05 Historia del Uruguay - Materias Comunes

Obligatorio
CAPITULO I:
EL NACIMIENTO DE LA SENSIBILIDAD "CIVILIZADA"
Y SU ENTORNO

34 Copias

L A la búsqueda de décadas claves.

El investigador de la historia dela sensibilidad advierte que hacia 1900

está en presencia de sentimientos, conductas y valores diferentes a los que
habían modelado la vida de los hombres en el Uruguay hasta por lo me-
nos 1860. Una nueva sensibilidad aparece definitivamente ya instalada
en las primeras décadas del siglo XX aunque perviven -tal vez hasta hoy-
rasgos de la anterior "barbarie".
Esa sensibilidad del Novecientos que hemos llamado "civilizada",
disciplinó a la sociedad: impuso la gravedad y el "empaque" al cuerpo,
el puritanismo a la sexualidad, el trabajo al "excesivo" ocio antiguo, ocul-
tó la muerte alejándola y embelleciéndola, se horrorizó ante el castigo
de niños, delincuentes y clases trabajadoras y prefirió reprimir sus al-
mis, a menudo inconsciente del nuevo método de dominación elegido,
y, por fin, descubrió la intimidad transformando a "la vida privada", so-
bre todo de la familia burguesa, en un castillo inexpugnable tanto ante
los asaltos de la curiosidad ajena como ante las tendencias "bárbaras"
del propio yo a exteriorizar sus sentimientos y hacerlos compartir por los
demás. En realidad, eligió, para decirlo en menos palabras. la época de
la vergüenza, la culpa y la disciplina.
Esa sensibilidad que hizo del "pudor" y el "recato" una norma sa-
grada que impuso al alma y también al cuerpo, ¿cuándo dominó a la an-
terior sensibilidad "bárbara", la del juego y la risa estridente, la libertad
gestual, la muerte macabra exhibida, la violencia física y la desvergüenza
con que el individuo se mostraba e imbricaba en lo colectivo?
En la historia de la cultura, las fechas que delimitan períodos son ca-
si fantasías. Y sin embargo, la Historia necesita siempre de marcos cro-
nológicos que, a pesar de su arbitrariedad, permitan entrever su stistan-

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cia, el tiempo. Vaya esto como advertencia al infrnt0 que
sigue de apre-
hender, dentro de qué límites se situó el nacimiento de 7
la sensibilidad
"Civilizada" en toda la sociedad urugua,
Un análisis cuantitativo de las más significativas medidas guberna-
mentales y las modas sociales indicadoras del triunfo de la "civilización",
demuestra la existencia de tres décadas claves en la implantación del nue-
vo orden: los años que van de 1860 a 1890. De 33 hechos de esa natu-
raleza que hemos relevado, 26, o sea el 79 %, corresponden a esos treinta
años. Señalemos los esenciales.
En el terreno del disciplinamiento del ocio y la anulación de la Fies-
ta, de 1873 es el edicto de la Policía de Montevideo que prohibió el juego
de agua en Carnaval y fuera acatado por Vez primera por la población;
y de 1877 es el Decreto Ley de Educación Común que impuso a los niños
la obligatoriedad de la concurrencia a la escuela primaria.
El rechazo de la violencia física experimentó su primer gran triunfo
efectivo con la prohibición de esa clase de castigos a los niños impuesta
por el Reglamento de las Escuelas del Estado firmado por el Inspector
Nacional José Pedr6 Varela en 187,7, aunque recién culminó en 1907 con
la sanción de la ley que abolió la pena de muerte.
La implantación del puritanismo sexual acusó un decidido impulso
bajo el gobierno eclesiástico del Vicario y luego Obispo, Jacinto Vera (1860
1881); se nutrió de las rigurosas separaciones de sexos impuestas por
los edictos policiales y reglamentos ministeriales en los "baños de mar"
(1861) y el Hotel de - Inmigrantes (1884), y también del horror
. ante la
• 'seducción" que hasta los dirlgentes sindicales anarquistas testimonian
en su prensa ese último año.
Por último, el alejamiento de la muerte y su embellecimiento nega-
dor de lo macabro, hallaron su concreción én el Decreto de 1861 que pro-
hibió las misas de cuerpo presente en Montevideo; la resolución de la Jun-
ta' Económico -
Administrativa de la Capital en .1865 prohibiendo lacon-
currencia de los escolares en corporación a los entierros de niños; el triunfo
de la cruz sobre las imágenes macabras en los avisos fúnebres de la pren-
sa entre 1865 y 1871; el edicto policial de ese último año que ordenó lle-
var cubiertos los cadáveres en los ataúdes; las primeras manifestaciones
de la pompa fúnebre a la italiana hacia 1883; y la prohibición por la Junta
Económica Administrativa de Montevideo de la propaganda de objetos
fúnebres en 1891.
Pero no debemos olvidar que a menudo estas resoluciones represen-
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tan hechos socialmente diferentes. En algunos casos ellas respondían a
la sensibilidad "civilizada" de la elite que buscaba imponerse al resto
de la colectividad. La supresión del juego de agua en 1873, por ejemplo,
creemos sea de esta naturaleza pues el juego renació con ferocidad años
después. En otros casos, en cambio, culminaban procesos en los que toda
la sociedad participaba del horror ante la sensibilidad antigua promovien-
do su "civilización", por ejemplo, cuando la Junta Económico-
Administrativa montevideana prohibió en 188-6 la instalación de "carpas"
en que se vendían bebidas alcohólicas frente a los Cementerios los 2 de
Noviembre, hecho que fomentaba la "indecente" mezcla de la Muerte
con la Fiesta, típica de la anterior "barbarie".
Por zonsiguiente, ciertas formas de la sensibilidad antigua tardaron
en transformarse mls que otras y el avance de lo nuevo fue discontinuo,
contribuyendo a ello sobre todo las diferencias entre elite y mayoría, pe-
ro también un fenómeno rnIs difícil de detectar y sobre el cual la inves-
tigación nuestra no ha avanzado lo suficiente: la mayor supervivencia de
lo viejo en planos como el de la muerte, por ejemplo, frente a la relativa
velocidad con que fue vencida la Fiesta popular y su acompañante, el ocio.
Para explicar los diferentes tiempos con que los distintos planos de
la sensibilidad "bárbara" fueron sustituidos, muy probablemente deba-
mos tener en cuenta el nuevo modelo económico y social que a la par
se instaló en el Uruguay. De este modo se entendería con cierta sencillez
que el ocio haya sido derrotado antes que la imagen macabra de la muer-
te, pues vencer al ocio formó parte de los objetivos conscientes del nuevo
modelo mientras que crear otra imagen de la muerte, también esencial
para el triunfo de la sensibilidad "civilizada", apareció, empero, como
algo menos directa y claramente emparentado con la modernización de
la sociedad.
Las resistencias de la sociedad "bárbara" ante algunas transforma-
ciones impulsadas violentamente desde arriba -la condena del ocio y el
juego, la imposición del culto al trabajo, por ejemplo- prueban que detrás
de estos cambios de sentir y de conducta se halla la lucha social dina-
mizadora de un proceso cultural que fue, a la vez, obra de un sistema
de dominación.
Elite y mayoría tuvieron, entonces, sus propios "tiempos" y tam-
bién los tuvieron las distintas esferas de la sensibilidad. Hacia el NovE-
cientos, empero, la sensibilidad "civilizada" ha triunfado y todo tiende
a acompasarse y ocurrir a la vez: en las elites como en las mayorías, en
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el plano de la muerte como en el de la sexualidad.
Todavía en 1869 la prensa popular corno "El Ferrocarril" se la- 2. El entorno del Uruguay "moderno".

mentabáde la tentativa del Jefe Político de la Capital de prohibir el jultts

con agua durante el Carnaval - y llaivaba a la desbt-edierici a coiceuva .
"Lástima de ocurrenciaf...1 Por el pellejo de Belcebú! Y con qué quiere
Ud. que la emprendamos, estimado Sr. nuestro? [...1 Compasión, Sr Jefe
[y...] que prescindiendo de las flores y de los cartuchos (ay!, tan sen-
sibles al bolsillo) podamos entregarnos al placer de bañarnos recípro-
camente ¡Viva el agua fresca! ¡Abajo el ú.kase que la priva! (1).
En 1890, ese mismo tipo de prensa, caso de "La Tribuna Popular", con-
denaba duramente • 'el desenfreno• • que "pasó los límites"
pues "se jugó
[con agua] de una manera espantosa en las calles centrales de la ciudad
(2).
El cambio de actitud es sugestivo, el periodista de 1890 revela con
su terminante enjuiciamiento del "desenfreno" que hasta los dirigentes
naturales de los sectores populares habían pasado al campo de la sensi-
bilidad "civilizada". El juego, la risa impúdica y el desparpajo del cuer-
po tenían los días contados; la gravedad de la vida se había apoderado
al fin del loS uruguayos.
* * *
La fecha de finalización del nacimiento de la sensibilidad "civilizada'
por la que hemos optado, 1920, es provisoria y tiene cierto grado de ar-
bitrariedad. En la tercera década del siglo XX, parece, que a la vez de
ser dominante, la nueva sensibilidad comienza a experimentar cambios.
Las relaciones entre los sexos, por ejemplo, se modifican, y el baño de
mar en común es una novedad significativa. El aborto, en cambio, el mé-
todo de control «civilizado» de los nacimientos, parece instalarse defi-
nitivamente en los h.lbitos de las parejas, a lo menos montevideanas. Pe-
ro la investigación histórica no ha avanzado lo suficiente aún para per-
mitir afirmaciones rotundas. Si los treinta años que corren entre 1860 y
1890 son cruciales a la luz de esta historia como a las de las vidas po-
lítica, económica, social y cultural, las décadas que se inician en 1920
están en la nebulosa y convocan, en primer lugar, al trabajo heurístico
simplemente.
Llama la atención que estas tres décadas claves en que la sociedad
generó una nueva sensibilidad (1860-1890), sean aquellas mismas en que
el Uruguay se "modernizó", es decir, acompasó su evolución demográ-
fica, tecnológica, económica, política, social y cultural a la de Europa
capitalista, entrando a formar parte plenamente de su círculo de influen-
cia directa.
Entre 1860 y 1868 ocurrió la primera gran transformación en el me-
dio rural, su merinización, la incorporación de la explotación ovina al
" lado del tradicional vacuno, y, en la década siguiente, sobre todo entre
1876 y 1882, el segundo elemento alterador de la estancia tradicional,
el cercamiento de los campos y la aceleración del mestizaje ovino y va-
cuno, todos hechos que se hallan en el origen de la sustitución del estan-
ciero caudillo por el estanciero empresario.
La valorización de la carne, notoria ya hacia 1890, incrementada du-
rante la instalación de los primeros frigoríficos (1905-1915), se unió al
alambramiento para roerle a los sectores populares rurales aquella
"insubordinación" y "altanería" que había sido la pesadilla de los ha-
cendados, ahora sí transformados en patrones. La opción de la vaganci:
desapareció al misrnó tiempo que el gaucho se transformaba en peón, e
emigraba, o se marginaba en los "pueblos de ratas". Así se angostó e:
terreno propicio al juego "bárbaro" y al ocio del "vago".
Entre 1860 y 1890, la primera revolución industrial, la del vapor
se apoderó de la industria montevideana incipiente, de la agricultura y
del transporte, ocurriendo cl boom de la construcción de vías férreas en
tre 1884 y 1892.
* * *
La sociedad a la vez se estratificaba con claridad. Los observadores
extranjeros, ahora sí, distinguían clases y diferencias notorias. "El alto
comercio", y los estancieros nucleados en la Asociación Rural desde 1871,
comenzaban a ser llamados ya por 1880, "clases conservadoras", por
ser tanto impulsoras de la paz política interna corno guardadoras del or-
den social.
Los sectores populares eran ya observados con miedo social y no me
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ramente político, comenzaba a temerse más la Revolución a la francesa
que la anarquía a la uruguaya. El viejo estigma de la "insubordinación"
'identificada con la "holgazanería" estaba desapareciendo a ellos para
contento del patronato, pero al mismo tiemoo y para angustia de ~
-
tronato, la "insubordinación" renacía convertida en huelgas (en 1884 ocu-
rrió la primera de relevancia en Montevideo). Incluso la "insolencia" ni-
ral fue transformada en 1897 y 1904 por los caudillos blancos, muy a su
pesar, en guerras civiles luddistas, destructoras de los Signos del moder-
nizarniento burgués de los estancieros: cercos de alambre y toros Dur-
ham, carneros Rambouillet y Romney Marsh.
A la vez los europeos fortalecían con su exportación de hombres y
capitales este orden burgués que buscaba afianzarse. Sus primeras inver-
siones son de 1865: el Empréstito Montevideano-Europeo colocado en
Londres y la Liebig's Extract of Meat Co. Ltd. A ellas seguirán más tí-
tulos de deuda y la entrada británica en los servicios públicos con las em-
presas ferroviarias a la cabeza en 1873-77.
Los inmigrantes, que habían arribado desde Francia, Italia y el País
Vasco español en los primeros años de vida independiente, entre 1840
y 1890 llegaron a constituir la mitad de los habitantes de Montevideo y
las 3/4 partes de su población masculina activa. Se dejaron influir por
el espectáculo de la vida criolla "fácil", sin duda, pero también apor-
taron nuevos valores y un ansia monomaniaca de ascenso social que per-
turbó, tal vez definitivamente, el ocio, el juego y el "desenfreno" sexual
de la Arcadia "bárbara". Frecuentemente eran ellos los impulsores de
los cambios subterráneos que ocurrían en la sensibilidad y en los valores
socialmente estimados. Lo testimonia, por ejemplo, el estudio inédito de
I. C. Luniriaga y de los Santos, sobre la adhesión o rechazo del santoral
al designar los padres a sus hijos. La norma tradicional, el respeto al san-
toral, que alcanza el 70% de los primeros o segundos nombres de los hi-
jos entre 1800 y 1842, desciende al 55-58% entre 1843 y 1864, años de
fuerte inmigración; y mientras en el Montevideo blanco, criollo y espa-
ñol dcl Carrito, el respeto al santoral llega al 64%, en la ciudad colorada,
Ralo-francesa, argentina y oriental del Sitio Grande, el guarismo baja al
50% (3).
* * *
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Pero no sólo se transformó la relación del hombre con la sociedad,
también cambió la relación del hombre con sus sentidos. El entorno igual-
mente se modificó en el plano de los estímulos visuales, auditivos y ol-
fativos que, en general, se anemi7aron.
Todavía de las despensas de las casas de familia acomodadas esca-
,paba el aroma de las especias (en especial del clavo de olor), los dulces,
las compotas y las calsa s en conserva. Pero, otras variadas y ricas in-
citaciones a los sentidos de la época "bárbara" estaban ya desaparecien-
do en el Uruguay del Novecientos.
La creciente especialiaación de los barrios de Montevideo había ale-
jado hacia la calle Ronde,au y adyacencias; las barracas y el olor fuerte
de cueros y l2nns, y hacia el Cerro, el tufo del tasajo y de la carne vacuna
preparada en los mataderos de los modernos frigoríficos.
Los perros vagabundos ya no permanecían abandonados luego de ser
sacrificados por los celadores, sino que eran perseguidos y llevados al
depósito municipal. Orines y excrementos se vertían por seguros y fuer-
tes caños maestros y no contaminaban el aire.
Los — huecos" habían desaparecido al edificarse todo el casco ur-
bano y con ellos se habían ido el verde de las matas, el celeste azulado
de los cardos y el olor a yuyos y flores silvestres. Ya no se encontraban
perdices en los alrededores del Teatro Solís. Solo algún jardín interior
recordaba, pero muy vagamente desde su estudiada geometría o aparente
desarreglo, el contacto con la naturaleza sin doblegar.
A la ciudad de casas pintadas de distintos y cálidos colores que to-
davía había observado en 1890 el viajero norteamericano Teodoro Child,
la estaba sustituyendo la de fachadas uniformes -blancas primero y luego
grises- que imponían los nuevos métodos de construcción y el gusto
• ' moderno" . (3b)
El viejo silencio, tan poco quebrado antes, se transformó en el ruido
"urbano" desde que aparecieron las líneas de "tramways a caballo" en
1868 y los automóviles y el tranvía eléctrico en el Novecientos.
El entorno olfativo, visual y auditivo del hombre "civilizado" no era
contrastante y variado, no llamaba al ejercicio necesario y gozoso de to-
dos los sentidos. En realidad, el nuevo hombre podía casi prescindir, por
ejemplo, del olfato. La vida "civiliaada" convocaba al apaciguamiento
de las antiguas sensualidades nacidas al calor de las sensaciones olfati-
vas, auditivas y visuales, las apagaba por el aquietamiento de las inci-
taciones del exterior: la monotonía del color en la ciudad, el "rumor in-
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dustrial — , los olores fríos y neutros provenientes de la obsesión por la
"higiene pública". Es que la "civilización — volvió inútiles casi, el ol-
fato, la audición del silencio y la percepción de laguna infinita de Los
tonos y colores, reservados en adelante a especialistas: perfumistas, mú-
sicos y pintores impresionistas. Los uruguayos comunes ya no tenían por
qué estar alertas; su vida no dependía de la percepción inmediata del pe-
ligro en el matorral, sino de la reflexión requerida por el disciplinamien-
to de las pulsiones.
Si los cambios económicos y sociales alentaban el nacimiento de una
sociedad burguesa -o que, a lo menos, tendía a serio, como se puede ten-
der a los modelos de los países centrales en los dependientes-, esa tem-
prana burguesía tuvo a su alcance desde los años setenta, medios de pre-
sión suficientemente eficaces para imponer por primera vez en todo el
país y a cada uno de-sus habitantes, su concepción de la disciplina social.
El Estado se modernizó y volvió efectivo y real su poder de coac-
ción, a la vez que monopolizó la fuerza física, desde 1876; el ferrocarril
dio movilidad a las tropas del Gobierno central y alentó también la mon-
tevideanización del país, entendida aquí como irradiación de los valores
de la modernidad desde la capital a la campaña, el último refugio de la
sensibilidad —bárbara".
De su lado, la Iglesia Católica, desde el Vicariato y Obispado de Ja-
cinto Vera (1860-1881), con su clero, ahora sí, adusto y también él,
— empacado — , pasó a ser un vehículo eficaz de la propaganda en pro de
la contención de los — desenfrenos" a que tan propensos eran los ingo-
bernables de siempre: niños, jóvenes y clases populares. La escuela es-
tatal vareliana, por fin, gratuita y obligatoria desde 1877, imprimió a la
rez la obediencia y el estudio tanto al niño "indómito" de la campaña,
como al "jugador y pendenciero" de la ciudad.
El vencimiento de la sensibilidad "bárbara" se simplificó por haber
sido incapaz de teorizarse ya que la teoría era su negación. Esa ausencia
impidió la formación de una contracultura "bárbara" concientemente pro-
gramada. La teoría y el plan premeditado eran, en cambio, la esencia de
la "civilización" por lo que sus artífices fueron los elementos intelectua-
les de la nueva sociedad. Maestros, curas, y médicos, cuando buscaban
convencer o imponer conductas y sensibilidades acordes con el nuevo Uru-
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guay burgués ciespreciador del ocio y adorador del trabajo, partían de la
base de que esos valores eran indiscutibles, lugares comunes de toda y
cualquier cultura y orden social, por lo que alumnos, fieles y enfermos,
solo debían descubrirlos en su interior, es decir, intemalizarlos para me-
jor respetarlos. Así la supervivencia del gesto, el juego o la sexualidad
"bárbaros" comenzó a vivirse con culpa, la derivada del convencimien-
to que habían logrado introducir esos agentes del nuevo orden en la con-
ciencia del niño, el joven, el delincuente, el jugador, el holgazán, el
— calavera", y el impúdico de cuerpo y sentimientos.
Escuela, Iglesia y Policía fomentaron, en realidad, y para poner lí-
mites a sus influencias, lo que las transformaciones económicas impo-
nían si se quería seguir viviendo dentro de la comunidad y no como mar-
ginados: la eficacia, el trabajo el estudio, la seriedad de la vida, en fe-
lices palabras de un historiador ruso (4).
Las clases dirigentes en lo político-religioso, y las —conservadoras"
o privilegiadas en lo-económico-social, actuaron como los mls eficaces
agentes del cambio de la sensibilidad.
Esos sectores habían pensado ya a comienzo del siglo XIX que la
"regeneración" de la sociedad bárbara pasaba, entre otros hechos fun-
damentales, por la "civilización" de su manera de sentir la violencia, lo
lúdico, la sexualidad y la muerte.
El Uruguay del trabajo a la — yanqui" sustituyendo el ocio "a la es-
pañola", del aquietamiento de las pasiones políticas - y el "desenfreno"
lúdico, en el sentir de estos sectores pasaba por el fortalccimento del Go-
bierno central, la inmigración europea y la colonización agrícola de la
campaña ganadera, pero también dependía del cambio de sensibilidad, de
nuevas actitudes ante la vida y la muerte, tanto del rechazo a la violencia
sobre el cuerpo como de la mejor represión de los deseos "inconsultos"
del alml, tanto de la ocultación de la muerte como de su conversión en
poder formidable, aliado de la Autoridad y negador absoluto de la vida.
Lo dirá en el Novecientos un eximio representante de la sensibilidad
"civilizada", el Presidente José Batlle y Ordóñez, al justificar su opo-
sición a las "sangrientas" corridas de toros: "El que concurre por pri-
mera vez se horroriza de la atrocidad del espectáculo; pero la sensibi-
lidad se gasta, se cansa con su repetición, y el horror del primer día se
convierte, al fin, en una voluptuosidad que podría calificarse, quizás [...1
de verdaderamente salvaje". La sensibilidad "bárbara" y sus juegos anes-
tesiaban "la repugnacia fisica que inspira al hombre el dolor extremo",
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favoreciendo así la violencia física bajo todas sus formas, una de las cua-
les el Uruguay cónocía demasiado bien: la guerra Civil, madre dela ruina
del Estado y los particulares (5).
Sofocar la alegría "bárbara", cuya mIxima expresión se atcanzatia
en el ocio interminable del Carnaval, la violencia de su juego de agua,
la burla irreverente a la majestuosidad y el poder de la muerte acaecida
en la "ceremonia — del entierro del Carnaval, era esencial si se deseaban
cambios sociales, económicos y políticos. Lo dirán los jóvenes princi-
pistas Julio Herrera y Obes, Jacinto Albistur y Pablo de María, en 1873,
al aplaudir el primer edicto policial que con éxito prohibiera empaparse
con agua: "Sea la reforma del carnaval preludio de otras reformas más
graves y trascendentes. La regeneración de la patria será el hermoso fru-
to de los esfuerzos de los hombres de buena voluntad" (6).
La "distancia que media" entre el nuevo y el viejo Carnaval, es-
cribieron los redactores de "El Siglo" en 1878, es la existente
"entre la barbarie y la civilización". Los "días de locura general", con
muertes violentas, Ipaleados y empapados, habían cedido el turno "al
pornito de agua perfumada con pretensiones aristocráticas" ocurriendo
así una "verdadera revolución filosófico-social" (7). Julio Herrera y Obes
y Francisco Bauzá, el Presidente y el Ministro autores de la "supresión"
del 'iuego de Carnaval" en marzo de 1892, hicieron explícito, por fin,
uno de los argumentos que estuvo siempre implícito en los decretos en
pro de la civilización de la fiesta bárbara: "dificulta el desenvolvimiento
del trabajo por la abstención que impone a las clases ocupadas de la so
ciedad, durante los días hábiles que absorbe" (8).
En realidad, las clases altas sintieron muy tempranamente que la cues-
tión de la sensibilidad era una faceta mAs de la "cuestión social". La sen-
sibilidad "bárbara — fue considerada como uno de los aspectos a modi-
ficar del mundo en que vivían los sectores populares de aquella sociedad.
Para José Pedro Varela, el creador de la escuela disciplinadora del
niño -un "bárbaro" etano- y la población rural -el gaucho era un
"bárbaro — cultural-, la "civilización" de esas dos "barbaries" (tan sa-
gazmente emparentadas), era esencial si se deseaba la "regeneración"
del país. En 1865 escribió en La "Revista Literaria — que el gaucho (en
1877 añadirá: el niño), vivía en "La Libertad salvaje [...1 la libertad que
no refrena ni las malas costumbres ni los vicios y que hace que el hombre
se aproxime más y más hacia la esfera del animal". El rant del gaucho
(y del niño sin escuela, dirá después) era "el horror al trabajo", acti-
21
vidad que "ennoblece la criatura y fortifica en el hombre las sanas ideas".
"La ociosidad" en la que "los gauchos pasan su vida [..] es fuente de
todos los vicios y de todos los males". De ah! el "atraso" económico
del país, sus guerras civiles endémicas, pues "políticamente considera-
dos, los gauchos son elementos disolventes" (9). Solo la educación haría
del gaucho -y del niño-, de esos elementos ociosos y levantiscos
"bárbaros"-, ciudadanos trabajadores y. pacíficos: "civilizados".
Antonio Grarnsci, el enriquecedor marxista italiano, nos descubre un
mundo de relaciones similares entre la esfera de la historia de la materia
y la historia del espíritu, entre los cambios de la sensibilidad y las trans-
formaciones profundas de las estructuras económicas. En sus "Cuadernos
de la Cárcel" de 1929-30, dijo: "El industrialismo es una continua vic-
toria sobre la animalidad del hombre, un proceso ininterrumpido y do-
loroso de sojuzgamiento de los instintos a nuevas y rígidas costumbres
de orden, de exactitud y precisión**. Y añadió: • 'El trabajo, por ejemplo,
exige una rígida disciplina de los instintos sexuales, o sea un fortaleci-
mento de la «familia. en el sentido amplio (no de esta o aquella forma
histórica), de la reglamentación y estabilidad de las relaciones sexuales"
(10)..
Un modo de producción nuevo -como el que estaba gestándose en
el Uruguay de 1860 a 1890- implicaba cambios en la sensibilidad, mo-
dificaciones del sentir para que a la vez - ocurrieran transforrn.aciones sus-
tanciales en la conducta. Y así, sensibilidad y cambio económico entre-
lazados, no son ni causa ni efecto el uno del otro, sino factores que tanto
se abren camino juntos como se limitan y se obstruyen el pasó. Lo que
cuenta en estos lazos entre sensibilidad y modo de producción es, enton-
ces y antes que ruda, advertir su correlación, notar que cierto esfuerzo
de ascetismo, de toda la sociedad fue contemporáneo de su
"modernización" y que ambos fenómenos se alimentaron mutuamente
y se necesitaron.
 22
3. "Pecado" y "barbarie" la concepción católico -burguesa.
La naciente burguesía uruguaya (*) comprendió en la segunda naiiad
del siglo XIX, lo que su mentora en este plano, la Iglesia Católica, sabía
desde por lo menos el siglo XVI, que el mundo de los "desórdenes" en-
cubre al "desorden", que existen lazos, a veces sutiles y en otras oca-
siones hasta obvios, entre la disciplina en el trabajo y la contención de
la sexualidad; entre el desenfado del cuerpo en las fiestas populares y la
irreverencia hacia las autoridades, incluida la que los sectores dominan-
tes le atribuían a la muerte; entre las "rabonas" de los niños a las es-
cuelas y las faltas de los trabajadores a las fábricas los lunes; entre esa
"almohada del diablo", que era (,es?) el ocio según el Arzobispo Ma-
riano Soler en 1904, y todas las "malas pasiones", según apuntaran, en
total acuerdo, los liberales en 1866.
La clave implícita en esta postura afirmaba la unidad psicológica esen-
cial que impregna a todas las conductas humanas; sostenía que los planos
en que diferenciarnos esas conductas de acuerdo a las ideas habituales del
diario vivir, en realidad son brumosos y se interpenetran por doquier de
tal manera, por ejemplo, que la laboriosidad depende y a la vez influye
en la sexualidad, o la exacerbación del miedo reverente ante la muerte
va de la mano con la incapacitación para el juego y la risa irreverente.
La cultura "bárbara", parecen decirnos católicos y liberales, se com-
(*) Utilizaremos desde ahora este término extraído ás la historia social europea para
designar a nuestras "clases conservadoras". No eran lo mismo, pero so partcfan. La bur-
guesía europea y estadounidense de fines del siglo XIX era esencialmente financiera e in-
dustrial, la uruguaya, mercantil, financiera y terrateniente; la primera había llevado a su
culminación una concepción de la vida cuyo norte parecía ser la acumulación de capital,
la uruguaya todavía compartía sisa ideales con los derivados de cierto aristocratismo des-
preciad« del trabajo manual heredado de la Colonia que la atracción do la actividad política
y universitaria alimentaba permanentemente; la europea y estadounidense, por fin, domi-
naba a sus Estados respectivos, la uruguaya, en cambio, dependía del Estado. Sin embargo,
a pesar de estas diferencias de no poca monta, las situaciones sociales eran similares: ambas
eran, al fin y al cabo, clases altas poseedoras do los medios de producción, enfrentadas a
la necesidad de disciplinar a las clases populares a fin de tomarlas aptas para los sistemas
productivos modernos que impulsaban. Claro que no era lo mismo disciplinar al ya rela-
tivamente controlado campesinado inglés que "civilizar" al "proletariado" ecuestre y
"bárbaro - de la economía ganadera uruguaya.
23
portaba como una "gestalt", una forma vital que incluía entre sus in-
disociables componentes tanto la actividad lúdica desenfrenada como la
sexualidad "chusca", la irreverencia ante la muerte, la emotividad ex-
hibida y la admisión normal de la violencia física.
El "desorden", la esencia del pecado para los católicos, era, en sus-
tancia, la desobediencia al Padre, a Dios y sus reglas; la "barbarie", la
esencia del mal uruguayo para los liberales anticlericales, era, también
en sustancia, una desobediencia, la del **salvaje" a los dictados de la
'`civilización". Iglesia y Burguesía estuvieron de acuerdo en imponer a
todos, incluyendo a sus propios integrantes, el disciplinamiento de las pul-
siones, en otras palabras, en crear un tipo determinado de cultura y ese
tipo concluyó enlazado de alguna manera con el modo de producción y
el sector social dominante, por lo cual la impronta burguesa fue más de-
finitoria que la eclesial.
Pecado y "barbarie" se nutrieron de contenidos similares y fueron
equiparados, ganando la nueva sensibilidad para su causa tanto al cura
como al maestro y al médico, tanto la bendición de la Religión como la
sanción de la "sabiduría". El rebelde, el "bárbaro", era un alzado con-
tra Dios y contra la Ciencia, por lo que sus días estaban contados ya que
ninguna construcción ideológica podía oponer a esa formidable coalición
decimonónica. El "bárbaro" comenzó así a sentirse a la defensiva, a con-
vencerse de que debía protagoni7ar un cambio interior tanto más cuanto
al cura, al médico y al maestro se unió el cambio económico-social para
decretar la inviabilidad del anterior "desenfreno".
Las clases dirigentes -políticos y clero-, y los sectores
"conservadores" o burgueses, intencionalmente promovieron el cambio
de sensibilidad para imponer su concepción de la **tranquilidad" política
y el "progreso" económico. Y así, lo que ahora descubre el investiga-
dor, la unidad esencial entre la historia del espíritu y la historia de la ma-
teria, entre el tiempo de la sensibilidad y el de la economía, no es más
que esa intencionalidad, esa convicción decimonónica que hallamos lim-
piamente y sin ninguna clase de interpretaciones forzadas en sermones,
catecismos, libros de oraciones, textos y programas escolares, discursos
de legisladores y folletos del Consejo de Higiene.
El terror al ocio, a la sexualidad, al juego y la fiesta; el endios.-
miento del trabajo, del ahorro -de dinero y de semen-, del recato del cuer-
po dominado, he ahí la colección de miedos y valores que curas, maes-
tros, médicos, padres de familia y dirigentes políticos esgrimieron contra
24
el niño, el adolescente, el joven, la mujer y las clases populares, los prin-
cipales -aunqüe no únicos- destinatarios de esta "reforma moral". Por-
que la "moralidad", lo veremos, lo invadió todo hasta las que se creian
alejadas esferas del "orden en la casa" y la "higiene personal".
Así, el Arzobispo Mariano Soler recomendaba al clero en 1904, "estar
ocupados (siempre/ en cualquier trabajo útil [..1 por cuanto la ociosi-
dad es la almohada del diablo y la madre de los vicios de ia carne" (11),
consejo que su Vicario General, Santiago Haretche, en 1902 había hecho
extensivo a todos los fíeles por cuanto huir de las "ocasiones más fre-
cuentes que inducen a la deshonestidad" implicaba evitar no solo "las
malas compañías, las malas lecturas, las diversiones inmorales", sino
también ''la ociosidad" (12).
De su lado, el maestro vareliano enseñaba por el programa vigente
para cuarto año entre 1897 y 1914, que "La ociosidad es la madre de
todos los vicios" y que "El trabajo es fuente de salud, alegría y bienes-
tar". En 1925 repetía el texto de "Cultura moral": "El trabajo produce
además el apaciguamiento de los deseos inquietos. Todos los moralistas
lo recomiendan 12 aquellos cuyo corazón está turbado [...Jaleja de no-
sotros tres grandes males: el tedio, el vicio y la necesidad" (13). Corno
repetía un texto en uso por los maestros: "De todos los hombres míseros,
las ociosos son aquellos que más lo son j...lque no tienen otra cosa que
hacer sino satisfacer sus sentidos" (14).
El mismo vinculo entre ociosidad y "libertinaje" sexual -ambos dis-
funcionales a la economía moderna- lo había creído ya encontrar en 1885,
la burguesía anticlerical que informó favorablemente la ley contra la vida
conventual: "La ociosidad en que vivían los monjes [medievales, fuel cau-
sa de que bien pronto el desorden y la corrupción en las costumbres pre-
dominaran en los conventos [...1 de ambos sexos" (15). En 1866 el pe-
riodista liberal y colorado que escribiera en el diario "La Tribunita" lo
había también sostenido: • 'Dios dijo al hombre que amase el trabajo, por-
que su infinita sabiduría comprendió que Adán y Eva no hubieran sido
los primeros pecadores si la molicie y el abandono no les hubiese hecho
crear deseos" (16). La tesis sentada, que la caída había tenido su origen
en la holgazanería de la pareja bíblica, era, tal vez, la culminación de
este cristianismo burgués.
La ociosidad "bárbara" se aliaba al "vicio", sin duda, pero éste,
que era una hidra de mil cabezas, también se emparentaba con el des-
pilfarro económico. La mujer católica debía ser "modesta" en el vestir,
25
es decir y a la vez, gastar poco del dinero de su marido y guardar el
"pudor" en el traje, sostenía Mariano Soler en 1890 (17). La escuela va-
rellana de su lado afirmaba que "el ahorro" comprendía "la abnegación
de sí mismo, la supresión del placer presente por el bienestarfuturo" (18).
La represión de la sexualidad "bárbara" conduciría al trabajo, al aho-
rro de bienes materiales y también a la sabiduría, al "estudio". Porque
"el trabajo, sobre todo el mental, es fecundo en graves y santos pensa-
mientos'", decía Mariano Soler en 1890 (19), y porque "solo cuando los
hombres llegan a ser sabios y prudentes se hacer: frugales", según aña-
día el texto escolar del Novecientos (20),
El investigador halla en esta Prédica en pro del cambio de sensibi-
lidad, el señalamiento de dos grandes enemigos, siempre sugestivamente
entrelazados: la sexualidad y lo lúdico. Ellos están en la base, dirán cu-
ras, maestros, médicos y políticos, tanto de las irreverencias al orden so-
cial y político como de la "holgazanería", factores que caracterizaban
el Uruguay "bárbaro".
La sexualidad, he ahí un hecho particularmente irritante porque talo
lo invadía y lo subvertía: "Este instinto, más que cualquier otro, debe
ser disciplinado, yo no sé si las madres piensan en él con bastante se-
riedad", decía un artículo de 1910 en los "Anales de la Instrucción Pri-
maria" (21).
El juego, por fin, he ahí el ocio aliado a la risa, la "pérdida" del
tiempo, la negación del trabajo unida a la irreverencia frente a cualquier
orden, desde los emanados de la autoridad política hasta los derivados
de la lógica interior del lenguaje. Entonces los textos escolares de lectura
convirtieron desde 1880 al juego de los niños casi irremediablemente en
"travesuras", en "rabona" ante la tarea escolar, haciendo solo "virtuosa"
a la niña que "cuando alguna amiga curiosa iba a buscarla para pro-
poner un paseo, una diversión agradable no aceptaba nunca", se-
gún indica Alfredo Vásquez Acevedo en su "Libro Tercero de Lectura"
en 1896 (22). Por ello también, José H. Figueira señaló en 1907, en otro
"Libro de Lectura", buscando culpar al niño por sus inclinaciones:
"Nosotros preferimos el estudio al juego" (23).
La Iglesia~N sosteniendo lo mismo desde mucho antes. En la "Vida
de San Luis Gonzaga" reimpresa en Montevideo en 1861 y dada a los
niños como novela ejemplar, el santo: "Hizo en Florencia asombrosos
progresos en el camino de la perfección, reduciéndose todas sus diver-
siones a la oración y al estudio. Desde entonces hizo propósito de noju-
 26
gar en su vida a juego alguno y jamás lo quebrantó" (24).
El juego y la sexualidad creadores de un contra mundo de disipación
de bienes (el tiempo, el patrimonio, la salud y la "virtud"), eran incli-
naciones particularmente a disciplinar cuando no a suprimir. Detrás de
los dos estaban la risa y el placer, enemigos mortales de la seriedad y
el empaque que esta burguesía quería imponer a la vida "bárbara" para
"civilizarla" y tomarla productiva.
Y como la "barbarie" o su forma religiosa, el pecado, asomaban por
doquier, sus contraearas, la "civilización" y la virtud debían también in-
vadirlo todo.
Por ello suscribió Jacobo A. Varela en 1880, como Inspector Na-
cional de Instrucción Pública, el siguiente programa de "Moral y Ma-
neras" a enseñar a los niños: "La necesidad del trabajo. Moralidad de
la limpieza, del brden, de la economía. Análisis moral del estudio, de
ras diversiones, de los juegos de azar, la vagancia, el baile, la lotería,
el agio, la bebida de licores espirituosos, etc." (25). Los hechos habían
probado, a su entender, que el pecado y la "barbarie" podían asomar
tanto por la suciedad como por el baile.
Así comenzó el tiempo de la vigilancia estricta, del control de los
que por naturaleza eran "bárbaros" para esta sociedad burguesa: niños,
jóvenes, mujeres y sectores populares. Sus lugares y tiempos de espar-
cimiento -la taberna urbana, la pulpería rural, los bailes, el Carnaval- y
sus cómplices: hay toda una literatura catequfstica, médica y escolar so-
bre las "malas compañías" de los jóvenes y niños, desde los otros niños
hasta, y sobre todo, "los sirvientes". Esas "malas compañías" debían
suprimirse, controlarse o ser internalizadas COMO enemigos.
* **
La sensibilidad "bárbara" no solo provocaba el "atraso" econó-
mico, es decir, la "holganza", causaba también la anarquía política, mal
bien uruguayo, por cierto, y acercaba el socialismo, "mal" más bien eu-
ropeo en aquel Novecientos uruguayo.
Y ello sucedía así porque las "pasiones" minaban toda autoridad:
la de los padres frente a sus hijos, la del Gobierno frente a los ciuda-
27
danos, la del patrón ante sus peones y obreros. De este modo, y al decir
del Obispo Inocencio María Yéregui en 1884, los hijos que perdían su
'Pureza" en las escuelas del Estado, se volvían "incorregibles, llenos
de soberbia, desobedientes y díscolos" (27). POI ello también era que la
"concupiscencia", el deseo desenfrenado de placeres materiales, trasla-
lado del individuo a las masas conducía a la Revolución. Dijo Mariano
Soler como Obispo en su Pastoral sobre "La cuestión social" en 1895,
citando a Winterer: "Se ha negado la existencia del cielo y se ha pro-
clamado el goce material y sensual como el fin supremo de la vida. El
socialismo ha aceptado este dogma y pide la igualdad de placeres para
todos, reclamando el derecho de las masas en el banquete de la vida ma-
terial. ¡Con qué gritos de impudencia no manifiestan los socialistas la
sed que tienen de goces materiales [...]!" (28). (*)
Guerras y Revolución tenían su origen, según el católico "El Amigo
Obrero" de 1899 en la "Avidez que nunca se sacia fyl acuna tormentas,
levanta oleajes y desencadena en el corazón terribles huracanes" (29).
Por eso, parte de la burguesía siguió viendo en la Iglesia Católica
la mejor guardiana de las 'Pasiones" "bárbaras" del pueblo a la vez que
uno de IOS antídotos más eficaces "para alejar cuanto sea posible el so-
cialismo que nos invade", al decir del miembro de la Asociación Rural,
Juan G. Corta en 1874 (30). Y a los liberales ricos que habían olvidado
ese rol de la Iglesia, un cura se los recordó en enero de 1872, a pocos
días de la ominosa Comuna de París: "Si pudiera uno alegrarse de la
desgracia del prójimo, seda un estudio agradable de ver todos aquellos
pretendidos sabios, los abogados, los médicos, los magistrados, los ca-
pitalistas, en fin, todos aquellos que tienen bienes y posiciones, alterados .
por previsiones siniestras [...f el Señor les hace expiar ya la guerra es-
túpida que desde hace muchos arios hicieron a la religión. Principian de
convencerse que el hambre sin religión es no solo un animal, sino to-
davía el más terrible de los animales, porque a la _ferocidad del animal
reune la inteligencia y la ciencia para conseguir los deseos de sus ins-
tintos perversos". (31)
La "civilización" de la sensibilidad, entonces, no solo aseguraría el
cambio económico-social sino también que este cambio fuera en paz, es
(") Los socialistas por su parte, acusarán a la burguesía de sacrificarlo todo, incluso
su propia vida, a los "placeres materiales".
28
decir, conduciría tanto a la implantación del orden como a su propia in-
tangibilidad ya que la "barbarie" y el pecado, connaturales al hombre,
podían renacer bajo otras invocaciones igualmente inciviles, por ejem
plo, el socialismo y la Revolución, -de no dominarse los instintos 'por
versos".
Este fue el planteo de la Iglesia Católica y de la burguesía. Desde
el ángulo hasta aquí descripto, entonces, esta historia de la sensibilidad
"civilizada" es la de la construcción de un orden social:.
4. Víctimas y victimarios
Pero también esta historia de la sensibilidad "civilizada" es la his-
toria de una represión cuyas primeras víctimas fueron los propios autores
de la concepción católico-burguesa recién descripta. Desde este ángulo,
cl victimario se transformó en víctima, el burgués triunfó sobre el horn-
brc "bárbaro" que él también era. Dicho en otros términos, lo burgués
aparece mucho más como un modo de ser, como la adopción de una sen-
sibilidad determinada, que como un sector social dominante y victimario.
Y, sin embargo, también era esto último.
¿Qué factores debilitaron las resistencias de la cultura "bárbara" y
facilitaron, ca consecuencia, el triunfo de la "civilización"? Sin duda,
cl cambio económico, que fue tanto causa como consecuencia, de la trans-
formación espiritual; también la fuerza de los detentadores de los prin-
cipales instrumentos de coacción y socialización: el Estado, la Iglesia
la Escuela, el Hospital_
Pero 14 'barbane" fue minada incluso desde dentro de los sectores
que podemos calificar más limpiamente de víctimas: los niños, los :jó-
venes, las mujeres, y, sobre todo, las clases populares. La sola voluntad
de la burguesía y la Iglesia no hubiera podido imponer esta modificación
de naturaleza a la vez sutil y profunda a la sociedad de no haber contado
con los dirigentes y cierto sector -que no podemos cuantificar- de la masa
popular, particularmente en el medio urbano. Desde este ángulo, esta víc-
tima lo fue por partida doble, por su lugar social dentro de un sistema
que la dominaba y por adoptar una sensibilidad que frenaba sus
29
"pasiones". (*)
Los dirigentes ainclicales, los primeros enemigos ideológicos del in-
cipiente capitalismo uruguayo, fueron, por ejemplo, eficaces agentes in-
tenaalizadores de la sensibilidad nueva en el proletariado montevideano.
Del unánime elogio al trabajo y la condena también tin4nime del ocio"
y la taberna predicados por socialistas y anarquistas, extraigamos estas
palabras a favor del cristianismo dichas en el Club Liberal Francisco Bil
bao, semillero de dirigentes socialistas: "[el cristianismo, no -el clero/
condena todos los vicios y aconseja todas las virtudes; aconseja la virtud
en el trabajo, como primer factor para moderar las pasiones y adquirir
un modo de vida honesto" (32). .
Un breve pasaje por la prensa obrera futisecular y un conocimiento
parco pero real de algunas vidas de dirigentes sindicales del período, tes-
timonian el asombroso -asombroso por çimiiar al clerical- puritanismo de
estos hombres.
En las mutualidades de trabajadores de 1870 -tipógrafos y cocineros,
por ejemplo- la asistencia médica se reducía o no se prestaba en caso de
"Enfermedades originadas por el libertinaje" (33). Las historias ejem-
plares de jóvenes pobres atraídas por estudiantes burgueses o capataces
de fábrica, frecuentes en la literatura militante de la época, se bailan ur-
didas tanto sobre la base de la condena del explotador de la obrera como
de la condena del hombre "seductor", calificativo que recuerda, porque
es el mismo, al empleado en órganos católicos del período. Obsérvese
este ejemplo extraído de un folleto publicado por — La Biblioteca Juven-
tud Libertaria" en 1903: "Tristísima es la condición de la mujer obrera
Es la edad de los ensueiios y de las ansias amorosas [...] ¡Para cuán-
tas ha comenzado con la brutalidad de un capataz de taller que amenazo
f...J! ¡Cuántas que en su inexperiencia han sido víctimas del primer mo-
zalbete que las enamora para abandonarlas enseguida!" (34). La con-
cepción de la familia y la famosa "unión libre' anarquista eran igual-
(*) Los términos víctima y victimario no deben entenderse como tomas de posición
del investigador a favor de la sensibilidad '1.4rbara" por permisiva de las "pasiones'', y con-
dena de la "civilizada" por represora de las mismas. En realidad no hay construcción po-
sible de ningún modelo cultural sin inhibir las pulsiones. En todo caso de lo que se trataba
era de que este modelo "civilizado" reprimía severamente algunas -la sexual por ejemplo-y
encauzaba otras a favor del "progreso" económico, por ejemplo la agresividad y la vio-
lencia físicas transformadas en competencia y fuerte individualismo.
 30
mente puritanas. He aquí la definición de la familia ideal dada por el pe-
riódico montevideano "Lucha Obrera" en abril de 1884; "Atraídos por
un profundo. y recíproco afecto, los dos seres se unen para pasar toda
su vida Juntos [..1 y para elevar los lujos de sur amor". En cuanto a la
"unión libre" se aclara de inmediato su sentido: "La unión libre que no
debe ser confundida con el amor libre, o sea con el amor de los fáciles
cambiarnientos, y segundamente de los caprichos de la persona, [se basa
cal la igualdad del hombre y de la mujer y sobre ciertos derechos re-
conocidos a los niños contra los abusos del poder de los padres" (35).
Por eso podía suceder que los sectores "progresistas" menos avan-
zados -eso sí- de la causa obrera, el primer batllismo por ejemplo, en-
tregaran las menores "descarriadas" al cuidado y severa vigilancia mo-
ral de las monjas del Buen Pastor, tal el caso del Presidente Batlle y Or-
dóñez en junio de 1912, sabiendo perfectamente esos sectores que la
"civilización" de estas jóvenes pasaría no solo por el encierro sino tam-
bién por la misa diaria "a las7", la "instrucción moral y urbanidad [...1
de mañana y de tarde", para concluir a las 19 y 30 con las
"preces de
la noche" (36) ( 1.),.
La sensibilidad "civilizada" de los dirigentes socialmente contesta-
nos del Novecientos asoma en cualquier ocasión, incluso en aquellas en
que el investigador espera verla rechazada, al menos ideológicamente.
El sufragismo de las burguesas mereció este juicio de una dirigente anar-
quista montevideana en junio de 1911: "Para no ser elementos de diso-
lución, es decir, sufragistas, nos fundamos en que ese es un asunto que
no interesa a las mujeres de aquí, sencillamente porque viven todas ellas
muy a gusto en el seno de la familia, cuidando a sus hijos y acariciando
ilusiones sobre el porvenir. Las que en diferentes naciones europeas han
abrazado con frenesí f...1 el sufragismo, son en su totalidad mujeres que
soportan las terribles consecuencias de una pésima elección conyugal y
quo no esperan nada de los afectos de la familia, ni de las delicias del
amor" (38). Y conste que anarquistas y socialistas eran casi los únicos
en mencionar la necesaria "emancipación" política y familiar de la mu-
jer, hecho que, en el caso de los anarquistas no pasaba, claro está, por
el sufragio. Lo que interesa advertir del documento no es tanto el elogio
a la mujer "de hogar", desmentido por otros escritos si la dedicación
(*) Recién en 1928-29 el batllismo se atrevió a criiicar esta solución al problema de
las menores "descarriadas", proponiendo retirarlas del cuidado de las monjas.
31
a él era estricta, como el ascetismo de esa esposa "muy a gusto en el seno
de su familia, cuidando a sus hijos", y que solo se permite "acariciar"
las "ilusiones del porvenir", es decir, la Revolución Social.
Dirá un anarquista desde "Despertar" en 1913, en tono apocalípti-
co, moralizador y casi religioso: "Estamos en plena crisis de todo un num-
do que amenaza próxima ruina_ Desgastados lás resortes de la vieja mo-
ral 1..1 todo el mundo se entrega a las mas bajas pasiones (..1 Todas
las cualidades nobles de la persona bailan una danza macabra y se pros-
ternan en el altar de la concupiscencia' ' (38 b). Las condenas anarquis-
tas al "lujo" y la "concupiscencia" del burgués eran funcionales, en úl-
tima instancia, para el nuevo orden establecido. De ellas se deducía que
si la subversión política y social era auspiciada, no se entreveía, en cam-
bio, la sustitución de la sensibilidad "civilizada" sino su afian7amiento.
Si esta era la actitud de los dirigentes, ¿fue diferente la de la masa?
Hay indicios de que por lo menos la aceptación de la "civilización"
fue rns matizada.
El fin del juego del agua en Carnaval, por ejemplo, resuelto por la
autoridad desde 1873 con cierto éxito, fue resistido. Al menor debilita-
miento del control policial, se producía "la resurrección de tan bárbaro
juego", como acotaba "La Tribuna Popular" en febrero de 1890. Así,
en 1888 fue la soldadesca del Cuartel de Artillería la que se vengó de
la elite civilista y la caída del Capitán General Máximo Santos, bombar-
deando a • ?al' señoras" con "una bomba de goma llena de agua" (39);
en 1890, "el desenfreno subió de punto" y en el centro de la Capital SC
"agredía" con "baldes de agua, bombas tremendas, huevos naturales
y artificiales, tomates [...j a los particulares y máscaras que se veían pre-
cisadas a pasar por los cantones que se habían formado en las casas de
familia" (40); en 1892, el espectáculo se reiteró y la prensa "civilizada"
acotó: "No se respetaba a nada ni a nadie 114" (41).
La autoría de estos episodios fue atribuída por el Ministro de Go-
bierno, Francisco Bauzá, un "civilizador" a ultranza, a "muchas per-
sonas del pueblo" (42); otros, como el diario "La Tribuna Popular" en
1899, vieron en ello "a la unanimidad del público" (43). De lo que no
caben dudas es de su persistencia sobre todo en el medio rural y las ciu-
dades del interior, últimos refugios de la sensibilidad "bárbara" (44).
Porque allí donde la urbanización, la inmigración europea, el Esta-
do, la medicina, y la Iglesia Católica concentraron sus fuerzas -y sus fue-
gos contra la "barbarie"-, en Montevideo, la "civilización", como lo
32
deseaba Sarmiento, se instaló rápido y con fuerza incluso en la masa po-
pular. '
La urbpni7ación exigía y a la vez presuponía algunos elementos de
la sensibilidad y la conducta "civilizada , desde las normas de urbani-
dad que aherrojaban el anterior y "chusco" desenfado del cuerpo, hasta
el trabajo disciplinado al que era casi imposible escapar. La inmigración
europea, a veces por provenir de medios ya "civilizados" pero siempre
por desear el ascenso social, aceptaba y/o proponía "enfrenar" las
— pasiones" en pro del ahorro de casi todo lo que se creyera objeto pa-
sible de disipación: tiempo, dinero, y semen. Si a ello unimos en Mon-
tevideo el peso mayor del aparato estatal (ejército, policía, hospitales y
escuela) y del eclesiAtico (parroquias, colegios católicos, etc.), tendre-
mos un cuadro en que se conjugaba el vigor de los agentes "civilizadores"
(policía, inat-stro, médico y cura) con la predisposición de la población
urbana y los inmigrantes a dejarse "civilizar" cuando no a iniciar ellos
mismos el proceso del cambio de sensibilidad.
De ahí los paritanismos de origen popular que se advierten en la pren-
sa dirigida al gran público, la iniciativa que a veces tomaba el "pueblo"
de 'llamar la atención de la Policía sobre los dibujos inmorales que se
exhiben ante la vista escandalizada de las familias", como en enero de
1870 (45); las "quejas" de los pobladores de ciertas calles non santas
del barrio portuario, como Colón en 1866, ante el espectáculo que daban
de noche "ciertos establecimientos que debieran estar lejos para que allá
a solas, hiciesen sus moradores lo que mejor les cuadre" (46); y las car-
tas de los fieles al Obispo Jacinto Vera luego de 1870 proponiendo planes
para poner "un dique al presente desborde de la prostitución "(47).
La presión social en pro de la represión de las "pasiones" fue re-
conocida por las autoridades. Así, por ejemplo, Jacinto Vera debió co-
municar sus reservas para admitir como maestra en un colegio de monjas
a una joven de antecedentes dudosos aunque completamente reformada
en sus costumbres, ya que "si se supiera el origen de tales sujetos esto
podría ocasionar malas impresiones' • (48). ¿Acaso el propio lenguaje po-
pular no comenzó a designar con el calificativo de "calavera" a los jó-
venes que disipaban su "honor" y su fortuna en aventuras galantes, de-
notando de este modo condenar tal tipo de conductas? (49).
En otras ocasiones correspondió el turno a la prensa popular de cri-
ticar el ocio "bárbaro", la vagancia y la mendicidad. — El Ferrocarril"
definió su posición "civilizada" en 1870: "La caridad es una cosa bue-
33
no [...] pero la caridad fomenta el pobrerío y causa adversión al tra-
bajo" (50). Pero fueron los trabajadores y rxtquedos comerciantes del Ce-
rro los que dieron la nota de un cambio no inducido y sí asumido de sen-
sibilidad en 1886, cuando exigieron a la policía la prisión de esos
"individuos que hacen toda clase de empeños en establecer garitos y ba-
jo el nombre de ruleta [...1 juegos de azar tan peligrosos corno inmora-
les" (51).
* * *
En la Historia de la Cultura debe recordarse que no existen las brus-
Auedades del acontecer político. Y así como el ritmo de los cambios es
lento, también es cierto que poco o nada desapnrece por entero.
Todavía el Novecientos asiste a "buenas muertes" en familia, según
comprobamos en el tomo 1 de esta obra, y algún Carnaval se desboca
chuscamente hacia la "barbarie". Pero los dados están ya echados. La
sensibilidad "civilizada" ha ganado su batalla.
Elite política e intelectual, clase económicamente dominante, diri-
gentes sindicales y masa trabajadora -más en la ciudad que en el interior,
eso sí, probando una vez más el predominio del corte regional sobre el
social en el Uruguay-, comparten un mismo horror a esa altura explici-
tado con palabras y repulsiones, al exhibicionismo del sentimiento, la vio-
lencia física, la sexualidad incontrolada y "picaresca", al cuerpo desen-
fadado y la muerte exhibida.
En esos lugares se ha instalado la "privatización" de las emociones,
la represión del alma, el puritanismo, la gravedad y el pudor en el cuer-
po, la negación de la muerte. En menos palabras ya dichas: la seriedad
de la vida.
Algo de la vieja "barbarie", empero, permaneció como atmósfera.
Ese algo que pudo captar una emigrante italiana singularmente lúcida -y
anarquista- al llegar al Uruguay de 1930 y hallar: "Una mentalidad muy
particular que constituye, a mi entender, la esencia del Uruguay [...J.
El sentido de la libertad y de la dignidad personal, la falta de trabas,
el espíritu abierto, la naturalidad de la vida. Cosas que en Europa ya
se habían perdido [...J" (52).

CAPITULO II:
LOS NUEVOS DIOSES
I. El trabajo.
Los estancieros desde la revista de su gremio, los maestros desde los
libros de lectura y las aulas, los médicos desde sus consultorios, los curas
desde confesionarios y púlpitos, los padres de familia desde las cabeceras
de almuerzos y cenas, los políticos desde los editoriales de los diarios o
el parlamento, los oficiales del ejército desde sus regimientos y los jefes
de policía desde sus edictos, todas las autoridades de aquella sociedad,
entonces, comenzaron a predicar en estos años en torno a nuevos dioses
y diablos con -énfasis no igualado en el pasado por la unanimidad y cuan
tía de la" insistencia, y la novedad de algunas propuestas éticas.
Trabajo, ahorro, disciplina, puntualidad, orden, y salud e higiene de_
cuerpo, fueron deificados a la vez que diabolizados el ocio, el lujo, el
juego, la suciedad y la casi ingobernable sexualidad. Pero aquel Olimpo
y aquel infierno, tenían tendencias monoteístas: los nuevos dioses ten-
dieron a resumirse en uno solo: el trabajo, y los diablos casi siempre apa-
recieron como las máscaras que asumía la proteica sexualidad.
En 1876, la Revista de la Asociación Rural publicó los — consejos me-
morables" de Benjamín Franklin sobre el trabajo, único medio de
"enriquecerse", madre de todas las virtudes del ciudadano y el jefe de
familia, único padre, por fin, de "la felicidad" pues ésta no se
"concebía"
en el ocio (53). Los senadores y diputados que en 1885 criticaron a los
"holgazanes" monjes de los conventos de vida contemplativa, hallaron
que "en esta época de libertad 1...] todo se mide por la fuerza del tra-
bajo' "(54), y que el "fin" de "las sociedades democráticas, corno la nues-
tra [era...] honrar al trabajo" (55), "ley de la humanidad",añadió el
senador y jefe de la Masonería, Carlos de Castro. (56).
La escuela varelilni -entendiendo por ella a la estatal luego de 1877-
35
participó de esta convicción y fue uno de los agentes más eficaces en la
internalización de este nuevo dios por los niños y las clases populares.
Esa escuela que enseñaba a los niños, en el Libro Primero "¿Quieres
leer?", edición del año 1900, máximas como "Yo quisiera ser rico para
ayudar a los pobres" (57),y cuya comisión de nueve miembros nombra-
dos por José Pedro Varela en 1877 para estudiar los nuevos textos, con-
fiaba con cinco activos colaboradores de la Asociación Rural (58), pre-
dicó el trabajo a diestra y siniestra, obsesiva y monomanlacaménte.
El "estudio" o la "educación", las formas del "trabajo" en la ni-
ñez, eran la única manera que tenía el niño de hacerse "un hambre fuerte
y capaz para luchar ventajosamente con todos los demás seres de la crea-
ción", decía el "Libro Primero" de "Lecturas manuscritas" ea 1891(59).
Pedro Giralt en sus "Elementos de Moral" de 1875, y Pedro Ricaldoni
en sus "Preceptos de Moral — de 1883, textos utilizados en las escuelas
públicas, sostenían al unísono que "el trabajo" debía. considerarse ”Cor710
el origen del bienestar del hombre, que lo ennoblece, dignifica y vigo-
riza", formando "la condición absoluta de Paf dignidad, libertad, vida
intelectual, moral y religiosa [de] las masas populares" (60). Incluso "los
trabajos manuales [..] y las lecciones de cosas/llevaban/ la pretensión
de inculcar y hacer arraigar en los alumnos hábitos de trabajo, consi-
deración y respeto por los oficios, artes, etc, contrariando la corriente
tan acentuada entre nosotros de las carreras liberales",decía la Direc-
ción General de Instrucción Pública en enero de 1897 al elevar los nue-
vos programas de enseñanza al Ministro de Fomento (61).
Todos los recursos didácticos de la época fueron puestos al servicio
de esta deificación del trabajo. Desde las máxirnns que se hallan en los
libros de "Cultura moral — utilizados en los cursos de cuarto año hacia
1925 ("Trabajaré. Mientras soy pequeño trabajo ayudando a mis padres,
asistiendo a la escuela y estudiando mis lecciones. Más tarde según mi
inclinación, seré mecánico, obrero, ingeniero") (62), hasta las morale-
jas casi subliminales que contienen los libros de lectura escritos por Al-
fredo Vásquez Acevedo en las décadas finales del siglo XIX, en todas
esas ocasiones el trabajo es mostrado como la virtud a ejercer y el ocio
como el pecado a evitar. Alfredo Vásquez Acevedo proponía como mo-
delos a los niños estudiosos, obedientes y trabajadores en el hogar, y tam-
bién al estanciero, el peón y el inmigrante "laboriosos". "Puntualidad"
y "atención" en el cumplimiento de los "deberes" completaban el cua-
dro de las "virtudes". Y cuando algún personaje merecía en esos libros
 36
una biografía, era el "infatigable" médico Miguel T. Vilardebó, el
"sabio•'Dámaso A. Larrañaga -al que no se menciona por su obvia con-
dición de sacerdote-, o el extranjero Benjamín Franklin -el único que me-
reció el honor-, paradigma del hombre que seálatda hecho a sf mis=
por medio de la "laboriosidad" y el 'estudio" (63).
La escuela vareliana aceptaba el juego de los niños pero sólo circuns-
cripto a un tiempo específico y limitado, que se llamaba "recreo", y con-
denaba con el castigo de los padres, maestros y aún el "merecido" de
la policía, la "rabona".
Decía en 1881 el maestro Marcos Sastre en sus "Consejos de oro
sobre la educación dedicados a las madres de familia y a los instituto-
res", que "la disciplina [era] la base necesaria de la enseñanza"
y que
debía reinar en la escuela y el hogar "el orden, el orden ante todo, la
asistencia puntual fyf la constancia en el trabajo".
Lo esencial era "la
vigilancia incesante sobre todos los alumnos [..1 que no haya ningún ni-
ño un solo instante en que no tenga ocupación ya que la ociosidad
la/ madre del desorden y de todos los vicios" [era
(64).
Los libros de lectura del Novecientos siguieron en la misma línea pe-
ro buscaron, con más habilidad pedagógica, culpabilizar al niño por su
inclinación al juego, designado casi invariablemente con el término de
"travesura". Claro que se condenaba el juego de azar por dinero:
"Por
él gentes muy acomodadas han venido a parar en la mayor miseria y aan
en la cárcel, por él, además del dinero pierde el hombre la vergüenza".
Pero dos máximas de "Un buen amigo. Libro Tercero de Lectura" ree-
ditado en 1907, informan sobre la condena del juego también como di-
versión infantil: "El tiempo mejor empleado es el que dedicamos al es-
tudio" y "Nosotros preferimos el estudio al juego"
(65).
Así la sensibilidad "civilizada" comenzó a reducir el campo admi-
tido para el juego: primero, a un solo grupo etano de la sociedad, los
niños ( para los mayores, lo veremos, admitirá como sustituto del juego,
el deporte, un juego "serio" y con finalidades higiénicas), y segundo,
dentro de ese grupo advertirá a los niños que siempre el tiempo podría
ser "mejor empleado" en el estudio, la versión infantil del trabajo de los
adultos.
* * *
37
La deificación del trabajo modificó la moral anteriormente dominan-
te introduciendo criterios que desvalorizaron antiguas y ensal7arlas con-
ductas -la mendicidad, por ejemplo-, así como el tiempo dedicado
-iperdido?- a la adoración de Dios.
En el conflicto entre los liberales y la Iglesia Católica, uno de los
motivos que el investigador encuentra más real -por uruguayo, por no pro-
venir solo de la línea argumental del liberalismo europeoes la disputa
por el espacio que ocupaban los feriados religiosos, demasiado largo al
entender de los liberales, a preservar, sobre todo el de los domingos, al
entender del clero.
Ya en 1873, "El Siglo" sostuvo que cuando "el Decálogo j...J nos
manda santificar las fiestas, vemos inmediatamente que no se trata de un
precepto de moral universal, sino [...f religioso f..] que puede quebran-
tarse sin dejar por eso de ser hombre honrado" (66). En 1878, "La Con-
ciliación", dirigida por el colorado latorrista José C. Bustamante, y en
polémica abierta con el diario católico, sostuvo que: "La Iglesia se ha
quedado estacionada f..] La economía es para ella como un mito [..J
Lo que conviene es la supresión de tanto día festivo dejando reducidos
éstos al menor número posible" (67). Y en 1892, el estanciero y furioso
anticlerical Mariano B. Berro, calificó a los "Domingos y Fiestas" de
"días perdidos" para el trabajo (68).
1.2 mendicidad .-esa virtud "franciscana"- también fue juzgada con
dureza por los liberales y considerada como ''exigen,...,4a viciosa" que, sa-
tisfecha, tornaba rentables actitudes que debían eliminarse (69). La con-
dena de La mendicidad como conducta y de la caridad como respuesta so-
cial, fue puesta de manifiesto con rotundiciad por el Gobierno del Coro-
nel Lorenzo Latorre en octubre de 1877 al aprehender su policía "a Fray
Santiago en la Unión [..f porque andaba pidiendo limosna", el que fue
liberado solo cuando intervino la autoridad eclesiástica (70).
La propia Iglesia Católica modificó tambié.n sus juicios morales e idea-
les de vida y en el Novecientos ambos cambios la condujeron a deificar
el trabajo.
En la Edad Media el vicio de la "acidia" era identificado con el de
la pereza espiritual, es decir, el no cumplimiento de los deberes de ado-
ración a la Divinidad. Los mercaderes y su medio influyeron tal vez para
que se descubrieran los nexos entre la acidia y la pereza con lo material,
el descuido de los "deberes" que tenemos con la preservación y acre-
centamiento de nuestros bienes y los que se nos han encargado (71).
 38
En el Uruguay de Monseñor Jacinto Vera (1860-1881), la caridad
a la usanza casi medieval todavía parece tener buena fama, al menos si
consultamos los sermones del primer Obispo oriental y su corresponden-
cia, plagada de cartas del más diverso origen COrf la mns cuiitisa atver-
sidad de pedidos de ayuda y agradecimientos que el lector pueda ima-
ginar. En el Uruguay de Inocencid María Yéregui (1881-1890) y Maria-
no Soler (1891-1908), en cambio, sermones, catecismos y pastorales,
parecen modificar los criterios y adaptarlos a los de la m4 moderna Igle-
sia romana. En el "Nuevo Catecismo en ejemplos" editado en Madrid
«.:ri 1893, de uso en Uruguay, la pereza fue definida todavía en relación
sobre todo a "las prácticas religiosas"aunque también privaba "de los
vienes temporales" (72); en los Catecismos uruguayos de 1902 y 1906
-el de este último año, nada menos que el Diocesano-, la virtud de la
"diligencia" a usar "contra [la] pereza", fue definida como la que "nos
'lace cumplir con fidelidad y presteza constantes todas nuestras obliga-
dones" (73), o "con prontitud y gusto nuestros deberes" (74). Y en el
"Curso de Religión" de 1931, arreglado por H.D. para "los colegios
zatólicos montevidámos", la imagen gráfica de este "vicio capital" co-
rresponde a la de un campesino desperezándose luego de dormir la sies-
ta... (75).
Las pastorales de Monseñor Mariano Soler aclaran atin más esta pues-
a al día burguesa de la medieval acidia. En 1898, el Arzobispo afirmó
que "declarando el catolicismo pecado capital la pereza y virtud excelsa
?a justicia, es claro que ni en nombre del comercio y de la industria, ni
de la economía política es sostenible protesta alguna contra la concilia-
:ión con la Iglesia /del comercio y de la industriar (76). En la pastoral
le 1890 sobre el matrimonio, Mariano Soler había incluso abundado mis
en su moderna definición de la pereza cuando sostuvo que solo la
"actividad" era capaz de "salvar" del diablo (que siempre se sentaba
"cerca del perezoso') tanto a la "gran señora" cornoa la "hija del pue-
blo 1...1 indolentes" (77). La pereza fue mostrada también como madre
de la enfermedad y, naturalmente, de la "indigencia" (73), de lo cual
Mariano Soler dedujo en su pastoral sobre "La cuestión social" en 1895-
96, que Jesucristo había venido al mundo para "restaurar el honor y la
dignidad del trabajo" y del trabajador, envilecidos en el Mundo Antiguo
(79).
Estos principios del clero sobre el trabajo se tradujeron en puntos de
vista acordes con la visión patronal del tema, también compartida, es cier-
35
to, por la contestataria dirigencia sindical, según observáramos. La des-
cripción de la vida del gaucho, peón o vnArlero, hecha por el jesuita Fran-
cisco Costa en 1914, pudo haber sido suscripta también por un estanciero
"progresista— de la Asociación Rural o por Angel Falco, el poeta anar-
quista del Novecientos: "Les domina aún a los mejores la pereza, vicic
tan propio de estas tierras americanas, yasí pasan las horas muertas mu-
chas veces, con notable desmedro casi siempre de sus intereses, a no ser
cuando alguna faena campestre, que entonces sacuden algún tanto la pe
reza" (80).
Los dirigentes de la sociedad entera se habían contagiado de esa dei
ficación del trabajo. Así, el anticlerical José Pedro VareLa hubiera podido
firmar como consejos suyos a los niños, los que estampó en 1893 el ya
citado "Nuevo Catecismo en ejemplos": "Los niños deben acostumbrar-
se a ser laboriosos y aplicados" y 'Ea aplicación al estudio y al trabajc
encuentran siempre justa recompensa" (81).
La Iglesia en los hechos había sido capturada enteramente por esta
pieza matriz de los valores "civilizados". En 1873, su órgano, "El Men-
sajero del Pueblo", predicó el trabajo como virtud y cura contra el "vicio",
y atribuyó al "ateísmo" [4 la adversión al trabajo fi el/ amor al lujo
y aficción a los goces materiales que produciendo gastos exorbitantes pri-
va a las familias de sus recursos" (82), y en 1906 el jesuita Elías Reyero
propuso un modelo de examen de conciencia previo a la confesión en que
los fieles debían preguntarse: "¿Has dejado de trabajar por dormir u hol-
gar, de suerte. que se haya perdido cosa notable?" (83).
Pero la Iglesia no solo habló a los burgueses contra el "lujo" y el
"holgar". Parte de su discurso "civilizado" fue dirigido especialmente
a las clases populares. "El Amigo del Obrero — , órgano del Círculo Ca-
tólico de Obreros de Montevideo, los alertaba en 1899 contra la "pereza":
"No hay cosa más miserable que un hombre holgazán 114 El trabajo
no es un tormento, [es] el mejor remedio contra los caprichos y aburri-
mientos La naturaleza hace del trabajo un deber, la conciencia lo
eleva a una necesidad, y la costumbre lo ennoblece hasta hacer de él un
placer" (84). (*)
(*) A tan alto grado llevó el clero y el laicado de la —causa — católica la identificación
entre — virtud — y trabajo que, en el debate parlamentario de mayo y julio de 1823 en que
se discutió la Ley de Conventos, los legisladores católicos, algunos clérigos, los defendie-
ron con el argumento de que los monjes en la Edad Media "destrsontaron las tierras de-
40
También para la Iglesia (como para la burguesía) el pobre comenzó
a ser aquel que por su ocio rechazaba y agrietaba el mundo exaltado del
trabajo, y dejó de ser la víctima merecedora de la caridad la imagen Pre
sente del Cristo sufriente.
Es enlos años finales del Obispado de Jacinto Vera que se advierte
por primera vez ese cambio entre nosotros. En 1875 y 1876, "El Men-
sajero del Pueblo", órgano oficioso de la Curia, señaló la necesidad de
reprimir "la mendicidad" en especial de "las ni/las" por exigencias de
"la moral", aunque aclaró: "no nos mueve la prevención contra la men-
dicidad pero si bien hay casos en que puede y debe permitirse a al-
gunos pobres el pedirla limosna en el caso de que nos ocupamos
lejos de ser un bien la tolerancia, es un mal gravísimo que cede en des-
doro a ¡amoral". Por todo ello el diario aplaudió la medida del Ministro
de Gobierno, el también católico Tristán Narvaja, que había ordenado al
Jefe Político "aprehender los menores" y entregarlos a sus padres, fa-
cultándolo a imponer prisión o multas en caso de reincidencia (89). Y
eso, aclarémoslo, en el llamado, por la crisis económica y política, "4í10
terrible" de 1875.
En 1890, el segundo paso en la equiparación del mendigo y pobre
con el holgazán vicioso, lo dio el diario católico "El Bien" bajo la di-
rección de Hipólito Gallinal (h). Este sostuvo, también en año de crisis
económica y desocupación: "No llegaremos a decir que todo es falso en
esa mendicidad callejera 1..1 Más bien consideramos casi necesario que
existan porque son motivos que se presentan para cumplir el santo deber
de la caridad". Luego de esta afirmación sobre la funcionalidad de los
pobres para el plan de salvación de los ricos, añadió: "Pero en esta pro-
fusión de mendigos [..1 hay [...1 mucho de fingido; bajo la capa de men-
digos se ocultan muchos vagos, los harapos cubren muchas veces cuer-
sierras de Germania. de Francia, de Italia", además de reconocer, claro está, que tenían
también en su haber la "salvación [de] ¿a je, la religión, la piedad, la virtud". Con este
argumento del senador y sacerdote Pedro Irazusta (85), coincidió en un todo el diputado
Monseñor Estrázulas y Lamas (86). El senador Francisco Bauzá, verdadero jefe laico del
catolicismo, los apoyó al sostener: "Ahí están los autores rrrfs conspicuos diciéndonos que
muchísima parte del progreso de Europa, edificación de ciudades, establecimiento de puen-
tes y caninos, acueductos, labores de grandes campos y en fin todo lo que sigrufica pro-
greso, se debe precisamente a los Padres conventuales, a esos «haraganes. " (87). El en-
tonces cura párroco del Cordón, Mariano Soler, había sido, en realidad, el primero en uti-
lizar este tipo de argumento para defender la vida monacal en abril de 1885 desde el diario
"El Bien" (88).
41
pos robustos y aptos para el trabajo. /Muchos hoy/ haz: tomado la men-
dicidad como una profesión [...I Contra los falsos la policía debe obrar"
(90). Al mes siguiente sintetizó y aclaró alta más su pensamiento en otro
editorial: "En Montevideo la mendicidad es un vicio, no una enfermedad
social" (91).
Fue de nuevo Monseñor Mariano Soler el encargado de culminar la
modernización de la visión clerical de la pobreza. En su pastoral de 1894
sobre "La Caridad Cristiana" comenzó por defender a la Iglesia de la
frecuente acusación de la burguesía liberal de que con "la limosna fo-
menta la imprevisión. Ciertamente que sí - añadió cuando la limosna no
-
es previsora, es decir, cuando es excesiva' o está asegurada como un de-
recho; y observad aquí que este cargo se dirige no a nosotros, no a la
caridad libre y privada, sino a la contribución oficial en favor de los po-
bres. Con ella es por lo tanto, y no con nosotros /los CatóliCOSJ con quién
debe querellarse la economía social**. Es decir que la limosna era un de-
ber de los ricos pero no un derecho de los pobres y debía ser a la vez
previsora y no "excesiva", prefiriéndose siempre otorgar trabajo y no
"Inariii/ar• con la dádiva cuando el pobre podía "bastarse a sí mismo"
(92)-
El pobre a imagen y semejanza de Cristo se había transformado en
el obrero a quién se debía dar empleo. El discurso clerical a la vez que
se volvía racional y; moderno, perdía el anterior palios "bárbaro" que
o cargara de afectividad. Cumplía también con el requisito de la nueva
rszala de valores y dioses: la conversión del trabajo en mito salvador del
iombre.
* * *
Pero el trabajo no solo salvaba al hombre de la "indigencia" y le
aseguraba, como suprema "virtud", contra los "vicios", también era un
"placer", la coricepción "civilizada" del placer.
El libro sobre "El ahorro" utilizado por los inn/.stros varelianos del
Novecientos, comenzaba recordando su antigua naturaleza de "castigo"
divino para de inmediato ubicarlo en la esfera del "gozar": "El trabajo
es a la vez una carga, un castigo, un honor y un goce (...1 no es solo
una necesidad, sino también un placer" La escuela estatal postuló lo mis-
mo en sus textos de "Moral social" de 1925: "El trabajo corno fuente
de alegría ..1 todos [..1 sienten placer con mayor o menor intensidad
 42
mientras trabajan y cuando dan término a él" (94). "El Amigo del Obre-
ro", la publicación católica en artículo ya citado de 1899, aclaró la fun-
ción de ese placer: el trabajo era "el mejor remedio contra los caprichos
y aburrimientos".
El hombre "civilizado" comenzó a sentir entonces -por eso este cam-
bio pertenece a la historia de su sensibilidad- que en el trabajo se hallaba
la plenitud y la 'felicidad", como sostenía Benjamín FranIclin desde la
Revista de la Asociación Rural en 1876 (95), y que el ocio equivalía al
"aburrimiento" y a "ratos perdidos", como decían los maestros en sus
clases de "Economía Doméstica" de 1906 (96).
La culpabilización del juego "bárbaro" había conducido al vacia-
miento del ocio, a su conversión en tedio o en culpa por la "pérdida"
de tiempo. Del ocio-vacío solo podía salirse por el trabajo, un "placer".
El tiempo a través de la culpa se habla transformado, en el peor de los
casos, en un terreno plagado de diabólicas tentaciones, y en el mejor, en
la nada del aburrimiento. Solo el trabajo podía llenarlo y salvarnos del mal.
2. El ahorro.
El dios burgués del ahorro, de la "economía" -significado
decimonónico- tiñó a toda la sociedad "civilizada" y se convirtió en la
monomanía proclamada, y mayoritoriamente vivida, de aquella nación de
inmigrantes que el Uruguay era
Los viejos comerciantes espaillils de la primera mitad del siglo XIX
habían resaltado esa virtud. En 1831, uno de ellos, Francisco Juanicó,
le escribió a su joven hijo Cándido, cuando éste le pidió extender su es-
tadía en París: " /Debes/ tener siempre presente [...] conducirte con la
mayor economía, cierto de que solo con ella se viaja con fruto, cuando
al contrario el menor fausto priva de obtenerlo, haciendo perder el tiem-
po, los intereses y la opinión de los sensatos" (97).
ip El ahorro, más que la inversión audaz -juzgada ésta en última ins-
tancia como un gasto más- se universalizó como obsesión -y a menudo
como conducta- durante la "civilización". "Gastar" fue equiparado a
perder porque el yo había incorporado a su esquema corporal los bienes
económicos y sentía el gasto como amputación. Y esa noción de "pérdida"
43
también ganó a todo lo que salía del hombre -sobre todo su esperma-,
porque cMos hechos fisiológicos fueron equiparados al "gasto" de
"energía".
Las prédicas de maestros, curas y médicos contribuyeron a afianzar
estas sensaciones en el uruguayo "civilizado". La escuela vareliana no
perdió ocasión de señalar en sus libros de lectura, clases de moral y
"Lecciones de Economía Doméstica", los males del "despilfarro" y "el
gasto inútil" de dinero ("no se debe gastar dinero en lo innecesario"),
de tiempo ("el tiempo es oro", "el tiempo perdido no se recupera ja-
más"), de alimentos y bebidas ("no comer nunca hasta el exceso. No
beber hasta turbarse la razón") (98). El libro ya citado sobre "El aho-
rro" señaló que si era relativamente fácil hacer dinero -bastaban "labilidad
y laboriosidad"-, lo difícil, lo que necesitaba ser controlado a toda costa
-"dominado "-era el deseo de gastar, equiparado a dejarse "apoderar[del
la pasión temporal del goce" (99). (*).
* * *
Hubo un destinatario general de esta enseñanza -los niños- y otro que
mereció especial cuidado y atención específica: la niña, la futura mujer,
ese ser tan propenso al "lujo" y la "pasión".
Desde el "Programa de moral y maneras" de 1880, hasta las
"Lecciones de Economía Doméstica" de 1905 y 1906, pasando por el
ingenuo "El Libro de las Niñas" de Isidoro de María en 1891, todos in-
sisten en el particular cuidado que deben poner las amas de casa en "el
buen empleo del tiempo [con la/ conveniente costumbre de madrugar",
"inútil e innecesario"
el uso "económico" del dinero, el evitar el gasto
(101).
y el "lujo", y la "conveniencia de llevar libros de cuentas"
En 1885 apareció lo que tal vez sea la primera novela escrita por tin tl,
mujer en el Uruguay, "Tula y Elena o sea el orgullo y la modestia". En
(*) El fundador de la escuela estatal obligatoria, José Pedro Varela, ya había dicho,
es necesario crear y robustecer hábitos
al exponer las virtudes del ahorro en 1874: de
de ordenada economía en un pueblo que, corno el nuestro, peca a menudo por exceso
desprendimiento y despilfarro, como si se conservase vivo el espíritu, que malamente se
ha llamado caballeresco, de aquellos nobles pobretones y, sin embargo, grandes señores, ,)
que miran con desdén el ahorro y el dinero y la fortuna" (100).
44
ella, la internalización de estos valores y conductas por la autora, joven
recién egresada de la escuela, queda de manifiesto cuando equipara el lu-
jo con la "caída". La anécdota es morali7ante: Elena, la hija descarria-
da, pide a su padre un aderezo de oro. Al ido a comprar a la tienda, co-
noce a su "seductor" quien la conquista ofreciéndole "un mundo de lu-
jo". El padre dice entonces a Tula, la hija virtuosa: "Hija mía; el lujo
es el verdadero corruptor de la sociedad, es el que trae consigo la de-
solación y la miseria. ¡Cuántos hay que se han dejado seducir y han sido
sus víctimas! [...] nos ensoberbece y nos pierde si nos dejamos arrastrar
por él" (102).
El ahorro de los niños fue fomentado en las escuelas del Estado me-
diante las alcancías que el Banco de la República ponía a su disposición
"con sólo el depósito de dos pesos", y también con el llenado de los
"boletines de ahorro" que entregaba la Caja de Ahorro Postal para ser
cubiertos "con estampillas de valores reducid,: y que una vez llenos se
aceptan como valores de depósito" De esta manera podían operar en la
Caja "las mujeres casadas y los niños mayores de 12 arios", según se-
taló el programa dé "Cultura moral" vigente en 1925 (103).De.bía con-
VenCerSe a los niños, se leía en las "Lecciones de Economía Doméstica'
de 1905, "que lo que emplean en caramelos y otras golosinas y chuche-
rías es un gasto inútil, y que sería mejor guardar esos centésimos para
emplearlos más tarde en algún objeto útil cuando por el ahorro se hu-
bieran convertido en reales" (104). De esta forma también se culpabi-
lizaba la posible relación entre gasto, juego y placer, y solo quedaba exen-
to de malestar moral el gasto en objetos "útiles".
* * *
De su lado, la Iglesia Católica convirtió al ahorro en "virtud" y es-
cudo contra el "vicio".
En 1890, Monseñor Mariano Soler en su pastoral sobre el matri-
monio sostuvo que: "La economía es la fuente de la opulencia, de la ver-
dadera generosidad y de la fortaleza del alma j...] La profusión, por el
contrario, conduce directamente al servilismo y a la bajeza". Y en un
todo de acuerdo con la escuela vareliana y teniendo también él en mente
a la destinataria natural de estos consejos (la mujer), concluyó: "La ne-
cesidad absoluta de lujo ha llegado a ser entre nosotros una enfermedad
y muchos precipitan su ruina con una espantosa celeridad" (105). La
45
"economía" partía de la base del autodominio, del control de las pasio-
nes, ya que el gastar "la profusión" siempre se vinculaba, tarde o tem-
- -
prano, con el placer y la concupiscencia por los "bienes materiales". A
veces en ciertos Catecismos, el ahorro se justificaba per se, como ocurre
en el "Nuevo Catecismo en ejemplos — de 1893, una de cuyas máximas
sostenía: "La economía y el buen orden exigen que el hombre sea mo-
derado en los gastos que haga" (106). En otras ocasiones, el ahorro era
impulsado desde el examen de conciencia que recomendaban los devo-
cionarios. Obsérvense estas preguntas a los padres de familia del "Manual
Católico" de 1902: "¿Has hecho por acrecentar la hacienda, o guar-
darla, o la has malgastado?". Y enrola al pie se anotaba: "Algunos ma-
ridos pecan gravemente en esto, gastando mucho ¡Ay de los que van
a malgastar sus bienes veraneando en las costas del mar y jugando! • '(107).
3. El orden.
El orden, tener un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar, un
‘iernpo para cada tarea y realizar cada tarea en su tiempo, una cantidad
le dinero predeterminada para cada tipo de gasto y un gasto que se adap-
rigurosamente a ella, la "pasión" en días prefijados y la continencia
en los restantes, ciertas horas para el juego de los niños y otras para sus
estudios: he -ahí el programa "civilizado" que suplantaría a la
"improvisación bárbara". Todo debía ser dominado y controlado y, so-
bre todo, el placer y la "pasión".
El programa de enseñanza de "hábitos" para segundo año de escue-
la en las estatales de 1897, menciona en primer término "inculcar [...J
hábitos de regularidad" (108). En las "Lecciones de Economía Domés-
tica" de 1905 y 1906, la mujer ideal era presentada como "económica
y ordenada" ya que: "Con el orden, se aprende a equilibrar las entradas
y salidas, a disminuir las necesidades [...] y a emplear útilmente el tiem-
po y el dinero" (109). A tan alto grado llegó la preocupación por el
"orden" que Monseñor Mariano Soler en su pastoral de 1890 sobre el
matrimonio le dedicó un capítulo e hizo depender la dicha conyugal de
ese factor entre otros: "Una casa sin orden es un laberinto y un baratillo
en donde revueltos los muebles, los útiles y las ropas, y hasta las cos-
 46
lumbres y las horas, por decirlo así, creeríase estar en una plaza de feria
[...I perdiendo así el hogar doméstico todo su atractivo y los. rcCmyuges
su amor Pues ahora fijad la vista en una casa donde reina el orden:
todo en ella está en su sitio, no hay tiempowtra perder en enCtriátarcauf-
quier cosa que se solicita [..1 y cuando el esposo viene de sus fatigas
a descansar o a tornar su alimento, encuentra su lecho arreglado o dis-
puesta la mesa, y a la que ama su corazón, que modesta pero aseada-
mente ataviada, le viene al encuentro con el gorro y la bata"
(110).
Porque el orden de este universo ya "civilizado" era no solo parte
de un plan de dominio sobre sí mismo y las pasiones, sino también de
un plan de dominación: la imposición del esposo a la esposa y los hijos,
del patrón a sus dependientes. Por ello los planes de estudio de la escuela
vareliana hacían seguir o proceder el ''orden" de la "diligencia", la
"perseverancia" y la "puntualidad" (111).
Las pulsiones debían ser doblegadas por el "orden" porque se de-
seaba construir todo el futuro desde el presente, lo que obligaba a un des-
velo permanente, casi fáustico. De ahí la prédica sobre la necesidad de
la' 'previsión" -la esencia del ahorro-, del actuar pensando en el futuro
y, entonces, el Sacrificio del presente en aras de un mnnarta siempre lle-
vado más allá. Esta ética de "la vigilancia y [di cuidado continuo [..]
para conservar y aumentar los bienes que se poseen",
según pedía el
"Nuevo Catecismo en ejemplos" de 1893 (112), provenía en parte de
que el dinero con su "seriedad" intrínseca había contagiado a la vida de
su falta de humor. Lo dijo el libro sobre "El ahorro" de Samuel Smiles:
"Nunca tratéis ligeramente los negocios de dinero, el dinero es carác-
ter" (113).
La ética "bárbara" había llegado, como lo observamos en el Tomo
I, a sacrati7ar la risa y el juego. La ética "civilizada" sacralizó la se-
riedad de la vida. De una sociedad de jóvenes se pasó a una sociedad don-
de el "dinero" -un placer no infantil- dio madurez a quienes todavía ca-
recían a veces de edad suficiente para sentir la seriedad de vivir sin ese
acicate.
47
4. Salud e higiene.
Ante todo, una certidumbre que la investigación sustenta: la "higiene"
y 1a "limpieza", dos caras del mismo laecho cultural, la conservación de
la "salud" del cuerpo, también integran el código de la moral predicada
por médicos, maestros y aun curas. Y ello fue así porque la enfermedad
y la suciedad se incluyeron en la esfera del "mal".
El monacal y medieval desprecio del cuerpo por asiento del pecado,
y la gozosa suciedad del cuerpo "bárbaro", habían sido actitudes cultu-
rales que, aunque contradictorias, condujeron a hechos idénticos, en par-
ticular a la devaluación de la "limpieza" personal. Nada de esto per-
maneció en la sensibilidad "civilizada" que se horrorizó ante la
"suciedad" corporal y endiosó a la "higiene" y la "salud".
En 1885, "El Siglo" expuso la nueva concepción y criticó la antigua
por anacrónica: "Hoy nadie se retira a ejercidos [espirituales]. El que
más y el que menos se pasa los 365 días del arlo trabajando o divirtién-
dose [..] algunas de las prácticas que se observaban en aquellas casas
son contrarias a la moral y opuestas a las costumbres de la época
No es admisible en los tiempos que corremos que una persona se encierre
en una casa para darse de zurriagazos [...] Hoy se sabe que es inmoral
todo atentado contra la propia persona. Es deber del hombre conservar-
se en el más perfecto estado de salud que le sea posible" (114).
Veintidós años después, en 1907, el anarquista Florencio Sánchez en
su drama "Los derechos de la salud", llevó a su culminación esta iden-
tificación entre moral y salud, y lo hizo desde posiciones ideológicas con-
trarias a las del "burgués" "El Siglo". Roberto, el protagonista, expuso
la tesis del autor: "114 un enfermo incurable j...1 que descubre que su
esposa le es infiel [...1 acaba por encontrar lógica [esa] conducta jus-
tificándola en que no siendo apto para llenar las funciones de la vida,
no se considera con derechos para encadenar a los sanos a su destino
malogrado". El juicio fmal es expuesto por Renata: "Sólo deben vivir
los sanos" (115).
Los libros de lectura de la escuela vareliana ponían en boca de los
niños nuevas "plegarias": "Da, oh Dios, a las fuentes agua [...J Da la
salud al enfermo, pan al mísero mendigo Haz que mis padres y her-
manos [...fiengan salud y fortwuz y estén contentos conmigo" (116). Di-
nero, salud (y la recompensa de ser querido por las autoridades), he ahí
 48
las nuevas bases de la felicidad personal.
La "higiene" fue mostrada per la ideologiaada Medicina como
condición previa de la salud. Esta idea pasó a la escuela y la sociedad
entera, si es que no se originó en ésta más que en la observación científica.
Las "Lecciones de Economía Doméstica" ensenadas a las ni5ns fu-
turas "amas de casa", eran minuciosas en el capítulo sobre la
qui.. debía observarse en la casa, en la ropa, en la persona, en los ali-
mentos, en fin, "en todo lo que nos rodea, nos cubre y nos nutre". Ade-
más de las diarias -y a 'fondo"-, "quincenalmente" se haría la limpieza
general de todas las habitaciones, una por una, excepto la cocina que la
merecía "una vez por semana", COII la obligación de "sacudir, barrer,
lavar, fregar y limpiar todo cuidadosamente, no dejando un solo objeto
ni un solo rincón" sin haber recibido "la benéfica caricia de la escoba,
el cepillo, el agua, la lejía o el jabón" (117).
La noción de la "prolijidad" (la limpieza unida al orden) comenzó
a hacer aquí su foluna y a transformarse en el mejor elogio al ama de
casa ya que la '7prolijidad" se convirtió, como lo veremos ni4s adelante,
en una cualidad que denotaba la moral de la mujer.
"El aseo personal" completaba el de la casa en el Novecientos. La
"civilización" lo transformó CII "tarea diaria a que debemos acostum-
bramos desde niños", para que se forme en nosotros "un hábito": "La
boca, la cabeza, las manos, los pies, el cuerpo todo debe ser objeto de
un aseo escrupuloso". Los manuales de "Economía Doméstica" y los
libros de lectura, aconsejaban desde el diario lavado matutino de cuello,
orejas, cara y ojos "con agua pura", hasta el bato del cuerpo entero "por
lo menos una vez a la semana" en el invierno, debiendo hacerse en el
verano "todos ¡os días" (118). Los olores del cuerpo sucio eran, ahora,
calificados de "bárbaros", cuando no, como observaremos, de inmora-
les y asqueantes.
* * *
El clero católico, enemigo "natural" del cuerpo, fue, sin embargo,
conquistado por la nueva sensibilidad.
La vieja "salud pública' ' del siglo XVIII y primeras décadas del XIX,
lo había ya llevado a apoyar tanto la disposición del Cabildo de Monte-
video en 1790 de no enterrar más en las Iglesias (119), como el decreto
del gobierno de Bernardo P. Berro en 1861 en lo atinente a su prohibi-
49
ción de las misas de cuerpo presente (120). Pero ahora, salud e higiene
la se coaligaron para restar prestigio también a las viejas autollagelaciones.
'"(*). Quién lo ganó, en cambio, fue La higiene, término del lenguaje mé-
dico que maestros y curas popularizaron como "limpieza".
La "limpieza' fue recomendada a los niños por el católico "El Ami-
' go del Obrero" y vinculada sugestivamente al orden. Véase este artículo
de 1899: "Desde chico debe acostumbrarse a limpiar sus vestidos y po-
nerlos en su lugar. Nunca debe presentarse con la cara y manas sucias,
con las uñas largas y el pelo desordenado" (121). A fines del siglo XIX,
el 'senior Arzobispo" emitió una ''circular[4 contra la tuberculosis "
en que dispuso medidas "sobre higiene en los templos". A la prohibición
de escupir en el suelo de las iglesias y la colocación de salivaderas se su-
mó todo un conjunto de disposiciones sobre la "limpieza": se ordenaba
la diaria del piso en iglesias y capillas con trapos humedecidos en agua
con potasa en solución, y semanalmente con trapos empapados en solu-
ción de bicloruro; también diaria, con igual solución, de las rejillas de
los confesionarios y las reliquias luego de ser beldns; cambio cada dos
días del agua bendita de las pilas, "debiéndose [las] lavar con un parlo
humedecido en bicloruro" (122).
La Medicina convirtió en Ciencia -en Higiene- lo que era antes que
nada un rasgo de la cultura y así fue una de las fuentes ideológicas de
aquella sensibilidad "civilizada".
En sus vidas privadas, los médicos casi siempre transformaron en ob-
sesión las recomendaciones personales que hacían a sus pacientes y fue-
ron así las primeras "víctimns" de su propio saber. Muchos practicaron
(*) Sobre esto tema se nos permitirá la afirmación sin la documentación probatoria,
que expondremos en un futuro trabajo. Sirva, en el ínterin, la afirmación del jesuita F. Sa-
laberry en 1940 acerca de la vida de los primeros seminaristas uruguayos a fines del siglo
XIX y el Novecientos quo testimonia una real aunque modesta autoflagelación en relación
a las prác-ticas "bárbaras" de los siglos XVII y XVIII: "Los seminaristas 1...] durante el
curso llevaban cilicio y tomaban disciplina en las cansanilas varias veces a la semana".
En F. Salaberry: "Los jesuitas en el Uruguay. 31. Epoca. 1872-1940" 2da. edición, 1940,
p.36. Poc otro lado, el modelo de vida clerical propuesto por el Arzobispo Mariano Soler
a sus sacerdotes en pastorales y retiros espirituales, fue el de la acción social más que el
de la contemplación y la mortificación personal.

50
en sus viviendas y consultorios la raicrobiofobia. El miedo a La linfección
a la contaminación por los microbios, llevó a Pedro Visca, por ejemplo
a pasar las suelas de sus zapatos cada vezlque regresa~tarpest
entre las llamas que brotaban de una palangana llena de alcohol,
*frotándolos luego en un felpucld impregnado de bicloruro". Pablo Scre-
mini había colocado un gran recipiente con desinfectante a la entrada de
su casa donde se echaban las monedas de uso diario. (123). Todo eso mien-
tras los Consejos de Higiene recomendaban en épocas de epidemias des-
de por lo menos la década de 1860, "cuidar de la limpieza del cuerpo,
de los vestidos y de la habitación. Ventilar las habitaciones [..]" (124).
* * *
La salud fue equiparada con el poder sobre el cuerpo, es decir, con
el cuerpo al servicio de una vida laboriosa y larga y no de sí mismo. El
mal era la debilidad física, campo propicio para la enfermedad, definida
como un "empolitecimiento" de la sangre y los órganos más que como
,in funcionamiento atípico. Esta ética no juzgaba al cuerpo desde el cuer-
po sino desde afuera, como lo que se podía lograr de él para fines que
no eran estrictamente los de su gozo.
El vigor, la fuerza, la "riqueza" del cuerpo, eran los bienes a ob-
tener, y su debilidad, su "pobreza", el mal a exorcizar. El reinado de
la tuberculosis alimentó esta concepción. La idea burguesa del cuerpo,
como un lugar de combate entre la pobreza y la riqueza, la remató. De
un total de 43 avisos comerciales de medicamentos aparecidos en "El Si-
glo" en el primer semestre del año 1897, veinte, o sea el 47%, eran
**tónicos'', 'fortificantes" y "reconstituyentes" combatientes de diver-
sas debilidades o 'Pobrezas" dcl cuerpo. El mismo análisis en "El Te-
léfono" de Mercedes eleva el porcentaje al 55. Allí están esos "licores
reconstituyentes de la sangre" destruida por las "enfermedades del pe-
cho", las "anemias", la "debilidad", la "clorosis", la Valla de fuer-
zas", la "consunción", el "raquitismo", las "constituciones linfáticas
débiles o debilitadas" y "la pobreza de la sangre" (125).
Las deseadas "riquezas" y "desarrollo físico" del cuerpo influye-
ron incluso en los ideales estéticos. El cuerpo perfecto del hombre no era
el dcl adolescente griego -un ambiguo ser viril sin fuerzas-, sino el del
ser maduro, "robusto, fuerte, varonil", que tenía "los ojos brillantes,
el color de la salud en las mejillas [y] el paso firme", un dominador y
51
un triunfador en otras palabras (126). Por eso los tónicos prometían, en-
tre otras cosas, "producirfuerzas y crear carnes", tal La "Emulsión Scott"
( 127).
El cuerpo perfecto de la mujer también debía demostrar vigor, pero
en su caso eso se obtenía no por "el paso firme" sino por "el exceso
de gordura". Ya en 1869, "El Ferrocarril" caracterizaba el físico fe-
menino
. ideal como "ancho /del pecho, frente, caderas [y] gruesos bra-
ros, muslos [y] pantorrillas". (128). El Correo de las Niñns en 1895 ti-
tuló "El colmo de la hermosura. El exceso de gordura", el caso de una
niña de tres años convertida en "una elegante matrona en miniatura"
a la que había que ver • 'para darse cuenta exacta de aquella diforme gor-
dura y hermosura que, unida a la viveza de la niña, hace más atrayente
a aquella criatura". Los orgullosos padres la habían mostrado incluso
al Presidente de la República y llevado a la redacción de varios diarios
(129). Los medicamentos de fines de siglo que comunicaban "el secreto
de la bella '• a las niAAs y mujeres, prometían "la grasa necesaria"pues
"la falta de carnes significa falta de fuerzas — (130)-(*).
¿Este cuidado del cuerpo, esta sacralización del vigor y la higiene,
con qué revela secretas afinidades? ¿Acaso con el amor del burgués por
su cuerpo como herramienta? ¿Acaso con la necesidad de preservar el
cuerpo propio y el de los demás, partes esenciales de los aparatos de pro-
ducción y de consumo? ¿Acaso con que la higiene y la limpieza se en-
lazaban no solo con la salud sino también con la contención de ¡as pul-
siones en particular con el control de la sexualidad?
El amor del burgués por su cuerpo corno herramienta de su triunfo
económico y fundamento de su trascendencia a través de la herencia, es
un hecho, aun con las limitaciones que le impuso -y veremos- a la ple-
nitud gozosa "de la carne".
Las clases altas pasaron del descubrimiento dcl propio cuerpo al des-
cubrimiento del cuerpo de los dem:1s. Las epidemias hasta 1887, las en-
fermedades venéreas y la tuberculosis durante todo el siglo XIX y ci No-
vecientos, demostraron a los políticos y a las "clases conservadoras" uru-
guayas que la protección de su cuerpo requería también de la protección
(*) La Medicina más avanzada, a trav¿s de "El Primer Libro de la Mujer", reedición
montevideana en 1902 da un clásico europeo, consideraba a la 'flacura y obesidad dos de-
fonnidades —, aunque ya se inclinaba por preferir la primera a la segunda (131).
 52
del cuerpo ajeno (132), El cuerpo de todos merecía cuidados porque la
salud habíademostrado su condición social. Todos los cuerpos eran in-
terdependientes y si bien parecían-venci~epidecalasi-sidayillarets.^n1
veladores sociales a menudo-, quedaban todavía enfermedades que trans-
gredían lás barreras de clase y saltaban de una condición social a otra,
herman. ándolas a todas al final: la tuberculosis y las vergonzantes sífilis
y gonorrea.
La valoración del cuerpo ajeno -como consumidor, como mano de
obra- es también una razón que las fuentes testimonian. Ya en 1831, el
senador y vicario de la Iglesia Católica, D.A. Larrañaga, al oponerse a
la pena de muerte había argumentado que "nuestra cara patria no es más
que una pequeña nación de héroes, falta de población y sin aquellos bra-
zos necesarios para sacar todas las ventajas de un país fecundo j...1 no-
sotros, faltos de máquinas y de brazos [debemos/ economizar la sangre
de nuestros hermanos [...f" (133).
La preocupación de los dirigentes de la sociedad uruguaya por el cuer-
po de las clases populares se incrementó en el Novecientos. Los cursos
nocturnos para adultos que instaló el gobierno del Presidente José Batile
y Ordóñez en 1903, debían aconsejar normas de higiene a los inmigran-
tes y obreros que concurrían, en particular nociones muy precisas sobre
"el valor negativo del alcohol** y el positivo de los buenos alimentos (134),
enseñanzas que ya se impartían a los niños de las escuelas estatales por
los programas de "moral" de 1897 (135). Pero fueron los avisadores de
un "tónico" de 1869 lo mls francos al mencionar el interés económico
de todos en la salud del proletariado: "En la dosis de una cucharada pe-
queña, estimula el apetito. Es sobre todo útil a la clase obrera, a la cual
ahorra gastos considerables de enfermedades y tiempo perdido 14"
(136).
Las clases dirigentes también proclamaron el nexo sutil que según
ellas existía entre salud, limpieza, orden y moral. José Pedro Varela lo
dijo en 1874 en — La educación del pueblo". Los programns de "moral"
debían demostrar a los niños: • 'Las ventajas de la limpieza como higiene,
como cultura física, como respeto propio y respeto por los demás",
pues
dónde había desorden, había desaliño y suciedad (137). En el "Tratado
de Urbanidad" de 1890 que nuestros maestros utilizaron, se sostenía: "La
limpieza revela cultura y orden, y nos la recomiendan el decoro, la hi-
giene, la decencia y el respeto que debe merecernos la sociedad". El des-
cuido y desaliño podían "llegar al extremo de constituir un verdadero
53
delito (...1 por ejemplo, en el caso de que el traje, por su forma o por
roturas, deje mal cubierto al cuerpo" (138). Y el texto "Cultura moral"
utilizado en 1925 en el cuarto año de las escuelas señala: "El aseo per-
sonal está por otra parte relacionado con la moral [...1 La limpieza es
el mejor amigo de la salud, de la energía y del valor. Casi siempre hay
que desconfiar de la moralidad de quién en sus cosas fuese desaliñado,
sucio y desordenado" (139).
El vínculo de la "limpieza" y la "prolijidad" con la moral sexual
es prístino en ocasiones. Así, los baños aconsejados por el manual de
"Economía Doméstica" para séptimo año de escuela, por ejemplo, de-
bían ser de agua fría para las personas sarins, y de temperatura neutra
solo si las personas eran "muy débiles o nerviosas"; los "tibios" no
"debían tomarse nunca en estado de salud" pues "debilitaban" y ener-
vaban el organismo (140). Y cuando el manual para sexto año describió
los males que "la Prolijidad" evitaba, su autora relató de este modo el
aseo de las camas: "Debernos aborrecer las chinches f..] no sólo por
lo que nos perjudican chupándonos la sangre, sino por la repugnancia
que nos produce el solo pensar en esos insectos que se pasean sobre nues-
tra piel y la perforan con su asquerosa trompa" (141).
La identificación también se hizo entre "limpieza" y "belleza" en
los textos escolares y los manuales de divulgación científica del Nove-
cientos. "Los niños sucios son muy feos" era una frase corriente en los
libros de lectura finiseculares, por ejemplo (142).
La "limpieza" era la traducción burguesa y popular de la asepsia mé-
dica y ésta, la medicalización del afán burgués de dominar las pulsiones.
La esencia de la "limpieza" y el "orden", de la "prolijidad" en una
palabra, era el disciplinarniento del cuerpo, el ocultamiento de sus olores
y sus sudoraciones cuando no su anulación; una manera "civilizada" de
volver a obtener la vieja "pureza — medieval. Los microbios eran la for-
ma decimonónica de la impureza. Lavarse burguesamente reeditaba la li-
turgia católica con la purificación del sacerdote en el acto de la misa. Es-
te mundo se había secularizado pero también temía.

CAPITULO
EL NUEVO DIABLO
/ La lujuria.
La historia de la Iglesia Católica en el Uruguay, testimonia cambios
esenciales a partir del Vicariato y Obispado de Jacinto Vera (1860-1881),
la mayoría de los cuales reflejan su puesta al día con Roma y las preo-
cupaciones del clero europeo. Esta verdadera "reforma" uruguaya im-
plicó la reorganizaCión y moralización del clero, la creación de un sa-
cerdocio nacional, activo y disciplinante de la sociedad, su capacitación
teológica, y un cambio sustancial en la apreciación de la escala de los pe-
cados y los problemas de la sociedad.
Ocurrió entonces, una paradoja: mientras este reformado clero debía
combatir intelectualmente con una sociedad cada vez mis secularizada en
su cultura formal -sobre todo entre los hombres-, en el plano moral este
clero era el portavoz, tal vez un tanto excesivo pero al fin aceptable, de
ciertas obsesiones de la nueva sensibilidad "civili7arfa". Sucedió, en otras
palabras, un problema de sintonía entre aquella burguesía anticlerical que
marchaba hacia el ascetismo y la acumulación de capital, y aquel clero
reformado por los jesuitas que, ahora sí, practicaba y predicaba un as-
cetismo entendido como la condena de la lujuria, el ocio, el juego, el
"desorden" y el lujo.
La sociedad y el clero "bárbaros — habían vivido con escasa culpa
el ocio, el juego y "los excesos de la Venus". La sociedad y el clero
"civilizados" hicieron un esfuerzo cultural colosal por culpabilizarse de
todas esas prácticas: he ahf el meollo del cambio.
En la escala de los pecados hubo modificaciones y la lujuria se con-
virtió en obsesión; o se transformó en la única protagonista de la "caída"
o se la halló detrás de todas las demás "faltas".
Las vidas de santos entregadas a los niños para su edificación en las
55
clases previas a las primeras comuniones, las oraciones, los libros de mi-
sa y catecismos, los sermones, el acto íntimo de la confesión, vieron ga-
nar terreno a dos pecados, la "soberbia" y la "lujuria".
La "soberbia" negaba a Dios y sobre todo al poder de la Iglesia,
y su señalamiento específico era la respuesta de este clero a la sociedad
'uruguaya que se había rebelado contra ese Poder. Pero precisamente por
ello, la sociedad tuvo mejores armas para rechazar esa culpabilización.
La culpabilización por la "soberbia" era un hecho que iba en sentido con-
trario a la evolución histórica puesto que en realidad significaba, en aque-
lla sociedad uruguaya, el sometimiento a fuerzas no reales y la acepta-
ción de tutorías imposibles para clases en ascenso.
La culpabilización por la "lujuria", en cambio, era un hecho que
iba en el mismo sentido que el cambio histórico puesto que significaba
el sometimiento de los "excesos", su gobernabilidad en aras del nece-
sario ascetismo y orden que ciertas transformaciones económicas y cul-
turales necesitan. Entonces, la prédica del clero católico sobre la "lujuria"
logró una inmensa caja de resonancias, se fortaleció y creció en aquel
ámbito que la recibió como el esperado maná. Probablemente ese clero
exageró el horror y la repulsión, pero, observadas las fuertes resistencias
a este tipo de disciplinamiento, aquella sociedad aceptó esas demasías.
Al burgués le pareció casi imposible controlar la "pureza" de su hija,
de su esposa, y de las clases populares, si el anticlericalismo implicaba
también negar la ética cristiana y la función "moral" de su clero. Esa
ética y ese personal eran los únicos que sabían como doblegar la fuerza
más poderosa que anidaba en el hombre: el deseo. Solo ellos podían ga-
rantizar cierto control de la sexualidad porque conocían el inmenso poder
de "Venus". ¿Acaso Monseñor Jacinto Vera no había dicho en uno de
sus sermones sobre el hijo pródigo: "por más que el hombre vigile por
la conservación de/a integridad de las personas que le pertenecen, nun-
ca puede sofocar los secretos asomos de una carne que empieza a re-
belarse"? (143).
Para el clero culto el pecado era uno solo ya que, como decía Mon-
señor Mariano Soler en 1896, el origen de la "falta" radicaba en "el amor
de st mismo llevado al extremo, hasta la rebelión contra Dios". Si según
esta teología el orgullo o la soberbia protagonizaban el pecado, lo que
el fiel lefa u oía de inmediato, sin embargo -la lista de hechos concretos
en que éste se traducía- traía a primer plano casi siempre a la lujuria. Ob-
servemos la continuación de la afirmación ya citada: ese amor de sí se
 56
manifestaba ',Por el amor de nutra carne, de nuestra voluntad y de las
cosas de la tierra: es decir por la voluptuasida4, la soberbia y la ava-
ricia" (144)
El creyente que leía la prensa católica se nutría de una teología m4s
simplificadora aún, en que el supremo valor era el ascetismo y el anti-
valor por definición, "el amor de nuestra carne". En 1876, "El Men-
sajero del Pueblo", señaló los seis "escándalos" que se advertían en Mon-
tevideo.
Tres de ellos, la mitad entonces, aludían a las "faltas" de la carne
y encabezaban la lista: 'figuras obscenas" en las vidrieras de las tien-
das, "el espectáculo de los bañistas &observantes de/ las reglas de la
decencia", y la "tolerancia liberal" hacia los "escandalosos bailes de
sociedad". (4')
Pero dejemos de lado las impresiones y tratemos de cuantificar el pe-
so de la obsesión por la "lujuria".
Ese pecado ya había tomado el primer puesto en la escala de los men-
cionados en los senines europeos de los siglos XVII y XVIII, un 17,50%
de menciones, seguido muy de cerca por la avaricia: 16,80%. En el siglo
XIX ese porcentaje de menciones, en algunos casos y en el mismo medio
geográfico, se elevó al 44% y el primer lugar se transformó en domi-
nante (146).
El Uruguay no quedó al margen de esta evolución, probablemente
iniciada antes de 1860. Conocemos 34 sermones predicados entre 1860
y 1900, la mayoría atribuible razonablemente al primer Obispo, Jacinto
Vera, y al primer Arzobispo, Mariano Soler. Si nos atenemos a las men-
ciones que merecen los pecados capitales hallarnos esta escala de los tres
primeros:
Lujuria:
24%
Soberbia: 21%
Avaricia: 9%
(0) Los otros tres **escándalos" se referían a faltas contra la Iglesia como Poder, al
menos si los interpretamos en el contexto do esa época: "el trabajo servil [en] los día fes-
tivos"; la tolerancia hacia las "adivinas", y la introducción en "el hogar (de] los libros
impíos e inmorales". Este último, empero, también se emparentaba con los "pecados de
la carne" pues aludía no solo al "Jesús" de Renán, por ejemplo, sino también a las novelas
"escabrosas" (145).
57
Las enseñRrrrls morales del Evangelio a menudo eran unilateraliza-
das en su sentido y mostradas como sencillas condenas de la. "lujuria".
Para Jacinto Vera, por ejemplo, la 'parábola del Hijo Pródigo es uno
de los pasajes de la escritura en que encuentra el mayor consuelo todo
pecador pero muy particularmente los que se entregan al vicio corruptor
de la lujuria" (147).
En los libros de misa, devocionarios y catecismos conocidos, la cuan-
tificación no es un buen procedimiento para averiguar el peso de las ob-
sesiones que el clero fomentaba en los fieles por el muy simple motivo
de que esos libros, como se atrevió a decir uno de sus autores en la pri-
mera mitad del siglo XIX, pasaban rápidamente sobre el análisis del sex-
to mandamiento (*No fornicar') "para no abrir demasiado los ojos"
(148). Es curioso, sin embargo, que el espacio concedido a los manda-
mientos sobre la contención de la lujuria, sea mayor en los tres libros ana-
lizados anteriores a 1860, un 12%, que en los tres posteriores a esa fe-
cha: un 4,57%. Ese descenso del 60% del espacio tal vez testimonia el
peso del ccuItamiento, la densidad del nuevo silencio, el temor que había
invadido a la "civilización" de despertar la "carne" del creyente con
el conocimiento (149).
Lo que en este caso no demuesti 4 la cuantificación, lo revela el pro-
pio texto. El "Catecismo Diocesano" impreso en Montevideo en 1906,
al mencionar "los enemigos del alma, el mundo, el demonio y la carne",
añade que "este último es el enemigo más temible, pues no podernos des-
prerzdernos de él" (150), caracterización que hallamos idénticamente for-
mulada en una pastoral de Jacinto Vera sobre el ayuno de cuaresma pu-
blicada en febrero de 1873: "nunca os despojaréis de la carne, nuestro
mayor enemigo" (151) Y Santiago Haretche, el Vicario General del Ar-
zobispado de Montevideo, en su "Doctrina Cristiana — de 1902, al ex-
plicar el sexto mandamiento creyó su deber añadir un comentario ausente
en los restantes: "Los pecados de impureza, cuando son voluntarios y
advertidos, son siempre mortales y gravísimos" (152).
Igual primacía de la lujuria hallamos en los libros de edificación u
oración consultados. En 1861 se publicó en Montevideo el pequeño "Vida
de San Luis Gonzaga", libro ejemplar para los niños. Del santo jesuita
se menciona en primer lugar "que a los nueve años hizo voto de casti-
dad. En la observancia de esta virtud era excesiva su delicadeza. Nunca
permitió que le vistiese ni desnyclose su ayuda de cárnara y desde aquella
edad se impuso la ley de no mirar jamás a la cara a mujer alguna".
 58
En las pracione:s se encuentra a menudo el mismo acento sobre la
'Pureza "aguardar y 'las pecados de la sensualidad'
' a evitar. Dos ejem-
plos bastarán. La oración contenida en el reencionado texto de r861, pe-
día a San Luis Gonzaga "la castidad de mi alma y de mi cuerpo",
ade-
más de encomendar el fiel "al cordero inmaculado Cristo-Jesús" y
a la
"Purísima Virgen de Vírgenes", alusiones transparentes a la "pureza"
(153). "El Reparador de la Pasión", libro del presbítero Marcos F. Iriar-
te, editado en Montevideo en 1901, contiene catorce oraciones que si-
guen a comentarios sobre la Pasión. De ellas, en sólo una se especifica
el pecado y en ese caso la ayuda de Dios es pedida para desprenderse
de "todo aspecto sensual", expresión que en el fiel teñía un sentido mu-
cho más limitado a "la carne" por cierto, que en el mundo sabio de la
teología (154).
Porque podrá argumentarse que la interpretación teológica era la que
predominaba en el clero y que por ello la "sensualidad" incluía tanto el
amor por "la carne" como por el dinero. Es cierto. Pero también lo es
que el clero puesto iclar ejemplos coincidía con la interpretación más aco-
tada y simplista 'de los fieles y reducía el complejo mundo de la concu-
piscencia a la lujuria. Obsérvese el arlii de las relaciones de los padres
con los hijos según "El Reparador de la Pasión" de 1901. La vigilancia
paterna debía ejercerse sobre todo en cinco ocasiones, tres de ellas, el
60%, eran favorables a los pecados de "la carne": "Si van con malos
compañeros, de noche sobre todo. Si han cantado canciones obscenas,
leído o prestado novelas, pennitidose libertades y chanzas impuras. Si
van a bailes, saraos, comedias y juegan con dinero quitado a sus pa-
dres" (155).
En el confesionario, el lugar reservado a la intimidad del fiel con Dios
y su clero (el hecho sacramental culpabilizador por excelencia), el cre-
yente debía ser aleccionado especialmente en relación a la lujuria, si te-
nemos en cuenta el "Manual de los Confesores" que conocemos. El mo-
delo de "confesión general" que debía proponerse a los concurrentes a
la comunión pascual anual, dedica el 56% de su espacio a interrogantes
y problemas vinculados a la lujuria y el 44% restante a todas las otras
"faltas" (156).
De los penitentes que se decían poseídos por el demonio,
"especialmente de la mujeres, era 'prudente sospechar estas especies
de invasiones [...1 la mayor parte imposturas, ilusiones o enfermedades".
En una sola ocasión este racionalismo casi ilustrado retrocedía y el con-
59
fesor debía retornar al exorcismo: cuando se presentaba "algún penitente
atormentado de esta especie de tentación por el enemigo que la Iglesia
llama el espíritu de fornicación" (157).
Los ejemplos dados en el caso de las "diferentes especies de oca-
Vsión " propicias al pecado, aluden sobre todo a 61
"en materia de pla-
ceres sensuales". En relación a ese mal trágico y consusta nciafdel hom-
bre cristiano, la reincidencia, "los hábitos y recaídas" refieren solo las
faltas de "la carne", desde "la mds repugnante lascivia" hasta el pecar
'solamente por palabras, por miradas o por tocamientos licenciosos"
(158).
Tan grande era la obsesión por la lujuria que el propio autor llamó
la atención a sus lectores clérigos sobre este reduccionismo a una sola
' 'falta" de su riquísimo mundo: "Debo advertir que muchos confesores
despliegan un verdadero celo no tan solo en separar sino hasta en alejar
a sus penitentes de todas /as ocasiones próximas de pecado contra la cas-
tidad, pero se descuidan de hacerlos abandonar las demás ocasiones de-
masiado numerosas de pecar contra las diferentes rrzanclarrdento.s- de Dios
"
(159).
El laicado culto y el clero sostuvieron incluso que el Diluvio se había
debido al triunfo entre los hombres del "vicio impuro o fornicación".
Lo dijo el joven intelectual católico Rafael Sienra cuando convocó, desde
Montevideo, las "aguas del diluvio** y "la lluvia de firego• sobre la nue-
va capital del placer sensual -Río de Janeiro en 1896- (160); y lo reiteró
el Hermano Damasceno, autor del "Curso de religión para los colegios
católicos" de 1923-31: "este pecado es tan feo y Dios lo aborrece tanto,
que resolvió destruir todo el género humano por medio de un diluvio"
(161).
En realidad la Iglesia Católica Llamó a un combate por el puritanismo
que iba incluso más allá de lo deseado por la burguesía liberal. A ésta
le interesaba cierto autodominio personal del instinto sexual y sobre todo
-lo veremos-un control estricto de "sus" hijos, "sus" mujeres y "sus"
empleados, obreros y peones. Cuando, pasado el tiempo, esa misma bur-
guesía y toda la sociedad comen7aron a admitir cierta laxitud en las cos-
tumbres -el baño conjunto de los dos sexos en la playa que recomenzó
hacia 1920, por ejemplo-, la Iglesia, en cambio, siguió manteniendo su
obsesión en torno a la lujuria.
De este modo, en mayo de 1935, la Arquidiócesis de Montevideo
elevó al Nuncio un "informe sobre el cinematógrafo" que redujo "el mal"
 60
a ese pecado, en la más pura tradición del clero "civilizado" del No-
vecientos: "Las películas que suelen darse. d4sde el punto de vista re-
ligioso y moral, de ordinario son co -mpletamente contrarias a la religión
y moral, pues totalmente inspiradas en argumentos pasionales, desarro-
llados en forma sensual y provocadora de todos los bajos instintos [hacen]
la apología de la _fornicación, del adulterio, del robo, €14 divorcio, etc.,
etc." (162).
Este desfasaje, empero, no debe ocultamos lo esencial: la Iglesia Ca-
tólica fue un formidable poder en pro de la doma de "Venus" cuando
La sociedad uruguaya con las "clases conservadoras" al frente se lo de-
mandó a partir de 1860.
2. El libertinaje.
La burguesía liberal no usó el término "lujuria" sino el de
"libertinaje" o "vicio" al condenar "los excesos de la Venus". Pero
de su concepción se deduce un cercanía, que a veces es identificación,
con los ideales de "pureza*: y de "virginidad" de la Iglesia Católica.
Esta similitud llama la atención por cuanto ya mencionamos conceptos
morales parecidos en los dirigentes ácratas, hecho que debería servir pa-
ra alertarnos sobre lo que no es solo un proyecto de dominación sino tam-
bién, y a la vez, un cambio en las valoraciones colectivas y en la sen-
sibilidad de todos que victimizó incluso a los victimarios.
Si consideramos ciertos tempranos proyectos de divorcio o las pullas
de la burguesía liberal a la vida monacal y el celibato eclesiástico por
"atrofiar" la naturaleza del hombre y la mujer, descuidaremos el ele-
mento que da unidad y coherencia a la moral sexual burguesa: su prédica
de la contención, su adopción de un determinado tipo de ascetismo, su
compromiso también puritano, en otras palabras, hecho que informa ca-
da una de sus acciones públicas y privadas y que hizo, también en su ca-
so, de la "virtud" una necesidad social.
Las críticas al ascetismo católico son meras acotaciones a una moral
cuyos "excesos" no se comparten pero sí sus principios. Esa burguesía
aparentemente partía de una moral mAs "natural". En ella no cabía el
"voto de castidad" [que] contraría el orden social [pues] allí donde hay
61
una aptitud, donde hay el órgano de la vida, es deber ejercitarlo",
sostenía
el diputado Benito M. Cuñarro en 1885 (163). Por ello este voto y las
reglas del aislamiento y el silencio vigentes en los conventos, "lejos de
desarrollar las facultades del hombre y de la mujer las atrofiaban", decía
el diputado Carlos Gómez Palacios. Concordaba con etos juicios su par,
el médico Jacinto De León, ya que "todo hombre tiene la obligación de
tener hijos y educarlos'' (164). Las monjas estaban "condenadas", eran
"Wrifelices desilusionadas, nacidas para sufrir y para ver angostarse su
-
'ida sin ninguna esperanza o ilusión para animar [4 un cuerpo muer-
to!", escribía desde "El Teléfono" de Mercedes el liberal Mariano B.
Berro en 1893 (165). La Comisión de Legislación y Constitución de la
Cámara de Representantes, al informar en mayo de 1885 sobre el pro-
yecto de "Ley de Conventos", llevó a su clímax estas críticas y pareció
acercarse casi a una moral hedonista cuando sostuvo que lo que hacía el
clero al "deprimir el cuerpo, mortificarle con ayunos, cilicios y demás
medios de disciplina monacal [era] deprimir la parte moral del hombre
[..1 rebajar su inteligencia [..1 reducirlo a mero instrumento, sujetarlo
a la ciega obediencia, a la voluntad del superior" (166). Y en la novela
"Cristina" publicada por el militante liberal Daniel Muñoz precisamente
el año en que se discutía la "Ley de Conventos", el padre critica en estos
términos a la hija que desea hacerse monja luego de la muerte de su no-
vio: "Si tú eres su obra ¡la de Dios1 haces mal en destruirte [..1 llevada
de esas doctrinas fanáticas de que te han llenado la cabeza en el Cole-
gio" (167).
Pero el discurso dentro del cual aparece este "hedonismo" debería
alertarnos sobre su rea/ sentido. La vida monacal era mal vista porque
violaba el principio del trabajo obligatorio y llevaba a su "menosprecio"
El clero era criticado por ser un poder que se oponía en el seno del Es-
tado al poder de la burguesía, y en el seno de la familia al poder del pa-
dre, arrebatándole hijas como hermanas de caridad o monjas, y fortunas
corno "dotes" o "donaciones". El problema radicaba, como dijo prís-
tinamente la Asociación de Propaganda Liberal en uno de sus folletos edi-
tados en 1904, en que los curas habían hecho "del celibato un instru-
mento de dominio" y de intromisión dentro de los hogares (168).
La ética sexual católica, sin ciertos rigorismos que la propia Iglesia
reservaba para los que deseaban la "perfección" ,fue en realidad acep-
tada y predicada por la burguesía liberal. Lo expresó en relación a la re-
ligión toda, el anticlerical Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pú-
 62
blica, Juan Lindolfo Cuestas, en 1885: "La Religión es tan necesaria co-
mo la luz y el aire. Sin Religión no el posible_que *aya ítapuel2kukikigilal,
Es la base de la civilización, de la familia".
El problema con el cato-
licismo radicaba en todo caso en sus "exageraciones"; los
'pueblos
[debían] tener religión [perol tener religión justa"
(169).
Veamos algunos ejemplos del lenguaje y el discurso puritano de esta
burguesía liberal. La masónica "Sociedad Filantrópica Cristóbal Colón"
tenía entre sus objetivos apoyados por el católico Ministro de Gobierno
Francisco Bauzá en 1893, "el socorro de los pobres virtuosos"
(170).
La "caída" de "una niña honesta y pura a los festines de la liviandad'',
fue también juzgada como "deshonro "por los liberales finisecillares (171),
y los centros prostibularios montevideanos, por ejemplo, la calle Santa
Teresa, fueron calificados de la misma manera por el católico Rafael Sién-
ra y por los anticlericales diarios "La Razón" y El Siglo": "el barrio
infame", "el antro del vicio", "las llagas sociales"
de la Capital. El
libro de Sienra sobre esta materia fue elogiado por esa prensa por
"perseguir la podredumbre social, denunciarla, presentarla en toda su
forma repugnante". (172)
Esta moral de la repulsión informaba el discurso cotidiano de los bur-
gueses anticlericales y a la vez puritanos. Se la entrevé en las conferen-
cias de las logias masónicas al discutirse en 1915 el proyecto badlista de
conceder los derechos políticos a la mujer ya que en algunas se observa
el mismo miedo a la sexualidad que hallamos en el clero católico, idén-
tico cuidado por la "honestidad" y el pudor de las esposas e hijas "de
familia". Obsérvese la intervención de Julio Bravo en la Logia Razón:
"la misión de la mujer está en el hogar y no en la calle porque al darle
ingerencia en las causas políticas, de hecho el rol de la mujer honesta
desaparecería, ¡la pol !tica/
la sacaría fuera de sus hogares, la entusias-
maría, la enardecería [..] cambiaría su moral primero y su físico des-
pués [..] la llevaría a una lamentable desmoralización" (173).
La identidad de los dos discursos, el liberal y cl católico, en torno
a la necesidad de reprimir la sexualidad, queda también de manifiesto en
los elogios del primero a la castidad de "su mujer, su hija y su herma-
na", y en el reconocimiento de la virtud de la "virginidad" prematri-
monial, requisito que todo novio burgués -y aun de otros sectores sociales-
exigía de sus prometidas n el Novecientos. Fue por ello que el anticle-
rical Teófilo E. Díaz escribió en 1899 sobre la "virtud" como
"el mejor
adorno de la mujer"
y para que no nos quedasen dudas de su concepción
63
moral, añadió: "La mujer e_ _irtuosa cuando reúne [...1 desde el amor
a los niños; la estimación de su dignidad, el pudor de su carne, la edu-
cación de su espíritu, hasta su grave continencia" (174).
Tan íntimo y profundo era el convencimiento liberal de la necesidad
de la "virtud", sobre todo femenina, que una de las principales críticas
a la confesión católica hechas en los folletos de la Asociación de Pro-
paganda Liberal era precisarnente que el confesor con sus preguntas in-
quisitoriales sobre la materia delicadísima de la sexualidad, alertaba, enar-
decía y pervertía a la esposa e hijas. La militancia liberal sabía que ese
reproche contenía un punto quemante de la nueva sensibilidad
— civilizada— , uno de sus nudos gordianos hecho de reticencias y ocul-
tamientos, pues la sola puesta en palabras del deseo, causaba inquietud
y escozor. Por eso los liberales creían convencer de los riesgos de la con-
fesión mostrando los efectos de la "revelación". El joven José Pedro Va-
rela había iniciado en 1865 esta clase de críticas: "¿Por qué la madre
que quiere que su hija sea un dechado de inocencia y de virtudes, la obli-
ga, sin embargo, a que quiebre en el confesionario el misterioso cristal
de su pudor diciéndole al sacerdote aquello que ni a sí misma debiera
decirse nunca una niña?" (175)
"El Catecismo del Padre Astete" estaba plagado de "inmundicias
y tantas otras cosas que se ruboriza el que escribe esto al decirlas'', es-
cribió "un liberal de convicción" en 1893 (176), sabiendo que convo-
caba pudores ocultos en sus lectores ante términos como "parir" y
'fornicación", palabras "groseras" que "jamás debiera decirse nunca
una niña [...J ni a sí rnisma''. El Dr. Ramón P. Dfaz afirmaba en 1901
haber "leído muchos libros de confesores** y visto en ellos "escritas [...]
repugnantes inmoralidades". (*). Esos "tratados inmundos y pes-
tilentes /parecían/fabricados para pervertir y corromper [por lo cual] nin-
gún padre, ni ningún esposo [sería/ capaz de tolerar la confesión [de sus
hijas y esposa] después de saber de que se trata en el confesionario' ' (177).
Quién culminó esta retAhila de reproches liberales sobre el poder co-
rruptor de la mera puesta en palabras de lo sexual, fue el folleto del "Padre
Chiniquy": "El sacerdote, la mujer y el confesionario", editado en Mon-
(*) El quo conocemos, de 1864, como luego observaremos, participaba del mismo ho-
rror a la puesta en palabras de la sexualidad que revela este testimonio liberal. El "Manual
de los Confesores" del Abate Gaume tenía una sola sección escrita en latín para que úni-
camente la comprendiese el clero, la referida a los pecados sexuales.
 64
tevideo por el protestante Guillermo Young por vez primera en 1886
luego repartido en 1902 como uno de lox toIletbs de ta
AsOCUCCión ae Pro-
pagancla Liberal. Este "Erc-cura canadiense•*
contó a sus pudorosos (pero
también interesados) lectores, ' sus "aventuras de confesionario", sus
"saduccZones"
y también del horror de las mujeres ante la temática que
allí se trataba, lo que a veces
las llevaba a no volver más. Obsérvese:
• '.5t, para la gran mayoría de las mujeres, es casi imposible, al principio,
echar abajo las vallas sagradas de respeto propio que Dios mismo ha le-
vantado 1...1 corno la mejor salvaguardia contra las asedzanzas de este
mundo corrompido. Esas leyes de respeto propio, por las cuales no pue-
den decidirse a
pronunciar una palabra impura a los oídos de un hom-
bre, y que cierran todas las avenidas de sus corazones contra sus pre-
guntas impúdicas, aun cuando éste pretende hablar en nombre de Dios;
esas leyes de respeto propio tan claramente están escritas sobre sus con-
ciencias [...) que [...1 michas prefieren correr el riesgo de perderse para
siempre con guardar silencio" (178).
Y ello ocurría porque la mujer comprendía que "relatar /a
historia
de ciertos pecados, aunque fuesen de pensamiento, no es menos vergon-
zoso y criminal que el cometerlos [porque]
hay cosas que jamás deberían
mencionarse"
(179). El traductor uruguayo, Guillermo Young, añadió,
a modo de comentario: "¿Qué pensáis de esto, compatriotas míos; vo-
sotros que, como yo, sois esposos y padres de familia? ¿Qué diréis, es-
pecialmente si creyéndoos seguros, habéis permitido a vuestras propias
esposas e hijas que frecuenten ese estercolero, el confesionario? [..J Es
completamente imposible que una niña
virtuosa tenga contacto con el con-
fesionario sin aprender muchísimas cosas que jamás debiera haber co-
nocido siquiera. Por mi
parre, declaro los verdaderos sentimientos de mi
alma cuando digo que preferiría mil veces ver a mis queridísimas hijas
muertas ante mis. propios ojos, que verlas bajo el dominio del confesor,
sea éste quién fuere" (180).
Lo sugestivo de esta propaganda liberal es
sobre todo la elección de
ese reproche -el confesionario, un —
estercolero"- corno uno de los ar-
gumentos centrales del anticlericalismo del Novecientos. El problema, co-
mo decía el folleto N°25 de la Asociación de Propaganda Liberal en 1902,
era que los sacerdotes en el confesionario hacían "preguntas infames e
indecentes [que]
ningún hombre de honor toleraría se hicieran en su pre-
sencia a una señora o a una niña". El
clero era así acusado de violar
uno de los tabúes impuesto por la nueva sensibilidad "civilizada" a la
65
sociedad: el del ocultamiento de la sexualidad, talad del que todos par-
ticipaban. Por eso el clero "atentaba contra la moral" (181).
* * *
La prédica liberal contra el "libertinaje" alcanzó a cuestionar la vie-
ja diversión "bárbara" de los bailes de máscaras, y si no llegó a vetarlos,
como sí lo hizo la Iglesia Católica uruguaya, los quiso rodear de todas
las "garantías" para las "niñas" que concurrían.
A veces, el desacuerdo pareció estállar en torno al punto entre ca-
tólicos y liberales, como cuando Mariano B. Berro desde "El Teléfo-
no", defendió la asistencia alos bailes de máscaras "de las niñas y se-
ñoritas [..1 en esta culta sociedad de Mercedes", en oposición al cura
rector de las "Hijas de María" que había "quitado la cinta" de esa con-
gregación a "das distinguidas señoritas [por haber concurrido] a esos ino-
centes placeres" (182).
Pero, en general, los padres y esposos liberales estaban de acuerdo
en vigilar los bailes tanto como los padres y esposos católicos, y en el
mismo sentido y con igual severidad. Lo había dicho el anticlerical "El
Siglo" en 1878: "Un baile de máscaras es mucho-ruido, mucha confu-
sión [...I Un hombre atrevido, beodo tal vez, pone la grosera mano sobre
una dama que es acaso madre de familia, o sobre una niña inocente; se
oyen [..] palabras obscenas, blasfemias, indignos propósitos; allí se ha-
ce burla y chacota del marido respetable [..1 allí el desenfreno y la orgía
aturden [..J Corre peligro la inocencia" (183). De su lado, la escuela
vareliana utilizaba textos de "urbanidad" en que se podía leer:
"Una se-
ñora no debe bailar conse'cutivamente varias veces con un mismo caba-
llero [..1 Los bailes [..1 más agradables [..J son aquellos en que las
señoras y caballeros que forman las parejas saben guardar entre sí una
respetable distancia y en todos sus momentos apenas se tocan con la pun-
ta de los dedos" (184). El vocero católico "El Mensajero del Pueblo",
no hubiera tenido nada que afladir a estos consejos.
* * *
La Medicina, de su lado, que a menudo proporcionó a la sensibilidad
"civilizada" un fundamento prestigioso para sus posturas, agregó en el
Novecientos el miedo a la gonorrea y a la sífilis como sanciones

66
"naturales" al libertinaje burgués o la lujuria católica.
Ese saber, tan ligado en el Uruguay al movimiento positivista desde
la inauguración de la Facultad de Medicina en 1876, predicó el espanto
a las enfermedades venéreas desde los consultorios y los folletos y libros
editados en Montevideo entre 1900 y 1920, con descripciones de los
"chancros blandos" o "las piernas pesru-Ins. engrilladas por el mercu-
rio", en forma 'de letnníns del horror físico. El mismo terror social lo
testimonian los avisos de medicamentos, pues el tercer lugar con un 27%
del total en 1869 y el 28% en 1897, lo ocupaban los que decían tratar
o curar las "enfermedades. secretas" que, aunque así llamadas y ocul-
tadas, explotaban a la la en esa ocasión (185).
De estos modos, la Medicina corno saber expresó el mismo desaso-
siego ante el "libertinaje" que la burguesía liberal. Más allá de las en-
fermedades venéreas —un hecho— estaba lo que esta sociedad había he-
cho culturalmente con ellas: un arma para la represión del instinto se-
xual, sobre todo de los jóvenes, una herramienta útil en la confección de
la moral y la sensibilidad "civilizada" pues hacia antagónicos la salud
y la satisfacción del deseo.
3. Razones
La sexualidad fue vivida con culpa. ¿Qué razones tuvieron esta Igle-
sia Católica y esta burguesía liberal para incentivarla aún mis allá de la
culpa (cultural?) que todo hombre siente ante las concesiones al deseo?
Todo goce de "la carne" fue sentido por la Iglesia como un asesi-
nato de Dios, y por los liberales, en este mismo plano, como un asesi-
nato, un olvido, un preferir, un negar, del padre. El placer, sobre todo
el masculino, fue vívido como un gasto, una disipación de la energía vital
que a menudo conducía también al derroche de dinero; el ahorro de esa
energía fue procInvxdo como un objetivo para ampliar el tiempo y pre-
servar el "vigor" dedicados al trabajo productivo. La contención sexual
fue defendida como un requisito de la salud. Se creyó también que el pu-
ritanismo, sobre todo el impuesto a las mujeres burguesas, fortalecería
el control de las fortunas al dar la segutidad de que los hijos eran propios
e impedir el adulterio. Ese freno a la "Venus", trasladado a las clases
67
populares, estabilizaría sus familias y las volvería agentes del orden y el
trabajo, y, por fin, el burgués que todo quería dominar desde su poder
económico, halló en la nueva sensibilidad cargada de repulsión, la pa&
sibilidad de al menos pensar que podía doblegar a la "tiránica" sexualidad.
* * *
Una visión del hombre que privilegie los problemas del Poder -¿y
podíahacer otra cosa?-, siempre hallará que co-
ese mundo "civilizado –
ocupar, el sujeto debe elegir entre co-
mo hay un solo lugar primero a
locar allí a Dios-Padre o el gozo de su propio cuerpo.
El Dios de aquella Iglesia Católica se tomó acreedor y justiciero, ven-
gativo y limitativo del gozo del cuerpo, a imagen del padre real del sujeto
y de la Institución rine predicaba ese Dios, utilizadores de estos miedos
del fiel y del hijo para acrecentar sus respectivas autoridades concretas
(186). (a). De este modo se rechazó tanto la visión franciscana que ben-
decía a toda la creación, como al catolicismo "bárbaro" (por laxo) de
la primera mitad del siglo -XIX.
Desde otro ángulo, para aquel padre burgués del Novecientos, tam-
S. 3
bién se trató de un problema de poder. Su 'autoridad descansaba en
capacidad de no ser sustituido por nadie en el hijo o la hija, sobre todo
en que no lo sustituyeran sus cuerpos, el goce de sí. Si el goce de sí pri-
dejaría de respetar las reglas: se casaría violentando las
maba, el hijo *
"conveniencias sociales", destruiría el "honor" de la familia trayendo
sus
bastardos, preferiría el ocio y el "vicio" al trabajo, abandonaría a
padres y disiparía su dinero, como lo habla hecho el Hijo Pródigo en pos
del placer; en otras palabras, el Hijo sumiría al poder del Padre y a su
fortuna en el desorden del sexo, del deseo, de la libertad, del preferirse
a sí mismo.
Una sociedad transida por el problema del Poder, como era esta nue-
va sociedad uruguaya que aflora a fines del siglo XIX, ya estructurada
sus claves.
en clases, no pudo menos que hacer de la dominación una de
Y el deseo podía conducir a la violación peligrosa del nuevo orden.
* * *
) Tambi¿n en este plano se nos permitirá remitirnos a un futuro trabajo sobre el mo-
(4
delo de religiosidad y de relacionarniento del hombre con Dios que propLso la Iglesia Ca-
tólica uruguaya entre 1860 y 19(X).
 68
En el nivel arcaico de la mentalidad colectiva se instala uno de los
presupuestos de la magia: todo lo que sale del cuerpo -uñas, excremen-
tos, cabello, sangre menstrual, semen- tiene poder sobre el alma y sirve
para encantarla. Pero en el nivel de las culturas desarrolladas y patriar-
cales, ese poder lo tiene sobre todo el semen. Ya los griegos del siglo
IV A.C. equiparaban el esperma a la fuerza, y la eyaculación a un de-
bilitamiento. Por ello el abuso del sexo equivalía a la muerte (187). Así
también opinaron médicos, burgueses y clero de fines del siglo XIX y
el Novecientos uruguayo.
Para Monsellor Mariano Soler, los hombres poseían una "misteriosa
fuerza [de] germen divino"
(188). Decía el médico francés Seraine,
1865: "Si hubo exceso y aunque haya nuevas erecciones con posterio-en
ridad, el coito implica un sentimiento de tristeza y de saciedad, el de-
bilitamiento de la fuerza física e intelectual, una importarue pesadez en
las ideas y en los movimientos** (189). Yen
1919 el divulgador científico
E. Montier afirmó que: "Si no es eyectado fuera del cuerpo, el esperma
puede reabsorberse en su lugar de origen y, gracias a otro juego de sus
acumuladores, ingresa en la circulación general de la sangre, fortrficdn-
dola" (190).
El hombre, en síntesis, no debía olvidar que el coito significaba una
pérdida -sobre todo su
pérdida- y que toda pérdida exige ser reparada,
como todo gasto necesita ser compensado para equilibrar el presupuesto
y no empobrecerse.
La sensibilidad — civilizada" incorporó esta idea del placer mascu-
lino como disipación de energías y gasto enervante al discurso cotidiano.
Así caracterizó a un joven austero Carlos María Ramírez en su novela
"Los amores de Martha — , de 1884:
"Es serio, muy serio, porque es jui-
cioso. Parece siempre triste, porque no disipa su vida, corno otros, en
las locuras del placer"
(191). He ahí, también, una de las razones de
la desconfianza masculina y burguesa hacia la mujer, la causa corriente
del desperdicio de la simiente, esa preciosa sustancia vital. Si esta eco-
nomía era estricta y apuntaba a la escasez, adolescentes y mujeres -aquellos
los grandes derrochadores, éstas la gran causa del gasto- eran peligrosos.
Por ello se le escapó al liberal Manuel Gon741ez Prada en 1904 la siguien-
te frase:
"Cuando el orgullo masculino intentó sacudir la opresión sa-
.
erdotal, intervino la voluptudsidad femenina para desvigorizar al horn-
-" (192) (subrayado nuestro).
"ero la sexualidad no era solo gasto de semen y, entonces, de ener-
6,3
gía y salud. También era, más obviamente, la ocasión del gran gasto mas-
culino de dinero y tiempo en mujeres. Lo decían los padres de familia,
que tal vez lo habían aprendido en los 'Raros o sermones de sus maestros
en este plano, los curas. Para el Catecismo editado en España en 1819:
"Se aman las riquezas y los bienes de fortuna, pero todas las consume
la lujuria' ' (193). Para Monseñor Jacinto Vera en su sermón sobre el Hi-
jo Pródigo, éste "disipa todo su caudal y viviendo lujuriosamente, según
nos afirma el Evangelio, pierde la herencia y se ve solo" (194). Para la
escuela vareliana predicadora del ahorro los niños, este se obtenía solo
si uno se —privaba de cualquier goce sensual y egotsta'', como consumir
"un vaso de cerveza o [..] unos cigarros", pues la "economía*" era "hija
de la prudencia [y] hermana de la templanza" (195).
El saber médico también contribuyó con su prestigio a ampliar la ga-
ma de virtudes del Semen y de peligros y riesgos de su —disipación".
Se comenzaba a sospechar que podía haber enfermedades vinculadas
con la abstinencia sexual -las "neurastenias — femeninas y masculinas-;
pero se estaba seguro, en cambio, de que había graves enfermedades fi-
sidas derivadas del —exceso" sexual. En épocas de epidemia, los Con-
sejos de Higiene pedían "ventilar las habitaciones. Abrigarse (y] evitar
los excesos [de comida, de relaciones sexuales que debilitaban el orga-
nismo, etc] (196). La tisis podía tener en su variada etiología, la tras-
nochada y la consunción del joven "calavera". Por ello el médico y di-
putado Jacintó De León sostuvo en las Cámaras de 1885 que los matri-
monios « 'de jóvenes [..] se entregan a los placeres sexuales y fácilmente
acaban por la tisis" (197), y por ello también todos los innúmeros tó-
nicos que'recomendaban los avisos de los diarios montevideanos se di-
rigían "a las señoras delie ,-,4, ry a las personas debilitadas por la edad,
las enfermedades o los excesos" (198).
La equiparación entre vejez, enfermedad y sexualidad —excesiva"
partía de las igualdades semen =energía y eyaculación =pérdida o debi-
litamiento. En el caso de la mujer, el lenguaje cotidiano que llamaba tam-
bién "pérdidas" al ciclo menstrual revela el mismo tipo de asociación.
El vínculo entre iniciación de la pubertad y debilitamiento queda de
manifiesto en las recomendaciones hechas por la Medicina y la farma-
cología finiseculares al comenzar esa etapa en el varón y la mujer. Los
púberes figuraban entre los destinatario S más frecuentes de los tónicos
pues en ellos "la pobreza de la sangre", "la extenuación de las fuer-
zas", "el enflaquecimiento general" eran consecuencia "de la demanda
 70
extraordinaria de energías que se hace al sistema nervioso en esos mo-
mentos de la vida femenina'', decía un aviso de medicamento en 1913
(199). En el caso de los varones, los tónicos contrarrestarían a esa
"enfermedad** que eran las 'pérdidas nocturnas muy continuas"
(200),
también llamadas "pérdidas seminales involuntarias"
(201), para distin-
guirlas, sin duda, del otro gran mal de la adolescencia: la masturbación.
La pubertad fue presentada como un "crecimiento demasiado rápido"
al que había que compensar dando reconstituyentes ante el derroche de
semen y sangre menstrual que siempre la acompañaba. (202).
La Medicina y la Iglesia encabezaron la guerra contra la masturba-
ción en el Uruguay, porque la acukaron tanto de dilapidación y causa de
enfermedades, como de placer solitario. La masturbación, pecado para
la Iglesia, pérdida para la burguesía, enfermedad pasa la Medicina, fue
condenada y el adolescente vigilado y tratado como un pecador, un de-
rrochador y un enfermo a la vez, según tendremos ocasión de comprobar
más adelante. Lo que interesa aquí es que la mi cturbación, el gran "gasto"
de los jóvenes, era el que más los "debilitaba" y el que más requería
de la reparación de fuerzas. Por ello un tónico de 1875, las "píldoras Fío-
lloway'•, prometía curar la debilidad • 'tamo irsica como mental prove-
niente de las indiscreciones de la adolescencia" (203)
También fueron el clero y los médicos quienes identificaron clara-
mente "exceso" sexual y enfermedad. El ya citado "Nuevo Catecismo
en ejemplos" de 1893, atribuyó al 'Pecado deshonesto embotar las
facultades intelectuales [..1 quitar la salud corporal y anticipar la muer-
te" pues los "excesos (...1 gastaban"
(204). El jesuita Elías Reyero en
su Devocionario de 1902 dijo que "Los médicos" opinaban que
— los
pecados contra este mandamiento [el sexto] y la asistencia a los bailes,
llevan al sepulcro a muchísimos jóvenes" (205) Y el médico Pedro Bla-
nes, Presidente de la Comisión de Círculos de Obreros Católicos de Mon-
tevideo, expresó en el Congreso Católico Uruguayo celebrado a fines de
abril de 1889, que: "En el siglo pasado el médico no visitaba ningún en-
fermo sin estar bien provisto de lancetas; las enfermedades revestían to-
das el tipo inflamatorio, el líquido vital era rico en sus componentes, por-
que las prácticas de buena higiene que la Iglesia aconsejaba no eran le-
tra muerta, las buenas costurnbres se imponían, las funciones orgánicas
se hallaban reguladas por el poder moderador de la religión. Hoy las
cosas han variado [...1 Ya no se sangra [...I Los enfermos están todos
anémicos, están débiles. Ladeadas las cortapisas del Evangelio, los or-
71
ganismos se han deslizado a toda clase de excesos y están cansados y
extenuados. Los medicamentos reconstituyentes, los estimulantes diges-
tivos, los sedantes del sistema nervioso, producen bienes transitorios, pe-
ro estos remedios no curan a nadie porque no atacan la raiz del mal [4:
la confusión entre las necesidades orgán....as legítimas y los placeres re-
buscados" (206).
** *
El deseo sexual como origen de pérdidas y gastos sí, pero también
como fuente de peligros muy concretos y reales para el jefe de familia
burgués.
La base de la seguridad del patriarca burgués era la conversión de
su familia en un castillo inexpugnable a los asnItos de la sexualidad ve-
nida de afuera. Los puentes levadizos sólo debían levantarse para dejar
salir a las hijas casadas y bien "colocadas", al decir de Alfredo Vásquez
Acevedo en su autobiografía, o para dejar entrar a las nueras "decentes".
Pero había un puente que jnrillS deba - a17/ rse, el que conducía a la propia
esposa, guardiana del "honor" del pater, de la legitimidad de sus hijos
todos, de la buena conducta de sus hijas mujeres y de la incolumidad de
la fortuna de la pareja.
Cuando en 1885 la elite anticlerical aprobó la ley que estableció cl
matrimonio civil obligatorio previo al religioso, le dio a la nueva insti-
tución el carácter de indisoluble que el sacramento católico ya había im-
puesto. Esa elite sostuvo incluso, por boca del masón y senador Carlos
de Castro, que ese matrimonio civil, burgués y liberal, sería de hecho
aún más indisoluble que el católico, sujeto a las presiones de los cón-
yuges poderosos sobre la Curia Romana cuando se deseaba un decreto
de anulación matrimonial (207). Y la posibilidad del divorcio fue espe-
cíficamente rechazada por esa elite liberal (208).
Aun cuando ya en la década siguiente esta posición varió, la defensa
a ultranza de la monogamia y su indisolubilidad por los liberales, debe
alertamos acerca de la concepción dominante de la familia en católicos
o liberales: un conjunto de personas ligadas para siempre por lazos de
obediencia y amor al pater, que incluía por lo menos esposa, hijos y sir-
vientes, pero que era también algo más que el pater: una asociación a la
que éste dominaba y sentía como suya pero a la vez lo trascendía. Lo dijo
sencillamente el senador Carlos de Castro en 1885: "Nosotros que
72
dedicamos todos nuestros trabajos y afanes por nuestras familias, que en
ellas concentramos todas nuestras aspiraciones y nuestras esperanzasdel
porvenir, aun de ultratumba" (209).
Ese trascender la individualidad del propio pater le aseguraba a éste
y a su fortuna la inmortalidad pues sus hijos le garantizaban el futuro.
Por eso, entre otros motivos, la vigilancia de su esposa, garantía de la
legitimidad de los hijos, la persecución del adulterio y el control de la
virginidad de las hijas casaderas, así como de la conducta "decente" de
las futuras nueras.
El adulterio femenino era el peor enemigo de esa familia burguesa
pues podía poner en tela de juicio la paternidad, y de la certeza de ésta
dependía la trasmisión hereditaria de los bienes. Los hijos, legítimos e
ilegítimos,de la esposa, nunca nacían fuera del hogar, los ilegítimos del
esposo sí, por lo que, corno decía el diputado argentino Enrique Perod
en 1880: "El adulterio de la mujer es más grave que el del hombre. En
efecto, el deshonor de la mujer repercute en la familia". Añadió su co-
lega Osvaldo M. Mero, aclarando el sentido de este prejuicio, menos mo-
ral de lo que se supone: "porque diferentes son las consecuencias del adul-
terio del marido y de la mujer" (210). Los hijos ilegítimos de éste siem-
pre podían ser apartados de la herencia, los ilegítimos de la mujer eran,
en cambio y en aquella cultura, inidentificables e indistinguibles de los
del esposo. Los celos del marido, en consecuencia,-aludían a la esfera
de la posesión sexual de "su" mujer y también a "sus" intereses en el
matrimonio, con lo que se incrementaban pues esos celos incluían al de-
recho de propiedad sobre los bienes materiales. De este modo, la repu-
tación de la esposa y el honor del marido eran tanto una necesidad del
orgullo como de la fortuna personal (211).
Nuestra legislación mantuvo un verdadero cerco jurídico de penali-
zaciones en torno al adulterio y sus resultados posibles: los hijos adul-
terinos. El Código Civil de 1868, luego de definir al hijo adulterino -el
habido entre dos personas, una o ambas casadas no entre sí-, prohibía
toda indagación de paternidad o maternidad adulterinas, con lo que ga-
rantizaba sobre todo la seguridad del hombre "culpable", y le negaba
"ningún derecho en la sucesión del padre o de la madre". Los hijos na-
turales habidos entre solteros, en cambio, a falta de descendientes y as-
cendientes legítimos, recibirían la cuarta parte de los bienes de los padres
difuntos, pero tampoco heredarían de existir descendencia legítima (212).
El Decreto-Ley que creó en 1879 el Registro de Estado Civil, prohibió
73
a los jueces asentar como padre a otro que al mismo marido "cuando el
hijo nazca de una mujer casada que viva con su marido" (213), con lo
que el matrimonio se convertía para la mujer en la prisión de la que, si
salía, su "cómplice" no podría esperar le fuera reconocida paternidad
alguna.
El adulterio femenino, además, y por las razones ya expuestas, re-
cibió una penalización mayor que el masculino. El Código Civil de 1868
admitió que ' 'por el divorcio [se disolviera/ la sociedad legal de bienes
[pero] si el divorcio se verificase por el adulterio de la mujer," esta per-
dería "su derecho a los bienes gananciales" (214). (*). Cuando el ca-
samiento se hubiera hecho "sin autorización de la Iglesia Católica", el
divorcio podría tener lugar, entre otros motivos, "por el adulterio de la
mujer en todo caso o por el del marido, cuando resulte escándalo pú-
blico" (215). Además, entre los impedimentos para contraer matrimo-
nio, al lado de la minoridad de edad y el parentesco cercano, figuraba
"el adulterio precedente entre el culpable [y] su cómplice" cuando ese
adulterio hubiera dado mérito al divorcio (216).
El Código Penal de 1889 también testimonia el intento de volver inex-
pugnable a la familia y escarmentar con firmeza las transgresiones mo-
rales de la esposa. La mujer adúltera sería "castigada con prisión de 15
a 18 meses" y la pena se le aumentaría "de uno a dos grados si fugare
con el co-delincuente". Este recibiría la misma pena. El marido adúlte-
ro, en cambio, solo sería castigado con la misma pena si "tuviere con-
cubina en la casa conyugal o fuera de ella con escándalo público" (217).
Y en la Sección II, entre las circunstancias que eximían de responsabi-
lidad penal -"loco o demente", menor de 10 años, "obrar en virtud de
obediencia debida"- figuraba "el marido que en el acto de sorprender
a su mujer in fraganti delito de adulterio [daba muerte, hería o maltra-
taba] a ella o su cómplice". Nada se decía si la que "sorprendía" era
la esposa (218).
Los primeros proyectos de ley de divorcio que conocemos, conti-
nuaron en esa tesitura, tanto el de Manuel T.Narvaja en 1892 (219), co-
(*) La posición del autor de estas disposiciones, el Dr. Tristán Narvaja, fue original.
La legislación española condenaba a la adúltera a la pérdida de todos sus biends, incluso
los dotales. El Código argentino ni siquiera la castigaba privándola de los gananciales. El
jurisconsulto oriental eligió el camino del medio... y le quitó su derecho a los gananciales.

74
mo el de Setembrino E. Pereda en 1902 (220), o de Carlos Oneto y Viana
en 1905, siendo éste el antecedente de la primera ley de divorcio absoluto
del 26 de octubre de 1907. Entre las causales del divorcio figuraba, otra
"por adulterio de
vez, la disposición similar del Código Civil de 1868:
en la propia
la mujer en todo caso y adulterio del marido [solo si fuera]
casa conyugal o con escándalo público"
(221). No es casual que entre
las razones aducidas por Manuel T. Narvaja para facilitar el divorcio, fi-
gurase esta descripción de la esposa adúltera: "(Hoy en día, afirmaba en
1892, cuando no existía el divorcio/ la, forma imperfecta que rige entre
nosotros f...1 consiente tácitamente en que su compañera, corrompida e
infiel, ostente descaradamente a la mirada de los transeúntes, el arrastre
que verifica por el pavimento fangoso de las vías públicas, del nombre
de un esposo que puede servir de molde de virtudes, y el de sus hijos ino-
centes" (222).
Por esto también la contención de la sexualidad. El deseo cercaba
a la familia burguesa.
* * *
El deseo igualmente perturbaba la producción, el trabajo.
Las "clases conservadoras" uruguayas no necesitaron leer a Freud
o a Gramsci para entender que su propio esfuerzo y el de los sectores
requería, entre
populares por construír un orden económico "moderno —
otras cosas no menores, el disciplinamiento de la sexualidad. Por eso la
burguesía predicó ser imprescindible cierto tipo de ascetismo si se de-
seaba salir de la economía antigua que ambientaba el ocio, el juego y el
"vicio".
La Iglesia Católica "bárbara — había hecho del ascetismo personal
un asunto de elites, del clero. Era éste el destinado a la perfección, no
la débil masa. La Iglesia Católica "civilizada" y los sectores dirigentes
del nuevo Uruguay, democratizaron y a la vez acotaron la exigencia as-
cética, haciendo nacer las grandes prohibiciones: la sexualidad fuera del
matrimonio, los "excesos" dentro de él, los pudores y el recato del cuer-
po, los silencios del lenguaje.
En primer lugar, el burgués buscó reprimirse a sí mismo. Un solo
ejemplo basta. En abril de 1830, el rico comerciante montevideano Fran-
cisco Juanicó, envió una carta a su hijo Cándido, joven de 18 años, en
viaje "de aprendizaje" mercantil por Europa, quién deseaba diferir su
75
traslado a la Universidad de Londres para permanecer un tiempo más en
"Mucho sentiría que dicha súplica proviniese de otra
el "continente":
causa y aun más procedierulo de alguna amistad, pues debes evitar todas
las que puedan distraer tu aplicación a los estudios, evitando de no con-
«firme») cuya separación pueda serie
traer ninguna (testada la palabra .
Muy sensible cuando llegue el caso de restituirte al seno de la familia"'
familias: vigilarse, vi-
(223). Esta era la función precisamente del pater
a sus hijos y a su esposa, controlar el deseo multiforme que rea-
gilar
parecía una y mil veces, incluso cuando parecía estar dominado. Todo
en pro del trabajo y el ahorro de dinero,- tiempo, energías y salud que
.
el ejercicio de la sexualidad siempre "gastaba —
En segundo lugar, los sectores dirigentes buscaron reprimir los
—vicios" de las clases populares porque decían que con ellos "un pue-
no podía ser "trabajador—. La burguesía católica uruguaya que de
blo —
hecho dirigía el Círculo Católico de Obreros, escribió en "El Amigo del
"Un pueblo católico no puede ser grande,
Obrero — en marzo de 1900:
sobrio, trabajador y entusiasta si olvida sus deberes religiosas; no puede
ser grande si se entrega a todas las expansiones de la carne; no puede
ser sobrio si no reprime las pasiones con la oración y la penitencia; no
(224).
puede ser morigerado si su única aspiración son los goces"
De ahí también que el modelo de sermón dominical para los aldeanos
"huír del pecado" en general
del Abate Gau.me en 1864, insistiese en
"frecuentar la casa de sus futuras es-
pero muy particularmente en no
"impedir a los hombres que vayan a las ta-
posas" 105 futuros esposos; "borracheras", ''blasfernias'',
bernas" por lo que allí sucedía: no seguir
"contiendas", "escándalos", "obscenidades";
ni dejarlas seguir a los hijos y sirvientes;
"conversaciones indecentes"
recomendar a los padres y madres la corrección de los hijos para evitar-
de "observar y averiguar cuales son
les la blasfemia y el robo, además
frecu£Tuar las malas compañías y las per-
sus amigos [para prohibirles/
sonas de distinto sexo; finalmente que no pongan a sus hijos en su lecho
cuando son de muy tierna edad a causa del peligro de ahogarlos, o cuan-
do son ya mayores, como después de los seis años, para evitar el peligro
de escandalizarlos; y con mucha más razón que no hagan acostar juntos
a los feligreses
"exhorte c ontinuamente"
los niños y las niñas"; que se (226).
"las tentaciones, especialmente contra la pureza"
a rechazas
Para no quedar en las impresiones, hemos sumado el número de men-
ciones que cada gran área temática recibió en este modelo de sermón do-
 76
minical popular, y hallado luego porcentajes comparativos. He aquí las
proporciones en que los principales "vicios" populares eran combatidos:
"Impureza" 38%
"Blasfemia" 23%
"Ira" 15%
Y luego, con el 8% de menciones cada uno, el "robo", la
"embriaguez" y las "supersticiones". He ahí, prístino, el papel domi-
nante del control de la "pureza" en el sermón dirigido a los sectores po-
pulares.
* * *
Al burgués también le desasosegaba que la sexualidad fuera un Po-
der que se le enfrentase, un Poder difícilmente controlable y misterioso,
que escapaba a todos los intentos de su cultura racionalista por conocerlo
y a los esfuerzos de su voluntad por aprisionarlo. (*).
El clero católico con su obsesión privada por la lujuria contribuyó
sin duda a esta visión de la sexualidad corno tiranía omnipresente.
La sexualidad como Poder rival, ese era el problema. Obsérvese.
Para el Arzobispo Mariano Soler, la sexualidad era "la pasión más
poderosa del corazón humano", la que ejercía "poderosa influencia so-
bre los destinos de la vida", labrando '`no pocas veces una larga cadena
de dolor e infortunio**. En el animal "el instinto [la guiaba) de un modo
admirable, 'imitándola a lo necesario para la conservación de las espe-
cies; pero en el hombre, el instinto se eleva a pasión y esta pasión es nu-
trida y avivada por el fuego de la fantasía" (227).
Todos eran sorprendidos por esa "pasión" que no respetaba ni las
jerarquías sociales, ni las políticas, ni las económicas. Mezclaba y con-
fundía a los súbditos con sus reyes y a los ricos con los pobres. Monseñor
Jacinto Vera lo dijo en su sermón sobre el Hijo Pródigo: "Los efectos
del vicio sensual he dicho que se hallan especialmente grabados en el cua-
dro que nos presenta el pródigo [...j Vernos a un Rey de la antigüedad
( 4 ) La cultura popular también reconocía este poder de la sexualidad y por ello a me-
nudo la vinculó a la beclaicería. Pero, en general, su magia era tanto blanca como negra,
es decir, tanto para activar como para anular la sexualidad. La "magia" burguesa fue, en
cambio, siempre •'rbegra''.
77
perder la vida y la corona porque no puede vencer su pasión injusta. A
la reina de Egipto [que] se entrega a un esclavo, olvidando su reputa-
ción, su categoría, su honor [...] y [ja quién no sorprende el hecho que
nos presentan las sagrt,Inr escrituras en aquellos ancianos que intentan
saciar su deleite sensual en la honesta Susana [...1 y no los detiene ni
lo respetable de su edad, ni el lugar honroso que ocupan entre los gran-
des de Israel PI" (228).
Monseñor Mariano Soler lo repitió en 1890 señalando ya una obse-
sión: "esa pasión [...1 una vez desenfrenada, no respeta linde ni barre-
ras 1
- '14 introduce la turbación en los corazones y el desorden en las fa-
milias fyl geuvrena en la sociedad" (229).
¿Qué podía escapar a este Poder capaz de hacer caer a los reyes, hu-
millar a los ricos y enca17ar a los pobres? Porque, ¿cómo evitar, por ejem-
plo, la pasión del joven "decente — y con fortuna por las "traviatas" de
la ciudad, o la "caída" de la doncella "casta" y de "buena familia — ena-
morada del "dependiente — de su padre? "Los ímpetus de la concupis-
cencia", decía Monseñor Vera, ofuscaban el entendimiento "convirtiendo
a los nufs sabios y distinguidos en estúpidos" y hasta hacían "olvidar el
respeto y reverenda paternal".
La sexualidad, además de poner en riesgo las jerarquías, era también
un Poder por vivirse por aquella sociedad como un deseo nunca satisfe-
cho. Monseñor Vera otra vez describió la obsesión: "Esa hambre de pe-
cados que nunca se soda-por mds que al pecador le parezca encontrar
su satisfacción completa; ese apetito voluptuoso que se aumenta con la
frecuencia de los actos pecaminosos, que ni la debilidad lo amortigua ni
la edad lo apaga, es uno de los mayores castigos que atormentan al pe-
cador" (230).
El hombre "civilizado — era una ciudadela sitiada por el deseo. Para
esta Iglesia Católica la sexualidad casi resumía el pecado y el mal; para
las "clases conservadoras — era ese fragmento de noche que cada uno lle-
vaba dentro (231), el punto frágil por donde podía llegar, de no contro-
larse, el mal en su acepción burguesa: el gasto, la enfermedad, la ruina,
el ocio, el deshonor de la familia.
El socialismo había convertido al proletariado en el Poder exterior
que ameni7Aba al Poder burgués. La "naturaleza" había convertido a la
sexualidad en el Poder interior que ameni7aba la conducta y la paz del
alma burguesa. Esta, al menos, es la concepción del mundo que se co-
rrelacionó con la nueva sensibilidad.