos con ayuda del
término. Por tanto, comprender una proposición singular que requiera conocer
un objeto de este modo no puede consistir en lo mismo en que consiste com­
prender una proposición singular fregeana. Siguiendo también a Russell, deno­
minemos familiarización o conocimiento por contacto a este modo alternativo
de conocer objetos (el término de Russell es ‘knowledge by acquaintance’).14
Es éste el modo de conocimiento involucrado en la comprensión de proposi­
ciones russellianas, de las que ciertos objetos reales (los especímenes de las
expresiones-tipo) son partes componentes; (1), (!') y (l")To ilustran.
¿Cómo se comprenden las proposiciones russellianas? Simplemente, identi­
ficando el espécimen relevante, y conociendo la relación con ese espécimen que
determina al referente. Cuando alguien emite una proferencia concreta n de ‘yo
soy un genio filosófico’, sabemos quién es el referente del sujeto identificando
la parte pertinente de n y gracias a que nuestro conocimiento de las convenciones
del castellano nos dice que el referente es la persona que ha proferido tc. Pode­
mos no saber mucho de ese individuo; quizás hemos oído n proviniendo de una
habitación a oscuras, a cuyos ocupantes no podemos ver. Pero nuestro acceso a
k (junt0 con el conocimiento de las convenciones lingüísticas pertinentes) nos
permite establecer el oportuno “contacto” con el referente. Si oímos una profe­
rencia de ‘ese árbol es más joven que ese árbol’, identificamos el referente del
primer ejemplar de ‘ese árbol’ en virtud de una relación con esa parte específi­
ca de la proferencia (por “contacto” con esa parte), y el referente del segundo
ejemplar de la misma expresión en virtud de la misma relación con esa otra par­
te de la proferencia. Estas intuiciones mixtas son diferentes, pues sus partes obje­

14. ‘Knowledge by acquaintance’ se traduce a veces al español como conocim iento directo. Las connotacio­
nes de esa traducción castellana hubiesen agradado a Russell, en la medida en que sugieren que en el caso del conoci­
miento por “acquaintance” no hay conocim iento de características generales de lo conocido (es decir, sugieren que el
conocim iento por contacto de. o la familiarización con, un objeto no involucra sentidos fregeanos). En esa misma
medida, la traducción no resulta aceptable cuando queremos usarlo sin presuponer esa idea.
tivas lo son; así se explica que una proferencia como la indicada no sea tautoló­
gica, incluso en un contexto en el que (sin que el hablante lo haya advertido, por­
que apuntaba en cada caso a una parte distinta de un mismo árbol extraordina­
riamente grande y retorcido) los dos términos singulares refieren al mismo árbol.
Tomemos el enunciado ‘1.235 está enferma’, proferido por A para trans­
mitir cierta información a B en el contexto de la parábola sobre la naturaleza
de los nombres propios propuesta en la sección anterior. La intuición pura­
mente conceptual fregeana asociada convencionalmente con el sujeto, ‘1.235’
es objeto cuyo etiquetado con el numeral ‘1.235’ es relevante en el contexto
en que se ha emitido el ejemplar de 41.235'. Quizás en el contexto de profe­
rencia existan otros aspectos puramente generales no asociados convencional­
mente con el término, pero que también ayudan a. identificar el referente en
este uso específico; por ejemplo, que el objeto es una foca, que la foca referi­
da es una foca enferma, con una cierta apariencia, etc. Estos aspectos indivi-
duativos no identifican al referente; una comunidad encargada del estudio de
otra población de focas puede utilizar un sistema similar para referir a las
focas, y quizás la etiquetada con un ejemplar del mismo numeral esté también
enferma y tenga un aspecto parecido. Incluso si ello fuese así, el término sin­
gular ‘1.235’, en el contexto de la proferencia que consideramos, tiene una
referencia definida; porque el referente se determina en parte por relación con
el ejemplar específico utilizado en la proferencia.15
Si bien se piensa, lo que en todos estos casos determina la referencia
—dado que los modos de presentación puramente freganos asociados sólo con­
tribuyen a ello pero no son suficientes— es, pues, el hecho de que el uso del
espécimen concreto (de ‘1.235’ o de uu deíctico) que estamos considerando,
asociado con los modos de presentación indicados, se ha producido en con­
tacto causal-explicativo con el referente (y no, pongamos por caso, con la foca
de la otra población) y con el propósito de producir efectos que afectan al refe­
rente (y no a la foca de la otra población). El uso que se hace de ‘1.235’ en la
comunidad que estamos imaginando remite al etiquetado de una foca concreta
(una relación de contacto causal), y a la satisfacción de los propósitos de los
miembros de esa comunidad relativos a la foca en cuestión — lo que requiere,
dicho sea de paso, no sólo el “bautismo” o etiquetado original, sino también,
por ejemplo, la preservación en buenas condiciones de las etiquetas.16 Estas
complejas relaciones, aquí meramente apuntadas, sí parecen suficientes para
determinar un objeto con precisión.

15. Obsérvese que, incluso si de hecho sólo un objeto reúne las características en cuestión, el término con­
serva esa referencia definida cuando lo utilizamos para describir situaciones imaginarias en las que son otros los obje­
tos que las reúnen. Esto resulta patente si consideramos afirmaciones como ésta: “ayer estuve a punto de cambiar las
etiquetas, aunque al final no Jo hice; a 1.235 le hubiese correspondido ‘3 .4 2 1 ’ si lo hubiese hecho como pensaba" L9
que identifica al referente es que está etiquetado con ‘ 1.235’ en el mundo real, incluso cuando hablamos de situacio­
nes imaginarias en que está etiquetado de otro modo.
16. El artículo de Gareth Evans “The Causal Theory o f Ñames" pone en cuestión el carácter casi mágico que
algunos lectores de Kripke conceden al “bautismo original’’ del objeto mediante el nombre, y enfatiza la importancia
de las prácticas posteriores. Las referencias en el texto a los efectos que se consiguen con el uso d e l nómbre se hocen
atendiendo a los problemas expuestos por Evans. vrví ^ ;i:
Supongamos que, en la presencia destacada de una foca, A dice ‘esa foca
está enferma’. De nuevo, ni los modos de presentación fregeanos convencio­
nalmente asociados al deíctico-tipo ‘esa foca’ (foca contextiialm ente p ro m i­
nente), ni los asociados contextualmente al uso (la apariencia de la foca, por
ejemplo) bastan para identificar la referencia; y, sin embargo, ‘esa foca’ tiene
una referencia bien precisa. Y, de nuevo, está claro qué la determina: el que
ese uso del ejem p la r concreto del térm ino, asociado con esos m o d o s de p r e ­
sentación, se ha pro d u cid o en co ntacto ca u sa l (perceptual en este ca so ) con el
objeto significado, y con el prop ó sito de p ro m o v er cierto s efectos relativos a l
m ism o. (Y no a cualquier otra foca con similar apariencia e igualmente pro­
minente en algún contexto posible de comunicación.)
Algo similar cabe decir a propósito de los sujetos gramaticales de (1), (F)
y (1"). El uso que se hace de ‘Flaubert’ en este último enunciado, asociado con
los modos de presentación fregeanos que el lector puede fácilmente colegir de
la analogía anterior, se produce en contacto causal y funcional con un cierto
individuo. El “contacto” es mucho más complejo que el ilustrado antes, en la
misma medida en que el “etiquetado” de una persona es algo mucho más
complicado que el etiquetado de las focas. Pero el mecanismo es similar. Dada
la información que el conferenciante asocia manifiestamente con el término
‘Flaubert’ (además de la información de que se trata de un individuo llama­
do ‘Flaubert’, que en sí mismo, aunque poco, algo dice), su uso de ese ejem­
plar del término remite quizás al que se hace en una serie de libros y artículos
que el conferenciante ha leído, en lecciones que ha escuchado, etc.; esos otros
usos remiten a otros similares, etc., así hasta llegar a una cierto personaje del
siglo xix, foco común de la gran mayoría de esos usos.17 También son rele­
vantes aquí los efectos relativos a Flaubert que espera producir el conferen­
ciante con su uso de un ejemplar de ‘Flaubert’ en (1"), tales como los estados
de información sobre Flaubert que la conferencia tiene la capacidad de produ­
cir en la audiencia. En cuanto a (1) y (F), este mismo tipo de factores (el com­
plejo contacto causal a través de una cadena de comunicación; el papel en los
efectos que el hablante se propone producir) son también los pertinentes tanto
para dar cuenta de la referencia de ‘él’ en (F) (no son, ciertamente, elementos
perceptuales los que juegan un papel en la determinación de la referencia de
ese deíctico) como de la descripción ‘el autor de M ad a m e B o v a ry ’ en (1).
Este modo de entender las proposiciones russellianas es propio de una
concepción extemista, enteramente análoga a la bosquejada anteriormente (III,
§ 3) a propósito de estados perceptuales. Incluso aunque, “desde dentro”, por

17. La idea de que lo decisivo para determinar la referencia de los nombres propios es una cadena causal de
comunicación procede de Kripke; véase El nom brar y la necesidad. En general, procede de esta obra la idea de la
importancia de la relación causal en los usos de términos singulares que producen proposiciones russellianas. Ideas
análogas (defendidas por Kripke y Putnam) pueden utilizarse para justificar la tesis defendida en IV, § 3, según la
cual la extensión de los términos de género natural está constituida por los objetos que comparten una cierta esencial
real (y no por los que comparten la esencia nominal asociada al término). En una discusión de la semántica de los tér­
minos generales (que aquí hemos decidido omitir) se reproducirían muchos de los aspectos de la que hemos desarro­
llado en las dos últimas secciones.
así decirlo, un hablante no puede determinar si una proferencia.- de ;él ies iiiri
genio filosófico’ (o ‘Saúl Kripke es un genio filosófico’) se ha^producido en
una situación del tipo de (i) en el ejemplo anterior, o más bien en una del. tipo
(ii), lo expresado es muy distinto en ambos casos. En el primero, se trata.de
una proposición que contiene una intuición mixta, de la que el referente mis­
mo es una “parte componente”, un elemento individualizados En la situación
de tipo (ii), sin embargo, no puede haberse expresado una proposición así, pues
no hay referente. Supuesta una concepción falibilista del conocimiento, el
hecho de que no podamos estar ciertos de si hemos expresado (o comprendi­
do) una proposición singular, o estamos más bien ante uno de esos casos frus­
trados, no nos fuerza a adoptar la visión internista que identifica los conteni­
dos en los casos de tipo .(i)-y en los casos de tipo (ii).
Desgraciadamente para los que preferirían un argumento sencillo en favor
del extemismo, la verdad es que los argumentos que hemos enunciado no son
en absoluto concluyentes, al menos no por lo dicho hasta aquí. Recuérdese la
típica maniobra del representacionalista, cuando el realismo ingenuo postula
acaecimientos reales directamente conocidos: retrotraerse un estadio, y utilizar
entidades convenientemente internas (vivencias) para los mismos fines. Donde
el realista ingenuo supone que percibimos directamente un acaecimiento
—como, por ejemplo, la proferencia de una oración-tipo— , el representacio­
nalista sólo ve el resultado de una inferencia problemática a partir de otras enti­
dades igualmente concretas (concretas porque tienen una ubicación temporal,
y suceden a un sujeto determinado: estos dos parámetros bastan para ubicar­
las), pero no objetivas, sino subjetivas, y cuya existencia sí es conocida con la
necesaria certidumbre: a saber, vivencias de esas (supuestas) proferencias,
notadas por un sujeto. Supuesto que la introducción de vivencias, en el marco
representacionalista, sea en sí misma razonable, la explicación que acabamos
de ofrecer del modo en que se determinan los objetos intencionales de las pro­
posiciones expresadas por (1), (1*) y (1"), así como del carácter “singular” de
estas proposiciones (por oposición al carácter “general” de la proposición
expresada por (7)) valdría exactamente igual si, en lugar de incluir en las intui­
ciones “mixtas” partes de proferencias reales, incluimos más bien partes de las
vivencias que las representan. En estos términos, las proposiciones resultantes
son, una vez más, convenientemente internas. Sus (presuntos) objetos inten­
cionales son acaecimientos objetivos; pero la identificación de los componen­
tes proposicionales no requiere suponer la existencia de nada objetivo.
La única conclusión válida de la discusión precedente, pues, es que las
proposiciones fregeanas, en las que los sentidos de los términos singulares son
intuiciones puramente conceptuales, no permiten dar cuenta cabal del conoci­
miento de proposiciones singulares russellianas que los datos revelan. No se
puede tener, únicamente “por descripción”, un conocimiento de objetos tan
determinado como el que creemos tener; las caracterizaciones a través de las
cuales conocemos objetos deben incluir la referencia a algún particular, sin que
esta referencia sea eliminable. Sin embargo, esta conclusión es compatible de
un modo sutil con un punto de vista esencialmente acorde con las intuiciones
internistas. Se admiten, de acuerdo con la conclusión del argumento, intuicio­
nes que incluyen particulares; pero el único elemento particular no descriptivo
incluido en ellas es el “yo” y sus vivencias concretas. De acuerdo con la con­
cepción internista, se supone que el referente externo, si lo hay, no es esencial
para individualizar estos modos de presentación; tales intuiciones, pues, no son
“mixtas” en el sentido que le damos al término. Según esta propuesta^ si nos
limitamos a los aspectos esenciales del significado, las proferencias en los
casos (i) y (ii) de los ejemplos anteriores tienen el mismo significado. También
en estos casos, por tanto, el objeto extemo (cuando lo hay) se conoce por des­
cripción.
Como se dijo, a Frege nunca se le hubiera ocurrido defender en estos tér­
minos su tesis de que las referencias (esto es, los constituyentes de acaeci­
mientos objetivos) no pueden ser “parte” de los sentidos. Pero eso sólo cabe
achacarlo a sus propias deficiencias filosóficas; a que nunca pensase seria­
mente los problemas relativos a la percepción y al conocimiento del mundo
externo de los -acaecimientos objetivos. Ciertamente, un representacionalista
como Locke nunca hubiese pensado que se. pudiera determinar de un modo
puramente general los objetos intencionales de todos nuestros pensamientos.
Un punto de vista análogo aparece sugerido en la obra de filósofos contempo­
ráneos como John Searle y David Lewis.18 Como se verá, el Wittgenstein del
Tractatus (de manera más explícita, el de los escritos del “periodo intermedio”)
defiende una variante fenomenalista de una concepción internista así. Las con­
sideraciones en esta sección y la precedente no permiten concluir, por sí solas,
la falsedad de este intemismo sutil.

5. Actitudes proposicionales de dicto y de re

Ofreceremos para concluir un último elemento de prueba en favor de la


tesis de que ciertas entidades concretas son “parte componente” de algunas pro­
posiciones, que hemos defendido — si bien en una reconstrucción liberal— fren­
te a Frege. Expusimos en VI, § 3 el análisis fregeano del discurso indirecto. Tal
y como indicamos, este análisis se apoya en ciertas analogías entre el discurso
indirecto y el discurso directo, y en un análisis de este último según el cual las
expresiones en contextos directos tienen como referencia las expresiones-tipo
que ellas mismas ejemplifican (es decir, en estos contextos se designan a sí mis­
mas, pues lo que designa es la expresión-tipo). El dato principal en favor de esta
teoría fregeana era, como vimos, que términos singulares que, por tener la mis­
ma referencia, son intersustituibles salva veritate en contextos usuales (como ‘el
lucero vespertino’ y ‘el lucero del alba’ son intercambiables salva veritate en
(8)), no lo son cuando se encuentran en contextos indirectos (las mismas expre­
siones no son intercambiables salva veritate en (9)):

18. Véase Searle, Intencionalidad, y Lewis, “Altitudes De D icto and De Se".


(8) El lucero vespertino es visible al atardecer

(9) Raúl cree que el lucero vespertino es visible al atardecer.

Frege explica este dato empírico, por analogía con lo que ocurre en con­
textos directos (los mismos términos tampoco son intercambiables salva veri­
tate en (10)), sosteniendo que en contextos indirectos las palabras modifican
su referencia, al igual que lo hacen según él en contextos directos: sólo que,
mientras en los segundos pasan a significarse a sí mismas, en contextos indi­
rectos pasan a tener como referencia lo que en contextos usuales es su sentido.

(10) Raúl dijo: el lucero vespertino es visible al atardecer.

Como dijimos en VI, § 3, en la medida en que la teoría del discurso indi­


recto de Frege explica satisfactoriamente un dato a primera vista esquivo, la
explicación corrobora la distinción fregeana entre sentido y referencia. Ahora
podemos poner de manifiesto, sin embargo, un dato intuitivo que se opondría
a la teoría fregeana del discurso indirecto si los sentidos no incluyesen nunca
particulares, como Frege parece pensar. Una vez que admitimos entre los sen­
tidos esas entidades heterogéneas a que hemos denominado ‘intuiciones mix­
tas’, sin embargo, el dato puede recibir una explicación compatible con la
teoría fregeana del discurso indirecto y con la distinción entre sentido y
referencia.
El dato consiste en que ciertos términos singulares que se encuentran en
contextos indirectos no parecen tener como referencia un sentido fregeano,
sino la misma que tienen cuando se encuentran en contextos usuales. Mientras
que es manifiesto para cualquier persona reflexiva que ‘Héspero’, en ‘Héspero
comienza con hache’, no tiene como referencia un planeta, sino una expresión,
no es nada manifiesto que esa expresión no tenga como referencia el planeta
Venus cuando aparece en ‘Los científicos creen que Héspero puede mantener
vida’. Esto no es más que un dato intuitivo; pero hay modos teóricamente más
elaborados de presentar la misma idea. Considérese (11):

(11) Raúlj cree qué María loj ama.

El pronombre ‘lo ’ es un pronombre anafórico. Un pronombre anafórico es


un pronombre cuya referencia se obtiene a partir de la referencia de una expre­
sión sintácticamente vinculada con ella, su antecedente. Definir teóricamente
esta relación sintáctica resulta ser muy complicado, pero afortunadamente
nuestra competencia lingüística basta para reconocer el antecedente en los
casos que queremos considerar. Cuando el antecedente es un término singular;
la referencia del pronombre anafórico es, simplemente, la referencia del tér­
mino singular. Por ejemplo, en ‘María estaba en el teatro con el hombre que
la acompaña habitualmente’, la referencia de ‘la’ es simplemente la referencia
de su antecedente, ‘M aría’. De modo que la referencia de ‘lo’ en (11) debe ser
la referencia de su antecedente, ‘RaúP; indicamos mediante subíndices la rela­
ción pronominal entre ‘Raúl’ y ‘lo’. Sin embargo, de acuerdo con la teoría fre-
geana del discurso indirecto, tal cosa no parece posible si los sentidos no inclu­
yen referencias; porque ‘Raúl’, al ocupar un contexto usual, tiene su referen­
cia usual, mientras que ‘lo’, al estar en un contexto indirecto, significa un sen­
tido. La dificultad se hace manifiesta si utilizamos la convención notacional
sugerida al final de VI, § 3 (por analogía con las comillas) para indicar los con­
textos en que las palabras refieren a sus sentidos:

(11') Raúlj cree que #María bj ama#.

W. V. O. Quine propuso en “Cuantificadores y Actitudes Proposicionales”


un ejemplo célebre del mismo tipo de dificultad. Un enunciado como ‘Raúl
cree que un ciudadano americano es portador del virus Ebola\ parece tener dos
interpretaciones posibles. En la primera interpretación, Raúl tiene una opinión
con un contenido puramente general; dada la gran cantidad de americanos, su
movilidad, y jos conocimientos de Raúl sobre la distribución del virus, éste ha
formado la opinión de que al menos un ciudadano americano es portador del
mismo. En la segunda interpretación, Raúl tiene una opinión acerca de un ame­
ricano concreto; se le atribuye, en este sentido, una creencia con contenido sin­
gular. Parafraseando,a Quine, sólo en el segundo sentido resulta Raúl de inte­
rés para las autoridades sanitarias. La notación lógica presentada en VI, § 6 nos
permite distinguir ambas interpretaciones; la primera correspondería a (12), la
segunda a (13):

(12) Raúl cree que #3x(x es ciudadano americano a x es portador del virus
Ebola)#

(13) B^(.x es ciudadano americano a Raúl cree que #x es portador del virus
Ebola#)

De nuevo, mientras que (12) no sugiere ningún problema apreciable para


la tesis fregeana de que las referencias usuales no son nunca sentidos, (13) pre­
senta la misma dificultad que (11). Una vez más, la notación de “comillas de
sentidos” lo hace patente. El problema está en que la misma variable, ‘x \ apa­
rece tanto en un contexto usual como en uno indirecto. Las referencias de los
pseudo-nombres que reemplacen a las variables a la hora de interpretar ios
enunciados que incluyen expresiones de cuantificación, según las reglas ofre­
cidas en VI, § 6, deben estar entre las referencias posibles de términos singu­
lares que ocupen esas posiciones. Ahora bien, un pseudo-nombre que ocupe la
primera aparición de ‘x’ en (13) debe recibir como referencia una usual, es
decir, un objeto; uno que ocupe la segunda, sin embargo, debe referir a un sen­
tido: algo que, en la concepción fregeana, difiere enteramente de una referen­
cia usual.
Quine introdujo la expresión ‘actitudes proposicionales de re’ (por oposi­
ción a ‘actitudes proposicionales de dicto') para referirse a las Atribuidas
mediante enunciados del tipo que (11) y (13) ilustran. De acuerdo con .la teo­
ría fregeana del discurso indirecto, los enunciados que ocupan contextos indi­
rectos refieren a pensamientos. Si esa teoría es correcta, pareciera que las acti­
tudes de re harían patente que el discurso común contempla pensamientos de
los que son “parte componente” referencias usuales, esto es, objetos comunes
y corrientes. Se dice que la posición que ocupan los términos singulares en
contextos usuales (VI, § 3) es extensional indicando con ello que esas posi­
ciones satisfacen dos criterios. En primer lugar, si dos términos singulares tienen
la misma referencia usual, son intersustituibles salva veritate cuando ocupan esas
posiciones. Así, ‘Héspero7 es sustituible salva veritate por ‘Fósforo’ en ‘Héspe­
ro es visible al atardecer’. En segundo lugar, la inferencia conocida como gene­
ralización existencial es válida, con respecto a esas posiciones. Así, es válido
inferir ‘3x(x es visible al atardecer)’ a partir de ‘Héspero es visible al atardecer’.
Las posiciones que ocupan los términos singulares en la mayoría de los contex­
tos indirectos (VI, § 3) no son extensionales, sino intensionales; por razones que
ya conocemos — y que la teoría fregeana del discurso indirecto explica bien— ,
no se puede sustituir salva veritate ‘Héspero’ por ‘Fósforo’ en ‘Sergi cree que
Héspero es visible al atardecer’, ni se puede generalizar existencialmente con
validez la posición ocupada por ‘Vulcano’ en el enunciado verdadero ‘Le Verrier
creía que Vulcano causa las alteraciones en la órbita de Mercurio’.19
La intensionalidad de las posiciones pertinentes en el enunciado con el que
se hace una atribución revela que las actitudes atribuidas son de dicto, es decir,
son identificadas por relación a un dictum, una proposición o pensamiento fre­
geano. La marca característica de las atribuciones de actitudes proposicionales
de re es que, a diferencia de estos casos inicialmente contemplados por los fre­
geanos, las posiciones ocupadas por los términos singulares pertinentes (‘lo’ en
(11), la variable ‘x’ dentro del contexto indirecto en (13)), pese a hallarse en
contextos indirectos, son extensionales. (14), en su interpretación más natural
(en la que no se supone a Julia particularmente tolerante, ni por tanto adverti­
da de la relación entre su marido y su amiga), es otro caso paradigmático de
atribución de re:

(14) Julia cree que la amante de su marido es su mejor amiga.

Según la teoría fregeana del discurso indirecto, la referencia de un enun­


ciado que se halla en un contexto así no es su referencia usual, sino un pensa­
miento (las actitudes son relaciones con dicta). Relativamente a esta tesis, las
atribuciones de re constituyen un dato en favor de la idea de Russell, según la
cual los objetos reales que son las referencias usuales de los términos singula­
res son en ocasiones “constituyentes” o “partes componentes” de los pensa-

19. Éste es el sentido técnico de ‘intensionalidad’. cuyas relaciones con el sentido que aquí hemos venido
dándole al término se expusieron anteriormente, en la nota 4 de este capítulo.
míentos. Es patente que ‘Ja amante de su marido’ no refiere en (14) —en su
interpretación más natural— al sentido a través del cual Julia se representa a
esa persona que es su mejor amiga, sino que tiene su referencia usual: refiere
a una persona, un objeto real; es, en este caso, un objeto real su contribución
a aquello respecto a lo cual ha de evaluarse el valor veritativo de (14). Es por
eso que la posición es, en este caso, extensional: podemos sustituir salva veri­
tate por ese término cualquier otro que designe a la misma persona, y es váli­
do generalizar existencialmente esa posición.
Tal y como explicamos en el capitulo anterior (VI, § 3), la intensionalidad
de los contextos indirectos es un dato poderoso en favor de la teoría fregeana
de las proposiciones, incluida la distinción entre sentido y referencia. La teo­
ría fregeana postula la distinción entre sentido y referencia por razones inde­
pendientes. Una vez que tenemos a la vista la teoría, reparamos en la anoma­
lía que constituye la intensionalidad de ios contextos indirectos. La anomalía
es un dato empírico para la semántica, que toda teoría debe explicar; a prime­
ra vista, sin embargo, el dato refuta la teoría de Frege (pues, dada la definición
de ‘referencia’, los términos singulares correferenciales deberían ser intercam­
biables salva veritate en todos los contextos). Sin embargo, gracias a que la
teoría ya postula, independientemente, la existencia de sentidos, Frege puede
servirse de la analogía con los contextos de cita directa para explicar el dato
mediante su teoría de la referencia cambiante. Como la solución apela preci­
samente a ios sentidos, confirma indirectamente la semántica fregeana. La con­
firma exactamente del modo en que confirma la existencia de entidades teóri­
cas el uso de esas entidades (independientemente introducidas) para explicar
datos empíricos inexplicables sin ellas.20
Vemos ahora, sin embargo, que los datos sobre los contextos indirectos
son más complejos de lo que suponen los fregeanos: estos contextos no siem-
pre son intensionales. En un reverso singular de fortunas, la extensionalidad
ocasional de algunas posiciones en esos contextos apoya la propuesta milliana
de Russell. El paladín de los millianos contemporáneos, Saúl Kripke, constru­
yó un sutil argumento basado en los datos intuitivos que manifiestan la exis­
tencia de atribuciones de re, destinado a establecer una conclusión análoga,
aunque menos ambiciosa. Kripke no pretende concluir que las intuiciones lin­
güísticas que revelan la existencia de atribuciones de re confirmen una posi­
ción milliana como la de Russell. Su argumento establece sólo que los fre­
geanos no están legitimados para utilizar (al modo indicado en el párrafo ante­
rior) los éxitos parciales de su teoría en lo que respecta a la semántica de los
contextos indirectos; pues éste es un ámbito en el que nuestras intuiciones lin­
güísticas son muy poco firmes, bordeando en lo incoherente.
Tomemos el caso de Pedro, ‘Londres’ y ‘London’, que introdujimos en VI,

20. Como dice I. Hacking (Representing and Iniervening), “si puedes rociarlos, existen”. La mejor prueba de
(a existencia de entidades teóricas la tenemos cuando las usamos, particularmente para fines insospechados cuando se
introdujeron. Que podamos “bombardear" experimentalmente cuerpos con electrones quita sustancia efectiva a las
dudas escépticas sobre la existencia de electrones.
§ 2. (El ejemplo es del propio Kripke.) Un principio plausible y básico qúfe-iítfc
lizamos para atribuir a un sujeto actitudes proposicionales es el siguiente:'Si
acepta la verdad de una proposición que él expresa con el enunciado de su leri^
guaje a, si tenemos además las mejores razones disponibles para pensar qué'ST
es sincero, entiende perfectamente bien a , etc., y si el enunciado de nuestro;
lenguaje p ofrece una buena traducción del contenido proposicional aceptado
por S, entonces la siguiente atribución de actitud proposicional, expresada en
nuestro lenguaje, es verdadera: S cree que p. Ahora bien, como se recordará,
Pedro acepta (con sinceridad, entendiendo lo que dice, etc.) las proposiciones
que él expresaría así: (i) ‘Londres tiene parajes lindos’, y (ii) ‘London no tie­
ne parajes lindos’. La mejor traducción de (i) a nuestro lenguaje la ofrece ese
mismo enunciado; y la mejor traducción de (ii) a nuestro lenguaje la ofrece
‘Londres no tiene parajes lindos’ (pues la ciudad a la que Pedro quiere refe­
rirse con ‘London’ no es otra que Londres). De modo que, sobre la base del
poco discutible principio anterior, parece que hemos de aceptar ía verdad de
‘Pedro cree que Londres tiene parajes lindos’ y también la de ‘Pedro cree que
Londres no tiene parajes lindos’. Es decir, hemos de atribuir a Pedro creencias
contradictorias. Pero esto parece absurdo; Pedro no parece hallarse en la inin­
teligible condición de quien cree a la vez que hay vida en Marte y que no la
hay. Su tesitura puede muy bien ser la nuestra, a propósito de otros objetos;
¿hemos de creer de nosotros mismos sólo por eso que tenemos opiniones con­
tradictorias? La situación es aún peor. Pues un principio que también utiliza­
mos generalmente es éste: es válido inferir de S [act. prop.] que no a lo
siguiente: S no [act. prop.] que cr. Así, si es verdad ‘Sergi cree que no hay vida
en M arte’, también lo es ‘Sergi no cree que haya vida en M arte’. Según este
principio, ‘Pedro cree que Londres no tiene parajes lindos’ implica ‘Pedro no
cree que Londres tenga parajes lindos’. Y ahora somos nosotros, no sólo Pedro,
los que nos contradecimos: principios aparentemente razonables nos llevan a
mantener a la vez ‘Pedro cree que Londres tiene parajes lindos’ y ‘Pedro no
cree ^ue Londres tenga parajes lindos’.21
Este es un argumento serio, y su cauta conclusión debe sin duda ser acep­
tada. Pisamos un terreno resbaladizo, en el que las intuiciones lingüísticas no
tiene una validez apodíctica. Por lo demás, (como ilustramos en el segundo
capítulo mediante el examen pormenorizado de las teorías de las citas), ésta
debería ser nuestra actitud en general hacia los datos empíricos para las teo­
rías lingüísticas, si las tesis metodológicas que vengo defendiendo desde la
introducción sobre la semántica y la filosofía son válidas. Las intuiciones lin­
güísticas desempeñan exactamente el papel de los datos empíricos en la cien­
cia; y, como es familiar a estas alturas para todo el mundo, las teorías intere­
santes no se atienen ciegamente a los datos empíricos, sino que están legiti­
madas incluso para corregirlos drásticamente.
Hemos ofrecido abundantes razones para no aceptar la conclusión millia-
na; tampoco las intuiciones que manifiestan la existencia de atribuciones de re

21. Véase Kripke, “A Puzzle about Belief”.


deberían llevamos a abandonar ese resultado. (Como he dicho, Kripke no pre­
tende concluir tal cosa.) Una idea de David Kaplan,22 junto con la propuesta
de las dos secciones precedentes sobre la naturaleza de las proposiciones singu­
lares basada en nuestra inteipretación de la distinción russelliana entre conoci­
miento por descripción y conocimiento por contacto, ofrece a mi juicio una bue­
na guía para la comprensión teórica de las atribuciones de re. Según la concep­
ción fregeana (VI, § 3), todo término que se encuentre dentro de un contexto
indirecto tiene la función de referir, no a lo que el término refiere usúaimente,
sino a su sentido usual (con la finalidad de identificar el pensamiento o proposi­
ción que se atribuye al sujeto.) Las atribuciones de re (como (11) o (13)) pare­
cen contradecir esta tesis; pero, según Kaplan, las apariencias son engañosas.
De acuerdo con la idea de Kaplan, la función dé un término que, en una
atribución de re, ocupa una posición extensional pese a hallarse dentro de un
contexto indirecto (como ‘la amante de su marido’ en (14)) es la de referir obli­
cuamente al constituyente proposicional al que, propiamente, un término en esa
posición debería referir (esto es, su sentido usual). Si el hablante utiliza este
recurso es porgue no está en disposición de utilizar un término que refiera
directamente al constituyente proposicional que define con precisión el pensa­
miento atribuido al sujeto, quizás por desconocimiento —o porque no quiere,
por las razones que sean— . El hablante que profiere (14) indica, al convertir
en extensional una posición que debería ser intensional, que no está en dispo­
sición de utilizar un término que refiera al sentido a que se debería hacer refe­
rencia en esa posición; es decir, que no está en disposición de referirse al sen­
tido a través del cual Julia se presenta a esa persona a la que cree su mejor
amiga. Este constituyente proposicional ignoto es una intuición mixta, que
determina a un objeto externo por contacto con la entidad concreta que es par­
te de la misma (un ejemplar que forma parte de una proferencia concreta, o
quizás de una vivencia). Para hacer referencia de esta manera oblicua a la intui­
ción mixta, el hablante que hace la atribución de re utiliza un término singu­
lar que refiere al objeto real determinado (el amante del marido de Julia) con
el que la intuición mixta ignota pone al sujeto de la actitud proposicional
(Julia) en contacto.
Como expusimos anteriormente (VI, § 4), el representacionalismo fregea­
no presume que existe una relación entre los sentidos y los objetos reales por
ellos determinados (análoga a la relación de designación que existe entre las
palabras y sus referentes) a la que denominamos ‘presentación’. La relación de
referencia que vincula palabras y referentes se compone de la relación que vin­
cula a las palabras y a sus sentidos y de la relación de presentación entre los
sentidos y el referente. Según la propuesta de la sección precedente para dar
cuenta del “conocimiento por contacto”, esta relación es en parte una relación
causal, análoga a la lockeana de significación natural: los sentidos “mixtos”
que — según tal propuesta— integran las proposiciones russellianas presentan
a sus referentes en virtud de una relación con las entidades concretas que for­

22. En “Cuanüficación, creencia y modalidad".


man parte de ellos .(partes de proferencias concretas). Si utilizamos la letra
griega mayúscula delta para referimos a la relación de presentación, entre los
sentidos y los referentes que determinan, y utilizamos letras griegas como-
variables que han de ser reemplazadas por pseudo-nombres que refieren, a sei¿
tidos, podemos representar de una manera lógicamente perspicua — siguiendo
a Kaplan— el contenido de una atribución de re como (14) en ios siguientes
términos:

(15) 3 a (Juliaj cree que # a es su mejor amiga# a A(a, la amante de su¡


marido)).

Todos los términos que aparecen dentro de las “comillas para mencionar
sentidos” refieren ahora a sentidos, como debe ser el caso según la teoría fre­
geana del discurso indirecto. La presencia de una variable que “varía” sobre
sentidos (y debe ser sustituida, al aplicar las reglas semánticas para la cuanti-
ficación de VI, § 6, por pseudo-nombres que refieran a sentidos) ligada a un
cuantificador existencial pone de manifiesto la relativa ignorancia con que el
hablante se representa a sí mismo en cuanto al componente en cuestión del
pensamiento de Julia. El término ‘la amante de su marido’ aparece ahora en
una posición perfectamente extensional, y la referencia explícita a la relación
de “significación natural” entre el sentido indefinido y el objeto real pone de
relieve la manera oblicua mediante la que el hablante caracteriza ese sentido:
sólo dice de él que es un sentido que, a través del “contacto” con su compo­
nente concreto, presenta a Julia a quien de hecho es la amante de su marido.
En los mismos términos, el contenido de los otros dos ejemplos que hemos
ofrecido en esta sección de atribuciones de re podría ser representado, de
manera enteramente compatible con la teoría fregeana del discurso indirecto,
en los siguientes términos:

(11") 3 a (Raúlj cree que #María ama a a # a A(a, loj))


(13’) - 3 a 3x(x es ciudadano americano a Raúl cree que # a es portador del
virus Ebola# a A(a, x))

Parafrasearé (11") para facilitar la comprensión: Raúl cree, a través de algún


modo de presentación “mixto” a que lo representa de hecho a él mismo, un pen­
samiento cuyos constituyentes son sus modos de presentación para María y para
la relación de amar, y a. La paráfrasis de (13') queda para el lector.
De acuerdo con la propuesta de Kaplan, todas las actitudes propósiciona-
les son de dicto, como deben ser según la concepción fregeana; es decir, la
actitud misma se identifica haciendo exclusivamente referencia a sentidos, no
a las referencias usuales de las palabras determinadas gracias a su asociación
con sentidos. Una atribución de re es, simplemente, la atribución de una acti­
tud de dicto, efectuada de un modo hasta cierto punto vago o impreciso (en el
sentido en que decir ‘al menos un satélite gira alrededor de Júpiter’ es decir
algo más vago o impreciso que decir ‘lo gira alrededor de Júpiter’).
La notación de Kaplan nos permite una comprensión teórica satisfactoria
de la paradójica condición de Pedro. Expresadas de la manera semánticamen­
te perspicua propuesta por Kaplan, nuestras atribuciones ‘Pedro cree que Lon­
dres tiene parajes lindos’ y ‘Pedro cree que Londres no tiene parajes lindos’
—a las que llegamos, como Kripke muestra, utilizando sólo principios entera­
mente plausibles— tienen, respectivamente, el aspecto de (16) y (17):

(16) 3 a (Pedro cree que # a tiene parajes lindos# a A(a, Londres)).

(17) 3 a (Pedro cree que # a no tiene parajes lindos# a A(a, Londres)).

Ahora resulta patente que (16) y (17) no atribuyen necesariamente creen­


cias contradictorias a Pedro; pues (suponiendo que son verdaderas, de acuerdo
con la historia expuesta en VI, § 2) los proto-nombres para referir a sentidos
que, sustituyendo a ‘a ’ en (16) y (17), establezcan la verdad de esos enuncia­
dos, no tienen por qué ser los mismos, ni tener la misma referencia. Dicho de
otro modo, las intuiciones mixtas que, poniendo a Pedro en contacto con Lon­
dres, identifican los pensamientos que se le atribuyen en (16) y (17), no tienen
por qué ser las mismas (de hecho, no lo son, como manifiesta la historia
expuesta allí). (16) y (17) implicarían la atribución a Pedro de creencias con­
tradictorias si implicasen (18); pero no implican (18), por la misma razón que
‘alguien bailó con Pau’ y ‘alguien no bailó con Pau’ no implican ‘alguien a la
vez bailó con Pau y no bailó con él’. (16) y (17) implican quizás (19).

(18) 3 a (Pedro cree que # a tiene parajes lindos a a no tiene parajes lin­
dos# a A(a, Londres)).

(19) 3 a 3(3 (Pedro cree que # a tiene parajes lindos a (3 no tiene parajes
lindos# a A(a, Londres) a A((3, Londres)).

Por otro lado, si bien, en virtud del principio arriba indicado, que permite
pasar de “cree que no” a “no cree”, (17) implica (20), (16) y (20) no son en
absoluto contradictorios, exactamente por la misma razón que no lo son
‘alguien bailó con Pau’ y ‘alguien no bailó con Pau’:

(20) 3 a (Pedro no cree que # a tiene parajes lindos# a A(a, Londres)).

Conviene advertir que el propósito de esta elucidación no es descalificar


el argumento de Kripke. Como dije, su modesta conclusión es irreprochable:
nuestras intuiciones lingüísticas, aquí como en otros casos, no son la última
palabra, para millianos o fregeanos.23 La propuesta que hacemos es teórica,

23. Dudo, sin embargo^ de que la conclusión pretendida en último extremo por Kripke (en contraste con la
explícitamente defendida por él) sea tan modesta. La impresión que uno tiene es que Kripke sí desea defender indi­
rectamente la concepción milliana.
sólo mediante recursos teóricos cabe formularla. A mi juicio, es intuitivamen­
te muy satisfactoria, pero su justificación no reside meramente en lo que nues­
tras intuiciones manifiesten. Su justificación depende de la explicación-que la
teoría en la que está inscrita, globalmente, proporcione para los datos empíri­
cos conocidos, en comparación con la proporcionada por otras explicaciones:

6. Sumario y consejos para seguir leyendo

En este capítulo hemos comenzado clarificando la naturaleza de la famo­


sa discusión entre Frege y Russell a propósito de si el Mont-Blanc, con todas
sus nieves, puede o no ser “parte componente” de un pensamiento. Hemos
interpretado que la discusión concernía a si ios pensamientos pueden o no ser
especificados sin compromiso alguno con “el mundo de las referencias”, es
decir, sin implicar la existencia de ningún constituyente de acaecimientos obje­
tivos. Frege defiende este punto de vista. Su argumento fundamental se apoya
en la existencia de términos que entendemos, aunque carecen de referencia;
pues ACF no basta para obtener la conclusión que él pretende (§ 1). Este argu­
mento se aproxima a la consideración principal de Locke en favor de su inter-
nismo, la inteligibilidad de las situaciones escépticas radicales contempladas
en historias como la de los cerebros en una vasija de Putnam o la del Genio
Maligno cartesiano (TV, § 2). Frege defiende así una concepción de los senti­
dos tan internista como era la que Locke tenía de las “significaciones prima­
rias” de las palabras; de acuerdo con ella, las referencias usuales de las pala­
bras no son un componente esencial de los significados (§1).
Russell', por su parte, parece defender en 1903-1904 una posición millia-
na sobre los nombres propios, cercana a la que defienden contemporáneamen­
te algunos seguidores de Kripke. A priori, ACF ofrece una muy buena razón
contra un punto de vista así. Hemos comprobado las dificultades con que las
versiones tradicionales de la concepción fregeana se enfrentan en el caso de los
nombres propios y los deícticos, que quizás constituyeron la principal consi­
deración de Russell en favor de sus puntos de vista millianos de esta época
(§ 2). La dificultad consiste en que los sentidos adecuados para garantizar la
tesis internista no parecen ser suficientes para determinar las referencias obje­
tivas de los términos. Pero hemos encontrado (inspirándonos en sugerencias de
Frege para los deícticos) una forma de explicar cuál es el sentido de esas expre­
siones, que parece compatible con los principales supuestos fregeanos, y de la
que incluso cabe dar una versión aparentemente compatible con el intemismo
(§ 4). Esta versión permite recoger al menos la letra de la distinción de Rus­
sell entre conocimiento puramente general de un objeto (conocimiento por des­
cripción) y conocimiento “por contacto” de un objeto; se tiene conocimiento
por contacto de un objeto cuando se conoce al objeto en virtud de las relacio­
nes causales en que está con entidades concretas que son directamente cono­
cidas (§ 3).
Hemos puesto también en relación los problemas fregeanos relativos a los
sentidos de nombres propios e indéxicos, con las aparentes excepciones que las
atribuciones de re constituyen para la teoría fregeana del funcionamiento
semántico de las expresiones en contextos indirectos (VI, § 3). Adoptando una
idea de Kaplan, y partiendo de la propuesta que se había efectuado previamente
para acomodar los términos singulares en un marco fregeano, hemos indicado
cómo podría mantenerse el supuesto fundamental fregeano de que las actitu­
des son siempre de dicto (§5).
Los textos originales cuya lectura es recomendable para la reflexión sobre
los temas discutidos en este capítulo son los siguientes. Para la discusión
sobre términos genuinamente referenciales en §§ 1-3: Saúl Kripke, “Identidad
y Necesidad”, y El nombrar y la necesidad — seguramente la obra más pro­
funda e influyente sobre los temas de que sé ocupa este libro elaborada des­
pués de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein— , y John Searle, “Nom­
bres propios y descripciones”. Para la noción de proposición- singular russe-
lliana (§3): Bertrand Russell, “Conocimiento directo y conocimiento por des­
cripción”. Para contrastar la propuesta de § 4 puede verse “Demonstratives”,
de Kaplan, los trabajos de Perry “Frege on Demonstratives” y ‘T he Problem
of the Essentiál Indexical”, y The Varieties o f Reference, de Gareth Evans. Este
último es un libro muy difícil, pues la temprana muerte de su autor le impidió
dejarlo preparado para su publicación. Los puntos de vista hacia los que se
inclina este trabajo son casi siempre los de Evans. La teoría de los nombres
propios bosquejada en §§ 2 y 4 está inspirada en la ofrecida por Evans en el
capítulo 11 de esa obra, aunque no coincide enteramente con ella.
Sobre el análisis del discurso indirecto (§ 5), los dos clásicos necesarios
son “Cuantificadores y Actitudes Proposicionales”, de Quine, y “Cuantifica-
ción, creencia y modalidad”, de Kaplan.
C a p í t u l o VIII

LA TEORÍA DE LAS DESCRIPCIONES DE RUSSELL

En este capítulo presentaremos la teoría de las descripciones de Russell,


que.su creador veía como un instrumento para rechazar la necesidad de la dis­
tinción fregeana entre sentido y referencia. Sugeriremos brevemente que el úni­
co modo entonces razonable de replicar al argumento central de Frege en
defensa de su dualismo semántico, expuesto en el capítulo VI, es adoptar la
variante más extrema del intemismo, el fenomenalismo; pero no desarrollare­
mos más la sugerencia en este capítulo. Una concepción fenomenalista apare-
ce formulada (o así lo defenderé), de una manera mucho más atractiva que en
las obras de Russell, en el Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein,
cuyas aportaciones se estudiarán en los dos próximos capítulos. Las ideas de
esa obra, por lo demás, descansan en una buena medida en la teoría de las des­
cripciones de Russell.

1. La teoría de las descripciones: descripciones indefinidas

Examinamos en el capítulo precedente la polémica entre Frege y Russell


sobre la aplicación a los términos singulares de la distinción fregeana entre
sentido y referencia. Como vimos, Russell suscribía la tesis milliana, de acuer­
do con la cual algunos términos singulares (los nombres propios, y quizás tam­
bién los indéxicos) poseen referencia, pero no sentido. Russell, sin embargo,
aceptaba en el texto que citamos la distinción fregeana para el caso de las des­
cripciones definidas. Lo mismo había hecho en su obra Principies o f Mathe-
matics, publicada en 1903, unos meses antes de escribir ese texto.
Las razones de Russell para aceptar la distinción de Frege en el caso de
las descripciones definidas, en la época de Principies o f Mathematics y del tex­
to sobre las nieves del Mont-Blanc, son bien claras. Para entender un enuncia­
do debemos comprender todas las unidades semánticas que lo componen. De
acuerdo con la concepción milliana de Russell, para comprender un nombre
propio es preciso conocer su referencia; y ello a su vez requiere saber quién o
qué es el objeto nombrado, estar familiarizado con ello. Ahora bien, sería com­
pletamente implausible sostener lo mismo en el caso de las descripciones defi­
nidas, particularmente en el caso de las descripciones definidas que funcionan
como la del ejemplo (7) del capitulo anterior, utilizado como paradigma de
“conocimiento fregeano de objetos”. Para entender (1)

(1) el jugador de baloncesto más bajo de la NBA mide más de 1,80

necesito comprender ‘el jugador de baloncesto más bajo de la NBA’; pero


parece claro que no necesito conocer a tal individuo para entender esa
expresión. El lector probablemente no sabe quién es ese jugador, pero
entiende la descripción. Para entender un nombre propio hace falta poseer
conocimiento por contacto del objeto significado; no así, en general, en el
caso de las descripciones, cuya comprensión nos proporciona un conoci­
miento más indirecto de los objetos significados por ellas (al que Russell
denomina conocimiento por descripción). Una manifestación ulterior de la
diferencia reside en el hecho de que (dada la explicación en términos cau­
sales que ofrecimos en VII, § 4 de esa idea) no se puede tener conocimien­
to por contacto de algo que no existe; de modo que, en una concepción
milliana, no se puede comprender un nombre propio que no posee referen­
cia: los nombres propios que no nombran un objeto no tienen significado.
Naturalmente, esto parece muy poco plausible, y constituye, como sabemos,
una de las razones fregeanas para atribuir sentido también a los nombres
propios. Decir que, dado que Ossian nunca existió — fue una fabricación
interesada— , el sujeto de ‘Ossian fue un bardo escocés’ carece de signifi­
cado parece llevar las cosas demasiado lejos. ¿Cómo podríamos decir enton­
ces significativamente ‘Ossian no existió’? •
Sea lo que fuere de este problema (después veremos cómo la teoría de las
descripciones permite a Russell afrontarlo, sin invocar la distinción entre sen­
tido y referencia), parece absurdo decir lo mismo de las descripciones: el hecho
de que no exista el objeto pretendidamente significado por una descripción no
la priva de significado. Aunque nunca llegase a existir un ser humano en el
siglo xxi, la descripción contenida en ‘el primer ser humano nacido en el siglo
xxi será chino’ tiene significado.
En los meses posteriores a la redacción del texto citado al comienzo de
VII, § 1, Russell llegó al convencimiento de que la teoría de Frege (o, mejor
dicho, su propia versión de la misma, en la que sólo las descripciones defini­
das tienen sentido y referencia) produce dificultades insuperables. Las presun­
tas dificultades (que, en palabras de Russell, hacen de la teoría fregeana un
“enredo inextricable”) conciernen a la posibilidad de que ei sentido de una
expresión sea en algunos casos su referencia (posibilidad de la que depende la
teoría fregeana del discurso indirecto, y con ello uno de los aspectos más atrac­
tivos de la distinción). Russell trató de explicar la naturaleza del “enredo inex­
tricable”, sin ningún éxito, en un pasaje extremadamente oscuro de “Sobre la
denotación” (de lo que no cabe duda es de que el pasaje mismo es un “enredo
inextricable”), al final del cual concluye que la distinción “ha sido, en su tota-
lidad, mal concebida”.1Contribuye esencialmente a la oscuridad del pasaje una
variedad de confusiones de uso y mención (I, § 3), muestra de casi to d S I í
gama de confusiones de este tipo. No vamos a embarcamos aquí en la ingrata
tarea de reconstruir el argumento de Russell. Más adelante expondremos un
argumento suficientemente claro contra el representacionalismo, lockeano o
fregeano, que elaboraría Wittgenstein. En todo caso, el oscuro argumento de
Russell contra su parcial versión de la teoría de Frege no explica por sí solo la
nueva convicción de Russell, a partir de 1905, adversa a la aplicación de la dis­
tinción fregeana a cualquier expresión; no basta la insatisfacción con una teo­
ría para abandonarla, si la teoría explica datos innegables y se carece de una
explicación alternativa. Un aspecto cuando menos tan importante, pues, fue el
hallazgo por Russell de una explicación alternativa para ios dos hechos expues­
tos más arriba (que las descripciones se comprenden sin contacto con su refe­
rente, y que pueden carecer de referente sin que ello afecte a la inteligibilidad
de las oraciones en que aparecen), que le habían llevado anteriormente a acep­
tar la distinción entre sentido y referencia para el caso específico de las des­
cripciones definidas. Esa solución no es otra que su famosa teoría de las des­
cripciones, expuesta inicialmente en “Sobre la denotación”, que fue considera­
da por Ramsey “un modelo de análisis filosófico”: el paradigma en el que la
“filosofía analítica” se ha mirado desde entonces.
El núcleo de la teoría de las descripciones es éste: las descripciones defi­
nidas no son términos singulares, que refieren a un objeto. Son expresiones de
cuantificación, como ‘todos los hombres’ o ‘al menos un hombre’, cuya con­
tribución semántica es más compleja que la de los términos singulares. Inclu­
so en los casos en que parecen funcionar como términos singulares, refiriendo
a un objeto, ese funcionamiento referencial es un fenómeno puramente prag­
mático, un caso de uso no-literal del lenguaje. Es un fenómeno esencialmente
análogo al uso que a veces hacemos del lenguaje, presuponiendo las conven­
ciones que lo rigen sólo para violarlas, con el fin de conseguir ciertos efectos
(ironía, metáfora, etc.); una teoría semántica razonable debe formular sus pro­
puestas haciendo caso omiso de tales usos (I, § 2). Siguiendo la estrategia del
propio Russell, en la más clara exposición que hace de la teoría en su lúcido
Introduction to Mathematical Philosophy (1919), presentaré la teoría de las
descripciones definidas de Russell considerando primero, en esta sección, el
funcionamiento de las descripciones indefinidas. La razón principal es ésta:
también las descripciones indefinidas parecen a veces funcionar como térmi­
nos singulares que refieren a objetos; pero, en este caso, es más fácil tanto
comprender que, de manera general, no funcionan así, como aceptar que cuan­
do parecen hacerlo el fenómeno no es semántico, sino pragmático. Además, la
explicación del funcionamiento de las descripciones indefinidas es una buena
introducción a la teoría russelliana para las definidas.
Unas y otras descripciones se forman a partir de términos clasificatorios.

1. “Sobre la denotación”, pp. 64-67.


Los términos clasificatorios son una subcategoría de la categoría de los predi­
cados o términos generales (VI, § 1). Son términos clasificatorios sim p le s , por
ejemplo, los términos de género (incluidos los térm in o s de m a sa , cf. IV, § 3),
natural o no: ‘tomate’, ‘soriano’; también hay términos clasificatorios comple­
jos: ‘soriano elegante’, ‘soriano cuyo padre tiene un Rolls’, etc. Los términos
clasificatorios se caracterizan lógico-sintácticamente porque se articulan sin­
tácticamente con determinantes (VI, § 1) como ‘algún’, ‘un’, ‘todos los’,
‘cada’, ‘este’, etc., para formar térm in o s d eterm in a d o s : ‘algún soriano cuyo
padre tiene un.Rolls’, etc. Entre estos últimos están las descripciones; una d e s-
cripción definida consiste en un artículo definido ( ‘el’, ‘la’) en construcción
con un término clasificatorio: ‘el tomate’, ‘el soriano cuyo padre tiene un
Rolls’, etc., o en una expresión que es semánticamente equivalente a una así
(como ‘su padre’, que es equivalente a ‘el padre de él o ella’). Una d escrip ­
c ió n in d e fin id a consiste en un artículo indefinido en construcción con un tér­
mino clasificatorio. Conviene introducir de paso la otra subcategoría de los tér­
minos generales que consideraremos en lo sucesivo, la que integran los térm i­
nos, predicativos. Son términos predicativos simples, por ejemplo, los verbos
. transitivos e intransitivos (‘corre’, ‘golpea’), la construcción de un verbo copu­
lativo con; un adjetivo o término clasificatorio (‘es rojo’, ‘es agua’), etc. Tam­
bién hay términos predicativos complejos: ‘golpea a todos los niños’, etc. Los
términos predicativos se caracterizan porque, en construcción con, el número
apropiado, dertérminos singulares y/o términos determinados, forman un enun­
ciado. Cuál sea “el número apropiado” lo determina la categoría lógico-semán­
tica del predicado; por ejemplo, un verbo intransitivo como ‘corre’ requiere
como:mínimo un término para el agente y otro para el tiempo (este último pue­
de quedar implícito en el tiempo verbal).
.Tal como .dijimos antes (VII, § 3), las descripciones indefinidas hacen
usualmente ap ortaciones g en érica s a las proposiciones en que aparecen. Con
esto queremos contraponer las proposiciones que expresamos y comprendemos
mediante enunciados como (2) a las que expresamos mediante enunciados
como (3):

(2) Un cliente se ha marchado sin pagar.

(3) Ese cliente se ha marchado sin pagar.

La diferencia se reconoce mediante dos criterios; para apreciar su fuerza


intuitivamente hemos de imaginar los enunciados proferidos en contextos con­
cretos. Imagínese que (2) lo profiere un contable, que por lo demás no se
encarga de atender a los clientes ni tiene acceso a ellos, al comparar el dinero
de la caja con el inventario de ventas del día. (3) lo profiere en cambio un ven­
dedor, a propósito de una persona que, a él le parece, acaba de abandonar la
tienda. Repito aquí, para comodidad del lector, los dos criterios. En primer
lugar, no tiene sentido pedir al hablante que sea más específico en cuanto a
quién se refiere a propósito de (2), pero sí lo tiene pedirlo a propósito de (3).
Quien preguntase, a propósito de (2), “¿a qué cliente te refieres?”, mostraría
no haber entendido el enunciado. En segundo lugar, que no exista un cliente
específico de quien quepa decir que es referido por ‘ese cliente’ en el contex­
to de (3) hace al enunciado impropio; pero nada análogo ocurre con (2). Si el
hablante profiere (3) por efecto de un trastorno psíquico o una confusión, y no
hay ningún cliente destacado en el contexto de proferencia a quien alguien
podría razonablemente estarse refiriendo, (3), desde luego, no puede ser ver­
dadero. Pero tampoco es falso\ en un caso así, el enunciado sería “desafortu­
nado” de una manera diferente a como lo sería si existiera el cliente en cues­
tión y, simplemente, no se hubiera marchado sin pagar. La falsedad, en el sen­
tido estricto en que el enunciado sería en este segundo caso falso, es un tipo
de “infortunio” distinto al provocado por la inexistencia de un referente apro­
piado para ‘ese cliente’. Por otro lado, que no exista un cliente específico de
quien quepa decir que es “referido” por el término determinado ‘un cliente’ en
(2) no hace impropia la proferencia; la hace simplemente falsa. Si ningún
cliente ha visitado la tienda en el período en cuestión (supongamos que el
cálculo del contable se basaba en supuestos erróneos: los objetos que faltan se
han tirado por defectuosos, y el dinero en la caja lo ha puesto un empleado),
(2) es simplemente falso.
Estos son sólo datos sobre diferencias en nuestras intuiciones semánticas.
Para expresar de un modo teóricamente satisfactorio aquello a que los datos
apuntan debemos ir más allá de ellos. Podemos describir lo que los datos refle­
jan de este modo: ‘ese cliente’ tiene en (3) como referencia (VI, § 2) un obje­
to particular. Con esa expresión, un hablante competente pretende “traer al dis­
curso” a un individuo determinado, por relación al cual se debe evaluar la ver­
dad o falsedad de lo que dice. La aportación de ‘ese cliente’ a las condiciones
de verdad de la proferencia es, diremos, una aportación singular, en este caso,
un individuo, un objeto particular. La aportación de ‘un cliente’ en (2) a las
condiciones de verdad es muy distinta. No es que carezca de referencia; pues
toda expresión que realiza una contribución específica a las condiciones de ver­
dad de los enunciados en los que aparece tiene una u otra referencia (VI, § 5).
Es más bien que su referencia no es un objeto particular.
Un recurso conveniente para explicar en qué consiste la aportación del tér­
mino determinado en una oración como (2) es aquel que utilizamos ya ante-;
riormente, en VII, § 3. Descansamos para ello en la comprensión previa deüfc
semántica del más familiar de los lenguajes artificiales estudiados en la lógica
contemporánea, un lenguaje de primer orden (VI, § 6) y en la capacidad de
representar oraciones castellanas mediante oraciones de un lenguaje de primer
orden. La representación de una oración como (2) tiene la forma Ex (^ es] It A ^
6(x)); la traducción de (2) sería algo así como: 3x (x es cliente a x . se ha.mar­
chado sin pagar). Dada la semántica de una oración así, podemos ver cómo la.
contribución de ‘un cliente’ no es un individuo particular en absoluto. L a\tn ^
ducción de la expresión ‘un 7c’ se descompone en dos partes, el p re d ic a d o ^
es rt y la expresión cuantificacional ‘3 ’. Ahora bien, dada la sem ític a de.ésas
dos expresiones (VI, § 6), la oración (2) sólo asevera que, de entre los
dúos del dominio del discurso contemplado (las personas que han podido
entrar en la tienda ese día, pongamos por caso), al menos uno es cliente, y se
ha marchado sin pagar. En una situación como la que hemos descrito antes
(ningún cliente ha visitado la tienda), la oración es simplemente falsa. Por esta
razón, diremos que la aportación de ‘un cliente’ a las condiciones de verdad
de (2) es una aportación general.1
Consideremos ahora un enunciado como (4), proferido en circunstancias
en las que el hablante tiene claramente en mente un individuo específico, acer­
ca del cual quiere comunicar algo; si utiliza la descripción indefinida ‘un clien­
te’ es, quizás, porque en el contexto no parece razonable suponer que el
hablante dispone de los recursos necesarios (un nombre propio, una descrip­
ción definida, un deíctico) que le permitirían introducir ese individuo específi­
co a su audiencia:

(4) Un cliente vino esta mañana. Ya cuando entró, vi que pasaba algo raro.

Si atendemos ahora tanto a los dos criterios intuitivos antes propuestos,


como a la caracterización teórica que propusimos a partir de ellos, parece que
habríamos de concluir que ‘un cliente’ sí hace, en (4), una aportación singular.
En cierto sentido, es indudable que la proferencia de (4) que estamos ima­
ginando expresa un contenido singular. Es indudable, también, que éste no es
un fenómeno aislado, sino uno que ocurre regularmente en el uso del lengua­
je: las descripciones indefinidas se utilizan en muchas ocasiones con el propó­
sito de hacer aportaciones singulares. Ahora bien, estos dos hechos no son
suficientes para concluir que ‘un cliente’, ateniéndonos exclusivamente al sig­
nificado convencional, semántico de las palabras, hace en estos casos una apor­
tación singular. El fenómeno, innegable, podría ser meramente pragmáticos la
aportación singular de ‘un cliente’ en casos como el descrito podría ser un caso
de significado no-literal (I, § 2; XIII, § 3). Si, efectivamente, el término deter­
minado en (4) estuviese funcionando de modo no-literal, la aportación literal
de la expresión podría ser aún una aportación general, tanto como lo es en (2).

2. Esta manera indirecta de introducir la idea de aportación general es sólo un recurso conveniente. Es con­
veniente, porque nos evita presentar un lenguaje artificial mediante el cual caracterizar de un m odo más directo, y más
realista, las condiciones de verdad de enunciados com o ( 2), y definir de una manera precisa qué es, para una expre­
sión. hacer una aportación general a las condiciones de verdad. El carácter poco realista de la propuesta se pone de
manifiesto en que hemos de introducir, en la traducción lógica, conectivas (la conjunción, en el caso de la cuantifi-
cación existencia!, y el condicional, en el caso del universal) que no estaban presentes en el enunciado traducido. No
resulta inmediato imaginar (y puede mostrarse que 110 es posible) cóm o habríamos de traducir enunciados españoles
estructuralmente análogos, en los que las expresiones de cuantificación son ‘la mayoría', ‘m uchos’, ‘unos pocos', etc.
Existen propuestas en la literatura que permitirían formulaciones más directas y precisas. Sin embargo, las ventajas
indudables que tendría una caracterización más precisa y realista palidecen ante la dificultad de que la exposición
requeriría un buen número de páginas, y obligaría al lector a familiarizarse con una serie de recursos técnicos com ­
plejos. Por lo demás, tal com plicación expositiva no parece necesaria para nuestros fines: la familiarización con la téc­
nica de la representación en primer orden y el conocim iento de la semántica de estos lenguajes bastan para una co m ­
prensión suficientem ente precisa de lo que queremos exponer. Un lenguaje que permitiría dar una explicación más
realista de la semántica de las expresiones de cuantificación y definir de un modo riguroso el concepto de aportación
general de una expresión es el que se utiliza para dar cuenta de la cuantificación generalizada. Véase Neale, D e s­
criptions.
Cuando ‘perla’ se usa no-literalmente en un poema, con el propósito-dei h'acéí:
referencia a los dientes de la amada del poeta y sugerir su perfección;^ íTiantie^
ne su significado convencional; pues es sólo porque ‘perla’ mantiene táiribién
su significado literal, que el hablante consigue expresar a su audiencia- ése
determinado significado no-literal. Análogamente, si el uso referencial deTuü
7C’ fuese no-literal, la expresión mantendría su significado convencional (servir
para hacer una determinada aportación general) incluso cuando se usa no-lite-
ralmente para hacer una aportación singular.
Consideremos un ejemplo claro de usos no-literales que se dan regular­
mente. Casi siempre que alguien profiere en cierto tono las palabras ‘el jefe
tiene hoy una cita con una mujer’ (o palabras al mismo efecto), con ‘una
mujer’ quiere decir una mujer distinta de su madre, su hermana o su esposa.
Sin embargo, esto no parece bastante para concluir que, convencionalmente,
‘una mujer’ significa tal cosa en esos casos. La razón básica es que esta con­
clusión conlleva postular que la expresión ‘una mujer’ es semánticamente
ambigua, dado que, claramente, muchas otras veces ‘una mujer’ no significa
eso. Pero, como explicaremos en detalle más adelante (XIV, § 3), no toda regu­
laridad es una convención. Educar a los hijos, por ejemplo, es algo que los
seres humanos hacen regularmente, pero no es un fenómeno convencional. Una
convención es una regularidad que se preserva en virtud de un mecanismo
complejo; esencialmente, una regularidad que se mantiene en virtud de la exis­
tencia de una serie de expectativas entre los miembros de una comunidad sobre
las acciones de los demás. Es bastante razonable creer que existe una conven­
ción lingüística que determina el significado usual de ‘una mujer’, según el
cual basta para que alguien “tenga una cita con úna mujer” que tenga una cita
con una persona de sexo femenino (sea o no su madre, etc.). Si, además, exis­
te un modo de explicar la regularidad en virtud de la cual ‘una mujer’ “signi­
fica” en ciertas situaciones una mujer distinta de su madre, su hermana o su
esposa, sin que la explicación presuponga la existencia de una convención lin­
güística específica al efecto, ello es bastante para concluir que la presunta
ambigüedad no existe. Similarmente, es seguro que existe una convención lin­
güística tal que ‘perla’ tiene un significado en virtud del cual no se aplica a los
dientes. Si podemos explicar, sin postular para ello la existencia de una regu­
laridad con las características necesarias para constituir una convención lin­
güística, cómo es que en ocasiones un hablante puede conseguir que se apli­
que a los dientes, entonces no es razonable postular que ‘perla’ sea semánti­
camente ambigua en español.
Es indudable que las descripciones indefinidas hacen, en muchos casos,
aportaciones generales, y que hay en juego en esos casos un recurso conven­
cional. Si, además, existiera un modo de explicar cómo es que, en algunas
ocasiones, las descripciones indefinidas son usadas para hacer aportaciones
singulares — un modo que no conllevase la existencia de un mecanismo con­
vencional— , ello seria una buena razón para no suscribir la hipótesis de la
ambigüedad. Más adelante (XIII, § 3) explicaremos las ideas de Grice (a quien
se debe el ejemplo de ‘una mujer’) sobre qué condiciones debe cumplir, en
general, una explicación de ese tipo. Baste ahora indicar que, al describir ante­
riormente la situación en que se profiere (4), ya hemos sugerido el núcleo de
la explicación para este caso específico. Como hemos dicho, se trata de una
situación en-que el hablante manifiestamente quiere comunicar proposiciones
singulares,, pero no es razonable pensar que comparta con su audiencia los
recursos necesarios para expresarla a la manera convencional (utilizando, por
ejemplo, un deíctico, o un nombre propio). Si, por otro lado, el hablante pue­
de pensar que su audiencia va a apreciar la dificultad en que se encuentra,
entonces puede esperar razonablemente que ese receptor o receptores, cono­
ciendo el significado convencional que la descripción indefinida tiene tam bién
en este caso (a saber, exactamente el mismo que tiene el término determinado
‘un cliente’ en (2), donde claramente hace una aportación general), aprecie que
el hablante pretende usarla aquí de modo no-literal: no para expresar conteni­
dos generales, sino como una conveniente herramienta a d hoc para “traer al
discurso” al individuo de quien quiere hablar. Y no es descabellado suponer
que esas condiciones se cumplen en los casos en que las descripciones defini­
das se usan para hacer aportaciones singulares. (Naturalmente, no hace falta
caer en el absurdo de pensar que los hablantes se dicen explícitamente todo lo
anterior; basta suponer que lo saben “implícitamente”, en el sentido de que
serían capaces de hacerse explícito este razonamiento si tuviesen el tiempo y
la paciencia como para reflexionar sobre ello.)
Semánticamente; la contribución de ‘un cliente’ en (2) es tal que el enun­
ciado dice: hay al menos un individuo x tal que x es cliente, y x se ha marcha­
do sin pagar. No hay aquí referencia a un individuo particular: no tiene senti­
do preguntar al hablante a quién se refería, y, si en el universo del discurso pre­
supuesto, nadie pertenece al género “cliente”, (2) posee el tipo de infortunio
de los enunciados lisa y llanamente falsos. Según la presente propuesta, exac­
tamente lo mismo ocurre con el primer enunciado coordinado en (4); semánti­
camente dice: hay al menos un individuo x tal que x es cliente y x vino esta
mañana. Semánticamente hablando, no tiene sentido inquirir ulteriormente por
un supuesto referente, y, en las condiciones antes descritas (el género de ,los
clientes no cuenta con ningún espécimen en el universo del discurso presu­
puesto) se ha dicho algo lisa y llanamente falso. Pragmáticamente, las cosas
son distintas aquí. Es manifiesto que el hablante desea hablar de un individuo
particular; por consiguiente, relativamente a lo que el hablante quiere, d e c ir (no
a lo que las palabras que usa, semánticamente, significan) sí tiene sentido
hablar de referencia a un individuo particular. Pero este es un fenómeno prag­
mático, del que una teoría semántica debe despreocuparse. Este significado
específico del h a blan te , además, se consigue gracias a que las p a la b ra s que
usa mantienen su significado puramente genérico incluso en este caso. Pues el
hablante “espera” (tácitamente) que sus oyentes razonen más o menos así:
“Estas palabras significan, convencionalmente, una proposición puramente
general: que hay al menos un individuo x tal que x es cliente y x vino esta
mañana. Ahora bien, llevar a cabo esta aseveración puramente general no pare­
ce muy pertinente en este caso. Yo ya puedo imaginarme por mí mismo que
esta mañana vino al menos un cliente. (A diferencia, obsérvese, de lo que ocu­
rre en el contexto de (2).) Quizás, por tanto, lo que el hablante quiere en rea­
lidad es decirme algo sobre un inviduo en particular, que él tiene en mente, y
no puede indicarme quién es ese individuo específico.”

2. La teoría de las descripciones: descripciones definidas

Con esta discusión como precedente, consideremos ahora las descripcio­


nes definidas. En primer lugar, es claro que, en muchas ocasiones, las descrip­
ciones definidas no hacen aportaciones singulares, sino generales. Se cuenta
que, en cierta ocasión, Germaine de Stáel (conocida adversaria de Napoleón,
pero, a la vez, mujer de notoria vanidad, ávida: de obtener expresiones de admi­
ración incluso de sus mayores enemigos de género masculino) preguntó a
Napoleón quién era, a su juicio, la mujer, muerta o viva, superior a todas las
demás mujeres. La respuesta que obtuvo fue “la que ha engendrado un mayor
número de hijos”. Expresada adecuadamente para nuestros fines, la afirmación
de Napoleón tendría este aspecto:

(5) La mujer que ha engendrado un mayor número de hijos supera a todas


las demás.

Consideraciones sin duda razonables hacen que no sea muy adecuado


hablar de verdad o falsedad a propósito de un enunciado como (5); entre ellas
está el que los baremos de “superioridad” entre mujeres son aquí excesiva­
mente vagos, y también que el propósito de Napoleón no era producir un enun­
ciado susceptible de verdad o falsedad, sino expresar su disgusto hacia el
“avanzado” estilo de vida de Madame de Stáel. Pero podemos dejar al margen
estas consideraciones, por mor del ejemplo, para apreciar que, con arreglo a
los criterios que hemos ofrecido, la descripción definida en (5) no hace una
aportación singular. La función' de 'la mujer qué ha engendrado un mayor
número de hijos’ es similar a la de ‘un cliente’ en (2).
La teoría de las descripciones de Russell es, fundamentalmente, una pro­
puesta explicativa sobre cuál es esa función. Mediante el recurso que hemos
utilizado antes para las descripciones definidas podemos exponer la propuesta
de Russell, para el caso específico de oraciones de la forma de (5), indicando
su traducción a un lenguaje de primer orden. Si abreviamos la estructura de los
enunciados en cuestión en español así: el n 6 —donde Q representa un térmi­
no predicativo— la traducción es la siguiente: 3x (x es k a V y (y es t c x
= y) a 6(x)). Dicho de otro modo, una afirmación de la forma el n 0 conden­
sa las tres afirmaciones siguientes: (i) Hay al menos un te; (ii) hay a lo sumo
un ti, y (iii) (ello) es 0. En el caso específico de (5): hay al menos una mujer
que ha engendrado un mayor número de hijos; hay a lo sumo una mujer tal, y
ella supera a todas las demás mujeres.
Este análisis muestra por qué la función semántica de ‘la mujer que ha
engendrado un mayor número de hijos* en (5) no es hacer una aportación sin­
gular. Es decir, por:qué no tendría sentido preguntar aquí al hablante, “¿de
quién hablas?”, y por qué, en el caso de que ‘la mujer que ha engendrado un
mayor número de hijos’ no designe en este caso a nadie (en el caso, increíble
en este ejemplo particular, de que no haya ningún te, o en el mucho más creí­
ble aquí de que haya más de uno), (5) sería, simplemente, falso. Según el aná­
lisis, los términos determinados de la forma ‘el son expresiones semántica­
mente análogas a ‘un/algún n ’.y a ‘todo/cada 7C\
. Naturalmente, cada una de estas expresiones funcionan de modo diferen­
te, aunque su funcionamiento sea análogo. Las diferencias entre ellas se mani­
fiestan cuando traducimos ‘todo/cada k 1 por ‘Vx (7t(x) ...), ‘un/algún n ’ por
‘3x (7c(x) ...) ’ y ‘el tc' por la construcción más compleja 3c (x es k a .V y (y
es K x = y ) ...). Para el caso específico en que las expresiones de cada uno
de esos tipos aparecen en la forma sintácticamente más simple — en construc­
ción con un término predicativo simple 0, en la forma determinante'+ térmi­
no clasificatorio + término predicativo— , las diferencias entre ellas se pueden
expresar convenientemente con respecto a tres rasgos distintivos: existencia en
la clasificación, unicidad en la clasificación, y generalidad de la predicación,
como explicamos a continuación.
En el caso de los cuantificadores universales (todo/cada n 0), el término
predicativo 0 debe aplicarse con verdad a cada uno de los individuos en el
dominio del discurso a los que se aplica el término clasificatorio 7C, para que
el enunciado completo sea verdadero: se requiere generalidad de la predica­
ción. Sin embargo, no se requiere para la verdad del enunciado existencia en
la clasificación, en cuanto que no es necesario para ello que existan de hecho
en el dominio del discurso individuos a los que se aplique el término clasifi­
catorio. En el caso de la cuantificación existencial (un/algún k 0), es necesa­
rio para la verdad del enunciado completo que el dominio del discurso inclu­
ya al menos un individuo al que se aplique el término clasificatorio % (sí se
requiere por tanto existencia en la clasificación); pero no se requiere unicidad
en la clasificación, en tanto que el término clasificatorio puede aplicarse, en el
universo del discurso, a más de un individuo; y, además, basta con que el tér­
mino predicativo 0 se aplique a uno de los individuos a que se aplica el tér­
mino clasificatorio (no se requiere, por tanto, generalidad en la predicación).
Por último, el uso de las descripciones definidas entraña, como en el caso de
la cuantificación existencial y a diferencia de la universal, existencia en la cla­
sificación, pero entraña también (a diferencia de lo que ocurre en el caso de la
cuantificación existencial) unicidad en la clasificación, en tanto que el térmi­
no clasificatorio debe aplicarse, en el dominio del discurso, exclusivamente a
un individuo. Se sigue de ello que las descripciones definidas, como los cuan­
tificadores universales, requieren también generalidad de la predicación.
Todas estas diferencias, sin embargo, son diferencias dentro de una mis­
ma familia semántica de expresiones, que no cabe confundir con la categoría
de los términos singulares (la categoría de los términos que verdaderamente
hacen aportaciones singulares). Podemos expresar esto con claridad recurrien­
do al concepto fregeano de referencia. La referencia de una expresión es^sü
contribución a las condiciones de verdad de los enunciados en que aparece:
Aquí es preciso ir con cuidado; pues, si la teoría fregeana del discurso directo
e indirecto (VT, § 3) es correcta, la descripción “la contribución de un término
a ...” en la oración precedente sería impropia: un mismo término tiene difer
rentes referencias cuando aparece en contextos directos e indirectos, con res­
pecto a la que tiene cuando aparece en contextos usuales. Consideremos, pues,
sólo los que parecen ser los casos básicos, los contextos usuales, y, de entre
ellos, sólo los gramaticalmente simples a que hacíamos referencia en el párra­
fo anterior. Un usuario competente de un término debe conocer su significado,
y, por consiguiente, debe conocer su referencia (dado que ésta es, cuando
menos, parte del significado). Para entender un término singular, por tanto, hay
que conocer su referencia: hay que saber qué objeto pretende traer al discurso
el uso del término.
La tesis mínima de Russell es que para entender el sujeto gramatical de
(5) no es preciso conocer ningún objeto (como no lo es para entender el suje­
to gramatical de (2), o para entender el de ‘cada cliente se ha marchado sin
pagar’). Entender las expresiones en cuestión requiere entender la referencia
del término clasificatorio correspondiente, y conocer el modo específico de
funcionar del determinante de que se trate (‘el’, ‘un’, ‘todo’). Esto último (el
modo de significar de los determinantes) lo podemos explicar como hicimos
más arriba, relativamente al comportamiento de las expresiones con respecto a
los tres rasgos que indicamos (existencia y unicidad en la clasificación, gene­
ralidad de la predicación). La referencia de estas expresiones, por consiguien­
te, no es un objeto particular; pues la referencia es algo que un hablante
competente debe conocer para entender el funcionamiento de la expresión en
contextos usuales, pero un hablante competente no necesita conocer ningún
objeto individual para entender las descripciones definidas. Las expresiones
tienen referencia, por supuesto, dado que hacen una contribución específica a
las condiciones de verdad de los enunciados (en contextos usuales) en que apa­
recen (cf. VI, § 5). Pero su referencia no es un objeto. Esta será nuestra inter­
pretación de la oscura afirmación de Russell de que las descripciones defini­
das son “expresiones incompletas”: como ‘un Ky o ‘todo tu’ , y a diferencia de
los verdaderos términos singulares, las descripciones definidas tienen una refe­
rencia compleja, compuesta de la referencia de un término clasificatorio y del
significado de una expresión sincategoremática.3
En las secciones 2 y 3 del capítulo anterior examinamos las razones de
Russell para afirmar que la distinción de Frege entre sentido y referencia no se

3. Russell, probablemente, estaba presuponiendo la concepción agustiniana a que el Principio del Contexto
fregeano se opone. Una “expresión completa”, seguramente, es una expresión subenunciativa que tiene significado
independientemente del contexto oracional: los nombres propios sedan el paradigma de “expresiones completas". La
lección de Frege es que no hay expresiones completas, en este sentido. Todas las expresiones subenunciativas a las
que cabe asignar significado lo tienen com o una contribución específica al significado de los enunciados en que pue­
den aparecer. N o hay, pues, diferencia entre los nombres propios y las expresiones de cuantificación.
aplica a términos singulares como los nombres propios. Después volveremos
sobre esto. Vimos también cómo Russell aceptaba la distinción para otros tér­
minos singulares, las descripciones definidas. Al comienzo de la sección ante­
rior explicamos las razones por las que se veía obligado a hacerlo. Según Rus­
sell, entender un verdadero término singular requiere familiarización con el
referente; y tal familiarización no puede existir si no existe el objeto. Pero es
obvio que ninguna de esas condiciones son exigibles para comprender un enun­
ciado, como (5), que contenga una descripción definida. Vemos ahora cómo la
teoría de las descripciones permite solventar el problema, sin requerir para ello
atribuir a las descripciones una distinción entre sentido y referencia. Las des­
cripciones definidas, simplemente, no son términos singulares; son expresiones
incompletas — en el sentido antes expuesto— con un funcionamiento semánti­
co análogo al de las descripciones indefinidas. Para explicar su funcionamien­
to no es preciso suponer el dualismo semántico fregeano, sino que basta tomar
en consideración su complejidad.
También es posible apreciar con lo visto hasta aquí la relevancia filosófi­
ca de la teoría de Russell. Se podría argumentar que, si entendemos un enun­
ciado compuesto de un término singular y un término predicativo, y si el enun­
ciado tiene un valor de verdad (verdadero o falso), entonces el término singu­
lar debe designar.algo. Quizás no algo “existente”, en vista de que ‘el actual
rey de Francia es calvo’, ‘el cuadrado redondo es inexistente’ y ‘el ser omni­
potente superior a todos los seres es pensable’ cumplen todos ellos, aparente­
mente, la condición impuesta, y parece lisa y llanamente increíble que haya­
mos de concluir de consideraciones meramente lingüísticas que sus sujetos
gramaticales designan algo existente. (Bastaría entonces ser un usuario com­
petente y reflexivo del lenguaje para creer en la existencia de cualquier tipo de
divinidad.) Pero sí debe designar, al menos, algo “subsistente”, o poseedor de
algún tipo de “entidad”. Ya a primera vista, estos argumentos parecen suponer
un procedimiento algo fraudulento para establecer la “entidad” de algo. Pero
no es nada fácil decir en dónde radica su carácter falaz. La teoría de Russell
señala claramente un posible lugar: las descripciones definidas no son verda­
deros términos singulares. (La teoría fregeana, naturalmente, sirve al mismo
propósito: no basta que un término tenga sentido, para concluir que tiene refe­
rencia.)
¿Qué justificación cabe dar de la teoría de las descripciones de Russell?
Russell la defiende en “Sobre la denotación” por su capacidad para dar cuen­
ta, satisfactoriamente, de tres “rompecabezas”: (i) la no sustituibilidad de des­
cripciones “correferenciales” en contextos indirectos; (ii) las aparentes excep­
ciones al principio del tercero excluido (dado un enunciado, o bien es verda­
dero o bien lo es su negación) constituidas por los enunciados que contienen
descripciones definidas sin “referente”, como ‘el actual rey de Francia es cal­
vo’; y (iii) el hecho de que los enunciados de existencia negativos, como ‘el
actual rey de Francia no existe’, tengan significado.
La soluciones ofrecidas por la teoría de las descripciones a estos rompe­
cabezas pueden fácilmente ser inferidas de lo que ya sabemos. Brevemente: (i)
Un enunciado en que se atribuye una actitud proposicional (‘Jorge IV quería
saber si Scott era el autor de Waverley’) establece una relación entre :ei sujeto
y una proposición. Como las descripciones definidas no son términos singular
res, no cabe pensar que al intercambiar dos descripciones que describen, al mis­
mo individuo (o una descripción y un término singular que refiere al único
objeto descrito por la descripción) las proposiciones resultante sean idénticas.
Por eso no es aceptable sustituir ‘el autor de Waverley’ por ‘Scott’ en la atri­
bución precedente, para obtener ‘Jorge IV quería saber si Scott era Scott. (ii)
Si leemos la negación en ‘el actual rey de Francia no es calvo’ como abarcan­
do a todo el enunciado,4 el enunciado es verdadero, (iii) ‘el actual rey de Fran­
cia existe’ es equivalente a: hay al menos un individuo x tal que x es en el pre­
sente rey de Francia y sólo hay un individuo x tal.5 Esto es, naturalmente, fal­
so. Su negación es expresada en el lenguaje natura 1 mediante ‘el actual rey de
Francia no existe’; este enunciado es, por consiguiente, verdadero.
El problema de la defensa de Russell está en que depende esencialmente
de que no haya una teoría alternativa que explique mejor esos rompecabezas.
Pero sí la hay: es precisamente la teoría fregeana, con la que la teoría de Rus­
sell rivaliza, según la cual las descripciones son términos singulares con senti­
do y referencia. La teoría fregeana explica mejor los rompecabezas, porque los
tres se producen no sólo a propósito de descripciones definidas, sino también
de nombres propios. Como veremos, Russell puede dar cuenta de esto, pero
necesita para ello una maniobra que puede parecer ad hoc: postular que los
nombres propios usuales son “descripciones encubiertas”. Además, la solución
fregeana es más acorde con nuestras intuiciones en lo que respecta al segundo
rompecabezas. En ese caso, dado que aparece un término sin referencia, los
enunciados carecen de valor veritativo. Russell no considera a la teoría fre­
geana un rival relevante, porque, como dije antes, cree haberla refutado mos­
trando que produce un “enredo inextricable”; pero, en vista de que su propio
argumento es un enredo inextricado, las consideraciones relativas a los “rom­
pecabezas” parecen inclinar la disputa más bien en contra de Russell.
En mi opinión, existe un buen argumento en defensa de la teoría de Rus­
sell, que el propio Russell también sugiere en “Sobre la denotación”. Como he
mostrado hasta aquí, es indudable que la teoría da cuenta de muchos usos per­
fectamente cotidianos de las descripciones, usos que he ejemplificado con (5).
Hay muchos otros casos como ése; los más claros conciernen a descripciones
que aparecen en oraciones sintácticamente más complicadas que las examina­
das hasta aquí, en las que aparecen también otros términos sincategoremáticos.
En VII, § 3 ofrecí algunos ejemplos así: ‘el despacho de cada parlamentaria
oscense tiene una lámpara halógena’; ‘el alcalde de esta ciudad, fuese cual fue­

4. Es decir, si damos “intervención secundaria” (cf. nota 6) a la descripción respecto del negador.
5. La aplicación directa de la teoría de las descripciones a un enunciado de la forma ‘el K no existe.’, supo­
niendo ‘‘intervención secundaria” (cf. nota 6) a la descripción, produce ‘no es el caso que haya un único k , y que (ello)
exista’. Por otra parte, según Russell, ‘existir’ no es un verdadero predicado, sino que es una forma variante del cuan-
tificador existencial ‘hay al menos un’; de modo que, en el caso indicado, ‘y que (ello) exista’ es redundante.
se su opción política, siempre ha estado sometido a la presión de la especula­
ción del suelo’; ‘si, en efecto, hay una persona y sólo una con tales caracterís­
ticas, el jugador de la NBA de menor estatura es más alto que yo’. Simple­
mente echando mano de los dos criterios intuitivos que introdujimos para
diferenciar prima facie a los términos que hacen aportaciones singulares, es
claro que los términos subrayados no las hacen. La teoría de Russell explica
muy bien cómo funcionan las descripciones en todos estos casos, de un modo
perfectamente compatible con los datos constituidos por nuestras intuiciones
semánticas.6 La primera consideración del argumento en favor de la teoría de
Russell es, pues, la existencia de usos que la teoría explica mejor que las teo­
rías alternativas. Frege, claramente, piensa en los casos en que las descripcio­
nes definidas se comportan como términos singulares; pero en todos estos
casos, las descripciones no son, manifiestamente, términos singulares. Además,
estos usos son, a todas luces, perfectamente convencionales; sólo cabría decir
que usos de las descripciones como los ilustrados son “no-literales” exten­
diendo el sentido de ‘significado no-literal’ hasta quitarle todo interés a su apli­
cación. Un usuario competente del español, sólo en virtud de su conocimiento
de las reglas convencionales que constituyen ese lenguaje, es capaz de enten­
der enunciados como los propuestos en las ilustraciones precedentes. Por con­
siguiente, al menos la siguiente afirmación está bien contrastada: la teoría de
Russell es correcta respecto del funcionamiento semántico de algunas descrip­
ciones definidas.
Por otro lado, es indudable que existen usos de las descripciones definidas
en que, juzgando por los dos criterios que venimos considerando, las descrip­
ciones hacen aportaciones individuales. Y es igualmente indudable que estos
usos son muy frecuentes. Son estos usos los que tienen en mente quienes,
como Frege, consideran a las descripciones términos singulares; cuando se tie­
nen en mente estos usos, las explicaciones ofrecidas por Russell sobre sus tres

6. Una de las lim itaciones que hemos asumido al no introducir un lenguaje artificial apropiado mediante el
que exponer de un modo técnicamente preciso la teoría de Russeil es la de no poder elaborar ahora ulteriormente esta
afirmación. Tampoco podemos explicar con precisión, en consecuencia, la distinción de Russell entre las interven­
ciones prim arías y las intervenciones se cm d a ría s de las descripciones. Digamos, brevemente, que se trata de un caso
particular de las bien conocidas “ambigüedades de alcance" existentes en el lenguaje natural. Un enunciado com o
'todos los filósofos admiran a un lingüista’ tiene dos sentidos posibles, que podemos representar asignándole dos tra­
ducciones diferentes a un lenguaje de primer orden: una de la forma Vx 3 y (xRy), en la que el cuantificador existen­
cial queda bajo el alcance del universal, y otra de la forma By Vx (xRy), en la que ocurre lo opuesto. En el segundo
caso, la verdad del enunciado requiere que haya un mismo lingüista admirado por todos los filósofos; en el primero,
no lo requiere. Una descripción tiene “intervención primaria" cuando aparece en un enunciado que contiene otro ope­
rador poseedor de alcance, y la descripción se interpreta de modo que queda bajo el alcance de éste; tiene “interven­
ción primaria” cuando ocuríe a la inversa. Dado que ‘no’ es un operador poseedor de alcance, ‘el actual rey de Fran­
cia no es calvo’ es un enunciado así. Si la descripción tiene intervención primaria, el enunciado dice (según la teoría
de Russell) que hay un único rey en Francia ahora, y no es calvo; es, por tanto, falso. Si tiene intervención secunda­
ria. el enunciado niega que haya ahora un único rey en Francia, y sea calvo. En ei segundo caso, el enunciado es ver­
dadero, con independencia de la calvicie del rey de Francia, simplemente porque no se cumple la condición de uni­
cidad en la clasificación", sería igualmente verdadero si el predicado fuese ‘tiene una buena cabellera’, en lugar de ‘es
calvo’. Esta última sería la lectura que deberíamos darle al enunciado en ‘el actual rey de Francia no es calvo, por*
que no hay ningún rey en Francia', para dar cuenta de la intuición de que este enunciado es verdadero. Dado que un
enunciado puede contener, además de la descripción, dos o más operadores con alcance, la distinción de Russeil pre*
cisa de una formulación convenientemente general: puede haber “intervenciones temarías”, “cuaternarias”, etc.
“rompecabezas” resultan intuitivamente muy implausibles. Siguiendo a Kéith
Donnellan (que llamó la atención recientemente sobre estos casos), denomina-,
remos uso s referenciales a estos usos.7 En el capítulo anterior discutimos poí
extenso uno de ellos, que aquí repetimos como (6). El contexto deja claro que
el hablante utiliza la descripción como una alternativa estilística al uso de: ¡un
nombre propio u otro término singular, bajo el supuesto de que su audiencia
dispone de la información necesaria para, con ayuda de la descripción, identi­
ficar al individuo de quien habla.

(6) El autor de M a d a m e B ovary nació en Rouen.

Casos particularmente patentes de usos referenciales los ofrecen las d es­


cripciones incom pletas. Según la teoría de Russell, el uso de la descripción
definida conlleva u n icid a d en la clasificación. Una descrip ció n im propia es
una construida a partir de un término clasificatorio que no satisface o bien la
exigencia de existencia o bien la exigencia de unicidad; es decir, uno que se
aplica a más de un objeto en el universo del discurso, o no se aplica a ningu-
no. Un enunciado gramaticalmente simple, como los considerados antes, que
contenga una descripción impropia es, según la teoría de Russell, simplemen­
te falso. Sin embargo, en muchas ocasiones utilizamos descripciones que ha­
brían de contar como impropias (por violarse la exigencia de unicidad), sin que
nuestras intuiciones apunten a que haya nada impropio en ello. Uno lee en el
diario ‘el contable de Ibiza se presenta hoy ante el juez’, sin encontrar en ello
nada impropio, pese a que, por supuesto, es de presumir que hay muchos con­
tables en Ibiza. La explicación de Russell es que estas descripciones son táci­
tamente incompletas; para economizar palabras, omitimos del término clasifi­
catorio material que la audiencia puede colegir por sí misma (‘el contable de
Ibiza del que se vien e h ablando los ú ltim os d ías en este d ia rio '). Es conve­
niente decir, en favor de Russell, que esto ocurre también en casos en que la
descripción no hace una aportación singular, sino que funciona claramente
como la teoría de Russell propone: ‘el alcalde, fuese cual fuese su opción polí­
tica, siempre ha estado sometido a la presión de la especulación del suelo’. No
hay aquí, por tanto, nada filosóficamente interesante, ni, como vemos, nada en
principio opuesto a la teoría de Russell; pues hay descripciones incompletas
que parecen funcionar a la manera russelliana, y precisamente como Russell
explica: parte del término clasificatorio queda tácito. Pero sí es verdad que la
mayoría de las descripciones incompletas constituyen ejemplos claros de usos
referenciales, y que se trata de casos muy frecuentes: ‘la mesa es de madera’.
Ahora bien, la discusión anterior a propósito de las descripciones indefi­
nidas muestra claramente que ni la existencia de usos referenciales, ni su fre­
cuencia, bastan para concluir que las descripciones definidas, semánticamente
hablando, funcionen también como términos singulares. Si aceptáramos esto,

7. Véase Donnellan, "Reference and Definite Descriptions".


dado que, como hemos visto, hay usos russellianos que sí son convencionales,
habríamos de concluir que las descripciones son semánticamente ambiguas.
Ésa es, indudablemente, una posibilidad; una, además, que al menos le da par­
cialmente la razón a Russell. Ahora bien, si pudiéramos explicar los usos refe-
renciales como un fenómeno meramente pragmático (aunque muy común), es
decir, como un ejemplo más de significado no-literal, entonces el hecho inne­
gable de la existencia de usos referenciales no refutaría la corrección comple­
ta de la teoría de Russell. Diversos autores, comenzando por Grice, han defen­
dido que éste es el caso.8
Me limito aquí a exponer brevemente la idea de los partidarios de la tesis
de que los usos referenciales son casos de significación no-literal. Un contex­
to como el de (6) es uno en el que la audiencia puede claramente comprender
que el hablante desea expresar un aserto con contenido singular, pero no pue­
de (o no quiere) hacerlo mediante los recursos convencionales para ello (deíc­
ticos, nombres propios). También en un caso así, la descripción que usa (el tér­
mino determinado de (6)) tiene, literalmente, la significación que una descrip­
ción definida tiene en otros casos, como (5); es decir, su significado literal es
tal que el término hace una aportación general. Sin embargo, el contexto deja
claro que lo que el hablante pretende con el uso del término es hacer una cier­
ta aportación singular al contenido expresado; esta aportación singular clara­
mente perseguida por el hablante es la significación no-literal del término en
este caso.
Una evaluación detallada de los pros y los contras de esta explicación está
fuera del alcance de este trabajo. Su mayor virtud consiste en que hace la
semántica más simple que la propuesta alternativa, al no postular una ambi­
güedad. Su mayor defecto está en la intuición de que, regularmente, usamos
las descripciones (particularmente las incompletas) como términos singulares;
pero esto no es decisivo, pues, como mostramos antes, existen ejemplos claros
de expresiones que se usan frecuentemente de manera no-literal. Sin una deci­
siva justificación racional para ello, y por tanto sin mucha convicción, daré por
buena la explicación griceana: por todo lo que hasta ahora se ha dicho, la
semántica de las descripciones definidas es unívocamente russelliana. La jus­
tificación racional para la tesis de que algunos usos perfectamente convencio­
nales de las descripciones son russellianos sí es, a mi juicio, tan decisiva como
pueda ser la justificación racional para cualquier propuesta teórica en este
ámbito. Y ello basta para darle a la propuesta de Russell aplicaciones filosófi­
camente interesantes como las mencionadas anteriormente.
Russell tenía expectativas filosóficas mucho más ambiciosas para su teo­
ría. Él buscaba sustentar con ella el monismo semántico que ya defendía antes
de dar con la teoría, a propósito de los nombres propios, como vimos en las
primeras secciones de este capítulo. En cuanto a eso, no hemos encontrado nin­
guna razón favorable a Russell, sino todo lo contrario. Las razones que moti-

8. Véase, particularmente. Saúl Kripke, “Speaker’s Reference and Semantic Reference”.


van la introducción de la distinción fregeana entre sentido y referencia se:*apK
can también a los nombres propios: piénsese en ‘Héspero’ y ‘Fósforo’.^.Las-
razones principales son ACF (VI, § 2) y la existencia de términos que com-:
prendemos, incluso aunque carezcan de referencia; particularmente, en oración
nes de la forma ‘x no existe’ (VII, § 1). De hecho, la distinción fregeana se.
aplica también a expresiones distintas de los términos singulares: a términos
clasiñcatorios y a términos predicativos simples (VI, § 5). El que las descrip­
ciones funcionen como Russell propone, pues, no parece desmedrar un ápice
la vitalidad del dualismo semántico fregeano. ¿Cómo podía Russell esperar lo
contrario?
La respuesta a esta pregunta hay que buscarla en un ambicioso programa
de análisis que la teoría de las descripciones sugirió a Russell, y que le llevó
(probablemente en conjunción con la apreciación de las dificultades que hici­
mos notar a lo largo de la discusión del texto sobre el Mont-Blanc y sus nie­
ves) a abandonar los puntos de vista realistas de los primeros años del siglo y
a abrazar una de las versiones más extremas del intemismo y el antirrealismo,
a saber, el fenomenalismo. Este programa (el del atomismo lógico) está elabo­
rado de una manera a mi juicio más atractiva en el Tractatus de Wittgenstein;
en los dos próximos capítulos se expone en detalle la versión wittgensteiniana.
Brevemente, la conjetura atomista es que todas las expresiones que sugieren el
dualismo semántico fregeano (en particular todos los nombres propios usua­
les), para las que parece razonable trazar una distinción entre sentido y refe­
rencia, son en realidad “descripciones encubiertas”. Si nos parece que ‘Héspe­
ro’ tiene, por un lado, una referencia en común con ‘Fósforo’ y, por otro, un
sentido que lo distingue de esta última expresión, es porque ambas son, mera­
mente, abreviaturas de dos descripciones definidas diferentes; pongamos por
caso, ‘el objeto luminoso visible algunos días del año en el Oeste, cuando el
Sol se ha puesto, antes incluso de que otros puntos luminosos sean apreciables
en el cielo nocturno’, en el caso de ‘Héspero’, y ‘el objeto luminoso visible
algunos días del año en el Este, cuando el Sol está a punto de salir, después
incluso de que otros puntos luminosos visibles en el cielo nocturno ya no se
aprecien’, en el caso d e ‘Fósforo’.
Si las expresiones componentes de estas dos descripciones definidas tienen
un único tipo de propiedad semántica, entonces no es preciso aceptar la existen­
cia de la distinción de Frege a partir de ejemplos basados en estos dos términos;
pues la teoría de las descripciones de Russell, junto con la hipótesis de que los
términos son abreviaturas de descripciones como las indicadas, explica los
hechos que hemos venido aduciendo en favor de la distinción de Frege, sin nece­
sidad de postularla. Según la teoría de Russell, ‘el objeto luminoso visible algu­
nos días del año en el Oeste, cuando el Sol se ha puesto, antes incluso de que
otros puntos luminosos sean visibles en el cielo nocturno, es un planeta’ y ‘el
objeto luminoso visible algunos días del año en el Este, cuando el Sol está a pun­
to de salir, después incluso de que otros puntos luminosos visibles en el cielo
nocturno ya no se aprecien, es un planeta’ expresan diferentes proposiciones: sus
sujetos gramaticales tienen diferente referencia. La primera premisa de ACF (VI,
§ 2) es, por tanto, falsa. Por otro lado, existe una buena explicación de por qué
parece verdadera. ‘Héspero es un planeta’ y ‘Fósforo es un planeta* son, res­
pectivamente, de la forma ‘el tc 0’ y ‘el ¡¡ 0’. Los términos determinados que ofi­
cian de sujetos gramaticales no tienen, como hemos visto, la misma referencia.
Ahora bien, en este caso particular, los términos clasificatorios % y se aplican
a una misma entidad, el planeta Venus; dada la semántica de ‘e l\ que antes
hemos explicado, los términos ‘el K’ y ‘el £’ son intercambiables salva veritate.
Una consideración análoga permite rechazar el argumento de Frege, reconstrui­
do por Church, para establecer que la referencia de las oraciones es su valor veri-
tativo (VI, § 5). Dado que las descripciones definidas tienen diferentes valores
semánticos —referencias— , incluso cuando describen al mismo individuo, los
pasos de (1) a (2) y de (3) a (4) en el argumento son inaceptables.
Cabe plantear, para concluir, una perplejidad. Hemos introducido la teoría
de las descripciones contrastando las descripciones indefinidas y definidas con
términos que hacen una aportación singular. Como paradigmas de esos térmi­
nos, pensábamos entonces en nombres propios comunes y corrientes, como
‘Héspero’ o ‘Flaubert’. Pero vemos ahora que, en la concepción última de Rus­
sell, estos últimos resultan ser, también, descripciones definidas: términos, por
tanto, que no hacen aportaciones individuales, sino generales. Parece, por tan­
to, que nos estamos quitando la alfombra de debajo de nuestros propios pies:
¿con respecto a qué hemos de entender entonces el contraste que queremos
hacer al decir que las descripciones definidas hacen “aportaciones generales”?
¿Qué términos, si alguno, hacen aportaciones singulares?
Russell denomina “nombres propios genuinos” a los que verdaderamente
hacen aportaciones singulares. El criterio básico para él es que estos términos
no pueden dar lugar a la necesidad de distinguir sentido de referencia, ni a par­
tir de consideraciones del tipo de las invocadas en ACF, ni a partir de la inte-
legibilidad del término cuando aparece en oraciones en las que carece de refe­
rencia (particularmente, oraciones de la forma ‘x no existe’). Russell concluye
de estos criterios — como no cabía menos que esperar— que los “nombres pro­
pios genuinos” sólo pueden significar objetos fenoménicos: vivencias, o cons­
tituyentes de vivencias {datos sensibles, en su propia terminología), o bien el
sujeto de tales vivencias. Sólo ‘yo’ y ‘esto’ —dichos mientras “señalamos”
introspectivamente a nuestras vivencias— son “nombres propios genuinos”;
sólo de entidades como las indicadas tenemos en verdad, según Russell, “cono­
cimiento por contacto”. Nuestro acceso a todo lo demás es “por descripción”.
En estas afirmaciones está contenida una inquietante concepción fenomenalis­
ta de las relaciones del lenguaje con la mente y con el mundo, que aún debe­
mos elucidar claramente.

3. Sum ario y consejos p a ra seguir leyendo

En este capítulo hemos presentado la teoría de las descripciones de Rus­


sell. La teoría sostiene que las descripciones definidas no son genuinos térmi-
nos singulares, sino expresiones de cuantificación; hay usos referenciales dé las
descripciones, pero no son semánticamente relevantes. Hemos presentado la'
teoría considerando primero expresiones análogas en ambos respectos (las des­
cripciones indefinidas), para las que una teoría russelliana es más fácilmente
aceptable (§ 1), y hemos presentado y defendido después la teoría de Russell
(§ 2). La defensa concierne sólo a los aspectos puramente lingüísticos de la
teoría. El examen del ambicioso programa filosófico que Russell hizo depen­
der de ella (el atomismo lógico) queda para los dos próximos capítulos.
Los textos originales cuya lectura es necesaria para la reflexión personal
sobre la teoría de las descripciones son Bertrand Russell, “Descripciones”, en
la recopilación de Valdés, y “Sobre el denotar” y Peter Strawson, “Sobre el
referir”, en la recopilación de Valdés. (Por razones de espacio hemos omitido
el examen de las interesantes críticas de Strawson a la teoría de Russell, así
como el concepto de presuposición que Strawson introdujo.) Una monografía
excelente es Descriptions, de S. Neale.
LA ICONICIDAD DEL SIGNIFICADO Y LA NATURALEZA
DE LA LÓGICA EN EL TRACTATUS DE WITTGENSTEIN

Los dos próximos capítulos están dedicados al examen del Tractatus Logi-
co-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein (1921). La obra contiene, argumen­
tada con el mayor vigor que yo conozco, la tesis más simple que puede ofre­
cerse sobre la modalidad (III, § 4). Se trata de la tesis de que, en el fondo, todas
las nocione^moHaíes se reducen a una: verdad lógica. Esta*eTuna tesis que
muchos filós<rfosTíáñ~man^ aquellos con inclinaciones
“empíricas” o “positivas”, desde Hume a Camap. Pero el Tractatus la presen­
ta de la manera a mi juicio más convincente. Desgraciadamente, esta tesis sim-
plificadora -^-cuya verdad aliviaría indudablemente nuestras preocupaciones—
esífalsa) Lejos de reducirse todas las nociones modales a una, el tratamiento
adecuado de los problemas fundamentales de la filosofía del lenguaje requiere
multiplicarlas más allá de lo que Wittgenstein hubiese podido siquiera imagi­
nar cuando redactó el Tractatus.
En este capítulo expondremos las ideas del Tractatus pertinentes para esta
cuestión. Además de exponer la teoría tractaríana de la modalidad, examinare­
mos las ideas sobre la naturaleza del lenguaje en que se sustenta. Entre ellas,
la aportación de la obra a la comprensión del fenómeno de la estructura lin­
güística —que subyace a los principios fregeanos de Composicionalidad y del
Contexto— de cuyo fundamento Wittgenstein ofreció una atractiva explica­
ción: su “teoría fig^ativa’j i e l significado, de acuerdo con la cual la significa­
ción conlíevaTríecesariamente elementos icónicos. Profundizaremos también en
la comprensión de la noción de condiciones de verdad, ya examinada ante­
riormente.
La estructura del Tractatus (observaciones numeradas de modo tal que las
n.x supuestamente conciernen a la observación n, para elucidarla, ampliarla,
etc., las n.nvc a la n.m, y así sucesivamente) no facilita una exposición simple.
A algunos lectores conocedores de la obra puede incluso haberles sorprendido
mi referencia a los poderosos “argumentos” de\ Tractatus; pues su modo de
composición no revela que los haya. Los epígrafes contienen observaciones
lapidarias, sin que sea nada claro que exista una estructura argumentativa. Cier­
tamente, el autor del Tractatus no era muy amigo de hacer explícitos sus argu-
mentos. En respuesta a la petición de aclaraciones sobre un aspecto de sus
“Notas sobre lógica” que le hace Russell, Wittgenstein replica: “le ruego que
piense Vd. mismo sobre esta materia, es i n t o l e r a b l e para mí repetir por escri­
to una explicación que incluso la primera vez la di con la mayor repugnancia”.
(Carta a Russell, noviembre o diciembre de 1913.) Discrepo, sin embargo, del
juicio contenido en la última oración de este texto: “Probablemente deba estu­
diarse el Tractatusy y no meramente por quienes tienen interés en la historia de
la filosofía de este siglo. Sin embargo, opino que su valor no está en lo que
dice, sino en ciertas cosas a las que apunta. [...] Digo ‘apunta’ en vez de
‘sugiere’ porque éstos no son sino apuntes: todo el trabajo queda por hacer. Y
pienso que alguien que se proponga hacerlo haría mejor empezando por su
cuenta en lugar de lanzarse a la caza de iluminación en el Tractatus ”J El Trac­
tatus contiene ideas muy interesantes sobre la modalidad, y justificaciones
plausibles para las mismas. La reflexión sobre las mismas es un punto de par­
tida excelente para el estudio de esas cuestiones.
Dadas las dificultades hermenéuticas que presenta el estilo de la obra, me
limitaré a exponer lo que considero son sus ideas centrales, sin sustentar mis
propuestas interpretativas con el acopio de datos que sería necesario. El texto
está salpicado de referencias — en la notación de la obra— a epígrafes del
Tractatus, que he introducido cuando lo que se dice debería bastar para clari­
ficar los epígrafes referidos. Limitaciones de espacio hacen imposible ofrecer
una exégesis detallada, en que se justifiquen exhaustivamente esas propuestas.

1. El lenguaje natural y el Tractatus: consideraciones metodológicas

El Tractatus de Wittgenstein es probablemente la primera obra que aplica


consistentemente lo que en la introducción caracterizamos como el método
analítico, con el fin de proponer y defender tesis sobre los problemas funda­
mentales de 1.a filosofía. La prioridad hay que concederla (e.L propio Wittgens­
tein así lo hace, en el prólogo a la obra) a Frege y Russell. Sin embargo, tan­
to la concepción semántica que Frege elaboró para fundamentar su programa
logicista, como la teoría de las descripciones de Russell, reciben en manos
de Wittgenstein aplicaciones insospechadamente ricas en implicaciones. Fue
pues WUtgenstein quign, e je m p lif ^ potencial.del_método;_su.apli­
caciones en el Tractantstuyieron sinduda u n p a p ^m u y g ran d e en su difusión
posterior. La obra incluye (crípticamente reducidas a su mínima expresión)
tesis jo b r e todas las cuestiones filosóficamente fundamentales:., tesis-
iiaturaLeza^deLconocimiento, .y. sobre su extensión (incluidas tesis sobre qué
parte .delx.onocimiento^es. a.p n b n ); tesis ontológicas sobre los constituyentes
últimos de la realidad; tesis éticas, sobre los f l o r e s Y ^ o b r e la ^ c io n r e tc .
Estas tesis se derivan en la obra, sinlHñBargo, a partir de una propuesta Iin-

I. Judith i. Thomson (1969): “Professor Stenius on the Tractatus".


güística^a teoría .figurativa. La teoría figurativa es una teoría general de la repre-
sentación, particüiarmente delarepresentación mediante los lenguajes naturales;
IaTe6na^íim álFjTístiSca_en la obra ejfvirtud de consideraciones lingüisticas.
Wiñgensitein comparte plenamente en la época del Tractatus la tesis de
Locke, en cuanto a la prioridad ontológica del pensamiento sobre el lenguaje.
Si le parece que, no obstante, cabe aplicar el método analítico, es porque no
cree que existan diferencias filosóficamente sustantivas entre el lenguaje y el
pensamiento: “[...] cualquier proceso fisiológico involucrado en,el pensamien­
to carece para nosotros de interés. El pensamiento es un proceso simbólico, y
pensar es interpretar un plano. Carece de importancia dónde tiene lugar, si en
papel o en una pizarra. [...] El lenguaje no es un método indirecto de comu­
nicación, por contraste, digamos, con una lectura “directa” del pensamiento. La
lectura del pensamiento sólo podría darse a través de la interpretación de sím­
bolos, y por consiguiente estaría aí mismo nivel que el lenguaje. No nos libra­
ría del proceso simbólico. La idea de leer pensamientos más directamente se
deriva de la id$a de que el pensamiento es un proceso oculto, penetrar el cual
es el objetivo del filósofo. Pero no hay modo más directo de leer el pensa­
miento que a través del lenguaje. El pensamiento no es algo oculto; está abier­
to de par en par para nosotros” (Wittgenstein ’s Lectures, Cambridge 1930-32,
D. Lee, ed., 25-26).
Estas reflexiones proceden del “período intermedio” de Wittgenstein, el
período en que había abandonado algunas ideas del Tractatus, pero no había
elaborado aún las más características de las Investigaciones (período que, a mi
juicio, llega hasta la Philosophical Grammar sin incluir esta obra). Sin embar­
go, no cabe duda de que en este caso corresponden a puntos de vista defendi­
dos en el Tractatus. En VI, § 3, consideramos* la idea de un “lenguaje del pen­
samiento”, con el fin de justificar la aplicación de la teoría fregeana del
discurso indirecto más allá de lo que, estrictamente hablando, llamamos, ‘dis­
curso indirecto’, a todos los enunciados mediante los que atribuimos actitudes
proposicionales (‘Sergi juzga que p \ etc.). En una carta dirigida a Russell des­
de su prisión en Casino, en la que explica a éste algunos aspectos del Tracta­
tus', Wittgenstein habla de un “lenguaje” así. Al igual que las oraciones lin­
güísticas, los pensamientos constarían de partes que “no son palabras, sino
constituyentes psíquicos que tienen el mismo tipo de relación con la realidad
que las palabras. Cuáles sean esos constituyentes no lo sé, ... pero sé que un
pensamiento debe tener tales partes constituyentes que correspondan a las pa­
labras del lenguaje. ... Determinar ei tipo de relación que tienen con los ele­
mentos de la realidad representada corresponde a la psicología” (carta a Rus­
sell desde Cassino, 18-8-1919). Y en el Tractatus se dice, más brevemente,
exactamente lo mismo que en las notas tomadas por Lee citadas antes; a saber,
que los pensamientos se hacen perceptibles mediante enunciados (3.1), de un
modo tal que un pensamiento no es otra cosa que “el signo proposicional apli­
cado, pensado” (3.5), “la proposición con sentido” (4).
En suma, supuesta la prioridad ontológica del pensamiento sobre el len­
guaje, lo que predominantemente interesa estudiar a los filósofos son- los pen-
mjs_
n ^ jio ji o s interesada manifestación.Ungüist^ PoTesb
dice Wittgenstein que, estrictamente hablando, sólo hav un lenguaje que un
suieto entiende (5.62): incluso si ese sujeto es capaz de expresa^ su pensa­
miento en cuatro le n g u ^ é rn a tu T a lé s'd ístm ^
n en tes esta slémpr^ex'pTes ah cío"1o m ism ojjas diferencias, entre ¡os, cuatro, len-
guajes son filosóficameme embargo, el pensamiento mismo no
es nada oculto, sino que se puede expresar lingüísticamente sin remanente
alguno; por consiguiente, si hacemos abstracción de todos los detalles filosófi­
camente irrelevantes, podemos.estudiar el pensamiento^estudiando .el.lenguaje^.
En la introducción a su Individuáis (una de las más importantes contribu­
ciones a la tradición analítica) distingue Peter Strawson la metafísica descrip­
tiva de la metafísica correctiva (‘revisionary’). Si entendemos que una y otra
se guían por el método analítico, la diferencia entre ambas la podemos enun­
ciar así: la metafísica descriptiva pretende caracterizar los aspectos filosófica­
mente relevantes del lenguaje, tal y como de hecho es. La metafísica correcti­
va, por contra, pretende caracterizar los aspectos filosóficamente relevantes de
un lenguaje ideal, que deberíamos utilizar alternativamente al nuestro para cier­
tos propósitos. Frege, Russell, Camap y Quine pertenecen al grupo de los
metafísicos correctivistas, Wittgenstein (en sus dos épocas) al de los descripti-
vistas. Es éste uno de los puntos en que Russell malinterpretó el Tractatus.
Russell explica, en la introducción que escribió para la obra, que el Tractatus
trata de “las condiciones que un lenguaje lógicamente perfecto debe satisfacer
... no es que haya lenguajes lógicamente perfectos, ni que nos creamos capa­
ces, aquí y ahora, de construir un lenguaje lógicamente perfecto; pero la ente­
ra función del lenguaje consiste en poseer significado, y sólo satisface esa fun­
ción en proporción a la medida en que se aproxima al lenguaje ideal que pos­
tulamos”. La obra, sin embargo, contradice explícitamente esta interpretación:
‘Todas las proposiciones de nuestro lenguaje común están ya, tal y como están,
en perfecto orden lógico. Eso sumamente simple, que hemos de exponer aquí,
no es una aproximación a la verdad sino la entera verdad misma. (Nuestros
problemas no son abstractos, sino acaso los más concretos que existen.)”
(5.5563). Es decir, la. .teoría figurativa no presenta, como algunas teorías cien­
tíficas, un abstracto “mundo sin fricción” al que la realidad que queremos
explicar se aproximaría mejor o peor, sino que trata directamente de
que conocemos.más^de cerca, de aquello que nos es más fa m ili^ n ^
samientos cotidianos, tal y como dé hecho son, y tal y como Jos expresanamos
lingüístic^me^iter^
Por otra parte, es de justicia para con Russell reconocer que su confusión
está aquí más que justificada. Vamos a sostener que el Tractatus defiende la
versión más extrema de las tesis que antes denominamos antirrealistas, el solip­
sismo; y los puntos de vista de este tipo siempre son, en algún grado, correc­
tivos. La actitud prefilósófica.es realista; y e]_ fenomenalismo y el solipsismo^
que atribuiremos ál; Tractatus'constituyen intentos mucho más drásticos de
reforma de las creencráTpreteóricas. ¿Cómo puede entonces combinarse cohe-
rentemente el antirrealismo con una concepción descriptivista de la metafísi­
ca? El antirrealista siempre atribuye algún tipo de error al sentido común. Si
practica el método analítico, y (como Russell o Quine) concibe su práctica
como correctiva, entonces atribuirá el error al lenguaje común, tal y como de
hecho es. En este caso, no hay ninguna dificultad. Por contra, si, como en el
caso de Wittgenstein, el antirrealista concibe su práctica más bien como des­
criptiva, entonces le está vedada, por supuesto, esa posibilidad. Pero exis­
ten otras explicaciones posibles para la ilusión que su antirrealismo pretende
corregir.
En encaso (teJJW jttgensteinjidJfozctato^jyj^
ta de: comprensión^de la semañtica de nue^
raen__que_se; expresanjos pensamientos en el lenguaje natural.El lenguaje natu­
ra^ está en perfecto o r d e n ^ alguna. Pero^eTléngua-
je disfraza el pensamiento” (4.0Ó2), porqiielii' T u n c ^
c¡aridad^sü pr<^o_armazánJ.ó^ico:semá^ (sino, entre otras, subvenir efi-
cienteméñte a la comunicación),jiemod^^ imposible
extraer < 1^^ lógica deU^nguaje” Ijbid.). El énfasis aquí está
en~‘inmédilLtámente\ A través de la mediación que la actividad intelectual de
la que el Tractatus mismo es una ilustración, sí es desde luego posible colegir
“la lógica del lenguaje”. JLajunción deJaJTilosofía es despojar al lenguaje del
disfraz_de su. presentación ^aparente (a través, com avérem os, de! análisis Jns-
p irado en la teoría de Tas de^jijjciones) y exponer nítidamente de ese modo su
armazón lógico (“escTsumamente simple”),"que "es en definitiva^eí"arropon
ÍÓgico~del pensamiento, con_d fin de evitar los ™ le n te n d j^ o ^ ^ ^ (^ n s ti^ y ^
T a j^ y o r ia de lós~~problemas filosóficos (3.323-3.325, 4.003, 6.53). Pero..el
armazón lógico, en toda su plenitud, ya está (tiene que estar) en el lenguaje
natural.
Para llevar a cabo esta tarea, la filosofía puede adoptar los métodos de la
metafísica correctiva: puede por ejemplo presentar sus tesis sobre la naturale­
za del “armazón lógico” presente en todo lenguaje mediante la descripción de
un “lenguaje ideal” que exhiba manifiestamente esas propiedades. Después, sin
embargo, tiene que mostrar cómo el armazón ya está en el lenguaje natural, al
igual que ha de estarlo en cualquier medio que permita expresar los pensa­
mientos. Si alguien pretende sostener racionalmente que el “lenguaje ideal”
que hemos diseñado recoge las características esenciales de cualquier lengua­
je, debe por consiguiente ofrecer como justificación consideraciones relativas
a hechos conocidos sobre el lenguaje natural. Como vamos a ver, Wittgenstein
ofrece, ciertamente, consideraciones de este tipo en favor de su teoría figurati­
va; y las consideraciones que ofrece en modo alguno carecen de fuerza.

2. Signos proposicionales ¡cónicos

Comenzaremos, pues, exponiendo la naturaleza de un lenguaje ideal, tal y


como lo concibe la teoría figurativa (un lenguaje figurativo ideal, LFI para
abreviar); después examinaremos las razones de Wittgenstein para creer qué
cualquier lenguaje natural es, de hecho, un lenguaje así, y las dificultades-para
aceptar esta tesis. Como el nombre indica, un lenguaje figurativo se caracteri­
za esencialmente por poseer rasgos icónicos. Introduciré los conceptos funda­
mentales necesarios para caracterizar LFI (particularmente la naturaleza de los:
elementos icónicos) ilustrándolos mediante tres ejemplos suficientemente sim­
ples. Los ejemplos son análogos a los que proporciona el propio Wittgenstein
al mismo efecto. (1) Con el fin de indicar al pintor el color con que ha de pin­
tar la habitación, se le entrega una cartulina uniformemente coloreada con el
color deseado. (2) Con el fin de informar a alguien sobre qué cine es más gran­
de, el Alexandra o el Euterpe, escribimos ‘A, E ’. (3) Con el fin, de hacer una
propuesta sobre el orden en que se han de llevar a cabo dos actos que forman
parte de una ceremonia, se proyectan imágenes de actos análogos, una y des­
pués la otra (o simultáneamente, si ésa es la propuesta), en el orden propues­
to. En los tres ejemplos, tenemos tres signos relativamente simples. Pese a su
simplicidad, sin embargo, tienen varias propiedades interesantes.
En primer lugar, entender estos tres signos requiere apreciar que podrían
ser verdaderos, pero también podrían ser falsosí los signos representan algo
quizás real, pero contingente, o quizás algo irreal, pero al menos posible. Es
decir, representan algo que podría darse o no realmente. Por rudimentarios que
sean, estos signos presentan uno de los rasgos que caracterizan a las relacio­
nes intencionales (IH, § 1), la falibilidad. He de advertir que utilizo aquí ‘ver­
dad’ y ‘falsedad’ de un modo relativamente abstracto. En el uso común, sólo
del signo utilizado en (2) decimos que es “verdadero” o “falso” ; ello se debe
a su especial fuerza ilocutiva (XIH, § 2), a que se trata de un signo ofrecido
con el propósito de informar. Pero con un signo como el de (1), ofrecido con
el propósito de hacer una petición, ocurre algo análogo: puede ser, si no estric­
tamente “verdadero” o “falso”, sí al menos “cumplido” o “incumplido”. Algo
similar ocurre con uno utilizado con el fin de hacer una propuesta, como el de
(3): puede “ser llevada a efecto”, o no serlo. Supondremos, por tanto, que todos
estos términos, ‘verdad’ y ‘falsedad’ en el sentido usual, ‘cumplidq’ e ‘incum­
plido’, ‘aceptado’ e ‘inaceptado’, ‘llevada a efecto’*y ‘no llevada a efecto’,
hacen referencia a una misma relación que los signos en (l)-(3) pueden man­
tener o no con la realidad; si la relación se da, diremos de todos ellos que son
‘verdaderos’, en este nuevo sentido más genérico que estamos estipulando; si
no se da, el signo es ‘falso’, igualmente en el sentido genérico.
Llamaremos signos proposicionales a todos aquellos que tienen esta pro­
piedad: quien los entiende cabalmente sabe que pueden ser verdaderos, y pue­
den ser falsos. Los signos proposicionales, por diferente que sea el propósito
con el que se utilizan (pedir, informar, proponer, etc.), mantienen, o no, una
cierta relación con la realidad. En el primer caso son verdaderos, en el segun­
do, falsos. Esta relación se da, por tanto, si se cumplen ciertas condiciones, y
no se da si esas condiciones no se cumplen. Las condiciones de verdad de un
signo proposicional son las condiciones que, si se dieran, harían que el signo
fuese verdadero (interpretando ‘verdad’ en el sentido que acabamos de estipu­
lar). Quien entiende signos proposicionales como los de (l)-(3) conoce cuáles
son esas condiciones, y sabe de su carácter condicional, sabe que podrían no
darse.
Una segunda propiedad interesante de los signos utilizados en los ejem­
plos, que también conoce quien los entiende correctamente (aunque posea sólo
tácitamente este conocimiento, aunque sólo gracias a la reflexión repare en
ello), es que los signos utilizados pertenecen a sistemas de signos proposicio­
nales similares entre sí. Podríamos decir que los signos de nuestros ejemplos
se han construido en virtud de reglas de construcción implícitas, que permiti­
rían haber formado, alternativamente, otros signos emparentados. El parentes­
co a que me refiero es, en los ejemplos, bastante obvio. En el primer caso, se
trata de un parentesco cromático, en tanto que el hablante y su audiencia saben
que el signo utilizado pertenece a una gama de otros signos que podrían haber
sido utilizados alternativamente, para dar instrucciones diferentes, consistentes
todos ellos en cartulinas coloreadas con diversos colores. En el segundo, se tra­
ta de un parentesco espacial:; mediante las mismas reglas de construcción que
han llevado al hablante a escribir lA, E \ podría haber escrito alternativamen­
te ‘A, E’ o ‘A, E ’ (dando, de hacerlo de uno de estos otros modos alternati­
vos, informaciones diferentes). Por último, las reglas de construcción son en el
tercer caso temporales; en un signo alternativo, las imágenes habrían sido pro­
yectadas en el orden inverso, o simultáneamente (haciéndose con ello, por
supuesto, sugerencias diferentes).
•En virtud de su pertenencia a sistemas de signos emparentados, los signos
proposicionales mismos (y no sólo lo que representan) son contingentes; es
decir, existen reglas específicas con arreglo a las cuales han sido construidos;
cabe decir significativamente, presumidas esas reglas, que en lugar de esos sig­
nos específicos se podría haber formado otros. La existencia de las reglas es
esencial, para que los signos sean, en el sentido que estamos dando a la noción,
contingentes. La contingencia de que habíamos es la que se da sobre, un fon­
do regulado, nómico; no la que se da donde no existe regla alguna. En esta
acepción, sería incorrecto (por vacuo) decir, con respecto a un conjunto de enti­
dades dispuestas de un modo completamente aleatorio, que podrían no haber
sido dispuestas así.
Hay algo más que podemos observar sobre las reglas de construcción uti­
lizadas tácitamente en los ejemplos; a saber, que pueden ser enunciadas sin
hacer referencia al significado de los signos. Diremos, para referimos a este
hecho, que las reglas de construcción son formales. Esta form alidad consiste
en que podríamos describir cada uno de los conjuntos de signos a los que per­
tenecen los utilizados en los ejemplos, sin hacer referencia en absoluto a los
significados que pensamos darles. Tomemos por caso la segunda ilustración.
Podemos describircompletamente los aspectos esenciales de su sintaxis dicien­
do que el lenguaje consta de tres signos proposicionales, consistentes cada uno
en una ‘a ’ y una ‘e \ respectivamente, la primera más grande que la segunda,
la segunda más grande que la primera, o ambas del mismo tamaño. (Nótese
que, al enunciar explícitamente las reglas de construcción, hacemos manifies-
to algo que también puede verse fácilmente en los ejemplos; a saber, que'no'*
todos los rasgos de los signos son pertinentes para su función sígnica. "Por
ejemplo, en este caso el orden en que escribimos las letras es irrelevante. No
es que podamos prescindir de este rasgo. El medio que utilizamos como signo
nos impone ciertas limitaciones, y, posiblemente, cualquier medio nos impon-;
ga limitaciones: en este caso, no podemos escribir las letras sin ponerlas en un'
orden u otro. Es sólo que este rasgo inevitable es irrelevante para la función
lingüística del signo.) En el primer ejemplo, podemos decir que el conjunto de
signos proposicionales que conforma el lenguaje consta de cartulinas unifor­
memente coloreadas; podemos ser todo lo precisos que sea necesario, enume­
rando expresamente los colores posibles mediante un muestrario. (En este caso,
son lingüísticamente irrelevantes características tales como la forma de las car­
tulinas, su textura, la manera en que los colores se han producido —quizás, con
arreglo a una técnica de impresión usual, todos los colores se forman combi­
nando en diversas proporciones minúsculas manchas de uno de tres colores
básicos— etc.) Describimos la sintaxis del lenguaje en la tercera ilustración
diciendo que hay tres signos proposicionales, consistentes en dos secuencias
proyectadas, respectivamente, la primera antes que la segunda, la segunda antes
que la primera, o simultáneamente.
Por último, es manifiesto que los signos de los ejemplos tienen un carác­
ter icónico. Un icono es un signo que significa, en parte al menos, en virtud
de algún parecido, algún rasgo que comparte con su significado. Pero ¿cuál es
el parecido en estos casos? La cartulina coloreada significa la habitación, pero
no se parece a ella; las letras ‘a* y ‘e’ significan, respectivamente, a cada uno
de los cines, pero no se parecen a ellos; las dos secuencias proyectadas signi­
fican actos dentro de la ceremonia, pero tampoco se parecen mucho a ellos (las
secuencias son bidimensionales, están hechas de luz, etc.). Estos elementos,
empero, no son los únicos que componen los signos proposicionales, ni los
más importantes para apreciar el parecido. El signo proposicional en el primer
ejemplo no es meramente la cartulina particular, sino la cartulina junto con el
color que ejemplifica. El signo es complejo: consta de dos elementos, la car­
tulina y el color. Del mismo modo, en el segundo caso, el signo proposicional
no consta sólo de las letras 4a ’ y ‘e \ sino también de su específico tamaño rela­
tivo: la relación entre la ‘e ’ y la ‘a ’ consistente en que la primera es más gran­
de que la segunda. Finalmente, el tercer signo proposicional consta no sólo de
las dos secuencias, sino también del tipo de acto que representan, la duración
de cada uno y el orden temporal específico en que se presentan.
La naturaleza del parecido podría entonces explicarse en los siguientes tér­
minos: los signos proposicionales se parecen a su significado, en tanto que al
menos una parte del signo proposicional se parece a una parte del significado
de ese signo proposicional. La dificultad con esto — que sin duda se acerca a
la verdad— está en hacer comprensible la naturaleza de este parecido entre las
partes respectivas del signo proposicional y su significado, sin contradecir al
hacerlo el primer hecho antes observado; a saber, que el significado de los sig­
nos proposicionales no tiene por qué darse en la realidad, es de naturaleza con-
dieional. -Np;.;podemos simplemente decir, por ejemplo, que la cartulina com­
parte el color con .la habitación (después de ser pintada), ni que las letras tie­
nen el; tamaño relativo de sus significados, ni que las secuencias mantienen
entre sí el orden: temporal que mantienen sus significados. Pues quizás, en el
primer ejemplo, la instrucción que damos al pintor resulte incumplida, y la
habitación acabe teniendo un color distinto del solicitado; quizás la informa­
ción dada en el segundo ejemplo sea incorrecta, y, en la realidad, ambos cines
tengan el mismo tamaño; quizás la propuesta que se hace en el tercer ejemplo
no sea finalmente llevada a efecto, y los actos se produzcan en la ceremonia
en un orden diferente.
Wittgenstein proporciona una explicación de la naturaleza del parecido
apreciado en estos casos que evita la dificultad y es rica en consecuencias inte­
resantes. Los signos de los ejemplos constan de diversos elementos, que han
sido conformados con arreglo a ciertas reglas de construcción: una cartulina,
con uno de entre varios posibles colores; dos letras, con uno de entre tres posi­
bles tamaños relativos; dos secuencias de actos con ciertas características, pre­
sentadas en una de entre tres posibles relaciones temporales. Todos estos
elementos de los signos (incluidos el color, la relación espacial y la relación
temporal) significan “objetos” (usando el término de modo completamente
general, para referimos tanto a particulares como a propiedades y relaciones),
pero no lo hacen en virtud de relaciones de parecido. La relación es más bien
la que existe entre un nombre y su significado: los elementos de los signos pro­
posicionales son vicarios de objetos reales, los subrogan. La cartulina subroga
a la habitación; cada una de las letras a cada uno de los cines; cada una de las
secuencias a cada uno de los actos dentro de la ceremonia.
Estos, como hemos visto, no son los únicos elementos de los signos pro­
posicionales. Están, además, aquellos en que’se apoyan las reglas de construc­
ción que caracterizan el sistema de signos al que cada uno de los signos pro­
posicionales pertenece. Estas reglas proyectan, por así decirlo, los signos
proposicionales contruidos con los elementos sobre el fondo de todos los otros
signos proposicionales que podrían haber sido construidos en su lugar, con los
cuales, en nuestros ejemplos, mantienen relaciones distintivas: cromáticas, en
el primer caso; espaciales, en el segundo; temporales, en el tercero. También
los elementos de los signos proposicionales a que hacen referencia las reglas
de construcción (el color de la cartulina, el tamaño relativo de las letras, la rela­
ción temporal entre las secuencias) subrogan, como lo hacen los otros ele­
mentos; también el color de la cartulina subroga un color específico que podría
darse a la pared, e, igualmente, la relación de tamaño relativo entre las letras
subroga una relación de tamaño relativo entre los cines, etc. Esta idea (que
también elementos de los signos proposicionales como el color, la relación de
tamaño o la relación temporal subrogan) se apreciará quizás mejor si se tienen
en mente dos hechos. El primero es que los mismos signos proposicionales
podrían ser utilizados no ¿cónicamente (intuitivamente hablando), de modo tal
que los elementos en cuestión significasen aspectos manifiestamente distintos
de ellos mismos. Por ejemplo, podemos utilizar cartulinas coloreadas de modo
que el color represente uno de varios usos a que se propone destinar linafitetbiS
minada habitación, subrogada por la cartulina, según una cierta convención qué
vincula colores a usos. El segundo hecho consiste en que, incluso en el casó
de signos intuitivamente icónicos como los que estamos considerandos ia
característica considerada en el signo proposicional y la característica subro­
gada no tienen por qué coincidir enteramente. Quizás, como hemos dicho- el
color de las cartulinas se consigue mediante la técnica puntillística de impre­
sión antes mencionada, mientras que el color correspondiente de la pared tie­
ne una naturaleza muy distinta.
En virtud de estas relaciones de subrogación, a todo signo proposicional
permitido por las reglas de construcción le corresponde una determinada con­
dición de verdad. En virtud de las relaciones de subrogación entre los elemen­
tos de los signos y las entidades de que son vicarios, cada uno de esos signos
proposicionales alternativos tiene, a su vez, un significado distinto al que tie­
ne el signo proposicional efectivamente utilizado; cada uno tiene diferentes
condiciones de verdad. Así, en el segundo ejemplo, los tres signos proposicio­
nales determinados por las reglas de construcción son el que ha sido utilizado
de hecho, ‘A, E \ y los potenciales ‘A, E’ y ‘A, E ’. Las reglas que permiten
construir con los elementos un conjunto definido de signos proposicionales dis­
tintos son aquí reglas espaciales, pues descansan en el hecho espacial de que,
dados dos objetos espaciales, el primero puede ser más grande que el segun­
do, el segundo más grande que el primero, o ambos tener el mismo tamaño.
Gada uno de los tres signos proposicionales construidos con estos elementos
tiene un significado distinto: si se hubiera utilizado ‘A, E \ en lugar del signo
realmente utilizado, ‘A, E \ se hubiese proporcionado una información distin­
ta, con diferentes condiciones de verdad. Tenemos así, por un lado, la serie de
los signos proposicionales permitidos por las reglas de construcción, una serie
espacialmente relacionada; por otro, los significados (las condiciones de ver­
dad) correspondientes a cada uno de esos signos proposicionales, al realmente
utilizado y a los meramente posibles. Las relaciones de subrogación se esta­
blecen de modo tal que, necesariamente, las relaciones cromáticas, espaciales
o temporales entre los signos proposicionales reflejan fielmente relaciones
correspondientes entre sus condiciones de verdad respectivas. Es en esto en lo
que reside, según la idea de Wittgenstein, el carácter icónico de los signos que
estamos considerando. Los signos tienen propiedades espaciales, pues pertene­
cen a sistemas de signos determinados por propiedades espaciales; sus signifi­
cados son, igualmente, hechos espaciales, pues las relaciones de subrogación
se han establecido de modo que a cada signo proposicional del sistema le
corresponda una específica condición de verdad.
Es, pues, entre los elementos de cada una de estas dos series (los signos
proposicionales, por un lado, y sus respectivas condiciones de verdad, por otro)
que se da, según la explicación de Wittgenstein, el parecido que apreciamos
intuitivamente entre signos y significados. Existe el parecido si las relaciones
de subrogación se han establecido de modo tal que a las relaciones espaciales
que constituyen el sistema de los signos proposicionales corresponden análo­
gas relaciones entre sus respectivos significados. El parecido consiste en una
isomorfía entre el sistema de los signos proposicionales y el de los hechos que
representan: a los tres signos, vinculados por relaciones espaciales, las rela­
ciones de subrogación hacen corresponder tres hechos potenciales, vinculados
por las mismas relaciones que vinculan a los signos; relaciones espaciales, por
tanto, en este caso.
Resumamos las observaciones que hemos efectuado hasta aquí con res­
pecto a los ejemplos. Un signo proposicional es contingente, porque pertenece
a un sistema de signos proposicionales construidos con sus elementos, o con
otros elementos, con arreglo a reglas de construcción formales bien definidas.
Estas reglas formales de construcción pueden depender, como ocurre en los
ejemplos, de relaciones cromáticas, espaciales o temporales entre algunos de
los elementos con los que se configuran los signos proposicionales. Los ele­
mentos de los signos proposicionales (incluidas las propiedades cromáticas,
espaciales o temporales en que, en ese caso, se apoyan las reglas de construc­
ción) subrogan objetos distintos de ellos mismos; en virtud de estas relaciones
de subrogación, cada uno de los signos proposicionales pertenecientes al siste­
ma permitido por un determinado conjunto de reglas de construcción tiene una
específica condición de verdad. Los signos de los ejemplos tienen un carácter
icónico, en cuanto que las relaciones de subrogación entre los elementos que
determinan el carácter cromático, espacial o temporal de las reglas formales de
construcción se han establecido garantizando que se preserven esas mismas
relaciones entre los objetos de los que son vicarios.
Dijimos antes que la explicación wittgensteiniana de la naturaleza del
parecido que apreciamos intuitivamente en los signos que consideramos ¿cóni­
cos era rica en consecuencias. Para concluir, enunciaremos la consecuencia
más interesante: esta explicación de la naturaleza de la ¿conicidad nos propor­
ciona una explicación de la posibilidad de significar entidades de carácter o
bien contingente-si-real, o bien posible-si-irreal. Hay en esto una dificultad que
viene produciendo perplejidad al menos desde el Teeteto de Platón. Lo que sig­
nifica un signo proposicional completo (la cartulina coloreada) no tiene por
qué ser “real”, ni lo es de hecho en muchos casos. Esto es peculiar; la pecu­
liaridad no es otra que una de las dos características de las relaciones inten­
cionales (III, §§ 1 y 3). Las relaciones usuales (golpear, engendrar, preceder)
se dan entre objetos reales. ¿Cómo puede una relación establecerse con algo
irreal? O, para ser más precisos: ¿cómo puede una relación establecerse con
algo o bien irreal, pero posible, o bien real, pero contingente? La perplejidad
que hemos apuntado es la misma que lleva a Brentano a caracterizar las rela­
ciones intencionales como teniendo lugar con entidades “inmanentes”.
La explicación wittgensteiniana de la naturaleza de los signos icónicos
contiene los elementos necesarios para ofrecer una solución plausible a este
problema. Los signos proposicionales son, como hemos visto, ellos mismos
contingentes; y lo son en virtud de pertenecer a un sistema de signos proposi­
cionales determinado exclusivamente por hechos formales, independientes de
las propiedades semánticas de los signos proposicionales. Por otra parte, las
relaciones de subrogación (las cuales, estamos suponiendo, no presentan"ellas'
mismas el problema de la intencionalidad) se han establecido de modo tal (que
se preserven necesariamente las relaciones formales entre los signos propósi-
cionales: a todo signo proposicional permitido por las reglas de construccióri
ha de corresponder un significado posible. Esto resuelve ipso facto el proble­
ma, bajo el supuesto de que la formalidad de las reglas de construcción haga
que el carácter real, pero contingente, o irreal, pero posible á t los signos pro­
posicionales mismos no plantee ningún problema. Pues la contingencia-si-rea-
les-y-posibilidad-si-irreales que caracteriza a los significados de los signos pro­
posicionales, según la explicación wittgensteiniana, está ya contenida en las
propiedades análogas de los signos proposicionales. Si podemos entender sig­
nos que significan entidades que posiblemente no se den, es porque las posi­
bilidades de las cosas están ya prefiguradas en las posibilidades independien­
temente conocidas de los signos que las subrogan.
Quizás la siguiente analogía pueda ayudar. Imaginemos que disponemos
de una serie de piezas (como las de algunos juegos infantiles) que permiten
construir edificios a escala, y que está garantizado lo siguiente: (1) cada pieza
corresponde a una parte de un edificio real, (2) con independencia de la natu­
raleza del edificio real, está bien determinado el conjunto de las combinacio­
nes posibles de las piezas, y (3) está predeterminado que el edificio real se ha
construido de manera que corresponda necesariamente a una en particular de
las combinaciones de piezas, si bien puede corresponder a cualquiera de ellas.
En estas condiciones, la afirmación de que una combinación dada de las pie­
zas corresponde a un edificio contingente-si-real-y-posible-si-irreal no presen­
ta ningún problema. Cuando estas condiciones se satisfacen, la perplejidad que
hemos bautizado como el problema de la intencionalidad desaparece. Si el aná­
lisis anterior es correcto, los signos proposicionales icónicos satisfacen las con­
diciones; por consiguiente, en tales casos el problema de la intencionalidad
puede recibir una solución satisfactoria. Wittgenstein parte en el Tractatus del
supuesto razonable (que venimos aceptando desde el segundo capítulo) de que
un sistema de representación (como, por ejemplo, el lenguaje natural) es, esen­
cialmente, algo que plantea el problema de la intencionalidad; y su tesis es, en
último término, que cualquier sistema así es icónico, de modo tal que cumple
las condiciones (l')-(3). Antes de explorar las consecuencias filosóficas de esta
idea, así como sus dificultades, debemos ahora preguntamos cómo un lengua­
je cualquiera puede ser icónico; es decir, en qué aspectos cabe decir que se
“parecen” las expresiones lingüísticas en general (y no sólo las ya intuitiva­
mente icónicas de nuestros ejemplos ilustrativos) a sus significados.

3. Lenguajes figurativos

Un lenguaje figurativo consta de enunciados; un enunciado es un signo


proposicional usado con una determinada fuerza. Según el Tractatus, las dife­
rencias de fuerza son filosóficamente irrelevantes, de modo que podemos con-
siderar a todos los enunciados “aseveraciones”, entendiendo la noción de un
modo genérico análogo al propuesto anteriormente para ‘verdad’. Los enun­
ciados pueden ser elementales o no-elementales. Los primeros son análogos a
los signos proposicionales de la sección precedente; los segundos se caracteri­
zan por contener, como partes propias, otros signos proposicionales (o las
“estructuras” de los mismos, en los casos de los enunciados cuantificaciona-
les). Los signos proposicionales que forman parte de un enunciado no-ele­
mental (por ejemplo, los dos disyuntos en un enunciado disyuntivo) no están,
ellos mismos, aseverados; sin embargo, tienen sentido. Incluso el signo propo­
sicional aseverado en un enunciado elemental debe tener ya significado, para
que el enunciado tenga sentido.jLos signos proposicionales, elementales o no,
están compuestos de palabras; las palabras son las unidades mínimas con sig­
nificado. Denominamos indistintamente .‘nombres’ a todas las palabras que
pueden aparecer en un signo proposicional elementaUCon ello no queremos
sugerir que estas palabras designen sólo objetos particulares; por el contrario,
afirmamos explícitamente que ello no es así. gntre los nombres, algunos desig­
nan particulares, otros propiedades y relaciones n-ádicas, otros géneros, etc. Es
decir, los nombres pertenecen a diferentes categorías, tales como las que hemos
introducido anteriormente (VIII, § l):*hay nombres p red ica tiv o s , nombres c ía -
sificatorios , nombres sin g u la res , etcUSólo queremos poner de relieve el con­
traste semántico fundamental que existe en los lenguajes figurativos, que es el
que se da entre las. expresiones que, necesariamente, están semánticamente
relacionadas con entidades existentes (a saber, los nombres, correspondientes
a lo que en la sección anterior llamábamos ‘elementos’ de los signos proposi­
cionales) y las que están semánticamente relacionadas con entidades contin-
gentes-si-existen-y-posibles-si-no-existen (a saber, los enunciados).2
[También con el fin de garantizar que atendemos a esta distinción funda­
mental, designaremos como referencias a los significados de los nombres, y'
como sentidos a los de los signos proposicionales (estén o no aseverados). El
uso de estos términos por parte de Wittgenstein es un homenaje tácito a Fre­
ge. Presume, sin embargo, la crítica a la distinción fregeana que más adelante
expondremos; pues todas las expresiones de un lenguaje figurativo, como
resultará claro, tienen exclusivamente una propiedad semántica. Es decir, el
vínculo que liga las palabras a sus referentes no se establece, según Wittgens­
tein, a través de una relación lógicamente anterior entre la palabra y un senti­
do. Diremos que los nombres subrogan a sus referencias, y que los signos pro­
posicionales representan a sus sentidos (o, meramente como una variante esti­
lística, que los presentan). De modo general, diremos que las referencias
subrogadas por los nombres son o b je to s , dejando bien claro también que no
pretendemos sugerir con esto que sean todos ellos particulares; antes bien,

2. Los partidarios de la “interpretación nominalista” del Tractatus (defendida, por ejemplo, en Anscombe, An
Intruduction to W ittgenstein's Tractatus, por lo demás uno de los mejores libros sobre la obra) toman literalmente
‘nombre’ y ‘objeto’ en el Tractatus, sosteniendo que los nombres son todos propios y los objetos todos individuos
particulares. Nosotros suponemos la interpretación opuesta, con Stenius.
entre los objetos incluimos, además de los particulares, géneros, relaciones y
propiedades, quizás entre otras cosas. Todos los nombres pertenecientes -Wun
lenguaje figurativo son “nombres propios genuinos”, en el sentido de Russell'
por más que pertenezcan a diferentes categorías. Diremos también que los sénw
tidos representados por los signos proposicionales son hechos; atómicos en el
caso de los signos proposicionales elementales, moleculares en el de los no-
elementales.3 El uso de la palabra ‘hecho’ no debe sugerir que el término se
aplique a entidades que se dan realmente. Un hecho (como corresponde al sig­
nificado de un signo proposicional) es una entidad que puede darse o no dar­
se; una entidad contingente-si-se-da-y-posible-si-no-se-da. Llamando ‘hecho’ a
lo representado por los signos proposicionales enfatizamos que en la concep­
ción tractariana del lenguaje un signo proposicional representa aquello que (si
se diera) haría verdadero a un enunciado de ese signo: un signo proposicional
representa a su hacedor de verdad.
Los signos proposicionales no-elementales se distinguen de los elementa-j
les por incluir, entré las palabras que las componen, algunas que pertenecen a;
un grupo especial: las constantes lógicas. Estas palabras se distinguen de los!
nombres porque no subrogan objetos. Ello no supone que no “signifiquen”; loí
hacen, en el sentido de que contribuyen de una manera específica a la deter^'
minación del sentido del signo proposicional. Pero significan de un modo espej
cial, que explicaremos más adelante; las constantes lógicas se distinguen por
poseer un significado puramente lógico. También las palabras que conforman
los signos proposicionales elementales, los nombres, poseen significados lógú
eos. Un lenguaje figurativo se atiene así, eminentemente, a los dos principios!
fregeanos, el Principio de Composicionalidad y el Principio del Contexto (ID,1
§ 1). Un lenguaje figurativo está constituido, como hemos dicho, por enuncia­
dos. El significado de los enunciados no está dado por enumeración, sino que
está determinado por los significados de las palabras que los componen: por(
las relaciones de subrogación, que vinculan los nombres con sus referencias,!
y por los significados lógicos de los nombres — y los de las constantes lógi-j
cas, si las hay— (Principio de Composicionalidad). El significado de las pala-;
bras, por otro lado, sí está dado por enumeración. Pero las palabras no cons-'
tituyen el lenguaje, sino que lo hacen los enunciados; y los enunciados no son
meras listas de nombres, sino que están necesariamente conformados por
nombres de diferentes categorías lógicas, de maneras determinadas por las
categorías lógicas en cuestión, de modo que las palabras sólo tienen signifi­
cado en el contexto de los signos proposicionales en los que aparecen (Prin­
cipio del Contexto).

3. Utilizo las siguientes traducciones de los términos cuasi-técnicos del Tractatus: ‘Sachverhalt’, ‘acaeci­
miento’; ‘Sachlage’, ‘hecho’; ‘Tatsache’, ‘hecho que se da’ (o ‘que es el caso’, ‘que acaece’, ‘que existe’); ‘abbilden’,
‘figurar’; ‘B ild’, ‘figura’; ‘vertreten’, ‘subrogar a’ o ‘ser vicario d e’; ‘dar/vor-stellen’, ‘representar’ o ‘presentar’;
‘Satz1, ‘proposición’ — hay que advertir que el sentido wittgensteiniano de esta expresión difiere del que se le da
contemporáneamente y vengo utilizando hasta aquí: una “proposición" tractariana no es lo que un signo proposicio­
nal d ic e .s ino el signo proposicional interpretado— ; ‘Satzzeichen’, ‘signo proposicional’ o ‘enunciado’; ‘Bedeutung’,
‘referencia’; ‘Sinn’, ‘sentido’; ‘sagen’, 'aseverar’; ‘zeigen’, ‘aufweisen’, ‘mostrar’, ‘exhibir’.
Nada de lo que hemos dicho hasta aquí revela el carácter icónico de un
lenguaje figurativo. Para ponerlo de manifiesto debemos atender, finalmente, a
los significados lógicos de las expresiones. En este punto, resultará convenien­
te concretar la exposición abstracta que hemos seguido hasta aquí introducien­
do un lenguaje figurativo específico, con una sintaxis y una semántica. Esto es
algo que el propio Wittgenstein no hace en el Tractatus , y contribuye decisi­
vamente a la dificultad del libro. La verdad es que existe una muy buena razón
para no hacerlo. Por un lado, el ejemplo que propongamos habría de servir para
ilustrar la tesis central de un metafísico descriptivo como Wittgenstein: a saber,
que los lenguajes naturales son lenguajes figurativos que no parecen serlo. Des­
graciadamente, no hay, ni puede haber, un ejemplo de lenguaje figurativo así
(por razones que se expondrán después). O bien hemos de contentamos, pues,
con ilustraciones ficticias, inútiles para sugerir siquiera cómo alguien podría
pensar que todo lo que decimos puede expresarse en un lenguaje figurativo; o
bien habríamos de recurrir a falsas ilustraciones, utilizando lenguajes no figu­
rativos. (O bien podríamos renunciar a ofrecer ilustración alguna, como Witt­
genstein hace; pero descarto esta posibilidad porque dificulta enormemente la
comprensión.) En la tesitura, he escogido una ilustración a medio camino entre
la ficción y la falsedad. El lenguaje que propongo no es burdamente ficticio,
pues contiene la suficiente riqueza como para indicar qué podría tener en men­
te el autor del T ractatus ; por otra parte, su falsedad no es obvia; podría pasar
por figurativo, si no se examina muy de cerca.
El propio Wittgenstein se representa a sí mismo, posteriormente, como
habiendo contemplado un lenguaje como el que voy a caracterizar: «Anterior­
mente, yo mismo hablé de un “análisis completo’1; pensaba,que la filosofía
había de proporcionar una disección definitiva de las proposiciones con el fin
de establecer claramente todas sus conexiones'y de eliminar toda posibilidad
de malentendido. Hablé como si hubiese un cálculo en el cual tal disección fue­
se posible. Tenía vagamente en mente algo como la definición que Russell
había dado para el artículo definido, y pensaba que, de manera similar, po­
drían usarse impresiones visuales, etc., para definir el concepto, digamos, de
esfera, exhibir así de una vez por todas las conexiones entre los conceptos y
poner de manifiesto la fuente de todos los malentendidos, etc. En la raíz de
todo esto estaba una representación falsa e idealizada del uso del lenguaje»
(P hilosophical G ram m a r , 211). Se trataba de un “cálculo” al que, dice, “extra­
viado como estaba por una falsa idea de reducción, pensé que el entero uso de
las proposiciones debería ser reducible” (ibid .). Nótese que las expresiones de
este cálculo designan cosas tales como “impresiones visuales”; es decir, obje­
tos fenoménicos (III, § 2). Por esa razón, Wittgenstein se refiere a un lengua­
je como el que tenía en mente en el T ractatus como un ‘lenguaje fenomenoló-
gico’: “Pensaba anteriormente que existía el lenguaje cotidiano que todos
hablamos comúnmente y un lenguaje primario que expresaría lo que realmen­
te sabemos, a saber, fenómenos” (Waismann, 45). “No tengo ya en mente como
objetivo el lenguaje fenomenológico— o ‘lenguaje primario’, como acostum­
braba a llamarlo—•” (P hilo so p h isch e B em erku n g en , § l).
Los nombres de nuestro lenguaje figurativo ideal, LFI, designarániobjétós
fenoménicos. En el Tractatus, Wittgenstein está dispuesto a contem plarííppsP
bilidad de que el número de nombres (y el de proposiciones elementales com
siguientemente) de LFI sea infinito (4.2211). Podría pensarse que esto entra en
conflicto con la idea de que los nombres de LFI designan objetos fenoméni­
cos; pero no lo creo así. Recordemos lo que hicimos notar cuando introduji­
mos el concepto de vivencia; a saber, que las vivencias incluyen también aspec­
tos espaciales y temporales. Las sensaciones visuales se nos presentan, predo­
minantemente, en un “campo visual”, un “espacio” puramente fenoménico
(“puramente fenoménico” en el sentido de que este espacio tiene las cuatro
características que atribuimos a los objetos fenoménicos en HI, § 2). Las sen­
saciones auditivas se nos presentan predominantemente en un tiempo pura­
mente fenoménico; etc. Podemos contemplar la idea de vivencias que se dan
sin elementos espaciales o temporales; en ciertas situaciones, podemos experi­
mentar vivencias con elementos espaciales o temporales peculiares (por ejem­
plo, colores en un espacio completamente bidimensional); pero no es así como
se nos presentan usualmente las vivencias. Supuesto esto, las mismas razones
que pudieran llevamos a considerar al espacio o al tiempo físicos compuestos
de un número infinito de puntos o instantes podrían llevamos igualmente a
suponer al campo visual o al tiempo fenoménicos así constituidos.
Propongo, pues, la siguiente descripción de LFI. Los nombres de particu­
lares son cuádruplas ‘< e p e2, e3, t > ’ que significan regiones — o quizás pun­
tos— del campo visual (especificadas mediante e p e2 y e3 relativamente a un
eje de coordenadas apropiado) en un tiempo t. AI origen de las coordenadas ^
espaciotemporales se le designa apropiadamente con un término singular ubicuo
en LFI: ‘aquí-y-ahora-para-S\ Los dígitos pueden ser tanto números reales como
intervalos; que hayan de ser una u otra cosa depende de la finura del análisis,
aspecto éste con el que no queremos comprometemos. Los predicados atribuyen
cualidades fenoménicas a estos particulares: colores, formas espaciales, solidez,
penetrábilidad o impenetrabilidad, altura sonora (presumo que las propiedades
acústicas, como el tono, se atribuyen a una fuente ubicada espacialmente), o esta­
blecen relaciones entre ellas, como relaciones de intensidad sonora, de saturación
cromática, etc. Los signos proposicionales elementales tienen esta apariencia:
‘SóIido<k, í, m, n > \ ‘Rojp<k’,T, m’, n’> \ ‘<k", 1”, m”, n”>una-octava-más-alto-
que<k"\ 1"', m'", n,M> \ ‘Angustia aquí-y-ahora-para-S’, ‘Dolor-de-cabeza aquí-y-
ahora-para-S’, ‘<k", 1", m", n”>frente-a aquí-y-ahora-para-S’. Estos signos pro­
posicionales elementales, pues, representan vivencias.
Me apresuro a constatar —antes de pasar a examinar los significados lógi­
cos de las expresiones de LFI— que esto puede resultar paradójico. El modo
en que presentamos la distinción entre acaecimientos y vivencias anteriormen­
te sugiere una contraposición ontológica: acaecimientos y vivencias serían
entidades de naturaleza distinta y disjunta. Es así como interpreta la distinción
el realismo por representación. Los acaecimientos son entidades contingentes,
que causan las vivencias y son por tanto causal-explicativamente independien­
tes de ellas; la existencia de los acaecimientos que se dan puede ser coheren-
temente puesta en cuestión (como se hace en las conjeturas escépticas radica­
les). Las vivencias, por contra, son entidades cuya existencia conocemos con
certidumbre. Tal y como hemos introducido LFI, sin embargo, resulta que, por
un lado, los signos proposicionales elementales (como todos los signos prepo­
sicionales) representan “hechos” (pues así decidimos antes denominar a lo
representado por los signos proposicionales); por otro, que estos “hechos”
están constituidos por los mismos materiales que constituyen las vivencias.
Para el representacionalista, cabe propiamente llamar “hechos” sólo a los
objetos intencionales de los enunciados y pensamientos, que para él están cons­
tituidos por acaecimientos objetivos. Desde luego, dado que los objetos inten­
cionales de nuestros "pensamientos podrían no darse (incluso del modo
hiperbólico contempládo en las conjeturas escépticas radicales), estos objetos
intencionales deben estar por entero inmanentemente caracterizados mediante
entidades internas. Pero, como hemos venido insistiendo, el representaciona­
lista mantiene los acaecimientos objetivos como el referente externo que, en
definitiva, determina si las conjeturas escépticas son correctas o (como parece
razonable creer, o incluso pretender que sabemos a través de complicadas infe­
rencias) no lo son. En LFI, sin embargo, lo representado por los signos pro­
posicionales es, directamente, el objeto intencional de los mismos; pero (en
sintonía con lo que hemos dicho antes sobre los referentes wittgensteinianos
de las^unidades léxicas) está íntegramente constituido por objetos fenoménicos.
Desde luego, este objeto intencional es contingente-si-se-da-y-posible-si-no-se-
da; pero obsérvese que las vivencias (incluso las vivencias cuyo darse conoce­
mos con certidumbre) ya tienen esta propiedad: incluso la vivencia de #esfera
roja aquí# que noto ahora, y sé por tanto con certidumbre que se da, podría no
haberse dado; es enteramente coherente imaginar que yo podría haber tenido,
en este mismo momento, una vivencia espacial muy distinta a la que de hecho
tengo. Pero el objeto intencional de los signos proposicionales de LFI no es
“real”, en el sentido del representacionalista, y en el sentido natural del térmi­
no: no es un acaecimiento que causa mis vivencias, uno que podría no darse
por más cierto que esté de que se da.
No hay en esto una contradicción, sino más bien la presentación de una
ontoíogía alternativa a la del realismo (sea el realismo “por representación” o
o el realismo a secas). La metafísica del Tractatus no es la del realismo por
representación, sino la del solipsismo; y, en esta ontoíogía, los acaecimientos
objetivos que tanto el realismo por representación como el realismo directo
reconocen han sido eliminados. Abordaremos con más detalle estas cuestiones
en el próximo capítulo. Pasemos ahora a examinar, con relación a LFI, los sig­
nificados lógicos de las expresiones y, con ello, el carácter ¿cónico de este len­
guaje. El carácter icónico de los signos proposicionales en los ejemplos ofre­
cidos en la sección anterior, según la explicación que allá atribuimos a Witt­
genstein, consistía en lo siguiente. Los signos proposicionales pertenecían a
sistemas de tales signos, construidos de acuerdo con reglas formales de cons­
trucción; estas reglas tenían un carácter cromático, espacial o temporal, en tan­
to que las reglas formales de construcción que determinaban cada uno de los
sistemas atendían a relaciones cromáticas, espaciales o temporales entre algu^i
nos elementos de los signos. Los elementos de los signos proposicionales, a sik
vez, subrogaban objetos. Estas relaciones de subrogación se habían establecí-7
do de modo tal que a cada signo proposicional construible le correspondiese
un hecho determinado, su específico “hacedor de verdad”. De este modo, los
hechos representados por los signos proposicionales mantienen entre sí rela­
ciones isomorfas a aquellas que mantienen los signos proposicionales. Nuestro
problema ahora es que nada análogo parece poder decirse de los lenguajes en
general; en particular, no parece existir ninguna isomorfía entre los signos pro­
posicionales de LFI y los hechos que queremos hacerles significar. Los signos
proposicionales de LFI no tienen características cromáticas ni temporales; y
sus características espaciales son aquí enteramente irrelevantes. Son “irrele­
vantes” exactamente como lo eran, en el lenguaje cromático de la sección ante­
rior, el tamaño de la muestra concreta de color o el material de que estaba
hecha: estos no son elementos esencialmente significativos, pues pueden variar
sin que varíe lo representado. Análogamente, podemos representar lo mismo
que representamos con LFI en un lenguaje sin características espaciales (en un
lenguaje de sonidos, por ejemplo), sin que lo representado tenga por qué variar.
Wittgenstein reconoce la dificultad: “A primera vista, no parece ser la propo­
sición (tal y como, por ejemplo, aparece impresa en el papel) una figura de la
realidad de la que trata” (4.011).
Consideremos las reglas formales que legitiman en LFI la construcción de
los signos proposicionales elementales. Para enunciar las reglas de construc­
ción es preciso clasificar a los nombres en categorías; recordemos que LFI
satisface eminentemente el Principio del Contexto fregeano. La clasificación se
hace por enumeración. Así, tenemos la categoría de los nombres propios, cons­
tituida por ‘<k, 1, m, n>’ y 4<k', 1', m1, n’> \ etc.; la categoría de los nombres
predicativos monádicos, constituida por ‘Sólido’, ‘Rojo’, etc.; la categoría de
los nombres predicativos diádicos, constituida por ‘una-octava-más-alto-que’,
etc. Pensemos ahora en una regla de construcción prototípica para signos pro­
posicionales elementales: la .regla de las predicaciones diádicas.4 La regla
podría ser enunciada así: “Es legítimo construir un signo proposicional conca­
tenando un nombre propio, un nombre predicativo diádico y otro nombre pro­
pio (el mismo, o uno distinto) Esta regla ilustra el hecho básico sobre las
reglas de construcción de signos elementales en LFI. A saber, que toman en
consideración uno de estos dos tipos de datos: datos sobre la identidad y la
diferencia de los nombres (a saber, que ‘<k, l, m, n>’ y ‘<k’, 1', m', n'>’ son
expresiones diferentes, como también lo son ‘<k", 1", m", n">’ y ‘una-octava-
más-alto-que’, mientras que ¿<k, 1, m, n>’ y ‘<k, I, m, n>’ son la misma expre­
sión); y, adicionalmente, datos sobre la identidad y diferencia de categoría
(como que ‘<k", 1", m", n’V y ‘una-octava-más-alto-que’ no sólo son expre-

4. Al ilustrar el isom orfismo lógico entre el lenguaje y el mundo mediante esta regla de construcción, segur-,
mos una sugerencia de Wittgenstein: “Es evidente que percibimos una proposición de la forma ‘aRb’ com o una figu­
ra. Aquí el signo dene manifiestamente un parecido con lo designado” (4.012).
siones diferentes, cosa que también ocurre con ‘<k, 1, m, n>’ y ‘< k \ 1\ m \ n '> \
sino que, a diferencia de lo que ocurre en este caso, son expresiones de dife­
rente categoría: v~
Debemos exponer aquí la distinción que Wittgenstein hace entre signo y
símbolo. Las reglas de construcción como la que hemos enunciado son reglas
sintácticas: son reglas que determinan qué signos proposicionales son oracio­
nes sintácticamente bien formadas. En el sentido usual de “sintaxis”, es claro
que ni ‘<k, I, m, n><k', \\ m ’, n'>una-octava-más-alto-que’ ni ‘Rede*, f, % /> ’
son oraciones sintácticamente bien construidas de LFI. La primera contiene
dos nombres propios y un nombre predicativo diádico pertenecientes a LFI,
pero en ella las expresiones no están dispuestas en el orden espacial apropia­
do. La segunda contiene expresiones que podrían servir, exactamente igual que
las de LFI, para formar un signo proposicional en el que se combinan un nom­
bre predicativo monádico y un nombre propio; pero son dos expresiones dife­
rentes a las que integran las categorías de LFI. Las expresiones-tipo que ejem­
plifican, simplemente, no pertenecen a LFI. El objetivo de la distinción de
Wittgenstein entre signo y símbolo es hacer claro que, si bien los hechos lógi­
cos sobre las expresiones en que se apoyan las reglas lógicas de construcción
de signos proposicionales son hechos sintácticos, lo son en un sentido más abs­
tracto que; él sentido usual a que nos acabamos de referir. “La proposición
posee rasgos esenciales y accidentales. Son accidentales los rasgos que depen­
den^ del modo particular en que la oración se profiere. Son esenciales aquellos
sin los cuales la proposición no estaría capacitada para expresar su sentido. Lo
esencial en la proposición es, por consiguiente, aquello que tienen en común
todas las proposiciones que pueden expresar el mismo sentido” (3.34-3.341)
De acuerdo con la estipulación en 3.31(a-b), es justamente a estos rasgos esen­
ciales :que Wittgenstein denomina ‘símbolos’. En general, “lo esencial en el
símbolo es aquello que tienen en común todos los símbolos que pueden servir
a un mismo propósito” (3.341). Ciertas propiedades sintácticas de un lenguaje
particular se identifican con las propiedades igualmente sintácticas de muchos
otros sistemas de notación, por lo demás muy distintos sintácticamente. Éstas
son, “propiedades simbólicas”. Las propiedades lógicas no son sólo propieda­
des sintácticas de un cierto lenguaje, sino también propiedades simbólicas.
Siempre consideramos algún lenguaje específico, con una sintaxis especí­
fica; por ejemplo, uno como LFI, en que un signo proposicional elemental con
un predicado diádico se escribe como ‘<k, 1, m, n>una-octava-más-alto-que<k’,
T, m', n V y no como ‘<k, 1, m, n x k ', 1\ m’, n'>una-octava-más-alto-que\ y
en el que ‘Rojo<k\ 1’, mr, n'>’ es un signo proposicional construido con signos
del lenguaje, mientras que no lo es ‘Rede*1, f , T, JV . Sin embargo, las reglas
lógicas de construcción (por oposición a las reglas específicamente sintácticas)
consideran sólo los aspectos simbólicos de la notación: aquellos que estarían
presentes en cualquier notación con la que podríamos expresar lo mismo. En
el caso del signo proposicional ‘<k, I, m, n>una-octava-más-alto-que<k\ T, m \
n’> \ los aspectos simbólicos a que hacen referencia las reglas lógicas de cons­
trucción son: que haya un nombre predicativo diádico, y dos nombres propios
diferentes del primero y diferentes entre sí. Estos aspectos son: más abstractos*
que los aspectos “sígnicos” a que hacen referencia las reglas sintácticas :de lo¿
gramáticos, en tanto que estarían presentes también en signos proposicionales.
pertenecientes a otros lenguajes; por ejemplo, ‘<k, 1, m, n x k ', 1', m ', -;n¿>unaé
octava-más-alto-que’, o *<*', f , /'>una-octava-más-aIto-que<*, t, <J[, />A;,0-
dicho de otro modo, desde un punto de vista signíco, esto es, “sintáctico” en
el sentido usual del término, estos signos pertenecen a diferentes lenguajes;
Desde un punto de vista simbólico, todos ellos podrían pertenecer a lo que es,
esencialmente, el mismo lenguaje.
Obsérvese que es esencial para la expresión del sentido que queremos dar­
le a ‘<k, 1, m, n>una-octava-más-alto-que<k', 1', m', n'>’ no sólo que ‘<k, 1, m,
n>’ y ‘<k\ T, m', n’> ’ difieran en categoría de ‘una-octava-más-alto-que’, sino
también que sean nombres diferentes. De otro modo, la diferencia entre ‘<k, 1,
m, n>una-octava-más-alto-que<k', \\ m', n’> ’ y ‘<k, 1, m, n>una-octava-más-
alto-que<k, 1, m, n>’ no sería esencial para la expresión del sentido de estas
oraciones, y, por tanto, podríamos expresar el mismo sentido con cualquiera de
ellas. Como esto no es así, hemos de incluir la diferencia de tipo entre expre­
siones de la misma categoría entre los elementos simbólicos. (Pero no el hecho
de que esa diferencia se establezca mediante las diferencias entre *<k,l, m, n>’
v ‘<k\ T, m', n V , que es propiamente sintáctico; ‘<*\ t', T» !’> ’ y ‘<*> t> %
J>’ podrían haber servido al mismo fin.) Es por eso que “el símbolo caracteri­
za una forma y un contenido” (3.31). La diferencia entre ‘<k, 1, m, n>’ y ‘una-
octava-más-alto-que’ es una diferencia de forma y de contenido. La diferencia
entre ‘<k, 1, m, n>’ y ‘<k', 1', m \ n’> ’ no es una diferencia de forma, pero sí
es, como hemos visto, una diferencia que constituye necesariamente parte del
símbolo; como lo que esa diferencia indica es que los referentes de ‘<k, I, m,
n>’ y 4<k', T, m', n V podrían ser distintos, Wittgenstein se refiere a ella como
una de “contenido”. Cualquier signo capaz de expresar el mismo significado
que ‘<k, 1, m, n>una-octava-más-alto-que<k', 1', m', n'>’ debe recoger también
la diferencia entre ‘<k, 1, m, n>’ y ‘<k', l', m', n V ; así, el símbolo en ‘<k, 1,
m, n>una-octava-más-alto-que<k', 1', m', n’> ’ caracteriza no sólo “formas”, sino
también “contenidos”.5
En resumidas cuentas: los hechos en que se apoyan reglas de construcción
como la que, siguiendo la sugerencia de Wittgenstein (4.012), estamos consi­
derando a efectos ilustrativos — la regla de las predicaciones diádicas, “es legí­
timo construir un signo proposicional concatenando un nombre propio, un
nombre predicativo transitivo y otro nombre propio (el mismo, o uno distin­
to)”— son, necesariamente, hechos formales\ pueden ser enunciados sin hacer
referencia alguna al significado de los signos. Además, son hechos que deter­

5. ‘Contenido’ tiene el mismo uso en la exposición de la ontoíogía al inicio del Tractatus. El mundo tiene
una sustancia, una forma fija: “esta forma fija está constituida por los objetos” (2.023); “tos objetos conforman la sus­
tancia del mundo" (2.021). En la próxima sección examinaremos porqué tiene que haber algo “sustancial" en el mun­
do. Tal sustancia “es forma y contenido" (2.025). La forma fija es así forma y contenido. Esto significa que no sólo
constituye lo sustancial en el mundo la existencia de diferencias en forma o categoría lógica, sino también la de dife­
rencias que distinguen objetos de una misma forma. .
minan qué signos proposicionales han sido bien construidos. Por ambas razo­
nes, cabe decir que son hechos sintácticos. Sin embargo, sería un error con­
cluir de esto que se trata de los hechos necesarios para caracterizar la sintaxis
de un lenguaje específico, en el sentido usual de “lenguaje” y “sintaxis”. Pues­
to que, como veremos, lo que los hace hechos lógicos es que determinan qué
se puede juzgar y aseverar (y qué se ha de juzgar o aseverar, dado que se ha
juzgado o aseverado ya algo otro), hay que verlos como hechos sintácticos
relativamente abstractos, ejemplificados en lenguajes por lo demás diferentes
entre sí. El mismo hecho lógico que en un lenguaje se expresa ubicando el ver­
bo transitivo entre el sujeto y el objeto directo, se expresa en otro recurriendo
al orden espacial inverso, mientras que en un tercero las diferencias no se esta­
blecen mediante el orden espacial en absoluto, sino a través de ciertas desi­
nencias (“declinaciones”) que se colocan al final de las palabras, etc.
Tenemos ahora todos los elementos para comprender qué es ese parecido
común a los signos proposicionales de cualquier lenguaje posible (incluido a
los que puedan constituir nuestros pensamientos) y a la realidad por ellos
representadaXLa idea central de la teoría figurativa del Tractatus es ésta: la sin­
taxis lógica dé un lenguaje, como LFI, establece qué signos se pueden utilizar
en el caso mínimo (signos proposicionales elementales) invocando para ello o
bien diferencias de categoría (diferencias de forma y contenido), o bien dife­
rencias entre las expresiones de una misma categoría (diferencias sólo de con­
tenido), entre los nogibres del lenguaje) Estas reglas establecen, por ejemplo,
que la expresión ‘<k', I, m, n>’ no se puede escribir sola, sino que debe escri­
birse junto con otra como ‘Rojo’, o junto con una como 4una-octava-más-alto­
que’ y otra de la misma categoría que ‘<k, 1, m, n>’, ella misma o una distin­
ta, etc. Correlativamente, ‘una-octava-más-alto-que’ no puede escribirse sola,
ni ‘Rojo’ sola, sino que deben ser “completadas” por expresiones como ‘<k, 1,
m, n>’ o ‘<k’, 1', m’, n’> ’ (la primera por dos, la segunda por una). Todos estos
son hechos lógico-sintácticos sobre las expresiones. Ahora bien, a ellos corres­
ponden, uno por uno, hechos sobre sus significados; corresponden tan estre­
chamente, que unas y otras propiedades (las que determinan las diferencias de
“contenido” y las que determinan las diferencias de “forma”) son las mismas.
Es decir, al igual que ocurría en las ilustraciones de la sección anterior, las rela­
ciones de subrogación entre los nombres y sus referencias se han establecido
de modo tal que, necesariamente, existe una isomorfía entre los signos propo­
sicionales y los hechos que éstos representan. La isomorfía es en este caso más
abstracta que las isomorfías cromática, espacial o temporal en los ejemplos de
la sección anterior. Es una isomorfía lógica.
Así, isomorfamente a lo que ocurre con las expresiones, la referencia de
‘una-octava-más-alto-que’ es algo que no se puede dar “solo”, sino que se ha
de dar en hechos, relacionando pares de cosas como las referidas por ‘<k, 1, m,
n>’ o ‘<k’, 1’, m 1, n’> \ Lo mismo pasa con el referente de ‘Rojo’. Y el refe­
rente de ‘<k, 1, m, n > \ por su parte, no se da “solo”, sino que es el tipo de
entidad que necesariamente ejemplifica propiedades como las significadas por
‘Rojo’ (es decir, propiedades monádicas), o está con otras de su misma cate­
goría en relaciones como la referida por ‘una-octava-más-alto-que’.. (Dicho de
otro modo, no hay objetos particulares “desnudos” de toda propiedad y toda
relación; existir, para un particular, es darse en algún hecho: darse con alguna
propiedad, o darse en alguna relación consigo mismo o con otros particulares,
etc. Repárese en que esto vale también para los objetos fenoménicos.) EL pare­
cido “lógico” entre el lenguaje y el mundo consiste en esta isomorfía entre los
hechos lógico-sintácticos sobre los símbolos que establecen qué signos propo­
sicionales están lógicamente bien construidos en cualquier lenguaje posible, y
hechos análogos relativos a los objetos subrogados por los nombres.
Esta exposición nos da la clave para comprender la metáfora de la cadena
(2.03). Esta es la glosa que Wittgenstein hizo del texto posteriormente: «[...]
una proposición no es dos cosas conectadas por una relación. “Cosa” y “rela­
ción” están al mismo nivel. Los objetos penden, por así decirlo, como en una
cadena» (Lee, 120). De acuerdo con la explicación del Tractatus, todas las
expresiones en ‘aR b \ V , ‘R* y ‘b \ son nombres; ‘a’ y ‘b ’ tienen, sin embar­
go, diferente forma lógico-sintáctica que *R\ Los poderes de combinación
determinados por las reglas lógico-sintáctica de construcción para cada una de
esas expresiones, por s í solos, dan a ‘aRb’ su contingencia, su articulación, su
capacidad para ser un hecho figurativo. La diferencia lógica de categoría entre
‘a ’ y ‘R ’ consiste exclusivamente en las diferencias que las reglas lógico-sin­
tácticas de construcción establecen entre ellas, al determinar qué signos pro­
posicionales pueden ser legítimamente construidos con las expresiones de LFI.
Esta estructura no depende de nada más; en particular, no es precisa ninguna
relación adicional que “una” ‘a ’, ‘b’ y 4R \ (Y, si la necesitásemos, estaríamos
perdidos, pues habríamos comenzado un regreso al infinito.) Exactamente lo
mismo ocurre con los objetos subrogados por las expresiones, en razón del
isomorfísmo existente (según la teoría figurativa) entre el lenguaje y el mun­
do. (jEl isomorfísmo postulado por el Tractatus consiste en que los objetos
subrogados por los nombres se comportan unos respecto de otros exactamente
como lo hacen los nombres, dada su sintaxis lógica.;

4. El espacio lógico y los significados de las constantes lógicas

En la sección anterior hemos tratado de elucidar la tesis según la cual exis­


te un “parecido” o isomorfía de carácter relativamente abstracto entre el len­
guaje y el mundo, centrándonos exclusivamente en los aspectos lógicos de los
signos que conforman los signos proposicionales elementales. Debemos ocu­
pamos ahora, para completar la exposición de la concepción figurativa del len­
guaje del Tractatus, en el tratamiento de las expresiones cuyo significado es
puramente lógico: las constantes lógicas.
Comenzaremos advirtiendo una diferencia muy importante entre las ilus­
traciones de la sección segunda y LFI. Consideremos, por ejemplo, el lengua­
je espacial de la segunda ilustración en § 2. Este lenguaje permitía tres signos
proposicionales. Ahora bien, notemos que cada uno de esos signos proposi-
cionales ofrecía una caracterización exhaustiva de la situación que el hablante
quería describir e incompatible con la ofrecida por los otros. Nada análogo
sucede en el caso de un lenguaje como LFI; ‘Sólido<k, 1, m, n > \ ‘Rojo<k\ 1',
m', n '> \ 4<k", 1”, m", n^una-octava-m ás-alto-que^'", 1"', rnm, n,M> ’, etc., no
son incompatibles entre sí, ni ofrecen cada una de ellas descripciones exhaus­
tivas de la situación que se puede describir con ellas. En esto, LFI está en
mejor lugar para servir como una ilustración paradigmática de la naturaleza de
los sistemas de representación en general. Pues es claro que se trata de una
característica no generalizable de las ilustraciones, del mismo modo que las
naturalezas cromática, espacial o temporal de los signos proposicionales de
las ilustraciones constituían peculiaridades no generalizabas de esos lenguajes.
LFI pretende tener con el lenguaje en que un ser humano podría expresar todos
sus pensamientos en un momento dado una característica que ciertamente no
tienen las ilustraciones de la sección segunda; a saber, que la “situación a des­
cribir” puede muy bien ser la generalidad de lo expresado sobre el mundo en
su totalidad por los juicios, las expectativas, las dudas o los deseos de alguien,
en un momento dado.
| En rigor, un lenguaje figurativo habría de tener, según Wittgenstein, una
propiedad que generaliza de un modo elegante y simple lo que acabamos de
decir; a saber, la propiedad de que los signos proposicionales elementales son
analíticamente independientes entre sí: es compatible con su significado que
cada uno de ellos sea verdadero o falso, con independencia de lo que ocurre
con los demás: “La proposición más simple, la proposición elemental,, afirma
la existencia de un hecho atómico” (4.21). “Si la proposición elemental es ver­
dadera, el hecho atómico existe; si la proposición elemental es falsa, entonces
el hecho atómico no existe” (4.25). “Los hechos atómicos son independientes
unos de otros. Ni de la existencia ni de la no existencia de un hecho atómico
puede concluirse la existencia o la no existencia de otro” (2.061-2.062). Por
consiguiente, ni de la verdad de una proposición elemental ni de su falsedad
puede concluirse en un lenguaje como el que el Tractatus contempla (simple­
mente sobre la base que el conocimiento necesario para comprenderlos pro­
porciona) la verdad o falsedad de otra.
Aunque los signos proposicionales elementales de LFI no son en general
incompatibles entre sí, ni permite uno solo ofrecer una descripción exhaustiva
del mundo tal y como se lo representa un individuo dado, es claro que no cum­
plen tampoco esta condición tan simple. Por ejemplo, la verdad de ‘Rojo<k',
1', m \ n’> ’ y la de ‘Verde<k’, 1', m', n’> ’ no son independientes entre sí, sino
que la verdad de la una excluye la verdad de la otra. Similarmente, la verdad
de ‘<k\ 1', m \ n'>una-octava-más-alto-que<k", 1", m", n"> \ ‘<k", 1", m",
n">una-octava-más-alto-que<k'", 1,M, m"\ n 'V y ‘<k\ 1', m \ n’>una-octava-
más-alto-que <km, 1”’, m"\ n 'V no son independientes entre sí, sino que la ver­
dad de las dos primeras excluye analíticamente la falsedad de la tercera. En
rigor, como el propio Wittgenstein reconocería poco después de la publicación
del Tractatus (en “Some Remarks on Logical Form”), ningún lenguaje que pre­
tenda decir todo lo que un ser humano normal puede juzgar, esperar, etc., en
un momento dado puede satisfacer este postulado de independencia. Éste: fue
el primer error que advirtió Wittgenstein posteriormente en la obra, cuando (en
la segunda década de los años veinte) volvió a reflexionar sobre esas cuestión
nes. La reflexión sobre este error parece haber sido el estímulo inicial que le
llevaría a su “segunda filosofía”. Es precisamente a consecuencia de esto que
abandonaría, ya en los escritos del “período intermedio”, la idea de que lo que
decimos puede expresarse sin malentendidos en un “lenguaje fenomenológico”
como el que estamos tratando de ilustrar con LFI; y es por esto que dijimos
antes que toda ilustración de la idea tractariana del lenguaje ha de resultar
falsa.
Podemos utilizar el término ‘falso’ porque la perspectiva del Tractatus no
es correctiva, sino descriptiva; creo que sabemos lo suficiente sobre el lengua­
je natural y el pensamiento humano como para concluir que ningún lenguaje
que satisfaga el postulado de independencia puede servir para expresar lo que
un ser humano normal piensa en un momento dado. A mi juicio, cabe decir
algo aplicable a quienes mantienen más bien una perspectiva correctiva: es un
objetivo vano tratar de construir un lenguaje que satisfaga el requisito, si el len­
guaje ha de ser lo suficientemente interesante como para expresar, pongamos
por caso, hechos físicos. Mantendremos, sin embargo, por las razones de con­
veniencia que adujimos antes, la ilusión de que LFI es un lenguaje figurativo
que cumple, además de todo lo que venimos atribuyéndole, el postulado de
independencia. (Inicialmente — en “Some Remarks on Logical Form”, de
1928— Wittgenstein pensó que solventar este error no requeriría modificacio­
nes profundas de la teoría figurativa del Tractatus; requeriría, únicamente,
enunciar de un modo más complejo la construcción de los mundos posibles y
los signos proposicionales complejos que ahora vamos a exponer. Indicaré
oportunamente en qué habría de consistir esa complejidad adicional.)
Cada proposición elemental de LFI representa pues un hecho atómico, su
sentido, que constituye la condición para la verdad de la proposición. Al igual
que ocurría con las ilustraciones de las sección segunda, el carácter articulado
del signo proposicional (establecido por las reglas lógicas de construcción)
hace que el signo proposicional mismo sea una entidad contingente', algo de lo
que cabe decir sustantivamente que podría no darse. Como a los nombres les
han sido asignados los objetos que subrogan de modo tal que, necesariamente,
las reglas lógicas de construcción son compartidas por los hechos significados,
los sentidos de los signos proposicionales comparten con éstos su contingen­
cia: el hecho atómico representado por un signo proposicional elemental es una
entidad contingente-si-real-y-posible-si-irreal. Pero hemos visto que LFI inclu­
ye un factor adicional, que no estaba presente en las ilustraciones de la sección
cuarta; a saber, que cada signo proposicional elemental nos permite sólo des­
cribir una parte de la realidad potencialmente representable, con independen­
cia de la que nos permite describir cualquier otro signo elemental. Consegui­
mos descripciones más y más completas, por así decirlo, yuxtaponiendo signos
proposicionales elementales. Naturalmente, no tenemos por qué considerar
razonable aseverar (o proponer con el fin de que se lleve algo a cabo, etc.)
todos los signos proposicionales elementales que las reglas lógico-sintácticas
permiten construir. Conseguimos una descripción exhaustiva indicando, para
cada uno de los signos proposicionales elementales, si forma parte de la “yux­
taposición” que consideramos aseverable o no.
Bajo el supuesto de independencia, es una cuestión meramente combina­
toria determinar cuántas descripciones exhaustivas de estas características exis­
ten. Podemos representarlas en una tabla; obtenemos una descripción exhaus­
tiva indicando, para cada signo proposicional elemental, si pertenece a la yux­
taposición (lo podemos hacer con un ‘T) o si no pertenece (podemos indicar
esto con un ‘0’). Supongamos que tenemos ordenados los signos proposicio­
nales elementales. El primero, p, puede pertenecer o no pertenecer a una des­
cripción exhaustiva, así que hay dos posibilidades distintas para un signo pro­
posicional elemental, digamos p¡ y pQ. Si consideramos ahora un segundo sig­
no proposicional elemental, q, éste puede pertenecer o no a la yuxtaposición,
independientemente de lo que ocunra con p; hay, pues, dos nuevas posibilida­
des para cada una de las anteriores, p¡q,, p0qn p¡q0 y p 0q0\ en total, 2.x 2 = 4
posibilidades. Si añadimos un nuevo signo proposicional elemental, habrá dos
nuevas posibilidades por cada una de las anteriores (en total, (2 x 2) x 2 = 8
combinaciones diferentes), y así sucesivamente. Estas consideraciones pura­
mente combinatorias implican, pues, que, para n signos proposicionales ele­
mentales diferentes, habrá exactamente 2n descripciones posibles diferentes.
Por mor del espácio disponible, imaginaremos que LFI tiene sólo dos signos
proposicionales elementales, p = ‘Rojo<k\ 1', m', n V , y q = ‘Rojo<k, 1, m, n>’.
Podemos representar tabularmente la situación del siguiente modo:

P
m!
m2 0
m 3 1 o
m4 0 o

Lo que mejor corresponde en LFI a cada uno de los tres signos proposi­
cionales posibles en el lenguaje espacial de la segunda ilustración en la sec­
ción tercera es, por consiguiente, cada una de las filas de esta tabla; es decir,
cada una de las descripciones exhaustivas posibles que podemos obtener yux­
taponiendo signos proposicionales elementales. Cada una de ellas ofrece una
descripción exhaustiva, e incompatible con la que ofrecen los demás, de aque­
llo que LFI permite describir. En virtud de la presumida isomorfía lógico-sin-
táctica entre signos proposicionales elementales lógico-sintácticamente permi­
tidos, por un lado, y los hechos que significan, por otro, del mismo modo que
cada signo proposicional puede ser o no construido, cada hecho significado
puede darse o no. Análogamente, del mismo modo que cada signo proposicio­
nal elemental puede pertenecer a una yuxtaposición exhaustiva lógico-sintácti-
camante permitida, con independencia de que los demás pertenezcan o no a
ella, el hecho que significa puede o no existir, con independencia de la exis-
tencia o no existencia de los demás.6 Cada una de las filas representa tam b i®
por consiguiente una posibilidad exhaustiva de existencia y no existencia de los^
hechos representados por los signos proposicionales elementales (4.27).¿Aho3
ra bien, en lugar de hablar de la existencia y no existencia de los hechos átcP
micos correspondientes a los signos proposicionales elementales, podríamos'
hablar simplemente de la verdad o la falsedad de los signos proposicionales
elementales; pues un signo proposicional elemental es verdadero si el hecho
que representa existe, y sólo en ese caso (4.25). Si utilizamos ‘V ’ para verdad
y ‘F’ para falsedad, obtenemos entonces (en nuestro pequeño modelo) la
siguiente tabla, isomorfa a la anterior:

P Q
mt V V
m2 F V
m3 V F
m4 F F

Bajo el supuesto de la isomorfía lógica entre el lenguaje y el mundo, una


de las filas en esta tabla, y sólo una, constiftiye una representación exhaustiva
de cómo es el mundo, efectuada con todo el detalle que los signos proposicio­
nales elementales construibles en LFI permiten ofrecer. Así, “[m]ediante el
detalle de todas las proposiciones elementales verdaderas se describe el mun­
do completamente. El mundo queda completamente descrito detallando todas
las proposiciones elementales e indicando cuáles de ellas son verdaderas y cuá­
les son falsas” (4.26). De aquí que u[e]l mundo es la totalidad de los hechos
atómicos existentes. La totalidad de los hechos atómicos existentes determina
también qué hechos atómicos no existen” (2.04-2.05). Dado el isomorfismo
lógico entre el lenguaje y el mundo que postula la teoría figurativa, cada una
de las filas de la tabla que nuestro modelo a escala ilustra podría ser esa repre­
sentación completa del mundo, efectuada por medio de las proposiciones ele­
mentales; pues el isomorfismo consiste en que cada yuxtaposición de signos
proposicionales lógico-sintácticamente permitida, constituye una descripción
exhaustiva de cómo podría de hecho ser la realidad. Si incluimos entre los
mundos posibles al mundo real, podríamos decir que cada fila representa un
mundo posible. Un “mundo posible” es aquí una descripción consistente y

6. Ésta es la afirmación que sería preciso corregir si las proposiciones elementales no son independientes entre
sí. En ese caso, no todo signo proposicional elemental pertenece a una yuxtaposición permitida por las reglas lógico-
sintácticas. Las reglas de construcción de yuxtaposiciones permisibles, dicho de otro modo, no son puramente estruc­
turales; no son sólo relativas a la categoría de las expresiones. Pues, presumiblemente, ‘Rojo’, ‘Verde’ y ‘Esférico’
pertenecen a la misma categoría, pero mientras que la yuxtaposición de ‘Rojo<k, I, m, n>’ y ‘Verde<k, I, m, n>' no
es permisible, sí lo es la de la ‘Rojo<k, I, m, n>’ y ,Esfcrico<k, 1, m, n>’. Es decir, ya no es un sim ple asunto de com ­
binatoria determinar cuáles son los mundos posibles representables mediante LFI. Alternativamente, puede introdu­
cirse un sentido distinto, a d hoc, de “categoría”; pero, en ese caso, una parte muy importante del atractivo del Trac­
tatus (el acuerdo con ciertos datos intuitivamente aceptables sobre la form a lid a d de un cierto subconjunto de las ver­
dades analíticas, las propiamente lógicas) se perdería.
completa (al nivel de completitud que las proposiciones elementales ofrezcan)
efectuada presentando todas las proposiciones elementales de LFI, e indican­
do cuáles de ellas son verdaderas. Los mundos posibles en este sentido están
completamente determinados, de un modo puramente combinatorio, por
hechos lógico-sintácticos que son independientes de las relaciones de subroga­
ción entre nombres y objetos, “anteriores’’ a ellas.
Wntgenstein utiliza aquí otra metáfora sugestiva, denominando espacio
lógico al conjunto de todos los mundos posibles, así entendidos; las dos tablas
precedentes constituyen un pequeño modelo ilustrativo de lo que habría de ser
una representación de tal espacio. El espacio lógico es el ámbito total de posi­
bilidad “permitido” a la realidad por los hechos lógico-sintácticos que deter­
minan el sistema de los signos proposicionales elementales de LFI (y las yux­
taposiciones permitidas, que supuesto el postulado de independencia son todas
las posibles), dada la presumida isomorfía lógica entre el lenguaje y lo que
representa. Si LFI permitiese realmente expresar todo lo que un ser humano
puede juzgar, considerar, esperar, desear, etc., en un momento dado, entonces
el espacio lógico delimita el ámbito de lo que es pensable por ese sujeto en ese
momento. Las coordenadas de este espacio (3.41) son los objetos, junto con
sus categorías lógico-sintácticas; pues unos y otros son un trasunto de los nom­
bres que los subrogan en LFI junto con sus idénticas categorías. Los primeros
determinan la totalidad de los hechos atómicos posibles, los segundos la tota­
lidad de las proposiciones elementales bien construidas; el resto es pura
combinatoria, presumido el postulado de independencia. “Cada cosa está, por
así decirlo, en un espacio de hechos atómicos posibles. Este espacio puedo
pensarlo vacío, pero no puedo pensar la cosa sin el espacio” (2.013). Las cosas
y los nombres que las subrogan tienen, necesariamente, categorías lógico-sin­
tácticas en común; estas categorías determinan simultáneamente la totalidad de
las proposiciones elementales bien construidas de LFI y la totalidad de los
hechos atómicos por ellas representados. Son, pues, las “coordenadas” que
determinan el espacio lógico.
El espacio geométrico se subdivide en regiones; el espacio es la región
máxima. Dado que el espacio lógico es la totalidad de' ios mundos posibles,
cualquier subconjunto de esta totalidad es una “región” de este espacio, un
“lugar” . En la siguiente tabla representamos, a la derecha de la tabla anterior,
el espacio lógico (naturalmente, restringido a nuestro minúsculo modelo) jun­
to con otras regiones más pequeñas; indicamos con ‘S f y ‘N o’ junto a una fila
si el mundo posible en cuestión pertenece o no a la región:

p o, <*3 <*5

m, V v Sí Sí Sí No Sí
m2 . F V Sí No Sí Sí No
m3 V F Sí Sí No No No
m4 F F Sí No No Sí No
El espacio geométrico es un receptáculo que puede ser ocupadoMótál-¿
parcialmente por particulares físicos, y también lo son sus párteselas regiones
o lugares (3.411). ¿Qué corresponde a esta idea en el símil del espació lógico
y sus regiones? Naturalmente, la posibilidad de “ocupación”, tanto dei espació
lógico como de sus regiones, por el mundo que corresponde íntegramente'¿í
mundo real. El espacio lógico contiene necesariamente, como uno de sus ele­
mentos, al mundo posible representado por esa única fila que describe com­
pletamente (al nivel de completitud posible mediante proposiciones elementa­
les de LFI) la realidad. Y cualquier otra “región” del espacio lógico es
susceptible de incluir entre los mundos posibles que la constituyen (los que
pertenecen a ella) al mundo real, como cualquier región del espacio geométri­
co es susceptible de ser ocupada por objetos físicos.
Podemos ahora apreciar la idea quizás más importante e influyente del
Tractatus. Los signos proposicionales elementales expresan un sentido, en tan­
to que representan un hecho atómico. En tanto que representando un hecho, no
son meros signos proposicionales, sino proposiciones. El hecho que represen­
tan estas proposiciones elementales es, esencialmente, una entidad contingen-
te-si-se-da-y-posible-si-no-se-da. Esa característica modal fundamental de los
hechos representados por las proposiciones viene reproducida en la articula­
ción de los signos proposicionales, determinada por las reglas lógico-sintácti­
cas. Enfatizamos el carácter modal de los hechos representados por los signos
proposicionales (es decir, del sentido expresado por esos signos), y no perde­
mos nada, pensando en los hechos como regiones del espacio lógico: el con­
junto de todos los mundos posibles en que se dan. Ésta es la definición oficial
del sentido de la proposición que ofrece el Tractatus: “El sentido de la propo­
sición es su acuerdo y desacuerdo con las posibilidades de existencia y no exis­
tencia de hechos atómicos” (4.2). Dado que “las posibilidades de existencia y
no existencia de hechos atómicos son significadas por las posibilidades de ver­
dad y falsedad de las proposiciones elementales” (4.3), es decir, por los mun­
dos posibles, un modo equivalente de expresar la definición anterior del senti­
do representado por una proposición es éste: “La proposición es la expresión
dei acuerdo y desacuerdo con las posibilidades de verdad y falsedad de las pro­
posiciones elementales” (4.4). Algunas regiones del espacio lógico (cr2, a 3)
constituyen por tanto lo representado por las proposiciones que hasta ahora
conocemos (respectivamente, p y q): “La proposición determina un lugar en el
espacio lógico” (3.4).
La metáfora espacial tiene una aplicación adicional, no menos interesan­
te, que permite abundar en la propiedad de la identificación del sentido de una
proposición con un conjunto de mundos posibles. Podríamos pensar en ia
acción de describir una región del espacio geométrico como dirigida a carac­
terizar esa región como estando parcialmente ocupada por un objeto físico.
Describir una región del espacio lógico (esto es, especificar un conjunto de
mundos posibles) equivaldría entonces a caracterizar esa región como conte­
niendo el mundo real; describir la región a 3 sería, por tanto, equivalente a ase­
verar la proposición que tiene como sentido esa región (a saber, q). Esta es la
explicación que ofrece Wittgenstein del concepto lógico de aseveración. Debe
recordarse que este concepto es más genérico que el que usualmente se expre­
sa con el mismo término. Aseverar es, aquí, meramente presentar algo como
verdadero, entendiendo ‘verdadero’ en el sentido genérico que se expuso en
§ 2. Es decir, se “asevera”, en el sentido del Tractatus, no sólo cuando se hace
un aserto, sino también cuando se hace una propuesta, una sugerencia, cuando
se da una orden, incluso cuando se hace una pregunta (en este último caso,
naturalmente, no se presenta algo como verdadero, pero se presenta algo sobre
cuya verdad se inquiere): “Un pensamiento puede ser un deseo o una orden.
La verdad y la falsedad consisten entonces en que las órdenes sean obedecidas
o desobedecidas. [...] La esperanza, el temor y la duda son formas de pensa­
miento” (Lee, p. 24).
No debe confundirse el sentido que una proposición representa — la región
del espacio lógico con la que está semánticamente asociada— con la asevera­
ción de ese sentido. El signo proposicional p tiene el mismo sentido, tanto
cuando es usado para hacer una aseveración, como cuando forma parte de un
signo proporcional complejo, -»p, por ejemplo; pero en este último caso no
está aseverado. Esto es lo que expresa Wittgenstein cuando distingue mostrar
el sentido de una proposición de decirlo (4.022). La proposición p muestra su
sentido en los dos casos anteriores, pero sólo se dice o enuncia en el primero.
Por otro lado, la poslesión de sentido es una condición necesaria para la posi­
bilidad de la aseveración. (Wittgenstein lo explica en 4.063 mediante una ana­
logía introducida ‘para aclarar el concepto de verdad\ )
Hasta aquí hemos venido considerando signos proposicionales elementa­
les. La propuesta de Wittgenstein es, en resumen, identificar los “hacedores de
verdad” o condiciones de verdad por ellos representados con una selección del
conjunto de todos los mundos posibles determinados por la totalidad de las
proposiciones elementales: “Las condiciones de verdad determinan el ámbito
que la proposición deja abierto a los hechos. (La proposición, la figura, el
modelo, son en un sentido negativo como un cuerpo sólido, que limita la liber­
tad de movimientos de los otros; en un sentido positivo, como el espacio limi­
tado por la sustancia sólida, dentro del cual hay lugar para un cuerpo)” (4.463).
En sentido negativo, una proposición excluye mundos posibles; en sentido
positivo, deja al hacerlo abierto un espacio para que sea ocupados por el mun­
do real. Si se me dice ‘Clinton ganará las elecciones del 96 en USA’, podemos
pensar que lo que se hace es excluir que el mundo sea uno de entre ciertos
mundos posibles; se imponen ciertas condiciones que, por lo demás, dejan
muchas cosas abiertas que somos igualmente capaces de contemplar. (La pro­
posición aseverada con 'Clinton ganará las elecciones del 96 en USA’ deja
muchas posibilidades abiertas: es compatible con mundos en los que Aznar ha
ganado antes las elecciones de ese mismo año en España, y también con mun­
dos en los que no; con mundos en los que ha habido un gran terremoto en San
Francisco, y con mundos en los que no, etc.) La metáfora de 4.463, pues,
sugiere que éste es un modo intuitivamente razonable de explicar la idea de
condiciones de verdad: “Las posibilidades de verdad y falsedad de las propo-
siciones elementales constituyen las condiciones de verdad y falsedad de las
proposiciones” (4.41); “La expresión del acuerdo y desacuerdo, con las:pósibi¿
lidades de verdad y falsedad de las proposiciones elementales expresa las con-í
diciones de verdad de la proposición” (4.43J).^
Esta propuesta permite comprender lo que Wittgenstein califica en diver->
sos lugares como su ¡idea central: “Mi pensamiento fundamental es que las
«constantes lógicas» rio subrogan;'que la lógica de los hechos no se deja subror-
gar” (4.0312); “No hay «objetos lógicos»”, 4.441; “no hay «objetos lógicos»,
«constantes lógicas» (en el sentido de Frege y Russell)” (5.4). ‘Subrogar’ (‘ver-
treten’) es lo que hacen los nombres que conforman los signos proposicionales
elementales; es la relación semántica en que se encuentra el nombre y el obje­
to del que el primero oficia como vicario en los signos proposicionales. Según
Wittgenstein, sólo los nombres subrogan; es por eso que dice que no hay cons­
tantes lógicas, en el sentido de Frege y Russell. Naturalmente, en otro sentido
sí las hay: nuestro lenguaje cotidiano incluye expresiones correspondientes a
las constantes lógicas, y es obvio que Wittgenstein no puede negarles algún
significado (y uno específico para cada una: ‘y’ no significa lo mismo que ‘o ’).
Lo que es más importante, LFI ha de contenerlas también, como se verá ense­
guida. ¿De qué modo, pues, significan las constantes lógicas? ¿Qué las distin­
gue de los nombres?
Como constantes lógicas podemos pensar (después diremos por qué) en
las mismas cuyo funcionamiento semántico explicara Frege (VI, § 6): la nega­
ción, la conjunción, el cuantificador universal, etc. Es más, las reglas semánti­
ca que entonces propusimos sirven perfectamente bien para dar cuenta también
de cuál es su significado en LFI. Pero la interpretación de esas reglas es, en
este contexto, muy diferente. Según la explicación de Frege, las constantes
lógicas operan sobre la referencia de los signos proposicionales, en último
extremo sobre las referencias de los signos proposicionales elementales del
lenguaje. Ahora bien, las referencias de los signos proposicionales, elementa­
les o no, son según Frege los valores veritativos de estos signos. En LFI, sin
embargo, las expresiones sólo tienen un tipo de propiedad semántica; los sig­
nos proposicionales elementales, en particular, no tienen sentido *y referencia.
Esta única propiedad semántica de un signo proposicional elemental, según
Wittgenstein, no es, en absoluto, un valor veritativo; es el hecho que represen­
ta, que, como hemos visto, cabe identificar con un selección de los mundos
posibles que conforman el espacio lógico. Por ambas razones, Wittgenstein uti­
liza “sentido” en lugar de “referente” y “expresar un sentido” en lugar de “refe­
rencia” cuando trata de signos proposicionales.
Las reglas para las constantes lógicas, por tanto, son las que ya conoce­
mos; pero estas reglas operan ahora, en último extremo, con el sentido de los
signos proposicionales elementales, con regiones del espacio lógico. ¿Qué fun­
ción desempeñan ahora ‘-v ‘ a ’ y ‘3 ’, tal y como aparecen en proposiciones
como, pongamos por caso, ‘-iRojo<k\ 1’, m’, n’> \ ‘(Rojo<k’, 1\ m’, n’> a
Rojo<k, 1, m, n>)’ o ‘3x Rojo x’? El sentido de una proposición elemental de
LFI (‘Rojo<k’, T, m’, n’> ’) es un conjunto de mundos posibles; sus condicio-
nes de verdad las caracteriza la “expresión del acuerdo y desacuerdo con las
posibilidades de verdad y falsedad de las proposiciones elementales” (4.431).
Supuesto esto,: ¿qué ocurre con ‘->Rojo<k’, I', m V n V ? Es fácil ver que las
reglas semánticas dadas en VI, § 6 transforman condiciones de verdad así
entendidas en nuevas condiciones de verdad; asignan a los conjuntos de mun­
dos posibles determinados por las proposiciones a que se aplican nuevos con­
juntos de mundos posibles. Así, por ejemplo, según la regla semántica ofreci­
da para la negación en VI, § 6, la negación de una proposición produce un con­
junto de mundos posibles, a partir del conjunto representado por la proposición
negada: el conjunto complementario con el seleccionado por el signo proposi­
cional que se niega. La proposición p (= ‘Rojo<k\ T, m’, n V ), en nuestro
modelo reducido, era idéntica a la región g 2, { m ,^ } ; su negación, ‘-iRojo<k’,
1', m \ n’> \ es simplemente la región g 4, {m2,m4}. Si el sentido de una propo­
sición no es más que la especificación de un conjunto de mundos posibles, si
“la expresión del acuerdo y desacuerdo con las posibilidades de verdad y fal­
sedad de las proposiciones elementales expresa las condiciones de verdad de
la proposición” (4.431), entonces, ciertamente, a 4 es una proposición tan legí­
tima como la expresada por p, G2. De acuerdo con la regla que dimos en VI,
§ 6 para la conjunción, ‘(Rojo<k’, ^ n»> A R0jo<k, 1, m, n>)’ representa la
región del espacio lógico a 5 en la tabla de más arciba (como se recordará, q =
‘Rojo<k, 1, m, n>’), ( m j . Por último, y en virtud igualmente de la regla que
dimos para la cuantificación existencial en VI, § 6, el signo proposicional ‘3x
Rojo x ’ caracteriza en nuestro reducido espacio lógico la región {mlT m2,.m3}.
“Supongamos que me fueran dadas todas las proposiciones elementales.
Entonces cabe considerar simplemente qué proposiciones puedo construir a
partir de ellas. Y ésas son todas las proposiciones, y están i l i m i t a d a s ” (4.51).
El sentido de una proposición es una región del espacio lógico determinado por
las proposiciones elementales; por tanto, hay proposiciones no expresadas por
proposiciones elementales. Esas otras proposiciones no expresadas por ningu­
na proposición elemental (denominémoslas ‘complejas’), sintácticamente
hablando, las construimos con ayuda de las constantes lógicas; junto con las
elementales, constituyen todas las proposiciones. Podemos decir, con expre­
sión afortunada de Ian Hacking,7 que las constantes lógicas son ‘subproductos
del sistema de representación’. Lo esencial para que haya un sistema de repre­
sentación son las relaciones de subrogación entre los nombres y sus referentes
y las propiedades lógico-sintácticas de los nombres que determinan qué pro­
posiciones elementales (y yuxtaposiciones de las mismas) son permisibles. La
existencia de las constantes lógicas es subsiguiente a la de las relaciones
semánticas de subrogación y al isomorfismo entre nombres y cosas en que con­
siste el “parecido” lógico entre el lenguaje y el mundo.
De modo general, por consiguiente, una proposición es una función veri-
tativa de proposiciones elementales (5); pues cada región del espacio lógico

7. En “What is Logic?".
puede verse como una función (en el sentido matemático del término) qué úsioil
na un ‘S f o un ‘N o’ a cada combinación posible de los valores veritativós dé
. las proposiciones elementales. Por las razones combinatorias que dimos antesH
si hay n proposiciones elementales, habrá 2n combinaciones diferentes de valo-'
res veritativós para ellas; por esas mismas razones, si 2n = ¿, habrá 2* proposi­
ciones diferentes (4.42). En nuestra pequeña maqueta ilustrativa hay cuatro
combinaciones diferentes de valores veritativós para las dos proposiciones ele­
mentales, y 16 funciones veritativas o regiones del espacio lógico diferentes;
entre ellas, las cinco representadas en la tabla. Cada función veritativa es una
proposición, y todas ellas constituyen la totalidad de las proposiciones dife­
rentes expresables en un lenguaje con esas dos proposiciones elementales.
Todas las constantes lógicas que precisamos son las necesarias para significar
todas las regiones posibles del espacio lógico, todas las proposiciones posibles.
Desde un punto de vista lógico, un lenguaje figurativo ideal es, según
Wittgenstein, un lenguaje de primer orden, cuyo universo del discurso contie­
ne entidades de diferente categoría. Wittgenstein no lo dice en esos términos,
porque la distinción entre lenguajes de diferentes órdenes (tal y como se
entiende contemporáneamente) no se había hecho en su época. Wittgenstein
habla de lenguajes como ios del los Grungesetze de Frege o los Principia Mat-
hematica de Russell y Whitehead (3.325). Los signos proposicionales elemen­
tales de esos lenguajes contienen expresiones para designar entidades de dife­
rentes “tipos” : particulares de particulares y relaciones entre particulares,
propiedades de propiedades del primer tipo y relaciones entre ellas (y quizás
también con particulares), etc.8 Es sabido que las conectivas lógicas usual­
mente empleadas en los lenguajes de primer orden son interdefmibles; la nega­
ción y la conjunción, por ejemplo, bastan por sí solas para expresar todas las
funciones veritativas, y ‘todo es IT puede expresarse como ‘no es el caso que
algo no sea 17*. La negación, la conjunción y el cuantificador existencia! ser­
virían por tanto para expresar todos los sentidos distintos permitidos por LFI.
Elegantemente, Wittgenstein propone reducir todas las constantes lógicas
(incluidas los cuantificadores) a una sola, que expresa con la letra ‘N ’ (5.5).
No viene aquí al caso que expliquemos cómo Wittgenstein consigue expresar
todo lo que se puede expresar en un lenguaje usual de primer orden con su úni­
ca constante lógica.9
Sobre la base de la concepción semántica que se acaba de exponer, Witt­
genstein dice que p y -»/? “tienen sentidos contrapuestos”, pero “les corres­
ponde una y la misma realidad” (4.0621); les corresponde una y la misma rea-

8. En la concepción del Tractatus, sin embargo, todos los objetos (incluidas las propiedades, relaciones, etc.)
son nom brables’, por lo tanto, aunque se puede cuantificar sobre propiedades, relaciones, etc., al hacerlo no se cuan-
tifica sobre subconjuntos arbitrarios de los objetos particulares del universo. Por eso un lenguaje figurativo es, esen­
cialmente. uno de primer orden. En un lenguaje de segundo orden se cuantifica sobre subconjuntos arbitrarios de las
entidades que conforman el universo del discurso. Cuantificar sobre propiedades es. en el Tractatus. simplemente
cuantificar sobre uno de los tipos de objeto que conforman el universo.
9. Fogelin negó esto en su Wittgenstein, pero Geach y Soames mostraron que sus argumentos no son con­
vincentes. Véase Milter, “Tractarian Semantics for Predícate Logic", para un resumen accesible de los hechos.
lidad, porque la realidad que les corresponde está enteramente constituida por
los objetos subrogados por los nombres y sus posibilidades de combinación.
Esto es lo que quiere decir Wittgenstein con su afirmación de que “las cons­
tantes lógicas no subrogan”, que “en la realidad no corresponde nada al sig­
no ‘-i’”. Podemos resumir el punto de vista de Wittgenstein así. Para poder
establecer representaciones simbólicas que pueden ser entendidas tanto si son
verdaderas como si son falsas, no basta con establecer relaciones semánticas
de subrogación entre signos y referencias — aunque es necesario hacerlo— .
Es preciso también que las expresiones que hacen de vicarios de objetos ten­
gan propiedades lógico-sintácticas en común con sus significados; estas pro­
piedades, que han de ser compartidas por las expresiones y las cosas, son “for­
males”, es decir, deben ser poseídas por los signos mismos con independen­
cia de cuál sea su referencia. Así, una vez que éstas están dadas — una vez
que están dadas todas las proposiciones elementales— , están dadas además
otras proposiciones, cuyo sentido puede ser determinado a partir del sentido
de las proposiciones elementales mediante aplicaciones sucesivas de reglas
como la de la negación.
La contribución de las constantes lógicas al sentido de las proposiciones,
por consiguiente, no requiere suponer que subroguen objetos extralingüísticos,
como lo hacen los nombres. Requiere apreciar que en la base hay proposicio­
nes elementales que,ya tienen sentido, y que la contribución semántica de las
constantes lógicas es-en último extremo relativa al sentido de las proposicio­
nes elementales: “[...] no puede entenderse el sentido de «-ip» a menos que se
entendiera ya de antemano el sentido de «p»” (5.02). “La proposición que nie­
ga determina un lugar lógico con ayuda del lugar lógico de la proposición
negada, pues lo describe como situado fuera de éste” (4.0641). Por esta razón,
Wittgenstein critica la teoría fregeana de la referencia de las proposiciones (VI,
§ 5). Frege argumenta que las proposiciones tienen como referencia su valor
veritativo, y que las constantes lógicas operan sobre esa referencia. Según esto,
si p es una proposición elemental, la negación es una función que opera sobre
su valor veritativo. Pero “la explicación del concepto de verdad ofrecida por
Frege es falsa: si «lo Verdadero» y «lo Falso» fuesen realmente objetos, y fiie-
sen los argumentos eri -^p, etc., entonces, según la explicación de Frege, el sen­
tido de «->p» no estaría en modo alguno determinado” (4.431). Según la expli­
cación de Wittgenstein, la negación de una proposición elemental opera sobre
el sentido de la proposición, no sobre su valor veritativo; por esta razón, el sen­
tido de ‘-iSólido<k, 1, m, n>’ y el de ‘-iRojo<k\ 1', m', n'>’ serán presumi­
blemente distintos, incluso si los valores veritativos de ‘Sólido<k, 1, m, n>’ y
4Rojo<k', 1', m', n'>’ son los mismos. Frege, desde luego, pensaba que las ora­
ciones tienen sentido, además de referencia; él habría protestado que, incluso
aunque ‘Sólido<k, 1, m, n>’ y ‘Rojo<k\ 1', m', n’> ’ tengan la misma referen­
cia, bien pueden tener diferente sentido. Pero esto no nos aclara cómo se pro­
duce la diferencia de sentido entre ‘-<Sólido<k, I, m, n>’ y ‘-iRojo<k', 1\ m',
n'> \ La queja de Wittgenstein es que la explicación de Frege deja indetermi­
nada cuál es la contribución de la negación al sentido de una proposición como
‘->Rojo<k:', 1', m', n'>’; la definición que Frege da del significado de la nega­
ción es correcta, sólo que es esencial apreciar (en contra dé Fr«ge) que con lo
que se opera es, en último extremo, con el sentido de las proposiciones ele­
mentales — y no con su referencia fregeana, común a proposiciones con senti­
dos muy diferentes— :

Tiene que hacerse evidente en nuestros símbolos que lo que se conecta, por
medio de V ’, ‘ a ’ , etc., han de ser proposiciones. Y ello es así, pues el símbo­
lo en «p» y «q» presupone ya V , ‘-i\ etc. Si el signo «p» en «p v q» no estu­
viera en lugar de un signo complejo, entonces, por sí solo, no podría tener sen­
tido; en ese caso, tampoco podrían tener sentido los signos «p v p», «p a p»,
etc., que tienen el mismo significado que «p». Pero si «p v p» no tiene senti­
do, tampoco puede tenerlo «p v q» (5.515).

Para que exista significado, en el caso más básico, debe haber un signo
complejo, un signo proposicional articulado de acuerdo con ciertas reglas
lógico-sintácticas. De ahí que, según Wittgenstein, un signo proposicional no
pueda nunca ser un nombre, ni tener referencia. El caso básico es el de los
signos proposicionales elementales; y, como hemos visto, que tengan senti­
do conlleva inmediatamente que lo tengan también otras proposiciones,
expresables sólo con ayuda de las constantes lógicas (“el símbolo en «p» y
«q» presupone ya V , ‘-i\ etc.”). “Donde hay composición, hay argumento
y función; y donde ellos están, están todas las constantes lógicas” (5.47).
Donde hay composición (en la proposición, por más que sea elemental), hay
articulación, expresiones de diferente categoría lógica (“argumento y fun­
ción”). Esta articulación determina el espacio lógico, y, con él, la función de
toda constante lógica. “Se podría decir: la única constante lógica es lo que
todas las proposiciones, dada su esencia, deben tener en común. Pero esto es
la forma general de la proposición” (ibid.). En esencia, una proposición es
algo susceptible de verdad o falsedad, algo que representa una entidad con­
tingente-si-real-y-posible-si-irreal; por consiguiente, el signo mismo que la
expresa tiene una articulación lógica en común con las cosas significadas.
Pero la existencia de esta articulación común a los signos y a las cosas con­
lleva la existencia de todos los recursos necesarios para expresar cualquier
sentido posible.

5. La ¡conicidad del lenguaje y el problem a de la intencionalidad

La tesis del Tractatus consiste en que LFI es un modelo paradigmático que


recoge los rasgos esenciales de todo lenguaje; en particular, del idiolecto que
cada uno de nosotros entiende, y mediante el cual expresaría todos sus pensa­
mientos en un momento dado. En esta sección presentaremos dos de las tres
consideraciones principales que Wittgenstein aduce en favor de la tesis, y en
la próxima presentaremos la tercera. Resumamos primero las propiedades
esenciales que el modelo contiene; estas propiedades condensan lo que, según
el Tractatus, su stitu y e --la esencia del lenguaje”.i°
(i) Un lenguaje consta de signos proposicionales interpretados (proposi­
ciones), poseedores de una única “fuerza ilocutiva” (XIH, § 2): son, todos
ellos, “aseveraciones” del sentido del signo proposicional. La distinción entre
órdenes, constataciones, sugerencias, asertos, propuestas, asertos dubitativos,
preguntas, etc., no es lingüísticamente esencial; lo esencial es que todos estos
actos incluyen la representación de una situación como algo que se da de
hecho, o que se ha de dar, o que no se sabe si se da, etc. Es a este núcleo lógi­
co al que llamamos “aseverar”.
(ii) Los signos proposicionales son de dos tipos: elementales y complejos.
Los primeros constan sólo de nombres, articulados con arreglo a reglas lógico-
sintácticas que especifican qué combinaciones de nombres dan lugar a signos
proposicionales elementales permisibles y cuáles no. Estas reglas sólo, men­
cionan propiedades de los nombres, en último extremo si deben combinarse
nombres idénticos o diferentes, y si deben pertenecer a una u otra categoría.
Las reglas establecen una taxonomía de categorías integradas por los nombres,
con arreglo al respectivo poder de combinación con otros nombres para cons­
tituir signos proposicionales elementales permitidos que las reglas les atribu­
yen. La identidad de una categoría consiste, en definitiva, en el específico
poder combinatorio que las reglas asignan a las expresiones que pertenecen a
la misma, relativamente al que asignan a las que pertenecen a otras. Las reglas
excluyen que algunas combinaciones de nombres sean signos proposicionales
elementales; pero no requieren la formación de ningún signo proposicional ele­
mental: sólo la permiten. Los signos proposicionales complejos están cons­
truidos a partir de los elementales, también en virtud de reglas lógico-sintácti­
cas que sólo mencionan propiedades de los signos, incluyendo adicionalmente
constantes lógicas.
(iii) El sentido de un signo proposicional es el mismo, tanto cuando está
aseverado, como cuando forma parte de uno más complejo. El sentido de los
signos proposicionales elementales está completamente determinado por dos
tipos de reglas semánticas muy distintos entre sí. Hay reglas ostensivas, que
establecen las relaciones de subrogación entre los nombres y sus referentes,
“objetos”. Hay, además, una regla icónica general, que establece el “parecido”
entre el lenguaje y el mundo: exactamente las mismas reglas lógico-sintácticas
que rigen para los nombres, especificando qué combinaciones de nombres no
constituyen signos proposicionales, y qué signos proposicionales elementales

10. En las Investigaciones Filosóficas, y en el curso de ío que considero un examen crítico sistemático de las
doctrinas del Tractatus, pone Wittgenstein en boca de su “yo" anterior una queja: que, ai hacer sus propuestas alter­
nativas, ef autor de las Investigaciones está pasando por alto el problema fundamental, la “gran cuestión" que le ocu­
pó en la fase anterior: “Podría objetarse: «¡Tú cortas por lo fácil! Hablas de tocios los juegos del lenguaje posibles,
pero no has dicho en ninguna parte qué es lo esencial de un juego del lenguaje y, por tanto, del lenguaje. Qué es
común a todos esos procesos y los convierte en lenguaje. Te ahorras, pues, justamente la parte de la investigación que
te fia dado en su tiempo ios mayores quebraderos de cabeza, a saber, la tocante a la form a general de la proposición
y del lenguaje.» Y eso es verdad.”
son permisibles, rigen también para los objetos por ellos referidos, especifi­
cando ahora qué hechos atómicos son posibles. El sentido de un signo propo­
sicional elemental es, así — como el signo que lo expresa, y por las mismas
razones— algo contingente-si-se-da-y-posible-si-no-se-da.
(iv) (Postulado de independencia) Las reglas lógico-sintácticas determinan
también qué aseveraciones de signos proposicionales elementales son compa­
tibles entre sí. La aseveración de un signo proposicional elemental no es
incompatible con la aseveración de cualquier otro signo proposicional elemen­
tal; pueden, por tanto, yuxtaponerse aseveraciones de cualesquiera signos pro­
posicionales. Una yuxtaposición exhaustiva consiste en una indicación, para
cada signo proposicional elemental, de si se asevera o queda en suspenso su
aseveración. Las yuxtaposiciones exhaustivas son incompatibles entre sí.
(v) En vista de (iv), eí sencido de un signo proposicíonai elementa] se iden­
tifica con una región del espacio lógico constituido por todas las yuxtaposi­
ciones exhaustivas posibles. Esta región se identifica a su vez con una función
veritativa de las proposiciones elementales: a saber, la función que selecciona
toda yuxtaposición exhaustiva de la que forma parte la aseveración del signo
proposicional. Hay regiones de este espacio — funciones veritativas de propo­
siciones elementales, y, por tanto, sentidos potenciales— no expresadas por
ninguna proposición elemental. Las constantes lógicas son operaciones que
transforman funciones veritativas en funciones veritativas, permitiendo expre­
sar todos los sentidos potenciales: todos los hechos contingentes-si-se-dan-y^
posibies-si-no-se-dan determinados conjuntamente por las reglas semánticas
icónicas y ostensivas.
Wittgenstein aduce tres consideraciones en favor de la tesis de que estos
rasgos constituyen la “esencia del lenguaje”: (a) La tesis explica la sistemad'
cidad de la propiedad semántica fundamental, la de expresar un acto lingüísti­
co una cierta proposición, (b) La tesis resuelve el problema de la intencionali­
dad, en eí caso de los enunciados (que, según él, es el único en el que el
problema surge); es decir, explica cómo es que entendemos lo que los actos
lingüísticos básicos expresan, pese a que puede no darse realmente, (c) La tesis
asigna un lugar único a las proposiciones lógicas entre todas las proposiciones;
es decir, explica la naturaleza de la verdad analítica (que coincide-con la ver­
dad cognoscible a priori y la verdad necesaria). Desarrollamos a continuación
los dos primeros puntos, y en la siguiente sección el tercero.
(a) Una aseveración de la teoría figurativa se encuentra en 4.01: “la pro­
posición es una figura de la realidad”. La justificación para esa aseveración se
da en 4.02: “Esto se ve a partir del hecho de que podemos entender el sentido
de un enunciado sin que nos sea explicado de antemano”.11 Un comentario
ulterior a esto es: “es una característica esencial de los enunciados ei que con
ellos se nos puede comunicar nuevos sentidos” (4.027). Es claro que aquí Witt-

11. El demostrativo ‘esto’ refiere a lo que se dice en el parágrafo que le precede inmediatamente en él orden
da. prefación determ inado p o r la numeración de la obra, esto es. 4.01, y no a lo que se dice en eí parágrafo qué fe
precede inmediatamente en el orden en que están impresos, a saber, 4.016.
genstein nos llama la atención, con el fm de justificar la teoría figurativa, sobre
el dato ya familiar de la sistematicidad del significado de los enunciados:
mientras que los significados de las unidades léxicas con las que no estamos
familiarizado nos los tienen que explicar de antemano, para que seamos capa­
ces de entenderlas, no ocurre así con los enunciados: somos capaces de enten­
der enunciados que nunca antes habíamos encontrado; y esto no es una casua­
lidad, sino que pertenece a la esencia del lenguaje. “Los significados de los
signos simples (las palabras) nos deben ser explicados, para que podamos enten­
derlos. Con las proposiciones nos entendemos por nosotros mismos” (4.026).
Los principios fregeanos del Contexto y de Composicionalidad (VI, §1)
nos permitieron profundizar en la idea de la sistematicidad lingüística. Adver­
timos entonces que en la idea de que el lenguaje posee estructura hay dos ele­
mentos separables: por un lado, hay propiedades lingüísticas que no se esta­
blecen caso por caso, sino por reglas que toman en consideración en último
extremo propiedades, ellas sí, determinadas por enumeración; esto es lo que
propiamente venimos llamando ‘sistematicidad’. Por otro, hay propiedades lin­
güísticas que sólo se ejemplifican contextualmente, contribuyendo a la ejem-
plificación de otras propiedades. La teoría figurativa también recoge este
segundo elemento: entender una palabra requiere no sólo saber en lugar de qué
está, sino también cuál es el poder combinatorio común a la palabra y a su sig­
nificado, es decir, saber cómo se combina ía palabra con otras palabras para
formar oraciones. “Sólo la oración tiene sentido; sólo en el contexto de la pro­
posición tiene un nombre significado” (3.3). 2.0122 proporciona el correlato
ontológico.12
El Principio del Contexto no es en el Tractatus meramente una guía meto­
dológica, como lo era en Frege. Se fundamenta en el carácter icónico de todo
lenguaje; esto, a su vez, explica los dos datos que vamos a examinar a conti­
nuación, el carácter intencional, y, por tanto, falible, de las relaciones semán­
ticas fundamentales (las que vinculan los enunciados a los sentidos que aseve­
ran) y la existencia de verdades analíticas, cognoscibles a priori y necesarias.
Pero ambas son propiedades esenciales del lenguaje; de modo que, si la teoría
figurativa es verdadera, no preguntarse por el significado de las unidades léxi­
cas separadas de los signos proposicionales en los que pueden aparecer es
mucho más que una conveniencia metodológica. Es algo que viene exigido por
la estructura lógica del mundo, que todo lenguaje necesariamente reproduce.
El que nuestras intuiciones lingüísticas revelen el carácter estructurado del

12. Dicho sea de paso, en esto reside la razón última por la que “el mundo es la totalidad de los hechos, no
de las cosas” (I.I); com o el mismo Wittgenstein glosara a Lee: “Lo que el mundo es se da por descripción, y no
mediante una lista de objetos. Del mismo modo, las palabras no tienen sentido excepto en las proposiciones, y la pro­
posición es la unidad del lenguaje” (Lee, 119). Es esencial a una palabra aparecer en una u otra oración, aunque no
en ninguna específica; análogamente, es necesario a las cosas constituir unos u otros hechos, aunque no ningún hecho
específico. Por tanto, una lista de palabras sólo remite a todos los enunciados que se pueden construir con ellas, y
entre ellos los habrá verdaderos y los habrá falsos; análogamente, una lista de cosas sólo remite a los hechos que pue­
den constituir, y entre ellos los podrá haber que se dan y podrá haberlos que no se dan. Así, un intento de describir
el mundo dando una lista de cosas lo deja todo indeterminado. Para describir el mundo hemos de hacer más: hemos
de aseverar hechos.
lenguaje, en los dos sentidos indicados confirma, por consiguiente, la tesis del
Tractatus.
(b) La idea central de la teoría figurativa, tal y como la hemos expuesto
en las secciones precedentes, consiste en que existe una isomorfía profunda y
esencial entre cualquier sistema de representación y lo que el sistema repre­
senta, análoga a la que observamos en los ejemplos de § 2; todo lenguaje inclu­
ye, necesariamente, un elemento icónico. Wittgenstein lo expresa así: “Para
que la figura tenga siquiera la posibilidad de figurar lo figurado, algo debe ser
idéntico en la una y lo otro” (2.161). Según Wittgenstein, pues, hay algo pecu­
liar que hace difícil a las figuras “figurar lo figurado”; por ello, la figuración
sólo puede “lograrse” si existe-una isomorfía entre signos y cosas. Entre otros
muchos textos, 2.17 y 2.18 ponen de manifiesto' cuál es esa peculiaridad; Witt­
genstein lo expresa poco después así: “No se puede saber si la figura es ver­
dadera o falsa sólo por ella misma” (2.224). Lo mismo dice respecto de los
enunciados en 4.024: “Entender un enunciado significa saber qué es el caso si
es verdadero. (Puede entenderse, por tanto, sin que se sepa si es verdadero.)”
Es manifiesto que los actos lingüísticos ordinarios tienen esta característica:
representan algo que no tiene por qué darse realmente. Eso ocurría ya con las
tres ilustraciones ofrecidas a modo de ejemplo de signos intuitivamente icóni-
cos en § 2, y ocurre con la primera proferencia “normal” que se nos ocurra.
Lo que tenemos aquí no es más que uno de los criterios indicativos de la pecu­
liaridad de las relaciones intencionales, su falibilidad (III, § 1).
La teoría figurativa da cuenta de esto, generalizando la explicación que
presentamos al final de § 2 para los casos intuitivamente icónicos allí conside­
rados. Wittgenstein dice (2.1511): “Es así que la figura está ligada a la reali­
dad; llega hasta ella”, en un contexto que deja claro que con ‘así’ no se refie­
re — como las glosas de algunos intérpretes sugieren— meramente a la corres­
pondencia en virtud de la cual los nombres subrogan a sus representados. El
contexto indica con claridad que con ‘así’ se refiere más bien a ese “algo idén­
tico” que deben compartir los enunciados y lo que representan, a que Witt­
genstein denomina la “forma lógica”. El texto dice que la figura “llega” a la
realidad en virtud de que tiene la misma forma que la realidad; es decir, en vir­
tud de que los modos de combinación de los nombres son idénticos a los
modos de combinación de los objetos nombrados. “La proposición nos parti­
cipa un hecho; por tanto, debe estar esencialmente conectada con el hecho. Y
la conexión es, justamente, que la proposición es la figura lógica del hecho”
(4.03).
Lo que la teoría figurativa propone, pues, es una solución al problema de
la intencionalidad alternativa a la ofrecida por los representacionalistas (III,
§ 3), Si los enunciados pueden representar hechos no existentes, es porque los
hechos representados están necesariamente compuestos de objetos, con pro­
piedades lógicas (la posibilidad de combinarse de ciertos modos, entre ellos el
simbolizado en el enunciado), y estas posibilidades lógicas de las cosas que­
dan reproducidas por las posibilidades de combinación de los signos antece­
dentemente conocidas. Wittgenstein excluye así una explicación como las de
Locke o Frege, para quienes la posibilidad de representar lo que no existe se
explica porque la conexión de las palabras con las cosas es indirecta. En el pró­
ximo capítulo examinaremos las razones de Wittgenstein contra el representa-
cionalismo.

6. La iconicidad del lenguaje y la necesidad lógica

(c) Aunque no ocurre así con los que proferimos usualmente, hay enun­
ciados que no podrían ser falsos; uno paradigmático en LFI podría ser
‘-i(Rojo<k, 1, m, n> a -»Rojo<k, 1, m, n>)’. Este enunciado es una tautología
(4.46); su sentido es el conjunto de todos los mundos posibles— en el peque­
ño modelo de la sección anterior, la región G,— . Si aseverar una proposición
es seleccionar una región del espacio lógico, con la intención de “capturar” al
hacerlo el mundo real, entonces aseverar una tautología es la manera menos
arriesgada de hacerlo: no excluimos al hacerlo ninguna posibilidad, de modo
que no podemos equivocamos. Pero una aseveración es más informativa cuan­
tas más posibilidades excluye, cuanto más probable es su falsedad; por consi­
guiente, aseverar una tautología es aseverar algo completamente falto de poder
informativo. La proposición negada por nuestro ejemplo, ‘(Rojo<k* 1, m, n> a
-iRojo<k, 1, m, n > )\ por otra parte, es una contradicción: representa la región
a la que ningún mundo pertenece. Esta proposición es hasta tal punto “infor­
mativa”, en el sentido anterior (es decir, excluye tantas posibilidades), que no
puede ser verdadera. Tampoco puede cumplir ninguna función usual aseverar
este “hecho”.
Tautologías y contradicciones son, pues, proposiciones cuya aseveración
no tiene objeto; son proposiciones “sin sentido” (4.461). Pero en un lenguaje
como LFI su existencia es necesaria. Lo que es más, su existencia está nece­
sariamente garantizada por las propiedades (i)-(v), que el Tractatus pretende
son esenciales a todo sistema de representación. La existencia de las tautolo­
gías y de las contradicciones se sigue inmediatamente de la existencia de reglas
semánticas icónicas, que son las que explican la intencionalidad de la repre­
sentación y las que conllevan la sistematicidad de las representaciones. Pues
estas reglas permiten identificar el hecho representado por un signo proposi­
cional con una región del espacio lógico (un conjunto de mundos posibles), y
a toda región del espacio lógico con un sentido potencialmente representable
en el lenguaje dado. Las reglas conllevan de este modo la necesidad de que el
lenguaje contenga signos proposicionales complejos, y las constantes lógicas
con las que construirlos a partir de signos proposicionales elementales; y entra­
ñan así ipsofacto la existencia de tautologías y contradicciones. Tautologías y
contradicciones, por consiguiente, no son batiburrillos sólo en apariencia inte­
ligibles de expresiones lingüísticas, sino enunciados inteligibles (4.4611).
Las reglas icónicas entrañan también, necesariamente, la existencia de la
siguiente relación entre conjuntos de enunciados (“premisas”) y enunciados
(“conclusiones”):- la relación consistente en que el conjunto de los mundos
posibles en que son verdaderas a la vez todas las premisas, pertenecen también
al conjunto de mundos posibles en que es verdadera la conclusión. Esta rela­
ción (la relación de consecuencia lógica, 5.11) se da, por ejemplo, entre el con­
junto de premisas constituido sólo por ‘Rojo<k, 1, m, n>’ (que en el modelo de
§ 4 representaba la región {m1(m2|) y la conclusión ‘3x Rojo x ’ (que repre­
sentaba la región {m,, m2, m3}); y se da también entre el conjunto constituido
por ‘-i(-iRojo<k, 1, m, n> a ->Sólido<k', 1\ m', n’> )’ y por SSólido<k', T, m',
n’> \ y la conclusión 4Rojo<k, 1, m, n>’. Determinadas tautologías (por ejem­
plo, ‘Rojo<k, 1, m, n> —> 3x Rojo x ') sirven para expresar relaciones de con­
secuencia entre enunciados perfectamente significativos. De hecho, toda rela­
ción de consecuencia, en la medida en que el número de las premisas sea fini­
to, puede expresarse mediante una tautología de estas características. Dado que
el objetivo de la lógica es sistematizar todas las relaciones de consecuencia
lógica entre proposiciones enteramente significativas, la lógica consiste así en
un conjunto de tautologías (6.1221, 6.1201, 6.1264, 6.1).
El principal objetivo filosófico de Wittgenstein al emprender la investiga­
ción que llevaría al Tractatus era dar cuenta de la singularidad de la verdad
lógica y de las relaciones de consecuencia lógica (6.112), por oposición a la
verdad empírica y a las relaciones de inferencia que establecemos sobre fun­
damentos empíricos. La teoría figurativa da cuenta de esta singularidad, en los
siguientes términos: “La marca característica de las proposiciones lógicas es
que su verdad puede reconocerse en el símbolo sólo, y este hecho encierra en
sí la totalidad de la filosofía de la lógica” (6.113). Para apreciar cabalmente
esta concepción —evitando el error común de confundirla con otra— es pre­
ciso comprender el papel recíproco desempeñado por los dos tipos de reglas
semánticas necesariamente presentes en todo lenguaje figurativo, las reglas
ostensivas y las icónicas. Wittgenstein recoge esta diferencia mediante su dis­
tinción entre la “lógica” y la “aplicación de la lógica”.
La lógica de un lenguaje está determinada por el conjunto de reglas
semánticas icónicas; la aplicación de la lógica a un lenguaje dado está deter­
minada además por el conjunto de las reglas semánticas ostensivas. La con­
cepción wittgensteiniana de la singularidad de la lógica se puede resumir así:
la lógica es siempre lógica aplicada; no hay lógica, sin que haya una aplicar
ción. Pues el lenguaje es icónico en tanto que las propiedades lógico-sintácti­
cas de los nombres (su necesitar ser completada con nombres de determinadas
categorías para dar lugar a signos proposicionales) es compartida por el signi­
ficado subrogado por el nombre; para que este significado sea icónico, por tan­
to, la unidad debe también poseer un significado no icónico, una referencia.
Las expresiones no pueden tener significados icónicos, por consiguiente, a
menos que tengan también significados ostensivos. Mas, por otro lado, cada
aplicación particular es lógicamente irrelevante. No es necesario entender nin­
gún conjunto específico de nombres, para comprender los significados icónir
eos relevantes; diferentes nombres, con diferentes significados específicos, ser­
virían para el propósito. Ningún conjunto particular de significados ostensivos
es necesario, para que las expresiones posean significados icónicos.
Ambas ideas son absolutamente cruciales para comprender la concepción
que el Tractatus ofrece de la lógica, y no confundirla con otras relacionadas
(por ejemplo, con la concepción convencionalista defendida por los positivis­
tas lógicos y por el propio Wittgenstein posteriormente, desde sus escritos del
período intermedio). El siguiente pasaje de Philosophical Grammar (la prime­
ra obra que a mi juicio ya no pertenece al período intermedio, sino que está
plenamente en el universo de las Investigaciones) cuestiona precisamente este
aspecto fundamental de la concepción del Tractatus: “Uno se siente inclinado
a hacer una distinción entre reglas gramáticas que establecen “una conexión
entre el lenguaje y la realidad” y aquellas que no lo hacen. Una regla del pri­
mer tipo es ‘este color se llama “rojo”’; una del segundo tipo es «p = p \
En esta distinción hay un error muy común; el lenguaje no es algo a lo que
primero se da una estructura y que después se ajusta a la realidad” (PG, 89).
(‘Gramática7 y ‘gramática lógica’ son otras expresiones que Wittgenstein
emplea frecuentemente para las reglas que determinan las verdades analíticas
de un lenguaje.) Según el Tractatus, por el contrario, el lenguaje sí es algo que
“antes” tiene, una estructura (una estructura lógico-sintáctica) y “después” se
aplica a la realidad (a través de relaciones de subrogación). ‘Antes’ y ‘después’
no tienen aquí un sentido temporal; pues, como hemos visto, las reglas “estruc­
turales” presuponen relaciones de subrogación. Únicamente pretenden enunciar
el carácter subordinado de cada aplicación concreta de la lógica a la lógica
misma (que, sin embargo, presupone una u otra aplicación). Elaboro a conti­
nuación con más cuidado la distinción crucial entre lógica y aplicación de la
lógica en el Tractatus.
La lógica es independiente de cada aplicación particular. Las propieda­
des constitutivas de la forma lógica eran, como vimos, la identidad de cada sig­
no y la categoría a la que pertenece. Es claro que el número y naturaleza de
las categorías lógicas diferentes, así como el número de signos distintos nece­
sarios en cada categoría, ha de variar con la aplicación, y no puede, por con­
siguiente, ser establecido por la lógica. “Debemos ahora responder a priori la
pregunta sobre todas las formas posibles de las proposiciones elementales. Las
proposiciones elementales constan de nombres. Como no podemos indicar el
número de nombres con significados diferentes, no podemos tampoco indicar
cuál es la composición de la proposición elemental” (5.55). “Uno se ve a
menudo tentado a preguntar, desde una perspectiva a priori: ¿cuáles pueden ser
las formas únicas de las proposiciones atómicas?, y a responder, por ejemplo,
proposiciones sujeto-predicado y relaciónales con dos o más términos; además,
quizás, proposiciones en que se relacionan predicados y relaciones, etc. Pero
esto, en mi opinión, no es más que un juego de palabras. Un hecho atómico no
se puede prever. Y sería sorprendente que los fenómenos reales no tuvieran
nada que enseñamos sobre su estructura. Nuestro lenguaje común, que usa la
forma sujeto-predicado y la forma relacional, nos lleva a tales conjeturas sobre
la estructura de las proposiciones atómicas. Pero en esto nuestro lenguaje nos
extravía” (“Some Remarks on Logical Form”, 163-164). Está claro, pues, que
no se puede decir, desde un punto de vista lógico, qué formas específicas tie­
nen las proposiciones elementales. No se puede responder desde la lógica, por
ejemplo, a la cuestión de si hay proposiciones elementales en que se establece
que se da una relación de veintisiete términos entre veintisiete objetos (5.554-
5.5542). Las cuestiones de este tipo se determinan en la aplicación concreta
que se hace de la lógica (5.557); dependen de cómo sea de hecho el mundo
con el que nos hemos tropezado —de qué entidades específicas contenga, y en
qué número.
Esta independencia de las verdades lógicas, y consiguientemente de las
relaciones de consecuencia lógica, respecto de cada conjunto particular de rela­
ciones referenciales, garantiza a la lógica un tipo esencial de generalidad
(6.1232). Supóngase un “cálculo fenomenológico” potencial, un mero casca­
rón sintáctico sin interpretar lo suficientemente rico como para expresar con él
todo lo que un ser racional dado puede pensar en un momento dado. Sea M un
conjunto de relaciones referenciales para los nombres de un cascarón sintácti­
co cualquiera así, apropiado para hacerlo un verdadero “cálculo fenomenoló-
gico” con significado; por tanto, uno que preserva la isomorfía que presupone
el Tractatus (a nombres diferentes se asignan objetos diferentes; a nombres de
una categoría, se asignan objetos de la misma categoría). M e s un modelo. La
independencia de la lógica respecto de la aplicación garantiza que las mismas
verdades lógicas y relaciones de consecuencia lógica se dan relativamente a
muchos modelos diferentes. Cuál sea el modelo que determina un lenguaje par­
ticular depende de hechos no-lógicos, que pueden variar de lenguaje a lengua­
je. Una verdad lógica, pues, lo es dado cualquier modelo, no sólo en aquel que
de hecho asigna las referencias correctas a los nombres en el lenguaje. Y, si p
es consecuencia lógica de las premisas pertenecientes al conjunto T, entonces
no sólo (a) p es verdadera (relativamente al modelo que de hecho asigna las
referencias correctas a los nombres en el lenguaje) si lo son todas las premisas
en r (relativamente al mismo supuesto); y no sólo (b) p sería verdadera (rela­
tivamente al mismo supuesto) en todos los mundos posibles en que lo fuesen
todas las premisas en F (relativamente al mismo supuesto), sino que también
(c) para cada modelo M que da lugar a una interpretación diferente para los sig­
nos proposicionales en T tal que todas ellas resultan ser enunciados verdaderos,
M hace al signo proposicional p también verdadero.13 Es en este preciso senti­
do que la verdad lógica es esencialmente general. Que lo es, está garantizado
en definitiva por el isomorfísmo lógico entre los hechos representacionales y los
hechos representados; el lector puede comprobar que los significados de las
constantes lógicas fueron expresados, de un modo compatible con esta genera­
lidad, sin descansar en absoluto en un modelo específico.

13. He elegido el término ‘m odelo’ con el fin de sugerir una importante relación entre la concepción trácta-
riana de la lógica y la concepción contemporánea, debida a Tarski. Nótese que los modelos no son mundos posibles;
son sólo interpretaciones posibles del lenguaje, que determinan diferentes conjuntos de mundos posibles. Y, por tan­
to, diferentes mundos; pues “el mundo” es uno de los mundos posibles. Sólo relativamente a una aplicación concre­
ta de la lógica, a un lenguaje específico, cabe remitirse definidamente a “el” mundo; Wittgenstein sigue esa práctica:
(Como veremos en el próximo capítulo, “el" mundo del Tractatus es el mundo de un.sujeto en un momento dado.)
Por otra parte, la lógica presupone una u otra aplicación: si bien cada
aplicación particular es lógicamente irrelevante, la lógica es siempre lógica
aplicada; cabe hablar de verdad lógica y de consecuencia lógica sólo relativa­
mente a la existencia de uno u otro modelo para los nombres del lenguaje. La
lógica sistematiza y expone las proposiciones lógicamente verdaderas, las tau­
tologías, y con ello también los argumentos lógicamente válidos. No presupone
ninguna aplicación particular. Es decir, no presupone que los nombres que apa­
recen en las proposiciones lógicas mantienen tales y cuales relaciones semán­
ticas ostensivas, por oposición a tales y cuales otras. Sin embargo, las propo­
siciones lógicas sí “presuponen que los nombres tienen significado y las
proposiciones elementales sentido; y ésta es su conexión con el mundo. Es
manifiesto que algo tiene que indicar sobre el mundo el que determinadas com­
binaciones de símbolos — a los que es esencial poseer un determinado carác­
ter— sean tautologías” (6.124). Que determinadas combinaciones de símbolos
sean tautologías revela algo sobre el mundo: pues sólo en virtud de que, a tra­
vés de unas u otras correlaciones irrelevantes en su especificidad, el mundo y
los símbolos comparten algo —justamente esa forma que constituye el “carác­
ter determinado” de cada símbolo— , hay tautologías y relaciones de conse­
cuencia lógica.
Ésta es la clave para entender dos de los pasajes a mi juicio más oscuros
del Tractatus, 5.552 y 5.5521; son también éstos los pasajes donde con más
firmeza se argumenta en el Tractatus que la lógica presupone una u otra apli­
cación. “La «experiencia» que necesitamos para entender la lógica no es la de
que algo se comporta de tal y cual modo, sino la de que algo es. Pero ésta,
justamente, no es una experiencia. La lógica precede a cada experiencia, de
que algo es i . Es anterior al cómo, no al qué” (5.552). Una experiencia pro­
piamente dicha es un tipo de pensamiento; y un pensamiento es en esencia
como una proposición: es algo que, pese a tener la capacidad de “llegar” a la
realidad, podría ser falso. Una experiencia propiamente dicha es, por tanto, la
experiencia de que algo es así; esto presupone que ese algo que se experimenta
como siendo así, podría ser de otro modo. Hemos dicho antes que, para cono­
cer las propiedades lógicas, no es necesario saber qué referencias específicas
se han asignado a los nombres; pues esto también depende de la experiencia.
(La lógica es independiente de cada aplicación.) Pero hemos dicho también
que la lógica no puede ser independiente de todas las aplicaciones. Entender
la lógica, por tanto, requiere saber que los nombres tienen referencias (no
importa cuáles). Pero esto es tanto como decir que entender la lógica requiere
saber que hay cosas, que hay entidades extralingüísticas (unas u otras, no
importa cuáles, ni de qué tipos) que han sido correlacionadas con signos, a tra­
vés de correlaciones que preservan la forma lógica. Que haya cosas, pues, que
haya un mundo, es —desde el punto de vista del Tractatus— tan necesario como
necesaria pueda ser la verdad de cualquier proposición lógicamente verdadera.
Por otra parte, como hemos de ver, es una consecuencia de la tesis del
Tractatus que ninguna proposición propiamente dicha puede expresar lo que,
sin ser una tautología, es necesariamente el caso. No es sólo que las proposi­
ciones sean figuras, y gracias a ello puedan ser entendidas incluso si son fal­
sas; es que, dado que las proposiciones son figuras, toda proposición propia­
mente dicha que no sea una tautología o una contradicción debe poder ser fal­
sa. Por tanto, ninguna proposición propiamente dicha puede expresar que hay
cosas; y, como una experiencia es esencialmente una proposición (un pensa­
miento), no hay una experiencia propiamente dicha de que hay cosas, de que
hay mundo. Aunque eso es verdadero — es más, es necesariamente verdade­
ro— , una experiencia de ello es, necesariamente, sólo una “experiencia” entre
comillas, una presunta experiencia.
Esta interpretación se ve confirmada por la que se ofrece a continuación
para el aún más oscuro epígrafe que sucede al anterior, 5.5521, en que clara­
mente se pretende ofrecer un argumento para la afirmación -de que la lógica no
es anterior al qué. “Y si esto no fuese así, ¿cómo podríamos aplicar la lógica?
Se podría decir: si habría lógica incluso si no hubiese un mundo, ¿cómo pue­
de haber lógica, dado que hay un mundo?” Si las propiedades lógicas fuesen
meramente formales; si no fuese parte de la explicación que proporciona una
teoría lógica el que las propiedades lógicas son propiedades de los signos y
también de las cosas correlacionadas con esos mismos signos a través de rela­
ciones referenciales, entonces esas propiedades serían inútiles para explicar
cómo las proposiciones cotidianas, con el significado que cotidianamente tie­
nen (parte del cual está necesariamente constituido por las referencias de algu­
nas palabras, y por tanto presupone la existencia de una realidad extra-
lingüística) se siguen lógicamente de otras. En ese caso, existiría otra expli­
cación de que unas proposiciones con significado pleno (proposiciones
ordinarias sobre el mundo externo determinado por las referencias de los nom­
bres) se sigan de otras, ajena a la que nosotros ofrecemos bajo la rúbrica
‘lógica’; pero como ésa es justamente la explicación que buscamos, en tal
caso nuestra “lógica” no existiría (hablando más propiamente: sería teórica­
mente prescindible).
Las propiedades lógico-sintácticas no son pues, en absoluto, propiedades
meramente formales para Wittgenstein. Es esencial que sean también propie­
dades del mundo con el que las referencias de los nombres nos ponen en con­
tacto. La concepción “formalista”, que puede ser atribuida a algunos de los
filósofos que elaboraron explicaciones de la naturaleza de la lógica inspirán­
dose en el Tractatus (particularmente a Camap), y al propio Wittgenstein en el
período de transición del Tractatus a las Investigaciones, es completamente
ajena a las ideas del Tractatus. La lógica no es convencional, sino trascenden­
tal, un “espejo” del mundo (6.124, 6.13): “‘¿Estás hablando entonces de “mera
convención”, de mera convención en el sentido en que las reglas del ajedrez o
de otros juegos son “mera convención”?’ La gramática no es meramente, des­
de luego, las convenciones de un juego en este sentido, el juego del lenguaje.
Lo que distingue al lenguaje de un juego en este sentido es la aplicación a te
realidad”, y “la aplicación depende de cómo es el mundo” (Lee, págs. 12 y, 18),
Las verdades lógicas (y las relaciones de consecuencia lógica) son cognosci­
bles a priori y son necesarias, porque descansan en hechos puramente forma­
les, dados con independencia de cada conjunto específico de relaciones de
subrogación: “La marca característica de las proposiciones lógicas es que su
verdad puede reconocerse en el símbolo sólo, y este hecho encierra en sí la
totalidad de la filosofía de la lógica” (6.113). Sin embargo, esto pudiera inter­
pretarse en el sentido formalista o convencionalista de que estos hechos sobre
la estructura del lenguaje, de algún modo, se imponen arbitrariamente “des­
pués” a los hechos propiamente constitutivos de la realidad extralingíiística.
Sea lo que fuere de esta idea, no corresponde en absoluto al punto de vista del
Tractatus. Pues los hechos en cuestión son elementos significativos icónicos,
hechos compartidos por las palabras y las cosas a las que refieren; sólo así pue­
den intervenir en la explicación de la intencionalidad recogida por la justifica­
ción (b) de la sección anterior.
El Tractatus pone más bien las cosas al revés respecto de como las ve el
convencionalista. Las verdades lógicas son necesarias, y cognoscibles a prio­
ri, porque dependen de propiedades que tiene el lenguaje con independencia
de cada conjunto específico de relaciones referenciales. Pero es esencial que la
lógica esté aplicada a una realidad independiente, a través de uno u otro con­
junto de relaciones referenciales. No es una casualidad, ni una convención aje­
na a como son las cosas, que todo lenguaje tenga necesariamente las caracte­
rísticas que determinan las verdades lógicas y las relaciones de consecuencia
lógica. Si todo lenguaje tiene esas propiedades, es porque cada realidad con la
que un lenguaje sé'puede relacionar a través de relaciones referenciales posee
objetivamente, en sus aspectos más abstractos, los rasgos lógicos que los len­
guajes reflejan. El siguiente texto del período posterior ironiza sobre esta con­
cepción tractariana; así lo manifiesta el uso de la expresión “la estructura lógi­
ca del mundo”, característica del Tractatus (cf. 6.12, 6.124, 5.511):

Mas, ¡uno sólo debe inferir lo que se sigue realmente! - ¿Pretende esto signi­
ficar: sólo lo que se sigue, ateniéndose a las reglas de inferencia; o pretende
significar: sólo lo que se sigue, ateniéndose a reglas de inferencia tales que
corresponden de algún modo a algún (tipo de) realidad? Lo que aquí tenemos
en mente de una manera vaga es que esta realidad es algo muy abstracto, muy
general, y muy rígido. La lógica es una suerte de ultra-física, la descripción de
la “estructura lógica” del mundo, que percibimos a través de una suerte de
ultra-experiencia (con el entendimiento, etc.) (Remarles on the Foundations of
Mathematics, I, § 8).

En III, § 4 presentamos el problema del conocimiento a priori; las verda­


des lógicas son un ejemplo patente de proposiciones que plantean ese proble­
ma. (Si la tesis del Tractatus fuese correcta, serían las únicas proposiciones que
lo plantearían.) El Tractatus cualifica la idea de que las verdades lógicas son
“proposiciones”; pues son proposiciones “que no dicen nada” (4.461, 6.121),
proposiciones “sin sentido”, cuya aseveración carece de objeto. Pero son, como
hemos visto, proposiciones inteligibles; y su verdad, ciertamente, puede ser
conocida a priori (6.1222). Además, las tautologías establecen relaciones váli­
das de consecuencia entre proposiciones con sentido pleno, también conocidas
a priori (5.133). El hecho de que la verdad de las proposiciones lógicas sea
cognoscible a priori conlleva también que la convicción de quien conoce su
verdad sea incorregible, inrecusable; es decir, este conocimiento a priori lo es
también en el sentido tradicional, en el que el conocimiento a priori es el para­
digma de conocimiento cierto (5.473, 5.4731, 6.1251).
Conviene hacer notar aquf hasta qué punto es este concepto tractariano de
certeza uno idealizado. Puede mostrarse que, en el sentido del Tractatus, ‘hay
una ciudad cuyo barbero habita en ella y afeita a todos los habitantes de esa
ciudad que no se afeitan a sí mismos, y sólo a ellos' es una falsedad lógica;
pero mucha gente que, en el sentido usual, entiende perfectamente bien el
enunciado, estaría dispuesta a conceder que expresa al menos una posibilidad.
Experimentos cuidadosos llevados a cabo con personas de nivel^universitario
revelan que una proporción mayoritaria de los usuarios competentes (en el sen­
tido usual) del español considerarían que ‘algunos griegos son europeos, algu­
nos europeos son rubios, por tanto algunos griegos son rubios’ es un argumento
válido, y que, sin embargo, no lo es ‘ningún parlamentario es director de cine,
algún director de cine es guionista, algún guionista no es parlamentario’. Pero
puede mostrarse que, en el sentido del Tractatus, el primero es un argumento
válido y el segundo no lo es. Es claro, a partir de estos ejemplos, que puede
haber enunciados lógicamente verdaderos de cuya verdad (simplemente a con­
secuencia de su complejidad) ni el lógico más avezado podría estar cierto.
A Wittgenstein estos datos le parecerían irrelevantes. Si expresásemos
nuestros pensamientos en una notación suficientemente perspicua, diría, y
careciésemos de limitaciones irrelevantes de carácter “médico” — limitaciones
de memoria, de atención, necesidad de glucosa, etc.— , entonces no podríamos
cometer este tipo de errores. (Wittgenstein explica en estos términos la idea de
que las verdades lógicas son “estipuladas” por nosotros. Por supuesto, el rea­
lismo modal del Tractatus implica que, literalmente hablando, no estipulamos
nada. Lo que sí podemos hacer es estipular una notación lo suficientemente
perspicua como para reconocer mediante ella las verdades lógicas, reduciendo
el número de errores lógicos: 6.1223, 6.1262, 6.1261.) Esta idea puede ser
correcta; pero es preciso apréciar los subjuntivos que necesitamos utilizar para
expresarla. Se trata de una afirmación manifiestamente modal, un problema
para Wittgenstein estaría en mostrar cómo una afirmación así puede, ella mis­
ma, ser lógicamente verdadera. Esto suscita la cuestión de si la simplificadora
tesis del Tractatus sobre la modalidad no será en realidad excesivamente sim­
plista; la cuestión se examina en el próximo capítulo.
La respuesta que proporciona el Tractatus al problema del conocimiento a
priori, a propósito de las proposiciones con tal carácter que la obra admite (las
verdades lógicas), es seguramente menos interesante de lo que muchos espe­
rarían. Si podemos conocer ¿z priori la verdad de proposiciones con validez
objetiva general — las verdades lógicas, que legitiman la validez de las rela­
ciones de consecuencia lógica— es, en resumidas cuentas, por lo siguiente. Pri­
mero, el mundo tiene, objetivamente, una estructura modal abstracta: está cons­
tituido por hechos atómicos, que, estando configurados por objetos pertene-
tientes a diferentes categorías, son contingentes; estos hechos existen así sobre
el fondo de un “espacio lógico” constituido por otros hechos que, alternativa­
mente a los que de hecho se dan, esos mismos objetos podrían haber configura­
do. Segundo, todo sistema de representación refleja necesariamente esa estruc­
tura abstracta; pues las unidades expresivas mínimas de un sistema de represen­
tación (enunciados) tienen el cometido de representar los hechos del mundo, y
sólo si reflejan su estructura modal abstracta pueden los enunciados representar
tales entidades contingentes, cuyo darse no puede quedar garantizado por el mero
representarlos. Tercero, la existencia de proposiciones necesariamente verdade­
ras es un efecto sobrevenido, aunque necesario, consiguiente a la erección de un
sistema de representación capaz de reflejar la abstracta estructura modal del
mundo. Lejos de ser las verdades a priori “hechos” que nuestro sistema de repre­
sentación impone al mundo (como parece ocurrir en la “explicación” kantiana),
se trata de verdades muy generales sobre el mundo que es necesario conocer para
poder representarse hechos igualmente relativos al mundo sólo cognoscibles a
posteriori, cuyo estatuto ontológico en nada desmerece al de éstos.
Creo £ue' esta explicación parece “poco interesante” en la misma medida en
que lo parece la análoga explicación aristotélica de la posibilidad del conoci­
miento general basado en la inducción, expuesta brevemente en ID, §4. Aunque
ambas explicaciones son hasta cierto punto informativas, y — al menos cuando
se exponen con una cierta plausibilidad— involucran un aparato teórico y argu­
mentativo sutil, no dejan de tener el aire de “es así porque es así”. A mis oídos,
empero, la explicación de las propiedades lógicas del Tractatus suena tan con­
vincente como la explicación aristotélica de la posibilidad de la inducción. La
esperanza —proclive a la metafísica correctiva— de que la filosofía proporcione
explicaciones reductivas tan insospechadas como algunas explicaciones científi­
cas, como vieron los más grandes metafíisicos descriptivos (Aristóteles y Rus­
sell), es sólo la manifestación de una comezón intelectual cuyo desahogo sería
más saludable buscar en la literatura. Aunque, como vamos a ver, la teoría figu­
rativa del Tractatus no puede ser correcta, cualquier concepción alternativa del
lenguaje debería acomodar la idea rectora de la obra, presentada en esta sección.

7. Sum ario y consejos p a ra seguir leyendo

La tesis del Tractatus es qué todo sistema de representación — en particular


el lenguaje que una persona entiende en un momento dado (su idiolecto), pues
la tesis del Tractatus pertenece a la metafísica descriptiva (§ 1)— tiene una natu­
raleza figurativa: contiene necesariamente elementos significativos icónicos
(como los contienen intuitivamente los mapas, diagramas, etc., § 2). Esta tesis
explica datos de indudable importancia concernientes a la naturaleza del lengua­
je: la existencia de signos (proposiciones) que, si bien pueden representar de un
modo plenamente correcto la realidad, haciéndolo sistemáticamente, pueden sin
embargo también ser una representación inadecuada de esa misma realidad (§ 5);
y la existencia de proposiciones necesarias y cognoscibles a priori (§ 6). La
explicación consiste en que las posibilidades que la realidad admite están prefi­
guradas, a priori, en las posibilidades lógico-sintácticas de las palabras que con­
figuran el signo proposicional: las representaciones son, ellas mismas, hechos
modalmente isomorfos a los hechos que representan (§ 3). Los objetos que con­
forman la realidad admiten, para configurar hechos atómicos posibles, todas las
posibilidades de formación de signos proposicionales que la sintaxis lógica per­
mite a las palabras que los nombran, y sólo ellas. La realidad misma es, pues,
lógica; la sintaxis lógica que articula el lenguaje no es en rigor sino un reflejo
de la sintaxis lógica que articula el mundo. La sintaxis lógica no es impuesta
arbitrariamente a las cosas por el lenguaje, sino que las posibilidades en ella re­
cogidas para los “nombres” son exactamente las posibilidades que de hecho
admiten sus significaciones, los “objetos” (§ 6). Del mismo modo que la unidad
mínima del lenguaje es el signo proposicional elemental, la unidad mínima del
mundo es el hecho atómico. El signo proposicional está construido composicio-
nalmente a partir de palabras; pero las palabras se presentan siempre necesaria­
mente junto con otras, en el contexto mínimo de un signo proposicional ele­
mental — lo que a su vez refleja que los objetos se presentan siempre junto con
otros, en el contexto mínimo de hechos atómicos— (§ 5).
Una proposición elemental verdadera es, pues, una que corresponde ple­
namente a la realidad: no sólo sus palabras nombran objetos reales (esto ocu­
rre también en el caso de las proposiciones falsas), sino que la particular posi­
bilidad lógico-sintáctica con arreglo a la cual se ha configurado el signo pro­
posicional configura de hecho igualmente a los objetos. Es una consecuencia
de la teoría figurativa que todas las proposiciones son o bien verdaderas, pero
contingentes, o bien falsas, pero posiblemente verdaderas, o bien tautologías o
contradicciones. El último caso es el de la verdad lógica; la existencia de ver­
dades lógicas está garantizada por la isomorfía lógica que vincula el lenguaje
al mundo, dada la necesidad de que todo lenguaje icónico incluya recursos (las
constantes lógicas) necesarios para expresar proposiciones complejas partien­
do de las proposiciones elementales (§ 4). Dado que los hechos lógicos comu­
nes al lenguaje y al mundo que garantizan la existencia de verdades lógicas son
independientes de las aplicaciones, la verdad lógica es formal (un enunciado
lógicamente verdadero lo es en todo modelo, § 6). Es así que las verdades lógi­
cas son verdades analíticas, cognoscibles a priori y cognoscibles con certeza;
como todas las proposiciones que no son lógicamente verdaderas o falsas son
contingentes, las verdades lógicas son las únicas proposiciones con estas pro­
piedades. Las modalidades (verdad necesaria, cognoscible a priori, analítica,
lógica) resultan ser la misma propiedad.
Como lecturas, además del propio Tractatus Logico-Philosophicus (traduc­
ción española de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera, Madrid: Alianza Editorial,
1987), recomiendo dos libros clásicos: Anscombe, An Introduction to Wittgens­
tein s Tractatus, y Stenius, Wittgenstein s Tractatus. El personaje Wittgenstein-es
tan singular, que el conocimiento de detalles biográficos es también de: interés.
Es muy recomendable a este respecto la lectura de la biografía de R. Monk, Witt­
genstein: The Duty o f Genius.
C a p ít u l o X

LA METAFÍSICA DEL ATOMISMO LÓGICO

En el capítulo cuarto estudiamos una concepción del lenguaje de acuerdo


con la cual las palabras tienen significado en virtud de las conexiones que cada
hablante establece entre ellas y los contenidos privados de sus pensamientos,
sus ideas. Estos contenidos son privados no sólo en el sentido de que son nece­
sariamente de alguien, sino también en el de que sólo son (estrictamente
hablando) conocidos por la persona que tiene pensamientos con esos conteni­
dos. Los demás sólo pueden conjeturar su naturaleza. Las proposiciones que
constituyen el contenido de los estados mentales de un sujeto son todas ente­
ramente especificables en términos sólo de entidades subjetivas, sobre cuya
naturaleza es él la sola autoridad. El sujeto conjetura que la fábrica de las pro­
posiciones que atribuye a los demás está tejida a partir de los mismos mate­
riales (es decir, que las cualidades objetivas que supone causan sus ideas, cau­
san idénticas ideas en los demás). Pero, a diferencia de su autoritativo conoci­
miento sobre la naturaleza de las proposiciones a las que tiene acceso directo,
su conocimiento de las proposiciones que conocen los demás ha de permane­
cer meramente conjetural, por cuanto también ellos son la única y última auto­
ridad en la materia.
Como vimos, esta posición no es, en el caso de Locke, ni fenomenalista
ni solipsista. La teoría se limita a destacar una asimetría entre nuestro conoci­
miento *iel contenido de nuestros estados mentales, por un lado, y tanto del
mundo externo como del contenido de los estados mentales de los demás, por
otro. Las ideas son signos naturales de las propiedades de las cosas que las cau­
san, y (más indirectamente) de las ideas que esas propiedades causan en otros
sujetos. No hay razón para negar que haya un mundo de objetos y propieda­
des independiente de mis ideas, como el fenomenalista pretende. Del mismo
modo, no hay razón para negar que otros hombres tengan ideas similares a las
propias, o que tengan siquiera ideas, como el solipsista pretende. Por el con­
trario, la explicación más natural de la comunicación es que los seres humanos
comparten ideas de análoga naturaleza.
La posición de Locke abrió empero las puertas a puntos de vista mucho
más cercanos al fenomenalismo y el solipsismo que los suyos propios, en las
filosofías de Berkeley y Hume. No vamos a considerar en estas páginas la ruta
hacia el fenomenalismo y el solipsismo que estos pensadores siguieron; En el
capítulo XI examinaremos un célebre argumento elaborado por Wittgenstein en
las Investigaciones filosóficas, según el cual, cualquiera que la ruta sea, todo
argumento en favor del solipsismo o el fenomenalismo será necesariamente
incorrecto. No sólo es que Locke está equivocado al pretender que “las pala­
bras, en su significación primaria, están por ideas en la mente de quien las
usa”, esto es, por entidades epistémicamente privadas; es que, según ese famo­
so argumento de Wittgenstein, las palabras no pueden nunca significar entida­
des epistémicamente privadas: no puede haber un “lenguaje privado”, un códi­
go personal, digamos, que uno inventa con el propósito de anotar en un diario
sus “ideas”, entendidas como objetos internos de sus estados mentales a los
que sólo él tiene propiamente acceso.
Al elaborar su argumento en las Investigaciones, Wittgenstein no tuvo a la
vista el libro tercero del Essay de Locke, ni ninguna otra obra clásica. Lo que
tuvo a la vista fueron sus propios puntos de vista anteriores, los que aparecen
— expresados de modo oracular en el característico estilo de esa obra— en el
único libro que él mismo decidió publicar durante su vida, el Tractatus Logi-
co-Philosophicus. A mi juicio, esta obra contiene la más bella, coherente y pro­
funda exposición y defensa de las tesis que venimos denominando internistas,
tanto con respecto al lenguaje como con respecto al pensamiento. Wittgenstein
exhibe las tensiones internas del realismo por representación de Locke y Fre­
ge — la versión del intemismo cuyo carácter realista la hace intuitivamente más
plausible— y defiende en consecuencia (según la interpretación que aquí pro­
pondré) tesis que sólo son compatibles con el fenomenalismo y el solipsismo.

1. El análisis y el problema de la exclusión del color

. La tesis del Tractatus explica, como vimos en el capítulo anterior, datos


de indudable importancia concernientes a la naturaleza del lenguaje: la exis­
tencia de signos (proposiciones) que, si bien pueden representar de un modo
plenamente correcto la realidad, haciéndolo sistemáticamente, pueden sin
embargo también ser una representación inadecuada de esa misma realidad; y
la existencia de proposiciones necesarias y cognoscibles a priori. Una conse­
cuencia de la explicación és la que en el siguiente texto se enuncia como una
necesidad: “la realidad debe quedar restringida por la proposición a dos alter­
nativas: sí o no” (4.023). Hay aquí contenidas dos afirmaciones separables: (i)
toda proposición deja al menos dos opciones a la realidad (a saber, que ésta la
corrobore, y que la refute); y (ii) sólo deja dos. Los datos lingüísticos aporta­
dos por nuestras intuiciones semánticas contradicen flagrantemente ambas afir­
maciones; por consiguiente, a menos que no podamos acomodarlos de algún
modo, refutan la tesis del Tractatus. (ii) coincide con el Principio de Determi­
nación del Sentido (3.23), que Wittgenstein relaciona con su caracterización de
las significaciones de las unidades léxicas — los “nombres”— como simples;
como veremos, esto conlleva que tales referencias sean objetos fenoménicos.
Comenzaremos desarrollando (i) en esta sección.
Hay una excepción a (i) que, como hemos visto, el propio Wittgenstein
admite: las tautologías y las contradicciones, que, pese a “dejar sólo una opción
a la realidad” (careciendo por consiguiente de sentido u objeto su aseveración),
son inteligibles. Sin embargo, bajo el supuesto de que las categorías lógicas
nos son familiares, es fácil ver que el lenguaje incluye muchos otros ejemplos
de enunciados necesariamente verdaderos o necesariamente falsos, que, sin
embargo, no son lógicamente verdaderos a la luz de la explicación del Tracta­
tus. Rechazar el supuesto de que las categorías lógicas nos son familiares, por
otro lado, conlleva dejar completamente indefinida la tesis del Tractatus, y, en
esa medida, quita toda plausibilidad a los datos en favor de esa tesis presenta­
dos en las secciones 5 y 6 del capítulo anterior.
El Tractatus se muestra más reticente de lo que desearíamos en cuanto a
informamos sobre las propiedades lógico-sintácticas que conforman la form a
lógica y determinan la naturaleza de las proposiciones elementales. La justifi­
cación que se nos da es que no es tarea de la lógica (ni de la filosofía) ofrecer
tal información —pues no es una tarea que pueda llevarse a efecto con éxito a
priori— . Quizás esto sea en realidad una excusa, y la motivación última esté
en la imposibilidad con que se topa Wittgenstein de encontrar proposiciones
elementales que satisfagan todos sus requisitos teóricos, en particular el postu­
lado de independencia.1 Ahora bien, para que quepa decir que nuestras intuiti-
ciones apoyan la explicación de la naturaleza de la verdad lógica y la conse­
cuencia lógica que la obra proporciona, las categorías lógicas en que tal expli­
cación se asienta deben tratarse de propiedades que nos son familiares:
propiedades que somos capaces de reconocer, sobre la base de nuestras intui­
ciones lingüísticas. Debe tratarse de categorías como aquellas a las que nos
venimos remitiendo cuando precisamos caracterizar la “forma lógica” de las
oraciones del lenguaje natural (cf. especialmente VID, § 1), cuyas ejemplifica-
dones somos ciertamente capaces de reconocer tras adquirir algún entrena­
miento.
Los epígrafes 6 del Tractatus consideran algunos de esos ejemplos, ofre­
ciendo diferentes modos de acomodarlos. Están los enunciados matemáticos,
‘7 + 5 = 12*. (O 7 + 5 = 11’; es indiferente que consideremos enunciados
necesariamente verdaderos, que sólo dejan a la realidad la posibilidad de decir
“sí”, o enunciados necesariamente falsos, que sólo dejan la posibilidad contra­
puesta.) Están los enunciados causales, y las “leyes naturales”, que considera­
remos en la próxima sección. Están las oraciones que se presentan como impe­
rativos categóricos. A modo de ilustración inicial, consideremos este último
caso.

1. Wittgenstein señalaría después “que ni Russell ni él mismo habían sido capaces de ofrecer ejem plos de
‘proposiciones atómicas', y dijo que esto revelaba algún tipo de error" (Moore: “W ittgenstein’s Lectures, 1930-33”,
p. 297).
Los imperativos hipotéticos, o condicionales, no constituyen contraejem­
plos a (i). Representaremos un imperativo en la forma ‘p es deseable’; como
sabemos, desde el punto de vista del Tractatus esto también es un “enuncia­
do”, en la medida en que represente algo que puede darse o no darse (incluso
cuando, como en este caso, la representación no se hace con objeto de infor­
mar, o aseverar, sino con la de requerir a que se realice lo representado). Si
‘p es deseable’ es un imperativo hipotético, la deseabilidad de p es condicio­
nal a algo otro; por lo tanto, es perfectamente posible no formar la intención
de que p se realice, si uno no tiene el objetivo para cuya realización p se pro­
pone como un buen medio. Es coherente, pues, contemplar — a la vez que se
asevera la deseabilidad de p— que haya situaciones posibles en que p no se
realiza; en ese sentido, un imperativo condicional de que p sí deja a la reali­
dad dos posibilidades. ‘Viaja con la compañía X' (es la mejor para ir a Y). Es
perfectamente coherente con su enunciación que este imperativo quede incum­
plido: puede haber, por ejemplo, una situación posible en que el sujeto a quien
se da esta instrucción no la cumple, simplemente porque, después de todo, no
quería ir a Y. Sin embargo, parece haber también imperativos categóricos;
éstos no pueden, razonablemente, ser rechazados porque no se desea un obje­
tivo subsecuente para el que la instrucción se ofrecería como el mejor medio
en las circunstancias. Son enunciados así aquellos que expresan valores abso­
lutos, éticos o estéticos: ‘tratarás al prójimo como tú mismo quieres ser trata­
do’, ‘no matarás’. Wittgenstein creía que existen tales proposiciones, aunque
su concepción del valor (la única consistente con su fenomenalismo) le haría
rechazar los ejemplos anteriores.2 Sin embargo, estos enunciados de la forma
‘p es deseable’ no dejan a la realidad más que una opción, aquella en la que
se cumplen. No es coherente, en estos casos, a la vez aseverar la deseabilidad
(o indeseabilidad) absoluta de esas situaciones y contemplar que, supuesto que
no se buscasen ciertas objetivos ulteriores, lo que representan podría no darse
(o darse, en el caso de los valores negativos): pues se trata de imperativos
incondicionales. Pero, ciertamente, no son tautologías (ni contradicciones); no.
son enunciados verdaderos en todos los “modelos” (IX, § 6).
Wittgenstein recurre a dos estrategias para acomodar estos y otros aparen­
tes contraejemplos a (i), (a) Los enunciados problemáticos no son en realidad
elementales, sino que deben ser “analizados”; una vez analizados, sí resultan
ser tautologías o contradicciones, (b) Los enunciados pretenden decir lo que no
se puede decir; son, por ello, ininteligibles. Pero muestran algo “verdadero”.
En el resto de esta sección se discute la primera estrategia; la segunda se expo­
ne en la sección siguiente.

2. Véase su “Lecture on Eihics”. Dos ejemplos que allf proporciona de circunstancias con valor absoluto posi­
tivo (sintomáticos del “narcisismo axiológico” que acompaña a la actitud solipsista defendida en ei Tractatus) son las
experiencias de que "hay cosas” (de la “existencia del mundo”) y de “sentirse a salvo”. Su ejem plo de valor absolu­
to negativo es la experiencia de “culpa”. El narcisismo axiológico de que hablo se fundamenta en su reductivismo eli-
minatorio hacia la causalidad, com o se expone después. A consecuencia de que no existen “verdaderas” relaciones
causales, no hay que buscar el valor en los efectos de nuestras intenciones (porque los “efectos” 'de nüéstrás inten­
ciones no son cognoscibles). Si acaso, hay que buscarlo en la intención misma. (El uso de ‘narcisismo’ para referir­
me a esta ética se justifica más adelante.)
(a) La primera estrategia la ilustra el tratamiento de un tipo de contrae­
jemplo que ya habíamos mencionado, ios contraejemplos al postulado de inde­
pendencia. ‘Juan es padre de sí mismo’ o ‘el dos es mayor que él mismo’ tie­
nen la forma de enunciados elementales, pero son necesariamente falsos. ‘La
superficie A es enteramente roja y es también verde’ es necesariamente falso,
pero no es una contradicción lógica. Wittgenstein considera este último ejem­
plo (el caso de la exclusión de los colores) en 6.3751. Lo que allí dice es esto:
dado que ‘A es enteramente rojo’ (donde ‘A’ nombra una región específica de
mi campo visual en un momento concreto) y CA es verde’ son contradictorios,
no pueden ser enunciados elementales. Por consiguiente ‘rojo’ y ‘verde’ deben
ser analizables. Un término “analizable” es, para Wittgenstein, uno definido en
términos de otros; el análisis consiste en hacer explícita la definición primero,
y reemplazar después el término definido por la expresión que lo define.
Consideremos, por ejemplo, ‘Sergi es hermano de Víctor y Víctor no es
hermano de Sergi’; se trata de un enunciado intuitivamente contradictorio, pero
no lógicamente contradictorio en el sentido explicado en IX, § 6. (Si lo fuese,
habría de ser verdad en todos los modelos; pero podemos fácilmente pensar en
modelos para un signo proposicional de la forma aRb a -»bRa en que el enun­
ciado resultante es verdadero. Basta interpretar ‘R’ como la relación de amar.)
Supongamos sin embargo que la relación ‘x es hermano de / está definida del
siguiente modo: “x e, y descienden de los mismos progenitores”. En ese caso,
tras reemplazar en el enunciado problemático el término definido por su defini­
ción, obtenemos ‘Sergi y Víctor descienden de los mismos progenitores, y Víc­
tor y Sergi no descienden de los mismos progenitores’. Esto sí podría contar
como una contradicción puramente lógica.3 Así, la primera estrategia de Witt­
genstein para solventar los casos problemáticos consiste en matizar la tesis del
Tractatus, recurriendo al concepto fregeano de verdad analítica (ID, § 4). Para
Frege, como dijimos, una verdad analítica'es o bien una verdad lógica, o bien
una que puede convertirse en una verdad lógica con ayuda de definiciones. La
tesis de Wittgenstein no es que todos los enunciados necesariamente verdade­
ros del lenguaje natural sean tautologías, sino que son verdades analíticas, en el
sentido de Frege. O, dicho de otro modo, su tesis es que una vez analizados,
todos los enunciados del lenguaje natural satisfacen los postulados de la teoría
figurativa: son tautologías, contradicciones, o enunciados contingentes. Esto es
aún compatible con su concepción descriptiva y no correctiva de la metafísica.
“Todas las proposiciones de nuestro lenguaje común están ya, tal y como están,
en perfecto orden lógico” (5.5563), “toda proposición posible está correcta­
mente construida” (5.4733); pero “el lenguaje disfraza el pensamiento. Hasta tal
punto, que de la forma extema del ropaje no puede deducirse la forma del pen­
samiento que está por debajo”; “es humanamente imposible extraer de él inme­

3. Abreviando ‘.r es progenitor de y con ‘P(.r, y)', ‘Sergi’ con ‘a’ y ‘Víctor’ con ‘b’. su forma lógica podría
representarse aproximadamente así: 3x3y(P(x,a) a P(y.a) a x * y) a 3x3y(P(x,b) a P(y,b) A X í y ) V xV y(P(x.a)
P(y,b)) a 3x(P(x,a) a -’P(x.b)). Ningún modelo puede hacer que un enunciado con esta forma sea verdadero.
diatamente la lógica del lenguaje” (4.002). La lógica del lenguaje no se puede
colegir “inmediatamente”, sino mediatamente, a través del análisis.
Para resolver el problema de la exclusión de los colores mediante esta estra­
tegia necesitamos las pertinentes definiciones para los términos cromáticos del
lenguaje común. 6.3751 sugiere que la definición hará de los colores propieda­
des cuantitativas, mensurables, como lo son las propiedades primarias. Pero esto
no ayuda en nada; pues tal procedimiento no lleva más que a la reproducción
del problema en otro punto: ‘A es una línea de aproximadamente un palmo de
longitud’ excluye conceptualmente ‘A es una línea de aproximadamente dos
palmos de-longitud\ El tono categórico de 6.3751 puede llevamos a pensar que
su autor sabía cómo resolver el problema, aunque se expresa de manera tan
oscura que somos incapaces de deducir la solución a partir de lo que dice. Pero
“Some Remarks on Logical Form” (y la sección vm de las Philosophische
Bemerkungen, T B ’ en lo sucesivo, que incluye el mismo material) desvela que
no era así: él tampoco lo sabía. Pues la idea que en esos textos se atribuye a sí
mismo cuando redactó 6.3751 es claramente inservible; es el tipo de idea que
basta formular explícitamente para que se vea que no puede funcionar. (No me
detengo aquí en explicarla.) Este caso traiciona, así, que Wittgenstein era tam­
bién dado a la pequeña deshonestidad intelectual que todos cometemos: dejar
para más adelante una reflexión seria sobre cómo afrontar, consistentemente con
el resto de nuestras creencias, dificultades conocidas suscitadas por tesis que
nos son caras. Conviene tener esto presente, porque el tono áulico (de “ucases
del zar” los motejó acertadamente Russell) de sus asertos tienen en nosotros el
curioso efecto de ponerlos más allá de la critica.
En resumen, el problema de la exclusión de los colores sugiere que no todas
las verdades analíticas son verdades lógicas, en el sentido del Tractatus: verda­
des en virtud de rasgos muy abstractos compartidos por cualquier lenguaje y el
mundo que representa. La segunda filosofía de Wittgenstein, que presentamos en
XI, hace de este reconocimiento un elemento muy importante para proponer una
nueva concepción del lenguaje. Las Investigaciones diagnostican que el error
fundamental del Tractatus estaba precisamente aquí, en la identificación de las
verdades analíticas con verdades “puramente” lógicas (IF, § 107). Si por ‘lógi­
ca’ entendemos el estudio de las verdades en virtud del significado, y de los argu­
mentos válidos, entonces el problema de la exclusión de los colores sugiere que
la lógica no puede ser tan pura como el Tractatus indica. Nosotros reservaremos
el término ‘lógica’ para lo que el Tractatus identifica como tal, y utilizaremos en
adelante ‘verdad analítica’ y ‘argumento analíticamente válido’ bajo el supuesto
de que estos conceptos pueden muy bien no poderse reducir a los de verdad lógi­
ca y argumento lógicamente válido, en contra del Tractatus.

2. Decir y mostrar

Paso ahora a explicar la otra estrategia wittgensteiniana para dar cuenta de


la existencia de enunciados necesariamente verdaderos (o falsos) que no son
tautologías, la estrategia (b) de las dos descritas al comienzo de la sección ante­
rior. La estrategia del análisis es inservible en lo que respecta al más chocan­
te de los contraejemplos. ¿Cuál es el estatuto de las tesis filosóficas, como, sin
ir más lejos, las propias tesis del Tractatusl Parece claro que, si son verdade­
ras, han de ser necesariamente verdaderas. Sin embargo, es patente que no son
tautologías (ni contradicciones); se argumentará enseguida por qué no pueden
serlo. Puesto que no son ni tautologías, ni contradicciones, ni aseveraciones de
hechos contingentes, ni reducibles mediante el análisis a enunciados de una de
estas tres categorías, si la teoría del lenguaje del Tractatus es correcta, no pue­
den ser en absoluto enunciados semánticamente interpretables; es decir, han de
ser batiburrillos ininteligibles de palabras que sólo en apariencia tienen senti­
do, como los poemas a que era aficionado Lewis Carroll: “agiliscosos giros-
caban los limazones / benerrando por las váporas lejanas”.4 Dado que son inte­
ligibles, tenemos aquí una refutación inmediata — por reducción al absurdo—
de la tesis del Tractatus. Su autor, sin embargo, no concluye lo mismo; su con­
clusión es que estos enunciados son arcanos: enunciados literalmente ininteli­
gibles, pero/de algún modo iluminadores (6.54). Como muchos otros comen­
taristas del Tractatus (comenzando con Ramsey), me declaro incapaz de
comprender cómo un signo ininteligible pueda iluminar nada. La situación es
todavía más paradójica; pues debe existir una diferencia entre los arcanos que
Wittgenstein defiende en el Tractatus, y los arcanos contrarios que defienden
sus adversarios filosóficos. Si no la hubiere, no tendría mucho objeto aducir
razones para defenderlas (como hemos visto que Wittgenstein hace, por más
lapidarias y escuetas que sus razones aparezcan). ¿Cómo puede establecerse
esa diferencia, si unos y otros arcanos son igualmente ininteligibles? Witt­
genstein introduce en este punto la distinción entre decir y mostrar. Merece la
pensa examinar de cerca la cuestión, pues eñ el fondo del problema de los arca­
nos hay algo filosóficamente importante.
Comencemos por el argumento de Wittgenstein para mostrar que hay arca­
nos. Un sistema de representación es, esencialmente, intencional.; es un siste­
ma que permite representar hechos contingentes-si-se-dan-y-posibles-si-no-se-
dan. La existencia de un sistema de representación conlleva necesariamente la
existencia de enunciados inteligibles pertenecientes a ese sistema de los que
esta dualidad está ausente: tautologías y contradicciones. Pero éstos son enun­
ciados que no tiene objeto aseverar, enunciados “sin sentido”. Estrictamente,
por tanto, decir es representar un hecho con las dos posibilidades. Ahora bien,
para que un sistema de representación pueda decir algo, según el Tractatus,
debe poseer necesariamente un elemento significativo de carácter icónico (las
reglas lógico-sintácticas). Se trata, además, de algo absolutamente general;
todo recurso para la representación debe poseer ese elemento icónico. Supon­
gamos ahora que pretendemos decir esto, representando mediante un enuncia­
do p las condiciones necesarias para la representación. Dada la definición de

4. Alicia a través d el espejo, 46.


‘decir’, puesto que un enunciado así no será una tautología, lo que p representa
debe ser algo que podría no darse. Debe existir por tanto la posibilidad que. al
aseverar p pretendemos excluir, es decir, que lo representado por p no se die­
ra. Pero tal cosa es imposible, pues el propio p es una representación, y exhi­
be por ello necesariamente — con independencia de las referencias específicas
de los nombres que puedan aparecer en p— las características que asevera; por
ejemplo, los nombres que aparecen en p deben pertenecer a diferentes catego­
rías lógico-sintácticas, etc. La misma enunciación de p contradice así la exis­
tencia de la posibilidad que se pretende excluir al aseverarlo. O (contrapo­
niendo lo anterior), si existiese la posibilidad que la aseveración de p pretende
excluir, tendría que existir alguna posibilidad sintáctica para los nombres del
lenguaje a que p pertenece que en realidad no existe; una que la sintaxis lógi­
ca con arreglo a la cual están configurados los nombres en p excluye.
Este argumento es una reconstrucción plausible, a mi juicio, de la única
consideración argumentativa que Wittgenstein proporciona en el Tractatus:
“Para poder representar la forma lógica, deberíamos situamos con la proposi­
ción fuera de la lógica, es decir, fuera del mundo” (4.12; cf. también 2.174).
Para poder caracterizar la forma lógica (tal como, en el curso de la presente
exposición de las ideas del Tractatus, hemos venido haciendo hasta aquí) debe­
ríamos presuponer que está abierta (para excluirla con nuestro aserto) una
“posibilidad” impensable; y, lo que es peor, deberíamos hacerlo empleando
para ello modos de representación que no pueden existir, pues están excluidos
por la estructura modal del mundo que todo sistema de representación debe
reflejar.
Hasta aquí el argumento. Veamos ahora cómo (inconsistentemente) Witt­
genstein pretende proporcionarse una salida del callejón sin salida al que su
argumento y sus tesis le han llevado. Los “hechos” lógico-sintácticos que
garantizan la posibilidad de la representación (la isomorfía lógica entre los
hechos representacionales y los hechos representados) están ahí, y deben ser
conocidos á t algún modo por quien quiera que sea capaz de entender una
representación. Para entender lo que un signo proposicional dice (para conocer
el hecho o situación posible que representa) es preciso “conocer” los hechos
lógico-sintácticos sobre el propio sistema de representación (qué ejemplares lo
son del mismo nombre y cuáles lo son de nombres diferentes, así como las
categorías a las que los nombres pertenecen); además, es preciso “conocer” que
los objetos admiten exactamente las mismas posibilidades de combinación.
Sabemos explícitamente aquello que podemos decir, en el sentido anterior­
mente definido. Es claro, entonces, que, según el Tractatus, no podemos saber
explícitamente todo lo anterior, si bien, como acabamos de decir, hemos de
“conocerlo”. Hemos de saberlo de un modo necesariamente tácito) es un cono­
cimiento que no sabemos expresar, y uno además que no estaremos nunca en
disposición de expresar. Pero el uso que hacemos del lenguaje para decir lo qué
sí puede decirse revela que poseemos tal conocimiento. Estos hechos, necesa­
rios para la representación, que deben ser tácitamente conocidos, constituyen
lo que se muestra. Nuestra capacidad de crear y entender representaciones
muestra, o exhibe, que poseemos ese conocimiento, pese a que no pueda mos­
trarse a la manera usual consistente en expresar lo que sabemos.
La información- que un signo transmite, el hecho contingente o meramen­
te posible que un enunciado representa, es lo que el signo dice. Ahora bien,
para ser capaz de entender un signo es preciso conocer ya otras cosas; es pre­
ciso poseer cierta otra “información”. Esa información necesaria para entender
un signo, distinta de lo que el signo dice, es lo que el signo muestra, También
la información mostrada al decir debe ser conocida por quien quiera que dice.
El siguiente ejemplo pretende ilustrar esto, poniendo en evidencia los malen­
tendidos que pueden producirse cuando no se conoce lo que los signos mues­
tran. Supongamos que le doy a mi sastre una pequeña pieza de tela azul con
finas rayas blancas a lo largo cada dos centímetros (dado el ancho de la pieza,
ésta contiene tres rayas en total), con la intención de que le sirva de muestra
de cómo quiero el traje. Las características que el traje ha de tener constituyen
lo que el signo dice. Supongamos que cuando voy a buscar el traje éste resul­
ta ser azul, con sólo tres rayas verticales en un lado. Obviamente, el sastre no
ha entendido lo que mi signo decía. Si no lo ha hecho, es porque no ha capta­
do correctamente la información que el signo mostraba. El sastre no ha com­
prendido cuáles son exactamente las propiedades de la pieza que indican pro­
piedades que ha de tener el traje; en particular, no ha comprendido que el
numero de rayas de la pieza no es una de ellas: es una. propiedad del signo
carente de significación. Si al ir a buscar el traje me encuentro con un traje
azul, con rayas cada dos centímetros, pero de papel, el problema hubiera sido
similar — esta vez por defecto, en lugar de por exceso— : parte de lo que mi
uso del signo mostraba era que el material de que la pieza estaba hecho era
significativo; el sastre no lo entendió así, con lo que no captó la proposición
por mí dicha.
Entre eso que se muestra, pero no se puede decir, están las tesis filosófi­
cas interesantes. “Lo que pertenece a la esencia del mundo no puede expre­
sarse en el lenguaje.'[...] Lo que pertenece a la esencia del mundo, simple­
mente, no se puede decir. Y la filosofía habría de describir la esencia del mun­
do, si hubiera de decir algo” (PB, § 54). El criterio de corrección e incorrec­
ción que Wittgenstein nos ofrece para distinguir entre los arcanos es, pues, que
los arcanos correctos enuncian condiciones necesarias para la representación,
condiciones que es preciso conocer tácitamente para entender lo que la repre­
sentación dice, y de cuyo conocimiento tácito es un indicio la capacidad de
comprender lo dicho.
El argumento de Wittgenstein es especioso, y la distinción entre decir y
mostrar no puede servir para hacer comprensible una contradicción (la de que
hay signos ininteligibles pero iluminadores y “verdaderos”). Sin embargo
— como ocurre con los argumentos especiosos interesantes-—, hay hechos pro­
fundos que aprender sobre el lenguaje tanto del argumento como de la distin­
ción entre decir y mostrar. A estas alturas de la discusión parece razonable acep­
tar que existen condiciones necesarias para la representación. Las representa­
ciones son esencialmente intencionales — falibles e intensionales (ID, § 1)— , y
esto requiere una explicación. La idea tractariana de una isomorfía lógicamente
el lenguaje y el mundo, que conlleva necesariamente la sistematicidad que
observamos en los sistemas de representación (y la validez de los principios
fregeanos de Composicionalidad y del Contexto), tiene a mi juicio todos los
visos de ser un elemento indispensable para explicar la intencionalidad de la
representación. Un segundo elemento indispensable puede ser la idea repre­
sentacionalista de que, para ser capaces de referir a objetos reales, las expre­
siones deben estar primariamente asociadas a conceptos cognoscitivamente
transparentes —sentidos o “significaciones primarias”—• capaces de identifi­
carlos y susceptibles de fracasar al pretenderlo. Como dije en la introducción,
en filosofía cabe atribuir certidumbre a nuestras propuestas tan poco como en
cualquier otro ámbito teórico. Lo qué sí cabe es defender con toda convicción
aquello para lo que disponemos de buenas razones; y creo que hemos expues­
to buenas razones para todo esto en las páginas precedentes, al hilo de nuestra
exposición de las aportaciones importantes a la filosofía del lenguaje de los
filósofos hasta aquí estudiados.
Supongamos, pues, que hay elementos necesarios para la representación
como los descritos. Estos son elementos necesarios para decir, en el sentido
antes definido. Y, además, deben ser de algún modo conocidos por los hablan­
tes competentes, pues están involucrados en nuestra capacidad para decir sig­
nificativamente y entender signos proposicionales que nunca antes habíamos
dicho o entendido. Sí definimos como unos párrafos más arriba ‘conocimien­
to explícito’ (sabemos explícitamente lo que podemos decir), se sigue inme­
diatamente de esto que para poder decir es preciso poseer conocimiento no
explícito, tácito. Vemos así cómo la distinción entre conocimiento tácito y
explícito a que recurrimos en I, § 4, para indicar en qué podría consistir la
información que proporcionan las teorías lingüísticas en general (y la filosofía
del lenguaje en particular), cala más hondo de lo que entonces podíamos sos­
pechar. Si usamos ‘mostrar’ como se acaba de explicar (exclusivamente a pro­
pósito de estos aspectos necesarios para la representación que deben ser táci­
tamente conocidos), parece, pues, que no hay decir sin mostrar, como Witt­
genstein indica. Supongamos que al decir p se muestra q. Explicamos en I,
§ 4 que decir q a quien es capaz de decir /?, y, por tanto, sabe tácitamente q,
puede muy bien ser informativo para él si su conocimiento era meramente táci­
to. Pero ahora tenemos un argumento, el de Wittgenstein, que parece conllevar
que no es posible proporcionar esa información. Pues al decir q estaremos
enunciado algo necesariamente verdadero.
Ahora bien, basta separar los conceptos de anaiiticidad y verdad lógica
— como hemos indicado al final de la sección anterior que es preciso hacer en
cualquier caso— para que el problema se disuelva. Un enunciado puede ser
una verdad analítica, sin tener por ello que ser lógicamente verdadero (ni redu-
cible a verdades lógicas mediante definiciones). Hay, por tanto, al menos dos
modos en que un enunciado puede ser necesariamente verdadero:-puede ser
lógicamente verdadero, o puede ser analíticamente verdadero sin ser lógica­
mente verdadero, q , el enunciado que expresa lo que se muestra al decir p , pue­
de ser necesariamente verdadero (puede incluso mostrar el propio acto de
enunciar q los hechos sobre p que q asevera) como lo es ‘si A es enteramente
rojo, entonces A no es verde’, sin ser por ello lógicamente verdadero. Conce­
demos a Wittgenstein que, estrictamente, decir implica excluir posibilidades
que lógicamente están abiertas; pero rechazamos que ello conlleve que sólo
pueda decirse lo que es contingente. Pues puede ocurrir que las posibilidades
excluidas estén sólo lógicamente abiertas, pese a que, en un sentido más estric­
to (el que toma en consideración todos los aspectos involucrados en la posibi­
lidad analítica, y no sólo los lógicos) sean imposibles. Las posibilidades
excluidas serían en ese caso sólo lógicamente posibles, aunque analíticamente
imposibles. Sin ir más lejos, ‘“2 + 2 = 4 o 2 + 2 * 4 ’ es una verdad lógica” es
una verdad analítica, pero no tiene por qué ser una verdad lógica. Olvidado el
mito del análisis, no lo es; pues su forma lógica es Pa, y hay muchos enun­
ciados de esa forma que son falsos. Cabe aseverar“ ‘2 + 2 = 4 o 2 +' 2 * 4 ’ es
una verdad lógica”, porque excluimos al hacerlo una posibilidad lógica: la de
que el objeto referido por el sujeto de ese enunciado elemental no tenga la pro­
piedad referida por el predicado..
Esta explicación permite también ofrecer una concepción nada misteriosa
de los arcanos iluminadores. Eso que, según Wittgenstein, se muestra, pero no
se puede decir, son simplemente proposiciones analíticamente verdaderas pero
no lógicamente verdaderas; proposiciones análogas a ‘A es enteramente rojo y
A no es verde’ en su estatuto modal, salvo que versan sobre hechos semánti­
cos fundamentales. Como hemos visto, el argumento wittgensteiniano según el
cual estas proposiciones no se pueden decir no es aceptable. Vistos de este
modo, los arcanos son tesis característicamente filosóficas, que tiene sentido
someter a evaluación racional. Ni que decir tiene, esto supone renunciar a la
explicación general de la modalidad que proporciona el Tractatus (por más que
podamos aceptarla para las verdades lógicas en sentido estricto).
El lector puede pensar que esta respuesta al argumento de Wittgenstein es
superficial. Y, en cierto modo, ello es así; al distinguir verdad lógica de ver­
dad analítica no hemos hecho más que comenzar lo que habría de ser una
corrección profunda de las simplificadoras ideas tractarianas sobre la modali­
dad.5 No sólo no puede identificarse la necesidad y la contingencia metafísicas
con la necesidad y la contingencia lógicas, como propone el Tractatus; tam­
poco pueden identificarse con la necesidad y la contingencia analíticas, ni con
la cognoscibilidad a priori y la que no lo es. Esta más profunda corrección

5. La revisión de las ideas habituales en la comunidad filosófica sobre la modalidad (que ni siquiera eran las
del Tractatus, sino una versión convencionalista —o aguada de algún otro modo— de las m ism as, en que la idea de
una modalidad objetiva no tenía lugar) es quizás la más profunda aportación de la obra filosófica más incisiva e influ­
yente de los últimos años. El nom brar y la necesidad, de Saúl Kripke. La revisión de Kripke supone un cam bio de
rumbo tan considerable, que hay que volver a los escritos de Aristóteles para encontrar una idea simiiarmente opues­
ta a todo reductivismo de la modalidad. Todas las propuestas de este trabajo en el sentido de que es crucial, para com ­
prender correctamente los problemas fundamentales relativos al lenguaje, refinar considerablemente las distinciones
modales, están en ultimo término inspiradas en las ideas de Kripke; incluso cuando se utilizan para afirmar tesis que
Kripke no suscribiría.
dejaría abierta la posibilidad de que la necesidad de los enunciados que dicen
lo que todo enunciado muestra no se identifique tampoco con la analiticidad,
ni siquiera con la cognoscibilidad a priori. En la misma línea, es razonable
proponer una corrección adicional al argumento de Wittgenstein: rechazar la
identificación de verdad lógica con verdad cierta. Como sugerí en el capítulo
anterior, en cualquier sentido razonable las verdades ciertas (aquellas que nin­
gún dato nos haría corregir) son sólo un subconjunto propio de las verdades
lógicas, como éstas lo son de las verdades analíticas. Puede muy bien haber
verdades lógicas que sabemos de manera incierta; en estos casos, estaríamos
dispuestos a corregir nuestro juicio en ciertas situaciones. Hay teoremas mate­
máticos que se aceptan provisionalmente, sobre la base de demostraciones tan
complicadas, que ningún ser humano puede sentirse razonablemente cierto de
su conocimiento. Lo mismo puede ocurrir con verdades puramente lógicas. Es
incluso concebible que se impugne la creencia en un teorema así provisional­
mente establecido sobre la base de datos empíricos. (Por ejemplo, resultados
obtenidos utilizando ordenadores, programados de tal modo que no somos
capaces de determinar a priori que las pruebas que realicen serán válidas.)6 Me
parece que la definición previa de decir sólo es razonable si se utiliza la moda­
lidad con extensión más limitada, la certeza: estrictamente hablando, sólo deci­
mos aquello de cuyo darse no podemos estar ciertos; aquello tal que es conce­
bible que nos viéramos en la tesitura de corregir nuestro juicio previo sobre su
verdad. En cualquier caso, la discusión precedente refuta ei especioso argu­
mento que hemos atribuido a Wittgenstein, de la manera más inmediata
posible.

3. El principio de determ inación del sentido

Examinaremos ahora la segunda de las tesis de (4.023), “la realidad debe


quedar restringida por la proposición a dos alternativas: sí o no”, el Principio
de Determinación del Sentido (3.23) (o “principio de bivalencia”, como se
denomina contemporáneamente): cada proposición deja sólo dos opciones a la
realidad, que ésta ia corrobore, o que la refute. Los datos intuitivos más fla­
grantes contra el principio de determinación del sentido son de dos tipos: (i)
vaguedad; (ii) términos carentes de significación.
(i) Vaguedad. Muchos términos del lenguaje común (incluso ios que se uti­
lizan cuando queremos hablar con la mayor propiedad, al hacer afirmaciones
científicas, o declarar en un juicio) son vagos. ‘Calvo’ es la ilustración usual,
pero ‘rojo’, ‘cúbico’ (dichos de objetos físicos, no de nuestras experiencias o
de entidades “abstractas”), ‘silla’, etc., servirían igual.7 La vaguedad no es una

6 . Esta idea es de Kripke. Véase El nom brar y la necesidad.


7. Los términos que utilizamos en V, § 5 para presentar las tesis proyectivistas, tales com o, ‘cóm ico’, ‘gra­
v e ’, ‘aburrido’, ‘entretenido’, plantean problemas mas graves; com o allí explicam os, en estos casos la vaguedad no
parece eliminable por el procedimiento de “refinar” la especificación de su significado.
cuestión de falta de conocimiento; no se trata de que haya personas respec­
to de las cuales no estamos en condiciones de saber si son o no calvos (Ram-
sés VID en el momento de su muerte), sino de que hay personas respecto de
las que no parece estar determinado si lo son o no lo son. La falta de definición
en nuestro conocimiento no sería una violación del principio de determinación
del sentido: el principio dice que la realidad debe determinar una de entre dos
posibilidades que la proposición deja abiertas, no que nosotros debamos ade­
más saber de cuál se trata. Ahora bien, si a es P es una proposición en 1a: que
un predicado vago P se aplica a un término iz, pueden ocurrir tres cosas: que
el predicado se aplique al objeto; que no se aplique; y que el objeto caiga en
la “zona de penumbra” del predicado. El tercer caso es claramente distinto a
los otros dos: si eso es lo que se da realmente, la proposición no es ni defini-
damente verdadera (como en el primero), ni definidamente falsa (como en el
segundo). Pero entonces estas proposiciones no restringen la realidad a dos
opciones, sino (al menos) a tres. Digo “al menos” porque los límites de la
“zona de penumbra” de los predicados vagos son, ellos mismos, borrosos; hay
objetos que están claramente en la zona de penumbra, y otros que están “más
cerca” de aquellos a los que el predicado se aplica, etc,
(ii) Nombres sin referencia. En la medida en que las expresiones que apa­
recen en oraciones atómicas tengan una referencia objetiva, por las razones que
diera Frege (VI, § 2), parece compatible con que las proposiciones en que esas
expresiones aparecen tengan sentido que carezcan de referencia. Esta posibili­
dad parece realizarse, por ejemplo, en proposiciones como ‘Vulcano es un pla­
neta del sistema solar’ o en ‘en la combustión de madera se desprende flogis-
to’. Pero las oraciones, como éstas, en que tal cosa ocurre, pese a tener senti­
do no parecen ser ni verdaderas ni falsas; no, al menos, como lo son ‘el autor
de Beowulf fue quien inició la tradición poética nacional española’, que (con­
fiemos) es definidamente falso, o ‘en la combustión de madera se toma oxí­
geno’, que es definidamente verdadera. En tal caso, de nuevo, una oración
atómica o(a) en la que aparezca un nombre a con una referencia objetiva
(no importa su categoría, lógica) no restringe la realidad a dos opciones, no
tiene un sentido determinado. Además de la posibilidad de que sea verdade­
ra y la de que sea falsa, existe, al menos, una tercera posibilidad igualmente
compatible con el que posea sentido: a saber, que el término a carezca de
referencia.
En ambos casos, la solución de Wittgenstein es apelar a la estrategia exa­
minada en la sección primera; es decir, la estrategia del análisis. Como él mis­
mo dice en un texto que citamos anteriormente, es aquí que la teoría russellia-
na de las descripciones se mostró especialmente apropiada: “Hablé como si
hubiese un cálculo en el cual tal disección fuese posible. Tenía vagamente en
mente algo como la definición que Russell había dado para el artículo defini­
do, y pensaba que, de manera similar, podrían usarse impresiones visuales, etc.,
para definir el concepto, digamos, de esfera, exhibir así de una vez por todas
las conexiones entre los conceptos y poner de manifiesto la fuente de todos los
malentendidos, etc.” (PG, 211). El Tractatus describe este proceso de análisis,
mostrando cómo el origen de la idea es en efecto “la definición que Russell
había dado para el artículo definido”.
“Que un elemento de la proposición significa un complejo puede verse en
una indeterminación en las proposiciones en que aparece. Sabemos que no todo
está determinado por estas proposiciones” (3.24). La “indeterminación” a la
que se refiere aquí Wittgenstein es consecuente a la presencia en el enunciado
de un término con referencia objetiva; consiste en la existencia de una situa­
ción posible, que somos capaces de concebir coherentemente, en que la pro­
posición no sería (supuesto que el término funcione como se pretende en tal
concepción) ni verdadera ni falsa. Naturalmente, Wittgenstein no puede creer
que la proposición esté de hecho indeterminada (eso sería inconsistente con su
afirmación de que las proposiciones del lenguaje cotidiano ya tienen un senti­
do determinado, por más que velen su forma lógica). Lo que cree más bien es
que esa aparente indeterminación, manifiesta a quien comprende la proposi­
ción, revela que hemos confundido (a causa de la forma sintáctica de la pro­
posición en el lenguaje cotidiano) el signo de un “complejo” con el signo de
un simple. El que sepamos que, tal y como entendemos el signo, si fuese real­
mente simple podría haber una situación en que la proposición no sería verda­
dera ni falsa, revela que el signo aparentemente simple “comprime” en reali­
dad, a través de una definición, el símbolo de un complejo: “Que el símbolo
de un complejo ha sido comprimido en un símbolo simple puede expresarse a
través de una definición” (3.25). La definición en cuestión establece la equi­
valencia entre el signo aparentemente simple y una descripción definida, que
hace explícito lo que en la concepción fregeana sería su sentido. Así, por ejem­
plo, ‘Vulcano =df el cuerpo celeste ubicado entre Mercurio y el Sol, que cau­
sa las alteraciones en la órbita de Mercurio’.
Ahora bien: “Todo signo definido significa por medio de los signos a tra­
vés de los cuales ha sido definido; y las definiciones señalan el camino”
(3.261). “Todo enunciado sobre complejos se puede descomponer en un enun­
ciado sobre sus partes componentes y en aquellas proposiciones que describen
completamente el complejo” (2.0201). Este último epígrafe aparecía glosado
en las “Notes on Logic” mediante la siguiente apostilla: “esto es, aquella pro­
posición que es equivalente a decir que el complejo existe”. Así, ‘Vulcano es
un planeta’ puede “descomponerse” (utilizando para ello la definición anterior,
y aplicando después a la descripción la teoría de las descripciones de Russell,
VIII, § 2) en algo así como lo siguiente: ‘hay un único cuerpo celeste ubicado
entre Mercurio y el Sol que causa las alteraciones en la órbita de Mercurio, y
ese cuerpo es un planeta’. El primer miembro de la conjunción expresa la pro­
posición “que describe completamente el complejo”, es decir, la “que es equi­
valente a decir que el complejo existe”. El segundo, la proposición sobre las
“partes componentes” del enunciado sobre el complejo. En el supuesto que
antes contemplábamos como uno en el que ‘Vulcano’ carecería de significar
ción, la proposición más analizada que hemos obtenido a través del: proceso de
“descomposición” descrito tiene ahora un valor de verdad perfectamente: defi­
nido; es, lisa y llanamente, falsa: “El complejo sólo puede darse por medio de
su descripción, y ésta será correcta o incorrecta. Una proposición que mencio­
na el complejo no carecerá de sentido si éste no existe, sino que será simple­
mente falsa” (3.24).
Naturalmente, ‘hay un único cuerpo celeste ubicado entre Mercurio y el
Sol que causa las alteraciones en la órbita de Mercurio, y ese cuerpo es un pla­
neta’ sólo es una proposición más analizada que ‘Vulcano es un planeta’; en la
medida en que aún incluya términos que — como ‘Vulcano’— podrían carecer
de referencia pese a tener significado, seguimos sin estar aún ante esa pro­
posición “completamente analizada” que ofrece el “único análisis” existente
para toda proposición (3.25). Y, ciertamente, los incluye: ‘el Sol’, ‘Mercurio’,
‘planeta’, etc. ¿Qué condiciones debe cumplir una proposición para constituir
tal análisis completo? ifel Tractatus sólo nos da una condición que limita la
selección de candidatos posibles, pero no nos proporciona ejemplos concretos
de proposiciones que la satisfacen: aparte de constantes lógicas y variables, una
proposición completamente analizada sólo puede contener nombres, que son
expresiones no definibles; sus significaciones son “simples”, en el sentido de
que no son entidades conocidas a través de una descripción que define el nom­
bre. “ ‘En cierto sentido, un objeto no puede ser descrito’. Aquí ‘objeto’ signi­
fica ‘referencia de una palabra no ulteriormente definible’, y ‘descripción’ o
‘explicación’ significa ‘definición’. Pues, desde luego, no se niega que el obje­
to pueda ser ‘descrito desde fuera’, que le puedan ser adscritas propiedades,
etc.” (PG,2Q8).\
jf^La razón última para caracterizar los nombres como indefinibles está en
que se garantiza con ello que un nombre significará de tal modo que será inco­
herente suponer que el término carezca de referencia; los “nombres” del Trac­
tatus son así los “nombres propios genuinos” (VIII, § 2) de Russell. “Aquello
a lo que una vez llamé ‘objetos’, los simples, eran aquello a lo que puedo refe­
rirme sin correr el riesgo de su posible no existencia; esto es, aquello para lo
que no hay ni existencia ni no existencia, y esto quiere decir: aquello de lo que
puedo hablar no importa lo que ocurra” (PB, § 36). “Un nombre propio en este
sentido puede ser definido diciendo que si sustituye a £ en “i; existe” el resul­
tado es un sinsentido” (Lee, 15). “«Quiero llamar ‘nombre’ sólo a lo que no
puede estar en la combinación ‘X existe’.— Y así no puede decirse ‘El rojo
existe’, porque, si no hubiera rojo, no se podría en absoluto hablar de él.»”
“«Algo rojo puede ser destruido, pero el rojo no puede ser destruido y es por
eso por lo que el significado de la palabra ‘rojo’ no depende de la existencia
de una cosa roja»” (Investigaciones filosóficas, § 58 y § 57. Las comillas las
usa Wittgenstein en estos párrafos iniciales de las Investigaciones para men­
cionar las reflexiones propias de sus puntos de vista en la época del Tractatus,
separándolas de las críticas que las suceden). Los objetos, las significaciones
de los nombres, no son pues sólo “simples”, los “átomos” lógicos a los que se
llega mediante el análisis (no “compuestos”, es decir, indescriptibles); lo son
de modo que, gracias a ello, su existencia no puede ser puesta en cuestión. Son
la “sustancia” del mundo, aquello con lo cual fabricamos todas las situaciones
que podemos concebir; aquello que comparte con el mundo real cualquier cir­
cunstancia que podamos pensar (2.022-2.023). Los simples son una “sustan­
cia” porque no pueden no existir: existen en todos los mundos posibles.
Un aspecto ulterior de esta condición límite que impone el Tractatus a ios
simples y a las proposiciones elementales que tratan de ellos aparece implíci­
tamente aseverado en estas preguntas retóricas: “¿Podemos entender dos nom­
bres sin saber si designan la misma cosa o dos cosas diferentes? ¿Podemos
entender una proposición en que aparecen dos nombres, sin saber si significan
lo mismo o algo diferente?” (4.243). Naturalmente, si con ‘nombre’ nos refe­
rimos a los términos que aparecen en enunciados elementales del lenguaje
natural, la respuesta a ambas preguntas es claramente positiva: eso es lo que
ocurre con ‘Héspero’ y ‘Fósforo’, o ‘agua’ y ‘H20 \ Más aún, eso es lo que
cabe esperar si las referencias son objetivas. Pues las significaciones objetivas
de los términos sólo pueden ser conocidas si hay, asociada con el término,
información que nos permite identificar la significación; y dos términos pue­
den estar asociados con informaciones distintas que identifican sin embargo la
misma referencia (VI, § 2).
Todas estas son consideraciones limitativas: excluyen candidatos a “sim­
ples”. Vemos así cómo el Tractatus contempla un proceso de análisis, al final
del cual hemos de obtener proposiciones construidas mediante las operaciones
que introducen constantes lógicas a partir de proposiciones elementales, todos
cuyos nombres se limitan a estar en lugar de indefinibles.^No hay distinción
entre sentido y referencia para ellos, porque las dos razones que requieren
introducir sentidos además de referencias están excluidas: es imposible que un
usuario competente piense que dos nombres con referencias distintas tienen la
misma referencia, y es imposible que sean comprendidos aunque no tengan
referencia. De este modo, ni el problema de la vaguedad ni el de los términos
sin referencia se dan, en realidad; una vez completamente analizadas, se pue­
de ver que las proposiciones del lenguaje natural tienen un sentido determina­
do, y que es imposible que haya situaciones en que carecerían de valor verita-
tivo: “[...] sentimos que el mundo ha de constar de elementos. Y parece como
si esto fuera idéntico con la proposición de que el mundo debería ser lo que
es, debería estar definido. O con otras palabras: lo que vacila son nuestras
determinaciones, no el mundo. Parece' como si negar los objetos fuera tanto
como decir: el mundo puede ser indefinido en el sentido, acaso, en el que nues­
tro conocimiento es incierto e indefinido. El mundo tiene una estructura fija”
{Diarios Filosóficos, 17-6-15).8
Es claro que se sigue de estas condiciones limitativas que ninguna entidad

8. Dado que la filosofía no puede consistir en d ecir cosas (pues las verdades filosóficas conciernen a lo que
se muestra, pero no se puede decir), el Tractatus identifica la filosofía con la práctica de esta actividad de analizar las
proposiciones del lenguaje común reemplazando los términos definidos por los que los definen, con el fin de elim i­
nar los malentendidos (4 .1 1 1). Quizás lo único común al Tractatus.y a las Investigaciones esté aquí: el autor de ambas
obras recomienda a los filósofos tareas aburridas; tareas, por cierto, que él mismo se ahorra, dedicándose en lugar de
ello a la mucho más interesante actividad de justificar sus recomendaciones. Ello requiere examinar todos los proble­
mas filosóficos de que, de atenerse a sus recomendaciones, después de cada una de las obras de Wittgenstein los demás
filósofos habnan de olvidarse.
objetiva (ID, § 2) puede ser un simple! La Luna, pongamos por caso, no pue­
de ser un simple^,pues podemos describir coherentemente situaciones en que
nos convencemos de que ‘la Luna’ carece después de todo de significación:

«Lo que designan los nombres dei lenguaje tiene que ser indestructible:
pues se tiene que poder describir el estado de cosas en el que se destruye todo
lo que es destructible. Y en esta descripción habrá palabras; y lo que les corres­
ponde no puede entonces destruirse, pues de lo contrario las palabras no ten­
drían significado.» No debo serrar la rama sobre la que estoy sentado. (.Inves­
tigaciones, § 55).
[...] se siente la tentación de hacer una objeción contra lo que ordinaria­
mente se llama «nombre»; y se puede expresar así: que el nombre debe desig­
nar realmente un simple. Y esto quizás pudiera fundamentarse así: Un nombre
propio en sentido ordinario es, pongamos por caso, la palabra «Nothung». La
espada Nothung consta de partes en una determinada configuración. Si se com­
binasen de otra manera, no existiría Nothung. Ahora bien, es evidente que la
oración «Nothung tiene un tajo afilado» tiene sentido tanto si Nothung está aún
entera como si ya está hecha pedazos. Pero si «Nothung» es el nombre de un
objeto-, ese objeto ya no existe cuando Nothung está hecha pedazos; y como
ningún objeto correspondería al nombre, éste no tendría significado. Pero
entonces en la oración «Nothung tiene un tajo afilado» figuraría una palabra
que no tiene significado y por ello la oración sería un sinsentido. Ahora bien,
tiene sentido; por tanto, debe corresponder algo a las palabras de las que cons­
ta. Así pues, la palabra «Nothung» debe desaparecer con el análisis del senti­
do y en su lugar deben entrar palabras que nombran simples. A estas palabras
las llamaremos con justicia los nombres genuinos (Investigaciones, § 39).

Es necesaria una pequeña glosa para apreciar la pertinencia de este texto.


Con el fin de remedar uno de los argumentos del Tractatus en la forma más
inteligible posible, Wittgenstein considera en estos textos un objeto que es
“compuesto” en el sentido más habitual del término: se trata de un particular
(la espada) compuesto a partir de particulares más pequeños (la hoja, la empu­
ñadura, la cruz).\Mas no debe olvidarse que en el Tractatus “compuesto” signi­
fica, simplemente, descriptible, o (lo que es lo mismo) definible mediante una
descripción Así se pone de manifiesto, por ejemplo, en el texto “Complex and
Fact” (incluido como apéndice tanto en Philosophische Bemerkungen como en
Philosophische Grammatik), manifiestamente destinado a criticar puntos de
vista del Tractatus, al que pertenece este fragmento: “Decir que un círculo rojo
está compuesto de la rojez y la circularidad, o que es un complejo con estas
partes componentes, es un mal uso de estas palabras y es desorientador (Fre­
ge lo sabía, y me lo dijo).”9
CEl Tractatus no nos da, pues, ejemplos concretos de simples; sólo las con­
diciones limitativas que acabamos de bosquejar, las que se siguen de la exi­

9. Confróntense igualmente las consideraciones sobre los diferentes tipos de composición de una figura visual
en las Investigaciones, § 47 (justamente después de una referencia explícita al Tractatus).
gencia de respetar (al final del análisis) el principio de bivalencia. Sin embar­
go, sí incluye afirmaciones que sólo cabe interpretar (si las1-¿ornamos literal­
mente) supuesta la corrección de ia única interpretación razonablemente clara
que, por lo demás, parece capaz de pasar la condición límite que la obra sí
impone. En mi opinión, es claro que los simples deben ser objetos fenoméni­
cos, constituyentes de las vivencias subjetivas que experimentamos en estados
conscientes (notares, como los llamé en DI, § 2) independientemente de que
lo experimentado corresponda a algo que se da realmente o no. Nada habría de
extraño en esto si el Tractatus contemplase algo análogo a la distinción de los
representacionalistas entre los objetos intencionales objetivos de nuestros pen­
samientos y proposiciones, y las entidades internas que permiten especificar­
los — sin compromiso alguno con la existencia de nada objetivo— . Pero, en el
contexto del Tractatus, decir que los referentes de los nombres son entidades
fenoménicas implica que los hechos atómicos existentes (los representados en
proposiciones elementales verdaderas, 4.21), la totalidad de los cuales consti­
tuye el mundo (2.04), son entidades con el estatuto ontológico de las vivencias.
Los “hechos” del Tractatus no tienen así nada que ver con lo que en El, § 2
denominamos “acaecimientos”: noSon objetivos:^
| Si esta interpretación es correcta, la metafísica del Tractatus es fenome­
nalista. Naturalmente, es necesario cualificar la identificación de los hechos
con vivencias. Como vimos en V, § 3, también ios fenomenalistas reconocen
que, en algún sentido, los objetos intencionales de las proposiciones y los pen­
samientos verdaderos — ios que constituyen “el mundo”— son hechos “obje­
tivos”; pues también ellos deben reconocer una diferencia entre las alucinacio­
nes y los sueños, por un lado, y la “realidad”, por otro. En V, § 3, vimos cómo
hacen los fenomenalistas esta distinción, recurriendo al concepto de generali­
zación nómica; Wittgenstein la traza en los mismos términos.1
( Sobre la base de que el libro no da ningún ejemplo específico de simples,
algunos comentaristas han concluido que Wittgenstein no tenía ideas definidas
al respecto: sabía que debe haber simples, y no le importaba no tener ningún
ejemplo. Esto es, hasta cierto punto, verdadero; Wittgenstein no podía dar con
ningún ejemplo compatible con el postulado de independencia, a su vez nece­
sario para pretender siquiera identificar todas las verdades analíticas con ver­
dades lógicas. Pero una cosa es que no pudiera dar ejemplos concretos, y otra
muy distinta que no tuviera ideas definidas sobre el estatuto ontológico de los
simples, y sobre las consecuencias metafísicas de sus propuestas semánticas!
Esto es sin duda falso, como en las páginas sucesivas muestro con un buen aco­
pio de datos.

4. Reductivismo elim inatorio causal y fenomenalismo en el Tractatus

El primer elemento de juicio significativo procede de 1a explicación de las


relaciones nómicas que ofrece el Tractatus: “No cabe inferir, de ningún modo,
la existencia de un hecho a partir de la existencia de otro completamente dis­
tinto. No existe un nexo causal que justifique tal inferencia. No podemos infe­
rir los acaecinfidivos futuros a partir de los presentes. La creencia en el nexo
causal es la superstición” (.Tractatus, 5.135-5.1361; cf. también 6.37-6.372,
6.31). Existen dudas sobre si Hume defendió la concepción humeana de las
relaciones causales en la interpretación reductivista eliminatoria (V, § 3), pero
no me cabe ninguna en cuanto a que el Tractatus sí lo hace. Según el Tracta­
tus, hay hechos que podemos conocer. Como Anscombe señala acertadamen­
te, 5.156 presupone que, según el Tractatus, existe conocimiento cierto: “Sólo
usamos la probabilidad en ausencia de la certidumbre; cuando no conocemos
plenamente un hecho, pero sabemos algo sobre su form a.” Hay, pues, hechos
que sí “conocemos plenamente”. Podemos conocer con certidumbre he­
chos concretos, percibidos o recordados. Pero no podemos conocer la verdad
de una generalización empírica, por más compatible que sea con los hechos
conocidos y por más “nómica” que sea. Pues muchas otras generalizaciones
igualmente empíricas son lógicamente compatibles con esos datos; pero “la
conexión entre lo ya sabido y el saber es la de la necesidad lógica” (5.1362).
Si no conocemos acaecimientos futuros, es porque no conocemos leyes causa­
les que justifiquen el paso del conocimiento del presente y del pasado al del
futuro. Este modo de argumentar es el de quien defiende la concepción reduc­
tivista sobre las relaciones nómicas; todo lo que puede haber de real en una
relación causal se reduce a una generalización fáctica, y la verdad de las gene­
ralizaciones fácticas sólo se conoce cuando se conocen todos los casos. Y esto
es lo coherente con la tesis del Tractatus según la cual la única necesidad es
la necesidad lógica.
Éste es el sentido de los pasajes pertinentes entre 6.3 y 6.372; la única
diferencia entre ellos y los argumentos tradicionales de Hume está en que la
explicación del modo en que elaboramos conjeturas sobre la naturaleza de las
generalizaciones empíricas verdaderas, a partir de la experiencia pasada, es en
el Tractatus más refinada. Como Hume, Wittgenstein admite que tenemos
expectativas sobre el futuro, y, por tanto, que creemos confirmadas unas gene­
ralizaciones empíricas y no otras. A diferencia de Hume, Wittgenstein sostie­
ne que no se trata, meramente, de un proceso psíquico basado en el hábito.
Wittgenstein incluye como parte del proceso la práctica científica de elaborar
generalizaciones que satisfacen ciertos principios generales, como la ley de la
acción mínima, la ley de conservación, el principio de razón suficiente, etc.
“ ‘Ley causal’, este es un término de género” (6.321). La mecánica misma per­
tenece a este grupo. La verdad de estos principios es a priori, pero no lógica;
por tanto, según Wittgenstein, pertenece a lo que se muestra, y no se puede
decir. Se muestra en las expectativas que formamos, en las predicciones que
hacemos sobre el futuro; ellas revelan qué generalizaciones empíricas conside­
ramos nómicas, de entre todas las que son compatibles con lo que sabemos con
certidumbre a través de la experiencia.
De manera general, sin entrar en los detalles de qué hormas específicas
utilizamos para construir generalizaciones nómicas, cabe decir: “El procedi­
miento de la inducción consiste en que asumimos la ley mas simple que cabe
armonizar con la experiencia” (6.363). La idea de “ley más simple” podría ser
elaborada, detallando cuáles son, específicamente, las leyes del grupo de las
“causales”: la mecánica, etc. (O, mejor dicho, podría ser elaborada si pudiera
decirse lo que en realidad sólo se muestra.) Pero “este procedimiento no tiene
una fundamentación lógica, sino psicológica”. Las generalizaciones empíricas
de hecho verdaderas no tienen por qué ajustarse a ninguna de las hormas con
arreglo a las cuáles construimos nuestras expectativas; ni siquiera a las elabo­
radas de la manera científica más refinada. (Véase la analogía de 6.341.) Unas
generalizaciones empíricas u otras serán de hecho verdaderas, y todas las gene­
ralizaciones verdaderas tendrán una u otra forma genérica en común; pero las
generalizaciones empíricas verdaderas pueden ser justamente aquellas que
nuestros criterios inductivos descartan, como #C(k)# <-> #E(veroJo)# (V, § 3). “A
toda la visión moderna del mundo subyace el espejismo de que las llamadas
leyes de la naturaleza son las explicaciones de los fenómenos de la naturaleza.
Y así se aferran a las leyes de la naturaleza como a algo intocable, al igual que
los antiguos a Dios y al destino. Y ambos tienen razón y no la tienen. Pero los
antiguos son, en cualquier caso, más claros, en la medida en que reconocen un
final claro; mientras que el nuevo sistema hace parecer como si todo estuviera
explicado.”
La suposición de que son “leyes naturales” unas generalizaciones empíri­
cas y no otras, de todas las que coinciden igualmente con los casos observa­
dos, es intocable —como lo era la creencia de los antiguos en Dios o el desti­
no— , pues no podemos dejar de hacer esa distinción. El criterio inductivo para
trazar la distinción entre unas y otras generalizaciones es un elemento semán­
tico necesario de un sistema de representación; pues la distinción entre qué
generalizaciones coincidentes con lo observado son nómicas, y cuáles no, es
algo que se muestra; es una característica necesaria de los lenguajes. Es, por
tanto, un final último. Pero se trata de fundamento tan poco firme como el de
los antiguos; pues no estamos aquí ante un hecho lógico, común a todo siste­
ma de representación posible y que por tanto refleja la estructura del mundo,
sino ante uno que puede variar de lenguaje a lenguaje. Es decir, los principios
generales utilizados para construir las generalizaciones sobre la base de las
cuales elaborar nuestras expectativas sobre el futuro a partir de lo que conoce­
mos (la “finura de la malla”, en la metáfora de 6.341) pueden variar arbitra­
riamente. No hay ninguna razón lógica por la que haya de adoptar para elabo­
rar mis expectativas a partir de los casos observados la generalización #C(k)#
#E(rojo)#, en lugar de # 0 ^ # f-> #E(vcrojo)#; ni hay ninguna razón lógica por
la que no podría adoptar un lenguaje con un criterio inductivo mucho más per­
misivo, “abierto” a la posibilidad de todas las generalizaciones contrapuestas
compatibles con los datos, y, así, suspender el juicio sobre todo suceso futuro.
Lo esencial de la interpretación reductivista de la concepción humeana es
que descarta la existencia de una relación objetiva entre acaecimientos cog­
noscible a posteriori, y, sin embargo, con alcance modal (manifiesto en-ios
contrafácticos y las generalizaciones subjuntivas que implica). Quizás Hümé
defendiera en realidad la menos radical interpretación proyec ti vista (Vi § :5)i
Sin embargo, me parece claro que Wittgenstein sí defiende en el Tractatus la
concepción humeana en esta interpretación. La razón que tengo para ello es
que, en las dos ocasiones en que discute la cuestión de la causalidad, mencio­
na consecuencias relevantes para la ética (5.1362, 6.373-6.374). Ahora bien,
sólo la interpretación reductivista hace a la concepción humeana relevante para
la ética nihilista que Wittgenstein parece defender.
Esta ética se expone con claridad en el tercero de los Diarios filosóficos,
de donde han sido extraídas las escasas consideraciones al respecto en el Trac­
tatus. En sustancia, se trata de una propuesta análoga a la de los estoicos, Spi-
noza y Schopenhauer, y de algunos pasajes evangélicos: “quien quiera poner a
salvo su vida, la perderá”, Mt 16, 25; “No os afanéis por el día de mañana; que
el día de mañana traerá su propio afán. Bástele a cada día su propia angustia”,
Mt 6, 34. La virtud consiste en hacerse indiferente a todo lo que pueda ocu­
rrir, en desvincularse del acontecer (incluso del acontecer que, presumible­
mente, afectará a uno en el futuro). “Satisface la finalidad de la existencia
quien no necesita de finalidad alguna fuera de la vida misma, quien está satis­
fecho”, DF, 6.7.16; aquí, la “vida” es, como se muestra después con evidencia
textual, no la vida orgánica ni la vida mental, sino la experiencia completa del
momento presente. “Sólo quien no vive en el tiempo, haciéndolo en el presen­
te, es feliz”, DF, 8.7.16; “Quien vive en el presente, vive sin temor ni espe­
ranza”, £>F, 14.7.16; “Solo es feliz la vida que puede renunciar a las amenida­
des de este mundo”, DF, 13.8.16. Ahora bien, ¿cómo puede alcanzarse ese
estado? “Por la vida del conocimiento, precisamente ... La vida del conoci­
miento es la vida que es feliz, a pesar de la miseria del mundo”, DF, 13.8.16.
Ahora bien, el vínculo entre los pasajes sobre la causalidad y los pasajes
sobre la ética a que hice antes referencia indica que tal conocimiento es el que
proporciona la convicción reductivista eliminatoria sobre la causalidad: “No
puedo orientar los acontecimientos del mundo de acuerdo con mi voluntad,
sino que soy totalmente impotente. Sólo renunciando a influir sobre los acon-
tencimientos del mundo podré independizarme de él —y, en cierto sentido,
dominarlo— ”, DF, 11.6.16. “La vida buena es el mundo visto sub specie ceter-
nitatis ... El modo usual de contemplar ve los objetos, como quien dice, des­
de el medio; la contemplación sub specie ceternitátis los ve desde fuera”, DF,
7.10.16. “Ver los objetos desde el medio” es, conjeturo, verlos desde el supues­
to de que son verdaderas las generalizaciones empíricas que nuestra constitu­
ción psíquica (y los principios científicos generales que damos por buenos a
priori) nos llevan a elegir, dado lo observado. Verlos “desde fuera” es sobre­
ponemos a esa concepción, a través de la convicción consiguiente al redueti-
vismo eliminatorio sobre la causalidad, según la cual ninguna de ellas está ju s­
tificada. Esto supone adoptar un nuevo lenguaje y un nuevo pensamiento, pues,
como dijimos, los principios con arreglo a los cuales escogemos unas genera­
lizaciones como nómicas son a priori]; si es concebible hacerlo, es porque esos
principios no son lógicamente verdaderos. El cambio recomendado para adop­
tar la “vida del conocimiento” es análogo al cambio consistente en modificar
el lenguaje introduciendo un nuevo referente, y un nuevo nombre para él. Es,
por tanto, un cambio del tipo de los que hacen “crecer o decrecer el mundo”
(6.43).
Muy razonablemente, Wittgenstein anota: “soy perfectamente consciente
de la completa falta de claridad de todas estas proposiciones”, DFy 2.8.16, y
“¿cabe vivir de un modo tal que la vida deje de ser problemática? ¿Que se viva
en lo eterno y no en el tiempo?”, DF\ 6.7.16. A mi juicio, no cabe: una pro­
puesta así es analíticamente irrealizable, inconcebible. Un sujeto racional,
capaz de representación es por definición uno que es capaz de actuar en un
mundo en que se dan ciertas relaciones nómicas, bajo el supuesto de que se
dan unas y no otras. Lo que Wittgenstein nos propone no sólo es “difícil”, es
— hablando ahora laxamente, dejando en suspenso la distinción antes sugerida
entre las diferentes modalidades— lógicamente imposible.10
Parece, pues, que Wittgenstein defendió el reductivismo eliminatorio sobre
las relaciones causales en la época del Tractatus. Como explicamos en V, § 3,
en el marco internista este punto de vista conlleva necesariamente el fenome­
nalismo. No cabe defender un punto de vista representacionalista, sin una inter­
pretación realista de las relaciones nómicas. Si todo lo que conocemos direc­
tamente son nuestras vivencias, y tanto las relaciones causales como las rela­
ciones nómicas se reducen a generalizaciones sobre aquello que conocemos
directamente, entonces nos hemos quedado sin otra idea de un mundo objeti­
vo que la que el fenomenalista puede ofrecer: son hechos “objetivos” aquellas
combinaciones de sensaciones que son casos particulares de Jas generalizacio­
nes nómicas en que creemos.
Esta conclusión se ve corroborada por elementos de juicio independientes.
Así, en épocas posteriores, como ejemplos de simples proporciona siempre
constituyentes de vivencias. Vimos ya cómo, en un texto antes citado, descri­
bía así sus puntos de vista anteriores: “Tenía vagamente en mente algo como
la definición que Russell había dado para el artículo definido, y pensaba que,
de manera similar, podrían usarse impresiones visuales, etc., para definir el
concepto, digamos, de esfera” (el subrayado es mío). En los textos de las Inves­
tigaciones citados antes, el ejemplo es el rojo. Según Lee, Wittgenstein le ofre­
ció esta glosa de 2.01: “Aquí se usa objetos, etc., por cosas tales como un color,
un punto en el campo visual” (Lee, 120). Naturalmente, podría ser que el rojo
fuese el color como propiedad objetiva, y no como sensación; pero debo recor­
dar que ‘campo visual’ designa de modo estándar sensaciones visuales espa­
ciales, no el ámbito espacial objetivo supuestamente percibido mediante ellas.
Y así lo entendía Wittgenstein; el campo visual, por ejemplo “tiene contornos
desdibujados” (PB, 80).

10. Lo que sí es posible, desde luego (como muestra el ejemplo de Wittgenstein) es la confusión filosófica
que lleva a pretenderlo. Aunque no es éste el lugar apropiado en que abundar sobre estas cuestiones, observaré que
hay raiones para juzgar también moralmente extraviada a la ilusión que lleva a practicar la ética recomendada por
Wittgenstein. (Esta ¡dea es la que quiero sugerir al describir com-) '‘narcisismo" filosóficamente articulado la propuesta
ética del Tractatus.) A mi juicio, la fascinación que producen las ideas éticas del Tractatus esta fuera de lugar. Son
¡deas absurdas, cuya aceptación puede muy bien tener consecuencias negativas.
A la misma conclusión nos lleva el examen de puntos de vista análogos:
los defendidos por Russell, así como por Wittgenstein en el período interme­
dio. Russell vincula explícitamente con su aplicación filosófica de la teoría de
las descripciones — con la idea de que hay “nombres genuinos”— tesis feno-
menalistas. Los nombres genuinos, sostiene Russell explícitamente en di­
ferentes escritos (a partir de la segunda mitad de la primera década del siglo
en adelante), son ‘esto’ y ‘yo’; el primero, utilizado para designar mis propios
datos sensibles. Sus significados son entidades cognoscibles “por contacto”
(iacquaintance), no por descripción; es decir, teniéndolas inmediatamente pre­
sentes ante nuestra consciencia. Desde 1918, Russell abandona la idea de que
‘yo’ sea un tal nombre genuino, adoptando lo que él llama “monismo neutral”:
la tesis de que el mundo “real” y el sujeto están “fabricados”, por así decirlo,
a partir de los mismos materiales — ordenados con arreglo a criterios diferen­
tes— . Tal monismo neutral se aproxima al solipsismo del Tractatus, aunque no
coincide con él (pues, misteriosamente, Russell pensaba que las vivencias no
tienen necesariamente las propiedades de la privacidad y la transparencia, Eü,
§ 2). Ahora bien, sabemos (por el Tractatus, y especialmente por los diferen­
tes comentarios al respecto de Russell, en cartas, etc.) que Wittgenstein criticó
durante el período que nos ocupa (a veces ferozmente) muchas ideas de Rus­
sell. Pero no hay ninguna constancia de que criticase ésta. Por otra parte, cuan­
do en las Investigaciones discute la tendencia de Los filósofos a tomar ‘esto’
como el verdadero nombre propio (§§ 38-46), son tanto el Tractatus como los
puntos de vista de Russell los que están explícitamente en cuestión.
Existen suficientes datos que manifiestan la simpatía de Wittgenstein
durante la época de la redacción del Tractatus hacia puntos de vista fenome-
nalistas. Así, Russell explica a su amante Ottoline Morrell en una carta de 1912
que Wittgenstein “admite que si no existe la materia, entonces no existe nadie
salvo él mismo, pero dice que tal cosa no es problemática, porque la física y
la astronomía y todas las otras ciencias podrían aún ser interpretadas de modo
que fuesen verdaderas”. En una carta de Frege fechada en 1920, en que éste
replica a observaciones de Wittgenstein sobre su artículo “El pensamiento”
(artículo que contiene una crítica filosóficamente no muy sutil del idealismo),
se presupone que Wittgenstein había hablado de un “fundamento profundo
para el idealismo” que Frege habría pasado por alto. En el curso de la exposi­
ción que del Tractatus hizo a Ramsey en 1923 le dijo que “carece de sentido
creer en algo no dado en la experiencia” (M. y J. Hintikka, Investigating Witt­
genstein, 77). Según el testimonio de Moore, “en lo que respecta al idealismo
y al solipsismo, dijo que a menudo él mismo había estado tentado a decir ‘todo
lo que es real es la experiencia del momento presente’ o ‘todo lo que es cier­
to es la experiencia del momento presente’; y que cualquiera que se ve tenta­
do de algún modo a defender el idealismo o el solipsismo conoce la tentación
de decir ‘la única realidad es la experiencia presente’ o ‘la única realidad es
mi experiencia presente’. De los dos últimos dijo que ambos eran igualmente
absurdos, pero que, pese a que eran falaces ambos, ‘la idea que expresan es de
enorme importancia’” (Moore, 311). Que las tesis solipsista y fenomenalista
sean para Wittgenstein “absurdas” o “falaces” es compatible con que las sus­
criba; pues (como después mostraré a propósito del solipsismo) las suscribe
como parte de lo que se muestra; lo absurdo es sólo decirlas. El fenomenalis­
mo y el solipsismo cuentan entre los arcanos del Tractatus; que sean arcanos
no significa que sean falsos, pues, como hemos visto, para él hay arcanos “ver­
daderos” y arcanos que no lo son.
Los escritos del “periodo intermedio” anteriores a Philosophische Gram-
matik, particularmente las Philosophische Bemerkungen, pero también las no­
tas tomadas por Lee de las clases de Wittgenstein entre 1930 y 1931, los
recuerdos de Moore de esas mismas clases y las conversaciones con Wais-
mann, incluyen textos del siguiente cariz: “Los datos sensibles son la fuente de
nuestros conceptos [...]. En el sentido primario, uno no ve con sus ojos; la
correlación es contingente. Uno ve lo que sueña, pero no con sus ojos” (Lee,
81). “Un fenómeno no es un síntoma de algo otro: es la realidad. Un fenóme­
no no es un síntoma de algo otro, que sería lo que haría verdadera o falsa la
proposición: es ello mismo lo que verifica la proposición” (PB, § 225). “Los
idealistas tenían razón en cuanto que nunca trascendemos la experiencia. Men­
te y materia son distinciones dentro de la experiencia” (Lee, 80). (Esto es, en
sustancia, la tesis central del “monismo neutral” de Mach y Russell.) “Resulta
peculiar que aquellos que adscriben realidad sólo a las cosas y no a nuestras
ideas transiten por el mundo como idea sin ponerlo en cuestión — y que nun­
ca se alejen lo suficiente como para escapar de él— . [...] [Eso que damos por
supuesto, la vida, se considera algo accidental, subordinado; y, por otro la­
do, algo que normalmente no entra en mi cabeza, la realidad!” (PB, 80). Los
“idealistas tenían razón” al poner en cuestión de este modo la actitud realista;
según Wittgenstein, la actitud de los realistas se caracteriza por el absurdo
según el cual “aquello más allá de lo cual no podemos ni queremos ir no sería
el mundo” (ibid). Eso más allá de lo cual no podemos ni queremos ir,; el ver­
dadero mundo, la “vida”, son nuestras vivencias.
La concepción defendida por Wittgenstein a partir de los escritos del perío­
do intermedio no es, no obstante lo que pueda parecer meramente a partir de los
textos que acabo de citar, fenomenalista; es una forma de proyectivismo, un pri­
mer paso (posiblemente una forma aún individualista de proyectivismo, V, § 5)
hacia el intemismo comunitario que defendería Wittgenstein en adelante, y se
expone en XI. La diferencia entre el proyectivismo que caracteriza los puntos de
vista de Wittgenstein sobre las relaciones nómicas a partir de los años treinta y
. el Tractatus se ponen de manifiesto, en estos textos, en su admisión de que “el
mundo que vivimos es el mundo de los datos sensibles; pero el mundo de que
hablamos es el mundo de los objetos físicos” (Lee, 82). “Los realistas vieron que
una hipótesis no es meramente una proposición sobre la experiencia” (Lee, 80).
Seguramente como resultado de su reflexión sobre el problema de la exclusión
del color, Wittgenstein ya no cree que sea posible analizar todo lo que decimos
mediante un cálculo fenomenológico, cuyas proposiciones elementales tratan
directamente de la experiencia. El lenguaje común no requiere análisis; lo que
decimos no puede reducirse a proposiciones sobre sensaciones.
Habíamos visto anteriormente que, según el Tractatus, todo lo que deci­
mos (exactamente lo mismo que ya decimos en el lenguaje natural) puede
expresarse en un “cálculo” especialmente diseñado con el fin de evitar malen­
tendidos lógicos, en el que la forma lógica de lo que decimos resulta perfecta­
mente perspicua. Este cálculo constituye la lógica aplicada a través de un
modelo específico. Wittgenstein se refiere a un cálculo tal cuando menciona,
en diferentes pasajes de los escritos del período intermedio, su creencia an­
terior en la existencia de un “lenguaje primario”: “Pensaba anteriormente que
existía el lenguaje cotidiano que todos hablamos comúnmente y un lenguaje
primario que expresaría lo que realmente sabemos, a saber, fenómenos” (Wais-
mann, 45). “No tengo ya en mente como objetivo el lenguaje fenomenológico
— o ‘lenguaje primario’, cómo acostumbraba a llamarlo— ” (PB, § 1). “No
existe —como yo creía antes— un lenguaje primario en contraste con nuestro
lenguaje común, el «secundario»” (PB, § 53).
En la concepción del Tractatus, todas las proposiciones que no son tauto­
logías o contradicciones tienen un valor de verdad definido. Una vez analiza­
da, una proposición acerca de particulares objetivos (una acerca de Venus) se
reduce a una compleja función veritativa de proposiciones sobre datos sensi­
bles. Combinando lo que hemos visto hasta aquí, podemos decir que se redu­
ce (aplicando la teoría russelliana de las descripciones) a una generalización
sobre puntos luminosos en el firmamento visible notados en el pasado, sobre
los notables en el presente, y sobre las configuraciones que cabe esperar adop­
ten en el futuro, dados los supuestos incorporados en nuestro lenguaje sobre
qué generalizaciones es razonable hacer, a partir de los datos observados.
Caracteriza el proyectivismo de las ideas posteriores la tesis de que algunas
proposiciones —como las que tratan acerca de objetos físicos, que ya no es
razonable suponer reducibles a proposiciones sobre fenómenos— son “hipóte­
sis”, en tanto que no pueden ser plenamente verificadas o refutadas: “el senti­
do de que hablemos de datos sensibles y de la experiencia inmediata es que
buscamos una descripción que no contenga nada hipotético. Si una hipótesis
no puede ser verificada definitivamente, no puede ser verificada en absoluto, y
no hay verdad y falsedad para ella” (PB, 283).
La posición del período intermedio es aún antirrealista, sin embargo. Las
hipótesis no son genuinas proposiciones, aunque remiten lógicamente a pro­
posiciones genuinas: como ven los idealistas, “una hipótesis no es algo fuera
de la experiencia”. “Los realistas tenían razón en protestar que las sillas exis­
ten realmente. Sus problemas se deben a la idea de que los datos sensibles y
los objetos físicos están relacionados causalmente” (Lee, 80). Desde el punto
de vista común a reductivistas y proyectivistas sobre las relaciones nómicas,
no están relacionados causalmente, sino conceptualmente. Para el reductivista,
un objeto físico es un complejo “compuesto” de datos sensibles; o, dicho con
mayor propiedad, la expresión que designa un objeto físico abrevia una com­
plicada descripción en que sólo se hace referencia a sensaciones. Para el pro-
yectivista, los términos que designan particulares objetivos no pueden reducir­
se de este modo a constituyentes de vivencias, pero sí designan entidades “pro­
yectadas” a partir, en último extremo, de constituyentes de vivencias. ‘Todas
las leyes causales se conocen a partir de la experiencia. Por consiguiente, no
podemos conocer cuál es la causa de la experiencia. Si das una explicación
científica de lo que sucede, por ejemplo, cuando ves, estás de nuevo descri­
biendo una experiencia. Todas las proposiciones sobre causación se conocen a
partir de datos sensibles. Por consiguiente, ninguna proposición puede tratar de
la causa de los datos sensibles” (Lee, 81).
No intentaré caracterizar aquí ulteriormente el proyectivismo de los escri­
tos intermedios; será suficiente con que examinemos en XI el de las Investi­
gaciones. Lo importante es constatar que si los textos citados son compatibles
con una concepción proyectivista, no fenomenalista, es sólo porque Wittgens­
tein había abandonado el proyecto del análisis y el reductivismo consiguiente.
En el marco del Tractatus, afirmaciones como las citadas en favor de los ide­
alistas sólo son compatibles con el fenomenalismo; y, en vista de la continui­
dad en sus ideas al respecto, no hay razón alguna para pensar que Wittgens­
tein no las hubiera suscrito en el período del Tractatus.

5. La refutación del representacionalismo

En el Tractatus, Wittgenstein no parece siquiera contemplar la opción


representacionalista. Sólo considera dos alternativas, la defendida en la obra y
el extemismo. La segunda opción la rechaza con los argumentos pro-internis­
tas del representacionalismo; así se observa en las paráfrasis de los textos de
las Investigaciones citados en § 3, y en estos textos: “Si el mundo careciera de
sustancia, entonces el que una proposición tuviese sentido dependería de que
otra fuese verdadera” (2.0211). “Seria en ese caso imposible esbozar una figu­
ra del mundo (verdadera o falsa)” (2.0212). Un fragmento de las notas dicta­
das en 1914 por Wittgenstein a Moore en Noruega contiene una idea, similar a
la expresada en 2.0211, pero incluye un significativo detalle adicional, que des­
taco en cursiva: “La cuestión de si una proposición tiene sentido no puede
depender nunca de la verdad de otra proposición sobre un constituyente de la
primera.” La ilazón argumentativa aquí bosquejada se puede trazar con mayor
claridad ordenando las proposiciones de otro modo, y sustituyendo los sub­
juntivos retóricos (aquellos que presuponen que lo que se enuncia no es el
caso) por indicativos: “Podemos representamos proposiciones que tienen un
sentido determinado. Esto sólo tiene dos explicaciones posibles: que el mundo
tenga una sustancia, o que la posesión de un sentido determinado por las pro­
posiciones requiera la existencia de entidades de las que no podemos estar cier­
tos. Pero el sentido de una proposición lo entendemos a priori, y, por tanto, sin
adoptar al hacerlo ningún supuesto que podríamos vemos obligados a corregir
(viéndonos con ello obligados a corregir también la creencia de que habíamos
entendido la proposición). Por lo tanto, el mundo tiene una sustancia.”
Adoptando el tipo de concepción extemista que aún no hemos comenza­
do a defender, podríamos decir que ‘Venus es un planeta5 tendría un sentido
bien determinado (ser definidamente verdadero o falso), bajo el supuesto de
que fuesen verdaderas las proposiciones ‘Venus existe' y ‘existe una propiedad
tal como la de ser un planeta’. Pero estas proposiciones expresan supuestos
sustantivos, cuya falsedad podemos contemplar; sin embargo, ‘Venus es un pla­
neta’ tiene significado, y lo tendría incluso admitiendo que esos supuestos fue­
sen incorrectos. Así que debemos explicar su sentido, sin adoptar tales supues­
tos; “no debemos serrar la rama sobre la que estamos sentados”.
Ésta es una versión del argumento habitual en favor del intemismo. Lo
sorprendente es que Wittgenstein no contemple siquiera la alternativa repre­
sentacionalista. Como pudimos comprobar en la presentación previa de las dos
versiones del representacionalismo examinadas en esta obra, la de Locke y la
de Frege (cf. IV, § 2, y VII, §§ 1-3), el representacionalismo se caracteriza por
la idea de que las referencias son sólo componentes no esenciales del signifi­
cado, causalmente relacionadas con los componentes esenciales. El represen­
tacionalismo es una concepción internista: las referencias (aquello de lo que
depende la verdad o falsedad de nuestros juicios y enunciados, y constituye por
tanto la condición para su verdad) son enteramente especificables sin presupo­
ner su existencia, en términos de entidades no objetivas. Las referencias exis­
ten sólo de manera inmanente en los actos que las representan; por eso pode­
mos describir coherentemente incluso las posibilidades más extravagantes con­
templadas por los escépticos. Por otra parte, esas referencias existen objetiva­
mente, bien para verificar io imaginado por los escépticos o, como es más
probable, para refutarlo. Y que existen objetivamente significa que están en
relaciones nómicas con las entidades “internas” a través de las cuales nos las
representamos. Es así que el representacionalismo, pese a su intemismo, es una
forma de realismo.
El fenomenalismo se justifica generalmente sobre la base de que es incon­
sistente la combinación del intemismo para las “significaciones primarias” o
sentidos con la tesis de que la relación entre ellas y las “significaciones secun­
darias” o referencias constitutivas de las condiciones de verdad es nómica. Los
escritos de Wittgenstein contienen una versión muy clara y convincente de este
argumento. La idea aparecía brevemente en un texto citado en la sección ante­
rior: “Todas las leyes causales se conocen a partir de la experiencia. Por con­
siguiente, no podemos conocer cuál es la causa de la experiencia.” Pero pode­
mos ofrecer una reconstrucción más detallada de las ideas de Wittgenstein a
este respecto. Cuando menos, el argumento que vamos a reconstruir hace
patente algo que hasta aquí no ha podido aflorar; a saber, que el característico
recurso representacionalista a la causalidad — que da a esta doctrina un carác­
ter realista y le permite así mantener un cierto acuerdo con nuestras intuicio­
nes— no está falto de dificultades, en el marco internista en que se apela a él.
En uno de los pasajes de las Investigaciones en que se discuten crítica­
mente las ideas del Tractatus, Wittgenstein pone en boca de su “yo” anterior
las siguientes consideraciones: “«El pensamiento tiene que ser algo singular.»
Cuando decimos, cuando significamos, que las cosas son así y asá, lo que sig­
nificamos no se queda a medio camino entre el enunciado y el hecho; sino que
significamos que e sto y aquello - e s - así y asá!' (§ 95) (Que esto es una alu­
sión al Tractatus, a cuyo autor se atribuye la reflexión, resulta claro compa­
rando el texto con la descripción de la “forma general de la proposición” en
4.5: “las cosas son así y asá”. En el Tractatus, esto no es más que un modo
característicamente enigmático de decir que los enunciados significan hechos
contingentes-si-se-dan-y-posibles-si-no-se-dan.) La misteriosa observación que
se hace en el texto remeda el modo en que el Tractatus se enfrenta al proble­
ma de la intencionalidad. Será útil considerar también otro texto posterior de
las Investigaciones.
En el curso de.las secciones que contienen el argumento central de las
Investigaciones hay una discusión (§§ 193 y 194) del curso de pensamientos
que por una parte lleva a una concepción del significado como la del Tracta­
tus y que por la otra explica las dificultades que encontramos para aceptar la
concepción “correcta” que se defiende en las Investigaciones. La discusión se
desarrolla con ayuda de una analogía (la analogía de una máquina, concebida
como “símbolo” de sus posibles movimientos). En lugar de citar textualmente
el pasaje que me interesa comentar y explicar después el sentido de la analo­
gía de Wittgenstein, voy a “incluir” la explicación en la “cita”, parafraseando
el texto con arreglo a lo que yo creo es su sentido en lugar de copiarlo. Tomar­
me esta libertad hará más ágil la exposición. Será útil también que suponga­
mos que el “enunciado” de que se trata en el texto es una figura que ya cono­
cemos, por ejemplo la muestra de color que le damos al pintor para indicarle
cómo queremos que quede la habitación. Parafrasearé el texto también de
acuerdo con este segundo supuesto. Es decir, allá donde en la cita-paráfrasis a
continuación se trata de la figura para el pintor, en el texto original Wittgens­
tein habla en realidad de la “máquina-símbolo”; y allá donde en la cita a con­
tinuación se trata de características de esa figura y de la jugada figurada, en el
texto original Wittgenstein habla de características de la “máquina-símbolo” y
del funcionamiento de la máquina por ella figurado. Las modificaciones, por
supuesto, no afectan a la sustancia del texto, sino que, antes bien, tratan de
hacerla manifiesta:

¿Cuándo se piensa, pues: el enunciado tiene ya en sí de un modo misterioso el


hecho posible que representa?—Bien, cuando se filosofa. ¿Y qué nos induce a
pensar tal cosa? El modo en que hablamos de los enunciados. Decimos, por
ejemplo, que el enunciado tiene (posee) este significado... —¿Qué es ese hecho
posible? No es el hecho real; pero no parece ser tampoco la mera condición
física de que se dé la situación representada —por ejemplo, que haya pintura
en el almacén, que el pintor no se rompa una pierna, que la pintura presente el
color apropiado ál ser aplicada a la pared, etc. Pues éstas son ciertamente con­
diciones empíricas de que se dé ia situación representada, pero ía cosa podría
desde luego imaginarse de otro modo. [Es decir, la relación entre estas cir­
cunstancias y el hecho real es empírica, contingente. Son condiciones sólo fác-
ticamente necesarias para que se dé el hecho representado; de modo que cabe
al menos concebir que se dé el hecho representado sin ellas, o viceversa. Mien­
tras que la relación entre la figura y el hecho representado no tiene esta natu.-
raleza; el hecho representado es, a priori, el hecho que la figura debería con­
tribuir a realizar, M. G.~C.] La situación representada debe ser más bien como
una sombra de la situación real misma. Pero ¿conoces una sombra tal? Y por
sombra no entiendo aquí algo como una figura de la situación real, —pues una
tal figura no tendría por qué ser la figura de esta situación real precisamente.
Más bien, la situación posible representada tiene que ser justamente la po­
sibilidad de esta situación real (Investigaciones filosóficas, § 194).11

A partir de la pregunta “¿Qué es una situación posibleT, y dejando a un


lado el comentario irónico “Pero ¿conoces una sombra tal?”, Wittgenstein está
aquí parafraseando el razonamiento de su “yo” anterior.12 Ambos textos, el
citado más arriba (§ 95) y éste, reproducen las consideraciones del autor del
Tractatus. No debe extraviamos el que Wittgenstein rechace en el texto que la
situación posible que el enunciado representa sea una “figura” de la situación
real. Eso es también parte de la paráfrasis que hace del razonamiento de su
“yo” anterior, porque no está rechazando con ello la posición del Tractatus. Lo
que está rechazando aquí Wittgenstein, reproduciendo el punto de vista del
Tractatus,*zs la solución representacionalista al problema de la intencionalidad.
Como el tono sarcástico indica, Wittgenstein remeda el razonamiento del
autor del Tractatus con el fin de revelar después sus puntos flacos. Pero ese
aspecto no nos incumbe ahora. Estamos interesados en comprender con preci­
sión cómo veía el Wittgenstein del Tractatus el problema de la intencionalidad,
y qué lo separa del representacionalismo. Éste es el razonamiento aquí reme­
dado. El sentido de la figura para el pintor es un hecho meramente posible, por­
que el sentido es independiente de los hechos; se entiende la figura tanto si es
verdadera como si es falsa. El pintor entiende la figura, tanto si la habitación
acaba siendo como se describe en ella como si no. Para explicar tal cosa, el
realismo por representación postularía aigo intermedio, constituido por episo­
dios subjetivos, que estaría presente tanto si la representación es correcta como
si no lo es, y sería entonces adecuado para constituir su significado. (Esto sería
el sentido fregeano de la figura, o la significación primaria lockeana.) Luego,
para determinar la verdad o falsedad de la figura, el realismo por representa­
ción postula algo distinto, un acaecimiento objetivo, nómicamente relacionado
con el sentido intermedio; un acaecimiento, quizás, que los episodios subjeti­
vos contribuyen a causar. Lo que Wittgenstein indica en los textos que comen­
to es que tal propuesta sería incorrecta: justamente en eso consistiría “quedar­
se con nuestro significado a medio camino entre el enunciado y el hecho”
(§ 95) o contentarse “con una figura de la situación real” .
¿Qué hay de malo en ello? Esto es lo que Wittgenstein sugiere en estos
textos: que, aunque es cierto que la figura podría ser falsa y tendría sin embar-

11. En la traducción castellana se omite traducir la frase correspondiente a la última en mi paráfrasis, “Más
bien, la situación posible Además, la frase anterior a ésa, que es la más importante en el texto, se traduce de un
modo que se presta a confusión.
12. Ese razonamiento aparece casi explícitamente en Lee. pp. 9 y 30. Este texto del período intermedio se
aparta en algunos aspectos de las ideas del Tractatus, pero no en éste.
go el mismo sentido, si es verdadera es justamente la situación representada)■
y no nada “intermedio”, lo que la hace verdadera y, por tanto> lo que ocurre
en la realidad. Un realista por representación hace depender la verdad o false­
dad de un enunciado de que haya o no ciertas propiedades objetivas que cau­
sen las vivencias involucradas (o sean causadas por ellas, si el enunciado fun­
ciona como una propuesta o una orden más que como una aseveración). El pro­
blema con esto está en que, según este análisis, no es necesario para entender
el enunciado que uno sepa en qué circunstancias sería verdadero. Un análisis
como el que hemos bosquejado “considera que la relación entre la proposición
y el hecho es una relación externa; esto no es correcto. Es una relación inter­
na” (Lee, p. 9).
En el párrafo que sigue en § 194 al citado más arriba, y en un contexto en
que Wittgenstein está claramente exponiendo por qué esa “sombra” misterio­
samente ligada al hecho real que es el hecho representado no puede ser una
mera “figura” del hecho real, Wittgenstein dice lo que, continuando con
mi paráfrasis del ejemplo de la máquina que él utiliza, corresponde a esto:
“... nunca discutimos si el hecho real que corresponde a este hecho repre­
sentado es este o más bien aquel: «así que el hecho representado está con el
hecho real en una relación singular; más estrecha que la de la figura con su
objeto»; pues puede dudarse que ésta sea la figura de este o más bien de aquel
hecho real”. La tesis que Wittgenstein está oponiendo aquí a la representacio­
nalista es la de que la relación entre el contenido del enunciado y el hecho real
que lo haría verdadero es interna. Es imposible que alguien comprenda un
enunciado, y no sepa sin embargo qué condiciones deben darse para que sea
verdadero. En la concepción representacionalista, sin embargo, la relación
entre el hecho representado —el objeto intencional de un estado mental, indi­
rectamente el de un enunciado— y el hecho real que le corresponde (esto es,
el hecho real que lo causa, o el que el estado interno contribuye a causar) su­
puesto que el estado mental sea verdadero es externa.
Se dice que una relación es interna cuando se da necesariamente entre sus
términos; se dice que es externa cuando ello no es así. La relación ser mayor
que, entre dos números, es interna; ser más alto que, entre dos personas, es
externa. Según Wittgenstein, si el enunciado o es verdadero, entonces, necesa­
riamente, s es el hecho que lo hace verdadero si y solamente si el contenido
de a se identifica con la aseveración de que s es el caso. Pero esto no es así
en la concepción inspirada en Locke. El contenido de mi presunta percepción
de que la esfera ante m í es roja (digamos c) está íntegramente caracterizado
en términos de mis vivencias. Lo que hace que sea una percepción, por otra
parte, es su dependencia causal respecto de una situación real independiente,
digamos s: que hay un objeto en tal y cual posición espacial, con tales y cua­
les propiedades físicas, que absorbe los rayos de luz incidente de tales y
cuales longitudes de onda en tales y cuales proporciones, etc. Pero la relación
entre s y c es, según este análisis, externa, contingente: es una relación causal,
a determinar empíricamente; por tanto, el presunto percipiente puede no saber
en qué consiste, ni en qué casos se da. Es más: es compatible con la existen­
cia de presuntas percepciones que no se dé en realidad una relación así. Como
indicamos en V, § 4, en el marco internista, el representacionalismo tiene que
ser un realismo fingido sobre las relaciones nómicas y sobre los objetos teóri­
cos definidos mediante ellas. Y, para el representacionalista, entre los objetos
“teóricos” están los objetos usuales del mundo externo, Venus, el ordenador en
que escribo esto, etc.
Alguien que propone un análisis como el de Locke saca, según el Witt­
genstein del Tractatus,Conclusiones erróneas de la posibilidad — inherente a
toda forma de representación— de representarse lo que no es el caso, y nos
deja “con nuestros significados a medio camino del hecho”, haciéndonos echar
mano de un espúreo elemento causal para dar cuenta de lo que ocurre cuando
la representación es correcta. Las razones por las que ese elemento es espúreo
son las razones por las que lo representado no puede identificarse con “las
condiciones empíricas de que se dé la situación real” que Wittgenstein men­
ciona en el texto de § 194 citado antes, a saber, que “la cosa podría desde lue­
go imaginarse de otro modo”. En el análisis lockeano, la verdad de la propo­
sición depende de que se dé una relación externa, a determinar a posteriori,
entre la “sombra” intermedia y la realidad. Esta relación se supone externa a
consecuencia del intemismo que motiva el representacionalismo. Mi compren­
sión de ‘hay una esfera roja ante m f no requiere que conozca la situación que
hace de hecho verdadero a este enunciado, ni qué relación existe entre una y
otro. Mi comprensión sería la misma, incluso si aquello que lo hiciera verda­
dero fuese distinto, y la relación otra.
Esto parece erróneo, como Wittgenstein indica. En este análisis “uno nece­
sita un tertium quid entre [la proposición] y el hecho que la hace verdadera;
así, si [se asevera x] y x se da, alguna cosa adicional es necesaria, algo que
sucede en mi cabeza, para conectar la proposición aseverada y su realización.
Pero, ¿cómo sé yo que se trata del algo apropiado?”.13 En el análisis represen­
tacionalista, uno puede entender una proposición sin saber en qué condiciones
sería verdadera, como puede estar en un estado perceptual sin saber qué habría
de ocurrir para que el estado fuese en realidad una percepción. Me digo: “hay
una esfera roja ante m f’. Lo que digo podría ser falso; podría no haber ningu­
na esfera roja ante mí, por más seguro que crea estar de ello. No sólo eso, sino
que podría no haber nada esférico, ni rojo, en el mundo real; el mundo real
podría ser radicalmente diferente a como lo concibo. Para dar cuenta de estos
supuestos hechos, el representacionalismo postula un sentido o significación
primaria, constituido por entidades internas, que conozco con certidumbre; y
una referencia o significación secundaria, sólo nómicamente relacionada con la
anterior, que por tanto, qua sujeto que entiende el lenguaje, puedo muy bien
desconocer.
El realista por representación, por tanto, ha de ser un realista fingido; ha

13. Lee. 9. Wittgenstein considera en el texto una conjetura sobre el futuro, o expectativa, en tugar de una
aseveración; he cambiado ‘expectativa' por ‘proposición’ para mantener la consistencia con la discusión precedente.
de aceptar que aquello que constituye la condición de cuyo darse o no depende
que lo que digo sea verdadero o falso sea una pieza suelta en el engranaje de
nuestras prácticas cognoscitivas. Es el carácter de pieza ajena al engranaje
lo que Wittgenstein critica. La crítica la podríamos sintetizar recurriendo a una
idea que Tarski hizo célebre a partir de su famoso texto.de 1934, “El concep­
to de verdad en los lenguajes formalizados”; se trata de una idea que, en lo
fundamental, también suscribe el Tractatus. Sea L mi idiolecto en este momen­
to, el entero lenguaje que yo entiendo. Imaginemos una lis** rnnrip.np rnrinc
las ejemplificaciones posibles del siguiente esquema:

(V) S es V en L si y solamente si p,

donde en lugar de ‘S ’ colocamos el nombre de un enunciado significativo cual­


quiera de L (por ejemplo, su cita), y en lugar de ‘p’ ponemos ese mismo enun­
ciado (no mencionado, sino usado): ‘“ la nieve es blanca’ es verdadero en L si
y solamente si la nieve es blanca” y “‘la nieve es negra’ es verdadero en L
si y solamente si la nieve es negra” son miembros de la lista. Con ciertas sal­
vedades en las que no viene al caso entrar —pues son irrelevantes para nues­
tros propósitos presentes— , la lista enuncia, de un modo razonable, las condi­
ciones en que el predicado ‘V ’ se aplica a cada enunciado del lenguaje, L.14
Como la nieve es, de hecho, blanca, el predicado ‘V ’ se aplica al enunciado ‘la
nieve es blanca’; como la nieve no es, de hecho, negra, ‘V’ no se aplica a ‘la
nieve es negra’. ¿Qué propiedad expresa el predicado así definido, ‘V ’? La res­
puesta parece inmediata: la propiedad de ser un enunciado verdadero. Si lee­
mos ‘verdadero’ donde antes hemos escrito ‘V \ los enunciados que ejemplifi­
can (V) parecen casos patentemente triviales de verdades analíticas..
Ahora bien, no tendrían por qué resultar triviales, si aquello secundaria­
mente significado por lo que sustituye a ‘p \ de cuyo darse o no depende la ver­
dad del enunciado nombrado por lo que sustituye a ‘S \ fuese algo accidental­
mente relacionado con lo que entendemos al comprender el enunciado. Si las
ejemplificaciones de (V) parecen trivialmente verdaderas es porque eso que
conocemos cuando entendemos un enunciado constituye también 1a condición
que ha de cumplirse para que el enunciado sea verdadero (en lugar de ser una
“sombra” de la auténtica condición). Las condiciones de verdad de los enuncia­
dos no pueden estar accidentalmente relacionadas con los enunciados, como el
representacionalismo implica, cuando ‘verdad’ es un concepto casi redundante.15

14. Lina salvedad crucial, necesaria para hacer creíble que aquí tenemos una explicación de la verdad, es mos­
trar cómo evitar las paradojas semánticas. Pues, sin salvedad alguna, es manifiesto que el criterio propuesto es incon­
sistente. (La aplicación del esquema (V) al enunciado ( l ) , '() ) es falso', produce una contradicción en el supuesto de
que el predicado definido sea ‘ser verdadero’.) Tarski mostró cóm o solucionar este problema, haciendo así prim a facía
plausible una concepción de la verdad que dé una importancia fundamental al esquema (V). CC su “The Concept of
Tnith in Formalized Languages”.
15. El Tractatus identifica a todas las oraciones con enunciados, e identifica la fuerza asenórica con la pre­
dicación de la verdad; es por eso que se dice que un signo para indicar la fuerza asenórica sería redundante (4.442):
'p ‘ es verdadera = p.
La lección de este argumento es que aquello que constituye la condición
para la verdad de un enunciado no puede estar relacionado con el enunciado
de una manera meramente nómica. Cualquier cosa que merezca considerar
como las condiciones de verdad de un enunciado debe necesariamente ser algo
conocido por sus usuarios competentes. En el marco epistemológico esencial­
mente cartesiano en que se desenvuelve la reflexión del Tractatus, la conse­
cuencia de esto es el fenomenalismo. Queda por ver si es posible aceptar la
lección sin concluir tal cosa. Para ello necesitamos abrimos a una concepción
epistemológica menos intuitivamente plausible que el cartesianismo, pero más
razonable.

6. El solipsismo del Tractatus

Finalmente, la interpretación fenomenalista nos permite comprender los


notoriamente difíciles pasajes sobre el solipsismo. Para elucidarlos, hemos de
comenzar explicando cómo se determinan, según el Tractatus, las “correla­
ciones” (2.1513) que establecen las relaciones de subrogación entre las uni­
dades léxicas susceptibles de aparecer en proposiciones elementales y sus
referentes: el “modelo” (IX, § 6) o conjunto de relaciones semánticas osten­
sivas que, junto con las relaciones semánticas icónicas, determina la interpre­
tación correcta de un cierto lenguaje. El lenguaje así interpretado es el idio-
lecto de una persona en un momento dado; pues, como mostró la discusión
sobre la diferencia entre la lógica y su aplicación en IX, § 6, Wittgenstein pen­
saba que el conjunto de referentes necesarios para interpretar completamente
un lenguaje podía variar con la “experiencia” ; es decir, puede variar de indi­
viduo a individuo, e incluso, considerando sólo una persona, de momento a
momento.
Wittgenstein utiliza para referirse a tales correlaciones una metáfora que
sugiere la ostensión; son “tientas”, “tentáculos” o “antenas” ( ‘Fühler’): “son,
por así decirlo, las tientas de los elementos de la figura, a través de las cua­
les la figura establece contacto con la realidad” (2.1515). La intención de la
metáfora de Wittgenstein es en todo análoga a la de la invocada por Russell
al decir que los significados de los “nombres genuinos” los conocemos por
“contacto”; a saber, que la relación del usuario del nombre con su referente
es directa, inmediata. Lo que el Tractatus dice sobre las elucidaciones cierta­
mente requiere interpretación: “Los significados de los signos simples (las pa­
labras) nos deben ser explicados, para que podamos entenderlos. Con las pro­
posiciones nos entendemos por nosotros mismos” (4.026). ¿Cómo se nos
explica el significado de los términos? “Los significados de los signos sim­
ples pueden ser explicados por medio de elucidaciones. Las elucidaciones son
proposiciones que contienen a los signos primitivos. Por consiguiente, sólo
pueden ser entendidas cuando ya se conocen los significados de esos signos”
(3.263).
Escritos posteriores permiten clarificar estos enigmáticos oráculos. Las
“elucidaciones” son proposiciones de la forma ‘esto es rojo’: aquellas que se
usan en lo que se denomina usualmente definiciones ostensivas. Estas pro­
posiciones no son verdaderas “definiciones” — como lo son los enunciados
que estipulan la “compresión” de un complejo en un signo simple— , sino
enunciados genuinos, que presuponen la relación entre una expresión y una
entidad extralingüística. Wittgenstein no puede contemplar genuinas defini­
ciones de la forma “ ‘rojo’ significa esto”, pues tales enunciados carecen de
la doble polaridad característica de las figuras, sin ser ni tautologías ni con­
tradicciones. A diferencia de lo que ocurre con las verdaderas definiciones
(meramente estipulativas), quien profiere elucidaciones no tiene garantía
alguna de que vayan a ser entendidas; para ello, su audiencia debería, por así
decirlo, “adivinar” a qué entidad extralingíiística se refiere con el término
que se está “definiendo”. Todo lo que un hablante puede hacer, en lo que res­
pecta a los nombres, es usarlos, mostrando al hacerlo cómo los usa; que su
audiencia colija o no cuál es su referencia es algo que queda indeterminado.
Todo esto es compatible con que el referente conectado con el nombre en la
elucidación sea un objeto real, público; pero sugiere que no es así, sino que
se trata de una entidad mental. Es por eso que la elucidación sólo puede ser
entendida por quien ya conoce el referente conectado mediante ella con un
nombre. ,
Así lo confirma el cariz de la crítica a la concepción tractariana de la
ostensión desde los escritos del período intermedio. En las conversaciones con
Waismann leemos: “En el Tractatus yo estaba confundido en cuanto al análi­
sis lógico y en cuanto a la definición ostensiva. Pensaba entonces que existía
una ligazón entre el lenguaje y la realidad” (Waismann, 209-210). Moore le
atribuye estas palabras: “El significado de una palabra ya no es para nosotros
un objeto que le corresponde” (Moore, 261). Los escritos del período inter­
medio se refieren frecuentemente a este presunto error del Tractatus sobre las
definiciones ostensivas, caracterizándolo así: consiste en tomar a la entidad
señalada en la definición ostensiva de un signo lingüístico con el significado
de ese signo; mientras que, según defiende Wittgenstein a partir de esos escri­
tos, no es sino un signo más (aunque no sea un signo convencional, una pala­
bra). Las definiciones ostensivas son enteramente análogas a las definiciones
en que es introduce una palabra como abreviación de otras. No conectan sig­
nos con las entidades extralingüísticas de las que depende la verdad o false­
dad de lo que se dice con los signos, sino que meramente conectan signos con
otros signos (incluso aunque sean signos de una naturaleza especial, “mues­
tras mentales”). El argumento en favor de esta idea es uno de los elementos
centrales de la segunda filosofía de Wittgenstein, y se desarrolla en XI; ofre­
cimos ya anticipos del mismo, justamente a propósito de la ostensión, en I, §
4 y en II, § 2. Lo relevante para nuestros fines presentes es que ese “objeto”
que el Tractatus había concebido erróneamente como el significado de los:
nombres, vinculado con ellos a través de definiciones ostensivas, cuando en
realidad no es más que un “signo” más, es siempre una sensación, una “mues­
tra mental”.
Veamos, finalmente, cómo la interpretación fenomenalista permite enten­
der lo que, tomadas literalmente, aseveran diversas afirmaciones del Tractatus
como éstas: “en la muerte, el mundo no cambia, sino que cesa” (6.431), “el
mundo y la vida son uno” (5.621).16 (La “vida”, como un texto antes citado de
las Bemerkungen antes citado revela, es aquí “el mundo como idea”: lo “vivi­
do”, o, con mayor propiedad en este contexto, “aquello que puede ser vivido”.)
Al mismo grupo pertenecen las proposiciones sobre el solipsismo (5.6-5.641).
Una cosa es clara: Wittgenstein atribuye a lo que el solipsista quiere decir
el mismo estatuto que asigna en 6.54 a las proposiciones por él mismo defen­
didas a lo largo del libro: “Lo que el solipsismo pretende decir es enteramen­
te correcto; sólo que eso no se puede decir, sino que se muestra” (5.62). Lo
que Wittgenstein censura en el solipsismo es la pretensión de decir lo qué
(según su teoría del significado) no se puede decir, sino que se muestra. Con­
cluir de esta crítica que Wittgenstein rechaza el solipsismo sería tan peregrino
como peregrino sería concluir que el Tractatus rechaza la teoría figurativa del
lenguaje; pues tampoco ella se puede decir. Así, pues, prima facie al menos,
la tesis solipsista es una de esas proposiciones ni puramente fácticas ni lógi­
camente verdaderas que el Tractatus considera aceptables.
Anteriormente presentamos el contraste entre la lógica y la aplicación
diciendo que la segunda dependía de la “experiencia”. El propio Wittgenstein
habla así en ocasiones. Pero eso no puede significar que sea un asunto contin­
gente cuál sea el significado de los nombres de un lenguaje dado. Por supues­
to, el significado de los enunciados de un lenguaje dado depende tanto de las
reglas semánticas icónicas, como de las ostensivas. La cuestión de cuál sea el
modelo para un idiolecto dado no es lógica, pero tampoco es “fáctica”;. pues el
modelo contribuye esencialmente a determinar todo aquello sobre lo que se pue-:
den hacer enunciados o expresar pensamientos, verdaderos o falsos. Según Witt­
genstein, es imposible, en un idiolecto dado, hacer enunciados o expresar pensa­
mientos acerca de entidades a las que ningún nombre del lenguaje permite refe­
rir. “La lógica llena el mundo; los límites del mundo son también sus límites. No
podemos, por consiguiente, decir en lógica: en el mundo hay esto y esto, aquello
no” (5.61). Es aquí la lógica aplicada de lo que se está hablando.
“La realidad empírica está delimitada por la totalidad de los objetos. El
límite se muestra de nuevo en la totalidad de las proposiciones elementales”
(5.5561). No es la lógica, sino su aplicación en cada caso particular, la que
establece tal límite; pero eso no le quita al límite su carácter necesario. Es algo
que se muestra, en el sentido que hemos explicado más arriba (§ 2); pues es
una condición necesaria de todo lenguaje que esté construido a partir de sig-

16. “¿Y ha de morir contigo el mundo mago / donde guarda el recuerdo / los hálitos más puros de la vida, /
la blanca sombra del amor primero. / la voz que fue a tu corazón, la mano / que tú quenas retener en sueños, / y todos
los amores / que llegaron al alma, al hondo cielo? / ¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo, / la vieja vida en orden
tuyo y nuevo? / ¿Los yunques y crisoles-de tu alma / trabajan para el polvo y para el viento?" Para el fenomenalista,
el mundo está fabricado a partir de los m ism os materiales que el "mundo mago" de Machado; no es de extrañar que
corra igual suerte con la muerte.
nos que subrogan simples, aunque no es una cuestión lógica cuáles sean éstos?
y la totalidad de las relaciones referenciales determina (junto con las reglas-
lógico-sintácticas) todo lo que se puede expresar en ese lenguaje. La aplicación
de la lógica delimita pues qué proposiciones son verdaderas, determinando qiié
proposiciones son construibles. Esto es lo que especifica el modelo. No se pue­
de decir, porque es necesariamente verdadero, aunque no sea lógicamente ver­
dadero: no podría ser de otro modo; por esto “se muestra”.
Ahora bien, según Wittgenstein, al delimitar a qué cosas me puedo refe­
rir, delimito también el mundo: “[l]os límites de mi lenguaje señalan los lími­
tes de mi mundo” (5.6). Y esta es, precisamente, la justificación a la que ape­
la para afirmar que “lo que el solipsismo pretende decir es enteramente correc­
to”: “Que el mundo es mi mundo se muestra en que los límites del lenguaje
(del único lenguaje que yo entiendo) señalan los límites de mi mundo” (5.62).
A mi juicio, esto sólo puede entenderse en el supuesto fenomenalista de que el
“mundo” así delimitado está fabricado a partir de sensaciones, de constituyen­
tes de vivencias. No se me ocurre si no cómo cuáles sean los objetos para los
que uno dispone en su idiolecto de unidades léxicas que los subrogan pueda
“limitar” el mundo del que depende la verdad o falsedad de lo que decimos.
El contexto del fragmento que cito a continuación hace explícito que “el mun­
do” es en él “el mundo como idea”, “la vida”: “Una vez y otra se hace el inten­
to de usar el lenguaje para limitar el mundo y ponerlo de relieve —pero no pue­
de hacerse. La evidencia del mundo se expresa a sí misma en el hecho de que
el lenguaje sólo puede referir a él, y así lo hace. Porque, dado que sólo a par­
tir de su significado, del mundo, deriva el lenguaje el modo en que significa,
no es concebible ningún lenguaje que no represente este mundo.” (PB, 80) En
resumidas cuentas: el conjunto de objetos fenoménicos con que estoy familia­
rizado, y que pueden ser referentes para las unidades léxicas de mi lenguaje en
un momento dado, delimita el mundo: aquello de lo que depende la verdad o
falsedad de mis juicios, deseos, etc. Tratar de decir esto sugeriría que ello
podría ser de otro modo; por eso no puede decirse. Pero es así.
Es bien cierto que Wittgenstein también dice: “el solipsismo, llevado a sus
últimas consecuencias, coincide con el realismo” (5.64). Pero esto no contra­
dice lo anterior sino que, como vamos a ver, lo reafirma. Las vivencias, como
dijimos al introducirlas, son necesariamente de un sujeto, y de un único suje­
to: las vivencias son privadas y transparentes. Según el Tractatus, todos los
términos no lógicos del “cálculo fenomenológico” en el que cabe expresar todo
lo expresable en el único lenguaje que yo entiendo significan vivencias mías;
y es un hecho necesario que tales significados son vivencias mías. “Cuando
me apeno por alguien con dolor de muelas, me pongo en su lugar. Pero me
pongo a m í mismo en su lugar” (PB, § 63). Esto es, son mis propias vivencias
las que están siempre, necesariamente, en juego. No hay nombres de mi len­
guaje que refieran a cosas que no sean constituyentes de vivencias potenciales,
pero tampoco los hay que refieran a las vivencias de otros. “Si digo ‘A tiene
dolor de muelas’, uso la imagen de sentir dolor del mismo modo en que uso,
pongamos por caso, la imagen del flujo cuando hablo del flujo de la corriente
eléctrica. Las dos hipótesis, que los demás tienen dolor de muelas, y que se
comportan como yo pero no tienen dolor de muelas, tienen posiblemente el
mismo sentido” (PB, § 64). Consiguientemente, no digo nada susceptible de
verdad o falsedad (nada que pudiera ser de otro modo) cuando digo que los
nombres de mi lenguaje significan vivencias mías. “En el sentido de la expre­
sión ‘datos sensibles’ en el que sería inconcebible que algún otro los tuviera,
no se puede decir, por esa misma razón, que algún otro no los tiene. Por ello
mismo carece de sentido decir que yo , en contraste con algún otro, los tengo”
(PB, § 61).
Como no puede ser de otro modo que todos los objetos de que hablo son
mis vivencias, tampoco puede ser expresable mediante una proposición genui-
na. Por otra parte, no es algo lógicamente verdadero. Wittgenstein elucida esto
diciendo que el término ‘yo’ (o ‘m i’) no funciona aqilí como, por ejemplo,
cuando decimos: ‘yo calzo el 42’, o ‘yo peso 75 kilos’. Estas oraciones per­
miten enunciar, ciertamente, proposiciones genuinas; en ellas, ‘yo’ refiere a un
objeto del mundo físico, del mismo modo que lo hacen ‘la Luna’ y ‘Julio
César’ (o ‘A’ en ‘A tiene dolor de muelas’). En cambio, cuando pretendemos
expresar el solipsismo diciendo que el mundo es mi mundo, el término ‘m i’ no
refiere a un objeto. “Dijo que «del mismo modo que ningún ojo (físico) está
involucrado en ver, ningún ego está involucrado en pensar o en tener dolor de
muelas»; y citó, con aparente aprobación, el dicho de Lichtenberg «en vez de
‘yo pienso’ habríamos de decir ‘se piensa’» (donde ‘se’ se usa, dijo, como ‘E s’
se usa en ‘Es blitzet’); y creo que diciendo esto quería expresar algo similar a
lo que dijo acerca del «ojo del campo visual» cuando dijo que no es algo que
esté en el campo visual” (Moore, 309). (Cf. el pasaje de ID, § 2, donde expli­
camos por qué no hay que confundir estados de consciencia como los notares
con estados de awtoconsciencia.) El “yo” que es sujeto de mis vivencias no es
algo que podamos contrastar con ningún otro objeto, porque, necesariamente,
todos los objetos son constituyentes de mis vivencias: entre ellos no encuentro
a ese sujeto para referirme a él —y distinguir, pongamos por caso, algunas
vivencias que son suyas de otras que son de otro— , como no encuentro al ojo
que ve en el campo visual. (Cf. 5.631.)
Representacionalistas cómo Locke intentan explicar la atribución de sen­
saciones a otros por analogía con las que conocemos por introspección en
nuestro propio caso. El solipsismo encuentra esta idea profundamente inco­
rrecta. El Wittgenstein del Tractatus hubiese suscrito plenamente esta crítica de
las Investigaciones a esa concepción representacionalista de las “otras mentes”:
“Es como si yo dijese: «Tú ciertamente sabes lo que quiere decir ‘son las cin­
co en punto aquí’; luego sabes también lo que quiere decir que son las cinco
en punto en el Sol. Quiere decir que allí es la misma hora que aquí cuando
aquí son las cinco en punto.»— La explicación mediante la identidad no fun­
ciona aquí. Pues yo sé, naturalmente, que se puede llamar «la misma hora» a
las cinco aquí y las cinco allí; pero lo que no sé es en qué casos se debe hablar
de identidad de momentos de tiempo aquí y allí” (Investigaciones, § 350). Si
supiéramos que se puede decir que son “las cinco” aquí y “las cinco” allí,
entonces entenderíamos que es la misma hora aquí y allí; pero lo que está éri.
cuestión es esa precondición. Si supiéramos en qué condiciones se pueden
aplicar expresiones para las mismas ideas a nosotros y a los demás, entende­
ríamos también qué es para los otros “tener las mismas ideas” que yo; pero no
debemos pensar, automáticamente, que porque entendemos ‘dolor de cabeza’
o ‘idea de rojo’ dicho de mí, podemos entender también la expresión cuando
se aplica a otro. Pues puede haber un aspecto esencial al significado de ‘dolor
de cabeza' que haga que ‘dolor de cabeza’ signifique algo completamente dis­
tinto cuando se aplica a otros, del mismo modo que, dado que la posición rela­
tiva del Sol al lugar al que aplicamos nuestras expresiones horarias es esencial
al significado de esas expresiones, aplicarlas al Sol carece de significado.
Podríamos ciertamente darle algún significado a esos términos cuando se dicen
del Sol, pero sería uno distinto, y haría ociosa la explicación en términos de la
identidad.
Algo similar es, en realidad, lo que ocurre con los términos para las sen­
saciones privadas. Para el solipsista, que yo tengo dolor de cabeza o una idea
de rojo no son hechos contingentes; es esencial al dolor de cabeza y a la
idea de rojo que sean míos. El dolor de cabeza o la idea de rojo del solipsista
no podrían ser de otro. Y no sólo este particular dolor de cabeza', uno de mis
dolores de cabeza, en el sentido del solipsista, es el tipo de cosa que no podría
ser de otro. Yo puedo* ciertamente, imaginarme tus muelas produciendo dolor;
puedo imaginarme que cuando toco tus muelas duele, cuando masticas un dul­
ce duele más, cuando las extraen deja de doler, etc.; pero el dolor en cuestión
sería también “mi” dolor: lo que así imaginaría sería, propiamente, que me due­
len tus muelas, en lugar de, como habitualmente, las mías. Una vez más:
“Cuando me apeno por alguien con dolor de muelas, me pongo en su lugar.
Pero me pongo a m í mismo en su lugar” (PB, § 63). Esto no significa que ‘a
Julio César le duelen las muelas’ carezca de sentido; pero su sentido no tiene
nada que ver con el que promete la explicación analógica de Locke, a saber,
que Julio César tiene una idea como la mía. Su sentido tiene exclusivamente
que ver con las sensaciones que “yo” puedo tener; es decir, con la conducta de
Julio César que puedo percibir visualmente, con sus aullkios de dolor que pue­
do oír, etc. Para el fenomenalista, las atribuciones de estados internos a otros
han de entenderse de un modo estrictamente conductual.
¿Qué significa, pues, ‘yo’ o ‘m i’ en las expresiones del solipsismo? Witt­
genstein propone, como Hume antes que él, y como Russell (en la etapa del
“monismo neutral”), que este sujeto del solipsismo se identifica, si con algo,
con el conjunto de las vivencias: “Yo soy mi mundo (el microcosmos)” (5.63),
hecho que “está conectado con que [...] todo lo que podemos describir podría
ser de otro modo” (5.634). (Que las vivencias a que me refiero sean mías no
podría ser de otro modo; que si “yo” soy algo, soy la totalidad de mis viven­
cias, es consecuencia de que ello no podría ser de otro modo.) Por supuesto,
el mundo que es la totalidad de los hechos atómicos existentes y “mi” mundo
(la “vida”, 5.621) no son la misma cosa. Pero están construidos, por así decir­
lo, a partir de los mismos materiales. “Mi” mundo son todas las vivencias que
tengo: las que noto, las que rememoro, las que anticipo, las que imagino, las
que conjeturo, etc.; es el “mundo mago” de Machado. “El” mundo es la tota­
lidad de los hechos que configuran la realidad, construidos igualmente a partir
de constituyentes de vivencias, y dispuestos de acuerdo con las generalizacio­
nes nómicas verdaderas: las vivencias que estoy cierto de que se dan (bien a
través de la percepción o de la memoria), junto con hechos que guardan con
éstas ciertas relaciones generales de carácter regular bien confirmadas que
constituyen las leyes naturales.
Es sólo en este sentido que “el solipsismo, llevado a sus últimas conse­
cuencias, coincide con el realismo”. El solipsismo que Wittgenstein rechaza es
el que pretende enunciarse. La verdad del solipsismo no puede decirse (según
la teoría figurativa), sino que se muestra: es una condición necesaria para la
representación. Pues es una condición necesaria para la representación que
haya nombres que subrogan simples que son la sustancia del mundo; y tales
cosas sólo pueden ser constituyentes de las vivencias de un sujeto en un
momento dado. Todo lo que ese sujeto en ese momento puede representarse
(incluido aquello que haría verdadera a una de las descripciones exhaustivas
que pueden hacerse mediante proposiciones elementales, es decir, el mundo)
está necesariamente construido a partir de esos objetos fenoménicos, necesa­
riamente suyos. Por eso, ‘y o \ en las afirmaciones del solipsista, designa un
parámetro vacuo. Las afirmaciones del solipsista presuponen (para excluirlo)
que los objetos que constituyen el mundo podrían no ser suyos; mas, tanta
razón tiene el solipsista, que esto es una imposibilidad (aunque no una contra­
dicción lógica). “El yo del solipsismo se reduce a un punto inextenso, y que­
da la realidad por él coordinada” (5.64). La exposición muestra hasta qué pun­
to es poco “realista” esta tesis. Sigue siendo el caso que todos los términos no
lógicos del cálculo en el que se puede expresar todo lo que yo digo significan
sensaciones mías, y que aquello que determina la verdad o falsedad de lo que
digo está constituido por sensaciones mías. Esto no tiene nada que ver con el
realismo, en el sentido usual del término. El verdadero realismo se caracteriza
por suponer un mundo de entidades objetivas que son conceptualmente inde­
pendientes de nuestras vivencias, y las causan; un mundo que no cambia con
los cambios en la experiencia fenoménica de un sujeto, y al que no se puede
hacer “crecer o decrecer” adoptando una cierta actitud ética.

7. Sum ario y consejos p a ra seguir leyendo

La concepción del lenguaje del Tractatus, expuesta en el capítulo anterior,


entraña tesis que cualquier lenguaje natural parece refutar. Entraña, en primer
lugar, que no hay más proposiciones necesariamente verdaderas que las lógi­
camente verdaderas, en el sentido expuesto en el capítulo anterior. En segun­
do lugar, entraña que no puede haber proposiciones vagas, ni proposiciones
con significado que incluyan términos sin referencia. Wittgenstein utiliza dos
estrategias para afrontar estas objeciones. Admite, por un lado, que hay verda­
des necesarias no lógicas; pero éstas se muestran, no se pueden decir median­
te proposiciones genuinas (§ 2). Por otro, insiste en que su tesis no se aplica a
las proposiciones del lenguaje natural tal y como aparecen, sino a las resul­
tantes de analizarlas apropiadamente, haciendo explícita su verdadera comple­
jidad semántica (§§ 1-3). La tesis del análisis implica una ontoíogía fenome­
nalista (§ 4) y solipsista (§ 6), cuya justificación hay que encontrarla en la
aceptación de las consideraciones habituales en favor del intemismo, junto con
el rechazo del representacionalismo (§ 5).
Como lectura adicional a los pasajes pertinentes del Tractatus recomiendo
el apéndice del libro de Kripke Wittgenstein on Rules and Prívate Language.
EL ARGUMENTO DE WITTGENSTEIN
CONTRA LOS LENGUAJES PRIVADOS

En este capítulo vamos a examinar un célebre argumento elaborado por


Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas, según el cual cualquier argu­
mento en favor del solipsismo o el fenomenalismo que parta de supuestos
internistas sobre el lenguaje será necesariamente incorrecto. No sólo es que
Locke está equivocado al pretender que “las palabras, en su significación pri­
maria, están por ideas en la mente de quien las usa”, esto es, por entidades
epistémicamente privadas (y el Wittgenstein del Tractatus lo está igualmente
aí insistir en que el lenguaje está construido a partir de nombres que significan
“simples”, que según la interpretación propuesta en el capítulo anterior serían
entidades inmediatamente presentes a la mente); es que, según el argumento
contra los lenguajes privados, las palabras no pueden nunca significar entida­
des epistémicamente privadas: no puede haber un “lenguaje privado”, un códi­
go personal, digamos, que uno inventa con el propósito de anotar en un diario
sus ideas, entendiendo por tales objetos internos de estados mentales a los que
sólo el sujeto tiene propiamente acceso, a través de la introspección.
El argumento es la consecuencia de una concepción del lenguaje radical­
mente opuesta a la de Locke, Frege y^&\-Tractatus. Esa concepción del lenguaje
se desarrolla en las secciones entrá 138 y.242\le las Investigaciones; su coro­
lario, el “argumento contra el lenguaje-privado”, se desarrolla entre las seccio­
nes 243 y 315. ,Las páginas que siguen están dedicadas a exponer la nueva con-
cepclóñ'cierienguaje de Wittgenstein y su argumento contra la posibilidad de
un lenguaje privado. Esa nueva concepción se epitoma en el bien conocido afo­
rismo el significado es el uso; su propósito es vincular indisolublemente la
expresión de significados con la conducta.

1. Los supuestos mentalistas y los lenguajes privados

Pese al riesgo de resultar un tanto repetitivo, será conveniente que comen­


cemos recordando los elementos básicos de las convicciones mentalistas. Sin
el detalle con que las hemos estudiado en capítulos precedentes, lo que sigue
no tendría un sustento teórico aceptable. Pero, por otra parte, los detalles pue­
den impedimos la visión general del problema, y esta visión general es nece­
saria para comprender la pertinencia de la crítica al mentalismo que seguirá.
Sin la visión general, es fácil dar inadvertidamente por buenas ideas plausibles,
pero incompatibles con las tesis filosóficas definitorias del mentalismo, y pen­
sar en consecuencia que las críticas no se dirigen a ese mentalismo razonable
que hemos así formado —inconsistentemente— en nuestras mentes, sino qui­
zás a un hombre de paja construido ad hoc para hacer fácil la “refutación”.
Evitarlo merece sobrellevar el riesgo de la redundancia.
El mentalista presume un supuesto muy exigente sobre el conocimiento.
No es verdadero conocimiento aquello que en la vida cotidiana consideramos
tal; sólo cuenta como verdadero conocimiento aquel que puede ser justificado"
sin dejar resquicio a la duda. S sabe que p cuando S se ha asegurado de que
no es posible que estuviera en una situación en que, teniendo exactamente la
misma justificación sobre la base de la cual cree que p , p sería sin embargo
falsa. Hay también conocimiento que se “autojustifica” — es decir, que se jus­
tifica directamente, por el mero hecho de darse— ; éste también debe satisfa­
cer esta condición de certeza. Supongamos que, sobre la base de lo que creo
percibir, juzgo que se da ante mí en este momento la situación que describiría
en palabras así:

(1) un disco rojo de cerca de un cm. de diámetro se mueve rápidamente a


unos dos palmos de mí, a la altura de mis ojos, de izquierda a derecha,
convirtiéndose abruptamente a mitad del recorrido en un disco verde.

Tanto este enunciado como el juicio que expresa tienen como objeto inten­
cional un acaecimiento “objetivo”: este es un dato de partida. Ahora bien, no
cabe decir que conozco directamente tal acaecimiento “objetivo”, pues su
“objetividad” consiste, mínimamente, en que quizás no se dé de hecho un
acaecimiento como el que describo. Quizás esté padeciendo la ilusión conoci­
da como fenómeno phi, y todo lo que ha ocurrido realmente es que se ha ilu­
minado un disco rojo inmóvil, iluminándose después de 35 milisegundos, tam­
bién brevemente, un disco verde igualmente inmóvil situado a mi derecha, a
1,4° de distancia del primero respecto del centro de perspectiva. Por tanto, si
éste fuese un caso de presunto conocimiento directo, incluso si se da realmen­
te el acaecimiento descrito en (1) habría que concluir que no sé. Pues simple­
mente por el hecho de tener esa convicción basada en lo que creo percibir/no
puedo excluir que ésta sea una situación en que mi juicio es incorrecto.
Sin embargo, parece que este mismo caso nos ofrece un ejemplo del tipo
de conocimiento que busca el cartesiano (lo que mostraría que su definición de
conocimiento es razonable). Pues cabe decir que sí hay algo en la situación que
conozco directamente (simplemente por el hecho de estar en ese estado de
conocimiento): conozco cuál es mi propio estado mental. Sé que es un juicio,
y sé cual es su contenido. Sé, igualmente, que (1) expresa un juicio con ese
contenido. Para que esto sea así, para que realmente tenga conocimiento direc>
ío y cierto de cuál es mi estado mental, el contenido del juicio ha de ser carac­
terizable sin compromiso alguno con la existencia del acaecimiento objetivo,
meramente presunto. Es más, por todo lo que yo sé directamente en este
momento, la situación real podría ser incluso mucho más radicalmente dife­
rente a como la juzgo. No es sólo que podría estar padeciendo una ilusión muy
concreta, que se da por lo demás en un mundo real suficientemente similar a
como, en otros respectos, me lo represento; es que quizás — por todo lo que sé
directamente— yo sea un cerebro en una vasija en Alfa Centauri, o una men­
te inmaterial juguete del humor del Genio Maligno. Quizás el mundo “real”
comenzó a existir hace un segundo, y cese en su existencia dentro de un segun­
do. Por tanto, el contenido proposicional de mi juicio, y del enunciado que lo
expresa, debe poder ser caracterizable sin compromiso alguno con la existen­
cia de nada objetivo; porque la intuición de partida me dice que sí hay algo
que conozco directamente, a saber, que tengo estados mentales con ciertos con­
tenidos, y que los podría expresar con ciertas oraciones con ciertos sentidos.
Todo esto es inmune a las consideraciones escépticas.
Estos párrafos describen los supuestos comunes a todos los partidarios del
intemismo que hemos estudiado hasta aquí; representacionalistas, como Locke
y Frege (en este último caso, con todas las puntualizaciones sobre la clasifica­
ción de Frege como un representacionalista que hicimos en VII, § 1), y feno-
menalistas como el Wittgenstein del Tractatus. Estos supuestos caracterizan los
rasgos comunes del mentalismo sobre el significado (IV), que combina una
concepción internista de la mente con la tesis de la prioridad del pensamiento
sobre el lenguaje:

Los supuestos mentalistas son dos: (i) El conocimiento es cierto, y el cono­


cimiento cierto puede ser directo o demostrativo, (ii) Un sujeto de conoci­
miento tiene un conocimiento directo cierto de la naturaleza y el contenido
de la totalidad de sus pensamientos — así como del sentido de las oraciones
que los expresarían en su idiolecto— en un momento dado.

A partir de aquí, representacionalistas y feriomenalistas difieren. Los


representacionalistas mantienen la existencia de acaecimientos objetivos — en
el sentido realista del término ‘objetivo’ expuesto en HI, § 2— que determinan
la verdad o falsedad de lo que un enunciado como (1) dice. Además, mantie­
nen que podemos conocerlos: son las referencias, o significaciones secunda­
rias, de tales juicios y enunciados, y constituyen la condición (algo contingen­
te, que puede darse o no darse) que ha de satisfacerse para su verdad. Los aca­
ecimientos objetivos están nómicamente relacionados con aquello que se cono­
ce directamente, por introspección del propio estado mental, y permite carac­
terizar sin compromiso con nada objetivo el contenido de los juicios y el sen­
tido de los enunciados en que se expresan.
Un sujeto cognoscente puede construir un argumento, basado en eso que
conoce directamente (sus vivencias, y las relaciones entre ellas que conoce
directamente), del que se sigue la existencia de un mundo objetivo. El inter­
nista, tal y como lo estamos presentando en este resumen, ha abandonado ya
otro de los supuestos epistemológicos cartesianos fundamentales, a saber, el
fundacionalismo. Al menos, ha abandonado la concepción más natural del fun-
dacionalismo (la del Tractatus), según la cual la base directamente conocida
del conocimiento está constituida por proposiciones lógicamente independien-
tes entre sí. Para que el mentalismo sea siquiera prima facie aceptable, en la
base tiene que haber ya un conocimiento ricamente estructurado. No se puede
caracterizar inteligiblemente, bajo los supuestos del intemismo, nuestra repre­
sentación del mundo, si no aceptamos que conocer una vivencia implica cono­
cer muchas relaciones específicas y diversas que guarda con otras. (Dado que
este conocimiento sigue siendo la “base” para cualquier otro, cabe aún consi­
derar “fundacionalista” en una versión más depurada de la idea, al intemismo
que ha advertido esto.)
En el caso concreto de (1) se sigue del argumento la existencia de un
acaecimiento objetivo, objetivamente constituido de cierto modo. Se supone,
desde luego, que el argumento ofrece certeza, en el sentido anterior: esta jus­
tificación demostrativa es tal que, una vez que dispongo de ella, puedo ver que
no es posible que alguien posea tal justificación, y que la situación real no. sea,
objetivamente, como uno se la representa. Los detalles del argumento y de las
características que cabe atribuir a la situación objetiva representada por (1)
varían aquí de representacionalista a representacionalista. Descartes argumen­
ta a partir de la presunta certeza que su conocimiento directo de sus propios
pensamientos le facilita de la existencia de un Dios sin intenciones aviesas.
Kant argumenta a partir de las necesidades de la moral. Locke, Helmholtz,
Moore o Russell argumentan a partir de consideraciones inductivas. Las carac­
terísticas que cabe atribuir al acaecimiento objetivo vanan con el argumento;
en el caso de las propiedades secundarias, como sabemos, no cabe suponer,
según los representacionalistas clásicos, que guarden mucha relación con las
características de las vivencias causadas (V, § 2). Representacionalistas poste­
riores, como Kant o el Russell de ‘T he Relation of Sense-Data to Physics”
(1914), despertados de sus sueños por el examen humeano del concepto bási­
co en que descansan — el de relación nómica— , concluyen algo similar para
todas las propiedades; puedo saber que hay algo objetivo que causa mis esta­
dos internos, pero no sé nada de ello, sólo que es una “materia” o “algo”, una
“cosa en sfV
El argumento teológico de Descartes nunca pareció muy convincente a
nadie; y posiciones como la de Russell, en el artículo indicado, o la de Kant
son (en comparación con las de Descartes y Locke) sustancialmente fenome-
nalistas: son fenomenalistas en todo lo que concierne a nuestra atribución de
una cierta estructura al mundo objetivo, y representacionalistas sólo en cuanto
a su aceptación de la existencia independiente de algo informe, bruto. Resulta
del supuesto epistemológico de partida que lo único que conocemos directar
medite son nuestros propios estados mentales en un momento dado, sus conte­
nidos puramente internos, y las relaciones internas entre ellos. Sabemos que las
sensaciones cromáticas se parecen más entre sí de lo que se parecen a las sen­
saciones auditivas, .sabemos poner en diferentes órdenes las sensaciones cro­
máticas, auditivas,: etc., conocemos la “geometría” de nuestras sensaciones
espaciales y la cronometría de nuestras vivencias dinámicas, sabemos qué
experimentamos en el presente y qué creemos haber experimentado en el pasa­
do, tenemos expectativas sobre qué habríamos de experimentar dado que expe­
rimentamos contemporáneamente unas u otras sensaciones; y muy poco más.
Y la investigación de Hume revela que todo esto es compatible con que no
existan las relaciones nómicas objetivas específicas que postulan representa-
cionalistas como Descartes y Locke, ni, por tanto, las entidades teóricas pos­
tuladas junto con ellas.
Tomemos como paradigma de fenomenalismo al solipsista refinado que,
como el Wittgenstein del período intermedio, rechaza su anterior reductivismo
eliminatorio sobre las relaciones nómicas y adopta un proyectivismo indivi­
dualista. Para él, un acaecimiento “objetivo” es únicamente uno coherente con
las generalizaciones “nómicas” — aquellas que mecanismos de inferencia a
priori parecen llevamos a preferir a otras, dada la experiencia pasada, y se
ponen de manifiesto en Jas expectativas que nos parece razonable formar sobre
el futuro a partir del pasado— . Una vivencia que experimenté en un sueño no
es objetiva en este sentido. (1) trata exclusivamente, como todo enunciado, de
las entidades que conforman vivencias directamente cognoscibles. Representa
un acaecimiento, objetivo si otros enunciados, igualmente sobre entidades cog­
noscibles directamente, son verdaderos. Por ejemplo, (1) representaría un aca­
ecimiento “objetivo” caso de que fuese verdad que habría experimentado tales
y cuales sensaciones visuales si hubiese situado un aparato para medir si se ha
emitido o no luz en los puntos intermedios entre el comienzo y el final del
movimiento aparente del disco, etc.
El argumento en favor de este fenomenalismo es muy poderoso; concedi­
mos anteriormente (X, § 5) su premisa central. El argumento presume la con­
cepción mentalista, y muestra primero que, cuando menos, el mentalismo deja
al representacionalista en la incómoda posición de ser un realista fingido res­
pecto de las referencias o significaciones secundarias que constituyen las con­
diciones de verdad para (1); es decir, el representacionalista tiene que admitir
— como admite cualquier persona razonable sobre los enunciados en el marco
de la ficción— que tales entidades no pueden afectar al modo en que juzga­
mos la corrección o incorrección de nuestros juicios. Cuando decimos ‘Don
Quijote nunca se hubiera casado, incluso si Dulcinea se lo hubiese propuesto5,
hablamos como si los hechos relativos a un individuo real hubiesen de deter­
minar la verdad o falsedad de lo que decimos; no es preciso dejar de hablar
así, pero sí advertir que sólo los hechos relativos a una historia que alguien
inventó podrían ser pertinentes para determinar si lo que decimos es aceptable
o no. En el mejor de los casos, esa misma es la situación en lo que respecta al
referente objetivo de (1). Pues sólo podemos establecer la aceptabilidad o ina-
ceptabilidad de (1) relativamente a lo que conocemos; pero los argumentos
huméanos muestran que no podemos asegurar que ese mundo nómicamente
relacionado con lo que conocemos directamente sea la fábrica de nuestra natu­
raleza cognoscitiva, proyectada después por ella. Así, la existencia o inexis­
tencia del mundo objetivo conjeturado por el representacionalista ha de ser
indiferente para la determinación de la-aceptabilidad o no aceptabilidad de jui­
cios como (1).
Hay, pues, dos sentidos de ‘verdadero’: uno puramente interno, “constata-
ble como verdadero, dado lo que podemos saber”, y otro externo, “objetiva­
mente verdadero, con independencia de lo que podemos saber”. Los acaeci­
mientos objetivos del representacionalista constituyen las condiciones de ver­
dad de lo que juzgamos y decimos sólo en el segundo sentido. Ahora bien,
dados sus supuestos mentalistas, también el representacionalista debe admitiií
el primero. La premisa central del argumento fenomenalista (X, § 5) intervie1
ne ahora: sólo el sentido interno de ‘verdad’ es aceptable, cuando hablamos de
las condiciones para la verdad de nuestros juicios y enunciados. Pues sólo un
concepto deflacionario de verdad parece razonable: uno distinguido única­
mente por generar la lista de todos los especímenes aceptables (es decir, no
paradójicos) del esquema (V). Se sigue de esto que las condiciones de verdad
de enunciados y juicios son conocidas por los hablantes competentes que los
aseveran y por los seres racionales que los juzgan. El realismo fingido sobre
las condiciones de verdad de lo que decimos y pensamos es, pues, inaceptable:
es un “realismo metafísico”, usando ‘metafísico’ en el sentido peyorativo.
Ésta ha sido, hasta aquí, nuestra dialéctica. Se observará que incluso el
más radical mentalista — a saber, el partidario del solipsismo defendido en el
Tractatus, el partidario del proyectivismo individualista d e l Wittgenstein del
período intermedio y el representacionalista ilustrado que admite que su rea­
lismo es fingido, quienes llevan hasta sus últimos extremos lógicos los dos
supuestos epistemológicos reseñados al comienzo— tiene que admitir que debe
existir un modo de trazar la distinción entre juicios aceptables y juicios no
aceptables. Incluso el solipsista y el proyectivista individualista necesitan un
sentido de ‘objetividad’ (aunque sea uno que debamos poner entre comillas de
prevención) que les permita decir en qué casos el juicio expresado con (1) es
aceptable^ y en qué casos es rechazable. La razón para esto está en un dato
aportado por nuestras intuiciones lingüísticas, demasiado básico para que nin­
guna concepción filosófica razonable pueda permitirse rechazarlo: que todo
sistema de representación incluye algunas representaciones falibles. Éste era
uno de los dos criterios distintivos del concepto de intencionalidad (El, § 1).
Así mismo, el realista por representación, incluso si rechaza el argumento witt-
gensteiniano que le forzaría a abrazar el solipsismo o el proyectivismo indivi­
dualista, necesita igualmente que el sentido interno de ‘verdad’ (verdad cog­
noscible) dé lugar a una distinción entre lo aceptable y lo rechazable. Pues
aquella a la que da lugar el sentido externo es indiferente para nuestras prácti­
cas cognoscitivas; pero tales prácticas cognoscitivas incluyen necesariamente
este elemento normativo. El camino que lleva al abandono de los dos supues­
tos mentalistas pasa justamente por apreciar las dificultades de unos y otros a
este respecto, consecuentes a la privacidad epistémica que los mentalistas
coherentes (solipsistas, proyectivistas individualistas y realistas Fingidos) deben
atribuir a sus significados “primarios”.

Una comunidad cognoscitiva es un grupo al que pertenece más de un sujeto


cognoscente. Una entidad mutuamente conocida es una cuyo conocimiento
(a) comparten, y (b) saben que comparten los miembros de una comunidad
cognoscitiva. Una entidad epistémicamente privada es una entidad que no
puede ser mutuamente conocida por los miembros de una comunidad cog­
noscitiva. Un sujeto cognoscente puede, desde luego, conocerla; y quizás
sucede que, de hecho, comparte ese conocimiento con otros sujetos cognos-
centes. Pero ninguno de ellos puede saber que comparte con otro tal cono­
cimiento.

Se sigue de lo anterior que esas entidades que, en cualquier variante de la


concepción mentalista, son directamente conocidas, han de ser epistémica­
mente privadas. Desde luego, nadie distinto al sujeto cognoscente puede cono­
cerlas directamente. Un realista por representación tradicional podría decir que
se conocen demostrativamente: uno conoce directamente sus propias vivencias
(#dolor de muelas#); infiere inductivamente que tienen causas externas de cier­
tos tipos (una condición anómala en las muelas), e infiere finalmente que esas
mismas causas extemas (la misma condición anómala en otro) producirán en
los demás efectos similares (#dolor de muelas#). Pero, para hacer esta historia
coherente con su epistemología, el representacionalista tiene que ofrecer una
buena réplica a los argumentos escépticos huméanos sobre las relaciones nómi-
cas, que parten de sus mismos supuestos epistemológicos. Y ya conocemos sus
dificultades a este respecto, que llevan a los representacionalistas depurados,
como Kant o Russell, a adoptar puntos de vista mucho más cautos, cercanos
al solipsismo. En todo caso, el representacionalista tiene que ser también un
realista fingido sobre las vivencias de los demás. Quizás existan, y sean como
las de. uno; pero lo que explica cómo uno elabora yjnodifica süs hipótesis
sobre las vivencias de los.oírosjio puederTser esas vivencias, sino aquello que
uno conoce directamente sobre las mismas. Á saber, la vivencia víslíaTde
#muela de otro cariada#, la vivencia auditiva de #expresión de dolor prove­
niente de la boca de otro#, etc. Quizás Locke era perfectamente consciente de
esto, y es por eso que define como lo hace la convencionalidad del lenguaje
(IV, § 2). Este es el tradicional problema de las “otras mentes”.
Anotemos, finalmente, que el tipo de consideración que lleva a postular un
conocimiento directo cierto de entidades subjetivas (las dudas escépticas sobre
si conocimiento de acaecimientos objetivos, llevadas a su extremo lógico) con­
lleva que estas entidades (los sentidos, para el representacionalista, que son los
únicos “componentes esenciales” del significado; las únicas referencias posi­
bles, para el solipsista; las entidades que se usan para “proyectar” un mundo
“objetivo”, en el caso del proyectivista individualista) sólo pueden caracterizar
el idiolecto de un sujeto en un momento dado.
Un lenguaje privado se caracteriza porque los significados (o los compo­
nentes esenciales de los mismos) de sus unidades léxicas son entidades epis-
témicamente privadas. La concepción mentalista, en cualquiera de sus
variantes, implica que un lenguaje es, en su esencia, el idiolecto privado de
un sujeto en un momento dado.

2. Lo que las reglas no son

Es conveniente comenzar, con las concepciones del lenguaje del Tractatus


y de Locke de fondo, exponiendo la parte negativa de los argumentos de Witt­
genstein en las Investigaciones, esto es, sus razones contra concepciones del
lenguaje como las mencionadas. Dejamos para la sección siguiente la presen­
tación inicial de sus propios puntos de vista alternativos.
El Wittgenstein de las Investigaciones enfatiza algo que en los puntos de
vista de Locke y del Tractatus resultaba marginal, a saber, que “la lógica es
una «ciencia normativa»” (§ 81). Para Wittgenstein, la lógica sigue siendo,
básicamente, lo que hoy llamaríamos ‘semántica’, el estudio de las propieda­
des de las expresiones de los lenguajes naturales en virtud de las cuales algu­
nos enunciados son verdades analíticas y algunos son consecuencia de otros.
Que la lógica es una ciencia normativa indica, en primer lugar, que sus obje­
tos de estudio, los significados, son normas o reglas, como lo son, por ejem­
plo, las normas de circulación. Que tales entidades son normas o reglas indica
que dividen algunas acciones en correctas e incorrectas. Pasarse un semáforo
que está rojo es una acción incorrecta, y pararse ante él es correcta, en virtud
de las normas de circulación. Aplicar la palabra ‘rojo' a una superficie verde
—esto es, decir de ella que es roja, o asentir a la pregunta “¿es esa superficie
roja?”— es una acción incorrecta, y aplicarla a una roja una acción correcta,
en virtud del significado de la palabra ‘rojo’. Aplicar la expresión ‘< ’ a los
números 15 y <?, en ese orden, es llevar a cabo una acción incorrecta, y apli­
carla a los mismos números en el orden inverso es llevar a cabo una acción
correcta, en virtud del significado de la expresión ‘< ’.
La primera tarea de la filosofía del lenguaje es, pues, clarificar la natura-
leza de esas normas a las que llamamos '“significados”. Pues bien, el principal
-argumentó negativo de las tiene la siguiente forma: propuestas
s'óbre los significados como la de Locke o la áel Tractatus s o n n e ^ s aromen -
te* incorrectas, por cuanto rio puedendarcuenta del carácter normativo de los
“significados. Si los significados fuesen lo que Locke o el Tractatus dicerfque'
son, entonces “todo curso de acción puede hacerse concordar con [los signifi­
cados, entendidos como Locke o el Tractatus proponen. Pero] ... si todo pue­
de hacerse concordar con [ellos], entonces también puede hacerse discordar.
De donde no habría ni concordancia ni desacuerdo” (§ 201). Es decir: los sig­
nificados, así entendidos, no serían normas; no permitirían distinguir^cursos_4e
acción.correctos e incorrectos. Pero ese carácter nom ativo es esencial a los
s i g n i f i c a d o s , , t a l P o r consiguiente ’ pro­
puestas compila de Locke y la del T ractatus son incorrectas.
Incluso aceptando que ordinariamente asignamos ese carácter normativo
que Wittgenstein reivindica a lo que llamamos ‘significados\ y concediendo
que las propuestas indicadas no recogen ese aspecto de nuestro uso común de
la palabra ‘significado’, alguien podría rechazar completamente la conclusión
de Wittgenstein. Podría alegarse que en filosofía no nos importan los signifi­
cados ordinarios de las palabras (por ejemplo, el de la palabra ‘significado’),
sino los que es razonable asignarles en función de diversos fines. (Por ejem­
plo, el de presentar una visión del mundo compatible con los resultados de la
investigación científica cuidando de usar con precisión, limitando al máximo
la vaguedad y la ambigüedad, los medios de representación.) Wittgenstein, sin
embargo, comparte con el Tractatus la concepción descriptiva, no correctiva,
de la práctica filosófica. En filosofía no podemos hacer más que d esc rib ir
correctamente los significados ordinarios de las palabras, entre ellos el de ia
palabra ‘significado’. Tiene perfecto sentido, por supuesto, introducir nuevas
expresiones con significados más precisos, relativamente a ciertos fines; pero
no es eso aquello de lo que se ocupa la filosofía. De ahí que, si efectivamente
el significado de ‘significado’ es una norma, y si las propuestas de Locke y el
T ractatus no .recogen tal hecho, no haya más que concluir su incorrecciórL
En el texto citado dos párrafos más arriba, Wittgenstein se refiere a las
reglas o norm a s en general, pero a nosotros nos interesa el caso particular
constituido por los significados. Por lo demás, el argumento de Wittgenstein es
completamente general, y se aplica a toda entidad de naturaleza normativa. Los
conceptos son también normas, en el sentido antes definido; el concepto de
rojo es tal que divide algunas acciones — no necesariamente acciones lingüís­
ticas— en correctas e incorrectas. Así, por ejemplo, si decimos que un animal
posee el concepto de rojo porque íe hemos condicionado para responder con
ciertas acciones a la presencia de una superficie roja, entonces, en virtud del
concepto en cuestión, podemos clasificar algunas de las acciones del animal en
correctas e incorrectas. Hablando de modo más general: los conceptos se “ejer­
cen” en la formación de juicios u opiniones; en virtud de la naturaleza de los
conceptos, los juicios formados mediante ellos pueden ser correctos e inco­
rrectos. Si alguien que posee el concepto de rojo forma el juicio de que una
superficie que es de hecho verde es roja, el juicio así formado es incorrecto.
Por consiguiente, el argumento de Wittgenstein también se aplica a los con­
ceptos. Una explicación de la naturaleza del concepto de rojo debe dar cuenta
de esta normatividad; y una explicación como la que cabe extraer de las teo­
rías de Locke o del Tractatus no da cuenta de esa normatividad. Pero no con­
sideraremos aquí explícitamente estas aplicaciones, de enorme interés para la
filosofía de la mente.
La forma abstracta del argumento negativo de Wittgenstein es, pues, esta:
los significados no pueden ser lo que Locke, Frege o el autor del Tra cta tu s pre­
tenden hacemos creer, porque entonces no habría distinción por ellos determi­
nada entre acciones correctas y acciones incorrectas: cualquier curso de accióri'
podría contar como correcto. En ese caso, cualquier curso de acción podría
contar también como incorrecto; pero esto equivale a decir que no habría en^
tal caso distinción alguna entre acciones correctas y acciones incorrectas.
Lo que es común a las propuestas de Locke y del Tractatus —y el origen'
del problema, según Wittgenstein— es el supuesto mentalista fundamental de
que los significados (las “significaciones primarias”, en el caso de Locke, ios
“sentidos”, en el caso de Frege, y los únicos significados que hay, en el del
Tractatus) deben p o d e r esta r in m ed ia ta m en te p resen tes en la consciencia de
cualquiera que sea capaz de a so c ia r una determ ina d a expresión con e llo s , de
usar una determinada expresión con esos significados. Lo que distingue a un
loro que dice ‘cuatro es menor que cinco’ o ‘esto es rojo’ (o, con más p la c i­
bilidad, simplemente ‘galleta’) de un ser humano que dice esas expresiones
dotándolas de significado es que el ser humano, pero no el loro, es capaz de
asociar “en su mente” con ellas los significados de esas expresiones. Quizás en
una ocasión dada no lo haga, del mismo modo que uno muchos días sigue el
camino a la oficina sin reparar conscientemente en lo que hace; pero, a] igual
que en este caso uno es ca p a z de seguir el camino como lo hizo el primer día,
consciente en cada momento de sus pasos y de su posición, el ser humano
—pero no el loro— es ca p a z de asociar conscientemente las palabras con sus
significados.
La justificación para esto radica en los supuestos mentalistas, puestos de
relieve en la sección anterior. El mentalista hace del conocimiento directo,
introspectivo, que un sujeto tiene de sus propios juicios y significados en un
momento dado, el fundamento firme sobre el que se ha de erigir todo el edifi­
cio del conocimiento. Los significados y contenidos “inmediatos” son, pues,1
inmediatamente conocidos; y, aquí, “inmediatamente conocido” significa cono­
cido p o r introspección, siendo consciente de ello. Uno “mira” a sus propias
vivencias, y ve cuáles se parecen y cuáles no, a qué expectativas dan lugar, etc.
Supongamos que enseñamos a un niño de la edad apropiada el significa­
do de la palabra V . 1 A partir de un cierto momento, decimos que el niño ha
aprendido el significado de la palabra. El significado de la palabra es tal que,
si ahora le preguntamos “¿68 + 57?” , la respuesta correcta que ha de damos es
“125”; si, por ejemplo, nos diera como respuesta “5”, su acción — su respues­
ta— sería incorrecta. De acuerdo con el mentalismo, el significado en cuestión
es una entidad que, o bien estaba inmediatamente presente en la consciencia
del niño desde que se produjo el aprendizaje cuantas veces anteriormente usó
la palabra ‘4-’, o bien, si no lo estaba, puede ser recuperado, como uno puede
recuperar si se le pide la consciencia de los pasos a seguir para llegar a la ofi-

I. Como nuestro interés reside en la Filosofía del lenguaje, y no en la filosofía de la mente, el ejemplo no con­
cierne a la adquisición del concepto suma meramente, sino a la adquisición del significado de la palabra ‘V . Ambas
cosas están obviamente relacionadas, pero no es menos obvio que son diferentes. Nada se opone en principio a que
alguien posea el concepto de suma, y sin embargo no entienda el significado de ninguna expresión (de un lenguaje
público) que signifique la suma.
ciña desde su casa. Quizás la “recuperación”, teniendo bien perfilado qué es lo
que así se recupera, no sea tarea sencilla, ciertamente; quizás fuese necesario
para ello una reflexión filosófica tan compleja como las mismas del Ensayo de
Locke o del Tractatus; pero puede hacerse. Eso al menos es esencial a los sig­
nificados en una concepción mentalista del lenguaje.
Del mismo modo, si la palabra cuyo significado ha aprendido el niño es
‘rojo', y ahora le presentamos una superficie roja y le preguntamos “¿es roja?”,
el significado que ha aprendido y es capaz de asociar con la palabra determi­
na que responder “sí” es actuar correctamente, responder “no” es actuar inco­
rrectamente. Y sí la palabra es ‘cubo’ y ahora le presentamos un tetraedro, el
significado que ha aprendido y es capaz de asociar con la palabra determina
que responder “sí” es en este caso actuar incorrectamente, responder “no” es
actuar correctamente. En estos ejemplos, los casos de aplicación de las pala­
bras son nuevos para el niño; supongamos que lo mismo ocurre en el caso arit­
mético anterior, que ni durante su aprendizaje ni posteriormente se enfrentó al
caso particular de ‘68.+ 57’. Wittgenstein dice que, en la concepción menta-
lista, los significados “anticipan su aplicación futura de modos misteriosos”.
Ciertamente, es increíble que cuando en el pasado el niño utilizó las palabras
‘+ \ ‘rojo’ y ‘cubo’, una vez que ya había aprendido su significado, pensó
explícitamente o era al menos capaz de pensar explícitamente en los casos de
esta superficie que ahora le presentamos, este tetraedro que ahora le presenta­
mos, o ‘68 + 57’, decidiendo entonces la aplicación de las respectivas palabras
en esos casos. Y, si pensó en ellos, fácilmente podemos proponer ejemplos
nuevos, en cada uno de los casos. ¿Qué eran, pues, esos significados, que esta­
ban o podían estar explícitamente en la mente del niño cuantas veces usó las
palabras significativamente, y determinaban el uso futuro?
Esos significados no pueden ser, simplemente, una enumeración de los
casos anteriores en que el niño había aplicado la palabra correctamente. Por­
que estos casos, por sí solos, no determinan ninguna aplicación futura: el que
el resultado correcto de ‘1 + 1’ sea ‘2 \ el de ‘1 + 2’ sea ‘3 ’, y así sucesiva­
mente —coincidiendo con los resultados de la suma hasta llegar, digamos, a
‘56 + 56 ’— es compatible con que V no signifique en todos esos casos la
operación suma, sino la operación parasuma. La parasuma es una operación
aritmética cuyos valores para cualquier par de números son los mismos que
para la suma, excepto para los números 68 y 57 ; para este par de números, el
resultado correcto es 5. Así que una lista con todas las aplicaciones pasadas
correctas de V (o una con las correctas, y otra con las incorrectas) no puede
ser el significado, porque una tal lista no determina una distinción en circuns­
tancias nuevas entre casos correctos y casos incorrectos. La lista es compatible
con que decir “ 125” en respuesta a “¿68 + 57?” sea correcto y decir “5” inco­
rrecto (si V significaba la operación suma), pero también con lo opuesto (si
significaba más bien la operación parasuma); y es obvio que hay interpreta­
ciones posibles del signo V en los ejemplos contenidos en la lista tales que
cualquier acción imaginable es compatible con la regla supuesta en la inter­
pretación en cuestión: la lista, pues, por sí sola, no es ninguna norma.
Exactamente lo mismo cabe decir de una enumeración de todos los casos
en que se aplicó correctamente la palabra ‘rojo’ en el pasado. Si en ellos íá
palabra ‘rojo’ significaba la rojez, la respuesta ahora correcta es “sí” . Pero es!
compatible con los casos pasados el que en todos ellos ‘rojo' significara la^
pararojeZy la propiedad que tiene una superficie si es roja antes de ayer o azul
después; y en ese caso, la respuesta correcta ahora es “no”. Y algo similar vale;
para ‘cubo'. La serie de los casos pasados de aplicación, ciertamente, puede de
algún modo ser susceptible de “estar presente a la mente del niño” cuando usa
una palabra; pero esa serie no puede constituir el significado, porque, por sí
sola, no delimita los casos correctos de los incorrectos (pues es compatible con
cualquier secuencia posterior).
Una vez más, ¿qué eran, pues, esos significados, que estaban o podían
estar explícitamente en la mente del niño cuantas veces usó las palabras signi­
ficativamente, y determinaban el uso futuro? La discusión anterior indica el
camino; los casos pasados, hemos dicho, “por sí solos”, no determinan la apli­
cación futura de los términos, porque ios términos pueden en ellos ser “inter­
pretados” de cualquier modo. Lo que nos falta, pues, es una especificación de
la “interpretación” correcta; eso es, sin duda, lo que el niño tiene o puede tener
en mente, quizás junto con la lista de algunos de los casos pasados. Mas, ¿qué
son tales “interpretaciones”? Wittgenstein propone que se trata de enunciados
o definiciones explícitas de la regla a seguir; una “interpretación” de la regla
implícita en la lista de usos pasados es un enunciado de esa regla. En el caso
de V la interpretación podría ser ésta: “Para sumar los números n y m prové­
ete de un montón suficientemente grande de garbanzos, piedras u otros obje­
tos; cuenta n objetos del montón y ponlos a un lado; cuenta m objetos del mon­
tón inicial y únelos al segundo montón así formado; si te has quedado antes de
llegar aquí sin objetos en el montón inicial, toma un montón más grande y
vuelve a empezar; cuenta finalmente el segundo montón; ése es el resultado.”
En el caso de ‘rojo’ y ‘cubo’, las interpretaciones pueden ser definiciones
ostensivas a través de “muestras mentales”: una “idea” de rojo mentalmente
asociada con la palabra ‘rojo', una imagen de un cubo mentalmente asociada
con la palabra ‘cubo’.
Hay quien lee a Wittgenstein como si él se opusiera a la existencia de imá­
genes mentales o de ideas. Esta interpretación puede apoyarse en una variante
de sus argumentos contra la concepción mentalista. Una vez que ha mostrado
claramente que la lista de los casos pasados de aplicación no puede constituir
el significado, utilizando el argumento central (“todo curso de acción es com­
patible con la regla, entendida como la enumeración de los casos pasados, con
lo que no hay aquí división entre los cursos correctos y los incorrectos”), él
sugiere aquí y allá que eso basta para mostrar que la concepción mentalista
debe ser errónea, porque en muchas de las ocasiones en que decimos correc­
tamente de alguien que entiende el significado de una palabra —en muchas
ocasiones en que lo decimos de nosotros mismos— no h a y nada m á s que una
lista de los casos p a sa d o s ca p a z de se r a so cia d o con scien tem en te con la p a la ­
bra. La introspección revela esto en nuestro caso particular; en muchas oca-
siones en que empleamos correctamente una palabra, no como loros, sino sig­
nificándola,, no tenemos nada “en mente” que pueda constituir el significado
que el mentalista busca, y lo único que es razonable decir que podríamos
“tener” es una lista de los casos pasados. Los significados, entendidos de
acuerdo con la concepción mentalista, no son n ecesa rio s para la significación:
puede haber significación sin significados mentalistas. Por tanto, los significa­
dos no son los significados mentalistas.
Este argumento, sin embargo, no es por sí solo muy convincente. A buen
seguro el mentalista insistirá en que los significados están a h í cuantas veces
hay significación, sólo que a veces se hace difícil “extraerlos”, hacerlos explí­
citos (“el lenguaje disfraza el pensamiento ...”). Después de todo, ¿qué, si no,
nos diferencia de los loros? ¿Qué nos justifica cuando decimos que la respuesta
correcta — correcta de acuerdo con lo que siempre habíamos querido decir
cuando usamos V en el pasado— a “¿68 + 57?” es “ 125”, qué razón tenemos
para dar esa respuesta? Porque sin duda lo que nos diferencia del loro, inclu­
so cuando el loro da esa misma respuesta, es que nosotros ten em o s una ra zó n ,
mientras que el loro acierta p o r casualidad.
Wittgenstein es bien consciente de estas consideraciones del mentalista
(son las suyas propias de tiempo atrás), de modo que no ofrece el argumento
mencionado más que como elemento adicional para apuntalar su propia posi­
ción y para resquebrajar los cimientos de la del contrario. Como tal argumen-
to,subsidiario, e f lector puede considerarlo de nuevo una vez que tenga a la vis-
tá~el argumento principal de Wittgenstein con toda su fuerza. El mismo no se
opone a la existencia de imágenes mentales; por el contrario, repite una y otra
vez que es muy posible que las haya, incluso que sean un auxiliar necesario
(al menos en el caso de los seres humanos) para el uso del lenguaje. Lo que
dice es que tales entidades, en contra del mentalista, no son n i p u e d e n s e r los
significados.
En lo que respecta a la invocación de imágenes mentales (y, en general, a
la naturaleza de esas “interpretaciones” que han de servir para fijar los signi­
ficados desde el punto de vista mentalista), a lo que Wittgenstein sí se opone
es a convertirlas en objetos misteriosos. De admitir tal maniobra, el argumen­
to no puede continuar, porque no sabemos cuál es la naturaleza de las entida­
des postuladas. Por el contrario, Wittgenstein propone “objetivar” las imáge­
nes. En la medida en que la introspección ciertamente revela imágenes menta­
les como auxiliares para la significación (en casos como el de ‘rojo’ y ‘cubo’),
tales entidades no son distintas de m uestras físic a s. Igual que tuvimos una
barra patrón para determinar la aplicación correcta de la expresión ‘un m etro’,
bien podríamos tener muestras de color para determinar la aplicación correcta
de las palabras de color. (De hecho, existen tales muestras, aunque no para el
uso cotidiano.) Tales muestras consistirían en manchas de color consideradas
paradigmáticas, asociadas con palabras. La “asociación” tampoco ha de ser
misteriosa; puede consistir, por ejemplo, en escribir un ejemplar de la palabra
debajo de cada una de las muestras. Wittgenstein propone que, en la medida
en que la introspección revela un proceso real, es asimilable la invocación de
una imagen mental asociada con una palabra (“mirar la rojez con el ojcrcle tá
mente”) al ir a buscar en un libro una muestra de color debajo de la cuál
escrita una palabra. Y lo mismo para ‘cubo’. En cuanto a las palabras corno
V , cuya interpretación no invoca muestras, Wittgenstein sostiene igualmente
que el único modo razonable de entender la propuesta mentalista es asimilar
su “interpretación” a una definición explícitamente efectuada con ayuda de
otras palabras, como la que se propuso arriba para ‘+ \ La “interpretación”
sería aquí la serie de palabras que constituye la definición, tal y como podría
aparecer en un diccionario. Wittgenstein repite que la introspección, el instru­
mento privilegiado por el mentalista, sólo revela entidades de esta naturaleza
que estén, o pudieran estar al menos — “recuperadas” quizás mediante el aná­
lisis filosófico— , inmediatamente presentes en la consciencia del usuario de las
expresiones mediante ellas “interpretadas”.
Esta propuesta es esencial para la viabilidad del argumento de Wittgens­
tein. El mentalista podría alegar aquí que se comete una petición de principio;
que es fundamental para su punto de vista el que las muestras sean epistémi-
camente privadas. El “argumento contra el lenguaje privado” tiene la función
de refutar esta pretensión. Pero ese argumento sólo se puede comprender bien
cuando se conocen ya las tesis negativas y positivas de Wittgenstein sobre el
significado en particular y la naturaleza de las normas en general. Lo que hare­
mos será ocupamos por el momento de exponer esas tesis, dando por supues­
to que, si hay imágenes mentales, éstas pueden asimilarse a objetos iñtersub-;
jetivos como las muestras de color. Intentaremos convencer con ello, si no al ;
mentalista filosóficamente refinado, al menos al mentalista ingenuo que surge;
en cada uno de nosotros, cuando nos detenemos, sin parar por mucho tiempo i
mientes en ello, a reflexionar sobre los significados. Después expondremos el j
argumento contra el lenguaje privado, y entonces el lector podrá por sí mismo
juzgar si en este punto Wittgenstein está facilitándose de un modo inaceptable
la tarea, al dotarse de una hipótesis que en rigor le está vedada.
Así pues, las “interpretaciones” que (quizás junto con la enumeración de
los casos correctos pasados) constituyen para el mentalista los significados son
definiciones explícitas, bien mediante el uso de palabras (como en el caso de
la definición de V ) , bien mediante el uso de muestras de color, muestras de
figuras geométricas, etc. Las definiciones del segundo tipo son definiciones
ostensivas.
Ahora el lector puede anticipar el curso del argumento. El significado pro­
puesto por el mentalista para V no es más que un montón de signos, que, a
su vez, admiten cualquier interpretación. 'Contar’, en la definición anterior­
mente proporcionada de V , quizás signifique contar, y en ese caso la res­
puesta correcta a “¿68 + 57?” es 125; pero quizás signifique más bien para-
contar, una operación similar en todo a contar excepto en que para montones
de ciento veincinco objetos arroja como resultado cinco. Es decir: dos perso­
nas pueden suscribir exactamente las palabras antes ofrecidas como definición
de V , la una aplicarla consistentemente de modo que preguntado “¿68 + 57?”
responde “ 125” y la otra aplicarla consistentemente de modo que su respuesta
es “5”. “¡Pero eso es sólo porque interpretan la palabra ‘contar’ de modo dis­
tinto!”, protesta nuestro espíritu mentalista. Muy bien; entonces a la inicial
“interpretación” debe añadírsele una interpretación adicional de las palabras
empleadas en la primera. Mas si las nuevas interpretaciones son, a su vez,
correlaciones de palabras con palabras, es manifiesto que este camino no lleva
a ninguna parte.
“Si las nuevas interpretaciones son, a su vez, correlaciones de palabras con
palabras ...” Pero el mentalista no piensa que lo sean. “AI final del camino”
hay para él, debe haber, interpretaciones del segundo tipo, definiciones osten­
sivas. La suma, diría Locke, es una idea compleja; como tal, está construida a
partir de otras más simples. La definición de V puede invocar otras palabras,
y éstas, a su vez, otras más. Pero ai final tenemos palabras que significan
ideas simples; éstas se definen mediante su correlación directa con las palabras
que significan. Lo mismo, vimos, pensaba en último extremo el Wittgenstein
del T ractatus — si bien él mantuvo puntos de vista más complejos que los de
Locke sobre los significados de las partículas lógicas y de las expresiones
matemáticas— . “En el T ractatus yo estaba confundido en cuanto al análisis
lógico y a las definiciones ostensivas. Pensaba entonces que existía un engan­
che entre el lenguaje y la realidad” ( C o n versa cio n es con W aism ann).
El lector que recuerde la discusión sobre los signos ostensivos y las defi­
niciones ostensivas en I, § 4 sabe ya por qué estaba Wittgenstein confundido
en el T ractatus , por qué no hay aquí una escapatoria real para el mentalista.
Pues los signos ostensivos son también signos, como las palabras, y pueden,
como ellas, ser interpretados de cualquier modo. La diferencia con las palabras
radica únicamente en que los seres humanos tendemos a interpretarlos, de
manera natural, de un cierto modo. (Otro error típico de los lectores de Witt­
genstein es pensar que él negaría esto. Por el contrario, como veremos, insis­
tir en ello es un elemento esencial de su propia concepción del significado.)
Pero esto es inesencial respecto de la cuestión que nos ocupa. Si los signos
ostensivos pueden interpretarse de cualquier modo (aunque, de hecho, no sean
interpretados de cualquier modo por los seres humanos), las muestras (menta­
les o físicas) correlacionadas con las palabras en las definiciones ostensivas no
pueden ser tampoco los significados de esas palabras.
Consideremos una definición de ‘rojo’ a través de una muestra, una man­
cha roja. Ciertamente, un ser humano típico aplicará esta definición del modo
esperado. Pero un venusino podría aplicar esta m ism a d efin ició n de modo tal
que, consistentemente, confrontado con una superficie verde y preguntado “¿es
rojo?” responde “s f \ y confrontado con una muestra de cualquier otro color
dice “no”. O podría aplicar esa m ism a d efin ició n de tal modo que si se le pre­
gunta hasta antes de ayer, responde como nosotros, pero a partir de hoy res­
ponde “sí” - sólo cuando la superficie es verde. (Eso sí, en ambos casos,
después de abrir el cajón, examinar la definición, y comparar atentamente la
muestra con la superficie.) Y. es obvio que lo mismo podría ocurrir si la mues­
tra fuese puramente mental. En cualquiera de ambos casos, ciertamente, no
diríamos que el marciano da el mismo significado que nosotros a ‘rojo’. Pero
la definición que utiliza, esta vez una ostensiva, es la misma que nosótrds uti­
lizamos. Asi pues, las muestras, mentales o físicas, no son los significados'
(como en el caso de V no podían serlo las palabras que dábamos como^defi-
ñición), porque las mismas muestras son compatibles con distintos significa­
dos. O incluso con la ausencia de significado: eso es lo que habría que decir
si el marciano “aplicara” la definición sin ningún orden, sin ninguna regulari­
dad, ahora a cosas rojas, depués a cosas azules, luego a cosas añil, etc. La
“aplica” sólo en el sentido de que, por ejemplo, antes de decir “sí” o “no”, mira
atentamente la muestra, vuelve la cabeza repetidamente del objeto presentado
a la muestra y viceversa, y cuando no tiene a mano la muestra simplemente se
encogiera de hombros. Pero lo que hace después no es una verdadera “aplica­
ción”, porque no hay orden alguno discemible en ello.
Quizás sea esclarecedor ver el problema fundamental que esta discusión"
revela desde otro ángulo, que ya apuntamos en V, §5. En un texto de Borges /
que citamos en V, § 3 con el fin de expresar la visión fenomenalista del mun-í
do, decía Borges que el mundo del fenomenalista “es sucesivo, temporal”. Estol
es así, en dos sentidos diferentes; el segundo es el que provoca el problema. El!
mentalista debe considerar que un lenguaje sólo está bien definido si nos res-1
tringimos al idiolecto de un individuo en un momento determinado. En el caso
del solipsista tractariano, las proposiciones elementales de este lenguaje tienen;
el carácter que Borges describe; caracterizan un mosaico de acaecimientos des­
hilvanados, lógicamente independientes entre sí. Este es el sentido no relevan­
te. El problema está en que también la sucesión de idiolectos de un mismo
individuo, de momento a momento, queda deshilvanada. Sin embargo, la nor­
matividad de los significados requiere que estén hilvanados. Para que lo que
decido ahora muestre que aplico correcta o incorrectamente una regla que he
seguido antes, no es importante qué recuerdo ahora sobre mis decisiones ante­
riores. Lo importante es qué significado, de hecho, daba antes a los términos.
Como el sujeto cognoscente es la única autoridad, y el sujeto cognoscente es
el usuario de uno de los idiolectos deshilvanados, no se ve cómo efectuar la
diferenciación básica entre parecer y ser que requiere la normatividad del sig­
nificado.
En resumen, tanto si definimos las palabras mediante otras palabras, como
si las definimos mediante signos ostensivos, las definiciones (las “interpreta­
ciones”) no pueden ser los significados, porque no determinan una distinción
entre cursos de acción correctos y cursos de acción incorrectos. Por ello, no
recogen el aspecto normativo esencial a los significados: cualquier curso de
acción es compatible con ellas, según alguna “interpretación”. Y suponer que/
se resuelve el problema añadiendo las interpretaciones de los términos
que pueden ser interpretados de diferentes modos no nos lleva a ninguna par­
te, porque tales “interpretaciones”, en el marco de la concepción mentalista,
serán a su vez nuevos signos que pueden ser aplicados de cualquier modo.
Nada de lo que razonablemente podamos decir que podría estar consciente­
mente presente en mi mente cuando empleo un signo con significado es bas­
tante para ser el significado.
3. Lo que las reglas son

Probablemente el error más extendido de los lectores de Wittgenstein es


pensar que él mismo era un escéptico sobre los significados. La conclusión del
argumento anterior sería así que no hay significados; una palabra, incluso una
palabra definida por ostensión, puede significar cualquier cosa. “Pero ¿cómo
puede una regla enseñarme lo que tengo que hacer en este lugar? Cualquier
cosa que haga es, según alguna interpretación, compatible con la regla”
(§ 198), se dice, desesperado, quien ha seguido el curso del argumento de Witt­
genstein hasta aquí. Pero nada está más lejos de la realidad. “— No, no es esto
lo que debe decirse”, continúa el texto anterior, “Sino esto: toda interpretación
pende en el aire, conjuntamente con lo interpretado; no puede servirle de apo­
yo. Las interpretaciones solas no determinan el significado” (§ 198). Es sólo la
concepción mentalista del significado lo que el argumento pone en tela de jui­
cio, y particularmente el supuesto común a todas las concepciones mentalistas,
a saber, el supuesto de que los significados deben poder estar inmediatamen­
te presentes en la consciencia de cualquiera que sea capaz de asociar una
determinada expresión con ellos. ¿Qué son, pues, los significados en particu-j
lar, y las normas en general? ¿Cuál es la alternativa a la concepción meni
talista?

Esta era nuestra paradoja: una regla no podía determinar ningún curso de
acción, porque todo curso de acción puede hacerse concordar con la regla. La
reacción era: si todo puede hacerse de acuerdo con la regla, entonces también
puede hacerse en desacuerdo. De donde no habría concordancia ni desacuerdo.
Que hay aquí un malentendido se muestra en que en el curso de estos pen­
samientos proponemos interpretación tras interpretación; como si cada una nos
satisficiese al menos por un instante, hasta que pensamos en una interpretación
que de nuevo está detrás de ella. Lo que con ello mostramos es que hay una
aprehensión de una regla que no es una interpretación, sino que se pone de
manifiesto, de caso en caso de aplicación, en lo que denominamos “seguir la
regla” y en lo que denominamos “contravenirla” (Investigaciones, § 201).

Lo que Wittgenstein denomina “una regla” en el primer párrafo es la regla


construida de acuerdo con la concepción mentalista; en el caso de esas par­
ticulares reglas que son los significados, una definición o formulación explíci­
ta del significado. Es decir, en este primer párrafo una “regla” es, en rigor, una
expresión de la regla. Es claro por el segundo páuafo — donde ‘regla’ vuelve
a significar el concepto en disputa, sin presuponer ninguna explicación de su
naturaleza— que él mismo rechaza el escepticismo a que parece conducimos
la concepción del significado mentalista (“hay aquí un malentendido”). Su pro­
pia propuesta, que ahora hemos de elucidar, está contenida en la última frase.
La propuesta es tan paradójica que tendemos a leer en la expresión “ponerse
de manifiesto” más de lo que en ella hay; tendemos a leer algo como lo que la
concepción mentalista rechazada propone, a saber, que el curso de acción en
concordancia con una regla (digamos, con el significado de la palabra ‘rojo’)
meramente “pone de manifiesto” la regla, que sería esa “instrucción interna’7,
que guía las acciones, de quien así actúa. Pero, naturalmente, no es esto lo que
piensa Wittgenstein, en absoluto. En una primera aproximación (que ensegui­
da revisaremos, pero mucho menos de lo que el mentalista desearía), la opi­
nión de Wittgenstein es que la norma no es otra cosa que una regularidad en/
la acciónala norma consiste precisamente en la serie de acciones que están de
acuerdo con ella y en la serie de acciones que están en desacuerdo con ella!
Esto lo enfatiza Wittgenstein diciendo en ocasiones que las reglas son téc­
nicas o prácticas y en otras ocasiones diciendo que son costumbres. Típica­
mente, una técnica — la técnica del triple salto, la del salto de altura al estilo
Fosbury, la de la pintura a la acuarela— es un cierto modo de comportamien­
to, un tipo de conducta. También una costumbre — pongamos por caso, mi cos­
tumbre de dar un paseo en bicicleta tres veces por semana— es un modo de
comportarse. Con esta última expresión se enfatiza la repetición, la regulari­
dad, por lo demás implícita en la otra caracterización — ya que típicamente
dominar una técnica requiere llevar a cabo repetidamente acciones que se apro­
ximan a ella.

“Así pues, ¿cualquier cosa que yo haga es compatible con la regla?”— Per­
mítaseme preguntar esto: ¿Qué tiene que ver la expresión de la regla — el indi­
cador de caminos, por ejemplo— con mis acciones? ¿Qué clase de conexión
existe ahí?— Bueno, quizás ésta: he sido adiestrado para una determinada reac­
ción a ese signo y ahora reacciono así.
Pero con ello sólo has indicado una conexión causal, sólo has ofrecido una
explicación de cómo ha llegado a darse el que nos guiemos por el indicador de
caminos, mas no en qué consiste propiamente ese seguir-el-signo. No; he indi­
cado también que alguien se guía por el indicador de caminos sólo en la medi­
da en que exista un uso estable, una costumbre (Investigaciones, § 198).

El “indicador de caminos” es un ejemplo más — “objetivado”— de la regla


entendida según la propuesta mentalista, es decir, como lo que en verdad no es
más que una expresión de la regla, quizás una “expresión” mental, que guía las
acciones relativas a ella. El lector puede tomar como ejemplo alternativo la
definición de ‘rojo’ mediante una muestra de ese color; la expresión de la regla
es aquí la mancha de color con la palabra debajo. La respuesta de Wittgens­
tein al escepticismo de quien ha seguido su argumento y, desde la concepción
mentalista, no ve ninguna alternativa, expresado en la primera frase (“Así pues,
¿cualquier cosa que yo haga es compatible con la regla?”), es que nos fijemos
en lo que hacemos. Hemos sido entrenados para seguir una cierta dirección
relativamente a la forma del indicador (relativamente a la muestra de color con
la palabra ‘rojo’ debajo); es decir, hemos llevado a cabo en el pasado, de un
modo habitual, conductas consistentes en seguir en una determinada dirección
relativamente a la forma del indicador (en aplicar la palabra, quizás tras con­
sultar la muestra, a algunas superficies y no a otras). Si ahora me conduzco de
alguno de esos modos, sigo la regla; si no, no lo hago. La regla es la regulari­
dad en el comportamiento, nada más; la regla no es, en particular, el indicador,
ni la muestra con la palabra debajo. En contra del supuesto fundamental de la
concepción mentalista, la regla se extiende largamente en el curso del tiempo
(y en el espacio también, si la regla es común a un grupo de individuos).
El filósofo mentalista (el “yo” mentalista de Wittgenstein”) protesta en el
párrafo siguiente, haciéndose eco del argumento fenomenalista contra el repre­
sentacionalismo anteriormente examinado (X, § 5). El adiestramiento, la regu­
laridad en la acción, son meramente causas, “condiciones empíricas” de la
regla; la regla misma no puede ser algo meramente nómico, así que es en rea­
lidad algo inmediatamente presente a la mente de quien se comporta como fue
adiestrado — y que por lo demás podría estar en su mente incluso sin adies­
tramiento. Wittgenstein rechaza este punto de vista en la última frase: por el
contrario, sólo si hay regularidad en la acción hay regla (significado). La regu­
laridad establecida mediante el adiestramiento no es una mera “condición
Empírica” del significado — algo que contribuye contingentemente a causar los
significados en algunos casos— sino que es un constituyente necesario del sig­
nificado.
Advertí anteriormente que habría de revisar un tanto la teoría de las reglas.
que le he atribuido a Wittgenstein en los últimos párrafos. Que las reglas sean
“técnicas” o “costumbres” no debe llevamos a identificarlas totalmente con
cursos de acción realmente llevados a cabo, como he hecho en la primera expli­
cación tentativa de las nuevas propuestas de Wittgenstein. Tiene sentido decir
de alguien que domina una técnica, incluso si no está haciendo ahora nada rela­
cionado con ella, y lo mismo con las costumbres. Incluso en algunos casos tie­
ne sentido decir de alguien que domina una técnica, aunque él mismo nunca la
ha ejercido, y nunca la ejercerá. (Por ejemplo, tiene sentido decirlo de anima­
les respecto de técnicas que se poseen innatamente.) Estrictamente hablando,
la teoría de las reglas (del significado) de Wittgenstein es que las reglas son
disposiciones ^ la conducta. El sentido que tiene la expresión ‘disposición’
aquí hace que esta revisión sea pequeña, en comparación con lo que el menta-
lista requeriría: hablar de d isp o sicio n es , en este sentido, sigue siendo, como se
verá enseguida, hablar en último extremo de regularidades en la conducta.
Hay que andarse con cuidado aquí, porque el propio Wittgenstein rechaza
una identificación de las reglas con disposiciones (cf. § 149). Veamos. El tér­
mino ‘disposición’ se introdujo anteriormente, en V, § 2. La solubilidad, la
elasticidad, la inflamabilidad, son ejemplos paradigmáticos de d isp o sicio n es.
Cuando decimos de un terrón de azúcar que es so lu b le , le estamos atribuyen­
do una disposición. Lo que estamos diciendo es que si se le pone en agua, se
disolverá. O, para ser más precisos, estamos diciendo que si se p u sie ra en
agua , se disolvería o que si se hubiera p u esto en agua se ha b ría d isu e lto . El
uso del subjuntivo es aquí obligado, por cuanto un terrón no deja de ser solu-
.ble aunque nunca en su historia se disuelva.
Explicamos en V, § 2 que las disposiciones son propiedades teóricas cuya
caracterización tiene un contenido mínimo. El significado de un término teóri­
co, dijimos, incluye dos aspectos: una “aplicación” (una indicación de acaeci­
mientos concretos en que, supuestamente, ha intervenido la entidad teórica) y
una “descripción” (una indicación del modo específico en que se comporta 1&
entidad teórica, particularmente respecto de circunstancias observables); En el
caso de las propiedades disposicionales no hay aspectos descriptivos. Todo lo
que es necesario saber de ellas para entender los términos que las designan es?
que causan ciertos efectos (las manifestaciones de la disposición) en ciertas cirr
cunstancias (las condiciones de manifestación).
En el mismo capítulo en que introdujimos las disposiciones, distinguimos
la concepción huméana de las relaciones nómicas de la concepción realista.
Hay, correspondientemente, dos modos de entender las disposiciones: el “rea­
lista” y el “humeano”. De acuerdo con el “humeano”, al atribuirle a un objeto
una disposición no estamos diciendo que tenga, en el momento en que se la
atribuimos, ninguna propiedad no disposicional; estamos en primer lugar des­
cribiendo una regularidad, una conexión regular notada en el pasado entre
características observables {poner un terrón en un líquido y disolverse el
terrón, en q\ caso de la solubilidad) empíricamente bien establecida, y estamos
diciendo en segundo lugar que tenemos derecho a esperar que el terrón en
cuestión ejemplificaría la segunda característica observable si ejemplificase
anteriormente la primera. De acuerdo con el “realista”, en cambio, al atribuir­
le a un objeto una disposición le estamos atribuyendo, indirectamente, una pro­
piedad no disposicional, una cierta “estructura interna” o conjunto de propie­
dades categóricas, probablemente por el momento desconocida por nosotros, y
que, por sernos desconocida, sólo podemos describir por sus efectos en ciertas
circunstancias. La solubilidad, por ejemplo, es cualquier característica estruc­
tural de los terrones que explica causalmente que los terrones se disüelvar
cuando se ponen en ae^a.
Cuando Wittgenstein rechaza en el parágrafo 149 que los significados sean
disposiciones, parte de lo que está negando es que sean disposiciones en el sen­
tido realista del térmiño. Esta tesis es para él la versión materialista de la con­
cepción mentalista, y es tan errónea como ésta. El significado de ‘rojo’, según,
esta propuesta materialista, sí está, después de todo, presente a la mente (o,
mejor dicho, al cerebro) de quien usa ese término significativamente; pero lo
está como un estado de su cerebro, como aquel estado que explica causalmen-;
te que use la palabra del modo en que lo hace. Su argumento específico con'í
tra esta concepción está contenido en la pregunta retórica “¿Qué sabes de estasj
cosas?” El argumento es éste: nosotros sabemos perfectamente bien qué son
los significados; en eso el mentalista no puede estar más en lo cierto. Pero
sobre los estados de nuestro cerebro que explican nuestros usos significativos
de las palabras no sabemos nada. En un célebre pasaje (Zettel, § 610) contem­
pla incluso la posibilidad de que tales estados no existan. Es decir: que no
hubiera nada común al cerebro de todas las personas que usan correctamente
la palabra ‘rojo’; o también que dos personas tuvieran el cerebro en el mismo
estado, aunque una quiera decir rojo cuando usa la palabra ‘rojo’, mientras que
la otra quiera decir verde. Por el momento no discutiré estos argumentos.
Como el pasaje de Zettel muestra, el rechazo por Wittgenstein de una teoría
realista de las disposiciones a la conducta que constituyen los significados es
completamente general; se aplicaría a cualquier término disposicional, y
depende de un aspecto verificacionista esencial a su concepción del significa­
do que pondremos de relieve más adelante.
La tesis de Wittgenstein, pues, es en todo caso que los significados son
disposiciones humeanas a la conducta observable en circunstancias observa­
bles. Pero esto no recoge aun enteramente sus puntos de vista. Para completar
el dibujo es preciso añadir que los significados son propiedades que compar­
ten con la comicidad, la gravedad, lo aburrido y lo entretenido el ser “depen­
dientes de la reacción” (V, § 5); son, esto es, disposiciones humeanas entendi­
das de acuerdo con la concepción proyectivista. Enfatizamos al hablar ante­
riormente de las propiedades dependientes de la reacción que muchas propie­
dades normativas pertenecían a este grupo. Es en estos términos, como vamos
a ver con más detalle, que Wittgenstein pretende recoger en su segunda filo­
sofía la normatividad del significado. El significado de ‘añil’, pongamos por
caso, está definido en términos de los juicios en cuanto a la aplicación del tér­
mino que hacemos los seres humanos en ciertas circunstancias (que nosotros
mismos reconocemos como circunstancias apropiadas de aplicación). Algo es
añil en una comunidad si y solamente si produce la reacción de juzgar que lo
es en un miembro apropiado de esa comunidad en circunstancias apropiadas
(tomando en consideración, en ambos casos, los juicios sobre lo que es apro­
piado de la comunidad).
' Así pues, es bien cierto que el uso que hacemos de las palabras meramente
“pone de manifiesto” nuestra “aprehensión” de la regla, del significado del tér­
mino, como decía Wittgenstein en e l texto anteriormente citado (§ 201). Pero
esto no quiere decir, en absoluto, lo mismo que querría decir en la boca de un
partidario de la concepción mentalista (o en la del materialista). Quiere decir
exactamente lo mismo que quiere decir un humeano sobre las disposiciones
cuando dice que la disolución del terrón “pone de manifiesto” que era soluble.
No quiere decir el humeano, en absoluto, que la disolución se produce a cau­
sa de una propiedad interna del terrón, a la-que-llamamos la solubilidad. Lo
que quiere decir es que otros objetos similares al terrón en el pasado se han
disuelto al ser puestos en agua, que esta regularidad es tan firme como cual­
quier ley causal (que es “suficientemente simple” y “compatible con el resto
de nuestro conocimiento”), y que hemos observado un caso más de la misma,
como cabía esperar, al comprobar la disolución del terrón. Por tanto, estába­
mos en el buen camino cuando, anteriormente, identificamos los significados
del segundo Wittgenstein con regularidades en las acciones pasadas. Estricta­
mente hablando no son regularidades en la conducta, y por eso cabe atribuir­
las a un individuo incluso cuando no se está comportando de acuerdo con ellas;
pero son “casi” lo mismo: son disposiciones humeano-proyectivistas a la con­
ducta observable en circunstancias observables, avaladas por una regularidad
en la conducta pasada (de este individuo o de otros que son “como él”).
Las técnicas, las costumbres y los significados son todos ellos disposicio­
nes a la conducta observable. En un aspecto importante difieren, sin embargo,
de disposiciones como las paradigmáticas ofrecidas a modo de ejemplo hasta
aquí, la solubilidad, la combustibilidad o la elasticidad. Éstas son (por utilizar
la expresión de otro, filósofo con puntos de vista similares, Gilbert Ryle)
disposiciones “de una sola vía”; es decir, tienen un único modo típico de mani­
festarse. Su análisis se puede efectuar mediante un único condicional subjun­
tivo: si se sumergiese en agua, se disolvería. Aquéllas son, en cambio, dispo^
siciones “de muchas vías”. El significado de la palabra ‘rojo’ se puede
manifestar en la conducta de múltiples modos posibles; hay ilimitados condi­
cionales subjuntivos que recogerían esas regularidades. Un modo conveniente
de acotar esta multiplicidad es pensar en las ocasiones concretas que conside­
raríamos apropiadas para enseñar el uso de un término como ‘añil’ a alguien
que no lo conoce. La disposición a aplicar el término ‘añil’ en condiciones
como esas es es el significado de ‘añil’, y no una mera “condición empírica”
del mismo. Esa vasta, promiscua y multiforme pluralidad — y no una nítida
definición “en la mente”, quizás causada por el uso regular— es, según Witt­
genstein, el significado de ‘añil’. Y esta es la sorprendente tesis que epitoma
su emblemático adagio, “el significado es el uso” (/F, § 43).
No todos los términos con significado deben tener detrás, naturalmente,
una historia de usos similares. Wittgenstein está perfectamente de acuerdo con
el mentalista en que el significado inmediato de muchos términos puede ser
una “expresión de la regla”, una definición explícita efectuada con ayuda de
otros términos. No existe tampoco dificultad alguna en aceptar expresiones
definidas con ayuda de entidades no lingüísticas, como muestras (el metro de
París). Aquí cabe incluir entidades mentales, pues éstas no pueden ser ahora
entidades privadas sólo cognoscibles por el sujeto de las mismas a través de la
introspección. Las condiciones de aplicación de ‘añil’ están establecidas en tér­
minos públicamente contrastables, como hemos indicado, a través de las reac­
ciones de los miembros competentes de la comunidad lingüística en circuns­
tancias determinadas. Una hipótesis razonable es que, para llevar a cabo esas
aplicaciones, los miembros de la comunidad lingüística “echan mano” de una
muestra mental, una sensación. Las sensaciones, así entendidas, son entidades
que desempeñan un papel teórico, públicamente contrastable.
Sin embargo, en los casos básicos (el caso básico puede ser el de las sen­
saciones) el significado es la disposición a la conducta. Si ‘añil’ se aplica siem­
pre por relación a una sensación, la sensación es una palabra más (véase II,;
§ 2). No es el significado, como cree el mentalista; pues diferentes individuos;
pueden usar la misma sensación de maneras muy diferentes (del mismo modo:
que diferentes comunidades pueden usar la misma palabra de maneras muy
diferentes), y, en ese caso, las palabras con ellas asociadas tendrían diferentes
condiciones de uso correcto, y, por tanto, diferentes significados: “lo esencial;
es que veamos que al oír la palabra puede que nos venga a las mientes lo mis-;
mo y a pesar de todo ser distinta su aplicación. ¿Y tiene entonces el mismo sig­
nificado las dos veces? Creo que lo negaríamos” (§ 140). Un modo de drama­
tizar las diferencias con la concepción mentalista que Wittgenstein utiliza (pre­
tendiendo con ello reforzar su propia concepción, pues él obviamente piensa^
que nuestras intuiciones están en favor de las consecuencias de su propia teo4
/ría) es éste: desde el punto de vista mentalista, un hombre, una sola vez en la
/historia del mundo, podría seguir una regla, podría aplicar una palabra con un
cierto significado. Desde el punto de vista de Wittgenstein, esto es imposible
(§ 199). (La posibilidad y la imposibilidad aquí en juego son la posibilidad yj
la imposibilidad lógicas.) No discutiré la cuestión de si nuestras intuiciones?
están claramente de parte de Wittgenstein, ni aquí ni en el segundo argumen-1
to subsidiario.
Obsérvese que Wittgenstein deja claramente abierta la posibilidad de que
un solo hombre siga una regla (aplique una expresión con cierto significado),
sin que ningún otro lo haga.2 Es decir, Wittgenstein no rechaza (y sería absur­
do que lo hiciera) un ‘lenguaje privado”, entendiendo por tal un código que un
hombre utiliza para su propio y particular uso, sin que ninguna otra persona
conozca de hecho el significado de las palabras del código. El hombre en cues­
tión podría ser un Robinson Crusoe o un espía. Lo que Wittgenstein rechaza
es la posibilidad de un lenguaje epistémicamente privado, un lenguaje que no
sólo de hecho un solo hombre domina,, sino uno que nadie más tendría la
garantía de dominar: un lenguaje como lo es el nuestro, según la concepción
de Locke y del Tractatus.
Wittgenstein utiliza varios argumentos subsidiarios para reforzar su propia
y revolucionaria concepción de las reglas en general y de los significados en
particular. Uno de ellos fue mencionado anteriormente: los significados del
mentalista no son necesarios para la significatividad. En muchos casos en que
significamos algo, no tenemos presente a la mente nada que el mentalista
podría contar como el significado del término; y puede ser que carezcamos
incluso de la capacidad para elaborar una definición mentalista, que podamos
tener inmediatamente ante la mente.
Un segundo argumento subsidiario concierne a la vaguedad de las reglas.
¡Vittgenstein indica que conceptos tales como conocer el significado de ‘rojo'
son mucho más vagos de lo que lo serían si la concepción mentalista fuese
correcta. Cuál es el significado de ‘rojo’ lo aprende un niño a lo largo del tiem­
po, y sentimos que durante ese proceso hay muchos instantes en los que no
está en absoluto determinado — no es sólo ignorancia por nuestra parte— si ya
lo conoce o aún no. Pero si sólo se tratara de establecer la conexión mental con
la idea o el quale apropiado, esta indeterminación no debería ser vaguedad,
sino mera ignorancia. Lo mismo cuando se pierde el significado (pensemos en
alguien con la enfermedad de Alzheimer, que está perdiendo gradualmente
memoria y otras capacidades mentales). Esto es lo que cabe esperar, si los sig­
nificados son propiedades dependientes de la reacción (V, § 5). Por otra parte,

2. Este comentario concierne a la interpretación “comunitaria” del argumento de Wittgenstein propuesta por
Kripke en el (excelente) libro recomendado al final, criticada por McGinn y Budd en las obras mencionadas al final.
En e\ tondo de la cuestión, Kñpfce no e s ti. me parece a mí, equivocado. Como se veri, la posibilidad de un único
usuario de un lenguaje requiere la existencia de regularidades en su uso; y aquí ‘regularidad’ quiere decir regulan-
d ad desde nuestro punto de vista — aunque Wittgenstein indicaría que la coletilla “desde nuestro punto de vista" es
superflua y provoca confusión, porque no tiene sentido suponer siquiera otro: una regularidad que no lo es para noso­
tros no es una regularidad.
los significados mismos, las normas mismas, serían menos vagos de lo que en-
realidad lo son si la concepción mentalista fuese correcta. (Tal como se indicó
antes, en el T ractatus Wittgenstein se vio obligado a defender, para sostener la
teoría de la figura, que en realidad la vaguedad no existe, que nuestros signi­
ficados están perfectamente determinados.) Pero las normas son vagas. ¿Cuen­
ta como una infracción a la regla que prohíbe pasarse un semáforo en rojo
pasarse uno en rojo en una ciudad abandonada, donde sólo el semáforo en
cuestión parece funcionar? ¿Cuenta como una tal infracción pasarse un semá­
foro en rojo después de esperar cinco minutos sin que cambie de color? ¿Cuán­
to tiempo hay que esperar para no cometer una infracción? Los significados
parecen ser así de vagos. ¿Sería una silla algo con apariencia de silla que apa­
rece y desaparece cada cinco minutos durante una hora?
La principal consideración en favor de una concepción mentalista del sig­
nificado es una apelación racionalista, una apelación que el lector puede
retrospectivamente descubrir en algunos de los pasajes en que anteriormente
tratamos de hacer plausibles puntos de vista como los de Locke o el de Witt­
genstein en el Tractatus. Un loro que dijese ‘rojo’ ante una superficie roja lo
haría p o r causalidad, accid en ta lm en te. Un ser humano, en cambio, tiene una
razón. Y ¿qué puede ser una razón sino una formulación de la regla a seguir
que el ser humano puede tener conscientemente ante sí?
Wittgenstein utiliza la palabra ‘razón’ en ese preciso sentido del mentalista;
una razón es una razón co nsciente , o una razón que p u e d e se r consciente. Invo­
cando ese sentido, y en completa coherencia con lo anterior, rechaza el raciona­
lismo (el racionalismo, en este caso, de Locke, y el suyo propio anterior). En los
casos básicos, aplicamos los términos sin razones, seguimos las reglas sin razo­
nes. (Puede haber una explicación causal de lo que hacemos, pero una explica­
ción causal no es una razón en el sentido indicado.) La diferencia entre el loro
y el ser humano no está en que el segundo tenga razones. (Estoy pensando aquí
en casos básicos; tal como advertí anteriormente, Wittgenstein admite la obvie­
dad de que muchos términos adquieren sentido a través de definiciones explíci­
tas a partir de otros; en la aplicación de esos términos sí puede decirse con pro­
piedad que atendemos a razones .) La diferencia está meramente en la regulari­
dad en las acciones de los seres humanos, inexistente en el caso del loro. Por
supuesto, sería igualmente absurdo decir que cuando aplicamos uno de estos
términos “básicos” examinamos acciones pasadas a la busca de la regularidad
seguida, para que ella nos justifique en la aplicación presente; eso sería, de nue­
vo, intentar buscar una razón que complaciera al mentalista, ahora modelada de
acuerdo con la concepción del significado propuesta por el segundo Wittgens­
tein. La cuestión es, simplemente: somos tales que aplicamos la palabra ‘rojo’
de este modo regular, sin tener ninguna razón consciente para ello; hacerlo así
está en nuestra naturaleza. (Este naturalismo antirracionalista es común a los
puntos de vista de Wittgenstein sobre el significado y a los de Hume sobre la
causalidad y sobre los valores, como Kripke enfatiza en la obra recomendada al
final. Es un aspecto de la actitud proyectivista que tratamos de poner de relieve
en V, § 5 con el ejemplo de la concepción adolescente del amor.)
“Lo instruyas como lo instruyas para que prosiga la serie [...] — ¿cómo puede
saber cómo tiene que continuar por sí mismo?” — Bueno, ¿cómo lo sé y o l — Si
esto quiere decir “¿Tengo razones?”, la respuesta es: las razones pronto se me
agotan. Y entonces actuaré sin razones (§211).

Pero entonces, ¿carezco de justificación cuando aplico un término como


‘rojo’ correctamente? Wittgenstein recurre aquí a la epistemología antifunda-
cionalista y naturalista que se encuentra expuesta con más detalle en su Sobre
la certeza. Carecer de razones no es carecer de justificación; y, por lo demás,
si hubiéramos de tener siempre razones para que pueda decirse de nosotros que
tenemos conocimiento, no sabríamos nada —como los escépticos han sosteni­
do desde el comienzo mismo de la filosofía— . Cuando las razones se agotan,
la justificación se encuentra en “nuestra naturaleza humana común”: estamos
hechos de tal modo que usamos la palabra ‘rojo’ así. Ésta es una justificación
tan buena como la mejor de las razones.

“Cómo puedo seguir una regla?” — si ésta no es una pregunta por las cau­
sas, entonces lo es por la justificación de que actúe así siguiéndola.
Si he agotado los fundamentos, he llegado a roca dura y mi pala se retuer­
ce. Estoy entonces inclinado a decir: “Así simplemente es como actúo” (§ 217).

Las principales dificultades de la propuesta wittgensteiniana, centradas en


tomo al conductismo que le atribuiremos más adelante, se derivan de esta for­
ma de naturalismo antirracionalista. Por otra parte, las dificultades del menta-
lismo que el argumento de Wittgenstein pone de manifiesto revelan que el
hiperracionalismo de esta propuesta no puede tampoco ser aceptable. El acce­
so consciente a nuestras vivencias y a los significados que conocemos tácita­
mente no puede desempeñar el papel de fundamentación racional que la con­
cepción mentalista le atribuye. La principál dificultad para elaborar una razo­
nable propuesta intermedia entre el conductismo de Wittgenstein (y, como
veremos, de Quine) y el mentalismo está en asignar a estados como los de
notar vivencias y los de conocer tácitamente los sentidos asociados a las expre­
siones lingüísticas un papel convenientemente intermedio. Eso fue lo que la
propuesta esbozada en III, § 3 y en VII, § 4 buscó conseguir.

4. El provincianismo de la concepción w ittgensteiniana


de los significados

Preguntémonos ahora: ¿qué es preciso para la comunicación, según esta


concepción del lenguaje? ¿Qué debe darse, para que haya un lenguaje públi­
co? El contraste aquí no puede ser mayor con un punto de vista mentalista.
Para Locke, lo que hace falta, según vimos, era un “acuerdo en las definicio­
nes”; esto es, que todos los hablantes asocien de hecho las mismas palabras
con las mismas ideas (condición esta que nadie está en disposición de decir si
realmente se cumple). Lo mismo ocurría en el Tractatus. El hablante de un
cierto idiolecto emite sus aseveraciones, y quizás algunas de ellas sirvan d e
“elucidaciones” para que otros capten sus significados. Uno mismo ni siquieí
ra puede contemplar esa conjetura, pues los nombres de nuestros lenguajes sólo
pueden designar entidades de nuestra experiencia presente. Para el Wittgeris¿
tein de las In vestig a c io n es , eso no puede ser suficiente. Según hemos vistov las
definiciones por sí solas no constituyen significados; es preciso que estén sus­
tentadas por modos de actuar regulares, a su vez no “racionalizares” en tér­
minos de la aplicación de definiciones. Por consiguiente, para que exista comu­
nicación debe haber acuerdo en eso s m o d o s de actuar. Hace falta que haya
acuerdo particularmente en las acciones que dan sentido a esos signos ostensi­
vos que corresponderían razonablemente bien a los d efin ien s de las definicio­
nes que Locke y el autor del T ractatus tenían en mente; que lo que para uno,
de modo natural, son casos paradigmáticamente regulares de aplicación de
‘rojo’ lo sean también para otro.
Las definiciones tampoco pueden funcionar como el partidario de la con­
cepción mentalista cree, como consecuencia del carácter de propiedades depen­
dientes de la reacción de los significados en la concepción proyectivista de
Wittgenstein (cf. V, § 5). Si, por definición, el término £ se aplica a o en
circunstancias X, esto, para el mentalista, significa que el que se dé X es con­
dición necesaria y suficiente para que se aplique a o; después de todo, las
circunstancias en cuestión han de poder ser especificadas con precisión
mediante ideas. Para Wittgenstein eso sólo significa que existe una disposición
a aplicar £ a un objeto o en circunstancias externas X. Las disposiciones, sin
embargo, se realizan sólo cuando las circunstancias son normales, o, como sue­
le decirse, cceteris p a rib u s (una cerilla no es menos inflamable por el hecho de
que no se encienda cuando se la frota en un ambiente sin oxígeno). Por tanto,
puede ser que se dé X en la presencia de un objeto o, y éste no sea en reali­
dad y puede ser que un objeto sea f sin que se de X. Pero si todo parece
normal, se da X, e insistimos en que o no es £, tenemos la obligación de indi­
car qué no es normal. X, en este caso, es lo que Wittgenstein llama un crite­
rio para £: está asociado por definición con la aplicación de £, pero no es con­
dición necesaria ni suficiente de su aplicación. Un ejemplo de una definición
de este tipo, mediante un criterio, una condición ni necesaria ni suficiente, lo
constituiría la definición de un término de color, digamos ‘añil7, mediante una
muestra. El parecido con la muestra es un criterio del color: por definición,
algo es añil si y solamente si se parece a la muestra en circunstancias n o rm a ­
les. Así, puede ser que un objeto se parezca a la muestra y no sea añil, si las
circunstancias son anormales (por ejemplo, que me parezca que se parece a
causa de una reacción química extraña en mi cerebro), y puede ocurrir también
lo contrario, que no se parezca y sea añil.
En general, lo que es necesario para que haya comunicación es una coin­
cidencia en el comportamiento. Wittgenstein lo enfatiza indicando que para la
comunicación es necesaria una coincidencia en “formas de vida”: modos de
actuar regularmente, en último extremo sin justificación racional, que son par­
te de una cierta manera de ser. Lo necesario para la comunicación, por tanto,
es. una “naturaleza común”. “El modo de actuar humano común es el sistema
de referencia por medio del cual interpretamos un lenguaje extraño” (§ 206).
Esto acaba de poner de manifiesto algo que quizás no fuese obvio hasta aquí,
a saber, que cuando decimos que para que haya lenguaje tiene que haber regu­
laridad, lo que queremos decir es regularidad a determinar según nuestras
propias luces. Wittgenstein fue parco en mencionar ejemplos de elementos
integrantes, en virtud de nuestra naturaleza humana común, de nuestras “for­
mas de vida”; uno de ellos es el hábito de interpretar un apuntar en una direc­
ción con el brazo indicando en la dirección del cuerpo hacia la mano, y no la
dirección opuesta —como podría tomarlo un venusino (§ 185). Tomando el
ejemplo del párrafo anterior, nuestros juicios comunes sobre cuándo un color,
en circunstancias normales, es como el de la muestra, son también parte de
nuestra “forma de vida”. También lo son nuestros juicios sobre qué cuenta
como “circunstancias normales”.
Esto conlleva una actitud de relativismo.combinada con cierto provin­
cianismo, o, según se mire, imperialismo cultural: “«¿Dices, pues, que'laxori-
cordancia de los hombres decide lo "que “es" verdadero y lo que es falso?»”
(§ 241). Supongamos que digo de una superficie 'esto es añil'. ¿Se sigue del
punto de vista sobre el significado de Wittgenstein que la verdad o falsedad de
mi aseveración se debe decidir haciendo una encuesta entre los otros hablan­
tes del castellano? Wittgenstein dice que no, si la afirmación es la genuina
expresión de una opinión: “— Verdadero y falso es lo que los hombres dicen\
y los hombres concuerdan en el lenguaje. Ésta no es una concordancia de opi­
niones, sino de formas de vida” (§ 241). Hay aquí varias posibilidades a exa­
minar. Veamos.
(i) ‘Añil’ puede ser un término de los “básicos”, de los que aplicamos sin
ningún criterio, sin echar mano de ninguna definición (como lo son ‘rojo’ o
‘dolor de cabeza’). En ese caso, hay dos posibilidades, (a) O bien las circuns­
tancias de la proferencia de ‘esto es añil’ son completamente normales, y
entonces la situación forma parte de la regularidad constitutiva de su signifi­
cado, o (b) tiene algo de anormal. En el primer caso, la afirmación no es un
caso de decir, no es la expresión de una opinión. Es lo que en el texto que cita­
remos a continuación Wittgenstein llama un “juicio”; es uno de esos casos de
aplicación del término sin necesidad de razón consciente para ello —pero no
sin justificación; la justificación yace en nuestrá naturaleza, en que “así es
como actuamos”— . En este caso el enunciado es una verdad analítica; perte­
nece al lenguaje, por tanto, no a las opiniones o “decires” que expresamos con
él,-y ciertamente, para que otro nos entienda, tiene que concordar con nosotros
sn ese uso. Mas la concordancia en cuestión no es concordancia en opiniones
—porque lo expresado no es una opinión— sino en modos de actuar; es una
:oncordancia en “formas de vida”. Wittgenstein usa ‘opinión’, como se revela
sn lo anterior, para aquello que podría ser de otro modo; no se “opina” sobre
verdades analíticas, en este sentido del término. El caso (b) puede darse por­
gue la situación sea anormal de algún modo; por ejemplo, puede no haber luz
ipropiada, o simplemente estar todo a oscuras. Éste sí sería un caso de “decir”,
de expresión de una opinión, y no puede resolverse haciendo unajeneuesta^
aunque la mayoría de los usuarios del término dijera que el objeto no es añiF
podría serlo, o viceversa. Pero para que el caso pueda resolverse debe-haber
casos de tipo (a), y para que pueda resolverse públicamente debe haber acuer­
do sobre ellos entre los miembros del “público”: debe haber acuerdo “en el len­
guaje”.
(ii) ‘Añil’ es un término que se aplica de acuerdo con una definición, de
acuerdo con algún criterio; la definición puede ser, de nuevo, una ostensiva, la
correlación de la palabra con una muestra. En ese caso, debe haber situaciones
(“normales”) en que los usuarios coinciden en que la muestra y una superficie
tienen el mismo color, en que el criterio de aplicación del téimino proporcio­
nado por la definición se satisface. Si la situación en que se ha proferido ‘esto
es añir es una de ellas, estamos en el mismo caso que (a). Los usuarios de ese
lenguaje tienen que coincidir en su juicio, pero su coincidencia no es una coin­
cidencia en “opiniones”; el enunciado no expresa una opinión, sino que es de
nuevo una verdad analítica. Coincidiendo en ese juicio, se coincide en el len­
guaje, y la coincidencia es una coincidencia en las acciones. Si la situación de
proferencia no es de aquellas que definen el uso de la muestra, el enunciado
es un genuino “decir”; expresa una opinión, y, como en (i) (b), no se resuelve
haciendo una encuesta. La mayoría de los usuarios del término pueden creer
que la cosa no es añil, y serlo, o viceversa.
En un sentido claro, la concepción del significado del segundo Wittgens­
tein es por tanto “provinciana”: de acuerdo con ella, no puede haber “esque­
mas conceptuales alternativos”. Algunos antropólogos han sostenido que hay
grupos de individuos que piensan, y tienen incluso lenguaje, pero los conteni­
dos de sus pensamientos y de sus enunciados nos son tan radicalmente ajenos
que no podemos entenderlos. No tienen, pues, creencias en común con noso­
tros. Si Wittgenstein tiene razón, sin embargo, sólo cabe hablar de lenguaje allí
donde hay regularidad en la acción; “regularidad”, como hemos enfatizado,
juzgada según nuestras luces. Para que sea el caso que los individuos de una
cierta tribu usan un lenguaje, deben usar las expresiones de ese lenguaje de
modos reconocibles por nosotros, de modos que nos permitan una distinción
entre usos apropiados y usos inapropiados. Quizás, pues, no coincidamos en
ios “decires”, en las opiniones; pero para poder llegar a apreciar eso hemos
tenido que encontrar previamente una gran dosis de acuerdo en los “juicios”:
por ejemplo, en las aplicaciones en casos normales de términos espaciales,
temporales, etc. (§§ 206-207). Ésta es otra consecuencia de la concepción pro-
yectivista de los significados de Wittgenstein, de la concepción de los signifi­
cados como propiedades dependientes de la reacción.
Se supone tradicionalmente que las verdades analíticas son independien­
tes de los hechos: “ningún soltero está casado” o “dos más dos son cinco o no
lo son” son paradigmas de verdad analítica. Se supone esto porque se supone
que los significados son independientes de los hechos. El punto de vista de
Locke y el del Tractatus conllevan este supuesto. Consideraciones escépticas
radicales, como la famosa apelación por parte de Descartes al Genio Maligno,
lo presuponen también: el mundo podría ser radicalmente distinto a como me
lo represento, y a como creo que es, y, sin embargo, mis pensamientos y mi
lenguaje tendrían exactamente los contenidos intencionales que tienen. Preci-
sámente porque tendrían esos mismos contenidos puedo describir la situación
como una en que el mundo es radicalmente distinto a como me lo represento.
Desde el punto de vista de Wittgenstein, como acabamos de enfatizar, enun­
ciados que tienen la forma de enunciados de hecho, como ‘esto es rojo', dichos
en ciertas circunstancias, son analíticamente verdaderos; si no hubiera circuns­
tancias de uso en que enunciados como esos son verdaderos, no habría signi­
ficados. Otra consecuencia filosóficamente interesante de esto es que el escep­
ticismo radical carece de sentido: no puede ser que el mundo sea radicalmen­
te distinto a como me lo represento, que no haya cosas rojas, ni cubos, y yo,
sin embargo, tenga ideas de rojo, ideas de cubos, palabras que significan rojo
y cubo.

La comunicación por medio del lenguaje requiere no sólo acuerdo en las defi­
niciones, sino también (por extraño que esto pueda sonar) acuerdo en los ju i­
cios. £sto parece suprimir la lógica, pero no la suprime. — Una cosa es descri­
bir los métodos de medida, y otra hallar y enunciar resultados de mediciones.
Pero lo que llamamos “medir” está también determinado por una cierta cons­
tancia en los resultados de las mediciones (§ 242).

Vimos antes (§¿:. 241) que la verdad o falsedad de las “opiniones” rio se
resuelve según Wittgenstein por medio del acuerdo entre los hombres, pero que
la posibilidad de expresar opiniones susceptibles de verdad o falsedad requie­
re el acuerdo “en el lenguaje”; vemos ahora que el acuerdo en el lenguaje es
una coincidencia en definiciones, pero también en los juicios. Los “juicios”
que son parte de la conformidad lingüística,, so pena de contradicción, no pue­
den, por tanto, ser las “opiniones” de § 241. Pero no hay ninguna dificultad en
interpretar a Wittgenstein: está claro que los “juicios” aquí en cuestión son esos
actos de aplicación de términos, muestras, etc., que no tienen ni pueden tener
fundamento racional (en especial, que no tienen como fundamento un “atender
a definiciones”), cuya única justificación está en nuestra naturaleza, y que
constituyen, en virtud de su regularidad, esas costumbres, esas técnicas, en
definitiva esas disposiciones que son en último análisis los significados.
Como se recordará (X, § 5), rechazado el representacionalismo, el único
argumento del Tractatus para motivar el fenomenalismo consistía en que “el
que una proposición tenga sentido no puede depender de que otra sea verda­
dera” (T, 2.0211). La tesis de las Investigaciones que estamos examinando es
la opuesta: para que una proposiciones tengan sentido, otras (los “juicios”) tie­
nen que ser verdaderas. Esto parece abolir la lógica y la semántica, o, mejor,
disgregarlas entre las ciencias — el estudio de qué enunciados son verdaderos,
de cuáles son los hechos. Pues los hechos lógicos no son ahora sólo aquellos
que tienen toda la apariencia de ser independientes del mundo, cómo que todos
los cuerpos son extensos o que si todos los griegos son mortales y Sócrates es
griego, entonces Sócrates es mortal. También lo que tiene toda la apariencia de;
lo fáctico, como q u e este o b jeto es rojo o se p a rece a esta m uestra son, 'según"
el nuevo punto de vista de Wittgenstein, hechos lógicos. Una concepciónrde te
lógica como la del T ra cta tu s , según la cual la lógica es “algo sublime’’^álgo>
completamente independiente de los hechos y previo a los hechos, es incbriib
patible con ello. Esto no es sólo una cuestión de apariencias. En un sentido, al
menos, los juicios son “fácticos”: son recusables. Ni un individuo ni una comu­
nidad lingüística pueden estar ciertos de que algo que toman por un juicio, y
que por tanto determina el significado de algunos términos, no habrá de ser
abandonado un día.
La propuesta de Wittgenstein conlleva, por tanto, el abandono de los
supuestos cartesianos sobre el conocimiento que recordamos al comienzo. Los
juicios son verdades analíticas, cognoscibles a p rio ri, y, por tanto, cuentan
entre aquello que conocemos mejor. Sin embargo, podemos contemplar situa­
ciones en que habríamos de abandonarlos. “La verdad de mis enunciados es el
criterio de mi co m p ren sió n de esos enunciados” (Ü b er G ew issh eit , § 80). “La
verdad de ciertas proposiciones empíricas pertenece a nuestro marco de refe­
rencia” (ibid., § 83). “Podemos imaginar que algunas proposiciones, con la for­
ma de proposiciones empíricas, se han solidificado y funcionan como canales
para aquellas otras proposiciones empíricas que no se han solidificado sino que
permanecen fluidas; y que esta relación se alterara con el tiempo, en tanto que
algunas proposiciones fluidas se solidificaran, y otras antes solidificadas se
hicieran fluidas” (i b i d § 96). El símil debe interpretarse así: “solidificado” se
aplica a proposiciones la a ceptación de c u ya .verd a d es co n stitu tiva del sig n i­
fic a d o , “fluido” a proposiciones cuya fa lse d a d p u e d e se r co n tem p la d a sin que
ello im plique un cam bio de sig n ifica d o . Los grandes cambios científicos ofre­
cen ejemplos ilustrativos de lo que Wittgenstein describe aquí. ‘La Tierra no
es un planeta' es, en el marco geocéntrico, una de esas proposiciones solidifi­
cadas, que establecen el marco de referencia. En el marco heliocéntrico, sin
embargo, se toma como una fluida, que puede ser rechazada (y lo es).
Pero sigue cabiendo, según Wittgenstein, una distinción entre un estudio
de los significados, y un estudio de la verdad de los en.iinciad.os que, supues­
tos los significados, podemos formular; sigue cabiendo una distinción entre la
lógica y la ciencia. “Pero si alguien dijera: «por tanto, la lógica es una ciencia
empírica», estaría equivocado. Esto, sin embargo, es cierto: la misma proposi­
ción puede ser tratada en un momento como algo a contrastar con los datos
empíricos, y en otro como una regla para el contraste empírico” (Ü b er G ew iss­
h eit , § 98). Para justificar que puede haber lógica incluso supuesta su concep­
ción del lenguaje, Wittgenstein apela a una analogía. Cabe distinguir la for­
mulación de un procedimiento de medida (y el estudio de ello) de la determi­
nación de mediciones con ayuda del procedimiento, aun cuando, en contra de
lo que algún filósofo podría pensar, las dos tareas no son completamente inde­
pendientes. “A p rio ri ” podríamos quizás utilizar como “reloj” el eorazón del
Papa; la unidad de medida del tiempo sería el período que ocupa un latido de
su corazón, en lugar, digamos, del ciclo diario del Sol. Si no lo hacemos es
dad filosófica “adquiere su finalidad” (y por tanto su valor) “de los problemas
filosóficos” (§ 109), esto es, de los berenjenales en q u e —por falta de una
visión suficientemente abarcante— nos metemos cuando reflexionamos sobre
el funcionamiento de algunos de nuestros términos.
Es por esta razón que Wittgenstein rechazaría la objeción del partidario de
la filosofía correctiva a su apelación a que en el lenguaje común atribuimos
normatividad a los significados. Que podamos definir una noción no normati­
va de. ‘significado’, y que quizás esa noción sea útil para ciertos propósitos, es
totalmente irrelevante con respecto a la tarea de desmontar los castillos en el
aire del mentalista. Lo que aquí procede es una descripción correcta de nues­
tro uso de la palabra ‘significar’, efectuada de tal modo que se pueda llamar la
atención del mentalista a todo lo que su simplista descripción ha dejado fuera.
Pese a las grandes diferencias filosóficas entre el Tractatus y las Investí-
gaciones, la concepción de la filosofía en una y otra obra guarda cierta rela­
ción. Tienen además en común el ser igualmente increíbles, y el quedar igual­
mente refutadas por el ejemplo mismo de la obra en que se defienden. En el
Tractatus se nos prohíbe decir lo que sólo se puede mostrar; es decir, las ver­
dades analíticas pero no lógicas cuya enunciación interesa a la filosofía. Pese
a ello, su autor se las arregla para decimos algunas. En las Investigaciones se
insiste en que no merece la pena hacer afirmaciones filosóficas verdaderas,
porque ello equivaldría a enunciar trivialidades. Pero las afirmaciones filosófi­
cas qüe hace la obra están bien lejos de ser triviales; son, como estamos vien­
do, sumamente controvertidas.
A mi juicio, persiste a lo largo de toda la obra de Wittgenstein un error
básico, con el que comenzamos ya a enfrentamos en la discusión sobre el
carácter informativo de las teorías lingüísticas al comienzo mismo (I, § 4). La
vinculación del significado al uso que hace Wittgenstein, así como el falibilis-
mo epistemológico con el que va asociada, son a mi juicio enteramente correc­
tas: son también parte de una concepción extemista. Es cierto que el conoci­
miento tácito que tenemos del lenguaje y del contenido de nuestros juicios está
esencialmente vinculado al uso; y es cierto también que los casos claros de
ejercicio de ese conocimiento han de ser perfectamente obvios. Es obvio, por
ejemplo, que quien asevera el enunciado (1) al comienzo podría aseverar lo que
no es el caso. Pero una enunciación explícita de tal conocimiento (aquello
que persiguen las teorías lingüísticas en general, y la filosofía en particular), ela­
borada tomando como datos esos casos obvios, no tiene por qué tener nada de
obvio. De hecho, sabemos ya que no va a serlo. No sólo a partir del ejemplo ini­
cial de las citas (II), o de todos los problemas semánticos que hemos discutido en
este libro: modalidades, oraciones de atribución de actitudes proposicionales, etc.
Sino, por encima de todo, a partir de lo tremedamente enrevesado que se está
revelando el problema que más interesa a la filosofía del lenguaje: clarificar las
relaciones entre las palabras, las ideas y las cosas. Sólo pasamos esto por alto por­
que nos ocultamos el verdadero problema (a saber, caracterizar correctamente de
manera explícita la sistemadcidad de las propiedades lingüísticas), por el proce-
; dimiento de discutir ejemplos aislados tales como ‘añil’ o ‘cubo’.
Describir el objetivo de la filosofía como el de ofrecer una enunciación
“sinóptica” de los hechos sobre el uso no cambia un ápice este diagnóstico.
También la economía trata de ofrecer una enunciación sinóptica de los inter­
cambios económicos, y la sintaxis una de las reglas sintácticas, y eso no las
hace menos explicativas, ni menos complicadas, ni menos necesitadas de uti­
lizar el mismo método inductivo que emplean también lós físicos.
El error básico que persiste a lo largo de toda la obra de Wittgenstein es
el de proyectar características de aquello en lo que consiste el conocimiento
tácito del significado, sobre las enunciaciones teóricas de ese conocimiento
tácito. Este error básico está también, curiosamente, en la raíz del mentalismo
tradicional. Una cosa es que para poder tener representaciones de acaecimien­
tos objetivos deba “conocer” directamente (no intencionalmente, m , § 3) esta­
dos internos míos. Esto, como argumentamos antes (X, §2), parece ser así. Otra
muy distinta, que quepa trasladar las propiedades de este conocimiento (en par­
ticular, su carácter d irecto , que es consiguiente al hecho de que se trate de un
conocimiento no-intencional, esencialmente distinto al conocimiento intencio­
nal que tenemos por medio suyo de entidades objetivas) a los estados inten­
cionales en que me los represento explícitamente. Esto dista de ser correcto:
los conceptos a partir de los cuales tenemos acceso intencional a nuestras
vivencias introducen estas entidades por su contribución como modos de pre­
sentación en la representación de entidades objetivas. A mi juicio, esta falacia
está en la base de las doctrinas filosóficas que se oponen al realismo sin epí­
tetos: de las diversas formas de antirrealismo, y también de los diversos rea­
lismos fingidos. En la próxima sección volveremos sobre esto.

La fa la c ia de la explicitación es la falacia consistente en proyectar caracte­


rísticas de aquello en lo que consiste el conocimiento tácito del significado,
sobre las enunciaciones teóricas de ese conocimiento tácito.

En el caso del Wittgenstein de las Investigaciones, la falacia consiste en


defender que una explicitación teórica del conocimiento que los hablantes tie­
nen del significado sólo puede consistir en una relación que indique cómo se
aplican los términos en casos paradigmáticos. Una relación así caracteriza,
ciertamente, el conocimiento tácito del que la explicitación teórica pretende dar
cuenta. Pero hay buenas razones (fundamentalmente, la sistematicidad obser­
vable en la relación) para pensar que la representación teórica debe ir más allá.
El tratamiento del problema de la intencionalidad, que era parte tan impoP
tante de la justificación de la concepción del lenguaje propuesta en e\ Tracta­
tus, puede servimos como ejemplo ilustrativo de cómo aplica Wittgenstein su
método terapéutico. (Cf. la discusión del argumento tractariano contra el repre-
sentacionalismo en X, § 5, donde citamos algunos de los textos pertinentes de
las In vestigaciones fijándonos entonces sólo en la representación que en ellos
se hace de los argumentos del Tractatus.) El problema tiene un aspecto positi­
vo y uno negativo. El aspecto positivo era que, si la figura es verdadera, la
situación representada es la situación real. El negativo era que la figura puede
muy bien ser falsa; no hay en ese caso ninguna situación real, pero la situación
representada no varía en un ápice, y la figura sigue siendo una figura de la rea­
lidad.
Para el segundo Wittgenstein no hay ningún misterio en la capacidad del
pensamiento y del lenguaje para “contener” los acaecimientos que representan.
Me dicen que en una urna opaca hay una bola que va a ser extraída, y conje­
turo que la bola es roja, lo que expreso así: ‘es roja’. Si es correcto decir de
mí, cuando formulo la hipótesis, que entiendo la palabra ‘rojo’, es porque hay
una cierta regularidad en mis usos pasados de esa expresión, común a la exis­
tente en los usos de otros hablantes del español. En virtud de esa regularidad,
cabe decir de mí que estoy dispuesto a aplicar la palabra de un cierto modo:
eso es lo que queremos decir cuando decimos que entiendo la palabra, y no
que tengamos o podamos tener el color de la esfera de algún modo extraño pre­
sente a la mente. Decir que la bola resulta ser roja es decir que la acción
correcta, de acuerdo con esa regularidad, es predicar de ella ‘rojo’; que eso es
lo que haríamos, si se nos presenta con la luz debida, cuando nuestro sistema^
visual funciona normalmente, etc. El mentalista protestaría diciendo que el queí
haya una regularidad anterior en mi uso de ‘rojo* no es más que un condicio­
nante empírico, una explicación causal de cómo yo he aprendido a “conectar”
la palabra con su significado; pero la cosa “podría también imaginarse de otro
modo”, es decir, podría imaginarse que yo hubiera efectuado la conexión sin
ninguna experiencia anterior. Este no es más que otro modo de repetir que la
regularidad en el uso pasado no puede ser lo constitutivo del significado. Como
vimos, Wittgenstein rechaza esto; la disposición al uso coincidente con el de
la comunidad lingüística es constitutiva del significado.
El aspecto negativo, por otra parte “tiene la forma de lo evidente”, y “pue­
de también expresarse así: se puede pensar lo que no es el caso” (§ 95). No
hay ninguna dificultad, en la concepción disposicional de los significados, para
explicar la posibilidad de significar lo que ño es el caso, ni es preciso tampo­
co postular para ello estados conscientes dirigidos a sensaciones. Las disposi­
ciones a la conducta que dan su significado a ‘es roja’ determinan como
correctos algunos usos de la oración y como incorrectos (esto es, falsos), otros.
Esto es, en rigor, “evidente”, una verdad analítica sobre las disposiciones. Yo
pienso ‘es roja’ en relación con la bola que va a salir; esto significa que, sobre
la base de mi comportamiento, está justificado atribuirme una cierta disposi­
ción al uso de la expresión, compartida con mi comunidad; es compatible con
esto que la bola que salga no sea roja, esto es, que, en circunstancias norma­
les, la bola no sea como aquellas que en esas circunstancias llamamos rojas.
El mentalista, sin embargo, malinterpreta nuestros modos de hablar
sobre los significados (§ 194b). Decimos que el que sea correcto o no apli­
car ‘rojo’ a la bola que se ha de extraer de la urna depende del significado
que ya tiene la palabra ‘rojo’ cuando formulo la hipótesis. Y esto, que según
Wittgenstein no se ha de entender más que como la atribución de una pro­
piedad puramente disposicional, lo interpretamos como si fuese la atribución
de una propiedad no disposicional, como si estuviésemos hablando de una
característica misteriosamente asociada por mí con la palabra en mi cons­
ciencia al formularla. Que la bola sea o no roja lo ha de decidir la experien­
cia, decimos; pero que su ser roja consista en su tener la propiedad que
significamos con ‘rojo’ cuando le atribuimos la hipótesis no requiere hacer
ningún experimento. Esto es enteramente correcto. Pero lo que en realidad
describimos con ello es la “compulsión de la regla”, el que lo que determi­
nará si la bola es o no roja no son, en último extremo, “razones”, sino el que
está en mi naturaleza el juzgarlo así; en definitiva, el que “así es como
actúo”. Mas combinamos este modo de hablar de los significados (por lo
demás perfectamente apropiado, si se interpreta correctamente) con el prece­
dente (“la oración ‘es roja’ ya tiene su significado cuando formulo la hipó­
tesis”) añadiendo misterio al misterio: la relación entre el rojo significado por
mí con ‘rojo’ al formular la hipótesis — asociado misteriosamente ya enton­
ces con la palabra— y el rojo de la esfera no es empírica, decimos ahora,
sino mucho más indisoluble que cualquier relación empírica. Es así que se
da en creer que “el mundo es mí mundo” : el rojo que la bola haya de tener
luego “ya está en mi mente” cuando me represento la bola como roja. Impor­
ta poco que haya un “luego” o no. “Somos, cuando filosofamos, como sal­
vajes, hombres primitivos, que oyen los modos de hablar de los hombres civi­
lizados, los malinterpretan, y sacan luego las más extrañas conclusiones de
su interpretación” (§ 194).

6. El antirrealismo de las Investigaciones

El realismo se caracteriza por distinguir, en ciertos casos, la cuestión de


qué ha de darse para que un enunciado sea verdadero (sus condiciones de ver­
dad) de la cuestión de qué ha de darse para que sepamos que es verdadero (sus
condiciones de constatación, las condiciones que, si se dieran, nos llevarían a
declararlo verdadero). En ciertos casos al menos, un enunciado podría ser ver­
dadero, es decir, podrían darse las condiciones para su verdad, y nosotros no
estar nunca en disposición de averiguar si lo es, esto es, podrían no darse las
condiciones para su constatación.
Si constatar un enunciado matemático es demostrarlo, ofrecer una prueba
de él, entonces la matemática nos ofrece muchos ejemplos de enunciados que,
intuitivamente, parecen ser susceptibles de ejemplificar la situación descrita.
Por ejemplo, la célebre conjetura de Goldbach dice que todo número par mayor
que 2 es la suma de dos números primos. Que esto es verdad se ha demostra­
do para un cierto número de números, pero no se ha podido probar su verdad
general; tampoco, sin embargo, se ha probado que sea falso. Quizás, pues, se
den las condiciones para su verdad (quizás sea verdadero), pero no exista nin­
gún modo de que nosotros podamos saberlo nunca. Los enunciados sobre enti­
dades teóricas suministran ejemplos adicionales: quizás sea verdad que hay un
agujero negro en Andrómeda, pero no estemos nunca en condiciones de saber-
lo; es decir, quizás sea en principio imposible que nosotros, con nuestro apa­
rato cognoscitivo, detectemos nunca la presencia del agujero negro en cuestión.
Para distinguir las co n d icio n es de verd a d de las co n d ic io n e s de c o n sta ta ­
ción de un enunciado precisamos imaginar una situación en que se dan las pri­
meras, pero no las segundas, en un sentido más fuerte que el meramente de
fa c to \ en el caso de la conjetura de Goldbach, no se trata de que, de hecho,
pueda ocurrir que la humanidad no dé con la prueba; esa posibilidad no per­
mite distinguir las ideas de co n d icio n es de verd a d y c o n d ic io n e s de c o n sta ta ­
ción. Es decir, incluso aunque las condiciones que habrían de cumplirse para
que la conjetura de Goldbach fuese verdadera fuesen precisamente las condi­
ciones que habrían de cumplirse para que seres con nuestras capacidades cog­
noscitivas conociesen su verdad, podría ocurrir que, por accidente, nadie diese
con una prueba. (Porque, pongamos por caso, un accidente nuclear destruye la
humanidad, que resulta además ser el único producto inteligente de la evolu­
ción, antes de que ningún matemático dé con ella.) Lo mismo cabe decir sobre
el enunciado acerca del agujero negro en Andrómeda. De lo que se trata, para
que haya una genuina distinción entre co n d icio n es de verd a d y c o n d ic io n e s de
co n sta ta ció n , es de que haya un enunciado tal que las condiciones para su ver­
dad se dan, pero sea en principio imposible que seres con nuestras capacida­
des cognoscitivas comprueben que ése es el caso.
Si los términos de género natural como ‘tigre’ u ‘oro’ significan esencias
reales, los enunciados de la forma esto es un f, donde un término de género
natural ocupa el lugar de la variable, ofrecen nuevos ejemplos. Se mostró antes
(IV, § 3) que, intuitivamente, usamos esos términos bajo el supuesto de que hay
una “esencia real”, una “constitución” o “estructura” interna, común a todos
los casos de aplicación correcta del término, que explica causalmente las pro­
piedades observables de los objetos en cuestión (el que los tigres, general­
mente, tengan una cierta forma, ciertas rayas, ciertas apetencias alimenticias,
sexuales, etc.; el que las piezas de oro tengan generalmente un cierto color, un
cierto brillo, un cierto peso relativo, etc.). De acuerdo con esto, las condicio­
nes que han de darse para que el enunciado ‘esto es un tigre’ sea verdadero se.
resumen en que el objeto indicado tenga la constitución interna en cuestión.
Por otra parte, como se recordará, Locke sostenía que usar los términos de
género natural bajo el supuesto de que hay una tal esencia real que guía su apli­
cación constituye un abuso del lenguaje. Su propuesta nominalista (IV, § 3) era
corregir este abuso, usándolos bajo el supuesto de que lo que guía la aplica­
ción es una cierta esencia n o m in a l , un conjunto de propiedades observables
.comunes a los objetos de los que es correcto aplicar el término.
Si el significado de un término como ‘tigre’ es el que Locke propone,
/entonces no cabe una distinción entre las condiciones de verdad de ‘esto es un
tigre’ y sus condiciones de constatación, en el sentido indicado dos párrafos
más arriba. Cabe pensar un enunciado de ese tipo que es verdadero, aunque
ningún ser humano nunca vaya a constatar que lo es (digamos que la humani­
dad ya ha desaparecido, pero aún hay tigres); pero no cabe pensar en un enun­
ciado así que es verdadero aunque un ser con las capacidades cognoscitivas de
un ser humano normal no podría constatarlo. Las condiciones que han de dar­
se para que ‘esto es un tigre’ sea verdadero, de acuerdo con la propuesta de
Locke, se reducen a que el objeto indicado tenga ciertas características obser­
vables: y aquí “observable” significa p rop ied a d cuyo darse en caso s concretos
un ser h um ano norm a l p u e d e constatar. Las propiedades secundarias, dado lo
magro del compromiso que adquirimos al caracterizarlas, son para Locke un
ejemplo de esto; las propiedades primarias también lo son, aunque los com­
promisos sean en este caso mayores.
Por otra parte, si el significado de los términos de género natural es el que
intuitivamente pensamos que es (es decir, si es la esencia real la que guía la
aplicación correcta del término, y la esencia nominal no es sino un indicador
falible de ella), entonces sí que parece pensable una situación en que las con­
diciones de verdad y las condiciones de constatación van por caminos distin­
tos. Esto es, parece pensable que haya un objeto que tenga las características
observables de los tigres, pero que no tenga la constitución interna de los
tigres, porque la estructura interna que produce las distintivas características
observables de los tigres no tenga nada que ver con la que las produce en el
caso de los tigres, y que a seres con nuestras capacidades cog no scitiva s les
esté ved a d o averiguarlo. No se dan, pues, las condiciones para la constatación
de ‘esto es un tigre’. Nunca sabremos que esta proferencia de ‘esto es un tigre’
es falsa; de hecho, pensaremos que es verdadera, porque se dan las condicio­
nes que típicamente permiten constatar un enunciado de esas características.
También podría ocurrir al revés. Quizás hay una constitución interna común a
los tigres, que explica sus características observables; quizás este objeto tiene
esa constitución interna (aunque se parece bastante más a un puma que a un
tigre), pero la esencia real en cuestión es demasiado compleja, y nunca vamos
a ser capaces de determinarla.
Esta discusión revela que la posibilidad de distinguir verd ad de v erifica­
ción depende de nuestra teoría del significado. Se dice que una explicación del
significado que identifica las condiciones de verdad de un enunciado con sus
condiciones de constatación es una teoría verificacionista. Por supuesto, la
identificación se hace en los términos idealizados expuestos; toda explicación
del significado debe permitir decir que hay enunciados que son verdaderos
aunque, de h ech o , no hemos averiguado que lo son, y quizás no lo averigüe­
mos nunca, y viceversa. Esto se sigue, una vez más, de la in ten cio n a lid a d del
significado. La propuesta de Locke es, pues, una teoría verificacionista en el
ámbito específico de los términos de género natural. Hay muchas diferencias
de detalle entre los partidarios de teorías verificacionistas del significado, pero
es común a todos ellos la defensa de un cierto p rincip io ve rifica cio n ista , que
el verificacionista W. V. O. Quine formula elegantemente así: el significado de
un enunciado es la diferencia que su verdad produciría en nuestra experiencia.
Según este principio, las condiciones que han de cumplirse para que un enun­
ciado sea verdadero han de manifestarse en experiencias que podríamos tener.
Las propuestas verificacionistas sobre el significado están en muchas oca­
siones motivadas por impulsos ilustrados. Ése es ciertamente el caso en lo que
respecta al nominalismo de Locke, así como en el de otras propuestas verifi-
cacionistas que presentamos anteriormente: la concepción humeana de las rela­
ciones nómicas, en sus diferentes versiones. Aceptar que un cierto enunciado
pueda ser verdadero, incluso aunque su verdad no se va a manifestar ni se
podría manifestar de ningún modo a nosotros, parece una invitación a todo tipo
de oscurantismos. Una teoría del significado que nos diga que un enunciado
así, simplemente, carece de significado (que su diferencia con una sarta de
sonidos inarticulados sólo está en que está formado por expresiones que, en
otras combinaciones, tienen significado) nos da un modo drástico de cortar el
paso a los traficantes de misterios. Y, por otra parte, no hace falta echar mano
del heideggeriano “la nada nadea” para encontrar enunciados de los que sos­
pechamos que carecen de significado, aunque estén formados por expresiones
significativas. En una de sus novelas, el novelista contemporáneo Antonio
Muñoz Molina atribuye a alguien ‘esa cualidad inmutable de quienes viven,
aunque no lo sepan, con arreglo a un destino que probablemente les fue fijado
en la adolescencia’. Atribuciones así, ciertamente, no parecen tener significa­
do más que en el sentido de que son combinaciones de palabras que, en otros
contextos, producen frases inteligibles. El verificacionista confirmaría ese diag­
nóstico, si no fuésemos capaces de indicarle cómo un ser como nosotros podría
en principio determinar en qué casos se da la presencia de esa “cualidad inmu­
table” .
Un verificacionista, en definitiva, acepta sólo como referentes (constitu­
yentes de las condiciones de verdad) entidades constatables. Locke acepta
como referentes nuestras ideas, de las que tenemos la experiencia más segura
a través de la introspección, las propiedades observables de las cosas que cau­
san esas ideas, primarias y secundarias, y las ideas de los otros. Un fenome-
nalista partidario de la versión reductivista eliminatoria de la concepción
humeana de las relaciones nómicas —como el primer Wittgenstein— acepta
un ámbito más estrecho de referentes, reduciéndolo todo a las ideas del sujeto
que usa un cierto idiolecto en un momento dado. Un antirrealista más refina-,
do, partidario de la versión proyectivista-individualista de la concepción hume-
ana —como el Wittgenstein del período intermedio— acepta, además de las
ideas de un sujeto tal, referentes no reducibles a ellas (los objetos usuales, sus
propiedades, las relaciones nómicas entre ellos, etc.); pero insiste en que éstas
no son entidades plenamente objetivas, sino que su estatuto es el de la comi­
cidad o el aburrimiento. Tanto el solipsista, como este antirrealista depurado,
son conductistas sobre las ideas de los demás; términos tales como ‘concepto
de rojo’, ‘dolor’, ‘significado de ‘rojo” , cuando se aplican a los otros, han de
entenderse como haciendo referencia a la conducta observable. De otro modo,
según estas concepciones, las condiciones de verdad de un enunciado como ‘él
tiene una idea de rojo' no coincidirían con sus condiciones de constatación.
La teoría del significado del segundo Wittgenstein implica, de manera
general, tesis verificacionistas en todos los ámbitos a propósito de los cuales
el realismo parece intuitivamente razonable: a propósito de los términos de
género natural, a propósito de los enunciados matemáticos, a propósito de las
relaciones nómicas,. etc. Más específicamente, implica concepciones proyecté
vistas, de la variedad comunitaria. Su argumento en favor de la misma es, esen­
cialmente, que las concepciones verificacionistas que acabamos de describir no
están finalmente a la altura del ideal ilustrado que las motiva: examinada la
cuestión a fondo, resulta que no permiten trazar esa misma distinción entre jui­
cios correctos y juicios incorrectos ni siquiera en esos casos paradigmáticos a
los que el ideal ilustrado quiere asimilar todos los demás, eliminando así los
misterios.
El proyectivismo de las Investigaciones admite diferentes especificaciones,
más o menos precisas. El significado de un término de género natural, por
ejemplo, es una cierta disposición al uso de esa expresión; es la disposición de
ciertos miembros de la comunidad a aplicar el término en ciertas condiciones,
seleccionadas como adecuadas también por la comunidad. La disposición pue­
de especificarse de un modo más o menos idealizado (siempre que no recurra­
mos a la “estrategia del astrólogo”, V, § 5). Podemos, por ejemplo, admitir que
sólo los juicios de ciertos individuos (los “expertos”) en ciertas circunstancias
establecen qué es un tigre y qué no lo es, y no los juicios de cualquier usua­
rio competente. Mis juicios sobre qué es un abedul, y qué no lo es, por más
que los efectuase a plena luz del día, cuando no he bebido nada de alcohol, ni
estoy enfermo, etc., no contarían. Ahora bien, en la medida en que no se recu­
rra a la estrategia del astrólogo, la disposición sólo puede tener que ver con la
determinación de la presencia de lo que Locke llamaba la esencia nominal de
los tigres. (Cabe incluir resultados de ciertos experimentos prototípicos que lle­
van a cabo los “expertos” de la comunidad, etc., y no meramente la constata­
ción de una cierta apariencia.) Tal esencia nominal constituiría lo que Witt­
genstein llamaba el criterio para la aplicación del término ‘tigre’. Cabe así la
posibilidad de que juzguemos que las condiciones subsumidas en el criterio
para la aplicación de un término se dan, y posteriormente hayamos de corregir
la aplicación.

7. El argumento contra la posibilidad de un lenguaje privado


y la concepción wittgensteiniana de la mente

En la sección § 2 del capítulo III reprodujimos los argumentos que llevan


a la distinción entre los acaecimientos y las vivencias, y a asignar a éstas el
característico papel de mediadores en el conocimiento de aquéllos que el repre-
sentacionalismo les atribuye. Una pieza fundamental, como se recordará, era el
argumento del conocimiento, (d). Las secciones de las Investigaciones que con­
tienen el argumento contra el lenguaje privado (§§ 243-315) cuentan entre las
que más controversia hermenéutica han suscitado en la literatura filosófica.
Quizás lo único claro es que su objetivo es demoler los argumentos pro-men-
talistas tanto de los representacionalistas originales, Descartes y Locke, como
de sus herederos lógicos, representacionalistas depurados y solipsistas, ponien­
do en cuestión la consecuencia que expusimos al final de § 1. No puede haber
un lenguaje privado; las palabras no pueden significar entidades presentes a mi
mente, que yo puedo observar a través de la introspección, y de cuya presen­
cia nadie más que yo puede saber. En lo que sigue expongo lo que yo creo que
es el argumento.
Para prevenir malentendidos fundamentales conviene empezar describien­
do los propios puntos de vista de Wittgenstein sobre las vivencias. Como hici­
mos en la sección indicada, discutiremos inicialmente un caso simple, el del
dolor “como de calambre en la pierna izquierda” allá presentado. Utilizaré el
término ‘#dolor-cpi#’, siguiendo una convención ya introducida anteriormente,
para dejar claro que nos referimos al “dolor como vivencia”, y no al “dolor
como acaecimiento objetivo” — el que tiene en mente el médico al describir el
dolor en cuestión como “imaginario” en el caso del paciente de hernia discal— .
(En el caso de los dolores, el uso de ‘dolor’ para las vivencias es el más usual,
como ya reseñamos.) De acuerdo con la concepción de Wittgenstein, un tér­
mino como ‘#dolor-cpi#’ — como cualquier otro— significa una disposición
humeana (entendida de acuerdo con la concepción proyectivista-comunitaria)
a llevar a cabo ciertas conductas (el uso del término entre las mismas) en cier­
tas condiciones: aquellas justamente que constituyen los casos correctos de
aplicación. Las manifestaciones de la disposición son muy variadas; pensemos
en las circunstancias en que enseñaríamos cómo usar ese término a alguien:
una persona realiza aspavientos característicos del dolor, al tiempo que cojea,
después de haber llevado a cabo el tipo de ejercicio físico que normalmente
causa calambres; mediante un test clínico, constatamos que se da una cierta
condición muscular en la pierna, normalmente seguida de los aspavientos indi­
cados, etc.
Como era de esperar, pues, el significado del término no se da en térmi­
nos de referentes objetivos, sino en términos de condiciones de constatación.
Estas condiciones son situaciones públicas, intersubjetivamente reconocibles
por los usuarios presentes de términos como ‘dolor’, en condiciones que los
mismos usuarios consideramos apropiadas para ello; Ahora bien, como ya indi­
qué anteriormente, Wittgenstein no.niega.que haya vivencias, ni que,un indi­
viduo a quien se aplica el término 4#dolor-cpi#’ tenga, típicamente, una cierta
sensación. No sólo indica repetidamente que las vivencias pueden ser, en el
caso de muchos términos, elementos definicionalmente asociados al uso de las
palabras (como puedan estarlo las palabras ‘no casado’ a la palabra ‘soltero’);
lo que dice en el curso de su discusión sobre la posibilidad de un lenguaje pri­
vado es ininteligible de otro modo.
Dicho esto, es preciso admitir que la aceptación wittgensteiniana de las
vivencias no es del todo sincera. Empleando términos que ya hemos explica­
do, Wittgenstein es sincero al señalar que su punto de vista sobre los estados
de consciencia (notar una vivencia), que tanta importancia tienen para la con­
cepción mentalista, no es la del reductivismo eliminatorio en este ámbito. Pero
él mismo admite que su concepción no es tampoco realista; su concepción de
los estados conscientes es (al igual que su concepción de todo lo que el rea­
lismo considera objetivo) proyectivista-comunitaria. Tener una vivencia es
estar en un estado que sería clasificado de ese modo por un usuario compe­
tente del lenguaje de las vivencias, en condiciones consideradas apropiadas poi
los usuarios competentes del lenguaje de las vivencias. Y esto es, como haré
patente después, intuitivamente inaceptable. Pero lo importante ahora es que
apreciemos la fuerza de su argumento contra el realismo a este respecto de]
mentalista.
En lo que respecta al discurso sobre estados conscientes expresado en
nuestro lenguaje común (quizás remozado un tanto artificiosamente, mediante
la adición de “comillas de vivencias”), el único realismo compatible con la
concepción mentalista es un realismo fingido. Y este realismo fingido es refu­
table del mismo modo que lo son el realismo fingido sobre el mundo externo,
el solipsismo y el proyectivismo individualista: porque no pueden dar cuenta
de la normatividad de nuestras aseveraciones y pensamientos, de su carácter
intencional. Es decir, el mismo argumento que muestra en general cómo la
concepción mentalista no puede dar cuenta de la normatividad del significado
(§ 2), muestra también que esa misma concepción no puede dar cuenta de la
normatividad de nuestros juicios y asertos sobre estados conscientes. El argu­
mento contra el lenguaje privado (§§ 243-315) no es más que una aplicación
del argumento expuesto en § 2. Así lo revela el pequeño anticipo que aparece
en el curso de ese argumento (§§ 138-242) : «Por tanto, “seguir la regla” es
una práctica. Y creer seguir la regla no es seguir la regla. Y por tanto no se
puede seguir “privadamente” la regia, porque, de lo contrario, creer seguir la
regla sería lo mismo que seguir la regla» (§ 202).3
Podemos, así, exponer brevemente el núcleo deJ argumento. Supongamos
que uso c#dolor-cpi#’ para registrar cuándo experimento una cierta vivencia.
En t, me digo que está justificado atribuirme ‘#dolor-cpi#\ En me digo lo
mismo; está justificado atribuirme ‘#dolor-cpi#\ La condición mínima que
‘#dolor-cpi#’ debe satisfacer, para ser una expresión lingüística (no importa
ahora si pertenece a un lenguaje público o a un idiolecto personal) es que que-
pa_al menos considerar la posibilidad de, que se usa incorrectamente;-por ejem­
plo, de que aseverar en t^ para registrar mi estado interno, fue hacer algo inco­
rrecto (incluso aunque, de hecho, no ocurriera así; incluso aunque mi registro
hubiese sido, de hecho, enteramente acertado). Esta posibilidad debe existir,
incluso si convenimos en que (a causa de la incorregibilidad de los juicios
sobre los propios estados conscientes) un hablante sincero que comprenda el
término no puede equivocarse cuando se atribuye ‘#dolor-cpi#’ a sí mismo.
Para que exista, debe existir, como mínimo, alguna relación entre usos pasados
del término (por ejemplo, el uso en t,) y el uso presente. Pero, en la concep­
ción mentalista, tal conexión no existe. Pues un lenguaje es el idiolecto priva­
do de un individuo en un momento dado. Desde luego, cuando registro en ^
‘#dolor-cpi#’ tengo recuerdos sobre cómo creo ahora que usaba el término en
t,. Pero, en lo que respecta a los sentidos que definen sus propiedades semán­

3. Ponerlo así de manifiesto es el gran acierto de Kripke (y no se trata del tínico acierto).
ticas esenciales — si estamos contemplando la variante representacionalista— ,
o en lo que respecta a las referencias mismas — si contemplamos más bien la
solipsista o el proyectivismo individualista— , el lenguaje que de hecho usaba
en t, y el que uso ahora pueden ser totalmente distintos. Yo, en ^ soy la úni­
ca autoridad sobre las propiedades semánticas esenciales de ‘#dolor-cpi#’ tal
como lo uso en t^ Supongamos que creo, sinceramente, que se dan las condi­
ciones para registrar correctamente ‘#dolor-cpi#\ ¿Cómo puedo excluir la
posibilidad de que sólo me parezca tal cosa, de que realmente, al pensarlo así,
estoy cambiando el sentido del término, tal y como lo usaba en tt?
Parece que de ningún modo: en cualquiera de sus variantes, la concepción
mentalista, coherentemente sostenida, nos lleva a decir que cualquier cosa que
a mí me parezca ahora sobre las condiciones de aplicación correcta de un tér­
mino (dados, sin duda, mis recuerdos ahora y mis expectativas ahora) define
qué es lo correcto. Pero esto es inconsistente con lo que entendemos por d is­
tin g u ir correcto e in co rrecto : “[mediante una definición ostensiva privada] me
imprimo la conexión del signo con la sensación. — «Me la imprimo», no obs­
tante, sólo puede querer decir: este proceso hace que yo me acuerde en el futu­
ro de la conexión correcta. Pero en nuestro caso yo no tengo criterio alguno
de corrección. Se querría decir aquí: es siempre correcto lo que me parezca
correcto. Y esto sólo quiere decir que aquí no puede hablarse de ‘correcto’ ”
(IF, § 258; cf. también § 265).
Un lenguaje, un conjunto de expresiones con significados, entendido tal y
como Wittgenstein argumenta que debemos entenderlo, podría ser el lenguaje
de un solo individuo. Un Robinson venido a parar a la isla que sólo él habita
podría crear un lenguaje propio, antes incluso de aprender uno comunitario,
para anotar el paso de los días, los sucesos relevantes, etc. El argumento ante­
rior no cae en el absurdo de pretender refutár esto (§ 243). Como hemos indi­
cado, lo esencial es que haya regularidad en el modo en que usa las expresio­
nes de. ese. lenguaje. Quizás Robinson aplique algunas de las expresiones de su
lenguaje de acuerdo con ra zo n es ; esto es, quizás_disponga para su aplicación
de una definición o enunciación de la regla. Quizás algunos de los signos que
utilice en los d efin iens de esas definiciones los aplique a su vez de acuerdo con
razones , de acuerdo con definiciones explícitas. Y quizás incluso algunos de
estos signos últimos utilizados para definir otros signos no sean palabras, sino
“signos naturales”, incluyendo entre ellos sensaciones. Pero, en último extre­
mo, debe haber signos, lingüísticos o naturales, que, simplemente, esté en su
naturaleza usar de un modo discern ib lem e n te regular. Y lo que determina el
significado de unos y otros es esta conducta regular.
El argumento de Wittgenstein (muy especialmente, los dos parágrafos
mencionados antes, §§ 258 y 265) se censura generalmente por verificacionis-
ta.4 Pero una cosa es que la propia propuesta de Wittgenstein sea verificacio­
nista (cosa que sin duda es), y que ello sea objetable, y otra muy distinta que

4. Cf., por ejemplo, el libro de McGinn.


el argumento crítico presuponga el verificacionismo. El argumento que acabó
de resumir, que yo sea capaz de ver, no lo hace. No presuponemos que deba
existir un criterio de corrección o incorrección para /a aplicación de términos
mentales que nosotros seamos capaces de aplicar. Sólo presupone que debe
haber uno. Y esa presuposición, a mi juicio, va analíticamente asociada a lo
que llamarnos lenguaje, como Wittgenstein enfatiza. A mi juicio, pues, el argu­
mento es perfectamente válido. Cabe únicamente objetar que se refuta tan sólo
a un hombre de paja, Pero el resumen del comienzo, y todas las páginas pre­
cedentes que ese resumen abrevia, justifica que ello no es así. Era difícil espe­
rar otra cosa; el argumento es obra de alguien — sin duda muy bien dotado para
la filosofía, por decirlo moderadamente— que está objetando a sus propias
concepciones anteriores.
El discurso'sobre la relación entre las palabras, las ideas y las cosas que
hemos venido siguiendo ha tenido esta estructura: comenzamos familiarizán­
donos con las poderosas razones que motivan el representacionalismo, en la
versión de Locke y en la de Frege. Nos hicimos más adelante sensibles a las
igualmente poderosas razones que llevan, a partir de las del representaciona­
lismo, o bien al solipsismo o bien al proyectivismo individualista. Hemos exa­
minado ahora razones muy serias para abandonar la concepción mentalista, y
con ella todas esas concepciones filosóficas. Quiero ahora acabar de hacer
manifiestos los datos intuitivos que muestran que el intemismo comunitario
que las Investigaciones nos proponen, precisamente a consecuencia de ser una
concepción antirrealista sobre los acaecimientos objetivos y sobre los estados
de consciencia, es inaceptable. Estos datos, por sí solos, no pueden refutar la
posición; pues se nos presenta teóricamente justificada, a partir de los argu­
mentos indicados, como una concepción filosófica mucho más sostenible que
las alternativas hasta aquí examinadas. Ahora bien, si pudiéramos elaborar una
concepción alternativa, no objetable como lo son las otras, y compatible con
los datos intuitivos, sí tendríamos a partir de ellos un argumento del tipo induc­
tivo usual para preferir esa concepción ideal. Frente al antirrealismo, una con­
cepción así habría de ser realista sobre el mundo externo y sobre las vivencias,
para coincidir con nuestras intuiciones; y, frente al realismo fingido, habría de
hacer claro que el mundo externo y las vivencias (también las de los demás)
son cognoscibles, e intervienen en la justificación de nuestras prácticas cog­
noscitivas: habría de ser, pues, un realismo “sin epítetos”.
Veamos, pues, ios problemas de la propuesta wittgensteiniana que sus crí­
ticos sí perciben. Como todo aserto correctivo en metafísica, la afirmación “no
hay estados de consciencia” puede entenderse de varios modos. El conductis-
ta metodológico (Watson, Skinner) sostiene que los estados de consciencia
conocidos privilegiadamente por el sujeto que los tiene son metodológicamen­
te dudosos, por cuanto la ciencia es un negocio intersubjetivo. Propone, por
tanto, pasarse sin ellos en lo que a las actividades explicativas de la ciencia psi­
cológica respecta. La psicología debe ceñirse a hablar de la conducta observa­
ble ante estímulos observables. El conductismo metodológico, pues, es com­
patible con el realismo sobre los estados conscientes conocidos por instros-
pección. La verdad es que algunos conductistas metodológicos parecen más
bien defender un realismo fingido sobre los estados conscientes; el sarcasmo
con que la mayoría de los conductistas metodológicos hablan de los estados
internos hace pensarlo así. Wittgenstein rechaza en diversos pasajes, cualifica-
damente, que se le caracterice como conductista (§§ 281, 305, 307-308): “¿Por
qué da la impresión de que quisiéramos negar algo?” Lo que rechaza, a mi jui­
cio, es este tipo de conductismo.
Hay empero otro tipo de conductismo: el conductismo lógico. El conduc­
tista lógico es un antirrealista sobre los estados conscientes; puede pertenecer
a la más radical variedad reductivista eliminatoria, o (como en el caso de Witt­
genstein) a la variedad proyectivista. El conductista lógico sostiene que, en rea­
lidad, cuando hablamos de “estados mentales” y cosas similares, estamos
hablando de la conducta, o, con más precisión, de disposiciones a la conduc­
ta, y no de estados internos epistémicamente sólo accesibles por medio de la
introspección. El reductivista eliminatorio sostiene que podemos expresar todo
lo que decimos en un lenguaje que no hable de estados conscientes (si conci­
be su empresa como inscrita en la metafísica descriptiva), o que, cuando sepa­
mos lo suficiente, podremos hablar así (si la inscribe más bien en la metafísi­
ca correctiva). Esta es, contemporáneamente, la posición de Paul Churchland,
y, cuando la entiendo bien, la de Daniel Dennett.5
Ninguno de los anteriores coincide con el punto de vista de Wittgenstein.
Como se ha visto, él no cree preciso — ni razonable— prescindir del lenguaje
para las vivencias. Sin embargo, es manifiesto que su concepción no es tam­
poco realista. Coincide, más bien, con la variante más sutil de conductismo
lógico, una forma de proyectivismo comunitario. El proyectivista sostiene que
sí hay estados conscientes; pero son una proyección de nuestros juicios basa­
dos en la conducta. Experimentar una sensación de añil no es más que estar en
un estado que produciría las conductas que nos llevan a clasificar a un indivi­
duo como capaz de hacer juicios perceptuales sobre las superficies con ese
color; es decir,, no es más que ser clasificable:por nosotros en esos términos.
Allá donde nada podría indicamos-que se da un estado consciente, no se da.
Es este conductismo el que yo le atribuyo a Wittgenstein, y creo que es el que
él mismo profesa en los textos relativos al conductismo antes mencionados:

“¿No eres después de todo un conductista enmascarado? ¿No dices realmente,


en el fondo, que todo es ficción excepto la conducta humana?” — Si hablo de
una ficción, se trata de una ficción gramatical (§ 307).

La ficción es pensar que cuando hablamos de significados o de conceptos


estamos refiriéndonos a procesos internos, sólo accesibles a la introspección
por parte de aquel que los tiene. Es una ficción gramatical, porque está provo-

5 Entiendo la posición de Dennett, por ejemplo, en “On the Absence o f Phenomenology". N o la entiendo, en
cambio, en su reciente La conciencia explicada. No la entiendo porque la obra incluye afirmaciones que me parecen
inconsistentes.
cada, según Wittgenstein, por nuestras muy ligeras reflexiones sobre nuestros
modos de hablar. Pero si examinamos atentamente nuestro lenguaje, veremos
que lo que queremos decir cuando hablamos de significados o de la mente no
requiere suponer tales entidades. Por supuesto que hay significados, conceptos
y estados conscientes; pero son enteramente manifiestos: cualquiera los puede
observar, desperdigados en nuestra conducta.
“El significado de una palabra ya no es para nosotros un objeto que le
corresponde” (Moore, 261) Ya hemos visto cómo, en lo que respecta a los
enunciados sobre el mundo externo, el proyectivismo comunitario de Witt­
genstein implica la identificación de condiciones de verdad y condiciones de
constatación; no hay, pues, referentes objetivos correspondientes a algunas uni­
dades léxicas — tales como las esencias reales del nominalista sobre los térmi­
nos de género natural, o las sustancias aristotélicas que las ejemplifican— que
constituyan condiciones de verdad que pueden quizás trascender lo que pode­
mos constatar. Necesariamente, hay circunstancias perfectamente ordinarias en
que podríamos constatar si ‘esto es un tigre’ es verdadero o no lo es, pues ‘esto
es un tigre’ significa un conjunto de condiciones de constatación: condiciones,
accesibles a los usuarios competentes de esa oración, que se dan en circuns­
tancias consideradas por los usuarios competentes de la expresión apropiadas
para ello.
Exactamente lo mismo ocurre con los enunciados sobre estados conscien­
tes. Es esto lo que Wittgenstein quiere decir cuantas veces rechaza construir Ja
semántica de términos para los estados internos — como ‘#dolor-cpi#’— sobre
el modelo nombre-objeto (como en el famoso texto sobre la caja con el esca­
rabajo, § 293). ‘#dolor-cpi#’ significa una disposición humeana a la conducta
observable en circunstancias observables, igual que ‘#rojo#’, etc. Es compati­
ble con la concepción humeana de las disposiciones que, en cada caso par­
ticular en que la disposición se ejercita (cada vez que juzgamos, correcta o-
incorrectamente, sobre la base del criterio cuasi-infalible que nos da sentir elr
dolor, que tenemos un calambre en la pierna, o que nos comportamos mani­
festándolo así), lo que causa que se produzca la manifestación'de la disposi-.
ción sea algo distinto a lo que lo causa en las ocasiones anteriores. Es inclusó:
compatible con la concepción humeana que nada “cause” la manifestación (te­
la disposición, que no haya nada más que la regularidad observable. “«Imagí­
nate un hombre que no pudiera retener en la memoria qué significa la palabra
‘dolor’ — y que por ello llamase así constantemente a algo diferente— ¡pero
que no obstante usase la palabra en concordancia con los indicios y presupo­
siciones ordinarios del dolor!» —que la usase, pues, como todos nosotros.
Aquí quisiera decir: no pertenece a la máquina una rueda que puede hacerse .
girar, sin que con ella se mueva el resto” (§ 271; cf. también § 270). Este hom­
bre usaría ‘dolor’ exactamente con el mismo significado que nosotros; su posi­
bilidad muestra que la existencia de una sensación objetiva es irrelevante para
entender nuestro uso del término.
Estas conclusiones chocan patentemente con nuestras intuiciones. Para
reparar en ello, basta observar que suponen atribuir a los objetos externos y a
los estados de consciencia las cuatro propiedades distintivas de las propieda­
des dependientes de la reacción (V, § 5). No sólo la virtuosa verificabilidad,
perseguida por el ánimo ilustrado que motiva la propuesta, con el que pode­
mos simpatizar: a buen seguro, los caracteres zodiacales del astrólogo son
“ruedas que pueden hacerse girar” de las que podemos prescindir sin que ello
afecte a nuestras prácticas cognoscitivas sobre las personas. Sino también las
restantes características, viciosas de acuerdo con nuestras intuiciones: la posi­
bilidad de terceros no excluibles, de divergencias ineliminables, la temporali­
dad. .
Putnam inventó unos “superespartanos”, individuos que sufren dolor igual
que nosotros, pero asignan un valor tan grande a mostrar una apariencia estoi­
ca, que no manifestan el dolor más que mediante el lenguaje: dicen ‘tengo
un dolor de muelas terrible’, con la más apaciguada de las sonrisas.6 Éstos
podrían ser terceros no excluibles: algunos de nuestros criterios para la aplica­
ción de ‘#dolor de muelas#’ apuntan a atribuírselo a los superespartanos, otros
apuntan en la dirección contraria; y no hay nada fuera de nuestros criterios para
decidir la cuestión. En el mismo trabajo, Putnam imagina unos “super-super-
espartanos”, 'que prescinden incluso de la manifestación verbal del dolor.
Resulta haber, sin embargo, una manifestación observable de la presencia de
un estado del cerebro que, en los seres humanos, acompaña siempre al dolor
de muelas (una cierta medición en un “cerebroscopio”). Una vez descubierta,
puede convertirse en un nuevo criterio para la adscripción de ‘#dolor de mue­
las#’; y, según ella, resulta que ios super-superespartanos tienen esta sensación,
pues el cerebroscopio manifiesta el estado del cerebro en las circunstancias en
que los demás tenemos dolor de muelas. Un caso así manifestaría la tempora­
lidad de las adscripciones correctas de estados de consciencia, en la concep­
ción wittgensteiniana. Antes de descubrir el criterio, era verdadero que los.
super-superespartanos no tenían dolor de muelas (ha.de insistirse en que, en
una concepción verificación isla, verdadero = constatado en las condiciones
apropiadas); después, ha pasado a ser falso. Análogamente, podemos imaginar,
a unos seres capaces de percibir directamente lo que nosotros sólo podemos
detectar a través del cerebroscopio. Previamente a que nosotros sepamos del
cerebroscopio, pues, existirían divergencias ineliminables entre estos indivi­
duos y nosotros en cuanto a si los super-superespartanos tienen o no dolor.
Todo esto, me parece, es intuitivamente inaceptable; el mentalista tiene
razón al quejarse de que una concepción como la de Wittgenstein, después de
todo, sí niega los estados conscientes: les niega su objetividad. Tampoco sería
para el realista científico ningún consuelo que Wittgenstein le dijera que él no
niega las esencias reales, las sustancias, ni los objetos teóricos. No las niega,
en tanto que no pretende reducirlas a entidades directamente observables, a
diferencia del reductivista eliminatorio. Pero, en la comprensión realista de
estas cosas, sí las niega, negándoles ia objetividad. Por otro lado, el mentaíis-

6. Cf. Hüary Putnuin, “Brains and Behaviour,r.


rao es inaceptable. La cuestión es: ¿hay alguna alternativa, no objetable a par.
tir de las consideraciones de la normatividad, ni de las que los argumentos
mentalistas ya nos han llevado a rechazar? Aunque esta obra se centra .en la
exposición de las principales aportaciones contemporáneas a la comprensión
de estos temas y no de mis propios puntos de vista, en diversos pasajes de la
misma he venido sugiriendo que la hay.

8. Sumario y consejos para seguir leyendo

En este capítulo hemos examinado, finalmente, las dificultades de las con­


cepciones mentalistas (§ 1) que hemos venido presentando en capítulos prece­
dentes. El intemismo es la tesis de que el contenido de nuestros estados men­
tales y proferencias lingüísticas puede ser especificado sin compromiso con
nada objetivo. Si la doctrina extemista atribuye referencias objetivas a palabras
y conceptos, como en el caso del representacionalismo, éstas no son “compo­
nentes esenciales” del significado; son inmanentes (III, § 2). Por otra parte,
cualquier concepción del significado debe hacer a los significados propiedades
normativas. Wittgenstein muestra cómo las concepciones mentalistas no pue­
den dar cuenta de esta dimensión normativa del significado (§ 2). En particu­
lar, es incoherente con la normatividad de los significados suponer que pueda
haber un lenguaje epistémicamente privado (§7).
Como alternativa a la concepción mentalista, Wittgenstein hace una pro­
puesta disposicional. Los significados son disposiciones al uso de las expre­
siones, compartidas por los miembros de una comunidad lingüística; la dimen­
sión normativa proviene del acuerdo en el uso entre los miembros de la comu­
nidad, basado en una naturaleza común (§ 3). Especificar los significados de
las expresiones es, meramente, caracterizar los usos (entre ellos, los juicios,
§ 4) constitutivos de los mismos. Wittgenstein ve esto como una mera enume­
ración de trivialidades; la filosofía misma es, así, en sus aspectos positivos, una
trivialidad (§ 5). Las disposiciones compartidas constitutivas del significado se
entienden, ellas mismas, de una manera proyectivista comunitaria (V, § 5). El
resultado es una concepción con consecuencias contraintuitivas. Los significa­
dos son provincianos: sólo hay expresión de significados en casos que noso­
tros reconoceríamos como tales (§ 4). Este antirrealismo sobre los significados
se traslada a todo lo demás: géneros naturales, relaciones causales, etc. (§ 6).
La concepción de la mente es igualmente antirrealista, una variedad del con­
ductismo lógico (§ 7): hay las vivencias que nosotros somos capaces de reco­
nocer y de atribuir, como “signos” asociados al uso de ciertas expresiones en
el lenguaje público.
La exposición debería complementarse con la lectura de las secciones
§§ 138-315 de las Investigaciones filosóficas. Ya he mencionado el excelente
libro de Kripke, Wittgenstein on Rules and Prívate Languages. Mi propia com­
prensión de las Investigaciones proviene de esta obra, y la exposición prece­
dente está muy influida por ella. Puede estudiarse también con provecho Colin
McGinn, Wittgenstein on Meaning, capítulos 1 y 2, y Malcolm Budd, Witt-
gensteins Philosophy o f Psychology, capítulos i-m. Finalmente, el provincia­
nismo de la concepción del significado de Wittgenstein es análogo al de otra
propuesta sin ambages provinciana, la de Donald Davidson. Tanto el verifica­
cionismo sobre, el. significado asociado a la invocación de un “Principio de
Caridad”, como las consecuencias presuntamente atractivas del mismo, están
claramente expuestos en el artículo de Davidson “Sobre la idea misma de un
esquema conceptual”.
LA INDETERMINACIÓN DE LA TRADUCCIÓN
RADICAL SEGÚN QUINE

En el capítulo anterior tuvimos la oportunidad de estudiar el argumento


contra la posibilidad de un lenguaje privado de Wittgenstein. Este se centrará
en el examen de un argumento comparable en influencia, notoriedad y com­
plejidad, que el filósofo norteamericano W. V. O. Quine expuso en su influ­
yente obra Palabra y objeto (1960). Este argumento obtiene una conclusión
escéptica sobre la delimitación de nuestras atribuciones de significado. Lo que
Quine intenta mostrar se puede caracterizar así: mientras que un pequeño sub-
conjunto de nuestras atribuciones de significado está relativamente bien defi­
nido (la especificación de los significados de expresiones que tienen que ver
con lo directamente observable, y la de las expresiones lógicas), la gran mayo­
ría no lo están; los significados de las expresiones en cuestión están indeter­
minados hasta un grado mucho mayor de lo que estaríamos dispuestos a admi­
tir a simple vista. El argumento es paradójico en muchos sentidos, y la prime­
ra paradoja reside ya, es preciso dejarlo advertido aquí, en la dificultad de fofc
mular su conclusión; en ello se asemeja a muchos argumentos escépticos tra­
dicionales,-por ejemplo a los argumentos que tratan de establecer la.relatividad
de nuestros criterios estéticos, morales, o incluso la relatividad de^ lo que es
verdadero y falso.
Las consideraciones de Quine guardan estrecha relación con las del segum
do Wittgenstein. En primer lugar, Quine combate, como Wittgenstein, puntos
de vista mentalistas sobre el lenguaje y sobre la mente, que en este libro hemos
examinado en las filosofías del lenguaje de Locke y del primer Wittgenstein;
y la “concepción agustiniana” de los significados en que tales puntos de vista
se manifiestan. Quine usa la expresión “el mito del museo” para referirse a la
concepción agustiniana del lenguaje: pues los significados podrían imaginarse,
de acuerdo con ella, dispuestos en un museo, exhibidos con las palabras que
los expresan por etiquetas; y la concepción agustiniana es vista por Quine,, al
igual que los mitos, como una falsedad que nos es fácil, y quizás hasta psí­
quicamente reconfortante, dar en creer. Por otra parte, los puntos de vista men^
talistas criticados no son completamente ajenos a ninguno de los dos; si. Witt­
genstein los había defendido él mismo, en su primera obra, Quine se había
embebido de ellos a través de su relación con los filósofos del llamado “Círcu­
lo de Viena” — a su vez grandemente influidos por el primer Wittgenstein— ,
con quienes estudió en su juventud y con algunos de los cuales mantuvo estre­
chos contactos posteriormente. (Palabra y O bjeto está dedicado a Rudolf Car-
nap, el más emblemático de los miembros del Círculo.) En segundo lugar, la
concepción del lenguaje alternativa a las propuestas mentalistas defendida por
ambos es similarmente conductista. Sus estilos, sin embargo, son completa­
mente dispares. Por fortuna para el lector, el de Quine es académico, aten­
diendo a la explicitud de los argumentos y a la precisión de los términos
empleados en ellos. No cien por cien académico, sin embargo. Pues un delei­
te, en ocasiones quizás excesivo, en un estilo literario que cultiva la concisión
conceptista sale en ocasiones victorioso sobre las exigencias del más riguroso
estilo académico; y lo que se gana en impacto literario, se pierde en claridad.

1. Los dos dogmas del empirismo

“Dos dogmas del empirismo” es uno de los artículos clásicos de Quine, y


también uno de los más influyentes artículos filosóficos; muchos filósofos con­
temporáneos, de distintos credos, subscriben sus conclusiones. Comenzaremos
dando cuenta de ciertos supuestos metodológicos quineanos presupuestos por
el argumento del capítulo segundo de P alabra y O b jeto , y lo haremos median­
te la exposición del contenido de “Dos dogmas del empirismo”.
El título del artículo puede hacer pensar que su autor se sitúa de algún
modo al margen del empirismo, para criticarlo. Nada más lejos de la realidad.
Quine es uno de los más destacados representantes contemporáneos del empi­
rismo. El filósofo empirista trata de separar lo aportado por nuestras teorías,
que es aquello sobre lo que podemos discrepar, de un fundamento indepen­
diente de nuestras elaboracionesteóricas constituido por proposiciones. empí­
ricas, que es aquello que permite resolver en uno u otro sentido nuestras dis­
crepancias. El empirismo también se caracteriza por una doctrina semántica
que sintetiza el llamado p rin cip io verificacionista del significado. En la for­
mulación del propio Quine, “el significado de un enunciado es la diferencia
que su verdad produciría en nuestra experiencia sensible”; en otras, no tan ele­
gantes pero quizás más claras, “un enunciado significa las condiciones empí­
ricas que servirían (si se dieran, lo que no tiene por qué ocurrir) para consta­
tarlo”. Naturalmente, el empirista debe caracterizar de otro modo el significa­
do de los enunciados no empíricos, como los matemáticos o los lógicos. Una
posibilidad es explicar su significado en términos de las d em o stra cio n es o
p ru eb a s que establecerían su verdad. Otra es considerarlos a n a lítica m en te ver­
daderos. De esta segunda posibilidad se tratará después.
De acuerdo con esta tesis semántica característica del empirismo, dos
enunciados no pueden diferir en significado y, sin embargo, no manifestarse su
verdad de modos distintos en nuestra experiencia sensible. Otra consecuencia
del principio es que no puede haber enunciados significativos verdaderos cuya
verdad no se manifieste, al menos en principio, en la experiencia sensible.
Naturalmente, es compatible con el principio el que haya enunciados signifi­
cativos verdaderos cuya verdad no se manifieste de hecho en la experiencia
sensible de los seres humanos; lo que no puede haber es enunciados cuya ver­
dad no se podría manifestar en la experiencia sensible de seres humanos cog­
noscitivamente normales. Tales enunciados, según el partidario del principio
verificacionista, son meras sartas de expresiones que, así combinadas, no sig­
nifican nada.
En los dos aspectos característicos del empirismo, el epistemológico y el
semántico, Quine es un empirista; tal como se dijo, es quizás el representante
más destacado en la filosofía contemporánea de tales puntos de vista. Tendre­
mos oportunidad de comprobarlo en secciones posteriores, cuando expon­
gamos sus ideas sobre el significado. El suyo es pues también un empirismo,
sólo que pretendidamente sin dogmas.
Lo que Quine denuncia en su artículo son una serie de supuestos, com­
partidos por los “otros” empiristas con la mayoría de los filósofos de cualquier
credo, y que él condensa a veces en el supuesto de la existencia de una “filo­
sofía primera”. Quine utiliza esta expresión más o menos en el sentido de Aris­
tóteles, para referirse a una actividad intelectual que es distinta a la actividad
científica y que es también lógica y epistémicamente anterior a ésta. Hay que
indicar que los “empiristas” que Quine tiene en mente en sus críticas son algu­
nos de los miembros del Círculo de Viena, aunque nosotros ejemplificaremos
los puntos de vista de los empiristas a quienes Quine critica con los de Locke
y el Tractatus, que en este libro hemos expuesto ya.1
La creencia en la “filosofía primera” es la creencia en una actividad pura­
mente conceptual e independiente de la investigación de los hechos extralin-
güísticos, sin la que la investigación de los hechos extralingüísticos no podría
existir (de ahí su prioridad lógica) y que, como mínimo, la orienta (de ahí la
prioridad epistémica). Según algunos filósofos, la “filosofía primera” hace algo
más que eso: “fundamenta” o “sienta sus bases”, esto es, justifica la verdad de­
ciertas afirmaciones de las que depende la verdad de cualquiera de las que
investigan los científicos. El filósofo investiga los significados de las expresio­
nes que utiliza el científico, los conceptos que éste emplea; el filósofo empi­
rista, como Locke, indica cómo los significados de todas las expresiones que
podemos entender deben ser caracterizables a partir de ideas, y especifica a
grandes rasgos qué tipo de ideas corresponden a qué tipo de expresiones. Esta

I. El libro de Ramón Cirera Caniap i el Cercle de Viena mencionado entre la bibliografía secundaria reco­
mendada constituye una excelente introducción a los diversos puntos de vista defendidos por los miembros del
Círculo de Viena. Quine dedicó Palabra y O bjeto a Camap, y es de destacar también que sus ideas están estrecha­
mente emparentadas con las de otro miembro del Círculo, Otto Neurath, creador de la sugerente imagen hecha cele­
bre desde que Quine hiciera de ella su lema en Palabra y Objeto: “Som os com o marineros que se ven obligados a
reparar su barco en alta mar, sin poder nunca desmantelarlo en un puerto y aparejarlo de nuevo con materiales mejo­
res." (El barco representa en la metáfora a nuestro conocim iento. El sentido de la metáfora es que no podemos nunr
ca corregir completamente nuestras teorías; estamos condenados a llevar a cabo só lo correcciones parciales, contra el
trasfondo de la aceptación de la mayoría de nuestras creencias.)
es una actividad por completo independiente del estudio de los hechos extra-
lingüísticos, que puede llevarse a cabo lejos del laboratorio. Le muestra así el
filósofo al científico cómo comprobar la verdad de una afirmación sobre
quarks es comprobar la verdad de ciertas afirmaciones enteramente expresa-
bles en términos de ideas. Además, quizás, el filósofo legitima las afirmacio­
nes bien justificadas de los científicos, al mostrar cómo las afirmaciones en que
se basan cualesquiera de ellas (las afirmaciones sobre la existencia de propie­
dades que corresponden a las ideas simples que estamos teniendo) son verda­
deras.
Quine sintetiza los supuestos que sustentan la creencia en la filosofía pri­
mera en dos tesis, cuyo carácter injustificado, meramente dogmático, va a
intentar mostrar a lo largo del artículo: se trata justamente de los “dos dog­
mas”. La primera es la existencia de una distinción no de grado, sino de cua­
lidad, entre verdades só lo en virtu d de los sig n ifica d o s (o de los co n ce p to s),
verdades analíticas, y verdades que a dem ás lo son en virtu d de los h ech o s
(extralingiiísticos), verdades sintéticas. Esto se sigue de la tesis in tern ista del
filósofo mentalista, según la cual qué significados o conceptos sean expresa­
dos por las' palabras no depende en nada de qué hechos extralingüísticos se
den, y justifica la distinción tajante entre la actividad científica y la actividad
filosófica que se expresó en el párrafo anterior. La imagen cartesiana del Genio
Maligno refleja este supuesto: incluso aunque el mundo sea radicalmente dis-
tintó a como me^lo represento; incluso aunque la mayoría de mis creencias
sean falsas, los significados de mis palabras (y de mis estados mentales) se­
rían justamente los que son. Por ejemplo, de acuerdo con Locke, ‘el oro es
amarillo’, supuesto que la propiedad correspondiente a la idea de amarillo sea
parte de la esencia nominal del oro, es una verdad analítica: no se justifica esa
verdad apelando al color de los pedazos de oro que hemos encontrado en el
pasado y a la inducción, sino a qué idea compleja hemos correlacionado como
su significado con ‘oro’. Por otra parte, la verdad de ‘llovió en Roma el día en
que asesinaron a César.’ .depende de las condiciones meteorológicas en Roma
ese día,-y* por supuesto, de los significados; de las palabras. (Aunque lloviera
en Roma el día en cuestión, el enunciado podría ser falso si ‘llover’ significa­
ra nevar.)
El segundo “dogma” es el fundacionalismo. El contenido de algunos de
nuestros enunciados (los que expresan p ro p o sicio n es em p írica s) está entera­
mente formulado en términos relativos a la experiencia sensible; en la termi­
nología lockeana, se trata de los enunciados que hablan explícitamente de
ideas simples: hay una idea de rojo cubriendo completamente la superficie
determinada por una idea de esfera situada en tal lugar de mi espacio visual
(igualmente “ideal”). Otros no parecen tratar de la experiencia inmediata:
hablan de Julio César, o del oro, o de los genes. El “dogma” fundacionalista
de los empiristas concierne a estos últimos; lo que esta tesis, según Quine dog­
mática, asevera es que cada uno de estos enunciados “en realidad” trata tam­
bién, sólo que de un modo complicado, de la experiencia sensible.
Este dogma está estrechamente relacionado con el anterior; la idea es que,
mediante el análisis semántico, se pueden sustituir las palabras que apareééif
en esos enunciados por otras de ig ual significado de modo que ¿ fmaí óbtéí
nemos un enunciado que trata sólo de la experiencia sensible. Esto es, comó'
vimos en IV, § 3, lo que sostenía Locke, diciendo, en sus propios términos, que
las ideas de géneros naturales son en realidad ideas de “esencias nominales”;
esto equivale a decir que el significado de ‘oro’ se puede expresar mediante un
enunciado que describe un conjunto de ideas simples. Lo mismo ocurre, según
Locke, con las ideas de sustancias; de nuevo, esto equivale a decir que el sig­
nificado de ‘Julio César’ se puede expresar mediante una expresión que sólo
menciona ideas simples. Este punto de vista similar se defiende mucho más
explícitamente en el Tractatus. Las diferencias metafísicas entre el representa-
cionalismo coherente y el solipsismo conciernen solamente a si se postula un
mundo de referentes objetivos causalmente relacionados con los constituyentes
del mundo interno, o si se selecciona más bien, designándoles como “objeti­
vos”, un subconjunto de vivencias potenciales. La concepción de los significa­
dos “primarios” de representacionalistas y solipsistas no difiere.
El dogma fundacionalista no es más que la formulación del aspecto
semántico del empirismo. No es sólo que para comprobar la verdad de un
enunciado sobre Julio César, sobre el oro o sobre los genes haya que compro­
bar la verdad de enunciados sobre la experiencia (como sostiene el aspecto
metodológico de la tesis empirista); es que lo que querem os d e c ir cuando
hablamos de esas entidades concierne en realidad a la experiencia sensible.
Esta tesis constituye una versión especialmente clara del principio verificacio-
nista del significado, que formulamos anteriormente: dos enunciados no pue­
den diferir en significado sin diferir en lo que aseveran sobre experiencias posi­
bles. Cuando hablamos significativamente, todo lo que en definitiva decimos
concierne (al menos “primariamente”) a nuestra experiencia sensible. El feno­
menalismo es la forma extrema de esta tesis.
. Obsérvese que el énfasis puesto anteriormente en la formulación de la tesis
que Quine califica de dogmática no está en la idea verifica cio n ista , que cual­
quier afirmación es en último término una afirmación sobre la .experiencia.
Como ya advertí, Quine está plenamente de acuerdo con esto. Los puntos de
vista de Quine son los de alguien con simpatías fenomenalistas, que se ha con­
vencido de que el proyecto reductivista característico del fenomenalismo (V,
§3) no se puede llevar a cabo, y ha adoptado una posición p ro yectivista en su
lugar (V, § 5). El énfasis está en que la reducción del contenido aparente de un
enunciado a contenidos de experiencia explícitos pueda hacerse enunciado a
enunciado. El propio Quine acepta un cierto fundacionalismo; pero, como
veremos, tal fundacionalismo es holista. Lo que se puede y se debe poder redu­
cir a la experiencia no es un enunciado que no parezca tratar de ella, sino la
totalidad de los en un cia d o s de un lenguaje.
“Dos Dogmas” no contiene ningún argumento conclusivo contra las dos
tesis criticadas, nada como por ejemplo una reducción al absurdo de las mis­
mas. La estrategia de Quine consiste más bien en mostrar que ninguna de las
propuestas que se han efectuado para justificarlas es aceptable. De esto con-
cluye que las tesis son. dogmáticas, en el sentido de que sus partidarios las
creen por un acto.de fe y no por tener buenas razones para ello; y también que
quizás los problemas encontrados para justificarlas se deban a que son falsas.
Después, en las páginas finales, esboza un marco conceptual que explicaría su
falsedad, y a la vez sugiere una alternativa. La “indeterminación de la traduc­
ción” resulta de adoptar esa alternativa. Puede pensarse que esta estrategia
argumentativa deja al adversario de Quine considerable espacio para la manio­
bra; incluso aceptando sus argumentos críticos, el partidario de la distinción
analítico/sintético puede simplemente sostener que hay algún modo de formu­
larla distinto a los examinados por Quine. Y así es. Sin embargo, esta estrate-
gia no se ha probado nada fácil; es justo reconocer que no se ha propuesto nada
generalmente aceptado en ese sentido. De ahí la gran influencia del artículo.

2. Objeciones a la distinción analítico/sintético

Comencemos por la distinción analítico/sintético. Justificar la idea de que


existe una distinción clara entre verdades analíticas y verdades sintéticas debe­
ría ser ofrecer una caracterización precisa de las unas y las otras. Lo qué hace
Quine es mostrar que ninguno de los candidatos propuestos es aceptable.
Una primera propuesta es la del Tractatus (IX, § 6). Enunciados como
‘llueve o no llueve’, ‘todo sastre es (un) sastre’ y ‘no es el caso que llueva y
que no llueva’ son candidatos claros a verdades analíticas; y sugieren la
siguiente caracterización. Seleccionamos, enumerándolas explícitamente, una
serie de expresiones, a las que llamamos “expresiones fijas” (o “constantes
lógicas”); de las que aparecen en los enunciados anteriores, en la lista estarían
‘no’/ ‘no es el caso’, ‘y ’, ‘o ’, ‘todo’, ‘es (un)’. Todas las demás expresiones son
“expresiones variables”. Y definimos ‘verdad analítica’ así: una verdad analí­
tica es un enunciado que (i) es verdadero y (ii) es tal que el resultado de sus­
tituir uniformemente algunas o todas las expresiones variables que en él apa­
rezcan por cualesquiera otras pertenecientes a la misma categoría lógico-sin­
táctica es siempre un enunciado verdadero. En lo que respecta a la primera
condición, no hay ninguna diferencia entre ‘llueve o no llueve’ y ‘no mataron
a Julio César el 15 de marzo de 1993’: ambos la satisface, pues ambos son ver­
daderos. Pero sí la hay en lo que respecta a la segunda. El resultado de susti­
tuir ‘mataron a Julio César el 15 de marzo de 1993’ por ‘mataron a Julio César
el 15 de marzo del 44 a. de C.’ en el segundo enunciado nos da un enunciado
falso, mientras que el resultado de sustituir en el primero ‘llueve’ por cualquier
otro enunciado (‘llovió en Cardedeu el 18-III-93’, ‘mataron a Julio César el 15
de marzo de 1993’, etc.) nos lleva siempre a enunciados también verdaderos.
Algo parecido sucede con ‘todo sastre es un sastre’ y ‘todo sastre sabe cortar
un traje’. Ambos son verdaderos, por lo que cumplen la primera condición;
pero mientras el resultado de sustituir ‘sastre’ por ‘abogado’ en el primer enun­
ciado da un enunciado también verdadero, no ocurre lo mismo al efectuar la
misma sustitución en el segundo.
Aunque Quine nunca aceptaría el fundamento wittgensteiniano para esta
explicación “substitucional” de las nociones de verd a d y c o n secu en cia lógica
(a saber, la teoría figurativa), en el artículo que estamos comentando da por
bueno que es la mejor posible para ambas nociones.2 En un artículo anterior,
igualmente clásico, “Truth by Convention”, Quine había ya puesto en cuestión
un intento de trazar a partir de estos casos una distinción cualitativa y no cuan­
titativa entre verdades analíticas y verdades sintéticas. El intento se debe a
Rudolf Camap; su tesis es que las verdades lógicas y los argumentos lógica­
mente válidos son “verdades por estipulación”. Lo que distingue a ‘llueve o no
llueve* de ‘mataron a Juiio César eJ 15 de marzo de 1993’, según esta tesis, es
que el primero (pero no el segundo) ejemplifica una forma (o p o no p ) todos
cuyos especímenes hemos estipulado como verdaderos, como parte de las con­
venciones tácitamente presupuestas para jugar al juego lingüístico. La objeción
de Quine a esta propuesta en “Truth by Convention” era tan simple como
demoledora: en la medida en que estip u la r las reglas de un ju e g o tiene un sen­
tido claro, no se puede estipular un número infinito de reglas. Ahora bien, hay
un número infinito de esquemas de enunciados lógicamente verdaderos (y de
argumentos lógicamente válidos). Desde luego, ese conjunto infinito puede (en
el caso de la lógica elemental) obtenerse de un conjunto finito de axiomas,
como muestra cualquier libro de lógica. Pero, para “obtenerlos”, hace falta uti­
lizar la misma lógica. Así que el convencionalista no puede servirse de esto sin
caer en un círculo vicioso. Puede ser que exista una explicación alternativa de
qué es “estipular una regla”, pero, en tal caso, es el convencionalista el que está
obligado a decimos cuál es.
Esta objeción no se aplica a la concepción del T ractatus , que, como sabe­
mos, no tiene nada de convencionalista (IX, § 6). Wittgenstein cree, desde lue­
go, que hay una diferencia cualitativa entre las verdades lógicas y las empíri­
cas: las primeras las reconocemos “en el símbolo solo”. Pero eso es así porque
todo lenguaje es él mismo, necesariamente, una parte del mundo, que refleja
la estructura modal ya poseída por el mundo. Dominar un lenguaje presupone
necesariamente el conocimiento de esta “ultrafísica”, separable del conoci­
miento de las reglas referenciales que determinan el modelo específico para ese
lenguaje en tanto que es compatible con conjuntos dispares de reglas referen­
ciales. Quine probablemente objetaría que esta explicación es sumamente espe­
culativa. En todo caso, la discusión de “Dos dogmas” da por buena la adecua­
ción de la explicación substitucional. Su objeción es que la explicación
substitucional no se aplica, directamente al menos, más que a un pequeño sub-
conjunto de lo que tradicionalmente se consideran “verdades analíticas”; por
ejemplo, el enunciado ‘todo sastre sabe cortar un traje’ es probablemente una
verdad analítica, pero no es una verdad lógica substitucional (al menos no lo
es cuando se consideran como “expresiones fijas” las tradicionales constantes
lógicas).

2. Véase su Filosofía de la lógica.


Es indudable que el partidario de una concepción del significado como la
de Locke o la del Tractatus cree que hay más verdades analíticas que las ver­
dades lógicas manifiestas. Según él, por ejemplo, nuestro concepto de una sus­
tancia como el oro es el concepto de un conjunto de ideas simples; esto da
lugar a verdades analíticas como por ejemplo ‘el oro es am arillo\ Según él,
nuestro concepto de Julio César es el concepto de un conjunto de ideas sim­
ples ejemplificadas a lo largo de un intervalo temporal; de nuevo, esto da lugar
a nuevas verdades analíticas que no son lógicas. Las ideas simples que son el
significado de términos como ‘rojo’ y ‘verde’, por otro lado, mantienen entre
sí ciertas relaciones, y en virtud de ellas hay ciertos enunciados que también
son verdades analíticas no lógicas. Los enunciados que expresan la exclusión
de los colores son ejemplos pertinentes.
Como se recordará, para el Wittgenstein del Tractatus todas las verdades
analíticas, estrictamente hablando, son verdades lógicas; es sólo que, en su
expresión en el lenguaje natural, no lo parecen: “El lenguaje disfraza el pen­
samiento”. Cuando analizamos un enunciado analíticamente verdadero, reem­
plazando términos que significan a través de definiciones por los términos que
éstas abrevián, lo que obtenemos sí es una verdad lógica. Así, por ejemplo, ‘el
oro es amarillo’ no parece una verdad lógica, aunque, convengamos por mor
del ejemplo, es una verdad analítica. Pero eso se debe a que ‘oro’ es un tér­
mino definido; su definición puede empezar así: ‘metal sólido amarillo . . . ’. Si
ahora sustituimos "oro’ por su definición, lo que obtenemos sí es una verdad
lógica, en el sentido antes explicado sustitucionalmente. Lo mismo ocurre con
‘todo sastre sabe cortar un traje’, si suponemos que ‘persona que saber cortar
un traje’ es la definición de ‘sastre’; al reemplazar el d efin ien d u m por el defi-
niens obtenemos una verdad lógica substitucional, ‘toda persona que sabe cor­
tar un traje sabe cortar un traje’. En el ejemplo de Quine, ‘todo soltero es una
persona no casada’, si ‘soltero’ significa por definición ‘persona que no se ha
casado’, el resultado de sustituir ‘soltero’ por el definiens de esta definición nos
deja un enunciado que parece mucho más una verdad lógica en el sentido sus-
titucioñal antes explicado. Lo mismo ocurre con ‘Julio César es un senador
romano’, suponiendo que sea analítico. Si lo es, ello se debe a que la defini­
ción de ‘Julio César’ empieza así: ‘Julio César’ significa ‘el senador romano
que conquistó las Galias en tal y cual año Cuando ahora sustituimos el
definiendum de esta definición por el definiens, ‘Julio César’, en el enunciado
anterior, lo que obtenemos es una verdad lógica sustitucional*.
¿Qué tiene Quine que objetar a esta explicación? Su objeción es que la
explicación hace un uso acrítico de un concepto tan difícil de explicar como el
que se pretende explicar con ella, y de hecho estrechamente emparentado con
él: el concepto de sin o n im ia , o igualdad de significados. Las verdades analíti­
cas son, intuitivamente, verdades sólo en virtud del significado; la explicación
del concepto de a n a liticid a d que buscamos habría de legitimar el concepto de
significado que le sirve de fundamento, particularmente el concepto mentalis-
ta del significado como algo que las palabras poseen con independencia de
cómo sea el mundo, de cuáles sean los hechos, que sustenta la creencia en una
distinción cualitativa analítico/sintético. Si fuera cierto, como Quine sostieL:
ne, que la explicación que acabamos de ofrecer de a n a liticid a d en realidad pre­
supone ese mismo concepto de significado, ésta perdería su función legi­
timadora.
Y parece que Quine tiene razón. Pues ‘definición’, en la explicación que
se ha ofrecido, no puede querer decir ‘definición estipulativa’ (lo que los
medievales llamaban ‘definición nominal’). Cuando decimos que ‘el oro es
amarillo’ es analítico porque oro significa m eta l a m arillo ... no podemos que­
rer decir meramente que acabamos de estipular que ‘oro’ signifique eso. En tal
caso, cualquier cosa sería una verdad analítica; puestos a estipular, yo puedo
estipular que ‘llover’ se aplica a un cierto fenómeno que se dio en Cardedeu
el 15-m-93; y, relativamente a tal estipulación, y a este modo de entender la
idea de d efin ició n , ‘llovió en Cardedeu el 15-IH-93’ sería una verdad analítica.
Dicho de otro modo, si por definición entendemos d efinición estip u la tiva,
entonces la distinción analítico/sintético deja de existir, porque cualquier ver­
dad es una verdad definicional en ese sentido de ‘definición’. Así que en la
explicación del concepto de analiticidad, ‘definición’ tiene que significar defi­
nición qu e recoge el significado (lo que los medievales llamaban ‘definición
esencial’, o ‘definición real’). Y lo que Quine reprocha a quien ofrece una
explicación como ésta es que entendemos tan poco la idea de una verdad en
virtu d p ura m en te d el significado como la idea de un en unciado que da la defi­
nición real de un térm ino. Con esa explicación no se ha avanzado ni un ápice
en la comprensión.
Esta argumentación crítica da el tono de la mayor parte de “Dos Dogmas”.
Quine se limita a mostrar cómo todas las explicaciones propuestas de la noción
de ‘analiticidad’ son insatisfactorias, pues presuponen el concepto que se trata
de explicar o alguno estrechamente emparentado, y tan oscuro como él. Un
ejemplo más bastará para ilustrarlo. Llegado al punto anterior, el partidario de
la existencia de la distinción puede tratar de definir el concepto de sinonim ia.
Un candidato a servir de explicación que es aceptable (porque es clara), pero
insatisfactorio, es este: dos expresiones son sinónimas cuando son intercam­
biables en todo contexto salva verita te , es decir, de modo tal que el valor de
verdad del enunciado en que se efectúa el intercambio se preserva: si era
falso sigue siendo falso tras el cambio, y si era verdadero sigue siendo ver­
dadero.
La objeción de Quine es que, sin una cualificación crucial, esta explica­
ción no recogería en absoluto el sentido intuitivo de ‘sinonimia’. ‘Nueve’ y ‘el
número de los planetas’ son intercambiables salva veritate en contextos como
‘el número de los planetas es mayor que el número de las lunas de Júpiter’,
pero eso no hace a las dos expresiones sinónimas. Los mismo ocurre con ‘ani­
mal con corazón’ y ‘animal con hígado’; son intercambiables salva veritate en
'los anim a les con corazón tienen corazón’, pero eso no las hace sinónimas.
Para que la definición valga, hemos de hacer expreso que los contextos con­
templados deben incluir contextos intensionales (VII, § 1). ‘Necesariamente,; el
número de los planetas es mayor que cuatro’ serviría; si ahora efectuamos la
sustitución , pasamos de un enunciado falso a uno verdadero. Los dos térmi­
nos no pueden intercambiarse por consiguiente sa lva v e rtía te en este tipo de
contextos, lo que los hace, como queríamos, no sinónimos. Lo mismo ocurre
con "animal con corazón" y ‘animal con hígado" en ‘necesariamente, los ani­
males con corazón tienen corazón'; si ahora sustituimos 'animal con hígado’
por ‘animal con corazón’ pasamos de un enunciado verdadero a uno falso. Así,
los dos términos no son intercambiables sa lv a veriía íe en esos contextos, con
lo qué, por el criterio de sinonimia ofrecido, no son sinónimos, como intuiti­
vamente pensamos. La explicación correcta de sinonim ia, en términos de inter-
cambiabilidad, pues, debe apelar a la intercambiabilidad sa lv a vertía te en con­
textos intensionales. contextos como los anteriores en que se habla de lo que
es necesario o de lo que es posible. Y ahora la objeción de Quine es, como
antes, que esta explicación no es iluminadora, pues presupone conceptos como
aquellos que se intentan explicar, en este caso los conceptos modales interde-
fmibles de p o sib ilid a d y necesidad. Un enunciado es necesariamente verdade­
ro, puede decirse, si es verdadero en todos los. mundos posibles; pero los “mun­
dos posibles” son aquellos que podemos describir sin in c u rrir en n in g u n a c o n ­
tra d icció n ; es decir, sin afirmar un enunciado analíticamente falso. Otras expli­
caciones alternativas de ‘necesidad' apelan al concepto de sig n ific a d o , o al
concepto de las reglas sem á n tica s d el len g u a je , etc. Cerramos,, pues, en cual­
quier caso el círculo.
El argumento de Quine, pues, no es conclusivo: no prueba que no pueda
haber una explicación satisfactoria de las nociones implicadas. Sólo establece
que ninguna de las conocidas lo es; ofrecen la ilusión de que explican, pero no
lo hacen, porque ios términos que emplean están tan requeridos de explicación
como los que intentan explicar. Esas explicaciones a lo sumo muestran la exis­
tencia de interesantes interconexiones entre los conceptos de s ig n ific a d o , ana-
liticid a d , sin o n im ia , reglas se m á n tica s , n ecesid a d , m un d o p o s ib le , etc. Pero no
muestran cómo darles sentido independiente a todos, ellos.

3. La epistemología naturalizada frente al dogma fundacionaiista

Indicamos al comienzo la existencia de importantes analogías entre los


puntos de vista de Quine y los del Wittgenstein de las In vestig a c io n es. La par­
te de “Dos Dogmas” que acabamos de discutir puede verse como el equiva­
lente al argumento crítico de Wittgenstein contra la concepción mentalista del
significado, expuesto en XI, § 2. Mientras que Wittgenstein intentaba construir
una reducción al absurdo de los puntos de vista mentalistas, Quine se limita a
algo más modesto (pero, atendiendo a su influencia, igualmente devastador):
pone de manifiesto cómo los conceptos claves no han sido explicados satis­
factoriamente. Por otro lado, en la discusión del fundacionalismo, en la última
parte del artículo, así como en su posterior trabajo “La epistemología naturali­
zada”, podemos ver el análogo de los argumentos positivos de Wittgenstein, el
esbozo de una concepción de ios significados alternativa a la mentalista, una
concepción, también como la de Wittgenstein, grandemente influida por el
conductismo. La tesis de la indeterminación de la traducción radical es enton­
ces una consecuencia de esa concepción alternativa, de raíz conductista, de los
significados, una consecuencia que pone patentemente de manifiesto por qué
es razonable considerar a la concepción del significado de Quine y Wittgens­
tein una alternativa radical a la concepción mentalista de Locke y de nuestros
supuestos intuitivos sobre los significados. En esta sección expondremos los
supuestos más generales que animan esa visión alternativa de los significados
de Quine, para ocupamos después de su consecuencia, la tesis de la indeter­
minación de la traducción radical.
La concepción mentalista de los significados no sólo alimenta la creencia
en la existencia de una distinción cualitativa entre verdades analíticas y verda­
des sintéticas; alimenta también, como dijimos antes, la creencia en una “divi­
sión de tareas” entre el filósofo y el científico. (Naturalmente, divisió n de ta ­
reas no implica división dé p e rso n a s , ni de departamentos universitarios.) Una
cosa es el examen del contenido de nuestros enunciados; otra, el examen de su
verdad o falsedad. La primera, la tarea analítica, es la del filósofo; la segunda,
la tarea empírica, es la del científico.3 En un sentido trivial, la primera es más
importante que la segunda: sin saber qué dicen nuestros enunciados, mal pode­
mos empezar a averiguar su verdad. A esto podría replicarse que no es preci­
so el conocimiento conceptual explícito que el filósofo intenta ofrecer del con­
tenido de nuestros enunciados para ponerse a la tarea de determinar su verdad;
incluso sin una teoría explícita del significado de ‘neutrino\ uno puede dedi­
carse a contrastar enunciados sobre tales entidades a partir de su comprensión
implícita del término, adquirida en clases, en libros de texto y en la práctica
del laboratorio. Pero hay un sentido más importante en que la concepción men­
talista del significado sitúa la tarea del filósofo en un lugar privilegiado. Este
sentido es epistemológico, y se pone claramente de manifiesto en el dogm a
fu n d a cio n a lista del empirismo tradicional. Indicando cuál es el contenido de
un enunciado (aparentemente sobre neutrinos, o sobre el oro, .o sobre Julio
César), el filósofo lo reduce a una afirmación explícita sobre la experiencia
sensible, y con ello pone de manifiesto cuál es el fundamento empírico para su
verdad.
Tal como se dijo antes, Quine se refiere a esta segunda creencia alimenta­
da por la concepción mentalista de los significados como la creencia en una
“filosofía primera”: un saber independiente de la experiencia y previo a la
experiencia; un saber que puede descubrirse y enunciarse tranquilamente sen­
tados en el sillón, sin hacer ningún tipo de indagación empírica, en especial sin
formular ninguna afirmación de hecho. La lógica, tal y como la concebía el
Wittgenstein del Tractatus, “algo sublime”, es una tal “filosofía primera”. Por

3. Describir la segunda tarea com o “la del científico” sólo es usar un sinécdoque ilustrativo. Cada ser huma­
no es un buscador de verdades, aunque se trate de modestas verdades que sólo conciernan a cuál e s la mejor pelícu­
la hoy en la cartelera o a si es peligroso cruzar ahora; en cada ser humano, pues, se pueden separar las tareas “analí­
tica” y “empírica", el análisis de conceptos y la constitución de creencias.
lo demás, esta segunda creencia está estrechamente emparentada con la pri­
mera (la .creencia en una distinción cualitativa entre analítico y sintético), pues
una “filosofía: primera”, esa enunciación de un saber “sublime”, no empírico y
condición de posibilidad de lo empírico, sería precisamente la enunciación de
verdades analíticas, en el sentido del término que no hemos sido capaces de
definir.
Cuando Quine escribe sus obras clásicas, el mentalismo no es ya la
influencia predominante que había sido en la primera mitad de siglo, entre
otras causas por influencia de las críticas del segundo Wittgenstein. Por eso,
aunque aquí y allá pueden encontrarse en esas obras de Quine críticas al “mito
del museo” en la línea de Wittgenstein, no es tanto el mentalismo en sí mismo
como las dos creencias que acabamos de mencionar, la existencia de una dis­
tinción cualitativa analítico/sintético y el fundacionalismo, las que él ataca.
Supongo que su razón para ello es que, aunque la concepción mentalista de los
significados ciertamente es el punto de vista que de modo más inmediato e
intuitivo alimenta esas dos creencias, Quine piensa que otras concepciones del
significado podrían por su parte tratar igualmente de justificarlas. O quizás
peor, alguien podría abandonar el mentalismo, a causa de críticas como las que
hemos considerado en el capítulo precedente, sin abandonar por ello ni la
creencia en una distinción cualitativa analítico/sintético ni la creencia en una
“filosofía primera”.
' En contra de ello, Quine propone abandonar las dos creencias alimentadas
por la concepción mentalista. En el capítulo anterior observamos que se seguía
de la concepción positiva del significado del segundo Wittgenstein la no exis­
tencia de una distinción cualitativa entre verdades analíticas y verdades sinté­
ticas: comprender el significado de una expresión requiere aceptar la verdad de
ciertos juicios. Estos juicios no son meras definiciones, sino que son sustanti­
vos. Una manifestación de que lo son es que son susceptibles de impugnación:
son corregibles. Una consecuencia de esto, apta para poner claramente de relie­
ve las diferencias, es que la formulación de hipótesis escépticas radicales como
la del Genio Maligno resulta imposible. La falsedad radical de mis creencias
es incompatible con la existencia de las mismas. Sin que ello conlleve suscri­
bir los detalles de la concepción wittgensteiniana de los significados como dis­
posiciones comunitariamente compartidas a la conducta observable en cir­
cunstancias observables, Quine propone aceptar esa misma tesis wittgenstei­
niana. Quizás la razón de que los partidarios de la existencia de una distinción
cualitativa analítico/sintético hayan sido incapaces de formularla sin utilizar
implícitamente términos tan suspectos como los que intentaban explicar es que
la presunta distinción no existe. Quizás la posesión de significados por las
expresiones del lenguaje requiera la verdad de algunos de los enunciados que
se pueden formular con ellas. La propuesta es: aceptemos, siquiera que sea
como hipótesis, este supuesto, que explicaría el fracaso de ios intentos defini-
torios de los partidarios de la distinción, y examinemos sus consecuencias: al
examinarlas encontraremos razones para creer la verdad del supuesto.
¿Se sigue de esto la falsedad de la otra creencia, la creencia en la exis­
tencia de una “filosofía primera”? En el sentido tradicional, sí; pero, hay un
cierto sentido en que ello no tiene por qué seguirse, y conviene aclarar esta
cuestión ahora. Como expusimos en el capítulo anterior, el Wittgenstein de las
Investigaciones defendía, pese a todo, la existencia de una distinción cualitati­
va entre la actividad filosófica y la actividad científica o empírica. Ahora bien
esto no quería decir que la filosofía pudiera proponer graneles tesis, de algún
modo fundamentadoras de la práctica empírica. Por el contrario, sólo quería
decir que la actividad filosófica es meramente “descriptiva” y no “explicativa”,
está limitada a la formulación de trivialidades que todo el mundo sabe. Lo úni­
co “interesante” que le queda al filósofo es la práctica terapéutica de desbro­
zar malentendidos conceptuales. Wittgenstein, como vimes, no rechaza la exis­
tencia de una cierta distinción analítico/sintético. El parágrafo 242 de las Inves­
tigaciones, que se comentó largamente en XI, § 4, lo destinaba Wittgenstein a
justificar que no se sigue de su concepción de los significados ia imposibilidad
de una “ciencia” distintiva de los significados, la lógica, como él le llama, o la
semántica, como le llamamos nosotros. Y las verdades de una ciencia tal son
precisamente las verdades analíticas.
No hay aquí empero ninguna contradicción con lo que hemos venido
diciendo. Si, con el partidario de la concepción mentalista, consideramos un
aspecto necesario de la existencia de la distinción analítico/sintético el que las
verdades analíticas no dependan de nada contingente —de que el mundo de los
acaecimientos objetivos esté organizado de ciertos modos— y sean por consi­
guiente el paradigma de verdad incorregible, entonces tanto Quine como Witt­
genstein están de acuerdo en que tal distinción no existe. Es ese aspecto el que
he querido enfatizar hasta aquí describiendo la tesis que Quine cuestiona como
la de que existe una “distinción cualitativa analítico/sintético”; es bien cierto
que la palabra enfatizada, ‘cualitativo’, no deja meridianamente clara la distin­
ción que se pretende establecer con ella, pero espero que esta discusión sí lo
haya hecho. En el caso de Wittgenstein, el aspecto en cuestión queda rechaza­
do por la exigencia, para la comunicación por medio del lenguaje (es decir,
para compartir significados) no sólo de un acuerdo en las definiciones, sino
también de un acuerdo en los juicios; esto es, en lo que es verdadero y falso.
Sin embargo, puede formularse la distinción analítico/sintético de un
modo tal que ese aspecto, consustancial a la concepción mentalista de los sig­
nificados, no sea necesario. Podríamos considerar, alternativamente, que la
esencia de la distinción radica en que las verdades analíticas sean verdades “tri­
viales”, que aceptamos sin más ni más, sin llevar a cabo indagación empírica
alguna y sin precisar para ello de ninguna justificación o razón, como parte de
lo que nos cualifica como usuarios competentes de un lenguaje. Esta distinción
es bien diferente de la anterior. Las verdades analíticas, como las verdades sin­
téticas, atribuyen determinadas características al mundo objetivo, y, en conse­
cuencia, es concebible que en ciertas situaciones hubiésemos de recusar su
aceptación anterior. Dado que una verdad analítica es, paradigmáticamente,
una conocida a priori (III, § 4), resulta así que, en esta concepción, el falibi-
lismo de la epistemología anticartesiana contemporánea se ha llevado incluso
al reducto sagrado del racionalismo cartesiano. Ni siquiera conocemos con cer-
tidumbre las verdades a p rio ri , porque incluso para las proposiciones que acep­
tamos y, si fuesen verdaderas, serían conocidas a p r io r i , podrían existir situa­
ciones que nos forzarían a corregimos. Las verdades analíticas, así entendidas,
se diferencian de las sintéticas en que las características que atribuyen al mun­
do son aquellas que en cualquier caso es preciso conocer para poder siquiera
formular conjeturas sobre otras características más interesantes, y cuestiona­
bles, del mundo. Una consecuencia es que la distinción, entendida al modo
wittgensteiniano, no es tajante, sino gradual y vaga. Tal y como puso de mani­
fiesto nuestro comentario en el capítulo anterior, es en este segundo sentido
que Wittgenstein acepta la distinción, y que distingue la semántica (y la filo­
sofía con ello), meramente “descriptiva”, del resto de las ciencias, genuina-
mente explicativas. Era parte de esta concepción wittgensteiniana de la filoso­
fía que ésta no puede ser correctiva; el filósofo, a diferencia del científico, no
puede venimos con novedades, no puede traemos la buena nueva de que “se
puede pensar esto y lo otro en contra de nuestros prejuicios” (In vestig a cio n es,
§109).
¿Qué opinión tiene Quine sobre este segundo modo de entender la distin­
ción? El rechazo de la distinción cualitativa analítico/sintético pone al filósofo
en el mismo tren que el científico; no hay “filosofía primera”. Y una de las
máximas metodológicas centrales que usan los pasajeros de ese tren es el c o n ­
servadurism o epistém ico. Es esto lo que la famosa metáfora de Neurath, tam­
bién viajera, invocada por Quine como lema de P alabra y O b jeto , intenta poner
de relieve: “Somos como marineros que se ven obligados a reparar su barco en
alta mar, sin poder nunca desmantelarlo en un puerto y aparejarlo de nuevo con
materiales mejores.” No podemos poner en cuestión en un mismo momento la
totalidad de nuestras creencias; en cada momento podemos revisar algunas,
pero sólo con respecto a la aceptación de la mayoría de las otras. Hasta aquí
está Quine dispuesto a aceptar la idea de. Wittgenstein;. pero esto no es mucho,
porque el conservadurismo es común ai filósofo y al científico. En lo esencial,
Quine también discrepa de Wittgenstein, y de ahí que su rechazo de la distin­
ción analítico/sintético sea aún más radical, que valga también cuando la dis­
tinción se toma en el sentido wittgensteiniano. Es tan legítimo para el filósofo
como para el científico traemos novedades; la filosofía bien puede ser correc­
tiva. En el curso del tiempo, según Quine, la totalidad de nuestras creencias en
un momento dado puede cambiar, incluidas aquellas que constituyen las “ver­
dades analíticas”, aquellas que configuraban los significados de las palabras.
De hecho, como veremos, en su concepción del significado no existe diferen­
cia cualitativa alguna entre un cambio de significados y un cambio de creen­
cias. Este es uno de los aspectos más sorprendentes del h olism o se m á n tic o qui-
neano que discutiremos más adelante.
La epistemología tradicional se opone a utilizar en su indagación infor­
mación procedente, por ejemplo, de la psicología o la biología; de acuerdo con
ella, utilizar tal información sería circular: ¿cómo puede la epistemología, que
intenta entre otras cosas justificar el conocimiento científico, usar en su justi­
ficación parte de ese conocimiento? Tanto el epistemólogo tradicional raciona­
lista (Descartes, por ejemplo) como el empirista (Locke, por ejemplo) dan por
supuesto que tenemos opiniones, cuyos contenidos proposicionales son expre-
sables en términos de entidades subjetivas independientes del mundo objetivo,
y se preguntan después qué condiciones deben cumplir las opiniones para
constituir conocimiento. Todas estas tareas pueden (y deben) llevarse a cabo a
priori, examinando meramente el contenido de nuestra idea de saber.
El rechazo de la distinción tradicional analítico/sintético implica el recha­
zo del supuesto común al epistemólogo tradicional, racionalista o empirista.
Que ‘rojo’ se aplique correctamente a algo significa que, en condiciones que
admitimos como apropiadas, un usuario competente convendría en aplicarle el
término ‘rojo’. Si estoy ante algo a lo que juzgo que se aplica ‘rojo’, algo tan
patentemente rojo que lo podría utilizar para enseñar el uso del término a un
niño, en circunstancias apropiadas para ello, entonces sé, simplemente en vir­
tud de mi conocimiento del lenguaje, que eso es rojo. Por tanto, lo sé a prio­
ri. Similarmente, las creencias constitutivas de lo que antes denominamos la
“descripción” usada en la caracterización del significado de los términos teó­
ricos de aquellas de nuestras teorías que sean verdaderas son, igualmente,
conocidas a priori. Y, sin embargo, puedo perfectamente concebir la posibili­
dad de que me equivoque, de que hubiera de recursar mi juicio. Algo similar
cabe decir de enunciados que expresan la exclusión de los colores, de verda­
des geométricas básicas, etc., entendiendo en todos los casos que hablamos del
mundo “externo” y no de nuestras vivencias subjetivas. La epistemología witt-
gensteiniana, empresa conceptual, tendría ahora que ver con las condiciones
paradigmáticas de aplicación del término ‘saber’ en casos reales, y con las ver­
dades “triviales” constitutivas del significado de la expresión.
El punto de vista de Quine es similar, con la salvedad de lo que resulta de
sus discrepancias con Wittgenstein en cuanto a la distinción wittgensteiniana
analítico/sintético. La epistemología, según Quine, no tiene por qué limitarse a
la enunciación de las “verdades triviales” sobre la aplicación del concepto de
saber. Pues la práctica científica (en este caso, la práctica psicológica y socio­
lógica) no es más que una extensión mejorada de esas verdades, una extensión
que bien puede resultar en su corrección. De modo que es perfectamente apro­
piado echar mano de los resultados sobre el saber que la psicología, la biolo­
gía o la sociología puedan proporcionar, o, siendo como son escasos por el
momento, a los que quepa esperar que proporcionen teniendo en cuenta sus
supuestos y sus métodos presentes. A la epistemología así entendida le llama
Quine “epistemología naturalizada”.
La epistemología tradicional deriva sus objetivos fundamentadores de los
supuestos consecuentes a la concepción mentalista cuestionados por Wittgens-
téin.y Quine: la existencia de una “filosofía primera” y la distinción cualitati­
va analítico/sintético. Supuestos estos objetivos, la epistemología naturalizada
no puede ser una empresa más vana: fundamentar, entre otras cosas, la psico­
logía, utilizando información proveniente de la psicología. Estos objetivos fun­
damentadores, por tanto, no pueden formar parte del proyecto de la epistemo-
logia naturalizada. (Y, naturalmente, tanto a Quine como a Wittgenstein les
parece perfectamente justificado abandonarlos, pues a su juicio se apoyan en
una ilusión.) Una vez abandonados, no hay circularidad. El problema de dar
una respuesta al escéptico (el problema de explicar cómo al menos algunos de
nuestros enunciados y de nuestras opiniones pueden ser verdaderos) se ha reve­
lado un pseudoproblema: algunos de nuestros enunciados y de nuestras opi­
niones tienen que ser verdaderos, para que haya enunciados y opiniones. (En
realidad, para que haya significado, o contenido, pero es esencial que haya sig­
nificado o contenido para que haya enunciados o opiniones.) Dada esa falta de
pretensión fundamentadora, nada hay de malo en que las teorías psicológicas
expliquen, entre otras cosas, cómo se elaboran y se justifican las teorías psi­
cológicas.
La epistemología tradicional es normativa; pretende distinguir opiniones
que son conocimiento de otras que no lo son. Pudiera pensarse que la episte­
mología naturalizada, sea en la versión “de sentido común” de Wittgenstein o
en la versión “científica” de Quine, debe necesariamente perder de vista esta
dimensión. Pero como Quine indica, ello no es así. La ciencia misma (o más
simplemente,' y en el espíritu de Wittgenstein, los hechos metodológicos tri­
viales constitutivos de nuestro concepto de saber) es la que muestra que los
adivinos, astrólogos y otros individuos de similar pelaje, no poseen el conoci­
miento que pretenden. Es la ciencia misma (o esos principios metodológicos)
la que muestra que no tenemos otro conocimiento del futuro que el que pode­
mos obtener del pasado, justificando mediante observaciones, experimentos y
la apelación al principio de inducción (o al principio de inferencia en favor de
la mejor explicación) enunciados que aseveran leyes, y aplicando esas leyes a
lo observado en el presente para inferir el futuro; y que las opiniones de los
individuos como los mencionados no se dejan justificar de estos modos. Es la
ciencia misma (o, de nuevo, principios metodológicos de sentido común) la
que justifica el principio empirista de que todo nuestro conocimiento se apoya
en último término en la información que nuestros sentidos nos proporcionan.
Quienes esgrimen la objeción de la normatividad contra la naturalización
de la empresa filosófica que resulta de la concepción del significado de Quine
y el segundo Wittgenstein, en otras palabras, no han calado apropiadamente en
su naturaleza. El significado de una expresión está constituido no sólo por defi­
niciones, sino también por juicios (verdades recusables, que aceptamos inme­
diatamente como triviales, en el caso de Wittgenstein; verdades igualmente
recusables que aceptamos como resultado de la investigación científica, en el
caso de Quine). Pero la aceptación de estos juicios tiene, tanto para Quine
como para Wittgenstein, la misma dimensión normativa que tenía aceptar defi­
niciones para el filósofo tradicional. La aceptación de tales juicios es requeri­
da para contar, en un momento dado y en una cierta comunidad, como un usua­
rio competente dél lenguaje.
Un resultado de la epistemología naturalizada, al que se acostumbra a
denominar ‘tesis de Duhem’ en honor de su enunciador primero, es el holismo
epistémico (‘holismo1 proviene de una palabra griega para todo), la tesis de que
nuestro saber es global: la justificación de un enunciado sobre un “tema”, diga­
mos sobre la causa del síndrome tóxico, puede depender de hecho de la justi­
ficación de enunciados sobre “temas” aparentemente muy dispares, por ejem­
plo sobre procesos químicos. La justificación de enunciados físicos puede
depender de hecho de la justificación de enunciados psicológicos, enunciados
sobre las capacidades observacionales de seres humanos, por ejemplo. El holis­
mo epistémico es la tesis de que no se justifican los enunciados aisladamente,
o por “temas”, sino que lo que está o no justificado es la totalidad de nuestro
saber en un momento dado. En V, § 2 argumentamos en favor de una versión
débil de esta tesis.
El holismo epistémico, junto con el principio verificacionista del signifi­
cado, tiene por consecuencia el holism o se m á n tic o : la tesis opuesta al segundo
de los dogmas discutidos por Quine en “Dos Dogmas”, esto es, al dogma fun-
dacionalista. En una forma aparentemente inocua, la tesis dice que no se pue­
de tomar un enunciado dado, aisladamente, y expresar su contenido en térmi­
nos puramente empíricos. Es decir, no se puede expresar el contenido de un
enunciado mediante una proposición empírica equivalente. El principio verifi-
cacionista establece que el significado de los enunciados son las condiciones
en que se justificaría su verdad; el holismo epistémico dice que la verdad de
los enunciados no se justifica uno a uno; la conclusión es que los enunciados
no tienen significado empírico uno a uno, sino que sólo la totalidad de
los enunciados de un lenguaje lo tiene. Por consiguiente, es imposible reducir los
enunciados uno a uno a enunciados sobre la experiencia sensible, como pre­
tende el dogma fundacionalista. Así, el supuesto de que la distinción cualitati­
va analítico/sintético no existe lleva también al rechazo del segundo dogma del
empirismo.

4. Las condiciones empíricas de la traducción radical

La misma estrategia que la epistemología naturalizada emplea para inves­


tigar el concepto de sa b er cabe aplicar, cuando se abandonan los supuestos
mentalistas y la distinción analítico/sintético que éstos animan, en la indaga­
ción del concepto mismo de significado. Lo que hemos de hacer es examinar
aquello a lo que típicamente aplicaríamos nuestro concepto de significado.
Mientras que Wittgenstein se limitaría a observaciones triviales sobre los sig­
nificados (de las que sin embargo resulta la tesis aparentemente nada trivial de
que el significado de una expresión en una comunidad lingüística es una cier­
ta disposición a la conducta comunitariamente compartida por los miembros de
la misma), Quine no tiene ninguna dificultad en echar mano de lo mejor que
la ciencia pueda decir. La ciencia pertinente aquí (la psicología, la sociología,
quizás la biología en algunos aspectos, la antropología), sin embargo, está en
sus albores, así que no debe extrañar encontrar a Quine haciendo de psicólogo
amateur en L a s raíces de la referencia, tratando de encontrar algo de ilumina­
ción sobre el concepto de significado (particularmente, el de referencia)
en consideraciones bastante especulativas sobre el aprendizaje del lenguaje.
El punto de partida en P alabra y o b jeto tiene una motivación similar. El
objetivo es tratar de construir una noción de significa do aceptable desde el pun­
to de vista de los supuestos que motivan la naturalización de la epistemología,
expuestos en la sección precedente. (Por mor de la brevedad, diré en adelante
meramente “desde el punto de vista de la epistemología naturalizada”, en con­
textos en que el rigor me exigiría emplear un circunloquio más extenso, como
el anterior.) El comienzo es difícil, porque se hace difícil pensar qué puedan
ser los significados cuando se abandonan las creencias mentalistas. Una buena
idea para comenzar es que el significado es lo que tienen en común expresio­
nes de diferentes lenguas cuando la una es una buena traducción de la otra. La
idea de Quine es estudiar los significados estudiando los criterios para una tra­
ducción aceptable: E l sig n ifica d o de una expresión será aqu ello en v irtu d de
lo cual una expresión de otra lengua es u na buena traducción de la p rim e ra a
esa otra lengua.
Estudiar esta cuestión preguntándose por la traducción entre lenguas para
las que ya existen manuales de traducción no va a llevamos muy lejos; por otro
lado, la familiaridad con esas otras lenguas puede fácilmente hacer que los
omnipresentes prejuicios mentalistas distorsionen nuestras conclusiones. Lo
que Quine propone es una experimento mental, a saber, imaginar que nos
encontramos en una situación de traducción radical. De lo que se trata aquí es
de construir un manual de traducción para una lengua para la que no se posee
ninguno. Conviene además poner en suspenso cualquier parentesco entre los
hablantes de la lengua a traducir (les llamaremos “los nativos”, y a su lengua
“la lengua nativa”) y los seres humanos, de nuevo con el fin de impedir el
recurso subrepticio a supuestos mentalistas. Sin embargo, el uso del término
‘nativo' no debe hacemos adoptar una condescendencia no menos discutible;
la lengua nativa podría ser tan compleja como la nuestra, y el nativo cuyo idio-
lecto tratamos de traducir podría muy bien ser un físico capaz de expresar opi­
niones equiparables en refinamiento teórico a conjeturas en español sobre el
B ig B ang o la “gran unificación” de las cuatro fuerzas fundamentales. Pode­
mos quizás suponer que el “nativo” pertenece a una tripulación recién llegada
a la Tierra en una nave extraterrestre.
Si Wittgenstein llega a conclusiones conductistas a partir de sus conside­
raciones sobre elementos fundamentales de nuestro uso del concepto de sig ­
nificado, Quine parte ya desde el comienzo de supuestos conductistas. El sig­
nificado de una expresión será aquello en virtud de lo cual, en una situ a c ió n
de traducción radical, una expresión de otra lengua sería una buena traduc­
ción de la primera a esa otra lengua. Quine es muy claro en las consecuen­
cias que este supuesto, tai como él lo entiende, tiene. El supuesto excluye,
desde el comienzo mismo, no sólo el recurso a discutibles entidades del tipo
de las ideas de Locke, sino también el recurso a cualquier información que no
sea colegible del comportamiento del nativo en circunstancias observables. El
supuesto excluye, por ejemplo, el recurso a cualquier información sobre los
estados internos de la mente o del cerebro de los nativos, incluso cuando esos
estados no se caracterizan en términos mentalistas, sino en términos neuroló-
gicos o “funcionales” (los términos relativamente abstractos en que se carac­
teriza un programa de ordenador). Y las exigencias epistemológicas de Quine
aún harán más magra la información disponible, como se verá enseguida. Es
importante notar desde ahora mismo que la indeterminación de la traducción
depende estrechamente de estos supuestos de partida. La justificación de Qui­
ne para adoptarlos hay que buscarla en las consideraciones examinadas en la
sección precedente que motivaban la naturalización de la epistemología. Lo
que no se encuentre allí, cabe atribuirlo a las exigencias del empirismo qui-
neano; o, dicho de otro modo, a los prejuicios empiristas de Quine. Ofrezco
a continuación algunas citas en que Quine sintetiza sus razones en favor de
estos supuestos conductistas, porque ellas exponen sus razones mejor de lo
que yo podría hacerlo.

Incluso aquellos que no han adoptado el conductismo como filosofía están obli­
gados a guiarse por el método conductista en ciertas prácticas científicas; y la
teoría lingüística es una práctica tal. Un científico d e l lenguaje es, por el hecho
de serlo, un conductista ex officio. Cualquiera que eventualmente resulte ser la
mejor teoría de los mecanismos internos del lenguaje, debe conformarse al
carácter conductual del aprendizaje lingüístico, a la dependencia de la conduc­
ta lingüística respecto de la observación de la conducta lingüística. Un lengua­
je se adquiere mediante la emulación social y mediante la información obteni­
da de la reacción social a la propia conducta, y estos controles ignoran cual­
quier idiosincrasia en las imágenes o en las asociaciones del individuo que no
tengan manifestación en su conducta. Las mentes son indiferentes para el len­
guaje en la medida en que son conductualmente inescrutables.4

Los críticos han dicho que la tesis [de la indeterminación de la traducción] es


una consecuencia de mi conductismo. Algunos han dicho que es una reduc­
ción al absurdo de mi conductismo. Discrepo de la segunda observación, pero
estoy de acuerdo con la primera. Es más, mantengo que el enfoque conduc-
tistá es obligatorio. En psicología uño puede o no ser conductista, pero en lin­
güística no hay elección. Cada uno de nosotros aprende su lenguaje mediante
la observación de la conducta lingüística de otra gente y mediante el refuerzo
o la corrección que los otros hacen de nuestra propia balbuciente conducta lin­
güística cuando la observan. Dependemos estrictamente de la conducta mani­
fiesta en situaciones observables. En la medida en que nuestro dominio del
lenguaje se ajusta a todos los puntos externos de control, donde nuestra pro­
ferencia o nuestra reacción a la proferencia de otro puede ser evaluada a la luz
de alguna situación. compartida, en esa medida todo está bien. Nuestra vida
mental entre los puntos de control es irrelevante con respecto a la calificación
de nuestro dominio del lenguaje. No hay nada en el significado lingüístico más
allá de lo que puede colegirse de la conducta manifiesta en circunstancias
observables.5

4. “Philosophical Progress in Language Theory”, p. 5.


5. Pursuit o/T ru th , pp. 37-38.
El significado de una expresión, dijimos antes, será aquello en virtud de
lo ;cual una expresión de otra lengua es una buena traducción de la primera a
esa otra lengua. Como acabamos de ver, “aquello en virtud de lo-cual” .una tra-
ducción es buena son entidades aceptables para el conductista, disposiciones a
la conducta lingüística. Estamos, pues, donde Wittgenstein nos había dejado.
El experimento mental de la traducción radical, sin embargo, nos ayuda a dar
más precisión a la naturaleza de esas disposiciones; o, al menos, a lo que según
Quine la epistemología naturalizada nos exige tomar como tales disposiciones.
Vamos a hacer un repaso rápido a los elementos de las disposiciones lingüís­
ticas en cuestión que Quine considera relevantes en P alabra y objeto.
Las diferencias entre Quine y Wittgenstein que comentamos anteriormen­
te se ponen de manifiesto aquí. Mientras para Wittgenstein las disposiciones
lingüísticas constitutivas del significado de los términos habían de ser enun­
ciados que todo usuario competente del lenguaje reconocería como verdaderos,
incluso trivialmente verdaderos, Quine no tiene ningún recato en formularlas
en los términos más precisos que la ciencia del momento pueda ofrecer. La lin­
güística científica del momento, según Quiné, dice que las disposiciones
lingüísticas básicas conectan estímulos sensibles psicofísicamente caracteriza­
dos con respuestas lingüísticas tales como asentimiento y disentimiento. Debe
hacerse notar aquí que, si por “lingüística científica” entendemos la lin g ü ísti­
ca que de h echo practica n los que en el m om ento p resen te son co n sid era d o s
científicos del lenguaje (en lugar de entender la noción de algún modo norma­
tivo, como, por ejemplo, la lingüística qu e d eb ería n p ra c tic a r los científicos
d el lenguaje si.fu e s e n todo lo em piristas qu e según Q uine d eberían se r )r la afir­
mación anterior es falsa. La lingüística científica del momento presente, erigi­
da en tomo a la obra de Noam Chomsky, rechaza tajantemente los supuestos
metodológicos de Quine. Después volveremos sobre esto.
Esto permite formular la primera noción necesaria para definir esas “dis­
posiciones lingüísticas” que en definitiva van a ser los significados, seriamen­
te reconstruidos: la noción quineana de “significado estimulativo”. El sig n ifi­
cado estim ulativo de una oración para una persona en un momento dado está
constituido, por un lado, por las disposiciones a asentir a'la oración relativa­
mente a la situación estimulativa de los receptores sensoriales durante frag­
mentos breves de tiempo —unos segundos, o la duración del “presente espe­
cioso”, digamos una veinticincoava parte de segundo— ; por otro, por las dis­
posiciones a disentir a la oración relativamente también a la situación estimu­
lativa de los receptores sensoriales también durante fragmentos breves de tiem­
po. Llamaremos “significado estimulativo positivo” ai primer conjunto de dis­
posiciones, y “significado estimulativo negativo” al segundo. El significado
estimulativo de la oración castellana ‘hay una esfera roja ante m f para mí aho­
ra está constituido por condicionales subjuntivos del tipo “si tuviese la retina
en tal y cual condición (aquí una descripción psicofísica de uno de los muchos
estados posibles de una retina producidos por una esfera roja en condiciones
normales de iluminación, etc.), cceteris p a rib u s , asentiría a ‘hay una esfera roja
ante mí’” . El significado estimulativo negativo de la misma oración para mí
ahora estaría constituido por condicionales subjuntivos del tipo “si tuviese la
retina en tal y cual condición (aquí, una descripción psicofísica del estado pn>:
ducido en una retina por un campo del alfalfa en primavera, en condiciones
normales de iluminación, etc.), cceteris paribus, disentiría de ‘hay una esfera
roja ante m í’”
Es preciso hacer una serie de observaciones inteipretativas. En primer
lugar, la noción de significado estimulativo se define para oraciones, no para
términos. Los significados estimulativos son disposiciones a asentir o disentir,
y sólo se asiente o disiente de oraciones completas. Entenderemos que una ora­
ción es una expresión suficiente para “llevar a cabo una jugada en el juego lin­
güístico”, y que un término es una parte propia de una oración. Esto significa
que las nociones de oración y término no pueden entenderse en términos pura­
mente formales; la misma entidad formal (la misma expresión-tipo) que en un
contexto es una oración, en otro es un término. ‘Conejo’ puede ser utilizado
como oración, abreviando ‘hay un conejo aquí’, y puede ser utilizado también
como término, en la oración no abreviada. Algo es una oración o un término
relativamente al uso que se hace de ello en un contexto dado.
En segundo lugar, la noción de significado estimulativo debe relativizarse
a una persona en un momento dado, pues el mismo estado de los receptores
olfativos que haría a un individuo asentir a la oración ‘Cabemet Souvignon’, a
otro le dejaría indiferente; y lo mismo podría ocurrir si comparamos las dis­
posiciones de un único individuo, antes y después de hacer un curso de eno­
logía.
En tercer lugar,, los significados estimulativos son, como todas las dispo­
siciones, hipótesis causales que conectan tipos de situaciones con tipos de
situaciones; y como todas las leyes causales sobre entidades “macroscópicas”,
deben entenderse restringidas por cláusulas de salvaguardia cczteris paribus.
Cuando hablamos de estados de la retina o de los receptores olfativos, nos refe­
rimos a estados-tipo, a universales. Es así que cabe atribuirme a mí, ahora,
muchísimas disposiciones que nada tienen que ver con los estados reales pre­
sentes de mis receptores sensoriales. Por otro lado, como todas las disposicio­
nes, los significados estimulativos llevan anejas cláusulas de salvaguardia ccete-
ris paribus. El hecho de que si mi cerebro hubiese sufrido ciertos daños yo no
asentiría a ‘hay una esfera roja ante mí’ aun cuando mi retina estuviese en un
estado típicamente producido por una esfera roja en circunstancias normales de
iluminación, etc., no invalida la verdad de que yo tengo ahora una disposición
a asentir a esa oración cuando mi retina está en ese estado. De ahí la necesi­
dad de incluir la cláusula de salvaguardia, dejando al margen tanto esa even­
tualidad como otras muchas que ni siquiera somos capaces de formular. Como
en casos similares, la existencia de esas cláusulas convierte a los significados
estimulativos en afirmaciones bastante vagas, mucho menos comprometidas
epistémicamente que las leyes de las ciencias más básicas, pero no las vacía de
contenido completamente: una persona tiene en un momento ciertas disposi­
ciones a asentir, y no tiene otras.
Los significados estimulativos son disposiciones a la conducta observable
(asentimientos y disentimientos) en circunstancias manifiestas (estados de los
receptores sensoriales, que generalmente pueden colegirse de la situación
externa). Podemos considerarlos pares formados por el conjunto de estados de
los receptores sensoriales que producen asentimiento, en primer lugar, y el con­
junto de estados que producen disentimiento, en segundo lugar. A partir de esta
noción de significado estimulativo, Quine define ‘oración ocasional’ frente a
‘oración permanente’ y ‘oración eterna’. Una oración eterna (para un hablan­
te en un momento dado) es una que tiene a la clase vacía como uno de los
miembros de su significado estimulativo — el que representa el significado esti-
mulativo positivo o el que representa el significado estimulativo negativo— .
‘Llueve o no llueve’, ‘llueve y no llueve’, ‘las ballenas son animales’, ‘las
ballenas son peces’, ‘la nieve es blanca’, ‘la nieve es negra’ y ‘no hay vida en
Marte’ son oraciones eternas para m í ahora. Una oración eterna (para un
hablante en un momento dado) es en definitiva una tal que el hablante o bien
asentiría a ella o bien disentiría de ella cualquiera que fuese la situación esti-
mulativa de sus receptores sensoriales. Una oración permanente es una que,
aunque estrictamente no es eterna, se comportaría como una eterna relativa­
mente a períodos largos de tiempo (períodos bastante más largos que el “pre­
sente especioso”). ‘Es de día’ provoca mi asentimiento durante todo el día, sea
cual sea la situación de mis receptores sensoriales, y no provoca mi disenti­
miento nunca durante el día, sea cual sea la situación de mis receptores sen­
soriales. Lo mismo puede decirse de ‘ha llegado la primavera’, extendiendo el
período temporal. Una oración ocasional es una que no es eterna ni perma­
nente; por ejemplo, ‘hay una esfera roja ante m f , ‘hay un conejo ante mí’, ‘hay
un profesor de derecho ante m í’, ‘está una foto de Wittgenstein ante m f son
oraciones ocasionales para mí ahora.
De entre las oraciones ocasionales, Qiiine distingue un subconjunto de
oraciones, fundamental en su teoría, a las que llama “oraciones observaciona-
les”. Será conveniente indicar cuáles son las intenciones de Quine al hacer esta
distinción, para luego atenernos exclusivamente a su definición. Intuitivamen­
te, las disposiciones a asentir a, y disentir de, algunas oraciones ocasionales
podrían considerarse su significado; éste puede ser el caso con ‘hay algo rojo
aquí’, o, mejor, con la mera proferencia de ‘rojo’ entendida como oración. Sin
embargo, hablando también intuitivamente, las disposiciones a asentir a ‘esta
es una foto de Wittgenstein’ o ‘hay un profesor de derecho aquí’ poco tienen
que ver con su significado. Recuérdese que los significados estimulativos son
simplemente correlaciones entre estados de los receptores sensoriales y mani­
festaciones conductuales de asentimiento o disentimiento. Ahora bien, el que
un hablante del español asentiría a ambas oraciones cuando sus receptores sen­
soriales están estimulados de ciertos modos (su retina afectada por la imagen
de un cierto individuo, o por una foto de Wittgenstein), mientras que otro
disentiría en las mismas circunstancias, poco tiene que ver, intuitivamente, con
su comprensión respectiva del significado de esos enunciados. Tiene que ver
fundamentalmente con la presencia o ausencia de cierta información colateral:
que un individuo con cierta apariencia es profesor de derecho, o que una ima­
gen fotográfica corresponde a Wittgenstein. Y parece poco razonable intuiti­
vamente considerar a esa infonnación cuya presencia explica el asentimiento
de uno y cuya ausencia explica el disentimiento del otro como parte del signi­
ficado lingüístico de los enunciados en cuestión; de ahí precisamente que cali­
fiquemos la información de colateral.
Las oraciones observacionales son aquellas oraciones ocasionales para las
que es plausible, siquiera que en principio, considerar el significado estimula-
tivo como “el significado”. El problema es caracterizarlas en términos quinea-
nos aceptables. Quine lo hace así: las oraciones observaciones son aquellas
para las que (i) estados similares de los receptores sensoriales producirían las
mismas respuestas de un individuo en un momento dado, y (ii) estados simi­
lares de los receptores sensoriales producirían las mismas respuestas en la
mayoría de los otros miembros de la comunidad lingüística. Naturalmente,
Quine no puede definir ‘ser miembro de la misma comunidad lingüística’ en
términos lockeanos, algo así como “asociar las mismas ideas con las mismas
palabras”. Su definición de ‘comunidad lingüística’ pretende ser conductista:
dos individuos pertenecen a la misma comunidad lingüística si llevan a cabo
interacciones lingüísticas tales como comunicarse información, darse órdenes
o “hablar por hablar” sin excesivas dificultades. La idea es que las oraciones
observacionales son aquellas para las que el asentimiento o disentimiento
depende exclusivamente de la situación de los receptores sensoriales, y no de
otra información.
‘Hay algo rojo’ y ‘hay un conejo aquí’ serían así oraciones observaciona­
les. Ciertamente, estados de los receptores sensoriales que provocarían el asen­
timiento de algunos hablantes competentes del español a esas oraciones no pro­
vocarían el asentimiento de otros. Si mi retina está en un estado producido por
la luz proveniente de un semáforo con la luz superior encendida, pasando a tra­
vés de unas gafas que distorsionan grandemente los colores, y yo sé que llevo
puestas esas gafas, probablemente asentiría a ‘hay algo rojo aquí’; pero un
hablante del español que nunca hubiera visto un.semáforo ni supiera lo que es
un semáforo (si todavía quedan) no lo haría. Si mi retina está estimulada por
el revoloteo de una mosca sobre un arbusto, y yo sé que moscas como ésa sólo
revolotean de ese modo cuando hay un conejo debajo, yo asentiría probable­
mente a ‘hay un conejo aquí’; pero otro hablante del español que no dispusie­
ra de esa información colateral no lo haría. Pero, pese a esto, la definición de
‘oración observacional’ se ha formulado con la suficiente vaguedad como para
que estas discrepancias no cuenten; y buscar mayor precisión en esta materia
sería improcedente, señala Quine. Por otro lado, ‘esta es una foto de Witt­
genstein’ y ‘hay un profesor de derecho aquí’ no son oraciones observacio­
nales.
Armados de esta noción, pongámonos en la situación de traducción radi­
cal. Si el nativo cuyo idiolecto queremos traducir está dispuesto a cooperar (si
no, el experimento mental no tiene objeto), nos ayudará a traducir en primer
lugar oraciones observacionales suficientemente breves. Las oraciones obser­
vacionales constituyen la vía de acceso para el lingüista y también para el niño
que aprende su lenguaje. Pues no tendría sentido empezar con oraciones eter­
nas, o.con oraciones ocasionales no observacionales. La primera tarea, pues, es
dilucidar cuáles son las manifestaciones nativas de asentimiento y disenti­
miento, y después empezar a traducir las oraciones observacionales. Para ellas,
qué es el significado — eso que se preserva en una traducción aceptable—
parece bastante claro: el significado es el significado estimulativo. Lo que el
lingüista ha de hacer es correlacionar las oraciones nativas con oraciones de su
lenguaje con el mismo significado estimulativo. Naturalmente, para hacerlo
deberá elaborar conjeturas sobre el significado estimulativo de las oraciones
nativas, y estas conjeturas no son epistémicamente nada inmediatas. Recuér­
dese que los significados estimulativos son en definitiva conjuntos de disposi­
ciones, y las hipótesis sobre disposiciones son hipótesis generales, con el
carácter de las hipótesis científicas en general. No bastan unas pocas observa­
ciones para contrastarlas; es preciso hacer '‘experimentos”, repetir la oración
en otras circunstancias para comprobar si la respuesta del nativo responde a las
expectativas determinadas por nuestra conjetura, etc.
Las hipótesis científicas están infradeterminadas por los datos empíricos;
éste es el viejo problema de la inducción. Diferentes hipótesis son compatibles
con ios datos empíricos que hemos recogido; desde una perspectiva realista,
cabe pensar que diferentes hipótesis sobre los últimos reductos no observables
del mundo físico son compatibles con la totalidad de los datos empíricos dis­
ponibles, con los de hecho recogidos y con los que podrían ser recogidos aun­
que de hecho no lo hayan sido o vayan a ser. Por tanto, no es nada extraño que
una cierta hipótesis, por muy bien corroborada empíricamente que esté, resul­
te ser falsa. Lo mismo ocurre con las hipótesis que elabora el lingüista sobre
la traducción de oraciones observacionales. Podría ocurrir, por ejemplo, que el
lingüista haya decidido que la oración observacional del lenguaje nativo ‘Gava-
gai’ tiene el mismo significado estimulativo 'que la oración observacional del
español ‘hay un conejo aquí'; que esta hipótesis esté muy bien corroborada (el
lingüista ha propuesto la oración nativa en varias ocasiones en que el nativo
debía estar estimulado por imágenes de conejos de distintas formas, pelajes,
tamaños, y éste siempre ha asentido, y en otras en que no debía estarlo, pues
no había ningún animal delante, o había lo que ostensiblemente era un conejo
de peluche y no un conejo real, y éste ha disentido), y, sin embargo, que la
hipótesis sea incorrecta. Puede que la hipótesis de que el significado estimu­
lativo de ‘Gavagai’ sea más bien el de ‘hay un conejo joven aquí’ sea com­
patible con los mismos datos empíricos, y que de hecho esa sea la hipótesis
correcta.
No debe confundirse la tesis de la indeterminación de la traducción radi­
cal con la tesis de la infradeterminación de la traducción radical por los datos
empíricos disponibles. La traducción de un lenguaje a otro, como cualquier
otra teoría científica, estará infradeterminada por los datos empíricos disponi­
bles; nos podemos llevar por tanto sorpresas, podemos descubrir que un
manual que creíamos correcto no lo es después de todo. No sería nada nove­
doso sostener que la traducción radical está indeterminada, si todo lo que se
sostuviese con ello fuese que la condición epistémica de la traducción radical
es la de cualquier otra conjetura sobre el mundo en que vivimos; Lo que Qui­
ne llama “la indeterminación de la traducción” es algo ulterior, un “defecto”
de la traducción que se da además de la infradeterminación, añadido a ésta, y
que, como veremos, no es un defecto meramente epistémico, sino uno onto-
lógico.
Empezamos a acercamos a la tesis quineana cuando pensamos en el
siguiente hecho: oraciones observacionales castellanas intuitivamente diferen­
tes en significado, no difieren sin embargo en significado estimulativo. Las ora­
ciones ‘hay un conejo aquí’, ‘hay un estadio temporal de conejo aquí’ (un esta­
dio temporal de un objeto que dura en el tiempo es una pequeña “loncha” tem-
poral del mismo), ‘hay partes no separadas de conejo aquí’ y ‘se participa de
la conejeidad aquí’ son todas sinónimas en significado estimulativo para cual­
quier hablante del español. Los mismos estados de mi retina (de corta dura­
ción: recuérdese que los estímulos se suponen de la brevedad del “presente
especioso”), de mis receptores auditivos o táctiles, etc., que provocarían mi
asentimiento a una, provocarían mi asentimiento a las otras; los mismos bre­
ves estados de mis receptores sensoriales que provocarían mi disentimiento de
una, provocarían mi disentimiento de las otras. De modo que la regla “traduce
de modo que se preserve el significado estimulativo de las oraciones observa­
cionales” no nos permite decidir si ‘Gavagai’ significa lo que ‘hay un conejo
aquí’, o más bien lo que cualquiera de las otras tres oraciones mencionadas. Y
el problema esta vez no es epistémico: aunque dispusiéramos de todos los
hechos habidos y por haber sobre el significado estimulativo de las oraciones
nativas, no podríamos resolver la cuestión.
El lector pensará, naturalmente, que los hechos sobre significados estimu-
lativos no pueden constituir la totalidad de los datos pertinentes. Y eso es cier­
to; no hemos considerado más que oraciones observacionales muy elementa-
les, aquellas para las que el lingüista y el nativo dispuesto a cooperar se esfor­
zarán por encontrar hipótesis de traducción aceptables al principio. Pero tiene
que haber más; si no por otra razón, porque queremos traducir también las ora­
ciones no observacionales. Y recuérdese que no hemos puesto restricción algu­
na sobre la complejidad del lenguaje nativo. De hecho, queremos sacar con­
clusiones sobre nuestro propio lenguaje, así que lo que hemos de suponer es
que su complejidad es similar como mínimo a la del nuestro.
Naturalmente, el lingüista no procederá traduciendo oración por oración.
. Lo que hará será buscar en las oraciones términos, expresiones y construccio­
nes que se repiten de oración a oración, y formulará hipótesis sobre la traduc­
ción de estos términos a términos del español. Quine denomina “hipótesis ana­
líticas” a estas hipótesis parciales, que no correlacionan ya directamente ora­
ción con oración, sino que correlacionan indirectamente las oraciones, a través
de la correlación de las partes. Las hipótesis analíticas, de necesidad, parten de
conjeturas sobre la sintaxis de las oraciones nativas. Una hipótesis analítica
puede ser ésta: una oración del lenguaje nativo G resultante de añadir el sufijo
nativo ‘ok’ al verbo principal de otra oración nativa p debe traducirse como la
negación castellana de la traducción al español de p, Otra puede ser ésta: una
oración consistáiceen el término nativo ‘tak’ seguido de dos términos, a y p,
debe traducirse por una oración castellana que exprese la relación de identidad
entre los significados de las traducciones de a y [3.
Cabría esperar que la elección entre diferentes sistemas de hipótesis ana­
líticas nos permita discernir cuándo los nativos hablan de conejos y cuándo
hablan de sus partes, de sus estadios temporales o más bien de la ejemplifica-
ción de la forma platónica conejil. Pues las oraciones castellanas ‘hay un cone­
jo aquf y ‘hay una parte (propia) no separada de conejo aquí’ son oraciones
observacionales, y, ciertamente, no tienen el mismo significado estimulativo:
afectada mi retina por un conejo, yo asentiría a la primera y disentiría de la
segunda. Y las oraciones ‘esto es el mismo conejo que esto’ y ‘esto es la mis­
ma parte no separada de conejo que esto’ (dichas en ambos casos señalando
primero a la cabeza y luego a una pata de un conejo) son también oraciones
observacionales castellanas, y tampoco tienen el mismo significado estimulati­
vo. De modo que quizás podamos distinguir entre dos manuales de traducción
(integrados por diferentes conjuntos de hipótesis analíticas) que traducen la
misma oración nativa por, respectivamente, ‘hay un conejo aquf y ‘hay partes
no separadas de conejo aquí’ (estimulativamente sinónimas), en virtud del
modo en que traducen otras oraciones observacionales.
¿Cómo se comprueban, empíricamente, las hipótesis analíticas? Primero,
lo acabamos de ver, por sus consecuencias respecto de la traducción de ora­
ciones observacionales, aplicando el único criterio que hasta ahora conocemos:
a saber, que las oraciones observacionales nativas y sus traducciones deben ser
estimulativamente sinónimas. En algunos casos muy especiales, las hipótesis
se pueden comprobar de un modo más directo; se trata de las traducciones de
las expresiones correspondientes a las “constantes lógicas” de la lógica propo­
sicional, o de enunciados. Hay, según Quine, una regla conductual para la
negación, al menos para la negación de oraciones breves: se asiente a ella cuan­
do y sólo cuando se disiente de la oración negada. O quizás la regla deba for­
mularse con más cuidado, teniendo en cuenta la posibilidad de la indiferencia:
se asiente cuando se disiente de la oración negada, se disiente cuando se asien­
te a la oración negada, se es indiferente cuando se es indiferente a la negada.
Similarmente, hay una regla conductual para la conjunción, también de ora­
ciones breves. La versión simple sería: se asiente a ella cuando y sólo cuando
se asiente a las dos oraciones conjuntadas. La compleja podría ser: se asiente
cuando se asiente a ambas, se disiente cuando se disiente de al menos una, se
es indiferente en el resto de casos. Las reglas conductuales para la disyunción
y el condicional pueden inferirse de lo dicho, conociendo las definiciones de
la lógica de enunciados. Quine denomina “criterios semánticos” a estas reglas
conductuales para la traducción de las constantes lógicas preposicionales.
Además, Quine menciona otros dos criterios conductuales, válidos para
oraciones no observacionales. Digamos que una oración es estimulativamente
analítica si la mayoría de los miembros de la comunidad lingüística asiente a
ella, cualesquiera que sean las circunstancias estimulativas. Esta noción poco
tiene que ver con la noción intuitiva de analiticidad, porque no sólo ‘llueve o
no llueve’ o ‘todo cuerpo es extenso’, sino tanto ‘la nieve es blanca’ como
‘Dios no existe’ (en una comunidad atea, o politeísta) son estimulativamente
analíticas. En una palabra, la analiticidad estimulativa no discrimina las verda­
des “en virtud del significado” de las creencias muy extendidas. Pero es razo­
nable exigir también de un buen manual de traducción que las oraciones esti­
mulativamente analíticas de la lengua nativa sean traducidas por oraciones
estimulativamente analíticas del español.
Del mismo modo podemos definir una cierta noción conductista de “sino­
nimia” para un único hablante, o sinonimia “intrasubjetiva”. El significado esti­
mulativo de ‘esa persona es soltera’ para A es muy diferente al que la expre­
sión tiene para B; pues la oración en cuestión no es observacional, y el asen­
timiento o disentimiento a ella depende en buena medida de información cola­
teral y no de la situación estimulativa de los receptores sensoriales. Por la mis­
ma razón, el significado estimulativo de ‘esa persona es soltera’ para A, y el
significado estimulativo de ‘esa persona no está casada’ para B diferirán gran­
demente. Pero el significado estimulativo de ambas oraciones para un mismo
hablante es el mismo: esas oraciones son intrasubjetivamente sinónimas en
significado estimulativo, es decir, comparten el significado, estimulativo para
cada sujeto en la comunidad lingüística (aunque difieren mucho de unos a
otros). El cuarto criterio que Quine considera razonable imponer a un manual
de traducción para ser aceptable es que las hipótesis analíticas sean tales que
las oraciones intrasubjetivamente sinónimas para la mayoría de hablantes de la
lengua nativa se traduzcan por oraciones a su vez intrasubjetivamente sinóni­
mas para la mayoría de los hablantes del español.
Esto es todo lo que da de sí la reconstrucción quineana de un concepto de
significado aceptable supuesta la epistemología naturalizada y su motivación.
Quizás podría añadirse algún criterio más, pero, piensa Quine, la cuestión no
variaría sustancialmente. Dijimos más arriba que desde el punto de vista de la
“epistemología naturalizada” el significado de una expresión será aquello en
virtud de lo cual una expresión de otra lengua es una buena traducción de la
primera a esa otra lengua. Concluiremos la discusión de esta sección enume­
rando los hechos sobre las disposiciones lingüísticas constitutivos de ese
“aquello en virtud de lo cual” una expresión de otra lengua es una buena tra­
ducción de la primera a esa otra lengua, que nuestros cuatro criterios han saca­
do a la luz: (i) El significado estimulativo de las oraciones observacionales, (ii)
los “criterios semánticos” para las constantes lógicas proposicionales, (iii) la
analiticidad estimulativa, y (iv) la sinonimia estimulativa intrasubjetiva. La
indeterminación de la tradución radical (en definitiva, la indeterminación de la
semántica, o de los significados) consiste, como vamos a ver enseguida, en que
estos hechos permiten establecer identidades y diferencias de significado entre
oraciones con mucha menor precisión de lo que intuitivamente pensamos. Una
de las razones para ello es que estos criterios (los únicos que, según Quine, es
razonable aceptar) sólo proporcionan un criterio holista de identidad de signi­
ficado.
Antes de concluir la sección, sin embargo, es preciso poner de relieve un
criterio de aceptabilidad para traducciones que no es un nuevo criterio, sino
uno de carácter muy general que ya ha estado presente de un modo implícito
en los cuatro que hemos formulado. El criterio es éste: una traducción acepta­
ble debe respetar el Principio de Caridad. En la versión más tosca, el princi­
pio exige suponer que la mayoría de las creencias del nativo son verdaderas.
Una versión más refinada no atendería tanto al número de las creencias verda­
deras que se le suponen al nativo, como a la justificación de un número sufi­
ciente de las creencias que se le atribuyen. No se trata de suponer que el nati­
vo sólo cree verdades, sino más bien de suponer que las falsedades que cree
son las que nosostros mismos hubiésemos creído, si hubiésemos dispuesto de
su justificación. Tanto “verdad” , en la versión más tosca, como “justificación”,
en la versión más refinada, se han de entender, como ya se dijera en XI, § 4,
según nuestras propias luces. Hablando de modo más general, el principio exi­
ge una racionalidad común al traductor y al sujeto cuyo lenguaje se traduce,
un acuerdo básico en los principios metodológicos más generales de formación
y evaluación de creencias y de valores.
El Principio de Caridad (como, por lo demás, los otros cuatro criterios más
específicos) no es un principio heurístico, instrumentalmente útil, del que se
podría sin embargo prescindir: es un principio constitutivo de la atribución de
significados, en una concepción del significado de corte conductista como la
de Quine. El principio meramente pone nombre a la exigencia wittgensteinia-
na de un acuerdó “no sólo en las definiciones, sino también en los juicios” para
que sea posible “la comunicación por medio del lenguaje”, que se discutió en
el capítulo anterior. Y, como se indicó en esa sección, adoptarlo supone recha­
zar la distinción cualitativa analítico/sintético propia de la concepción menta-
lista de los significados: sólo cabe considerar significativos los enunciados (o
pensamientos) de un individuo, si un número significativo de los mismos es
verdadero (o si un número significativo de los mismos son falsedades com­
prensibles). La atribución de creencias falsas sólo tiene sentido sobre el fon­
do de la atribución de. un gran número de creencias verdaderas; la atribución
de excesivas falsedades priva a lo’atribuido de contenido y con ello del carác­
ter de creencia, o a los enunciados traducidos del carácter de enunciados.
Quine invoca el principio a propósito del segundo criterio, los “criterios
semánticos” para las constantes lógicas proposicionales, en relación a ciertos
comentarios del antropólogo Levy-Bruhl sobre la existencia de “salvajes ilógi­
cos”. Precisemos primero el sentido de ‘salvaje ilógico’. Un “salvaje ilógico”
no puede ser uno que acepte enunciados contradictorios, porque entonces noso­
tros somos esos salvajes: la mayoría de nosotros podría aceptar, a primera vis­
ta, que hay una pequeña localidad cuyo barbero, habitante de la misma, afeita
a todos los habitantes de la localidad que no se afeitan a sí mismos, y sólo a
ellos (aunque esto es una contradicción). No, un “salvaje ilógico” tiene que ser
uno que sigue aceptando alegremente una contradicción manifiesta, cuando ya
no queda ninguna explicación psicológicamente plausible de su persistencia en
aceptarla (no ha bebido demasiado, ha dormido bien, no parece estar pade-
tiendo un ataque repentido de una desconocida enfermedad neurológicá "la
oración es muy poco o nada compleja, etc.).
El comentario de Quine es que el segundo criterio impide esta posibilidad
pues si se diera una situación así, ese criterio nos obligaría a concluir que nos-
hemos equivocado al adoptar alguna de las hipótesis analíticas que tienen come*
consecuencia la traducción de la oración que el nativo acepta por una contra­
dicción manifiesta en español. Esto muestra que el segundo criterio conlleva
una parcial aplicación del Principio de Caridad, pues la conclusión de que los
presuntos salvajes ilógicos son en realidad salvajes mal traducidos sin duda lo
es. Los “criterios semánticos” para las constantes lógicas nos obligan a tradu­
cir esas expresiones de modo tal que se minimice el número de creencias lógi­
cas falsas que pueden ser atribuidas a los nativos.
Es fácil ver que también los otros tres criterios ponen por obra el Princi­
pio de Caridad. El primero, por ejemplo, nos impide traducir una oración por
‘hay un conejo aquí’ en el supuesto de que el nativo la acepte repetidamente
cuando no hay ningún conejo presente y sin que quepa una explicación razo­
nable de ello. De hecho, el procedimiento seguido para la traducción radical (y
para el aprendizaje del lenguaje) requiere desde el comienzo la aplicación del
principio. ¿Cómo podemos empezar siquiera a elaborar un manual, si supone­
mos que las creencias del nativo son sistemáticamente falsas, o, aun siendo sus
creencias generalmente verdaderas, son sus deseos “insensatos”, y no tienen
que ver en absoluto con el deseo de que acabemos obteniendo un manual de
traducción aceptable? Éstos, que para el antropólogo no son más que supues­
tos heurísticos imprescindibles, en el marco de las consideraciones sobre los
significados del epistemólogo naturalista quineano se convierten en un funda­
mental elemento constitutivo de los mismos.

5. La indeterm inación de la traducción y la inescm tabilidad


de la referencia

Nuestro supuesto de partida era que el significado de una expresión es


aquello en virtud de lo cual, en una situación de traducción radical, una expre­
sión de otra lengua sería una buena traducción de la primera a esa otra lengua;
pues, intuitivamente, el significado es lo que tienen en común dos expresiones,
cuando la una es una buena traducción de la otra. El ejercicio de imaginar una
situación de traducción radical, y de hacer explícitos los criterios que es razo­
nable utilizar en ella, ha tenido la función de impedimos dar por supuestas
inaceptables teorías mentalistas sobre la naturaleza de los significados y obli­
gamos a proponer los sustitutos naturalistas dignos de ser tomados en consi­
deración. Ahora hemos de examinar algunas consecuencias sorprendentes de
adoptar esta nueva noción de significado, naturalísticamente aceptable según
los criterios de Quine.
Desde un punto de vista mentalista acrítico, una buena traducción corre­
laciona una expresión con otra “asociada con las mismas ideas”. Los criterios
de aceptabilidad para traducciones que hemos elaborado son completamente
ajenos a éste; pero eso no ios hace vacuos. Hay traducciones que no son acep­
tables, relativamente a esos criterios. Supongamos que M2 y M3 son tres
manuales de traducción para la lengua nativa que coinciden en todas las hipó­
tesis analíticas, salvo en una. Hay una cierta expresión de la lengua nativa,
‘gavagai’, que M, traduce por ‘conejo’, M2 por ‘parte no separada de conejo’
y M3 por ‘estadio de conejo’. En ese caso, M t, M2 y M3 diferirán en las tra­
ducciones que asignan a muchas oraciones de la lengua nativa. Por ejemplo.,
bien puede haber oraciones de la lengua nativa a v cr2 y tf3 para las que los
manuales en cuestión ofrecen las siguientes traducciones:

M, M, Mi

hay un único conejo hay una única parte no hay un único estadio de
aquí separada de conejo aquí conejo aquí

éste es el mismo ésta es la misma parte no éste es el mismo estadio


conejo que aquél separada de conejo que de conejo que aquél
aquélla

todos los conejos todas las partes no todos los estadios de


son animales separadas de conejo son conejo son animales
animales

Las oraciones que los tres manuales ofrecen como traducción de <Jl y a 2
son oraciones observacionales; además, son oraciones observacionales con
diferente significado estimulativo (para cualquier hablante del español). Por
ejemplo, en condiciones normales, una situáción en que mi retina está estimu­
lada por un conejo habría de provocar mi asentimiento a la traducción que M 1
ofrece de a Ly mi disentimiento a la traducción que M2 ofrece de la misma ora­
ción. Una situación en que mi retina está estimulada primero por un dedo seña­
lando a la cabeza de un conejo y después por el dedo señalando a una pata del
conejo habría de provocar, en condiciones normales, mi asentimiento a la tra­
ducción que Mi ofrece de c 2 y mi disentimiento a la traducción que M2 ofre­
ce de la misma oración. Una situación en que mi retina es estimulada primero
por un conejo y después por lo que parece el mismo conejo (no ha habido
movimiento audible en el intervalo, el segundo conejo está en el mismo lugar
que el primero, etc.) habría de provocar, en condiciones normales, mi asenti­
miento a la traducción que M, ofrece de o, y mi disentimiento a la traducción
que M3 ofrece de la misma oración. Por tanto, un poco de imaginación y bue­
na fortuna permitirá llevar a cabo un número de experimentos suficiente como
para poder decidir cuál de los tres manuales satisface el primer criterio. En
cualquier caso, podemos asegurar que los tres manuales asignan diferente sig­
nificado a la misma oración. Por otra parte, la traducción que M t ofrece de cí3
es una oración estimulativamente analítica en español, mientras que las ofreci­
das por los otros dos manuales son oraciones estimulativamente contradictorias
(analíticamente falsas). Basta ver si oyes-una u otra cosa en el lenguaje nati­
vo para rechazar, en virtud del tercer criterio, alguno de los manuales. Corno
antes, incluso si no conseguimos arreglárnoslas para resolver esta cuestión
empíricamente, podemos estar seguros de que los manuales difieren en el sig­
nificado que asignan a una oración de la lengua nativa, no sólo cuando ‘signi­
ficado’ lo entendemos en el sentido mentalista, sino también cuando lo enten­
demos en el sentido naturalista que hemos reconstruido en la. sección anterior
Hay muchísimos manuales de traducción de una lengua a otra, diferentes
en tanto que correlacionan una misma oración de la lengua a traducir con dife­
rentes oraciones de la lengua a que se hace la traducción, y que, sin embargo,
no difieren en “sustancia”. Hay una gran laxitud sintáctica en todo lenguaje
humano; no tiene mucho sentido buscar diferencias de “sustancia” en dos
manuales que sólo difieran en que traducen una misma oración inglesa por, res­
pectivamente, ‘el escritor escribía a máquina con su torso casi volcado sobre
la máquina de escribir’ el uno y por ‘con su torso casi volcado sobre la máqui­
na de escribir, el escritor escribía a máquina’ el otro. Ciertamente, cabe ima­
ginar propósitos para los que elegir una u otra de las traducciones resultaría
significativo (por ejemplo, la reproducción de cierto efecto poético); pero, para
cualquier propósito imaginable, siempre habrá manuales igualmente válidos
(todos ellos tan buenos como sea posible conseguir) que difieran en aspectos
como el ejemplificado. Para algunos propósitos no hay diferencia de sustancia
entre traducir un mismo enunciado inglés por ‘el plumífero le daba a la tecla
amorrado sobre su instrumento’ y traducirlo por ‘el escritor escribía a máqui­
na con su torso casi volcado sobre la máquina de escribir’, pese a que el “regis­
tro” de ambos enunciados es distinto y, para otros propósitos (por ejemplo, en
la traducción de una novela negra), manuales que difirieran.de ese modo sí
diferirían en “sustancia”.
La tesis de la indeterminación de la traducción radical postula la existen­
cia de manuales de traducción de la lengua nativa al español diferentes, pero
todos ellos igualmente compatibles con los criterios (i)-(iv) de la sección ante­
rior. Con ‘las disposiciones lingüisticas’ nos referimos en adelante a todas las
disposiciones a la conducta lingüística de los nativos que responden a los cri­
terios (i)-(iv), y no sólo a las de hecho observadas por el antropólogo. La tesis
de la indeterminación, entonces, establece la existencia de manuales de tra­
ducción de la lengua nativa al español diferentes, aunque igualmente compati­
bles todos ellos con las disposiciones lingüísticas. Ahora bien, la tesis de la
indeterminación no puede simplemente aseverar la existencia de manuales
“diferentes” en el sentido descrito en el párrafo anterior; es decir, manua­
les diferentes que no difieren en la “sustancia”. Pues de otro modo la tesis care­
cería de interés: no necesitábamos para justificarla de ningún argumento ela­
borado, construido a partir de la supuesta necesidad de revisar en términos con­
ductistas nuestra noción intuitiva de significado. La tesis, entendida de ese
modo, es trivialmente verdadera.
Es así que, cuando enuncia la tesis, Quine enfatiza que no se trata de que
los manuales en cuestión sean “diferentes” en el sentido en que lo son los
manuales de traducción que no difieren en “sustancia” de dos párrafos más
arriba. A tal fin, Quine acostumbra a cargar las tintas en la naturaleza de la
diferencia; donde más Jas carga es en la siguiente cita:

Es posible confeccionar manuales de traducción de una lengua a otra de dife­


rentes modos, todos compatibles con la totalidad de las disposiciones verbales
y, sin embargo, todos incompatibles unos con otros. Estos manuales diferirán
en numerosos puntos: como traducción de una sentencia de un lenguaje darán
sentencias del otro que no se encontrarán entre sí en ninguna relación de equi­
valencia plausible, por laxa que ésta sea.6

Ciertamente, esto es cargar demasiado las tintas; pues ser traducciones de


una misma oración del lenguaje nativo proporcionadas por dos manuales com­
patibles ambos con la totalidad de las disposiciones lingüisticas es una rela­
ción de equivalencia donde las haya, y no especialmente laxa. Pero la inten-
ción de Quine es clara; su idea es que las traducciones castellanas de una mis­
ma oración nativa ofrecidas por manuales cuya existencia prueba la tesis de la
indeterminación han de diferir “en sustancia” . A este “diferir en sustancia” se
refiere Quine, en diferentes lugares, de diferentes modos: las traducciones cas­
tellanas son “radicalmente diferentes”, “incompatibles”, “totalmente dispares”,
“traducciones ... cada una de las cuales quedaría excluida por el otro sistema
de traducción”. Lo que es incluso más sorprendente: “dos traducciones así pue­
den ser incluso patentemente contrarias en cuanto a valor veritativo”.7
Veamos algunos'ejemplos propuestos por Quine. Hemos ilustrado antes
con los manuales M,, M 2 y M3 cómo nuestros nuevos criterios de identidad de
significado no eran vacuos. Estos manuales diferían sólo en una de las hipóte­
sis analíticas que los conformaban, en la traducción del término ‘gavagai’. Para
ilustrar la indeterminación a que su tesis apunta, Quine señala que, compen­
sando mediante las traducciones de otros términos, diferentes manuales pue­
den ser igualmente compatibles con las disposiciones lingüísticas recogidas por
los criterios (i)-(iv). Para mostrarlo, contrastemos ahora los manuales M,, M2.
y M3.. Estos manuales difieren, como los anteriores, en la traducción de ‘gava-
gai’; pero difieren también en la traducción de otros términos. En lugar de
inventamos términos de la lengua nativa, en la tabla a continuación indico las
hipótesis analíticas diferentes de los tres manuales relevantes para nuestro
ejemplo, refiriéndome mediante letras griegas a las expresiones de la lengua
nativa. Como ya se indicó antes, la traducción debe hacerse relativamente a
hipótesis sobre la sintaxis de la lengua nativa; señalo también por tanto
mediante espacios (en algunos casos) los contextos sintácticos en que se
encuentran las expresiones o construcciones en cuestión. Por último, abrevio
“la traducción de la expresión nativa que aparezca en el espacio median­
te 4t ( J ’.

6. Palabra y objeto, p. 40.


7. Palabra y objeto, pp. 86 y 87.
M i- M2. M,

aJ conejo parte no separada estadio de conejo


de conejo

(3/ animal parte no separada estadio de animal


de animal

JY - J niisra.Q x (J es una parte de la %(__) es un estadio de la


x (Jq u e x (J misma suma de x (J misma suma de x(__)
de la que lo es x(_) de 1a que lo es t(_J

5„ / todo x (J es x (J toda suma de x(_) es toda suma de x(_) es


una suma de x(_J una suma de x(_)

£_/ hay un x (J hay una suma de r(_) hay una suma de x(_)8

Las traducciones ofrecidas por los tres manuales M ,,M 2. y M 3. de las tres
oraciones que utilizamos anteriormente para poner de relieve las diferencias
empíricas entre los tres manuales anteriores, M t, M2 y M3, serían ahora las

M, M2.
hay un conejo aquí hay una suma de partes no hay una suma de estadios
separadas de conejo aquí de conejo aquí

éste es el mismo ésta es una parte de la éste es un estadio de la


conejo que aquél misma suma de parte misma suma de
no separadas de conejo estadios de conejo de
de la que lo es aquélla la que lo es aquél

todos los conejos toda suma de partes no toda suma de estadios


son animales separadas de conejo es de conejo es una suma
una suma de partes no de estadios de
separadas de animales animales

Mediante compensaciones apropiadas en las traducciones que los manua­


les ofrecen de otrns expresiones hemos obtenido ahora traducciones diferentes
que, sin embargo, satisfacen por igual los criterios de aceptabilidad antes espe­
cificados, es decir, las “disposiciones lingüísticas” . Sin embargo, las traduc­

8. ‘Suma’ abrevia aquí “suma m ereológica”. La M ereología — inventada por el lógico polaco Lesniewski—
es una teoría formal comparable a la teoría de conjuntos en su aspiración a ser “la" teoría más fundamental. Si en la
teoría de conjuntos la relación fundamental es la de pertenencia, entre objetos y conjuntos, en la mereología la rela­
ción fundamental es la de s e r p arte de, entre objetos y sumas. Una diferencia está en que mientras que un conjunto
de objetos espaciotemporaies es una entidad de distinto tipo, “abstracta”, una suma m ereológica de objetos espado-
temporales es ella misma un objeto espaciotemporal. intuitivamente, la suma mereológica de dos objetos es un nue­
vo objeto del que los primeros son panes. La suma mereológica de dos semiesferas concretas es una esfera igualmente
concreta.
ciones que los diferentes manuales ofrecen de las mismas expresiones de la
lengua nativa son diferentes. El ejemplo ilustra la laxitud de los criterios; pare­
ce claro que Jo que el ejemplo ilustra se puede generalizar a manuales com­
pletos, para la totalidad de la lengua nativa.
Lo así ejemplificado no es la tesis de la indeterminación de la traducción,
sino una tesis más débil. La tesis de la indeterminación de la traducción es la
tesis .de que manuales de traducción compatibles con las disposiciones lin­
güísticas producirán oraciones con significados sustancialmente diferentes;
pero, como los ejemplos ilustran, nuestros tres manuales de traducción produ­
cen oraciones que son analíticamente equivalentes entre sí. Quine se refiere a
la tesis más débil alternativamente como la inescrutabilidad de la referencia y
la relatividad ontológica. Si la tesis de la indeterminación afecta a oraciones,
la tesis de la inescrutabilidad afecta a expresiones en general, oraciones y tér­
minos subenunciativos. Es por eso que la tesis de la inescrutabilidad es lógi­
camente más débil que la tesis de la indeterminación. La tesis de la inescruta­
bilidad de la referencia (o de ía relatividad ontológica) dice que hay manuales
de traducción'alternativos, compatibles con todas las disposiciones lingüísticas
(no sólo las observadas, sino todas las posibles), que traducen una misma
expresión (término u oración) de la lengua a traducir por otros de la lengua a
la que se hace la traducción que difieren en referencia.
Digamos que dos términos singulares (nombres propios, demostrativos,
descripciones definidas) difieren en referencia si el objeto que designan es dis­
tinto. Digamos que dos términos generales difieren en referencia si los con­
juntos de objetos a que se aplican son distintos. Entonces, M p M2. y M3. ilus­
tran la tesis de la inescrutabilidad, pues son compatibles igualmente con la
totalidad de las disposiciones lingüísticas y, sin embargo, asignan diferente
referencia a ‘gavagai’, a la relación que M, traduce como la identidad, etc.
Nuestros ejemplos no han incluido ningún término singular; pero es claro que
si cierta expresión de la lengua nativa refiriera, según M,, a un determinado
conejo, según otro manual igualmente compatible con la totalidad de las dis­
posiciones lingüísticas podría referir a una entidad distinta (por ejemplo, a un
conjunto de estadios de conejo, con lo que el término no seria considerado un
término singular por este manual). Esta diferencia se compensaría con dife­
rencias apropiadas en la traducción de otros términos.
El que la referencia de un término de la lengua nativa sea “inescrutable”
consiste, pues, en que los criterios naturalistas de aceptabilidad para traduc­
ciones no nos permiten determinar su referencia; no nos permiten determinar
si refiere a un conejo particular, o a un conjunto de estadios de conejos, o a un
conjunto de partes no separadas de conejo, etc. Esto equivale según Quine a
que la ontología supuesta por una lengua es relativa a qué manual de traduc­
ción se escoja. Según como traduzcamos a los nativos, podemos atribuirles
nuestra familiar ontología de objetos de tamaño medio que duran unos años en
el tiempo; pero podemos atribuirles también ontologías extrañas, habitadas
sólo por fugaces estadios de nuestros más familiares objetos, por partes espa­
ciales de los mismos, o quizás por ejemplificaciones de entidades abstractas
por un único “objeto”, el espacio-tiempo. Podríamos incluso atribuirles?®^
ontología explícitamente solipsista, como la que el Tractatus supone eri nues­
tro lenguaje. Todo ello, de modos igualmente compatibles con todos los crite­
rios aceptables de traducción. ■-
En un artículo muy notable, “Identity and Predication”, Gareth Evans
muestra que estas ilustraciones quineanas de la tesis de la inescrutabilidad de
la referencia carecen dé plausibilidad. Ciertos datos empíricos sobre combina­
ciones de predicados y términos generales con constantes lógicas en la lengua
nativa para formar predicados complejos (es un no-(p\ es un (p-y-y) — que aquí
no podemos detallar— permitirían excluir algunos de los manuales que dan
lugar a oraciones estimulativamente sinónimas (“conejea a q u f frente a “hay
un conejo aquí”). Por otra parte, consideraciones generales de simplicidad (las
mismas que nos llevan a excluir, pongamos por caso, una explicación del movi­
miento de los planetas en términos de la intención por parte de los planetas de
moverse de acuerdo con las leyes de Newton) serían suficientes para, en ausen­
cia de datos empíricos del tipo indicado — que requerirían atribuir a la lengua
nativa el concepto de parte no separada de un objeto, o el de estadio de un
objeto— , excluir los manuales M2. y M3. en favor de M r A mi juicio, sin
embargo, la corrección de la crítica de Evans requiere que nos situemos en una
concepción realista de las disposiciones a la conducta constitutivas del signifi­
cado, como la que se presume en los dos capítulos sucesivos. La indetermina­
ción de la traducción y la inescrutabilidad de la referencia no son consecuen­
cias de la identificación quineana de los significados con disposiciones al com­
portamiento, sino del antirrealismo proyectivista (compartido, como vimos, por
el segundo Wittgenstein) que caracteriza el modo en que Quine concibe las pro­
piedades teóricas en general y las disposiciones en particular. Tanto en Quine
como en Wittgenstein este antirrealismo resulta, a su vez, del verificacionismo
que aún queda en ellos de sus pasados fenomenalistas. Las críticas de Evans son
correctas, pero resultan del abandono de estos supuestos verificacionistas.
Nos falta sólo ilustrar mediante un ejemplo la posibilidad más extrava­
gante de todas, la de la indeterminación de la traducción: que dos manuales
igualmente compatibles con la totalidad de las disposiciones lingüísticas tra­
duzcan una misma oración de la lengua nativa por dos oraciones de la lengua
del traductor que puedan diferir incluso en valor veritativo. Naturalmente, una
oración ilustrativa no puede ser una oración observacional, pues en ese caso el
primero de los criterios determinaría que los manuales no son igualmente com­
patibles con las disposiciones lingüísticas. Las observaciones del párrafo pre­
cedente son necesarias para comprender el tipo de ilustración que Quine tiene
en mente.
Observamos anteriormente que las hipótesis científicas interesantes están
infradeterminadas por la experiencia empírica de hecho recogida; dijimos que,
desde una perspectiva realista sobre el contenido de tales hipótesis, están inclu­
so infradeterminadas por la totalidad de la experiencia empírica posible. La
infradeterminación consiste en que hipótesis diferentes son sin embargo com­
patibles con la misma experiencia sensible de alguien con las capacidades sen-
sitivas de un ser humano normal. La razón de la infradeterminación es la
creencia realista de que realmente hay entidades no observables que determi­
nan los fenómenos observables, y nuestras hipótesis tratan de caracterizar. Si
realmente hay tales entidades, si qué sea o no observable es sólo relativo a
caprichosas consecuencias de la evolución de seres inteligentes, mientras que
el mundo observable está determinado por entidades y características más
“fundamentales” y no directamente observables, entonces cabe realmente pen­
sar que dos hipótesis distintas sobre lo no observable tengan las mismas con­
secuencias observacionales (no sólo sobre lo observado de hecho, sino sobre
todo lo que podría ser observado) mientras que sólo una de ellas es de hecho
verdadera. Ésta es la posibilidad que Quine toma en consideración para cons­
truir su ejemplificación más radical de la tesis de la indeterminación.
Supongamos —contrafácticamente— que las hipótesis de que el sistema
solar es ptolemaico y la de que es copemicano ilustran la posibilidad de la
infradeterminación de las teorías científicas. Supongamos que ambas hipótesis
están construidas de tal modo que tienen las mismas consecuencias observa­
cionales: los mismos puntos luminosos han de estar en las mismas configura­
ciones en el firmamento en cada momento de cada día del año. Ahora bien, en
la lengua nativa, como en el español, podrá haber enunciados que expresen una
u otra de las hipótesis. Pues bien, dos manuales pueden diferir tan sólo en que
el uno traduce una oración nativa, digamos p, por ‘el sistema solar es ptole­
maico’; y.el otro traduce la misma oración por ‘el sistema solar es copemica­
no’, y sin embargo ambos manuales pueden ser igualmente compatibles con la
totalidad de las disposiciones lingüísticas. El primer manual traduce la oración
por una oración falsa, y el segundo la traduce por una oración verdadera, así
que esto ilustra la versión más radical de la tesis de la indeterminación.
Cómo puede ocurrir esto es claro. El tercer y cuarto criterios son aquí irre-
levantes: suponemos que la oración p no es estimulativamente analítica ni con­
tradictoria, como no lo son sus respectivas contrapartidas castellanas, porque
muchos hablantes del español no responderían ni afirmativa ni negativamente
a la cuestión de si el sistema solar es copemicano o ptolemaico. (Si el ejem­
plo no resulta particularmente plausible en este respecto, piénsese que se trata
sólo de un ejemplo ilustrativo, e imagínense reemplazado por otras alternativas
teóricas aún más recónditas para el “hombre de la calle”.) Los únicos criterios
relevantes son, pues, los que conciernen a la traducción de las constantes lógi­
cas proposicionales, que presumiblemente conectan la oración p con oraciones
observacionales (en las contrapartidas en la lengua nativa de oraciones como
“si el sistema solar es copemicano y tales y cuales puntos luminosos estaban
ayer a las diez de la noche en tal y cual posición respectiva, entonces tales y
cuales puntos luminosos estarán hoy a la misma hora en tales y cuales posi­
ciones respectivas”), y el que concierne a la traducción de las oraciones obser­
vacionales. Pero, dada nuestra hipótesis de que las oraciones teóricas en cues­
tión tienen las mismas consecuencias observacionales, los dos manuales
pueden coincidir completamente en la traducción de unas y otras, y aun así
diferir en la traducción de la oración en cuestión, p.
Hay una vieja intuición, característica del empirismo: la intuición de que
podemos establecer una separación entre lo “dado”, lo objetivo e independien­
te de nuestro trabajo de elaboración conceptual, y lo “impuesto”, lo arbitrario
y relativo a nuestros hábitos de conceptualización. Lo “dado” es el material
proporcionado por nuestros sentidos; lo “impuesto”, nuestro subjetivo esque­
ma conceptual. Quine comparte esa intuición empirista, de una manera una vez
más depurada. Lo “dado” son ahora las disposiciones a la conducta lingüísti­
ca, relativamente al estado de estimulación de nuestros receptores sensoriales;
lo “impuesto”, la ontología y la teoría elaborada a partir de ello. Lo “dado”
constituye los significados comunes a las expresiones de aquellos que pueden
comunicarse entre sí; lo “impuesto” queda al arbitrio de cada uno. En la medi­
da en que lo “dado” sea común a las expresiones del nativo y a las que el antro­
pólogo elige para traducirle, en lo “impuesto” pueden diferir tanto como sea
imaginable. Quizás el uno vive en un mundo de objetos de tamaño medio que
duran unos años en el tiempo, y el otro en un mundo berkeleyano, salvajes
ambos mundos el uno a la luz de los puntos de vista del que no lo comparte y
viceversa. Quizás, más modestamente, el uno vive en un mundo ptolemaico y
el otro en uno copemicano; el uno en un mundo indeterminista, el otro en un
mundo determinista con variables ocultas, etc.
Antes de examinar críticamente la tesis de la indeterminación, y para con­
cluir la parte expositiva, comprobemos cómo la concepción quineana del sig­
nificado es bolista. Dijimos anteriormente que el holismo epistémico o “tesis
de Duhem” es la tesis de que nuestro saber es global: no se justifican los enun­
ciados aisladamente, o por “temas”, sino que lo que está o no justificado es la
totalidad.de nuestro saber en un momento dado. Por otra parte, el principio
verificacionista del significado establece que el significado de un enunciado
son las condiciones empíricas que justificarían la creencia en su verdad. Obsér­
vese que la noción de significado reconstruida en las dos últimas secciones
incoipora este principio verificacionista. Pues el significado quineano de una
expresión es aquello en virtud de lo cual, en una situación de traducción radi­
cal, una expresión de otra lengua sería una buena traducción de la primera a
esa otra lengua. Y, como hemos podido comprobar ai examinar las condicio­
nes de aceptabilidad para la traducción radical, dos oraciones cuyas condicio­
nes empíricas de constatación son las mismas tienen el mismo significado, en
el sentido de ‘significado’ que se acaba de indicar: aquello en virtud de lo cual
una oración de otra lengua sería una buena traducción de la primera es lo mis­
mo que aquello en virtud de lo cual una oración de otra lengua sería una bue­
na traducción de la segunda.
Ahora bien, si las condiciones empíricas que justificarían la creencia en un
enunciado no dependen sólo de ese enunciado, sino de la totalidad de los otros
enunciados aceptados, traten del “tema” que traten (tesis de Duhem), y el sig­
nificado son las condiciones empíricas de constatación (principio verificacio­
nista), el significado de un enunciado debe depender del significado de todos
los demás. Este es el holismo semántico. Y podemos comprobar inmediata­
mente cómo la concepción quineana del significado es holista. Que un enun­
ciado de la, lengua nativa signifique algo sobre conejos o que signifique más
bien algo sobre estadios de conejos, etc., depende de qué significados atribu­
yamos a otros enunciados de la lengua nativa; de hecho, depende de qué sig­
nificados atribuyamos a la totalidad de los otros enunciados de la lengua nati­
va. Que un enunciado de la lengua nativa signifique que el sistema solar es
heliocéntrico o que signifique más bien que es geocéntrico depende también de
qué significado tengan otras expresiones de la lengua en cuestión. El signifi­
cado de una expresión depende del significado de todas las demás expresiones.
De ahí que, en la concepción del significado de Quine, el dogma fundaciona-
lista del empirismo (que el contenido de los enunciados se puede reducir uno
por uno a proposiciones empíricas) sea falso.

6. Las p aradojas de la indeterm inación

El holismo semántico es una tesis intuitivamente tan extravagante como la


indeterminación de la traducción o la inescrutabilidad de la referencia, tesis
estas con las que está lógicamente emparentado. Indicaremos para concluir el
capítulo algunos problemas que dificultan dar un sentido cabal a estas dos últi­
mas tesis, que por mor de facilitar la comprensión de las afirmaciones de Qui­
ne he tratado de soslayar en la exposición anterior.
Consideremos primero la tesis de la relatividad ontológica, o inescrutabi­
lidad de la referencia. Eí problema que quiero presentar es uno bien familiar.
Es bien conocida la paradoja del relativista (sea relativista en materia de eva­
luaciones estéticas o éticas, o en materia de qué es verdadero o falso); la para­
doja está en qué sentido dar a sus tesis, cuando éstas se aplican a sí mismas.
¿Es también “relativo” lo que sostiene el relativista? Si lo es, ¿por qué hemos
de creerlo? Y si no, ¿en virtud de qué lo es lo que dicen otros, pero no lo que
dice él?
Algo similar ocurre con la tesis quineana. Sostener que una propiedad apa­
rentemente absoluta es en realidad “relativa” implica admitir que, una vez la
relatividad ha sido hecha explícita, toda indeterminación desaparece. Por ejem­
plo, quien dice que el movimiento de un objeto no es absoluto, sino relativo a
un marco de referencia, está admitiendo que, fijado un marco de referencia, el
movimiento de algo relativamente a ese marco de referencia sí es absoluto.
Decir que la propiedad <J> (por ejemplo, ser el doble de alto, ser verdad que
hace frío , estar en movimiento o medir cinco) es “relativa” , indica que está
indeterminado si un objeto dado la tiene o no. Pero indica también que, una
vez fijado un término apropiado p para la relación, sí está determinado si un
objeto tiene o no la nueva propiedad, 0 respecto de p. Por ejemplo: ser el
doble de alto que Baltasar Gracián, ser verdad que hace frío respecto del esta­
do del sistema termroreceptor de Juan Pablo II el 31 de diciembre de 1992 a
las veinticuatro horas, estar en movimiento respecto del sistema solar o medir
cinco millas son todas ellas propiedades no relativas. Al menos, así es como
entendemos la expresión “ser relativo”.
En los párrafos precedentes hemos presentado la tesis de la relatividad
ontológica bajo este modo de entender la expresión. La idea era que la onto-
logía del nativo no es absoluta, sino relativa: si escogemos un manual para tra­
ducirle, su ontoíogía es una de objetos de tamaño medio; si escogemos otro,
su ontoíogía es una de fugaces estadios de objetos de tamaño medio, etc. Aho­
ra bien, este modo de hablar implica que, una vez fijado el manual de traduc­
ción, la ontoíogía relativa a él está completamente determinada; esto es lo que
se sigue de nuestra discusión sobre el significado de “ser relativo”. Pero esto
presupone que la ontoíogía del lenguaje del traductor sí está fijada, y es dife­
rente en cada caso; que las referencias de ‘conejo’, ‘estadio de conejo’, etc.,
están bien determinadas en español, y son diferentes. Esto presupone, en otras
palabras, que nuestra ontoíogía está bien determinada. ¿Puede Quine permitir­
se este supuesto?
Antes de responder a esta cuestión observemos que algo similar cabe decir
de la “indeterminación” de la traducción. Para hablar de indeterminación
—por ejemplo, de la indeterminación de un criterio para repartir caramelos
entre dos niños— debe haber una serie de diferentes alternativas posibles bien
determinadas entre las que el criterio no permite decidir de ningún modo satis­
factorio (“satisfactorio”, dados los fines al caso). El criterio indeterminado en
nuestro ejemplo puede ser “dos tercios para el de mayor edad, redondeando en
favor del menos perjudicado”; las alternativas, todos ios posibles modos de
dividir los caramelos existentes entre los dos niños; y la situación una en que
los dos niños tienen la misma edad. El criterio es entonces “indeterminado”,
porque no permite seleccionar alguna de las bien determinadas alternativas
posibles, ni siquiera aproximadamente. Otro ejemplo claro de indeterminación
lo suministra la infradeterminación de las hipótesis sobre lo no observable por
los datos empíricos disponibles (supuesto que la infradeterminación existe).
Aquí el criterio es: “selecciona la hipótesis compatible con los datos empíricos
disponibles”; las alternativas bien determinadas son las diferentes hipótesis, y
la indeterminación radica en que algunas de ellas, quizás algunas muy dife­
rentes entre sí, son compatibles con los mismos datos empíricos: el criterio no
permite seleccionar entre ellas. De nuevo, estas consideraciones se siguen del
modo en que entendemos la idea de indeterminación.
Y es entendiendo esa idea como usualmente lo hacemos que hemos pre­
sentado la tesis de la indeterminación de la traducción. El criterio es en este
caso el conjunto de las disposiciones lingüísticas; las alternativas bien deter­
minadas, los diferentes manuales de traducción, y la indeterminación consiste
en que el criterio no nos permite resolver cómo, de entre las diferentes y bien
determinadas posibilidades ofrecidas por el manual que traduce el enunciado
nativo p por ‘el sistema solar es geocéntrico’ y el que lo traduce por ‘el siste­
ma solar es copemicano’. Ahora bien, como las afirmaciones enfatizadas
mediante itálicas ponen de relieve, esto presupone que los significados de las
traducciones al español ofrecidas por cada uno de los manuales para cada una
de esas oraciones son distintos] que ‘hay un conejo aquf y ‘hay una suma de
partes no separadas de conejo aquí’ difieren en significado en español. No otra
cosa puede querer decir la repetida afirmación quineana, que hemos discutido
antes, de que las traducciones ofrecidas para una misma oración de la lengua
nativa por esos manuales alternativos igualmente compatibles con las disposi­
ciones lingüísticas que prueban la tesis de la indeterminación de la traducción
difieren “en sustancia”. Una vez más, ¿puede Quine permitirse este supuesto?
La pregunta, por supuesto, es en ambas ocasiones retórica: Quine no pue­
de permitirse ninguno de los dos supuestos mencionados, a propósito de la
relatividad ontológica y de la indeterminación de los significados. La excursión
a la jungla no era más que un artificio para construir una noción razonable de
significado; la noción así construida, que recogen los cuatro criterios a los que
llamamos conjuntamente “las disposiciones lingüísticas”, se aplica por igual a
las expresiones de la lengua nativa y a las expresiones castellanas. El resulta­
do es que la relatividad ontológica y la indeterminación de la traducción no son
problemas de nuestro antropólogo imaginario, sino que, como dice Quine,
empiezan en casa:

Nuestra ventaja cuando tratamos con un compatriota es que, con escasas des­
viaciones, la hipótesis de la traducción automática u homofónica ... cumple la
tarea. Si fuéramos retorcidos y agudos podríamos arruinar también esa hipóte­
sis y arbitrar otras hipótesis analíticas que atribuyeran a nuestro compatriota
opiniones inimaginadas, pese a recoger al mismo tiempo todas sus disposicio­
nes a la respuesta verbal a toda estimulación posible. El basarnos en la traduc­
ción radical de .lenguajes exóticos nos ha servido para presentar de un modo
vivo los factores; pero la lección principal que hay que aprender de todo esto
se refiere a la laxitud empírica de nuestras propias creencias.9

Si la tesis dé la indeterminación es correcta, debe haber manuales alterna­


tivos para el lenguaje nativo que la establecen; sean M, y M2 manuales tales.
Contrastemos ahora dos manuales de traducción del español al español. Uno
es el manual “homofónico”, que traduce cada expresión por ella misma. Otro
(el manual “perverso”) lo obtenemos a partir de M, y M2, de modo que, siem­
pre que a y b son dos oraciones españolas ofrecidas respectivamente por M, y
M2 como traducción de una misma oración nativa, en el manual perverso del
español al español b será la traducción de a, y viceversa. Es claro que puedo
utilizar tanto el manual homofónico como el perverso en mi interpretación de
lo que dice otro castellanoparlante, satisfaciendo en ambos casos todos los cri­
terios quineanos de aceptabilidad para traducciones. Por tanto, los significados
y la ontología de nuestros concofrades en la misma lengua materna están tan
indeterminados como los del nativo. Lo que es más: puedo utilizar tanto el
manual homofónico como el perverso en la traducción de mi idiolecto, satis­
faciendo en ambos casos todas mis disposiciones lingüísticas: si hay inescru­
tabilidad o indeterminación, mi propia ontología está indeterminada y es ines­
crutable.

9. Palabra y objeto, p. 91.


Resulta de ello que Quine no puede dotarse de los presupuestos :neces¿
dos para hablar de relatividad o de indeterminación. La tesis de la mdetermi^
nación de la traducción dice que hay manuales diferentes, compatibles' con
todas las disposiciones lingüísticas (no sólo las observadas, sino todas las posi­
bles), que traducen una misma oración del lenguaje a traducir por oraciones
del lenguaje al que se hace la traducción que son “completamente distintas”
“incompatibles” o incluso “diferentes en valor de verdad”; la de la inescruta­
bilidad, que estas traducciones diferentes pero igualmente compatibles con
todas las disposiciones lingüísticas pueden atribuir diferente referencia a los
términos del lenguaje nativo, y con ello una ontología diferente a su represen­
tación del mundo. El problema que acabamos de ver consiste en que Quine no
parece tener ningún modo de justificar que las traducciones ofrecidas por los
manuales alternativos son realmente diferentes entre sí, y con ello no puede
justificar que tenga sentido aquí hablar de “indeterminación” o “relatividad”
Este problema ha sido abundantemente discutido en la literatura generada
por Palabra y objeto. Una salida a la dificultad, a la que yo llamo ‘la formu­
lación cínica’, consiste en reformular la tesis de la indeterminación de este
modo: hay manuales diferentes, compatibles con todas las disposiciones lin­
güísticas (no sólo las observadas, sino todas las posibles), que traducen una
misma oración del lenguaje a traducir por oraciones del lenguaje a que se hace
la traducción que son aparentemente diferentes, incluso muy diferentes, en sig­
nificado; esas oraciones no difieren en realidad en significado, si ‘significado’
se entiende de un modo “serio”; esto es, si el significado de una expresión está
constituido por las disposiciones quineanas a la conducta lingüística asociadas
con ella, tal y como las determinaría un traductor radical apropiado. La “for­
mulación cínica” de la tesis de la inescrutabilidad puede inferirse de ésta.
Esta formulación evita el problema, porque consiste simplemente en admi­
tir que no hay indeterminación ni relatividad alguna, en los sentidos estrictos
que esos términos tienen. La indeterminación y la relatividad es sólo aparente.
La formulación ciertamente no le quita ni un ápice de su fuerza crítica, de su
escepticismo sobre los significados, a las tesis de Quine; antes bien, las radi­
caliza aún más. Se sigue de ella que, por ejemplo, las traducciones ofrecidas
por cada uno de los manuales M p M2. y Mr para a, (así como las ofreci­
das para C2 y tf3, respectivamente) significan en realidad lo mismo. Se sigue
de ella que dos oraciones teóricas que tengan las mismas consecuencias empí­
ricas, como puedan ser ‘el sistema solar es copemicano’ y ‘el sistema solar es
ptoíemaico’ significan en realidad lo misino. Se sigue que no hay ninguna dife­
rencia real entre tener una ontología de conejos, una de estadios de conejos o
una carente por completo de objetos, en el sentido usual. No es sólo por este
escepticismo sobre los significados, sin embargo, que la tesis de Quine es en
esta formulación cínica, sino porque no hay en realidad indeterminación ni
relatividad: la presunta indeterminación es en ambos casos sólo aparente, pro­
ducida por unos criterios (mentalistas) de identidad y diferencia de significa­
dos que se basan en meros prejuicios (el “mito del museo”). Referirse a las
tesis como la indeterminación de la traducción y la relatividad ontológica
resulta entonces un tanto cínico: aparta de nuestro foco de atención el carácter
radicalmente escéptico de su verdadero alcance.
Quine no es insensible a las dificultades que hemos discutido; algunas de
las afirmaciones que hace cuando las considera hacen pensar que su propia
salida a ellas es esta “formulación.cínica”. Así, por ejemplo, encontramos este
pasaje en Palabra y objeto:

[...] puede afirmarse que dos sistemas de hipótesis analíticas son globalmente
equivalentes, mientras no haya comportamiento lingüístico que las diferencia;
y que si ofrecen traducciones al español aparentemente discrepantes, es que el
aparente conflicto lo es sólo entre partes vistas fuera de contexto. Esta expli­
cación es bastante digna de fe, dejando a un lado la ligereza con que trata el
tema de la significación; y ayuda, por otra parte, a formular el principio de la
indeterminación de la traducción de un modo que choque menos y parezca
menos paradójico. Cuando dos sistemas de hipótesis analíticas satisfacen y
recogen la totalidad de las disposiciones lingüísticas con la misma perfección
y, sin embargo, entran en conflicto en sus traducciones de ciertas sentencias,
entonces el conflicto lo es precisamente entre partes vistas sin los todos. El
principio de la indeterminación de la traducción debe tenerse en cuenta preci­
samente porque la traducción procede poco a poco, y las sentencias se conci­
ben aisladamente portadoras de significación.10

Con grandes rodeos — que parecen concebidos para no hacerlo explí­


citamente— , Quine parece estar aceptando aquí la “formulación cínica”.
Teniendo en cuenta el holismo que caracteriza su concepción de los signi­
ficados, parece estar admitiendo aquí que no hay diferencia alguna de “sus­
tancia” entre ‘hay un conejo aquí’ y ‘hay una suma de partes no separadas
de conejo aquí’, ni entre enunciados teóricos empíricamente equivalentes.
Se lamenta de que el objetor “toma a la ligera el tema de la significación”,
lamento que supongo lo justifica el que a juicio de .Quine el objetor olvida
mencionar cuán arraigados están en nosotros los prejuicios m entalistas que
nos harían decir (a la ligera) que oraciones así difieren en significado. Pero
Quine concede lo esencial de la objeción, que es tanto como admitir que la
indeterminación es sólo aparente. Eso sí, con una cierta reluctancia; pues
explica que aceptar la sustancia de la objeción “hace el principio de la inde­
terminación menos paradójico”, cuando lo que se hace en realidad es eli­
minar toda indeterminación real, y dejar sólo una tesis sobre lo engañosas
que son las apariencias en cuanto a las identidades y diferencias de signi­
ficado.
La “formulación cínica” es también hasta cierto punto compatible con
una tesis muy cara a Quine, a saber, que no se debe confundir la indeter­
minación de la traducción con la infradeterminación de las teorías científi­
cas por lo observable. Esta última representa una limitación epistem ológi-

10. Palabra y objeto, pp. 91-92. En este caso, he modificado ligeramente la traducción castellana.
ca: hay hechos eñ virtud de los cuales el sistema solar es ptolémaido :ó
copemicano (admitamos una vez más, en contra de lo que es el casc> que
éste es un buen ejemplo de infradeterminación), pero los datos empíricos
accesibles a los seres humanos nunca nos permitirá saber cuál es la verdadí
La indeterminación de la traducción no representa una limitación del mis­
mo tipo, insiste Quine; no expresa límites epistémicos, sino límites ónticos;
No es que haya hechos en virtud de los cuales el nativo quiere decir con
un término conejo o más bien partes no separadas de conejo, o con una
oración que el mundo es geocéntrico o más bien que es copemicano, aun­
que las limitaciones epistémicas del lingüista no van a permitirle nunca
saber cuál es la verdad. Admitir esto sería conceder al mentalista sus pre­
juicios. Sería conceder que los cuatro criterios representativos de las “dis­
posiciones lingüísticas” no agotan todo lo relativo a los significados; con­
ceder, en definitiva, que los significados son algo más que las disposicio­
nes lingüísticas. Esto es algo que Quine no puede admitir; el siguiente
texto zanja la cuestión:

El lenguaje es un arte social que todos adquirimos con la única evidencia de la


conducta manifiesta de otras gentes en circunstancias públicamente reconoci­
bles. [...] La semántica está viciada por un mentalismo pernicioso en la medi­
da en que consideramos la semántica de un hombre como algo determinado en
su mente más allá de lo que puede estar implícito en sus disposiciones a la con­
ducta manifiesta. [...] Para el naturalismo, la cuestión de si dos expresiones son
semejantes o desemejantes en significado no tiene respuesta determinada, cono­
cida o desconocida, salvo hasta donde la respuesta pueda resolverse en princi­
pio a partir de las disposiciones lingüísticas, conocidas o desconocidas, de la
gente.11

En el caso de la indeterminación, a diferencia del caso de la infradetermi­


nación, “there are no facts of the matter”: no hay hechos relevantes que per­
mitirían decidir la cuestión de cuál manual es verdadero. Pero esto es justa­
mente lo que la “formulación cínica” dice, a saber, que las presuntas diferen­
cias semánticas entre las traducciones ofrecidas por manuales compatibles con
todas las disposiciones lingüísticas son meramente aparentes, es decir, inexis­
tentes en realidad; que todos ellos son igualmente verdaderos en tanto que
manuales de traducción, que recogen igualmente bien todo lo que repecto
de los significados de las expresiones del lenguaje a traducir era necesario
recoger.
Pese a estas concordancias, es claro que la “formulación cínica” no res­
ponde a las intenciones explícitas de Quine. Este hace afirmaciones del
siguiente tenor: “Estoy convencido de que existen manuales de traducción
alternativos, incompatibles entre s í” No aparentemente incompatibles, sino

11. “La relatividad ontológica”, pp. 43-46.


incompatibles. Y las hace en muchos lugares. ¿Existe alguna otra interpreta­
ción coherente de las tesis de Quine?
La verdad es que no queda mucho espacio para la maniobra. Sean M r y
M2 manuales que prueban la tesis de la indeterminación o la tesis de la ines-
crutabilidad: manuales diferentes, compatibles con todas las disposiciones lin­
güísticas, que traducen una misma oración del lenguaje a traducir, a , por ora­
ciones del lenguaje ai que se hace la traducción, respectivamente p, y p2. Por
un lado, p¡ y p2 no pueden diferir en significado “serio”: la indeterminación
comienza en casa. Por otro, pueden diferir en la ontoíogía que presuponen o
incluso en.su; valor de verdad. Cualquier interpretación debe moverse entre
estas dos tesis quineanas; la primera es irrenunciable, pues se sigue del natu­
ralismo conductista esencial en su concepción de los significados. La segunda
es la que:nos permitiría hablar de una cierta indeterminación o relatividad real,
no: meramente aparente. Pero ¿cómo pueden compaginarse? En el sentido
intuitivo de los términos ‘significado’, ‘verdad’ y ‘referencia’, dos oraciones
que signifiquen lo mismo no pueden ser una verdadera y otra falsa, o hablar
de distintas cosas.
A mi juicio, es preciso pensar que Quine está contemplando un sentido de
‘significado’ más fino -—pero no inaceptablemente “mentalista”— qué el “sig­
nificado estimulativo” capturado por los criterios (i)-(iv), de tal modo que pue­
de háfcer oraciones diferentes (diferentes qita expresiones) que estimulativa­
mente-/significan^ lo mismo, pero no significan lo mismo en este otro sentido
más fino. Este otro significado, relativamente al cual se predica el valor de ver­
daddebías oraciones y la materia de que tratan, estaría para Quine más en fun­
ción de;las palabras que se usan en ellas, que de los significados estimulati­
vos de esas palabras. Tales significados no sobrevienen a los significados esti­
mulativos (pues, si lo hicieran, todas las expresiones con el mismo significado
tendrían la misma referencia), sino a algo adicional: la manera particular en
que los significados estimulativos se expresan. La verdad y la falsedad tienen
así más que ver para Quine con las oraciones específicas que se aceptan como
verdaderas y las que no que con la naturaleza objetiva del mundo; el tratar de
conejos o de estadios de conejos (el “esquema conceptual”) es más una cues­
tión de usar la palabra 1conejo’ o la palabra ‘estadio de conejo’ en ciertas
posiciones sintácticas que, de nuevo, de cómo sea el mundo. Y puede com­
probarse que así es examinando los puntos de vista de Quine sobre el concep­
to de verdad o sobre el “compromiso ontológico”.
No proseguiremos aquí, sin embargo, la elaboración detallada de esta
interpretación alternativa, pues nos alejaría demasiado de nuestras presentes
preocupaciones. Por lo demás, aunque lo que así obtendríamos tendría la
virtud de reconciliar mejor que la “formulación cínica” las afirmaciones
indeterministas y relativistas de Quine con sus contenidos intuitivos, el
escepticismo resultante sobre las identidades y diferencias de significados
sería el mismo que el resultante de la “formulación cínica”; acrecentado, si
cabe, por un escepticismo adicional respecto de las nociones de verdad y
referencia.
7. Sum ario y consejos p a ra seguir leyendo

En este capítulo hemos presentado una propuesta filosófica cercana a la de


las Investigaciones Filosóficas examinada en el precedente. El argumento de
Quine contra las concepciones mentalistas es menos directo que el de-Witt­
genstein, pero es igualmente efectivo. Si esas concepciones fuesen correctas,
debería ser posible ofrecer una distinción cualitativa y absoluta entre analítico
y sintético; sin embargo, ninguna propuesta conocida permite atisbar la natu­
raleza de una distinción tal (§ 2). Una de las afirmaciones centrales del empi­
rismo tradicional, pues, se revela así un dogma (§ 1). También parece serlo la
otra, la tesis de que es posible reducir todos los enunciados, uno a uno, a enun­
ciados sobre la experiencia inmediata. Un empirismo sin dogmas es, así, un
tipo de proyectivismo que no pretende reducir cada afirmación no empírica a
afirmaciones empíricas, y que no acepta que exista una diferencia cualitativa
entre verdades “a priori” o “en virtud del significado” y verdades fácticas. Sólo
hay una distinción entre verdades más centrales y verdades más periféricas; es
una distinción gradual, y una que se modifica conforme avanza el conoci­
miento. Las verdades que interesan a los filósofos se encuentran entre las pri­
meras, y no existe razón alguna por la que su justificación no dependa de resul­
tados científicos: en esto consiste la naturalización de la epistemología que
propone Quine (§ 3 ).
Como en el caso de Wittgenstein, el abandono de las formas tradicio­
nales de intemismo no conlleva en Quine el abandono de las tesis filosófi­
cas centrales asociadas al intemismo, como el verificacionismo y el consi­
guiente antirrealismo. La concepción de los significados de Quine es tan
provinciana y antirrealista como lo es la del segundo Wittgenstein, lo que se
pone de manifiesto en su caracterización de las circunstancias de la traduc­
ción radical (§ 4). Las tesis de la inescrutabilidad de la referencia y de la
indeterminación de la traducción (§ 5), una vez interpretadas de manera que
se resuelva la paradoja en ellas contenida (§ 6), ponen de manifiesto ese
carácter antirrealista de la concepción quineana del significado. Quine ju s­
tifica su conductismo sobre el significado mediante el argumento de que
aprendemos el lenguaje observando la conducta de otros, y mediante la
corrección de nuestra conducta lingüística que los otros llevan a cabo. Inclu­
so si ello fuese así, no parece que se habrían de seguir las consecuencias que
Quine quiere; pues no parece seguirse de ello que todos los significados
posibles han de ser aprendibles por nosotros. Además, Chomsky y sus segui­
dores han dado serias razones para pensar que lo que podemos observar en
la conducta lingüística de los demás, y en la corrección de nuestra propia
conducta por lo demás, no es, ni mucho menos, todo lo que nos permite
aprender el lenguaje.
Una buena aproximación a los puntos de vista de Quine que hemos
presentado en este capítulo la ofrecen los artículos “Dos dogmas del empi­
rismo” y “Significado y traducción”, ambos en la recopilación de Valdés.
Adicionalmente, puede leerse Palabra y Objeto, caps. 1 y 2; W. V. O. Qui­
ne, “La epistemología naturalizada” y “La relatividad ontológica”, ambos
en La relatividad ontológica y otros ensayos; W. V. O. Quine, Las raíces
de la referencia. El libro de S. Pinker, The Language Instinct, sintetiza de
manera excelente las razones de Chomsky a que me he referido en el párra­
fo anterior.
C a p í t u l o XIII

ELEMENTOS DE PRAGMÁTICA

En este capítulo y el próximo ofreceremos lo que podríamos considerar


una “síntesis” de las “tesis” y “antítesis” sobre la naturaleza del lenguaje y la
relación entre lenguaje y pensamiento constituidas, respectivamente, por las
propuestas mentalistas de Locke y el primer Wittgenstein, por un lado, y la
concepción conductista del segundo Wittgenstein y de Quine, por otro.
Lo que se espera de una “síntesis” de dos puntos de vista teóricos contra­
puestos es que recoja las virtudes explicativas de cada uno de ellos sin susci­
tar las mismas dificultades. La mayor virtud explicativa de la concepción men­
talista es que da cuenta de la dependencia ontológica del lenguaje respecto del
pensamiento tal y como se percibe intuitivamente; particularmente, de la
dependencia de la más notable característica del lenguaje, a saber, su intencio­
nalidad, su capacidad para representar el mundo como siendo de un cierto
modo, respecto de la similar característica de los pensamientos, esto es, res­
pecto de la intencionalidad de los pensamientos. La mayor virtud explicativa
del conductismo lógico de Quine y Wittgenstein está en vincular con­
ceptualmente esta característica del lenguaje y del pensamiento, la capacidad
de representar o intencionalidad, con su papel respectivo en la explicación de
la acción racional — la conducta característicamente humana— . El defecto más
notorio de la concepción mentalista es el que pone de manifiesto el argumen­
to contra los lenguajes privados del segundo Wittgenstein: una concepción
mentalista no nos permite acomodar el carácter normativo de las propiedades
intencionales, el hecho de que parece estar esencialmente asociada con la pose­
sión de tales propiedades la posibilidad de trazar una cierta distinción entre
corrección e incorrección. El de la concepción conductista, por otro lado, es el
antirrealismo en la atribución de propiedades intencionales consiguiente a la
propuesta conductista, que pone de manifiesto el argumento de Quine exami­
nado en el capítulo anterior. Una síntesis, por tanto, debe acomodar esas vir­
tudes teóricas y superarlos defectos de ambas teorías. j íí
La exposición de las ideas de una serie de filósofos que en la década de
los cincuenta elaboraron en la universidad de Oxford una filosofía ;en buena
medida opuesta a la filosofía practicada en Cambridge por Wittgenstein será el
hilo conductor para la presentación de esa “síntesis”. La filosofía en cuestión,
a la que se dio en llamar “filosofía del lenguaje ordinario”, presenta importan­
tes parecidos de familia con la filosofía de Wittgenstein, pero los parecidos no
deben ocultar las diferencias. Los integrantes más influyentes de esta tradición,
Peter Strawson, Paul Grice y John Austin, así como sus continuadores más
recientes, Gareth Evans y Christopher Peacocke, no tienen ningún comedi­
miento conductista en la invocación de complejos estados mentales en sus
explicaciones. De hecho, no creo que ni el principal personaje en este capítulo,
Grice, ni ninguno de los otros cuatro mencionados, se sintiera en absoluto feliz
como representante de una “síntesis” entre mentalismo cartesiano y conductis-
mo quineano. Grice está mucho más próximo a la primera tradición que a la
segunda. Su ubicación en el decurso del argumento de este trabajo debe tomar­
se como una más de las licencias que su autor se permite en la elección y dis­
tribución del material.
Este primer capítulo de los dos con el objetivo indicado se centrará en la
exposición de algunas ideas importantes de pragmática, y de teoría de la acción
en general; en ^1 próximo expondremos el llamado “programa de Grice”.

1: L a acción racional

La idea común a Grice y Austin es explicar la intencionalidad lingüística


:—la noción de signo con significado— en el marco más general de una teoría
de la acción racional; como veremos, para ambos un signo es un elemento
necesario para el ejercicio de un cierto tipo de acciones racionales. Empezare­
mos, por consiguiente, introduciendo el concepto de acción racional, en un
marco conceptual ya alejado del conductismo de Quine y Wittgenstein. El aná^
lisis que aquí ofrecemos de este concepto está tomado de una propuesta algo
posterior a los primeros artículos en ^ae Grice y Austin expusieron sus ideas,
a saber, la defendida por Donald Davidson en su célebre artículo “Acciones,
razones y causas”.
Las acciones son acaecimientos (III, § 2), aunque hay acaecimientos que
no son acciones (la caída de un rayo). Para indicar qué es lo que distingue a
los acaecimientos que sí son acciones de los que no, nos centraremos en lo que
consideraremos acciones básicas, que son movimientos corporales. La mayor
parte de lo que consideramos acciones racionales (como escribir un texto
—digamos una secuencia ‘e*, {s \ V — sobre un teclado, atarse los cordones
de los zapatos) son mucho más que meros movimientos corporales: el detalle
de los movimientos corporales específicos involucrados en acciones como esas
es menos importante en la caracterización escogida que el resultado de esos
movimientos corporales (la secuencia de teclas oprimidas). Cuando elegimos
una caracterización de las acciones como la indicada, estamos menos interesa­
dos en los específicos movimientos corporales que en un resultado, que bien
podría haber sido el resultado de movimientos corporales de muy diversos
tipos. (Compárese a un mecanógrafo profesional escribiendo esa secuencia con
alguien que sólo utiliza un dedo de cada mano: ambos, no obstante las dife­
rencias, están escribiendo la secuencia ‘e \. ‘s \ 4o’ en un teclado.) Y ocurre así
en la mayoría de las ocasiones {tocar “para Elisa” al piano, ir al cine Verdi,
matar a Kennedy). Sin embargo, hay buenas razones para considerar a los
movimientos corporales como las acciones racionales más básicas, y para con­
centrarse en su estudio. Parafraseando a Davidson, podríamos decir que todo
lo que nosotros hacemos es mover nuestro cuerpo; lo demás queda al arbitrio
del mundo.
No todos los movimientos corporales son acciones racionales; algunos
son simplemente “cosas que nos pasan”, no cosas que hacemos. ¿Cuál es la
diferencia, conceptualmente hablando, entre unos y otros? Mientras estamos
tomando un aperitivo en un café, la parte inferior de la pierna de la persona
a nuestro lado se levanta hacia arriba, golpeándonos. ¿Es un “mero reflejo”,
algo que le ha pasado, o es más bien algo que ha hechol ¿Cuál es la diferen­
cia entre el que sea una cosa o el que sea más bien la otra? Querríamos decir
que, si fuese un reflejo, las causas del movimiento serían neuroñsiológicas,
Pero esto no sirve, porque, presumiblemente, las causas del movimiento,
supuesto que sea una acción y no un mero reflejo, también son neurofisioló-
gicas. Incluso si la persona ha decidido de manera plenamente consciente
levantar la parte inferior de su pierna, si trazamos hacia atrás la cadena cau­
sal que lleva al movimiento de la pierna a buen seguro que encontraremos en
su origen estados neurológicos. Lo que habríamos de decir, más bien, es que
si fuese un reflejo, las causas serían puramente o meramente neurofisiológi-
cas. Esto indica que los movimientos corporales que son acciones se diferen­
cian de los que son “meros reflejos” en que los primeros tienen causas que no
son sólo neuroñsiológicas.
Esto es justamente lo que propone Davidson. Una acción racional es un
movimiento corporal cuyas causas son ciertos estados mentales del individuo
que las lleva a cabo; simplificando, ciertas creencias y ciertos deseos suyos.
El movimiento corporal de mi vecino en la cafetería sería una acción suya si
entre sus causas estuviesen, por ejemplo, el deseo de golpear con su pierna
mi cuerpo y la creencia de que moviendo su pierna de tal y cual modo con­
seguirá golpear con ella mi cuerpo. Si el movimiento corporal es un reflejo,
no cabe pedir cuentas al agente: entre los factores causales del movimiento
corporal no hay estados mentales del agente — tales como intenciones, dese­
os, juicios, etc.— , sólo estados físicos. Si es una acción, entre sus factores
causales sí hay estados mentales (haya o no, además, estados físicos). De ahí
que, en tal caso, se pueda pedir cuentas al sujeto, o quepa preguntarse qué
quiere conseguir, etc.
La propuesta de Davidson tiene dos elementos esenciales. En primer lugar,
las creencias y los deseos deben racionalizar el movimiento corporal, deben
hacerlo inteligible. Típicamente, tal cosa se consigue a la manera del ejemplo
anterior. Entre los estados mentales que producen el movimiento corporal, los
hay al menos de dos tipos: uno de la variedad de las creencias, los juicios, etc.,
y otro de la variedad de las intenciones, los deseos, etc. El deseo concierne a
un estado que el agente espera alcanzar, a un fin suyo, frecuentemente un esta­
do que no se produciría si no mediase su acción; y la creencia concierne a la
existencia de una relación de medio a fin entre el movimiento corporal causado
y el objetivo perseguido. El segundo elemento crucial de la propuesta de
Davidson es que las creencias y los deseos causan la acción (el movimiento
corporal), usando la palabra ‘causar* en el mismo sentido en que la usamos
cuando decimos que el impacto de un meteorito causó la desaparición de los
dinosaurios, o que la interposición de la vaca en la carretera causó el acci­
dente.
Este segundo elemento del análisis de Davidson es el más controvertido,
pero también es el que lo hace particularmente plausible. Consideremos las
réplicas que el defensor del análisis daría a algunas posibles objeciones y tam­
bién algunas razones en su favor, para apreciar su fuerza. Esta es una primera
objeción. Indicamos anteriormente que los movimientos corporales que son
acciones también tienen, presumiblemente, causas neurofisiológicas. ¿No es
entonces postular demasiadas causas decir que, para ser acciones, los movi­
mientos corporales “además” tienen causas mentales, creencias y deseos del
agente? Para responder a esta pregunta podemos empezar observando que esta
pluralidad de causas está presente en la mayoría de nuestras explicaciones cau­
sales (V, § 6). Decimos que la causa del síndrome tóxico, en quienes lo pade­
cieron, fue la ingestión de aceite de colza desnaturalizado, pero pensamos que
la causa en cuestión puede describirse también en otros términos, por ejemplo
describiendo en términos químicos la naturaleza del proceso consistente en la
ingestión del aceite por el cuerpo humano, etc. Decimos que la granizada
causó la destrucción de la cosecha, pero no por eso dejamos de creer que la cau-
sa de la destrucción de la cosecha pueda describirse también sin utilizar para
nada vocabulario meteorológico, en términos simplemente de cómo determina­
das partículas (cada pieza de granizo, o incluso siis componentes químicos) con
cierta masa y cierta velocidad afectan a cada una de las plantas. La respuesta a
la objeción es por tanto de este tipo: cualquiera que sea la justificación filosó­
fica para creer en lo que más arriba denominamos fisicismo (V, § 6) — a saber,
que las mismas causas que pueden describirse en términos ordinarios, macros­
cópicos, en términos de ingestiones de un aceite sometido a tales y cuales proce­
sos, de granizadas, etc., pueden describirse también en términos más “científi­
cos”— se aplica al caso de la causación de los movimientos corporales que son
acciones por creencias y deseos. Igual que las ingestiones de aceite pueden des­
cribirse también en términos “más básicos”, como interacciones químicas, las
creencias y los deseos pueden describirse en términos neurofisiológicos. (Y la
descripción neurofisiológica, por otro lado, no tiene tampoco por qué ser última:
puede haber una descripción LtoquímicaN“más fundamental”, etc.)1
Una segunda objeción* proviene de algunos discípulos de Wittgenstein
(Anscombe y von Wright son los más conocidos a este respecto). Ellos sostie­

1. N o podemos examinar aquí la relación entre esta forma de materialismo y el problema cuerpo-mentó.
nen, siguiendo a su maestro, que la relación entre creencias y deseos, por un
lado, y la acción, por otro, no puede ser la relación causal; para los seguidores
de Wittgenstein, la relación entre los estados mentales y la acción es mera­
mente definicional, no causal. Es aquí que reside la principal disparidad entre
una concepción conductista de los estados mentales y una que no lo es Los
wittgensteinianos invocan en defensa de su tesis una idea de Hume. Hume
escribió que en una genuina relación causal, la causa y el efecto han de ser
“existencias distintas”, queriendo decir con ello que la relación entre la causa
y el efecto tiene que ser tal que “podría no haberse dado”: la causa podría
haber existido sin el efecto (y viceversa). Causa y efecto deben ser cognosci­
tivamente independientes.
Y parece intuitivamente razonable que ello es así; intuitivamente, el fin del
martes no causa el comienzo del miércoles, ni la muerte de Sócrates la viude­
dad de Xantipa, pues la relación entre las presuntas causas y efectos en ambos
casos es conceptual y no empírica: necesariamente (con la necesidad de lo con­
ceptualmente necesario), el fin del martes no puede existir sin el comienzo del
miércoles, ni la muerte de Sócrates sin el enviudamiento de Xantipa. La exis­
tencia de la relación causal entre la ingestión del aceite y el síndrome nos per­
mite aseverar de un cierto individuo que de hecho contrajo el síndrome que, si
no hubiese ingerido el aceite, no habría contraído el síndrome; pero la justifi­
cación de esta afirmación modal es una relación contingente entre la ingestión
del aceite y el síndrome. Muy de otro tipo es la relación que entre la muerte
de Sócrates y la viudedad de Xantipa que nos permite decir que si Sócrates no
hubiese muerto, Xantipa no habría enviudado: aquí la relación es puramente
conceptual. Lo que queremos decir es, simplemente, que si Sócrates no hubie­
se muerto, el concepto ser viuda no se aplicaría a Xantipa, pues viuda signifi­
ca mujer cuyo marido ha muerto. El argumento de los discípulos de Wittgens­
tein es que la relación entre el movimiento corporal y las creencias y deseos
que lo racionalizan es igualmente conceptual. Y, ciertamente, así parece serlo;
pues tenemos un cierto movimiento corporal a racionalizar, <E>, y la raciona­
lización consiste básicamente en indicar que el agente quiere $ y cree que O
es un medio para t3. Parece que la única razón por la que sería verdad que si
no hubiese querido $ y creído que O es un medio para $ no habría hecho O
es que si no hubiese llevado a cabo esta acción no habríamos descrito sus esta­
dos mentales de ese modo.
La fuerza de esta objeción desaparece cuando se adopta en lugar de la con­
cepción conductista de la mente la concepción funcionalista. Recordemos el
célebre sarcasmo de Moliere sobre la virtualidad explicativa de las explicacio­
nes causales de los aristotélicos, según las cuales la píldora causa el adorme­
cimiento de quien la toma porque tiene “virtus dormitiva”, poder para dormir.
La gracia parece estar en que una explicación de este tipo no sería una expli­
cación causal genuina, precisamente por la razón discutida anteriormente: la
relación entre la propiedad que supuestamente explica lo sucedido, tener vir­
tus dormitiva, y las características a explicar, la somnolencia del paciente, sería
conceptual, necesaria y no contingente.
Desde una concepción funcionalista de las disposiciones, el carácter c o n ­
ceptual de la relación es compatible con su contingencia. La propiedad de tener
virtus dormitiva es una propiedad disposicional, una propiedad definida por:
sus efectos en ciertas circunstancias observables (V, §2). Ahora bien, las dis^
posiciones pueden entenderse no en el sentido humeano, sino en el sentido rea*
lista (XII, § 3). Así entendidas, decir que la píldora tiene virtus dormitiva es;
decir que la píldora tiene una cierta propiedad, descriptible probablemente en;
términos más básicos, a saber, una cierta “constitución interna”, que, en cir­
cunstancias normales, causa somnolencia. Y explicar el hecho de que en un;
cierto caso particular haya producido somnolencia atribuyéndolo a la virtud
dormitiva de la píldora es entonces decir algo que podría ser falso: a saber, qué*
esas píldoras tienen una estructura interna que causa somnolencia, y que en
este caso particular esa estructura interna es responsable de la somnolencia.'
explicada. Así entendida, la posesión de virtus dormitiva por la pastilla es com-:
patible con que no se hubiera producido, en este caso particular, la somnolen-:;
cia. La explicación es poco informativa, porque los términos en que describid
mos la propiedad causalmente responsable no nos dicen cómo se produce, el?
efecto, sólo lo asimilan a otros casos en que se produce un efecto similar. Pero;
no es conceptualmente verdadera, precisamente en virtud de su generalidad: :lar
propiedad no está definida en términos de la somnolencia que produce en el:
caso particular a explicar, sino de la somnolencia que produce generalmentey?
cuando se dan las, condiciones cceteris paribus relevantes.
La misma defensa podemos hacer de la propuesta de Davidson frente a la
objeción de inspiración wittgensteiniana. Decir que el deseo de 1} y la opinión
de que <$> es un medio para $ causaron la acción es informativo, contingen*
te y no conceptual, si entendemos que lo que estamos diciendo es que (i).esqs
deseos y opiniones admiten también otras .descripciones más “básicas”,, que
ahora somos quizás incapaces de ofrecer, que (ii) bajo estas descripciones, en
condiciones normales, explican causalmente la producción de movimientos
corporales de ese tipo, y que (iii), de hecho, en este caso, esas propiedades des­
critas en otros términos son ahora causalmente responsables del movimiento^
Y es perfectamente posible que el individuo hubiese tenido esas creencias y
deseos (es decir, esas propiedades quizás neurofisiológicas que típicamente
producen ese movimiento corporal) sin que en este caso tales propiedades
hubiesen producido su efecto habitual, por las razones que fuese. Vistas así las
cosas, la existencia de otras descripciones (por ejemplo, neurofisiológicas) de
las propiedades causalmente relevantes, que discutimos anteriormente como un
posible problema del análisis davidsoniano, constituye más bien un elemento
necesario para su defensa.
Por último, podemos defender directamente el análisis justificando la
necesidad del elemento causal. Davidson lo hace con un ejemplo que se ha uti­
lizado frecuentemente. El siguiente parece un escenario perfectamente posible:
dos alpinistas escalan una pared; uno cae, quedando pendiente de la sujeción
del otro. Éste tiene serios motivos para odiar al hombre cuya vida depende en
ese momento de él, imagine el lector los que quiera; por su cabeza pasan ine­
vitables el deseo de la muerte del odiado rival, y la certera.creencia de que bas­
taría soltar un instante la cuerda para que la muerte fuese un hecho. La fuerza
invisible de la constricción moral, sin embargo, nunca le permitiría abrir la
mano; mas, fatigado, la mano se abre exactamente como se hubiese abierto si
se hubiese tratado de una acción racional producida por las oscuras intencio­
nes antes descritas, provocando así la muerte del desafortunado alpinista.
Intuitivamente, está claro que, si la situación fue como la acabamos de
describir, el movimiento de la mano liberando la sujeción de los dos escalado­
res no es una acción racional del sujeto, sino algo “que le pasa”; sin embargo,
no sólo se trata de un movimiento corporal racionalizare mediante el deseo de
la muerte del rival y la creencia de que abriendo la mano, así produciría la
muerte, sino que, de hecho, el sujeto tenía tal deseo y tal opinión un momen­
to antes de producirse el movimiento. La única razón por la que el movimien­
to corporal no es en este caso una acción, como intuitivamente creemos que no
es, tiene que ser que la opinión y el deseo no “operaron” en su producción, que
quedaron “inactivos” en el trasfondo de su mente. Pero “operar” aquí es otro
modo de decir “causar”.2

En adelante, pues, convendremos en dar por supuesto el análisis de la acción


racional de Davidson: una acción racional es, en los casos básicos, un movi­
miento corporal causado por creencias y deseos del sujeto que lo racionalizan.

Antes de proseguir hemos de anotar rápidamente dos observaciones. Si


examinamos nuestras explicaciones cotidianas de acciones racionales, no
observaremos casi nunca el desglose en creencias y deseos característico del
análisis davidsoniano. ¿Por qué mueve Sergi de ese modo el zapato? Porque
quiere hacer salir una piedra del zapato. Sólo mencionamos el deseo, en este
caso. En otros, sólo mencionamos la creencia. ¿Por qué mueve Víctor de ese
modo el brazo? Porque cree que así enviará 1a pelota lejos del alcance de su
rival. En otros mencionamos algo aún más distantemente relacionado con las
creencias y deseos que podrían racionalizar directamente la acción. ¿Por qué
apretó Pau el gatillo? Porque quiere ser catedrático. La observación es que todo
esto no constituye una objeción contra el análisis de Davidson, sino sólo una
muestra de nuestra economía expresiva. Conceptualmente hablando, en la
explicación de toda acción deben intervenir, necesariamente, al menos una
actitud de la variedad de las creencias y al menos una de la variedad de los

2. Una cierta variación sobre el ejemplo muestra también que “causar” en el análisis debe ser complementa­
do. Porque el ejemplo podna ser consuuido de m odo que es precisamente el descubrirse a sí mismo capaz de alber­
gar tales deseos y conjeturas lo que causa un cien o trastorno psíquico inomentá/ieo en el sujeto, trastorno que causa
compulsivamente la fatal liberación de la sujeción. En este escenario. la creencia y el deseo causan el movimiento
corporal — y sin duda lo racionalizan, com o antes— , pero el movimiento corporal no es tampoco una acción, sin o ;.de
nuevo, algo que al sujeto “le pasa". Está claro cóm o se debe enmendar el análisis: hay que decir que. en las genuinas
acciones, las creencias y deseos que las racionalizan deben causarlas “directamente" o “a través de una cadena cau­
sal no desviada"; pero explicar ulteriormente estos términos se ha revelado difícil.
deseos; y, en último término, las creencias deben hacer mención de la virtua-
lidad de los movimientos corporales para el fin propuesto. Mi deseo de beber
agua, por sí solo, no explica que me levante y me dirija a la nevera. Podría
tener ese deseo, tan acuciante como se quiera, y aun así seguiría escribiendo,
si no tuviese también la creencia de que hay agua en la nevera (y la de que
moviendo mi cuerpo de ciertos modos alcanzaré la nevera). Mi creencia de que
hay agua en la nevera, por otro lado, tampoco explica por sí sola que me diri­
ja a la nevera; tener esa creencia sería perfectamente compatible con mi inmo­
vilidad, si careciese del deseo de beber agua.
La segunda advertencia es que “deseo” y “creencia” se utilizan como abre­
viaturas de las dos grandes categorías en que encontramos conveniente clasifi­
car los estados mentales. La tradición y la facilidad mnemotécnica nos llevan
a ello, pero sería seguramente menos dado a engaño utilizar términos técnicos,
tales como “estados conativos” en lugar de deseos y “estados doxásticos” para
hablar de creencias. Pues, en el uso cotidiano, los deseos son simplemente uno
más de los diferentes tipos de estados que motivan la acción, junto a intencio­
nes, propósitos', obligaciones, impulsos, apetencias, caprichos, etc. Y lo mismo
con las creencias: en el uso cotidiano de la expresión, son sólo uno más de los
estados que, en virtud de su capacidad representacional, causan la acción, jun­
to a recuerdos, saberes, convicciones, conjeturas, juicios, percepciones, visio­
nes, certidumbres, etc. Cualquier explicación medianamente sutil de una acción
racional requeriría entrar en los detalles que omite la árida clasificación filo­
sófica; pero esta última, por supuesto, es la adecuada para nuestros fines.

2. Actos del habla

La idea común a las propuestas de los filósofos que estudiaremos en los


dos últimos capítulos, Austin y Grice, es que eí lenguaje está esencialmente
constituido por un cierto tipo de acciones racionales. La obra más importante
de Austin, Palabras y acciones (la traducción literal del título original sería
Cómo hacer cosas con palabras), de la que “Emisiones realizativas” ofrece una
síntesis, está destinada a justificar esta afirmación. El título de la obra es cier­
tamente sugestivo de ello.
La estructura argumentativa de la obra es difícil de apreciar en una lectu­
ra rápida, y quizás ello haya provocado más de una confusión. Cabe que la
confusión estuviese en las ideas del propio Austin; Palabras y acciones resul­
tó de una serie de conferencias, y es posible que Austin las comenzase pen­
sando que iba a defender una tesis, que se convenciese a lo largo de ellas de
que la tesis inicial era incorrecta y la sustituyese por otra. Lo que Austin pa­
rece proponerse argumentar inicialmente es que la preponderante y a veces
obsesiva ocupación de los filósofos en tomo a la cuestión del carácter repre­
sentacional del lenguaje, de las relaciones entre el lenguaje y el mundo, ha lle­
vado a centrar la atención en un tipo muy particular de proferencias lingüísti­
cas (las efectuadas con enunciados), a expensas de otros muchos igualmente
existentes. El objeto de la obsesiva atención filosófica estaría constituido por
aquellas proferencias evaluables como verdaderas o falsas; el significado de
tales proferencias puede ser explicado en términos de sus condiciones de ver­
dad. Austin denomina a tales proferencias “proferencias constatativas”; a todas
las demás proferencias, presuntamente olvidadas por los filósofos, las denomi­
na Austin “proferencias realizativas”.
Las proferencias realizativas, a diferencia de las constatativas, no serían
propiamente evaluables como verdaderas o falsas, ni, por consiguiente, sería su
significado especificable en términos de sus condiciones de verdad, sino con
categorías de un tipo completamente distinto, categorías tales como éxito o fra ­
caso, propiedad o impropiedad, ejecución afortunada o desafortunada: cate­
gorías, en una palabra, distintamente normativas. Ejemplos notorios de tales
proferencias “realizativas”, no evaluables como verdaderas o falsas sino con
esas otras categorías, serían ‘Yo te bautizoLaura en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo’, dicho por un sacerdote católico en el momento apro­
piado de una ceremonia bautismal; ‘Sí, quiero’, dicho por el novio en respuesta
a ciertas palabras del sacerdote en el curso de una ceremonia matrimonial; ‘va
una cena a que los nacionalistas catalanes no se alian con la derecha’, dicho
en el curso de un debate acalorado sobre la posible política de alianzas subsi­
guiente a una contienda electoral, ‘cabo, tome cuatro hombres y haga una
patrulla durante dos horas por los alrededores del fuerte’, dicho por el sargen­
to a su subordinado, o ‘te lo traeré mañana’, dicho en respuesta a la demanda
de la devolución de un cierto libro anteriormente prestado. Mediante tales pro­
ferencias no representamos el mundo, de ahí que la cuestión de la verdad o la
falsedad no surja. Mediante tales proferencias llevamos a cabo actos; de ahí
que las categorías evaluativas apropiadas no sean verdadero y falso, sino más
bien afortunado y desafortunado. Que estas últimas son las categorías apro­
piadas para las acciones resulta del hecho de que, como hemos visto en la sec­
ción anterior, una acción presupone ciertas intenciones por parte de su agente,
ciertos propósitos (un estado conativó). Así, el lanzamiento de un penalti pue­
de tener una ejecución feliz o infeliz, relativamemte a las intenciones que se
suponen a quien lleva a cabo tal acción.
Si especificar el significado de una proferencia constatativa es especificar
sus condiciones de verdad, y una teoría semántica que persiga ofrecer tal
especificación de un modo sistemático para todas las proferencias de un len­
guaje dado debe proponer las categorías generales que son precisas para lle­
var a cabo tal tarea, especificar el significado de las proferencias realizativas
requiere algo completamente distinto: requiere especificar las condiciones en
que las proferencias realizativas se llevan a cabo de un modo afortunado, y
las categorías generales que se necesitan para llevar a cabo esa tarea de un
modo general, para todas las proferencias realizativas que pueden hacerse en
un lenguaje dado. De acuerdo con esta primera interpretación de los objetivos
argumentativos de Austinyen resumen, su tesis central es que algunas profe­
rencias tienen un significado proposicional, especificable en términos de con­
diciones de verdad, mientras que otras tienen un significado puramente prag-
mático, especificable en términos de condiciones de feliz ejecución, ‘felicity
conditions’.
Esta tesis, sin embargo, es sumamente dudosa. En primer lugar, las prefe­
rencias realizativas que más nos interesan (pues constituyen recursos lingüísti­
cos tan importantes como las preferencias constatativas), órdenes como ‘cabo,
tome cuatro hombres y haga una patrulla durante dos horas por los alrededo­
res del fuerte’, promesas como ‘te lo traeré mañana’ o apuestas como ‘va una
cena a que los nacionalistas catalanes no se alian con la derecha’, parecen
contener un elemento preposicional. Quizás quepa decir de preferencias reali­
zativas que se producen en el marco de ritos altamente institucionalizados,
como ‘sí, quiero’, que carecen de elemento proposicional. Aunque ni siquiera
esto es claro: ‘culpable’, dicho por el primer jurado en el contexto apropiado,
es una acción, y parece representar el mundo como conteniendo la culpabili­
dad del acusado; escribir el nombre de un candidato en una papeleta para efec­
tuar una votación parece representar el mundo como conteniendo al individuo
en cuestión ejerciendo el cargo en disputa, etc. Por otro lado, en el sentido en
que decir ‘cabo, tome cuatro hombres y haga una patrulla durante dos horas
por los alredédores del fuerte’ es hacer algo (dar una orden), cnbz igualmente
decir que proferir ‘Shakespeare es el autor de Hamlet’ es también hacer algo
(aseverar). Estas dos objeciones, por fortuna, no afectan a lo que acaba resul­
tando ser el sentido último del argumento de Austin. El lector puede: apreciar,
siguiendo con atención el curso del libro, que su verdadero propósito acaba
resultando ser algo mucho más plausible: distinguir dos aspectos semánticos
distintos presentes por igual ambos en todas las preferencias lingüísticas (o en
las más significativas, al menos), tanto en las realizativas como en las consta­
tativas.
Uno de esos aspectos tendría que ver con la cuestión de la. representación,
con la cuestión de las relaciones entre el lenguaje y el mundo; y este aspecto, que
da lugar a la evaluación en términos de verdad y falsedad (o en otros términos
equivalentes), como se acaba de indicar, está presente no sólo en las aseveracio­
nes, sino también en todas las otras preferencias. Del mismo modo que la aseve­
ración “los Juegos Olímpicos del año 2000 se celebrarán en la República Popu­
lar China” “apunta a” o “representa” un cierto estado posible del mundo, también
lo hace cualquiera de las preferencias realizativas proporcionadas a modo de
ejemplo antes: apuntan a estados posibles del mundo como el tener una persona
el nombre ‘Laura Y o el estar dos personas en la relación matrimonial, a que se
lleve a efecto o no una determinada alianza postelectoral o a mi traer mañana a
un cierto lugar un cierto libro. Los hechos que realizarían esas condiciones a que
cada una de las preferencias, de su particular modo, apuntan, pueden o no ser par­
te del mundo. De que lo sean o no depende en buena medida el que las prome­
sas resulten incumplidas o no, los matrimonios y los bautismos válidos o no, las
apuestas ganadas o perdidas, exactamente en el mismo sentido en que la verdad
o falsedad de la aseveración “los Juegos Olímpicos del año 2000 se celebrarán en
la República Popular China” depende de que el mundo realice o no una cierta
condición. Y todos estos términos de evaluación, cumplimiento/incumplimiento,
i&P&fík

validez/invalidez, circunstancias en que se gana^ircunstancias en'aué


son, manifiestamente, correlatos de los términos verdad/falsedad. -
Alguna razón debe existir, y sin duda existe, para que p re fira m o s-d e ^ f^
las apuestas que han sido ganadas y de las promesas que han sido cuniplidás- '
en lugar de decir de ellas que han sido “verdaderas”. Tal razón tiene que ^
con las diferencias entre apuestas, promesas y aseveraciones que después cla­
sificaremos como diferencias de fuerza. Podríamos decir que tales actividades i
promesas, apuestas, bautismos y aseveraciones nos ponen en distintas relacio-;
nes con estados posibles del mundo. Pero no sería conceptualmente satisfacto­
rio que las diferencias en el tipo de relación entre el contenido de todos esos
actos lingüísticos y el mundo nos hiciera pasar por alto la existencia de un ele­
mento fundamental de las promesas, apuestas, aseveraciones, bautismos, etc.,
común a todos ellos, un elemento que tiene que ver con su común intenciona­
lidad o carácter representacional: su apuntar a un estado posible del mundo,
que puede de hecho darse o no en la realidad. Toda explicación del significa­
do de las proferencias debe tomar en consideración este elemento.
Nosotros llamaremos a este aspecto, caracterizable esencialmente en tér­
minos de “correspondencia” o falta de ella con lo que acaece, el contenido pro­
posicional de la proferencia —siguiendo la práctica seguida hasta aquí— o la
proposición representada. Austin, eligiendo términos que podrían producir
alguna confusión, denomina a este aspecto “acto locutivo”. (Con más preci­
sión, el contenido corresponde en la terminología austiniana a una parte del
acto locutivo, a la que él llama “acto rético”. Otras “partes” del acto locutivo
son las propiedades fonéticas y sintácticas de la proferencia, algunos aspectos
de las cuales, en razón de familiares consideraciones de sistematicidad, con­
tribuyen a la determinación del contenido de la proferencia.)
Por otra parte, todas las proferencias — aseveraciones incluidas— tienen
también un segundo aspecto, el que tiene que ver con los otros criterios de eva­
luación, más manifiestamente normativos, a que nos referimos antes: con las
“condiciones de feliz ejecución” de las proferencias, condiciones que son dife­
rentes incluso para aseveraciones, promesas y apuestas con el mismo contera-
do. No tenemos una correcta comprensión del lenguaje si nos limitamos a con­
siderar el aspecto proposicional de las proferencias, olvidando que todas ellas
poseen también un aspecto esencialmente pragmático; todas ellas consisten en
producir ciertos cambios en el mundo, en que se lleven a cabo ciertas accio­
nes. Nosotros denominaremos a este segundo aspecto la fuerza ilocutiva de la
proferencia; Austin se refiere a él como “acto ilocutivo”.

La tesis central que es correcto atribuir a Austin es, por consiguiente, la


siguiente: el significado de todas las proferencias incluye un elemento pro­
posicional, especifícable en términos de condiciones de correspondencia, y
otro elemento esencialmente pragmático, especifícable en términos de con­
diciones de ejecución afortunada. Denominaremos a esta tesis la teoría aus­
tiniana de los actos lingüísticos.
Esta teoría incluye adicionalmente 1a especificación de las categorías que
es necesario c^atemplar para recoger de un modo teóricamente correcto las
condiciones de feliz ejecución características de cada fuerza ilocutiva (i.e., la
dirección del ajuste lenguaje-mundo, etc.), y quizás clasificarlas con arreglo á
una taxonomía razonable.
A la teoría austiniana de los actos del habla se contrapone la tesis según
la cual la comprensión del significado de las proferencias no requiere las dos
categorías que hemos mencionado, no requiere un elemento pragmático no
proposicional. No es que los partidarios de este segundo punto de vista no
aprecien la diferencia entre una orden y una aseveración; lo que sostienen, más
bien, es que el “elemento esencialmente pragmático” que supuestamente distin­
gue a una orden de un aserto no es en nada diferente de los elementos propo-
sicionales, ni es, por tanto, esencialmente pragmático. Los partidarios de este
punto de vista alternativo hacen notar que a una oración imperativa como
‘jcabo, cierre la puerta!’ corresponde una de apariencia sintáctica puramente,
enunciativa, ‘yo le ordeno al cabo que cierre la puerta’. Sobre esta base (entre
otras consideraciones, naturalmente), sostienen que todas las oraciones son,
implícita o explícitamente, aseveraciones; su significado se puede por tanto
explicar en términos de condiciones de verdad, en términos puramente propo-
sicionales. El “elemento pragmático” no está más que en el significado de los
verbos que hacen explícita la fuerza de la aseveración, que no es en absoluto
distinto del significado de otros verbos. Este punto de vista ha sido defendido,
por diferentes razones, por filósofos como Donald Davidson, David Lewis, y,
particularmente, por el que es considerado (paradójicamente) el teórico más
importante de los actos del habla después de Austin, a saber, John Searle.3 Me
referiré a este punto de vista como la teoría proposicionalista de los actos Un-
giiísticos. Se trata justamente del modo de contemplar la cuestión de los actos
del habla que resulta natural a los partidarios de lo que venimos llamando la
concepción mentalista. Como vimos, un punto de vista análogo se defiende en
el Tractatus. (Searle es, junto con Chomsky, el más notorio proponente con­
temporáneo de la concepción mentalista.) Nuestro objetivo en este capítulo y
el próximo es defender la tesis central de la teoría austiniana de los actos del
habla, tal y como la hemos enunciado anteriormente, frente a la tesis contra­
puesta que acabamos de describir.
Aunque, a primera vista, la diferencia entre Austin y Searle (como la dife­
rencia entre el Wittgenstein de las Investigaciones y el del Tractatus) a este res­
pecto pueda parecer una dé matiz, en realidad se trata de una diferencia con-
ceptualmente enorme. La explicación última del error inicial de Austin en la
formulación de su tesis (presentándola como una distinción entre proferencias
proposicionales y proferencias no preposicionales) está en mi opinión en que vio
en esta inadecuada formulación una manera clara de promover su objetivo fun­

3. Que los puntos de vista de Searle son representacionalisias ya estaba claro en sus obras iniciales, pero resul­
ta particularmente manifiesto en su producción más reciente. Véase su Intencionalidad, especialmente el cap. 6.
damental, qué era el de oponerse a la concepción proposicionalista. Una vez
formulada correctamente la tesis, ese interés se manifiesta en su insistencia én
que preferencias como la de ‘yo le ordeno al cabo que cierre la puerta’, efec­
tuada en las mismas circunstancias en que se podría haber proferido en su lugar
‘¡cabo, cierre la puerta!’, no son aseveraciones sino mandatos. Al final del
capítulo sostendremos que Austin estaba equivocado en esto, hasta cierto pun­
to. Mantendré sin embargo que Austin estaba en lo cierto en la tesis central
que perseguía sustentar mediante estas estrategias inadecuadas, a saber, que
existe un elemento esencialmente pragmático y no proposicional del significa­
do de las preferencias.
La tesis de Austin, pues, es que la excesiva ocupación filosófica con la
representación del mundo ha hecho que se pase por alto ése aspecto necesario
de las preferencias lingüísticas a que hemos convenido en denominar su fu e r­
za. Como se ha de ver enseguida, esto es tanto como decir que la obsesión con
la representación nos ha hecho pasar por alto la naturaleza esencialmente prác­
tica del lenguaje — pues ese aspecto omitido, la fuerza, es precisamente aque­
llo que coloca al lenguaje bajo la categoría más general de la acción racional.
Este énfasis austiniano en la no reducibilidad de la fuerza de las preferencias
lingüísticas a elementos preposicionales, que nos ha de llevar a una concep­
ción del lenguaje en que la acción juega un papel muy importante, es análogo
en su función estratégica antimentalista al énfasis wittgensteiniano en la natu­
raleza normativa dél lenguaje.
El mejor modo de ilustrar la distinción a que Austin se ve finalmente lle­
vado es considerar preferencias con distinta fuerza y el mismo contenido. Los
actos imaginados de preferir las oraciones ‘Sergi cierra la puerta’, ‘jSergi, cie­
rra la puerta!’ y ‘¿cierra Sergi la puerta?’, en la misma situación, tienen, intui­
tivamente, aspectos comunes y aspectos distintos. Podríamos describir lo que
tienen en común (sin atender a ciertas sutilezas temporales que nos obligarían
a complicar el ejemplo sin alterar lo sustancial) del siguiente modo: los tres
“remiten” al mismo aspecto del mundo: que Sergi cierra la puerta (una deter­
minada puerta), en un cierto intervalo temporal, más o menos coincidente con
el intervalo en que se hace la preferencia (digamos, a las doce de la mañana
del veinticinco de mayo de 1993). Puesto que “remitir”, en la frase anterior, es
simplemente otro modo de decir “representar” , este aspecto común es el con­
tenido proposicional de los tres actos imaginados. El aspecto en cuestión lo
podemos entender, tal como hemos propuesto en otras ocasiones, en términos
de la idea de condiciones de verdad: cada una de esas oraciones impone cier­
tas condiciones al mundo, las mismas en los tres casos, para estar en corres­
pondencia con él; si el mundo fuese de ciertos modos corresponderían a él, si
el mundo fuese de otros modos, no. Por ejemplo, si a las doce de la mañana
del veinticinco de mayo de 1993 Sergi cierra la puerta con la mano, tanto como
si la cierra de una patada, serían verdaderas; si la puerta permanece abierta,
sería falsas.
Como advertí antes, resulta extraño hablar de la “verdad” de una orden o
de la de una pregunta, mientras que resulta natural hablar de la verdad de una
aseveración, Podríamos reservar verdad y falsedad paro, asertos, y usar cum­
plimiento e incumplimiento para requerimientos y susceptible de respuesta
afirmativa y susceptible de respuesta negativa para preguntas. Hablaríamos
entonces de condiciones de verdad para el contenido de las aseveraciones, de
condiciones de cumplimiento para el contenido de las órdenes y de condicio­
nes de asentimiento para el contenido de las preguntas, pues la relación que
existe entre el mundo y el contenido de una aseveración cuando la aseveración
es verdadera es la misma que existe entre el mundo y el contenido de una orden
cuando la orden resulta cumplida y la misma que existe entre el mundo y el
contenido de una pregunta cuando resulta correcto asentir a ella; es esta co­
munidad entre aseveraciones, órdenes y preguntas la que tratamos de recoger:
a saber, que en nuestros tres casos, el mundo cumpliría las condiciones de ver­
dad, satisfacción o asentimiento que constituyen el contenido común de las tres
proferencias exactamente en las mismas circunstancias. Utilizaremos el térmi­
no genérico “condiciones de correspondencia”, para referimos indistintamente
a todas ellas evitando suspicacias. Paralelamente, la relación que existe entre
el mundo y el contenido de una aseveración cuando la aseveración es falsa es
la misma que existe entre el mundo y el contenido de una orden cuando la
orden resulta insatisfecha y la misma que existe entre el mundo y el conteni­
do de una pregunta cuando resulta correcto disentir de ella; en nuestro ejem­
plo, el mundo incumpliría las condiciones de correspondencia que constituyen
el contenido común de las tres proferencias exactamente en las mismas cir­
cunstancias.
Los dos párrafos precedentes conciernen a aquello en lo que nuestras tres
proferencias coinciden, el contenido proposicional, cuya misión consiste en la
especificación de las condiciones de correspondencia.4 ¿Qué es, pues, lo que
las distingue? Lo que las distingue es, en parte, aquello que hace natural utili­
zar ‘verdad7‘falsedad’ para aseveraciones,’‘satisfacciónV^nsatisfacción’ para
órdenes y ‘asentimientoVMisentimiento’ para el caso de las preguntas. Lo que
las distingue es que la acción que, relativamente a las mismas condiciones de
correspondencia constitutivas del contenido de las palabras que utiliza, llevaría
a cabo el hablante si pusiese por obra las proferencias imaginadas, sería una
acción de distinto tipo en cada caso. ¿Qué distinguiría tales acciones? Puesto
que, en cada caso, se trataría de acciones racionales del agente, el hablante en
este caso, y las acciones racionales son sucesos (en nuestro caso, emisiones de
sonidos o inscripciones gráficas) causados por creencias y deseos que los
racionalizan, lo que las distinguiría necesariamente han de ser algunas de las
características de las creencias y los deseos típicamente responsables de cada
una de esas proferencias.

4. Una teoría razonable del contenido proposicional no puede identificarlo con las “condiciones de corres­
pondencia”. Las razones son las ofrecidas por Frege (VI, § 2, y V il, § l): ‘Héspero es un planeta’, y ‘Fósforo es un
planeta’ tienen las mismas condiciones de correspondencia, pero difieren en algo que no es tampoco la fuerea ilocu­
tiva. El contenido proposicional debe incluir, además de las condiciones de correspondencia, un sentido que las deter­
mina.
De manera introductoria, podemos indicar, grosso modo, en qué consisten:
las diferencias en fuerza en los casos anteriores. Típicamente, una aseveración;
se emite con la intención de producir en la audiencia un estado doxástico con
el contenido de que el mundo cumple las condiciones de correspondencia cons­
titutivas del contenido de la aseveración; una orden, con la intención de que el
mundo, a través de la intervención de la audiencia, cumpla las condiciones á t
correspondencia constitutivas del contenido de la orden, y una pregunta, con la
intención de llegar a conocer, a través de la intervención de la audiencia, si el
mundo cumple las condiciones de correspondencia constitutivas del contenido
de la pregunta. Diferencias de esa naturaleza caracterizan la fuerza de “actos
del habla” más específicos, como conjetura^ pedir, apostar, interpretar, actuar,
contar chistes, bautizar o casarse.
Cada una de las intenciones antes descritas caracteriza ios rasgos distinti­
vos de las fuerzas aquí estudiadas, la de los asertos, la de los mandatos y la de
las cuestiones. El hecho de que las preferencias lingüísticas posean una deter­
minada fuerza está esencialmente relacionado, como se acaba de ver, con el
hecho de que las preferencias lingüísticas son un cierto tipo de acciones racio­
nales. Puesto que lo distintivo de las acciones racionales, tal como explicamos
en la primera sección el concepto, es su estar causadas, por ciertos fines del
agente y por ciertas creencias suyas en el sentido de que determinados medios
que él es capaz de poner por obra son conducentes a ellos, se entiende que cla­
sifiquemos las acciones racionales, normativamente, en términos de éxito y fra­
caso, de conclusión feliz o infeliz. Las acciones son, esencialmente, entidades
de naturaleza teleológica; son entidades producidas con ciertos fines o propó­
sitos (a saber, las intenciones que las causan). Ahora bien, en general especi­
ficamos propiedades teleológicas (funciones, fines, propósitos) indicando las
circunstancias en que se realizan satisfactoriamente. Entendemos cuál es la
función del limpiaparabrisas, pensando en las circunstancias en que esa fun­
ción se desarrolla satisfactoriamente. (Sin que ello implique que los limpiapa­
rabrisas sean siempre capaces de desarrollar con éxito su función.) Indicar las
condiciones en que una acción racional resultaría “afortunada” y las posibles
explicaciones de su fracaso o término infeliz es otro modo de indicar las inten­
ciones que típicamente la animan. Así, pues, dado que las diversas fuerzas son
diversos tipos de propósitos o finalidades, podemos especificarlas en términos
de condiciones de ejecución afortunada, como especificamos los diversos con­
tenidos en términos de condiciones de verdad.
Es en estos términos que Austin clasifica las diversas fuerzas; y su prue­
ba de que algunos aspectos de las preferencias lingüísticas (los “actos del
había”) pueden clasificarse también en términos de condiciones de feliz ejecu­
ción, y no sólo en términos de condiciones de verdad, es el elemento principal
en la defensa de su tesis de que es esencial al lenguaje su naturaleza práctica,
el estar constituido por acciones racionales. Pues si las preferencias lingüísti­
cas tienen condiciones de éxito y fracaso, además de tener condiciones de ver­
dad, ello debe ser porque son acciones racionales. Quizás a consecuencia de su
propia confusión inicial, ya comentada, sobre la verdadera naturaleza de la teo­
ría de los actos del habla, Austin fijó su atención en acciones lingüísticas como
las mencionadas a modo de ejemplo unos párrafos más arriba, bautizos, matri­
monios, apuestas o decisiones judiciales, acciones lingüísticas a la vez some­
tidas a rígidos criterios convencionales y, en un sentido fundamental que se
explicará después, altamente derivativas: acciones que no podrían darse si no:
se dieran ya otras acciones lingüísticas menos sofisticadas. Si Austin centró su
interés en ellas es quizás porque sugieren mejor que otras la errónea distinción
entre proferencias con significado puramente pragmático y proferencias con
significado puramente proposicional que él parecía interesado en establecer
inicialmente; ‘sí, quiero’ no parece tener un gran contenido proposicional.
Austin propone un marco general para la especificación de las condicio­
nes de ejecución afortunada características de cada una de las fuerzas ilocuti­
vas y para construir una taxonomía de las mismas, claramente motivado por
esos ejemplos ritualizados y derivativos. Austin divide las condiciones de eje­
cución afortunada en tres categorías: condiciones de tipo A, condiciones de
tipo B y condiciones de tipo C. Cuando las condiciones de los dos primeros
tipos no se cumplen, no se ha llevado a cabo un acto del tipo pretendido. Cuan­
do se cumplen éstas, pero no las de tipo C, sí diríamos que se ha llevado a cabo
el acto, pero se ha llevado a cabo de un modo impropio. Cada una de las tres
categorías está subdividida a su vez en dos subcategorías. A (i): Debe existir
un procedimiento convencional. Por ejemplo, decir tres veces ‘te repudio’ el
marido a la mujer en determinadas comunidades constituye un repudio; pero
decirlo en España no lo constituye, porque no existe un procedimiento con­
vencional que incluya la proferencia de esa oración en tres ocasiones. A (ii):
Las circunstancias y las personas deben ser las adecuadas, relativamente al pro­
cedimiento convencional en cuestión. Por ejemplo, que alguien que no es
sacerdote diga ‘te bautizo “Laura” no constituye un bautizo, como tampo­
co el que lo diga un sacerdote en presencia del niño equivocado. B (i): El pro­
cedimiento se debe ejecutar correctamente. Decir el novio “Vale” en respues­
ta a la pregunta del.sacerdote “¿Quieres a fulanita ...? ” en el curso de una
ceremonia matrimonial invalida el carácter matrimonial del acto lingüístico. B
(ii): El procedimiento se debe ejecutar completamente. Por ejemplo, para que
las palabras “va una cena a que los nacionalistas catalanes no se alian con la
derecha” constituyan una apuesta, el acto debe ser completado mediante una
aceptación de la misma por parte de la audiencia.
Como se dijo, las condiciones de éxito/fracaso del tercer tipo tienen un
carácter distinto; su violación no invalida, en cada caso particular, la existen­
cia misma de los presuntos actos, sino que los hace de algún modo inapropia­
dos. Las condiciones que Austin clasifica como C (i) tienen que ver con la pre­
sencia de ciertos estados mentales por parte del hablante; en el caso de las pro­
mesas, la intención de cumplirlas, en el caso de las aserciones, la creencia en
su verdad, en el caso de los consejos, la creencia de que su cumplimiento bene­
ficiará a la audiencia, etc. C (ii) tiene que ver con la realización de ciertas
acciones posteriores, como el cumplimiento de la promesa, etc. Austin tenía
especial interés en hacer notar que el cumplimiento de las condiciones de tipo
C (i) en ningún modo agota la naturaleza de las acciones lingüísticas enxües^
tión, y ni siquiera es necesario para que se den las mismas. Una promesa no"
es simplemente la intención de cumplirla, ni una aseveración la creencia en la;
verdad del contenido aseverado, pues se puede llevar a cabo una promesa siíi
tener la intención de cumplirla o una aseveración sin creer en lo que se aseve­
ra. Este énfasis de Austin es un elemento más de su batalla contra los puntos
de vista “mentalistas”, contra la teoría proposicionalista de los actos lingüísti­
cos; una vez más, como veremos en el próximo capítulo, se revelará un recur­
so inadecuado para un fin loable.
Tal y como he indicado anteriormente, el hecho de que sean acciones lin­
güísticas altamente ritualizadas como los bautismos, las legaciones testamén­
tales o los matrimonios aquellas que exhiben con más claridad la distinción
entre condiciones de verdad y fuerza, y aquellas en las que la fuerza se deja
analizar más fácilmente exponiendo las condiciones de felicidad asociadas al
tipo de fuerza ilocutiva analizado, no debe hacemos olvidar que la distinción
entre condiciones de verdad y condiciones de éxito está presente también en
los casos más básicos de los mandatos y las aseveraciones. También los man­
datos y las aseveraciones deben entenderse como acciones racionales de un
cierto tipo, que en virtud de su carácter de acciones racionales comparten con
todas las acciones, lingüísticas y no lingüísticas, el poseer condiciones de éxi­
to o fracaso y que en virtud de su carácter específicamente lingüístico poseen
condiciones de verdad;
Sin embargo, respecto de la comprensión de la naturaleza de las fuerzas
ilocutivas en estos casos más centrales, la clasificación que Austin llevó a cabo
de las condiciones de felicidad en general no nos ayuda mucho. Lo que es más
importante, con respecto al objetivo último de defender la teoría austiniana de
los actos del habla, la clasificación obstaculiza más de lo que ayuda. Por ejem­
plo, Austin simplemente da por supuesto en su clasificación de las. condicio­
nes de ejecución afortunada (v. la condición A (i)) que las acciones en que se
producen significados son acciones convencionales. Esta idea, pese a lo difun­
dida que se halla entre filósofos contemporáneos de muy diferentes orienta­
ciones (Quine y Wittgenstein, como vimos, la suscribirían, pero también lo
harían muchos filósofos franceses), no parece intuitivamente aceptable. No
parece ser esencial a la existencia de actos de significación (de actos en que se
presenta un cierto contenido con determinada fuerza ilocutiva) el que los mis­
mos estén gobernados por convenciones. En el próximo capítulo justificaremos
esta intuición a través del examen del programa de Grice. Pero la distinción
entre fuerza ilocutiva y contenido proposicional que Austin estaba interesado
en hacer, frente a los partidarios de la tesis contrapuesta, ya debe estar presente
en esos casos de significado no regido por convenciones. Estos dos problemas
(las dudas sobre el carácter convencional del significado que implica la clasi­
ficación de Austin, y la escasa capacidad de la clasificación austiniana de las
condiciones de feliz ejecución para acomodar razonablemente las fuerzas ilo­
cutivas lingüísticamente importantes) pueden llevar a poner en cuestión la te­
sis central de Austin, la teoría austiniana de ios actos del habla. A partir de ide­
as tomadas de Grice, en el próximo capítulo mostraremos cómo las dudas pue­
den resolverse de modo compatible con esa teoría. Resolverlas nos llevará a
proponer una explicación de la fuerza ilocutiva alternativa a la de Austin, pero
capaz igualmente de sustentar su tesis central — la necesaria presencia de ele­
mentos pragmáticos en el significado— .
La célebre conclusión que Austin extrae de su investigación epitoma la
teoría austiniana de los actos del habla: “El acto lingüístico total, en la situa­
ción lingüística total, constituye el único fenómeno real que, en última instan­
cia, estamos tratando de elucidar” (Palabras y acciones, 196). Este “acto
lingüístico total” tiene características que podemos y debemos abstraer con
ciertos fines teóricos. Por ejemplo, tiene el conjunto de características a que
Austin denomina “acto locutivo”, características que incluyen: (i) ciertas carac­
terísticas sonoras (Austin se refiere a estos aspectos del acto locutivo como
“acto fonético”), que la fonética y la fonología estudian en abstracción de otros
aspectos; (ii) ciertas características morfológicas y gramaticales (a las que Aus­
tin se refiere con la expresión “acto fático”), que la sintaxis estudia en abs­
tracción de otros aspectos, y (iii) ciertas características proposicional es, ciertas
condiciones de,verdad (a las que Austin se refiere con la expresión “acto réti-
co”), que la semántica estudia haciendo abstracción de otros aspectos. Los filó­
sofos tradicionales se han interesado exclusivamente por estas características,
locutivas, del “acto lingüístico total, en la situación lingüística total”, parti­
cularmente por las del tercer tipo. Pero han olvidado con ello otros aspectos de
ese “acto lingüístico total” no menos esenciales a él, a saber,, lo que Austin
denomina “acto ilocutivo”. Tales características ilocutivas se centran en las
condiciones de realización afortunada del tipo de acto lingüístico en cuestión.
Tomar en consideración ese aspecto pragmático es importante no sólo en sí
mismo, sino que es necesario para comprender correctamente la naturaleza del
otro elemento, el contenido proposicional; pues la plausibilidad de la concep­
ción que venimos denominando intemismo semánticodesaparece por comple­
to cuando tenemos a la vista una correcta comprensión del elemento pragmá­
tico. Son estas ideas las que trataremos de defender en lo sucesivo, aun a
costa de abandonar muchas de las propuestas mediante las que Austin quería
defenderlas.
La elección del término ‘acto’ para referirse a lo que yo he llamado
“aspectos” resulta en mi opinión un tanto extraña, aunque sin ninguna duda
puede ser justificada. La extrañeza proviene de que cuando proferimos una
expresión no hacemos, en rigor, más que una cosa; no llevamos a cabo una plu­
ralidad de actos, fonético, fático, rético, ilocutivo. De ahí mi propia elección
de términos como “características” o “aspectos”.
Austin distingue, además de los actos locutivo e ilocutivo, el acto perlo­
cutivo, constituido por intenciones que bien pueden estar asociadas al “acto lin­
güístico total en la situación lingüística total”, pero que no cabe considerar
esenciales desde el punto de vista lingüístico. Por ejemplo, bien puede ser la
intención última del hablante al aseverar lo nefasto que un escritor está resul­
tando para el armonioso desarrollo de su religión, en presencia de un fanático
seguidor de la misma, que el oyente liquide al peligroso sujeto, o al m e n iq u e
el oyente resulte persuadido de que sería bueno que se le liquidase. Estas.inten^
ciones, como las intenciones constitutivas de las fuerza ilocutiva, y como todal
las intenciones presentes en cualquier acción racional, pueden también especi­
ficarse en términos de “condiciones de realización afortunada”. : --.j-;
Austin, sin embargo, no explica muy bien en qué consiste la diferencia
entre actos ilocutivos y perlocutivos. La diferencia entre los aspectos ilocuti­
vos y los aspectos perlocutivos del “acto lingüístico total” parece estar en que
las primeros son esenciales para la existencia del acto lingüístico como tal acto
lingüístico, mientras que los segundos no. Así, mi acto lingüístico, como tal,
puede bien conseguir su pleno propósito (es decir, puede resultar plenamente
afortunado qua acto lingüístico) aunque el oyente no liquide al peligroso escri­
tor, incluso aunque no resulte el oyente persuadido del peligro del mismo.
Mientras que si, quizás porque no me oye bien, mi audiencia no forma al
menos la creencia de que yo pienso que el escritor es peligroso, sí cabe decir
que mi acción ha resultado fallida en sus aspectos propiamente lingüísticos. De
ahí la elección de las preposiciones latinas “in” y “per” por Austin para refe­
rirse a los dos aspectos, /locutivo y perlocutivo del “acto lingüístico total en la
situación lingüística total”. La fuerza ilocutiva está constituida por las inten­
ciones típicamente presentes en un acto lingüístico, que son constitutivas de su
naturaleza lingüística. El potencial perlocutivo está constituido por los propó­
sitos constitutivos de otras intenciones que también pueden estar presentes,
pero que no son esencialmente lingüísticas; son aquellos objetivos que el
hablante puede esperar conseguir ¿z través de su acto lingüístico. Austin no
quería que su insistencia en los aspectos ilocutivos del lenguaje llevase al error
opuesto al de los filósofos tradicionales (prestar atención sólo a los aspectos
locutivos), a saber, incluir aspectos perlocutivos en la elucidación de la natu­
raleza del lenguaje.
Austin ofrece un criterio para distinguir el acto perlocutivo del ilocutivo.
En general, los lenguajes naturales disponen de verbos mediante los cuales
podemos hacer explícita la fuerza ilocutiva de una proferencia; así, como ya
vimos, para dar una orden podemos decir ‘yo te ordeno que cierres la puerta’,
en lugar de ‘¡cierra la puerta!’. Como dije antes, este es el hecho que invocan
los partidarios de la teoría proposicionalista de los actos del habla para opo­
nerse a la teoría austiniana; pues el primer enunciado tiene la forma de una ase­
veración. Austin, por su parte, sostiene que, aunque los verbos para expresar
la fuerza tienen un uso propiamente aseverativo (por ejemplo, en ‘yo te orde­
né que cerraras la puerta’, o si digo ‘yo te ordeno que cierres la puerta’, pon­
gamos por caso, después de anunciar: ‘imagínate esta situación: Juan te orde­
na que cierres la puerta, y luego, . . . ’), en el uso antes indicado no son aseve­
raciones sino mandatos: son mandatos explícitos. Ese uso se puede distinguir
porque se puede colocar ‘en virtud de este acto’ o ‘por este acto’ (‘hereby’)
después del verbo en primera persona: ‘yo te ordeno, en virtud de sste acto,
que cierres la puerta’. Sea lo que fuere de esta tesis de Austin (ya anuncié que
en mi opinión es falsa, y así lo argumentaré al final del capítulo), el criterio
sirve para distinguir los efectos perlocutivos de los ilocutivos. En el primer
caso, el enunciado en que pretendemos hacerlos explícitos resulta desafortuna­
do: ‘yo, por este acto, te persuado de que tal escritor debe ser liquidado’.
Pese a que, indudablemente, el criterio parece dar lugar a una distinción
que somos capaces de reconocer, hay aquí una tercera dificultad para las pro­
puestas específicas de Austin. Austin insiste en que, para la realización afortu­
nada de un acto lingüístico, debe producirse una cierta “recepción” del mismo
en la audiencia, y lo ejemplifica con el caso de las apuestas: para que se rea­
lice felizmente una apuesta es necesario que la audiencia la “tome” o “acep­
te”. (Todos los términos entre comillas pretenden traducir el término de Aus­
tin, ‘uptake’.) Según la teoría austiniana de los actos del habla, la “recepción”
por la audiencia debe producirse también en el caso de los más centrales actos
lingüísticos: órdenes, promesas, preguntas y aseveraciones. La afortunada rea­
lización de los mandatos, por ejemplo, requiere que se “reciban” satisfactoria­
mente por la audiencia; algo similar cabe decir de promesas, asertos, pregun­
tas, etc. Por ello, como las discusiones a que este tema ha dado lugar ponen de
manifiesto, seria necesario disponer, más que de un criterio, de una definición
precisa que permita distinguir los efectos en la audiencia puramente per­
locutivos, no esenciales para la identificación del acto lingüístico, de los que sí
lo son. De hecho, los defensores de la teoría proposicionalista de los actos del
habla, como Searle, mantienen que todos los efectos en la audiencia, excepto
quizás el de “comprender”, son igualmente “perlocutivos” -n o siendo precisa
ninguna recepción por parte de la audiencia otra que la comprensión para que
se produzca la ejecución feliz de un acto del habla-. Desde el punto de vista
austiniano, esto es una confusión; pero Austin no nos da ningún principio que
nos permita justificar que lo es. Su distinción entre efectos perlocutivos y efec­
tos ilocutivos se apoya en la intuición de que'algunos efectos son lingüística­
mente esenciales y otros accidentales; pero los partidarios de los puntos de vis­
ta que él trataba de combatir tienen intuiciones diferentes. El examen.de las
ideas de Grice en el próximo capítulo, aquí como en el caso de las dificulta­
des antes notadas, nos ayudará a clarificar la cuestión.

3. Significados no literales

Concluiremos este examen de cuestiones pragmáticas presentando la teo:


ría de Grice de las “implicaturas conversacionales”, y de modo más general
una concepción de los significados no literales propuesta por Grice en “Lógi­
ca y conversación”.
Intuitivamente hablando, se ve fácilmente que, en muchas ocasiones, los
hablantes consiguen dar a sus palabras, en virtud del contexto en que hacen
uso de ellas, significados que las palabras literalmente no tienen. Considere­
mos el siguiente ejemplo, que usaré a lo largo de esta sección. Begoña, quien
tiene ciertas inclinaciones feministas, conduce el coche y yo la acompaño. Nos
precede otro vehículo. El vehículo que nos precede realiza todo tipo de manió-
bras desafortunadas,, de esas que exasperan a los otros conductores. Finalméñ-
te Begoña encuentra la ocasión de adelantarle; al hacerlo, ambos miramos: con
curiosidad malsana al conductor del otro vehículo — quizás tratando de encon­
trar en su rostro signos inequívocos de incompetencia— . El conductor resulta
ser una mujer. Entonces Begoña dice: “¡Vaya, un coche blanco tema que ser!”.
En esta situación, están claras dos cosas: una, que con esas palabras Begoña
me ha querido decir algo así como esto: “No trates de explicar su incompe­
tencia diciendo que es una mujer, porque esa explicación sería tan infundada
como explicar su incompetencia apelando a que conduce un coche blanco: tan
poca relación causal hay entre ser mujer y conducir mal como la hay en tre con­
ducir un coche blanco y conducir mal ” Otra, que las palabras que de hecho
usó, ‘¡Vaya, un coche blanco tenía que ser!' en absoluto significan, conven­
cionalmente, i<ú cosa.
En “Lógica y conversación”, Grice intenta establecer la existencia de esa
distinción entre significado literal de las palabras, o convencional, y significa­
do no literal que el hablante da a sus palabras en un contexto de uso dado, que
intuitivamente percibimos en un caso como éste. El procedimiento que Grice
utiliza es éste: presuponiendo que las palabras tienen significados literales, o
convencionales, muestra cómo, a partir de ese significado literal, y de otros ele­
mentos no reducibles a significados convencionales (elementos, como vere­
mos, “pragmáticos”), se pueden obtener, por mecanismos que requieren esen­
cialmente ambos elementos, los significados no literales.
Conviene indicar el interés filosófico de la distinción de Grice, antes de
examinar el desarrollo de su argumento. Si Grice tiene razón, hay entonces ai
menos dos sentidos distintos en que las palabras “dicen” o “no dicen” algo, el
literal y el no literal; y, presumiblemente, aquel que es filosóficamente intere­
sante estudiar cuando se ofrece un análisis de un concepto es el primero. Pero,
si no reparamos en la distinción/quizás podamos caer en el error de invocar
hechos del segundo tipo para argumentar en favor o en contra de teorías
sobre hechos del primer tipo.
Por ejemplo (de aquí el título del artículo), cuando se dice que la semán­
tica de las expresiones del lenguaje natural ‘y’, ‘o’, ‘n o \ ‘si ... entonces’,
‘todos’, ‘algún’, etc., que corresponden a las “constantes lógicas” de los len­
guajes lógicos ‘a ’, ‘v ’, ‘V ’, ‘3 ’, etc., es precisamente la semántica
de sus correlatos lógicos, presumiblemente se está sentando una tesis sobre los
significados literales de esas expresiones. Esta tesis se acostumbra a poner en
cuestión indicando hechos sobre lo que decimos y lo que no decimos relativa­
mente a tales expresiones del lenguaje natural, que parecen incompatibles con
el supuesto de que su semántica es la de sus correlatos lógicos; por ejemplo,
hechos sobre la asimetría de ‘p y q’-y ‘q y p ’ en ciertos casos (‘Juan enfermó,
y se tomó una medicinaTJuan se tomó una medicina y se enfermó’), o, de
modo más notorio/hechos sobre la necesaria existencia de una “relación entre
los contenidos” del antecedente y el consecuente para la verdad del condicio­
nal. La observación de Grice es que estos hechos bien pueden tener que* ver
con aspectos no-literales (cabe decir, aspectos pragmáticos) del uso. de las
expresiones. Es decir, aunque es verdad que no diríamos “si p, entonces q”
cuando,no,hay relación entre antecedente y consecuente, la explicación puede
tener que ver con aspectos no literales de “decir” y no con aspectos literales,
convencionales. De hecho, Grice pensaba que ése era el caso, y así trató de
establecerlo. Aquí tampoco entraremos en esa cuestión.
Un segundo ejemplo lo constituyen algunos argumentos wittgensteinianos
contra los “datos sensibles”. Los discípulos del segundo Wittgenstein — muy
dados a invocar consideraciones sobre lo que diríamos y lo que no diríamos,
dadas las ideas de su maestro en el sentido de que el significado es el uso—
argumentan de ciertos modos característicos contra las conclusiones que los
partidarios de las vivencias extraen en favor de la existencia de tales entidades
a partir de los argumentos de las alucinaciones, etc. (III, §2). Aquí la observa­
ción wittgensteiniana es que, si alguien está teniendo una alucinación de una
mancha roja, “no diríamos” que ve una mancha roja. (Como parece que habrí­
amos de decir, si el partidario de los datos sensibles estuviera en lo cierto, y lo
que directamente vemos tanto cuando tenemos una alucinación de rojo como
cuando no la tenemos es una “idea” o dato sensible de rojo. La réplica de
Grice es que, si bien ello es cierto, no se sigue directamente nada sobre el
correcto análisis de la semántica, es decir, de los significados literales, de los
términos de color. Es perfectamente posible que su semántica “literal” o con­
vencional sea la que el partidario de los “qualia”, “ideas” o “datos sensibles”
propone (algo es rojo si produce un dato sensible rojo en mí), y que, sin embar­
go, “no diríamos” que algo es rojo cuando sabemos que nuestro estado es alu-
cinatorio —por razones que tienen que ver no con el significado literal de ‘rojo’
sino con el modo en que conviene usarlo en contextos como el indicado— .
Veamos, pues, cuáles son los elementos que contribuyen a la determina­
ción del significado no literal de las expresiones, según Grice..O, mejor dicho,
veamos algunos de esos elementos: los que intervienen en el fenómeno de sig­
nificación no literal mejor estudiado por Grice, al que él se refiere como
“implicaturas conversacionales”. Eso será suficiente para dar al lector una idea
de cómo abordaría Grice el detalle de argumentaciones como las precedentes.
‘Implicatura’ es un neologismo castellano que introducimos para traducir
el correspondiente neologismo inglés introducido por Grice. El propósito de
Grice es utilizar un término relacionado con (el término inglés correspondien­
te a) “implicación”, y que sea sin embargo claramente distinto de éste. Se tra­
ta, por un lado, de sugerir que el significado literal de ‘¡Vaya, un coche blan­
co tenía que ser!’ está relacionado con lo que Begoña consigue decir con esa
expresión en el contexto antes descrito de un modo análogo a como ese signi­
ficado literal lo está con alguna de sus implicaciones lógicas. Y, por otro lado,
de indicar que la relación entre el significado literal y la implicatura es distin­
ta a la existente entre el significado literal y alguna de sus consecuencias lógi­
cas. La analogía entre ambas relaciones reside en que las consecuencias ló­
gicas de un enunciado se derivan mediante inferencias a partir de su significa­
ción literal, y lo mismo ocurre, como vamos a.ver, con las implicaturas que un
hablante consigue transmitir en un contexto dado: se derivan mediante una
inferencia a partir del significado literal del enunciado. La diferencia consiste
en que la derivación de las consecuencias lógicas de un enunciado sólo/ re­
quiere tomar en consideración su significado literal, mientras que la derivacióri
de una implicatura requiere esencialmente utilizar elementos no convenciona­
les, concernientes al contexto de uso.
Veamos los elementos generales que explican la posibilidad de los signi­
ficados no literales, particularmente de las implicaturas conversacionales. Los
intercambios lingüísticos son acciones racionales dirigidas por ciertas intencio­
nes comunicativas (este concepto se elucidará con detalle en el próximo capí­
tulo). Llamemos conversaciones a tales intercambios en general. Las conversa­
ciones son procesos constituidos por acciones racionales en que toman parte al
menos dos individuos movidos por intereses cooperativos, corno por ejemplo
los que mueven a los miembros de un equipo qué practica una intervención
quirúrgica. El objetivo común está consitituido por un cierto “intererés mutuo
en la comunicación”: impartir información que de otro modo hubiese quedado
limitada al servicio de un individuo, cuando el hecho de que la posean otros
puede ser beneficioso también para aquel que la poseía en primer lugar; dis­
tribuir racionalmente actividades, encaminadas a conseguir un objetivo común,
etc. Convenimos con un posible objetor en que hay un alto grado de idealiza­
ción aquí; ciertamente, muchas conversaciones (quizás la mayoría) no tienen
ninguna de esas funciones, sino una cierta “función fática”: “hablar por ha­
blar”. Pero parece razonable creer que los que comentamos son los casos bási­
cos, aquellos que sostienen la práctica de las conversaciones.
Pues bien, cuando varios individuos se suman a colaborar en una tarea que
exige cooperación, por el mero hecho de hacerlo, albergan ciertas expectativas
los unos respecto de los otros sobre lo que es razonable y lo que no es razo­
nable hacer. Dado el objetivo común de la acción cooperativa, los participan­
tes están justificados al esperar que los otros no lleven a cabo “movimientos”
que cualquier ser racional con el conocimiento que se supone comparten podría
ver que están manifiestamente alejados de la consecución del objetivo común.
Estas expectativas pueden formularse mediante “máximas”. Dado el objetivo
común que persiguen los participantes en una conversación, se puede formular
una máxima genérica que es conocimiento mutuo entre los participantes en
cualquier conversación: todos la conocen, conocen que los otros la conocen,
conocen que los otros conocen que ellos la conocen, etc. A esta máxima gené­
rica le denomina Grice “Principio Cooperativo”, y la formula así: “Haga usted
su contribución a la conversación tal y como lo exige, en el estadio en que ten­
ga lugar, el propósito o la dirección del intercambio que usted sostenga.” Todas
ellas, como queda dicho, enuncian normas a las que los participantes en una
conversación, dado el objetivo cooperativo que persiguen, tienen derecho a
esperar que todos los participantes se atengan.
Por su carácter genérico, la máxima resulta poco útil para el fin que que­
remos darle. Por eso conviene detallarla algo más; Grice lo hace subdividién-
dola en varias submáximas, que clasifica, remedando a Kant, como máximas
de “cantidad”, “cualidad”, “relación” y “modo”. Remito al lector al artículo
para su detalle; aquí me limito a mencionar las más relevantes. Entre las máxi­
mas de cantidad se encuentra la que dice “haga usted una contribución tan
informativa como sea necesario”; entre las de cualidad, “no diga lo que crea
falso”, y “no diga aquello sobre lo que no tiene los datos apropiados para pen­
sar que es verdadero”; entre las de relación, “sea pertinente”; entre las de
modo, la supermáxima “sea perspicuo”, y sus detalles “evite la innecesaria
oscuridad”, “ evite la innecesaria ambigüedad”, “evite la innecesaria proliji­
dad”, “proceda de modo ordenado”.
Obviamente, estas máximas no son respetadas en las conversaciones coti­
dianas; para empezar, pocas de esas conversaciones cotidianas están, como ya
advertimos, guiadas por el mutuo interés comunicativo. Se dice de Gottlob Fre­
ge, como muestra de un rasgo de carácter extraordinariamente fuera de lo
común, que nunca hablaba de otra cosa que de aquello sobre lo que podía hacer
aseveraciones suficientemente justificadas. (Esto se dice para provocar admi­
ración, pero uno no puede dejar de pensar que el hombre debía de ser segura­
mente insufrible y sin duda muy aburrido.) Pero según lo hasta aquí dicho, tal
curso de conducta no es más que el resultado de atenerse a lo que es de espe­
rar de cualquier conversador racional (repárese en la segunda máxima de cua­
lidad). Lo que sí parece razonable decir es que cuanto más se aproximan los
fines desuna conversación a los “intereses comunicativos”, más es .de exigir la
satisfacción de las máximas. Las máximas enuncian, en otras palabras, condi­
ciones de feliz ejecución válidas para las conversaciones en general, que .se
derivan del hecho de que en las conversaciones se echa mano de recursos (sig­
nos) que convencionalmente se usan para la satisfacción de ciertos fines.
¡ En ocasiones, pues, los participantes en una conversación violan de hecho
alguna de las máximas. Esto puede ocurrir de varios modos. Pueden violarlas
de modo no manifiesto] por ejemplo, alguien repite algo que se acaba de decir,
sin dar ninguna indicación de que ha oído perfectamente lo dicho antes. En ese
caso provocarán confusión en. su audiencia. O bien pueden anunciar explícita­
mente que no se atienen a las máximas, que por alguna razón han dejado de
sentirse regidos por el objetivo común que guía la conversación. Así lo hace
quien dice o da a entender “no puedo decir más;, mis labios están sellados”, en
una ocasión en que manifiestamente dispone de información pertinente para el
curso de la conversación. En ese caso, los demás entienden simplemente que
tiene otros fines que coloca por encima de las máximas conversacionales, por
la razón que sea, justificadamente o no. Una tercera posibilidad es que se vio­
le una máxima, porque ése es el único modo de no violar otra (por ejemplo,
no aseverar algo que sería perfectamente pertinente, porque no se tiene buena
justificación para ello). Pero existe una cuarta posibilidad, que es la que nos
interesa aquí.
Esta cuarta posibilidad es la siguiente: que alguno de los participantes,
supuesto que sus palabras se toman como usadas con el significado que con­
vencionalmente tienen, viola manifiestamente una máxima, sin que exista para
ello ninguna explicación del tipo de las que hemos considerado en los otros
tres casos: conflicto con otras máximas, inadvertencia, conflicto con
otros fines. Estos son los casos que, según Grice, generan las implicaturas
conversacionales. La implicatura se obtiene como una interpretación de las
palabras del hablante, posible a partir del significado literal de las palabras y
de otros elementos contextúales que son también conocimiento recíproco com­
partido por el hablante y su audiencia, que hace meramente aparente el con­
flicto con las máximas, eliminándolo así. El hablante razona como sigue: “Mi
audiencia necesariamente advertirá que, si suponen que lo que quiero decir es
lo que las palabras que uso literalmente dicen, habré violado manifiestamente
tal máxima conversacional. Pero la existencia de esas máximas es conoci­
miento mutuo entre nosotros: yo las conozco y ellos también, yo sé que ellos
las conocen, ellos saben que yo las conozco, que ellos saben que yo sé que
ellos las conocen, etc.; y yo voy a hacer que ño tengan ninguna explicación
satisfactoria de mi actitud, atribuyéndome inadvertencia, fines contrapuestos al
cumplimiento de las máximas, etc. Por tanto, lo que harán será buscar una
explicación alternativa de lo que en realidad quiero decir, que elimine el con­
flicto; y, dados tales y cuales elementos contextúales, el único significado no
literal que es razonable atribuirme es ... La audiencia, si todo va bien, repro­
duce el razonamiento que se espera de ella. En estas circunstancias, lo que está
en lugar de los puntos suspensivos es la implicatura conversacional, el signifi­
cado no literal que en esta ocasión de uso el hablante consigue, dar a sus pa­
labras.
La idea de Grice es, en resumidas cuentas, que una implicatura conversa­
cional es un significado distinto al convencional que el hablante intenta trans­
mitir con sus palabras, basándose para hacerlo en que la hipótesis de que eso
es lo que está haciendo es el único supuesto razonable que permitiría conver­
tir en meramente aparente el conflicto con las máximas conversacionales;
mientras que la hipótesis alternativa y más natural de que está dando a sus
palabras el significado que convencionalmente tienen provoca un conflicto
inexplicable con las máximas de la conversación, Grice denomina “derivar”
una implicatura a reproducir paso a paso el razonamiento detallado según el
esquema anterior que permite obtener, en un contexto de uso dado, la impli­
catura conversacional. El criterio fundamental de que q es una implicatura
conversacional de la expresión S usada por el hablante H es que q es deriva-
ble siguiendo el esquema. Grice insiste en que no se puede hablar de la exis­
tencia de una implicatura conversacional si la implicatura no es derivable. La
derivación debe mostrar en detalle qué máximas se violarían si no se supusie­
ra que el hablante quería en realidad dar a entender la implicatura, y cómo,
dado el contexto, la implicatura es la única interpretación razonable que haría
el conflicto meramente aparente.
Un caso muy habitual de implicatura es el que consigue un cierto hablan­
te diciendo “Hoy Felipe no él mismo.” Derivémosla. Si suponemos que el
hablante ha querido decir lo que las palabras convencionalmente significan,
obtenemos que lo que ha querido decir es una contradicción manifiesta, pues
pocas verdades lógicas son tan claras como que toda cosa es idéntica a sí mis­
ma. Por tanto, habría violado la primera máxima de cualidad; y no hay aquí
ninguna explicación de esta violación compatible con la racionalidad del
hablante. Inferimos por consiguiente que debe querer decir otra cosa. Y lo que,
en un contexto como el que el lector puede imaginar para esa afirmación, es
más natural pensar que pueda quererse decir es que hoy Felipe no está ponien­
do por obra ciertos rasgos que le caracterizan, sino que se está comportan­
do como alguien a quien no le adornaran esos rasgos. Esto no es ninguna
contradicción, y es perfectamente pertinente en el curso de la conversación
supuesta.
Este ejemplo bien puede servir para ilustrar uno de los dos propósitos filo­
sóficos que Grice perseguía al trazar la distinción entre significado literal y sig­
nificado no literal, y al construir esta teoría de las impligaturas conversaciona­
les -propósitos de que hablé al comienzo de esta sección. Pues bien puede ver­
se después de este análisis cuán poco fundado sería utilizar ejemplos como el
de la afirmación mencionada para concluir, como a veces se concluye a partir
de ejemplos similares, que “la lógica de la identidad en el lenguaje natural no
es la lógica de la identidad en los sistemas lógicos”. Antes bien: si el análisis
anterior es correcto, podemos afirmar que el hablante consigue dar a sus pala­
bras el significado no literal que tienen precisamente porque la lógica de la
identidad en el lenguaje natural, al menos en lo que respecta a su necesaria
reflexividad, es la misma que la del signo correlativo en los lenguajes lógicos.
Aun a riesgo de resultar algo verbosos, derivemos para concluir la impli-
catura contenida en mi ejemplo inicial, las palabras de Begoña “¡Vaya, un
coche blánco tenía que ser!”.
(1) Las palabras en cuestión son, convencionalmente, una confirmación de
que el color del coche adelantado es blanco.
(2) Llevar a cabo ese acto del habla en este contexto constituye una vio­
lación de la tercera máxima, y seguramente también de la primera. (Las dudas
conciernen a las sutilezas derivadas de las diferencias entre la aplicación de las
máximas a aseveraciones — los actos del habla que Grice tenía particularmen­
te en mente— y a otros tipos de actos del habla, como, en este caso, confir­
maciones.) Pues, por ejemplo, no había aquí ninguna hipótesis sobre el color
del coche implícita o explícitamente puesta en cuestión que confirmar con este
nuevo caso particular.
(3) En este tipo de situaciones, muchas personas hubiesen dicho algo así
como ‘¡una mujer tenía que ser!’; y lo hubiesen hecho porque considerarían
que toda situación en que alguien conduce muy mal es una situación a propó­
sito para confirmar la hipótesis de que las mujeres conducen peor que los hom­
bres, que ellos consideran correcta pese a saberla cuestionada.
(4) Begoña és el tipo de persona que piensa que esas hipótesis carecen de
fundamento racional, y sólo se apoyan en eJ deseo de creer a ias mujeres infe­
riores a los hombres (o en algo aún peor).
(5) Begoña tiene buenas razones para creer que yo sé (l)-(5), y que sé que
ella sabe que yo lo sé, etc.
(6) Por tanto, con sus palabras en realidad ha llevado a cabo la siguiente
advertencia: “No trates de explicar su incompetencia diciendo que es una
mujer, porque esa explicación sería tan infundada como explicar su ineom péé
tencia apelando a que conduce un coche blanco: tan poca relación causal hay
entre ser mujer y conducir mal como la hay entre conducir un coche blanco.
y conducir mal!1 Supuesto lo cual, no ha violado ninguna máxima conversar
cional.
La derivabilidad es una condición necesaria de la existencia de una impli-
catura conversacional. Otra es la cancelabilidad: si q es una implicatura con­
versacional transmitida por el hablante con la oración S, entonces la conjun­
ción de S y un enunciado que exprese la negación de q debe ser lógicamente
consistente. Este criterio pretende distinguir implicaturas conversacionales de
implicaciones lógicas.5 Las implicaciones lógicas no son cancelables, natural­
mente; porque “algo es de algún color” es una implicación lógica de “el coche
es blanco”, la conjunción “el coche es blanco y no es el caso que algo sea de
algún color” es lógicamente inconsistente. Como advertí anteriormente, exis­
ten analogías entre implicaturas e implicaciones (ambas se obtienen inferen-
cialmente), pero también existen diferencias. La diferencia fundamental es que
las implicaciones lógicas de un enunciado dependen exclusivamente de su sig­
nificado convencional; mientras que, como hemos visto, las implicaturas con­
versacionales de un enunciado dependen esencialmente de elementos pragmáti­
cos, a saber: (i) las máximas que expresan los fines genéricos de los partici­
pantes de esas actividades racionales cooperativas que son las conversaciones,
y (íi) información contextual no necesariamente lingüística. Es en virtud de
esta dependencia respecto de elementos “pragmáticos” que las implicaturas son
cancelables.
El análisis del fenómeno de las implicaturas conversacionales por Grice
tiene un gran atractivo. El lector habrá sospechado que en este marco teórico,
con las herramientas proporcionadas por Grice, se puede llevar a cabo el aná­
lisis de muchos fenómenos ciertamente atractivos para todos los interesados en
las “humanidades”: fenómenos como el chiste, la ironía, la metáfora, muchos
elementos en fin de la crítica literaria, parecen a primera vista tratarse de mani­
festaciones de la significación no literal. Ese atractivo, empero, no debería
hacernos olvidar la lección principal del anáfisis de Grice, que no es otra que
la de la autonomía de la semántica respecto de la pragmática. Pues, como
hemos tenido oportunidad de subrayar, el análisis griceano de las implicaturas
presupone la existencia independiente de los significados convencionales. Es

5. Y también de lo que Grice llamaba im plicaturas convencionales, un fenómeno nunca bien definido pero
que parece aproximarse, a juzgar por los ejemplos que Grice proporciona, al fenómeno de las presuposiciones. Si. q
expresa una presuposición de p (por ejem plo, que Alberto golpeaba a su mujer anteriormente, en el caso de ‘Alberto
ha dejado de golpear a su mujer’, o que hay un único rey de Francia, en el cas o de ‘el rey de Francia es calvo', según
la teoría de las descripciones definidas de Strawson), entonces, según los teóricos del fenómeno, si bien p implica q,
q no es pane de lo que p, semánticamente, “dice”. En esto las presuposiciones se parecen a las implicaturas: no son
implicaciones lógicas del contenido de la proposición que las conlleva. Pero, a diferencia de las implicaturas, las pre­
suposiciones están semánticamente determinadas. Por eso, como las implicaciones lógicas, y a diferencia en esto de
las implicaturas conversacionales, no son cancelables. ‘Alberto ha dejado de golpear a su mujer, y no es el caso que
la golpeara antes’ y ‘el rey de Francia es calvo, y no hay un único rey de Francia’ son tan impropios com o una con­
tradicción sensu stricto.
bien cierto que, como sostuviera Austin, “el acto lingüístico total, en la situa­
ción lingüística total, constituye el único fenómeno real que, en última instan­
cia, estamos tratando de elucidar.” Pero eso no invalida una tesis quizás cerca­
na a la que los lingüistas designan como “la autonomía de la sintaxis respecto
de la semántica”. La tesis en cuestión, en una versión simplista, sostendría que
los aspectos sintácticos de los “actos lingüísticos totales” son independiente de
sus aspectos semánticos. Una justificación para esto está en la convencionali-
dad de la sintaxis: diversas sintaxis (no digamos ya diversas fonologías, etc.)
hubiesen servido en principio de vehículos para la transmisión de los mismos
significados (de los mismos “actos del habla”, combinaciones de fuerza y con­
tenido). Análogamente, lo que la tesis de la autonomía de la semántica respecto
de la pragmática sostiene es que los aspectos semánticos convencionales del
“acto lingüístico total” (la fuerza ilocutiva y el contenido proposicional con-
vencionalmente asociados con las expresiones) son independientes de los
aspectos “pragmáticos” (la ñierza ilocutiva y el contenido que el hablante con­
sigue dar en la ocasión concreta de uso a sus palabras), sea el que convencio­
nalmente tienen o sea uno creado por él, mediante mecanismos como los que
acabamos de estudiar.
Jim Higginbotham hizo en cierta ocasión una observación inteligente en
favor de la autonomía de la semántica respecto de la pragmática. Existen infi­
nidad de ejemplos de oraciones que, convencionalmente, admiten ciertos sig­
nificados con la siguiente peculiaridad: aunque, con paciencia e imaginación,
se puede convencer a cualquier hablante competente de que esas oraciones tie­
nen convencionalmente ese significado, por sí solos nunca hubieran reparado
en ello. Nunca hubieran reparado en ello porque, “pragmáticamente” (es decir,
atendiendo a todos esos factores, por ejemplo conversacionales, que hacen de
esperar que la gente diga ciertas cosas en ciertos contextos y no otras), esas
oraciones nunca o casi nunca podrían haber sido proferidas con esos significar
dos. Mas, como decía, los tienen. Un ejemplo (como digo, entre infinidades):
además del significado que el hablante inferirá, la oración ‘me llevé el cesto
que contenía la merluza’ tiene (convencionalmente) este significado: me llevé
un cesto que había estado contenido en una merluza. (Compárese la oración
con ésta, en que el significado correspondiente se obtiene “a la primera”,
igualmente por razones pragmáticas: ‘me llevé la caja que contenía el coche’.)
En relación con esto examinaré para concluir dos problemas muy debati­
dos. Parece razonable pensar que existen indicadores convencionales de algu­
nas fuerzas ilocutivas, al menos de las más fundamentales para explicar la ins­
titución del lenguaje: informes, aseveraciones, órdenes, preguntas, promesas,
etc. Los indicadores obvios son los llamados “modos”: indicativo, imperativo,
interrogativo, etc. Sin embargo, es un hecho manifiesto sobre el uso que ha­
cemos del lenguaje el que, en muchas ocasiones, los modos en cuestión se usan
para llevar a cabo actos del habla distintos de los asociados convencionalmen­
te con ellos. ‘¿Puedes pasarme la sal?’ o ‘la sal está a tu lado’ no son, típica­
mente, una pregunta o una aseveración, sino una petición o un mandato. ‘Des­
pués de responder a la primera pregunta, responderéis a la tercera’ no es tam-
poco una aseveración predictiva, sino, de nuevo, una orden, etc. Se'dénbminav
“actos del habla indifeetos,, a los casos de esta naturaleza. La discusión preces
dente basta para que el lector dé por sí mismo con el modo de reconciliar l?a>
hipótesis de la asociación convencional entre ciertos recursos sintácticos y cier^
tas fuerzas ilocutivas y los hechos sobre ios actos del habla indirectos: el meca­
nismo griceano de las implicaturas conversacionales es suficiente para ello. De
hecho, el lector puede observar que el ejemplo que hemos discutido constituía
uno de estos actos del habla indirectos: según la forma convencional de las
palabras, la proferencia de Begoña era una confirmación, pero su acto era en
realidad una advertencia. Una razón para justificar esta afirmación es que un
hablante competente sabe que ‘¿querrías pasarme la sal?’ es, convencio­
nalmente, una pregunta, y ‘la sal está a tu lado’ una aseveración. Esto se ve
porque somos capaces de responder, en una situación en que se profieren con
la intención de hacer una petición, simplemente, ‘sí, nada me lo impide’, o ‘ya,
lo advertí en cuanto me senté a la mesa’, respectivamente. (Para hacer una bro­
ma, o por cualquier otra razón.)
En contra de la explicación griceana de los actos del habla indirectos, se
hace notar la ubicuidad de estos fenómenos; ‘¿puedes pasarme la sal?’ es el
mandato generalmente más apropiado en ciertos contextos. La respuesta a esto
es que no se debe confundir generalidad con convencionalidad. Existen expli­
caciones naturales de por qué en muchas ocasiones damos una orden median­
te una pregunta. Para que otro acepte nuestro deseo de que algo suceda como
motivo para que él mismo lo lleve a efecto debe existir alguna relación entre
ambos que justifique que “nuestros deseos sean órdenes” para él. Típicamen­
te, se trata de una relación de autoridad. Ahora bien, es claro que en muchas
ocasiones en que necesitamos que otros hagan algo que nosotros queremos que
se lleve a cabo, no tenemos autoridad sobre él. Sería imperdonable que nos su­
pusiéramos implícitamente con ella, utilizando recursos convencionales sólo
justificados cuando la relación se da, por más que se trate de los recursos con­
vencionales que nos convendría utilizar en la situación. Hacemos entonces algo
directamente menos comprometido, como preguntar a nuestra audiencia si tie­
ne la capacidad de hacer lo que queremos que haga. (Esperando que, .como
existe conocimiento mutuo de que tiene esa capacidad, y como él comprende
mis dudas en cuanto a darle una orden directamente, aprecie qué es lo que en
realidad quiero hacer.) Esta explicación es sumamente general, así que explica
que, en muchas ocasiones distintas, hagamos peticiones indirectamente. Pero,
por general que sea, el mecanismo no es aún uno convencional. Esto puede
verse por la razón dada al final del párrafo anterior, seguimos entendiendo la
pregunta como una pregunta.
Ciertamente, la decisión sobre si un determinado significado regularmen­
te asociado a una expresión constituye una implicatura conversacional genéri­
ca:, o es más bien uno de los significados que tiene convencionalmente esa
expresión, no puede llevarse a cabo simplemente sobre la base de nuestras
intuiciones. Tampoco son suficientes los criterios de la derivabilidad y de la
cancelabilidad. Pues, si una oración S (‘vi a Juan junto al banco’) tiene,
convencionalmente, dos significados posibles, p y q, y en un contexto deter­
minado lo natural es tomarla con el primero de ellos, entonces que p y no q es
el significado expresado en ese contexto será probablemente derivable a partir
de las máximas de la conversación. Y el hecho de que la oración S puede
entenderse significando q garantizará que Sf y no es el caso que p, no sea con­
tradictorio. La decisión, por tanto, ha de ser teórica.
La explicación que daremos en el próximo capítulo de la naturaleza de las
convenciones indica qué tipo de argumento hemos de ofrecer. Una convención
es, como se verá, algo mucho más complicado que una mera regularidad.
Supongamos que: (i) podemos explicar, mediante el mecanismo prágmatico
descrito antes, cómo es que regularmente ‘¿puedes pasarme la sal?’ sirve para
expresar la petición de que se pase la sal, sin apelar a otras convenciones que
aquellas en virtud de las cuales la oración en cuestión expresa la petición de
información sobre la capacidad de la audiencia de pasar la sal, mientras que,
por contra,, (ii) no podemos explicar cómo la oración puede entenderse tam­
bién como una interrogación, sólo bajo la hipótesis de que tiene convencional­
mente el sentido de una petición. Estos dos hechos proporcionan entonces una
razón excelente para no atribuir a la oración otro significado convencional que
el literal, por más que su significado literal la haga pragmáticamente inade­
cuada en general y por tanto infrecuente en el uso. La razón no es otra que una
aplicación del principio de economía que se conoce como “la navaja de
Occam”, que propugna no postular explicaciones que invocan mecanismos
complejos, cuando disponemos de otras que invocan mecanismos más simples.
Es el mismo principio en virtud del cual no encontramos razonable explicar
cómo se mueven los planetas, atribuyéndoles la intención de cumplir con las
leyes, de Newton.
Esta discusión da lugar a una corrección a las tácticas de Austin (compa­
tible con la aceptación de sus objetivos estratégicos). Un dato que el partida­
rio de la teoría proposicionalista de los actos lingüísticos utiliza, es, como se
dijo antes, la posibilidad de hacer explícito el significado de cualquier profe-
renciaT incluida su fuerza ilocutiva, mediante una proferencia cuya forma es
asertórica: así, en lugar de ‘¡cabo, haga limpiar las letrinas!’, podemos decir
‘yo le ordeno a usted, cabo, por el presente acto, que haga limpiar las letrinas’.
Austin argumenta que este hecho no apoya la tesis proposicionalista, pues la
segunda proferencia es un mandato tanto como la primera. De acuerdo con las
consideraciones precedentes, sin embargo, parece razonable decir que, si bien,
ciertamente, lo que el hablante pretende generalmente hacer mediante la
segunda proferencia es un mandato y no una aseveración, esto es una impRca-
tura conversacional genérica y no el significado literal de las palabras que uti­
liza. Literalmente, las palabras que utiliza constituyen una aseveración. Pues,
de otro modo, tendríamos que complicar nuestra semántica: no cabe duda algu­
na de que ‘yo le ordené a Vd., cabo, por aquel acto, que hiciese limpiar las
letrinasV expresa una aseveración y no un mandato, de modo que tendríamos
que clasificar las formas de expresión comunes a esta segunda proferencia y a
la anterior como significando convencionalmente a veces una aseveración y a
veces un mandato. Y la complicación es innecesaria, pues podemos explicar-a
través del mecanismo descrito por Grice cómo, generalmente, ‘yo le ordenóla
usted, cabo, por el presente acto, que haga limpiar las letrinas’ se usa para, dar
una orden y no para hacer una aseveración.
Conceder al proposicionalista la victoria en esta batalla no es concederle-la
victoria final. Lo que hemos de pensar claramente es si el hecho de que et sig­
nificado de una proferencia — incluida en el significado la fuerza ilocutiva— sea
representable mediante una aseveración hace al significado proposicional. Bas­
ta enunciarlo, para ver que hay aquí un caso patente de la falacia de la expli-
citación (XI, § 5). La tesis austiniana es que un caso de significación no se ago­
ta en su contenido proposicional, sino que es también una acción; la fuerza ilo­
cutiva especifica qué tipo de acción en particular es. Una explicitación teórica
de significado, por otra parte, no tiene por qué poseer ella misma el mismo
potencial práctico, por más acertada que sea. Antes bien; dado que una expli­
citación teórica será lingüística, si la tesis de Austin es correcta habrá de pose­
er, ella misma, algún potencial ilocutivo. Pero es absurdo esperar, o exigir, que
su potencial ilocutivo sea el de aquello de lo que intenta ser una adecuada
caracterización teórica. El potencial ilocutivo de una articulación teórica será,
en general, el de las aseveraciones (explicaciones, etc.). Ese potencial no tiene
que coincidir con el de aquellos actos de significación que persigue caracteri­
zar, al igual como una caracterización teórica del conocimiento que permite ser
un buen bailarín de tango no tiene por qué tener los mismos efectos prácticos
que el conocimiento caracterizado.

4. Sumario y consejos para seguir leyendo

En este capítulo hemos introducido algunos conceptos de teoría de la


acción importantes para el estudio del lenguaje. Una acción, en la caracteriza­
ción davidsoniana, es un acaecimiento causado por estados mentales (un esta­
do doxástico y uno conativo, cuando menos) que lo racionalizan (§ 1). De
acuerdo con la tesis central de Austin, la significación requiere no sólo un ele­
mento proposicional (la representación de un acaecimiento que puede o no dar­
se), sino también un elemento pragmático; representar es hacer algo. El tipo
de acción representacional que se efectúa corresponde a la fuerza o potencial
ilocutivo, y se puede describir indicando las circunstancias en que la acción
representacional habría tenido éxito (§ 2). La atención a estos elementos prag­
máticos indisolublemente vinculados a la representación permite comprender
cómo se produce la significación no-literal: cómo los hablantes, supuesto el
significado convencional de las expresiones, se las arreglan para darles, en con­
textos concretos de uso, significados que las expresiones no tienen convencio­
nalmente (§ 3).
Los trabajos centrales que conviene estudiar para desarrollar lo expuesto
en este capítulo son los siguientes: Donald Davidson, “Acciones, razones y
causas”, sobre los temas de filosofía de la acción de la primera sección. John
Austin, “Emisiones realizativas”;. John Searle, “Qué es un acto de habla?” y
“Una taxonomía de los actos ilocucionariós”, y John Austin, Palabras y accio­
nes, sobre la tesis de Austin discutida en la segunda. H. Paul Grice, “Lógica
y Conversación”; J. Searle, “Indirect Speech Acts”, y “Meaning, Communi-
cation, and Representation”, sobre los significados no literales tratados en la
tercera.
C a p í tu l o XIV

EL PROGRAMA DE GRICE

En este capítulo final presentaremos el “programa de Grice”. Se trata de


una concepción del lenguaje que comparte con la concepción mentalista la
tesis de la prioridad del pensamiento sobre el lenguaje, pero que incorpora
la atención a elementos normativos enfatizada por el segundo Wittgenstein en la
forma discutida en el capítulo precedente.

1. El significado ocasional del hablante

Hemos visto en el capítulo anterior cómo, de acuerdo con Austin, las


expresiones lingüísticas tienen esencialmente una determinada fuerza ilocutiva.
Las expresiones lingüísticas no sólo tienen características proposicionales, esto
es, una capacidad para representar el mundo como siendo de un cierto modo.
La concepción del lenguaje del Tractatus de Wittgenstein, o la de Locke, según
la cual un lenguaje está constituido esencialmente por una conexión entre pala­
bras e ideas, evidencia el punto de vista al que se opone Austin. Las expresio­
nes lingüísticas tienen esencialmente fuerza, porque son esencialmente entida­
des con las que se llevan a cabo ciertas acciones racionales; y su capacidad
representacional debe ser entendida justamente en este marco.
En la argumentación de Austin, este elemento esencialmente pragmático y
no proporcional está vinculado, como vimos, al carácter convencional del len­
guaje; pues el elemento pragmático se explica en términos de las condiciones
de feliz ejecución, y, en su clasificación, la primera de ellas es que exista un
procedimiento convencional. Ciertamente, las convenciones (repárese en
convenciones no lingüísticas, como las que conciernen al modo de conducirse
en la mesa o al vestido) gobiernan acciones racionales. Además, el concepto
que queremos entender es el del significado lingüístico, y un lenguaje es, esen­
cialmente, un sistema de convenciones.
Sin embargo, hay aquí un problema, que ya se ha mencionado. Según
algunos filósofos, la comprensión del significado en el marco de una teoría-
general de la acción racional no requiere necesariamente que las acciones en
que se producen significados estén gobernadas por convenciones: según ellos,
no prestamos atención a los aspectos esenciales del significado cuando pensa­
mos exclusivamente en acciones lingüísticas convencionales. Este es el punto
de vista de Paul Grice. Su programa consiste en ofrecer primero una expli­
cación de la naturaleza de los que él consideraba casos básicos de acciones en
que se producen significados: aquellas que no son necesariamente parte de nin­
guna práctica convencional; y después extender esta explicación para dar cuen­
ta de las prácticas lingüísticas convencionales. Grice se refiere al concepto que
recoge el caso básico como “significado ocasional del hablante” o simplemente
“significado del hablante”, dando así la idea de que se trata de casos en que un
hablante utiliza una señal que no necesariamente tiene un uso convencional
previo para decir algo, para llevar a cabo un determinado tipo de acto de sig­
nificación. Por otra parte, Grice se refiere con “significado de la expresión” al
concepto que recoge la extensión subsiguiente del análisis, dando a entender
que en este caso ya son las palabras mismas las que, gracias a la existencia de
convenciones, han adquirido un significado relativamente independiente del
uso concreto a que los hablantes las someten.
La prioridad del significado ocasiona! del hablante sobre el significado de
las expresiones que se propone en el programa de Grice es una prioridad lógi­
ca o conceptual, no necesariamente una prioridad fáctica, temporal. No se pos­
tula que primero hubiese significado ocasional, y después convenciones lin­
güísticas; ésa es una hipótesis evolutiva discutible, y es en cualquier caso una
especulación empírica y no una observación filosófica. Se trata de que puede
haber significado no determinado por convenciones lingüísticas específicas.
Necesitamos, pues, un concepto de significado tal que pueda haber significa­
ción sin convenciones significativas específicas que así lo determinen. Eso es
lo que ofrece Grice, mediante su análisis del “significado ocasional del hablan­
te”. Pero ya en estos casos está presente ese “elemento esencialmente pragmá­
tico”, la fuerza ilocutiva; de modo que una comprensión correcta de su natu­
raleza no puede conllevar la exigencia de que las fuerzas ilocutivas estén
determinadas por convenciones. Por lo demás, son las fuerzas ilocutivas lin­
güísticas, las gobernadas por las convenciones que rigen los lenguajes natura­
les aquellas cuya naturaleza queremos comprender; el programa de Grice sos­
tiene también que esta comprensión pasa por una previa elucidación de las
fuerzas presentes en los casos de significación no necesariamente lingüística.
Grice propuso una definición de significado ocasional del hablante en su
artículo “Meaning” (1957), mediante tres condiciones, cada una de ellas nece­
saria y las tres conjuntamente suficientes. En un artículo posterior, “Las inten­
ciones y el significado del hablante”, después de exponer la definición origi­
nal, la modifica para replicar a una serie de objeciones posteriores, tanto a la
suficiencia del análisis como a la necesidad. Posteriormente diré algo más
sobre estas objeciones y las modificaciones de Grice en respuesta a ellas; sin
embargo, para nuestros fines lo principal es la comprensión cabal de la defini­
ción original, y particularmente de la tercera condición, la condición caracte­
rísticamente griceana. Antes de enunciar las condiciones constitutivas del aná­
lisis de Grice será conveniente que expongamos el núcleo central del mismo;
Grice piensa que la existencia de significación requiere sólo la existencia dé
ciertos estados mentales, como los necesarios para dar cuenta de la acción
racional; es decir, ciertas creencias y ciertos deseos. Su presencia permite dis­
tinguir los signos no naturales, en los términos de Grice, de signos naturales
como pueda serlo el humo del fuego o los treinta y ocho círculos concéntricos
en el tronco del árbol de los treinta y ocho años de vida del árbol. Los signos
no naturales, a diferencia de los signos naturales, son acciones racionales. Son
un cierto tipo de acción racional: acaecimientos causados y racionalizados por
intenciones comunicativas; acciones racionales el objetivo de cuyo agente es
producir, a través de un procedimiento característico (al que denominaré “el
procedimiento griceano”) otros estados mentales en su audiencia.
Como se ha dicho antes, también en el caso de los signos no regidos por
convenciones, debemos distinguir, como quería Austin, una fuerza y un conte­
nido. En los casos básicos aquí tratados pueden discernirse dos tipos de fuer­
za ilocutiva, digamos la de signos a los que denominaremos peticiones y la de
signos a los que denominaremos informes. La diferencia entre ellas depende de
una diferencia en los objetivos del agente. Lo característico de la fuerza “infor-
macional” es que en los signos que la poseen el objetivo del agente es produ­
cir un estado doxástico en su audiencia, un juicio. Lo característico de la
fuerza “petitoria” es que el objetivo del agente al producir los signos que
la poseen es producir un estado conativo, una intención, en su audiencia. Ulte­
riormente, lo que el agente espera producir con una petición es una acción de
su audiencia. Pero la acción en cuestión puede estar en el futuro lejano, con
respecto al momento en que se emite el signo. Es más razonable, pues, decir
que se trata de una intención lo que el hablante quiere producir con su signo.
Ha de ser, eso sí, una intención y no un mero deseo. Deseamos muchas cosas
para alcanzar las cuales, por diversas razones, no tenemos ninguna intención
de hacer nada en absoluto. Una intención es un deseo para alcanzar el cual nos
proponemos en firme hacer lo preciso cuando llegue el momento. En cuanto al
contenido proposicional del signo (a diferencia de la fuerza), se trata del con­
tenido del estado mental, creencia o deseo, que el agente intenta producir en
su audiencia.
En ambos casos, el de los signos petitorios y el de los signos informacio-
nales, lo que hace de la acción del agente la producción de un signo es, como
se mencionó, que el agente pretende alcanzar su objetivo (la producción del
estado mental de que se trate en la audiencia) a través de un cierto pro­
cedimiento, el “procedimiento griceano”. Tal procedimiento consiste fundamen­
talmente en un razonamiento que el agente espera que su audiencia lleve a cabo,
un razonamiento que involucre esencialmente (como una de sus premisas) pre­
cisamente el reconocimiento por parte de la audiencia de la intención del agen­
te de producir en él un cierto estado psíquico. Dicho brevemente, un signo es,
según Grice, un acaecimiento que es una acción, por tanto el producto de cier­
tas intenciones; se distingue de otros acaecimientos que también son acciones
en que las intenciones que explican los signos persiguen producir ciertos esta­
dos psíquicos en otros individuos — hablando en general, juicios o intencio­
nes— ; pero eso no es todo, porque hay acciones cuyos resultados persiguen
también producir estados psíquicos en otros individuos, juicios o intenciones, y,
sin embargo, no son signos; lo verdaderamente distintivo de los signos es que
el agente que los produce persigue que sea precisamente el reconocimiento por
su audiencia de su intención de producir un cierto efecto psíquico en ellay lo
que produzca racionalmente el efecto buscado.
Esta descripción introductoria resultará a buen seguro un tanto opaca, si
no paradójica; será conveniente examinar un ejemplo paradigmático de signo
básico, no convencional, que se deja someter particularmente bien al análisis
de Grice, antes de enunciar formalmente el análisis.
Hace unos años, el incremento del tráfico en la autopista por la que suelo
conducir comenzó a producir atascos antes desconocidos, y con ello situacio­
nes peligrosas. Represéntese el lector esta situación: voy conduciendo por la
autopista, a través de una zona por la que la velocidad media suele ser alta,
cuando observo a unos metros ante mí los coches que me preceden com­
pletamente detenidos a causa de un atasco. Advierto que viene un coche tras
de mí, a una velocidad, como la mía, alta, y comprendo que el conductor del
mismo no puede observar el atasco, ni tampoco suponer que haya de haberlo.
En esta situación, tengo un gran interés en que el conductor que me sucede for­
me un cierto juicio, a saber, que piense que voy a detener de inmediato mi ve­
hículo completamente,jo rq u e si así lo piensa hará él lo propio, y evitaré que
colisione contra mí. Empero, si me limito a frenar, es probable que cuando vea
las luces de freno de mi coche encendidas piense que freno meramente para
reducir la velocidad, ya que él no puede observar el atasco y estas situaciones
han sido hasta ahora infrecuentes, y que cuando repare en que lo hago para
detenerme completamente sea demasiado tarde. En estas circunstancias, un día
alguien (de hecho, con toda seguridad mucha gente independientemente, y en
muchas autopistas del mundo) dio con una buena idea: activar los cuatro inter­
mitentes de su coche a la vez. Éste será nuestro signo. Repárese en que. acti­
var los cuatro intermitentes no significaba convencionalmente que el conduc­
tor que lo hacía iba a detener completamente su vehículo, al menos no lo sig­
nificaba entonces. La función convencional de tal acción, según el código de
la circulación, es la de indicar que un coche detenido en un lugar peligroso tie­
ne algún problema. No estaba previsto en el código el uso de los cuatro inter­
mitentes mientras se circula a gran velocidad por una autopista.
Pues bien, en esa situación se cumplían las siguientes condiciones. Utili­
zaré ‘S ’ (por “signo”) como abreviatura de la acción señaladora, que puede ser
la emisión de sonidos, la inscripción de marcas escritas o cualquier otro tipo
de actividad —como, en este caso, encender los cuatro intermitentes mientras
se circula a alta velocidad y al tiempo que se frena— ; ‘H’ (por “/lablante”) para
referirme al agente, y ‘A’ para referirme a su audiencia.

(i) H (yo, en este caso) quería producir un cierto estado mental en A, a


saber, el juicio de que H iba a detener su vehículo.
(ii) H pensaba que llevar a cabo S (poner los cuatro intermitentes en m a íí
cha) podía ser un medio para conseguir su objetivo, expresado en" (i)[
de producir una cierta opinión en A, la de que H iba a detener su-vé^
hículo. --idcd
(iii) El plan de H para conseguir su objetivo expresado en (i) a través del
medio expresado en (ii) es que A, a quien supone racional, lleve a cabo
un pequeño razonamiento teórico, cuya conclusión será precisamente la
verdad de la proposición que H quiere que A crea; y que, aceptando A
la verdad de las premisas de su razonamiento, acepte también la con­
clusión, formando así el juicio que H quiere producir en él.

Un tanto verbosamente, el razonamiento que H planea que A lleve a cabo


podría resumirse así:

(a) El conductor que me precede ha puesto en marcha los cuatro intermi­


tentes, mientras circula a gran velocidad por la autopista y al tiempo
que pisa el freno.
(b) Tal acción no tiene ningún sentido contemplado en el código de circu­
lación, e imagino que él lo sabe. Podría tratarse de algo que ha hecho
“sin querer”. Otra posibilidad no despreciable, empero, es que se trate
de una acción suya.
(c) En ese caso, es más que probable que sepa que hay otra persona detrás
de él, yo en este caso, capaz de apreciar (a) y (b); así que el propósito
de su acción puede ser precisamente producir en esa otra persona la
perplejidad expresada en (a) y (b) y a través de ello un razonamiento
como el que estoy iniciando.
(d) En tal caso, lo que debe estar intentando conseguir es algo como lo que
los razonamientos producen, un juicio o una intención. Y en este con­
texto, dado lo que encender los cuatro intermitentes ordinariamente sig­
nifica y dado que lo hace mientras frena, lo que está intentando conse­
guir es que yo me dé cuenta de que él quiere que yo juzgue que se dis­
pone de inmediato a detener completamente su vehículo; quiere, en
otras palabras, que yo advierta su intención de hacerme sabedor de que
va a detener su vehículo.
(e) La única razón sensata para que quiera que yo advierta su intención de
que yo forme el juicio de que va a detener su vehículo, en este con­
texto, es que de hecho va a detener su vehículo, y quiere evitar una
colisión (lo que está en su interés tanto como en el mío) haciendo que
yo piense que va a hacerlo.

En este caso, suponemos que la fuerza del signo es informacional; el obje­


tivo del hablante en tales casos es producir un juicio en su audiencia, y el “pro­
cedimiento griceano” para ello es un razonamiento teórico (con elementos
deductivos e inductivos) por parte de la audiencia cuya conclusión es precisa­
mente la proposición que se espera que la audiencia crea. El que la audiencia
lleve a cabo tal razonamiento produce precisamente el efecto deseado, a saber;
la formación del juicio; pues la conclusión del argumento es la proposición que
se espera que la audiencia juzgue. En nuestro ejemplo, la proposición que el
hablante quiere que la audiencia crea aparece explícitamente en la conclusión
(e) del argumento. Sin cambiar apenas el ejemplo podríamos haber ilustrado; el
caso en que la fuerza del signo es petitoria y no informacionai. Lo distintivo
en estos casos es que el estado mental que el hablante espera producir en la
audiencia es una intención, en lugar de un juicio; y que el razonamiento a tra­
vés del cual espera producirla es un razonamiento práctico, que como tal invo­
lucra en algún momento los deseos del razonador, la audiencia, y cuyo efecto
no es producir un juicio sino una intención. Por ejemplo, podemos suponer que
la función del signo de H (la activación de los cuatro intermitentes), en lugar
de ser la de indicar a A que H va a detener su vehículo, es la de pedirle que
detenga el suyo. En ese caso, las condiciones relevantes satisfechas en la situa­
ción serían:

(i') H (yo, en este caso) quería producir un cierto estado mental en A, a


saber, la intención de detener su propio vehículo.
(ii') H pensaba que llevar a cabo S (poner los cuatro intermitentes en mar­
cha) podía ser un medio para conseguir su objetivo, expresado en (i),
de producir una cierta intención en A, la de detener su propio ve­
hículo.
(ni*) El plan de H para conseguir su objetivo expresado en (i) a través del
medio expresado en (ii) es que A, a quien supone racional, lleve a cabo
un pequeño razonamiento práctico, cuya conclusión será precisamente
la bondad de la acción que H quiere que A trate de poner por obra; y
que, aceptando A la verdad de las premisas teóricas de su razonamiento
y la bondad de las premisas prácticas de su razonamiento, acepte tam­
bién la conclusión, formando así la intención que H quiere producir
en él.

Las tres primeras premisas del razonamiento que H planea que A lleve a
cabo son exactamente las antes; las diferencias se cifrarían en las dos siguien­
tes y en la conclusión, que podrían resumirse así:

(d') En tal caso, lo que debe estar intentando conseguir es algo como lo que
los razonamientos producen, juicios o intenciones. Y en este contexto,
dado lo que encender los cuatro intermitentes ordinariamente significa
y dado que lo hace mientras frena, lo que está intentando conseguir es
que yo me dé cuenta de que él quiere que yo forme la intención de
detener mi propio vehículo; quiere, en otras palabras, que yo advierta
su deseo de que yo forme la intención de detener mi vehículo.
(e') La única razón sensata para que quiera que yo advierta su deseo de que
yo forme la intención de detener mi vehículo, en este caso, es que él
va a detener de inmediato completamente su vehículo, y quiere evitar
una colisión (lo que está en su interés tanto como en el mío);.haciendo;
que yo detenga el mío. Pero evitar una colisión está, efectivamente-tánri
to en su interés como en el mío. Lo mejor que puedo hacer en esta
situación es, pues, detener mi vehículo.

La relativa indeterminación que manifiesta la posibilidad de interpretar un


mismo signo como poseyendo fuerza informacional o fuerza petitoria no va en
contra del análisis de Grice, sino que sólo expresa lo rudimentario del tipo de
signos a los que su análisis básico se aplica de modo más claro.
Ahora estamos en disposición de enunciar el análisis de Grice. El concepto
que analizamos es “el signo (ocasional) total, en la. situación total de signifi­
cación (ocasional)”; concedemos a Austin que, también en este caso no con­
vencional, los signos tienen esencialmente un aspecto locutivo y un aspecto ilo-
cutivo. Es decir, al explicar el significado no analizamos meramente la noción
de proposición, sino el contenido junto con la fuerza. Vamos a suponer que las
únicas dos fuerzas que explicamos son la de los informes y la de las peticio­
nes. Así, el concepto que analizamos es éste: “Mediante S, H (informa
de/pide} que p a A”. Y éste es el análisis de Grice:

Mediante S, H {informa de/pide] que p a A si y solamente si:

(1) H cree que llevar a cabo S es un medio para producir {el juicio/la inten­
ción} de que p en A, y H quiere producir (el juicio/la intención} de
que p en A, y
(2) H quiere que su intención de producir {el juicio/la intención} de que p
en A sea reconocida por A, y
(3) H quiere que el reconocimiento por parte de A de su intención de pro­
ducir en él (el juicio/la intención} de que p sea para A una razón, y no
meramente una causa, para la satisfacción de su intención, es decir,
para que A forme {el juicio/la intención} de que p.

La tesis de Grice es que cada una de las tres condiciones del analysans es
necesaria, y juntamente son suficientes para el analysandum. Examinemos la
justificación de esta tesis. La primera condición sirve para distinguir significa­
do no natural de significado natural; para que haya significado no natural debe
haber acción racional. Por ejemplo, un modo en que se puede producir en
alguien el juicio de que yo encuentro indecente que me expliquen historias
lúbricas es a través de mi violento enrojecimiento. Mi enrojecimiento, el pre­
sunto signo aquí, es un signo natural de mi encontrar indecente que me expli­
quen esas historias; pero, según Grice, no es un signo con las características de
los signos lingüísticos. La justificación más interesante de la necesidad de la
primera condición está en excluir estos signos: mi enrojecimiento no es un sig­
no como lo son los signos lingüísticos, dice la primera condición, porque no
es una acción mía, sino algo que me pasa.
Otro modo en que puedo provocar en alguien el juicio de que yo encuen­
tro indecente que me expliquen historias lúbricas (y ésta sí es una acción racio­
nal mía) es mediante-la colocación disimulada (es decir, sin que el otro advier­
ta lo que hago) en algún lugar bien visible de una cartulina con un adagio sobre
las virtudes de la castidad impreso en ella. Tampoco esto sería, intuitivamente,
un signo que yo le hago a mi audiencia; al menos, no sería un signo tan pro-
totípico como lo es la activación de los cuatro intermitentes en el ejemplo ante­
rior. Lo que lo excluye es la segunda condición: aunque yo pretendo producir
con mi acción un estado mental en alguien, no quiero que esa intención mía
sea reconocida por la persona en cuestión.
La más importante justificación de la necesidad de la segunda condición,
sin embargo, proviene, naturalmente, de su invocación en la tercera. Esta ter­
cera condición es la más característica de la concepción del lenguaje de Grice.
Lo que dice es que, para que quepa hablar de un signo, el hablante no debe
querer que su intención sea satisfecha de cualquier modo, sino precisamente a
través del “procedimiento griceano”, es decir, de un modo racional, mediante
una argumentación teórica o práctica por parte de la audiencia, cuya conclusión
conlleve la producción del efecto esperado, y una de cuyas premisas esencia­
les sea justamente el reconocimiento por parte de la audiencia de la intención
significativa del hablante expresada en la segunda condición. En los dos ejem­
plos anteriores hemos reproducido ejemplos de “procedimientos griceanos”, de
esos raciocinios a que se apela en la tercera condición. En ambos casos, la
cuarta premisa — (d), (d')— contenía expresamente el reconocimiento por par­
te de la audiencia de la intención del hablante expresada en la segunda condi­
ción. Los ejemplos pretenden precisamente justificar la necesidad de la terce­
ra condición, y poner de manifiesto el modo en que se pretende que funcione
en la producción de significados, ilustrándolo con dos casos paradigmáticos de
aplicación del “procedimiento griceano”.
Grice justifica la necesidad de la tercera condición con ejemplos en los
que, aunque el agente tiene la intención de producir un cierto suceso psíquico
en la audiencia, y aunque quizás quiera también que su intención sea recono­
cida (o al menos no tiene ninguna razón para no quererlo), no puede querer
que el reconocimiento de su intención sea una parte esencial de un proceso ra­
cional que lleve a su satisfacción porque existe un modo mucho más simple de
satisfacerla. Su famoso ejemplo es el de Salomé presentando la cabeza del
Bautista a Herodes. El presunto signo es la presentación de la cabeza; el pre­
sunto significado, la aseveración de la muerte del Bautista; y la razón de que
la tercera condición no se cumpla, que es patente para Salomé la existencia de
un razonamiento muy simple que llevará a Herodes a formar el juicio de que
el Bautista ha muerto sin pasar en absoluto por el reconocimiento de la inten­
ción de Salomé, a saber: “he aquí la cabeza del Bautista; si alguien no tiene la
cabeza, ese alguien está muerto; por lo tanto, el Bautista ha muerto”. Salomé,
pues, no puede (sensatamente) querer que el reconocimiento de su intención de
que Herodes crea que el Bautista ha muerto juegue un papel esencial en la for­
mación de esa creencia por parte de Herodes.
Esta discusión es suficiente para poner de relieve lo esencial de los puntos
de vista de Grice sobre los casos básicos de significación ocasional41‘no-natural”:;
En los casos prototípicos, un signo es el resultado de una acción racional llevas-
da a cabo por el agente con el fin de producir un juicio o una intención en otro'
ser racional por el método de estimular en él un proceso racional que dé lugar, al
juicio o a la intención precisamente a partir del reconocimiento del deseo ;dei
agente: “éste quiere que yo advierta su deseo de que yo juzgue que p, y yo* así
lo advierto; pero la única razón que puede existir en este caso para que quiera tal¡
cosa es que /?; por lo tanto, p es verdadera.” O: “Éste quiere que yo advierta: su
deseo de que yo quiera que p\ pero la única razón que puede existir en este caso
para que desee tal cosa es que hacer p es bueno para mí; por lo tanto, p es bue­
no.” Ésto es lo característico de lo que llamaremos intenciones comunicativas.
En muchas ocasiones, cuando los seres racionales intentan producir estados
mentales, juicios e intenciones, en otros seres racionales, sus intenciones son
aviesas. El marido intenta que su esposa crea que tiene una amante — lo que
dista de ser el caso— , para así depertar su interés poniéndola celosa, poniendo
en su traje colonia femenina y cabellos de color distinto a los de ella. El juga­
dor de poker desea que sus oponentes, creyendo que tiene una mano muy bue­
na, formen la intención de pasar, porque de hecho no la tiene, y hace para ello
gestos aparentemente inadvertidos de irreprimible alegría que les lleven a pen­
sar que tiene una mano muy buena. Los juicios e intenciones que así desean
producir son, como en este caso, falsos en el primer caso, y no particularmen­
te buenos para las personas en que quieren producirlos en el segundo. Es carac­
terístico de estos casos el que sus aviesos agentes no quieren que sus intencio­
nes sean reconocidas. En los casos prototípicos de significación, por otro lado,
los hablantes esperan que sus intenciones de producir en sus audiencias ciertos
estados psíquicos sean plenamente reconocidas, justamente porque esperan que
sea tal reconocimiento el que lleve a la satisfacción de esas intenciones. Esto se
explica, en último extremo, porque es un hecho sobre los seres humanos el que,
en ciertas situaciones, la mejor razón que podemos tener para juzgar algo es que
otro quiere que lo juzguemos, y la mejor razón que podemos tener para hacer
algo es que otro quiere que lo hagamos. Las intenciones comunicativas explotan
este hecho: se trata de intenciones en el sentido de que otro forme un cierto es­
tado psíquico, que, a diferencia de otras (especialmente de intenciones “aviesas”
como las descritas antes) se persigue satisfacer justamente en virtud de su reco­
nocimiento. Un signo es, según el análisis de Grice, el resultado de una acción
que se lleva a cabo con el fin de satisfacer intenciones comunicativas. Tal
acción no tiene por qué estar gobernada por convenciones, aunque, como vere­
mos en una sección posterior, la existencia de convenciones posibilita la efi­
ciente realización de intenciones comunicativas sumamente refinadas.

2. Interludio metodológico, con algunas modificaciones

Contra el análisis de significado ocasional de Grice se han ofrecido


muchos contraejemplos; el lector encontrará los más interesantes, junto con las
propuestas al respecto de Grice, en su artículo “Las intenciones y el significa­
do del hablante”. Los contraejemplos, curiosamente, conciernen tanto a la
necesidad de-alguna de las condiciones (son ejemplos presuntamente ilustrati­
vos de que el análisis es demasiado exigente, que excluye casos que in­
tuitivamente consideraríamos casos de significación) como a su suficiencia (es
decir, se ofrecen ejemplos presuntamente ilustrativos de que el análisis es
demasiado permisivo, que admite casos que intuitivamente consideraríamos
casos en que no se ha producido significación). Esta situación pone de mani­
fiesto, a mi juicio, algo sobre lo que Wittgenstein insistiera en las Investiga­
ciones Filosóficas', a saber, que conceptos como el de significado no se pres­
tan directamente a un análisis en términos de condiciones necesarias junta­
mente suficientes. El paradigma de concepto que no se presta a este análisis
ofrecido por Wittgenstein es el de parecido de familia. Tenemos la idea de que
la noción de parecido entre los miembros de una determinada fam ilia, los
Habsburgo, por ejemplo, constituye un concepto suficientemente apropiado
para su uso cotidiano: al menos, hay casos claros de aplicación y de no apli­
cación, y la distinción nos resulta conveniente. Sin embargo, si tratamos de
enunciar explícitamente el contenido del concepto indicando una serie de
propiedades comunes a todos los Habsburgo, es más que probable que sean tan
genéricas en su conjunto como para que exista un individuo con todas esas
características que, sin embargo, no se parece a los Habsburgo; de modo que
la. conjunción de esas propiedades no será una condición suficiente. Por otro
lado-;si enunciamos propiedades lo suficientemente distintivas como para con­
tar entre las que utilizamos intuitivamente al reconocer el parecido en cuestión
{tener el cabello rubio), a buen seguro que daremos, para cada una de ellas,
con un Habsburgo bien característico que no la tiene; de modo que ninguna
constituirá una condición necesaria.
^Wittgenstein hace notar que los conceptos intuitivos de este tipo no pare­
cen estar constituidos mediante condiciones necesarias juntamente suficientes,
sino, más bien, por un prototipo (un caso concreto en que el concepto se apli­
ca de modo paradigmático) y la vaga coletilla de que cualquier otro caso sufi­
cientemente parecido cae bajo el concepto. Cuando tratamos de analizar este
tipo de conceptos, por consiguiente, nuestro objetivo primero debe ser deter­
minar con precisión las características del prototipo, sabiendo que lo que carac­
terizamos es sólo eso, un prototipo; por tanto, podemos utilizar en la caracte­
rización rasgos que no se dan en todos los casos en que intuitivamente aplica­
ríamos el concepto, en lugar de pretender incluir sólo rasgos comunes a todos
los casos en que el concepto se aplica intuitivamente.
Como parte de nuestra empresa filosófica, podemos ulteriorm ente— y en
mi opinión debemos— construir en términos de condiciones necesarias y con­
juntamente suficientes un concepto más preciso a partir del concepto intuitivo.
Como vimos en el capítulo XI, el propio Wittgenstein no pensaba así: la filo­
sofía es “puramente descriptiva”, según él; esta segunda parte no tendría en su
opinión ningún interés filosófico.
Conviene aquí notar un aspecto del ejemplo de los parecidos de familia
que podría dar una plausibilidad espúrea a este punto de vista de Wittgensteiri;
Otros conceptos intuitivos parecen estar también constituidos por la representa-
ción de un espécimen paradigmático y la coletilla “y cualquier otro como
esto”; sin ir más lejos, los conceptos de animales, por ejemplo el de tigre. Pero
hay una diferencia crucial entre parecido característico de los Habsburgo y
tigre. En el primer caso, es razonable pensar que no hay nada más en aquello
que con el concepto tratamos de recoger, que lo que el concepto mismo esta­
blece; no hay, en otras palabras, una realidad independiente del concepto que
el concepto pretende “captar” —mejor o peor— , sino que lo que el concepto
caracteriza “agota la realidad” en cuestión. En otras palabras, ‘parecido de
familia' expresa un concepto ya intuitivamente adecuado para defender a pro­
pósito del mismo una tesis proyectivista (V, § 5); es el concepto de una pro­
piedad dependiente de la reacción. En el segundo, por contra, alguien con los
puntos de vista realistas que a propósito de los géneros naturales presentamos
en IV, § 3 no aceptaría que valga lo mismo. Según este realista, mediante el
concepto intuitivo de tigre estamos tratando de “capturar” una realidad
independiente de nuestro concepto; una realidad objetiva, en el sentido que
venimos dando a esa expresión desde III, § 2, una realidad no constituida por
nuestras respuestas. Dicho en otras palabras, mientras que la teoría de Locke
para los términos de género natural, según la cual éstos designan esencias
nominales, se aplica sin discusión a ‘parecido Habsburgo’, hace falta un po­
deroso argumento filosófico (un argumento verificacionísta como el de Locke)
para concluir que se aplica también a ‘tigre’. Como vimos en IV, § 3, un argu­
mento así está condenado a resultar cuando menos discutible.
Como consecuencia de esto, mientras que la propuesta de ofrecer un con­
cepto alternativo de parecido Habsburgo al concepto intuitivo, o está fuera de
lugar, o puede tener tan sólo un mérito práctico, si el realista tiene razón, la
propuesta de ofrecer una definición alternativa de ‘tigre’ (quizás en términos
de condiciones necesarias conjuntamente suficientes, apelando por ejemplo al
genoma de los tigres) ni está fuera de lugar, ni tiene por qué decidirse
exclusivamente en términos de utilidad o falta de ella: una propuesta así pue­
de justificarse teóricamente, sobre la base de que la nueva definición caracte­
riza de un modo más preciso la misma realidad que el concepto intuitivo pre­
tendía recoger, su referencia. Quizás la caracterización intuitiva del prototipo,
pese a ser una buena caracterización de los tigres en las circunstancias coti­
dianas en que aplicamos el concepto, no constituya un conjunto de condicio­
nes bastante para ser un tigre. En tal caso, completar la definición intuitiva
mediante condiciones adicionales — en modo alguno parte del concepto intui­
tivo— que nos permitan excluir a los tigres sólo aparentes, tiene un genuino
interés teórico. Igualmente, desde el punto de vista realista cabe que las con­
diciones que caracterizan al prototipo no sean necesarias en un sentido mucho
más radical que el ya contemplado al admitir que sólo caracterizan al prototi­
po; pues cabe que existan cosas que sean verdaderamente tigres, pese a ale­
jarse tanto del prototipo que ni siquiera la vaguedad de la coletilla ‘y cualquier
cosa como esto’ admite recogerlas bajo el concepto intuitivo. En tal caso, es
preciso especificar qué hace que esas entidades sean tigres; hacerlo no es pro­
poner un nuevo y sui generis concepto de tigre. Es necesario insistir en que
esta actitud parcialmente correctiva que sustenta el realismo es compatible con
la admisión de que, restringido a su ámbito propio de aplicación, el concepto
intuitivo es plenamente adecuado. Un realista razonable debe aceptar esto, no
sea que los tigres acaben resultando por completo ajenos a aquello que noso­
tros, generalmente, venimos recogiendo con nuestro concepto tigre (resultando
su realismo con ello uno fingido).
En resumidas cuentas, la actitud que Wittgenstein recomienda (tratar toda
propuesta de corrección de un concepto como algo a evaluar en términos pura­
mente pragmáticos, y en todo caso alejado del objetivo filosófico primordial)
está justificada con respecto a parecido Habsburgo, pero que lo esté también
para tigre requiere que adoptemos un punto de vista filosófico controvertido,
pese a que los conceptos intuitivos asociados están en ambos casos constitui­
dos por un prototipo.
Adoptar la actitud que Wittgenstein recomienda para los conceptos intui­
tivos que tratamos de analizar en filosofía requiere, por tanto, no sólo que se
muestren constituidos por casos prototípicos, sino también que existan razones
para considerarlos semejantes a parecido Habsburgo y no a tigre, en la conT
cepción realista de este último concepto. Y es aquí que la invocación del ejem­
plo de los parecidos de familia puede dar una plausibilidad espúrea a la opi­
nión de Wittgenstein, Pues podemos sentimos inclinados a pensar, sin refle­
xionar mucho sobre ello, que, sea lo que fuere respecto de tigre, los conceptos
de interés filosófico son a buen seguro como parecido Habsburgo: Pero la cosa
no es. tan clara; al menos, no debe ser decidida meramente a partir del poder
de sugestión de una analogía, en ausencia de un examen concienzudo. Supon­
go que la razón que lleva a asimilar los conceptos que estudiamos en filosofía
a parecido Habsburgo, más que a tigre, es su carácter “a priori”. Lamentable­
mente, cuáles sean exactamente las consecuencias de que un cierto conoci­
miento (en particular, un concepto) sea “a priori” no resulta muy claro, como
no lo resulta la idea misma de conocimiento a priori. En particular (y en rela­
ción directa con nuestra discusión), no resulta nada claro que el que una
creencia sea a priori conlleve inmediatamente que no tenga implicaciones tác­
ticas, ni que no sea, por consiguiente, potencialmente recusable sobre la base
de la adquisición de nueva información empírica — como la crítica de Quine y
el propio Wittgenstein a la concepción tradicional del conocimiento a priori y de
la filosofía misma que examinamos en capítulos anteriores pone de manifiesto.
Considérese este ejemplo, concerniente a un concepto no menos a priori.
Los números cardinales infinitos tienen las propiedad de que una subclase pro­
pia A con un número tal de elementos de una clase B puede tener el mismo
número de elementos que la clase B. Esta propiedad ha parecido extremeda-
mente paradójica, incluso contradictoria, a muchos de lo que han pensado
sobre estas cuestiones (se lo pareció a Duns Scoto y a Galileo, por ejemplo).
Esto sugiere que es una condición componente del concepto intuitivo de núme­
ro cardinal la idea de que, si A es una subclase propia de B, el numero cardi­
nal de A es menor que el de B. Tratar los números cardinales infiñitos:cóm¿í
números requeriría entonces modificar ese concepto, abandonando la -caracte-'-
rística anterior como una condición necesaria de número cardinal. (Lo que:esr
compatible con aceptar que, restringido el concepto de número cardinal a íosi”
ámbitos finitos en que se aplica usualmente, la condición es en verdad nece^
saria.) Es preciso entonces proponer alguna condición suficiente de número
cardinal, aplicable tanto a los números finitos como a los infinitos. Una con­
dición así es la propuesta por Frege: dos clases tienen el mismo número si y
solamente si existe una función biyectiva que relaciona los elementos de una
con los de la otra. Ahora bien, prima facie al menos, las razones que se esgri­
men para aceptar esta propuesta no son menos teóricas que las razones que se
pueden esgrimir para defender una alternativa más precisa ai concepto intuiti­
vo de tigre. Y, prima facie igualmente, la razón no tiene por qué ser tampoco
que la condición de Frege es el “verdadero elemento esencial” del concepto
intuitivo de número. Quizás el concepto intuitivo de número también esté cons­
tituido por algunos especímenes prototípicos (los primeros números cardinales
finitos).
Las analogías entre los conceptos de tigre y número que así se ponen de
manifiesto están hasta cierto punto en consonancia con la “naturalización de la
epistemología” que Quine propone. Pero lo están hasta cierto punto solamen­
te. Pues mi propósito al traerlas a colación es prevenir no sólo el error de Witt­
genstein, sino también uno contrapuesto al suyo, en que puede caerse como
consecuencia de una reacción exagerada de rechazo a sus puntos de vista. Qui­
ne nos hace notar que no existen, entre las creencias “ordinarias” sobre los
tigres que constituyen el concepto intuitivo de tigre, y las creencias “científi­
cas” que darían lugar al concepto más preciso, la diferencia epistémica que la
filosofía tradicional pretendía. Ambos conjuntos de creencias persiguen carac­
terizar, de modo general, una clase de entidades; ambos pueden igualmente
revelarse inadecuados, a la luz de futuros resultados empíricos. Concediéndo­
le esto a Quine, podemos sin embargo insistir — con Wittgenstein en esto— en
que hay una diferencia entre las primeras y las segundas (que hace a las pri­
meras “a priori” , aunque no en el sentido tradicional ya abandonado). Es difí­
cil enunciar con precisión la naturaleza de esa diferencia, pero la idea es ésta:
a menos que supongamos que las creencias ordinarias sobre los tigres que con­
forman el prototipo, pese a ser estrictamente falsas en su pretendida generali­
dad, caracterizan correctamente a los tigres en un cierto ámbito más restringi­
do que el que presumían caracterizar, las creencias científicas carecerían a su
vez de dominio de aplicación. Dicho de otro modo, la significación del térmi­
no ‘tigre’ caracterizado mediante los resultados científicos depende de la sig­
nificación del término caracterizado ordinariamente (y por tanto, de la verdad
al menos parcial de las creencias que lo caracterizan), mientras que la conver­
sa no es cierta. Esto equivale al rechazo del holismo quineano, por supuesto,
pero parece razonable. Similarmente, la analogía entre ‘tigre’ y ‘número car­
dinal’ persigue conceder a Quine que no hay una diferencia cualitativa entre
las creencias ordinarias constitutivas del concepto número cardinal y las cons­
titutivas del concepto tigre. Es, por consiguiente, posible corregir también uno
de esos conceptos cuyo análisis interesa particularmente a la filosofía, y hacer­
lo por razones puramente teóricas en lugar de meramente sobre la base de con­
sideraciones pragmáticas. Pero esto no implica, en ausencia de un buen argu­
mento en favor del holismo quineano, que hayamos de confundir la empresa
de analizar el concepto intuitivo con la empresa de proponer una alternativa
más precisa.
Rentengamos, en conclusión de este excursus por el páramo de la meto­
dología filosófica, la idea de que debemos distinguir cuidadosamente dos face­
tas de la empresa filosófica, una puramente descriptiva, otra prescriptiva. La
primera es, en el caso de los conceptos que así lo justifiquen, la caracteriza­
ción del prototipo. La propuesta que hagamos en este sentido es decididamen­
te evaluable en términos de verdad o falsedad; pero no puede establecerse la
falsedad de una propuesta simplemente indicando que alguna característica no
es necesaria — si para ello se utilizan ejemplos alejados de lo paradigmático, y
ai eliminar la característica perdemos uno de los rasgos prototípicos— ; ni tam­
poco mostrando que la caracterización del prototipo no da una condición sufi­
ciente de aplicación del concepto, si los casos que así lo indican están aleja­
dos de ios casos regularmente presentes en el ámbito pretendido de aplicación
del concepto, y para excluirlos debemos añadir condiciones que alejarían la
propuesta de lo que, es razonable suponer, constituye el prototipo del concep­
to analizado. Ambos tipos de consideraciones, por otro lado, tienen su lugar
apropiado en la segunda fase — pese a su carácter prescriptivo— en la medida
en que nos convenzamos (de acuerdo con consideraciones como las preceden­
tes sobre número cardinal) de que el concepto intuitivo estudiado es como tigre
más que como parecido Habsburgo, y de que existen por consiguiente moti­
vaciones teóricas que justifican la formulación de una alternativa más precisa
al mismo. Naturalmente, Wittgenstein puede estar también parcialmente en lo
cierto; la alternativa conceptual que propongamos puede concernir también a
casos no resolubles en absoluto mediante consideraciones teóricas. La correc­
ción de nuestra propuesta para tales casos, si es que existen, sólo puede ser
evaluada en términos pragmáticos. En afortunada expresión de David Lewis,
deben dejarse como “despojos para el vencedor”; es decir, debemos aceptar la
estipulación que sobre ellos haga la construcción teórica que mejor recoja
todas las consideraciones teóricas pertinentes.
Como dije antes, que se hayan propuesto tanto objeciones a la necesidad
como a la suficiencia de las condiciones en la definición original de Grice es
a mi juicio un indicio de que el concepto intuitivo de significación (no natu­
ral) está realmente constituido por especímenes prototípicos, que las condicio­
nes de la definición original de Grice caracterizan acertadamente. Compáren­
se estos dos casos, en que un hablante H pretende producir una intención en
otro, A. (i) H quiere que A, al llegar a casa, lave la ropa. Para ello deja el ces­
to con la ropa sucia en un lugar no habitual, adonde sólo H (en circunstancias
normales) puede haberlo llevado, de modo que A se tropezará con él; (ii) H
quiere que A — quien lleva media tediosa hora explicándole algo que no le
interesa en absoluto— le deje en paz; para ello, sabiendo que A es avaro y des­
honesto, deja caer mientras pasean un billete de cinco mil pesetas, simulando
que eso ocurre sin que él lo advierta, de modo que A lo vea claramente. La
tesis de Grice sería que, mientras en (i) la acción de H es, prototípicamente,
una señal a A que significa la petición de que A lave la ropa, en (ii) la acción
de H no es, prototípicamente ai menos, una señal a A que significa la petición
de que le deje pasear solo. La diferencia está, según la propuesta de Grice, en
que, en (i), H quiere que A reconozca su intención de que A lave la ropa, y
quiere que forme la intención de hacerlo a partir de tal reconocimiento. Mien­
tras que, aunque en (ii) H también quiere producir en A una intención, la de
dejar a H, su estrategia para-conseguirlo no pasa por que A reconozca su inten­
ción (sino más bien todo lo contrario).
Similarmente, compárense estos dos casos en que H pretende producir un
juicio en A. (i) H ha conocido que el resultado de unos análisis muy impor­
tantes para su salud ha sido positivo; A, con quien vive, está muy interesado
en conocerlo también cuanto antes. Como H no estará en casa cuando A lle­
gue, H deja, en un lugar bien visible al que no habría podido ir a parar (en cir­
cunstancias normales) sin la intervención de H, una copa de cava, (ii) H quie­
re que A, su jefe, con quien juega una partida de poker, le gane. Para ello,
sabiendo que A recurre a cualquier cosa cuando se trata de ganar, ha simula­
do un gesto reflejo cada vez que ha tenido buenas manos. Ahora tiene una bue­
na mano, y hace el gesto en cuestión, con la intención de que el jefe lo advier­
ta, y, juzgando correctamente que H tiene una buena mano, no apueste. De nue­
vo, en los términos que he propuesto, la tesis de Grice sería que sólo en (i) es
la acción de H, prototípicamente, una señal cuyo significado es la aseveración
de que la prueba ha ido bien. La acción de H en (ii) no es, prototípicamente,
una señal cuyo significado es la aseveración de que H tiene una buena mano,
pese a que H tiene la intención de producir un juicio en A. La diferencia, según
la propuesta griceana, está en que en (i), pero no en (ii), H desea que A forme
el juicio en cuestión a partir del reconocimiento de su intención de producirlo.
En los términos de la propuesta metodológica anterior, la discusión sobre
el análisis de Grice concierne fundamentalmente a cómo legislar adecuada­
mente sobre los casos no paradigmáticos, y el carácter teórico de la disputa
indica que la significación es un fenómeno objetivo no menos que los géneros
naturales, un fenómeno cuya realidad no la agota la representación a priori que
tenemos de eila (a diferencia de lo que ocurre con parecido Habsburgo). Natu­
ralmente, para defender esta propuesta hay que justificar que, como yo vengo
sosteniendo, la noción de intenciones comunicativas de Grice caracteriza los
casos prototípicos de significación. Una parte de esta justificación ha de pro­
venir de nuestras intuiciones al respecto, en el sentido de que los casos reco­
gidos son realmente prototípicos, y los que suscitan dudas están realmente ale­
jados de ellos; este tipo de justificación ha sido aportado ya, y se darán otras
indicaciones al respecto después. Otra, más teórica, requiere un- contraste
—como el que venimos ofreciendo a lo largo de todo este trabajo— con pro­
puestas teóricas alternativas, que ponga a la propuesta griceana en una posi­
ción favorable. La discusión suscitada por el análisis de Grice es muy intere­
sante, y pone ulteriormente de relieve otros aspectos del análisis. Pero no tene­
mos aquí espacio para detenemos en ella; me limitaré a destacar dos aspectos
del debate que sí son relevantes para nuestra discusión.
Los contraejemplos a la necesidad de las condiciones se apoyan en casos
en que intuitivamente diríamos que hay significación, pero no hay intuiciones
comunicativas. Un caso de este tipo que se cita frecuentemente es el uso del
lenguaje en el soliloquio (anotaciones en un diario de uso exclusivamente pri­
vado, etc.); no casualmente, se trata del caso favorito del filósofo impresionado
por la concepción mentalista, como vimos en el capítulo sobre Locke. Obsér­
vese que estos ejemplos resultan particularmente plausibles cuando se consi­
deran proferencias en un sistema de signos regido por convenciones, como un
lenguaje público. (Aunque no es inconcebible en aboluto, como indicamos en
el capítulo XI, un Robinson que lo es desde la infancia e inventa un lenguaje
para su propio uso en soliloquios.) Algo similar ocurre con otro tipo de con­
traejemplos, consistentes en proferencias que no son informes en el sentido
definido por Grice, pese a que, en el lenguaje, se presentan con la misma for­
ma que convenciónalmente se utiliza para llevar a cabo informes. Un ejemplo
de este tipo son las respuestas del alumno en un examen. En algunos de estos
casos, el problema está en que el hablante (como en el caso del examen) no
tiene ninguna intención de producir el juicio de que p en su audiencia, sino uno
más complejo: el juicio de que él mismo (el hablante) juzga que p. En otros,
lo que ocurre más bien es que el hablante, aunque quiere producir el juicio de
que p y no meramente el de que él mismo juzga que p t no pretende hacerlo
simplemente a través del reconocimiento de su intención (sino a través de la
fuerza de sus argumentos, etc.). La mayoría de las proferencias contenidas en
este libro son ejemplos de este último tipo. En algunos de estos casos, el
hablante puede no preocuparse en absoluto de producir el juicio que asevera
en la audiencia, o incluso pensar que no va a producirlo; en todos, no preten­
de producir el juicio a partir del reconocimiento de su intención. Nuestra línea
general de réplica a estos contraejemplos se desarrollara en la última sección.
La idea central será justamente que los presuntos contraejemplos son derivati­
vos\ en un sentido que se explicará. Los casos prototípicos de significación son
aquellos analizados por Grice, en los que los signos están animados por inten­
ciones comunicativas. Cualquier definición aceptable de la significación debe
tomar en consideración los casos que hemos indicado; pero sería un error
tomarlos en consideración con el fin de que la misma definición cubra a la vez
los casos prototípicos y estos otros.
Los contraejemplos a la suficiencia del análisis fuerzan a Grice a añadir,
como ulteriores condiciones necesarias para que se dé significación lingüísti­
ca, intenciones cada vez más complejamente anidadas; por ejemplo, que H
debe querer también que su intención expresada en la tercera condición sea ella
misma reconocida, y así sucesivamente. En último extremo, los contraejemplos
a la suficiencia parecen llevar a exigir una condición de conocimiento recípro­
co compartido, o conocimiento mutuo, por parte del hablante y de su audien-
cia, respecto de las intenciones del hablante. La idea de conocimiento recípro-
co compartido parece requerir, sin embargo, la posesión de un número infini­
to de estados mentales distintos. Pues se dice que x e y tienen conocimiento
recíproco compartido de que p cuando ambos saben que p, * sabe que y sabe
que p e y sabe que x sabe que p, x sabe que y sabe que x sabe que p e y sabe
que x sabe que y sabe que p, etc. Y los contraejemplos a que me refería indi­
can que ninguna de estas creencias es superflua, y que por consiguiente son
cada una distinta de la inmediata anterior, menos compleja. Hay situaciones en
que hay un hecho sobre Irene (por ejemplo, que Irene es cleptómana) que Pau
no conoce. Hay situaciones en que Pau conoce este hecho sobre Irene, pero
Irene no sabe que Pau lo conoce. Hay situaciones en que Pau conoce el hecho,
e Irene sabe que lo conoce, pero Pau no sabe que Irene sabe que lo conoce. Y
así sucesivamente. Existe conocimiento recíproco compartido entre Pau e Ire­
ne de que Irene es cleptómana cuando no están en ninguna de esas situacio­
nes: Pau e Irene pueden mirarse a los ojos, sabiendo que los hechos relativos
a la cleptomanía de Irene y a su conocimiento por uno y otro son transparen­
tes para ambos.
Las dificultades que la exigencia de conocimiento mutuo pueda ocasionar
a una concepción griceana serán indicadas enseguida. Antes de examinarlas,
quisiera hacer notar que una condición de conocimiento mutuo parece ser
necesaria para explicar racionalmente cualquier acción que involucre la coor­
dinación entre dos o más individuos. Supongamos que A y B se han citado en
el lugar L y tiempo T. Sea p = la cita es en L en T. Llegada la ocasión de diri­
girse a L, está claro que A no irá si no cree que B conoce el lugar y tiempo de
la cita. Es decir, puesto que A se dirige a L, hemos de suponer rio sólo que A
juzga que p, sino también que piensa que B sabe que p. Ahora bien, si A pen­
sase que B no sabe que él, A, sabe también que p, concluiría que B no tendría
razón alguna para ir, y no iría él mismo (A) en consecuencia. Por consiguien­
te, dado que A, como hemos dicho, se dirige a L con el tiempo suficiente para
llegar en T, hemos de suponer que A piensa también que B sabe que él, A, sabe
que p. Ahora bien, si A pensase que B rio cree que él, A, cree que B sabe tam­
bién que p, concluiría de nuevo que B, al juzgar que A no iba a tener razón
suficiente para ir, na iría tampoco, y, por tanto, no iría él, A. Por consiguien­
te, puesto que va, . . . . Como no parece que haya ninguna razón para detener
este regreso al infinito en un punto más que en otro, esto parece llevamos a
postular conocimiento recíproco compartido incluso en un caso tan común
como éste.
Indiqué al comienzo del capítulo anterior que la invocación del programa
de Grice para formular una “tercera vía” entre mentalismo cartesiano y con-
ductismo wittgensteiniano podía parecer sorprendente, en vista de que el pro­
grama parece estar más cerca de la primera posición que de la segunda. Qui­
zás ahora pueda verse por qué. En la concepción griceana del lenguaje, como
en la concepción lockeana, las características más notorias del lenguaje se
heredan de características análogas de los pensamientos. Hemos comprobado
cómo ello es así. La intencionalidad, el carácter representacional o contenido
de una proferencia proviene, en el análisis de Grice, del contenido de los esta­
dos mentales.que el hablante intenta promover en su audiencia. Y la fuerza ilo­
cutiva de las proferencias (que hemos reducido a dos, la de las peticiones y la
de;..los informes) proviene de una característica correspondiente del estado
mental que el hablante intenta promover en la audiencia, a saber, que se trate
de un estado doxástico o que se trate de uno conaúvo. La concepción gricea­
na :del lenguaje, pues, no parece constituir una genuina alternativa a la con­
cepción mentalista. Es, aparentemente, tan sólo una versión actualizada de la
tradicional idea filosófica según la cual el lenguaje no es más que un vestido
accidental del pensamiento: precisamente el punto de vista que ai comienzo de
este libro elaboramos exponiendo las ideas de Locke. Lo que la hace “actuali-
zada” es el énfasis “moderno” que en ella se presta a la acción, a elementos
pragmáticos. Por lo demás, incluso parece mucho menos susceptible que sus
predecesores tradicionales de rendirse a los propósitos “naturalistas” que ani­
man las concepciones conductistas del lenguaje de Wittgenstein y Quine. La
causa de ello está en los elementos extremadamente intelectualistas que la
imbuyen.
En un artículo aparecido hace algún tiempo en Investigación y Ciencia,l
se ofrecía cierta evidencia empírica en favor de la existencia de un rudimenta­
rio sistema de comunicación en una especie de monos. Los monos de esa espe­
cie emiten tres tipos característicos de sonidos cuando advierten (o creen
advertir) la presencia de un depredador de, respectivamente, tres tipos distin­
tos: águila, leopardo, serpiente; y su audiencia adopta al oírlos conductas apro­
piadas para el tipo de depredador de que se trate, incluso aunque ellos mismos
no posean datos independientes de la presencia del depredador. Intuitivamen­
te, nos sentiríamos inclinados a decir aquí que las emisiones de cada uno de
esos tipos de sonidos son emisiones de signos; pero resulta ridículo atribuir a
los monos que los emiten las complejas intenciones griceanas necesarias para,
de acuerdo con esa concepción, considerar realmente signos lingüísticos a las
acciones en cuestión. La cosa aún resulta más ridicula cuando se toma en con­
sideración la condición de “conocimiento mutuo” que, según dije unos párra­
fos más arriba, los contraejemplos a la suficiencia de la definición original
parecen obligamos a incluir. Y no hace falta recurrir a los monos. ¿Es razona­
ble atribuir a un niño, de quien intuitivamente sí diríamos que emite signos, las
complejas intenciones comunicativas griceanas? ¿Es razonable atribuírnoslas a
nosotros mismos, dejando a un lado situaciones muy particulares? ¿Espera el
lector cuando asevera algo o cuando solicita algo que su audiencia reproduzca
uno de esos raciocinios a que denominamos antes “procesos griceanos”? Cuan­
do nos hacemos estas preguntas, nos sentimos abocados a concluir que la con­
cepción griceana del lenguaje es uno más de esos “sueños de la razón” que los
filósofos, dados a sobreintelectualizar cuanto estudian, son tan proclives a per­
geñar.

I. “Mente y significado en los m onos’', febrero 1993.


A mi juicio, interpretadas las exigencias griceanas de un cierto modo razo­
nable, estas objeciones carecen de peso. Si parecen tenerlo, es (una vez más)
porque se comete la falacia de la explicitación (XI, § 5). Dos observaciones
son necesarias para hacer plausible esa respuesta. En primer lugar, es preciso
evitar una confusión sobre la que ya he llamado la atención antes. La tesis de
Grice es que el concepto de significado ocasional es lógicamente anterior al de
significado convencional; que puede haber significado ocasional no regido por
convenciones. De esto no se sigue que el significado ocasional sea anterior en
el tiempo, filogenética u ontogenéticamente. Es decir, es compatible con el pro­
grama de Grice que tanto en la adquisición del lenguaje por parte de la espe­
cie como en la adquisición del lenguaje por parte del individuo sea anterior la
capacidad de usar signos con alguna significación social. En segundo lugar, es
preciso tener bien presente la distinción entre el conocimiento tácito que es
preciso suponer a los seres racionales para explicar su conducta, y el conoci­
miento explícito que nuestros análisis permiten expresar en palabras.
En el primer capítulo (I, § 4) trazamos una distinción entre conocimiento
tácito y conocimiento explícito de, por ejemplo, el significado de una expre­
sión. Esta distinción era esencial para entender en qué sentido una teoría lin­
güística, particularmente una teoría semántica, puede ser informativa. Ilustra­
mos después intuitivamente la distinción con especial detalle, discutiendo dife­
rentes teorías semánticas del funcionamiento de las citas y adoptando final­
mente una a partir de la evidencia empírica disponible. Esta distinción es tam­
bién la clave para responder a las objeciones que se acaban de indicar.
Ciertamente, resulta absurdo pensar que un ser humano normal recrea
conscientemente las intenciones griceanas en las más cotidianas y habituales
ocasiones en que profiere un signo; resulta particularmente ridículo pensar que
el hablante se enuncia conscientemente el razonamiento que hemos denomina­
do “proceso griceano”, ese razonamiento que según el análisis de Grice el
hablante debe esperar de su audiencia. Resulta igualmente absurdo pensar que
un ser humano normal razona conscientemente como se espera de él según el
análisis de Grice, en las más cotidianas y habituales ocasiones en que inter­
preta un signo. En contadas ocasiones ocurre así (quizás haya sujetos particu­
larmente gárrulos y pedantes que recreen conscientemente en algunos casos un
razonamiento del tipo antes ilustrado como preludio a la emisión de un signo),
y, además, hay buenas razones para pensar que una teoría del lenguaje que se
pretenda “naturalizable” no puede hacer de esas ocasiones los casos funda­
mentales. No cabe esperar, cuando hablamos (se entiende aquí cuando emiti­
mos signos no convencionales, como cuando activamos los cuatro intermiten­
tes, sin que nadie antes lo haya hecho, para advertir de que nos vamos a dete­
ner), que nuestra audiencia reproduzca conscientemente el proceso griceano.
Pero no todos los razonamientos son conscientes, ni tampoco todas las
intenciones se formulan de un modo explícito; no usamos de hecho esas pala­
bras, ‘razonar’, ‘formar una intención’, ‘creer’, sólo para referimos a proce­
sos conscientes explícitamente enunciados mediante palabras precisamente
definidas. Pregúntese ahora el lector: si no cupiera esperar que la audiencia
fuese capaz de razonar como se describe en el “proceso griceano” en el sen­
tido más genérico de ‘razonar’ (no necesariamente el de “razonar consciente­
mente”); si tuviésemos buenas razones para pensar que la capacidad de ra­
ciocinio de nuestra audiencia está severamente limitada, ¿emitiríamos aún el
signo? Alternativamente, desde el punto de vista de la audiencia: si no pen­
sásemos que el “hablante” alberga, al emitir el signo, “intenciones” griceanas,
en el sentido genérico de “albergar intenciones” (no necesariamente el de
“formularse conscientemente una intención”), ¿concluiríamos entonces que el
hablante ha informado de que p, o pedido que p? Naturalmente, estas pre­
guntas son retóricas; la respuesta esperada es “no”. Estas consideraciones no
iluminan excesivamente la idea de “conocimiento tácito”, pero abundan en las
razones que ya tenemos independientemente para no dudar de la existencia del
fenómeno. Sugieren, además, que el conocimiento tácito es, en parte al
menos, una cierta capacidad para inferir. Así, el conocimiento tácito que tene­
mos de la sintaxis y la semántica de nuestro. lenguaje es una capacidad para
inferir, de manera racional, el significado de preferencias que nunca habíamos
oído.
En esos términos, podemos hacer la idea de conocimiento mutuo menos
paradójica de lo que inicialmente parece. Supongamos una situación en que
un grupo de seres racionales poseen todos una cierta información /, saben
todos que los demás poseen esa información, y saben que cualquier ser
racional puede inferir, a partir de 7, que p. (En todos estos casos, tómese
“poseer inform ación” y “saber” en el sentido genérico que, como se ha
apuntado, esas palabras de hecho tienen.) En esas circunstancias, uno
cualquiera de ellos, A, sabe que p, pues él mismo es un ser racional; pero,
además, tiene todo lo necesario para inferir que los otros saben que tan­
to como él; y también que los otros pueden saber esto mismo de él, como
él lo sabe de cada uno de ellos; y así sucesivamente. Es decir, en estas
circunstancias podemos suponer que p es conocim iento recíproco com­
partido entre los miembros del grupo, sin contem plar ni por un momento
el absurdo de que nuestros sujetos tienen conscientem ente “en m ente” un
número infinito de creencias. El conocimiento mutuo en cuestión es “táci­
to”: lo que tienen es la capacidad, en sí misma ilim itada (aunque lim ita­
da por condiciones psíquicas genéricas, como la capacidad de atención,
etc.), de inferir las creencias que lo constituyen, a partir de dos juicios
que sí es razonable suponer, si no en su posesión consciente y explícita,
sí al menos fácilm ente accesibles para ellos. Parece natural aplicar este
esquem a a los casos en que nos vemos llevados a suponer conocimiento
mutuo, como en eJ caso de la cita entre A y B. A buen seguro, en un
ejemplo como el anterior, A y B se han citado previamente, o existe entre
ellos la costumbre de verse determinados días a cierta hora, etc. Cual­
quiera de estos hechos desempeñaría el papel de la información com par­
tida / que permite a cada uno de ellos inferir la proposición que consti­
tuye conocim iento mutuo, así como que todos los demás la conocen,
conocen que los demás la conocen, etc.
3. Convenciones lingüísticas

El problema ahora es pasar de la explicación griceana del significado del


hablante a la noción de significado convencional de las expresiones; y la pri­
mera dificultad es partir de una noción de convención que no presuponga el
lenguaje.
David Lewis ha ofrecido una explicación tal, en un marco griceano. La
explicación de Lewis es preferible a las propuestas del propio Grice en su “Utte-
rer’s Meaning, Word’s Meaning and Intention”, a mi juicio, aunque la exposi­
ción que sigue incorpora también ideas de este artículo. Las convenciones, de
acuerdo con el análisis de Lewis, son ciertas regularidades en la acción racio­
nal de una comunidad de individuos; son un cierto tipo de acciones racionales
que surgen para satisfacer intereses que requieren coordinación entre las accio­
nes de diversos individuos racionales. Las características más notables de estas
regularidades en la acción racional que, según el análisis de Lewis, las hacen
convencionales, son en primer lugar la existencia de conocimiento mutuo de la
regularidad en la acción por parte de los miembros de la comunidad, y, en
segundo, que este conocimiento mutuo (junto con la existencia de un cierto inte­
rés común) explica la preservación de la regularidad. Podríamos decir que las
regularidades convencionales se autoperpetúan en virtud del conocimiento
mutuo entre los que se atienen a ellas de que cada uno de ellos se atiene a ellas.
Por ejemplo, los miembros de un cierto club se reúnen todos los miérco­
les a las nueve de la noche en una cierta cafetería. Es una convención entre los
miembros de ese grupo ir a la cafetería X los miércoles a las 21 h. La con­
vención es esa acción racional que se lleva a efecto regularmente entre los
miembros de ese grupo. Es una convención no sólo porque es una conducta
regular, sino porque es una acción racional que tiene ciertas características.
Hay, en primer lugar, un objetivo <í> que cada miembro del grupo quiere alcan­
zar (en este caso, reunirse con los demás), y cada uno de ellos espera alcan­
zarlo ateniéndose a la convención, es decir, yendo los miércoles a las 21 horas
a la cafetería X. Si cada uno espera alcanzarlo ateniéndose a la convención, es
porque cree que ios demás también se atendrán a ella: es decir, cada miembro
del grupo cree que los demás se atendrán a la convención, y esa creencia, jun­
to con su objetivo común, le da una razón para atenerse él mismo a ella; y si
confía en que ios demás se atengan a la convención es porque piensa que los
otros, teniendo el mismo objetivo que él, y las mismas creencias que él,
reproducirán su razonamiento. Cada miércoles, cada miembro se atiene a la
regularidad porque quiere í> y cree que ios demás lo harán; cree que ios demás
lo harán, porque cree que los demás también quieren O, y también creen que
los demás (él en particular) lo harán; etc. De este modo, cada miércoles se pro­
duce un nuevo caso de conformidad con la convención; con io que — podría­
mos decir de un modo algo florido— ésta se preserva a sí misma. Además, la
acción es relativamente '‘arbitraria”, como lo son las convenciones; es decir,
otras regularidades (quedar en otro lugar, por ejemplo) podrían haber servido
al mismo fin, con tal de que hubiese existido la misma coordinación.
Obsérvese que la “convergencia” en las acciones de los miembros del gru­
po que instituye la convención (y les da razones para mantenerla) puede haber­
se producido-a través de un acuerdo lingüístico, pero puede también haberse
producido “por casualidad”. Quizás la primera vez habían decidido verse, ha­
bían olvidado ¡fijar el lugar y la hora, y/casualmente, se encontraron en la cafe­
tería X a las nueve. Quizás la semana siguiente ocurrió lo mismo, acordaron
verse, olvidaron fijar el lugar y la hora al hacerlo, y entonces cada uno deci­
dió acudir a donde se habían encontrado la semana anterior, razonando que los
otros tal vez harían lo mismo. Este segundo éxito bastaría para instituir la
convención, que se autopreservaría desde entonces, mientras el objetivo común
siguiese existiendo.
La definición de Lewis es la siguiente:
Una acción R llevada a cabo de modo regular por los miembros de la
comunidad C constituye una convención en C si y solamente si:

(i) Todo miembro de C se atiene a R.


(ii) Todo miembro de C cree que todo miembro de C se atiene a R.
(iii) La creencia de que todo miembro de C se atiene a R constituye para
cada miembro de C una razón para atenerse él mismo a R.
(iv) Todo miembro de C prefiere que todo miembro de C se atenga a R a
que todos salvo uno (quizás él mismo) se atengan a R.
(v) Existe al menos una regularidad alternativa, R', que serviría a los mis­
mos fines a que sirve R. ^
(vi) Existe conocimiento mutuo entre los miembros de C de lo que las cláu­
sulas anteriores establecen: todos las conocen, conocen, que los demás
las conocen, conocen que los demás conocen que ellos las conocen, etc.

Algunos comentarios serán útiles. En primer lugar, es preciso advertir que


las afirmaciones generales deben entenderse aquí, como* siempre que enuncia­
mos generalizaciones que forman parte de un saber distinto al que concierne a
los procesos físicos más fundamentales, restringidas por cláusulas cceteris pari-
bus (“en condiciones parejas”). Es decir, puede haber excepciones compatibles
con la validez de las condiciones de la definición, y por tanto con la existen­
cia de una convención en el sentido definido, siempre que las excepciones sean
explicables mostrando que las circunstancias en que se dan son “anormales” o
“disparejas” respecto de lo usual..En el ejemplo antes mencionado —la con­
vención de verse los miércoles en un cierto bar— el que uno de los miembros
del grupo deje de acudir un día por encontrarse hospitalizado a causa de un
accidente no impediría hablar de la existencia de una convención, en el senti­
do que acabamos de definir. Existen ciertamente problemas filosóficos relati­
vos a cómo entender las cláusulas cceteris paribus, pero no afectan de modo
específico a nuestra discusión. Las generalizaciones geológicas, biológicas o
. meteorológicas se entienden también así restringidas, no digamos ya las eco­
nómicas, las psicológicas o las sociológicas.
La quinta condición pretende acomodar el carácter “arbitrario” de las
convenciones. Repare el lector» sin embargo, en cuán lejos estamos de la idea
de Locke (discutida en IV, § 2, según la cuál la convencionalidad del lenguaje
consiste exclusivamente en lo arbitrario de la relación entre signo y significa­
do. Según el análisis precedente, el carácter convencional de una regularidad
requiere mucho más que su arbitrariedad; requiere, fundamentalmente, que la
regularidad se preserve en virtud del conocimiento mutuo de la función de la
misma entre los miembros del grupo en cuestión. Es en este otro aspecto adi­
cional que una concepción como la de Locke se tropieza con las graves difi­
cultades presentadas por Wittgenstein en las Investigaciones.
La cuarta condición requiere también alguna justificación. Esta condición
pretende distinguir las convenciones de los contratos sociales. Devolver los
libros prestados a la biblioteca es un contrato social, pero no una convención,
pues cada miembro de la sociedad prefiere que todos, incluido él, se atengan
a la regularidad a que nadie lo haga', pero no está claro que cada miembro de
la comunidad prefiera también que todos, incluido él, se atengan, a que todos
salvo él se atengan. Esto es lo distintivo de los contratos sociales, frente a las
convenciones. Quizás, en ios contratos sociales, cada miembro quisiera ser el
único en “viajar gratis”, según la afortunada expresión de Hume: es decir, cada
miembro preferiría que todos los demás, pero no él, devolviera los libros, a que
todos, incluido él, lo hicieran. En el caso de las convenciones, en cambio, los
participantes prefieren que todos, incluido él, la sigan, a que todos salvo él la
sigan. Los contratos sociales presentarían en ese caso problemas del tipo del
“dilema del prisionero” que no presentan las convenciones: en éstas no hay
duda de que lo racional es seguirlas.2 O quizás, después de todo, no lo hagan.
Obsérvese que si, después de todo, resultase que en algunos contratos sociales
sí ocurre que los participantes “prefieren” la situación en que todos se atienen
a la regularidad a la situación en que todos salvo alguno se atienen, resultaría
tan sólo que los contratos sociales serían de hecho también convenciones.
(Ciertamente, cuando se consideran los contratos sociales que interesan a la
moral, un argumento en ese sentido habría de esgrimir un sentido de ‘preferir’
que no sólo incluyese preferencias egoístas a corto plazo, sino también “pre­
ferencias objetivas”, incluyendo entre ellas preferencias que los individuos
declaran no tener.)
Es éste un análisis de las convenciones que las hace no meras “regulari­

2. Una situación del tipo “dilema del prisionero” es la siguiente. Dos participantes en un crimen, A y B. han
sido detenidos. N o pueden comunicarse entre sí. y no tienen especial confianza el uno en el otro. Ambos pueden con­
fesar que cometieron el crimen, o no hacerlo. Si uno de ellos confiesa, y el otro no, el que confiesa recibirá una con­
dena de un año, y el que no 1o hace, una de diez. Si ambos confiesan, recibirán ambos una condena de cinco años. Si
ninguno confiesa, quedarán ambos libres por falta de pruebas. Es claro que esta última es [a circunstancia preferible
para ambos. Pero, en una situación de incertidumbre com o la descrita, parece que la estrategia racional es elegir el
curso de acción que, ocurra lo que ocurra con los factores que no están bajo nuestro control, dará lugar al resultado
menos malo de todos los posibles. Ahora bien, desde el punto de vista de A, esa estrategia exige confesar (el resul­
tado de no confesar sería, en el peor de los c a s o s — que B confiese— mucho peor de lo que sería el resultado de con­
fesar, también en él peor de los casos — que B confiese, una vez más— ); y lo mismo ocurre con B. Así que, como
resultado de sus estrategias racionales combinadas, A y B producirán una situación menos deseable que otra, que en
principio también está a su alcance.
dades conductuales”, sino genuinas acciones racionales producidas de modo
regular, sustentadas por complejas creencias y deseos y creencias y deseos
sobre las creencias y deseos de los demás. Además, como hemos visto, el aná­
lisis no utiliza el concepto de lenguaje; las convenciones así definidas pueden
haber sido introducidas mediante el lenguaje, pero tal cosa no es una condición
necesaria impuesta por el análisis. Hemos mencionado un ejemplo de cómo es
compatible con el análisis que una convención se instituya sin mediación lin­
güística. Lo que necesitamos ahora es explicar las convenciones propiamente
lingüísticas en este marco.
Para hacerlo, debemos determinar qué tipo de regularidades en la acción
son las convenciones lingüísticas, qué es lo que, convencionalmente, hacen los
que toman parte en ellas. En la sección primera hemos explicado la naturale­
za de las emisiones de signos, no necesariamente convencionales, petitorias e
informacionales, cómo adquieren su fuerza y su contenido en virtud del par­
ticular tipo de acciones racionales que son, según el análisis de Grice. La idea
central era que un signo es el producto de una acción movida por intenciones
comunicativas. La generalización al caso convencional consiste, esencialmen­
te, en lo siguiente: las convenciones lingüísticas son regularidades consistentes
en la puesta por obra de intenciones comunicativas, que se autopreservan a tra­
vés del mecanismo descrito por Lewis, sustentadas por el interés general en la
realización satisfactoria de tales intenciones comunicativas. Un signo lingüís­
tico, un signo convencional, es un recurso cuyo uso regular para la satisfacción
de determinadas intenciones comunicativas es conocimiento recíproco com­
partido entre los miembros de un grupo de individuos; tal conocimiento mutuo,
junto con el interés del grupo en la realización de esas intenciones, explica que
el uso regular se mantenga. Describir las convenciones lingüísticas es por con­
siguiente describir qué intenciones comunicativas son satisfechas mediante el
mecanismo descrito por Lewis. Esto es tanto como decir que hay tantos tipos
de convenciones lingüísticas, como tipos de fuerzas ilocutivas diferentes cuen­
tan con recursos convencionales para su satisfacción. No cabe esperar, en prin­
cipio, que podamos recoger mediante una fórmula simple en qué consisten las
convenciones lingüísticas —-es decir, qué acciones llevamos regularmente a
cabo mediante el empleo de signos lingüísticos.
Las convenciones lingüísticas consisten en la puesta en práctica y feliz eje­
cución de intenciones comunicativas mediante recursos que se utilizan regular­
mente. S, pongamos por caso, es un signo indicativo cuyo significado conven­
cional es ser un informe de que p siempre que existe una regularidad tal que
(a) cuando los miembros de la comunidad, creyendo que /?, quieren que su
audiencia juzgue que p y emiten para ello S (esperando que su audiencia, cono­
cedora de esta práctica, reconozca esa intención suya de que juzguen que p, y
que lo juzguen como consecuencia de su reconocimiento); mientras que (b)
cuando otro miembro emite S ello les lleva a reconocer la intención del emi­
sor de que juzguen que p y y a formar el juicio de que p en consecuencia. Y S
es un signo imperativo cuyo significado convencional es ser una petición de
que p siempre que existe una regularidad tal que (a) cuando los miembros de
la comunidad desean que otro forme la intención de que /?, emiten para ello S
(esperando que su audiencia, conocedora de esa práctica, reconozca esa inten-;
ción suya de que formen la intención de que p, y que eso les lleve a formarla;
de hecho; mientras que (b) cuando otro miembro emite S, ello les lleva a reco­
nocer la intención del emisor de que formen la intención de que /?, y a formar
la intención de que p en consecuencia. Y la conformidad con estas regulari­
dades se autopreserva por el mecanismo de las convenciones, es decir, en vir­
tud de la existencia de un objetivo común (a saber, un interés común en saber
cosas que otros saben pero uno mismo no estaría en disposición de saber, y un
interés común en coordinar las acciones para alcanzar fines que no podrían
alcanzar por sí solos: en breve, un interés común en la comunicación) y del
conocimiento mutuo de la existencia de la regularidad.
Haciendo gala de su mucho ingenio, David Lewis ha propuesto una des­
cripción genérica de las convenciones lingüísticas, que expongo a continua­
ción. Pero es dudoso que la descripción tenga otro interés que el de permitir­
nos contar con una fórmula mnemotécnicamente eficiente. Lo sustancial es lo
que acabamos de decir; como veremos, un uso rígido de la fórmula de Lewis
podría tener el efecto indeseado de hacérnoslo pasar por alto. Será convenien­
te, una vez más, tener a la vista un ejemplo; el anteriormente ofrecido bien pue­
de servimos aquí, pues, de hecho, poner en marcha los cuatro intermitentes al
tiempo que se frena cuando se circula a gran velocidad por la autopista se ha
convertido, con la repetición, en una convención lingüística. (Una, además, con
toda seguridad introducida sin ayuda del lenguaje: después de que uno o varios
conductores tuvieran la feliz idea, sus audiencias utilizaron probablemente el
recurso en circunstancias similares, hasta que, a fuerza de repeticiones, la prác­
tica pasó a adquirir un carácter convencional.) Como antes, podemos conside­
rarla alternativamente una convención petitoria o una informacional. La cues­
tión es: ¿qué es lo que hablantes y oyentes convencionalmente hacen en este
caso? ¿Cuál es la acción regular de cada uno de ellos, que constituye esa con­
vención lingüística?
Inspirándose en parte en Grice y en parte en el artículo de Stenius “Mood
and Language-game”, Lewis ofrece la siguiente respuesta. Supongamos que
tomamos al signo (encender los intermitentes) como uno informacional. En
este caso, lo que los miembros de la comunidad hacen regularmente cuando
ofician de hablantes es ser veraces: a saber, poner en marcha los intermitentes
sólo cuando piensan que van a detener completamente sus vehículos; y lo que
hacen, cuando ofician de audiencia, es ser confiados: juzgar que el conductor
de delante va a detener completamente su vehículo. Supongamos ahora que
consideramos al signo uno petitorio. En ese caso (estirando un poco el sentido
de las palabras, con el fin de tener etiquetas, como se ha dicho, mnemotécni­
camente convenientes), lo que los miembros de la comunidad de conductores
de la autopista hacen regularmente cuando ofician de hablantes es confiar en
que sus audiencias detendrán el vehículo, y lo que hacen cuando ejercen de
audiencia es ser veraces deteniendo sus vehículos.
En resumen, podemos decir brevemente que las convenciones lingüísticas.
son convenciones de veracidad y confianza, entendiéndose estas nociones de
modos apropiados según la fuerza ilocutiva en juego. En el caso de los infor­
mes, el emisor es veraz al emitir el signo que regularmente se usa para que la
audiencia juzgue que p , sólo cuando efectivamente cree que p\ el receptor, por
su parte, es confiado al juzgar que p cuando recibe un signo que regularmente
se usa con esa intención comunicativa. En el caso de los signos petitorios, el
emisor es confiado al emitir el signo que regularmente se emplea con la inten­
ción de que la audiencia lleve a cabo p cuando quiere que p se lleve a efecto;
y el receptor es veraz cuando, al recibir un signo que regularmente se usa con
esa intención comunicativa, forma el propósito de llevar a efecto la acción ade­
cuada. Para ilustrar la idea, veamos cómo el minilenguaje de la autopista cum­
ple la definición general de convención, aplicada al caso particular de las con­
venciones lingüísticas entendidas como Lewis propone. Con el fin de facilitar
la discusión, tomemos el ejemplo como una proferencia convencionamente
petitoria; es decir, lo que hacemos es justificar que, en el sentido definido, exis­
te entre los conductores de la autopista un lenguaje convencional constituido
por un único signo imperativo, la activación de los cuatro intermitentes cuan­
do se circula que expresa convencionalmente la petición de que el que
sigue a quien lo usa detenga su vehículo.
(i) Todo miembro de C se atiene a R. Es decir, los miembros de ía comu­
nidad son regularmente confiados (cuando ponen en marcha los intermitentes
quieren que el de atrás detenga su vehículo) y veraces (cuando el conductor
que les precede enciende los cuatro intermitentes forman la intención de dete­
ner su vehículo). Recuerdo al lector que la generalidad se entiende aquí y en
las restantes cláusulas restringida a “condiciones parejas”: existen todo tipo de
excepciones compatibles con la verdad de (i).
(ii) Todo miembro de C cree que todo miembro de C se atiene a R. Los
conductores esperan que los otros pongan los cuatro intermitentes cuando de­
sean que paren, y que formen la intención de detenerse cuando son ellos los
que los ponen en marcha. Lo esperan así a partir de su experiencia con casos
pasados de la regularidad.
(iii) La creencia de que todo miembro^de C se atiene a R constituye para
cada miembro de C una razón para atenerse él mismo a R. Esta condición con­
tiene implícitamente el “proceso griceano”. La “razón” ha de entenderse como
un argumento, teórico o práctico, cuya conclusión consiste precisamente en el
estado mental que constituye el atenerse a la convención, la “veracidad” o la
“confianza” que la convención les pide. Por ejemplo, si soy el candidato a ha­
blante, pienso que voy a detener mi vehículo, veo a otro conductor tras de mí
y reparo en lo peligroso de la situación, como conozco la convención y creo
que los demás se atienen a ella, razono que si pongo ios cuatro intermitentes,
el conductor que me sigue va reconocer mi intención, y eso le va a llevar a ate­
nerse a la convención, siendo “veraz”, es decir, formando la intención de dete­
nerse; y eso me da una razón justamente para atenerme yo mismo a ella, pues
esto me da una razón para poner los intermitentes en marcha en esta situación,
que es precisamente lo que constituye ser aquí confiado, Y si soy la audiencia,
la creencia de que el de delante se atiene a la convención, es decir, que es; con-
fiado, me da una razón, al reconocer su intención, para formar yo entoncesla;
intención de detener mi vehículo (que es lo que constituye atenerse a la con­
vención en este caso, ser veraz)- Es así que, dada la existencia del interés
común en la comunicación (el interés por parte del que va a detenerse de que;
el conductor que le sucede se detenga, y el interés del que le sucede en hacer­
lo así), la convención se autopreserva: produce actos que constituyen nuevos
casos de conformidad con la misma, y contribuye así a que se produzcan nue­
vos casos en el futuro.
(iv) Todo miembro de C prefiere que todo miembro de C se atenga a R a
que todos salvo uno (quizás él mismo) se atengan a R. En Ja situación indica­
da, nadie tiene interés en “viajar gratis”, en ser un “free rider” humeano. Todos
prefieren que todos, incluidos ellos mismos, sean veraces o confiados, según
lo que les corresponda: se juegan la vida en cada caso. Si voy a detener mi
vehículo, me interesa ser confiado y poner los intermitentes, y que mi audien­
cia sea veraz. Si otro los pone, me interesa ser veraz y formar la intención de
detenerme, tanto o más de lo que me interesa que el hablante que se dirige a
mí sea confiado.
(v) Existe al menos una regularidad alternativa, R', que serviría a los mis­
mos fines a que sirve R. Hay muchas otras regularidades de veracidad y con­
fianza que hubieran servido al mismo fin: sacar el brazo de ciertos modos por
la ventanilla, exhibir una banderita llevada ad hoc en la guantera, etc.
(vi) Existe conocimiento mutuo entre los miembros de C de lo que las
cláusulas anteriores establecen: todos las conocen, conocen que los demás
las conocen, conocen que los demás conocen que ellos las conocen, etc. (Casos
como los que discutimos cuentan entre las situaciones que paradigmáticamente
requieren coordinación; la necesidad de incluir esta condición se justifica como
en casos similares anteriormente discutidos.)
La propuesta de Lewis (las convenciones lingüísticas son convenciones de
veracidad y confianza) es, como dijimos antes, mnemotécnicamente útil. Sin
embargo, lo importante es comprender el mecanismo a que se hace referencia
con estos términos: la existencia de recursos que regularmente subvienen a la
satisfacción de intenciones comunicativas, en circunstancias- de conocimiento
recíproco compartido e interés común en que tal regularidad se autopreserva a
través del mecanismo lewisiano. Pues, para poder recoger dentro de la fórmu­
la de Lewis las diversas acciones que llevamos a cabo con recursos tan com­
plejos como los que ofrecen los lenguajes naturales, es preciso extender tanto
los sentidos usuales de ‘veracidad’ y ‘confianza’, que resulta más que dudoso
que la fórmula sea en rigor descriptivamente adecuada. Quizás no sea excesi­
vamente impropio describir lo que los hablantes hacemos con los recursos
convencionales para prometer o para interrogar en términos de “veracidad” o
“confianza”; por ejemplo, parece natural pensar que en las interrogaciones,
como en los requerimientos en general, el papel del veraz corresponde. al
receptor y el del confiado al emisor. Pero, incluso supuesto que quepa hablar
de veracidad y confianza también en lo que respecta a proferencias de ‘[H ola'’.-
o ‘¡Lo siento tanto!’, ¿son tales términos útiles para comprender el mecanismo
que preserva el uso de tales expresiones? Al suscitar estas dudas no pretendo
negar la utilidad de la definición de Lewis, sólo asignarle su verdadera función.
Ciertamente, las regularidades en la acción constitutivas de las convencio­
nes lewisianas tienen poco que ver con las reglas entendidas al modo conduc-
tista; antes bien, Ja sospecha es que este punto de vista no es una genuina alter­
nativa al mentalismo, dado lo complejo de los estados mentales que se postu­
lan como condiciones necesarias de la existencia de convenciones lingüísticas.
El análisis no presupone la noción de lenguaje, como queríamos, de modo que
su uso para explicar el lenguaje no es viciosamente circular. Y parece permi­
timos tratar de un modo intuitivamente adecuado casos simples, como el del
lenguaje de la autopista. Naturalmente, quedan cuestiones fundamentales sobre
las que no hemos dicho nada. Las más importantes son relativas a ía posibili­
dad de entender un lenguaje natural como el castellano (en contraste con una
mera señal aislada, como la que constituye el lenguaje de la autopista) como
un sistema de convenciones lewisianas de veracidad y confianza. A este res­
pecto, es esencial recordar las razones, expuestas a lo largo de este trabajo, por
las que es necesario aceptar que el significado de las emisiones lingüísticas está
estructurado — en los dos sentidos que, según hemos visto, tiene el lenguaje
estructura: el significado de las proferencias está sistemáticamente determina­
do a partir de expresiones cuyo significado es asistemático, pero que, por su
pane, sólo tienen significado en determinados contextos— . (Cf. I, § 2; VI,
§ 1; y IX, §§ 3-6.) Para acomodar estos hechos, una caracterización apropiada
del sistema de convenciones que constituye un lenguaje natural ha de ser, ine­
vitablemente, mucho más complicada que la caracterización del “lenguaje de
la autopista”. Y nadie está por el momento en disposición de llevar a cabo una
tarea similar. Nuestro objetivo no podía ser otro que el de indicar las líneas
generales de una caracterización tal, y sus consecuencias conceptuales más
abstractas.

4. La n aturaleza de la norm atividad lingüística

AI final de la sección segunda del capítulo precedente anunciamos que el


examen del programa de Grice nos permitiría resolver las tres dificultades que
hicimos notar en la versión particular de la teoría de los actos del habla de Aus­
tin, preservando el núcleo de esa teoría. Cumpliremos ese compromiso para
concluir.
La primera dificultad que mencionamos consistía en que Austin no carac­
teriza adecuadamente la naturaleza del “elemento esencialmente pragmático"
(la fuerza ilocutiva), que, según su teoría de los actos lingüísticos, no es ana­
lizable en términos preposicionales. Austin explica que ese elemento debe elu­
cidarse en términos de condiciones de feliz ejecución, pero vincula éstas a la
existencia necesaria de procedimientos convencionales (condiciones A), El
ejemplo de la activación de los cuatro intermitentes, cuando ésta no es una
acción gobernada por convenciones, pone de manifiesto lo que nuestras intuid
ciones ya indicaban: que puede haber significado, y por tan to — si la teoría de
los actos del habla es correcta— fuerza ilocutiva, no gobernado por con­
venciones. Por consiguiente, la fuerza ilocutiva no debe explicarse necesaria­
mente en términos de convenciones. En la última sección del capítulo prece­
dente hallamos muchos más ejemplos de lo mismo.
El análisis griceano revela la naturaleza del elemento pragmático, sin ape­
lar necesariamente a convenciones. Significar, según el análisis de Grice, es,
esencialmente, poner por obra intenciones comunicativas. Significar nunca es
sólo representar el mundo, aunque no puede hacerse sin representar el mundo
(no hay significación sin un contenido proposicional, excepto quizás en casos
periféricos).3 Significar es, también, representarlo con ciertos propósitos, aun­
que puede hacerse sin que exista procedimiento convencional alguno para ello.
Entre tales propósitos (las fuerzas ilocutivas más genéricas, cuya propiedad
distintiva es que pueden ser satisfechos a partir de su reconocimiento) hay
(abstrayendo mucho) dos fundamentales: que el acto de significación dé lugar
a la realización del contenido proposicional significado (que se haga que el
mundo corresponda al contenido proposicional significado); y que el acto de
significación justifique ei juicio de que el contenido proposicional significa­
do se da (que se forme el juicio de que el contenido proposicional signifi­
cado corresponde al mundo). Estos propósitos pueden ejercerse incluso en la
ausencia de convenciones, aunque la existencia de convenciones facilita su
realización.
La segunda objeción que hacíamos a Austin era que su clasificación de las
condiciones de feliz ejecución estaba excesivamente guiada por los ejemplos
menos interesantes para la elucidación de la naturaleza del lenguaje (esas pro-
ferencias gobernadas por rituales altamente institucionalizados); que cabía
esperar, por tanto, que acomodar en esa horma las diversas fuerzas ilocutivas
resultase poco explicativo. No es que no haya nada que corresponda a las cate­
gorías de Austin en las fuerzas ilocutivas lingüísticamente interesantes. En
cierto sentido, podemos encontrar, por ejemplo, una distinción entre personas
y circunstancias apropiadas, y otras que no lo son, también para la realización
afortunada de la fuerza asertórica o la fuerza imperativa. Lo que ocurre es que
no hay nada distintivo de esas fuerzas en tales categorías: sólo podemos decir
cosas tales como que, para que se lleven felizmente a efecto cualquiera de esos
actos, deben estar involucrados seres racionales, cuyos mecanismos cognosci­
tivos funcionen propiamente, etc. Pero esto es común a todas las fuerzas ilo­
cutivas lingüísticamente fundamentales.
De acuerdo con el análisis de Grice, las características esenciales de las
fuerzas ilocutivas debe provenir de su carácter de intenciones comunicativas,
intenciones que se persigue realizar mediante su reconocimiento. En principio,

3. Una preferencia de ‘¡Hola1.' es uno de esos casos periféricos. En mi opinión, incluso en estos casos hay
contenido proposicional. (Mediante este signo, el hablante expresa determinadas emociones relativas a ciertas sitúa'
ciones.) En todo caso, se trata de casos marginales, cuya naturaleza no es pertinente discutir aquí.
puede haber tantas fuerzas ilocutivas como intenciones comunicativas pueda
haber; y es obvio que no podemos prever cuáles son éstas. Puede muy bien
haber intenciones comunicativas que aún no se nos ha ocurrido ejercitar, y que
quizás en el futuro cuenten incluso con recursos lingüísticos convencionales
para su ejercicio. Sin embargo, hay fuerzas ilocutivas que son tan importantes
como para encontrarse sistemáticamente representadas mediante recursos con­
vencionales para su realización en los lenguajes naturales: ordenar, inquirir',
aseverar, etc. Una clasificación razonable de los componentes más genéricos
de las mismas, así como una taxonomía razonable de tales fuerzas ilocutivas
regularmente expresadas convencionalmente, debe obtenerse a partir de un
examen pragmático de la naturaleza de las intenciones comunicativas. Tal aná­
lisis debe hacerse, naturalmente, atendiendo a los intereses humanos y a su
naturaleza, pues son esos intereses los que determinan qué intenciones en el
sentido de producir en otro un determinado estado psíquico cabe esperar satis­
facer, simplemente a partir de su reconocimiento.
Conviene tener presente que un elemento del significado de una proferen­
cia (como, por ejemplo, su fuerza ilocutiva) puede estar determinado por con­
venciones, incluso 'aunque no exista un signo o recurso sintáctico regularmen­
te utilizado para tal fin. Sólo las fuerzas ilocutivas más fundamentales cuentan
con recursos sintácticos convencionalmente utilizados para su expresión, como
los modos indicativo o imperativo, la forma interrogativa determinada por la
entonación o la sintaxisf'etc. Otras fuerzas ilocutivas más específicas, sin
embargo, pueden ser convencionalmente expresadas en virtud de rasgos
contextúales más o menos variables. Por ejemplo, una proferencia de 4te lo
traeré mañana’ — en réplica a la solicitud de devolución de un libro p re s ta d o -
no expresa convencionalmente una predicción sobre lo que ocurrirá en el futu­
ro, sino que su fuerza ilocutiva es la de una promesa; pero no existen conven­
ciones que vinculen específicamente elementos sintácticos de esa oración con
la expresión de promesas.
No es éste el lugar apropiado en que llevar a cabo una elucidación de los
elementos constitutivos de los potenciales ilocutivos en general, y menos aún
una taxonomía de los mismos. Trataré únicamente de ilustrar la fecundidad del
análisis precedente mediante el examen de los casos fundamentales. Con los
ejemplos estudiados de “condiciones de feliz ejecución” pretendemos mera­
mente indicar el tipo de investigación que debe hacerse para elucidar las fuer­
zas ilocutivas, siguiendo las líneas de Grice, así como qué tipo de principios
habría de dar lugar a una taxonomía de las mismas.4
Para empezar, el aspecto más inmediato de las intenciones comunicativas
es que persiguen producir estados psíquicos en la audiencia. Dado que hay
dos tipos de estados psíquicos en general, estados doxásticos y estados cona-
tivos, no puede extrañar que haya también dos tipos genéricos de fuerzas ilo-

4. Stephen Schiffer ofrece una muy elegante derivación de muchas de las fuerzas ilocutivas más característi-
cas en el marco griceano, y una consiguiente taxonomía, en Meaning, 92-104.
cutivas, las que corresponden a lo que venimos denominando ‘informes’ (que
persiguen producir estados doxásticos) y a lo que venimos denominando
requerimientos o peticiones (que persiguen producir estados conativos). Las
propiedades que diferencian a unas de otras corresponden a las que distinguen
los tipos de estado psíquico que en uno y otro caso se pretende producir, y
constituyen uno de los elementos que diversos autores han señalado como un
componente característico de las condiciones de realización afortunada dis­
tintivas de las diversas fuerzas ilocutivas. Se trata de la contrapuesta “direc­
ción del ajuste” o de correspondencia entre el contenido proposicional del
acto lingüístico (sus condiciones de “correspondencia”, más específicamente)
y el mundo. (El que utilicemos ‘verdadero’.para las aseveraciones correctas y
‘satisfecho o ‘realizado’ para los mandatos correctos está probablemente en
función de la diferente “dirección de correspondencia” que percibimos en
unas y otros.)
Esta asimetría da lugar a la primera gran clasificación de las fuerzas ilo­
cutivas, entre todas aquellas fuerzas cuya dirección de ajuste es como la de los
informes (a las que podríamos denominar, en general, constataciones), entre
las que incluimos además acciones lingüísticas convencionales tales como ase­
verar, enunciar, asegurar, inferir, estimar, explicar, decir, recordar, etc., y aque­
llas cuya dirección de ajuste es como la de las peticiones (a las que podríamos
denominar, en general, ejecuciones), que incluye además preguntar, ordenar,
aconsejar, rogar, etc.5 Las ejecuciones se hacen con el objetivo genérico de que
el mundo corresponda a su contenido proposicional, lo que no ocurriría (en el
caso de ejecuciones afortunadamente realizadas) si no se produjese el acto lin­
güístico, la ejecución. La realidad que corresponde al contenido de la ejecu­
ción, si la misma se hace con éxito, depende del estado psíquico producido por
la ejecución: esa realidad no se habría dado si no se hubiese llevado a cabo el
acto lingüístico. Las constataciones, por el contrario, se hacen con el objetivo
genérico de producir estados psíquicos cuyo contenido proposicional coires-
ponde a cómo son las cosas; las constataciones afortunadamente realizadas no
se habrían hecho si su contenido no se diese, independientemente, en el mun­
do. En este caso, son ios estados psíquicos producidos por la aseveración los
que, si la constatación se hace felizmente, dependen de la realidad que corres­

5. Al emplear los términos ‘constataciones’ y ‘ejecuciones’ (que sugieren los términos de Austin, ‘constati-
ves’ y ‘performatives’), quiero indicar que la distinción que Austin tenía originalmente en mente pudiera quizás corres­
ponder a esta distinción entre las tuerzas con arreglo a Ins dos direcciones de ajuste. Searle distingue otros tres gran­
des géneros, además de estos dos: el de las promesas, el de los actos expresivos (saludar, congratularse, lamentarse,
alegrarse, etc.), y el de los actos ritualizados (bautizar, apostar, declarar culpable, etc.); cf. “Lina, taxonomía de los
actos ilocucionarios". En mi opinión, todos ellos caen bajo uno de los dos indicados. Por ejemplo, las promesas están
en el grupo de las peticiones, en ío que respecta a la dirección del ajuste; se distinguen de otras fuerzas en ese grupo
por otros aspectos, como quién es el que ha de encargarse de la realización del contenido, si el hablante o el oyente,
etc. Muchas expresiones de em ociones están en el grupo de las aseveraciones. (El hecho de que el conocim iento pri­
vilegiado que tenemos de nuestras propias emociones garantice que, en condiciones de realización afortunada, estas
proferencias sean siempre verdaderas, no las priva — en contra de lo que Searle sugiere— de la dirección desajuste
de las aseveraciones.) De nuevo, lo que, en esas condiciones, tes da una función en el lenguaje, y también lo que las
distingue de otras aseveraciones, son otros aspectos distintivos de su fuerza, principalmente el papel que desempeña
en su función lingüística la transmisión empalica de emociones.
ponde a su contenido preposicional: el estado psíquico no se habría producido
si la realidad que corresponde a su contenido no se hubiese dado.6
Consiguientemente, una condición de realización afortunada específica de
las ejecuciones que depende de la dirección de ajuste entre contenido proposi-
cional y realidad que las caracteriza es que el contenido proposicional de una
ejecución no se realizará a menos que la audiencia forme la intención de cum­
plirla. Un mandato de que p , efectuado en una circunstancia en que p se ha de
dar independientemente, es un mandato desafortunado. (Análogamente, desear
únicamente aquello cuya satisfacción está garantizada, porque ya se da, es un
tipo de irracionalidad singularmente asociado a los estados conativos.) Una
condición correspondiente para los informes, relacionada con la dirección de
ajuste que les es propia, es que el hablante es fiable. Un informe de que p , efec­
tuado en una circunstancia en que el único vínculo entre el hablante y el hecho
de que p consiste en el deseo por parte del hablante de que se dé p es, igual­
mente, uno particularmente desafortunado. (Análogamente, juzgar que se d a lo
que uno desea que se dé, únicamente porque uno lo desea, es un tipo de irra­
cionalidad singularmente asociado a los estados doxásticos.)
En el Tractatus, 4.062, Wittgenstein se pregunta: “¿No podríamos enten­
demos con enunciados falsos, tal como ahora nos entendemos con enunciados
verdaderos? Bastaría con que supiésemos que son aseverados falsamente.”
Wittgenstein responde negativamente a su pregunta, pese a lo aparentemente
plausible de la sugerencia. Mi interpretación de la (oscura) justificación que
ofrece a continuación es ésta: “Quien encuentra plausible esta sugerencia no
está contemplando la modificación que se sugiere, sino una distinta. La modi­
ficación que se contempla es una modificación del lenguaje; particularmente,
que el signo que ahora se utiliza para la negación, se utilice para la afirmación,
y viceversa. Así, introducida esta modificación, el contenido que aseveraríamos
al decir ‘mi edición del Tractatus es la de 1987’ sería el que ahora aseverara^
mos al decir ‘mi edición del Tractatus na es la de 1987’, y viceversa. Pero esto
no sería “pasar a entenderse con falsedades”; por el contrario, si, introducida
la modificación, digo ‘mi edición del Tractatus es la de 1987', y mi edición
del Tractatus es la de 1973, lo que he dicho es verdadero, y si es la de 1987,
falso. Seguiríamos entendiéndonos con verdades, como hasta ahora, sólo que
expresadas en un lenguaje distinto, un lenguaje en el que las convenciones que
guían el uso de ‘no* son opuestas a las que rigen ahora.” Esta explicación pare­

6. Esta asimetría no es, de modo general, ni temporal ni causal; no es que las constataciones afortunadas se
hagan a causa de que su contenido se da en el mundo (ni. menos aún, después de la realización de tai contenido),
mientras que el contenido de las ejecuciones afortunadas se realice a causa de que se haya llevado a efecto la ejecu­
ción. ‘Limpiarás las letrinas esta tarde’ puede ser una constatación (una predicción) o una ejecución (una orden); en
ambos casos, el contenido proposicional concierne a un suceso que, si se da, se da posteriormente a la proferencia.
La asimetría que distingue el que sea una predicción de que sea un mandato es más sutil: com o se ha expresado en
el texto, se trata de una asimetría de dependencias. Si es una predicción feliz, la proferencia debe depender d el esta­
do de cosas que realizaría su contenido; si es una orden afortunadamente ejecutada, el estado de cosas que realiza el
contenido depende de la inferencia. Puede no entenderse cóm o puede depender algo que se hace ahora de lo que, si
ocurre, ocurrirá después. Existe esa dependencia, hablando laxamente, si hay una “ley” en virtud de la cual, dados
hechos presentes, se ha de dar el hecho futuro aseverado, y (a aseveración se hace sobre la base del conocim iento de
la misma.
ce, una vez propuesta, intuitivamente satisfactoria. Lo que no hace'és exp®
camos por qué no es posible “entenderse con falsedades”. La explicación antér
rior de ia “dirección de ajuste” característica de la fuerza ilocutiva de las:cons­
tataciones nos da la explicación que faltaba. La v era cid a d es constitutiva de
constatar. No puede haber tal cosa como una comunidad lingüística de menti^
rosos, una comunidad de constatadores de la falsedad. No hace falta ningún
“Principio de Caridad” asociado a la traducción radical para garantizar esto; es
una consecuencia de la función o propósito constitutivo de las constataciones.
Entre las constataciones, nos hemos ocupado hasta aquí exclusivamente de
lo que venimos denominando ‘informes', y, entre las ejecuciones, de las peti­
ciones. La razón de ello es ia creencia de que una y otras constituyen casos
prototípicos de significación, en el sentido expuesto en la discusión metodoló­
gica de § 2. Sin embargo, es manifiesto que ni los informes agotan la clase de
las constataciones, ni agotan las peticiones la clase de las ejecuciones. Carac­
terizar las otras fuerzas que se agrupan en cada uno de los dos grandes géne­
ros requiere describir sus específicas condiciones de realización afortunada.
Los mandatos se ejecutan felizmente en circunstancias en las cuales el que
ciertos individuos hagan manifiesto su deseo de que se haga algo es una exce­
lente razón para que otros formen la intención de hacerlo. Lo que tienen en
común esas circunstancias es que el individuo en cuestión tiene una cierta auto­
ridad sobre los otros: sabe mejor que los otros lo que hay que hacer en esas
circunstancias para obtener algo que a todos les interesa, etc. Así, que quien
ordena tiene una cierta autoridad sobre quien recibe1la orden es uno de los ele­
mentos de las condiciones de feliz ejecución características de los mandatos en
general. Sin embargo, hay situaciones en que queremos que otro haga algo, y
no estamos investidos de esa autoridad (ni siquiera en el sentido laxo con que
la palabra se emplea aquí). En tales casos podemos quizás sup licar, advertir,
aconsejar, etc. No parece que el “mecanismo griceano” esté operando en estos
casos; es decir, no parece que estemos tratando de que el otro forme la inten­
ción de hacer lo que queremos, simplemente a partir del reconocimiento de
nuestra intención. Para empezar, ni siquiera cabe decir que el que nuestra
audiencia forme una cierta intención sea necesario para la realización afortu­
nada de esos actos lingüísticos. Queremos sin duda que advierta que nosotros
queremos que forme esa intención, mediante su reconocimiento de nuestra
intención de que así lo advierta, y quizás también de nuestro convencimiento
de que formar él mismo esa intención es conveniente para él, o mostraría con­
sideración hacia nosotros, etc. Del mismo modo, y pasando ahora a actos del
género constatar, cuando recordam os algo a alguien no queremos que juzgue
que aquello es el caso a partir del reconocimiento de nuestra intención de que
así lo haga, sino a partir del recuerdo de que él mismo lo pensaba en un
momento anterior. Cuando a severam os no tenemos por qué tener más inten­
ción que la de que nuestra audiencia sepa que nosotros mismos somos de una
cierta opinión, sin preocupamos en absoluto de si ello ha de llevar a la otra
persona a formar el juicio consiguiente.
Naturalmente, una teoría satisfactoria de las fuerzas ilocutivas representa­
das en los lenguajes naturales debe analizar también todos estos casos. Si Ja
discusión metodológica de § 2 es correcta, sin embargo, podría constituir un
error proponer, sobre la base de los mismos, análisis de la significación en que
se dejara de lado el papel prototípico de los informes y las peticiones en el con­
cepto ordinario de significación. Es precisamente esto lo que hacen los parti­
darios de la teoría proposicionalista de los actos del había, como Searle, según
los cuales la intención de producir efectos en la audiencia no es nunca un ele­
mento de la fueraa ilocutiva de las preferencias lingüísticas.7 Según los propo­
sicionalista, todo lo que esencialmente hacemos mediante el lenguaje es repre­
sentar nuestras propias actitudes proposicionales. La propuesta que estoy
defendiendo insiste en el carácter prototípico de informes y peticiones, y evita
caer en el error de contentarse con una caracterización suficientemente genéri­
ca —del tipo de la caracterización proposicionalista— como para incluir a la
vez todos los casos, incluidos los que acabamos de describir; pues una carac­
terización así, precisamente por su carácter genérico, nos haría pasar por alto
los rasgos distintivos de los casos prototípicos de significación.
Examinemos finalmente la solución griceana a la tercera dificultad que
pusimos de manifiesto en el análisis de Austin. La objeción consistía en que el
análisis austiniano rio nos ofrecía un principio claro para distinguir las inten­
ciones constitutivas de las fuerzas ilocutivas de otras intenciones meramente
perlocutivas. La propuesta de Grice ofrece una respuesta particularmente con­
vincente aquí.8 Un efecto ilocutivo es uno que, dados los hechos sobre la natu­
raleza humana de los que dependen la existencia de intenciones comunicativas,
cabe esperar realizar, en condiciones de ejecución afortunada, a través del
mecanismo griceano; es decir, a través del reconocimiento de la intención de
producirlos por parte de aquellos en quienes se espera producirlos- Una, inten­
ción perlocutiva, y un efecto perlocutivo (el efecto producido si la intención
perlocutiva se realiza) es uno que, dados esos mismos hechos, no es razonable
esperar producir así. Las intenciones perlocutivas son aquellas que, si bien pue­
den estar asociadas a la producción de signos lingüísticos, no son intenciones
comunicativas. Si son “efectos secundarios”, o “no esenciales” al acto lingüís­
tico —como Austi/) indica— es precisamente porque los actos lingüísticos
involucran, necesariamente, intenciones comunicativas. Por ejempló, la inten­
ción de alardear, o impresionar a nuestra audiencia, que muchos tenemos cuan­
do usamos el lenguaje, es una perlocutiva, y el efecto conseguido cuando la
intención se realiza, uno perlocutivo; la razón es que, de hecho, los seres huma­
nos no nos dejamos impresionar sólo porque reconozcamos en otro la inten­
ción de impresionamos. La intención de convencer es igualmente perlocutiva,

7. La fórmula uniformizadora de Lewis. según la cual las convenciones lingüísticas son convenciones de
veracidad y confianza, podría tener un efecto similar al de las propuestas de Searle. Si. en el caso de las constatacio­
nes en general, lo que el hablante hace es ser veraz, entonces parece que la buena fortuna de uno cualquiera de tales
actos lingüísticos (incluidos lo que llamamos informes) sólo depende de que el hablante exprese lo que cree verdadero,
dé su audiencia en creerlo o no.
8 . El análisis que sigue se debe a Strawson. Véase “Intention and Conventíon in Speech Act”.
por una razón similar: no nos basca reconocer en otro la intención de cóhven-
cemos de que p y para que nos demos por convencidos de que p. Naturalméñ2
te, es de esperar que la distinción entre efectos ilocutivos y perlocutivos sea:
vaga, y haya casos en que no esté claro ante qué estamos. Pero esto mismo
ocurre con calvo/no calvo, y con la mayoría de los conceptos con que hace­
mos las distinciones que más útiles nos resultan cotidianamente. Lo importan­
te es que una clasificación no sea irremediablemente vaga: que haya un prin­
cipio, quizás de difícil formulación, relativamente al cual existen casos claros
que ejemplifican cada uno de los conceptos en cuestión.
Esta cuestión está relacionada con los contraejemplos a la necesidad del
análisis griceano del significado, mencionados en la segunda sección (solilo­
quios, exámenes, etc.), que los proposicionalistas tienen especialmente en men­
te. De acuerdo con un análisis como el de Searle, las intenciones esencialmente
lingüísticas nunca van más allá del hablante. La intención distintivamente lin­
güística con la que el hablante lleva a cabo una constatación no seria nunca la
de producir un juicio en la audiencia, sino sólo la de representarse él mismo
como teniendo una creencia. La intención con que los hablantes hacen ejecu­
ciones no sería nunca la de que la audiencia forme una intención, sino sólo la
de representarse a sí mismos como teniendo un deseo. En consecuencia, todos
los efectos que pueda desearse producir en la audiencia, o de hecho se pro­
duzcan, son perlocutivos; ninguno de ellos es esencial al lenguaje, constitutivo
de los potenciales ilocutivos de los signos.
Lo que está en cuestión en este debate es justamente, como era de espe­
rar, el pivote sobre el que gira el argumento de Wittgenstein en las Investiga­
ciones contra el mentalismo, a saber* la naturaleza de las normas constitutivas
de lo que llamamos significados. Como indiqué en XÍIÍ, § 2, Austin distingue,
entre sus condiciones de feliz realización, las A y B de las C. La violación de
las primeras daría lugar a que no se hubiese producido el acto en cuestión; la
violación de las segundas, en cambio, sólo constituye un “abuso”. Esta distin­
ción era parte de la estrategia de Austin, destinada precisamente a oponerse a
la teoría proposicionalista de los actos lingüísticos; pues entre las condiciones
de tipo C se encuentran las que tienen que ver con la presencia u ausencia de
los estados mentales que el proposicionalista considera lingüísticamente esen­
ciales. Tomemos el caso de un hablante que emite ‘la plaza de Catalunya está
a dos manzanas en esa dirección7, en un contexto en que su proferencia cuen­
ta convencionalmente como un informe. La clasificación de Austin persigue
defender la tesis plausible de que, en un caso así, con respecto a la determina­
ción de la corrección o incorrección de la acción lingüística no es esencial la
presencia o ausencia en el hablante, pongamos por caso, de creencias en el sen­
tido de que la plaza de Catalunya está en la ubicación indicada. Si no lo cree,
su acción será un abuso; sin embargo, si, de hecho, la plaza está en la ubica­
ción que ha indicado, su acción puede haberse ejecutado felizmente. Pese a
compartir los objetivos finales de Austin, nosotros hemos rechazado recurrir a
su estrategia; pues esa estrategia pasa por la exigencia de la convencionalidad
del significado, mientras que nosotros hemos insistido en que puede hacerse
un informe, o un requerimiento, sin que medien convenciones específicas que
así lo posibiliten. La estrategia antimentalista de Austin le lleva por caminos
similares a los recorridos por Wittgenstein: ambos descansan en la naturaleza
social de las normas. . :
Con Grice, nosotros discrepamos de este punto de partida; como vimos
en los capítulos XI y XII, esta estrategia traiciona un intemismo comunitario
de consecuencias intuitivamente casi tan poco aceptables como las del inter-
nismo sensu estricto. Hemos concedido a Austin que quizás existan condi­
ciones constitutivas, necesarias para que se produzca un acto de significación,
tales como que el productor del signo y su audiencia sean seres racionales,
cuyos aparatos cognoscitivos estén en buen estado, etc. Pero estas condicio­
nes son demasiado genéricas para que sirvan de mucha ayuda. Los elementos
distintivos de las diversas fuerzas ilocutivas, necesariamente, tendrán el esta­
tuto de las condiciones de tipo C de Austin; esto es, el de condiciones de rea­
lización afortunada de las que cabe “abusar”. En cada caso particular,, puede
llevarse a cabo una constatación o una ejecución, aun violándose las condi­
ciones de realización .afortunada definitorias de las mismas. Pero esto es com­
patible con que las condiciones en cuestión sean un elemento esencial,.d.efi-
nitorio del tipo de acto lingüístico. Por tanto, que la ausencia en el: hablante
de las creencias indicadas en el ejemplo anterior constituya un mero “abuso-
no es bastante para obtener de ello las consecuencias antimentalistas buscadas
por Austin.
La estrategia antimentalista que aquí se ha venido proponiendo pasa por
una concepción alternativa a la de Austin y Wittgenstein de los elementos tefe-
ológicos o normativos asociados a la noción de significado. Muchas veces,
cuando se defiende el punto de vista proposicionalista, se hace a partir de un
razonamiento erróneo. Se hace notar, por ejemplo, que podemos hacer un
informe, o dar una orden, sin que nuestra audiencia acepte la primera o haga
caso de la segunda. Esto es, naturalmente, verdadero; pero es irrelevante, por­
que tanto la teoría griceana como la teoría proposicionalista así lo contemplan.
Lo que está en cuestión más bien es si en esos casos el informe o la orden se
han llevado a cabo felizmente o no. Lo que determina que un informe o una
petición no se han llevado a cabo felizmente si los oyentes no forman los jui­
cios e intenciones pertinentes, según el análisis griceano del significado con­
vencional presentado en la sección precedente, es que las prácticas lingüísticas
convencionales que constituyen la institución del lenguaje no se autopreserva-
rían en tal caso. Es el éxito de prácticas tales como las de informar, aseverar,
requerir, hacer promesas, etc., entendidas de acuerdo con el análisis original de
Grice, el que parece explicar la pervivencia de la institución deL lenguaje, la
reproducción de sucesos destinados a garantizar tales fines. La institución del
lenguaje consiste precisamente en la regular puesta por obra con éxito de tales
prácticas, en circunstancias en que tales regularidades constituyen convencio­
nes. (Una consideración similar apoya el punto de vista según el cual el uso
del lenguaje en soliloquios, exámenes, etc., es derivativo o parasitario. Gra­
cias a que hay prácticas tales como informar o pedir, hay también prácticas
como el soliloquio o los exámenes; por otro lado, las primeras podrían darse
por sí solas, en ausencia de las segundas^)
En la propuesta de Wittgenstein, la normatividad proviene del hecho de
que los significados son disposiciones en cuanto a las que existe coincidencia
entre los miembros de nuestra comunidad. Las consideraciones precedentes
sugieren una explicación alternativa de la normatividad, de la que está ausen­
te el proyectivismo característico de la explicación wittgensteiniana. De acuer­
do con esa explicación alternativa, los significados son funciones o propósitos
naturales de las preferencias. Hay objetos que tienen funciones o prepósitos
artificiales, en tanto que han sido específicamente diseñados para satisfacerlos;
así ocurre, por ejemplo, con los limpiaparabrisas, y con los instrumentos y
herramientas en general. Sin embargo, no decimos de un corazón que tiene la
función de bombear sangre porque haya sido diseñado para ello. Una explica­
ción razonable de lo que queremos decir cuando adscribimos una función o
propósito natural F a un objeto o a un acaecimiento es la siguiente. En primer
lugar, el objeto o acaecimiento tiene rasgos que le capacitarían para llevar a
cabo F, en las circunstancias apropiadas. Es decir, una función es, en primer
lugar, una disposición, en el sentido realista del término (V, § 2). Hasta aquí,
el elemento normativo está ausente. En segundo lugar, el que el objeto o aca­
ecimiento tengan esos rasgos se explica precisamente porque los rasgos le
capacitan para llevar a cabo F, en circunstancias apropiadas. Así, por ejemplo,
en el caso del corazón, la teoría de la evolución por selección natural propone
(simplificando mucho, con el fin de enfatizar los aspectos relevantes) que la
posesión por el corazón de rasgos que le capacitan para bombear sangre expli­
ca la existencia de corazones con esos rasgos; pues esa capacidad da cuenta de
la supervivencia y reproducción de organismos que los poseen.9
El mecanismo de autopreservación característico de las convenciones no
tiene mucho que ver con el mecanismo de la selección natural; pero tiene,
igualmente, el efecto de dar lugar a funciones o propósitos naturales, en el sen­
tido expuesto. Una preferencia de la oración-tipo l a plaza de Cataluña está a
dós manzanas en dirección sur’ tiene un cierto significado (es un informe con
un determinado contenido), porque (i) tiene rasgos (ejemplifica ciertos tipos,
dispuestos de ciertos modos) que le capacitarían, en circunstancias apropiadas,
para satisfacer ciertas intenciones comunicativas (producir un juicio con un
cierto contenido en la audiencia, a través del reconocimiento de la intención
del hablante), y (ii) tiene esos rasgos precisamente porque la posesión de los
mismos le capacitaría para satisfacer tales intenciones comunicativas, (ii) se
justifica en este caso apelando a la naturaleza de las convenciones, expuesta en
la sección anterior; en especial, apelando a la satisfacción de la tercera condi­

9. Este análisis de las funciones se debe a Larry Wright. Véase su Teleological Explanation. Ruth Millikan
ofrece una explicación análoga en los dos primeros capítulos de su Langiiage, Thought and O ther Biological Cate-
gories. A mi juicio, la explicación de Millikan es defectuosa en varios respectos. Un defecto es que, cuando menos,
sugiere que todas las funciones naturales son propiedades biológicas, o reducibles a propiedades biológicas. Uno más
grave es su rechazo del elem ento disposicionai de las funciones.
ción en la definición de Lewis: si se ha producido una proferencia de esa
oración-tipo es porque existe una regularidad tal que ... . Sin duda, la expli­
cación que debe reemplazar a los puntos suspensivos ha de ser muy compleja,
entre otras cosas porque es preciso articular la estructura de un lenguaje como
el español para hacerlo. Pero no veo razón alguna para desesperar de que,
algún día, estemos en disposición de proporcionarla, esencialmente de acuer­
do con la propuesta griceana.
En el sentido explicado, un objeto puede ser un corazón, y tener la fun­
ción de bombear sangre, incluso cuando no puede servir transitoriamente a ese
propósito (por no estar en el lugar apropiado en el organismo apropiado, o por
causa de alguna' malformación,, enfermedad, etc.). Análogamente, una profe­
rencia puede ser un informe de que la plaza de Cataluña está a dos manzanas
hacia el sur, incluso aunque no tenga la capacidad de informar de tal cosa (por­
que no existe el debido vínculo entre los juicios del hablante y la situación de
la plaza de Cataluña, porque la audiencia no confía en el hablante y no está
dispuesta a formar el juicio pertinente, etc.). La objeción de dos párrafos más
arriba está, pues, mal concebida. No puede refutarse una tesis como la que
hemos venido proponiendo por el simple procedimiento de mostrar que se pue­
de hacer un informe o una petición sin que se den las condiciones de realiza-
ción afortunada constitutivamente asociadas a estos significados. Pues la tesis
es que los significados son propiedades teleológicas, en el sentido que hemos
descrito. La tesis es que, cuando intuitivamente nos parece que una cierta pro­
ferencia tiene un determinado significado, la proferencia se ha producido por­
que tiene rasgos que le permitirían, en determinadas circunstancias, la realiza­
ción de determinadas intenciones comunicativas. Esta explicación puede, sin
duda, verse refutada mediante una combinación de contraejemplos apropiados
y reflexión teórica. Pero no es inmediato que haya de serlo.

5. Sum ario y consejos p ara seguir leyendo

La principal virtud de la propuesta del presente capítulo está, a mis ojos,


en que posee las virtudes de las del segundo Wittgenstein y Quine, sin sus
defectos. La concepción del significado no es, para empezar, provinciana (XI,
§ 4). Puede existir una comunidad que utiliza un sistema de representaciones
significativas, incluso aunque, recurriendo a cualquier estrategia de traducción
radical que podamos diseñar, no seríamos capaces de discernirlas como tales.
Consiguientemente, la propuesta griceana no implica consecuencias antirrea­
listas. Permite, pues, ofrecer la misma réplica a las concepciones internistas
tradicionales (representacionalismo y fenomenalismo) que ofrecen Wittgens­
tein y Quine, basada en una teoría de la intencionalidad sustancialmente natu­
ralista como la de estos filósofos, y de la que está igualmente ausente la dis­
tinción cualitativa entre analítico y sintético, pero sin los problemas que apre­
ciamos en capítulos precedentes.
La propuesta griceana se apoya en una explicación del significado que no
presupone la existencia de convenciones, en términos del concepto de inten­
ción comunicativa (§ 1). Después, a partir de ese concepto, y con la ayuda de
un concepto general de convención que tampoco presupone la existencia de un
lenguaje, se explica el concepto de significado convencional (§ 3). La explica­
ción recoge la tesis central de Austin (que el significado incluye un compo­
nente esencialmente “pragmático”), sin los problemas discutidos en el capítu­
lo anterior (§ 4). Pueden darse réplicas suficientes a las objeciones habituales
más importantes al análisis griceano defendiendo que el concepto de signifi­
cado está basado en casos prototípicos (§ 2), y ofreciendo una elucidación de
ello en términos de ios elementos teleológicos que el análisis les adscribe
( § 4).
Lecturas: el programa de Grice se expone en H. Paul Grice, “Las inten­
ciones y el significado del hablante”. El análisis de las convenciones de David
Lewis está bien resumido en su “Lenguajes, Lenguaje y Gramática”. La idea
central para el tratamiento del significado proviene de Eric Stenius, “Mood and
Language-game”. El concepto de intención comunicativa, y la distinción entre
fuerza ilocutiva y acto perlocutivo, está claramente expuesto en P. Strawson,
“Intention and Convention in Speech Acts” Tres libros excelentes sobre los
temas de este capítulo son David Lewis: Convention: A Philosophical Study,
Stephen Schiffer: Meaning, y J. Bennett, Linguistic Behaviour. El último enfa­
tiza los aspectos teleológicos descritos brevemente al final. El trabajo de
Wright, Teleological Explanation, contiene un excelente tratamiento de las
nociones teleológicas.
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ÍNDICE ANALÍTICO

En el caso de los autores tratados en la obra, sólo se incluyen referencias a


ellos cuando no aparecen en las secciones o capítulos en que se trata expresamente
de sus aportaciones.

acaecimiento, 61, 129, 305, 382, 474 y metafísica descriptiva, 294


acción básica, 474 aportación general, 274
acción racional, 475,486 aportación singular, 275,284
y causalidad, 476 arcanos, 344, 346
actitudes preposicionales, 55,204 argumento central de Frege (ACF), 187,
de dicto y de re, 262 227.287
actividad práctica, xviu objetividad de los referentes, 194
actividad teórica, xvm argumento del conocimiento, 71, 417
acto perlocutivo, 490, 538 argumento Frege-Chuch-Gódel, 215,
actos lingüísticos, 9 227.288
teoría austiniana, 483 Aristóteles, 179, 348
teoría proposicionalista, 484 y s., 538 asistematicidad, 6
alucinaciones, 62 atomismo lógico, 287
ambigüedad de alcance, 284 atribuciones de re, 266
análisis, 287, 342, 352, 361 Austin, John, 474
en condiciones necesarias conjunta­ Ayer, Alfred, 66
mente suficientes, 514
mediante un prototipo, 514 Bedeutung, 185
teoría russelliana de las descripcio­ Bellarmino, 158
nes, 350 bifurcación causal, 150, 170
y práctica filosófica, 353 Bitierra, 120, 249
Anscombe, G. E. M., 302,476 Brentano, Franz, 55, 300
antirrealismo, 126
proyectivismo, 163, 167, 357, 361, características individuativas, 194, 196
382 Camap, Rudolf, 293,428,433
reductivismo eliminatorio, 149, 357, Carroll, Lewis, 46,112
362, 382 categorías lógicas, 340
categorías semánticas, 181 falibilidad, 407 y s., 439 y s., 516
causalidad vs. holismo semántico, 517 y s.
análisis humeano, 146, 355, 362 y modalidad, 349
análisis humeano, versión depurada demostrativo, 58
172 directo, 58
análisis humeano, versión simple, explícito vs. tácito, 26, 347,523
147 mutuo, 115, 384, 495, 520 y s., 524
propiedades, 126 y s. por contacto, 256, 272, 360
representacionalismo, 77 por descripción, 255, 272
y acaecimientos, 61 consciencia, 67, 387, 394
y conocimiento por contacto, 258 consciencia reflexiva, 69
y realismo, 155, 362 consecuencia lógica, 329, 433
certeza, 58, 87, 349 conservadurismo epistémico, 440
Círculo de Viena, 428 constantes lógicas, 216, 319 y s.
citas, 17 y significado no literal, 493
pictograficidad, 45 contextos directos, 201
sistematicidad, 30 contextos indirectos, 201, 261
teoría davidsoniana, 17, 30 contextos usuales, 201
teoría fregeana, 35, 202 contextualidad vs. sistematicidad, 181
teoría natural, 17, 29 contingencia, 296
teoría Tarski-Quine, 30 y ss. contradicción, 328
Chomsky, Noam, 5,8, I !, 446,471,484 convencionalidad del lenguaje, 112,
Church, A'lonzo, 214 384,487,505,527 - .•
Churchland, Paul, 422 . convención, 525
concepción agustiniana, 100, 138, 183, arbitrariedad, 526 y s.
281,409 intenciones comunicativas, 528 .,
condición NS, 171 vs. contrato social, 527
condicional contrafáctico, 130 vs. generalidad, 501
condiciones cceteris paribus, 130, 403, Copémico, xix
447,478,526 cualidades sensibles, 66
condiciones de correspondencia, 486
condiciones de feliz ejecución, 481, 505 dado vs. impuesto, 463
recepción, 492 Davidson, Donald, 33,474,484
taxonomía de Austin, 488 decir, 344
condiciones de verdad, 186, 188, 192, definición, 435
215,227,295,318,481 definición ostensiva, 22, 371, 392
contenido proposicional, 482 y s. deícticos, 237, 251 y s.
internamente relacionadas, 369 reflexividad del ejemplar, 251 y ss.
vs. condiciones de constatación, 413 Dennett, Daniel, 422
ys. dependencia de la reacción, 163 y ss.,
vs. valor de verdad, 186 398,515
conductismo, 444 Descartes, Rene, 54, 58, 76, 136, 156,
lógico, 422 160,381,441
metodológico, 421 descripciones
conocimiento definidas, 274
a posteriori, 86, 207 usos referenciales, 285
a priori, 87, 143, 297, 516 impropias, 285
incompletas, 285 expresiones cuantificacionales, 220
indefinidas, 273 posición extensional, 263
dilema del prisionero, 527 extemismo, 79,235,258 y ss.
dirección del ajuste, 484, 535 semántico, 108
constataciones, 535
ejecuciones, 535 falacia de la explicitación, 411,503,523
discurso directo, 204 fenomenalismo, 153,355,364,382
discurso indirecto, 294 Field, Hartry, 233
disposiciones, 136, 396,446 filosofía primera, 429, 437
base de la disposición, 137,397 fisicidad, 62
concepción humeana, 397,478 fisicismo, 173,476
concepción realista, 397, 478, 541 Fodor, Jerry, 8,206,233
condiciones de manifestación, : 136 forma lógica, 327, 340
manifestaciones, 136, 399 formalidad, 296, 310, 315, 322
vs. propiedades categóricas, 136 formas de vida, 403
Donnellan, Keith, 285 Frege, Gottlob, 35, 91, 287, 291, 302,
Dretske, Fred, 59 322,326,380
Duhem, Pierre, 442,463 fuerza ilocutiva, 187, 295, 324,483
Dummett, Michael, 125,128 condiciones de feliz ejecución, 487
informes, 507, 535
ejemplar, 2,38 peticiones, 507, 535
empirismo, 428 vs. potencial perlocutivo, 491, 538
entidad objetiva, 74,188, 194 y acción racional, 486
entidad subjetiva, 74 funcionalismo, 445,477
enunciado, 11 función, 213, 541
epistemología cartesiana, 58,407 fundacionalismo, 58, 177, 381,,.430,
epistemología naturalizada, 441 437,464
escepticismo, 83, 442
esencia, 117 generalidad de la predicación, 280
nominal, 117,414 generalización
real, 119,163,414 empírica, 147, 356
espacio lógico, 316 estricta, 147, 173
esquemas conceptuales alternativos, fáctica, 147, 356
estado mental, 54 nómica, 147,173,355
contenido, 54 NS, 171
sujeto, 54 géneros naturales, 117,176,414
tipo, 54 Genio Maligno, 63, 78, 104, 380, 405,
estrategia del astrólogo, 166, 174, - 438
estructura del lenguaje, 181,532 Gódel, Kurt, 215
Evans, Gareth, 251,257,461,474 Goodman, Nelson, 168,176
exclusión de los colores, 343 Grice, Paul, 277, 286, 474, 529
existencia en la clasificación, 280
expresión sincategoremática, 184,! hacedor de verdad, 303
expresiones cuantiticacionales, 218 hechos atómicos, 303
universo del discurso, 219 hechos moleculares, 303
expresiones incompletas, 281 Helmholtz, Hermann von, 138, 381
extensionalidad, 213 y ss. Higginbotham, Jim, 500
hipótesis analíticas, 451 teoría figurativa, 327
Hobbes, Thomas, 179 teoría representacionalista, 79
hoiismo intenciones comunicativas, 495, 513
epistémico, 139,442 y s., 463 intensionalidad, 228, 263, 435
semántico, 440 y ss., 463 y s. intemismo, 79, 235, 260,-363, 380
Hume, David, 129, 148, 160, 382, 401, semántico, 109,488
477,52? ■■■■■- intemismo comunitario, 361,417,421,540
intersubjetividad, 61
iconos, 295 y ss. intervención primaria y secundaria, 284
isomorfía lógica, 324 introspección, 67, 387
identidad, 207 irreducibilidad, 72
numérica y específica, 65 isomorfía figura-figurado, 300
teoría metalingüística, 208 lógica 307, 310, 315, 327
ilusiones, 63 .
imperativos Jackson, Frank, 71
categóricos, 341 justificación fiable, 58
hipotéticos, 341
implicaturas conversacionales, 494 Kant, Immanuel, 89, 160, 175, 381,495
cancelabilidad, 499 Kaplan, David, 236, 241, 266
derivabilidad, 497 Kripke, Saúl, 121, 168, 224, 236, 240,
implicaturas genéricas vs. ambigüe­ 249, 258, 264, 286, 348, 400, 419
dad, 501
inconregibiiidad, 72 Leibniz, G. W., 34,94,209, 246
independencia cognoscitiva, XIX, 133, lenguaje del pensamiento, 206
477 lenguaje fenomenoíógico, 304, 313, 361
indeterminación de la traducción, 457, lenguaje lógicamente perfecto, 293
460 lenguaje privado, 115, 385, 400, 419
dependencia deJ verificacionismo, lenguaje y pensamiento, 292
461 Lewis, David, 260, 484, 529
formulación cínica, 465 Lichtenberg, Georg, 69, 374
vs. infradeterminación, 450 y s. Loar, Brian, 234
inducción, 154,442,450 Locke, John, 136, 156, 160, 179, 184,
inferencia en favor de la mejor expli­ 206, 375, 380, 414, 434, 441, 505,
cación, XXII 515,520,527
inescrutabilidad de la referencia, 460 lógica y aplicación de la lógica, 330
información colateral, 448
infradeterminación de las teorías, 450 Mach, Emst, 361
realismo, 462 máximas de la conversación, 495 y s.
inmanencia del objeto intencional, 56, Mackie, John, 171
79, 300, 364 McGinn, Colin, 234, 400,420
intención, 507 mentalismo, 98, 380, 484 .
intencionalidad, 55, 187, 227, 344, 365, razones conscientes, 401
483 mereología, 459
falibilidad, 56,161, 232,295, 300,383 metafísica correctiva, 293, 386, 410
intensionalidad, 56, 232 y realismo, 516
realismo ingenuo, 62 metafísica descriptiva, 293, 386
teoría de las Investigaciones, 411 y ss. metalenguaje, 14, 20
Mili, John Stuart, 224 Peny, John, 237, 251
Millikan, Ruth, 541 Platón, 87, 89
modalidades, 93, 337, 348,436 Popper, Karl, 168
modelo, 331,372 postulado de independencia, 313 y ss.,
modo de presentación, 37, 195, 227 325,342,355
monismo neutral, 361, 375 pragmática, 13,192, 211, 245, 276
monismo semántico, 199,286 autonomía de la semántica, 499
Moore, G. E., 66, 381 presuposiciones, 499
mostrar, 345 y ss., 357 principio cooperativo, 495
vs. decir, 318 principio de bivalencia, 349
conocimiento tácito y conoci­ principio de caridad, 452, 537
miento explícito, 345 . principio de composicionalidad, 179,
mundo posible, 94, 315, 318, 331, 436 ' 213,226,303
Musil, Robert, 175 principio de determinación del dentido,
339, 349
Nagel, Thomas, 71 principio de identidad de los indiscerni­
narcisismo axiológico, 341, 359 bles, 246
Neale, Stephen, 175 principio de indiscemibilidad de los
Neurath, Otto, 429, 440 idénticos, 209, 246
nombres ad hoc (semántica de expresio­ principio de sustituibilidad, 34,246
nes cuantiílcacionaíes), 219 principio del contexto, 179, 201, 212,
nombres propios, 238 226,281,303,326
concepción milliana, 224, 227 y s., semántica de expresiones lógicas, 218
242,264 principio verificación ista del significa­
vs. descripciones, 282 do, 415,428,443
nombres propios genuinos, 288, 303, privacidad, 72
352, 360 privacidad epistémica, 115, 383 y s.
normas, 166, 385, 395, 539 problema, xx
vaguedad, 401 : procedimiento griceano, 507, 512
normatividad, 62,383, 540 y ss. productividad, 10, 18, 179
epistemología, 442 proferencia constatativa, 481
lenguajes privados, 383 y ss. proferencia realizativa, 481
notar, 67 programa de Grice, 587, 506
programa logicista, 89
objetividad, 61,161,211,424 pronombre anafórico, 261
objetos fenoménicos, 305 propiedad intrínseca, 246
oraciones observacionales, 449 propiedades prescriptivas, 167
oración, 9 propiedades primarias y secundarias,
ostensión, 22, 38, 182, 371, 392 135
otras mentes, 374, 384 proposición, 11, 54, 227, 317, 482, 511
articulación, 323
paradojas semánticas, 369 condiciones de verdad, 485
parecido de familia, 514 conjunto de mundos posibles, 320
participación, 131, 153, 173 función veritativa, 320
Peacocke, Christopher, 474 proposición singular, 243
Peirce, Charles, S., 174 fregeana, 245
percepción, teoría causal de, 64 msselliana, 246, 250
sentido y condiciones de correspon­ Russell, Bertrand, 66, 92, 144, 155, 291,
dencia, 486 370,381
proposición empírica, 59, 75, 132, 147, Ryle, Gilbert, 168, 399
430
proposición teórica, 132 Searle, John, 54, 234, 260, 484, 535,
proposiciones “sin sentido”, 328 538
prototipo, 515 . Sellare, Wilfrid, 83, 98, 112, 135.
provincianismo, 166,404 semántica, 11
Putnam, Hilary, 62, 121, 166, 236, 249, sentido, 37, 199, 203, 317
424 conceptos, 226
diafanidad cognoscitiva, 230 y s.
qualia, 66 expresiones funcionales, 213
Quine, W. V. O., 30, 95, 98, 112, 176, intemismo, 228
262,293,474,487 intersubjetividad, 230
intuiciones, 226
razonamiento práctico, 510 mixto, 229, 255 .
razonamiento teórico, 509 predicatividad, 230
realismo, 125, 176,364,413 puramente conceptual, 229, 239
vs. solipsismo, 376 significaciones primarias, 232
realismo directo, 306 vs. referencia, 287, 302 '
realismo fingido, 156, 368, 383, 516 significación primaria y : secundaria
recursivo/a, procedimiento o regla, 10, (Locke), 109,232
18 significado estimulativo, 446
referencia, 188, 275, 281, 319, 515 significado no literal, 493
condiciones de verdad, 188, 215 significado ocasional del hablante, 506,
directa, 202, 236 511.
enunciados, 212, 322 prioridad conceptual vs. prioridad
expresiones funcionales, 213 temporal, 506, 523
indirecta, 203 significado puramente lógico, 303 ...
intemismo, 229 signo natural, 40, 77, 104
semántica de expresiones lógicas, signo no-natural, 507, 513
217,319 signo ostensivo, 24
significaciones secundarias, 232 signo proposicional, 295
términos generales, 213 signo y símbolo, 309
usual, 202 simples, 353
vs. referente, 191, 199 Sinn, 185
referente, 193 sinonimia, 435
Reichenbach, Hans, 251 sintaxis, 9
relación interna, 367 sistematicidad, 7, 18, 33, 179, 226, 326,
relaciones nómicas (v. también causali­ 411,483
dad), 135,382 síntomas de la, 7
análisis del Tractatus, 353 y ss. Skinner, B. F., 421
relatividad ontológica, 460 soliloquio, 520
relativismo, 404, 464 solipsismo, 153, 306, 370, 383
representacionalismo, 57, 141, 306, decir y mostrar, 372
363,380 Stainaker, Robert, 233
Frege y Locke, 233 Stenius, Eric, 302, 529
subjetividad, 72 universales y particulares, 3
subrogar, 298, 322 conceptualismo, 3, 176
aplicación de la lógica, 329 nominalismo, 3,127, 176, 414
lógica y mundo, 331 realismo, 3
reglas ostensivas, 324,370 uso vs. mención, 15, 202, 208
sustancias, 117, 163,194, 251
sustantividad, 61 vaguedad, 349,400
valor cognoscitivo, 189
Tarski, Alfred, 32, 369 verbos de logro, 61
tautología, 328, 340, 344 verdad, 369, 383, 470
teleología, 487, 541 verdad analítica, 91, 190, 240, 342, 404
teoría russelliana de las descripciones, 430, 432
224,351 i ndependencia de los hechos, 405,43$
fenomenalismo, 360 verdad lógica, 92
teoría de la referencia directa, 236 certeza, 333
términos cognoscible a priori, 331 y ss.
clasificatorios, 273, 302 convencionalismo, 330,433
de género natural, 116,414 explicación sustitucional, 431
de masa, 116 generalidad, 331
predicativos, 274, 302 proposición “sin sentido”, 332
singulares, 183, 187 singularidad, 329
términos sin referencia, 350 vs. analiticidad,343, 347 y ss.
términos teóricos, xxn, 133 verdad sintética, 91
aplicación, 134, 396 y s. verificacionismo, 398,415,431, 515
descripción, 134, 397, 441 estados de consciencia, 423
tesis de Brentano, 56 vivencias, 66, 206, 305, 355, 361
tipo, 2 y significado no literal, 494
traducción radical, 444, 449 von Wright, Georg H., 476
disposiciones lingüísticas relevantes, 453
transparencia, 72 Wittgenstein, 22, 92, 98, 112, 113, 155,
trascendencia del objeto intencional, 79 162, 184, 260, 287, 439, 446, 474,
487,505,514,536
unicidad en la clasificación, 280 Wright, Larry, 541
ÍNDICE

Prólogo ................................................................................... ..................... ix x

Introducción .............. ...................................................... . XV

Capítulo I

Los objetivos explicativos de las teorías lingüísticas

1. Tipos y ejemplares ................................................................................ 1


2. Objetivos explicativos de las teorías del lenguaje ............................... 4
3. Uso y mención de signos ....................... ......................................... 14
4. ¿Qué información proporcionan las teorías del lenguaje?................... 2Ch
5. Sumario y consejos para seguir leyendo ............................................. 28

Capítulo n

Teorías de las citas

1. La teoría Quine-Tarski de las citas .............................. ................ 29


2. El argumento de Quine en favor de su teoría de las c ita s ............... .... 33
3. La pictografícidad de las citas ................................................................... . . . . 44
4. Sumario y consejos para seguir leyendo ..................................................... 51

Capítulo III

Fundamentos epistemológicos:
el problema de la intencionalidad

1. El problema de la intencionalidad ..................... ........ ......................... 53'


2. Lo objetivo y lo subjetivo ..................................................................... 60
3. Realismo por representación .............................. ... .............................. 74
4. Modalidades semánticas, epistémicas y metafísicas ........................... 86
5. Sumario y consejos para seguir leyendo . . . . ........ ...................... 95

Capítulo IV

Lenguaje y pensamiento en Locke

1. La concepción agustiniana del significado . . . . . . . .................. 99


2. La concepción del lenguaje de Locke ................................................ 103
3. Esencias nominales y esencias reales . . . ....................................... 116
4. Sumario y consejos para seguir leyendo ....................................... 127

Capítulo V

Fundamentos metafísicos: las relaciones nómicas

1. Las relaciones nómicas ........................................................ ... 129


2. Propiedades primarias y secundarias .. . . .... ................................. 135
3. El reductivismo eliminatorio sobre las relaciones nómicas y el feno­
menalismo .................. ................................ 145
4. El realismo fingido sobre las relaciones nómicas y el representaciona-
lism o........ .......................................................................................... 155
5. El proyectivismo sobre las relaciones nómicas y el intemismo.comu­
nitario ...... ........................•........ .........................................................160
6. Un análisis humeano depurado; el intemismo comunitario . . . . . . . . . 170
7. Sumario y consejos para seguir leyendo , , , . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175

Capítulo VI

La distinción de Frege entre sentido y referencia

1. Los principios del contexto y de composicionalidad......... ............ 179


2. Sentido y referencia de términos singulares .......................... . . . . 184
3. Análisis del discurso indirecto ........................................................ 200
4. El valor cognoscitivo de la identidad........................................................ 207
5. Sentido y referencia para enunciados y otras expresiones............. 212
6. Semántica de las expresiones ló g icas.............................................. 216
7. Sumario y consejos para seguir leyendo ........................................ 221

Capítulo VII

Frege, Russell y las proposiciones singulares

1. Las nieves del Mont-Blanc y la naturaleza de las proposiciones _ 223


2. Los sentidos de nombres propios y deícticos ........... ...................... 236
3. Proposiciones singulares fregeanas y russellianas. . . . . . . . . . . . . . . . 242
4. Una propuesta neo-fregeana sobre los sentidos denombres propios e
indéxicos .......... .................................................. ........................ .. 251
5. Actitudes preposicionales de dicto y de re .................... ......... 260
6. Sumario y consejos para seguir leyendo ........................ ............................................269

C a p ítu lo v m

La teoría de las descripciones de Russell

1. La teoría de las descripciones: descripciones indefinidas ................... 271


2. La teoría de las descripciones: descripciones definidas....................... 279
3. Sumario y consejos para seguir leyendo ............................................ 288

C a p ít u l o IX

La iconicidad del significado y la naturaleza de la lógica


en el Tractatus de Wittgenstein

1. El lenguaje natural y el Tractatus: consideracionesmetodológicas .. 291


2. Signos proposicionales icónicos ............................... . 294
3. Lenguajes figurativos................................................. .......... ................ 301
4. El espacio lógico y los significados de las constantes lógicas. . . . . . 311
5. La iconicidad del lenguaje y el problema de la intencionalidad......... 323
6. La iconicidad del lenguaje y la necesidad lógica....................... 328
7. Sumario y consejos para seguir leyendo ................. .......... ................ 336

C a p ítu lo X

La metafísica del atomismo lógico

1. El análisis y el problema de la exclusión del color .......................... 339


2. Decir y mostrar . .................................................................................. '343
3. El principio de determinación del sentido .......................................... 349
4. Reductivismo eliminatorio causal y fenomenalismo en elTractatus . 355
5. La refutación del representacionalismo .............................................. 363
. 6. El solipsismo del Tractatus................... .............................................. 370
7. Sumario y consejos para seguir leyendo ........................................... 376

C a p ít u l o X I

El argumento de Wittgenstein contra los lenguajes privados

1. Los supuestos mentalistas y los lenguajes privados .................. . 378


2. Lo que las reglas no s o n ....................... .......................................... 385x
3. Lo que las reglas son . . . . -----. . . . . --------------------------------• • • • 394'
4. El provincianismo de la concepción wittgensteiniana de lossignificados 402
5. La naturaleza de la filosofía ....................... ........................................... 408
6. El antirrealismo de las Investigaciones......... ....................................... 413
7. El argumento contra la posibilidad de un lenguaje privadoy la con­
cepción wittgensteiniana de la m e n te ................ 417
8. Sumario y consejos para seguir leyendo ............................ ................. 425

C apítulo XII

La indeterminación de la traducción radical según Quine

1. Los dos dogmas del empirismo ............................................................ 428


2. Objeciones a la distinción analítico/sintético........................................ 432
3. La epistemología naturalizada frente al dogma fundacionalista ......... 436
4. Las condiciones empíricas de la traducción radical.............................. 443
5. La indeterminación de la traducción y la inescrutabilidad de lareferencia 455
6. Las paradojas de la indeterminación .................................................... 464
7. Sumario y consejos para seguir leyendo ............... .............................. 471

Capítulo x m

Elementos de pragmática

1. La acción racional............. ......................................................... 474


2. Actos del habla ............................... ...................................................... 480
3. Significados no literales ..................... ................................................. 492
4. Sumario y consejos para seguir leyendo ................................... .. 503

Capítulo XIV

El programa de Grice

1. El significado ocasional del hablante............... .................................... 505


2. Interludio metodológico, con algunas modificaciones......................... 513
3. Convenciones lingüísticas ............... ....................................... 525
4. La naturaleza de la normatividad lingüística ....................................... 532
5. Sumario y consejos para seguir leyendo ............................................. 542

Referencias bibliográficas .......... ................................ ......................... 545

índice analítico .................. .................................. ............ 551


Impreso en el mes de octubre de 1996
en Talleres Gráficos HUROPE, S. L.
Recaredo, 2
08005 Barcelona

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