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ESTUDIOS

Se incluyen en esta Colección to­


dos los acercamientos teóricos o
ensayísticos de especialistas vene­
zolanos o extranjeros a los más di­
versos temas del saber humanísti­
co, científico y tecnológico, en un
radio de acción que va desde la crí­
tica literaria a la física y de la filo­
sofía a la cibernética.
E s t u d io s

LAS CINCO PARADOJAS


DE LA MODERNIDAD
Antoine Compagnon

LAS CINCO PARADOJAS


DE LA MODERNIDAD

Traducción
Julieta Fombona Zuloaga

Monte Avila Editores


I a edición, 1993

Titulo original
Les cinq paradoxes de la modernité
E ditions d u S euil , 1990

© E ditions d u S euil , 1990


D. R. © M o nte A vila Latinoamericana , C. A., 1991
Apartado Postal 70712, Zona 1070, Caracas, Venezuela
ISBN: 980-01-0599-9
Diseño de colección y portada: Claudia Leal
Fotocomposición/Paginación: La Galera de Artes Gráficas
Impreso en Venezuela
P rin ln l in Venezuela

/
Preámbulo

Si él se alaba yo lo rebajo.
Si él se rebaja yo lo alabo.
Lo contradigo siempre.
Hasta que entienda
Que es un monstruo incomprensible.
Pascal, Pensamientos.

TRADICIONMODERNA, TRAICIONMODERNA

El burgués ya está curado de espantos. Lo ha visto todo. La


modernidad se ha convertido para él en una tradición. Lo único que lo
desconcierta aún un poco es que la tradición hoy se haga pasar por el
i olmo de la modernidad. Antaño, la yuxtaposición de estas dos pala­
bras parecía una contradicción o una alianza de términos, como la
Huma negra- con que arde Fedra, o el -fanal oscuro- con el que Baude-
laire compara la idea de progreso. Por mucho tiempo se opuso lo tradi-
i tonal y lo moderno sin siquiera hablar de modernidad ni de moder­
nismo: se consideraba moderno lo que rompe con la tradición, y
tradicional, lo que resiste a la modernización. Según la etimología, la
tradición es la transmisión de un modelo o de una creencia, de una
generación a la siguiente y de un siglo a otro: supone la obediencia a
una autoridad y la fidelidad a un origen. Hablar de tradición moder­
na sería pues absurdo, ya que esta tradición tendría que estar confor-
mada por rupturas. Ciertamente, estas rupturas se conciben como nue-
ros comienzos, invenciones de orígenes cada vez más fundamentales,
pero se acaba muy pronto con esos nuevos comienzos, y esos nuevos
orígenes están destinados a ser de inmediato rebasados. Como cada
generación rompe con el pasado, sería la ruptura misma la que consti­
tuye la tradición. Pero una tradición de la ruptura ¿no es a la vez nece­
sariamente una negación de la tradición y una negación de la ruptu­
ra? La tradición moderna, escribe Octavio Paz, es una tradición que se
vuelve contra sí misma, y esta paradoja anuncia el destino de la moder­
nidad estética, contradictoria en sí: afirma y al mismo tiempo niega el
arte, decreta a la vez su vida y su muerte, su grandeza y su decadencia.
La alianza de los contrarios descubre lo moderno como negación de la
tradición, es decir, forzosamente, tradición de la negación; denuncia
su aporía, o su impasse lógico.
La tradición moderna es menos paradójica en inglés; se ha acuñado
la expresión The Modern Tradition para designar, desde elpunto de vista
estético, el período histórico que comienza hacia mediados del siglo xix
con el cuestionamiento del academicismo. BaudelaireyFlaubert en lite­
ratura, Courbet y Manet en pintura, resultarían ser asi los primeros mo­
dernos, losfundadores de esa nueva tradición, seguidospor los impresio­
nistas y los simbolistas, por Cézanne y Mallarmé, los cubistas y los
surrealistas, etc. Un grueso libro norteamericano, publicado con este tí­
tulo a mediados de la década de los sesenta, presenta, de Kant a Sartrey
de Rousseau a Robbe-Gríllet, u na antología de los clásicos de la moderni­
dad, una Biblia de la religión moderna. En inglés, The Modern Tradition
se opone aThe Classical Tradition, más aceptableya que designa la trans­
misión de la cultura antigua a través de las edades de Occidente y las
vicisitudes de la historia. La paradoja, aunque atenuada, no deja por
ello de serlo: si lo clásico y la tradición se avienen sin duda, lo moderno
hace pensar más bien en la traición, la traición de la tradición, pero
también en la denegación incansable de sí mismo.
¿Cómo caracterizar esta tradición contradictoria y autodestructiva,
que se parece al «monstruo incomprensible»de Pascal, o al «héautonti-
morouménos- de Baudelaire? Es «la herida y el puñal«, «la bofetada y la
mejilla», «la rueda y las extremidades- y «la víctima y el verdugo». La
consigna moderna por excelencia fu e «hacer lo nuevo«. En la conclu­
sión de su Salón de 1845, Baudelaire también abogaba por el «adveni­
miento de lo nuevo«. «Make it new!« proclamará Ezra Pound. Y si ya no
se ofusca a la lógica al hablar de tradición moderna es porque de cierta
manera se ha salido de ella, como lo dejan ver tantos vaticinios sobre el
fin de la modernidad. Retrospectivamente, se podrá decir que la tradi­
ción moderna practicó la «superstición de lo nuevo« como lo llamaba
Valéry. Pero entonces vuelve a aparecer la paradoja; ¿qué puede que-
dar del valor auténtico de lo nuevo en la idolatría moderna que lo ro­
dea y fuerza a una renovación agotadora si no aquello que Nietzscbe,
que atacaba la modernidad con el nombre de decadencia, llamaba el
eterno retorno, es decir, el retorno de lo mismo haciéndose pasar por
otro — la moda o el kitsch? El conformismo del no-conformismo es el
círculo vicioso de toda vanguardia. Lo nuevo, sin embargo, no es más
simple que lo moderno o la modernidad: el culto melancólico que le
profesaba Baudelaire parece muy diferente al entusiasmo futurista de
las vanguardias.
La tradición moderna comenzó con el nacimiento de lo nuevo como
valor, ya que lo nuevo no siemprefu e un valor. Pero la propia palabra
nacimiento es inquietante porque pertenece a u n género particular del
relato histórico, el género moderno justamente. La historia moderna se
relata en función del desenlace al que quiere llegar; no le gustan las
paradojas que no encajan en su intriga, y las resuelve o las disuelve con
desarrollos críticos; la historia se escribe a partir de conceptos combina­
dos: tradición y ruptura, evolución y revolución, imitación e innova­
ción. Genealógico y ideológico, el relato histórico prejuzga el devenir
artístico. Es el fa n a l oscuro- de Baudelaire:
Hay otro error muy de moda del que me quiero cuidar como del in­
fierno. —Estoy hablando de la idea de progreso. Esefanal oscuro,
invención delfilosofismo actual, patente sin garantía de la naturale­
za o de la Divinidad, esa linterna moderna, arroja tinieblas sobre
todos los objetos del conocimiento; la libertad se desvanece, el castigo
desaparece. Quien quiera mirar con claridad la historia tiene, antes
que nada, que apagar esefanal pérfido.
Aplicado al arte, la idea de progreso es -un gigantesco absurdo, algo
grotesco que crece hasta lo horrendo». ¿Pero se podrá contar de otra
manera el devenir del arte?¿Pueden disociarse la consecución y la con­
secuencia? ¿Mantener las paradojas? ¿Olvidar las ideas de progreso y de
la dialéctica gracias a las cuales la tradición moderna, a su juicio, se
salvó? Si la expresión tradición moderna tiene un sentido— un sentido
paradójico—, la historia de esa tradición moderna resultará contra­
dictoria y negativa: será un relato que no lleva a ninguna parte. Em­
prendemos, entonces, una historia contradictoria de la tradición mo­
derna, o también, lo cual viene a ser casi lo mismo, una historia de las
contradicciones de la tradición moderna.

En losjardines de la villa Favorita, en Lugano, dos turistas intercam­


biaron lasfrases siguientes:
—¿Hay impresionistas?
— Solamente Goyas.
Así es como suele rehacerse la historia de la pintura, retrospectiva­
mente, desde Monet, pasando por Manet y hasta Goya, a partir de la
posteridad, según una lógica progresista, fundada en lo que prevaleció
y se transmitió: ésta es la dialéctica impecable de los éxitos del arte mo­
derno. Pero si lo moderno es la ruptura, y una ruptura irrecuperable,
una historia progresista ¿no desconocerá, forzosamente, lo que fu e
moderno en Goya o en Manet, por ejemplo?
En el lugar y en vez de estos supuestos virajes o de esa galería de
figuras ejemplares, se debería hacer una historia paradójica de la tra­
dición moderna, concebida como un relato con lagunas, una crónica
intermitente. Porque probablemente lafa z oculta de cada modernidad
es lafa z más importante: las aporías y antinomias extraídas de los rela­
tos ortodoxos. La conciencia contemporánea que tenemos de la moder­
nidad, y que se suele calificar como posmoderna, permite el ahorro de
las lógicas de desarrollo que signaron la época moderna. La historia de
las reliquias de la historia, que exigía Walter Benjamín, será menos la
de los minores y su revalidación que la de la propia modernidad de los
más grandes modernos, como tal insuperable y por ello inadvertida por
las historias modernas.
Consideraré aquí cinco paradojas de la modernidad: la supersti­
ción de lo nuevo, la religión delfuturo, la manía teorizante, el llamado
a la cultura de masas y la pasión de la denegación. La tradición moder­
na va de un impasse a otro, se traiciona a sí misma y traiciona a la
verdadera modernidad, que resulta la gran olvidada de esta tradición
moderna. Esta comprobación que hago no es, sin embargo, peyorativa,
ya que -da miseria se deduce de la grandeza y la grandeza de la mise­
ria", como dice Pascal al hablar del hombre, y *es ser grande conocer
que se es miserable".
Cada una de estas cinco paradojas de la estética de lo nuevo se enla­
za con un momento crucial de la tradición moderna, con un momento
de crisis, ya que esta tradición está conformada por contradicciones no
resueltas. La primera crisis podría fijarse en 1863, uño del Déjeuner sur
l’herbe y de la Olympia (de Manet), pero piénsese más bien en una
nebulosa temporal, contemporánea de Baudelaire. 1913 estaría en el
horizonte de la segunda paradoja, con los collages de Braque y de Pi­
casso, los caligramas de Apollinairey los ready made de Duchamp, los
primeros cuadros abstractos de KandinskyyEn busca del tiempo perdi­
do de Proust. 1924, fecha del primer Manifiesto surrealista, podría si-
tuar la tercera paradoja. De la guerra fría a 1968 es el cuarto momento
y aquel del cual me costará más hablar. Corresponde a la modernidad
en la que desperté, y que ahora me aburre o me deprime cuando re­
cuerdo su activismo entusiasta: hojear el álbum de la modernidad pro­
duce melancolía, como a Baudelaire las estampas libertinas.
Finalmente se llega a la década de los 80, momento de la última
paradoja. Esta me resultará más simple ya que esa modernidad ya no
eslam íay, por añadidura, tampoco esfrancesa; por tanto soy su espec­
tador por partida doble. Pero habrá que desconfiar de la condescen­
dencia xenófoba con la cual esta posmodernidad es a menudo tratada
por losfranceses, que siguen tomándose por los inventores de la moder­
nidad. Como se ha dado en prenda el porvenir y sólo puede vérsele ya
como un fin de m undo— desastre atómico, deuda del Tercer Mundo,
destrucción de la capa de ozono—, la bancarrota moderna se ha con­
vertido en un lugar común y el revisionismo avanza a buen paso: los
académicos del Segundo Imperio y los pompiers de la Tercera Repúbli­
ca están colgados en el museo de Orsay al lado de los más grandes artis­
tas. ¡Es la revancha de Thomas Couture!¿Loposmoderno será la punta
de lanza de lo moderno o su repudio?¿Se ha abolido el culto alfuturo?
¿Nos hemos curado de la superstición de lo nuevo?
E l p r e s t ig io d e l o n u e v o .
B e r n a r d d e C h a r t r e s , B a u d e l a ir e , M a n e t

... libertad a los n uevos! de execrar a los antepasa­


dos: estamos en casa y tenemos tiempo.
Rimbaud, carta a Paul Demeny,
15 de mayo de 1871.

Moderno, modernidad , modernismo: estas palabras no tienen


el mismo sentido en francés, en inglés, en alemán; no remiten a ideas
claras y distintas, a conceptos cerrados. La modernidad baudeleriana, a
la que llegaré dentro de poco, encierra en sí su contrario, la resistencia
a la modernidad. Todos los artistas modernos, desde los románticos, se
han sentido divididos y a veces desgarrados. La modernidad suele
adoptar un aire de provocación, pero su reverso es la desesperación.
No caigamos en el espejismo de las superaciones a fin de despejar
contradicciones cuya cualidad reside en quedar no resueltas; cuidémo­
nos de reducir el equívoco propio a lo nuevo como valor fundamental
de la época moderna. Para entendimientos formados por las ciencias
exactas y la lógica matemática, es difícil renunciar al more geométrico,
pero el mundo de las formas simbólicas no se rige por la misma lógica
y acude más bien al esprit de finesse. En este dominio no se alcanzarán
definiciones adecuadas que reabsorban todas las ambigüedades. Me
propongo más bien desenredar el ovillo de vocablos siguientes, que
vienen en pares: antiguo y moderno, clásico y romántico, tradición y
originalidad, rutina y novedad, imitación e innovación, evolución y re­
volución, decadencia y progreso, etc. Estos pares no son sinónimos,
pero es fácil concebir que conforman un paradigma y que unos trasla­
pan a otros. Son también pares contradictorios. Los autores que hablan
con pertinencia de la modernidad resultan difíciles de leer por esta
razón; Benjamín, por ejemplo, cuyos análisis se escurren como arena
entre los dedos. Mi designio se limita a establecer el mapa de la moder­
nidad «como la época de la reducción del ser a lo novum», según la
certera fórmula de Gianni Vattimo.
Después de una rápida genealogía de lo nuevo como valor, la ambi­
valencia de los primeros modernos, en particular Baudelaire y Manet,
es un ejemplo de la primera paradoja de la modernidad. Nietzsche
habría de oponer más tarde, en la primavera de 1888, dos tipos de
decadentes, es decir, de modernos:
Los decadentes típicos, que se sienten necesarios en su depravación
del estilo, que, de ahí, pretenden tener un gusto superior y quieren
imponer a los demás una ley, los Goncourt, los Richard Wagner,
deben distinguirse de los decadentes que tienen mala conciencia, de
los decadentes a pesar suyo.
Junto a los decadentes seguros de sí mismos —uno piensa más bien
en las vanguardias históricas antes que en Wagner y los Goncourt—,
Nietzsche no cita decadentes o modernos a pesar suyo, pero es proba­
ble que estuviera pensando en Baudelaire.

«Hay que ser absolutamente moderno», proclamaba Rimbaud.


Con Rimbaud estalla la consigna de lo moderno como rechazo violento
de lo antiguo. El término nuevo se repite a todo lo largo de la famosa
«Carta del vidente», fechada en mayo de 1871, en plena Comuna de
París, como por ejemplo en esta reserva a propósito del estilo de Bau­
delaire: «...las invenciones de lo desconocido requieren formas nuevas».
Esto recuerda necesariamente el último melancólico verso del Viaje, y
de Lasflores del mal de la edición de 1861, que se sumerge:
¡Hasta el fondo de lo Desconocido para hallar lo nuevo!
De inmediato se hace patente que lo nuevo según Baudelaire y lo
nuevo según Rimbaud tienen poco que ver entre sí. En Baudelaire es
desesperado —justamente el sentido del spleen en francés—, se le arre­
bata a la catástrofe, al desastre de mañana. «El mundo se va a acabar»:
así comienza el fragmento más desarrollado de los diarios íntimos de
Baudelaire, y uno de los más pesimistas, en el cual Benjamín va a reco­
nocer en 1939 una profecía de la guerra. Rimbaud en cambio da como
misión al poeta el convertirse en «multiplicador de progreso». Es cierto
que pese a esta promesa inicial, acaba muy pronto en el «silencio», al­
canzando en un santiamén las fronteras del arte.
Me voy a remontar más atrás para encontrar el origen y seguir la
genealogía de estas nociones. Aunque el sustantivo modernidad, en el
sentido de lo que es moderno, aparece en Balzac en 1823, antes de
identificarse realmente con Baudelaire, y el sustantivo modernismo, en
el sentido de gusto, la más de las veces juzgado excesivo, por lo moder­
no, aparece en Huysmans, en el «Salón de 1879», el adjetivo moderno,
por su parte, es mucho más viejo, según Hans Robert Jauss, que trazó
su historia; modernas aparece en el bajo latín del fin del siglo v, prove­
niente de modo, «hace poco, recientemente, ahora». Modernas designa
no lo nuevo sino lo que está presente, lo actual, lo contemporáneo de
aquel que habla. Lo moderno se distingue así de lo viejo o de lo anti­
guo, es decir, del pasado remoto de la cultura griega y romana. Los
moderni contra los antiqui es entonces la oposición inicial, la del pre­
sente contra el pasado. Toda la historia de la palabra y de su evolución
semántica, como lo sugiere Jauss, está en el acortamiento del lapso que
separa el presente del pasado, o sea, en la aceleración de la historia.
Poco importa que esta aceleración sea una realidad o una ilusión, que
realmente sucedan o no más cosas en un instante de los Tiempos Mo­
dernos que en un instante de la Antigüedad, pues lo que cuenta es la
percepción del tiempo. El eterno retorno de lo mismo puede también
acelerar su ritmo, como pasa con la moda, nunca muy lejos de lo mo­
derno.
Cuando aparece la palabra, el tiempo ni siquiera entra en juego. La
separación entre lo antiguo y lo moderno no implica al tiempo; es una
separación total, absoluta, entre la Antigüedad griega y romana y el hic
et nuncmedieval, aquí y ahora: es el conflicto de lo ideal y de lo actual.
Hoy día —y Baudelaire observaba ya este fenómeno—, lo moderno se
vuelve de inmediato caduco, se opone menos a lo clásico como intem­
poral que a lo pasado de moda, es decir, a lo que ya no está de moda,
lo moderno de ayer: el tiempo se ha acelerado. Pero la aceleración
comenzó hace tiempo. Si en el siglo V, modernus no contenía aún la
idea de tiempo, ya en el siglo Xli, la época a la que se ha llamado el
primer Renacimiento, el lapso que separa a los moderni de los antiqui
no rebasa unas pocas generaciones, y a menudo se ha suscitado la
pregunta sobre la posibilidad de que, desde el siglo XII, la noción inclu­
yese ya la idea de un progreso de los antiqui a los moderni, idea
inseparable de nuestras concepciones de la época moderna.
Una célebre imagen de la Edad Media anuncia, al menos por los
debates sobre su interpretación, el carácter paradójico que ya no aban­
donará a lo moderno, como negación, incluso de sí mismo, a todo lo
largo de su historia. Se trata de la representación de los evangelistas
encaramados sobre los hombros de los profetas, en los vitrales de la
catedral de Chartres; al sur, por ejemplo, San Juan sobre los hombros
de Ezequiel y San Marcos sobre los hombros de Daniel. Símbolo de la
alianza entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, esta imagen se convir­
tió, debido a una confusión, en el emblema de la relación entre los
antiguos y los modernos. En efecto, a menudo se la asoció con una
fórmula, un lugar común que apareció en el siglo XII, en Bernard de
Chartres: -Nanus positus super humeros gigantes-. -Somos como enanos
encaramados en los hombros de gigantes». Los orígenes de la imagen y
de la fórmula no tienen nada que ver, con toda probabilidad, entre sí; la
definición de los evangelistas como enanos, opuestos a los profetas
considerados como gigantes, no corresponde a la concepción cristiana
de la relación entre los dos Testamentos. Sólo la acogida que se les dio
mezcló los dos simbolismos para conformar un lugar común, pero esto
es igualmente significativo. Y si se les tomó como sinónimos su común
ambigüedad no es ajena a ello. Reside en lo siguiente: los enanos son
más pequeños que los gigantes, pero, encaramados sobre sus hom­
bros, ven más lejos que ellos. No se sabe sobre cuál de los dos aspectos
de la situación de los modernos en su relación con los antiguos hacía
hincapié el lugar común: ¿son más pequeños o más perspicaces? Como
los dos están identificados, este emblema del progreso es también un
emblema de la decadencia. El progreso, aun antes de haber sido inven­
tado como tal, es ya inseparable de la decadencia.
Sin embargo, la imagen del enano sobre los hombros del gigante,
antes de que se asimilara a la relación del evangelista y el profeta,
probablemente no era más que una viñeta escolar aparecida en los
gramáticos como un estímulo a la imitación de los modelos antiguos.
Montaigne, en «De la experiencia», lo emplea todavía en un sentido
muy diferente al progresista:
Nuestras opiniones empalman unas con otras. La primera sirve de
tallo a la segunda, la segunda a la tercera. Subimos asi peldaño por
peldaño. Y de ello resulta que el que asciende más alto tiene a me­
nudo más honor que mérito; pues sólo ascendió un grano sobre los
hombros del penúltimo.
Sería entonces un anacronismo ver en esta imagen una filosofía de la
historia que abarca la noción de superación, y una creencia en el pro­
greso histórico de lo nuevo respecto a lo viejo, aun en el caso del
progreso del saber. La concepción cristiana del tiempo no lo permite.
Encierra, ciertamente, una idea de progreso espiritual, pero de un pro­
greso tipológico, que convierte a la articulación entre el Antiguo y el
Nuevo Testamento en el modelo de la relación entre el tiempo presente
y la vida eterna, y no un progreso histórico.
La máxima que regula la relación católica del presente con la tradi­
ción, es decir, la relación de los textos actuales con los textos del pasa­
do, que constituyen la autoridad, los de los padres y doctores de la
Iglesia, es: -Non nova, sed nove-, «No lo nuevo sino de nuevo», según la
formulación de Vincent de Lérins. Hay que hablar en términos nuevos,
pero cuidándose de no aportar nada nuevo. Así se define la tradición
cristiana, ya que la perfección estuvo en el origen, antes del pecado; y
si reside también en el futuro, es un futuro que no se concibe como la
continuación de ese tiempo, sino como otro tiempo, como la eternidad.
Para que el adjetivo moderno haya tomado el sentido nebuloso que
tiene para nosotros fue indispensable la invención del progreso, es de­
cir, de la definición de un sentido positivo del tiempo, como lo señala
Octavio Paz. No cíclico, como en la mayoría de las teorías antiguas de la
historia, ni tipológico, como en la doctrina cristiana, ni negativo, como
en la mayoría de los pensadores del Renacimiento, Maquiavelo, Bodin
y sin duda Montaigne. Una concepción positiva del tiempo» es decir, la
de un desarrollo lineal, cumulativo y causal, supone ciertamente el tiem­
po cristiano, irreversible y finito. Pero se abre sobre un futuro infinito.
Se extiende a la historia, en particular a la historia del arte, como una
ley de perfeccionamiento descubierta a partir del siglo XVI en las cien­
cias y las técnicas. Así, Francis Bacon invierte, con una paradoja funda­
da en la comparación de las edades de la vida y de la humanidad, la
relación de los antiguos y los modernos: los antiguos fueron en relación
a nosotros como la infancia relacionada con la vejez. «Los antiguos so­
mos nosotros» dirá Descartes, y Pascal ya no percibe el escepticismo de
Montaigne cuando retoma la imagen de la escala:
Sólo desde allí podemos descubrir cosas que a ellos les era imposible
percibir. Nuestra vista tiene más extensión, y, aunque conociesen
tan bien como nosotros todo lo que podían observar de la naturale­
za, no conocían tanto, sin embargo, y nosotros vemos más lejos que
ellos.
Pascal escribe esto en el «Prefacio sobre el tratado del vacío», lo cual
demuestra que nuestra concepción moderna de un tiempo sucesivo,
irreversible e infinito tiene como modelo el progreso científico occiden­
tal desde el Renacimiento, como abolición de la autoridad y triunfo de
la razón.
La afirmación de un progreso en el dominio del gusto y no sólo del
conocimiento, científico o filosófico, es decir, de la superioridad de los
modernos sobre los antiguos en el arte y la literatura, apareció gracias a
la querella de los antiguos y los modernos al fin del siglo XVII. Así se
cuestionó el fundamento de la estética y la ética clásicas que veían en el
culto y la imitación de los Antiguos el único criterio de la belleza y que
afirmaban el valor intemporal de los modelos antiguos. Charles Pe-
rrault, autor de Paralelo de los antiguos y los modernos, y Fontenelle
fueron los principales críticos de la tradición y la autoridad. Pero el
Tractatus theologico-politicus de Spinoza constituyó la objeción más
vigorosa a la autoridad tradicional, al afirmar el carácter histórico de la
Biblia. Desde el punto de vista de los modernos, los antiguos son infe­
riores porque son primitivos, y los modernos superiores debido al pro­
greso, progreso de las ciencias y las técnicas, progreso de la sociedad,
etc. La literatura y el arte siguen el movimiento general, y la negación
de los modelos establecidos puede convertirse en el esquema del desa­
rrollo estético.
Con esto se abre la posibilidad de una estética de lo nuevo. Se dirá
que siempre existió. Sí, es cierto, en el sentido de una estética de la
sorpresa y de lo inesperado, con la que se puede caracterizar el barro­
co, pero no en el sentido de una estética del cambio y de la negación.
Lo excéntrico o lo extravagante, que la tradición conoció siempre en
sus márgenes —la blasfemia, la sátira, la parodia que acompaña siem­
pre a la alegoría tradicional— no es lo heterogéneo, que pretende ser
verdaderamente diferente y no simplemente una transgresión. «Porque
lo Bello es siempre sorprendente sería absurdo suponer que lo que es
sorprendente es siempre bello», dirá Baudelaire, resumiendo de la me­
jor manera este debate. La proposición de Baudelaire —«Lo bello es
siempre extraño»— sólo dará pie a un culto de lo extraño a costa de un
contrasentido que el poeta previo y denunció.
Debido a una de esas ironías de la historia que atraviesan de cabo a
rabo la tradición moderna, uno de los argumentos esenciales —y explí­
citos— de los modernos contra la imitación se basaba en que ésta sólo
la lograban los genios capaces de rivalizar con los grandes nombres de
la Antigüedad. Pero no le sienta bien a los mediocres, que sólo logran
ridiculizarse en comparación con los antiguos. La tesis moderna parece
19

entonces estar signada inicialmente por una concesión. Además, ¿cómo


no asombrarse retrospectivamente de que los antiguos fueron más gran­
des artistas que los modernos? Quinault, Saint-Evremond, Perrault, Fon-
tenelle ¿son comparables a Boileau, Racine, La Fontaine, Bossuet? Pero,
así, el problema está mal planteado porque no toma en cuenta que los
modernos, al pronunciarse a favor de géneros nuevos como la ópera, el
cuento, a la novela, y de una literatura de entretenimiento, tenían razón
en lo que toca al porvenir. Aun si ellos mismos creían en la perfección
intemporal, considerándola simplemente inaccesible, su tesis sobre la
relatividad de lo bello, ahora concebido en términos nacionales e histó­
ricos, barrió con la de los antiguos.
Con la afirmación del progreso, a lo largo del siglo xvm y hasta el
Esbozo de una historia del progreso del espíritu humano de Condorcet,
en 1795, ya se está listo para el establecimiento del siguiente par: lo
clásico y lo romántico. Resulta curioso también que la reivindicación
moderna pasase entonces por la referencia a la Edad Media cristiana y
a la novela caballeresca, pero era una manera de exaltar un pasado
nacional a expensas de los clásicos greco-latinos. Romántico quiere
decir, en efecto, «como en los viejos romances», y la alusión resulta al
comienzo peyorativa en el Siglo de las Luces, antes de regresar a Fran­
cia después de un rodeo por Inglaterra, cargada de un sentido noble
que la distingue de novelesco (romanesque) y la asimila a moderno, en
el sentido de relativo al cristianismo en oposición a la Antigüedad. Lo
más importante, sin duda, es que romántico añade a novelesco esa di­
mensión melancólica y desesperada que resultará inseparable de la fe
moderna en el progreso y del reconocimiento de nuestra historicidad
sin fin. Opuesta a la estética clásica cuya ambición es trascender el
tiempo, la estética romántica —piénsese en el mal del siglo a partir de
Roñé— se basa en un malestar en la relación con el tiempo, en la con­
ciencia de la inconclusión de la historia. Una estética de lo nuevo, del
incesante recomenzar, no parece concebible antes de que la Revolu­
ción Francesa le suministrara un modelo histórico fulminante.
El último momento que fija la constelación de lo moderno y de lo
nuevo tal como la percibimos aún se extiende de Stendhal a Baudelai-
re. Como se ha dicho, la historia de la idea moderna desde la Edad
Media, tal como la relata Jauss, es la de una reducción del lapso que
separa lo moderno de lo antiguo. Con el clasicismo, con el romanticis­
mo, antiguo y moderno designan todavía dos opciones estéticas que no
se pueden reducir enteramente al paso del tiempo. Pero con el adveni­
miento de la «modernidad», la distinción del presente y del pasado se
desvanece en lo efímero. La antítesis entre el gusto clásico y el gusto
moderno deja de ser significativa, pues lo clásico ya no es percibido
sino como lo romántico de ayer. Esta es una tesis común a muchos
autores del siglo XIX, ilustrada por una serie de obras que se refieren
más o menos al "romanticismo de los clásicos». La idea es que los clási­
cos fueron románticos en su tiempo, mientras que los románticos serán
los clásicos de mañana. Como lo escribe Brunetiére hacia fines de siglo,
los románticos de hoy son los clásicos de mañana, -más o menos, según
se dice, como los peores sujetos se convierten en los mejores padres de
familia». La oposición del clasicismo y el romanticismo, de lo antiguo y
de lo moderno, ya no es más que la de dos presentes, dos tiempos
actuales, ayer y hoy, hoy y mañana. Esta tesis está claramente formula­
da por Stendhal en 1823, en Racine y Shakespeare. Stendhal define
primero al romanticismo como un «arte de presentar a los pueblos las
obras literarias que, en el estado actual de sus hábitos y creencias, son
capaces de procurarles el mayor placer posible». La relación entre el
arte y la actualidad está firmemente subrayada: romántico es aquel que
es fiel al mundo actual. De ahí, la consecuencia brutal: «Sófocles y Eurí­
pides fueron eminentemente románticos». No es más que una agudeza,
pero una agudeza que hará posible eso que llamamos modernidad: «No
titubeo en afirmar que Racine fue romántico; dio, a los marqueses de la
corte de Luis xrv, una descripción de las pasiones, temperada por la
extrema dignidad entonces a la moda». Finalmente —observación muy
llamativa también— el vínculo del arte con la actualidad produce una
fuerte dependencia en lo que toca a la historia: «Ningún historiador es
capaz de recordar a un pueblo que haya experimentado, en sus cos­
tumbres y sus placeres, un cambio más rápido y más total que el ocurri­
do entre 1780 y 1823; ¡y todavía quieren darnos la misma literatura!». No
resulta asombroso el papel adjudicado a la Revolución Francesa en esta
concientización. Antes de Baudelaire, ya todas las características de lo
moderno están enumeradas; hasta se halla la anticipación de un dogma
que se volverá típico de las vanguardias y que no es para nada baude-
laireano: lo bello no es tal sino para el público para el que fue creado,
en la actualidad. Lo clásico, en vez de considerarse como lo bello in­
temporal, se reduce a lo bello de ayer, es decir, que ya no es para nada
bello. Al convertirse el arte contemporáneo en el único valor, el arte de
ayer deja de ser arte. No hemos llegado allí del todo, pero esta tenden­
cia está inscrita en la tesis de Stendhal y llevará al esnobismo de la
vanguardia a fines de siglo, como en la joven Madame de Cambremer,
de En busca del tiempo perdido, para quien, después de Wagner, ya
Chopin no es música, después de Monet, ya Manet deja de ser pintura.
La actualidad de hoy se convierte en el clasicismo de mañana, según
una definición puramente negativa del clasicismo, escribe Jauss, «como
el éxito que obtuvieron antaño las obras del pasado y ya no una perfec­
ción sustraída a los efectos del tiempo». La modernidad se vuelca sin
cesar en el clasicismo y se convierte en su propia antigüedad. En este
sentido ya no se opone a nada sino, mañana, a sí misma. El arte se ha
enganchado al tiempo de la historia y al progreso.
El asunto es gustar hoy. Al hacer hincapié en el cambio y la relativi­
dad, en el presente, Stendhal identifica el gusto y la moda. Pero su
doctrina está cargada de la evolución hacia las vanguardias, según las
cuales los contemporáneos no están preparados para acoger el arte del
presente. El artista entonces debe esperar del futuro la confirmación de
sus intuiciones y el que se le haga justicia: «Me parece —escribe Stend­
hal— que el escritor necesita casi tanto coraje como guerrero». Aunque
desapruebe la confusión de estética y política, muy común desde la
Revolución Francesa, como también el mito romántico del escritor
como profeta, la definición de Stendhal de un arte del presente anuncia
una de las contradicciones fatales de la modernidad, al constatar que
los contemporáneos a los que está destinada le son hostiles y al conso­
larse con la idea de que el porvenir le dará la razón.

II

Baudelaire, el observador más perspicaz del siglo XIX, sopesó


mejor que nadie los efectos de la identificación del arte con la actuali­
dad, afirmada desde Stendhal. Ambivalente ante esta modernidad cuya
invención se le atribuye, Baudelaire se regodea en la nueva evanescen-
cia de lo bello y, a la vez, le opone resistencia como si fuese un impas­
se, una degradación ligada a la modernización a la secularización que
detesta. Desde el comienzo, la modernidad baudelaireana es equívoca
ya que reacciona contra la modernización social, la revolución indus­
trial, etc. La modernidad estética se define esencialmente por la nega­
ción: antiburguesa, denuncia la alienación del artista en un mundo bár­
baro y conformista en el que reina el mal gusto. De ahí la reivindicación,
ambigua también en lo tocante a la adhesión al presente, de un arte
autónomo e inútil, gratuito y polémico, que espante al burgués. La
modernidad proyecta su dualismo sobre el otro, el burgués, en el cual
«el artista descubre y define su contrario», como dirá Valéry: «Se le impo­
nen, por cierto, propiedades contradictorias, pues se le considera a un
tiempo esclavo de la rutina y sectario absurdo del progreso». En este
dualismo o este doblez de la modernidad, está comprometido su desti­
no.
La modernidad se encarnó, según Baudelaire, en dos artistas dife­
rentes y sucesivos. En Delacroix, especialmente en el Salón de 1846, en
el que Baudelaire comparte aún el vocabulario romántico de Stendhal:
■Para mí —dice—, el romanticismo es la expresión más reciente, más
actual de lo bello». O también: »Quien dice romanticismo dice arte mo­
derno». La modernidad es estar de parte del presente en contra del
pasado: al consistir en pintar su tiempo, se opone entonces al academi­
cismo y tiene que ver con el tema. A propósito de Dante y Virgilio de
Delacroix, Baudelaire habla de «la verdadera señal de una revolución» y
atribuye al pintor «la última expresión del progreso en el arte». Antes de
haber sido «físicamente despolitizado» por el golpe de Estado, Baudelai­
re cree aún en el progreso y en la cadena causal de la historia. La
doctrina del progreso se justifica con el determinismo y el positivismo,
antes de que venga a ratificarla el darwinismo: «Suprímase a Delacroix
—escribe Baudelaire— y la gran cadena de la historia se rompe y cae a
tierra». Delacroix es un momento, un eslabón necesario de la historia
del arte, es decir, la historia de esas obras que fueron modernas en su
tiempo.
Más tarde, en El pintor de la vida moderna, escrito en 1859-60 y
publicado en 1863, la modernidad se realiza en Constantin Guys, según
una concepción compleja, doble, de la que no hemos salido aún. Guys
es un reportero, un periodista, el equivalente a un fotógrafo de prensa
contemporáneo; fija el acontecimiento, inmoviliza lo efímero y envía
sus croquis a los periódicos, que sacarán de ellos grabados instantáneos
para ilustrar las noticias, por ejemplo, la guerra de Crimea. Baudelaire
encuentra en Guys la combinación ideal del instante y de la totalidad,
del movimiento y de la forma, de la modernidad y de la memoria. «El
placer que obtenemos de la representación del presente tiene que ver
no sólo con la belleza de la que puede estar revestido, sino también de
su cualidad esencial de presente», dice. Esta concepción del presente
como rechazo de la historia y de la temporalidad se aproxima a la que
expresará Nietzsche en la Segunda consideración intempestiva, en
1874. La conciencia histórica del siglo XIX reacciona ante el descubri­
miento de la serialidad desesperante de todo, ordenando la existencia
en un relato. Pero el sentido del presente, dice Baudelaire, sigue siendo
parte constitutiva de toda experiencia estética. La paradoja, no obstan­
te, es patente en la propia expresión «representación del presente», que
establece, como lo señala Paul De Man, una distancia respecto al pre­
sente y a la vez afirma su inmediatez. La representación del presente, la
memoria del presente ¿sigue siendo el presente? Baudelaire llega muy
pronto, por cierto, al análisis de las relaciones del arte y la moda, que
definen la modernidad de Guys:
Busca ese algo que se nos permitirá llamar la modernidad; pues no
se presenta una palabra mejor para expresar la idea en cuestión. Para
Guys se trata de desentrañar de la moda lo que puede contener de
poético, de extraer de la historia lo eterno de lo transitorio. (...) La
modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del
arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable. (...) En pocas palabras,
para que toda la modernidad sea digna de convertirse en antigüe­
dad, es necesario que la belleza misteriosa que la vida humana intro­
duce en ella involuntariamente haya sido extraída.
La modernidad, entendida como sentido del presente, anula toda
relación con el pasado, concebido simplemente como una sucesión de
modernidades singulares, sin utilidad para discernir el «carácter de la
belleza presente». Por ser la imaginación la facultad que sensibiliza ante
el presente, supone el olvido del pasado y el asentimiento a la inmedia­
tez. La modernidad es por tanto conciencia del presente como presen­
te, sin pasado ni futuro; se relaciona sólo con la eternidad. En este
sentido, la modernidad, ai rechazar el confort o el engaño del tiempo
histórico, representa una elección heroica. Al movimiento perpetuo e
irresistible de una modernidad esclava del tiempo y que se devora a sí
misma, a la caducidad de la novedad renovada sin cesar y que niega la
novedad de ayer, Baudelaire opone lo eterno o lo intemporal. Ni lo
antiguo, ni lo clásico, ni lo romántico, que, uno tras otro, han sido vacia­
dos de sustancia. La modernidad depende del reconocimiento de la
doble naturaleza de lo bello, es decir, de la doble naturaleza del hom­
bre también.
En la Segunda consideración intempestiva, Nietzsche también insis­
te en la enfermedad histórica del hombre moderno, que lo convierte en
un epígono y lo vuelve incapaz de crear una verdadera novedad: por
ello modernidad y decadencia se convierten en sinónimos para Nietzs-
che. E igual que Baudelaire, no ve ni en el progreso ni en la historia,
que van de renovación en renovación en la facticidad, ninguna posibi­
lidad de una superación de la modernidad o de una salida de la deca­
dencia. Sólo la religión o el arte —para la ocasión la música de Wagner,
i la que aún no había repudiado—, debido a su poder «no histórico» o
■suprahistórico», le parecían capaces de curar al hombre de la historia y
de dar a la existencia el carácter de lo eterno. Al rechazar la historia y el
progreso, Nietzsche reconcilia la modernidad y la eternidad, como úni­
ca salida de la decadencia. Pero con ello, tanto en uno como en el otro
—el último Nietzsche, sin embargo, ya no concibe una salida para la
modérnidad en el arte—, el reconocimiento de la modernidad implica
la renegación de la modernidad, al menos en el sentido en que, si el
arte se vuelve hacia la vida y el mundo presentes, es a fin de sublimar­
los y alcanzar la identidad de lo eterno. La ciudad, el pueblo, lo cotidia­
no, que conforman el material de Las flores del mal y de Spleen de
París, se vuelven poéticos, pero menos por sí mismos y más en nombre
de un proyecto que los niega y extrae de ellos con qué renovar el gran
arte, mediante la imaginación que las atraviesa de correspondencias.
La elección de Guys como héroe de la vida moderna sorprende. Este
ilustra, sin embargo, maravillosamente la ambivalencia de la moderni­
dad baudelaireana y de toda verdadera modernidad desde entonces,
que es también resistencia a la modernidad, o, en todo caso a la moder­
nización. Baudelaire considera el pasado inútil para aprehender la mo­
dernidad y a la vez lamenta la desaparición de una edad noble y la difu­
sión del materialismo burgués. Guys no sólo representa un género, el
croquis de prensa, que pronto cederá el lugar a la fotografía, ésta verda­
deramente moderna y despreciada por Baudelaire. Este, al poner su
mira en Guys, con cierta nostalgia ignora a Courbet y Manet, pese a que
los conocía y a que éstos lo hicieron figurar favorablemente en sus cua­
dros más nuevos, el Atelier, de 1855, y LaMusiqueaux Tuileries, de 1862.
Baudelaire juzga, conforme a los términos de su admiración por Dela-
croix, que Courbet y Manet fracasan en su positivismo porque pintan lo
que ven sin imaginación. Más allá de Delacroix y Guys, La muerte de
Maratde David sigue siendo, en el fondo, el modelo de la pintura mo­
derna que le gusta a Baudelaire, es decir, una pintura con tema moderno:
Todos estos detalles son históricos y reales, como una novela de
Balzac; allí está el drama, vivo con todo su lamentable horror, y de­
bido a una extraña maniobra que convierte a esta pintura en la obra
maestra de David y en una de las grandes curiosidades del arte mo­
derno, nada tiene de trivial o de innoble. Lo asombroso de este poe­
ma desusado es que está pintado con una rapidez extrema, y cuando
se piensa en la belleza del dibujo uno se queda confundido. Esto es
el pan de los fuertes y el triunfo del esplritualismo; cruel como la
naturaleza, este cuadro tiene el perfume íntegro del ideal.
Ese texto es de 1846, pero da la clave de la futura incomprensión de
Courbet y de Manet, juzgados como carentes de nobleza por falta de
ideal y de espiritualidad, y explica la preferencia por Guys. Baudelaire
sueña, para la pintura, en un tema moderno asociado a una factura
académica. Por eso, en nombre de la rapidez, elogia los géneros de la
improvisación —croquis, acuarela, aguafuerte— y no otra técnica de la
pintura, el non-finito al óleo.
En Guys, Baudelaire admira en verdad la modernidad de los temas
—las mujeres, las rameras, el dandy, la sociedad del Imperio, etc.—,
elogia en él la pintura de la realidad moderna, pero no la realidad de la
pintura moderna. Habría entonces que releer los rasgos de la moderni­
dad que descubre en la realidad pintada por Guys haciéndolos incidir
sobre la pintura de Courbet y de Manet: lo inconcluso, la fragmenta­
ción, la ausencia de totalidad o de sentido, la doblez crítica. Todos estos
rasgos, una vez que se entienden formalmente, contribuyen a la des­
trucción de la ilusión ligada a la perspectiva geométrica, y al aplasta­
miento de la pintura que acompaña su pérdida de sentido.
Veánse entonces algunos rasgos de esta modernidad, según lo que
Baudelaire dice de Guys, pues aunque haya habido, por parte de Bau­
delaire, una equivocación respecto a la persona del artista moderno, es
posible no obstante hallar estos rasgos en una modernidad que depen­
de menos de los temas que de la propia materia de la pintura. Retengo
cuatro:
1. Lo no terminado, ya que éste es el reproche que se hace a todos
los artistas de la tradición moderna después de Courbet, a Manet, espe­
cialmente a los impresionistas, y también a los poemas en,prosa de
Baudelaire, pues el poema en prosa es el equivalente del dibujo de
Guys. Baudelaire lo justifica por la rapidez del mundo moderno: «...hay
en la vida trivial, en la metamorfosis diaria de las cosas externas, un
movimiento rápido que exige al artista una velocidad igual en la ejecu­
ción». El mundo moderno está caracterizado otra vez aquí por lo que
escapa a la cultura elitesca, por su aspecto trivial, popular, urbano. Sin
embargo, «en cualquier punto de su progreso, cada dibujo parece lo
suficientemente terminado; pueden llamarlo un esbozo, si quieren,
pero es un esbozo perfecto». En esta fórmula balanceada, el arte vuelve
a hallar su valor eterno. Baudelaire se alza a menudo en contra de lo
•repulido» apreciado por los jurados de los Salones y encarnado sobre
lodo en Ingres y su escuela, y también elogia las acuarelas de Boudin, o
los aguafuertes de Manet, que capturan el tiempo ondulante. Pero en
nombre de lo non-finito, nada, en efecto, sobre la pintura a cuchillo de
Courbet ni sobre la manufactura suelta de Manet.
2. Lofragmentario, que fue otra de las críticas constantes en contra
de los modernos. Pintan detalles, escorzos, se afirma. Baudelaire toca
también este punto a propósito de lo que llama el arte mnemònico de
Guys, opuesto a un arte que copia la naturaleza:
Un artista que tiene el sentimiento perfecto de la forma, pero acostum­
brado a ejercitar sobre todo su memoria y su imaginación, se encuentra
entonces como asaltado por una turba de detalles, que piden justicia,
todos, con la furia de una multitud enamorada de igualdad absoluta.
Toda justicia se ve así forzosamente violada; toda armonía destruida,
sacrificada; muchas trivialidades se hacen enormes, muchas pequene­
ces, usurpadoras. Mientras más se fije el artista con imparcialidad en el
detalle, más aumenta la anarquía. Asi tenga miopía o presbicia, toda
jerarquía y toda subordinación desaparecen.
El contexto de esta discusión sobre el detalle, sobre la obra total o
fragmentaria, es claramente política y social. Por debajo de la mesa, se
apunta al sufragio universal, instituido en 1848, y al individualismo que
se le reprocha fomentar por eliminar los cuerpos intermediarios y des­
hacer la unidad orgánica del cuerpo social. Este pasaje es llamativo
también porque anticipa la mayoría de los ataques que se harán contra
las obras nuevas, pretextando su decadencia, durante el resto del siglo.
Hipertrofia y autonomía del detalle, perturbaciones de la visión: éstas,
por ejemplo, son las quejas de Paul Bourget contra los impresionistas y
Huysmans, o las de Nietzsche contra Wagner. Pero la actitud de Baude­
laire no es en realidad clara: la imparcialidad lleva a la anarquía; la
igualdad es forzosamente burlada por el arte. En Baudelaire rivalizan el
político y el artista: uno ya no sabe dónde está parado, otra vez, pero la
referencia popular tiene como destino ser repudiada.
3. La insignificancia o la pérdida del sentido, poco separable, por
cierto, del rechazo de la unidad y de la totalidad orgánicas. Lo no termi­
nado y lo fragmentario se juntan en la indeterminación del sentido: la
obra ya no quiere decir nada. Recuérdese la dedicatoria de Spleen de
París-,
... una pequeña obra de la que no se podrá decir sin pecar de injusto
que no tiene ni pies ni cabeza ya que todo, por el contrario, es en ella
a la vez pies y cabeza, alternada recíprocamente. (...) Uno puede
cortarla donde quiera. (...) Quítese una vértebra y los dos pedazos
de esta tortuosa fantasia se juntarán sin dificultad. Piqúese en nume­
rosos fragmentos y se verá que cada uno puede existir aparte.
El ideal antiguo de composición armoniosa, según el modelo del
cuerpo humano, queda así burlado en provecho de una imagen grotes­
ca y de un cuerpo monstruoso. Desde la proposición de Baudelaire, en
1855: -Lo bello es siempre extraño», hasta la última frase de Nadja: «La
belleza ha de ser convulsiva o no será», le toca al lector, al espectador,
decidir sobre el sentido, si puede hacerlo.
4. La autonomía, la reflexividad o la circularidad, ya que la defini­
ción baudelaireana de la modernidad por la doble naturaleza de lo
bello exige del artista una conciencia crítica. Roland Barthes llama «au-
tonimia» a ese componente esencial de la tradición moderna, definida
como «el estrabismo inquietante de una operación en forma de rosca».
Tal es la condición de una modernidad que ya no reconoce una exterio­
ridad respecto a su arte, ni ningún código o tema, y que tiene por tanto
que darse a sí misma sus reglas, modelos y criterios. La obra moderna
provee su propio modo de empleo, su manera es el encaje, o también
la autocrítica y la autorreferencialidad, eso que Mallarmé llamaba el
•pliegue» de la obra y que oponía a la banalidad del periódico. Desde
Baudelaire, la función poética y la función crítica se entretejen necesa­
riamente, en una self-comeiousness de 1artista respecto a su arte. Des­
truir la pintura, desde el Atelier de Courbet, es pintar la pintura, y el
autorretrato es el género moderno por excelencia.
Con Baudelaire, los rasgos esenciales y paradójicos de la tradición
moderna se anuncian, por cierto sin fanfarronería, ya que para el poeta
son el resultado de una modernización del mundo que hacía equivaler
a una decadencia, es decir, a un progreso hacia el fin del mundo. Preci­
samente por ello, aunque Baudelaire haya escogido a David y a Guys
en contra de Courbet y Manet, prevé los más importantes reproches
que en las décadas futuras habrían de formularse contra la modernidad
estética, considerada como una decadencia de la que se hace responsa­
ble a Baudelaire. Salvo momentáneamente, Baudelaire no estaba entre
los que creían en el progreso: fue condenado a la modernidad. La para­
doja más íntima de la'modernidad es que la pasión del presente con la
que se identifica ha de entenderse también como un calvario. No se
irata aún de ser devorado por lo nuevo: «Supóngase un artista que esté
siempre, espiritualmente, en estado de convalecencia», dice Baudelaire
al describir al artista moderno. O supóngase a un niño: «El niño ve todo
como novedad; siempre está embriagado-. El último Nietzsche también
considerará la convalecencia o la «filosofía de la mañana» como la única
salida de la modernidad que no recurre a la redención por el arte o la
religión. Mañana, convalecencia, embriaguez, paraísos artificiales, pero
convalecencia sin fin, infancia sin mañana. La modernidad baudelairea­
na es siempre inseparable de la decadencia y la desesperación.
Por tanto ha de distinguirse claramente de la estética de la innova­
ción y de la manía de la ruptura que se impondrán muy pronto. Aunque
Baudelaire, al insistir en la ausencia de la pertinencia del pasado para la
percepción del presente, es uno de los promotores de la «superstición
de lo nuevo*, no hay en él la menor huella de esa religión, el menor
indicio de una estética del cambio por el cambio, del cambio a la vista,
ni de eso que Valéry llamaba «lo nuevo en sí». La doble naturaleza de lo
bello, a la que se identificará la modernidad, implica que ésta sea tam­
bién inevitablemtente resistencia a la modernidad. Todas las ideas bau-
delaireanas son dobles.

III

A Manet le afectaron los escándalos que provocaron sus obras.


Los primeros modernos querían gustar. Todavía no se había llegado a
convertir la hostilidad con que se topaba el artista en el signo de su
gloria futura, e inversamente, a su éxito rápido* en prueba de su medio­
cridad. Manet siempre fue ambivalente tanto respecto a la modernidad
como a la burguesía. No hay en él ningún militantismo de lo nuevo.
Cuando se quejó con Baudelaire, después de la Olympia, de los ata­
ques que recibía, el poeta le respondió el 11 de mayo de 1865: «...usted
no es sino el primero en la decrepitud de su arte». Esta frase ambigua
debe compararse con el juicio de 1846 sobre Delacroix, también equí­
voco: «El último representante del progreso en el arte». Por decrepitud,
Baudelaire probablemente entendía la reducción del pintar al ver, la
falta de imaginación; como decía en 1859: «Día tras día el arte disminu­
ye el respeto a sí mismo, se prosterna ante la realidad externa, y el
pintor cada vez se inclina más a pintar, no lo que sueña, sino lo que ve».
Recuérdese la consigna de Turner, que se convertirá en el acto de fe del
impresionismo: «Pintar lo que uno ve, no lo que sabe». La comprensión
limitada que tuvo Baudelaire de Courbet y Manet se debe a su descon­
fianza del realismo, entendido como la reducción de la pintura a lo
visible. ¿Habrá adivinado Baudelaire, en el manojo de espárragos de
Manet, la trayectoria que lleva hasta las monocromías de Yves Klein? Se
estaría cometiendo un anacronismo, entonces, si se perciben demasia­
das afinidades hoy entre Baudelaire y Manet, a menos que el malenten­
dido que hubo entre los dos artistas no fuese más que uno de los efec­
tos de su común ambigüedad ante lo nuevo. Para ellos, lo nuevo fue
menos una elección que una sentencia, y en Manet, más que en ningún
otro, pueden observarse las paradojas de la modernidad en sus relacio­
nes con el pasado, con lo nuevo, con la cultura popular.
Los dos cuadros de Manet que provocaron el escándalo fueron Le
Déjeuner sur l’herbe y Olympia. Es muy probable, como lo sugiere
Pierre Daix, que Baudelaire —capaz de apreciar en Manet sólo la inspi­
ración española, aún concebible en términos de tema y pintoresquis­
mo—- no los comprendiese ni le gustasen mucho. Pero con estos dos
cuadros se hacía patente que la realidad por la que se interesaba Manet
no era la de los temas sino la de la pintura. A Manet le interesa poco la
pintura de la historia, pero además, la significación del cuadro no ha de
buscarse en otra parte que no sea el cuadro mismo; más aún que en
Courbet, el cuadro es devuelto a su superficie, sin perspectiva ni mode­
lado para crear la ilusión de la profundidad. El fondo y la forma contri­
buyeron ambos al escándalo, y sin duda también a la incomprensión de
Baudelaire.
Le Déjeuner sur l ’herbe se expuso en 1863 en el Salón de los Recha­
zados, mientras que El nacimiento de Venus de Cabanel, hermoso des­
nudo académico con pretexto mitológico, triunfaba en el Salón antes de
ser adquirido por Napoleón m, como triunfa hoy en Orsay, donde Ca­
banel dispone de una mejor iluminación que Manet. Olympia, fechado
el mismo año, provocó un furor aun mayor cuando fue expuesto en el
Salón de 1865 ¿Por qué se toparon estos cuadros con una hostilidad
semejante? Sus temas se percibieron como provocaciones. En cada uno
de ellos se vio la glorificación de una prostituta o de una modelo de
atelier, tipo femenino al cual se asocia una reputación de liviandad, y
parecía que la pintura se burlaba de la pintura al poner al descubierto
sus convenciones. Le Déjeuner sur l ’herbe parecía una broma: dos mu­
jeres desnudas y dos hombres vestidos de etiqueta almorzando al aire
libre. Aun si no era ésta la intención de Manet, el cuadro, como muchas
obras modernas, fue recibido de esa manera. Un desnudo en un deco­
rado de la vida moderna, una escena realista, sin ningún pretexto ale­
górico, sin ningún sentido previo: fue eso lo que desconcertó y chocó al
público. No obstante, hoy día impresionan mucho más los modelos
clásicos en lo que se inspiró el pintor, que la provocación. Su proyecto,
al parecer, era «volver a hacer un Giorgione moderno» inspirándose en
el Concierto campestre del Louvre, atribuido hoy al Tiziano, y retoman­
do para la composición el grupo de los dos Ríos y de una Ninfa de un
grabado que circulaba por los talleres, según un cuadro de Rafael, El
juicio de París.
En el plano formal, los tres componentes del cuadro —el paisaje de
fondo, el grupo central y la naturaleza muerta en el primer plano— no
están integrados. El paisaje no es más que un esbozo o un decorado.
Los modelos posan obviamente en un taller, contrastando estorboza-
mente con el fondo. La influencia del japonismo es evidente: los perso­
najes están destacados y recortados sobre un fondo chato, como en una
tapicería. En todo caso, falta la unidad entre las figuras y el paisaje. E
igual que con el tema, es imposible decidir si la provocación es inten­
cional. En cuanto a la naturaleza muerta, salta a la vista en el cuadro
como un detalle insolente por su precisión y brillo, ya que el resto está
simplificado y coloreado. Por su academismo, esta naturaleza muerta
acentúa la desnudez de las mujeres, más desvestidas que desnudas.
Finalmente, indica una profundidad y una perspectiva, mientras que las
figuras y el fondo están trazados sin relieve y achatados en el plano del
cuadro. La naturaleza muerta, como un guiño, o una nueva broma,
aparece como el único elemento del cuadro que se conforma a la vero­
similitud académica. Se ha notado, sin embargo, que es en realidad
irreal, pues el canasto de frutas yuxtapone en el lienzo cerezas e higos
que no coexisten en la naturaleza. Los personajes, por su parte, pare­
cen estar aislados detrás de un vidrio, atravesado sólo por la mirada
negra de Victorine, la modelo en el centro del cuadro, mientras los
espectadores se hallan más adelante, con el canasto de frutas.
El desnudo nos parece hoy mucho menos indecente o hipócrita que
los de Cabanel o de Bouguereau, pintores adulados por el Segundo
Imperio. Pero en vez de presentarse como un desnudo alegórico, indi­
ca que representa a una modelo quieta. Con la exhibición de una mo­
delo de atelier, singularmente presente en medio del cuadro, se mofa
de la tradición académica que pretende, por el contrario, que la reali­
dad de la modelo se evapore en un simbolismo intemporal. Aquí la
presencia del mundo contemporáneo es palpable: nadie puede dudar
que Victorine va a ir a vestirse de nuevo en cuanto haya terminado de
posar. El trayecto del cuadro invierte la transposición habitual de la
academia: Manet va de lo ideal a lo real, del objeto mítico a la modelo
de verdad, y no de lo real a lo ideal. De allí el sentimiento de pastiche o
de cuadro vivo, de parodia y de farsa, bajo ese Segundo Imperio que
fue a la vez la época de la prostitución y del cubrimiento de las estatuas
en los jardines públicos.
¿Cuál es la significación de este cuadro? ¿Qué querrá decir, en ver­
dad? Todo sugiere que la intención de Manet era extremadamente am­
bigua. Quiso producir una obra maestra moderna asociando la pintura
de los maestros con medios simplificados. La mezcla de tradición y de
inmediatez, de cultura elitesca y de referencias triviales, hace de Le
Déjeuner sur l’herbe un emblema de la modernidad, como más tarde
Les Demoiselles d ’A vignon de Picasso. Le Déjeuner sur l ’herbe, que re­
úne todos los rasgos que Baudelaire exigía en la obra moderna, inclui­
da mucha inocencia, ilustra de maravilla las paradojas de la moderni­
dad baudelaireana: por su asentimiento al presente es inevitablemente
iconoclasta y nueva. Aun si Manet no busca lo nuevo sino el presente,
está, a su pesar, en el inicio de la huida en lo nuevo que caracterizará
todo el arte moderno. ¿Será ésta la razón por la cual el cuadro de Manet
ha sido parodiado tantas veces como él mismo parodió el Renacimiento
italiano? Las audacias técnicas y la insolencia del tema contribuyeron
ambas a hacer de este cuadro el primer cuadro moderno, con la imper­
fección que ello supone, y que Olympia resolverá en parte.
En Olympia, el juego de la tradición y de la modernidad está en el
mismo registro, pero, mejor manejado, da como resultado una obra a la
vez efímera y eterna. Baudelaire escribe: -¡Desafortunado aquel que
estudie en lo antiguo otra cosa que el arte puro, la lógica, el método
general! Por sumergirse demasiado en él, pierde la memoria del pre­
sente». Pero la manera que tiene Manet de jugar con el pasado extrae
justamente la -belleza misteriosa» que vuelve a la modernidad digna de
convertirse en antigüedad. Olympia es el último de los grandes desnu­
dos de la historia de la pintura, y a la vez, un cuadro moderno, por su
tema y su técnica, y también por la polémica que provocó: el gato
negro figura allí como una firma de la modernidad. Desde el comienzo
se opusieron dos lecturas de este cuadro. Una, formalista, para la cual
el tema no era pertinente, la inauguró Zola, que decía:
Un cuadro para usted es el simple pretexto para un análisis. Necesi­
taba usted una mujer desnuda y eligió a Olympia, la primera que
tuvo a mano; necesitaba manchas claras y luminosas, y puso un ramo
de flores; necesitabá manchas negras, y colocó en una esquina a una
negra y un gato ¿Qué quiere decir todo esto? usted no lo sabe, y
tampoco yo. Pero sé, por mi parte, que logró admirablemente hacer
una obra de pintor, de gran pintor.
La otra lectura, de tipo iconográfico, se ocupa del tema: una modelo
de atelier copia a la gran pintura. Hay dos fuentes evidentes: la Venus
de Urbino del Tiziano y La maja desnuda de Goya. La composición es
de Tiziano: el codo derecho apoyado y la mano izquierda, con la actitud
de la Venus púdica, que oculta su sexo. Pero las transformaciones son
blasfemias. En Tiziano, la desnudez es inocente; el perro, símbolo de la
fidelidad cotidiana, las sirvientas, el cofre de casada, completan una
alegoría de la virtud doméstica. Olympia en cambio nos mira fijamente.
Su mano está puesta sobre su sexo, en el centro de la composición,
moldeada, mientras que el resto está achatado: así muestra lo que es­
conde. El gato, en el lugar del perro, parece una alusión erótica. Final­
mente, la negra entrega el ramo de un cliente.
Comparado con Tiziano y Goya, Manet introduce el amor venal,
naturalista y novelesco, en una tradición del desnudo que, hasta Ingres
y Couture, supone el distanciamiento y la convención. El desnudo rea­
lista sustituye a las imágenes idealizadas; aquí está otra vez Victorine,
que se puede reconocer por sus piernas cortas, sus senos pequeños, su
cara cuadrada de mentón puntiagudo. Sin coartada alegórica ni mitoló­
gica, una prostituta espera a un cliente. En cuanto a la famosa cinta que
subraya la desnudez cuánta tinta ha hecho correr desde Valéry a Michel
Leiris! Como detalle sarcástico, añádase las zapatillas de Olympia, que
se convirtió en la Venus del gato. Su éxito se mide también por las
copias y complementos que suscitó: Cézanne, Picasso, Matisse la em­
prendieron. Y como LeDéjeunersurl’herbe, también Olympia demues­
tra la fatalidad polémica e iconoclasta de la modernidad.
Una última paradoja de la modernidad baudelaireana se destaca es­
pléndidamente con las dos obras maestras de Manet. Esa modernidad,
como se ha visto, se refiere a la cultura popular con duplicidad. La
división de la crítica entre formalismo e iconografía podría ser, por cier­
to, el resultado del equívoco de la pintura de Manet respecto al mundo
contemporáneo, el cual está allí simplemente como un pegoste, sobre
los modelos de la gran pintura tradicional, como lo señala Thomas
Crow. ¿Qué es Olympia sino una cortesana que adopta la pose de la
Venus de Urbincü Como en Baudelaire, la vida moderna sirve para sa­
cudir la rutina artística, pero la meta no parece ser la reconciliación del
arte y de la vida. La vida moderna es un medio y no un fin del arte, y
por tanto la pintura de la vida moderna sólo representa una etapa nece­
saria hacia la purificación de la pintura. Así, la lectura iconográfica pone
el acento en los medios; la lectura formalista, en los fines.
Mallarmé, según un procedimiento típico, habría de resolver esta
incertidumbre de Manet mostrando la evolución que encerraba en po­
tencia. En un artículo de 1876, «Los impresionistas y Edouard Manet»,
que ya no existe sino en inglés, detecta el destino inscrito en la duplici­
dad de las relaciones de la modernidad con el presente. El pintor, afir­
ma, empezó por introducir la vida parisina en su obra como algo ex­
céntrico y nuevo. Pero esta elección fue táctica y momentánea.
Mallarmé se alegra de que los almuerzos en la hierba y las prostitutas
hayan desaparecido luego en provecho de una pintura autónoma y
servera, despegada de la sociedad y del mercado, que explota formal­
mente los desplazamientos que la vida moderna había traído a la gran
pintura. «/ content myself unth reflecting on the clear and durable mi-
rror o f painting-, le hace decir al pintor impresionista que reconquistó
la pintura por la pintura después de los primeros intentos impuros de
Manet. La autonomía del arte, provisionalmente comprometida, ha sido
reconquistada. La tradición moderna recurrirá regularmente a la cultura
popular para renovar el arte, purificarlo de sus convenciones; reforzará
finalmente su autonomía contra la cual supuestamente guerreaba. Esta
ambivalencia respecto al público —pues se trata del público en esta
oscilación entre cultura de masas y cultura de élite— será siempre una
paradoja insoluble de la tradición moderna. Como replicaba un artista
de vanguardia a quien se le señalaba que al público no le gustaba lo
que él hacía: «¡Pues es el único!».
La RELIGIÓN DEL FUTURO:
Vanguardias y relatos ortodoxos

La literatura va hacia sí misma, hacia su esencia


que es la desaparición.

Maurice Blanchot, LeLivre a venir, 1959-

C ourbet Y Manet provocaron el escándalo, igual que Flaubert


y Baudelaire, cuyas obras, Madame Bovaryy Lasflores del mal, se topa­
ron con los tribunales de justicia en 1857, pero en ninguno de ellos se
encuentra el rasgo que se ha vuelto característico de la modernidad, la
retórica de la ruptura y el mito del comienzo absoluto, ese rasgo que nos
lleva a identificarla con el militantismo del futuro: la conciencia de que ha
de desempeñar un papel histórico. Los primeros modernos no buscaban
lo nuevo en un presente tendido hacia el porvenir y que lleva en sí la ley
de su propia desaparición, sino en un presente en su calidad de presen­
te. La distinción es capital. No creían, he dicho, en el dogma del progre­
so, del desarrollo y de la superación. No confiaban ni en el tiempo ni en
la historia, pues no esperaban que éstos les procuraran una revancha. Su
heroísmo era precisamente el del presente, no el del futuro, ya que des­
conocían la utopía y el mesianismo. No pensaban que el arte de hoy
quedaría invalidado mañana, no negaban el arte de ayer y su olvido de la
historia no se confundía con la voluntad de convertir al pasado en tabla
rasa-, no se condenaban ellos mismos a quedar de inmediato renegados;
la creencia en el progreso exige, paradójicamente, que el arte progresis­
ta acepte ser instantáneamente perecedero y muy pronto decadente.
En suma, los primeros modernos no imaginaban que representa­
ban una vanguardia. Se confunde, no obstante a menudo, modernidad
y vanguardia. Ambas son sin duda paradójicas, pero no chocan contra
los mismos dilemas. La vanguardia no es sólo una modernidad más
radical y dogmática. Si la modernidad se identifica con una pasión por
el presente, la vanguardia supone una conciencia histórica del futuro y
la voluntad de adelantarse a su tiempo. Si la paradoja de la moderni­
dad se debe a su relación equívoca con la modernización, la de la
vanguardia se debe a su conciencia de la historia. En efecto, la van­
guardia está constituida por dos factores contradictorios: la destruc­
ción y la construcción, la negación y la afirmación, el nihilismo y el
futurismo. Como consecuencia de esta antinomia, la afirmación van­
guardista a menudo sólo ha servido para legitimar una voluntad de
destrucción, ya que el futurismo teórico se convierte en pretexto para
la polémica y la subversión. A la inversa, la reivindicación nihilista ha
sido la máscara de muchos dogmatismos. La vanguardia, al sustituir el
asentimiento al presente por la patología del futuro, reactiva sin duda
una de las paradojas latentes de la modernidad: convierte su preten­
sión a la autosuficiencia y su autoafirmación en una necesaria autodes-
trucción y autonegación.
La modernidad y la vanguardia no aparecieron al mismo tiempo. A
finales del siglo XIX, cuando se generalizó la conciencia histórica del
tiempo y ya la primera modernidad no se comprendía, modernidad y
decadencia se volvieron sinónimos, pues la implicación de la renova­
ción incesante es la obsolescencia súbita. El paso de lo nuevo a lo
caduco es entonces instantáneo. Este es el destino insoportable que las
vanguardias conjuraron haciéndose históricas, ofreciendo el movimien­
to indefinido de lo nuevo como una superación crítica. Para seguir te­
niendo un sentido, para distinguirse de la decadencia, la renovación
debe identificarse con una trayectoria hacia la esencia del arte, con una
reducción y una purificación. -La Poesía ya no imprimirá su ritmo a la
acción; la precederá•, escribe Rimbaud en 1L 1. ¿Cuál fue la genealogía
de esta retórica fatal a la que identificamos la modernidad como reli­
gión del futuro más que com identidad con el presente? Pues esta
retórica no es propia sólo de las vanguardias. Como se verá, la compar­
te con las historias ortodoxas de la tradición moderna. El resultado,
también paradójico, es que estas historias ignoran la verdadera moder­
nidad.
I

Tomaré el sesgo de la metaforización del término vanguardia


en el siglo XIX. Este término, en sentido propio, es militar y designa la
parte de un ejército que va al frente del cuerpo principal, a la cabecera
de la tropa. Se convirtió en un término político y luego estético. Su
empleo político ya estaba generalizado cuando la revolución de 1848,
tal como lo muestra el personaje caricaturesco de Publicóla Masson, en
Les Comédiens sans lesavoirde Balzac (1846), y en esa época designa­
ba tanto la extrema izquierda como la extrema derecha y se aplicaba
por igual a progresistas y reaccionarios. De allí pasó al vocabulario de
la crítica de arte. Pero el término sufrió una modificación muy impor­
tante como metáfora estética de 1848 a 1870, durante el Segundo Impe­
rio. La resumiré diciendo que el arte de vanguardia fue primero el arte
al servicio del progreso social, y que se convirtió en el arte estéticamen­
te adelantado respecto a su tiempo. Hay que relacionar este desplaza­
miento con la autonomización del arte evocado a propósito de Manet:
si el arte de vanguardia lo fue antes de 1848 debido a sus temas, el
posterior a 1870 lo será por sus formas.
Desde el Renacimiento, es cierto, Etienne Pasquier, en Recherches
de la Frunce, calificaba a Scéve, Béze y Peletier de «vanguardia» compa­
rados con du Bellay y Ronsard. Pasquier, por cierto, describía la evolu­
ción literaria como un progreso y titulaba un capítulo de su obra: «De la
antigüedad y progreso de nuestra poesía francesa», pero ni progreso ni
vanguardia denotan una conciencia de su papel histórico en los poetas
en cuestión. El uso de estos términos en una historia de la poesía no
puede tener las mismas implicaciones cuando está ausente una doctri­
na del desarrollo científico, histórico y social. En Pasquier, progreso y
vanguardia no entrañan la creencia en un sentido de la historia, y la
metáfora tomará un valor muy diferente en el siglo XIX.
En el primer sentido de arte comprometido, se halla el calificativo de
vanguardia en los saint-simonianos, para designar la misión del artista,
junto con el sabio y el industrial, que es servir de explorador al movi­
miento social, de propagandista del socialismo, como el poeta románti­
co que se sentía profeta. Según el texto de Saint-Simon de 1825:
Unámonos, dice el artista a sus interlocutores, el Sabio y el Industrial,
y para llegar a la misma meta tenemos cada uno una tarea diferente
que cumplir. Nosotros, los artistas, serviremos de vanguardia: el po­
der de las artes es en efecto el más inmediato y el más rápido.
los fourieristas concebirán igualmente al arte como un medio de
propaganda y como un instrumento de la acción.
Sin embargo, ese arte comprometido o socialista, como se ha señala­
do a menudo, fue estéticamente el más académico y rutinario de todos,
según una modalidad que no ha cesado desde que en la Unión Soviéti­
ca las vanguardias constructivistas cayeron en desgracia en la década
de los 20 y triunfó el realismo socialista. En Mon coeurmisa nu, Baude-
laire se burla de las «metáforas militares» que les gustaban a los france­
ses; «literatura militante», «prensa militante», «poetas de combate» y «lite­
ratura de vanguardia». «Estos hábitos, decía, denotan a espíritus (...)
mandados a hacer para la disciplina, es decir, para el conformismo». El
arte de vanguardia nunca estuvo a la vanguardia del arte. Ese es, por
cierto, el sentido de la modificación de la metáfora después de 1848, y
el resultado de la hostilidad con que se toparon todos los artistas inno­
vadores en el siglo XIX . En vez de ponerse al servicio de las políticas
revolucionarias, los artistas de vanguardia se la jugaron por el poder
revolucionario del propio arte, y la consigna de Lautréamont, retomada
por los surrealistas —«la poesía será hecha por todos y no por uno»—
marca el desenlace de esta evolución. Las vanguardias, generalizando
el uso del vocabulario político para el arte, parecen haber estado siem­
pre divididas entre el anarquismo y el autoritarismo, y ya Baudelaire
detectaba el dilema al cual necesariamente habrían de enfrentrarse, el
del conformismo y el no conformismo.
Courbet y Manet, Flaubert y Baudelaire, se ha dicho, quisieron ser
de su tiempo. Si provocaron el escándalo, nunca juzgaron que lo hacían
porque estuviesen más avanzados que sus contemporáneos. Su conflic­
to era con el conformismo, por ejemplo, el de las instituciones y las
academias, y, por lo demás, no dejaban de desear ser reconocidos por
éstas: el Salón oficial en lo que toca a Manet, la Academia francesa, para
Baudelaire. Este conflicto aún se concebía como el de dos estéticas, el
realismo y el neoclasicismo, más tarde el impresionismo y el academis­
mo, pero ni siquiera los impresionistas tenían la sensación de estar
históricamente más avanzados que sus adversarios. Los primeros en
proclamarse vanguardistas, es decir, en considerar su práctica artística
en términos de una política del arte, fueron los neoimpresionistas, que
se situaban, por cierto, a la izquierda. Su promotor fue el crítico Félix
Fénéon, que inventó el término neoimpresionismo. En su artículo sobre
la octava exposición impresionista de 1886, donde se expuso La gran­
de Jatte de Seurat, junto a lienzos de Signac y de Pissarro, Fénéon sitúa
a estos artistas «en la vanguardia del impresionismo», y remite a una
nota al reciente libro donde Théodore Duret, amigo de Manet, recogió
sus artículos desde 1870, con el sugerente título Critique d ’a vantgarde
(Crítica de vanguardia). La crítica y su objeto comparten desde el inicio
el vanguardismo, ya que se trata de un punto de vista crítico integrado
a la práctica artística lo que da un sentido a la palabra vanguardia. Los
neoimpresionistas, con Seurat y Signac, se consideraban a la vanguar­
dia del impresionismo; en efecto, quieren ser revolucionarios tanto en
política como en pintura y estiman que la misma teoría científica presi­
de todas sus prácticas. Charles Henry, en 1890, irá entonces a la aveni­
da Saint-Antoine a instruir al pueblo sobre las teorías neoimpresionistas
del color.
Hay pues que distinguir dos vanguardias: una política y la otra esté­
tica, o más exactamente, la de los artistas al servicio de la revolución
política, en el sentido saint-simoniano o fourierista y la de los artistas
que se contentan con un proyecto de revolución estética. De estas dos
vanguardias, una quiere utilizar el arte para cambiar el mundo, y la otra
quiere cambiar el arte, juzgando que el mundo los seguirá. Renato Po-
ggioli, que las opone en estos términos, piensa que sólo se juntaron
durante un corto período, después de 1871 y la Comuna de París, desde
Rimbaud, encarnación ejemplar de esta alianza, hasta el simbolismo y
el naturalismo. Menos marcados por el anarquismo, y por ello más
propiamente políticos, los comienzos del neoimpresionismo parecen
más significativos. De hecho, coinciden con un momento en el que los
términos vanguardia, modernidad y decadencia son casi sinónimos
en literatura, por ejemplo, en la revista Le Décadent, fundada en 1886.
Pero cuando el fundador de la revista, Anatole Baju, dio al decadentis­
mo una línea abiertamente política, presentándose como candidato so­
cialista a las elecciones legislativas de 1889, el simbolismo retomó el
mensaje anticonformista en un plano exclusivamente literario, y deca­
dente perdió muy pronto su sentido revolucionario.
Paralelamente, cuando Signac, con el seudónimo de «un camarada
impresionista-, justifica políticamente el arte de Seurat, en un artículo de
LaRévolte, periódico anarquista, en 1891, el deslizamiento del sentido
de vanguardia hacia el formalismo estético es patente, pese a las con­
vicciones revolucionarias del autor. Los primeros temas neoimpresio­
nistas, escribe Signac, se tomaban de la vida urbana, del trabajo indus­
trial y de los días de ocio de las masas, y daban testimonio del conflicto
social que oponía a los obreros al capital. Sin embargo, la verdadera
innovación neoimpresionista no reside en el análisis del ocio capitalista,
reside en la estética formal descubierta debido a estos temas. Como
afirma Thomas Crow «la liberación de la sensibilidad de la vanguardia
se presentará como un ejemplo explícito de posibilidad revolucionaria,
y el artista cumplirá su papel con más eficacia si se concentra en las
exigencias autónomas de su medio». El texto de Signac es ejemplar para
la definición de una estética vanguardista que quiere ser revolucionaria
en sí y no por los temas que aborda, y que pretende sacudir el edificio
social por su propia práctica formal. La búsqueda formal desde enton­
ces se considera revolucionaria por esencia.

De lo militar a lo estético, el término vanguardia, en el sentido de


anticipación, pasó de un valor espacial a un valor temporal. En este
cambio fundamental se halla plenamente realizado aquello que anun­
ciaba Stendhal en 1823, a lo cual se oponía Baudelaire postulando un
aspecto eterno de lo bello junto a su carácter efímero: el arte ya no se
dirá sino en términos históricos. Todo el vocabulario de la crítica de arte
se vuelve temporal después del impresionismo. El arte se aferra deses­
peradamente al porvenir, ya no busca la adhesión al presente sino la
anticipación respecto a él, a fin de inscribirse en el futuro. Ya no sólo es
asunto de romper con el pasado, también hay que hacer tabla rasa del
presente si no se quiere ser rebasado aun antes de producir. El arte se
vincula irremediablemente a un modelo evolutivo, el de la filosofía he-
geliana o el transformismo darwiniano, confundiendo a los que sobre­
viven y se adaptan con los más grandes.
Después de 1870, como consecuencia de esta noción de evolución,
ya el éxito de un artista se vuelve sospechoso: «Todos los grandes crea­
dores chocaron al inicio de su carrera con una fuerte resistencia —esta
es una regla absoluta que no admite excepciones*—, afirma Zola en su
«Salón de 1879”. Asimismo, Duret relaciona la existencia de un progreso
en el arte y «la larga persecución inflingida a los artistas verdaderamente
originales y creadores de ese siglo». No insistiré en el mito de esta ecua­
ción político-estética: los impresionistas muy pronto empezaron a ven­
derse más caro que las obras académicas, y mientras la prensa los acu­
saba de ser partidarios de la Comuna, su marchand, Durand-Ruel, era
legitimista y se pronunciaba públicamente a favor del conde de Cham-
bord. Cuando se constata que muchos artistas innovadores fueron reac­
cionarios en política ¿no podría sostenerse igualmente la existencia de
una inversión estético-política desde la Revolución Francesa? Recuérde­
se que Stendhal declaraba en las primeras líneas de su Salón de 1824:
«Mis opiniones, en pintura, son de extrema izquierda», pero se tomaba
el cuidado de precisar que sólo se trataba de sus opiniones respecto a la
pintura. En cuanto a sus íaeas políticas, decía, eran más bien «de centro
izquierda, como las de la inmensa mayoría». Pero hay que cuidarse de
no contentarse con una simple inversión de los términos. Ambas ecua­
ciones son igualmente absurdas, y con Baudelaire, hay que aceptar una
separación de los dos órdenes.

La década del 80 del siglo XDí, con los neoimpresionistas en pintura


y el decandentismo, luego el simbolismo y el naturalismo en literatura,
establece así la fatal relación del arte y del tiempo, del arte y de la
historia, el deslizamiento de la negación de la tradición hacia una tradi­
ción de la negación, hacia lo que podría llamarse un academicismo de
la innovación que las sucesivas vanguardias denunciarán antes de su­
cumbir a él. Ahora bien, el deslizamiento del sentido de la vanguardia
—primero al servicio del progreso, luego futurista en si— corresponde
al momento en que la innovación formal se convierte en el principio de
explicación crítico, como lo ilustra, por cierto, el título de la obra de
Duret. Los historiadores comparten desde entonces la misma doctrina
del progreso y del desarrollo dialéctico de las formas de los vanguardis­
tas. El relato ortodoxo de la tradición moderna que resulta de ella, tiene,
como toda ortodoxia, algo de cara dura: el historicismo genético, del
cual veremos algunos ejemplos más adelante, permite exorcizar la con­
ciencia moderna del tiempo y reconciliar las tendencias contradictorias
de la vanguardia hacia la afirmación y la negación, la libertad y la auto­
ridad, el nihilismo y el futurismo. Pero ello equivale a reducir la historia
a una tautología para conjurar el dilema de las vanguardias.

II

La tradición moderna, según esta nueva ortodoxia aparecida


hacia fines del siglo XIX, es la historia de la purificación del arte, de su
reducción a lo esencial. En este sentido se verá a menudo describir el
paso de una generación a otra y de un artista a otro como un paso hacia
la verdad, una tensión del arte hacia su límite, o aun más, una reducción
del ilusionismo, una reapropiación del origen. Para situar los comien­
zos de este formalismo se cita a menudo la frase del pintor Maurice
Denis, en 1890: «Recordar que un cuadro, antes de ser un caballo de
batalla, una mujer desnuda o una anécdota cualquiera, es esencialmen­
te una superficie plana cubierta de colores arreglados según cierto or­
den». Este es, en efecto, un impresionante llamado a la autorreferencia-
lidad y la autonomía consideradas ya como las condiciones del arte
auténtico.
Pareciera que este relato ortodoxo de la tradición moderna que es,
repitámoslo, a la vez el de las vanguardias históricas y el de las críticas
formalistas, se apoya en una intención apologética o teleologica. Así
Apollinaire describe en 1912 las obras de sus amigos cubistas como »pin­
turas en las que los artistas han querido dar con una gran pureza la
realidad esencial». Pureza, esencia: desde Mallarmé, al menos, estos tér­
minos son inevitables si se quiere dar cuenta de la aventura autónoma
del arte. Si se sigue a Apollinaire, el arte es siempre asunto de imitación,
pero ya ahora se imita lo esencial o lo conceptual, y no la inmediata y
tonta apariencia. El relato ortodoxo parece siempre escrito en función
del desenlace al que quiere llegar—en esto es teleologico— y sirve para
legitimar un arte contemporáneo que no obstante pretende romper con
la tradición —en esto es apologético. Consideraré dos variantes de ese
relato de la tradición moderna como dialéctica de la purificación. Una
está dedicada a la poesía, juzgada como el lugar de la modernidad en
literatura preferentemente que la prosa, y caracterizada por el abandono
progresivo de las formas tradicionales; la otra remite a la pintura. El rela­
to ortodoxo de la evolución del lenguaje musical podría proporcionar un
ejemplo análogo, ya que pasa del sistema tonal al sistema serial, desha­
ciéndose de las convenciones ajenas a su medio. En todos los casos, la
presuposición es un distanciamiento cada vez más radical respecto a la
representación y la referencia, eso que desde Aristóteles se llama mime­
sis, con el fin de vincularse con un fundamento más auténtico del arte.
En poesía, el lenguaje ya no representa, o representa cada vez me­
nos, y se concibe en cambio como un juego autónomo en lo que toca al
referente. Como ejemplo de una historia de la poesía de este tipo, to­
maré uno de los libros más difundidos, el de Hugo Friedrich, Estructu­
ra de la lírica moderna, del que han salido más de 160.000 ejemplares
en Alemania desde 1965 y que ha ejercido también una influencia im­
portante en Francia. Friedrich explica la poesía desde Baudelaire, en
particular su oscuridad y su disonancia crecientes, como una pérdida
de la función representativa que va acompañada de una despersonali­
zación o pérdida del yo. Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé constituyen
las tres etapas hacia lo que Friedrich llama la «poesía ontològica». En
Baudelaire «la poesía ya no emana de la unidad que se instaura entre la
poesía y un hombre dado, como pensaban los románticos». Al renun­
ciar a la expresión del sentimiento, la poesía se convierte en voluntad
formal, es decir, artificial:
Belleza disonante, rechazo a dejar que el «corazón» penetre en la
esencia de la poesía, estados de conciencia anormales, idealidad va­
cía, distanciamiento del carácter concreto de las cosas, secreto y mis­
terio: todo nace de los poderes mágicos de la lengua, de lo absoluto
imaginario. Esta belleza, entonces, se acerca a las abstracciones ma­
temáticas, a los movimientos y los ritmos de la música. Con estos
elementos pudo crear Baudelaire las posibilidades que habrían de
realizarse en la poesía que le siguió.
No es posible confesar más abiertamente la parcialización dialéctica
y evolucionista. Con Rimbaud, en base a las «posibilidades» creadas por
Baudelaire, como la «realización de los intentos teóricos de Baudelaire»,
se da entonces un paso adicional hacia la desrealización, especialmente
en Iluminaciones: la pérdida, la desorientación del lector. El yo tam­
bién desaparece, en una desarticulación concomitante del lenguaje y de
la subjetividad. -Iluminaciones es una colección de textos que ya no se
dirigen a ningún lector. Son tempestades de explosiones alucinadas».
Después de destruir al mundo y al yo, la obra pronto se destruye a sí
misma y desemboca en el silencio. El «silencio» de Rimbaud después de
cumplir los veintiocho años es el mito del arte moderno, un poco como
el Carré blanc surfond blanc expuesto por Malevitch en 1918. En Ma-
llarmé, el enrarecimiento y el hermetismo se acentúan como rechazo
de los límites de la inteligibilidad y búsqueda del ser en sí, equivalente
a la nada, trascendencia vacía del Coup de dés. El platonismo y el hege­
lianismo parecen inspirar esta tentación de la Idea o del silencio.
Mallarmé experimentó esta proximidad de lo imposible como el li­
mite impuesto a toda su obra. El soneto introductorio a su colección
de poemas, Salut, designa los tres poderes fundamentales de su poe­
sía y de su pensamiento: la soledad (situación fundamental del poeta
moderno), el arrecife (contra el cual se naufraga) y la estrella (la
idealidad inaccesible responsable de su destino). Mallarmé confesa­
ba, además, en una conversación: «Mi obra es un impasse». Su aisla­
miento es un aislamiento absoluto y deseado. Como Rimbaud, aun­
que de una manera diferente, conduce su obra hasta ese punto
donde se destruye a sí misma y anuncia el fin de toda poesía. Resulta
extraño que este proceso no haya dejado de repetirse en toda la
poesía del siglo XX: debe, por tanto, responder a una tendencia pro­
funda de los Tiempos Modernos.
Este punto límite en Mallarmé es El libro, forma vacía, impersonal,
absoluta, del que no existen más que borradores.
Esta hermosa explicación histórico-genética de la poesía moderna,
que hace malabarismos con la teoría y el análisis, resulta tan seductora,
tan notable por su claridad y simplicidad en la descripción de la propia
oscuridad, que hay que temer, si uno tiene reservas que expresar, que
éstas no sean oídas. Al decidirme pese a todo a oponerle algunas obje­
ciones, tomo las primeras del crítico norteamericano Paul De Man, en
Blindness and Insight.
Para justificar la concomitancia de la desrealización y de la desperso­
nalización, los dos factores del análisis dialéctico de la tradición poética
moderna, se recurre —Friedrich en este caso no es más que el recitante
de un coro innumerable— a la generalización sociológica más crasa
sobre la «situación histórica del espíritu moderno»: se supone que el
poeta huye de una realidad que se ha ido volviendo más y más des­
agradable desde mediados del siglo XIX. En efecto, Mallarmé escribe:
«La actitud del poeta, en una época como ésta, en la que estar en huelga
contra la sociedad es dejar de lado todos los recursos viciados que se le
ofrezcan». Pero de esto a pretender que toda la historia del poema,
tendido hacia su autonomía y su ontología, se resume simplemente en
una evasión o un escamoteo ante la realidad social contemporánea,
constituye un salto brutal. De Man justamente señala que con esta ex­
plicación, el relato genético de Friedrich, cuyo elemento central, cuyo
parámetro, es la creciente oscuridad de la poesía moderna, revela ser
un proceso implícito de esta poesía como decadencia y negatividad, o
como evasión. Entre la apología y la reprobación, al fin y al cabo, hay
sólo una diferencia de signo, y el mismo procedimiento puede desem­
bocar en la descripción del movimiento poético hacia la verdad o hacia
la nada.
Más esencialmente, De Man rechaza que la presunta desaparición
del objeto se lleve a cabo en Mallarmé en provecho de una lógica pura­
mente intelectual y alegórica, quedando «los objetos amputados de su
propio carácter de objeto», como, según Friedrich, floreros, consolas,
abanicos, espejos, nubes y estrellas. En los versos:

Cet inmatériel deuil opprime de maints


Nubiles plis l ’astre mûri des lendemains,
(Ese inmaterial luto oprime con asaz
pliegues nubiles el astro madurado de los mañanas)

las palabras, según De Man, revelan también, y aún, niveles de signifi­


caciones que siguen siendo representativos y simbólicos, o, dicho de
otra manera, significaciones previas. Todos los poemas de Mallarmé
significan algo. De cierta manera, todos se pueden traducir, aun los más
herméticos:
Sespurs ongles tres haut dédiant leur onyx,
(Sus puras uñas muy en alto dedicando su ónix)

y no responden a la fórmula de Valéry: «Mis versos tienen el sentido que


se les da». En suma, la poesía de Mallarmé no es en verdad menos
representativa que la de Baudelaire, ni menos indeterminada o indeci-
dible en cuanto a su sentido. No hay que confundir oscuridad y moder­
nidad, hermetismo y ausencia del referente.
Por otra parte, el relato ortodoxo de la tradición moderna como
búsqueda de la esencia ignora paradójicamente uno de los componen­
tes esenciales de la modernidad: la ironía. Así, en el linaje Baudelaire-
Rimbaud-Mallarmé, es notable la ausencia de Lautréamont, ya que éste
se convertirá en el faro de la modernidad un poco más tarde, al menos
en aquella variante que pasa por Duchamp y Bretón, mientras que la
historia como purificación se escribe retrospectivamente desde Valéry
como desenlace. El punto de llegada dicta el parámetro de la intriga. Sin
embargo, esta ironía no reconocida por la intriga histórico-genética e >
magistral en Baudelaire, que proponía su definición en «De la esencia
de la risa», como el resultado, aquí de nuevo, de una «dualidad perma­
nente, el poder de ser a la vez uno mismo y otro». Pero el relato orto­
doxo privilegia el lado trágico o mallarmeano del pliegue crítico a ex­
pensas de la ironía y la melancolía baudelaireanas; elige en Baudelaire
los rasgos aptos para convertirlo en un punto de partida, hace hincapié
en cierto Baudelaire a expensas del otro. La dualidad, sin embargo, es
esencial en la verdadera modernidad baudelaireana, dualidad de lo
bello y dualidad del hombre, signada por la influencia de Joseph de
Maistre y todo menos progresista.
Finalmente —esto es lo más grave— el relato ortodoxo, haciendo de
lo nuevo a la vez un origen y una consecuencia, «integrando el pasado
como presencia activa en el futuro», dice De Man, parece contradecir
absolutamente a Baudelaire, ya que reconcilia la modernidad y la histo­
ria y llega a hacer de la modernidad el motor de la historia. La moderni­
dad baudelaireana rechazaba la historia para dialogar con la eternidad,
y la modernidad domesticada por el relato ortodoxo no es otra cosa
que la enfermedad de la historia que Nietzsche llama decadencia. Mien­
tras que el tiempo en Baudelaire se presenta como una sucesión de
presentes desquiciados, un tiempo intermitente, al menos si el artista ha
de extraerle alguna belleza, el tiempo de las vanguardias confunde con­
secución y consecuencia en la idea de la anticipación. El relato orto­
doxo, como la vanguardia, cuya conciencia del tiempo ratifica, organiza
el desconocimiento de la modernidad. Buen indicio de ello es el poco
caso hecho a Spleen de París tanto por parte de Rimbaud y Mallarmé
como por parte de Friedrich. Cuando Rimbaud reprocha a Baudelaire
su pasadismo, piensa en Lasflores del mal, no en los poemas en prosa,
es decir, lo más propiamente moderno, alegórico y no-representativo
de Baudelaire. Así, de Baudelaire a la poesía moderna tal como la des­
cribe Friedrich en su génesis, el movimiento no es forzosamente pro­
gresivo, desde el punto de vista de una poética de la no-representación.
Toda la poesía moderna, lejos de ir más allá de los poemas en prosa,
quizá en verdad lo que hace es traicionar a Baudelaire.
Esta hipótesis, por cierto, concuerda con la que expone Benjamin en
«Tesis sobre la filosofía de la historia»: Benjamin deseaba una historia a
contrapelo, que se opusiese a la historia canónica fundada en la idea
del progreso, es decir, fundada, debido a una confusión muy común, en
la sucesión de los vencedores cuya necesidad hay que explicar. Con
Benjamin, habría que preguntarse si la verdadera historia de la moder­
nidad no será más bien la de las reliquias de la evolución, la de los
vencidos, la de aquello que no ha dado (aún) nada, la de los orígenes
suspendidos, la de los fracasados del progreso. Asimismo Proust la­
mentaba que la obra de Nerval, colocada en la historia de la literatura y
juzgada como la de «un escritor del siglo XVIII tardío», sea «admirada
hoy, en mi opinión, tan a contrapelo, que preferiría casi el olvido en la
que la dejó Sainte-Beuve». Pero, ¿qué sería la historia de lo que no tuvo
posteridad, la historia de la no-recepción del arte y de la literatura?
¿Qué sería la historia de los fracasos de la historia? Quizá la historia de
la negación de la tradición que no se instituye como tradición de la
negación, algo así como la historia de la ironía o de la melancolía. La
tradición de la negación opone otros valores a los valores; la negación
de la tradición es la ironía y la melancolía de Poe o de Baudelaire, sin
esperanza.
El modelo dialéctico, sin embargo, es tan poderoso que el propio De
Man, uno de los pocos críticos que denuncia la conciencia histórica
como un mito y el tiempo progresivo como una ilusión, muestra reser­
vas respecto a la visión demasiado ontològica que tiene Blanchot de las
últimas obras de Mallarmé y que hace que no repare en el desarrollo
temporal aún incluso en Igitur y Le Livre. Blanchot, fiel al relato orto­
doxo, describe una progresión en Mallarmé, de lo particular a lo uni­
versal, hacia la reducción de la poesía al medio: el lenguaje impersonal,
autónomo y absoluto, identificado con una conciencia sin sujeto. Y la
dialéctica, al parecer, se detiene finalmente en la iteración eterna del
Libro. De Man, que por otra parte ve en la dialéctica una denegación de
la negatividad misma del ser, juzga, no obstante, que la circularidad y la
repetición —el «chapoteo inferior cualquiera»— en las que desemboca
Mallarmé no excluyen cierta forma de desarrollo. Blanchot, por demás,
lo sugiere aunque no lo formule: «...escribimos necesariamente el mis­
mo, y el devenir de el mismo es, en su recomenzar, de una riqueza
infinita». En suma, existe un más allá de la ontología mallarmeana, oscu­
ramente percibido por Blanchot y revelado por De Man: es Heidegger
y el fin de la metafísica concebida como un paso hacia la hermenéutica.
El desenlace sigue dictando el relato: si De Man corrige a Friedrich con
tanta perspicacia ¿no será porque leía el devenir de la poesía en función
de Heidegger?
Si Baudelaire es el padre de la modernidad, no es para nada
seguro entonces que sus descendientes hayan «desarrollado las posi­
bilidades» de Spleen de París. Por el contrario, ignoraron a menudo
qué constituía la modernidad de Baudelaire. Tomemos el ejemplo del
apego de la tradición moderna por la redención mediante el arte,
que presuntamente rescata la vida y la experiencia: Mallarmé está
penetrado por esta idea; también atraviesa de cabo a rabo la deca­
dencia; Wilde la convirtió en una religión; con Proust y Joyce, la obra
que resulta de ella sigue siendo un monumento; hay que esperar a
Beckett para que la modernidad renuncie a ella enteramente, y preci­
samente por eso ahora se hace de él un heraldo de la posmoderni­
dad. Sin embargo, sólo una lectura simplista de «Spleen e ideal» pue­
de ignorar que Baudelaire, menos marcado por Schopenhauer que el
fin de siglo, había sacudido profundamente esta doctrina. Baudelaire
no fue de vanguardia; las vanguardias que le siguieron renegaron de
él en la misma medida en que le profesaban su adhesión. Como las
vanguardias, los partidarios del relato histórico-genético de la poesía
moderna desconocen la modernidad de Baudelaire, como pasa a
veces con el propio Valéry:
Es admirable ver a un ser tan original como Poe llevar la lucidez y
volver el rigor casi contra sí mismo, hasta atacar el ídolo de la origi­
nalidad. Poe no hubiera considerado como lo hace Baudelaire que lo
nuevo tiene un valor en sí.
Esto equivale de nuevo a percibir a Baudelaire como un contempo­
ráneo de Bretón y un compañero de ruta del surrealismo, como un
fanático de lo nuevo. Aun un autor tan escéptico ante el progreso como
Valéry lee aquí la historia en el sentido de la corriente.
III

Como segunda variante del historicismo genético citaré al crí­


tico norteamericano más influyente después de la Segunda Guerra
Mundial, Clement Greenberg, que propuso una teoría general del mo­
dernismo con el fin de dar cuenta de la evolución de la pintura desde
Manet hasta el expresionismo abstracto, en particular, Jackson Pollock.
Greenberg fue colaborador de las grandes revistas de Nueva York des­
de la década de los 30, y su colección de artículos Art and Culture,
publicado en 1961, sirve aún de introducción al arte contemporáneo
para todos los estudiantes de los Estados Unidos. Como más tarde ha­
blaré de la pintura de lós Estados Unidos después de 1945, basta con
que señale aquí que, en el relato de Greenberg, la action painting, el
dripping, o la pintura sin caballete, que representa para este crítico el
estadio último de la pintura, constituye esta vez el desenlace en función
del cual se cuenta la historia, y da a la intriga su carácter teleológico:
La esencia del modernismo es utilizar los métodos específicos de una
disciplina para criticar esa disciplina misma, no con el fin de subver­
tirla sino para encajarla más profundamente en el dominio de com­
petencia que le es propio.
Greenberg convierte así la idea de autocrítica en el fundamento del
arte moderno, en el sentido en que la pintura, desde mediados del
siglo XIX, se convirtió presuntamente en una crítica de la pintura que
fija desde entonces ella misma los límites de su propio lenguaje.
Greenberg opone claramente la autorreferencia crítica a la simple
transgresión o negación, cosa que deja sentado el formalismo de la
perspectiva.
En aras de la justicia habría que señalar, no obstante, que Greenberg
defendía ya el mismo tipo de relato formalista antes de la guerra, y por
tanto, antes de la pintura de Pollock, en su artículo más ilustre, «Van­
guardia y kitsch»:
En esta búsqueda de lo absoluto, la vanguardia —como también la
poesía— llegó al arte «abstracto» o «no-objetivo» (...) El contenido
debe disolverse tan enteramente en la forma que la obra, plástica o
literaria, no pueda reducirse, ni total ni parcialmente, a otra cosa que
no sea ella misma.
El linaje filosófico que parte de la crítica de Kant y pasa por la esté­
tica de Hegel desemboca en Greenberg como en Theodor Adorno,
ambos partidarios de una historia del estilo como fenómeno interno, y
opuestos a la vulgata marxista de una explicación sociológica del arte.
Así Adorno, muy cerca de Greenberg, escribe:
Cuando la pintura y la escultura se desprenden del parecido con el
objeto, o la música de la tonalidad, la razón esencial es la necesidad
de devolver a la obra, a partir de sí misma, algo de esa objetividad de
la que está desprovista mientras no sea otra cosa que una reacción
subjetiva ante cualquier dato. Mientras más se deshaga la obra de
manera crítica de todas las condiciones que no son inmanentes a su
propia forma, más se acerca por tanto a una objetividad creciente.
La autocrítica tiene como fin reducir cada arte a lo que tiene de único
y de esencial su propio medio, reanudar con su fundamento auténtico,
a efectos de eliminar los rasgos tomados a los medios de otras artes,
evacuar todas las convenciones inesenciales a un medio dado. En un
gran artículo de 1955, «Pintura a lo norteamericano», Greenberg confir­
ma este principio:
Parece una ley del modernismo —una ley que se aplica casi a todo
arte que siga estando realmente vivo— que se rechacen en cuanto se
reconozcan las convenciones no esenciales a la viabilidad de un
medio de expresión (médium). Este proceso de autopurificación pa­
rece haberse detenido en literatura simplemente porque ésta tiene
menos convenciones que eliminar antes de llegar a las que le son
esenciales.
Como la música, según Greenberg, también ha eliminado sus con­
venciones superfluas, sólo «la pintura continúa entonces desarrpllando
su modernismo con el mismo brío, ya que le queda un camino relativa­
mente largo por recorrer antes de quedar reducida a su esencia vital».
La historia del arte moderno se contará, por tanto, como la búsqueda
del grado cero y de la pureza absoluta. Para la pintura, cuyo medio es la
superficie, la evolución ha de orientarse hacia el achatamiento, la yux­
taposición de planos en oposición a la superposición de capas. El prin­
cipio heroico del modernismo consiste en hacer retroceder siempre
más lejos las columnas de Hércules, y eso que Greenberg llama la pía-
nidad vendría a ser la verdad de la pintura. Como en Friedrich respecto
a la poesía, la pureza y esencia son, entonces, para la pintura, las cate­
gorías del relato ortodoxo.
Greenberg, uno de los teóricos más elocuentes del modernismo, se
ha convertido desde hace unos años en el blanco preferido de los par­
tidarios del posmodemismo. Al hacer la apología de la transgresión, de
la heterogeneidad y del eclecticismo, los posmodemos la emprenden
contra el relato en una sola dirección de Greenberg, con el pretexto de
que privilegia la corriente dominante, el mainstream de la pintura. Por
tanto, antes de vérmelas con el carácter tautológico —teleológico y apo­
logético— de este relato, debo precisar en qué se diferencia mi punto
de vista del posmodernismo. Aunque sea genética, la explicación de la
pintura por la pintura me parece preferible, en efecto, a la explicación
de la poesía por medio de la huida ante la realidad, pues no son equi­
valentes y la búsqueda de la verdad del medio no se identifica necesa­
riamente con un cierre respecto del mundo. La génesis formal del mo­
dernismo que propone Greenberg es, ciertamente, más satisfactoria que
la perspectiva corriente sobre el antirrealismo aparente de la pintura
moderna, que trata de explicarlo con la búsqueda de un realismo supe­
rior al realismo ordinario, o, también, por una preocupación de fideli­
dad mayor en lo que toca a la experiencia y la percepción, en suma,
por la búsqueda de un suplemento de realidad.
Así, en efecto, desde Apollinaire y Kahnweiler en particular, se relata
por lo regular la sucesión del realismo, el impresionismo, el neoimpre-
sionismo y el cubismo, como un movimiento hacia la autenticidad, con
la supresión del artificio y la redención respecto a la pintura clásica que,
supuestamente, ha estado mintiendo desde el triunfo de la perspectiva
geométrica en el Renacimiento y la victoria del dibujo sobre el color. La
profundidad no se ve, es una construcción de la mente, y la perspectiva
engaña al ojo. Sin embargo, según un alegato que busca paradójica­
mente volver accesible la pintura nueva en los mismos términos del
arte que pretende reemplazar, la pintura que poco a poco priva de
relieve al espacio aún se presenta como una imitación, si no la imita­
ción de lo que se sabe al menos la imitación de lo que se ve. Recuérde­
se la anécdota sobre Courbet: éste pone un color sobre el lienzo sin
saber de qué era el color, luego va a ver; era un haz de leña. El color era
correcto, o verdadero, porque el pintor no había sabido a cual objeto
pertenecía cuando lo pintó. Desde el impresionismo, con sus tres prin­
cipios del color natural, la división de los colores y la mezcla óptica, al
puntillismo, que no sólo separa los tonos en la paleta sino que aísla las
pinceladas en el lienzo, se supone que el movimiento es epistemológi­
co y que se apoya en una ciencia de los colores que permite ser más fiel
a lo real. Del saber al ver, de Ingres a Seurat y a Braque, el antirrealis­
mo, diría yo si las palabras no hubiesen sido ya utilizadas, vendría a ser
también un surrealismo o un hiperrealismo, en suma, un realismo su­
perior. Lo mismo para el paso del saber al sentir, según la definición del
expresionismo como representación de la emoción y la reacción, en
lugar de la impresión.
Resulta muy llamativo el retomo subrepticio de la representación en
estos análisis; pareciera que se quiere a toda costa que ello corresponda
a algo real y antropomórfico, que ello signifique algo. Aun en el cubis­
mo, en el que la realidad en cuestión es entonces de naturaleza psicoló­
gica: «Arte de pintar nuevas composiciones con elementos formales to­
mados no de la realidad de la visión sino de la de la concepción-, decía
Apollinaire. Esta explicación que hace familiar lo extraño, que lo bana-
liza, es harto conocida: en el lienzo cubista, el objeto es visto por todos
sus lados a la vez, incluyendo lo que está dentro y lo que está oculto.
Apollinaire es, al parecer, el responsable de este lugar común cuando
reduce, a propósito de su retrato hecho por Picasso, el lienzo cubista al
«desdoblamiento de la superficie geométrica». Esto equivale a postular,
sin duda para defender al cubismo pero desnaturalizándolo por simpli­
ficación, que esta visión corresponde a la verdad de una concepción, o
de una percepción fenomenológica, ya que estamos conscientes de la
parte oculta de los objetos que vemos. Esto, justamente, nos hace acep­
tar la ilusión de la perspectiva, que representa las distancias y las pro­
fundidades por medio de alturas y anchuras. En efecto, reconstruimos
el mundo visible a partir de esquemas mentales. Pero no por ello es el
cubismo una fenomenología de la representación, ni una aplicación de
la geometría euclidiana.

El interés del análisis de Greenberg parece estar entonces en su re­


chazo de la explicación del impresionismo o del cubismo por medio de
un realismo superior o por el descubrimiento de un nuevo mundo que
pintar, y en su manera de atenerse a la pintura en su cualidad de pintu­
ra, usando medios que obligan a leerla como superficie. Entonces, ¿cuá­
les son las objeciones? Se pueden resumir con el nombre del más gran­
de pintor de la tradición moderna, encrucijada del impresionismo, el
expresionismo y el cubismo: Cézanne, siempre incomprendido desde
que Zola, su amigo de la infancia, hizo que acabara con su vida en
L 'Oeuvre, la novela en que escenifica lo que consideraba como un fra­
caso, después de lo cual los dos amigos se pelearon.
Como Baudelaire, Cézanne es irreductible a un relato ortodoxo fun­
dado en el historicismo genético. Su lugar es eminentemente paradóji­
co en una historia de la pintura concebida como la de la conquista de su
planidad, en la cual sólo podría colocársele ignorando su propia mo­
dernidad y su verdadera originalidad. Cézanne, en efecto, reacciona
contra el achatamiento de la pintura que resulta del impresionismo, y
aun más del neoimpresionismo, como en la GrandeJatte de Seurat con
sus personajes reducidos a siluetas de cartón. El puntillismo logró dar
una ilusión de profundidad, pero no de volumen en el espacio de esa
profundidad. La ambición de Cézanne no es la de ir más lejos en el
sentido de la planidad sino, por el contrario, la de cavar de nuevo el
espacio impresionista —«rehacer Poussin al natural», decía—, y de este
modo reconciliar el impresionismo con la gran tradición de los maes­
tros. Igual que en Manet, no hay en Cézanne ningunas ínfulas belicosas
ni el deseo de marcar el punto final. En la obra de su madurez, las
variaciones de planos de los sólidos sustituyen las variaciones impresio­
nistas de la luz, mientras que el modelado con tonos calientes y fríos
reemplaza el modelado tradicional con los contrastes de claros y som­
bras. Estos son los rasgos esenciales de la síntesis entre la modernidad
y la tradición que trató de llevar a cabo Cézanne a fin de volver a
encontrar una unidad escultural de la pintura después del impresionis­
mo, y este proyecto no se aviene muy bien con un relato del achata-
miento de la pintura. El propio Greenberg, en un artículo sobre Cézan­
ne de 1951, habla de oscilación perpetua entre la superficie literal de la
pintura y, tras ella, su contenido. Después de Manet, es el único ejem­
plo de una pintura que respeta la profundidad y la superficie y concilia
el trompe-l’o eilcon las leyes del medio. Entonces, para meter a Cézan­
ne por el buen camino, la táctica de Greenberg cqnsiste en recalcar,
después de haber reconocido en el pintor la voluntad de crear un im­
presionismo escultural, que ello no fue más que un medio en aras de
un fin que, retrospectivamente, resulta ser fiel al relato ortodoxo. Cé­
zanne, supuestamente, se equivocó respecto a su obra:
...el esfuerzo de Cézanne para llevar el impresionismo hacia lo escul­
tural se desplazó, en el curso de su realización, de la estructura de la
ilusión pictórica a la configuración del cuadro como objeto, como
superficie plana. Cézanne llegó en verdad a la «solidez», pero es una
solidez tan literal y bidimensional como figurativa.
La pintura, el propio movimiento de la pintura, traicionó al pintor, a
quien no le gustaban los cuadros chatos de Gauguin y de Van Gogh,
pero que contribuyó, no obstante, gracias a las «posibilidades» que sus
sucesores encuentran en él, a un achatamiento aún mayor de la pintura.
Cézanne, dice Greenberg, tenía ideas bastante confusas sobre su
propia pintura. En una perspectiva formalista que insiste en la autocríti­
ca y la conciencia teórica, esto debería limitar la apreciación que se
haga de este artista. Greenberg, pese a algunas fórmulas equívocas so­
bre el «brío» de Cézanne, en las que se hacen patentes sus reticencias,
no por ello deja de sostener, contradiciendo el principio de su historia
de la tradición moderna, que Cézanne, que luchó sin descanso contra el
achatamiento de la pintura, es el más grande maestro moderno debido
al papel que desempeñó en la conquista de la planidad.
El punto de vista de Greenberg sobre Cézanne, correcto en cuanto a
los detalles, pero forzado respecto a su objetivo, resulta tan parcial sim­
plemente porque es histórico-genético. Greenberg quiere antes que
nada dar cuenta del hecho de que -la vía que Cézanne eligió seguir (...)
llevó directamente, en los cinco o seis años que siguieron a su muerte,
a la pintura más plana jamás producida en Occidente desde la Edad
Media». El cubismo es el desenlace necesario a partir del cual se reexa­
mina a Cézanne y se le desconoce pese a los elogios: «El cubismo de
Picasso, Braque, Léger, terminó lo que Cézanne había comenzado». Esta
es la confesión que dicta la reducción de la que es víctima Cézanne.
Ahora bien, se podría mostrar que en la etapa siguiente, en esos años
de 1910 a 1913 que marcan una fecha capital en la historia del arte, el
relato de Greenberg supone la misma reducción del cubismo al esque­
ma general. De reducción en reducción se llega entonces sin proble­
mas a Pollock.
Tomemos el caso de Braque, más simple que el de Picasso. En 1906-
1907 pinta paisajes fauvistas muy coloreados como Maison a l'Estanque
que, en 1907, suscitan la palabra cubismo. Luego, en 1908 vienen los
paisajes del Midi: pinos, casas desnudas. Esta fase del cubismo llamado
analítico está caracterizada, como en Cézanne, por la búsqueda de efec­
tos esculturales con medios no esculturales. De ello resulta, no obstan­
te, una creciente abstracción, ante la cual, en el relato de Greenberg,
Braque buscó con diversos medios un juego entre la superficie literal
del cuadro y la representación, para ceder finalmente a la planidad.
Hacia 1911, la planidad ha invadido el cuadro cubista; los planos-face-
tas a los que se reduce lo visible como por disección son todos parale­
los al plano del cuadro. Cada faceta, sombreada como una unidad en sí,
no tiene vinculación ni gradación con las facetas vecinas. La planidad
representada y la planidad literal se funden. Sin embargo, en 1910,
Braque había intentado volver a introducir la ilusión de profundidad
con un trompe-l’oeil convencional: el clavo o el trozo de cuerda que
proyecta una sombra. Pero el objeto intruso tuvo como efecto, según
Greenberg, desengañar la mirada y declarar la superficie. Caracteres de
imprenta, arena, papeles, todo esto continuó la oscilación entre la su­
perficie y el espesor. La tipografía, por su frontalidad absoluta, remite
todo el resto del cuadro a una reminiscencia de espacio profundo o
plástico. Braque imita también la madera, luego trencillas de tapicería
que, en 1912, llevan a un gesto esencial en la historia de la pintura: el
collage de un trozo ajeno sobre el lienzo. Como la tipografía, el collage,
debido a la mayor fuerza de su presencia, remite el resto a una idea de
profundidad más clara. Esto, según Greenberg, es un procedimiento
más de la declaración de la superficie y, gracias a él, la planidad literal
se ostenta como elemento principal, fechando el paso del cubismo ana­
lítico al cubismo sintético.
Al menos así es como Greenberg da cuenta, sin matices, del paso
al cubismo. Se retrotraen todos los elementos heterogéneos del avan­
ce a lo esencial: la conquista de la planidad. Estos elementos se des­
vanecen en cuanto cumplen su función histórica. El collage, aislado de
su contexto, se convierte en puro procedimiento formal. Al jugar dia­
lécticamente entre la superficie plana y el efecto escultural, el collage
permite un tratamiento intelectual y abstracto del problema de la re­
presentación. Los papeles pegados con cola pierden toda huella de su
medio original. Insertados en el collage, los fragmentos nada retienen
de la realidad primitiva a la que pertenecían, no conservan ninguna
significación previa sobre la que podría construirse la del propio colla­
ge. Son puras entidades que permiten plantear bien el problema de la
representación, de las teorías o de los axiomas. El relato canónico de
Greenberg, así como admite la grandeza de Cézanne contraviniendo
sus propios principios y desconociendo el problema que Cézanne dejó
en suspenso —a saber, la búsqueda de un espacio posible para la
pintura después del impresionismo—, desconoce también la realidad
del collage. Se descuida el medio en provecho de un fin postulado. Y
lo que queda ignorado cada vez es la presencia en el mundo de la
tradición moderna. ¿Se constituyó la tradición moderna contra esta
presencia en el mundo, en los cuadros de Cézanne o en los collages
de Braque y de Picasso? El relato formalista parecería confirmarlo.
Pobres, inacabados, heterogéneos, anónimos, profundos o espesos,
los papeles pegados con cola de Braque y de Picasso en 1912-1913
parecen muy poca cosa, pero con ese poco que jalona la historia de
la pintura, con esos residuos, siguiendo a Benjamin, habría que escri­
bir la historia. Ciertamente, en poco tiempo, el espacio de Cézanne
fue achatado, los collages se hicieron abstractos, pero el deseo del que
dan fe regresará, y la evolución acelerada que ocurrió después de la
muerte de Cézanne elude quizá, o niega, la pregunta planteada por
Cézanne, antes que resolverla.
Por esto, quizá, resulta tentador presentar a Baudelaire y a Cézanne,
que además no eran progresistas, como los aguafiestas del historicismo
genético. Greenberg se ve forzado a reconocerlo: «Los cubistas hereda­
ron el problema de Cézanne», dice, a saber, cómo pasar de un objeto a
otro, detrás de él o a su lado, sin violar ni la integridad de la superficie
pintada ni la representación tridimensional, «y lo resolvieron, pero —
parafraseando a Marx, sólo destruyéndolo. Deliberadamente o no, sa­
crificaron la integridad del objeto a la de la superficie plana». La visión
progresista conduce entonces a contar la historia de los vencedores: la
de la tradición moderna como traición moderna. Si se piensa en Baude­
laire y Cézanne y en su supuesta superación, el relato que concibe la
modernidad como un proceso histórico continuo desconoce lo esencial
de una modernidad, a saber, lo que no desemboca en nada. «Cézanne,
el cual, en lo que me concierne», escribe Breton en 1922, «me tiene
absolutamente sin cuidado, y pese a sus panegiristas, siempre juzgué su
actitud humana y su ambición artística imbéciles». A esto lleva la reli­
gión del futuro. Metamos pues en el mismo saco el historicismo genéti­
co y el militantismo estético, como dos vertientes de la misma ilusión
progresista.
T eoría y terror:
LA ABSTRACCIÓN Y EL SURREALISMO

...en nuestras sociedades en movimiento


los retrasos procuran a veces un avance.

Jean-Paul Sartre, Les Mots, 1964.

D espués del prestigio de lo nuevo y el entusiasmo futurista,


cuyas apariciones se dieron por separado, hay otro rasgo, también con­
tradictorio, característico de la tradición moderna: su terrorismo teórico.
Así, en el relato ortodoxo de Greenberg, conforme a la conciencia his­
tórica de las vanguardias, se pone a Cézanne en su puesto pretextando
su insuficiencia teórica. Este ejemplo ilustra por sí solo la paradoja del
papel atribuido a la teoría en la tradición moderna: los artistas que
habrían de marcar la historia en profundidad, como Cézanne, se fundan
gustosos en teorías consideradas débiles o falsas, mientras que los pro­
gramas teóricos más inquebrantables y los manifiestos vanguardistas
más convencidos sólo dan lugar a obras caídas muy pronto en el olvido
o que no dejan más que recuerdos anecdóticos. La correspondencia
entre teoría y práctica ha sido a menudo incierta en el curso del siglo
XX. Como Baudelaire y Manet, o también Cézanne, los primeros moder­
nos, como se ha visto, lo fueron a su pesar o sin saberlo; no se conside­
raban revolucionarios ni teóricos. Manet quería rehacer a Giorgione,
Cézanne, rehacer a Poussin: -rehacer» era su consigna, y no -hacer lo
nuevo». Pero después de algunas generaciones, a comienzos de este
siglo, la conciencia crítica que Baudelaire pedía al artista, como héroe
de la vida moderna, se convirtió en una exigencia especulativa o teóri­
ca. El vínculo entre la intención formal y la novedad efectiva, sin em­
bargo, no es de suyo, porque el arte tiene la tendencia a derrotar las
mejores intenciones del mundo. Pretender someterlo a ideas, a una
filosofía, a una política, a un sistema ¿no es hacerse una pobre idea del
arte? Tomaré dos ejemplos simétricos: los inicios del arte abstracto y el
surrealismo, para ilustrar el cruce, quizá la antinomia, de la teoría y la
práctica, y la victoria de esta última sobre la primera, luego la de la
primera sobre la última. Pero veamos antes cómo la pretensión teori­
zante del arte moderno se vincula con la exigencia de lo nuevo.

Desde un punto de vista histórico, se vio que resulta prove­


choso distinguir los valores de lo nuevo y del futuro, pues ello equivale
a separar, estética y filosóficamente, dos nociones que se confunden
con demasiada frecuencia: la modernidad y la vanguardia. Estas supo­
nen dos conciencias diferentes del tiempo, un sentido del presente en
cuanto tal y un sentido del presente como contribución al futuro, una
temporalidad intermitente o serial y una temporalidad genética o dialé­
ctica. Cuando se remite la modernidad y la vanguardia a un solo crite­
rio, el que se impone, como en los relatos más comunes, es la búsque­
da de la originalidad. De modo que la lucha contra el conformismo y la
convención, la cruzada de la creación contra el estereotipo, comenzó
entonces supuestamente a mediados del siglo XIX y desde entonces
simplemente se radicalizó y se aceleró, en particular con las vanguar­
dias históricas del comienzo del siglo XX. El futurismo y el dadaísmo, el
surrealismo y el constructivismo, por tanto, representan, según esta
perspectiva, una modernidad más exaltada en la que esta acentuación
constituye también una forma de desarrollo.
Cuando se quiere reducir la modernidad y la vanguardia a una mis­
ma definición y se pretende confundirlas en un movimiento único, la
motivación, en mi opinión, es política e ideológica. La descripción ho­
mogénea de la tradición moderna como culto de lo extraño o de lo
oscuro, responde a la voluntad de identificar el arte moderno en su
totalidad con una reacción contra la uniformización del arte y la indus­
trialización de la cultura en la sociedad capitalista. Desde comienzos del
siglo XIX, desde que los románticos la arremetieron contra los primeros
elementos de la cultura de masas y los artistas empezaron a denunciar
la degradación del arte burgués como mercancía, el desarrollo de una
cultura de élite autónoma, opuesta a la cultura de masas sometida a las
exigencias de la reproducción social, según esta perspectiva, constituyó
el ¡principio de la tradición moderna, con una mezcla de todas las ten­
dencias y un alejamiento de las masas a través de la búsqueda formal.
Esta es una visión marxista del mundo y del arte, la de Lukács por
ejemplo. La búsqueda de lo nuevo vendría a ser entonces lo propio del
arte moderno, en su autonomización respecto a la industrialización de
la cultura. Pero el imperativo de la novedad es también el del mercado
capitalista. El criterio del arte moderno parece pues igual al del merca­
do, ya que la obra de arte es una mercancía. El artista, que se opone al
burgués, depende del mismo modo de producción y no se ve que haya
para él mucha esperanza, ni tampoco para el arte, de librarse de la
alienación capitalista. Sin embargo, si se renuncia al marxismo vulgar,
sería posible distinguir dos tipos de novedad, la falsa novedad, que no
es más que apariencia facticia que se hace pasar por nueva con el fin de
seducir al cliente y lo verdaderamente nuevo, que es el del arte. Es
decir, sería posible separar lo nuevo como valor de uso y lo nuevo
como valor de cambio. En este caso no sería la convención contra lo
que insurge el arte moderno en su totalidad sino contra la falsa nove­
dad mercantil, la continua descalificación capitalista de lo nuevo. El
debate es llevado así al terreno del mercado del propio arte y se ventila
entre el kitsch —si se quiere reunir con este término los pastiches bara­
tos y mediocres que inundaron los salones burgueses con los modelos
de bronce de Barbedienne en el siglo XIX— y el arte verdadero.
Acabo de resumir la sutil tesis de Theodor Adorno, expuesta sobre
todo en Teoría estética (1970), y que hace de lo nuevo, después de
haber reconocido su ambivalencia, el principio dialéctico del arte mo­
derno. Al definirse la sociedad burguesa como una sociedad no tradi­
cional, la negación moderna de la tradición y la autoridad estética de lo
nuevo son históricamente inevitables. Lo nuevo niega entonces menos
las prácticas anteriores que la tradición en cuanto tal. Así, según Ador­
no, «no hace otra cosa que ratificar el principio burgués en el arte». El
papel que desempeña lo nuevo en el arte moderno se explica a la vez
como una consecuencia de la dominación de lo nuevo en el mercado
en general, y como una resistencia a las leyes del mercado. Mientras
que el marxismo vulgar colocaba toda la tradición moderna del lado de
la modernidad burguesa, como simple anticonformismo bohemio y ten­
dencia hacia el arte por el arte, el análisis de Adorno la coloca toda
entera del lado de la vanguardia considerada como cuestionamiento de
la propia institución del arte. Pero la pregunta sigue en pie: ¿cómo reco­
nocer lo nuevo de verdad y distinguirlo de lo nuevo mercantil que no
es más que apariencia de novedad? Con el término nuevo ¿no confunde
Adorno la variación creadora simplemente sorprendente, dentro de los
límites de un género o de un estilo y la negación subversiva y revolu­
cionaria de la propia tradición? La categoría de lo nuevo no permite
distinguir lo que es sólo aparentemente nuevo pero que está en verdad
sometido al dominio del intercambio en la sociedad capitalista de lo
que es necesaria e históricamente nuevo. La objeción proviene pues de
los partidarios de las vanguardias históricas, que no quieren que se
asimile el arte por el arte a estas vanguardias.
Uno de los críticos más claros de la categoría de lo nuevo según
Adorno es Peter Bürger, en Teoría de la vanguardia (1974). Bürger
denuncia una confusión que convierte a la »ruptura histórica única defi­
nida por las vanguardias históricas (de comienzos del siglo XX) en el
principio del desarrollo del arte moderno como tal». Uno está en la
rueda: o lo nuevo es simple anticonformismo, y toda la tradición mo­
derna se reduce a la autonomía del arte descrita por el marxismo clási­
co, sostenidamente desarrollado desde 1848 más o menos, o lo nuevo
es negación radical de la institución del arte y entonces todo se juega
con el modelo de las vanguardias históricas del siglo XX. Según Bürger,
el arte comenzó a separarse de la sociedad en el transcurso del siglo
XVIII, y hasta comienzos del siglo XX esta autonomía no ha hecho más
que intensificarse. La toma de conciencia por parte de las vanguardias
del funcionamiento del arte en la sociedad burguesa y el rechazo de su
autonomía constituyen, entonces, el verdadero viraje. La diferencia ra­
dical depende pues del hecho de que todos los movimientos anteriores
se fundaban en la aceptación de esta autonomía y no cuestionaban el
concepto de obra. La vanguardia, por su parte, no es negación de mo­
delos, géneros o técnicas, sino de la institución del arte y de su mercado
en la sociedad burguesa.
Sin compartir el prejuicio de Bürger en favor de las vanguardias
históricas, que exalta a expensas del modernismo burgués del siglo XIX,
ni aprobar la periodización que propone para separarlas a comienzos
del siglo XX, hay que admitir que su insistencia en la insuficiencia de lo
nuevo como criterio de toda la tradición moderna es legítima. Una duda
parecida me condujo a distinguir la mitad del siglo y el fin del siglo
como la aparición del modernismo y la del futurismo, la del sentido del
presente y la del sentido del futuro. Pero Bürger pide más: quiere dis­
poner de un criterio que permita reconocer con más seguridad la moda
y lo moderno, la novedad anecdótica y la novedad histórica. A su vez,
reproduce la misma ilusión de las vanguardias históricas; “ratifica» su
terrorismo teórico que las tranquiliza respecto a su necesidad histórica.
Porque la función de la teoría es siempre ad hoc. «La verdad de lo
Nuevo, escribía Adorno, verdad de lo inviolado, se sitúa en la ausencia
de intención. Entra así en contradicción con la reflexión, el motor de lo
Nuevo». Lo nuevo es insoportable. Bajo su autoridad, en eso que Ador­
no llama las «industrias culturales», el arte ha perdido su evidencia. La
teoría pretende devolvérsela: con ella, al inscribirse en un desarrollo, el
arte podría retomar el poder sobre la duración expulsada por lo nuevo.
Lo nuevo está siempre cercano a la muerte, como al final de Las flores
del mal. La forma en que Bürger se enfrenta a lo nuevo, en el sentido
que le da Adorno ¿no será una manera de protegerse de su ambivalen­
cia?
La dialéctica de Adorno, que preserva la ambigüedad esencial de la
tradición moderna, parece preferible, «La paradoja de la modernidad,
dice Adorno, es que tiene una historia aunque siempre ha sido la prisio­
nera de la perpetua mismidad de la producción de masas». Ninguna
teoría garantizará a la modernidad o a la vanguardia su necesidad histó­
rica. Si la periodización que se desprende del privilegio exclusivo acor­
dado a lo nuevo como criterio del arte moderno no resulta satisfactorio
puesto que, después de la emergencia del modernismo en el siglo xix,
ya no permite distinciones en el arte moderno e implica sólo una acele­
ración del ritmo de renovación, el criterio y la periodización que les
sustituye Bürger no son más convincentes: una vez más son teleológi-
cos y tautológicos. En el fondo, Bürger ignora la profunda desespera­
ción de Adorno, para el cual toda novedad está destinada a que el
mañana barra con ella, posición que acerca a Adorno a Baudelaire y a
Valéry, y que es quizá burguesa. Adorno se apoya en Valéry, en su
Teoría estética, para designar la compulsión al rechazo como funda­
mento de lo nuevo, el cual, por tanto, tiene poco de político en su
principio. Valéry escribía lo siguiente:
En el siglo XIX, la noción de revolución-rebelión dejó de representar
rápidamente la idea de Reforma violenta —a causa de un mal estado
de las cosas— para convertirse en la expresión de un trastocamiento
de lo que existe en cuanto tal, fuese lo quefuere. El pasado próximo
se convierte en el enemigo. F,1 cambio en sí se convierte en lo que
importa, etc.
Tanto para Adorno como para Valéry, si la autoridad de lo nuevo es
históricamente inevitable en la sociedad burguesa, como también la
aceleración de la renovación, ninguna instancia de lo nuevo, en cam­
bio, tiene una necesidad histórica. Bürger lucha contra una concepción
que convierte a la novedad en históricamente necesaria, no distinguible
de la moda arbitraria; recusa una dialéctica que hace de lo nuevo en
arte a un tiempo una adaptación a la sociedad capitalista de consumo y
una resistencia a esa sociedad. Pero, ¿es acaso necesario escoger entre
el pesimismo histórico de Adorno que confunde todo el arte moderno
bajo la categoría de lo nuevo y de su aceleración, y el optimismo histó­
rico de Bürger que opone una vanguardia necesaria a un modernismo
equívoco?
De hecho, el sentido histórico conferido a lo nuevo, cuando se des­
tina a éste al relevo, apareció antes de las vanguardias históricas —en la
década del 80 del siglo XIX, como se vio— y parecía ya dar fe de una
resistencia a la modernidad, para la cual lo efímero y lo eterno son
inseparables. Bürger comparte la esperanza histórica de las vanguar­
dias, que niegan la incertidumbre propia del arte nuevo, postulan una
historia y ostentan una teoría en nombre de la cual la desaparición del
presente representa un relevo o una redención. Nadie mejor que Ben­
jamín pone en guardia contra esta ilusión y subraya, con los términos
de Jürgen Habermas, que «al domesticar la historia con construcciones
teleológicas, (el concepto de progreso) ha servido también para ocultar
una vez más el porvenir como fuente de inquietud». Precisamente por
estar el punto de vista de Adorno muy cerca al de la modernidad bau-
delaireana, y porque el de Bürger, al insistir en un criterio teórico de la
novedad histórica, concuerda con el de las vanguardias, se nos permiti­
rá dejar las dos de lado a fin de presentar a ambas, modernidad y
vanguardia, en sus ambivalencias y sus aporías, ya que el terrorismo
teórico no tiene otra virtud que la de exorcizar sus paradojas.
Al poner el acento en el dualismo de lo nuevo, Adorno, consecuente
consigo mismo, no dejaba de desconfiar de las teorías, las cuales sólo
ofrecen una garantía ilusoria de necesidad. Dudaba también de la per­
tinencia de insistir en las relaciones del surrealismo y de la teoría del
inconsciente, tanto en los artistas como en los críticos. Y sacaba de ello
una lección de escepticismo:
Pero si el arte no tiene por qué comprenderse a sí mismo —y uno se
siente tentado a considerar que hay incompatibilidad entre la com­
prensión y el logro—. Entonces no hay necesidad de inclinarse ante
esta concepción programática reproducida por los comentadores.
Por lo demás, la interpretación expresa forzosamente, en términos
conocidos, lo que el arte tiene de desconcertante. Adorno señala que
■con ello escamotea lo único que habría que explicar».
Los modernos no tenían teoría. Las vanguardias intentaron asegurar­
se del porvenir con la ayuda de teorías. Pero ni las teorías ni los mani­
fiestos permiten distinguir el kitsch de lo nuevo que retrospectivamente
resultará históricamente necesario, como lo demuestran los ejemplos
contradictorios de la abstracción y del surrealismo. Respecto a la abs­
tracción, que se justificó con doctrinas caducas, se puede reconocer
retrospectivamente su necesidad histórica, mientras que los manifiestos
vanguardistas, en vez de reducir la autonomía del arte, condujeron a
nuevos conformismos. Uno no puede asegurarse contra la historia.

II

El arte abstracto apareció en los años que precedieron la Pri­


mera Guerra Mundial, casi simultáneamente en Münich, con Kandisky;
en París, con Mondrian y, en Moscú, con Malevitch. Esta coincidencia a
lo largo del mundo, o al menos a través de Europa, resulta impresio­
nante, y aun más en la medida en que estos tres artistas parecen haber
llegado a la abstracción por vías muy diferentes, aunque igualmente
aberrantes. La renuncia al arte figurativo fue una elección tan radical y
tan grave que hubo que escoltarla con extrañas especulaciones estéti­
cas y metafísicas para que le sirvieran de defensa. La distinción del
contenido y de la forma, señalada por las estéticas del siglo XVIII, luego
la autonomía creciente de la forma en el curso del siglo XIX, fueron sin
duda algunas de las condiciones que hicieron posible la abstracción.
Con ésta, por fin, la forma se libera del contenido hasta el punto de
convertirse en su propio contenido, o más bien, de abolir la distinción
entre forma y contenido. El paso a la abstracción puede explicarse re­
trospectivamente en esos términos, los de los relatos ortodoxos del
modernismo, pero no fueron consideraciones formales como éstas las
que permitieron a los pintores abordar la abstracción. Si la propia prác­
tica de la pintura condujo al arte abstracto desde el cubismo, los prime­
ros abstractos sintieron todos la necesidad de justificar su pintura con
una teoría que la volviese aceptable al público y también a ellos mis­
mos. Los tres fundadores del arte abstracto empuñaron la pluma para
explicarse. Sin embargo, la relación de su teoría y de su práctica resulta
desconcertante. Como veremos, los tres legitimaron aposteríorí sus in­
tuiciones proféticas con doctrinas pasadas de moda. ¿Nos forzará esto a
concluir, con Adorno, que la doctrina va necesariamente a la zaga de la
verdadera novedad estética? ¿Que fatalmente no atina su objeto?
La primera obra abstracta, se dice, es una acuarela de Kandinsky que
data de 1910. Sin duda no es un azar el que se trate de una acuarela.
Baudelaire consideraba los géneros rápidos o la improvisación, el dibu­
jo o el esbozo, como característicos de la modernidad, y Kandinsky
necesitará varios años de paciencia para alcanzar la misma libertad en
la pintura al óleo. Necesitará especialmente pasar por dos libros, De lo
espiritual en el arte, ensayo publicado en enero de 1912 y Mirada sobre
elpasado, esbozo autobiográfico escrito inmediatamente después, en el
que relata sobre todo sensaciones, desde su infancia en Rusia hasta su
renuncia a una carrera de jurista y su llegada a Münich en 1896, a los
treinta años. Kandinsky remite su búsqueda de la abstracción a una
experiencia curiosa, un día en que al regresar a su casa a la caída de la
noche, vio en la pared
un cuadro de extraordinaria belleza, que brillaba como un rayo inte­
rior. Me quedé asombrado, luego me acerqué a ese cuadro-jeroglífi­
co en el que sólo veía formas y colores y cuyo contenido seguía
siendo incomprensible para mí. Encontré rápidametne la clave del
jeroglífico: era un cuadro mío colgado al revés. (...) Supe entonces
expresamente que los -objetos» resultaban dañinos a ryii pintura.
Kandinsky evoca la angustia que se apoderó de él inmediatamente,
en tanto que se abría ante él un vacío. -¿Qué ha de reemplazar al obje­
to?». Estaba planteada la pregunta fundamental. La acompañaba el te­
mor de caer en una pintura decorativa. De ahí, la extremada lentitud y
la prudencia con las que Kandinsky procedió en su renuncia al objeto y
su búsqueda de las formas puras, que contrasta con la precipitación
que mostraban en la misma época Braque y Picasso en su descubri­
miento del cubismo.
De lo espiritual en el arfe justifica la manera como Kandinsky reem­
plaza al objeto. Y precisamente aquí el empalme con la vieja filosofía
espiritualista del siglo XIX resulta verdaderamente sorpresiva. Después
de una época signada por el materialismo, Kandinsky prevé un tiempo
nuevo caracterizado por el renacimiento del alma:
El arte entra por la vía en cuyo final volverá a encontrar lo que per­
dió, lo que volverá a ser el fermento espiritual de su renacimiento. El
objeto de su búsqueda ya no es el objeto material, concreto, en el
que se empeñaban exclusivamente en la época anterior —etapa su­
perada— sino el contenido mismo del arte, su esencia, su alma.
El realismo fue, según Kandinsky, el género por excelencia del capi­
talismo glorioso, ya obsoleto. El siglo XXva a significar el fin del mate­
rialismo, y Kandinsky, viendo el advenimiento de un «viraje espiritual”,
se convierte en el profeta de una edad en la que el arte va a emancipar­
se de la naturaleza y de la materia. Al hacerse inmaterial, es decir, abs­
tracto, el arte quedará libre para expresar las verdades Subyacentes de
un mundo de apariencias superficiales.
El movimiento del arte está representado como una elevación casi
mística: «La vida espiritual, a la que el arte también pertenece, ya que es
uno de sus principales agentes, es un movimiento complicado, pero
certero y fácil de simplificar, hacia adelante y hacia lo alto». El emblema
de la vida espiritual es por tanto un triángulo que avanza y asciende
lentamente. Las secciones del triángulo se van despoblando en la medi­
da en que uno va ascendiendo, y en su ápice hay un hombre solo, «que
arrastra tras él por el camino lleno de obstáculos, hacia arriba, hacia
adelante, la pesada carreta de la Humanidad». Kandinsky ve de nuevo
al artista como un profeta o un mago. El arte abstracto, entonces, co­
menzó como un arte religioso y metafísico y sólo retrospectivamente
llegó a unirse al gran relato formalista de la aventura modernista. Ini­
cialmente, para el espíritu del primer pintor abstracto, la abstracción
supuestamente habría de volver caduca la psicología individual, explo­
rar un universo de significaciones y de energías y producir imágenes en
las que todos pudiésemos comulgar espiritualmente.
Con un divertido desfase, esta doctrina espiritualista, de la que ya el
siglo XX se había librado, permitió a Kandinsky, si no encontrar, al me­
nos legitimar aquello que intuitivamente sustituía al arte figurativo. Kan­
dinsky es uno de esos artistas ambiguos, dividido entre dos siglos. Pre­
senta a Maeterlinck como el visionario que realizó en la literatura el
viraje espiritual con el que sueña para la pintura. En música, declara su
adhesión a Schónberg, pero también a Wagner y a Debussy. Se siente
próximo a los simbolistas y a los prerrafaelistas ingleses, Rossetti y Bur-
ne-Jones en especial, a los que mete en el mismo saco con Cézanne,
Matisse y Picasso, cuando su obra, incontestablemente, pertenece al
otro bando y su necesidad histórica es para nosotros evidente.
Pero junto a las ideas preconcebidas de fines del siglo XIX, Kandins­
ky insiste en la emoción y la necesidad interior, en el instinto como
fundamento de la obra de arte. Entonces era eso lo que había que
legitimar con la doctrina espiritualista. Kandinsky ve en los colores y las
formas en cuanto tales el medio más puro para expresar la emoción y
responder a la necesidad interior. Los colores y las formas, indepen­
dientemente de la naturaleza y del símbolo, pertenecen a una red de
correspondencias individuales en las que Kandinsky cree: «El color en­
cierra una fuerza aún poco conocida pero real, evidente, y que actúa
sobre todo el cuerpo humano», escribe. De esto se desprende un her­
moso análisis de los colores desde el punto de vista del instinto, y de
sus afinidades con las formas; los colores agudos están en armonía con
las formas puntiagudas (como un triángulo amarillo), los colores pro­
fundos con las formas redondas (como un círculo azul):
Lucha de sonidos, equilibrio perdido, "principios» subvertidos, redo­
ble repentino de tambores, grandes preguntas, aspiraciones sin meta
visible, impulsos aparentemente incoherentes, cadenas rotas, víncu­
los deshechos, reanudados en uno solo, contrastes y contradiccio­
nes, eso es lo que es nuestra Armonía. La composición que se funda
en esta armonía es un acuerdo de formas coloreadas y dibujadas que,
como tales, tienen una existencia independiente que proviene de la
Necesidad intema y constituye, en la comunidad que resulta de ellas,
ese todo que se llama un cuadro.
Para Kandinsky, entonces, un cuadro abstracto dista mucho de no
significar nada, y justamente la doctrina espiritualista permite sostener
que tiene un sentido.
Tal fue la teoría de Kandinsky en los años entre 1910 y 1914, des­
pués de una etapa influenciada por el neoimpresionismo y el fauvismo
en el uso del color. El año 1910 señala el paso de lo material a lo
espiritual. Las manchas curvas de color claro aún son reconocibles
—son campanarios, techos, troncos—, aunque no se desprendan del
resto de la composición. Pero en la unidad del lienzo los elementos
particulares se disuelven. Kandinsky renuncia lentamente a la realidad,
temiéndole a la decoración. La emoción sustituye a la realidad externa,
sobre todo en las acuarelas. El reto, sin embargo, sigue siendo restituir
al óleo la fuerza del primer impulso: ¿Cómo conciliar la rapidez de la
emoción y la lentitud de la ejecución, el tiempo interior y el tiempo
exterior? Este es todo el problema de la abstracción, que Kandinsky
trata metódicamente entre 1910 y 1914.
Sus cuadros se dividen entonces en tres géneros. Primero las seis
Impresiones realizadas en 1911, “impresiones directas de la realidad
externa». Luego las «expresiones de acontecimientos de carácter inter­
no», llamadas Improvisaciones, y numeradas del 1 al 35. Finalmente, las
más complejas, expresiones «lentamente elaboradas, retomadas, exami­
nadas y largamente trabajadas a partir de los primeros esbozos». El ins­
tinto y la emoción, en estas Composiciones de grandes dimensiones,
están reelaboradas por la inteligencia y desembocan en una separación
absoluta del arte y la naturaleza. Las primeras Composiciones aún evo­
can elementos del mundo externo, pero éstos desaparecen poco a poco
en aras de una abstracción reflejada en las Composiciones de 1913.
Después de esto, la obra de Kandinsky va a proseguir con mucho me­
nos tensiones.
Kandinsky regresó a Rusia en 1914 y se quedó hasta 1921. Vinculado
con el Bauhaus, donde ejerció la enseñanza hasta 19/33, año en que
tuvo que abandonar Alemania e irse a Francia, se orientó hacia formas
cada vez más y más geométricas. Pero retengamos sobre todo la etapa
de los años 1910-1913: el recurrir a la doctrina espiritualista para expli­
car el paso a la abstracción. De lo espiritual en el arte no es el manifiesto
del arte abstracto sino la justificación retrospectiva de un paso difícil­
mente comprensible aun para el propio artista.
El espíritu que conduce hacia el reino del Mañana sólo lo puede
reconocer la sensibilidad (y la vía aquí la constituye el talento del
artista). La teoría es la linterna que alumbra las formas cristalizadas
del «ayer» y de lo que precedió al ayer.
En el dominio de la literatura se observa en Proust un desnivel aná­
logo entre la problemática redentora influenciada por Schopenhauer
—la teoría expuesta en El tiempo recobrado— y una novela que se
desarrolla en forma relativamente autónoma, pero que no por ello deja
de requerir esta legitimación teórica.
El caso de Mondrian resulta aún más (elocuente. Cuando alcanzó la
abstracción en 1914 fue como misionero. De origen puritano y de con­
vicciones teosóficas, Mondrian nunca dejó de soñar para su pintura en
una pureza estética y ética, indisociables. La doctrina a la que recurrió
no fue el espiritualismo sino una moral en nombre de la cual la conver-
gencid de lo bello y del bien pudiese representar la ambición de su
pintura. A Mondrian lo marcó profundamente su infancia calvinista, su
titubeo respecto a su vocación (había pensado hacerse predicador),
luego su descubrimiento de la teosofía hacia 1900, y por último, la del
cubismo en París en 1912. La naturaleza y su desorden le resultaban
insoportables, en especial el verde de los prados holandeses, hasta tal
punto que puede hablarse en él de una represión de la naturaleza y de
una sublimación artística extrema. La teosofía, que apunta hacia la
unión con Dios a través de reglas de vida, se presenta como un esote-
rismo en busca de las leyes secretas del universo. Supone una eleva­
ción hacia la verdad suprema mediante el estudio y la ascesis. Exige el
don de sí mismo a un ideal. Con este galimatías seudorreligioso, que
atribuye al arte un papel iniciático en el misterio y de sublimación en
relación con la vida y la naturaleza, Mondrian justifica retrospectiva­
mente el salto que dio hacia la abstracción, a partir de las naturalezas
muertas heladas que pintaba desde hacía varios años. Según la teosofía,
a la que también se refiere Kandinsky, el hombre se salva por medio de
la acción, se eleva por encima del mundo físico y emotivo para alcanzar
el mundo mental. La teosofía, que permitió a Mondrian reanudar con la
espiritualidad, fue la condición de su pintura. «El arte —escribe este
neoplatónico—, aunque es un fin en sí, como la religión, constituye el
medio a través del cual podemos conocer lo universal y contemplarlo
en forma plástica».
No obstante, el cubismo parisino de 1912 fue lo que le permitió
dejar prácticamente de pintar paisajes y naturalezas muertas, como ve­
nía haciendo desde el comienzo de su carrera. El cambio fue brutal, sin
vacilaciones y desencadenó una vía estética y ética hacia la abstracción
absoluta, alcanzada en 1920. Al comienzo Mondrian pinta incesante­
mente el mismo motivo, buscando así extraerle su esencia abstracta,
separar la forma del contenido concreto para identificarla a un conteni­
do abstracto. Procedió por ciclos: el árbol, el mar, la iglesia, entregaron
su esencia. De 1912 a 1914, Mondrian abandona el objeto. Pero aquí de
nuevo, el fin de la figuración no implica en absoluto la renuncia al
sentido.
La creencia en la reencarnación y en la misión del artista en el adve­
nimiento de una sociedad armoniosa constituyeron los requerimientos
para que Mondrian pasara del cubismo a la abstracción. Pinta, ya no
formas sino principios y lo explica con toda una fraseología moral. El
arte es una religión, y la abstracción, «nueva imagen del mundo», permi­
te elevarse hasta lo esencial. De 1912 a 1914, Mondrian va del cubismo
al signo, luego, hasta 1920, a lo que llama «neoplasticismo». Del signo ya
no conserva sino el horizontal y el vertical, que expresan la simetría y la
asimetría, consideradas las dos leyes de la naturaleza. Más tarde, alber­
ga el sentimiento de haber alcanzado la esencia y la verdad de la pintu­
ra. Para Mondrian no cuenta la vía recorrida, sólo el resultado, en el que
los propios colores, y todas las libertades de composición, han sido
abolidos para que sólo subsistan los ángulos rectos. Mondrian probó
entonces experiencias cromáticas, pero muy pronto redujo su paleta a
tres colores puros, el azul, el amarillo y el rojo, y rehízo más o menos el
mismo cuadro durante veinte años.
La ambigüedad de este recorrido es profunda: Mondrian concibió
toda su evolución artística bajo la forma de una búsqueda esotérica y
mística; siempre pensó que obedecía a la teosofía y que aplicaba sú
doctrina irracional a la pintura. Sin embargo, la purificación de las for­
mas y de los colores a la que llegó nos aparece retrospectivamente en
total armonía con el racionalismo y el funcionalismo de comienzos del
siglo XX. La distancia entre una práctica moderna, y hasta futurista, y
una filosofía arcaica parece bastante más fenomenal que en Proust o
Kandinsky. Pero sin duda Mondrian no había dicho su última palabra
cuando murió en Nueva York en 1944. Los últimos lienzos pintados allí,
como los Broadway Boogie Woogie de 1942, en los que las líneas son
claras y sincopadas, anuncian quizá una crítica de la racionalización a
ultranza que presidió toda su obra. Estos lienzos norteamericanos su­
gieren también una sensibilidad, totalmente nueva en Mondrian, a la
cultura popular. Entretanto, el discurso teosòfico le había permitido sos­
tener que su pintura aún quería decir algo.

El tercer “inventor" del arte abstracto, Malevitch, parece haber llega­


do muy pronto al límite de la pintura y al rechazo del sentido, entre el
Cuadrado negro sobre fondo blanco de 1915 y el Cuadrado blanco
sobrefondo blanco puesto en 1918. Pero la combinación del nihilis­
mo ruso y de la abstracción es también en él muy singular. La carrera de
Malevitch fue acelerada, de los cuadros impresionistas de 1903-1904 a
los últimos retratos de 1933-1934. Su obra vanguardista data de 1915-
1920: lanzó el suprematismo en 1916; en 1917, se vinculó con la van­
guardia política, pero muy pronto cayó en desgracia y retornó al realis­
mo hasta su muerte. La manera como Malevitch quemó las etapas
resulta asombrosa; parece que se hubiera dado cuenta desde el inicio
de la extremidad del arte abstracto. Dicho esto, una vez alcanzado este
blanco sobre blanco, Malevitch, como Kandinsky y Mondrian, trató de
justificarse.
Es evidente la influencia del cubismo en el libro de Malevitch, El
suprematismo o el mundo sin objeto, así como también, por su aspecto
provocador, la del futurismo, convertido en un movimiento internacio­
nal después del manifiesto publicado en Le Figaro en 1908. Pero el
nihilismo ruso del siglo xix es lo que inspira más profundamente esta
pintura de la ausencia del objeto. Entre el suprematismo y el nihilismo
hay numerosos rasgos comunes: ambos abjuran de los objetos de la
creencia sin renunciar a la fe. El despojamiento en el dominio del arte
se funda en la convicción de que la verdad reside en la nada; la deses­
peración se deduce de un mundo que nunca será lo bastante nuevo; y
el sueño de una redención por medio del arte sigue en pie: -En el vasto
espacio del reposo cósmico —escribe Malevitch— he alcanzado el
mundo blanco de la ausencia de objetos que es la manifestación de la
nada revelada». Cuando Malevitch traza su propio recorrido recurre de
nuevo a un vocabulario místico. La pintura ha sido sustraída del mundo,
es silencio, más allá de lo real. Pero ¿es éste el fin de la pintura o, más
bien, el esbozo de un mundo nuevo? Pero me contento con insistir de
nuevo en la coincidencia de una pintura decisiva en la historia y de una
filosofía pasada de moda que le sirve de pretexto. ¿No se encontrará la
misma mezcla, el mismo desnivel o la misma tensión, en la mayoría de
los artistas contemporáneos verdaderamente novedosos? ¿Proust, Joy-
ce, Eliot, Pound, Kafka? El arte nuevo no ocurre sin arcaísmo. Es así
como con Don Quijote, al reaccionar contra el conformismo de la nove­
la de caballería, Cervantes hace que nazca la novela moderna.

III

En el surrealismo, vanguardia militante y consciente de tener


un papel histórico que desempeñar, el desnivel parece simétrico. Si la
filosofía de los fundadores de la abstracción estaba rezagada respecto a
su pintura, a la inversa, las declaraciones teorizantes del surrealismo,
radicales y extremistas, produjeron obras a menudo paseístas, y suscita­
ron un nuevo academicismo. Ello no quiere decir que la abstracción no
haya producido también un conformismo, pero el terrorismo intelec­
tual de Bretón, urgente y polémico, sólo marcó superficialmetne el cur­
so de la historia del arte.
En el primer Manifiesto, de 1924, Bretón procesa al realismo y el
positivismo en la pintura y las letras. Después de la ruptura de 1922 con
Dada y Tzara, sin embargo, y desde el fracaso del «Congreso para el
establecimiento y las directrices del espíritu moderno», ya Bretón no se
contentaba con el anarquismo, la negación y la destrucción, y quería
fundar una nueva estética. El surrealismo se presentó desde entonces
como un dirigismo; creyó poseer la verdad estética y se propuso pro­
moverla con métodos políticos. Bretón lo define así en el Manifiesto:
Surrealismo, s.m. Automatismo psíquico puro por medio del cual
uno se propone expresar, ya sea verbalmente, ya sea por escrito, o
de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento.
Dictado del pensamiento, en ausencia de todo control ejercido por la
razón, fuera de toda preocupación estética o moral.
Encicl. Filos. El surrealismo se basa en la creencia en la realidad su­
perior de ciertas formas de asociaciones descuidadas hasta él, en la
omnipotencia del sueño, en el juego desinteresado del pensamiento.
La imaginación, la -loca de la casa» de los filósofos, se despoja de la
vieja lógica burguesa, pero sigue siendo tan imperativa y coercitiva
como ésta. De esta definición, la escritura automática y el relato de los
sueños se deducen como formas privilegiadas del texto surrealista. El
terrorismo surrealista quiere ser científico con el fin de justificar sus
prácticas como verdaderas. Pero, ¿qué es la pretensión científica del
surrealismo comparada, en particular, con la del psicoanálisis, que se
ocupa también del inconsciente? Esta comparación saca a la luz el dog­
matismo sistemático que aflige a la estética surrealista.
Adorno que, como hemos visto, rehúsa que el surrealismo sea redu­
cido a una ilustración de Freud o de Jung, juzga las producciones su­
rrealistas muy racionalistas equiparadas con el mundo de los sueños,
cuya abundante riqueza queda disminuida a unas cuantas categorías
insuficientes. Para Adorno, la teoría surrealista se limita al concepto
práctico único del «montaje», como yuxtaposición discontinua de imá­
genes y de ilustraciones preexistentes, hechas para agradar y desviadas
de su contexto original. La referencia al psicoanálisis, por tanto, para él,
sólo tiene un valor pro domo.
Freud se interesaba por el sueño y la asociación libre de una manera
muy diferente que Bretón, y la mutua incomprensión entre los dos fue
muy grande. Esta incomprensión proviene del hecho de que los ele­
mentos del sueño no tienen para el psicoanálisis un interés en sí mis­
mos, sino dentro de un contexto constituido a la vez por las circunstan­
cias de la vida y por las asociaciones que el paciente hace al respecto. El
surrealismo, en cambio, corta, aísla esos elementos del proceso de su
producción y de su interpretación, y los da a ver o a leer tal cual. El
material inconsciente se convierte en su propia finalidad y queda feti-
chizado en simulacros. A éstos, Bretón los presenta como elementos de
una realidad superior y trascendente, que llama surrealidad. El aisla­
miento de los elementos de la vida inconsciente de los procesos incons­
cientes desempeña un papel oscurantista respecto a lo que podría es­
perarse de una ciencia del inconsciente.
No obstante, la refutación de la intención científica del surrealismo
no equivale necesariamente a una condena de su proyecto estético.
Acabamos justamente de ver, con el descubrimiento del arte abstracto,
unos ejemplos de desnivel y contradicción entre proyecto dogmático y
realización estética. Pero la contradicción es esta vez diferente. El espl­
ritualismo, la teosofía, el nihilismo, eran doctrinas periclitadas que se
usaron para legitimar aposteriori unas prácticas nuevas e intuitivas; el
surrealismo es una ideología apriori, un programa que tapa los proble­
mas estéticos en vez de permitir que se planteen. ¿No se detectan en el
surrealismo, muy pronto en su historia, muchos signos de una denega­
ción de la modernidad? Siguiendo en ello el destino de muchos surrea­
listas, Aragón regresó a la novela en la década del 30, ese género con
denado sin remisión en 1920 como la propia encarnación del realismo
y el positivismo. Sin embargo, ya desde 1928, en Traite du style, Aragón
se esforzaba por definir al surrealismo a la vez como anti-literatura y
como literatura. Pocos textos, en mi opinión, parecen ilustrar tan trien el
dilema de las vanguardias, disimulado tras grandes palabras, divididas
entre la negación y la afirmación. El surrealismo no es, dice Aragón, un
«perfeccionamiento de libertad que paga patente», un «paso adelante del
verso libre». Aragón rechaza esta genealogía evolucionista que relata la
aventura del arte como una liberación creciente y convierte al surrealis­
mo en la consecuencia de otra cosa. El surrealismo ha de ser absoluta­
mente diferente, pero al mismo tiempo no dejan de inventarle antepa­
sados. En cuanto al surrealismo se pone a crear nuevos valores para
reemplazar los que abóle, su fatalidad es el lugar común, o el confor­
mismo del anticonformismo. En Traite du style, el esfuerzo de Aragón
apunta justamente, en el momento en que el surrealismo se vuelca del
lado de la afirmación, a defenderlo de la acusación del lugar común, en
nombre de la idea de estilo, apenas modificado.
Sin embargo, los surrealistas que no renegaron del vanguardismo de
los comienzos y persistieron en su negación de la institución artística
desembocaron muy pronto en el silencio y la impotencia, como Du-
champ. Menos absolutos o heroicos que éste, hay numerosos pintores
cuyos nombres siguen vinculados al surrealismo y cuyas obras se sitúan
más bien en la continuación del simbolismo y del esteticismo de fines
de siglo: Chirico, Dalí, Magritte, Delvaux, entre otros. Su pintura es
literaria, y éste es, de entrada, el límite de su experimentalismo. Es una
pintura que persiste en privilegiar la representación, así sea la de fan­
tasmas, en lugar de explorar las posibilidades del medio. La prueba está
en la importancia del título y en el juego del texto y de la imagen, que
se convirtió muy pronto en uno de los componentes principales de la
pintura llamada surrealista.

Chirico fue uno de los grandes precursores que el surrealismo reco­


noció. ffabía tratado a Apollinaire y a Picasso en París desde 1911 hasta
1915, y, de regreso a Italia, pintó durante algunos años una serie de
lienzos llamados «metafísicos», de los que habría de renegar más tarde
para volver a la copia de los maestros y al academicismo. Aunque Chi­
rico no perteneció propiamente hablando al grupo surrealista, puesto
que ya había repudiado su obra «metafísica» en el momento en que los
surrealistas se apoderaron de ella, su recorrido resulta ejemplar en lo
tocante a las contradicciones del surrealismo. Con él tenemos, contem­
poránea al cubismo, una pintura sin búsqueda técnica alguna, aún mi­
mètica, a no ser porque es representativa de otro mundo, el del sueño,
como pasa con el aduanero Rousseau. Pero los elementos del sueño
están representados tal cual, sin el trabajo del sueño ni su interpreta­
ción: arquitectura, ruinas, plazas y arcadas desiertas, estatuas ciegas,
constituyen el decorado por donde deambulan maniquíes, esgrimistas
de casco, guantes de caucho y relojes de péndulo. Es nuestro mundo, la
perspectiva está presente, pero surge como desrealizada por la yuxta­
posición y también la desproporción. Bretón, en Lespasperdus, vio en
esta obra una «verdadera mitología moderna en formación», y Aragón
insistió en la presencia del collage, con el cual identificaba al surrealis­
mo. Pero los montajes de Chirico, las apariciones silenciosas y extrañas
de su período metafisico, producen angustia antes que el sentido de lo
maravilloso buscado por los surrealistas.
Después de 1919, Chirico regresó a la realidad, a la cultura y al
oficio. Cuando los surrealistas lo convirtieron en su faro, tuvieron, al
mismo tiempo, que condenar su conversión. La Galería Surrealista or­
ganizó en 1928 una exposición de las obras metafísicas en contra de la
voluntad del pintor, y, hecho significativo, cambiaron los títulos de los
cuadros. Bretón, Aragón, Duchamp, Queneau la emprendieron contra
Chirico en términos violentos, quizá porque éste anunciaba el destino
del surrealismo como nuevo academicismo.

Pintura literaria o literatura pintada: en esta encrucijada se puede


situar a Picabia, aunque su carrera, junto a Duchamp y a Apollinaire,
haya precedido al surrealismo, y aunque se haya prolongado más allá,
con un retorno progresivo a la figuración. Pero, de 1920 a 1923, estuvo
en el centro de la aventura surrealista, con obras en las que las palabras
desempeñan un papel importante junto al dibujo de mecanismos. Bre­
tón escribe a propósito de éstas en Les pas perdus: «Uno recuerda que
fue Picabia quien antaño tuvo la idea de titular redondeles: Eclesiástico,
una línea recta: Bailarina estrella», y alaba lo que llama «uno de los más
hermosos hallazgos idealistas que conozco». Y Bretón prosigue: «Nin­
gún título hace imagen ni, por tanto, desempeña un empleo doble. Es
imposible ver (en el título) otra cosa que el complemento necesario del
resto del cuadro». Uno se da cuenta así a qué registro pertenece para
Bretón la invención en pintura: al registro del hallazgo. En el mismo
texto, Bretón cuanta la anécdota de un persa que, cuando acompañó a
Picabia a una exposición, le hizo la reflexión siguiente:
En verdad todos estos artistas no son más que debutantes; aún si­
guen copiando manzanas, melones, tarros de mermelada —y, ante
el señalamiento de que estaban muy bien pintados—. Lo hermoso es
pintar bien una invención; ese señor, Cézanne, como usted lo llama,
tiene un cerebro de frutero.
Bretón nunca dejó de vilipendiar a Cézanne, sin duda el más grande
inventor, y esta anécdota, que con toda seguridad no es gratuita y en la
que aparece Picabia, da fe de su incomprensión de la pintura como
pintura. De nuevo en este mismo texto, Bretón alaba a Picabia, «quien
fue el primero en pintar la tierra azul y el cielo rojo», sin cuestionar para
nada la tierra o el cielo. La invención, para Bretón, reside simplemente
en la transgresión del mundo real.

Sería injusto culpar a Picabia por las torpezas de Bretón. No se le


puede reducir a esto, aun si, como la época metafísica de Chirico, su
época mecánica oculta los problemas de la pintura; pero ésa no es toda
su obra. Si se piensa en Dalí, por el contrario, compañero de ruta del
surrealismo de fines de la década del 20 hasta mediados de la década
del 30, pareciera que dio lo mejor de si mismo en esos años, y que su
apetito por la provocación —-y los dólares— lo condujo luego a la pro­
ducción en masa. Una pintura de Dalí es eminentemente reconocible
por sus elementos manieristas combinados con cierto número de ha­
llazgos surrealistas: por una parte, el juego con la perspectiva, la defor­
mación de las figuras, los contornos recortados; por otra paite, las esta­
tuas y las arcadas a la Chirico, los efectos de collage de Ernst, la línea de
horizonte de Tanguy. La imaginación, que reina sobre los detalles, dicta
el despliegue, el achatamiento, el flujo de las formas, pero a esto Dalí le
añade una gran minuciosidad en la ejecución. Su técnica de la «paranoia
crítica» —«método espontáneo de conocimiento irracional basado en la
asociación interpretativa-crítica de los fenómenos delirantes»— está re­
lacionada con el culto surrealista del automatismo.
Dalí fue el pintor más dotado del grupo surrealista; supo conciliar el
automatismo y la interpretación. Pero muy pronto su pintura multiplicó
las trivialidades autorreferenciales, y se separó de la banda a partir de
1935, por razones políticas —sus amistades de extrema derecha, su
antifascismo poco firme, su admiración por Hitler—, y también estéti­
cas —su gusto por Meissonier y el academicismo, su perfeccionismo
arcaizante, su regreso a lo acabado y repulido. En los períodos siguien­
tes de su carrera, «místico» y «nuclear», que le procuraron un inmenso
éxito en los Estados Unidos, retornó, efectivamente, a la convención.

Pero los dos artistas que mejor representan la contradicción estética


del surrealismo, con su culto a lo extraño que desemboca en el acade­
micismo de la representación de lo imaginario, son los pintores belgas
Magritte y Delvaux, que se unieron al surrealismo a finales de la década
del 20 y del 30 respectivamente. La obra de Magritte es de entrada
conceptual: son dibujos con leyendas que juegan con la noción de re­
presentación. En su cuadro más célebre, La trahison des images( 1928-
1929), está reproducida una pipa encima de la inscripción: «Esto no es
una pipa». La distinción del objeto real y del objeto representado, intro­
ducida en la pintura, causó mucho revuelo entre los filósofos, como
Michel Foucault, pero esta pintura a la postre no es más que la ilustra­
ción de problemas lingüísticos y filosóficos, y por su aspecto terminado
y limpio, anuncia la tira cómica y el arte pop. La fascinación que ejerce
la obra de Magritte tiene que ver con la reproducción de objetos ordina­
rios, enajenados por la lengua. Pero, ¿dónde está el automatismo? No
hay pintura más consciente que ésta. Si la imagen surrealista, como la
describe Bretón después de Reverdy —''Mientras más lejanas sean las
relaciones de las dos realidades equiparadas y mientras más jqstas,
mayor fuerza tendrá la imagen»— depende de la yuxtaposición, del
choque de dos realidades ajenas una a la otra, como una máquina de
coser y un paraguas en una mesa de operaciones, entonces este tipo de
sorpresa está présente en Magritte, por ejemplo, en Le Viol(1934), en el
cual sobre el rostro de una mujer, los senos están en el lugar de los ojos,
el ombligo en el lugar de la nariz y el sexo en la boca. Otro lienzo muy
conocido, Le mouvementperpétuel, también de 1934, en el que un hom­
bre levanta una pesa y su cabeza está formada por una de las esferas de
la pesa, plantea elocuentemente el problema de la relación entre el
mundo y la representación. O también, en La condition humaine, del
mismo año, hay un cuadro colocado en un caballete, frente a una ven­
tana abierta sobre un paisaje, y el cuadro pintado coincide exactamente
con el paisaje real. El espectador siente inquietud. Este es un truco que
el artista repitió indefinidamente. Magritte es intelectualista, no hay en
s.u obra ninguna espontaneidad, y sin embargo subsiste en ella cierta
ingenuidad, como si descubriese lo que representa. Pero así como la
poesía surrealista desemboca rápidamente en cierto número de tópicos
trillados, la pintura onírica de Chirico, Dalí y Magritte, halló pronto sus
lugares comunes y proporciona las viñetas de la sociedad de consumo.
Delvaux, que pintó siempre a la misma mujer con un pincel delica­
do, da la mejor ilustración del destino del surrealismo en pintura, desti­
no que a fin de cuentas parece haber sido el de unirse al simbolismo.
Entre el simbolista suizo Arnold Bócklin y Delvaux es imposible obser­
var la ruptura exacerbada que postula Bürger entre el modernismo y
las vanguardias. Volvemos a encontrar las mujeres transformadas en
árboles, las arquitecturas desiertas, etc. Es cierto que Bretón nunca dejó
de admirar a Gustave Moreau, a quien citaba en el Manifiesto entre los
precursores del surrealismo, y hoy día resulta tentador destacar más
bien las afinidades entre decadentismo y surrealismo, que hablar de
una supuesta revolución surrealista.

Se podría desacreditar el punto de vista que acabo de exponer de­


nunciando su parcialización: si no me gusta la pintura mimética de lo
fantástico, así como a Bretón no le gustaba Cézanne, por razones ente­
ramente personales, ésta no es una razón para denigrarla, o es una
razón poco honesta. Pero ocurre que la pintura surrealista, en su rela­
ción con la doctrina vanguardista del surrealismo, sólo puede medirse
desde la perspectiva del proyecto innovador constantemente reafirma­
do por Bretón. Por otra parte, no he enjuiciado, ni con mucho, a todos
los pintores llamados surrealistas; he mencionado a aquellos cuyo arte
desembocó en el lugar común pese a un discurso vanguardista, o quizá
a causa de este discurso. Ahora bien, en los otros sí se reconoce una
interrogación de lo real de la pintura en lugar de la reiteración de sus
simulacros, y retrospectivamente una influencia determinante en la his­
toria de la pintura: Arp, Ernst, Giacometti, Miró, Tanguy, etc. Tomemos,
por ejemplo, a André Masson que, más o menos en 1925, dio la mejor
expresión al dibujo automático. Todas sus obras de entonces parecen
estar trazadas por una única línea errante, enredada, un arabesco que
sugiere imágenes perdidas entre los trazos. Los lienzos de Masson, sin
embargo, son cubistas, hasta la invención de los cuadros de arena en
1927, en los que el juego del azar anticipa el action-painting de los
norteamericanos de la posguerra. Masson rompe con el surrealismo en
1929, y su pintura del espasmo, del desgarramiento, de la agresión, está
lo más lejos posible del academicismo fantástico, el cual, por su parte,
llevará al arte pop. En cuanto a Marcel Duchamp, del que no he habla­
do aún, pero que es uno de los anistas más eminentes ligados al surrea­
lismo, su arte es irreductible a las dos tendencias divergentes de la
pintura surrealista aquí descritas, las cuales anuncian respectivamente
el expresionismo abstracto y el arte pop. »Los mirones hacen los cua­
dros», decía.
La FERIA DE LAS ILUSIONES:
EXPRESIONISMO ABSTRACTO Y ARTE POP

Picasso dice: Se puede escribir y pin­


tar cualquier cosa ya que habrá
siempre gente que lo entienda (que le
encuentre un sentido9».
Jean Cocteau, Journal, 1942-45.

D e Baudelaire al surrealismo, el ídolo de lo nuevo floreció,


pero actualmente está enfermo, quizá muerto. Ya es tiempo de llegar a
su crepúsculo. Nuestra época, que se ha dado en llamar «posmoderna»
—posteridad o repudio de lo moderno, no se sabe— parece ratificar la
pérdida de la aureola de lo nuevo. Ahora bien, esta degradación la
preparó la fabulosa precipitación de la renovación desde la Segunda
Guerra Mundial. Adorno veía esta aceleración como una consecuencia
inevitable de la estética de lo nuevo, que resulta de su relación equívo­
ca con el mercado. Me ocuparé aquí de este fenómeno: el dominio
creciente del mercado sobre el arte y sobre la literatura, como también
su mediatización creciente.
Como anteriormente, mi propósito puede resumirse con el análisis
de una paradoja. La formularé de la siguiente manera: la tradición mo­
derna, desde mediados del siglo XIX, y sobre todo las vanguardias his­
tóricas de comienzos del siglo XX, reaccionaron en contra de la exclu­
sión del arte en lo que respecta a la vida moderna, contra la religión del
arte, calificada de burguesa porque sacraliza el genio y venera la origi­
nalidad en la producción de un objeto único, autónomo y eterno, pero,
no obstante, esa misma tradición, en vez de unirse a la cultura de masas
y al arte popular, se aisló, sin duda cada vez más, en un universo de
aquello que en inglés se llama el connaisseurship, es decir, el medio
elitesco y confinado de los museos y de las universidades, de la crítica y
de las galerías. La tradición moderna no abolió entonces la distinción
común entre aquello que en inglés se llama high y low art, el arte de la
élite y el arte de la masa, el gran arte y el arte de baja estofa, el forma­
lismo y el kitsch; paradójicamente, aun reforzó esta oposición, hasta la
aparición de formas como el arte pop en la década del 60, que esceni­
fica la muerte del arte, es decir, que aprovecha el dominio del mercado
para identificar enteramente las obras de arte con los bienes de consu­
mo. Entonces, en efecto, la distinción entre el arte de élite y el arte de
masas queda abolida ¡pero a qué precio!
Voy a evocar el desplazamiento del mercado del arte del Viejo al
Nuevo Mundo, de París a Nueva York, después de 1945, como elemen­
to decisivo en la evolución del arte moderno, a partir del movimiento
del expresionismo abstracto que consagró el dominio de los Estados
Unidos. Luego sugeriré la importancia del arte pop de la década del 60
para la definición, o la -des-definición del arte», según la fórmula del
crítico norteamericano Harold Rosenberg. En este punto, justamente,
recurriré a la figura, hasta ahora mantenida en reserva, de Duchamp,
eje y profeta de todo este cuento del fin del arte. Trataré, finalmente, de
analizar la evolución francesa del Nouveau Román (nueva novela) a la
Nouvelle Critique (nueva crítica), etc., en el contexto de la mediatización
del arte y de la devaluación de lo nuevo.

El arte se desplazó de París a Nueva York después de 1945. En


esta mutación contribuyeron la historia, la política y la estética. París,
que había perdido su mercado, sus artistas y sus marchands, y también
sus coleccionistas, durante la guerra, no pudo recobrarse después de la
Liberación. Algunas grandes galerías neoyorkinas se lanzaron, ya desde
1942, como la de Peggy Guggenheim, para exponer a los artistas fran­
ceses y europeos refugiados en Nueva York, especialmente los surrea­
listas: Bretón, Ernst, Léger, Masson, Matta, Tanguy, Dalí, etc., pero tam­
bién Chagall, Mondrian, Gropius, Mies van Der Rohe. Brecht,
Schónberg, Panofsky y otros participaron en esta brillante academia
cuya reunión en Nueva York fue provocada por el nazismo. En 1945,
aunque la mayoría de los artistas e intelectuales franceses regresaron a
Francia —menos Duchamp, justamente— la guerra había acelerado la
danza de las generaciones, el contexto político y económico había cam­
biado radicalmente y las manifestaciones de las viejas vanguardias re­
sultaron pasadas de moda, como la exposición surrealista de 1947. Los
marchands parisinos no reconquistaron su posición de dominio. Se en­
contraron con un conjunto bien organizado compuesto por las galerías
norteamericanas, el poderoso Museum ofModern A rt de Nueva York y
hasta el gobierno federal que, bajo los auspicios del US Information
Service, sirvió para promocionar la pintura norteamericana en Europa
en la época del Plan Marshall. Esto dio como resultado una serie de
exposiciones decisivas: «Doce pintores y escultores contemporáneos»
en París en 1953, «Cincuenta años de arte en los Estados Unidos», en
1955, -Jackson Pollock y la nueva pintura norteamericana» en 1959- Los
Estados Unidos descubrían, junto con su nuevo papel de protector del
mundo libre, las virtudes del arte, si no como propaganda, al menos
puesto al servicio de una causa. Se trataba de afirmar que el arte euro­
peo era tan caduco como la vocación histórica de Europa en el plano
político. El arte se haría desde entonces en Nueva York.
¿Cuál fue la pintura que se eligió para desempeñar el papel de van­
guardia del mundo libre durante la guerra fría? Los Estados Unidos ha­
bían conocido en la década de los 30, después de la Depresión, un gran
movimiento político-artístico que buscaba un realismo bastante cercano
al de la URSS, o de los murales mexicanos de Diego Rivera: el WPA
( Works Progress Administration), vagamente marxista. Para darse una
idea de este realismo norteamericano, deliberadamente alejado de la
pintura europea contemporánea, se puede pensar en Edward Hopper,
hoy sacado a flote después de un largo purgatorio. Pero fue algo muy
distinto lo que se tomó después de 1945 para representar a los Estados
Unidos y rivalizar con la ideología marxista y soviética, una pintura que,
por el contrario, estaba muy influenciada por el surrealismo francés,
como también, por cierto, por el marxismo y el trotsquismo: el expre­
sionismo abstracto. Pollock, Barnett Newman, Robert Motherwell, Mark
Rothko, Willem De Kooning son los herederos de las vanguardias euro­
peas que habían venido huyendo del nazismo y el fascismo. Esta elec­
ción resulta aún más extraña, o hábil, por el hecho de que esta pintura
parece más bien una manifestación de oposición al norteamericanismo,
al pragmatismo del American way o f Ufe, o en todo caso, su expresión
ambigua, debido a lo que debe a la escritura automática: Pollock expu­
so por primera vez con surrealistas en la galería ArtofThis Centuryde
Peggy Guggenheim en 1943- Pero Jean Clair, por ejemplo, estima que
la abstracción gestual, por su puritanismo que no molestaba a nadie,
tenía todos los requerimientos para convertirse en el arte oficial de las
grandes corporaciones multinacionales. Este tipo de explicaciones, des­
graciadamente, se basa demasiado en la retrospección.
La pintura norteamericana de la década del 40 puede entenderse
como una síntesis del impresionismo y del cubismo, bajo la égida del
automatismo psíquico, concebido éste como una simple técnica y apar­
te de la teoría surrealista, que convertía a las producciones del incons­
ciente en fetiches. Según otro punto de vista, que dio su nombre al
movimiento, la abstracción geométrica, la de Mondrian, permitió que la
experiencia del automatismo, como técnica de self-expression, se des­
bordara hacia un expresionismo inspirado en la pintura alemana. Este
expresionismo —y allí está la paradoja— en lugar de producir un arte
más accesible, por estar fundado en la experiencia y haber renunciado
a la teoría, o en lugar de abolir la barrera entre cultura erudita y cultura
popular, siguiendo los pasos del WPA y conforme al sueño norteame­
ricano, produjo por primera vez en los Estados Unidos una pintura de
élite. Clement Greenberg, ya citado a propósito de su interpretación
formalista de la tradición moderna, se instituyó como el portavoz de
Pollock, y el expresionismo abstracto es inseparable, desde su primera
acogida hasta el día de hoy, de la versión autorizada que de él dio el
crítico, que lo consideraba la culminación de la evolución estética euro­
pea comenzada con Manet. Sin adherir a la perspectiva histórica de
Greenberg, señalo simplemente, para subrayar la paradoja del expre­
sionismo abstracto, el cual oscila entre espontaneidad y elitismo, que
esta pintura sigue siendo inseparable del discurso intelectual que la
justificó históricamente.

Con los inmensos lienzos de Pollock, salpicados de trazos ondulan­


tes, supuestamente se alcanza un nuevo límite de la pintura, tan riguro­
so como el de Mondrian, quizá el límite último. Los lienzos del período
1947-1951, ejemplares a este respecto, siguen siendo el aporte esencial
de Pollock a la pintura. Fueron caracterizados con la denominación
action-painting, o pintura gestual, por Harold Rosenberg en 1952, y se
definen por la práctica del dripping, que consiste en derramar o salpicar
sobre el lienzo tendido en el piso el color líquido orientando su movi­
miento. Como lo constataba Greenberg al comienzo de su análisis re­
trospectivo, estos lienzos abolen así todo espacio pictórico, reducen esa
profundidad superficial (shallow depth) que subsistía en los lienzos cu­
bistas de Picasso y de Léger. El gesto y la materia están tan rigurosa­
mente ligados que el lienzo parece conservar la huella del propio gesto,
como una instantánea. Señalé antes la técnica de Masson, muy cercana,
desde sus cuadros de arena, pero en él se convirtió en un procedimien­
to exclusivo y único, por una operación de reducción análoga a la de
Mondrian. Greenberg ve allí la conclusión de «La crisis del cuadro de
caballete-, según el título de uno de sus mejores artículos, que data de
1948. La pintura de caballete, propia de la cultura occidental, abre en la
pared la ilusión de una cavidad tridimensional. Aun en el propio Mon­
drian, las intersecciones perpendiculares y los contrastes de colores
puros siguen haciendo de la superficie una ventana o un teatro, y no
una planidad homogénea y uniforme. El achatamiento de la pintura
más notable hasta entonces se halla en las últimas obras de Monet, esos
nenúfares indefinidamente repetidos hasta su muerte. En su continuo
sin límite, representan el primer gran ejemplo de pintura all-over, otro
término imposible de traducir, que designa la pintura que cubre de la
misma manera pictórica lá superficie entera del lienzo, áfegún la defini­
ción de Greenberg, «la superficie está urdida de elementos idénticos o
casi iguales que se repiten sin marcar una variación de un borde al
otro». Y luego prosigue: «Este es un tipo de cuadro que aparentemente
se ahorra todo comienzo, mitad o fin». Uno de los aspectos de la culmi­
nación de la tradición moderna, sin embargo, es el desplazamiento, o el
derrocamiento, de la pregunta convencional acerca del comienzo de la
composición como problema del fin: ¿cómo saber cuándo está termina­
do? La novela profètica de Balzac, La obra maestra desconocida, se ha
convertido entonces en una alegoría del arte moderno: el artista trabaja
durante mucho tiempo en una obra secreta y cuando por fin la muestra,
en sus garabatos ya no se reconoce más que un pie en medio de una
confusión de líneas.
El otro escollo del cuadro all-over, que siempre corre el riesgo de
librarse de Caribdis para caer en Escila, es la decoración, según el mo­
delo de los motivos indefinidamente repetidos de los papeles pintados.
Este era el temor de Kandinsky al correr la aventura de la abstracción.
Pero la pintura all-overde la posguerra, la de Dubuffet en Francia como
la del expresionismo abstracto en los Estados Unidos, por su monoto­
nía, su difuminación, y también por su sentido del formato, se cuida de
ello con otros medios. Greenberg califica la pintura de Pollock de «poli­
fónica», refiriéndose a la música serial desde Schónberg, en la que los
doce sonidos son equivalentes en lugar de estar jerarquizados en la
gama. En la pintura all-over, «todos los elementos y todas las zonas del
cuadro son equivalentes en términos de acentuación y de importancia».
Pero la equivalencia corre el riesgo de que se le lea como uniformidad
o monotonía y, por tanto, de provocar el tedio, como ocurre por cierto
con el dodecafonismo. Sin embargo, la uniformidad, que parece anties­
tética, es, por su parte, un fenómeno bastante general del modernismo
—del High Modernism, como se dice en inglés para distinguir la cultura
de élite de la cultura de masas—, en literatura como en música o en
pintura, como en Virginia Woolf, Joyce o Faulkner en inglés, y quizá en
el Nouveau Romani nueva novela) francés. Greenberg escribe: «La diso­
lución de lo pictórico en la pura textura, en la sensación aparentemente
pura, y en una acumulación de repeticiones, pareciera responder y co­
rresponder a algo muy profundo en la sensibilidad contemporánea». La
pintura all-over ignora toda escala de valor, toda convención cultural,
por así decirlo —se verá que esto no es del todo cierto—; se asemeja así
a aquello que Dubuffet llamó «arte bruto», pero con una ideología natu­
ralista a lo norteamericano, en la que predomina y vale lo auténtico, lo
inmediato, lo espontáneo, lo inspirado, lo impulsivo.

A partir de 1936, Pollock se somete a varias curas psicoanalíticas


jungianas para curarse del alcoholismo, y sus dibujos le sirven de trata­
miento. En 1942, intentó la poesía automática, con Motherwell en parti­
cular. Los arabescos garabateados aparecen primero en sus dibujos au­
tomáticos durante la guerra, o como fondo de lienzos aún figurativos y
muy violentos por su fragmentación y sus colores, influenciados por
Picasso y por Miró. Pero la relación entre el fondo y la figura queda
abolida hacia 1946, en los primeros lienzos all-over, que repiten el mis­
mo gesto disolvente y se presentan como inextricables redes de comas,
que ocupan la totalidad del lienzo, de pintura primero espesa y luego
líquida. Ya desde fines de 1946, el lienzo aparece bajo madejas de pin­
tura de esmalte, como para indicar lo inacabado, y con éste se pone en
evidencia de nuevo el problema del tiempo, de la duración, de la rapi­
dez, que se plantea también en Kandinsky. El pintor está buscando una
manera que en todo momento, en cada instante, tenga que ver con la
totalidad del lienzo, con su extensión toda entera, en lugar de hacer una
composición, de llenarlo pincelada tras pincelada. Así, Pollock sustituye
en 1947 el caballete por el piso del hangar que le sirve de taller, y los
pinceles y los pigmentos por el palo y colores líquidos, en particular la
pintura de esmalte.
Pollock da vueltas en torno al lienzo extendido en el piso, lo ataca
por todos los lados, como si bailase: el pintor está en la pintura, sin
intermediario, como lo dirá él mismo. Además, aumenta sin cesar el
tamaño de sus lienzos para magnificar esta experiencia. El gran formato
elimina forzosamente la ilusión de profundidad y también la constric­
ción del marco. La invención del expresionismo abstracto estuvo ligada
con el gran formato, y éste, según Motherwell, que lo decía bastante en
serio, trajo como consecuencia lógica los grandes talleres, los lofts neo-
yorkinos, que los pintores ocuparon durante la guerra.
Durante cinco años, Pollock va a pintar a toda prisa esos laberintos
de una gran variedad, entrelazados negros sobre el blanco del lienzo, o
madejas complejas de colores diversos. Toda la superficie queda surca­
da. Los contrastes ya no se desarrollan por la anchura sino por el espe­
sor. Las proyecciones de los colores se borran unas a otras. Unas man­
chas forman una red ligada por hilos o, como en One (1950), en la
superficie aparece una trama de blanco que se asemeja a moho. Tam­
bién, a veces, hay una lluvia de gotas. ¿Pero qué sentido tienen estos
meandros? ¿Hay un más allá del puro automatismo?
La visión de un conjunto de lienzos de Pollock —el más hermoso y
más completo se encuentra en la colección Peggy Guggenheim en Ve-
necia— da una sensación de sistematicidad regulada, de plan secreto,
difícil de conciliar con la técnica del automatismo y la tesis de la creación
inconsciente. Se ve muy bien qué realiza esta pintura, y en esto es sólo
comparable a la de Mondrian por su ambición, al suprimir la distinción
del fondo y la figura; «el lienzo debe aparecer —escribe Hubert Damis-
ch— como el soporte de los trazados sucesivos, y cada uno de éstos, en
su límite, abraza supuestamente la totalidad del espacio ofrecido al ges­
to». Pero, ¿cómo dar el salto a partir de la inspiración surrealista a menu­
do reivindicada por el pintor? Si el surrealismo le permitió a Pollock
desprenderse del realismo norteamericano o mexicano, para poder apli­
car el automatismo sobre una superficie grande —a la que el pintor
adhería absolutamente— tenía también que rechazar, o ignorar, todo lo
que vincula al surrealismo, como se ha visto, con el simbolismo europeo
y que condujo a numerosos artistas a un manierismo académico. En
verdad, el concepto clave del surrealismo es el montaje, el valor surrea­
lista por excelencia es la imagen, que resulta de la equiparación arbitra­
ria de dos realidades alejadas. Por otra parte, el gran período de Pollock
corresponde justamente al rechazo de la imagen, y a la sustitución más
exacta del objeto por el proceso. La propia creación entonces se presen­
ta a la mirada en su inmediatez. El pintor ya no la reelabora, la identifica
al gesto que acaba de quedar en suspenso. También en este sentido,
Pollock encarna muy bien un limite de la modernidad europea al rehu­
sarse a disimular las convenciones de la pintura tras el objeto pintado.
Sin embargo, por una nueva astucia de la historia, el extremismo del
expresionismo abstracto puede deducirse de su origen norteamericano.
Por ser norteamericana, esta pintura lleva hasta el colmo todas las para­
dojas de la modernidad aun con más brío que la tradición europea. El
expresionismo abstracto es norteamericano por su pragmatismo, o aun
por su ingenuidad —la del niño o la del enfermo, decía Baudelaire—,
expresando el trabajo sin rodeos, en forma brutal o primitiva, en lugar
de ocultarlo en el objeto acabado. En vez de retirarse del lienzo, el
pintor se queda en él. Pollock siempre hablaba de su relación íntima e
intensa con el lienzo, y describe su introducción corporal en su pintura
como la condición de su éxito:
Cuando estoy dentro de mi pintura, no me doy cuenta de lo que
hago. Sólo después de un período de «ponerme al corriente» veo
donde estoy. No siento ningún temor en cuanto a introducir cam­
bios, destruir la imagen, etc.: porque la pintura tiene su vida propia.
Sólo cuando pierdo el contacto el resultado puede ser un estropicio.
Pero si estoy dentro, la armonía es pura, los intercambios holgados,
y la pintura sale bien.
En un hermoso film de Pollock trabajando, del fotógrafo Hans Na-
muth, se ve cómo todo se va desarrollando según la percepción, sin
intervención de la imagen. Después que el trazado ocupa el lienzo
arbitrariamente, en caso de que no haya sido suscitado por la forma del
lienzo, los sucesivos trazados reaccionan con un ritmo acelerado, en
una coincidencia perfecta de la emoción, el gesto y el trazado. Este film
es una de las obras más hermosas de Pollock, pues parece que el pintor
fuese un simple intermediario que hace que la pintura cobre vida.
Los últimos años de la vida de Pollock estuvieron signados por el
desconcierto. En su obra aparecen de nuevo elementos figurativos que
surgen de los propios trazos; los trazados ya no se despliegan única­
mente en función de la superficie que hay que llenar, ahora sacan pro­
vecho de las imágenes reconocidas en la superficie, en la red blanca y
negra. Y la definición del formato deja de regir sistemáticamente el
inicio del trazado. Así, en los lienzos de 1952, se reconocen rostros,
siluetas humanas y animales. Ya el azar no es absoluto. La imagen rom­
pe el espacio uniforme de los lienzos de 1947-1951, suscita o permite
una lectura más tradicional, conforme ahora a la estética surrealista, y
en este sentido podría verse como un signo de fracaso, ya que hasta
entonces esta pintura estaba dirigida a la percepción y no a la imagina­
ción. Se percibía ópticamente, pero también como ritmo, el de fa danza
que la había producido, todo un cuerpo en movimiento. Cuando Po-
llock murió en 1956, prematuramente, había encontrado el fin de su
pintura desde hacía varios años.
La obra de Pollock entre 1947 y 1951, de .manera más tajante que la
de los demás miembros de la escuela de Nueva York, aparece como la
obra más auténtica e inmediata que haya estado alguna vez directamen­
te conectada con las pulsiones: la emoción, el gesto y el trazado coinci­
den. Todo el drama reside otra vez en la conquista de esa coincidencia
efímera, el presente de nuevo en su cualidad de presente puro. Esta
pintura es también una de las más desconcertantes, debido a la distribu­
ción uniforme de los trazos en el lienzo y la ausencia de un foco de
interés. Sin embargo, curiosamente recibió su sentido de un formalismo
crítico extremo, que cuenta toda la historia de la pintura moderna desde
Manet como la de la reducción progresiva de su profundidad ficticia, la
de su purificación en aras de su esencia vital, identificada al medio
liberado de todas las convenciones ajenas a él. El espontaneísmo norte­
americano —el propio Pollock ligaba su pintura con los dibujos de los
indios en la arena— dio paradójicamente, con la escuela de Nueva York,
la forma aceptada y exportada del gran arte de la década de los 50, la
última etapa de una historia formal y de un relato idealista del arte
concebido como autónomo en relación con la vida. Esta pintura, como
suele ocurrir a menudo, fue tomada en serio, a contrapelo de las inten­
ciones que declaraba, no por sus temas emotivos o sublimes, no por la
efusión inmediata que deseaba hacer que se compartiese, sino, al con­
trario, desde un punto de vista exclusivamente cultural, como el último
avatar del arte de élite, consagrado por el mercado, en el que llegó a
alcanzar precios muy elevados en la década del 60.

II

El arte pop parece hoy más pasado de moda, más anticuado


que el expresionismo abstracto, pero la inversión de este último —arte
espontáneo promovido a arte de élite— por el primero —arte concep­
tual promovido a arte para las masas— parece una etapa esencial hacia
la descalificación de lo nueúo en la sociedad de consumo. Los grandes
hombres del arte pop son bien conocidos, y precisamente porque sus
obras han sido reproducidas industrialmente como gadgets-. Robert
Rauschenberg, célebre por su utilización de materiales de desecho; Roy
Lichtenstein, famoso por su trasposición al gran formato de imágenes
de tiras cómicas; Jasper Johns, renombrado por sus series de banderas
norteamericanas; Andy Warhol, finalmente, el hombre-orquesta. El arte
pop invierte todas las opciones del expresionismo abstracto respecto a
la tradición, como también la crítica y el mercado. Se pueden tomar dos
de las primeras obras de Rauschenberg como ejemplos típicos de la
actitud del arte pop ante el arte. En primer lugar Cama, una gran obra
compuesta con las sábanas, el edredón y la almohada del artista, salva­
jemente manchadas de pintura espesa. Verdadero punto de conjunción
entre la técnica del expresionismo abstracto y la sensibilidad ante los
objetos hallados, Rauschenberg realizó Cama en 1955, en una época en
que no tenía con qué comprar un lienzo y por tanto agarró una mañana
su edredón, lo extendió en el suelo, le puso encima su almohada y
cubrió aquello de pintura. Cama, donado hace poco por el marchand
Leo Castelli al Museum o f Modern Art, está evaluado entre 7 y 10 millo­
nes de dólares.
Una obra anterior de Rauschenberg, aún más literal en cuanto a la
destrucción del arte, de 1953, consiste en borrar un dibujo de De
Kooning y exponerlo con el título Erased De Kooning Drawing {Dibujo
borrado de De Kooning), después de haberlo firmado Robert Raus­
chenberg. Rauschenberg le había pedido a De Kooning que le diera un
dibujo para él borrarlo, y De Kooning se lo dio con su consentimiento.
Para llevar esto a cabo, Rauschenberg necesitó cuarenta gomas y se
tardó un mes. Al exponer ante los ojos del público una hoja sucia y
estropeada, a la que la institución daba el estatuto de arte, Rauschen­
berg provoca al espectador y lo obliga a renunciar a la experiencia
tradicional de la recepción estética, respetada hasta entonces por la
tradición moderna. Lo fuerza a aceptar la negación del arte, es decir, su
reducción a la institución y al mercado: es arte lo que el artista llama
arte y lo que las galerías exponen. Después del expresionismo abstrac­
to, última y profunda exaltación del arte autónomo, el arte pop, al desa­
rrollar otra aspecto del surrealismo, ilustrado por Dada y Duchamp, al
jugar cinicamente con el mercado, abóle la distinción entre arte de élite
y arte de masas: el arte pop le sacó provecho al fin del arte.
La paradoja política, simétrica a la del expresionismo abstracto, es
que este arte, que depende de la sociedad de consumo, pudiese ser
considerado, en Francia, por ejemplo, en 1968, como un cuestiona-
miento de esa sociedad, y no como la manifestación, llevada al paroxis­
mo, de sus leyes. Se vio extrañamente en el arte pop el esbozo de una
democratización del arte, con el pretexto de que exaltaba una lata de
sopa o una botella de Coca-cola, infinitamente multiplicadas, al rango
de objeto de arte. El arte pop parecía liberar de la religión y del tedio
propios del arte que el expresionismo abstracto había prolongado, y
rebasa el ambiente cerrado de las galerías, de la crítica y de los mar-
chands, utiliza colores vivos, vincula el arte y la vida, meta nunca alcan­
zada del arte moderno, el cual volvía a encontrar, generación tras gene­
ración, su papel de ritual y de religión de élite. El cuestionamiento de la
institución artística no ofrece nada nuevo: el mercado siempre ha sabi­
do recuperar al arte moderno por más contestatario y subversivo que
fuese. Lo nuevo, en cambio, es el hecho de que el arte pop anticipa y
explota su propia recuperación por los mecanismos del mercado. Así,
para entender la naturaleza del pop, resulta instructivo compararlo con
la empresa más radical de desacralización del arte llevada a cabo antes,
la de Duchamp, en el período entre las dos guerras.
La obra de Duchamp, independientemente de todo juicio de valor,
representa una de las reflexiones más profundas sobre el arte del siglo
XX, en un mundo dominado por la técnica. Siempre fascinante, siempre
actual, y rodeada de un mito que no muere, esta obra tiene sus fanáti­
cos y sus enemigos. Más que ningún otro, Duchamp contribuyó a vaciar
la creación de todo misterio y a despojar al artista del aura de genio,
heredada del romanticismo, al que la mayoría de los surrealistas ren­
dían tributo. Hizo del artista un artesano, pero no a la manera de Morris
y de Ruskin, quienes alaban a fines del siglo XIX el trabajo manual para
luchar contra la industrialización acelerada de la sociedad y de la cultu­
ra. Desde que ya no trabaja para un patrón o un mecenas, el artista
moderno, según Duchamp, es más bien un pequeño empresario.' Pro­
duce objetos desprovistos de una función o sin valor de uso, y en el
mercado en que los ofrece, la demanda no precede a la oferta. Le toca
entonces al artista decidir él solo lo que va a fabricar, y el coleccionista
dará luego su veredicto, eligiendo comprar o no el producto. Apartado
de la reproducción social, el artista, que tiene por tanto que producir la
demanda, o el valor de cambio sin ningún valor de uso, se convierte
paradójicamente en la encarnación por excelencia del capitalismo con
todas sus contradicciones. La condición del arte moderno es pues el
resultado del hecho de que el artista ya no depende de un patrón que le
encarga obras, sino que ofrece sus objetos en un mercado anónimo. El
artista decide entonces qué va a producir, pero el mercado decide si es
o no arte. Duchamp, que se presentaba como «anti-artista» al tomar en
cuenta el papel predominante que desempaña el mercado para el arte,
disuelve la oposición entre arte y no arte. Al identificar al artista con el
artesano y al artesano con el productor, Duchamp introduce la máquina
y su poder de reproducción en el dominio del arte. Su obra es una
hermosa ilustración anticipada del célebre artículo de Benjamín: *La
obra de arte en la era de la reproducción técnica».
Duchamp, después de un brillante comienzo cubista y unas cuantas
grandes obras en los años 1912-1913, como Nu descendant un escalier
(Desnudo bajando por una escalera) o Le Passage de la vierge á la ma­
né (El paso de la virgen a la casada), en las que buscaba imprimir
movimiento al cubismo, deja de trabajar el medio y poco a poco aban­
dona la pintura que, por exigir un ejercicio de la mano y requerir una
habilidad y un oficio, elude la evidencia de la dominación del mercado
sobre el objeto. Duchamp muy pronto experimenta con la provoca­
ción. Expone Nu descendant un escalier —después de haberlo tenido
que retirar del Salón de los Independientes en París en 1912— en la
exposición del Armory Show, en Nueva York, en 1913: este cuadro, que
sirvió para la iniciación de los Estados Unidos en los métodos de la
vanguardia, suscitó el escándalo porque presentaba conjuntos de lami­
nillas chatas dispuestas paralelamente como si fuesen formas desdobla­
das, una sucesión temporal y la representación estática de un cuerpo
moviéndose, aunque también es probable que el título, hoy bastante
inofensivo, haya influido. Pero, de hecho, es una prefiguración de la
tendencia de Duchamp hacia un arte más y más conceptual y nomina­
lista.
El método del paralelismo elemental y de la intersección de láminas
se agotó pronto. Además, la aceleración moderna de la velocidad volvía
insuficiente e insatisfactoria una representación física y estática del
movimiento así concebida. Un título como Rol et Reine entourés de ñus
«te (Rey y reina rodeados de desnudos rápido) de 1912 muestra que la
representación del movimiento resultaba más poético que plástico. Lue­
go vino un estilo mecánico seudo-visceral, especialmente en Le Passage
de la vierge a la marié (1912), más o menos estático y desprovisto de
referencias realistas. Con El gran vidrio o La novia desnudada por sus
solteros, «obra maestra» realizada entre 1915 y 1923, e inconclusa; des­
pués con los rotorrelieves, y sobre todo con los ready-made, objetos
manufacturados, modificados o no, firmados, dotados de títulos y ex­
puestos, promovidos así al rango de objetos de arte por la sola decisión
arbitraria del artista, la técnica compite más y más con el arte: es la
culminación lógica del collage cubista y muy pronto surrealista, que
había vuelto estéticamente equivalentes, aunque dentro del marco del
cuadro, fragmentos manufacturadosjTnaterias naturales y formas pinta­
das.
Los ready-made que Duchamp realizó a partir de 1912, objetos en-
contrados o ensamblaje de objetos encontrados, como la rueda de bici­
cleta colocada en un taburete, de 1913, ponen en tela_de juicio todas las
nociones tradicionalmente relacionadas con la obra de arte: creación,
originalidad, belleza, autonomía. El ready-madeevidentemente es ico­
noclasta, y aún más para esa época. Al sacar al objeto de su contexto y
darle un título, lleva hasta el colmo el nominalismo pictórico, es decir, la
sustitución de lo plástico por lo lingüístico, o del objeto de arte por el
discurso sobre el arte, objeto siempre silencioso en su rebelión y a la
vez, siempre recuperable. Duchamp insistía, por otra parte, en la indife­
rencia que presidía su elección del objeto. En La Boite blancbe, escribe:
«...la exigencia del objeto respecto del creador que lo elige no se funda
en el atractivo, ejercido sobre éste en función de su gusto, sino en la
indiferencia, la neutralidad, es decir, en un ausentismo estético total,
una absoluta ‘anestesia’-. La rueda de bicicleta estaba desde hacía tiem­
po en el taller de Duchamp, pero su colocación sobre el taburete fue
circunstancial. Los ready-made tienen que ser resueltamente «anartísti-
cos-, y para evitar que produzcan una estética, su número debe ser
limitado. Así ocurre con el porta-botella de 1914 o con la pala de nieve
de 1915, o con la sombrerera de 1917. Pero uno de los mejores ejem­
plos del no-arte o del anti-arte de Duchamp es un ready-made como
Fontaine (Fuente), expuesto en Nueva York en 1917: un urinario simple
o agresivamente colocado horizontalmente sobre su lado vertical, y fir­
mado R. Mutt, que queda así disociado de su función. La integración del
arte y del no-arte es total en este caso, y no se puede pensar que pueda
ser más completa con el arte pop. Simplemente se multiplicó y se ex­
plotó comercialmente, mientras que Duchamp observa escrupulosa­
mente el principio de la escasez. El ready-made elimina lo bello como
criterio estético, y al mismo tiempo Duchamp sostiene que el arte no es
más que ready-made, es decir, un conjunto de productos manufactura­
dos con el cual el artista se las arregla, por ejemplo, unos tubos de
pintura y un lienzo.
Harold Rosenberg llama al ready-made u n «anxious objecU un «obje­
to angustioso», porque uno no sabe si es un verdadero objeto de arte o
no. Entonces ¿qué configura ahora al objeto de arte sino nuestra actitud
ante él? El ready-made es la primera ilustración de eso que Jean Clair
llama las «relaciones de incertidumbre» que afligen al pensamiento esté­
tico, como al pensamiento científico desde Heisenberg: «¿Es posible
observar un hecho llamado ‘artístico’ fuera de las condiciones de obser­
vación que, apriorí, lo hacen aparecer como tal?». Pese a las precaucio­
nes del «anti-artista», el mercado del arte ha recuperado sus ready-made
ya que la obra de Duchamp se expone en las galerías y los museos.
Hasta la propia crítica empezó muy pronto a hallar en ellos cualidades
estéticas, por ejemplo una belleza escultural en el movimiento de la
rueda de bicicleta colocada sobre el taburete, y se llegó a comparar la
superficie blanca y pulida del urinario con una escultura de Brancusi o
de Moore.
¿Será, entonces, que el ready-made, al situarse en las antípodas del
arte, dejaba intacto, no obstante, el valor del arte del pasado? Se puede
percibir, sin duda, en la actitud de Duchamp una nostalgia del gran arte
o, en todo caso, una ambivalencia respecto al maqumismo y la «era de
la reproducción técnica». No por puro gusto lleva Duchamp hasta su
límite una lógica que, desde mediados del siglo xix, privó a la pintura
de sus funciones culturales —religiosa, histórica, filosófica— para res­
tringirla a la experiencia visual o formal del medio, con el mercado
como único garante. Duchamp se enfrenta al desastre. Como ya la co­
pia y la repetición pertenecen al dominio de la técnica, mejor provee­
dora del mercado que el artista, a este último sólo le queda la tarea de
evitar la multiplicación y buscar incansable y melancólicamente lo nue­
vo. Justamente por eilo Duchamp se cuidó de valorizar sus innovacio­
nes. El gesto de la negación del arte no puede repetirse porque se
aboliría su función crítica en la afirmación de otros objetos y de otros
valores estéticos: esto lo hará el pop, sacando provecho de la lección de
Duchamp en lo que se refiere a la cantidad, es decir, contra Duchamp.
El propio Duchamp reemplazó como patrón al mercado y los patronos
con una subversión de toma y daca. Pero aunque el mundo del arte se
haya posesionado de Duchamp, su obra, producida casi toda entre las
dos guerras, sigue planteando de manera ejemplar el problema de la
supervivencia del arte en la sociedad moderna, e inquietando a los que
aspiran a mantener una continuidad con el arte del pasado.
¿Cómo pronunciarse sobre el valor de la obra de Duchamp a menu­
do considerada como un engaño o una broma desde el Desnudo de
1912 hasta la obra postuma: Etant donnés: 1. la chute d ’eau, 2. legaz
d ’eclairageP ¿Es esto aún arte? Esta obra quiere precisamente confron­
tarnos con lo arbitrario y lo absurdo de toda problemática del valor del
arte. A aquellos que le reprochan a Duchamp haber provcxado una
crisis del arte y haberlo conducido a su fin, habría que señalarles, sin
embargo, que más bien parecería que se enfrentó a una crisis ya exis­
tente. Además, resulta muy difícil acusarlo a la vez de ser un farsante y
de haber destruido el arte. Esto equivaldría a admitir que no hacía falta
mucho para acabar con éste.
El proyecto del arte pop puede compararse con el de Duchamp en
puntos muy precisos. A comienzos de la década del 60, en 1962 y 1963,
Andy Warhol produjo una serie de retratos de Marilyn Monroe, luego
reproducciones de La Gioconda con un título transparente: -Thirty are
betterthan one», es decir, «Treinta valen más que una-. Estas obras, mul­
tiplicadas en forma de afiches, se extendieron por todas las cuidades
universitarias del mundo libre. Con la técnica de la serigrafía o de la
pantalla de seda, Warhol reproducía, dispuestas en un rectángulo, seis
por cinco veces la misma imagen: no cualquiera, sino la más célebre de
todas, y no la propia imagen sino una fotografía. Ya no se pueden
enumerar los grados que separan el «póster» de los cuartos de los ado­
lescentes y el cuadro del Louvre. El arte se convierte en la reproducción
de una reproducción, en este caso, la de la fotografía en blanco y negro
de la estrella de Hollywood o del cuadro más célebre del Louvre, y
quizá del mundo. La obra de arte es la repetición simple e ilimitada de
una imagen que pertenece a los medios de comunicación, y el artista
renuncia a toda singularidad para adherirse al anonimato de la produc­
ción en masa. Pero ¿se trata de una crítica de la cultura o pura y simple­
mente de la explotación del mercado del arte? Se concibe fácilmente la
respuesta si se recuerda que Warhol, al hacer proliferar La Gioconda,
no sólo juega con la pintura por excelencia y el símbolo perfecto del
gusto burgués desde que la sociedad del esparcimiento impuso la moda
del turismo y del amor a los museos, sino toma también el relevo de los
ready-made de Duchamp y abunda en su sentido, con lo cual apunta
hacia la posición ambigua, a un tiempo negadora y nostálgica, de Du­
champ respecto al gran arte.
En 1919, Duchamp garabateó unos bigotes y una barba en una re­
producción fotográfica de La Gioconda y tituló este ready-made rectifi­
cado: L.H.O.O.Q., sigla cuya pronunciación confirma la intención hu­
morística e iconoclasta de la rectificación. Duchamp asombraba al
burgués, pero, siempre ambiguo, se burlaba menos del propio arte y de
la pintura que de la religión moderna del arte convertido en emblema
por la reproducción al alcance de todos los bolsillos de la obra maestra
del Louvre. Duchamp la emprendía, no contra la tradición, sino contra
la vulgarización y su deterioro que la transforma en kitsch. Pero la
ambivalencia del propio arte —o la de la burguesía que tolera que le
tomen el pelo hasta cierto punto— hace que el arte sea capaz de asimi­
lar, de recuperar, y por tanto de desarmar, toda provocación en su
contra. Esta es sin duda una de las razones del retiro de Duchamp
después de 1923, ya que sus obras, que deberían de haber derrotado al
arte burgués, se integran a él y contribuyen a la alienación del público
y la incomprensión del arte. Para los que recuerdan la visita oficial de
La Gioconda a Washington en 1963, esa gran misa del arte celebrada
por Malraux en presencia de los Kennedy, una nueva desacralización
venía de perlas. Pero la crítica de Warhol se convirtió en autocelebra-
ción. Duchamp y Warhol, ciertamente tienen algo en común, al menos
La Gioconda, pero mientras Duchamp, quizá el último en experimentar
la pasión de lo nuevo, oscilaba entre su gusto por el gran arte y la crítica
rabiosa de la cultura, con un desgarramiento propio de la vanguardia
que lo conduce al silencio, Warhol, por su parte, que provenía de la
publicidad como otros artistas pop, oscila entre la crítica y el mercado,
sin privarse de ninguno de los dos, y esta ubicuidad lo conduce a las
antípodas del silencio, o sea, a la palabrería, a la repetición, a la difusión
masiva de simulacros carentes de toda virtud crítica. Aquí de nuevo, se
trata de la diferencia entre la vanguardia, siempre ligada a la tradición
por el conflicto que la opone a ella, y el kitsch. Pero vanguardia y
kitsch, como suele ocurrir con los extremos, a veces se juntan.
Duchamp, llegado el momento, le replicó a Warhol. En 1963, en el
Museo de Arte Moderno de Nueva York, lugar privilegiado de la pro­
moción del modernismo desde 1945, se organizó la gran retrospectiva
de Duchamp que, irónicamente, consagró a este raro iconoclasta como
uno de los grandes maestros del siglo xx y como el artista más perspi­
caz de la posguerra. La tarjeta de invitación, dibujada por Duchamp, era
una simple reproducción de La Gioconda, ahora con el rostro intacto,
en una de las faces de un naipe, con una leyenda: Rasurada L.H.O.O.Q.
Escarnecida por Duchamp en 1919, y multiplicada por Warhol en 1963,
La Gioconda volvía a encontrar su gloria; de cjerta manera, quedaba
vengada. Para el espectador al corriente de la historia, Duchamp, reac­
cionando contra la repetición de la provocación, porque aquélla contra­
dice la eficacia de ésta, subrayaba, para Warhol y también para el públi­
co que aceptaba el marketing de la negatividad, qué pura es la
verdadera crítica.

Así la comparación del arte pop con el purismo negativo y crítico de


Duchamp muestra cómo la comercialización a gran escala de la crítica,
componente inseparable de la modernidad desde Baudelaire, anuncia
el fin de la modernidad. A partir del arte pop ya se puede hablar de
tradición moderna, pues ésta entonces está llegando a su fin. La desa­
cralización del arte culmina curiosamente en el artista como fetiche,
pues éste representa, con su propia persona, con su cuerpo, todo lo
que queda como criterio del arte después del triunfo del ready-made.
La obra consiste en la firma, cosa que hace del artista el lugar del arte.
Un cuadro es una imagen, cualquiera, que tiene una firma. La firma del
artista es el equivalente de una marca de fábrica: Warhol o Colgate, sea
lo que fuere lo que está tras la etiqueta. Y el renombre de una firma se
alcanza con la promoción publicitaria del artista, con el marketing de
una imagen. La obra de Warhol, sus latas de sopa Campbell o sus retra­
tos múltiples de estrellas del mass media, indefinidamente repetidos, en
cierto sentido resulta más vacía que el cuasi silencio de Duchamp des­
pués de 1923; Warhol toma al pie de la letra el mensaje de Duchamp y
lo interpreta, estrictamente, en los términos del mercado del arte. Gra­
cias a la serigrafía, la oferta es siempre capaz de responder a la deman­
da que crea. El expresionismo abstracto generó una forma última de
arte de élite, pero la sociedad de la década del 60 exigía un arte de
consumo más rápido. Pollock y los artistas de su generación quisieron
ser los pintores de la subjetividad. La imagen de mass media de Warhol
está desprovista de toda individualidad, es puramente superficial. Una
máscara con nada detrás: -¡ am wbat / seem —dice Warhol-— there’s
nothing behind tí-, «Soy lo que parezco, no hay nada tras eso». Se puede
suponer que para el mercado tampoco hay nada detrás. De ahí la ex­
traordinaria simbiosis de Warhol y del mercado. Todo el impulso crea­
dor del artista se concentró en el cultivo de su propia imagen, hasta el
colmo a que llegó en 1966, cuando hizo aparecer una publicidad que
anunciaba que pondría su firma sobre cualquier cosa que quisiesen
darle, incluyendo billetes de banco.
Este es el resultado de más de un siglo de tradición moderna: el arte
ya no es más que una mercancía. La oposición del artista y del público,
de la cultura de élite y de la cultura de masas, se ha disuelto. Si bien la
pintura norteamericana de la posguerra seguía estando profundamente
marcada por la tradición europea, ahora todo respeto por el gran arte
se considera fuera de lugar; ya el arte contemporáneo no tiene como
adversario a la tradición, sino como aliado a los mass media. Del dandy
de Baudelaire, encarnación del héroe moderno, no quedan más que los
harapos en el uniforme de cuero negro de Warhol. Pero ¿dónde está la
melancolía? El arte, totalmente desprovisto de trascendencia, se reduce
a una especulación.
La historia, siempre irónica, quiso que la tradición moderna desem­
bocara en el arte pop, en el que la interpretación literal de todos los
criterios de la modernidad conduce a un escepticismo radical respecto
a la modernidad y al arte. El arte pop dista mucho de representar la
revolución cultural en la que creyeron, sobre todo en Europa, las gene­
raciones de 1968; por el contrario, reveló la naturaleza elitesca y esoté­
rica de la tradición moderna y puso al descubierto la dependencia de
todo arte en lo que toca al mercado. Después del pop, se podría aún
hablar del arte minimal, conceptual, hiperrealista, del Body Art, etc.,
pero todo esto resulta anecdótico comparado con la moda posmoder­
na.

III

Mientras que la tradición moderna se establecía del otro lado


del Atlántico después de la Segunda Guerra Mundial, hasta su desenla­
ce o su retracción en el arte pop ¿qué estaba pasando en Francia? Lo
moderno se arraigó en los Estados Unidos con la pintura, no con la
literatura, en tanto que la pintura francesa reanudaba con la época ante­
rior a la guerra o iba a la zaga de la pintura norteamericana en la década
del 50: se suele comparar a Dubuffet y a De Kooning, a Nicolás de Staél
y a Rothko, etc. En cambio, el movimiento de la literatura francesa —
con el llamado Nouveau Román de mediados de la década del 50—
después de Les Gorrones y Le Voyem de Alain Robbe-Grillet— podría
equipararse al achatamiento de la pintura llevada a cabo por el expre­
sionismo abstracto, o al nivelamiento de la música por el dodecafonis-
mo, a su común reducción de los valores. Para evitar los paralelismos
precipitados y las generalizaciones banales, hablemos sólo de analogía
en la búsqueda de la equivalencia y de la uniformización. La literatura
francesa simplemente se recuperaba así del retraso en que había caído
antes de la guerra debido al surrealismo, al estilo artesanal a la manera
de la N. R. F., y luego, después de la Liberación, con la literatura com­
prometida —retraso respecto al modernismo internacional, el de Joyce
y Woolf, el de Musil y Kafka, el de Faulkner, que aún no se habían leído
mucho en Francia. Sartre, influido por la fenomenología, lo introduce
en el contenido de La náusea, pero este texto aún conservaba la forma
convencional de una novela naturalista y terminaba con una escena
caricaturesca de la redención de la vida por medio del arte. Céline,
creador de una escritura nueva con Viaje alfin déla noche, novela en la
que la lengua hablada invade íntegramente la narración, pero exiliado
por colaborador, difícilmente podía convertirse en el representante de
la modernidad. En cuanto a Queneau, que en su primera novela, Le
chiendent, había alcanzado realmente una forma nueva, después ence­
rró su literatura en los juegos de palabras. Quedaba Camus, cuya nove­
la El extranjero es una obra que se ubica en la tradición moderna inter­
nacional. Esta es la lista de los escritores mencionados por Roland
Barthes en El grado cero de la escritura en 1953, y que representan más
bien el final del período de antes de la guerra.
Robbe-Grillet rechazó desde el comienzo la noción de vanguardia
que le había servido de base a la tradición moderna desde hacía casi
cien años. En 1963, recogió sus intervenciones criticas con un título
programático-. Para una nueva novela, pero pese a esta especie de con­
signa, el libro critica inmisericordemente la idea de lo nuevo. Para Rob­
be-Grillet, sin duda, lo nuevo ya está demasiado signado por su asocia­
ción con el dadaísmo y el surrealismo, y Robbe-Grillet no tiene nada de
iconoclasta o de anarquista, como lo demuestra su autobiografía. En un
artículo titulado «Sobre algunas nociones caducas», de 1957, rechaza la
etiqueta de vanguardista que «pese a su aire de imparcialidad, suele
servir muy a menudo para librarse —como con un encogimiento de
hombros— de toda obra que amenace con dar mala conciencia a la
literatura de consumo». Robbe-Grillet justamente señala, en una entre­
vista de 1988, que la mala acogida que recibió inicialmente la Nueva
Novela fue hechura de críticos que «no conocían bien la literatura del
siglo XX, la de Joyce, Kafka o Faulkner, por ejemplo. Ni siquiera habían
leído a Proust, o lo habían leído mal». Al darse el calificativo de «nueva»,
la Nueva Novela no reivindicaba pues una ruptura y sobre todo recha­
zaba el heroísmo maldito de las vanguardias.
Barthes, que con El grado cero de la escritura ya había definido el
movimiento literario del siglo XX como una purificación, desempeñó
respecto a Robbe-Grillet y la Nueva Novela un papel parecido al de
Greenberg respecto a Pollock y el expresionismo abstracto. Le dio una
legitimidad al hablar de una literatura del objeto, opuesta a la literatura
del sujeto, pero la ambivalencia de esta literatura resulta hoy aún más
llamativa porque su «cosaísmo» resulta también un mentalismo. La de­
nominación «expresionismo abstracto» entraña también el mismo equi­
voco. Robbe-Grillet dice ahora que la Nueva Novela llegó luego hasta el
«textualismo», el cual, por su parte, puso en tela de juicio la psicología
del sujeto dejada intacta tanto por la Nueva Novela inicial como por la
novela modernista anterior a ella: Joyce, en Ulises, multiplica los niveles
de conciencia sin abolir la problemática de la conciencia. Del «cosaís­
mo» o del mentalismo al textualismo, la Nueva Novela siguió la trayec­
toria de las ciencias humanas, destructoras de la consistencia subjetiva,
con Lacan, Foucault y Derrida. Con su ambivalencia, con su juego irre­
soluto ante la subjetividad, la Nueva Novela presenta un buen equiva­
lente histórico de la pintura norteamericana.
En cambio, en la década del 60, apareció un grupo de escritores,
sostenido por una poderosa retórica revolucionaria, que a fin de cuen­
tas se avino muy bien con el dominio del mercado y de los medios de
comunicación sobre la literatura. Philippe Sollers, quien se inició en la
Nueva Novela con Le Pare y luego se pasó del maoísmo de Tel Quel a
las novelas de gran éxito, representa analógicamente —pero aquí lo
que hago es sugerir la comparación-— el mismo juego descarado con el
mercado de Warhol, al identificar el libro con el escritor, y al escritor
con la imagen pública. Hay que rehacer de nuevo el recorrido crítico
moderno simbolizado por la querella de Proust contra Sainte-Beuve. La
paradoja, que sigue siendo la misma que la del arte pop, surge del
hecho de que esta literatura pudo ser considerada alguna vez como
parte integrante de una contra-cultura subversiva de la cultura burgue­
sa. Es cierto que veinte años después uno tiene la impresión de que el
maoísmo francés fue una excelente escuela gerencial para los hombres
que están en el poder en la década del 80.
El adjetivo «nuevo» conserva algún valor en la Francia de las «Treinta
gloriosas», donde la Nueva Ola, la Nueva Crítica, la Nueva Cocina, la
Nueva Filosofía, o aun las Ciudades nuevas, han sido todas consignas
de gran alcance. Esta extensión universal del calificativo es un índice de
su devaluación, inseparable de la injerencia de los medios de comuni-
cáción en la cultura y del dominio del mercado sobre el arte. Sin embar­
go, en lugar de sacar la triste conclusión de que los mass media han
logrado lo que la tradición moderna no pudo hacer, o realmente no
quiso —a saber, despojar al arte de todo elemento sagrado y de toda
religión— destaquemos, en cambio, las ventajas de la separación del
arte y de la cultura que esta situación ha suscitado por reacción. La
enfermedad del arte moderno, su maldición ¿acaso no reside en el he­
cho de haber tenido que formular las preguntas estéticas en términos
culturales? Esto explica también la tentación del formalismo exclusivo.
Pero, ¿qué es el arte fuera de la cultura? ¿O fuera del evolucionismo
formalista? Como respuesta, daré dos nombres: Dubuffet en pintura y
Beckett en literatura.
A la postre, al ídolo del Progreso res­
pondió el ídolo de la maldición del
Progreso; con lo cual se constituyeron
dos lugares comunes.
Paul Valéry,
-Propósitos sobre el progreso-, 1929.

Lo posmoderno, nuevo tópico de la década del 80, ha invadi­


do las Bellas Artes —si es que aún se las puede llamar así—, la literatu­
ra, las artes plásticas, quizá la música, pero antes que nada la arquitectu­
ra, y también la filosofía, etc., cansadas ya de las vanguardias y de sus
aporías, decepcionadas de la tradición de la ruptura mejor integrada
que nunca al fetichismo de la mercancía en la sociedad de consumo.
Desde la década del 60, resulta cada vez más difícil distinguir el arte de
la publicidad y el mercadeo. Lo posmodemo entraña innegablemente
una reacción contra lo moderno, que se ha convertido en su chivo
expiatorio. Pero la propia formación del término —como pasa también
con posmodernismo y posmodernidad— plantea una dificultad lógica
inmediata. Si lo moderno es lo actual y el presente, ¿qué podrá signifi­
car ese prefijo pos? ¿Qué podrá ser ese después de la modernidad que
designa el prefijo si la modernidad es la innovación incesante, el propio
movimiento del tiempo? ¿Cómo puede decirse de un tiempo que es
después del tiempo? ¿Cómo puede un presente negar su cualidad de
presente? Se responderá provisionalmente que lo posmodemo es antes
que nada una consigna polémica cuyo propósito es desmentir la ideo­
logía de la modernidad o la modernidad como ideología, es decir, me-
nos la modernidad de Baudelaire, con su ambigüedad y desgarramien­
to, que la de las vanguardias históricas del siglo XX. De ello se despren­
de que si la modernidad es compleja y paradójica, la posmodernidad
no lo es menos.
La siguiente es una definición del posmodernismo aparecida recien­
temente en un diccionario norteamericano:
Un movimiento o estilo caracterizado por la renuncia al modernismo
del siglo XX, o por su rechazo (incluyendo el arte moderno y abstrac­
to, la literatura de vanguardia, la arquitectura funcional, etc.) y repre­
sentado típicamente por obras que incorporan una variedad de esti­
los y de técnicas históricas y clásicas.
Con un sentido muy diferente, el historiador Arnold Toynbee intro­
dujo el epíteto posmoderno, ya a comienzos de la década del 50, casi
como sinónimo de decadente, anárquico e irracional, para designar la
última fase de los Tiempos Modernos y de la historia de Occidente, la
declinación de Europa que comenzó en el último cuarto del siglo XIX
y que quedó confirmada por las dos guerras mundiales. El adjetivo
volvió a aparecer en la década del 60, aun con sentido peyortivo, en
algunos críticos norteamericanos —Irwing Howe, por ejemplo, en una
serie de artículos reunidos luego con el elocuente título: The Decline
o f the New— que se postularon como defensores del modernismo con­
tra un nuevo anti-intelectualismo favorecido por la sociedad posindus­
trial, dominada por los mass media y caracterizada por el fin de las
ideologías. En este sentido, sociológica antes de volverse estética, el
posmodernismo es la ideología, o la no-ideología, de la sociedad de
consumo.
Y luego, en la década del 70, otra vez en los Estados Unidos, se
retomó el término ya con un sentido optimista y polémico, en particular
en el libro de Ihab Hassan, El desmembramiento de Orfeo: hacia una
literatura posmoderna (1971). Orfeo, el héroe por excelencia de la lite­
ratura moderna, citado siempre por Blanchot, es desmembrado de nue­
vo. Hassan relaciona el movimiento de la literatura con un fenómeno
social, una gran mutación del humanismo occidental, que no vacila en
calificar como un cambio de épistémè o de «formación discursiva- en el
sentido que le da Michel Foucault. El posmodernismo, habiendo adqui­
rido esta legitimidad filosófica, se generalizó luego y llegó a designar
todo el paisaje estético e intelectual contemporáneo, signado por trans­
formaciones irrefutables. Sin embargo, sigue siendo difícil decidir si el
posmodernismo corresponde a un cambio de épistémè, o de «paradig­
ma», en el sentido de Thomas Kuhn, que ha aportado formas originales,
o si simplemente ha reciclado procedimientos viejos en un contexto
diferente ¿Hay una continuidad respecto al modernismo? ¿Hay ruptura?
Y si la hay, ¿es positiva o negativa?
A finales de la década del 70, el término emigró a Europa, especial­
mente con la obra de Jean-Francois Lyotard, La condición posmoder­
na. Al mismo tiempo, en los Estados Unidos ya se postulaba la afini­
dad de las prácticas artísticas llamadas posmodemas y las teorías
francesas llamadas «posestructuralistas» de Lacan, Barthes, Derrida. Y
en la década del 80 el concepto se extendió mucho más allá de la
designación de un estilo nuevo, para convertirse en un saco donde se
mete de todo. Según Jürgen Habermas, severo crítico del posmoder­
nismo y defensor consecuente del modernismo, la consigna de la pos­
modernidad, como refutación de la razón moderna desde la Ilustra­
ción, se identifica con una ideología neo-conservadora en lo político y
lo social. Pero, ¿cómo conciliar este sentido con el empleo de la pala­
bra tal como aparece en arquitectura, para designar una reacción con­
tra el funcionalismo?
Hay una flagrante paradoja de los posmodernos: al pretender acabar
con lo moderno, rompiendo con éste, reproduce la operación moderna
por excelencia, la ruptura. Gianni Vattimo la describe muy bien:
En efecto, afirmar que nos situamos en un momento posterior a la
modernidad y conferir a este hecho una significación en cierto modo
decisiva, presupone la aceptación de lo que caracteriza de manera
más específica al punto de vista de la modernidad, a saber, la idea de
la historia y sus corolarios: las nociones de progreso y de superación.
La posmodernidad, al encarnar una contradicción en sus términos
¿será el último avatar de la modernidad? ¿O representa un verdadero
viraje, la salida de la modernidad? ¿Es otra cosa que una novedad con
respecto a lo moderno como tal siempre preso de la lógica de la inno­
vación? ¿O logra la «disolución de la categoría de lo nuevo»? ¿Acaba lo
posmoderno con los dogmas del progreso y del desarrollo? Sería mu­
cho pedir; si lo posmoderno suscita tanto escepticismo en Francia es,
en parte, porque no lo inventamos nosotros, mientras que nos conside­
ramos los padres de la modernidad y de la vanguardia, así como de los
derechos del hombre.
Retornará a la arquitectura, en la que el sentido de lo posmoderno
halla cierto consenso, luego examinaré el empleo literario y plástico de
la noción para considerar después el tema sociológico y filosófico del
«paradigma» poMiiodemo.
I

En francés, el término posmodemismo designa por lo regular


un estilo arquitectónico: a este sentido se atiene el Pequeño Larousse.
En inglés, aunque el término tiene una aplicación más general, se puso
de moda, en efecto, debido a la arquitectura, y pareciera que en ella
tiene un sentido más preciso que en otros campos. Designa una co­
rriente contemporánea, no sólo norteamericana, sino también europea
y japonesa —aunque menos extendida en Francia— que se opone a la
arquitectura llamada moderna. La arquitectura posmoderna quiere rom­
per con el estilo funcional internacional; reivindica el derecho al eclec­
ticismo, al localismo y a la reminiscencia; proclama un sincretismo tole­
rante en contra del purismo geométrico. A la arquitectura moderna,
caracterizada por el racionalismo desde comienzos del siglo, y que da
primacía a las funciones, se le acusa de haber roto con la vida de las
formas. Según la máxima modernista: "Formfoliotesfunetion», «la forma
se desprende de la función», el punto de partida del enfoque racional
es, según sus detractores, un cubo ideal, inhumano e inhabitable, antes
que una cabaña o una choza bien real.
El movimiento que hoy se autodenomina posmoderno en arquitec­
tura tiene, entonces, como principio, la denuncia de un impasse del
modernismo. El modernismo en arquitectura comenzó con el Bau-
haus, fundado en 1919 por Gropius, y disuelto en 1933, donde ense­
ñaron Kandinsky y Mies van der Rohe, y se impuso con el Congreso
Internacional de Arquitectura Moderna, fundado en 1928. El título de
una obra de Peter Blake publicada en 1974, que marcó una época en
el cuestionamiento del modernismo, se basa en un juego de palabras
elocuentes sobre el slogan funcionalista: Form follows fiasco, «La for­
ma se desprende del fiasco». Dicho de otra manera, el enfoque funcio­
nal conduce por lo regular al fracaso, y por otra parte, el edificio que
mejor se adapta a una función dada es preferiblemente un edificio
utilizado para una función distinta de la función para la cual fue con­
cebido: la mejor sala de conciertos es un viejo garaje, el mejor museo
una antigua estación o un matadero abandonado. En efecto, muchas
de estas desviaciones de función han tenido éxito; en cambio una
larga serie de gazapos desacreditan el credo funcional. Este queda
refutado en todos sus criterios —tales como «lo ornamental es un cri­
men», célebre proposición de Adolf Loos, o *útil=bello»— que busca­
ban la abolición de la tradición y la sacralización de lo nuevo. Contra
el dogma de la tabla rasa y de la renovación perpetua, contra la bús-
queda de la unidad y la identidad, la arquitectura posmodema da la
primacía a un método suave y sin pretensiones.
Hay otra crítica que se le hace al movimiento moderno: no haber
sabido, durante sus ochenta años de existencia, constituir una historia;
se reduce a unos pocos grandes nombres que gravitan en torno de la
misma trinidad constantemente citada: Le Corbusier, Mies van der Rohe
y Frank Lloyd Wright. La utopía modernista surge después de la Primera
Guerra Mundial y la Revolución Rusa; se impuso con el sueño de una
reconstrucción de Europa sobre nuevas bases, con el fin de integrar el
urbanismo y la arquitectura a un proyecto de transformación social. El
modernismo en arquitectura se funda en su origen en un ideal ilustra­
do: un diseño racional ha de ser conforme a una sociedad racional,
fundada en el mito de la modernización y en el rechazo del pasado; se
imagina el maqumismo como el lugar del florecimiento y de la felici­
dad, como con la casa-máquina de Le Corbusier. Pero el fiasco del mo­
dernismo se hizo patente muy pronto, con el exilio del Bauhaus a los
Estados Unidos: la técnica había dado a luz el totalitarismo. Después de
1945, la arquitectura moderna dejó de tener un proyecto social y se
puso al servicio del poder; al volverse standard, se despojó de la virtud
crítica y negativa indispensable al movimiento moderno. De moderno
ya no tuvo más que el nombre y se volvió un sinónimo de alienación y
de deshumanización con las torres, las barras y las ciudades-dormitorio.
El trabajo en cadena tuvo un destino idéntico: aclamado en la década
del 20 como una liberación tanto en Rusia como en los Estados Unidos,
habría de ser vilipendiado veinte años después.
La premisa del posmodernismo social, a la que la arquitectura es
especialmente sensible debido a su vínculo inmediato con la técnica y
la reproducción social, destaca la ausencia de emancipación que resulta
de la modernización, y por el contrario, ya sea en los Estado Unidos, en
Rusia o en Europa, el descubrimiento de la creciente alienación del
hombre en la ciudad contemporánea y la sociedad del ocio. El ídolo de
la razón, con cuyo respeto se vivía desde hace varios siglos, quedó por
esto seriamente menoscabado. Según Peter Blake, el fin del modernis­
mo puede fecharse con toda precisión el 15 de julio de 1972 a las tres y
media de la tarde (más o menos), cuando varios edificios de habitación
de un barrio de Saint-Louis, Missouri, construidos en la década del 50,
tuvieron que ser dinamitados porque se habían vuelto inhabitables. Este
destino, del cual se salvaron por muy poco ciertas «ciudades radiantes»
de Le Corbusier, ilustra a la perfección la decadencia del mito moderno,
con sus metáforas de la máquina y de la fábrica.
Así queda situado, en forma un tanto somera, el movimiento posmo­
derno como cuestionamiento de la creencia ampliamente aceptada en
la modernización indefinida de la ciudad, en la innovación como valor
en sí. Pero con esto no basta. Si hay una estética posmoderna propia­
mente dicha —y no simplemente un grupo de individuos nucleados
retrospectivamente con esta etiqueta por unos publicistas— debe ser
posible definirla mediante rasgos positivos. Esto lo intenta Charles
Jencks en una obra de 1977, que tiene valor de manifiesto, The Langua­
ge of Post Modern Architecture (J¿\ lenguaje de la arquitectura posmo-
dema). Según Jencks, la arquitectura posmodema no sólo se caracteri­
za por su rechazo del movimiento moderno, sino también, si esto no
resulta un efecto de aquél, por sus analogías con otros movimientos
históricos, a los que a veces los arquitectos posmodemos adhieren ex­
presamente. La nostalgia por las formas del pasado y la reivindicación
de afinidades con otras tradiciones arquitectónicas, como el barroco y
el manierismo, acompañan el cuestionamiento del dogma moderno en
su purismo y absolutismo.
El posmodernismo, que no pretende ser revolucionario, ya no se
funda en un mito situado en el futuro: el mito del hombre, de la socie­
dad y de la ciudad modernos. Por el contrario, como la sociedad posin­
dustrial ha renunciado a todo ideal, hay que contentarse con una arqui­
tectura modesta y fragmentaria que mezcla los códigos. Mientras que el
racionalismo arquitectónico moderno, juzgando su vocación universal,
construía el mismo edificio en Manhattan, en Brasil y en Tombuctú, el
arquitecto posmoderno acude a las tradiciones locales. Jencks, que no
quiere tirar al niño modernista junto con el agua del baño funcionalista,
y que defiende el ideal del modernismo inicial pese a sus degradacio­
nes ulteriores, se pronuncia por una arquitectura dual o ambigua que
tome en cuenta el lado de las tradiciones locales de evolución lenta y el
lado de la tecnología arquitectónica de mutaciones aceleradas. Aboga
por una arquitectura en cierto modo esquizofrénica —en esto, bastante
típico de la cultura contemporánea— que favorezca el no-sincronismo
en vez de situarse siempre en el término extremo de la modernización.
Retracción o palinodia, el posmodernismo invierte entonces la nega­
ción crítica de la historia de las formas que constituye el fundamento
del mesianismo moderno. En contra de los dogmas de coherencia, de
equilibrio y de pureza en que se basaba el modernismo, el posmoder­
nismo revalida la ambigüedad, la pluralidad y la coexistencia de los
estilos; cultiva a la vez la cita vernácula y la cita histórica. La cita es la
más poderosa figura posmoderna. El arquitecto posmoderno sueña con
una contaminación entre la memoria histórica de las formas y el mito de
la novedad. Para emplear un término de la crítica literaria, digamos que
el posmodernismo busca un -diálogo» entre elementos heterogéneos.
Su ambición podría resumirse con la denominación «arquitectura dialo­
gal», que pone en juego juntas a formas que provienen de tradiciones
diversas, achatadas en el tiempo y que ya no son percibidas en su histo­
ricidad.
El precursor de esta contaminación generalizada es el arquitecto
norteamericano Robert Venturi; en una obra de 1966, Complexity and
Contradiction in Arcbitecture, defiende una arquitectura de los usuarios
que acuda al collage, una arquitectura viva —aunque no la del modelo
organicista del siglo XIX— adaptable y sin ideal. En su segundo libro,
Learning from Las Vegas (La lección de Las Vegas), de 1972, hay una
clara ruptura con el modernismo considerado como arquitectura de
élite inadaptada. Venturi la sustituye con una arquitectura sin arquitecto,
o un arquitecto muy discreto, que adopta de manera acrítica los lengua­
jes de la sociedad de consumo. Venturi llega hasta presentar el strip, la
gran avenida de Las Vegas, con sus casinos, sus moteles y sus luces de
neón, como la arquitectura heteróclita, compleja y contradictoria por
excelencia, y como el equivalente contemporáneo de la catedral gótica.
Con la anarquía de sus carteles publicitarios y el impacto de sus imáge­
nes, ha de ser el modelo que debe seguir la arquitectura posmoderna.
Colín Rowe, en un libro titulado Collage City, generaliza este análisis a
toda ciudad, incluyendo Manhattan, que desborda la trama neutra y
utópica de su esquema urbanístico racional y se ajusta a la vida. Por
contraste, lo moderno queda identificado con el cuadriculado policial y
totalitario. Una señal de los tiempos que corren: Venturi, hasta el pre­
sente, no ha construido ningún edificio público importante, y su pro­
yecto para la ampliación de la National Galetyde Londres fue aprobado
sin duda alguna, porque tocaba una cuerda populista. El Príncipe de
Gales, reputado adversario de la arquitectura moderna que destruye la
urdimbre urbana, contribuyó a que se anulase el proyecto anterior al de
Venturi: el posmodernismo y el tradicionalismo parecen claramente es­
tar aliados.
Las construcciones posmodernas a menudo tienen un aspecto de
pastiches o parodias. Según la vieja dialéctica de la imitación y de la
innovación ¿estará la arquitectura en un momento de imitación? Enton­
ces, el prefijo fx>s sólo designaría un repliegue. Después de una época
gigantesca, sugiere lo contrario de un proyecto o de un ideal situado en
el porvenir: una mirada hastiada y escéptica sobre un pasado entera-
mente desplegado, sin historia ni jerarquía. En ausencia de la fe futuris­
ta, el pasado pierde también su historicidad y se reduce a un repertorio
de formas. Al renunciar a la historia, a cambiar al mundo, porque ello
ha llevado siempre al fiasco, a ciudades y edificios inhumanos —ésta es
la tesis de Paolo Portoghesi en Le Postmoderne: l’Architecture dans la
sociétépostindustrielle (1982) —el posmodernismo plantea de nuevo el
viejo problema del ornamento en arquitectura, así como el de la figura­
ción en pintura o el realismo en literatura.
Portoghesi organizó en 1980 una exposición llamada La presencia
del pasado, en la Bienal de Venecia, retomada luego en París en 1981.
Había algunos arquitectos invitados y cada uno construyó una especie
de pórtico para representar su obra. El del arquitecto norteamericano
Michael Graves evocaba el Palazzo del Te de Mantua, diseñado por
Giulio Romano a comienzos del siglo XVI; Graves usa una serie de
elementos manieristas en una especie de juego que los desvía de su
función, como la clave de arco invertida. El pórtico de Ricardo Bofill se
inspira en la casa del director de las salinas de Arc-et-Senans, diseñada
por Ledoux a fines del siglo xviil; son conocidas las realizaciones
neoclásicas de Bofill en Saint-Quentin-en-Yvelines, Montpellier y Mont-
parnasse. El propio Portoghesi retoma abiertamente las formas del ora­
torio de los filipenses en Roma, de Borromini, de la época del surgi­
miento del barroco. Estos ejemplos, que conforman una especie de
manifiesto posmodemo, muestran que esta corriente ya ha conquistado
hoy una dimensión internacional.
Desde el punto de vista posmoderno, el modernismo, que pertenece
ya a la tradición, es una forma histórica entre otras, que proporciona
también elementos que reelaborar. Así, la villa Saboya de Le Corbusier,
obra maestra de la arquitectura como objeto total y puro, aparece mi-
niaturizada y parodiada, para no decir ridiculizada, por Michael Graves,
posmoderno avant la lettre, en una especie de apéndice de la casa Be-
nacerraf en Princeton (1969). La construcción de Le Corbusier constitu­
ye una totalidad acabada, un objeto único y cerrado, mientras que el
carácter paródico del proyecto de Graves muestra abiertamente que es
un añadido a una villa cualquiera de un suburbio de los Estados Unidos.
La villa Saboya está aislada entre sus pilotes y su azotea, en tanto que
esos mismos elementos, citados por Graves, están despojados de su
función. Las escaleras, tan integradas en Le Corbusier, se convierten por
el contrario en el signo de lo inconcluso en la casa Benacerraf, en el
signo de una arquitectura que se está formando. El rechazo de la utopía
moderna no puede ser más patente.
Como el emblema del modernismo es el curtain wall, la pared de
vidrio de las fachadas de Mies van der Rohe, los posmodernos procla­
man a todos los vientos su ruptura justamente en las fachadas. El AT&T
Building de Philip Johnson, en Madison Avenue en Nueva York, se
convirtió muy pronto en el símbolo del posmodernismo. Su silueta es
tan característica como la del Empire State o la del Chrysler Building: un
frasco de perfume, objeto kitsch por excelencia, ha reproducido su for­
ma. Con sus columnas románicas a nivel de la calle, su parte media
neoclásica y un frontón Chippendale, cuyo modelo, que se halla en una
casa de Pittsburgh, pertenece a la tradición norteamericana del siglo
XIX, ese rascacielos de piedra —para cuya construcción tuvieron que
volver a abrir una cantera cerca de Nueva York— ha sido a veces com­
parado con una arquitectura fascista. Pero esta analogía no tiene por
qué desconcertar ya que las citas posmodernas, supuestamente, están
aisladas de su contexto inicial. Al apolitismo lo acompaña un rechazo
de la historia, y los apóstatas no conocen los remordimientos. Johnson,
moderno hasta la década del 70, su Pennzoil Place de Houston es de
1976, pudo luego convertirse sin ningún problema en el posmoderno
más eminente.
El escenario francés, donde el modelo de la fábrica se impuso una
vez más con el mastodonte funcional de Beaubourg, ha estado relativa­
mente protegido de la ofensiva posmoderna, con la excepción de
Bofill, o las «locuras» de Bernard Tschumi en el parque de La Villette,
cuyos diseños están tomados del constructivismo ruso. De las grandes
construcciones de París, el Arche de La Défense es íntegramente mo­
dernista. Su edificación resultó una proeza técnica y, típicamente, sus
espacios están mal adaptados. La Pirámide del Louvre de Ieoh Ming Pei,
manierista por su juego con el contexto, no deja de ser un objeto tecno­
lógico puro. El edificio del Ministerio de las Finanzas de Paul Chemetov
y el Instituto del Mundo Arabe de Jean Nouvel, aunque hacen ciertas
concesiones a las tendencias más recientes incluyendo algunas celosías
ornamentales, no reniegan en absoluto del credo funcionalista. En Fran­
cia aún sigue vigente el modelo moderno, siempre puro, invivible, be­
llo, aterrador, ideal y carcelario. Se contentan simplemente con añadir
unas cuantas citas a las nuevas guarderías, escuelas y puestos policiales.
Se exalta con patriotismo la curva impecable del C.N.I.T. de La Défense
y, a la vez, dividen su espacio en oficinas que lo desfiguran. La necrolo­
gía, en Le Monde, de Emile Aillaud, último monstruo sagrado de los
grandes conjuntos, muerto en 1988, no vacila en hacer de él uno de los
primeros en volver a introducir el humanismo —ia curva y el color—
en el estilo internacional: «Considerado erradamente como el símbolo
del desastre de los grandes conjuntos, Aillaud por el contrario (...) es el
primer pensador de la nueva arquitectura francesa». Decretar así la in­
utilidad del posmodernismo en Francia con el pretexto de que no se
requirió de influencias extranjeras para corregir los excesos de lo mo­
derno ¿no resulta un razonamiento bastante retorcido?

II

Después de su triunfo en arquitectura, el posmodemismo se


extendió al arte en general, a la sociología, la filosofía, etc. Ruptura con
la ruptura ¿cómo definirlo sino como un sincretismo o como un lupa­
nar? *Anythinggoes», «Todo vale», proclama el historiador de las ciencias
Paul Feyarabend, autor de Contra el método (1975) y partidario de una
epistemología anarquista y no racional. Ideología del fin de las ideolo­
gías, el posmodemismo se caracteriza entonces, en todas partes, por la
permisividad y la renuncia a la crítica.
En literatura, por ejemplo, el escritor norteamericano John Barth,
que se considera él mismo parte integrante del posmodemismo, junto
con Thomas Pynchon, Robert Coover, John Hawkes, lo define por la
síntesis en oposición a la antítesis, pues se trata justamente de desha­
cerse de una larga serie de oposiciones coercitivas típicas del moder­
nismo: las del realismo y lo fantástico, los partidarios de la forma y los
del contenido, la literatura pura y la literatura comprometida, la narra­
tiva para la élite y la novela para masas. Una de las constantes quejas
de los posmodemos contra los modernos es la ascesis que exige la
recepción de sus obras: austeras y ambiciosas, según dicen, son de
acceso difícil y no procuran placer. Hasta es esto lo que las vuelve
elitescas. Las obras posmodernas, en cambio, se preocupan por el
bienestar de sus lectores, como se preocupan los edificios posmoder­
nos por la comodidad de sus habitantes. John Barth cita como ejemplo
Cosmicómicas de Italo Calvino (1965) y Cien años de soledad de Ga­
briel García Márquez (1967). Estas novelas, caracterizadas por la fanta­
sía y el barroquismo, según Barth, trajeron un poco de aire fresco
después del desecamiento del modernismo hasta la Nueva Novela.
Pero con fundamentos tan endebles pareciera que es posible validar
cualquier cosa y todo, lo mejor y lo peor: «Anythinggoes». Barth funda
su análisis en la dicotomía entre una literatura exangüe y una literatura
que recobra sus fuerzas — The Literature o f Exhaustation and the Lite-
rature o f Replenishment es el título de una obra suya de 1982— que
parece bastante maniqueísta.
Los posmodernos norteamericanos reivindican además a precurso­
res ilustres, entre otros a Borges, Nabokov y Beckett. Sin embargo,
estos tres escritores no tienen gran cosa en común aparte de su juego
con las convenciones de la representación. Y en Europa, en Francia, se
les suele clasificar entre los modernos, junto con Michel Butor, Claude
Simon, Robbe-Grillet, Milan Kundera, etc., todos claramente posmoder­
nos, sin embargo, en los Estados Unidos. Pareciera que hubiese una
diferencia cronológica entre los Estados Unidos y Europa y que el fin
del modernismo no se señala con la misma fecha de ambos lados del
Atlántico. En los Estados Unidos se tiende a considerar posmoderno
casi todo lo que se ha hecho desde 1945 en literatura, después de T.S.
Eliot, mientras que en Francia pareciera que no se reparó en el fin de la
modernidad, o no se reaccionó contra el modernismo, antes de la crisis
petrolera. Las «Treinta Gloriosas» aún pertenecen a los Tiempos Moder­
nos, en especial con la boga de las ciencias humanas. A estas última .,
sin embargo, se les considera posestructuralistas en los Estados Unidos,
y, como se ha dicho, del posestructuralismo al posmodernismo no hay
más que un paso. Allá pareciera como si desde el comienzo de la gue­
rra fría el porvenir sólo pudo concebirse en forma de catástrofe y ¿qué
es la conciencia posmoderna antes que nada sino el fin de la fe en el
futuro? De ahí los acostumbrados equívocos en las conversaciones con
norteamericanos, cuando un francés admite que Robbe-Grillet se yuel-
ve posmoderno cuando se pone a contar su vida, pero objetando que lo
haya sido antes. En este terreno también, entonces, Europa ha ido a la
zaga de los Estados Unidos con un retraso de veinte años. Si la apari­
ción del posmodernismo, primero en el sentido peyorativo del kitsch,
luego en el sentido optimista de la celebración de la contracultura y la
expulsión de la mala modernidad, de veras coincidió con el triunfo de
la sociedad de consumo, entonces es cierto que apareció en Francia
mucho más tarde que en los Estados Unidos.
Pero si ha de tomarse en serio la posmodernidad no puede reducír­
sela a un simple asunto de periodización: después de la guerra de Co­
rea o después del general De Gaulle ¿cuáles son las figuras y los dispo­
sitivos de la literatura posmoderna? Desgraciadamente, los autores que
se han abocado a este problema mencionan rasgos que no estaban
ausentes del modernismo, como la indecisión del sentido, su carácter
indeterminable para el lector. Aún más, éste era precisamente el pará­
metro del relato ortodoxo de Friedrich, de Baudelaire a Mallarmé, y así
resultaría entonces que la poesía fue siempre más o menos posmoder­
na. ¿Será la novela la que ha cambiado? Ya no puede representar la
realidad, sino simplemente posibles que anula a medida que los va
evocando. Pero la frase de Proust, con sus meandros de hipótesis, sus
cascadas de condicionales ¿no era ya posmóderna? ¿Y el reflujo de Fin-
negans Wakéf ¿Y la caída en el vacío de Voyage au bout de la ñutí: «.. .que
no se hable más de eso-? La frontera del modernismo y del posmoder­
nismo literario es muy cambiante, y esto constituye otra razón de las
divergencias entre los Estados Unidos y Europa.
Si se me emplazara para designar una novela posmodernista, que
presente los rasgos, todos los rasgos, mencionados con más frecuen­
cia: la indeterminación del sentido, el cuestionamiento de la narración,
la ostentación del revés del decorado, la retractación del autor, la in­
terpelación del lector y la integración de la lectura, pensaría en el her­
moso libro de Louis-René des Forets, Le Bavard (1946), sobre el que
escribieron Blanchot y Bonnefoy. Un personaje cuenta varias crisis de
palabrería, luego se retracta, denuncia su relato como una mentira y
como la verdadera palabrería; la emprende contra el lector, y con la
última palabra ya no queda nada. Pero, ¿por qué calificar este relato
de posmoderno?

Todo esto lo deja a uno perplejo. ¿Es lo posmoderno más moderno


que lo moderno en tanto que reacciona, sobre todo en pintura, contra
la institucionalización y la asimilación de lo moderno que, desde 1945,
renunció supuestamente al nihilismo para convertirse en un proceso de
autorregulación de la cultura y de la sociedad burguesa? Lo posmoder­
no ¿es antimoderno o pre-moderno, es decir, neo-académico y conser­
vador? ¿Es el extremo de lo moderno, lo ultra-moderno, lo metamoder-
no, o simplemente un regreso a la novela de aventuras y el folletón: una
regresión que obtiene una conciencia tranquila denunciando lo moder­
no? Es muy probable que sea todo esto al mismo tiempo, y que el
término posmoderno abarque varias realidades. Y por cierto ¿acaso te­
nía lo moderno más unidad? Además, el prefijo pos sugiere el rechazo o
la imposibilidad de una referencia positiva. Aún más, por ser la ruptura
lo moderno por excelencia, como se ha dicho, romper con lo moderno
vendría a ser algo así como el colmo de lo moderno. Y asi surgen de
nuevo las paradojas y las ambivalencias que signaron toda la tradición
moderna, pero ahora magnificadas. ¿Cómo reconocer lo nuevo auténti­
co, cómo separarlo de lo «neo» que de inmediato se convierte en «retro»?
Esto es aún más difícil porque las más de las veces lo nuevo verdadero
aspira a ser una renovación o un renacimiento. ¿Qué pensar de la nue­
va figuración en pintura? ¿Del regreso del autor en literatura? Robbe-
Grillet, Nathalie Sarraute, Marguerite Duras, al escribir ahora sus auto­
biografías, dicen que nada ha cambiado. La gran confusión del
"anything goes»contemporáneo ¿no será justamente todas las dicoto­
mías modernas que se embrollan y que se anulan?
Hasta ahora me he cuidado de confundir el modernismo y la van­
guardia. Sin embargo, desde el punto de vista del posmodernismo ¿no
resultan ser lo mismo? Matei Calinescu, en la primera edición de su
obra, Faces ofModernity, en 1977, habla del posmodernismo al final del
capítulo «La idea de vanguardia», en un tono bastante condescendiente,
como de una especie de sinónimo de la contra-cultura, que aspira a ser
popular después de un modernismo elitesco. En este sentido el posmo­
dernismo se emparenta entonces con las vanguardias históricas euro­
peas de la década del 20, pero pervierte su proyecto ya que «popular»
vendría a significar ahora «vendible» y «coronado por el éxito comercial».
Sería entonces otro caso en el que los extremos se juntan:—la vanguar­
dia y el kitsch— pues el posmodernismo en sus inicios, polémico y
provocador, conservaba aspectos vanguardistas. En la segunda edición
de su obra, en 1986, después de la invasión posmoderna, Calinescu
distingue en cambio el posmodernismo del bloque que parecen formar
ahora el modernismo y las vanguardias históricas. Con el advenimiento
dél posmodernismo, los matices entre estos dos últimos se borran en
provecho de su identidad. Aunque fuese para negarla, la historia era su
obsesión, mientras que el posmodernismo da por sentado el fin de la
modernidad y de la historia. El modernismo, desde su separación del
realismo a mediados del siglo XIX, acepta su exclusión de la vida y
cultiva una religión del arte, mientras que la finalidad de la vanguardia
es la abolición de la autonomía del arte y su reconciliación con la vida,
la superación de la división entre arte de élite y arte de masas; pero
desde un punto de vista posmoderno, las vanguardias no tuvieron más
éxito que el modernismo. Como seguían fundando la legitimidad del
arte en la innovación, trataron de democratizar el arte de élite y el resul­
tado fue la consolidación de la autonomía del arte. En vez de desgastar­
se tratando de democratizar el arte de la élite, el posmodernismo busca
en cambio legitimar la cultura popular.
¿Basta con estos argumentos para situar de un lado el modernismo y
las vanguardias, y del otro el posmodernismo? El proyecto vanguardis­
ta, a mi juicio, sigue siendo irreductible al proyecto modernista: de un
lado Proust, Joyce y Woolf, Kafka y Mann, Eliot y Pound, o sea, la fun­
dación de una tradición nueva, y del otro, Breton o más bien Dada, o
'sea, la negación de toda tradición. Los modernos, las más de las veces,
son políticamente indiferentes o reaccionarios, mientras que las van­
guardias, con algunas excepciones como el futurismo italiano, se sitúan
más bien a la izquierda. Es posible que, desde el punto de vista de la
autonomía del arte, el resultado haya sido el mismo, pero ¿cómo reducir
a la nada la diferencia de dos conciencias del tiempo: la pasión del
presente y la pasión del futuro? Y por cierto, el posmodernismo sola­
mente abjura de la pasión del futuro y del sentido de la historia. Como
Baudelaire, Nietzsche predice el balance negativo de los Tiempos Mo­
dernos, identificados a una decadencia, y lo vincula a la contradicción
insoluble de la historia y la modernidad. Así, la posmodernidad corres­
pondería entonces al fin de la historicidad; ya no se cree entonces en las
filosofías de la historia del siglo xix, de Hegel a Comte, de Darwin a
Marx. Como, quiérase o no, estamos embarcados en la modernidad en
el sentido del hie et nunc —aun si hay hoy artistas que se llaman «pos-
contemporáneos»— la posmodernidad denotaría entonces la renuncia a
la ilusión histórica.
Si la modernidad fue una pasión por el presente y la vanguardia una
aventura de la historicidad, la intencionalidad posmoderna, que rehúsa
que se le conciba en términos históricos, parece entonces ser menos
hostil a la modernidad que a la vanguardia. A no ser que se trate de su
variante cínica y comercial —el último avatar del kitsch—, el posmo­
dernismo no se opone a la modernidad baudelaireana, a su vez siem­
pre traicionada por el vanguardismo, sino a la idolatría del progreso y
de los rebasamientos típicos de las vanguardias históricas. No sin perti­
nencia, la pintura contemporánea, que usa el lenguaje formal producto
del movimiento moderno pero ya sin la esperanza de que este lenguaje
lleve a alguna parte, se llama por cierto «posvanguardista».

Es necesario, no obstante, hacer una clara distinción entre el posmo­


dernismo norteamericano de la década del 60 y el posmodernismo
generalizado de la década del 80. El juicio de Calinescu pudo variar de
una década a otra precisamente porque su objeto ya no era el mismo. El
arte posmoderno de los comienzos —Rauschenberg y Jasper Johns en
pintura, Jack Kerouac y William Burroughs en literatura, etc.— como
reacción contra el modernismo ya integrado, objeto de estudio en las
universidades e instalado en los museos, representaba un movimiento
de vanguardia. El modernismo, escribe Andreas Huyssen, se había con­
vertido -en parte integrante del consenso liberal-conservador de la épo-
ca», y, especialmente con el expresionismo abstracto, se había unido a
las filas como "instrumento de propaganda del arsenal político-cultural
del anticomunismo de la guerra fría". El posmodernismo quiso pues
continuar el modernismo como negación, y romper con el modernismo
como cultura establecida. Los dos rasgos discordantes de la vanguardia,
la actitud iconoclasta y la utopía, están presentes y determinan una
nueva etapa del cuestionamiento de la institución artística: el rechazo
del museo, último refugio del arte de élite, aun para Duchamp. El deseo
de reunir el arte y la vida, el optimismo tecnológico y la valoración de la
cultura de masas, el proyecto crítico, en suma, concordaba con la tradi­
ción vanguardista europea. El posmodernismo, como vanguardia nor­
teamericana de la década del 60, puso fin a la aventura de las vanguar­
dias internacionales del siglo xx.
El posmodernismo generalizado después de 1970 es muy diferente.
Es claramente «posvanguardista» o «transvanguardista», como el movi­
miento plástico italiano que lleva ese nombre y que Henri Meschonnic
considera representativo. Este movimiento, al reaccionar contra el
«darwinismo lingüístico» y el «evolucionismo cultural», contra el «valor
progresivo del arte», se propuso mezclar las vanguardias, cosa que, por
ignorar la historicidad de éstas, aparece como el medio más seguro de
anonadarlas. El transvanguardismo afirma dos valores: la catástrofe,
como diferencia no programada, y el nomadismo, como recorrido no
comprometido de todos los territorios, en todos los sentidos, hasta ha­
cia el pasado, ya sin ningún sentido del futuro. Todos los rasgos del
transvanguardismo hacen de él una negación de la vanguardia: la acti­
tud iconoclasta y el optimismo tecnológico están ausentes, como tam­
bién la crítica a los mass media. Se saquea la tradición moderna, y sus
ideas y formas se yuxtaponen con motivos provenientes de otras par­
tes, como el arte popular, ya que todo se halla almacenado en un in­
menso banco de datos donde la elección es aleatoria. «Todo está cons­
tantemente al alcance de la mano, dicen los transvanguardistas, ya no
hay categorías temporales y jerárquicas de presente y de pasado, típicas
de la vanguardia que vivió siempre dándole la espalda al tiempo». La
cita sigue siendo la figura fundamental, pero ya no desempeña un pa­
pel crítico como en el collage cubista o en el montaje surrealista o cons-
tructivista. Se exalta la subjetividad del artista y el placer del espectador.
El culto de lo inautèntico derrotó al de la originalidad, y el eclecticismo
se presenta como una superación, a fin de prevenir la acusación de
neoacademicismo.
El posmodernismo puede entonces tomar cualquier forma. «El eclec-
ticismo, es el grado cero de la cultura general contemporánea (...)• Re­
sulta fácil hallar un público para las obras eclécticas. Al volverse kitsch,
el arte halaga el desorden que reina en el ‘gusto’ del aficionado. El
artista, el galerista, el crítico y el público se solazan juntos con cualquier
cosa y es la hora del relajamiento», escribe Lyotard.

III

Ante la confusión posmoderna, resultan tentadoras la severi­


dad y la dignidad. Esta es la actitud de Greenberg, en verdad nada
sorprendente, en una conferencia de 1980: el posmodernismo, a su
juicio, no es más que una demisión, la renuncia al heroísmo y al puris­
mo modernos, el último nombre del kitsch y del mal gusto, el colmo de
la corrupción comercial del arte. Es también la actitud, ésta más inespe­
rada, de Jean Baudrillard: «El arte —dice— desde hace casi medio siglo,
negocia su propia desaparición», y la cita posmoderna es la «forma pato­
lógica del fin del arte, una forma amanerada». Si el pensamiento del
tiempo, sea cual fuere su forma, es lo propio de seres capaces de con­
cebir su propia muerte, la posmodemidad parece estar vinculada con la
incapacidad de representar la muerte en el mundo industrial tardío. El
posmodernismo, con su falta de sentido de la historia, parece querer
negar la muerte. Las condenas del posmodemismo son múltiples. Como
en Francia, ya lo he dicho, están cargadas de xenofobia. Examinémosla
más detenidamente.
Es cierto que, ligados por paradojas ineludibles, los que abogan por
lo posmoderno se exponen a la crítica, aun Umberto Eco. Este describe
el retorno de la intriga y el entretenimiento que permiten asimilar al
posmodernismo El nombre de la rosa—estructurada además como una
buena novela policíaca de antaño— en términos que disuelven todo
interés en la referencia:
No creo —escribe en un posfacio a su novela— que lo posmoderno
pueda circunscribirse cronológicamente: es una categoría espiritual
o más bien un Kunstwollen, una manera de operar. Se podría decir
que a cada época le toca su posmodernismo, así como toda época
tiene un manierismo específico (hasta el punto en que me pregunto
si lo posmoderno no será el nombre moderno del manierismo, como
categoría metahistórica).
Constituye sin duda un desafío pensar históricamente un movimien­
to que se sitúa expresamente fuera de la historia y después de la histo-
ricidad, pero remitir lo posmoderno a una generalidad transhistórica
nada resuelve. Aún menos cuando Eco prosigue con un vasto fresco
donde encuentra todos los lugares comunes del historicismo genético a
propósito de la tradición moderna:
El pasado nos condiciona, pesa sobre nuestros hombros, nos hace
cantar. La vanguardia histórica (...) busca saldar las cuentas con el
pasado. (...) La vanguardia destruye el pasado, lo desfigura: Lesdes-
moiselles d ’Avignon ofrecen el gesto típico de la vanguardia; luego
ésta va más lejos, anonada la figura después de haberla descompues­
to, llega a la abstracción, a lo informal, al lienzo en blanco, al lienzo
lacerado, al lienzo quemado; en arquitectura, es el estado mínimun
del curtain wall, el edificio como estela, paralelepípedo puro; en
literatura, la destrucción del flujo discursivo, hasta el collage a lo
Burroughs, hasta el silencio o la página en blanco; en música, el paso
de la atonalidad al ruido, al silencio absoluto (...).
Pero llega un momento en que la vanguardia (lo moderno) no puede
ir más lejos, después que termina por producir un metalenguaje en el
que se dicen estos textos imposibles (el arte conceptual). La respues­
ta posmoderna a lo moderno consiste en recalcar que el pasado, al
que no se puede destruir porque su destrucción conduce al silencio,
ha de ser irónicamente visitado de nuevo, de manera no inocente.
¡Qué caricatura! Eco recurre paradójicamente al relato más ortodoxo
de la tradición moderna con el fin de legitimar la posmodernidad. La
confusión de lo moderno y de la vanguardia resulta típica. La visión de
la historia sigue siendo lineal y progresiva, y a la vez Eco propone un
enfoque metahistórico. Así, con toda seguridad, no se logrará nunca
pensar las relaciones de lo posmoderno y lo moderno, de lo posmoder­
no y de la historia. Nótese, además, la ironía y la falta de inocencia que
Eco atribuye a lo posmoderno: estas características han sido siempre
modernas, al menos en los modernos lúcidos, desde Poe y Baudelaire
hasta Le Corbusier mismo, el arquitecto, si no el urbanista.
Quizá no haya salida para la ambigüedad de base de lo posmoder­
no: ultramoderno y antimoderno, el posmodernismo lamenta que la
negatividad del modernismo haya sido siempre recuperada por la élite,
y a la vez preconiza un eclecticismo blando. Esta dualidad es la duali­
dad propia de la cita. Pero no hay que detenerse en las apariencias a
menudo pobres de la estética posmodernista, pues tampoco el moder­
nismo se salva de la mediocridad. Y el posmodernismo resulta de una
crisis esencial de la conciencia de la historia en el mundo contemporá­
neo, una crisis de la legitimidad de los ideales modernos del progreso,
de la razón y de la superación. En este sentido representa quizá el
advenimiento retardado de la verdadera modernidad.
Pensar lo posmoderno sin repetir la lógica moderna parece, sin em­
bargo, imposible. Las defensas de lo posmoderno tienden casi todas a
destruirse a si mismas. En La Condition postmoderne, Lyotard califica
de posmodema la incredulidad respecto a los grandes relatos que legi­
timan desde hace dos siglos los saberes y llevan implícita una filosofía
de la historia. Lyotard identifica la posmodernidad con un estado de
crisis generalizado de la legitimidad de los saberes, y con la desestabili­
zación de los grandes determinismos. Distingue dos modelos teóricos
dominantes hasta una fecha reciente, una orgánica y la otra dialéctica,
la sociología funcional, o también la teoría de los sistemas, y el marxis­
mo. Pero estos modelos se cruzaron y se neutralizaron mutuamente, al
convertirse la lucha de clases en un principio de regulación integrado al
capitalismo liberal, en tanto que en nombre del marxismo, las socieda­
des comunistas tendían a ahogar las diferencias. El gran relato de la
emancipación de la humanidad y de la conquista de la libertad ha per­
dido su virtud de unificación y de legitimación: fue el discurso de la
Ilustración y del progreso, desarrollado desde el siglo xvm. La posmo-
demidad, más allá de sus aspectos estetas, examina de nuevo el pensa­
miento de la Ilustración sin aceptar la idea de un fin unitario de la
historia y cuestiona el ideal moderno de la razón destacando sus efectos
desastrosos, incluyendo el nazismo.
«Un nombre signa el fin del ideal moderno: Auschwitz», afirma Lyo­
tard sin titubear. Esto es ir un poco demasiado a prisa. ¿Es realmente
necesario dar el salto de la crítica de la cultura a la condena de la razón
en nombre de la «solución final», olvidando la dispersión del Bauhaus
bajo el régimen de Hitler y la condena del arte moderno como degene­
rado? ¿Es responsable la Ilustración del Mal moderno? Se queman des­
vergonzadamente los ídolos a los que se ha adorado, pero Lyotard no
logra deshacerse del modelo histórico-genético. No vacila en recurrir al
relato más ortodoxo de la tradición moderna para explicar la ambiva­
lencia inherente a lo posmoderno. Este, escribe:
forma parte de lo moderno. Todo lo que se recibe, así sea de ayer,
{modo, modo, escribe Petronio), ha de resultar sospechoso. ¿Contra
qué espacio la emprende Cézanne? El de los impresionistas. ¿Contra
qué objeto la emprenden Picasso y Braque? El de Cézanne. ¿Cuál es
la presuposición con la que rompe Duchamp en 1912? La presuposi­
ción de que hay que hacer un cuadro, así sea cubista. Y Burén se
enfrenta a esa otra presuposición que, según él, la obra de Duchamp
deja intacta: el lugar de la presentación de la obra. Asombrosa acele­
ración, las «generaciones» se precipitan. Una obra no puede volverse
moderna si no es primero posmodema. El posmodemismo entendi­
do así no es el modernismo en su fin, sino en estado naciente, y este
estado es recurrente.
Aunque Lyotard añada que no se atendrá a esta «acepción un tanto
mecanicista de la palabra-, ya es mucho el haberla sugerido pues en ella
se encuentra de nuevo, sin la menor distancia, el dogma de la evolu­
ción. Lyotard no se detiene allí. Si la modernidad, escribe, es el rechazo
del realismo, en la tensión de lo presentable y de lo concebible, enton­
ces «lo posmoderno vendría a ser aquello que en lo moderno alega por
lo impresentable en la propia presentación; aquello que se rehúsa al
consuelo de las buenas formas». Se concibe lo posmoderno como la
verdad de lo moderno, como la realización de las posibilidades aún no
logradas en lo moderno, y por tanto, como una superación más hacia la
esencia del arte.

Esto induce a preguntarse por qué Habermas ataca tan duramente


el pensamiento francés asimilando posmodernismo y lo neo-conserva­
dor. La creencia en la declinación de las ideologías y de las esperanzas
históricas los acerca sin duda, y ésta es una ecuación que suelen for­
mular los defensores de la tradición moderna. O un neomarxista como
Fredric (ameson, para quien el posmodemismo fortalece la lógica del
capitalismo al negar la autonomía del arte, el cual representa, según
Adorno, la última garantía contra la recuperación burguesa. El posmo­
demismo ha abandonado la dimensión subversiva o crítica del moder­
nismo en provecho de una cohabitación simple con la sociedad posin­
dustrial. Jameson, sin embargo, deja abierta la posibilidad, sin
precisarla, de que el posmodernismo también ofrece una resistencia a
la lógica capitalista.
Habermas vinculó dramáticamente lo posmoderno y lo neo-conser­
vador en una conferencia de 1980 titulada: «La modernidad: un proyec­
to inacabado». La emprende a la vez contra lo neo-conservador social y
lo posmoderno en el arte como dos aspectos de la misma demisión
ante el modernismo, concebido éste dentro de la tradición de la Ilustra­
ción y purgado de sus componentes nihilistas. Según Habermas, la po­
sición neo-conservadora consiste en confundir lo inacabado de la mo­
dernidad con su fracaso. Después de superar este malentendido,
Habermas se propone salvar el poder emancipador universal de la ra­
zón ilustrada, condición de la democracia, contra los que asimilan razón
y totalitarismo. Esta defensa de la modernidad ilustrada y positiva, desa­
rrollada después en Le discoursphilosophique de la modernité, está diri­
gida particularmente contra la filosofía francesa de Bataille, Foucault y
Derrida, hasta los efímeros Nuevos Filósofos, considerada como un
nuevo oscurantismo.
Si la modernidad es la búsqueda de la Ilustración, como lo afirma
Habermas ¿depende siempre el eclecticismo cultural de lo conservador
en política? ¿Se basa lo posmoderno necesariamente en un rechazo de
la razón? Para poner en duda la fatalidad de la ecuación de lo posmo­
derno y lo neo-conservador, Huyssen señala que el posmodernismo
norteamericano, que incluye en su caldo ecléctico las culturas de las
minorías antaño víctimas del esnobismo del modernismo, responde a
las aspiraciones de los fieles de la contracultura de la década del 60.
Pero la mezcolanza, el abigarramiento, disuelven la virtud crítica o la
reemplazan por los buenos sentimientos, como ocurre en La Marsei-
llaisede Jean-Paul Goude, para el bicentenario del 14 de julio de 1789,
en la cual el regionalismo y el cosmopolitismo coexisten gentilmente,
entre citas de diversos orígenes cuyo montaje deja de ser subversivo.
Concedamos a Habermas que la perorata contra la razón se ha con­
vertido en un lugar común del ensayismo francés contemporáneo,
como en L’E redu videde Gilíes Lipovetski: «Sociedad posmoderna sig­
nifica (...) desencanto y monotonía de lo nuevo, (...) ya ninguna ideolo­
gía política es capaz de encender a las masas (...) ahora nos rige el
vacío, pero un vacío sin tragedia ni apocalipsis«. Estribillo muy conoci­
do; ahora lo elegante es escupir sobre los modernos. En un plano más
serio, la querella entre Habermas y el posestructuralismo francés surge
de un desacuerdo sobre el sentido de la noción moderno. En Francia se
entiende lo moderno en el sentido de la modernidad que comienza con
Baudelaire y Nietzsche y que por tanto implica el nihilismo; es ambiva­
lente desde sus orígenes en sus relaciones con la modernización y en
particular con la historia, en su desconfianza respecto al progreso; y es
esencialmente estética. Esto también da cuenta del otro malentendido
—entre los franceses y los norteamericanos— pues la modernidad en el
sentido francés, es decir baudelaireano y nietzschtiano, incluye la pos­
modernidad. En Alemania, en cambio, lo moderno comienza con la
Ilustración, y renunciar a ello hoy equivale a abandonar el ideal de las
Luces. Esta contradicción no se resuelve sin más argumentando que hay
una continuidad desde la Ilustración hasta el Gulag, pasando por los
jacobinos, Hegel y Marx. Hay, por supuesto, un posmodernismo con­
servador, pero este hecho no debería ocultar que la conciencia posmo­
derna, al refutar a la historia y al dogma del progreso, se vincula tam­
bién con los orígenes de la modernidad. El punto crucial es el cariz
crítico. Hay un posmoderno acrítico: el kitsch eterno. Lo posmoderno
crítico, en cambio, vuelve a hallar la verdadera modernidad. Si no es el
chauvinismo lo que me hace identificar la buena posmodernidad con la
modernidad baudelaireana.

Gianni Vattimo, no obstante, señala también una estrecha corres­


pondencia entre la teoría posmoderna y, si no Baudelaire, al menos
esas dos críticas de la filosofía clásica que son la doctrina nietzschiana
del eterno retorno y la «superación» de la metafísica en Ileidegger. Lo
esencial de la posmodernidad reside en efecto en el rechazo de la
noción moderna por excelencia, la de «superación», así como Nietzs-
che y Heidegger pusieron en tela de juicio el pensamiento europeo
«rehusándose al mismo tiempo a proponer una ‘superación’ crítica que
nos hubiera mantenido aún cautivos en su propia lógica del desarro­
llo». La posmodernidad entonces representa un viraje auténtico res­
pecto a la modernidad:
Lo «pos» de posmodemo, escribe Vattimo, indica en verdad una des­
pedida que, al intentar sustraerse a las lógicas del desarrollo de la
modernidad, y muy especialmente a la idea de una «superación» crí­
tica en aras de una nueva fundación, retoma la búsqueda emprendi­
da por Nietzsche y Heidegger en su relación «crítica» con el pensa­
miento occidental.
De todos los intérpretes de lo posmoderno, Vattimo parece darle el
más alto valor filosófico, el de una salida de lo moderno, no mediante
una superación ni un relevo sino, como afirma, por un «sobreponerse»,
como uno se recobra de una enfermedad.
Así, la posmodernidad vendría a ser no sólo una crisis más entre las
que han marcado la historia de la modernidad, la más reciente de las
negaciones modernas, el episodio más reciente de la rebelión del mo­
dernismo contra sí mismo, sino aun el propio desenlace de la epopeya
moderna, la toma de conciencia de que el «proyecto moderno», como
dice Habermas, será siempre un proyecto inacabado. El fin de la
creencia en el progreso no entraña empero una caída apocalíptica en
la irracionalidad. «Pensamiento débil» según Vattimo, la posmoderni­
dad sólo propone una manera diferente de pensar las relaciones entre
la tradición y la innovación, la imitación y la originalidad, que ya no da
el privilegio por principio al segundo término. Así, una larga serie de
oposiciones modernas pierden su eficacia: nuevo/antiguo, presente/
pasado, izquierda/derecha, progreso/reacción, abstracción/figuración,
modernismo/realismo, vanguardia/kitsch. La conciencia posmoderna
Ipermite así reinterpretar la tradición moderna, ya sin ver en ella una
alfombra voladora ni la gran aventura de lo nuevo. En cuanto el me-
sianismo pierde vigencia, se revelan las contradicciones, todos los aza­
res y todas las resistencias del modernismo en su marcha hacia ade­
lante. Nos hemos recobrado de la visión teleológica del modernismo,
lo cual no quiere decir que «todo vale» sino, más modestamente, que
ya no se puede rechazar una obra con el pretexto de que sea retrógra­
da o superada. Si el arte ya no persigue, de superación crítica en supe­
ración crítica, algún fin de abstracción sublime, como lo establecían
los relatos ortodoxos de la tradición moderna, entonces disponemos
de una libertad desconocida desde hace más de un siglo. Desde lue­
go, no es fácil usarla.

*>■
RETORNO A BAUDELAIRE

El arte moderno es paradójico. He querido explorar algunas


de las aporías de la estética de lo nuevo, motivos a un tiempo de su
grandeza y de su decadencia. Desde comienzos del siglo XIX, Hegel
juzgaba que la gloria del arte estaba tras él, en el pasado, y anunciaba el
fin del arte. ¿Presenciamos hoy, siempre diferido desde hace casi dos­
cientos años, este fin? Las vanguardias ignoraron el pronóstico de He­
gel; intentaron darle al arte un ideal presente y futuro. Pero la fe en lo
nuevo se basaba en tantas contradicciones que se destruyó a sí misma,
y parece que se ha cumplido todo el círculo que va de la ruptura con la
tradición a la tradición de la ruptura y, finalmente, a la ruptura con la
ruptura, o sea, nuestra posmodernidad.
Sin duda las contradicciones de la modernidad estaban planteadas
desde sus inicios: Baudelaire y Nietzsche las reconocieron. Sin embar­
go, durante mucho tiempo se creyó poder burlarlas. Hoy son lo decisi­
vo. Aunque la autosuficiencia fue siempre una aspiración de la moder­
nidad y la obra moderna sólo se medía consigo misma, la tradición
seguía allí presente bajo cuerda, aun sólo como el oficio. Pero el arte
moderno, al ir evacuando poco a poco las habilidades adquiridas, no
las reemplazó con ningún savoirfaire. Ahora, la mano ya no tiene nada
con qué romper, y se puede ser pintor sin saber pintar. Las vanguardias
históricas, nihilistas y futuristas, que se guiaban siempre por una teoría,
creían en un sentido del desarrollo artístico, pero el arte pop de la
década del 60, y luego el cualquier cosa de la década del 70, liberaron
al arte del imperativo de la innovación. Estamos curados de la enferme­
dad histórica moderna que diagnosticaba Nietzsche. El arte ha alcanza­
do la verdadera autosuficiencia hasta ahora proclamada pero no reali­
zada. Borra toda frontera entre lo aceptable y lo que no lo es, suprime
toda definición, positiva o negativa, del objeto artístico. El objeto ha
sido enteramente sustituido por nuestra relación con él, y en conse­
cuencia, cosa paradójica también, la libertad completa del arte acarrea
una disminución de sus posibles ¿cuántos colores se han perdido desde
hace cincuenta años? Desaparecieron como desaparecen algunas espe­
cies vivientes. La libertad del artista contemporáneo no le otorga ya una
responsabilidad social, puesto que el mercado y los mass media han
realizado lo que las vanguardias, siempre ambiguas ante el arte de élite,
no se atrevieron a hacer nunca.
El arte fue central para la conciencia moderna, porque lo nuevo,
como valor fundamental de la época, encontró en él por mucho tiempo
su legitimidad. La fe en el progreso es una fe en lo nuevo en tanto tal,
como forma y no como contenido. Como el tiempo moderno es abier­
to, el progreso, de suyo vacío, no tiene otro sentido que el de hacer
posible el progreso. El progreso entonces se convierte fatalmente en
una rutina, que disuelve el ideal del progreso. «Pero ¿dónde está, por
favor, la garantía del progreso para el mañana?» pregunta Baudelaire en
1855: «Sólo existe, digo yo, en vuestra credulidad y vuestra fatuidad».
Sólo el arte pudo preservar el énfasis de lo nuevo y salvar la fe en el
progreso. Pero la descalificación de lo nuevo, que ha invadido también
ahora el dominio del arte, da testimonio de una conciencia por fin lúci­
da de la modernidad, la de Baudelaire, que comprendió que el ideal
secular del progreso llevaba implícita la «identidad de dos ideas contra­
dictorias, libertad y fatalidad». Y añade, en Mon coeur mis á nu: «esta
identidad es la historia». Repuestos de la historia, hemos regresado en
verdad a Baudelaire.
Si es así, se trata entonces menos del fin del arte —que se sobrevive
a sí mismo desde hace casi dos siglos— que del fracaso de las doctrinas
que pretenden explicarlo. Las teorías modernista y vanguardista se­
guían siendo clásicas: la teoría de una historia teleológica concebida
como un desarrollo crítico hacia un fin. Extrañamente, el vocabulario
modernista pertenecía todo entero a la tradición clásica: historia, esen­
cia, reducción, purificación, razón, progreso, etc. Los relatos ortodoxos,
como el de Greenberg, son de inspiración kantiana, definen el arte
como una actividad autónoma que progresa por la autocrítica. Con la
posmodernidad, se corrige simplemente el retraso del pensamiento res­
pecto al arte desde Baudelaire. Justamente este desnivel es la caracte­
rística de la ilusión moderna. En este sentido, nuestro fin de siglo da fe
también de un retorno a Nietzsche, que establece la genealogía de la
tradición clásica a partir de la comprobación de que el progreso ya no
tiene ningún sentido para el hombre moderno, que la historia está abier­
ta sobre un vacío. El arte hoy da testimonio de este vacío sin preocupar­
se ya por saber a dónde va.
Pero ¿cómo dar cuenta de la tradición moderna sin doctrina del pro­
greso, sin conciencia histórica que perciba las etapas, las aporías suce­
sivas, en términos de causas y consecuencias, de superaciones críticas?
¿Cómo, al renunciar al historicismo genético, no desembocar en el
aplastamiento de los valores y exclamar también: -Todo vale»? Si el valor
no está ya identificado con lo nuevo, surge entonces la pregunta por la
legitimidad de mi propio relato, que no está exento de opciones. Todo
relato depende del desenlace que uno quiere darle. Sin desenlace que
proponer ¿cómo llevar a cabo un relato? Si la obra vale por sí misma y
no por su situación en la historia ¿cómo evaluar una serie de obras
discontinuas? Más allá de la autorreferencia y de la autosuficiencia del
arte que pone en tela de juicio su propio estatuto, el criterio es la ironía.
Baudelaire decía que Delacroix, como Stendhal, «tenía mucho miedo de
ser un engañado». Mis preferencias están del lado de los artistas que no
se dejaron engañar por la modernidad.
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Aillaud, Emile: 105-106
Apollinaire, Guillaume: 10, 42, 50-51, 72, 73
Aragon, Luis: 71-73
Aristoteles: 42
Arp, Jean: 76

Bacon, Francis: 17
Baju, Anatole: 39
Balzac, Honoré de: 15, 24, 37, 81
Barbedienne, Ferdinand: 59
Barth, John: 106
Barthes, Roland: 27, 95, 99
Bataille, Georges: 115
Baudelaire, Charles: 8-11, 13-15, 18-29, 31-32, 34, 38, 40-43, 45-47, 51,
54-55, 57, 61, 77, 84, 92-93, 98, 107,110, 116-117, 119-121
Baudrillard, Jean: 112
Bauhaus: 67, 100-101, 114
Beckett, Samuel: 47, 96, 107
Bellay, Joachim du: 37
Benjamin, Walter: 10, 14-15, 46, 62, 87
Bernard de Chartres: 16
Bèze, Théodore de: 37
Blake, Peter: 100-101
Blanchot, Maurice: 35, 46-47, 98, 108
Bôclin, Arnold: 76
Bodin, Jean: 17
Bofill, Ricardo: 104
Boileau-Despréaux, Nicolas: 19
Bonnefoy, Yves: 108
Borges, Jorge Luis: 107
Borromini, Francesco: 104
Bossuet, Jacques Bénigne: 19
Boudin, Eugène: 25
Bouguereay, William: 30
Bourget, Paul: 26
Brancusi, Constantin: 90
Braque, Georges: 50, 53-54, 114
Brecht, Bertolt: 78
Breton, André: 45, 70-71, 73, 75-76, 78, 109
Brunetière, Ferdinand: 20
Burén, Daniel: 114
Bürger, Peter: 60-62, 76
Bume-Jone, Edward: 65
Bourroughs, William: 110
Butor, Michel: 159

Cabanel, Alexandre: 29-30


Calinescu, Matei: 109-110
Calvino, Italo: 106
Camus, Albert: 94
Castelli, Leo: 86
Céline, Louis-Ferdinand: 94, 108
Cervantes, Miguel de: 70
Cézanne, Paul: 8, 32, 51-55, 65, 74, 76, 114
Chagall, Marc: 78
Chambord, Principe de: 40
Chateaubriand, François-René de: 19
Chemetov, Paul: 105
Chopin, Frédéric: 21
Clair, Jean: 79, 89
Cocteau, Jean: 77
Comte, Auguste: 110
Condorcet, Marqués de: 19
Coover, Robert: 106
Courbet, Gustave: 8, 24-25, 27-29, 35, 38, 50
Couture, Thomas: 11, 32
Crow, Thomas: 32, 40

Daix, Pierre: 29
Dali, Salvador: 72, 74-75, 78
Damisch, Hubert: 83
Darwin, Charles: 22, 40, 110, 111
David, Jean-Louis: 24, 27
Debussy, Claude: 65
De Chirico, Giorgio: 72-74, 75
De Kooning, Willem: 79, 86, 94
Delacroix, Eugène: 22, 24, 28, 121
Delvaux, Paul: 72, 75, 76
De Man, Paul: 23, 44-47
Denis, Maurice: 41
Derrida, Jacques: 95, 99, 116
Descartes, René: 17
Dubuffet, Jean: 81, 82, 94, 96
Duchamp, Marcel: 10, 45, 72, 73, 76, 78, 86-93, 111, 114
Durand-Ruel, Paul: 40
Duras, Marguerite: 109
Duret, Théodore: 39, 40, 41

Eco, Umberto: 112, 113


Eliot, T.S.: 70, 107, 109
Ernst, Max: 74, 76, 78
Euripides: 20

Faulkner, William: 82, 94, 95


Fénéon, Félix: 38
Feyarabend, Paul: 106
Flaubert, Gustave: 8, 35, 38
Fontenelle, Bernard Le Bovier de: 18, 19
Forets, Louis René des: 108
Foucault, Michel: 75, 95, 98, 115
Fourier, Charles: 38, 39
Freud, Sigmund: 71
Friedrich, Hugo: 42-47, 49, 107

Gales, Principe de: 103


García Márquez, Gabriel: 106
Gauguin, Paul: 52
Gaulle, Charles de: 107
Giacometti, Alberto: 76
Giorgione: 29, 57
Goncourt, Edmond y Jules de: 14
Goude, Jean-Paul: 116
Goya y Lucientes, Francisco: 9, 31
Graves, Michael: 104
Greenberg, Michael: 48-55, 57, 80-82, 95, 112, 121
Gropius, Walter: 78, 100
Guggenheim, Peggy: 78, 79, 83
Guys, Constantin: 22-27

Habermas, Jürgen: 62, 99, 115-116, 117


Hassan, Ihab: 98
Hawkes, John: 106
Hegel, G.W.F.: 40, 43, 48, 110, 116, 119
Heidegger, Martin: 47, 117
Heisenberg, Werner: 89
Henry, Charles: 39
Hitler, Adolf: 74, 114
Hopper, Edward: 79
Howe, Irving: 98
Huysmans, Joris-Karl: 15, 26
Huyssen, Andreas: 110, 116

Ingres, J.A.D.: 25, 32, 50

Jameson, Fredric: 115


Jauss, Hans Robert: 15, 19, 21
Jencks, Charles: 102
Johns, Jaspers: 85, 110
Johnson, Philip: 105
Joyce, James: 47, 70, 82, 94-95, 108, 109
Jung, Carl: 71

Kafka, Franz: 70, 94, 95, 109


Kahnweiler, Daniel-Henry: 50
Kandinsky, Wassily: 10, 63-69, 81, 82, 100
Kant, Emmanuel: 8, 48, 121
Kennedy, John F., y Jacqueline: 92
Keroüac, Jack: 110
Klein, Yves: 28
Kuhn, Thomas: 98
Kundera, Milan: 107

Lacan, Jacques: 95, 99


La Fontaine, Jean de: 19
Lautréamont: 38, 45
Le Corbusier: 101, 104, 113
Ledoux, Nicolas: 104
Léger, Ferdnand: 53, 78, 80
Leiris, Michel: 32
Leonardo da Vinci: 91-92
Lichtenstein, Roy: 85
Lipovetski, Gilles: 116
Loos, Adolf: 100
Luis XIV: 20
Lukács, Georg: 59
Lyotard, Jean-François: 94, 112, 114, 115

Maquiavelo, Nicolás: 17
Maeterlinck, Maurice: 65
Magritte, René: 72, 75
Maistre, Joseph de: 45
Malevitch, Kazimir: 43, 63, 69
Mallarmé, Stéphane: 8, 27, 32, 42-47, 107
Malraux, André: 92
Manet, Edouard: 8, 10, 14, 21, 24-25, 27, 28-33, 35, 37-39, 48
Mann, Thomas: 109
Mao Zedong: 96
Marx, Karl: 48, 55, 59, 60, 79, 110, 114, 115, 116
Masson, André: 76, 78, 81
Matisse, Henri: 32, 65
Matta, Roberto: 78
Meissonier, Ernets: 74
Meschonnic, Henri: 111
Mies van der Rohe, Ludwig: 78, 100, 101, 105
Miró, Juan: 76, 82
Mondrian, Piet: 63, 67-69, 78, 80, 81, 83
Monet, Claude: 10, 21, 81
Monroe, Marilyn: 91
Montaigne, Michel de: 16, 17
Moore, Henry: 90
Moreau, Gustave: 76
Morris, William: 87
Motherwell, Robert: 79, 82, 83
Musil, Robert: 94

Nabokov, Vladimir: 107


Namuth, Hans: 84
Napoleón III: 29
Nerval, Gérard de: 46
Newman, Barnett: 79
Nietzsche, Friedrich: 8, 14, 22-24, 26, 27, 45, 110, 116, 117, 120-121
Nouvel, Jean: 105

Panofsky, Erwin: 78
Pascal, Biaise: 7, 8, 10, 17
Pasquier, Etienne: 37
Paz, Octavio: 8, 17
Pei, I. M.: 105
Peletier du Mans, Jacques: 37
Perrault, Charles: 18-19
Petronio: 114
Picabia, Francis: 73 74
Picasso, Pablo: 10, 31, 32, 51, 53, 54, 64, 65, 72, 80, 82, 113-114
Pissarro, Camille et Lucien: 38
Platon: 43
Poe, Edgar Allan: 46, 47, 113
Poggioli, Renato: 39
Pollock, Jackson: 48, 53, 79-85, 93, 95
Portoghesi, Paolo: 104
Pound, Ezra: 8, 70, 109
Poussin, Nicolas: 52, 57
Proust, Marcel: 10, 20, 46, 47, 67, 68, 70, 95, 96, 108, 109
Pynchon, Thomas: 106
Queneau, Raymond: 73, 94
Quinault, Philippe: 19

Racine, Jean: 19
Rafael: 29
Rauschenberg, Robert: 85, 86, 110
Reverdy, Pierre: 75
Rimbaud, Arthur: 13, 14, 36, 39, 42.46
Rivera, Diego: 79
Robbe-Grillet, Alain: 8, 94-95, 107, 108, 109
Ronsard, Pierre de: 37
Rosenberg, Harold: 78, 80, 89
Rossetti, Dante Gabriel: 65
Rothko, Mark: 79, 94
Rousseau, Jean-Jacques: 8
Rowe, Colin: 103
Ruskin, John,:87

Sainte-Beuve, Charles-Augustin: 46, 96


Saint-Evremond, Charles de: 19
Saint-Simon, conde de: 37, 39
Sarraute, Nathalie: 109
Sartre, Jean-Paul: 8, 57, 94
Scève, Maurice: 37
Schönberg, Arnold: 65, 78, 81
Schopenhauer, Arthur: 47, 67
Seurat, Georges: 39, 50, 51
Signac, Paul: 39-40
Simon, Claude: 107
Sollers, Philippe: 96
Sôfocles: 20
Spinoza, Baruch de: 18
Staël, Nicolas de: 94
Stendhal: 10-22, 40, 121

Tanguy, Yves: 74, 76, 78


Titien: 29, 31
Toynbee, Arnold: 98
Trotski, Leon: 79
Tschumi, Bernard: 105
Turner, J. M. W.: 28
Tzara, Tristan: 70

Valéry, Paul: 8, 21, 28, 32, 45, 47, 61, 97


Van Gogh, Vincent: 52
Vattimo, Gianni: 14, 99, 117
Venturi, Robert: 103
Vincent de Lérins: 17

Wagner, Richard: 14, 20, 23, 26, 65


Warhol, Andy: 85, 91-93, 96
Wilde, Oscar: 47
Woolf, Virginia: 82, 94, 109
Wright, Frank Lloyd: 101

Zola, Emile: 31, 40, 51


P reám bu lo ................................................................................................ 7

El prestigio de lo nuevo .
B ernard de C hartres, B aijdelaire, M a n e t .................................................................... 13
I ......................................................................................................14
II .....................................................................................................21
I II ................................................................................................... 28

La religión del futuro :

35
vanguardias y relatos o r t o d o x o s ..................................................................................

I ......................................................................................................37
II .....................................................................................................41
I II ................................................................................................... 48

T eoría y terror:
LA ABSTRACCIÓN Y EL SURREALISMO ............................................................... 57
I ...................................................................................................... 58
II .....................................................................................................63
I II ................................................................................................... 70
La f e r ia d e l a s il u s i o n e s :

EXPRESIONISMO ABSTRACTO Y ARTE POP ..........................................................79


I ........................................................................................................ 80
II .................................................................................................... 87
I II ...................................................................................................96

S i n ALIENTO: POSMODERNISMO Y PA L IN O D IA ..................................................................................... 99


1 ................................................................................................................ 102
II .................................................................................................. 108
I II ................................................................................................. 114

C onclusió n ............................................................................................................................121

R etorno a B audelaire ......................................................................................................121

B ibliografía .......................................................................................................................... 125

I n d ic e o n o m á s t ic o 131
OTROS TITULOS

LA PRIMACIA
DEL COLOR
Ariel Jiménez
LA CABALA
Y LA CRITICA
Harold Bloom
EL CIRCULO
DE LOS FUEGOS
Jacques Lizot
EL DISCURSO
DE LA ABUNDANCIA
Julio Ortega
ANTIGUAS FORMACIONES
Y MODOS DE PRODUCCION
VENEZOLANOS
Mario Sanoja
Iraida Vargas
DEL CUENTO
Y SUS ALREDEDORES
Carlos Pacheco
Luis Barrera Linares
Concisaunaclaridad,
tan contundente como pre­
Antoine Compagnon
expone en el presente libro los proble­
mas más acuciantes del arte de nuestro
tiempo. Tomando como punto de par­
tida la idea de una modernidad que se
contradice constantemente a sí misma y
hace de esa contradicción una de las
fuentes más vivas de su continuidad
—hoy puesta en entredicho—, Compag­
non propone una relectura de lo moder­
no a partir de cinco paradojas funda­
mentales: la superstición de lo nuevo, la
religión del futuro, la manía teorizante,
la relación con la cultura de masas y la
pasión de la negación. Cada una de es­
tas paradojas enlaza con un momento
crucial de la tradición moderna. La pri­
mera se vincula con la crisis provocada
en la pintura occidental con la aparición
de la Olympia de Manet, en 1863. La se­
gunda tiene que ver con la vanguardia,
el cubismo de Braque y Picasso, los ca-
ligramas, los ready-made, Kandinsky y
Proust. La tercera, con el Manifiesto su­
rrealista y sus derivaciones. La cuarta,
con el período que va de la llamada «gue­
rra fría» a los sucesos de 1968. La quin­
ta, finalmente, está en pleno proceso ba­
jo el problemático nombre de «posmo­
dernidad».
Profesor en la Universidad de
lumbia, Nueva York, Antoine Compag­
non es autor de varios estudios: La Se­
conde Main ou le Travail de la citation
(1979), Nous, Michel de Montaigne
(1980) y Proust entre deux siècles (1989).

ESTUDIOS
MONTE AVILA EDITORES

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