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Lynn Viehl

DARKYN 01

ARDE EL CIELO
Para Arme Rice,
arquitecto de sueños.

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Y sé así cuando mueras y te mataré,
y te amaré después.

Otelo, SHAKESPEARE.

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ÍNDICE
Agradecimientos...................................................5
Capítulo 1..........................................................6
Capítulo 2........................................................18
Capítulo 3........................................................26
Capítulo 4........................................................38
Capítulo 5........................................................47
Capítulo 6........................................................56
Capítulo 7........................................................65
Capítulo 8........................................................74
Capítulo 9........................................................88
Capítulo 10......................................................96
Capítulo 11....................................................109
Capítulo 12....................................................117
Capítulo 13....................................................130
Capítulo 14....................................................138
Capítulo 15....................................................147
Capítulo 16....................................................159
Capítulo 17....................................................171
Capítulo 18....................................................184
Capítulo 19....................................................191
Capítulo 20....................................................206
Capítulo 21....................................................215
Capítulo 22....................................................225
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA....................................238

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Agradecimientos

Me gustaría darles las gracias a Judy Hahn, Brian Stark y Jordán Hahn
de Metro DMA (www.metrodma.com) por sus esfuerzos y maestría en la
creación de la página web oficial de la serie Darkyn. Si desea ver su
increíble trabajo y descubrir más sobre las novelas Darkyn, visite
www.darkyn.com.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Capítulo 1

—Tienes otra carta de ese tal Cyprien —dijo Grace Cho mientras
colocaba el correo sobre el escritorio de la doctora Alexandra Keller.
Señaló el sobre que coronaba la pila con una larga uña—. La eme debe de
ser de «Millonetis». Ha duplicado su oferta.
—¿Otra vez?—Alex apartó el voluminoso expediente de Luisa López—.
Estás de coña, ¿no?
—No suelo hacer bromas con cuatro millones de dólares, jefa. —Grace
la miró por encima de la chata montura de sus gafas de leer, con una
expresión de leve fastidio en los oscuros ojos exóticos—. ¿Por qué no vas y
le arreglas la cara ya al tipo este?
No se trataba de dinero. En otras circunstancias, Alex le habría hecho
la cirugía plástica por una décima parte de su oferta original. Alguien
dispuesto a deshacerse de una cantidad así por una visita a domicilio no
era alguien a quien quisiera de paciente.
Le dolió en el alma (cuatro millones habrían sido un excelente
depósito en la cuenta de beneficencia) pero arrinconó la carta en una
esquina del escritorio.
—Dile que no y envíale nuestra hoja de servicios.
—Ya lo he hecho, si le he enviado ya seis faxes —le recordó la
responsable de su oficina—. Además, le he dejado una docena de
mensajes en el contestador. La verdad es que el tema está empezando a
superarme. —Colocó la carta de nuevo en el centro del escritorio—.
¿Quieres intentarlo tú?
El número está en la parte inferior.
Alex revisó mentalmente su horario. Tenía que ver a dos
supervivientes de un accidente de coche y a un bebé con el paladar
hendido antes de empezar su ronda de visitas en el hospital. Le tocaba
una cirugía muy complicada por la tarde.
Además, quería ver cómo progresaba Luisa —si es que acaso lo hacía
—. No tenía tiempo que perder con el tal M. Cyprien ni con la parte de su
anatomía que quisiera estirarse o reducirse.
Grace tenía razón, M. el misterioso no se daría por aludido hasta que
recibiera personalmente una respuesta suya.
Pero estaba muy ocupada y no tenía ganas de reírle las gracias a
ningún ricachón.
—Le enviaremos otro fax. —Alex sacó la última carta de M. Cyprien.
Como las demás, estaba escrita a máquina en un precioso papel grueso de
color beis y tenía un blasón de aspecto importante con un relieve dorado
en la parte superior.
El blasón tenía forma de escudo y en él aparecían dos símbolos
distintivos: una estilizada garra de pájaro y unas nubes flotantes.
—Lo de los faxes no da resultado —dijo Grace—. Te voy a enseñar

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todos los que le he enviado ya.


«¿Qué significado tiene este blasón? ¿Precaución, zona de
halcones?». El papel tenía un ligerísimo olor dulzón, como si alguien lo
hubiera rociado con perfume. «Tal vez sea un travelo». Había hecho
muchas reasignaciones de género y el hospital Hopkins la había situado en
los primeros puestos de su hoja de recomendaciones. Podría ser que M.
Cyprien tuviera que vérselas con un cuerpo inadecuado y que su
adinerada pero homófoba familia no…
—De acuerdo, voy a llamarle.
Grace apartó un par de expedientes y una bolsa arrugada de la
charcutería para poder desenterrar el teléfono de Alex.
—Vamos, antes de que lleguen los Reilly.
Alex le frunció el ceño.
—Abusona.
—Evasora de malos rollos.
Sin inmutarse, la menuda mujer coreana cogió los informes de
laboratorio que Alexandra había acabado de revisar antes de irse de
nuevo a recepción.
Alex examinó con detenimiento la carta. Bajo el ominoso blasón de la
garra y las nubes se leía: M. Cyprien, La Fontaine, Nueva Orleans,
Luisiana, EUA. No aparecía ni el número de la casa ni tampoco su
dirección, código postal o correo electrónico. El único dato de contacto
que había en la carta era un número de teléfono justo en el borde inferior
de la página; el mismo al que Grace había estado llamando en repetidas
ocasiones.
«Cuatro millones de dólares por una operación», pensaba Alex a la
vez que marcaba el número. «¿Qué debe de necesitar tan
desesperadamente que le hagan? ¿Tendrá quemaduras en el cuerpo,
quizá?». Aquello le recordó el otro asunto del que debía ocuparse.
Acomodó el auricular entre la mejilla y el hombro para poder volver a
revisar algunos datos del expediente de Luisa. «Lleva dos meses sin
infecciones, así que debería poder empezar con los injertos la semana que
viene». El problema principal de operar a Luisa tenía poco que ver con su
estado físico. «El terapeuta de tratamiento del dolor no querrá verla, no
después de lo que pasó la última vez…».
Una voz amable y con un leve acento contestó al otro lado de la línea.
—La Fontaine, habla usted con Éliane Selvais.
—Soy Alexandra Keller. —Menos mal que Éliane entendía el inglés,
porque el único francés que Alex conocía tenía que ver con otro uso de la
lengua socialmente menos aceptable—. ¿Podría hablar con el señor
Cyprien?
—Lo siento, docteur. No está disponible en este momento. ¿Quiere
dejarle algún recado?
—Sí, claro. —A ver si aquella vez le entraba en la mollera.
—Dígale por favor al señor Cyprien que he recibido su última carta —
y oferta— pero que mi respuesta sigue siendo la misma. No puedo
desplazarme hasta Nueva Orleans ni tampoco puedo operarle.
—Por supuesto. —La señora Selvais ya no parecía tan amable—. ¿Está
usted segura de que no puede hacer ninguna excepción? El señor Cyprien

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necesita ayuda urgentemente.


«Vaya manera de definirlo».
—Como ya le he dicho antes, no viajo para visitar a mis pacientes. No
hay problema en que se realice una primera consulta aquí, en Chicago.
—El señor Cyprien no puede abandonar Nueva Orleans.
—Verá, le entiendo perfectamente porque tampoco yo puedo
abandonar Chicago —¿Por qué no podía venir él a verla? ¿Tendría miedo a
volar? ¿Estaría bajo arresto penitenciario? ¿Con la condicional?—. Por
favor, preséntele mis disculpas y que pase usted un buen…
—El dinero no es un obstáculo, ¿entiende?
—Sí, ya me quedó bien claro, ya. —Estaba empezando a llegarle el
olor a rosa del papel, así que hizo una bola con él. «Lanza». Con un
experto movimiento de muñeca lanzó la bola a la papelera que estaba en
la otra punta de la sala. Dio un par de vueltas sobre el borde antes de
entrar. «¡Y encesta! »—. No se trata de dinero.
—Y entonces, ¿de qué se trata? —La señora Selvais no esperó a que
le contestara—. Doctora, solo serían unos días y tendría usted a su alcance
el mejor equipamiento posible.
Ya, claro. Los individuos como Cyprien podían permitirse tener lo
mejor de lo mejor. Alex pensó en Luisa, quien no podía ni pagarse la caja
de Kleenex que había en su habitación, y se enfureció. De repente se le
pasó por la cabeza el fantasma de su madre.
«No, no, jovencita. Ahora eres doctora y no puedes mandar a nadie a
tomar por el culo». «Ya, pero por lo menos sería más divertido».
—Lo siento, pero no puede ser. Hay muchos cirujanos muy
cualificados en Nueva Orleans y acabo de pedirle a mi responsable de
oficina que le mande un fax al señor Cyprien con sus referencias. —
Todavía olía el perfume, la esencia floral debía de habérsele quedado en
las manos. «¿Pero qué narices ha hecho? ¿Ha empapado el papel o
qué?»—. No puedo hacer nada más, señora Selvais.
—Le daré al señor Cyprien su mensaje. Merci beaucoup, doctora
Keller. —Colgó con brusquedad. «Es alucinante que los franceses logren
que “muchas gracias” suene como “que te jodan”». Alex se dirigió a la
sala de observaciones adjunta y se lavó las manos. «Hasta nunca,
queridos cuatro millones».
A pesar de que Alex ya había recibido ofertas exorbitantes de
millonarios consentidos, la de Cyprien le molestó por otras razones y no
solo porque hubiera de por medio muchos millones.
¿Quién le habría dado sus referencias? No era la única cirujana
plástica del mundo. Su trabajo honesto y ético le había dado una sólida
reputación y no le faltaban clientes, pero había miles de doctores como
ella. A lo largo de su carrera se había topado con personas que querían
operaciones muy específicas y privadas, sobre todo aquellas que
deseaban cambiarse de identidad y eludir juicios. Si el precio era alto,
muchos cirujanos no dudaban ni un segundo en operar. Pero Alex no era
de aquella clase, y cualquier persona que se hubiera puesto en contacto
con ella por la vía médica lo habría sabido.
Quienquiera que enviara a M. Cyprien hasta Alexandra Keller no era ni
un antiguo paciente ni un colega de profesión. El interfono de su escritorio

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sonó, recordándole a Alex que tenía cosas mejores de las que ocuparse
que pensar en un hombre que nunca sería su paciente. Regresó a su mesa
y apretó el botón del aparato.
—Dime, Grace.
—¿Sabes quién ha llegado con quince minutos de antelación?—dijo la
voz de su gerente, por detrás de la que se oía una discusión entre un
hombre y una mujer. Alex suspiró.
—La parejita feliz. Envíamelos.
Drew Reilly y su mujer, Patricia, seguían gritándose ya en el
despacho.
—… y por eso estoy así, gracias a ti.
—Venga, Patti. —Drew se pasó la mano sobre su afeitado cuero
cabelludo, bajo el cual Alexandra había implantado una lámina de acero
que reemplazara la parte del cráneo que le había pulverizado el techo de
su coche. Tenía la cabeza totalmente roja, como si se le hubiera quemado
por el sol (lo cual era algo nuevo), pero no tenía ampollas—. Te lo he dicho
un millón de veces, yo no tuve la culpa del maldito accidente.
Un nuevo olor hizo que Alex frunciera el ceño. « ¿Perfume de
cereza?».
—Si te hubieras comprado los neumáticos nuevos que te dije, pedazo
de rácano, esto nunca habría pasado. —Patricia le dio un empujón a su
marido. La mujer no llevaba puesto el cinturón de seguridad cuando el
coche chocó, y por eso Alex estaba ahora reconstruyéndole la cara, con la
que atravesó el parabrisas. Miró a Alex desde debajo de su máscara de
presión—. Dígaselo usted, doctora Keller.
—No teníamos dinero suficiente —dijo Drew, echando humo.
—Porque te lo gastaste en bebida con los imbéciles de tus amigotes.
—Oye, vale ya. Vale. —Siguieron discutiendo hasta que Alexandra se
colocó dos dedos en la boca a modo de silbato y emitió un silbido
ensordecedor. Cuando se callaron, señaló las dos sillas que estaban
colocadas delante de su escritorio—. Vale ya de discutir. Sentaos o vais
directos de vuelta al psiquiatra.
—Es ella la que necesita ir al loquero, y no yo —dijo Drew mientras se
dejaba caer en la silla—. ¿Ha visto lo que me hizo ayer por la noche?—Se
señaló la piel enrojecida—. ¡Pues no va y me echa cinco paquetes de
colorante de cereza en la bañera! Qué encanto, ¿verdad?
Patricia apartó su silla unos centímetros de la de Drew.
—Eso es porque no encontré el raticida.
Alexandra calmó y examinó a los Reilly, le dijo a Patricia que no
utilizara colorante por un tiempo y les concertó una visita con su
psiquiatra, quien la llamó para darle las gracias y sugirió que lo que ella de
verdad quería era que él atropellara a los Reilly con su todoterreno.
—Inténtalo, George —le dijo ella por teléfono—; pero me temo que
ahora tienen demasiado metal en la cabeza. Cuidado con los neumáticos.
El siguiente paciente era Bryan Hickson, un niño mudo de cuatro años
que andaba como si fuera un robot. Se lo había enviado el Departamento
de Familia y, después de tres años de burocracia y de numerosos padres
adoptivos, por fin tenía permiso para reparar la malformación de
nacimiento que dividía su labio superior, paladar y ventanas de la nariz en

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dos. El estado no había aprobado que se repararan otras cicatrices faciales


causadas por los malos tratos sufridos desde pequeño, pero ella las iba a
incluir en el lote.
La madre adoptiva de Bryan —que aceptó la adopción para no tener
que trabajar— quería asegurarse firmemente de que el seguro iba a
ocuparse de todos los costes de la operación.
—No tendré que quedarme con él en el hospital, ¿verdad?—La oronda
mujer negra acabó de abrochar los botones de la camisa de Bryan antes
de colocarlo en su viejo carrito con parasol.
—No, pero ¿quiere su madre biológica hablar conmigo? Puedo
explicarle todo el proceso por teléfono. —Alexandra no quería conocer en
persona a la madre de Bryan.
—Le da igual —dijo mientras le abrochaba el deshilachado cinturón
del carrito al niño, quien, en vez de dar brincos con energía, se acurrucó y
se puso el pulgar en la deformada mueca que tenía por boca—. Está
preñada otra vez.
A la madre de Bryan le habían quitado ya otros cinco hijos.
Como Bryan, nacieron todos adictos a la heroína. Los dos últimos
nacieron con el virus VIH.
Alex vio cómo se le cerraba la boca al niño a medida que se le
cerraban también los ojos. No se le aguantaba el pulgar en la boca. Su
dañado paladar no le permitía ni siquiera el placer de poderse chupar el
dedo.
—Hay que esterilizar ya a esa mujer.
—El único chute que quiere es el que le va directo al brazo. —La
madre adoptiva de Bryan se llevó el carrito fuera de la sala de
observación.
Después de tomar nota de los mensajes que tenía y de decirle a
Grace que llamara al Departamento de Familia por lo de la madre de
Bryan, se marchó al hospital.
Unas obras que parecían no acabarse jamás habían originado un gran
embotellamiento, así que aprovechó el retraso para devolver algunas
llamadas.
—Con el doctor Charles Haggerty, por favor. De parte de la doctora
Keller. —Mientras esperaba, movió su jeep unos centímetros a la
izquierda, de modo que pudiera ver más allá del camión de mudanzas que
tenía delante. A causa de las obras en la calzada y de un choque leve, solo
uno de los cuatro carriles que iban en dirección este funcionaba. Le
esperaba un kilómetro y medio largo de retenciones.
—¿Al? ¿Dónde estás?
—A medio camino entre mi despacho y el quirófano. —Se puso las
gafas de sol, las nubes empezaban a dispersarse—. ¿Qué pasa?
—Tengo aquí a un chaval de seis años, el hijo de Down, y me gustaría
que le examinaras para ver si se le hace una glosectomía parcial. Un
segundo. Pásame una muestra faríngea y un hemograma completo a la
cuatro, gracias, Amanda. —Se oyó mucho ruido: alaridos de niño y gritos
de una mujer sobresaltada—. Mierda, el paciente acaba de morder a mi
enfermera. ¿Podemos hablar mejor durante la cena, Al?
Alex se rió.

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—Charlie, la última vez que me invitaste a cenar acabamos comiendo


tostadas con mantequilla de cacahuete en la cama. —Después de un largo
rato de hablar de trabajo y de sexo relajado y cómodo que ambos
disfrutaron—. Yo quería que nos trajeran algo de comida —le recordó—,
pero la que se empeñó en hablar sobre la reconstrucción del nervio
laparoscópico hasta después de que el restaurante tailandés cerrara fuiste
tú. Amanda, podrías… vale, gracias. Toma, Melinda. —Se oían cada vez
más fuerte los sollozos de un niño—. ¿Quieres saludar a la doctora Keller?
¿No? No muerdas el teléfono, anda, bonita, que no es tan guapa como tú.
—El sollozo de la criatura se calmó y en su lugar se oyó un moqueo y un
murmullo—. No, cielo, la doctora Keller no puede llevar bambas de los
Teletubbies, tiene los pies demasiado grandes. Solo le caben las del pato
Donald. A Alexandra le gustaba el doctor Charles Haggerty por muchas
razones; no solo porque fuera un estupendo pediatra que adoraba a sus
pacientes —normalmente minusválidos—. Él se reía de sus teorías
radicales, pero siempre la escuchaba y no era ni sexista ni competitivo.
Además, los doctores solían tener siempre un cuerpo feísimo o ser malos
amantes, pero Charlie no. Tenía un buen físico y, cuando no estaba
demasiado cansado, se esforzaba en utilizarlo para complacerla. Tampoco
había hablado ni de matrimonio ni de vivir juntos, cosa que le daba puntos
extra en su lista de candidatos a posibles novios.
Sin embargo Charlie siempre había sido más un amigo que un
amante, y Alex sabía que le acabaría dejando.
—Necesito una esposa que me cuide —le había dicho en más de una
ocasión—, y tú necesitas que alguien te cuide también.
—Aquí esta mamá, Melinda. —Se oyó un ruidito y un gruñido cuando
Charlie pasó su carga a otras manos—. Enseguida estoy contigo, Justina.
—Respiró—. ¿Qué me dices, Al? Sé mi ángel particular y sácame de aquí.
Alex estuvo muy tentada de aceptar su invitación y cenar juntos
comida tailandesa para llevar o tostadas en la cama. Pero aquel día le
tocaba Luisa, y sabía de sobra que lo único que iba a apetecerle con el
dolor de cabeza que tendría después sería escuchar a Chopin y tomarse
un vaso de vino blanco.
—Quizá la semana que viene, ¿vale?
—Vas a ver otra vez a Luisa, ¿no? —Su voz se suavizó—. Cielo, tienes
que dejar de torturarte así; con algunos se hace lo que se puede y luego
solo queda rezar.
—Ya lo sé. —Si Alex creyera todavía en Dios, estaría totalmente de
acuerdo. Vio un hueco en el carril de al lado y se dirigió hacia él como una
flecha—. Tengo que irme, Charlie. Mándame mañana por la mañana la
glosectomía y le haré un hueco.
—Gracias. Duerme un poco y ya haré acopio de tostaditas y de
mantequilla para la próxima vez que nos veamos.
El Southeast Hospital de Chicago era una fortaleza de la medicina
moderna. En el transcurso de los años había acogido en los alrededores
del edificio principal —de dos mil camas de capacidad— un gran complejo
de clínicas especializadas, servicios externos y centros de rehabilitación.
Alex aparcó en el aparcamiento subterráneo destinado a los médicos y se
registró en recepción antes de tomar el ascensor de servicio hasta la

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decimocuarta planta.
Había estado en la habitación de Luisa un millón de veces, pero
todavía tenía que obligarse a sí misma a apretar el botón del ascensor.
Cuanto más subía, más pesada se le hacía la presión que sentía sobre los
hombros.
Luisa López había nacido en las viviendas de protección oficial
situadas al oeste de Chicago y había vivido allí toda la vida. Un embarazo
a los dieciséis le permitió disponer de asistencia social y de su propio
apartamento, aunque el edificio que le correspondió era mucho más viejo
que el de su madre. Los inquilinos eran tan peligrosos que ni siquiera la
policía se atrevía a entrar en el edificio sin refuerzos. Pero Luisa estaba
decidida a vivir sola y a salir adelante por ella y por su niño. Se trasladó y
empezó a sacarse el título de educación secundaria por las noches.
—Vive por ese bebé —le había dicho Sofía López la primera vez que la
entrevistó—, para ella lo es todo.
La señora López le había enseñado una foto de su hija de cuando
estudiaba secundaria en la escuela. No era nada especial y estaba un
poco gordita, pero su piel de chocolate y sus bonitos dientes blancos
estaban muy bien cuidados, y se había recogido el oscuro y grueso pelo
en pulcras trenzas africanas.
El único rasgo de belleza que había heredado se lo debía a su padre
puertorriqueño: unos grandes ojos de color avellana.
Luisa, que era muy tranquila y nunca molestaba a nadie, siempre
cogía el autobús por la noche, después de las clases, para regresar a casa.
Pero las mujeres solas siempre llaman la atención y, una noche, alguien la
siguió hasta casa o entró en su apartamento y esperó a que llegara.
Quienquiera que fuese, se trajo a tres amigos consigo.
La policía reconstruyó lo que pensó que había pasado a partir de la
escena del crimen y de algunos testigos esquivos.
Cuatro individuos saquearon la casa y, como no encontraron nada de
valor, se ensañaron con Luisa.
Alex recordaba la primera vez que leyó el informe de urgencias.
Se habían necesitado cinco páginas, por delante y por detrás, para
detallar la lista de lesiones que Luisa había tenido que soportar. Había sido
demasiado para el bebé que esperaba y lo había perdido.
La policía pensaba que los atacantes de Luisa habían incendiado su
apartamento para ocultar sus crímenes. Sin embargo, alguien que vivía en
el mismo piso se había percatado del humo y había llamado a los
bomberos. Alex había hablado con el bombero que encontró a Luisa en el
suelo, hecha un ovillo, con la ropa en llamas y acunando a un osito que
había salvado de las llamas para su bebé aún no nacido. El experimentado
bombero lloraba mientras le explicaba cómo apagó las llamas y cómo tuvo
que hacer fuerza para arrancar el osito de los brazos quemados de Luisa.
Los hombres que habían atacado a Luisa todavía andaban sueltos.
La unidad de quemados, situada al lado de la capilla, era el lugar más
tranquilo del hospital. Alex bajó la voz mientras le daba sus datos a la jefa
de enfermería.
—¿Cómo está?
—Ha pasado mala noche, se ha arrancado el gotero dos veces. —La

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enfermera le pasó unas gráficas—. También se ha quitado el catéter. Se


ha hecho pis por toda la camilla y me ha llamado hija de un millón de
cosas horribles cuando la giré después del desayuno.
—Esa es mi chica. —Alex estudió la cantidad de morfina que se le
había administrado y después escribió una receta para que le dieran
Valium—. Si se pone brava esta noche, dadle tranquilizantes.
Como el fuego la había dejado con heridas de tercer grado en más del
cuarenta y cinco por ciento del cuerpo, que antes ya había sido maltratado
hasta lo inimaginable, nadie esperaba que hubiera sobrevivido. La madre
de Luisa se había puesto en contacto con ella, enfurecida ante la actitud
apática que mostraban los otros doctores. En su inglés roto, Sofía López le
había dicho que haría lo que fuera por salvar a su hija.
Y cada vez que Alex miraba a Luisa se preguntaba qué tipo de vida le
esperaría.
Aquel día había un hombre corpulento vestido de negro sentado al
lado de la camilla. Estaba leyendo salmos de la Biblia en voz queda
mientras, al otro lado de la habitación, la paciente miraba por la ventana.
Alex pensó en darse la vuelta e irse. «Esto es lo que me faltaba». En
vez de hacerlo, forzó una sonrisa profesional.
—Vaya, eso no es de ninguna novela de Barbara Cartland, ¿no?
El cura dejó de leer y colocó a un lado la Biblia.
—Hola, Alexandra.
El padre John Keller, único hermano de Alexandra y su única familia,
no se abalanzó sobre ella para darle un abrazo.
No se acordaba de la última vez que se habían tocado, pero pensó
que debía de haber sido antes de que él ingresara en el seminario. Por
aquel entonces, Alex era una quinceañera flacucha que le adoraba y le
seguía a todas partes porque era el mejor hermano del mundo. Incluso
cuando mencionó lo de ser cura, se convenció a sí misma de que nada iba
a cambiar.
John la había querido más que nadie.
Pero John cambió. Colocó a su Dios en primer lugar y Alex tuvo que
entender que entre ella y el Santísimo no había lucha posible.
—Qué agradable sorpresa. —No lo era de ninguna manera.
Le apetecía tanto enfrentarse a John y a Luisa a la vez como estar en
el medio de un combate de boxeo—. Pensaba que hoy era el día en que
les dabas de comer a los yonquis en Saint Luke.
—Los lunes y los miércoles. —Miró a Luisa—. Hoy visito a reclusos y a
enfermos en hospitales.
—Vaya viajecito, ¿no? —Saint Luke, la parroquia en la que su
hermano trabajaba desde hacía cinco años, estaba en la otra punta de la
ciudad. A Alex le venían a la mente por lo menos dos hospitales que
estaban más cerca.
—No me importa —dijo John—. En la iglesia llevaba el largo hábito
negro de su orden, pero aquel día llevaba lo que para él era ropa de calle,
un sencillo traje negro. Le sentaba bien, y de no haber sido por el
alzacuello, habría pasado por un hombre de negocios más.
«El auditor de Dios, haciendo cuentas», pensaba Alex con ironía
mientras se acercaba a la camilla y comprobaba los diversos monitores

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que la rodeaban.
La cara de Luisa López se giró levemente para seguir los movimientos
de Alex. Una capa de piel de cadáver le cubría la mandíbula y el cuello, no
para reemplazar la que había perdido, sino para proteger los músculos
que habían quedado al descubierto hasta que el laboratorio de quemados
tuviera suficiente piel de Luisa para empezar con los injertos de superficie
de la fase cosmética de su tratamiento.
«Si es que la cosa llega tan lejos». Alex no estaba segura; si Luisa no
le ponía punto y final a todo, lo haría alguna grave infección.
—¿Cómo vamos, Lu?
—Ier-da.—El daño causado por el calor en su laringe y en sus
pulmones hacía que solo emitiera palabras con monosílabos emitidos en
golpes de aire estrangulados. Comprobó las constantes de Luisa y después
le aplicó con cuidado en los ojos enfurecidos gotas lubricantes para la
córnea.
—La avenida Michigan estaba a tope hasta llegar al muelle. Podría
haber llegado antes si me hubiera tirado al agua y me hubiera puesto a
nadar.
Los músculos de alrededor de los ojos de Luisa se contrajeron en lo
que, de tener párpados, habría sido un parpadeo.
—Eía.
Alex le trajo un vaso de agua y se lo sirvió con una pajita de modo
que le llegara a la destrozada boca; sin embargo, tras el primer sorbo,
Luisa le dio la espalda.
—Venga, traga un poco más. El líquido te hará bien.
—Eía —dijo con dificultad—. Güis-qui.
—¿Con lo puesta que vas de medicamentos por haberte quitado el
catéter? —le reprobó la doctora—. Si te doy whisky, nenita, saldrás
volando por la ventana.
—Pu-ta blan-ca.—Logró decir con un gruñido, cosa que permitió que
se vieran los dientes que le quedaban.
—Pues no, precisamente. —Le acarició la frente (uno de los lugares
de la parte superior de su cuerpo que no había sido apaleado, acuchillado,
mutilado o quemado) con un dedo—. Soy más chocolate que leche.
—¿E-res ne-gra?
Alex miró a John, quien estaba sentado con la cabeza inclinada sobre
el rosario que tenía en la mano. Hablarle a alguien de mezclas raciales era
mucho más sencillo sabiendo de qué color habían sido los padres de uno,
cosa que ella no sabía.
Probablemente John lo supiera, pero no quería hablar del tema (otra
puerta más que le cerraba en las narices).
Qué más daba. Probablemente Luisa no volvería a ver jamás el color
de la piel de nadie.
—Sí, soy negra.
John no la miró, pero podía sentir las vibraciones de desaprobación
que provenían de él. Los dos pasaban por blancos y habían sido educados
por padres adoptivos blancos que les habían presentado como tales. John
solía pegar a los niños que se metían con ellos por el color de su piel. No lo
admitiría nunca, pero le gustaba que los demás pensaran que era blanco.

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A Alex no le había importado hasta que en sexto se hizo amiga de un


flautista afroamericano que se llamaba Kevin.
Audra, su madre adoptiva, le puso punto y final a aquella cuestión.
—Eso nos lo guardamos para nosotros. —A Alex nunca más le había
preocupado el color de su piel ni el de la de nadie.
—In-fier-no quie-ro ir. —Uno de sus brazos vendados se movió y
golpeó a Alex. El calor había hecho que todos los dedos de Luisa se
hubieran unido; pero aun así, logró colocar la retorcida masa con forma de
aleta sobre la muñeca de Alex—. In-fier-no quie-ro ir.
«In-fier-no quie-ro ir». Pues sí que había estado, unas cuantas veces.
—A mí me ha dicho lo mismo —dijo John—. ¿Adónde quiere ir?
Alex le miró como diciendo «cállate» antes de responderle a su
paciente.
—Te necesitamos, Lu. Tienes que quedarte con nosotros.
A la torturada chica no le gustó aquello, así que empezó a emitir unos
alaridos sincopados y a pelearse con la plataforma de espuma colocada a
modo de camilla sobre la cama del hospital.
Alex cogió el portasueros para evitar que se cayera y que se salieran
los catéteres que hacían posible que Luisa estuviera alimentada e
hidratada.
—John, espérame fuera, ¿quieres? Lu, necesito que te tranquilices
ahora mismo. —Ajustó las tiras acolchadas de sujeción a los miembros de
la chica—. Venga, cielo, no me hagas esto.
John salió. Luisa hizo caso omiso de las súplicas de Alex y tiró con
fuerza de las tiras. Las quemaduras empezaron a supurarle por debajo del
camisón y a teñírselo de un color escarlata.
Sus signos vitales repuntaron, se dispararon las alarmas en tres
monitores y apareció la jefa de enfermería con un carrito de reanimación.
—Luisa, tienes que calmarte. Voy a darte algo que te va a ayudar a
relajarte. —Alex preparó rápidamente una inyección y se la administró a
través del portasueros. Después miró los monitores.
—Esto te ayudará. Muy bien, cielo. Deja que haga su efecto.
Luisa respiró hondo con dificultad.
—Da-me más.
De su pecho provenían unos sonidos graves y asfixiantes.
No era capaz de producir lágrimas, pero todavía podía lloriquear.
—A-yú-da-me po-fa-vo.
—Intenta dormir un poco.—Alex apretaba el puño a medida que veía
que su paciente perdía la noción de la realidad—. Te veré mañana.
Dejó a la enfermera con Luisa y salió. John estaba allí, esperándola.
Todavía tenía el rosario enrollado alrededor de la mano derecha,
como si fuera un amuleto de buena suerte.
Quizá para él lo fuese.
—¿Siempre está así de mal?—preguntó.
Había puesto la típica cara de sacerdote preocupado que le
despertaba las ganas de arrearle un puñetazo en la barriga.
«No puedo darle puñetazos a un cura». Destensó los puños.
—Bueno, está de verdad mal cuando intenta abrirse una vena o
morderse la lengua para cortársela. —Hizo el ademán de mirar el reloj—.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

¿Querías algo más? ¿Una donación?


—Quería hablar contigo. Me preguntaba si… —Dudó, como si
estuviera eligiendo sus palabras con mucho cuidado— ¿Cuándo fuiste por
última vez a misa?
«Vale, o sea que ha llegado la hora de rendir cuentas. Qué lástima
que yo no se las pueda pedir a él».
—No he vuelto a ir desde que te marchaste a Sudamérica para salvar
las almas de aquellos pobres indios. —Alzó la vista—. ¿Algo más?
—Me gustaría que vinieras a la parroquia el domingo. —Se colocó el
rosario en el bolsillo de la chaqueta—. A la misa de las once.
—Ya me sé todos tus sermones. Tengo que estar en cirugía. Gracias
por pasarte por aquí. —Se dirigió hacia el ascensor.
—Alexandra, espera. —La alcanzó—. Las cosas tienen que cambiar,
pero… entiendo que estés enfadada conmigo.
¿Enfadada? Aquella era una manera suave de decir las cosas.
—A ver, John. Después de que nuestros padres adoptivos fallecieran
en aquel accidente de coche, regresaste a casa con el tiempo justo para
enterrarlos y meterme a mí en un internado. —Y cómo le había suplicado a
su hermano mayor que no la dejara sola—. Ahora puedes disfrazar aquello
como quieras, pero lo cierto es que me dejaste tirada, ¿te acuerdas?
Exactamente igual que lo que hicieron nuestros padres de verdad.
Mantuvo su expresión sacerdotal.
—Tenía que cumplir mis obligaciones con la misión.
—¿Y tenías tantas que no pudiste regresar hasta mi segundo año de
prácticas en la facultad?—Se cruzó de brazos—. Vaya, debía de haber
mogollón de indígenas descreídos por allí abajo, ¿eh?
Aquel comentario le heló la sangre.
—No tienes ni idea de cómo lo pasé.
La verdad era que no; no tenía ni idea.
—En su momento te lo pregunté… ¿Acaso no leíste ninguna de las
doscientas cartas que te envié?
—Las leí todas.
Cualquier esperanza que albergara hasta aquel preciso instante se
desvaneció. Nunca antes le había preguntado por las cartas. Siempre se
aferró a la esperanza de que la oficina de correo brasileña la hubiera
cagado y le hubiera enviado sus cartas a otro sacerdote.
—Y no contestaste ni una sola de ellas. Me dejaste sola, John.
—Tuve que hacerlo. —¿Era vergüenza lo que le notaba en la voz?
Antes de que pudiera decidirlo, él le puso la mano en el hombro.
—Todavía soy tu hermano, Alexandra. Y me importas muchísimo.
—Ah, ya, claro. Y te importaba lo suficiente como para dejar a una
aterrorizada niña de quince años en un internado pijo para que tú pudieras
irte a hacer de Fray Bartolomé de las Casas con los pobrecitos indios.
Le apartó la mano del hombro.
—Sí, me importabas.
—Qué bonita confesión, Johnny. La pena es que no soy yo la que tiene
la obligación de escucharla. El cura eres tú; yo soy médico, ¿sabes? Si la
cago, tú vienes y les rezas el rosario antes de que vayan a ver a tu Dios. —
Se encogió de hombros—. Y esa es toda la relación que tú y yo podemos

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tener.
Ahora sus manos eran puños.
—También es tu Dios.
Era tan predecible. Ni Luisa ni ella le interesaban especialmente.
Sin embargo, pasar de la Iglesia o criticar al Todopoderoso siempre le
merecía toda su atención.
—Dejé de creer en Dios la primera vez que traté a un bebé de
quemaduras de cigarrillo infectadas. Ahora es todo suyo, Padre.
La puerta del ascensor se abrió y entró de una zancada.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Capítulo 2

Luther Marisse, varón, cincuenta y tres años, traumatismo


craneofacial severo —leyó la enfermera instrumentista en el calendario
quirúrgico—. ¿Accidente de coche?
Alex utilizó un cepillo de cerdas duras para que el jabón antiséptico se
le metiera por debajo de las cortas uñas.
—Ex mujer con bate de béisbol.
—Qué dolor. ¿No cuidó bien del hijo?
—Pillado en la cama con la hermana de la ex mujer. —Alex se aclaró
las manos y levantó el pie del pedal que ponía en funcionamiento el grifo
—. La semana pasada le hice la mandíbula.
La señora Marisse debería haberse decidido por los Yankees, pensó
Alex después de ver las heridas por el visor. Un único golpe le había
reventado y destruido las cuatro paredes de las órbitas internas del
cráneo.
Para reconstruirle las aplastadas cuencas de los ojos y que pudiera
recuperar la vista, Alex tuvo que alargar la exposición quirúrgica de las
fracturas, reducir y estabilizar los huesos con docenas de microplacas y
una lámina entera de malla de metal, y finalmente desmembrar con
delicadeza los injertos de hueso calvárico.
—Maldita sea. —Apartó una sonda llena de sangre y ajustó el
aumento del visor. Como el hueso de la órbita interna era tan fino y débil,
se dañó con facilidad. Como le habría pasado a un huevo si se hubiera
caído de un quinto piso—. Luther, me están entrando ganas de arreglarte
la cara con cinta adhesiva.
Le llevó otras cinco horas reconstruir los cimientos básicos. Después,
Alex dio por finalizado el procedimiento y lo llevó a rehabilitación. Pasarían
dos semanas hasta saber si la combinación de placas, malla e injertos
resistiría; y después quedaría muchísimo más por hacer.
Una vez Alex hubo informado a los policías del pronóstico de Luther y
hubo desestimado la posibilidad de comparecer como testigo en el juicio
penal de la ex señora Martisse, se encontraba más que dispuesta a
arrastrarse hacia su casa. Se detuvo ante la unidad de quemados,
hundiéndose en un lago de culpa, y prosiguió su camino hacia la puerta de
salida del hospital. Ver a Luisa dos veces en un día solo haría que agitar
más a la paciente y, de todos modos, la jefa de enfermería la avisaría si
hubiera cualquier novedad.
¿Qué fue lo que dijo Charlie? «Con algunos se hace lo que se puede y
luego solo queda rezar».
«He hecho lo que he podido por ella», pensó Alex mientras salía del
hospital en dirección al aparcamiento privado de los médicos. «John puede
ocuparse de los rezos».
Su relación (o la ausencia de ella) con su hermano era otra carga que

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

llevaba a cuestas. Le dolía, porque a pesar de que su Dios y la Iglesia


hubieran levantado un muro entre ellos, sus sentimientos no habían
cambiado tanto. Una gran parte de ella quería todavía adorarle y seguirle
a todas partes y hacerle entender que no debía dejarla sola.
John era la única persona a la que quería de modo incondicional.
Le dolía admitirlo, pero había muchas cosas que eran irreparables.
Podía remendar a sus pacientes por fuera, pero no podía borrar o vengar
lo que se les había hecho. Alex no podía curar aquello que no aparecía en
las tomografías o en los rayos X. Lo sabía porque las viejas heridas que
John le había dejado dentro todavía le sangraban.
Alex estaba tan absorta en su desdicha interior que no vio a los dos
hombres que se le acercaban hasta que no los tuvo a unos metros de
distancia. No sabía quiénes eran, pero iban bien vestidos.
Bajó la guardia, cosa que no solía hacer cuando iba sola. «Quizá sean
nuevos o estén de visita».
—Buenas noches, doctora Keller —dijo uno de ellos, saludándole con
la cabeza a medida que se acercaban.
—Hola. —No llevaba puesta la bata con la tarjeta identificativa, así
que… ¿Cómo sabía su nombre? No era un médico americano, no podía
serlo con un acento tan bonito.
Tan pronto como Alex pasó a su lado, algo duro y tosco le dio en la
cabeza e hizo que se tambalease hacia adelante. El dolor se hizo tan
intenso como si le hubiera estallado una mina en el cráneo y, en ese
momento, los dos hombres la sujetaron de los brazos. Entonces, el
hombre que le había hablado se puso delante de ella. Una mano grande
que sujetaba un paño mojado se dirigió hacia ella tan rápidamente que no
pudo esquivarla.
«Qué narices…». Alex aguantó la respiración pero era ya demasiado
tarde. El fuerte olor le embriagaba los sentidos. «Es… ¿éter?».

Fuera lo que fuera, la dejó fuera de juego cuatro segundos más tarde.
—Panem coelestem accipiam, et nomen Domini invocabo —rezaba el
padre Cario Cabreri mientras sostenía en alto la hostia consagrada.
John Keller tradujo de modo automático del latín al inglés. «Tomaré el
pan del cielo e invocaré el nombre del Señor».
A pesar de que no había ninguna festividad importante que celebrar,
y de que un extraño cura italiano estaba dando la misa totalmente en
latín, los parroquianos de Saint Luke abarrotaban los bancos de la iglesia.
Venían a arrodillarse, rezar y comulgar; tal y como lo habían hecho sus
padres y sus abuelos. Como John lo había hecho cada mañana desde que
cumplió los diez años.
—Ahora eres católico, John Patrick —le había dicho después de su
bautizo su madre, Audra Keller, mientras el agua bendita le descendía por
la cara y le dejaba goterones en su traje nuevo. Alexandra, que solo tenía
cinco años por aquel entonces, sollozaba contra el hombro de su madre
porque el agua bendita estaba muy fría y se le había metido en los ojos.
La iglesia de Saint Luke era la primera que John había visto por
dentro, y la única a la que había acudido a celebrar el culto antes de

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

hacerse sacerdote. El viejo párroco, el padre Seamus, le había dado la


mano después de que los Keller lo hubieran llevado a aquella iglesia para
que asistiese a su primera misa.
—¿Y dices que no está bautizado, Audra? Bueno —dijo, despeinando a
John—, pues lavemos ese pecado y hagamos de ti un buen católico,
pequeño Johnny.
Seamus, que había fallecido el año anterior, nunca sospechó lo que
había estado ocultando el pequeño Johnny.
Lo que todavía ocultaba.
«No mantuvo su promesa, padre».
Saint Luke se había construido de modo que se pareciera a aquellas
iglesias que los primeros y fervorosos residentes de Chicago habían tenido
que abandonar en Irlanda. El interior, sin embargo, había sido remodelado
por los italianos que llegaron después. Su madre adoptiva creía que
aquello se debía a que el Vaticano había pagado los gastos de
remodelación de la iglesia después del gran incendio que arrasó Chicago
en 1871.
—Y los irlandeses les dejaron —decía Audra con divertida resignación
— porque estaban demasiado ocupados llevando las riendas de la ciudad
desde sus dichosas plantas de embalaje de carnes.
Audra y Robert tenían que desplazarse desde su hermosa residencia
de la orilla sur para poder asistir a misa en la iglesia de su niñez. A
Alexandra nunca le había gustado Saint Luke. Le había dicho a John que
era un lugar espantoso.
—Huele fatal —se había quejado su hermanita—. Como si se hubiera
muerto alguien aquí y nunca hubiesen encontrado el cadáver.
Audra Keller le echaba la culpa al ladrillo chamuscado que todavía
podía verse cerca de los cimientos de la iglesia; así como al olor de las
velas grasientas, hechas por clarisas pobres de un convento cercano a
base de carne procesada y grasa de cerdo.
—¿Por qué no pueden utilizar las monjas cera de abeja? —le había
preguntado en una ocasión la madre adoptiva de John al padre Seamus.
Aunque no permitía que sus hijos tuvieran mascotas, Audra apoyaba
cualquier causa en defensa de los derechos de los animales—. El hedor de
esas cosas hace que la gente sienta ganas de devolver.
—La cera de abeja es muy cara —le había recordado el sacerdote—.
Gracias a las velas de sebo el convento dispone de un pequeño ingreso.
A pesar de aquello, los Keller habían llevado allí a sus hijos adoptivos
cada sábado a confesarse y cada domingo a comulgar, porque era lo
mismo que sus padres habían hecho con ellos y, a su vez, los padres de
sus padres. Tras sus vivencias en el extranjero, John había solicitado una
plaza (que se le concedió) en Saint Luke. Por aquel entonces la recibió
como si se tratara de una bendición.
Ahora se preguntaba si acaso Dios hallaba deleite en las bromas
pesadas.
La parroquia nunca se había caracterizado por su pujanza económica,
pero desde que John se había ido a las misiones en Sudamérica, se había
convertido en una auténtica chabola. Aquellos que podían permitirse
cambiar de barrio, ya lo habían hecho. La drogadicción, siempre popular,

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

durante las crisis económicas, estaba en su apogeo, así como el robo, la


prostitución y la violencia entre pandillas.
John no se dio cuenta de que el lugar donde había transcurrido su
niñez se había convertido en un gueto hasta que asumió el control de la
misión parroquial de Saint Luke, gracias a la cual se daba de comer a los
más desfavorecidos. La comida siempre se acababa antes de llegar al final
de la cola de prostitutas, borrachos y drogadictos.
Pasar cuencos de comida acuosa y leer versículos del Evangelio
según San Mateo alzando la voz por encima de los sorbos no solo era una
pérdida de tiempo, sino que era, además, una burla. John se había hecho
sacerdote para luchar contra el mal y fortalecer la fe, y no para organizar
comedores comunitarios para gente que no dudaría en venderle el alma al
diablo por una aguja o por algo de droga.
John habría intentado ayudar a los fieles de su parroquia, pero parecía
que no le necesitaban. Los fieles que acudían a Saint Luke ya debían de
gozar del perdón eterno por creer que el Todopoderoso se había olvidado
de ellos, pues tan pocas eran las plegarias atendidas. Sin embargo,
seguían acudiendo y se arrodillaban y rezaban el rosario e invocaban al
Señor para que pusiera fin a su sufrimiento, tanto si John daba la misa
como si no. Aquella devoción mecánica resultaba desesperanzadora pero
inamovible e inextinguible. Como la parroquia misma.
John observaba las rígidas facciones del cura mientras cerraba los
ojos para rezar. El padre Cario Cabreri era la mano derecha del arzobispo
August Hightower y uno de los sacerdotes más ocupados de toda la
parroquia; a pesar de lo cual se había personado en la rectoría y había
insistido en dar la misa de la mañana.
Seguramente Hightower habría recibido la carta de John.
«¿Es que acaso cree que Cario me va a disuadir de que lo haga?».
John sabía que Hightower, a su manera, le apreciaba. Había sido el primer
confesor de John y, mucho antes, había ayudado a Audra Keller a que
persuadiera a John para que entrase a formar parte del sacerdocio. «Quizá
haya enviado a Cabreri para recordármelo».
Desgraciadamente para el obispo no había nada que discutir. John ya
había tomado una decisión.
Su mirada se desvió del comulgatorio y se posó en las estatuas de
santos esculpidas en el arco bajo que tenía encima de su cabeza. Una fina
hebra de polvo que colgaba de la maltrecha barbilla de San Pablo se
balanceaba suavemente, azuzada por la corriente de aire que entraba por
una de las ventanas rotas del triforio.
—Domine, non sum dignus…—murmuraba el sacerdote, marcando el
inicio de la plegaria que repetiría tres veces antes de probar la Sagrada
Forma.
Las otras palabras en latín se desvanecían a medida que la versión
inglesa de aquella frase ganaba terreno en la cabeza de John. «Señor, no
soy digno… no soy digno…».
John nunca había sido digno de nada ni de nadie. Sus padres, la vida
en la calle y la bestia que llevaba dentro se habían encargado de que así
fuera. Cuando tomó la decisión de unirse a los franciscanos y de hacerse
sacerdote, deseaba cambiar profundamente. Y así lo había hecho.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Ahora no solo era indigno sino que también era un fracaso total como
sacerdote.
Mientras Cabreri se preparaba para dar la comunión a los fieles, John
se dirigió al comulgatorio para arrodillarse. Participar del cuerpo y de la
sangre de Cristo era uno de los rituales más sagrados de la fe y, sin
embargo, en aquel momento se le asemejaba al canibalismo. John no era
digno de sentarse en aquella mesa ni de participar de aquella fiesta
sagrada. Era un sacerdote impuro, algo mucho peor que ser un sacerdote
fallido.
—¿Padre? —musitó uno de los monaguillos.
John alzó la vista y vio al muchacho, que sostenía la patena por
debajo de su barbilla, y al sacerdote italiano que sujetaba la estampada
hostia, del tamaño de una moneda, delante de sus narices.
—Corpus Christi —repetía pacientemente el padre Cabreri.
John entreabrió los labios y aceptó la hostia. La fina oblea se le adhirió
de inmediato al paladar, donde debía alojarse hasta que la saliva la
redujera a una masa que pudiera tragarse. Incluso de niño, John nunca
había masticado el cuerpo de Cristo.
«Hei, padre».
Desde que había regresado de Sudamérica, sus sentidos le estaban
jugando malas pasadas. Oía voces, olía cosas que su olfato no podía ser
capaz de detectar e incluso notaba sabores en la boca que nunca antes
había sentido. Se lo dijo a su doctor, quien le sometió a exámenes que
eliminaron rápidamente la posibilidad de que se tratase de alguna
enfermedad o de un tumor cerebral.
—Estás bien, John. Mucho mejor que la mayoría de tus compadres de
Saint Luke. —El doctor Chase se rió de su propio comentario—. Creo que lo
que tú tienes es un poco de TIS.
—¿Perdón?—John no estaba familiarizado con el término.
—Trastorno de integración sensorial. Acabas de regresar a la
civilización después de pasar casi dos años en la selva, ¿no? Es natural
que tu cerebro desarrolle diversas neuropatías, que se manifiestan en lo
que parecen ser aspectos inapropiados. Nos enfrentamos a muchos casos
de TIS cuando nuestros jóvenes regresaron de Vietnam.
El doctor le había asegurado que el trastorno acabaría
desapareciendo. Sin embargo, todavía no lo había hecho e incluso le
parecía que iba a peor. Como en aquel preciso instante. El olor a chantillí
del perfume de la anciana que tenía a su izquierda era tan intenso que le
entraron ganas de apoyarse en el comulgatorio y ponerse a vomitar.
Se incorporó de modo tan súbito que llamó la atención de los que
rezaban a su lado. John no les prestó atención, hizo una genuflexión ante
el crucifijo de tamaño natural y se dirigió hacia el pasillo central para salir
del templo. Una vez fuera pudo respirar, concentrarse e intentar sacarse
de la cabeza aquellos olores vomitivos. Desaparecieron, pero un rostro
sombrío ocupó su lugar. Oyó de nuevo aquella voz insinuante y maliciosa
que le había llamado una noche desde el oscuro umbral de una chabola.
«Hei, padre».
—¿Padre? ¿Se encuentra usted bien?
El aliento a chicle de Christopher Calloway lo trajo de vuelta a la

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

realidad. Aquella niña de Río mascaba chicle de clorofila, pero no por


gusto. Lo hacía para ocultar el hedor de sus dientes negros y podridos. Por
aquella razón la apodaban menina do doce.
La niña del dulce.
Estaba de pie delante de la estatua de la Virgen, con la cara sudada y
apretando los puños a los lados del cuerpo.
—Sí, sí, estoy bien. —Le dio la espalda al monaguillo—. Vuelve
adentro y cámbiate.
—Sí, padre. ¡Ah! Casi me olvido de decirle que el padre Cario me dijo
que fuera a buscarle. Tiene que ir usted a la rectoría.
John pensó en el obispo. No, no podía ser que Hightower no le visitara
en persona.
—¿El padre Cario quiere verme?
—Sí. —El chico lo miró, incómodo—. Y también los dos policías que
están hablando con él.

Alex no se había despertado en una habitación extraña desde que


tenía cinco años. El terror se apoderó de ella hasta que recordó que ya no
era una chiquilla sin hogar que vivía en la calle.
Pero estaba en una habitación desconocida.
Empleó el primer minuto en examinarse para descubrir el porqué de
todo aquello. «Martilleo en la cabeza, dolor de garganta, pulsaciones en
los senos nasales». No tenía ningún hueso roto ni sentía dolor entre las
piernas. La habían secuestrado y, por su estado de somnolencia, también
la habían drogado con algún tipo de inhalante —¿éter?—. Sin embargo,
estaba segura de que no la habían golpeado o violado.
Todavía.
Muy quieta, hizo un barrido visual de la habitación. Estaba sola, de
momento. No le resultaba familiar ni la cama de metal ni la sábana azul
que le cubría el torso y las piernas. Tampoco la habitación. Sus conocidos
no se atreverían a decorar una habitación con aquellos colores tan
chillones: toques de rojo, amarillo y naranja sobre la ropa de cama y la
tapicería de frío color turquesa. Ella había decorado su casa con sencillos
muebles de una gran cadena; el papel de pared de la de Charlie (llena de
motas de polvo, rasgo típico en una casa de soltero) era beis. Dondequiera
que John viviese, seguro que era un lugar tan triste como él.
No, el dueño de aquella casa tenía buen gusto y mucha pasta. Los
cuadros que colgaban de las paredes parecían auténticos y la moqueta,
lujosa y cara. Olía a ropa secada al sol, a su propio sudor y, en menor
medida, a productos químicos.
Alex retiró la sábana. Estaba completamente desnuda. Agarró el
primer objeto sólido que encontró a su alcance, un joyero de plata de la
mesilla de noche. Quizá alguien la habría encontrado después de que la
atacasen y la habría llevado a su casa. Qué tontería. ¿Para qué llevarla a
aquel lugar si el hospital estaba tan solo a unos metros? ¿Para qué
desnudarla?
«Ha llegado el momento de descubrir a quién tengo que partirle la
crisma».

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—¿Hola?
Nadie le contestó.
Alex se levantó despacio de la cama, agarrando todavía el joyero con
fuerza. Su ropa, limpia y doblada, descansaba sobre una delicada mesita
cercana. Dejó el joyero para poder vestirse y después se dirigió hacia la
puerta, en la que había un pomo y una cerradura de seguridad. Los dos,
cerrados desde fuera.
—¿Hola? ¿Hay alguien?
Gritó unas cuantas veces y aporreó la puerta, primero con el puño y
después con el joyero. No obtuvo respuesta. La habitación no tenía
ventanas, y la única puerta que había en la habitación era la que conducía
al baño privado, que tampoco tenía ventanas ni salida alternativa.
Si la fecha y la hora de su reloj —que había sido depositado con
cuidado en la mesilla— eran correctas, había estado inconsciente once
horas. Ya recordaba con claridad a los dos hombres del aparcamiento, el
impacto que recibió por detrás y el paño en la cara.
Alex se puso a aporrear la puerta de nuevo, y esta vez pidió auxilio.
Nadie le respondió ni acudió en su ayuda. Siguió hasta que le dolió la
garganta y se le quebró la voz. Se sentó en la cama. ¿Es que acaso la
habitación estaba insonorizada? ¿Iban a tenerla allí encerrada mucho rato?
« ¿Por qué querría alguien secuestrarme?».
No tenía ni idea de dónde estaba, ni de quiénes eran los hombres que
la habían raptado. Alguien se había tomado grandes molestias en hacerlo,
pero… ¿para qué? Gozaba de estabilidad económica, pero de ningún modo
podía decirse que fuera rica. John era sacerdote y no tenía dinero. En los
dos últimos años solo había salido con Charlie Haggerty. Nadie la había
demandado nunca.
« ¿Quién deja tirado a alguien a quien quiere hacerle daño en una
habitación con muebles de estilo Reina Ana y sábanas de hilo?».
Alex se cansó de hacerse preguntas. Si nadie abría la puerta, ella lo
haría. Rebuscó en la habitación para encontrar alguna cosa con la que
abrir la puerta. Entonces se dio cuenta de que no había nada en la
habitación hecho de cristal o de materiales rompibles. Tampoco había
espejos, luces ni lámparas, y todos los utensilios electrónicos habían sido
retirados. La única luz provenía de un único fluorescente situado en el
centro del techo abovedado, demasiado alto para que ella pudiera
alcanzarlo a menos que se pusiera a apilar muebles. Pero pesaban
demasiado.
Sintiendo ya cierta desesperación, se dirigió al baño. Tampoco allí
había espejos y los armarios estaban vacíos. Levantó la tapa de la cisterna
y vio que estaba vacía y seca por dentro. Tiró de la cadena y descubrió
que una cañería independiente que desaparecía en la pared era la que
llevaba el agua hasta allí. Había una fina cortinilla transparente en la
ducha que colgaba de unos endebles ganchos de plástico.
Salió y se detuvo en el centro de la habitación. Estaba todo muy
claro. «Esta no es una habitación de invitados. Es un acuario y yo soy el
pez nuevo».
Sin previo aviso se abrió la puerta y entró una hermosa mujer rubia
vestida de Chanel.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—Bonjour, doctora Keller. —Dejó la bandeja que llevaba a un lado—.


Bienvenida a La Fontaine.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Capítulo 3

Alex reconoció la voz de aquella mujer rubia; era la misma que había
escuchado al teléfono. Se trataba de Éliane Selvais, la secretaria pija de M.
Cyprien.
¿La había secuestrado el ricachón que utilizaba aquel sofisticado
papel de carta? Se acordó del blasón con la garra de ave y las nubes.
Había sido una advertencia.
«Descuídate y te secuestrarán».
Alex se incorporó de un salto, corrió hacia la puerta y rápidamente
empezó a dar puñetazos contra un pecho que parecía un muro de
hormigón. Cogió el joyero con la intención de estampárselo a aquel
hombre en la cara y gritó cuando él se lo quitó de la mano y se lo arrojó
por encima del hombro.
Alex dio un paso atrás. Alguien le había roto la nariz a aquel hombre
en un par de ocasiones. Una desagradable cicatriz le nacía en el labio y le
desaparecía en el cuello. Llevaba el pelo liso y oscuro recogido en una
coleta, cosa que no dulcificaba en absoluto los marcados ángulos de su
rostro. Tenía los ojos de un marrón tan claro que se parecía al color del
café con leche.
Ella había vivido en Chicago toda su vida. Era una ciudad violenta que
tenía muchos drogadictos, violadores y ladrones; allí, una mujer sola era
presa fácil. Como Alex tenía cierto sentido común, se había apuntado a
cursos intensivos de defensa personal y había aprendido a protegerse a sí
misma.
Además, tenía muchos conocimientos sobre el cuerpo humano y
sabía cómo hacerle daño a alguien.
Silenciosa y apesadumbrada se dispuso a ocuparse de Scarface. Allí
estaba, inamovible y sin pestañear. La agarraba de los brazos y hacía caso
omiso de sus patadas.
—Phillipe no le hará daño, doctora. Tampoco le dejará pasar.
El matón giró a Alex con suavidad para evitar que le diera la espalda
a la señora Selvais, quien casi parecía adoptar un tono de disculpa.
—Le he traído una ensalada y bocadillos. El de queso azul es el que
más le gusta, ¿no?
—Su jefe, M. Cyprien, me ha secuestrado. —Quería que quedara bien
claro, por lo que iba a contarle después a la policía. La francesa asintió y
Alex notó que la indignación se le reflejaba en la cara—. ¿Pero qué le
pasa? ¿Está como una puta cabra o qué?
—Ese aspecto deberá usted discutirlo con el señor Cyprien esta
noche. De momento, debería comer algo. —El oscuro anillo de sello que
llevaba brilló cuando la mujer señaló la bandeja.
Como la rubita obviamente vivía en los mundos de Yupi, Alex se
dirigió a Phillipe.

- 26 -
LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—El secuestro es un delito. Deja que me vaya ahora mismo y no


denunciaré a nadie. —Vaya que sí lo haría. La Fontaine entera iría
derechita a la cárcel por semejante tinglado.
—Phillipe no habla inglés —dijo Éliane con una sonrisa—. Tampoco el
resto del personal. —Se dirigió hacia la puerta—. Volveré a por la bandeja
en una hora. Bon appétit.
—Por el amor de Dios, no puede hacerme esto. Soy médico, tengo
pacientes que atender. —Alex trató de seguirla, pero Phillipe le bloqueó el
paso de nuevo—. Dígale a Cyprien que quiero hablar con él —dijo por
encima del hombro de Phillipe—. ¡Inmediatamente!

Éliane regreso a por la bandeja, tal y como había prometido, pero le


repitió que para ver a su jefe debería esperar se hasta el anochecer. Alex
cambió de táctica y le habló entonces de Luisa y de todos los pacientes
que dependían de ella.
—Ya acudirán a otro doctor para que les atienda —dijo la ayudante
mientras hacía un gesto de despreocupación con la mano—. El señor
Cyprien no puede.
—Pues claro que puede ir a ver a otro cirujano. Hay miles y miles en…
Hizo que no con la cabeza.
—Ninguno de ellos es lo suficientemente rápido.
En aquel momento lo comprendió todo.
Hacía seis meses, la revista Time le había enviado a un reportero para
que la entrevistara. Ella se lo había sacado de encima, pero alguien del
hospital había hablado más de la cuenta sobre lo rápida que era con el
escalpelo. El periodista decidió darle, una vuelta de tuerca al asunto y
cronometró lo que tardaba Alex poniendo en práctica el mismo
procedimiento que otros doce cirujanos.
El titular del artículo era de lo más cutre:
ALEXANDRA KELLER, EL ESCALPELO MÁS RÁPIDO DEL MUNDO.
—El hecho de que sea rápida no implica que las heridas se le vayan a
curar antes. —Alex agarró a Éliane del brazo antes de que saliera por la
puerta—. Dígaselo.
—Usted misma podrá decírselo. —Con una fuerza sorprendente
apartó la mano de Alex—. Esta noche, durante la cena. —Señaló el
armario que estaba al otro lado de la cama—. Allí encontrará ropa
adecuada. Por favor, esté lista a las siete. —Dicho lo cual se marchó.
Phillipe le cerró la puerta en las narices.
Una viva curiosidad la llevó a abrir el armario. En él colgaban docenas
de sofisticadas prendas y bajo ellas se veía una hilera de zapatos de salón
de tacón bajo. Los cajones estaban llenos de lencería de seda.
Aquel surtido tan exquisito —ver prendas de marcas tan exclusivas
hizo que se le escapara un exabrupto— no la intrigaba tanto como el
hecho de que absolutamente todo, hasta las bragas de talle alto, era
exactamente de su talla.
Alex se dejó puesta su ropa, cosa que le ganó un gesto de
desaprobación de Phillipe cuando abrió la puerta a las siete en punto.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—Vous etes tres tetue —murmuró mientras la miraba. La cicatriz


había adquirido una tonalidad rosada.
—Bésame el culo. —Miró a ambos lados del pasillo que había detrás
de la puerta, pero lo único que vio fueron más puertas—. ¿Dónde está?
Phillipe señaló a la izquierda con una mano grande y callosa y siguió a
Alex, que ya había salido a toda prisa de la habitación.
Bajaron por escaleras de mármol, atravesaron un laberinto de pasillos
decorados con buen gusto y en los que había más cuadros y piezas
antiguas. Finalmente llegaron a un comedor cavernoso a la par que
formal.
Un candelabro de cristal del tamaño de un motor de Volkswagen
pendía del centro de un mural barroco del techo. Los medallones tallados
en la escayola de la pared tenían apliques de oro, de modo que parecieran
soles. La mesa era una gran losa de mármol blanco que reposaba en seis
sólidas columnas de metal. Unas orquídeas rosa claro estaban colocadas
en el centro de la lujosa y ornada mesa.
Advirtió que no había comida en la mesa y que solo en el lugar de uno
de los comensales se había dispuesto una exquisita porcelana fina. «El
estilo de vida de los ricos y de los delincuentes».
—Nada de eso —dijo Alex cuando Phillipe le ofreció asiento—. Ve a
buscar a tu jefe.
—Siéntese, señora Keller —dijo una voz masculina más profunda.
Se dio la vuelta pero no vio a nadie. Entonces vio el interfono
colocado discretamente en uno de los paneles de la pared.
—Mi ayudante le ha preparado una deliciosa cena. Crepés de
cangrejo y alcachofas rellenas, me parece.
—No tengo hambre.—Alex pensó en coger el cuchillo hasta que vio
que Scarface la estaba vigilando de cerca—. ¿Podríamos ir al grano ya?
Mis pacientes me esperan. —«Y la policía, y las denuncias que voy a
interponer».
—Quizá sea mejor que no coma todavía. Phillipe, appor-tez-la-moi.
Una vez fuera del comedor, Phillipe condujo a Alex a otras escaleras,
que esta vez llevaban a la planta baja.
Observó que en la planta baja no había calentadores ni estanterías;
de hecho era mucho más agradable que los pisos superiores. Las
antigüedades que allí había eran de gran calidad, las alfombras estaban
impolutas y habían sido tejidas por expertas manos persas. Predominaba
en aquel espacio una gama de negros, rojos y dorados que a cualquier
otro lugar le daría un aspecto de burdel, pero que sin embargo le iba al
dedillo a aquella planta baja. Las paredes estaban decoradas con pinturas
medievales de castillos y caballeros. Los colores eran tan vivos que
parecía que se hubieran pintado el día anterior. Vio un caballete cubierto
por una tela en una esquina y su olfato notó un ligerísimo olor a óleo y a
aguarrás. Al lado de un armario descansaba un libro antiguo y voluminoso
que tenía las tapas de piel de un color marrón envejecido. El aire
acondicionado enfriaba tanto el ambiente que el aire casi crujía. Estaba
bastante claro que allí vivía y trabajaba aquel hombre.
«Quizá tenga miedo de que le caiga una bomba encima». Alex vio
unas cortinas de terciopelo carmesí suspendidas del techo y

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

singularmente dispuestas alrededor de una cama con dosel. De nuevo,


otro olor le llamó la atención. Intentó identificar de dónde provenía y de
qué se trataba.
—Estoy aquí, doctora Keller. —Se movió una cortina—. Prepárese para
lo que va a ver.
«Que me prepare. Y una mierda». Alex había visto personas tan
horriblemente mutiladas y heridas que ya ni parecían humanas. A ver si se
pensaba que iba a afectarle ver una papada flácida.
Identificó el olor cuando se hubo acercado más a la cama. Rosas,
como en la carta que le había enviado. Cuanto más se acercaba, más
intenso se volvía el olor. Como si Cyprien reposara sobre un lecho de
rosas.
Quizá fuera así. Después de ver cómo se había comportado,
secuestrándola como si aquello pudiera cubrírselo la póliza médica de
seguros, ¿qué más podía sorprenderla?
Phillipe se colocó delante de ella —a pesar de ser un tipo grandote y
rudo se movía a la velocidad del rayo— para impedir que descorriese la
cortina.
—Sal —le espetó con el ceño fruncido—. ¡Dios! Cyprien, dígale al
pitbull que se aparte.
—Phillipe.
Scarface se apartó, no sin antes lanzarle una mirada de advertencia.
Alex apartó la cortina para ver lo que había en el interior.
No había ninguna rosa en la cama, en ella solo estaba M. Cyprien. Y
no tenía la papada flácida.
No tenía cara.
—Por todos los santos. —Alex se inclinó para poder tocar la masa de
retorcido tejido cicatrizado que le cubría el deforme cráneo. El tejido había
cicatrizado completamente y le cubría frente, ojos, nariz, pómulos y
barbilla. Tenía el pelo liso y negro desde la coronilla hasta la nuca, sin
embargo alrededor de la cara era completamente cano. Sus orejas habían
desaparecido y tenía como boca un irregular agujero en la parte inferior—.
Pero ¿qué demonios le ha pasado?
—Es algo difícil de explicar.
—Pues inténtelo. —No le prestó atención a Phillipe, quien pululaba a
su alrededor, y palpó con suavidad el maltrecho rostro de Cyprien para
sentir el deformado hueso que había debajo. Las cuencas de los ojos no
estaban vacías y no había signo de hemorragia ni de edema. Tampoco
había signos de inflamación ni de infección. La retorcida piel estaba
bastante fría y olía a rosa.
—Sufrí un desgraciado accidente. —El agujero se alargó, como si
Cyprien estuviera intentando sonreír—. Veo que no le asusta mi
apariencia.
—No me asusto con facilidad. —Aunque en aquel momento sí que lo
estaba. Sus dedos le decían que tenía todos los huesos frontales del
cráneo rotos, pero que las roturas eran todas distintas, como si
repetidamente hubiera sido arrojado contra una reja de metal desde
diversos ángulos. Pero… ¿cómo era posible que no tuviera un traumatismo
craneal? Nunca había visto a nadie a quien se le hubieran curado unas

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

heridas tan terribles de aquel modo. Comparado con él, Luisa López era
una supermodelo—. Señor Cyprien, ¿le ha visitado algún médico antes?
—Sí, otro que me dijo que no podía hacer nada por mí. —La belleza de
su voz se acentuaba por provenir de aquel rostro malogrado. Era una voz
de barítono bajo dulcificada por su acento francés—. Bueno, eso fue lo que
dijo después de vomitar encima de mi cama.
Alex tenía un estómago a prueba de bombas, pero no estaba segura
de que sus oídos funcionaran correctamente.
—¿Me está diciendo que no ha seguido ningún tratamiento para
recuperarse de estas heridas?
—No ha sido posible. —Alzó una mano de largos dedos para señalar
sin tocar la peor parte de la cicatriz que le había enterrado los ojos—.
Como ve, podríamos decir que soy un reto para la medicina moderna.
—Eso como mínimo. —Llevó a cabo un examen más pormenorizado
para valorar el estado de los daños desde la punta del cráneo hasta la
línea de la garganta donde finalizaban de modo abrupto las cicatrices. Lo
que las manos le decían no podía ser verdad—. ¿Qué o quién le ha hecho
eso en la cara, señor?
—Me golpearon con dureza, muchas veces, y después me… me
sumergieron en líquido corrosivo. —Movió la elegante y pálida mano de
artista para apartarse un mechón de pelo de la mejilla derecha—. Estuve
inconsciente mucho tiempo y, cuando me desperté, las heridas ya habían
sanado.
Era un milagro que no hubiera muerto; sin embargo, lo que le
contaba no cuadraba con su estado. A menos que hubiera estado en coma
durante meses o que tuviera una estructura ósea poco habitual o que…
—¿Padece usted la enfermedad de Paget?
—No.
Sin embargo, Alex sentía que bajo la piel había una estructura ósea
intacta y sólida. Se había vuelto a unir formando una superficie que tenía
ángulos y dimensiones de auténtica pesadilla.
—¿Está completamente seguro de que nadie le trató mientras estaba
inconsciente? —Podría haberle operado un incompetente o un psicópata.
—Segurísimo. Solo estuve inconsciente una noche.
Retiró las manos.
—Si va usted a mentirme, señor Cyprien, no voy a poder ayudarle.
—Es que me curo de modo espontáneo. Llámeme Michael.
—Ya, claro. —Alex no pudo evitar reírse—. Y yo puedo quemar cosas
con el poder de la mente. ¿Quieres ver cómo enciendo la chimenea?
—Phillipe, i'ai besoin a un couteau.
El couteau resultó ser una afiladísima y larga daga cuya empuñadura
colocó Phillipe en la mano de Cyprien.
—Espera un momento. —Se colocó entre los dos hombres e intentó
coger el cuchillo—. La situación ya es lo bastante complicada como para
que te autolesiones. No puedo imaginarme lo mal que lo has debido de
pasar, pero hay médicos que sí pueden ayudarte. —Lo que necesitaba de
verdad era ir al psiquiatra, pero antes debía llevarle a un hospital para que
le hicieran un chequeo completo. Quizá tuviera esquirlas de hueso en el
cerebro y ellas fueran las responsables de aquel comportamiento lunático.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—Voy a demostrarle que lo que digo es verdad, doctora. —Cyprien


deslizó la daga por su palma y, acto seguido, le mostró la herida. La
sangre corría, perezosa, por su palma.
—Genial .—Le agarró la muñeca y presionó. Bajo sus dedos notó que
la profunda herida empezaba a cerrarse y desaparecía en menos de un
minuto.
Le frotó la sangre del brazo para secarle el corte, que ya no estaba
allí.
—Bonito truco, Mike. ¿Cómo lo has hecho? ¿Con un cuchillo de goma?
¿Con relleno de espuma? —Se puso a buscar cualquier resto de material
de efectos especiales por la cama.
—No te engaño. —Tras dudar un segundo, le entregó la daga.
Alex examinó la hoja, que parecía bastante auténtica, pero que había
sido bañada en bronce o en otro metal oscuro.
—Vale, no es de goma. ¿Qué has usado? ¿Una bolsa de sangre? ¿Piel
de mentira? ¿Cómo lo has hecho para que se cerrara tan rápido?
Cyprien extendió el brazo.
—Hazlo tú misma.
¿Qué se creía aquel tipo, que no iba a atreverse e iba a ponerse a
gritar? Pero si era cirujana, por el amor de Dios.
Phillipe le tocó el brazo.
—Ne luí nuisez fas, ou je vous tuerai.
—¿Perdona?
—Dice que lo hagas con suavidad —le dijo Cyprien.
—Pues a mí me ha sonado a amenaza de muerte. A ver, dame el otro
brazo. —Cuando lo tuvo entre sus manos, le presionó repetidamente la
piel con los dedos, seleccionó un lugar y acto seguido le infligió un corte
rápido y superficial justo encima del codo.
El corte se cerró y desapareció.
Alex toqueteó la piel recién cicatrizada, en busca de látex, goma o
una bolsita de sangre de mentira. Lo único que halló fue carne, tejido y
hueso.
—Dios mío. —Se le cayó el cuchillo de las manos a medida que
retrocedía sobre sus pasos. Se detuvo porque Phillipe le puso las manos
en los hombros y ella se retorció para zafarse y plantarle cara a la cosa
que le había secuestrado—. ¿Qué es lo que eres?
—Solo soy una víctima de la brutalidad, doctora. —Cyprien se sentó.
La sábana que le cubría se deslizó por su pecho desnudo. De cuello para
abajo, podría haber alegrado la portada de cualquier novela rosa. De
cuello para arriba… parecía un personaje de película gore—. Como poseo
esta… habilidad, no puedo recibir tratamiento médico convencional. Y
pensar en operarme es casi una locura.
«Casi».
—Por eso me trajiste aquí, ¿no? ¿Acaso crees que puedo operarte y
ser más rápida que tu cicatrización?
—Si no puedes conseguirlo —dijo Cyprien—, habré perdido mi rostro
para siempre.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Al otro lado del Atlántico, los inhóspitos acantilados de la costa


irlandesa detenían, como estoicos centinelas, mares bravos de tormenta.
La lluvia los ignoraba y los empapaba con rapidez; no en forma de cortina,
sino de cubos de agua, e inundaba las sucias carreteras hasta que estas
se transformaban en zigzagueantes ríos de barro. Angulosas jabalinas de
trueno perforaban las grises nubes, cortando una nube menguante y
después otra.
Los granjeros del lugar se acurrucaban bajo las mantas de lana en sus
modestas casuchas, agradecidos por tener una cama caliente y pestillos
en las ventanas y las puertas. La tormenta había llegado del sur, desde
Dundellan, y solo un necio o un demonio se aventuraría a salir en una
noche como aquella.
Lucan había sido muchas cosas desde que la perra de su madre lo
había traído al mundo; pero de ningún modo un necio.
Condujo la furgoneta por la curva del camino privado y aparcó justo
delante de Dundellan Castle. El conde Wyatt-Ewan, el propietario original,
había rehecho su testamento y le había dejado en herencia el castillo y la
mayor parte de su patrimonio a Richard Tremayne, un primo lejano inglés.
Los decepcionados parientes cercanos pusieron en duda la validez del
nuevo testamento y, como eran de sobras conocidos por su sobrada
testarudez y su poco cerebro, todo el mundo esperó que tuviera lugar una
extensa batalla legal. Sin embargo, en el transcurso del siguiente año,
cada uno de los Wyatt-Ewan murió, uno por uno, en extraños accidentes
sin ninguna relación aparente. Como consecuencia de aquello se decía
que tanto el castillo como el primo lejano inglés estaban malditos.
Tremayne, con gran oportunismo, no solo fomentó aquella creencia,
sino que hizo que su gente la difundiera.
Lucan sabía que llegaba horas tarde. Llegar hasta Dundellan era ya
muy complicado en circunstancias normales. Estaba rodeado por
trescientos acres de denso bosque y de montaña en tres de sus lados y
por el océano en el cuarto. El viejo castillo irlandés había permanecido
cinco siglos aislado del mundo. El espacio aéreo no podía sobrevolarse en
aquella zona gracias a las puntuales contribuciones a las arcas del primer
ministro. El tresori en el que más confiaba Richard vigilaba
constantemente los límites del terreno.
Lucan bajó la vista y vio que el barro y la suciedad le habían puesto
perdidas sus botas favoritas. A Lady Elizabeth no iba a gustarle nada su
aspecto, pero no tenía tiempo para asearse. Había pasado de ser el
asesino más peligroso de los Kyn a ser su maldito mensajero, cosa que
tampoco podía cambiar.
Le vino a la mente una frase de una pulla de niños. «Soy el rey del
castillo y tú eres el pillo».
¿Cuándo sería suyo Dundellan y también sus sirvientes? Cuando salió
de la furgoneta para comprobar que la puerta de atrás estaba cerrada, su
salto levantó tres palmos de agua. Toqueteó la cerradura y algo se movió
dentro del vehículo.
—¿Todavía estás vivo, Durand?—El rechinar metálico que obtuvo
como respuesta le hizo apretar los dientes. La furgoneta empezó a
tambalearse y a sacudirse—. Vivito y coleando.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Ya en Dublín, Lucan había retirado todos los instrumentos de cobre


utilizados en Durand, pero lo había dejado esposado por unas cadenas de
acero templado. Había sido la única forma de meterlo en la furgoneta. En
aquel estado no podía romperlas, estaba demasiado malherido. Otras
cosas que los Brethren le habían hecho aseguraban que Durand ya no
podría comportarse o ser considerado como lo que era antes de llegar a
Dublín.
«Tampoco yo podré verle del mismo modo».
Liberarle de todas las ataduras le brindaría una buena oportunidad de
hacer ejercicio. ¿Adónde iría? ¿Entraría en el castillo o se adentraría en el
bosque? En cualquiera de los dos casos se convertiría inmediatamente en
una leyenda. ¿En qué querría convertirse, en gran bestia de los bosques o
en asesino de futuros reyes?
¿Qué le pasaría a Durand si le quitara las cadenas?
Liliette ya había predicho su destino en el momento en el que la
liberó de las cadenas de cobre que tenía en sus frágiles miembros y la
sacó de la celda.
«Te lo agradezco, Lucan. Pero no creo que Richard lo haga».
Siempre caballeroso (por lo menos en aquella encarnación), Lucan le
ofreció su pañuelo de seda, humedecido con clara y fría agua de lluvia.
«Ese asunto no es importante, mylady».
Pero lo cierto era que, hasta hacía siete horas, todo importaba. Y
mucho. ¿Qué le había pasado? ¿Se había convertido en un traidor para su
propia especie o simplemente todo le daba ya igual y por ello le mentía a
la dulce Liliette? ¿Era en realidad el mensajero?
« ¿Y si nunca he sido otra cosa que eso?».
Miró a las ventanas de la torre. Dos de ellas estaban iluminadas
desde dentro y la llama de las velas hacía que pareciesen de oro. Le
habían prometido ropa seca, una cama mullida y una acompañante
dispuesta a todo con la que pasar la noche. En aquel momento, una mujer
se asomó y miró a través de los ventanales. No era Lady Elizabeth, sino
una menuda y delgada mujer, de pálida cara enmarcada por un suave y
largo pelo liso. Se veía en su expresión que moraba en un lugar vago,
oscuro y profundo, a años luz de Dundellan.
Lucan alzó la mano. Una mano que, como su presencia, pasó
inadvertida.
«Qué éxtasis nos traen los ángeles».
En algún lugar del castillo, aguardaban algunos más de su especie. Ex
adictos, prostitutas, maleantes, todos ellos recogidos de la calle y vestidos
como muñecos. Alguien los había llevado hasta Tremayne. Tras conocer a
su anfitrión y estar expuestos a su talento único, se convertían en
sirvientes dóciles y educados, aunque tal vez un poco catatónicos.
Richard era el que les había dado el nombre de «los extasiados».
«Porque el éxtasis que les doy, Lucan, es eterno».
No se les trataba mal, sino que se les cuidaba bien y se les
alimentaba hasta que llegaba el momento de que entretuviesen a algún
invitado importante. Una vez se les usaba, simplemente desaparecían.
Nadie se quejaba. Los extasiados eran espíritus disponibles, inconscientes,
dóciles, resultaban muy cómodos y cumplían la misma función en aquella

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

casa que la que cumpliría una copita de licor después de comer.


A Lucan le deprimió ligeramente el darse cuenta de que les
envidiaba.
Las enormes puertas de roble del castillo se abrieron hacia adentro
tras empujarlas levemente. El frío aire que se respiraba dentro era
húmedo y estaba preñado de un olor a madera quemada y a abrillantador
de esencia de limón. A pesar de que no había electricidad en todo el valle,
los generadores autónomos de Dundellan hacían posible que la
iluminación interior funcionara perfectamente. Richard había dejado la
instalación eléctrica y las cañerías tal y como se las encontró, sin embargo
había desconectado el sistema de calefacción y había desatascado quince
chimeneas para prender en ellas vivos fuegos. Para el maestro, el fuego
era un material indispensable en cualquier propiedad.
Muchas de las cosas que estaban bajo su tejado debían quemarse.
Lucan se adentró en el vestíbulo. Tras de sí, su capa dejaba un rastro
acuoso, y sus botas, débiles huellas de barro en el suelo de madera de
hayuco. Dirigió la vista hacia la sala de recepción de invitados y hacia el
gran salón, completamente vacío. Atravesó las estancias y giró a la
derecha, hacia la antigua biblioteca, donde el olor de las velas de sebo se
entremezclaba con el del cuero añejo y con el de las páginas de lino
polvorientas y estropeadas. Una minúscula brasa encendida bailaba en la
oscuridad detrás del vetusto escritorio del conde. La arrutada esencia del
tabaco era suave pero penetrante.
«Me está esperando». Improvisó una reverencia.
—El asesino pródigo ha regresado, my lord.
Lucan hubiera podido —hubiera debido— dirigirse a él con mayor
respeto. Richard Tremayne era el seigneur de Gran Bretaña desde que
muriera de modo prematuro Harold, el señor supremo de los Darkyn.
Tremayne ya había ganado y perdido un reino con anterioridad, y no
estaba dispuesto a dejarse arrebatar otro. Además, se lo había ganado
porque era él quien los había llamado y reunido. Él había decidido
sabiamente quiénes gobernarían los Jardins, puesto que los había visto
sufrir guerras, hambrunas y aliarse con el progreso.
Tremayne era algo más que un líder. Era el arquitecto jefe del
complicado futuro de los Darkyn.
—Hace dos horas que te espero. —La voz era profunda y sonora. Una
de las mujeres del Jardin de París le había dicho a Lucan en una ocasión
que escuchar al gran señor producía un efecto semejante al de una lengua
aterciopelada que acaricia y lame lugares innombrables del cuerpo.
Era uno de los puntos fuertes de Richard: proporcionar placer sin tan
siquiera recurrir al uso físico de su cuerpo, al que le reservaba otros
menesteres.
—Desgraciadamente la tormenta borró del mapa las carreteras.
Seguro que habría llegado mucho antes remando en bote. —No se había
quitado la tierra que le cubría el pesado abrigo ni tampoco se había lavado
la sangre de las manos. Estaba claro que su habitual meticulosidad le
había abandonado al poco de entrar en la bodega de aquel pub de Dublín.
Y sospechaba que tal vez lo hubiera hecho para siempre—. Los Brethren
no te dan recuerdos.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—Ya, claro. ¿Tuviste éxito?


—Serán está desaparecido y Angélica es ahora un montón de huesos
quemados. Pude recuperar al resto. —Lucan observó un jarrón que tenía
rosas. La flor más grande perdió un pétalo y después otro. Y otro—. Te he
traído algo.
Una lánguida mano con un guante negro emergió de la oscuridad y
tiró de una campanilla.
—¿Un regalo?
—Un triste regalo. —Lucan le lanzó las llaves a uno de los sirvientes
—. No abras la puerta de atrás.
El sirviente se marchó tan silenciosamente como había llegado.
—¿Me va a gustar este regalo?—preguntó Tremayne sin moverse.
—No tanto como a los buenos hermanos.
Lucan tenía órdenes de llevar hasta allí a algunos de los Brethren con
vida. Lo había intentado con toda su alma hasta que vio lo que habían
hecho a los Durand. Entonces la cólera se apoderó de él.
—Uno de nosotros. —El terciopelo se volvió acero—. ¿Quién es?
—Thierry Durand. —De la rosa cayeron más pétalos cuando Lucan se
acercó para acariciar una de las oscuras flores ya casi marchita—. O,
mejor dicho, lo que queda de él. Le dedicaron bastante tiempo e hicieron
bien su trabajo.
—¿Hicieron?—Movió los pies impaciente detrás del escritorio—. ¿A
cuántos de ellos les enviaste a visitar a su Dios?
Lucan pensó en los cráneos rapados y en las bocas desencajadas. En
su momento consideró oportuno llevarse consigo alguna cabeza, pero a
Richard le molestaban tanto los actos ostentosos como la carne inánime.
Quizá podría ir hasta Orkney y llevarse consigo a algunos de la abadía de
los Brethren que había allí.
—A veinte.
—Pero eso significa que…
—Me cargué a todo el convento. —Lucan se apartó el pelo mojado de
los ojos con las manos y vio las manchas de sangre que tenía en ellas.
Escuchó de nuevo los alaridos previos y los alaridos posteriores. Halló el
pañuelo de seda que le había dejado a Liliette y se limpió las manos con él
—. Les dejé con sus juguetitos.
La madera crujió y la seda se deslizó por el suelo.
—No te quedarán ganas de bromear en Roma.
Si Lucan tenía vía libre, después de aquella noche los Brethren irían
derechitos al infierno. De hecho, él mismo les indicaría el camino.
—Creo que este año pasaré el invierno en Italia.
—Pues yo creo que no. —Richard caminaba arrastrando los pies sin
llegar a acercarse hasta la luz—. No van a permitir que te acerques a ellos
en un radio de trescientos metros.
«El mensajero». Lucan irguió la columna.
—¿He necesitado alguna vez trescientos metros de distancia?
—Ahora no es el momento —contestó Richard—. Cuando vayamos a
Roma, nos llevaremos con nosotros a un ejército.
«Vayamos. Llevaremos. Siempre ese incesante "nosotros". Cuando el
Vaticano nos dé caza como a perros y nuestro número mengüe cada día

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que pase».
—¿Un ejército? ¿Un ejército de qué? ¿De extasiados? ¿De tresori? —
Lucan escupía sobre el fuego al hablar—. Los Brethren acabarán con ellos
para poder llegar hasta nosotros.—Se limpió la cara y retuvo con fuerza el
pañuelo en el puño. Las gotas manchadas de rojo chisporroteaban al caer
sobre las calientes piedras de la chimenea.
—Ese mal carácter acabará contigo, Lucan.
—Seguramente. ¿Por qué no me dejas que yaya? Seguro que lo hago
mucho mejor que Cyprien. —No podía soportar que su voz transmitiera
tanto resentimiento, sin embargo, no podía evitarlo; Richard había
favorecido al francés en demasiadas ocasiones. Saber que Michael Cyprien
tenía la cara destrozada le había proporcionado la única diversión sincera
que había sentido en años.
—Casi matan a Michael y seguro que estará asustado de por vida.
—Eso no es lo que he oído decir. —Elizabeth Tremayne,
resplandeciente en un vestido de seda dorado, entró en la sala—. Lucan,
tienes un aspecto horroroso. —Extendió unos dedos pequeños y delicados
en los que brillaban delicados anillos.
—Lady Beth. —Hizo una reverencia—. Perdonad mi indumentaria.
—Qué tontería salir en una noche así. —Dirigió una mirada
reprobatoria hacia el escritorio—. ¿Hago que te preparen una habitación?
Lucan pensó en un colchón de plumas, en sábanas de lino
perfectamente planchadas y en unas manos suaves y aferradas. En el latir
del pulso en una desnuda garganta de marfil y en la facilidad con la que la
cuidada carne se desgarra; el calor, la imprevista humedad. Algo creció en
su interior, el olor a jazmín se mezcló con el del barro y el de la lana
manchada de sangre.
—No, gracias.
—¿Qué has oído decir de los problemas de Cyprien? —le preguntó
Tremayne a su esposa.
—Un pajarito me ha dicho que nuestro querido Michael ha buscado
los servicios de un cirujano plástico. Una mujer, para más inri. —Una de
sus manos revoloteaba sobre su pecho—. Qué moderno, ¿no crees, cielo?
—¿Qué más sabes?
La seda dorada que le cubría un hombro se movió.
—Nada más, hasta ahora.
—Me gustaría saber un poco más sobre este tema, Beth —le dijo
Tremayne a su mujer—. Asegúrate de que tu pájaro esté bien alimentado
y cante.
Lucan no se lo podía creer. La idea de que un doctor tratara a un
paciente Darkyn casi le hizo reír. Cyprien era un idiota y la mujer tenía los
días contados.
—Quizá sea más prudente escoger a otro para que sea el seigneur de
los Jardins americanos. —Incluso en el caso de que el viejo rival de Lucan
tuviese éxito y recuperase el rostro, nada podía garantizarle que fuese a
mantenerlo mucho tiempo.
—Será Michael y no se hable más.
La única herida que no cicatrizaba se retorcía en las entrañas de
Lucan.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—¿Acaso todavía planeas darle las colonias? ¿Todas ellas?


—Ahora se les llama «estados», cielo. —Elizabeth soltó una de sus
risitas cáusticas y educadas—. Deberías leer los periódicos de vez en
cuando. Hace ya algún tiempo que no son colonias.
—Asumo mi equivocación. —Hizo otra reverencia.
—Te humillas con tanta elegancia, Lucan. Siempre me ha gustado eso
de ti. —Elizabeth revoloteaba a su alrededor, dejando que el dobladillo de
su falda se acercase peligrosamente a sus botas mugrientas—. Michael
debería apreciar que seas tan servil.
Lucan la miró. En algún momento de sus años de obediencia a
Tremayne había estado bastante enamorado de ella. Todavía le sorprendía
encontrarse de repente con la bruja superficial y maligna que se escondía
en el interior de aquel precioso envoltorio.
—A menos que quieras venir conmigo a la cama, esposa —dijo
Richard suavemente—, deberías irte a la tuya.
Elizabeth palideció.
—Sí, creo que voy a retirarme. Lucan, ha sido un placer verte otra
vez. —Elizabeth tuvo que ponerse de puntillas para rozarle las mejillas con
los labios, sin embargo no hizo ningún gesto hacia el seigneur. De hecho
se marchó rauda y silenciosa como una criada.
Aquello era lo que Elizabeth representaba para su marido. Su
personalidad viperina tenía una razón de ser. Lucan rozó con sus dedos
distraídos el frío vacío que le había dejado la boca de Elizabeth.
—Quiero que mañana ya estés lejos de Irlanda —dijo Tremayne tan
pronto como las puertas se hubieron cerrado—. Vete a América y quédate
allí hasta que el asunto de Dublín se calme.
Lucan se iría, sí; pero no regresaría. Ya estaba harto de ser el
mensajero de Richard. Los Estados Unidos eran extensos y los Darkyn
estaban demasiado disgregados. Michael Cyprien no era el líder que
Richard tenía en mente.
—¿Alguna colonia en especial? ¿Estado, o como se diga?
—Alguno del sur. —Alzó la vista bruscamente—. Crees que esa
matasanos que se ha buscado Michael no tendrá éxito. Y yo creo que
quizá lo consiga.
« ¿Acaso te sientes amenazado por tu polluelo, Richard?».
—Lo dudo. La verdad es que la media de éxitos de Cyprien no ha sido
demasiado prometedora últimamente.
—Michael nunca tropieza dos veces con la misma piedra. Ni yo
tampoco. —El seigneur se dirigió hacia la luz, que le iluminó parcialmente,
y esbozó una sonrisa—. Creo que deberías recordarlo bien, Lucan.
La luz, suavizada por el fuego de la chimenea y por la noche, intentó
ser bondadosa con Richard Tremayne. Como de costumbre, falló
estrepitosamente.
Las gotas de sudor le recorrían el rostro a Lucan como si fueran
lágrimas, pero no le dio la espalda. Si aquella era la última vez que iba a
estar ante Tremayne, no evitaría aquellos ojos ni aquel rostro.
—Así lo haré, señor.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Capítulo 4

La doctora Alexandra Keller hizo algunos encargos aquella noche.


Michael Cyprien aceptó algunos, pero no todos. Las dos condiciones que
ella solicitaba eran precisamente las más difíciles de cumplir.
—No puedo viajar a Chicago —le dijo— y tampoco puedo ingresar en
un hospital. Tienes que trabajar aquí de modo privado.
—Pues a menos que tengas un ala médica escondida aquí cuya
existencia yo desconozca —dijo ella con tono mordaz— eso no va a ser
posible de ninguna manera.
—Pídele a Éliane todo lo que necesites y ella hará que te lo traigan. —
Cogió un cigarrillo del paquete que tenía en el bolsillo de su bata.
Inmediatamente después de que Phillipe se lo encendiera, Alex se lo quitó
de las manos—. ¿Te molesta que fume?
—Me molestan los políticos, la remolacha en las ensaladas y la
música rap. El tabaco me da asco.
Cyprien olió a lana quemada y escuchó el sonido del tacón de Alex
girando sobre la alfombra.
—Y sin embargo no tienes ningún problema en echar a perder una
antigüedad incalculable.
Alex resopló.
—Tu alfombra probablemente sea mucho más barata y mucho más
fácil de reemplazar que tu sistema respiratorio.
A pesar de que Michael Cyprien ya no podía emplear sus fosas
nasales, era capaz de saborear la esencia de Alexandra, que había
utilizado el jabón de vainilla hecho a mano que se les ofrecía a los
invitados. Su olor, sin embargo, seguía vivo, y se parecía al de la canela o
al del clavo. Cuando la fría mano de la doctora le tocó el rostro por
primera vez, se dio cuenta de que era el olor natural que tenía su piel.
Nunca antes Michael había sentido el sabor de una mujer que olía a
especias. La boca se le hizo agua y sintió un dolor en la mandíbula.
Pasos acompasados, el delicado movimiento del cabello peinado por
unos dedos. La doctora no se movió de su lado. Lo único que hacía era
caminar a lo largo de la cama. Aquellos pasos tan controlados denotaban
que la doctora estaba acostumbrada a enfrentarse a la frustración en
lugares pequeños y reducidos, como quirófanos, salas de espera o
habitaciones de pacientes.
Se preguntó cómo se desenvolvería en la minúscula celda de las
catacumbas, donde los interrogadores le apalizaron. ¿Se movería de un
lado a otro en el potro de tortura? ¿Resistiría en el tubo de bronce
mientras ellos enrollaban la cadena en el cabrestante?
¿Habría gritado tanto como él?
—Mira, hay ciertas cosas que no puedo hacer fuera de un hospital. —
Adoptó el tono que destinaba a los pacientes—. Cosas como rayos X,

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análisis de sangre, resonancias, y eso sin mencionar lo que requiere la


propia intervención.
Michael no tenía ningún interés en saber qué era lo que ella iba a
hacer para curarle, ya había tenido demasiado con lo que se le había
hecho para combatir el dolor que sentía. Lo único que le importaba era el
resultado.
—Haz una lista y dásela a Éliane.
—No son cosas que puedan comprarse en el Wal-Mart, señor Cyprien.
—Es que yo no voy de compras al Wal-Mart. —Su humor le
desconcertaba tanto como lo habían hecho antes sus eficientes manos al
tocarle. Solo un alma valiente era capaz de bromear bajo tales
circunstancias—. Debes de tener hambre y yo tengo que… descansar.
Vete y descansa, Alexandra.
—Quítame las manos de encima, Scarface —dijo ella—. Cyprien, ¿sigo
siendo tu prisionera?
Estaba claro que así era como se veía ella. No como su salvadora. Él
no le había ofrecido nada más que temor y la verdad era que no tenía
nada más que darle.
—Hablaremos mañana. —Con un movimiento brusco agarró la cortina
y la corrió.
Phillipe regresó al poco tiempo para atenderle. Su silenciosa eficacia
resultaba normalmente un consuelo para Michael, sin embargo aquella
noche se sentía intranquilo e irritable.
—Ya basta. —Se levantó de la cama y, por el tacto, encontró su bata.
Mientras sacaba del bolsillo el paquete de cigarrillos intentó grabarse en la
mente que no debía fumar cuando la doctora anduviese cerca, aunque
solo fuese para poner sus alfombras a salvo—. Deberías salir a cazar
ahora, todavía es de noche.
—He realizado un pedido, señor —le dijo su senescal—. Hasta que la
señorita abandone la mansión debo estar presente.
—¿Por qué? Está encerrada en la sala de aislamiento, ¿no?—Dirigió la
mano hacia una de las velas, guiándose por el calor, y se inclinó para
encenderse el cigarrillo.
—Sí, allí está.
—Te preocupas demasiado, Phillipe. Por cierto, si puedes, intenta no
amenazarla de muerte cada vez que me toca. —Exhaló una nubécula de
humo—. Puede que no entienda el francés, pero lo cierto es que para ella
eres como un libro abierto.
—Ojalá pudiera entenderla yo a ella también, señor. ¿Qué quiere decir
«bésame el culo»? —Phillipe reprodujo como pudo la frase en inglés.
Michael le tradujo la frase, divertido. El dialecto que utilizaban para
comunicarse estaba en desuso en Francia y en otros países desde hacía
años. Solo lo empleaban cuando estaban solos.
—Pues tiene suerte de que no me tome su invitación al pie de la letra
—dijo en un suspiro el senescal—. No voy a hacerle ningún daño, pero me
parece a mí que su tresora la calmaría llegado el caso.
Michael pensó en el olor de Alexandra y en el tacto de sus manos
fuertes y competentes. Su delicadeza al examinarle le había enardecido,
le había tocado con cuidado, incluso con respeto, pero sin asomo de duda.

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Ojalá hubiera podido verle la cara o haberla mirado a los ojos. Entonces
podría saber si lo que sentía por ella era o no auténtico.
—¿Cómo es la doctora Keller? —preguntó sin pensar. A tenor del
sonido que salió de labios de su senescal, vio que contaba con su
aprobación—. No, no, quiero decir que me describas cómo es.
—Es pequeña y fuerte —dijo Phillipe—. Tiene unas piernas fuertes,
senos grandes y buenas caderas.
Su senescal descendía de generaciones de campesinos anónimos y
de ahí que evaluase a las mujeres por su potencial como trabajadoras y
como madres, del mismo modo que Michael había contemplado antes a
las mujeres solo a través de los ojos del artista.
Había cierta ironía en aquel razonamiento, pero no satisfacía la
curiosidad de Michael.
—Descríbeme los colores, Phillipe, haz que pueda verla.
Phillipe, de natural silencioso, no se sentía demasiado cómodo
desempeñando aquel papel. Reprimió lo que habría sido un gruñido de
desaprobación.
—Su piel es oscura. Creo que podría ser mestiza. Sus ojos son del
color de la madera de roble pulida y con nudos. Tiene los dientes muy
blancos y los labios, rojos. Su pelo es como un nido de sacacorchos.
Michael estuvo pensativo unos instantes.
—¿Lleva el pelo largo?
—Oui. Cuando lo lleva suelto le llega a la mitad de la espalda. Es de
color…—Phillipe se quedó encallado y buscando la palabra exacta.
Michael recordó lo que había sentido cuando las puntas del rizado
cabello de la doctora le acariciaron la piel al inclinarse sobre él. En aquel
momento habría deseado asir con sus dedos aquella mata de cabello para
atraerla hacia él. Así, él habría podido poner la boca sobre su piel y saber
si su carne tenía el mismo sabor excitante que su esencia. Aquella
necesidad súbita le sobresaltó. No había sentido nada parecido por el
cirujano suizo que había vomitado después de verle.
—¿Y bien? ¿Es de color negro? ¿Castaño? ¿Rojizo?
—¿Recuerda aquel caballo andaluz de Serán que usted tanto
codiciaba?—le preguntó su senescal— ¿Aquel que tenía tanto genio?
Aquella comparación hizo que Michael se riese.
—Solo tú eres capaz de comparar una mujer a un caballo, querido
amigo. —Sin embargo aquella metáfora le sirvió de ayuda. Aquella yegua
era una bruja, pero tenía el pelaje más sedoso y castaño (de un castaño
de Indias) que jamás había visto. La verdad era que se trataba de una
analogía muy adecuada para describir a la doctora—. ¿Crees que el color
es el mismo a la luz del sol?
—Es más vivo. Como el del cobre cuando se deshace en el horno. —El
tono de voz de Phillipe cambió de repente—. Cuando todo haya acabado,
señor, ¿la dejará marchar?
—Puede ser. —Odiaba tanto su estado físico actual como el hecho de
poner en peligro a los Darkyn liberando a una humana.
—Está preocupada por los pacientes que ha dejado de atender. —
Phillipe parecía apenado.
¿Acaso su senescal sentía algún vínculo afectivo por la malhumorada

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joven?
—Bueno, hay otros que pueden ayudarles.
—Ella se siente responsable. Creo que para ella son como su familia.
A Tremayne no iban a importarle lo más mínimo los sentimientos de
Alexandra Keller. Y si Michael iba a ser nombrado seigneur en América, él
tampoco debía prestarles atención.
—La doctora posee habilidades que necesitamos.
—Es buena persona. Y valiente. —Se oyeron unos pasos cercanos—.
Ah, el pedido ha llegado. —Phillipe se apartó y se dirigió al lugar del que
provenía el sonido.
Michael notaba ya un nuevo perfume que flotaba en el aire. Aquella
esencia, que no era de especias, le provocaba un martilleo en la cabeza.
Sus manos eran dos puños. Aquel perfume le recordaba quién era y en lo
que iba a convertirse.
—Esta doctora no es como Éliane, señor. Lleva una vida normal y
tiene vocación por curar a los demás. —El metal tintineó contra el cristal.
El ruido de los pasos se alejó de nuevo y Phillipe le colocó una copa en las
manos—. Creo que no está dispuesta a ayudarnos.
—Hay maneras de persuadirla. —Alzó la copa y bebió de ella con
ganas. El calor y el placer le embargaban y tuvo que esperar unos
segundos para poder hablar de nuevo—. Y tú puedes conseguirlo de
muchas maneras.
—No por mucho tiempo —le recordó Phillipe—. Sin pasar por el
éxtasis no va a ayudarle, e incluso si ella confiara en usted, usted no
podría confiar en ella. Nunca será una de nosotros, como tampoco lo es su
tresora.
Era cierto. Michael sabía que no podía confiar en ella. Sintió que una
antigua rabia le inundaba los sentidos.
—¿Y qué alternativa hay? ¿Acaso debo pedirles a los Brethren una
moratoria y suplicarles?—Lanzó lejos la copa. Le agradó escucharla chocar
contra el suelo—. Les diré que se lo pido por la doctora y con la finalidad
de que pueda regresar a su vida normal. Seguro que así me la conceden,
¿no crees?
—Perdóneme, señor. —Se escuchó el ruido del tejido contra el
mármol. Phillipe se había arrodillado—. Ha sido un comentario
desafortunado, fuera de lugar.
—Hablas cuando tienes que hacerlo, buen amigo; como mi
conciencia. —Palpó con las manos el vacío hasta que halló la chaqueta de
su senescal. Se sirvió de ella para lograr que Phillipe se volviera a poner
de pie—. Pero ahora no puedo hacerle caso a mi conciencia. No hasta que
estemos a salvo. ¿Me entiendes?
—Oui, maítre.
—Márchate.—Michael le soltó la chaqueta—. Ocúpate de ella.

Phillipe había acompañado a Alex de regreso al comedor y la había


dejado allí. Tras comprobar que las puertas y las ventanas estaban
cerradas escogió un plato de comida de diseño. Éliane regresó para
preguntarle por el material y los suministros necesarios. Alex le dio un

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listado tan completo como para abastecer a una clínica entera. Estaba tan
furiosa como antes con Michael Cyprien. La rubia lo apuntó todo antes de
acompañar a Alex escaleras arriba.
—No tienes que encerrarme —le dijo a la mujer cuando sacó el juego
de llaves—. No voy a salir corriendo.
Abrió la puerta.
—Dentro de poco va a tener que trabajar mucho. Debería intentar
dormir mientras pueda.
Podía haberla dejado fuera de combate con un puñetazo en la cara,
pero lo que había visto momentos antes en la planta baja le detuvo. Tenía
que estudiar y atender a Cyprien, tuviese lo que tuviese. Además sentía
una viva curiosidad médica por saber qué tipo de heridas tenía.
«Vale. Quiero ayudar a ese pobre desgraciado». Después ya haría que
lo encerraran en la cárcel.
—¿Sabías que ser cómplice en un secuestro te puede condenar a una
barbaridad de años?—le dijo a la rubia.
—No va a ir a la policía.
¿Que no iría? Tan pronto como saliera de aquel lugar.
—Parece que estás muy segura de eso.
Los finos labios dibujaron una correcta sonrisa.
—Antes de que pueda testificar, o Phillipe o yo misma ya le habremos
rajado el cuello. Bonne nuit, docteur. —Empujó a Alex hacia el interior de
la habitación y cerró la puerta con el pestillo.
Alex durmió muy poco aquella noche, pero no por las amenazas de
Éliane. Estar secuestrada era un peñazo y las amenazas de muerte la
asustaban, pero el puzzle médico que presentaba el caso de Cyprien le
fascinaba y desconcertaba a la vez.
«¿Cómo voy a reconstruir una cara cuyas heridas se cierran a medida
que voy cortando?».
Alex había oído hablar de algunos casos puntuales y extraños de
cicatrización espontánea, normalmente relacionados con curaciones
religiosas; la mayoría de ellos eran embustes. Además no sabía en qué
situación se encontraba ella, pues si el tal Cyprien había sido capaz de
secuestrarla para llevarla hasta allí, ¿qué sería capaz de hacer si ella
fallaba?
«O Phillipe o yo misma ya le habremos rajado el cuello».
Alex estuvo encerrada en aquella habitación otro día entero. Paseó,
meditó y se obligó a tomar una ducha caliente. Phillipe le llevó
sigilosamente el desayuno y después la comida, evitó con delicadeza que
se fugara en dos ocasiones y finalmente la acompañó al comedor a la hora
de la cena. En aquella ocasión la mesa estaba preparada para dos
personas y Cyprien estaba ya allí, esperándola.
Llevaba una bata de terciopelo rojo y una capucha sobre el rostro.
—Buenas noches, doctora Keller. Espero que esté usted bien.
—La verdad es que estaría mejor en un avión rumbo al aeropuerto de
Chicago. —Alex hizo caso omiso del ligero y dulce olor a rosa que
emanaba de él (alguien que llevara aquel tipo de perfume por fuerza debía
de ser gay) y se levantó de la silla antes de que Phillipe pudiera
reaccionar. El rostro de este permanecía igual de impasible mientras se

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acercaba y se colocaba al lado de la pared, detrás de ella—. Por cierto, si


paso un minuto más encerrada en esa habitación me voy a volver loca. —
Miró a Phillipe—. Posdata: eres el primero al que le clavaré una estaca en
el corazón.
Phillipe no pudo evitar sonreír.
—Lamento que tu estancia con nosotros tenga lugar bajo estas
circunstancias —dijo Cyprien—. Mientras tanto, por favor, intenta no matar
a ninguno de mis empleados.
—Deja ya de esconder la cara, ya la he visto y te aseguro que no me
voy a desmayar. —Se sentó a la mesa. Su plato estaba lleno de tiras de
lechuga coronadas por gambas en una salsa que parecía ser picante.
Cyprien no tenía nada en el plato—. ¿No tienes hambre?
—No suelo ocuparme de esas cosas. —Se quitó la capucha e hizo un
gesto por encima de la cicatriz que le cubría los ojos—. Y además mi dieta
es bastante compleja. Estoy aquí solo para acompañarte.
—Apasionante. —Alex seguía sin fiarse de él ni tampoco de aquellos
platos tan sofisticados. No le prestó demasiada atención a la copa de
cristal en la que Phillipe vertió un líquido dorado y espumoso proveniente
de la botella de vino y prefirió en su lugar beber agua—. ¿Qué dieta
sigues, la Atkins o la de la alcachofa?
—Sigo una dieta invariable. —Parecía querer seguir hablando, sin
embargo acabó desviando la mirada—. Si no me equivoco el primer plato
es rétnoulade de gambas.
Pinchó una de las gambas con el tenedor y la mordisqueó para
probar. El picante la cogió desprevenida.
—¡Pica!—Cogió aire para neutralizar el picor. En aquel momento el
sabor salado le impregnó la lengua—. ¡Pero está buenísimo!
—Deja un poco de lugar para el postre —le aconsejó Cyprien.
La cena fue más que deliciosa. Phillipe sirvió cada plato en silencio
mientras Cyprien le explicaba las diferencias existentes entre la comida
francesa y la criolla. Alex advirtió que se detenía de vez en cuando para
escucharla comer. Se quedó en silencio hasta que Phillipe le sirvió una
porción grande de un postre que le era de sobras conocido.
—¡Hey! No había tomado bizcocho de nata desde que era una cría. —
Probó un poco y casi gimió de placer—. Dios mío. —Phillipe se adelantó
para retirarle el plato y ella le dio una palmada en los nudillos—. Ya te
estás largando, Goliath.
Phillipe frunció el ceño e intento retirarle de nuevo el postre hasta
que Cyprien alzó la mano.
—C'est délicieux. —A continuación se dirigió a Alex—. Él pensaba que
no te había gustado.
La mujer rodeó el postre con la mano y miró directamente al
senescal.
—Es mío.
Phillipe regresó a su lugar junto a la pared e intentó disimular su
satisfacción.
—¿Por qué te especializaste en cirugía plástica?—preguntó Cyprien.
Se encogió de hombros antes de darse cuenta de que Michael no
podía apreciar aquel gesto.

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—Pagan bien.
Los tejidos cicatrizados de su frente se movieron.
—Con la cantidad de casos benéficos que tratas permíteme que lo
ponga en duda.
Cyprien no intentaba ser cortés, realmente quería saber el porqué. En
cierta manera aquella curiosidad invadía más su privacidad que el propio
secuestro al que la había sometido —lo que le recordó que era prisionera
de aquel hombre—. Aquel comentario le indigestó el postre. Apartó lo que
le quedaba de bizcocho.
—Lo que a ti te interesa es saber lo rápida que soy y no la historia de
mi vida.
Michael inclinó la cabeza.
—Sin embargo me interesaría saber por qué te has hecho cirujana
plástica.
Bebió un poco de agua.
—Teníamos un Jardinero polaco que se llamaba Stash. Era fuerte
como un toro pero hacía maravillas con las flores, podía lograr que
creciera cualquier cosa.
—¿Te trataba bien?
—No demasiado. Siempre que jugaba en el Jardin me lanzaba algún
gruñido y me decía que no tocara nada. —Le apetecía tomar vino y notar
la calidez del líquido derritiendo el hielo que sentía muy adentro; pero no
iba a hacerlo, no en aquel lugar ni delante de él—. Stash tenía una nariz
grande y colorada con una irritación permanente. Cuando por fin se
decidió a ver a un doctor era ya demasiado tarde. Tenía melanoma,
cáncer de piel, y estaba muy mal. Tuvieron que amputarle la nariz.
Cyprien no hizo ningún comentario facilón ni emitió sonido alguno.
Solo escuchaba.
—Stash volvió a trabajar con la cara vendada. Después tuvo que
llevar una prótesis. —Se acordó de aquella cara maltratada por el tiempo y
de la piel enrojecida y castigada—. Los niños no suelen ser demasiado
amables con los ancianos, y algunos de los malcriados hijos de los vecinos
solían acercarse hasta la valla e insultar a Stash y decirle que era un
monstruo.
—¿Tú también lo hacías?
—No. Una vez vi cómo se quitaba la nariz falsa para secarse el sudor.
Le dije que parecía una calabaza de esas de Halloween, y que tendría que
quitarse la nariz falsa y asustar a aquellos niños del demonio. Me parece
recordar que tenía seis años. —Sonrió un poco al recordarlo—. Después de
decirle aquello, empezó a quitarse la nariz cuando estaba delante de mí y
a guardársela en el bolsillo de atrás de los pantalones. Yo por aquel
entonces no sabía que le dolía al ponérsela y que la herida no se le curaba
por llevarla. Mucha gente no puede soportar mirar a alguien que no tiene
nariz, parece que es una de las peores desfiguraciones que uno puede
sufrir.
—¿Ah, sí?—Cyprien se tocó la parte de tejido facial donde alguna vez
estuvo su nariz—. ¿Y qué le pasó al Jardinero?
—Murió un año después de la operación. No eliminaron todo el cáncer
y le llegó al cerebro. Fue entonces cuando decidí hacerme cirujana.

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—Cosa que te agradezco profundamente —dijo Cyprien con un tono


forzado.
Le miró a la cara. Le pareció que, por un instante, la cara triste y
plana del Jardinero se superponía a la de Cyprien. «No pienso ceder al
síndrome de Estocolmo». —Pues ese es el motivo. ¿Satisfecho?
Hizo que sí con la cabeza.
—Phillipe, café au lait.
Alex se sintió como una idiota mientras se bebía el café que le había
traído Phillipe. Estaba muy cargado y sabía a achicoria. Cyprien podía
sanar en cuestión de minutos. Si era posible estudiar y duplicar lo que
fuese que hacía su cuerpo de modo natural podría ayudar en gran medida
a pacientes como Luisa López. De hecho, cambiaría la medicina moderna.
Pero no podía ser demasiado agresiva con él porque al fin y al cabo era su
prisionera. No podía permitírselo.
—Es lo mejor que he comido desde… Ni siquiera me acuerdo. —Le
resultaba raro ser agradable, no tenía demasiada práctica. Era más fácil
ser una borde—. Gracias.
—Es un placer, doctora.
—Me gustaría preguntarte algunas cosas —prosiguió ella con cautela
—. ¿Tus heridas siempre han cicatrizado de modo espontáneo a lo largo
de toda tu vida?
Negó con la cabeza.
—Adquirí esta habilidad en mi juventud.
La adolescencia potenciaba algunos factores genéticos.
—¿Es algo normal en tu familia? ¿Alguno de tus familiares tiene la
misma habilidad? ¿Tal vez tus abuelos o tus tíos?
—No. —Se llevó la copa de vino a la boca.
—Sin embargo podría ser genético. —Dejó la taza de café en la mesa.
Aislar un gen responsable de la cura inmediata sería el equivalente
médico del hallazgo de una mina de diamantes rosas. Las posibilidades
eran infinitas, aunque en lo que ella pensaba de verdad era en Luisa López
y no en la investigación—. Señor Cyprien, si le devuelvo sus rasgos
faciales, ¿me dejará que le haga algunas pruebas? Lo único que necesito
es…
—No.
Alex le explicó pacientemente lo que podría averiguarse gracias a su
caso, pero se detuvo cuando él alzó la mano.
—Alexandra, valoro tu entusiasmo, pero esta habilidad que poseo no
puede tomarse a la ligera. —Puso la mano sobre la de la doctora. Los
huesos y los músculos pesaban y tenía la piel muy fría—. Imagínate una
guerra con soldados cuyas heridas sanasen tan rápido como las mías.
Ningún ejército convencional podría hacer nada contra ellos.
El bizcocho que con tanto placer había degustado se le convirtió en
una pesada bola en el estómago.
—Sí, estoy de acuerdo.
—Me alegro. —Cyprien se acabó el vino y se levantó—. Si ya has
acabado quizá podrías acompañarme a mis aposentos. Así podrás
examinar el equipo.
Alex parpadeó.

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—¿Qué equipo?
—Éliane ha traído lo que le pediste. —Empezó a caminar y le ofreció
el brazo. Se dio cuenta entonces de que era más alto de lo que se había
imaginado—. Ven, te lo mostraré.

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Capítulo 5

Diez minutos más tarde Alex se sentaba en el borde de la mesa de


operaciones. A su alrededor descansaba todo el equipo de diagnóstico. Los
armarietes de puertas de cristal mostraban estantes llenos de cualquier
instrumento imaginable y de suministros médicos. Se quedó mirando
fijamente la máquina de rayos X, sus procesadores asociados y lo último
en materiales de injerto alioplásticos y autógenos que había en las cajas
refrigeradas.
Miró fijamente a Cyprien.
—Esto no es un equipo. Esto es un ala entera de un hospital.
Se sentó a su lado y se giró como si la mirara.
—Es lo que necesitarás, ¿no?
—Sí, claro. Podría tratar aquí a un centenar de pacientes. —Saltó de la
mesa y dio unas palmaditas en la superficie—. Tú serás el primero.
Alex tomó muestras de sangre y de tejido con unas jeringuillas que
parecían estar hechas del mismo metal que el bisturí.
—¿Por qué no son estas agujas de acero inoxidable?
—El cobre es el único metal que puede penetrarme la piel.
—Sal de aquí. —Le quitó la aguja del brazo y vio cómo el agujerito
que dejaba detrás desaparecía—. ¿Qué clase de idiota te ha dicho eso?
Suspiró.
—Tómatelo como si fuera una alergia severa.
Para no ponerse a reír por lo bajo, Alex se acercó hasta los rayos X
portátiles y tomó una serie de radiografías de la cabeza. Afortunadamente
todavía recordaba cómo revelar las placas de sus días de interina. Una vez
reveladas las muestras, las colocó en una mesa de luz y estudió los
resultados.
Los resultados eran indescriptibles.
Cyprien se levantó de la camilla y se acercó a la doctora.
—¿Qué pasa?
—Bueno, esto de aquí es tu cráneo, me parece. —Señaló los bordes
serrados de los deformados huesos y de repente recordó que él no podía
ver nada—. Perdona. Es como si alguien hubiera hecho un puzzle con las
piezas mal colocadas. —Lo miró—. ¿Cómo puedes caminar y no darte de
bruces contra las cosas?
—Siempre he tenido un excelente sentido de la proximidad. —Con un
dedo le tocó la punta de la nariz—. Y puedo seguir tu voz con mucha
facilidad.
Aquel gesto era despreocupado e incluso amistoso. Pero ella no
quería ser amiga de Cyprien; lo que quería era estar de vuelta en Chicago.
—Mi madre siempre decía que se me oía a varias calles de distancia.
—Se frotó la nariz discretamente y se puso a estudiar de nuevo las
muestras—. Necesito ver radiografías de tu cabeza de antes del accidente.

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—No tengo ninguna.


Aquel no era su día.
—Vale, pues entonces necesito ver una fotografía para saber qué
aspecto tenías antes.
—Nunca me he hecho ninguna.
—¿Ni siquiera para el pasaporte o para el carné de conducir? Me estás
tomando el pelo, ¿no? —Tras ver que decía que no con la cabeza, lanzó un
suspiro de frustración—. Ya veo que no. Genial. ¿Cómo se supone que
tengo que reconstruirte la cara si no sé cómo era antes?
Se volvió hacia su silencioso acompañante.
—Phillipe, obtenez la peinture de la bibliotheque et apportezla au
docteur.
Phillipe desapareció para regresar unos instantes después con un
aparatoso cuadro de un caballero que llevaba una armadura y un manto
blanco.
El rostro del hombre del cuadro era hermoso aunque la boca y los
ojos transmitían cierta crueldad. Tal vez estuviera disgustado por la gran
cantidad de cuerpos sangrantes y destrozados que yacían a los pies de su
caballo.
—Bonito cuadro —le dijo Alex a Cyprien—. Aunque creo que no va a
ser de demasiada ayuda.
—¿No?—Parecía sorprendido—. Antes del accidente yo era
exactamente igual que el hombre del cuadro.
—¿De verdad te parecías a este caballero de malas pulgas vestido de
blanco a lomos de un caballo negro que pisotea a mogollón de gente
muerta?—le preguntó para asegurarse. Phillipe podía haberse equivocado
de cuadro—. Parece que esté esperando que aparezcan tres tíos más bajo
esa luna sanguinolenta.
—Quizá los estaba esperando. —El agujero que tenía por boca se
curvó—. Por cierto, en aquellos tiempos tenía fama de ser elegante y tener
buena planta.
—Si te gustan los tíos que se ponen latas de hojalata para ir a currar,
supongo. —La pintura estaba hecha con mucho detalle. Se adelantó para
estudiar el rostro—. No podré devolverte el bigote ni la barba a menos que
pueda destapar algunos folículos pilosos, y tendrás que teñirte el pelo
para quitarte ese estilo de Cruella De Vil que llevas. Pero vaya, creo que
puedo conseguir esos rasgos si averiguo primero cómo evitar que tu piel
cicatrice alrededor del bisturí.
—He hecho que recubriesen de cobre también todos los instrumentos.
Así… la cicatrización va más lenta. —Hizo un gesto hacia el armariete—.
¿Necesitas algo más?
No se lo pensó dos veces.
—Tres interinos, cuatro enfermeros, un anestesista, un entorno
estéril, un banco de sangre, una UCI, dos semanas para preparar y probar
los materiales de injerto y que alguien me examine la cabeza a mí
también. Lo normal, vaya.
—Yo seré su enfermera —dijo Éliane—. Los injertos alioplásticos ya
están preparados.
La Perra estaba empezando a sacarla de sus casillas.

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—Prefiero cultivar mis propios injertos yo misma, gracias. Dime,


rubita, ¿qué es lo que crees que sabes de cirugía reconstructiva
craneofacial?
—Sé lo bastante como para darte los instrumentos adecuados. —Miró
a Cyprien—. ¿Preparo las bandejas ahora, maitre?
Cyprien asintió.
—Doctora Keller, prepárese, por favor.
—¿Ya?—Alex les miró a ambos—. ¡Si ni siquiera he podido analizar la
sangre!
—No será necesario. Tienes todo lo que necesitas y la habilidad para
llevar a cabo la operación. —Cyprien regresó a la mesa de operaciones—.
Nosotros haremos el resto.
—Un momento, ¡maldita sea!—dijo Alex—. ¿Y qué pasa si te mueres?
¿Qué pasa conmigo?
—Hagas lo que hagas en esta mesa, sobreviviré. —Escuchó un clic
detrás de ella. Se volvió y vio a Phillipe apuntándole en la cabeza con una
pistola grande. Cyprien se quitó la bata—. No podré decir lo mismo de ti si
no empiezas ya con los preparativos.
Alex no solía entrar en discusiones si alguien le apuntaba con una
pistola, sin embargo le lanzó una última protesta a Éliane mientras lo
lavaban.
—No puedo tenerlo anestesiado y operar a la vez.
—No hay problema. —Le pasó los guantes a Alex como una
profesional—. El señor Cyprien no necesita anestesia.
Alex destrozó los guantes y los tiró al suelo.
—Esto ya es el colmo. Me largo de aquí ahora mismo.
—Vous l'aiderez —dijo Phillipe adelantándose con el arma hacia la
mesa de operaciones, donde Cyprien esperaba tumbado.
Un aroma a flores —¿era de madreselva?— la envolvió. «¿Es que todo
el que vive aquí llena la bañera de perfume?».
—No puedo operar a un paciente que está consciente —les dijo
apretando los dientes con rabia—. No podrá soportar el dolor, me pegará.
El matón francés le quitó el seguro a la pistola.
De modo que aquello era mirar a la muerte a los ojos.
—Soy doctora, no carnicera. —Alex se puso de brazos cruzados—. No
pienso hacerlo. Venga, dispárame.
—No se moverá —dijo Éliane mientras le agarraba las manos y le
ponía guantes nuevos—. Entrará en un estado de trance y se quedará así
hasta que usted acabe. —Le dio también una mascarilla—. Confíe en
nosotros, doctora Keller. Sabemos muy bien lo que hacemos.
Phillipe le dio un empujoncito hacia la mesa de operaciones.
Ella se dejó llevar mientras pensaba en coger un bisturí y salir de allí
a corte limpio. Sin embargo, cuando se acercó a comprobar el estado de
Cyprien vio que parecía estar inconsciente. La presión sanguínea y el
ritmo cardiaco eran bajos y su respiración, regular y estable. Había
doctores que abogaban por el uso de la hipnosis en el caso de pacientes
que se enfrentaban a procedimientos menores como extracciones de
muelas del juicio.
Pero lo que ella iba a hacer era reconstruirle, la cabeza a un hombre.

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La rubia le quitó el plástico a la bandeja de instrumentos.


—¿Empezamos?
El sudor le recorría la espalda y las manos le temblaban tanto que no
habría podido sujetar ni un tubo de succión. A pesar del estado de trance
en el que se encontraba Cyprien y de los argumentos tranquilizadores de
su asistente, sabía que aquello no estaba bien y por eso su cuerpo se
rebelaba.
—Lo siento. Esto va en contra de todo lo que he aprendido como
doctora. Mira cómo me tiemblan las manos. —Se las enseñó a la rubia—.
¿Es que no lo ves? Si le opero voy a matarlo.
Algo le rozó el cogote, una mano grande y huesuda. Notó una
sensación de cosquilleo que le llegó hasta dentro del cráneo.
Durante unos instantes Alex imaginó que estaba en un campo de
cereales maduros… ¿trigo, tal vez? Y que el sol le bañaba los hombros.
Llevaba algo en las manos y en los hombros que pesaba. La imagen se
borró pero el olor a madreselva era casi asfixiante. Se oyó una voz grave
de hombre que hablaba en un francés muy rápido.
—Puede hacerlo —murmuró Éliane— y que vuelva a ser como antes.
Lo hará y no le temblarán las manos. Va a ayudar al señor.
Alex abrió más los ojos. Su mano se movía y escuchaba a su propia
voz decir:
—Bisturí.
El miedo y la duda desaparecieron a medida que iba operando.
Debía quitarle a Cyprien el tejido cicatrizado por partes, pero sabía
que los vasos sanguíneos cortados volverían a sellarse y los pedazos de
piel cicatrizarían fuera de lugar. Para probar una teoría seccionó un
pedazo de piel, vio cómo cicatrizaba y después raspó el lado inferior del
pedazo y la base. Cuando los dos fragmentos estaban listos, los juntaba
inmediatamente y apretaba. De aquel modo, la unión era casi instantánea.
—Oui —exhaló la ayudante de Cyprien.
—Cállate. —Con una eficacia mecánica, Alex hacía incisiones en la
cara sin rasgos de Cyprien y la apartaba para poder reparar los inmensos
daños que tenía en el cráneo.
Los huesos estaban deformados desde la parte superior del cráneo
hasta la mandíbula, pero los ojos estaban intactos y las pupilas
reaccionaban ante la luz. Su iris era de un color extraño, azul con un borde
marrón, como una turquesa engarzada en oro antiguo. Una parte de su
cabeza le decía que él podía ver y oír y que definitivamente podía sentir
todo lo que le estaba haciendo.
Sin embargo, algo hacía que se estuviese comportando como un
robot.
Alex le daba órdenes a Éliane de que le fuera pasando el instrumental
mientras sus manos volaban. El hueso sanaba a menor velocidad que los
tejidos, pero aun así debía operar a toda prisa. A medida que extirpaba e
injertaba, creaba también nuevas superficies que confluían y se asentaban
bajo sus dedos. Aquello era más parecido a esculpir mármol que a operar.
Reconstruyó todos los arcos cigomáticos, los bordes orbitales y fortaleció
el punto nasal.
Una vez hubo alargado la longitud de sus pómulos y hubo llegado a la

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mandíbula superior descubrió dos inusuales abscesos en el paladar


superior que parecían ser congénitos.
—Tiene dos agujeros en la parte superior de la boca —dijo mientras
los observaba—. ¿Nació con el paladar hendido?—Era imposible saber
cómo era antes por las cicatrices de la cara. El caballero del cuadro no
tenía aquel defecto.
—Son sus dents hacerse —dijo Éliane—. No debe cerrárselos.
—De acuerdo. —Un hilo invisible hizo que la cabeza de Alex mirase a
otro lugar y se pusiera a arreglarle la mandíbula.
La parte de ella que había estado luchando por detener la operación
por fin se relajó, cosa que era de agradecer porque la mandíbula estaba
destrozada y se había unido en cinco lugares diferentes. Era realmente
difícil arreglarlo. Cuando acabó con los huesos utilizó el método de
compendio para volver a unir la cara de Cyprien y poder empezar a
borrarle las cicatrices.
Su paciente no movió ni un músculo.
Horas, días o semanas más tarde acabó con el último retoque en una
de las comisuras de la nueva boca de Cyprien, esperó a que cicatrizara y
dejó el escalpelo.
—Dame un poco de suero en una esponja. —Cuando la rubia se lo
pasó, empezó a limpiar la sangre y los fragmentos de hueso bajo los que
aparecía su nueva piel. Cuando ya estuvo limpia, miró a su ayudante—. ¿Y
bien?
—Magnifique. —La fina cara de Éliane estaba pálida como el papel,
pero Phillipe parecía estar listo para arrodillarse. La rubia le dijo algo a
Phillipe en un francés muy rápido. El senescal asintió con la cabeza y se
marchó escaleras arriba—. Doctora, tenemos que hacerle volver. Llámele
por su nombre.
—Señor Cyprien…
—Michael.
—Michael —repitió Alex, sumisa.
Los párpados que había reconstruido para Cyprien parpadearon y
finalmente se abrieron. Las oscuras pestañas que nacían de los folículos
que había recuperado y que había vuelto a implantar allí eran un poco
espesas, pero enmarcaban muy bien sus ojos aguamarina.
—¿Ya se ha acabado?—Parecía estar tan cansado como Alex.
—Oui maítre. La chirurgie était un succés.—Éliane le tocó la cara—.
Vous etes vous méme encoré.
Cyprien se incorporó y se miró la mano. Después miró a Alex.
—¿Me parezco al hombre del cuadro?
Ella debería haber estado cansada, de mal humor y a punto de rajar a
alguien.
—Estás bien, normal.
«Como un tren». Alex estaba a punto de caerse, pero no por la fatiga.
El olor a madreselva había desaparecido y no tenía ni idea de cuántas
horas había estado operando. Tenía el estómago hecho un nudo, así que
pensó que como mínimo se había pasado doce horas.
—Merci, docteur. —Cyprien se sentó en la mesa, balanceó las piernas
y le hizo un gesto a Éliane, quien corrió a su lado. Sus músculos faciales

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reparados parecían funcionar perfectamente, pero temblaba


ostensiblemente—. Je dois chasser.
—Está usted demasiado débil. —Éliane rodeó a Alexandra con el
brazo y la atrajo más hacia Cyprien—. ¿No le parece?
Alex se preguntó si alguien había dejado caer alguna botella de
perfume cerca. El aire se había vuelto asfixiante de repente y olía a rosas
con mucha intensidad, como si alguien estuviera intentando ponérselas a
Alex en la boca y en la nariz.
—Tiene que descansar como mínimo cuarenta y ocho horas. —Era
una mentira como una catedral, pero necesitaba escapar de allí como
fuese—. ¿Puedo irme ya?—No interpondría ninguna demanda, se subiría
en un taxi y olvidaría todo lo que había pasado. O eso pensaba hasta que
vio los ojos de Cyprien.
Él tampoco podía apartar la vista de ella.
—Non, Éliane. Ya ha hecho suficiente.
—Seguro que no le importa este último servicio. —Una fina mano
acarició los oscuros rizos de Alex—. ¿A que no, doctora?
Alex no podía contestar. Los cambiantes ojos de Cyprien la tenían
fascinada. Mientras le estaba operando hubiera jurado que sus ojos eran
de un color azul suave, y sin embargo ahora el borde marrón de su iris se
había extendido y era más oscuro, como si quisiera tragarse la pupila.
Pero, ¿dónde estaban las pupilas? ¿Eran acaso aquellas esquirlas negras
que estaban en el centro? Quizá fuesen una reacción al trauma de la
cirugía, o bien otra cosa…
—Adiós, doctora. —La voz de Éliane sonó oscura y distante. Se abrió y
se cerró una puerta. Se oyó cómo se cerraba un pestillo y los pasos
desaparecieron.
A Alex no le importaba estar a solas con Cyprien. Aquella bruja y el
mundo entero habían desaparecido. Podía oler el perfume de Michael
Cyprien y era sorprendente y cambiante como sus ojos. Florecía como la
rosa que mostraba sus pétalos y revelaba sus secretos. Tiraba de Alex
como grapas quirúrgicas invisibles que le penetraban el pecho y las
caderas. Sus ojos parecían ser interminables minas de oro ambarino que
se extendían hasta el infinito, como aquellos dos raros abscesos que había
visto; interminables y enigmáticos, devorando la luz…
Cyprien sostenía la cabeza de Alex entre sus manos, que todavía le
temblaban.
—Pardonnez-moi, chérie.
A ella no le importaba en absoluto, él era muy dulce. Su aliento cruzó
la distancia que separaba sus bocas y la extraña dulzura que de allí
provenía —¿de rosas de caramelo?— hizo que separase los labios. Michael
ceceaba ligeramente, quizá por los dos enormes colmillos que le habían
salido.
«Qué raro». Frunció el ceño mientras algunas hebras de su blanco
cabello le hacían cosquillas en la mejilla. «No recuerdo habérselos
puesto».
Después él hizo que ladeara la cara y los utilizó con ella.

La habitación de John Keller en el área residencial de la rectoría se

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parecía más a una inhóspita y claustrofóbica celda de prisión. Tenía una


cama, una mesilla de noche y un ventanuco del tamaño de un sello postal
con los paneles de cristal pintados de negro para mayor privacidad. Una
vieja cruz de madera suspendida en la pared y sobre la cama era la única
decoración existente. Su orden rechazaba las posesiones personales, de
modo que el minúsculo armario no contenía otra cosa que los trajes de
John y las casullas para la misa solemne.
No había sido nada fácil renunciar a lo que Alexandra y los Keller le
habían dado todos aquellos años —el niño callejero que llevaba dentro
echaba en falta el dinero o lo que con él podía conseguirse— pero, aun así,
John había logrado desprenderse de todo. Había llegado al seminario con
una firme creencia en lo que su tutor le había explicado: «Cristo es lo
único que necesitarás».
Lo único que tenía, además de a Cristo, era su ropa y aquella
habitación iluminada por una desnuda bombilla de quince vatios
enroscada en un aplique en el centro del techo. Había suficiente luz como
para moverse y no tropezar con los muebles, pero no para ver con
claridad o malgastar electricidad. Tampoco había suficiente luz para
espantar las sombras que le acechaban para acabar con él.
A John aquello no le importaba excepto cuando llegaba la noche. Bajo
su almohada tenía una potente linterna y, la mayoría de las noches,
dormía con ella en la mano. La necesitaba en sus horas bajas, cuando se
despertaba bruscamente porque creía haber notado el tacto de una mano
o el frío peso de una cuchilla. Le había ocultado aquel miedo a todo el
mundo; Audra había sido la única en saber lo mal que lo había pasado.
Solo ella había comprendido que no le tenía miedo a la oscuridad, sino a lo
que provenía de ella. Audra le había dado su primera linterna.
«Enciéndela y mira la habitación siempre que quieras, John Patrick.
Después repite esta plegaria: "Mateo, Marcos, Lucas y Juan, bendecid esta
cama sobre la que duermo. María, Madre de Dios, luz que guía, protégeme
toda la noche"».
Al amanecer del quinto día desde la desaparición de su hermana, John
estaba durmiendo. No soñaba con Alexandra ni con los lúgubres días
anteriores a la adopción de los Keller.
En su sueño John caminaba de nuevo por Raúl Pompéia buscando a
María.
No le importó que en su momento lo reasignaran del pueblo a la
parroquia de la ciudad; no había hecho grandes progresos con los tímidos
y hoscos nativos de la selva tropical y esperaba que se le diera mejor en
las barriadas. Y así fue durante un tiempo, especialmente cuando le
hicieron responsable de una docena de huérfanos acogidos en la misión.
Era cierto que sentían mucho más fervor por la comida que por los
Evangelios; Roma no se había construido en un día ni tampoco una buena
alma cristiana. Y aquello lo sabía bien por propia experiencia.
Todo había ido saliendo bien —de maravilla, la verdad— hasta el día
en que desapareció María, de once años.
Al principio los otros niños no quisieron decirle a John dónde había ido
la niña. Cuando logró sonsacarles la verdad se quedó de piedra. María no
era huérfana, sino la hija menor de la que dependía una extensa y pobre

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familia. Por su familia, que se moría de hambre, había decidido retomar su


antigua profesión. Los huérfanos le aseguraban al padre que ella estaría
bien. Había muchísimos motoristas en busca de encuentros furtivos y
turistas que tenían los treinta centavos necesarios para pasar una hora
con una menina do doce.
—Hei, padre.
John se volvió hacia la voz, aunque no era la de María.
Tampoco el rostro era el de la niña. Aquella alma perdida era por lo
menos diez años mayor y no era una niña a pesar de tener la misma
apariencia huesuda y desnutrida y los mismos ojos negros humedecidos
que la cría desaparecida de la que era responsable. Mascaba chicle
lentamente y moviendo de modo mecánico la pequeña mandíbula. La
sucia sudadera que llevaba abierta hasta la cintura revelaba el huesudo
esternón en forma de uve y el contorno exterior de unos pechos
ligeramente caídos. Llevaba una minifalda apretada en las caderas. El aire
pasaba libremente entre sus muslos escuálidos.
—Padre.
Cuando reconoció lo que era y lo que intentaba, cambió de dirección.
La voz volvió a llamarle con una vaharada de aliento a menta.
—He oído hablar de usted.
No era ningún secreto que John estaba buscando a María, sin
embargo no comprendía por qué alguien habría oído hablar de él. La
misión estaba a unos cinco quilómetros de distancia, en una parte de la
barriada en la que era menos probable que le rajaran a uno el cuello. Los
habitantes de Raúl Pompéia no iban a misa.
El miedo de que María estuviera haciendo la calle otra vez en aquel
agujero inmundo le llevó hasta aquel rincón.
—¿Que disse? Es americano, ¿verdad? —Los oscuros y estropeados
dedos rodearon el sencillo crucifijo de peltre que llevaba John y lo
menearon de modo obsceno. —Padre Keller.
John se quitó la cruz delicadamente. Aquella mujer no tenía la culpa
de que se le hubiera enseñado desde pequeña a provocar a los hombres ni
tampoco de no comprender la santidad del sacerdocio.
—Estoy buscando a una niña de unos diez años que se llama María.
Se ha escapado de la misión. ¿Compreende? Unos ojos negros y sin alma
relampaguearon.
—No María. —Deslizó sus brazos finos como cerillas alrededor de su
cintura y unió las manos a la altura de la columna. Su sonrisa era tan triste
como el meneo mecánico de sus caderas contra las del sacerdote—. Yo.
Intentó quitársela de encima, como hacía cada noche que soñaba con
ella.
—Soy sacerdote, soy sacerdote.
—Me gusta sacerdote. —Se agarró a él y su voz cambió—. Por favor,
padre… por favor…
—¡Padre, por favor!
Alguien le sacó de aquella pesadilla.
—¿Qué? —John se incorporó de golpe y casi le atizó a la señora
Murphy en la cara con la linterna.
La anciana mujer se apartó.

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—Lo siento, padre, pero debe levantarse ahora mismo. Ha llegado y le


está esperando.
John tiró automáticamente de la sábana y se cubrió hasta los
hombros. Se puso de cara a la pared para disimular su erección matinal.
—¿De quién me habla, señora Murphy?
—De Su Ilustrísima, el arzobispo. Ha venido a verle personalmente,
padre. —La mujer lo pintaba como si se tratara de una audiencia papal.
—Estaré listo en diez minutos.
John se quitó la camisa de dormir y se secó el sudor de las axilas y del
pecho con una bola de papel higiénico. Su pene, todavía erecto y duro, se
movía al compás de sus movimientos como si fuera la batuta de un
director de orquesta. Uno de los efectos secundarios del celibato era tener
erecciones que podían durar horas.
La Viagra no tenía ningún futuro entre los sacerdotes.
Si la señora Murphy no le hubiera despertado probablemente habría
eyaculado durante el sueño, y habría tenido otra vez que lidiar con el
problema de las sábanas. Otro viajecito a la lavandería automática de la
esquina, donde siempre iba a limpiar las manchas de semen de sus
sábanas tras haber pasado una mala noche. Se decía a sí mismo que lo
hacía para no herir la sensibilidad de la señora Murphy, pero en realidad lo
hacía como si fuera una penitencia que se impusiera él mismo. Cada vez
que iba allí, la gente le miraba con ojos acusadores o murmuraba. A veces
se preguntaba si podían oler el pecado en sus sábanas cuando entraba por
la puerta.
«No soy digno, padre».
Gracias a la señora Murphy y al sueño interrumpido tenía una
erección de campeonato, y no había manera de que bajase por mucho que
se concentrara. Los monjes del seminario, todos franciscanos de la
primera orden, le habían enseñado que no debía tocarse o pensar siquiera
en ello.
«Solo lo mínimo, solo para orinar, solo para bañarse».
La autoestimulación violaba el voto de castidad y era un acto
pecaminoso desperdiciar la semilla a través de la masturbación. El semen
de un hombre solo podía existir dentro del cuerpo de una mujer y solo
para cumplir la voluntad de Dios: fecundarla; y como el sacerdote era
célibe, no existía razón alguna para fomentar aquel tipo de producción.
Pero, por otra parte, no era una buena idea acudir a una audiencia
con el arzobispo con una enorme erección.
«Dentro de unos días dará igual». Cuando John se agarró el miembro,
los testículos se le tensaron. De solo tocarlos parecía que se le encogieran.
Su humor negro se volvió ácido. «Por lo menos todavía tengo unos buenos
huevos católicos».
«Hei, padre… hei, padre… hei, padre…».
Hizo caso omiso del sentimiento de culpa y de los recuerdos y
empezó a masturbarse metódicamente y con rapidez. Como la niña del
caramelo de Río, no disfrutó del acto y sus ojos no dejaron de mirar la cruz
de madera que había en la pared.
«Perdóname, Padre».

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Capítulo 6

Alex no solía recordar lo que soñaba, aunque deseaba que aquella


vez pudiese recordar algo.
Los cirios estaban encendidos en una gran mesa sobre la que había
un gran festín. Bajo las fuentes de plata y la vajilla de porcelana
descansaba un encaje blanco como el marfil y delicado como una
telaraña. Las personas que estaban sentadas a la mesa eran bellas y bien
podían haber sido modelos o actores. Alguien tocaba el arpa, cuyo sonido
siempre le traía a la memoria campanillas y cascadas.
Miró a su alrededor para intentar reconocer a alguien que le fuese
familiar, pero todo lo que veía le parecía nuevo. « ¿Dónde estoy? ¿En el
salón de fiestas de Le Meridien?».
Ninguno de los invitados estaba comiendo. Tal vez porque el anfitrión
todavía no había aparecido. Presidía la mesa una silla vacía, y estaba claro
que nadie iba a hincarle el diente a nada si el tipo que corría con los
gastos no había hecho caso a la campanilla que anunciaba la comida. La
madre adoptiva de Alex, Audra Keller, les había echado la bronca a ella y a
John por cosas así. «No cojas los cubiertos hasta que todo el mundo se
haya sentado y se haya bendecido la mesa, cielo. No es de buena
educación».
Durante años no había entendido la conexión existente entre
bendecir la mesa y las cancioncillas de plegaria que Audra les había
enseñado a John y a ella para que las dijeran antes de comer.
Audra, por supuesto, nunca había recogido las sobras de los
contenedores de basura ni había visto a su hermano mayor quitarle la
fiambrera del desayuno a un crío que iba de camino al colegio. Tampoco
había llegado a comer papel de periódico para evitar morirse por los
tembleques ni mucho menos había sentido aquella mordiente sensación
de vacío que nunca desapareció del todo. No, Audra había nacido, vivido y
muerto como una señorita rica. Alex era muy pequeña y pudo adaptarse
más o menos rápido al hecho de poder comer a diario, pero a los Keller les
llevó meses poder convencer a John, que por aquel entonces tenía diez
años, de que no debía esconder comida en su habitación.
Alex no iba arreglada para aquella cena. No tenía ni idea de por qué
llevaba su uniforme de hospital con restos de sangre. Tampoco entendía
qué hacía ella en aquella hermosa mesa, sentada enfrente de la silla
vacía. Se movió y notó que bajo su trasero había algo duro y redondo. Se
quedó quieta unos instantes hasta que se dio cuenta de que se había
sentado en el plato del anfitrión.
«Genial, tengo el culo en el plato. Seguro que un par de enfermeras
de quirófano que yo me sé pagarían por ver esto». Estaba a punto de
levantarse cuando una comadreja de pálido pelaje pegó un brinco y se
subió a la silla que estaba vacía. Se irguió sobre las patitas traseras y la

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miró con sus ojos brillantes y diminutos. Alex la miró con el mismo interés
con que miraría al alter ego humano del animal, un abogado de daños y
perjuicios. « ¿Qué te pasa, chupa-chup?».
«No quiero nada de ti», dijo en un inglés perfectamente
comprensible.
«Déjala en paz». Un alto Adonis que llevaba un esmoquin negro sin
camisa debajo le dio un golpe a la silla. La comadreja, sin asustarse, saltó
y se escondió bajo la mesa.
«Hola». Resultaba de mala educación mirarle el pecho desnudo que
aparecía bajo la chaqueta porque llevaba tatuado un enorme sol rojizo, así
que Alex prefirió mirarle a la cara. « ¿Me he sentado en tu plato?».
Adonis no contestó. El halo de cabello blanco que le enmarcaba el
hermoso rostro le resultaba familiar, pero todo lo demás le parecía
extraño. ¿Cómo se llamaba? Era un nombre raro, ¿no? ¿Ciprés? ¿Por qué
tenía tantas lagunas en su memoria? No recordaba en absoluto aquella
cara tan hermosa, y las caras eran sin duda alguna su especialidad. Había
tenido un accidente, ¿no? ¿Le había operado ella? ¿Había salido todo bien?
¿Habían sido sus manos las autoras de aquella perfecta nariz y de aquella
boca de ángel caído? Si había sido ella la autora, había hecho un excelente
trabajo, sin duda. El mejor. Se preguntó si podría hacer alguna foto para
mostrarla en el siguiente congreso de la Asociación Americana de
Médicos.
«No te muevas». Llenó una copa de hielo y de un líquido
transparente, pero en vez de ofrecérselo para que bebiera, lo derramó
encima del pecho y de los hombros de la doctora. El líquido estaba muy
frío al principio, pero poco a poco se templó.
«Dios mío». Alex se miró para ver el estropicio. «Eso ha estado un
poco feo, ¿no?».
La comadreja volvió a aparecer y emitió un sonido horrible y agudo.
Cuando Alex bajó la vista, el animal le enseñó los dientes, menudos y
afilados.
No quería quitarse la camiseta delante de toda aquella gente, pero la
humedad empezaba a ser molesta. Además empezaba a tener mucho
sueño. «¿Me dejas algo de ropa?».
«No vale la pena», le dijo la comadreja con la misma voz humana y
altanera que antes. «No pierdas el tiempo».
La gente que estaba sentada a la mesa empezó a moverse y a
cuchichear. Alex no entendía lo que se decían, pero parecía bastante claro
que no estaban contentos. La comadreja la miraba con ojos de halcón y
con la boca temblorosa.
«Non». Adonis dejó la copa y cogió a Alex de las caderas. «Elle ne
mourra pas». La levantó de la mesa y la rodeó con los brazos para ponerla
delante de él. Parecía que no le importaba la pinta que tenía. Mientras ella
luchaba por respirar, notó que algo duro le tocaba la barriga. Sus cálidos
labios le hablaban al oído. «Rodéame con las piernas, chérie».
Alex tenía las piernas tan entumecidas o más que la boca y la
garganta, pero aun así logró hacer lo que le pedía. Se la llevó del salón en
aquella posición, como si llevara en brazos un bebé de tamaño gigante,
con una mano debajo del trasero y la otra en la espalda. Caminaba por

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zonas de luz y de sombra, lejos de las velas y de las voces. Dondequiera


que estuvieran, era muy grande.
Cuando se quedaron solos, Adonis murmuró algo en francés y le puso
la cara sobre el cuello.
«Oh, sí». Una oleada de calor se apoderaba de ella a medida que él la
acariciaba con el rostro. Ella le clavó las uñas en los hombros, pidiendo
más. Si movía la pelvis podía restregar mejor el monte de venus contra su
pene. No se sentía las rodillas, pero no tenía ningún problema con la
entrepierna. Todavía le dolía la garganta y empezaba a sentirse tensa y
entumecida. «¿Qué me estás haciendo?».
«¿No te das cuenta?». Se volvió y la inmovilizó colocándola entre su
pecho y la pared más cercana. Con una mano le rozó un seno y jugueteó
con sus cabellos. En sus ojos había un fuego azul y furioso tras el que se
escondía una terrible soledad. «Te estoy matando, Alexandra».
«Ah. Vale». Ella le acarició los labios con sus dedos. Tenía una boca
fantástica. «¿Puedes darme un poco de amor antes?». La mano que le
acariciaba el pelo se convirtió en un puño. Le apretaba la boca tan fuerte
contra su frente que notaba perfectamente los afilados bordes de sus
dientes. Su voz se derramaba sobre ella, rápida y furiosa, en aquel
lenguaje que no comprendía. Y la besó. No en la boca, sino en los
párpados y en la nariz y en la barbilla y en la oreja; en cualquier lugar al
que pudiese llegar. Con sus labios le recorría el rostro. Después bajó más,
llegó hasta la ropa y ya estaba entre sus piernas, apretándose contra ella
y empezando a luchar para entrar en su cuerpo.
Quería sentirle dentro de ella. Quería que estuviera encima, en todas
partes, que la cubriera como una segunda piel. De repente otro hombre
apareció de la nada. Era más corpulento que Adonis y llevaba un traje
brillante de color verde oscuro como las hojas de un ficus.
«Vous la tuerez». Aquel gigantón verde cogió a Alex e intentó
separarla de Adonis. Pero no era tan guapo como él y además le estaba
haciendo daño.
«Je ne peux pas m'arreter».
La cosa se empezaba a complicar. Aquella sensación de
entumecimiento empezaba a extendérsele por todo el cuerpo y la estaba
convirtiendo en un maniquí. Tenía rígidos los músculos y no podía doblar
las articulaciones. La deliciosa presión que había sentido antes entre las
piernas se desvanecía a medida que el hombre del traje la apartaba de
Adonis.
Adonis se dejó caer al suelo. Respiraba con excitación y su cara
rezumaba agonía.
Alex quería regresar con él y decirle que lo sentía o cualquier otra
cosa, pero ya no lo veía. Tampoco podía respirar. Justo antes de sumirse
en la inconsciencia notó una boca sobre la suya.
«Respirez, docteur. Debes respirar». Era Adonis el semidesnudo de
nuevo. Estaba con ella en el suelo y la estaba obligando a respirar con su
propio aliento. «Vivez pour moi».
Si de verdad quería que respirara… ¿Qué hacía encima de ella? En
aquella posición, sobre sus muslos extendidos, pesaba muchísimo. Respiró
por ella de nuevo sellando sus labios sobre los de ella, haciendo que su

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pecho se ensanchara y que sus senos chocasen contra su pecho. Detrás


de él, el hombre del traje verde les miraba como un policía preparado para
poner una multa.
Estaba claro que, con aquel personajillo verde observando, no iban a
hacer el amor. Así que, ¿por qué narices les estaba mirando?
Alex era consciente de que se estaba muriendo. El corazón peleaba y
el pulso se le iba deteniendo. Era una lástima no poder hablar porque
podría haberle explicado cómo se practicaba la reanimación
cardiopulmonar. Pero Adonis estaba más ocupado haciéndole algo en el
brazo… Le estaba mordiendo el botón del puño de la camisa.
Vaya pérdida de tiempo, cuando ella hubiera muerto tendría que
volvérselo a coser. A menos que se lo cosiera la persona que le hizo aquel
tatuaje en el pecho. ¿Sabrían coser los tatuadores? ¿Podrían las
comadrejas hablar? Y aquel traje verde, ¿estaría hecho de hojas de ficus?
¿Y lo lavarían o directamente lo podarían?
«Alexandra, mírame».
Se quedó mirando aquellos ojos tan azules y furiosos mientras Adonis
la soltaba y se ponía a su lado. Dios mío, que ojos tan hermosos, de un
azul tan claro que solo mirar debía de dolerle. Aquellos ojos serían lo
último que ella vería en la vida. Y la verdad, no le parecía nada mal.
La comadreja de reflejos dorados saltó para ponerse al lado de Alex y
mirarla. Si la mordía en la nariz, utilizaría el último aliento de vida que le
quedara en el cuerpo para estrangular a aquel bichejo.
«Sabes de sobra que nunca ha funcionado», le dijo la comadreja a
Adonis. «Pierdes el tiempo con ella». «Sal de aquí». Parecía muy enfadado.
Alex no sentía lo mismo que él. Lo único que podía sentir era que la vida
se le escapaba. Un minuto más y las células de su cerebro empezarían a
morirse. ¿Recorrería el famoso túnel del que tantos pacientes que se
habían sobrepuesto a la muerte clínica le habían hablado? ¿La echaría
John de menos? ¿Estaría allí Audra, esperándola? «Seguro que, cuando me
vea así vestida, mamá me echará la bronca…».
Adonis apareció con otra copa de aquel horrible líquido rosa, pero
aquella vez no se lo tiró por encima, sino que se lo colocó en los labios.
«Bebe, bebe».
Alex bebió un sorbo, pero el amargo y frío sabor le produjo arcadas y
le hizo apartarse. «Puaj, no quiero más».
Adonis no retiró aquella bebida horrible, sino que la cogió por la parte
de atrás de la cabeza y le acercó la cara a la suya. Inclinó la copa otra vez.
«Tienes que bebértelo».
No quería escupírselo en la cara, pero aquel sabor le repugnaba y él
no hacía más que forzarla a bebérselo. El hielo —¿era hielo lo que sentía?
— le bloqueaba la garganta y no la dejaba respirar. Intentó tragar, pero los
músculos por debajo de la mandíbula estaban congelados. Ni siquiera
tenía suficiente aire para atragantarse. Se apartó para toser y el cabello
siguió su gesto. El líquido rosado se derramó sobre su uniforme y lo
empapó. No estaba frío ni caliente: quemaba. Alex oyó cómo se le
escapaba de los pulmones el último soplo de aire y se convertía en un
grito agónico.
Unas preciosas manos le enmarcaron el rostro. Los dedos le cerraron

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la boca, todavía abierta. Ante sus ojos aparecieron tres soles: dos azules y
uno rojo. Ardían como su cuerpo, como el mundo entero.
«Vivez pour moi».

—Aquí tiene su taza de té, Ilustrísima —dijo la señora Murphy cuando


entró en la rectoría pertrechada con un carrito en el que descansaba el
mejor juego de porcelana que tenía. El ama de llaves había preparado
también bocadillitos, bollos y su especialidad: auténtico pan irlandés—.
Puedo servirle un plato. ¿Qué le apetece tomar?
Hightower reprimió un suspiro. Desde que era adolescente había
tenido problemas con el peso y en la actualidad podía considerarse que
era obeso, pues pesaba ya ciento treinta quilos. Daba igual las veces que
le recordara este punto a la señora Murphy porque, cada vez que iba de
visita, la mujer intentaba cebarlo como a un cerdo.
—Ya me serviré yo mismo, gracias, señora Murphy.— August
Hightower esperó a que la sonriente mujer se largase de la estancia para
abrir su cartera de mano y sacar de ella la carta que le había llevado hasta
Saint Luke. Era la segunda que John Keller le había enviado. Algunas
frases muy claras y sorprendentes cobraban vida ante sus ojos.
«No opongo resistencia contra las acusaciones… No es una crisis de
fe, sino una toma de conciencia de la futilidad… De ninguna ayuda para la
Iglesia…».
La declaración de intenciones de John Keller no estaba enmarcada en
el formato de una renuncia; sin embargo, los sentimientos en ella
expresados eran tan válidos como si se tratase de un testamento. La
desaparición de su hermana era también motivo de aquella precipitación y
le daba mayor legitimidad para liberarse del sacerdocio y convertirse en
un ciudadano de a pie en menos de un mes.
Pero August no iba a permitirle a John que hiciera tal cosa.
Sentado y pensativo, se daba golpecitos con un extremo de la carta
en el voluminoso labio superior hasta que alguien llamó a la puerta. No
había llegado todavía el momento de utilizar el sentimiento de culpa de
John como argumento, así que introdujo de nuevo la carta en su cartera de
mano.
—Adelante.
August observó a su protegido. John Keller era un hombre alto, de
espalda ancha, espeso cabello negro, ojos grises y piel acaramelada fruto
de una herencia multirracial. El joven sacerdote tendría el mismo aspecto
estoico que de costumbre de no ser por su palidez y las arrugas alrededor
de los ojos y de la nariz.
—Buenos días, Ilustrísima —dijo John mientras se inclinaba sobre la
gruesa mano que le ofrecía August.
La descuidada premura con la que su protegido hizo una genuflexión
para besarle el anillo no le hizo ninguna gracia al arzobispo. Siempre
intentaba ver a los hombres que servían en sus parroquias como lo haría
un padre estricto pero justo, y siempre esperaba obtener obediencia y
deferencia de sus hijos diocesanos. La falta de veneración que le mostraba
John le resultaba más molesta que su carta porque desacreditaba a la

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autoridad eclesiástica que estaba por encima de él. Y sin Iglesia,


Hightower se quedaba sin argumentos.
Sin embargo, John Keller estaba en aquel momento bajo una terrible
presión y de momento podría dejarle marchar. De momento.
Aquel encuentro era preocupante. La orden lo había solicitado, en
contra del expreso deseo de Hightower. August sabía que, con un poco de
paciencia, podría llevar a John ante los Brethren. Pero la paciencia era algo
que no les interesaba. Sí les interesaba, en cambio, la desaparición de la
hermana de John, Alexandra. Todo aquello apestaba a maledicti. Los
Darkyn no podían recibir tratamiento médico por las vías normales, y una
cirujana con tanto talento sin duda podría serles de gran provecho.
«Si logran que sobreviva», pensó August. Los Brethren estaban lo
suficientemente preocupados como para barajar la posibilidad de matarla,
aunque antes tendrían que encontrarla, y la única familia que le quedaba
era su hermano John.
—Discúlpeme por no estar presente para recibirle como se merecía —
le dijo John.
—Apenas te he dado tiempo para que te vistas. —Le dio una
palmadita afectuosa en el hombro e hizo un gesto hacia un cómodo sillón
colocado al lado del suyo—. Siéntate, hijo mío. Hace ya casi cinco años
que regresaste de Sudamérica, ¿verdad?
La cautela se asomó a los ojos de John.
—Así es, Ilustrísima.
John y su hermana menor habían sido abandonados de pequeños y
habían vivido con familias de acogida. A veces, entre asignación y
asignación, habían vivido en la calle. Aquello fue antes de que la Iglesia se
interesara por ellos y organizase la adopción por parte de una pareja
blanca moderadamente acomodada.
Hightower había descrito aquel emparejamiento como algo casual, a
pesar de que tuvieron que convencer a los Keller, un matrimonio irlandés
de buenos católicos. El hecho de que por las venas de los críos corriese
una sangre mestiza y de que hubieran crecido en un ambiente casi salvaje
se convirtió en un obstáculo casi insalvable. Sin embargo Hightower se
aprovechó de la esterilidad de Audra e hizo que estuviera desesperada por
tener hijos. Una vez que ella se dio cuenta de lo urgentemente que
aquellos niños necesitaban un hogar estable que los alimentara, se
conmovió y convenció también a su marido. Lo que vino después —hablar
con el asistente social, tramitar el papeleo e ir al juzgado— se desarrolló
por las vías habituales.
No había sido la primera vez que Hightower organizaba una adopción,
ni tampoco iba a ser la última. Era muy tenaz con sus corderos
descarriados, tal y como John comprobaría más adelante.
—Tu carta de renuncia ha llegado hasta mí a través del responsable
de tu orden —dijo Hightower sin florituras—; la verdad es que me
sorprendió, por decirlo de una manera suave, su contenido. ¿A qué se
debe esta renuncia?
—Debería haberle llamado, Ilustrísima, pero sé lo ocupado que está.
—John relató rápidamente lo sucedido con el rapto de su hermana—. El
tiempo es vital en este caso, y me gustaría que se me dejara marchar para

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poder ayudar en su búsqueda.


John estaba utilizando la desaparición de su hermana como una
excusa para abandonar el sacerdocio, y no como una razón.
—¿Has hablado de este tema con la policía? —Cuando vio que el
joven sacerdote negaba con la cabeza, August suspiró—. Sinceramente,
John, creo que la policía es la que debe ocuparse de este asunto, y no tú.
—La policía recibe cientos de informes de personas desaparecidas
cada mes. No pueden encargarse de todos. —Se llevó la mano al cabello,
cuidadosamente cortado, y emitió un sonido de cansancio—. Es mi
hermana, Ilustrísima, solo me tiene a mí.
El arzobispo sabía que la voluntad de hallar a la hermana
desaparecida quería compensar una culpa que todavía le atormentaba. La
había abandonado después de la muerte de sus padres adoptivos. Aquello
siempre le había pesado enormemente, junto a otros conflictos internos
que le habían acompañado a lo largo de los años.
—John, cuando te hiciste sacerdote comprendiste que toda la vida
servirías a Cristo. Comprendo que esta situación sea muy difícil para ti. —
Cuando el joven sacerdote empezó a hablar, el arzobispo alzó la mano—.
Pero no se trata solo de tu hermana. Me preocupas tú y tu sentimiento de
duda. Quisiera que me dijeras la verdad. ¿Por qué te apartas de la llamada
de Dios?
Por un momento August pensó que había perdido definitivamente al
muchacho, hasta que vio la desesperación en los ojos oscuros de John.
—No estoy cumpliendo la promesa que le hice a Dios —admitió el
joven—. Prometí que siempre defendería la fe, pero ya no puedo hacerlo.
—Cuando eras joven me dijiste que querías ser un soldado de Dios —
le recordó August.
—Y así era… Y es.
—Pero sientes que no puedes defender la fe atendiendo a drogadictos
y prostitutas. —Le complació ver la expresión de sorpresa en la cara de
John—. No soy ajeno a la frustración que sientes en Saint Luke, hijo mío.
Lo cierto es que esperaba que me pidieras que te enviara a otro lugar
antes de llegar a este extremo.
—No puedo seguir, Ilustrísima. Tengo que encontrar a mi hermana.
Después… —Se detuvo—. Siempre puedo unirme al Cuerpo de Paz. Mi
hermana se pasó un año con ellos en el extranjero trabajando como
doctora.
Estaba bastante claro que John no había dedicado demasiado tiempo
a pensar qué haría tras abandonar el sacerdocio.
—Incluso aunque tu hermana tenga alguna influencia en el Cuerpo de
Paz, no podrías regresar a Brasil. El escándalo es demasiado reciente y el
gobierno brasileño no te dejaría entrar en el país. —Sin apenas darle
tiempo a asimilar aquellas palabras, el arzobispo prosiguió—. La Iglesia
tiene muchas misiones, John. Lo que quiero es que recapacites sobre el
papel que desempeñas tú en la fe. Has intentado seguir el camino
convencional que todo sacerdote debe recorrer, pero está claro que no
está hecho para ti. —Se detuvo un instante—. He venido hoy hasta aquí
para invitarte a que te unas a mi orden.
—¿A su orden, Ilustrísima?—John parecía triste y abatido—. Pensaba

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que era usted franciscano, como yo.


—Lo soy a un nivel oficial y burocrático. Pero mi auténtica orden es la
de les Fréres de la Lumiere —August sonrió—, «los Hermanos de la Luz»,
conocidos como los Brethren.
El joven sacerdote frunció el ceño.
—Nunca había oído hablar de ellos. Hizo un gesto de indiferencia.
—Muy pocos los conocen. No somos una orden de la Iglesia católica,
pero nuestra misión es protegerla. No se nos permite hablar de nuestra
misión ni de nuestras actividades con nadie de la Iglesia ni con nadie que
no esté vinculado a la orden, excepto en el caso de que se nos presente a
un candidato.
—¿Yo he sido presentado? ¿Por quién?
—Por mí. Desde el primer día en que te puse ese alzacuello he
esperado que te unieras a los Brethren. —El arzobispo suspiró y cogió un
bocadillito—. Usted y la señora Murphy acabarán con mí salud. —Después
de mordisquearlo, prosiguió—. Conoces la historia de la Iglesia, supongo.
John asintió.
—Tres miembros de la Orden de los Caballeros Pobres del Templo de
Salomón fundaron los Brethren en 1312. La confusión nubló la vista del
joven sacerdote. —Ilustrísima, yo mismo escribí un ensayo sobre los
Templarios. La mayoría fueron arrestados y ejecutados por herejes en
1307. El Papa disolvió la orden en 1312.
—Tienes razón en lo que respecta a la orden. Casi todos los
Templarios fueron asesinados y con justo motivo, porque la mayoría eran
unos mercenarios codiciosos. —Cediendo a los deseos de su estómago,
August se acabó lo que le quedaba del bocadillito y escogió otro—. Tres
supervivientes, conscientes del peligro que todavía existía, formaron la
orden sin que lo supiera el Papa.
John se agitaba en su asiento.
—Pero eso no aparece en ninguna de las historias que he leído. No
hubo ninguna orden que se formara de otra antigua.
—En aquel tiempo proteger a la Iglesia era mucho más importante
que estar a su servicio. El secretismo era esencial —apuró su té—. Esa
mujer sabe cómo preparar un buen té. Que Dios la bendiga. —Dejó la taza
en la mesa—. Durante la Edad Media, nosotros, los sacerdotes, éramos la
única luz en muchos lugares. Luchamos contra las plagas, contra tiranos
caprichosos y señores ladrones, además de pelear en guerras territoriales.
El propio pontífice intentó controlar políticamente una docena de países,
sobre todo para evitar que se fueran a pique. Las amenazas aparecían en
los lugares más insospechados. El poder de la Iglesia en aquellos tiempos
dependía enormemente de la estabilidad de gobiernos afines. Y todos
estaban desesperados con esos maledicti. La maldición de los condenados
existe todavía en la actualidad, y por eso les damos caza.
—¿Los condenados?—La boca de John se volvió una mueca amarga—.
¿De quién estamos hablando? ¿De los luteranos?
August volvió a llenar su taza.
—Cazamos a los vrykolakes.
—¿Perdón?
—Veo que no dominas tanto el griego como el latín. —El arzobispo lo

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miró con una sonrisa de satisfacción—. Los maledicti están condenados


porque son el mal que no muere, John. Son vampiros.

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Capítulo 7

Michael Cyprien era consciente del peligro del éxtasis y de la servitud.


Nunca había cometido el error de creerse inmune a la oscura danza entre
el Darkyn depredador y la presa humana. Evitaba perder el control, del
mismo modo que evitaba el cobre, el fuego o cualquier otra cosa que
pudiera separarle la cabeza del cuello.
Su error radicaba en asumir que el control era totalmente mental y no
físico.
No pudo alimentarse antes de la operación porque el único modo de
sumergirse en los recovecos de la mente y quedarse allí mientras la
doctora operaba era renunciar a toda alimentación. La disciplina también
le había sido de gran ayuda para soportar las torturas de los Brethren. Sin
embargo, aquel esfuerzo por permanecer en un estado de
semiinconsciencia hasta que acabase la operación le había llevado a un
estado de necesidad que nunca antes había experimentado en los siete
siglos desde que se había levantado de su tumba; ni siquiera tras la
tortura.
Ver a Alexandra por primera vez había hecho que regresara el viejo
dilema. Se había sorprendido tanto al abrir los ojos y verla ante él, con la
bata ensangrentada. Phillipe le había dicho que era menuda, pero no le
había dicho nada sobre lo perfectas y proporcionadas que eran sus curvas.
Tampoco había mencionado la esbeltez de su cuello, la dulce firmeza de
sus pechos o el elegante arco que formaban sus caderas. Y qué decir de
aquellas gráciles manos y de los esbeltos dedos.
Las manos que le habían devuelto el rostro.
La parte superior de la cabeza de Alexandra apenas le llegaba a la
mitad del pecho, y cuando bajó la vista para mirarla, la luz formó un millón
de reflejos dorados y rojizos en la corona de sus oscuros rizos. Tiziano
habría adorado su cabello y sus ojos, a pesar de ser tan sencillos y
marrones; tanto, que podrían parecer corrientes. Tal vez lo que le
fascinaba de ellos era la tranquila dignidad y la atroz experiencia vital que
reflejaban. Ni siquiera su boca de rosa, con aquellas curvas de pétalo que
le hacían sentir un dolor antiguo, podía distraerle de sus ojos.
Aquello también había sido un error. Lo había sabido bien desde el
momento en que el perfume que provocó el éxtasis y la servitud había
empezado a emanar de su piel. Nadie sabía qué extraño proceso corporal
era la causa de que los Darkyn poseyeran perfumes embriagadores; pero,
una vez que el cuerpo tomaba las riendas, poco o nada podía hacer la
víctima por resistirse. Alexandra era suya desde mucho antes de que él se
hubiera levantado de la mesa de operaciones para poseerla.
Cuando Michael se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, ya era
demasiado tarde. Ella lo había llamado y él la había mirado; la danza de la
muerte había empezado.

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Michael nunca había evitado el éxtasis, pero nunca había sido


consciente de que comportaba un hambre tan exquisita.
Se estaba alimentando de ella… Sentía cómo la carne se hacía jirones
y se derramaba la sangre. Mientras sucedía, sabía que la estaba matando.
Se estaba llenando de ella y la estaba conduciendo a las regiones de los
sueños sangrientos, donde la danza finalmente se acabaría. Una vez allí la
culpa y la rabia —él no la había atacado voluntariamente— hicieron que
aquellos sueños se volvieran insoportables.
Michael se negó a dejarla morir.
Alexandra se apagaba y le dejaba solo en aquellos sueños.
Michael no había experimentado la servitud desde que renació como
Darkyn, así que le llevó algún tiempo encontrar la salida. Temía además lo
que podría hallar cuando se despertase.
«Ella me ha salvado. ¿Y por eso yo la he matado?». Michael cerró sus
ojos recién reconstruidos mientras recordaba lo que le había hecho a
Alexandra. A pesar de lo que él había ordenado, la habían dejado a solas
con él. Cuando Phillipe los había separado, Michael había recuperado la
claridad, y aquello le había vuelto loco. Recordó que había vertido su
sangre en la herida abierta que tenía Alexandra y que, después, le había
hecho un desgarro en el brazo y la había obligado a beber su sangre.
¿Por qué lo había hecho? La sangre de los Darkyn envenenaba a
cualquier ser humano que estuviera expuesto a ella. Ya se lo había dicho.
«Te estoy matando, Alexandra».
«¿Puedes darme un poco de amor antes?».
Aquello le golpeó como un puñetazo. Ella le había pedido amor y él le
había dado muerte. Después, una segunda oleada de deseo y de
exterminio se había apoderado de él con más fuerza; así que volvió a
atacar.
«Fiyez pour moi», le repetía una y otra vez cuando Phillipe le había
separado ya de ella. «Vive por mí».
En los delirios de la servidumbre, Michael se había convencido a sí
mismo de que podía salvarla gracias a su propia sangre. Que ella, a
diferencia de los demás, sobreviviría. «Alexandra me ha salvado y yo la he
matado». Cuando por fin Michael emergió de los sueños sangrientos y
regresó al mundo real, abrió los ojos por segunda vez desde su regreso de
Roma.
«Párpados. Tengo párpados otra vez». Como había recuperado la
visión, apartó las cortinas de la cama antes de levantarse.
—¿Phillipe?
—Estoy aquí, señor. —El senescal le ofreció su bata.
Se puso los pantalones y empezó a caminar. La cabeza le daba
vueltas.
—¿Dónde está? —Todavía podía oírla ahogándose, sentía aquel suave
y angustioso sonido en sus oídos—. ¿Arriba? ¿Qué le he hecho?—Tal vez
no fuese tan terrible como lo que recordaba, la servitud jugaba malas
pasadas y hacía que lo real se volviera irreal.
—Se ha ido, señor. —Phillipe le siguió por las escaleras—. Le dije a su
tresora que se marchase también.
Michael se detuvo y se volvió hacia él.

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—¿Por qué?
—Tiene miedo de lo que usted vaya a hacerle. —Le explicó todo lo
que había sucedido: Éliane le había dicho que se fuera de la sala después
de la operación y había dejado a Alexandra a solas con Michael, encerrada
—. Si hubiera sabido lo que tramaba le habría detenido, señor. O la habría
matado a ella.
Michael se dejó caer en la silla más cercana con la cabeza en las
manos. Los ojos —aquellos ojos que Alexandra había devuelto a la vida
gracias a sus habilidosas manos y a su gran corazón— le ardían por la
rabia.
—¿Pasó todo como lo recuerdo? ¿La hice mía?
—Sí. —Phillipe se frotó la sien—. Cuando regresé, usted había
empezado con la servitud y la doctora… —Negó con la cabeza.
Alexandra. Cuando por fin era capaz de ver su rostro, ya solo podría
recordarlo. La culpa era tan intensa que casi lo desgarraba por dentro,
como un ave de rapiña clavándole sus afiladas garras.
—¿Qué has hecho con el cuerpo?
—No ha muerto. —Phillipe dio un paso atrás—. Todavía no.
Michael se levantó de la silla, exquisitamente tallada, con tanta
violencia que el laborioso reposabrazos se partió.
—¿Qué acabas de decir?
El informe, enviado por fax desde Chicago por el máximo responsable
del Jardin, quien, a su vez, le había hablado por primera vez de la doctora,
era conciso pero completo. Las autoridades la habían encontrado viva en
uno de los lavabos del aeropuerto de O'Hare. La habían llevado a un
hospital de la ciudad y estaba en cuidados intensivos con pronóstico
grave.
Michael lo leyó tres veces, pero el sobrecogimiento le impidió calcular
cuánto tiempo había pasado.
—¿Esto ha llegado hoy? —El senescal asintió—. ¿Cuánto tiempo he
pasado en este estado?
—La operación le dejó muy débil y pensamos que era necesario…
—¿Cuánto tiempo?—gritó Michael. Phillipe humilló la cabeza.
—Cinco días, señor.
Cinco días. Casi la misma cantidad de tiempo que necesitó Dios para
crear el mundo.
Arrugó el papel y lo dejó caer al suelo, hecho una bola.
—Estaba muerta cuando salió del sueño. No respiraba.
—Yo también lo creía. —El senescal parecía indispuesto—. Hice que
nuestros hombres la llevaran a Chicago y les di órdenes de que
abandonaran el cuerpo donde pudiera ser hallado. Lo hice… por su familia.
Tiene un hermano, un amante…
Michael apartó a Phillipe con la mano. El senescal se dio de bruces
contra la pared. Merecía un mayor castigo, pero no iba a permitirse dejarlo
inconsciente. En su lugar prefirió salir de la mansión y dirigirse al Jardin,
donde los encuentros amorosos solían tener lugar. El sol se estaba
poniendo y los rayos dorados acariciaban las más de cien rosas en flor que
había en el Jardin. Se sentó en uno de los bancos de hierro forjado y miró
al infinito. Quería que su mente comprendiera lo que había pasado.

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Michael había vivido como Darkyn desde que murió como hombre en
el siglo XIV. La sangre humana era su único alimento pero, con el paso de
los años, él y los de su especie comprendieron que no tenían por qué
matar. Alimentándose de pequeñas cantidades de sangre podían
sobrevivir y librarse de la locura del éxtasis y de la servitud, que tanta
destrucción provocaba en la mente de las víctimas. Además, de aquel
modo no peligraban las vidas de los humanos que les abastecían, puesto
que para saciarlos era necesario quitarle toda la sangre a un cuerpo.
—Debería haber muerto hace cinco días —le dijo a Phillipe, quien le
había seguido hasta el Jardin—. Era mía. Le di el éxtasis y la hice mía. —
Todavía podía notar su sabor—. ¿Fue todo una ilusión?
—No, señor.
Si el ataque no había podido con su cuerpo, el éxtasis haría que
olvidase todo lo sucedido. Miró a su senescal, quien se estaba secando los
últimos restos de sangre de la nariz.
—No debería haberte pegado. Perdóname.
—No ha sido nada. —Y era bien cierto, puesto que, como él, se curaba
inmediatamente.
—No lo entiendo. —Miró las rosas y se dio cuenta de que podría
volverlas a pintar. Alexandra no solo le había devuelto la vista, sino
también las manos y el arte—. ¿Cómo puede seguir con vida?
—No lo sé, señor.
Un miedo terrible le sobrevino. Si Alexandra sobrevivía después de
estar expuesta a la sangre de los Darkyn, aquello significaba que era el
primer ser humano en lograrlo en siglos. Fuera lo que fuera lo que la había
salvado, la convertía en un bien muy preciado, a menos que él pudiera
reclamarla primero.
—¿Quién más lo sabe?
—Su tresora.
—No le digas nada a nadie. —Se levantó del banco—. Trae de vuelta a
Éliane a la mansión de inmediato. Y vigílala. —Al adentrarse de nuevo en
la casa, un espejo le devolvió su reflejo. Se detuvo para mirarse. La nariz
era un poco más larga y la mandíbula estaba más definida, pero aquella
cara reflejaba exactamente la de su retrato. Se lo había devuelto todo—.
Organízalo todo para volar mañana a Chicago.
—Señor, no puede usted viajar a Chicago.
—No tengo alternativa. Era mi sangre. Alexandra es mi sygkenis. —Se
volvió para mirar a su senescal—. Tengo que encontrarla antes de que
cambie por completo.
Phillipe frunció el ceño.
—¿Por qué?
Su senescal nunca había convertido en un monstruo a un humano,
pero Michael sí lo había hecho.
—Porque todavía es lo suficientemente humana como para matar.

John pestañeó. O bien estaba sufriendo alucinaciones auditivas o bien


Su Ilustrísima el arzobispo de Chicago le acababa de decir que su orden se
había creado para proteger a la Iglesia católica de la antigua pero vigente
amenaza de los vampiros.

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«Estoy alucinando».
—Perdóneme, Ilustrísima. Me decía usted que los maledicti son…
—Vampiros —le repitió Hightower con expresión paciente—. Almas
endemoniadas y condenadas eternamente que se alzan después de la
muerte y se alimentan de la sangre de los vivos. Mi orden les ha dado
caza y los ha destruido desde el siglo XV.
John no dijo nada, porque no había nada que decir. Siempre había
sentido un gran respeto por el arzobispo, que tanto había puesto de su
parte para fortalecer y mantener viva la fe en las parroquias de la ciudad.
Sintió pánico un instante al pensar que tal vez habría perdido la razón y
debería comunicárselo a sus superiores.
«Sí, claro… Llama a Roma y di que el arzobispo se ha vuelto loco.
Después de lo que pasó en Río, seguro que te creerán tanto como tú crees
en los vampiros».
Una de las menudas y oscuras cejas de Hightower se arqueó en una
mueca.
—Veo cierto escepticismo, ¿no?
—No deseo contradecirle, señor —dijo escogiendo cuidadosamente
sus palabras—, pero, por lo que yo sé, los vampiros son tan solo un mito.
Existen tan solo en los cuentos populares, en las novelas escabrosas y en
las películas malas.
—No tienes por qué disculparte, hijo mío. Yo pensaba exactamente lo
mismo antes de unirme a los Brethren. Por suerte, aquí tengo una prueba.
—Se volvió para mirar hacia la puerta—. Padre Cabreri, ¿podría unirse a
nosotros? —Y, a continuación, se dirigió a John—. Cario es también
miembro de mi orden, así que puede unirse a nosotros.
El ayudante de Hightower apareció con una cinta de vídeo sin
etiquetas. Se la dio a John antes de sentarse a la izquierda del arzobispo.
—Compruébalo tú mismo —le dijo Hightower.
Tenía dos opciones: le evitaba al arzobispo el mal rato o bien ponía la
cinta.
—Su Ilustrísima me halaga pero… No puedo…
—Basta de perder el tiempo y pon la dichosa cinta ya, Johnny. —
Hightower se acomodó en la silla. Mientras, Cabreri escogió uno de los
bocadillos que había en el carrito—. Cuando la hayas visto hablaremos de
lo que puedes hacer y de lo que no.
John cogió la cinta y la insertó en el aparato que descansaba encima
de la televisión. Le dio al play.
Tras unos momentos de interferencias apareció una imagen. La
calidad de la filmación era muy mala y no tenía sonido, pero aun así era
posible ver lo que sucedía al otro lado de la lente. Tres monjes, vestidos
con extraños hábitos, estaban arrastrando a un hombre malherido y
desnudo hacia lo que parecía ser una mazmorra.
—Es una sala de interrogación. —El té gorgoteaba en la tetera a
medida que Hightower rellenaba su taza—. Los vampiros anidan juntos,
como alimañas que son. Cuando apresamos a uno de ellos le interrogamos
para que nos indique dónde están los demás.
El hombre desnudo, cuyas piernas negruzcas presentaban graves
fracturas y cuyos pies se habían convertido en manchas informes de carne

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machacada, peleaba mientras le ataban las manos a un enorme pilón


vertical de piedra. Su cara ensangrentada se retorcía en un alarido casi
animal, pero sus labios permanecían sellados.
Como tenía gran experiencia con las verjas —no podía recordar
cuántas había saltado— John reconoció el objeto con el que estaban
atando al prisionero.
—¿Por qué utilizan alambre de espino para atarlo?
—Está hecho de cobre, el único material además del fuego que puede
hacerles daño. —La mano del arzobispo apareció rápidamente para
sofocar un pequeño regüeldo—. Perdón. Cuando se les aparta el alambre
de su pecaminosa carne, el dolor no dura demasiado. Fíjate en las heridas.
John se quedó de piedra cuando vio que las heridas que tenía el
prisionero en los brazos dejaban de escupir sangre. Empezaron a hacerse
más pequeñas y a cerrarse, por más imposible que aquello pareciera. El
estómago se le hizo un nudo, no solo por ver aquel horror, sino por
comprobar que ya lo había visto antes en sus pesadillas.
Ya lo había visto aquella noche, en el callejón. Acurrucado en una
maltrecha caja de cartón, con los brazos rodeaba a Alexandra. Estaba muy
quieto para que la cuerda deshilachada que tenían alrededor de la cintura
no se les clavara en la piel. Se habían escapado de la casa de acogida
hacía una semana y John utilizaba la cuerda cada noche para despertarse
si alguien intentaba quitarle a su hermanita. Como el malnacido de la
tienda de dulces de la esquina, quien le había ofrecido cien dólares por
pasar una hora a solas con Alexandra, de tres años, en el almacén trasero.
Probablemente todavía estaría escupiendo los dientes que John le había
arrancado de un puñetazo.
Se oyeron unas risitas cercanas.
—Ji ji ji … —Alguien se acercaba con paso vacilante—. Jijiji…
Sería un yonqui o tal vez un loco. Había muchísimos en la calle. John
aguantó la respiración y rezó para que las pisadas se alejaran. De repente,
alguien rompió el cartón que utilizaban como tejado y el cielo nocturno y
una parte de la pared del callejón aparecieron ante sus ojos. John agarró
su tubería. Dos manos enormes y horripilantes se introdujeron en la caja,
buscando a tientas. Las golpeó con la tubería y, antes de hacerlo por
segunda vez, arrastró el dentado borde de la tubería para coger impulso.
Corría la sangre por uno de los antebrazos. Los labios de John dibujaron
una mueca de espanto.
—Ya te tengo, hijo de perra cabrón mierdoso.
No podía respirar, el monstruo le había clavado una de sus manos en
el cuello. Los ojos se le salían de las cuencas y los huesos del cuello le
crujían. Mientras se resistía, Alexandra empezó a retorcerse y a chillar.
Miró hacia arriba para ver dónde podía golpear y vio que la herida del
brazo empezaba a arrugarse y a cerrarse. Abrió más los ojos para ver si
era cierto…
Todo había sido una pesadilla. John se despertó a la mañana siguiente
dentro de aquella caja y en el mismo callejón, atado a su hermanita.
Seguía estando hambriento y viviendo en la calle, pero estaba vivo. Buscó
pruebas de lo sucedido, pero no tenía ningún morado en el cuello ni
tampoco había sangre en la caja o en los alrededores. Lo único extraño

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era que la tubería había desaparecido. Pero nada más. Aquello nunca
sucedió.
—John.
Alzó el rostro. Tenía la mirada perdida. Cabreri y el arzobispo le
estaban observando.
—¿Qué?
—Has apretado el botón de pausa —le indicó Hightower
amablemente.
John se peleó con el mando hasta que logró que la cinta funcionase
de nuevo. Los tres monjes habían cogido tres pequeños frascos de una
mesa, les habían quitado el corcho y habían empezado a derramar el
contenido sobre el prisionero, quien había empezado a retorcerse. Parecía
tratarse de algún tipo de ácido, por las laceraciones del pecho, del que
salía humo. ¿Era aquella la razón por la que tenía negras las piernas? ¿Se
las habrían quemado antes de partírselas?
De niño, John se había juntado con ladronzuelos de poca monta y se
había enfrentado a borrachines y a mendigos. Sabía lo que era un montaje
cuando lo veía, pero aquello parecía real.
—Le están torturando.
—Sí.
—Con ácido.
—Con agua bendita —le corrigió Hightower—. Eso es lo que contienen
los frascos.
Miró a la pantalla y después a su tutor. No sabía qué decir, y soltarle
«y una mierda» al arzobispo no le parecía lo más adecuado.
Cabreri le dedicó una sonrisita siniestra y habló por primera vez.
—He visto con mis propios ojos cómo se queman. Es como si la
ardiente mano de Dios se posara sobre ellos.
Podría tratarse de algún efecto especial, como en el caso de la
famosa grabación de la autopsia de un extraterrestre, aunque, de ser así,
la calidad del vídeo podía haber sido mejor. Y, de todos modos… ¿para
qué grabar una falsa tortura de un prisionero?
Ninguno de los monjes enseñaba su rostro ante la cámara, aunque
estaba bastante claro que estaban interrogando al prisionero. De vez en
cuando paraban y se acercaban, inclinándose sobre el hombre maniatado,
quien, por toda respuesta, les enseñaba los dientes, desafiante.
John apreció que la dentadura era perfectamente normal.
—Se hacen llamar «Darkyn» —dijo Hightower con suavidad—.
Creemos que estas criaturas empezaron a alzarse de sus tumbas en el
siglo XIV, justo después de la peste negra. Sus familias empezaron a
llamarles «Dark kin», pensando que al principio se les había enterrado
vivos, cosa que solía pasar en aquellos tiempos con alarmante
regularidad; pero después empezaron a alimentarse de gente.
John se preguntaba cómo debía de haber sido aquello, puesto que no
tenían colmillos.
—Supongo que se levantaron de sus tumbas para vagar por la noche
en busca de sangre, ¿no?
—Pueden tolerar la luz del sol, pero son más fuertes por la noche. El
ajo no les causa ningún daño, pero sí el agua bendita. Concretamente, la

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que ha pasado un tiempo en un recipiente de cobre. El agua de nuestra


orden se almacena en cisternas de cobre desde el siglo XV.
A John ya no le cabía ninguna duda de que Hightower había perdido la
cabeza.
—Ilustrísima, ¿le ha enseñado usted esta cinta a sus superiores?
—No, hijo mío. Roma no sabe nada. Solo los miembros de mi orden
pueden conocer los secretos de los Brethren. —Su sonrisa se desvaneció
—. Estos discípulos de Satán tienen poderosos aliados. Cuando por
primera vez se levantaron de entre los muertos y regresaron a nuestro
mundo, sus familias los entregaron a la Iglesia. Y más tarde los ocultaron
para que no los encontráramos; hecho muy comprensible porque, por
aquel entonces, si los Templarios hallaban a algún maledicti viviendo en
familia, los encerraban a todos, humanos y Darkyn, en la iglesia más
cercana. Y después le prendían fuego.
Mareado por aquellas fantasías, por la visión de aquel torso desnudo
y por el ácido que derramaban sobre los huesos rotos de los muslos, John
buscó el control remoto para detener la cinta.
—Ya he visto suficiente. Voy a apagarlo ya.
—Todavía no —le advirtió Hightower—. Todavía tienes que ver el gran
final.
Otro hombre, corpulento y vestido con un abrigo negro, entró en la
habitación. Los monjes se volvieron hacia él e intentaron arrojarle el ácido,
pero se movía tan rápido que era imposible. Acabó quitándoles los
frasquitos de las manos. Le dio un puñetazo tan fuerte en la cara a uno de
los monjes que su muñeca desapareció unos instantes. John tragó bilis
cuando vio que, con un movimiento de la mano, el hombre le arrancó la
cabeza al monje. El cuerpo decapitado cayó al suelo de piedra, sobre el
que también se derramaron sangre y ganglios.
El hombre del abrigo negro agitó en el aire la cabeza y la lanzó como
si se tratase de un moco que tenía pegado en el dedo.
John había visto cosas horribles, pero nada tan grotesco ni crudo
como aquello.
—Dios santísimo.
—Los otros dos monjes retiraron el alambre de espino y se lo lanzaron
al intruso, quien lo cogió en sus manos, lo enderezó y empezó a fustigar a
los monjes con él. Cuando estaban ya de rodillas, con la cara
ensangrentada y encogidos, dejó caer el alambre. Con la bota le dio una
patada tan fuerte en la cabeza a uno de los monjes que chocó con la del
otro monje. A John le pareció escuchar cómo se rompían los cráneos.
Cuando los dos monjes se cayeron al suelo, el intruso empezó a pisarles
las cabezas con las botas una y otra vez hasta que no quedó nada más
que una masa informe.
Lo de la tortura podía haber sido un engaño, pero aquello era real.
John tragó bilis.
—¿Dónde sucedió todo esto?
—En Dublín —dijo Cabreri—. El demonio liberó a cuatro de los suyos y
mató a veinte hermanos.
—A todos los que allí moraban —suspiró el arzobispo—. Que Dios
acoja sus almas.

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El último minuto de la película mostraba al hombre del abrigo negro


liberando al desnudo y maltrecho prisionero y sacándolo de la sala en
brazos. Antes de salir, miró a la cámara y agarró la lente. El cristal se
empezó a resquebrajar—«¿de verdad estaba rompiéndolo con una
mano?»— y la imagen desapareció.
—Ya puedes apagarlo —dijo Hightower, sobresaltándole de nuevo.
John pulsó el botón, se incorporó y caminó hasta la ventana. Fuera, un
grupo de niñas negras estaba saltando a la comba enfrente del templo.
Cantaban una canción de gueto en argot con voces agudas y alegres
mientras mantenían el ritmo rápido con los pies.
Señor, señor, quiere darle un beso a mi hermana,
mamá, mamá, yo le vi besar a Tawanda,
un, dos, tres, cuatro, ábrele la puerta de atrás,
cuatro, cinco, seis, siete, quítate los pantalones y sube
al cielo…

John quería estar allí afuera con ellas, con aquellas pequeñas. No
tenía mucho que decirles sobre lo que cantaban acerca del sexo ilícito,
pero seguro que por lo menos podía seguir el compás de las cuerdas.
—¿Cuándo sucedió?
—Hace cinco días. —Hightower inspeccionó el carrito y le frunció el
ceño a Cabreri cuando vio que el plato de los bocadillitos estaba vacío—.
Tuvimos algunos problemas con el Garda, pero ya está todo solucionado.
Cabreri, que había devorado todos los bocadillos, tomó uno de los
dulces y lo engulló con avidez.
El apetito de aquel sacerdote italiano fue la gota que colmó el vaso.
—Discúlpeme, Ilustrísima.
John abandonó a toda prisa la estancia, giró a la derecha y entró en el
lavabo de hombres, donde apenas llegó a la pila para intentar devolver.
Pero no podía, su interior se había vuelto de piedra. Apareció una
servilleta de papel mojado a su lado. Alzó la vista y vio al padre Cabreri.
—Sabes que todo es real —le dijo Cario—. Y por eso estás así. Te
necesitamos, únete a les Fréres de la Lumiere y ayúdanos.
Las imágenes grotescas que había contemplado no le abandonaban.
Estaba mareado.
—Parece que conoces bien los métodos de tortura.
—Hay que actuar. Y, a veces, hacer cosas horribles. —Cabreri se
encogió de hombros.
John quería pegarle. Salir y gritarle al arzobispo. La amenaza real era
aquella sociedad secreta que creía en vampiros y que torturaba a gente
inocente.
Por fin, un enemigo real al que combatir: la supina ignorancia. Se
uniría a aquella orden y les exigiría que dejaran aquella misión ridícula. Si
no podía, reuniría la suficiente información como para denunciarles ante
Roma. Seguro que la Iglesia no iba a pensárselo ni dos minutos y los
juzgaría.
—Estoy listo para unirme a los Brethren —le dijo John al italiano—.
¿Qué tengo que hacer?
Cabreri sonrió como un niño.
—Haz las maletas.

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Capítulo 8

—… en todas las salas de urgencias del estado de Illinois —estaba


diciendo Grace Cho cuando Alex abrió los ojos—. ¿Sabes cuántas hay?
Seguro que no.
Alex abrió los ojos para ver dónde se encontraba. Las paredes eran
blancas, así como los azulejos, y las cortinas que pendían de un raíl en el
techo de gotelé eran de plástico azul. No había flores ni tarjetas pero sí
una docena de monitores portátiles. Estaba en la habitación de un
hospital. A través de las cortinas podía ver la habitación de al lado, en la
que había una mujer anciana inconsciente conectada a un respirador.
«Cuidados intensivos. ¿Qué hago yo aquí?».
Grace suspiró.
—Bueno, pues ya te lo digo yo: hay muchas. Y he llamado a todas.
—Gracias —dijo Alex con voz ronca. ¿Era aquel horrible graznido su
voz? Y de serlo, ¿quién le había pasado una lija por la laringe?
—¿Eh?—Los estrechos ojos oscuros se abrieron de par en par antes
de que la mujer diera un bote y saltara de la silla para cogerle la mano a
Alex—. ¡Estás despierta! Madre mía, ya les dije yo que eras una tía dura
de roer, joder. —La responsable de su oficina rompió a llorar.
Le dolía mucho la garganta, la cabeza y hasta las pestañas. Se sentía
tan débil como un recién nacido y se asustó. No podía levantar la cabeza,
ni siquiera girarse hacia un lado. En su mano había un catéter, cuya aguja
le pinchó al flexionar los dedos para apretar los de Grace.
—Tranqui, Gray.
—Pero bueno, ¿qué te pasó?
—Ya verás. —No tenía ni la más remota idea de cómo había acabado
en cuidados intensivos, pero el estado en el que se encontraba le decía
que debía estar agradecida por seguir respirando. Cerró los ojos y apretó
la mano de Grace para recuperar un poco de fuerza—. Me pondré bien.
Siete minutos más tarde entraron en la habitación tres enfermeras
acompañadas por Charlie Haggerty.
—¿Alex?
Miró aquel rostro con barba, el cuerpo alto y larguirucho. Sus ojos
marrones parecían enfadados. «Algo no va bien. ¿Por qué está así?».
—¿Tienes alguna tostada, cielo?
Charlie les pidió a las enfermeras y también a Grace que salieran. La
examinó él mismo.
Alex respondió a todas sus preguntas, pero cuando le volvió a colocar
bien el camisón ella le hizo otras tantas.
—¿Por qué estoy aquí? ¿Cuánto tiempo hace que estoy en el hospital?
¿He tenido un accidente?
—Te trajeron aquí ayer por la noche, estabas inconsciente y habías
perdido muchísima sangre. —Se quitó el estetoscopio de los oídos y dejó

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

que le colgara del cuello—. ¿Quién te ha hecho esto? ¿Dónde te llevó?


¿Pudiste verle la cara?
Negó con la cabeza.
—No me acuerdo de nada. No sé qué ha pasado.
—Nena, tienes que recordarlo. —Charlie se le acercó y tomó su mano
entre las suyas—. Desapareciste hace una semana. Ayer te encontramos
porque una señora tropezó con tu cuerpo en los servicios del aeropuerto.
La policía está analizando las huellas que se encontraron en tu coche, que
estaba aparcado en uno de los aparcamientos del aeropuerto, pero
todavía no saben de quién son.
Aquello no parecía de gran ayuda. Se miró.
—¿Tengo alguna lesión?
—No tienes nada, te examinamos pero no ha habido violación ni
relaciones. No tienes ni un rasguño. Ni siquiera muestras de que te hayan
pinchado. —Se inclinó y la besó. Le mojó la frente y las mejillas con sus
lágrimas antes de abrazarla y atraerla hacia él—. Dios mío, Alex, pensaba
que iba a perderte para siempre.
La abrazó tan fuerte que hizo que quisiera separarse de él, pero dejó
que la abrazara para que se desahogara y se olvidara de lo sucedido. Ella
no sentía nada, era muy extraño. Parecía que algo evitara que sus
emociones afloraran; tal vez se debía a la pérdida de sangre y a lo débil
que se sentía.
Como le sucedía a Charlie, muchos de los nerviosos colegas de Alex
no hallaban explicación al hecho de que Alex casi se había desangrado y
no había herida alguna que justificara aquella abundante pérdida de
sangre. Alex no podía ayudarles, lo último que recordaba era que había
salido del hospital en dirección al aparcamiento. Y después ya estaba en
cuidados intensivos escuchando quejarse a Grace.
Estaba claro que la habían secuestrado, aunque no lograba averiguar
por qué, ni cuándo ni dónde. Y mucho menos quién lo había hecho. No se
acordaba de nada, probablemente porque la experiencia habría sido muy
traumática; tampoco se explicaba cómo podía haberse llevado a cabo
aquel secuestro, pues no había restos de drogas en su sistema ni lesiones
cerebrales. El agente de policía que acudió a tomarle declaración le
confirmó —como ya lo había hecho Charlie— que había estado
desaparecida seis días.
Tras pasar los tres últimos días sometida a todas las pruebas
imaginables para intentar explicar la pérdida de sangre y no encontrarle
explicación alguna, los colegas de Alex decidieron darse por vencidos y
dejarla marchar. Charlie la llevó a casa en coche y la ayudó a instalarse.
—Puedo avisar a tu hermano —dijo Charlie con ojos preocupados—. O
quedarme a dormir, si te apetece estar acompañada.
John había ido a verla mientras había estado en cuidados intensivos
pero, según una de las enfermeras, ella estuvo durmiendo el tiempo que
había durado aquella visita. El sacerdote le había dejado una tarjeta en la
que se especificaba la fecha y la hora en la que se le había dedicado una
misa en Saint Luke. También había escrito muy brevemente que se
marchaba a Roma en una semana. Curiosamente, no le preocupó en lo
más mínimo aquella falta de preocupación de su hermano ni tampoco que

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se marchara.
Se pondría bien y John no tendría problemas. Todo saldría bien.
Estaba segura.
—No, gracias, Charlie. —Después de que la hubieran estado
toqueteando y pinchando tanto últimamente, le apetecía estar sola.
Añadió impulsivamente—: Deja ya de preocuparte, que no me he muerto.
—Como quieras. —La besó en la frente—. Descansa. Vendré a verte
por la mañana antes de empezar con las visitas.
Cuando se marchó, Alex apagó todas las luces y se sentó a oscuras.
Estaba muy extrañada porque no sentía nada después de todo lo que le
había pasado. Cualquiera que hubiera pasado por lo mismo que ella
tendría derecho a estar histérico o por lo menos preocupado, y sin
embargo ella estaba bastante tranquila. Desde que se había despertado
en cuidados intensivos se había sentido así. Además estaba expectante y
no tenía ni la más remota idea del porqué.
«Sé que espero algo, pero… ¿el qué?». ¿Habría quedado con alguien,
tendría alguna cita que hubiera olvidado como todo lo que había sucedido
en aquellos seis días? No se trataba de ningún paciente porque Grace
había desviado todos sus casos a un par de colegas. Luisa también estaba
bien atendida. Así que fuese lo que fuese lo que le rondaba no tenía nada
que ver con su profesión. «Tranquila, no te pongas nerviosa. Ya te
acordarás».
Apareció una hora después de que Charlie se marchara. Llamó al
timbre.
«Ya era hora». Alex quería irse a dormir, pero prefería solucionar
aquel asunto antes.
El hombre que apareció en la puerta era más guapo de lo que se
esperaba. Era alto, delgado, llevaba un bonito traje gris y una gabardina
negra. Llevaba también un maletín como el de un abogado, aunque tenía
el pelo demasiado largo para trabajar en los tribunales.
«Como la melena de un león», pensaba Alex, admirando aquella
cabellera. Era raro que el pelo que le enmarcaba el rostro fuese de un
blanco tan intenso. Era joven, no tendría más de cuarenta años. Aquella
fragancia a rosas hizo que su nariz no pudiera resistirse a aspirarla antes
de sonreírle.
—Hola.
—Buenas noches, doctora Keller. —Su voz era grave y dulce y tenía
un característico acento francés—. ¿Puedo pasar?
«¿Conozco a algún francés?». Alex no había dejado entrar en su casa
a ningún desconocido antes, pero en aquel momento le pareció ridículo no
hacerlo, porque era la única manera de averiguar por qué le había estado
esperando. Además, tenía que conocerla por fuerza, ¿cómo sí no iba a
saber dónde vivía ella?
«La cita».
Claro, aquello lo explicaba todo. Debía de haberle invitado y no lo
recordaba.
—Por supuesto, adelante.
El perfume de rosa se intensificó cuando entró en la casa. Quizá era
Jardinero o trabajaba en una floristería. «No me importaría lo más mínimo

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comprarle un ramo», pensaba Alex mientras se fijaba discretamente en


sus hombros y en sus largas piernas.
No aceptó su ofrecimiento de beber algo ni de sentarse y colocó el
maletín sobre la mesilla de café.
—Es tuyo.
—Me parece a mí que no. —Miró el maletín con el ceño fruncido—. El
que yo uso es marrón y no negro.
—Lo que quiero decir es que lo he traído para ti. —Se acercó a ella y
la observó—. No es por el éxtasis… pero, ¿cómo es posible? —Parecía muy
molesto.
—Estoy bien, de verdad. —Gesticuló—. No recuerdo qué fue lo que
me pasó, pero nada más. Es una larga historia…
—Ya lo sé, y yo aparezco en ella. —Le puso los dedos en el cuello y
presionó. Notó una sensación cálida en aquel lugar—. Es hora de que
recuerdes, Alexandra. Acuérdate de Nueva Orleans. Acuérdate de mí.
Los recuerdos, crueles e implacables, se abrían paso a través del
desconcertante cansancio que sentía. Si él no la hubiera sujetado se
habría caído al suelo. «El señor Cyprien la necesita». «¿Su jefe me ha
secuestrado?». «Soy un reto para la medicina moderna». «Michael».
«Seguro que a ella no le importa».
El perfume a rosa, el roce de sus manos y de sus cabellos contra su
mejilla.
«Pardonnez-moi, chérie».
El dolor se apoderaba de su cabeza e hizo que se tambaleara. En una
fracción de segundo lo recordó todo: el secuestro, la mansión de Nueva
Orleans, las horribles cicatrices de aquel hombre y la operación ilegal que
se vio forzada a realizar. Recordó algo todavía peor y tan horrible que
parecía ser cosa de pesadilla. Pero que había sucedido. «Pardonnez-moi,
chérie».
Recordaba lo suaves que habían sido sus labios hasta que torció el
gesto; lo dulce que había sido su voz hasta que la miró como un loco,
como un animal. Se había acercado a ella enseñándole los dientes.
Pero ningún ser humano tenía aquellas afiladas estacas por dientes,
como las de una serpiente lista para atacar. Se los había clavado, lo
recordaba. Había abierto la boca y…
—Tranquila, chérie. —Le acarició la mejilla.
Alex se apartó. Ya sabía quién era. Michael Cyprien, el hijo de puta
psicópata que le había desgarrado el cuello con los dientes.
—Eras tú. Sal de mi vista. —Se apartó de él y se golpeó contra una
silla, casi cayéndose otra vez. Empezó a temblar con tanta fuerza que
hasta los dientes le castañeteaban—. ¿Qu… qu… qué me has hecho?
¿Cómo has conseguido que lo olvidara todo?
—Lo conseguimos entre los dos. —La miraba con aquellos ojos
brillantes que tenía su rostro perfecto y solemne. El rostro que ella le
había hecho a medida—. Mi gente no debería haberte traído aquí en el
estado en que te encontrabas, lo siento.
—¿Que lo sientes? —La rabia y la adrenalina le palpitaban en las
venas—. Después de lo que tú… —Se llevó la mano al cuello; la piel estaba
suave e inmaculada—. Me acuerdo. Me mordiste. —Pero no había herida,

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cicatriz ni marca.
—Es verdad. —Se acercó más a ella.
—¿Dónde? —No podía dejar de tocarse el cuello ni apartarse de él—.
No me cosiste, no hay ninguna cicatriz, no noto nada. ¿Cómo lograste
hacerme creer que me habías mordido?—Un horrible pensamiento le cruzó
la mente—. ¿Me drogaste?
—Estabas herida y… te ayudé. Nosotros, los de mi especie… tenemos
diversas maneras de curarnos. Lo que pasa es que nadie…—Se dio cuenta
de que la estaba asustando y se detuvo—. Alexandra, no pienso hacerte
daño.
—Ya, como la última vez, ¿no? —Si no hubiera estado tan asustada le
habría plantado un bofetón—. Eres un monstruo.
—Es verdad. —No parecía que aquella acusación le afectase lo más
mínimo—. Pero aun así, no soy tan diferente del resto de tus pacientes —
decía mientras daba unos pasos, pensativo—. Tú operas cuando el cuerpo
no funciona bien para mejorar sus mecanismos y darles una apariencia
normal. Al reparar el daño causado en mi rostro, me has devuelto la
identidad.
No podía apartar la vista de sus ojos. En aquel momento eran de un
azul brillante, pero recordaba que podían volverse de un color ambarino
infernal.
«No lo mires».
—¿Qué te has tomado?—le preguntó con los ojos fijos en otro lugar—.
¿Me lo diste a mí también?
—No, yo… Es difícil de explicar. —Hizo que no con la cabeza—. Tienes
que elegir ahora mismo, chérie. Puedes regresar conmigo a Nueva Orleans
y yo cuidaré de ti o bien puedes quedarte aquí, vivir como antes y no
hablar jamás de esto con nadie.
La había secuestrado, encerrado, drogado, le había hecho creer que
podía sobreponerse espontáneamente a sus heridas, así como que ella le
había operado. Además, estaba el tema del desgarro invisible en la
garganta que nunca había tenido lugar. ¿Y encima quería tener privilegios
como paciente?
—Lárgate de una puta vez de mi casa.
Alzó la elegante mano.
—Antes tenemos que arreglar las cosas. Estoy en deuda contigo; de
no ser por ti no podría hacer nada de modo normal.
Seguía queriéndole hacer creer que todo aquello había sido real.
«¿Pero qué tipo de drogas se mete? ¿Está puesto hasta las cejas o qué?
¿Ha venido aquí para acabar lo que empezó?». No podía quitarse la mano
del cuello.
—¿No podrías hacer cosas normales como secuestrar y drogar a
mujeres, quieres decir? ¿O hacer que sean tus prisioneras?
—No. Pero debo tenerlas cerca para poder alimentarme.
«¿Alimentarse?». Le vino a la mente la imagen de Jeffrey Dahmer, un
asesino en serie que había matado y después consumido partes de los
cuerpos de sus víctimas. Dios santo, era un psicópata y encima ella le
había ayudado.
Casi no podía ni colocar los labios de modo que pudiera pronunciar la

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frase.
—¿Eres un caníbal?
—No, lo único que me llevo es la sangre.
«¿Te bebiste mi sangre?». Por supuesto que lo había hecho. Con
aquella portentosa habilidad que tenía, seguro que se había leído todo lo
de Anne Rice y se había tragado todos los capítulos de Buffy la
cazavampiros para llegar al delirio de que no era humano. En algunas
ciudades incluso había bares para desechos humanos como él.
—Crees que eres un vampiro, ¿no?
—Un vrykolakas. Es casi lo mismo. —Se encogió de hombros sin
apartar la vista de ella ni un instante—. Nos hacemos llamar los Darkyn.
Alex volvía a pisar terrenos conocidos. Como médico residente había
llevado a cabo turnos en un hospital psiquiátrico. Allí se había enfrentado
a diversos tipos de psicosis. Aunque Cyprien la hubiera secuestrado,
atacado y drogado para que creyera que todas aquellas locuras habían
sido reales, era ella la que controlaba la situación en aquel momento.
Cyprien estaba muy enfermo. Mucho.
—Michael —dijo recuperando su antiguo tono de voz tranquilo y
razonable—. Creo que deberíamos irnos a dar una vuelta. Me gustaría que
conocieras a un muy buen amigo mío. Es muy majo y puede ayudarte para
que no tengas que enfrentarte tú solo a este problema.
—Alexandra, yo no estoy loco —dijo mirándola unos instantes—. Sin
mis rasgos faciales ni el sentido de la vista yo no era nadie, no podía hacer
nada. Tú me lo has devuelto todo y por eso estoy en deuda contigo. No he
podido compensarte todavía.
Le había devuelto la capacidad de perseguir a mujeres, cosa que
estaba a punto de hacer que vomitara, a pesar de toda la objetividad
clínica que estuviera intentando demostrar.
—Bueno, pues en ese caso tendrás que compensarme. —Tenía que
lograr que fuera con ella al hospital, donde le pudieran encerrar en el ala
de psiquiatría hasta que apareciera la policía—. O bien podrías pagarme
viniendo conmigo y conociendo al amigo del que te he estado hablando.
Trabaja en el mismo hospital que yo. —Su sonrisa falsa se alargó y se
convirtió en una mueca espantosa—. Ya verás qué bien que te cae.
—No quería llegar al éxtasis. Mi necesidad era demasiado grande… Y
nos dejaron solos. Fui capaz de detenerme antes de matarte porque… —
Se quedó en silencio, como si no estuviera seguro de lo que iba a decir a
continuación.
«¿Éxtasis?». Aquel tipo estaba como una regadera.
—Esta vez te detuviste, y es lo que importa; te lo aseguro. —Vaya, tal
vez no sería buena idea testificar en el futuro juicio.
La miró, muy molesto.
—No tienes que contarle a nadie lo sucedido. Como has sobrevivido,
tu vida está ahora en peligro. Nadie ha sobrevivido en seiscientos años
tras estar expuesto a nuestra sangre, nunca. Ha sido un milagro que no
sufrieras nuestra maldición. Ojalá pudiera gritarlo a los cuatro vientos,
pero nadie puede saber lo que te ha pasado.
Dios santo, ¿era ella la única que había logrado escapar? Todo aquello
era demasiado, tenía que sacarlo de su casa como fuera, cerrar con llave y

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llamar a todos los agentes de policía de la ciudad para que montaran


guardia alrededor de su casa y poder sentirse segura de nuevo.
«Di algo y que parezca sincero».
—Por supuesto que no se lo diré a nadie.
Él asintió.
—Gracias.
—De nada. ¿Te vas a marchar ya a Nueva Orleans? —¿Debería pedirle
la dirección? Si de verdad pensaba que ella no iba a decir nada e iba a
comportarse como si fuera su cómplice o algo semejante… ¿por qué no
iría a darle su dirección? En caso de que le dijera que no seguro que Grace
todavía conservaba aquella carta que le había enviado.
—No. Me voy a quedar aquí hasta que esté seguro de que te
encuentras bien. —Michael Cyprien cogió una tarjeta de su bolsillo y la
dejó sobre la mesa, al lado del maletín—. Puedes encontrarme en este
número. Au revoir.
No respiró tranquila hasta que la puerta se cerró tras de él. Después,
corrió hacia el teléfono, chocando antes con la mesilla del café. El maletín
cayó al suelo y el propio peso hizo que se abriese de par en par. No
necesitó contar los fajos de billetes para saber cuánto dinero había allí.
Cuatro millones de dólares en efectivo.
La limusina que había trasladado a Michael Cyprien desde el
aeropuerto hasta el hogar de Alexandra Keller le llevó de allí a una
propiedad privada del lago Michigan. El conductor, un alemán silencioso y
uniformado que conducía aquel vehículo con la misma habilidad con la
que tiempo atrás había blandido su espada al servicio de un emperador,
apenas habló y no logró distraer su atención.
«Da la vuelta. Da la vuelta y llévatela contigo. Es tuya».
Michael se resistía a hacerlo. La doctora no estaba muerta ni corría
ningún riesgo por haber estado expuesta a su sangre. Tampoco estaba
bajo los efectos del éxtasis, si es que alguna vez lo había estado. Lo único
que había evitado que ella recordase lo sucedido había sido un conjuro de
Phillipe y de Cyprien que ella pudo disipar con facilidad. Estaba bien y a
salvo. No se explicaba cómo podía haber escapado a la locura, a la
catatonia y a la muerte.
«Sola, sin ayuda de nadie».
Estaba pensativo. Chicago se desdibujaba ante su ventana y también
los sonidos perdían su nitidez. Lo que Alexandra Keller había hecho
escapaba a todo razonamiento. Su mera existencia desafiaba a la ciencia
médica y a los principios de los Darkyn; las consecuencias en ambos
mundos sin duda serían brutales, especialmente para aquellos que creían
todavía que sobre los Darkyn pesaba una maldición eterna.
«¿Qué papel desempeña ella entre nosotros? ¿Y conmigo?».
Michael no se dio cuenta de que el coche se había parado hasta que
el conductor abrió la puerta del vehículo. Dirigió la vista a las desnudas
estructuras contemporáneas, más parecidas a un enorme laboratorio de
investigación que a un hogar, y salió.
Valentín Jaus, el señor del Jardin de Chicago, le esperaba en la
entrada de la residencia. Aquel hombrecillo bajo y delgado llevaba ropa
moderna que en modo alguno disimulaba su porte militar. Estaba

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flanqueado por cuatro corpulentos e inexpresivos guardaespaldas, a buen


seguro perfectamente entrenados y disciplinados, pues su jefe no
esperaba otra cosa que perfección de ellos y por ello los machacaba hasta
que se convertían en precisas máquinas de matar. Los cinco hombres
esperaron en silencio hasta que Michael apareció.
—Seigneur Cyprien. —Jaus juntó los talones e inclinó la cabeza, como
solo un austriaco podría hacer sin resultar ridículo.
Michael aspiró el suave perfume a camelia.
—Todavía no soy seigneur, aunque os agradezco el gesto, Jaus. —
Nunca antes había visitado personalmente el Jardin de Chicago—.
Perdonad la urgencia de mi llegada.
—Siempre sois bienvenido aquí. —Jaus le invitó a entrar con un gesto.
La puerta estaba flanqueada por dos guardias más.
Michael admiró el interior de la propiedad, decorada y amueblada con
un estilo minimalista y sencillo. La presenciar del color negro y del acero,
que tanto le gustaba a Jaus, le recordaba a las fábricas de Chicago que
llamaron la atención de los Darkyn y gracias a las que se instalaron en
aquella ciudad. Donde había fábricas, había gente; la suficiente como para
que los Darkyn pudieran alimentarse, sentirse seguros y mantener el
anonimato. Los Kyn ingleses se habían desplazado hacia el oeste y los
franceses hacia el sur, pero los austriacos y alemanes se habían quedado
y vivido una gran bonanza. Después de Nueva Orleans, Chicago era uno
de los más antiguos y más prósperos puestos de vigilancia que tenían los
Darkyn en América.
También ellos habían tenido problemas. Al empezar la Segunda
Guerra Mundial, el antiguo señor, un alemán llamado Sheltzer, había sido
citado para ser interrogado. Cualquiera que tuviese apellido o acento
alemán no solía tener ningún problema; sin embargo el extraño
comportamiento de Sheltzer pronto llamó la atención del capellán de la
prisión, un sacerdote católico bastante hablador. Antes de que el Jardin
pudiese intentar liberar a su señor, ya había caído en garras de los
Brethren y había sido torturado hasta la muerte.
Sheltzer había llevado las riendas del Jardin durante más de cien
años; su pérdida había causado tal estupefacción que se originó una
dispersión y ocultamiento de los miembros del Jardin que duró tres
décadas. Solo cuando se cercioraron de que era seguro reintegrarse en la
sociedad de Chicago volvieron a reunirse y a solicitarle tímidamente a
Richard que nombrase a un nuevo señor. Richard había seguido el consejo
de Cyprien y había enviado a Valentín Jaus a Chicago.
Jaus sabía muy bien cómo funcionaban los mecanismos del miedo.
Tiempo atrás había guiado a miles de hombres en la batalla, y sabía que
no se podía acabar con el miedo, sino que solo podía canalizarse y
convertirse en objeto de entrenamiento. Cuando llegó a Chicago para
tomar el relevo, empleó deliberadamente el miedo de los que residían en
el Jardin como excusa para una mayor unión y un mejor entrenamiento.
Así fue como los Darkyn dejaron de ser seguidores paranoicos y se
convirtieron en soldados paranoicos, exactamente lo que Cyprien
esperaba que hiciera Jaus.
—Dejadme que os presente a mis empleados —dijo Jaus.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Como presunto señor, se esperaba que Michael pasara revista a los


empleados de Jaus, entre otras muchas formalidades. Michael, no
obstante, se sintió repentinamente cansado y de poco humor para toda
aquella pompa y boato.
—Preferiría hablar contigo en privado, Valentín.
Val no ocultó su asombro, pero asintió con la cabeza y les dijo algo en
un alemán gutural a los cuatro guardias, quienes se retiraron al instante.
—Dejadnos marchar y dirigíos al lago. —Guió a Michael a través de la
residencia y después lo condujo por un ancho sendero empedrado del
Jardin.
Los dos hombres recorrieron el decorativo camino enlosado, en cuyos
lindes florecían exuberantes matas de camelias que se extendían hasta los
bordes del grandioso lago, sobre cuya negra y ondulante superficie se
reflejaban las luces de la ciudad. A pesar de que los guardaespaldas se
habían ocultado entre las sombras, Michael notaba que estaban cerca. No
escucharían la conversación pero bajo ningún concepto dejarían
completamente desprotegido a su señor.
«La paranoia da sus frutos».
—¿Cómo te van las cosas, Val?
—Mejor que hace veinte años. Los Brethren no lograron sonsacarle
nada a Sheltzer, nosotros no les provocamos y procuramos pasar
inadvertidos. Los Kyn tenemos preocupaciones más provechosas por aquí,
el Jardin prospera. —A Michael le pareció vagamente irónica aquella
afirmación, pues Val se había pasado la mayor parte de su vida luchando y
no liderando un equipo—. Fuiste tú quien le propuso a Richard que me
enviase aquí, ¿verdad? Teniendo en cuenta la de veces que nos hemos
enfrentado en batallas, me pareció una recomendación de lo más inusual,
cuanto menos.
Antes de convertirse en señor del Jardin, Valentín se había pasado la
mayor parte de su extensa vida luchando, como Michael. Tiempo atrás, en
Inglaterra, se había enfrentado a él en muchos de los torneos organizados
por Richard. No le desanimaba en absoluto el hecho de perder siempre, y
por eso volvía a intentarlo. Michael sabía que era un hombre tranquilo e
inteligente, así como un eficiente estratega con mucha sangre fría.
—Tienes razón, es verdad, pero solo en parte. Nunca hemos sido
verdaderos enemigos; oponentes, en todo caso. —Michael sonrió—. Eres
un valor seguro, Val. Y eso es lo que necesito ahora en América.
—Intentaré no fallarte y honrar la confianza que depositas en mí. Has
visto ya a la doctora Keller. —No era ninguna pregunta, y añadió—: Mi
gente ha estado vigilándola desde que ingresó en el hospital.
—Agradezco tu prudencia.
—Es nuestra obligación. —Enmudeció y añadió con cierto reparo—:
No he dicho nada a mi gente sobre los detalles que me contó tu senescal,
Michael, pero parece claro que es humana. ¿Cómo puede haber evitado la
maldición?
—No lo sé. —Michael dudaba en cualquier caso de la validez de la
famosa maldición que pesaba sobre los Darkyn; no obstante Val se acogía
a las teorías tradicionales, y no le apetecía nada enzarzarse en una
discusión con él.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—He hecho lo de siempre, tanto en el hospital como con los medios


de comunicación y la policía, cambiando los informes para controlar la
información y ajustar los detalles. Todo está bajo control, no saldrá nada.
Debo confesarte de todos modos que esta mujer me confunde.
Michael torció el gesto.
—Tampoco yo sé qué pensar de ella.
—Si uno de los míos hubiera iniciado el éxtasis y ella hubiera salido
de él de este modo, la habría matado sin dudarlo, inmediatamente. —
Detrás de aquella brutal afirmación se escondía una amenaza. La
fragancia a camelia se intensificó unos instantes—. Pero es tuya y no mía.
Michael sabía lo que aquello quería decir. Si dejaba de proteger a
Alexandra en algún momento, Val cumpliría su amenaza. Dudó unos
instantes, pues de aquel modo podría librarse de Alexandra sin tener que
matarla con sus propias manos. Su vida sería mucho más sencilla, y
además ya le había dicho a la doctora que él sería el causante de su
muerte.
«Te estoy matando, Alexandra».
«¿Puedes darme un poco de amor antes?».
—Esto no puede traernos nada bueno. —Val observó la expresión de
Michael detenidamente—. Ya sabes que esa mujer solo puede
ocasionarnos problemas, amigo mío.
—Sí, pero tanto si escapa como si no a la maldición ella me
pertenece. —Se detuvo ante el muro de piedra y arena que contenía el
agua del lago.
—Como también te perteneceré yo cuando Richard te nombre señor.
Michael lo miró, divertido.
—Eres señor supremo, y cuando yo tenga poder lo único que me
tendrás que ofrecer será tu lealtad, nada más.
—Pero ya sabes que soy un hombre sencillo y que conmigo es o todo
o nada. —Val hizo que aquel comentario pareciese intrascendente—.
Dundellan está muy lejos y Richard no le ha prestado demasiada atención
a América. Es a ti a quien ofrezco mi lealtad en primer lugar y de ella
quedará constancia por juramento.
Aquello significaba que Val apoyaría en cualquier asunto antes a
Michael que a Richard Tremayne. No era un compromiso banal viniendo de
un hombre como Jaus.
—Me honras.
—Por mi boca hablan también la mayoría de los señores, que sienten
exactamente lo mismo que yo. Te has ganado a pulso tu futuro lugar en
los Jardins, Michael, y estamos todos impacientes esperando que lo
ocupes pronto. —El tono de su voz se endureció—. Seguro que aguantarás
y te mantendrás en el puesto.
Michael se preguntaba a qué se debía aquella muestra de apoyo tan
ferviente de Val. De repente lo comprendió.
—Lucan.
—Así es. Mató a una célula entera de los Brethren en Irlanda y el gran
señor lo condenó al ostracismo. Al día siguiente llegaba a Nueva York y se
esfumaba. —Val le dio una patadita a una piedra con la punta de la bota—.
Estamos buscándole y tenemos fotos, pero creo que no nos van a servir de

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mucho. Ese hombre es camaleónico.


Además de ser el principal asesino a las órdenes de Richard.
—A menos que nos revele su paradero, será imposible encontrarle. —
Michael se recostó en el muro del lago y miró a la luna llena—. Crees que
vendrá a Nueva Orleans, ¿no?
—Ja. Seguro que vendrá. Lleva más tiempo odiándote que yo siendo
miembro de los Kyn.
Lucan era otro obstáculo más en su camino. Michael se dio la vuelta y
miró a Val.
—Debo ordenarte que vigiles a la doctora por mí un poco más.
Infórmame de inmediato de cualquier cambio que observes en su
comportamiento.
—Eso está hecho. ¿Crees que se unirá a nosotros? —A pesar de que
Val creía en la maldición, su voz estaba impregnada de un cierto anhelo,
como el que también sentía Michael.
Cuando los Darkyn se alzaron de sus tumbas por primera vez
pudieron multiplicarse gracias al intercambio de sangre durante el éxtasis
y la servitud. Había sido una medida desesperada pero necesaria para
reemplazar a aquellos que habían muerto a manos de la Iglesia, pues los
Darkyn pronto supieron que la maldición les impedía procrear. Un siglo
después, los humanos cuya naturaleza habían intentado transformar
empezaron a morirse. Pronto ningún humano sobrevivió a aquella
experiencia y, por primera vez, los Darkyn se enfrentaron a la soledad
fruto de aquella maldición y a su eventual extinción.
El no poder dar a luz a más individuos de su especie había llevado a
formar los primeros Jardins y a suprimir la práctica del éxtasis y la
servitud. Sobre todo había sido un factor decisivo en la configuración del
modo de vida Darkyn. En cierto modo, la existencia de sólidas
comunidades regionales que se ayudaban mutuamente y que cuidaban
también de los humanos de los que se alimentaban había sido un éxito. A
pesar de todas las precauciones que tomaban, los Brethren seguían
acechándoles y diezmándoles lentamente. Michael dudaba de que
quedaran más de diez mil de su especie en el mundo.
Como eran inmortales, tal vez era así como debían funcionar las
cosas…
—Si ella experimenta el cambio es mejor que Richard no lo sepa.
—Creo que es más fácil que te ordenes sacerdote que esperar que el
señor supremo no se entere de eso. Ah, eso me recuerda algo. —Val hizo
una mueca—. Tu doctora tiene un hermano, Michael.
—Ya lo sé. Es un sacerdote. —Otro extraño giro en aquella historia—.
Mi gente ha ojeado su historial. Aparte de una situación comprometida en
América del Sur, no hallaron nada que pueda resultar preocupante.
—Tal vez no, pero de todos modos le vigilamos también. —Dirigió la
vista hacia un punto lejano, más allá del lago—. John Keller lo ha
preparado todo para marcharse del país en tres días.
—¿Adónde va? —preguntó Michael. Antes de que Val pudiera
responderle se dio cuenta de que ya sabía la respuesta—. A Roma.
—Los Brethren han llegado hasta él. —Val sacó un teléfono móvil del
bolsillo frontal de su chaqueta—. Haré que recojan a la doctora y que la

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traigan hasta aquí. —Se quedó en silencio, dirigió la vista sobre el hombro
de Michael y asintió con la cabeza. Uno de sus guardas apareció y le
comentó algo brevemente en su idioma nativo. Val volvió a colocarse el
móvil lentamente en el bolsillo—. Es Tremayne. Acaba de enviar una
invitación para acudir inmediatamente a Dundellan.
Las invitaciones de Richard no eran en modo alguno educados
requerimientos sino órdenes. No cabía excusa de ningún tipo para no
asistir.
—Pero, ¿por qué quiere que vayas ahora?
—No quiere que vaya yo. —Val le dedicó una mirada que bien podía
considerarse compasiva—. Es a ti a quien quiere ver.

Como Alex había estado desaparecida, la policía no tuvo ningún


reparo en acercarse a su casa y tomarle declaración. No se rieron porque
estaban convencidos, como ella, de que había sido víctima de un asesino
en serie que probablemente creyera ser un vampiro. Se pusieron en
contacto con el FBI y con otras agencias estatales.
Al cabo de cuarenta y ocho horas, la postura de la policía cambió,
concretamente cuando el detective encargado del caso fue a ver a Alex a
su casa, donde permanecía bajo vigilancia las veinticuatro horas del día.
—Doctora Keller, estamos teniendo algunos problemas al intentar
hallar el paradero del hombre que afirma que la vino a ver. —Abrió una
libreta y la oscura sortija con sello que llevaba brilló—. Dice usted que se
llamaba Michael Cyprien y que residía en un lugar llamado La Fontaine, en
la ciudad de Nueva Orleans. ¿Es eso cierto?
—Sí.
Cerró la libreta.
—Aquí empieza el problema, señora. No hay ningún Michael Cyprien
que viva en la ciudad de Nueva Orleans ni tampoco ninguna mansión que
responda al nombre de La Fontaine dentro de los límites de la ciudad.
Hemos comprobado los nombres de los pasajeros de las líneas aéreas que
han volado de Nueva Orleans a Chicago en los últimos seis meses y
ninguno responde al nombre de Cyprien ni tampoco a su descripción
física.
—Pero tiene que estar. Era una mansión enorme, preciosa y muy
antigua. —Intentó describir lo que había visto y después añadió—:
¿Encontrasteis a su ayudante? Puedo daros su nombre completo.
—Tampoco hay nadie en Nueva Orleans que responda a ese nombre.
—La miró de un modo raro—. Por lo que respecta a ese asesino en serie
vampiro… ¿Olvidó añadir algún detalle más en su declaración?
—Ya le he dicho todo lo que sé. —Excepto que había operado a
Cyprien. No estaba dispuesta a perder su título porque un capullo que
estaba enfermo quisiese jugar a vampiros.
—Bueno… déjeme decirle que, cuando me noto muy estresado, me
escapo unos días. Me siento mejor después, ¿sabe? —Su tono era más
amigable, casi comprensivo—. Tiene usted novio, ¿verdad?
Alex le miró.
—¿Qué tiene Charlie que ver con todo esto?
—Digamos que conoce usted a alguien nuevo y que decide escaparse

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con él unos días sin decírselo a Charlie.


—Yo nunca haría nada parecido.
—Bueno, para sostener esta teoría digamos que sí lo hace. Le gusta
este nuevo amigo, pero la cosa no funciona. O cambia de idea. Todo el
mundo empieza a preguntarse qué pasa y a pensar mal. Vuelve a casa y…
¿Qué va a decirle a Charlie? —Extendió las manos.
Estaba roja de la rabia.
—En primer lugar, yo nunca le mentiría a Charlie. En segundo lugar,
no me gusta nada lo que está sugiriendo.
—Pero una buena historia podría ayudarla, especialmente si asusta a
su novio y evita que se enfade con usted. —El tono amigable se quebró y
se volvió duro—. Incluso podría hacer algo para hacer que pareciese más
real.
—Cuando me encontraron estaba inconsciente en los aseos de un
aeropuerto y me faltaba la mitad de la sangre del cuerpo. —Alex miró
fijamente la mano del detective, había visto aquel anillo en alguna parte.
Después le miró fijamente a los ojos—. ¿Haría usted algo parecido para
tener una coartada ante su novia?
Negó con la cabeza.
—No, pero yo no soy médico.
Alex pensó en otra cosa.
—Le prometí a Cyprien que no se lo diría a nadie. —Y ahora que lo
había hecho… ¿Vendría a por ella y remataría la faena? No había pensado
en ello antes.
—Verá, doctora, a veces lo mejor es decir la verdad. —Se puso de pie
y se colocó la libreta de notas en el bolsillo—. Hasta que no lo haga,
nosotros no podremos hacer nada por usted. Si yo fuera usted, buscaría la
ayuda de un profesional.
—Espere. —Su mente funcionaba a gran velocidad mientras seguía al
detective hacia la puerta—. ¿Y qué hay del maletín?
Se detuvo.
—¿Qué maletín?
Alex tampoco le había dicho nada a la policía sobre el dinero. El
maletín con el dinero que Cyprien le había dejado estaba escondido detrás
del armario de su dormitorio. Cuatro millones de dólares probarían que
estaba diciendo la verdad.
Desvió de nuevo la vista hacia aquel anillo oscuro que llevaba el
detective. No era una sortija de sello, sino un camafeo de cuatro puntas en
el que aparecía grabado un perfil en blanco. De un hombre y no de una
mujer, como solía ser habitual. El perfil de aquel hombre miraba a la
izquierda en vez de a la derecha. Era extraño. No se habría percatado de
todos aquellos detalles de no ser porque Audra Keller coleccionaba
camafeos.
Alex se dio cuenta de por qué aquel camafeo le resultaba tan familiar.
Había visto a una enfermera en el hospital que llevaba unos pendientes
exactamente iguales.
«No es más que una mera coincidencia». El sentido común se
apoderó de ella y evitó que dijese nada más. «Enséñale el dinero y seguro
que querrá saber por qué te lo dio Cyprien. Tendrás que explicarles que le

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operaste en contra de tu voluntad y que él se curaba de modo


espontáneo, cosa de la que ni siquiera tú estás segura. Este poli tiene un
coche potente y veloz en el que seguro que te mete para llevarte al
psiquiátrico más cercano».
—Perdone, pensé que llevaba usted un maletín —dijo Alex mientras
torpemente hacía ver que buscaba algo por el suelo.
—No, señora. —Frunció el ceño—. Intente hablar con alguien, por
favor. Verá cómo le ayuda.
Cuando se hubo marchado, Alex se dirigió al dormitorio y cogió la
maleta. El dinero, perfectamente alineado y ordenado, era real. Lo que
quería decir que Michael Cyprien era real. Tenía en su poder cuatro
millones de dólares por arreglarle la cara a un asesino —o por creer que lo
había hecho—. Sin embargo, nadie le daría cuatro millones de dólares a
otra persona por hacer algo ilegal… y mucho menos para alimentar una
fantasía fruto de las drogas. Entonces… aquello debía de haber sido real.
Se le hizo un nudo en el estómago. «¿Y qué pasa si todo lo que me ha
dicho es verdad?».
Miró por la ventana. Vampiro o loco, seguro que la estaba espiando.
No estaba a salvo en su propia casa, y si no actuaba aprisa seguro que
descubriría lo que era Cyprien en realidad. Las manos empezaron a
temblarle de nuevo después de cerrar el maletín y cruzar a toda prisa el
dormitorio deteniéndose solo para coger las llaves del coche.

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Capítulo 9

Grace Cho era la única persona presente en la oficina de Alexandra.


No había nadie más. La mujer estaba trabajando en su mesa copiando
unos expedientes médicos. Saludó a John pero sin dejar de trabajar.
—Lo siento, pero le prometí a mi superiora que tendría esto listo para
hoy —le explicó la responsable de la oficina—. Va a desviar a sus
pacientes a otros médicos hasta nuevo aviso.
—¿Le ha pasado algo?
—La verdad es que no entiendo nada, padre. Llamó ayer, me dijo lo
que tenía que hacer y me dejó con la palabra en la boca. —Grace se sorbió
las lágrimas y su expresión se dulcificó—. Creo que lo está pasando mal.
Yo también estaría paranoica si me hubieran secuestrado. —El teléfono de
la oficina empezó a sonar—. Discúlpeme, debe de ser el doctor Haggerty.
Grace cogió el auricular y contestó.
—Hola, ¿dónde estás? —Escuchó con atención—. Vale, pero… —Se
detuvo otra vez para escuchar y apuntó algo en un papel—. Apuntado,
perfecto. Así lo haré. ¿Quieres hablar con tu hermano? No, si está aquí
mismo. —Suspiró y colgó—. Tenía mucha prisa, lo siento.
John miró si en el teléfono aparecía el número de la llamada recibida.
Nada.
—¿Ha dicho dónde está?
—No, padre. Aunque estoy bastante segura de que ha llamado desde
el teléfono de su coche, se oía el ruido de las bocinas de otros vehículos.
Después de que John regresara de Brasil, Alexandra se había
escapado del internado en dos ocasiones. La primera vez llegó hasta la
casa de sus padres adoptivos antes de que la policía la encontrase. En las
lacrimógenas y rabiosas cartas que le había escrito le echaba en cara su
comportamiento y dejaba bien claro que todo era culpa suya por haberla
abandonado. Pero muchas cosas habían pasado después de que
Alexandra cumpliese los quince y aquel día en el hospital le había dejado
muy claro lo que sentía hacia él.
« ¿Por qué huye ahora?».
—¿Qué le dijo exactamente? —le preguntó a Grace.
—No mucho. Me preguntó por los expedientes de los pacientes y
también quería saber si tenía algunas muestras. Ah, y me dijo que
apagara la alarma de la oficina por la noche. —Puso los ojos en blanco un
instante—. Nunca se acuerda del código de seguridad.
Le dio las gracias a la mujer y salió del edificio. En vez de dirigirse al
coche que le había prestado la señora Murphy, cruzó la calle y entró en
una cafetería, donde pidió una mesa desde la que pudiera ver el edificio.
Después pidió un café.
—Aquí tiene, padre. —La camarera, una corpulenta mujer madura,
llevaba el plateado cabello de algodón de azúcar como si fuera un casco,

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por las toneladas de laca que se había echado. Le llevó la cafetera a la


mesa y llenó la taza maltratada por el lavavajillas. Aquel movimiento hizo
que la flácida carne de la parte superior del brazo de la mujer se menease.
—¿Leche, azúcar? —Cuando el sacerdote negó con la cabeza, la mujer
lo miró, extrañada—. ¿Algo para comer? Coma algo, se encontrará mejor.
—Se inclinó y añadió en un susurro—: Un consejito: no escoja el estofado
de ternera.
La miró a los ojos y vio la bondad que se escondía detrás de aquel
rimel mal aplicado y de aquella torpe raya de ojos.
—¿Tan malo es?
—Creo que por su culpa han muerto dos clientes. —Le guiñó el ojo y
se dirigió con la cafetera a la mesa en la que había dos camioneros
inclinados sobre lo que parecían ser los restos del plato combinado que se
habían tomado como cena.
El cielo se había ennegrecido y John andaba ya por la quinta taza de
café y la segunda porción de tarta de plátano cuando apareció el jeep de
Alexandra en el aparcamiento del complejo médico. Esperó hasta que la
vio bajarse del automóvil y entrar en el edificio. Pagó entonces la cuenta y
cruzó la calle.
Para mayor desesperación, vio que la puerta de entrada estaba
cerrada. Llamó al interfono.
—¿Sí? —preguntó a través del aparato una versión empequeñecida y
agudizada de la voz de su hermana.
—Alexandra, soy John. Déjame entrar.
Silencio.
—No pienso marcharme hasta que te vea.
Un zumbido electrónico abrió la puerta.
John tomó el ascensor en dirección a la cuarta planta, donde estaba la
oficina de Alexandra, quien le abrió la puerta antes de que él pudiera
poner la mano en el pomo.
Nunca la había visto tan desarreglada antes. Llevaba la ropa muy
arrugada, el cabello le caía en desordenados mechones sobre el rostro y
tenía una mirada casi salvaje.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Llevo dos días dejándote mensajes en el contestador —le recordó—.
¿Me dejas pasar?
—Por supuesto. —Dio un paso atrás, no sin comprobar antes que el
pasillo que se abría detrás de John estaba despejado.
—¿Estás esperando a alguien?
—No. —Cerró la puerta tras de él y le llevó hasta su oficina—.
¿Quieres beber algo? Creo que tengo zumo en la nevera.
—Me acabo de tomar cinco tazas de café en la cafetería de enfrente.
—Qué estómago tienes. —Rodeó el escritorio, se sentó y empezó a
echarle una ojeada a los expedientes.
Esperó a que ella alzara de nuevo la vista para preguntarle.
—¿Cómo te encuentras?
—Bueno, aparte de haber sido secuestrada, haber sufrido amnesia y
haber perdido casi toda la sangre de mi cuerpo estoy fantásticamente
bien, gracias.

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«¿Cuándo empezó a tratarme así de mal?». El no poder recordar


cuándo había sido le avergonzaba profundamente. Cambió de tema.
—Has perdido bastante peso.
—Casi tres kilos, según la balanza de la verdulería. Es lo que pasa
cuando sufres una pérdida extrema de sangre combinada con una gripe
estomacal. —Empezó a morderse con delicadeza la uña del dedo pulgar—.
¿Algo más?
Aquella tensión hacía que sintiera punzadas de dolor detrás de los
ojos. Apretó la mano en un puño para no frotarse los dedos contra la
frente.
—Alexandra, si estás metida en algún lío me gustaría ayudarte.
—¿Desde Roma? —Se miró el dedo cuya uña había estado
mordisqueando y se arrancó un pedacito—. Las facturas de teléfono
podrían llevarte a la ruina.
Así que había leído la nota que le había dejado en la habitación.
—Me voy mañana por la mañana. Alexandra se acomodó en su silla.
—O sea que tienes que solucionar todos mis problemas ahora mismo,
¿no? Pues creo que no tienes nada que hacer, hermanito.
—Pensaba que podríamos charlar un rato. La policía se ha puesto en
contacto conmigo para decirme que han abandonado la investigación. —
Como ella no dijo nada, John siguió hablando—. Sé que eso tiene que
haberte afectado bastante.
—En la policía no hay más que idiotas. Cómo me sienta o me deje de
sentir no te incumbe en absoluto. —Volvió la cabeza, escupió una
minúscula parte de la cutícula y le miró de nuevo con una insultante
sonrisa dibujada en el rostro—. ¿Algo más?
Hizo caso omiso a su actitud beligerante.
—¿Le mentiste a la policía? ¿Qué te pasó en realidad?
—Crees que debo ir a un psiquiatra, ¿no? —Se puso de pie—. Bueno,
pues te agradezco la preocupación. Ya sabes dónde está la salida.
—No necesitas ir al psiquiatra. —Se puso también él de pie, rodeó el
escritorio e intentó cogerle la mano—. Te chupabas el pulgar cuando eras
pequeña. Ahora te lo muerdes.
—Ya, bueno, puedo alternar las dos variantes.
—Tienes que volver con Dios.
—¿De verdad? Una buena dosis de 3 en 1 celestial y todo lo que
chirriase en la vida de Alexandra dejaría de hacerlo. Y evitaría que su
hermano se sintiese avergonzado de ella, seguro. —Se dio unos golpecitos
en la cara—. La verdad es que resulta tentador.
John suspiró.
—No me avergüenzo de ti.
—Bueno, pues entonces si contara lo que me pasó en los periódicos
supongo que estarías de lo más contento, ¿no? —Después de ver la
reacción de John asintió con la cabeza—. Vale, mejor que no aparezca
nada en los periódicos que pueda ser leído por alguien santo. ¿Eres tú el
más santo de todos, Johnny?
El muro de su paciencia no podía contener más la oscura y horrible
rabia que empezaba a desbordarle.
—No me hables más en ese tono.

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—Es el tono que tengo, padre. Quizá se hubiera dado cuenta si


hubiera estado cerca de mí durante mi adolescencia. Pero no se preocupe.
—Hizo un gesto con la mano—. Nadie cree en mí.
—Alex, Dios cree en ti. —Era el último reducto de fe que le quedaba y
al que se aferraba con todas sus fuerzas—. Dios te ama.
—Dios. —Hizo un falso ademán pensativo—. Estaríamos hablando del
mismo Dios que no se levantó de su trono para evitar que mamá y papá
se murieran en aquel absurdo accidente de coche. El Dios gracias al que
te convertiste en un capullo que imitaba a Jesús intentando salvar almas
perdidas en la selva mientras yo estaba atrapada en un internado de niñas
pijas imbéciles que me odiaban a muerte. El mismo Dios que no hizo nada
para evitar que la mitad de mis pacientes fueran torturados y mutilados o
que me secuestrase un loco que se cree… —Se calló de repente—. Qué
más da. Dejémoslo aquí, John. Ya me las apañaré.
Estaba muy enfadada. Muchísimo. Entendía su rabia, pues en su
corazón pesaba otra rabia gemela, pero no podía permitir que sufriera de
aquel modo. Iba a amargarle la vida tanto como ya lo había hecho con la
suya.
—Échame la culpa a mí, a nuestros padres, a quien quieras; pero no
se la eches a Dios. No es responsable de los pecados cometidos por otros.
—¿Cómo voy a hacerlo si tú eres el primero que dice que Dios es un
tipo que lo sabe todo y es todopoderoso? —Le enseñó los dientes—.
Déjame pasar. —Cogió las llaves y el abrigo y salió de la oficina.
John la siguió y siguió suplicándole que cambiase de opinión.
—Te estás equivocando, Alexandra. Nuestros padres murieron en un
accidente absurdo y fruto del azar. Y yo fui quien se apartó de ti. En
cuanto a esa pobre chica que es paciente tuya, es horrible lo que le
sucedió; como a muchos otros. Pero la vida es así y son las cruces que
debemos llevar sobre nuestros hombros.
—Cruces. Ya. Se lo comentaré a Luisa la próxima vez que la vea. —
Apagó las luces—. Seguro que eso la reconforta muchísimo.
La cogió del brazo para evitar que se marchase.
—Sigues comportándote como una adolescente consentida.
—¿Cómo puedes saber tú cómo me comportaba de adolescente? —
Miró su mano y después alzó la vista hacia él—. Me está haciendo daño,
padre.
—Deja de llamarme «padre». —Apretó con más fuerza—. Soy tu
hermano.
—No —lo susurró con tanta frialdad que sonó tan rotundo como un
grito—. Mi hermano nunca regresó del seminario. Mi hermano se murió
allí. Tú eres un extraño.
La vergüenza se apoderó de todo su ser y retiró la mano.
—Sé que estás haciendo todo esto porque sufres, por culpa mía.
Siento mucho haberte hecho tanto daño, Alexandra.
—No me absuelva todavía, padre. Hace diez años que no me confieso.
—Se quedó quieta y volvió a mirarle; no a los ojos, sino a un punto
cercano a la barbilla—. Que te vaya bien el viaje. No me escribas.
Se le empañaron los ojos.
—Alex, por favor.

- 91 -
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—Cierra la puerta cuando salgas, ¿vale? Ah, y dale recuerdos al Papa.


Antes de que John pudiera detenerla se había marchado.

—¿Pero tú sabes la hora que es? ¡Son las cuatro y veinte de la


madrugada! —le dijo Grace.
Alex se pasó la cansada mano por la cara.
—Ahora ya lo sé. —Gracias a un acusado caso de insomnio, los días y
las noches se le entremezclaban. Intentaba dormir, pero justo en el
momento en que se estiraba en la cama, no podía cerrar los ojos—. No me
había dado cuenta, Grace. Perdona.
—Espera, tengo que hacer un pis. —Se oyó un ruido en la línea
cuando Grace soltó el auricular del teléfono.
Alex miraba por la ventana cómo las polillas chisporroteaban contra
el cartel luminoso del Motel 6. Se había quedado allí porque era el sexto
lugar en que se instalaba tras marcharse de su casa. Cambiaba cada día
de motel desde que descubrió que alguien la andaba siguiendo.
No sabía quién podía ser, pero prefería no arriesgarse.
No se hubiera dado cuenta de que la seguían de no ser por la
precipitada visita que le había hecho John a su oficina.
Cuando salió del edificio miró por encima del hombro porque
esperaba ver a su hermano detrás, siguiéndola. Una vez en el coche, miró
por el retrovisor.
«Como si el padre John fuera a seguirme para suplicarme que
habláramos».
No vio a su hermano, pero advirtió la presencia de un discreto coche
plateado. El conductor mantenía cierta distancia, pero cada vez que ella
giraba, él también lo hacía. No permitía tampoco que entre los dos
vehículos hubiera más de dos coches. Cuando intentó ver la cara del
conductor, se dio cuenta de que había dos hombres en el coche. Ambos
eran rubios, llevaban traje y gafas de sol deportivas.
Gafas de sol a las nueve de la noche.
En sus años de residente Alex había tenido la oportunidad de
conducir una ambulancia. El personal de emergencias le había enseñado a
hacerlo, de modo que empleó aquellas habilidades que había adquirido
para despistar a los dos hombres que la seguían en coche. Tras unos
minutos frenéticos en la autopista, logró despistarlos.
Tal vez fuesen matones a sueldo de Cyprien, o incluso policías que
quisieran arrestarla por alguna estúpida razón alegando falso testimonio o
algo parecido. Fueran quienes fueran, no tenía ningún interés en que la
pillaran con los millones de dólares que le había dado Cyprien. No tenía
ganas de explicarles de dónde habían salido.
De modo que Alex empezó a vivir como una nómada, cambiando de
motel cada noche, pagando en efectivo, aparcando el coche donde nadie
pudiera encontrarlo, durmiendo durante el día, a ratos, y utilizando para
llamar solo su teléfono móvil y solo en caso necesario. Llevaba el dinero
consigo, como un peligroso equipaje, porque no podía permitirse el lujo de
dejarlo en las taquillas de alguna destartalada estación de autobús.
Sintió un espasmo de dolor que la obligó a llevarse la mano a la
barriga. Los calambres empezaban a ser frecuentes y más duraderos. «No

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puedo creer que encima me esté saliendo una úlcera».


Estaba bastante segura de que se trataba de una úlcera. Los análisis
de sangre que se había hecho ella misma daban unos resultados
rarísimos, tanto que tuvo que acudir a la consulta de un hematólogo del
lugar con algunas muestras para tener una segunda opinión.
—Vuelve ya —dijo Grace con insistencia al otro lado de la línea. La
sobresaltó—. El doctor Haggerty te ha dejado una docena de mensajes. Lo
mejor es que le llames antes de que vuelva a ir otra vez a comisaría a
denunciar tu desaparición.
—¿La primera denuncia fue la de Charlie? —Le dio un vuelco el
corazón.
—Sí. Me ganó por tres horas de diferencia.
Charlie. El mismo que la había cuidado y la había sometido a pruebas
para comprobar su estado. Charlie, su amigo y amante, que lloró de
verdad cuando ella recuperó la consciencia. Charlie, en quien no había
pensado ni un solo segundo desde que había abandonado el hospital. No
quería que Charlie estuviera cerca de ella hasta que hubiera decidido qué
hacer con Cyprien.
«Qué excusa más buena, Alex. Llámale y dile que te persigue un
vampiro».
—Jefa, ¿va todo bien? Estás… no sé, rara. No pareces tú. ¿Cuánto
hace que no comes algo?
—Estoy bien. —No era verdad. Ni siquiera recordaba la última vez que
había probado bocado—. ¿Has sabido algo más de John?
—No. ¿No estaba en Roma?
—Sí. —La decepción y la indignación que sentía se le agolparon en el
estómago en forma de un peso frío y desgarrador. Pero… ¿por qué
esperaba que John se preocupara por ella desde Italia? Seguro que para él
ir a Roma era algo comparable a tener un sueño húmedo. Probablemente
en aquel momento estaría paseándose por el Vaticano y parándose para
arrodillarse y rezar a cada minuto para demostrarle a Dios lo buen
sacerdote que era—. ¿Algún otro mensaje?
—No, ninguno más. —Su tono cambió—. Oye, por cierto, Don, el de al
lado, no tiene demasiada faena ahora, quizá podría verte esta tarde.
«Don, el de al lado» era el doctor Donald Hammish, un psiquiatra
cuyas oficinas flanqueaban a las de Alex. Su ayudante y Grace eran
buenos amigos y solían comer juntos.
—¿Crees que me estoy volviendo majara, Grace?
—Jefa, he visto las cartas y he sido yo la que ha llamado y le ha
enviado faxes al tal Cyprien. Todavía no entiendo que la policía perdiera
todo lo que le di. —Emitió un gruñido y después empezó a susurrar—: Lo
que realmente me pone los pelos de punta es que llamé a ya sabes quién
y me dijo que no había ninguna constancia de ya sabes qué. —Grace
estaba convencida de que mencionar por teléfono el nombre de la
compañía de teléfono y sus listas de llamadas implicaba que te pincharan
la línea inmediatamente—. Es que es rarísimo, parece un episodio de
Expediente X.
—Pues sí, la verdad. —Aunque Alex dudaba seriamente de que David
Duchovny fuese a aparecer en cualquier momento para sacarla del

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embrollo—. Te llamaré más tarde.


—Mira por la ventana antes de llamarme —le aconsejó Grace Cho—.
Si no ves el sol es que estoy durmiendo.
Alex apagó su teléfono móvil y se acercó hacia la ventana para bajar
la persiana y correr las cortinas. El sol saldría en tan solo una hora y, si no
evitaba que entrase la luz en la habitación, acabaría con otra migraña.
Puso el termostato a quince grados, se acercó a la cama y se dejó caer
sobre ella. Siempre que hacía frío se dormía como un tronco; quizá poner
el aire acondicionado podría ayudarla también.
«Quizá hablar con Don, el de al lado, podría ayudarme también». Sin
embargo Alex no se imaginaba otra vez repitiéndole la misma historia a
nadie más, especialmente a un loquero, quien podría hacer que la
encerraran en un periquete. Había leyes que lo permitían; pero, aun así,
los pirados debían tener derechos también, ¿no? «¿Es eso en lo que me he
convertido? ¿En un peligro para mí misma?».
Recordó la voz de Grace, llena de preocupación. «¿Cuánto hace que
no comes algo?».
Alex se sentó en la cama y observó su reflejo en el espejo. Había
perdido más peso, pero estaba segura de que había ido comiendo algo.
Recordaba perfectamente el último menú que se había comido por lo
horrible que había sido. Se había tomado unos macarrones sosísimos con
queso, un plato de brócoli muy pasado, un pedazo de bizcocho y un cartón
de leche desnatada; se había obligado a beberse la mitad del contenido,
aquel último día en el hospital.
Su reflejo le devolvió la mirada. «Pero de eso hace ya una semana.
¿Es que no he comido nada en una semana?».
«Mierda», le gritó su conciencia médica desde algún lugar de su
cabeza. «Si no hubieras comido nada en una semana entera no podrías
hacer nada, si acaso arrastrarte por el suelo… No puede ser, no te habrás
fijado bien».
A pesar de la temperatura ártica que reinaba en la habitación, Alex
durmió a ratos aquella noche. Se giró y dio vueltas en la cama hasta que
se rindió y enchufó la televisión, en la que echaban un concurso. A Alex le
fascinaba lo emocionados que parecían los concursantes por ganar algún
mueble horrible o un coche cuyo seguro probablemente no podrían ni
pagar. Cada vez que pensaba en la comida se le hacía un nudo en el
estómago. La verdad era que no recordaba que hubiera comido nada
desde que saliera del hospital, y aquello empezaba a preocuparle.
Todavía se preocupó más después de hablar por segunda vez con
Grace, aquella misma tarde.
—El doctor Whelton acaba de enviarme por fax el examen —dijo la
responsable de su oficina.—. Dice que hay que hacerlo todo de nuevo y,
que si sale lo mismo, tendremos que enviar algunas muestras al centro
médico de control y prevención de enfermedades.
—¿Por qué?
—Te leo lo que dice, ¿vale? —Se oyó un ruido de papeles al otro lado
de la línea—. Bueno, pues esto es lo que dice: «Los resultados no tienen
ningún sentido. No se trata de SIDA, leucemia ni septicemia, pero
presenta características similares a las tres tipologías. Necesito ver la

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médula espinal para investigar más. Ah, y necesito las muestras reales y
no de inyecciones, porque estas últimas muestran una saturación cuatro
veces mayor de fagocitos mutantes y dos células bacterianas
diferenciadas y sin clasificar. Envíame las muestras y yo mismo haré las
pruebas la próxima vez. Alex, este material es importante, llámame en
cuanto puedas. Jerry».
De modo que Cyprien la había infectado con la enfermedad
sanguínea que padecía. ¿Por qué nadie se había dado cuenta cuando
había estado en cuidados intensivos?
—Envíale un fax dándole las gracias, pero dile que no a lo de las
pruebas. Y no envíes ninguna copia al centro médico de control y
prevención de enfermedades.
Grace respiró hondo.
—¿Estás segura? ¿Y qué pasa si este paciente infecta a otra persona?
—No lo hará, seguro. Está muerta. —O lo estaría en breve. Alex siguió
hablando con un tono autocompasivo—. Estoy llevando a cabo una
investigación con pacientes que han sufrido leucemia. Si descubro algo, es
para mí; no para ellos ni para Jerry.
—Vale. —Grace no parecía demasiado convencida—. Oye,
probablemente este no sea el momento más adecuado para decírtelo,
pero me acaban de ofrecer un trabajo. Mi primo Kyung, el podólogo, me
ha comentado que su jefa de planta está de baja por maternidad, y como
ahora nosotras ya no tenemos pacientes aquí porque han sido desviados a
otros médicos…
—Comprendo. —Alex cerró los ojos y se apoyó contra la pared.
Cyprien le había contagiado alguna horrible enfermedad y encima ahora la
única persona en la que podía confiar la había abandonado. En realidad
era mejor que Grace no estuviera implicada en aquella situación.
—Si me necesitas, solo tienes que llamarme. Lo sabes, ¿verdad? —
Grace suspiró—. ¿Estás segura de que no quieres hablar con Don?
¿Aunque solo sea para estar de palique?
—No te preocupes, buena suerte con el nuevo trabajo.
—Que te vaya bien —dijo con una triste risita ahogada—. Oye, si
descubres alguna enfermedad nueva, no le pongas mi nombre.
¿Qué le habría contagiado Cyprien? «El mal de Keller, la demencia de
Alexandra, el síndrome de postsecuestro agudo… ¿o vampirismo
infeccioso?».
—No lo haré, te lo prometo.

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Capítulo 10

John no había estado nunca antes en Roma, pero no tuvo la


oportunidad de hacer de turista. Un joven sacerdote italiano que llevaba
un cartel con el nombre de John le esperaba en la puerta de llegadas del
aeropuerto y le llevó hasta un antiguo SAAB aparcado detrás de una larga
hilera de taxis. El sacerdote colocó la maleta de John en el maletero antes
de subirse al coche.
—Vamos ver Brethren —le dijo el sacerdote señalando a las afueras
de la ciudad.
John asintió con la cabeza, se sentó en el asiento del copiloto y se
ajustó el cinturón de seguridad. Los italianos tenían una pésima reputación
al volante —solo superada por la de los franceses— y hubiera preferido
poder alquilar su propio vehículo, pero Hightower se lo había
desaconsejado alegando que jamás encontraría el edificio de la orden él
solo.
Roma era grande, ruidosa y estaba llena de gente. Había flores por
todas partes: audaces rosas, vidriosos tulipanes amarillos y majestuosas
flores de lavanda. De camino a la ciudad vio más gatos callejeros,
restaurantes, motocicletas y Fiats oxidados que en toda su vida. Entendía
lo de las motocicletas y lo de los Fiats porque la ciudad se había
construido muchísimos años antes de que se inventaran los coches; de ahí
que casi todas las calles se parecieran más a angostos callejones por los
que circularan los peatones, los caballos y algún que otro carro.
—Mi nombre Tolomeo —dijo el sacerdote, un hombre amigable de tez
oscura y bellas facciones. Conducía con la típica despreocupación europea
por la seguridad—. Non parla italiano, ¿eh?
—No, padre Tolomeo. Disculpe.
—Va bene. ¿Hambre? —El sacerdote aflojó la marcha cuando le dieron
la vuelta a la Piazza Navona y aparcó de cualquier manera enfrente de un
pequeño bar—. Zuppa, te gusta, ¿no?
John observó las tres famosas fuentes y asintió con la cabeza.
Tolomeo se bajó del coche y regresó a los pocos minutos con dos
recipientes de plástico. En el que le entregó a John había un humeante
batiburrillo de verduras en un caldo rojizo.
—Minestrone, beber, ¿te gusta? —El joven alzó su recipiente y bebió
de él directamente.
John probó un sorbo y se achicharró la lengua.
—Gracias, bueno, grazie.
Tolomeo le dedicó una amplia y blanca sonrisa mientras ponía en
marcha el coche.
—Prego, prego. —Con un giro rápido se metió de nuevo en pleno
tráfico.
Aquella sopa estaba deliciosa, una vez recuperado el sentido del

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gusto, pero más que en su sabor se concentró en no derramarla. Deseó


tener un conocimiento más profundo del italiano para poder hablar con el
joven sacerdote, pero había estado tan mal en los últimos días por lo de
Alexandra que no pensó en comprarse alguna guía de conversación.
Sin embargo, a Tolomeo no parecía importarle. Intercalaba sorbos de
su sopa con giros de volante por aquellas estrechas calles, mientras
murmuraba por lo bajo lo que parecía ser alguna obscenidad en su lengua
nativa, dejando que John se entretuviese con sus pensamientos.
Unos pensamientos que se habían vuelto cada vez más lúgubres.
Había intentado llamar dos veces a Alexandra antes de salir de Estados
Unidos, sin obtener respuesta. No quería saber nada de él y al final tendría
que aceptarlo. Si por lo menos pudiera quitarse el sentimiento de culpa
que arrastraba desde aquel último encuentro…
«Me está haciendo daño, padre».
No había querido agarrarla del brazo. Le había salido sin pensarlo.
«No, estaba enfadado y una parte de mí quería hacerle daño». ¿Le habría
dejado algún morado? Algunos de los padres adoptivos que habían tenido
antes de que llegaran los Keller lo habían hecho.
El día en que conocieron a los Keller, Alexandra tenía un morado en la
mejilla. Estaban esperando en el bordillo de al lado de la oficina de
servicios sociales con la vista clavada en el vehículo grande en el que
Audra y Robert Keller esperaban sentados a que entrasen. Alex se le había
agarrado con fuerza, casi fundiéndose con él. Sus manitas se aferraban
con fuerza a la sucia camiseta que llevaba el flacucho John.
«Johnny, tengo miedo. Parece que la señora tiene mucha fuerza».
John siempre había estado dispuesto a hacer lo que fuese por
proteger a su hermanita. Pero Audra fue tan dulce como buena y
generosa. Alex siempre se había sentido a salvo con los Keller. Antes de
irse al seminario, John se había asegurado de que así fuera. Cuando
murieron, utilizó el dinero del seguro para enviarla a una de las mejores
escuelas privadas del país y después a la facultad de medicina.
Alexandra nunca se lo había agradecido. Ni una sola vez. Después del
funeral se convirtió otra vez en la niñita que lloriqueaba y se le agarraba a
la camiseta. Le rogó que se quedara e incluso le gritó y le dijo
barbaridades cuando la metió en el coche de camino al internado.
Recordaba los puñitos de Alex golpeando la ventana. «¡Joder, Johnny,
no me dejes aquí!»
Johnny sabía que debía haberse quedado y explicarle por qué era
mejor que él se fuese. Pero para Alexandra no cabía ninguna explicación
lógica. Quería a su hermano y nada más.
Su visado de corta duración no le había permitido el lujo de quedarse
y consolar a su destrozada hermana. Le habían dejado salir de la prisión
de Río solo por razones humanitarias y solo para asistir al funeral y
arreglar asuntos familiares. Si no hubiera regresado voluntariamente, el
gobierno estadounidense le habría deportado.
John nunca quiso que Alexandra se enterase de lo que le acusaban en
Brasil, o de cuánto tiempo se había pasado en aquella celda infecta. Ella
creía que se había marchado para ayudar a los pobres, y no que estaba en
prisión mientras los abogados de la archidiócesis mediaban para reparar

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las mentiras de una vengativa y rencorosa menina do doce.


Todo había sucedido en el peor momento. El gobierno brasileño,
inquieto por el eco internacional de la existencia de algunos sacerdotes
católicos pedófilos, ponía bajo la lupa a cualquier sospechoso de agresión
sexual. La Iglesia tardó ocho largos meses en persuadir al gobierno para
que liberara a John, a quien escoltaron desde la prisión al aeropuerto
antes de subirlo a un avión. No supo a dónde se dirigía hasta que el avión
aterrizó en Los Ángeles, donde le esperaba otro abogado más.
El escándalo manchó el impoluto historial de John como sacerdote. La
Iglesia quiso que meditara sobre sus errores y por eso le envió a un
monasterio trapense en las montañas, donde residió hasta que cinco años
atrás le trasladaron finalmente a Chicago.
—No hablar demasiado, ¿eh? —dijo Tolomeo.
—No, no demasiado. —Todos aquellos años vividos entre monjes
trapenses, quienes habían hecho voto de silencio, le habían marcado
irremediablemente. El silencio era un espantoso vacío que le había pesado
en el alma día tras día y había acabado con sus ganas de conversar. Miró
el recipiente de la sopa y le sorprendió ver que estaba vacío—. Muy
buena, la sopa.
—Sí, la mejor. —Tolomeo giró por una esquina y entró a través de una
puerta de persiana en lo que parecía ser un almacén abandonado. Le hizo
un gesto a John para que dejase el recipiente de plástico en el suelo del
coche—. Aquí es. Bajar ahora.
Y efectivamente, bajaron. Lo hicieron en un ascensor que chirrió y se
movió bruscamente cada vez que dieron un paso sobre él. A través de la
puerta metálica de rejilla John vio que atravesaban seis pisos, sintió cómo
el aire cambiaba y le presionaba los tímpanos. Un desagradable hedor se
hacía más intenso a medida que bajaban más y más.
—¿Dónde estamos? —le preguntó a Tolomeo.
—Abajo. —El ascensor se detuvo bruscamente v el sacerdote abrió la
rejilla—. Por aquí ahora.
John le siguió a través de un sombrío pasillo hecho de piedras tan
antiguas que se desmenuzaban en los puntos de presión. Se dijo que
alguna vez aquellas paredes habían sido blancas, pero que por estar
sometidas durante siglos a la luz de las velas y a las humedades del
subsuelo se habían vuelto amarillentas como el pergamino, o incluso eran
marrones en algunos puntos en los que el agua corría en riachuelos que
nacían en las grietas del techo.
A pesar de la existencia de respiraderos, el fétido olor aparecía en
vaharadas, más intensas cada vez que pasaban a través de los arcos
abiertos que conducían a algún tipo de galería.
Por fin Tolomeo se detuvo en una puertucha de madera, sobre cuyo
marco se habían pintado una y otra vez las letras griegas ji y ro, con forma
de equis y de pe, y símbolos representativos de Jesucristo. Le sonrió a John
de nuevo antes de golpear con los nudillos tres veces la puerta. Alguien la
abrió desde dentro y Tolomeo le hizo un gesto a John para que entrase.
La habitación se parecía a una capilla, había un pequeño altar bajo
una cruz de madera sobre el que descansaban flores frescas y velas que
neutralizaban el horrible hedor que venía de fuera. A los dos lados de un

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estrecho pasillo había tres filas de bancos en los que estaban sentados
algunos hombres que vestían sencillos hábitos. Humilladas las cabezas y
cerrados los ojos, rezaban. Nadie miró a John.
Se volvió para preguntarle a Tolomeo qué debía hacer, pero el joven
sacerdote no le había seguido.
Como correspondía en aquella situación, John se detuvo en el
banquito más cercano para hacer una genuflexión. El hombre que estaba
sentado en aquel banco le dirigió una mirada antes de volver a sus
plegarias.
Una mirada nada amistosa.
Otro monje apareció de una puerta que se encontraba en una esquina
detrás del altar. Llevaba el mismo hábito que los otros monjes, pero de
color negro y con una cuerdecilla de color rojo anudada en la cintura.
Sobre el pecho, a la izquierda, el hábito tenía un fragmento de tela de
color blanco sobre el que había una cruz roja y bífida. Echó un vistazo y
comprobó que los demás monjes tenían la misma cruz en sus hábitos,
incluso alguno llevaba dos o tres cruces juntas.
Era la sencilla cruz roja bífida del martirio, un símbolo de los
Caballeros Templarios.
El grupo se arrodilló, silencioso y respetuoso. John seguía sin saber
qué hacer. Aquellos hombres estaban más allá de la Iglesia católica, y no
podía llevar a la práctica en aquel lugar lo que él había aprendido en el
sacerdocio. El monje del hábito negro le tendió una mano y gesticuló hacia
sí para que John se le acercase.
—Bienvenido a les Fréres de la Lumiére, padre Keller. —La voz de
tenor era dulce, pero teñida de acento germánico y no italiano. Con la
oscura mano se quitó la capucha y reveló su rostro redondo y cordial.
Llevaba un solideo escarlata sobre la corona de pelo que le rodeaba la
rasurada cabeza—. Soy el cardenal Stoss.
John casi se arrodilló de nuevo. Nada más y nada menos que el
cardenal Stoss, uno de los hombres más poderosos del colegio de
cardenales y candidato potencial al papado. Sin embargo no era correcto
arrodillarse ante un hombre; solo ante Dios, y aquella capillita seguía
siendo la casa del Señor.
—Gracias, Ilustrísima.
Stoss parecía divertido.
—El obispo Hightower me dice que está muy interesado en
convertirse en soldado de Dios. Necesitamos urgentemente más soldados
puros de corazón y de mente, padre.
John se puso tenso.
—Entonces tal vez deberíais recortarlos en el cielo, Ilustrísima, y no
en las barriadas de Chicago.
Divertido, el cardenal asintió.
—Es tal y como August me dijo. Incluso mejor. —Dirigió una mirada a
los monjes allí reunidos y su expresión cambió—. He aquí a uno que se
unirá a nuestras filas. Uno a quien se le estima adecuado y cuya valía es
de sobra probada. De haber alguna objeción, que se haga pública ahora
mismo.
Nadie titubeó ni tampoco habló.

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Stoss asintió con la cabeza y trazó el signo de la cruz en el aire, ante


sí.
—Aceptamos a nuestro hermano en Cristo, John Patrick, como novicio
en los Brethren.
«Qué raro —pensó John—. Es como el rito del matrimonio».
Uno de los hermanos de hábito marrón se adelantó y se colocó al lado
de John. Señaló una puerta.
—Espera allí, hermano.
John se dirigió a la habitación colindante, que era muy espaciosa y
estaba iluminada con electricidad. Tenía todo el material que podría
encontrarse en una oficina moderna. Las paredes no eran de piedra, sino
que estaban cubiertas por grandes paneles de mármol, delicadamente
ornamentados, en los que había huecos para colocar candiles. Lo único
que revelaba la antigüedad del lugar eran algunas manchas de humedad
en el techo de estuco. En los enormes jarrones que descansaban en la
base de los paneles había flores.
A través de la puerta cerrada podía escuchar voces que hablaban en
latín, aunque no reconocía la plegaria. Más que a un canto, se asemejaba
a un intercambio. La puerta hacía difícil entender las palabras, de modo
que se apoyó en ella para escuchar mejor. Tan pronto como lo hubo hecho
la plegaria se detuvo y se escuchó un ruido de pasos al otro lado.
—¿Siente usted curiosidad, padre Keller?
John se volvió y vio al cardenal en la estancia. Miró con atención las
paredes y vio que no había ninguna otra puerta.
—Pero, Ilustrísima, ¿cómo…?
—¿Cómo he aparecido aquí? —El cardenal Stoss se apoyó en uno de
los paneles, que giró sobre sus goznes—. Esto fue una vez el arcosolio de
una familia peligrosísima políticamente. Los visitantes lo utilizaban cuando
no querían que se les viese atravesando la iglesia.
—¿Dónde estoy exactamente?
—Está bajo la ciudad, a más de doscientos metros de la superficie, en
el centro de La Lucemaria. —Stoss se quitó el hábito y lo colgó en un
armarito antes de ponerse la tradicional vestimenta de escarlata y oro
correspondiente a su rango—. Hay más de sesenta catacumbas que
rodean la ciudad, pero esta no aparece en ninguna guía turística ni en
ningún mapa. Siéntese, hermano.
John se sentó. El cardenal fue detrás del escritorio y realizó una breve
llamada, durante la cual solo habló en un fluido italiano. Colgó y miró a
John.
—No es lo que se esperaba, ¿verdad?
—La verdad es que no sé lo que me esperaba. —Le echó un vistazo a
la estancia—. ¿Por qué establecerse en un mausoleo?
—Es un cementerio subterráneo, para ser más precisos; hecho de un
mar de túneles que conducen a galerías, nichos sepulcrales y capillas
secretas. Fue construido por los cristianos en tiempos de Nerón. John miró
al techo.
—No me había dado cuenta de que era tan antiguo. —Las manchas
de agua parecían más grandes que antes, y se preguntó qué debía de
haber sobre aquel techo. ¿Estaría totalmente hecho de estuco?

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—En aquella época, la gente de fe vivía en una cruel sociedad,


pagana en su mayoría. El emperador Nerón desconfiaba de los cristianos y
permitía que se les acosara, encerrara, matara y exiliara sin razón alguna.
Las pobres almas murieron a millares, y sus cuerpos fueron enterrados
aquí, como ya se habrá dado cuenta por el persistente olor. —Hizo un
gesto con la mano como queriendo dispersar el aire—. Los Brethren
abrieron la catacumba cuando se reubicaron en esta región en el año
1417. Decidieron que lo mejor era establecerse en un lugar cuyo umbral
muy pocos se atreviesen a traspasar; ni siquiera nuestros hermanos de la
Iglesia.
No había viajado hasta Roma para que le diesen una lección de
historia, pero aparcó su impaciencia.
—¿Y los vampiros sí se atrevieron?
—August le habló de los demonios a los que nos enfrentamos y le
mostró el vídeo de Dublín. —Parecía que no aprobaba aquel método—. Y
no cree que sea verdad.
—Lo que sé es que el arzobispo cree que los vampiros existen. —Se
encogió de hombros—. La filmación parecía muy realista, podría sin duda
engañar a muchos.
—Así que no lo cree.
—No, Ilustrísima.
—Y sin embargo ha venido aquí para unirse a nosotros. ¿Para
desenmascararnos, tal vez? —El cardenal le dedicó una amplia sonrisa—.
No se sienta incómodo con su objetivo, hermano Keller. Yo mismo me uní
a la orden con el mismo propósito; para desacreditar aquello que me
parecían supercherías medievales y peligrosas que podrían hacer que
tambaleasen los cimientos de la Iglesia. La sospecha de la presencia del
mal siempre ha sido la reacción ignorante de determinados sectores de la
fe, sobre todo de aquellos que se sienten impotentes ante la ola de
enfermedades, pobreza y gobiernos laicos que impera en nuestros días. Y
¿qué mejor demonio al que culpar de las miles de manifestaciones de
corrupción que a una organización secreta de vampiros? Soy un hombre
de luces y con formación, hermano, y sin embargo heme aquí, liderando a
un grupo de monjes clandestinos para que se enfrenten a los discípulos de
Satán.
John se preguntaba si el arzobispo y el cardenal acaso compartían el
mismo desorden mental. No era probable, pero como mínimo explicaría el
hecho de que dos hombres tan respetados se regodearan en aquellas
supercherías absurdas.
—¿Me va a presentar a alguno de esos discípulos para convencerme y
así hacer que me una a la orden?
Stoss se rió.
—No, hermano. Debe seguir un entrenamiento de muchas horas
antes de que le llevemos ante uno de los maledicti.
—¿Un entrenamiento? ¿De qué tipo?
—Hay ciertas pruebas físicas a las que debe someterse, así como a
consejo y disciplina espiritual. Es lo que se hace aquí, en La Lucemaria. En
cualquier caso, hay dos cosas que debe saber antes de dar el último paso
para unirse a nosotros.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—¿Y qué dos cosas son?


—El entrenamiento es arduo y requiere una disposición total —le dijo
el cardenal para su asombro—. Algunos de los novicios han resultado
malheridos o han muerto. Si lo que desea es preservar la vida sobre todo
lo demás, debe irse ahora y regresar inmediatamente a Chicago.
John siempre se había caracterizado por su fortaleza. Había sido el
más duro de los chicos del barrio, y desde entonces mantenía una
excelente forma física.
—Me arriesgaré.
—Excelente. Cuando haya finalizado la fase de entrenamiento, deberá
renunciar a su condición de sacerdote para unirse a nosotros y convertirse
en soldado al servicio de Dios. —El cardenal se acercó a él y le dedicó una
intensa mirada—. Asegúrese de que sea lo que realmente quiere hacer,
porque no se admiten cartas de renuncia ni corazonadas de último
minuto. Cuando se una a los Brethren, nadie que no sea de la orden podrá
saber a qué se dedica. Y eso incluye a los miembros de la Iglesia católica
que no pertenecen a los Brethren.
La gravedad de aquella advertencia se le antojaba un tanto teatral.
John empezaba a sospechar que a aquellos hombres les encantaba
dramatizar las cosas. Lo cierto era que disponían del decorado ideal.
—Me está usted diciendo que, una vez me una a los Brethren, no
podré renunciar ni decírselo a nadie bajo pena de ser castigado.
Stoss lo miró de cerca.
—Si nos traiciona o nos abandona será ejecutado.
John se quedó mirando al cardenal unos instantes en silencio.
—¿Lo dice en serio?
—Los Darkyn están desesperados y utilizarán a quien sea para
destruirnos. No podemos permitirnos el lujo de que estos monstruos
capturen a uno de nuestros hermanos con vida. —Sus ojos se volvieron
sagaces—. No me parece que seas un hombre temeroso, John Patrick. Eres
un hombre de acción y un superviviente. Necesitamos hombres como tú
para nuestra causa. Durante siglos los Darkyn se han estado organizando
y muy pronto actuarán contra la Iglesia católica. —Cuando John quiso
intervenir el cardenal negó con la cabeza—. Sé que no te lo crees, pero
acepta por el bien de esta discusión, que existen. ¿Nos ayudarás a
enviarlos de regreso al infierno?
—Si existen, lo haré. Defenderé a la Iglesia y a la vida.
—Es todo lo que te pedimos que hagas. —El cardenal se levantó—. Te
acompañaré y te llevaré ante tu tutor, quien empezará con tu
entrenamiento.

Antes de irse a trabajar para su primo el podólogo, Grace se ocupó de


quitar a Alex de la lista de teléfonos del hospital y de enviar a su último
paciente a otro médico. Alex también cumplió con su parte escribiendo las
anotaciones de sus casos pendientes y enviando los expedientes al
hospital, donde pudieran almacenarse y consultarse cuando fuese
necesario.
No cerró el despacho hasta que acabó de someterse a la última serie

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de pruebas: estudio hematológico completo, toxicológico y radiografías


gastrointestinales superiores e inferiores. Someterse a aquellas pruebas
ella sola requería cierta habilidad (el bario que tuvo que tomarse para
poder hacerse las radiografías casi la había hecho vomitar), pero logró
llevarlas a cabo. Los intestinos y el estómago se le habían empequeñecido
tanto que parecía que se le hubieran atrofiado.
Alex rebuscó en los manuales y gracias al análisis de los síntomas
descubrió que su cuerpo ya no absorbía vitaminas ni tampoco producía el
ácido necesario para que su estómago pudiese digerir nada. Tanto los
manuales como el análisis hematológico fueron clave para descartar un
caso de anemia o de cualquier otro tipo de trastorno digestivo que hubiera
causado aquel cambio tan radical en su sistema.
Sabía a ciencia cierta qué era lo que no tenía y lo que no era
responsable de que vomitase compulsivamente todo lo que se obligaba a
comer, pero la enfermedad que le había contagiado Cyprien seguía siendo
un misterio.
Los análisis de sangre eran también bastante desconcertantes. El
recuento de leucocitos había crecido de modo desmesurado, mientras que
el número de glóbulos rojos seguía cayendo en picado. Se sentía muy
cansada y no dejaba de perder peso, pero aparte de aquellos síntomas no
tenía otros que hicieran pensar en leucemia linfática aguda, SIDA o
cualquier otro desorden estudiado por la ciencia médica.
Fuese lo que fuese, la estaba matando. Lentamente, pero lo estaba
haciendo.
Alex se llevó la mayor parte del dinero al banco y abrió una cuenta de
beneficencia que pudiera utilizarse para pagar el tratamiento de Luisa
López. Acto seguido fue a ver a la madre de Luisa para explicarle cómo
podía sacar y administrar el dinero. También le dio el nombre de un buen
abogado que la ayudase a administrar los millones y a encontrar un lugar
decente para vivir cerca del hospital.
Alex se sentía muy mal por dejar a Luisa en la estacada. El eco de las
gracias que le daba la madre entre sollozos mientras abandonaba la casa
de protección oficial le hizo sentirse avergonzada.
Lo único que le daba fuerzas para seguir adelante era la tarjeta que
había encontrado en el maletín de Cyprien. En ella aparecía su nombre y
un número de teléfono con el prefijo de Nueva Orleans.
Alex no podía acudir a un hospital para que la ingresaran y perdía
peso cada vez más rápido. Decidió alquilar un laboratorio, pedir el
instrumental que necesitaba y encerrarse allí.
Tres semanas más tarde, Alex logró estabilizar su situación y así pudo
correr el riesgo de viajar. Hizo dos llamadas de teléfono: una para reservar
un vuelo nocturno a Nueva Orleans y la otra, al número de teléfono que
aparecía en la tarjeta.
El hombre que respondió a la llamada parecía tenso e iba directo al
grano.
—¿Dónde está, doctora Keller?
—Estaré en Nueva Orleans en dos horas. Volaré con United desde
Chicago. Recójanme en el aeropuerto. —Colgó de un telefonazo.
—Qué perfume tan agradable —le dijo la azafata cuando Alex fue a

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retirar el billete—. ¿Es lavanda, verdad?


Asintió con la cabeza. Era una fragancia muy ligera y apenas
perceptible; solo ella la notaba la mayor parte del tiempo. Nunca había
podido llevar perfumes porque le salían sarpullidos. No era un perfume.
Aquel olor provenía de su cuerpo. «Como el olor a rosa de Cyprien y el de
madreselva de Phillipe». La Perra no olía a nada, en cambio. Alex estaba
segura de que no estaba infectada.
Seguro que necesitaban que algún humano les hiciese el trabajo
sucio.
El chófer de Cyprien, otro francés de traje oscuro que no hablaba una
palabra de inglés, la recogió en la puerta de llegadas del aeropuerto de
Nueva Orleans y la llevó en limusina a una preciosa mansión victoriana de
una zona apartada del Garden District. A pesar de no haber visto el
exterior de la mansión antes y de que era todavía de noche, Alex estaba
segura de que era La Fontaine. No era tan opulenta comparada con las
otras mansiones colindantes, pero había rosas blancas y una grandiosa
fuente de mármol en el Jardin delantero.
Éliane la esperaba en la puerta. Por un instante pensó que iba a
soltarle un par de tortazos.
—Ni lo intentes. —Con cierta dificultad se abrió paso. Estaba tan débil
que podía haberse dejado caer en el suelo hecha un ovillo y esperar la
muerte. Solo el orgullo y la necesidad de saber la mantenían con vida.
Apareció Phillipe y, tras dirigirle una mirada de preocupación a Éliane, la
ayudó a bajar las escaleras en dirección a las estancias de Cyprien.
—¿Me has echado de menos? —le preguntó al senescal.
—Sí —le dijo con una sonrisa—. He aprendido inglés.
—Enséñame a decir «que te jodan» en francés, anda —le dijo—, me
vendrá de perlas enseguida.
—Hola, Alexandra. —Michael estaba de pie enfrente de un caballete.
Había estado pintando algo delicado que relucía en la tela. Dejó a un lado
la paleta y puso el pincel en una jarrita que contenía un turbio líquido—.
Esperaba que vinieras mucho antes.
—No me digas. —Se dejó caer en la primera silla cómoda que vio.
Había llegado a pesar treinta y cuatro quilos antes de poder estabilizar los
síntomas. Ahora pesaba cuarenta y uno, pero seguía pareciéndose a una
prisionera de un campo de concentración.
—¿Por qué no me has llamado antes?
«Que por qué no le he llamado antes; como si el muy cabrón tuviera
una consulta».
—He estado muy mal, necesitaba ganar peso y quemar todas mis
notas y mis muestras de laboratorio.
Cyprien se limpió las manos en un trapo.
—Pensaba que habías cerrado la consulta.
—Y así es. He estado investigando sobre mí y, por extensión, sobre ti.
—Finalmente se decidió a mirarle y le asombró ver la perfección de su
propia obra—. ¿Verdad que Phillipe, tú y yo no somos los únicos?
—Non. Hay muchos de nosotros. —Se volvió a limpiar las manos con
el paño manchado de pintura antes de sentarse enfrente de ella. Estaba
descalzo, advirtió ella, admirando, ausente, aquellos bien formados pies—.

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¿Por qué te has puesto a investigar? ¿Para saber lo que te iba a pasar? Si
hubieras acudido a mí antes, te lo habría explicado personalmente.
—Eres tú el que me lo ha contagiado. —Le dedicó una mirada llena de
ironía—. Además, ya sé lo que me está pasando.
—¿De verdad? —Hizo un ademán para invitarla a que se lo explicara.
—Pues sí. Mis glóbulos humanos están siendo reemplazados por unas
células muy extrañas similares a las cancerígenas, pero que son cien
veces más invasoras y destructivas. Están alterando mi espina, así como
mis tejidos y mis células nerviosas, probablemente para que acepten
mejor el metabolismo suicida. Tengo el estómago del tamaño de un hueso
de melocotón, no puedo comer nada sólido. Casi me muero de hambre
antes de empezar a tomar sangre fresca —se detuvo un momento,
pensativa—. Básicamente esto es lo más relevante.
Cyprien se puso de pie y empezó a pasearse por la habitación,
musitando algo en francés.
—Cuando salgas del trance me gustaría que me respondieras algunas
preguntas que tengo. —Alex se llevó las manos al escalpelo bañado de
cobre que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Ella iba a darle también
algunas respuestas.
—¿Crees que se trata de una enfermedad? —Cyprien parecía estar
muy ofendido—. ¿Algo que puedas remediar con tus medicinas y tus
operaciones?
—Si pudiera hacerlo te aseguro que no estaría aquí ahora. —Seguro
que ahora le soltaba algún discurso de lunático asegurándole que estaba
maldito o que era un discípulo de Satán y que tendría que acabar con su
vida clavándole una estaca en el corazón un par de veces.
La estaba decepcionando.
—Todavía no has sucumbido a la maldición. Morirás como ser humano
y al segundo día, te alzarás.
—Bueno, pues lo mejor es que empiece a preparar mi funeral ya
mismo. —Y no lo decía totalmente en broma, iba a necesitar que le
ayudasen, pero no Cyprien, por supuesto.
—Cuando te levantes de entre los muertos, serás una Darkyn —
prosiguió Cyprien, todavía irritado—. Como nosotros, te curarás
inmediatamente de tus heridas y no envejecerás. No morirás nunca a
menos que te decapiten o te quemen.
—¿Me estás hablando de la inmortalidad? —Él asintió con la cabeza y
ella hizo un gesto brusco—. ¿Y cuándo es tu cumpleaños?
—Nací el catorce de noviembre de 1294.
Alex estaba segura de que todo aquello era una farsa; sin embargo
había visto cómo se cerraban sus heridas. Quizá existiese una remota
posibilidad de que todo aquello fuese real.
—Pues no estás nada mal para tener setecientos diez años. —Se
acomodó en la silla e intentó pasar por alto el dolor que se apoderó de sus
extremidades—. ¿Y qué más extras debo esperar?
—¿Extras?
Se llevó la mano a la cabeza.
—Durante un tiempo hiciste que olvidara lo sucedido; a ese tipo de
extra me refiero. Los Darkyn desarrollamos una inteligencia poderosa,

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pero las habilidades y los talentos ya son algo individual —le dijo—. No
puedo decirte cuál será el tuyo. Yo puedo borrar la memoria, y mi
senescal, Phillipe, puede controlar la voluntad de las personas.
Miró a Phillipe, que estaba mirando al infinito en aquel momento.
—Phil me obligó a operarte.
—Sí.
—Mamonazo. —Otra cosa más de la que tendría que preocuparse—.
¿Cómo me lo contagiaste? ¿Por la saliva? ¿O acaso me violaste cuando
estaba inconsciente?
Los hermosos labios que le había hecho a Cyprien empalidecieron
levemente.
—Utilicé mi propia sangre para detener la herida que te había hecho
en la garganta.
—¿Cómo exactamente?
—Tapé la herida con mi sangre, pero eso solo la cerró. Cuando
dejaste de respirar…
—Hiciste que tragara un poco de tu sangre. Así que no había sido una
pesadilla. —Asintió con la cabeza—. ¿Y qué hay del sexo? Creo recordar
que casi hubo algo de eso también.
Cyprien no se puso rojo ni tampoco apartó la mirada.
—Perdí el control e intenté poseerte. Phillipe me detuvo a tiempo. No
debería haber ocurrido nunca.
—Te disculpas de maravilla, Mike. —Alex miró al senescal—. Te
perdono por comportarte como un capullo.
Phillipe emitió un chasquido de exasperación.
—Pero, doctora… No fue culpa… —Miró a Cyprien con impotencia.
—Ahórrate los detalles. —Por lo menos Phillipe logró detenerle. De no
haberlo hecho habría cumplido la promesa que se hizo a ella misma; la
misma en la que aparecía una sierra mecánica y también los testículos de
Cyprien—. Sabías que podías contagiármelo. —Cyprien asintió—. Bonito
detalle.
—Me equivoqué, pero no podía pensar con claridad. Es parte de
nuestra naturaleza. —Miró la cara que ponía Alexandra y por fin la suya se
llenó de remordimiento—. Alexandra, por favor, escúchame. Me arrepiento
de lo que hice; tanto que no me salen ni las palabras para decírtelo,
pero…
—Será mejor que cierres el pico ahora mismo. —Empezaba a
entender por qué alguien había querido quemarle el rostro y darle una
paliza—. Así que me voy a convertir en lo que tú eres, ¿no? ¿Cómo lo
llamaste antes?
—Te convertirás en una vrykolakas. Y nos llamamos los Darkyn.
—¿Pero es que no os podíais decidir solo por un nombrecito? —Ya
sabía lo que le iba a contestar él, pero prefería dejarlo todo bien claro—.
¿No existe cura alguna? ¿Algún modo de parar o invertir el proceso?
Negó con la cabeza.
—No se trata de una enfermedad. Estamos…
—Malditos, ya capté esa parte. Cuando viniste a verme a Chicago no
te importaba saber si recordaba algo o no; o si se lo había dicho a alguien.
—¿Y para qué iba a hacerlo? Si nadie iba a tomárselo en serio—. Querías

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ver cómo estaba y descubrir cómo era posible que siguiera viva.
—Sí. Ningún humano ha sobrevivido al contacto con nuestra sangre
en siglos. Eres un milagro, Alexandra.
—Creo que lo de milagro y lo de maldición no pegan demasiado, Mike.
—Además, no tenía ninguna intención de convertirse ni en lo uno ni en lo
otro mientras pudiera hacer que los síntomas remitieran—. ¿Por qué no
me advertiste de todo esto la noche que viniste a verme a Chicago?
Cyprien hizo un gesto de despreocupación.
—En aquel momento no pensé que te hubiera contagiado nada. Y de
haberlo hecho no te hubieras creído que lo que te estaba pasando era
real.
Un inesperado pinchazo hizo que se tocara con la punta de la lengua
el paladar, en el que se le habían creado dos abscesos. Dentro de ellos
estaban los recientemente formados dents acaeces.
Colmillos, para los amigos.
—Nunca podré volver a ejercer la medicina. —Dejó que por un
momento los sentimientos le hicieran temblar la voz—. Me lo has quitado,
Cyprien. Yo te ayudé, te devolví el rostro, y tú has arruinado mi vida.
—Estás maldita, como nosotros. Pero sigues estando viva. Nosotros
hace mucho tiempo que necesitamos a un doctor en nuestras filas. —
Detrás de aquel tono de arrepentimiento había algo más. Arrogancia—.
Incluso puedes seguir ayudando a los humanos si así lo deseas.
—Ya. ¿Bebiéndome su sangre? —dijo en una risotada amarga—. Qué
gran idea. Seguro que hacen cola a la puerta de mi oficina.
—Ya no les hacemos ningún daño. —Su voz se volvió dulce y
amistosa, como si a partir de aquel momento fuesen a convertirse en
mejores amigos—. Te lo mostraré.
Phillipe se le acercó y se arrodilló ante ella.
—Vous jerez une belle chasseuse, Alexandra. —Parecía sincero y
serio, como un buen amigo.
Por aquella razón decidió que no iba a darle una patada en las pelotas
para ponérselas por corbata.
—¿Y eso qué leches quiere decir?
—Quiere decir que serás una bella cazadora.
—Estudia un poco más de inglés, Phil. —Pensó en la madre de Bryan y
en los que atacaron a Luisa. Si seguía adelante con lo de la maldición,
¿sería capaz de enfrentarse a ellos y destrozarles el cuello?
No, nunca.
—Bueno, ha sido un placer ponernos al día, pero ahora me tengo que
largar. —Se levantó y se marchó.
Cyprien la siguió.
—Tenemos que hablar de muchas otras cosas.
—Bueno, yo ya he oído lo suficiente, gracias.
Le bloqueó el acceso a la puerta principal.
—Vas a necesitar que alguien te ayude mientras te sobreviene la
muerte humana. No puedo dejarte marchar.
Negó con la cabeza. El tipo estaba bastante bueno —gracias a ella—,
tenía dinero, una enorme mansión y además era inmortal… Pero tenía
menos luces que una zanahoria.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—No necesito que me des tu permiso.


—Eres así gracias a mí. Eres mi sygkenis.
Se encogió de hombros.
—¿Y eso hace que puedas controlar lo que haga? ¿Como en las pelis
de Drácula?
—No. Quiere decir que eres obra mía. —Otra vez había puesto aquella
cara de repelente—. Tienes que jurarme lealtad y obedecerme cuando te
lo pida.
Estaba hablando en serio.
—Dios mío, te crees todo eso de verdad. Déjame pasar.
La tomó del brazo.
—Alexandra, no me importa lo del juramento. Me importas tú. Quiero
que estés aquí, conmigo.
Lo dijo con tal sinceridad y calidez que casi se lo creyó. Creía tanto en
él como en el ratoncito Pérez.
—Hablábamos de la decapitación, ¿no? —Empuñó el escalpelo
bañado en cobre que llevaba consigo y se lo puso en el cuello—. Pues así
es como va a suceder todo: primero, te corto la yugular y la arteria
carótida. Ya verás cómo eres capaz de llenar La Fontaine con toda la
sangre que vas a perder. Mientras te desangras, te corto el esófago y la
tráquea. Ya no respiras más, simplemente te ahogas. Sigo cortando,
atravieso los músculos y ganglios hasta que llego a las vértebras de la
base del cráneo. La columna vertebral es un poco más dura, pero puedo
solucionar el problema sin dificultad. —Se acercó a él hasta que a sus
bocas solo las separaba un suspiro—. Recuerda lo rápida que soy, Mike. Lo
haría en un minuto o en un minuto y medio como máximo. En dos minutos
sufrirías muerte cerebral y en tres estarías ya muerto del todo. ¿Crees que
Phillipe podría detenerme?
—Te mataría —dijo Cyprien sin inmutarse lo más mínimo—. Pero no
puedes hacerlo. No a mí.
—Eso ya lo veremos, no estés tan seguro. —El persistente olor a
madreselva hizo que le acercase más el escalpelo al cuello, hasta que la
sangre de Cyprien empezó a manchar la cuchilla. La cogía por la cintura,
pero no intentaba zafarse de ella—. Dile a Phillipe que se vaya a dar una
vuelta.
Cyprien miró al senescal.
—Haz lo que dice.
El olor a madreselva desapareció y Alex aflojó el escalpelo.
—Es muy sencillo, de verdad: no me llames, no me escribas y no me
mandes a nadie. —Poco a poco aflojó más la cuchilla y finalmente le
apartó de un empujón.
Cyprien se quedó donde estaba y dejó que llegara hasta la puerta
antes de decirle algo.
—Volverás a mí, Alexandra.
Por supuesto que lo haría, si sobrevivía a aquella pesadilla. Regresaría
y lo mataría.

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Capítulo 11

Richard Tremayne le había enviado una segunda citación sin


precedente a Michael a través de dos de sus escoltas, que se la hicieron
llegar en persona. No había modo de escapar a aquella invitación y tuvo
que marcharse a Irlanda dos días después de la visita de Alexandra. Los
vigilantes no le dieron tiempo para prepararse, responder o hacerse la
maleta. En treinta minutos estaban ya en el avión privado de Richard y en
seis horas aterrizaban en Dundellan.
Nadie le dio la bienvenida ni acudió a recibirle a la puerta del castillo.
Michael fue conducido directamente al interior de la propiedad, otro signo
que evidenciaba lo enfadado que estaba el gran señor. El gran salón solo
se utilizaba para tres cosas: acuerdos, castigos y ejecuciones.
Los escoltas le dejaron solo, cosa que indicaba que no se trataba de
una ejecución.
—Tienes buen aspecto, Michael.
—Gracias, seigneur. —Como no podía devolverle el cumplido, hizo
una reverencia hacia el trono que estaba en la oscuridad, como también lo
estaba Richard Tremayne.
—Cosa que me sorprende, porque la última vez que te vi te parecías
más a una albóndiga de carne picada —prosiguió el gran señor—. De
hecho, a pesar de algunas pequeñísimas alteraciones, vuelves a ser tú
mismo otra vez. Estoy realmente asombrado.
Resistió la tentación de tocarse la cara, a la que todavía no se había
acostumbrado del todo.
—He tenido mucha suerte, señor.
—Mi querido Cyprien, los dos sabemos perfectamente que no le
puedes dar las gracias de ello ni a la suerte ni a la divina providencia. —
Tremayne se quedó pensativo—. Tu doctora humana, por otra parte, ha
realizado un trabajo milagroso.
—Sí, mi señor. —¿Cómo sabía Tremayne de la existencia de
Alexandra Keller? Michael estaba seguro de que Jaus no había dicho nada
al respecto, pues le había ofrecido su lealtad absoluta. Nadie de los suyos
le habría dicho nada, seguro—. Es cirujana plástica.
—Pues deberías pagarle lo que te pidiera y con creces. ¿Por qué no
respondiste a mi primera citación?
Habían pasado ya ocho semanas desde que Valentín se la había
comunicado, pero Michael había estado muy distraído por culpa de Lucan
y de Alexandra. No podía hablarle a Richard de la transformación que
estaba padeciendo la doctora. Todavía dudaba de que pudiera sobrevivir.
—Con Lucan en América —dijo Michael— tenía que organizado todo
para proteger mi Jardin.
—Haces bien. Lucan ya no está a mi servicio y conviene que estés
siempre alerta.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Michael no recordaba ningún momento en el que Lucan no hubiese


perseguido a los enemigos de Richard. Si transcurría más de un año y un
día sin que lo capturasen, según la ley Darkyn ya no le pertenecería a
Richard.
—¿Te ha traicionado?
Tremayne dejó que pasaran unos largos instantes; tiempo en el que
Michael se arrepintió de haberle hecho aquella pregunta.
—Digamos que como reconocimiento a tantos años de leal y valioso
servicio le he liberado del juramento que me hizo.
—Eso significa que tampoco goza de tu protección.
—Exactamente, pero preferiría que no fueses a por él ni lo matases, si
puedes evitarlo. Hay una parte de Lucan que todavía me pertenece. —Las
llamas chispearon y la roja brasa se avivó; no lo suficiente como para
iluminar las facciones de Richard pero sí como para adivinar que estaban
mucho mejor escondidas en la oscuridad—. ¿Dónde está la doctora Keller?
«Sabe su nombre».
—En Chicago, señor —deseó Michael—. Los hombres de Val estaban
intentando localizarla.
—Vaya, eso sí que es un contratiempo. —El humo se arremolinaba en
el aire como si fuera una serpiente fantasma—. Harás que te la traigan a
Nueva Orleans.
—Sí, señor. —El alivio hizo que casi soltara un suspiro. Si Richard
hubiera querido a Alexandra para sus propios propósitos se habría
adelantado a Michael y hubiera hecho que la llevaran directamente a
Dundellan. Richard nunca abandonaba su fortaleza—. ¿Puedo preguntarle
por qué me ha hecho venir?
—Algunos de nuestros Kyn necesitan de sus particulares habilidades.
—Se oyó un crujido que provenía del sillón y después un chasquear de
dedos. Apareció un sirviente en la habitación—. Prepara a nuestros
invitados para el viaje. —Esperó a que el sirviente se hubiera marchado
para añadir algo más—. Son los cuatro miembros de la familia Durand,
para ser más exactos. Eran amigos tuyos, ¿no?
—Lo son. —Michael intentó digerir su asombro y apartarlo de sí—.
¿Fueron apresados?
—Hace algunos meses, en Provenza. Angélica ha muerto y su
hermano está desaparecido. Mi gente ha hecho lo que ha podido, pero la
familia está muy mal. —Un gruñido casi animal resonó en el pasillo—.
Thierry ha perdido la razón.
Thierry Durand había sido el amigo de la infancia de Michael, como
también lo había sido Gabriel Serán. Cyprien había sido el padrino de boda
de Thierry cuando se casó con la hermana de Gabriel, Angélica. Los
Durand, los Cyprien y los Serán habían sido vecinos en Provenza. Los hijos
mayores habían peleado de niños, y después, como adultos, habían
combatido en el mismo bando. Sus familias eran en realidad una sola.
Después de la guerra regresaron a casa esperando hallar celebraciones, y
lo que hallaron en su lugar fue a su gente devastada por la hambruna y
por la peste. Pero ni siquiera la muerte logró separar a Michael, Thierry y
Gabriel. Los tres se habían levantado de sus tumbas con solo unos días de
diferencia.

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—¿Han sido los Brethren?


—Antes de marcharse, Lucan se ocupó de ellos. De todos —dijo
Richard con orgullo molesto—. Te llevarás a los Durand a América y harás
que esa cirujana tuya los cure. Y tendrás que descubrir quién llevó a los
Durand a manos de los Brethren.
—¿Es eso prudente, señor? —Nunca antes había pasado a escondidas
a un país a más de uno o dos Darkyn a la vez. Llevarse a cuatro requeriría
preparativos especiales, especialmente si estaban tan malheridos como
para necesitar la ayuda de un cirujano plástico. Y sin duda lo estarían tras
haber sufrido las torturas de los Brethren. Todo ello considerando que
Alexandra accediese a operarles—. Viajar ya es difícil para nosotros en
circunstancias ideales.
—Así debe ser, no hay otra solución. Ya sabes lo que les gusta a los
Brethren usar sus cámaras y sus ordenadores. Seguro que ya tienen
media Europa empapelada de fotos y descripciones de los Durand. Nunca
más estarán a salvo a este lado del Atlántico. —Richard se levantó de su
trono—. Si sobreviven y son apropiados se quedarán en tu Jardin.
Michael miró al gran señor sin desviar la atención de aquellos rasgos
deformados ni del cuerpo tan cruelmente retorcido. Su estado era único
entre los Darkyn, y Michael era uno de los pocos a quienes se les había
confiado lo que lo había causado.
—Habéis experimentado más cambios, señor.
—Ciertamente, bastantes. —Richard alzó lo que alguna vez había sido
una mano y la observó—. Mi maldición avanza muy despacio pero es
inequívoca: sigue progresando.
Michael deseó poderle transmitir algo de esperanza, pero sabía a
ciencia cierta que su estado era irreversible.
—Como no me apetece nada contemplar mi evolución hasta su final y
como dudo que pueda gobernar desde el infierno, el trono puede ser tuyo
algún día. No te quepa duda de que eres mi primer candidato para la
sucesión.
Michael se quedó helado.
—Señor, me llena de satisfacción poder servirle.
—Siempre tan diplomático. Por eso Lucan te odia tanto, Michael.
Nunca me inspiró la lealtad o la confianza que tú me transmites, Michael.
—El gran señor parecía casi divertido antes de que su grave y densa voz
se volviese pétrea—. Me servirás, Michael. Tendrás que obedecerme en
todo lo que te pida y hacer exactamente lo que yo diga.
—Sí, señor. —Hizo una reverencia.
—Ahora vete y ocúpate de tus amigos. —Richard empezó a renquear
—. Envía informes de su progreso y averigua quién les traicionó, Michael.
—Esperó hasta que Cyprien volvió a mirarle—. Haz que esa sanguijuela
sabia tuya se quede en Nueva Orleans. Me atrevo a decir que no la
necesitaré nunca más.

«Gatito lindo».
Alex estaba sentada en la barra haciendo ver que se tomaba el agua
con gas que había pedido. Tres taburetes más allá había un par de

- 111 -
LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

conductores de autobús, con el uniforme todavía puesto, que se estaban


tomando unas cervezas y mirando el resumen de deportes de la jornada
en la enorme televisión en color que había en una de las esquinas del bar.
«Gatito lindo. Gatito lindo».
Había acabado en aquel antro de mala muerte solo porque había
tenido que utilizar el teléfono para llamar a Leann Pollock, una antigua
amiga del Cuerpo de Paz.
«Mi jefe me ha dicho que puedo buscar lo que quiera en los archivos
—le había dicho Leann a Alex en la llamada—. Cree que hay demasiadas
tesis doctorales sobre virus pandémicos, pero le intrigó mucho tu
enfoque».
Alex ya lo había previsto. La verdad era que no demasiados
investigadores intentarían demostrar la existencia de mutaciones virales
vía ADN fechadas en el siglo XIV.
Alex había tenido la inmensa suerte de que su antigua colega en el
Cuerpo de Paz, Leann Pollock, se hubiese puesto a trabajar para el centro
médico de control y prevención de enfermedades. Se sentía un poco
culpable al haberse inventado el proyecto de tesis para poder convencer a
su amiga de que le pasara la información que necesitaba de los archivos
del centro, pero sin duda era mejor que intentar colarse en el edificio y
ponerse a buscar ella misma.
—Muchísimas gracias de nuevo, Lee. De verdad.
—De nada, ahora mismo me pongo a buscar los expedientes de
inmunización que me pides —dijo Leann—. Parece que haya pasado un
millón de años desde que estuvimos en Etiopía, ¿eh?
Justo antes de que Alex pudiera despedirse, oyó claramente el
susurro de aquellas palabras detrás de ella.
«Gatito lindo, gatito, gatito».
Alex se llevó el vaso a los labios y dejó que sus ojos vagaran y se
fijaran en la mujer que estaba sentada a su derecha y que se tomaba su
quinto cóctel. Tenía el pelo pajizo y era flacucha. Dos taburetes más allá y
casi oculto en una esquina, un hombre calvo y robusto se tomaba unos
chupitos de tequila; uno tras otro.
«Gatito lindo. Gatito lindo. Gatito lindo. Gatito…».
Era aquel hombre el que estaba diciendo aquellas palabras. Cuando
Alex se puso a observarle, se tomó el último chupito y lo dejó en la mesa
con un golpe antes de coger la chaqueta y dirigirse hacia la puerta.
Alex intentó cerrar los ojos, pero cuando lo hacía, veía aquellos
zapatos otra vez: dos bambitas rosas con el dibujo de un gatito a los lados.
Incluso en aquella ocasión había visto que sobre las bambitas había unos
calcetines de lacitos. Siguiendo una corazonada, dejó un billete de cinco
dólares en el mostrador y salió tras el hombre.
¿Sería la niña de las bambas su hija? ¿Y por qué murmuraba aquello
todo el rato?
Su sentido común intentó enviarla de nuevo al hotel. «No seas
ridícula. Estás alucinando, oyes voces. Necesitas una dosis».
Alex odiaba las inyecciones. La sangre humana evitaba que los
síntomas fueran a más, pero debía inyectársela cada día o perdía peso y la
ansiedad empezaba de nuevo. Llevaba ya demasiado tiempo en Atlanta.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Alguien todavía la seguía y había esquivado a más Darkyn de los que


pudiera recordar. Además le daba miedo quedarse más de un día o dos en
la misma ciudad.
«Gatito lindo».
La imagen de las bambitas rosas se le volvió a aparecer. En aquella
ocasión las bambitas se movían alegremente a medida que las piernas se
deslizaban por el tobogán. Vio a la niña por entero. Era una niñita con el
pelo castaño claro rizado recogido en dos coletas. Llevaba ropa vieja pero
limpia y le faltaba un diente. Se llamaba algo parecido a Tay (¿Taylor?) y
acudía al parque cada día después del colegio. La niña lo vio sentado en
un banco dándoles de comer a los patos. Ella también quería darles de
comer…
Alex le perdió la pista, pero todavía podía seguir el rastro del olor a
tequila y a sudor. Cruzó dos aparcamientos y llegó a un laberinto
silencioso y vacío de almacenes y de talleres de reparación de coches.
Debería haberse dado la vuelta y haber ido al hotel; quizá tendría tiempo
de acercarse a algún laboratorio antes de irse de Georgia.
Meterse a escondidas en laboratorios por la noche era la única
manera de que Alex pudiera seguir con sus investigaciones. Cyprien la
había infectado con algo desconocido para la ciencia médica, pero poco a
poco estaba construyendo su propia base de datos sobre las fases de la
infección a través de análisis de sangre, tejidos y respuestas sintomáticas.
Lo que le sorprendía era ver que su sangre se las veía no con uno sino con
tres agentes patógenos que parecían trabajar en equipo para controlar su
organismo.
«Gatito lindo. Gatito lindo».
Oyó un ruido detrás de un montón de basura que había cerca de una
puerta de entrada de mercancías. Eran ratas, y no gatos. Sintió la
tentación de pararse y cazarlas, ya que las utilizaba como animales de
laboratorio. Al inyectarles su sangre había matado a cada una de ellas en
menos de un minuto.
La siguiente imagen que vio en su cabeza la sacudió como un
mazazo. Vio las bambitas del gato con calcetines de lacitos. También vio
que alrededor de los tobillos de la niña había una soga azul y blanca de
barco. Y él estaba mirando. Y entonces cerró el maletero del coche. Alex
logró llegar hasta donde estaba el hombre. Había aparcado su vehículo en
el pasillo que quedaba entre un edificio abandonado y un centro de
almacenaje. Se escondió mientras él abría el maletero y sacaba de él algo
pequeño, que se retorcía y tenía las manos y las piernas atadas con una
soga azul y blanca. Llevaba las bambitas del gato. «Taylor».
El corpulento hombre dejó caer el bulto en el asfalto y se arrodilló
para sentarse a horcajadas sobre ella. Le temblaban las manos cuando
soltó el cuchillo para desabrocharse los pantalones.
Alex pensó en ponerse a gritar para que la policía acudiese, pero
desistió porque no llegaría a tiempo. Dio unos pasos hacia él con la
esperanza de asustarlo. —Es un poco joven para ti, ¿no crees? Taylor la
miró con los ojos muy abiertos y empezó a gritar a pesar de que estaba
amordazada.
El hombre se movió bruscamente y la miró con incredulidad primero y

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

con rabia después.


—Piérdete, puta.
Decidió que iba a dejar de intentar asustarle.
—Pues resulta que me he perdido, sí. Es mi primera noche en Atlanta.
—Alex examinó con atención el callejón de punta a punta, pero no pudo
ver a nadie por allí. Dejó su maletín médico en el suelo para poder correr
más deprisa—. Supongo que no podrás dejar de abusar sexualmente de
esa niñita un segundo para poder decirme cómo se llega a la avenida
Johnson.
Le dio un puñetazo a la niña en la cara y la dejó inconsciente.
Después se levantó de un salto. Blandió la navaja y amenazó a Alex con la
misma cuchilla que planeaba utilizar en la ropa y en el cuerpo de la cría.
—Te voy a rajar la puta garganta.
Alex no se había enfrentado nunca antes a alguien que llevase una
navaja. Sin embargo, algo estaba respondiendo al subidón de adrenalina
que sentía y empezaba a crecer dentro de ella; algo que era mucho mayor
y más maligno que el violador de menores que se le estaba acercando.
—¿De verdad? —Cuando le apuntó con la navaja en la cara, ella le
cogió de la muñeca casi sin pensar.
El violador se quejó e intentó zafarse, pero acabó quedándose quieto.
Como su navaja.
—Bueno. —Se miró la mano, sorprendida al ver que con aquel gesto
verdaderamente estaba evitando que se le acercara. —Pues va a ser que
no.
El odio chisporroteaba en los sucios ojos del violador.
—Puta imbécil, te voy a…
—¿Y qué pasa con la famosa hospitalidad que hay en el sur y de la
que tanto he oído hablar? —Le agarró con más fuerza y escuchó cómo se
le rompían los huesos—. Por tu culpa Atlanta tendrá mala fama. —¿Pero
cuándo exactamente se había vuelto tan fuerte?
—Jod… —Los ojos se le salían de las cuencas y el cuchillo se le cayó
de la mano, ya rota—. Jod…
Aquel contacto con el hombre hacía que las imágenes y los
pensamientos fluyeran más aprisa y sin detenerse en la cabeza de Alex.
Se dio cuenta de que provenían de la mente del violador. Durante toda la
noche había estado atrapando sus pensamientos y sus recuerdos.
Le colocó la otra mano en el cuello y le empujó contra la pared.
Quería averiguar más cosas y sacarle más información.
Una infancia feliz. Padres que lo habían querido y que nunca supieron
lo que era. Siempre actuando a escondidas. Mascotas que habían
desaparecido. Tumbas pequeñas. Trabajos de canguro. Impotencia. El
primer asesinato y aquella sensación. Búsqueda de niñas pequeñas. Otro
asesinato. Y otro. Tumbas que cavar, más grandes. Un error y el niñato
que confiesa. Detención. Prisión. Buen comportamiento. Fingir otra vez.
Cartas de recomendación. Reducción de condena. Otra vez la búsqueda
de niñas pequeñas en parques y escuelas.
Taylor. Gatito lindo.
Alex sentía lo mismo desenterrando los recuerdos de Dermont
Whitfield que buceando en aguas fecales con la boca abierta.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—Dermont, has sido un niño muy malo. Juraste que habías


encontrado a Cristo y ni siquiera habías empezado a buscarle. —Hizo un
gesto ostensible de desaprobación con la cabeza—. Ese agente de la
condicional va a sufrir una gran decepción.
Como Alex no le dejaba respirar, todo lo que podía hacer era emitir
unos sonidos ahogados. Apoyó la cabeza contra la pared de ladrillo e
intentó golpearla con una de sus botas. Ella le dio un rodillazo y lo
inmovilizó. Vio en la expresión del hombre que finalmente se daba cuenta
de la fuerza que tenía y de que no podía escaparse. Incluso vio el signo de
interrogación que aparecía sobre su calva reluciente.
«Pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo?», gritaba el hombre sin abrir la
boca.
—Bueno, no es que lo aparente, pero parece que estoy en mejor
forma física de lo que pensaba. —Alex se sentía tan fuerte como para
enviarlo a él y al contenedor al tejado del abandonado edificio de tres
plantas situado detrás de ellos. Decidió en cambio romperle la muñeca.
Sintió cómo la carótida saltaba bajo sus dedos—. Seguro que duele. La
verdad es que no va a gustarte demasiado lo que viene ahora. —Lo soltó
para poder cogerle la cara con las manos. Cuando intentó darle un
puñetazo con la mano buena, ella movió violentamente las manos hacia la
izquierda. El último aliento que le quedaba lo exhaló como un gorgoteo
mientras se deslizaba hacia el suelo—. Disfruta en el infierno, Dermont.
Intenta no mandar demasiado.
«… calidez, compasión y comprensión guían la mano del cirujano…».
Alex pasó por encima del cuerpo, recuperó el maletín y volvió con la
niña. Un examen rápido reveló que tenía un golpe en la coronilla que tenía
mal aspecto, un ojo morado por el puñetazo de Dermont y algunas heridas
y morados; pero no había señal de penetración oral o genital. Y aquello
era una bendición del cielo, porque Dermont no solo ocupaba un lugar de
honor entre la escoria de la humanidad sino que además había contraído
el SIDA al violar a otros hombres en la prisión.
El olor a sangre hizo que Alex tragase saliva.
Sacó su teléfono móvil, marcó el teléfono de emergencias y pidió una
ambulancia y que apareciese la policía. Antes de que la persona al otro
lado del teléfono pudiese hacerle alguna pregunta, colgó, y encontró un
lugar desde el que observar en el segundo piso de aquel edificio
abandonado.
«Cyprien dijo que algunos de los Darkyn desarrollan talentos
especiales. Tal vez el mío sea el de leer la mente y repartir mamporros».
No quería pensar en Michael Cyprien. Quería que saliera de su vida y,
con el tiempo, también de su mente. No lo necesitaba ni quería que
estuviese con ella. Además, tampoco lo echaba de menos. Nunca más
tendría la oportunidad de hincarle el diente o lo que fuese a Alex.
«Dios mío», pensó Alex mientras miraba al cielo, plagado de estrellas,
sintiéndose más sola que nunca. «Ojalá él estuviese aquí ahora».
La ambulancia llegó tres minutos más tarde, flanqueada por dos
coches de policía. Alex se escondió donde aquellas luces rojas y azules no
pudiesen alcanzarla y miró con atención lo que hacían los paramédicos y
los policías. Intentó averiguar lo que pensaban.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Pero no lo logró.
Alex esperó a que Taylor estuviese correctamente atada a la camilla
antes de dirigirse a las escaleras de atrás y regresar de nuevo al bar.
Entró e intentó capturar los pensamientos de los allí presentes.
Otra vez le pasó lo mismo. No obtuvo nada.
«¿Qué quiere decir todo esto?». Salió en busca de un taxi.
«¿Es que solo puedo leer la mente de pedófilos asesinos?». Mientras
observaba el tráfico que pasaba delante de ella, olió a flores —a rosas,
oscuras y en flor— y se preguntó si tendría que matar a alguien más
aquella noche.
—Alexandra.

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Capítulo 12

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, resistió la tentación, no se giró


para ver de dónde venía la voz de Michael Cyprien y siguió caminando.
Había formulado aquel deseo estúpido y él había aparecido de la nada.
Pero, ¿y qué? Él era el culpable de todo lo que le estaba pasando. Incluso
había hecho que tuviese tanta fuerza como para cargarse a un psicópata
con una mano.
Alejarse no iba a servirle de nada. Sabía que él la seguiría. Lo cierto
era que, en setecientos años de vida, Michael no había aprendido a
aceptar un no por respuesta. Quizá tendría que darle algún consejo
médico al respecto.
—Alexandra, espera.
Y quizá tuviera que hacerle trizas aquella cara tan hermosa que ella le
había dado.
—Lárgate y no te acerques a mí.
—Tenemos que hablar. —La alcanzó y empezó a caminar al mismo
paso que ella.
No tuvo que echarle ni un vistazo para saber que llevaba la misma
gabardina negra y el mismo traje de marca que se había puesto para
visitarla en Chicago. Quizá era el uniforme estándar que llevaba todo
inmortal omnipotente con clase pero moderno. Los otros Darkyn, a los que
había visto desde lejos, vestían del mismo modo. Se preguntó si todos
irían de compras juntos, como las buenas amigas.
—Necesito que vuelvas a Nueva Orleans conmigo.
Aquella voz hizo que ella aflojara el paso.
—Me voy a Nueva York mañana mismo. —Alex esquivó a dos
prostitutas que miraron a Cyprien como si fuese un regalo de Navidad por
adelantado—. Necesito comprarme unos zapatos cómodos, y allí está todo
rebajado ahora un setenta y cinco por ciento.
—Es importante, Alexandra. Eres la única que puede ayudarme.
—Ya he oído eso antes. Y mira cómo estoy ahora. —Cruzó la calle con
el semáforo en rojo, obligando a un taxista a hacer una maniobra forzada.
El hombre sacó la cabeza por la ventanilla y le dijo a Alex lo que pensaba
de su madre—. Viviendo de noche, cosa que no me mola nada. Muchas
gracias.
Cyprien tiró de ella y la detuvo en la curva.
—Pues yo creo que la niña a la que acabas de salvarle la vida no
estaría de acuerdo.
—¿De verdad? Pues poco me ha faltado para que se convirtiera en la
víctima número dos. —Finalmente Alex le miró a los ojos. No era
realmente necesario perder los nervios ni tampoco hacerle un lifting facial
con las uñas—. Ya conseguiste lo que querías la última vez, Cyprien, y yo
no. —Le dedicó una educada sonrisa—. Así que píratelas.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—No te molestaría más si hubiera alguien más que pudiera


ayudarme. —La llevó hasta la puerta semiescondida de una tienda de
ropa, en cuyo escaparate se exhibía lo último en modelitos para mujeres
de talla generosa, donde disponían de un poco de privacidad—. Algunos
de los nuestros fueron capturados y torturados, como me sucedió a mí.
Intentamos ayudarles, pero necesitamos que tú…
—¿Algunos de los nuestros? —Sintió la tentación de agarrar la pistola
que llevaba en el maletín y pegarle un tiro, pero no se había acordado de
ponerle munición. «Qué idiota soy». Decidió en su lugar agarrarlo de una
de las solapas y tirar de ella. Se separó de la chaqueta como si fuera
papel. «No tengo conciencia de mi propia fuerza»—. Lo mejor será que
reformules esa frase. —Tiró al suelo la solapa—. Ya mismo.
—No puedes evitar ser lo que eres, Alexandra. —Su expresión cambió
—. La maldición ha caído sobre ti y ahora eres una Darkyn. Eres mi
sygkenis.
—Por el amor de Dios. —Se rió, con una voz tan ronca y profunda que
pareció sorprender a Cyprien—. ¿Y quién te crees que eres? Deja ya de
leer novelitas de miedo. No te he jurado lealtad de ningún tipo y no estoy
maldita. No eres mi dueño. Me has pegado tu enfermedad, pedazo de
capullo contagioso.
Cyprien la miró con ojos astutos.
—Ya no eres humana.
—Ven y descúbrelo tú mismo. —Alex vio a Phillipe, que apareció en
aquel lugar acompañado de otro matón—. ¿Pero a ti qué coño te pasa?
La cicatriz del rostro de Phillipe adquirió un tono rosado. Musitó algo
en un francés rápido.
Alex se volvió hacia Cyprien.
—¿En inglés?
—Dice que no debes desobedecer o insultar a tu señor.
El bueno de Phillipe. Nunca perdía los nervios, siempre estaba al
acecho y preocupado porque no se le faltase el respeto a su señor. ¿Acaso
Cyprien esperaba que ella se comportase también de aquel modo?
—Vale. Vete a dar una vuelta, Phil. —Un amago de violencia
empezaba a ganar terreno. Alex estaba empezando a perder su
autocontrol, ya de por sí bastante mermado por las recientes
circunstancias. Dos afilados colmillos surgieron de los dos abscesos que
tenía en la parte anterior del paladar. Les enseñó los colmillos—. Tengo
hambre y tú y tu amiguito empezáis a pareceros bastante a una
hamburguesa.
Cuando Phillipe empezó a acercarse a ella, Cyprien hizo que no con la
cabeza para detener al senescal. Phillipe y el matón se detuvieron y se
pusieron de espaldas a la calle, formando una barrera entre ellos y la
calle.
—Ya has sufrido el cambio. —Cyprien parecía bastante perplejo—. Y
sin embargo todavía te me resistes.
—Me prometí a mí misma que solo volvería a Nueva Orleans para
matarte. —Alex miró durante largo rato el rostro de Cyprien. Era simétrico,
casi perfecto y mucho más hermoso de lo que recordaba. Sin duda era el
mejor trabajo de toda su carrera. Era una lástima que las revistas de

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

medicina no fueran a publicar nunca un artículo sobre la aventura de


operar a un chupóptero.
Cyprien se dio cuenta de que estaba siendo observado.
—¿Qué pasa?
—¿Ha habido alguna complicación después de la operación? —
preguntó distraída—. ¿Dolores, rigidez, cicatrices?
—No. —Parpadeó—. Me sorprende que me lo preguntes.
—Eres el último paciente que tendré en la vida. —Echaba tanto de
menos su profesión, era como si alguien le hubiera amputado un miembro.
Sin embargo no se arriesgaría a hacerse alguna herida con el instrumental
y contagiarle a alguien la mierda que Cyprien le había echado en la sangre
—. Me gustaría saber si salí victoriosa de la operación.
—Descúbrelo por ti misma. —La cogió de las manos y se las llevó a su
rostro.
Alex no pudo evitar palpar los tejidos para comprobar el estado del
hueso que había debajo de ellos.
—Perfecto. Está sólido. ¿Alguna complicación?
—Al principio no sentía los huesos. —Su aliento le acariciaba las
palmas de las manos—. Pero ya se me pasó.
—Bien. —Le tocó a un lado de la cara—. Esta bisagra de aquí era un
desastre. Pensaba que no iba a ser capaz de…
Le estaba tocando el rostro, hablaba con él. Se sentía orgullosa de sí
misma por el trabajo realizado y por la perfección del resultado. La única
razón por la que Michael Cyprien tenía un rostro nuevo era que la habían
secuestrado y la habían obligado a realizar aquella operación.
«Y no te olvides de cómo te lo agradeció, Alex».
Dejó caer las manos y dio un paso atrás, mucho más cansada de
repente de lo que se había sentido hasta entonces desde que había
empezado aquella pesadilla.
—Alexandra, no era mi intención que sufrieras la maldición… la
enfermedad, quiero decir. Tienes que creerme.
—Sí, claro. —Michael había hecho lo que tenía que hacer, y
probablemente lo que le había hecho a ella había sido un accidente, como
él había reconocido. Cosa que resultaba todavía más patética—. Oye, ¿es
que no puedes largarte y dejarme en paz? No quiero hacer lo que me
pides.
Cyprien la volvió a tomar de las manos, pero en aquella ocasión
simplemente las sostuvo.
—No te voy a obligar a que vengas a Nueva Orleans; sin embargo hay
algo que puedo ofrecerte a cambio. Si me ayudas, encontraré a los
hombres que atacaron a tu paciente de Chicago que sufre quemaduras.
Alex seguía el caso de Luisa López a través del abogado de Sofía. La
última vez que hablaron le había dicho que estaba mejor y que su nuevo
doctor estaba preparándolo todo para poder hacerle un transplante de
córnea. La intención de la policía, una vez recuperada la vista, era
mostrarle a Luisa fotos de sospechosos por ver si los reconocía. Sin
embargo, el estado mental de Luisa era tal que no estaban seguros de que
pudiera llevar a cabo la identificación o que pudiese testificar de modo
coherente ante los tribunales.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—Yo misma los encontraré. —Alex se ahogaba en un sentimiento de


culpa, lo cierto era que no se había puesto a buscarlos con demasiado
ahínco; aunque bien podría ser su siguiente plan. ¿Y cómo había
averiguado él todo aquello sobre Luisa? ¿Por qué iba a importarle?
—Tus recursos son limitados; sin embargo, los míos no. —Cyprien la
atrajo hacia sí—. Ven a La Fontaine y te traeré personalmente a esos
hombres.
La tenía en sus manos y lo sabía, el muy hijo de puta. Alex se zafó de
él.
—¿Y se puede saber qué quieres ahora?
—Ven conmigo. —Hizo un gesto hacia la calle—. Y te lo explicaré
todo.

En la otra punta del mundo, en las entrañas de La Lucetnaria, el


novicio John Keller salía del cubículo en el que había estado encerrado
ocho horas sin luz ni comida. Su reloj y demás pertenencias personales
habían sido confiscadas el primer día de entrenamiento, por ello no era
capaz de saber si era de día, de noche o de madrugada.
Afuera le esperaba su tutor, el hermano Ettore Orsini.
—Ah, hermano Keller. —Orsini le concedió unos segundos a John para
que se acostumbrara a la luz de los candiles que iluminaban la galería—.
¿Has pasado buena noche?
John volvió a mirar hacia el cubículo, una de las tumbas familiares
más pequeñas de La Lucemaria. Los veinte nichos o loculi de las paredes
estaban llenos de huesos de cuerpos que habían sido colocados sobre
otros cuerpos, de modo que había dormido sobre una pila de tejido
podrido en el centro del habitáculo. Era parecido a dormirse encima de un
buzón de piedra y frío, pero, sin embargo, no había sido el peor lugar en el
que había dormido desde que había empezado el entrenamiento. En una
ocasión, se había visto obligado a dormir en un sarcófago de piedra, sobre
un polvoriento cadáver. Y con la tapa puesta.
La norma del silencio era parte de su entrenamiento. A John no se le
permitía abrir la boca a menos que fuese para recitar sus padrenuestros
diarios, y debía hacerlo en un murmullo. Para responder a alguna
pregunta directa, debía asentir o bien negar con la cabeza.
John asintió.
Los finos labios de Orsini se alargaron en lo que parecía ser una
sonrisa o una burla, John nunca sabía cuál de las dos cosas era.
—¿Quieres ponerle fin al entrenamiento? —Le preguntaba lo mismo
antes de empezar cada sesión.
John ya no podía moverse con normalidad. Tenía los músculos muy
tensos, laceraciones y los huesos doloridos. El dolor era su infatigable
compañero. Las pústulas le cubrían las plantas de los pies, pues no se le
permitía llevar zapatos y algunas de las piedras del suelo tenían bordes
muy afilados.
A veces, rezando, olvidaba el dolor. Orsini quería que John rezase 148
padrenuestros cada día y que dijera detrás de la oración el número que le
correspondía.

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«Catorce padrenuestros cada hora —le había indicado su tutor— y


dieciocho por la gloria de Dios durante las vísperas. Treinta cuando te
levantes por la mañana por los vivos y treinta antes de dormir por los
muertos».
Pero no solo el dolor atacaba a John. También el hambre. Habían ido
reduciendo la cantidad de comida que recibía, y en la actualidad
sobrevivía gracias a una rodaja de pan y a un pequeño vaso de agua
diario. Sabía que el día que estaba por venir iba a enfrentarle a los límites
de la resistencia, y no deseaba otra cosa que todo aquello acabase.
Orsini, perpetuo vigilante en busca de cualquier signo de debilidad, se
le acercó. Su voz adquirió un tono dulce y comprensivo.
—Has llegado muy lejos, hermano Keller, pero estás cansado y herido.
Nadie te va a castigar si decides dejarlo aquí y escoger el camino de la
servidumbre. —Se quedó en silencio unos instantes—. ¿Qué decides,
hermano?
John negó con la cabeza, lentamente.
El cardenal Stoss le había advertido a John que si durante el
entrenamiento desobedecía o se quejaba a su tutor, pasaría el resto de
sus días en la orden como sirviente, rango que se daba a aquellos monjes
que no habían superado el entrenamiento y por ello servían a los otros
Brethren cocinando, lavando o limpiando.
—Bene. —El monje se volvió y empezó a caminar. John lo siguió,
renqueante.
¿Se habría ganado la comida aquella mañana? Nunca sabía cuándo
iban a dársela. Las gachas y las verduras demasiado cocidas que le habían
dado los primeros días le habían repugnado, sin embargo ahora soñaba
con ellas mientras masticaba el duro pedazo de pan negro que constituía
su único alimento. De pequeño había sobrevivido a la desnutrición
robando, pero en aquel lugar no había nada que pudiese tomar. Lo único
que recibía, aparte de aquello, era un sorbo de vino y la Sagrada Forma
durante la Eucaristía a la que asistía cada séptimo día. Cualquier alusión o
pensamiento sobre la comida hacía que la saliva se le agolpase en la boca.
En la tercera misa a la que asistió masticó la hostia sin darse cuenta.
«No se mastica el cuerpo de Cristo a menos que uno se esté
muriendo de hambre».
Orsini le llevó por unos pasillos que John nunca había visto antes. Ya
no notaba el hedor de los muertos ni la visión de cuerpos sin vida se le
repetía después en forma de pesadilla. Aquella habitación estaba
fuertemente protegida por una pesada puerta de acero con tres barras de
seguridad: una en la parte superior, otra en el centro y la última en la
parte inferior.
John sabía que dentro de la habitación habría dos musculosos
italianos que lo esperaban con palos o bien un monje con un látigo. Le
estaba permitido defenderse, y solía hacerlo, pero en las últimas semanas
había perdido más combates de los que había ganado. Y si no se trataba
de un combate, sería alguna tarea imposible de realizar. John había tenido
que cazar y matar a miles de ratas que vivían en las catacumbas, había
trasladado enormes bloques de piedra de un lado de una tumba al otro,
había limpiado y había vuelto a amortajar los huesos de los mártires con

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agua bendita y telas limpias; y también había sacado de allí muchos cubos
de agua estancada en el subsuelo.
No sabía lo que le esperaba detrás de la puerta y estaba exhausto.
Debería haber asentido con la cabeza cuando su tutor le había formulado
aquella pregunta.
Orsini se detuvo en la puerta y se volvió hacia él.
—Esta es tu prueba final, hermano Keller.
John podría haberse puesto a llorar de rodillas en aquel preciso
momento. Su tutor le había prometido que después de la prueba final su
entrenamiento habría finalizado. En vez de hacerlo, asintió con un gesto.
En esta habitación está aquello a lo que todo Brethren debe
enfrentarse: el mal. Hay uno de los maledicti que entorpece nuestro
camino hacia la salvación. Creerás que es un hombre; de hecho se parece
a nosotros y habla como nosotros. Puedes hablar, razonar con él e incluso
rendirte a él. —Orsini se quitó un crucifijo que le resultaba familiar; uno
que todos los Brethren llevaban. La cruz y la cadena de la que pendía
estaban bañadas de cobre puro—. O puedes hacer que desaparezca de la
tierra tanto él como el mal que lleva consigo para que nunca más se
alimente de los vivos y nunca más contamine a los hijos de Dios con sus
perversas intenciones. Tú eliges.
John cogió el crucifijo y pensó en colgárselo del cuello; pero recordó
los puños americanos de los matones de Chicago y se colocó la cadena
alrededor de los nudillos.
Orsini quitó las barras de la puerta y la abrió.
—Que el Señor te acompañe, hermano.
John entró y escaneó la habitación. Se sorprendió a sí mismo
murmurando un padrenuestro; no por la costumbre sino por el miedo que
sentía.
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…
La habitación estaría vacía de no ser por un hombre desnudo y
sentado en una de las esquinas. El hombre se puso de pie y dijo algo en
una voz baja y ronca.
«Español», pensó John. «Está hablando en español y no en italiano».
En el momento en el que debía enfrentarse a su adversario final, John
no sabía si sería capaz de hacer lo que se le había pedido. Los Brethren
creían que aquel hombre era un vampiro, y habían hecho lo impensable
para convencer a John de que tales criaturas existían.
Pero él tan solo veía a un hombre; desnudo, de mirada suplicante y
con sangre seca en el cuerpo.
—¿Qué quiere? —le repetía el prisionero español.
—¿Hablas inglés? —le preguntó John. Hacía tanto tiempo que no
hablaba en voz alta que sus palabras sonaron secas y roncas.
—Sí —dijo en inglés bajando la mirada—. Estás sangrando, amigo.
Caminar había hecho que se le saltaran las costras de los pies. Por
aquella razón nunca se le acababan de curar las heridas. «Venga a
nosotros tu reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo».
John miró la sangre que había en el suelo y después dirigió la mirada hacia
el prisionero, que se estaba humedeciendo los secos labios con la lengua.
—¿Quieres mi sangre?

- 122 -
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«Así en la tierra como en el cielo».


Para su inmensa sorpresa, asintió.
—Así es como yo vivo.
«Danos hoy nuestro pan de cada día». John agarró con tanta fuerza el
crucifijo que se le clavaron los bordes en la piel y le hicieron unos cortes.
—¿De verdad crees que eres un vampiro?
Los oscuros ojos del prisionero se llenaron de tristeza.
—Estos hombres no te han mentido. Soy un Darkyn.
«Y perdona nuestras ofensas».
—Estás tan loco como ellos. —John dio un paso hacia la puerta pero
después dudó. El olor a muerto había desaparecido y algo más flotaba en
el aire. Algo dulce, sutil y embriagador.
—No me dejes aquí solo, amigo —le dijo el hombre para tentarle—.
Podemos ayudarnos el uno al otro.
«Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». John se
dio la vuelta lentamente y volvió a mirar al prisionero. Se le estaba
acercando con las manos en un gesto de súplica.
—Los dos estamos sufriendo —prosiguió el hombre con un tono más
reposado—. No tenemos por qué sufrir de este modo. Yo puedo curarte y
tú puedes ayudarme a escapar. Hay muchas más cosas que hacer en el
mundo que rezar y sentirse culpable las veinticuatro horas del día.
«No nos dejes caer en la tentación». John negó con la cabeza y se
puso de espaldas a la puerta.
—No tengas miedo. —Las palabras empezaban a resultar confusas,
como si el prisionero estuviera borracho—. Puedo liberarte del dolor que
sientes y darte lo que tanto tiempo te has negado a ti mismo. Lo único que
te pido a cambio es que me liberes. —Se detuvo muy cerca de él y le tocó
la mejilla en un extraño gesto, casi paternal—. Te han torturado, ¿verdad?
Como si fueras uno de los nuestros.
Lo que Orsini le había hecho era exactamente aquello. Torturarlo.
—Sí.
—Conmigo estarás a salvo. —Su sonrisa dejaba entrever unos dientes
fuertes y blancos—. Aparta esa cruz, mi alma no está en peligro. No ejerce
ningún poder sobre mí.
John miró hacia abajo. Llevaba la cruz en alto y la estaba blandiendo
para espantar a aquel hombre. «Como en una peli mala de terror». El
perfume se volvía más y más intenso, pero era una fragancia agradable y
nada amenazadora. La verdad era que no tenía nada que temer de aquella
pobre alma. Era amigable, incluso encantador. Seguro que cumpliría con
su promesa y le liberaría de todo dolor. No podía ser lo que decía el
hermano Orsini que era…
«El mal… entorpece nuestro camino hacia la salvación… rendirte…
que desaparezca de la tierra».
«Y líbranos del mal».
—Acérquese, padre —le dijo el prisionero.
«Padre». Así le había llamado la niña de Rio. «Hei, padre… Hei,
padre… Hei, padre…».
Aquello le devolvió la lucidez a John el tiempo suficiente como para
ver los ojos del hombre. Ya no expresaban alegría ni tristeza, sino que

- 123 -
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estaban cambiando. Las pupilas se estaban convirtiendo en dos


hendiduras demoníacas. La cálida bondad que había visto antes se estaba
volviendo depredadora y extraña.
Como lo había sido ella.
John no podía seguir la oración después de «y líbranos del mal».
«Tú eliges».
Si estaba equivocado, no le haría daño.
—En el nombre del Señor —dijo con voz desgarrada antes de clavarle
el crucifijo en la cara.
La piel se le empezó a quemar y se le formó una herida enorme.
El prisionero gritaba e intentaba escaparse de John. La boca se le
abría y se le cerraba, revelando dos enormes y afilados colmillos de
serpiente.
John casi se cae al suelo, pero logró mantener extendido el
tembloroso brazo que sostenía la cruz enfrente de él.
—Eres lo que ellos dicen.
Los bordes de la herida que John le había infligido en la cara al
vampiro empezaron a unirse.
—Lo mismo digo de ti, amigo. —Se acercó a él con manos
amenazadoras.
Como Orsini le había repetido machaconamente que hiciera, John
apretó la hendidura que había detrás del crucifijo. De la base del crucifijo
surgió un estrecho puñal de cobre. Giró la hoja de modo que cuando el
vampiro se abalanzó sobre él, la cuchilla se le clavó en el pecho
oblicuamente. Un fétido olor le llegó a la nariz cuando el hombre se quedó
quieto, ensartado por aquel puñal que le atravesaba el corazón. Cuando
John se lo quitó, el hombre emitió un sonido gutural de impotencia que se
le ahogó en la garganta.
—Te envío de vuelta al infierno, demonio —suspiró John mientras el
monstruo se deslizaba hacia el suelo enfrente de él. Cogió al vampiro del
cabello y se colocó detrás de él antes de clavarle el puñal en el sofocado
cuello y desgarrárselo. De él empezó a manar una oscura sangre a
borbotones. John le dio un empujón al monstruo, que cayó de bruces sobre
el charco de sangre que allí se había formado.
El vampiro se retorció con violencia y de repente se quedó rígido.
«Pues tuyo es el reino, el poder y la gloria». John se quedó de pie
empuñando el puñal lleno de sangre. Sentía un dulce aturdimiento. Un
destello azulado llenó la habitación y oyó un coro de voces celestiales.
Parecía que todos los ángeles del cielo se habían congregado allí para
aclamarle y llamarle, y él se perdió en aquella música divina. Aquello no
era un milagro, sino el reconocimiento de Dios, que le había protegido y
favorecido. Se había convertido en un guerrero santo a quien se le había
puesto a prueba durante el entrenamiento y la batalla y cuya fe había sido
firme e indestructible ante una muerte segura.
Por fin John Keller había demostrado que era digno.
Las voces y el destello desaparecieron poco a poco. Antes de que lo
hicieran, John cerró los ojos y oró para darle las gracias a Dios.
—Ya puedes venir, hermano —le dijo a Orsini—. Todo ha acabado.
La puerta se abrió y el tutor de John miró a su alrededor con cautela.

- 124 -
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Por primera vez sus labios dibujaban una sonrisa auténtica mientras se
acercaba al vampiro muerto. Le hizo la señal de la cruz a John.
—Es arca Dei —murmuró Orsini, abrazándolo como a un hijo—. Eres el
arca de Dios.
«Ahora y por siempre», pensó John. «Amén».

Michael llevó a Alexandra de Atlanta a Nueva Orleans en el avión a


reacción privado propiedad del Jardin.
—Es otra ventaja de tener más de setecientos años, supongo —
musitó mientras se sentaba lo más lejos que pudo de él en la pequeña
cabina—. Que tienes mogollón de juguetitos caros.
Phillipe se sentó detrás de ella, como iba siendo habitual, y una vez
ella se hubo ajustado el cinturón, Michael se levantó y se sentó enfrente
de ella.
Alex se enervó.
—No pienso saltar del avión.
Michael apenas oyó lo que había dicho. Todavía se sentía
desconcertado por el hecho de que pudiera resistirse a sus órdenes, tanto
verbales como mentales. Era suya, y así debía serlo por la sangre que
corría por sus venas; sin embargo, en varias ocasiones se lo había quitado
de encima como si fuese un vulgar insecto. En setecientos años de vida,
ningún Kyn bajo su poder había sido capaz de resistirse a su llamada.
«Quizá ella es diferente: podría ser que fuese mitad humana, mitad
Kyn. ¿Es eso posible?». Se dio cuenta de que ella le estaba mirando con
curiosidad.
—Deberíamos hablar de tus pacientes —le dijo él mientras sacaba la
maleta que había colocado bajo el asiento.
—No son mis pacientes. —Alexandra se incorporó para bajar la
pantalla que cubría la ventanilla y se preparó para el despegue. El avión
empezó a acelerar.
Michael vio que Alexandra clavaba las uñas en los reposa-brazos y
que los nudillos se le ponían blancos.
—¿Tienes miedo, Alexandra?
—No, estoy bailando la conga —le dijo, apretando los dientes—.
¿Puedes leerme la mente?
—No, no soy yo quien posee, ese talento. —Ella le miró, sin expresión
alguna en los ojos—. Yo solo puedo hacer que olvides.
—O sea que lo de leer mentes no viene automáticamente en el lote,
¿no? Es bueno saberlo. —La velocidad hizo que el avión diera una
sacudida y que el rostro de Alexandra empalideciera—. Dios, cómo odio
volar.
Si Michael lo hubiera sabido, habría hecho que Phillipe los llevara a
casa en coche. Un día de retraso no iba a cambiar las cosas para Thierry;
lo cierto era que dudaba de que algo pudiese cambiarlas.
—Tendrías que habérmelo dicho.
—Acabo de decírtelo. —Cerró los ojos con fuerza cuando el avión
empezó a despegar.
Aquel miedo le reportaba un provecho a Michael: podía mirarla al fin,

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

más tranquilamente. Las curvas que antes tenía habían desaparecido; el


cambio había simplificado su constitución, que se había vuelto delgada
pero también dura y compacta. Su piel había empalidecido y ya no era de
una tonalidad dorada, sino de un marfil cremoso. Los mechones de pelo
rizado habían crecido; el final de la cola que llevaba le alcanzaba ya la
mitad de la espalda. Tenía que advertirle cuanto antes que el cabello y las
uñas podían crecerle de modo impredecible, para evitar que se asustara si
se despertaba una noche rodeada de un mar de cabellos y con las manos
convertidas en garras.
Si es que no moría antes. Alexandra todavía era lo suficientemente
humana como para exponerse a una muerte fulminante y absurda.
Cuando por fin abrió los ojos, Michael se dio cuenta de que estos
también habían cambiado. Eran marrones, como antes, pero la serenidad
virginal que una vez poseyeron había desaparecido. Ahora brillaban llenos
de secreto y de sombra.
Como señor, Michael tenía el derecho de saber todos sus secretos.
Todos.
Quizá su resistencia se debiera a la época en la que vivía Alexandra.
Ella, a diferencia de los otros Darkyn, no había padecido la maldición en
una época feudal, en la que probablemente habría tenido la sencilla
mentalidad de una campesina a la que se le habría enseñado desde la
cuna a obedecer a su señor día y noche. Alexandra había sido una mujer
libre y una profesional muy respetada; la interferencia de Michael en aquel
mundo había destruido todo lo que ella valoraba. Si quería que confiara en
él no debía dirigirse a ella como a su sygkenis. En vez de aquello, debía
tratarla de igual a igual y permitirle que llevara a cabo su arte.
Volver a trabajar haría posible que Alexandra no se escondiera más
en oscuros callejones y se quedara con él, quien podría controlarla por
completo.
—Deja de tramar —le dijo ella.
—Eso es cosa de mujeres —dijo él con una leve sonrisa—. Los
hombres no tramamos; hacemos planes.
—Machista. —Suspiró y abrió los ojos, pero sin mirarle a él—.
Explícame cómo están de mal.
Michael no poseía su vocabulario médico y no sabía cómo expresarse.
Sin tener en cuenta el caso de Thierry, los otros tres Durand se resistían a
recibir asistencia. Había acabado ofreciéndoles habitaciones privadas,
alimento abundante y dejando que descansaran.
—Fueron torturados como en mi caso, pero sus heridas son
diferentes. No sé si serás capaz de curarlas.
Alex se rió.
—Bien que te curé las tuyas.
—Se ensañaron más con Thierry. —La boca de Cyprien se quedó
inmóvil mientras pensaba en lo que le habían hecho a su amigo de la
infancia—. Está mucho peor que los otros.
Se incorporó y le prestó toda su atención.
—¿Cómo de mal?
Se sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta y le enseñó el papel
doblado que contenía.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—Dibujé esto la noche que los trajimos a Nueva Orleans, hace dos
meses. —Maldijo lo que había visto y también lo que sus dedos habían
sido capaces de reproducir.
Alex vio los trazos del lápiz en el papel.
—¿Por qué hiciste un esbozo?
—Porque soy un artista, no un fotógrafo.
—Ya, claro. Supongo que te sería difícil explicar tu presencia en una
foto dentro de cien años, ¿no? —Alex desdobló el papel y observó el dibujo
del cuerpo maltrecho y retorcido de Thierry—. Supongo que no es de estilo
abstracto.
—Desgraciadamente, no.
El piloto les avisó educadamente de la ruta de viaje y del tiempo
aproximado en el que llegarían al aeropuerto de Nueva Orleans.
Alexandra volvió a doblar el papel y se lo devolvió.
—Les echaré un vistazo. Es lo único a lo que puedo comprometerme.
Cyprien se sintió cautelosamente optimista. En el pasado, ella no
había sido capaz de abandonarlo a su suerte una vez le hubo visto, y
confiaba en que hiciera lo mismo en aquella ocasión con los Durand. Se
ocuparía de ellos y, a su debido tiempo, también volvería a ocuparse de él.
—Muchas gracias, Alexandra.
Le dio la espalda y miró hacia las nubes.
—Cuidado, no sueñes despierto.

El padre Orsini acompañó al hermano John Keller a los barracones que


se utilizaban para acoger a los invitados de los Brethren y lo dejó al
cuidado de los hermanos sirvientes.
—Come y descansa, hermano. No se te volverá a llamar para que
sirvas a la orden hasta que te hayas recuperado totalmente.
El sacerdote americano asintió y se marchó con sus acompañantes.
Tenía los ojos inundados todavía de aquella serenidad fruto de las pruebas
y de los estupefacientes que Orsini le había ido administrando en las
últimas ocho semanas.
Orsini no era tutor de novicios y nunca lo había sido. Estaba al
servicio de los Brethren como uno de sus principales interrogadores y se
veía a sí mismo como un escultor cuya materia prima eran los seres
humanos y también los inhumanos. Si se le daba tiempo y medios, era
capaz de minar la voluntad, tapar la verdad e incluso modelar el alma de
un hombre. Tal y como se le había indicado, Orsini abandonó los
barracones para informar inmediatamente al cardenal Stoss, quien estaba
en aquel momento reunido con el principal activista de los Brethren, el
hermano Tacassi.
—Quédate, Cesare —le dijo el cardenal a Tacassi cuando este se
levantó para salir del despacho—. Necesitaré tu consejo para saber cómo
actuar con el americano. —Se dirigió a Orsini a continuación—: Supongo
que todo habrá sido un éxito, como de costumbre, Ettore.
—Keller es igual de fuerte que de decidido —dijo Orsini después de
recitar los resultados de las pruebas de John, entre las que se incluía la
prueba final—. Casi mata al vrykolakas.
—Seguro que se cura, como siempre. —Stoss le echó una ojeada al

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

calendario—. ¿Cuánto tardará Keller en recuperarse?


—Unos días, tal vez una semana. —Orsini se encogió de hombros—.
Ha aguantado los dos meses de clausura.
En el Vaticano la clausura se entendía como una antigua práctica que
consistía en recluir a un grupo de personas y reducir paulatinamente la
cantidad y la calidad del alimento suministrado. Aquella práctica había
ayudado a elegir a más un Papa. Los Brethren la seguían empleando con
gran éxito en sujetos reticentes como John Keller, quien, según el parecer
de Orsini, tenía ya experiencia en pasar bastante hambre.
—¿Han logrado tus métodos que se haya vuelto lo suficientemente
dócil como para que podamos confiar en él? —preguntó Tacassi— ¿O tan
solo han servido para cansarle?
El cardenal frunció el ceño.
—Eso, Ettore. ¿Qué nivel de obediencia podemos esperar del
hermano Keller?
Orsini sintió antipatía por Tacassi por dudar de sus habilidades, pero
se pensó bien lo que iba a contestarle. «Si hubiera dispuesto de seis
meses para formar a Keller, ahora mismo podría decir que su obediencia
sería absoluta. Ocho semanas no es suficiente».
—Estoy seguro de que Keller no es lo suficientemente importante
como para que perdamos más tiempo con él —dijo Tacassi—. Haga que
Orsini disponga de él, Ilustrísima.
—En ningún momento he dicho que no haya progresado con él —dijo
Orsini con aspereza—. El punto débil de Keller es la fe. Después de pelear
con el monstruo tenía una mirada de revelación en los ojos. Eso hará que
aguante y que apartéis cualquier asomo de duda sobre las tareas que
deberá realizar; por lo menos, durante algún tiempo.
Tacassi puso los ojos en blanco.
—Supongo que siguió todo el tratamiento: el coro celestial, el destello
desde arriba y todo lo demás, ¿no?
Orsini asintió.
—Con lo drogado que iba seguro que cree que se trató de una
experiencia de aprobación divina o incluso de una visitación —se vio
obligado a añadir—. Cualquier otro hombre habría tirado la toalla mucho
antes. Creo que bajo su plumaje se esconde un auténtico toro. Podría
resultarnos muy útil por su físico.
—Bueno, esperemos que de momento se quede en el nivel bovino. —
Stoss cogió el auricular y realizó una llamada al extranjero. Conectó el
altavoz de modo que todos pudieran escucharla—. Orsini está aquí y me
dice que tu polluelo lo ha hecho bien, August. Dentro de poco te lo
enviaremos de vuelta.
—Un verdadero sirviente de Dios —musitó Tacassi.
—Alexandra ha vuelto a desaparecer —le advirtió el arzobispo
americano—. Le necesitaré aquí tan pronto como sea posible.
—Ah, ese es el nombre que dice en sueños —dijo Orsini. Debería
comprobar las grabaciones que le habían hecho a John en sus momentos
de descanso para saber las frases exactas—. ¿Es una antigua novia?
—Su hermana —le espetó Tacassi.
—John todavía siente un fuerte sentido del compromiso hacia su

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

hermana Alexandra —dijo Hightower—, a pesar de que hemos hecho lo


imposible para suprimirlo desde que se hizo sacerdote.
Stoss frunció los labios.
—Eso puede resultarnos muy útil.
—Quizá sí, aunque sin abusar —advirtió Orsini—. Cuando en la
motivación se entremezcla una mala relación familiar, especialmente con
alguna mujer, siempre se corre algún riesgo.
—Ve con cuidado —dijo Hightower en el auricular—. John siempre ha
mostrado una gran sensibilidad por su hermana. En más de una ocasión
me ha confesado que ella estaría mucho mejor si él desapareciera de su
vida.
El cardenal parecía sorprendido.
—¿Detecto algún sentimiento inapropiado por su parte?
Hightower emitió un sonido enigmático.
—Lo que yo diría es que John nunca ha creído que mereciese recibir
ningún tipo de amor; ni de Dios ni de su hermana.
Tacassi meneó la cabeza en un gesto claro de indignación.
—Complejo de inferioridad mezclado quizá con un toque de incesto
secreto. —El cardenal se dio unos golpecitos en el labio con el dedo,
pensativo—. Interesante. Cesare, ¿podrías traerme los archivos que
tenemos sobre Alexandra Keller?
El hombre asintió con la cabeza, se levantó y salió de la estancia.
—Cardenal, quiero que tengan cuidado con este hombre —dijo
Hightower en otro tono—; tanto él como su hermana forman parte de mi
plan especial. Cuando todo esto acabe deberán traérmelos de vuelta aquí.
—Por supuesto, August —dijo Stoss en un tono tranquilizador—. Ya te
avisaremos cuando el hermano Keller esté en condiciones de regresar a
los Estados Unidos. Que Dios te ilumine.
—Y a vos, cardenal. —Se oyó un clic y después el tono repetitivo de la
línea de teléfono.
—Keller no es el único que se siente ligado a alguien —dijo Orsini
mientras miraba con firmeza al cardenal.
—El arzobispo sirve a su causa; como también lo hacemos los demás.
—Stoss se volvió a sentar—. De momento te encargarás de buscar a
alguien que cuide de nuestro polluelo mientras se recupera. Alguien que
conozca muy bien sus debilidades.
Orsini sabía exactamente a quién escoger.
—¿Y qué pasará cuando Keller y su hermana hayan cumplido con su
parte?
Stoss sonrió.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Capítulo 13

Un hombre que llevara vivo desde la Edad Media probablemente


habría tenido mucho tiempo para ganar una fortuna, perderla y volverla a
ganar como mínimo cien veces, pensaba Alex. Como a ella le había dado
nada más y nada menos que cuatro millones de dólares, parecía bastante
evidente que tenía el suficiente capital como para comprar la ciudad
entera.
¿Y por qué vivía en una mansión tan pequeña?
«Quizá le gusten las casitas». Por mucho que lo intentara, Alex no se
podía imaginar a Cyprien viviendo en un apartamento o en un modesto
chalé de las afueras. Por lo menos los vampiros de las pelis no lo hacían.
Cosa que le hizo pensar en algo.
—¿Tienes una de esas capas negras de seda con el cuello alto, el
forro rojo y que llegan hasta el suelo? —le preguntó mientras Phillipe les
conducía a la mansión.
—No. —La miró con cara de extrañeza.
—Qué lástima, te daría vidilla. —Miró por la ventana y no pudo evitar
mirar la mansión con cierto asombro. En su última visita no había estado
de humor para apreciar la propiedad de Cyprien; pero en aquel instante la
tenía justo delante de las narices.
La finca estaba rodeada de setos perfectamente recortados y
cubiertos de rosas blancas que disimulaban la pared de ladrillo que se
ocultaba detrás para proteger la privacidad de los residentes. Cuando
Phillipe abrió la puerta de la entrada con el mando, Alex pudo estudiar con
detenimiento la fachada de la casa. Estaba segura de que el nombre del
estilo arquitectónico de la mansión se lo había tomado prestado a algún
monarca fallecido de algún país; en cualquier caso era un estilo
innegablemente hermoso. La propiedad se parecía un poco a un castillo,
estaba flanqueada por dos torres gemelas y era de una tonalidad gris
plateada con detalles de blanco en los extremos y en las celosías.
«¿Dónde estará la habitación en la que me encerró?». Alex miró hacia
la derecha y vio que la propiedad tenía ventanas en el primer piso pero no
en el centro del segundo piso. «Bingo».
«Ángel mío».
Alex miró a Cyprien; estaba claro que él no había dicho nada. Phillipe
también estaba callado. «Me lo habré imaginado».
La fuente situada ante la fachada principal de la casa era de sólido
mármol blanco y tenía una pila en la que podrían bañarse con toda
tranquilidad seis personas. Un par de peces ángel con sus finas aletas
entrelazadas echaban agua por sus protuberantes labios. Las esculturas
habían sido elaboradas con un mármol marfileño con apliques de oro;
materiales distintos a los de la fuente.
—Mansión, dulce mansión —dijo Alex, quien sentía curiosidad por

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

algunos aspectos de la vida de Cyprien—. ¿Por qué vives en Nueva


Orleans? ¿No sería más apropiado para un artista inmortal y
multimillonario vivir en París?
—Viví en París trescientos años. Nueva Orleans posee una cultura
oculta consagrada al vampirismo, gracias a una autora local que
popularizó dichos mitos en sus novelas. Además, América siempre me ha
despertado la curiosidad. —Mientras Phillipe salía de la limusina, Cyprien
la miró de soslayo—. Como tú, Alexandra.
Aquel truquito de la voz seductora y misteriosa no iba a funcionarle
otra vez.
—No he venido para jugar contigo a médicos, Cyprien —dijo mientras
se colocaba las gafas de sol—. Dejémoslo así.
«Ángel mío, no». Pena negra, rabia roja. Lágrimas. «Ángel».
Los pensamientos que recibía en aquella ocasión eran distintos a los
que había recibido en aquel bar de mala muerte. Hasta ella llegaba una
voz silenciosa y también violentas emociones; pero ninguna imagen.
Sentía menos organización y más oscuridad en aquellos pensamientos de
rabia. Quizá aquello fuese todo lo que ella pudiera captar; sin duda había
alguien como Dermont cerca de ella. Alzó la vista hacia las ventanas de la
mansión. ¿Quién podría ser? ¿Dónde estaría?
Éliane Selvais les esperaba adentro. Miró a Alex con una expresión
semejante a la de acabar de chupar un limón agrio. Alex estaba dispuesta
a comprobar aquella teoría y a aprovechar la primera oportunidad que
tuviese para encontrar un limón pasado y metérselo en la boca.
No se había olvidado de Éliane ni de lo mucho que había contribuido a
que Alex tuviera colmillos nuevos.
—Buenos días, doctora Keller —dijo humillando la cabeza y mostrando
el rubio cabello recogido en un moño.
Tan pronto como se dio cuenta de que aquellos oscuros pensamientos
no provenían de ella, pasó ligera por delante de Éliane.
—Hombre, rubita… ¿Qué tal te va con tus truquitos?
La francesa la miró por encima del hombro.
—No sé qué quieres decir.
—Lo que quiero decir es si le has ofrecido algún otro ser humano a tu
señor. —Quizá Éliane estuviera pensando en matarla.
—Fue un terrible y desafortunado accidente. Me siento fatal. —Estaba
tan afectada que se llevó inmediatamente la mano a la solapa de su
vestido azul marino inmaculado para quitarse una pelusa—. Veo que ya te
encuentras mejor.
—No gracias a ti. —Alex echó un vistazo a los nuevos vigilantes.
Había una docena de ellos vigilando las entradas y salidas. Todos y cada
uno de ellos llevaban armas de gran calibre y tenían aspecto de asesinos,
de modo que los pensamientos que había recibido podían haber provenido
de cualquiera de ellos—. ¿Qué hace aquí el destacamento entero de la
Guardia Nacional, Mike? No había visto tantas pistolas juntas desde que
cogí un avión en Washington DC.
Éliane miró a Cyprien con gesto dubitativo.
—¿Quién es Mike?
—Se dirige a mí, tresora. —Cyprien no parecía ofendido—. Los

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

vigilantes son una precaución menor, doctora. Thierry y los otros


escaparon, pero sus torturadores fueron eliminados en el proceso. Ahora
sus camaradas claman venganza y siguen buscándoles.
Alex frunció el ceño.
—Dios mío, ¿hay alguien sobre la faz de la tierra a quien no le toquéis
las narices?
Michael le dijo algo en francés a Éliane, quien abandonó la casa.
—Hablaremos aquí, Alexandra. —La llevó a un elegante salón
atiborrado de relucientes antigüedades. Todo era de un color verde pálido
y rosa, con tantas rayas, florecitas y abalorios que haría las delicias de un
adicto al porno casero—. ¿Quieres beber algo?
—No, gracias. —En vez de sentarse, Alexandra tomó su maletín y lo
colocó sobre la primera superficie lisa que halló para extraer las jeringas
bañadas en cobre así como una bolsa de plasma que mantenía fría gracias
a unas bolsas de hidrogel—. Ya me he traído yo mi refrigerio.
«Quítale las manos de encima». Odio que supuraba como la bilis.
«Ángel, Ángel». Lágrimas acidas. «Te mataré».
Aquellos pensamientos la asaltaban con tanta fuerza y parecían tan
cercanos que casi hicieron que se tambaleara.
—¿Te pasa algo?
Piel que se desgarra. «Os mataré a todos». Huesos que crujen.
«¡Ángel!».
—No. —Si podía leer aquellos pensamientos, también debía de ser
capaz de bloquearlos. Imaginó que se encontraba dentro de un muro muy
grueso de piedra. De inmediato se volvieron más débiles y
desaparecieron. Se sintió gratamente aliviada.
—Estás pálida y pareces débil.
Desde que Alex tenía colmillos había luchado por controlar los
síntomas y retardar lo que le estaba sucediendo a su cuerpo. El problema
principal era que necesitaba sangre para seguir viviendo. Como la mucosa
estomacal le había desaparecido y su sistema digestivo había sufrido
graves alteraciones, lo único que podía digerir en aquellos momentos era
la sangre. Le disgustaba padecer aquella dependencia, pero intentaba ser
lo más práctica posible. Los patógenos mutantes que tenía en su flujo
sanguíneo engullían glóbulos como si estos fuesen golosinas, y cuando no
tenían ya más glóbulos que engullir, empezaban a alimentarse de la grasa
y de los tejidos musculares. De no ser por la sangre fresca, los procesos
que estaban teniendo lugar en su cuerpo literalmente la habrían devorado
viva.
Gracias a los experimentos que efectuó había descubierto que podía
sobrevivir con dosis de 100 cc de plasma una vez al día y de 50 cc de
sangre entera una vez a la semana. No importaba el tipo de sangre que
utilizase siempre que fuese humana.
No le importó estar enfrente de Cyprien para inyectarse. Él, tras
cerrar la puerta y pasar el pestillo, la observaba fascinado.
—¿Por qué usas agujas?
—Porque no quiero caminar por ahí con un gotero —musitó mientras
los efectos rejuvenecedores de la inyección le llegaban al sistema. El
plasma hacía que se sintiese como después de haberse tomado una buena

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

comida; la sangre entera, en cambio, surtía los mismos efectos que


atiborrarse de tarta de queso. Se trataba de algún tipo de liberación
química de los patógenos, ocupados en absorber la sangre fresca que les
llegaba. Lo que menos le gustaba era sentirse bien después de inyectarse;
lo odiaba. Sacó del maletín las reservas que le quedaban. Los paquetes de
hidrogel estaban a medio derretir.
—¿Puedo ponerlo en el frigorífico para que no se eche a perder? Hoy
no me apetece ir a un banco de sangre a robar más.
Cyprien cogió la bolsa, se acercó a la puerta y se la dio a alguien que
había allí esperando.
—Yo puedo ofrecerte más mientras estés aquí. Tengo la obligación
porque soy tú…
—Como vuelvas a decir «señor» o algo parecido te doy un puñetazo.
La miró con una sonrisa inescrutable.
—Tu anfitrión.
—Yo misma puedo racionarme mis chutes, gracias.
Cyprien se dirigió a una delicada mesita llena de botes y se sirvió un
vaso de vino muy oscuro. Por el olor y el aspecto de aquel líquido, Alex
estaba segura de que se trataba de sangre mezclada con un poco de vino
para preservarla o bien diluirla un poco. Era curioso que pudiera beber
vino. Hasta la fecha ella solo había sido capaz de beberse un poco de
agua.
—Pensaba que, como doctora, tendrías un acceso ilimitado a cuanta
sangre quisieras.
—¿Y qué esperas que haga? ¿Qué me dirija a la sala de urgencias más
cercana y pregunte si les parece bien que chupe el suelo después de que
llegue el siguiente accidente de tráfico? —Otra cosa más que odiaba de su
nuevo estilo de vida: tenía que robar sangre de aquellos lugares que la
necesitaban tan desesperadamente como ella. Miró a Cyprien mientras
bebía y se preguntó por primera vez si aquellas ideas asesinas
provendrían de él—. ¿A quién te has cargado para poder obtener esa
sangre?
Trazó otro de aquellos elegantes gestos.
—Yo no mato a nadie, Alexandra. Convenzo a los humanos para que
actúen voluntariamente.
Seguro.
—Le dices a Phillipe que le coma la olla a la víctima y después tú
haces de Drácula.
—No necesito la ayuda de Phillipe. —Hizo un mohín—. Utilizas unos
términos francamente interesantes.
—Pues me hubiera gustado que hubieras oído lo que te llamé la
primera vez que aparecieron mis colmillos. —Después de la transfusión de
sangre Alex siempre se sentía cansada y no sabía cuánto iba a aguantar la
muralla mental que se había construido para no escuchar aquellos
pensamientos, de modo que se puso de pie y empezó a pasearse por la
habitación—. ¿Qué quieres que haga por el tal Thierry y por los otros
heridos?
—Lo mismo que me hiciste a mí, si puedes. —Vació el vaso y lo apartó
—. Hay algo más que debo explicarte.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Ella hizo un gesto de incredulidad con la mano.


—Thierry sufrió mucho durante su cautiverio. Está… —Cyprien dudó—
desequilibrado.
—¿Cómo de desequilibrado?
—Además de sufrir graves heridas, Thierry perdió a su mujer durante
su cautiverio —le dijo Cyprien con un tono que se volvía cada vez más frío
—. Le obligaron a mirar cómo la torturaban hasta matarla. Ha dejado de
hablar y ataca a cualquiera que se le acerque.
—Esto cada vez tiene mejor pinta. —Alex se pasó la mano por la cara
—. Así que tengo cuatro pacientes que han sido torturados y cuyas heridas
han cicatrizado de cualquier manera y además uno de ellos está pirado.
Genial.
—Cuatro pacientes a cambio de los cuatro hombres que atacaron a
Luisa López en Chicago. —Michael hizo un gesto elegante—. Es un justo
intercambio, ¿no crees?
—Esto no arregla las cosas entre nosotros. —Alex quería que aquello
le quedase bien claro.
Volvió a dejar el vaso sobre la mesita y caminó hacia ella. Alex se
quedó quieta; sin embargo, cuanto más se le acercaba, más ganas tenía
de salir corriendo.
—¿Y qué es lo que hay exactamente entre nosotros, doctora Keller? —
Había algo que provenía de Cyprien y que estaba enrareciendo el aire que
había a su alrededor de un modo invisible pero palpable—. Afirmas que no
hay nada entre nosotros y que tampoco eres mi sygkenis. Has rechazado
todo lo que te he ofrecido y lo que te ofrezco ahora.
—Acepté los cuatro millones —le espetó ella, intentando esquivarle.
Él la tomó del brazo y de la espalda con un gesto tan delicado que
bien pudiera haber resultado un paso de baile.
—Dinero que inmediatamente le diste a Sofía López. Deja ya de
esconderte, Alexandra. Tu lugar está aquí, conmigo. No voy a dejar que te
marches.
Como mirándole al esternón se sentía estúpida, decidió alzar la vista.
—La última vez sí que me dejaste. —Aquellos ojos la estaban
desarmando. Bueno, los ojos y aquellos dedos que le estaban acariciando
la nuca. ¿Por qué era tan erótico aquel gesto?—. Suéltame.
—Siempre me quedo —le suspiró él contra su mejilla— con lo que me
pertenece.
Aquellas palabras hicieron que sintiera escalofríos. Tal vez si cerrara
los ojos…
—No soy un objeto que puedas poseer. —No, cerrar los ojos era
mucho peor. El cabello se le arremolinaba sobre los hombros. La boca de
él se le acercaba a la mejilla para recorrer la firme línea de su mandíbula
—. ¿También le haces esto a Phillipe cuando se enfada?
Cyprien apartó el rostro y le puso el pulgar sobre el labio inferior.
—Phillipe no se enfada.
—Pues conmigo parece que sí. —Dicho lo cual él apretó un poco más
el pulgar y se lo introdujo en la boca. Lo restregó suavemente contra los
orificios que tenía en el paladar, cosa que debería haberle parecido
repugnante y que, en cambio, le hizo sentir una calidez que le recorría la

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

garganta y el abdomen y que se le enredaba entre las piernas.


Retiró el pulgar poco a poco.
—Quiero hacer lo mismo con la lengua —murmuró mientras volvía a
acercarse a ella—. Abre la boca otra vez.
Alex se dio cuenta de que ceceaba ligeramente porque le habían
salido los colmillos de nuevo. El aire se había vuelto extraño y susurrante;
la envolvía y le subía por la espalda, le llegaba a los oídos y lo sentía
también en los huesos. Notó una oleada húmeda en su entrepierna, tan
súbita y poderosa que no sabía si era fruto de la excitación o de su vejiga.
¿Estaba encendida o aterrorizada? ¿Por qué no podía saberlo?
—Alex. —El aliento de Cyprien dibujó su nombre en sus labios—.
Déjame entrar, chérie.
Que le dejase entrar. Como la última vez, cuando la había mirado a
los ojos y la había atraído hacía sí para desgarrarle la garganta.
—No. —Apartó su rostro, puso las manos sobre el pecho de él y
empujó. No dejó de hacerlo hasta que al final la liberó. Se fue hacia la
puerta.
—No te marcharás.
Incluso cuando hablaba con un tono frío como el hielo la atraía,
aventurando cosas que no se atrevía a imaginar.
—No me posees y no me puedes controlar. —Aquel sería su mantra
personal durante su estancia en aquella casa—. La única manera de que
consigas que me quede es no poniéndome las manos encima ni
encadenándome en el sótano.
—En el sótano ya tenemos a Thierry encadenado —le dijo Cyprien sin
alterarse—. Mejor que escojas una de las habitaciones de invitados.
Alex no sabía si lo decía en broma o no. De ningún modo iba a
permitirle que utilizara el sexo (si es que era sexo lo que había perseguido
antes) para manipularla. No le debía nada a Cyprien ni tampoco a sus
amiguitos.
Si pudiera al menos borrar de la mente aquel horrible esbozo que
había visto en el avión…
—Si me quedo y les ayudo quiero respuestas. Sobre la infección,
sobre lo que eres en realidad y sobre lo que voy a ser yo. —Se volvió hacia
él—. ¿De acuerdo?
Cyprien estaba en el otro extremo de la habitación, como si quisiera
apartarse de ella todo lo que pudiera.
—De acuerdo.
—Vale. —Tenía la melena alborotada. Encontró su pinza y empezó a
atrapar los rizos que, él había liberado.
«No me dejes, Ángel».
Por primera vez supo de dónde provenían aquellos pensamientos: de
debajo de sus pies.
—Déjame que le eche una ojeada al pirado antes.

Durante años Tremayne había perpetuado entre los Kyn el bulo de


que nunca había abandonado su fortaleza irlandesa. Solo dos de sus
guardias personales sabían cuándo lo había hecho; y solo porque tuvieron

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

que acompañarle. El último año había sido más difícil viajar a causa de su
maltrecho estado de salud y también por la estrecha vigilancia de las
autoridades en busca de terroristas internacionales. Pero no pensaba
renunciar de ningún modo al último de sus placeres personales.
Richard había visto casi todo el mundo más de cinco veces; pero la
visión desde el aire no dejaba de fascinarle.
El avión privado viajó de Irlanda a Roma, donde en apariencia aterrizó
para poner combustible. Como siempre, Richard permanecía a bordo
mientras su visita era conducida hasta la aeronave. Su piloto era un
antiguo miembro de la fuerza aérea israelí y era capaz de despegar en
cualquier circunstancia. Los guardias de Richard permanecían armados y
listos para el ataque en cualquier momento. El riesgo era mínimo, pero si
por cualquier circunstancia el avión era abordado, Richard había colocado
gran cantidad de explosivo en una cartera situada bajo su asiento. El
detonador estaba colocado en el reposabrazos de su asiento. Solo tenía
que apretar el botón para que él, la gente a su servicio y cualquiera que
estuviera a menos de quinientos metros saltara por los aires.
Tiempo atrás, Richard Tremayne había estado prisionero en La
Lucemaria y había sido objeto del tratamiento que había sido la causa de
aquel estado físico extraño que le consumía lentamente. Jamás permitiría
que los Brethren volvieran a apresarle.
—Señor —dijo uno de sus guardias mientras miraba a través de la
ventana de la puerta de acceso—, ya viene.
Richard colocó lo que alguna vez había sido su mano sobre el botón
del detonador.
—Registradle tan pronto como ponga un pie en el avión.
El hombre que se acercaba al avión iba vestido como un abogado y
llevaba un maletín repleto de papeles legales. Cuando por fin entró se
sometió en silencio a un detector de metales y a un pormenorizado
cacheo por parte de los guardias. Solo cuando estos se dieron por
satisfechos y dieron por seguro que el hombre no llevaba ningún
dispositivo o arma pudo pasar a la cabina en la que Richard le esperaba.
—Señor. —Tacassi humilló la cabeza—. Me siento halagado y
agradecido por vuestra presencia.
El hermano Cesare Tacassi era un adolescente cuando Richard lo
reclutó para que se infiltrase en los Brethren. El tío de Tacassi era
archivero menor de la orden y con gusto propuso a su sobrino como nuevo
hermano en la orden, ajeno al hecho de que Cesare era uno de los tresori
de Richard.
—Tu mensaje indicaba que era un asunto importante, Cesare. —
Richard hizo un gesto hacia una de las filas de asientos nacías, lo
suficientemente lejana como para que el sacerdote no pudiera verle el
rostro—. Siéntate y cuéntame todo lo que ha pasado.
Tacassi abrió el maletín y sacó un archivo.
—Esta es toda la información que los Brethren han recopilado sobre
Alexandra Keller, la hermana de John.
—Sí, ya he oído hablar del sacerdote. —Richard no hizo ningún amago
de coger el expediente de Tacassi.
El cura le dio el archivo a uno de los guardias.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—El padre Keller llegó a Roma hace dos meses, cuando desapareció
su hermana. Su mentor, el arzobispo Hightower, y el cardenal Viktor Stoss
fueron quienes lograron convencerle de que debía seguir un duro
entrenamiento para unirse a los Brethren. Actualmente se está
recuperando del calvario que ha sufrido en La Lucemaria. —Tacassi miró al
suelo—. Creo que tienen la intención de llegar hasta la doctora Keller a
través de él. Ella es su meta final.
—¿La cirujana plástica? —inquirió Richard, pensativo—. ¿Y por qué
querría nuestro viejo amigo el cardenal Stoss mancharse las manos con
algo tan poco relevante?
—No lo sé —admitió Tacassi—. He intentado averiguar más cosas,
pero no quiere hablar del tema, y temo que si le presiono demasiado
acabará sospechando algo.
—El tal Keller es el único modo de abrirse camino que tienen.
Regresarás y lo matarás.
Tacassi asintió.
—¿Y a la hermana también?
Richard se incorporó y vio cómo el sacerdote se ponía lívido.
—De la doctora Keller ya me ocuparé yo.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Capítulo 14

John apenas recordaba los primeros días que pasó en la enfermería


de La Lucemaria. Lo llevaron a una habitación en la que le trataron el
tobillo que se había torcido y las otras heridas que tenía. Después fue
conducido a otra habitación en la que le quitaron el hábito que llevaba
hecho jirones, le pusieron un pijama a rayas como si fuera un crío y le
dejaron dormir. Ninguno de los monjes que le ayudaron dijo más de lo
necesario, pero sus gestos eran amables.
Después de que los monjes le dejaran solo, durmió y recibió la visita
de un ángel.
El ángel era como una sonrisa de verano y tenía todos los colores del
alba en sus dorados cabellos, en su piel clara y en aquellos ojos tan
azules. Tenía una voz clara y dulce, como la de una campana. Ella le puso
las suaves y frescas manos sobre la frente y el rostro. Le ofreció un maná
divino con una cuchara de plata. Entonó cánticos que hicieron que se le
inflara tanto el corazón que pensase que le iba a estallar. Lo acunó y le dio
un masaje en los doloridos músculos de la espalda y de las piernas. Las
blancas alas revoloteaban a su alrededor. La bendijo una y otra vez antes
de que se deslizara de nuevo hacia la oscuridad sanadora.
John estaba seguro de que aquel ángel había sido enviado por Dios
para asistirle.
Al cuarto día se levantó en una celda parecida a la que había ocupado
en la rectoría de Saint Luke. Una enfermera que llevaba un uniforme
blanco impoluto le estaba quitando el manguito para medir la presión.
—Está despierto —dijo la enfermera. No era el ángel con el que había
soñado; era imposible, con aquel cabello y aquellos ojos tan oscuros.
Hablaba con ligero acento italiano—. Soy la hermana Gelina, le he estado
cuidando estos días. ¿Cómo se encuentra hoy?
—Mejor. —Hizo un movimiento para incorporarse y le sorprendió ver
lo débil que se encontraba: lo único que podía hacer era apoyar el hombro
—. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
Los orondos rizos que le rodeaban la cara se balancearon cuando
miró el reloj que llevaba en la muñeca.
—Unos tres días.
La mujer no llevaba hábito, no se cubría los cabellos y además
llevaba las uñas y los labios pintados de un color rojo intenso. Incapaz de
identificar a aquella mujer con el ángel que se le había aparecido en
sueños, John le hizo una pregunta.
—¿Es usted una monja católica?
Gelina dejó escapar una risita tonta.
—No, no, padre. Me formé en Inglaterra, y allí a las enfermeras se las
llama «hermanas». —Se acercó a él y le ayudó a incorporarse antes de
colocarle bien las almohadas. Le tocaba con tal familiaridad que despertó

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

la alarma de John de inmediato. Se puso en guardia—. ¿Tiene usted


apetito?
Estaba muerto de hambre y desnudo. La sábana solo le cubría de la
cintura a los pies, y aquella mujer no dejaba de tocarle.
—Sí, pero me gustaría vestirme antes, por favor.
—Después del baño. —Gelina señaló la habitación contigua—.
Llamaré a uno de los hermanos para que le ayude.
Vio que en el suelo, al lado de la cama, había un bacín. Se sintió
todavía más avergonzado. ¿También habría sido ella la que se habría
encargado de aquello?
—No es necesario, de verdad.
—Sí que lo es; imagínese que se marea y se parte la crisma… —le
advirtió la enfermera mientras le tomaba el pulso—. Sesenta y uno, y la
tensión arterial de un atleta olímpico. Estamos en buena forma, padre —
dijo con una picara sonrisa antes de apuntar los datos en su expediente
médico.
Un monje entró algunos minutos más tarde; sin la compañía de
Gelina, para alivio de John. Le ayudó a bañarse y se ocupó de sus
necesidades básicas. A John le chocó ver la cantidad de peso que había
perdido y lo mucho que le dolía todo el cuerpo. El monje le trajo una bata,
y cuando John salió del baño a quien vio haciéndole la cama fue a Gelina.
Estaba inclinada sobre ella y el blanco uniforme se le ceñía en el
voluptuoso trasero.
—No tiene por qué hacer la cama —dijo John mirando como un
autómata en otra dirección.
La enfermera seguía con su tarea.
—Las sábanas olían casi tan mal como usted antes. —Le dio las
sábanas sucias al monje que le había traído la bata, quien se las llevó de
la habitación—. Y ahora hay que comer, le he traído una bandeja con
comida. Su estómago no está acostumbrado a comer alimentos sólidos, de
modo que debe comer despacio y con cuidado o acabará echándolo todo.
—Cogió a John del brazo y le ayudó a meterse en la cama de nuevo.
—No me pasará nada. —Intentó liberarse sin que pareciera
demasiado evidente. La comida que había en la bandeja olía de maravilla
y no podía esperar más a llenar el hueco que sentía en su interior. Tenía
casi tantas ganas de probar bocado como de que Gelina abandonase la
habitación.
—Sea un buen chico y cómaselo todo, venga. —Gelina le dedicó una
mirada resentida porque no le contestó y finalmente salió de la habitación.
La comida tenía un sabor más exquisito que el maná que había
probado en sueños. John comió hasta que su estómago se quejó. No eran
las náuseas lo que le hacían sentir tan débil. «Todavía estoy destrozado
por el entrenamiento». Apartó la bandeja, se hizo un ovillo y esperó a que
la habitación dejase de dar vueltas.
Lo último que John quería hacer era dormir, pero no podía pelear
contra la oscuridad que se cernía sobre él. Logró seguir consciente, pero
no era capaz de emitir palabra alguna o de mover el cuerpo. Estar
indefenso en la oscuridad parecía el guión de su peor pesadilla, y se
preguntó si tal vez estaba dormido y no lo sabía.

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Alguien entró y se llevó la mesa en la que descansaba la bandeja. Era


otro monje, uno al que John no había visto nunca antes. Cogió una de las
almohadas de detrás de la cabeza de John y musitó algo. A John casi se le
salen los ojos de las cuencas cuando el monje empezó a apretarle con
fuerza la almohada contra la cara. Intentaba gritar pero la garganta no le
respondía. Tampoco tenía fuerza en los brazos, totalmente paralizados.
No era un sueño. Le habían drogado y no podía hacer nada por
detener al monje o para defenderse. «Voy a morir. Dios mío, así no».
Como si fuera una respuesta a su súplica, la almohada desapareció.
John tosía, se asfixiaba; alzó la vista y vio a su enfermera de pie, detrás
del monje, quien intentaba desesperadamente quitarse del cuello las
manos de la mujer. Se oyó un ruido seco y el cuerpo del monje se movió
con violencia antes de quedarse rígido y caerse al suelo.
—Estaba… estaba intentando… —John no podía dejar de toser para
acabar la frase.
—Ya lo sé, pobre hermano mío. —Las frías manos le acariciaron el
rostro—. Lo siento, no volverá a hacerte daño nunca más —dijo sonriendo
mientras sacaba una jeringa y se la clavaba a un lado del cuello—. Si me
lo pides de buenas maneras yo siempre te protegeré.
«Más medicamentos», pensó John cuando la habitación dejó de dar
vueltas y empezó a derretirse a su alrededor. Alguien apareció a su lado
mientras vomitaba y le limpió la cara. Las llamas bailaban alrededor de su
cama. También había relámpagos pero ningún sonido de trueno los
acompañaba.
«¿Me habré quedado sordo?», pensaba John, confundido.
La habitación dejó de derretirse poco a poco. Podía moverse de nuevo
pero la cabeza le dolía y tenía un desagradable sabor en la boca.
Gelina estaba sentada en una silla al lado de la cama, vigilándole.
—¿Lo he soñado? —le preguntó John.
—No sé de qué me habla, padre. —Gelina se puso de pie y él vio que
el uniforme se le volvía de un color más oscuro y se le ajustaba más hasta
que se convertía en una blusa de seda barata y en una deshilachada
minifalda.
No era ella, no era posible.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—He venido a buscarle. —Chasqueó el chicle que estaba masticando
—. ¿Por qué me mira así, padre? ¿Acaso ve algo que le guste?
—Estoy enfermo —dijo John volviendo la cabeza—. No sé lo que hago.
—Antes le gustó, padre, ¿no se acuerda? —La chica de Río llegó hasta
su cama y se puso encima de él. El asombro y el sufrimiento hicieron que
se retorciera de dolor después de que ella le abofeteara—. Míreme cuando
le esté hablando.
La miró y notó que el pene se hinchaba debajo de ella.
—No, por favor. —No le avergonzaba suplicar. Se había vestido como
aquel demonio que le perseguía en sueños desde hacía tanto tiempo para
que confesara sus pecados. «¿Cómo lo sabe?». Lo único que quería era
sacársela de encima y liberarse de los recuerdos—. No, no…
Se levantó la cortísima falda y se abrió la blusa. Se había rasurado el
monte de venus y tenía los senos más grandes, más voluminosos y con los

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pezones erectos.
La visión de John parecía desvanecerse y después volverse firme.
Estaba en una calle adoquinada, tendido en la cuneta y con una menina
do doce encima de él. Pero algo no cuadraba… Sus pezones eran rosados
y no oscuros; y ¿cuándo se le había puesto la piel tan blanca? Además en
Río había estado muy delgada, en un estado lastimoso.
Un hombre dijo algo en italiano.
—Sí que lo quiere, ¿no es verdad, padre? —dijo con una sonrisa—. Le
di lo suficiente como para que esté tieso como una tabla de planchar toda
la noche. —Ya no tenía los dientes llenos de caries, eran blancos,
perfectos y brillaban como perlas. —Venga, tóqueme.
Un relámpago apareció en la habitación cuando ella le cogió la mano
y se la llevó a su seno. Notó que aquel firme y tenso peso le llenaba la
mano y que el erecto pezón le sobresalía entre los dedos. No podía evitar
moverlos ni que la palma de su mano se restregase contra los pechos de
la mujer.
—Quieres apretarlos, ¿verdad? —le dijo con un gesto pícaro—. Hazlo,
te dejo que lo hagas.
—No. —Era un hombre de Dios y estaba por encima de cualquier
tentación. Apartó la mano, quería ponerse a rezar. Rezaría el
padrenuestro, como lo había hecho en aquella habitación a solas con el
vampiro, en cuanto pudiese recordar las palabras.
¿Por qué no podía recordarlas?
Le dio otra bofetada cruel.
—No te dije que te apartaras. —Miró hacia abajo con el enfado
reflejado en los ojos—. Tienes la polla dura. Sácatela, quiero verla. —Como
John no se movió, la mujer le clavó las rojas garras en el pecho—. He dicho
que te la saques, chico malo. Enséñamela.
Se produjo otro relámpago en la habitación. Las lágrimas afloraban a
los ojos del sacerdote mientras la mujer le desabrochaba la bata. Su
erección apareció entre los rotundos muslos de ella, quien gimió y se
inclinó sobre él, poniéndole los pechos en la cara y apretándole los
pezones contra la boca.
—Venga, chúpamelos con fuerza.
John abrió la boca, sobre la que tenía su pezón, y jadeó cuando notó
las uñas de ella en el miembro. Lo había rodeado con los dedos y
empezaba a menearlo y a colocárselo para que sus desnudos pliegues de
mujer lo recibieran. John oyó un leve sonido de succión y saboreó el
aterciopelado pezón con la lengua.
—Así me gusta —gruñó ella mientras intentaba meterse el pene en la
estrecha vagina.
«Su coñito», pensó con sorna el niño de doce años que tenía dentro.
No encajaban. Ella no estaba húmeda y él estaba demasiado
excitado. La mujer se escupió en la mano y la puso sobre el hinchado
miembro de John, frotándolo con aquel líquido pegajoso antes de
metérselo dentro.
—Ah, ah, sí, sí, padre, así, métamela, más fuerte, ah. —Una mueca de
doloroso placer se le dibujaba en la cara—. Métemela, métemela,
métemela.

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Pero no era como la otra vez. En Río no se la había metido. Ella se


había puesto de rodillas en aquel suelo asqueroso de la calle, le había
cogido el miembro con la mano hecha un puño, lo había acariciado y se lo
había chupado. John casi se lo había arrancado al intentar apartarse de
ella con todas sus fuerzas, una y otra vez, hasta que ella empezó a
chuparlo como si fuera un chupa-chup.
John sabía lo que era el sexo por sus años en la calle. Había visto
practicarlo en oscuros callejones y en los asientos de atrás de los coches.
En algunas ocasiones, de adolescente, se había permitido furtivamente y
lleno de vergüenza el alivio de la masturbación, sin llegarlo a disfrutar
nunca.
Pero nada era comparable a la calidez y a la sensación que le había
causado aquella boca tan experimentada. Ponerle aquella parte de su
cuerpo en la boca, cogerle la cabeza entre las manos, notar el creciente
peso del semen y morirse por verterlo en aquel suave y ardiente lugar…
Todo aquello le había dejado pasmado. No hubiera querido que acabara
nunca, nunca había sentido nada mejor que lo que le daba aquella putita
que estaba en su entrepierna.
Hasta que llegó el coche de policía, se detuvo y los faros del coche
iluminaron la escena.
El ángel de cabellos dorados se le apareció de nuevo y apartó de su
vista a la pequeña puta que intentaba seguir con su trabajo. Dios había
enviado a aquel mensajero para salvar a John. Lo único extraño era que la
cara del ángel ya no era dulce ni comprensiva. Además miraba al espacio
comprendido entre sus muslos, aquel espacio al que estaba siendo
empujado, y después le miraba a los ojos.
—No.
El ángel sentía repugnancia y empezaba a desaparecer. Unos
instantes más tarde ya no estaba allí, como tampoco la esperanza de la
salvación para John.
Sentía fuego en el pecho.
—Vamos, padre, démelo, démelo.
Igual que la niña de Río cuando la policía la separó de él.
«Le gusta, ¿eh, padre? Es bueno, ¿verdad? La próxima vez, pague».
Si John tenía que pagar aquello (y seguro que iba a hacerlo por la
cantidad de luces que tenía a su alrededor), entonces, por una vez, iba a
obtener lo que quería. Ella también lo quería, ¿no? Gruñía, se contoneaba,
le pedía que empujara y que se la metiera.
Y se la iba a meter.
John la cogió por debajo de los brazos, la separó de su pene y la
empujó hacia abajo. Ella se resistía y luchaba, pero lo mismo que hacía
que la habitación se derritiera también le estaba dando a él más fuerza y
rapidez. Le inmovilizó los hombros con sus rodillas y la cogió por la
mandíbula. Se acabaron las risitas picaras y los labios protuberantes. Los
ojos negros de la mujer se volvieron más claros, casi marrones, pero
seguían siendo tan grandes como antes; quizá un poco más en aquel
momento.
—Ahora, métetela. —Guió con su puño el pene hasta los labios de ella
—. Métetela. —Cuando intentó morderla con los dientes, le apretó la

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mandíbula con fuerza hasta que la mujer se detuvo—. Así me gusta. —El
empujaba contra aquella suave y cálida humedad. Mientras ella chupaba
los ojos se le entrecerraban y se le humedecían.
Los relámpagos aparecían una y otra vez.
—Ya está. —La tomó de los oscuros rizos y le sostuvo la cabeza
mientras él entraba y salía de su boca abierta, meneándosela.

Michael pensaba que Alexandra debía examinar a los vrykolakes que


estaban en mejor estado antes de examinar a Thierry, pero ella no le hizo
ningún caso.
—El peor caso va primero —dijo mientras cogía el maletín—. Necesito
saber cuánto tiempo voy a pasarme aquí.
La acompañó al sótano, en el que todavía se encontraba el centro
médico provisional preparado especialmente para ella. Todo el equipo
seguía exactamente tal y como lo había dejado ella, con la excepción de la
presencia de una enfermera (humana) que le habían traído para que
controlara a Thierry.
Éliane se acercó a Cyprien mientras Alexandra estaba comprobando
que el equipo estuviera preparado.
—¿No sería mejor que Phillipe la controlara como antes, señor? —le
preguntó en francés.
Michael no le había dicho a su tresora que Alexandra estaba allí por
voluntad propia.
—No, se ha ofrecido a ayudarnos voluntariamente.
—¿Nadie os ha dicho nunca que es de mala educación hablar en otra
lengua cuando hay alguien con vosotros que no puede entenderla? —dijo
Alexandra en voz alta—. ¿Dónde está la enfermera?
—Heather —dijo Éliane. Al instante apareció una joven enfermera
pelirroja—. La doctora Keller está aquí para ver a tu paciente.
—Hola, doctora. —La enfermera salió del pequeño cubículo en el que
Phillipe le había colocado su escritorio y le dedicó una sonrisa distraída—.
Es un placer conocerla. —Le dio una carpeta—. Solo es el seguimiento que
he realizado hasta el momento sobre el señor Durand.
—Gracias. —Alexandra le dedicó una severa mirada antes de abrir la
carpeta y leer la primera hoja. Mientras echaba un vistazo al resto de los
informes que Heather había escrito, algo hizo que sintiera una tirantez en
la boca—. Necesitamos preparar al paciente para rayos X y para una
ecografía.
Sintió la vibración de un gruñido detrás de ella.
—No podemos liberar a Thierry bajo ningún concepto —dijo Michael,
interponiéndose en el camino que Alexandra había emprendido hacia
aquel extraño gruñido.
—Quizá la doctora no sea consciente del peligro que entraña —dijo
Éliane.
—¿Por qué no te vas a preparar café o a escribir algo en el
ordenador? —Los ojos de Alexandra estaban clavados en una parte del
suelo en la que había unas rejas de cobre. Parecía que le diese miedo
saber lo que allí se escondía—. No me digas que lo tenéis ahí.

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Algo golpeó las rejas y se oyó el rechinar de un metal.


—No puede salir de aquí —dijo la enfermera—. Pobre señor Durand.
Michael vio cómo se ensombrecía la expresión de Alexandra y se
dirigió a la enfermera.
—Heather, ¿podrías ir arriba para ver cómo está la señora Durand?
—Sí, señor.
Michael siguió a Alexandra, que se acercó a las rejas y se arrodilló
para ver a Thierry. Estaba bastante activo; se tambaleaba y cojeaba en
aquel espacio tan reducido como un tigre malherido. De la jaula ascendía
una fuerte y densa fragancia a gardenia.
—No estabas bromeando. Es verdad que lo tenéis encadenado —
musitó Alexandra. Parecía no encontrarse demasiado bien—. Lleva
cadenas de cobre y esposas en las muñecas.
—Las esposas están forradas —le dijo Cyprien—. No le hacen daño.
Tan pronto como oyó la voz de Cyprien, Thierry les gruñó.
La doctora se puso de pie poco a poco.
—¿Quién es Ángel?
Michael la miró, aturdido.
—Era el nombre cariñoso de su mujer. La mataron los interrogadores.
¿Cómo lo sabías?
—Escúchale. No solo emite gruñidos; está gritando su nombre. —
Alexandra se enfrentó a Éliane—. ¿Encadenarle ha sido otra de tus
brillantes ideas, bruja asquerosa?
Michael contestó antes de darle tiempo a su tresora a que dijera
nada.
—Fui yo quien decidió que estuviera así. Intentamos dejar que se
moviera con libertad, sin restricciones, pero no quería quedarse en la
celda e intentaba matar a todo aquel que se le acercara.
—Vaya, me pregunto por qué será. —Alexandra se llevó la mano a la
sien—. ¿Habéis intentado darle algo para que se calme un poco?
—Fue necesario que Phillipe y otros cuatro le inmovilizaran para que
la enfermera pudiera examinarle —le dijo Éliane—. Ningún medicamento
surte efecto en los Kyn. O bien entran en trance o bien soportan el dolor.
—Dios mío, son más ridículos que tu peinado. —Alexandra se quitó la
chaqueta y se subió las mangas de la camisa antes de ponerse un par de
guantes de látex—. Dame una botella de suero.
La nariz de la francesa se elevó un palmo.
—No soy enfermera.
—Pues lo serás hasta que vuelva Heather. Tráeme la botella de suero.
Cyprien seguía de cerca a Alex. Observó las ampollas de sales azules
que sacaba de su maletín.
—¿Qué es eso?
—Hexahidrato de sulfato de níquel. Se utiliza para bañar el níquel,
teñir e imprimir telas y oscurecer el cinc y el latón. El níquel es el vecino
del bronce en la tabla periódica de los elementos.
—¿Y qué?
—Pues que es tóxico. —Le quitó el envoltorio a un vaso esterilizado.
Echó algunos de aquellos cristales azules y los mezcló con una pequeña
dosis del suero que le había traído Éliane. Removió hasta que el líquido se

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volvió azul—. Para los humanos, quiero decir.


Michael frunció el ceño.
—No puedes inyectarle eso. Ignoras qué efecto puede tener.
—Pues claro que lo sé. Es Valium para Darkyn. —Alex alzó el vasito y
examinó el contenido a contraluz—. Lo he utilizado yo misma para
combatir mi insomnio.
—¿Has comprobado los efectos en tu propio organismo? —Michael
estaba horrorizado.
—¿Y por qué no? —Llenó un cartucho con forma de dardo de aquella
sustancia y extrajo una pistola del maletín, en la que lo colocó—. He
tenido mucho tiempo libre últimamente. —Se dirigió de nuevo a la reja—.
Ábrela.
Michael no sabía qué era lo que le preocupaba más, si la pistola o el
mejunje aquel.
—¿Por qué tienes que dispararle con esa pistola?
—Porque tengo muy mala puntería jugando a dardos —dijo con ironía
—. Me parece que no va a enseñarme el brazo para que le pinche,
¿verdad?
Michael se arrodilló y apretó un interruptor que había en el suelo. La
puerta de reja se deslizó por debajo del suelo. Thierry le vio la cara y
gruñó como un animal furioso.
Alexandra se puso en el borde, apuntó y disparó. El dardo le dio justo
en el pecho, y cinco minutos más tarde se caía inconsciente al suelo.
—Disponemos de una hora antes de que se le pasen los efectos —dijo
ella—. ¿Puedes sacarle de ahí?
Michael saltó a la celda y le quitó los candados de las cadenas. Salió
de nuevo de un salto con Thierry en brazos.
—Me da mucha rabia admitirlo, pero la verdad es que la superfuerza
vrykolakas o como se llame es de lo más útil con pacientes poco
cooperativos —dijo Alexandra—. Rubita, dile a Heather que venga, la
necesito ya mismo. Cyprien, ponlo sobre la mesa y quítale las condenadas
esposas. Necesitamos a Phillipe y a alguno de los musculitos cerca por si
se levanta antes de hora.
—Me encargaré de que así sea. —Éliane se marchó.
Michael llevó a su amigo hasta la mesa y lo colocó allí mientras
Alexandra encendía la luz de arriba. Thierry se había desgarrado la ropa
en sus peleas, y lo único que le cubría el cuerpo eran los pantalones, que
tenía hechos trizas. Alexandra se los cortó con cuidado.
—¿Se puede saber por qué huele al arbusto de gardenias que tenía mi
madre y no a un montón de basura?
—En nuestra sangre corre también nuestra esencia. —Michael no
estaba preparado todavía para explicarle en qué consistían el éxtasis y la
servitud. No lo haría hasta que no se asegurara de que le era leal.
—Mamá solía poner una gardenia en el baño y el olor permanecía allí
durante semanas. Quizá podríamos poner en un frasquito un poco de su…
—Acabó de cortarle el pantalón y dio unos pasos atrás, sin poder articular
palabra.
Michael no había visto lo que le habían hecho hasta aquel momento.
De cintura para arriba, Thierry Durand era completamente normal; un

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poco más delgado que de costumbre pero bien formado, musculoso y sin
ninguna herida. El tejido cicatrizado empezaba justo por encima de la
ingle y llegaba hasta lo que debían de ser las plantas de sus pies o lo que
quedaba de sus piernas.
Alexandra se acercó y movió con cuidado una de las piernas de
Thierry.
—Animales.
Michael vio que a su amigo le sobresalían de las piernas los extremos
de los huesos, ennegrecidos y serrados. La piel que tenían alrededor había
cicatrizado. Los pies estaban aplastados y los genitales tenían graves
quemaduras. Era un milagro que hubiese podido caminar con aquellas
heridas tan terribles en el cuerpo.
—Voy a hacerle primero radiografías de las heridas más complicadas.
—Alex le dio la vuelta con delicadeza y Michael vio lo que le habían hecho
en la espalda. La doctora le miró.
—¿Cómo le han hecho esto?
Michael sabía de sobras cómo los Brethren le habían hecho aquellos
desgarros tan profundos en los músculos de la espalda.
—Lo colgaron de unos ganchos y lo dejaron allí suspendido.
—Entonces también necesitaré radiografías de la columna. —Se puso
derecha y se llevó la mano a los ojos un instante—. Quiero saber quién le
ha hecho esto y por qué.
—Es obra de hombres malvados que quieren destruirnos —Michael
pensó en el sacerdote hermano de Alexandra—. Más tarde hablaremos del
tema. Ahora, por favor, ayuda a Thierry y a su familia.
Le dedicó una larga y pensativa mirada.
—De acuerdo, todos a trabajar. Tráeme el aparato portátil de rayos X.

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Capítulo 15

—¿Cómo llegaron hasta Tacassi? —preguntó el cardenal Stoss.


Orsini se encogió de hombros.
—Del mismo modo que llegan a todos, a través de la familia. El tío de
Tacassi es un Brethren, pero su abuela materna era francesa. —Levantó la
vista y miró a Gelina, que estaba sentada con su expresión habitual de
malhumor—. Gracias a Dios que alguien se dio cuenta de que Tacassi
entró en la habitación.
—Nunca me fié de él —dijo Gelina—. Hacía demasiadas preguntas.
—Le enviaron para que estuviese cerca de mí —dijo Stoss con dureza
—. Yo debería haber sido su objetivo.
—Como Tacassi ya no puede respondernos, nunca lo sabremos —dijo
Orsini—. Si Gelina se hubiera controlado un poco yo le habría sacado todo
lo que sabía de los Darkyn.
—Ya tienes suficiente información. —Gelina se llevó una mano a la
cara—. Ese cerdo americano era tan fuerte que casi me rompe la
mandíbula. Se suponía que iba a estar débil y asustado como un llorica.
Como todos los demás. —Parecía estar más perpleja que enfadada.
—Estoy seguro de que el sedante que le administró Tacassi a Keller
hizo que la sustancia alucinógena no funcionase correctamente. —Stoss la
miró con una sonrisa—. Reaccionaste muy rápido al actuar como lo hiciste.
Las fotos pueden llevarle a juicio en cualquier país.
Gelina se sorbió la nariz.
—No me dejó más alternativa.
Orsini había sido testigo de lo que John Keller había hecho bajo la
influencia del brebaje que le había preparado aquella bruja. La verdad es
que había disfrutado viendo cómo John maltrataba a la sádica Gelina, pues
era ella la que estaba acostumbrada a ser la maltratadora.
—Keller es fuerte, ¿verdad?
—Hizo lo que pudo. —Se tocó con las yemas de los dedos los leves
morados que tenía a cada lado de la barbilla—. Pero al final se comportó
como los demás, gruñendo y machacándosela. Todos los hombres acaban
igual, de rodillas.
—No solo los hombres. —Orsini se acordó de los sonidos sofocados
que ella había emitido y de lo humedecidos que tenía los ojos.
Gelina dejó de lado su apariencia tranquila y empezó a insultarle con
saña en un italiano de los bajos fondos.
—Ya basta, hermana —dijo el cardenal—. Vas a vigilar a Keller
mientras esté en América y le informarás de todo a Hightower. Haz todo lo
que el arzobispo te pida. ¿Alguna pregunta?
—No. —Gelina no apartó la vista de Orsini—. Pero esta vez no quiero
dinero. Cuando todo acabe me quedaré con Keller.
—No puedes cargártelo en Chicago. —Orsini le había ayudado a

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eliminar el rastro del último hombre que había elegido como recompensa.
No había sido demasiado difícil porque Gelina apenas había dejado nada
para incinerar.
—Tengo un lugar —dijo ella—. Necesito un mes; supongo que
aguantará ese tiempo.
El cardenal la miró, pensativo.
—No permitas que se convierta en un asunto personal, Gelina. Keller
es parte del trabajo, como los demás, y nada más.
—Sí, Ilustrísima.
Hizo la señal de la cruz.
—Vete en paz.
La mujer sonrió con satisfacción antes de levantarse y abandonar la
habitación.
El cardenal le hizo un gesto afirmativo a Orsini, quien cerró la puerta.
—Te equivocas preocupándote por lo que vaya a hacer. Le guarda
rencor y ya está.
—Como digáis, Ilustrísima. —A Orsini le preocupaban más los otros a
los que Gelina les guardaba rencor. Le daba seis meses o como mucho un
año para que sus incontables perversiones se salieran de madre y se la
tragaran entera.
—Este condenado americano… —dijo el cardenal con tono suave—.
¿Es que no podía estirarse y disfrutar?
Orsini no dijo nada. La noche anterior había visto la cara que ponía el
cardenal mientras miraba a Keller y a Gelina. Stoss nunca lo admitiría,
pero era tan sádico como la única mujer interrogadora de los Brethren.
Habla disfrutado a fondo de aquel cambio de rumbo en los
acontecimientos.
Que John Keller, incluso bajo el efecto de las drogas, no hubiera
dejado que Gelina llevase a cabo sus artimañas también desconcertaba a
Orsini. Las tribulaciones de Keller con el celibato eran bien conocidas y
estaban documentadas; y el hecho de que tomara la iniciativa con Gelina
era una señal todavía más clara. El sacerdote americano albergaba deseos
que lo convertían en una bomba de relojería andante, y Orsini temía que
el disparador quedase fuera de su control.
—Estás muy callado, Ettore.
Sus miradas se encontraron.
—Deberíamos cargarnos a Keller tan pronto como capturemos a la
hermana. No cometas el error de dárselo a Gelina como si fuera un
juguetito.
—¿Acaso sientes pena por él? —preguntó Stoss, atónito.
—No. —Miró el sobre que le había dado al cardenal antes—. Por él no.
Por Gelina.
El cardenal abrió el sobre que tenía su escritorio y miró las fotografías
otra vez.
—No me explico cómo lo consiguió, si ella es… Quizá tengas razón. —
Separó algunas de las fotos y se las dio a Orsini. Las fotos seleccionadas
mostraban claramente cómo el padre Keller violaba a su enfermera—.
Envíaselas por correo especial a Hightower.

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Alex no tenía ninguna duda de que Thierry Durand estaba totalmente


psicótico y era violento. Desde el momento en que bajó la vista hacia la
celda, sus pensamientos y emociones se le habían metido en la cabeza. Y
casi todo era enfermizo.
«Ángel, Ángel, Ángel. No me abandones».
Estar cerca de Thierry le permitía disponer de un enfoque muy íntimo
sobre sus emociones, que discurrían en un circuito sin fin: dolor, miedo,
terror, pena, odio, rabia, deseo de sangre, esperanza amarga y de nuevo
dolor. Pensamientos e ideas errantes salpicaban con intensidad aquel
bucle. Quería hacer todo lo que le habían hecho a él. Se moría de ganas
de ser él quien pegara, desgarrara, rompiera y mutilara.
La única emoción dulce que poseía se arremolinaba alrededor de los
pensamientos que tenía sobre su Ángel, e incluso aquel amor desesperado
estaba marcado por el horror.
Álex decidió no decirle nada de aquello a Cyprien. Era muy probable
que la habilidad que tenía de leer la mente de pedófilos y de lunáticos con
sed de venganza fuese un talento Darkyn, pero de ningún modo iba a
darle otra razón para que intentara beneficiarse de ella.
«Anda que no molaría ser un detector de asesinos andante». Alex
había visto una película de ciencia-ficción en la que salía Tom Cruise
arrestando a personas antes de que cometiesen asesinatos. No, la verdad
era que no había ninguna necesidad de hacer publicidad de su pequeño
don.
Tardó cincuenta minutos en acabar con los preliminares de la
operación. Después le puso otra inyección a Thierry y lo dejó en manos de
Heather para que le vigilara.
—Si empieza a recuperar la conciencia —le dijo Alex a la enfermera—
diles a los hombres que lo vuelvan a encerrar en la celda.
Cyprien no había regresado, así que cogió las radiografías y subió por
las escaleras. Lo encontró en el salón verde y rosa, sentado y meditando.
Levantó la vista cuando Alex entró.
—¿Cómo está?
—Bien jodido. —Y habían dejado que sus heridas cicatrizaran sin
ningún tipo de tratamiento médico—. Explícame una cosita: ¿por qué no
tenéis ningún médico vampiro?
—Ninguno de los Darkyn era originalmente doctor. Cuando nosotros
nacimos los que trataban a los heridos y a los enfermos eran los barberos,
quienes creían que bebiendo orín de vaca se curaban las enfermedades.
Gracias a Dios por haber nacido en el siglo XX.
—¿Y en los, digamos, setecientos años de por medio nadie ha
pensado en ir a estudiar a la facultad de medicina?
Aquella pregunta parecía cogerle desprevenido.
—Aparte de los problemas que tenemos con los seres humanos por
ser vrjkolakes, olvidas que estamos malditos, Alexandra. Nadie puede
darnos lecciones de cómo aplacar la ira de Dios y recuperar el alma.
—Mierda. Échale una ojeada a esto. —Se acercó a los ventanales que
daban acceso al Jardin y apoyó las radiografías de Thierry contra los
paneles de cristal—. Veintisiete fracturas en las piernas y la mayoría son

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complejas. —Señaló las peores zonas—. Los extremos rotos del hueso se
han juntado mal y el tuétano está intacto. ¿De qué maldición me hablas?
—¿Quieres decir que le podemos salvar las piernas?
—Si no hay complicaciones, sí. No sé qué pasará con los pies, están
en muy mal estado. —Colocó otra radiografía—. Si fuera humano, no
tendría más remedio que amputar. Dale las gracias a quien haya allí arriba
por esa maldición, Cyprien.
Su rostro se iluminó, esperanzado.
—Thierry se cura espontáneamente, igual que yo.
—Antes de que te pongas a lanzar cohetes, debes saber que no sé
todavía lo que puedo hacer por él. Va a necesitar un arreglo integral de los
huesos, implantes de tejidos para rellenar los agujeros que tiene en la
espalda y una restauración dérmica y muscular de cadera para abajo. No
sé si voy a ser capaz de reunir una cantidad suficiente de injertos óseos
para poder reconstruirle los pies. —Incapaz de mirarla más tiempo, hizo
añicos la última radiografía—. ¿Dónde están los que le hicieron esto?
—Están todos muertos.
Alex no sintió el más mínimo remordimiento al escuchar aquello.
Cualquiera que fuese capaz de infligirle aquel daño a alguien merecía
morir.
—¿Y quiénes son?
—Una orden de ex sacerdotes católicos. Se hacen llamar los Brethren.
Le miró fijamente.
—¿Sacerdotes?
Asintió.
—Ex sacerdotes católicos.
—Cyprien, no te lo había dicho antes, pero mi hermano es…
—Un sacerdote católico. Sí, ya lo sabemos.
—Es un capullo integral, pero no se dedica a ir por ahí colgando a la
gente de ganchos. No es lo que suelen hacer los sacerdotes, ni siquiera
cuando dejan de serlo.
—Es a lo que se dedican los Brethren.
Tenía dos opciones: ponerse a debatir con él aquel asunto o bien
dejar que se regodeara en sus fantasías sobre maldiciones y curas
católicos.
—La operación será larga: puede ser que dure días e incluso
semanas. Por lo que respecta a su estado mental… el dolor que ha sufrido
es indescriptible y, además, vio lo que le hacían a su mujer… —Negó con
la cabeza.
—Entonces tal vez debamos dejar que se vaya, Michael —dijo una
grave voz femenina desconocida.
Alex se giró y vio que en la habitación estaba Éliane con una mujer
que parecía ser su madre. Tenía el cabello plateado recogido en un
intrincado peinado y llevaba un vestido de color lavanda muy femenino.
Llevaba un brazo en cabestrillo. El color pastel del pañuelo de seda que le
sujetaba el brazo hacía juego con el vestido.
Parecía una figura de un cuadro de Monet, pensó Alex, sintiéndose
repentinamente andrajosa.
—Liliette, no debería estar de pie. —Cyprien se acercó a la mujer, la

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acompañó a uno de los sofás de terciopelo y se sentó junto a ella—.


Alexandra, esta es la señora Liliette Durand, la tía de Thierry. Liliette, esta
es la doctora Alexandra Keller.
—Lo siento, de haber sabido que nos estaba escuchando habría
intentado explicarme mejor. —Se acercó a ella y le apretó la mano sana
que la mujer le ofrecía. Los dedos de Liliette temblaban y Alex notó que
olía a fresias—. Déjeme que le eche un vistazo a ese brazo.
—Después —dijo con un gesto tajante—. Thierry ha perdido la cabeza,
Michael. Perder a Angélica ya ha sido suficiente para él; no puedo soportar
que sufra más. Debes liberarle de su sufrimiento.
Todo el mundo estaba pendiente de la señora Durand, de modo que
Alex estaba segura de que había sido la única que había visto cómo
Cyprien se estremecía.
—Quizá sea lo mejor que podamos hacer por su desdichado sobrino —
dijo Éliane dedicándole a Alex una sonrisa compasiva—, ya que la doctora
no puede hacer nada por él.
—Yo no he dicho eso. —Alex pasó por alto las ganas que sentía de
acercarse a la boca de la secretaria para arrancarle la laringe y se
concentró en Liliette—. Señora, su sobrino ha pasado un auténtico
calvario, pero yo no diría que todo está perdido. Una vez que no sufra más
dolor físico es posible que recobre la lucidez y la racionalidad. Ahora
mismo su cuerpo le dice que está siendo torturado. Teniendo en cuenta
todo aquello por lo que ha pasado, su comportamiento es bastante
comprensible.
—Puedes arreglarle el cuerpo pero no la cabeza. —Un hombre alto
vestido con una oscura bata de terciopelo entró en la habitación, seguido
de un muchacho delgado. El hombre llevaba un parche negro en el ojo y
caminaba con la ayuda de un bastón. Las manos del muchacho estaban
cubiertas por vendajes. Los dos tenían la tez oscura, rasgos semejantes a
los de Thierry y desprendían una fragancia a sándalo y a hierba fresca
recién cortada—. Nunca volverá a ser el mismo.
Cyprien se acercó a ellos.
—Eso no puedes saberlo, Marcel. Debemos intentarlo.
—Ven aquí, Jamys. —Marcel guió al silencioso muchacho para que se
colocara al lado de Liliette. Los pausados e inseguros movimientos de
aquel par hizo que Alex se preguntara si aquellos dos Durand habrían
sufrido la misma tortura de los ganchos.
Mientras Cyprien hablaba del estado de Thierry con su familia, Alex
tomaba sus propias notas. Marcel y Liliette estaban seguros de que
Thierry no se recuperaría, y que la muerte era el único modo de ponerle
fin a tanto sufrimiento. Aunque pareciese extraño, el hijo de Thierry no
abrió la boca y parecía que no le afectase en absoluto que su familia
estuviese hablando de sacrificar a su padre como si de un animal rabioso
se tratase.
«Que es exactamente lo que es», pensó Alex con tristeza.
—Tengo que seguir con mis exámenes —le dijo a Cyprien cuando
hubo una pausa en la conversación—. ¿Me puedo instalar en otra
habitación? —La segunda dosis que le había administrado a Thierry podía
hacer que estuviese tranquilo otra hora más y no quería que los Durand

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viesen aquellas radiografías.


—Éliane te ha preparado una sala de tratamiento en esta planta —le
dijo Cyprien mientras le ofrecía el brazo a Liliette—. Vamos, deje que la
doctora se ocupe de ese brazo.

Después de pasarse varias semanas viajando y haciendo preparativos


para su nueva vida, Lucan decidió hacer una parada en Nueva Orleans. Allí
estaban los Durand, aunque Michael y su querida mascota, la doctora
Keller, seguían desaparecidos. Según los rumores, el recuperado pero
desagradecido paciente de Alexandra estaba teniendo bastantes
dificultades para dar con ella.
—Escuché a mi señor mientras hablaba con su tresora sobre el nuevo
señor supremo, Cyprien —le confió uno de los Kyn de Jaus a Lucan antes
de que le arrancase la cabeza de los hombros—. Parece que hay
doscientos Kyn buscándola por todo el país.
La opinión de Lucan era que Cyprien quería que la doctora no
hablase. De haber sido tan importante para los Kyn, Richard Tremayne ya
se habría encargado personalmente de que se la llevaran a Dundellan.
Lucan entró en La Fontaine por la noche, a través del tejado. Los Kyn
que estaban al servicio de Cyprien estaban alerta y eran precavidos, pero
no se habían pasado cinco vidas entrando y saliendo de oscuros
dormitorios, como él. Se movía por la casa con una facilidad pasmosa por
trampillas y recovecos olvidados que recorrían aquella casa del siglo XIX
como si fueran pasadizos secretos.
Encontró un conducto de ventilación y desde allí observó a dos
hombres que estaban situados a ambos extremos del pasillo que conducía
al sótano. Lucan se dio cuenta de que llevaban una munición especial:
cartuchos explosivos rellenos de metralla bañada de bronce.
«Así que estás esperando mi visita, Michael».
No se enfrentó a nadie, pues Cyprien, tal y como se rumoreaba,
estaba visiblemente ausente, pero localizó a todos y cada uno de los
Durand. Después de disponer de la servicial enfermera que estaba en el
sótano, se puso a pensar sobre qué hacer con Thierry.
«Debería matarlo», pensaba Lucan mientras veía cómo se movía
aquel loco por su estrecha jaula. No le había parecido adecuado dejarle
con vida después de lo de Dublín. Había llevado a Thierry ante Richard
para que este tomase nota; sin embargo no le había hecho ningún caso.
Estaba claro que el amigo de Michael nunca se recuperaría del calvario
sufrido, pero no iba a ser Cyprien quien se lo cargase, porque era
demasiado bondadoso.
Lucan estaba buscando algo adecuado para cortarle la cabeza a
Thierry cuando vio que el coche privado de Michael aparecía en la entrada
de la mansión.
Se colocó de modo que pudiera escuchar lo que Alexandra y Michael
decían de los Durand y vio cómo la mujer se inyectaba sangre humana. Lo
de su hermano no tenía nombre, pero su moderna ingenuidad se ganó la
admiración de Lucan. «Qué muchacha tan inteligente». Si Richard se
enterara de que Cyprien estaba escondiendo a aquella mujer, medio

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humana, medio Kyn, seguro que no dudaría en enviarle a su rottweiler


favorito para que le destrozara a Michael su bonita cara nueva.
Pero Lucan no tenía prisa alguna en informar a nadie de nada. Pensó
que sería más divertido observar lo que iba a ser una nueva guerra Kyn
desde el nidito que se había construido. Cuando dejaran de rodar las
cabezas inmortales aparecería él para llegar hasta el trono sirviendo o
matando.
Lo que más le fascinaba eran los intentos de Michael por dominar a
Alexandra, y cómo se servía del soborno y de la seducción cuando no le
funcionaba la táctica de la autoridad.
«Michael, mi viejo amigo, ya decía yo que no eras capaz de
gobernar».
Alexandra puso un abrupto fin a aquel episodio erótico, para
decepción de Lucan, quien se vio obligado a seguirlos hasta el sótano.
La opinión que Lucan tenía sobre la doctora cambió de nuevo cuando
vio aquellas manos expertas en acción sobre el cuerpo destrozado de
Thierry. Era implacable con Cyprien y con su tresora, pero sin embargo
trataba a su paciente con cuidado y compasión.
Ver a Cyprien y a Alexandra antes le había estimulado, y verla ahora
a ella trabajando le excitaba. Era humana, una despensa andante; pero sin
embargo tenía algo más que le atraía profundamente. Quería ver cómo
operaba a Thierry y le devolvía a la vida. Deseaba poder observarla
mientras se inyectaba aquella sangre que evitaba que se convirtiera en un
monstruo como los demás. Necesitaba sentir aquellas manos pequeñas
pero fuertes sobre su piel, sanándole y tranquilizándole.
Se dio cuenta no sin disgusto de que Alexandra Keller irradiaba vida y
esperanza; del mismo modo que él, Lucan, destilaba muerte y
desesperación. No era de extrañar que Michael la persiguiera sin
descanso.
«Tengo que apartarme de ella».
Cuando se fueron, Lucan se dejó caer en la habitación y se dirigió a la
mesa en la que Thierry descansaba. La enfermera se puso a su lado.
—Pobre señor Durand —dijo mientras le retiraba el enmarañado pelo
de la cara—. La doctora ha llegado. Es buena y va a ayudarle. —Miró a
Lucan—. ¿Quieres hablar con ella?
—Ahora no, cielo. —Lucan la apartó de Thierry y se la llevó de nuevo
al cubículo—. ¿Cómo me habías dicho que te llamabas?
—Heather. —De un brinco se sentó en el escritorio y le miró, coqueta
—. Hueles tan bien. ¿Quieres morderme otra vez?
—Por supuesto. —Apartó la manga de la blusa y le quitó la tira de
esparadrapo que tenía en la muñeca. Todavía estaba erecto por lo de
Alexandra, así que se agachó para quitarle las braguitas y después
quitarse él los pantalones—. No te importa, ¿verdad, cielo?
La enfermera puso los ojos en blanco después de acercarle la muñeca
a la boca y abrirse de piernas.

Cyprien dejó a la señora Durand al cuidado de Alex en la sala de


observación.
—Si necesitas cualquier cosa —le había dicho a Alex— Éliane estará

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esperando en el vestíbulo.
El hombro y el codo de Liliette estaban dislocados y se habían vuelto
a unir fuera de lugar, de modo que Alex solo tuvo que manipular las
articulaciones para volver a ponerlos en su posición original y que así se
unieran de modo adecuado. A pesar de que Liliette también tenía la
habilidad de curarse de modo espontáneo, Alex detestaba hacerle el más
mínimo daño a la mujer.
—Tonterías, mi querida doctora. —La mujer le dio unas palmaditas en
la mejilla a Alex con la mano buena, como si fuese una tía suya—. Esto no
es nada comparado con lo que aguanté cuando me encarcelaron en París.
—¿Estuvo en prisión? —A Alex no le cabía en la cabeza. —Tres largos
e incómodos meses. —Movió la mano para juguetear con sus perlas—. Por
suerte la Bastilla estaba bien abastecida de ratas y de guardias bobos.
—¿Estamos hablando de la misma Bastilla que la que aparece en
Historia de dos ciudades?
La cara de asombro de Liliette se parecía bastante a la de Alex.
—No me digas que lees al imbécile de Dickens.
—Yo no quería —le aseguró ella—, pero los profesores del instituto
me obligaron a hacerlo.
Aquello parecía molestar todavía más a la anciana mujer.
—¿Eso es lo que enseñan en clase? ¿Sabes que le robó la idea a
Carlyle para escribir esa miserable novelucha? Como si plagiando un libro
de historia uno fuese a convertirse en una autoridad sobre el Terror —
suspiró—. No había nada de lírico en todos aquellos acontecimientos.
Fueron años en los que imperaba una carnicería sin fin, especialmente
para los Kyn. Literato idiota.
—No lo sabía, de verdad, señora.
—Pero claro, tú… —Se calló y miró a Alex, perpleja—. Morí Dieu, tú no
eres Kyn; tú eres humana.
No tenía la intención de explicarle ni a Liliette ni a nadie lo que era.
—No pasa nada, Cyprien me ha traído hasta aquí y me va a convertir
en su… ¿cómo se dice? «Tre-algo».
—Tresora.
—Eso mismo. —Alex flexionó con suavidad el brazo de la mujer por el
codo para comprobar el grado de movilidad—. Así que los revolucionarios
les dieron caña en Francia, ¿no?
—Nos perseguían a través de nuestras familias —le corrigió—. Roma
le encargó a Joseph Guillotin que encontrase un modo eficiente de acabar
con nosotros. Lo supimos después de que él propusiera a la Asamblea en
1789 que la decapitación fuese el medio habitual de ejecutar la pena
capital en Francia.
—Qué majo. —«Si ella ha sido testigo de la Revolución Francesa,
probablemente Cyprien también lo fuese», pensó Alex. En caso de que no
fueran los dos unos mentirosos patológicos. Era asombroso—. Bueno,
parece que funciona perfectamente. Intente descansar un poco y no
fuerce la mano en las próximas veinticuatro horas. Volveré a echarle una
ojeada mañana.
—Doctora… Alexandra, tengo que explicarte algo. —Liliette puso la
mano en el brazo de la doctora con delicadeza—. Yo quiero mucho a mi

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sobrino Thierry.
—Ya lo sé.
—Sé que no te acabas de creer lo que te expliqué antes, pero lo cierto
es que viví los acontecimientos que te conté en primera persona y vi cómo
mi familia y mis amigos morían bajo la guillotina. Marcel y yo sobrevivimos
gracias a Thierry El logró escapar de la multitud y se reunió con Michael y
los otros Kyn para poder rescatarnos. Había muchos más a los que
salvar… pero no había tiempo, ¿me entiendes? Muchos habían sido
torturados y habían perdido la cabeza… —Liliette parecía envejecida y
cansada—. Espero de todo corazón que nunca tengas que elegir en una
situación así.
—También yo lo espero. —Alex asomó la cabeza al vestíbulo y vio que
Éliane charlaba con dos de los guardias—. Oye, rubita, la señora está lista
para regresar a su habitación.
Éliane dejó de hablar con los guardias y se acercó a Alexandra.
—Me gustaría hablar con usted cuando tenga un momento libre. Debe
ser consciente de que el señor Cyprien se halla en medio de delicadas
negociaciones en este preciso instante.
Alex pensó que Éliane quería intimidarla diciéndole aquello. Pero no lo
logró.
—¿Es que quiere que le preste algún antiácido o mi calculadora?
—No es usted consciente de la importancia del asunto. Michael
Cyprien pronto será nombrado señor supremo. —Hizo un gesto
grandilocuente—. Tendrá bajo su control todos los Jardins de los Estados
Unidos.
—¿Y qué?
Éliane le dedicó una mirada compasiva.
—Pues que no tiene tiempo para estar por usted. La única razón por
la que le presta atención es para ganarse los favores de Tremayne, señor
supremo de los Darkyn.
—Así que a quien le hace caso es al tipo ese, ¿eh? ¡Qué tragedia! Y yo
que me creía que estaba loquito por mis huesos… —Alex bostezó—.
Puedes llevarte a la señora a su habitación. Y encuentra ya a esa
enfermera de una vez.
La rubia se puso tiesa como un gato al que le hubieran tirado un cubo
de agua.
—¿Sabe usted quien soy yo?
—¿Además de ser un grano en el culo?
—Soy la tresora de Michael Cyprien. Los tresori hemos estado al
servicio de los Darkyn desde el siglo XIV, cuando los primeros de nosotros
juraron lealtad eterna a nuestros señores de la oscuridad. Nosotros somos
sus ojos y sus oídos; les protegemos y les proveemos. Nos aseguramos de
que nadie descubra lo que son y seleccionamos a otros humanos para que
ocupen puestos de autoridad y protejan los Jardins. —Y añadió con
superioridad—: Ellos, por supuesto, no saben a quién sirven, mientras que
nosotros, los tresori, sí; y nos aseguramos de que hagan lo que se les pide.
Hemos mantenido a salvo a los Darkyn durante décadas y, como
recompensa, ellos nos ofrecen riqueza y poder.
—Me alegro muchísimo por ti. —Alex daba golpecitos al suelo con el

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pie—. ¿Puedes traerme a la enfermera ya?


—Mi propia familia, los Selvais, ha servido al señor desde que regresó
a la vida. Soy la trigesimoquinta tresora de mi dinastía familiar. —Éliane se
atusó el pelo—. Así que ahora que ya entiende mejor quién soy, usted
me…
Alex hizo un gesto mordaz.
—Ya lo capto. Eres Renfield. Sigo necesitando a la enfermera.
—Si le explico todo esto es para que sepa que no soy su recadera
personal.
—Míralo por el lado positivo. —Alex le dio una palmadita en la espalda
—. No te obligaré a comer gusanos.
Marcel se le acercó cojeando después de que una furiosa Éliane
acompañase a Liliette a su habitación.
—Me sacaron el ojo y me lo quemaron. Creo que no puede hacer nada
por mí.
Alex miró el bastón.
—¿Y qué hay de la cojera?
—Sufro una maldición divina. —Frunció el ceño y se paseó por la
habitación, esparciendo en el aire un perfume a hierba fresca recién
cortada.
—Dios debía de estar muy enfadado en la Edad Media. Déjeme que le
vea.
La miró con enfado y se alejó de ella.
—No confío en las sanguijuelas ni en los seres humanos.
—Qué mala suerte, porque hago descuento para grupos. Ah, y si me
vuelve a llamar sanguijuela, le rajo. Súbase a la mesa ahora mismo. —Se
cambió de guantes y, cuando se dio la vuelta, el hombre seguía en la
misma posición—. Disculpe —dijo en un tono ensordecedor—. ¿Le hicieron
algo en los oídos también?
Caminó, no sin dificultad, hacia la mesa, se subió y se apartó la bata.
En vez de la pierna herida que Alex esperaba ver, se encontró con otra
cosa muy diferente.
Se acercó, le cogió la pierna con las manos y la movió con cuidado.
—No hay movilidad mediotarsiana, pliegue transversal, navicular
desplazado, calcaneocuboideo ni articulaciones subastragalinas.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que usted no fue maldecido por Dios, señor Durand. Usted nació
con un pie zambo. —Alex se quedó pensativa unos instantes—. Y, gracias
a sus especiales circunstancias, creo que seré capaz de realizarle una
osteotomía de la parte distal del calcáneo combinada con una fasciotomía
y una liberación posteromedial. Necesitaré un par de horas para corregir y
volver a colocar sus articulaciones, quizá una muestra ósea del cráneo, y
que sea menos ofensivo cuando me hable.
La miró atónito con el único ojo que le quedaba.
—¿De verdad haría usted eso por mí?
El hombre tenía un defecto congénito anterior a la aparición de los
colmillos. Alex podía solucionarlo sin que se le planteara ningún conflicto
moral.
—Claro que sí. —Se puso de pie y le dio una palmadita al parche—.

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¿Me va a enseñar lo que hay aquí o no?


Desató el nudo que mantenía el parche en su lugar. No tenía ojo ni
tampoco párpado; estaba claro que, aunque la herida estuviese
totalmente cicatrizada, se los habían extraído con violencia. Los bordes de
la cuenca del ojo estaban en mal estado y era fácil detectar las marcas de
un cuchillo y las de las quemaduras.
Alex inclinó la cabeza y utilizó una luz de foco para ver mejor la
irregular cuenca.
—¿Qué fue lo que utilizaron?
—Un cuchillo y un atizador para el fuego todavía caliente.
La doctora le volvió a colocar el parche en su lugar con delicadeza.
—Tiene razón, no puedo ayudarle con el ojo. Su tejido rechazará
cualquier tipo de prótesis que intente colocarle. Lo siento mucho. —Sintió
que alguien la observaba y vio a Heather y a Jamys en el recibidor—. Ha
llegado mi siguiente paciente.
—Debo explicarle lo que le sucedió a Jamys —dijo Marcel mientras
bajaba de la mesa de observación—. Estuvimos encerrados en la misma
habitación durante un tiempo. Solo pudieron estar con él la noche anterior
a la llegada de Lucan.
«¿Quién es Lucan?».
—No pasa nada, Marcel. Ya verá como Jamys me lo puede explicar
todo él mismo.
—No, doctora Keller. No podrá. —El hombretón le dio la mano al niño,
antes agarrada a la de Heather, quien estaba muy pálida y temblorosa.
—A ver, vosotros dos, un momentito. Esperad. Heather, siéntate aquí.
—Alex guió a la enfermera hasta la mesa de observación y le tomó el
pulso. Era acelerado y filiforme, muy débil.
—Mírame a los ojos. —La enfermera tenía serios problemas para
centrar la vista. Alex notó que en el aire flotaba un leve perfume de flores
y apretó la mandíbula—. ¿Qué te ha pasado?
—Me dijo que era agradable. El último antes de marcharse. —Heather
sonrió y se le pusieron los ojos en blanco antes de caerse redonda.
Alex le tomó de nuevo el pulso y vio que su tensión sanguínea era
casi inexistente. La rabia la poseyó cuando se dio cuenta de la única razón
que podía haber causado aquello.
—Mierda.
Marcel se acercó, le tocó el pálido cuello a la enfermera y descubrió la
herida que tenía en la muñeca.
—Cuatro pinchazos, todos ellos recientes. Va a necesitar sangre
rápidamente.
—No me digas. —Alex fue a la puerta, asomó la cabeza y llamó a
gritos a Phillipe. Cuando apareció, lo arrastró hasta la habitación y le
mostró a la enfermera—. Aquí está mi enfermera, con algunos litros
menos. —Le dio unos golpes en el pecho con el dedo—. Creía que la
enfermera Heather estaría a salvo aquí, que íbamos a jugar limpio y que
ya no se mataba a ningún humano.
—Pero… nosotros no…
—Bueno, digamos que alguien se ha tomado un lingotazo de su
sangre. —Y si se trataba de Cyprien, Alex iba a enviarle de una patada

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hasta el Mississippi—. No habrás sido tú, ¿no? —Cuando el senescal negó


con la cabeza, le preguntó a Marcel y también a Jamys—. ¿O vosotros?
—Nosotros nunca lo habríamos hecho —le aseguró Marcel—; es de
mala educación hacer una cosa así en la casa del señor del Jardin.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Alex— ¿Que ahora tengo que
ponerme a buscar a un vampiro maleducado?
Phillipe tomó a Heather en brazos.
—Yo me ocuparé de ella.
—¿Acaso sabes de qué grupo sanguíneo es o eres capaz de hacerle
una transfusión? —Phillipe parpadeó—. Me parece a mí que no, o sea que
ya la estás dejando en la mesa y llamando a Cyprien. Marcel, tendré que
hablar con Jamys más tarde.
—Doctora, no puede hablar con él —le dijo Marcel, mostrándole el
porqué.

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Capítulo 16

Michael no podía entender cómo alguno de los Kyn podía haber


mordido a Heather en dos ocasiones.
—Trajimos a Heather para que cuidara de Thierry. Solamente tuvo un
encuentro con Phillipe la primera vez que vino aquí.
—Te equivocas. Solo hoy ya se han aprovechado de ella dos veces. —
Alex echó un vistazo a la bolsa de sangre que pendía del gotero detrás de
la cama de Heather. La enfermera seguía estando pálida pero se había
quedado dormida—. Quienquiera que fuese además tuvo relaciones
sexuales con ella. Hay restos de semen en sus bragas.
—¿Qué?
—Ya me has oído. —La doctora salió de la habitación.
Michael se pasó una mano por la cara.
—¿Pero quién puede haberle hecho esto?
—Ninguno de nosotros. —Phillipe se acercó para mirar a Heather—. El
Jardin sigue tus reglas. Nadie tendría relaciones sexuales con un humano
bajo tu techo sin tener antes tu permiso, y nunca tomarían sangre dos
veces en un día, porque eso sería…
Un insulto capital y se correría el gran riesgo de llegar al éxtasis y a la
servitud. Michael se acercó a la mujer y olfateó la herida detenidamente.
El perfume de jazmín era inconfundible.
—Lucan.
Phillipe utilizó el radiotransmisor que llevaba encima para avisar a los
guardias y decirles que se pusieran a buscarle por la mansión.
—Si todavía está aquí, le encontraremos. —Miró al techo—. Alexandra
estaba furiosa.
—Cree que tú o yo lo hicimos. —No era de extrañar que se hubiese
ido de la habitación—. Quédate con Heather y no la dejes sola hasta que
hayamos registrado toda la casa.
Michael subió por las escaleras, cogió un recipiente cilíndrico y dos
vasos y entró en la habitación de Alexandra. Estaba vacía pero se oía el
agua de la ducha, de modo que se sentó a esperar.
Alexandra ni siquiera le miró cuando salió de la ducha. Se había
envuelto en una toalla grande de color verde oscuro y los húmedos rizos le
caían sobre los hombros formando tirabuzones.
—Lárgate de aquí —le dijo mientras se dirigía al armario. No tocó las
prendas que él le había comprado y se volvió a poner el mismo traje que
llevaba antes de la ducha.
Michael vio que la toalla dejaba entrever una pequeña parte de su
muslo. Inmediatamente sintió el deseo de recorrerlo con la mano y sentir
su firmeza. Recordó el tacto de aquellos muslos contra sus caderas.
—Ya sé que estás enfadada conmigo.
—Bueno, yo diría que estoy más que enfadada. Digamos que ahora

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mismo tengo ideas homicidas. —Alex volvió a meterse en el baño y dio un


portazo.
Michael llenó los vasos mientras ella se vestía. Intentaba no pensar
en sus muslos.
—¿Qué haces ahí todavía? —le preguntó Alex cuando volvió a salir del
baño, ya vestida. Vio los vasos—. Ya te dije que no bebo sangre.
—Te calmará. —Esperó unos instantes, suspiró y finalmente apartó
los vasos—. De acuerdo, me disculpo otra vez, no quería ofenderte.
Tenemos que hablar, Alexandra.
—¿Por qué? ¿Te has quedado sin enfermeras a las que hipnotizar y
acosar?
Nadie se atrevería a hablarle de aquel modo tan sarcástico, y nunca
antes, en siete siglos de vida, lo había hecho nadie. No sabía cómo
reaccionar.
—Yo no le hice nada a Heather; tampoco Phillipe.
Se recodó en la ventana, de espaldas a él.
—¿A cuánta gente has matado en todos estos siglos, Cyprien?
Aquel cambio brusco de tema le pilló desprevenido.
—No lo sé, no lo he contado.
—Claro, cómo iba a contarlo el gran señor —dijo con un tono
despectivo—. ¿Y qué pasa con los Durand? Seguro que cuatro vampiros
pueden haber eliminado ciudades enteras, ¿no?
—Ya no matamos a humanos. —¿Acaso pensaba que él era de hielo y
no tenía sentimientos? Se acercó a ella y le puso las manos sobre sus
hombros—. Nosotros no le hicimos nada a Heather y nunca le haríamos
daño. Te lo prometo.
Se dio la vuelta y le miró.
—Pues yo era humana y me hiciste daño. Intentaste matarme.
—Tienes razón. —En aquel momento, Michael habría vendido su alma
a cambio de borrar lo que le había hecho a Alexandra—. Pero no le he
puesto la mano encima a Heather.
Parecía que Alexandra se tranquilizaba un poco, hasta el punto de
que se inclinó ligeramente y acabó apoyando la frente en el hombro de
Michael. Siempre se enfrentaba a él con tanta vehemencia que verla de
aquel modo era casi como sentir la herida de una flecha en el costado.
«Alexandra, ¿cuándo vas a confiar en mí y cuándo me vas a dejar que
confíe yo en ti?».
—¿Le vas a dar cuatro millones de dólares?
Le acarició el pelo, descendiendo hasta la nuca.
—Si es lo que tú quieres, se los daré.
—Puedes lograr que una persona olvide, Cyprien, pero no puedes
comprar el olvido.
—Ya lo sé. —Cyprien se quedó callado largo rato, impotente ante
aquel hecho que tanto le disgustaba—. Si yo pudiera dar marcha atrás y
evitar lo que le ha sucedido a Heather o lo que te he hecho a ti, créeme
que de verdad lo haría. Pero no está en mis manos. Créeme, por favor.
Alexandra le miró con sorna.
—Así que el señor no es todopoderoso. Es bueno saberlo.
Michael no cometió el error de bajar la guardia. A pesar de que

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deseara con todas sus fuerzas poder confiar en ella y que entrase a formar
parte de su mundo, todavía había demasiados asuntos que solucionar.
—No tenía la intención de meterme en tu vida otra vez. —Era una
mentira piadosa—. Pero lo hice por los Durand. Son nuestra gente, tu
gente, y te necesitan desesperadamente. —Michael se dio cuenta a
medida que iba diciendo aquellas palabras de que había creado un
espacio en su mundo, organizado al detalle, para ella; empezaba a ser
consciente también de que nadie más, excepto ella, era capaz de llenar
aquel hueco.
—Ya me había mentalizado de que no volvería a ejercer la medicina,
¿sabes? —dijo mientras jugueteaba con un botón de su camisa—. Había
llegado a esa conclusión, pensaba que si me limitaba a mis transfusiones
para investigar qué me estaba pasando ya tendría suficiente, y que si las
cosas se ponían feas siempre podría ponerle fin a todo.
Michael tomó aire. Escucharla hablar sobre el suicidio con aquella
indiferencia le hacía mucho daño, porque él era el causante de aquellas
ideas tan sombrías, y a la vez, le enfurecía. Ella llevaba su sangre, era su
sygkenis, y no permitiría que desapareciera.
Michael estaba a punto de decirle todo lo que pensaba cuando, de
repente, notó que Alexandra sollozaba. No, no quería que se alterase más
ni tampoco le gritaría. No en aquel momento en que estaba hecha un mar
de lágrimas.
—Y tú vas y me traes aquí y me dices: «Oye, Alex, ¿por qué no haces
de doctora otra vez? Esta vez tendrás que curar a monstruos de verdad».
—Las lágrimas le caían a borbotones y le recorrían las mejillas—. Lo único
que pasa es que los monstruos se parecen a las personas.
Michael la atrajo más hacia sí, posando su mejilla sobre su corazón.
—No somos monstruos, chérie. Podríamos serlo si las cosas no
hubieran cambiado, pero ya no tenemos por qué serlo. Hemos aprendido a
convivir con los humanos y para conseguir lo que queremos de ellos ya no
tenemos que matar a nadie.
—Alguien casi mata a Heather. Tú eres el que manda aquí, así que
puedes castigar al que lo ha hecho, ¿no?
Michael pensó en la sonrisa burlona de Lucan.
—Cuando le encuentre me ocuparé personalmente de que no vuelva
a hacerlo nunca jamás.
—¿Y qué hay de los fanáticos que torturaron a los Durand?
Ella todavía sabía poco sobre los Brethren.
—Nos hemos enfrentado a ellos desde que surgieron los primeros
Kyn. —Michael le puso un dedo debajo la barbilla para que alzara la vista y
le apartó el cabello húmedo, peinándolo, del rostro—. Te lo contaré todo
sobre ellos y sobre nosotros esta misma noche.
—¿Sabes lo que le hicieron a Jamys? —Michael negó con la cabeza—.
Le aplastaron todos los dedos y le azotaron hasta que tuvo la espalda en
carne viva. Pero no se contentaron con eso. —Tragó saliva—. Al chico le
arrancaron la lengua, Cyprien. Cogieron unas tenazas, como si le fueran a
sacar un clavo a un neumático, y se la cortaron… —Se tapó los ojos con el
reverso de la mano—. No me gustan especialmente los curas, Cyprien,
pero no creo que sean capaces de hacer cosas así, ni siquiera aunque

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hayan renunciado a todo aquello en lo que alguna vez creyeron.


—No son hombres de Dios, Alexandra.
—¿Pero qué les habéis hecho? ¿Habéis matado a muchos de los
suyos? ¿Les habéis quemado las iglesias? —inquirió ella—. ¿Y en qué
consiste esta maldición de la que hablas todo el rato? ¿Es por eso por lo
que os atacan?
—Los Darkyn, todos nosotros, morimos como humanos y volvimos a
la vida como seres inmortales. Casi nada puede matarnos. Dios nos
maldijo por nuestros pecados y nos condenó a habitar en la tierra como
demonios que se alimentan de la sangre de los vivos.
Alexandra frunció el ceño.
—Y todo eso te lo dijo Dios.
—No. —¿Cómo podía explicar algo que siempre había sido así?—. No
hay más explicación, Alexandra. Nosotros vivimos en una época muy
oscura y nuestras vidas humanas fueron violentas y reprobables, por eso
nuestros pecados nos condenaron.
—Vale, ¿y entonces qué pinto yo en todo esto? —Tras ver la mirada
de asombro de Michael, prosiguió—: Por si no te habías dado cuenta, soy
una cirujana que vive en una época bastante moderna. Ayudo a la gente;
no soy perfecta, claro está, pero nunca actúo con violencia y mi conducta
pocas veces es reprobable. ¿Me puedes explicar por qué estoy maldita yo
también? ¿Tengo esta maldición encima como compensación por no tener
más la regla?
«¿La regla?». Michael negó con la cabeza.
—No lo sé, por esa misma razón siempre he puesto en duda nuestros
orígenes. Muchos a los que convertimos en Darkyn al principio eran
inocentes, como tú.
—Me gustaría que introdujeras una variable en tu teoría —dijo ella—.
Imagínate que no estás maldito y que lo que sucede es que has sido
infectado por algo extraordinario; podrían ser dos o tres patógenos que,
juntos, han alterado tu fisiología molecular. De este modo, has
evolucionado y te has convertido en otra clase de humano. Si lo llevas en
la sangre, puedes infectar a cualquiera. La genética no es mi área de
estudio, pero se puede encontrar mucho material para leer en las
bibliotecas y en internet.
—Aquí tenemos acceso a internet —dijo Michael—. Así te encontré a
ti. Time punto com.
Se pasó una mano por la cara.
—Bueno, quizá internet no sea una buena idea. Necesito conectarme,
por cierto; tengo que consultar la base de datos médicos de Harvard para
ver las técnicas reconstructivas que puedo utilizar en el caso de Thierry y
en el de Jamys.
Michael no era el padrino de Jamys (Thierry le había concedido aquel
honor a Gabriel) pero había estado en la iglesia el día en que bautizaron al
muchacho. Le había visto dar sus primeros pasos y también estuvo con él
el día en que aprendió a correr. Jamys siempre había estado lleno de vida,
incluso después de su muerte como humano.
—¿Qué puedes hacer por él y por los demás?
—El brazo de Liliette ya está bien. No puedo reemplazarle el ojo a

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Marcel pero puedo estirarle el pie para que posiblemente no cojee más.
Puedo arreglarle la espalda y las manos a Jamys, pero, a menos que se me
ocurra cómo reconstruirle la lengua, no podrá volver a hablar. Thierry… —
Negó con la cabeza—. No estoy segura. Puedo intentarlo, eso es todo lo
que puedo hacer.
—¿Vas a ayudarles, Alexandra?
Alexandra le dedicó una mirada llena de resentimiento.
—Ya sabías que si los vela, examinaba sus heridas y veía lo mucho
que estaban sufriendo, iba a decirte que sí.
—Ni los Durand ni yo te obligamos a hacerlo. —Aquello no era del
todo cierto, pero si ella se quedaba, quería que lo hiciera por su propia
voluntad. Alexandra podía ser peligrosa para ellos e incluso para sí misma
estando enfadada—. Puedes irte cuando quieras, no me debes nada.
—Si me marcho, me pedirás que me quede y empezarás a decir que
soy tu sygkenis. Por cierto, ¿qué significa, que tengo que ir por ahí
buscando donantes de sangre?
—No. —Se aclaró la garganta—. Nosotros nos ocupamos de eso, como
tú lo has hecho hasta ahora.
—Claro, lo hacéis cuando tenéis un rato libre entre paliza y paliza. —
Puso una mueca de dolor—. ¿Y a qué más os dedicáis?
Michael sonrió. Alexandra todavía no tenía ni idea de lo que era ser
una Kyn. Pensaba que todo era sufrimiento, dolor y tortura.
—¿Por qué no me dejas que te lo enseñe?

Una semana después de que el hermano Tacassi intentase asfixiarle


con una almohada, John Keller estaba de regreso en Chicago, enviado
directamente desde Roma. No habló con nadie en el avión, y estuvo tan
callado en la aduana que uno de los vigilantes se lo llevó a una sala
privada en la que lo cachearon y registraron en busca de bienes de
contrabando.
—Perdone, padre —dijo uno de los agentes mientras le devolvía la
camiseta a John—. La próxima vez responda a las preguntas que se le
hagan y nadie pensará que está usted metido en líos de drogas. —El
agente vio los morados y los arañazos que tenía John en el torso—. ¿Ha
tenido algún problema en Italia?
John bajó la vista y vio los arañazos que tenía sobre las antiguas
heridas. Se preguntaba qué le diría aquel agente si le dijera que estaba
bastante seguro de que había matado a un vampiro y violado a una mujer.
«Todo fue una pesadilla, John».
—Sí. Me atracaron.
Al principio no se creyó que fuese una pesadilla. Cuando finalmente
se le pasó el efecto de los medicamentos, pidió entrevistarse con el
cardenal Stoss. El cardenal acudió a su habitación y escuchó la confesión
de John. Se quedó de piedra cuando Stoss le dijo que tanto el ataque de
Tacassi como el desafortunado incidente posterior solo fueron una
reacción terrible que había tenido al estrés físico y psíquico del
entrenamiento y a algunos analgésicos que le habían tenido que
administrar.

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—El doctor nos advirtió que podría sufrir alucinaciones, hermano


Keller.
—Vi cómo le partían el cuello a Tacassi —insistió John sin cambiar de
tono— y violé a la hermana Gelina.
Stoss se apartó.
—¿Y quién es la hermana Gelina?
—Mi enfermera.
El cardenal llamó al monje que le había traído la bandeja de comida y
habló con él antes de volver a dirigirse a John.
—Perdóneme, quería asegurarme de lo que voy a decirle. No se
admite la presencia de ninguna mujer en La Lucemaria, hermano Keller.
Según lo que me han dicho los demás hermanos, no se le ha permitido el
acceso a su habitación a ninguna mujer. Solo han estado allí los hermanos
que le atendían.
John le proporcionó al cardenal una descripción pormenorizada de la
enfermera, en la que se mencionaba la marca de nacimiento en su muslo
izquierdo.
—Querido hermano Keller, puedo asegurarle sin ningún asomo de
duda que no existe tal mujer, le aseguro que me habría percatado de su
presencia. —La risita de Stoss se transformó en una mirada compasiva—.
Durante el entrenamiento se produce la negación de uno mismo, cosa que
puede jugarle malas pasadas a la mente; como también puede hacerlo el
combatir a los demonios a los que nos enfrentamos. Debe olvidarse de
ello, pues tiene que regresar a América dentro de unos días.
Durante unas horas John dio por bueno lo que el cardenal le había
explicado. Hasta que, al asearse, descubrió los arañazos que tenía en el
pecho y los restos de semen seco bajo el prepucio. Todo aquello podía
tener una explicación: se había arañado a sí mismo con sus propias uñas y
había eyaculado mientras dormía. Pero había una prueba irrefutable de
que el encuentro con Gelina había sido real: en el miembro tenía
pequeños cortes con forma de medialuna, además de algunos arañazos
leves. Aquellos cortes y arañazos eran casi idénticos a los que le había
dejado la niña de Río, de modo que no había lugar a dudas.
Eran las marcas de las uñas y de los dientes.
Uno de los diáconos de Saint Luke fue a buscarle al aeropuerto y le
llevó en coche hasta la rectoría. Era un hombrecillo simpático que hablaba
y hablaba sobre los beneficios del cultivo de la orquídea, su pasatiempo
favorito, de modo que John no tuvo que conversar demasiado con él. Ya
sabía quién le estaba esperando en la rectoría.
—Ilustrísima. —John puso una rodilla en el suelo y besó el anillo de
August Hightower.
—Me he tomado la libertad de decirle a la señora Murphy que se
tomara el día libre —dijo Hightower—. Siéntate, siéntate. —Sirvió una taza
de té y se la ofreció a John—. En primer lugar, lo más importante:
felicidades por el éxito logrado en Roma. Me siento muy orgulloso de que
estés en nuestra orden.
—No lo estaré por mucho tiempo. —Los ojos de John ardían mientras
sujetaba la taza de té con las manos entumecidas—. Tengo que
entregarme a la policía, he pecado, he hecho cosas horribles. El cardenal

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Stoss cree que me las imaginé, pero tengo pruebas de que todo fue real.
—Inclinó la cabeza—. Quisiera confesárselo todo a usted antes de acudir a
la policía.
La sonrisa de Hightower se esfumó y musitó una breve plegaria en
latín.
—Muy bien, hijo mío. Cuéntamelo todo.
Se desahogó y se lo contó todo: el entrenamiento, las privaciones, la
espantosa muerte del vampiro, cómo le tentó la hermana Gelina, el
intento de asesinato por parte de Tacassi… Le dijo también que le atacó
una mujer que se le había presentado como la hermana Gelina pero
también como la joven prostituta de Río. Habló de la liberación de la rabia,
de la violación brutal e incluso del placer que había experimentado en el
transcurso de los acontecimientos. John acabó de confesarse con un hilo
de voz.
—¿Todavía tienes esas señales en el cuerpo? —le preguntó
Hightower.
¿Tendría que enseñárselas al arzobispo? Aquella ya sería la
humillación final. «Aquí tiene, Ilustrísima, fíjese bien en las marcas del
pene».
—Sí.
—Pues esas pruebas ya son suficientes para mí y para Dios, John. —
Hightower se llevó los dedos a las sienes—. Pero si me dejas que haga una
observación, te diré que, si realmente no ha sido una alucinación fruto del
estrés y de los medicamentos, me parece que es a ti al que violaron.
John se estremeció y le dio sin querer un codazo a la taza de té que
acababa de dejar sobre la mesa. La taza acabó en el suelo hecha añicos,
no sin antes mancharle los dobladillos de los pantalones con aquel líquido
tibio.
—No se puede violar a un hombre. —¿Era aquel gruñido de perro su
voz?
—Ve a cualquier prisión de América y comprobarás que lo que dices
no es cierto. —Hightower le puso la mano en el hombro a John—. Me
acabas de decir que fue la mujer la que se te acercó, la que te drogó y se
sentó a horcajadas sobre ti como si fueras un animal sin sentimientos. Te
hizo daño e intentó forzarte. ¿No has pensado que lo que hiciste fue
defenderte? ¿Acaso no te defendías cuando Alexandra y tú vivíais en la
calle?
—Entonces solo era un niño. —Cerró los ojos y pensó en las
prostitutas a las que había observado y en las veces que había escuchado
en el callejón los gemidos del sexo; en aquella necesidad que tanto le
había repugnado y avergonzado en lo más profundo de su ser—. Ahora
soy sacerdote.
—Podríamos discutir largamente si estos dos estados son
incompatibles o no —le dijo el arzobispo— pero ello no solucionaría
nuestro problema. A ver, ¿qué es lo que más te ha afectado? ¿Matar a un
monstruo o verte forzado por esa mujer?
John seguía sin estar seguro de haberse enfrentado a aquel monstruo,
todo le parecía tan irreal…
—Lo de la mujer, por cómo me sentí yo. Me gustó.

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«No es que me gustara, es que me encantó. Perdóname, Dios mío».


—No caerá un rayo divino sobre ti por admitirlo, John. Hiciste voto de
castidad con humildad y alegría y la Iglesia espera que lo sigas
manteniendo. Pero también eres humano y lo cierto es que el sexo es una
experiencia muy placentera. Además ya no estás sujeto a las reglas que
rigen el sacerdocio católico. —Le puso la mano en la cabeza—. Yo te
absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo. Como penitencia le rezarás un rosario a la Virgen cada noche en los
próximos cuarenta días y le pedirás que interceda por ti ante Dios.
Miró al arzobispo con incredulidad.
—¿Acaso no me ha escuchado? No puedo pedirle eso a la Virgen.
Tengo que acudir a la policía y decir que he matado a ese hombre y que
he violado a esa mujer.
—Los maledicti no son hombres. Son demonios y tú mismo has visto
con tus propios ojos lo que son capaces de hacer. —La expresión del
arzobispo se volvió severa—. No puedes hablarle de este asunto a la
policía, John. No encontrarán ningún cadáver ni tampoco a Gelina. Ah, y no
me cabe la menor duda de que lo que dices es verdad, pero, ¿has pensado
en lo que podría pasar si la policía te creyera? El cardenal y sus acólitos se
verían implicados en el asunto.
—Él… yo…
—El cardenal Stoss es el gran señor de nuestra orden. El sería quien
habría dado órdenes de deshacerse de la mujer y del cuerpo del
vrykolakas. —La voz de Hightower se volvió un tanto desdeñosa—. No
dudo en absoluto de que alguien pueda creerte. Te meterán en la cárcel,
te extraditarán y te interrogarán, como hicieron en Río. Pero esta vez la
Iglesia no te defenderá, John; sino que sucederá lo contrario: pensará que
te has vuelto loco. Recuerda que la Iglesia desconoce nuestra existencia.
—¿Ningún miembro de la Iglesia sabe de la orden?
—Ya te dije que debíamos mantener nuestros secretos al margen de
los demás, incluso de la propia Iglesia. ¿Te dijo el cardenal cuál era la
pena que se imponía a los que traicionaban a los Brethren?
—Sí.
—Entonces la elección es sencilla. Puedes hacer «lo apropiado», que
es someterte a una humillación pública otra vez y esperar a que te maten
por traicionarles; cosa que sería una pena porque desperdiciaríamos al
hombre bueno que necesitamos en la orden. Yo no puedo protegerte ni
tampoco detenerles a ellos. O tienes otra alternativa: olvidar lo que
sucedió en Roma y hacer lo que Dios quiere que hagas.
John le miró.
—No puedo —dijo con la voz rota—. No soy digno de Él.
—Ninguno de nosotros lo es; lo único que podemos hacer es aspirar a
serlo. Querías ser soldado de Dios y nosotros te hemos dado los medios
para que puedas serlo. Puedes luchar por defender a la Iglesia que tanto
amamos y a la gente que depende de nosotros e incluso a Dios, como se
suponía que ibas a hacer.
El arzobispo le cogió la mano y la apretó entre las suyas. Le dolía.
—Antes de que decidas qué hacer, hay algo que debes saber acerca
de tu hermana.

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—¿Alexandra?
Hightower asintió.
—Ha vuelto a desaparecer.

—¿No nos tiene que acompañar ninguna horda de vigilantes? —le


pregunto Alex a Cyprien mientras este le abría la puerta del Mercedes.
—No tienen por qué seguirnos a todas partes —dijo él, divertido—.
¿Te preocupa nuestra seguridad? Yo te protegeré.
Alex le dio un buen repaso. Llevaba unos impolutos pantalones grises,
una camisa blanca con el botón superior desabrochado y con las mangas
enrolladas a la altura del codo. Llevaba el pelo recogido en una coleta.
Cyprien estaba a medio camino entre chico de portada y amante
demoníaco.
—Ya. Como la vez que te capturaron tus amiguitos en Roma y te
dejaron la cara hecha cisco con una batidora.
—Aquello fue diferente; estaba en Roma y, además, me pegaron con
unas tuberías de cobre.
—Ya, claro, nada que ver. —Se subió al coche—. Ya me siento mucho
más segura.
—Ponte el cinturón —le dijo Cyprien mientras se preparaba al volante.
—¿Y para qué? —Se sentó en el asiento de cuero, incómoda—. El
único modo de que pueda palmarla en un accidente de tráfico es
acabando decapitada.
—Si la policía me para y no lo llevas puesto me habré ganado una
multa. —Cyprien se ajustó el cinturón—. Y bastante alta, la verdad.
Alex le miró de reojo.
—Es una broma, ¿no?
Le dedicó una mirada enigmática por toda respuesta y puso en
marcha el motor.
Cyprien se dirigió directamente al barrio francés y le dio el coche al
mozo del aparcamiento de un club de jazz privado. Cuando Alex se
disponía a entrar en el local, Cyprien la cogió del brazo y se la llevó lejos
de la puerta de entrada.
—Caminemos un poquito antes.
¿Como si fueran un par de turistas o de enamorados?
—¿Es que no tienes hambre, sed o lo que sea que tengamos? —
Alexandra estaba hambrienta y en aquel momento se arrepintió de no
haberse inyectado una dosis antes de salir de La Fontaine.
—Antes de que nos pongamos a cazar, tenemos que hablar.
—Oye, un momentito. —Intentó liberarse del brazo de Cyprien—. Yo
no cazo.
—Tenemos que hablar antes de que me acerque a alguien y le
convenza de que debe darme un poco de su sangre. Tú podrás presenciar
la escena y verás que nadie sale malparado. —Deslizó su mano por el
brazo de Alexandra hasta que entrelazó sus dedos con los de ella—.
¿Cómo quieres llamarlo, si no?
—Asquerosidad.
Cyprien suspiró.

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—Alexandra, si vas a menospreciar y a rechazar lo que somos y lo


que hacemos acabarás estando sola y siendo infeliz. Por no hablar de lo
delgada que te quedarás.
—Yo no voy por ahí mordiendo a la gente ni sacándoles la sangre.
Michael se detuvo de repente justo delante de un local de striptease,
horrorizado.
—No me estarás diciendo que te inyectas sangre de animales, ¿no?
El portero del local, un hombrecillo pequeño pero corpulento, dio un
paso al frente y les dedicó una sonrisita lasciva.
—Hola, colegas, aquí encontraréis a las muchachas más hermosas de
todo Nueva Orleans, desnudas solo para vosotros; venga, entrad.
Alex no le prestó la más mínima atención.
—No. Lo intenté pero me hacía vomitar.
Cyprien soltó algunos tacos en francés.
—No lo vuelvas a hacer nunca más, ¿me oyes? Puede causarte daños
irreversibles. —Mientras hablaba le brillaban los afilados bordes de sus
dents acérées—. Solo puedes tomar sangre humana y nada más.
La mueca del portero se volvió más vacilante.
—Hermosas mujeres con las tetas más grandes de este lado del
Mississippi. —Le temblaban las manos mientras hacía un gesto para
mostrar lo grandes que eran.
—Voy a encontrar un sustitutivo sintético. —Miró a Cyprien con el
ceño fruncido—. Deja de apretarme la mano tan fuerte y de ponerme los
colmillos en la cara.
—Veinte dólares por cada baile en la barra —dijo desesperadamente
el portero, retrocediendo—. Habitaciones privadas, dos por treinta dólares.
Cyprien parecía estar listo para olvidar lo de no hacerle daño a nadie.
—Nunca aceptarás lo que somos.
—Lo que tú eres —le espetó ella, consciente de que estaba
enseñándole también sus colmillos—. ¿Y por qué no debería buscar
alternativas? ¿Es que crees que quiero pasarme el resto de la vida
alimentándome solo de sangre? —Hizo un gesto brusco con los brazos y
sin querer le dio un golpe a una señal de tráfico.
El poste de acero se partió en la base, la señal se cayó al suelo,
resbalando sobre él y echando chispas.
El tembloroso portero ya había visto suficiente. Gritó, se dio la vuelta
y se metió a toda prisa en el local. Se oyó cómo cerraba la puerta con
llave desde dentro.
Alex miró primero la puerta, después la señal y finalmente a Cyprien.
—Bueno, creo que a este podemos eliminarlo de la lista de donantes
voluntarios, ¿no?

Gelina estaba sentada en la sala de lectura que había junto a la


biblioteca de la rectoría de Saint Luke. Había dormido durante el vuelo de
Roma a Chicago, de modo que no estaba nada cansada. Se le hacía difícil
estar allí sin moverse mientras John Keller le explicaba casi lloriqueando al
arzobispo que la había violado. Sin embargo escuchar aquello no le resultó
tan difícil como la propia experiencia sexual con el sacerdote. A pesar de

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que le gustaba la doble vida que llevaba desde hacía tantos años, había
empezado a perder el interés en su trabajo. Los pobres desdichados que
Stoss le ofrecía como recompensa ya no le divertían, y mucho menos
después del último encargo. Había considerado la opción de salir y matar
al azar. Era peligroso, especialmente en aquellos momentos, pero era
mucho mejor que morirse de aburrimiento.
John Keller no había sido nada aburrido.
Nadie sabía que Gelina había sido una herramienta en manos de la
Iglesia desde que fue enviada al convento de las Hermanas de la Piedad
Inmaculada. ¿Sabía su familia antes de enviarla que aquella orden no era
nada convencional? ¿Había sido víctima de una encerrona?
A Gelina no se le pasó por la cabeza preguntárselo a sus padres antes
de matarlos.
Las monjas sabían al dedillo todos los oscuros secretos que guardaba
Gelina. La sacaron del convento y la enviaron a La Lucemaria, donde la
tuvieron encadenada como un perro en un habitáculo que era visitado con
frecuencia por los hermanos.
Semana tras semana, Gelina se pasaba los días estirada en un
camastro, a veces mirando al techo, otras veces a una cara sudorosa y
excitada y, en ocasiones, con la nariz pegada al colchón barato de aquel
camastro. Todavía se acordaba del número exacto de veces que había
intentado escapar, y también de las marcas que le dejaban en la espalda
los finos látigos de los monjes. Los hombres que acudían a ella después de
castigarse a sí mismos disfrutaban causando más dolor, y le enseñaron a
disfrutar de él.
Pero todo había cambiado el día en que se liberó de sus ataduras,
cogió el látigo de manos del monje que la estaba azotando y empezó a
utilizarlo sobre él. El hombre había gritado como una mujer, cosa que
Gelina nunca había hecho.
Nadie castigó a Gelina por haber matado al monje. Todo lo contrario.
La felicitaron y le ofrecieron el puesto de ayudante especial. La
recompensaron ofreciéndole a un prisionero que no quería confesar sus
crímenes impíos. Después le ofrecieron a otro y a otro… En muy poco
tiempo le permitieron viajar, ir a casa y fingir que tenía una vida normal.
Nadie de su familia sospechaba qué había detrás de aquellos viajes a
Italia. Nadie culpó a la tímida y recatada Gelina del brutal asesinato de sus
padres. Y lo mejor de todo era que nadie había vuelto a hacerle daño.
Solo John Keller.
—Se ha ido a hablar con la policía por lo de su hermana. —Escuchó
que le decía Cabreri al arzobispo—. Sigo pensando que es mejor que me
quede para vigilarle mejor.
Cómo se protegían unos a otros los americanos. Hightower parecía
olvidar quién le había dado el arzobispado y quién podía quitárselo en
cualquier momento. Se dijo a sí misma que debía comentar aquel asunto
con Stoss, quien siempre agradecía aquellas observaciones. De hecho, el
arzobispo incluso podría verse en la tesitura de declarar ante la Asamblea
de la Luz el porqué de su obsesión por Keller y por su hermana.
«¿Será él su padre?», se preguntaba Gelina. Era vox populi que
Hightower había tenido más interés por las faldas que por la religión

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

durante su estancia en Roma. «Qué pena que ahora sea tan importante y
que esté tan gordo».
—El cardenal nos pide que esperemos y que dejemos que su gente se
ocupe de todo —le iba diciendo el arzobispo a su ayudante—. John no
estará nunca a solas.
—Ya le dejé muy claro a Roma que no quería que mataran a ninguno
de los dos.
Gelina suspiró mientras sacaba de su bolso el teléfono móvil,
marcaba el número privado de Stoss y le pasaba el aparato al arzobispo.
—Entonces hable con Roma, Ilustrísima.
—Cardenal, perdóneme, pero esta mujer que nos ha enviado usted
dice que… —Hightower se quedó mudo de repente y escuchó en silencio
todo lo que le decía el cardenal. Poco a poco se fue poniendo lívido.
Gelina no tenía ni idea de lo que Stoss le estaba diciendo a
Hightower, pero imaginó que se trataba de algo extremadamente
desagradable. La única vez que ella había desafiado la autoridad del
cardenal (muy levemente y solo para comprobar su reacción), Stoss la
había encerrado de nuevo en la habitación en la que solía satisfacer a los
Brethren. La había dejado allí sola dos horas antes de ponerla en libertad.
Stoss le había dicho a continuación que si volvía a obligarle a encerrarla
allí, se pasaría el resto de su vida en aquel cuartucho, y que nunca tendría
ni diez minutos para estar sola.
—Sí —dijo finalmente Hightower—. Lo entiendo. No, no habrá ningún
impedimento. Estaremos en contacto. Adiós. —Colgó el teléfono y se lo
devolvió a Gelina.
—Como ve, Ilustrísima, nuestras órdenes son muy precisas. La
doctora morirá. —Gelina se metió un puñalito en el valle que se formaba
entre sus pechos—. Pero me aseguraré personalmente de que el hermano
regrese aquí con usted.
Lo que le decía al arzobispo no era mentira. Se llevaría a Keller a
Arizona para jugar con él durante algunas semanas. Después le entregaría
al arzobispo a su amado y joven sacerdote; eso sí, por correo y con cada
trocito de su cuerpo debidamente envuelto.

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Capítulo 17

—¿Podemos dejar de caminar ya?


—No. —Michael guiaba a Alexandra a través de un grupo de turistas
japoneses que estaban tomando fotos de la puerta de hierro forjado que
daba acceso a un famoso cementerio. Cuando uno de ellos apuntó con la
cámara hacia donde estaban ellos, Michael apartó la cara.
—Me dijiste que querías saber en qué consistía la maldición y qué
cosas conllevaba ser un Darkyn. Tengo muchísimas cosas que contarte
pero no puedo decírtelas en un bar.
—No creo en las maldiciones. Podríamos ir a un restaurante,
entonces.
Muy pocos visitaban aquel cementerio por la noche. Michael se dio la
vuelta y guió a Alexandra a través de la puerta de hierro forjado.
—¿Y qué podríamos pedir en un restaurante?
—Tienes razón. Bueno, podríamos ir a una carnicería. —Alexandra
miró a su alrededor—. ¿Siempre llevas a tus ligues a sitios tan
encantadores?
—Es tranquilo. —Se detuvo e hizo un gesto para que se sentara en un
banquito sobre el que caían las hojas marchitas de un sauce—. Como te
dije, Thierry y yo nacimos en el siglo XIV; nuestras familias…
—La verdad es que me cuesta creerlo. —Hizo un gesto hacia las
lápidas, que mostraban los nombres de los fallecidos—. La vida humana es
finita y dura entre setenta y cinco y cien años, y tú me dices que has
vivido siete veces esa cantidad de tiempo. A pesar de que tienes una
capacidad asombrosa para recuperarte, ¿qué hay de las enfermedades?
¿Y de los accidentes? Seguro que, en setecientos años, tendrás que
haberte enfrentado a problemas que no podrían haberse solucionado sin
la ayuda de un doctor… —Alex negaba con la cabeza, incrédula.
—En mi época había muchos de esos problemas: guerras, hambrunas,
plagas terribles… Cuando Thierry y yo regresamos a casa después de la
guerra, nuestra ciudad estaba ahogada por las enfermedades. Entre ellas
destacaba la pestilencia que ya había matado a tantos en los tiempos de
nuestros abuelos.
—La peste negra.
Asintió y se sentó junto a ella en el banquito.
—Cuando apareció, se llevó a todos consigo: reyes, duques, barones,
sacerdotes, villanos, ladrones… Tuvimos que dejar nuestras espadas para
coger los azadones y cavar tumbas.
Alexandra posó suavemente su mano sobre la de él.
—¿Tú también caíste enfermo?
—Sí. —Se acordó de aquel día terrible y lejano en el que había
regresado a casa después del funeral de Thierry y Gabriel, hecho un mar
de lágrimas, sudando y deseando ser él quien hubiese muerto. También su

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

escudero había muerto, de modo que le enviaron a uno de los muchachos


que trabajaba en la cocina para que le quitara el manto y la túnica. El
muchacho había salido despavorido—. Después de enterrar a mis amigos
me di cuenta de que también yo estaba enfermo. Recuerdo que pasé tres
días con fiebre y náuseas; después, me morí.
—Crees que moriste.
—Sé que lo hice. Con mis propias manos desenterré la tierra de la
fosa común en la que me enterraron. —Miró fijamente el mausoleo de
mármol gris que estaba delante de ellos. Sellaban la entrada un par de
ángeles esculpidos en un gran bloque de mármol—. Los villanos, el
sacerdote, lo que quedaba de mi familia y de la de Thierry… todos me
estaban esperando. Afortunadamente Gabriel y Thierry ya se habían
levantado de sus tumbas.
—Mike, se equivocaron contigo —dijo Alexandra mientras le apretaba
con fuerza la mano—. Probablemente estuvieras en coma profundo y no lo
supieran. Por eso te enterraron en vida.
—Ya pensamos en ello, porque sucedía a menudo en nuestra época;
sin embargo la gente que me estaba esperando no pensaba lo mismo.
Todos estaban furiosos. Thierry acudió en mi ayuda y los mantuvo a raya
con su espada, pero la gente llevaba antorchas y nos perseguía por el
bosque. El primo de Thierry se separó del resto, le desarmamos e
intentamos razonar con él. Nos llamó «dark kyn», dijo que el diablo nos
enviaba para que nos alimentáramos de los vivos y que debíamos arder
en la hoguera.
—Eran bastante supersticiosos.
Michael recordaba todavía la expresión de horror en el gesto del
joven mientras les maldecía.
—Thierry empezó a ponerse nervioso, el color de sus ojos cambió de
repente y le salieron unos colmillos que clavó inmediatamente en el cuello
de su primo. Aquello no podía ser, intenté apartarle de él, pero de repente
olí la sangre. Ya no pude pensar más, lo único que sentía era una ansiedad
terrible. A los pocos segundos yo ya estaba al lado de Thierry, chupándole
la sangre a su primo.
Alexandra apartó la mano.
—El primo no salió vivo del bosque, supongo.
—Nadie sobrevivió a aquello. Gabriel, Thierry y yo acabamos
comprendiendo lo que éramos y lo que debíamos hacer para controlarnos.
Nos costó mucho, Alexandra, porque habíamos sido unos guerreros muy
bien preparados, pero desconocíamos cómo funcionaban las cosas más
sencillas. Solo sabíamos hablar y leer nuestro dialecto. No conocíamos
ningún caso semejante al nuestro.
—Por eso pensaste que se trataba de una maldición.
—Intentamos matarnos los unos a los otros, pero nos dimos cuenta de
que no podíamos morir. Todas nuestras heridas sanaban y ni siquiera
podíamos ahogarnos. Claro que pensamos que debía de tratarse de una
maldición; lo único que podíamos hacer era esperar aterrorizados a que
Satán nos llamara para que siguiéramos sus órdenes. Hasta el momento
no ha aparecido, por cierto. —Alexandra se iba apartando de él poco a
poco—. Tienes que comprender que la Iglesia nos había enseñado todo lo

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que sabíamos. Nos condenaba, decía que éramos demonios. Nuestras


familias pagaron dinero a mercenarios para que nos persiguieran y
acabaran con nosotros. Además, nosotros necesitábamos alimentarnos…
Aquella necesidad era tan grande que nos convirtió en monstruos.
—Bueno, ahorrémonos esa parte. ¿Cómo os reunisteis con los otros
Darkyn?
—Thierry, su mujer Angélica, su hermano Gabriel y yo nos
encontramos después de renacer. Nos unimos y nos ocultamos hasta que
pudimos construirnos un refugio. Cuando nuestras familias se dieron
cuenta de que no podrían atraparnos ni acabar nunca con nosotros, nos
enviaron a algunos mensajeros para hacer tratos con nosotros. Era
necesario ocultar la existencia de aquellos hijos de la oscuridad, de
aquellos «dark kyn». De lo contrario, denunciarían nuestra presencia y la
Iglesia enviaría a los Brethren para que nos mataran a nosotros y a
nuestras familias. De todo el que tenía un hijo de la oscuridad se decía que
su sangre estaba contaminada. Y lo cierto es que muchos de ellos
renacieron después de muertos para vivir en la oscuridad como nosotros.
Alexandra miró la luna llena.
—¿Por qué evitáis la luz del día? No os convierte en un montón de
cenizas, como en las pelis.
—Somos nocturnos por naturaleza. —Detectó un cierto movimiento
en la entrada del cementerio y dirigió la vista a aquel lugar—. La luz del
sol nos irrita la piel y los ojos. Además, nos sentimos más cansados, nos
curamos más despacio y nuestros talentos no funcionan tan bien, como
tampoco l'attrait.
—¿Le qué?
—La atracción, es como llamamos a nuestra fragancia.
—Le cogió la mano a Alexandra y se la acercó a la cara para poder
olerla mejor—. La tuya es… il sent comme la lavande.
—¿Me estás diciendo en francés que apesto?
—Esas palabras quieren decir que hueles a lavanda.
—Ah. —Se olió la muñeca—. Y yo que pensaba que olía a helado de
fresa.
—L'attrait no se puede percibir claramente hasta que sientas alguna
emoción fuerte, uses tu talento particular o caces. Entonces, mi querida
doctora, sí que lo notarás. —Le soltó la mano—. No tienes ni una pizca de
poesía en el alma, ¿no?
Aquel comentario le dolió un poco.
—Bueno, no era algo prioritario en la facultad de medicina. —
Alexandra hizo el ademán de oler a Michael—. Tú hueles a rosas, Phillipe
huele a madreselva, Thierry a gardenias y Marcel a campo recién segado.
¿Todos los kyn huelen así de bien o hay alguno que huela a huevo podrido
o a vómito de perro?
Michael no pudo evitar que se le escapara una carcajada.
—Todos huelen así de bien.
—Puedes hacer que la gente olvide. ¿Qué tipo de habilidades tienen
los demás?
—Lo de los talentos es un asunto privado. Quizá sepamos cuáles son
los talentos de los demás, pero nunca hablamos de ello. —Michael vio que

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Alexandra estaba disconforme—. Bueno, de acuerdo. Ya sabes cuál es mi


talento y también el de Phillipe. Mi amigo Gabriel puede congregar y
controlar grandes hordas de insectos.
—Bueno, creo que entonces paso de conocer a Gabriel. ¿Y qué hay de
casarse y tener hijos?
—No te entiendo.
—¿Se casan los Darkyn con los humanos? ¿Adoptan niños? ¿Llevan
una vida relativamente normal?
—Nos abstuvimos de tener relaciones con mujeres hasta que algunas
volvieron a la vida y descubrimos que podíamos convertir a otras. —
Michael prefirió no mencionar cuáles habían sido los motivos de aquella
abstinencia; no creía que Alexandra estuviera preparada todavía para
conocer aquella parte de la historia—. Nuestras tresori son humanas y
algunas nos proporcionan placeres, pero tener relaciones duraderas o
hijos, aunque sean adoptados, es muy peligroso. Podríamos decir que
evitamos este tipo de situaciones.
—¿Por qué? Entiendo que no queráis enamoraros de alguien que
pueda envejecer y morir en vuestros brazos, pero… ¿Cómo se puede vivir
eternamente solo?
Michael intentó imaginarse el futuro sin Alexandra. Todo aquel poder
y aquel control por el que había luchado tanto se le figuraba un frío
consuelo.
—Los Brethren no solo nos torturan a nosotros. No tienen ningún
problema en torturar también a seres humanos. Si de verdad quisieras a
alguien… a un hijo o a un marido… —La miró fijamente a los ojos—
¿Desearías que pasara por lo que yo pasé? Un humano no podría
sobrevivir a esas torturas.
—Te entiendo, sí. —Alexandra miró hacia la entrada—. Alguien se
acerca.
Michael observó a la joven mujer que finalmente atravesaba la puerta
y se les acercaba lentamente.
—Ha venido hasta aquí atraída por l'attrait. —Cyprien se levantó y la
tomó de la mano—. Ven aquí, chérie.
Aquella joven entrada en carnes se había vestido completamente de
negro para su visita al cementerio. Unas pesadas cadenas plateadas a
modo de cinturón adornaban los pantalones de plástico barato que
llevaba. De la garganta regordeta le colgaban correas de plástico en las
que había cruces y pentagramas. El exagerado maquillaje blanco y negro
que llevaba no ocultaba su rostro infantil.
Michael le quitó la gorra de lana negra que llevaba en la cabeza,
dejando al descubierto un cabello corto y puntiagudo.
—Dime cómo te llamas.
La chica le sonrió, ausente.
—Edith, pero no me gusta nada mi nombre. Les digo a todos que me
llamen Muerte.
—Sí que la has hipnotizado rápido —dijo Alexandra.
—No, ella ya estaba esperando que esto sucediera. Lo único que yo
he hecho ha sido entregarle una invitación. Observa. —Se dirigió a la chica
—: Edith, ¿por qué has venido al cementerio?

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—Vengo mucho por aquí. Me gusta. Los muertos no se ríen de mí. —


Respiró hondo y exhaló el aire poco a poco—. Están solos, como yo.
—Después de esta noche ya nunca más te sentirás sola. —Empezó a
desabrocharle los botones de la blusa de estilo gótico que llevaba—. ¿Has
venido por alguna otra razón?
—Quería ver las rosas, huelen tan bien… —Sus ojos ausentes se
posaron en Alexandra—. ¿Tú también te sientes sola?
—Dios mío. —Alexandra se puso de rodillas—. No puedo ver esto.
—Tienes que hacerlo, Alexandra. —Le puso una mano en la mejilla a
Edith para que le mirase, después le cerró los párpados suavemente con
los dedos. Sintió el impulso de la sangre, más intenso y más fuerte aquella
vez por la proximidad de Alexandra. Sin embargo no perdió el control.
Rodeó con el brazo la cintura de la chica—. Es joven y goza de buena
salud, así que lo que le voy a hacer no le va a causar ningún daño.
Nosotros no cazamos ni a enfermos ni a ancianos. Tampoco tomamos más
de lo que pueden darnos.
—Qué considerado que eres.
—Por favor. —La chica se le acercó más y apoyó la cabeza en el
hombro de Michael, dejando su cuello al descubierto—. Por favor.
—No voy a hacerle ningún daño, te lo juro. —Michael inclinó la cabeza
y colocó los labios sobre el cuello de la muchacha, pero con los ojos
puestos en Alexandra, quien estaba solo a unos centímetros de él con los
ojos entrecerrados—. Ella lo desea tanto como yo. Tú también has notado
el efecto de l'attrait, Alexandra; ya sabes lo poderoso y placentero que es.
—Y lo que duele. —La doctora apretaba con fuerza los puños—.
Venga, adelante. No voy a salir corriendo. Lo único que te pido es que
cumplas con tu palabra.
La piel de Edith era tan delicada que no tuvo que morder con fuerza.
La muchacha emitió un grito sofocado y se acercó aún más a él mientras
la sangre manaba de las dos perforaciones hacia los colmillos.
Se bebió la sangre sin dejar de mirar a Alexandra.

Era casi de noche cuando John regresó del cuartel de la policía.


Enfrente de la iglesia le estaba esperando un hombre alto vestido con una
bata blanca de laboratorio. Parecía bastante intranquilo. Cuando vio que
John salía del coche de la rectoría fue con paso decidido hacia él.
—Es usted el padre Keller, ¿no? El hermano de Alex. No se parecen
demasiado, la verdad.
—Sí, soy su hermano. —John no reconoció al hombre, pero supuso por
la bata y por el estetoscopio que llevaba colgado del cuello que era
médico—. ¿Dónde está Alexandra?
—No lo sé, lo siento. —Miró a John con cierta exasperación—.
Escuche, soy el doctor Haggerty, Charlie Haggerty. Alex y yo nos hemos
estado viendo; bueno, por lo menos hasta que desapareció por última vez.
No sé nada de ella desde hace semanas y he recibido una llamada
desconcertante de la responsable de su oficina.
—¿Alex ha llamado a Grace?
El doctor Haggerty negó con la cabeza.

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—Llamó una amiga que tiene Alexandra en Atlanta, Leann Pollock.


Parece ser que Alex le había encargado que investigase algo, pero ha
desaparecido de la faz de la tierra y Leann ha estado intentando
localizarla. Grace trabaja para otro doctor, pero todavía atiende los
mensajes que recibe Alex. Me llamó preocupadísima otra vez.
—¿Y qué tipo de investigación estaba llevando a cabo Alex?
—Grace no lo sabe. —El doctor se pasó una mano por el rizado
cabello—. ¿Es por eso por lo que ha cerrado la consulta? ¿Se va a ir a vivir
a Atlanta?
John pensó en lo rara que estaba Alex la noche antes de que él se
marchase a Roma.
—No me ha dicho nada sobre sus planes.
—Ni a mí tampoco. Oiga, yo quiero muchísimo a Alex, pero me parece
que está bastante jodida y no me deja que le ayude. Sé que ella le admira
mucho, tal vez usted pudiera intentar hablar con ella. —Le dio un papel a
John—. Es el número de teléfono de Leann; por favor, si encuentra a Alex,
dígale que siento dejarla colgada, pero que debía seguir con mi vida…
John le ofreció la mano.
—Muchas gracias por ponerse en contacto conmigo.
—De nada. —El doctor Haggerty le apretó la mano—. Alex es una
excelente cirujana y también una mujer excepcional. Después de todo lo
que le pasó… Bueno, espero que usted pueda ayudarla.
John se dirigió a la oficina de la rectoría para llamar a Leann Pollock.
La química parecía tan desconcertada como el doctor Haggerty.
—Alex me llamó cuando estuvo en la ciudad, hace ya algunos días.
Me dijo que necesitaba un lote de archivos del centro para el ensayo de
investigación que estaba escribiendo sobre las plagas del siglo XIV.
También me pidió que le hiciera una copia de todas las vacunas que el
Cuerpo de Paz nos dio antes de que nos fuéramos a Etiopía —le dijo Leann
—. Lo tengo todo aquí, listo. ¿Está ya de vuelta en Chicago? La llamé a la
oficina, pero la mujer que se puso al teléfono me dijo que había cerrado la
consulta.
¿Alex había cerrado su consulta? Aquello parecía imposible.
—Ahora mismo está en un congreso. —John cogió un lápiz—. Ya iré yo
hasta allí para recoger todo lo que Alex le pidió. ¿Me podría dar su
dirección?
Leann le dio su dirección y también le indicó cómo llegar hasta su
casa.
—Normalmente llego a casa sobre las seis después del trabajo, así
que puede usted pasarse cuando quiera a partir de esa hora.
—Muchas gracias, señora Pollock. La veré mañana por la noche. —
John cambió de línea y llamó a la oficina del arzobispo—. Necesito hablar
con el arzobispo —le dijo a Cabreri. El firme propósito de encontrar a su
hermana hizo que su voz sonara más firme y contundente—. Me voy a
coger la excedencia. Hoy mismo.

La fragancia de rosa fue poco a poco desligándole a Alex el nudo que


se le había hecho en el estómago. Se obligaba a sí misma a observar a
Cyprien mientras se alimentaba de la sangre de aquella chica. Observaba

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

el proceso y todos los detalles: cómo se le contraían las pupilas, dónde


había mordido exactamente a la chica y cómo sellaba el lugar con la boca
mientras se bebía la sangre. No le desgarró el cuello ni le hizo ningún
daño. De hecho, la estaba sosteniendo con mucha delicadeza, casi con
ternura.
«Menuda idiota». Alex no tenía una buena opinión de la donante
voluntaria de Cyprien. «Mira que vestirse como Morticia y hacerse llamar
Muerte». Precisamente lo que había hecho era lanzarse a los brazos de la
muerte, y era la muerte la que le estaba quitando la vida del cuerpo en
ese preciso instante. Por la expresión que tenía en la cara, se diría que
realmente le estaba encantando la experiencia.
Alex sentía que estaba al margen. Si hubiera visto a Cyprien haciendo
aquello un par de semanas atrás, se le habría tirado encima para quitarle
a la chica de sus brazos, le habría dado una buena paliza hasta que
perdiera el conocimiento y se habría puesto después a gritar para que
acudiese la policía. Sin embargo estaba segura de que mantendría la
calma y no le haría ningún daño a la chica.
Porque si se atrevía a hacerle daño le iba a partir la rótula.
«No voy a hacerle ningún daño».
Si verdaderamente Alex quería aprender algo de los Kyn, tenía que
enfrentarse a aquello y verlo. Solo así sería capaz de racionalizarlo y
traducirlo a términos médicos. No era nada romántico, emocionante o
deslumbrante, como parecía serlo en las películas o en los libros; sino algo
más parecido a ver a alguien tomándose un batido. Podía observar a
Cyprien tranquilamente mientras estaba con aquella joven tan estúpida y
aprender de lo que estaba viendo, porque no sentía nada.
Solo un pequeño asomo de rabia por cómo la estaba tocando.
No le molestaba que le estuviera chupando la sangre. Lo que le
irritaba era que, mientras lo hacía, le tocaba la cara, el hombro y el
cabello (aquel ridículo peinado que llevaba) con la mano. La otra mano,
hermosa y esbelta, le acariciaba la espalda de arriba a abajo, en una
tranquilizadora y dulce caricia.
Aquel toqueteo innecesario empezaba a sacarle de quicio.
—Vale, príncipe de las tinieblas, creo que ya hemos tenido suficiente.
Cyprien no se detuvo de inmediato, pero levantó la cabeza unos
segundos antes de que Alex fuese a pegarle. Dos riachuelos gemelos de
sangre manaron de los dos orificios del cuello de Edith. Cyprien los apretó
con la ayuda de un pañuelo.
—¿Lo ves? No le he hecho ningún daño. —Todavía tenía los colmillos
y ceceaba un poco—. Mañana se sentirá cansada y tendrá mucha sed,
pero su cuerpo reemplazará en un solo día lo que yo le quité.
—Reemplazará el plasma, sí, pero tardará seis semanas en recuperar
los glóbulos. —Alex se acercó y le quitó el pañuelo.
Las dos perforaciones habían dejado de sangrar y sobre las heridas se
habían formado dos coágulos rojos.
—No le he hecho daño, Alexandra —repetía Cyprien insistentemente
con un tono suave.
—Eso ya lo veremos. —Le tomó el pulso a la joven. Era fuerte y
constante—. Edith, ¿me oyes? —La chica asintió con lentitud pero también

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con firmeza—. Todavía está en otro planeta. —Alex se quitó la chaqueta y


se la puso por los hombros a la chica.
Cyprien se encogió de hombros.
—Es una consecuencia de l'attrait. Cuando nos hayamos ido volverá
en sí.
Alex rodeó a la chica con el brazo.
—De ninguna manera, no vamos a dejarla en este estado y encima en
un cementerio.
Cyprien no se negó a llevar a la chica en coche hasta el dúplex en
que vivía. Parecía que en cierta manera aquello le divertía.
—No hacía falta traerla hasta aquí, Alexandra. Ella misma habría
vuelto por su propio pie después de que nos marchásemos. No ha sufrido
el éxtasis.
—Ni yo tampoco. Quédate aquí. —Acompañó a Edith hasta la puerta y
buscó las llaves en el bolso de la chica. Tuvo que buscarlas a tientas
porque la luz del porche no funcionaba y además unos nubarrones oscuros
empezaban a tapar la luz de la luna—. Edith, tienes que prometerme que
no vas a ir a ningún cementerio más a partir de ahora.
—Sí, señora.
La docilidad de aquella respuesta la animó a mirar a la chica a los
ojos.
—Y no le vayas diciendo a la gente que te llame Muerte. Es un
nombre estúpido. Ah, y tampoco te vistas así, esta ropa es feísima.
Edith asintió y empezó a desvestirse. Se desabrochó los pantalones
de plástico y se bajó la cremallera antes de que Alex pudiera darse
cuenta.
—Dios mío, pero no te empieces a desvestir aquí afuera.
Edith se detuvo de inmediato.
«¿Hace todo lo que le pido?». Alex se aseguró de que no hubiera
nadie en la calle y puso en práctica su teoría.
—Edith, quiero que extiendas los brazos como si tuvieras alas y que
cloquees como una gallina.
Empezó a mover los brazos.
—Cloc cloc cloc, cloc cloc cloc…
Alex estaba furiosa, pero se las arregló para volver a hablar con Edith.
—Deja ya de cloquear y de mover los brazos. Entra y métete en la
cama. —El viento revoloteó a su alrededor y jugueteó con su cabello—.
Que tengas unos felices sueños.
—Sí, soñaré con él. —La joven miró hacia el otro lado de la calle—.
Qué hombre.
—Un volcán de testosterona. —Alex abrió la puerta y la empujó hacia
adentro. Se había levantado más viento y empezaba a hacer frío—. Quiero
que vayas al médico esta semana y que te dé una cita con un psiquiatra. Y
ve a la iglesia también.
Una vez Edith ya estaba de camino hacia la cama, Alex abrió la
puerta desde dentro, tiró las llaves de Edith al suelo, salió y dio un
portazo. Hacía tanto frío que se le escapó un taco, se había olvidado de
recuperar la chaqueta.
Cyprien le estaba esperando al final del caminito que conducía al

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dúplex.
—Ahora debemos ir en busca de un donante para ti…
Alex le dio un puñetazo en la cara. Apenas le rozó la barbilla, pero se
hizo daño en los nudillos. Cyprien se tambaleó hacia atrás. Un relámpago
tronó sobre sus cabezas.
Estaba aturdido y se tocaba la mandíbula con la mano.
—Pero, ¿por qué me has pegado?
Alexandra tenía dos opciones: o pegarle otra vez o largarse. Solo
había llegado al final del bloque de apartamentos cuando empezó a llover.
Cyprien la agarró y la obligó a girar sobre sus pasos.
—¿Por qué? —En aquella ocasión Cyprien logró detener el puño antes
de que le alcanzara. Lo sostuvo en alto.
Alexandra dio un paso atrás y se preparó para darle una patada. Casi
se resbaló sobre el pavimento mojado; llovía tanto que casi era necesario
gritar para poder entenderse.
—¿Quieres que te dé una patada para que camines como un marinero
borracho el resto de la eternidad?
—¿Por qué me has pegado? —Cyprien miró la mano de Alexandra y su
expresión cambió cuando vio que esta seguía sangrando.
—¿Por qué sangras todavía?
—Dame un mordisquito en el cuello y hazme caricias en la espalda —
le espetó ella—. Quizá así dejará de sangrarme la mano.
Cyprien la colocó bajo una farola de la calle para poder examinar
aquella herida.
—No te curas. —Alzó la vista al cielo—. Mon Dieu, todavía no has
sufrido el cambio.
Alexandra alzó la vista.
—Y no pienso hacerlo.
Le cubrió los nudillos llenos de sangre con el pañuelo que había
utilizado para tapar la herida de Edith.
—Has hecho algo para evitarlo, ¿no? Tú y tu ciencia…
Alex echó un vistazo al pobre vendaje que le había hecho.
—Perdona, pero yo no soy la dueña absoluta de la ciencia médica. Me
parece que eso es cosa de Johns Hopkins. Pues claro que he hecho algo.
Soy doctora y es a lo que me dedico, por Dios. Y te digo que lo que nos
pasa no es una maldición sino una enfermedad que puede erradicarse.
Se quedó de piedra.
—Las inyecciones…
La lluvia se calmó y se transformó en una fina llovizna. La luz de la
luna iluminaba por detrás las nubes, dándole a aquel cielo plomizo una
tonalidad violeta intensa y húmeda.
Así que por fin Cyprien se había dado cuenta. Alex podía tirarse un
farol o intentar que él estuviera de su parte.
—Mientras no tome sangre creo que no me transformaré. Mis
síntomas han remitido. —No le gustaba nada la mirada que tenía Cyprien
en aquel momento y dio un paso atrás—. Si quiero encontrarle una
solución a esta enfermedad no puedo dejar que siga avanzando.
Cyprien no la escuchaba.
—No has tomado sangre. —La acercó hacia él—. Nunca la has llegado

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a probar.
—Ya te dije que no estaba dispuesta a tomar sangre. Nunca. —Alex
luchaba por zafarse de sus manos—. ¿Es que quieres que te parta un
hueso?
No, no lo quería. Le había cogido un mechón de pelo con el puño.
—Tienes que alimentarte, Alexandra. Eres una Kyn y nunca volverás a
ser humana. Debes alimentarte o morirás.
—Es ley de vida, Mike, todos nos morimos. Bueno, quizá vosotros no,
pero sí el resto del planeta. —Puso una mueca de dolor—. Deja de tirarme
del pelo.
—Te devolví tu preciada libertad —le gritó, cogiéndola de la camisa y
levantándola unos palmos del suelo—. Dejé que hicieras lo que querías, ¿y
es esto lo que haces?
Alex se retorció y el ligero y húmedo algodón de su camisa se
desgarró por un lado y por los hombros. Puso de nuevo los pies en el
suelo, pero la mitad de su camisa se quedó en el puño de Cyprien. Le
resbaló hombros abajo lo que le quedaba de camisa y solo se quedó con el
fino sujetador de satén, prácticamente transparente a causa de la lluvia.
—Genial. —Se cruzó de brazos para taparse el pecho—. ¿Podemos
irnos ya?
—No. —Tiró al suelo los restos de la blusa que le quedaban en la
mano—. Eres mi sygkenis.
Estaba furioso. Pero ella también.
—No dejas de llamarme de ese modo y no sé qué demonios quiere
decir.
—Lo que quiere decir es que eres creación mía, mi mujer, y debes
hacer lo que yo te ordene.
Alex olió a rosas y a lluvia.
—¿Pero de qué nube te has caído? Dejemos ya el temita, ¿vale? —Se
metería en el coche y se quedaría sentada hasta que la cosa se calmara;
en cuanto se pudiera mover.
—¿Sabes cuánto puedes llegar a olvidar? —Se movía a su alrededor
—. Los recuerdos son como los pétalos de una rosa; deshojo uno y… —Le
apartó el cabello y le susurró al oído—: Te olvidas del nombre de la chica
del cementerio.
Notó que una sensación de calidez le recorría el oído y le llegaba
hasta la cabeza. No le quemaba, pero avanzaba y dulcificaba la rabia que
sentía.
—No, me acuerdo perfectamente. Se llamaba… —Frunció el ceño.
¿Cómo se llamaba? Era un nombre hortera y anticuado.
La mano de Cyprien le rodeó el cuello.
—Deshojo otro pétalo… —seguía diciéndole él al oído mientras le
pellizcaba el lóbulo— y te olvidas de ella y de lo que le hice.
Pétalos. Pétalos de rosas invisibles le rozaban la piel. Aquella
sensación tibia se convertía en un calor dulce que le recorría el cuello y le
llegaba hasta los senos, inundándolos de aquel ardor. Alex dejó escapar
un suspiro cuando notó algo en los pezones, como si alguien los estuviera
tocando desde dentro e hiciera que sobresalieran más y fueran más
prominentes.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

¿Era Cyprien quien estaba haciendo eso?


Intentó darse la vuelta, pero él no la dejaba marchar. La tenía cogida
por detrás, le acariciaba el pelo y le quitaba la lluvia del cuello con la
lengua. De repente entendió de dónde provenía aquel calor. Le estaba
quitando los recuerdos, justo como le había dicho que haría.
—Basta ya.
—Tienes tantos recuerdos importantes, Alexandra. Los llevas encima
como si fueran una carga, porque un doctor nunca puede olvidarse de
ellos. Los pacientes, las operaciones. Los largos años en los hospitales, en
la facultad… —La cogió por la cintura para que se diera la vuelta—. Puedo
hacer que lo olvides todo, incluso que fuiste médico, y que lo único que
recuerdes sea que eres mía.
El calor empezó a desvanecerse y Alexandra se acordó de Edith y de
lo que sucedió en el cementerio. También se acordó de los ojos distraídos
y sin expresión de Heather.
—¿De qué te sirve tener una muñeca sin cerebro, Michael? —Estaba
tan enfadada que podría haberle castrado en aquel preciso momento. Con
los dientes—. ¿Es que no tienes suficiente con tus voluntariosas donantes?
—Eres mi sygkenis —le dijo con aquel tono arrogante que empleó
cuando la conoció—. Carne de mi carne, sangre de mi sangre. Vivirás para
siempre a mi lado y cumplirás mi voluntad.
—Tienes un tono de voz de lo más convincente, aunque no me
convencen ni las palabras que utilizas ni esas miraditas siniestras y
melancólicas que te gastas —le dijo—. Quizá deberías ver alguna peli de
Frank Langella, la verdad es que lo hizo de perlas en la de Drácula.
Cyprien la besó.
La verdad era que a Alex no le sorprendió al principio, porque ella
había estado provocándole y esperaba algún tipo de reacción por parte de
él. Deseaba que estuviera enfadado, tanto como lo estaba ella, para que
ardieran los dos en el mismo fuego. Un beso iracundo era mucho mejor
que lo de olvidar que había ido a la facultad de medicina.
Pasaron unos segundos y todo cambió. Seguían fundidos en un beso.
Tenían las lenguas entrelazadas y las puntas de los colmillos de él
descansaban sobre el labio inferior de Alexandra. El suelo había
desaparecido bajo sus pies, como también lo había hecho el sujetador de
Alexandra. Lo único que había sobre sus pechos eran las manos de
Cyprien.
La besaba y le recorría la cara con los labios mientras susurraba algo
en francés y en inglés.
—J'ai besoin de vous… Te necesito… J'ai honte de ce que j'ai Jait a
vous, mais j'ai voulu que vous restassiez avec moi… Estoy tan solo,
Alexandra… Qu'est-ce que vous voulez?… —Sus labios se volvieron a
posar sobre los de ella.
Quizá fuese la combinación del francés con aquellos besos lo que
desarmó a Alex. Quizá fuese aquella confesión sobre su soledad. Alex se
sintió mal; vacía. Dejó de luchar y se entregó a él.
De sus bocas nacía un murmullo gutural.
Alex estaba bastante segura de que aquel sonido lo estaba haciendo
ella. No quería olvidar sus recuerdos, pero lo que Cyprien le estaba

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

haciendo en la boca, el modo en que le acariciaba la lengua con la suya,


incluso el leve sabor a sangre —la sangre de Edith— estaba haciendo que
Alexandra lo olvidase todo.
Todo, menos a Michael y lo que le estaba haciendo sentir en aquel
momento.
Un acero mojado y frío le apretaba la espalda. Estaba allí, abierta de
piernas, con todo su peso concentrado en la entrepierna y apoyada contra
la de él. ¿Estaba Michael frotándole sus caderas contra el espacio que
había entre sus piernas o era ella la que se estaba restregando contra él?
No podía saberlo y no le importaba.
Suspiros de lluvia de rosas y de lavanda se arremolinaban a su
alrededor. El deseo los rodeaba con sus invisibles hilos de seda.
Los colmillos de Cyprien se separaron del labio inferior de Alex
cuando esta reunió la fuerza suficiente para apartar la cabeza.
—Suéltame.
A Michael le brillaban los ojos eran: aguamarinas con dos finas líneas
negras verticales.
—Te deseo.
—No podemos hacerlo. —¿Cómo iba a escapar de él? Era más fuerte y
más rápido que ella. Además, incluso podía hacer que olvidase
inmediatamente que quería escapar de él. Y qué decir del arrebatamiento
que casi acaba con ella la última vez—. Aquí no.
—Aquí. —La cogió de la barbilla, se inclinó sobre ella y le chupó los
restos de sangre—. Donde sea.
Alex apartó de nuevo la cabeza para mirar alrededor. Michael la
apretaba contra un lado del coche. Estaban en medio de la calle y
cualquier vecino de Edith podía verles; además ella estaba
completamente desnuda de cintura para arriba. Michael tenia la vista
clavada en la parte superior de los pantalones de Alexandra, allí donde le
había metido la mano. La tela volvía a desgarrarse y ella sentía que quería
hacerle lo mismo a él: quería ponerle la mano dentro de los pantalones y
sentir aquella polla dura que había estado restregando contra ella. Aquella
no era una situación inconveniente, sino desesperada.
«Desesperada». A Alex le vino de repente a la memoria un rostro
joven y sonriente. «Recordad, chicas: ante una situación desesperada, un
hombre nunca le dice que no a una mamada».
Las llaves estaban dentro del coche, colgando del contacto, pero Alex
sabía que no podría librarse de él el tiempo suficiente como para entrar en
el coche, cerrar la puerta y poner el coche en marcha. Además, si lo
dejaba así, era capaz de ir a buscar a Edith y acabar la faena con ella.
No, tendría que hacerlo de otro modo.
—Michael. —Le besó, pero solo para que mirara hacia otro lado.
Estaba cegado por la lujuria y ella estaba en una situación parecida. Podría
haberle besado durante horas, pero si lo hacía, acabaría muerta—.
Michael, tengo frío.
Se quitó la camisa y se la puso a ella sobre los hombros.
Alex le besó otra vez; esta vez era un beso de gratitud. Lo hacía
mientras se ponía la camisa y se abrochaba los botones que no habían
saltado por los aires. No había suficientes botones, de modo que acabó

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anudándose la camisa por debajo de sus senos. Michael la había vuelto a


arrinconar contra el coche, pero ella logró rodearle la cadera con una de
sus piernas.
«Ahora, antes de que te lleve al huerto».
Alex le puso sus manos sobre los hombros y le empujó para cambiar
de posición y que fuese él quien se viese atrapado entre ella y el coche.
Tardó solo unos segundos en desabrocharle el pantalón y bajarle la
cremallera; segundos durante los que él la besó de una manera que casi le
hizo perder el sentido. Se liberó de él y se arrodilló mientras, a la vez, le
bajaba los pantalones.
«Un hombre nunca le dice que no a una mamada».
Gracias a Dios no llevaba ropa interior. Alex le bajó los pantalones
hasta las rodillas y después alzó la vista. Pocos miembros merecían ser
inmortalizados en mármol, pero aquel era tan largo y hermoso y estaba
tan duro que le entraron unas ganas imperiosas de llamar a un escultor
inmediatamente.
Cyprien le acariciaba el cabello con la mano e intentaba que acercara
más el rostro. Alexandra frotó la mejilla contra su muslo, cerró los ojos y
rezó porque fuera lo suficientemente rápida.
—¿Alexandra?
Alexandra se puso de pie de un salto y empezó a correr como una
loca para rodear el dúplex de Edith. Su Jardin no estaba vallado, y
tampoco el de su vecino. Estaba a mitad del segundo Jardin cuando oyó
que Cyprien se caía al suelo y empezaba a soltar tacos.
«Un hombre nunca le dice que no a una mamada», pensaba Alex
mientras se abría paso por Jardines y rodeaba casas para estar lo más
lejos posible de Cyprien.
Y ningún hombre, ni siquiera Cyprien, puede perseguir a una chica
con los pantalones bajados.

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Capítulo 18

—Alex no me había dicho que era usted sacerdote —le dijo Leann
Pollock a John mientras le conducía a un comedor pequeño y un poco
desordenado.
—Me parece que Alexandra no habla demasiado de mí. —
Afortunadamente para John, porque necesitaba la información, y si Leann
hubiera sabido lo que Alex pensaba de él probablemente le habría echado
a patadas de su casa.
—Sí que hablaba de usted cuando trabajábamos juntas. La mayoría
de las veces me explicaba que, de pequeños, tuvieron que vivir en la calle.
Fue una gran suerte que usted pudiera cuidar de ella. —Quitó de un sillón
una pila de periódicos y los colocó en el suelo—. Disculpe el desorden.
Quisiera contratar a alguien para que me ayudara con la limpieza, pero
me han contado unas historias tan terribles que…
Leann Pollock era una pelirroja menuda de ojos cansados. Todavía
llevaba puesta la ropa del trabajo —un traje de color salmón un tanto
arrugado—. John vio restos de comida precocinada al lado de una multitud
de papeles y de archivos que se amontonaban en la mesa del comedor,
que estaba llena de polvo.
La mujer le siguió la mirada.
—Y tampoco sé cocinar —admitió—. Lo que realmente necesito es
una esposa. —Le guiñó el ojo a John—. Aunque es una pena que me
gusten tanto los hombres.
John habría sonreído si el sentido del humor de Leanne no le hubiera
recordado tanto al de Alex. Aquella mujer, como su hermana, vivía para su
trabajo. Vio que en la mesilla del café había un libro sobre epidemiología,
una gráfica comparativa del crecimiento de los contagios y una caja de
cartón sin la tapa llena de portaobjetos para el microscopio. A su lado, un
par de palillos utilizados y un recipiente de plástico de comida china para
llevar.
«Quizá le dedica demasiado tiempo a su trabajo», pensó John
mientras miraba aquella caja llena a rebosar y el recipiente de comida.
—Alexandra me dijo que usted investiga enfermedades en el centro
médico de control y prevención de enfermedades.
—Mi especialidad es el contagio pandémico. Cuando estuve en el
extranjero tuve la oportunidad de ver muchos casos de cólera y de tifus y
me interesé mucho por los factores de control. —Fue a sentarse pero dudó
—. ¿Seguro que no quiere nada para beber, padre? Tengo agua mineral,
café con hielo… —Hizo un gesto impreciso.
—No, gracias. —Esperó a que ella se sentara para hablar—. ¿Sabe
algo de Alex?
—No, nada de nada. —Se quitó los zapatos y los escondió debajo de
la mesilla del café con los dedos de los pies—. Me dijo usted que estaba en

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un congreso médico, ¿no?


«Se pilla antes —decía Audra en la cabeza de John— a un mentiroso
que a un cojo».
—Sí, todavía está allí. Solo quería saber si le había llamado entre
conferencia y conferencia.
—Ah, ya. Bueno, supongo que estará muy liada. —Hizo un gesto para
alcanzar un bolso grande de cuero que estaba al lado de la silla. Sacó de
él un sobre abultado—. Esto es lo que Alex me pidió; todo lo que hay en
los archivos sobre las plagas conocidas del siglo XIV: mapas, arqueología
forense…
John lo cogió y le dio las gracias.
—Solo por curiosidad, ¿cómo es posible que haya plagas
desconocidas?
—Mucha gente desapareció de la faz de la tierra sin que sepamos
exactamente qué fue lo que les mató —dijo Leann—. Durante la época que
Alex está investigando desapareció casi un cuarto de la población
mundial. Los historiadores lo atribuyen a la peste negra, pero en aquellos
tiempos apenas se guardaban registros y no estaba demasiado
desarrollada la ciencia médica, así que no podemos saber a ciencia cierta
que todo el mundo muriese por la plaga.
¿Por qué razón estaba Alex estudiando todo aquello? ¿Qué otra cosa
habría matado a tanta gente que no fuera la enfermedad?
—Algunas de las descripciones que dejaron por escrito los monjes,
casi los únicos que sabían escribir en el siglo XIV, nos hacen pensar que
alguno de los brotes podría haber sido ántrax o un tercer virus que todavía
no hemos identificado. La peste negra fue señalada como la culpable de
todo aquello. —Puso una cara cómica —Alex me dijo que estaba
intentando descubrir cuál era el tercer virus, estaba convencida de que
era un portador.
—¿Un portador?
—Va usted a arrepentirse inmediatamente de habérmelo preguntado,
padre. Puedo pasarme horas hablando de las plagas. —Leann puso los
ojos en blanco—. En algunas de las epidemias de la historia algunos
individuos sufrieron la infección letal y, por alguna misteriosa razón, no
llegaron a morir pero sí a contagiar a otras personas, como sucedió en el
caso de la fiebre tifoidea. Algunos científicos creen que la presencia de un
segundo virus portador evitaba que el primero les causara la muerte.
—Como la viruela vacuna evita que se contraiga la viruela.
—No exactamente. En el caso del virus mortífero, uno sigue
teniéndolo en el sistema, pero el portador evita la muerte, aunque no el
contagio a otros. —Se llevó la mano al cogote—. Lo que Alex busca es un
virus portador que hubiera evitado que los individuos murieran tanto por
el brote de ántrax como por la peste.
—¿Y dijo ella por qué estaba investigándolo? Leann se encogió de
hombros.
—Me dijo algo sobre un ensayo que tenía entre manos. La verdad, no
creo que pueda demostrar nada. Bueno, quizá la presencia (teórica, en
cualquier caso) de un virus portador único; pero, ¿de un doble portador? —
Meneó la cabeza—. Eso ya es cosa de ciencia-ficción.

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A John se le pasó algo por la cabeza.


—¿Le dijo si iba a trabajar en el extranjero?
—No, ni una palabra. Pero no creo que se vaya… Alex no se quejó ni
una sola vez mientras trabajamos en el Cuerpo de Paz, pero la verdad es
que estaba muy cansada de tanto trabajar. El Cuerpo no dispone de
demasiados doctores, apenas hay unos pocos. Me dio la sensación de que
cuando acabó su colaboración, se sintió bastante aliviada. ¡Mierda! —
Leann le miró como disculpándose y sacó otro sobre del bolso—. Esta es
una copia de las muestras que me pidió Alex, casi se me olvida.
John cogió el sobre.
—¿Le dijo para qué las necesitaba?
—Lo único que me dijo fue que había perdido su cartilla de
vacunación y que quería saber qué tipo de inmunizaciones había recibido.
—Leann soltó una risita—. Espero que Alex no intente utilizar los
anticuerpos de su sangre para demostrar la teoría del portador. A menos
que haya vivido en el siglo XIV, no aceptarán esa teoría.
—¿Para qué tendría que utilizar su propia sangre?
—El Departamento de Estado estaba realmente obsesionado con las
vacunaciones el año que estuvimos en el Cuerpo de Paz. —Leann se frotó
el brazo, como recordando todas las vacunaciones a las que fue sometida
—. A Alex y a mí, entre otros, nos administraron unas vacunas especiales
incluso antes de que nos entregaran los visados. Estábamos inmunizadas
contra lo mismo que está investigando ahora. —Ante la mirada confundida
de John, la mujer prosiguió—: El ántrax y la peste.

Michael no fue detrás de Alexandra. En cuanto pudo liberarse de sus


pantalones, los hizo pedazos y se metió en el coche, desnudo.
Podría matarla por aquello.
El teléfono del coche sonó. Michael cogió el auricular.
—Diga.
—Pareces enojado, mon ami. —La voz era dulce y burlona; una voz
que provenía de los salones de baile y de las salas de pintura del pasado
—. ¿Ha sido la lluvia la que te ha estropeado la caza o acaso ha sido la
petite jeunefilie?
Desvió el coche hacia el arcén y aparcó.
—Ven a casa y ya lo discutiremos.
Lucan soltó una carcajada.
—Ya he estado en tu casa, Michael, y me he tomado la licencia de
disfrutar de la hospitalidad que allí se me ha ofrecido. Me parece
admirable que utilices a una a la que todavía le queda algo de seso en la
cabeza; la mía gritaba tanto que tuve que taparle la boca con la mano
todo el rato. Tienes que explicarme cómo lo haces.
Así que había sido Lucan. Michael estuvo a punto de lanzar el teléfono
contra el parabrisas.
—Me alegra saber que Tremayne ya no es tu protector, Lucan.
Matarte será muchísimo más fácil.
—¿Me estás amenazando? —Lucan se rió—. ¿Por qué, Michael? ¿Qué
hay de aquellos aburridos principios por los que te has regido a lo largo de
los siglos? ¿Se te cayeron de los bolsillos cuando ella te bajó los

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

pantalones?
Michael empezó a maldecirle en un latín muy explícito.
—Incluso con nuestros poderes, es imposible. Sin embargo disfruté
mucho viendo cómo ella te hizo un nudo en la polla. —Suspiró—.
Disfrutaré mucho poniendo a prueba su resistencia física personalmente.
—Évidentment. Es una pena que seas hombre muerto.
—¿Acaso no lo somos todos? —Lucan esperó unos instantes—. Para
ser tan menuda es ardiente como el fuego, ¿verdad? La verdad es que me
encantan sus armoniosas caderas y el tono de su deseo; es una mujer
apasionada. —Su voz se volvió un susurro—. Podría hacer que gimiera
todavía más que Heather, Michael. J'aifaim.
Aquello le volvió ciego de rabia pero, de repente, una linterna dirigió
su haz de luz contra el coche.
—Espera. —Dejó el teléfono y bajó la ventanilla, salpicada de gotas de
lluvia. Al otro lado había un policía uniformado.
—¿Tiene usted calor, caballero? —le preguntó el policía.
El hombre no llevaba ningún anillo identificativo del Jardin en la
mano, solo una sencilla alianza de oro.
—¿Qué problema hay, agente?
—No puede usted aparcar aquí. —El halo de luz le enfocaba
directamente y le recorría el cuerpo—. Y además vas en bolas, chico.
—Tuve un pequeño accidente con la ropa.
—Vaya, pues lo siento. Mi mujer siempre me tiñe los calzoncillos de
rosa cuando pone la lavadora. —El policía abrió la puerta del coche—.
Necesito ver el permiso de conducir y la documentación del coche. Ah, y
también convendría que te taparas tus partes inmediatamente.
Michael miró fijamente al policía. Cuando los ojos del hombre se
volvieron vidriosos y se le entreabrió la boca, Michael le puso los dedos en
un lado del cuello y presionó.
—No te acordarás de este incidente y seguirás con tu trabajo.
El policía asintió y retrocedió unos pasos. Los ojos volvían poco a poco
a su estado natural después de que Cyprien le tocara el borde de la gorra
que llevaba.
—Que tenga usted unas buenas noches, señor.
Michael volvió a coger el teléfono.
—La verdad es que admiro tu talento, mon ami —dijo Lucan—. Es una
pena que solo te dé resultado con los humanos; de otro modo, podrías
conseguir que me olvidara de tu amiguita la doctora…
Michael mataría a Alexandra con sus propias manos antes de permitir
que Lucan le pusiera una mano encima.
La doctora no tiene nada que ver en este asunto; es a mí a quien
quieres. Ven a buscarme.
—Tremayne podría perdonarme por abandonar el redil, pero nunca
me perdonaría que acabase con la vida de su sucedáneo de hijo. No te
preocupes, no voy a hacerte nada. Sin embargo, como veo que la doctora
te importa tanto, quizá tú pudieras hacer algo por mí…
—Si te vas inmediatamente de Nueva Orleans no te mataré.
Lucan inhaló.
—Hay algo que sí puedes hacer por mí.

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Podía ponerse a intercambiar insultos con Lucan o bien asegurarse de


que Alexandra y los Kyn estuvieran a salvo. «Tienes que pensar como
Tremayne. Ten cerca de ti a tus amigos, pero todavía más cerca a tus
enemigos».
—Haré que tengas tu propio Jardin.
—Qué generoso eres, y qué original. La verdad es que me apetece
bastante tener el control de las colonias, ahora que las conozco un poco
más de cerca… Ahora solo me queda escoger una. —Lucan se quedó en
silencio unos instantes—. Tal vez me decida por Miami o por Fort
Lauderdale.
Los Kyn que vivían en el estado de Florida eran muy pocos y no
estaban demasiado organizados. Además, nunca habían mostrado una
especial disposición por unirse a la red de Tremayne. Si Lucan quería
organizar su propio Jardin, solo debería ser pequeño para no tener que
traer a ningún Kyn de Europa.
—Solo lo permitiré si únicamente dejas entrar a Kyn que actualmente
vivan en América.
—Quiero un Jardin, Michael; no una planta con su maceta.
Si por Michael fuera, no le daría ni una brizna de hierba. Sin embargo,
Tremayne se alegraría al saber que Lucan por fin había sentado la cabeza
y se dedicaba a hacer otra cosa que no fuese ir por ahí rajando cuellos.
Además, de aquel modo sería más fácil controlarle.
—No puedes reclutar a ningún guerrero de Europa —le dijo Michael—.
Si lo que pretendes es organizar tu propio ejército para enfrentarte al
trono, Lucan, tendrás que empezar desde cero. Lo tomas o lo dejas.
—Me conoces tan bien… —musitó Lucan—. De acuerdo, lo tomo. —Su
voz se volvió grave—. Ni se te ocurra entrar en Florida, Michael.
—Oui. —Michael se acomodó en el asiento del coche y cerró los ojos.
No quería admitir que se sentía aliviado. Todavía no—. Vete de Nueva
Orleans ahora mismo.
—Lo que tú digas, rey mío. Como veo que te preocupa tanto el
bienestar de tu dama, déjame que te diga que no soy el único interesado
por ella. Les bouchers han enviado desde Roma a uno de sus mejores
esbirros para encontrarte. Se llama Gelina. —Lucan colgó tras soltar una
risotada.
Michael pensó en Alexandra y en lo fácil que lo tenían tanto Lucan
como Roma para utilizarla como arma arrojadiza contra él. «Voy a ponerle
punto final a este asunto ahora mismo».
Volvió a poner en marcha el motor y se dirigió hacia La Fontaine.
Phillipe llevaba ya puesto el batín cuando se encontró con Michael en
el garaje. La desnudez de este último casi hizo que se le cayera al suelo la
copa que llevaba en la mano.
—¿Ha vuelto ya? —Después de que Phillipe asintiera, Michael le cogió
la copa, que contenía una mezcla de vino y sangre, y se la bebió—.
Tráemela ahora mismo.
—Me parece que no quiere verle, señor. —Phillipe se quitó el batín y
se lo entregó—. Si todavía fuese humana, la obligaría a salir; pero como no
lo es…
—Sí que lo es. —Michael lanzó la copa contra la pared más cercana. El

- 188 -
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poso de aquel vino sangriento explotó contra el muro de escayola blanca.


—Todavía es humana. No —dijo Michael cuando Phillipe se disponía a
entrar de nuevo en la mansión—. No quiero obligarla a venir.
Su senescal se le quedó mirando.
—Disculpe, señor, pero… ¿Qué es lo que quiere exactamente de ella?
Michael quería que se fuese de allí, quería que le fuese leal, quería…
que estuviese en su cama. Quería que estuviese a salvo.
—Enciérrala en la habitación y convoca al Jardin. —Entró en la casa en
dos zancadas.
Mientras se vestía en su habitación, Michael pensaba en Alexandra.
La habitación de ella tan solo estaba a unos metros de distancia… Tal vez
no quisiera salir, pero no tenía modo de evitar que él entrara. Si Lucan se
hubiese quedado en la casa… Michael tenía argumentos para matarla: le
había puesto en una complicada tesitura con el matón favorito dé Richard,
le había humillado, había utilizado su propia sangre para investigar lo que
le estaba sucediendo…
Habían transcurrido meses desde la última vez que Michael había
congregado a todos sus Kyn. Como señor tenía el derecho de hacerlo
cuando quisiera; incluso cada hora, si lo estimaba oportuno. Sin embargo
prefería reunirse con ellos cuando sabía a ciencia cierta que se cernía
alguna amenaza sobre los Kyn.
En aquel preciso instante, Phillipe estaría enviando las citaciones a
casi todas las casas que estaban en un radio de cinco manzanas alrededor
de La Fontaine. Sus ocupantes estarían empezando a bajar a sótanos
secretos cuya existencia se desconocía en Nueva Orleans. Después
empezarían a caminar por los mismos túneles que habían ocultado en el
pasado tanto a los Kyn como a los esclavos. Les había costado casi un
siglo a los ingenieros, arquitectos y geólogos encargados del proyecto
estabilizar aquellos húmedos terrenos del subsuelo del Garden District, en
los que se desplegaba una laberíntica red de túneles y cámaras secretas.
Y casi otro siglo les había costado a los Darkyn borrar cualquier rastro de
la existencia de aquella obra de las mentes de los seres humanos.
Michael notaba que los Kyn empezaban a congregarse en la mansión.
Estaban en el nivel inferior, al que solo sabían cómo acceder él y Phillipe.
Después de vestirse, Michael recorrió su propio pasadizo secreto que
conducía al nivel inferior, tres veces más grande que la mansión entera.
Allí estaban todos los Kyn que habían sido citados, esperando escuchar
sus órdenes.
—Gracias por acudir a mi llamada. —Miró el mar de rostros impasibles
e inmortales allí congregados. Los Kyn iban vestidos con cegadoras
túnicas blancas—. Somos víctimas de una nueva cacería, amigos míos.

Gelina siguió a John Keller de regreso al hotel. Cuando se aseguró de


que iba a pasar allí la noche, regresó a la casa que había visitado John. Vio
a Leann Pollock desde la calle, a través de las ventanas. Estaba sentada
en el sofá, comiendo patatas fritas y leyendo algunos documentos. Había
afirmado que no sabía nada del paradero de la hermana de Keller, pero, a
juzgar por la conversación que Gelina había seguido a través de un
diminuto transceptor con forma de disco, podría haber mentido.

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Gelina lo descubriría muy pronto.


Después de comprobar lo que hacían los vecinos y de estudiar la
zona, Gelina se dirigió sigilosamente a la parte de atrás de la casa y
desactivó la frágil alarma de seguridad. La puerta de atrás no tenía pestillo
ni cadena y la cerradura se abrió con facilidad con solo usar el
destornillador. El interior de la casa estaba completamente iluminado. Las
lámparas de todas las habitaciones estaban encendidas y también había
luces nocturnas en todas las clavijas.
«Tiene miedo de la oscuridad». Gelina bajó por las escaleras para
localizar el panel de los interruptores y así cortar la electricidad. Cuando lo
hizo, escuchó a la mujer soltar algunas palabras malsonantes y sonrió.
—Ya pagué la factura del mes —iba diciendo Leann a través del
teléfono de la cocina mientras Gelina se colocaba detrás de ella—. Vaya,
estoy bastante segura de que lo hice. ¿Podría usted comprobarlo? —
Suspiró—. Sí, ya me espero.
Gelina observaba a la mujer mientras se colocaba el teléfono entre la
oreja y el hombro para poder abrir un cajón. Leann encontró una vela
grande y la encendió con una cerilla que después agitó con la mano.
Aquella tenue luz hizo que la mujer dejara escapar un largo suspiro y
volviera a coger el auricular con la mano.
—¿Oiga? ¿Oiga? —Completamente aterrorizada, Leann empezó a
mirar a su alrededor—. ¿Hay alguien ahí?
Gelina dejó caer al suelo el cable del teléfono que acababa de cortar y
se inclinó para soplar la vela.
—¿Has pedido algún deseo?

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Capítulo 19

Si Alex había regresado a La Fontaine, era solo por los Durand. O al


menos aquello era lo que se decía a sí misma y lo que le dijo también a
Phillipe cuando le abrió la puerta para que pudiera salir. También le
explicó lo que le iba a hacer si la volvía a encerrar de nuevo en la
habitación, todo ello acompañado de gestos explícitos con las manos por
si no entendía algo en inglés.
En vez de amedrentarse, Phillipe la miró, exasperado.
—Alexandra, necesitar calmarse. Ir a hacer trabajo.
Prepararlo todo para llevar a cabo los procedimientos y operaciones
que necesitaban los Durand le llevó solo algunas horas. Resultó que
Heather, ya recuperada del ataque, tenía bastante experiencia y conocía
bien los pormenores del quirófano. No parecía demasiado molesta por el
hecho de que un monstruo como el que iba a operar la hubiera violado y le
hubiera chupado casi toda la sangre; aunque en ello tenía bastante que
ver Cyprien y sus técnicas para hacer que olvidara el ataque. No se
acordaba de nada.
—Cuando todo esto acabe, más le vale que te vuelva a transformar
en una persona normal —refunfuñaba Alex mientras se lavaba las manos
—, con sus cambios de humor, su síndrome premenstrual y su mal genio.
—Pero, doctora… Yo nunca he tenido el síndrome premenstrual.
—Cállate la boca, Heather.
Como a los Kyn les costaba más curarse durante el día, Alex decidió
separar las operaciones en dos sesiones nocturnas.
—Comenzaremos con Jamys en cuanto se ponga el sol y seguiremos
con Thierry a partir de medianoche. —Alex le dictó el protocolo de
operaciones a Heather e insistió en el material que iba a necesitar.
—Voy a elaborar el itinerario que vamos a seguir y voy a traerle lo
que me pide. —Heather se fue canturreando a preparar la mesa de
operaciones.
Alex le pidió a Phillipe y a sus amiguitos que trasladasen todo lo que
iba a necesitar del sótano a la espaciosa habitación del primer piso, de
modo que pudiera empezar a operar a Jamys sin que este tuviera que ver
a su padre. Liliette apareció con el muchacho aquella misma noche, antes
de la operación, y le pidió cortésmente que le explicase exactamente lo
que le iba a hacer a su sobrino nieto.
Alex le explicó con detalle las técnicas que había empleado con
Cyprien, y le dijo que podía restaurarle los músculos de la espalda
mediante el uso de injertos de los músculos de sus muslos. Dichos injertos
iban a actuar como el andamiaje por el que su desbocado sistema
inmunológico construiría nuevos tejidos musculares.
—Todos los doctores que conocí eran unos borrachuzos andrajosos
que tenían una debilidad especial por las sanguijuelas. —Meneó la cabeza

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

antes de inclinarse para darle un beso en la mejilla a Jamys.


—Bueno, algo hemos progresado desde entonces. —Mientras Heather
colocaba las bandejas con los instrumentos, Alex acompañaba a la
anciana señora hacia la puerta con delicadeza—. Saldré a decirle cómo ha
ido la operación tan pronto como acabemos.
Cuando Liliette se hubo ido, Alex volvió a lavarse las manos y los
antebrazos. Cogió una jeringa de solución salina azul ya preparada.
Heather ya había colocado boca abajo a Jamys y ya le había puesto un
gotero del que pendía una bolsa de sangre. El muchacho no reaccionaba
ante ningún estímulo, de modo que no pudo saber si estaba preocupado o
no.
—Esto va a ayudarte a dormir —le dijo—, así no notarás nada.
Lo único que hacía el muchacho era mirar fijamente hacia la puerta, y
ni siquiera pestañeó cuando Alex le pinchó. Después se le empezaron a
cerrar los ojos y la respiración se le volvió más pausada.
Aquel chico le preocupaba por diversas razones. Marcel y Liliette no
habían ocultado el miedo ni el recelo que sentían hacia ella y hacia su
instrumental. Por la situación tan traumática que había vivido, Jamys
debería haber dado más saltos que un conejo puesto hasta las cejas de
metanfetaminas al ver que una extraña intentaba experimentar con su
cuerpo. Pero lo único que hacía aquel muchacho era tratarla como si fuera
invisible, como hacía con todos los demás.
Sabía lo que los Brethren le habían hecho en el cuerpo; pero, ¿qué le
habrían hecho en la mente?
Heather hizo que Alex regresara al mundo real.
—¿Doctora? ¿Le pasa algo?
—No. Empecemos con el lumbar superior y de ahí vayamos bajando
—dijo mientras se ponía la mascarilla sobre la nariz y la boca. A pesar de
que sabía que no había motivos para preocuparse por los gérmenes, Alex
no podía dejar de lado su protocolo de actuación ni tampoco la necesidad
de mantener un entorno estéril alrededor de su paciente—. Ten la vista
puesta en los monitores, tendremos que volver a administrarle otra
inyección dentro de sesenta minutos para poder seguir operándole.
Después de que Alex extrajera el primer injerto de la parte anterior
del muslo derecho de Jamys y lo sumergiera en un baño de suero
sanguíneo, tenía que arrancarle el tejido maltrecho de la columna y
preparar el músculo. El fragmento de piel que acababa de cortar
empezaba a cicatrizarse mientras le colocaba el injerto; pero tan pronto
como el nuevo tejido empezaba a unirse con el músculo dañado, Alex
erosionaba la parte de abajo del fragmento de piel y del fundamento y los
apretaba para que cicatrizaran juntos.
—Tensión baja y ritmo cardiaco también bajo, pero regular —
murmuró Heather—. Se nos está acabando la primera bolsa de sangre,
doctora.
El cuerpo de Jamys estaba succionando la sangre como un chiquillo
sorbería una lata de refresco.
—Prepara dos unidades más, pero disminuye la dosis. —Demasiada
sangre podía saturarle los tejidos y complicar el proceso de asentamiento
de los tejidos.

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Alex no podía operar en áreas demasiado extensas, porque la dermis


empezaría a cerrarse a una velocidad superior a la que alcanzaba Alex
cortando. Sin embargo, poco a poco iba avanzando. Heather le administró
la solución salina azul por vía intravenosa en dos ocasiones más antes de
acabar con los injertos finales y de empezar a reconstruirle la epidermis.
Al operar a Cyprien había descubierto que, lijando la piel maltrecha en
pequeños segmentos, como si de madera se tratase, lograba devolverle a
la piel su aspecto anterior. De aquel modo, una nueva epidermis impoluta
se formaba inmediatamente y cicatrizaba en el lugar apropiado.
A pesar de que Alex todavía estaba bajo los efectos de la libido de
Cyprien, la enfermera reaccionó con una grata admiración.
—Doctora Keller, ha realizado usted un trabajo increíble.
—El mérito es casi todo suyo. —Frunció el ceño ante la nueva
avalancha de pensamientos que se le aparecían en la mente. «¿Jamys?».
Era difícil distinguir con claridad lo que le pasaba por la cabeza en aquel
instante: oía a alguien gruñir y veía manchas oscuras y fugaces. Al
principio no era capaz de distinguir nada, pero poco a poco las voces y las
imágenes empezaban a resultarle más familiares.
«Amada mía». Unas manos grandes llenas de callos recorrían un
cuerpo desnudo y blanco que estaba en una cama de sábanas de satén
dorado. «Despierta». Una carcajada grave y masculina, dedos que
acariciaban el cuerpo. «¿Me deseas?». Una de las manos apretaba un
pecho y la otra se deslizaba entre los dos pálidos muslos. «Ángel, sí,
Ángel».
—Oh. —Alex casi se cae al suelo al sentir en primera persona todas
aquellas sensaciones. Volvió a levantar mental mente los muros que, en
otra ocasión, habían evitado que los pensamientos de Thierry llegaran
hasta ella. Respiró aliviada cuando logró bloquearlos de nuevo. «Si de
verdad era Thierry, creo que lo que quiere no es matarla»—. Abrazadera.
Cuando acabó, dejó el escalpelo bañado de cobre en la bandeja para
que lo lavaran y se quitó la mascarilla. Inspeccionó detenidamente la
espalda del muchacho hasta que se dio por satisfecha por cómo
evolucionaba la cicatrización.
—No dejes que se mueva; que siga boca abajo. Volveré dentro de un
rato para ver cómo van los injertos. —Se quitó la bata de quirófano y dejó
a Heather al cuidado de Jamys.
En el vestíbulo le estaban esperando Marcel, Cyprien y Liliette. Los
dos hombres flanqueaban a la anciana señora, a la que Michael le estaba
diciendo algo en francés. Dejó de hablar cuando vio a Alexandra.
A pesar de que los Durand eran sus amigos, Cyprien no parecía ser el
tipo de hombre que estuviera dispuesto a cogerle la mano a nadie ni a
mostrarse preocupado. Alex no esperaba encontrárselo sin que hubieran
ajustado cuentas primero. ¿Le daría un bofetón?
«No te dio ninguna bofetada ayer», le recordó su conciencia. «Ni
siquiera después de que le dejaras en medio de la calle con los pantalones
bajados hasta los tobillos».
Alex habló primero con los Durand.
—Jamys se ha portado muy bien. He podido reparar el daño causado
en la espalda. Si no hay complicaciones, podré empezar a operarle las

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manos mañana mismo.


Marcel murmuró algo, casi sin aliento.
—¿Y mi hermano?
—Empezaré con su operación dentro de unas horas. —Alex miró a
Cyprien. Le debía una disculpa, como mínimo… Pero no, de ninguna
manera—. ¿Puedo hablar contigo en privado?
Dejaron atrás a los Durand y se dirigieron hacia el sótano, como
guiados por un mismo impulso. Thierry estaba en silencio y Alex se acercó
hasta la reja para echarle una ojeada. Estaba acurrucado en una esquina,
triste.
Lo mejor era ir al grano.
—Me pasé bastante ayer —dijo Alexandra bruscamente—. Lo siento.
Cyprien le contestó:
—No es verdad. No lo sientes.
—Bueno, por lo menos lo estoy intentando. —Observó a Thierry
mientras dormía. Todo aquello empezaba a escapársele de las manos;
tenía que dejar de huir de él. Pero si bajaba la guardia y le dejaba entrar
en su corazón… ¿Qué iba a pasar?—. Michael…
Movió la cabeza.
—Olvídalo.
Y así se quedaron las intenciones de Alexandra de arreglar las cosas y
de intentar tener una relación más o menos decente con Michael.
—Bueno, entonces solo nos queda hablar de la operación de Jamys.
Michael entrecerró los ojos.
—Dijiste que la operación había sido un éxito.
—Y así ha sido. Pero hay algo más que quisiera comentarte. —Se
apartó un poco de la celda y bajó el tono de voz por si acaso Thierry
entendía algo de lo que le estaba diciendo a Cyprien—. ¿Has obtenido
alguna reacción de Jamys desde que está aquí? No me refiero a ninguna
reacción verbal, sino física; algún signo que demuestre que es consciente
de lo que pasa a su alrededor, que entiende lo que le dices o que sabe
dónde está o con quién.
Cyprien frunció el ceño.
—No, pero tampoco es que los demás hayan hablado demasiado, la
verdad.
—La cuestión no es que no hable, sino que está en un estado
catatónico. —Se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja—. No
reacciona ante nada porque me parece que no obedece a ningún estímulo.
—No lo entiendo. No muestra signos de sufrimiento o de
desequilibrio. —Dirigió la mirada hacia la celda de Thierry.
—No muestra ningún signo aparente de ello, es cierto.
Pero las personas reaccionamos de diverso modo ante las
experiencias traumáticas. Thierry ha perdido la cabeza; Jamys se ha
encerrado en sí mismo. —Alex se dirigió al frigorífico para coger una bolsa
de sangre—. Debería haberme dado cuenta antes: es como una estatua.
Todos le guían, no camina por iniciativa propia. —Mientras cogía una
jeringa se preguntó si debía explicarle a Cyprien los pensamientos y
emociones que había recibido de Thierry.
—¿No te pinchaste ayer por la noche cuando regresaste? —le

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preguntó Cyprien en voz baja.


—No. —Alex se disponía a clavarse la aguja en el brazo cuando
Cyprien la detuvo cogiéndola de la muñeca.
—Vas a dejar de usar jeringuillas ahora mismo.
No era capaz de confiar en ella ni de amarla y sin embargo se
permitía el lujo de decirle lo que tenía que hacer.
—Y tú vas a dejar de darme órdenes continuamente. —Como no la
soltaba, Alex le lanzó una mirada de odio—. Ya lo dejamos bastante clarito
ayer, ¿no?
Le quitó la jeringuilla de la mano y la apartó.
—Ahora sí que está todo claro.
—Vale. —Alexandra le miró con desprecio—. Tengo más.

Michael podía perdonarle lo que le había hecho bajo la lluvia. Al fin y


al cabo, se había disculpado, aunque a su manera. Podía hacer oídos
sordos a sus comentarios sarcásticos y a sus insultos. Era una mujer
moderna; una mujer que se consideraba igual al hombre. Lo que él sentía
por ella era tan fuerte que le permitía soportar la vergüenza y la
humillación a la que ella le había sometido.
Pero aquel gesto de desprecio ya era demasiado.
No había nada más que decir. La cogió en sus brazos y se la llevó
escaleras arriba.
—Vuelve a dejarme en el suelo —le decía mientras le daba puñetazos
en el pecho—. Me sobran motivos para patearte el culo, así que dame uno
más y de verdad que lo voy a hacer.
Michael no tenía nada más que decirle. Alexandra iba a estar en
peligro hasta que él hiciese lo que tenía que hacer: acabar lo que había
empezado.
Éliane caminó hacia ellos.
—Hay una llamada de Irlanda…
—Ahora no. —Cyprien pasó por delante de ella y subió las escaleras.
Alex maldecía y se revolvía en sus brazos, pero Cyprien no le hacía caso.
La llevó a su dormitorio y cerró la puerta con llave.
—¿Estás más tranquilo ahora que me has enseñado quién es el
neandertal y quién manda aquí? —le preguntó mientras se la llevaba a la
cama.
Michael la colocó sobre el cubrecama de seda. El uniforme que
llevaba Alexandra no tenía botones ni cremalleras, solo un cordel en la
cintura de los pantalones evitaba que los anchos pantalones verdes se le
cayeran al suelo. Le puso las manos en el triángulo que formaba el cuello
de su camisa y se la rasgó de un brusco gesto. No llevaba sujetador
debajo, y sus redondos y voluptuosos pechos relucieron bajo la tenue luz
de la lámpara. Tenía los pezones erectos.
—Esto ya lo hicimos ayer —le recordó ella— y la cosa acabó fatal, no
sé si te acuerdas.
Le puso una mano entre los senos para que estuviera quieta mientras
le rasgaba los pantalones. La cogió por la muñeca antes de que ella
pudiera clavarle las uñas en la cara y utilizó uno de los jirones del pantalón

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para atarle la muñeca a la cama.


—No me vas a atar, de ninguna manera. —Alexandra luchaba por
liberarse, enfrentándose al brazo que él extendía y tirando del fuerte nudo
con el que le había atado la muñeca a la cabecera de la cama—. Gritaré
como una loca hasta que me sueltes.
Dejó que gritara mientras le ataba la otra mano y también las fuertes
y peleonas piernas. Cuando acabó, retrocedió unos pasos para admirar su
trabajo. El tejido del uniforme de Alexandra era muy resistente y ella
estaba exhausta por el esfuerzo de la pelea, de las largas horas de
operaciones y probablemente también por la falta de sangre. Aquellos
nudos resistirían; de no hacerlo, iría a buscar las cadenas de cobre con las
que habían atado a Thierry.
Alexandra dejó de gritar y le miró de una manera desesperada a la
par que amenazante.
—No me vas a obligar a que me beba tu sangre.
—Lo que te voy a ofrecer ahora no es mi sangre. —Michael empezó a
desabrocharse la camisa. Era su sygkenis, su mujer, y ya era hora de que
empezara a entender lo que ello suponía.
Alexandra le miró mientras se desvestía.
—Bueno, parece que vamos a hacerlo, ¿no? —La voz se le había
vuelto un poco ronca y se recorrió con la lengua el labio superior—.
¿Puedo decir algo al respecto o vas a hacer que te odie el resto de la
eternidad?
—Añádelo a tu lista. —Dejó caer la camisa y los pantalones al suelo
antes de regresar a la cama. Era perverso e incluso cruel, pero verla así le
gustaba; ella era siempre tan competente y estaba tan segura de sí
misma… Le excitaba verla impotente y a su merced.
Alexandra se hundió bajo el peso de él. Esquivaba su boca y peleaba
por liberarse de las ataduras de los pies y de los tobillos. Estaba encima de
ella y la apretaba con fuerza contra la seda del cubrecama. Nunca antes
habla estado desnuda debajo de él, y le costó unos segundos
acostumbrarse a las nuevas sensaciones. El cuerpo de Alexandra era
menudo pero encajaba perfectamente con el suyo. La suavidad de la piel
de ella se rendía ante la dureza de la suya cuyo calor le transmitía.
Michael bajó la cabeza y puso los labios sobre los de ella. Eran dulces
como un pétalo y temblaban. Le recorrió con la lengua las curvas de los
labios, humedeciéndolos y animándolos a que se abrieran. Una vez dentro,
su lengua halló un calor oscuro y húmedo en el que se sumergió,
enloquecido.
—Así no vamos a arreglar nada —musitó Alexandra contra sus labios.
Él alzó la cabeza.
—¿Ah, no? Pues dime qué quieres que haga, Alexandra.
—Me parece que este no es un momento oportuno para que te
empiece a dar instrucciones. —Alexandra volvió a retorcerse—. ¿Cómo es
posible que me cargara una señal de tráfico y no pueda liberarme de estas
tiras?
—Porque, en realidad, no quieres liberarte de ellas. —Se puso a su
lado y empezó a pasarle la mano por la lisa y firme piel del vientre—. Lo
has sentido desde el día en que nos conocimos, ¿verdad? Incluso cuando

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no tenía este rostro ni podía verte. Desde entonces nos hemos peleado y
hemos intentado esconderlo. —Le recorrió el cuerpo con los dedos y
después se detuvo en un pezón, rodeándolo—. Hemos intentado ocultarlo,
y ahora tú sales corriendo porque no soy lo que tú esperabas ni entro en
tus planes.
—Pues no. —Arqueó la espalda, movimiento involuntario que le
permitió a Cyprien sentir su pecho turgente contra la palma de la mano—.
No eres lo que tenía planeado.
—Yo también tenía mi propia vida antes de conocerte, ¿sabes? —Le
cogió el pezón con la punta de los dedos y la observó mientras se
estremecía—. Planes, ambiciones. Gente a la que me debo y que depende
de mí para estar a salvo. —Le puso el dedo en el cuello para comprobar su
pulso—. Yo tampoco quería que esto sucediera, Alexandra. No quería que
fueses tú; sin embargo estoy más unido a ti que tú a esta cama.
Las lágrimas le bajaban a Alex por el rostro mientras se liberaba de
las ataduras. No intentó pegarle ni irse de la cama.
—Mierda. —Le rodeó el cuello con los brazos y enterró el rostro en su
pecho—. ¿Y ahora qué vamos a hacer?
—No lo sé. —Michael siguió sus impulsos y le colocó la mano entre las
piernas, recorriéndole con los dedos aquellos pliegues delicados y
sintiendo un calor sedoso. Después posó la mano sobre el muslo de ella. —
Alexandra, estoy cansado de ser comprensivo y paciente; cansado de
negar lo que somos.
—Pues no lo niegues más.
Alex se dio cuenta de que Cyprien tenía razón. A pesar de los enfados
de él y de la reticencia de ella a ese dominio del que tanto hablaba, estaba
claro que entre ellos había algo. Había sentimientos y también atracción
física. Desde el primer día lo habían sabido y se habían enfrentado a ello,
pero ya no podían obviarlo más o acabarían matándose el uno al otro.
Lo que Cyprien le había confesado le había llegado al corazón y le
había dado alas. No era la única cuya vida anterior se había ido al garete.
¿Cuántas veces le había exigido que hiciera cosas por ella?
«Demasiadas veces».
Cyprien había sido generoso. Le había dado dinero para que Luisa se
recuperara. Le había ofrecido ayuda para encontrar a los hombres que la
habían atacado. Le había ofrecido a los Durand como pacientes; a los que
podía operar sin miedo a infectarles. Le había dado un motivo para seguir
viviendo cuando ya no le quedaba ninguno.
Y sentimientos. Le había dado sentimientos con los que llenar el vacío
que sentía. Demasiados, tal vez, pero eso le pasaba por haberlos
mantenido tanto tiempo en secreto. Se le habían multiplicado.
Alex observaba a Cyprien mientras le quitaba los jirones de tela de las
muñecas. No hizo ningún esfuerzo por liberarle los tobillos.
—¿Quieres que me quite las tiras de ahí? —le preguntó mientras
movía las piernas para llamar su atención.
—No. —Le rodeó el cuello con una mano y la atrajo hacia sí para
besarle en los labios.
Besaba de maravilla. Las cosas que era capaz de hacerle con la
lengua y con los dientes hacían que no quisiera despegarse de él y que le

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colocara en la entrepierna la única mano que tenía libre. Michael se


sobresaltó cuando ella le agarró el miembro con la mano. Lo acarició solo
una vez antes de bajar más la mano y rodearle el escroto con ella. Se
estremeció.
Michael no parecía temer aquella posición de inferioridad, aunque le
cogió la otra muñeca con la mano y se la puso por encima de la cabeza.
Dejó de besarla para mirarle a los ojos. Los ojos de él seguían siendo tan
claros como el agua cristalina de las montañas.
—¿Qué vas a hacerme, chérie?
—Solo tengo una mano libre… —Liberó una de las piernas y la enredó
en el muslo de él—. Vamos a averiguarlo…
Alex le apretaba la polla con la mano, colocándosela contra el vientre.
Cyprien se adelantaba, buscaba, se separaba, pero ella mantenía las
caderas inclinadas para que no pudiera penetrarla. Empezó a moverse
poco a poco, restregándose contra él, haciendo que se moviera al compás
que marcaba ella y notando cómo el rígido miembro crecía todavía más.
Observaba cómo los ojos perdían su frialdad y resplandecían como
turquesas moteadas de oro.
—Si seguimos así vas a correrte —le susurró al oído—. ¿Es lo que
quieres?
—Quiero que sea contigo. —Su mano se unió a la de ella y la
sustituyó después para colocarle el glande en el borde de su monte de
venus, acariciándolo. La rigidez de su verga iba y venía sobre el clítoris de
Alexandra.
Alex no podía acallar los gemidos que se le escapaban de la boca ni
podía aplacar el movimiento de sus muslos.
—Non, non. Dentro de ti. —Se arrastró encima de ella.
Logró apartarle de ella. Le miró. Cyprien estaba de rodillas, entre sus
piernas. Separó los muslos para tomarla mejor y la colocó de modo que
pudiera cogerla por las caderas. Ya estaba casi dentro, la mitad del glande
estaba enterrado en su vagina. Apretó para atravesar la abertura elíptica
que temblaba bajo su peso y notó la carne caliente del interior, llenándola
casi hasta sentir dolor.
—Michael. —Podía controlar la incomodidad y la quemazón de
acomodarle en su cuerpo. No quería que se detuviera, estaba dispuesta a
matarle si lo hacía —Vamos.
Cuando tenía casi toda la polla dentro, se detuvo. Tan solo un
instante. Le miró a los ojos, la agarró por las caderas y se la metió toda.
No pudo evitar que se le escapara un grito.
Michael se quedó de piedra, con la mirada fija en el lugar en el que se
mezclaba el vello corporal de ambos. En su rostro se reflejaba la lujuria y
el asombro. La cogió por los brazos y le colocó las manos sobre su pecho.
Alex no sabía lo que pretendía hacer hasta que él se inclinó sobre ella
y sus manos se deslizaron hasta los hombros de él. Tan pronto como
apretaba, volvía a apartarse. Así una y otra vez.
—Con cuidado —musitó él, observándola mientras volvía a meterse
dentro de ella. Estaba temblando y se estremecía bajo las manos de ella
—. Poco a poco.
Estaba hablando consigo mismo, no con ella.

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Todo aquello era demasiado para ser real. Alex sentía un mar de
explosiones bajo la piel; todas ellas formaban un torrente de fuego que le
recorría todo su ser, avivado por aquel movimiento deslizante que tenía
lugar entre sus piernas. Dejó caer la cabeza hacia atrás y le clavó las uñas
en la espalda.
—Más, más, Michael, dame más, por favor…
Las manos de Michael se deslizaron hacia abajo para poder levantarla
un poco más y separarle las piernas mejor. Empujaba y retrocedía, casi
como un muelle o como una serpiente a punto de atacar. Le quitó una de
las manos de la cadera y con ella la agarró del pelo para que le mirase.
Entonces el movimiento se volvió más acelerado y profundo.
No es que Alex llegase al clímax; es que explotó.
—Sí, sí, así… —Salía de ella con la misma fuerza con la que entraba;
volvía a clavarse en ella con una fuerza indescriptible. Sus cuerpos
chocaban y el sudor del rostro y del pecho de Michael caía sobre
Alexandra—. Así, chérie, así.
Sobrevivir parecía improbable. El segundo orgasmo la hizo gritar, y no
había acabado de hacerlo cuando él la empezó a besar sin detenerse
mientras la iba follando.
Él estaba a punto de llegar al orgasmo. Alex lo sentía; era como si un
monstruo se le estuviera deslizando por debajo de la piel, acumulándose
en los músculos, creciendo y extendiéndose hasta que Alexandra pensó
que iba a gritar de nuevo. Iba a gritar de placer y de estremecimiento.
—Alexandra. —Arrancó su boca de la de ella y le apretó la mejilla
contra su pecho. Podía oír cómo le latía el corazón y cómo la acelerada
respiración le rugía bajo la piel. La voz se le entrecortó cuando entró con
fuerza en ella por última vez. Se quedó rígido mientras se derramaba
dentro de ella.
Alex lo sostenía mientras él se estremecía una y otra vez. Le pasó la
mano por el húmedo cabello y contuvo un gemido cuando él salió de su
cuerpo y se quedó de espaldas a ella. Alexandra se quedó mirando
fijamente el dosel de la cama, exhausta y al borde de las lágrimas.
Sin lágrimas ni remordimientos: ella lo amaba y él la amaba a ella. Lo
sabían aunque no se lo habían dicho con palabras. Habían disfrutado como
nunca. Ya estaban preparados para ponerse a jugar al vampiro malvado y
a la indefensa e inocente doncella hasta el fin de sus días.
Tenía que salir corriendo de allí. No iba a pasar bajo aquel techo ni un
segundo más.
Cyprien no dijo nada cuando ella se levantó de la cama y le cogió una
bata del armario. No intentó detenerla cuando ella se fue a su habitación,
se duchó y se vistió.
Alex bajó por las escaleras y salió de la mansión.

Gelina volvió a ajustarle a Leann la venda que le cubría los ojos


porque se le había deslizado otra vez. Dejó a un lado la plancha que había
utilizado para quemarle los pechos. La alfombra que estaba debajo del
cuerpo de la agonizante mujer estaba cubierta de vómitos, de orina y de
sangre. No duraría mucho más, estaba ahogándose otra vez.
Gelina retiró con cuidado uno de los extremos de la cinta adhesiva

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que le cubría los labios a Leann y la puso de lado. Mientras la mujer


regurgitaba los últimos contenidos de su estómago, Gelina contempló
admirada el dibujo que se le había formado en la espalda por los latigazos
del cordón de la plancha. La luz de las velas hacía que la sangre brillara
como tiras de rubí líquido. Aquello la excitaba hasta límites insospechados.
Gelina suspiraba mientras se frotaba la entrepierna con la mano,
acariciándose para aplacar aquel picor que por tan poco tiempo había
satisfecho Leann. La mujer americana no le había durado mucho, tan solo
unas tres horas, pero había sido asombrosamente receptiva.
—Por favor. —Leann había dejado de vomitar—. Por favor. —Era la
única frase que había dicho en los últimos treinta y tres minutos.
Gelina pensó en utilizar el palo de la escoba otra vez, pero la última
vez Leann apenas había reaccionado, y además entre sus muslos
empezaba a haber ya demasiada sangre.
—¿Está usted segura de que me lo ha dicho todo, señora Pollock?
La cabeza de Leann se movió de arriba a abajo.
Ya le había dicho a Gelina todo lo que sabía de su amiga Alexandra y
de la extraña información que le había pedido. Incluso había establecido
conexiones entre los anticuerpos que ella y Alex habían recibido y los
anticuerpos que podían haber estado presentes en el cuerpo de una
persona del siglo XIV. Gelina había grabado aquellas explicaciones entre
sollozos en una cinta; cada vez que escuchaba algo que no alcanzaba a
comprender, pegaba a la mujer hasta que esta se lo explicaba en términos
legos.
Tenía que explicárselo todo al cardenal Stoss, por supuesto. Gelina
tenía planeado hacerlo en cuanto acabase de divertirse con Leann, a
quien le quedaba ya poco tiempo de vida. Decidió explicarle a la mujer lo
que pensaba hacerle a John y, si el cardenal le daba permiso, también a
Alexandra.
Leann lloró cuando Gelina empezó a explicárselo; estaba aterrada y
agonizaba en la oscuridad. Después le ofreció a Gelina todo el respeto que
merecía y escuchó hasta el detalle más escabroso. Estaba tan quieta que
Gelina tuvo que azuzarla después del relato para ver si todavía estaba
consciente.
—¿Qué te parece, eh? La parte que más me gusta es aquella en la
que tiene que comerse sus propios testículos. —Lo había leído en un libro
sobre torturas medievales y todavía no había tenido ni tiempo ni sujetos
para ponerlo en práctica.
—Te compadezco —susurró Leann.
Gelina serió.
—¿Qué? No soy yo la que se está desangrando encima de esta
preciosa alfombra beis, señora Pollock. Yo sí que voy a vivir y voy a
atrapar a su amiga y a su hermano. Espero poder jugar con los dos.
Leann empezó a decir algo entre dientes. Gelina tuvo que acercarse
para entenderla. Era el salmo veintitrés, la hermosa canción lírica de fe
que los monjes le habían hecho recitar a Gelina cada vez que le daban
latigazos.
Aquello la enfureció.
—Dios no existe —le gritó a la moribunda mientras le pegaba una y

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otra vez—. Solo hay valles de sombra, dolor y muerte. Lo único que existe
es el infierno, estúpida come-mierda, y es mío. Todo mío.
Leann había dejado de rezar.
—Ya lo sé. —La sangre le salía a borbotones de los labios partidos—. Y
por eso te compadezco.
Gelina le arrancó la venda de los ojos.
—¿Todavía me compadeces? —Le clavó las largas y afiladas uñas en
la cara y en el cuello, despellejándola viva como un animal. Cuando sus
manos goteaban sangre, la chupó con la lengua y se la escupió en la cara
destrozada.
—¿Y ahora quién se compadece, eh? ¿Quién se compadece?
Leann no le contestó. Se quedó mirando la llama de la vela que tenía
al lado, con los ojos bien abiertos, agradecida, y con las pupilas fijas en el
punto de luz.

Phillipe encontró a Alex en un bar cercano de turistas llamado


Midnight Sax. Estaba sentada en una esquina bebiendo una botella de
cerveza. Sobre el escenario, una mujer negra entrada en carnes estaba
cantando una triste canción. Alex, sin embargo, no le prestaba ninguna
atención. Estaba más ocupada observando a un hombre corpulento que
estaba sentado en la mesa de al lado. El hombretón estaba solo y bebía
sin parar.
Desde que su señor había vuelto a traer a Alexandra a La Fontaine,
Phillipe había hecho todo lo que estaba en sus manos para que se sintiera
a gusto. Como senescal de Cyprien, era su obligación; además todavía se
sentía bastante culpable por lo que le había sucedido a la doctora.
Pero es que también le gustaba Alexandra. Le recordaba a su
hermana Maere, que había sido igual de menuda y oscura de piel.
Tampoco le había temido a nada, como la doctora. Maere cuidó de él
cuando contrajo la enfermedad y también se acabó contagiando. A los
pocos días de que Phillipe se uniera a los Kyn, ella falleció. Secretamente,
Phillipe había contemplado su tumba en silencio durante meses, por ver si
ella también renacía; pero apenas había mujeres que se levantaran y
Maere se quedó para siempre bajo tierra.
Phillipe no quería tener que hacer lo mismo con la tumba de
Alexandra.
Se acercó a ella y se sentó en la silla vacía que tenía al lado.
—¿Qué tal estar el refresco? —le preguntó en su inglés precario.
Alexandra miró la botella que tenía en la mano.
—No es un refresco, Phil. Una Coronita es una cerveza. Y está
demasiado caliente. —Siguió mirando atentamente al hombre corpulento.
Phillipe también se puso a mirar al hombre. Tenía morados en los
puños y los rasgos físicos típicos de un acosador.
—¿Te ha enviado Cyprien? —No quería que Phillipe le contestara—.
No tiene agallas para venir él mismo y tiene que enviarme a uno de sus
lacayos. ¿Pero tú te crees que tiene que pedirme que salga por la noche y
que atrape a alguien así por las buenas? —le preguntó a la botella de
cerveza—. Si me lo vuelve a pedir tendrá que recoger sus preciosos
dientes de la alfombra, te lo digo yo.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—El señor quiere usted regresar. —Esperó un instante pero Alexandra


no le contestó—. Alexandra, por favor…
—Ya te he oído. Que me bese el culo.
—Si intenta besar culo, tú pegar. —Cómo odiaba aquella lengua,
incluso le parecía que el alemán tenía más sentido. Meneó la cabeza—. Mi
broma, no tan buena. Como mi inglés.
—No, la verdad es que es bastante graciosa. —Suspiró—. Dime una
cosa, Phil. ¿De verdad lleváis vivos desde el siglo XIV?
—Oui.
—Vaya, así que es verdad que tienes setecientos años. —Se apoyó la
mejilla en el puño.
—No sé exacto —le dijo. ¿Cómo podía explicarle en inglés que él
había sido un simple campesino y que nadie se había molestado en
apuntar el año de su nacimiento? ¿Cómo decirle que parte de su vida, que
se había pasado trabajando en el campo, se había regido por el ciclo de
las estaciones? Cyprien era algunos años mayor que él. Todavía le
recordaba de pequeño, montando a caballo cerca de la casa en la que
vivía con su padre—. Un poco menos que el señor.
—No lo pillas, Phil. Me acabo de cepillar a un hombre que tiene
setecientos años.
Phillipe ya lo sabía, pero solo porque acababa de cambiar las sábanas
del dormitorio de Cyprien. Tenía que decirle algo para que se sintiera
mejor.
—¿Felicidades?
Alexandra se lo quedó mirando y soltó una carcajada. Aquella risa
dibujó una sonrisa en la cara de Phillipe, como tantas otras cosas que ella
hacía.
—Venga, Phil. —Alexandra se levantó de la silla y le extendió la mano.
Ella aceptó y Alexandra tiró de ella para que se pusiera de pie.
—Volvemos ahora, oui?
—No. —Tiró de su brazo hasta que estuvieron delante del escenario—.
Vamos a bailar.
Phillipe se quedó paralizado. La canción que cantaba la mujer era
lenta y sensual, como su mirada; la música evocaba sexo y
arrepentimiento.
—Yo no hago esto.
—Pues esta noche sí que lo vas a hacer. —Alexandra estudió su rostro
—. ¿No sabes cómo se baila? —Phillipe negó con la cabeza—. Es muy fácil.
Sujétame. —Alexandra le colocó los brazos alrededor de ella—. Y ahora
guíame por la pista. Venga, tú puedes hacerlo.
Phillipe empezaba a sospechar que por ella sería capaz de caminar
sobre brasas encendidas, de modo que se acercó más a ella y empezó a
bailar con ella por la pista.
—Más despacio. Cuidado con los pies. Sí, así. —Apoyó la mejilla
contra él—. Qué sensación más agradable.
Como Phillipe no podía compararlo con nada más —su vida había sido
muchas cosas, pero nunca agradable—, supuso que realmente debía de
serlo. Era cierto que le gustaba tenerla en los brazos, escuchar aquella
canción y bailar.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—¿Por qué has estado con él todo este tiempo?


Le llevó unos minutos traducirlo del francés al inglés.
—No tener… otro lugar. Servir a señor, juramento, yo quedar y
proteger.
—Pero tú tienes los mismos poderes y la misma fuerza que él. —Lo
miró de arriba a abajo—. No eres nada feo dentro de la categoría de los
tíos cachillas y a las mujeres les encanta el acento francés. Podrías ir a
donde quisieras y hacer lo que quisieras sin ningún problema.
Phillipe perdió el hilo a partir de «cachillas», sin embargo, captó el
sentido general de lo que le estaba diciendo la doctora.
—Yo no explicar bien, Cyprien es mi señor, pero es ma seule famille.
Nadie más. —Alexandra vio de reojo que el hombre corpulento de la mesa
de al lado se levantaba para ir al servicio—. No como tú.
—Ya. Son casos diferentes. Mi única familia pasó de mí para irse con
Dios. —Suspiró y se pasó la mano por la frente—. Yo no quería que
sucediera esto, Phil. Le amo, pero no quiero meterme en todos estos
follones, joder, estaba la mar de tranquila antes.
De nuevo no entendió las palabras exactas de Alexandra, pero no
quiso preguntarle nada por miedo a molestarla.
—El amor es libre, Alexandra… pero hay obligación. Deber.
—Sí, tienes toda la razón.
Levantó una mano para tocarle los rizos delicadamente. Después
hundió las puntas de los dedos en el cuero cabelludo y lo masajeó. Una
prostituta de Bayona le había enseñado cómo hacerlo adecuadamente y le
había dicho que nada le relajaba más a una mujer que un buen masaje.
—No tan bien estar solo… sin amor. Marcel, el chico, Thierry… te
necesitar. —Dudó un momento antes de añadir algo más—. Cyprien te
necesitar también, muy grande. —Y teniéndola en sus brazos podía
entender perfectamente por qué su señor la deseaba tanto.
—Sí, muy grande. Quedaría de perlas en mármol blanco. —Alex se
apartó de Phillipe—. Bueno, creo que ya hemos bailado bastante por hoy.
Phillipe la siguió en silencio hasta la mesa. Alexandra miró la silla
vacía en la que había estado sentado hasta entonces el hombre
corpulento, emitió un sonido de asco y le dio un trago a la botella. Un
segundo después, dejó la botella sobre la mesa de un golpe.
—Si he estado tolerando pequeñas cantidades de líquido hasta ahora,
¿por qué me entran en este momento ganas de vomitar?
—Sangre no hacer vomitar.
Se quedó mirando a Phillipe y después se dio un golpe con la mano
en la frente.
—Claro, es el semen. ¿Cómo puedo ser tan sumamente idiota? Es tan
malo como su sangre, no puedo tenerlo en el cuerpo. Necesito hacerme
unos análisis ahora mismo. Necesito curarme o nunca jamás podré volver
a ser doctora.
Cyprien le había explicado a Phillipe el procedimiento que seguía la
doctora para ralentizar los síntomas. Alexandra debía experimentar aún
una muerte humana. ¿Sobreviviría al cambio final o, como Maere, se
quedaría para siempre bajo tierra?
—¿Es tan malo —le preguntó Phillipe al fin— ser Kyn? ¿Ser docteur

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Kyn?
Alexandra le dirigió una mirada indescifrable y se agachó de repente.
—Perdona, pero tengo que vomitar la cerveza ahora mismo.
Phillipe siguió a Alexandra hasta el servicio que tenía el símbolo de la
mujer en el rótulo de la puerta. Sabía que aquello quería decir que debía
esperar en la puerta si no quería que otras mujeres que estuviesen dentro
empezaran a gritarle. Cuando Alexandra saliera, debía encontrar las
palabras en inglés que la hicieran entrar en razón y convencerla de que
debía regresar a la mansión. Si todo aquello no daba resultado, debería
entonces llevársela por la fuerza, tal y como le había ordenado su señor.
Esperaba que lo del inglés resultara, porque odiaba tener que utilizar
su habilidad especial con Alexandra. Obedecería a su señor, sin duda, pero
Alexandra… no se lo merecería.
Alexandra salió del servicio de mujeres exactamente en el mismo
momento en que lo hizo el hombre corpulento del de hombres. Estaba
medio borracho y se tambaleaba. No pudo evitar chocarse con Alexandra.
—Apártate, gilipollas. —La empujó con fuerza hacia un lado.
Alexandra agarró al acosador por la camisa de franela que llevaba y
lo empujó hacia el servicio de hombres.
Phillipe soltó un exabrupto y fue corriendo hacia ellos. Esperaba
encontrarse a Alexandra en peligro y no aviando al tipo y dejándolo
inconsciente entre dos soportes de rollos de papel higiénico.
—Te gusta pegar a las mujeres, ¿no?
El matón levantó el puño y blandió los nudillos en el aire.
—Suéltame o te juro que te voy a dar una somanta de palos que no
olvidarás en la vida.
—Vaya. —Alexandra le cogió el dedo índice de la mano derecha y se
lo rompió—. Pues me parece a mí que te va a resultar un poquito difícil…
—Le hizo lo mismo con el índice de la mano izquierda— … en la situación
en la que te encuentras.
El hombre se movió bruscamente y se inclinó, apretando los dedos
rotos contra el estómago.
—¡Estás como una cabra! ¿Pero qué me has hecho?
—Basta ya, Alexandra. —Phillipe, bastante alarmado, intentaba
apartarla.
—Le ha dado una paliza a su mujer hasta matarla, ¿verdad, Buford?
Con los puños. —Alex se zafó de Phillipe y puso al hombre de pie. Le dio
una patada en la rodilla derecha y después otra en la izquierda. Buford
palideció y no opuso resistencia. Se quedó tambaleante entre el puño de
Alexandra y la pared del servicio.
—Solo con los puños.
—¿Cómo lo has sabido?
—Puedo verlo —dijo Alexandra con un halo de misteriosa lejanía en
los ojos—. Después de matarla, revolvió las cosas para que la policía
pensara que había sido un robo y que el culpable era un ladrón. Le dijo a
un colega que fichara por él en el trabajo para poder tener una coartada.
—Miró a Phillipe—. ¿Qué pasa?
—¿Conoces a este hombre?
—No.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Phillipe se había dado cuenta del cambio en los ojos de la doctora


mientras le relataba aquel episodio. Su precioso color marrón se había
visto eclipsado por un tono ámbar y las pupilas se le habían vuelto
alargadas y estrechas.
—Pero sabes lo que ha hecho.
Alexandra pestañeó.
—Sí, solo lo sé cuando se trata de asesinos, si han matado a alguien o
si piensan hacerlo.
Phillipe conocía muchas habilidades de los Kyn, pero ninguna como
aquella.
—¿Cómo has podido saberlo exactamente todo?
—Estaba pensando en la mujer que acababa de matar y también en
la siguiente, la que había enviado al hospital la semana anterior con las
costillas rotas y la mandíbula desencajada. Iba a presentar cargos, de
modo que esta noche pensaba acabar con ella. Bueno, ahora ya no podrá.
—Alex soltó al hombre, que cayó en el suelo como un fardo y se hizo un
ovillo—. ¿Le parto el cuello? Podría hacerle una bonita y limpia fractura
para que se quedara tetrapléjico. A ver qué le parece estar indefenso y sin
poder moverse hasta que se muera.
Phillipe se agachó y le tocó las extremidades inferiores.
—Ya está indefenso. Le has roto las piernas.
—Perfecto —le dijo Alex a Phillipe, cogiéndole del brazo—. Ya nos
podemos ir.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Capítulo 20

Michael mantuvo las distancias con Alexandra mientras esta operaba


a los Durand. Phillipe se lo había aconsejado tras explicarle con pelos y
señales el incidente del bar y hablarle del insólito talento que poseía
Alexandra.
—Está muy enfadada con usted, señor. Estar con usted la vuelve más
Darkyn y menos humana. Lo único que desea ahora es poder llevar a cabo
su trabajo y encontrar las respuestas que busca en relación a nosotros.
—Ese no es el modo de hacer las cosas. —Michael quería verla,
arrastrarla hasta su dormitorio y encerrarla allí, hacerle el amor y ofrecerle
su sangre para que dejara atrás lo que le quedase de su naturaleza
humana—. Cuanto antes se acostumbre a mí, antes estará mejor consigo
misma. Ella me pertenece.
—No es verdad, señor —dijo su senescal sin ningún asomo de duda.
Miró a Phillipe.
—Lleva mi sangre y ahora también mi semilla.
—Está entre dos mundos y debe decidir por sí misma a cuál
pertenece y tal vez a quién. —Phillipe lo miró con sorna—. Nunca será
suya, señor, si la ata como a un caballo para poder montarla.
Michael apretó los dientes y no se acercó a ella. Se ocupó de
controlar la seguridad del Jardin y de buscar al cazador que Roma les
había enviado. Puntualmente recibía noticias de los avances de Alexandra
con los Durand a través de Phillipe, pero nunca a través de ella, porque
había decidido dejarla tranquila.
Alexandra trabajaba sin parar, dividiéndose las noches entre Jamys y
Thierry; operando las manos hechas trizas del muchacho en las primeras
horas de la tarde y trabajando en las piernas destrozadas de Thierry por la
noche. Las operaciones resultaron ser muy complejas. Alexandra no
ocultaba su preocupación, según Phillipe, y Heather trabajaba hasta
quedar completamente exhausta. Cuando Alexandra solicitó la ayuda de
una segunda enfermera para que se turnara con Heather, Cyprien hizo
que los Kyn que trabajaban en el hospital más cercano le enviasen a una
enfermera diplomada con la suficiente experiencia como para poder
ayudar a Alexandra.
Marcel y Liliette pululaban nerviosos por las estancias contiguas a la
sala de operaciones. Michael se quedó con ellos todo el tiempo que pudo.
Jamys seguía en un estado catatónico, pero cada vez que Alexandra le
operaba tenía mejor aspecto. Por fin acabó con el muchacho y pudo
empezar con la operación del pie de Marcel.
—No es propio de mí decir esto —le dijo el hermano de Thierry a
Michael—, pero tengo miedo.
Cyprien pensó en las largas horas que pasó él bajo el escalpelo.
—Yo también lo tenía.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Alexandra pudo corregir las deformidades que tenía Marcel en el pie


con dos operaciones. Después de la segunda, Marcel pudo caminar con
normalidad por primera vez en la vida.
Bajo la atenta mirada de Alexandra y de Liliette, el hermano de
Thierry caminó por el vestíbulo de un extremo a otro. Después abrazó a la
doctora y lloró por encima de su cabeza.
—No me duele —decía Marcel—. Mon Dieu, no me duele.
Alexandra aguantó en aquella posición, le dio unas palmaditas en la
espalda e intentó calmarle con unas palabras tranquilizadoras. Por encima
del hombro de Marcel vio la cara de Michael, que estaba al final del
vestíbulo.
Quería ir hasta allí y separarles. En vez de hacerlo, forzó una
expresión de indiferencia y no dijo nada mientras Alexandra recibía las
acuosas gracias de Marcel y le daba un beso en la mejilla. Michael no iba a
perseguirla ni a llevársela a su dormitorio.
Todavía no.
Estaba todavía pensando en Alexandra cuando un mensajero de
Chicago le entregó un paquete de parte de Valentín Jaus. En él estaban los
expedientes que Jaus había elaborado sobre los cuatro hombres que
habían atacado a Luisa López; pago que Michael le había prometido a
Alexandra a cambio de las operaciones de los Durand. El paquete también
contenía un informe sobre el hermano de la doctora, que acababa de
regresar de Roma y se había tomado una excedencia de la parroquia.
El informe de Jaus señalaba que, al llegar de Roma, John Keller había
sido detenido y registrado en la aduana. También incluía una copia del
informe de incidencias del agente de aduanas, en el que se mencionaba el
penoso estado físico del padre Keller. Lo que resultaba más interesante
era que John Keller se había acogido a la excedencia tan solo un día
después de llegar a los Estados Unidos y había viajado a Atlanta.
Michael cogió el teléfono y llamó al señor del Jardin de Atlanta.
—Locksley, soy Michael. Sí, muy bien, gracias. Tengo que pedirte un
favor.

Atlanta, con su monstruoso tráfico y su laberíntica red de oficinas, se


había tragado a la hermana de John.
Tuvo que hacer cuarenta y siete llamadas de teléfono hasta dar con
el último hotel en el que había estado Alexandra. Se trataba de un hotel
económico pensado para los hombres de negocios. A cuatro manzanas del
hotel John encontró el bar desde el que Alexandra había llamado a Leann
Pollock.
—La verdad es que por aquí no viene demasiada gente de los hoteles
—le dijo el camarero—. Prefieren irse a los bares del centro. —Cogió la
fotografía de Alexandra que le enseñó John y la observó detenidamente—.
Ah, sí, esa monada. Estuvo aquí, sí.
—¿Había quedado con alguien?
El camarero negó con la cabeza.
—Se sentó en la barra, pensando en sus cosas. No bebió nada. Me
dejó una buena propina. —Le devolvió la fotografía a John y se quedó
mirando su alzacuello—. ¿Está metida en algún lío?

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—Espero que no. —Le dio las gracias al hombre y le alargó una tarjeta
del hotel en el que estaba, además del número de la habitación—. Si
volviera por aquí, ¿podría llamarme, por favor? Es muy importante que la
encuentre.
Las pistas acabaron allí. Nadie de aquella zona recordaba haber visto
a ninguna mujer que coincidiera con la descripción de Alex, de modo que
siguió caminando hasta la siguiente manzana y empezó a enseñar la
fotografía en tiendas y en comercios.
Al salir de un bar, John casi se chocó con tres mujeres escasamente
vestidas que se paseaban por la esquina. La fotografía de Alex se cayó al
suelo.
—Perdónenme, señoritas. —Intentó recogerla del suelo.
—Ya veis cómo está el vecindario —iba diciendo una de las mujeres.
Vio la foto y la miró detenidamente—. ¿Esta es tu novia?
John intentó esbozar una sonrisa.
—Soy sacerdote.
La mujer le dio una palmadita en el hombro.
—No pasa nada, cariño, tenemos un precio especial solo para curas.
Por el desgaste vocal de los sermones.
Las otras dos prostitutas soltaron una risita.
—¿Trabajan ustedes aquí normalmente?
Las sonrisas se esfumaron.
—Sí —dijo una de las dos que se había reído antes—. Y no
necesitamos que venga nadie a leernos la Biblia y a decirnos que
volvamos al redil.
—Solo quería preguntarles si habían visto a mi hermana. —John les
volvió a enseñar la foto—. Se llama Alexandra, estuvo por aquí hace
algunos días.
Las tres mujeres se arremolinaron en torno a la fotografía y fue la
tercera mujer la que asintió.
—La vi por aquí la noche que los polis nos echaron de la calle. Iba con
tres tíos bastante cachas y parecía bastante enfadada. La pararon y
estuvieron hablando un buen rato aquí. —Señaló la puerta semioculta de
la tienda de ropa de mujer—. Pensaba que se lo estaba montando con el
más mono; como los otros dos estaban delante de ellos tapándoles para
que nadie les viera…
John tuvo mejor suerte con el propietario de la tienda de ropa, un
señor de edad que había estado trabajando hasta bastante tarde la noche
que Alex estuvo delante de su puerta. Pudo escuchar la conversación
entera entre ella y el hombre de la gabardina negra.
—Claro que me acuerdo de ellos. Casi me cago del miedo. Escuché
unas cosas extrañísimas que me hicieron pensar que quizá tuvieran algo
que ver con el pederasta al que se cargaron en un callejón no muy lejos de
aquí. Lo apunté todo para no olvidarlo y llamé a la poli. —El hombre buscó
algo bajo el mostrador y finalmente sacó una libreta—. ¿Esa chica era su
hermana? —le preguntó mientras hojeaba la libreta.
—Sí, señor.
—Aquí está. —El hombre le mostró una página de la libreta—. Sí, ella
empezó diciéndole que no quería volver a Nueva Orleans, estaba

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

dispuesta a matar al tipo si la obligaba a ir. Entonces ella se puso a tocarle


la cara con los dedos; una cosa rarísima, la verdad, y le preguntó qué tal
le había ido la operación.
—¿Era un paciente? ¿Tenía alguna cicatriz?
—Yo no le vi ninguna. Tenía buena planta, el tipo. —El dueño de la
tienda siguió mirando sus notas—. Él le dijo que lo sentía mucho, ella le
dijo que la dejara en paz y que no quería saber nada más de él. —Empezó
a mover el dedo índice delante de John—. ¿Ve? Eso es lo que me hizo
sospechar que tuvieron algo que ver con el asesinato del almacén. La
verdad es que me sentí fatal por habérselo contado a la poli y descubrir
después que el muy cerdo tenía a una niña en el coche. De todos modos la
poli no me hizo ni caso, no le dio la más mínima importancia. Si fueron
ellos los que se cargaron al violador, alguien debería darles una medalla,
coño. Perdone mi vocabulario, padre.
John se preguntaba por qué la policía no había establecido ninguna
conexión entre los dos casos ni tampoco había utilizado la descripción
física de Alexandra para buscarla; él se había encargado personalmente
de que la incluyeran en la lista nacional de personas desaparecidas.
—¿Dijeron algo más? ¿Mencionaron dónde iban?
—Lo que yo saqué en claro fue que el tipo la convenció para que lo
hiciera. Dijo que, a cambio, él la ayudaría a quemar a alguien en Chicago.
Lo único que tenía que hacer era ir con él a un lugar con un nombre
exótico. También lo apunté.
Pasó la página y observó detenidamente la apretada caligrafía.
—Aquí está. La-fon-ten. Suena a francés, ¿no?
—Lo es. —John estudió un año de francés en el instituto—. Significa
«La Fuente».

Phillipe bajó al sótano después de que Alexandra hubiese acabado de


operar a Thierry aquella noche. La doctora estaba limpiándolo todo.
—El señor esperar en la biblioteca.
—Estoy cansada. —No era mentira. Para evitar que la infección Kyn
avanzase más y para soportar las maratonianas sesiones de operaciones,
Alex se había estado pasando con las inyecciones. De lo contrario, no
hubiese podido aguantarlo.
—Tiene… ¿informaciones? —Phillipe le dedicó una sonrisa
tranquilizadora—. Es bueno. Tú querrás saber.
No quería saber nada y no quería estar cerca de Cyprien. Sin
embargo, subió las escaleras con Phillipe y entró en la biblioteca. Se
quedó cerca de la puerta, por si las moscas.
—¿Querías verme? —preguntó ella.
Cyprien estaba sentado detrás de un moderno y amplio escritorio,
examinando algunos papeles. Escogió algunos y los colocó en el borde del
escritorio.
—Son para ti.
—Espero que no sean más pacientes.
—Es información. —Dio unos golpecitos sobre la carpeta—. Informes
completos de los hombres que atacaron a Luisa López: expedientes
criminales, localización actual… Lo que te prometí.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Alex se acercó poco a poco y cogió la primera carpeta. Dentro había


fichas con fotografías y un informe en profundidad de un ladrón y violador
con antecedentes que actualmente residía a cinco manzanas del antiguo
apartamento de Luisa. Las demás carpetas eran igual de minuciosas.
—Jaus los vigilará hasta que tú acabes aquí —le dijo Cyprien—.
Entonces podrás decidir si quieres que te los traigamos aquí o prefieres ir
hasta allí tú misma.
Cogió todos los documentos y se los colocó debajo del brazo.
—Pensaba que esperarías a que acabase con los Durand para darme
todo esto. Cyprien cogió un cigarro de una caja esmaltada que tenía en el
escritorio, la miró a los ojos y volvió a dejarlo en su lugar.
—Considéralo un gesto de confianza y de amor.
A Alex no le gustaron nada de nada aquellas palabras.
—¿Se puede saber qué es lo que quieres ahora?
—Lo único que quiero es lo que te pedí; que ayudaras a mis amigos.
—Se levantó y salió de la biblioteca.
Alex se llevó las carpetas a su habitación e intentó olvidarse de ellas
hasta que acabase de operar a los Durand. Como Marcel ya estaba
curado, podía centrarse exclusivamente en Thierry. Empezó a reparar las
partes dañadas y a darles forma, paso a paso. Finalmente llegó a los pies,
que sin duda eran el mayor reto al que se había enfrentado a nivel
profesional.
—Yo pensaba que esta era la parte más sencilla —le dijo Liliette una
tarde después de que Alex le hubiera informado del estado de la
operación—. Tiene los pies tan pequeños en comparación con las
piernas…
—Sí, son pequeños pero complicados —le explicó Alex—. Cada pie
tiene veintiséis huesos, que juntos representan un cuarto de los huesos
del cuerpo humano. Además, hay ciento siete ligamentos, treinta y tres
articulaciones, treinta y un tendones y diecinueve músculos. Todos ellos
funcionan a la vez, no solo para hacer que los huesos estén en su lugar
sino también para permitir que el pie se mueva y pueda aguantar el peso
del cuerpo. —Colocó las radiografías del pie de Thierry en el panel de luz
que Cyprien había instalado en la sala de tratamiento—. Como puede ver,
todos ellos están completamente destrozados.
La sonrisa de Liliette se borró después de observar las diapositivas.
—¿Cómo esperas poder arreglar este desastre?
—Mi intención es construirlo todo de nuevo, desde dentro hacia
afuera.
El trabajo se le presentaba tedioso, molesto y arriesgado, pero era la
única alternativa que le quedaba a Alex para evitar la amputación, último
recurso del que no quería ni oír hablar.
—Sinceramente, madame, no sé si saldrá bien.
—Haz lo que puedas por él.
No había modo de volver a juntar los huesos originales de Thierry, de
modo que Alex empezó a elaborar otros a partir del material óseo
existente. Reunió todos los fragmentos prácticamente pulverizados y
empezó a dar forma a siete cortos pero sólidos tarsos para crear un nuevo
talón y el reverso del empeine. Una vez finalizado el proceso, creó cinco

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

huesos metatarsos paralelos para que formaran el empeine y sirvieran de


plataforma de la parte frontal y de almohadilla del pie. A la vez que
progresaba con las falanges más pequeñas, iba colocando los músculos en
su lugar e iba reparando los ligamentos dañados, permitiendo que
cicatrizaran en el lugar adecuado para poder colocar allí los nuevos
huesos y que resistieran. Después de colocarle injertos de las nalgas y del
abdomen, se dedicó a crear la densa capa de tejido graso que hay debajo
de la planta del pie y que absorbería los impactos que Thierry recibiría en
esa zona al caminar, correr o saltar.
Si es que alguna vez volvía a hacerlo.
Cuando Alex acabó con el pie derecho, no quiso esperar y se puso
manos a la obra con el izquierdo, repitiendo el mismo proceso. Se pasó
otra semana de dieciocho horas diarias en el quirófano. Solo dejaba a
Thierry para inyectarse o para dormir algunas horas. Sus pies estaban ya
casi terminados.
Una operación más y ya habría acabado.
Alex lo dejó con las enfermeras, resumió a Marcel y a su tía los
pormenores de la intervención y finalmente se dirigió a su habitación para
derrumbarse en la cama y dormir una semana entera. Cyprien la esperaba
allí, y ella estaba demasiado cansada para ponerse a jugar al perro y el
gato.
—¿Qué quieres?
—Phillipe me ha dicho que casi has acabado con Thierry. —Se metió
las manos en los bolsillos—. ¿Quieres irte, a Chicago? Puedo prepararte un
vuelo para mañana por la noche.
Se quitó la bata.
—A ver, Mike, cómo te lo explicaría yo. Estoy cansada, de mala leche
y no me apetece nada ponerme a hablar de preparativos de viaje ni
tampoco bailar contigo. ¿Qué quieres que haga, que me ponga a gritar?
¿O me vas a mostrar lo mucho que me quieres y te vas a largar?
—Me gustaría que te quedaras.
—Cuando dije que no me apetecía bailar contigo, incluía también…
—Peleas, sexo o sangre, ya lo sé. —Se acercó a ella, la levantó en
brazos y la llevó a la cama—. Te deben de doler bastante los pies.
Alexandra se rió.
—Intenta estar de pie durante dieciocho horas seguidas y verás cómo
te sientes.
Cyprien se sentó en el borde de la cama y empezó a masajearle las
plantas de los pies con los pulgares.
—Me gustaría que te quedaras con nosotros, Alexandra. No somos tan
diferentes a ti. La preservación de la vida es tu objetivo, y también el mío.
Los Kyn te necesitamos. —La miró—. Ya sabes lo mucho que yo te
necesito.
Ni la dulce voz ni los ojos suplicantes iban a engañarla otra vez. Le
estaba hablando el mismo hombre que días antes la había atado a la
cama sin su consentimiento. Pero… estaba tan cansada y sus manos
hacían que se sintiera tan bien…
—Ya hablaremos mañana por la noche, cuando acabe con la
operación. Estoy muy cansada.

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—De acuerdo, hablaremos mañana, entonces. —Se puso de pie y se


inclinó para darle un beso en la frente—. Buenas noches, Alexandra.
Ella ocultó lo confusa que se sentía con un bostezo y cerrando los
ojos.
—Buenas noches. —No cerró un ojo hasta que oyó cómo se abría y se
cerraba la puerta de la habitación. Después se cubrió la cara con las
manos—. Tengo que salir de aquí cagando leches.
Alex estaba cansada, tanto que casi no podía ni moverse bajo las
sábanas. Cerró los ojos e intentó repasar mentalmente otra vez la última
operación a la que debía someter a Thierry. Antes de llegar a la tercera
incisión ya se había quedado profundamente dormida.
Entonces llegó el sueño, que la arropó como un suave edredón.
Alex estaba de pie al lado de Thierry, colocándole los huesos y
dándole órdenes a Heather mientras los demás la rodeaban y la
observaban. Reconoció las caras de Phillipe, Marcel, Éliane… incluso vio a
Jamys. El único que faltaba era Michael.
Thierry abrió los ojos de repente y la miró.
—¿Qué me estás haciendo, Ángel?
—Yo no soy el ángel de nadie. —Alex tiró el escalpelo cubierto de
sangre y vio cómo se cerraba la abertura que tenía Thierry en la pierna.
«¿Por qué no puedo tener sueños agradables, como todo el mundo?
Por ejemplo, estar en una playa rodeada de cuatro socorristas
semidesnudos que me ofreciesen pina colada y uvas».
El quirófano desapareció y Alex se encontró de repente estirada en
una hamaca de playa. Estaba sola en una playa de arena blanca
completamente desierta. Lo único que había entre ella y el mar era una
mesita sobre la que descansaba una botella fresquita que contenía un
líquido blanco.
El uniforme de quirófano se había convertido en un rejuvenecedor
biquini negro. «Ahora tendré que replantearme mi fantasía de trabajar en
una fábrica de chocolate».
Algo le llamó la atención. Alguien estaba emergiendo del agua azul
turquesa y se dirigía a la playa. Era Thierry, con las piernas y los pies en
perfecto estado. Lo único que llevaba era un bañador negro bastante
cortito.
Alex sonrió, picara.
«Joder, la verdad es que hago bien mi trabajo».
Thierry, muy mojado y prácticamente desnudo, se sentó en la arena,
a su lado. Se puso a mirar a su alrededor.
—Qué sueño tan agradable. ¿Qué clase de uvas quieres? ¿Verdes? —
Le ofreció un racimo de unas uvas verdes perfectas, casi de fotografía—.
¿Rojas? —Las uvas se volvieron de repente de un rosa polvoriento.
Los extremos de la playa no se distinguían bien, parecía que se
movían un poco. Alex sabía perfectamente que estaba soñando, pero era
tan reconfortante ver a Thierry completamente curado y en su juicio…
«Estaría bien tener a cuatro guardaespaldas muy ligeritos de ropa
que me vigilaran…».
Thierry levantó una ceja.
—¿Quieres mirarme mientras mato a cuatro hombres solo con las

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manos, mon coeur?


Alex se rió.
—No.
Se arrodilló a su lado y el mar y la playa desaparecieron. Estaban
desnudos, abrazándose en un lugar oscuro sin ventanas y que tenía como
única iluminación la luz de una antorcha humeante colgada en la pared.
—Vendrán a buscarnos por la mañana, Ángel.
Alex todavía se estaba acostumbrando a estar desnuda sobre el frío y
húmedo suelo de piedra.
—¿Quién va a venir?
—Los Brethren. —Thierry la abrazó—. Eres la única a la que he amado
toda la vida. —La besó con la desesperación de un hombre que iba a
enfrentarse a la muerte—. La única a la que he deseado.
Intentó escaparse de sus brazos.
—Thierry, no soy quien te crees que soy. Mírame, no soy tu Ángel, soy
Alex. —El la rodeaba con los brazos y no dejaba de tocarla—. Alex, tu
doctora.
—Esta vez nadie nos salvará. —La atrajo hacia sí con más fuerza, le
separó los muslos y se abalanzó sobre ella—. Déjame estar dentro de ti,
Ángel. Una vez más, la última, antes de que nos maten. —La miró con
extrañeza—. Eres mi esposa, ¿por qué te has cambiado el color del
cabello? Me gustaba el color que te pusiste la última vez…
—Tu esposa está muerta, Thierry. —¿Acabaría con su locura
diciéndole aquello? Debía enfrentarse a la terrible noticia de que su
esposa había fallecido—. Soy Alex, tu doctora. —Le rozó la mejilla con los
dedos—. Y también tú amiga.
Se quedó quieto encima de ella y la miró otra vez.
—¿Ángel?
Alguien se acercaba. Se oyó el sonido de los cerrojos abriéndose al
otro lado de la primitiva puerta de madera. Los ojos de Thierry perdieron
la dulce expresión de duda que tenían y se transformaron en dos astillas
que ardían de rabia.
Alex sabía que le quedaba poco tiempo y que debía hablar aprisa. Le
cogió la cabeza entre las manos.
—Estás soñando. Todos han muerto. Los Kyn te sacaron de aquí.
Estás en Nueva Orleans, con Michael. ¿Te acuerdas de él? Liliette, Marcel y
Jamys también están aquí, contigo. He estado operándote. —Vio que
Thierry la miraba con un odio ciego y empezaba a asfixiarla poniéndole las
manos en el cuello—. No, no te he hecho daño, yo…
—No volverán a cogerte. —Las manos de Thierry no le dejaban
respirar—. No dejaré que te quemen otra vez. —Thierry alzó la vista y
gruñó a los hombres que acababan de entrar por la puerta, ataviados con
hábitos—. Dadme una espada para que acabe con ella y os diré todo lo
que sé. ¡Quiero una espada!
Alex se despertó sobresaltada. Estaba temblando, le dolían los labios
y el cuello. El grito con la última petición de Thierry todavía le retumbaba
en los oídos. Salió de la cama arrastrándose y se metió en el baño para
lavarse la cara. Mientras se pasaba la fría agua del grifo por las mejillas,
tragó un poco de líquido y sintió un agudo dolor en la garganta. Se ir guió

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y miró su pálido reflejo dibujado en el espejo de encima de la pila.


Tenía una cadena de morados alrededor del cuello.

John llegó a Nueva Orleans poco después de que amaneciera y alquiló


un coche en el aeropuerto. Ya había estado investigando en Atlanta los
nombres de los hoteles, moteles y establecimientos de Nueva Orleans; sin
embargo no había ninguno que respondiera al nombre de La Fontaine.
—Podría tratarse de una propiedad privada, señor —le dijo el
telefonista—. Pero, a menos que tenga usted el nombre de alguna calle,
me temo que no podré ayudarle.
John ni siquiera estaba seguro de que Alexandra estuviera en Nueva
Orleans. Tal vez al final no hubiera ido, o hubiera cambiado de hotel y
todavía siguiera en Atlanta… Pensó en llamar a la policía, pero… ¿qué iba
a decirles? ¿Que el dueño paranoico de una tienda era su fuente? ¿Le
tomaría en serio la policía o también pasaría de él?
Decidió quedarse en un hotel del aeropuerto, por si debía salir
corriendo a coger un vuelo hacia Atlanta. Cuando llegó a su habitación,
sonó el teléfono.
—Diga.
—Padre Keller, si no me equivoco está usted buscando a su hermana,
¿no es cierto? —le preguntó un hombre que tenía un extraño acento.
Miró por la ventana, esperando ver a alguien. Estaba en el sexto piso
y no había nadie en la calle.
—¿Cómo sabe usted…?
—Le llamaré esta noche. Si quiere salvarle la vida, esté preparado
para seguir mis instrucciones.
—¿De qué me está hablando? ¿Quién es usted?
Por toda respuesta obtuvo el sonido de la señal del teléfono.

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Capítulo 21

Thierry Durand volvió a soñar con aquella mujer.


No sabía quién era ni por qué se le había metido en la cabeza. No era
por su belleza; al principio no se había dado cuenta, pero después pudo
ver que no era tan hermosa como su Ángel. No estaba gorda, pero se
vestía como una mujer entrada en carnes. Los feos vestidos que llevaba
no tenían ninguna forma y eran todos del mismo color, un azul de lo más
insípido. A veces llevaba un corto velo que le tapaba la mitad del rostro,
de modo que lo único que podía ver eran sus ojos marrones. Los ojos sí
que los tenía muy bonitos.
No sabía quién era, pero reconocía aquellos ojos. Los había visto en
otra época, en otro lugar.
Le decía cosas muy extrañas. Algunas le resultaban familiares y podía
entenderlas porque le recordaban un poco al latín. Estaba prácticamente
seguro de que se trataba de encantamientos. Estaba de pie, junto a él, y
manejaba unos instrumentos brillantes con los que le hacía algo en el
cuerpo. Algo muy parecido a lo que le habían hecho los carniceros en
Dublín. Incluso tenía una ayudante que le daba los instrumentos y la
observaba atentamente mientras trabajaba. La diferencia era que no
sentía ningún dolor y que la mujer no le preguntaba nada.
¿Qué tipo de demonio era aquella mujer?
Thierry no entendía por qué no sentía ningún dolor bajo aquellas
manos. La agonía era ya una vieja conocida que le había hecho compañía
pacientemente mientras él gritaba sin cesar por su Ángel. Tal vez la mujer
estuviera esperando, como lo habían hecho también ellos. Les gustaba
dejarle allí tirado hasta que empezaba a sentir el miedo antes de volverle
a pegar. A veces había pasado en Dublín un día entero sin sentir ningún
dolor; pero siempre acababan abriendo la puerta y entrando con sus
cruces y sus tuberías y sus oraciones. Siempre le ataban las muñecas con
alambre de espino y se ponían manos a la obra, preguntándole lo mismo
una y otra vez.
«¿Dónde están los otros? ¿Cuántos hay? ¿Dónde está Tremayne?».
Thierry sabía que nunca les había dicho nada. En más de una ocasión
se había clavado los colmillos en la lengua para asegurarse de que no
abría la boca. El dolor le había ayudado al principio. Le recordaba que los
demás tendrían que soportar las mismas torturas si él los delataba. Pero el
dolor nunca se acababa. Empezó a sentirlo de verdad la noche que le
rompieron las piernas por segunda vez, porque las primeras fracturas ya
se habían vuelto a recomponer. Le daban igual sus huesos o sus
extremidades. Que se las cortaran, si querían. Que le pegaran hasta
machacarlo y convertirlo en una masa informe. Mientras su cabeza y su
vientre permanecieran intactos, seguiría curándose.
Podían seguir torturándole hasta la eternidad, podían seguir

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haciéndole aquello para siempre.


La mujer se le volvió a acercar y le habló con una voz suave.
—Bueno, guapetón, allá vamos.
Desplegó aquellos temibles instrumentos bajo sus pies y empezó a
utilizarlos. Sus manos se movían como si fueran colibríes, revoloteando
por aquí y picoteando por allá. Era extrañamente hermoso verla trabajar.
No sabía exactamente qué era lo que estaba haciéndole, pero se movía
con tanta gracia y tan rápido… Los monjes nunca habían sido tan rápidos
ni delicados con él.
Quería matarla por ser tan hábil.
—Heather —le dijo la mujer a su ayudante—. Dale otra dosis.
Thierry sabía que gracias a sus hechizos él seguía en aquel estado de
ensoñación. La bruja colocaba su brebaje azul en delgados tubitos azules
que se volvían transparentes después de que le clavase sus bordes
afilados en el brazo. La ayudante se disponía a hacerlo en aquel instante.
El brebaje acabó con el destello de fortaleza que se había apoderado de
sus miembros por unos instantes y le robó la voz.
Quizá lo hacía para ningunearle. Tal vez todos aquellos conjuros
pretendían herir el orgullo y la gallardía del hombre. Bien que había sido
capaz de ir hasta Jerusalén, ¿no? Había amontonado los cuerpos de los
sarracenos en pilas de gran tamaño, los hombres habían temido su ira y
su espada. Nadie había sido capaz de capturarle, ni durante el
entrenamiento ni en el campo de batalla, donde sin duda debería haber
muerto para no verse desnudo como un bebé bajo aquel potente foco y en
manos de aquella hechicera que lo estaba despellejando vivo.
La mujer levantó la vista, tenía los ojos cansados.
—Bueno, colega, esta es la última. Una más y ya hemos acabado.
Así que lo que quería era matarle. Tiempo atrás, Thierry habría
llorado de alegría ante aquella perspectiva; pero todo había cambiado: le
habían arrebatado a su hijo y a su Ángel y tenían que pagárselo.
A Alex le parecía que nunca había escuchado un sonido tan dulce
como el del metal de los instrumentos quirúrgicos al chocar los unos
contra los otros en la bandeja de limpieza por última vez. Dirigió la vista
hacia la mesa; Heather estaba quitándole a Thierry con una esponja la
sangre residual que tenía en los pies.
—Ya hemos acabado —dijo al fin.
Heather se quitó la mascarilla y sonrió.
—¿Quiere que vaya arriba a decírselo al señor Cyprien?
—Lo que quiero que hagas es que subas a tu habitación y duermas
tres días seguidos. Te he forzado demasiado. —Alex le echó un vistazo a
su paciente—. Vete, Heather, yo acabaré lo que estás haciendo.
Alex comprobó las constantes vitales de Thierry: eran estables. Las
pupilas respondían también a los estímulos de la luz. Respiraba demasiado
rápido, pero la operación había acabado, de modo que ya no necesitaba
sedarle de nuevo. Se moría de ganas de verle caminar de nuevo y de
observar su reacción cuando viese que tenía bien las piernas y los pies.
«Espero que funcionen cuando intente caminar».
Cogió la bandeja de los instrumentos y se la llevó al autoclave para
esterilizarlos. Ahora que ya había acabado, pensó en decirle a Cyprien que

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quería subirse en el primer avión que la llevase a Chicago. Tenía los


informes de los hombres que habían atacado a Luisa López y también
disponía de libertad para irlos a buscar. Conocía cada detalle de lo que le
habían hecho a su paciente, y podía asegurar que recibirían exactamente
el trato que ellos le dispensaron a Luisa.
Oyó un ruido de sábanas detrás de ella. Se dio la vuelta para ver a
Thierry, que seguía inconsciente.
Alex sumergió el instrumental en un baño de alcohol y se fue a la pila
para lavarse. Uno de los guantes se le había roto y tenía un poco de la
sangre de Thierry en la mano. Se quedó mirando las gotas de sangre
como si estuviera en trance.
No podía regresar a Chicago.
Había matado a un hombre. Podría decir que había sido en defensa
propia. También le había dado una paliza al hombre del bar, cosa por la
que no sentía en absoluto ningún asomo de culpa. Pero si iba en busca de
los atacantes de Luisa ya no podría justificarlo de ningún modo. No podría
alegar defensa propia ni tampoco justa venganza. Sería una cacería en
toda regla, con torturas y ejecuciones incluidas.
Y aquello la convertiría en uno de ellos.
Cyprien quería que se quedase. Ser la doctora de los Kyn no era
precisamente lo que ella consideraba un ejemplo de carrera médica
decente; sin embargo Michael tenía razón: no tenían a nadie. No podía ni
imaginarse lo horrible que debía de ser pasarse la eternidad entera sin
tener ninguna esperanza de volver a tener un cuerpo sano y que
funcionase con normalidad. Si les daba la espalda y los lunáticos de los
Brethren seguían persiguiéndoles aquella situación iba a repetirse con
total seguridad.
Se imaginaba a Cyprien, sin rostro, vagando por los siglos
completamente solo. Pensar en ello hacía que sintiera ganas de devolver.
Cuando acabó de limpiarlo todo, ya sabía lo que iba a hacer. Le
enviaría los informes al detective encargado del caso de Luisa. No era
justo ni tampoco era lo que realmente quería hacer, pero por lo menos era
algo legal. Además, podría utilizar su talento especial para que ningún
asesino más escapase impunemente. Cada ciudad tenía números
especiales gratuitos a los que llamar en caso de que se supiese algo de
algún crimen. Alexandra podría llamar, denunciar los hechos y seguir en el
anonimato.
Se sentía ya mucho mejor cuando regresó a la mesa de operaciones.
—Me parece que acabo de solucionar lo que voy a hacer con tres
cuartos de mi vida —le iba diciendo a Thierry mientras le aflojaba distraída
una correa que le apretaba demasiado el antebrazo derecho—. Ahora solo
tengo que decidir si me quedo aquí o si monto mi chiringuito en algún otro
lugar.
La mano de Thierry se movió.
—Vaya, pero si todavía no estás preparado para caminar, hombretón.
—Alex se dio la vuelta para coger una jeringa y se estremeció cuando se
dio cuenta de que estaba rodeada por una fragancia a gardenia.
Las correas se desgarraron y unas manos se abalanzaron sobre ella
por detrás. Alex pudo ver fugazmente el rostro furioso de Thierry antes de

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salir volando por los aires y aterrizar encima de una camilla que acabó en
el suelo encima de ella por el impacto del aterrizaje. Estaba intentando
quitársela de encima cuando aparecieron delante de sus narices las
piernas y los pies que acababa de reconstruir.
—Thierry, no… —Adelantó un brazo a tientas.
—Bruja. —La expresión iracunda desapareció detrás del puño
gigantesco y de la explosión de dolor que lo volvió todo negro.

Michael vio una pálida mano bajo los restos de metal retorcidos de lo
que había sido una mesa y un armario de abastecimiento. La rabia crecía
dentro de él a medida que se abría camino a través de la chatarra para
socorrerla.
—Aquí, Phillipe. —Apartó el armario y la encontró debajo. Alexandra
emitía sin cesar un sonido grave. Se arrodilló a su lado y se dirigió a ella
con un tono dulce—. Alexandra, abre los ojos. —Le apartó un mechón del
rostro—. Mírame.
El sonido que repetía persistentemente era en realidad un nombre.
—Thierry.
Michael la cogió en brazos y se la llevó a un espacio que previamente
había limpiado de chatarra Phillipe. Parecía como si por el sótano hubiese
pasado un huracán. La dejó con cuidado en el suelo y observó las heridas
que tenía. Aparte de un chichón bastante grande en la frente y de un
morado en la mejilla izquierda, no tenía nada más.
Aquel morado hizo que apretara los puños con rabia.
—Estoy bien, no me pasa nada. —Alexandra intentó sentarse.
—No te muevas. —Michael la ayudó poniéndole un brazo alrededor de
la cintura—. ¿Qué ha pasado?
—Acabé. —Miró a su alrededor, confundida—. Estaba limpiando, él
estaba inconsciente. De repente, estaba volando por los aires y aterricé
encima de algo. Se puso encima de mí y… pam, todo se volvió negro —
dijo, haciendo una mueca de dolor—. ¿Cómo está él?
—Thierry ha logrado escapar. Se ha ido.
—Mierda. —Se apretó una mano contra la cabeza—. Ya me acuerdo.
Fingió que estaba inconsciente, no tuve tiempo de reaccionar y se
abalanzó sobre mí como la ira de Dios.
En parte, se sentía culpable de que Thierry hubiera escapado. Que
hubiera querido seguir siendo humana además de Kyn había impedido que
se hubiera podido enfrentar a él de igual a igual, o por lo menos que lo
hubiera retenido allí hasta que apareciera Michael con sus hombres.
Michael alzó la vista para hablar con Phillipe.
—Llama a los hombres y encontradle. Coged las armas y haced lo que
sea necesario.
Su senescal hizo un gesto afirmativo y se marchó.
—Un momento. —Alex intentó recobrar el equilibrio con ayuda de los
hombros para poder ponerse de pie—. ¿Qué quieres decir con lo de
«necesario»?
—Thierry mató a dos de mis hombres antes de escapar. —Pensó en lo
cerca que Alexandra había estado de la muerte—. Nada podrá detenerle.
Alexandra meneó la cabeza.

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—Está confundido, eso es lo que le pasa.


—Está loco y sembrará esto de cadáveres. —Alexandra empezó a
subir las escaleras hasta que Cyprien la agarró del brazo—. No puedes ir
en su busca. Estás herida.
—Estoy bien y no me he pasado las últimas tres semanas de mi vida
operándole para que tus matones se lo carguen. —Lo miró con
impaciencia—. Le encontraré, hablaré con él y entrará en razón.
Michael negó con la cabeza.
—Es demasiado peligroso.
—Puedo apañármelas. —Cogió su pistola de dardos tranquilizadores y
empezó a cargarla.
Michael se puso hecho una furia y fue tras de ella.
—Tú no eres la que decide qué es lo que se va a hacer. —Alexandra le
apuntó con la pistola en el pecho y él la apartó de un manotazo.
Alexandra lo miró.
—¿Estás celoso o qué?
—Todavía eres lo suficientemente humana como para morir, mujer
del demonio —le gritó.
—Pues claro que lo soy. —Alex parpadeó—. ¿Qué tiene eso que ver?
—Todo. —Se arremangó la camisa y le enseñó la desnuda muñeca.
—Un momentito, hablemos antes. —Empezó a dar unos pasos hacia
atrás—. Cyprien, estás furioso, no piensas con claridad. No, no.
—Ya no nos queda tiempo para pensar ni para discutir. Sé que has
estado privándote de la sangre, pero ha llegado el momento de que
asumas lo que de verdad eres, Alexandra, y no serás capaz de hacerlo
hasta que no aceptes la sangre que te ofrezco. —La cogió por detrás del
cuello y le apretó la muñeca sobre los labios—. Toma mi sangre, Alex.
La apretaba tanto contra la muñeca que no podía mover la cabeza.
—No.
—Muérdeme.

La boca de Alex estaba firmemente colocada sobre la muñeca de


Cyprien. Alexandra podía sentir el fuerte flujo de sangre bajo la piel de
Michael. Empezó a salivar y le salieron los colmillos, deseosos de morder.
Sin embargo, logró mantener la boca cerrada a cal y canto.
—¿Siempre me tienes que poner las cosas tan difíciles? —Cyprien se
la llevó a la fuerza hacia la mesa de operaciones y la colocó allí encima.
Alex estaba todavía demasiado débil para defenderse y para liberarse de
las correas que le estaba atando alrededor de las piernas y de los brazos.
—¿Sabes de cuántas maneras puedo hacerte daño? —dijo ella
amenazante.
—De demasiadas. —Cyprien se llevó la muñeca a los labios, la mordió
con sus propios colmillos y después la apretó otra vez contra los labios de
Alexandra—. Y ahora, bebe.
Un poco de sangre se coló entre los labios de la doctora. Con la que
había organizado para que bebiera, Alexandra pensó que por lo menos
aquello debería de saber a ambrosía. Pero no. Era sangre y,
efectivamente, sabía a sangre.
«Nada que ver con lo que dice Arme Rice». Como tenía aquel sabor,

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no le costó tanto mantener la boca bien cerrada.


—Femme tetue. —Cyprien apartó la muñeca, se la llevó a la boca y se
puso a chupar la sangre.
Alex se secó la sangre de los labios con el reverso de la mano.
—No pienso hacerlo, atrévete y…
Cyprien se colocó a horcajadas encima de ella. Con una mano le
aguantó la cabeza y con la otra le apretó la nariz para que no pudiera
respirar. Alex abrió más los ojos una fracción de segundo antes de que él
le pusiera la boca encima de la suya.
La sangre empezó a correr de la boca de Michael a la de Alexandra,
que se atragantaba. Michael no le daba cuartel ni tampoco la dejaba
respirar. No se parecía en nada a los besos que se habían dado la noche
anterior, él solo hacía aquello para que ella tragara toda la sangre posible.
Alex peleó para liberarse de las correas, pero no lo logró. Intentó escupir
la sangre que tragaba, pero le resultaba imposible en aquella posición y
sin poder respirar. Cyprien seguía encima de ella, con la boca totalmente
fundida con la de ella y con aquellos ojos azul glaciar clavados en ella.
«Carne de mi carne, sangre de mi sangre».
Alex no sabría explicar por qué razón dejó de luchar. Simplemente lo
hizo. Se tragó la sangre que le ofrecía Cyprien, y cuando esta cesó, dejó
caer la cabeza hacia atrás, sobre la mesa. No sintió ninguna euforia,
simplemente tembló al notar que la sangre se le depositaba en el
estómago como si fuera un puño caliente. Ya no notaba él sabor a sangre,
lo único que sentía era que la sustancia le recorría todo el cuerpo, como
aquel calor que Cyprien le había dado la noche anterior. Mejor, incluso.
Muchísimo mejor.
Alex se volvió hacia Cyprien y vio que la herida de la muñeca ya se le
había curado. Le dolían los colmillos. Quería volvérselos a hincar y
repetirlo. Una y otra vez.
—Señor, es Tremayne. Estará aquí en veinte minutos.
La voz de Éliane llamándole desde las escaleras funcionó mucho
mejor que un cubo de agua bendita congelada. Cyprien se separó de ella y
la liberó de las correas con bastante reticencia. A Alex le costó bajarse de
la mesa de operaciones y, cuando por fin lo logró, una fina neblina roja lo
cubrió todo.
«Hijo de puta. Me lo ha vuelto a hacer».
Alex no quería perder el tiempo con palabrerías y le dio un puñetazo
en el pecho a Cyprien. Al obligarla a beberse aquella sangre, Cyprien le
había dado más fuerza; de modo que salió despedido y voló por la
habitación hasta que chocó con un armario lleno de material médico. Los
cristales temblaron y los líquidos estallaron. Se puso de pie en un segundo
y se secó la sangre que le bajaba por el labio.
No le gritó ni tampoco intentó devolverle el golpe. Simplemente le
extendió su esbelta y alargada mano de artista.
—Ven aquí, Alexandra.
«Mierda, en esto no se equivocaba Anne Rice».
Quería acercarse a él. Seguía siendo una mutante en busca de sangre
y tenía ciertas necesidades. Cyprien podía controlarlas totalmente, tal era
el poder que tenía sobre ella.

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Podía hacer las cosas tal y como él quería. Aceptar aquella mano,
seguir sus órdenes y besarle el culo el resto de la eternidad. A él le
encantaría, y estaba segura de que se encargaría de que a ella también le
gustara. Pero Alex estaba segura de que en algún momento acabaría
perdiendo lo poco que le quedaba de ella, de su alma.
—Voy a ir a por él —le dijo Alexandra, volviendo a coger la pistola de
dardos tranquilizadores—. Si intentas detenerme otra vez, te dispararé a ti
primero.
—No te acerques demasiado a él —fue todo lo que le dijo.
—Demasiado tarde, colega. —Todavía con el sabor a sangre fresca en
la boca, Alex pasó al lado de la asombrada secretaria en dirección a la
oscura noche.
Michael no tuvo tiempo para preparar la llegada del señor supremo.
Lo único que hizo fue colocar más vigilantes alrededor de la propiedad y
también en el interior de la mansión. Envió a Heather y a la otra
enfermera a un hogar Kyn cercano a la mansión.
Éliane, en cambio, no quiso marcharse.
—Phillipe no ha regresado todavía —le dijo a Michael mientras sacaba
una bandeja llena de relucientes copas de cristal y de recipientes que
contenían la tradicional mezcla de sangre y vino—. El señor supremo sin
duda espera que se le atienda adecuadamente. Señor, ya que no está
presente su senescal, por lo menos debe estarlo su tresora.
—No ha venido hasta aquí para hacer ninguna inspección. —Por lo
menos eso era lo que Michael deseaba. Le echó una ojeada a su ropa y vio
que estaba desgarrada, sucia y llena de sangre a la altura de la muñeca.
Pero no le daba tiempo a cambiarse—. Éliane, la mayoría de los humanos
no sobrevive al encuentro con Tremayne.
—Pero yo no soy la mayoría —dijo sonriendo alegremente la mujer y
llevándose un jarrón con flores marchitas de la habitación.
Tremayne llegó cinco minutos más tarde, embozado y enmascarado,
acompañado de diez de sus guardias personales. Entraron en la mansión
como una marea oscura, extendiéndose y arremolinándose alrededor del
señor supremo, con las armas preparadas y peinándolo todo con la
mirada.
Michael se colocó al final del vestíbulo e inclinó la cabeza.
—Bienvenido a La Fontaine, señor.
—Buenas noches, Cyprien. —La máscara de Tremayne se movió y
algo relució bajo los estrechos agujeros que le cubrían los ojos—. Qué casa
tan encantadora tienes. Creo que es la primera vez que la visito.
—Sí, creo que tiene usted razón. —Michael se volvió hacia Éliane
cuando notó que la mujer se colocaba a su espalda—. Señor, esta es mi
tresora, Éliane Selvais.
—Nos honra con su presencia, gran señor. —Éliane ejecutó una
genuflexión perfecta.
Tremayne se acercó y colocó la deformada mano enguantada bajo la
barbilla de Éliane.
—Siempre he admirado tu gusto por las mujeres, Michael. Refleja el
mío propio. —Bajó la mano—. Deberíamos dejarnos de formalidades y
hablar en privado ahora mismo.

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Michael lo llevó a su salón privado. Los guardias se apostaron detrás


de la puerta. Cyprien le pidió a Éliane que se marchara y cerró la puerta.
Se quedaron solos.
—Me has decepcionado muchísimo, Michael. —Tremayne cogió una
de las copas que Éliane les había traído y se la bebió, pero sin quitarse la
máscara—. Te has apropiado de algo que siempre he deseado tener, con
todas mis fuerzas, desde hace seiscientos años. Y no me habías dicho
nada.
Michael aparentó no saber nada.
—Señor, disculpad si no entiendo…
—Te estoy hablando de Alexandra Keller. La atacaste y la obligaste a
que se bebiera tu sangre, en más de una ocasión; sin embargo sigue con
vida y es todavía humana. —La voz de Tremayne se dulcificó de repente
—. ¿Dónde está Alexandra ahora, Michael?
—Thierry Durand logró escapar. Ella se ha marchado con mis huestes
para darle caza.
—Así que opera a los Kyn y además los protege. Qué mujer tan
fascinante. —El señor supremo se paseó por la habitación, inspeccionando
la decoración—. Tengo entendido que todavía no ha sufrido una muerte
humana, ¿es eso cierto?
—Sí, señor.
—Entonces no tiene precio. —Se pasó un enguantado dedo por la
máscara que le cubría el rostro—. ¿Qué nombre podemos darle a esta
criatura?
«Mi amor».
—No lo sé, señor, no me compete a mí decidirlo.
—Mitad humana, mitad Darkyn… ¿Hemikin? Me parece que resulta
bastante apropiado… —Tremayne se apoyó en el alféizar de la ventana y
miró a través de ella—. ¿Por qué me has ocultado la existencia de este
tesoro?
Michael pensó en un millón de mentiras diferentes. Aun que con
Tremayne, lo más parecido a un padre que había tenido en seis siglos, era
siempre más sencillo decir la verdad.
—Porque sabía que también vos la querríais.
—Y tenías razón.
—Pero no podéis tenerla.
Detrás de la máscara estalló una carcajada.
—Pues claro que puedo. Y además lo haré. Volverá conmigo a
Dundellan y allí se quedará.
—Alexandra se quitará la vida antes.
—Todavía es humana y puede morir, es cierto. Es un problema. —
Tremayne se quedó pensativo unos instantes—. Parece que voy a tener
que hacerte responsable a ti de que todo salga bien.
—¿Señor?
Richard gesticuló mientras seguía mirando por la ventana.
—Irás y la encontrarás. Le explicarás el futuro glorioso que le espera
como madre de una nueva legión y me la traerás. —Se quitó la máscara y
esbozó una horrorosa sonrisa—. Seigneur Cyprien.
Uno de los guardias de Richard llamó con los nudillos y se asomó.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—Aquí hay un humano que solicita ver a la doctora. Es un sacerdote y


dice que se llama John Keller.

En contra de su voluntad, John se había quedado todo el día en el


hotel. Se puso a ver concursos televisivos hasta que pensó que le iba a
estallar la cabeza y tuvo que apagar la televisión. Durmió a ratos y
despertándose cada vez que alguien caminaba cerca de la puerta de la
habitación. En una ocasión la abrió de golpe y casi mata a una camarera
de un ataque al corazón.
Seguía esperando que sonara el teléfono y que fuera el hombre que
le había llamado todavía de madrugada para darle noticias de Alexandra.
Apretó el botón de rellamada automática por si de aquel modo podía
saber qué número le había llamado, pero fue imposible. Incluso intentó
que el hotel le facilitara el número de teléfono llamando al conserje y
preguntándole si podían localizar la llamada de algún modo. El hombre se
disculpó y le recomendó que llamara a uno de los teléfonos de
información.
Como no había servicio de habitaciones, John salió de la habitación,
dejando la puerta abierta, para dirigirse a las máquinas expendedoras que
había en aquella planta. No tenían agua, pero sí muchos aperitivos y cosas
de picar. Compró bolsas de patatas, paquetes de tostaditas, queso y
caramelos. Se lo comió a pesar de que casi todo estaba rancio y bebió
agua directamente del grifo. Pensó en lo que aquellos tres hombres
podrían hacerle a su hermana y le entraron ganas de vomitar. Volvió a
encender la televisión para que no se le revolvieran más las tripas y para
dejar de pensar un rato.
Empezó a perder la esperanza.
John estaba pensando en llamar a la policía cuando finalmente el
teléfono sonó. Cogió el auricular y se lo llevó al oído.
—¿Sí?
—¿Tiene a mano un lápiz y un papel, padre Keller? —La voz ya no
tenía un acento tan marcado y sonaba un poco más áspera.
—Sí. —El hombre le recitó una dirección, que John anotó—. ¿Dónde
está esto?
—En La Fontaine, una preciosa casa del Garden District. Allí
encontrará a su hermana. No llame a la policía. No lleve armas encima.
Camine, llame a la puerta y pregunte por ella. Pregunte educadamente. Y
otra cosa, John…
—¿Qué?
—Cuando ella aparezca, cójala del brazo y corra. No deje de correr
hasta que haya salido del país. —El interlocutor colgó.
John no conocía el Garden District ni tampoco Nueva Orleans, de
modo que se dirigió a un pequeño badulaque para comprar un mapa de la
ciudad. Vio que había una ruta rápida que llevaba a la dirección que le
había dado el informante anónimo, de modo que cogió el coche y llegó
hasta ella. Era una mansión resguardada tras unos altos muros y con una
puerta cerrada a cal y canto. Pasó un minuto hasta que alguien atendió el
interfono y le dejó pasar. Tan pronto como entró, dos hombres le
flanquearon.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—Suelta las armas —dijo uno de ellos con un marcado acento


irlandés.
John levantó las manos y dejó que le cachearan desde el cuello hasta
los tobillos. Se quedó boquiabierto al ver que los dos hombres llevaban
ametralladoras colgadas del hombro y pistolas en las fundas del hombro y
de la cadera.
—¿Nombre?
John se quedó mirando la casa.
—Estoy aquí para ver a la doctora Keller.
—Que me digas cómo te llamas.
—Soy el padre John Keller. Soy su hermano.
Acompañaron a John hasta la entrada principal y le dijeron que
esperase allí. Uno de los hombres se quedó con él mientras el otro
entraba.
—¿Mi hermana está aquí? —le preguntó John al guardia, quien solo le
dirigió una mirada de desinterés por toda respuesta.
El hombre que salió encajaba a la perfección con la descripción que le
había dado el dueño de la tienda de Atlanta: alto, guapo y de pelo oscuro
de no ser por los extraños mechones blancos que le rodeaban la cara. Los
ojos azules le devolvieron la mirada y se quedaron mirando el alzacuello
de John.
—¿Es usted el padre Keller? —dijo con una voz suave y con acento
francés.
—Sí, soy yo. —John dio unos pasos—. ¿Dónde está mi hermana?

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Capítulo 22

«Dondequiera que vayas, amor mío, te estaré esperando», le había


dicho Angélica.
Thierry se movía entre las sombras, a través de los minúsculos
Jardines de aquellas desconocidas casas, en silencio, buscándola a ella y
en busca también de algo que le resultara familiar.
«¿Dónde está? ¿Por qué no está aquí?».
El extraño francés que hablaron los dos hombres a los que mató
saliendo de la casa hicieron que albergara alguna esperanza de hallarse
en su país natal, al que habría regresado de algún modo. Pensó que debía
de estar en alguna lejana provincia en la que se hablase un dialecto muy
diferente al suyo. Pero los pocos coches que circulaban cerca de las casas
eran modelos americanos, y los letreros de las calles estaban todos en
inglés.
«Ángel. Ángel mío».
Durante un momento le llamó la atención la presencia de una
muchacha rubia en la ventana de un dormitorio, pero no era ella. Tenía la
cara demasiado cuadrada y la boca muy pequeña. Su Ángel nunca habría
cambiado de apariencia para parecer tan vulgar.
«No es ella, no es ella».
Un expositor con periódicos colocado en una esquina le dio una pista
sobre su localización. Estaba asegurado con un candado y no podían
sacarse los diarios de él; sin embargo Thierry lo destrozó y sacó un fajo de
periódicos. Un repentino ataque de hambre hizo que tuviera que apoyarse
en una farola unos instantes. Cuando de nuevo pudo volver a centrar la
vista en aquella menuda caligrafía supo que estaba en Nueva Orleans,
Luisiana.
América. ¿Pero cómo había llegado hasta allí? ¿Por qué estaba en
aquel continente?
«Los Brethren».
Tiró el periódico al suelo y se apartó de la luz. Escapar de la prisión le
había resultado muy sencillo después de librarse de la mujer. Debería
haberla matado, pero en aquel momento solo podía pensar en escapar.
Tenía que seguir adelante, los Brethren le enviarían a sus carniceros para
que le dieran caza. Pero se quitaría la vida antes de dejar que le atraparan
otra vez. Podía trepar y mirar desde arriba, su cuerpo era fuerte y estaba
totalmente recuperado.
«¿Cómo puede ser? ¿Por qué?». No lo entendía.
La cabeza le decía que siguiera corriendo, pero veía puntos negros
delante de él y el hambre empezaba a apoderarse de él con fuerza. Miró a
su alrededor y vio que se encontraba en una parte antigua de la ciudad.
Trepó por las cañerías de desagüe de una casa y desde allí observó el
panorama que se abría ante él: casas, Jardines y estrechas calles.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

De repente vio una cruz encima de la torre de una iglesia.


«Asesinos. Carniceros».
No eran ellos, pero en cierta manera sí que lo eran. Se trataba de uno
de sus templos, del lugar en el que se reunían para cantar aquellas
oraciones y robar para subsistir. Thierry rodeó la pequeña iglesia y se puso
a mirar a través de las ventanas ojivales de colores. Vio cirios encendidos,
un altar vacío y unos bancos sin fieles.
Detrás del templo había un pequeño edificio achaparrado que estaba
comunicado con él, también decorado con signos religiosos. La cerradura
de la puerta se abrió tras forzarla y romper algunas tablillas. El pasillo
estaba completamente oscuro y no se oía ni un ruido.
Thierry se puso a olfatear el aire. Olía a polvo, a desinfectante y a
sudor. Siguió el tercer rastro hasta llegar a su origen: un pasillo con cuatro
puertas, detrás de las cuales dormían hombres, hombres humanos.
Ninguna de las puertas estaba cerrada.
Pasó por delante de la primera puerta y colocó una mano sobre ella.
El corpulento hombre que dormía allí soñaba con celebrar misa en una
gran catedral. El sueño era tan aburrido como su sermón dominical.
Thierry pasó de largo. La habitación que había detrás de la segunda
puerta estaba vacía. El hombre que descansaba en el tercer cubículo
soñaba que estaba desnudo delante de su restaurante favorito mientras
unos cangrejos le mordían los dedos de los pies.
No podía desgarrar el cuello a unos hombres inocentes, pero podía
obligarles a que le dijeran dónde se escondían los carniceros.
Thierry se dio la vuelta y se metió en la primera habitación.

Alexandra no quería meterse en el coche con Phillipe. Se la había


encontrado en la calle, sola, caminando, y se había parado. Después de
admitir que no había encontrado ninguna pista de Thierry la había
amenazado para que entrase en el coche.
—¿Sabías que tengo una pistola? —le dijo a Phillipe mientras iban
hacia el coche.
—Y yo tener una espada. —Abrió la puerta y la empujó para que se
metiera dentro.
—¿De verdad? —Bajó la vista y vio la empuñadura que le asomaba en
el bolsillo de la chaqueta—. Caray, pues es verdad.
—De bronce. Muy afilada. —Phillipe se llevó la mano a la empuñadura
—. Quitar su cabeza, un golpe. Única solución.
—No es la única solución. —Le mostró la pistola de dardos—. ¿Tienes
alguna pista?
—No. Hombres buscando. Yo volver a la casa. —La miró—. ¿Tú
también?
Alexandra sabía por el bajón de tensión y por su temperatura
corporal que se estaba muriendo. Cyprien había hecho un buen trabajo.
—Todavía no.
«Asesinos, carniceros, decidme dónde está».
El rastro de los pensamientos de Thierry era tan fuerte y tan violento
que la empujó contra el asiento.
—Está cerca.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—¿Quién?
—Thierry. —Cerró los ojos para concentrarse mejor, se relajó para
recibir mejor aquellos pensamientos—. Cristales de colores. Cirios. Puerta
forzada. —Miró a Phillipe—. Está en una iglesia. Está muy cerca.
—Ya sé dónde. —Phillipe puso en marcha el motor y apretó el
acelerador. A la vez, cogió el auricular del teléfono del coche y pulsó un
único botón para decir algo breve y muy rápido en francés. Después
entrecerró los ojos y escuchó. Finalmente colgó el teléfono.
—El señor decir que no ir a casa.
Alexandra frunció el ceño.
—Vaya cambio, ¿no?
La iglesia estaba a siete manzanas de La Fontaine, en una calle
secundaria que tenía dos bloques de apartamentos a cada lado. Phillipe
aparcó cerca de ella y miró a Alex.
—No está ahí. —Miró primero al templo y después a los
apartamentos, intentando recibir alguna señal de Thierry—. Tengo que
salir y caminar un poco.
Tan pronto como se acercó a la iglesia, un torrente de pensamientos
la golpeó. Se hubiera caído al suelo si Phillipe no la hubiera atrapado a
tiempo.
—No. —Se llevó una mano a la boca—. Ha capturado a un sacerdote.
—Se apartó de Phillipe y empezó a correr en dirección a la iglesia. Phillipe
desenfundó el puñal que llevaba consigo y corrió detrás de ella.
Alex encontró la puerta por la que había entrado Thierry. Las
imágenes que tenía en la cabeza se volvían cada vez más oscuras y
lúgubres, llenas de odio.
—Dios mío, Phil, ayúdame a encontrarlo. Thierry va a matar a un
sacerdote.

Michael se metió en el bolsillo su teléfono móvil.


—Estudié francés en el instituto —dijo John con indiferencia—. Así que
me ha parecido entender que mi hermana está con tu amigo Phillipe. —
Agarró a Cyprien por la solapa—. Dime dónde han ido.
Michael miró a sus guardias e inclinó la cabeza. Regresaron al interior
de la casa.
—¿Y bien? —John apretó un puño delante del rostro de Cyprien.
—Alexandra está a siete manzanas de aquí, en una iglesia. Está
intentando atrapar a un loco que ha ido hasta allá para, probablemente,
matar a todo el mundo. Cuando regrese, el otro loco que tenemos en esta
casa la secuestrará y se la llevará a Irlanda, donde le hará cosas que no
puedo ni describir.
John bajó la mano lentamente.
—Por encima de mi cadáver.
—Sí, yo también pienso lo mismo. —Michael hizo un gesto hacia el
coche de John—. Iremos en tu coche.
John siguió las indicaciones de Michael al pie de la letra.
—¿Quién eres? ¿Cómo ha llegado mi hermana a conocerte?
—Soy un Darkyn. —Michael colocó una mano en el salpicadero
después de que John frenase en seco—. Antes de que me ataques,

- 227 -
LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

sacerdote, debes saber que tu hermana también lo es.


La mirada de John se volvió sombría e inexpresiva.
—Eso es mentira.
—Ojalá lo fuese. —Miró hacia la calle—. Y ahora, sigue conduciendo.
—Me uní a los Brethren para demostrar que no existís —dijo John
apretando los dientes con fuerza—. Me obligaron a matar a uno de
vosotros. Un español.
—¿Cómo lo mataste? —le preguntó Michael.
—Le clavé un puñal en el cuello.
Michael asintió.
—Entonces sigue con vida. Ah, y tampoco eres un Brethren. —Miró la
fachada principal de la iglesia de Santa Ágata. Las puertas y las ventanas
estaban cerradas y la iglesia estaba sumida en un gran silencio. Todo
estaba oscuro. El coche de Phillipe estaba parado en medio de la calle.
«La rectoría».
Mientras Michael se bajaba del coche, John salió también y se le
acercó.
—Me uní a los Brethren en Roma, después de superar el
entrenamiento y de matar a aquel vampiro.
Michael quería quitarse a John de encima, pero era el hermano de
Alexandra. Además se había ganado a pulso saber la verdad.
—El único modo de acabar con nosotros es cortándonos la cabeza o
quemándonos hasta convertirnos en cenizas. Además no puedes unirte a
los Brethren a menos que tu padre perteneciese también a la orden. Es el
único modo de ser miembro de la orden.
—¿Qué demonios me estás contando? Superé el entrenamiento, las
pruebas. Demostré que era digno para unirme a la orden.
—Te torturaron, John —dijo Michael con suavidad—. La única
diferencia entre lo que los Brethren nos hicieron a nosotros y lo que te
hicieron a ti es que tú acudiste voluntariamente y cooperaste con ellos.
—No te creo.
Michael frunció el ceño.
—Te necesitaban para llegar hasta Alexandra. Los Brethren sabían
que me había operado y que me había devuelto el rostro. Sabían también
que una doctora de este siglo podía demostrar muchas cosas sobre
nosotros, como por ejemplo que podríamos no estar malditos. Alexandra
cree que somos víctimas de una enfermedad. Si logra demostrarlo, los
Brethren quedarán en evidencia y todo el mundo sabrá que en realidad
son unos asesinos. Si nos cura, los Brethren ya no tendrán razón de ser.
Quieren que ella muera, e imagino que tú les has guiado hasta ella.
John palideció.
—No es verdad.
—Lo peor de todo es que se aprovecharon de tu fe y también de tu
amor por tu hermana. Creo que eso es mucho peor que la propia tortura.
Michael oyó un grito femenino y salió corriendo hacia la iglesia.

Gelina no podía creer la suerte que había tenido. Keller y su hermana


juntos, en el mismo lugar. Y además, con Michael Cyprien y varios de sus
Kyn. Después de aquella noche, Stoss le daría todo lo que quisiera: dinero,

- 228 -
LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

joyas, a Keller, una casa en el sur de Francia…


Quizá también le permitiese tener a Michael Cyprien. A Gelina
siempre le habían encantado sus manos y aquellos ojos azules tan
cristalinos y hermosos. Tal vez podría quitarle las manos con un escalpelo
poco a poco; o quizá con una sierra. En cuanto a sus ojos… Seguro que
lucirían todavía más en una jarra, flotando. Sabía exactamente dónde los
colocaría: en la estantería de la habitación privada que tenía en casa,
donde guardaba otros recuerdos.
¿Seguiría viendo a través de aquellos ojos mientras se abrasaba vivo
en el infierno?
Gelina no quería que la ansiedad que sentía le arruinase el juego. Se
escondió y observó a Cyprien y a Keller hasta que desaparecieron en la
rectoría. Sacó su móvil y pidió más refuerzos. Después, sacó su espada y
se escondió detrás del edificio, esperando.

Thierry dejó caer en el suelo el cuerpo inconsciente del sacerdote. Se


había alimentado de la sangre del cura, pero no había forzado el éxtasis ni
la servitud. Si lo que quería era encontrar a su Ángel, todavía iba a
necesitar más sangre de otras gargantas.
«Thierry, para».
Alzó la cabeza y respiró hondo hasta que de su nariz se borró el olor a
sangre. Allí estaba, era la fragancia de aquella mujer, tan suave como el
sonido de su risa y tan potente como la fuerza de sus manos.
La mujer de los ojos hermosos estaba allí. No quiso entrar en la
habitación abriendo la puerta. Trepó y salió por una ventana para poder
entrar por otra que conducía al cuarto vacío. La mujer había venido con
alguien, podía oír los pasos. Llegaban más hombres, iban a por él para
tenderle una trampa. Estaban utilizando a la mujer como cebo. Le echó un
vistazo a la habitación y encontró lo que necesitaba. Arriba, siempre
arriba.
Thierry les estaba esperando detrás de la puerta, escuchando sus
pasos. Los de ella eran ligeros, los de los hombres eran más pesados. Olió
a cobre. La mujer estaba al otro lado de la puerta, alargando el brazo. Giró
el pomo de la puerta. Thierry la abrió justo en ese momento, le quitó la
pistola de la mano, empujó a Alexandra hacia adentro y cerró la puerta
inmediatamente de un portazo. Rompió el pomo para que el hombre que
estaba al otro lado no pudiese entrar.
—Thierry —dijo ella sin apenas fuerza y asustada. Era ella y a la vez
no lo era. Entonces lo entendió. Thierry la miró de nuevo y la envolvió con
sus manos.
—Ángel mío.
La puerta se partió en dos cuando un fuerte peso cayó sobre ella
desde el otro lado. La madera se hizo astillas y los goznes rechinaron.
Thierry saltó, se encaramó a una viga, abrió un agujero en el techo y
salió por él con su Ángel en dirección al desván.

Michael y John se encontraron a Phillipe lanzándose contra una


pesada puerta de madera de roble sin prestar atención a los dos
enfadados sacerdotes que estaban allí reunidos.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—Durand —le dijo Phillipe a Michael—. La tiene ahí dentro.


Michael echó la puerta abajo y entró. La habitación estaba vacía y la
ventana, cerrada. Cogió del suelo la pistola de dardos de Alexandra, dio
una vuelta sobre sí mismo y miró hacia arriba.
—Allí.
Phillipe saltó y pasó a través del agujero. Después miró abajo.
—Ya no están aquí.
Uno de los sacerdotes entró en la habitación y empezó a decir que iba
a llamar a la policía para que los enviara a todos a comisaría por entrar de
aquellas maneras en una propiedad.
Mientras Phillipe volvía a bajar, John cogió al sacerdote por el cuello
de la camisa de dormir. Señaló el agujero del techo.
—¿Por ahí se puede llegar a la iglesia?
—Sí, por supuesto. —El sacerdote vio el alzacuello de John—. Mire,
padre, estas no son maneras de…
John lo apartó de un empujón y salió a todo correr de la habitación,
detrás de Michael y de Phillipe.
El pasillo principal iba de la rectoría a la iglesia. Cyprien y Phillipe
pasaron a través de las puertas cerradas como un huracán y llegaron al
templo, en el que reinaba un fuerte olor a gardenia.
Thierry Durand estaba sentado en el altar, bajo el crucifijo. Alexandra
estaba totalmente inmóvil en sus brazos y él tenía el rostro enterrado en
la garganta de la mujer. Cuando corrieron hacia él, alzó el rostro
ensangrentado y les enseñó los dientes, desafiante.
—Apartaos. Ángel mío. —Volvió a inclinarse sobre ella.
Michael se detuvo e hizo un gesto a Phillipe y a John para que hicieran
lo mismo.
Los ojos de Alex se abrieron poco a poco.
—Todavía está viva —dijo John, adelantándose. Michael lo retuvo
mientras apuntaba a Thierry con la pistola.
—Por allí. —Disparó a Thierry en el hombro.
Thierry intentó seguir rodeando con sus brazos a Alexandra, pero el
tranquilizante funcionaba muy aprisa. Se inclinó hacia adelante y se cayó
sobre la plataforma que había bajo el altar.
Una mujer de cabello oscuro con una espada de cobre se colocó entre
él y Alexandra.
—Todo el mundo quieto.
John se la quedó mirando fijamente.
—¿Hermana Gelina?
—No. —Cyprien también se la quedó mirando—. Se llama Angélica.
Las puertas traseras de la iglesia se abrieron y por ellas entró un
numeroso grupo de gente.
Alex pensó que debía de estar muerta hasta que vio a Éliane
caminando por el pasillo central de la iglesia, seguida de varios monjes
con oscuras vestiduras. Los monjes acompañaban al resto de los Durand,
que iban encadenados y esposados.
La rubia se acercó a ella.
—Doctora, no sabía yo que deseaba ir a misa. Debería habérmelo
dicho y yo misma le habría ayudado a prepararlo todo. —Se quedó

- 230 -
LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

mirando el cuello de Alexandra—. ¿Cómo está?


—Estoy… preparada… para darte… un puñetazo.
—Me parece a mí que no. —Sacó una jeringuilla que contenía una
solución salina azul—. Necesitamos que duermas en el viaje de regreso a
Roma.
—¡Thierry! ¡Alexandra! —gritó Liliette antes de que se le escapara un
grito desgarrador.
—¿Dónde está Cyprien? —Alex volvió la cabeza, vio a Michael, a
Phillipe y a alguien a quien nunca habría esperado encontrarse en aquella
tesitura—. ¿John?
Éliane le clavó con fuerza la aguja en el brazo y le inyectó el
contenido.
—Así, con esta cantidad ya tendrás suficiente. —Se giró para hablarle
al monje que estaba al lado de ella—. El sulfato de cinc actúa bastante
deprisa, cardenal Stoss. No le dará ningún problema en el avión ni ella ni
ninguno de los otros.
«¿Qué narices está diciendo?». El sulfato de cinc lo único que iba a
darle a Alex era una erupción cutánea. Cuando alzó el rostro para mirar a
la rubia, se quedó atónita al ver cómo esta movía uno de los párpados
muy lentamente en lo que sin duda era un guiño deliberado. A la vez, Alex
sintió una calidez en el cuerpo.
Plasma, pensó Alex, teñido de azul para que se pareciera al sedante y
seguramente decisivo para mantenerla con vida un poco más. Le siguió el
juego a la rubia y cerró los ojos. Unos instantes después, los abrió como si
fueran dos estrechas ranuras.
El cardenal estaba dando órdenes en italiano a sus monjes, quienes
llevaban a cuestas cadenas de bronce para Michael y Phillipe.
—No puede llevarse a mi hermana, cardenal —dijo John, mirando a
Alex—. No es una de ellos.
—John, cada uno que cargue con su propia cruz. —Stoss hizo un gesto
y dos monjes inmovilizaron al hermano de Alexandra—. La hermana Gelina
te lo explicará más tarde con mayor detalle. Ahora tenemos algunas
ejecuciones que preparar. —Les hizo otro gesto a los monjes para que
llevaran a los Durand al altar.
Alex notó que le salían los colmillos, pero se quedó quieta y esperó a
que dos de los monjes le dieran la espalda. Se deslizó por el altar, golpeó
una cabeza contra la otra y apartó de un manotazo los dos cuerpos
inconscientes.
—¡Michael!
Phillipe estaba peleando con la mujer que llevaba la espada de cobre,
mientras que John y Michael estaban enfrentándose a los monjes que
rodeaban a los Durand. Alex se tambaleó y se agarró a alguien para no
caerse.
Thierry, con los ojos llenos de odio, le rodeó el maltrecho cuello con
las manos.
—Ángel. —La movía como si fuera una muñeca de trapo—. ¿Dónde
está?
—Thierry, por favor… —susurró Alex—. Soy… doctora… amiga… —La
cabeza le daba vueltas.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Michael se abalanzó sobre Thierry para liberar a Alex. La doctora se


cayó de rodillas al suelo, tosiendo e intentando coger aire. Los dos
hombres peleaban como animales salvajes, enseñándose los colmillos y
pegándose sin compasión.
Alguien rugió con fuerza y agarró a Thierry por detrás. Era Jamys.
—¿Jamys? —Thierry no daba crédito a lo que veía.
El chico emitió otro sonido gutural y señaló a la mujer que intentaba
escapar de Phillipe.
—Ya sabía yo que no podrías mantener esa boquita cerrada. —El
cabello largo y oscuro de la mujer se volvió dorado mientras miraba a
Jamys—. Eres incapaz de guardar un secreto, pequeño mequetrefe.
Alex veía cómo se difuminaba y se transformaba el cuerpo de la
mujer. Se volvió más alta y más delgada, y los rasgos se le acentuaron
para coincidir con aquellos que Thierry tenía grabados a fuego en la
memoria.
El cardenal Stoss suspiró.
—Gelina, ¿es esto realmente necesario?
John se acercó a Alexandra y la ayudó a levantarse. Estaba pálido por
el cariz que estaban tomando los acontecimientos, como Thierry.
Thierry soltó a Cyprien y se puso de pie lentamente.
—¿Ángel? —preguntó ya sin asomo de locura—. Ángel mío, no has
muerto.
—Pues no, cielo. Ya ves que sigo vivita y coleando. La verdad es que
no deberías creerte todo lo que ves cuando alguien te está torturando. —
Angélica Durand se dirigió a Cyprien—. Hiciste que la doctora operara a mi
pobre maridito, ¿verdad? Después de lo que nos costó destrozarle el
cuerpo. Qué impertinencia.
Cyprien se apartó de Thierry y, a la vez, Phillipe se colocó detrás de
Alexandra.
—¿Cómo engañaste a todo el mundo? ¿Cómo lograste hacernos creer
que habías muerto en Dublín, Angélica? —inquirió Cyprien—. ¿Acaso
cambiaste de aspecto para parecerte a uno de los Brethren?
—No, Michael. No estuve nunca en una celda con Thierry. Los
Brethren se cargaron a otra Darkyn, la colgaron al lado de Thierry y le
permitieron que sacara sus propias conclusiones.
Alguien tenía que cargarse a aquella hija de puta, pensó Alex. Ella
estaba más que dispuesta a hacerlo. Cogió el puñal que Phillipe tenía en la
mano.
—¿Ángel? —Thierry intentó abrazarla.
Ella se apartó.
—Ya no, mi queridísimo amado. Ya ves, no me dejaron otra
alternativa. —Extendió los brazos en señal de impotencia—. Me atraparon
hace unos años, cuando mamá y papá me enviaron a Roma para que me
curara. Empecé a regatear para poder salvarme. Les he estado enviando
Kyn desde hace años. Jamys lo estropeó todo. —Miró a su hijo con una
expresión malhumorada—. Me estaba escuchando mientras hablaba con
Roma por teléfono, aquel día, en el castillo. No tuve otra opción que
decirles que vinieran y nos capturasen a todos.
—Pero yo lo vi. —Thierry se frotó los ojos—. Vi cómo te torturaban.

- 232 -
LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

—Todo fue una pantomima, querido. —Le dio una palmadita en la


mejilla—. Todo parte de la tortura. —Te dedicó a Jamys una amplia sonrisa
—. Por eso tuvimos que cortarle la lengua primero, porque habría hablado
y lo habría echado todo a perder. Yo estuve mirando cómo lo hacían para
asegurarme de que todo salía bien.
Por fin Alex sabía qué había sido lo que le había afectado tanto a
Jamys: saber que su madre seguía con vida, que les había traicionado y
que había fingido su propia muerte. Al escucharla, el muchacho no había
podido evitar lanzarse a los brazos de su madre; sin embargo Thierry llegó
a tiempo para evitarlo.
Y aquello fue una suerte, porque Angélica seguía teniendo la espada
de cobre en la mano.
Thierry se miró las piernas y después se encontró con la mirada de
Alex.
—Tú me ayudaste.
—Sí. —Alex vio que algo se movía entre las sombras, a un lado del
altar—. Déjame que haga algo más por ti Johnny, al suelo.
Su hermano se dejó caer al suelo al tiempo que Alex alzó el puñal y
se lo pasó por el cuello a Angélica Durand. Al principio pensó que no se lo
había clavado con la suficiente fuerza, puesto que la mujer dejó escapar
un grito sofocado, como de sorpresa. Pero, de repente, un hilo horizontal
de sangre apareció en el cuello, volviéndose mayor a medida que la mujer
inclinaba la cabeza. Habría parecido que estaba rezando si la cabeza se le
hubiera quedado pegada al cuerpo. Pero se le cayó al suelo, seguida,
pocos segundos después, del cuerpo.
—Matadlos a todos —gritó el cardenal Stoss.
Los Brethren se dirigieron al altar, pero se detuvieron cuando el suelo
empezó a escupir espadas.
Alex se agarró a uno de los bancos y vio cómo las espadas
empezaban a rasgar la espesa alfombra que había en el suelo de la
iglesia, y observó que de los agujeros, cada vez más grandes, salían
hombres vestidos con túnicas blancas en las que llevaban cruces rojas.
Parecía que uno de los cuadros de Cyprien hubiese cobrado vida.
Un monje se acercó a uno de los hombres de blanco e
inmediatamente fue arrastrado bajo la alfombra. De ella salió un grito que
se transformó rápidamente en un balbuceo.
Aquel sonido apartó al resto de los monjes de los hombres vestidos
con las túnicas blancas.
Stoss les gritó algo en latín y se golpeó el pecho con los puños.
Después añadió algo más en inglés:
—Ellos son la oscuridad y nosotros la luz. Que les llegue el día del
juicio, hermanos, o seremos nosotros los que nos enfrentaremos al
nuestro. —Señaló a Alexandra—. Y traedme su cabeza.
Los hombres de blanco formaron un muro alrededor del altar. Uno de
ellos se adelantó y blandió su espada.
—Marchaos o morid.
La amenaza de Stoss parecía ser la peor, porque los monjes se
acercaron en bloque a los hombres de blanco.
—Cyprien. —Alex vio que se dirigía hacia los hombres que les estaban

- 233 -
LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

protegiendo y le lanzó el puñal—. Te quiero. Ten cuidado con el cuello.


Michael la miró unos instantes antes de asentir con la cabeza y saltar
el banco para unirse a la batalla.
Alex se estremecía cada vez que Cyprien y los hombres de blanco
repelían el ataque de los monjes. Las espadas lanzaban destellos
plateados que pronto se volvieron rojizos por la sangre de los
contrincantes. Los dos bandos luchaban con fiereza, pero eran los
hombres vestidos de blanco los que utilizaban la espada como si fuera una
extensión de su cuerpo. Además, peleaban en silencio y parecía que
ninguna herida podía detenerles.
«Darkyn». Alex se dio cuenta de lo que eran cuando los monjes
empezaron a gritar y a caerse a montones enfrente del altar. «Por eso no
se mueren. Este es el Jardin de Michael».
John musitó algo mientras intentaba levantarse del suelo para
contemplar la batalla.
—¿Qué has dicho? —Alexandra lo agarró por los brazos— ¿Qué pasa?
—Templarios. Son templarios. —Hizo un brusco gesto hacia los
hombres de blanco—. ¿Por qué están peleando contra los monjes?
—¿Quizá porque el monje de más rango dio órdenes de matarnos? —
sugirió Alex.
John la miró.
—¿Y tú qué haces aquí? ¿Por qué estás metida en este lío? ¿Estás
ayudando a los demonios?
—Pues sí, así que acostúmbrate. —Le dio la espalda para ver mejor el
combate.
La batalla fue corta, brutal y sangrienta. Muy pronto no quedó ningún
monje que matar a excepción de Stoss. Los hombres de blanco colocaron
en formación detrás de Cyprien. Parecía que estaban expectantes.
Una figura de corta estatura y envuelta en una capa negra con
capucha apareció cojeando en la iglesia. Se abrió camino hasta llegar al
pasillo central. Cuando la figura estuvo más cerca, Alex pudo ver que
llevaba el rostro cubierto por una máscara.
El cardenal Stoss, que estaba rodeado por tres templarios, empuñó su
espada.
—Por fin llega el cobarde. Quizá muera, pero tú vendrás conmigo.
—Viktor, mi más viejo y querido amigo —dijo el hombre de la capucha
con un refinado acento inglés—. Cuánto tiempo sin verte. ¿Qué tal está la
familia? La que no he matado yo, quiero decir.
Stoss caminó decidido hacia él, blandiendo la espada bañada en
cobre sobre su cabeza y apuntando directamente al hombre enmascarado.
El hombre de la capa no se inmutó y dejó que el cardenal se le acercara.
Entonces se quitó la máscara.
Al cardenal se le cayó la espada de la mano. Se quedó mirándolo,
hipnotizado. Tampoco Alex podía apartar la vista de él.
—Es hora de que todos nos quitemos las máscaras, ¿no crees? —El
hombre de la capucha hizo un único y pausado gesto con la espada hacia
el cardenal. La cabeza de Stoss acabó rodando por el pasillo central.
Cyprien cogió a Alex y se la llevó afuera por la parte de atrás de la
iglesia. Detrás de él se oía el sonido de las espadas y el de los cuerpos al

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ser arrastrados.
—¿Cuánta sangre te ha chupado?—le preguntó mientras le acariciaba
con suavidad la herida que tenía en la garganta.
—Más o menos la misma cantidad que tú me chupaste en nuestra
primera cita. —La temperatura corporal de Alex estaba cayendo en picado
y no sentía nada, como en el sueño que había tenido—. Lo siento, Michael.
¿Quién era el tipo ese que realmente necesitaba la máscara?
—Me temo que nuestro rey, Alexandra. —Se inclinó sobre ella y la
besó en los labios—. Ha venido a por ti. Cree que tu sangre es la clave
para crear nuevos Darkyn.
Alex recordó la cara de aquel hombre.
—Genial, creo que lo mejor es que la palme ahora mismo.
Un gran dolor se asomaba a los ojos de Michael.
—No, pero es mejor que lo que él ha planeado para ti. Te necesita
para que transformes a otros.
—Pero eso solo puede suceder si soy medio humana, ¿no? —Alzó una
mano y le rodeó el cuello con ella—. ¿Qué te parece si contribuyes a la
causa y donas sangre una vez más?

—¿Qué le has hecho?


Michael alzó la vista y la apartó del rostro durmiente de Alexandra.
Enfrente de él estaban su tresora y el señor supremo de los Darkyn.
—He acabado lo que empecé. —Pasó una mano por los cabellos de
Alexandra.
—Le has dado más sangre.
Michael asintió.
—Si no lo hubiera hecho, ahora estaría muerta. Thierry casi lo hace.
Tremayne se quedó en silencio largo rato.
—Muy bien, seigneur. —Se marchó.
Michael miró a Éliane.
—Eres tú la que ha estado informando a Tremayne.
La mujer asintió.
—Antes de convertirme en tu tresora, fui la suya. —Volvió a mirar a la
renqueante figura que desaparecía en la lejanía—. Todavía lo soy.
—Nos salvaste la vida. Gracias.
La mujer le dedicó una de sus frías sonrisas.
—Adiós, Michael. —Siguió el camino de Tremayne alrededor de la
iglesia.
Alex seguía inmóvil en los brazos de Michael. Hasta allí llegaron
Phillipe y John Keller, que parecía estar furioso y maltrecho.
—Los hombres se han llevado a casa a los Durand —le dijo Phillipe—.
Thierry ha vuelto a desaparecer.
Michael pensó en todo lo que Thierry había descubierto aquella
noche. Si no había enloquecido por la tortura, sin duda Angélica había
acabado de lograrlo.
—Déjale marchar.
—¿Qué le has hecho a mi hermana? —le preguntó Keller en un tono
mucho más hostil que el empleado por Tremayne.
—Se estaba muriendo —dijo Michael—. Le he dado mi sangre, y eso la

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ha matado. Cuando se levante dentro de dos días, estará a salvo.


—Quieres decir que será una vampira.
—Darkyn —musitó Phillipe.
John miró de nuevo hacia la iglesia.
—¿Y los templarios? ¿De dónde han salido y por qué luchaban contra
sus propios hermanos Brethren?
—Los hombres que viste en la iglesia son los míos. Son miembros de
mi Jardin. —Michael se habría reído de no haber visto el horror que se
reflejaba en los ojos del joven sacerdote—. Excepto por tres traidores, los
Brethren nunca fueron templarios, padre Keller. Nosotros, sí.
John negaba con la cabeza.
—No, vosotros no. No es posible.
Michael miró a su senescal.
—Mucho tiempo atrás, cuando éramos humanos, fuimos sacerdotes
como tú. Guerreros de Dios que luchaban contra los infieles para proteger
la Tierra Santa. Cuando regresamos de la última guerra, nos trajimos algo
con nosotros. Una maldición o una enfermedad, como quieras llamarlo,
que nos convirtió en lo que ahora somos. Por eso nos expulsaron, padre
Keller, nos torturaron y nos quemaron. Por eso todavía nos persiguen.
John retrocedía lentamente mientras agitaba la cabeza.
—Pero… no puede ser, no puede ser. —Se dirigió de nuevo a la
iglesia.
Phillipe se arrodilló a su lado.
—Alexandra volverá a la vida, ¿verdad?
Los lazos de sangre permitían saber a un señor Darkyn si había restos
de vida en el cuerpo de su sygkenis mientras realizaba el cambio final. Los
indicios eran todavía pequeños, pero estaban allí.
—Sí. —Michael la levantó y la cogió en brazos—. Vayámonos ya a
casa, viejo amigo.

Todo había sido una mentira. Todo.


John Keller estaba de pie enfrente del altar, observándolo todo con
ojos indiferentes. Los templarios que les habían salvado la vida se habían
esfumado. El suelo estaba cubierto de manchas de sangre, así como
también las cortinas y los bancos. Los cuerpos de los Brethren habían
desaparecido. Supuso que por la mañana también la sangre habría
desaparecido.
—Venga a nosotros tu reino —musitó— y hágase tu voluntad.
Miró la cara dolorosa del Hijo de Dios, colgado de los clavos que los
romanos le habían clavado en la carne. Por primera vez en la vida supo
cuánto dolor sintió Jesús.
—Siempre he creído —le dijo a la figura de Jesús—. Siempre.
John salió de la iglesia. Se quedó quieto unos instantes, sin saber
adónde ir. Debía devolver el coche de alquiler, dejar la habitación del hotel
y coger el avión de vuelta a Chicago.
Ya no sentía la llamada. Iba a dejarlo de modo oficial.
Se arrancó el alzacuello de la camisa y lo tiró al suelo.
—Nunca más. Nunca más. —Se puso a caminar y pasó de largo
delante del coche de alquiler, adentrándose en la noche.

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Thierry Durand se quedó mirando a John Keller mientras se alejaba.


Había esperado a que Cyprien y Phillipe se fueran con Alex para bajar del
tejado.
Había tenido la intención de matar a John Keller cuando salió de la
iglesia. Lo único que lo evitó fue verle lanzando el alzacuello al suelo.
Se inclinó y cogió la dura tira blanca. Quizá seguiría al ex sacerdote
para ver adonde le llevaba. Aunque también tenía un montón de
información que había robado de la casa de Cyprien, sobre cuatro
hombres que habían violado, desfigurado y quemado a una joven madre.
A Thierry le gustaría mucho conocer a ese cuarteto.
«Venga a nosotros tu reino y hágase tu voluntad».
El alzacuello hizo un ruido al rompérsele poco a poco en el puño.

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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
LYNN VIEHL
Sheila Kelly, nacida en 1961 en América, creció y se
educó en el Sur de Florida, donde ahora vive con sus dos
hijos y su marido, un veterano de las Fuerzas Aéreas de los
Estados Unidos.
Entre los distintos géneros literarios que escribe, se
encuentra la ciencia ficción (como S. L. Viehl), la ficción
romántica (como Lynn Viehl, Gena Hale, y Jessica Hall), y la
ficción cristiana (como Rebecca Kelly).
Se ha descrito así misma sobre todo como una escritora romántica,
no importa en qué género esté trabajando, el romance siempre está
presente.
El resto del tiempo en el que no esta escribiendo, le gusta hacer
colchas, cocinar, pintar, y hacer punto.
También tiene su propio blog: http://pbackwriter.blogspot.com/

ARDE EL CIELO
Enamorada de un habitante de la penumbra…
La doctora Alexandra Keller es la cirujana plástica más brillante de
Chicago.
Michael Cyprien es el millonario más solitario de Nueva Orleans y
precisa desesperadamente de la habilidad de la doctora Keller.
Bajo los cimientos de una mansión situada en el corazón del distrito
Garden, Alexandra efectuará una operación ilegal. La desfiguración que
sufre su paciente va más allá de la curación médica. Sin embargo, la
rapidez con la que su cuerpo se recupera de las heridas roza lo milagroso.
Alexandra sabe que Michael Cyprien no es un paciente como los
demás. Intrigada por saber cómo este singular caso podría beneficiar a la
ciencia médica, su compromiso se vuelve aún mayor por el misterio que
envuelve a Michael y a sus socios, un grupo de inmortales que se hacen
llamar Los Darkyn.

Primer libro de la serie vampírica Darkyn. Con esta fantástica serie


sobre vampiros, Lynn Viehl ha conquistado el corazón de miles de fans de
este género literario.

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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO

Título original inglés: If Angels Burn


©Sheila Kelly, 2005

Primera edición: octubre de 2007


© de la traducción: Laura Ibáñez García, 2007
© de esta edición: Grup Editorial 62, S.L.U.,Talismán

Fotocompuesto en Víctor Igual, S.L.


Impreso en Artes Gráficas Mármol, S.L.

Depósito legal: B-36.222-2007


ISBN: 978-84-96787-10-0

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