Sie sind auf Seite 1von 255

T heodor W.

Adorno

Im prom ptus
Serie de artículos
m usicales im presos de nuevo

Traducción, introducción y notas


de Andrés Sánchez Pascual

E ditorial L aia/B arcelona


La edición original alemana fue publicada por Suhrkamp Verlag de Frankfurt con el
título: Impromptus. Zweite Folge neu gedruckter musikalischer Aufsatze.

© Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main 1968. Alie Rechte vorbehalten

Traducción, introducción y notas de Andrés Sánchez Pascual


Diseño y realización de la cubierta: Enríe Satué
Primera edición: abril, 1985
Propiedad de esta edición (incluida la traducción, introducción, notas y diseño de la
cubierta): Editorial Laia, S.A.
Guitard, 43 ático 2.a, 08014 Barcelona
ISBN: 84-7222-559-3
Depósito legal: B. 1.420 - 1985
Impreso en Romanyá/Valls, Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona)
Printed in Spain
N ota p relim inar

La recepción de la obra de Adorno en España, que pa­


reció tener su m om ento culm inante hace algunos años, se
encuentra bloqueada. Es, en cierto m odo, lo m ejo r que podía
ocu rrir; se ha frenado así, y tal vez im pedido, el acelerado
v alarm an te proceso que estaba convirtiendo a Adorno en
un «bien cultural» neutralizado, d en tro de la in d u stria cu ltu ­
ral. H ubo un peligroso m om ento en que Adorno pareció ha­
llarse «superado» en España sin que, claro está, se hubiese
llegado siquiera a él.
Se tiene a Adorno por un filósofo — pero herm ético; por
un sociólogo —pero especulativo; por un m oralista — pero
de cosas m ínim as; por un dialéctico — pero negativo; por
un esteta — pero teórico. Alguien parece h aber oído que era
tam bién un an alista y crítico m usical. Ante esto últim o, la
gente pone cara de extrañeza y piensa generosam ente que
todo el m undo tiene derecho a com eter sus propias tonte­
rías privadas. O curre, sin em bargo, que no se tra ta precisa­
m ente de caprichos «privados». Y que la cara de extrañeza
lo que revela es que se habla de Adorno de oídas. Pues basta
echar una m irada —sólo desde fuera— a sus obras p ara ver
que la m itad al m enos trata cuestiones específicam ente m u­
sicales; y que está tan em papado de m úsica todo lo dem ás,
que sin la com prensión de aquel núcleo resulta sin duda
im posible en ten d e r nada.
En la zona que pudiéram os llam ar teórica de nuestra
vida social se ha llegado a un incóm odo enm udecim iento
frente a Adorno. Sencillam ente, no se sabe qué h acer con él.
Y no me estoy refiriendo a los pocos que en E spaña sí saben,
m ucho m ejor tal vez que en o tras partes, quién es Adorno
y qué rep resen ta su obra. Todos ellos son, desde luego, m ú­
sicos o están íntim am ente relacionados con la m úsica. Sino,
precisam ente, a los que m andan: en la prensa, en la uni­
versidad.
En el cam po que cabría calificar de teórico-práctico, la
situación es desesperada. M ejor que mil disquisiciones, una
anécdota. No hace m ucho pudo oírse, en el debate subsi­
guiente a una de esas frecuentes conferencias teórico-prác-
ticas, cómo uno de nuestros m andarines del espíritu «liqui­
daba» a Adorno. «¿Qué puede esperarse de un filósofo de
izquierdas que tocaba el piano?», dijo. Este tipo de ejecucio­
nes sum arias recu erdan m ucho las liquidaciones por gas de los
judíos en los cam pos de concentración nazis. El sadism o la­
tente se co n ten ta —por ahora— con esta clase de asesinatos.
Todo esto tiene, naturalm ente, sus causas objetivas. No
es sólo que los individuos sean perversos, o quieran serlo.
A dos de esas causas quisiera referirm e con brevedad: a la
relación de Adorno con la m úsica; y a su prosa.
No hace m uchos años recordaba Hans Magnus Enzens-
berger una sarcástica frase de Tucholsky: «A causa del mal
tiem po la revolución alem ana se ha realizado en el sector
de la música.» La frase, añade Enzensberger, tiene un senti­
do m ucho m ás profundo de lo que su au to r parece d a r a en­
tender; las revoluciones no se operan sólo en el cam po políti­
co. Y cita a continuación estas líneas: «Quienes velan por el
Estado deben ev itar ante todo que en m úsica se produzca
ninguna innovación que resulte co n traria a n u estras líneas
directivas, y deben cuidar asim ism o de que éstas se cum plan
siem pre. Por tanto, conviene desconfiar de la introducción de
cualquier innovación con respecto a nuestras leyes m usica­
les usuales, ya qué no es posible alte ra r ninguna de esas
leyes sin que al propio tiem po se resientan de ello las más
im po rtan tes disposiciones civiles... En este punto debe con­
cen trarse n u estra vigilancia, ya que gracias a la m úsica, con
su aspecto de juego inofensivo, se introduce calladam ente, y
como a h u rtad illas, el espíritu revolucionario. Este se apo­
dera fácilm ente de las costum bres y los hábitos, y, ya con­
solidado, se trasm ite a los negocios en tre ciudadanos. De és­
tos se contagia po steriorm ente a las propias leyes, y con gran
insolencia y descaro influye en la constitución política, hasta
que llega a su b v ertir todo, tanto la vida privada com o la
pública». ¿Tom ado de un folleto nazi? No; de Platón.
Adorno se dio cuenta de que, «a causa del mal tiempo»,
la revolución alem ana se estaba operando en el sector de
la m úsica, y puso todo su genio al servicio de esa revo­
lución. Con gran clarividencia captó la posibilidad de es­
tu d iar precisam ente en la m úsica los procesos sociales. La
m úsica tiene, ciertam ente, com o dice Platón, un «aspecto
de juego inofensivo», pero es la m anifestación fenom énica
de algo m ás profundo. Con term inología hegeliana —¿y qué
o tra puede haber, p or el m om ento?— afirm a Adorno que en
el m aterial m usical, que es un m aterial histórico, está se­
dim entado el esp íritu objetivo, el esp íritu de la sociedad. Y
que la m úsica es la dialéctica en tre la subjetividad a rtís ti­
ca y ese m aterial. Cuando esa m úsica es m úsica verdadera,
y p o r tan to revolucionaria, en ella encuentra su expresión
el sufrim iento del sujeto, y en consecuencia la utopía: el an ­
helo de reconciliación social.
Todo esto no se realiza, evidentem ente, con conceptos;
ni con una m era lógica discursiva; sino con el oído. Sobre
todo, con el «oído especulativo», de que hablaba K ierkegaard.
Penetrando, com o hacía Adorno, h asta las estru c tu ra s mi-
crológicas de la com posición m usical. Allí oyó él, com o po­
cos, lo que estaba pasando. En m odo alguno puede extra­
ñar, pues, que Adorno considerase su Filosofía de la nueva
m úsica com o un excurso am pliado de la Dialéctica de la
ilustración, y que tuviese todos sus dem ás escritos m usicales,
bien p o r anticipación, bien por derivaciones de la Filosofía
de la nueva música.
Si esto es así, y si la idiosincrasia hispánica parece con­
llevar —y no p or causas naturales, sino por concretas causas
histórico-sociales, m odificables, por tan to — que casi nadie
sepa p o r dónde se coge una p a rtitu ra , la recepción de Adorno
en E spaña está p erm anentem ente bloqueada. E ste libro m is­
mo será, com o le gustaba re p etir a Adorno, citando el título
de un libro de A. Loos «palabras dichas al vacío».
Un segundo m otivo que se opone artificiosam ente a la
recepción y com prensión de Adorno es su lenguaje. No se
entiende a Adorno: no se quiere entenderlo. La rencorosa a fir­
m ación, señala H. Hohel, de que el lenguaje de Adorno es
oscuro y esotérico, no se basa en razones objetivas, sino en
el te rro r pánico de los que se consideran «propietarios»
del esp íritu y de la cultura, a p erd er sus usurpados privi­
legios. Con no dem asiada precisión se ha dicho que el len­
guaje de Adorno es «atonal». Pero si lo que quiere decirse
es que su prosa rom pe los esquem as estereotipados, la afir­
mación es co rrecta. Se intuye oscuram ente, preconsciente-
m ente, la carga revolucionaria que hay ya en su m odo de
escribir; y p or eso m ism o la reacción es tanto m ás furi­
bunda. Se llega a veces a extrem os de m al gusto com o el
siguiente: «La extrem a artificiosidad del lenguaje de Hegel
tiene com o m isión, indudablem ente, proteger a su au to r
co n tra una intelección dem asiado rápida y burda, contra
una intelección equivocada — y co n tra la censura... Lo m ism o
puede decirse del lenguaje de Adorno. Cuando éste aún vi­
vía, le dije, y no me replicó, que su artificiosa sintaxis era
expresión de un miedo inconsciente —y muy com prensible,
dada n u estra historia más reciente— a que recibiría golpes
tan pro n to com o dijese con claridad lo que pensaba. ¿M urió
Adorno cuando sus alum nos de la U niversidad quisieron
sab er con claridad lo que pensaba?» (G ert Kalow).
Ninguna de estas afirm aciones se sostiene. El lenguaje
de Adorno no dificulta el ingreso en su pensam iento; lo fa­
cilita.1 Su prosa es polifónica, si así cabe expresarse, y soli-

1. Conviene decir, de todos m odos, un as p alabras sobre las trad u c ­


ciones de A dorno al castellano. Con excepción de las realizadas p o r
Jesús Aguirre m ism o, o cuidadas p or él —la m agnífica de Dialéctica
negativa, por José M aría R ipalda, o las de V íctor Sánchez de Zavala—,
las dem ás son, p o r decirlo de m anera suave, una b ufonada. Es de la­
m en tar que no haya sido Jesús A guirre el tra d u c to r de A dorno a nues­
tra lengua. No se tra ta sólo de la versión c o rrecta y precisa —eso se da
p o r descontado—; es el «tono» de la p ro sa de Aguirre, congenial con el
tono de Adorno, lo que le p red estin a b a a esa tarea. P ara que mi a fir­
mación no quede en el aire, he aquí dos ejem plos —dos v erd ad eras
«perlas»— en tre miles. En su tra b a jo de 1952 sobre Schdnberg, dice
Adorno, com entando los prim eros com pases del Lied titu lad o «Lockung»,
de su opus 6: «So v ariiert die zw eite G ruppe die erste, indem zw ar
die Intervalle d er kleinen Sekunde und überm assigen Q u art erhalten
bleiben, zugleich aber...». La traducción publicada de esas líneas dice:
«El segundo grupo es variación del p rim ero , pues sin d u d a se m an­
tienen los intervalos de la reducida segunda y de la desm edida cu arta,
pero al mism o tiem po...». T raducción correcta: «El segundo episodio
es una variación del prim ero, pues aun q u e se conservan ciertam en te
los intervalos de segunda m enor y de c u a rta aum entada, al m ism o
tiem po...». Para h a b la r de «reducida segunda» y de «desm edida cuarta»
se necesita ciertam ente un desm edido d esp arp ajo y u n a reducida cul­
tu ra m usical. Segundo ejem plo: en su m ás im p o rtan te o b ra de tem a
m usical dice Adorno: «Die ersten ato n alen W erke sind P rotokolle im
Sinne der psvchoanalytischen T rau m p ro to k o lle..., Die N arbcn jen er
Revolution des A usdrucks ab er sind .die Kleckse, die au f den B ildern
so gut wie in d e r Musik ais Boten des Es gegen den kom positori-
schen Willen sich festsetzen, die O berflache verstóren...». T raducción
publicada: «Las prim eras obras alónales son docum entos en el sen­
tido de los docum entos oníricos de los p sicoanalistas... Los vesti­
gios de aquella revolución de la expresión son, em pero, las m anchas
que se introducen, c o n tra la v oluntad del au to r, en la p in tu ra y
en la música, com o m ensajes del m i bem ol, que p e rtu rb a n la su p er­
ficie...». Mal que bien, la cosa puede p asa r h asta llegar al m o rtal «mi
bemol». El tra d u c to r confunde el «Ello» (Es) lreu d ian o con el «mi
bemol» (Es), y le hace decir a A dorno que las m anchas que aparecen
en los cuadros de aquella época son «m ensajes del mi bemol». La bu­
fonada es genial E stos dos ejem plos de traducción involu n tariam en te
cómica —tom ados al azar, repito, e n tre o tro s innum erables— no son
«inventados», aunque lo parezcan. Los «encontré», p or desgracia, hace
cita lo m ínim o que se puede pedir al lector: am or, atención.
Cuando se cum plen estas dos necesarias condiciones, el len­
guaje de Adorno se revela sencillo, aten to con el lector, dis­
puesto en todo m om ento a ayudarle. Es el lenguaje de la
generosidad y de la cortesía. Pero cuando alguien quiere
a p retu jarlo con la m ano, pincha. Como una claridad no me­
recida, se oscurece. Y, negro sobre blanco, calla, No dice
nada, bien a su pesar. La experiencia de la lectura de Adorno
puede y debe ser hoy una propedéutica al auténtico len­
guaje filosófico: al lenguaje hum ano. Una propedéutica en
la que, casi sin darse cuenta, uno está ya dentro.

Varios am igos, com pañeros y colegas del trad u c to r —M ar­


garita B oladeras, Miquel Roger, Ram ón Valls, M aria Angels
S u b irats, Anna Casals, Raúl Gabás, Benet C asablancas, Joana
Crespi, Federico Sopeña, Isabel Español, Alejandro Yagüe—
le han p restad o ayuda y colaboración en muy diversas for­
m as. Algunas de las personas citadas han leído asim ism o la
traducción an tes de que se publicara y han hecho provecho­
sas sugerencias. A todas ellas, mi gratitud. Tam bién, de m a­
nera especial, al p rofesor Rudolf Stephan, de la Universidad
Libre de Berlín, y al Dr. Rolf Tiedem ann, editor de las obras
de Adorno, que me han aclarado por caria algunas dudas.
Y por últim o, pero en prim er lugar, a Antoni Piqué, com pa­
ñero co n stan te en esta traducción y en o tras lides del espíritu.

«Blau-Mar» (Llavaneras), agosto de 1984

Andrés S á n c h e z P ascual

m uchos años. E! p rim er ejem plo está en la traducción de Prism as


(E ditorial Ariel, B arcelona, 1962, p. 163). El segundo, en la traducción
de Filosofía de la nueva música (E d ito rial Sur, Buenos Aires, p. 38).
El nom bre de los trad u cto re s no hace al caso.
Prólogo

Im p ro m p tu s es una continuación de M om ents m usicaux.


AI igual que este últim o volum en, tam bién Im p ro m p tu s in­
cluye únicam ente trab ajo s no incorporados a los libros del
a u to r no incorporados en especial a los dos volúm enes de
sus E scritos Musicales. Desde el punto de vista cronológico
los trab ajo s aquí publicados se rem ontan a épocas m ás
tem pranas todavía; entre el m ás antiguo y el m ás reciente
m edia un intervalo de cuarenta y cinco años. Los escritos
m ás antiguos no son accesibles en absoluto, o lo son con
dificultad; de los posteriores, varios no estaban publicados.
No ha sido incorporado a este volum en ninguno de los
num erosos textos sobre Alban Berg. Éstos tendrán su lugar
apropiado en la m onografía sobre Berg que el au to r está
preparando.
En lo que respecta a algunos de los trabajos, basten las
indicaciones siguientes:
El artículo sobre los Lieder de M ahler fue escrito como
epílogo p ara una selección que luego no llegó a realizarse.
Dado que, en su libro sobre M ahler, el au to r no ha trata d o
los Lieder m ás que de form a periférica, considera este a r­
tículo com o un com plem ento esencial de la citada m ono­
grafía.
«El com positor dialéctico», aparecido en el volum en de
hom enaje a Schonberg publicado en 1934 por Universal-Edi-
tion, es de lo poco que el au to r consiguió realizar en los
prim eros años del nacionalsocialism o; el autor considera este
escrito com o el m ás im portante de los trabajos prelim ina­
res de su Filosofía de la nueva m úsica y de lo que se añadió
po steriorm ente a ella.
El artículo sobre W ebern, de 1932, habría que leerlo des­
de la perspectiva de lo que en él se anticipa y que no penetró
en la consciencia general h asta veinte años m ás tarde.
Del año 1934 es tam bién «Ladrones m usicales, jueces no
m usicales». Al a u to r el hecho de que Erich Pfeiffer-Belli,
directo r entonces del suplem ento del « S tu ttg arte r Neues
Tagblatt», se lo publicase, le pareció una hazaña de solida­
ridad en la oposición, y le está agradecido por ello. En aque­
llos años defender a los ladrones, aunque sólo fuera de m a­
nera figurada, rep resentaba un acto político.
«Pequeña herejía», que es de trein ta años m ás tarde, de­
bería ser leído com o antítesis m atizadora del tra b a jo an­
terior.
La necrología de S teuerm ann la redactó el a u to r b ajo la
im presión inm ediata de la noticia de su m uerte. Si alguna
editorial quisiera, por fin, o to rg ar su apoyo, con toda ener­
gía, a la ex trao rd inaria obra com positiva del fallecido, esto
tendría una relevancia objetiva m uy grande p ara la m úsica.
Si el au to r hubiera de decir, desde una cierta distancia,
cuál es el elem ento com ún de trab ajo s tan dispares, vería
sin duda ese elem ento com ún en la tentativa, basada en la
autorreflexión, de ir en cada caso, m ediante la tenacidad
v la m atización, m ás allá de aquello que se consideraba
su posición. En la posición m ism a está la necesidad de
no aten erse a las norm as establecidas, de poner obstáculos
al funcionam iento de la m aquinaria; y no hay ningún pen­
sam iento que no se encuentre expuesto al peligro de la ma­
quinaria.
Anotaciones sobre la vida m usical alem ana

Si yo in terp re to bien la invitación recibida de ustedes,


lo que de mí aguardan son consideraciones teóricas sobre
las relaciones que existen en tre la vida m usical y la socie­
dad y sobre lo que esas relaciones im plican socialm ente. No
creo que sea tarea mía presentarles datos em píricos sobre
la vida m usical. H aré de la necesidad virtud.
Es cierto que se han realizado algunas encuestas sobre
cuestiones particu lares. Pero no disponem os de resúm enes
utilizables de esas encuestas, de unos resúm enes que estu ­
vieran organizados de un modo significativo y que serían los
únicos que podrían ser am algam ados con la teoría y hacerla
así avanzar. La única form a de som eter a control ciertas hi­
pótesis teóricas repetidas m ecánicam ente por la gente se­
ría exam inarlas apoyándose en datos bien com probados y
en cuadros de con ju n to sobre esos datos. V arias de esas hi­
pótesis parecen b astan te plausibles; pero de las opiniones
opuestas a ellas podría aseverarse, a priori, que gozan de
una plausibilidad apenas m enor. Pondré com o ejem plo la
tesis según la cual los denom inados m edios de com unicación
de m asas h ab rían d estruido el hábito de hacer m úsica en los
dom icilios particu lares, con lo cual habrían destruido tam ­
bién la base de la vida m usical alem ana tradicional. Sin
em bargo, igualm ente se podría fab ricar la hipótesis de que
los m edios de com unicación de m asas, al llevar la m úsica a
estra to s de la sociedad ajenos antes a ella, habrían susci­
tado en esos estra to s necesidades m usicales y provocado un
cultivo espontáneo de la m úsica. Es claro que el m odo en que
corrien tem en te se plantea ese problem a resulta dem asiado
genérico. En todo caso, habría que averiguar si el decrecim ien­
to de la co stu m b re de hacer m úsica de m anera activa en
privado no rem ite a cam bios estru ctu rales ocurridos en la
sociedad; unos cam bios en los cuales se integra desde luego
la función de los m edios de com unicación de m asas, pero
que m ás bien determ inan a éstos, en lugar de ser éstos los
que d eterm inen a aquéllos. Si al estu d iar problem as signifi­
cativos de la sociología m usical se aplicaran a ellos las téc­
nicas p ropias de la investigación social em pírica, en vez de
guiarse sim plem ente por el esquem a de la investigación de
m ercados am pliada a otros tem as —investigación de m erca­
dos que, en lo posible, considera la ley del gran núm ero
como criterio de las cosas espirituales—, el conocim iento
teórico, cualitativo, podría tener la esperanza de recibir de
ahí num erosos im pulsos. Por o tra parte, el furibundo em ­
pirism o de la investigación alem ana de los m edios de com u­
nicación de m asas intenta so b rep u jar a la sociología n ortea­
m ericana, la cual, entre tanto, ha com enzado a d u d ar de que
los m étodos de investigacióñ de m ercados basados en en­
cuestas de opinión sean una panacea.
En esta situación resulta exigido hacer aquello de que
peor habla la gente, es decir: hacer teoría. El anti-intelec-
tualism o alem án, que está com enzando a resurgir o tra vez,
va em p arejad o con la tendencia a a rro ja r sospechas de vano,
inútil y peligroso sobre el pensam iento que no esté consa­
grado a los m eros hechos positivos y que no ofrezca una
aplicabilidad inm ediata. Por ello el pensam iento, que en
virtud de su propia definición es irrenunciablem ente crítico,
se convierte ya por sí m ism o en fuerza de oposición, con an­
terioridad a todo contenido particular.
No quisiera detenerm e dem asiado en la cuestión de las
identidades y las diferencias de los aspectos sociales de la
vida m usical alem ana y de la vida m usical internacional.
Tam bién aquí el m aterial em pírico llevaría probablem ente
a revisar ciertas opiniones que adulan el narcisism o colectivo;
por ejem plo, la que habla de una especie de privilegio m usi­
cal de los alem anes. En Inglaterra, país al que se considera
ajeno a la m úsica, determ inadas instituciones m usicales
como los coros tienen un desarrollo no m enor que aquí en
Alemania. Y en N orteam érica, el país de la in d u stria cultural
par excellence, la acum ulación de riqueza ha producido en
lo que yo llam o la vida m usical oficial un auge al que se
le podrán poner m uchos reparos, pero que ha llevado sobre
todo a las o rq u estas a alcanzar un nivel técnico que desde
E uropa no podem os contem plar m ás que con envidia. Los
directores de o rquesta alem anes m ás capaces se sienten
atraídos p or él. Tampoco cabe desconocer que en N orteam é­
rica está despertándose desde abajo, como suele decirse, un
interés muy fuerte y espontáneo por la m úsica. La m úsica
contem poránea de vanguardia ha ejercido una influencia
intensísim a sobre John Cage y su escuela. Las peculiares
concepciones defendidas por esa escuela se deben tan to a su
oposición a la in d u stria cultural de la vida m usical oficial
en N orteam érica, com o tam bién a una potencial liberación
de las energías m usicales productivas —es decir, de las ener­
gías com positivas— en aquel país. Conviene d ejar dicho por
adelantado, de m an era axiom ática, que, de conform idad con
consideraciones de principio de la teoría social, yo tengo la
com posición p o r la clave de todo lo que con derecho se
llam a vida m usical.
La tendencia a la integración, a la uniform idad, de las
form as sociales se ha extendido al m undo entero; se la
puede en co n trar en todos los países, incluso en aquéllos
cuyos sistem as políticos son opuestos. Esa tendencia a la
integración p en etra en la m úsica. Pues ésta no es sólo un
a rte dotado de una esencia propia, sino que es tam bién un
hecho social. H allándonos como nos hallam os en plena tra n ­
sición estru c tu ral hacia el m undo adm inistrado, no debe­
ríam os sobrevalorar, en general, las diferencias que ap a­
recen en la vida m usical de los distintos países d esarrolla­
dos pertenecientes al ám bito cultural europeo-norteam erica­
no. En sus rep resen tan tes serios, consecuentes, la com po­
sición m u estra hoy una convergencia internacional com o
apenas la había m ostrado en ninguna o tra ocasión desde
el final del universalism o m edieval y el surgim iento de los
Estados nacionales. Obviam ente existen, ahora com o antes,
diferencias considerables; pero h ab rá que buscarlas en aque­
llos sectores que han quedado re trasad o s con respecto a la
tendencia social general.
De en tre las peculiaridades alem anas m encionaré la ópe­
ra de rep erto rio , cultivada incluso en ciudades de tipo me­
dio. Sería una ligereza no tener en cuenta el potencial de
experiencia m usical concreta y viva que tiene sus cuarteles
de invierno en los teatro s de ópera alem anes o en las sec­
ciones de ópera de los teatros m unicipales. Pero no cabe
desconocer que ese potencial de la ópera com o teatro de
reperto rio tropieza con dificultades crecientes, sintom áticas,
que nacen de dentro. La m ás conocida es la escasez cada
vez m ayor de d irectores de orq u esta y cantantes destacados
que se hallen vinculados de m anera fija a una determ i­
nada población. Ahora bien, el concepto de teatro de reper­
torio se desvanece si el concepto de com pañía estable, capaz
de hacer frente p or sí m ism a a un repertorio, se vuelve
ilusorio.
Zozobra no m enor produce el observar que, cada vez
más, en la ejecución de obras contem poráneas de rango ver­
d aderam ente elevado resulta m anifiestam ente im posible m an­
tener el nivel que les corresponde, y eso ni siquiera en el
caso de que al estren arse hayan sido representadas de acuerdo
con su nivel. En la práctica norm al de los ensayos, definida
por un n úm ero dem asiado escaso de éstos, las m ejores re­
presentaciones se desm oronan con una rapidez sorprendente.
Tam bién hay sin duda escasez de m aestros concertadores
especializados, capaces de tra b a ja r co n tra eso y deseosos de
hacerlo. Y nada digam os de la posibilidad de d erro ch a r tiem ­
po, que en arte es el único m odo de econom izarlo. El abis­
mo en tre las producciones contem poráneas serias y la vida
m usical oficial no es solam ente un abism o en tre la o b ra y el
público: es tam bién un abism o e n tre la obra y su ejecución.
Por o tro lado, y a la inversa, el teatro de tem porada, que
se im pone cada vez m ás en aquellos lugares en que se hacen
a la ópera exigencias aparentem ente grandes, no perm ite
aquella consum ada unidad a rtística que en o tro s tiem pos
resultaba posible a los m ejores teatros de repertorio. Se
consiguen, desde luego, ejecuciones esporádicas muy p er­
fectas, pero no es posible m antenerlas m ás allá de las fun­
ciones de gala, com o tam poco puede lograr eso el teatro de
repertorio. Las ejecuciones esporádicas perfectas no form an
en modo alguno aquella especie de tradición establecida pol­
los teatro s de ópera alem anes de la gran época burguesa y
que ha sido sin duda uno de los ferm entos esenciales de la
cu ltu ra m usical alem ana desde finales del siglo x v i i i hasta
com ienzos del xx.
Si confrontam os con esto el hecho de que el p ru rito de
escuchar ó p era sigue siendo igual de grande e incluso ha
aum entado, ha aum entado en todo caso en ciertas capas so­
ciales específicam ente burguesas —resulta difícil en m uchas
ciudades ad q u irir en trad as sueltas p ara una representación
de abono, pues todas las plazas están ocupadas p o r los abo­
nados—, acaso com encem os a vislum brar algo de la n a tu ra ­
leza co n trad icto ria de la vida m usical contem poránea en su
conjunto. C iertas prácticas y ciertos géneros m usicales que,
vistos desde fuera, parecen intactos por el m om ento —es
decir, que m antienen su puesto en la sociedad sin que nada
se lo disp u te—, se vuelven tan problem áticos cuando se los
m ira desde d en tro y en lo que respecta a su realización,
que, pese a la gran dem anda que de ellos existe, cabe prever
su colapso social e institucional.
Y, sin jactan cia alguna, lo dicho de la ópera puede indu­
dablem ente generalizarse. Aunque después de la Segunda
G uerra M undial la vida m usical ha logrado estabilizarse
en los hábitos de los consum idores, se encuentra, sin em ­
bargo, de m anera latente en una crisis, se halla en crisis en
lo que se refiere a sus posibilidades artísticas y, a la postre,
en lo que se refiere a su contenido de verdad. No es una
crisis d istin ta de aquélla que estalló hacia el año 1930, fue
sofocada luego en los años del fascism o, y cayó en el olvido
d u ran te la época de la reconstrucción alem ana p o sterio r
a la Segunda G uerra M undial. Si inervam os esto, inervare­
mos tam bién un aspecto del ca rác te r de apariencia, del ca­
rá c te r de fachada que es propio de la cu ltu ra alem ana resu­
citad a de las ru in as de la guerra — y que tal vez es en la
arq u ite ctu ra en donde se m anifiesta del modo m ás notorio.
Socialm ente es probable que esto sea expresión nada m enos
que de lo siguiente: en el in terio r de los procesos sociales
perd u ran los antagonism os que condujeron al fascism o y a
la Segunda G uerra M undial. En la econom ía las m anifesta­
ciones de tales antagonism os han sido encauzadas hace ya
m ucho tiem po; pero en los ám bitos culturales, que p o r su
propio concepto no se dejan dirigir de igual m anera, han
salido a la calle. La cu ltu ra alem ana resucitada de las ruinas
de la guerra está socavada. No es esa la últim a razón que
hace op o rtu n as una vez m ás las reflexiones teóricas sobre la
vida musical. Aquellas grietas y ra ja s que son visibles, tales
reflexiones teóricas tendrían que in terp re tarlas com o signos
de procesos que se dan en el fondo rocoso de la sociedad. Los
hechos en cuyo estudio se com place la hoy dom inante socio­
logía de la cu ltu ra, de la educación y de los m edios de co­
m unicación de m asas, lo único que hacen en la m ayoría
de los casos es d is tra e r la atención de tales procesos.
La m úsica p articip a estrecham ente de la problem aticidad
de la sociedad burguesa entera. E stá afectada por el ca rác te r
m ercantil y por todo lo que éste conlleva. En una ocasión
yo dije —y esto rep resentaba una sim plificación— que la
vida m usical no es una vida p ara la m úsica, sino, de m anera
m ediata o inm ediata, una vida p a ra el lucro. Incluso quie­
nes desean aigo d istin to quedan atrap ad o s casi irrem isible­
m ente p or el m ecanism o cíe la econom ía. La transform ación
de la m úsica en m ercancía contradice de antem ano aquel as­
pecto de algo espontáneo, de algo producido aquí y ahora, que
es propio de la rhúsiea por su form a de m anifestarse. Esto
es algo que salió a la luz hace ya m ucho tiem po: p o r ejem-
pío, en las m ajaderías contenidas en libretos de operetas
tales com o el de Un sueño de vals, en el que una violinista
de café, que desde luego se ve obligada a tocar lo que está
escrito en la p a rtitu ra , habla com o si en ese preciso instante
y en ese preciso lugar se le estuvieran ocurriendo los valses
que al p arecer em belesan a los oyentes. Tal insensatez es
como un reflejo de defensa contra la cosificación de la m ú­
sica.
C iertam ente la objetivación de la m úsica —objetivación
que es desde luego co n traria a su inm anente exigencia del
hic et mine, pero que fue, sin em bargo, la que hizo posible
a su vez la constitución de la gran m úsica artístic a — nos
rem ite a tiem pos muy anteriores a los de la sociedad burgue­
sa, si entendem os ésta en sentido estricto. T am bién las la­
m entaciones referentes a la com ercialización de la m úsica
son an terio res al nacim iento de la sociedad burguesa. De la
época del R enacim iento se nos han transm itido invectivas
co n tra la organización de los conciertos de entonces, que
se leen com o si estuvieran escritas en el siglo xix o en el xx.
La veneranda crítica que sigue hablando de la com erciali­
zación de la m úsica ha adquirido entre tan to rasgos reac­
cionarios —lo m ism o que ha adquirido rasgos reaccionarios
la crítica del capital com ercial en su con ju n to — . Todavía
después del fascism o hay quien echa a la com ercialización
de la m úsica la culpa de ciertos fenóm enos de que son cul­
pables las estru c tu ras sociales básicas. La coerción que
obliga a ad ap tarse a la dem anda —y esa adaptación desem ­
boca casi siem pre en una dism inución de las calidades inm a­
nentes— sugiere a todos los m úsicos las bien conocidas la­
m entaciones. Sin em bargo, la com ercialización fue tam bién,
a su vez, la condición de aquellas calidades inm anentes.
Voy a señ alar a este propósito un hecho que, en lo que
conozco, ha escapado hasta ahora a la atención tanto de
la h isto ria com o de la sociología de la m úsica. A m enudo
se ha subrayado que el giro hacia el estilo galante estuvo
en estrech a conexión con las exigencias procedentes de una
capa de público burguesa que entonces se estaba constitu­
yendo y que en la ópera y en el concierto buscaba e n tre­
tenim iento. Por vez p rim era los com positores se vieron en­
frentados entonces al m ercado anónim o. Privados de la co­
b ertu ra an terio rm en te proporcionada por una corporación
grem ial o p or la protección de un príncipe, los com positores
se vieron obligados a esc ru d riñ ar cuál era la dem anda, en vez
de regirse p or los encargos que antes recibían y que a ellos
les resultaban muy claros. Se vieron obligados a co n v ertir­
se, h asta en lo m ás íntim o de sí m ism os, en órganos del
m ercado; esto hizo que los deseos del m ercado irrum piesen
h asta el cen tro m ism o de la producción de los com posi­
tores. No es posible d ejar de ver la superficialización que
este proceso tra jo consigo, en com paración con Bach, por
ejem plo. Pero tam poco es posible d e ja r de ver —y es igual­
m ente cierto— que, m erced a esa interiorización, las nece­
sidades de en treten im iento se tran sm u taro n en necesidades
de m ultiplicidad de la m úsica que se com ponía, a diferencia
de la unidad relativam ente inconcusa de lo que, erró n ea­
m ente, se llam a el B arroco m usical. Ju sto esa variedad den­
tro de cada uno de los m ovim ientos de una obra —variedad
que tenía com o m eta el divertissem ent— pasa a convertirse
en el presu p u esto de aquella relación dinám ica en tre unidad
v m ultiplicidad que constituye el principio rector del Cla­
sicism o Vienés. Esa variedad indica un progreso inm anente
de la actividad com positiva, progreso que en el curso de dos
generaciones com pensa las pérdidas significadas al com ien­
zo por el m encionado giro estilístico.
Aquí es donde tienen su origen los problem as m usicales
que siguen vivos h asta hoy. Las usuales invectivas contra
la m o n struosidad que es la com ercialización de la m úsica
resultan superficiales. Im piden ver que ciertos fenóm enos
cuyo presu p u esto es el com ercio, el recurso a un público
considerado ya com o clientela, son capaces de tran sm u tarse
en calidades com positivas, las cuales liberan y acrecientan
la productividad com positiva. Podem os expresar esto en la
lorm a de una ley m ás general: la lógica autónom a de la
m úsica y las necesidades expresivas de las com posiciones
absorben las coerciones sociales que en apariencia se e je r­
cen sobre la m úsica desde fuera y transform an tales coercio­
nes en necesidad artística: en niveles de una consciencia recta.
No o bstante, sigue siendo verdad tam bién lo contrario:
que el ca rác te r m ercantil de la m úsica conlleva obstáculos
v hum illaciones. B ajo el dom inio de ese carácter la m úsica
cae —y perdonen que yo pronuncie en este m om ento la pa­
labrita que m uchos de ustedes tem en oír cuando escuchan
una conferencia m ía—, la m úsica cae, digo, en una dialéc­
tica especial. Ha sido la transform ación de la m úsica en
m ercancía la que ha im plantado socialm ente categorías tales
com o variedad, dinam ización, originalidad, carácter inconfun­
dible, novedad perm anente, adem ás de virtuosism o y efec­
tismo. Pero com o Ocurría —y esto está en profunda coin­
cidencia con la esencia m ism a de la m ercancía— que la m ú­
sica ofrecía siem pre un doble aspecto, es decir: que era
algo dotado de sentido, algo congruente, organizado en sí
m ismo —y p o r ello tam bién p ara los hom bres— , y que era
a la vez algo capaz de ser objeto de un trueque destinado
a o b ten er beneficios, tenem os que las propiedades aportadas
a la m úsica p or su burguesificación se han vuelto autóno­
m as en ella —en la m edida en que la m úsica es a rte y no
un m ero o b jeto vendible— y se han desarrollado de acuer­
do con sus leyes propias. Por esto en el curso de la historia
aquellas propiedades han acabado enfrentándose a la de­
m anda em pírica del m ercado y han tendido a ir m ás allá
de la heteronom ía de éste y por tanto más allá de la socie­
dad burguesa.
La p ro to h isto ria social de la m odernidad consiste en eso:
en la evolución y m odificación crecientes de las categorías
básicas burguesas del arte, h asta llegar a la ru p tu ra del
consenso social. E ste proceso d u ra hasta hoy, y en sus ex­
ponentes m ás osados se rebela co n tra los p resupuestos bási­
cos tradicionales, los cuales consideran la m úsica com o un
a rte afirm ativo, com o un arte que suaviza las contradiccio­
nes h asta llegar a la arm onía del m undp. Una crítica que no
olvide los contenidos sociales im plícitos en las tendencias
que predican un «retorno a ...», un crítica que no quiera
co n ten tarse con la sim ple com probación del anacronism o
de esas tendencias, tendría que enlazar con esto. Un pensa­
m iento incapaz, a su vez, por m otivos sociales de cap tar
tanto el carác te r consecuente de esa evolución com o la ver­
dad en cubierta en su giro contra la sociedad establecida
se lim ita a lam en tar la enajenación social de la m úsica y de­
searía an u lar esa enajenación m ediante el recurso a exi­
gencias heterónom as, a exigencias derivadas, p o r así decir­
lo, de una filosofía de la cultura. Un pensam iento cohibido
com o ése se ve obligado a recom endar m odos de com poner
y e jec u tar m úsica cuyo sentido es inseparable de una situa­
ción social im posible de recuperar, de una situación social
pre-burguesa o tem prano-burguesa.
El su frir a causa de la enajenación puede convertirse
en rom anticism o del no rom ántico, esto es, en ideología.
Los m ovim ientos que predican un «retorno a ...» han pasado
por alto que en una sociedad que era antagónica antes y que
sigue siendo antagónica ahora, y que se halla ofuscada para
ver cuál es su esencia propia, a veces lo no aceptado social­
m ente es no sólo adecuado al nivel objetivo de la sociedad,
sino que, oponiéndose a él, da expresión a lo que pone pa­
tente ese nivel y tiende a ir m ás allá de él. La totalidad de
la m úsica ligera es una m u estra de que hoy en la m úsica
lo que consigue aceptación social y lo que viene exigido en
razón de su verdad social están enfrentados de m anera in­
conciliable. En la m úsica ligera triu n fa el carácter m ercantil,
en la m edida en que éste renuncia a toda configuración
autónom a y com pleta y se vale abusivam ente del nivel de
consciencia m usical de los oyentes para excusar con él la
vulgarísim a repetición perm anente de lo mismo.
La sociedad de las m ercancías se ha extendido y ha tejido
su red hasta tal punto, que ha m odificado la estru c tu ra
social. E sto parece e sta r haciéndose visible en la vida m u­
sical. Es lícito sospechar que quienes tanto se indignan por
la com ercialización y, en especial, por la presu n ta codicia
v el p erm anente ajetreo de los in térp retes de p rim era fila,
lo que en realidad hacen es desviar la m irada de lo que
electivam ente está aconteciendo: la suplantación, en la m ú­
sica y en todas p artes, del liberalism o de m ercado de viejo
estilo p o r el dirigism o. Pues es difícil que la tendencia eco-
nom icista pu d iera im ponerse tan fácilm ente en la vida m u­
sical si ésta no hiciese concesiones específicas a aquella ten­
dencia.
Acerca del ca rác te r m ercantil de la m úsica suele h ab lar­
se de un m odo dem asiado genérico — y de esa falta no eximo
tam poco a varios de m is propios escritos. No hay duda de
que podem os co m p rar p a rtitu ra s lo m ism o que podem os
com p rar cualesquiera otros bienes de consum o. Pero esto
va no ocu rre tan to cuando se tra ta de discos. Aquí la p ro p a­
ganda se convierte en im posición. En aquel caso en que la
adquisición de discos tiene un peso económ ico —es decir, en
la m úsica ligera—, la adquisición se rige en lo esencial pol­
los nom bres y la fam a fabricados artificialm ente por la in­
d u stria de la diversión, con independencia de la voluntad
de los com pradores, la cual a la vez es adulada de modo
incesante. Pero la libre elección no ha sido tam poco nunca
muy grande en lo que respecta al viejo núcleo de la vida
m usical: los conciertos y la ópera. Es incuestionable que
los abonados alquilan sus plazas, a veces desde hace ge­
neraciones, sin fijarse dem asiado en la program ación. T anto
su aprobación com o su desaprobación se reducen a manifes-
laciones tan ralas com o la consabida de que ciertos abonados
de antiguo se im aginan d ar una prueba de su exquisita
consciencia de la tradición huyendo llam ativam ente de aquel
par de piezas m odernas que, cual una especie de concesión,
han ido a p arar por e rro r a los program as. Ni siquiera en
los tiem pos de esplendor de la burguesía ha regido nunca
com pletam ente en la m úsica la tan ensalzada ley de la oferta
V la dem anda. Y en lo que se refiere a los m edios de com u­
nicación de m asas, éstos, en su totalidad, tienden al diri-
gismo ya p o r m eras razones técnicas, por su conocido carác­
ter unidireccional.
Desde luego sería un e rro r a trib u ir —tal com o le gusta­
ría al reaccionarism o político-cultural— el creciente dirigis-
mo de la vida m usical al m onopolio ejercido por una m ino­
ría, sospechosa de intelectualism o, la cual estaría com pues­
ta p or especialistas en electrotecnia y otros conjurados de
los estudios radiofónicos nocturnos, de los cuales se dice que
em plean mal los dineros de los contribuyentes (en estos ca­
sos siem pre salen a relucir esos dineros) para im poner a un
sen tir po p u lar que no hace m ás que gim otear, pero que asi­
mismo es sano, una m úsica a la cual ese sen tir se opone. Es
m ínim o el po rcen taje de m úsica m oderna radical que se em i­
te p or la radio. Según un resum en que tengo delante de mí
y que se refiere a una em isora progresista, de un total de
cu aren ta' horas sem anales em itidas de m úsica seria sólo un
tiem po que oscila entre una y dos horas a la sem ana está
dedicado a la producción más reciente, a la calificada de
vanguardista. Y el que en las em isiones se le reserve esa
insignificante fracción de tiem po se debe a una considera­
ción sum am ente legítim a y razonable: la calidad de los pro­
ductos cu ltu rales y su derecho a ser presentados al público
no son idénticos a su popularidad, no son idénticos a la de­
m anda existente.
No carece de ironía el hecho de que quienes m ás ruido­
sam ente andan por ahí tronando contra la com ercialización,
por co n sid erarla una degeneración del arte, sean quienes,
al re c u rrir a la dem anda, invoquen com o instancia precisa­
m ente aquel m ercado que es el que define la com ercializa­
ción. Los enem igos ju rad o s de la m asificación utilizan como
argum ento el gusto de las m asas siem pre que les conviene.
Desde el lugar menos indicado serm onean co n tra el dirigis-
mo m usical. En lugar de ver que, tanto en cantidad como
en calidad, el consum o de las m asas está condicionado en
gran m edida por la centralización organizativa, ad m in istrati­
va y, en últim a instancia, económ ica de la oferta, acusan
de dirigism o a quienes se oponen a la in d u stria m usical co-
sificada, anquilosada, m anipuladora. Es com o si la opinión
que dice que los a rtista s honestos, los a rtista s entregados
tan sólo a su ob ra y a d ar expresión a su experiencia, tie­
nen que ser unos m ártires y dejarse penalizar con la m uer­
te por ham bre, es como si esa opinión hubiera llegado a
convertirse en lo que la jerga de la autenticidad llam a un
l.eitbild [p atró n norm ativo]. Y esto ocurre en una época en
que se asegura con todo ahínco que el ham bre y la pobreza
están superados. Ninguna existencia hum ana individual, tam ­
poco la de los a rtista s productivos, es independiente del
nivel de vida alcanzado en su época. En cam bio, de la p er­
sona que no p erm ite que sea objeto de com praventa la dicha
de d ar cum plim iento a eso que hace ciento cincuenta años se
denom inaba destino hum ano, de esa persona se aguarda que
pague necesariam ente por ello. La gente no considera com o
una m arca de infam ia de la opresión del espíritu la m ísera
suerte m aterial padecida por m uchos de los com positores
más significativos, sino que la convierte m endazm ente en
una sagrada ley de la naturaleza.
El gusto de las m asas no es opuesto en modo alguno al
ilirigismo. El dirigism o no im pone a las m asas absolutam en­
te nada, y sobre todo no im pone absolutam ente nada a los
m illones de personas que a través de la radio tienen su p ri­
m er contacto con la m úsica; pero ese dirigism o sí reproduce,
desde luego, el sta tu s quo de la consciencia m usical, y lo
endurece, m erced a la persistente repetición de las m ism as
to sas y la exclusión de aquello que sería cualitativam ente
distinto. El síntom a más craso de esto lo tenem os en el
predom inio casi ilim itado de la tonalidad en la m úsica que
suele ofrecerse, cuando ocurre que el desarrollo de las ener­
gías m usicales productivas ha hecho saltar por los aires
linee ya m ucho tiem po la tonalidad. Cuanto m ayor es el
dirigism o que im pera en la vida m usical, tanto m ás se cosi-
lica la relación en tre la m úsica y aquéllos a quienes llega.
Aquella especie de experiencia viva de lo m usical que viene
significada p or el concepto de «audición estructural» queda
suplantada p o r una percepción que, ciertam ente, acom paña a
lus obras p or los muy trillados carriles de la arm onía tra d i­
cional y las degusta culinariam ente, pero que poco o nada
tiene que ver con lo que acontece propiam ente en la com ­
posición, tam bién en las obras antiguas: con la m úsica com o
contexto provisto de sentido.
En la vida m usical en su conjunto se da la p aradoja si­
guiente: aquello que a los hom bres les resulta fam iliar, aque­
llo de que los hom bres suponen que se les asem eja, eso,
objetivam ente, les continúa siendo ajeno del todo, como
producto que es de una consciencia cosificada: en cambio,
está objetivam ente próxim o a los hom bres, los atañe, aquello
que les resu lta ajeno y chocante. Los hom bres ejercen una
represión sobre eso, y lo que con ello hacen es reforzar
constantem ente su propia consciencia falsa tam bién en la
m úsica. C uanto m enos se tiene una experiencia verdadera­
m ente concreta de la m úsica — los incapaces de lograrlo son
los que m ás chillan contra su carácter ab stra cto — , tanto
más se agota la m úsica en su función ideológica. Aquí se
establece u na vinculación en tre la relación cosificada con
la m úsica y la fe intolerante, inconcusa, en la cultura. Me
viene ahora a la m em oria el siguiente suceso: en una oca­
sión en que yo estaba hablando acerca de cuestiones refe­
rentes a la audición y la interpretación estru ctu rales, se me
enfrentó vociferante un buen señor. Convencido de que arran ­
caría aplausos, aseguró que M ozart no había pensado ja­
m ás en tales asuntos. Es posible que en esto tuviera razón.
Pero aquel portavoz de las sanas opiniones olvidaba que
M ozart no había tenido ninguna necesidad de pensar en ello,
pues, com o lo d em uestra su obra, la audición estru c tu ral
era algo con que él contaba y que le resu ltab a obvio.
El m odo en que alguien produce su obra no exime, a nadie
que se ocupe en serio con ella, de la obligación de escucharla
de conform idad con la configuración objetiva poseída por
la o b ra en sí m ism a. Desde luego yo me equivoqué al supo­
ner que aquel tipo de veneración de M ozart que allí quería
im plantarse frente a la com prensión de M ozart se encar­
naba en un com positor de operetas: mi oponente era el di­
recto r ju bilado de un teatro de opereta, ejem plo típico de
la pseudocultura m usical.
H asta ah ora apenas se ha abordado la cuestión de si
la vida m usical y las instituciones form ativas m usicales pro­
porcionan de hecho una form ación m usical. T anto quienes
poseen esa form ación com o quienes m eram ente se im aginan
poseerla se inclinan a a trib u ir a la decadencia de la educa­
ción fenóm enos tales com o los Beatles, los cuales, m anipu­
lados o no, conquistan a las m asas. Al parecer —y a dife­
rencia de lo que ocurre en las artes plásticas y en la litera­
tu ra— las obras más im portantes de la m úsica no logran
nunca, sea cual sea el prestigio de que d isfruten, una acepta­
ción com pleta. Esto nos vuelve escépticos con respecto a
las opiniones que hablan de decadencia y que con facilidad
degeneran en un pesim ism o cultural de cariz elitista.
A ese pesim ism o hay que reprocharle, no que critique
la situación actual, sino que haga la apología del pasado. Es
difícil hablar de decadencia allí donde no hay ningún grupo
cuyo gusto haya decaído y que pudiera servir com o térm ino
de com paración. Mas la ideología decadentista, aunque se
lim itase a la capa social tenida por soporte de la cultura,
sería tan funesta al menos com o la ideología progresista,
a propósito de la cual la gente arru g a la nariz en Alemania
antes incluso de h ab er experim entado la verdad que hay en
el progreso. La com prensión de la m úsica que incluso eli-
tes fam osas tenían en aquellos tiem pos en los que, de acu er­
do con la fable convem te, producción y público concordaban
todavía, era discutible. De todos es sabido que las innova­
ciones han encontrado siem pre dificultades para ser acep­
tadas incluso p o r círculos reconocidos com o expertos. A m e­
nudo han sido los expertos los que, creyéndose orgullosa-
m ente en posesión de las viejas verdades, han querido de­
m o strar que eran expertos m ediante el rechazo de las inno­
vaciones. Mas, por encim a de esto, la seriedad estética mis­
ma, los retos planteados por el contenido espiritual de las
obras —contenido que es transm itido por la form a técnica
de éstas— han tropezado, a lo largo de toda la h istoria b u r­
guesa, con el rencor; con él tropezó el, en cierto sentido,
retrospectivo Bach, con él tropezó el W agner m aduro, con él
ha tropezado luego Schonberg. En una de sus partes la an­
tropología burguesa consiste tam bién en esto: en despre­
ciar taim adam ente el espíritu —un espíritu al que, tras su
separación del trab a jo corporal, la gente había puesto p o r las
nubes—, en despreciarlo porque se tiene mala conciencia,
v porque d istrae de aquello que produce beneficios. Lo único
que aquí parece haber cam biado es que hoy la incultura se
presenta ab iertam en te como tal y encuentra sus clientes y
apologistas e n tre las personas cultas. Antes la incultura era
realm ente el nivel ingenuo propio de quienes no habían al­
canzado aún la edad m adura.
La m anifiesta falta de capacidad de discernim iento y de
juicio en cuestiones m usicales m ostrada por la m ayor parte
ile los oyentes ilum ina de m odo muy claro lo que ocurría
en el pasado. Lo que a nosotros los m úsicos, en cuanto som os
personas especializadas, se nos a n to ja decadencia cultural,
corro b o ra que no ha habido en general una cu ltu ra m usi­
cal: no la ha habido ni com o algo que afectase a la sociedad
en su conjunto, ni com o algo que existiera en el seno de las
capas cultas. Jam ás la m úsica ha podido, sin com eter trai­
ción, salir fuera de su esfera grem ial. De ello no es respon­
sable el grem io. La deform ación de la m usicalidad, el am or­
tiguam iento de la fantasía y del anhelo de novedad, en be­
neficio de lo estáticam ente m ortecino y prim ario, es tan
sólo una m anifestación del fracaso social de la cu ltu ra en
su conjunto.
Por ello no cabe aguardar que de la m úsica m ism a salga
ninguna m ejora. Si, com o a veces se ha exigido con fariseís­
mo m oral, la m úsica retornase a la vida, p ara reducir desde
sí m ism a la distancia que la separa de la sociedad, lo que
haría sería privarse de su propia congruencia y fortalecer
aún m ás, si cabe, aquel estado de incultura que la gente
cree co m b atir intentando congraciarse con él. Los últim os
cu arenta años han dem ostrado eso de m anera inequívoca.
Hoy en día la política musical de los países situados tras el
telón de acero, con su re frito llam am iento a que la m úsica
se vincule al pueblo, hace suya la enajenación que hipócrita­
m ente deplora. Al igual que todos los dem ás cam pos del es­
píritu, tam bién la m úsica queda degradada así a ser una
colaboradora de la m oral del trab ajo , un estím ulo para los
indiferentes, un pep lalk. Es dudoso que m etafísicam ente se
pueda so sten er la muy popular tesis de que la m úsica existe
en razón del ser hum ano; pero de lo que no cabe duda es
de que, en la situación actual, esa tesis pone la realidad
patas arriba.
Lo único que en el arte puede ser socialm ente correcto
es lo que en sí mismo es verdadero. Todo aquello que, con
el pretexto de servir hum ildem ente a los hom bres, reblan­
dece esa exigencia, lo que hace es estafarles lo que falsam en­
te hace creer que les da. Es curioso que quienes tanto
insisten, p or razones teológicas o políticas, en que la m ú­
sica sea m úsica com prom etida, busquen casi siem pre el
modelo de esa m úsica en una que, por su propia concep­
ción, quería lo contrario, a saber, la m ayor gloria de Dios.
La seriedad estética consiste en secularizar esa gloria, no
en aderezar para el uso aquel elem ento sagrado que, según
la frase de Hólderlin, a p a rtir de ese m om ento ya no es
apto para el uso.
E strecham ente unida a la exigencia de que la m úsica se
ponga al servicio del hom bre se halla la exigencia de posi­
tividad. E sta exigencia dem anda que la m úsica ap o rte ale­
gría a la vida, que sea una fuerza generadora de sentido
com unitario, o como quiera que digan las fórm ulas em plea­
das. Todas esas fórm ulas son p ragm atistas, y con ello se in­
sertan precisam ente en la tendencia propia de la civiliza­
ción, tendencia que suele ser com batida por los apologistas
de la positividad estética. Ni su ca rác te r positivo o negativo,
ni los co m p ortam ientos que ella pueda fom entar en los
hom bres —su efecto m oral es dudoso— son criterio alguno
válido en la m úsica; únicam ente lo es el que tenga un con­
tenido de verdad, y el que ese contenido de verdad, en la
m edida en que es experim entado en ella, ayude a p e rfo rar
la consciencia falsa y a proporcionar a los seres hum anos una
consciencia m ás recta. Sólo en ese sentido —y no en un
sentido obtu sam en te p rag m atista— puede hablarse de una
función social de la m úsica. Hoy esa función sólo se cum ple
allí donde la m úsica se opone al funcionam iento universal,
en vez de fortalecer con sus aspavientos el velo ideológico.
Es ideológica la indignación con que la gente valora
m uchos fenóm enos de la vida m usical contem poránea, como,
por ejem plo, el p resu n to egoísm o m aterial de los estudiantes
de los C onservatorios o la indiferencia que los m úsicos jó­
venes m u estran p or sectores m usicales no lucrativos. Tales
peligros para la cu ltu ra m usical, que en m odo alguno tengo
por bagatelas, no vienen determ inados p rim ariam ente por
lina m entalidad egoísta, sino por la insoportable distancia
existente en tre las posibilidades generales de ganar dinero
v las posibilidades ab iertas tradicionalm ente a la m úsica.
I.os problem as de las nuevas prom ociones se solucionarían
sin duda com pensando ese desnivel. Eso se podría haber rea­
lizado sin dificultad m ientras duró la gran coyuntura eco­
nómica. Y ah o ra que surge en el horizonte una situación
ile penuria p ara la form ación m usical, parece que la política
de los poderes públicos que prom ocionan esa form ación que­
dará reco rtad a en el conjunto de los planes generales, con
lo cual aquella sitúación de penuria se agravará. Digamos
i'ii passaní que una prom oción m usical consciente de cuáles
son las tareas que le com peten no debería conceder el mo­
nopolio a un tipo objetivam ente superado de escuelas de
Jiif’endinusik y cosas sem ejantes, cediendo a la clam orosa
propaganda que de ellas se hace. En cambio, si la m úsica
avanzada busca una co bertura institucional, si se organiza,
ella tam bién, d en tro de la organización total, o si ésta le
procura el m ás m odesto asilo, h asta en el cielo se oye el
griterío que se levanta. A esto hay que replicar drásticam en­
te que el único m odo de poder re sistir al m undo adm inis­
trado, el cual lo abarca todo, consiste en utilizar los m edios
que se asem ejan a ese m undo. El carácter de totalidad de
ese m undo halla precisam ente ahí su expresión. La oposi­
ción al auniform e cro ar que inunda el m undo sin que nadie
p ro teste no reside en el a rtista que se retira a la soledad
del bosque — a una soledad, por lo dem ás, literal y m etafó­
ricam ente p ertu rb ad a sin interrupción por el ruido de los
aviones. Para m odificar el funcionam iento del m undo adm i­
nistrado, tam bién el artista se ve obligado a servirse de los
medios y técnicas propios de ese m undo, y tiene que asum ir
esa necesidad en su propia consciencia, en vez de p erm itir
que lo aterro ricen quienes, en connivencia con el m undo
frente al cual recom iendan ascetism o, clam an por la pureza.
De todos m odos no querem os silenciar que el hecho de
que lo inconform ista se integre en el sistem a total encierra
una am enaza p ara aquello que el conform ism o ensalza en
nom bre de la integración. Todo lo que es oposición adolece
de la contradicción consistente en que lo que es d istin to del
ap arato precisa, sin em bargo, de la tolerancia del ap arato
e incluso de su ayuda activa. Buena parte de la m úsica más
reciente tiene un gran parecido con las m uestras de los pape­
les pintados de em papelar paredes, un gran parecido con una
cierta autosuficiencia obtusa y con las brom as que luego
no tienen ninguna consecuencia; y si eso no está causado
de m odo directo p or el dirigism o, se halla al m enos en fu­
nesta arm onía con él. Sin em bargo, quien es capaz de dis­
cern ir de algún modo el rango de las com posiciones m usi­
cales, sabe que hay otras cosas. La contradicción a que
antes aludíam os no es una contradicción propia del espí­
ritu subjetivo de los vanguardistas, sino que es una con­
tradicción de naturaleza o bjetivam ente social. E n tre los
trucos predilectos de la ideología actual se cuenta el rep ro ­
char tales contradicciones objetivas a la conducta o al pen­
sam iento de individuos o grupos que no gozan de popula­
ridad, sobre todo de aquéllos que se dan cuenta de las con­
tradicciones. La conducta correcta hoy, tam bién en la m úsi­
ca, no será la de quien niegue las contradicciones centrales
y alardee de e star libre de ellas, sino la de quien las m ire
cara a cara, las exprese, y de ese modo contribuya a ele­
varse p or encim a de ellas.
El daño que el dirigism o m usical causa a la consciencia
m usical subjetiva equivale a una liquidación del gusto. La
lalta de gusto se ufana de ser el esp íritu propio de la época.
Es probable que el concepto de gusto no posea ya sentido
ninguno p ara la m ayoría de los consum idores de m úsica.
Éstos consideran válido sencillam ente aquello de lo que
aseveran que les divierte. Rechazan toda alusión al problem a
de la calidad com o si eso fuera una inicua introm isión en
la libertad de su diversión. Pero su modo de co m p o rtarse no
rep resenta algo ab so lutam ente diferente de la esfera del
gusto. Ese modo de com portarse hace pagar al gusto tan
sólo lo que éste m ism o ha m erecido; en el concepto de gusto
com o tal está im plícito va aquel m odo de reaccionar.
Sin duda resu ltaría oportuno realizar un análisis histórico
de la categoría del gusto. Seguram ente el gusto ha sido des­
líe siem pre un pacto en tre las pretensiones objetivas del
objeto estético y las pretensiones subjetivas de lograr en el
arte una satisfacción —-una satisfacción que era casi siem pre
de índole p re-artística—. Tam bién el gusto era, a priori, con-
Iradictorio. Por un lado el concepto de gusto aludía a la
capacidad de discernim iento, a la sensibilidad para ca p ta r los
niveles form ales; por un lado el gusto se sentía a sí m ism o
com o órgano de percepción de las calidades del objeto;
pero m ientras esto ocurría, tam bién el gusto se iba con-
\ ii-tiendo, por o tro lado, en algo fortuito y arb itrario , desde el
m om ento en que fue adjudicado únicam ente al sujeto que
tenía la experiencia, y quedó así separado del objeto. La idea
del gusto im plica que es posible d iscern ir las calidades o b jeti­
vas, el rango de las obras del a rte m usical; que es posible
d iscu tir sobre el gusto, precisam ente porque éste tiene su
soporte en algo que es objetivo. Pero desde el comienzo
se im putó al concepto de gusto tam bién lo contrario, a saber:
que, com o suele decirse, de gustos no se discute.
Sin ser en teram en te consciente de lo que hacía, la Crítica
del juicio de Kant contribuyó a d a r expresión a esa co n tra­
dicción existente en el concepto de « juicio del gusto». E ntre
las varias aportaciones de la Estética de Hegel, tal vez la m á­
xima consistió en d om inar teóricam ente esa contradicción
al vincular el juicio estético a la intelección del objeto m is­
mo, en vez de vincularlo a la arb itra ried a d del placer sen­
sible. En verdad este giro representa ya una liquidación del
concepto de gusto. El ap e la r al gusto encierra en sí el m atiz
de algo su b altern o , tozudo. M erecería la pena com pilar todo
lo que, en nom bre del gusto, se ha dicho en co n tra de
Beethoven; y ello, no por Beethoven —cuya obra se quitó de
encim a tales m ezquinas m olestias— , sino por el gusto.
La capacidad subjetiva de reaccionar, que es algo que
el gusto presupone, se halla casi siem pre infradesarrollada
en quienes se refugian en el gusto. La capacidad subjetiva
de reaccionar y la objetividad del objeto no están escindí-
das. Ambas se producen recíprocam ente. Aquella realidad
que se siente a sí m ism a como gusto, y la persona que se
atribuye a sí m ism a el gusto com o un privilegio, lo que en
general hacen es re p etir el coagulado tesoro de norm as y
convenciones propio de su época y propio, sobre todo, de la
capa social con que ellas se identifican. La persona que cree
preserv ar su subjetividad en el gusto, raras veces ha alcan­
zado en general esa subjetividad. Seguram ente la categoría
del gusto tuvo su origen concreto en las concepciones pro­
pias de cour et ville; mas, puesto que hace ya m ucho tiem po
que han dejado de existir el m odo de sociedad y la especie de
estilo por cuyo p atró n estaba cortada aquella categoría,
es claro que el gusto se ha ido vaciando cada vez m ás de
contenido y ha acabado por tran sfo rm arse en una conscien­
cia vacuam ente elitista. La evolución más reciente de la
com posición m usical ha confirm ado esto, en la m edida en
que intenta —si con éxito o sin él, ya se verá— d esalojar de sí
y del proceso de producción los factores del gusto y reem ­
plazarlos por una congruencia no m etafórica, por una con­
gruencia literal, a toda prueba, según el patrón de las cien­
cias naturales. Aquí queda olvidado el salto cualitativo
que se da en tre el arte y la realidad extra-estética. En cam ­
bio, es un acierto el haberse dado cuenta de que el gusto
ya no vale com o criterio de la m úsica. Un arte ornam ental,
decorativo, m antenía afinidades con el gusto concebido como
la capacidad de sen tir aquello que, según se sospechaba, era
lo único artístico.
H ablar de la liquidación del gusto es, de todos modos,
hacerse culpable de una sim plificación que se halla dem a­
siado en consonancia con el esp íritu de la época, es hacerse
culpable de una sim plificación que podríam os calificar de
positivista. Es cierto que las categorías del gusto no están
va a la altu ra de la producción m usical contem poránea, es
cierto que las exigencias que ésta se hace a sí m ism a la
llevan a ir m ás allá del gusto; pero esto postula, sin em ­
bargo, el gusto com o algo que ha quedado allí asum ido.
Para ac la rar esto voy a referirm e al fenómeno literario más
significativo de la actualidad. Las obras de B eckett son
inconciliables con norm as del gusto; son una provocación
y una violación de esas norm as. Sin em bargo, no hay en
tales obras una sola frase que no tenga alm acenado dentro
de sí el-gusto acum ulado de todo el a rte reciente y que no
reciba su su stancia de la decidida negación de ese gusto.
Brecht, al que en las discusiones sobre el teatro contení-
poráneo se suele co n trap o n er a B eckett, no era, en esto,
diferente en modo alguno de B eckett. Sin forzar las cosas
podría afirm arse que la obra de B recht es la consecuen­
cia derivada de un gusto tan susceptible, que todo lo que
era de buen gusto acababa por atacarle los nervios. Una
am bivalencia análoga podría detectarse en Schonberg, au n ­
que, desde luego, ella no en tra b a en sus intenciones persona­
les. H abría que cu id ar de que la consciencia m usical fuese
m ás allá del gusto, pero que no retrocediese por d etrás de él,
cayendo en la b arb arie. H allándonos com o nos hallam os en
plena tendencia universal hacia la des-artificación del arte, es
ésta una m áxim a que —como decía en o tro tiem po el título
del libro de Adolf Loos— ha sido dicha siem pre al vacío.
Si se aguarda una inform ación actual acerca de las ins­
tituciones y funciones que form an el gusto, habrá que tener
en cuenta la n aturaleza problem ática del gusto m ismo; ella
ayuda a explicar p o r qué resulta tan estéril, por ejem plo, el
p red icar una m úsica elevada y grande frente a una m úsica
ligera y baja, en el m om ento en que la diferencia entre esos
dos cam pos ha ido creciendo hasta la desm esura. Hoy es
m ás necesario que nunca p ro te sta r co n tra la b arb arie exis­
tente en el seno del arte. Pero tal p ro testa suena a huera ya
p o r la form a que adopta, pues se en fren ta a la sociedad como
algo altanero y convencido de tener, por descontado, razón.
La diferencia en tre quien sigue com prendiendo en su conte­
nido de verdad uno de los últim os cuartetos de Beethoven
v quien de ahí deriva patéticam ente la norm a de que es ne­
cesario que los hom bres com prendan ese cuarteto, de que
es necesario llevar o elevar a los hom bres a com prenderlo,
com o si eso fuera siquiera posible en las condiciones actu a­
les — esa diferencia es apenas m enor que la que se da entre
la verdad y la ideología. La objeción de que no es lícito reco­
nocer la su p erioridad de algo y, al m ism o tiem po, verse obli­
gado a ren u n ciar a patrocinarlo, es una objeción sólo para
quien desconoce el antagonism o existente entre la autonom ía
artística y el nivel social.
Aquí no harem os m ás que m encionar el problem a de si
instituciones tales com o la enseñanza de la m úsica y como
la crítica m usical, que de suyo están dedicadas a form ar el
gusto, siguen p restan d o aún alguna ayuda a aquel gusto
que sería necesario que estuviera presente para que resu ltara
posible trascenderlo. A ese m ism o problem a, se en fren ta la
enseñanza de las ciencias del esp íritu en las universidades.
En la m úsica ese problem a tiene sin duda una actualidad
especial, en razón de la tendencia a pedagoguizarla. Esa ten­
dencia consiste en que el cam po de la enseñanza, el medio
que ya no está seguro de su fin, se convierte a sí m ism o
en un fin y q u erría ante todo re fo rm ar la m úsica en tera
hasta hacer de ella un fiel re tra to de sí.
Me lim itaré a aludir a un solo síntom a, que extraigo del
con ju n to de la crisis de la form ación musical; es un sínto­
ma que, a mi parecer, constituye una prueba de que la
sociedad to talitaria interviene de m odo directo, con unas pre­
tensiones verdaderam ente totalitarias, en las cuestiones refe­
rentes a la form ación del gusto y del juicio m usicales.
Ju n to con R udolf Stephan, que ah o ra es catedrático num e­
rario de m usicología en la U niversidad Libre de B erlín, p ar­
ticipé hace algún tiem po en un debate radiofónico sobre
H indem ith. Ambos nos expresam os en un tono muy crítico.
No es extraño que se considerase nuestra charla com o un
ataque al difunto com positor. Ya en vida de H indem ith había
experim entado yo reparos cada vez m ayores con respecto a
su obra y con respecto, si así cabe hablar, a la tendencia fi-
losófico-cultural que en ella se m anifiesta, y había expuesto
públicam ente tales reparos. Los p artid ario s de H indem ith
podrían h aber replicado al contenido de aquella charla; y
nadie pondrá en duda que nosotros dos habríam os contes­
tado públicam ente a nuestros adversarios en el m ism o sitio.
Pero no fue eso lo que ocurrió. No hubo ninguna réplica
referida al o bjeto de la charla, aunque existía una versión
escrita de ésta. No se polemizó co n tra lo que nosotros ha­
bíam os dicho; se polemizó co n tra el hecho de que lo hubié­
ram os dicho. Y recurriendo a toda suerte de intrigas se
pretendió hacer im posible que se realizase una crítica radi­
cal de H indem ith, basada en sus com posiciones. He oído
decir que algún tiem po después, en o tro caso en el que yo no
intervenía —se tra ta b a de Hans Pfitzner y de su furibundo
nacionalism o—, se intentaron las m ism as m aniobras.
El culto ciego a los nom bres consagrados su p lan ta eso
que hoy suele llam arse —con una palabra m ancillada por el
abuso— diálogo, y que sería lo único decoroso y apropiado
al esp íritu de una sociedad dem ocrática. Del carác te r feti­
chista de la m úsica form a parte el trasfo rm ar en vacas sa­
gradas a aquellos com positores cuya m entalidad, en el clim a
de la cu ltu ra resu citada de las ruinas de la guerra, nos trae
a la m em oria las esencias del hogar. El sello m ercantil «Ce­
lebridad» se convierte en au to rid ad e im pide que se refle­
xione en detalle sobre las razones que hacen que una com ­
posición o un co m p ositor puedan ser calificados fu n d ad a­
m ente de buenos o malos. En lo posible la gente racionaliza
su incapacidad de replicar a objeciones sólidas, y hace de
esa incapacidad la v irtud propia de una interioridad dotada
de tal profundidad, que no necesita desgastarse inútilm ente
en la discusión. Se intenta o to rg ar a la insuficiencia espi­
ritu al un certificado de superioridad m oral sobre los avie­
sos intelectuales, y se m enosprecia el hecho de que aquí no
se tra ta de diferencias de tipos hum anos, sino de la o bje­
tividad del objeto. De un modo parecido al que acabo de
in dicar se reaccionó, en la época prefascista, co n tra algu­
nas afirm aciones de Thom as Mann acerca de R ichard Wag-
ner. C aracteres sociales de ese m ism o género son los que,
hoy, no defienden a H indem ith o a Pfitzner co n tra las ob­
jeciones, sino que q u isieran facilitarles un m onopolio situa­
do m ás allá de la lib ertad de hacer objeciones. Esto desem ­
boca en la elim inación de la crítica, tal com o se dispuso en
el Reich de H itler. El restauracionism o cultural y social se
dispone a d ar el salto al control b ru tal del pensam iento.
Si yo hub iera de decir, en vista de todo esto, qué es lo
que sería necesario hacer propiam ente en la vida m usical,
sin ten er en cu en ta su correlación con el conjunto de la so­
ciedad, mis respuestas no podrían ser m ás que sum am ente
m odestas. En Alem ania —para em plear un concepto del que
a m enudo se nos asegura que ya se ha hecho realidad, siendo
así que en todo caso designa algo que está aún por reali­
zar—, en Alemania, digo, habría que des-ideologizar la vida
m usical. Asimismo h abría que d esprenderse de la pertinaz
ilusión de que m ediante la m úsica es posible m odificar esen­
cialm ente las relaciones m utuas de los seres hum anos. Pero
tam poco cabe salvar la supersticiosa creencia de que posee
v erdadera realidad esa quebradiza in d u stria que se im agina
se r cu ltu ra y que resulta inadecuada, incluso en sus cum ­
b res m ás altas, al o b jeto saqueado p o r ella. En vez de dedi­
carse a hacer la apología de lo que acaece y de lo que tiene
el poder de ser-así-y-no-de-otro-modo, h abría que exigir una
objetivación [ V ersachlichung] en todos los ám bitos m usi­
cales.
Que nadie me en tienda mal, creyendo que me estoy re­
firiendo a aquel objetivism o [ Sach lich keit] que hace cuarenta
años anduvo m anifestándose alocadam ente en el neoclasicis­
mo, en la m entalidad opuesta a la expresión, en el m otorism o
y en la tozudez m aquinal. Todo eso ha fracasado por su pro­
pia m ezquindad, p o r sus aspavientos m endaces y au to ritario s,
y hoy, fuera de ciertas sectas, no fascina ya a nadie. Aquel
viejo «Nuevo Objetivismo» [Nene Sachlichkeit] era ideológi­
co en grado sum o, se hallaba preso de la dem ente m anía
de que, a p a rtir de unas necesidades de orden que eran a su
vez p ro fundam ente equívocas, es posible producir a voluntad
algo así como un orden musical en todos los sentidos.
No es eso lo que yo entiendo por objetivación; por ella
entiendo los esfuerzos encam inados a lograr una relación
adecuada en tre los hom bres y el objeto, esto es, la m úsica
que oyen y que ejecutan, y, en concreto, una relación lo
más m atizada y espiritual posible. El concepto de «audición
estru ctu ral» —la norm a de que es preciso o rien ta r n u estra
labor a lograr que lo que siem pre acontece de m odo espe­
cífico en las obras m usicales llegue a la consciencia en la
actualidad om nicom prensiva de la audición— acaso indique
cuál es la m eta a que habría que tender. He elegido adrede
la p alabra «consciencia». Esa palabra no pretende significar
la reflexión externa, no pretende significar, por ejem plo, la
capacidad de red u cir a su concepto teórico aquello de que
se ha tenido una experiencia m usical. Con todo, no se de­
b ería seguir considerando la m úsica com o un enclave re­
servado a lo irracional. En el acto de oír, lo oído debería
hacerse espontáneam ente presente en toda su plenitud, con
su unidad y su m ultiplicidad. El ponerse a soñar con los
ojos abiertos —actitud que erróneam ente se tom a por sen­
tim iento— o el en tregarse agitadam ente a ejec u tar m úsica
—actividad que a sí m ism a se tiene por algo muy propio de
la gente m usicante [ m usika n tisch ]— dificultan la experien­
cia lúcida del objeto. De ahí, sin duda, es de donde es p re­
ciso d eriv ar tam bién la norm a decisiva de la in te rp re ta ­
ción m usical: ésta debe hacer m anifiestos de modo com ­
pleto los aspectos contenidos objetivam ente en una com ­
posición, en la m edida en que son evidentes en un instante
histórico. La m ayoría de las ejecuciones de la m úsica tra ­
dicional y de la nueva m úsica —incluso las realizadas por
los in térp retes m ás famosos— son falsas, y eso se podría
m o strar de un m odo contundente.
La objetivación de la vida m usical —de buena gana di­
ría: su m usicalización— colaboraría a c e rra r la fisura que
separa a la ob ra de los oyentes, y a los oyentes de la m úsica
contem poránea. La obra ejecutada y oída correctam ente en
sus m atices y en su conjunto sería a la vez, de m anera inm e­
diata, la o b ra com prendida. Esa m anera de o ír fortalecería
p or sí m ism a la relación con lo nuevo. A éste le es esencial
poner de m anifiesto hacia fuera aquello que en la m úsica
tradicional era subcutáneo, se hallaba escondido b ajo la
piel, y que p or ello necesitaba de la ayuda de una ejecución
in terp retativ a y tam bién, por así decirlo, de una audición in­
terpretativ a. En este sentido la nueva m úsica es, si se quie­
re, m ás sencilla que la m úsica tradicional. Lo único que
o cu rre es que el lenguaje estereotipado de esta últim a im pi­
de ad v ertir que se la com prende m uy poco, m ás aún, que
no se la puede co m prender en absoluto, dada la m anera en
que se la ejecu ta en la vida m usical hoy dom inante. La obje­
tivación a que me estoy refiriendo equivaldría a la form a­
ción m usical: en ella se ejercitaría la capacidad de discernir
cualitativam ente los niveles form ales, la plenitud configu-
rad o ra y la energía organizativa. Sin dificultad saldrían de
ahí criterios p ara ju zg ar las com posiciones: el rango de
éstas depende, m ás que de cualquier otro elem ento, de las
categorías m encionadas. La apariencia de pluralism o, es de­
cir, la ilusión de que fenóm enos divergentes e irreconci­
liables entre sí —de la sum a de los cuales se com pone la
vida m usical hoy— tienen los m ism os derechos, desaparecería
tan p ronto com o la audición estru c tu ral percibiera de m odo
inm anente la calidad o la falta de calidad de las obras,
sin necesidad de re c u rrir a préstam os de valores cualesquie­
ra tom ados de fuera. Si es cierto que no hay más que una
verdad, entonces tam poco hay en la m úsica m ás que una ver­
dad. Pero ésta no consiste en una generalidad ab stracta, sino
que se desvela en la concreción de lo diferente.
La des-ideologización no debería detenerse tam poco ante
la relación en tre m úsica y sociedad. T endría que afro n ta r la
problem aticidad social de la m úsica actual —es decir, la
p roblem aticidad derivada de su dependencia de poderes he-
terónom os, y no, en m odo alguno, de su asocialidad, que
tan to se invoca—. Igual que todo lo cultural, tam bién la m ú­
sica ha perdido su obviedad, el ca rác te r indubitable de su
raison d'étre. Cuanto m ás se ha rebajado la m úsica social­
m ente integrada a ser un pedazo de m asilla y de positividad,
cuanto m ás se ha convertido en m era propaganda, tanto
más problem ático se ha vuelto su derecho a seguir siendo
cultivada todavía en sus form as tradicionales, según el cri­
terio de verdad que hay en sus producciones suprem as. Un
máxim o de des-ideologización es la respuesta a la ideologi-
zación total de la música. El fundam ento m etafísico que
abona lo dicho consiste en que el sentido objetivo que las
ob ras m usicales, lo quisieran ellas o no lo quisieran, han
venido co rro b o ran d o hasta su fase más reciente, ese sen­
tido se ha vuelto incierto en su verdad. Tal vez la m úsica
no llegue a alcanzar aquel sentido que es el suyo propio has­
ta que se dé cuenta de que ya no es necesaria ni está ju s ti­
ficada sin más.
Para u n a selección im aginaria
de Lieder de Gustav M ahler

Dedicado a E rw in Raíz

Cuando Antón von W ebern tenía diecinueve años, antes


p or tan to de realizar estudios con Schónberg, escribió que
la m úsica de M ahler producía «verdaderam ente una im pre­
sión de infantilism o», sobre todo en com paración con Ri­
chard S trauss. Pero que a él le gustaba m ucho. W ebern, que
ha sido el in térp re te m ás destacado de M ahler, apoyó du­
rante toda su vida la causa m ahleriana.
Pero la contradicción que se m anifiesta en las citadas
palabras de W ebern es la productiva contradicción que se da
en los Lieder de Gustav M ahler. Aquello a lo que W ebern
hacía el reproche de prim itivism o no queda lejos de eso que
d u ra n te el siglo xtx se conoció con el nom bre de canción
folklórica [volkstü m liches L ied], y sobre lo cual recae la
sospecha de h ab er intentado im itar algo que estaba perdido
de m odo irrem isible y que, adem ás, nunca había existido
históricam ente en la form a en que lo presenta, de modo
engañoso, la nostalgia retrospectiva.
Tan sencilla parece la factura de los Lieder de M ahler,
que es com o si éste no hubiera participado de ningún modo
en las conquistas com positivas alcanzadas por el R ichard
S trau ss de aquellos m ism os años. No hay en ellos polifo­
nía; m uchas ocurrencias m usicales suenan a vulgares; la
arm onía queda en la m ayoría de los casos por debajo del
crom atism o del Trisíán. Y, sin em bargo, la m úsica es capaz
de lograr su diferenciación, tam bién por lo que respecta a los
aspectos com positivos palpables, en dim ensiones m ás recón­
ditas: en la e stru c tu ra íntim a de la m elódica, en la m étrica,
en el arte de las m odulaciones arm ónicas pasajeras, en la
disposición form al. La inexhausta fuerza de los Lieder mah-
lerianos se m u estra en el hecho de que aquellas dim ensiones
de diferenciación se hallan com penetradas con un vocabu­
lario sim plista. Lo uno es condición de lo otro. En el p rim er
S trau ss no hay m enos m odulaciones p asajeras ni m enos cam ­
bios m étricos que en los Lieder de Mahler. Sin em bargo,
d en tro del despreocupado ím petu que rige en la totalidad,
aquellas m odulaciones y aquellos cam bios se torn ab an en
S trau ss indiferentes. M ahler destaca el matiz, la diferencia
m ínim a respecto al esquem a, sobre el trasfondo de un idioma
que él todavía apreciaba. Esto hace que el m atiz se torne
llam ativo y esencial, cual si el m undo pendiera del cam bio de
u na tercera m enor a una tercera mayor.
En este sentido resu lta paradigm ático un Lied com o el
titulado W er hat dies Liedlein erdacht? [¿A quién se le ha
o currido esta cancioncita?] En todos los aspectos, tam bién
p or su atm ósfera serena, este Lied se presenta com o algo
muy banal, com o un deleitoso Lándler trip artito , con una
sección central en form a de trío, y una reexposición.
La introducción in stru m en tal es relativam ente larga: doce
com pases. En realidad serían trece, pues el final de la in­
troducción se solapa con la en tra d a de la p arte vocal; las
secciones principales de este Lied se hallan entrelazadas
unas con o tras de un m odo sutil. La introducción tiene com o
base un m otivo circu lar de dos com pases, que cam ina en
m ovim iento re tró g rad o hacia sí m ismo. La construcción tra ta
de m anera irreg u lar ese motivo. En el segundo com pás
se recoge el elem ento final o inicial del motivo, que abarca
un com pás, y se hacen secuencias con él. D esp u és'se repite
el motivo inicial, una vez m ás d u ra n te dos com pases, en el
grado superior, y arm ónicam ente en la región de la subdo­
m inante. Ahora no vuelve a aparecer, sin em bargo, el breve
elem ento final del motivo, sino que el motivo principal que­
da am pliado h asta ab a rca r cinco com pases, m erced a su
m ovim iento co n stan te en sem icorcheas. Hay variantes inter-
válicas que rozan la tonalidad de la dom inante; al final
M ahler m odula hacia el quinto grado de la tonalidad p rin ­
cipal. Como coda de la introducción, por así decirlo, se
retom a el elem ento final de dos com pases, el cual esta vez,
com o consecuencia de la figuración que le ha precedido,
queda disuelto asim ism o en sem icorcheas. Así de com plejas
son las peculiaridades m étricas de la introducción, y así de
com plejas son tam bién las peculiaridades m elódicas, que
están enteram en te am algam adas con las prim eras. Y, no obs­
tante, son de una lógica que se insinúa de un m odo to tal­
m ente irresistible. Esto sitúa el período am pliado muy por
encim a de todo sim plism o aldeano; y ello ocurre sin que
el oído, que se en trega confiado al flujo sonoro, sea capaz
de explicar cóm o es que esos com pases son un L ándler y
son, a la vez, gran m úsica.
La p rim era p arte vocal principal de este Lied consta
de tres pensam ientos. Un p rim er pensam iento está form ado
po r el m otivo p rincipal de la introducción. Viene luego un
tem a secundario, tra s una m odulación —muy característica
de M ahler y m uy au stríaca— hacia un terc er grado que por
instantes se independiza pasando al m odo m enor, en las
p alabras Da gu cket ein fe in ’s lieb's Madel heraus [Desde
allí está m irando u na querida, sim pática m uchacha]. La p re­
p onderancia de corcheas y de unos intervalos m ás am plios
hace que este tem a secundario se diferencie en gran me­
dida del m otivo principal, pero sin que aspire propiam ente
a c o n tra sta r con él; es una continuación específica, que tra n s­
cu rre sobre todo en la tonalidad de la subdom inante. P or fin
hace su aparición, de nuevo en la tonalidad principal, una
especie de conclusión, que recu rre al citado m ovim iento de
cinco com pases de la introducción y que va condensándose
de modo im perceptible com o si se tra ta se de una coda.
La p arte cen tral de este Lied es claram ente un trío de
Lándler, com o un obsequio, en la tonalidad de la m ediante
trasp u esta en m odo m ayor, con un gran núm ero de delicadas
m odulaciones. El trío prolonga su rasgo general m odulante
en el puente que lleva a la reexposición de la p arte p rin ­
cipal.
Y esta reexposición es lo m ás asom broso: com ienza con
el pensam iento tercero, con el pensam iento final de la p arte
principal, en las p alabras W er hat denn dies sch o n ’ schóne
Liedlein erdacht [A quién se le ha ocurrido, pues, esta can-
cioncita tan herm osa, tan herm osa]. E strecham ente asociado
con él viene luego —a p a rtir de las palabras E s haben’s drei
Gcins’ übers W asser gebracht [T res gansos la han traíd o por
encim a del ag u a ]— una repetición del pensam iento segundo,
repetición que tra b a ja con variantes e inversiones. Y poco
a poco, utilizando en ostinato el m otivo principal, la reex­
posición va to rn an d o hacia el com ienzo y term ina con el am ­
pliado m ovim iento de coda derivado de la exposición.
Dicho con o tras palabras: este Lied, com puesto en los
años noventa del siglo pasado, desarrolla, con el ropaje de
un Lándler, y p artiendo del im pulso de unas variaciones no
esquem áticas, desarrolla, digo, una arq u ite ctu ra en movi­
m iento retró g rad o . Y esto no viene determ inado p o r un
cálculo serial, ni p o r refritos de los artificios propios de los
m aestros flam encos, sino que es la realización m usical de
un m ovim iento circu lar en torno a sí m ism o existente en la
célula del m otivo principal; es construcción en cuanto algo
en teram en te orgánico. Eso que a los infantiles les suena a
infantil anticipa problem as estru ctu rales que no se pondrán
de m anifiesto h asta setenta años m ás tarde. Esto hace en te­
ram ente innecesario que nos detengam os a hablar acerca de
la actualidad de los Lieder m ahlerianos. Aquí hem os llam ado
la atención tan sólo sobre los aspectos que m ás destacan;
pero un análisis m inucioso podría m o strar que los aspectos
estru ctu rales m encionados no surgen de un afán a rb itra rio
de ob ten er variedad. Dan satisfacción a las necesidades, es­
cuchadas íntegram ente, del decurso de la com posición.
El contenido —la objetividad ro ta— aparece en esas di­
ferenciaciones técnicas. Tal objetividad rota es un resultado
que se deriva de la actitu d adoptada por quien canta en esos
Lieder, por el su jeto com positor; es un resultado que brota,
no de la persona fo rtu ita de M ahler, sino del yo espiritual
m usical en el cual los Lieder se apoyan y que tom a posi­
ción en ellos. E stos Lieder no hablan con la inm ediatez
propia de la lírica; la m ayoría de ellos son narrativos, épi­
cos, al igual que las form as sinfónicas de M ahler. Y, no
obstante, en ellos está latente la idea de que la m úsica ya
no puede p ro piam ente n a rra r un suceso, com o tam poco pue­
den hacerlo las palabras: es la im posibilidad de la balada.
De ahí procede el gesto de hacer «como si» fuera posible
n a rra r, la ironía com o en la gran novela, una tom a de po­
sición que se b u rla objetiva y subjetivam ente de las cate­
gorías estereotipadas.
Como es sabido, los Lieder de M ahler m antienen una re­
lación estrechísim a con sus sinfonías; esto no sólo ocurre
en lo que respecta al contenido de tem as y m otivos, sino
que penetra, an tes bien, h asta el e stra to básico de la com ­
posición. Los Lieder de M ahler son en verdad el eslabón que
enlaza la idea objetiva de la sinfonía (una idea objetiva
que deja por d etrás de sí al m ero individuo y que a la vez
lo salva com padeciéndose de él) y el im pulso subjetivo; la
reconciliación de este im pulso subjetivo con aquella o bje­
tividad es la m eta a que se orientan todos los trab a jo s y to­
dos los esfuerzos de M ahler. En esto M ahler se sirve de
aquellos vestigios de un canon form al envolvente, dado de
antem ano, que p ara M ahler seguía estando p resen te y del
que se hallaba im pregnado desde su infancia pasada en Bo­
hem ia: el canon, sobre todo, de la m archa y del Lándler.
Pero el yo m usical que aquí n arra, y que a veces hace hablar
d irectam ente a los personajes de las poesías, es el yo m oder­
no, el yo que se pone a sí m ism o aparte, que no se entrega
al engaño colectivo, el yo configurado enteram ente de form a
autónom a. Ese yo m usical se relaciona de continuo, en efec­
tos pu ram en te m usicales, con aquello que se cuenta, im pone
sus propias intenciones a los topoi. Lo que define el cosm os
de M ahler es la relación en tre idiom a y desviaciones del
idioma. El su jeto com positor, que se entrega enajenado
al objeto, pero que no por ello queda abolido positiva­
m ente en él, se revela en la m edida en que m atiza el len­
guaje, mas sin im p lantarse a sí m ism o de un modo ingenuo
y au to ritario . Ese su jeto confiesa con m elancolía que es una
ficción la objetividad, la objetividad en la cual precisam ente
él sigue aún buscando refugio. E sto fue sin duda lo que
hizo que o rig inariam ente M ahler llam ase H um oresken [H u ­
m oradas] a sus Canciones sobre poem as de «El cuerno m a­
ravilloso», aun cuando m uchas de esas canciones encierran
una tristeza m ortal. Sólo de m anera indirecta se identifica
el yo m usical con las m usicae personae, con todas aquellas
víctim as que sollozan im potentes, de las que tra ta n los tex­
tos de la canción p opular y los que se asem ejan a ésta.
Siem pre que el idiom a tradicional queda desgarrado, a tra ­
vés de ese desgarrón asom a su m irada el rostro del com ­
positor, un ro stro que sufre por los o tro s rostros con los que
tiene parecido. Aquí se está muy lejos de la arcaizante con­
fianza en ún m undo eterno de form as m usicales, igual que
se está muy lejos de una especie de lírica que en M ahler
em pezó a d u d ar p or vez prim era de su derecho a seguir
diciendo yo. E stos Lieder no los c a n ta rá bien nadie que no
halle esa fisura, nadie que no encuentre la interacción
en tre el idiom a y aquello que se distancia del idioma.

C uantitativam ente la obra liederística de M ahler no es


muy am plia. Ju sto su condensación hace que resulte difícil
seleccionar una antología. No debería dejarse fuera ninguno
de los Lieder que form an ciclos, es decir, las Canciones
de un aprendiz errante y las Canciones a la m uerte de los
niños. Los Lieder p ara piano tendrían prioridad si no fuera
porque todos ellos proceden de la prim era juventud de Mah­
ler; faltan aquí todavía elem entos esenciales. Las versiones
pianísticas de Lieder pensados p ara orq u esta suscitan cier­
tam ente reparos en un p rim er m om ento. Pero hay que eli­
m inar tales reparos; y ello, aunque no fuera auténtico lo que
se dice: que si M ahler escribió Lieder para orquesta, lo hizo
únicam ente porque siem pre cabía la esperanza de encon­
tra r un d irecto r de orquesta dotado de m usicalidad, pero
nunca un acom pañante pianístico que poseyera esa m ism a
cualidad. Llam a la atención el hecho de que M ahler evitase
la expresión «reducción p ara piano». Hizo im prim ir explíci­
tam ente las Canciones sobre poem as de «El cuerno m aravi­
lloso» con el títu lo de Lieder «para una voz con acom paña­
m iento de piano». Es evidente que no quería p riv ar de su
derecho propio a las versiones realizadas por él m ism o. Hay
una correspondencia entre esto y el objeto. La bidim ensio-
nalidad, la frecuente falta de profundidad de la sonoridad
o rquestal en las p rim eras obras de M ahler no se ad a p ta mal
al piano. Aunque las versiones in strum entales estén hechas
con verdadero prim or, todo el arte de esas versiones se lim i­
ta a realizar la com posición. Las dim ensiones estru c tu rales
son in stru m en tad as en su totalidad. Ni el color instrum ental
actúa como un p arám etro independiente, ni el volum en se
am plía de m anera sinfónica, si dejam os fuera escasas excep­
ciones, com o el Lied titulado Revelge [D espertar] o la últim a
de las Canciones a la m uerte de los niños. Para favorecer que
las voces aparezcan nítidas y que los acordes puedan ser es­
cuchados en todas sus notas, se renuncia a cualquier relleno.
Esto conviene a la versión pianística. Aunque ésta sea muy
escueta, no deform a ni vulnera nada. Se en co n trarán po­
quísim os pasajes que suenen a tran scrito s. Frente a la usual
distinción en tre Lied para piano y Lied para orquesta, los
Lieder de M ahler bosquejan la idea de una tercera realidad,
la idea de una m usical tierra de nadie, la cual no queda por
debajo de los m ateriales concretos de la sonoridad, sino que
se sitúa p or encim a de ellos, com o el reino de esp íritu s
de que m uchos de ellos nos traen alguna noticia.
Sería necesario m o strar al m enos los caracteres funda­
m entales típicos del m undo liederístico m ahleriano, aunque
por esta razón quedase fuera, p ara no duplicar el carácter
del Lándler, una pieza llena de un encanto tan vivo como
Rheinlegendchen [Pequeña leyenda renana].
Al Lied que com ienza Icli ging m il Lust durch einen grü-
nen Wald [C am inaba yo alegre p o r un verde bosque], escri­
to originalm ente p ara piano y voz, cualquier m uchacho de
escuela p rim aria podría ca n tu rrea rle las objeciones h ab itu a­
les: que la arm o n ía no se mueve, que la p arte cen tral re­
su lta anodina. Tales objeciones ten d rían que avergonzarse
en presencia de la expresión irresistible que hay en este
Lied; el ca rác te r vagoroso, inexpreso, de su concepción, que
nos oprim e el corazón, condiciona de suyo una arm oniza­
ción que, m ás bien que avanzar, lo que hace es balancearse.
En él podem os o b servar cóm o ciertas m odificaciones m íni­
m as (por ejem plo: el colocar un pedal de tónica allí donde
lo que está com puesto es m ás bien un quinto grado; o la
altern an cia en tre un fa y un fa sostenido en un acorde de
séptim a p or analogía en lugares análogos; o el grupeto aña­
dido, en la ú ltim a estrofa, en la en tra d a del sexto grado) se
tran sfo rm an , in sertas como están d en tro d e algo que visto
desde fuera es en teram en te sencillo, se transform an, digo,
en sellos que poseen un alcance incalculable. E ste Lied tiene
algo de esas figuras que aparecen en los libros ilustrados
y sobre las cuales el niño pasa la página a toda p risa porque
esas figuras le dan m iedo, pero que, sin em bargo, vuelve
a h o jear una vez y otra, p ara llo rar feliz delante de ellas,
pues son la síntesis concentrada de todas las prom esas y de
todos los fracasos de una vida entera, algo casi insoporta­
blem ente próxim o a la experiencia corporal.
H eute m arschieren wir [H oy desfilam os], que es tam bién
un Lied p ara piano, rondó hecho de una sola pieza, contiene
asim ism o, cual si fuera un arm ario de especias, los ingre­
dientes m ahlerianos: la osadía postiza, la oscilación entre
sentim entalism o y parodia, lo plañidero. E n tre las estrofas
chocan de m odo a b ru p to tonalidades distantes, pero se ha­
llan ligadas p or cadencias en el sentido de sextas napoli­
tanas que estu v ieran com puestas en todas sus notas. La
b ro m a final del Aus, de la interjección que niega la últim a
frase, diciendo que aún no está aus [no se ha acabado], ex­
plota am enazadoram ente en el chiste.
Ablosung im S o m m e r [S eparación en verano] es, pese
al acom pañam iento pianístico, un ejem plo de la conexión
e n tre Lied y sinfonism o; constituye el núcleo del Scherzo
de la muy p o sterio r Tercera sinfonía; es una anticipada obra
m aestra m ucho an tes de que M ahler fuera un m aestro; y en­
cierra num erosas resistencias co n tra la escritu ra correcta
tradicional; en este Lied aparecen desplazam ientos en quin­
tas y tríadas dism inuidas prohibidas. Un modo m ayor, que
está tejido con gran densidad y que tam bién él m ism o rea­
liza un tejido muy denso, hace b rillar p o r m om entos el nada
heroico bosque de cuentos m ahleriano. Los últim os com pa­
ses se identifican ya con los anim ales que patalean cual si
estuvieran som etidos a un hechizo; es una extravagancia na­
cida de un h u m anitarism o que se extiende a toda la 'r e a ­
lidad.
Con respecto a Der Schildw ache N achtlied [Canción noc­
tu rn a del centinela], perteneciente al ciclo de las Canciones
sobre poem as de «El cuerno maravilloso», podría discutirse
si no ocurre que las estrofas del soldado resultan dem asia­
do com pactas, dem asiado orquestales, para un Lied pianísti­
co. Pero no se debería d ejar fuera este Lied, y ello en razón
de la estro fa de la m uchacha, que es uno de los pasajes más
inspirados de M ahler. La arcaica irregularidad de la m étrica
de las canciones forklóricas, que se rem onta a la balada ti­
tulada Prinz Eugen, der edle R itte r [E l príncipe Eugenio,
aquel noble caballero] y que resu ltab a corriente todavía en
aquella época, se acopla con una libertad en el m odo de reac­
cionar que su p era ya el período de ocho com pases. Una a r­
monización dulce y audaz, realm ente sin precedentes, viene
m otivada p o r un discreto acorde de transición. G racias
a m últiples re ta rd o s consigue M ahler unas sonoridades com ­
plejísim as, llenas de crom atism os, sin que al hacer eso
vulnere la estilización de la canción popular. E sto tiene el
m ism o m ordiente que tienen las uvas austríacas de Riesling;
en el alem án de A ustria se diría, p ara calificarlo, que schme-
ckert [está g u stoso]. M ediante curvas que se desvanecen la
m elodía ju stifica lo que está aconteciendo en la dim ensión
vertical. La ú ltim a estrofa, que se extingue sin llegar a una
resolución, sim plifica lo que se va desbordando, m elancó­
lico y lum inoso a la vez, por encim a de un prolongado pedal.
W er hat dies Liedlein erdacht [A quién se le ha ocurrido
esta cancioncita] representa los L ándler cantados de M ahler.
Pese a todos los artificios com positivos que hay d etrás de
las bam balinas, es una de las piezas que, de m odo sem e­
ja n te a lo que o cu rre con el A ndante de su Segunda sinfonía,
ejerce una seducción que nos hace am ar a M ahler. E ste Lied
es por sí solo u n a refutación de todos los prejuicios que
ponen en duda la riqueza espontánea de las ideas m usicales
que se le o cu rrían a M ahler.
Wo die schonen T rom peten blasen [Allí donde suenan
las herm osas tro m p etas] pertenece al tipo de Lied cantado
p o r una voz que es como la voz de un espectro. Dolorosísi-
m as acentuaciones de los re ta rd o s se convierten en arm onías
conductoras, las cuales su jetan com o abrazaderas la form a.
El con traste en tre fragm entos oníricos de toques m ilitares
y una m elodía en .com pás de tres p o r cuatro —una m elodía
que reto rn a, y que es cantable com o un trío— , ese c o n tra ste
es el que crea la estru c tu ra. La p a rte final agrupa la to ta­
lidad p ara h acer de ella un Abgesang, en el que habla la quin­
taesencia m ism a del lenguaje m usical de M ahler.
Las Siete canciones de la últim a época no corresponden,
claro está, a la ú ltim a época, sino que fueron com puestas du­
ran te el período en que M ahler escribió la Cuarta y la Quinta
sinfonía. No o b stan te, algo puede decirse —al m enos con res­
pecto a una p a rte de ellas— en favor de ese título, que se ha
generalizado. E stos Lieder, casi sólo éstos, son lírica subjetiva
en el sentido fu erte de esta expresión: lo son p o r su co rted ad
expresiva, la cual es ya tan grande com o volverá a serlo
luego en algunas p artes de La canción de la tierra. Su es­
c ritu ra , que se reduce a m eros toques, es accesible al piano.
En el singular am o r que, en los años centrales de su vida,
M ahler sintió p o r R ückert, es perceptible sin duda algo
de aquel m ism o afán retrospectivo de salvar cosas que tam ­
bién K arl K rau s experim entó, p o r desesperación an te la
p alabra dem asiado decible.
Ic h t a tm e t’ einen linden Duft [E sta b a yo respirando un
suave p erfum e] destaca de m anera ejem p lar un rasgo que
sitú a la en tera creación liederística de M ahler muy p o r en­
cim a, tam bién en sus aspectos técnicos, de la creación lie­
d erística de su época. Ese rasgo consiste en la síntesis temá-
tico-m otívica en tre la p arte de canto y el acom pañam iento.
Ambos m edios se am algam an en teram ente h asta llegar a una
tern u ra extrem a, en la que en cu en tra refugio la m áxim a in­
tensidad. Asentado en el lím ite m ism o del enm udecim iento,
este Lied, aun m anteniendo unas relaciones estrictam en te
tonales, recu erd a lo que será el gesto propio de W ebern.
El lazo m elódico se extiende por encim a de abism os arm ó ­
nicos; cuando aquel lazo halla el cam ino de vuelta hacia
sí m ism o, los abism os quedan integrados en la form a, que­
dan de algún m odo reconciliados. Es preciso relacionar el
tem po lento con blancas con puntillo, no con negras. En
ningún caso se e jec u tará la versión p ara piano con igual
len titu d que cabe em plear en la versión orquestal — aunque
tam bién esto últim o es erróneo.
Liebst du urn S chonheit [Si me am as p o r mi belleza] nos
conduce h asta el lím ite m ism o del docum ento, a la m anera
de las hojas de d iario de La canción de la tierra. La acentua­
ción, en m odo m enor, de la palab ra Jugend [ju v en tu d ], la
ahogada nota ú ltim a, que ya no en cu en tra resolución, hacen
saltar ya p o r los aires, sin quererlo, y en pleno idiom a
usual, la o b ra estética apoyada en sí misma.

A pesar de la sencillez de estos Lieder, y precisam ente


p or ella, su in terp retació n es sobrem anera difícil. Por un
lado, la sencillez ha de ser la sencillez propia del sim ple
canto, la de quien canta como en tre dientes, como si lo es­
tuviera haciendo p ara sí solo. Ninguna instancia artificial
situada en tre la voz corporal y la voz como instrum ento de­
b erá ser reconocible; nada recordará el canto de una can­
tan te profesional. P or otro lado, es preciso bu scar un máxim o
de expresión, es necesario in te n ta r poner de m anifiesto cada
una de las em ociones. A la vista de su asociación con form as
vetustas, se evitará el absurdo de una objetividad su b re p ti­
cia. El neobarroco ha estropeado todo. El ejecu tar esta m ú­
sica como de corrido, sin interrupción ninguna, sería algo
com pletam ente errado. Si en el Lied p ara orquesta titulado
La vida terrena M ahler exigió por una vez algo parecido a
eso, fue la excepción que confirm a la regla de una ejecu­
ción enteram en te libre, articulada. Justo esa ejecución ente­
ram ente libre y articulada es la que representa aquello en
que estos Lieder se inclinan hacia lo brotado directam ente
de la naturaleza. El bello concepto de rubato obligato, acu­
ñado p or Erw in Stein, cuadra a los Lieder de M ahler más
que a ninguna o tra m úsica. La construcción estrófica no
inducirá a un m odo de ca n ta r que parezca no acabar nunca;
es preciso, p or el co ntrario, frasear con todo énfasis las estro ­
fas. El tratam iento- intencionadam ente suelto de éstas en
M ahler, su vaguedad llena de arte, que viene a s u stitu ir una
tradición vocal inexistente, es un recurso expositivo de la
com posición, y a él tendría que plegarse enteram ente la eje­
cución. Si yo no tem iera ser m alentendido de m odo grosero,
diría lo siguiente: ninguna nota deberá asem ejarse a o tra
en ninguno de estos Lieder; los signos agógicos de M ahler,
que son la an títesis de todo historicism o de la canción po­
pular, apoyan esto; espontáneam ente habría que prolongar
tales signos h asta aquellos lugares en que no aparecen.
Si hay en M ahler algo genuinam ente austríaco, es la eje­
cución inm anente a su m úsica. Se ten d rá siem pre en cuenta
el sentido de la form a, pero nunca será dem asiada la aten­
ción prestad a al fraseo. Cuanto m ás relevantes sean los cor­
tes form ales, tan to m ás claras h ab rán de ser las cesuras; no
obstante, cuando una o b ra extraiga ím petu de sí m ism a, las
cesuras deberán atenuarse. Es preciso no to m ar n ad a con
dem asiada rapidez. Tam poco, en pleno m ovim iento, se d e ja rá
sen tir nunca u na vacilación. Ni habrá, cuando el tem po sea
lento, nada parecido a un irse arrastra n d o . En la ejecución
no qu ed ará paralizado el im pulso hacia el todo, propio de
un com positor que era tam bién d irec to r de orquesta. El ca­
rá cter ru ral de estos Lieder tiene algo de pesadez, de algo
que nunca llega a alcanzar so ltu ra com pleta. Pero la pesadez
es ligera.
En general, tal com o M ahler señaló en una ocasión, los
Lieder m ovidos se ejecutan con dem asiada rapidez, y los
tranquilos, con dem asiada lentitud; se descuidan, en cam bio,
los grados interm edios del tem po. Es preciso reflexionar so­
b re las proporciones con la m ism a atención ensim ism ada con
que lo hace el escriba. Hay que distin g u ir entre ca rác te r y
tem po real. Si sobre un Lied M ahler escribe la palabra
keck [osado], esto no significa sin m ás que haya que can­
tarlo de m an era rápida. A veces la expresión osada necesita
que el in térp re te se tom e tiem po. Hay que señalar con m á­
xim a claridad co n trastes com o los que se dan en tre las es­
tro fas correspondientes al m uchacho y las estrofas corres­
pondientes a la m uchacha, o en tre la p arte principal y el
trío. Un ideal, del cual hoy, ciertam ente, casi ningún in tér­
p rete tiene la m enor noción, sería m odelar el decurso form al
m ediante el control de los tim bres en la em isión de la voz.
En la p arte de voz tiene que reflejarse com o en un espejo
la arm onía, sobre todo en los Lieder sobre textos de R ückert.
Las form as de danza y de m archa no significan una lim i­
tación. E stablecen un cam po de referencia en el cual el m atiz
puede florecer sin m iedo. Máxima a aplicar en la in te rp re ta ­
ción co rrecta de los Lieder: ca n ta r todas y cada una de las
notas, to car todas y cada una de las notas.
El com positor dialéctico

De las razones de oposición a Schónberg la m ás visi­


ble es la siguiente: cada una de las obras salidas de su m ano
y sin duda tam bién cada una de las fases de la historia de su
m úsica han em plazado a los oyentes ante unos escritos enig­
m áticos nuevos que no se dejaban dom inar ni con el cono­
cim iento de lo que había habido antes de ellos, ni tam poco
con el conocim iento de la producción propia de Schónberg
que hubiera precedido inm ediatam ente a cada obra suya.
Unas veces era la m agnitud de su ap a rato orquestal lo
que resu ltab a trau m atizante, o tras era su exigüedad lo que
causaba espanto; unas veces era la gran riqueza de relacio­
nes arm ónicas lo que el oído h ab itu al consideraba im posible
reco n stru ir, o tras era el abism o que se abría entre las sono­
ridades au to ritarias, de significado escueto, lo que no se
podía franquear; unas veces era la insondable riqueza del
co n trap u n to lo que ocasionaba desconcierto, o tras era la
am enazadora sim plicidad lo que hacía pedazos la ornam en­
tal polifonía arm ónica del rom anticism o tardío; unas veces
era la fuerza explosiva de la expresión lo que, en las visio­
nes angustiosas de Espera y de La m ano feliz, perforaba con
su verdad inm ediata toda bella apariencia, o tras era la m e­
tálica distancia de las piezas dodecafónicas lo que se vetaba
a sí m ismo cu alq u ier expresión hum ana, y con ello ahuyen­
tab a de sí todo lo que fuera m era em patia hum ana.
Lo que de este modo jugaba e n tre los extrem os no conti­
nuó siendo difícil en razón de las innovaciones técnicas;
o tro s ad o p taro n con rapidez esas innovaciones técnicas, las
im itaron, las falsearon prestam ente tam bién, al em plazarlas
d en tro de contextos banales, de tal modo que, a la postre,
tales innovaciones pudieron revelarse llenas de sentido in­
cluso en el original que tan ta extrañeza había causado. Lo
difícil es, antes bien, el m ovim iento m ismo en tre los extre­
mos. De igual form a que ese m ovim iento no perm ite al goce
una zona in term edia segura, tam bién se rehúsa de m odo
radical a aquellas categorías con que la historia del espíritu,
aunque alardee de muy avanzada, in ten ta siem pre la tarea
banal de estab lecer unidad dentro de la m ultiplicidad de las
obras de un artista: las categorías de la evolución y de lo
orgánico. Es cierto que una obra de Schonberg sigue for­
zosam ente a la o tra; pero tam bién lo es que una no b ro ta
de la otra. No en transiciones m ínim as, sino en el salto brusco
van desgranándose las obras de Schonberg; no en vano ha
dado el título de Peripecia a una o b ra orquestal suya verda­
deram ente prototípica. En él jam ás un germen se despliega
h asta llegar a convertirse en flor. P rim ero se construyen m o­
delos —a m enudo, com posiciones vocales—; luego se realizan,
de acuerdo con esos modelos, las grandes piezas in stru m en ­
tales. Pero a las preguntas legadas por el m aterial de esas
piezas —tal com o ese m aterial em erge de la com posición—
casi nunca se les da respuesta en un avance sosegado, sino
con catástrofes: la respuesta aniquila la pregunta, aniquila el
m aterial de la que la pregunta había em ergido, e in stau ra una
m úsica v erdaderam ente nueva.
El m iedo a Schonberg, lo que lo produce no son, no, las
sonoridades inauditas, sino el ritm o de los extrem os, la a t­
m ósfera de catástrofe. Ese ritm o no dom ina de form a m e­
ram ente a b stra cta la historia de su oeuvre. Es consubstancial
a cada una de sus piezas y penetra h asta en las células más
recónditas de la com posición. Ya las Ocho canciones para
canto y piano, op. 6, no desarrollan, en la m anera de Wolf,
un m otivo m ediante secuencias y m ediaciones. Esas cancio­
nes están constituidas, h asta en sus p artes m ás pequeñas,
de con trastes; éstos se integran en una form a gracias tan
sólo a la energía de lo extrem o, p ara luego, ciertam ente
—y éste es el secreto de Schonberg— , m ostrarse, en la tota­
lidad, com o profundísim am ente idénticos. Los pocos com ­
pases de piano que sirven de introducción a la séptim a de
esas canciones, la titu lad a Lockung [A tracción], podrían ser
considerados hoy, a la vista del conjunto de su obra, como
una m ónada que rep resen ta fulgurantem ente la totalidad en­
tre el in stante de hacer eclosión y el instante de quedarse
inmóvil; el estilo de Schonberg, así com o el m ovim iento que
en él se realiza de una obra a la otra.
Los enem igos decididos de Schonberg han sabido esto
antes y m ejo r que aquellos am igos suyos que se a p resu ra­
ron a encasillarlo dentro de la historia evolutiva, hicieron
así el asom broso descubrim iento de que sus obras tem pranas
estaban relacionadas con W agner, y a continuación abriga­
ron la esperanza de desem barazarse de Schonberg conside­
rándolo tam bién a él como un estadio su perado d en tro de
un proceso h istórico cuyo E sp íritu Universal se en carna en
Jode. Al ac tu a r así, aquellos am igos suyos no sólo dejaro n
fuera de su cam po de visión, m anejado de un m odo tan so­
berano, la esencia específica de Schonberg, sino que, al ren u n ­
ciar a éste, ren u n ciaron tam bién precisam ente al elem ento
histórico que con Schonberg logra im ponerse. Aquí el viejo
Riem ann, con su fórm ula, llena de odio, de que S chonberg
tiene la «m anía de lograr lo inaudito», ha sido m ás certero.
El odio de R iem ann refleja, al m enos en parte, el cam bio
radical producido p o r Schonberg en la consciencia m usical;
un cam bio que los otros, para su strae rse a él, niegan recu­
rriendo a la h isto ria evolutiva. Riem ann, desde luego, pensaba
librarse psicológicam ente del trau m a que él había sufrido,
con la explicación de la «m anía de lograr lo inaudito»; m as
ju sto con ello erró el centro de Schonberg.
Lo que en Schonberg actúa no es el capricho ni la a rb i­
traried ad de un a rtista subjetivo y carente de vínculos, como
se quiso hacer ver, p o r ejem plo, cuando en o tro tiem po se
intentó ponerle la etiq u eta de «expresionista». Pero tam poco
es el trab a jo de un artesano ciego, que va d etrás de su m a­
teria haciendo cálculos, sin intervenir él m ismo, con su es­
pontaneidad, en esa m ateria. Lo que en verdad caracteriza, an­
tes bien, a Schonberg, lo que es preciso concebir com o el
origen tan to de su h isto ria estilística cuanto de sus técnicas,
lo único que acaso p erm ita llegar a un conocim iento serio, es
un cam bio radical —y que tiene históricam ente una ejem pla-
ridad sum a— en el modo de com portarse el com positor con
su m aterial. El com positor no alardea ya de ser el cread o r
de su m aterial; pero tam poco obedece a la regla, dada de an­
tem ano, de ese m aterial. «La sum a rigurosidad es a la vez la
libertad sum a» — esta frase de S tefan George, del poeta al
que la m úsica de Schonberg ha penetrado con la m ás p roduc­
tiva de las contradicciones, esta frase adquiere, com o lem a de
las obras de Schonberg, un sentido que la lleva lejos de la
estética clasicista de que acaso proceda y la trasfo rm a en el
program a propio de aquel nuevo m odo de com portarse del
com positor, un modo de com portarse qué ya hoy ha modifi­
cado la m úsica y que acaso m añana produzca un cam bio en
la relación de la m úsica con la sociedad.
Pero es lícito calificar de dialéctico ese sentido. En Schon­
berg la contradicción entre rigurosidad y libertad no queda
va superada en el m ilagro de la form a. Esa contradicción
se tran sfo rm a en energía productiva; la obra no tran sm u ta
la contradicción en arm onía, sino que una vez y o tra vuelve a
evocar, p ara oto rg arle duración, la imagen de la co n trad ic­
ción, en rasgos llenos de arrugas crueles: «Fragm ento, com o
todo», ha escrito el m aestro en un ejem p lar dedicado de sus
piezas p ara coro. Pues, para em plear una vez m ás una de las
fórm ulas de Schónberg, la contradicción no es una contradic­
ción de la «sensibilidad», no es una contradicción de la m era
subjetividad que estuviera ahí vacilando entre la form a y la
expresión, h asta conseguir reconciliarlas en una m ediación
subjetiva. La contradicción es una contradicción p ara el co­
nocim iento: p ara el conocim iento, que Schónberg, m ás sabio
en esto que todos los artistas anteriores a él, ha puesto como
correctivo al lado de la sensibilidad. La contradicción no es
una contradicción en el interior del artista, sino una co n tra­
dicción en tre la fuerza del a rtista y la fuerza de la realidad
dada, con la que el a rtista se encuentra. Si es lícito decirlo
en térm inos filosóficos, la contradicción es una contradicción
en tre el su jeto y el objeto. S ujeto y objeto —intención del
com positor y m aterial de la com posición— no significan aquí
dos m odos de ser rígidos y separados, en tre los cuales fuera
preciso establecer una com pensación. Sino que am bos se en­
gendran de m odo recíproco tal com o ellos m ism os están en­
gendrados: históricam ente.
El a u to r se aproxim a a la obra com o Edipo a la Esfinge,
com o alguien que ha de resolver enigm as. Hacia qué lugar
a rra s tra esta arm onía, pregunta el au to r: y sigue las huellas
de la «vida pulsional de las sonoridades». Qué es ornam ento
y qué, p o r el co n trario, form a p arte real del objeto: y elim ina
ornam entos y sim etrías que, en el caso concreto de esta arm o ­
nía y de este co n trapunto, se han desasido del objeto. Cómo
se puede elim inar la fisura en tre la exposición y el desarrollo
basado en variaciones, sin sentido ya tras la desintegración
de la unidad tonal de la sonata; cóm o se puede elim inar la
preponderancia —falsa tras la em ancipación— de un sonido
sobre o tro en la e stru c tu ra arm ónico-m elódica; cóm o se pue­
de elim inar la separación en tre la dim ensión horizontal y la
vertical: y desarro lla com o respuesta exacta, escueta, la téc­
nica dodecafónica. A veces podría parecer incluso que la vieja
«creatividad» del a rtista se hubiera concentrado en teram ente
en aquellas respuestas, se hubiera concentrado en rasgos di­
m inutos, añadidos, con los cuales se da cum plim iento a las
exigencias inm anentes del m aterial. Pero la productiva en e r­
gía de esas resp u estas se revela en el hecho de que, a su luz,
la pregunta m ism a se desintegra y desaparece. La Esfinge
descifrada se a rro ja al abism o de lo sido.
La Sinfonía de cámara, op. 9, había construido e n tera­
m ente la tonalidad —en contraposición, por ejem plo, a lo
que hacía Reger— con una dureza extrem a, en vez de reblan­
decerla. Pero los m edios con que eso ocurrió —tonalidades
accesorias, cu artas, series p o r tonos en tero s—, y que su je­
tan com o abrazad eras el últim o m i mayor, tienen un poder
tal, que aquellos m edios no perm anecen unidos por ello, sino
que quedan libres: después de ese m i m ayor no hay ya, por
esto, ni crom atism o, ni tonalidad dom inante, sino el m undo
arm ónico liberado de la tonalidad. En las obras escénicas la
expresión b arre la últim a sim etría extrínseca: pero la sono­
ridad sin lím ites que la expresión da a luz, esa sonoridad se
pone a sí m ism a, ya en Pierrot Lunaire, al servicio de la cons­
trucción; y en una m irada retrospectiva el ojo del análisis es
capaz de ver que la solución alcanzada está ya en la form a
m ism a de la pregunta.
A la inversa, el «m aterial» que Schonberg, rechaza en la
m edida en que le obedece no es un m aterial natural estático
e invariante. Ya an tes de la guerra, en su Tratado de arm o­
nía, Schonberg contrapuso, con una seguridad infalible, al
«retrocedam os hacia la naturaleza» de Debussy —el cual creía
en la prim acía de las sim ples relaciones de los arm ónicos
superiores—, la fórm ula «avancem os hacia la naturaleza»:
hacia una naturaleza que es esencialm ente histórica, cuyo en-
sí proto-histórico se encuentra desfigurado, y que ya no es
capaz de d e ja r o ír sus derechos m ás que en las exigencias
que dirige al co m p ositor en cuanto m aterial de la com po­
sición —pero, con ello, precisam ente en cuanto m aterial his­
tórico—. Todos los problem as e incongruencias a que el com ­
p o sito r ha de en fren tarse son nada m ás que las señales de ese
m ism o proceso h istórico en el cual el com positor, com o eje­
c u to r del proceso, tropieza con aquéllos. Frente a la sub­
jetividad del com positor, suele o torgarse a aquellos proble­
m as e incongruencias el c a rá c te r de algo objetivo; pero eso
o cu rre porque d en tro de ellos habita, sin consciencia, y a m e­
nudo de un m odo b astante secreto, la instancia social que el
com positor tiene que a fro n tar —ésa es su tarea inabdica-
ble— precisam ente en aquellos d istrito s de la rigurosidad y
la libertad en que la m irada superficial m enos sospecha que
tal instancia exista. Alguna vez se contará entre las tareas
m ás im portantes de una in terp retació n escrupulosa de Schon­
berg el m ostrar, frente a todo el ridículo parloteo que lo
califica de a rtis ta solitario, de m ero especialista técnico y ce­
rebral, de intelectual, el significado social en teram ente real
que cada uno de los m ovim ientos com positivos de su mano
logra im poner con m ayor fidelidad que aquellas m úsicas so­
ciológicas que, p ara servir a la sociedad actual, evocan los
esp íritu s de una realidad pasada y con ese motivo se olvidan
de la realidad fu tu ra.
Cabría h acer la siguiente objeción: la relación dialéctica
en tre el a rtista y el m aterial está vigente en verdad desde el
m om ento en que el m aterial artístico adquirió, frente a los
hom bres, la independencia propia de las cosas. Eso es in­
discutible. Pero lo absolutam ente nuevo es que en Schon­
berg esa dialéctica ha alcanzado lo que Hegel llam aría su
«consciencia de sí», o m ejor, ha alcanzado su escenario p re­
ciso y m ensurable: la tecnología m usical. A la luz del conoci­
m iento hecho realidad por la m úsica de Schonberg, es posi­
ble dictar, sobre la recíproca producción del sujeto y el ob­
jeto , un juicio que decida lo que en ella es verdadero o es
falso. No hay ningún im pulso de la fantasía, no hay ninguna
exigencia de lo dado, que no hayan adquirido su correlato
técnico decidible. Sin em bargo, en la m edida en que es en el
recinto de la congruencia técnica en donde el sujeto y el ob­
jeto están confrontados de ese modo, en la m edida en que
es en su im bricación en donde están som etidos a control, su
dialéctica m ism a se ha desasido, por así decirlo, de su ciego
nivel natural y se ha vuelto practicable: la sum a rigurosi­
dad, es decir, la rigurosidad com pleta de la técnica, se des­
vela de hecho, en últim a instancia, com o libertad sum a, es
decir, com o la lib ertad del hom bre para disponer de su m ú­
sica: de una m úsica que en otro tiem po em pezó m íticam ente,
que luego se suavizó hasta convertirse en reconciliación, que
se enfrentó a él com o form a, y que por fin le pertenece m er­
ced a un m odo de com portarse que tom a posesión de la m ú­
sica en la m edida en que él m ismo, ese m odo de co m p o rta r­
se, pertenece enteram ente a la m úsica.
Después de Schonberg la historia de la m úsica no será
va un destino fatal, sino que estará subordinada a la cons­
ciencia hum ana. Subordinada, no a un juego m atem ático de
núm eros, a un juego extraño al objeto, com o aseveran quienes
quisieran re tro tra e r la fecha de nacim iento de la técnica do-
decafónica hasta lo pitagórico, sin oír que cada una de las
reglas de cálculo de esa técnica debe su existencia únicam ente
a exigencias tecnológicas del oído alerta y de la fantasía
exacta. Sino subordinada a una consciencia que se modifica
a sí m ism a a m edida que se modifica la realidad de que ella
se sabe dependiente y en la que ella a su vez interviene. Del
abism o de lo inconsciente, del abism o del sueño y del instin­
to ha logrado escap ar esa consciencia; se ha nutrid o de su
m ateria como si ésta fuera una llam a, hasta que esa llama,
como luz de un día verdadero, tran sfo rm ó todos los contor­
nos de la m úsica: éste es el máxim o logro de esa m úsica en­
tre los extrem os; ya no juego, sino verdad ella m isma. Ese
logro sitúa el nom bre de Schónberg, el más grande de los
músicos vivos, en el paisaje de quien fue el prim ero en en­
co n trar el tono consciente para el sueño de la libertad:
Beethoven.
Antón von W ebern

D urante una conversación dijo una vez Alban Berg que el


tiem po de Antón W ebern no llegaría hasta dentro de cien
años; que entonces la gente tocaría su m úsica tal com o hoy
lee las poesías de Novalis y de H óldcrlin.
Nada podría caracterizar con m ayor exactitud el m odo
propio de W ebern que ese m odo extrem o de lírica h asta tal
punto encerrad a d en tro de sí m ism a en virtud de su propia
im pronta, que sólo en el tiem po se despliega, y no en el m ero
instante de sonar. Pero tam poco nada podría designar con
m ayor nitidez la situación en que la obra de W ebern se en­
cu e n tra hoy: presente, y necesitada a la vez de despliegue en
el tiem po. La situación aislada de la m úsica de W ebern no
es ni el destino fatal que corespondería a un puro aislam ien­
to individualista y a una m era autosuficiencia privada, ni es
corregible a voluntad m ediante aclaraciones o m ediante la
co stu m b re de oírla. Antes bien: porque la lírica extrem a ne­
cesita, más que cu alq uier otro arte, de tiem po para abrirse,
esa lírica extrem a aparece siem pre, de m odo necesario, como
fuera de tiem po; se halla prietam ente envuelta en los coti­
ledones de la extrañeza y la incom prensibilidad, los cuales
m antienen alejada de ella la luz dem asiado prem atura, con el
fin de que su crecim iento in terio r no sufra ningún daño. Po­
dem os consolarnos pensando en el modo en que los Him nos
tardíos de H ólderlin se retrajero n frente a los hom bres de
su época. Así es com o se retrae tam bién frente a nosotros la
m úsica de W ebern: pincha la m ano que, dem asiado ap resu ­
rada, intenta tocarla.
Sé bien que algunos ensayos de interpretación em pren­
didos por mí en o tro tiem po, a p a rtaro n de ella. Es preciso
aproxim arse a esta m úsica con la m ism a cautela con que
ella se protege a sí m ism a. Lo que m ás con trib u irá a su cre­
cim iento —y el crecim iento de un a rle no es más que la com ­
prensión que le va creciendo con el tiem po— será sin duda
el confiarla asiduam ente a la audición y el tra ta r de hacer
m enos p rieta su envoltura; m encionar las exégesis erróneas
de que esa m úsica es necesariam ente víctim a porque ella
m ism a las provoca con el lin de proteger su despliegue.
Quisiera h ab lar aquí de tres de esas interpretaciones erró ­
neas. Podem os darles estos nom bres: falta de independencia,
desgarram iento destructivo, y soledad tard o rro m án tica, ul-
trarrefinada y monoiógica. Esas tres objeciones m ontan un
cerco en torno a la m úsica de W ebern, m antienen alejado
de él al oyente, se repiten con la vacua tozudez propia de las
fórm ulas de conjuro; y ninguna de ellas resiste la prueba
del conocim iento.
La p rim era objeción —falta de independencia-— se refiere
a la relación de W ebern con Schonberg. Al ojo que, en la
am plitud de la vida m usical actual, ve que es m anifiestam en­
te diferente el aspecto exterior ofrecido por las p a rtitu ra s
de Stravinski y B artók, de H indem ith y K renek.-a ese ojo el
aspecto visible de las p artitu ra s de Schonberg y de W ebern
le parece sem ejante; m ás aún, en algunas fases —como, por
ejem plo, la fase d u ran te la cual Schonberg com puso las
Seis pequeñas piezas para piano, op. 19, y el Lied Follaje
del corazón, op. 20, y W ebern com puso sus obras co m p ren ­
didas entre el op. 5 y el op. 10—, ese aspecto le parece inclu­
so idéntico. Y eso m ism o ocurre, en la audición directa, con
respecto a la dicción musical, a la sonoridad y a la dim ensión
arm ónica. Es com prensible que, en razón de eso, el discípu­
lo —W ebern— sea acusado de falta de independencia con
respecto al m aestro —Schonberg—. W ebern aparece com o
alguien que con todo ahínco, en lo pequeño, va sacando con­
secuencias, en tanto el grande, Schonberg, avanza de proyec­
to en proyecto.
Pero en el concepto de consecuencia, que aparece aquí y
en todos aquellos sitios en que re sp etar a W ebern constituye
un orgullo, está ap u ntado a la vez el criterio de distinción.
Por lo pronto, ese concepto nos im pide yuxtaponer espacial­
m ente, p o r así decirlo, los diferentes estilos de com posición
de hoy y a d m itir que poseen independencia únicam ente los
com positores que, igual que o tro s protagonistas, poseen un
«estilo propio». Pues el estilo de Schonberg no es un m ero
procedim iento individual, sino un conjunto de exigencias
com positivas, técnicam ente m ensurables, que fuerzan a la
consecuencia —esto es, a elab o rar con independencia un es­
tilo apuntado ya como m odelo en Schonberg m ism o— a
quien llegue a m an ejar el m aterial que le ha sido dado his­
tóricam ente por Schonberg. Toda independencia de estilo,
tal como se entiende superficialm ente esta palabra, no se
p re sen tará ya, en el sentido de sem ejante exigencia de con­
secuencia técnica, com o independencia, sino m ás bien com o
capricho y com o e rro r técnicam ente dem ostrable. Por ello,
al investigar la independencia dentro del ám bito schónber-
guiano, no se d eb erá hacerlo con unos criterios tan toscos
com o los que m antienen alejados en tre sí a los dem ás com ­
positores de la época. Mas la m irada que no se contente con
el tosco esbozo, sino que investigue la com plexión de la obra
en sí m ism a, descubrirá una independencia d istin ta y m ejor
que la que co n sistiría en elab o rar de modo unilateral e in­
consecuente unos medios com positivos aislados.
Es cierto en cu alquier caso que, tam bién para una m irada
m inuciosa, W ebern está m ás cerca de Schonberg que nadie.
Pero más cerca precisam ente p o r su consecuencia: porque
los problem as y exigencias que aquí surgen, W ebern los in­
vestiga con más rigor que todos los dem ás, y sobre todo con
m ayor inexorabilidad frente a lo pasado. Pero, a la vez, ju s­
to la consecuencia es lo que separa a W ebern de Schonberg.
La relación que aquí se da podríam os describirla aproxim a­
dam ente de esta m anera: m ientras Schonberg cristaliza en
cada una de sus obras un conjunto de problem as que en
la o b ra siguiente quedan a la vez resueltos y elim inados, de
tal modo que cada obra suya significa una reacción contra
la a n terio r así com o la form ulación de un conjunto e n tera­
m ente nuevo de problem as m usicales, m ientras Schonberg
hace eso, W ebern va extrayendo paso a paso, sin un vuelco
radical hacia lo nuevo, la imagen de aquella m úsica que se
hallaba ya ap u n tad a para él, com o Idea, en el m aterial de
p artid a de Schonberg: el m aterial liberado de la tonalidad.
La consecuencia en la realización de esa imagen equivale en
W ebern a lo que en otros se denom ina evolución. W ebern
conoce evolución únicam ente como despliegue de una Idea
que está presente de m odo irreversible, de una Idea que se
halla establecida ya en el com ienzo y que es consciente; pero
W ebern no conoce evolución en el problem a y en el contenido
m ismo. Meta única e ineludible de su m úsica es el instante
lírico en el que el tiem po se acum ula y desaparece: por ello
esa m úsica no tiene evolución, no la tiene ni en el paso que
va de una o b ra a o tra ni tam poco dentro de la obra individual.
El puro sonido desasido, no desfigurado, c re a tu ra l: ésa
es la Idea de la m úsica de W ebern. Y la consecuencia de esa
m úsica no quiere más que descender hasta ese puro sonido
y sum ergir en él toda form a, bajo la constricción de la propia
ley form al del sonido. No en vano en la escritu ra m usical de
W ebern las frases instrum entales, obedeciendo al m andato
del oído inexorablem ente diferenciado!', se van dividiendo,
hasta que, de in stru m en to en instrum ento, ya no queda nada
más que !a nota aislada. La energía constructiva y la su ti­
leza de la m úsica de W ebern no sirven más que para resta­
blecer el poder creatural que el puro y m ero sonido, la nota
aislada, tenía en su origen. Sólo cuando ese sonido se desva­
nece —«extinguiéndose» [verloschend] es una de las indicacio­
nes de ejecución preferidas de W ebern— , sólo entonces la cria­
tura, despojada de sus pretensiones de poder, encuentra
consuelo como cria tu ra efím era. Por ello el poeta verdadera­
m ente adecuado a W ebern es Georg Trakl; en sus canciones
sobre poem as de Trakl es donde W ebern ha encontrado su
objeto. É sta es la contradicción honda y fecunda de W ebern;
el arte más extrem o de la técnica com positiva, la consciencia
crítica más alerta, la disciplina form al m ás consciente sirven
tan sólo p ara d esp o jar a la m úsica de todas las reglas dadas
de antem ano, para despojarla de todo vínculo a rb itra rio im­
plantado p o r el espíritu, de toda arq u ite ctu ra y sim etría,
hasta que esa m úsica suena en verdad como el canto de un
m irlo prisionero. En él la naturaleza no quiere esp iritu alizar­
se —al final de su cam ino el esp íritu mismo se revela crea­
tural, naturaleza— . Pero sólo al final del cam ino, y no en la
regresión a lo pasado. Entonces el consuelo le da esta res­
puesta: «La com pasión de unos brazos resplandecientes /
abraza a un corazón que se quiebra».
Y así hem os tropezado ya con la segunda objeción: la que
habla del d esgarram iento destructivo. Esta objeción se refie­
re tanto a la brevedad de las piezas de W ebern com o a su
estru ctu ra. Se gusta de eq u ip arar brevedad con falta de alien­
to. Pero el op. 1 de W ebern, el Pasacalle, pone de m anifiesto
la capacidad de un desarrollo extenso; y esa m ism a capacidad
se acredita tam bién en el in terio r de las m iniaturas en que
más tarde se expresa la m úsica de W ebern, hasta llegar a su
Sinfonía para nueve instrumentos, op. 21. El cam ino que con­
duce hasta el puro sonido, hasta el m ero sonido, a través de
las ram ificaciones de un lenguaje m usical variadísim o, va
guiado por la expresión. D otar de un alm a subjetiva al soni­
do: ése es el propósito que pen etra en teram ente la m úsica de
W ebern, vetando toda constelación musical que no se di­
suelva en él. «E xpresar una felicidad m ediante una sola
respiración»: ésa, ha dicho Schónberg, es la intención de la
m úsica de W ebern; y habría que com pletar la frase de Schon^
berg añadiendo que la m úsica puede expresar felicidad —y
m ás aún que felicidad: duelo— únicam ente en la resp ira­
ción, pero no en su configuración tectónica, in tratem p o ral.
La expresión co ntrae la m úsica a gesto, la represa en la nota,
h asta que, desprovista de expresión, ésta queda ya sólo como
puro sonido. Este es el esquem a del procedim iento weber-
niano y, a la vez, la razón de su brevedad. Pero la form a we-
bern ian a no es ya m ás que la resistencia que la m úsica se
pone a sí m ism a p ara em pequeñecerse, p ara d esap arecer en
esa resistencia: sólo en el articulado cuerpo de la form a
podría esa m úsica devenir respiración dotada de alm a. Esa
m úsica no conoce el tiem po en sí, ni conoce tam poco ninguna
m ediación tem poral, ninguna transición. Es, por así decirlo,
sim ultánea, y sólo luego tran sp o rta d a al tiem po. Por ello su
com posición técnica no consiste jam ás en evoluciones; esa
m úsica no conoce repeticiones, ni conoce el correlato de és­
tas: el tem a repetible. Esa m úsica consta de contrastes, cual
un paisaje, o cual la canción, no su jeta a atad u ras, cantada
por un pájaro. La tarea que esa m úsica encom ienda al oído
no es la de p erseg u ir evoluciones o ad v e rtir el reto rn o de lo
idéntico; la tarea que le encom ienda es la de ligar —p o r en­
cim a del abism o del silencio— los puros sonidos en aquella
unidad en la que éstos alcanzan, en cuanto puros sonidos,
su expresión verdadera. Esa m úsica aparece desgarrada sólo
si se la juzga con el criterio —al cual ella no está su jeta— de
una m úsica dinám ica. Esa m úsica no se basa en el acrecen­
tam iento: en la alternancia de respiración y de retención de
la respiración traza la im agen de lo viviente.
En el m ism o lugar en que Schonberg encuentra el sím bolo
de la respiración p ara caracterizar la m úsica de W ebern,
añade: una concentración tal es posible sólo allí donde está
ausente toda q ueja sentim ental. La expresión de W ebern re­
side en el gesto del enm udecer, no en el hablar; en él tam ­
bién el duelo desdeña el consuelo de la com unicación que
se confía. Esto, p o r sí solo, debería b a sta r para defender a
W ebern del reproche de esteticism o tard o rro m án tico v de
lenguaje expresivo privado. Pues el hom bre privado se ex­
presa hablando; la expresión del diluirse, en cam bio, co rres­
ponde a la naturaleza. En ningún sitio se podría en co n trar
un co rrelato psicológico de la expresión de W ebern: un im­
pulso del alm a que fuera expresado. En el m ero devenir so­
nido, en la m anifestación m ism a del sonido reside la expre­
sión: la cria tu ra se expresa encontrando el puro sonido. Si
alguien quisiera co n sid erar que el cam ino que desem boca en
tal expresión es el cam ino de la subjetividad solitaria: cons­
titu iría una ligereza el despachar lo que hay en ese cam ino
diciendo que es subjetividad privada.
A mí alguien me ha reprochado como «contradicción ló­
gica» el que yo «hable de lo colectivo y, a la vez, pase por
alto a sabiendas el abism o abierto entre aquello de lo que
hago una propaganda apasionada y aquello que es capaz de
ser valioso para la com unidad». Pero la contradicción no es
una contradicción lógica, sino que es una contradicción real
que está en los objetos. Por otro lado, si la m úsica contiene
en sí el vestigio de una com unidad futura, cuyas leyes apare­
cen an ticip ad am en te en las leyes propias de la m úsica, enton­
ces hay que decir que la com unidad tal cual es hoy no re­
presenta la instancia capacitada p ara decidir sobre la m ú­
sica. Pero el a rtista sirve a la com unidad venidera en la me­
dida en que traza, en concordancia con las exigencias de su
objeto, la planta de lo futuro que está contenida en las exi­
gencias del objeto. Por ello puede o cu rrir fácilm ente que al­
guien que tra b a je en el m aterial sin g u ard ar m iram ientos
—es decir, hoy y aquí, de m anera solitaria— sirva m ejor a
una verdadera colectividad que quien se som ete a las exigen­
cias de lo establecido y olvida por esa razón, pese a la apa­
riencia colectiva, la exigencia social que a él le está hecha
en su lugar estético auténtico, a saber: en la obra y en los
problem as de la obra. W ebern ofrece el ejem plo más con­
vincente y extrem o de la posibilidad de una solitaria colec­
tividad de la m úsica. Convincente, porque, sin echar siquiera
una m irada a la sociedad, la m úsica de W ebern, obedeciendo
a las exigencias técnicas, produce desde sí m ism a una se­
gunda sencillez. Si es que en el caso de W ebern puede ha­
blarse de una evolución, esa evolución es la evolución de tal
sencillez. Ya en sus Cuatro canciones pava voz alta y piano,
op. 12, fue W ebern capaz de com poner una canción popular
sin la m enor afectación rom ántica. La disolución del m ate­
rial m usical, en una diferenciación cada vez m ayor, hace que
los elem entos de ese m aterial se tornen visibles: en el mero
sonido la m úsica se inclina hacia su origen. En la m edida en
que el co n trap u n to se entreanuda de una m anera tan prie­
ta que ya lo único que hace es em p u jar levem ente unos hacia
otros los sonidos, deja de ser contrapunto: en el p rim er mo­
vim iento de la Sinfonía de W ebern, con sus entrelazam ientos
canónicos, los aislados sonidos de esos entrelazam ientos se
ju n tan para fo rm ar un melos. W ebern adopta la técnica dode-
cafónica de Schonberg dividiendo hasta tal punto las series en
subfiguras m ínim as, que al final en la base de la serie entera
lo que hay son ya m ódulos de seis e incluso de sólo tres
notas; y eso hace que el m ero sonido destaque, pobre y sig­
nificativo, incluso en el m odo más rico de com poner. Con ello
la más espiritual penetración del m aterial hace posibles unos
acontecim ientos tan prim arios com o las rígidas repeticiones
que hay en la q u in ta de las variaciones del segundo movi­
m iento de la Sinfonía de W ebern. El sonido del arpa, sin
em bargo, que da, en una sucesión siem pre distinta, sus cua­
tro notas com plem entarias a las ocho insistentes notas de la
cuerda, se tran sfo rm a aquí en el antiquísim o toque de los
cencerros de las vacas: últim o sonido con alm a en las m on­
tañas.
Ad vocem H indem ith. Una docum entación

Preludio

El 26 de m arzo de 1964 el Hessischer R u n d fu n k [R adio


H esse] grabó un coloquio entre R udolf Stephan y el au to r; lo
em itió el 16 de noviem bre de ese m ism o año. Ese coloquio
no fue un d ebate a fondo, sino m ás bien un prim er ensayo de
exponer unos pensam ientos críticos en que am bos p artici­
pan tes coincidían. El a u to r había sido el incitador de ese diá­
logo y se responsabiliza de él. M erece la pena d estac ar esto,
pues las consecuencias prácticas de la indignación que in­
m ediatam ente se puso en m archa, quien hubo de su frirlas no
fue tan to el a u to r cuanto S tephan, que entonces era todavía
Privatdozent [p ro feso r no num erario] en Góttingen. Se deja­
ron o ír unos cuchicheos sem isubterráneos; al parecer, lo que
habíam os hecho com portaba am enazas; a uno podían volver
a en cerrarlo en un cam po de concentración, bajo la acusa­
ción de intelectualism o. Es evidente que lo que provocó es­
cándalo fue, no el contenido específico de lo que en aquella
conversación se dijo, sino la crítica, como tal crítica, al
musicus laureatus alem án. A esto se agregaba que H indem ith
era d o cto r honoris causa por la Facultad U niversitaria a que
el a u to r pertenece. Tal circunstancia le era desconocida a
éste: pues cuando se concedió aquella distinción a H inde­
m ith, él vivía todavía, com o em igrado, en los E stados Uni­
dos. Si se h u b iera hallado ya en la U niversidad de F rancfort,
h ab ría tenido que d a r un voto negativo, com o expresión de
p ro testa co n tra la ideología de H indem ith; para o to rg ar un
doctorado honoris causa se requiere la unanim idad de los
votantes. En ningún caso el a u to r h abría hablado en la radio
con un tono m ás cauto. Si es que el concepto de catedrático
num erario de U niversidad debe seguir teniendo un sentido
m ejo r que el m eram ente adm inistrativo, ese concepto exige
absoluta independencia de juicio tam bién al h ablar en pú­
blico, una independencia que no tenga en cuenta la opinión
d om inante de los grupos.
El m encionado coloquio radiofónico sólo pudo to car de
pasada los puntos críticos, pero no fundam entar de un m o­
do com pleto la crítica. Por eso al au to r le parece oportuno
o frecer una docum entación cronológica de sus opiniones so­
b re H indem ith. En otros casos lo que el au to r suele d a r es
el resultado accesible a él en cada m om ento de aquello que
piensa, m as no el proceso que le ha conducido h asta allí. Así
seguirá haciéndolo, en general, en lo sucesivo. Sin em bargo,
no puede ocultársele lo siguiente: m uchos de sus lectores se
apropian los resultados, pero no co-reconstruyen el proceso,
que es casi siem pre un proceso autocrítico: fácilm ente ocu­
rre que lo que de ahí se sigue es dogm atism o. El a u to r qui­
siera c o n tra rre s ta r esto un poco m ostrando en los textos si­
guientes, que fueron escritos en épocas muy distantes, diver­
sos niveles del m ovim iento intelectual a que un determ inado
o bjeto le obliga. Aquello que ha cam biado en su juicio sobre
H indem ith rep ercu te a su vez sobre su propia evolución; y,
desde luego, afecta tam bién a la valoración de sus trab a jo s
anteriores. Sólo la docum entación aclara cuál fue el acervo
de problem as a que el au to r hubo de enfrentarse en su ju ­
ventud; tam bién aclara la experiencia que m otivó el colo­
quio con Stephan. La docum entación es asim ism o un testi­
monio de que el au to r unió ya desde siem pre las considera­
ciones sobre problem as inm anentes de la m úsica con consi­
deraciones estéticas y sociológicas, aunque sólo m uchos años
m ás tard e logró artic u la r en cierta m edida la relación exis­
tente entre esos aspectos. El p rim er ensayo se rem onta a
época tem p ran ísim a de la juventud del autor, a una época
an terio r a su período de estudio con Alban Berg; el segundo,
de 1926, ra strea ya la dirección en que H indem ith cam inaba.
Un contacto próxim o con H indem ith se estableció en
1920, cuando el C uarteto R ebner, en el cual H indem ith toca­
ba la viola, ejecutó en privado p ara el au to r seis piezas, bas­
tan te infantiles, p ara cuarteto de cuerda, que el a u to r había
com puesto. Luego continuó viendo a H indem ith con cierta
frecuencia en la tienda de m úsica, en Francfort, de B ernhard
Firnberg —tienda que en aquella época era algo parecido a
un Café de m úsicos—, así como tam bién en el dom icilio de
H indem ith en la L eerbachstrasse, casi siem pre en com pañía
de Reinhold M erten. Este, que era m aestro co n certad o r en
la ópera de F rancfort, ejercía una gran influencia sobre H in­
dem ith; tam bién al au to r le causaba una fuerte im presión,
com o encarnación de un nuevo objetivism o radical. En al­
gunas ocasiones el a u to r m ostró a H indem ith sus ensayos
de com posición; éste le dio consejos inteligentes y am isto­
sos. El au to r recu erd a la alen tad o ra reacción de H indem ith
a un cu arteto de cu erda en cuatro m ovim ientos escrito en 1921,
cu arteto que, de todos modos, el a u to r archivó m uy pronto.
E ste consideró justificada la crítica que H indem ith hizo del
artícu lo que había escrito sobre él. Jam ás hubo disputas en tre
ellos, ni una ru p tu ra ; pero tam poco llegó a d esarro llarse una
am istad auténtica. En una ocasión se estaba hablando, en la
tienda de Firnberg, de la m úsica de Schonberg, y H indem ith
dijo, despectivam ente, que era m úsica judía. Ante esto el
a u to r re tra jo sus antenas. Sin em bargo, la m era lealtad exige
su b ray ar que, m ás tarde, H indem ith em igró del Reich de
H itler ju n to con su m ujer, hija del inolvidado d irecto r de
o rq u esta Ludwig R ottenberg, la cual era m ediojudía. El au to r
volvió a ten er un contacto frecuente con H indem ith en el
Festival M usical de Kassel de 1923. En aquella ocasión se le
quedó grabado el m odo en que H indem ith se b u rlab a del
acto segundo de la ópera de S chreker El sonido lejano: qué
herm osa m úsica de burdel se podía h ab e r escrito p a ra aquel
acto, decía H indem ith. Al au to r tales m anifestaciones nada
convencionales le producían una gran im presión. Sin duda
fue en Kassel donde el au to r tuvo su últim o contacto con
H indem ith. En todo caso no puede re co rd a r que haya tenido
ninguna o tra conversación con él con posterioridad a la
época que pasó en Viena. Tam poco sabe si, después de la
Segunda G uerra M undial, H indem ith leyó sus trab ajo s teóri­
cos, ni cóm o pensaba sobre ellos. Desde m ucho antes las di­
vergencias habían llegado a ser tan ásperas, que un entendi­
m iento h ab ría sido im posible.
Por am o r a la fidelidad docum ental los artículos se han
reim preso sin cam bios; únicam ente se han corregido algunas
evidentes e rra ta s de im prenta. Tam bién las repeticiones han
quedado com o estaban. A la tentación de hacer m ejoras el
au to r ha resistido incluso en aquellas ocasiones en que m u­
chas cosas le resu ltan insoportables hoy, como o cu rre en
los tres prim eros artículos; le parece que las intenciones
m antenidas p or él, y a las que m ás tarde, así lo espera, ha
podido co rresp o n d er m ejor, quedan perjudicadas de an tem a­
no p or un d esarro llo insuficiente. El artículo que aparece
com o ap a rtad o III —cuando se publicó en la « F ran k fu rter
Zeitung» llevaba el m ism o título de Kritik des M usikanten
[C rítica del m usicante] que luego llevó el artículo de polé­
m ica co ntra la Jugendmusikbew egung— no tra ta b a direc­
tam ente de H indem ith, el cual es m encionado allí. Pero, real­
m ente, a él se refería de m anera esencial; ese tra b a jo esboza
p o r vez p rim era, desde el punto de vista de los principios,
la posición del au to r contra el neoclasicismo.

E ste hom bre que ahora tiene veintiséis años, y que ha


sido discípulo de Sekles y de Arnold M endelssohn, venía de
B rahm s y de la m úsica de cám ara. Es un violinista d esta­
cado, y su verdadero hogar está en la m úsica escrita para
cuerda; p o r ello se halla m ás próxim o a lo sensual colorís-
tico tam bién de la orquesta que la m ayor p arte de los oyen­
tes, que provienen del piano. Le ha hecho fam oso un Cuar­
teto de cuerda en do mayor, una pieza realizada con lim­
pieza, de factu ra académ ica. A sus diecinueve años era p ri­
m er violín de la orquesta de la ópera de F rancfort. Una
Sinfonietta, todavía codeterm inada en su program a p o r el
hum orism o p atib u lario de C hristian M orgenstern, contiene
ya, en las rugientes p artes p ara los instrum entos de viento
de m adera, rasgos de aquel hum or fatal, m alintencionado,
que m ás tard e an d ará dando brincos por sus p a rtitu ra s. En
algunos Lieder llega a hacerse dueño de la o rq u esta de
S trauss. P articipa en la guerra; la conm oción le hace darse
cuenta sú bitam ente de la peculiaridad de su talento. En
el Cuarteto de cuerda, op. 10, y en las Sonatas, op. 11,' la
transform ación se realiza, hum anam ente, en la factura.
La m úsica contem poránea ejerce su influjo sobre él; Bar-
tók sobre todo, m ás que Schonberg, cuya consciencia trá ­
gica el jovenzuelo ap arta a un lado con displicencia. Los
com positores de fuera de Alem ania penetran en su cam po
de visión; él busca lo carente de presupuestos, y cree en­
co n trarlo en el gesto bárbaro, sin saber que los rusos ra­
dicales y los franceses son condenadam ente retrasados. En
general sabe muy poco, pero no es un retrasado. Cae en la
órb ita de los herederos de Debussy, los cuales devoran con
sus ritm os b ru tales el cultivado tesoro de las sonoridades
del francés. Se enam ora de S travinski, estudia a Casella, a
Lord B erners. En la ópera Asesinos esperanza de las m u je ­
res, op. 12 1 aparece todavía el trasgo del Tristán; pero en la
suite p ara piano De una noche los jiro n es —no siem pre .bue­
nos— vuelan p or el aire, y el fo x tro tt y la fuga son encasque­
tados uno encim a del otro. Es cierto que éso está hecho
sólo desde fuera, y que no pasa de ser m era literatu ra, pour
épater le bourgeois. Sin em bargo, las nuevas danzas le han
afectado en serio, y cuando por casualidad descubre el Rag
de S travinski y toda la m úsica de baile del círculo agrupado
alred ed o r de la E ditorial C hester, lo que encontró fue que
su propio cam ino había sido recorrido ya antes p or otros; no
es que, movido p o r un capricho rom ántico, echase a co rrer
d etrás de unos cuantos esnobs decadentes.
Él no es un h om bre que se gaste enteram ente en d iv er­
tidos experim entos realizados en calderilla Ya en el Cuarteto
de cuerda en do mayor,, op. 16,2 no quedan rastro s de los
tanteos estilísticos ni del afán de d e ja r boquiabierto al pú­
blico. Ha vuelto a recu p erar una disciplina form al rigurosa,
construye m ovim ientos muy polifónicos, llenos de am plias
tensiones, saca o bjetivam ente las consecuencias de la nueva
arm onía, abandona toda gesticulación salvaje, y tiene otra
vez, en el Adagio, todo su calor y toda su seca tern u ra. Es
cierto que en el Finale se desfoga a placer en qu in tas y en
cam bios de com pás, pero la convulsión ha decrecido; se ha
d istanciado de sí m ism o, y tiene una risa sonora. E sta obra
le proporcionó la p rim era gran victoria en el Festival de
M úsica de C ám ara de D onaueschingen en 1921. Poco después
llegó el estreno en S tu ttg art de Asesinos esperanza de las
m ujeres y de Das Nusch-Nuschi, op. 20.1 Después de estas
dos óperas se d a rá todavía en F ran cfo rt Sancta Susamui,
op. 21.2

L iterariam ente los textos no son ninguna gloria. La strind-


berguiada de K okoschka es el ta rta je o de un gran p in to r
que tam bién quiere escribir; Das Nusch-Nuschi, de Franz
Blei, una cochinada, bien que divertida e inteligente; la
Sancta Susanna, de August S chram m , un penoso asunto pri­
vado, perteneciente al m undo de la señorita Julia. Tam bién
puede o b jetarse que la m úsica expresa la im potencia sexual
t. Publicada en B. Schott, Mainz.
2. Publicado en B. Schott, Mainz.
1. Publicado en B. S chott, Mainz.
2. Publicado en B. Schott, Mainz.
de un m odo tan escaso como el paño que cubre al Salvador,
pues am bos objeto s están circunscritos de una m anera dem a­
siado racional com o para que a p a rtir de ellos sea posible
co n q u istar la am plitud irracional de los trasfondos m usica­
les. Paul H indem ith, que está h arto de los dram as m usi­
cales y del sim bolism o de las cosas, sabía esto en todo caso.
Tam poco ha escrito esas óperas p ara las m uchachitas ni en
co n tra de los consejeros secretos. Su m úsica no es erótica
en absoluto — si entendem os por m úsica erótica, claro está,
aquélla que, p o r su sensualidad sonora, afecta al oyente en
su m era sexualidad psico-física, no en su totalidad hum ana,
es decir, aquella m úsica p ara la cual la tensión sexual no
constituye el p u n to de arran q u e m aterial de su configuración,
sino que es su m eta últim a. Es cierto que la m úsica de Hin­
dem ith osa b a ila r de nuevo; pero lo que en ella baila es el
placer p or el m undo externo, p o r lo que existe, m ás bien que
el instinto sexual; incluso en los lascivos jadeos de Das Nusch-
Nuschi lo que suena son las ganas de jugar de alguien que
som ete a su yugo las cosas m ás osadas, más extrañas, y que
acaba riéndose de sí mismo, riéndose del yugo que él ha
im puesto, y riéndose del asunto entero, pues posee hum ildad
suficiente com o p ara d ar m ás im portancia a la grave hon­
d u ra del m undo que no a su pedacito de yo. La raíz del hu­
m or de H indem ith es esa generosidad; sólo que a veces
ésta se tran sfo rm a súbitam ente en una m elancolía llena
de atad u ras, llena d e ' interrogaciones.
Mas lo que a rra stró a H indem ith hacia los cultos expre­
sionistas al falo, fue esto: que en ningún otro sitio encontró
textos que tuvieran una especificación tan m usical y que
se hallasen tan alejados de la dialéctica de los conceptos
o de las im ágenes configuradas de m anera racional. La mí­
sera necesidad poética se convierte p ara él en v irtu d m usi­
cal. Y así com o el organism o, dotado de un lirism o sólo vege­
tal, de aquellos no-dram as, de donde b rota es de las célu­
las em brionarias de una sexualidad sofocante e instintiva,
así tam bién las m úsicas de H indem ith ascienden expandién­
dose cual si fueran seres vegetales, siguiendo únicam ente
la propia voluntad instintiva. Lo único que ocurre es que
las actitudes con respecto a la form a, y, en consecuencia,
los derechos estéticos de am bos —de los no-dram as y de las
m úsicas— son diferentes. Pues m ientras que los dram as
expresionistas proclam an la no-form a, y con ello aten tan
co ntra las raíces de todo arte y de sí m ism os, es precisa­
m ente de la instintividad del texto de donde H indem ith extrae
sus elem entos form ales. Se inicia una sinfonización de la
ópera, pero d istin ta de la w agneriana; la ópera es concebida
com o form a m usical. Los leitmotivs psicológicos desapare­
cen; a cam bio, la en tera a rq u ite c tu ra se desarrolla, en el
sentido instintivo antes aludido, a p a rtir de protocélulas te­
m áticas. Ya la p a rtitu ra de Asesinos esperanza de las m u ­
jeres se hallaba dom inada por uno de esos prototem as —una
serie de notas ascendentes y descendentes diatónicam ente en
la extensión de una tercera m enor—, pero había insertado,
sin em bargo, en el tejido sinfónico varios tem as co n tra s­
tantes. En Sancta Susanna encontram os sacadas las conse­
cuencias últim as de ese m odo de d a r form a a una obra.
Pues aquí todos, absolutam ente todos los acontecim ientos
m usicales están sacados de un tem a; de un tem a cuya ener­
gía em ocional no se refiere a un individuo, no se refiere a un
am biente, sino que se refiere sin m ás al irracional acontecer
básico de esta ópera. Produce adm iración contem plar cómo
de esa única fuerza básica, que se ha coagulado en una con­
creción plástica y sensorial, y que en sus m anos se convierte
en el sím bolo de lo instintivo com o tal, H indem ith logra
ex tra er aquí, en la m ás m adura de sus obras escénicas, tanto
el im pulso tem ático de la corriente orquestal com o los am ­
plios arcos de las m elodías cantadas, tanto el calor sofocante
de la noche de p rim avera com o la im petuosidad de la ca­
tástrofe.
El problem a de la form a, que es aquí el problem a central,
repercute tam bién en las siguientes com posiciones in stru m en ­
tales de H indem ith. Elem entos hom ofónicos reclam an ju n to
a esto sus derechos m usicantes. En el Cuarteto de cuerda
número 4, op. 22, o b ra de factura esencialm ente m ás senci­
lla, H indem ith se ap a rta de la form a sonata. Ya el p rim er
m ovim iento ap o rta una síntesis asom brosam ente segura de
fugato y form a trip a rtita de Lied; tam bién aparecen form as
erra n te s de rondó y configuraciones libres sobre un diseño
sonoro bien desarrollado. H indem ith se da cuenta, desde
luego, de que la rigurosa unidad del estilo de cu arteto corre
con ello peligro, y abandona esa unidad, disponiendo la obra
en cinco m ovim ientos y dejándola ab ierta cual si fuera una
suite. Con esto lleva la obra al plano de lo juguetón, le oto r­
ga el encanto de lo que no sucede m ás que una sola vez,
practica una autolim itación inteligente. Tam bién en su obra
m ás reciente, la Música de cámara núm. 1, op. 24, queda roto
el principio re cto r de la sonata, pero la unidad form al está
conservada con m ayor rigor; la orq u esta produce un sonido
de aventura.

De un hom bre que escribe tal cantidad de obras, y ade­


más obras tan dispares, puede sospecharse que incurre en
el extensionism o, es decir, que psíquicam ente produce dem a­
siado a la ligera. Desde luego, no todo lo que ha creado
tiene idéntico valor; ha sucum bido a ciertas seducciones; no
está libre del afán de hacer acrobacias; tam poco carece de
resentim ientos. R esulta asim ism o difícil reducirlo a una
fórm ula. Paul H indem ith no es eso que se llam a un m usican­
te; tam poco es alguien que tenga consciencia de los proble­
mas, en el sentido hipertécnico; su m anera es m ás com pleja
que com plicada. Sin em bargo, y acaso por ello m ismo, es
una figura enteram ente específica. Tiene la ca zu rrería y la
gram ática p ard a propias de quien se halla muy cercano a las
raíces; posee ím petu; y cuando se propone una m eta lo hace
de un m odo incondicional. Sobre él se cierne algo así como
una nueva impassibiliíé — un arte m aquinal, com o él dice,
em pleando una discutible expresión de George Grosz. Pero
d en tro de esa voluntad se esconde un núcleo de artistici-
dad profunda. H indem ith m antiene una relación muy ín­
tim a con la realidad, con una realidad que en la m úsica ha
ido perdiendo cada vez más su dignidad y su autonom ía: bien
porque, com o o cu rre en B rahm s, se haya hundido en el
abism o de la in terióridad subjetiva; bien porque, com o ocu­
rre en S trauss, sea representada en su m aterialidad, desliga­
da del yo, p o r analogías psicológicas; bien porque, como
ocurre en Debussy, sea aprehendida como m ero reflejo
del yo. Pero en H indem ith se anuncia la aspiración a in sertar
la realidad com o un com ponente válido dentro del contexto
de la consciencia. Ese es el sentido de su hum ildad, cié su
risa m areante, de sus súbitos terrores; eso es lo que le a rra s­
tra hacia el baile; y eso es tam bién lo que sitúa su hum anidad
dentro del m ovim iento espiritual de nuestro tiem po.
Para ca p ta r adecuadam ente el nuevo tono de H indem ith,
el tono arcaico y clasicista, es preciso reflexionar sobre la
evolución habida en la m úsica de este com positor que ahora
tiene trein ta años. Las cuestiones a que hoy esa m úsica
pretende afanosam ente d ar una respuesta consciente se le
p lantearon a H indem ith hace ya m ucho tiem po, de un modo
cada vez m ás inquietante, a p a rtir de la práctica del com ­
poner. Cuando su instinto, dirigido hacia lo exterior, se re­
calentó con el tem po de la m áquina —un tem po que tra n s­
cu rre en el tiem po sin tropezar con ninguna resistencia— ,
sím bolo de la vida civilizacia que lo único que hace es ro d ar
y rodar; cuando su yo quedó m elancólicam ente represado
p or los diques de horm igón de una objetividad que se ha­
bía vuelto vacía: cuando ocurrió todo eso, la tecnificación
afectó principalm ente a su técnica. La m étrica y la rítm ica
ad q u iriero n un acento decisivo p ara él; y, consecuentem ente,
la plasticidad m elódica y el control arm ónico se le volvieron
indiferentes. En cuanto a los problem as form ales, éstos ape­
nas p en etraron con sus exigencias en su cam po de problem as;
y ello, bien porque él tom aba ya listas las form as, con un
respeto soberano, pero ilum inándolas de un modo nuevo con
la nitidez de su seguro colorism o; bien porque echaba m ano
sin más de las soluciones drásticas que el m om ento le ofre­
cía; bien, finalm ente, porque en sus m ejores obras se m an­
tenía d en tro de una esfera lírica que, estando enteram ente
som etida a él, parecía hallarse sólidam ente aislada de la pro­
blem ática general de la forma.
El Cuarteto, op. 16, la Música de cámara n." 1, op. 24, La
doncella, op. 23, n.° 2, p o r ejem plo, representan con una cla­
ridad típica la gran seguridad con que eso 'q u e se llam a una
naturaleza m usicante proscribía las exigencias de ru p tu ra , sin
ren u n ciar visiblem ente a la actualidad. Mas, pese a todo,
aquellas exigencias siguen estando vigentes; la historia obli­
ga a tom ar conocim iento de ellas. El azar privado del com ­
poner m ism o tiene un carác te r histórico objetivo; la cons­
titución h istó rica de ese azar es m anifiesta; pero ese azar
no basta, desde luego, p ara protegerse a ciegas contra el po­
der de la situación, que es el que ha dado su sello al angosto
espacio de aquel azar. Es cierto que el com positor puede
hacer el intento de su strae r la disposición total de sus obras
a la d u ra dialéctica que rige en tre su naturaleza propia y el
conocim iento en la historia. Pero entonces esa dialéctica
asalta por sorpresa al com positor en el detalle técnico y
enm arañ a interio rm ente el plan, un plan cuyo diseño estaba
destinado a perm anecer inquebrantable, m erced a una na­
tu ralid ad ahistórica.
H indem ith concibió la objetividad m ecánica com o g aran ­
tía de su m usicantism o. Pensó que en esa objetividad m ecá­
nica el im pulso vital podía im plantarse de una m anera ele­
m ental, sin decaer solitario; y que, en ella, a la vez, aquel
im pulso podía creerse adecuado a la realidad actual. Como
m edio para lograr esto, aquella objetividad m ecánica utili­
zó ante toda la métrica, una m étrica de la repetición fiel m e­
diante secuencias crom áticas, o de la repetición acum ulada
en intensificaciones graduales. Lo que la repetición m étrica
hacía con el m elism a singular era darle una m era y sim ple
conexión, pero tru n cab a la consecuencia lírica del melos,
la cual tiende a su p erar la m era individualidad de éste;
y la m úsica, desprovista de todos los esfuerzos co n stru c ti­
vos, como ocu rre en el baile, y tam bién articulada suficien­
tem ente, se ensam blaba en grandes m ovim ientos. Sin em ­
bargo, lo pequeño no pasaba a integrarse de un m odo con­
g ruente en esos m ovim ientos. La arm onía inm anente de los
tem as, a m enudo incluso las células m otívicas m ism as se
oponían a esa m anera tan desenvuelta de establecer la coor­
dinación; los acordes tenían una sonoridad dem asiado ex­
presiva y única com o para d ejarse tra n sp o rta r y re p etir a
capricho en distin to s grados; la energía m otórica de las ocu­
rrencias m usicales apuntaba hacia una dirección d istin ta
de aquélla que la sim etría le p erm itía realizar; en ningún
sitio la objetividad propuesta era capaz de im poner unos
vínculos rigurosos a la tensión subjetiva. El carác te r ficticio
de las soluciones se hacía m anifiesto ya en estas mismas.
Cuando H indem ith se dio cuenta del peligro que corría
su em presa —ya hace varios años, por lo dem ás, que Adolf
W eissm ann había señalado la insuficiencia de la m étrica re­
petitiva, m étrica que, sin em bargo, proporcionaba a la vez
fáciles éxitos al com positor—, no le quedó la libertad de
volver al fundam ento técnico de la inhom ogeneidad existente
en tre el todo y la parte, a la figura m otívica m ism a, y de
seguir la fuerza constructiva de esa figura, que em puja hacia
lo incierto. No sólo ocurría que su actitu d musical de con­
junto se había consolidado de una m anera dem asiado clara
desde m ucho tiem po atrás com o para p erm itir un viraje
radical. Es que la intención originaria del com positor era
co n traria, m ás bien, a tal viraje. El viraje radical h abría
p ertu rb ad o necesariam ente la imagen de vida n atu ra l ofre­
cida por la m úsica de H indem ith. La reflexión técnica ha­
b ría sido un obstáculo para su irreflexivo modo de hacer
m úsica, h ab ría roto espiritualm ente ese modo de hacerla; y,
con todo, h ab ría tenido que so p o rtar esa ro tu ra. Pero, de
una m anera muy poco corroborada, aquel modo de hacer
m úsica ha vuelto a fosilizarse hoy —en sí m ism o, y tam ­
bién en H indem ith— en una especie de centrism o ideoló­
gico que m antiene alejada de sí la crítica, entre o tras razo­
nes porque ha en tra d o en contradicción con su propia con­
creción. El objetivism o que se apoya en la m étrica rep eti­
tiva se ha desasido de la estética, pero a la vez ha adquirido
una fijación político-cultural. Su correlato dentro de la acti­
vidad com positiva se ha desm oronado; el antirrom anticism o
se ha vuelto rom ántico. En la grieta ab ierta en tre la ideo­
logía y la concreción podem os ver con b astan te nitidez la
penuria de una sensibilidad que, no siendo m ás que eso,
sensibilidad, preten d e ser una objetividad estética que ella
no puede p re te n d er ser realm ente. Cuando aquella penuria
ve cerrad as las salidas se convierte, de m odo consecuente,
en virtud. Con rigidez polém ica H indem ith se exige a sí m is­
mo una p resu ro sa objetividad m aquinal; a ella se opone el
origen de la o b ra concreta colocada por él en la base de
tal objetividad. Y un com positor com o H indem ith, que tiende
hacia un m odo ro tu n d o de proceder, ¿qué podía hacer sino
solventar el conflicto de los postulados m ediante la ap a­
riencia de una conciliación salida de una objetividad m e­
jor, de una objetividad corroborada, esperando que la luz
de ésta diga a lo individual cuál es el sitio que en cada caso
le resu lta adecuado? H indem ith aspira a una ap rioridad for­
mal que debe ser objetiva, que debe e sta r dada de antem a­
no; esa objetividad no debe exigir una repetición asesina,
pero tam poco p o n er en peligro la vitalidad orgánico-natural
de la actuación m usicante.
En el Cuarteto, op. 12 —sobre todo en su fugato—, y en
los Lieder de La vida de María, op. 27, la elección de cuyos
textos no parece ya hoy tan fo rtu ita com o hace tres años,
se anunció el cam bio. Este es m anifiesto en el Cuarteto, op.
32.' Es sob rem an era significativa la arq u ite ctu ra del prim er
m ovim iento, que in ten ta ser una síntesis de fugato doble y
de sonata. El p rim er tem a del fugato es muy am plio; se a rti­
cula en un m otivo m uy breve y en un grupo secuencia] de
largo aliento, que tiene una clara intención parodística; ese
tem a es d esarro llad o con cierta libertad. El segundo tem a,
m enos plástico, tiene un carác te r de tem a secundario; la
p arte en que los tem as se com binan, introducida con gran
habilidad, sustituye al desarrollo de la sonata; la rep eti­
ción nota p o r n o ta de la sección que inaugura el p rim er
grupo del fugato sustituye a la reexposición. El principio
recto r de la fuga pretende regular la repetición de los mo­
tivos, en vez de que lo que actúe com o receta sea la repe­
tición; la repetición, de la cual no le gusta p rescin d ir ente­
ram ente a H indem ith, en razón del program a m usicante.
Pero a la vez la fuga dom ina literariamente: es evocado el
esplendor de sus referencias —un esplendor que ha desapa­
recido—, y el recuerdo histórico del poder p re té rito p re te n ­
de m itigar la contradicción que tam bién aquí subsiste entre
el tem a y el todo. Esa contradicción se hace evidente en el
recurso a la sonata: la capacidad de la fuga para d eterm in a r
los lugares no conserva ya la eficacia suficiente com o para
que los tem as se encalm en en ella; los tem as aspiran a es­
cap ar fuera de la fuga y quisieran generar por sí m ism os
la form a; m as p ara esto les falta a ellos— a los tem as de la fu­
ga—- capacidad expansiva. Los problem as de las obras an te­
riores han sufrido una transform ación; pero no han quedado
suprim idos. La recepción de Bach p o r H indem ith se expresa
por p rim era vez de m odo directo en el segundo m ovim iento;
el propósito adolece de debilidad m elódica. La «Pequeña
m archa» que viene a continuación es una de las m ás logra­
das piezas de virtuosism o arran c ad as por la osada garra
de H indem ith a las posibilidades del sonido de la cuerda. El
«Pasacalle» final, afín en su esp íritu y en sus tem as al pri­
m er m ovim iento, se aproxim a de m odo sorprendente, pero
com prensible, a la escuela de Busoni; el conocim iento de los
in strum entos lo preserva a tiem po del academ icism o.
El Trío de cuerda, op. 34,' m uestra con m ayor decisión aún
el nuevo tono. La «Tocata» introductiva conjuga un tem a
no muy selecto con la acerada fu ria del perpetuum m ob ile;
de un perpetuum mobile, en verdad, cuyo m ovim iento parte
de la nada y que hace b ra m a r a tres instrum entos cual si
fueran una gran orquesta. El m ovim iento lento copia con
dureza arcaísta, satisfecho del vacío arm ónico, el estilo de
trío de Bach; no se debe confundir, desde luego, la inten­
cionada pobreza con la escasa cantidad de relleno. El in ter­
mezzo de genre, arran cad o aquí al pizzicato, es digno de la
«Pequeña m archa» del Cuarteto, op. 32. En cam bio, la fuga
final se halla en todos los aspectos por debajo del nivel
propio de H indem ith; en o tras obras el au to r ha realizado
hace ya m ucho tiem po su corrección.
E xtrem as en el gesto arcaico son Las serenatas, op. 35,'
que llevan com o títu lo «Pequeña ca n ta ta sobre textos rom án­
ticos, p ara soprano, oboe, viola y violoncelo». E xtrem as, en
verdad, pero extrem as sólo en el gesto, no en el propósito
de d ar una form a, com o lo tienen las obras p ara cuerda.
M ientras que éstas son rom ánticas, aquéllas se lim itan a lla­
m arse rom ánticas; lo que en las obras p ara cuerda era evo­
cado en serio, en la «Cantata» sirve de m arco p ara un ocasio­
nal juego de m áscaras. D entro de ese m arco no aparece una
m úsica destacable: pero sí un encanto fugaz, una tristeza
fugaz, una lírica de sentim ientos dejados en libertad, a cuya
ligereza carente de pretensiones nos entregam os de buen
grado.
La Música de cámara n.“ 2 [C oncierto para piano], op. 36,
n úm ero l,2 hubo de p ro d u cir un cierto desencanto ya en el
estreno; las notas, que a veces m ás bien encubren que desve­
lan lo m ejor de H indem ith, es decir, su capacidad sensorial
de realización, no favorecen a la obra. El m otivo, en com pás
de cinco p or ocho, del p rim er m ovim iento carece de consis­
tencia suficiente p ara servir por sí solo de soporte a una
m úsica un poco larga; y el desangelado cuarto m ovim iento,
con el fugato obligado, no acaba de re su ltar bien del todo.
Quedan com o ganancia las partes centrales; el Adagio, que
nos dice algo del o tro H indem ith, del H indem ith m ás oscuro,
m ás latente, el cual casi siem pre perm anece en silencio;
la p arte rápida posee una rem ota extrañeza en el color. El
«Pequeño popurrí» tiene el com portam iento en cantador de
un pilluelo. Pero la esc ritu ra pianística a dos voces, e n tera­
m ente im itativa, que pretende purificar al instrum ento de la
ru d im en taria magia de la sonoridad de los acordes pedal,
ap o rta muy pocos co n trastes com o p ara llegar a ser con­
certan te; sólo en algunas ocasiones puede valer com o va­
lor crom ático o rq uestal, y tiende perceptiblem ente hacia la
clasicista cajita de m úsica.
El final clasicista en algo que b ro ta del comienzo clasi-

1. Publicado en B. S chott, Mainz.


cista: de una objetividad im plantada librem ente, a la cual
no corresponde la verdad histórica y por ello tam poco la
subjetividad concreta sobre la que aquélla se extiende.
Las obras de la época clasicista de H indem ith se presentan
con la pretensión de ju g ar dentro de las form as, y lo único
que de hecho hacen es ju g ar con las form as. H indem ith pue­
de o p tar en tre form as dadas tan sólo porque ni a él ni a
nadie le está dada form a alguna. E ra necesario hacer la
crítica de esa inadecuación que se da en la relación entre
realidad únicam ente estética y aportación real de lo estéti­
co. Nada m ás lejos de esa crítica que juzgar a H indem ith
por el criterio de su intención; lo que en el cam po de la
intención le sale mal a H indem ith, esa crítica deja que salga
mal. No hace falta añadir, pues es obvio, que H indem ith
persigue certeram ente esa intención, dentro de los lím ites
de ésta; tam bién es obvio que su peculiar naturaleza se afir­
ma a sí m ism a juguetonam ente en la apariencia del enm as­
caram iento m últiple, tal como la intención lo exige.

(1926)

II I

Las expresiones «m usicantism o» y «goce de m usiquear»


se han introducido desde hace algún tiem po en la fraseolo­
gía de la crítica com o un elogio. Provoca desconfianza el que
esos térm inos se utilicen como si fueran un cliché; tam bién
provocan desconfianza las palabras m ismas. Pues contradicen
a las condiciones sociales reales en que hoy se hace m úsica,
y contradicen asim ism o a la histo ria del idioma: éste, coin­
cidiendo con la h istoria social, no conoce ya al m usicante,
sino al músico.
El m usicante que en otros tiem pos iba vagando de un
lado para o tro m antenía una relación inm ediata con quienes
le escuchaban: «tocaba para ellos». Lo que él hacía tenía
un valor de uso: ya fuera que estuviese al servicio de la
danza, ya fuera que pretendiese alegrar a la gente. Lo que
el m usicante traía se hallaba ligado a la inm ediatez del uso,
no se había coagulado aún en una form a, era indisociable
del instante en que sonaba. Si en la base se hallaban d eter­
m inadas m elodías, la libertad de im provisación las m aneja­
ba a su antojo; la habilidad im provisadora en el m anejo
de los in stru m en to s tenía m ás im portancia que la figura de
la m úsica que se ofrecía, pues no existía aún una figura
objetiva de la m úsica m usiqueada.
Así es al m enos como quiere parecerle a la m irada ro­
m ántica; ésta desearía evadirse de un entorno que las cosas
y las m ercancías han desfigurado radicalm ente, y refugiarse
en un pasado m ás abierto y m ás lleno de sentido; que tal pa­
sado haya existido o no haya existido, le es indiferente.
Quien habló del m usicante y del ju g lar fue el rom anticism o;
en E ichendorff el m usicante es precisam ente el que no se
pliega a las norm as de la vida anquilosada, sino que, com o
vagante, m antiene despierto el recuerdo de la perdida liber­
tad de las cria tu ras. Es profundam ente significativo de la
incongruencia y de la inseguridad características de las acti­
vidades del nuevo objetivism o de hoy el hecho de que uno
de sus conceptos m usicales m ás eficaces lo tom e prestado,
tal cual, precisam ente del pensam iento rom ántico: de un
pensam iento al que las gentes sim ulan com batir y al que,
sin em bargo, perm anecen sujetas co n tra su voluntad, en la
m edida en que se m archan fuera de la historia a refugiarse
en la engañosa naturaleza.
Hoy no existen m usicantes. Incluso quienes llam an así al
harap ien to p ro letario que va de caserío en caserío con su
organillo, lo que hacen es estilizarlo, con la finalidad de
su straerse a la visión de las m iserias y penurias de la vida
de ese proletario. La inm ediatez de esos últim os m usicantes
no está por encim a, sino por debajo del orden burgués; no
es el m usicante el que va más allá del orden burgués, sino
éste el que lo ha excluido de sí; v sólo en sentido dialéctico
podría aludir el m usicante a una inm ediatez auténtica. Por
lo dem ás, los m úsicos se han vuelto radicalm ente sed en ta­
rios; lo siguen siendo incluso cuando atraviesan los bosques
de vacaciones con sus laúdes llenos de adornos. En verdad,
Jonny ya no toca, W hitem an da conciertos, y la gente baila
en ellos. La m úsica tiene valor de uso tan sólo allí donde
está d estinada a servir para enseñar de nuevo a o tras p er­
sonas a hacer m úsica, es decir: en la enseñanza; pero la m ú­
sica que a la postre sale de la enseñanza no tiene, a su vez,
ningún valor de uso, y con ello pone tam bién en entredicho
el valor pedagógico. Pero en su conjunto la m úsica se ha
vuelto cam biable p or unidades ab stra ctas que se hallan en­
teram ente alejadas de su uso: cam biable por dinero. Por
eso la m úsica se ha vuelto cosa y objeto y figura en sí
m ism a —con lo cual, quede claro, no ha perdido, sino que
ha ganado, con relación a la tosca inm ediatez—; y no es po­
sible co rreg ir su carác te r m ercantil de un m odo aislado, es
decir, a p a rtir de la m úsica m ism a, sino que la m odificación
de tal carác te r m ercantil presupondría la m odificación del
entero proceso productivo económico-social.
El espacio abierto a la lib ertad im provisadora, espacio
ya muy exiguo en el jazz, ha desaparecido com pletam ente
en la m úsica seria; ésta no conoce exigencia m ejor que la
de la realización rigurosa del texto fijado en la p artitu ra ;
el m anejo de los instrum entos está ya tan sólo al servicio
de esa realización, y al m usicante no le queda otro rem edio
que fijar en la p a rtitu ra , que «com poner», la libertad im pro­
visadora y el virtuosism o instrum ental — con lo cual queda
revocada la preten d ida inm ediatez; ésta actúa ya sólo como
ornam ento propio de las artes decorativas, es decir, com o lo
peor que se le puede p e rp e tra r al program a del nuevo ob­
jetivism o. El nuevo m usicantism o, contradictorio en su ori­
gen, e n tra en conflicto, por todos los rasgos de su m odo
de actuar, con aquello que a él m ism o le es posible.
Alguien podría replicar cóm odam ente: se puede d e ja r de
lado la p alabra «m usicante»; de lo que se tra ta es de un
cam bio en la sensibilidad m usical; un arte que ya no está
al servicio de la expresión del individuo, sino que contiene
unos vínculos objetivos, viene a ocupar el lugar del sub­
jetivism o desinhibido o, como se prefiere sin duda llam arlo,
«exacerbado»; un arte que se da a sí m ism o su propia im­
pronta, un arte que es com prensible para los dem ás; la di­
visión del trab ajo , que separa al m úsico del público, queda
revocada; el sufrim iento y la m elancolía de la persona son
expulsados; y se anuncia una sana colectividad.
Todo esto es muy discutible. No es posible d ejar de lado
las palabras; no es posible intercam biar a capricho los nom ­
bres, sino que en ellos yace encerrad a la figura histórica
de los fenóm enos; de dónde vayan a salir los nuevos vínculos
de la m úsica, cuando las condiciones sociales siguen siendo
las m ism as, es algo que no queda claro, a no ser que con­
virtam os en divinidades a los poderes establecidos y hagam os
creer a la colectividad, la cual p ara sí está vacía de sentido,
que la colectividad de aquellos poderes es su sentido; el
abandono de la división del trab a jo se paga hoy y aquí con un
diletantism o que trae consigo un em peoram iento cualitativo
de la m úsica, y ello con independencia de que ésta sea sub­
jetiva u objetiva; pero, sobre todo: ni ahora ni nunca se ha
conseguido nada con la sensibilidad, y m ucho m enos aún se
ha conseguido con ella nada p ara una teoría m usical que qui­
siera su stitu ir la expresión subjetiva —a cuyo lado perten e­
ce, en efecto, toda sensibilidad— p o r los vínculos de la
m úsica que suena. B urlándose del «intelectualism o» —el cual
ni es com batible com o fenóm eno singular con independen­
cia de sus condiciones sociales, ni a la postre m erece que se
le com bata— no se logra nada, com o tam poco se logra nada
alardeando de la propia ingenuidad, pues a lard ear de ella re­
presen ta desm entirla. Si el nuevo ideal del m usicante quiere
legitim arse, lo que tiene que hacer es su p erar la prueba de
criterio s internos de la m úsica; lo que tiene que h acer es
m o strar que en nom bre del m usicante se produce una m ú­
sica m ejor, m ás articulada artesanalm ente, m ás congruente
y rica que en nom bre de la subjetividad, la cual, según se
dice, habría p ertu rb ad o , con su m odo autocrático de m ani­
festarse, el sosiego de la obra en sí m ism a, y que p o r ello
—esto, desde luego, hay que adm itirlo radicalm ente— ha
decaído.
Aunque resu lta m uy difícil d ar una caracterización gene­
ral de la m úsica de m usicantes —pues no surge, com o pre­
tende, en una sociedad hom ogénea, sino en un en to rn o m uy
diferenciado, y p o r ello se m uestra tan variada com o el en­
torno m ism o— : algo se puede decir, a pesar de todo.
En p rim er lugar: la m úsica de m usicantes m antiene una
relación peculiar con el tiem po en que tran scu rre. P ara ella
el tiem po no es la form a en que la esencia m usical tiene su
m anifestación fenom énica y se objetiva; para ella el tiem po
es el que im pone su única tarea —o, si se quiere, su «con­
tenido»— a una m úsica que en sí m ism a carece de m eta:
la m úsica debe «llenar» un tiem po que tran sc u rre vacío,
un tiem po que produce angustia. En esto la m úsica de m u­
sicantes se aproxim a a la inferior m úsica de uso: a la m ú­
sica de diversión; con la diferencia de que esta ú ltim a ex­
pone en el tiem po contenidos falsos, inauténticos, m ientras
que lo único que aquélla pone en el tiem po es a sí m ism a.
En esto se delata que ese uso no es más que un uso ficticio;
el tiem po es llenado p ara los hom bres, pero no hay allí nada
que llene el tiem po para los hom bres y que les diga algo.
Por o tro lado, ocurre que una m úsica cuya m eta es llenar
el tiem po no debe absolutam ente nada al tiem po m ismo:
faltan todas las relaciones tem porales ricas, articuladoras,
que en o tra época producían la form a de la m úsica; lo
único que queda es el m ero tra n sc u rrir, y éste organiza de
un m odo tosco y p rim ario la form a. El «m otorism o» que
es peculiar de la «m úsica p ara m usiquear» constituye la ex­
presión técnica de esto; y, a la vez, es la expresión de sus
problem as técnicos. Pues el m aterial de que la m úsica para
m usiquear p arte es, a su vez, un m aterial históricam ente
ya tan diferenciado, que no acepta som eterse a un trata m ien ­
to tosco. Muy p ro n to quedó clara la im posibilidad de o p erar
en secuencias —com o al com ienzo le gustaba hacerlo a la
m úsica p ara m u siq uear— con un m aterial que arm ónica y
m elódicam ente tenía libertad de m ovim iento. Pero tam poco
da buenos resu ltad os una ornam entación cuidadosam ente
trab ajad a. Esa ornam entación presupone una cierta persis­
tencia y una cierta invariabilidad del m aterial básico, y eso
ya no existe. Ju sto el presuponerlas es lo que produce fisu­
ras. El m ero llenar el tiem po, el m otorism o, el cual ni un
solo in stan te perm ite al aliento rítm ico detenerse, y que tiene
com o única finalidad asordar al tiem po, ju sto eso es lo que
aja y banaliza el tem a individualizado: bien tran sfo rm án d o ­
lo en un m ódulo rítm ico, chabacano, bien convirtiéndolo en
un co n trap u n to desgarbado.
Pero ese m aterial —que no puede ser distinto, si es que
ha de ser posible en absoluto un m ovim iento que llene el
tiem po— es a la vez el que m enos se p resta a d ejarse repe­
tir de un m odo tan a rb itra rio e inm odificado, el que menos
se p resta a d ejarse em p u jar hacia adelante de un m odo tan
co n trap u n tístico y poco plástico com o lo exige precisam en­
te el ideal del m ovim iento. El m otorism o de los m usicantes
p arte de que los com plejos m otívicos individuales en tera­
m ente configurados y dotados de una rítm ica y una m eló­
dica libres no se dejan rep etir a capricho, no se dejan yuxta­
poner en un m ovim iento constante, a lo cual, sin em bargo,
es a lo que asp ira necesariam ente una m úsica que lo que
quiere es llen ar el tiem po. Pero los m odelos fo rtu ito s, ya
banales, ya caren tes de plasticidad, que los m usicantes colo­
can en lu g ar de aquéllos para llenar el tiem po, no son dignos
de ser repetidos ni de ser em pujados hacia adelante; ju sto
su continuación es lo que produce aquella m archa en vacío
que caracteriza com o engaño la acción de llenar el tiem po;
una m archa en vacío, no, cual pretenden los m usicantes, como
ausencia de contenidos expresivos subjetivos, sino una m ar­
cha en vacío en el sentido que esta expresión tiene en la
técnica del com poner: ausencia de toda articulación en el
tiem po, a no ser que se quiera llam ar así a las m ás toscas
disposiciones exteriores; desaparición de toda posibilidad de
que la com posición ofrezca una dialéctica de co n trastes, ca­
paz de do m in ar el tiem po. Visto desde la perspectiva de la
técnica del com poner, el neoclasicism o no es m ás que el in­
ten to de su p erar esas dificultades m ediante el recurso a mo­
delos antiguos en los cuales no rige todavía esa fisura —que
tanto ato rm en ta a los m usicantes, o a los que, en tre ellos,
m ayores conocim ientos tienen— en tre lo individual y el
todo.
Es un intento vano, pues en el m arco de la tonalidad m o­
delos que tienen esa m ism a sencillez rítm ica continúan pose­
yendo fuerza, en cuanto fenóm enos elem entales, m ientras
que en la nueva m úsica de m usicantes esos m ism os m odelos
aparecen toscos y banales, dado que no pueden ser con­
cebidos ya com o fenóm enos p rim ordiales den tro de un es­
pacio m usical dado de antem ano, sino que son sobrem anera
inadecuados a un m aterial arm ónico e interválico que se ha
alejado m ucho de las sencillas relaciones en tre los arm ónicos.
Por ello S travinski actúa de m odo consecuente cuando re­
nuncia tam bién a ese m aterial y desem barca en copias de
estilo; éstas se a p a rta n de sus m odelos por su capricho di­
sonante y p or su dem onism o literario, pero no por su figura
m usical m ism a. Sobre la cabeza de los m usicantes aconte­
ce, como trib u n al que los juzga, una dialéctica peculiar: lo
que había com enzado con la intención de una fresca ingenui­
dad acaba en alejandrinism o. O tros a quienes el destino
de S travinski les ha sido ahorrado deben eso, no a u n a m a­
yor cantidad de sustancia originaria —ninguno de ellos tiene
un talento tan plenam ente n atu ra l com o S travinski—, sino,
sim plem ente, a una m enor consecuencia artesanal. Pero de
ésta no les era lícito evadirse precisam ente a quienes lo que
querían era re s ta u ra r el derecho propio de la artesanía.
Donde m ejores logros han conseguido ha sido, incuestio­
nablem ente, en el tratam ien to de los instrum entos. La m úsi­
ca de m usicantes ha devuelto una cosa a la técnica del
com poner: el contacto con los m odos de tocar los in stru m en ­
tos. E scuchando tenazm ente a los instrum entos, p ara saber
qué es lo que a éstos les gusta tocar, la m úsica de m usi­
cantes ha rem ovido la rutina de aquella fantasía sonora neo-
alem ana que lo único que ya dom ina es el sonido hecho, pero
no su producción, y que con ello hace anquilosarse a la sono­
ridad en todo su esplendor. La liberación de la percusión
p o r p arte de S travinski, las acciones de H indem ith con los
in stru m en to s de viento significan en verdad una eclosión,
y no es casual el hecho de que haya sido precisam ente ahí
donde la crítica realizada al pasado reciente p o r la m úsica
p ara m u siq u ear haya obtenido unos resultados m ás d rá sti­
cos; el «D uettkitsch» de Novedades del día sella el destino
de la o rq u esta neo-alem ana, y El beso del hada, de Stravins-
ki, cita de una m an era fosforescente lo enterrado.
Es cierto que tam bién aquí los lím ites son m uy e stre ­
chos. Pues dado que tam bién los instrum entos de los m usi­
cantes son aplicados tan sólo a la realización del texto,
su jubilosa autonom ía en el tocar es m era apariencia; los
in stru m en to s no están ahí para sí m ism os, o p ara que se los
toque, sino p ara exponer acontecim ientos m otívicos y tem á­
ticos. A la inversa, esos acontecim ientos se com portan com o
si fueran m eros p retextos utilizables por los in stru m en to s
con el fin de exhibir los m odos que tienen de ser tocados;
com o si la com posición sólo n ecesitara producir voces ca­
paces de ser ejecu tadas técnicam ente en cada caso p o r este
instru m en to concreto y por ningún otro. Surge así —al m e­
nos surge en las m úsicas para m usiquear específicam ente
co ncertantes— un quid pro quo en tre la com posición y la
in strum entación, un quid pro quo en el que se oculta la nu­
lidad del contenido m usical.' E xpresado de m odo positivo:
al qu ed ar extinguida la fantasía tem ática y constructiva,
queda extinguida tam bién la fantasía sonora: ésta es reem ­
plazada p o r u na experiencia sonora que se b asta a sí m is­
m a y que nunca va m ás allá de sí ni produce nada nuevo en
u na intuición fresca. En las m ás recientes p a rtitu ra s de
Schónberg, an títesis de todo m usicantism o, podem os ver,
sin em bargo, que es posible realizar eso, aun teniendo un
conocim iento exactísim o de los caracteres instrum entales y
aun m anteniendo una com unicación rigurosísim a con el en­
tram ado com positivo. En la m úsica para m usiquear queda
elim inada la esfera en tera de la com binación sonora, que
es el lugar propio de la fantasía sonora. La ficción de la
inm ediatez de la ejecución inhibe la configuración de lo
ejecutado.
La problem aticidad sociológica de la m úsica p ara m usi­
q u ear no es algo que se halle reservado a Una reflexión que
está en las nubes, sino que esa problem aticidad aparece en las
cuestiones técnicas m ás concretas: en la im posibilidad de
solucionar esas cuestiones con los m edios propios de los m u­
sicantes. El p rogram a ideológico del m usicantism o, la exi­
gencia de aquella despreocupada ingenuidad que lanza a la
m úsica a deslizarse sobre su tiem po sin tropezar con ninguna
resistencia, significa m usicalm ente lo siguiente: que de la
m úsica p ara m u siq u ear deben q u ed ar alejados, desde el co­
mienzo, ju sto aquellos criterios técnicos que ella es incapaz
de satisfacer. P ero esos criterio s son resucitados p o r las
cuestiones m ism as que la m úsica p a ra m usiquear plantea y
que ella deja sin respuesta. La ingenuidad program ática es
ideología incluso m ás allá de esto. En la realidad en que
vivimos, lo que im p o rta no es ir viviendo a la buena de
Dios, con u na alegría natural, tal com o los m usicantes hacen
m úsica a la buena de Dios: lo que se precisa es p e rfo rar
con la m irada la realidad. La m úsica p ara m usiquear debe
im pedir, en lo que a ella toca, eso; esa m úsica se integra den­
tro del reaccionarism o cultural general. Más exactam ente se
la podría ver acaso com o sucedáneo del folklorism o en los
países industriales, altam ente racionalizados. Los m usican­
tes quieren form ar, en la sociedad racionalizada, enclaves
reservados que escapen al poder de la ratio y perm itan refu­
giarse en una ob tu sa naturalidad; p o r o tro lado, quieren
h acer p asa r el ciego proceso de racionalización m ismo, con­
cebido com o «tem po de la época», por algo m ítico y bro­
tado directam en te de la naturaleza, y glorificarlo. Quieren
q u ita r a los hom bres la buena ratio y hacer creer que la
m ala ratio que hay en lo establecido es naturaleza. Allí donde
la tierra ya no b asta p ara fu n d am en tar el reaccionarism o,
debe a p o rta r ayuda un h u m anitarism o universal, sim ple, que
se goza en el m ero sonar, el cual estaría, al parecer, más
allá de la historia.
Pero ese a-histórico sonar suena a falso y a superado.
Aquello que los m usicantes reprochan a la nueva m úsica
radical, a ellos m ism os es a quienes es aplicable ante todo:
p roducen de m an era ab stracta: el lugar de la figura espe­
cífica lo ocupa el esbozo de una genérica m úsica de la na­
turaleza, un esbozo que no hace salir de sí ninguna imagen
co n cretam ente vinculante; de ahí la fatal sim ilitud que las
m úsicas p ara m u siquear tienen en tre sí en todas p artes y que
no debem os con fu n dir con los tipos sancionados de Mozart.
El canon form al que quedó roto y que los m usicantes no
pueden re su cita r p or sí m ism os, es sustituido por el esquem a
vacío, a rb itra rio en su m aterial. Los contenidos que faltan
u su rp an la objetividad de los contenidos que se perdieron.
Inhum anidad y b ru talid ad son el final: la consciencia que
ilum ina y que da form a es reprim ida por la racionalidad cie­
ga y opaca, que lo único que hace es o p rim ir a los hom bres.
Nada es ya inocuo. El intento de escribir un trata d o de
com posición que establezca unas reglas razonables para la
p ráctica actual, un trata d o que ni se lim ite a efectu ar un
m ero registro de los m edios de com poner utilizados hoy, ni
tam poco a seguir conservando las superadas leyes de las
disciplinas académ icas de la arm onía y el contrapunto, pare­
ce una em presa socialm ente neutral. Pero la neutralidad
m ism a es una actitu d política. H indem ith titula su escrito,
con una frase preciosista y pueblerina, Unterweisung im Ton-
satz [In stru cció n en la escritura m usical]. Hace gala del
ensim ism am iento ab sorto del artesan o que se dedica a eje­
c u tar sus buenas piezas sin p re sta r atención a los m alos
vientos de la época. La sencilla lejanía del m undo es un
truco y una escapatoria. Recibe el castigo que m erece en
la m edida en que cae en teram ente bajo el hechizo de aquello
con lo que no quisiera tener nada que ver.
El anacrónico ideal hindem ithiano del artesano produce
el culto a una habilidad cuya ingenuidad no consiste ya en
su sustancia tradicional, sino tan sólo en la desenvoltura
con que da noticia1de sí m ism a. Los viejos m aestros se han
vuelto osados: «Nunca será bastan te grande la habilidad; in­
cluso quien tenga una capacidad poderosísim a podrá ap ren ­
der siem pre todavía algo» (p. 25). Lo único que se m antiene
de modo estricto es la pertenencia al gremio. Al concepto de
habilidad se agrega el de especialista: «Aquello que no es
ya accesible a la com prensión del especialista, es im posible
que parezca m ás convincente al sim ple oyente, aunque ad ­
m itam os con la m ayor largueza peculiaridades personales»
(p. 16). En esto es b astante sim ple él mismo, el m aestro
«que entrevé o al m enos presiente los fundam entos, dados
p or la naturaleza, de su trabajo» (p. 16). Así es com o escribe
hoy la oposición cultural en Alemania. Del arte verbal de
ésta puede decirse, lo m ism o que de las com posiciones m usi­
cales de H indem ith, «que está garantizado un m anejo sen­
cillo de estas obras» (p. 121). El especialista neogótico que­
rría «producir las tensiones y los apuntalam ientos arm ónicos
m ás audaces sin ten er que entregarse al inseguro modo de
tra b a ja r consistente en un perpetuo an d ar verificando con
el oído los sonidos» (p. 137). Él es un técnico de la adm inis­
tración estética. Su ordo es la rutina. Lo que a la postre
le interesa es clasificar: «El resultado de definir los soni­
dos de acuerdo con el m étodo aquí indicado es una fenom e­
nología de todos los acordes. No hay ninguna com binación
de intervalos que no quepa d en tro de alguno de Jos a p a rta ­
dos del sistem a. Acordes que un m aestro teórico consigue
analizar sólo en pesadillas, y que un trata d o de co n trap u n to
que se tenga en algo no tolera en sus páginas, pueden ser
explicados fácilm ente ahora» (p. 120). El au to r establece
un esquem a de ordenación de todos los acordes encontrados
por él. No se da ninguna explicación; en todo caso, se añade
un certificado de origen.
No se da ninguna explicación — excepto allí donde no hay
nada que explicar. El «musicus creyente» (p. 72) se tra n sfo r­
ma en un racionalista furibundo tan pronto com o tiene que
habérselas con acordes, o incluso sólo con intervalos, en los
que se han sedim entado experiencias históricas: que llevan
en sí m ism os la huella del dolor histórico. Cueste lo que
cueste, es preciso d em o strar a p a rtir de puras leyes tales
acordes o intervalos, incluso cuando hace ya m ucho tiem po
que se han endurecido socialm ente hasta tal punto que,
convertidos en una segunda naturaleza, no tienen ya ninguna
necesidad de m o lestar a la prim era. Más de una cu a rta
p arte' del libro, titu lad a «La m ateria prim a», se ocupa en
ex traer de la serie de los arm ónicos superiores los doce so­
nidos de la escala crom ática. Como es natural, la m ateria
prim a no concuerda con la naturaleza; H indem ith es igual
de incapaz que todos sus antecesores de resolver el pro­
blem a de la «destrucción de la pureza de la escala» (p. 43),
destrucción que fue causada por el uso exclusivo de in ter­
valos ju stos. Pero él es un artesan o dem asiado fiel como
para reconocer que la racionalización de los sonidos físicos
producida p or la afinación tem perada fue una intervención
consciente en un m aterial n atu ral que había llegado a con­
vertirse histó ricam en te en un obstáculo de la producción m u­
sical. Y si la m ateria prim a no es correcta, H indem ith p re­
fiere una física inadecuada a unos conocim ientos que podrían
poner en peligro la idea m ism a de «m ateria prim a». Es m a­
nifiesto que ya Max W eber se ha vuelto subversivo.
En lo que se refiere a la escala tem perada m ism a, Hin­
dem ith no es, claro está, un troglodita, sino un hom bre mo­
derad am en te m oderno. El m alicioso escepticism o con respec­
to a la «fe en el progreso» es com paginable sin duda con la
aceptación de todo progreso que se m antenga d en tro del
m arco de lo establecido. En un p rim er m om ento se hace
una crítica tan rigurosa de la escala tem perada, que parece
com o si no sólo la enarm onía del Tristán, sino propiam ente
ya la o rq u esta de B eethoven hubiera de sonar de un modo
tan falso a los delicados oídos del especialista, que re su lta­
ría insoportable. Pero el especialista es dem asiado razona
ble como p ara p ro h ib ir acaso esto. Como corrección le pa­
rece bien el canto coral, tal com o lo practicaba la bündische
Jugend. Hoy la bündische Jtigend ha sido prohibida.
La tolerancia de H indem ith con respecto al progreso pa­
sado no perjudica, sin em bargo, a su em peño de elab o rar
una «lista jerá rq u ica natu ral de las afinidades en tre los so­
nidos» (p. 72). Esa lista jerá rq u ica representa la m ediación
e n tre «los m ás grandiosos fenóm enos de la naturaleza; sen­
cillos y avasalladores como la lluvia, el hielo, el viento»
(p. 39), y el arte de cocinar. Los intervalos y los acordes son
catados en su sab o r como si vinieran del arm ario de las
especias. De los m ás recientes se dice que son «superpim en-
tados». Al parecer, unos serían, en sí m ismos, m ás débiles,
y otros m ás fuertes: «El intervalo de quinta sol1- do1 tiene
un efecto arm ónico m ás fuerte que el intervalo de cu a rta
mi' - la1, cuyo valor sonoro, a su vez, es m ayor que el del
intervalo de tercera do' - m i1 o que el del intervalo de se­
gunda la1-sol'» (p. 100). Qué quiere decir «fuerte», no se sabe
con seguridad: tan to puede significar que el intervalo cal­
culado por H indem ith ocupa en su tabla un lugar an terio r
—y, p or tanto, m ejor— que el intervalo débil, com o que se
presenta de una m anera m ás sorprendente — cuestión ésta,
señalem os, sobre la que habría que decidir, no en general,
sino sólo d en tro de ün contexto determ inado.
La lista jerá rq u ica se apodera tam bién de los acordes.
A propósito de éstos se utiliza nada m enos que el térm ino
«valioso». Todo efecto arm ónico que, según la concepción de
H indem ith, sea decidido y preciso es presentado tácitam ente
como el efecto m ejor, como si en la obra de a rte no pre­
ponderasen de todos m odos los efectos de la suspensión
sobre los del m ero avance. La lista jerá rq u ica de los acordes
se parece a una estética de la p in tu ra que quisiera o to rg ar
la prim acía a los colores «bellos» sobre los colores «feos»
prescindiendo del cuadro. El com positor del agresivo Das
Nusch-Nuschi y de la blasfem a Sancta Susanna, converti­
do ahora, m ediante un proceso de decantación, en abogado
del «sano sentir» (p. 39), da esta instrucción: «Sólo p o r breve
tiem po es posible evitar en la com posición la tríad a o sus
am pliaciones inm ediatas, si no se quiere que el oyente sea
presa de un com pleto desconcierto» (p. 39). De ese descon­
cierto es presa hace ya largo tiem po el com positor; de lo
co n trario no pro clam aría unas tesis de las que él m ism o
se ha bu rlad o con sus m ejores obras.
La razón del desconcierto podem os determ inarla técni­
cam ente. H indem ith ve que las reglas de la teoría de la a r­
m onía que valoran los acordes «funcionalm ente», es decir,
p o r su valor de posición en la cadencia y sus am pliaciones,
no coinciden ya con la práctica del com poner. Por ello está
dispuesto incluso a aban d o n ar conceptos tales com o conso­
nancia y disonancia. Pero in ten ta salvar aquellas superadas
norm as recu rrien d o a em anciparlas de cualquier contexto
y conectándolas con ios acontecim ientos arm ónicos aislados.
Ahora bien, si no es la posición en la cadencia lo que decide
de la corrección o falsedad de un acorde, el acorde aislado
m ism o se opone todavía m ucho m ás a la jera rq u ía valora-
tiva. Se puede muy bien decidir, en cada com posición, si sus
com ponentes son co rrectos o falsos; m as el único criterio
aquí aplicable es el criterio del contexto determ inado y sin­
g u lar form ado p o r la yuxtaposición de aquellos com ponen­
tes. En ese contexto los elem entos aislados aparecen com o
p roductos de la h isto ria y no com o productos de la n atu ­
raleza. H indem ith corrige algunos ejem plos arm ónicos con
un gran despliegue de conceptos tales com o «fluctuación a r­
m ónica [harmonisches Gefalle] y «progresión por grados con­
juntos» [Sekun dga ng], conceptos «calculados» propiam ente
p o r él, pero que, p or lo dem ás, reflejan experiencias com ­
positivas b astan te triviales. Lo que él llam a faltas h ab ría que
calificarlo, con m ayor sencillez, de mezclas de acordes que
tienen una esencia históricam ente diferente. En una suce­
sión de acordes de m uchas notas una tríad a suena de hecho
falsa. La praxis de la m odernidad m oderada, a la que Hin­
dem ith ap o rta la ideología, consiste precisam ente en a rra n ­
ca r los colm illos a la calum niada atonalidad y a la calum ­
niada técnica dodecafónica, llenando de tríadas —p ara sos­
tén del oyente, y daño de la m úsica— una m úsica que tiene
lib ertad de m ovim ientos sobre vastas extensiones. La m oder­
nidad m oderada m ism a es la que suena mal.
El ensayo de establecer una d octrina de la arm onía que
norm alice de acuerdo con reglas generales el m aterial hoy
disponible, es absurdo. Sólo desde hace cien años existe un
a rte propio de la instrum entación. El hecho de que no haya
llegado a form arse una «doctrina de la instrum entación»
norm ativa, sino tan sólo una m era inform ación descriptiva
de los in stru m en to s, tiene sus buenas razones. El descubrí-
m iento de la dim ensión in stru m en tal acontece en una época
que ya no p erm ite a la m úsica el esquem a ab stracto , sino
tan sólo la lógica concreta del m ovim iento de la o b ra indi­
vidual. Pero lo que vale para la instrum entación, vale tam ­
bién p ara las tendencias arm ónicas progresivas. No es casual
que el Tratado de armonía de Schónberg se lim ite al m aterial
de los acordes tradicionales: em plea ese m aterial de m a­
nera m eram ente pedagógica, con el fin de configurar una
consciencia que sea dueña de sí m ism a y que, por ello, pueda
prescin d ir a la po stre de todo esquem a. Aun en c o n tra de
su voluntad, el libro de H indem ith da testim onio de esa
tendencia histórica, en la m edida en que se reduce a indicar
aquellos esquem as de ordenación. Pero se vuelve reaccionario
desde el in stan te en que presenta los esquem as de ord en a­
ción como norm as. Sus prohibiciones son trabas para la pro­
ductividad m usical: con m íseras hipótesis fabricadas adrede
se infla una experiencia com positiva lim itada, guiada p o r el
convencionalism o, h asta hacer de ella una ontología. No debe
ap arecer nada que no está ya allí: que no se contente con
la m era reproducción de lo establecido. Se especula con una
consciencia regresiva que ya sólo conoce el deseo de quedar
dispensada de la responsabilidad del conocer por sí m ism a,
y que sigue las prescripciones prácticas, no elucidadas, de la
instancia ad m in istrativa, como si esas prescripciones fueran
objetivam ente vinculantes. Es la objetividad del principio
del Führer: hostil a la libertad, pero, él m ismo, no sujeto
a ningún vínculo.
La lista jerá rq u ica de los intervalos y de los acordes se
halla al servicio de una elite, aunque ésta sea tan pobretona
como lo son las sem piternas tríadas. De los intervalos se
dice lo siguiente: «El trítono no form a pareja con ningún
o tro intervalo; se encuentra a la derecha de las p arejas de
éstos, solo, haciendo juego con la octava, la cual ocupa la
o tra esquina en el flanco izquierdo de la serie. La octava,
que es el intervalo más aristocrático, m ás noble, no se
mezcla con la m uchedum bre; su pariente m ás lejano, el ex­
céntrico, el b astard o trítono, queda tan lejos de las p arejas
de intervalos com o Loki de los dioses» (pp. 96 s.). Tam bién
la tabla técnico-adm inistrativa de acordes sirve a unos fi­
nes superiores: «El subgrupo III en el grupo A abarca
acordes com puestos por un núm ero cualquiera de notas, los
cuales son am pliados m ediante segundas y séptim as. Son
una raza tosca y poco noble... En el subgrupo IV se encuen­
tra una ex traña gentuza de sonidos estridentes, variopintos,
poco finos» (p. 118). Es claro que los prim eros son prole­
tarios; los segundos, intelectuales. Al difam arlos se da en­
trad a por la p u erta tra se ra a la vieja d octrina de la arm o ­
nía. El teórico H indem ith quiere ten er algo que ver con las
disonancias m enos aún que el práctico. Él es positivo. En su
o b ra La vida de María ha aprendido algo: «Que la obra es
creada para ho n ra del Ser suprem o, y que por ello puede
e sta r segura del apoyo de ese S er suprem o, es algo que
notam os en m uchos com positores, pero en ninguno de una
m anera tan enérgica com o en Bach, p ara el cual el “Jesu iuva"
que aparece en sus p a rtitu ra s no era una fórm ula vacía»
(p. 27). Si hoy aquel apoyo no es ya tan seguro, puede que
esto se halle relacionado con las fórm ulas vacías de m uchas
p artitu ra s.
Es necesario incluso organizar. «N uestra em presa tra b a ­
ja de modo distinto. Dispone de un núm ero incom parable­
m ente m ayor de operarios, cuyo trab a jo para el todo posee
un valor muy diferente. Desde el o b rero especializado, de
elevada productividad, h asta el incapaz, desde el muy labo­
rioso hasta el holgazán, tenem os a n u estra disposición gen­
tes de todos los niveles de rendim iento. Podemos, pues, co­
locar en cada puesto a alguien provisto de los conocim ien­
tos adecuados; él realizará los encargos m ejor, con m ás ra­
pidez, con m ás fiabilidad, que un obrero al que su propia ver­
satilidad le resulta, un im pedim ento; por o tro lado, las ener­
gías de personas capaces y muy valiosas no es necesario
d ilapidarlas en trab a jo s subalternos, pero asim ism o im pres­
cindibles, en los que pueden ser bien aprovechados los ig­
no rantes y holgazanes que no son utilizables en o tro lugar»
(p. 122). Axiomas sacados del prospecto de una C atedral, S. A.,
cuyos operarios son proporcionados por el servicio volunta­
rio del trabajo.
El em presario se queja, aunque ciertam ente en o tro con­
texto: «La revolución ha llegado dem asiado pronto» (p. 65).
Llega dem asiado tarde. De lo co n trario no se habría escrito
ese prospecto.
Quisiera decir p o r adelantado lo siguiente: es cierto que
en el pasado he escrito m uchas críticas: pero nunca me he
sentido un crítico de profesión. La p arte de mi tra b a jo p er­
teneciente a esa categoría se debió a la concurrencia de un
interés teórico-filosófico con un interés práctico-m usical m ás
bien que a que yo tuviera la pretensión de erigirm e en juez,
pretensión que la crítica se ve obligada a reivindicar tan
p ro n to como llega a ser del todo autónom a, en cuanto form a
que ella incuestionablem ente es. A diferencia de esto, lo que
yo quería hacer en m is críticas era d ar expresión a experien­
cias y llegar a un entendim iento con ellas; mis críticas siem ­
pre tenían algo experim ental. P or ello no me resu lta fácil
en co n trar un ejem plo que me obligue a decir con buena
consciencia «Paíer peccavi», com o me o cu rriría si me hu­
biera fiado sim plem ente de mi elevado intelecto.
Pero sí, recuerdo un ejem plo. Es, ciertam ente, de hace
m ás de cu aren ta años; un artículo sobre Paul H indem ith que
publiqué en 1922 en F rancfort, en la revista «Neue B latter
für K unst und L iteratur», hace m ucho tiem po desaparecida.1
En ese artículo casi nada me gusta; si algún alum no mío
me trajese hoy un engendro com o ése, desde luego que
no le quedarían m uchas ganas de reír. El artículo, que es
presum iblem ente uno de los p rim eros que se escribieron
sobre el com positor, es una m ezcolanza de insolencia que
presum e de docta y de sabidillo m oho provinciano: hoy me
resu lta im posible com prender que yo haya escrito eso algu­
na vez. Si mi m em oria no me engaña, a H indem ith no le gus­
tó, y con razón. Es evidente que, para llegar a ab o rrec er­
los, uno m ism o ha de tener den tro de sí, en p arte, aquellos
m ism os m odos de com portam iento espiritual de los que se
distancia enérgicam ente y co n tra los que se dirige el pathos
polémico. E n tre los motivos de m is trabajos posteriores,
en la m edida en que les otorgo vigencia, no falta tam poco
la vergüenza que me produce lo que yo, a m is diecinueve
años, con una precocidad que era sólo aparente, p erpetré
en ese artículo y en varios otros. Un e rro r pánico me asaltó
cuando, hace algún tiem po, a una persona am iga se le ocu­
rrió la idea de reim prim ir un ensayo mío de época incluso
anterior.

1. Véase el texto de ese a rtícu lo en este m ism o volum en, pp. 68-72.
Lo que m ás m e p e rtu rb a en aquel artículo sobre H in­
d em ith es que une, sin el m enor reparo, cosas que son in­
conciliables: un inconcuso entusiasm o p o r un talento e ru p ti­
vo, un vago m alestar a causa de ello, y el gesto propio de
quien dispone so b eranam ente de la m ateria. Ya en aquellos
trab a jo s juveniles de H indem ith que se las daban todavía
de radicales, n o tab a yo que había algo que no concordaba;
percibía que aquella insolencia subversiva no era en teram en ­
te de fiar. Pero no me hallaba a la a ltu ra de lo que yo
entreveía. Los rep aro s que le hacía a H indem ith eran, b u r­
guesam ente, que él q uería épater le bourgeois, e incluso la re
p ro chaba sus textos escandalosos. Pero no percibía, p o r de­
trás de aquellas piezas, lo que el psicoanálisis denom ina
« carácter edípico», u na especie de oculta p ro testa contra
la au to rid ad p atern a. Inm ediatam ente d etrás del gesto sal­
vaje acecha la identificación con aquello co n tra lo que se
p ro testa; p or así decirlo, el exceso m ism o proclam a ya la
necesidad de m oderación, de orden, la necesidad de que
aquello acabe p o r fin; el caos tiene el propósito de difa­
m arse a sí mismo.
Después de que un crítico indicase a H indem ith, con el
dedo índice ético, que era tiem po de interiorización, tam bién
él se dedicó de rep en te a ésta, puso m úsica a esa especie de
a rte decorativo que son los Poemas sobre María de Rilke.
A p a rtir de ese m om ento estaba ya tom ada la decisión sobre
aquella especie de depuración cuyas víctim as fueron todavía,
al final, los restos disonantes que quedaban en La vida de
María. Cuando apareció la prim era versión de esta obra, los
oídos se m e ab riero n . Sin em bargo, me había im presionado
m ucho lo que H indem ith había com puesto con anterioridad.
Lo único que me p rodujo desconcierto fue una despectiva
observación suya acerca de Schónberg, sobre cuyo rango yo
no me engañaba ya en aquella época. E ra cuando yo estudia­
ba aún con Sekles, el cual había sido tam bién pro feso r de
H indem ith; es decir, antes de que yo fuera a Viena a estu d iar
con Alban Berg.
La razón subjetiva de mi to n tería era, sencillam ente, la
falta de oficio. Yo no com prendía aún que los nuevos m edios
im ponen forzosam ente un m odelado perfecto, una renuncia
a las m eras conexiones superficiales; no com prendía aún
que esos nuevos m edios eran, por su propio sentido, opues­
tos a la concepción que H indem ith tenía de la m úsica y que
era, en el fondo, una concepción tradicionalista. Yo utilizaba
con enorm e largueza palabras com o «polifónico», sin ver que,
pese a que hub iera m uchos roces en tre las voces, el fam oso
Cuarteto en do mayor de H indem ith ejecutado en Donaue-
schingen era en verdad una pieza m otórica y hom ofónica.
En vez de fo rm u lar rigurosam ente en conceptos com positivos
los problem as com positivos de la obra de H indem ith, me
contentaba con la vaga im presión. Lo que tiene sus razones
técnicas determ inables, yo lo achacaba sin m ás a la m era
naturaleza peculiar del artista, a la tan citada im petuosidad
de H indem ith. Pero no tenía ningún argum ento concluyente
que oponer a esto. El azar del m ero gusto era la causa
de mi vacilante adhesión a un a rte que yo sentía, a la vez,
co n trario a aquello que me im aginaba como verdadera m ú­
sica. El penoso verbalism o de aquel artículo mío procedía
sin duda de que yo quería aso rd ar aquella am bivalencia y
fortalecerm e a mí m ism o en la fe.
Lo m ejor del H indem ith de la p rim era época, aquello
que tam bién a mí me atraía en secreto, era lo que en él
había de insubordinación, de anticonform ism o cínico. Y so­
bre esto creía yo que debía d ejar caer un m enosprecio sa­
bidillo. En cam bio, lo que yo elogiaba convulsivam ente en
él, eran ju sto aquellas propiedades de su m úsica que no
m ucho después se me volvieron sospechosas. Pero yo no
las habría elogiado si no hubiera sentido un am or secreto por
La doncella, p o r el provocativo Das Nusch-Nuschi y por la
ópera basada en un osado texto de S tram . M ucho me gus­
taría saber si H indem ith perm ite todavía hoy representacio­
nes de la burlesca obra de Blei y de Sancta Susanna. Una
cierta tosquedad y opacidad de aquella m úsica me desagra­
dó, ciertam ente, desde el p rim er día; tam poco me gustaba
el realista m odo de ac tu a r del práctico de orquesta. Pero
yo era dem asiado débil para re sistir a la opinión pública, la
cual decía que eso precisam ente era lo sano, y que lo más
audaz era lo enferm o. Sólo la Escuela de Viena me curó,
tam bién teóricam ente, de los clichés m usicales dom inantes;
en ese artículo mío sobre H indem ith la palabra «m usican­
te» tiene un significado positivo. No era un gran m érito
el que a mí me fascinase el talento de H indem ith, en la
época en que ese talento em pezaba a ascender en picado, y a
la vista de la contundente capacidad de H indem ith. Pero
m ientras yo rendía hom enaje al talento m oderno, lo que
hacía era seguir la corriente y alabar en él lo no-m oderno.
Sin duda yo había percibido bien ese elem ento, y su evolu­
ción lo ha confirm ado; pero a la vez, con el descenso de su
calidad, ha contradicho mi adhesión. E ntre tanto H indem ith
ha extirpado —extirpado en sentido m etafórico y en sentido
literal— los elem entos m odernos que en él había y que yo
trata b a de im itar al m enos con el tono indebidam ente inso­
lente de mi artículo: de la Sancta Susanna ha hecho la No-
bilissima Visione.
Yo no im p o rtu n aría al público con estos recuerdos míos
si en ellos no pu d iera aprenderse, tal vez, algo instructivo,
que va m ás allá de mi caso particular. Sin duda hay críticos
que, en el desem peño de su profesión, no actúan de m odo
muy distinto a com o actué yo en este ejercicio de estilo de
mi p u bertad. Sin em bargo, en la m ayoría de los casos, lo úni­
co que se esconde tras la ardorosa dem ostración de que los
críticos se han equivocado siem pre en m uchos puntos es la
supersticiosa creencia en esa presu n ta creatividad que ten­
dría prim acía sobre la aviesa reflexión intelectual. La inven­
ción, con fines de denuncia, de B eckm esser por W agner fue
lo que engendró esa creencia supersticiosa, que tuvo su cul­
m inación en la prohibición, por los nacionalsocialistas, de la
crítica de arte. El inconfesado criterio por el que esa m en­
talidad se rige es el éxito. Podemos decidir qué es m ás an ti­
pático: si la sabihondez del crítico que se atiene a criterios
inalienables, sacados del trastero , o el em peño de volver
a ju stific ar espiritu alm ente aquello que ya triunfa en público
por sí solo. Tras la indignación a posteriori co n tra el es­
túpido crítico lo que se esconde m uchas veces es el afán
de ponerse del lado de los más fuertes. W agner entregó a
Hanslick al ridículo, y al hacerlo no desdeñó servirse, en la
escena del robo realizado por B eckm esser, de las m ás pue­
blerinas y m íseras ideas acerca de la propiedad espiritual.
Pero el escrito Sobre lo bello musical no es, en m odo alguno,
únicam ente el m anifiesto de un form alista estrecho de mi­
ras — cosa que tam bién era Hanslick. C ontra la corriente del
rom anticism o degradado a m úsica de program a, ese escrito
defendía aquella dim ensión de la lógica m usical inm anente
que al fin volvió a surgir, aprem iante, del m ovim iento histó­
rico de la expresión. El proceso ab ierto en tre W agner y H ans­
lick no ha quedado decidido tal com o le hubiera convenido
a W agner, aunque, desde luego, tam poco lo ha sido tan en
co ntra de W agner com o m uchos acaso hayan pensado en la
época del constructivism o integral. En el conflicto entre
W agner y H anslick se plasm a de m odo ejem plar una rela­
ción de tensión en que la m úsica m ism a tiene su vida.
De todos m odos, lo que yo u ltra ja b a entonces en H inde­
m ith, al h ab lar en favor de él, era lo contrario del beckmes-
serism o. Si pequé, fue por falta de perspectiva crítica. Pero
algo puede decirse en favor de mi erro r. Y, a la postre, lo
que en favor de mi e rro r puede decirse es precisam ente
aquella fecundidad que habría que descubrir en general en
los erro res de los críticos. Con el H indem ith de aquellos
años, en el que se escondía tam bién un dadaísta al que le
asqueaba p artic ip a r en el juego de la cultura, todo h abría
podido m arch ar de un m odo en teram ente distinto; de igual
modo que tam poco Stravinski, que d u ran te años fue el m ode­
lo de H indem ith, h abría tenido que convertirse forzosam ente
en un neoclasicista cuando escribió Renard y La historia del
soldado. No sería difícil m o strar en los m ejores trab a jo s del
H indem ith de aquellos años algo que h abría necesitado única­
m ente ser llevado un poco más allá p ara fundar, por encim a
de la generación expresionista, una m úsica radical, en vez
de los puentes académ icos hacia atrás que luego tendió.
La idea de la crítica, sin em bargo —su tarea y tam bién, sin
duda, su única legitim ación—, es la de d etectar las poten­
cialidades que hay en los fenóm enos artísticos; cap tar, en
aquello que son, lo que podrían ser. La injusticia que la
crítica, positiva o negativa, com ete a veces con lo que la obra
es aquí y ahora, com o realidad de hecho, se convierte en ju s ­
ticia en la m edida en que otorga voz a aquel potencial que
yace escondido en la realización actual. Es esencial a la
experiencia artística el estar ab ierta a aquello que es básica­
m ente d iferente del modo propio de reaccionar que ella
tiene; a m enudo ese elem ento opuesto es la posibilidad de
algo que aún no ha sido y que quiere salir a la luz. El ca­
rá cter desm añado y forzado de mi artículo, cuya inexperien­
cia le hacía dem asiado hábil, tenía su causa en el im pulso
hacia sem ejante ensancham iento, y por ello no me avergüen­
zo tan sólo de aquello de que tengo que avergonzarm e.

(1962)

Postludio

Tras la m u erte de H indem ith lo único adecuado es p re­


g u n tar qué aconteció con él m ientras vivió. H acer eso es
la única form a de honrarlo; no lo es, en cam bio, el em balsa­
m arlo en el panteón alem án, lo cual no hace o tra cosa que
ratificar el fatal viraje de H indem ith hacia lo oficial, viraje
que constituye un escarnio de lo que él significó en la m o­
dern id ad m usical después de 1918. La m agnitud de su talen­
to, originario y eruptivo, era extraordinaria. Acaso h asta el
final m ism o sus com posiciones se destacaron de un m odo
soberano p o r encim a de la m uchedum bre de obras escritas
coetáneam ente. La incisiva concisión de La doncella y del
ciclo sob rem an era original Muerte de la muerte, sin duda
conseguirá m antenerse; las tres tem pranas óperas en un acto
m erecerían al m enos que se hiciera un ensayo. La fisono­
m ía de los años de resurgim iento posteriores a la P rim era
G uerra M undial, pocas son las obras que fa han plasm ado
m usicalm ente con tan ta autenticidad com o los prim eros tra ­
b ajo s de H indem ith anteriores a 1923, aun cuando lo discu­
tible de las o b ras m aduras gravite sobre ciertas dim ensiones
de las obras de ju v entud. Algo ha pasado: la innata sensatez
de H indem ith tiene que haberlo percibido. De lo contrario
apenas sería explicable la desaforada positividad de las m a­
nifestaciones de su vejez; esas m anifestaciones son reactivas,
son actos de au to atu rdim iento.
El au to r, nunca im parcial en cosas de arte, y perten e­
ciente p or tem p eram ento y por form ación m usical a la Es­
cuela de Viena, en fren tad a ásperam ente a H indem ith, no con­
sid era un m érito suyo el hab er notado eso antes que otros.
A la postre, en esas honras fúnebres costeadas por el E stado
que es su ó p era La armonía del m undo, todos lo han notado.
La ideología afirm ativa de esa obra, la glorificación —des­
p reocupada de la verdad de lo glorificado— de una imagen
del m undo cuya dem olición rep resen ta el contenido esencial
de la h isto ria de las ciencias de la naturaleza a p a rtir de
Kepler, concuerdan bien con la m entalidad de quien desde
m ucho tiem po a trá s era un conservador y se convertía ahora
en un craso reaccionario, y que en un discurso que ha llegado
a ser fam oso recurrió, p ara a tac ar la m úsica m oderna de hoy,
a la m ism a m etáfora om inosa que las cam arillas c u ltu ra­
les habían utilizado co n tra él y co n tra sus colegas cuando
Das Nusch-Nuschi y Sancta Susanna provocaban escánda­
lo: la m etáfora de los envenenadores de fuentes. Y tam bién
com o hom bre de la praxis H indem ith hizo cuanto estuvo en
su m ano, h asta donde se extendía su considerable influen­
cia, p ara oponerse a las posibilidades organizativas, verda­
d eram ente no indebidas, que los poderes públicos habían
proporcionado a la m úsica m ás reciente.
Lo que en el joven H indem ith producía un efecto revo­
lucionario, el térm ino francés rudesse es el que m ejor puede
expresarlo. En su tono y en su adem án sus obras hacían
gala de un cierto desdén, de un desdén que no se a rred ra b a
ante lo b ru tal y al que el am or al detalle p ertu rb ab a muy
poco. Algo sim ilar poseían ciertas piezas de la p rim era época
del «Grupo de los Seis» de París, sobre todo de M ilhaud y
de Poulenc; y tam bién lo poseía, obviam ente, el S travinski de
los Ragtimes y del Concertino para cuarteto de cuerda-, Hin­
dem ith trajo ese ferm ento a la m úsica alem ana. Esa m úsica
volvía despectivam ente las espaldas a la cultura; esto es lo
que en ella fascinaba, más allá del program a antirrom ántico.
Pero ya desde el comienzo se escondía tam bién allí algo
opuesto. El gesto era el propio de la rebeldía ostentosa; no
era un cam bio que afectase a la totalidad. En Schónberg el
cam bio radical m aduró precisam ente porque él tom ó con tan­
ta seriedad y con tanto rigor la tradición, que ésta acabó
haciéndose añicos, a causa de las exigencias que Schónberg
extraía de ella. H indem ith, por el contrario, em pujó a un
lado la tradición, pero la dejó tal com o estaba; una tra d i­
ción que en modo alguno le era extraña a él, el violinista
de o rq u esta y el m agnífico m úsico de cám ara. No ha sido
H indem ith el único de quien la tradición se ha vengado por
ese motivo. F rente a la autoridad su actitu d era am biva­
lente; se co m portaba como alguien que aprieta los puños,
lleno inconscientem ente de un ardiente deseo de llegar a
ser como el padre. H indem ith fue el que pintó un bigote
en la m ascarilla m ortuoria de Beethoven.1 Ya d u ran te su
período de revuelta el am bivalente se sentía atraíd o hacia
la autoridad, al p ro pugnar el ideal de la reconstrucción de
un lenguaje m usical que fuese vinculante p ara todos, como
lo había sido en o tro tiem po la tonalidad. La inconciliabili­
dad entre ese ideal y los aspectos em ancipadores que había
en sus propios trab a jo s no le inquietó. Tam bién las m aneras
agresivas de H indem ith contenían un potencial au to ritario .
Quien se com porta artísticam ente com o un tipo de rom pe
y rasga, se pone, sin saberlo, de p arte de aquel elem ento
radicalm ente sano que luego, en la m ayoría de los casos, lleva
a sospechar del intelecto y a ce rra rse a lo que es h istó rica­
m ente oportuno. Tal concepto de naturaleza es el que de
hecho enseñó m ás tarde el teórico H indem ith, pensándolo
en invariantes, en leyes inm utables, y m anteniendo alejada

1. Véase T heodor W. Adorno: H inleinm g in die M tisiksoziulogie.


Ahora, en G esam m elte Schriften, tom o 14, p. 301.
de sí, según la extendida costum bre, toda reflexión sobre lo
social. El secreto psicológico del levantisco es la necesidad
de punición. En las m úsicas escritas por H indem ith d u ra n te
la época de la inflación, en la Suite «1922» p ara piano y en
el fo x tro tt final del Cuarteto en do mayor ejecutado en
Donaueschingen, está incluida en la com posición, por así
decirlo, esta frase: «las cosas no pueden co ntinuar así». El
b árb aro curso del m undo se ha cuidado de que no continuase
lo que H indem ith denom inaba «m agnificencia bárbara», ino­
fensiva cual una fiesta de disfraces.
El modo de ser de H indem ith se com padecía dem asiado
bien con aquella in terioridad de especie alem ana que raras
veces carece de elem entos forzados y que se alim enta de un
anhelo de re to rn a r a la laboriosa y obtusa actividad a rte sa ­
nal p recapitalista. Ese m odo de ser tenía desde el com ienzo
mismo su m orada en el down to earth del objetivism o hin-
dem ithiano, m ucho antes de que H indem ith se ap u n tase a
él; H indem ith ha com puesto siem pre con el m aterial que
tenía a mano. De e sta r absorto en el taller a e sta r absorto
en sí m ism o hay sólo un paso. A propósito de su estilo,
se ha elogiado a veces la m úsica de H indem ith diciendo que
es una m úsica existencial, sin que quien lo hacía tropezase
con los árboles del lucus a non lucendo. El artesan o que
se queda en el cam po y se n u tre de alim entos sanos es, por
su tendencia, un adaptado, com o lo es el com positor que
prim ero hace m uecas de burla a la interioridad y luego la
pone p or las nubes. La p o sterio r m áxim a de H indem ith:
«m úsica con m esura» es, com o m áxim a de la adaptación,
tan anacrónica com o adaptada a la época. En el esp íritu de
esa m áxim a H indem ith ha realizado el fantasm al encargo de
escrib ir la m úsica fúnebre para un potentado. La disponi­
bilidad om nilateral estaba en correspondencia con una hon­
da inseguridad respecto a lo que se ha de hacer.
Hace más de cincuenta años E rn st Bloch dictó este juicio:
«Reger, una capacidad huera y peligrosa, y adem ás una m en­
tira. Como es un inculto, no sabe bien si debe escrib ir valses
o pasacalles, si debe poner m úsica a La isla de los muertos
o al Salmo C. No es ese el aspecto que ofrecen la m úsica y
el lenguaje cuando uno ha estado sentado por la m añana
ju n to a su fuente. Qué huero continúa siendo todo cuando
Reger, el m enos bachiano de todos los fenómenos im agina­
bles, se nos p resen ta com o un creyente, y ello porque él, que
es por nacim iento un a rtista de las variaciones y un im ita­
dor, m arche de m anera form al precisam ente por esos c a rri­
les. R eger no es nada, no posee nada m ás que una prestidigi-
tación de orden superior; y lo que en ello resulta indignante
es que, sin em bargo, no sólo es nada, sino que es una fuente
de constante irritación estéril».1 E sto m ism o podría decirse
tam bién de H indem ith, el cual ha echado m ano de K okoschka
y de S tram m , de T rakl y del jazz, de La vida de María y de
B recht, de E.T.A. Hoffm ann y del berlinés escrito r de textos
de cabaret M arcellus Schiffer, de Benn, H ólderlin, Mallar-
mé, T hornton W ilder y sabe Dios de cuántas cosas más.
Al igual que Reger, lo que H indem ith ha hecho ha sido
ac ap arar bienes culturales, en vez de alcanzar una continui­
dad espiritual. De hecho se fue alejando cada vez m ás de
S travinski, en dirección a Reger. Es evidente que no resis­
tía pasarse sin p atrones norm ativos; pero se había vuelto
dem asiado conform ista como p ara llegar, en cuanto neocla-
sicista, h asta el extrem o del enm ascaram iento; los silbidos
de Stravinski, H indem ith tam bién los lanzó, pero en sentido
co n trario . No sólo su modo de escrib ir recuerda a Reger;
tam bién la inconexión y la arb itra ried a d de su esp íritu lo
recuerdan. E sto viene condicionado p o r una concepción de la
m úsica que se la im agina como un estado perm anente, cual
si todavía fuera posible ir am ontonando pieza sobre pieza,
com o hacía el funesto Telemann. Una cierta indiferencia con
respecto al tem a plasm ado de m odo específico; una dis­
posición a h acer m úsica, como a dem anda, con un m aterial
indeferente; la ausencia de diferencias específicas de las fi­
guras d en tro de las obras, y entre la factura de una obra
y de otra: todo eso es regeriano. Sólo en la época de su
am istad con M erten, persona de espíritu decidido, se expresó
a través de H indem ith algo decidido y crítico; pero H inde­
m ith, al igual que S trauss, pronto pasó m inuciosam ente
revista a la cu ltura.
Lo que ocurrió con H indem ith podem os sentirnos inclina­
dos a q u erer explicarlo por su carácter social —el carác te r
pequeño-burgués— . A m enudo el gesto rebelde es el propio
de quienes faltan groseram ente al respeto a un e stra to cul­
tu ral del que se sienten excluidos y al que, sin em bargo, qui­
sieran pertenecer. La resultante es la actitud de la rebelión
perm itida. Los que así protestan se saben secretam ente
seguros de co n tar con el respaldo de la colectividad; tan
pronto hayan llegado a ser famosos, abandonarán las m a­
neras groseras — entendida esta expresión en sentido a rtís­

1. E rn st Bloch: Geisl der Vtupie, F ran cfo rt, 1964, p. 89.


tico. Paul Bekker, el m ás inteligente crítico m usical que
hubo en Alemania en el período de entreguerras, hizo una
vez la observación siguiente: si H indem ith hubiera tenido
m enos talento, h ab ría podido convertirse, por su m odo de
sentir, en un au téntico filisteo. Pero lo filisteo iba unido a
su talento, y al final fue m ás fuerte, hasta llegar a d e stru ir
su potencial m ejor.
Después de que H indem ith presentase en una ó p era a
G rünew ald como el m aestro M athis —el m aestro alem án sen­
cillo e íntim o—, no era ya posible detenerse. Im p o rta poco
que la especulación que verosím ilm ente intervino aquí, le sa­
liese mal al realista H indem ith; p ara los fascistas un a rtista
o un pensador no podía nunca hacerlo suficientem ente mal;
ellos exigían la en trega total. H indem ith se rem ontó, p o r ren­
cor, a la ingenuidad p o r la que había com enzado irreflexiva­
m ente. Fue uno de los prim eros en en carn ar d en tro de la
m úsica eso p ara designar lo cual la psicología social encontró
m ás tard e la p alab ra «concretism o». No levantarse, p erm a­
necer abajo, la praxis de la adaptación em pedernida: eso
se convirtió en v irtud, em papada de rencor co n tra lo que
quiere ser diferente. Con su perspicacia habitual B ekker
dijo sobre el H indem ith tem prano que, en sus com posicio­
nes, éste no sólo sabía tra ta r con los instrum entos —ap ren ­
dió a tocar, con u na asom brosa habilidad, un gran núm ero
de ellos—, sino que en cada trab a jo él m ism o se convertía
en un in strum ento. E sto tiene su grandiosidad propia: m er­
ced a su exactísim o conocim iento de los m odos de tocar los
in strum entos, H indem ith alcanzó en Alemania aquella cor­
pórea proxim idad al elem ento sonoro específico que antes
de él había estado reservada a las escuelas francesas. Pero
el precio que hubo de pagar por ello fue el instrum entism o,
fue una creciente sustitución de los m edios por los fines. La
esclavitud de la p ro p ia productividad es gozada de un m odo
m asoquista y desviada hacia algo superior, de m anera no
muy diferente a com o había hecho la Jugendbewegung m u­
sical, a la cual H indem ith surtió tran sito riam en te de piezas.
Pese a todo esto, la explicación psico-social, cóm oda post
fesíum , no b asta p or sí sola. No pocos m úsicos proceden
de la pequeña burguesía y no han desarrollado aquel carác­
te r social: el generoso Ravel, el intransigente Schonberg. El
ca rác te r social de H indem ith arm oniza con un aspecto ob­
jetiv am en te m usical, el cual prim a sobre el aspecto privado.
Su m aterial de p artid a era antagónico. B ekker observó que
los tem as —cuyo concepto tradicional H indem ith no tocó—
no se hallaban co rtados en m odo alguno por el p atró n tonal.
La arm onización peculiarm ente turbia, sin em bargo, y la
conducción de las voces —conducción que, por lo dem ás,
no es en absoluto tan polifónica com o puede p arecer en un
p rim er m om ento— lo que hacían era c a ta r el sabor de la di­
sonancia desconsiderada, que producía un efecto agresivo.
R ecurriendo a m edios burdos tales como los ostinati y las
progresiones paralelas, crom áticas, de acordes en m ovim iento
contrario, la arm onía se creaba la apariencia de lo conse­
cuente; pero esa arm onía no estaba oída en teram ente de
m anera rigurosa.
Tales incongruencias no pudieron perm anecer ocultas a
H indem ith. É ste tenía abiertas dos posibilidades: o bien
desm ontar radicalm ente su m odo de com poner y volver a
unirlo con una nueva argam asa —a costa de la fachada lisa,
del m ovim iento de tac, tac, tac, de la fuerza m anifiesta de
convicción, aspectos de los que cuidaban tales calidades—,
o bien retro ced er a ra stras hacia aquel algo m ás antiguo
que iba mezclado en sus experim entos. La prim era posibi­
lidad se hallaba bloqueada por todo lo que se había acum u­
lado ya en la o b ra de H indem ith cuando pudo darse cuenta
de la alternativa. Por fuerza hubo de tem er que desapare­
ciese aquella ingenuidad en la que él sentía su fuerza y que
había sido com pensada por el éxito. H indem ith h abría teni­
do que sacrificar el ídolo de un lenguaje m usical vinculan­
te p ara todos. D etrás de la rudeza se escondía el miedo. Hin­
dem ith tem ió el riesgo de p erd er sus ventajas estratég i­
cas, y se echó p ara atrás; electivam ente afín en esto a
S trauss, el cual tam bién consiguió hacerse fam oso como
com positor de rom pe y rasga. Sin em bargo, los conocim ien­
tos profesionales de H indem ith no podían so p o rtar a la lar­
ga lo que en sus obras de juv en tu d había de quebradizo,
aquello que en éstas era groseram ente incoherente y que se
hallaba tan sólo tapado por la seguridad de los fenóm enos
sonoros. Apenas le quedó o tra salida que la reacción. Se
enredó en la cuestión de los cam pesinos que discuten por
la rana devorada: ¿para qué la rebelión, si todo va a con­
tin u ar igual que antes?
La ironía consiste en que H indem ith, cuando creyó dis­
poner de un m étodo fiable, no cinceló de m odo riguroso
los detalles —pues confiaba en la infalibilidad de ese mé­
todo, que ah o rrab a trab ajo —, com o tam poco lo había hecho
en las piezas que luego él m ism o expurgó. En una p a rtitu ra
como Nobilissima Visione no es posible dejar de ver ocu­
rrencias m usicales corrientísim as, así como arb itraried ad es
arm ónicas, y a m enudo una debilidad de las progresiones
acórdicas que dan un m entís a sus propias opiniones teóri­
cas, en especial a la «progresión por grados». Su m oderan-
tism o no p ro cu ró a H indem ith aquello que esperaba sin
duda de él, y en cam bio le quitó el brío que pensaba proteger
co n tra la reflexión paralizante. H indem ith cam bió de frente
y se entregó al academ icism o.
Con esto no queda resuelta la totalidad del enigm a. El
lenguaje de la m úsica, que en el período de H indem ith po­
seía frente al lenguaje hum ano una independencia m ayor que
la que poseían la p in tu ra y la poesía, perm ite una m ayor
distancia al esp íritu y al contenido específico de éste: la
Estética de Hegel registró ya esto, y no precisam ente por
am istad a la m úsica. El caso suprem o de una m úsica desa­
sida de ese modo, de una m úsica literalm ente absoluta,
fue M ozart. É ste no tendría, sin em bargo, la grandeza que
tiene si sobre sus instantes suprem os no hubiera un refle­
jo de hum anidad. Lo incom parable de M ozart fue la hum a­
nidad poseída aun p or aquello que se aleja, como por pro­
testa, de la existencia hum ana. Una m usicalidad pura, inhu­
m ana en el sentido significativo de la palabra, dom inaba a
H indem ith. Su lenguaje único y om nipresente era la m ú­
sica; en sus m anos todo se convertía en música. Esto circuns­
cribe lo ex trao rd in ario —y lo fatal— de su naturaleza. Im ­
plantada com o algo absoluto, su m usicalidad se había escin­
dido, p or su especialism o, de la fuerza de la subjetividad.
É sta decayó. Pero de esa fuerza tiene necesidad aquel en-sí
de la m úsica en que la subjetividad se extingue feliz. Para
H indem ith la m úsica se convirtió en la actividad ciega del
experto, una actividad que es ciega en razón del especialis­
mo. La em ancipación de la m úsica con respecto al espíritu
—al cual H indem ith acusa de rom ántico y ajeno a la rea­
lidad— acontece com o barato triunfo sobre aquello de que
que carece el especialista que se sale con la suya. Lo que le
falta, el especialista lo com pensa en vano recurriendo a una
convulsa concepción del m undo y a apologéticas hipótesis
fabricadas adrede. Un elem ento pedestre se mezcla en el ideal
musical ap aren tem en te purificado de la existencia, ontoló­
gico, según dice el lenguaje filosófico. Lo que podría ser algo
extrem o —lo carente de expresión— se degrada a m usican­
te; la m úsica com o lenguaje absoluto se convierte en un
lenguaje norm al. La violencia dispositiva expulsa de esa
m úsica la dim ensión utópica y su figura negativa —la ex­
presión del su frim iento—. Esa violencia se establece como
m ero ente en segunda potencia, y triu n fa como tal.
H indem ith es el ejem plo m áxim o de la dificultad de com ­
poner hoy. El solo talento no b asta ya. La obviedad de la
reacción artística, que es la que define al talento, no está
va dada de antem ano. Apoyado en sí m ism o com o en una
nada, el talento com ienza a tam balearse, se aferra a lo que
le es extrínseco, y se anquilosa. Aquello que puede hacer
que el talento llegue a ser m ás que m ero talento, se ha con­
traído a su capacidad de autorreflexión. Ésta es idéntica,
de modo directo, a la fuerza de oposición. A H indem ith le
faltó ésta, exactam ente igual que sus piezas van rodando
sin tropezar con ninguna oposición y son un inacabable de­
venir en el que nada deviene. H indem ith fue com o com po­
sito r el p ro to tip o de un fenóm eno social que poco a poco
se ha extendido al m undo entero: la pseudo-actividad im­
potente.
Glosa sobre Sibelius

El nom bre «Sibelius» no es m ucho lo que le dice a al­


guien que haya crecido d en tro de la esfera m usical alem a­
na o austríaca. Si no lo confunde geográficam ente con Sin-
ding, o fonéticam ente con Delius, lo recordará com o el au to r
de la Valse triste —una banal pieza de salón—, o tal vez haya
tropezado alguna vez en un concierto con piezas de relleno
tales como Las oceánidas y El cisne de Tuonela —breves
m úsicas de program a, con fisonom ía un tanto vaga, de las
que le resulta difícil acordarse bien—.
Pero si vam os a Inglaterra, y no digam os a N orteam éri­
ca, entonces ese nom bre com ienza a crecer h asta la desm e­
sura. La gente lo repite con idéntica frecuencia que el nom ­
b re de una m arca autom ovilística. La radio y los conciertos
resuenan con las m úsicas llegadas de Finlandia. Los progra­
m as de Toscanini están abiertos a Sibelius. Se publican
largos ensayos, repletos de ejem plos m usicales, en los que se
ensalza a Sibelius com o el com positor más im portante de la
actualidad, com o un sinfonista auténtico, como un no-mo­
derno que está p o r encim a de los tiem pos y, en fin, como
una especie de Beethoven. Existe una «Sociedad Sibelius»
que está al servicio de su fam a y que se encarga de difundir
las grabaciones discográficas de sus obras.
Sentim os curiosidad, y escucham os algunas de las obras
principales de Sibelius, como, p o r ejem plo, su Cuarta y su
Quinta sinfonía. Antes estudiam os las p artitu ra s. É stas pre­
sentan un aspecto m ísero y beocio; pensam os que el m is­
terio sólo p o d rá revelarse a la audición efectiva. Pero los so­
nidos que escucham os no ap o rtan el más m ínim o cam bio a
la imagen que habíam os contem plado.
É sta ofrece el aspecto siguiente: se ponen allí com o «te­
mas» unas sucesiones cualesquiera de notas, unas sucesio­
nes triviales y caren tes de toda plasticidad; en la m ayoría
de los casos ni siquiera están en teram en te arm onizadas, sino
que se p resentan unisono, con notas pedal, con arm onías
sostenidas y con todo lo que las cinco líneas del pentagram a
pueden d ar de sí, con el fin de eludir un avance lógico de los
acordes. A esas sucesiones de notas les ocurre muy pronto
una desgracia: una desgracia parecida a la de un lactante
que se cayese de la m esa y se rom piera la colum na verte­
bral. Aquellas sucesiones de notas son incapaces de cam inar
bien. Se quedan paradas. En un punto im previsto el movi­
m iento rítm ico queda truncado: el avance se vuelve incom ­
prensible. R eaparecen luego las sim plistas sucesiones de no­
tas; dislocadas y retorcidas, pero sin m overse del sitio. Los
apologistas consideran beethovenianas esas partes: es com o
crear un m undo a p a rtir de lo que carece de todo significado,
de lo que no es nada. Pero ese m undo es digno del m undo
en que vivimos: tosco y a la vez m isterioso, gastado y a la
vez contradictorio, conocido de antiguo y a la vez opaco.
Los apologistas repiten ahora que eso precisam ente a te sti­
gua la inconm ensurabilidad del m aestro cread o r de form as,
del m aestro que no adm ite pautas rutinarias. Pero nosotros
no creem os que pueda crear form as inconm ensurables quien
es m anifiestam ente incapaz de com poner bien una o b ra a
cu atro voces: no creem os que d isfru te de superioridad so­
bre la escuela quien opera con una m ateria escolar, sólo
que no sabe m an ejarla de acuerdo con la regla. Es la o ri­
ginalidad de la torpeza: de la m ism a calaña que aquellos
amateurs tem erosos de tom ar clases de com posición para
no p erd er su peculiaridad, peculiaridad que no es, a su vez,
más que el desorganizado residuo de lo que estaba allí con
an terio rid ad a ellos.
Sobre Sibelius com o com positor serían pocas las pala­
b ras que habría que desperdiciar, tan pocas com o sobre
tales amateurs. Es posible que Sibelius haya contribuido de
m anera muy m erito ria a la colonización m usical de su pa­
tria. Bien podem os im aginar que, tras sus estudios de com ­
posición en Alemania, volviese allí con justificados senti­
m ientos de inferioridad, consciente de que no le estaba
concedido ni com poner en su totalidad un coral ni escribir
un co n trap u n to norm al; bien podem os im aginar que Sibelius
se en terró en el país de los mil lagos para perm anecer oculto
a los ojos críticos de sus profesores. V erosím ilm ente nadie
quedó m ás asom brado que él al d escu b rir que su fracaso
era in terp retad o com o un logro; su «no-poder» com o un «te-
ner-que». Él m ism o ha acabado por creérselo, y desde hace
años se encu en tra em pollando su octava sinfonía com o si
fuera la Novena.
El efecto causado es lo que tiene interés. ¿Cómo es posi­
ble que alcance fam a m undial y que llegue a ser tenido por
un clásico —p o r muy m anipulado que se halle este últim o con­
cep to — alguien que no sólo ha quedado com pletam ente re­
trasad o con respecto al nivel técnico medio de su época
—pues ju sto eso se le im puta com o m érito—, sino que m ues­
tra no e star siquiera a la a ltu ra de su propio nivel m edio,
y hace un uso inseguro, m ás aún, chapucero de los medios
tradicionales, desde el m aterial de construcción hasta la
gran a rq u ite ctu ra? El éxito de Sibelius es síntom a de una
pertu rbació n de la consciencia m usical. El terrem oto que
en co n tró su expresión en las disonancias de la nueva m ú­
sica, de la grande, no ha perdonado tam poco a la pequeña
m úsica pasada de moda. É sta se ha vuelto quebradiza y
desm añada. Pero huyendo de las disonancias, la gente ha
buscado refugio en las tríadas falsas. Las tríadas falsas:
Stravinski las ha llevado a la com posición. M ediante notas
falsas añadidas ha dem ostrado cuán falsas se han vuelto las
notas correctas. E n Sibelius ya las notas ju stas suenan fal­
sas. Es un S travinski en co n tra de su voluntad. Sólo que
tiene m enos talento.
Sus p artid ario s no quieren saber nada de esto. La can­
ción que ellos can tan repite este estribillo: '5 ist alies Natur,
’s ist alies N atur [todo es naturaleza, todo es n aturaleza]. El
gran Pan y, cuando es necesario, tam bién la sangre y el suelo
hacen rápidam ente su aparición. Lo trivial es tenido por o ri­
ginario; lo inarticulado, por el puro sonido de la creación
inconsciente.
Categorías com o ésas escapan a la crítica. La convicción
dom inante es que eso que se llam a «atm ósfera de la n atu ­
raleza» va ligado a un silencio reverente. Pero si ya en la
realidad ese concepto no es adm isible sin m ás, m ucho me­
nos lo es en las obras de arte. Las sinfonías no son como
los mil lagos: aunque tengan mil agujeros.
Para re p resen ta r la «atm ósfera de la naturaleza» la m ú­
sica ha elaborado un canon técnico: el del im presionism o.
Siguiendo las huellas de la p in tu ra francesa del siglo XIX,
Debussy ha d esarrollado unos procedim ientos para cobijar
la expresión y lo carente de expresión, la luz y las som bras,
lo m ulticolor y lo crepuscular del m undo visible, en unas
sonoridades a cuyo nivel la p alabra poética no llega. A Sibe­
lius le son ajenos tales procedim ientos. Car nous voulons
la Nuance encor — esto suena com o un escarnio hecho al
obtuso, envarado y fortuito colorido orquestal de la música
de Sibelius. É sta no es una m úsica en plein air. D esarrolla su
juego en el in terio r de una desordenada aula, en la cual los
jovenzuelos, d u ran te el recreo, dan m uestras de su genialidad
d erram ando la tin ta de los tinteros. No hay allí una paleta
de pintor: todo es tin ta y sólo tinta.
Pero tam bién esto se considera un m érito de Sibelius.
Según se dice, la profundidad nórdica debe ciertam ente, por
un lado, entregarse a un trato íntim o con la naturaleza ca­
rente de consciencia; p o r otro, no debe alegrarse frívolam en­
te de los encantos de esa naturaleza. Es una prom iscuidad,
reprim ida, en la oscuridad. Se ensalza el ascetism o de la im ­
potencia diciendo que es la autodisciplina propia del creador.
É ste m antiene relaciones con la naturaleza, pero sólo in­
ternas. Su reino no es de este m undo. Es el reino de las
em ociones. Y una vez que se ha desem bocado en ellas, la
gente queda dispensada de tener que d ar m ás explicaciones.
Tan im posible es d eterm in ar el contenido de las em ociones
com o su fundam ento en los acontecim ientos m usicales; y se
considera esto com o un índice de la profundidad de aquéllas.
No lo es. Es posible determ in ar las em ociones. No, desde
luego, por su contenido m etafísico y existencial, que es lo
que a ellas les podría convenir. Las em ociones no tienen
ese contenido, com o tam poco lo tienen las p artitu ra s sibe-
lianas. Pero sí son determ inables por aquello que las sus­
cita en las p artitu ra s. Es la configuración de lo banal y de
lo absurdo. Cada detalle suena a cotidiano y a fam iliar. Los
m otivos son fragm entos tom ados del m aterial corriente y m o­
liente de la tonalidad. T antas veces ya los hem os oído, que
creem os com prenderlos. Pero esos m otivos han sido em pla­
zados dentro de un contexto que carece de sentido: igual que
si alguien enlazara indiscrim inadam ente, m ediante verbos
y partículas, los vocablos siguientes: gasolinera, alm uerzo,
m uerte, Greta, arado. Un todo incom prensible, form ado con
los detalles m ás triviales, produce la ilusión engañosa de lo
abism al. La gente se alegra de poder com prender todo, y se
alegra con buena conciencia, puesto que se percata de que,
en propiedad, no com prende nada. O dicho con o tras pa­
labras: el no com prender absolutam ente nada, que es lo
que constituye la característica de la consciencia m usical
actual, tiene su ideología en la apariencia de com prensibi­
lidad, producida p or los vocablos sibelianos.
En las resistencias contra la nueva m úsica avanzada, en
el odio maligno con que se la difam a, resuena no sólo la
tradicional y general aversión contra lo nuevo, sino el p re­
sentim iento específico de que los viejos m edios no bastan
ya. Y no es que se encuentren «agotados»: no hay duda de
que, m atem áticam ente, los acordes tonales perm iten todavía
incontables com binaciones nuevas. Pero esos acordes se han
vuelto ilusorios y b astard o s: sirven p ara hacer la apología
de un m undo en el que ya no hay nada que m erezca apo­
logía; y no puede p re te n d er ya ten er derecho a ser escrita
ninguna m úsica que no instale, h asta en las células m ás
íntim as de su procedim iento técnico, el ataque crítico a lo
establecido. La gente abriga la esperanza de sustraerse, gra­
cias a Sibelius, al m encionado presentim iento. Ése es el se­
creto de su éxito. La absurdidad que los m edios de la m ú­
sica tradicional y pos-rom ántica, degradados a la categoría
de m ercancías, adquieren en su obra, debido a la falta de
habilidad con que son m anejados, esa ab su rd id ad parece
salvar a esos m edios de su deterioro. El canto de triunfo que
el conform ism o entona, a la vista de Sibelius, dice lo si­
guiente: es posible com poner de una m anera fundam ental­
m ente pasada de m oda, y, sin em bargo, com poner de una
m anera en teram en te nueva. El éxito de Sibelius es equi­
valente al anhelo de que el m undo pueda ser salvado de sus
m iserias y contradicciones, pueda ser «renovado», y, sin em ­
bargo, la gente siga conservando lo que posee. Lo que sig­
nifican tales deseos de renovación, y lo que significa tam bién
la originalidad sibeliana, queda puesto de m anifiesto, sin
em bargo, p o r su carencia de sentido. E sa carencia de sen­
tido no es m eram ente una carencia técnica de sentido: de
igual m odo que u na frase vacía de sentido no está vacía
de sentido sólo «técnicam ente». Esa carencia de sentido sue­
na ab su rd a porque es absurdo el intento m ism o de decir algo
nuevo con los viejos m edios periclitados. Con ellos no se
dice absolutam ente nada.
Es com o si en este finlandés ligado a su tierra en co n tra­
sen su confirm ación todas las objeciones que la reacción
ha acuñado co n tra el bolchevism o cu ltu ral en la m úsica.
Los reaccionarios se im aginan que la nueva m úsica debe
su existencia a que los com positores tienen un dom inio de­
ficiente del m aterial de la vieja m úsica; pues bien: eso no
es aplicable a nadie m ás que a Sibelius, el cual se atiene
a lo viejo. Su m úsica es, en cierto sentido, la única m úsica
«disolvente» en estos días. Pero no en el sentido de que
destru y a lo malo establecido, sino en el sentido de que des­
truye calibánicam ente todos los resultados m usicales de la
dom inación de la naturaleza, resultados que la hum anidad
ha adquirido a un precio muy caro en su trato con la escala
tem perada. Si Sibelius es bueno, entonces carecen de valor
los criterios —que han perdurado desde Bach hasta Schon­
berg— de la calidad m usical, entendida ésta com o la rique­
za de relaciones, la articulación, la unidad en la pluralidad,
la m ultiplicidad en lo uno. Sibelius traiciona todo eso y lo
entrega a una naturaleza que no es tal naturaleza, sino la
raída foto de la casa paterna. Por su p arte él contribuye en
la m úsica a rtística al gran deterioro, en el cual le supera
fácilm ente, sin em bargo, la m úsica ligera industrializada.
Pero en las sinfonías de Sibelius esa destrucción se enm as­
cara como creación. El efecto de tales sinfonías es peli­
groso.
Dificultades

1. Para com p on er m ú sica

En 1934 B recht escribió un texto al que puso este título:


«Cinco dificultades p ara escribir la verdad». Al d ar yo a esta
conferencia m ía el título de «D ificultades para com poner
música» actúo co n tra mi costum bre de no im itar títulos aje­
nos, aunque es muy cierto que yo sería incapaz de señalar
cuál es el núm ero exacto de dificultades que se oponen
a la actividad de com poner m úsica hoy. Cabe suponer que las
dificultades a que B recht se refería en su artículo, que ha
llegado a ser famoso, no son sólo las dificultades del escri­
tor, sino tam bién las del músico: consisten en que la deno­
m inada producción cultural degenera en ideología.
B recht acertó a señalar una experiencia que no se halla
lim itada a un único medio: la experiencia de que la situ a­
ción de todo arte de hoy produce una gran zozobra; de que
los a rtistas sienten tem blar el suelo bajo sus pies; de que,
en su medio propio, ya no les es posible com portarse con
ingenuidad, tal com o se habrían com portado en épocas fe­
lices —según cuenta una leyenda que de todos m odos es muy
d iscutible— . Sin em bargo, los elem entos ideológicos que se
sedim entan en las d istintas artes no afectan sólo al m aterial
utilizado p o r ellas, sino que penetran hasta la complexión
estética m ism a del objeto. Esto ju stificaría de algún modo
el que yo desarrolle en la m úsica un tem a de B recht, con
independencia de éste.
Es obvio que en la m úsica los problem as se plantean de
un m odo esencialm ente distinto que en la literatura. La
m úsica no es ni objetual ni conceptual; con ello desapare­
cen m uchas referencias ideológicas sólidas. Lo espiritual
no se agota de ningún modo en tales referencias; no se
agota en su representación de tales o cuales intereses so­
ciales, con independencia de la propia verdad o legitimi-
dad. De lo co n trario sería im posible la teoría, con la cual
tam bién B recht se identificaba. Lo espiritual —tan to el arte
com o el pensam iento— posee unas leyes inm anentes, y éstas
m antienen a su vez una relación determ inada con el conte­
nido de verdad. Además la situación ha cam biado de m odo
radical en com paración con la existente hace trein ta años,
cuando B recht escribió aquel texto. Las oportunidades po­
líticas que él veía como inm ediatam ente presentes o inm i­
nentes y que utilizaba com o criterio para enjuiciar todo, ya
no existen. El espacio político que a él le parecía garante de
la verdad, el espacio político del Este, ha quedado radical­
m ente em papado desde entonces por la ideología. Según
es sabido, allí se tom a, en efecto, el concepto de ideología
—que en su origen tenía un p ropósito crítico— com o una
exigencia positiva, tal como si lo espiritual, tam bién la teo­
ría, no fuese a la postre m ás que un m edio de dom ina­
ción. Lo único que yo retengo de la concepción brechtiana
es que, igual que el escribir, tam bién el com poner m úsica
se halla ligado a unas dificultades objetivas apenas conoci­
das antes; que esas dificultades están relacionadas esencial­
m ente con el puesto del arte d en tro de la sociedad; y que no
son elim inables p o r el hecho de no ocuparse de ellas.
Me g u staría enlazar directam ente, de todos m odos, con un
pasaje concreto del texto de B recht. Éste habla allí de los
a rtistas e intelectuales ingenuos. Y de ellos dice lo siguiente:
«Sin d ejarse p e rtu rb a r por los poderosos, m as sin e sta r p er­
turbados tam poco por los gritos de los som etidos a la vio­
lencia, estos a rtista s siguen dando pinceladas a sus cua­
dros. Lo absu rd o de su actuación produce en ellos m ism os
un pesim ism o “pro fundo”, pesim ism o que venden a muy
buenos precios; pero, en realidad, a la vista de estos m aes­
tros y de esos precios, serían otros, m ás bien, los que ten­
drían derecho a sen tir ese pesim ism o. Aquí ni siquiera resul­
ta fácil ver que las verdades de los m encionados maestros-
son verdades que hablan de sillas o de la lluvia; de o rd in a­
rio parecen verdades com pletam ente distintas, cual si fue­
ran verdades sobre cosas im portantes. Pues la actividad
configuradora del arte consiste precisam ente en eso, en o to r­
gar im portancia a un objeto. Sólo cuando uno se fija con
m ás detenim iento se da cuenta de que lo único que dicen
es: una silla es una silla, y nadie puede hacer nada en contra
de que la lluvia caiga hacia abajo».
Algo de esas frases de intención sardónica con que B recht
p retende den u n ciar a los a rtista s e intelectuales que no tie­
nen un com prom iso político directo es aplicable tam bién
a la m úsica. É sta corre el riesgo de convertirse en algo in­
d iferente si nosotros los m úsicos adoptam os un co m p o rta­
m iento intransigente que no se deja p e rtu rb a r por nada, o,
com o dice m alignam ente B recht, si «seguimos dando pin­
celadas» a n u estras com posiciones m usicales cual si nada
hu b iera ocurrido. H asta el dolor y el absurdo m ism os expre­
sados p or la m úsica corren el peligro de convertirse en algo
caren te de toda consecuencia, en una especie de ornam en­
to, tal com o lo profetiza B recht en las frases citadas.
Tam poco hay razón ninguna, de todos modos, p ara el
optim ism o im plícito que se esconde tras la crítica de B recht
al m encionado aspecto. Ni el a rtista tiene m otivo ninguno
p ara ser optim ista con respecto al m undo, ni la situación
de éste justifica tam poco sem ejante optim ism o. Si volvemos
en co n tra de B recht m ism o la m alignidad utilizada p o r él,
cab ría decir que precisam ente en el hecho de que B recht
se burle del pesim ism o hay una p arte de conform ism o.
Cuando se co rre un velo sobre los aspectos negativos, se
lo co rre tam bién sobre los aspectos críticos, tal com o su­
cede en la ideología oficial del espacio som etido al poder
soviético. Si hay algo que sea ideología, es el optim ism o
oficial, el culto a la positividad. Sólo un arte que se m anten­
ga firm e frente a lo oscuro y am enazador tiene, en general,
alguna posibilidad de decir la verdad. Pero si el a rte —y
sobre todo la m úsica— pretende intervenir, tal com o, en
aquellas frases, B recht aguardaba del escritor, entonces el
a rte se en cu en tra bloqueado. La m úsica com o tal no puede
in terv en ir directam ente. Incluso cuando se la unce al yugo
de finalidades aren gatorias, el efecto que produce es insegu­
ro. No en vano va a rem olque, en tales casos, de estos o de
aquellos textos políticos. Considero que no es casual el que
d eterm inadas com posiciones del difunto Hans Eisler —com ­
po sito r sin duda de gran talento— escritas por él hace más
de trein ta años, y que estaban al servicio, tam bién por su
tono y su carác te r propios, de una propaganda política agre­
siva ex trao rd in ariam en te intensa y prem editada — el que
esas com posiciones no se ejecuten ya tam poco, que yo sepa,
en la zona oriental. Cabe sospechar que allí caerían b ajo el
veredicto de ser bolchevism o cultural disolvente.
La afirm ación, en cam bio, de que la m ayoría de los cua­
dros dicen tan sólo: una silla es una silla, y: la lluvia cae
hacia abajo, esa afirm ación es aplicable tam bién a la m úsi­
ca. Cuando se cultiva de m anera irreflexiva la m úsica, cuan­
do la m úsica no percibe que sus dificultades son su p re su ­
puesto y no las asum e, entonces degenera en m era repetición
de lo dicho ya cientos de veces, degenera en una especie de
tautología del m undo, que, adem ás, coloca en torno a las
cosas un au ra y, a lo sum o, confirm a que> lo triste es inmodifi-
cable y, si cabe, que es algo que debe-ser-así. En este sentido,
tam bién de la m úsica cabe decir que queda contam inada por
el ca rác te r ideológico, el cual crece cada día más. La posi­
bilidad de elu d ir las dificultades entregándose a lo consolida­
do y de seguir actu ando com o si nada o curriera, desaparece.
Yo podría im aginar que m uchos de ustedes me o b je ta ­
rán: si el com poner m úsica es un asunto tan terriblem ente
arriesgado y difícil que te sientes obligado a p lan tarte ahí
p ara darnos una conferencia sobre la cuestión, y te llevas
las m anos a la cabeza, y exclam as: «Dios mío, qué difícil,
qué difícil es esto» — ¿por qué os com plicáis tanto la vida,
p o r qué no os quedáis aquí, en tierra firm e, y os n u trís con
alim entos sanos, y hacéis, m ás o menos, m úsica de acuerdo
con los modelos reconocidos, que a m uchos de nosotros
nos siguen gustando?
E ste argum ento trivial hay que tom arlo muy en serio,
desde luego, y no se ha de p retender descartarlo con el vago
gesto de quien dice: el que piensa de esa m anera ha quedado
retrasad o con respecto a la época. Por ello me gustaría indi­
car al m enos las razones de por qué las tentativas de seguir
hablando en el lenguaje tradicional de la m úsica acaban en
la im potencia. R ecordaré a Jean Sibelius. Éste quiso hacer
algo parecido. En ningún m om ento sobrepasó el m arco de
los m edios establecidos, de los m edios tonales tradicionales.
A pesar de ello, es preciso conceder que encontró algo así
com o un estilo individual. Mas, por sí solo, un estilo indi­
vidual no es ya una bendición o un m érito: es preciso ver
en detalle qué es lo que dentro de ese estilo se realiza. Diga­
mos de paso que las obras efe arte no hay que enjuiciarlas
jam ás por eso que se denom ina su estilo, sino siem pre y ex­
clusivam ente p or lo que ellas cristalizan dentro de sí m is­
m as, on their own merit, como se diría en Inglaterra. To­
das las obras de Sibelius han resultado ser tan frágiles, tan
deficientes, en un sentido técnico dem ostrable —dem ostrable
en todo caso en tre m úsicos—, que hem os de co n sid erar su
tentativa com o un experim ento de resultados negativos, que
es el defecto que a la gente le gusta m ucho achacar a la
m úsica m oderna.
D eberíam os liberarnos de la opinión según la cual la
nueva m úsica es un asunto de m oda, com o dicen sus adver­
sarios, o una cam isa de fuerza, com o aseguran los m ás en­
furecidos de e n tre ellos — liberarnos de la opinión que ase­
vera que los com positores lo que hacen es ad a p ta rse a lo
que está precisam ente up-to-date, o que se lim itan tan sólo
a seguir la corriente, com o dice una frase muy extendida.
La im posibilidad de seguir m oviéndose m usicalm ente d en tro
de la tradición es una im posibilidad que está p refijad a de
m anera objetiva. No se basa en la falta de talentos capaces
de m an ejar bien los m edios tradicionales; con todo, resu lta
llam ativo que los com positores que todavía hoy com ponen
a la m anera tradicional sean ya incapaces, en general, de
hacerlo bien según el criterio de la tradición, y fallen a cada
paso. Los m edios tradicionales, sobre todo tam bién las for­
m as de conexión generadas p o r ellos, quedan afectados,
m odificados, p or los m edios y form as de configuración m u­
sical desarrollados m ás tarde. Todo acorde perfecto, toda
tríad a utilizada todavía hoy por un com positor suena ya
com o la negación de las disonancias que entre tan to han
quedado em ancipadas. Esa tríad a no posee ya la inm ediatez
que poseía en o tro tiem po y que es afirm ada por su uso
hoy, sino que es algo m ediado por la historia. D entro de ella
está escondido su co ntrario. En la m edida en que esto —esa
negación— es silenciado, todas esas tríadas, todos los giros
tradicionalistas se convierten en una m entira afirm ativa y
convulsa, sim ilar al discurso que habla de un m undo sano
y que está de m oda en otros ám bitos culturales.
• No existe en la m úsica un sentido prim igenio [ Ursinn]
que sea preciso restablecer. Hace aproxim adam ente trein ta
años E rn st K renek, tras unos com ienzos atonales salvajes,
in ten tó volver a escrib ir de modo tonal. Su teoría era que en
la tonalidad hab ita aquel sentido prim igenio que se tra ta ría
de restablecer. K renek ha visto —y eso constituye una gran
hazaña estético-m oral— la im posibilidad de esa tentativa y
ha renunciado a ella, tras algunos años de estar realizando
esfuerzos apasionados; ha enlazado de nuevo con las inten­
ciones radicales perseguidas por él en su p rim er período
de com positor. La explicación de tales fenóm enos es sin
duda la siguiente: tam poco los m edios tonales que K renek
consideró d u ran te algún tiem po com o algo prim igenio dado
p o r la naturaleza, y que tra tó de restablecer, son algo na­
tural, sino que tam bién ellos son algo que ha nacido y su r­
gido en la historia, algo que es resultado de un devenir y que,
por ello, es tam bién transitorio.
Los procedim ientos vinculados al lenguaje m usical tr a ­
dicional se han vuelto problem áticos —es decir, esquem á­
ticos— retrospectivam ente, en razón de los m edios descu­
b ierto s después. Hoy oímos, a través de lo nuevo, flaquezas
de lo antiguo que en otro tiem po perm anecían ocultas, hoy
nos suenan ru tin ario s m uchos recursos que en su tiem po
no lo eran. R ichard W agner, que en tales asuntos poseía un
oído muy alerta, captó ya esto. De m anera irrespetuosa, pero
franca, W agner dijo que él percibía en m uchas piezas de
M ozart el tam borileo de la vajilla sobre la mesa: que él oía
Tafelmusik [m úsica de m esa] aun en aquellos casos en que
no se había pretendido que lo fuera
M ientras el esquem a no destacó com o tal, m ientras es­
tuvo identificado con los presupuestos obvios del com poner,
fue posible guiarse por él. Pero si la actividad de com poner
y la relación del com positor con los esquem as han perdido
su inocencia, entonces los esquem as no sólo se destacan des­
nudos y p ertu rb ad o res, sino que por todas p artes llevan a
incongruencias, contradicen los aspectos que entre tanto se
han em ancipado. Incluso R ichard S trauss, a p a rtir de la
Sinfonía de los Alpes y de La m ujer sin sombra, al replegar­
se a lo que p resu n tam ente era lo suyo, al denom inado estilo
personal, ha fracasado por el hecho de que no volvió ya a
hacer ningún caso de la tendencia objetiva de la m úsica de
su tiem po. Quien se apunta a lo viejo, y lo hace sólo por
desesperación an te las dificultades de lo nuevo, no encuentra
consuelo, sino que se torna víctim a de su im potente nostalgia
de un tiem po m ejor, el cual, a la postre, ni siquiera ha
existido.
A las objeciones reaccionarias no se debería responder,
por o tro lado, con m eras apologías, sino que sería necesario
ap ren d er de ellas la parte de verdad con que, muy a m enudo,
aventajan al liberalism o progresista cultural de tipo co­
rriente. La evolución objetiva del m aterial musical y de los
procedim ientos m usicales —se podría decir: el nivel alcanza­
do por las fuerzas productivas técnicas de la m úsica— va,
incuestionablem ente, muy por delante de la evolución de las
fuerzas productivas subjetivas, es decir, del modo de reac­
cionar propio del com positor. Desde cierta distancia, habría
que en ten d er la invención de m uchos principios y sistem as
técnicos de los últim os cuarenta años com o un intento de
com pensar la desproporción existente entre el nivel objetivo
de la m úsica y eso que yo llam aría, de m anera laxa, la m u­
sicalidad subjetiva.
O curre aquí algo muy parecido a lo que o cu rre en la
sociedad en su co n ju nto: tam bién en ella se han producido
grandes discrepancias en tre la evolución de las fuerzas
p roductivas técnicas y los m odos hum anos de reaccionar, es
decir, las capacidades para utilizar, co n tro lar y ap licar con
sentido esas técnicas. La expresión m ás crasa de ese estado
de cosas la tenem os en el hecho de que, p o r un lado, los
seres hum anos realizan la conquista del espacio cósm ico y,
por otro, retroceden psicológicam ente, se vuelven infantiles
en una m edida ab su rda. Pero ese m ism o estado de cosas
p en etra tam bién en la práctica de las artes, llega h asta sus
detalles m ás sutiles. Ya en la generación denom inada, sin
razón, «Clásicos de la m úsica m oderna», en la generación de
Schonberg, S travinski, B artók, hubo com positores que no
estuvieron, en su propio m odo de reaccionar, a la altu ra
de sus propias innovaciones y que, p o r ello, se frenaron de
algún m odo a sí m ism os. M encionaré uno de los talentos más
grandes y m ás íntegros: Béla B artók. E stá fuera de lugar el
pensar que B artó k se haya ad aptado al m ercado o que, por
am o r al público, haya aguado su vino. En una ocasión, du­
ran te una charla radiofónica m antenida en la em isora de la
ciudad de Nueva York, B artók me dijo que a él le resul­
taba im posible lib erarse de la tonalidad; que ésta era algo
obvio para un a rtis ta com o él, cuyas raíces se hallaban en
la m úsica popular. Pueden ustedes creerm e que B artók, que
em igró en p ro testa co n tra el fascism o y que por ello sufrió
pobreza, no se dejó contagiar por ninguna ideología del
súelo y la sangre. Pero, bajo la constricción de una tradición
que, a la p ostre, d em ostró ser m ás poderosa que su auténtica
capacidad productiva m usical, B artók había perdido el con­
tacto con lo que él m ism o había osado realizar en sus obras
m ás audaces, com o son, por ejem plo, las dos Sonatas para
violín y piano.
E ste estado de cosas es m ás general. Tam bién R ichard
S trauss, que se u fanaba de haber llegado en su Electra hasta
los lím ites de la tonalidad, afirm ó m ás tarde, sin em bargo,
que la tonalidad es una ley n atu ra l que, por principio, no
se debería infringir. Ya de R ichard W agner m ism o se nos
ha tran sm itid o una frase según la cual habría dicho que él
com etió en el Tristón extravagancias únicas, las cuales no
deben ser ni rep etid as ni im itadas. E sta fisura en tre aquello
hacia lo que el inconsciente a rra s tra a los com positores y el
lenguaje en que los com positores han nacido se rem onta,
por tanto, a cien años atrá s p o r lo m enos. Hace bien poco
esa m ism a fisura ha vuelto a ponerse tristem ente de m ani­
fiesto en la autopalinodia de H indem ith, el cual, o bien ha
recusado sus trab a jo s m ejores, o los ha reescrito en un sen­
tido enteram en te m oderado, com o si lo hiciera bajo una
censura. Incluso en el com positor m ás audaz y m ás conse­
cuente de este período, en Schonberg, son observables al m e­
nos síntom as de tal fisura. Una y o tra vez ha jugado Schon­
berg con el m aterial de la tonalidad; ha escrito tonalm ente
no sólo ob ras secundarias, sino que todavía en su últim a
época escribió tonalm ente obras tan im portantes com o la
Sinfonía de cámara n." 2 o el Kol Nidre. En un tra b a jo al
que puso el títu lo On revient toujours —a saber, «á ses pre-
m iers am ours»— Schonberg ha intentado ju stific ar teórica­
m ente esto, y casi ha confesado que se sentía propiam ente
arra stra d o a re to rn a r a aquello de lo que él m ism o se dis­
tanció.
Hoy ha aum entado desm esuradam ente esta discrepancia
en tre el nivel subjetivo del com poner y el desarrollo técnico
designado con etiq u etas tales com o «com posición integral»
y «m úsica electrónica». E ntre el sujeto com positor y la ob­
jetividad com positiva se abre un abism o. A m enudo esto
conduce a resultados contrapuestos a los de la generación
an terior. F recuentem ente los com positores capitulan ante
los medios con que se ven obligados a trab a jar, pero sin que
todavía com pongan realm ente con ellos.
La p rim era dificultad, según esto, estaría en alcanzar en
general una adecuada relación con el nivel de la técnica. Esto
podría lograrse de dos m aneras: o bien porque los com po­
sitores utilizasen y conform asen la técnica de acuerdo con
el nivel de su propia consciencia, o bien porque llevasen
su auto crítica tan lejos, que alcanzasen aquel nivel. Cómo
haya de hacerse esto, es algo para lo cual no existen recetas
generales. Lo único que yo hago es m encionar la dificultad,
con el fin de que se reflexione sobre ella, en vez de rep ri­
m irla. Claro está que esto es m ucho m ás fácil de decir que
de hacer. La técnica tiene su peso específico propio;*1toda
tentativa de am algam arla con la experiencia subjetiva corre
el riesgo de aguarla. En razón de esa dificultad, todos los
com positores que valen algo, realm ente todos, se han visto
afectados tam bién por una honda inseguridad. Tal vez la
respuesta que h abría que d ar a esto es que la seguridad no
es, en modo alguno, un ideal. Es posible que la inseguridad
procure p resupuestos de un arte legítim o m ejores que los
proporcionados por un sentim iento de seguridad que no
está avalado por ningún aspecto ni de la realidad externa ni
de la interna.
E n tre las dificultades para escrib ir la verdad B recht
habló del a rte de h acer de la verdad un in stru m en to utiliza-
ble, de in tro d u cirla entre los hom bres casi com o si fuera
un arm a. Si hubiéram os de d ar a esto una expresión m enos
política y m enos ilusa, diríam os que, en m úsica, esa afirm a­
ción se refiere al fenóm eno siguiente: no existe ya un espacio
asegurado y p refijad o del com poner m úsica en el cual ésta
tenga su lugar propio. Lo que Paul Valéry escribió hace cua­
ren ta años sobre la escultura, a saber, que ésta, al p erd er su
relación con la arq u ite ctu ra, se había quedado sin un techo
que la co b ijara y se había vuelto cuestionable, eso mismo
es aplicable tam bién —en sentido literal y en sentido m e­
tafórico— a la m úsica. Con esto no quiero resucitar, como
un refrito, el em buste que habla de la ininteligibilidad de la
m úsica m oderna. A algo m ás hondo es a lo que me estoy
refiriendo: al puesto de la m úsica com o tal en la sociedad
actual, a la relación del espíritu de la m úsica con el espíri­
tu objetivo de la época. La caótica situación que ofrecen, por
ejem plo, d en tro de la vida m usical oficial, los conciertos con­
tem poráneos, en los cuales se ejecuta una determ inada pieza
m usical sin que nadie —ni el com positor, ni el d irec to r de
orquesta, ni el organizador— sepa bien a qué lugar p erte­
nece esa pieza, por qué se la ejecuta precisam ente aquí en
unión de o tras, cuál es el significado que debe tener pro­
piam ente para los oyentes — esa situación caótica, m useal,
de los conciertos es la expresión m ás notoria de lo que de­
cim os. El anonim ato del concierto, su elem ento anárquico,
no es por ven tu ra garantía de libertad, sino que sitúa la
o b ra de arte en el vacío y en lo fortuito. Esa carencia de
función se tran sm ite tam bién a la o b ra de arte, com o cons­
ciencia de algo caótico y com o desorientación.
Nada tiene esto que ver con quienes predican que la m ú­
sica ha de cu m p lir una función práctica heterónom a, en tu ­
siasm ar a una com unidad, o disciplinarla, o realizar funcio­
nes parecidas; p ara su suerte, la m úsica se ha desem barazado
de las relaciones finalistas. Lo que está trasto rn a d o es, an­
tes bien, la adecuación entre la m úsica y su lugar social. Se
ha vuelto incierto qué es lo que la m úsica significa p ara la
experiencia de los hom bres a quienes es ofrecida. A la in­
versa, la m úsica no puede ya en absoluto acoger d en tro de
sí m ism a esa experiencia. Antes dije que el com positor siente
tem b lar el suelo bajo sus pies; esto que acabo de decir
es sin duda lo que explica ese hecho. La frase de Voltaire:
Ou il n'y a pas le vrai besoin, il n'y pas le vrai plaisir, es apli­
cable, con toda seguridad, tam bién al arte. Cuando una rea­
lidad no contiene ya dentro de sí necesidades sociales obje­
tivas —con esto quiero decir: cuando no satisface a algo ex­
terior, sino que lo refleja en sí m ism a—, la realidad queda
tam bién vaciada en sí. Lo que los adversarios de la nueva
m úsica denom inan con predilección su carácter experim ental
es, en gran m edida, el em peño de d a r una solución a esa
situación de vaciam iento, haciendo suya la situación propia
del suelo que tiem bla e intentando en lo posible objetivar
m ediante la obra de arte precisam ente tal situación.
Perm ítanm e decir unas pocas palabras sobre ese concepto
de lo experim ental, concepto que a gran parte de ustedes
inquietará con respecto a m uchas de las obras de la nueva
y de la novísima m úsica. Sería una superficialidad considerar
que lo experim ental es lo inseguro, lo construido en el aire,
lo que m añana m ism o puede venirse abajo, y que lo no-expe-
rim ental es lo asegurado. Justo quien no hace experim entos,
quien continúa actu ando com o si nada ocurriera, quien si­
gue com poniendo com o si los viejos presupuestos fueran to­
davía seguros, ju sto quien actúa de ese modo está d estina­
do, con una seguridad apodíctica, a hundirse y a qu ed ar ol­
vidado. El que hace experim entos sigue teniendo m ás opor­
tunidades de d u ra r y de perm anecer que el buen señor que
se guarda de todo experim ento y se com porta com o un aho­
rrad o r que, en época de inflación, coloca su capital en accio­
nes fiduciarias, las cuales, de m odo irrem isible, quedan des­
valorizadas.
Lo que acabam os de decir no es, de todos m odos, rever­
sible. Lo experim ental no está de modo autom ático en la
verdad, sino que puede asim ism o fracasar; de lo contrario
el concepto m ism o de experim ento carecería de todo sentido
razonable. Es innegable que m uchos de los denom inados ex­
perim entos dan ya por descontada, en sí m ismos, la posibi­
lidad de su fracaso, se presentan de antem ano com o si no
tuvieran fe com pleta en sí m ism os, com o si dieran p o r per­
dida la p artid a antes de realizar el p rim er m ovim iento. El
experim ento, entendido en un sentido legítimo, no significa
o tra cosa que la consciente fuerza de oposición del arte a todo
lo que le es im puesto convencionalm ente desde fuera por el
consenso social.1 La consecuencia que de esto sería preciso

1. A la vista de los d esarrollos m ás recientes convendría precisar


sacar es que no se deberían reserv ar algo así com o «parques
de naturaleza protegida» para lo experim ental en la vida m u­
sical, y en treg ar lo dem ás, com o siem pre, a la m úsica tra d i­
cional, sino que se debería conceder a am bas —a la m úsica
tradicional y a la experim ental— las m ism as condiciones de
organización, a fin de que no o cu rra que la m úsica m oderna
radical acabe rebajándose de hecho a ser aquella especialidad
denunciada luego por sus enemigos.
Vistas las cosas desde d en tro de la m úsica, esa carencia
de un espacio social envolvente y dado de antem ano se p re­
senta com o la pérdida de un lenguaje m usical dado o b jeti­
vam ente de antem ano. La p aradójica dificultad de toda m ú­
sica actual consiste en que tiene que crearse prim ero su pro­
pio lenguaje, siendo así que el lenguaje —en la m edida en
que, por su propio concepto, es algo que está tam bién más
allá de la com posición y fuera de ella, algo que le sirve de
so porte— no se d eja crear. E sta paradoja define concreta­
m ente la dificultad a que hem os de enfrentarnos. Ya hace
m uchos años, en mi Filosofía de la nueva música, intenté
ca p ta r ese fenóm eno recurriendo a una parábola de Kafka;
en ella Kafka habla de un d irec to r de teatro que no sólo
ha de dirig ir su com pañía, y p in ta r él m ismo sus decorados,
sino que adem ás se ve obligado a engendrar a sus actores,
a fin de que éstos representen luego sus papeles y se com ­
porten tal com o él los ha concebido. La parábola kalkiana
se ha revelado en tre tanto com o el presupuesto objetivo de
toda actividad com positiva.
No faltan tentativas de solucionar esa dificultad inten­
tando colocar de nuevo la m úsica en su lugar social. Todas
ellas han fracasado; ha llegado el m om ento de a d m itir fran ­
cam ente, sin ilusión ninguna, ese fracaso. El hecho de que
todos los com positores im portantes m anejen ya tan sólo las
posibilidades m usicales m ás radicales, el hecho de que pro­
bablem ente no haya ya ningún com positor seriam ente d ota­
do que se ad scrib a a la om inosa m úsica m oderna m oderada,
es algo que se. encu entra relacionado con lo dicho.
Como prueba de ese fracaso m encionaré todo el ám bito
de la Singbewegung y de la Spielbewegtmg, el ám bito de la
Jugendmusik, pero tam bién todo lo que ocurre en la línea

esto. Específicam ente experim entales son denom inados, en los últim os
años, m uchos procedim ientos com positivos cuyos propios resultados
—la m úsica com puesta— no se dejan ver ni en el proceso m ism o de la
com posición ni tam poco en la ¡dea que de ésta tiene el com positor.
oficial del bloque oriental. No está en m anos del a rte el
crearse él m ism o su lugar social. El a rte se encuentra inserto
en la estru c tu ra de la realidad social, pero es incapaz de
ejecu tar, a p a rtir de sí mismo, nada esencial sobre esa
estru c tu ra. H asta el com ienzo m ism o de nu estra época el arte
daba p or supuesto lo que Hegel llam a lo sustancial, es decir,
la consonancia objetiva. Es necesario que tam bién ah o ra la
e stru c tu ra de una sociedad pueda ten er una vinculación con
el m undo consciente e inconsciente de los com positores, por
muy tensa que esa vinculación sea. B eethoven no se adaptó
a la ideología de la tan citada burguesía ascendente de la
época de 1789 o de 1800; Beethoven pertenecía p o r sí m is­
mo a ese espíritu. De ahí su logro insuperado, aunque ya en
su época tal logro —la coincidencia interna con la sociedad—
no coincidiese en m odo alguno, sin m ás, con la recepción
externa.
Pero cuando la consonancia in tern a falta y es producida
por una im posición exterior, o por un acto voluntario de
decisión propia, lo que de ahí sale es la m era adaptación
del com positor, es decir, algo heterónom o. Y, por lo regular,
eso va en detrim en to de la calidad m usical, del rango de
la música. La m úsica se vuelve entonces sim plista. En la m e­
dida en que se sup edita a un nivel de los hom bres que no
ha m archado a la p ar con su evolución propia, la m úsica
se ap u n ta a la vez a las tendencias regresivas de la socie­
dad, se ap u n ta a la liquidación cada vez más avanzada del
individuo en un m undo en que, dada la concentración de
com plejos de poder cada vez m ayores, nos hallam os en un
proceso de transición hacia la adm inistración total. Todo
lo que en la m úsica se apunta a un ethos social se inclina h a­
cia form as to talita rias de sociedad. Hay que dom eñar las
dificultades de com poner, pero no m irando de reojo hacia
un espacio social —com o todavía hizo B recht—, sino a p a rtir
únicam ente del o bjeto mismo, si es que ello es posible, es
decir: dando una im pronta tan rigurosa a las com posicio­
nes m ism as, que éstas reciban así una objetividad, una o b je ­
tividad que ten d ría tam bién, a la postre, un sentido social.
Hoy ya no es posible escribir una sola nota si no se abriga
esa confianza, p o r m uy problem ática que sea.
Pero las dificultades no quedan rem ediadas con ello. Aquel
conocim iento general es un m arco; proporciona a los com ­
positores una cierta orientación, pero en modo alguno les
sirve ya de consuelo. P artiendo puram ente del individuo que
com pone m úsica de m anera despreocupada es muy difícil al­
canzar una objetividad del objeto; pero im ponerse desde
fuera lo que se ha de hacer, tam bién sería malo y falso.
Nos encontram os en una situación desesperada; es m ejor
analizarla que no eludirla con una ingenuidad tozuda. De
su capacidad subjetiva de reaccionar es de lo único de que
los a rtista s de hoy pueden p a rtir en general. Pues ser una
persona dotada de m usicalidad, poseer m usicalidad, enten­
dido esto en un sentido superior, no es precisam ente una
m era propiedad subjetiva, sino que es, justo, la capacidad
de inervar algo de las obligaciones objetivas de la m úsica,
obligaciones objetivas en las cuales se esconden tam bién,
a la postre, las obligaciones sociales. E ste es el fundam ento
racional de esa confianza a que an tes m e he referido. Cuando
de una persona decim os que está do tad a de m usicalidad, no
pensam os sólo en una disposición que hubiera com o b ro ­
tado de la n aturaleza y que no fuera ya analizable, sino que
pensam os en su capacidad de p ercib ir la objetividad de la
m úsica, su contexto estru ctu ral. Esto es algo que se con­
serva incluso en el concepto m ás espiritualizado de m usica­
lidad.
Mas ju sto esa capacidad de reaccionar del sujeto es la
que se ha vuelto problem ática. El individuo no es un puro
existente-en-sí, sino que se halla siem pre tam bién m ediado,
es siem pre tam bién un fragm ento del fenóm eno social, no
una realidad últim a. La tendencia de la época, p ara colmo,
ha debilitado h asta tal punto el yo, que éste, en m uchas oca­
siones, apenas es ya enteram ente dueño de sus propias reac­
ciones. Con facilidad ocurre hoy que es la debilidad del su­
jeto lo único que se esconde precisam ente en las fisuras que
se abren en tre las reacciones m usicales subjetivas y el nivel
tecnológico objetivo. El com positor que grita; yo no soy
un esnob, yo no sigo esas m odas, yo me entrego a mi propio
instinto y hago lo que quiero y puedo, y nada m ás — ese
com positor es verosím il, en general, que no sea un esnob
(si es que, por o tro lado, es un m érito el no serlo), pero,
en vez de eso, lo qúe hará será re p ro d u cir sim plem ente los
desechos de los convencionalism os del año de M aricastaña y
co n sid erar voz propia lo que no es otra cosa que un tri­
ple eco.
Si contem plam os, desde la perspectiva a que aquí me
estoy refiriendo, la evolución general de la m úsica a p a rtir
m ás o m enos de 1920, verem os que los desarrollos que me­
recen ser tom ados en serio son casi exclusivam ente esfuerzos
hechos p ara elaborar, a p a rtir de la figura de la objetividad
musical —es decir, a p a rtir del m aterial, el idioma y la
técnica—, procedim ientos para aliviar de su peso al sujeto,
p ara exonerar a un sujeto que ya no tiene, a p a rtir de sí,
confianza en sí m ismo, pues se halla doblegado y aplastado
p or todas aquellas dificultades. A mi parecer la historia
m usical de los últim os cuarenta años es la h istoria de las
tentativas de log rar una exoneración m usical. P erm ítanm e
que les aclare brevem ente esto.
El concepto de exoneración, tal com o lo han hecho suyo
con toda inocencia diversos portavoces de la Jugendbewe-
gung m usical —p o r ejem plo, W ilhelm Ehm ann—, así com o
varios m úsicos dodecafónicos de N orteam érica, y tal
como, por principio, y con todo énfasis, lo ha utilizado en
sentido positivo Arnold Gehlen en su sociología antropoló­
gica, es un concepto incom patible con la idea de la o b ra de
a rte perfectam ente acabada, que es la idea en la que, por
o tro lado, todas aquellas técnicas confluyen. El aflojam iento
del esfuerzo, la exoneración, significa siem pre una p reponde­
rancia de lo m uerto, de lo que no ha pasado a través del
sujeto, una preponderancia de lo que es m era cosa externa
y, a fin de cuentas, ajeno al arte. Sin em bargo, las te n ta ti­
vas de exoneración se basan en una razón contundente, a sa­
ber: en que a p a rtir de la p u ra libertad, a p a rtir de una
actualidad om nidim ensional del oído, por así decirlo, apenas
es ya posible d om inar las dificultades del com poner.
Es evidente que eso fue posible hacerlo tan sólo d u ra n te
el breve período de la explosión, tan sólo d u ran te el período
heroico de la nueva m úsica, el cual abarca las obras del pe­
ríodo medio de Schónberg com prendidas entre las Tres pie­
zas para piano, .op. 11, y las Cuatro canciones para canto y
orquesta, op. 22, así com o las o b ras producidas en esa m is­
ma época por el joven W ebern y por el joven Alban Berg.
E stos tres com positores son los clásicos de la m úsica mo­
derna únicam ente porque entonces no fueron unos clásicos:
porque salieron adelante sin reglas' de juego establecidas
desde fuera, apoyándose tan sólo en su m odo de reaccionar
com positivam ente, apoyándose tan sólo en la índole de su
imaginación inm ediata. Eso h abría que perseguirlo incluso
hasta en la génesis de varias obras de esa fase. En catorce
días com puso Schónberg su obra m ás audaz y m ás avanzada
—el m onodram a Espera—, hallándose m anifiestam ente com o
en una especie de trance, muy sim ilar a aquél en que fueron
escritas m ás tard e las obras autom áticas de los su rrealis­
tas; en verdad, m erced a una explosión del inconsciente.
Al surgim iento ex trao rd in ariam en te rápido de tales obras
corresponde la brevedad de la fase en que se com puso
m úsica de esa m anera. Después hubo en Schonberg una
pausa creativa muy prolongada, que duró siete años. A algo
sim ilar ap u n ta, en el caso de Berg, el hecho de que sea tan
exigua la cantidad de sus producciones. Apenas ha habido
ningún o tro com positor im portante de tal rango que haya
dejado tan pocas obras com o él. Ya a p a rtir de Wozzeck
Berg dejó de po n er a sus obras núm ero de opus, porque,
com o me dijo en una ocasión, se sentía avergonzado de que
sus núm eros de opus siguieran siendo todavía tan bajos
cuando él tenía ya m ás de cuaren ta años. En el caso de
W ebern Iqs form atos de m iniatura abonan algo análogo.
Es claro que, sin una exoneración, W ebern no podía so p o rtar
su inm ensa tensión in terio r m ás que renunciando a a rtic u ­
lar m usicalm ente grandes extensiones de tiem po, siendo así
que, a lo largo de su vida entera, en ningún m om ento lo
abandonó el anhelo de lograr a rtic u la r m usicalm ente de
m odo com pleto un tiem po prolongado. Ni siquiera Schonberg
soportó un com poner p uram ente espontáneo, un com poner
apoyado p u ram en te en sí m ismo, no exonerado. En ello pue­
de h aber intervenido tanto el hecho de que a la larga no
es posible conservar la inaudita espontaneidad de tales obras,
com o asim ism o el hecho de que su consciencia crítica tro ­
pezase con una serie de inconsecuencias e incongruencias
existentes en las obras surgidas librem ente, inconsecuencias
e incongruencias cuya rectificación crítica no le parecía
posible m ás que m ediante un cierto proceso de racionali­
zación. En este últim o aspecto h ab ría que exam inar alguna
vez las Cuatro piezas para piano de mi amigo René Leibo-
witz, las cuales aplican una racionalización de ese tipo al
m odelo de las Cinco piezas para piano, op. 23, de Schonberg,
que no son todavía enteram ente dodecafónicas. Las m encio­
nadas piezas de Leibowitz trasponen, por así decirlo, las
¡deas de las piezas de Schonberg a la técnica dodecafónica;
una ten tativ a m em orable. En ella podem os observar tanto
el progreso ap o rtad o por el sistem a de exoneración —la m a­
yor congruencia, la ausencia de fisuras— com o asim ism o el
precio que p or ello es preciso pagar —la pérdida de la in­
m ediatez poseída p or aquellas obras del período m edio
de Schonberg—.
La técnica dodecafónica fue de hecho el p rim er gran fe­
nóm eno de exoneración de la nueva m úsica. Mi m aestro, re­
cientem ente fallecido, E duard S tuerm ann expresó esto en
una ocasión, de m anera muy sencilla, con la siguiente frase:
el procedim iento serial, dijo, está destinado a ayudar a pro­
porcionar lo que el oído no puede ejecu tar en cada instante.
La transición hacia esto aconteció tem pranam ente en los
tiem pos heroicos del atonalism o libre. W ebern ha contado
que, cuando se hallaba com poniendo sus Seis bagatelas
para cuarteto de cuerda, op. 9 —una de sus obras m ás im­
p o rtan tes y logradas—, fue apuntando las notas que ya ha­
bían aparecido en esas piezas brevísim as, con el fin de evi­
tarlas, y así em plear en su lugar notas no utilizadas aún,
es decir, para ev itar las repeticiones de sonidos. E sto ocu­
rrió hacia 1909, pero en ello está ya im plícita la idea de lá
técnica dodecafónica, bien que no su desarrollo sistem áti­
co, y ello a p a rtir sencillam ente de la práctica ingenua del
com positor. Es casi im posible decir en general dónde acaba
la aportación inm anente del oído y dónde em pieza la exo­
neración externa: ¿quién osaría tom arle a mal al com positor
W ebern aquella inocente lista de notas ya utilizadas? Pero
es preciso acep tar algo así com o un fenóm eno de um bral,
un salto de la cantidad a la calidad, a saber: que de súbito
la necesidad de tal racionalización se torna ajena, se en­
frenta desde fuera al com positor y a su oído. Se im pone
entonces a la m úsica un orden m ediante violencia; el orden
ya no se sigue p uram ente de los acontecim ientos m usicales.
En la m edida en que el orden racionaliza los acontecim ientos
de los que, a la vez, él m ism o surge, ese orden rep resen ta
tam bién, a la vez, algo así com o un atentado p erp etrad o
co n tra ellos. No es casual el hecho de que en los prim eros
tiem pos de la técnica dodecafónica se em pleasen tan tas for­
mas antiguas, pese a la m anifiesta incongruencia de esas for­
mas con el m aterial sonoro atonal, com o tam bién que hasta
dentro m ism o de la m icro estru ctu ra volviesen a resurgir
entonces —m ediante el empleo, por ejem plo, de secuencias,
de modelos rítm icos rígidos y de o tro s recursos sem ejan­
tes— tan to s elem entos que con razón acababan de ser des­
terrados.
El desarrollo del serialism o, que comenzó de m odo tan
vehem ente tra s la m uerte de Schonberg, podem os in te rp re ­
tarlo com o una crítica a esas inconsecuencias. Desde el pun­
to de vista de la técnica dodecafónica el principio serial sig­
nifica la elim inación de todo aquello que, estando prefor-
mado por el dodecafonism o, penetra, sin em bargo, como
algo heterogéneo en la com posición, la elim inación de todo
lo independiente de la técnica dodecafónica, la elim inación
de todos los vestigios m ateriales y estru c tu rales del viejo
idiom a tonal. Stockhausen ha expresado esto con la fór­
m ula contundente y chocante de que, desde el punto de
vista del lenguaje m usical, Schónberg, a pesar de todas sus
innovaciones, sigue siendo propiam ente tonal. La escuela
serial ha querido radicalizar el principio dodecafónico —al
que consideraba, p o r así decirlo, tan sólo com o una reo r­
denación parcial del m aterial—, y extender tal principio
a todas las dim ensiones m usicales, elevarlo a totalidad. Ab­
solutam ente todo debe e sta r determ inado, tam bién las di­
m ensiones, todavía libres en Schónberg, de la rítm ica, la
m étrica, el tim b re y la form a en su conjunto. Los com posi­
to res seriales p artiero n en ello de la tesis de que, puesto
que todos los fenóm enos m usicales —tam bién las altu ra s de
los sonidos y los tim bres— son en últim a instancia, p o r sus
leyes acústicas, relaciones tem porales, todos ellos tienen
que poder ser reducidos tam bién, en la com posición, a
algo com ún, a un com ún denom inador llam ado tiem po.
Todo: cada nota, cada silencio, cada duración, cada altu ra,
cada color, ten d ría que seguirse rigurosam ente del m aterial
prim ordial —un m aterial lo m ás escaso posible— de la se­
rie utilizada en cada caso.
Dejemos ab ierto el problem a de si, efectivam ente, esa
ecuación es exacta, el problem a de si es posible identificar
sin m ás el tiem po físico objetivo —basado en el núm ero
de las vibraciones y en las relaciones de los arm ónicos—
con el tiem po m usical —que está m ediado de m anera esen­
cial por el su jeto —, con el sentim iento de la duración m u­
sical. Hace ya m ucho tiem po que los com positores seriales
han tropezado con ese problem a; los más avanzados de
ellos, Boulez y S tockhausen, han dedicado grandes esfuer­
zos a resolverlo.
A mí, m ás que ese problem a, me preocupa la idea como
tal de la determ inación total. E sa idea se encuentra ya en
la técnica dodecafónica, en la m edida en que en ésta no
se ve por qué tales y tales dim ensiones deben e sta r riguro­
sam ente determ inadas, y no deben estarlo, en cam bio, otras.
Según esto, cab ría afirm ar que lo que los serialistas hacen
no es u rd ir a rb itra riam en te m atem atizaciones de la m úsica,
sino llevar a su culm inación una evolución que Max W eber
definió, en su Sociología de la música, como la tendencia
general de la h isto ria m usical m oderna: la progresiva racio­
nalización de la m úsica. Esa racionalización, se afirm a,
habría alcanzado su consum ación en la construcción in te­
gral. Si de un m aterial básico dado se siguiera, en efecto,
absolutam ente todo lo dem ás, esto constituiría la m áxima
exoneración del com positor que cabe im aginar. En ese caso
el com positor no necesitaría ya m ás que obedecer a lo que
está encerrado en su serie, y quedaría eximido de cualquier
o tro cuidado. Mas cuando pensam os en algo así, no nos sen­
tim os a gusto. La cosificación ya observable en la técnica
dodecafónica, la depotenciación de la realización viva, eje­
cu tad a con el oído —realización que es el auténtico consti­
tuyente de la m úsica—, esa cosificación y esa depotencia­
ción crecen h asta convertirse en una am enaza de destrucción
de cualquier contexto provisto de sentido.
Me estoy acordando ahora de un joven com positor que,
en D arm stadt, hace ya tal vez m ás de catorce años, me trajo
una com posición que a mí me pareció el m ás loco de los
galim atías. En ella no era posible distinguir un a rrib a y un
abajo, un d elante y un detrás, la consecuencia y la prem isa,
es decir, ninguna articulación com prensible del fenómeno.
Cuando le p regunté cuál era la conexión existente e n tre todo
aquello, cuál era el sentido m usical de una frase, dónde
com enzaba y acababa ésta, y o tras dim ensiones e stru c tu ra ­
les elem entales de este tipo, aquel joven me dem ostró que
equis páginas m ás atrás había un silencio, el cual co rres­
pondía a una co ncreta nota que se hallaba aquí en este lu­
gar, y o tra s cosas por el estilo. H abía reducido verd ad era­
m ente el lodo — tal com o se lo im aginan los enem igos pue­
blerinos de la m úsica m oderna— a un problem a aritm ético,
que incluso es posible que estuviera bien resuelto —a mí
me resultaba dem asiado ab u rrid o re p etir el cálculo— , pero
que, desde luego, no se transform aba ya en una conexión
m usical reconocible y convincente.
El sujeto, hacia el cual, a falta de un espacio social, está
retroproyectada la música, y que debería quedar exonerado
por todos esos recursos, queda no sólo exonerado: queda
virtualm ente extirpado. Pero con él quedan extirpados aque­
llos controles que el sujeto ejerce y que participan en la
constitución de la objetividad m usical. Si ya no se tra ta ra ,
en serio, m ás que de desarrollar en la com posición lo que
está en cerrado en sem ejante serie, entonces —el chiste es
tan malo com o la realidad— se podría com poner m ejo r con
ayuda de u na m áquina com putadora electrónica, que no
m olestando a un com positor. La ayuda que el com positor
recibe le cuesta propiam ente el pellejo. Queda som etido a
unas leyes que le son ajenas y cuya m archa difícilm ente
podrá seguir. Pero la m úsica que de ahí resu lta se convierte
en algo sordo y vacío. L iteralm ente aparece lo que hace
algunos años yo p ro nostiqué como envejecim iento de la nue­
va m úsica. En aquella ocasión varios de mis colegas de
K ranichstein se en fadaron conmigo; hoy puedo decir que
en todo caso los m ejores están en gran m edida de acuerdo
conm igo en el diagnóstico.
John Cage irru m p ió como una bom ba en esta situación
de lo serial; tal situación es la que explica el ex trao rd in ario
efecto producido p o r Cage. Su principio del azar, eso que
todos ustedes conocen con el nom bre de aleatoriedad, quería
evadirse del determ inism o total, del ideal m usical integral,
obligado, de la escuela serial. Sobre él, el norteam ericano,
ese ideal no ejercía la m ism a coerción, a él ese ideal no se
le im ponía con idéntica necesidad histórica con que se im ­
ponía a los m úsicos de tradición europea, los cuales se h a­
llan inm ersos en el contexto del estilo obligado, de la ten ­
dencia general de la racionalización de la m úsica. Pero tam ­
bién el principio de azar, propugnado con éxito por Cage,
seguía siendo tan «ajeno al yo» com o su ap aren te contrario,
el principio serial; tam bién el principio de azar puede ser
visto como exoneración del debilitado yo. El azar puro rom ­
pe, es cierto, la o btusa necesidad carente de toda salida,
pero es tan extrínseco como ésta al oído vivo. En una oca­
sión Cage form uló esto de m anera consecuente al decir que,
cuando oímos a W ebern, siem pre oím os únicam ente a We­
bern, pero que, en verdad, no es a W ebern a quien querem os
oír, sino que lo que querem os oír es el sonido. Con ello
tam bién Cage propugnaba una objetividad cósica, casi fisi-
calista, como la de la m úsica serial. Dicho sea de paso, esto
ayuda a explicar asim ism o el hecho de que tantos com posi­
tores serialistas se hayan pasado, sin ninguna dificultad, al
principio del azar. El com positor húngaro Gyórgy Ligeti,
que es tan agudo com o verdaderam ente original e im por­
tante, ha llam ado con todo derecho la atención sobre el he­
cho de que, en el efecto, los extrem os de la determ inación
absoluta y del azar absoluto coinciden. La universalidad
estad ística se convierte en el principio rector, ajeno al yo,
de la com posición.
Es cierto que ni en Cage ni en su escuela el azar obsoluto
se agota en esto. Ese azar tiene un sentido polém ico; se
asem eja a las provocaciones dadaístas y surrealistas de otro
tiem po. Pero, en concordancia con la situación política, sus
liappenings no tienen ya un contenido políticam ente dem o­
ledor, y p o r ello asum en fácilm ente un aspecto de séances
de sectas: m ien tras todos creen h ab e r asistido a algo tre ­
m endo, en realidad no ocurre nada, ningún esp íritu apare­
ce. El m érito de Cage, que nunca se valorará bastan te, con­
siste en h ab er hecho perder la confianza en una lógica m u­
sical que se convierte en su contrario, la confianza en el
ciego ideal de una dom inación com pleta de la naturaleza
d en tro de la m úsica. Difícil es que Cage no haya estado
influido por la action painting. Sin em bargo, lo que él m is­
mo ofrece en sus obras radicales no es, en modo alguno,
tan diferente del estilo basado en la dom inación de la na­
turaleza com o podría sospecharse si nos guiam os por su
program a, aun cuando sus m ejores piezas, como el Concier­
to para piano, no dejan de p ro d u cir un choque ex trao rd i­
nario, el cual se opone obstinadam ente a toda neutraliza­
ción; casi ningún o tro com positor ha logrado eso. La difi­
cultad más seria está, sin em bargo, en que, pese a todo,
no es posible u na vuelta atrás. Se caería casi necesaria­
m ente en el reaccionarism o si, frente a la técnica dodeca­
fónica, el principio serial y la aleatoriedad se quisiera reco­
b ra r sencillam ente la libertad subjetiva, es decir, el atona-
lismo libre en el sentido de Espera de Schónberg.
C ontra las técnicas de exoneración habría que defender
el ideal de eso que Heinz-Klaus M etzger ha llam ado lo a-se­
rial y para lo que yo he propuesto la expresión «m úsica
informal». Teniendo en cuenta la im posibilidad de traz ar
un cuadro, com pleto en cierto m odo, de eso que se llam a lo
positivo, renuncio a describirlo en detalle, tanto m ás cuan­
to que, si ustedes están interesados, pueden en terarse de qué
es lo que yo pienso sobre esto leyendo mi trab ajo «Vers une
m usique inform elle»; se encuentra al final de mi libro Quasi
una fantasía. Pero sí voy a m encionar al m enos algunos
ejem plos de las dificultades que se oponen tam bién al ideal
de lo inform al.
En las com posiciones m ás avanzadas y alertas de hoy
se observa una discrepancia en tre los bloques adosados, dis­
puestos en estrato s, por así decirlo —a m enudo esos blo­
ques están asom brosam ente bien construidos—, y la estru c­
tu ra de conjunto; es como si no hubiera ninguna m ediación
que desde los detalles inauditam ente articulados condujese
h asta la totalidad, la cual está tam bién construida de un
m odo grandioso; es como si am bos —detalles y to ta lid a d ^
se hallasen enlazados ciertam ente según principios co n stru c­
tivos, pero éstos no consiguieran realizarse, sin em bargo,
en el fenóm eno vivo. Falta m ediación, tanto en el sentido
banal como en el sentido riguroso de la palabra. E n el
sentido banal: faltan vínculos de unión en tre las sonorida­
des individuales, en las que todo se concentra. En el sentido
riguroso: los acontecim ientos no quieren, por sí m ism os,
ir m ás allá de sí m ism os, la e stru c tu ra no pasa de ser abs­
tra c ta en gran m edida con respecto a ellos. H asta ah o ra la
integración se convierte m uchas veces en em pobrecim iento.
D entro de un avance ex traordinario de los m edios com posi­
tivos podem os o b servar una especie de regresión a la ho-
m ofonía. Se sum an bloques, com o he dicho, usando una ex­
presión de Boulez, pero no se trazan líneas. Apenas se for­
m an tensiones arm ónicas, ni arm onías com plem entarias, ni
trazados lineales m onódicos y m ucho m enos polifónicos. E sta
atro fia no guarda la m enor relación con el despliegue com ­
positivo de m edios y de construcción. Con esto se halla
relacionado, sin duda, eso que podríam os calificar de p re­
ponderancia de elem entos accesorios, de elem entos extra-
m usicales en la m úsica más reciente, preponderancia de la
que Schnebel ha dicho que es uno de los fenóm enos más
característico s de la actual evolución. Es com o si la m úsica
. p reten d iera com pensar m ediante el ruido, m ediante efectos
de ruido, y luego tam bién m ediante recursos ópticos, y sobre
todo m ímicos, el despliegue inm anente que se le rehúsa.
Aquellas provocaciones, sin em bargo, carecen m uchas ve­
ces de meta. Dadá se convierte en l’art pour l'art, y eso es
difícilm ente conciliable con la idea del Dadá. A m enudo se
form a una m úsica que, en propiedad, no quisiera ir a ningu­
na parte. A esto se replica, sobre todo por parte de los com ­
positores electrónicos, que de lo que se tra ta es de p re­
p arar m ateriales. En una ocasión yo dije que las com posi­
ciones electrónicas suenan com o W ebern tocado en un o r­
ganillo; pero eso está incuestionablem ente superado. Mas,
por o tro lado, no cabe desconocer que, en proporción al es­
fuerzo técnico realizado, todavía hay un cierto prim itivism o
de los resultados. En general es muy difícil, sin duda, poder
perfeccionar los m edios independientem ente del fin, inde­
pendientem ente de la calidad de la m úsica que con tales me­
dios se com pone. Q uisiera m encionar al m enos un síntom a de
esto, un síntom a que últim am ente me ha sorprendido y que
acaso tenga algo que ver asim ism o con el conjunto de las
dificultades: el fenóm eno de la inhibición de los im pulsos:
el fenóm eno de que la m úsica se agite perm anentem ente,
q u iera d esarrollarse, pero se in terru m p a una y o tra vez,
cual si estuviera som etida a un hechizo. No quisiera yo de­
cid ir la cuestión de si ese hechizo expresa el hechizo bajo
el que estam os viviendo, o si es tam bién un síntom a de de­
bilidad del yo o un síntom a de incapacidad com positiva.
Lo único que aquí yo he pretendido es hacer consciente
todo eso; no p rofetizar, ni postular. La m úsica se encuentra
hoy ante una altern ativa: por un lado, el fetichism o del m a­
terial y del procedim iento, por otro, el azar dejado en li­
bertad. Me ha venido a la m em oria una frase de C hristian
D ietrich G rabbe que me im presionó m ucho cuando la leí
en o tro tiem po: «Pues nada m ás que la desesperación pue­
de salvarnos». Todo depende de la espontaneidad, es decir,
de la reacción involuntaria del oído com positor, quand méme.
Mas si tom am os con seriedad m ortal el com poner, ten d re­
mos que acab ar haciendo la pregunta de si el com poner, en
su conjunto, no deviene hoy ideológico. Por ello, sin m etá­
foras, y sin el consuelo de pensar que las cosas no pueden
seguir así, hem os de m irar cara a cara la posibilidad del
enm udecim iento. Lo que B eckett expresa en sus obras d ra­
m áticas, y sobre todo en sus novelas, las cuales a veces su­
su rran como lo hace la m úsica, eso tiene su verdad para
la m úsica m ism a. Acaso no sea ya posible o tra m úsica que
la que tom a com o criterio esa exigencia extrem a: su propio
enm udecim iento.

(1964)

2. P a r a c o m p r e n d e r la n u e v a m ú s i c a

A H. H. Stuckenschm idt, en su sexa­


gésimo quinto cumpleaños

En el capítulo titulado «Instrucciones para oír la nueva


música», perteneciente a mi libro El fiel maestro concerta-
dor [D er getreue K o rrep etito r], me lim ité en lo esencial, ha­
bida cuenta del propósito práctico-m usical que allí me guia­
ba, a tocar aspectos puram ente técnicos que son causa de di­
ficultades p ara com prender la nueva música. Dejé, en cam ­
bio, en un segundo plano el aspecto sociológico. No hay
la m enor duda de que el aspecto sociológico es insepara­
ble del aspecto intram usical, idea que me g u staría su b ray ar
bien, en contraposición a m uchas tendencias hoy virulentas
de la sociología de la m úsica. No es posible m arg in ar los
problem as específicam ente m usicales, a no ser que la socio­
logía de la m úsica quiera reducirse a averiguar reacciones
de los sujetos sin tener en cuenta el objeto. Hay que de­
cir, asim ism o, que el aspecto social posee tam bién su inde­
pendencia propia. Por un lado, la sociedad ofrece el m arco
p ara toda m úsica y p ara toda p ráctica m usical. Quien habla­
se de la recepción de la m úsica sin tener en cuenta sim ul­
táneam ente la e stru c tu ra de con ju n to a que la m úsica —y
tam bién la posibilidad o im posibilidad de la recepción de la
m úsica— pertenece, pensaría abstractam en te, en el m al sen­
tido de la palabra. Por otro lado, las dim ensiones sociales
pen etran m uy hondo en las dificultades de audición que en
apariencia son dificultades p uram ente m usicales. R ecordaré
tan sólo, com o algo general que se opone a la recepción
de la nueva m úsica, lo que en otro contexto he llam ado
la pseudo-cultura socializada,1 la cual se halla en correspon­
dencia con la adm inistración del esp íritu y con la tra n sfo r­
m ación de éste en un bien cultural. E sa pseudo-cultura socia­
lizada se opone de antem ano a la com prensión de un arte
que no quiere plegarse a aquellos m ecanism os y que incluso
se en fren ta a ellos. i
Si estudiásem os tan sólo las cuestiones técnicas de la
audición, p resupondríam os tácitam ente al m enos el poten­
cial de una relación entre los oyentes y la nueva m úsica,
así como la voluntad de llegar a esa relación. Pero esto, que
al análisis tecnológico le resulta obvio, es sobrem anera p ro ­
blem ático en la relación social en tre el público y una m ú­
sica decididam ente avanzada. K ierkegaard habló de la se­
riedad estética. Es probable que esa expresión fuera ya
reactiva en sí m ism a: es probable que, m ientras hubo algo
así como una seriedad estética, no fuera necesario h ab lar
de ella, sino que, cuanto m ás en serio se tom aba el arte,
más se lo consideraba como un jugueteo; en cam bio, los
consum idores de m úsica ligera recu rren muy aparatosam en-
le, en las apologías que de ella hacen, a concepciones del
m undo e incluso a la teoría de R iesm an acerca del hom bre

I. Vease T heodor W. Adorno: Theorie der Halbbildimg; ah o ra, en


(¡esammelte Schriften, tom o 8 («Soziologische S chriften I»), pp. 93-121.
Ilav traducción castellana p o r V íctor Sánchez de Zabala, b ajo la revi­
sión de Jesús A guirre, en: T heodor W. A dorno y Max H orkheim er:
Sociológica (Ed. T aurus, 1966), pp. 223-255.
hétero-dirigido. En todo caso la seriedad estética y la pro­
pensión a la distracción —la cual, desde luego, no sólo hoy
es dom inante— cam inan en direcciones opuestas. La propen­
sión a d istraerse va form ando poco a poco un apriori que
im posibilita todo diálogo, antes incluso de que se llegue al
conflicto concreto entre la audición y el fenóm eno vivo de
la nueva m úsica com o tal.
Las explicaciones dadas h asta ah o ra a la discrepancia
existente en tre la nueva m úsica y su com prensión resultan
insatisfactorias. Y entre esas explicaciones in satisfactorias
incluyo tam bién algunos antiguos trab ajo s míos sobre esta
cuestión, com o el que publiqué, an tes de 1933, con el título
«¿Por qué el nuevo arte es tan difícil de com prender?», en
«Der Scheinw erfer», la revista del T eatro de Essen. En esas
explicaciones aparece a m enudo el térm ino «enajenación».
Con él asociam os la idea de que, a p a rtir aproxim adam ente
de m ediados del siglo xix, la progresiva autonom ía del arte
ha ido alejando a éste cada vez m ás de los hom bres: la fi­
su ra que en la lírica hay entre H eine y B audelaire. E sa m is­
ma fisura aparece tam bién en la m úsica; casi siem pre se
considera el Tristán como el instante en que eso ocurre.
E sta tesis, que en tre tanto se ha convertido en un cliché,
utiliza, p ara explicar un hecho, la m era com probación de ese
hecho. Si retiram o s de ese argum ento todo lo que en él es
puro fárrago y lastre culturalista, lo que nos queda es lo
siguiente: que los hom bres son ajenos a la nueva m úsica
porque son ajenos a ella. Yo quisiera hacer la tentativa de ir
un poco m ás allá de ese estéril m odo de tra ta r el problem a,
aunque h abré de lim itarm e a m eras insinuaciones.
Es incuestionable que, hablando en térm inos muy ge­
néricos, hubo en o tro tiem po, y den tro de algunos estrato s
sociales cerrados en cierto modo, una adecuación en tre la
m úsica y quienes la oían. Desde luego esa adecuación no
fue en modo alguno, en los casos m ás destacados a p a rtir
de Bach, tan obvia como la fantasía rom ántica retrospectiva
se la pinta. A quienes creen pensar socialm ente cuando con­
denan la m úsica m oderna en razón de su carác te r asocial,
el hecho de que tam poco en las cum bres suprem as de la
historia m usical haya existido una adecuación feliz debería
forzarlos a reflexionar. En todo caso puede afirm arse, sin
in cu rrir en tem eridad, que la adecuación entre lo oído y el
oyente ha estado lim itada a la era de la tonalidad, y, adem ás,
en la figura p referentem ente diatónica de ésta. Es m uy in­
seguro que, en la m úsica an terio r a la era del bajo continuo,
haya existido tal adecuación con respecto a los m odos ecle­
siásticos, de constitución sum am ente artificiosa, ni con res­
pecto a la no m enos artificiosa polifonía de la B aja Edad
Media, en la m edida en que la representación de la m úsica
ha de alcanzarse m ediante una audición viva y coactualiza-
dora. El ideal que propugna que la m úsica debe o tiene que
ser com prendida p o r todos, ideal del que se supone a m e­
nudo que no en cierra ningún problem a, tiene, él m ism o, su
propio índice histórico-social. Es un ideal dem ocrático; y es
dfiícil que estuviera vigente bajo el feudalism o. En aquella
época el p rim er plano lo ocupaba lo que podría llam arse, en
el sentido de Platón y de San Agustín, la función discipli­
n aria de la m úsica, frente a su com prensión por todos o su
p resu n to d isfrute. En aquella época la m úsica era consi­
d erada tam bién, y esto es muy característico, com o una es­
pecie de ciencia oculta; se tran sm itían , no p a rtitu ra s enteras,
sino voces sueltas, y ello se hacía presum iblem ente con el
fin de m an ten er alejada de la cocina alquim ista del c o n tra­
punto a la misera plebs. Después del Tristán ese consenso
tem poral y precario tornó a volverse inseguro.
No cabe duda de que m uchas obras han sido y son re­
cuperadas. De m anera im perceptiblem ente lenta van logrando
recepción tam bién obras procedentes de la época posterior
a la ru p tu ra del consenso. Pero no hay que sobrevalorar
esa recepción. Que la gente tolere ciertas obras sencilla­
m ente porque tienen una antigüedad de cincuenta, sesenta
o seten ta años, es una cosa, y que las com prenda realm en­
te, otra. T ras una ejecución de la Sinfonía de cámara n.u 1,
op. 9, de Schonberg, hoy no h ab rá ya ningún escándalo. El
público se ha h abituado entre tan to a cosas enteram ente
d istintas, y en todo caso existen en la citada pieza num ero­
sas p artes y elem entos que atenúan los choques. Sin em b ar­
go, cabe suponer que esa obra, cuya tex tu ra ofrece dificulta­
des extrao rd in arias, no es hoy com prendida de m anera estric­
ta, no es «oída en su totalidad», de igual m odo que no lo
lúe en los años an teriores a 1910, cuando fue escrita.
Es hora de que se haga un estudio realm ente a fondo
sobre la recepción que tuvieron ya las obras m aduras de
W agner; tal estudio proporcionaría sin duda m uchos cono­
cim ientos. V erosím ilm ente m o straría que lo que la gente
captó en W agner fue, por un lado, ciertos epifenóm enos
—a veces, aquéllos que están en contradicción con el propio
ideal de W agner—, y, por otro, el gesto ideológico de la to­
talidad en su conjunto, pero que, en cam bio, captó m ucho
m enos la m úsica m ism a que W agner com ponía, la e stru c tu ra
de esa m úsica. R ecordaré a este propósito algo que, en su
reelaboración del Gran tratado de la instrumentación y de
la orquestación modernas de Berlioz, R ichard S trau ss m en­
ciona a propósito de W agner, pero que es aplicable todavía
m ás a él mismo. Dice S trauss que, en El fuego encantado, de
La Valkiria, la o rq u e sta está tra ta d a al fresco. Tales com ­
plejos m usicales, añade, están ya preparados p ara no ser
percibidos en cada una de sus notas con la m ism a preci­
sión con que era percibida la m úsica pre-w agneriana, sino
p ara ser percibidos, por así decirlo, desde una cierta d istan­
cia. Se da p o r su p u esta una cierta vaguedad de la percep­
ción; m ás aún, esa m ism a vaguedad va ya incorporada a la
com posición m ism a; la m úsica escrita y el fenóm eno real­
m ente percibido no coinciden entre sí en m odo alguno. Esto
sugiere una especulación sociológica sim ilar a la que Ben­
jam ín realizó a propósito de B audelaire, a saber: que, a
p a rtir de la fisu ra a que antes nos hem os referido, p o sterio r
a la prim era m itad del siglo xix, la m úsica, en la m edida en
que es m úsica m oderna, se dirige ya a unos oyentes que no
p restan una atención tan precisa y que, como consecuencia
de eso —esta es la extrapolación que podríam os hacer-—, no
tienen ya tam poco una com prensión tan precisa. Según esto,
el modo m ism o de com poner ten d ría en cuenta las m odi­
ficaciones h istóricas del acto de com prender.
Cuando antes he m encionado la era de la tonalidad me
estaba refiriendo a la era de la tonalidad basada en los mo­
dos m ayor y m enor, tal com o se im puso desde com ienzos
del siglo xvii. A una m irada retrospectiva le re su lta proble­
m ático que en esa época haya existido una com prensión tra ­
dicional de la m úsica, o, al m enos, lo que se tiene a sí m ism o
por com prensión. La m usicología sabe o sospecha en tre tan­
to que la tonalidad m ayor-menor, que corresponde al p re­
dom inio de los m odos eclesiásticos jonico y eolio, es, en la
m úsica popular, m ucho más antigua que su ap robación ofi­
cial por la m úsica m oderna del bajo continuo, que com ien­
za a finales del siglo xvi. Según esto, el sentim iento de la
tonalidad m ayor-m enor estaría vivo desde m ucho antes de
lo que hace creer el progreso del m aterial m usical; es posi­
ble que el oído real no se haya regido nunca tan to por los
modos eclesiásticos cuanto por la tonalidad m ayor-m enor.
En el preconsciente m usical y en el inconsciente colectivo la
tonalidad parece haber llegado a convertirse en algo así
como una segunda naturaleza, no obstante ser ella m ism a,
la tonalidad, un p ro d ucto histórico. E sto podría explicar la
enorm e fuerza de resistencia con que la tonalidad se opone,
en la consciencia de los oyentes, a la com prensión de obras
que han sido, por su parte, la consecuencia necesaria y en­
teram ente lógica de la evolución inm anente de la tonalidad
com o lenguaje de la m úsica.
Para p ercatarse bien de las dificultades que se oponen
a la com prensión de la nueva m úsica es preciso p lan tear
la cuestión e contrario, es decir, p reguntarnos de qué pro­
cede aquella capacidad de resistencia de la tonalidad en
cu anto lenguaje m usical. Por lo pronto habrá que pensar, sin
duda, en que la tonalidad fue, en gran m edida, resultado
de un proceso evolutivo no voluntario, no dirigido. Aquí re­
sulta difícil no p en sar en los principios que rigen la eco­
nom ía m onetaria burguesa, principios que, según las pruebas
ap o rtad as p or Max W eber en E conom ía y sociedad, tuvieron
su génesis en las leyes inm anentes de la sociedad feudal, pre-
burguesa, en las leyes inm anentes de la rendición de cuen­
tas del sistem a patrim onial. En la apologética de la nueva
m úsica se olvida con facilidad que la tonalidad no es un
sistem a sonoro m eram ente estatuido, sino que daba cum ­
plim iento de m anera muy precisa al concepto de esp íritu ob­
jetivo. La tonalidad establecía una m ediación entre un len­
guaje m usical inm ediato, hablado de m anera m ás o menos
espontánea p or los hom bres, si así cabe expresarse, y unas
norm as cristalizadas en el in terio r de ese lenguaje. La nueva
m úsica, a p a rtir aproxim adam ente de las prim eras obras es­
critas en una atonalidad consecuente, ha elim inado aquel
equilibrio que existía entre el lenguaje y la norm a. La nueva
m úsica ni consiente ya unas leyes sim ilares a las del len­
guaje, ni se asem eja tam poco a aquello que los hom bres
oyen de m anera pre-artística, de m anera infantil, por así de­
cirlo. Tam bién la lengua hablada y la lengua literario-obje-
tiva se han ido ap a rtan d o una de o tra: sólo que en la m ú­
sica la ru p tu ra es m ucho m ás radical. La diferencia exis­
tente en tre la tonalidad y el em ancipado m aterial de hoy,
es decir, el m aterial de los doce sem itonos tem perados do­
tados de derechos iguales —aquí podem os d ejar de lado los
sistem as basados en cuartos y en sextos de tono— , no es la
diferencia superficial entre un sistem a, un esquem a de or-'
denación, y o tro sistem a o esquem a de ordenación distinto,
sino que es la diferencia en tre un lenguaje sedim entado,
por un lado, y, p o r otro, un procedim iento que ha pasado
a través de la voluntad consciente de la consciencia em an­
cipada.
La ru p tu ra, en la nueva m úsica, del consenso colectivo
es un aspecto esencial del nuevo m aterial, aunque es bien
cierto que este nuevo m aterial ha tenido su origen, a su vez,
en la ley que rige el m ovim iento de la m úsica tradicional.
Con el fin de no entregarse a la pendiente de un lenguaje
dado de antem ano, el adem án propio de la nueva m úsica que­
rría desem barazarse de los aspectos lingüísticos en general
y co n stru ir la conexión a p a rtir puram ente de sí m ism o, obe­
deciendo tan sólo a las exigencias de la obra concreta. A esto
se llegó por razones sociales: el lenguaje idiom ático, tra d i­
cional, dado de antem ano, chocó con la diferenciación indi­
vidual de la m úsica, en la cual se m anifiesta el proceso de
diferenciación de la sociedad burguesa. El aspecto com uni­
tario inherente al lenguaje tonal fue evolucionando cada vez
m ás hacia un aspecto de equiparabilidad de todo con todo,
hacia la nivelación y la convención. Señal sencillísim a de esto
es que los acordes principales del sistem a tonal pueden ser
colocados en innum erables lugares, cual si fueran, p o r así
decirlo, una form a de equivalencia, cual lo siem pre idéntico
para lo siem pre diferente, sin que, en esto, tales acordes tu­
vieran que ser m odificados en sí m ism os. E sta equiparabili­
dad del lenguaje m usical se fue ofreciendo de m odo cre­
ciente como vehículo al carácter m ercantil, si es que no
ocurrió, com o yo me m alicio, que en la equiparabilidad e in-
tercam biabilidad de las fichas tonales estaba actuando ya
desde el com ienzo un principio idéntico al que estab a ac tu a n ­
do en el pensam iento m ercantil de la época burguesa. Poco
a poco, en todo caso, el carácter m ercantil fue recubriendo
el entero lenguaje de la m úsica. Esto acabó haciéndose in­
soportable; lo que en la m úsica era en otro tiem po lenguaje
se convirtió en m ero soniquete de carraca. El rom anticism o
percibió esto sin desconcertarse. Las usuales invectivas con­
tra el subjetivism o y el individualism o rom ánticos, lo único
que hacen en general es aderezar una altisonante ideología
para aquella esencia anquilosada y m ecánica c o n tra la cual
los seres hum anos han protestado siem pre, en tan to la idea
de la lib ertad continuó siendo p ara ellos algo sustancial.
Lo que parecía individualista en la p ro testa alzada, en nom ­
bre de la lib ertad de expresión, co n tra el dom inio de la to­
nalidad, eso es en realidad una p ro testa social, dirigida con­
tra la venta del lenguaje m usical al lucro, dirigida contra
el rebajam iento del lenguaje m usical a ideología.
No fue Cocteau el prim ero en señalar que la evolución
de la p in tu ra m oderna después del im presionism o resulta
com prensible tan sólo si se tiene en cuenta su relación
con la fotografía. La p in tu ra pasa a convertirse en aquella
porción de la configuración óptica que se su strae a la téc­
nica fotográfica y, a la vez, en una oposición a la tra n sfo r­
m ación —que hoy se está consum ando— del m undo en su
copia fotográfica. Análoga es la relación que se da en tre la
m úsica artística y la m úsica ligera, dentro de la cual yo
coloco expresam ente, igual que P ierre Boulez, el jazz; se ubi­
ca erró neam ente al jazz cuando se lo mete, com o suele
hacerse en Alemania, en el m ismo saco que las tendencias
vanguardistas. La m úsica ligera se va extendiendo de una
form a desm esurada, y la industria cultural absorbe dentro
de sí una porción cada vez m ayor de los denom inados bie­
nes culturales elevados, con o sin arreglos y jazzizaciones. Ya
la m era repetición sin fin de obras célebres a las que se
coloca la etiq u eta de «clásicas» y se provee de sellos m ercan­
tiles como, por ejem plo, «The Em peror», las tran sfo rm a en
algo parecido a las cancioncillas de moda. En m ucha de la
m úsica del rom anticism o tardío, m úsica pretendidam ente se­
ria, el paso hacia la m úsica ligera es muy fluido; yo he in­
tentado m o strar esto en el caso de Chaikovski. Hace cin­
cuenta años Franz S chreker era todavía m oderno; en aquella
época Paul B ekker dijo de él que era el auténtico exponente
de la m úsica m oderna en la ópera. M uchas de sus conquistas
sonoras, que entonces fascinaban a los m úsicos, han ido
descendiendo en tre tanto al nivel de m úsica ligera.
Sin em bargo, cuanto m ás se am plía el territo rio de la
m úsica ligera, cuanto m ayor es la cantidad de m úsica y de
elem entos m usicales que queda contam inada por la m úsica
ligera, tanto m ayor es objetivam ente la necesidad que los
com positores sienten de algo que no esté m ancillado. Hemos
de co b rar consciencia de una paradoja: precisam ente aquello
co n tra lo que se lanza, com o un insulto, la acusación de que
es intelectual, precisam ente eso rep resen ta lo que aún no
ha sido guisado p o r el negocio racionalizado, lo que aún
no lleva grabadas en sí las huellas digitales de la com uni­
cación universal. En consecuencia, la razón de la difícil
com prensión de la m úsica m oderna no está tanto en la ena­
jenación, que poco a poco se ha vuelto exasperada, cuanto
en el hecho de que esa m úsica, para no p articip ar en el
berreo universal, dirige sus garfios contra los oyentes, des­
valoriza las opiniones usuales acerca de la inm ediatez y la
naturalidad. La náusea frente a lo banal, sentida en nom bre
del gusto, ha sido ya desde siem pre artísticam en te pro d u cti­
va; esa náusea no fue jam ás puro esteticism o, sino que siem ­
pre fue tam bién g arante de la m oral en el arte. Pero entre
tanto esa náusea no se lim ita ya a algunos chabacanos giros
y enlaces de sonidos, sino que se ha extendido a la totalidad
del d eteriorado m aterial sonoro.
Yo considero, no obstante, que es la fuerza de resisten ­
cia de la tonalidad lo que constituye el núcleo de una expli­
cación de la difícil inteligibilidad de la nueva m úsica. Sería
necesario en ten d er qué es lo que ha hecho que la tonalidad
se convirtiera en una segunda naturaleza. Su sem ejanza con
el lenguaje no b asta por sí sola p ara explicar esto. Hay que
re cu rrir a la función desem peñada por la tonalidad d u ran te
tan largo tiem po: la función de u n a cierta com pensación en­
tre lo general y lo particu lar en la m úsica.
August Halm , cuya obra está hoy casi en teram en te olvi­
dada, fue seguram ente el prim ero en p lan tear de m anera ex­
plícita el problem a de lo general y lo p artic u la r en la m ú­
sica. M ientras la tonalidad, al igual que el lenguaje hablado,
dispuso de fórm ulas generales —que iban desde el sonido
individual, pasando por la sucesión de intervalos, h asta la
gran arq u ite ctu ra— , m ientras eso ocurrió, la tonalidad ofre­
ció con ductilidad, en la com binación de esos elem entos, un
espacio a lo p articu lar, es decir: a la im pronta individual
característica y a la expresión individual. Es cierto que la
tonalidad había organizado previam ente todos los fenóm enos,
en el sentido de un lenguaje objetivo, de m odo sim ilar a com o
lo hacen los lenguajes basados en palabras; pero a la vez
la tonalidad contenía innum erables posibilidades de com bi­
naciones, y sobre todo contenía la posibilidad de satu rarse
de expresión, de m odo que lo p a rtic u la r podía fusionarse con
lo general; m ás aún, en m uchas ocasiones era lo general lo
que hacía su rg ir lo particular. Ya Nietzsche no percibió
esa capacidad com o algo obvio. Defendió la opinión, p o r lo
dem ás apenas sostenible, de que la capacidad de la m úsica
para servir de expresión a lo p artic u la r era m era cuestión
de convencionalism o. Nietzsche tom ó dem asiado a la ligera
el carácter de esp íritu objetivo que hay en la tonalidad, in­
fravaloró la sustancialidad. de la tonalidad; esto re su lta sor­
prendente en alguien com o él, que pensaba sobre la m úsica
de una m an era com pletam ente tonal.
La o tra cara de la m oneda de esa especie de objetividad
que hay en la m úsica tonal es un aspecto que fue tal vez el
que sirvió de acicate decisivo p ara la crítica que acabó lle­
vando a la nueva m úsica a denunciar el contrat social. En
un trab a jo publicado en N orteam érica, y que apenas es co­
nocido en Alemania, mi amigo R udolf Kolisch ha puesto de
relieve los caracteres básicos a los que corresponden los tipos
de tem pi en Beethoven. Al realizar eso llegó a una cantidad
enum erable, por así decirlo, de tales caracteres y tem pi bá­
sicos. En un p rim er m om ento este hallazgo resulta chocan­
te; frente a la gigantesca obra de Beethoven, parece un poco
m ecanicista y m atem atizante. Pero si exam inam os la otra
cara de esa idea, si entendem os la intuición de Kolisch como
una intuición potencialm ente crítica, encontrarem os que la
gran m úsica tonal ofrece de hecho rasgos de un juego de
puzzle. Los m ovim ientos de las o b ras de los grandes com ­
p ositores se basan en un núm ero finito de topoi, de elem en­
tos m ás o m enos rígidos, con los cuales aquellos m ovim ientos
están constituidos. El aspecto, central p ara el Clasicismo Vie-
nés, de la organicidad, de lo que evoluciona a p a rtir de sí
m ismo, m u estra ser en gran m edida, a la vista de estos topoi,
un arte de la apariencia: la m úsica se p resen ta com o si lo
uno evolucionase a p a rtir de lo otro, sin que tal evolución
o cu rra en sentido literal. El a rte del com positor enm ascara
el aspecto m ecánico, pero éste es m uchísim o m ás poderoso
de lo que a la fe en la cu ltu ra puede gustarle. Ese aspecto
m ecánico es pro fu n dam ente afín tan to al espíritu de las
ciencias natu rales com o al esp íritu burgués. De modo ente­
ram ente sim ilar, tam bién los grandes sistem as filosóficos,
desde Platón, han venido sirviéndose una y o tra vez, con
cierta ingenuidad, de tales m edios m ecánicos, contra los cua­
les debería h aberse rebelado el pathos del espíritu, pathos
dom inante en tales sistem as. El m alestar producido por se­
m ejante agregación caleidoscópica y m ecánica de elem entos
fue el im pulso que a rra stró hacia una m úsica que quería
verse libre de esto. La consciencia burguesa, en cambio,
piensa siem pre en o b ten er de una com binación m ínim a de
elem entos el m ayor núm ero posible de productos, en con­
form idad con el m odelo de los procesos laborales vigente
a p a rtir del período de la m anufactura. E ste procedim iento
lleva anejo un placer tenaz, bien que inconfesado: el placer
de la repetición regresiva. D entro del arte burgués la to­
nalidad que se sobrevive a sí m ism a es la que se cuida de
p rop o rcio n ar ese placer; el arte burgués no se rebeló contra
eso, de igual modo que la burguesía no fue, en verdad, revo­
lucionaria. En esto la nueva m úsica se constituye de hecho
en tribunal que dicta sentencia sobre la m úsica tradicional.
O tra v entaja del idiom a tonal —este idioma, ciertam ente,
no necesitaba co n frontarse con ningún otro— consistía en
que, en su cum bre, desde Bach h asta el prim er ro m an ti­
cismo, no sólo abarcaba, como esquem a, lo p articu lar, sino
que —y esto se podría m o strar en Beethoven— lo exigía,
m ás aún, producía desde sí m ism o la figura de lo particu lar.
A lo largo de siglos las em ociones específicas y los im pulsos
individuales, las denom inadas «ocurrencias m usicales», que
desde sí m ism as venían preform adas por la tonalidad, han
exigido, p o r así decirlo, los principios organizativos de ésta.
Sin banalizar de ningún m odo el problem a, es preciso darse
realm ente cu enta de cuán enorm e es la fisura ab ierta aquí
por la nueva m úsica, y ello no sólo en razón de su alteri-
dad cualitativa, sino sobre todo en virtud de lo que perdió
al p erd er la tonalidad. Sólo quien no disim ule esto m ediante
m aquillajes co m prenderá en qué sentido es radical la m úsi­
ca m oderna y p or qué los hom bres se oponen de un modo
tan violento a ella. Ya no se cum ple sin más la función mul-
tisecular de la tonalidad, sino que resulta necesario producir
prim ero esa función, en el caso de que pueda lograrse. Ahí
es donde reside la razón básica del trau m a que la nueva
m úsica produce. Sería superficial y frívolo establecer aquí
una separación en tre las razones intram usicales y las razo­
nes sociales; los problem as estru c tu rales de la m úsica, la
relación en tre lo general y lo p artic u la r en la m úsica, son
m anifestaciones, inconscientes a sí m ism as, de procesos so­
ciales que acontecen en un nivel profundo. No es posible vol­
ver a ju n ta r a voluntad lo general y lo particular;- tam poco
es posible restab lecer la tonalidad, como a veces se ha so­
ñado. Con su desaparición paga la tonalidad su propia culpa,
paga lo que tenía de represiva, de violentadora de la em o­
ción individual. Un m odo muy sencillo de hacernos presente
este problem a es, sin duda, pensar en que precisam ente los
más grandes com positores tonales, Bach, M ozart, Beethoven,
tuvieron siem pre un afán de disonancia, afán que se abre
paso una y o tra vez, pero al que el b ajo continuo m antiene
a raya.
La principal dificultad para la recepción de la nueva
m úsica consistiría, según esto, en lo siguiente: en que la o r­
denación del m aterial no proporciona ya de m anera au to m á­
tica aquella com pensación a que antes nos hem os referido
—Schonberg hablaba de una hom eóstasis; cuando él acep ta­
ba como ideal la hom eóstasis era un com positor en teram ente
tradicional—. La m úsica m oderna no conoce ninguna arm o­
nía preestablecida en tre lo general y lo particu lar, y ade­
m ás, en razón de su propia verdad, no le es lícito conocerla.
Lo general está ab ierto, se halla desesquem atizado; pero es
problem ático, es algo que hay que e n c o n trar prim ero, y ello
desde la form ulación de la em oción p artic u la r h asta la cons­
trucción del todo. H a quedado de m anifiesto que esta cons­
telación, al ir avanzando y desarrollándose, ha afectado tam ­
bién a lo p articu lar, que en los com ienzos espontáneos de la
nueva m úsica tuvo una fuerza enorm e. R ecordaré a este pro­
pósito la sencilla observación de que en la m úsica tonal­
m ente integrada el perfecto m odelado real y concreto de los
detalles es m enor que en la atonalidad libre y m enor tam bién
que en la tonalidad tardía. Con esto se halla relacionada aque­
lla crisis de las «ocurrencias m usicales» sobre la que han
llam ado la atención tanto E duard S teuerm ann com o E rn st
Krenek. Lo que ocu rrió en el helenism o, tras el hundim ien­
to de la polis griega, a saber: que el individuo em ancipado
no tuvo cada vez m ás fuerza, sino que fue como arrugándose,
fue enco n tran d o un espacio cada vez m enor p ara su reali­
zación, y al final quedó reducido al ideal de la vida oculta,
eso m ism o está aconteciendo de m anera m anifiesta en la
m úsica. La caoticidad que h o rro riza en ella a la m ayoría de
las personas viene condicionada por el hecho de que la a r­
m onía preestablecida de lo general y lo p artic u la r h a desa­
parecido. El oído que ahora escucha, y que estaba acostum ­
b rad o a aquella arm onía, se siente desbordado cuando debe
re co n stru ir a posteriori, a p a rtir de sí m ismo, los procesos
específicos de la com posición individual en los que se halla
articu lad a en cada caso la relación de lo general y lo p ar­
ticular.
Aquí es donde el factor social interviene de un m odo
clarísim o en la constitución in tern a de la m úsica. La tona­
lidad no fue por azar el lenguaje m usical de la era burguesa.
La arm onía de lo p artic u la r y lo general correspondía al m o­
delo de sociedad del liberalism o clásico. Al igual que en ella,
la totalid ad se im ponía, por d etrás de las bam balinas, como
invisible hand, a través de las espontaneidades individuales
y p o r encim a de éstas. La com pensación universal de las ten­
siones producidas p o r la totalidad debía hacer al final que
la cuenta, el saldo, cuadrarse. La hom eóstasis, el equilibrio,
y el balance perfecto del debe y el hab er son, de m anera in­
m ediata, lo m ismo. E ste m odelo no fue jam ás un modelo
adecuado a la realidad, sino que en gran m edida era ideolo­
gía. Su despliegue fue tal, que cada vez podía b a sta r menos
p or sí m ismo, y reclam aba intervenciones. Asimismo se po­
d ría concebir la h isto ria de la nueva m úsica como una his­
toria de intervenciones realizadas por la voluntad crítica y
planificadora en el m ecanism o ap aren tem en te autárquico de
la tonalidad. Desde que ya no hay tonalidad, existe un inter­
vencionism o estético en la m úsica, con todas las dificulta­
des y desequilibrios que sem ejante intervención perm anente
a rra s tra forzosam ente consigo. C uanto más intervención y
planificación haya, tanto m ás vaciado quedará el viejo mo­
delo, o se co n v ertirá en puro pretexto. Lo general de la to­
nalidad, que ya no m antiene una relación tran sp a ren te con
lo particu lar, pierde toda su sustancialidad y se convierte en
una convención obstaculizadora. Desde hace ya m ás de un si­
glo ése era el sentim iento que en los com positores dejaba la
fórm ula clásica de la cadencia de cuarto, quinto y p rim er
grado.
La idea de la com pensación de las tensiones, es decir,
de la arm onía en sentido artístico , se vuelve m ás y más
ideológica a m edida que la realidad proporciona cada vez
menos a lo individual, m ediante lo universal, aquello que a
lo individual le está prom etido y que lo individual mismo
prom ete. En una situación general en la que se ha vuelto
com pletam ente dudoso que esa situación posea todavía un
sentido, un p roceder artístico que, aunque sea de m odo in­
directo, presenta el todo com o lleno de sentido y lo glori­
fica se convierte en un proceder insoportable. Sin em b ar­
go, en vez de o c u rrir eso, ocurre, com o en un reflejo es­
pecular, que lo que se les vuelve odioso a los hom bres es el
d esencantam iento m ismo a que están expuestos. Los víncu­
los estéticos son m entira porque los reales se han vuelto
m entira. Ahí es donde hay que buscar sin duda la m otiva­
ción más honda que dio pie a la ru p tu ra del consenso co­
lectivo. R ecordem os una experiencia que desem peña aquí su
papel y con la que ya tropezó Schónberg: la experiencia
de lo m usicalm ente idiota, tal com o él lo subrayó, por ejem ­
plo, a propósito de las secuencias de Verdi, lleno de aver­
sión co ntra el hecho de que un pensam iento m usical ya di­
cho sea repetido dos veces, tres veces, m uchas veces. Esa
idiotez no es o tra cosa que la consciencia cosificada que, cha­
poteando m usicalm ente, tra ta de o cu ltar las contradicciones
sociales reales, pasando por encim a de ellas. La frase de
Schónberg, coincidente en esto con Adolf Loos, de que el
arte no debe ser un ornam ento, sino ser verdadero, no era
un program a n atu ralista; por el contrario, bien entendida,
esa frase es una acusación contra la consciencia cosificada.
El negarse a co m p render la nueva m úsica es la defensa a
que esa consciencia cosificada recurre, una defensa que no
es consciente de sí m ism a y que, por ello, es tanto m ás
tenaz. La gente entiende erróneam ente el endurecim iento so­
cial de esa consciencia cosificada, y lo considera com o si fue­
ra la etern id ad propia de lo natural. Justo las contradicciones
reales, m ás allá de las cuales no dirige su m irada la sociedad
actual, rep resan la consciencia propia de esa sociedad, de­
volviéndola hacia los tiem pos presuntam ente felices de la
tonalidad. E sta consciencia falsa es prom ovida por la indus­
tria cultural, la cual inmoviliza, congela la imagerie burguesa,
una vez anquilosada. Lo que en el a rte sería la voz de la
sociedad, eso es, ju sto por ello, abom inación para la sociedad;
no es ésta la últim a razón de la dificultad para escuchar la
nueva música.
Q uisiera llam ar la atención en este contexto sobre una
circunstancia cuya relevancia social y estética no ha sido
advertida com o es debido, pero que hace poco se m anifestó
de un m odo craso con ocasión de una discusión habida en
Francfort. Las resistencias a la nueva m úsica se concentran
especialm ente en la ópera. É sta goza de predilección, en
general, en tre aquellas personas que, desde luego, quisieran
p artic ip a r de la cultu ra, pero que eluden cum plir las exigen­
cias que ésta les im pone —a saber, las de una co-actualización
esp iritual, activa— y se contentan con la recepción pasiva de
lo siem pre idéntico. La ópera es el lugar y el hogar de los
consum idores de cultura, y por ello, el b alu arte de la opo­
sición a la nueva m úsica. El concepto de una «ópera m oder­
na» en cierra contradicciones insolubles. La idea de la ópera,
tal com o el público la degusta culinariam ente, es inconcilia­
ble con los m edios de la nueva m úsica. El Schonberg revo­
lucionario abandonó, con sus dos obras en un acto tituladas
Espera y La mano feliz, aquel ideal de la ópera, de igual
m odo que tam bién lo abandonó S travinski con el Renard y
con La historia del soldado, bien que éste lo hiciera de un
modo radicalm ente distinto, de un m odo m enos rudo. Justo
en el cam po del teatro la nueva m úsica se ve em pujada a vin­
cularse del m odo m ás estrecho con los denom inados espec­
táculos experim entales.
Las dificultades para com prender la nueva m úsica son,
por un lado, las dificultades propias del no entender en sen­
tido estricto. E ste no en tender viene condicionado p o r la
carencia de fórm ulas corrientes de com unicación, pero tam ­
bién por la carencia de una lógica m usical, aunque fuera
ilusoria, que fuera análoga a la lógica discursiva. Una lógica
com o ésa no ha im perado desde luego nunca, ni siquiera en
la m úsica tradicional, de un m odo tan estricto como el idio­
m a la finge; pero la nueva m úsica proclam a que incluso esa
lógica era apariencia. En cam bio, en sus proluctos au tén ­
ticos la nueva m úsica está organizada literal, y ya no sólo
m etafóricam ente, de un modo m ás lógico que la m úsica tra ­
dicional. Pero ju sto esa organización inexorablem ente ló­
gica es lo que constituye por sí m ism o una ofensa p ara la
consciencia de los oyentes, para una consciencia que en apa­
riencia está distendida, pero que, en verdad, lo que está es
distraída. Aun cuando hoy es ra ro que las obras nuevas pro­
voquen ya escándalos, siguen suscitando todavía, m ás allá
de la m era incom prensión, afectos agresivos com o respuesta
a la agresión que ellas m ism as realizan. Los grupos políticos
de la derecha radical difam an en su totalidad la m úsica m o­
derna. En todos sus rasgos técnicos —la disonancia, los in­
tervalos ab ru p to s, la form a ab ierta— la nueva m úsica se
opone al concepto usual de arm onía, que es un concepto ideo-
lógico-espiritual, y actúa como recordatorio de aquello que
queda en cubierto p or lo que H erb ert M arcuse denom ina el
carácter afirm ativo de la cultura. El furor contra la nueva
m úsica form a p arte de algo que es m ucho más am plio, for­
m a p arte del síndrom e psico-social de la personalidad vin­
culada a la au to rid ad. E ste tipo de personalidad odia lo di­
vergente en sí, con an terio rid ad al contenido p artic u la r que
encierre: todo, dice, debe ser nivelado. La nueva m úsica es,
sin em bargo, la divergencia absoluta. A fuer de tal, plantea
el problem a siguiente: la nueva m úsica apenas puede ser
verdaderam ente com prendida m ás que en relación con aque­
llo de que diverge. Mas, sea de esto lo que sea: el fu ro r a que
antes me he referido no es tan to una rebelión co n tra estru c­
tu ras o contenidos determ inados, cuanto un modo de reaccio­
n ar previo a ellos: es el rechazo de lo extraño. La reacción
es tan to m ás violenta cuanto m enos se deja ap reh en d er el
contenido, cu an to m enos coincide éste con la experiencia
habitual. Los enem igos ju rad o s de la nueva m úsica suelen
ser quienes no entienden absolutam ente nada de ella. No
es que la nueva m úsica viole determ inados tabúes, com o lo
hace gran p arte de la lite ratu ra vanguardista; lo que ella
ofende es el entendim iento a priori con el m undo. De ahí
que el rechazo de la nueva m úsica sea universal.
Convendría decir unas pocas palabras sobre el aspecto
específicam ente social de la recepción de la nueva m úsica.
Se habla m ucho de la desaparición de un estra to de cono­
cedores genuinos. Lo que en eso sea cierto es algo que no
puede tom arse en sentido cuantitativo. De m anera absoluta,
es decir, si fuera posible contar el núm ero de conocedores,
es probable que hoy existan m ás conocedores que antes,
aunque sólo sea porque la población ha aum entado. En cam ­
bio, es posible que el núm ero de conocedores haya dism i­
nuido no sólo en proporción al núm ero de la población, sino
tam bién en proporción a quienes son arrastra d o s al cam po
de acción de la m úsica, a quienes son afectados por la m ú­
sica. Esto, unido a los cam bios estru c tu rales de la sociedad
en su conjunto, produce una distorsión en la actitu d hacia
la m úsica, en p rim er lugar hacia la nueva, pero luego tam bién
hacia la antigua. M encionem os el extraño papel desem peña­
do por el concepto de «clásico», tal com o se refleja en la
om nipresente división entre «m úsica clásica» y «m úsica li­
gera». Es incontable el núm ero de quienes opinan que no
es la m úsica m oderna la que ha reem plazado a la m úsica
tradicional, sino que es la m úsica ligera la que ha sustituido
a la m úsica seria. Es m anifiesto que la au to rid ad del estra to
de los conocedores de m úsica ha dism inuido. Según la ex­
presión em pleada p or H aberm as, tal estra to se ha convertido
en el vehículo de la ideología de una elite en retroceso real
o presunto, o que al menos se estiliza a sí m ism a com o tal
elite. La cu ltu ra que se im agina e sta r ofreciendo resistencia
á la barbarie, m uchas veces lo que hace, por su m entalidad
reaccionaria, es ay u d ar a esa barbarie.
Cuando hace trein ta años yo in tro d u je el concepto de una
regresión del oír, no me estaba refiriendo —com o me acha­
có el señor W iora, no obstante hab er escrito yo expresam ente
lo co n trario — a un retroceso general del oír, sino al oír de
personas regresivas, de personas su peradaptadas, en las que
la form ación del yo ha resultado fallida y que no com pren­
den las obras de arte de un modo autónom o, sino en una
identificación colectiva. Regresión del oír no significa que
se haya retrocedido frente a un nivel medio que en otro
tiem po fuera superior. Lo que ha ocurrido es, antes bien,
que ha habido un cam bio en la proporción en tre quienes
oyen adecuadam ente y quienes oyen inadecuadam ente. Los
tipos que hoy dom inan colectivam ente la consciencia m usi­
cal son regresivos en el sentido psico-social. En Alem ania gran
culpa de eso la tiene la Jugendbewegung m usical. É sta apa­
rentaba ocuparse en la m úsica seria, pero lo que en realidad
hacía era pedagoguizar la m úsica; y al pedagoguizarla ha re­
bajado las exigencias, ha establecido una prim acía de la p ar­
ticipación sobre la audición, en el fondo una prim acía del
público sobre el o bjeto mismo, y con ello a la postre ha es­
tafado al público en aquello que ho n raría al público.
Lo que sobre todo ha decaído es la com prensión de la
g ran m úsica de cám ara, que se extiende desde H aydn h asta
W ebern. Pero la capacidad de oír m úsica de cám ara es uno
de los presu p u esto s m ás im p o rtan tes p ara com prender la
nueva m úsica. En la m úsica de cám ara es donde se puede
ap ren d er a reaccionar con una rapidez concentrada, a d ar el
salto tam bién hacia lo que queda m uy lejos, que es lo que
la m úsica de cám ara exige. La m úsica m onotem ática, la m ú­
sica m otórica, la m úsica cuya dinám ica es una dinám ica de
terrazas, dificulta esto. La capacidad de discernim iento cua­
litativo retrocede. El problem a de la pedagoguización es un
problem a general, conocido tam bién por la pedagogía; la
m entalidad pedagoguizante otorga m ás im portancia a la m a­
nera de acercar algo a los hom bres, otorga m ás im portancia
a quien se ocupa de la com unicación y la popularización, que
a aquello que se pretende acercar a los hom bres. Una y o tra
vez podem os tro p ezar aquí con una preocupación exagerada
y com pulsiva con respecto a eso.
Antes he m encionado la dism inución de la capacidad de
concentración. Tocam os con ello un punto crucial. Dado
que la nueva m úsica, la de gran calidad, es una m úsica en la
cual lo que en ella acontece es algo muy específico y se halla
muy articulado, uno no puede en ella d ejarse llevar por la
corriente; esa m úsica exige, al m enos prima facie, más con­
centración que la m úsica tradicional; es cierto que tam poco
ésta era com prendida, pero eso la gente no lo notaba, m ien­
tras que en la m úsica m oderna sí cree notarlo. P or otro
lado, es incuestionable que la capacidad de concentración
está dism inuyendo, y ello p o r m uchas razones —la tan in­
vocada inundación de estím ulos es tan sólo una de ellas—.
La m úsica m ism a y la e stru c tu ra antropológica de sus oyen­
tes evolucionan en direcciones opuestas. La nueva m úsica en
su con ju n to postula —com o consciencia de la tensión— ex­
periencia, postula la dim ensión de la felicidad y el sufri-
m into, la capacidad para ca p ta r lo extrem o, lo que no está
ya preform ado, y postula todo eso p ara salvar, p o r así de­
cirlo, lo que es destruido por el ap a rato del m undo adm inis­
trado. Pero los oyentes, en la m edida en que están social­
m ente preform ados, apenas son ya capaces de ten er aquella
experiencia. La nueva m úsica habla a la vez para ellos y por
encim a de ellos. Ya el concepto de seriedad que la caracte­
riza resu lta sospechoso al om nipotente m ecanism o de re­
presión. La seriedad es sentida com o una agresión, com o un
traum a, y p o r ello es percibida como su contrario: como
brom a. En este aspecto es posible que hoy no exista ya nin­
guna diferencia en tre la percepción de la m úsica antigua im ­
p o rtan te y la percepción de la nueva m úsica. Lo único que
o cu rre es que en E uropa la m úsica antigua cuenta con el
respaldo del prestigio y perm ite, m erced a sus rasgos idio-
m áticos, que la gente co-parlotee interiorm ente, m ientras que
en la nueva m úsica la seriedad, el no p restarse al juego,
osan d estacarse desnudos. E sto hace de la nueva m úsica la
heredera, en sentido riguroso, de lo que en o tro tiem po se
llam aba clásico.
Por su exigencia de concentración la nueva m úsica con­
traviene uno de los dogm as ideológicos de la cu ltu ra m usical
dom inante: el dogm a que habla de la irracionalidad de la m ú­
sica, la cual, al parecer, apelaría puram ente al sentim iento. La
distinción en tre sentim iento e intelecto —que en psicología
ha sido enviada a la papelera hace ya m ucho tiem po— sobre­
vive tenazm ente en el uso vulgar. Los conceptos corrientes
de m úsica intelectual y m úsica sentim ental son una fachada
que es preciso dem oler. Lo que se califica de «intelectual» es,
casi siem pre, tan sólo aquello que exige el tra b a jo y el es­
fuerzo del oído, tan sólo aquello que exige fuerza de la aten ­
ción y de la m em oria, tan sólo aquello que exige propia­
m ente am or, es decir, sentim iento. Y lo que se califica, en
cam bio, de sentim iento es, casi siem pre, tan sólo un reflejo
de u na conducta pasiva; ésta degusta culinariam ente la m ú­
sica, cual si fu era un aliciente, pero no tiene una relación
específica, o, si se quiere, una relación ingenua con ella,
con lo oído de m anera concreta. En la m úsica tradicional se
podía p asa r todavía, al parecer, sin aquel esfuerzo; en la
nueva, la gente se encuentra com pletam ente desorientada
si no lo ejecuta. En sus producciones im portantes la nueva
m úsica se opone a aquellos residuos de la ideología del sen­
tim iento que desde siem pre ha sido el com plem ento del ra ­
cionalism o burgués. La nueva m úsica hace que se ponga
en pie de g u erra el anti-intelectualism o incubado en todas
p artes p or la sociedad y que hoy está celebrando u n a feliz
resurrección. Afines a esto son ciertas exhortaciones oficia­
les a re to rn a r a la canción popular; es im posible no ver el
dejo nacionalista de tales exhortaciones. La juventud, y pre­
cisam ente tam bién la juventud pelilarga, se resiste a eso
con toda razón. Sólo que cae con m ucha facilidad, al hacer
esto, d en tro de los contextos de ofuscación, pues lo que
ella opone m usicalm ente al establishment no es m ás que la
escoria de aquella cultura m ercantil a la que quisiera es­
capar.
El esfuerzo que es preciso realizar para com prender la
nueva m úsica no es un esfuerzo del saber abstracto, no es
un esfuerzo del conocim iento de ciertos sistem as, teorem as
y, m enos aún, procedim ientos m atem áticos. El esfuerzo re­
querido es esencialm ente fantasía, eso que K ierkegaard llamó
el oído especulativo. El p rototipo de una experiencia ge-
nuina de la nueva m úsica es la capacidad para co-oír lo di­
vergente, p ara fu n d ar unidad, co-actualizándolo, en lo que
de verdad es m últiple. No en vano la m úsica m oderna ha bro­
tado de la em ancipación de la pluralidad de voces indepen­
dientes, de la polifonía liberada de sus cadenas. Mas justo
la fantasía es uno de los rasgos antropológicos que están a tro ­
fiándose, frente a o tras facultades socialm ente enaltecidas,
com o la adaptación, la flexibilidad habilidosa, la eficacia.
Cabe sospechar que la nueva m úsica hace que los hom bres
se sientan avergonzados, que se vean com o algo que no son,
pero que —y esto no les pasa desapercibido— tendrían
que ser.
M ientras que buen núm ero de com positores, de acuerdo
con la general desorientación espiritual, coquetean con el
positivism o —coquetean, por ejem plo, con la teoría de la
com unicación y con la teoría de la inform ación— , la nueva
m úsica es inconciliable con el dom inante positivism o del
sentim iento vital. É ste quisiera que la gente arro jase la carga
del yo. La oposición a esto define a la nueva m úsica; la de­
fine al m enos en una de sus dim ensiones decisivas, pues ella
conoce o tras dim ensiones en las que podem os m aliciarnos
que se da algo así como una adaptación latente. Ju sto las
últim as tendencias parecen p re p a ra r el contacto con los
oyentes m ediante una relajación, m ediante una atenuación de
la tiran tez de la dicción m usical; com poniendo —aunque
ah ora con una intención artística— de un modo tan regre­
sivo como regresivos son ya quienes la oyen. Pero no de­
bem os so b revalorar esa tendencia, como si se estuviera
form ando una nueva consonancia en tre la m úsica y el pú­
blico; tal consonancia tiene unos lím ites muy estrechos. La
m úsica es incapaz de ce rra r desde sí m ism a la fisura histó­
rica. Su lugar social ju sto lo tiene la m úsica tan sólo allí
donde, desde sí m ism a, acuña esa fisura con la m áxim a ra-
dicalidad posible. De ningún o tro modo hace ju sticia a la
verdad. No existe cam ino ninguno que lleve fuera de la pa­
rad o ja consistente en que la m úsica no puede desear en
m odo alguno el cierre de esa fisura; el contenido propio de
la m úsica es hoy el contenido crítico, el contenido antitético
a la sociedad. Por ello todo lo que se organice para fom entar
su com prensión —tam bién mis propias palabras —tienen un
aspecto desm añado; es como si uno actuase contra su propia
intención, es com o si, m ediante las explicaciones, uno a rra n ­
case a la m úsica los colm illos que le son esenciales. Pese
a todo, la m úsica debe q u erer llegar a los hom bres. Pues,
aun en su figura m ás herm ética, es algo social; y desde el
in stante en que todos los hilos que conducen hacia el oyente
quedan cortados, se halla am enazada por la irrelevancia.
A la m úsica le son consustanciales de igual modo la inten­
ción de ser com prendida y el recelo a ser com prendida.
M ediante el pensam iento no es posible su p erar esa c o n tra ­
dicción. Lo único que podem os hacer es elevar esa c o n tra ­
dicción al plano de lo consciente, expresarla; en todo caso
queda la esperanza en una m úsica cuya energía sea capaz de
forzar la com prensión de los indiferentes y de los hostiles.
Ladrones m usicales, jueces no m usicales

Cuando alguien que no os un m úsico quiere desacredi­


ta r la m úsica con la que por azar tropieza, no encuentra
a m ano nada m ás cóm odo que em itir este juicio: eso es un
plagio, un robo. Basta con que esa m úsica le recuerde a él
algo; casi siem pre es que reconoce un motivo; a veces
lo que le resulta fam iliar es sólo el tono. El gesto moral
tru n ca toda ponderación un poco m ás circunstanciada de la
belleza. Aquel juez está tranquilo, y adem ás es una buena
persona. Ese modo de com portarse aparece siem pre con
dem asiada presteza com o p ara que no m erezca la pena
exam inar brevem ente cuáles son sus títulos de legitim idad.
Al hacerlo aprenderem os sobre el juez casi tanto com o sobre
el objeto juzgado y podrem os a d q u irir un conocim iento claro
de las fuentes de e rro r que acaso enturbien de modo ge­
neral la com prensión de la m úsica.
Para em pezar: el reproche habitual, form ulado de ese
modo tan tajan te, posee sentido en general tan sólo cuando
se refiere a algo que es idéntico — no cuando se refiere úni­
cam ente a algo que es parecido. La coincidencia en el tono,
en la sonoridad, en la disposición form al posee desde luego,
desde el punto de vista estético, un peso incom parablem ente
mayor. Pero quien es acusado con razón de eso es alguien
lalta de independencia, no una persona deshonesta. R enun­
cia a la originalidad de la intuición musical, no a la honra­
dez y a la probidad. Es un epígono, es alguien que im ita,
no alguien que roba. Lo único robable son cosas, cosas que,
en virtud de su cosicidad, poseen unos contornos bien defi­
nidos; pero no se puede ro b ar un carácter, un perfum e, un
tim bre. A la zarpa que quisiera em bolsárselos, se le desva­
necerían alejándose m ulticolores en el aire. D urante m ucho
tiem po toda la m úsica polaca p o sterio r a Chopin estuvo su­
m ergida en la atm ósfera de éste. No serán m uchos los que
hayan robado algo a Chopin. A éste le ocurrió algo m ás, y le
ocurrió algo menos. No es que a él le quitaran; él era el que
quitaba a los dem ás; éstos eran víctim as de él, y por ello,
para vengarse, traducían su obra al lenguaje de salón. Algo
sim ilar ha o cu rrid o con los sucesores de W agner, v después
con los sucesores de Debussy.
Las únicas cosas de la m úsica que se dejan ro b ar son las
sucesiones m edibles y contables de sonidos: los m otivos y los
lemas. Dado que entre tanto tam bién la dim ensión arm ó­
nica ha quedado rem ovida hasta tal punto que un acorde
puede ser una ocurrencia en igual m edida que un tem a, v
dado que no hay ya convenciones arm ónicas que dejen li­
bre para el uso tan sólo un escaso núm ero de sonoridades,
hoy sería lícito tal vez investigar tam bién las arm onías ro­
badas. Pero tan lejos no llegan todavía quienes se preo­
cupan de esos asuntos. Se atienen a lo que ellos denom inan
la melodía: series largas o cortas de sonidos sucesivos; de
ordinario, aquellas series que tam bién rítm icam ente se pa­
recen.
Según una opinión recibida sin m ayor exam en, ellas se­
rían sin más las células originarias de la obra — ellas serían
las «ocurrencias musicales». Ahora bien, es m anifiesto que
a alguien se le puede o c u rrir no sólo un tem a o un motivo,
sino tam bién una form a como tal, una forma cuyos detalles
el com positor busca más tarde, con posterioridad a la ocu­
rrencia; el m odo de com poner de Beethoven, com o es sa­
bido, procedía en gran parte así. Además, el pen sar que lo
tem poralm ente prim ero de la concepción es necesariam ente
el origen de la obra, su núcleo de irradiación, significa mez­
clar de un m odo confuso el proceso de producción y la
figura artística; muy a m enudo lo que la «ocurrencia» hace
es tan sólo forzar la p uerta que lleva al reino subterráneo,
el cual es el lugar de la verdadera realización m usical. Basta
recordar la relación existente en tre los prim eros tem as de
S chubert —los cuales, con frecuencia, son prim eros tam bién
precisam ente en la concepción— y sus segundos tem as, casi
siem pre m ás llenos de contenido, para que lo que decim os
se haga evidente con toda rapidez. Por esta razón es por
lo que se ha vuelto ya b astante problem ático eso que se
llama «ocurrencia musical». En la obra viviente, actual, la
«ocurrencia» es m ero m aterial, lo m ism o que lo son la so­
noridad, la arm onía, el ritm o, el contrapunto. El contenido
de la obra, p o r muy concentrado y condensado que esté, co­
rresponde sólo a la figura integral del todo y no al elem en­
to aislado de la melodía. Sólo cuando la obra se disgrega,
en el popurrí, es cuando deja en libertad tam bién a la mera
«ocurrencia» com o tal.
Quien se guía esencialm ente por ésta es, por ello, en la
m ayoría de los casos, el incapaz de aprehender la figura
integral, el incapaz de re co n stru ir la obra com o unidad, el
que no se percata de la form a y por ello escucha de un
modo atom izado, por así decirio, yendo de un elem ento a
otro, el que va dando saltos acústicos, de una m anera que
la persona dotada de «m usicalidad» sólo con dificultad pue­
de im aginarse y que, por ello, describe necesariam ente de un
m odo im perfecto. Lo que ante todo definirá ese m odo de com ­
portarse será su incapacidad de realizar la andadura tem ­
poral y los aspectos laterales de la música. Esto se hace
externam ente m ás notorio aún por su lim itación al decurso
de la voz superior, con abstracción no sólo del tejido a u tén ­
ticam ente polifónico, sino acaso tam bién con abstracción
de la división de la m elodía en m otivos encom endados a vo­
ces diferentes, y con abstracción asim ism o de todos los ele­
m entos form ales «dialécticos», que introducen co n trastes y
ru p tu ras, y en los cuales precisam ente posee su sustancia
el procedim iento de Beethoven.
Lo que es oído sólo como si fuera un elem ento aislado,
com o m elodía de la voz superior, lo carente de relaciones, eso,
sin em bargo, queda congelado para el oyente, a no ser que
éste prefiera olvidarlo. Aislado de la corriente tem poral y
del decurso dinám ico, aquel elem ento aislado se endurece,
1 1 0 apunta, por encim a de sí, hacia lo venidero o hacia lo
pasado; y se tran sfo rm a en cosa, en cosa inequívoca, d u ra­
dera, fría; se tran sfo rm a ju sto en aquello que se deja po­
seer, y tam bién robar.
Todo parloteo acerca del robo musical presupone un m e­
canism o de cosificación; y no es lícito confundir ese m eca­
nismo con la verdadera objetividad de las obras de arte, en
donde la vida de éstas se desarrolla com o historia. Sólo don­
de esa vida está m uerta, o donde no se la percibe, es donde
se vigila con celo sobre las m eras, persistentes ocurrencias
m usicales, cual si fueran sacrosantas.
No es casual que el espacio de tiem po al cual se puede
referir en general el parloteo acerca de la m úsica robada
coincida exactam ente con el espacio de tiem po de la so­
ciedad cap italista en su m om ento de despliegue. Ni el Ba­
rroco ni el Rococó conocieron nada sem ejante. La franca
desenvoltura de H andel en la apropiación de piezas enteras
de otros auto res es bien conocida; no lo es tanto, pero tiene
mayor im portancia, sin embargo, el hecho de que Bach to­
mase prestados de otros músicos ju sto algunos de los más be­
llos e incisivos temas de fuga de El clave temperado. Antes del
Clasicismo Vienés, sobre todo en el estilo concertante, no
hubo apenas robo musical; y ello, ya por la sencilla razón
de que en el material motívico empleado predom inaba de
tal modo la tríada manifiesta o ligeramente enmascarada,
como producto de la «naturaleza» musical, que casi todos
ios temas con que allí nos encontram os se parecen unos a
otros. Esta estructura motívica se mantiene incluso en m u­
chos temas de Mozart y de Haydn, hasta llegar a la traspo­
sición de música para canto en música instrum ental. Por
otro lado, en la nueva música, tras la desaparición tanto del
sistema de referencias tonal como de la estereotipada repe­
tición de fórmulas idénticas, sobre todo de la cadencia, las
posibilidades de combinación se han ampliado tanto, y la
necesidad de dar una im pronta singular a cada obra y a
cada figura temática se ha vuelto a la vez tan manifiesta, que
los préstam os temáticos serían imposibles y carentes de sen­
tido, a no ser que se trate de la relación literaria de la
cita.
Así pues, propiam ente sólo se pueden robar temas perte­
necientes al siglo xix; pertenecientes a aquella música que
formaba parte del mobiliario de la familia. También esos
temas pertenecen sobre todo a las piéces de salan, a los
souvenirs y berceuses, cuyo h o rro r los surrealistas musicales
trataron como se merecían. Y luego, naturalm ente, uno puede
robar los temas pertenecientes a la música mercantilizada
de las canciones de moda; aquí el robo produce beneficios
económicos. En cambio, el a n d a r diciendo que en la música
artística de gran categoría hay apropiaciones, ya lícitas, ya ilí­
citas, es algo que se halla condicionado casi siem pre p or la
estragada acústica de sus oyentes.
Pues en la música sinfónica, en la que hay un trabajo
motívico, el motivo singular es verdaderam ente sólo eso: «mo-
tiyo». Lo que él hace es provocar el movimiento del todo;
en éste el motivo queda en suspenso en el doble sentido
hegeliano. Basten dos ejemplos de obras que son de las
más conocidas de la literatura musical y que constituyen un
testimonio de la indiferencia y soberanía con que los maes­
tros m iraban un robo que no lo es. El comienzo del Scherzo
del Cuarteto en re menor, de Schubert, núcleo motívico de!
movimiento entero, coincide exactam ente con el motivo de la
fragua de Mime, llamado tam bién «motivo del nibelungo»,
del Sigfredo, de Wagner; y coincide no sólo en el melos y en
el ritmo, sino tam bién en una peculiaridad arm ónica esen­
cial: la aguda disonancia de la séptim a menor, que hace su
entrada, en la parte fuerte del compás, sobre una sostenida
nota de la voz principal. Los adversarios reaccionarios de
Wagner no se habrán dejado escapar ese detalle. Sin em ­
bargo, lo que, como dijo Brahm s, «todo asno oye», carece
de poder sobre aquello que no es apto para las orejas largas.
A saber: la función del motivo den tro de la obra. En Schu-
bert es un motivo inicial, en el sentido del principio rector
del desarrollo; conservado como tal, ese motivo es inter­
pretado luego en el avance armónico, al ser transferido al
bajo, en uno de los pasajes más sinfónicos en general que
de Schubert existen, es interpretado luego, decimos, con cam ­
bios constantes, es variado arm ónicam ente, y extrae de sí
un decurso tem poral sum am ente dramático, intensificado,
irreversible. En Wagner, por el contrario, es, como lo son
casi todos los tem as de El anillo, un tem a que genera la for­
ma m ediante la repetición, girando sin fin, símbolo de la
mala eternidad, de la eternidad mítica del infram undo; mo­
dificado, ciertam ente —de la m anera más genial, con la po­
tenciación de la disonancia cuando se alza el telón para
el prim er acto— , pero, en cuanto tal, sin embargo, inm uta­
ble cual una fórmula mágica; no sometido al desarrollo,
sino únicam ente al conjuro. Dicho técnicamente: ya tan
desvalorizado en sí mismo, ya tan sólo enteram ente material
como una coma impresionista. En Schubert era todavía
tan dueño de sí y a la vez estaba tan alado como un ser
hum ano ante su destino.
Tal vez más extremo todavía sea un caso perteneciente
a la música auténticam ente «clásica». Alguien ha descubierto
alguna vez que el Finale de la Sinfonía en sol menor de Mo­
zart y el Scherzo de la Quinta de Beethoven tienen el mis­
mísimo tema, sólo que precisam ente «trans-ritmado», como
dice la bonita expresión empleada por las Guías musicales.
Si uno acude a la partitu ra — pues el oír tiene poco sen­
tido, ya que uno jam ás caería en la cuenta—, verá que, efec-
livamente, los intervalos coinciden para toda la duración
del tema expuesto. Sólo que esto no significa mucho más
que una coincidencia de la tonalidad, o, más exactamente, la
coincidencia entre las «series básicas» de dos piezas dodeca-
lónicas, como, por ejemplo, dos movimientos del Cuarteto de
cuerda N." 3, op. 30, de Schónberg. Identidad en el material,
por tanto; pero la música comienza sólo después de la dis­
posición del material. La pieza de Mozart y la de Beethoven
tienen, pues, que ver entre sí tanto como la azul dureza del
mito tiene que ver con el juego de las nieblas en torno a los
gigantes nórdicos.
Sin embargo, algo queda: quedan aquellos temas, en ver­
dad «ocurrencias», que, cual estrellas, han caído, han o-cu-
rrido, y que se mantienen más allá de toda inmanencia
formal, pero también más allá de toda cosicidad de aquello
que el oyente roba extrayéndolo de la forma en que vive. Es­
tos son los temas que ya en su prim era aparición suenan
como citas. Schubert es su custodio supremo. Pero ningún
oyente necesita preocuparse por ellos. Están bien protegidos:
nadie puede apropiárselos, pues no son una propiedad, sino
figuras mismas de la verdad en su manifestación. Se dejan
robar tan poco como se dejan ro bar los auténticos proverbios.
Si alguien lo intenta — que le aprovechen.
Pequeña herejía

Una com prensión de la música, una formación musical


que en verdad sea digna del hombre, esto es, que sea algo
más que m era información, equivale a la capacidad de per­
cibir las conexiones musicales —y, en el caso ideal, la m ú­
sica dotada de una articulación y de un desarrollo amplio—
como un lodo provisto de sentido. Esto es lo que quiere dar
a entender el concepto de «audición estructural», hoy exigido
con tanto empeño y que encierra una crítica a la ingenuidad
mala, a la ingenuidad que se queda presa en lo momen­
táneo.
La audición atomizada, la audición que de modo pasivo,
impotente, se entrega al encanto del instante, a la sonoridad
aislada agradable, a la melodía retenible y abarcable de una
sola ojeada, y que se pierde en tales aspectos, es una audi­
ción pre-artística. Ese modo de oír carece de la capacidad
sintética subjetiva, v por eso mismo fracasa también ante
la síntesis objetiva que toda música perfectamente organi­
zada ejecuta. El com portam iento atomizado, que es siempre
el más difundido y con el que la denominada música ligera
especula ciertam ente, a la vez que lo promueve, ese com­
portam iento acaba convirtiéndose en un goce naturalista y
sensorial, en un goce culinario de sabores, en una des-artifi-
cación del arte, des-arlilicación de la cual el arte se ha ve­
nido librando d uran te muchos siglos, si bien es cierto que
a costa de muchos esfuerzos, y sólo hasta nueva orden, por
así decirlo. Quien oye la m anera atomizada es incapaz de
percibir sensiblemente la música —puesto que ésta prescin­
de de los conceptos— como algo espiritual.
Así es como se com portan los diletantes; de grandes mo­
vimientos dolados de una arqu itectura compleja los diletan­
tes despegan ciertas melodías real o presuntam ente bellas,
como, por ejemplo, los segundos temas de Schubert; y en
vez de seguir su impulso y continuar avanzando, reclaman
infantilmente su repetición rígida. Se parecen en esto a aquel
tratadista austríaco de Estética que confesaba haberse hecho
tocar una y otra vez durante una tarde entera la m archa del
torero de Carmen, sin hartarse de oírla. Ese es ya el modo
de reaccionar que está como predestinado para las canción
cillas de moda, aun cuando los gozadores de ese tipo de
música, que andan rebuscando lo que consideran perlas ade­
cuadas a ellos, se imaginan por esto hallarse especialmen­
te dotados de musicalidad. La historia de la música del si­
glo xix venía en su ayuda. En el romanticismo tardío y en
las escuelas lolklorísticas el interés se ha ido desplazando
cada vez más hacia la melodía aislada, que originariamente,
todavía en Schubert, expresaba un lirismo subjetivo. Esa me­
lodía aislada fue independizada, cual un sello mercantil, en
detrim ento del contexto objetivo, constructivo, del todo m u­
sical. Una historia de la música que no se contentase con
distinguir entre lo elevado y lo vulgar, y que se diese cuen­
ta de que lo segundo es función de lo primero, tendría que
investigar el camino que conduce desde las drásticas for­
mulaciones de Chaikovski (como el segundo tema de su Ro­
meo v Julieta), pasando por las melodías favoritas, condim en­
tadas con especias armónicas, de los conciertos para piano
de Rachmaninov, hasta llegar a Gershwin y, más abajo to­
davía, hasta la mala infinitud de la música ligera. Dada la
avasalladora preponderancia cuantitativa de esta última, la
formación musical tiene que c o n tra rre sta r todo esto. Yo mis­
mo he intentado hacerlo durante mucho tiempo. Y sin duda
soy incluso el que ha acuñado el concepto de audición ato­
mizada.
Pero una experiencia y una comprensión íntima de la
música que no quieran entontecerse en el orgullo de su alto
nivel, no deberán quedarse tranquilas con esto. Pues en la
música provista de una organización elevada, a la cual se
orienta aquella comprensión íntima, ocurre —v ello, tanto
más cuanto más elevada sea su organización—- que la tota­
lidad es un devenir, no un algo pensado ab stractam ente de
antemano, no un mero formalismo que las partes se limi­
tasen únicam ente a rellenar. Por su propia esencia la to­
talidad musical es, antes bien, una totalidad que consta de
partes que se van sucediendo con fundamento, y que sólo
en razón de eso es totalidad. A ello obligan los límites de la
percepción posible de la música; esa percepción aprehende
la totalidad —en cuanto ésta es una totalidad que se prolon­
ga en el tiempo— tan sólo en las secciones que van su-
cediéndose. La' totalidad se articula mediante relaciones pros­
pectivas y retrospectivas, m ediante la expectación y el re­
cuerdo, mediante el contraste y la proximidad; si la tota­
lidad no estuviese articulada, si no se hallase dividida en
partes, entonces se desleiría en su mera identidad consigo
misma. La com prensión adecuada de la música exige que
aquello que se hace manifiesto aquí y ahora sea oído en re­
lación con lo que ha aparecido antes v en relación también,
de modo anticipado, con lo que aparecerá más tarde. En
esto el instante del puro presente, el aquí y ahora, conserva
siempre una cierta inmediatez; sin ésta no se establecería la
relación con la totalidad, con lo que está mediado; v tam ­
poco se establecería una relación de sentido inverso.
Para poder oponerse a la música ligera con que la in­
dustria cultural n.os martillea y que los dóciles teemigers
aclaman a grandes voces, la educación musical se vio com-
pelida a destacar unilateralm ente la audición de la totali­
dad, en detrim ento de la articulación basada en los detalles.
Las tendencias evolutivas anti-románticas de la música seria
em pujaban en esa misma dirección. Pero la situación ha
dado ya entre tanto un vuelco, y lo ha dado bajo la pre­
sión del ideal neoclasicista e historicista, que tomó como
modelo la objetividad de la m áquina de coser. La mirada
dirigida hacia la totalidad se ha vuelto unilateral y am ena­
za con atrofiar los aspectos individuales, sin los cuales, des­
de luego, ninguna totalidad musical tiene vida. Desde esta
perspectiva las interpretaciones de la denominada Jugendmu-
sikbewegung podrían ser contem pladas como medidas repre­
sivas que estaban al servicio de la totalidad y en contra de
los detalles. No falta enteram ente razón a quienes dicen
que los detalles equivalen a la participación del sujeto en la
música; pero olvidan que ningún objeto musical puede lo­
grarse en absoluto si no es pasando a través del sujeto.
La totalidad percibida sin p re s ta r atención a los aspectos
parciales y a las relaciones de articulación no es una to-
lalidad, sino que es algo abstracto, algo esquemático y es­
tático. A esa percepción reactiva, que no recibe ya en sí los
impulsos musicales espontáneos, sino que los somete in­
m ediatam ente a una disciplina, corresponde un surtido de
música indiferenciada, esquemática, de los siglos xvii y xvm .
Ksa música no m ejora por el hecho de que de ella se asegure,
con el gesto propio de quien cree tener una buena inform a­
ción histórica, que la categoría de estilo individual no resulta
apropiada para ella. Con rasgos de ese tipo fue con los que
enlazó la reaccionaria ideología cultural de hace muchos
años. Hoy, cuando esa ideología se ha vuelto transparente
y se ha diluido, parece urgente fijar la m irada en los deta­
lles musicales, como complemento de la audición estructural
y como concreción de ésta.
Este viraje viene exigido por el contenido de verdad del
movimiento histórico realizado por la música desde la era
del bajo continuo. Con una tosquedad inevitable se podría
considerar ese movimiento histórico como la dialéctica entre
lo general musical v lo p articular musical: como el esfuer­
zo, que en modo alguno es consciente, realizado por el es­
píritu objetivo para dom inar la divergencia que se da entre
el contenido específicamente musical y la forma —divergen­
cia que coincide en gran medida con la que se da entre la
sociedad y el individuo— y para conciliar am bas realidades.
Sin mucha violencia hermenéutica puede afirm arse que, en
esa dialéctica, el detalle es el representante de lo individual,
y la totalidad, el representante de lo universal, es decir, de
lo socialmente aprobado, aun cuando en la cum bre del Cla­
sicismo Vienés, y antes en Bach, pueda parecer que las for­
mas mismas son generadas, por así decirlo, por el sujeto
libre. Hubo de pasar mucho tiempo hasta que, para decirlo
con una expresión de Hegel, el sujeto logró «hallarse pre­
sente» también en la constitución y en la construcción de la
totalidad. Sólo en época reciente se ha bosquejado el ideal
de una música en la que am bos extremos estén fundidos.
Cabe preguntar, no obstante, si ese ideal es verdaderam ente
un ideal; si no ocurrirá que, en la integración completa,
ambos aspectos quedarán aniquilados en vez de q u ed a r asu­
midos en algo superior, como suele opinarse. No faltan en la
música actual obras, o program as —y a m enudo las obras
se han convertido en su propio program a—, en que el im­
pulso no encuentra ya lugar alguno para sí dentro de una
estru ctu ra que le es im puesta dictatorialm ente de an tem a­
no, siendo así que la estru c tu ra es algo m eram ente conven­
cional, algo desprovisto de la objetividad de un lenguaje m u­
sical trascendente a la obra individual, tal como la poseían
en su tiempo las formas tonales.
Mientras la realidad extra-estética continúe estando irre-
conciliada, probablem ente resultará imposible lograr la in­
tegración, la ansiada reconciliación entre lo general y lo p ar­
ticular en la form a estética. La miseria de la realidad frustra
en seguida aquello que en las obras de arte se alza p or en­
cima de la sociedad. Mientras la reconciliación sea una re­
conciliación que esté solo en la imagen, tal reconciliación
será, también como imagen, débil y poco plausible. De acuer­
do con esto, no sólo no se debería, como pensaba incluso
Schonberg, com pensar la tensión de las grandes obras de
arle durante su decurso, sino que habría que m antener tal ten­
sión durante él. Pero esto quiere decir nada menos que lo
siguiente: que precisam ente en las obras legítimas el todo y
las parles no pueden llegar a fundirse tal como lo ordena un
ideal estético que en modo alguno se limita al clasicismo. De
la audición correcta de la música forma parte tanto la cons­
ciencia espontánea de la no-identidad entre el todo y las
partes, como asimismo la síntesis que vincula am bas reali­
dades. Incluso en Beethoven la compensación de aquella
tensión —compensación que nadie logró como él, justo por­
que en ningún otro la tensión m isma fue tan poderosa—
necesitó echar mano de ciertos expedientes. En Beethoven se
llega a la identidad, al equilibrio; pero esto ocurre tan sólo
porque en él las partes están ya cortadas por el patrón del
todo, porque en él las partes se hallan preform adas por el
lodo. El precio pagado es, por un lado, el pathos decorativo
con que la identidad se refuerza a sí misma, y, por otro, la
insignificancia, planificada con sumo cuidado, de la inven­
tiva individual. Esa insignificancia em puja ya de antem ano
a lo individua! a ir más allá de sí con el fin de ser algo,
y está a la espera del todo: un todo en el cual se convierte
lo individual, y un todo que aniquila lo individual. El m é­
dium posibilitador de tales expedientes era la tonalidad, es
decir, aquel algo general cuyas determinaciones típicas, en
Beethoven, equivalen ya a lo particular, a los temas. Con la
irrevocable ruina de la tonalidad, tal posibilidad ha d esapare­
cido; y una vez que se ha vuelto transparente el principio
que la regía, tampoco se ha de seguir queriéndola.
La totalidad musical verdadera no ejerce el ciego predo­
minio que ejerce eso que se denom ina la forma; esa totali­
dad es a la vez un resultado y un proceso, en lo cual m ues­
tra, por lo demás, una gran afinidad con las concepciones
metafísicas de la gran filosofía. Por todo lo anterior, el ca­
mino que conduce a la comprensión del todo tendría, plausi­
blemente, que poder ser tanto un camino ascendente —des­
de lo individual hacia el todo— como un camino descendente
—desde el todo hacia lo individual— . La experiencia musical
se ve remitida a ese camino tanto más cuanto que no exis­
ten ya formas trascendentes a las que el oído pudiera con­
fiarse a ciegas. El medio de esa experiencia es la fantasía
exacta. Ella es la que abre la riqueza de lo individual; en lo
individual se demora, en vez de apresurarse a m arc h ar hacia
el todo, pasando por encima de lo individual, con aquella
ansiosa impaciencia que se ha venido inculcando al buen
músico y que últim am ente acibara tantas interpretaciones.
Pero dado que el todo y lo individual no se lunden, lo indi­
vidual adquiere también un derecho que apunta más allá del
todo, un derecho propio. Son muchos los elementos sustan­
ciales que se reúnen en lo individual; de igual modo que,
según su Idea, la música m isma es más que cultura, más
que ordenación, más que síntesis. Muchos detalles musicales
llevan adherido un color que no se volatiliza en el todo — y
esto no ocurre sólo a partir del romanticismo, como le gus­
taría al historicismo. En ocasiones nos sentimos inclinados
a buscar en esos detalles lo mejor. Detalles dolados de tal
dignidad son como sellos que garantizan la autenticidad
de un texto; podríam os com pararlos con nom bres propios.
Es mucho lo que la música debe a esos detalles. De esto po­
demos darnos cuenta allí donde faltan: por ejemplo, en la
corriente musical del genial Max Reger. Ésta, en su continuo
deslizamiento cromático, no tolera virtualm ente detalles: al
escapársele éstos, se le escapa también lo que es indeleble,
irrepetible.
La obra de Walter Benjamín titulada Calle de dirección
única [E inbahnstrasse] contiene este aforismo: «En mi obra
las citas son como ladrones ju nto al camino, que de repen­
te surgen arm ados y despojan de convicciones al paseante
ocioso». Algo de esa misma fuerza polémica tienen también
las citas musicales. Alban Berg pudo imaginar por ello,
en cierta ocasión, una revista musical cuyo contenido se re­
duciría a citar pasajes de composiciones, a citarlos con
la misma intención con que Karl Kraus hacía citas de la
prensa en su revista Die Fackel: con intención punitiva. Pero
el poder punitivo poseído por la cita de una estupidez musi­
cal está en correspondencia con el poder iluminador poseído
por la cita de un nom bre propio musical. La luz de la be­
lleza de los detalles individuales, una vez percibida, bo rra el
brillo aparente con que la cultura recubre la música. Tal
brillo se entiende demasiado bien con el dudoso aspecto de
esa cultura: ese brillo nos dice que ésta es ya la feliz totali­
dad que hasta hoy se había venido rehusando a la humanidad.
Pero es el compás disperso, más bien que la totalidad ven­
cedora, el que retiene la imagen de la cultura.
A cuatro m anos, un a vez m ás

Esa música que estamos habituados a llamar «clásica» yo


la conocí, cuando era un niño, a través de su ejecución a
cuatro manos en el piano. Pocas eran las obras, tanto del sin-
íonismo como de la música de cámara, que no hubieran in­
gresado en la vida doméstica con ayuda de los grandes vo­
lúmenes, de form ato apaisado, a los que el encuadernador
solía poner unas pastas que tenían todas un mismo color
verde. Aquellos volúmenes parecían estar expresam ente he­
chos para que uno pasase las páginas; y a mí me fue per­
mitido pasarlas, mucho antes de que conociese las notas,
guiándome tan sólo por la m em oria y por el oído. Incluso las
sonatas para violín de Beethoven se encontraban allí, en
un curioso arreglo. Algunas piezas, como la Sinfonía en sol
menor de Mozart, se me quedaron de tal forma grabadas
entonces, que aún hoy sigue pareciéndome que la tensión
de las movidas corcheas del inicio ninguna orqu esta podrá
producirla jam ás de un modo tan pleno como la producía la
discutible entra d a del segundo pianista. Esa música se adap­
taba al hogar m ejor que ninguna otra. Se la sacaba del piano
como si se la sacase de un mueble; y quienes la manejaban,
sin miedo a los atascamientos ni a las notas equivocadas, eran
miembros de la familia.
Los genios del burgués siglo xix dejaron como regalo ju n ­
io a mi cuna, a comienzos del siglo xx, la ejecución a cuatro
manos de música en el piano. La música a cuatro manos: era
aquella una música con la que uno podía todavía vivir y
m antener trato, antes de que la compulsión musical le or­
denase tam bién a uno mismo la soledad y el oficio secreto.
Con esto queda dicho algo, no sólo sobre el modo de tocar
música, sino también sobre la música tocada. Pues las obras
musicales que allí había, las consideradas clásicas, son las
obras musicales pertenecientes a un espacio de tiempo que no
llega a ab arca r un siglo: una música predestinada ella misma
a ser tocada a cuatro manos. Esa música comienza en Haydn
y terminí» en Brahm s. Bach resulta especialmente inadecua-
du para un interpretación a cuatro manos; de mi infan­
cia no sov capaz de recordar que se tocase alguna vez a
Bach a cuatro manos. Los compositores modernos posterio­
res a B rahm s quedan excluidos: excluidos ya en razón de su
dificultad manual, pero más aún en razón de su sonoridad
autocrática. Es, pues, el sintonismo en sentido estricto el
que es, o era, accesible a su ejecución a cuatro manos. Pero
el sinfonismo procede de la época en que la burguesía se
ejercitó propiam ente en la música. Si es correcta la teoría
de Bekker de que el sinfonismo posee una fuerza genera­
dora de comunidad, tal comunidad es siempre, a! mismo
tiempo, una comunidad com puesta de individuos. En el con
jun to de la sinfonía cada individuo se reencuentra a sí mis­
mo confirmado, y eso se le hace manifiesto en el hecho de­
que, del mismo modo que podía colgar en la pared los -cua­
dros de sus clásicos, también podía introducir en su fami­
lia y en su hogar la sinfonía, sin que ésta perdiese nada de
su rigor. Pero tocar el piano a cuatro manos era m ejor que
La isla de los m uertos colgada encima del aparador; para po­
seer la sinfonía, el individuo tenía que adquirirla verdadera­
mente una y o tra vez: tenía que tocarla. Y la tocaba; y lo ha­
cía de un modo no enteram ente privado: no le era lícito mo­
dificar el tiempo y la dinámica según el capricho de sus
impulsos instintivos —como estaba habituado a hacer con
sus Piezas líricas de Grieg—, sino que estaba obligado a re­
girse por el texto impreso y por las prescripciones de la
obra, si no quería «salirse», es decir, perder la conexión con el
compañero. Había algo más. Algo del secreto de la ejecución
a cuatro manos parecía ser consustancial a las obras mismas.
No es casual que las obras com puestas originalmente para
piano a cuatro manos se limiten al espacio de tiempo antes
mencionado. El verdadero m aestro de esa clase de obras es
Schubert. Las más im portantes de sus piezas para piano a
cuatro manos: la Gran Sonata, la Fantasía en fa menor, el
Divertissement á la hongroise, el Rondó en la mayor, tam ­
bién las Marchas militares, todas esas piezas están muy próxi­
mas a la orquesta por su estilo; escritas para piano tal vez
únicamente a causa de la prisa o por falta de posibilidades
de que las ejecutase una orquesta, m uestran claram ente
aquella multívoca relación entre sinfonismo objetivo y ejer­
cicio privado de la música que sin duda proporciona reglas
im portantes para entender la práctica de la composición du­
rante el siglo xix en su conjunto. A la inversa: cuando toca-
mus reducciones p ara cuatro manos de las Sinfonías de
Schum ann y de B rahm s quedamos asom brados de lo bien
que suenan: suenan demasiado bien. Incluso una pieza tan
rica en su composición como el p rim er movimiento de la
Cuarta de B rahm s ofrece, tocada a cuatro manos, un aspec­
to tan autónomo, que yo no consigo desprenderm e del sen­
timiento de que ese movimiento fue elevado a la comple­
jidad instrum ental sólo posteriorm ente, sólo a p a rtir del ám ­
bito del monocolor dueto trágico-íntimo. Sin embargo, toda
ejecución a cuatro manos es insegura y poco de fiar: la re
verberación m om entánea de la sonoridad pianística no per­
mite aquella compensación rítm ica que las vibrantes cuer­
das del violín hacen posible, y a dos solistas de sólida for­
mación rítmica les resultará más difícil que a una orquesta
mediocre tocar de modo preciso música a cuatro manos. Para
colmo, el escuchar ejecuciones a cuatro manos no es casi
nunca precisamente un placer. El hecho de que, sin e m b ar­
go, ese modo de hacer música haya logrado m antener su im­
portancia a lo largo de cien’ años se debe a que sólo él sal­
vaguardaba la tradición de hacer música en las viviendas
particulares, que entre tanto habían perdido también la mú­
sica de cámara, la cual había pasado a los estrados de las
salas de conciertos. En la era de la rigurosa división del tra­
bajo los burgueses defendían su última música en la forta­
leza del piano, que m antenían bien guarnecido; y lo hacían
sin tener consideración con nadie, sin im portarles cómo so­
naba esa música a los oídos de los otros, de los enajenados.
Incluso los errores que inevitablemente cometían, acredita­
ban una conexión activa con las obras, una conexión de
que hacía ya mucho tiempo carecían quienes escuchaban,
embriagados, ejecuciones perfectas en las salas de concier­
tos. Ciertamente, quienes tocaban el piano a cuatro manos
se veían obligados a pagar por ello el precio de aparecer como
gentes anticuadas y caseras, diletantes e indocumentadas.
Pero su diletantismo no era más que el eco y el producto
degenerado de la verdadera tradición del hacer música.
Cabe preguntarse para quién va a tocar ya con sentido el
último artista cuando haya m uerto el último diletante, el di­
letante que vive del sueño de ser un artista también él.
Ninguna com unidad de cantantes sustituirá a aquel dile­
tante.
No puede producir extrañeza, en consecuencia, que en­
tre tanto el tocar el piano a cuatro manos haya ido enm u­
deciendo. En los Conservatorios ya no se cuentan novelas de
alumnas de piano raptadas ni de profesores de piano rapto­
res; de igual manera, a la vista de los automóviles-tocadiscos
v los automóviles-radios, desaparecerán los carricoches-pia­
nos tocados a cuatro manos que, al trote o al galope, mien­
tras los bravos caballos van cabeceando rítmicamente, consi­
guen llevar hasta su destino a su augusto Mozart o a su
digno Brahms, llevarlos poniéndolos en peligro, es verdad,
pero con orgullo. El tocar a cuatro manos se ha convertido
en un gesto del recuerdo, y pocas serán ya las personas,
todas ellas músicos desde luego, que sigan ejerciendo ese
arte pasado de moda. Pero habría que pensar que muchas
obras que, pese a su grandeza orquestal y a los enormes
esfuerzos que exigen, suenan en vano, se revelan tan sólo
al tímido gesto del recuerdo, que con ellas com parte el
secreto: participar en la vida de la sociedad como hombre
humano. Cuando algunos solitarios que ni han de abrigar la
esperanza de tener oyentes, ni necesitan temerlos, hacen
ocasionalmente ensayos con el tocar el piano a cuatro manos,
esto no tendría por qué irrogarles ningún perjuicio. A la pos­
tre siempre se encuentra también un niño para pasarles las
páginas.
M etronom ización

De la esencia natural de la música no se siguen reglas


intemporales p ara las indicaciones de interpretación. De igual
modo que las interpretaciones tienen su historia propia, tam ­
bién tienen la suya las indicaciones: esa historia refleja la
cambiante tensión entre la forma preestablecida y la libertad
personal. Puede suponerse que en la actualidad se ha llegado
a una situación límite: la mencionada tensión ha desapareci­
do. Entonces habría que decir acaso esto:
La ventaja de la metronomización consiste en que la idea
que el au to r tiene del tempo queda fijada de un modo racio­
nal. Tal fijación es necesaria —aunque, desde luego, es inca­
paz de asegurar la interpretación— porque ni hay una tradi­
ción formal objetiva que determ ine de modo vinculante el
modo de ejec u tar una obra, ni las obras de esta época de­
jan ninguna libertad a su ejecución. La metronomización
evita de un modo drástico el capricho del intérprete, capri­
cho que ya no se im planta a sí mismo más que como mala
contrafigura de la libertad de ejecución.
Como desventaja de la metronomización habría que admi-
lir desde luego la rigidez racional del procedimiento; éste
parece apropiado p ara poner en peligro la tan mencionada
\ ida viviente de la ejecución. Ahora bien, por un lado la apli­
cación de la categoría «vida» a las obras de arte es discu­
li ble —éstas son artefactos, no criaturas vivientes—. Ade­
más, está bien fundada la sospecha de que aquella vida no
es a m enudo más que una ideología propia de los intér­
pretes; éstos se sienten molestos por las exigencias im pues­
tas por una ob ra conclusa, por una obra que no son ellos
los prim eros en h aber constituido, y dan más importancia
a su propia laxitud que a la vida de las obras. Esta vida, por
cierto, no acaece entre ritardand o y a tempo, sino que es
la historia de las obras en el cambio de sus interpretacio­
nes — tal como lo confirma el artículo de Schónberg sobre
los instrum entos mecánicos de música. Es obvio, y no debe­
ría estar sujeto a ninguna duda pedantesca, que una obra
no puede ser enteram ente dirigida de acuerdo con el m etró­
nomo —a no ser que la obra misma tenga unas intenciones
mecánicas— , sino que la cifra metronómica indica de modo
aproximado la unidad básica, modificable, del tempo. Schon­
berg ha circunscrito, por lo demás, de un modo incisivo, la
(unción auxiliar de la cifra metronómica en sus Canciones so
bre poemas de Stefan Géorge, op. 15. El libre criterio del
intérprete no basta ya para definir la interpretación; en cam ­
bio, entre tres cifras «muertas», pero exactas, queda espacio
para un fraseo mejor, para una sonoridad mejor, para una
comprensión más fiel de la obra en el nivel adecuado de
su historia, queda espacio, en suma, para más vida, que en­
tre las oscilaciones privadas de los intérpretes, oscilacio­
nes cuya procedencia individualista pertenece a un nivel
de la historia musical que se ha sobrevivido a sí mismo. En
verdad, la im portuna vitalidad de aquellas oscilaciones está
muerta, está m anipulada de acuerdo con unos determ inados
patrones.
Las ventajas pesan decisivamente más; y pesan decisi­
vamente más en la práctica, que aquí, ciertam ente, no se
puede c o n tra sta r con la teoría, puesto que la teoría de la
ejecución musical lo único que hace es indicar los requisi­
tos concretos de la ejecución. A mí la única metronomiza-
ción que me parece problemática es la de las obras anti­
guas, las cuales dejan más espacio a la libertad interp re ta­
tiva; aunque la historia de las metronomizaciones de Bach
durante el siglo xix representa bien la historia m isma de
las obras, si bien como historia de errores. Teniendo en cuen­
ta que la decadencia de la libertad reproductiva no viene
dictada sólo p o r la estructura de las obras contemporáneas,
sino que se halla condicionada también por la situación
misma, alejada de la tradición, de los que reproducen las
obras, no puede excluirse que dentro de poco se haga nece­
sario m etronom izar también obras de otra época. Aquí no
abordaremos la cuestión de si, por otro lado, la música anti­
gua, al e n tra r en el estadio de su metronomización, entrará
a la vez en el estadio de su conservación anticuaría — es de­
cir, la cuestión de si entonces su historia acabará. Será el
tacto el que, en concreto, habrá de solventar más de una
contradicción del conocimiento.
Los equívocos «que pueden surgir de una exactitud de­
masiado grande de la metronomización», el com positor los
evitará recurriendo acaso a una exactitud todavía mayor;
por ejemplo: introduciendo varias cifras m etronóm icas (Tem­
po I, Tempo II, Tempo III, todos ellos metronomizados),
o modificando también el núm ero metronóm ico cuando haya
modificaciones del tiempo, del modo siguiente:
Movido ( J =120) - un poco más tranquilo ( é = 92) - más
lenso ( J = 106).
Tempo básico ( J = 120).
Por lo demás, la indicación verbal — la cual no alude sólo
al tempo, sino también al carácter— puede p re sta r siempre
una ayuda suficiente.
Las metronomizaciones que Reger hace de los ritardandi
y accelerandi a mí me parecen equivocadas porque se ima­
ginan que las modificaciones del tem po se hallan com puestas
necesariamente de secciones, cada una de las cuales —aun­
que sea mínima— tendría una cifra constante, siendo así que
la música de Reger, una música enteram ente funcional, co
noce de hecho tan sólo transiciones continuas de los tempi.
De igual modo que no es posible, en el decurso de un vasto
grupo m odulante de los que aparecen en Reger, referir de
m anera inequívoca una sección concreta a una tonalidad de­
terminada, así tam poco es posible, en sus modificaciones de
los tempi, referir un grupo a una cifra —aunque sea tan sólo
una cifra ideal—. En el caso de tales modif icaciones continuas,
acaso baste con m etronom izar el punto donde comienzan
y el punto donde acaban. También aquí la indicación verbal
puede introducir matizaciones. Un ejemplo: si el final de un
stringendo es particularm ente apretado, se puede añadir a la
indicación principal (... desde .v [ y = 9 2 ] hasta v [ J =160]
acelerar) una indicación com plem entaria como ésta: «cuatro
compases antes de v, muy apretado». Así habría que actuar
en el caso de las modificaciones continuas o relativamente
continuas. En cambio, es posible m etronom izar tranquila­
mente aquellas modificaciones que son realizadas por saltos
bruscos. E n tre estos saltos bruscos se cuentan, además de
los cambios súbitos de tempo (Variaciones de la Cuarta sin­
fonía de Mahler), los ritardandi que parecen detenerse, los
cuales m antienen su continuidad gracias a la repetición de
un mismo motivo o de una m isma sección de un motivo,
pero exigen un tempo distinto para cada una de esas repe­
ticiones. En el op. 2 (Coro mixto a cappella «E ntflieht auf
Icichten Kahnen» [Huid sobre ligeras barcas]) y en el op. 5
(Cinco piezas para cuarteto de cuerda) de Antón Webern se
encuentran m etronomizados enteram ente de modo paradig­
mático ritardandi de esos que parecen detenerse.
Cuando la metronomización es exacta, la renuncia a ulte­
riores prescripciones del tempo es algo que depende del ca­
rácter de la pieza. Tal renuncia está justificada cuando el
carácter es evidente en razón del tipo formal a que la pieza
pertenece m anifiestam ente (rondó del Quinteto para instru­
mentos de viento, op. 26, de Schónberg); también cuando la
música está tan radicalmente vaciada de contenidos inten­
cionales, que no tiene ningún «carácter», a no ser la negación
del carácter (Concertino para cuarteto, de Stravinski; aquí la
ausencia de indicaciones verbales posee un sentido polémico;
los caracteres están «dejados en blanco»); por fin, cuando la
música ha alcanzado tal grado de diferenciación, que podría
temerse que la indicación verbal le hiciese violencia. En cual­
quier caso, tan precipitado sería el pronunciar una condena
general sobre las indicaciones verbales como el profetizar
sin más el final de los caracteres musicales.
La carencia de intuitividad de las cifras a mí no me pa­
rece que sea posible corregirla m ediante la fijación metro-
nómica de «los conceptos largo, adagio, andante, etc., intui­
tivos para todo músico». Y no me lo parece, porque yo pongo
en duda la «intuitividad» de tales conceptos, al menos cuan­
do se trata de obras nuevas. Esos conceptos aluden a tipos,
y su objetividad se basa únicamente en la objetividad de los
tipos a que se aplican. Una vez que los tipos se han desmo­
ronado, la legitimidad de aquellos vocablos ha decrecido y
no basta, ciertam ente, para abarca r obras que se han em an­
cipado de la esfera de ordenación de los tipos. La aplicación
de incficaciones típicas a obras que son ajenas a la vigencia
real de los tipos —y otras obras no cuentan hoy— , lo único
que podría hacer sería conservar la apariencia de una ob­
jetividad, apariencia que las obras refutan antes incluso de
empezar a sonar; y sólo sería apropiada para hacer ilusoria
la acción nítida de las indicaciones metronómicas: la verdad
de estas indicaciones consiste en que, renunciando a toda
regla, oficializada por los tipos, de ejecución, y renunciando
a la libertad que era adecuada a tal ejecución, con ellas se
establece lo poco de capacidad reguladora que es inherente
a la ratio aislada, y consiste asimismo en el rigor, el cual
es el único que, mediante una com prensión exacta de la in­
tención subjetiva de la composición, preserva de la mala
anarquía la interpretación. ¿O es que acaso se considera una
mera casualidad que el Beethoven tardío añadiese ya con
frecuencia a las palabras italianas indicadoras de los tipos
la expresión alem ana indicadora de su voluntad personal,
manifestando fielmente con esa doble indicación verbal el
doble sentido de su situación en su conjunto? Como esque­
matismos auxiliares de los núm eros metronóm icos los voca­
blos italianos —que tienen una excesiva carga ontológica—
son enteram ente inútiles. Esos vocablos son legítimos única­
mente allí donde no se juega rom ánticam ente dentro de los
tipos, sino que se juega, de un modo consciente, transparente
y actual, con los tipos, sin afirm a r por ello la realidad de
éstos. Excepto el Concierto de cántara, de Berg, no sabría
yo indicar m uchas obras a las que hubiera que conceder
tal derecho.
Tras la m u erte de S teuerm ann

Ha m uerto en Nueva York; a los setenta y dos años; de


leucemia.
La noticia tenía todo el h orror de lo repentino, y ello tanto
más cuanto que quienes le estim aban percibieron sin duda,
ile m anera preconsciente, que se encontraba mal y habían
intentado alejar de sí aquello que, al acontecer, no hizo
más que confirm ar un tem or albergado desde mucho tiempo
atrás.
Imposible resulta avenirse con su muerte. La vida no
volverá a ser igual para los pocos que sabían quién era Steuer­
mann.
E duard Steu erm ann procedía de Polonia. Su padre fue
abogado y alcalde de la ciudad de Sambor. La familia for­
maba parte de la gentry judía. El espíritu había impreso su
(. uño en ella como casi en ninguna o tra que yo haya cono­
cido. Sus dos herm anas habían sido actrices en su juventud.
Ul arte, la seriedad estética prevalecía sobre los medios
particulares en que el talento se manifestaba. Pero la serie­
dad estética forzó a Steuerm ann a concentrarse de modo ex­
trem o en su material. En cada instante de su existencia per­
maneció igualmente libre tanto de am ateurism o como de es-
pecialismo. Fue amigo de Karl Kraus, en cuyas lecturas co­
laboró a menudo.
En Lemberg recibió de Wilem Kurz su prim era forma­
ción musical. Cuando un par de años antes de la Primera
(¡uerra Mundial llegó a Berlín, sin duda había realizado ya
grandes progresos en el piano y en la composición. Estudió
piano con Busoni. Todavía en los últim os años dejó fijada en
un disco (Comtemporany, M 6501), con aquella fidelidad
ejem plar que le era característica, una enfática interpreta­
ción de las seis Elegías, la Tocatta y las Sonatinas de Busoni.
Su profesor de composición iba a ser Humperdinck. En la
prim era hora de clase éste le preguntó si quería aprender
a escribir a la m anera de Wagner o a la de Brahms; Steuer-
m ann quedó tan traum atizado por la moral artística expresa­
da en aquella pregunta, que no volvió. Busoni lo puso en
contacto con Schónberg. Steuerm ann no sólo se convirtió
en discípulo de Schónberg; su existencia musical y espiri­
tual quedó decidida por esa relación.
Su excepcional calidad pianística lo predestinaba a ser el
intérprete norm ativo del círculo que rodeaba a Schónberg;
tras la Prim era Guerra Mundial se agregó el violinista Rudoll
Kolisch. A pesar de que tenía p or naturaleza un carácter
muy independiente, Steuerm ann quedó impregnado de las
concepciones de la nueva música salida de la Segunda Escuela
de Viena. Esas concepciones afectaron también, desde el pri­
m er momento, a la relación con la música an terio r y revo­
lucionaron la interpretación musical como tal. Ningún pianis­
ta de la época, sin excluir a Schnabei y a E rdm ann, estuvo
tan próximo a las grandes producciones de esa Escuela. No
es que la relación de Steuerm ann con la música moderna
radical fuera una relación abierta y receptiva; es que él era
carne de su carne, y con ello, una refutación viviente de aque­
lla separación —tan funesta como inveterada— entre un
modo actual de com poner y un modo tradicionalista de eje­
cutar. Están descalificados aquellos intérpretes que se sien­
ten más próximos a una música que queda muy lejos de sus
propios presupuestos, que a aquélla con la que com parten los
presupuestos de la hora histórica.
Bajo la dirección de Schónberg y de Scherchen fue Steuer­
mann el prim ero en tocar la p arte de piano de Pierrut Lu-
naire. Desde entonces ha venido ejecutando todo lo im por­
tante escrito por Schónberg para piano o con piano; todavía
estrenó, con Stokovski como director, el Concierto para piano
y orquesta, op. 42.
Si uno se fija en el papel desempeñado por Steuerm ann
dentro del movimiento musical de la Segunda Escuela de
Viena, le viene a la mente la importancia que Hans von
Bülow tuvo para Wagner. Pero Steuerm ann superó sin duda
a Hans von Bülow en energía productiva y en am plitud hu­
mana; y también en un conocimiento más profundo de la
gran música tradicional. La prueba documental de ese co­
nocimiento es su edición de B rahm s aparecida hacia 1930
en Universal Edition. Sus aclaraciones, sum am ente sobrias,
combinan la más modesta lealtad hacia los textos con una
fantasía artística inagotable. Su profunda visión constructiva
se había formado en la práctica compositiva de Schónberg.
La rigurosidad, opuesta a todo pactismo, en la exposición de
los textos musicales coincidía en él con la rigurosidad propia
de una sensibilidad artística que excluía todo acuerdo con el
dom inante cultivo hedonista de la música. Recuerdo que,
Iras un concierto celebrado en 1929 po r la Sección Berlinesa
de la Sociedad Internacional de Música Contemporánea, en
el cual se dieron también obras suyas y mías, aseguró con
satisfacción que en todo el program a no había aparecido ni
una sola tríada; sin duda pasaba m agnánim am ente por alto
las pocas tríadas dispersas que surgen en las Canciones sobre
poemas de Stefan George, de Schonberg, que habían sido
cantadas por Margot Hinnenberg, acom pañada al piano por
Steuerm ann. Él no hacía la m enor concesión a aquellas co­
rrientes pactistas que, entre las dos guerras mundiales, u su r­
paron el lugar de la música m oderna en una m edida que
la joven generación de músicos apenas puede imaginarse. Con
razón le dedicó Webern una de sus obras más ascéticas, la
única que escribió para piano solo: las Variaciones para pia­
no, op. 27. Una sensibilidad delicada, que llegaba hasta la
autoenajenación, y una energía im perturbable formaban en
Steuerm ann una unidad paradójica, pero sin fisuras.
En 1925 Berg me puso en contacto con S teuerm ann; de
él recibí clases de piano; la am istad ha durado, con gran
continuidad, hasta el día de hoy. Las palabras no alcanzan
a expresar lo que le debo. En una ocasión me hizo notar
la existencia, en el Capriccio en si menor, de Brahm s, de una
conexión motívica que yo había pasado por alto y que, por
ello, había descuidado en la ejecución; entonces me di cuen­
ta de hasta qué punto el conocimiento de la música que se
pretende interp re tar —un conocimiento articulado de tal
modo que lo convierta en análisis— es el presupuesto de una
ejecución correcta.
El aspecto específico de ese conocimiento íntimo —que
entre tanto se ha ido imponiendo— en Steuerm ann y en ge­
neral en la escuela de Schonberg, hay que buscarlo preci­
sam ente en aquello que lo diferencia de las teorías de Hein-
rich Schenker. Equivale a esto: no ha de pretenderse del
análisis básico que proporcione una reducción a algo más
o menos general, a algo deducible de las categorías de la
tonalidad; no ha de pretenderse de él que nos dé una orien­
tación que se guíe por la Urlinie [línea prim ordial] conside­
rada como el esqueleto sustentador; sino que lo que del aná­
lisis básico ha de, exigirse es una iluminación de la estruc­
tura particular de la obra concreta. Aquello que el análisis
de Schenker consideraba como algo accesorio, como el se­
cundario relleno de un marco que, a la postre, no dejaba
de ser abstracto, esa se convierte en lo esencial, si bien, por
otro lado, la concreción no es separable externam ente del
idioma musical que la envuelve.
Con esto enlaza el procedimiento analítico e interpreta­
tivo empleado por Steuerm ann con respecto a las compo
siciones de la música moderna, en la cual la congruencia
estructural de la obra se impuso frente a la generalidad,
que poco a poco había ido envejeciendo, de la tonalidad. Se­
m ejante experiencia de la música m oderna se adueña tam ­
bién de la música tradicional, que desde mucho tiempo atrás
venía siendo un campo de fuerzas situado entre el aquí y
ahora de las composiciones y aquella generalidad.
La orientación analítica radicalm ente nueva tiene con­
secuencias extraordinarias para la interpretación. Mencione­
mos, como ilustración muy simple, la tendencia, no a des­
cuidar, sino a destacar —en tajante oposición a lo aconsejado
por Schenker— las anacrusas, las denom inadas notas no esen­
ciales o com ponentes «extraños a la armonía», y sobre todo
las disonancias. Esto implica en gran medida que la línea
melódica prevalece sobre las funciones del bajo Continuo, en
concordancia con la tendencia polifónica de la nueva músi­
ca. La legitimidad de tal propósito interpretativo se dem ues­
tra en el hecho de que converge precisamente con aquellos
impulsos de musicalidad espontánea que los análisis acadé­
micos suelen estrangular. C iertam ente el autocontrol y la
autocrítica que esto exige al ejecutante van no sólo más allá
de lo habitual, sino casi de lo soportable.
S teuerm ann había acrecentado esa capacidad hasta el pun­
to de convertirla en un derrotism o grandioso, verdaderam en­
te kafkiano. Y si en el fondo ponía en duda que alguno de
sus discípulos llegase alguna vez a aprend er a tocar correcta­
mente el piano, también él m ismo se sentía atenazado pol­
la pregunta, hecha tantas veces y planteada muy en serio,
de si él sería capaz de lograrlo. Su ideal interpretativo tenía
como horizonte la vislumbrada ininterpretabilidad de las
obras, de igual modo que las parábolas de Kafka están ins­
piradas por el oscurecimiento de los textos sagrados.
En Steuerm ann esto tuvo como resultado una cohibición
considerable. Consiguió vencerla, y presentarse en público,
pero lo logró gracias tan sólo a una energía extrem ada, y
únicamente por am or al objeto, a la música. Cuando de modo
más bello, más libre, hacía música Steuerm ann era cuando
se encontraba en un círculo reducido, preferiblem ente por la
noche, en situaciones eri que su aversión contra la cultura m u­
sical oficial y contra la vida musical en general no tenía a r­
gumentos en que apoyarse. Tampoco entonces resultaba
fácil lograr que tocase. Era recomendable hacer so nar de
m anera a rb itra ria unos cuantos compases de una obra di­
fícil —el comienzo de Kreisleriana, por ejemplo— . Entonces
se apoderaba de él un productivo espíritu de contradicción:
el de m o strar cuál era la ejecución correcta. Una vez sentado
al piano, se olvidaba de todo lo dem ás y no acababa nunca.
En él más que en ningún otro músico hace pensar la
definición de dialéctica dada a Goethe por Hegel; la dia­
léctica es el espíritu de contradicción organizado. El afán
de rom per el encofrado de la consciencia tradicional, de
ayudar a que lo oculto salga a la luz, era om nipresente en
Steuerm ann. Con una energía talmúdica conseguía hacer ha­
blar a los signos del texto musical, como si leyese en tre lí­
neas. Pero no era m enor su ím p etu s expresionista. En una
especie de erupción salvaje el pianista Steuerm ann liberaba
la expresión encadenada por los tabúes.
Ambos aspectos tenían, sin embargo, como denom inador
común una fantasía que se regeneraba de modo inagotable
a sí misma. Esa fantasía estaba íntegram ente dedicada al
sentido musical como expresión, a la vez que percibía, in­
cluso en el signo coagulado, la huella de aquel sentido, la
relación de los elementos con el conjunto. Por ello resul­
taba inconfundible su modo de tocar, pese a que en él hu­
biera tanto un máximo olvido de sí mismo como una com­
pleta libertad frente al objeto.
Jam ás quería autoexhibirse cuando tocaba; pero se lo
podía reconocer de un modo drástico en cada compás: en
cada entrada, en cada ataque, en cada acento. El mecanismo
de su ejecución era vigoroso, y de un virtuosismo supremo;
sin embargo, S teuerm ann jam ás se entregaba al virtuosismo.
Por am or a la expresión y a la e s tru c tu ra renunciaba a la
brillantez, que no le habría costado esfuerzo ninguno; des­
preciaba todo propósito efectista.
Las estru c tu ras musicales de superficie se polarizaban
para él de acuerdo con diferenciaciones delicadísimas y se­
gún una energía restallante. La violencia de los contrastes
producía, sobre todo en la m úsica romántica, tal distancia-
miento con respecto a sí misma, que la convertía en música
moderna. S teuerm ann había crecido con Chopin; pero sin
duda era el p rim er Schum ann el com positor al que más afín
se sentía. Resulta imposible describir con palabras cómo
bajo su mano se abrían abismos en esa música, ni cómo la
luz del recuerdo penetraba consoladoram ente a raudales en
ellos.
En la música m oderna su imaginación iba a veces, de ma­
nera genial, más allá de lo que estaba escrito en la compo
sición. En una ocasión Schonberg le censuraba que no to­
case el Vals de su op. 23 de tal m anera que el cielo pareciese
llenarse de música de violines; pero Steuerm ann tenía razón
al n a fiarse de tales músicas ni de tales violines, y al entre­
garse, por el contrario, a la oscuridad que p erdura en aquellos
acordes, aunque la técnica dodecafónica los haya dom eñado
v los haya convertido en materiales. Un testimonio inmedia­
to de Steuerm ann como pianista lo tenemos en el disco
(Columbia ML 5210) que codifica de modo autén tico la obra
completa p a rá piano solo de Schonberg.
Primero en Viena, luego en la Juillard School de Nueva
York y finalmente o tra vez en Europa, en Salzburgo y en
Kranichstein, S teuerm ann ejerció como profesor una influen­
cia muy am plia y cada vez más intensa. Y eso aunque él,
que seguía considerando irrenunciable la exigencia del sentido
musical, albergase sus reservas frente a muchas de las ten­
dencias posteriores a 1945 y en una ocasión dijera de sí
mismo, con segundas intenciones, que él era un conservador.
Su autoridad, que fue creciendo de m anera imperceptible,
pero sin que nada pudiera resistirse a ella, procedía sin duda
en gran parte de que a sus alumnos jam ás se les podía siquie­
ra pasar por la cabeza que Steuerm ann pretendiese ejercer
sobre ellos dominio alguno o imponerles algo: era una auto­
ridad basada en lo contrario del talante autoritario. El in tran ­
sigente coqueteaba con su finura diplomática.
La fuente de la que Steuerm ann sacaba su energía era
indiscutiblemente su capacidad compositiva. El nivel de su
consciencia ha acrecentado su productividad; pues en la ma­
yoría de los casos los artistas son malos intelectuales tan sólo
cuando su capacidad intelectual es insuficiente y se da por
contenta con hipótesis racionalistas fabricadas adrede. Nada
lograba a p a rta r a S teuerm ann de componer; en los últimos
años de su vida fue esa actividad la que predominó.
Aunque son num erosas las obras suyas que se han inter­
pretado, es posible que no exista impresa ni una sola nota.
La crítica, que suele sentirse muy insegura frente a los fe­
nómenos compositivos inusuales, gusta de liquidar, con una
superioridad usurpada, lo que ella es incapaz de experim en­
tar. Es imposible, dice la lógica del rencor, que quien toca
tan bien el piano sea un auténtico compositor. Pero tan pron­
to como el con jun to de la ob ra de Steuerm ann sea por fin
impreso y resulte accesible a todos, seguram ente se disi­
pará ese desatino, sin que sea necesario re cu rrir a la pro­
paganda. El objeto, la música, habla en favor de Steuerm ann,
cuya nobleza jam ás exigió nada p ara sí.
Steuerm ann escribió, como es natural, muchas obras para
piano: una sonata, ciclos de piezas, y también Lieder sobre
poemas de Hofm annsthal, de Brecht y de su cuñado Berthold
Viertel; asimismo escribió coros; e igualmente música de
cámara: cuartetos, una suite que tituló Vals, un muy im por­
tante trío p ara piano, un dúo para violín y piano. Al final
se interesó po r la orquesta; es de esperar que haya podido
acabar aquello que tenía muy adelantado.
Todos sus trabajos, que en p arte están escritos en una
atonalidad libre, y en parte son dodecafónicos, tienen una
originalidad extraordinaria, que hace imposible encasillar­
los cóm odam ente dentro de alguna clasificación. Muchas
obras suyas com puestas hace decenios encierran una gran
dosis de anticipación; y ello, en razón del predominio abso­
luto que la e s tru c tu ra sum am ente cincelada posee sobre lo
que se denom ina «ocurrencia musical», rizada cual trazos de
escritura que se enredan en sí mismos; tam bién en razón
del tono nocturno y tenebroso, de lo que podríam os calificar
como negrura gráfica. Las obras de Steuerm ann no son ob
jetivadas a través de préstam os cualesquiera tomados a for­
mas y norm as im plantadas desde fuera, sino a través de la
subjetividad, a través de la crítica incansablemente produc­
tiva ejercida por esa subjetividad sobre el objeto mismo.
Steuerm ann poseía la pasividad de la fortaleza, la capacidad
de oír íntegramente, de desaparecer dentro de la lógica pro­
pia de lo que había sido concebido alguna vez. Su música
era teología secularizada y p or ello oscurecida. El ironista
inexorablemente delicado personificaba el bien, que está
cerrado en su positividad. En la vida falsa él llevaba una
vida recta, insuflaba su viviente energía moral al arte más
alejado de toda práctica. E ra secretam ente un justo de la
música.
W infried Zillig

P o s ib i li d a d y r e a lid a d

A los cincuenta y ocho años de edad ha fallecido Winfried


Zillig; a una edad, por tanto, en que la obra de la mayor
parte de los compositores im portantes ofrece ya un perfil
bien definido y preciso. Pero la m uerte de Zillig nos p ro­
duce una tristeza que no encuentra consuelo; es como si
Zillig hubiera sido todavía un hom bre joven. Y ello, no sólo,
en modo alguno, en razón de la indóm ita vitalidad de quien,
nada indulgente consigo mismo, apenas conseguía refrenar­
se en su actividad, y que hasta el últim o día estuvo literal­
mente sumergido en m ultitud de planes. Es evidente, pol­
lo demás, que su enferm edad no tuvo nada que ver con
el derroche de energías del músico que, ocupando un puesto
directivo en el N orddeutscher Rtindfunk [Radio del Norte de
Alemania], empezaba a trab a jar allí a las cinco de la m a­
drugada con el fin de ganar tiempo para componer. Pero su
extensa obra se nos aparece como si fuera algo fragm enta­
rio; como si no la hubiera acabado todavía; como si lo me­
jor estuviera aún p or hacer.
Es incuestionable el talento de Zillig. Schónberg, su maes­
tro, lo tenía por el talento más grande de la segunda gene­
ración de sus discípulos, la que siguió a la de Berg y Webern.
Ya el Choralkonzert, obra com puesta por Zillig a los die-
eiocho años, antes de ir a estudiar con Schónberg, m ues­
tra, sin que aparezca en ella la brillantez propia de lós ñi­
ños prodigio, un dominio completo de los medios de com­
poner y también el tono peculiar de Zillig. Ese tono perduró,
inconfundible, a lo largo de toda su vida; y, sin embargo,
es difícil darle un nom bre preciso. Donde ese tono flore-
eía era en la tensión entre una técnica segura, casi obvia
- u n a técnica en la forma más avanzada que alcanzó durante
la juventud de Zillig, coincidente con los inicios del dode-
cafonismo— , y una expresión afanosa, una expresión extática
y melancólica a la par. Aunque en sus composiciones parece
reinar un gran sosiego, ese tono posee algo así como un tam ­
baleo peculiar — como el tambaleo propio de un gigante.
El contenido adquiría un cierto deje tímido, herido, pese a
la peinture infalible; más aún, era de esa peinture de la que
aquel deje brotaba. La óptica musical anorm alm ente agran­
dada se origina en estructuras puram ente compositivas; y
también, a la inversa, éstas reflejan el modo específico de
musicalidad que era propio de Zillig. Lo que aquí resulta
decisivo no son, en modo alguno, los medios, más bien con­
servadores. A Zillig habría que juzgarlo, no p o r el material,
elegido con prudente cuidado, sino por lo que él hizo con
ese material.
De la categoría de sus dotes de com positor no creo que
pueda haber duda; siendo ello así, su musicalidad, su pecu­
liar naturaleza artística tendía siempre a ir más allá, y esto
le proporcionaba una cierta independencia frente- a la ma­
teria prim a con que trataba. De múltiples modos adaptó
Zillig esa materia a tareas cambiantes. Su talento irradiaba
en las direcciones más dispares. Actuó en el Hessischer Rund-
fiaik [Radio Hesse] como apasionado y muy capacitado di­
rector de orquesta; se encargó de term inar con amoroso
cuidado, rozando la filología, las dos obras sacrales que
Schonberg dejó inacabadas. Una vez que el Reich hitleriano
lo hubo excluido como compositor, produjo num erosas pie­
zas de G ebrauchsm usik; la prim era, una magistral partitura
para la película Der Schimm elreiter [El jinete del caballo
blanco]. Ese tipo de trabajos de encargo puso a Zillig en
contacto con la dram aturgia radiofónica, con las cuestiones
dram atúrgicas en general. Antes de llegar a convertirse en
ópera, su obra Las bodas de Santo Domingo atravesó una
fase radiofónica y una fase televisiva. El respetuoso cuidado
con que Zillig manejó el texto de Kleist acredita su sensi­
bilidad literaria; él mismo tradujo del italiano al alemán los
textos de sus Lieder sobre poemas de d ’Annunzio, y retocó
otros con gran inteligencia. Su modo de com poner no quedó
difuminado, sin embargo, en toda esa actividad tan disper­
sa. El conjunto de su obra, en la medida en que hoy se
la puede ab arcar con la mirada, mantiene una unidad asom ­
brosa. El estilo estaba formulado desde el comienzo; tam ­
bién los trabajos que realizó con fines de uso se hallan es­
critos en ese mismo estilo. Casi no hay una línea separadora
clara entre unos y otros trabajos; los trab ajo s personales
com partían con las piezas de encargo la sensible elegancia
del procedimiento, el soberano dominio de las posibilidades;
y las piezas utilitarias no olvidaron jamás el gusto del
esteta.
En los grandes trabajos esa tendencia a la conciliación
introducía, ciertam ente, una cierta disparidad en tre la men­
talidad y el objeto, entre la intención y el resultado. La m en­
talidad era la mentalidad, ajena a todo pactismo, propia de
la escuela de Schonberg. Con gran decisión y valentía Zillig
dio pruebas de esa m entalidad tam bién en los conflictos
de la política cultural. El objeto resultante m ostraba, por
el contrario, rasgos hindemithianos, para decirlo de forma
un poco ruda; acaso sea en su Cuarteto N.° 2 en donde eso
ocurra de un modo más claro; llega hasta las figuras tem áti­
cas, y aparece también en la construcción m onotem ática de
largos movimientos.
La técnica dodecafónica —que él fue, ju nto con Hans
Eisler, el prim ero en utilizar entre los discípulos más jó­
venes de Schonberg— no deja de parecer en Zillig un tanto
gratuita, pese a todo el virtuosismo en el tratam iento serial.
Pues en él esa técnica afectaba muy poco a la estru ctu ra
de las figuras individuales y de la disposición formal. Por
ello el resultado compositivo no era muy diferente en las
obras dodecafónicas y en las no dodecafónicas. Cuando a
Zillig se le hace el elogio de que en sus prim eras obras
dodecafónicas «no se encuentra por ningún lado la rítmica
am orfa de la escuela dodecafónica vienesa», ese elogio cóme­
le una injusticia con él y deforma los hechos. Zillig tono-
cía a la perfección, hasta en sus secretos alquímicos, los
principios constructivos de los vieneses, y jamás habría dado
su asentimiento a las banales acusaciones que hablan de un
presunto desgarram iento y una presun ta caoticidad. En los
años veinte, que fueron determ inantes para el desarrollo de
Zillig, Schonberg mismo prefería, por el contrario, ritmos
más o menos fijos, a los que consideraba como auténticos
«temas» que recibían de las series su cambiante contenido
interválico; y a esto mismo correspondían también las gran­
des formas tradicionales, que luego se le han reprochado a
menudo. No es un azar que en tre esas grandes formas desem ­
peñaran un papel tan destacado las danzas sum am ente esti­
lizadas, las suites: en el caso de Zillig, las serenatas, disper­
sas a lo largo de toda su obra. Pero mientras el incansable
Schonberg fue arrastra d o a ir más allá, Zillig se aferró al
procedimiento, una vez que lo hubo adquirido.
A conflictos similares se enfrentó Alban Berg, el cual
aportó asimismo a la escuela de Schónberg una forma más
antigua de musicalidad, por así decirlo. Pero las solucio­
nes fueron opuestas. Esa musicalidad más antigua Berg
la sometió sin reservas al nuevo método; reaparece sólo oca­
sionalmente, pero entonces produce un efecto especial. Zillig,
por el contrario, condujo hacia su musicalidad —que ya es­
taba definida de antem ano y que era una musicalidad tonal
en sentido amplio— todo lo que aprendió con Schónberg y
en Schónberg. Pero la técnica dodecafónica no es un ele­
mento aislado, sino que, por su carácter consecuente, revo­
luciona la entera actividad compositiva. Pese a ello, Zillig se
aferró tenazmente a ciertas posiciones de partida.
La dificultad de saber moverse por sí mismo es una difi­
cultad típica de los compositores de hoy. Todo el que quie­
ra llegar a escribir algo im portante está obligado a un m á­
ximo de adiestram iento escolar. Con Schónberg se podía ad­
quirir ese adiestramiento, al precio de una autodisciplina
inexorable. Es enteram ente comprensible que en toda per­
sonalidad fuerte llegue un momento en el que sus propias
necesidades compositivas deseen irrum pir. Pero en muchas
ocasiones aquella hazaña que los compositores consideran
como su «llegar-a-ser-ellos-mismos» se paga con un relaja­
miento de los requisitos de congruencia interna, requisitos
que erróneam ente ellos tienen por académicos y opresores.
El em anciparse de la escuela conlleva un riesgo: que las
normas autocríticas se relajen, según la engañosa ilusión de­
que se puede cantar como canta el pájaro. Cuando la ori­
ginalidad se im planta a sí misma, muy fácilmente ocurre
que recae en lo ya superado: en lo ya superado, que hace
mucho más fáciles las cosas. Berg y Webern resistieron a
esa tentación, no así Zillig.
La unitariedad de su estilo encubre eso; pero aparece
manifiesto, sin embargo, en algunos de los trab ajos más sig­
nificativos de su juventud, como la Serenata N." 1 y, sobre
todo, el Cuarteto de cuerda N." 1. Aunque las sim etrías y
los fugati que en ellas se utilizan enlazan las citadas obras
con la música anterior, esas piezas son rotundam ente avan­
zadas y construyen también de un modo inexorable los de­
talles. Cuando Zillig llegó a ser enteram ente dueño de su
tono propio, jam ás volvió a conseguir eso. Pero el que vol­
viera a conseguirlo, acrecentado por toda su experiencia, era
la esperanza que la m uerte ha destruido. Merece ser desta­
cado un detalle de ése género, una figura del tem a fugato en
el prim er tiempo de su genial Cuarteto de cuerda N." 1. Es
un tresillo de corcheas, en compás de compasillo, que co­
mienza en la corchea no acentuada, y que deja todavía una
corchea no tresillada al final del compás. Esa ocurrencia
era sum am ente insólita y significativa; fueron raras las ocu­
rrencias de esa clase en Zillig. Su arte se orienta de a n tem a­
no a realizar desviaciones de la norm a en el tratam ien to de
modelos tom ados del léxico musical, y sobre todo a prolon­
gar m ediante variaciones ciertos complejos que se repiten
estróficamente, según el ejemplo de Mahler. La ingenuidad
de Zillig consistía en entregarse sin escrúpulos a la pendien­
te, a su segunda naturaleza musical. Esa ingenuidad iba uni­
da a una gran gram ática parda musical, a una m irada que
veía cuál era la realización más sencilla y llamativa, a una
planificación inteligente de las conexiones eficaces. El o r­
ganizador Zillig y el com positor Zillig no se llevaban mal. .
Bajo la superficie del virtuosismo de Zillig como compo­
sitor, y sobre todo bajo la superficie de la disposición ins-
Irumental, hay fisuras. Las reflexiones referidas a su indi­
vidualidad no son suficientes p ara explicarlas. Lo que se
rehusó a su excepcional talento tiene una cara objetiva; en la
música que compuso, Zillig dejó registradas fielmente contra­
dicciones propias de la situación actual, como tal, del com­
positor. En p rim er término, las contradicciones anejas al
concepto de experiencia de com poner. Resulta necesario
lener esa experiencia; es decir, resulta necesario tener una
mano compositora hábil. Y esa m ano no se forma m ás que
con el ejercicio, no se forma más que mediante un con-
lacto estrecho y continuo con el material y con los proce­
dimientos. Pero la m ano com positora hábil y la m ano de­
masiado facilona se han convertido entre tanto casi en lo
mismo. Hace doscientos, hace ciento cincuenta años —en los
casos supremos de Mozart y Schubert— el productivismo
desinhibido y la calidad iban juntos, gracias a que el idioma
se hallaba aún intacto; no cabe desconocer, de todos mo­
dos, que ya en los dos compositores citados son percepti­
bles ciertos síntomas indicadores de que productivismo y ca­
lidad son inconciliables. La nueva música presupone, más
acaso que lo presupuso nunca la música tradicional, la po­
sesión completa de los medios de componer, y con ello pre­
supone tam bién el entrenam iento; eso es lo que hace que el
lacilismo constituya una afrenta a la idea de la nueva m ú­
sica. En ésta nada de lo que procede del guardarropa fun­
ciona ya; los medios propios de esa música llevan implícitos
tanto el m andam iento de la unidad de toda composición
como el m andam iento del modelado integral. Berg y Webern
actuaron de acuerdo con esos mandamientos; dedicaron to­
dos sus esfuerzos al desenvolvimiento técnico de lo intenso,
no de lo extenso. Ambos fueron maestros sin rutina. En
cambio, el talento de Zillig era, enteram ente, un talento para
lo extenso; no pudo escapar a la rutina en una hora en que
la rutina socava aquello mismo que ella ayuda a nacer. El
legítimo afán del objeto compositivo a extenderse lleva ya
dentro de sí el potencial de su propia decadencia.
En Zillig ese afán procedía, a su vez, de una forzosi-
dad objetiva. Algo en su m anera de sentir la música y de
representársela se rebelaba contra un determ inado aspecto
de la nueva música, contra un aspecto que, sin duda, Zillig
consideraba como un estrecham iento producido por el es
pecialismo y que, por ejemplo, le espantaba en Webern. El
hecho de que Zillig cultivase casi todos los géneros es algo
que se deriva ciertam ente de ese impulso, que es una nos­
talgia de la totalidad perdida; algo que se deriva del senti­
miento de que en la música sólo puede haber una verdad, y
de que no se compadece con la Idea de verdad musical el
que ésta se rom pa en pedazos, repartiéndose entre escuelas
divergentes dotadas de una categoría parecida. Es cierto
que su adiestram iento escolar y su sensibilidad extraordina­
riam ente diferenciada lo salvaron del m onumentalismo. Pero,
sin duda, Zillig no quería contentarse con la lim itadora figu­
ra de una división del trabajo musical. Esa figura fue la que
triunfó, por un lado, en la lírica absoluta de W ebern y, por
otro, en el ballet cúbico de Stravinski; mas triunfó a costa
de sacrificar amplias posibilidades que existían en am bos ex­
tremos y que fueron podadas de un modo ascético por los
dos com positores citados. A eso precisamente es a lo que
Zillig se oponía.
En una bella necrología Hans Wilhelm Kulenkampff 1 ha
definido la tendencia de Zillig como una tendencia orienta­
da hacia la síntesis de aquellos extremos, esto es, hacia la
síntesis de la escuela schónberguiana con Stravinski. Es pro­
bable que ni siquiera fuera ése el propósito explícito de
Zillig; pero a eso fue a lo que llegó, en virtud de la tensión
existente entre su peculiar naturaleza —lo anacrónico, por

1. H ans Wilhelm K ulenkam pff: Z um Tude von W infried Zillig [En


la m uerte de W infried Zillig], H essischer R undkfunk, 12 de diciem bre
de 1963.
así decirlo, que estaba almacenado en él— y su consciencia
de compositor, la cual era más avanzada. Ahora bien, hace
ya mucho tiempo que la palabra síntesis provoca sospechas.
La escisión de que Zillig, igual que muchos otros, padecía,
y que le inspiró la idea de esforzarse en lograr una sín­
tesis, no es eliminable por ninguna mediación. La única me­
diación que todavía cabe es la que pasa por los extremos.
Zillig no se dio cuenta de esto, o, m ejor dicho, se negó
a verlo, con una laxitud que no deja de resultar afín a la
musicalidad concebida en sentido específico.
En vano esperó alcanzar tal síntesis juntando los extre
mos; o, si se quiere: esperó obtenerla organizando y dispo­
niendo los elementos que le eran familiares y le venían a la
mano; no ensim ismándose de un modo puro en la compo­
sición individual. Ni aun disponiendo de una habilidad rea­
lizadora máxima resultaba posible conciliar lo que se halla­
ba desgarrado: por un lado, el procedimiento —heredado de
Beethoven, de Brahms, también de Wagner— de la varia­
ción radicalm ente dinámica, de la variación progresiva; por
otro, la hábil manipulación del tiempo musical m ediante blo­
ques motívicos mal cortados y puestos en serie unos juntos
a otros. En esta tentativa de conciliación no se cumple
la exigencia schónberguiana de un modelado completo, ri­
guroso; y se cae en lo amplio, en lo pintado con trazos grue­
sos, m ientras que en el seno de una música de procedencia
austríaco-alemana que, pese a todo, fluye, los bloques pier­
den aquella dureza que en Stravinski los hizo aptos al me­
nos para la estilización. Los movimientos de las obras de
Zillig, y también a veces los Lieder mismos, aparecen nota­
blemente dilatados; en esto se pone de manifiesto de un
modo craso aquella contradicción; habría que perseguirla
hasta en las ramificaciones más finas de la composición.
Pero en Zillig esa contradicción no viene condicionada des­
de fuera, no viene condicionada abstractam ente por la situa­
ción de la época. Su destino de artista es de una seriedad
mortal, ya que fue su propia índole de com positor la que
lo llevó a tal situación. No debe pensarse que la relación
existente entre la forma de ser individual y la fase histó­
rica sea una relación rígidamente polar. El instante histórico
no sólo hace b ro ta r los talentos que él mismo requiere; los
daña también. La peculiar naturaleza musical de Zillig esta­
ba dom inada p or un sentimiento del tiempo que se repre­
senta la música como duración. Ya los medios antiguos fue­
ron incapaces de realizar eso; todos los que se han esforzado
en ser, por ejemplo, sucesores de B ruckner han acabado por
convertirse en un recuelo insípido. Por el contrario, los nue­
vos medios son los medios de la imbricación en intensidad,
no los de la duración. Incluso en Stravinski —que, pese
a todo, pertenece a la tradición francesa— predom inan las
formas breves. Mediante la contracción Stravinski quería
intensificar el tiempo, y eso aun en los casos en que percibe
como material propio el tiempo que se pretende aderezar.
Zillig esquivó todo eso. Y ello le indujo a una especie de
reducción de los nuevos medios. Aspiraba a a ten u a r las exi­
gencias de esos medios, hasta que la fibra de la com posi­
ción se adaptase, mediante una buena disposición, al deseo
de duración. Esa reducción era, en contraste con Webern,
una simplificación. Pero esto condena los módulos tem áti­
cos a una insignificancia que les impide servir de soporte
a las grandes formas, en razón de las cuales se había eje­
cutado aquella reducción. Aquí es donde tiene su lugar téc­
nico eso que en Zillig podemos calificar de ilusión óptica.
La duración se vuelve abstracta; el tiempo que la música
quisiera llenar surge liso, desnudo, amorfo, de esa músi­
ca. Las' obras más extensas de Zillig —como la ópera Troilo
y Cresida, que trab aja con una exagerada pobreza de moti­
vos— son las más flojas; las obras relativamente breves
—como los Lieder sobre textos de Verlaine—, las mejores;
de las óperas, la m ejor es la concentrada Rosse [Corceles].
Zillig estaba tan fascinado po r la idea de lo extenso,
que no vio la relación que esa idea tiene con el contenido
musical y con la cuestión del devenir de la composición;
se conformó con la paradoja de alcanzar la estática con me­
dios dinámicos. El musicante se convirtió en la viga en el
ojo del músico. El progreso de la síntesis se aproxim aba a
la regresión.
La utopía de Zillig acerca de la duración incita a refle­
xionar sobre su modo de reaccionar musicalmente. En una
ocasión Steuerm ann dijo de Hindemith que éste concebía
la música como un estado perm anente, no como un estado
excepcional. También para Zillig la música era un flujo con
tinuo, ininterrum pido, de la consciencia; todo lo contrario
de la situación extrema de aquello que está tan tenso que
se halla a punto de desgarrarse, y que es la situación en que
tienen puesta su m irada no sólo la Escuela de Viena, sino
también lo opuesto a ella, las m ejores obras de Stravinski.
Los músicos del tipo de Zillig no desarrollan su pensamiento
propiam ente en obras individuales, sino en una especie de
monologue intérieur sonoro, del que luego se desprenden,
casi por azar, los trabajos individuales, los cuales no tienen
unos perfiles netos que los distingan de los demás. Max Re-
ger fue el representante máximo de ese tipo de compositor.
En sus piezas m ad uras es posible intercam biar, sin ningún
esfuerzo, no sólo unos movimientos por otros, sino partes
enteras; es como si, por am o r al continuum, las piezas indi­
viduales sacrificasen su propia realidad determ inada. En Zi­
llig hay algo que vuelve siempre idéntico lo incesantem ente
diverso y que recuerda a Reger. En una de sus últimas
obras, la com puesta sobre el coral de Los maestros canto­
res, Zillig rindió un hom enaje expreso a Reger; hizo que el
tema de la fuga final fuera una cita del tema de la fuga del
Cuarteto en m i bemol mayor de Reger. Los movimientos de
las obras de Zillig tienen dimensiones exageradas, incluso
considerados como secciones de aquel continuum sin fin. Al
igual que éste, tam bién aquéllos querrían continuar caminando
siempre. Tampoco entre la obra y el ejecutante está trazada
una clara línea de demarcación; am bos tran scurren en la
m isma corriente, como ocurre en la musicalidad arcaica.
Ese modo de reaccionar se encuentra tan arraigado —por
debajo de todos los conocimientos adquiridos y de toda la
capacidad individual— que se impone de modo similar, en
músicqs de orígenes y de escuelas muy diferentes, como
Reger, Hindemith, Zillig, sobre la congruencia de la obra,
una congruencia cuyo logro ya no resulta posible más que
en el perfil de las obras individuales. Cierto que para Zillig
la esfera de la música utilitaria no fue una bendición, como
no lo fue para nadie; pero tam bién su inclinación hacia esa
esfera se hallaba en concordancia con aquel modo suyo de
reaccionar contra el cual nada podía hacer. El adaptarse a
objetivos impuestos desde fuera concordaba con su anhelo
de una música concebida como estado permanente, con su
anhelo de reintegrarse a aquella vida con la que las obras
se niegan a entenderse.
Las obras de arte que de verdad lo son encierran en sí
mismas una cierta crueldad. Su objetividad no es pensable sin
la violencia de un corte. Es ésta una de las objeciones más
contundentes contra el arte en general; éste querría llegar a
lo no violento, pero, en cuanto forma que es, no puede sus­
traerse a la violencia. Con nadie, sin embargo, son más crue­
les las obras que con quienes las producen. Pues las obras
no consienten indulgencia ninguna. La calidad de la obra
es precisam ente lo que se separa del artista; sus defectos,
en cambio, se convierten en enemigos de éste. Tanto más
necesario es tener indulgencia con los artistas mismos, con­
tra los cuales se vuelven sus obras, en cuanto obras caducas
que son. Las posibilidades de logro y de fracaso se hallan
entretejidas objetivamente. Vistas las cosas desde el indivi­
duo y su destino, es casual el que alguien llegue o no llegue
a ser un genio. Y esto va contra el concepto de genio. Valéry
ha hecho notar que ha dependido de las circunstancias más
absurdas el que nos hayan sido transm itidas, de las obras
antiguas, unas u otras; y que, con ello, el concepto mismo de
clasicidad contiene también su contrario.
Esto es válido igualmente del objeto estético; no está en
sus manos el lograrse. Sus sueños de inmortalidad van acom­
pañados de la oscura som bra del olvido. Lo que produce
desconsuelo al recordar a Zillig v lo que nos incita a repa­
ra r algo en él, sin que sepamos bien de qué modo hacer­
lo — lo que nos produce desconsuelo es esto: que Zillig ha­
bría podido llegar a ser algo muy grande, pero no llegó a ser­
lo. Esto queb ran ta la fe en los grandes compositores: esa fe
se halla m anchada por la fe en el éxito. No son m enores por
ello talentos como Zillig, los cuales no realizan su Idea
platónica porque se entregan a lo que en ellos es más fuerte
que sus capacidades objetivadas. Lo que su propia música
no logró, lo aportan a la Idea de una música como tal,
la cual estaría por encima de las obras. De ahí la abismal
injusticia contenida en el juicio que reduce a esos composi­
tores a las obras que han realizado. Ser fieles a Zillig signi­
fica ser fieles a su potencial, oponiéndonos a la ley de lo
que el mundo ha hecho de nosotros, según la frase de Karl
Kraus. El instante de su m uerte es el instante de la pro­
testa contra un veredicto previsible. En contra de lo rea­
lizado y en contra de la figura ignominiosa de la realidad
misma, es preciso aferrarse a la posibilidad.
Sobre algunos trabajos
de Arnold Schonberg

Las piezas de Arnold Schonberg de que aquí vamos a


tratar, retransm itidas juntas en un concierto radiofónico, no
se cuentan entre las más conocidas de su autor. Según el
modo corriente y usual de pensar son piezas secundarias:
unas, porque son muy breves; otras, porque constituyen arre ­
glos de un material ajeno —en este caso, melodías de cancio­
nes populares—, y esos arreglos no alcanzan el nivel del
estilo propio de Schonberg. E ra tan grande, sin embargo, la
productividad del compositor, que conseguía arra n c a r as­
pectos originales incluso a lo que parece carecer de todo peso.
Schonberg mismo rechazó los conceptos de obra principal y
obra secundaria. Esos conceptos se vuelven problemáticos
cuando se pretende aplicarlos a un com positor que dejó
inconclusos el oratorio y la gran ópera, los cuales habrían
sido, según se piensa, sus chefs d'oeuvre. Hoy recae en con­
junto sobre los chefs d'oeuvre la sospecha de ser m eras pie­
zas académicas de lucimiento. A p a rtir de un determ inado
momento Schonberg se resiste a escribir obras de las de­
nominadas principales, y lo hace en razón de algo que se
encuentra muy en lo hondo de todas sus composiciones. Cada
una de ellas está configurada de tal modo, que es como si sólo
ella existiera en el mundo, como si no hubiera un género que
ella representase; pero, a la vez, ninguna obra se represen-
la sólo a sí misma. Por el contrario, cada obra abre una
perspectiva de o tras obras posibles, las cuales podrían en­
lazar con la intención perseguida en cada caso, podrían em­
pujarla también hacia la consecuencia, como suele ocurrir
en las series ejecutadas por los pintores modernos.
La capacidad que Schonberg posee de crear tipos en
medio de algo que se halla enteram ente individualizado, esa
c apacidad viene a ser, por así decirlo, lo que sustituye al co­
bijo que la música anterior a él encontraba en los géneros
preestablecidos. Pero cuando unas obras andan tanteando
posibilidades y, a la vez, esas obras son reales únicamente
en su particularización, entonces la distinción entre obra prin­
cipal y obra secundaria pierde su razón de ser. Direcciones
enteras pueden derivarse, cual ramificaciones, de trabajos
que parecen ser m eram ente marginales; así, por ejemplo,
Webern tiene su punto- de arran q u e en la penúltim a de las
Quince canciones sobre poemas de Stefan George, op. 15, y
en las Seis pequeñas piezas para piano, op. 19, de Schónberg.
Esto a rro ja luz sobre una relación, consustancial al objeto
mismo, entre la composición autónom a y la pedagogía. A
partir de Bach la composición autónom a casi nunca se ha
desarrollado ya enteram ente ajena a consideraciones peda­
gógicas, casi nunca ha dejado de tener en cuenta unas fina­
lidades pedagógicas que le vienen propuestas desde fuera.
El hecho de que cada obra delimite la posibilidad de otras
obras hace de cualquiera de ellas una pieza pedagógica que
apunta hacia lo desconocido. A veces esa dimensión peda­
gógica latente asciende hasta la superficie; es lo que ocurre
aquí en los arreglos de canciones populares. Ellos son el
puente que une las composiciones autónom as de Schónberg
con las m uestras de habilidad académica que son los cáno­
nes construidos incidentalmente por él, fiel en esto a una
antigua tradición de los m aestros en la cual se integró tam ­
bién Brahms. En suma, los mencionados arreglos merecen
que se les preste atención no sólo en virtud de sus méritos
propios, sino también porque aportan una contribución
esencial al conocimiento de Schónberg en su integridad.

Las Tres piezas para orquesta de cámara fueron descu­


biertas por Josef Rufer entre los papeles postum os de Schón­
berg que se encuentran depositados en Los Angeles. En nin­
gún instante se ha dudado de que ese hallazgo tiene la má­
xima im portancia. Esas piezas fueron com puestas durante
la época revolucionaria de Schónberg, es decir, d uran te su
mejor época. En ella Schónberg recorrió un trecho gigan­
tesco de su evolución, m ediante una producción densa y
apretada que carece de todo precedente. Estas Tres piezas
de que aquí estam os hablando fueron com puestas en 1910,
durante el período de la atonalidad libre, de modo paralelo,
en lo que puede apreciarse, a La mano feliz; fueron com ­
puestas en todo caso antes que las Seis pequeñas piezas para
piano, op. 19. Su punto flaco está en su carácter fragm en­
tario. La últim a queda truncada de m anera brusca; no es
posible decir con seguridad cómo habría continuado. Tam ­
poco sabemos si Schonberg había pensado que el ciclo es­
tuviera formado sólo por tres piezas, o por más de tres;
dada su brevedad, bien podría suponerse lo último. Incluso la
notación encierra algunas dificultades. El clarinete está en
si bemol; esto es visible con toda claridad en la reproducción
reducida de la p a rtitu ra que hay en el libro de Josef Ru-
ler Das Werk Arnolci Schónbergs [La obra de Arnold Schon­
berg]. Sin embargo, esa indicación falta en la partitu ra am plia­
da que hay en el In stituto de Música de Kranichstein y que
es la única utilizable en la práctica. Tampoco en el caso
de la trom pa está señalada la afinación; pero, según el modo
corriente —abandonado más tarde por Schonberg—, la tro m ­
pa está en fa. Si a alguien su oído lector no le enseña
esto, se le puede d ar la prueba convincente del compás quinto
de la segunda de las piezas; en ese com pás las semicorcheas
en pizzicato de los dos violines traducen a movimiento, nota,
por nota, un acorde pedal de los instrum entos de viento:
la identidad se da tan sólo bajo la condición de que existan
las transposiciones que hemos indicado.
El legado postum o de Schonberg contiene una enorme
cantidad de fragmentos, aunque, desde luego, pocos se ha­
llan en un período tan avanzado de elaboración como estas
Tres piezas. El modo de tra b a ja r de Schonberg se asemeja
en esto al de Mozart; es verosímil, sin embargo, que Schon­
berg nunca llegara a saberlo, pues era poco lo que se inte­
resaba por cuestiones históricas. Al igual que hacía Mozart,
también Schonberg prefería escribir una obra nueva antes
que realizar intervenciones modificadoras en una com posi­
ción cuando en ésta surgían dificultades o había algo que
quedaba atascado. Schonberg consideraba que su mano era
como la mano feliz; tal vez esto se debía, no en último tér­
mino, a que confiaba ciegamente en que aquello que él había
escuchado con su oído interior se im pondría de m anera for­
zosa. Ese hábito no era, sin embargo, de naturaleza m eram en­
te psicológica; guarda relación con el objeto mismo, sobre­
todo con la Idea del expresionismo, del cual es herm ana la ato-
nalidad libre. Las obras alónales libres tienen su ley formal
en la expresión de una tensión interior. Para objetivarse,
esa tensión pasa también al proceso de producción. Si la
tensión decae, si la mano no obedece ya a una compulsión
como la que imperó en los posteriores escritos autom áticos
de los surrealistas, entonces la m ano prefiere d ejar caer la
pluma antes que fingir, m ediante un acto voluntario, que es­
cribe de m anera involuntaria. En esta medida hay ya, en el
expresionismo de Schonberg, una p arte de objetivismo. Cuan­
do la técnica dodecafónica no se había degradado aún a ser
una receta para componer, la gente solía hablar del subjeti­
vismo de Schonberg; y raras veces lo hacía sin añadir, con
sorna maliciosa, el epíteto de «exacerbado». Sin duda, toda
la fuerza subjetiva se halla encerrada en la compulsión in­
consciente del acto de componer. Pero en esa compulsión
se encuentra también lo contrario. Según la doctrina psicoa-
nalítica el inconsciente es «ajeno al yo»; pues bien, obras
como estas Tres piezas son a la vez ajenas al yo, han adqui­
rido independencia con respecto a la capacidad dispositiva
de ese sujeto soberano que es el compositor. Lo que Schón-
berg llama la «vida pulsional de las sonoridades» —a la cual
el compositor presta oído más bien que la produce— es lo
que hace que la música com puesta p or él en aquella época
crítica alcance aquella objetividad que la levanta por enci­
ma de los azares de su origen en un impulso m eram ente in­
dividual. Tan hondam ente entrelazados se hallan el objeto
y el sujeto en la música.
Estas Tres piezas para orquesta de camara no reniegan
de la fase en que surgieron. No es sólo que sean atonales y
que no utilicen todavía series: es que son también, al menos
prima vista, atemáticas; es decir, no hay en ellas ninguna re­
petición o variación manifiesta de ninguno de los motivos
empleados. Pero la neta diferencia que las separa de todo
lo que es vecino a ellas en la oeuvre de Schonberg dem ues­
tra que constituyen un tipo propio. La relación de estas pie­
zas con el estilo lapidario de La mano feliz es como la re­
lación de David con Goliat. Están enteram ente construidas
de m anera micrológica. En com paración con las Seis peque­
ñas piezas para piano, op. 19, con las cuales com parten la
brevedad, Josef Rufer ha dicho de ellas que son «aforísti­
cas». El adjetivo es correcto si, al utilizarlo, no se piensa
m eram ente en sus dimensiones, menores incluso que las de
aquellas Seis pequeñas piezas, sino en una cierta concisión
melódica de los pensamientos. Aunque éstos no están traba­
jados en el sentido tradicional, son m ás parecidos a tem as que
las células de las citadas Seis pequeñas piezas para piano
op. 19. Esto guarda relación con las necesidades propias
de los instrum entos melódicos, con las necesidades propias
de las cuerdas y vientos solistas para los cuales están con
cebidas estas Tres piezas. En lo que más podría pensarst
como parecido es en el m o nodram a Espera. Sin embargo
.•sta obra escénica, de una media hora de duración, perm i­
tía poner en serie los acontecimientos individuales con ma-
k'or despreocupación que estas m iniaturas, en las cuales, por
un lado, cada acontecimiento individual tiene que ser p u ra­
mente él mismo, sin disponer de tiempo para expandirse, \
por otro, a la vez, ha de coaligarse forzosamente con los de­
más detalles. Hay que pensar, por fin, en las Cinco piezas
para orquesta, op. 10, de Webern, que fueron escritas un
poco después y que utilizan asimismo una orquesta de cá­
m ara con cuerdas solistas. Las Cinco piezas de Webern son
más orquestales; y lo son no sólo porque empleen un nú­
mero un poco m ayor de instrum entos. En ellas afirm a su
primacía la sonoridad total, lo que Schónberg denom inaba
«melodía de timbres». Sin embargo, las Tres piezas de Schón­
berg, al menos las dos primeras, son música de cá m ara en
cuanto que el pensamiento individual hace de guía en cada
uno de los instrum entos y va pasando de uno a otro. La fi­
bra de esas piezas hace que sean música de cám ara, no
música de orquesta.
Teniendo en cuenta lo anterior es como podremos for­
mular con precisión el problem a específico que estas piezas
se plantean, sin que sea preciso que el com positor haya
reflexionado propiam ente sobre él.
Toda composición im portante está centrada, en sentido
estricto, en torno a un problema; cada una tiene su m odo pe­
culiar de solucionar paradójicam ente tareas que son insolu-
bles. La pregunta que la concepción de estas piezas dirige al
com positor dice así; cómo es posible form ular pensamientos
plásticos propios de música de cámara, cómo es posible for­
mular la filigrana propia de la música de cám ara de tal
modo que, a la vez, nada adquiera independencia frente a
la totalidad, frente a una totalidad que, por su lado, no con­
siente ni un desarrollo ni una evolución basada en varia­
ciones. Para generar una forma articulada es preciso que los
elementos parciales se destaquen unos de otros con la má­
xima nitidez; pero a ninguno de ellos le está permitido par-
licularizarse; todos deben estar entrelazados con todos del
modo más riguroso. La tarea, una tarea de ajedrez, es la
siguiente: com poner de un solo aliento, y hacerlo, no obs­
tante, de un modo articulado en sí mismo.
La respuesta técnica rotunda a esa pregunta nos la da
la prim era de estas Tres piezas, a la que yo considero por
ello la más im portante. E n tra en acción desde el prim er
instante, al igual que lo hacen La escala de Jacob o Espera,
guiándose, con contundente sencillez, por el program a estético
de La mano feliz. Pero el principio según el cual esta pri­
mera pieza se organiza es el principio del solapamiento, que
hace aquí las veces de mediación. La voz principal, que va
siempre acom pañada de voces secundarias independientes,
las ideas aforísticas, buidas, son puestas en conexión por el
hecho de que una entra antes de que la precedente haya
llegado a su final. De un modo sum am ente original Schonberg
ha dado aquí un sentido nuevo a un venerable recurso de
la composición polifónica: el recurso del stretto, es decir, dé­
la entrada imitativa de una voz antes de que la que le sirve
de modelo haya concluido. El procedimiento es paradójico,
en sentido literal: pues consigue efectos de stretto, pero sin
tema y sin canon. Lo que queda de la vieja idea es lo sum a­
mente formal, a saber: el paso de un acontecimiento princi­
pal al prim er plano antes de que el otro haya acabado; una
identidad palpable del material motívico no se produce más
que de modo intermitente. Habría que decir que son stretti
atemáticos. Así, ya en seguida, en el prim er compás, durante
el último cuarto de la voz principal del violoncelo entra el
clarinete, con una voz principal no menos incisiva. Se podría
decir también que en esta pieza se entreanuda el hilo rojo.
Pero lo auténticam ente genial consiste en esto: en deri­
var de esa idea —es decir, de una idea referida a la escritura—
la forma. Ésta consta de tres partes; pero no según el es­
quema a-b-a, como la, forma corriente del Lied, sino según el
esquema a-b-c, esto es, también aquí sin repeticiones. La a r­
ticulación se sigue de los cruces de las voces. En los prim eros
compases tales cruces se reducen a esa relación que acaba­
mos de m encionar entre el violoncelo y el clarinete. Un ri-
tardando conduce a una segunda parte, a una nueva parte,
claram ente diferenciada de la anterior: negras en tempo mo­
derado, después de las negras en tempo rápido del comien­
zo: el puente consiste en la melodía del clarinete, que se
prolonga, pero ahora solo, sin acompañamiento. El timbre
del final, en ritardando, de la prim era frase es a la vez el
timbre de la nueva frase, de tem po más moderado: el tim ­
bre sirve de enlace entre ambas. La nueva frase es un desa­
rrollo rudim entario, conseguido m ediante una densidad cre­
ciente de los cruces de las voces. Merece atención aquí le
siguiente: esa mayor densidad influye en el procedim iento
pues ahora, como si se estuviera bajo la compulsión del pen
samiento del stretto, surgen de hecho conexiones e n tre los
motivos. No es sólo que el motivo del oboe constituya una
variación del motivo del violoncelo al comienzo; es que,
además, el motivo de la tercera m enor domina en las e n tra ­
das, en concreto en las notas sol y mi —tocadas sucesiva­
m ente por el oboe, por el prim er violín y por el violoncelo,
a la m anera de un resto motívico—, notas que luego son en
parte invertidas y en parte transportadas.
Esto confirma que también las denom inadas composicio­
nes atem áticas de Schonberg se encuentran en verdad muy
próximas al espíritu del trabajo motívico-temático: ésta
es la diferencia esencial que hay entre Schonberg y los com­
positores serialistas de la actualidad, los cuales han ad op ta­
do desde luego el procedimiento atemático. Al comienzq
de la parte central, en los compases tercero y cuarto, queda
libre todavía mucho espacio sonoro entre las entradas que
se van solapando. A p a rtir del compás quinto las entradas
se van estratificando rigurosamente unas encima de otras:
una en trada forte del violoncelo; una ulterior en trad a de dos
voces independientes en el oboe y en la trom pa; luego se
agregan los violines en una posición elevada, muy audaz, y
ascienden de súbito hasta el clímax. A continuación, en la
sección tercera, la curva desciende, como en un final de
l iase. El prim er violín, que ya una vez se ha impuesto frente
a un contrapunto de la trom pa con sordina, sigue prevale­
ciendo, como melodía solista, hasta el final: el ím petu as­
cendente de ese p rim er violín es el que, en el juego cambian-
le de las voces que se entrecruzan, ha provocado la deci­
sión. La melodía del violín, que se alarga un poco; corres­
ponde a la melodía del clarinete que había entre la prim era
y la segunda parte, y corresponde a ella ya simplemente por
su carácter solista: la analogía establece un equilibrio.
Estas semejanzas tan sublimadas, consistentes en que
una vez un instrum ento, y otra vez otro, pueda sonar duran-
le un poco más de tiempo, heredan la función que cumplían
las repeticiones o las reexposiciones m ediante variaciones.
Como acom pañam iento la últim a sección tiene, primero, acor­
des homofónicos; al final el acom pañam iento es monódico:
la disposición instrum ental compone íntegramente la bajada
de la curva formal. Como teórico Schonberg ha dicho que
la arm onía es una estru ctu ra que genera la forma. Con la
prim era de estas Tres piezas para orquesta de cámara se
podría ejemplificar que también la escritura y la disposi­
ción instrum ental poseen una e stru c tu ra generadora de la for­
ma. La integración de las dimensiones musicales —integra­
ción que desde entonces ha dom inado la actividad de com­
poner— se manifestó hace ya más de cincuenta años en el
hecho de que un estrato de la composición pudiera asu­
mir funciones que antes correspondían a otro estrato dis
tinto, pero que habían sido desalojadas de éste por la
crítica.
La complicación de esta prim era pieza se deriva del he­
cho de que, por así decirlo, trab aja con dos polifonías: la
polifonía de los solapamientos de las voces principales, \
la polifonía de las muy perfiladas voces de acompañamiento.
La segunda de las piezas contrasta con esto. Es todavía más
breve, esencialmente más sencilla, también más homofónica.
Desde el punto de vista formal es una sucesión de secciones,
de «entonaciones». En su última obra instrumental, la Fanta­
sía para violín con acompañamiento de piano, op. 47,' Schón­
berg volvió a u sar esa misma técnica. Desde entonces viene
desempeñando un papel destacado en todas partes. La arti­
culación de esta segunda pieza se realiza m ediante calde­
rones, en el doble sentido de esta palabra: los tres caldero­
nes situados sobre barras de com pás deben ser leídos como
enfáticos signos de fraseo: las entonaciones —una de dos
compases con anacrusa, una de un solo compás, y dos de
dos compases cada una— se relacionan entre sí como las
líneas de los versos de una poesía, como los calderones de
un coral. Tanto el tono como la construcción de la obra an­
ticipan aquella segunda sencillez que prevalece en ciertas
obras del Webern tardío, como su Concierto para ¡nieve
instrumentos, op. 24. Si yo no temiera caer en el ridículo,
tratándose como se trata de una composición que no abarca
más que siete compases, diría que esta pieza es, por su es­
píritu, un rondó: lo es precisamente por su disposición sucesi­
va, por su disposición no entretejida, casi abierta. Así como
la idea de la prim era de estas piezas era la idea del stretto
sin tema, así la idea de esta segunda pieza es la idea del
rondó sin tema, sin refrain; lo único propio del rondó qué
aquí queda es el principio de la disposición en secciones suce­
sivas, que aquí no es vinculante, que intencionadamente no
es vinculante. Pues esa disposición está tratada con sumo
arte. En efecto, esta pieza parece ser, una vez más, una pieza
atem ática y amotívica; sin embargo, emplea un medio míni­
mo de enlace, el último residuo de un motivo: un ritmo. Es

I. Véase el análisis in terp re tativ o de esta o b ra en Th. W. Adorno:


Der getreue K orrepetitor, L ehrschriflen zitr m tistkulischen Praxis. —
Ahora en G esam m elle Sch riften , volum en 15, pp. 313-377.
el ritmo do la semicorchea con m ordente con que la pieza
comienza. La historia de ese sincopado ritmo de la semi­
corchea es el contenido musical de la pieza. En la pequeñísi­
ma sección prim era ese ritm o aparece en las tres voces prin­
cipales: prim ero en la flauta, por dos veces; luego, conti­
nuando lo anterior, una vez en el oboe, y después, también
una vez, en la trom pa con sordina. En el tercer compás
la idea de la semicorchea es subrayada por una figura en
pizzicato del violoncelo.
La sección siguiente, que es la más breve, es también
la más parecida a un desarrollo. Estas piezas de Schonberg
tienen en común con las m iniaturas de Webern —sobre todo
con las Seis bagatelas para cuarteto de cuerda, op. 9— , que
lo que constituye su forma es un proceso de condensación,
en uno o dos compases críticos. Aquí el compás crítico es el
tercero, más polifónico que los dos anteriores. La entrada
sincopada resulta aquí más sincopada todavía por el hecho
de que falta la prim era corchea. La síncopa de semicorchea
aparece aquí, una vez más, en la tercera parle del compás:
éste se interrum pe de modo abrupto. El episodio que viene
luego reduce consecuentem ente la tensión. Este episodio co­
mienza, por vez prim era de un modo inequívoco, en el tiempo
Inerte del compás, con un tranquilo movimiento de negras;
m ientras las notas del acorde que allí se forma, do-ja-si-si be­
mol, son disonantes, el acorde se convierte sim ultáneam ente
en una consonancia, gracias al ritmo, por así decirlo. El com­
pás siguiente duplica ese acorde m ediante corcheas en pizzi­
cato de los dos violines v fluidifica la síncopa motívica trans-
Iormándola en un movimiento homogéneo; al final del quin­
to compás el ritm o sincopado resuena en el oboe cual una
reminiscencia. Los dos últimos compases son una coda o un
linal de frase. Estos dos últimos compases comienzan, lo
mismo que lo hacía el tercero, con un silencio de corchea,
pero sin que aquí haya el m enor ritm o de semicorchea. Las
voces principales —flauta v contrabajo— transcurren en no­
tas de mayor valor, paralelas en su ritmo. En la disposición
cromática se insinúa úna idea parecida a una retrograda-
( ion. Esta pieza comenzaba con un melodía de timbres
en la que el oboe venía después de la flauta; ahora es el oboe
el que, con las mismas notas iniciales que en su prim era
aparición, precede a la flauta, que es la que da fin a la pie­
za: el colorido posee una función generadora de la forma.
La tercera de las piezas, no acabada, es la que contiene
más elementos propios de una pieza para orquesta de cám a­
ra: el predominio del color y la idea de una totalidad so­
nora. Todo esto la hace afín a la pieza del ciclo de Webern
que utiliza los cencerros. A los instrum entos usados en las
dos piezas anteriores se añaden, en esta tercera, el órgano
—o el arm onio— y la celesta. Esta pieza invita a revisar
muchas ideas acerca del Schonberg de la atonalidad libre.
Hasta ahora éste ha venido apareciendo en ruda antítesis
a los trabajos coetáneos de Stravinski, los cuales operan con
efectos de ostinato, voces pedal y un rígido sistema de acom­
pañamiento. Pero en aquella época la antítesis no era en
modo alguno tan pronunciada. Sólo poco a poco fue elimi­
nando Schonberg de su música aquel recurso formal; sin
duda es en Pierrot Lunaire donde por vez prim era está ausen­
te del todo: en Pierrot Lunaire, en donde, no en balde, los
elementos que ayudan a lograr la integración son, unas veces,
formas más o menos familiares de Lied, y otras, tipos fijos
como la fuga, el canon, la barcarola, el vals, el pasacalle. Es
evidente que en los años pioneros de la nueva música, la cual
había perdido el apoyo del sistema tonal, resultaba imposi­
ble salir adelante sin recurrir a medios de conexión bastante
simplistas. En Schonberg la construcción cada vez más avan­
zada eliminó muy pronto esos medios; Stravinski jam ás vol­
vió a liberarse de las muletas supletorias de la atonalidad,
ni siquiera tras haber retrocedido a la tonalidad.
El Schonberg de aquellos años revolucionarios utilizó,
pues, un acorde pedal no sólo en la prim era y en la tercera
de las Cinco piezas para orquesta, op. 16, y en la prim era
escena de La mano feliz, sino también en esta pieza, la ter­
cera de las Tres piezas para orquesta de cámara. Pero la ina­
gotable fantasía de Schonberg ha introducido una diferen­
cia incluso en lo idéntico, en el mismo medio utilizado. Esta
vez no es un complejo amenazador, o siniestram ente rígido;
esta vez es un trasfondo infinitamente tierno, vaporoso: un
registro de flauta del órgano o armonio. Ese acorde perm a­
nece allí a lo largo de toda la pieza, como un acorde pedal,
tal cual está escrito. Las voces principales que se destacan
frente a ese acorde son figuras articuladas de un modo un
poco más firme, pero sum am ente breves: blancas, con un
característico puntillo, en las cuerdas y en la flauta; por dos
veces, de m anera sorprendente, un intervalo de quinta. Un
motivo suelto en la celesta, en tusas que luego continúan, re­
presenta la coda de lo anterior. A p artir del cu arto compás
se va formando, suplem entariam ente al acorde pedal, un sis­
tema en ostinato con rudim entarios comienzos de motivos.
De ese sistema en ostinato surge, en el compás octavo, una
irrupción vehemente del clarinete que entra, de la trom pa
y del oboe. Luego la composición se interrumpe.
Hacer conjeturas sobre la forma es sin duda legítimo.
Es posible que esta últim a pieza, la tercera, hubiera sido un
poquitín más larga que las dos anteriores; y ello, ya sim ­
plemente porque hace uso de un mayor núm ero de instru ­
mentos. Pero es difícil que hubiera sido mucho más larga;
y ello, tanto en razón de la disposición total del ciclo cuanto
en razón de la limitación impuesta a la pieza por su estático
diseño sonoro. Verosímilmente la irrupción que acontece en
el compás octavo habría continuado; también es verosímil
que se hubiera repetido simplemente, con más intensidad,
pero sin desarrollarse; la pieza habría finalizado luego con
rapidez; lo único que habría dejado habría sido el diseño
sonoro del trasfondo, el acorde de seis notas del órgano o el
armonio, aunque, en todo caso, con el tejido cada vez más
denso que había ido alcanzando poco a poco. Si d ib uja­
mos de este modo hasta su final el resto que falta, llegamos
;t una hipótesis explicativa de por qué la pieza se quedó
en fragmento. El plan de esta pieza es tan claram ente reco­
nocible, que se lo puede considerar decidido por el compás
octavo; a partir de él la pieza continuaría, y acabaría, más
o menos, por sí misma. Es fácil imaginar que justo por ello
dejó de interesar a Schónberg. Advertimos aquí una parado­
ja inherente a toda actividad compositiva moderna que quie­
ra ser rigurosa. Toda composición que posea en sí congruen­
cia y que haya sido íntegramente oída continúa fluyendo por
si misma a p a rtir de un determ inado punto —a m enudo es
el último tercio— , fluyendo por sí misma como para recom­
pensar de ese modo al compositor. Éste se da cuenta de
ello con el sentim iento de h aber logrado llegar a la cum ­
bre. En los movimientos extensos de Schónberg resulta po­
sible indicar el punto, a veces incluso el compás exacto,
en que comienza aquella autoactividad de la composición,
lisa autoactividad confirma que la pieza se ha logrado; pero
es a la vez una objeción contra el logro de la composición:
la fuerza de gravedad que a rra s tra la composición lograda
hacia su final es también una fuerza que la arra s tra hacia
abajo, representa un aflojamiento de la tensión, constituye
una automatización, por muy latente que ésta sea. Propia­
mente, a partir de ese punto, ya no sucede nada más; lo único
que se hace es establecer el equilibrio, tal como Schónberg
lo exigía teóricam ente de toda música. Pero una música que
lo sea de modo muy específico reclama asimismo que con
tinúe ocurriendo algo ininterrum pidam ente. Según un cri
terio supremo, el redondeamiento de la composición es a ki
vez su fracaso. Es evidente que Schonberg tuvo un senti
miento de esa aporía; y ese sentim iento le impidió, al menos
en esta ocasión, si no en más, concluir la obra. Incluso de
lo no com puesto es posible obtener, de este modo, conoci­
mientos que nos permiten ad entrarn os en lo compuesto.

El arreglo para canto y piano de las Cuatro ca u cio no


populares alemanas Schonberg lo realizó en 1930, d uran te su
actividad como profesor de un curso superior en la Acade­
mia de Berlín. Tomar esos arreglos sencillamente cual si
fueran una obra propia de Schonberg equivaldría a malen
tenderlos; mayor aún sería el malentendido si se les hiciera
el reproche de que no hablan el lenguaje de Schonberg. Dos
de las melodías empleadas se rem ontan al siglo xv; las otras
dos son cuando menos anteriores a 1540. Se mueven, por
tanto, dentro de los modos eclesiásticos; también esto im­
pone límites al arreglo. Es posible que esas cuatro melodías
le fueran asignadas a Schonberg de conformidad con el plan
de la «Comisión estatal para el cancionero popular para la
juventud»; de lo que no cabe duda es de que lo que a él le
atrajo en ese material fue la asim etría de la formación me­
lódica, el frecuente cambio de compás. Sin duda le preocu
paron poco a Schonberg las dificultades de la transcripción
rítmica; a él le quedaban lejos las intenciones históricas;
a su propia musicalidad fue a lo que Schonberg se entregó,
aun tratándose de una música procedente de épocas muy an­
teriores.
Pese a esa ahistórica actitud suya, los arreglos de can­
ciones populares realizados por Schonberg, también los he­
chos para coro, son, para una m irada superficial, menos
modernos que otros arreglos realizados d uran te aquellos
mismos años; menos modernos, por ejemplo, que los pro­
porcionados por seguidores de la Singbewegung. Tanto en
lo referente a la armonía como en lo referente al con tra­
punto los arreglos de Schonberg están com puestos íntegra­
mente de un modo bastante riguroso; se renuncia en ellos
a los fermentos procedentes de la nueva música, pero tam ­
bién se renuncia a arcaísmos chocantes, como las voces pa­
ralelas que tienen un parecido con el faux-bordon. Como
arreglador Schonberg era más conservador que sus contem ­
poráneos partidarios de la restauración. Esto abre una pers­
pectiva hacia su modo de reaccionar como compositor. Hace
ya varios decenios H. F. Redlich habló de la «lascivia de lo
nalidad» del p rim er Schonberg; con ello tocó algo realm en­
te fundamental. La diferencia que separa a Schonberg de los
demás compositores más o menos moderados de su misma
época podríamos exponerla, desde este punto de vista, como
sigue: Schonberg tom aba más en serio que ellos la tonali­
dad ^ l a tonalidad, es decir: los requisitos que de ésta se si­
guen tanto para la m archa de los acordes como para el te­
jido de las voces—. El concepto de tonalidad ampliada, utili­
zado hoy en día de preferencia para referirse a ciertas piezas
de Schonberg, en modo alguno cuadra a tales piezas, si se
toma tal concepto en su significación estricta; habría que
hablar, más bien, de una tonalidad graduada integralmente
o construida integralmente.
El respeto leal a todos los postulados inherentes a la
lonalidad —el postulado de la m archa gradual vigorosa, in­
dependiente, que renuncia a baratas desviaciones acórdi-
cas, así como el postulado de un contrapunto vinculante—
hizo añicos la tonalidad desde dentro; cuanto más tonali­
dad exigía Schonberg dentro de la tonalidad, menos capaz
era ésta de satisfacer tal demanda. La peculiar naturaleza
de Schonberg se halla tensada entre dos extremos: por un
lado, los deberes impuestos por los medios, que son bas­
tante antiguos; p or otro, el campo magnético de lo aún
no ensayado jamás, A través de esos extremos, no en una
zona intermedia de com prom iso situada entre los extremos,
es doncie cobra forma la peinture de su música. Con esto
se hallan relacionadas sin duda tanto la pasión pedagógica
de Schonberg como su negación obstinada y, a mi pare­
cer, muy legítima, a enseñar en ningún momento las técni­
cas radicalmente nuevas. De esas técnicas el único que llega
a apoderarse es aquél a quien la complexión de su propia
música le compele a hacerlo; cuando eso no ocurre, tales
técnicas no pasan de ser m era palabrería, como lo son en
todas aquellas composiciones dodecafónicas en las que un
contenido musical tan simple que llega a lo trivial es enjae­
zado con artificios serialistas. Por otro lado, tan pronto
como alguien vuelve pedagógicamente contra sí las norm as
académicas, queda reforzada la capacidad central para dar
a las composiciones la fórmula de un problema, la fórmula
de una tarea que está llena de contradicciones y que es obli­
gatorio llevar a cabo.
Todo esto nos hace pensar en Brahms; en cuestiones de
procedimiento, de Brahms era, entre todos los compositores,
de quien más hondam ente deudor se sentía Schónberg. Pero
en com paración con los arreglos para piano de canciones
populares realizados por Brahms, los arreglos de Schónberg
resultan secos y ascéticos; son realizaciones de la sustancia
musical, no proyecciones de los sentimientos personales. Los
tempi elegidos por el arreglador, unos tempi muy movidos
e impetuosos, resultan sorprendentes v contrastan con lo
que era costum bre en la práctica del canto coral; en cambio,
él, el gran innovador de la escritura pianística, apenas hace
aquí uso de las posibilidades específicas del piano. La ra­
zón de esto se halla en la polifonía real que prevalece en
los arreglos, pese a que la factura de estas canciones sea la
de monodias acompañadas. Las partes de acom pañam iento
poseen tanta independencia, están conducidas hasta tal pun­
ió casi en un sentido vocal, que el espacio que aquí queda
para intervenciones del piano que sean adecuadas a este ins­
trum ento es tan exiguo como el que queda en las fugas de El
clave temperado. Por ello también, en su última época, Schón­
berg, en su op. 49, Tres canciones populares para coro mixto
a cappella, dio un nuevo enfoque a estas canciones, las a r re ­
gló para coro mixto a cappella; y una ulterior versión para
coro de la segunda canción, la titulada Es gingen zwei Gespie-
len gut, se encuentra en las Tres composiciones sobre can­
ciones populares para coro mixto a cappella de que luego
hablaremos. Según señala Rufer, Schónberg escribió a Cari
Lütge que, en su arreglo, no había aspirado a conseguir unos
modos eclesiásticos puros, sino que «el juego con las dife­
rentes alteraciones es aplicado como algo que proporciona
color». Pero en seguida restringe las palabras anteriores,
al añadir: «No obstante, yo consideraría acertado im prim ir
estas piezas con la vieja manera de indicar la tonalidad, pues
sólo así resultan comprensibles tanto la melodía como la
armonía».1
En esa ambivalencia se esconde una dificultad librem en­
te querida: la consciencia m oderna —es decir: laconscien­
cia bachiana, la consciencia armónica del bajo continuo—
debe ir em p arejad a con el espíritu puram ente polifónico, con
el espíritu modal, que es an terior en el tiempo a aquella
consciencia moderna. Un pasaje de una carta de Schónberg

1. Josel R ufer: Das Werk Arnulcl Schonbergs, Kassel-Basel-Loniion-


New Y ork, 1959, p. 78.
nos p erm ite ver que a- éste le gustaba de hecho re sp etar a un
m ism o tiem po norm as procedentes de épocas distintas. Es
un pasaje enorm em ente esclarecedor, de una c a rta escrita
a F ritz Stiedry, en la que le habla de su arreglo de dos p re­
ludios corales de Bach. Tam bién ese pasaje lo cita Josef Ru-
fer en su o b ra antes m encionada; y es tanto lo que ese pasaje
nos dice tam bién sobre la práctica de Schonberg com o arre-
glador de canciones populares, que vamos a transcribirlo:
«N uestra consciencia actual de la m úsica exigía que hu­
biera claridad en el decurso de los m otivos tanto en la hori­
zontal como en la vertical. Es decir, nosotros no nos con­
tentam os con confiar en el efecto inm anente de la estru c tu ra
co n trap u n tística p resu p u esta com o obvia; nosotros q u ere­
mos p ercibir ese co ntrapuntism o: com o conexiones de los
m otivos. La hom ofonía nos ha enseñado a perseguir esas
conexiones en u n a voz superior; la etap a interm edia de la
“hom ofonía polifónica” de M endelssohn - W agner - B rahm s
nos ha enseñado a ir en busca de la pluralidad de voces: ni
n u estro oído ni n u estra capacidad de com prensión se dan
hoy p o r contentos si no aplicam os esos criterios tam bién
a Bach. Ya no nos b asta con un efecto “agradable", nacido
p uram ente del hecho de que suenen a la vez unas voces con­
ducidas con todo arte. Lo que nosotros necesitam os es:
tran sp aren cia para poder ver tran sp aren tem en te a través
de ella.» 1
La conciliación de lo inconciliable, llevada al extrem o en
los artificios de los cánones de Schonberg, que son unos a r­
tificios v erd ad eram en te dignos de los que utilizaban los an ­
tiguos m aestros flam encos, esa conciliación se opone, tam ­
bién en los arreglos de canciones populares, tanto a lo ex­
presivo com o a lo sensorialm ente agradable. El hecho de que
Schonberg procediese de ese m odo tiene, sin em bargo, su
razón: la técnica de la dificultad librem ente querida obliga
al com positor a am asar de un m odo tan com pleto la com ­
posición, que nada quede entregado al azar y, sobre todo,
nada quede encom endado a la fuerza de gravedad —que es
independiente de la com posición— de la hom ofonía arm ó ­
nica. En este secreto pedagógico, p o r así decirlo, los arreglos,
que son casi supertonales, coinciden con la técnica dode­
cafónica; los arreglos son la «escuela superior» de ésta. Pero,
desligada de las tensiones p o r las que aquí velan las difi­
cultades que el com positor se pone a sí m ismo, la técnica

I. Véase o.c., p. 79.


dodecafónica no tendría ninguna razón de ser; esa técnica
se mide por las resistencias que están acum uladas en cada
com posición. Tan íntim am ente so hallan am algam adas en
Schonberg la com posición y la pedagogía. Y bien cabría
afirm ar que con ello el arte de Schonberg, un arte tan desa
fecto a todo efecto social, contiene sin duda un elem ente
social.
En las Tres cuín posiciones sobre cauciones populares para
coro m ixto a cuppella, que no llevan fecha, pero que verosí­
m ilm ente pertenecen a esa m ism a fase —fueron publicadas
por vez p rim era en 1930 en el Cancionero popular para la
ju ven tu d [V olksliederbuch für die Jugend], y ahora están edi­
tadas por sep arado en P etéis—, la polifonía que está laten­
te en los arreglos para piano sale a la luz m erced a la so­
noridad vocal, y con ello adquiere evidencia inm ediata la
conexión con la producción propia de Schonberg. Recorde­
mos, de ésta, la últim a de las Seis piezas para coro m ascu­
lino, op. 35. A rm ónicam ente, sobre todo en el- tratam iento
de la disonancia que surge librem ente, la e sc ritu ra llega en
ellas al m enos tan lejos com o Bach; sin em bargo, produce
el efecto de ser más antigua, tal com o corresponde a las
melodías utilizadas; y ello, sin re cu rrir a arcaísm os. Sin
duda esto se basa en que, desde la posición de Schonberg
com o com positor, es decir, desde la postonalidad, aquí ya no
se piensa en absoluto en térm inos de bajo continuo, sino
que se piensa, en lo que respecta a la arm onía, en térm inos
fluctuantes; es tan independiente cada una de las voces,
que ya no aflora el sentim iento de que haya allí un funda­
m ento, com o tam poco afloraba ese sentim iento en la m úsica
artística de la B aja Edad Media. Las relaciones temático-mo-
tívicas están entrelazadas con un rigor extraordinario; esto
ocurre ya en el com ienzo m ism o de la prim era canción. Du­
rante la p rim era estrofa el cantus firm us, la m elodía dada
de antem ano, se encuentra en el tenor. El co n trap u n to del
soprano es im itado inm ediatam ente, en el segundo com ­
pás; pero en estos dos prim eros com pases el bajo es la au­
m entación del motivo inicial de ese contrapunto.
Las tres estro fas del coro son variaciones unas de otras.
En la segunda estrofa el cantus firm u s pasa al bajo; en la
tercera, al soprano. Cada una de las estrofas tiene un tejido
rigurosam ente d istinto del de la precedente. Pero el senti­
m iento schonberguiano de la form a cuida de que las estrofas
no se m antengan en un m ism o plano, cuida de que posean
una evolución, de que no sean sencillas. El reposado cumien-
zo de la últim a estro fa, en notas de am plio valor, después de
la segunda estrofa, llena de adornos, hace que aquella últi­
ma estrofa, con la posterior en tra d a de la voz principal en
el soprano, produzca el efecto inconfundible de ser un
Abgesang. El segundo de los coros —una versión e n tera­
m ente distin ta de la balada titulada Es gingen zw ei d e s p id e n
gnl— posee una disposición am plia, de acuerdo, con su ca­
rácter narrativo, y está com puesto de un modo sobrem a­
nera rico y figurativo, tam bién aquí con variaciones en las
estrofas sobre un cantus fin tu ís que en cada una de ellas pasa
a una voz diferente. Nada queda de las repeticiones de la sen­
cilla canción estrófica de la versión para piano. La melodía
principal, tantas veces como aparece en una voz. d istin ta a
cada nueva estrofa, es som etida a variaciones rítm icas con­
siderables, que en ocasiones llegan a hacerla casi irrecono­
cible. La m elodía principal no es ya más que m aterial en
estado b ru to para com poner; se la puede co m parar con una
serie; tan estrecho es el contacto que aquí se da en tre el
com positor v el arreglado!'. La vieja práctica im itativa se
enlaza con el trab a jo tem ático de la variación m oderna;
a m enudo los co n trap u n to s no se refieren directam ente a!
cantas firnuis, sino que son rem otas derivaciones de éste.
El últim o de estos tres coros, com o para co n tra sta r, es m u­
cho m ás breve que los dos anteriores; y tam bién menos
com plejo.

Finalm ente, el Lied titulado Follaje del corazón [Herz-


uew achse], op. 20, com puesto sobre un poema de Maurice
M aeterlinck, para soprano, celesta, arm onio y arpa, fue im­
preso hace ya m ás de cuarenta años. El registro excepcio­
nalm ente alto de la soprano hace que no sea precisam ente
nn Lied ejecutado con frecuencia; pero difícilm ente se podrá
decir de él que sea un Schonberg desconocido. Son m últiples
sus conexiones con las Tres piezas para orquesta de cámara.
C om puesto sólo un año m ás larde, en 1911, tam bién este Lied
es atem ático; y asim ism o es afín a las citadas Tres piezas
en los motivos; la m elodía con que este Lied comienza, y
que es tocada por el arm onio, podría aparecer en cualquiera
de aquellas piezas. Dos instrum entos característicos utili­
zados en ellas —el arm onio y la celesta— vuelven a aparecer
aquí, cual si Schonberg estuviera todavía bajo el hechizo de
la m ism a imago sonora. Tam bién este Lied es, com o ellas, un
m icrocosm os por sí mismo. Su extensión es un poco mayor,
pues consta de trein ta com pases; y replantea la cuestión
de la extensión tem poral de la m úsica no-tonal, cuestión
que finalm ente dio origen a la técnica dodecafónica. La fac­
tu ra del Lied es menos aforística que la de aquellas piezas;
no es sólo que la parte de canto culm ine en una libre me­
lodía de am plio aliento; tam bién el acom pañam iento se in­
clina por figuras menos abruptas. A veces se tra b a ja con
voces principales b astante prolongadas; en las p artes pos­
teriores se form an planos sonoros cerrados en sí m ismos,
planos sonoros un poco extensos. De Franz S chreker se dijo
en cierta ocasión que su ‘m úsica se articulaba por el hecho
de que, en los puntos culm inantes, se sim plificaba. Si la
sonoridad vaporosa, espiritualizada, de este Lied en su con­
junto recuerda el fantasm a de Schrecker, tam bién su forma
se articu la de acuerdo con aquel m ismo principio; m ientras
la soprano prolonga su canto, que va haciéndose cada vez
más cantable, m enos recitativo, más arioso, como ocurre
hacia el final de Espera, el juego de los tres instrum entos
va tran sform ándose cada vez m ás en un trém ulo sistem a de
acom pañam iento.
Pero lo que aquí hay de inconfundiblem ente nuevo está
extraído de los in strum entos elegidos. Todos ellos son, igual
que el piano, evitado en este Lied, instrum en tos de pulsa­
ción, no in stru m en tos vocales. Como siem pre, Schónberg se
deja in sp irar p o r la naturaleza propia de los instrum entos,
aunque esto no signifique que se subordine a ella ni que se
ponga lím ites a sí m ism o con el fin de adecuarse al modo
peculiar de ser tocados de los instrum entos. Lo que ocurre
es, m ás bien, que el carác te r propio de los instrum entos
inflam a su fantasía, y ésta los introduce en configuraciones
a que no estab an predestinados. Schónberg in terp re ta la
inusitada com binación de celesta, arm onio y arpa de tal
modo, que en esta ocasión no se lim ita a su p erponer voces
—como hace en sus obras polifónicas—, sino que lo que
superpone son com plejos m elódico-arm ónicos enteros, naci­
dos de la técnica de pulsación de los tres instrum entos em ­
pleados. Sim ilar a ésta había sido ya la técnica utilizada en
La mano feliz, a la que cabría calificar de polifonía de
planos, entendida ésta com o una superposición de estrato s
en vez de una superposición de líneas. Sólo que aquello que
en La mano feliz estaba al servicio de la expansión de lo que
sonaba sim ultáneam ente, aquí, en el Lied con celesta, es
llevado hacia efectos de una delicadeza sublim inal.
Pese a toda la com plejidad de la imagen sonora, ésta es
de una tran sp aren cia verdaderam ente cristalina. Es difícil so-
brevalorar lo que esa imagen sonora inauguró. D urante el pe­
ríodo dodecafónico, de ella salió, en Schonberg m ism o, aquel
nuevo bajo continuo consistente en un sistem a de acom pa­
ñam iento ch irriante, carrasqueante, un sistem a sum am ente
colorista y que, sin em bargo, no recu rre al pedal, un sistem a
que, por así decirlo, carece de atm ósfera. Esa idea ha sido
continuada luego en la m úsica serial; algo tan chocante
como la sonoridad de Le nuirteau sans nuúíre, de Boulez
—una sonoridad llena a la vez de un atractivo m ulticolor
v de un doloroso m artilleo—, se rem onta, en fin de cuentas,
a Follaje del corazón. Una experiencia com positiva muy pos­
terior, la alergia no sólo al sonido de las cuerdas, que pa­
rece disiparse hacia el infinito, sino tam bién al sonido de
los vientos, que es un sonido que dura, que reverbera, la
predilección p or sonoridades que tienen su m odelo en un
ataque precisado con exactitud en el tiem po — todo eso está
anticipado en Follaje del corazón, de Schonberg; algo de
eso m ismo tiene tam bién Pierroi Limaire, escrito inm ediata­
m ente después. Tal vez la m ejor m anera de describir esa
concepción sería decir de ella lo siguiente: es el ensayo de
extender las posibilidades de la percusión al en tero ám bito
de las altu ras ju stas, sobre todo tam bién las superiores,
in tim am en te la m úsica electrónica produce algo parecido.
Y en todo ello el sistem a de acom pañam iento, sobrem anera
delicado, está una vez más tan diferenciado en sí mismo, que
es al arm onio —cuyos sonidos duran, en efecto, com o los
de los in stru m en to s de viento— al que se encom iendan las
auténticas voces subsidiarias del canto, m ientras que los
otros dos in strum entos, que son in stru m en to s de ataque mo­
m entáneo, co n trastan con él.
La fuerza que hace contrapeso al contrapuntism o de pulsa­
ción de la totalidad es la p arte de canto, enorm em ente rica
en figuras, que se cierne sobre esa totalidad. Es una soprano
como Z erbinetta, y eso antes de Ariadna en Naxos. Sube hasta
el ja superior. La idea de que la voz de co io ratu ra es algo
lalto de alm a, algo vegetal, que quiere em ancipar a la voz
hum ana de su soporte, se convirtió luego en principio esti­
lístico en Lulu, de Berg. La voz, sin em bargo, no sólo con­
trasta con el sistem a de acom pañam iento, sino que tam bién
se asem eja a él, p o r su propio cachet cristalino. E sta unidad
viene inspirada p o r el poem a de M aeterlinck. É ste traza un
paraíso artificial, la proyección lírica de una interioridad,
una imagerie de flores. R esulta so rprendente ver h asta qué
punto esa imagerie coincide con la imagerie del Libro de los
jardines colgantes, de Stefan George, con la imagerie del Lied
que habla del herm oso p arterre, o con la del últim o Lied de
aquel gran ciclo al que Schónberg había puesto m úsica unos
pocos años an tes de com poner Follaje del corazón. La for­
mación m elódica de la parte de canto, sobre todo d u ra n te la
prim era m itad del Lied —la segunda se pasa a la colora-
tu ra— , recuerda enorm em ente, en la utilización de valores
breves, en la declam ación basada en notas unidas por liga­
duras que pasan por encim a de los finales de com pás, en la
trasm utación crom ática de cualesquiera sonidos de la parte
central, pero sobre todo en la síntesis lograda en tre la dic­
ción recitativa y la plasticidad tem ática, recuerda enorm e­
m ente, digo, las Quince canciones sobre poem as de Stefan
George. La m úsica de Schónberg se encuentra aún agitada
por el im pulso que lleva a los poetas sim bolistas a crear un
m undo de imágenes concebido com o puro sím bolo de un
alm a que se re tira hacia el silencio. Aquí, com o en Pierrot
Lunaire, la aparición de un im aginario espacio in terio r den­
tro de un lenguaje sonoro sum am ente sensorial tiene su pun­
to de arran q u e en M allarmé. Mas, lo m ism o que el Pierrot
Lunaire, tam bién estas obras de Schónberg dejan por de­
bajo de sí el Jugendstil, en el cual tienen su origen. Pues la
expresión m usical adopta una inm ediatez que va no nece­
sita en absoluto de lo m etafórico: la m úsica devora las
imágenes, lo que es interior habla por sí mismo.
Hoy vemos de un modo claro que, en conjunto, hay una
dinám ica que desde el Jugendstil a rra stra hacia el expresio­
nismo —en la p in tu ra eso se ve, por ejem plo, en el vienes
Egon Schiele, del cual parten m uchos hilos que lo unen con
el Schónberg de los años críticos; tam bién se ve en los cua­
dros pintados p or Schónberg m ism o—. Pues bien, la m úsica
de Schónberg realizó esa transición a p a rtir únicam ente de
sí misma: por su expresión caren te de todo o rnam ento, esa
música llevó el Jugendstil a sí mismo: al expresionism o.
Pero este m ovim iento de la obra de Schónberg es tan au tén ­
tico porque se realizó, no en virtu d de un p ropósito estilís­
tico, sino d en tro del progreso técnico de esa obra, en el re­
chazo de los accesorios ornam entales. La solución dada a
problem as que son estrictam en te com positivos se tra n sfo r­
ma en un cam bio histórico de los estilos; esto o cu rre en el
salto p o r el que se pasa del Jugendstil al expresionism o, \
ocurre m ás tard e en la objetivación del expresionism o por el
constructivism o. Una de las respuestas posibles a la cues
lión de la dignidad de la obra de Schonberg sería decir que
esta obra, entregándose a su propia tendencia, y sin ninguna
ventana ab ierta al exterior, condensó de un modo rotundo
la historia en tera del espíritu de su época.
Notas

Las «notas» del trad u c to r que vienen a continuación no


llenen, en m odo alguno, el propósito de aclarar, explicar, in-
lerp retar o apoyar el texto de Adorno. Éste se m antiene en
pie por sí solo. Por esto no se ha incorporado al texto nin­
guna llam ada a estas notas, que pudiera d istraer de la lectu-
1 . 1 de aquél.
Su intención es com pletam ente distinta. Excepto unas po-
t .is, que justifican algún punto concreto de la form a de tra ­
ducir, o que ap o rtan dos o tres textos, históricam ente signi-
licativos, de otro s autores, todas las notas están orientadas
n reenviar, desde este libro, hacia los dem ás escritos musica-
les —v no m usicales— de Adorno e in citar a su lectura. Leer
mi libro de Adorno es leer potencialm ente su obra entera.
A esa tarea quisieran p re sta r su ayuda estas notas.
La sigla GS, que o curre passiin, significa: Th. W. Adorno:
i if sam m elte S ch riften (S hurkam p Verlag, F rancfort, 1970 y
■<s ). H asta ahora han aparecido diecinueve volúm enes. Al co­
mienzo de cada nota se indica la página (P.) v la línea (1.) del
lc\l() a que la nota corresponde.
P. 11, 1. 1: Im prom ptus es una continuación de Moments musi-
— El libro Moments musicaux. Neu gedruckte Aufsatze 1928-
k iiix .
l(>62 [Moments musicaux. Artículos 1928-1962 impresos de nuevo]
luc publicado por Adorno en 1964, como número 54 de la serie «edi-
lion suhrkamp». Se encuentra ahora en GS, tomo 17, pp. 7-161. Su
contenido es el siguiente (se indica en cada caso la fecha de la
primera publicación de los artículos): 1. El estilo tardío de Beetho­
ven (1937). 2. Schubert (1928). 3. Homenaje a Zerlina (1953). 4. El
mundo de imágenes de Der Freischütz (1961). 5. Los cuentos de
lloífmann en los motivos de Offenbach (1932). 6. Sobre la partitura
<le Parsifal (1956). 7. Música nocturna (1929). 8. Ravel (1930). 9. Nue­
vos tempi (1930). 10. Sobré jazz (1937). 11. Para la fisonomía de
Krenek (1958). 12. Mahagonny (1930). 13. Los Lieder de Zillig sobre
I»icmas de Verlaine (1961). 14. Reacción y progreso (1930). 15. El
i.hiinteto de viento de Schónberg (1928). Obra principal que
se ha vuelto extraña. Sobre la Missa solemnis (1959).
P. 11,1. 4: Los dos volúmenes de sus Escritos musicales. — Estos
ilos volúmenes fueron publicados por Adorno en 1959 y en 1963, en
Suhrkamp Verlag, Francfort. El primero se titula Klangfiguren.
Mttsikalische Schriften I [Figuras del sonido. Escritos musicales I],
v se encuentra ahora en GS, tomo 16, pp. 7-248. Su contenido es el
siguiente: 1. Ideas para la sociología de la música (1958). 2. Ópera
burguesa (1955). 3. Nueva música, interpretación, público (1957).
■I. La maestría del maestro (1958). 5. Para la prehistoria de la com­
posición serial (1958). 6. Alban Berg (1956). 7. La instrumentación
de los Lieder tempranos de Berg (1932). 8. Antón von Webern
I 1959). 9. Clasicismo, Romanticismo, Nueva Música (1959). 10. La
I unción del contrapunto en la nueva música (1957). 11. Criterios de
l.i nueva música (1957). 12. Música y técnica (1958).
El segundo volumen se titula Quasi una fantasía. Musikalische
Schriften II [Quasi una fantasía. Escritos musicales II], Se en­
cuentra ahora en GS, tomo 16, pp. 249-540. Tiene este contenido:
I. Fragmento sobre música y lenguaje (1956). 2. I. Improvisaciones:
.0 Motivos (1927/1951). b) Análisis de la mercancía musical (1934-
l')40). c) Fantasía sopra Carmen (1955). d) Historia natural del
icalro (1931-1933). 3. II. Actualizaciones: a) Mahler. Discurso con­
memorativo en Viena (1960). Epilegomena (1961). b) Zemlinsky
(1959). c) Schreker (1959). d) Stravinski. Una imagen dialéctica
(1962). 4. III. Finale: a) Hallazgos de Berg en la técnica de com­
poner (1961). b) Viena (1960). c) Fragmento sacro. Sobre «Moisés
y Aarón», de Schonberg (1963). d) Música y nueva música (1960).
e) Vers una musique informelle (1961).
P. 11, 1. 12: La monografía sobre Berg que el autor está prepa­
rando.— Adorno publicó esta monografía con el título: Berg. Der
Meister des kleinsten Übergangs [Berg. El maestro de la transi­
ción mínima] (Viena, 1968; tomo 15 de la serie: «Compositores
austríacos del siglo xx). Ahora en GS, tomo 13, pp. 321-514.
P. 11, 1, 19: Dado que, en su libro sobre Mahler. — Publicado con
el título Mahler. Eine musikalische Physiognomik [Mahler. Una
fisonomía musical] en 1960 (Suhrkamp Verlag, Francfort; volu­
men 61 de la «Bibliothek Suhrkamp»; segunda edición, ampliada,
en 1963). Se encuentra ahora en GS, tomo 13, pp. 149-319.
P. 11, 1. 28: Filosofía de la nueva música. — Esta obra, cuyo
Prólogo está fechado en «Los Ángeles. California. 1 de julio de
1948», fue escrita por Adorno en Norteamérica, entre 1940 y 1947.
Es el primer libro publicado por Adorno en Alemania después del
régimen nacionalsocialista. Lo editó, en 1949, el Verlag J.C.B. Mohr,
Tübingen. Constituye ahora el tomo 12 de GS.
P. 14, 1. 2: Si se aplicaran a ellos las técnicas propias de la in­
vestigación social empírica. — Sobre esto puede verse el trabajo
Empirische Sozialforschung [Investigación social empírica], re­
dactado por Adorno y otros seis autores para el Handw.orterbuch
der Sozialwissenschaften [Diccionario manual de las ciencias so­
ciales] (Stuttgart, 1954). — Ahora en GS, tomo 9,2, pp. 327-359.
P. 14, 1. 7: Como criterio de las cosas espirituales. — En este li­
bro, como en todos sus demás escritos, Adorno realiza un cons­
tante esfuerzo de desenmascaramiento de la «cosa» [Ding], que él
distingue lingüísticamente, de modo muy preciso, de la Sache
[objeto]. Más consideraciones de Adorno sobre la «cosa» y la
«cosificación» pueden verse, en este volumen, en las pp. 18, 22, 23,
24, 54, 79, 128, 144, 145, 153, 155, 158.
P. 16, 1. 9: Escasez de maestros concertadores. — La figura del
«maestro concertador» dejó en Adorno una huella profunda desde
su juventud. Sin duda Adorno veía encarnado el ideal del maestro
concertador en Reinhold Merten, que, durante la juventud de Ador­
no, era maestro concertador en la Ópera de Francfort. Véanse, en
las pp. 66 y 100 de este volumen, sus elogios a R. Merten. En cierto
modo Adorno mismo llegó a ser un «maestro concertador», y no
sólo en la teoría. Testimonio de sus experiencias prácticas en este
terreno es su libro Der getreue Korrepetitor. Lehrschriften zur
ntttsikalischen Praxis [El fiel maestro concertador. Escritos didáe-
licos para la práctica musical] (Fischer Verlag, Francfort, 1963).
Se encuentra ahora en GS, tomo 15, pp. 157-402,
P. 17, I. 11: Si inervamos esto. — La categoría de «inervación»
| lunervation, innervieren] es central en la teoría del conocimien­
to de Adorno. El traductor considera que no es lícito difuminarla,
11 aduciéndola por «aprehensión», «captación», etc. Aunque es bien
cierto que «inervación» no tiene en Adorno el sentido que este
vocablo tiene usualmente en castellano en la terminología médica.
Véase también, en este volumen, la p. 123: «Poseer musicalidad,
entendido esto en un sentido superior, no es precisamente una
mera propiedad subjetiva, sino que es, justo, la capacidad de iner­
var algo de las obligaciones objetivas de la música...».
La «inervación» consiste en conocer de una manera subjetiva,
pero a través de una mediación física, la historia. En el aparta­
do 62 de su obra Mínima moralia dice Adorno: «Los nervios,
órgano táctil de la consciencia histórica».
P. 19, 1. 11: Lo que, erróneamente, se llama el Barroco musi-
i'ul. — Sobre esto puede verse el estudio de Adorno titulado Der
nússbrauchte Barock [El abuso del Barroco], de su obra Ohne
Leitbild. Parva Aesthetica. Ahora en GS, tomo 10,1, pp. 401-422.
P. 20, 1. 3: La música... era... algo congruente, organizado en sí
mismo. — La categoría «congruencia» \Stimmigkeit'], «congruen-
le» [stimmig], aplicada por Adorno en general a las obras de arte,
pero de modo muy específico a las musicales, se halla relacionada
ion las categorías «lógica musical» y «sentido musical». En su
Teoría estética dice Adorno: «La congruencia [Stim m igkeit], que
es el conjunto de todos los aspectos lógicos de una obra...». La
congruencia tiene, claro está, un fundamento histórico, no natural.
Algo que en un determinado momento histórico fue stimmig
| «congruente»; aplicado a la música: «que no desafina»] puede
llegar a convertirse en algo «incongruente» («desafinado»). El
ejemplo a que con mayor frecuencia recurre Adorno para ilustrar
ese cambio histórico es el «acorde tríada» [Dreiklang]. Otras refe­
rencias a la «congruencia» pueden verse, en este volumen, en las
pp. 26, 30, 53, 54, 74, 79, 81, 102, 116, 125, 126, 178, 186, 191 203.
P. 20 1. 21: Hasta llegar a la armonía del mundo. — También
cabría traducir: «hasta llegar a La armonía del mundo», con re­
ferencia directa a la ópera de Paul Hindemith. En cualquier caso
—escondida o manifiesta— la alusión polémica a Hindemith es
clara.
P. 23, I. 35: El concepto de «audición estructural». — En Adorno
la «audición estructural» se contrapone a la «audición atomizada».
Sobre esto véanse las pp. 153-158 y 159-164 de este volumen. Adorno
reclamará para sí la paternidad de la expresión «audición atom i­
zada». En cambio, «compartirá» con Félix Salzer la paternidad de
«audición estructural». Este musicólogo, en efecto, había publi­
cado en Nueva York, en 1952, una obra en dos volúmenes titulada
Structural Hearing (traducida al alemán en 1957). Sobre este asun­
to dice Adorno mismo lo siguiente, en el prólogo de 1963 a su obra
El fiel maestro concertador: «El rechazo de lo que suele llamarse
“apreciación musical” se transm uta en el esbozo de la Idea de
“audición estructural”. Mucho antes de que alguien le llamase la
atención sobre el libro de Félix Salzer titulado Audición estructu­
ral, el autor [= Adorno] venía ya desarrollando y exponiendo pú­
blicamente el concepto de audición estructural, así como todas
sus implicaciones. Las concepciones de ambos autores han surgido
con total independencia una de otra. El hecho de que dos escrito­
res, sin saber nada uno del otro, hayan elegido el mismo terminus,
indica sin duda que el objeto mismo obligaba a elegirlo».
P. 25, 1. 19: La seriedad estética. — Sobre este concepto —toma­
do de Kierkegaard— véase lo que Adorno dice en las pp. 26, 133,
134, 149, 175 de este volumen.
P. 26, 1. 15: La política musical de los países situados tras el te­
lón de acero. — Adorno, siempre contrario a que el arte se con­
vierta en ideología, critica esa política musical en muchos lugares,
pero sobre todo en su artículo escrito en el verano de 1948 titulado
Die gegiingelte Musik [La música llevada con andaderas]. Lo pu­
blicó en la revista «Der Monat» en mayo de 1953, y se halla incor­
porado a su libro Dissonanzen. Musik in der venvalteten Welt [Di­
sonancias. Música en el mundo administrado] (Gottingen, Vander-
hoeck und Ruprecht, 1956). Ahora en GS, tomo 14, pp. 51-56. Ha­
blando de ese importante trabajo decía Adorno en 1963: «La ideo­
logía criticada en ese artículo sigue siendo —o vuelve a ser—
obligatoria en las dictaduras del bloque del Este».
P. 26, 1. 36: Según la frase de Hólderlin. — La frase de Hólderlin
dice: Denn nimmer, von nun an / taugt zum Gebrauche das Heilige
[Pues jamás, a p artir de ese momento, / es apto para el uso lo
sagrado]. Son los dos versos finales del poema Einst habe ich die
Muse gefragt... [En otro tiempo pregunté a la m usa...]. Adorno
mismo cita esos versos en su obra Ohne Leitbild, GS, tomo 10,1,
p. 377.
P. 27,1. 35: Escuelas de Jugendmusik. — La polémica de Adorno
contra la Jugendmusik va ligada en él a la polémica contra la «mú­
sica pedagoguizada». Véase en este volumen, pp. 78-85, 101, 121,
124, 147, 161. La Jugendmusik, también Jugendmusikbewegung, sec­
ción musical de la Jugendbewegung alemana, fue un movimiento
pseudorromántico, de falsa huida a la naturaleza, que, entre otras
cosas, hacía el elogio del musicante — frente al músico; del laúd'
y la flauta dulce — frente al piano; de la denominada música ba­
rroca — frente a la romántica y, sobre todo, la moderna; de l£
«canción popular» y su «vinculación al pueblo» — frente al inte-
lectualismo (el dodecafonismo). Véanse los artículos de Adorno:
Kritik des Musikanten [Crítica del musicante], en GS, tomo 14,
pp. 67-107; y Zur Musikpadagogik [Sobre la pedagogía musical],
en GS, tomo 14, pp. 108-126. También Musikpádagogische Musik.
Brief an Ernst Krenek [Música pedagógico-musical. Carta a E. Kre-
nek], ahora en Adorno / Krenek: Briefwechsel [Cartas] (Suhr­
kamp, Francfort, 1974), pp. 215-223.
P. 29, 1. 27: De gustos no se discute. — Véase, por el contrario, el
apartado 47, titulado «De gustibus est disputandum», de la obra
de Adorno Mínima moralia. Ahora en GS, tomo 4, pp. 82-83.
P. 31, 1. 12: El título del libro de Loos. — Adorno se refiere al
volumen del arquitecto Adolf Loos titulado Ins Leere gesprochen
[Dicho al vacío], que recoge artículos de Loos de 1897-1900. Gran
parte de esos artículos están vertidos ai castellano, por Lourdes
Cirlot y Pau Pérez, en: Adolf Loos: Ornamento y delito y otros
escritos (Barcelona, Gustavo Gili, 1972).
P. 32, 1. 12: Rudolf Stephan, que ahora es catedrático numera­
rio...— Más adelante, en este volumen, p. 65, dice Adorno: «Ste­
phan, que entonces era todavía profesor no numerario...». Adorno
subraya a propósito esta distinción administrativa, ya que la in-
lervención de R. Stephan en un coloquio radiofónico con Adorno,
en 1964, acerca de Paul Hindemith, tuvo consecuencias no gratas
para el primero. Dicho coloquio hizo fracasar el propósito de Ador­
no de que R. Stephan fuera nombrado entonces catedrático de
musicología. Poco después, sin embargo, Stephan fue llamado a la
cátedra de musicología de la Universidad Libre de Berlín. Rudolf
Stephan (Bochum, 1925) publicó en 1958 una im portante obra ti-
liilada Neue Musik. Versuch einer kritischen Einführung [Nueva
música. Ensayo de introducción crítica] (Vanderhoeck und Ru-
precht, Gottingen), de la que Adorno escribió una notable recen­
sión. Véase ahora esa recensión, titulada Verstdndnis und Kritik
| Comprensión y crítica], en GS, tomo 19, pp. 417-419.

P. 33, 1. 40: Aquel objetivismo [Sachlichkeit]. — Traduzco aquí


siempre por «objetivismo» [Sachlichkeit] lo que suele traducirse
por «objetividad», que tiene en Adorno un significado distinto.
Adorno mismo usa también muchas veces, para referirse a Sach­
lichkeit, la palabra Objektivismus. — Contra el «objetivismo» véa­
se, en este volumen, pp. 80, 99, 195.
P. 34, 1. 28: Musicante [musikantisch]. — Adorno establece una
ncla distinción terminológica y real entre «músico» [Musiker] y
••musicante» [M usikant], que obliga a mantenerla también en la
l i nducción. Contra el «musicante» y lo «musicante» véase, en este
volumen, pp. 71-75, 78-85, 94, 103, 190.
P. 37, 1. 1: Cuando Antón von Webern tenía diecinueve años...
escribió que la música de Mahler. — La frase citada por Adorno
se encuentra en una carta dirigida por Webern a su primo Ernst
Diez, el 20 de febrero de 1902, desde Klagenfurt, donde Webern
residía y estudiaba música entonces. El contexto es el siguiente:
«... por fin he tenido ocasión de conocer una Sinfonía de Mahler
[se refiere a la Segunda, en reducción para piano]. Me ha gustado
mucho. Sobre todo el prim er movimiento me ha causado una gran
impresión. Eso sí, si uno toca a Richard Strauss inmediatamente
antes o inmediatamente después de tocar a Mahler, nota la gran
diferencia que hay. Los temas de Strauss son mucho más grandio­
sos, geniales, poderosos. La música de Mahler produce una im­
presión de infantilismo, a pesar de que emplea una orquesta gi­
gantesca...».
El texto de esta carta ha sido publicado por Friedrich Wildgans
en su artículo «Gustav Mahler und Antón Webern», en «Oester-
reichische Musikzeitschrift» 6 (1960), pp. 302-306.
P. 37, 1. 22: Muchas ocurrencias musicales. — Frente a la usual
traducción de (musikalischer) Einfall por «idea musical», «tema
musical», y sobre todo, «inspiración», el traductor considera obli­
gado dar la traducción «ocurrencia», por las siguientes razones.
«Idea musical» y «tema musical» quedan excluidos por ser térmi­
nos muy precisos de la terminología musical, que en absoluto
coinciden con Einfall. Mucho más aún queda excluida la palabra
«inspiración». En su Teoría estética (ver GS, tomo 7, p. 74) dice
Adorno enfáticamente: «La ocurrencia musical [Einfall] no es una
categoría psicológica, no es cuestión de “inspiración” [Inspira-
tion], sino que es un aspecto del proceso dialéctico que acontece
en la forma musical». Ya en su Filosofía de la nueva música había
dado Adorno una «definición» similar de Einfall (ver GS, tomo 12,
p. 73). Tampoco es posible traducir Einfall por «inventiva musical»
[Erfindung], pues en su artículo titulado Schubert Adorno desa­
rrolla una sutil distinción precisamente entre esos dos términos
(ver GS, tomo 17, pp. 27-28). El principal motivo que obliga a tra­
ducir Einfall por «ocurrencia» es que Adorno no olvida nunca
otro sentido que también tiene Einfall en alemán, a saber: «irrup­
ción», «penetración súbita». En su artículo Richard Strauss. Zum
hundertsten Geburtstag: 11. Juni 1964 [Richard Strauss. En el pri­
mer centenario de su nacimiento] dice Adorno (GS, tomo 16,
p. 570): «Tanto a Richard Strauss, como ya antes a Wagner, se les
ha acusado de su pobreza de ocurrencia musical. Strauss mismo
reconoció que a él no se le ocurrían, casi siempre, más que moti­
vos breves. La ocurrencia musical es la presencia inconsciente del
idioma musical en el compositor, una presencia que irrumpe de
súbito. En la misma medida en que el compositor va ampliando
su dominio sobre el idioma musical, en esa misma medida van
disminuyendo los elementos idiomáticos que le vienen dados de
antemano, y con ello va disminuyendo la ocurrencia». Y en este
volumen de Im prom ptus dice Adorno (p. 158): «Aquellas “ocu­
rrencias” que, cual estrellas, han caído, han o-currido, y que se
mantienen...». Sobre el problema de la «ocurrencia musical» véase,
en este libro, pp. 44, 74, 103, 142, 143, 154, 155, 158, 181.
P. 41, 1. 17: Canciones sobre poemas de «El cuerno maravillo­
so». — Con el fin de no llenar el texto castellano de innumerables
títulos en lenguas extranjeras, sobre todo en alemán, se da aquí
únicamente la traducción castellana de los títulos de las obras
musicales. Al final de este volumen (pp. 230-235) hay un «índice
de obras musicales citadas». En él se menciona también el título
original.
P. 45, 1. 4: Para hacer de ella un Abgesang.— Aparte del signi­
ficado técnico del vocablo Abgesang en la teoría de la «estrofa de
maestro» de los «maestros cantores» (el Abgesang es la tercera
parte de la estrofa, contrapuesto al Aufgesang, que incluye las dos
primeras partes), Adorno da un significado especial a este término
cuando lo aplica a Mahler. En Filosofía de la nueva música (GS,
tomo 12, p. 178) dice: «Stravinski, que en muchos aspectos es la
antítesis de Mahier, pero que se parece a éste en su forma rota de
componer, se opuso violentamente, sin embargo, a aquello en que
las Sinfonías de Mahler ponen toda su ambición: el Abgesang,
aquellos instantes en que la música, tras haberse detenido, con­
tinúa».
P. 49: El compositor dialéctico (título). — En carta enviada por
Adorno a E. Krenek desde Oxford el 7 de octubre de 1934 (ver:
Adorno / Krenek: Briefwechsel [Cartas], Suhrkamp, Francfort,
1974, p. 47), dice Adorno:
«Por lo demás, en lo que se refiere a Schonberg, David J. Bach
ha editado ahí [en Viena] un volumen de homenaje a Schonberg...
Yo le he escrito un artículo porque el asunto me parecía impor­
tante y porque es, por así decirlo, la publicación oficial de los
amigos de Schonberg... Le ruego que lea mi artículo. Lo he tenido
que escribir con mucha prisa, y por ello me ha salido un poco di­
fícil, y no sé si realmente ha quedado bien...».
P. 50, 1. 25: Ocho canciones para canto y piano, op. 6 [de Schon­
berg'].— Un análisis, por Adorno, de esta obra, ahora en GS, to­
mo 18, pp. 565 ss.
P. 51, 1. 10: El viejo Riemann, con su fórmula llena de odio. —
La frase citada por Adorno («manía de lograr lo inaudito») se en­
cuentra en el breve artículo que H. Riemann dedicó a Schonberg
en la octava edición de su famosísimo Musiklexicon (Berlín, 1916).
Era la prim era vez que un Diccionario musical dedicaba un ar-
lículo a Schonberg. Dice textualmente lo siguiente:
«Schonberg, Arnold, nacido en Viena el 13 de septiembre de
1874; primeramente autodidacto; en 1894 discípulo de su cuñado
Al. von Zemlinsky; de 1901 a 1903 vivió en Berlín (allí fue durante
algún tiempo, por recomendación de R. Strauss, profesor en el
Conservatorio Stern); volvió después a Viena, y en 1910 fue pro­
fesor en la Academia Imperial y Real; pero en 1911 se encontraba
de nuevo en Berlín dando lecciones particulares; ahora vive en
Módling, cerca de Viena. Es un compositor que incita a la protesta
por las extravagancias de la factura de sus obras más recientes,
pero al que, pese a su manía de lograr lo inaudito, no se le puede
negar talento; en sus obras anteriores (en la línea Liszt-Wagner-
Strauss) m uestra un rostro normal. Las obras suyas que han apa­
recido hasta ahora son: Gurre-Lieder (poesía de Jacobsen, para
solos, coro y orquesta); dos Cuartetos para cuerda, op. 7 (en re
menor) y op. 10 (en fa sostenido menor); Noche transfigurada,
op. 4, sexteto para cuerda (también para orquesta); Canciones
para piano, op. 1,2,3, 6; Canciones para orquesta, op. 8; Piezas para
orquesta, op. 16; Coros a cappella, op. 13; Piezas para piano, op. 11,
19; Pierrot Lunaire, para declamación, con orquesta de cuerda,
flauta y clarinete; Peleas y Melisanda, poema sinfónico, op. 5;
Sinfonía de cámara en mi mayor, op. 9; un monodrama titulado
Espera; y la música para un drama titulado La mano feliz. Su
Harmonielehre, publicada en 1911, es un extraño amasijo de ran­
ciedades y confusionismos teóricos, procedentes del sistema de
S. Sechter, y una hipermoderna negación de toda teoría. La inge­
nua confesión del autor, de que "no ha leído jam ás una historia
de la música’", proporciona la clave de esta obra propia de un
chapucero, de un diletantismo sin igual. El “oficio artístico” que
Schónberg pretende enseñar resulta todavía extraño al sentir co­
mún, gracias a Dios. Schónberg obtuvo en 1913 el Premio Mahler
de composición. Véase el escrito compuesto por 11 de sus partida­
rios: Arnold Schónberg (Viena, 1912), y el artículo de Erich Stein-
hard: Die Kunst Arnold Schónbergs [El arte de A, Schónberg],
en “Neue Musikzeitung”, 1912, número 18».
En la novena edición del Musik-Lexikon, de 1919 —año en que
fallece H. Riemann—, el artículo de la edición anterior se repro­
duce sin cambios. En cambio, ya en la décima edición —1922—,
«reelaborada» por Alfred Einstein, el artículo dedicado a Schón­
berg cambia enteramente de tono.
La ferocidad y el odio del artículo de H. Riemann tenían sin
duda, también, una motivación personal, dada la manera despec­
tiva en que Schónberg trata a H. Riemann precisamente en su
Harmonielehre.
P, 51, 1. 32: La suma rigurosidad es a la vez la libertad suma. —
En este artículo, escrito «con mucha prisa», como confiesa el mis­
mo Adorno, éste cita entre comillas estas palabras, como si fueran
textuales de George: «Hóchste Strenge ist zugleich hóchste Frei-
heit». En las varias ocasiones en que Adorno cita, en otros escritos,
esta misma frase de George, da siempre el texto correcto: «Streng-
stes maass ist zugleich hóchste freiheit» [Un metro rigurosísimo
es a la vez la libertad suma]. La frase procede del siguiente con­
texto, en el cual George está hablando de la técnica de la versifi­
cación (ver Stefan George: Werke, Munich y Düsseldorf, 1958,
tomo, I, p. 530):
«La rima no pasa de ser un mero juego de palabras cuando no
existe un vínculo interno entre las palabras vinculadas por ella.
Los ritmos libres significan lo mismo que la negrura blanca.
Quien sea incapaz de moverse bien dentro del ritmo, que camine
sin ataduras.
Un metro [maass] rigurosísimo es a la vez la libertad suma».
O bien Adorno tuvo un ligero descuido memorístico, o bien
«readaptó» intencionadamente el pensamiento de George.
P. 52, 1. 6: Pues, para emplear una vez más una de las fórmulas
de Schonberg. — Adorno está aludiendo al artículo publicado por
A. Schonberg en 1926 con el título de Gesinnung und Erkenntnis
[Sénsibilidad y conocimiento]. Este artículo se halla ahora en:
A. Schonberg, Gesammelte Schriften / (Fischer, Francfort, 1976),
pp. 209-214.
P. 53, 1. 31: Ya antes de la guerra, en su Tratado de armonía. —
El texto de Schonberg dice lo siguiente: «Tenía yo razón cuando
instintivamente me oponía a la "vuelta (atrás) a la naturaleza” y
me maravillaba de que un Debussy esperase encontrar la natura­
leza tras de los caminos del arte, en los tramos ya recorridos; en
ese hinterland que está a trasm ano del arte y que es, por lo tanto,
el punto de reunión de los rezagados y merodeadores; de que un
Debussy no notara que quien quiere la naturaleza no ha de ir ha­
cia atrás, sino hacia delante: ¡hacia la naturaleza! Si yo tuviera
un lema, quizá podría ser éste. Pero pienso que hay aún algo más
alto que la naturaleza». — Véase: A. Schonberg: Tratado de ar­
monía. Traducción y prólogo de Ramón Barce (Real Musical, Ma­
drid, 1979), p. 471.
P. 60, I. 26: La compasión de unos brazos resplandecientes/abra­
za a un corazón que se quiebra. — Son los dos versos finales del
poema de Georg Trakl Gesang einer gefangenen Amsel [Canto de
un mirlo prisionero], al que Webern había puesto música, en 1919,
en su op. 14: Seis canciones sobre poemas de Georg Trakl.
P. 60, 1. 42: Expresar una felicidad mediante una sola respira­
ción. — La frase de Schonberg aquí citada por Adorno está tomada
del famoso texto antepuesto por Schonberg a la obra de Webern
Seis bagatelas para cuarteto de cuerda, op. 9. Este texto, bastante
hermético, dice así en su integridad:
«Si bien es cierto que la brevedad de estas piezas aboga muy
insistentemente en favor de ellas, también es necesario, por otro
lado, abogar en favor de esa brevedad.
Piénsese en el renunciamiento que se requiere para ser tan
breve. Cada mirada puede dilatarse hasta convertirse en una
poesía; cada suspiro, hasta convertirse en una novela. Pero: ex­
presar una novela mediante un solo gesto, expresar una felicidad
mediante una sola respiración: tal concentración se encuentra
sólo allí donde la queja sentimental está ausente en igual pro­
porción.
Entenderá estas piezas únicamente quien abrigue la fe de que
se puede expresar con sonidos algo que tan sólo con sonidos es
decible.
Estas piezas no se mantienen firmes frente a la crítica, de igual
modo que tampoco hacen eso ni esta fe ni ninguna otra.
Si la fe puede trasladar montañas, la incredulidad puede hacer
que esas montañas no existan. Contra esa impotencia es impo­
tente la fe.
¿Sabe el ejecutante cómo debe ejecutar estas piezas, sabe el
oyente cómo debe recibirlas? ¿Pueden los ejecutantes y los oyen­
tes creyentes dejar de entregarse mutuamente?
Mas ¿qué hacer con los paganos? La espada y el fuego pueden
hacer que se calmen; pero sólo los creyentes pueden ser fasci­
nados.
¡ Ojalá este silencio sea sonoro para ellos!
Modling, junio de 1924
Arnold Schonberg».
Un análisis minucioso de las Seis bagatelas de Webern puede
verse en el libro de Adorno: El fiel maestro concertador (GS,
tomo 15, pp. 277-301).
P. 62, 1. 32: Ya en sus Cuatro canciones, para voz alta y piano,
op. 12. — Véase el análisis que de esta obra de Webern realiza
Adorno en su libro El fiel maestro concertador (GS, tomo 15,
pp. 265-276).
P. 65: Ad vocem Hindemith (título). — Sobre el problema Hin­
demith / Adorno puede verse ahora el trabajo de Rudolf Stephan
titulado Adorno und Hindemith. Zum Verstdndnis einer schwie-
rigen Beziehung [Adorno y Hindemith. Para la comprensión de
una relación difícil]. El texto —originariamente una conferencia
en Graz, durante el «Coloquio sobre Adorno» de octubre de 1977—
ha sido publicado por el «Hindemith-Jahrbuch» (1978), pp. 24-53.
P. 66, 1. 35: Ejecutó en privado para el autor seis piezas... para
cuarteto de cuerda. — Las composiciones musicales de Adorno han
sido publicadas, en dos volúmenes, por la Editorial «Text und Kri-
tik» de Munich. La edición ha estado al cuidado de Heinz-Klaus
Metzger y Rainer Riehn. El tomo I (1980) contiene los ciclos de
canciones para voz y piano. El tomo II (1983), la música de cá­
mara, las obras para coro y las obras para orquesta. El catálogo
de las obras musicales de Adorno es el siguiente:
op. 1: Vier Gedichte von Stefan George für Singstimme und Kla-
vier [Cuatro poemas de Stefan George para voz y piano].
op. 2: Zwei Stücke für Streichquartett [Dos piezas para cuarteto
de cuerda],
op. 3: Vier Lieder für eine mittlere Stim m e und Klavier [Cuatro
canciones para una voz media y piano],
op. 4: Sechs kurze Orchesterstücke [Seis piezas cortas para or­
questa],
op. 5: Klage. Sechs G-edichte von Georg Trakl für Singstim me und
Klavier [Queja. Seis poemas de Georg Trakl para voz y
piano],
op. 6: Sechs Bagatellen für Singstimme und Klavier [Seis bagate­
las para voz y piano],
op. 7: Vier Lieder nach Gedichten von Stefan George für Sing­
stim m e und Klavier [Cuatro canciones sobre poemas de
Stefan George para voz y piano],
op. 8: Drei Gedichte von Theodor Daubler für vierstimmigen
Frauenchor a cappella [Cuatro poemas de Theodor Daubler
para coro femenino a cuatro voces a cappella],
op. 9: Zwei Propagandagedichte für Singstimme und Klavier [Dos
poesías propagandísticas para voz y piano].
Sin número de opus:
a) Sept chansons populaires frangaises arrangées par une voix et
piano.
b) Zwei Lieder mit Orchester [Dos canciones con orquesta]. Del
Singspiel titulado El tesoro del indio Joe, según Mark Twain,
que no fue acabado.
c) Kinderjahr. Sechs Stücke aus op. 68 von Robert Schumann für
kleines Orchester gesetzt [El año de los niños. Seis piezas del
op. 68 de Robert Schumann, transpuestas para pequeña or­
questa.
Existen además otras composiciones musicales de Adorno (un
Trío para cuerda; un Cuarteto; diversas piezas para piano) que
su autor no dio por definitivas y que por ello no han sido incluidas
en la mencionada edición.
P. 66, 1. 40: El domicilio de Hindemith en la Leerbachstrasse. —
Dado el carácter polémico de estos escritos sobre Hindemith, el
hecho de que Adorno cite algo tan banal como el nombre de la
calle en que Hindemith estuvo domiciliado (hasta 1923) en Franc­
fort, es muy posible que incluya un malicioso guiño al lector. En
efecto: Leerbachstrasse puede ser traducido por: «calle del arroyo
vacío», pero también por: «calle del Bach vacuo». También puede
querer indicar que Adorno no volvió a visitar a Hindemith a par­
tir de 1923, pues fue en esa fecha cuando éste se trasladó al luego
lamoso «Kuhhinterturm» en Francfort-Sachsenhausen.
P. 67, 1. 20: La ópera de Schreker «El sonido lejano». — Sobre
el compositor Franz Schreker puede verse la conferencia de Ador­
no, de 1959, titulada Schreker. Incluida en su libro Quasi una fan­
tasía, se encuentra ahora en GS, tomo 16, pp. 368-381.
P. 67, 1. 44: El artículo de polémica contra la «Jugendmusikbe-
wegung. — Éste se encuentra ahora en GS, tomo 14, pp. 67-108.
P. 68,1. 12: Ha sido discípulo de Sekles. — Un estudio de Adorno
—de 1922— sobre la música de Sekles y en especial sobre su ópera
Las bodas del fauno [Die Hochzeit des Faun] puede verse ahora
en GS, tomo 18, pp. 263-268. También, allí mismo, pp. 269-270, otro
trabajo titulado Bernhard Sekles. Zum 50. Geburtstage: 20. Juni
1922 [B. Sekles. En sus cincuenta años].
P. 69, 1. 29: Después de estas dos óperas se dará todavía en
Francfort «Sancta Susana», op. 21. —- Este artículo de Adorno fue
escrito, en realidad, con el fin de preparar al público de Francfort
para este estreno. Estaba previsto que las tres óperas de Hinde­
mith se estrenasen en el Landestheater de Stuttgart. Las dos pri­
meras se estrenaron efectivamente allí, el 4 de junio de 1921. Ante
el escándalo que provocaron, la dirección del teatro no se atrevió
a estrenar la tercera, Sancta Susanna. Ésta fue estrenada en la
Ópera de Francfort el 26 de marzo de 1922.
P. 69, 1. 38: Un penoso asunto privado, perteneciente al mundo
de la señorita Julia. — También cabría traducir: «un penoso asunto
privado, perteneciente al mundo de La señorita Julia». En cual­
quier caso, la alusión de Adorno al dram a de Strindberg, La se­
ñorita Julia, es evidente.
P. 79, 1. 35: Jonny ya no toca. — Alusión a la «ópera de jazz»
de E. Krenek Jonny spielt auf [Jonny se pone a tocar], estrenada
en 1927.
P. 80, 1. 7: El espacio abierto a la libertad improvisadora, es­
pacio ya muy exiguo en el jazz. — Sobre el jazz, en este mismo vo­
lumen, p. 139. Adorno dedicó una gran atención al jazz. Antes de
1933 el compositor Matyas Seiber, que dirigía una clase de jazz
en el Conservatorio de Francfort, le proporcionó abundante infor­
mación; ésta fue completada más tarde en Estados Unidos, du­
rante los años que Adorno pasó allí como emigrado. Véanse, entre
otros, los siguientes trabajos: tJber Jazz [Sobre el jazz], en GS,
tomo 17, pp. 74-108; Zeitlose Mode: zum Jazz [Moda sin tiempo:
acerca del jazz], en GS, tomo 10,1, pp. 123-137; Replik zu einer
Kritik der «zeitlose Mode» [Réplica a una crítica de «Moda sin
tiempo»], en GS, tomo 10,2, pp. 205-809.
P. 86, 1. 1: Nada .es ya inocuo. — La siguiente recensión de Un-
terxveisung im Tonsatz, de Hindemith (Mainz, 1937, tomo I), de
una acritud desmedida, contiene, además de los ataques explícitos,
otros muchos subterráneos; y entre otras cosas, muchas parodias
lingüísticas. Por ejemplo, ya la frase inicial de la recensión: «Nada
es ya inocuo (harmlos)» es una sangrante burla de un párrafo
de Hindemith que luego ha llegado a ser famoso: «Tal vez yo haya
vivido más radicalmente que ningún otro la transición desde una
educación conservadora a una nueva libertad. Si se quería que la
investigación de lo nuevo diese buenos resultados, era preciso
recorrer lo nuevo en su totalidad; que eso no era inocuo (harm-
los) ni carecía de peligros, lo sabe bien todo el que ha participado
en la conquista» (ed. cit. de Unterweisung im Tonsatz, p. 22). Las
páginas entre paréntesis que aparecen en la recensión de Adorno
se refieren, claro está, a las páginas de esa edición de la obra de
Hindemith.
P. 87, 1. 39: Hindemith es un hombre... moderadamente moder­
no. — Sobre la «modernidad moderada», en este volumen, pp. 89,
118, 121, 205. Véase también el artículo de Adorno Die stabilisierte
Musik [La música estabilizada]. Ahora en GS, tomo 18, pp. 721-728.
P. 98, 1. 26: Hindemith fue el que pintó un bigote en la masca­
rilla mortuoria de Beethoven. — El texto de su Introducción a la
sociología de la música a que Adorno remite en la nota de la p. 98
dice así:
«De la época de mi juventud recuerdo a un músico que venía
de la orquesta y que ha llegado a ser famoso. En su período le­
vantisco se complacía en pintar un bigote a la mascarilla m ortuo­
ria de Beethoven. Al profesor que nos daba clases a él y a mí le
profeticé que aquel músico llegaría a convertirse alguna vez en
un completo reaccionario; y no ha defraudado mis expectativas».
P. 92, 1. 8: La crítica musical es incuestionablemente una for­
ma. — En su artículo de 1967 titulado Reflexionen iiber die Musik-
kritik [Reflexiones sobre la crítica musical] (ahora en GS, tomo 19,
pp. 573 ss.) dice Adorno:
«Quisiera dejar bien sentada, en prim er lugar, la tesis de que la
crítica musical no es, como muchas veces aparece, un simple me­
dio comunicativo, de tal modo que todo el que tuviera impresiones
pudiera dictar unos juicios y hacerlos llegar, con una intención
cualquiera, que en modo alguno es enteramente transparente, al
mayor número posible de personas. Antes bien, si se toma en serio
su concepto, la crítica musical es —y esto vale igualmente de cual­
quier crítica de obras de arte y de su modo de expresión— una
forma propia, no un simple medio. Que la crítica musical es una
forma ha de entenderse sólo en este sentido: que tiene una fun­
ción objetiva, real, no meramente una función comunicativa. Dicho
i on otras palabras: si la crítica musical ha de ser algo más que un
mero asunto folletinesco u orientativo, entonces, en cierto sentido,
liene que venir exigida por la música misma, no meramente por
los receptores de la música. Esto último sería una desfiguración,
una caricatura de la crítica musical, caricatura que se pone de ma­
nifiesto en el hecho de que, en muchas ocasiones, el oyente se en­
tera de qué es lo que a él le ha gustado, por la crítica que lee al
tlía siguiente.»
P. 92, 1. 15: Si yo me hubiera fiado simplemente de mi elevado
intelecto.— El «elevado intelecto» es el que Mahler satiriza en su
Lied Lob des hohen Ver standes [Loa del elevado intelecto], del
ciclo Doce canciones sobre poemas de «El cuerno maravilloso», es
decir, el «intelecto» del borrico que actúa de juez en la competi­
ción de canto entre el ruiseñor y el cuclillo. En GS, tomo 10,1, pá­
gina 172, dice Adorno: «Quien no comprende algo proyecta sobre
ello su propia insuficiencia —igual que hace el elevado intelecto
del asno del Lied de Mahler— y lo declara incomprensible».
P. 97, 1. 38: La metáfora de los envenenadores de fuentes. — En
la conferencia Sterbende Gewasser [Aguas agonizantes], pronun­
ciada por Hindemith en Bonn el 28 de junio de 1963. Dirigida bá­
sicamente contra la música dodecafónica y contra las técnicas de­
rivadas de ella, la conferencia asevera que el dodecafonismo ame­
naza con envenenar el sistema natural de los sonidos, de igual
modo que las basuras industriales amenazan con envenenar los
ríos y la naturaleza en general.
P. 105, 1. 15: Los programas de Toscanini están abiertos a Sibe­
lius.— Sobre Toscanini véase el artículo de Adorno: Die Meister-
schaft des Maestro [La maestría del maestro]. Ahora en GS,
tomo 16, pp. 52-67.
P. 115,1. 26: Similar al discurso que habla de un mundo sano. —
Adorno alude aquí de manera tácita al poeta Werner Bergengruen,
y más en concreto a su libro El mundo sano [Die heile Welt] (Mu­
nich, 1950). Contra él polemiza Adorno también en su obra de 1967
Jargon der Eigentlichkeit. Véase la p. 24 de la traducción castella­
na de esta obra, publicada con el título de La ideología como len­
guaje (Taurus, Madrid, 1971). También solían —y suelen— hablar
de un «mundo sano» los ideólogos de la Jugendmusik.
P. 115, 1. 28: No existe en la música un sentido primigenio [Ur-
sinn~\. — Quien trató de restablecer el «sentido primigenio» de la
música fue, entre otros, E. Krenek. Véase la polémica sobre esta
cuestión entre Adorno y Krenek, reflejada en los artículos «Reac­
ción y progreso» (Adorno) y «Progreso y reacción» (Krenek). Am-
mos autores discutieron también largamente este problema en sus
cartas. Todo el material se halla reunido ahora en Adorno / Kre­
nek: Briefwechsel [Cartas] (Suhrkamp, Francfort, 1974). Allí se
encuentran, pp. 174-180 y pp. 181-186 los dos artículos citados.
P. 116, 1. 43: Eso que yo llamaría, de manera laxa, la musicali­
dad subjetiva. — Sobre la «musicalidad» véase, en este volumen,
pp. 123, 155, 160, 178, 184 (musicalidad de W. Zillig), 186 (musicali­
dad de Berg y Webern), 189, 191 (musicalidad de Reger y Hinde­
mith). En El fiel maestro concertador (GS, tomo 15, p. 184), dice
Adorno: «Ser una persona dotada de musicalidad —lo que la gente
suele entender por esa expresión, hipostasiándolo como si fuer^
un ser, es en realidad un devenir, algo que ha de formarse, algo
que, por principio, está abierto— no significa subsumir, bajo un
concepto más extenso, lo percibido, no significa la mera capacidad
de indicar cuál es el lugar que los detalles ocupan dentro de un
esquema lógico superior; la musicalidad significa pensar con los
oídos, en su necesidad, los despliegues de lo que suena».
P. 117, 1. 13: La generación denominada, sin razón, «Clásicos de
la música moderna». — Contra el abuso de la categoría «lo clási­
co», véase, en este volumen, pp. 124, 147, 157, 165, 166 y 192. En una
ocasión (GS, tomo 14, p. 15) Adorno califica de «bárbaro» al voca­
blo «clásico».
P. 117, 1. 20: En una ocasión... Bartók me dijo. — Véase otra
versión de este mismo coloquio en GS, tomo 14, pp. 146-147:
«Incluso Béla Bartók, a quien le quedaban muy lejos esas in­
clinaciones [hacia una música perennis], se distanció, a partir de
un determinado momento, de su propio pasado. En una conversa­
ción que mantuvimos en Nueva York me explicó que un compo­
sitor como él, cuyas raíces estaban en la música popular, no podía,
a la larga, prescindir de la tonalidad. Es ésta una afirmación sor­
prendente en Bartók, que, como persona, resistió im pertérrito to­
das las tentaciones racistas y marchó al exilio y a la pobreza cuan­
do el fascismo ensombreció a Europa. De hecho, sin embargo, sus
obras de la última época, por ejemplo el Concierto para violín,
son obras de música tradicional; no, desde luego, una repetición
compulsiva y rota de algo pretérito, pero sí una continuación casi
ingenua de la línea brahmsiana. Son, ciertamente, obras maestras
tardías, postumas, pero obras m aestras domesticadas; no son tes­
timonio de algo amenazadoramente eruptivo, intacto. La evolu­
ción de Bartók posee una extraña fuerza retrospectiva. A la luz de
esa evolución, también muchos de sus trabajos más radicales,
como la prim era Sonata para violín y piano, se nos aparecen como
mucho más banales que su sonoridad y sus acordes. Lo que en
otro tiempo pareció ser como un fuego de las praderas, resulta
que son zardas, e incluso las piezas más audaces para piano, como
Im Freien, suenan hoy como un Debussy reseco, una especie de
adobo impresionista; el santo patrón de Bartók es el Mazeppa
ile Liszt».
P. 117, 1. 32: Las dos «Sonatas» [de Bartók] para violín y pia­
no. — Un análisis de estas dos Sonatas, ahora en GS, tomo 18, pá­
ginas 284 ss.
P. 118, 1. 11: En un trabajo al que [Schonberg] puso el título
'<()n revient toujours». — Véase ese texto ahora en A. Schonberg:
<icsammelte Schriften I (Fischer, Francfort, 1976), pp. 146-147.
P. 121, 1. 20: Ya hace muchos años... intenté captar ese fenóme­
no recurriendo a una parábola de Kafka.-—La «parábola» de Kafka
a que Adorno hace aquí referencia se encuentra en sus Diarios
(18 de febrero de 1922) y su texto es el siguiente:
«Director de teatro que tiene que crear todo por sí mismo desde
la raíz, que incluso tiene que engendrar primero a los actores.
A un visitante no se le permite pasar; el director está ocupado
con importantes trabajos teatrales. ¿Qué hace? Está cambiando
los pañales de un futuro actor».
Véase Adorno: Filosofía de la nueva música, p. 101 del tomo 12
de GS.
P. 125, 1. 8: fícrg se sentía avergonzado de que sus números de
«opus».— Puse a la gran cantidad de notas musicales escritas por
Berg en su relativamente corta vida, lo cierto es que el número
más alto de m i catálogo es el op. 7: precisamente el número de
opus de Wozzcck, obra acabada a la edad de 37 años.
P. 126, 1. 5: Webern ha contado. — En una conferencia pronun­
ciada en Viena el 12 de febrero de 1932. El texto se encuentra
ahora en A. Webern: Der Weg zur neuen Musik [El camino hacia
la nueva música] (Viena, 1960). De este libro hay una versión cata­
lana: El camí cap a la nova música (Antoni Bosch Editor, Barce­
lona, 1982), recomendable no sólo por la excelente traducción de
Josep Casanovas, sino también por el «Próleg» de Josep M. Mes-
tres Quadreny y por los dos «Apéndices».
P. 127, 1. 2: Stockhausen ha expresado esto. — Ver el artículo de
Karlheinz Stockhausen titulado: ... wie die Zeit vergeht... [Cómo
transcurre el tiempo], publicado en la revista «Die Reihe. Infor­
mation über seríelle Musik», número 3 (Viena, 1957), pp. 13-42. En
la p. 23 dice Stockhausen: «Es posible que el ocasional retorno de
Schónberg a la melódica y la armónica tonales haya estado provo­
cado por la mencionada contradicción [entre las leyes armónico-
melódicas del dodecafonismo y la estructura espectral de las so­
noridades de los instrumentos utilizados]. La composición rítmico-
métrica de Schónberg fue siempre “tonal”; era la rítmica de la
cadencia clásica, sólo que con muchas síncopas no resueltas; era
como una armonía tonal, sólo que con muchas “notas falsas”».
P. 129, 1. 3: Lo que yo pronostiqué como envejecimiento de la
nueva música. — Véase el artículo de Adorno titulado Das Altern
der neuen Musik [El envejecimiento de la nueva música], incorpo­
rado a su libro Disonancias; ahora en GS, tomo 14, pp. 143-167.
Sobre ese trabajo, que provocó una gran polémica en su momento,
dice Adorno: «El texto El envejecimiento de la nueva música fue
en su origen una conferencia que pronuncié en abril de 1954 en la
Radio de Alemania del Sur, con ocasión de una Semana dedicada
a la nueva música. Ese trabajo desarrolla motivos que ya habían
sido expuestos en mi Filosofía de la nueva música, y, por tanto,
antes de que existiera una escuela serialista. Contra el abuso quej
con fines reaccionarios, pueda alguien hacer de reflexiones dialéc­
ticas, no hay defensa. Sin embargo, fue tan descarado ese abuso,
tras la publicación de mi texto, que es preciso decir lo siguiente:
la teorí^ no pretende reblandecer la exigencia de construcción in­
tegral, sino llevarla a reflexionar sobre sí misma, hasta que con­
siga romper el amenazador fetichismo del material. Entre tanto
la escuela seriálista ha producido obras como Le Marteau sans
Maítre, de Boulez, y Zeitmasse, de Stockhausen, que nada tienen
en común con fútiles experimentalismos ajenos a la composición
musical, y Stockhausen ha abordado teóricamente el problema del
tiempo musical, problema que se halla en el centro de mi artículo.
No corresponde al autor juzgar si su crítica ha contribuido a esta
recentísima tendencia».
P. 130,1. 30: Mi trabajo «Vers une nntsique informelle».— Ahora
en GS, tomo 16, pp. 493-540.
P. 131, 1. 31: Las composiciones electrónicas suenan como We­
bern tocado en un organillo. — Véase GS, tomo 14, pp. 159-160:
«Pero, al menos hasta ahora, la música electrónica da un mentís
a su propia Idea, ya que, ciertamente, en teoría pone a disposición
el continuum de todos los timbres imaginables, pero en su prác­
tica los timbres recién conquistados se asemejan monótonamente
unos a otros, bien por su pureza química, por así decirlo, bien
porque cada nota recibe la im pronta del aparato allí interpuesto.
Suena como si se tocase a Webern en un organillo».
P. 132, 1. 37: En el capítulo titulado. — Ahora en GS, tomo 15,
pp. 188-248.
P. 134, 1. 13: Mi trabajo... «¿Por qué el nuevo arte es tan difícil
de comprender?». — El citado artículo ha sido reimpreso ahora
en GS, tomo 18, pp. 824-831.
P. 135, 1. 12: La función disciplinaria de la música, en el sentido
de Platón y de San Agustín. — El siguiente texto de Adorno com­
plementa la alusión aquí hecha a la «función disciplinaria» de la
música. Se encuentra en su artículo Crítica del musicante (ahora
en GS, tomo 14). Dice así, en las pp. 72-73:
«La función que menos cumple la música es la de fundir a los
seres humanos en una comunidad. Los mecanismos que realizan
eso son los de la identificación irracional de que habla la psicolo­
gía, bien conocidos por aquellos fenómenos de masas que fueron
descritos por Le Bon y explicados por Freud. La música ha reali­
zado siempre la función disciplinaria que le atribuyeron Platón y
San Agustín. Después de que la autoridad eclesiástica abandonase
su idea de una sociedad formada por hombres libres e iguales, tal
I unción emigró a la música. Lo que a la visión ingenua le parece
una fuerza generadora de comunidad, constituye la repetición se-
( ularizada de la vieja disciplina, que ahora ha pasado de la finali­
dad ritual a la prieta estructura de la conexión musical».
P. 136, 1. 3: Lo que... Richard Strauss menciona a propósito de
Wagner. — La Casa Peters, de Leipzig, publicó en 1905, en dos vo­
lúmenes, el Tratado de instrumentación de Berlioz, «completado y
revisado» por R. Strauss. En el tomo I, p. 49, al tratar del violín,
explica Strauss una serie de técnicas de escritura musical, ten­
dentes a conseguir que, en los pasajes difíciles, todas y cada una
de las notas puedan ser tocadas con claridad por los violines — y,
en consecuencia, percibidas asimismo con claridad por el oyente.
AI term inar de explicar esas técnicas se encuentra (p. 50) el texto al
que Adorno se refiere. Dice así:
«Esta concepción corresponde al estilo de instrumentación que
yo llamaría clásico, y que es un estilo que se ha trasladado desde
el espíritu de la música de cámara al tratamiento de la orquesta.
A este estilo, que tiene como característica principal la absoluta
claridad y la absoluta ejecutabilidad de cada figura por cada uno
de los instrumentos, se le puede contraponer un estilo diferente,
el del tratamiento al fresco de la orquesta; este estilo fue intro­
ducido propiamente por Wagner, y su relación con el prim ero es
igual a la relación que se da entre el estilo de los m aestros flo­
rentinos procedentes de la pintura de miniaturas de los siglos xiv
y xv y la "manera ancha de pintar” de un Velázquez, un Rem-
brandt, un Franz Hals, un Turner, con sus mezclas de colores pro­
digiosamente acentuados y sus matizados efectos de luz. El ejem­
plo más clamoroso de este estilo es el tratamiento de los violines
en "El fuego encantado” del tercer acto de La valkiria».
P. 136, 1. 4: Eso [que Richard Strauss dice de Wagner] es apli­
cable todavía más a Strauss mismo. — Véase el artículo de Adorno
—de 1964— titulado Richard Strauss. Zum hundertsten Geburtstag:
11. Juni 1964 [R. Strauss. En el primer centenario de su nacimien­
to], ahora en GS, tomo 16, pp. 575-606. Allí, en la p. 571, al realizar
un breve análisis de las cuatro semicorcheas con que acaba el ter­
cer compás de Una vida de héroe, de Strauss, dice Adorno:
«En su reelaboración del Tratado de instrumentación de Ber­
lioz, al hablar de ”E1 fuego encantado" de Wagner, R. Strauss
teoriza acerca del tratamiento al fresco de la orquesta, un trata­
miento destinado a favorecer una voluntaria imprecisión de los
detalles dentro de la totalidad. Pero ese mismo principio penetró
hasta en las microestructuras de las propias obras de Strauss. Las
semicorcheas descendentes del tercer compás de Una vida de hé­
roe utilizan las notas la bemol-sol-fa-do. Si relacionamos el tema
con la tónica, habría que aguardar que, en lugar de fa do, apare­
ciesen mi bemol-si bemol. Pero en cuanto notas generadoras de
melodía, y además armónicamente independientes, esas notas,
dado el tiempo tan rápido, no son captables de un modo preciso.
Esas notas producen más bien un efecto confuso, con el que se
pretende borrar la pedantería del acorde que describen: dentro
del impulso del tema, cada nota particular resulta irrelevante
frente a la totalidad irresistible».
P. 138, 1. 23: Esta equiparabilidad del lenguaje musical. — Véa­
se: Adorno: Filosofía de la nueva música (p. 60 del tomo 12 de GS):
«Las armonías basadas en el acorde tríada son comparables a las
frases hechas del lenguaje y, más todavía, al dinero en la econo­
mía. Su condición abstracta las capacita para actuar de mediado­
ras en todas partes, y su crisis está estrechísimamente relacionada
con la crisis de todas las funciones de mediación en la fase actual.
El alegorismo de los dramas musicales de Berg alude a ello. Tan­
to en Wozzeck como en Lulu, dentro de unos contextos desligados
de la tonalidad, el acorde de do mayor aparece siempre que se
habla del dinero. El efecto producido es el de algo banal y a la
vez obsoleto. La pequeña moneda del do mayor queda denunciada
como moneda falsa».
P. 141, 1. 3: En un trabajo poco conocido de mi amigo Rudolf
Kolisch publicado en Norteamérica.— Véase-. Rudolf Kolisch:
«Tempo and character in Beethoven’s music», publicado en «Mu­
sical Quarterly» (Nueva York), vol. XXIX, abril y julio de 1943.
P. 142, 1. 35: Los más grandes compositores tonales... tuvieron
siempre un afán de disonancia. — Véase Adorno: Filosofía de la
nueva música, p. 146 del tomo 12 de G S: «Precisamente en Mozart
se puede comprobar, y no sólo en el comienzo de su Cuarteto en
do mayor, sino también en muchas de sus piezas para piano de la
última época, una irresistible tendencia a la disonancia. A sus con­
temporáneos el estilo de Mozart les resultaba desconcertante en
razón de sus muchas disonancias. Tal vez la emancipación de la
disonancia no sea sólo, como enseñan las historias oficiales de la
música, el resultado de la evolución tardorromántico-poswagne-
liana; sino que el deseo de disonancia ha acompañado, como su
cara nocturna, la entera música burguesa a partir de Gesualdo y
Bach, y ha desempeñado un papel comparable al desempeñado
ocultamente por el concepto de inconsciente en la historia de la
ratio burguesa. No se trata de una mera analogía. Desde el co­
mienzo la disonancia ha sido el portador del significado de todo
aquello que había caído bajo el tabú del orden. Representa las
pulsiones censuradas. Como tensión, contiene un elemento libidi-
nal, es como una lamentación por la renuncia. Tal vez lo dicho
aclare la furia con que en todas partes se reacciona contra la di­
sonancia manifiesta».
P. 142, 1. 46: Schónberg hablaba de una homeóstasis. — Adorno
se refiere al siguiente texto de Schónberg:
«Toda nota que se añade a una nota inicial hace dudoso el
significado de ésta. Si, por ejemplo, un sol sigue a un do, el oído
no puede estar seguro de si lo que con ello se expresa es un do
mayor, o un sol mayor, o incluso un fa mayor o un m i menor; y
la adición de otras notas puede aclarar, o puede no aclarar, ese
problema. De este modo se produce un estado de inquietud, de
desequilibrio, que crece a lo largo de casi toda la pieza y que es
fortalecido por similares funciones del ritmo. El método por el
cual se restablece el equilibrio me parece a mí que es el auténtico
pensamiento de la composición. Tal vez las frecuentes repeticiones
de temas, grupos e incluso fragmentos más largos puedan ser
consideradas como el intento de llegar a una prem atura compen­
sación de la tensión que allí existe». El texto de Schonberg es de
1912. Se halla hacia el final de su conocida conferencia sobre Mah­
ler. Véase A. Schonberg: Gesammelte Schriften I (Fischer, Franc­
fort, 1976), p. 33.
P. 144, 1. 36: Lo musicalmente idiota, tal como Schonberg lo
subrayó. — Véase A. Schonberg: Gesammelte Schriften I (Fischer,
Francfort, 1976), p. 37. Schonberg pone allí como ejemplo el aria
«La donna é mobile» del Rigoletto.
P. 147, 1. 30: Cuando hace treinta años yo introduje el concepto
de regresión del oír. — Véase el trabajo de Adorno Über den Fe-
tischcharakter in der Musik und die Regression des Hórens [Sobre
el carácter fetichista en la música y sobre la regresión del oír].
Adorno lo escribió en Nueva York, en el verano de 1938; fue pu­
blicado ese mismo año en el volumen VII de la «Zeitschrift für
Sozialforschung». Se encuentra ahora en GS, tomo 14, pp. 14-50.
P. 148, 1. 9: La capacidad de oír música de cámara.— Véase el
capítulo que a la música de cámara dedica Adorno en su Introduc­
ción a la sociología de la música, pp. 271-291 del tomo 14 de GS.
, P. 148, 1. 15: Dinámica de terrazas [Terrassendynamik]. — Aque­
lla dinámica en que las diferencias de intensidad en una obra mu­
sical se producen de manera brusca, por saltos, no de modo gra­
dual ni mediante una transición continua.
P. 150, 1. 12: Eso que Kierkegaard llamó el oído especulativo. —
La expresión «oído especulativo» la utiliza Kierkegaard, en el si­
guiente contexto, en su obra O lo uno o lo otro, I: «Así como la
visión del ojo especulativo es una visión de conjunto, así es tam ­
bién una audición de conjunto la audición del oído especulativo».
Adorno puso esta frase como m otto de su trabajo La función del
contrapunto en la nueva música. Se encuentra ahora en GS, to­
mo 16, pp. 145-169. Sobre «El cuerpo espiritual» en Kierkegaard
puede verse el capítulo titulado precisamente así de la obra de
Adorno: Kierkegaard. Construcción de lo estético. Ahora en GS,
tomo 2, pp. 76 y ss.
P. 156, 1. 1: El hecho de que Bach tomase prestados de otros
músicos. — Véase el artículo de Adorno titulado Tradición (en GS,
tomo 14, p. 139):
«Es sabido que muchos temas de El clave temperado están to­
mados de fugas de Johann Kaspar Fischer. Pero si comparamos
los trabajos de ambos compositores, trabajos que utilizan un ma­
terial idéntico, sin duda no pasará inadvertido a nuestro oído que
en las breves y modestas piezas de Fischer se aspira a algo com­
pletamente distinto que en las composiciones de Bach, las cuales
están enteramente modeladas y desarrolladas...».
P. 157, 1. 7: Lo que, como dijo Brahms, «todo asno oye». — La
conocida anécdota de Brahms la cuenta Schonberg en los siguien­
tes términos:
«Los contemporáneos de Brahms encontraron varios modos de
fastidiarle. Un músico o amante de la música se propuso demos­
trar su gran comprensión de la música, su buen juicio musical y
su conocimiento de "alguna” música de Brahms. Por ello osó decir
que había observado que la Primera sonata para piano de Brahms
era muy parecida a la Sonata para Hammerclavier de Beethoven.
No es de extrañar que Brahms, que no se andaba con rodeos, esta­
llase y dijese: “Pero eso lo oye cualquier asno”». Véase A. Schon­
berg: Gesammelte Schriften I (Fischer, Francfort, 1976), p. 35.
P. 157, 1. 42: Cuarteto de cuerda N.° 3, op. 30 [de Schonberg]. —
Sobre esta obra publicó Adorno un estudio en 1928. El texto está
ahora en GS, tomo 18, pp. 358-362.
P. 160, 1. 26: Y sin duda soy incluso el que ha acuñado el con­
cepto de audición atomizada.— Véase, antes, la nota a la p. 23,
línea 35. Adorno «acuñó» ese concepto precisamente en el artículo
reproducido en este volumen (pp. 153-158) Ladrones musicales,
jueces no musicales, que es de 1934.
P. 166, 1. 36: El Rondó en la mayor [de Schuhert]. — Sobre ese
Rondó, para piano a cuatro manos, publicó Adorno en 1934 un
análisis cuyo texto se encuentra recogido ahora en GS, tomo 18,
pp. 189-193.
P. 172, 1. 5: Quinteto para instrumentos de viento, op. 26 [de
Schonberg]. — Un análisis de esta obra se encuentra en la obra de
Adorno Moments musicaux. Ahora en GS, tomo 17, pp. 140-144.
P. 173, 1. 13: Excepto el «Concierto de cámara» de Berg. — Un
análisis de este Concierto, en GS, tomo 18, pp. 630-640. También en
la monografía dedicada a Berg (GS, tomo 13, pp. 435-451).
P. 176, 1. 39: La prueba documental de ese conocimiento es su
edición de Brahms. — Sobre esa edición de Brahms por Steuer­
mann puede verse, en Adorno, su escrito de 1932 Eduard Steu­
ermann Brahms-Ausgabe [La edición de Brahms por Eduard
Steuermann], Ahora en GS, tomo 18, pp, 195-199.
P. 177, 1. 6: Concierto... en el cual se dieron también algunas
obras mías. — Las obras de Adorno interpretadas en ese concierto
fueron las Cuatro canciones para voz media y piano, op. 3. Al pa­
recer, la interpretación fue bastante deficiente. Eso es al menos lo
que Adorno confiesa a E. Krenek en una carta del 1 de marzo
de 1935. Hablando de ese ciclo de canciones, dice:
«Esas canciones han sido interpretadas una sola vez, en Ber­
lín, en [un concierto de la] Internacional, por Steuermann y la
señora Hinnenberg; pero fueron interpretadas de una manera muy
mediocre. Sin duda, porque la preparación fue insuficiente, pero
también porque a ambos les faltaba convicción, cosa sobre la cual,
naturalmente, no quisiera discutir».
Véase: Adorno / Krenek: Briefwechsel [Cartas] (Francfort,
1974) p. 59.
P. 177, 1. 36: No ha de pretenderse... una orientación que se
guíe por la «Urlinie» de Schenker. — Un análisis más preciso, por
Adorno, de la Urlinie, su mérito y sus desventajas, en GS, tomo 16,
pp. 503-504.
P. 180, 1, 22: En una ocasión Steuermann dijera de sí mismo,
con segundas intenciones, que él era un conservador. — Véase, en
el libro-homenaje a Adorno, con ocasión de cumplir los 60 años:
Zeugnisse (Francfort, 1963), el escrito que allí aparece de E. Steuer­
mann, en forma de carta dirigida a Adorno (p. 360).
«Pues ahora usted vuelve a ser el joven, que se identifica con
las corrientes más recientes, y yo, el viejo — soy ahora el conser­
vador».
P. 181, 1. 12: Trío para piano [de E. Steuermann]. — En 1954
Adorno redactó un texto para el estreno de esta obra en Kranich-
stein. Ha sido publicado ahora en GS, tomo 18, pp. 680-681. A fina­
les de aquel mismo año Adorno fue preguntado por un periódico
sobre cuál había sido «su impresión (musical) más fuerte». Res­
pondió: «El estreno del Trío para piano de E. Steuermann durante
las Semanas de Nueva Música celebradas en Kranichstein ha sido
la impresión artística más fuerte que yo he experimentado este
año. Se trata de una obra madura, de una obra verdaderamente
maestra...». También el texto de esta respuesta de Adorno se en­
cuentra ahora en GS, tomo 18, pp. 682-683.
P. 184, 1. 23: Zillig se encargó de terminar... las dos obras sacra-
les que Schónberg dejó inacabadas. — Sobre esto puede verse:
W. Zillig: Schonbergs «Moses und Aron», en «Melos», XXIV (1957),
pp. 69 ss.; y W. Zillig: Schonbergs «Jakobsleiter», en «Oesterrei-
chische Musikzeitschrift», XVI (1961), pp. 193 ss. También el ar­
tículo de Adorno: Sakrales Fragment. Über Schonbergs «Moses
und Aron»; ahora en GS, tomo 16, pp. 454-475.
P. 190, 1. 24: Los Lieder [de Zillig] sobre textos de Verlaine. —
Véase el estudio de Adorno: Zilligs Verlaine-Lieder, ahora en GS,
tomo 17, pp. 123-132.
P. 194, 1. 35: Estas «Tres piezas»... fueron compuestas en 1910. —
En las partituras originales figura, al final de las dos prim eras pie­
zas, la fecha: «ocho de febrero de 1910». La tercera pieza, no con­
cluida, carece de fecha. Véase la fotografía reducida de la partitura
en J. Rufer: Das Werk Arnold Schónbergs (1959), frente a las pp. 80
Y 81.
P. 196, 1. 30: Rufer ha dicho de ellas que son «aforísticas». — La
descripción que del manuscrito de estas tres piezas hace J. Rufer
en la p. 85 de su obra citada en la nota anterior, dice así en su
integridad:
«Se trata del m anuscrito de la partitura de dos piezas acaba­
das, y de una pieza empezada, para varios instrumentos solis-
•tas. Está escrito con tinta, en una hoja doble (forma apaisada:
26,5 x 34,5 cm).
La primera pieza (negras rápidas) tiene doce compases y está
escrita para oboe, clarinete, trompa y un quinteto de cuerdas so­
listas. Fecha: 8 de febrero de 1910.
La segunda pieza (negras moderadas) tiene siete compases;
para flauta, oboe, clarinete, fagot, trompa y quinteto de cuerdas
solistas. Fecha, igualmente: 8 de febrero de 1910.
El manuscrito de la tercera pieza empezada (negras andante)
se interrum pe en el compás octavo. Instrumentos: flauta, oboe,
clarinete, fagot, trompa, órgano o armonio, celesta y quinteto de
cuerdas solistas.
Estas piezas fueron compuestas después de las Cinco piezas
para orquesta, op. 16, después de Espera, op. 17, y después de las
Quince canciones sobre el "Libro de los jardines colgantes”, op. 15,
y documentan —mucho más aún que lo hacen las Seis pequeñas
piezas para piano, op. 19, que son posteriores— el modo de expre­
sión aforística iniciado entonces por Schonberg».
P. 197, 1. 4: Cinco piezas para orquesta, op. 10 [de Webern], —
Adorno realizó la crítica del estreno de esta obra en Zürich, en
junio de 1926. El texto, ahora, en GS, tomo 18, pp. 513-516.
P. 202, 1. 24: Cinco piezas para orquesta, op. 16 [de Schon­
berg].— Sobre esta obra puede verse el artículo que Adorno pu­
blicó en 1927, y que se encuentra recogido ahora en GS, tomo 18,
pp. 335-344.
P. 205, 1. 31: La negación obstinada y, a mi parecer, muy legí­
tima [de Schonberg], a enseñar en ningún momento las técnicas
radicalmente nuevas. — En un artículo dedicado a comentar las
Canciones sobre poemas de Verlaine, de Winfried Zillig, dice Ador­
no (GS, tomo 17, pp. 123-124).
«El Tratado de armonía de Arnold Schonberg trata únicamente,
excepto en un breve apéndice, los medios tradicionales. También
en sus clases Schonberg se limitaba a tales medios, y sólo con
algunos alumnos muy aventajados estudiaba las propias compo­
siciones libres de éstos, que sobrepasaban el repertorio tonal. La
razón de esa reserva era sin duda, en prim er lugar, la consciencia
de responsabilidad del profesor, la cual le dice que sólo quien ha
estudiado a fondo el oficio tradicional realiza algo verdaderamente
productivo y nuevo; únicamente el conocimiento concienzudo de
todo lo que ese oficio exige suscita la necesidad de romper sus
barreras. Schonberg tenía también en cuenta lo problemático que
resulta instruir en técnicas nuevas como la dodecafónica: ésta no
permite aquella generalidad de preceptos en cuya traslación al
caso particular consiste propiamente la pedadogía musical. Con
este mismo problema está relacionada la preocupación de Schon­
berg, quien temía que se hiciese de la técnica dodecafónica lo con­
trario de lo que él había hallado. Pero sin duda intervenía aquí
algo más profundo. Tal vez Schonberg vacilaba en fijar demasiado,
mediante la enseñanza, la rigurosidad vinculante del nuevo proce­
dimiento, rigurosidad que es sobremanera quebradiza y que no
constituye una colección de tabúes amenazadores. Tal vez pensaba
en aquellos discípulos suyos que no pasaban al nuevo material
compositivo, así como en su propia experiencia».
Razón de los textos

Anotaciones sobre la vida musical alemana. — Título original:


Amnerkungen zum deutschen M usikleben.— Publicado en: «Deut-
scher Musikrat». Referate, Informationen, 5 de febrero de 1967,
pp. 2 ss.
Para una selección imaginaria de Lieder de Güstav Mahler. —
Título original: Zu einer imaginaren Auswahl von Liedern Gustav
Mahlers. — Inédito.
El compositor dialéctico. — Título original: Der dialektische
Komponist. — Publicado en: Arnold Schónberg zum 60. Geburts-
lag [Para Arnold Schónberg, al cumplir los 60 años], 13 de sep­
tiembre de 1934, Viena.
Antón von Webern. — Título original: Antón von Webern. — Con­
ferencia emitida por el «Südwestfunk» (entonces en Francfort) el
21 de abril de 1932. El texto fue reproducido en varias revistas;
por ejemplo, en «Auftakt», 1936.
Ad vocem Hindemith. Una documentación. — Título original:
Ad vocem Hindemith. Eine Dokumentation. — La procedencia de
los siete trabajos reunidos en este apartado es la siguiente:
Preludio. — Inédito
I. — Se publicó, con el título Paul Hindemith, en: «Neue Blatter
für Kunst und Literatur», revista editada por la «Centrale für ge-
meinnützige Kunstpflege», Francfort, Año 4, nr. 7, 20 de marzo
de 1922, pp. 103 ss.
II. — Se publicó, con el título Kammermusik von Patd Hinde­
mith [Música de cámara de Paul Hindemith], en: «Die Musik»,
Año 19, nr. 1, octubre de 1926.
I I I .— Se publicó, con el título K ritik des Musikanten [Crítica
del musicante], en: «Frankfurter Zeitung», 12 de marzo de 1932.
IV.— Esta recensión de la obra de Hindemith: Unterweisung
im Tonsatz. Theoretischer Teil (B. Schott’s Sohne, Maguncia, 1937)
estaba destinada a ser publicada en un número de «Zeitschrift für
Sozialforschung». Como consecuencia de la guerra mundial el nú­
mero no llegó a aparecer. Se reproduce aquí, sin cambiar una
coma, según unas pruebas de im prenta que llevan la fecha de
15 de mayo de 1939.
V. — Texto escrito en 1962 como contribución a la serie de emi
siones del «Westdeutscher Rundfunk» titulada Selbstkritik der
Kritiker [Autocrítica de los críticos]. Fue emitido este texto el
7 de febrero de 1963. Con el título Früher Irrtum [Error temprano]
apareció en: «Schweizer Monatshefte», Año 43, nr. 10, enero de 1964.
Postludio. — Inédito
Glosa sobre Sibelius. — Título original: Glosse über Sibelius. —
Publicado en: «Zeitschrift für Sozialforschung», Año 1938, nr. 3.
Dificultades [Schwierigkeiten]
I. Para componer música [Beim Komponieren]. — Conferencia
emitida por «Radio Bremen» el 5 de mayo de 1964. Im presa en:
Aspekte der Modernitdt [Aspectos de la modernidad] (Góttinaen,
1965), pp. 129 ss.
II. Para comprender la nueva música [In der Auffassung neuer
Musik], — Conferencia emitida por «Radio Bremen» el 6 de mayo
de 1966. Publicada en: «Neue Deutsche Hefte», Año 14, nr. 5,
pp. 38 ss. — Este artículo será publicado también en: Aspekte der
neuen Musik [Aspectos de la nueva música] (Kassel, 1968), volu­
men dedicado a Hans Heinz Stuckenschmidt, en su sexagésimo
quinto cumpleaños.
Ladrones musicales, jueces no musicales. — Título original: Mu-
sikalische Diebe, unmusikalische Richter. — Publicado en: «Stutt-
garter Neues Tagblatt», 20 de agosto de 1934.
Pequeña herejía. — Título original: Kleine H'iresie. — Publicado
en: «Wege und Gestalten», Biberach an der Riss, septiembre de
1965.
A cuatro manos, una vez más. — Título original: Vierh'dndig,
noch einmal. — Publicado en: «Vossische Zeitung», 19 de diciem­
bre de 1933.
Metronomización. — Título original: Metronomisierung. — Pu­
blicado en: «Pult und Taktstock» (Viena-Nueva York), nr. 7/8,
septiem bre/octubre de 1926, pp. 130 ss.
Tras la muerte de Steuermann. — Título original: Nach Steuer-
manns Tod. — Publicado en: «Süddeutsche Zeitung», 28/29 de no­
viembre de 1964, con el título: Nachruf auf einen Pianisten [Ne­
crología de un pianista].
Winfried Zillig. Posibilidad y realidad. — Título original: Win-
fried Zillig. Moglichkeit und Wirklichkeit. — Conferencia para «Bay-
rischer Rundfunk», emitida el 10 de junio de 1964. Texto no im­
preso.
«Sobre algunos trabajos de Arnold Schonberg. — Título origi­
nal: Über einige Arbeiten Amold Schónbergs. — Publicado en: «Fo-
rum» (Viena), Año 10, nr. 115/116, julio/agosto de 1963, pp. 378 ss.,
y nr. 117, septiembre de 1963, pp. 434 ss.
índice de nom bres propios citados

Agustín, san, 135.

Bach, Juan Sebastián, 19, 25, 76, 91, 110, 134, 142, 156, 162, 166, 170,
194, 207, 208.
Bartók, Béla, 58, 68, 117.
Baudelaire, Charles, 134, 136.
Beckett, Samuel, 30, 31, 132.
Beckmesser (personaje de Los maestros cantores de Nuremberg),
95.
Beethoven, Ludwig van, 29, 31, 55, 88, 98, 105, 106, 122, 141, 142, 154,
155, 157, 158, 163, 165, 173, 189.
Bekker, Paul, 101, 139, 166.
Benjamín, Walter, 136, 164.
Benn, Gottfried, 100.
Berg, Alban, 11, 57, 66, 93, 124, 125, 164, 173, 177. 183, 186, 188, 211.
Berlioz, Héctor, 136.
Berners, Lord, 69.
Blei, Franz, 69, 94.
Bloch, Ernst, 99.
Boulez, Fierre, 127, 131, 139, 211.
Brahms, Johannes, 68, 72, 157, 166, 167, 168, 175, 176, 177. 189, 194,
206, 207.
Brecht, Bert, 30, 31, 100, 111, 112, 113, 119, 122, 181.
Bruckner, Antón, 190.
Bülow, Hans von, 176.
Busoni, Ferruccio, 76, 175, 176.

Cage, John, 15, 129, 130.


Casella, Alfredo, 68.
Cocteau, Jean. 139.

Chaikovski, Peter, 139, 160.


Chopin, Federico, 153, 179.
Debussy, Claude, 53, 68, 72, 107, 154.
Delius, Frederik, 105.

Edipo, 52.
Ehmann, Wilhelm, 124.
Eichendorff, Joseph von, 79.
Eisler, Hans, 173, 185.
Erdmann, Eduard, 176.

Firnberg, Bernhard, 66, 67.

Gehlen, Arnold, 124.


George, Stefan, 51, 212.
Gershwin, George, 160.
Goethe, Johann Wolfgang von, 179.
Grabbe, Christian Dietrich, 132.
Grieg, Édvard, 166.
Grosz, George, 72.
Grünewald, Mathias, 101.

Habermas, Jürgen, 147.


Helm, August, 140.
Hándel, Georg Friedrich, 155.
Hanslick, Eduard, 95.
Havdn, Joseph, 148, 156, 165.
Hegel, Georg G. F„ 29, 54, 103, 122, 156, 162, 179.
Heine, Heinrich, 134.
Hindemith, Paul, 32, 33, 58, 65-80, 83-86, 87, 88, 89, 91, 92-104, 118,
190, 191.
Hinnenberg, Margot, 177.
Hitler, Adolf, 33, 67.
Hoffmann, E. T. A., 100.
Hofmannsthal, Hugo von, 181.
Holderlin, Friedrich, 26, 57, 100.
Humperdinck, Engelbert, 175.

Jode, Fritz, 51.

Kafka, Franz, 121, 178.


Kant, Immanuel, 29.
Kepler, Johannes, 97.
Kierkegaard, Soren, 133, 150.
Kleist, Heinrich von, 184.
Kokoschka, Oskar, 69, 100.
Kolisch, Rudolf, 141, 176.
Kraus, Karl, 45, 164, 175, 192.
Krenek, Ernst, 58, 115, 143.
Kulenkampff, Hans-Wilhelm, 188.
Kurz, Wilem, 175.

Leibowitz, Rene, 125


Ligeti, Gyórgy, 129.
Loos, Adolf, 31, 144.
Lütge, Cari, 206.

Maeterlinck, Maurice, 209, 211.


Mahler, Gustav, 11, 37, 38-47, 171, 187.
Mallarmé, Stéphane, 100, 212.
Mann, Thomas, 33.
Marcuse, Herbert, 146.
Mendelssohn, Arnold, 68, 207.
Merten, Reinhold, 66, 100.
Metzger, Heinz-Klaus, 130.
Milhaud, Darius, 98.
Morgenstern, Christian, 68.
Mozart, Wolfgang Amadeus, 24, 85, 103, 116, 142, 156, 157, 158, 165,
168, 187, 195.

Nietzsche Friedrich, 140.


Novalis, Jorge F. (Barón de), 57.
Pfeiffer-Belli, Erich, 11.
Pfitzner, Hans, 32, 33.
Platón, 135, 141.
Poulenc, Francis, 98.

Rachmaninov, Serge, 160.


Ratz, Erwin, 37.
Ravel, Maurice, 101.
Redlich, Hans Ferdinand, 205.
Reger, Max, 53, 99, 100, 164, 171, 191.
Riemann, Hugo, 51.
Riesman, David, 133.
Rieke, Rainer Maria, 93.
Rottenberg, Ludwig, 67.
Rückert, Friedrich, 45, 47.
Rufer, Joseph, 194, 195, 196, 206, 207.
Schenker, Heinrich, 177, 178.
Scherchen, Hermán, 176.
Schiele, Egon, 212.
Schiffer, Marcellus, 100.
Schnabel, Artur, 176.
Schnebel, Dieter, 131.
Schónberg, Arnold, 11, 25, 31, 37, 49-55, 58, 59, 60, 61, 62, 67. 68, 84,
90, 93, 98, 101, 110, 117, 118, 124, 125, 126, 127, 130, 135, 142, 144,
145, 157, 163, 169, 170, 172, 176, 177, 180, 183, 184, 185, 186, 189,
193, 194, 195-212, 213.
Schreker, Franz, 67, 139, 210.
Schubert, Franz Peter, 154, 156, 157, 158, 159, 160, 166, 187.
Schumann, Robert, 167, 179.
Sekles, Bernard, 68, 93.
Sibelius, Jean, 105, 106, 107-110, 114.
Stephan, Rudolf, 32, 65, 66.
Stein, Erwin, 46.
Steuermann, Eduard, 11, 125, 143, 175-181, 190.
Stiedry, Fritz, 207.
Stokovski, Leopoldo, 176.
Stockausen, Karlheinz, 127.
Stramm, August, 69, 94, 100.
Strauss, Richard, 37, 38, 68, 69, 72, 100, 102, 116, 117, 136.
Stravinski, Igor, 58, 68, 83, 84, 96, 98, 100, 107, 117, 145, 172, 188, 189,
190, 202.
Stuckenschmidt, Hans Heinz, 132.

Telemann, Georg Philipp, 100.


Toscanini, Arturo, 105.
Trakl, Georg, 60, 100.

Valéry, Paul, 119, 192.


Verdi, Guiseppe, 144.
Verlaine, Paul, 228.
Viertel, Berthold, 181.
Voltaire, F. M. Arouet, 120.

Wagner, Richard, 25, 33, 50, 71, 95, 116, 117, 135, 136, 154, 157, 176,
189, 207.
Weber, Max, 87, 127, 137.
Webern, Antón von, 11, 37, 45, 57-63, 124, 125, 126, 129, 131, 148, 171,
175, 177, 183, 186 188, 190, 194, 197, 200, 201, 202.
Weissmann, Adolf, 74.
Whiteman, Paul, 79.
Wilder, Thornton, 100.
Wiora, Walter, 147.
Wolff, Hugo, 50.

Zillig, Winfried, 183-192.


índice de obras m usicales citadas

Bach, Juan Sebastián:


El clave temperado [Das wohltemperierte Clavier]: 156, 206.
Bartók, Béla:
Sonatas para violín y piano (dos sonatas, 1921 y 1922): 117.
Beethoven, Ludwig van:
Quinta sinfonía, op. 67: 157.
Novena sinfonía, op. 125: 106.
Sonatas para violín: 165.
Berg, Alban:
Wozzeck. Ópera en tres actos, quince escenas, sobre texto de
A. Berg, según Georg Büchner, op. 7: 125.
Concierto de cámara para piano y violín con trece instrumentos
de viento [Kammerkonzert tur Klavier und Geige mit 13
Blásern]: 173.
Lulu. Ópera inacabada, sobre texto de A. Berg, según las trage­
dias Espíritu de la tierra [Erdgeist] y La caja de Pandora
[Die Büchse der Pandora], de F. Wedekind. Completada por
Friedrich Cerha en 1979: 211.
Bizet, Georges:
Carmen. Ópera: 160.
Boulez, Pierre:
Le Marteau sans Maitre. Nueve movimientos sobre tres poemas
de R. Char: 211.
Brahms, Johannes:
Cuarta sinfonía, op. 98: 167.
Capriccio en si menor para piano (número 2 del op. 76): 177.
Busoni, Ferruccio:
Sonatinas para piano (seis sonatinas, 1910-1920): 175.
Elegías para piano (siete elegías, 1908-1909): 175.
Toccata para piano (Preludio, Fantasía, Ciacona): 175.

Cage, John:
Concierto para piano: 130.
Chaikovski, Pietr:
Romeo y Julieta (overtura): 160.
Grieg, Edvard:
Piezas líricas para piano (10 cuadernos, 68 Piezas líricas, 1867-
1901): 166.

Hindemith, Paul:
op. 4: Sinfonietta [Lustige Sinfonietta]: 68.
op. 10: Cuarteto de cuerda N.° 1: 68.
op. 11: Sonatas para cuerda y piano: 68.
op. 12: Asesinos esperanza de las mujeres [Morder Hoffnung
der Frauen], Ópera en un acto, sobre texto de O. Ko-
koschka: 69, 71, 75.
op. 15: De una noche (sic), para piano. En realidad: En una
noche. Sueños y vivencias [In einer Nacht. Tráume und
Erlebnisse], Catorce composiciones breves: 69.
op. 16: Cuarteto de cuerda N.° 2: 69, 73, 94, 99.
op. 17: Sonata para piano: 82.
op. 20: Das Nusch-Nuschi. Juego en un acto, para marionetas
birmanas, sobre texto de F. Blei: 69, 70, 88, 94, 97.
op. 21: Sancta Susanna. Ópera en un acto, sobre texto de A.
Stramm: 69, 71, 88, 94, 95, 97.
op. 22: Cuarteto de cuerda N.° 3: 71.
op. 23/a: Muerte de la muerte [Des Todes Tod], Tres cancio­
nes para contralto, dos violas y dos violoncelos, sobre
texto de E. Reinacher: 97.
op. 23/2 La doncella [Die junge Magd], Seis canciones para
contralto, flauta, clarinete y cuarteto de cuerda, sobre
textos de Georg Trakl: 73, 94, 97.
op. 24: Música de cámara N.° 1: [Kammermusik Nr. 1], para
pequeña orquesta: 71, 73.
op. 26: Suite «1922», para piano: 99.
op. 27: La vida de María [Das Marienleben]. Ciclo de quince
canciones sobre poemas de R. M. Rilke, para voz alta
y piano: 75, 91, 93, 100.
op. 32: Cuarteto de cuerda N.° 4:75, 76, 77.
op. 34: Trío de cuerda: 76.
op. 35: Las serenatas: «Pequeña cantata sobre textos román­
ticos», para soprano, oboe, viola y violoncelo [Die Sere-
naden. Kleine Kantate nach romantischen Texten]: 77.
op. 36: Música de cámara N.° 2. N.° 1: Concierto para piano
[Kammermusik Nr. 2 Nr. 1: Klavierkonzert]: 77.
— Nobilissima visione. Leyenda danzada sobre San Fran­
cisco de Asís. Texto de L. Massine: 95, 102.
— La armonía del mundo [Die Harmonie der Welt]. Ópera
en cinco actos, sobre Kepler: 97.
Krenek, Ernst:
Jonny se pone a tocar [Jonny spielt auf]. Ópera de jazz, con
texto del compositor:
Leibowitz, René:
Cuatro piezas para piano: 125.

Mahler, Gustav:
Segunda sinfonía: 44.
Tercera sinfonía: 43.
Cuarta sinfonía: 45, 171.
Quinta sinfonía: 45.
Catorce canciones y cantos de la época juvenil, para canto y
piano, en tres volúmenes [Vierzehn Lieder und Gesánge aus
der Jugendzeit]:
7. Ich ging mit Lust durch einen grünen Wald [Caminaba
yo alegre por un verde bosque]: 42.
8. Heute marschieren wir [Hoy desfilamos]: 43.
9. Ablosung im Sommer [Separación en verano]: 43.
Canciones de un aprendiz errante, para voz y orquesta [Lieder
eines fahrenden Gesellen]: 41.
Doce canciones sobre poemas de «El cuerno maravilloso», para
voz y orquesta [Zwólf Lieder aus «Des Knaben Wunder-
horn»]:
1. Der Schildwache Nachtlied [Canción nocturna de la
guardia]: 44.
4. Wer hat dies Liedlein erdacht [A quién se le ha ocurri­
do esta cancioncita]: 38, 39, 44.
5. Das írdische Leben [La vida terrenal]: 46.
7. Rheinlegendchen [Pequeña leyenda renana]: 42.
9. Wo die schónen Trompeten blasen [Allí donde suenan
las bellas trom petas]: 44.
Canciones a la muerte de los niños, para voz y orquesta, sobre
poemas de F. Rückert [Kindertotenlieder]: 41, 42.
Siete canciones de la última época, para voz y orquesta [Sieben
Lieder aus letzter Zeit]:
1. Revelge [Despertar]: 42.
4. Ich atm et’ einen linden Duft [Estaba yo respirando un
suave perfume]: 45.
7. Liebst du um Schónheit [Si me amas por mi belle­
za]: 45.
La canción de la tierra [Das Lied von der Erde], Sinfonía para
tenor y contralto [o barítono] y orquesta, sobre poemas chi­
nos, en la traducción alemana de Hans Bethge («La flauta
china»), 45.
Mozart, W. A.:
Sinfonía en sol menor [KV 550]: 157, 165.
Rachmaninoff, Sergei:
Conciertos para piano y orquesta (cuatro conciertos, op. 1, 18,
30 y 40).
Reger, Max:
Cuarteto de cuerda en si bemol mayor, op. 27: 191.

Schonberg, Arnold:
op. 6: Ocho canciones para canto y piano [Acht Lieder für
Gesang und Klavier]: 50.
op. 9: Sinfonía de cámara N.° 1, para 15 instrumentos solistas
[I. Kammersymphonie für 15 Soloinstrum ente]: 53, 135.
op. 11: Tres piezas para piano [Drei Klavierstücke]: 124.
op. 15: Quince canciones sobre poemas de «El libro de los jar­
dines colgantes», de Stefan George, para voz y piano
[Fünfzehn Gedichte aus «Das Buch der hangenden Gar­
len]: 170, 177, 194, 212.
op. 16: Cinco piezas para orquesta [Fünf Orchesterstücke]: 202.
op. 17: Espera [Erwartung]. Monodrama para soprano y or­
questa, sobre texto de M. Pappenheim: 49, 124, 130, 145,
196, 197, 210.
op. 18: La mano feliz [Die glückliche Hand], Drama con mú­
sica. Texto de A. Schonberg: 49, 145, 194, 197, 202, 210.
op. 19: Seis pequeñas piezas para piano [Sechs kleine Klavier­
stücke]: 58,209,211,212.
op. 20: Follaje del corazón [Herzgewachse]. Canción para so­
prano alto, armonio, celesta y arpa, sobre un poema de
M. Maeterlinck, traducido al alemán por K. L. Ammer
y F. von Oppeln-Bronikowski: 58, 199, 211, 212.
op. 21: Pierrot Lunaire. Tres ciclos de siete poemas cada uno,
sobre textos de A. Giraud, traducidos al alemán por
O. E. Hartleben. Melodrama para una «Sprechstimme
[voz hablada], piano, flauta (también piccolo), clarinete
(también clarinete bajo), violín (también viola) y vio­
loncelo: 53, 176, 202, 211, 212.
op. 22: Cuatro canciones para canto y orquesta [Vier Lieder
für Gesang und Orchester]: 129.
op. 23: Cinco piezas para piano [Fünf Klavierstücke]: 125, 180.
op. 26: Quinteto para instrumentos de viento (flauta, oboe, cla­
rinete, trompa y fagot) [Quintett für Flote, Oboe, Kla-
rinette, Horn und Fagott]: 172.
op. 30: Cuarteto de cuerda N.° 3: [III. Streichquartett]: 157.
op. 35: Seis piezas para coro masculino [Sechs Stücke für Mán-
nerchor]. Sobre textos de A. Schonberg: 249.
op. 38: Sinfonía de cámara N.” 2 [Chamber Symphony No. 2]:
118.
op. 39: Kol Nidre. Melodía judía litúrgica tradicional, para re­
citador, coro mixto y orquesta: 118.
op. 42: Concierto para piano y orquesta [Piano concerto]: 176.
op. 47: Fantasía para violín con acompañamiento de piano
[Phantasy for Violin vvith Piano Accompaniment]: 200.
Sin número de opus:
Tres piezas para orquesta de cámara [Drei kleine Stücke
für Kammerorchester]: 194-197, 199, 202, 209.
La escala de Jacob [Die Jakobsleiter]. Oratorio para so­
los, coro y orquesta, sobre texto de A. Schonberg (ina­
cabado): 197.
Cuatro canciones populares alemanas [Vier deutsche
Volkslieder], Arregladas para canto y piano: 204.
Tres composiciones sobre canciones populares para coro
mixto a cappella [Drei Volksliedsatze für gemischten
Chor a cappella]: 206, 208, 209.

Schreker, Franz:
El sonido lejano [Der ferne Klang]. Ópera, sobre texto del com­
positor: 67.
Schubert, Franz:
Cuarteto de cuerda en re menor [«La muerte y la doncella»]:
156.
Divertissement á la hongroise, para piano a cuatro manos,
op. 54: 166.
Fantasía en fa menor, para piano a cuatro manos, op. 103: 166.
Gran sonata, para piano a cuatro manos [= Fantasía en do]:
166.
Marchas militares, para piano a cuatro manos, op. 51: 166.
Rondó en la mayor, para piano a cuatro manos, op. 107: 166.
Schumann, Robert:
Kreisleriana, para piano. Ocho fantasías, op. 16: 179.
Sibelius, Jean:
Sinfonía N.° 4, op. 63: 105.
Sinfonía N.° 5, op. 82: 105.
El cisne de Tuonela [Tuonelan jontsen]. Número tercero de la
Suite para orquesta: Cuatro leyendas, op. 22: 105.
Las oceánidas. Poema sinfónico, op. 73: 105.
Valse triste, para orquesta, op. 44. De la música para el drama
de A. Jarnefelt titulado Kuolema: 105.
Steuermann, Eduard:
Sonáta para piano: 181.
Canciones sobre poemas de H. von Hofmannsthal: 181.
Canciones sobre poemas de B. Brecht: 181.
Canciones sobre poemas de Berthold Viertel: 181.
Coros: 181.
Vals (Siete valses para cuarteto de cuerda): 181.
Trío para piano: 181.
Dúo para violín y piano: 181.
Strauss, Oskar:
Un sueño de vals [Ein Walzertraum], Opereta: 18.
Strauss, Richard:
Elektra. Tragedia en un acto, op. 38, sobre texto de H. von Hof-
mannsthal: 117.
Ariadna en Naxos. Opera en un acto, con un preludio, op. 60,
sobre texto de H. von Hofmannsthal: 211.
La mujer sin sombra [Die Frau ohne Schatten], Ópera en tres
actos, op. 65, sobre texto de H. von Hofmannsthal: 116.
Sinfonía de los Alpes [Eine Alpensymphonie], para gran or­
questa, op. 64: 116.
Stravinski, Igor:
Renard [Rénard. Histoire burlesque chantée et jouée]. Ópera
de cámara: 96, 146.
La historia del soldado [Histoire du Soldat á reciter, jouer et
danser]. Sobre texto de Ch. F. Ramuz: 96, 146.
Ragtimes [Ragtime para once instrumentos; y Piano- Rag Mu-
sic]: 69, 98.
Concertino para cuarteto de cuerda: 98, 172.
El beso del hada [Le Baiser de la Fée. Ballet-Allégorie]: 84.

Wagner, Richard:
Tristan e Isolda: 37, 69, 88, 117, 134, 135.
El anillo del Nibelungo: 157.
La valkiria («El fuego encantado»): 136.
Webern, Antón von:
op. 1: Pasacalle para orquesta [Passacaglia für Orchester]: 60.
op. 2: Entflieht auf leichten K'áhnen [Huid sobre ligeras ca­
noas]. Doble canon para coro mixto a cappella, sobre
un poema de Stefan George: 171.
op. 5: Cinco movimientos para cuarteto de cuerda [Fünf Sát-
ze für Streichquartett]: 171.
op. 9: Seis bagatelas para cuarteto de cuerda [Sechs Baga-
tellen für Streichquartett]: 126, 201.
op. 10: Cinco piezas para orquesta [Fünf Stücke für Orche­
ster]: 197.
op. 12: Cuatro canciones para voz alta y piano [Vier Lieder
für hohe Stimme und Klavier]: 62.
op. 21: Sinfonía para nueve instrumentos: clarinete, clarinete
bajo, dos trompas, arpa, dos violines, viola y violoncelo
[Symphonie für Klarinette, Bassklarinette, zwei Hor-
ner, Harfe, zwei Geigen, Bratsche und Violoncello]: 60,
62, 63.
op. 24: Concierto para nueve instrumentos: flauta, oboe, clari­
nete, trompa, trompeta, trombón, violín, viola y piano
[Konzert für Flote, Oboe, Klarinette, Horn, Trómpete,
Posaune, Geige, Bratsche und Klavier]: 200.
op. 27: Variaciones para piano [Variationen für Klavier]: 117.
Zillig, Winfried:
Choralkonzert: 183.
Cuarteto de cuerda N° 1: 186, 187.
Cuarteto de cuerda N.° 2: 185.
Serenata N ° 1: 186.
Corceles [Rosse], Ópera en un acto, sobre texto de R. Billin-
ger: 190.
Troilo y Cresida [Troilus und Cressida], Ópera, sobre texto de
W. Zillig, según Shakespeare: 190.
Las bodas de Santo Domingo [Die Verlobung in St. Domingo].
Ópera, según el texto de Kleist: 184.
Canciones sobre poemas de Verlaine. Para soprano y piano: 190.
Canciones sobre poemas de D'Annunzio. Ocho canciones para
barítono y piano: 184.
Fantasía, pasacalle y fuga sobre el coral de «Los maestros can­
tores de Nuremberg»: 191.
índice

N ota p r e l i m i n a r ....................................................................... 5
P r ó l o g o ......................................................................................11
Anotaciones sobre la vida m usical alem ana . . . 13
P ara una selección im aginaria de Lieder de Gustav
M a h le r ......................................................................................37
El com positor d ia lé c tic o ......................................................... 49
Antón von W e b e r n ................................................................ 57
Ad vocem H in d e m ith ................................................................ 65
Glosa sobre S ib e liu s ................................................................ 105
D i f i c u l t a d e s .............................................................................. 111
1. Para com poner m ú s i c a ...........................................111
2. Para com prender la nueva m úsica . . . . 132
Ladrones musicales, jueces no m usicales . . . . 153
Pequeña h e r e j í a ....................................................................... 159
A cuatro m anos, una vez m á s ..................................................165
M e tro n o m iz a c ió n ....................................................................... 169
Tras la m uerte de S te u e r m a n n ...........................................175
W infried Z illig .............................................................................. 183
Sobre algunos trab ajo s de Arnold Schonberg . . . 193
Notas del t r a d u c t o r ................................................................215
Razón de los t e x t o s ................................................................ 241
Indice de nom bres propios c i t a d o s ................................... 243
índice de obras m usicales m e n c io n a d a s............................ 249

Das könnte Ihnen auch gefallen