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DARKYN 01
ARDE EL CIELO
Para Arme Rice,
arquitecto de sueños.
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Y sé así cuando mueras y te mataré,
y te amaré después.
Otelo, SHAKESPEARE.
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ÍNDICE
Agradecimientos...................................................5
Capítulo 1..........................................................6
Capítulo 2........................................................18
Capítulo 3........................................................26
Capítulo 4........................................................38
Capítulo 5........................................................47
Capítulo 6........................................................56
Capítulo 7........................................................65
Capítulo 8........................................................74
Capítulo 9........................................................88
Capítulo 10......................................................96
Capítulo 11....................................................109
Capítulo 12....................................................117
Capítulo 13....................................................130
Capítulo 14....................................................138
Capítulo 15....................................................147
Capítulo 16....................................................159
Capítulo 17....................................................171
Capítulo 18....................................................184
Capítulo 19....................................................191
Capítulo 20....................................................206
Capítulo 21....................................................215
Capítulo 22....................................................225
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA....................................238
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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO
Agradecimientos
Me gustaría darles las gracias a Judy Hahn, Brian Stark y Jordán Hahn
de Metro DMA (www.metrodma.com) por sus esfuerzos y maestría en la
creación de la página web oficial de la serie Darkyn. Si desea ver su
increíble trabajo y descubrir más sobre las novelas Darkyn, visite
www.darkyn.com.
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LYNN VIEHL ARDE EL CIELO
Capítulo 1
—Tienes otra carta de ese tal Cyprien —dijo Grace Cho mientras
colocaba el correo sobre el escritorio de la doctora Alexandra Keller.
Señaló el sobre que coronaba la pila con una larga uña—. La eme debe de
ser de «Millonetis». Ha duplicado su oferta.
—¿Otra vez?—Alex apartó el voluminoso expediente de Luisa López—.
Estás de coña, ¿no?
—No suelo hacer bromas con cuatro millones de dólares, jefa. —Grace
la miró por encima de la chata montura de sus gafas de leer, con una
expresión de leve fastidio en los oscuros ojos exóticos—. ¿Por qué no vas y
le arreglas la cara ya al tipo este?
No se trataba de dinero. En otras circunstancias, Alex le habría hecho
la cirugía plástica por una décima parte de su oferta original. Alguien
dispuesto a deshacerse de una cantidad así por una visita a domicilio no
era alguien a quien quisiera de paciente.
Le dolió en el alma (cuatro millones habrían sido un excelente
depósito en la cuenta de beneficencia) pero arrinconó la carta en una
esquina del escritorio.
—Dile que no y envíale nuestra hoja de servicios.
—Ya lo he hecho, si le he enviado ya seis faxes —le recordó la
responsable de su oficina—. Además, le he dejado una docena de
mensajes en el contestador. La verdad es que el tema está empezando a
superarme. —Colocó la carta de nuevo en el centro del escritorio—.
¿Quieres intentarlo tú?
El número está en la parte inferior.
Alex revisó mentalmente su horario. Tenía que ver a dos
supervivientes de un accidente de coche y a un bebé con el paladar
hendido antes de empezar su ronda de visitas en el hospital. Le tocaba
una cirugía muy complicada por la tarde.
Además, quería ver cómo progresaba Luisa —si es que acaso lo hacía
—. No tenía tiempo que perder con el tal M. Cyprien ni con la parte de su
anatomía que quisiera estirarse o reducirse.
Grace tenía razón, M. el misterioso no se daría por aludido hasta que
recibiera personalmente una respuesta suya.
Pero estaba muy ocupada y no tenía ganas de reírle las gracias a
ningún ricachón.
—Le enviaremos otro fax. —Alex sacó la última carta de M. Cyprien.
Como las demás, estaba escrita a máquina en un precioso papel grueso de
color beis y tenía un blasón de aspecto importante con un relieve dorado
en la parte superior.
El blasón tenía forma de escudo y en él aparecían dos símbolos
distintivos: una estilizada garra de pájaro y unas nubes flotantes.
—Lo de los faxes no da resultado —dijo Grace—. Te voy a enseñar
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sonó, recordándole a Alex que tenía cosas mejores de las que ocuparse
que pensar en un hombre que nunca sería su paciente. Regresó a su mesa
y apretó el botón del aparato.
—Dime, Grace.
—¿Sabes quién ha llegado con quince minutos de antelación?—dijo la
voz de su gerente, por detrás de la que se oía una discusión entre un
hombre y una mujer. Alex suspiró.
—La parejita feliz. Envíamelos.
Drew Reilly y su mujer, Patricia, seguían gritándose ya en el
despacho.
—… y por eso estoy así, gracias a ti.
—Venga, Patti. —Drew se pasó la mano sobre su afeitado cuero
cabelludo, bajo el cual Alexandra había implantado una lámina de acero
que reemplazara la parte del cráneo que le había pulverizado el techo de
su coche. Tenía la cabeza totalmente roja, como si se le hubiera quemado
por el sol (lo cual era algo nuevo), pero no tenía ampollas—. Te lo he dicho
un millón de veces, yo no tuve la culpa del maldito accidente.
Un nuevo olor hizo que Alex frunciera el ceño. « ¿Perfume de
cereza?».
—Si te hubieras comprado los neumáticos nuevos que te dije, pedazo
de rácano, esto nunca habría pasado. —Patricia le dio un empujón a su
marido. La mujer no llevaba puesto el cinturón de seguridad cuando el
coche chocó, y por eso Alex estaba ahora reconstruyéndole la cara, con la
que atravesó el parabrisas. Miró a Alex desde debajo de su máscara de
presión—. Dígaselo usted, doctora Keller.
—No teníamos dinero suficiente —dijo Drew, echando humo.
—Porque te lo gastaste en bebida con los imbéciles de tus amigotes.
—Oye, vale ya. Vale. —Siguieron discutiendo hasta que Alexandra se
colocó dos dedos en la boca a modo de silbato y emitió un silbido
ensordecedor. Cuando se callaron, señaló las dos sillas que estaban
colocadas delante de su escritorio—. Vale ya de discutir. Sentaos o vais
directos de vuelta al psiquiatra.
—Es ella la que necesita ir al loquero, y no yo —dijo Drew mientras se
dejaba caer en la silla—. ¿Ha visto lo que me hizo ayer por la noche?—Se
señaló la piel enrojecida—. ¡Pues no va y me echa cinco paquetes de
colorante de cereza en la bañera! Qué encanto, ¿verdad?
Patricia apartó su silla unos centímetros de la de Drew.
—Eso es porque no encontré el raticida.
Alexandra calmó y examinó a los Reilly, le dijo a Patricia que no
utilizara colorante por un tiempo y les concertó una visita con su
psiquiatra, quien la llamó para darle las gracias y sugirió que lo que ella de
verdad quería era que él atropellara a los Reilly con su todoterreno.
—Inténtalo, George —le dijo ella por teléfono—; pero me temo que
ahora tienen demasiado metal en la cabeza. Cuidado con los neumáticos.
El siguiente paciente era Bryan Hickson, un niño mudo de cuatro años
que andaba como si fuera un robot. Se lo había enviado el Departamento
de Familia y, después de tres años de burocracia y de numerosos padres
adoptivos, por fin tenía permiso para reparar la malformación de
nacimiento que dividía su labio superior, paladar y ventanas de la nariz en
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decimocuarta planta.
Había estado en la habitación de Luisa un millón de veces, pero
todavía tenía que obligarse a sí misma a apretar el botón del ascensor.
Cuanto más subía, más pesada se le hacía la presión que sentía sobre los
hombros.
Luisa López había nacido en las viviendas de protección oficial
situadas al oeste de Chicago y había vivido allí toda la vida. Un embarazo
a los dieciséis le permitió disponer de asistencia social y de su propio
apartamento, aunque el edificio que le correspondió era mucho más viejo
que el de su madre. Los inquilinos eran tan peligrosos que ni siquiera la
policía se atrevía a entrar en el edificio sin refuerzos. Pero Luisa estaba
decidida a vivir sola y a salir adelante por ella y por su niño. Se trasladó y
empezó a sacarse el título de educación secundaria por las noches.
—Vive por ese bebé —le había dicho Sofía López la primera vez que la
entrevistó—, para ella lo es todo.
La señora López le había enseñado una foto de su hija de cuando
estudiaba secundaria en la escuela. No era nada especial y estaba un
poco gordita, pero su piel de chocolate y sus bonitos dientes blancos
estaban muy bien cuidados, y se había recogido el oscuro y grueso pelo
en pulcras trenzas africanas.
El único rasgo de belleza que había heredado se lo debía a su padre
puertorriqueño: unos grandes ojos de color avellana.
Luisa, que era muy tranquila y nunca molestaba a nadie, siempre
cogía el autobús por la noche, después de las clases, para regresar a casa.
Pero las mujeres solas siempre llaman la atención y, una noche, alguien la
siguió hasta casa o entró en su apartamento y esperó a que llegara.
Quienquiera que fuese, se trajo a tres amigos consigo.
La policía reconstruyó lo que pensó que había pasado a partir de la
escena del crimen y de algunos testigos esquivos.
Cuatro individuos saquearon la casa y, como no encontraron nada de
valor, se ensañaron con Luisa.
Alex recordaba la primera vez que leyó el informe de urgencias.
Se habían necesitado cinco páginas, por delante y por detrás, para
detallar la lista de lesiones que Luisa había tenido que soportar. Había sido
demasiado para el bebé que esperaba y lo había perdido.
La policía pensaba que los atacantes de Luisa habían incendiado su
apartamento para ocultar sus crímenes. Sin embargo, alguien que vivía en
el mismo piso se había percatado del humo y había llamado a los
bomberos. Alex había hablado con el bombero que encontró a Luisa en el
suelo, hecha un ovillo, con la ropa en llamas y acunando a un osito que
había salvado de las llamas para su bebé aún no nacido. El experimentado
bombero lloraba mientras le explicaba cómo apagó las llamas y cómo tuvo
que hacer fuerza para arrancar el osito de los brazos quemados de Luisa.
Los hombres que habían atacado a Luisa todavía andaban sueltos.
La unidad de quemados, situada al lado de la capilla, era el lugar más
tranquilo del hospital. Alex bajó la voz mientras le daba sus datos a la jefa
de enfermería.
—¿Cómo está?
—Ha pasado mala noche, se ha arrancado el gotero dos veces. —La
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que la rodeaban.
La cara de Luisa López se giró levemente para seguir los movimientos
de Alex. Una capa de piel de cadáver le cubría la mandíbula y el cuello, no
para reemplazar la que había perdido, sino para proteger los músculos
que habían quedado al descubierto hasta que el laboratorio de quemados
tuviera suficiente piel de Luisa para empezar con los injertos de superficie
de la fase cosmética de su tratamiento.
«Si es que la cosa llega tan lejos». Alex no estaba segura; si Luisa no
le ponía punto y final a todo, lo haría alguna grave infección.
—¿Cómo vamos, Lu?
—Ier-da.—El daño causado por el calor en su laringe y en sus
pulmones hacía que solo emitiera palabras con monosílabos emitidos en
golpes de aire estrangulados. Comprobó las constantes de Luisa y después
le aplicó con cuidado en los ojos enfurecidos gotas lubricantes para la
córnea.
—La avenida Michigan estaba a tope hasta llegar al muelle. Podría
haber llegado antes si me hubiera tirado al agua y me hubiera puesto a
nadar.
Los músculos de alrededor de los ojos de Luisa se contrajeron en lo
que, de tener párpados, habría sido un parpadeo.
—Eía.
Alex le trajo un vaso de agua y se lo sirvió con una pajita de modo
que le llegara a la destrozada boca; sin embargo, tras el primer sorbo,
Luisa le dio la espalda.
—Venga, traga un poco más. El líquido te hará bien.
—Eía —dijo con dificultad—. Güis-qui.
—¿Con lo puesta que vas de medicamentos por haberte quitado el
catéter? —le reprobó la doctora—. Si te doy whisky, nenita, saldrás
volando por la ventana.
—Pu-ta blan-ca.—Logró decir con un gruñido, cosa que permitió que
se vieran los dientes que le quedaban.
—Pues no, precisamente. —Le acarició la frente (uno de los lugares
de la parte superior de su cuerpo que no había sido apaleado, acuchillado,
mutilado o quemado) con un dedo—. Soy más chocolate que leche.
—¿E-res ne-gra?
Alex miró a John, quien estaba sentado con la cabeza inclinada sobre
el rosario que tenía en la mano. Hablarle a alguien de mezclas raciales era
mucho más sencillo sabiendo de qué color habían sido los padres de uno,
cosa que ella no sabía.
Probablemente John lo supiera, pero no quería hablar del tema (otra
puerta más que le cerraba en las narices).
Qué más daba. Probablemente Luisa no volvería a ver jamás el color
de la piel de nadie.
—Sí, soy negra.
John no la miró, pero podía sentir las vibraciones de desaprobación
que provenían de él. Los dos pasaban por blancos y habían sido educados
por padres adoptivos blancos que les habían presentado como tales. John
solía pegar a los niños que se metían con ellos por el color de su piel. No lo
admitiría nunca, pero le gustaba que los demás pensaran que era blanco.
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tener.
Ahora sus manos eran puños.
—También es tu Dios.
Era tan predecible. Ni Luisa ni ella le interesaban especialmente.
Sin embargo, pasar de la Iglesia o criticar al Todopoderoso siempre le
merecía toda su atención.
—Dejé de creer en Dios la primera vez que traté a un bebé de
quemaduras de cigarrillo infectadas. Ahora es todo suyo, Padre.
La puerta del ascensor se abrió y entró de una zancada.
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Capítulo 2
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Fuera lo que fuera, la dejó fuera de juego cuatro segundos más tarde.
—Panem coelestem accipiam, et nomen Domini invocabo —rezaba el
padre Cario Cabreri mientras sostenía en alto la hostia consagrada.
John Keller tradujo de modo automático del latín al inglés. «Tomaré el
pan del cielo e invocaré el nombre del Señor».
A pesar de que no había ninguna festividad importante que celebrar,
y de que un extraño cura italiano estaba dando la misa totalmente en
latín, los parroquianos de Saint Luke abarrotaban los bancos de la iglesia.
Venían a arrodillarse, rezar y comulgar; tal y como lo habían hecho sus
padres y sus abuelos. Como John lo había hecho cada mañana desde que
cumplió los diez años.
—Ahora eres católico, John Patrick —le había dicho después de su
bautizo su madre, Audra Keller, mientras el agua bendita le descendía por
la cara y le dejaba goterones en su traje nuevo. Alexandra, que solo tenía
cinco años por aquel entonces, sollozaba contra el hombro de su madre
porque el agua bendita estaba muy fría y se le había metido en los ojos.
La iglesia de Saint Luke era la primera que John había visto por
dentro, y la única a la que había acudido a celebrar el culto antes de
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Ahora no solo era indigno sino que también era un fracaso total como
sacerdote.
Mientras Cabreri se preparaba para dar la comunión a los fieles, John
se dirigió al comulgatorio para arrodillarse. Participar del cuerpo y de la
sangre de Cristo era uno de los rituales más sagrados de la fe y, sin
embargo, en aquel momento se le asemejaba al canibalismo. John no era
digno de sentarse en aquella mesa ni de participar de aquella fiesta
sagrada. Era un sacerdote impuro, algo mucho peor que ser un sacerdote
fallido.
—¿Padre? —musitó uno de los monaguillos.
John alzó la vista y vio al muchacho, que sostenía la patena por
debajo de su barbilla, y al sacerdote italiano que sujetaba la estampada
hostia, del tamaño de una moneda, delante de sus narices.
—Corpus Christi —repetía pacientemente el padre Cabreri.
John entreabrió los labios y aceptó la hostia. La fina oblea se le adhirió
de inmediato al paladar, donde debía alojarse hasta que la saliva la
redujera a una masa que pudiera tragarse. Incluso de niño, John nunca
había masticado el cuerpo de Cristo.
«Hei, padre».
Desde que había regresado de Sudamérica, sus sentidos le estaban
jugando malas pasadas. Oía voces, olía cosas que su olfato no podía ser
capaz de detectar e incluso notaba sabores en la boca que nunca antes
había sentido. Se lo dijo a su doctor, quien le sometió a exámenes que
eliminaron rápidamente la posibilidad de que se tratase de alguna
enfermedad o de un tumor cerebral.
—Estás bien, John. Mucho mejor que la mayoría de tus compadres de
Saint Luke. —El doctor Chase se rió de su propio comentario—. Creo que lo
que tú tienes es un poco de TIS.
—¿Perdón?—John no estaba familiarizado con el término.
—Trastorno de integración sensorial. Acabas de regresar a la
civilización después de pasar casi dos años en la selva, ¿no? Es natural
que tu cerebro desarrolle diversas neuropatías, que se manifiestan en lo
que parecen ser aspectos inapropiados. Nos enfrentamos a muchos casos
de TIS cuando nuestros jóvenes regresaron de Vietnam.
El doctor le había asegurado que el trastorno acabaría
desapareciendo. Sin embargo, todavía no lo había hecho e incluso le
parecía que iba a peor. Como en aquel preciso instante. El olor a chantillí
del perfume de la anciana que tenía a su izquierda era tan intenso que le
entraron ganas de apoyarse en el comulgatorio y ponerse a vomitar.
Se incorporó de modo tan súbito que llamó la atención de los que
rezaban a su lado. John no les prestó atención, hizo una genuflexión ante
el crucifijo de tamaño natural y se dirigió hacia el pasillo central para salir
del templo. Una vez fuera pudo respirar, concentrarse e intentar sacarse
de la cabeza aquellos olores vomitivos. Desaparecieron, pero un rostro
sombrío ocupó su lugar. Oyó de nuevo aquella voz insinuante y maliciosa
que le había llamado una noche desde el oscuro umbral de una chabola.
«Hei, padre».
—¿Padre? ¿Se encuentra usted bien?
El aliento a chicle de Christopher Calloway lo trajo de vuelta a la
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—¿Hola?
Nadie le contestó.
Alex se levantó despacio de la cama, agarrando todavía el joyero con
fuerza. Su ropa, limpia y doblada, descansaba sobre una delicada mesita
cercana. Dejó el joyero para poder vestirse y después se dirigió hacia la
puerta, en la que había un pomo y una cerradura de seguridad. Los dos,
cerrados desde fuera.
—¿Hola? ¿Hay alguien?
Gritó unas cuantas veces y aporreó la puerta, primero con el puño y
después con el joyero. No obtuvo respuesta. La habitación no tenía
ventanas, y la única puerta que había en la habitación era la que conducía
al baño privado, que tampoco tenía ventanas ni salida alternativa.
Si la fecha y la hora de su reloj —que había sido depositado con
cuidado en la mesilla— eran correctas, había estado inconsciente once
horas. Ya recordaba con claridad a los dos hombres del aparcamiento, el
impacto que recibió por detrás y el paño en la cara.
Alex se puso a aporrear la puerta de nuevo, y esta vez pidió auxilio.
Nadie le respondió ni acudió en su ayuda. Siguió hasta que le dolió la
garganta y se le quebró la voz. Se sentó en la cama. ¿Es que acaso la
habitación estaba insonorizada? ¿Iban a tenerla allí encerrada mucho rato?
« ¿Por qué querría alguien secuestrarme?».
No tenía ni idea de dónde estaba, ni de quiénes eran los hombres que
la habían raptado. Alguien se había tomado grandes molestias en hacerlo,
pero… ¿para qué? Gozaba de estabilidad económica, pero de ningún modo
podía decirse que fuera rica. John era sacerdote y no tenía dinero. En los
dos últimos años solo había salido con Charlie Haggerty. Nadie la había
demandado nunca.
« ¿Quién deja tirado a alguien a quien quiere hacerle daño en una
habitación con muebles de estilo Reina Ana y sábanas de hilo?».
Alex se cansó de hacerse preguntas. Si nadie abría la puerta, ella lo
haría. Rebuscó en la habitación para encontrar alguna cosa con la que
abrir la puerta. Entonces se dio cuenta de que no había nada en la
habitación hecho de cristal o de materiales rompibles. Tampoco había
espejos, luces ni lámparas, y todos los utensilios electrónicos habían sido
retirados. La única luz provenía de un único fluorescente situado en el
centro del techo abovedado, demasiado alto para que ella pudiera
alcanzarlo a menos que se pusiera a apilar muebles. Pero pesaban
demasiado.
Sintiendo ya cierta desesperación, se dirigió al baño. Tampoco allí
había espejos y los armarios estaban vacíos. Levantó la tapa de la cisterna
y vio que estaba vacía y seca por dentro. Tiró de la cadena y descubrió
que una cañería independiente que desaparecía en la pared era la que
llevaba el agua hasta allí. Había una fina cortinilla transparente en la
ducha que colgaba de unos endebles ganchos de plástico.
Salió y se detuvo en el centro de la habitación. Estaba todo muy
claro. «Esta no es una habitación de invitados. Es un acuario y yo soy el
pez nuevo».
Sin previo aviso se abrió la puerta y entró una hermosa mujer rubia
vestida de Chanel.
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Capítulo 3
Alex reconoció la voz de aquella mujer rubia; era la misma que había
escuchado al teléfono. Se trataba de Éliane Selvais, la secretaria pija de M.
Cyprien.
¿La había secuestrado el ricachón que utilizaba aquel sofisticado
papel de carta? Se acordó del blasón con la garra de ave y las nubes.
Había sido una advertencia.
«Descuídate y te secuestrarán».
Alex se incorporó de un salto, corrió hacia la puerta y rápidamente
empezó a dar puñetazos contra un pecho que parecía un muro de
hormigón. Cogió el joyero con la intención de estampárselo a aquel
hombre en la cara y gritó cuando él se lo quitó de la mano y se lo arrojó
por encima del hombro.
Alex dio un paso atrás. Alguien le había roto la nariz a aquel hombre
en un par de ocasiones. Una desagradable cicatriz le nacía en el labio y le
desaparecía en el cuello. Llevaba el pelo liso y oscuro recogido en una
coleta, cosa que no dulcificaba en absoluto los marcados ángulos de su
rostro. Tenía los ojos de un marrón tan claro que se parecía al color del
café con leche.
Ella había vivido en Chicago toda su vida. Era una ciudad violenta que
tenía muchos drogadictos, violadores y ladrones; allí, una mujer sola era
presa fácil. Como Alex tenía cierto sentido común, se había apuntado a
cursos intensivos de defensa personal y había aprendido a protegerse a sí
misma.
Además, tenía muchos conocimientos sobre el cuerpo humano y
sabía cómo hacerle daño a alguien.
Silenciosa y apesadumbrada se dispuso a ocuparse de Scarface. Allí
estaba, inamovible y sin pestañear. La agarraba de los brazos y hacía caso
omiso de sus patadas.
—Phillipe no le hará daño, doctora. Tampoco le dejará pasar.
El matón giró a Alex con suavidad para evitar que le diera la espalda
a la señora Selvais, quien casi parecía adoptar un tono de disculpa.
—Le he traído una ensalada y bocadillos. El de queso azul es el que
más le gusta, ¿no?
—Su jefe, M. Cyprien, me ha secuestrado. —Quería que quedara bien
claro, por lo que iba a contarle después a la policía. La francesa asintió y
Alex notó que la indignación se le reflejaba en la cara—. ¿Pero qué le
pasa? ¿Está como una puta cabra o qué?
—Ese aspecto deberá usted discutirlo con el señor Cyprien esta
noche. De momento, debería comer algo. —El oscuro anillo de sello que
llevaba brilló cuando la mujer señaló la bandeja.
Como la rubita obviamente vivía en los mundos de Yupi, Alex se
dirigió a Phillipe.
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heridas tan terribles de aquel modo. Comparado con él, Luisa López era
una supermodelo—. Señor Cyprien, ¿le ha visitado algún médico antes?
—Sí, otro que me dijo que no podía hacer nada por mí. —La belleza de
su voz se acentuaba por provenir de aquel rostro malogrado. Era una voz
de barítono bajo dulcificada por su acento francés—. Bueno, eso fue lo que
dijo después de vomitar encima de mi cama.
Alex tenía un estómago a prueba de bombas, pero no estaba segura
de que sus oídos funcionaran correctamente.
—¿Me está diciendo que no ha seguido ningún tratamiento para
recuperarse de estas heridas?
—No ha sido posible. —Alzó una mano de largos dedos para señalar
sin tocar la peor parte de la cicatriz que le había enterrado los ojos—.
Como ve, podríamos decir que soy un reto para la medicina moderna.
—Eso como mínimo. —Llevó a cabo un examen más pormenorizado
para valorar el estado de los daños desde la punta del cráneo hasta la
línea de la garganta donde finalizaban de modo abrupto las cicatrices. Lo
que las manos le decían no podía ser verdad—. ¿Qué o quién le ha hecho
eso en la cara, señor?
—Me golpearon con dureza, muchas veces, y después me… me
sumergieron en líquido corrosivo. —Movió la elegante y pálida mano de
artista para apartarse un mechón de pelo de la mejilla derecha—. Estuve
inconsciente mucho tiempo y, cuando me desperté, las heridas ya habían
sanado.
Era un milagro que no hubiera muerto; sin embargo, lo que le
contaba no cuadraba con su estado. A menos que hubiera estado en coma
durante meses o que tuviera una estructura ósea poco habitual o que…
—¿Padece usted la enfermedad de Paget?
—No.
Sin embargo, Alex sentía que bajo la piel había una estructura ósea
intacta y sólida. Se había vuelto a unir formando una superficie que tenía
ángulos y dimensiones de auténtica pesadilla.
—¿Está completamente seguro de que nadie le trató mientras estaba
inconsciente? —Podría haberle operado un incompetente o un psicópata.
—Segurísimo. Solo estuve inconsciente una noche.
Retiró las manos.
—Si va usted a mentirme, señor Cyprien, no voy a poder ayudarle.
—Es que me curo de modo espontáneo. Llámeme Michael.
—Ya, claro. —Alex no pudo evitar reírse—. Y yo puedo quemar cosas
con el poder de la mente. ¿Quieres ver cómo enciendo la chimenea?
—Phillipe, i'ai besoin a un couteau.
El couteau resultó ser una afiladísima y larga daga cuya empuñadura
colocó Phillipe en la mano de Cyprien.
—Espera un momento. —Se colocó entre los dos hombres e intentó
coger el cuchillo—. La situación ya es lo bastante complicada como para
que te autolesiones. No puedo imaginarme lo mal que lo has debido de
pasar, pero hay médicos que sí pueden ayudarte. —Lo que necesitaba de
verdad era ir al psiquiatra, pero antes debía llevarle a un hospital para que
le hicieran un chequeo completo. Quizá tuviera esquirlas de hueso en el
cerebro y ellas fueran las responsables de aquel comportamiento lunático.
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que pase».
—¿Un ejército? ¿Un ejército de qué? ¿De extasiados? ¿De tresori? —
Lucan escupía sobre el fuego al hablar—. Los Brethren acabarán con ellos
para poder llegar hasta nosotros.—Se limpió la cara y retuvo con fuerza el
pañuelo en el puño. Las gotas manchadas de rojo chisporroteaban al caer
sobre las calientes piedras de la chimenea.
—Ese mal carácter acabará contigo, Lucan.
—Seguramente. ¿Por qué no me dejas que yaya? Seguro que lo hago
mucho mejor que Cyprien. —No podía soportar que su voz transmitiera
tanto resentimiento, sin embargo, no podía evitarlo; Richard había
favorecido al francés en demasiadas ocasiones. Saber que Michael Cyprien
tenía la cara destrozada le había proporcionado la única diversión sincera
que había sentido en años.
—Casi matan a Michael y seguro que estará asustado de por vida.
—Eso no es lo que he oído decir. —Elizabeth Tremayne,
resplandeciente en un vestido de seda dorado, entró en la sala—. Lucan,
tienes un aspecto horroroso. —Extendió unos dedos pequeños y delicados
en los que brillaban delicados anillos.
—Lady Beth. —Hizo una reverencia—. Perdonad mi indumentaria.
—Qué tontería salir en una noche así. —Dirigió una mirada
reprobatoria hacia el escritorio—. ¿Hago que te preparen una habitación?
Lucan pensó en un colchón de plumas, en sábanas de lino
perfectamente planchadas y en unas manos suaves y aferradas. En el latir
del pulso en una desnuda garganta de marfil y en la facilidad con la que la
cuidada carne se desgarra; el calor, la imprevista humedad. Algo creció en
su interior, el olor a jazmín se mezcló con el del barro y el de la lana
manchada de sangre.
—No, gracias.
—¿Qué has oído decir de los problemas de Cyprien? —le preguntó
Tremayne a su esposa.
—Un pajarito me ha dicho que nuestro querido Michael ha buscado
los servicios de un cirujano plástico. Una mujer, para más inri. —Una de
sus manos revoloteaba sobre su pecho—. Qué moderno, ¿no crees, cielo?
—¿Qué más sabes?
La seda dorada que le cubría un hombro se movió.
—Nada más, hasta ahora.
—Me gustaría saber un poco más sobre este tema, Beth —le dijo
Tremayne a su mujer—. Asegúrate de que tu pájaro esté bien alimentado
y cante.
Lucan no se lo podía creer. La idea de que un doctor tratara a un
paciente Darkyn casi le hizo reír. Cyprien era un idiota y la mujer tenía los
días contados.
—Quizá sea más prudente escoger a otro para que sea el seigneur de
los Jardins americanos. —Incluso en el caso de que el viejo rival de Lucan
tuviese éxito y recuperase el rostro, nada podía garantizarle que fuese a
mantenerlo mucho tiempo.
—Será Michael y no se hable más.
La única herida que no cicatrizaba se retorcía en las entrañas de
Lucan.
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Capítulo 4
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Ojalá hubiera podido verle la cara o haberla mirado a los ojos. Entonces
podría saber si lo que sentía por ella era o no auténtico.
—¿Cómo es la doctora Keller? —preguntó sin pensar. A tenor del
sonido que salió de labios de su senescal, vio que contaba con su
aprobación—. No, no, quiero decir que me describas cómo es.
—Es pequeña y fuerte —dijo Phillipe—. Tiene unas piernas fuertes,
senos grandes y buenas caderas.
Su senescal descendía de generaciones de campesinos anónimos y
de ahí que evaluase a las mujeres por su potencial como trabajadoras y
como madres, del mismo modo que Michael había contemplado antes a
las mujeres solo a través de los ojos del artista.
Había cierta ironía en aquel razonamiento, pero no satisfacía la
curiosidad de Michael.
—Descríbeme los colores, Phillipe, haz que pueda verla.
Phillipe, de natural silencioso, no se sentía demasiado cómodo
desempeñando aquel papel. Reprimió lo que habría sido un gruñido de
desaprobación.
—Su piel es oscura. Creo que podría ser mestiza. Sus ojos son del
color de la madera de roble pulida y con nudos. Tiene los dientes muy
blancos y los labios, rojos. Su pelo es como un nido de sacacorchos.
Michael estuvo pensativo unos instantes.
—¿Lleva el pelo largo?
—Oui. Cuando lo lleva suelto le llega a la mitad de la espalda. Es de
color…—Phillipe se quedó encallado y buscando la palabra exacta.
Michael recordó lo que había sentido cuando las puntas del rizado
cabello de la doctora le acariciaron la piel al inclinarse sobre él. En aquel
momento habría deseado asir con sus dedos aquella mata de cabello para
atraerla hacia él. Así, él habría podido poner la boca sobre su piel y saber
si su carne tenía el mismo sabor excitante que su esencia. Aquella
necesidad súbita le sobresaltó. No había sentido nada parecido por el
cirujano suizo que había vomitado después de verle.
—¿Y bien? ¿Es de color negro? ¿Castaño? ¿Rojizo?
—¿Recuerda aquel caballo andaluz de Serán que usted tanto
codiciaba?—le preguntó su senescal— ¿Aquel que tenía tanto genio?
Aquella comparación hizo que Michael se riese.
—Solo tú eres capaz de comparar una mujer a un caballo, querido
amigo. —Sin embargo aquella metáfora le sirvió de ayuda. Aquella yegua
era una bruja, pero tenía el pelaje más sedoso y castaño (de un castaño
de Indias) que jamás había visto. La verdad era que se trataba de una
analogía muy adecuada para describir a la doctora—. ¿Crees que el color
es el mismo a la luz del sol?
—Es más vivo. Como el del cobre cuando se deshace en el horno. —El
tono de voz de Phillipe cambió de repente—. Cuando todo haya acabado,
señor, ¿la dejará marchar?
—Puede ser. —Odiaba tanto su estado físico actual como el hecho de
poner en peligro a los Darkyn liberando a una humana.
—Está preocupada por los pacientes que ha dejado de atender. —
Phillipe parecía apenado.
¿Acaso su senescal sentía algún vínculo afectivo por la malhumorada
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joven?
—Bueno, hay otros que pueden ayudarles.
—Ella se siente responsable. Creo que para ella son como su familia.
A Tremayne no iban a importarle lo más mínimo los sentimientos de
Alexandra Keller. Y si Michael iba a ser nombrado seigneur en América, él
tampoco debía prestarles atención.
—La doctora posee habilidades que necesitamos.
—Es buena persona. Y valiente. —Se oyeron unos pasos cercanos—.
Ah, el pedido ha llegado. —Phillipe se apartó y se dirigió al lugar del que
provenía el sonido.
Michael notaba ya un nuevo perfume que flotaba en el aire. Aquella
esencia, que no era de especias, le provocaba un martilleo en la cabeza.
Sus manos eran dos puños. Aquel perfume le recordaba quién era y en lo
que iba a convertirse.
—Esta doctora no es como Éliane, señor. Lleva una vida normal y
tiene vocación por curar a los demás. —El metal tintineó contra el cristal.
El ruido de los pasos se alejó de nuevo y Phillipe le colocó una copa en las
manos—. Creo que no está dispuesta a ayudarnos.
—Hay maneras de persuadirla. —Alzó la copa y bebió de ella con
ganas. El calor y el placer le embargaban y tuvo que esperar unos
segundos para poder hablar de nuevo—. Y tú puedes conseguirlo de
muchas maneras.
—No por mucho tiempo —le recordó Phillipe—. Sin pasar por el
éxtasis no va a ayudarle, e incluso si ella confiara en usted, usted no
podría confiar en ella. Nunca será una de nosotros, como tampoco lo es su
tresora.
Era cierto. Michael sabía que no podía confiar en ella. Sintió que una
antigua rabia le inundaba los sentidos.
—¿Y qué alternativa hay? ¿Acaso debo pedirles a los Brethren una
moratoria y suplicarles?—Lanzó lejos la copa. Le agradó escucharla chocar
contra el suelo—. Les diré que se lo pido por la doctora y con la finalidad
de que pueda regresar a su vida normal. Seguro que así me la conceden,
¿no crees?
—Perdóneme, señor. —Se escuchó el ruido del tejido contra el
mármol. Phillipe se había arrodillado—. Ha sido un comentario
desafortunado, fuera de lugar.
—Hablas cuando tienes que hacerlo, buen amigo; como mi
conciencia. —Palpó con las manos el vacío hasta que halló la chaqueta de
su senescal. Se sirvió de ella para lograr que Phillipe se volviera a poner
de pie—. Pero ahora no puedo hacerle caso a mi conciencia. No hasta que
estemos a salvo. ¿Me entiendes?
—Oui, maítre.
—Márchate.—Michael le soltó la chaqueta—. Ocúpate de ella.
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listado tan completo como para abastecer a una clínica entera. Estaba tan
furiosa como antes con Michael Cyprien. La rubia lo apuntó todo antes de
acompañar a Alex escaleras arriba.
—No tienes que encerrarme —le dijo a la mujer cuando sacó el juego
de llaves—. No voy a salir corriendo.
Abrió la puerta.
—Dentro de poco va a tener que trabajar mucho. Debería intentar
dormir mientras pueda.
Podía haberla dejado fuera de combate con un puñetazo en la cara,
pero lo que había visto momentos antes en la planta baja le detuvo. Tenía
que estudiar y atender a Cyprien, tuviese lo que tuviese. Además sentía
una viva curiosidad médica por saber qué tipo de heridas tenía.
«Vale. Quiero ayudar a ese pobre desgraciado». Después ya haría que
lo encerraran en la cárcel.
—¿Sabías que ser cómplice en un secuestro te puede condenar a una
barbaridad de años?—le dijo a la rubia.
—No va a ir a la policía.
¿Que no iría? Tan pronto como saliera de aquel lugar.
—Parece que estás muy segura de eso.
Los finos labios dibujaron una correcta sonrisa.
—Antes de que pueda testificar, o Phillipe o yo misma ya le habremos
rajado el cuello. Bonne nuit, docteur. —Empujó a Alex hacia el interior de
la habitación y cerró la puerta con el pestillo.
Alex durmió muy poco aquella noche, pero no por las amenazas de
Éliane. Estar secuestrada era un peñazo y las amenazas de muerte la
asustaban, pero el puzzle médico que presentaba el caso de Cyprien le
fascinaba y desconcertaba a la vez.
«¿Cómo voy a reconstruir una cara cuyas heridas se cierran a medida
que voy cortando?».
Alex había oído hablar de algunos casos puntuales y extraños de
cicatrización espontánea, normalmente relacionados con curaciones
religiosas; la mayoría de ellos eran embustes. Además no sabía en qué
situación se encontraba ella, pues si el tal Cyprien había sido capaz de
secuestrarla para llevarla hasta allí, ¿qué sería capaz de hacer si ella
fallaba?
«O Phillipe o yo misma ya le habremos rajado el cuello».
Alex estuvo encerrada en aquella habitación otro día entero. Paseó,
meditó y se obligó a tomar una ducha caliente. Phillipe le llevó
sigilosamente el desayuno y después la comida, evitó con delicadeza que
se fugara en dos ocasiones y finalmente la acompañó al comedor a la hora
de la cena. En aquella ocasión la mesa estaba preparada para dos
personas y Cyprien estaba ya allí, esperándola.
Llevaba una bata de terciopelo rojo y una capucha sobre el rostro.
—Buenas noches, doctora Keller. Espero que esté usted bien.
—La verdad es que estaría mejor en un avión rumbo al aeropuerto de
Chicago. —Alex hizo caso omiso del ligero y dulce olor a rosa que
emanaba de él (alguien que llevara aquel tipo de perfume por fuerza debía
de ser gay) y se levantó de la silla antes de que Phillipe pudiera
reaccionar. El rostro de este permanecía igual de impasible mientras se
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—Pagan bien.
Los tejidos cicatrizados de su frente se movieron.
—Con la cantidad de casos benéficos que tratas permíteme que lo
ponga en duda.
Cyprien no intentaba ser cortés, realmente quería saber el porqué. En
cierta manera aquella curiosidad invadía más su privacidad que el propio
secuestro al que la había sometido —lo que le recordó que era prisionera
de aquel hombre—. Aquel comentario le indigestó el postre. Apartó lo que
le quedaba de bizcocho.
—Lo que a ti te interesa es saber lo rápida que soy y no la historia de
mi vida.
Michael inclinó la cabeza.
—Sin embargo me interesaría saber por qué te has hecho cirujana
plástica.
Bebió un poco de agua.
—Teníamos un Jardinero polaco que se llamaba Stash. Era fuerte
como un toro pero hacía maravillas con las flores, podía lograr que
creciera cualquier cosa.
—¿Te trataba bien?
—No demasiado. Siempre que jugaba en el Jardin me lanzaba algún
gruñido y me decía que no tocara nada. —Le apetecía tomar vino y notar
la calidez del líquido derritiendo el hielo que sentía muy adentro; pero no
iba a hacerlo, no en aquel lugar ni delante de él—. Stash tenía una nariz
grande y colorada con una irritación permanente. Cuando por fin se
decidió a ver a un doctor era ya demasiado tarde. Tenía melanoma,
cáncer de piel, y estaba muy mal. Tuvieron que amputarle la nariz.
Cyprien no hizo ningún comentario facilón ni emitió sonido alguno.
Solo escuchaba.
—Stash volvió a trabajar con la cara vendada. Después tuvo que
llevar una prótesis. —Se acordó de aquella cara maltratada por el tiempo y
de la piel enrojecida y castigada—. Los niños no suelen ser demasiado
amables con los ancianos, y algunos de los malcriados hijos de los vecinos
solían acercarse hasta la valla e insultar a Stash y decirle que era un
monstruo.
—¿Tú también lo hacías?
—No. Una vez vi cómo se quitaba la nariz falsa para secarse el sudor.
Le dije que parecía una calabaza de esas de Halloween, y que tendría que
quitarse la nariz falsa y asustar a aquellos niños del demonio. Me parece
recordar que tenía seis años. —Sonrió un poco al recordarlo—. Después de
decirle aquello, empezó a quitarse la nariz cuando estaba delante de mí y
a guardársela en el bolsillo de atrás de los pantalones. Yo por aquel
entonces no sabía que le dolía al ponérsela y que la herida no se le curaba
por llevarla. Mucha gente no puede soportar mirar a alguien que no tiene
nariz, parece que es una de las peores desfiguraciones que uno puede
sufrir.
—¿Ah, sí?—Cyprien se tocó la parte de tejido facial donde alguna vez
estuvo su nariz—. ¿Y qué le pasó al Jardinero?
—Murió un año después de la operación. No eliminaron todo el cáncer
y le llegó al cerebro. Fue entonces cuando decidí hacerme cirujana.
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—¿Qué equipo?
—Éliane ha traído lo que le pediste. —Empezó a caminar y le ofreció
el brazo. Se dio cuenta entonces de que era más alto de lo que se había
imaginado—. Ven, te lo mostraré.
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Capítulo 6
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miró con sus ojos brillantes y diminutos. Alex la miró con el mismo interés
con que miraría al alter ego humano del animal, un abogado de daños y
perjuicios. « ¿Qué te pasa, chupa-chup?».
«No quiero nada de ti», dijo en un inglés perfectamente
comprensible.
«Déjala en paz». Un alto Adonis que llevaba un esmoquin negro sin
camisa debajo le dio un golpe a la silla. La comadreja, sin asustarse, saltó
y se escondió bajo la mesa.
«Hola». Resultaba de mala educación mirarle el pecho desnudo que
aparecía bajo la chaqueta porque llevaba tatuado un enorme sol rojizo, así
que Alex prefirió mirarle a la cara. « ¿Me he sentado en tu plato?».
Adonis no contestó. El halo de cabello blanco que le enmarcaba el
hermoso rostro le resultaba familiar, pero todo lo demás le parecía
extraño. ¿Cómo se llamaba? Era un nombre raro, ¿no? ¿Ciprés? ¿Por qué
tenía tantas lagunas en su memoria? No recordaba en absoluto aquella
cara tan hermosa, y las caras eran sin duda alguna su especialidad. Había
tenido un accidente, ¿no? ¿Le había operado ella? ¿Había salido todo bien?
¿Habían sido sus manos las autoras de aquella perfecta nariz y de aquella
boca de ángel caído? Si había sido ella la autora, había hecho un excelente
trabajo, sin duda. El mejor. Se preguntó si podría hacer alguna foto para
mostrarla en el siguiente congreso de la Asociación Americana de
Médicos.
«No te muevas». Llenó una copa de hielo y de un líquido
transparente, pero en vez de ofrecérselo para que bebiera, lo derramó
encima del pecho y de los hombros de la doctora. El líquido estaba muy
frío al principio, pero poco a poco se templó.
«Dios mío». Alex se miró para ver el estropicio. «Eso ha estado un
poco feo, ¿no?».
La comadreja volvió a aparecer y emitió un sonido horrible y agudo.
Cuando Alex bajó la vista, el animal le enseñó los dientes, menudos y
afilados.
No quería quitarse la camiseta delante de toda aquella gente, pero la
humedad empezaba a ser molesta. Además empezaba a tener mucho
sueño. «¿Me dejas algo de ropa?».
«No vale la pena», le dijo la comadreja con la misma voz humana y
altanera que antes. «No pierdas el tiempo».
La gente que estaba sentada a la mesa empezó a moverse y a
cuchichear. Alex no entendía lo que se decían, pero parecía bastante claro
que no estaban contentos. La comadreja la miraba con ojos de halcón y
con la boca temblorosa.
«Non». Adonis dejó la copa y cogió a Alex de las caderas. «Elle ne
mourra pas». La levantó de la mesa y la rodeó con los brazos para ponerla
delante de él. Parecía que no le importaba la pinta que tenía. Mientras ella
luchaba por respirar, notó que algo duro le tocaba la barriga. Sus cálidos
labios le hablaban al oído. «Rodéame con las piernas, chérie».
Alex tenía las piernas tan entumecidas o más que la boca y la
garganta, pero aun así logró hacer lo que le pedía. Se la llevó del salón en
aquella posición, como si llevara en brazos un bebé de tamaño gigante,
con una mano debajo del trasero y la otra en la espalda. Caminaba por
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la boca, todavía abierta. Ante sus ojos aparecieron tres soles: dos azules y
uno rojo. Ardían como su cuerpo, como el mundo entero.
«Vivez pour moi».
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Capítulo 7
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—¿Por qué?
—Tiene miedo de lo que usted vaya a hacerle. —Le explicó todo lo
que había sucedido: Éliane le había dicho que se fuera de la sala después
de la operación y había dejado a Alexandra a solas con Michael, encerrada
—. Si hubiera sabido lo que tramaba le habría detenido, señor. O la habría
matado a ella.
Michael se dejó caer en la silla más cercana con la cabeza en las
manos. Los ojos —aquellos ojos que Alexandra había devuelto a la vida
gracias a sus habilidosas manos y a su gran corazón— le ardían por la
rabia.
—¿Pasó todo como lo recuerdo? ¿La hice mía?
—Sí. —Phillipe se frotó la sien—. Cuando regresé, usted había
empezado con la servitud y la doctora… —Negó con la cabeza.
Alexandra. Cuando por fin era capaz de ver su rostro, ya solo podría
recordarlo. La culpa era tan intensa que casi lo desgarraba por dentro,
como un ave de rapiña clavándole sus afiladas garras.
—¿Qué has hecho con el cuerpo?
—No ha muerto. —Phillipe dio un paso atrás—. Todavía no.
Michael se levantó de la silla, exquisitamente tallada, con tanta
violencia que el laborioso reposabrazos se partió.
—¿Qué acabas de decir?
El informe, enviado por fax desde Chicago por el máximo responsable
del Jardin, quien, a su vez, le había hablado por primera vez de la doctora,
era conciso pero completo. Las autoridades la habían encontrado viva en
uno de los lavabos del aeropuerto de O'Hare. La habían llevado a un
hospital de la ciudad y estaba en cuidados intensivos con pronóstico
grave.
Michael lo leyó tres veces, pero el sobrecogimiento le impidió calcular
cuánto tiempo había pasado.
—¿Esto ha llegado hoy? —El senescal asintió—. ¿Cuánto tiempo he
pasado en este estado?
—La operación le dejó muy débil y pensamos que era necesario…
—¿Cuánto tiempo?—gritó Michael. Phillipe humilló la cabeza.
—Cinco días, señor.
Cinco días. Casi la misma cantidad de tiempo que necesitó Dios para
crear el mundo.
Arrugó el papel y lo dejó caer al suelo, hecho una bola.
—Estaba muerta cuando salió del sueño. No respiraba.
—Yo también lo creía. —El senescal parecía indispuesto—. Hice que
nuestros hombres la llevaran a Chicago y les di órdenes de que
abandonaran el cuerpo donde pudiera ser hallado. Lo hice… por su familia.
Tiene un hermano, un amante…
Michael apartó a Phillipe con la mano. El senescal se dio de bruces
contra la pared. Merecía un mayor castigo, pero no iba a permitirse dejarlo
inconsciente. En su lugar prefirió salir de la mansión y dirigirse al Jardin,
donde los encuentros amorosos solían tener lugar. El sol se estaba
poniendo y los rayos dorados acariciaban las más de cien rosas en flor que
había en el Jardin. Se sentó en uno de los bancos de hierro forjado y miró
al infinito. Quería que su mente comprendiera lo que había pasado.
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Michael había vivido como Darkyn desde que murió como hombre en
el siglo XIV. La sangre humana era su único alimento pero, con el paso de
los años, él y los de su especie comprendieron que no tenían por qué
matar. Alimentándose de pequeñas cantidades de sangre podían
sobrevivir y librarse de la locura del éxtasis y de la servitud, que tanta
destrucción provocaba en la mente de las víctimas. Además, de aquel
modo no peligraban las vidas de los humanos que les abastecían, puesto
que para saciarlos era necesario quitarle toda la sangre a un cuerpo.
—Debería haber muerto hace cinco días —le dijo a Phillipe, quien le
había seguido hasta el Jardin—. Era mía. Le di el éxtasis y la hice mía. —
Todavía podía notar su sabor—. ¿Fue todo una ilusión?
—No, señor.
Si el ataque no había podido con su cuerpo, el éxtasis haría que
olvidase todo lo sucedido. Miró a su senescal, quien se estaba secando los
últimos restos de sangre de la nariz.
—No debería haberte pegado. Perdóname.
—No ha sido nada. —Y era bien cierto, puesto que, como él, se curaba
inmediatamente.
—No lo entiendo. —Miró las rosas y se dio cuenta de que podría
volverlas a pintar. Alexandra no solo le había devuelto la vista, sino
también las manos y el arte—. ¿Cómo puede seguir con vida?
—No lo sé, señor.
Un miedo terrible le sobrevino. Si Alexandra sobrevivía después de
estar expuesta a la sangre de los Darkyn, aquello significaba que era el
primer ser humano en lograrlo en siglos. Fuera lo que fuera lo que la había
salvado, la convertía en un bien muy preciado, a menos que él pudiera
reclamarla primero.
—¿Quién más lo sabe?
—Su tresora.
—No le digas nada a nadie. —Se levantó del banco—. Trae de vuelta a
Éliane a la mansión de inmediato. Y vigílala. —Al adentrarse de nuevo en
la casa, un espejo le devolvió su reflejo. Se detuvo para mirarse. La nariz
era un poco más larga y la mandíbula estaba más definida, pero aquella
cara reflejaba exactamente la de su retrato. Se lo había devuelto todo—.
Organízalo todo para volar mañana a Chicago.
—Señor, no puede usted viajar a Chicago.
—No tengo alternativa. Era mi sangre. Alexandra es mi sygkenis. —Se
volvió para mirar a su senescal—. Tengo que encontrarla antes de que
cambie por completo.
Phillipe frunció el ceño.
—¿Por qué?
Su senescal nunca había convertido en un monstruo a un humano,
pero Michael sí lo había hecho.
—Porque todavía es lo suficientemente humana como para matar.
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«Estoy alucinando».
—Perdóneme, Ilustrísima. Me decía usted que los maledicti son…
—Vampiros —le repitió Hightower con expresión paciente—. Almas
endemoniadas y condenadas eternamente que se alzan después de la
muerte y se alimentan de la sangre de los vivos. Mi orden les ha dado
caza y los ha destruido desde el siglo XV.
John no dijo nada, porque no había nada que decir. Siempre había
sentido un gran respeto por el arzobispo, que tanto había puesto de su
parte para fortalecer y mantener viva la fe en las parroquias de la ciudad.
Sintió pánico un instante al pensar que tal vez habría perdido la razón y
debería comunicárselo a sus superiores.
«Sí, claro… Llama a Roma y di que el arzobispo se ha vuelto loco.
Después de lo que pasó en Río, seguro que te creerán tanto como tú crees
en los vampiros».
Una de las menudas y oscuras cejas de Hightower se arqueó en una
mueca.
—Veo cierto escepticismo, ¿no?
—No deseo contradecirle, señor —dijo escogiendo cuidadosamente
sus palabras—, pero, por lo que yo sé, los vampiros son tan solo un mito.
Existen tan solo en los cuentos populares, en las novelas escabrosas y en
las películas malas.
—No tienes por qué disculparte, hijo mío. Yo pensaba exactamente lo
mismo antes de unirme a los Brethren. Por suerte, aquí tengo una prueba.
—Se volvió para mirar hacia la puerta—. Padre Cabreri, ¿podría unirse a
nosotros? —Y, a continuación, se dirigió a John—. Cario es también
miembro de mi orden, así que puede unirse a nosotros.
El ayudante de Hightower apareció con una cinta de vídeo sin
etiquetas. Se la dio a John antes de sentarse a la izquierda del arzobispo.
—Compruébalo tú mismo —le dijo Hightower.
Tenía dos opciones: le evitaba al arzobispo el mal rato o bien ponía la
cinta.
—Su Ilustrísima me halaga pero… No puedo…
—Basta de perder el tiempo y pon la dichosa cinta ya, Johnny. —
Hightower se acomodó en la silla. Mientras, Cabreri escogió uno de los
bocadillos que había en el carrito—. Cuando la hayas visto hablaremos de
lo que puedes hacer y de lo que no.
John cogió la cinta y la insertó en el aparato que descansaba encima
de la televisión. Le dio al play.
Tras unos momentos de interferencias apareció una imagen. La
calidad de la filmación era muy mala y no tenía sonido, pero aun así era
posible ver lo que sucedía al otro lado de la lente. Tres monjes, vestidos
con extraños hábitos, estaban arrastrando a un hombre malherido y
desnudo hacia lo que parecía ser una mazmorra.
—Es una sala de interrogación. —El té gorgoteaba en la tetera a
medida que Hightower rellenaba su taza—. Los vampiros anidan juntos,
como alimañas que son. Cuando apresamos a uno de ellos le interrogamos
para que nos indique dónde están los demás.
El hombre desnudo, cuyas piernas negruzcas presentaban graves
fracturas y cuyos pies se habían convertido en manchas informes de carne
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era que la tubería había desaparecido. Pero nada más. Aquello nunca
sucedió.
—John.
Alzó el rostro. Tenía la mirada perdida. Cabreri y el arzobispo le
estaban observando.
—¿Qué?
—Has apretado el botón de pausa —le indicó Hightower
amablemente.
John se peleó con el mando hasta que logró que la cinta funcionase
de nuevo. Los tres monjes habían cogido tres pequeños frascos de una
mesa, les habían quitado el corcho y habían empezado a derramar el
contenido sobre el prisionero, quien había empezado a retorcerse. Parecía
tratarse de algún tipo de ácido, por las laceraciones del pecho, del que
salía humo. ¿Era aquella la razón por la que tenía negras las piernas? ¿Se
las habrían quemado antes de partírselas?
De niño, John se había juntado con ladronzuelos de poca monta y se
había enfrentado a borrachines y a mendigos. Sabía lo que era un montaje
cuando lo veía, pero aquello parecía real.
—Le están torturando.
—Sí.
—Con ácido.
—Con agua bendita —le corrigió Hightower—. Eso es lo que contienen
los frascos.
Miró a la pantalla y después a su tutor. No sabía qué decir, y soltarle
«y una mierda» al arzobispo no le parecía lo más adecuado.
Cabreri le dedicó una sonrisita siniestra y habló por primera vez.
—He visto con mis propios ojos cómo se queman. Es como si la
ardiente mano de Dios se posara sobre ellos.
Podría tratarse de algún efecto especial, como en el caso de la
famosa grabación de la autopsia de un extraterrestre, aunque, de ser así,
la calidad del vídeo podía haber sido mejor. Y, de todos modos… ¿para
qué grabar una falsa tortura de un prisionero?
Ninguno de los monjes enseñaba su rostro ante la cámara, aunque
estaba bastante claro que estaban interrogando al prisionero. De vez en
cuando paraban y se acercaban, inclinándose sobre el hombre maniatado,
quien, por toda respuesta, les enseñaba los dientes, desafiante.
John apreció que la dentadura era perfectamente normal.
—Se hacen llamar «Darkyn» —dijo Hightower con suavidad—.
Creemos que estas criaturas empezaron a alzarse de sus tumbas en el
siglo XIV, justo después de la peste negra. Sus familias empezaron a
llamarles «Dark kin», pensando que al principio se les había enterrado
vivos, cosa que solía pasar en aquellos tiempos con alarmante
regularidad; pero después empezaron a alimentarse de gente.
John se preguntaba cómo debía de haber sido aquello, puesto que no
tenían colmillos.
—Supongo que se levantaron de sus tumbas para vagar por la noche
en busca de sangre, ¿no?
—Pueden tolerar la luz del sol, pero son más fuertes por la noche. El
ajo no les causa ningún daño, pero sí el agua bendita. Concretamente, la
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John quería estar allí afuera con ellas, con aquellas pequeñas. No
tenía mucho que decirles sobre lo que cantaban acerca del sexo ilícito,
pero seguro que por lo menos podía seguir el compás de las cuerdas.
—¿Cuándo sucedió?
—Hace cinco días. —Hightower inspeccionó el carrito y le frunció el
ceño a Cabreri cuando vio que el plato de los bocadillitos estaba vacío—.
Tuvimos algunos problemas con el Garda, pero ya está todo solucionado.
Cabreri, que había devorado todos los bocadillos, tomó uno de los
dulces y lo engulló con avidez.
El apetito de aquel sacerdote italiano fue la gota que colmó el vaso.
—Discúlpeme, Ilustrísima.
John abandonó a toda prisa la estancia, giró a la derecha y entró en el
lavabo de hombres, donde apenas llegó a la pila para intentar devolver.
Pero no podía, su interior se había vuelto de piedra. Apareció una
servilleta de papel mojado a su lado. Alzó la vista y vio al padre Cabreri.
—Sabes que todo es real —le dijo Cario—. Y por eso estás así. Te
necesitamos, únete a les Fréres de la Lumiere y ayúdanos.
Las imágenes grotescas que había contemplado no le abandonaban.
Estaba mareado.
—Parece que conoces bien los métodos de tortura.
—Hay que actuar. Y, a veces, hacer cosas horribles. —Cabreri se
encogió de hombros.
John quería pegarle. Salir y gritarle al arzobispo. La amenaza real era
aquella sociedad secreta que creía en vampiros y que torturaba a gente
inocente.
Por fin, un enemigo real al que combatir: la supina ignorancia. Se
uniría a aquella orden y les exigiría que dejaran aquella misión ridícula. Si
no podía, reuniría la suficiente información como para denunciarles ante
Roma. Seguro que la Iglesia no iba a pensárselo ni dos minutos y los
juzgaría.
—Estoy listo para unirme a los Brethren —le dijo John al italiano—.
¿Qué tengo que hacer?
Cabreri sonrió como un niño.
—Haz las maletas.
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Capítulo 8
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se marchara.
Se pondría bien y John no tendría problemas. Todo saldría bien.
Estaba segura.
—No, gracias, Charlie. —Después de que la hubieran estado
toqueteando y pinchando tanto últimamente, le apetecía estar sola.
Añadió impulsivamente—: Deja ya de preocuparte, que no me he muerto.
—Como quieras. —La besó en la frente—. Descansa. Vendré a verte
por la mañana antes de empezar con las visitas.
Cuando se marchó, Alex apagó todas las luces y se sentó a oscuras.
Estaba muy extrañada porque no sentía nada después de todo lo que le
había pasado. Cualquiera que hubiera pasado por lo mismo que ella
tendría derecho a estar histérico o por lo menos preocupado, y sin
embargo ella estaba bastante tranquila. Desde que se había despertado
en cuidados intensivos se había sentido así. Además estaba expectante y
no tenía ni la más remota idea del porqué.
«Sé que espero algo, pero… ¿el qué?». ¿Habría quedado con alguien,
tendría alguna cita que hubiera olvidado como todo lo que había sucedido
en aquellos seis días? No se trataba de ningún paciente porque Grace
había desviado todos sus casos a un par de colegas. Luisa también estaba
bien atendida. Así que fuese lo que fuese lo que le rondaba no tenía nada
que ver con su profesión. «Tranquila, no te pongas nerviosa. Ya te
acordarás».
Apareció una hora después de que Charlie se marchara. Llamó al
timbre.
«Ya era hora». Alex quería irse a dormir, pero prefería solucionar
aquel asunto antes.
El hombre que apareció en la puerta era más guapo de lo que se
esperaba. Era alto, delgado, llevaba un bonito traje gris y una gabardina
negra. Llevaba también un maletín como el de un abogado, aunque tenía
el pelo demasiado largo para trabajar en los tribunales.
«Como la melena de un león», pensaba Alex, admirando aquella
cabellera. Era raro que el pelo que le enmarcaba el rostro fuese de un
blanco tan intenso. Era joven, no tendría más de cuarenta años. Aquella
fragancia a rosas hizo que su nariz no pudiera resistirse a aspirarla antes
de sonreírle.
—Hola.
—Buenas noches, doctora Keller. —Su voz era grave y dulce y tenía
un característico acento francés—. ¿Puedo pasar?
«¿Conozco a algún francés?». Alex no había dejado entrar en su casa
a ningún desconocido antes, pero en aquel momento le pareció ridículo no
hacerlo, porque era la única manera de averiguar por qué le había estado
esperando. Además, tenía que conocerla por fuerza, ¿cómo sí no iba a
saber dónde vivía ella?
«La cita».
Claro, aquello lo explicaba todo. Debía de haberle invitado y no lo
recordaba.
—Por supuesto, adelante.
El perfume de rosa se intensificó cuando entró en la casa. Quizá era
Jardinero o trabajaba en una floristería. «No me importaría lo más mínimo
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cicatriz ni marca.
—Es verdad. —Se acercó más a ella.
—¿Dónde? —No podía dejar de tocarse el cuello ni apartarse de él—.
No me cosiste, no hay ninguna cicatriz, no noto nada. ¿Cómo lograste
hacerme creer que me habías mordido?—Un horrible pensamiento le cruzó
la mente—. ¿Me drogaste?
—Estabas herida y… te ayudé. Nosotros, los de mi especie… tenemos
diversas maneras de curarnos. Lo que pasa es que nadie…—Se dio cuenta
de que la estaba asustando y se detuvo—. Alexandra, no pienso hacerte
daño.
—Ya, como la última vez, ¿no? —Si no hubiera estado tan asustada le
habría plantado un bofetón—. Eres un monstruo.
—Es verdad. —No parecía que aquella acusación le afectase lo más
mínimo—. Pero aun así, no soy tan diferente del resto de tus pacientes —
decía mientras daba unos pasos, pensativo—. Tú operas cuando el cuerpo
no funciona bien para mejorar sus mecanismos y darles una apariencia
normal. Al reparar el daño causado en mi rostro, me has devuelto la
identidad.
No podía apartar la vista de sus ojos. En aquel momento eran de un
azul brillante, pero recordaba que podían volverse de un color ambarino
infernal.
«No lo mires».
—¿Qué te has tomado?—le preguntó con los ojos fijos en otro lugar—.
¿Me lo diste a mí también?
—No, yo… Es difícil de explicar. —Hizo que no con la cabeza—. Tienes
que elegir ahora mismo, chérie. Puedes regresar conmigo a Nueva Orleans
y yo cuidaré de ti o bien puedes quedarte aquí, vivir como antes y no
hablar jamás de esto con nadie.
La había secuestrado, encerrado, drogado, le había hecho creer que
podía sobreponerse espontáneamente a sus heridas, así como que ella le
había operado. Además, estaba el tema del desgarro invisible en la
garganta que nunca había tenido lugar. ¿Y encima quería tener privilegios
como paciente?
—Lárgate de una puta vez de mi casa.
Alzó la elegante mano.
—Antes tenemos que arreglar las cosas. Estoy en deuda contigo; de
no ser por ti no podría hacer nada de modo normal.
Seguía queriéndole hacer creer que todo aquello había sido real.
«¿Pero qué tipo de drogas se mete? ¿Está puesto hasta las cejas o qué?
¿Ha venido aquí para acabar lo que empezó?». No podía quitarse la mano
del cuello.
—¿No podrías hacer cosas normales como secuestrar y drogar a
mujeres, quieres decir? ¿O hacer que sean tus prisioneras?
—No. Pero debo tenerlas cerca para poder alimentarme.
«¿Alimentarse?». Le vino a la mente la imagen de Jeffrey Dahmer, un
asesino en serie que había matado y después consumido partes de los
cuerpos de sus víctimas. Dios santo, era un psicópata y encima ella le
había ayudado.
Casi no podía ni colocar los labios de modo que pudiera pronunciar la
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frase.
—¿Eres un caníbal?
—No, lo único que me llevo es la sangre.
«¿Te bebiste mi sangre?». Por supuesto que lo había hecho. Con
aquella portentosa habilidad que tenía, seguro que se había leído todo lo
de Anne Rice y se había tragado todos los capítulos de Buffy la
cazavampiros para llegar al delirio de que no era humano. En algunas
ciudades incluso había bares para desechos humanos como él.
—Crees que eres un vampiro, ¿no?
—Un vrykolakas. Es casi lo mismo. —Se encogió de hombros sin
apartar la vista de ella ni un instante—. Nos hacemos llamar los Darkyn.
Alex volvía a pisar terrenos conocidos. Como médico residente había
llevado a cabo turnos en un hospital psiquiátrico. Allí se había enfrentado
a diversos tipos de psicosis. Aunque Cyprien la hubiera secuestrado,
atacado y drogado para que creyera que todas aquellas locuras habían
sido reales, era ella la que controlaba la situación en aquel momento.
Cyprien estaba muy enfermo. Mucho.
—Michael —dijo recuperando su antiguo tono de voz tranquilo y
razonable—. Creo que deberíamos irnos a dar una vuelta. Me gustaría que
conocieras a un muy buen amigo mío. Es muy majo y puede ayudarte para
que no tengas que enfrentarte tú solo a este problema.
—Alexandra, yo no estoy loco —dijo mirándola unos instantes—. Sin
mis rasgos faciales ni el sentido de la vista yo no era nadie, no podía hacer
nada. Tú me lo has devuelto todo y por eso estoy en deuda contigo. No he
podido compensarte todavía.
Le había devuelto la capacidad de perseguir a mujeres, cosa que
estaba a punto de hacer que vomitara, a pesar de toda la objetividad
clínica que estuviera intentando demostrar.
—Bueno, pues en ese caso tendrás que compensarme. —Tenía que
lograr que fuera con ella al hospital, donde le pudieran encerrar en el ala
de psiquiatría hasta que apareciera la policía—. O bien podrías pagarme
viniendo conmigo y conociendo al amigo del que te he estado hablando.
Trabaja en el mismo hospital que yo. —Su sonrisa falsa se alargó y se
convirtió en una mueca espantosa—. Ya verás qué bien que te cae.
—No quería llegar al éxtasis. Mi necesidad era demasiado grande… Y
nos dejaron solos. Fui capaz de detenerme antes de matarte porque… —
Se quedó en silencio, como si no estuviera seguro de lo que iba a decir a
continuación.
«¿Éxtasis?». Aquel tipo estaba como una regadera.
—Esta vez te detuviste, y es lo que importa; te lo aseguro. —Vaya, tal
vez no sería buena idea testificar en el futuro juicio.
La miró, muy molesto.
—No tienes que contarle a nadie lo sucedido. Como has sobrevivido,
tu vida está ahora en peligro. Nadie ha sobrevivido en seiscientos años
tras estar expuesto a nuestra sangre, nunca. Ha sido un milagro que no
sufrieras nuestra maldición. Ojalá pudiera gritarlo a los cuatro vientos,
pero nadie puede saber lo que te ha pasado.
Dios santo, ¿era ella la única que había logrado escapar? Todo aquello
era demasiado, tenía que sacarlo de su casa como fuera, cerrar con llave y
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traigan hasta aquí. —Se quedó en silencio, dirigió la vista sobre el hombro
de Michael y asintió con la cabeza. Uno de sus guardas apareció y le
comentó algo brevemente en su idioma nativo. Val volvió a colocarse el
móvil lentamente en el bolsillo—. Es Tremayne. Acaba de enviar una
invitación para acudir inmediatamente a Dundellan.
Las invitaciones de Richard no eran en modo alguno educados
requerimientos sino órdenes. No cabía excusa de ningún tipo para no
asistir.
—Pero, ¿por qué quiere que vayas ahora?
—No quiere que vaya yo. —Val le dedicó una mirada que bien podía
considerarse compasiva—. Es a ti a quien quiere ver.
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Capítulo 9
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médula espinal para investigar más. Ah, y necesito las muestras reales y
no de inyecciones, porque estas últimas muestran una saturación cuatro
veces mayor de fagocitos mutantes y dos células bacterianas
diferenciadas y sin clasificar. Envíame las muestras y yo mismo haré las
pruebas la próxima vez. Alex, este material es importante, llámame en
cuanto puedas. Jerry».
De modo que Cyprien la había infectado con la enfermedad
sanguínea que padecía. ¿Por qué nadie se había dado cuenta cuando
había estado en cuidados intensivos?
—Envíale un fax dándole las gracias, pero dile que no a lo de las
pruebas. Y no envíes ninguna copia al centro médico de control y
prevención de enfermedades.
Grace respiró hondo.
—¿Estás segura? ¿Y qué pasa si este paciente infecta a otra persona?
—No lo hará, seguro. Está muerta. —O lo estaría en breve. Alex siguió
hablando con un tono autocompasivo—. Estoy llevando a cabo una
investigación con pacientes que han sufrido leucemia. Si descubro algo, es
para mí; no para ellos ni para Jerry.
—Vale. —Grace no parecía demasiado convencida—. Oye,
probablemente este no sea el momento más adecuado para decírtelo,
pero me acaban de ofrecer un trabajo. Mi primo Kyung, el podólogo, me
ha comentado que su jefa de planta está de baja por maternidad, y como
ahora nosotras ya no tenemos pacientes aquí porque han sido desviados a
otros médicos…
—Comprendo. —Alex cerró los ojos y se apoyó contra la pared.
Cyprien le había contagiado alguna horrible enfermedad y encima ahora la
única persona en la que podía confiar la había abandonado. En realidad
era mejor que Grace no estuviera implicada en aquella situación.
—Si me necesitas, solo tienes que llamarme. Lo sabes, ¿verdad? —
Grace suspiró—. ¿Estás segura de que no quieres hablar con Don?
¿Aunque solo sea para estar de palique?
—No te preocupes, buena suerte con el nuevo trabajo.
—Que te vaya bien —dijo con una triste risita ahogada—. Oye, si
descubres alguna enfermedad nueva, no le pongas mi nombre.
¿Qué le habría contagiado Cyprien? «El mal de Keller, la demencia de
Alexandra, el síndrome de postsecuestro agudo… ¿o vampirismo
infeccioso?».
—No lo haré, te lo prometo.
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Capítulo 10
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estrecho pasillo había tres filas de bancos en los que estaban sentados
algunos hombres que vestían sencillos hábitos. Humilladas las cabezas y
cerrados los ojos, rezaban. Nadie miró a John.
Se volvió para preguntarle a Tolomeo qué debía hacer, pero el joven
sacerdote no le había seguido.
Como correspondía en aquella situación, John se detuvo en el
banquito más cercano para hacer una genuflexión. El hombre que estaba
sentado en aquel banco le dirigió una mirada antes de volver a sus
plegarias.
Una mirada nada amistosa.
Otro monje apareció de una puerta que se encontraba en una esquina
detrás del altar. Llevaba el mismo hábito que los otros monjes, pero de
color negro y con una cuerdecilla de color rojo anudada en la cintura.
Sobre el pecho, a la izquierda, el hábito tenía un fragmento de tela de
color blanco sobre el que había una cruz roja y bífida. Echó un vistazo y
comprobó que los demás monjes tenían la misma cruz en sus hábitos,
incluso alguno llevaba dos o tres cruces juntas.
Era la sencilla cruz roja bífida del martirio, un símbolo de los
Caballeros Templarios.
El grupo se arrodilló, silencioso y respetuoso. John seguía sin saber
qué hacer. Aquellos hombres estaban más allá de la Iglesia católica, y no
podía llevar a la práctica en aquel lugar lo que él había aprendido en el
sacerdocio. El monje del hábito negro le tendió una mano y gesticuló hacia
sí para que John se le acercase.
—Bienvenido a les Fréres de la Lumiére, padre Keller. —La voz de
tenor era dulce, pero teñida de acento germánico y no italiano. Con la
oscura mano se quitó la capucha y reveló su rostro redondo y cordial.
Llevaba un solideo escarlata sobre la corona de pelo que le rodeaba la
rasurada cabeza—. Soy el cardenal Stoss.
John casi se arrodilló de nuevo. Nada más y nada menos que el
cardenal Stoss, uno de los hombres más poderosos del colegio de
cardenales y candidato potencial al papado. Sin embargo no era correcto
arrodillarse ante un hombre; solo ante Dios, y aquella capillita seguía
siendo la casa del Señor.
—Gracias, Ilustrísima.
Stoss parecía divertido.
—El obispo Hightower me dice que está muy interesado en
convertirse en soldado de Dios. Necesitamos urgentemente más soldados
puros de corazón y de mente, padre.
John se puso tenso.
—Entonces tal vez deberíais recortarlos en el cielo, Ilustrísima, y no
en las barriadas de Chicago.
Divertido, el cardenal asintió.
—Es tal y como August me dijo. Incluso mejor. —Dirigió una mirada a
los monjes allí reunidos y su expresión cambió—. He aquí a uno que se
unirá a nuestras filas. Uno a quien se le estima adecuado y cuya valía es
de sobra probada. De haber alguna objeción, que se haga pública ahora
mismo.
Nadie titubeó ni tampoco habló.
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¿Por qué te has puesto a investigar? ¿Para saber lo que te iba a pasar? Si
hubieras acudido a mí antes, te lo habría explicado personalmente.
—Eres tú el que me lo ha contagiado. —Le dedicó una mirada llena de
ironía—. Además, ya sé lo que me está pasando.
—¿De verdad? —Hizo un ademán para invitarla a que se lo explicara.
—Pues sí. Mis glóbulos humanos están siendo reemplazados por unas
células muy extrañas similares a las cancerígenas, pero que son cien
veces más invasoras y destructivas. Están alterando mi espina, así como
mis tejidos y mis células nerviosas, probablemente para que acepten
mejor el metabolismo suicida. Tengo el estómago del tamaño de un hueso
de melocotón, no puedo comer nada sólido. Casi me muero de hambre
antes de empezar a tomar sangre fresca —se detuvo un momento,
pensativa—. Básicamente esto es lo más relevante.
Cyprien se puso de pie y empezó a pasearse por la habitación,
musitando algo en francés.
—Cuando salgas del trance me gustaría que me respondieras algunas
preguntas que tengo. —Alex se llevó las manos al escalpelo bañado de
cobre que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Ella iba a darle también
algunas respuestas.
—¿Crees que se trata de una enfermedad? —Cyprien parecía estar
muy ofendido—. ¿Algo que puedas remediar con tus medicinas y tus
operaciones?
—Si pudiera hacerlo te aseguro que no estaría aquí ahora. —Seguro
que ahora le soltaba algún discurso de lunático asegurándole que estaba
maldito o que era un discípulo de Satán y que tendría que acabar con su
vida clavándole una estaca en el corazón un par de veces.
La estaba decepcionando.
—Todavía no has sucumbido a la maldición. Morirás como ser humano
y al segundo día, te alzarás.
—Bueno, pues lo mejor es que empiece a preparar mi funeral ya
mismo. —Y no lo decía totalmente en broma, iba a necesitar que le
ayudasen, pero no Cyprien, por supuesto.
—Cuando te levantes de entre los muertos, serás una Darkyn —
prosiguió Cyprien, todavía irritado—. Como nosotros, te curarás
inmediatamente de tus heridas y no envejecerás. No morirás nunca a
menos que te decapiten o te quemen.
—¿Me estás hablando de la inmortalidad? —Él asintió con la cabeza y
ella hizo un gesto brusco—. ¿Y cuándo es tu cumpleaños?
—Nací el catorce de noviembre de 1294.
Alex estaba segura de que todo aquello era una farsa; sin embargo
había visto cómo se cerraban sus heridas. Quizá existiese una remota
posibilidad de que todo aquello fuese real.
—Pues no estás nada mal para tener setecientos diez años. —Se
acomodó en la silla e intentó pasar por alto el dolor que se apoderó de sus
extremidades—. ¿Y qué más extras debo esperar?
—¿Extras?
Se llevó la mano a la cabeza.
—Durante un tiempo hiciste que olvidara lo sucedido; a ese tipo de
extra me refiero. Los Darkyn desarrollamos una inteligencia poderosa,
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pero las habilidades y los talentos ya son algo individual —le dijo—. No
puedo decirte cuál será el tuyo. Yo puedo borrar la memoria, y mi
senescal, Phillipe, puede controlar la voluntad de las personas.
Miró a Phillipe, que estaba mirando al infinito en aquel momento.
—Phil me obligó a operarte.
—Sí.
—Mamonazo. —Otra cosa más de la que tendría que preocuparse—.
¿Cómo me lo contagiaste? ¿Por la saliva? ¿O acaso me violaste cuando
estaba inconsciente?
Los hermosos labios que le había hecho a Cyprien empalidecieron
levemente.
—Utilicé mi propia sangre para detener la herida que te había hecho
en la garganta.
—¿Cómo exactamente?
—Tapé la herida con mi sangre, pero eso solo la cerró. Cuando
dejaste de respirar…
—Hiciste que tragara un poco de tu sangre. Así que no había sido una
pesadilla. —Asintió con la cabeza—. ¿Y qué hay del sexo? Creo recordar
que casi hubo algo de eso también.
Cyprien no se puso rojo ni tampoco apartó la mirada.
—Perdí el control e intenté poseerte. Phillipe me detuvo a tiempo. No
debería haber ocurrido nunca.
—Te disculpas de maravilla, Mike. —Alex miró al senescal—. Te
perdono por comportarte como un capullo.
Phillipe emitió un chasquido de exasperación.
—Pero, doctora… No fue culpa… —Miró a Cyprien con impotencia.
—Ahórrate los detalles. —Por lo menos Phillipe logró detenerle. De no
haberlo hecho habría cumplido la promesa que se hizo a ella misma; la
misma en la que aparecía una sierra mecánica y también los testículos de
Cyprien—. Sabías que podías contagiármelo. —Cyprien asintió—. Bonito
detalle.
—Me equivoqué, pero no podía pensar con claridad. Es parte de
nuestra naturaleza. —Miró la cara que ponía Alexandra y por fin la suya se
llenó de remordimiento—. Alexandra, por favor, escúchame. Me arrepiento
de lo que hice; tanto que no me salen ni las palabras para decírtelo,
pero…
—Será mejor que cierres el pico ahora mismo. —Empezaba a
entender por qué alguien había querido quemarle el rostro y darle una
paliza—. Así que me voy a convertir en lo que tú eres, ¿no? ¿Cómo lo
llamaste antes?
—Te convertirás en una vrykolakas. Y nos llamamos los Darkyn.
—¿Pero es que no os podíais decidir solo por un nombrecito? —Ya
sabía lo que le iba a contestar él, pero prefería dejarlo todo bien claro—.
¿No existe cura alguna? ¿Algún modo de parar o invertir el proceso?
Negó con la cabeza.
—No se trata de una enfermedad. Estamos…
—Malditos, ya capté esa parte. Cuando viniste a verme a Chicago no
te importaba saber si recordaba algo o no; o si se lo había dicho a alguien.
—¿Y para qué iba a hacerlo? Si nadie iba a tomárselo en serio—. Querías
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ver cómo estaba y descubrir cómo era posible que siguiera viva.
—Sí. Ningún humano ha sobrevivido al contacto con nuestra sangre
en siglos. Eres un milagro, Alexandra.
—Creo que lo de milagro y lo de maldición no pegan demasiado, Mike.
—Además, no tenía ninguna intención de convertirse ni en lo uno ni en lo
otro mientras pudiera hacer que los síntomas remitieran—. ¿Por qué no
me advertiste de todo esto la noche que viniste a verme a Chicago?
Cyprien hizo un gesto de despreocupación.
—En aquel momento no pensé que te hubiera contagiado nada. Y de
haberlo hecho no te hubieras creído que lo que te estaba pasando era
real.
Un inesperado pinchazo hizo que se tocara con la punta de la lengua
el paladar, en el que se le habían creado dos abscesos. Dentro de ellos
estaban los recientemente formados dents acaeces.
Colmillos, para los amigos.
—Nunca podré volver a ejercer la medicina. —Dejó que por un
momento los sentimientos le hicieran temblar la voz—. Me lo has quitado,
Cyprien. Yo te ayudé, te devolví el rostro, y tú has arruinado mi vida.
—Estás maldita, como nosotros. Pero sigues estando viva. Nosotros
hace mucho tiempo que necesitamos a un doctor en nuestras filas. —
Detrás de aquel tono de arrepentimiento había algo más. Arrogancia—.
Incluso puedes seguir ayudando a los humanos si así lo deseas.
—Ya. ¿Bebiéndome su sangre? —dijo en una risotada amarga—. Qué
gran idea. Seguro que hacen cola a la puerta de mi oficina.
—Ya no les hacemos ningún daño. —Su voz se volvió dulce y
amistosa, como si a partir de aquel momento fuesen a convertirse en
mejores amigos—. Te lo mostraré.
Phillipe se le acercó y se arrodilló ante ella.
—Vous jerez une belle chasseuse, Alexandra. —Parecía sincero y
serio, como un buen amigo.
Por aquella razón decidió que no iba a darle una patada en las pelotas
para ponérselas por corbata.
—¿Y eso qué leches quiere decir?
—Quiere decir que serás una bella cazadora.
—Estudia un poco más de inglés, Phil. —Pensó en la madre de Bryan y
en los que atacaron a Luisa. Si seguía adelante con lo de la maldición,
¿sería capaz de enfrentarse a ellos y destrozarles el cuello?
No, nunca.
—Bueno, ha sido un placer ponernos al día, pero ahora me tengo que
largar. —Se levantó y se marchó.
Cyprien la siguió.
—Tenemos que hablar de muchas otras cosas.
—Bueno, yo ya he oído lo suficiente, gracias.
Le bloqueó el acceso a la puerta principal.
—Vas a necesitar que alguien te ayude mientras te sobreviene la
muerte humana. No puedo dejarte marchar.
Negó con la cabeza. El tipo estaba bastante bueno —gracias a ella—,
tenía dinero, una enorme mansión y además era inmortal… Pero tenía
menos luces que una zanahoria.
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Capítulo 11
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«Gatito lindo».
Alex estaba sentada en la barra haciendo ver que se tomaba el agua
con gas que había pedido. Tres taburetes más allá había un par de
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Pero no lo logró.
Alex esperó a que Taylor estuviese correctamente atada a la camilla
antes de dirigirse a las escaleras de atrás y regresar de nuevo al bar.
Entró e intentó capturar los pensamientos de los allí presentes.
Otra vez le pasó lo mismo. No obtuvo nada.
«¿Qué quiere decir todo esto?». Salió en busca de un taxi.
«¿Es que solo puedo leer la mente de pedófilos asesinos?». Mientras
observaba el tráfico que pasaba delante de ella, olió a flores —a rosas,
oscuras y en flor— y se preguntó si tendría que matar a alguien más
aquella noche.
—Alexandra.
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Capítulo 12
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agua bendita y telas limpias; y también había sacado de allí muchos cubos
de agua estancada en el subsuelo.
No sabía lo que le esperaba detrás de la puerta y estaba exhausto.
Debería haber asentido con la cabeza cuando su tutor le había formulado
aquella pregunta.
Orsini se detuvo en la puerta y se volvió hacia él.
—Esta es tu prueba final, hermano Keller.
John podría haberse puesto a llorar de rodillas en aquel preciso
momento. Su tutor le había prometido que después de la prueba final su
entrenamiento habría finalizado. En vez de hacerlo, asintió con un gesto.
En esta habitación está aquello a lo que todo Brethren debe
enfrentarse: el mal. Hay uno de los maledicti que entorpece nuestro
camino hacia la salvación. Creerás que es un hombre; de hecho se parece
a nosotros y habla como nosotros. Puedes hablar, razonar con él e incluso
rendirte a él. —Orsini se quitó un crucifijo que le resultaba familiar; uno
que todos los Brethren llevaban. La cruz y la cadena de la que pendía
estaban bañadas de cobre puro—. O puedes hacer que desaparezca de la
tierra tanto él como el mal que lleva consigo para que nunca más se
alimente de los vivos y nunca más contamine a los hijos de Dios con sus
perversas intenciones. Tú eliges.
John cogió el crucifijo y pensó en colgárselo del cuello; pero recordó
los puños americanos de los matones de Chicago y se colocó la cadena
alrededor de los nudillos.
Orsini quitó las barras de la puerta y la abrió.
—Que el Señor te acompañe, hermano.
John entró y escaneó la habitación. Se sorprendió a sí mismo
murmurando un padrenuestro; no por la costumbre sino por el miedo que
sentía.
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…
La habitación estaría vacía de no ser por un hombre desnudo y
sentado en una de las esquinas. El hombre se puso de pie y dijo algo en
una voz baja y ronca.
«Español», pensó John. «Está hablando en español y no en italiano».
En el momento en el que debía enfrentarse a su adversario final, John
no sabía si sería capaz de hacer lo que se le había pedido. Los Brethren
creían que aquel hombre era un vampiro, y habían hecho lo impensable
para convencer a John de que tales criaturas existían.
Pero él tan solo veía a un hombre; desnudo, de mirada suplicante y
con sangre seca en el cuerpo.
—¿Qué quiere? —le repetía el prisionero español.
—¿Hablas inglés? —le preguntó John. Hacía tanto tiempo que no
hablaba en voz alta que sus palabras sonaron secas y roncas.
—Sí —dijo en inglés bajando la mirada—. Estás sangrando, amigo.
Caminar había hecho que se le saltaran las costras de los pies. Por
aquella razón nunca se le acababan de curar las heridas. «Venga a
nosotros tu reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo».
John miró la sangre que había en el suelo y después dirigió la mirada hacia
el prisionero, que se estaba humedeciendo los secos labios con la lengua.
—¿Quieres mi sangre?
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Por primera vez sus labios dibujaban una sonrisa auténtica mientras se
acercaba al vampiro muerto. Le hizo la señal de la cruz a John.
—Es arca Dei —murmuró Orsini, abrazándolo como a un hijo—. Eres el
arca de Dios.
«Ahora y por siempre», pensó John. «Amén».
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—Dibujé esto la noche que los trajimos a Nueva Orleans, hace dos
meses. —Maldijo lo que había visto y también lo que sus dedos habían
sido capaces de reproducir.
Alex vio los trazos del lápiz en el papel.
—¿Por qué hiciste un esbozo?
—Porque soy un artista, no un fotógrafo.
—Ya, claro. Supongo que te sería difícil explicar tu presencia en una
foto dentro de cien años, ¿no? —Alex desdobló el papel y observó el dibujo
del cuerpo maltrecho y retorcido de Thierry—. Supongo que no es de estilo
abstracto.
—Desgraciadamente, no.
El piloto les avisó educadamente de la ruta de viaje y del tiempo
aproximado en el que llegarían al aeropuerto de Nueva Orleans.
Alexandra volvió a doblar el papel y se lo devolvió.
—Les echaré un vistazo. Es lo único a lo que puedo comprometerme.
Cyprien se sintió cautelosamente optimista. En el pasado, ella no
había sido capaz de abandonarlo a su suerte una vez le hubo visto, y
confiaba en que hiciera lo mismo en aquella ocasión con los Durand. Se
ocuparía de ellos y, a su debido tiempo, también volvería a ocuparse de él.
—Muchas gracias, Alexandra.
Le dio la espalda y miró hacia las nubes.
—Cuidado, no sueñes despierto.
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Capítulo 13
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que acompañarle. El último año había sido más difícil viajar a causa de su
maltrecho estado de salud y también por la estrecha vigilancia de las
autoridades en busca de terroristas internacionales. Pero no pensaba
renunciar de ningún modo al último de sus placeres personales.
Richard había visto casi todo el mundo más de cinco veces; pero la
visión desde el aire no dejaba de fascinarle.
El avión privado viajó de Irlanda a Roma, donde en apariencia aterrizó
para poner combustible. Como siempre, Richard permanecía a bordo
mientras su visita era conducida hasta la aeronave. Su piloto era un
antiguo miembro de la fuerza aérea israelí y era capaz de despegar en
cualquier circunstancia. Los guardias de Richard permanecían armados y
listos para el ataque en cualquier momento. El riesgo era mínimo, pero si
por cualquier circunstancia el avión era abordado, Richard había colocado
gran cantidad de explosivo en una cartera situada bajo su asiento. El
detonador estaba colocado en el reposabrazos de su asiento. Solo tenía
que apretar el botón para que él, la gente a su servicio y cualquiera que
estuviera a menos de quinientos metros saltara por los aires.
Tiempo atrás, Richard Tremayne había estado prisionero en La
Lucemaria y había sido objeto del tratamiento que había sido la causa de
aquel estado físico extraño que le consumía lentamente. Jamás permitiría
que los Brethren volvieran a apresarle.
—Señor —dijo uno de sus guardias mientras miraba a través de la
ventana de la puerta de acceso—, ya viene.
Richard colocó lo que alguna vez había sido su mano sobre el botón
del detonador.
—Registradle tan pronto como ponga un pie en el avión.
El hombre que se acercaba al avión iba vestido como un abogado y
llevaba un maletín repleto de papeles legales. Cuando por fin entró se
sometió en silencio a un detector de metales y a un pormenorizado
cacheo por parte de los guardias. Solo cuando estos se dieron por
satisfechos y dieron por seguro que el hombre no llevaba ningún
dispositivo o arma pudo pasar a la cabina en la que Richard le esperaba.
—Señor. —Tacassi humilló la cabeza—. Me siento halagado y
agradecido por vuestra presencia.
El hermano Cesare Tacassi era un adolescente cuando Richard lo
reclutó para que se infiltrase en los Brethren. El tío de Tacassi era
archivero menor de la orden y con gusto propuso a su sobrino como nuevo
hermano en la orden, ajeno al hecho de que Cesare era uno de los tresori
de Richard.
—Tu mensaje indicaba que era un asunto importante, Cesare. —
Richard hizo un gesto hacia una de las filas de asientos nacías, lo
suficientemente lejana como para que el sacerdote no pudiera verle el
rostro—. Siéntate y cuéntame todo lo que ha pasado.
Tacassi abrió el maletín y sacó un archivo.
—Esta es toda la información que los Brethren han recopilado sobre
Alexandra Keller, la hermana de John.
—Sí, ya he oído hablar del sacerdote. —Richard no hizo ningún amago
de coger el expediente de Tacassi.
El cura le dio el archivo a uno de los guardias.
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—El padre Keller llegó a Roma hace dos meses, cuando desapareció
su hermana. Su mentor, el arzobispo Hightower, y el cardenal Viktor Stoss
fueron quienes lograron convencerle de que debía seguir un duro
entrenamiento para unirse a los Brethren. Actualmente se está
recuperando del calvario que ha sufrido en La Lucemaria. —Tacassi miró al
suelo—. Creo que tienen la intención de llegar hasta la doctora Keller a
través de él. Ella es su meta final.
—¿La cirujana plástica? —inquirió Richard, pensativo—. ¿Y por qué
querría nuestro viejo amigo el cardenal Stoss mancharse las manos con
algo tan poco relevante?
—No lo sé —admitió Tacassi—. He intentado averiguar más cosas,
pero no quiere hablar del tema, y temo que si le presiono demasiado
acabará sospechando algo.
—El tal Keller es el único modo de abrirse camino que tienen.
Regresarás y lo matarás.
Tacassi asintió.
—¿Y a la hermana también?
Richard se incorporó y vio cómo el sacerdote se ponía lívido.
—De la doctora Keller ya me ocuparé yo.
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Capítulo 14
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pezones erectos.
La visión de John parecía desvanecerse y después volverse firme.
Estaba en una calle adoquinada, tendido en la cuneta y con una menina
do doce encima de él. Pero algo no cuadraba… Sus pezones eran rosados
y no oscuros; y ¿cuándo se le había puesto la piel tan blanca? Además en
Río había estado muy delgada, en un estado lastimoso.
Un hombre dijo algo en italiano.
—Sí que lo quiere, ¿no es verdad, padre? —dijo con una sonrisa—. Le
di lo suficiente como para que esté tieso como una tabla de planchar toda
la noche. —Ya no tenía los dientes llenos de caries, eran blancos,
perfectos y brillaban como perlas. —Venga, tóqueme.
Un relámpago apareció en la habitación cuando ella le cogió la mano
y se la llevó a su seno. Notó que aquel firme y tenso peso le llenaba la
mano y que el erecto pezón le sobresalía entre los dedos. No podía evitar
moverlos ni que la palma de su mano se restregase contra los pechos de
la mujer.
—Quieres apretarlos, ¿verdad? —le dijo con un gesto pícaro—. Hazlo,
te dejo que lo hagas.
—No. —Era un hombre de Dios y estaba por encima de cualquier
tentación. Apartó la mano, quería ponerse a rezar. Rezaría el
padrenuestro, como lo había hecho en aquella habitación a solas con el
vampiro, en cuanto pudiese recordar las palabras.
¿Por qué no podía recordarlas?
Le dio otra bofetada cruel.
—No te dije que te apartaras. —Miró hacia abajo con el enfado
reflejado en los ojos—. Tienes la polla dura. Sácatela, quiero verla. —Como
John no se movió, la mujer le clavó las rojas garras en el pecho—. He dicho
que te la saques, chico malo. Enséñamela.
Se produjo otro relámpago en la habitación. Las lágrimas afloraban a
los ojos del sacerdote mientras la mujer le desabrochaba la bata. Su
erección apareció entre los rotundos muslos de ella, quien gimió y se
inclinó sobre él, poniéndole los pechos en la cara y apretándole los
pezones contra la boca.
—Venga, chúpamelos con fuerza.
John abrió la boca, sobre la que tenía su pezón, y jadeó cuando notó
las uñas de ella en el miembro. Lo había rodeado con los dedos y
empezaba a menearlo y a colocárselo para que sus desnudos pliegues de
mujer lo recibieran. John oyó un leve sonido de succión y saboreó el
aterciopelado pezón con la lengua.
—Así me gusta —gruñó ella mientras intentaba meterse el pene en la
estrecha vagina.
«Su coñito», pensó con sorna el niño de doce años que tenía dentro.
No encajaban. Ella no estaba húmeda y él estaba demasiado
excitado. La mujer se escupió en la mano y la puso sobre el hinchado
miembro de John, frotándolo con aquel líquido pegajoso antes de
metérselo dentro.
—Ah, ah, sí, sí, padre, así, métamela, más fuerte, ah. —Una mueca de
doloroso placer se le dibujaba en la cara—. Métemela, métemela,
métemela.
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mandíbula con fuerza hasta que la mujer se detuvo—. Así me gusta. —El
empujaba contra aquella suave y cálida humedad. Mientras ella chupaba
los ojos se le entrecerraban y se le humedecían.
Los relámpagos aparecían una y otra vez.
—Ya está. —La tomó de los oscuros rizos y le sostuvo la cabeza
mientras él entraba y salía de su boca abierta, meneándosela.
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poco más delgado que de costumbre pero bien formado, musculoso y sin
ninguna herida. El tejido cicatrizado empezaba justo por encima de la
ingle y llegaba hasta lo que debían de ser las plantas de sus pies o lo que
quedaba de sus piernas.
Alexandra se acercó y movió con cuidado una de las piernas de
Thierry.
—Animales.
Michael vio que a su amigo le sobresalían de las piernas los extremos
de los huesos, ennegrecidos y serrados. La piel que tenían alrededor había
cicatrizado. Los pies estaban aplastados y los genitales tenían graves
quemaduras. Era un milagro que hubiese podido caminar con aquellas
heridas tan terribles en el cuerpo.
—Voy a hacerle primero radiografías de las heridas más complicadas.
—Alex le dio la vuelta con delicadeza y Michael vio lo que le habían hecho
en la espalda. La doctora le miró.
—¿Cómo le han hecho esto?
Michael sabía de sobras cómo los Brethren le habían hecho aquellos
desgarros tan profundos en los músculos de la espalda.
—Lo colgaron de unos ganchos y lo dejaron allí suspendido.
—Entonces también necesitaré radiografías de la columna. —Se puso
derecha y se llevó la mano a los ojos un instante—. Quiero saber quién le
ha hecho esto y por qué.
—Es obra de hombres malvados que quieren destruirnos —Michael
pensó en el sacerdote hermano de Alexandra—. Más tarde hablaremos del
tema. Ahora, por favor, ayuda a Thierry y a su familia.
Le dedicó una larga y pensativa mirada.
—De acuerdo, todos a trabajar. Tráeme el aparato portátil de rayos X.
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Capítulo 15
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eliminar el rastro del último hombre que había elegido como recompensa.
No había sido demasiado difícil porque Gelina apenas había dejado nada
para incinerar.
—Tengo un lugar —dijo ella—. Necesito un mes; supongo que
aguantará ese tiempo.
El cardenal la miró, pensativo.
—No permitas que se convierta en un asunto personal, Gelina. Keller
es parte del trabajo, como los demás, y nada más.
—Sí, Ilustrísima.
Hizo la señal de la cruz.
—Vete en paz.
La mujer sonrió con satisfacción antes de levantarse y abandonar la
habitación.
El cardenal le hizo un gesto afirmativo a Orsini, quien cerró la puerta.
—Te equivocas preocupándote por lo que vaya a hacer. Le guarda
rencor y ya está.
—Como digáis, Ilustrísima. —A Orsini le preocupaban más los otros a
los que Gelina les guardaba rencor. Le daba seis meses o como mucho un
año para que sus incontables perversiones se salieran de madre y se la
tragaran entera.
—Este condenado americano… —dijo el cardenal con tono suave—.
¿Es que no podía estirarse y disfrutar?
Orsini no dijo nada. La noche anterior había visto la cara que ponía el
cardenal mientras miraba a Keller y a Gelina. Stoss nunca lo admitiría,
pero era tan sádico como la única mujer interrogadora de los Brethren.
Habla disfrutado a fondo de aquel cambio de rumbo en los
acontecimientos.
Que John Keller, incluso bajo el efecto de las drogas, no hubiera
dejado que Gelina llevase a cabo sus artimañas también desconcertaba a
Orsini. Las tribulaciones de Keller con el celibato eran bien conocidas y
estaban documentadas; y el hecho de que tomara la iniciativa con Gelina
era una señal todavía más clara. El sacerdote americano albergaba deseos
que lo convertían en una bomba de relojería andante, y Orsini temía que
el disparador quedase fuera de su control.
—Estás muy callado, Ettore.
Sus miradas se encontraron.
—Deberíamos cargarnos a Keller tan pronto como capturemos a la
hermana. No cometas el error de dárselo a Gelina como si fuera un
juguetito.
—¿Acaso sientes pena por él? —preguntó Stoss, atónito.
—No. —Miró el sobre que le había dado al cardenal antes—. Por él no.
Por Gelina.
El cardenal abrió el sobre que tenía su escritorio y miró las fotografías
otra vez.
—No me explico cómo lo consiguió, si ella es… Quizá tengas razón. —
Separó algunas de las fotos y se las dio a Orsini. Las fotos seleccionadas
mostraban claramente cómo el padre Keller violaba a su enfermera—.
Envíaselas por correo especial a Hightower.
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complejas. —Señaló las peores zonas—. Los extremos rotos del hueso se
han juntado mal y el tuétano está intacto. ¿De qué maldición me hablas?
—¿Quieres decir que le podemos salvar las piernas?
—Si no hay complicaciones, sí. No sé qué pasará con los pies, están
en muy mal estado. —Colocó otra radiografía—. Si fuera humano, no
tendría más remedio que amputar. Dale las gracias a quien haya allí arriba
por esa maldición, Cyprien.
Su rostro se iluminó, esperanzado.
—Thierry se cura espontáneamente, igual que yo.
—Antes de que te pongas a lanzar cohetes, debes saber que no sé
todavía lo que puedo hacer por él. Va a necesitar un arreglo integral de los
huesos, implantes de tejidos para rellenar los agujeros que tiene en la
espalda y una restauración dérmica y muscular de cadera para abajo. No
sé si voy a ser capaz de reunir una cantidad suficiente de injertos óseos
para poder reconstruirle los pies. —Incapaz de mirarla más tiempo, hizo
añicos la última radiografía—. ¿Dónde están los que le hicieron esto?
—Están todos muertos.
Alex no sintió el más mínimo remordimiento al escuchar aquello.
Cualquiera que fuese capaz de infligirle aquel daño a alguien merecía
morir.
—¿Y quiénes son?
—Una orden de ex sacerdotes católicos. Se hacen llamar los Brethren.
Le miró fijamente.
—¿Sacerdotes?
Asintió.
—Ex sacerdotes católicos.
—Cyprien, no te lo había dicho antes, pero mi hermano es…
—Un sacerdote católico. Sí, ya lo sabemos.
—Es un capullo integral, pero no se dedica a ir por ahí colgando a la
gente de ganchos. No es lo que suelen hacer los sacerdotes, ni siquiera
cuando dejan de serlo.
—Es a lo que se dedican los Brethren.
Tenía dos opciones: ponerse a debatir con él aquel asunto o bien
dejar que se regodeara en sus fantasías sobre maldiciones y curas
católicos.
—La operación será larga: puede ser que dure días e incluso
semanas. Por lo que respecta a su estado mental… el dolor que ha sufrido
es indescriptible y, además, vio lo que le hacían a su mujer… —Negó con
la cabeza.
—Entonces tal vez debamos dejar que se vaya, Michael —dijo una
grave voz femenina desconocida.
Alex se giró y vio que en la habitación estaba Éliane con una mujer
que parecía ser su madre. Tenía el cabello plateado recogido en un
intrincado peinado y llevaba un vestido de color lavanda muy femenino.
Llevaba un brazo en cabestrillo. El color pastel del pañuelo de seda que le
sujetaba el brazo hacía juego con el vestido.
Parecía una figura de un cuadro de Monet, pensó Alex, sintiéndose
repentinamente andrajosa.
—Liliette, no debería estar de pie. —Cyprien se acercó a la mujer, la
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esperando en el vestíbulo.
El hombro y el codo de Liliette estaban dislocados y se habían vuelto
a unir fuera de lugar, de modo que Alex solo tuvo que manipular las
articulaciones para volver a ponerlos en su posición original y que así se
unieran de modo adecuado. A pesar de que Liliette también tenía la
habilidad de curarse de modo espontáneo, Alex detestaba hacerle el más
mínimo daño a la mujer.
—Tonterías, mi querida doctora. —La mujer le dio unas palmaditas en
la mejilla a Alex con la mano buena, como si fuese una tía suya—. Esto no
es nada comparado con lo que aguanté cuando me encarcelaron en París.
—¿Estuvo en prisión? —A Alex no le cabía en la cabeza. —Tres largos
e incómodos meses. —Movió la mano para juguetear con sus perlas—. Por
suerte la Bastilla estaba bien abastecida de ratas y de guardias bobos.
—¿Estamos hablando de la misma Bastilla que la que aparece en
Historia de dos ciudades?
La cara de asombro de Liliette se parecía bastante a la de Alex.
—No me digas que lees al imbécile de Dickens.
—Yo no quería —le aseguró ella—, pero los profesores del instituto
me obligaron a hacerlo.
Aquello parecía molestar todavía más a la anciana mujer.
—¿Eso es lo que enseñan en clase? ¿Sabes que le robó la idea a
Carlyle para escribir esa miserable novelucha? Como si plagiando un libro
de historia uno fuese a convertirse en una autoridad sobre el Terror —
suspiró—. No había nada de lírico en todos aquellos acontecimientos.
Fueron años en los que imperaba una carnicería sin fin, especialmente
para los Kyn. Literato idiota.
—No lo sabía, de verdad, señora.
—Pero claro, tú… —Se calló y miró a Alex, perpleja—. Morí Dieu, tú no
eres Kyn; tú eres humana.
No tenía la intención de explicarle ni a Liliette ni a nadie lo que era.
—No pasa nada, Cyprien me ha traído hasta aquí y me va a convertir
en su… ¿cómo se dice? «Tre-algo».
—Tresora.
—Eso mismo. —Alex flexionó con suavidad el brazo de la mujer por el
codo para comprobar el grado de movilidad—. Así que los revolucionarios
les dieron caña en Francia, ¿no?
—Nos perseguían a través de nuestras familias —le corrigió—. Roma
le encargó a Joseph Guillotin que encontrase un modo eficiente de acabar
con nosotros. Lo supimos después de que él propusiera a la Asamblea en
1789 que la decapitación fuese el medio habitual de ejecutar la pena
capital en Francia.
—Qué majo. —«Si ella ha sido testigo de la Revolución Francesa,
probablemente Cyprien también lo fuese», pensó Alex. En caso de que no
fueran los dos unos mentirosos patológicos. Era asombroso—. Bueno,
parece que funciona perfectamente. Intente descansar un poco y no
fuerce la mano en las próximas veinticuatro horas. Volveré a echarle una
ojeada mañana.
—Doctora… Alexandra, tengo que explicarte algo. —Liliette puso la
mano en el brazo de la doctora con delicadeza—. Yo quiero mucho a mi
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sobrino Thierry.
—Ya lo sé.
—Sé que no te acabas de creer lo que te expliqué antes, pero lo cierto
es que viví los acontecimientos que te conté en primera persona y vi cómo
mi familia y mis amigos morían bajo la guillotina. Marcel y yo sobrevivimos
gracias a Thierry El logró escapar de la multitud y se reunió con Michael y
los otros Kyn para poder rescatarnos. Había muchos más a los que
salvar… pero no había tiempo, ¿me entiendes? Muchos habían sido
torturados y habían perdido la cabeza… —Liliette parecía envejecida y
cansada—. Espero de todo corazón que nunca tengas que elegir en una
situación así.
—También yo lo espero. —Alex asomó la cabeza al vestíbulo y vio que
Éliane charlaba con dos de los guardias—. Oye, rubita, la señora está lista
para regresar a su habitación.
Éliane dejó de hablar con los guardias y se acercó a Alexandra.
—Me gustaría hablar con usted cuando tenga un momento libre. Debe
ser consciente de que el señor Cyprien se halla en medio de delicadas
negociaciones en este preciso instante.
Alex pensó que Éliane quería intimidarla diciéndole aquello. Pero no lo
logró.
—¿Es que quiere que le preste algún antiácido o mi calculadora?
—No es usted consciente de la importancia del asunto. Michael
Cyprien pronto será nombrado señor supremo. —Hizo un gesto
grandilocuente—. Tendrá bajo su control todos los Jardins de los Estados
Unidos.
—¿Y qué?
Éliane le dedicó una mirada compasiva.
—Pues que no tiene tiempo para estar por usted. La única razón por
la que le presta atención es para ganarse los favores de Tremayne, señor
supremo de los Darkyn.
—Así que a quien le hace caso es al tipo ese, ¿eh? ¡Qué tragedia! Y yo
que me creía que estaba loquito por mis huesos… —Alex bostezó—.
Puedes llevarte a la señora a su habitación. Y encuentra ya a esa
enfermera de una vez.
La rubia se puso tiesa como un gato al que le hubieran tirado un cubo
de agua.
—¿Sabe usted quien soy yo?
—¿Además de ser un grano en el culo?
—Soy la tresora de Michael Cyprien. Los tresori hemos estado al
servicio de los Darkyn desde el siglo XIV, cuando los primeros de nosotros
juraron lealtad eterna a nuestros señores de la oscuridad. Nosotros somos
sus ojos y sus oídos; les protegemos y les proveemos. Nos aseguramos de
que nadie descubra lo que son y seleccionamos a otros humanos para que
ocupen puestos de autoridad y protejan los Jardins. —Y añadió con
superioridad—: Ellos, por supuesto, no saben a quién sirven, mientras que
nosotros, los tresori, sí; y nos aseguramos de que hagan lo que se les pide.
Hemos mantenido a salvo a los Darkyn durante décadas y, como
recompensa, ellos nos ofrecen riqueza y poder.
—Me alegro muchísimo por ti. —Alex daba golpecitos al suelo con el
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deseara con todas sus fuerzas poder confiar en ella y que entrase a formar
parte de su mundo, todavía había demasiados asuntos que solucionar.
—No tenía la intención de meterme en tu vida otra vez. —Era una
mentira piadosa—. Pero lo hice por los Durand. Son nuestra gente, tu
gente, y te necesitan desesperadamente. —Michael se dio cuenta a
medida que iba diciendo aquellas palabras de que había creado un
espacio en su mundo, organizado al detalle, para ella; empezaba a ser
consciente también de que nadie más, excepto ella, era capaz de llenar
aquel hueco.
—Ya me había mentalizado de que no volvería a ejercer la medicina,
¿sabes? —dijo mientras jugueteaba con un botón de su camisa—. Había
llegado a esa conclusión, pensaba que si me limitaba a mis transfusiones
para investigar qué me estaba pasando ya tendría suficiente, y que si las
cosas se ponían feas siempre podría ponerle fin a todo.
Michael tomó aire. Escucharla hablar sobre el suicidio con aquella
indiferencia le hacía mucho daño, porque él era el causante de aquellas
ideas tan sombrías, y a la vez, le enfurecía. Ella llevaba su sangre, era su
sygkenis, y no permitiría que desapareciera.
Michael estaba a punto de decirle todo lo que pensaba cuando, de
repente, notó que Alexandra sollozaba. No, no quería que se alterase más
ni tampoco le gritaría. No en aquel momento en que estaba hecha un mar
de lágrimas.
—Y tú vas y me traes aquí y me dices: «Oye, Alex, ¿por qué no haces
de doctora otra vez? Esta vez tendrás que curar a monstruos de verdad».
—Las lágrimas le caían a borbotones y le recorrían las mejillas—. Lo único
que pasa es que los monstruos se parecen a las personas.
Michael la atrajo más hacia sí, posando su mejilla sobre su corazón.
—No somos monstruos, chérie. Podríamos serlo si las cosas no
hubieran cambiado, pero ya no tenemos por qué serlo. Hemos aprendido a
convivir con los humanos y para conseguir lo que queremos de ellos ya no
tenemos que matar a nadie.
—Alguien casi mata a Heather. Tú eres el que manda aquí, así que
puedes castigar al que lo ha hecho, ¿no?
Michael pensó en la sonrisa burlona de Lucan.
—Cuando le encuentre me ocuparé personalmente de que no vuelva
a hacerlo nunca jamás.
—¿Y qué hay de los fanáticos que torturaron a los Durand?
Ella todavía sabía poco sobre los Brethren.
—Nos hemos enfrentado a ellos desde que surgieron los primeros
Kyn. —Michael le puso un dedo debajo la barbilla para que alzara la vista y
le apartó el cabello húmedo, peinándolo, del rostro—. Te lo contaré todo
sobre ellos y sobre nosotros esta misma noche.
—¿Sabes lo que le hicieron a Jamys? —Michael negó con la cabeza—.
Le aplastaron todos los dedos y le azotaron hasta que tuvo la espalda en
carne viva. Pero no se contentaron con eso. —Tragó saliva—. Al chico le
arrancaron la lengua, Cyprien. Cogieron unas tenazas, como si le fueran a
sacar un clavo a un neumático, y se la cortaron… —Se tapó los ojos con el
reverso de la mano—. No me gustan especialmente los curas, Cyprien,
pero no creo que sean capaces de hacer cosas así, ni siquiera aunque
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Marcel pero puedo estirarle el pie para que posiblemente no cojee más.
Puedo arreglarle la espalda y las manos a Jamys, pero, a menos que se me
ocurra cómo reconstruirle la lengua, no podrá volver a hablar. Thierry… —
Negó con la cabeza—. No estoy segura. Puedo intentarlo, eso es todo lo
que puedo hacer.
—¿Vas a ayudarles, Alexandra?
Alexandra le dedicó una mirada llena de resentimiento.
—Ya sabías que si los vela, examinaba sus heridas y veía lo mucho
que estaban sufriendo, iba a decirte que sí.
—Ni los Durand ni yo te obligamos a hacerlo. —Aquello no era del
todo cierto, pero si ella se quedaba, quería que lo hiciera por su propia
voluntad. Alexandra podía ser peligrosa para ellos e incluso para sí misma
estando enfadada—. Puedes irte cuando quieras, no me debes nada.
—Si me marcho, me pedirás que me quede y empezarás a decir que
soy tu sygkenis. Por cierto, ¿qué significa, que tengo que ir por ahí
buscando donantes de sangre?
—No. —Se aclaró la garganta—. Nosotros nos ocupamos de eso, como
tú lo has hecho hasta ahora.
—Claro, lo hacéis cuando tenéis un rato libre entre paliza y paliza. —
Puso una mueca de dolor—. ¿Y a qué más os dedicáis?
Michael sonrió. Alexandra todavía no tenía ni idea de lo que era ser
una Kyn. Pensaba que todo era sufrimiento, dolor y tortura.
—¿Por qué no me dejas que te lo enseñe?
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Stoss cree que me las imaginé, pero tengo pruebas de que todo fue real.
—Inclinó la cabeza—. Quisiera confesárselo todo a usted antes de acudir a
la policía.
La sonrisa de Hightower se esfumó y musitó una breve plegaria en
latín.
—Muy bien, hijo mío. Cuéntamelo todo.
Se desahogó y se lo contó todo: el entrenamiento, las privaciones, la
espantosa muerte del vampiro, cómo le tentó la hermana Gelina, el
intento de asesinato por parte de Tacassi… Le dijo también que le atacó
una mujer que se le había presentado como la hermana Gelina pero
también como la joven prostituta de Río. Habló de la liberación de la rabia,
de la violación brutal e incluso del placer que había experimentado en el
transcurso de los acontecimientos. John acabó de confesarse con un hilo
de voz.
—¿Todavía tienes esas señales en el cuerpo? —le preguntó
Hightower.
¿Tendría que enseñárselas al arzobispo? Aquella ya sería la
humillación final. «Aquí tiene, Ilustrísima, fíjese bien en las marcas del
pene».
—Sí.
—Pues esas pruebas ya son suficientes para mí y para Dios, John. —
Hightower se llevó los dedos a las sienes—. Pero si me dejas que haga una
observación, te diré que, si realmente no ha sido una alucinación fruto del
estrés y de los medicamentos, me parece que es a ti al que violaron.
John se estremeció y le dio sin querer un codazo a la taza de té que
acababa de dejar sobre la mesa. La taza acabó en el suelo hecha añicos,
no sin antes mancharle los dobladillos de los pantalones con aquel líquido
tibio.
—No se puede violar a un hombre. —¿Era aquel gruñido de perro su
voz?
—Ve a cualquier prisión de América y comprobarás que lo que dices
no es cierto. —Hightower le puso la mano en el hombro a John—. Me
acabas de decir que fue la mujer la que se te acercó, la que te drogó y se
sentó a horcajadas sobre ti como si fueras un animal sin sentimientos. Te
hizo daño e intentó forzarte. ¿No has pensado que lo que hiciste fue
defenderte? ¿Acaso no te defendías cuando Alexandra y tú vivíais en la
calle?
—Entonces solo era un niño. —Cerró los ojos y pensó en las
prostitutas a las que había observado y en las veces que había escuchado
en el callejón los gemidos del sexo; en aquella necesidad que tanto le
había repugnado y avergonzado en lo más profundo de su ser—. Ahora
soy sacerdote.
—Podríamos discutir largamente si estos dos estados son
incompatibles o no —le dijo el arzobispo— pero ello no solucionaría
nuestro problema. A ver, ¿qué es lo que más te ha afectado? ¿Matar a un
monstruo o verte forzado por esa mujer?
John seguía sin estar seguro de haberse enfrentado a aquel monstruo,
todo le parecía tan irreal…
—Lo de la mujer, por cómo me sentí yo. Me gustó.
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—¿Alexandra?
Hightower asintió.
—Ha vuelto a desaparecer.
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que le gustaba la doble vida que llevaba desde hacía tantos años, había
empezado a perder el interés en su trabajo. Los pobres desdichados que
Stoss le ofrecía como recompensa ya no le divertían, y mucho menos
después del último encargo. Había considerado la opción de salir y matar
al azar. Era peligroso, especialmente en aquellos momentos, pero era
mucho mejor que morirse de aburrimiento.
John Keller no había sido nada aburrido.
Nadie sabía que Gelina había sido una herramienta en manos de la
Iglesia desde que fue enviada al convento de las Hermanas de la Piedad
Inmaculada. ¿Sabía su familia antes de enviarla que aquella orden no era
nada convencional? ¿Había sido víctima de una encerrona?
A Gelina no se le pasó por la cabeza preguntárselo a sus padres antes
de matarlos.
Las monjas sabían al dedillo todos los oscuros secretos que guardaba
Gelina. La sacaron del convento y la enviaron a La Lucemaria, donde la
tuvieron encadenada como un perro en un habitáculo que era visitado con
frecuencia por los hermanos.
Semana tras semana, Gelina se pasaba los días estirada en un
camastro, a veces mirando al techo, otras veces a una cara sudorosa y
excitada y, en ocasiones, con la nariz pegada al colchón barato de aquel
camastro. Todavía se acordaba del número exacto de veces que había
intentado escapar, y también de las marcas que le dejaban en la espalda
los finos látigos de los monjes. Los hombres que acudían a ella después de
castigarse a sí mismos disfrutaban causando más dolor, y le enseñaron a
disfrutar de él.
Pero todo había cambiado el día en que se liberó de sus ataduras,
cogió el látigo de manos del monje que la estaba azotando y empezó a
utilizarlo sobre él. El hombre había gritado como una mujer, cosa que
Gelina nunca había hecho.
Nadie castigó a Gelina por haber matado al monje. Todo lo contrario.
La felicitaron y le ofrecieron el puesto de ayudante especial. La
recompensaron ofreciéndole a un prisionero que no quería confesar sus
crímenes impíos. Después le ofrecieron a otro y a otro… En muy poco
tiempo le permitieron viajar, ir a casa y fingir que tenía una vida normal.
Nadie de su familia sospechaba qué había detrás de aquellos viajes a
Italia. Nadie culpó a la tímida y recatada Gelina del brutal asesinato de sus
padres. Y lo mejor de todo era que nadie había vuelto a hacerle daño.
Solo John Keller.
—Se ha ido a hablar con la policía por lo de su hermana. —Escuchó
que le decía Cabreri al arzobispo—. Sigo pensando que es mejor que me
quede para vigilarle mejor.
Cómo se protegían unos a otros los americanos. Hightower parecía
olvidar quién le había dado el arzobispado y quién podía quitárselo en
cualquier momento. Se dijo a sí misma que debía comentar aquel asunto
con Stoss, quien siempre agradecía aquellas observaciones. De hecho, el
arzobispo incluso podría verse en la tesitura de declarar ante la Asamblea
de la Luz el porqué de su obsesión por Keller y por su hermana.
«¿Será él su padre?», se preguntaba Gelina. Era vox populi que
Hightower había tenido más interés por las faldas que por la religión
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durante su estancia en Roma. «Qué pena que ahora sea tan importante y
que esté tan gordo».
—El cardenal nos pide que esperemos y que dejemos que su gente se
ocupe de todo —le iba diciendo el arzobispo a su ayudante—. John no
estará nunca a solas.
—Ya le dejé muy claro a Roma que no quería que mataran a ninguno
de los dos.
Gelina suspiró mientras sacaba de su bolso el teléfono móvil,
marcaba el número privado de Stoss y le pasaba el aparato al arzobispo.
—Entonces hable con Roma, Ilustrísima.
—Cardenal, perdóneme, pero esta mujer que nos ha enviado usted
dice que… —Hightower se quedó mudo de repente y escuchó en silencio
todo lo que le decía el cardenal. Poco a poco se fue poniendo lívido.
Gelina no tenía ni idea de lo que Stoss le estaba diciendo a
Hightower, pero imaginó que se trataba de algo extremadamente
desagradable. La única vez que ella había desafiado la autoridad del
cardenal (muy levemente y solo para comprobar su reacción), Stoss la
había encerrado de nuevo en la habitación en la que solía satisfacer a los
Brethren. La había dejado allí sola dos horas antes de ponerla en libertad.
Stoss le había dicho a continuación que si volvía a obligarle a encerrarla
allí, se pasaría el resto de su vida en aquel cuartucho, y que nunca tendría
ni diez minutos para estar sola.
—Sí —dijo finalmente Hightower—. Lo entiendo. No, no habrá ningún
impedimento. Estaremos en contacto. Adiós. —Colgó el teléfono y se lo
devolvió a Gelina.
—Como ve, Ilustrísima, nuestras órdenes son muy precisas. La
doctora morirá. —Gelina se metió un puñalito en el valle que se formaba
entre sus pechos—. Pero me aseguraré personalmente de que el hermano
regrese aquí con usted.
Lo que le decía al arzobispo no era mentira. Se llevaría a Keller a
Arizona para jugar con él durante algunas semanas. Después le entregaría
al arzobispo a su amado y joven sacerdote; eso sí, por correo y con cada
trocito de su cuerpo debidamente envuelto.
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Capítulo 17
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dúplex.
—Ahora debemos ir en busca de un donante para ti…
Alex le dio un puñetazo en la cara. Apenas le rozó la barbilla, pero se
hizo daño en los nudillos. Cyprien se tambaleó hacia atrás. Un relámpago
tronó sobre sus cabezas.
Estaba aturdido y se tocaba la mandíbula con la mano.
—Pero, ¿por qué me has pegado?
Alexandra tenía dos opciones: o pegarle otra vez o largarse. Solo
había llegado al final del bloque de apartamentos cuando empezó a llover.
Cyprien la agarró y la obligó a girar sobre sus pasos.
—¿Por qué? —En aquella ocasión Cyprien logró detener el puño antes
de que le alcanzara. Lo sostuvo en alto.
Alexandra dio un paso atrás y se preparó para darle una patada. Casi
se resbaló sobre el pavimento mojado; llovía tanto que casi era necesario
gritar para poder entenderse.
—¿Quieres que te dé una patada para que camines como un marinero
borracho el resto de la eternidad?
—¿Por qué me has pegado? —Cyprien miró la mano de Alexandra y su
expresión cambió cuando vio que esta seguía sangrando.
—¿Por qué sangras todavía?
—Dame un mordisquito en el cuello y hazme caricias en la espalda —
le espetó ella—. Quizá así dejará de sangrarme la mano.
Cyprien la colocó bajo una farola de la calle para poder examinar
aquella herida.
—No te curas. —Alzó la vista al cielo—. Mon Dieu, todavía no has
sufrido el cambio.
Alexandra alzó la vista.
—Y no pienso hacerlo.
Le cubrió los nudillos llenos de sangre con el pañuelo que había
utilizado para tapar la herida de Edith.
—Has hecho algo para evitarlo, ¿no? Tú y tu ciencia…
Alex echó un vistazo al pobre vendaje que le había hecho.
—Perdona, pero yo no soy la dueña absoluta de la ciencia médica. Me
parece que eso es cosa de Johns Hopkins. Pues claro que he hecho algo.
Soy doctora y es a lo que me dedico, por Dios. Y te digo que lo que nos
pasa no es una maldición sino una enfermedad que puede erradicarse.
Se quedó de piedra.
—Las inyecciones…
La lluvia se calmó y se transformó en una fina llovizna. La luz de la
luna iluminaba por detrás las nubes, dándole a aquel cielo plomizo una
tonalidad violeta intensa y húmeda.
Así que por fin Cyprien se había dado cuenta. Alex podía tirarse un
farol o intentar que él estuviera de su parte.
—Mientras no tome sangre creo que no me transformaré. Mis
síntomas han remitido. —No le gustaba nada la mirada que tenía Cyprien
en aquel momento y dio un paso atrás—. Si quiero encontrarle una
solución a esta enfermedad no puedo dejar que siga avanzando.
Cyprien no la escuchaba.
—No has tomado sangre. —La acercó hacia él—. Nunca la has llegado
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a probar.
—Ya te dije que no estaba dispuesta a tomar sangre. Nunca. —Alex
luchaba por zafarse de sus manos—. ¿Es que quieres que te parta un
hueso?
No, no lo quería. Le había cogido un mechón de pelo con el puño.
—Tienes que alimentarte, Alexandra. Eres una Kyn y nunca volverás a
ser humana. Debes alimentarte o morirás.
—Es ley de vida, Mike, todos nos morimos. Bueno, quizá vosotros no,
pero sí el resto del planeta. —Puso una mueca de dolor—. Deja de tirarme
del pelo.
—Te devolví tu preciada libertad —le gritó, cogiéndola de la camisa y
levantándola unos palmos del suelo—. Dejé que hicieras lo que querías, ¿y
es esto lo que haces?
Alex se retorció y el ligero y húmedo algodón de su camisa se
desgarró por un lado y por los hombros. Puso de nuevo los pies en el
suelo, pero la mitad de su camisa se quedó en el puño de Cyprien. Le
resbaló hombros abajo lo que le quedaba de camisa y solo se quedó con el
fino sujetador de satén, prácticamente transparente a causa de la lluvia.
—Genial. —Se cruzó de brazos para taparse el pecho—. ¿Podemos
irnos ya?
—No. —Tiró al suelo los restos de la blusa que le quedaban en la
mano—. Eres mi sygkenis.
Estaba furioso. Pero ella también.
—No dejas de llamarme de ese modo y no sé qué demonios quiere
decir.
—Lo que quiere decir es que eres creación mía, mi mujer, y debes
hacer lo que yo te ordene.
Alex olió a rosas y a lluvia.
—¿Pero de qué nube te has caído? Dejemos ya el temita, ¿vale? —Se
metería en el coche y se quedaría sentada hasta que la cosa se calmara;
en cuanto se pudiera mover.
—¿Sabes cuánto puedes llegar a olvidar? —Se movía a su alrededor
—. Los recuerdos son como los pétalos de una rosa; deshojo uno y… —Le
apartó el cabello y le susurró al oído—: Te olvidas del nombre de la chica
del cementerio.
Notó que una sensación de calidez le recorría el oído y le llegaba
hasta la cabeza. No le quemaba, pero avanzaba y dulcificaba la rabia que
sentía.
—No, me acuerdo perfectamente. Se llamaba… —Frunció el ceño.
¿Cómo se llamaba? Era un nombre hortera y anticuado.
La mano de Cyprien le rodeó el cuello.
—Deshojo otro pétalo… —seguía diciéndole él al oído mientras le
pellizcaba el lóbulo— y te olvidas de ella y de lo que le hice.
Pétalos. Pétalos de rosas invisibles le rozaban la piel. Aquella
sensación tibia se convertía en un calor dulce que le recorría el cuello y le
llegaba hasta los senos, inundándolos de aquel ardor. Alex dejó escapar
un suspiro cuando notó algo en los pezones, como si alguien los estuviera
tocando desde dentro e hiciera que sobresalieran más y fueran más
prominentes.
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Capítulo 18
—Alex no me había dicho que era usted sacerdote —le dijo Leann
Pollock a John mientras le conducía a un comedor pequeño y un poco
desordenado.
—Me parece que Alexandra no habla demasiado de mí. —
Afortunadamente para John, porque necesitaba la información, y si Leann
hubiera sabido lo que Alex pensaba de él probablemente le habría echado
a patadas de su casa.
—Sí que hablaba de usted cuando trabajábamos juntas. La mayoría
de las veces me explicaba que, de pequeños, tuvieron que vivir en la calle.
Fue una gran suerte que usted pudiera cuidar de ella. —Quitó de un sillón
una pila de periódicos y los colocó en el suelo—. Disculpe el desorden.
Quisiera contratar a alguien para que me ayudara con la limpieza, pero
me han contado unas historias tan terribles que…
Leann Pollock era una pelirroja menuda de ojos cansados. Todavía
llevaba puesta la ropa del trabajo —un traje de color salmón un tanto
arrugado—. John vio restos de comida precocinada al lado de una multitud
de papeles y de archivos que se amontonaban en la mesa del comedor,
que estaba llena de polvo.
La mujer le siguió la mirada.
—Y tampoco sé cocinar —admitió—. Lo que realmente necesito es
una esposa. —Le guiñó el ojo a John—. Aunque es una pena que me
gusten tanto los hombres.
John habría sonreído si el sentido del humor de Leanne no le hubiera
recordado tanto al de Alex. Aquella mujer, como su hermana, vivía para su
trabajo. Vio que en la mesilla del café había un libro sobre epidemiología,
una gráfica comparativa del crecimiento de los contagios y una caja de
cartón sin la tapa llena de portaobjetos para el microscopio. A su lado, un
par de palillos utilizados y un recipiente de plástico de comida china para
llevar.
«Quizá le dedica demasiado tiempo a su trabajo», pensó John
mientras miraba aquella caja llena a rebosar y el recipiente de comida.
—Alexandra me dijo que usted investiga enfermedades en el centro
médico de control y prevención de enfermedades.
—Mi especialidad es el contagio pandémico. Cuando estuve en el
extranjero tuve la oportunidad de ver muchos casos de cólera y de tifus y
me interesé mucho por los factores de control. —Fue a sentarse pero dudó
—. ¿Seguro que no quiere nada para beber, padre? Tengo agua mineral,
café con hielo… —Hizo un gesto impreciso.
—No, gracias. —Esperó a que ella se sentara para hablar—. ¿Sabe
algo de Alex?
—No, nada de nada. —Se quitó los zapatos y los escondió debajo de
la mesilla del café con los dedos de los pies—. Me dijo usted que estaba en
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pantalones?
Michael empezó a maldecirle en un latín muy explícito.
—Incluso con nuestros poderes, es imposible. Sin embargo disfruté
mucho viendo cómo ella te hizo un nudo en la polla. —Suspiró—.
Disfrutaré mucho poniendo a prueba su resistencia física personalmente.
—Évidentment. Es una pena que seas hombre muerto.
—¿Acaso no lo somos todos? —Lucan esperó unos instantes—. Para
ser tan menuda es ardiente como el fuego, ¿verdad? La verdad es que me
encantan sus armoniosas caderas y el tono de su deseo; es una mujer
apasionada. —Su voz se volvió un susurro—. Podría hacer que gimiera
todavía más que Heather, Michael. J'aifaim.
Aquello le volvió ciego de rabia pero, de repente, una linterna dirigió
su haz de luz contra el coche.
—Espera. —Dejó el teléfono y bajó la ventanilla, salpicada de gotas de
lluvia. Al otro lado había un policía uniformado.
—¿Tiene usted calor, caballero? —le preguntó el policía.
El hombre no llevaba ningún anillo identificativo del Jardin en la
mano, solo una sencilla alianza de oro.
—¿Qué problema hay, agente?
—No puede usted aparcar aquí. —El halo de luz le enfocaba
directamente y le recorría el cuerpo—. Y además vas en bolas, chico.
—Tuve un pequeño accidente con la ropa.
—Vaya, pues lo siento. Mi mujer siempre me tiñe los calzoncillos de
rosa cuando pone la lavadora. —El policía abrió la puerta del coche—.
Necesito ver el permiso de conducir y la documentación del coche. Ah, y
también convendría que te taparas tus partes inmediatamente.
Michael miró fijamente al policía. Cuando los ojos del hombre se
volvieron vidriosos y se le entreabrió la boca, Michael le puso los dedos en
un lado del cuello y presionó.
—No te acordarás de este incidente y seguirás con tu trabajo.
El policía asintió y retrocedió unos pasos. Los ojos volvían poco a poco
a su estado natural después de que Cyprien le tocara el borde de la gorra
que llevaba.
—Que tenga usted unas buenas noches, señor.
Michael volvió a coger el teléfono.
—La verdad es que admiro tu talento, mon ami —dijo Lucan—. Es una
pena que solo te dé resultado con los humanos; de otro modo, podrías
conseguir que me olvidara de tu amiguita la doctora…
Michael mataría a Alexandra con sus propias manos antes de permitir
que Lucan le pusiera una mano encima.
La doctora no tiene nada que ver en este asunto; es a mí a quien
quieres. Ven a buscarme.
—Tremayne podría perdonarme por abandonar el redil, pero nunca
me perdonaría que acabase con la vida de su sucedáneo de hijo. No te
preocupes, no voy a hacerte nada. Sin embargo, como veo que la doctora
te importa tanto, quizá tú pudieras hacer algo por mí…
—Si te vas inmediatamente de Nueva Orleans no te mataré.
Lucan inhaló.
—Hay algo que sí puedes hacer por mí.
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Capítulo 19
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no tenía este rostro ni podía verte. Desde entonces nos hemos peleado y
hemos intentado esconderlo. —Le recorrió el cuerpo con los dedos y
después se detuvo en un pezón, rodeándolo—. Hemos intentado ocultarlo,
y ahora tú sales corriendo porque no soy lo que tú esperabas ni entro en
tus planes.
—Pues no. —Arqueó la espalda, movimiento involuntario que le
permitió a Cyprien sentir su pecho turgente contra la palma de la mano—.
No eres lo que tenía planeado.
—Yo también tenía mi propia vida antes de conocerte, ¿sabes? —Le
cogió el pezón con la punta de los dedos y la observó mientras se
estremecía—. Planes, ambiciones. Gente a la que me debo y que depende
de mí para estar a salvo. —Le puso el dedo en el cuello para comprobar su
pulso—. Yo tampoco quería que esto sucediera, Alexandra. No quería que
fueses tú; sin embargo estoy más unido a ti que tú a esta cama.
Las lágrimas le bajaban a Alex por el rostro mientras se liberaba de
las ataduras. No intentó pegarle ni irse de la cama.
—Mierda. —Le rodeó el cuello con los brazos y enterró el rostro en su
pecho—. ¿Y ahora qué vamos a hacer?
—No lo sé. —Michael siguió sus impulsos y le colocó la mano entre las
piernas, recorriéndole con los dedos aquellos pliegues delicados y
sintiendo un calor sedoso. Después posó la mano sobre el muslo de ella. —
Alexandra, estoy cansado de ser comprensivo y paciente; cansado de
negar lo que somos.
—Pues no lo niegues más.
Alex se dio cuenta de que Cyprien tenía razón. A pesar de los enfados
de él y de la reticencia de ella a ese dominio del que tanto hablaba, estaba
claro que entre ellos había algo. Había sentimientos y también atracción
física. Desde el primer día lo habían sabido y se habían enfrentado a ello,
pero ya no podían obviarlo más o acabarían matándose el uno al otro.
Lo que Cyprien le había confesado le había llegado al corazón y le
había dado alas. No era la única cuya vida anterior se había ido al garete.
¿Cuántas veces le había exigido que hiciera cosas por ella?
«Demasiadas veces».
Cyprien había sido generoso. Le había dado dinero para que Luisa se
recuperara. Le había ofrecido ayuda para encontrar a los hombres que la
habían atacado. Le había ofrecido a los Durand como pacientes; a los que
podía operar sin miedo a infectarles. Le había dado un motivo para seguir
viviendo cuando ya no le quedaba ninguno.
Y sentimientos. Le había dado sentimientos con los que llenar el vacío
que sentía. Demasiados, tal vez, pero eso le pasaba por haberlos
mantenido tanto tiempo en secreto. Se le habían multiplicado.
Alex observaba a Cyprien mientras le quitaba los jirones de tela de las
muñecas. No hizo ningún esfuerzo por liberarle los tobillos.
—¿Quieres que me quite las tiras de ahí? —le preguntó mientras
movía las piernas para llamar su atención.
—No. —Le rodeó el cuello con una mano y la atrajo hacia sí para
besarle en los labios.
Besaba de maravilla. Las cosas que era capaz de hacerle con la
lengua y con los dientes hacían que no quisiera despegarse de él y que le
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Todo aquello era demasiado para ser real. Alex sentía un mar de
explosiones bajo la piel; todas ellas formaban un torrente de fuego que le
recorría todo su ser, avivado por aquel movimiento deslizante que tenía
lugar entre sus piernas. Dejó caer la cabeza hacia atrás y le clavó las uñas
en la espalda.
—Más, más, Michael, dame más, por favor…
Las manos de Michael se deslizaron hacia abajo para poder levantarla
un poco más y separarle las piernas mejor. Empujaba y retrocedía, casi
como un muelle o como una serpiente a punto de atacar. Le quitó una de
las manos de la cadera y con ella la agarró del pelo para que le mirase.
Entonces el movimiento se volvió más acelerado y profundo.
No es que Alex llegase al clímax; es que explotó.
—Sí, sí, así… —Salía de ella con la misma fuerza con la que entraba;
volvía a clavarse en ella con una fuerza indescriptible. Sus cuerpos
chocaban y el sudor del rostro y del pecho de Michael caía sobre
Alexandra—. Así, chérie, así.
Sobrevivir parecía improbable. El segundo orgasmo la hizo gritar, y no
había acabado de hacerlo cuando él la empezó a besar sin detenerse
mientras la iba follando.
Él estaba a punto de llegar al orgasmo. Alex lo sentía; era como si un
monstruo se le estuviera deslizando por debajo de la piel, acumulándose
en los músculos, creciendo y extendiéndose hasta que Alexandra pensó
que iba a gritar de nuevo. Iba a gritar de placer y de estremecimiento.
—Alexandra. —Arrancó su boca de la de ella y le apretó la mejilla
contra su pecho. Podía oír cómo le latía el corazón y cómo la acelerada
respiración le rugía bajo la piel. La voz se le entrecortó cuando entró con
fuerza en ella por última vez. Se quedó rígido mientras se derramaba
dentro de ella.
Alex lo sostenía mientras él se estremecía una y otra vez. Le pasó la
mano por el húmedo cabello y contuvo un gemido cuando él salió de su
cuerpo y se quedó de espaldas a ella. Alexandra se quedó mirando
fijamente el dosel de la cama, exhausta y al borde de las lágrimas.
Sin lágrimas ni remordimientos: ella lo amaba y él la amaba a ella. Lo
sabían aunque no se lo habían dicho con palabras. Habían disfrutado como
nunca. Ya estaban preparados para ponerse a jugar al vampiro malvado y
a la indefensa e inocente doncella hasta el fin de sus días.
Tenía que salir corriendo de allí. No iba a pasar bajo aquel techo ni un
segundo más.
Cyprien no dijo nada cuando ella se levantó de la cama y le cogió una
bata del armario. No intentó detenerla cuando ella se fue a su habitación,
se duchó y se vistió.
Alex bajó por las escaleras y salió de la mansión.
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otra vez—. Solo hay valles de sombra, dolor y muerte. Lo único que existe
es el infierno, estúpida come-mierda, y es mío. Todo mío.
Leann había dejado de rezar.
—Ya lo sé. —La sangre le salía a borbotones de los labios partidos—. Y
por eso te compadezco.
Gelina le arrancó la venda de los ojos.
—¿Todavía me compadeces? —Le clavó las largas y afiladas uñas en
la cara y en el cuello, despellejándola viva como un animal. Cuando sus
manos goteaban sangre, la chupó con la lengua y se la escupió en la cara
destrozada.
—¿Y ahora quién se compadece, eh? ¿Quién se compadece?
Leann no le contestó. Se quedó mirando la llama de la vela que tenía
al lado, con los ojos bien abiertos, agradecida, y con las pupilas fijas en el
punto de luz.
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Kyn?
Alexandra le dirigió una mirada indescifrable y se agachó de repente.
—Perdona, pero tengo que vomitar la cerveza ahora mismo.
Phillipe siguió a Alexandra hasta el servicio que tenía el símbolo de la
mujer en el rótulo de la puerta. Sabía que aquello quería decir que debía
esperar en la puerta si no quería que otras mujeres que estuviesen dentro
empezaran a gritarle. Cuando Alexandra saliera, debía encontrar las
palabras en inglés que la hicieran entrar en razón y convencerla de que
debía regresar a la mansión. Si todo aquello no daba resultado, debería
entonces llevársela por la fuerza, tal y como le había ordenado su señor.
Esperaba que lo del inglés resultara, porque odiaba tener que utilizar
su habilidad especial con Alexandra. Obedecería a su señor, sin duda, pero
Alexandra… no se lo merecería.
Alexandra salió del servicio de mujeres exactamente en el mismo
momento en que lo hizo el hombre corpulento del de hombres. Estaba
medio borracho y se tambaleaba. No pudo evitar chocarse con Alexandra.
—Apártate, gilipollas. —La empujó con fuerza hacia un lado.
Alexandra agarró al acosador por la camisa de franela que llevaba y
lo empujó hacia el servicio de hombres.
Phillipe soltó un exabrupto y fue corriendo hacia ellos. Esperaba
encontrarse a Alexandra en peligro y no aviando al tipo y dejándolo
inconsciente entre dos soportes de rollos de papel higiénico.
—Te gusta pegar a las mujeres, ¿no?
El matón levantó el puño y blandió los nudillos en el aire.
—Suéltame o te juro que te voy a dar una somanta de palos que no
olvidarás en la vida.
—Vaya. —Alexandra le cogió el dedo índice de la mano derecha y se
lo rompió—. Pues me parece a mí que te va a resultar un poquito difícil…
—Le hizo lo mismo con el índice de la mano izquierda— … en la situación
en la que te encuentras.
El hombre se movió bruscamente y se inclinó, apretando los dedos
rotos contra el estómago.
—¡Estás como una cabra! ¿Pero qué me has hecho?
—Basta ya, Alexandra. —Phillipe, bastante alarmado, intentaba
apartarla.
—Le ha dado una paliza a su mujer hasta matarla, ¿verdad, Buford?
Con los puños. —Alex se zafó de Phillipe y puso al hombre de pie. Le dio
una patada en la rodilla derecha y después otra en la izquierda. Buford
palideció y no opuso resistencia. Se quedó tambaleante entre el puño de
Alexandra y la pared del servicio.
—Solo con los puños.
—¿Cómo lo has sabido?
—Puedo verlo —dijo Alexandra con un halo de misteriosa lejanía en
los ojos—. Después de matarla, revolvió las cosas para que la policía
pensara que había sido un robo y que el culpable era un ladrón. Le dijo a
un colega que fichara por él en el trabajo para poder tener una coartada.
—Miró a Phillipe—. ¿Qué pasa?
—¿Conoces a este hombre?
—No.
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Capítulo 20
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—Espero que no. —Le dio las gracias al hombre y le alargó una tarjeta
del hotel en el que estaba, además del número de la habitación—. Si
volviera por aquí, ¿podría llamarme, por favor? Es muy importante que la
encuentre.
Las pistas acabaron allí. Nadie de aquella zona recordaba haber visto
a ninguna mujer que coincidiera con la descripción de Alex, de modo que
siguió caminando hasta la siguiente manzana y empezó a enseñar la
fotografía en tiendas y en comercios.
Al salir de un bar, John casi se chocó con tres mujeres escasamente
vestidas que se paseaban por la esquina. La fotografía de Alex se cayó al
suelo.
—Perdónenme, señoritas. —Intentó recogerla del suelo.
—Ya veis cómo está el vecindario —iba diciendo una de las mujeres.
Vio la foto y la miró detenidamente—. ¿Esta es tu novia?
John intentó esbozar una sonrisa.
—Soy sacerdote.
La mujer le dio una palmadita en el hombro.
—No pasa nada, cariño, tenemos un precio especial solo para curas.
Por el desgaste vocal de los sermones.
Las otras dos prostitutas soltaron una risita.
—¿Trabajan ustedes aquí normalmente?
Las sonrisas se esfumaron.
—Sí —dijo una de las dos que se había reído antes—. Y no
necesitamos que venga nadie a leernos la Biblia y a decirnos que
volvamos al redil.
—Solo quería preguntarles si habían visto a mi hermana. —John les
volvió a enseñar la foto—. Se llama Alexandra, estuvo por aquí hace
algunos días.
Las tres mujeres se arremolinaron en torno a la fotografía y fue la
tercera mujer la que asintió.
—La vi por aquí la noche que los polis nos echaron de la calle. Iba con
tres tíos bastante cachas y parecía bastante enfadada. La pararon y
estuvieron hablando un buen rato aquí. —Señaló la puerta semioculta de
la tienda de ropa de mujer—. Pensaba que se lo estaba montando con el
más mono; como los otros dos estaban delante de ellos tapándoles para
que nadie les viera…
John tuvo mejor suerte con el propietario de la tienda de ropa, un
señor de edad que había estado trabajando hasta bastante tarde la noche
que Alex estuvo delante de su puerta. Pudo escuchar la conversación
entera entre ella y el hombre de la gabardina negra.
—Claro que me acuerdo de ellos. Casi me cago del miedo. Escuché
unas cosas extrañísimas que me hicieron pensar que quizá tuvieran algo
que ver con el pederasta al que se cargaron en un callejón no muy lejos de
aquí. Lo apunté todo para no olvidarlo y llamé a la poli. —El hombre buscó
algo bajo el mostrador y finalmente sacó una libreta—. ¿Esa chica era su
hermana? —le preguntó mientras hojeaba la libreta.
—Sí, señor.
—Aquí está. —El hombre le mostró una página de la libreta—. Sí, ella
empezó diciéndole que no quería volver a Nueva Orleans, estaba
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Capítulo 21
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salir volando por los aires y aterrizar encima de una camilla que acabó en
el suelo encima de ella por el impacto del aterrizaje. Estaba intentando
quitársela de encima cuando aparecieron delante de sus narices las
piernas y los pies que acababa de reconstruir.
—Thierry, no… —Adelantó un brazo a tientas.
—Bruja. —La expresión iracunda desapareció detrás del puño
gigantesco y de la explosión de dolor que lo volvió todo negro.
Michael vio una pálida mano bajo los restos de metal retorcidos de lo
que había sido una mesa y un armario de abastecimiento. La rabia crecía
dentro de él a medida que se abría camino a través de la chatarra para
socorrerla.
—Aquí, Phillipe. —Apartó el armario y la encontró debajo. Alexandra
emitía sin cesar un sonido grave. Se arrodilló a su lado y se dirigió a ella
con un tono dulce—. Alexandra, abre los ojos. —Le apartó un mechón del
rostro—. Mírame.
El sonido que repetía persistentemente era en realidad un nombre.
—Thierry.
Michael la cogió en brazos y se la llevó a un espacio que previamente
había limpiado de chatarra Phillipe. Parecía como si por el sótano hubiese
pasado un huracán. La dejó con cuidado en el suelo y observó las heridas
que tenía. Aparte de un chichón bastante grande en la frente y de un
morado en la mejilla izquierda, no tenía nada más.
Aquel morado hizo que apretara los puños con rabia.
—Estoy bien, no me pasa nada. —Alexandra intentó sentarse.
—No te muevas. —Michael la ayudó poniéndole un brazo alrededor de
la cintura—. ¿Qué ha pasado?
—Acabé. —Miró a su alrededor, confundida—. Estaba limpiando, él
estaba inconsciente. De repente, estaba volando por los aires y aterricé
encima de algo. Se puso encima de mí y… pam, todo se volvió negro —
dijo, haciendo una mueca de dolor—. ¿Cómo está él?
—Thierry ha logrado escapar. Se ha ido.
—Mierda. —Se apretó una mano contra la cabeza—. Ya me acuerdo.
Fingió que estaba inconsciente, no tuve tiempo de reaccionar y se
abalanzó sobre mí como la ira de Dios.
En parte, se sentía culpable de que Thierry hubiera escapado. Que
hubiera querido seguir siendo humana además de Kyn había impedido que
se hubiera podido enfrentar a él de igual a igual, o por lo menos que lo
hubiera retenido allí hasta que apareciera Michael con sus hombres.
Michael alzó la vista para hablar con Phillipe.
—Llama a los hombres y encontradle. Coged las armas y haced lo que
sea necesario.
Su senescal hizo un gesto afirmativo y se marchó.
—Un momento. —Alex intentó recobrar el equilibrio con ayuda de los
hombros para poder ponerse de pie—. ¿Qué quieres decir con lo de
«necesario»?
—Thierry mató a dos de mis hombres antes de escapar. —Pensó en lo
cerca que Alexandra había estado de la muerte—. Nada podrá detenerle.
Alexandra meneó la cabeza.
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Podía hacer las cosas tal y como él quería. Aceptar aquella mano,
seguir sus órdenes y besarle el culo el resto de la eternidad. A él le
encantaría, y estaba segura de que se encargaría de que a ella también le
gustara. Pero Alex estaba segura de que en algún momento acabaría
perdiendo lo poco que le quedaba de ella, de su alma.
—Voy a ir a por él —le dijo Alexandra, volviendo a coger la pistola de
dardos tranquilizadores—. Si intentas detenerme otra vez, te dispararé a ti
primero.
—No te acerques demasiado a él —fue todo lo que le dijo.
—Demasiado tarde, colega. —Todavía con el sabor a sangre fresca en
la boca, Alex pasó al lado de la asombrada secretaria en dirección a la
oscura noche.
Michael no tuvo tiempo para preparar la llegada del señor supremo.
Lo único que hizo fue colocar más vigilantes alrededor de la propiedad y
también en el interior de la mansión. Envió a Heather y a la otra
enfermera a un hogar Kyn cercano a la mansión.
Éliane, en cambio, no quiso marcharse.
—Phillipe no ha regresado todavía —le dijo a Michael mientras sacaba
una bandeja llena de relucientes copas de cristal y de recipientes que
contenían la tradicional mezcla de sangre y vino—. El señor supremo sin
duda espera que se le atienda adecuadamente. Señor, ya que no está
presente su senescal, por lo menos debe estarlo su tresora.
—No ha venido hasta aquí para hacer ninguna inspección. —Por lo
menos eso era lo que Michael deseaba. Le echó una ojeada a su ropa y vio
que estaba desgarrada, sucia y llena de sangre a la altura de la muñeca.
Pero no le daba tiempo a cambiarse—. Éliane, la mayoría de los humanos
no sobrevive al encuentro con Tremayne.
—Pero yo no soy la mayoría —dijo sonriendo alegremente la mujer y
llevándose un jarrón con flores marchitas de la habitación.
Tremayne llegó cinco minutos más tarde, embozado y enmascarado,
acompañado de diez de sus guardias personales. Entraron en la mansión
como una marea oscura, extendiéndose y arremolinándose alrededor del
señor supremo, con las armas preparadas y peinándolo todo con la
mirada.
Michael se colocó al final del vestíbulo e inclinó la cabeza.
—Bienvenido a La Fontaine, señor.
—Buenas noches, Cyprien. —La máscara de Tremayne se movió y
algo relució bajo los estrechos agujeros que le cubrían los ojos—. Qué casa
tan encantadora tienes. Creo que es la primera vez que la visito.
—Sí, creo que tiene usted razón. —Michael se volvió hacia Éliane
cuando notó que la mujer se colocaba a su espalda—. Señor, esta es mi
tresora, Éliane Selvais.
—Nos honra con su presencia, gran señor. —Éliane ejecutó una
genuflexión perfecta.
Tremayne se acercó y colocó la deformada mano enguantada bajo la
barbilla de Éliane.
—Siempre he admirado tu gusto por las mujeres, Michael. Refleja el
mío propio. —Bajó la mano—. Deberíamos dejarnos de formalidades y
hablar en privado ahora mismo.
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Capítulo 22
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—¿Quién?
—Thierry. —Cerró los ojos para concentrarse mejor, se relajó para
recibir mejor aquellos pensamientos—. Cristales de colores. Cirios. Puerta
forzada. —Miró a Phillipe—. Está en una iglesia. Está muy cerca.
—Ya sé dónde. —Phillipe puso en marcha el motor y apretó el
acelerador. A la vez, cogió el auricular del teléfono del coche y pulsó un
único botón para decir algo breve y muy rápido en francés. Después
entrecerró los ojos y escuchó. Finalmente colgó el teléfono.
—El señor decir que no ir a casa.
Alexandra frunció el ceño.
—Vaya cambio, ¿no?
La iglesia estaba a siete manzanas de La Fontaine, en una calle
secundaria que tenía dos bloques de apartamentos a cada lado. Phillipe
aparcó cerca de ella y miró a Alex.
—No está ahí. —Miró primero al templo y después a los
apartamentos, intentando recibir alguna señal de Thierry—. Tengo que
salir y caminar un poco.
Tan pronto como se acercó a la iglesia, un torrente de pensamientos
la golpeó. Se hubiera caído al suelo si Phillipe no la hubiera atrapado a
tiempo.
—No. —Se llevó una mano a la boca—. Ha capturado a un sacerdote.
—Se apartó de Phillipe y empezó a correr en dirección a la iglesia. Phillipe
desenfundó el puñal que llevaba consigo y corrió detrás de ella.
Alex encontró la puerta por la que había entrado Thierry. Las
imágenes que tenía en la cabeza se volvían cada vez más oscuras y
lúgubres, llenas de odio.
—Dios mío, Phil, ayúdame a encontrarlo. Thierry va a matar a un
sacerdote.
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ser arrastrados.
—¿Cuánta sangre te ha chupado?—le preguntó mientras le acariciaba
con suavidad la herida que tenía en la garganta.
—Más o menos la misma cantidad que tú me chupaste en nuestra
primera cita. —La temperatura corporal de Alex estaba cayendo en picado
y no sentía nada, como en el sueño que había tenido—. Lo siento, Michael.
¿Quién era el tipo ese que realmente necesitaba la máscara?
—Me temo que nuestro rey, Alexandra. —Se inclinó sobre ella y la
besó en los labios—. Ha venido a por ti. Cree que tu sangre es la clave
para crear nuevos Darkyn.
Alex recordó la cara de aquel hombre.
—Genial, creo que lo mejor es que la palme ahora mismo.
Un gran dolor se asomaba a los ojos de Michael.
—No, pero es mejor que lo que él ha planeado para ti. Te necesita
para que transformes a otros.
—Pero eso solo puede suceder si soy medio humana, ¿no? —Alzó una
mano y le rodeó el cuello con ella—. ¿Qué te parece si contribuyes a la
causa y donas sangre una vez más?
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
LYNN VIEHL
Sheila Kelly, nacida en 1961 en América, creció y se
educó en el Sur de Florida, donde ahora vive con sus dos
hijos y su marido, un veterano de las Fuerzas Aéreas de los
Estados Unidos.
Entre los distintos géneros literarios que escribe, se
encuentra la ciencia ficción (como S. L. Viehl), la ficción
romántica (como Lynn Viehl, Gena Hale, y Jessica Hall), y la
ficción cristiana (como Rebecca Kelly).
Se ha descrito así misma sobre todo como una escritora romántica,
no importa en qué género esté trabajando, el romance siempre está
presente.
El resto del tiempo en el que no esta escribiendo, le gusta hacer
colchas, cocinar, pintar, y hacer punto.
También tiene su propio blog: http://pbackwriter.blogspot.com/
ARDE EL CIELO
Enamorada de un habitante de la penumbra…
La doctora Alexandra Keller es la cirujana plástica más brillante de
Chicago.
Michael Cyprien es el millonario más solitario de Nueva Orleans y
precisa desesperadamente de la habilidad de la doctora Keller.
Bajo los cimientos de una mansión situada en el corazón del distrito
Garden, Alexandra efectuará una operación ilegal. La desfiguración que
sufre su paciente va más allá de la curación médica. Sin embargo, la
rapidez con la que su cuerpo se recupera de las heridas roza lo milagroso.
Alexandra sabe que Michael Cyprien no es un paciente como los
demás. Intrigada por saber cómo este singular caso podría beneficiar a la
ciencia médica, su compromiso se vuelve aún mayor por el misterio que
envuelve a Michael y a sus socios, un grupo de inmortales que se hacen
llamar Los Darkyn.
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