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A pesar de que la Guerra Cristera (1926-1929) había terminado con los mal
llamados “arreglos” entre los obispos mexicanos y el gobierno de Emilio Portes Gil
(sucesor del presidente Calles), en algunos estados de la República Mexicana
continuaba, sin menguar un ápice, la persecución religiosa. Entre estas entidades
se encontraban Tabasco –ya vimos los diabólicos atropellos anticatólicos
perpetrados por Garrido Canabal y sus secuaces– y Veracruz. En 1931, el
gobernador Adalberto Tejeda, feroz anticlerical, promulgó una ley (decreto 1927 o
“Ley Tejeda”) para reducir, por enésima vez, el número de los sacerdotes. El día
que entró en vigor la legislación, varios hombres armados entraron al templo de la
Asunción y, sin previo aviso, abrieron fuego contra los presbíteros. El padre Landa
fue gravemente herido y el padre Rosas se ocultó en el púlpito y salvó la vida
milagrosamente. El padre Ángel Darío Acosta Zurita –de quien hablaré en futuras
publicaciones– iba saliendo del baptisterio, ya que acababa de bautizar a un niño;
las balas lo derribaron de inmediato. El eclesiástico, que tenía apenas tres meses
de ordenado y que había cantado su primera Misa hacía dos, alcanzó a exclamar
“¡Jesús!” y murió poco después, tirado en el charco que su sangre había formado;
un compañero sacerdote, un padre apellidado de la Mora alcanzó a darle los últimos
auxilios.
El obispo Rafael Guízar y Valencia, hoy canonizado, protestó contra las medidas
dictadas por Tejeda y por el asesinato de los dos sacerdotes y pidió la derogación
de la ley. El gobierno se negó. En consecuencia, el prelado suspendió el culto en la
entidad. Esta situación se prolongó hasta 1937.
A la par que la práctica de la religión católica en público era imposible, las Misas
clandestinas volvieron a ser parte de la vida cotidiana de los fieles. La joven Leonor
solía concurrir a ellas.
«Lejos de darles el pésame les felicito de la manera más calurosa; pues la joven
mártir ya está en el Cielo y S.S. [Su Señoría] y el grupo de católicos padecieron
encarcelados por amor a nuestro Divino Redentor. Envidio la suerte de Uds. que
padecieron por Cristo [...]. Tengamos muy presente que mientras mayores sean
nuestros sufrimientos en este mundo, más grandes deben ser nuestros esfuerzos
por unirnos a la Cruz de nuestro Redentor Divino, seguros de que así seremos
verdaderos apóstoles de Cristo, y, en medio de las horribles tempestades, subirán
triunfantes al Cielo millares de almas [...]. Trabajemos por Dios hasta morir; ésta es
nuestra misión sobre la tierra; busquemos el reino del Cielo para nosotros y para
nuestros hijos con toda la ansiedad del alma».
Fuentes consultadas