Sie sind auf Seite 1von 4

DOMINGO

REPORTAJE A TERESA TORRALVA


“Para el Alzheimer no hay bótox”

En coincidencia con el Día Mundial del Alzheimer, una de las principales especialistas argentinas advierte que, más allá
de los componentes genéticos del mal, hay factores de riesgo como el colesterol y la presión arterial. Subraya la
importancia de la salud emocional y la actividad intelectual, que pueden retrasar su desarrollo.
Por Magdalena Ruiz Guiñazu

Origen. “Así como ocurre con la piel, el cerebro se va arrugando, atrofiando, pero en forma proporcionada. En
el Alzheimer, la atrofia es específicamente en el área clave de la memoria.”

La doctora Teresa Torralva es jefa de Neuropsicología y Rehabilitación Cognitiva de INECO (Instituto de Neurología
Cognitiva) y en el Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro.
—Formamos un grupo de profesionales liderados por el doctor Facundo Manes –explica–. Somos neurólogos,
neuropsiquiatras, neuropsicólogos, terapistas ocupacionales, biólogos y matemáticos que estudiamos el funcionamiento
del cerebro.
Esta enumeración impresionante es acompañada por una gran sencillez con la que esta mujer (sorprendentemente
joven) añade que estudia la relación del cerebro con la conducta y que “por ejemplo, cuando estamos contentos o
tristes, cuando olvidamos o no prestamos atención, entendemos que algo está pasando en nuestro cerebro”.
Reina mucha actividad en lo que fuera una casa de familia en Barrio Parque y en la que INECO realiza las
investigaciones que están llamadas a aliviar, en el mundo actual, dolencias y enfermedades que, en muchos casos,
terminan también por afectar a la familia del paciente.
—El tema, de alguna manera, nos toca a todos. Y en esta semana en la que se nos recuerda que, solamente en
Argentina, hay 400 mil personas que sufren del mal de Alzheimer, ¿quién no teme perder alguna de sus
facultades intelectuales?
—Mire, el Alzheimer es una epidemia. La cifra que usted menciona es correcta en cuanto a la Argentina pero, en el
mundo, hay 26 millones de personas que sufren esta dolencia y se calcula que para el año 2050 serán 100 millones.
—¿Algo así como una peste?
—¿Por qué menciono la palabra epidemia? ¿Qué es lo que causa el hecho de que ahora nos encontremos con esto?
Porque la descripción de la enfermedad de Alzheimer (que lleva el nombre de Aloïs Alzheimer, su descubridor) hace ya
más de 100 años es muy parecida a lo que es hoy día. Entonces hay que preguntarse: “¿Por qué ahora nos
encontramos con tantos casos?”. Creo que la primera causa de esta gran epidemia es que ha crecido enormemente la
pirámide poblacional. La expectativa de vida ha aumentado en forma notable y la proporción de personas mayores de
65 años que padecen la enfermedad de Alzheimer es de 1 cada 20. Y en mayores de 80 años, 1 de cada 5. Es un 25%
y este hecho hace que la enfermedad se haya convertido en una epidemia. Esto nos preocupa enormemente porque,
hasta ahora, la enfermedad de Alzheimer no tiene cura. No existe, tampoco, ninguna medicación en particular que
pueda prevenirla.
—Qué curioso. Es como si, de pronto, haber desafiado a la naturaleza prolongando notablemente la extensión
de la vida tuviera una dura respuesta. Surge una comparación con los casquetes polares que se derriten por la
contaminación que traen sociedades muy industrializadas. No sé si Matusalén tenía realmente 100 años (vaya
uno a saber cómo contaban el tiempo en las Escrituras), pero lo cierto es que, para el lego, surge que el

1
prolongamiento de la vida no es necesariamente una mejor calidad de vida. ¿Esta prolongación, doctora, es
fruto de una medicina más sofisticada?
—Probablemente sea así. Es cierto. Si uno piensa que en la Edad Media la expectativa de vida era de 25 años, y hoy la
media está alrededor de los 80. Es cierto que hoy prolongamos la vida y tenemos menos enfermedades físicas, pero la
gran preocupación actual es cómo acompañamos nuestro físico con algo tan importante en nuestro propio cuerpo como
es el cerebro. Y esto nos lleva a investigar cuáles son las causas. Si no podemos combatir las causas (tal como ocurre
actualmente), ¿qué hacemos entonces con las consecuencias de esta enfermedad? Como le decía recién, hoy no hay
una farmacología específica que pueda detener la progresión de la enfermedad. Lo que sí puede lograrse es un proceso
más lento. Hay dos tipos de fármacos. Unos para el enfermo que transita por una etapa moderada, leve. Y otros que
son necesarios cuando el paciente presenta un deterioro mayor. Sin embargo, toda la comunidad científica a nivel
mundial está trabajando sobre la reducción de los factores de riesgo que nos llevan a la enfermedad de Alzheimer. Un
factor de riesgo es la edad y contra eso no podemos hacer mucho. Como le decía, la pirámide crece, la gente crece y la
proporción de gente con Alzheimer es mayor.
— ¿Quiere decir, en lenguaje común, que lo que no puede reducirse es el desgaste de las neuronas?
—En términos comunes, sí. Le digo más: existe una especie de disfraz que llamamos “arrugas en el cerebro”. Lo mismo
que ocurre con nuestra piel más allá de que exista el bótox. Para el cerebro, en cambio, no hay bótox. El cerebro se va
arrugando, se va atrofiando pero en forma proporcionada. En la enfermedad de Alzheimer la atrofia es específicamente
en el área clave de la memoria, que son los hipocampos. Se atrofian selectivamente, detrás de las orejas. Los
hipocampos tienen forma de caballito de mar y en todas las personas se atrofian con el paso del tiempo. Pero en las
que sufren la enfermedad de Alzheimer se generan placas y ovillos en ese lugar que generan una atrofia mucho mayor,
y por eso es que allí se pierde principalmente la memoria. Luego, esto se disemina en todo el cerebro y genera una
problemática aún mayor, cuando la persona deja de reconocer a sus familiares.
— ¿Es cierto, doctora, que se pierde la memoria pero de una manera muy especial, y que esos enfermos
reconocen a las personas pero no saben dónde ubicarlas en el tiempo y en el espacio?
—Existe una especie de memoria emocional. Más allá de los aprendizajes recientes que se pierden, la memoria
emocional intuitiva se mantiene. Esto hace que uno pueda decir: “Yo conozco a esa persona pero no sé ni cómo ni de
dónde. En realidad, tampoco sé cuál es mi vínculo con esa persona pero esta persona me cae bien y la quiero”. Esto se
mantiene hasta muy avanzada la enfermedad. Pero vamos a los factores de riesgo. Observemos dónde estamos
parados, hoy. Por un lado, ya hemos hablado de la edad y, por otro, tenemos la genética. Y la genética es complicada
porque, en este momento, no se pueden cambiar los genes que anuncian que vamos a tener la enfermedad de
Alzheimer. Pero hay otros muchos factores de riesgo (que son los que quisiera subrayar) y en los que se puede trabajar
muy bien. Me refiero a los factores de riesgo vasculares. Se sabe que hay una gran asociación entre la enfermedad
vascular que hace a la irrigación sanguínea de nuestro cerebro y la enfermedad de Alzheimer. También hay que
cuidarse el colesterol y la presión arterial, porque son dos factores importantísimos para disminuir el riesgo de la
enfermedad. Es fundamental cuidar la presión arterial alta, consumir una dieta sana. La alimentación sana es muy
importante para el cerebro. Del mismo modo, la actividad física y la salud emocional.
— ¿La salud emocional?
—Hay una gran relación entre la depresión y la enfermedad. Me explico: no es que la depresión genere el Alzheimer
sino que quizá predispone a ella. Entonces: salud física, salud emocional, salud social, relaciones sociales –ya que los
vínculos sociales son una gran ayuda para que las personas se sientan mejor emocionalmente– son, a la vez, un factor
protector.
—Bueno, ésta es una sociedad en la que hay muchos solitarios.
—Es cierto. Hay varios estudios que demuestran que el hombre es, realmente, un ser social y que necesita serlo hasta
el fin de sus días. Por lo tanto, generar vínculos es muy importante. Y yo diría que el último factor protector es el
entrenamiento cognitivo al que yo me dedico. Las personas que más entrenan su cerebro y lo tienen más activo (que le
generan desafíos y cambios al cerebro) también están protegiéndose. En cambio, el ajedrecista que durante toda la vida
juega al ajedrez ya no encuentra en el juego un desafío particular. Hay que generar cambios, desafíos y aprendizajes en
todas las etapas de la vida. Esto es lo que más necesita nuestro cerebro. Además, reitero, es un factor protector para el
deterioro cognitivo que se genera con el tiempo.
—Qué curioso, doctora. De acuerdo a lo que usted me dice, la competitividad debería ser un factor positivo y,
sin embargo, es también motivo de un terrible estrés en una sociedad que deja de lado a los viejos.
—Es cierto. Yo creo que la competitividad es muy importante pero en un nivel de estrés adecuado. Cuando se pasa
cierto nivel, el estrés deja de ser adecuado y comienza a alejarnos. Entonces creo que la competencia sana es muy
importante, pero cuando la competencia genuina acarrea síntomas emocionales de tal calibre que terminan por
paralizarnos, obviamente deja de ser buena. Resumiendo, entonces: en el caso del Alzheimer lo más importante sería
encontrar las formas de retrasar la aparición de los síntomas de tal manera que podamos disminuir la prevalencia de la
enfermedad en la Argentina y en el mundo. Es importante retrasar la aparición de los síntomas trabajando en los
factores de riesgo. La salud física, emocional, el entrenamiento cognitivo, controles de presión, colesterol. Fíjese,
estamos muy entrenados para cuidar nuestro corazón. Nos preocupamos de todo lo que pueda ser malo para el
corazón. Bueno, eso mismo se aplica al cerebro. Lo que es malo para uno también lo es para el otro. Hay un estudio
muy interesante que se ha hecho en los Estados Unidos con un grupo de monjas de Notre Dame y que es muy
representativo de lo que queremos transmitir. Fíjese que, al observar esta congregación, los estudiosos del cerebro se
preguntaban por qué allí la tasa de prevalencia de Alzheimer era mucho menor que en el resto del mundo. ¿Cómo era
posible que estas monjas, de edades tan avanzadas, tuvieran tan poca prevalencia de Alzheimer? Comenzaron
entonces a estudiar detalladamente lo que ocurría en esta congregación. Incluso se ha publicado un paper (documento

2
científico) sobre la superiora, madre Marion. Ella había decidido hacerse una evaluación cognitiva una vez por año para
controlar el funcionamiento de su cerebro. Regularmente concurría al hospital más cercano y sus resultados eran muy
buenos. Excelentes capacidades intelectuales. Estamos hablando de una persona que comenzó a chequearse a partir
de los 90 años. Falleció a los 101 años y dejó las disposiciones necesarias como para donar su cerebro para ser
estudiado. Es algo bastante común en los Estados Unidos. No así entre nosotros. Bueno, cuando estudiaron el cerebro
de esta mujer particularmente inteligente y con facultades cognitivas tan normales, al hacer la anatomía patológica,
vieron que en los sectores del cerebro característicos, típicos, de la memoria, tenía estas placas y ovillos de los que
hablamos recién y que son los marcadores anatomopatológicos de la enferemedad de Alzheimer. O sea que esta mujer
tenía una mente intacta y un cerebro con Alzheimer.
—Pero, ¿cómo?
—Mire, en aquel momento fue despampanante. ¿Cómo puede ser, se decían los investigadores, que hayamos
encontrado un cerebro con esta enfermedad en una señora funcional, tan intelectual y con sus capacidades intactas?
Comenzaron entonces a estudiar qué hacían realmente estas monjitas, además de rezar. Encontraron que su actividad
intelectual era tan grande que lo que había sucedido con la Madre Superiora era que a través del entrenamiento
cognitivo había logrado retrasar la aparición de los síntomas que estaban latentes.
—¿Como agazapados?
—La enfermedad estaba allí, pero lo notable es que nunca pudo pasar de los síntomas típicos de la enfermedad. ¿Qué
nos dice esto a los que estamos estudiando el cerebro? Nos dice que, más allá de que la enfermedad aparezca o no en
nuestro cerebro (y esto tiene que ver con la edad y la genética), cuantas más herramientas tengamos para retrasar la
aparición de la enfermedad latente mejor podremos vivir, como le ocurrió a la monjita, que no tuvo síntomas visibles.
—Específicamente, ¿qué hacía la madre Marion?
—Estas monjas relataban que, todos los días, tenían debates de cuatro horas durante la mañana. Los repetían por la
tarde y discutían temas como la política de los Estados Unidos, la Biblia, conflictos sociales. Esto les exigía una gran
actividad intelectual y, además, se hizo con esta congregación algo muy interesante. Los especialistas que se dedicaron
al caso pidieron los diarios privados que redactaban las monjas, inclusive el de la madre Marion, y observaron una
correlación positiva entre la riqueza del vocabulario que usaban y los signos cognitivos. Quienes tenían una mayor
riqueza de vocabulario y podían expresarse con mayor claridad y complejidad tenían menos síntomas que las que lo
hacían de manera más sencilla. Esto introduce en el debate cuánto significan la educación y el medio ambiente en
nuestras vidas. Es absolutamente cierto que, en una familia, hay una gran correlación (en cuanto a signos cognitivos y
la aparición de la enfermedad) con el nivel de educación de los padres y de sus hijos.
—¿Por ejemplo, usted no cree que la gente que no lee (y nuestros jóvenes leen poco) y tiene sólo una
información que podría llamarse “de pantalla” no sufre, a la larga, algún tipo de retroceso?
—Sí, yo lo veo así. Es preocupante. Al leer menos libros el vocabulario se restringe y es reemplazado por el que
aparece en las computadoras y que es muy diferente a un texto literario. Faltaría entonces el hábito. Pero lo que es
cierto es que la juventud de ahora cuenta con diferentes tipos de estimulación. Los cerebros de los jóvenes están muy
estimulados. Es otro tipo de estimulación, repito, puesto que las costumbres son diferentes. Yo insisto en que, en lo
relativo al desarrollo del lenguaje, la falta de contacto con los libros es una preocupación. Hasta van variando las
denominaciones de algunas pruebas de lenguaje. Cuando queremos evaluar a una persona con palabras que
desconoce habrá que modificar también las tareas que ella realiza en la clínica. De hecho, nosotros recomendamos la
lectura. El lenguaje se sostiene con el paso del tiempo. Es raro que, entre las personas normales, alguien pierda su
lenguaje, salvo que tenga alguna enfermedad. Sin embargo, es cierto que, a medida que pasa el tiempo, demoramos
más en encontrar la palabra adecuada. A partir de los 65 años mucha gente dice: “No es que tenga un problema de
lenguaje, sino que no puedo hablar tan de corrido como antes. Me falta la palabra exacta”.
—Bueno... y también recordar los nombres.
—Los nombres son el gran tema del momento. El individuo comienza a preguntarse: “¿Tendré algo? No me acuerdo de
nada”. Lo cierto es que, más allá de los nombres que es un tema especial, con respecto al lenguaje y al vocabulario, si
continuamos con la lectura y la riqueza de términos que encierra un libro, habitualmente mejoramos en tiempos de
recuperación el lenguaje. Y es muy importante.
—No sé si esto es muy científico, doctora, pero si cuando no recordamos un nombre comenzamos a ponernos
ansiosos, será mucho más difícil recuperarlo que haciendo un paréntesis de serenidad en el cual,
milagrosamente, caerá la ficha que corresponde al nombre buscado.
—Es cierto. La investigación no demuestra por qué sucede pero la realidad es que cuando uno se pone nervioso y
ansioso nuestros hipocampos se estresan. Y este estrés no es positivo y no logra la recuperación de la información. Por
eso las técnicas de relajación son muy importantes para personas con trastornos de memoria. Hay muchas técnicas
para tranquilizarse y, a partir de allí, recuperar la información.
—¿Por qué los recuerdos de infancia o de juventud son los que más se mantienen al final de la vida?
—Esto tiene una explicación muy sencilla: la memoria se divide en varios tipos de memoria. Una, reciente, que es la
información adquirida y almacenada en los últimos diez años y otra, el resto, podría llamarse “memoria remota”. Esta es
la que tiende hacia el pasado. La memoria reciente, en cambio, se consolida en el hipocampo. Esto es en una
estructura cerebral, dentro de los lóbulos temporales y allí se consolida y se guarda durante un tiempo. Lo que no se
sabe exactamente es por cuánto tiempo. Se cree que es alrededor de diez años. Luego, esa información pasa a otros
sectores del cerebro, a los lóbulos temporales laterales, y que no son afectados por la enfermedad de Alzheimer.

3
Recordemos, como señalábamos recién, que esta enfermedad influye específicamente en los hipocampos que
comienzan a atrofiarse. Por eso se afecta la información reciente.
—Tenemos entendido también que usted y su equipo han diseñado un nuevo test breve para alertar en forma
temprana la demencia frontal.
—Hace aproximadamente diez años que estamos trabajando con una patología que se llama la demencia fronto-
temporal, que así como le expliqué recién lo que es la enfermedad de Alzheimer que afecta a los hipocampos, en la
demencia fronto-temporal se atrofian los lóbulos frontales y temporales laterales. Es otro tipo de demencia, en la que el
paciente no tiene problemas de memoria sino problemas o cambios de personalidad. Estos cambios de personalidad
hacen que la familia consulte, porque la persona afectada está entre los 60 y 65 años (generalmente más joven que en
la enfermedad de Alzheimer) y comienza a hacer cosas que habitualmente no hacía y a decir cosas que tampoco decía.
Está más desinhibida, más irritable y tiene fallas en lo que es el funcionamiento ejecutivo: organizar, planificar, tomar
decisiones. Y esto, lógicamente, tiene una implicancia muy importante en la vida de cada uno. A la vez, a esta demencia
se la distingue de las enfermedades psiquiátricas porque, en realidad, no es una característica que se manifestó durante
toda la vida sino que empieza a aparecer progresivamente, como le decía, alrededor de los 60 años.
— ¿Esta demencia fronto-temporal es fácil de detectar?
—No. Y es porque el paciente no viene al consultorio y dice: “Tengo este problema de memoria”, como ocurre en el
Alzheimer. En general es la familia la que manifiesta: “Fulano está raro y hace cosas que no hacía antes”. Lo que
sucede es que se está atrofiando el lóbulo frontal, que es nuestro comandante en jefe del cerebro. Por ejemplo, el lóbulo
frontal es el que pone el freno de mano cuando uno está por decir algo inapropiado; que prevé las consecuencias a
largo plazo de nuestro comportamiento. Cuando esto se atrofia, el paciente en realidad se siente liberado, se siente
bien, tiene anosognocia (no darse cuenta de lo que uno tiene) y, por lo tanto, es el familiar quien está desesperado. No
hay muchas herramientas para este tipo de demencia; tampoco se conoce demasiado y, por suerte, en este momento
los especialistas hemos empezado a hablar de esto. Por eso hemos diseñado un test muy breve, que dura alrededor de
siete minutos, en el que uno puede evaluar el funcionamiento del lóbulo frontal. Es un test de rastrillaje (screening) que
detecta si hay algo que no está funcionando bien. Con este test no se hace diagnóstico. Simplemente es un llamado de
atención a que hay algo que no está funcionando en el lóbulo frontal. Por lo tanto, ahí veremos si este paciente necesita
una resonancia magnética o una evaluación neuropsicológica más extensa para estudiar el funcionamiento del lóbulo
frontal. Nosotros, en INECO, también compartimos nuestro trabajo con el Instituto de Neurociencias de Favaloro.
Tenemos un equipo conjunto y yo soy jefa de neuropsicología de los dos. Hace un mes que acabamos de publicar este
trabajo en la importante publicación científica Journal of the International Neuropsychological Society.

ToggleB
utton1
Edición Impresa
Domingo 27 de Septiembre de 2009
Año III Nº 0404
Buenos Aires, Argentina
Esta edición | Ultimo Momento | Políti

Das könnte Ihnen auch gefallen