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Gustavo Bueno / Principios de una teoría filosófico política materialista

 
Gustavo Bueno

Principios de una teoría filosófico política materialista


Oviedo, 15 de febrero de 1995
E00-TEM1.01

Tema 1. Los principios de una teoría filosófico-política materialista


 

1. ¿Qué es una teoría filosófico política?


§1. Teorías teológicas, científicas y filosóficas.
§2. Estructura de los principios de la teoría filosófica.
Principios primeros y principios medios (principia media).
2. Los primeros principios de la teoría filosófico política materialista.
§1. Hombre y Mundo.
§2. Individuo y Sociedad.
§3. Sociedad, Cultura, Historia.
§4. Fines, Proyectos, Planes y Programas.
§5. Sociedad Política y Sociedad Civil.
§6. La propiedad privada y el Estado.
§7. Individuo flotante y Hombre «alienado».
3. Principia media de la teoría filosófico política.
§1. La distribución de la Humanidad del presente en sociedades políticas.
§2. Los tipos de relación fundamental de cada sociedad política con las demás.
§3. Los tipos de relaciones fundamentales mutuas: tabla de situaciones.
4. Planes y Programas políticos.
§1. Planes y Programas políticamente determinados.
§2. La idea de revolución como fórmula política del proyecto de un Hombre nuevo.

ADVeRteNCIA

El texto que sigue recoge una primera exposición oral destinada a bosquejar las líneas que, desde el
materialismo filosófico, se supone que habría que trazar para dibujar la estructura de una teoría política susceptible
de ser utilizada dialécticamente en confrontación con otras teorías políticas alternativas que puedan ser aplicadas a
la sociedad política cubana. En lo que sigue se exponen únicamente las líneas más generales y programáticas de
esta teoría y en modo alguno se pretende ofrecer aquí y ahora un desarrollo mínimamente adecuado de sus
problemas. Buena parte de las ideas aquí expuestas encuentran un desarrollo más preciso en Gustavo Bueno,
Primer ensayo sobre las categorías de las “ciencias políticas” Logroño 1991; y El mito de la cultura (ensayo de una
filosofía materialista de la cultura) Barcelona 1995.

 
1.1. ¿Qué es una teoría filosófico política?
 
§1. Teorías teológicas, científicas y filosóficas

1. El concepto de teoría cobrará diferentes significados según los términos a los que se oponga. Los principales
términos a los que se suele oponer son los siguientes: praxis, verdad y modelos (hechos). En efecto, unas veces a la

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praxis se contrapone la teoría, como contenido propio de una vida especulativa, alejada o incluso contrapuesta a la
realidad práctica (Kant examinó en un conocido ensayo la cuestión: «Sobre el lugar común: esto puede ser verdadero
en teoría pero no lo es en la práctica»). Otras veces, teoría, en cuanto opuesta a verdad contrastada, significa algo
equivalente a hipótesis, suposición, &c. (así ocurre en los usos del término «teoría» en contextos policíacos: «el
detective sostiene la teoría de que el asesino estuvo en Londres el día antes del crimen»). Por fin, en otras muchas
ocasiones, «teoría» se opone a «hecho» o a «modelo» (una teoría suele implicar varios modelos coordinados entre si: la
teoría atómica supone la coordinación del modelo de átomo de hidrógeno, del modelo de átomo de silicio, &c.).

Sin embargo, y sin perjuicio de estas contraposiciones semánticas, es preciso reconocer que hay situaciones en las
cuales tales disociaciones no se producen ni pueden producirse: hay situaciones prácticas que carecen de sentido al
margen de la teoría (¿cómo podría llevarse adelante la práctica de los vuelos espaciales al margen de la teoría
mecánica y astronómica?). También hay que subrayar enérgicamente que cuando la teoría alcanza su plenitud es
precisamente cuando alcanza su verdad (la teoría de la evolución, que en la época de Darwin pudo ser entendida como
una simple hipótesis, hoy significa precisamente la verdad misma de la evolución; acaso la primera teoría que en la
historia de la ciencia pueda citarse como teoría que sólo porque se tomó como verdadera –según la franja de verdad
correspondiente– pudo rendir sus extraordinarios resultados prácticos, fue la teoría de Eratóstenes sobre la longitud del
perímetro terrestre, puesto que esta teoría determinó los viajes colombinos gracias a los cuales, y concretamente con el
viaje de Elcano, logró ser verificada por primera vez desde el punto de vista práctico y empírico). Por último las teorías,
desde un punto de vista gnoseológico, son efectivamente construcciones de un nivel de complejidad mayor que el que
corresponde a los modelos o a los hechos; por otra parte hay consenso entre la mayor parte de las escuelas de teoría
de la ciencia en lo que concierne a la subordinación que todo hecho tiene con respecto a alguna teoría (propiamente no
hay «hechos puros» o aislados; el «hecho» implica alguna teoría, implícita o explícita).

2. El campo de la política es un campo eminentemente práctico, sin duda, pero tal que depende de multitud de
presupuestos empíricos, ideológicos, históricos, &c., contrastados en diverso grado, de modelos sometidos a discusión,
&c. Todos estos presupuestos, hechos, modelos o intereses implican elementos muy heterogéneos y diversos, cuyas
composiciones nos llevan, por tanto, a teorías implícitas o explícitas y eminentemente, a teorías que pretenden ser
(dentro de la «franja de verdad» a la que puedan tener acceso) verdaderas.

Ahora bien, una teoría no es una construcción que garantice, en cuanto a su teoreticidad, la verdad; las teorías son
muy diversas según el tipo de principios, de modelos y de hechos con los cuales se tejen. Cabe distinguir en realidad
tres tipos o géneros muy diferentes de teorías, sin perjuicio de la analogía que entre ellas pueda establecerse desde el
punto de vista de su estructura lógica. Los tres tipos que distinguiremos aquí son los siguientes: las teorías teológicas,
las teorías científico positivas y las teorías filosóficas.

No es fácil establecer las líneas de demarcación entre estos tipos de teorías, y no faltarán propuestas que tiendan a
reducir las teorías filosóficas a una forma residual de teorías teológicas, frente a otras tendencias que intentarán reducir
las teorías filosóficas a la condición de teorías científicas, al menos cuando se pretenda diferenciarlas de las teorías
teológicas (tal fue elobjetivo del «Manifiesto» de Husserl, La filosofía como ciencia rigurosa). Sin embargo la tesis que
aquí mantenemos insiste en la necesidad de distinguir entre estos tres tipos de teorías, que pueden ejemplificarse
objetivamente con multitud de ejemplos históricamente contrastados. La «teoría de la transubstanciación» de Santo
Tomás de Aquino es evidentemente una teoría teológica, que utiliza la doctrina aristotélica del hilemorfismo para
exponer el dogma cristiano de la eucaristía, según el cual los accidentes del pan y el vino pasan a inherir en la sustancia
del cuerpo de Cristo. La «teoría de las ideas» de Platón es obviamente una teoría filosófica. La «teoría de la relatividad
especial» de Einstein es una teoría científica (física).

El criterio que utilizamos para distinguir las teorías teológicas de las teorías filosóficas se basa, ante todo, en la idea
misma de la racionalidad. Sin perjuicio de que una teoría requiera el ejercicio muy amplio de los procedimientos
racionales de la deducción, la clasificación, la analogía; lo cierto es que la teología (considerada muchas veces como
una ciencia por los propios teólogos escolásticos, cristianos, musulmanes o judíos) se autopresenta explícitamente
como dependiente de unos «principios de fe» praeter rationales, es decir, incomprensibles por la razón humana (en el
caso del cristianismo: el principio de la trinidad divina, el principio de la encarnación de la Segunda Persona en el Hijo
de María y el dogma del pecado original); según esto la teología no pretendería propiamente reducir la fe a la razón,
sino antes bien, utilizar la razón para mostrar hasta que punto los dogmas de la fe la rebasan y qué situación ocupan
estos dogmas en relación con las verdades propias de la razón humana. El análisis del carácter anti racional de la
teología (pese a sus pretensiones de constituirse como una ciencia) alcanza la mayor importancia política en el contexto
de la teología de la liberación; pues en la medida en que esta teología de la liberación, por bien intencionada
políticamente que ella sea, descansa en principios sedicentes suprarracionales, corta la posibilidad de un verdadero
diálogo teórico con teorías científicas o filosóficas.

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Las teorías científicas son teorías racionales ligadas a un material empírico, y como criterio de cientificidad, en su
grado límite, tomamos el del cierre categorial (llamamos la atención sobre la ineficacia de criterios tales como el del
«correlato empírico de las teorías científicas», dado que los teólogos suelen reclamar también sus propios correlatos
empíricos, a saber, los «milagros», como hechos o «experiencias» pretendidamente evidentes e indubitables para quien
tiene fe).

En función de la propia teoría del cierre categorial no podemos aceptar la consideración de la filosofía como una
ciencia, en el sentido estricto. Las teorías filosóficas son teorías racionales –y en esto se diferencian de las teorías
teológicas–, pero no son teorías susceptibles de cerrar categorialmente, dada la naturaleza del material sobre el que
trabajan; un material que por formar parte de diversas categorías solamente puede ser tratado por procedimientos que,
aun siendo racionales, ya no podrán ser científicos en sentido estricto. Son los procedimientos que tradicionalmente se
llaman filosóficos. Esto no quiere decir que las teorías filosóficas puedan desarrollarse vueltas de espaldas a las teorías
científicas; la propia «teoría de la ciencia» es una teoría filosófica (no puede ser científica, puesto que no hay una
ciencia de la ciencia, es decir una ciencia capaz de establecer científicamente la estructura, unidad y relación de todas
las demás ciencias) que, evidentemente, no puede llevarse adelante sin la consideración constante del estado que las
ciencias alcanzan en el presente.

3. La teoría política no es una teoría científica en el sentido estricto; su carácter eminentemente práctico (beta
operatorio, según la teoría del cierre categorial) determina esta circunstancia. De hecho ninguna de las teorías políticas
disponibles son teorías científicas, pese a sus pretensiones (de carácter más bien enfático o propagandístico).

Existen sin duda muchas teorías teológicas de la política, desde San Agustín a Santo Tomás de Aquino, desde
Suárez hasta Filmer o, para citarlas de nuevo, las diversas variantes que se engloban bajo la denominación de teología
de la liberación. Hay motivos muy fundados que nos obligan a concluir sobre la naturaleza filosófica de cualquier teoría
política que esté racionalmente conducida. Desde una perspectiva crítica es de la mayor importancia tener en cuenta la
historia de la teoría filosófica política, diferenciándola de la historia de las teorías teológico políticas. Nosotros
establecemos como cuestión de hecho (y desafiamos a quien niegue nuestra tesis, que proponga hechos históricos
alternativos) que las primeras teorías políticas filosóficas (racionalistas) son las teorías de Platón y de Aristóteles (ni
siquiera poseemos documentos anteriores de otras escuelas filosóficas griegas, por no referirnos a documentos
orientales o de otras culturas). Es también de señalar, como una corroboración de esta tesis histórica, que encierra una
gran significación pragmática, que la propia terminología de las teorías políticas que en nuestros días manejamos está
acuñada y sistematizada precisamente en las obras de Platón y Aristóteles («democracia», «oligarquía», «anarquía»,...),
a la manera como los propios conceptos que hoy manejamos en la teoría geométrica («circunferencia», «polígono»,
«hipotenusa»,...) fueron por primera vez definidos y sistematizados en las obras de los pitagóricos, de Teudio de
Magnesia o de Euclides.

La teoría política es teoría filosófica dada la multiplicidad de categorías que ella tiene que atravesar (categorías
sociológicas, económicas, antropológicas, etológicas, ...). Suponemos también que una teoría político filosófica, aunque
«centrada» en torno al campo político, no es «exenta», y depende de las coordenadas más generales de la filosofía que
se presuponga: no será lo mismo una teoría filosófico política desarrollada desde principios idealistas que una teoría
filosófica desarrollada desde planteamientos materialistas.

§2. Estructura de los principios de la teoría filosófica. Principios primeros y principios medios (principia media)

Las teorías pueden clasificarse en teorías generales y teorías especiales; distinción sin embargo ambigua porque la
generalidad puede tener un sentido distributivo o atributivo, y según que se tome en uno u otro sentido, las relaciones de
una teoría general con las teorías especiales serán también diferentes. Como ejemplo de teoría general, en sentido
distributivo, citaríamos la Teoría general de los sistemas de Bertalanffy; la generalidad de la TGS, dado su carácter
distributivo, podría llamarse mucho más «pobre» que las teorías especiales de los sistemas (por ejemplo, la teoría de
los sistemas termodinámicos o las teorías de los sistemas orgánicos). Como ejemplo de teoría general, en sentido
atributivo, citaremos la teoría general de la relatividad de Einstein, cuyo contenido es más complejo y rico que el que
corresponde a la teoría especial de la relatividad.

Una teoría filosófica no tiene por qué ser necesariamente una teoría general; la teoría filosófico política es sin duda
una teoría especial, pero esto no implica, según hemos dicho, que ella no dependa de principios más generales de
naturaleza filosófica.

Desde esta perspectiva la distinción fundamental que es preciso tener en cuenta al referirnos a una teoría político
filosófica (o una teoría especial cualquiera) es la diferencia entre unos principios (explícitos o implícitos) de carácter

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último (a veces también se llaman «primeros»: Primeros Principios, en la obra de Herbert Spencer) y unos principios
«medios». Por ejemplo, como principios últimos de una teoría médica habrá que reconocer a las doctrinas físicas
actuales sobre los quarks, los gravitones o, en general, a las teorías sobre el núcleo atómico, y, por tanto, a una
muchedumbre de principios astronómicos o cosmológicos; sin embargo parece obvio que partiendo de estos principios
últimos sería absurdo obtener ninguna conclusión relativa al diagnóstico de una enfermedad o a la interpretación de un
síntoma; por parecidas razones a como sería imposible (para tomar un ejemplo de Schròdinger) creer que ayudamos a
nuestro sastre ofreciéndole las medidas necesarias para nuestro traje en unidades amstrong.

El gran peligro reside por tanto en la tendencia a interpretar las relaciones entre principios últimos y principios medios
como un caso particular de las relaciones que se mantienen entre las premisas y las conclusiones, propias de una
axiomática que va de los principios a las consecuencias. Los principios medios no derivan deductivamente de los
primeros principios, lo que no significa que a estos no les corresponda un papel orientativo y organizativo de los
principios medios, a quienes determinarán a seguir un curso u otro según su contenido. En el caso de la teoría política,
advertiremos que si partimos de primeros principios tales como «Género humano», «justicia universal» o incluso «modo
de producción», jamás podremos llegar a configuraciones regidas por principios «medios», tales como Francia, España,
Cuba o Estados Unidos. No se trata de que aquellos primeros principios sean nomotéticos, universales, y estos
principios medios se refieran a estructuras idiográficas o particulares; también el «género humano» es una
individualidad, una estructura única atributiva, cuando se le considera desde la perspectiva de la teoría de la evolución;
y, por su parte, las configuraciones que llamamos intermedias, están también cruzadas de relaciones nomotéticas.

Una distinción importante que conviene tener en cuenta es la que tradicionalmente se establece entre principios
incomplejos y principios complejos o proposicionales. Los principios incomplejos se reducen principalmente a las
definiciones (a los conceptos o a las ideas); los principios complejos se reducen principalmente a los postulados y a los
axiomas. Sin embargo es necesario tener en cuenta que los conceptos o las ideas delimitados por una definición suelen
estar previamente utilizados o ejercitados en proposiciones muy diversas, y en cierto modo estas ideas o conceptos no
pueden ser considerados exentos de cualquier curso proposicional, lo que no significa que no puedan ser abstraídos de
ellas, aunque no sea mas que por la circunstancia de que una misma idea o concepto puede figurar en proposiciones de
sentido opuesto, contrario o contradictorio.

 
1.2. Los primeros principios de la teoría filosófico política materialista
 
§1. Hombre y Mundo

1. Sólo por desconocimiento del estado actual de la cuestión podría alguien pensar que es impertinente o
intempestiva la decisión de regresar, en el momento de bosquejar la teoría filosófico política, como si se tratase de
regresar ab ovo, hasta las ideas mismas de Hombre y de Mundo. El análisis de los diversos programas y planes
políticos del presente demuestra que estas ideas no sólo están presentes en la teoría política sino, lo que es aún más
significativo, que las diferencias entre planes y programas de diversas sociedades y opciones políticas tienen que ver
precisamente con diferentes modos de entender las ideas de Hombre y de Mundo (o de su relación). Si las ideas
presentes en política fuesen uniformes podría omitirse mejor su consideración, en cuanto «módulos» o factores
comunes. De lo que tratamos aquí, en consecuencia, no es tanto de plantear el análisis indeterminado de las ideas de
referencia sino de orientar el análisis en el sentido de buscar las implicaciones diferenciales de estas ideas con los
problemas políticos del presente.

2. Desde muchos puntos de vista cabe afirmar que el regreso a las ideas de Hombre y Mundo, como principios
pertinentes de la teoría filosófico política, constituye precisamente la alternativa paralela del regressus que la teoría
teológico política lleva a cabo constantemente hacia las ideas de Hombre y Dios. Hablaríamos de una dualidad entre
estas ideas. Sin perjuicio de la complejidad de la cuestión nos atendremos al esquema recién propuesto: lo que para la
Teología política es el par de ideas Hombre/Dios, para la Filosofía política es el par de ideas Hombre/Mundo. Según
este paralelismo la idea del Mundo estaría sustituyendo a la idea de Dios, en principio (puesto que también tenemos que
considerar la sustitución de Dios por el Hombre), en la organización de la teoría política. Desde un punto de vista
histórico, además, la sustitución de la idea de Dios por la idea de Mundo en la Epoca Moderna (sin perjuicio de sus
precedentes antiguos, sobre todo en la tradición estoica), habría sido ensayada principalmente por Benito Espinosa, en
su Tratado teológico político (si tenemos en cuenta la identificación que Espinosa presupone entre Deus y Natura).

Sin embargo, nuestra perspectiva, en esta ocasión, no es histórico genética, sino estructural. Por ello nos atendremos
al paralelismo propuesto en principio, al paralelismo entre los principios de la teoría teológico política (en el sentido
estricto de la Ontoteología, ya sea la de cuño medieval, ya sea la de la actual Teología de la liberación) y los principios

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de la teoría filosófico política materialista.

3. La oposición teológica Hombre/Dios implica diversos modos alternativos de entendimiento, que oscilan entre las
siguientes tres concepciones, dotadas de caracteres políticos definidos:

a) Alternativa de la subordinación (en el límite: reducción) del Hombre a Dios: Teologismo político, cuya versión más
importante, desde el punto de vista histórico, en la tradición cristiana, es el llamado «agustinismo político» (Alquié) y, en
la tradición musulmana, el fundamentalismo chiíta.

b) Alternativa de la subordinación (en el límite: reducción) de Dios al Hombre: Antropologismo político o Humanismo
trascendental; antropologismo que viene a recoger el sentido del humanismo de Hegel, o el de Feuerbach, pero cuya
acción se deja ver también en algunas corrientes de la teología de la liberación. (Interpretamos el sentido de la filosofía
de Hegel más que como una reducción de Dios al Hombre, como una reducción del Hombre a Dios, pero no en el
sentido de la Ontoteología, sino dando como referencia de ese Dios al «espíritu humano» en su evolución). Una
orientación análoga cabe advertir en muchas corrientes de la Teología de la Liberación. Parodiando a San Agustín (dice
Boff, aunque desde las ideas de Joaquín de Fiore) podemos afirmar sin reparos: «La Historia está preñada del Espíritu
Santo, en su vasta dimensión de pasado y presente en el cosmos, en los hombres, en las sociedades, en las religiones
y de forma soberana en la religión cristiana». Algunos teólogos de la liberación, como Ronaldo Muñoz, se guían por el
silogismo teológico fundamental. Es el silogismo que parte de una premisa mayor ofrecida por la fe y según la cual es el
amor a los semejantes, inseparable del amor de Dios, el que impulsa a ayudar a los pobres y a liberar a los oprimidos.
Pero sabiendo, entre otras cosas (premisas menores de razón) que la resistencia a aquella exigencia amorosa procede
de los explotadores, concluye: «Luego el amor cristiano nos lleva hoy en nuestra situación concreta a constituir el
socialismo, por el camino de la movilización popular y la lucha de clases».

c) El dualismo entre Dios y el Hombre, representado por la posición del tomismo medieval y, en nuestros días, por las
posiciones políticas de las democracias cristianas. Esta tercera alternativa podría considerarse en cierto modo como
una posición ecléctica o mixta de a) y b).

Desde un punto de vista filosófico es necesario suscitar la pregunta sobre el significado que al Mundo se le atribuye
desde el principio teológico. Las respuestas no son unívocas; destacamos aquí aquellas que tienden a ver al Mundo
como mero escenario de los problemas políticos derivados de las relaciones entre el Hombre y Dios, incluso como
campo de batalla entre Dios y el Diablo (dentro de las coordenadas del llamado «pensamiento reaccionario»,
representado en España por Donoso Cortés, cuando por ejemplo, establecía supuestas correlaciones entre Anarquismo
y Ateísmo, entre Monarquía y Monoteísmo, &c.). También es importante señalar la tendencia de la visión teológica de la
política a considerar a la Naturaleza como instrumento o jardín inagotable ofrecido por Dios a la Humanidad,
enteramente sometido a ella; en este sentido, la teología de la liberación propiciaría una visión pre-ecologista de la
Naturaleza (aunque habría que exceptuar a las corrientes del franciscanismo).

4. En cualquier caso la transformación del dualismo teológico (Hombre/Dios) en un dualismo filosófico


(Hombre/Mundo, o bien, en el dualismo que podemos considerar como una modulación suya, a saber, el dualismo
Cultura/Naturaleza) conlleva un traspaso a la Filosofía de los esquemas teológicos, secularizados, a través de la
identificación, explícita o implícita, de Dios con el Mundo, o también, en otras ocasiones, con el Hombre. La incidencia
de estas opciones en la teoría política no deja de ser sorprendente. Distinguiremos estas tres alternativas:

a) La subordinación o reducción, en el límite, del Mundo al Hombre (sustituto, a veces, de Dios). Esta opción recoge
las posturas del idealismo absoluto de Fichte o de Hegel, así como también muchas posiciones antropocéntricas
actualmente renovadas en torno al llamado «principio antrópico». Desde el punto de vista de la teoría política, esta
alternativa propicia una política «humanista» conducente al desarrollo creciente e indefinido de una humanidad infinita,
incluso cuando se la considera demográficamente (la «colonización del Espacio»). Todo lo que existe se pondrá al
servicio del hombre.

b) La subordinación o reducción, en el límite, del Hombre al Mundo (que ahora desempeñaría las funciones de Dios)
tiene el sentido de una sumisión del Hombre a la Naturaleza, tratada como si tuviese algo divino. Incluso en ocasiones
el Hombre llegará a considerarse como una entidad próxima al demonio: consideración del hombre como una plaga,
desde el punto de vista de la ecobiología. «La especie humana en su relación con la Naturaleza tiene en muchos
aspectos el comportamiento de una plaga: es un hecho frecuente que ciertas especies, en equilibrio hasta un
determinado momento dentro de un ecosistema, se conviertan en plagas al desaparecer los controles o mecanismos
feed-back que mantienen a la población dentro de unos límites definidos» (J. Terradas). «A pesar de que nos resulte
molesto el admitirlo, la Naturaleza, antes de que se piense protegerla para el hombre, debe ser protegida contra el
hombre... El derecho del medio ambiente sobre el hombre, no un derecho del hombre sobre el medio ambiente» (C.

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Levi-Strauss). «La Naturaleza tiene cáncer y el cáncer es el hombre» (A. Greggs). Desde el punto de vista político el
ecologismo, los partidos verdes, &c. se mantienen dentro de esta alternativa.

c) La alternativa ecléctica, en donde se mantiene la oposición entre el Hombre y la Naturaleza como dos términos
relativamente independientes aunque correlacionados. El materialismo monista, en la tradición del Diamat, se movía
seguramente en esta concepción de la naturaleza, que propicia el desarrollismo de los planes quinquenales soviéticos y
la previsión de un estado final de la Humanidad en el que el hombre se reconciliaría con una naturaleza inagotable y
que canalizada por la tecnología humana haría posible la instauración de un comunismo final. Cabría citar aquí también
el movimiento internacional desencadenado a propósito del llamado «proyecto Gaia» (J.O. Lovelock).

El dualismo que analizamos, sobre todo en alguna de sus variantes, puede también ponerse en relación con el
concepto de alienación del Hombre con respecto a un estado originario (la comunidad primitiva) del cual habría salido
en virtud de un proceso que recuerda el mito de la caída del pecado original.

5. El dualismo Hombre/Mundo, considerado desde los principios del materialismo filosófico, debe ser disuelto, o
triturado, en cuanto reliquia de una visión teológica de la realidad. El procedimiento de disolución habrá de desarrollarse
en dos frentes:la disolución de la Idea de Hombre como unidad metafísica, y la disolución de la Idea de Mundo (o, más
modestamente, de Gaia) propia del monismo armonista.

Por lo que se refiere al «Genero humano»: será preciso tener en cuenta que no cabe hablar, desde el punto de vista
antropológico, de un único «género» semejante. Desde un punto de vista taxonómico-primatológico se distinguen por lo
menos tres o cuatro géneros de homínidas: australopitécidos, pitecantrópidos, neandertalienses y cromagnones.

El Mundo, por su parte, tampoco es una unidad sustantiva; el Mundo, como unidad, ha de ir referida al conjunto de los
fenómenos con significado «organoléptico».

La doctrina del dualismo del Hombre y el Mundo se sustituye, en el materialismo filosófico, por la doctrina del espacio
antropológico, que se organiza según tres ejes: el eje circular, el eje radial y el eje angular. Desde el punto de vista
político el hombre habrá de ser considerado ante todo en el eje circular. Es aquí donde el materialismo histórico tiene
sus principales efectos. Pero los contenidos incluidos en los ejes radial y angular no son en modo alguno homogéneos,
ni susceptibles de ser pensados mediante categorías armonistas. Una biocenosis puede ser el mejor ejemplo del
significado de esa tan admirada «unidad» de la Naturaleza: una biocenosis implica poblaciones de especies diversas
conviviendo en una «armonía» más o menos estable, pero que implica la «explotación» y aún la muerte de los
organismos que sean necesarios para la subsistencia de otros organismos heterótrofos. Desde el punto de vista político
la concepción dialéctica y no armonista de la Naturaleza tiene un alcance de radio muy amplio, a la hora de formular
programas y planes políticas «seculares»; así como también la consideración de los contenidos que se engloban en el
llamado eje angular, cuya significación política puede deducirse de la importancia medible en términos de las
inversiones económicas, atribuida no solamente en la antigua Unión Soviética, sino también en las actuales primeras
potencias, a la investigación de los «extraterrestres» (proyecto Ozma, proyecto Seti).

§2. Individuo y Sociedad

1. He aquí un par de ideas que ha polarizado y aún polariza importantes concepciones de la política, enfrentándolas
entre sí. Nos circunscribiremos a aquellas que suelen denominarse individualistas o colectivistas (a veces, socialistas).
Lo que queremos sugerir es que estas polarizaciones de las doctrinas políticas han tenido lugar, en el terreno
ideológico, precisamente en función de la oposición dualista entre el individuo y la sociedad, como si esta oposición
fuese efectiva y real.

Las ideologías individualistas parten de la supuesta realidad del individuo humano, como centro de intereses y
derechos irrenunciables y primarios, hasta el punto de que las demás entidades antropológicas, y muy particularmente
las clases sociales, serán consideradas desde la perspectiva de un nominalismo radical («lo que existe es el hombre de
carne y hueso, el hombre concreto; las clases sociales son simples nombres inventados por sociólogos o por la
propaganda comunista»). Las ideologías individualistas tenderían a entender la política como un conjunto de estrategias
orientadas a defender la naturaleza del individuo: el Estado, y sus leyes, se concebirán en función del individuo; incluso
se sostendrá que el Estado procede de los individuos, iguales en su origen, y esto desde el Contrato social de
Rousseau, hasta la Teoría de la Justicia de Rawls. En su exasperación esta concepción produce El único y su
propiedad de Max Stirner. Desde el individualismo radical se reconocerá, sin embargo, la necesidad que cada individuo
tiene de los demás, pero como una mera mediación hacia la edificación de su propia individualidad: la asfaleia
(seguridad) de los epicúreos, el egoísmo ampliado de Le Dantec o incluso la ayuda mutua de Kropotkin, son ideas
concebidas desde una perspectiva individualista. Un individualismo difuso pero muy activo está presente en nuestros

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días, en las sociedades industriales, que reconocen como derecho inalienable humano, la llamada «objeción de
conciencia» (un concepto espiritualista y mentalista de estirpe claramente teológico cristiana, y más concretamente
protestante; porque la «conciencia» a la que se apela no es la «recta conciencia» considerada por el tomismo católico,
sino la «conciencia subjetiva» erigida en un Tribunal Supremo que reclama ante todo el respecto incondicionado de
todos los demás).

Las ideologías socialistas o colectivistas, partiendo de este dualismo, adoptarán la perspectiva opuesta al
individualismo: el individuo es una abstracción y lo concreto no es el individuo sino el grupo social o la sociedad. La
conciencia puede ser una conciencia errónea o una «falsa conciencia», que no habría por qué respetar. El individuo
aislado, incluso como concepto, es imposible y Robinson es un círculo cuadrado. No será el «yo», sino el «nosotros», el
principio de todo planteamiento político.

2. Sin embargo Individuo y Sociedad son términos cuyas virtualidades reduccionistas no impiden que puedan ser
yuxtapuestos. La oposición dualista entre estos términos, en la medida en que se les niegue su entidad incluso
conceptual, habrá que declararla ideológica y artificiosa, puesto que no hay individuos sin sociedad, pero tampoco hay
sociedad sin individuos. Y esto en virtud de principios estrictamente lógicos: el individuo es siempre el elemento de una
clase lógica y la clase lógica (salvo la clase vacía) sólo es concebible en función de sus individuos. El individuo lo es
siempre, por tanto, en función de una clase determinada: una célula es un individuo que repite una estructura
constitutiva de la clase de las células; pero el organismo, como conjunto de células, es un individuo respecto de la clase
de los organismos de su especie, por ejemplo, de la especie humana (la apariencia de disociabilidad que el concepto de
clase distributiva parece reclamar respecto del concepto de clase atributiva, o recíprocamente, se reduce a la
disociabilidad de una clase distributiva de determinada materia respecto de una clase atributiva de materia diferente).
Por lo demás las clases son o bien distributivas o bien atributivas: para cada materia, estos tipos de clases son
dimensiones inseparables, conjugadas. Pero si son conceptos conjugados tendremos que concluir que el individualismo
es únicamente un concepto reductivo mal formado, como lo es el colectivismo. Es imposible una política de clase o de
grupo que no cuente con los individuos, dotados, en este caso, de un equipo etológico determinado. Son conocidos los
peligros de las políticas colectivistas que no han tenido en cuenta los «intereses» y las exigencias «etológicas» y
psicológicas de las vidas individuales que han pretendido sacrificar «al Género humano» las generaciones presentes de
quienes creían en él. Las relaciones entre el individuo y la sociedad, en Política, pueden equipararse a las relaciones
entre el punto y la recta en Geometría. Los puntos son abstracciones, al margen de su condición de intersección de
rectas, y las rectas son sólo colineaciones de puntos. Y,en todo caso, rectas y puntos son componentes abstractos de
superficies y estas de volúmenes.

Por lo demás, el par abstracto Individuo y Sociedad es un dualismo que se aplica preferentemente, antes que a la
Antropología, a la Zoología y a la Botánica, en donde tiene algún sentido distinguir entre los organismos y las
sociedades de organismos (poblaciones, comunidades y biocenosis). Es cierto que las sociedades animales,
particularmente las sociedades de insectos, han sido muchas veces tomadas como modelos de las sociedades políticas
(Virgilio se refiere, en sus Geórgicas, a los enjambres de abejas como modelo del Principado –el de Augusto– propuesto
al pueblo romano; Mandeville ofreció también una famosa fábula que fue muy considerada por Marx).

3. En el campo humano la relación Individuo/Sociedad cobra una modulación peculiar: la sociedad humana transporta
a los individuos orgánicos a una esfera supraindividual, como es la sociedad humana, particularmente conformada a
partir de la constitución de las ciudades. En este sentido puede afirmarse, con Aristóteles, que el hombre es un animal
político (pero siempre que el adjetivo «político» se traduzca como lo relativo a la polis, es decir, a la ciudad, y no se
traduzca por social, puesto que en este caso la definición de hombre como «animal político» no lo diferenciaría de las
aves o de los insectos). El lenguaje humano demuestra hasta qué punto el individuo humano en cuanto tal, considerado
como una sustancia, es una pura abstracción, puesto que ningún individuo humano habla originariamente consigo
mismo. El lenguaje y las normas en virtud de las cuales los individuos se configuran existen originariamente en forma de
relaciones que sólo cuando lleguen a ser simétricas y transitivas podrán también asumir la forma de la reflexividad
(«pensar es el diálogo del alma consigo misma», decía Platón; aun cuando, desde un punto de vista materialista, este
«pensar reflexivo» ha de considerarse no como un proceso originario, sino a lo sumo como algo que deriva
continuamente de las interacciones sociales entre los individuos).

En nuestra tradición esta nueva figura, que es el individuo que llega a reflexivizar, en gran medida como consecuencia
de una institución social, las relaciones sociales, y que, por tanto, no podría considerarse como mero elemento de un
grupo (de una banda, de una población, &c.) sino una parte responsable constitutiva de la sociedad política, es el
individuo personal, o la persona. Persona significa, en efecto, la máscara que, para hablar, se ponían los actores
trágicos; la idea de persona, sin embargo, fue desarrollada por los Concilios católicos de Nicea y de Efeso, al tratar de
establecer las relaciones entre el individuo «hijo de María» y su personalidad divina. La definición lógica más ajustada

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que el materialismo filosófico puede dar de la persona humana tendrá en cuenta el proceso de reflexivización de
determinadas relaciones que han debido comenzar por ser simétricas y transitivas (por tanto, sociales). La persona
humana, por tanto, no es ningún espíritu puro o ninguna conciencia sustantiva; es un sujeto corpóreo que, en el proceso
histórico, se convierte, por institución histórica, en sujeto de derechos y de deberes, en cuanto sujeto racional
(racionalidad que está a su vez ligada a su estructura corpórea, a sus manos). La persona humana, por tanto, es un
«producto» histórico (no podríamos referirnos al «hombre de Neanderthal» como «persona de Neanderthal»); es una
institución «artificial», lo que no quiere decir que haya de ser, por ello, «inconsistente», en cuanto dotada únicamente de
la unidad extrínseca propia de un «todo per accidens». El dodecaedro regular no es una figura natural, sino artificial,
pero difícilmente podríamos encontrar en la «Naturaleza» estructuras más trabadas y consistentes.

Por lo demás, todos los contenidos del individuo orgánico se recuperan de algún modo, por anamórfosis, en la
persona individual, cuya constitución tiene lugar en la sociedad política. Sin embargo, los problemas de la Etica, de la
Moral y del Derecho aparecen en este punto.

Con frecuencia se tiende a equiparar los términos de Etica y de Moral, o bien se establece una distinción enteramente
gratuita, aunque muy extendida, entre Etica y Moral, considerando a la Etica como el tratado «académico» de la Moral.
Esta distinción, además de gratuita, es muy peligrosa desde el punto de vista filosófico, pues implica la tesis según la
cual la conducta moral puede mantenerse al margen de cualquier tipo de filosofía (mundana o académica), que
quedaría reservada a los profesores; en tanto que la «vida moral» se entregaría a la intuición o al sentido inmediato de
los valores (la máxima de Wittgenstein, «No pienses, mira», puede ser enmarcada en esta dirección). Pero los
significados de Etica y de Moral, tal como la investigación filológica y el uso que el lenguaje español actual confiere a
estos términos, impiden una distinción semejante. Cuando se pide que los políticos o los ciudadanos se comporten «con
ética» no se les quiere decir que estudien tratados de moral, sino que desarrollen las virtudes éticas. Desde el
materialismo filosófico la Etica y la Moral incluyen normas que van referidas a los individuos corpóreos, bien sea porque
estos se consideran desde una perspectiva distributiva (Etica), bien sea porque estos se consideran como formando
parte de un grupo o totalidad atributiva (familia, clase social, nación, &c.). La Etica se refiere a la conservación y
elevación del individuo en su condición de sujeto corpóreo «distributivo»; por consiguiente las virtudes éticas
fundamentales, siguiendo la terminología de Benito Espinosa, son la fortaleza, junto con sus dos modulaciones propias,
la firmeza y la generosidad. El mal ético por excelencia es, según esto, el asesinato; un mal ético característico de las
sociedades políticas son las violaciones del habeas corpus (sin embargo, la mentira puede tener una función ética
positiva en determinadas circunstancias). Las normas morales, en cambio, regulan el comportamiento de los individuos
en cuanto miembros del grupo; por consiguiente estas normas atienden sobre todo a la conservación e incremento del
grupo en el contexto de los demás grupos o individuos. Las normas éticas y las morales pueden entrar en conflicto: las
consignas de una banda terrorista llevan a veces al asesinato de ciudadanos con los cuales los asesinos no dejarán de
tener indudablemente compromisos éticos (a veces el asesino es miembro de la familia del asesinado: Rómulo matando
a su hermano Remo, por haber violado la norma moral que estaba a la base de la fundación de la ciudad, puede servir
de símbolo al conflicto entre ética y moral). Los conflictos entre las normas éticas y las normas morales de una sociedad
intentarán ser resueltos mediante las normas jurídicas. El Derecho, según esto, podrá definirse como el conjunto de
normas que, teniendo en cuenta las costumbres (los mores, la moral, y, mejor dicho, las diferentes morales de los
diferentes grupos que integran una misma sociedad política) trata de conciliar estas costumbres con las normas éticas,
referidas a los individuos personales (los llamados «derechos humanos» tienen preferentemente un contenido ético
cuya realización requiere la difícil abstracción de múltiples normas morales actuantes ligadas a la raza, al sexo, a la
cultura, a la religión, &c.). En cualquier caso, al menos desde un punto de vista materialista, hay que tener en cuentaque
las virtudes éticas no pueden derivarse del supuesto de una subjetividad pura, dado que la subjetividad ética, por su
consistencia material, necesita de un mínimum de condiciones de vida por debajo de las cuales la degradación ética es
inminente (es imposible, por ejemplo, esperar y menos aún exigir una conducta generosa a quien está muriéndose de
hambre). En este sentido las condiciones para una conducta ética de los ciudadanos han de ser puestas también, en
cierto modo, por los propios planes y programas políticos.

§3. Sociedad, Cultura, Historia

En el proceso evolutivo (anamórfico) por el cual los individuos, vivientes en el mundo, se transforman en personas
constitutivas de las sociedades políticas, aparecen estratos o líneas categoriales relativamente independientes desde el
punto de vista esencial, aun cuando existencialmente marchen entretejidas internamente las unas con las otras.
Independencia no significa, por tanto, «aislamiento», cuanto ritmo propio de desarrollo, mantenido en medio del
entrelazamiento. La teoría política no podría volverse de espaldas a estas diversas líneas sobre las cuales la praxis
política tiene que operar.

1. Las estructuras «sociales» se desarrollan según ritmos propios que dependen, en las sociedades humanas, de los

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intereses y determinaciones ligadas a diversos subconjuntos del todo social (desde las clases por edad, sexos, familias,
profesiones, confesiones religiosas, &c., hasta aquellos grupos o estratos que sustentan la llamada «opinión pública»).
Los ritmos sociológicos se definen, principalmente, como determinados por estos «subconjuntos», en función de las
interacciones sincrónicas entre ellos, a partir de las cuales se constituyen como un «presente social».

2. Lo que suele englobarse bajo el rótulo de «cultura» (en al medida en que pueda distinguirse de «sociedad») tiene
que ver más con los ritmos y determinaciones procedentes, no ya tanto de los intereses sociales del presente, cuanto de
las líneas objetivas de composición de los contenidos supraindividuales y particularmente extrasomáticos, en la medida
en que estas líneas objetivas no tengan por qué plegarse puntualmente a los «relieves sociológicos», como algunos
pretenden («la cultura de una época es un mero reflejo de la sociedad de esa época»; «cultura y sociedad son como el
anverso y el reverso de una hoja de papel carbón», decía Kròber). Las pirámides escalonadas aztecas, o las mayas, no
se agotan en su función «expresiva» de la sociedad azteca o maya de hace siglos; tienen otras leyes que nada tienen
que ver con las leyes sociales. Mucho más habrá que decir de los procesos tecnológicos más desarrollados. Podrá
afirmarse, por tanto, que las formas culturales no se agotan en su condición de expresión (o símbolos expresivos) de la
sociedad, puesto que a veces desbordan los límites de la sociedad en la que se incubaron, contribuyendo incluso a
moldear esa misma sociedad. Tanto como decir que el Ford T fue la expresión de la sociedad yanqui de principios de
siglo podría decirse que la sociedad yanqui del presente fue moldeada en gran medida por el Ford T (algo similar habría
que decir de la sociedad española, en la época del franquismo, en relación con el Seat 600).

Los planes y programas de una sociedad política, jamás se establecen «en el vacío», sino desde un estado
determinado de una sociedad determinada y desde unas líneas determinadas de la cultura objetiva. Esto significa que
todo plan o programa político, particularmente los programas revolucionarios, que no tengan en cuenta las
configuraciones sociales y culturales desde las que dibujan (por ejemplo, porque proyectan sus planes o programas
desde el hombre, en general) son necesariamente utópicos y fatuos. En gran medida, además, la acción política de una
sociedad política estriba en coordinar, consolidar o desviar una determinada conjunción de formas sociales o culturales
frente a otras formas sociales o culturales que se encuentran en competencia con las primeras.

3. La «historia» abre una perspectiva sui generis ligada a la naturaleza procesual de las sociedades humanas y de las
formas calificadas de «culturales». El curso de este proceso manifiesta de un modo peculiar el alcance de esas formas
sociales o culturales y dibuja líneas evolutivas o trayectorias de desarrollo que son necesarias para interpretar el
significado de las formas sociales o culturales del presente. Y esto es especialmente importante en relación con los
programas revolucionarios, en la medida en que la idea de revolución se dibuja precisamente en la perspectiva histórica
(más que en la perspectiva social o cultural, que aporta, sin embargo, los contenidos a las «revoluciones sociales» y a
las «revoluciones culturales»).

En efecto, las secuencias procesuales históricas no son meras secuencias que tengan lugar en el tiempo astronómico
sino que ellas se estructuran en un tiempo causal interno, aquel en el que unas formas sociales o culturales influyen en
otras. Desde esta perspectiva cabe afirmar que las categorías históricas más características, Pasado / Presente /
Futuro, habrán de poder redefinirse en función de estas relaciones de influencia. He aquí un esquema posible para una
tal redefinición: el conjunto de grupos o personas susceptibles de influirse recíprocamente (aunque no necesariamente
de modo simétrico) las unas en las otras constituye el ámbito de un Presente histórico; el conjunto de aquellas personas
que influyen en un Presente (en sus personas o en sus cosas) sin que éste pueda de ningún modo influir sobre aquellas
constituye el Pasado histórico de ese Presente; y el conjunto de aquellas personas (o cosas) sobre las cuales desde un
Presente dado puede influirse determinadamente, sin que sea posible la influencia recíproca, constituyen el Futuro
histórico de ese Presente. Estas ideas suscitan de inmediato la distinción entre los programas políticos que se refieren
al Futuro y los que se refieren al Presente; y sobre todo suscitan la cuestión (en la teoría de la revolución) relativa a la
posibilidad de programas y planes políticos revolucionarios no referidos al presente histórico.

La determinación de las líneas de los procesos del pasado en fases, épocas (cíclicas o sucesivas), así como la
progresión de las diferentes épocas pretéritas tienen un significado político de primer orden y ninguna teoría política
podría desarrollarse a espaldas de estos principios de la filosofía de la historia que, al mismo tiempo, se realimentan de
los planes y de los programas políticos. Especialmente cuando tenemos en cuenta que los programas y los planes
políticos para el futuro sólo pueden entenderse a título de prolepsis fundadas sobre la anamnesis del pretérito. Nadie
podrá negar que los célebres períodos que el materialismohistórico estableció (comunidad primitiva, modo de
producción asiático, esclavista, feudal, capitalista, &c.) están en función de premisas políticas (sabido es hasta que
punto la supresión que la política estalinista llevó a cabo del modo asiático dependía de las peculiares premisas de la
época estalinista). Otro tanto se diga de la visión de la historia que propuso recientemente Fukuyama o del propio
concepto de «epoca postmoderna».

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§4. Fines, Proyectos, Planes y Programas

Tradicionalmente el sentido fuerte de la idea de fin tenía que ver con el designio de una mente (nous) que se
proponía, por sus prolepsis o proyectos, objetivos situados en un llamado futuro, a fin de pasar luego a su ejecución (el
adagio escolástico decía: «el fin es primero en la intención y último en la ejecución»). El fin actuaba, de este modo,
como una causa sui generis (causa final o teleológica) concatenada con las causas eficiente, material y formal (dentro
de esta última solía incluirse a la causa ejemplar). El axioma metafísico establecía que todo lo que existe y obra lo hace
con arreglo a un fin; de donde la necesidad de postular una Mente, o un Demiurgo, un Nous divino, diseñador de los
cielos y de la tierra, de los organismos y de cualquier otro proceso teleológico, aunque este fuera incapaz, por su
naturaleza, de elevarse a la conciencia de sus propios fines, planes o programas.

Ahora bien: aunque el materialismo niega la existencia de entidades metafísicas, de mentes o de espíritus del mundo,
del demiurgos o del Nous, sin embargo no tiene por qué negar también las categorías teleológicas o finalistas. Lo que
se hace preciso, en cambio, es reinterpretar estas categorías del modo más adecuado.

El materialismo filosófico propone la reconstrucción de las ideas teleológicas, en sus más diversas modulaciones, a
partir de la idea de identidad. Según esto, finalidad dice identificación sintética entre un proceso [o configuración] y su
resultado [contexto] cuando este resultado [contexto] se nos muestre como condición necesaria para la constitución de
la unidad del propio proceso [configuración] como tal; por tanto, gracias a la finalidad, el referente se «auto-sostiene»
(incluso se «re-produce») como tal, lo que significa que la multiplicidad (procesual o configuracional) de partes de que él
consta, está ordenándose y de suerte que la ordenación sea constitutiva de la unidad según alguna de las formas de
alternativas posibles (en el límite: una sola) por las cuales las partes de esa multiplicidad podrían, desde luego,
relacionarse (combinarse, componerse) entre sí o con terceras partes (de otras multiplicidades del entorno). Desde esta
perspectiva, el fin se opone a lo des-ordenado, a lo in-definido o in-determinado, a lo amorfo, caótico, al azar; y, ello, y a
pesar de las pretensiones del «arbitrismo» de la libertad de la voluntad, cabe reconocer un nexo profundo entre la
finalidad y la necesidad («donde quiera que haya finalidad –dice Aristóteles, Física II, 200a– las cosas no se mantienen
al margen del orden de la necesidad»). Otra cosa es que la necesidad hubiera de ser concebida como absoluta o como
unilineal. Es suficiente que la necesidad sea sólo relativa a la unidad procesual o configuracional del referente; es
suficiente que la necesidad sea multilineal, es decir, no una necesidad lineal pero si de «elección» entre alternativas
diferentes convergentes, una necesidad alternativa entre un subconjunto de posibilidades (llamadas equifinales) que, sin
embargo, constituyan una selección dentro de un conjunto amorfo o desordenado de posibilidades combinatorias. El
orden de la finalidad (sobre todo de la procesual) es un orden muy próximo al orden inherente a la idea de función
(como correspondencia aplicativa, es decir, «unívoca a la derecha», ya sea pluriunívoca, ya se uniunívoca). Pues una
aplicación dice una ordenación y selección de una línea hacia un «punto terminal»; y, en la medida en que las
aplicaciones tienen lugar en los más diversos procesos causales, también la finalidad (el tratamiento formal sintáctico de
las aplicaciones se basa en la abstracción de las conexiones materiales entre los conjuntos original y terminal que se
consideran dados; pero en el momento en el cual se reconoce a un término como formando parte semántica del
antecedente, la idea de fin reaparece). Un «sistema dinámico» determinista es un sistema de-finido (es decir,
determinado según un cierto modo de finalidad); aunque también un sistema «caótico determinista» puede –por su
determinismo, más que por su caoticidad– considerarse de-finido siendo ahora los fines los llamados «atractores» (por
ejemplo, el «punto fijo») susceptibles de ser dibujados en el espacio de fases del sistema. También para Aristóteles las
causas finales se caracterizaban por su capacidad «atractiva» –a diferencia de la capacidad impulsiva de las causas
eficientes– (cabría eliminar las connotaciones animistas de la idea aristotélica de fin teológico redefiniendo al Acto Puro
como el atractor que se dibuja en el espacio de fases de los astros que se mueven eterna y circularmente).

Entre las diferentes modulaciones de la idea de fin destacamos aquí las que llamamos modulaciones de la finalidad
lógica y modulaciones de la finalidad proléptica.

El sujeto operatorio interviene siempre en la génesis de los sistemas finalísticos, sistemas que incluyen la idea de fin
(puesto que las identidades presuponen siempre un sujeto operatorio que interviene en la conformación del referente).
Pero aquí nos atenemos a las estructuras de tales sistemas finalísticos, resultantes de la «composición» entre el
referente y el fin. Y la composición resultante puede inclinarse hacia una de estas dos opciones:

(a) Una composición que, en su estructura, no contenga el sujeto operatorio. Cabría decir: una composición
«inmediata» (respecto de la mediación específica de un sujeto operatorio, animal o humano). Hablaremos, en estos
casos, de finalidad según el modo material, o también de finalidad lógica. La idea de finalidad se aproxima ahora
asombrosamente, otra vez, a la idea de destino, incluso de «sino» de un proceso en marcha, cuyo término se supone ya
predeterminado. Cuando logramos recomponer un jarrón, roto en pedazos, en todas sus piezas menos una, el conjunto
de estas piezas con-forman el contorno de la pieza que falta; cuando tomamos esta pieza y la encajamos en el resto,

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decimos que ella está destinada a llenar el hueco, que se adapta a su contorno vacío, que se conforma a él; para el
jarrón recompuesto, la pieza que falta es su fin, y no es propositivo, pues suponemos que las líneas de fractura se
produjeron al azar. La finalidad atribuible a un rayo de luz que al incidir, con un ángulo dado sobre una superficie se
refracta, es la misma identidad de ese rayo de luz con el refractado en tanto es una selección, según la ley de Snell
entre otras infinitas direcciones posibles. Decimos que el rayo incidente tiende o está destinado a refractarse siguiendo
una «direccionalidad» o finalidad que, obviamente, carece de toda intención propositiva. La finalidad atribuida a las alas
del cuervo («para volar») carece también de todo significado propositivo: al batir sus alas, el cuervo vuela,obedeciendo
a su sino, según una trayectoria de-finida; el nexo entre el referente (las alas del cuervo) y su fin (el vuelo del cuervo) es
un nexo lógico inmediato (respecto de cualquier propositividad), inscrito en la misma estructura de las alas, cuyo
concepto no se hubiera conformado al margen del vuelo del ave (el vuelo tiene, con las alas del cuervo, un nexo
estructural en el plano procesual, del mismo orden que, en el plano configuracional, mantiene la cabeza del fémur de
nuestro ejemplo anterior, con su acetábulo). La finalidad material o lógica equivale, por tanto, a una recomposición de
las partes o momentos de un todo que previamente se había des-compuesto.

(b) Cuando la composición entre el referente y el fin tiene lugar por la mediación de un sujeto operatorio, que es el que
aplica el fin al referente, entonces podemos hablar de fin proléptico. Pero un sujeto proléptico no tiene por qué ser
entendido como un sujeto capaz de representarse el fin futuro –lo que es absurdo–; es suficiente que el sujeto se
represente un análogo del resultado [o contexto] del proceso [o configuración]. El hombre Neanderthal que fabricó un
hacha musteriense no se representaba el hacha que iba a construir (y aún Marx, recayendo en un lenguaje mentalista,
ponía la diferencia entre el arquitecto y la abeja en que aquel «se representaba el edificio antes de construirlo», mientras
que la abeja no se representaba el panal); pero tampoco sus manos empuñan unas piedras golpeándolas contra otras al
azar. Sus manos van dirigidas, pero no por el hacha futura, sino por alguna forma pretérita: la prolepsis procede de la
anamnesis. Dicho de otro modo: no es la representación intencional del hacha futura lo que dirige la ejecución de la
obra («el fin es primero en la intención, último en la ejecución»), lo que dirige la nueva hacha es la percepción del hacha
pretérita –o de la piedra cortante que hubiera sido ya utilizada como hacha–, es decir, es el hacha pretérita aquella que
dirige –como la regla al lápiz– los movimientos de las manos del artesano (demiurgo), a fin de reproducirse, con las
transformaciones consiguientes, en el resultado. (El análisis de la idea de finalidad desde la perspectiva de la identidad
esta desarrollado en Gustavo Bueno, «Estado e historia (en torno al artículo de Francis Fukuyama)», El Basilisco,
segunda época, nº 11, 1992, págs. 3-27.)

Desde el punto de vista de la teoría política importan principalmente los fines prolépticos, aun cuando la finalidad
lógica inscrita en los procesos históricos de larga duración no podrá menos de ser tenida en cuenta si se quiere evitar el
utopismo y el aventurerismo.

La principal distinción entre los fines prolépticos que debemos introducir aquí es la que media entre los planes y los
programas. Los planes se definen principalmente en función de las personas a quienes los fines establecidos afectan;
los programas se definen en función de los propios contenidos (impersonales) de los fines propuestos. Por supuesto un
fin, en su significado histórico, es siempre un plan, y un plan implica siempre un programa (político, económico,
religioso). Pero la indisociabilidad real de estas categorías no significa que no deban distinguirse.

En cuanto al criterio más homogéneo para distinguir de un modo sistemático los fines, los planes y los programas al
que podemos referirnos es el que se funda en la oposición entre las ideas de todo y parte convenientemente moduladas
(según la distributividad o la atributividad) en cada caso.

Según esto, los fines (intereses) los especificaremos inmediatamente o bien como fines generales (podríamos decir:
nomotéticos) o como fines individuales (al menos, particulares, idiográficos). Un fin distributivo general sería la conducta
optimizadora o económica (en el sentido de Bentham o de Stanley Jevons) que apreciamos actuante en el materialismo
cultural de Marvin Harris: todos los hombres (cada uno de los individuos personales, en cuanto tales) se considerarán
por el historiador o sociólogo como conduciéndose según el fin de obtener el máximo beneficio con el mínimo esfuerzo.
Un fin particular individual será el proyecto según el cual decimos que Hernán Cortés «calculó» la conquista de la Nueva
España.

Correspondientemente los planes quedarán especificados como universales (por ejemplo, intencionalmente al menos,
el plan del que nos habla la Eneida como definición de la política del Imperio romano: tu regere imperio populos...) o
como regionales (por ejemplo, el plan militar de desviación del río Halis que, según Herodoto, habría propuesto y
ejecutado Tales de Mileto).

En tercer lugar, los programas se distinguirán según sean programas genéricos (en el sentido total o tendiendo hacia
el) o bien programas específicos. Un programa genérico parece que habría de ser necesariamente abstracto (tal sería el

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caso del programa contenido en la Declaración de Derechos Humanos de 1789), mientras que un programa específico
(aunque sea utópico) tomará la forma de un programa concreto (por ejemplo, la alfabetización acelerada de un
determinado grupo social o de la universalidad de los hombres al modo de los programas de la UNESCO).

Por otro lado podría pensarse que los fines generales deben darse a través de los planes universales y de los
programas genéricos para que todos ellos pudiesen alcanzar un significado histórico universal. Tal sería el límite al que
tiende todo un complejo de concepciones de la historia que podríamos denominar «irenistas-anarquistas», en tanto
llevan asociada la doctrina de la tolerancia universal hacia todo fin individual o hacia todo plan particular. Por nuestra
parte nos parece evidente que los fines particulares se asocian con programas generales o estos con planes
particulares, &c. El paradigma dialéctico operatorio sería el siguiente: los planes universales suelen ser fines particulares
(incluso individuales) y programas especiales. Ello hace posible la paradoja de que los idiomas universales o las
religiones universales (según su intención) carezcan de unicidad efectiva. «Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a
toda criatura», propuso Cristo a los apóstoles, según San Marcos (16,15). Pero entonces el plan universal cristiano (que
afecta intencionalmente a toda criatura y no a las de una raza o pueblo) es un programa especial (predicar el Evangelio)
y un fin particular (asignado a los especialistas religiosos, apóstoles o sacerdotes sucesores). (Estas cuestiones están
más desarrolladas en Gustavo Bueno, El individuo en la Historia, Universidad de Oviedo 1980, 112 págs.)

§5. Sociedad Política y Sociedad Civil

La distinción entre sociedad política y sociedad civil suele ser invocada en nuestros días, una y otra vez, desde las
más diversas instancias políticas (tanto las que tienen una orientación socialdemócrata como las que mantienen una
tradición marxista y, desde luego, las que están afectas a las llamadas democracias cristianas).

Sin embargo la distinción es sumamente oscura y confusa y en modo alguno es una distinción de hecho, puesto que
elladepende de las coordenadas filosóficas desde las que se opere. Concebir esta distinción como «exenta» demuestra
un grado muy notable de ingenuidad filosófica.

Si nos atuviésemos a los componentes etimológicos de estas dos ideas nos sería ya muy difícil percibir distinción
alguna: sociedad política dice referencia a la polis, que es la ciudad (y concretamente la ciudad-Estado); sociedad civil
es la sociedad que tiene que ver con la civitas, que es precisamente la traducción latina del término griego polis. De
hecho, en la teoría política de Aristóteles la sociedad civil es necesariamente sociedad política y recíprocamente; porque
precisamente cuando los hombres alcanzan su estado personal más maduro es en la ciudad, es decir, en la sociedad
política (independientemente de las formas históricas que el Estado adopte). La tradición aristotélica, que recoge
también el espíritu platónico, se mantiene durante siglos y siglos a lo largo de las más diversas escuelas.

Las consideraciones anteriores serán suficientes para advertir el carácter problemático que tiene la distinción entre
sociedad política y sociedad civil. Si, desde las fundacionales coordenadas aristotélicas, sociedad civil y política se
identifican, ¿a qué puede deberse esa tenaz tendencia a su distinción?

Nos parece evidente que la distinción se inspira, de un modo más o menos encubierto, en la pretensión de reconocer
la posibilidad de una sociedad humana que mantenga el nivel de una «sociedad de personas» al margen del Estado y
por tanto de la sociedad política; más aún, la distinción estaría vinculada, de un modo directo o indirecto, a la tendencia
a interpretar al Estado (o a la sociedad política en general) como un episodio pasajero, aunque acaso necesario, en la
evolución de la humanidad.

El primer problema que suscita la distinción es por tanto el siguiente: ¿cabe hablar de una sociedad humana de
personas previa a la constitución de la sociedad política? Desde un punto de vista antropológico suele darse por
evidente esta posibilidad; el propio Morgan, considerado muchas veces como el fundador de la Antropología, distinguió
la sociedad gentilicia de la sociedad política. Asimismo esta cuestión está vinculada con el debate en torno a si la
Ciudad es una creación anterior o independiente de la constitución del Estado, o bien si la constitución de la Ciudad
implica, de un modo más o menos inmediato, la propia constitución del Estado.

En la Antigüedad, y como consecuencia de la crisis de la polis griega (una crisis que no significó en modo alguno el fin
de la sociedad política, sino por el contrario, su gigantesco fortalecimiento, mediante la transformación del Estado
ciudad en los Estados helenísticos y muy particularmente en el Imperio romano) podemos señalar dos fuentes distintas,
pero complementarias, en el origen de la distinción entre la sociedad política y la sociedad civil: el epicureísmo y el
cristianismo.

Frente a los estoicos, que propugnaron la identificación de la sociedad humana con una sociedad política que
estuviese orientada a la constitución de un Estado único universal (una «Cosmópolis»), los epicúreos propugnaron el

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repliegue de la sociedad política con objeto de constituir comunidades «de derecho privado» en las cuales pudiese
llevarse a cabo la vida personal feliz. Estas comunidades estaban, sin embargo, instaladas parasitariamente en las
ciudades, como jardines o huertos que llegaron a extenderse por todo el Mediterráneo. Este modelo epicúreo de
sociedad no política, tampoco familiar, sino más bien comunal, es una de los primeros prototipos para la formación de la
idea de una sociedad civil distinta de la sociedad política (otra cuestión a discutir es hasta que punto las comunidades
epicúreas –y análogamente las comunas de nuestros días– sólo son posibles en el marco de una sociedad política que
las tolera como tales y les suministra infraestructura y aun instrumentos de defensa ante terceras sociedades externas).

En cuanto al cristianismo, y para citar lo más importante, la Iglesia romana, particularmente después de Constantino,
constituyó una sociedad inter-nacional sin precedentes en el mundo antiguo, que no podría circunscribirse a las
coordenadas de una sociedad política, pero que tampoco podría considerarse (pese a las relaciones metafóricas a
través de las cuales era representada la unión de los cristianos, a saber, las relaciones del Hijo con el Padre, o las
«relaciones fraternales» entre los «hermanos en Cristo») desde las categorías antiguas de la familia (puesto que esta
sociedad, en gran medida, estaba formada por sacerdotes célibes, a partir del siglo IV y V). De este modo la Iglesia
católica, a medida que fue consolidándose en el trascurso de los siglos, fue presentándose como una alternativa
permanente a las Sociedades políticas (a los Reinos) sucesoras del Imperio romano. La mejor formulación de esta
situación nos la ofreció San Agustín en su contraposición entre las dos ciudades, la Ciudad terrena (Babilonia, Roma, es
decir, la Sociedad política) y la Ciudad celestial o Ciudad de Dios (Jerusalén). Es precisamente esta Ciudad celestial –
que, dicho sea de paso, desde una perspectiva positiva, no tenía nada de celestial puesto que era una «sociedad
terrestre», aunque dispersa por el Imperio, y después por los reinos sucesores, a saber, la Iglesia romana– la que habrá
que considerar, por consiguiente, como el verdadero núcleo en torno al cual se formará el concepto de sociedad civil. En
este sentido el concepto de una sociedad civil, en cuanto contrapuesto al concepto de la sociedad política, manifiesta
claramente las huellas de su estirpe teológica. Estas fuentes teológicas del concepto de sociedad civil constituyen la
inspiración permanente, incluso en nuestros días, de las democracias cristianas y, en general, de la política preconizada
incluso por los teólogos de la liberación, que tienen siempre el pensamiento puesto en la liberación del Estado opresor,
del Estado causante del «pecado colectivo», mediante la constitución de una sociedad apolítica entendida como la
sociedad verdaderamente viva y espiritual que sería la sociedad civil (sobrentendiendo esta civilidad como la que es
propia de las personas que forman la sociedad de la Ciudad de Dios).

Por otra parte el anarquismo implícito en la tradición de la Iglesia (un anarquismo muy peculiar, puesto que él mismo
defendía la fortificación de los Estados políticos siempre que ellos se dejasen guiar por inspiraciones cristianas –
eclesiásticas–, según las directrices del llamado agustinismo político), una vez secularizado, aflorará una y otra vez en
los ideales de una sociedad civil «secular» (o «laica»), puesta en un futuro más o menos próximo, entendido como
resultado de una humanidad liberada de sus «alienaciones» (idea a su vez estrictamente teológica y agustiniana, como
veremos más adelante) tras la extinción del Estado. En la propia tradición marxista, la idea de una sociedad civil tiene
mucho que ver con estas inspiraciones teológicas secularizadas. Y desde luego la tesis de la subsidiariedad de la
política estatal, por respecto a la sociedad civil, proclamada por las democracias cristianas y aceptada cada vez más por
las socialdemocracias de diferentes países, es una idea de inspiración genuinamente cristiana, es decir, eclesiástica,
aunque traducida a la forma secular.

La distinción entre sociedad civil y sociedad política es, sin embargo, sumamente problemática, y en cierto modo sólo
pidiendo el principio de la posibilidad de una sociedad civil subsistente al margen de toda sociedad política, esa
distinción puede mantenerse. Pero la cuestión es hasta qué punto cabe sustantificar o hipostasiar la sociedad civil
respecto de la sociedad política y recíprocamente (como algunas veces ha llegado a hacerse, incluso desde
coordenadas marxistas, hablando de la posibilidad de una sociedad política pura, es decir, concebida, aunque fuese a
título de aberración, a espaldas incluso de la sociedad civil). El punto principal de la dificultad estriba en la idea misma
de sociedad civil entendida como una unidad armónica, que estuviese por sí misma asegurada al margen de toda
acción política, y a la cual la sociedad política sólo tuviese que tutelar o asistir subsidiariamente (en el sentido, por
ejemplo, del liberalismo político y económico). Pero la sociedad civil es sólo un nombre confuso que cubre la realidad de
muy heterogéneos y contrapuestos grupos sociales (familias, clases sociales, confesiones, etnias, &c.) que, sin
embargo, conviven entre sí, y que para convivir han necesitado precisamente de su constitución en sociedad política.
Desde este punto de vista resultaría que la sociedad civil, así resultante, sólo tiene posibilidad de desarrollarse no ya
frente a la sociedad política, sino a través de esa misma sociedad política; y que el llamado enfrentamiento entre la
sociedad política y la sociedad civil es tan sólo un modo engañoso de formular el enfrentamiento entre diferentes grupos
o estratos sociales, algunos de los cuales se ve favorecido o perjudicado, en un momento dado, por el poder político.
Por lo demás la apelación que en las sociedades del presente suele hacerse, desde algunos Estados, a una hipotética
sociedad civil sana y fuerte en sí misma, viene a ser no otra cosa sino la apelación que un grupo o estrato social que se
siente perjudicado en el seno de una sociedad política hace a una sociedad distinta de la propia sociedad política, y está

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representada, muchas veces, no ya tanto por la supuesta «sociedad interna» sana y fuerte, que busca una atmósfera
más respirable para desarrollarse por sí misma, cuanto por las otras sociedades políticas del entorno planetario, a las
que se contempla con un cristal capaz de filtrar, por absorción, al Estado, ya tenga este cristal una estructura religiosa o
ya tenga sencillamente la estructura de las multinacionales capitalistas.

§6. La propiedad privada y el Estado

La relación entre la propiedad privada y el Estado es uno de los puntos centrales de la teoría política y de la propia
práctica política, en el planteamiento precisamente de los programas revolucionarios. La tradicional tesis formulada por
Morgan y recogida por Engels, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, viene a subordinar la
constitución del Estado a la propiedad privada de los medios de producción detentada por las clases privilegiadas que
precisamente habrían instaurado el poder político a fin de mantener sus privilegios, frente a las clases sometidas, así
como frente al exterior. Esta tesis genética crucial, desde el punto de vista práctico, si se tiene en cuenta que la idea de
revolución comunista ha solido ser formulada precisamente como la restitución de esa supuesta originaria propiedad
privada al pueblo al que pertenece (lo que implicaría precisamente la destrucción del Estado, al menos en su forma
originaria de Estado explotador), no puede en ningún caso ser presentada hoy como una tesis empírica deducida de los
datos de la Antropología o de la Historia política.

El materialismo filosófico, reconociendo la conexión entre la propiedad privada y el Estado, señalada por Engels,
propone una «vuelta del revés» de las tesis de Engels, en virtud de las cuales habría que decir que la propiedad privada
no es una institución que tenga sentido en un contexto previo a la constitución del Estado, sino que es una institución
que sólo es posible precisamente a partir del Estado constituido. Con esto se quiere decir que el Estado constituido no
tendrá por qué ser reducido, en la teoría política, a su función de mantenimiento de la propiedad privada de los medios
de producción y, en el límite, de los medios de uso y aun de consumo. El reduccionismo del Estado a la función de
sostenedor de la propiedad privada puede considerarse como uno de los más peligrosos principios políticos, en su
aplicación; un principio cuyos efectos se han dejado sentir en la evolución del llamado socialismo real. Ante todo y en
primer lugar porque el traspaso de los medios de producción al Estado soviético, en el que se cifraba la clave de la
revolución, no constituía, ni siquiera desde el principio, una colectivización de estos medios, habida cuenta de que
semejante «socialización» se circunscribía a las fronteras del propio Estado soviético, siendo así que todo Estado, por el
hecho de circunscribir un territorio, ya implica el principio de una apropiación de medios de producción, con respecto a
las otras sociedades colindantes. Por otra parte, la distinción entre propiedad de los medios de producción y propiedad
privada de «bienes personales», discurre por fronteras sumamente imprecisas, pero que están vinculadas precisamente
a los propios contornos que constituyen la individualidad personal. Puede considerarse como enteramente utópica la
posibilidad de la maduración de una individualidad personal en un enjambre colectivista en el que toda huella de
propiedad privada exterior quedase abolida, habida cuenta de que la personalidad no es un principio subjetivo o
espiritual, sino un principio que emana de la subjetividad corpórea que no puede definirse al margen de su relación con
las cosas del mundo que le rodea, y que ha de utilizar, por lo menos, como instrumento de las iniciativas del individuo o
del grupo. Como quiera, por otra parte, que el traspaso de los medios de producción a la «sociedad» es, según hemos
dicho, ficticio (desde el punto de vista del «Género humano» marxista) cuando se considera a un Estado como sujeto
titular o representante de ese Género humano, habrá que decir que la colectivización estatal de los medios de
producción de una sociedad política sigue manteniéndose dentro del régimen de la propiedad privada, con los peligros
inherentes (de índole principalmente burocrática) a que esta socialización pueda dar lugar, y ello sin contar con las
dificultades insalvables derivadas de los proyectos de «pleno empleo» en una economía cerrada y compleja
industrializada. Los mecanismos de socialización de la propiedad privada, en resolución, no tienen por qué pasar
necesariamente por el traspaso de estas propiedades a manos de una burocracia estatal incapaz de controlar los
mecanismos que actúan dentro de sus propias fronteras, y en una situación en la cual estas fronteras son cada vez más
artificiosas, desde el punto de vista económico.

No se trata, en resolución, de resolver en este lugar y momento el problema de las relaciones entre la propiedad
privada y el socialismo; problema cuya complejidad impide un tratamiento uniforme y universal referido a las diferentes
sociedades políticas existentes; se trata de impugnar las relaciones que la tradición engelsiana ofreció como un dogma
para definir las relaciones entre la propiedad privada y el Estado, en el contexto de la teoría de la revolución comunista.
Muy especialmente, será preciso discutirla ecuación, que suele actuar de un modo más o menos solapado, entre
«comunismo» e «igualdad»; ni siquiera Marx, en su Crítica al Programa de Gotha, se dejo guiar por una ecuación tan
vaga como simplista y metafísica. Con esto no pretendemos, en modo alguno, sugerir como una alternativa posible tras
el desmoronamiento de la Unión Soviética, la vuelta al sistema capitalista de la propiedad privada (ni siquiera
acompañándola de las medidas limitadoras preconizadas por la socialdemocracia). Pretendemos simplemente expresar
nuestro reconocimiento de la estructura dialéctica de todas las sociedades de personas que existan o puedan existir
«antes y después de la revolución»; por tanto, de la necesidad de contar, en la teoría política, con los conflictos

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interpersonales e intergrupos y, por último, denunciar una vez más el carácter mítico y escatológico (por no decir vacío)
de los planes o programas políticos basados en la eliminación de la propiedad privada como medio necesario (y en
ocasiones suficiente) para que brote la armonía y la paz perpetua entre los hombres.

§7. Individuo flotante y Hombre «alienado»

La idea de alienación ha jugado un papel decisivo tanto en las escuelas de orientación marxista como en las escuelas
existencialistas, de la primera mitad del siglo que acaba. Sin embargo, desde la perspectiva del materialismo filosófico,
es preciso reconocer que la idea de alienación tiene un formato claramente metafísico de estirpe teológica. La idea de
alienación, en efecto, procede del cristianismo agustiniano, y de su interpretación del mito de la caída, consecutiva al
pecado original; caída que implicaba la enajenación del paraíso y la «conversión» hacia el mundo, a costa de salir fuera
de sí, de la propia vida espiritual que el «estado de gracia» deparaba al hombre en su relación con Dios. En el estado de
gracia los primeros padres estaban, según San Agustín, «ensimismados» (en un «sí mismo» que, paradójicamente,
consistía en estar lleno de Dios). Por el pecado, los primeros padres salen de ese sí mismo divino y, alienándose al salir
fuera de sí mismos, entran en el mundo histórico y real. En realidad el mito del pecado original es paralelo al esquema
metafísico neoplatónico que nos presenta un ser originario, que saliendo fuera de sí mismo (alienándose en el mundo),
el pro-odos, termina volviendo de nuevo a sí mismo después de recorrer su curso temporal (epistrofé, de Proclo). Este
esquema neoplatónico de la posición / alienación / retorno preside la mayor parte de las concepciones teológicas
medievales y renacentistas (citemos a Fray Luis de León, por ejemplo), y a través del sistema de Hegel (el ser en sí, el
ser fuera de sí y ser para sí) pasa, de algún modo, a los fundamentos del marxismo tradicional y, posteriormente, al
existencialismo de los años 30 y 40. En el materialismo histórico, la idea de una comunidad primitiva vendría a
desempeñar las funciones de la posición del ser humano en el «estado de gracia», anteriormente a su caída; porque la
alienación estará representada ahora por la división o escisión de esa comunidad primitiva en clases antagónicas
consecutivas a la aparición de la propiedad privada y del Estado; y el retorno, por la vuelta a la unidad o reconciliación
del género humano, que reexpondrá, en una escala superior, el modelo embrionario de humanidad expresado por la
comunidad primitiva. Esta «concepción de la historia», desde el punto de vista del materialismo filosófico, no es otra
cosa sino un caso particular de los mitos neoplatónicos secularizados y su estructura metafísica no tiene nada que ver
con los datos de la Antropología o de la Historia (entre otras cosas porque el «estado final», sin el cual no se puede
cerrar el curso, no es un concepto histórico: la Historia se refiere al Pasado y no al Futuro).

El único concepto positivo de alienación que cabe admitir es el concepto psiquiátrico; pero este concepto no tiene que
ver directamente con las cuestiones políticas, aun cuando contamina notablemente multitud de ideas políticas sobre la
naturaleza de ese hombre cuya estructura histórica quiere hacerse equivalente a la estructura de una alienación.

Cuando no se dispone (como se dispone en el campo psiquiátrico) de términos positivos de comparación, tanto a
parte ante como a parte post, no cabe hablar de alienación, puesto que los términos de comparación utilizados son
puras peticiones de principio. Desde una perspectiva materialista filosófica la realidad histórica del hombre es la misma
realidad humana y no una realidad alienada respecto a no se sabe qué míticos orígenes auténticos y a que utópicos
términos finales. Las principales críticas a ese humanismo que se define por la cancelación de la enajenación se derivan
principalmente de la condición metafísica de este concepto de alienación. Otro tanto se diga de las ideas, muy
celebradas en la postguerra, acerca de ese hombre total, de ese hombre politécnico, que sólo poseyendo la totalidad de
las cualidades humanas podría considerarse «desalienado» de la falta de posesión de cualquiera de ellas.

El materialismo filosófico ofrece una idea que puede desempeñar en muchos casos las funciones que juega la idea
del hombre alienado: es la idea del individuo flotante. Porque el individuo flotante no es una figura pensada a partir de
una situación metafísica de alienación, sino a partir de las circunstancias positivas que moldean la conformación de todo
individuo personal, y que son circunstancias históricas y sociales. El individuo flotante, por esta razón, aparece en las
sociedades políticas que han alcanzado un determinado nivel crítico cuanto a su volumen y heterogeneidad. El individuo
flotante, sin embargo, no es el resultado formal de la aglomeración ni del descenso del nivel de vida (las dificultades del
individuo que busca trabajo no producen normalmente la despersonalización sino que, por el contrario, pueden
constituir, dentro de ciertos límites, un campo favorable para imprimir un sentido personal a la vida de ese individuo).
Las individualidades flotantes, en el seno de la gran cosmópolis, resultarían no precisamente de situaciones de penuria
económica, ni tampoco de anarquía política o social (anomia) propia de las épocas revolucionarias, sino de situaciones
en las cuales desfallece, en una proporción significativa, la conexión entre los fines de muchos individuos y los planes o
programas colectivos, acaso precisamente por ser estos programas excesivamente ambiciosos o lejanos para muchos
individuos a quienes no les afecta que «el romano rija a los pueblos para imponer la justicia». (La idea de «individuo
flotante» está desarrollada en Gustavo Bueno, «Psicoanalistas y epicúreos. Ensayo de introducción del concepto
antropológico de heterías soteriológicas», en El Basilisco, primera época, nº 13, 1981, págs. 12-39.)

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1.3. Principia media de la teoría filosófico política
 

Hemos dicho que los principia media de una teoría filosófica no pueden considerarse derivados de sus principios
últimos; en este sentido los principia media se apoyan en el terreno cuasiempírico constituido por un campo político, en
un proceso histórico ya dado y al que nos incorporamos «en marcha». Pero tampoco es correcto concluir que los
principia media constituyen un sistema autónomo, fundado en la «experiencia empírica». Y no es correcto por estos tres
motivos principales:

a) Que la experiencia empírica, efectivamente, nos ha de ser dada (o proporcionada) por los «hechos históricos» (por
ejemplo, es un hecho histórico que en 1995 existan 226 Estados reconocidos con asiento en las Naciones Unidas). Pero
este material dado, como un hecho, podrá ser «leído» o «estructurado» de muy diversas maneras, según la «acción» de
determinados principios primeros (en nuestro caso, reconoceremos la acción de principios lógico materiales, holóticos, a
saber, aquellos que distinguen las totalidades distributivas –y las relaciones isológicas entre sus partes– de las
totalidades atributivas –y las relaciones sinalógicas entre sus partes–); distinción que comporta a su vez un modo de
entender la conexión entre los extremos distinguidos.

b) Los principia media, fundados en una experiencia leída desde principios lógico materiales, aunque no derivan de
los principios últimos, no son tampoco independientes de ellos. Su dependencia (habida cuenta de las alternativas
reconocidas en cada uno de los principios últimos) es de índole sinecoide. Esto equivale a decir que los principios
medios de la teoría filosófico política, aunque son independientes de cada una de las opciones de principios últimos, no
lo son de su conjunto.

c) El alcance de los principia media depende del sistema de alternativas de los principios últimos escogidos. Cada uno
de esos sistemas de alternativas «moldea» los principia media según una morfología característica, e imprime a dichos
principios un sentido también característico (no es lo mismo desarrollar los principios medios que establecen la
denotación del conjunto de sociedades políticas del presente desde coordenadas idealistas o teológicas, o desde
coordenadas materialistas).

§1. La distribución de la Humanidad del presente en sociedades políticas

1. ¿Qué entendemos por «Presente»? Cuando hablamos del Presente no nos referimos al ahora, ni siquiera al hoy;
nos referimos al presente en cuanto categoría dada a escala histórico cultural que sólo puede delimitarse por relación a
categorías tales como «Antigüedad», «Epoca Moderna» o «Edad Contemporánea». Definir el Presente implica, según
esto, una «teoría de la Historia», a la manera como definir el Cielo (en cuanto bóveda celeste de nuestro espacio óptico)
implica una «teoría de la Naturaleza». Ahora bien, a nadie se le oculta la dificultad de definir el Presente. Existe una
gran variedad de concepciones o teorías del Presente y, lo que es más importante, de teorías mutuamente entrelazadas
aunque sea de un modo polémico; su simple análisis autorizaría a instituir una suerte de disciplina particular que
denominamos Presentología. En efecto, se definirá unas veces el Presente como la «Epoca Contemporánea» (en el
sentido de Fichte), o bien como la «Epoca Coetánea» (en el contexto de la teoría de las generaciones de Ortega), o bien
como la «Epoca Moderna», aunque otras veces el Presente será definido como la «Epoca Postmoderna». Para algunos
el Presente se definirá como la época que nos pone en las vísperas del advenimiento del Comunismo real, del final del
Capitalismo; pero para otros el Presente representará el Fin de la Historia, unas veces que se haya producido el
desarrollo victorioso de la Democracia parlamentaria y de la economía de mercado (Fukuyama). Algunos definen el
Presente como la «tercera ola» (Alvin Toffler), como la sociedad postindutrial o como la época de los «contactos en la
tercera fase», o las vísperas del reinado del Anticristo.

Nosotros definiremos el Presente a partir de la idea de una sociedad universal (planetaria) que ronda ya los siete mil
millones de individuos. Una sociedad, por tanto, que constituye un todo atributivo, cuya constitución, como tal, comenzó
propiamente, según señaló Marx, a raíz del desarrollo del capitalismo mercantil, en la «era de los descubrimientos». Un
todo planetario cuyas partes, sin embargo, aunque no se relacionan precisamente por vínculos de fraternidad o de
armonía, no dejan de ser menos interdependientes. La sociedad actual, en cuanto sociedad planetaria, sólo puede
subsistir como sociedad industrial (el concepto de sociedad postindustrial es vano). Y como sociedad industrial que
requiere precisamente los servicios de las ciencias, y en particular de una gran ciencia que crece exponencialmente y
no ya logísticamente como crecía la pequeña ciencia del pasado.

El presente que comienza a configurarse a partir del descubrimiento de América se va configurando con la
consolidación de los Estados nacionales levantados frente a la Iglesia romana. Tras la Segunda Guerra Mundial el
presente está políticamente organizado como un conjunto de sociedades políticas soberanas, de Estados, resultantes

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Gustavo Bueno / Principios de una teoría filosófico política materialista

de la liberación progresiva (al menos desde el punto de vista jurídico formal) de los Protectorados, Fideicomisos y
Colonias procedentes de los siglos anteriores. Por lo demás los Estados que tienen hoy asiento en las Naciones Unidas
tienen un alcance muy diverso, que va, por ejemplo, desde la República de Seychelles (con 280 km² y 69 mil habitantes)
hasta la República Popular China, que rebasa los mil doscientos millones de habitantes. Las diferencias estelares en el
terreno económico, lingüístico, cultural y social no pueden ser subestimadas; ellas obligan a reclasificar los dos
centenares de sociedades políticas hoy día reconocidas en grandes grupos, que tienen también, al menos
indirectamente, un significado político (hemisferio norte y hemisferio sur, bloque de la Unión Europea, bloque de la OEA,
primer mundo y tercer mundo, países desarrollados y subdesarrollados, las tres grandes razas consabidas: mongólidos,
európidos y négridos). Juegan también un papel importante para la teoría política la existencia, considerada residual
desde fuera, en visión que no es aceptada desde dentro, de sociedades políticas preestatales, ejemplificadas por las
tribus amazónicas, en conflicto con los Estados envolventes.

En conclusión, la distribución política actual de la humanidad en los dos centenares de sociedades políticas de
referencia tiene fuentes muy diversas: la génesis de las unidades políticas actuales es muy heterogénea, y se extiende
desde la continuación de unidades tradicionales seculares, hasta las situaciones de liberación, emancipación o incluso
creación «artificiosa» por los demás Estados, como pueda ser el caso del Estado de Israel. Las relaciones comerciales y
sociales entre los Estados son también muy heterogéneas, y en gran medida dependen de las relaciones políticas
formalizadas entre estos Estados (doble nacionalidad,federación, ligas, &c.).

Sin embargo, consideradas sincrónicamente las unidades políticas del presente, y por abstracción, aunque con
fundamento jurídico y objetivo, podemos considerar a la Humanidad del Presente como una totalidad distributiva
íntegramente repartida en 226 sociedades políticas que es preciso categorizar a título de partes distributivas. Otro modo
de analizar esta estructura política del presente será el considerar al «Género humano» como la clase G de individuos
humanos en la que están definidas ciertas relaciones de equivalencia E (la «connacionalidad», en su sentido político),
relación universal pero no conexa; el cociente G/E es el conjunto de clases sin elementos comunes, clases disyuntas,
que constituyen cada uno de los Estados (al menos en tanto no se admita la doble nacionalidad). La realidad de esta
estructura distributiva de la Humanidad se manifiesta sobre todo en el plano jurídico del Derecho Internacional, y se
refleja en las líneas fronterizas que separan las diferentes sociedades políticas, así como el título de soberanía propio
de cada Estado.

2. La Humanidad, como totalidad distributiva, consta políticamente hablando, de un conjunto de partes entre las
cuales median relaciones de isología (algo así como semejanza, igualdad o analogía). Isología establecida respecto de
una categoría material dada (en nuestro caso la Política).

Cuando el conjunto de partes distributivas, con relaciones establecidas de isología, se comportan como una estructura
abstracta respecto de las relaciones sinalógicas (que son las relaciones de contacto, interacción, influencia, intercambio
pacífico o polémico) que las partes pueden mantener (hasta el punto de dar lugar a una totalidad atributiva), hablaremos
de totalidades mixtas o isoméricas. Podemos ejemplificar esta situación con los organismos: el organismo será un
totalidad distributiva en cuanto sea considerado como conjunto de células isológicas, en la medida en que puedan
abstraerse las relaciones de interacción mutuas (en teoría, la tecnología científica actual permitiría hoy aislar físicamente
cada una de las células de un organismo); sin embargo, a la vez, las células de un organismo están sinalógicamente
interconectadas constituyendo un todo atributivo (por sinapsis, por ejemplo). Por supuesto las células del organismo, sin
perjuicio de su isología, mantienen diferencias específicas que permiten reorganizarlas en tejidos diversos, órganos,
células nerviosas, conjuntivas, &c.

Otro tanto ocurre con los Estados de la Sociedad Universal, y ello debido al carácter de las unidades políticas que la
componen, a su territorialidad, que conlleva la necesidad de que cada unidad política esté vinculada a otras vecinas y
esto de modo recurrente y circular (dada la esfericidad del planeta). De hecho se reagrupan en bloques, constelaciones
(con astros y satélites), círculos tipo kula (como podría serlo la Unión Europea), que, aun definidos económicamente,
tienen un reflejo político inmediato.

§2. Los tipos de relación fundamental de cada sociedad política con las demás

1. Una totalidad atributiva isomérica, como la Humanidad repartida en sociedades políticas, podrá ser considerada
desde la perspectiva de la isología y desde la perspectiva de la sinalogía (que, como hemos dicho, han de ir referidas a
un fundamento material dado que puede cambiar permaneciendo invariante la perspectiva conjugada). Desde cada
perspectiva habrá de poderse determinar la otra estructura, aunque en grados diferentes.

a) Las totalidades atributivas isoméricas, consideradas desde una perspectiva isológica, podrán disponerse con
arreglo a alguna gradación determinable en las relaciones sinalógicas entre sus partes; gradación que se extiende

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desde los grados mínimos de sinalogía (límite nulo = 0) hasta los grados máximos de sinalogía (=1). Supongamos,
como ejemplo, una multiplicidad isomérica de moléculas (totalizadas atributivamente en un recinto dado) definidas por
una relación de isología cuyo fundamento sea su estructura química (moléculas de un mismo elemento químico, por
ejemplo el sodio, Na). Manteniendo esta isología (es decir, sin descomponer el sodio en sus componentes nucleares)
podemos tomar como fundamento de la relación sinalógica entre las moléculas el contacto físico entre ellas; el grado
mínimo de sinalogía lo encontraremos en el estado gaseoso de esa multiplicidad cuando el recinto es de gran volumen y
poca presión. El grado máximo de contacto sinalógico lo encontraremos en el estado sólido cristalino.

b) Las totalidades atributivas isoméricas, consideradas desde la perspectiva sinalógica, podrán a su vez disponerse
según alguna gradación de las relaciones isológicas entre sus partes, desde un grado mínimo de isología (límite nulo =
0) hasta un grado máximo (=1). Supongamos como ejemplo la multiplicidad de moléculas de agua en estado líquido
depositadas en diversos recipientes, y tomemos, como criterio de isología, la identidad química de tales moléculas.
Podemos ordenar estos recipientes atendiendo a las relaciones de isología química, desde una isología mínima (que
podemos hacer consistir en la diversidad isotópica de las moléculas de agua de un recipiente dado) hasta una isología
máxima (cuando las moléculas de agua sean todas ellas del mismo peso atómico o posean los mismos tipos de
«enlaces de hidrógeno»).

2. La multiplicidad de sociedades políticas del presente pueden considerarse:

a) Como una totalidad distributiva, según las relaciones de isología política fundada en la condición que sus «partes»
tienen de Estados soberanos independientes, por tanto, implicando la misma distributividad o independencia en la
participación estructural de la relación de soberanía política.

b) Como una totalidad atributiva según relaciones políticas de sinalogía entre Estados (relaciones políticas, no ya
estrictamente económicas, sociales, &c., sin perjuicio de su entrelazamiento real) que haremos consistir
fundamentalmente en la interacción política o influencia política de unos Estados sobre otros. (Esta interacción puede
tener lugar ya sea a través de una intervención militar, capaz de mudar el régimen de un Estado determinado, ya a
través de la acción ejemplar que un Estado pueda ejercer sobre otros de su entorno).

3. Ahora bien: las sociedades políticas, como partes de una sociedad universal U, explícitamente interrelacionadas de
modo político en la Sociedad de las Naciones Unidas (ONU), dicen necesariamente relaciones mutuas; por lo que,
tomando cada unidad como terminus a quo de la relación habrá que afirmar que cada sociedad tiene que mantener
relaciones políticas fundamentales (es decir, no circunstanciales o meramente coyunturales) con las otras sociedades
políticas de su entorno, entorno que, en el límite, está constituido por todas las demás sociedades. Son pues relaciones
uni-plurívocas (para n unidades políticas habrá n-1 relaciones uni-plurívocas, por tanto, (n-1)*(n-1)=(n-1)²=n²+1.
Representaremos por (X,[Y]) estas relaciones uni-plurívocas de X con cada uno de los demás Estados (no con su
conjunto).

La totalidad de estas n²+1 relaciones políticas uni-plurívocas, sin embargo, no tienen por qué ser todas ellas
homogéneas (simétricas, transitivas), como podría deducirse (si nos atuviéramos únicamente al supuesto de igualdad
entre todos los Estados soberanos). La isología de la que hablamos se fundamenta en caracteres más bien negativos, o
que implican negatividad (independencia de los Estados, soberanía); pero esto no implica que las diversas sociedades
políticas deban ser políticamente homogéneas, y no ya sólo en sus constituciones internas (Repúblicas
presidencialistas, Democracias populares, Monarquías, ...) pero ni siquiera en la orientación fundamental o norma que
preside las relaciones de cada una con las demás. Ya de la mera circunstancia de que la totalidad de las sociedades
políticas se considere subdividida, incluso jurídicamente, en los grupos reconocidos como «grandes potencias» y
«pequeñas potencias», o bien se agrupen en ligas, alianzas, uniones o bloques, podría deducirse que las relaciones uni-
plurívocas no tienen por qué ser homogéneas. Lo que significa que será necesario clasificarlas. Ahora bien, los criterios
para esta clasificación son múltiples, pero aquí nos atendremos, para mantenernos en nuestros principios, al criterio
más universal y formal posible, que es, sin duda, el que está vinculado con la misma estructura holótica de la sociedad
de referencia, la Sociedad Universal.

Según esto, la tipología de estas relaciones uni-plurívocas fundamentales que obtendremos, no por ser muy
indeterminadas o abstractas dejan de ser menos profundas o significativas. La indeterminación tiene que ver:

a) con la posibilidad constante de interpretar las relaciones en el plano emic o intencional de la norma de cada Estado,
y en el plano etic o efectivo, según criterios de análisis pertinentes. En cualquier caso la intencionalidad normativa no
puede ser subestimada a pesar de sus constantes desviaciones empíricas efectivas.

b) la dificultad de inscribir a un Estado determinado en una tipología dada, y no sólo porque haya que tener en cuenta

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la posibilidad de su variación.

Tipología de las normas políticas fundamentales (intencionales)


que presiden las relaciones uni-plurívocas (X,[Y]) entre las sociedades políticas

Grado de cada tipo


según la disposición del
Grados mínimos Grados máximos
otro (límite = 0) (límite = 1)
Tipo holótico de relación
política
I II
Isología de X con [Y] con sinalogía Isología de X con [Y] con relaciones
Isología política política mínima: coexistencia simple; de sinalogía política máxima; límite:
límite: norma del Ejemplarismo
norma del Aislacionismo

III IV
Sinalogía de X con [Y] con isología Sinalogía de X con [Y] con isología
Sinalogía política
política mínima; límite: política máxima; límite:
norma del Imperialismo depredador norma del Imperialismo generador

 
Observaciones sobre la Tabla:

1. La tabla va referida a normas imputables emic a una sociedad, pero en la medida en que tal normatividad
intencional quede reflejada etic en algún comportamiento objetivo. A veces la imputación de una norma a una sociedad
depende de sus relaciones con ella: una sociedad colonizada tenderá a ver a la metrópoli como un Imperio depredador,
aunque la metrópoli no se considere como tal. La constatación de una normatividad interna intencional, en una
sociedad, no garantiza en ningún caso que en la práctica empírica esa norma haya de ser seguida de un modo
constante.

2. Cabe suscitar la cuestión acerca del orden histórico genético que pudiera mediar entre las normas de la tabla, así
como la cuestión de la transformabilidad de las unas en las otras.

3. Ejemplos del tipo I: la norma del Aislacionismo podría simbolizarse en la sociedad china de la dinastía Tsin (249-
210), cuando el emperador Tse-Hoang-Ti mandó construir la Gran Muralla y quemó todos los libros de Confucio y de los
letrados, a la par que abolió el sistema feudal. Sin embargo es muy dudoso que la norma de Tse-Hoang-Ti fuese la del
aislacionismo.

Acaso los ejemplos de esta norma, en su grado límite, habría que ir a buscarlos en las utopías autárquicas
(generalmente situadas en islas: la isla de Utopía, la isla de la Ciudad del Sol), que describen modelos de sociedad
política apartada de todas las demás, autosuficientes, &c. Sin embargo, y sin llegar a este límite (que estará siempre
mediatizado por la realidad de losintercambios mercantiles, religiosos, ...) la norma de tipo I ejerce su influjo en las
políticas de co-existencia simple (pacífica) y en la norma de no-ingerencia en los asuntos de cada Estado. Desde este
punto de vista habría que concluir que la norma de tipo I, cuando no se lleva al límite, es acaso la que tiene mayor
implantación en el conjunto de las sociedades políticas del presente. Es obvio que esta norma está desmentida cada
vez con mayor frecuencia dado el incremento de las relaciones comerciales, tecnológicas, ideológicas,... entre los
diversos Estados de la sociedad universal.

4. Ejemplos del tipo II: la norma del ejemplarismo podrá considerarse muy probable supuesto un campo de Estados
equilibrados en poder y a la vez relacionados comercialmente, o también de estados pequeños enfrentados a la presión
de las grandes potencias. Cada sociedad política tenderá a constituirse como un ejemplo a seguir por las demás, al
menos las de su entorno. Tal sería el caso de la polis democrática ateniense, tal como nos la presentó Pericles en el
famoso Discurso en recuerdo de los muertos transmitido o reconstruido por Tucídides.

En general la teoría política de Platón o de Aristóteles tiende a presentar a la sociedad política desde este tipo de
norma fundamental. La contraposición entre Sócrates y Protágoras, en el diálogo platónico de este nombre, tiene mucho
de la contraposición entre una normatividad de tipo I (defendida por Protágoras y considerada habitualmente como
relativismo) y una norma de tipo II (que sería la defendida por Sócrates).

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Gustavo Bueno / Principios de una teoría filosófico política materialista

5. Ejemplos del tipo III: la norma del imperialismo depredador propone a la sociedad de referencia X como modelo
soberano al que habrán de plegarse las demás sociedades políticas y, en el límite, tenderá a anexionarlas bajo su
tutela. Es la norma del colonialismo. Las demás sociedades políticas sólo existirán, para la de referencia, a título de
colonias, susceptibles de ser explotadas. La norma es poner a las demás sociedades al servicio de la sociedad
imperialista. Como ejemplo canónico en la Antigüedad cabría citar el Imperio Persa de Darío. Como ejemplo de la Edad
Moderna al imperialismo inglés u holandés, en tanto que aquel se regía por la regla del exterminio, en sus principios
americanos, o por la del gobierno indirecto en sus finales del imperio africano y asiático. Como ejemplo de la norma del
imperialismo depredador en la Edad Contemporánea es obligado citar a la norma de la Alemania nazi del III Reich,
basada en los principios de la superioridad de la raza aria.

6. Ejemplos del tipo IV. La norma del imperialismo generador es la de la intervención de una sociedad en otras
sociedades políticas (en el límite: en todas, en cuanto imperio universal) con objeto de «ponerse a su servicio» en el
terreno político, es decir, orientándose a «elevar» a las sociedades consideradas más primarias políticamente (incluso
subdesarrolladas o en fase preestatal) a la condición de Estados adultos, soberanos. La norma del Estado por tanto es
generar Estados nuevos, y la dialéctica de esta norma es que ella, o bien habrá de cesar al cumplirse su objetivo
(transformándose en una norma de tipo II) o bien habrá de cesar si se llega a la constitución de un estado universal
único, a la creación de la clase de un solo elemento, que podría simbolizarse en la ciudad o Estado universal (la
Cosmópolis de los estoicos).

Los ejemplos más notorios en la Antigüedad que cabría citar son: el Imperio de Alejandro Magno y el Imperio Romano
(al menos en la medida en que su norma fundamental se considere expresada en los célebres versos de Virgilio: Tu
regere Imperio populos, romane, memento). No es nada fácil mantener esta norma emic como criterio de interpretación
de la historia del Imperio romano, que habitualmente suele ser interpretada, incluso desde el materialismo histórico,
como ejemplo eminente de imperialismo depredador. Ni se trata de negar la justeza de la interpretación, según el tipo III,
de la historia de Roma en la mayor parte de su trayectoria; se trataría de evaluar de qué modo influyó, sin embargo, la
norma estoica (por ejemplo, considerando la concesión del título de ciudad –con Senado, &c.– a diversos municipios del
Imperio en la época de Caracalla).

El ejemplo más notorio de imperialismo generador en la época moderna es el del Imperio español, y en ello cabría
establecer la diferencia entre su imperialismo y el imperialismo inglés coetáneo. Tampoco se trata aquí de ignorar las
prácticas depredadoras del imperialismo español, pero sería absurdo considerarlas como derivadas de su norma
fundamental, teniendo en cuenta que estas prácticas fueron continuamente vistas como transgresiones de la norma
fundamental, ya desde la época de la Conquista (Las Casas, Montesinos, Vitoria, Suárez).

Como ejemplos de sociedades políticas regidas en nuestro siglo por la norma IV hay que citar, desde luego, a la
Unión Soviética, por un lado (en cuanto impulsora de los movimientos de liberación nacional, y esto sin perjuicio de sus
prácticas depredadoras) y a los Estados Unidos de América por otro (en tanto se presentan como garantes de la
defensa de los derechos humanos y de las democracias, y esto dicho con las mismas reservas que hemos aplicado a la
Unión Soviética).

§3. Los tipos de relaciones fundamentales mutuas: tabla de situaciones

Los tipos de normas fundamentales establecidos en el §2 se refieren, obviamente, a cada una de las sociedades
políticas, pero abstrayendo las relaciones recíprocas (sean simétricas o asimétricas) que las otras sociedades políticas
del entorno puedan mantener con la sociedad de referencia. Relaciones recíprocas que pueden también ser muy
variadas desde el punto de vista empírico; sin embargo aquí nos importa examinar las situaciones teóricas que puedan
ser concebidas sin salirnos fuera del horizonte propio de las relaciones entre las sociedades políticas en el sentido
establecido. Se nos abre aquí, por tanto, la posibilidad de trazar una matriz resultante de poner en correspondencia
cada tipo de norma fundamental de una sociedad política X con los otros tipos de normas que presiden las sociedades
Y que tengan relación con la primera. La matriz comprenderá 4*4=16 situaciones, que podremos disponer en una tabla
autológica de doble entrada. Así pues, mientras que la tabla del §2 se refiere a relaciones uni-plurívocas, la tabla de
situaciones de este §3 contempla las relaciones pluri-plurívocas entre las sociedades políticas.

Tabla de situaciones susceptibles de ser ocupadas por las sociedades políticas


orientadas según los tipos de normas fundamentales

I II III IV
Y  Norma de la Norma de la Norma del Norma del
coexistencia simple coexistencia imperialismo imperialismo
ejemplar depredador generador

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 X
I
Norma de la Situación 1 Situación 5 Situación 7 Situación 9
coexistencia simple
II
Norma de la Situación 6 Situación 2 Situación 11 Situación 13
coexistencia ejemplar
III
Norma del
Situación 8 Situación 12 Situación 3 Situación 15
imperialismo
depredador
IV
Norma del
Situación 10 Situación 14 Situación 16 Situación 4
imperialismo
generador
 
Observaciones a la tabla:

1. Las situaciones producto del cruce han sido numeradas teniendo en cuenta las propiedades lógicas de la tabla:

a) Ante todo, los cuatro cuadros «diagonales» (de la diagonal principal) se numeran correlativamente para subrayar el
común carácter simétrico de las situaciones por ellos representadas (por ejemplo, la situación 1 es la constituida por dos
Estados que se rigen por la norma de la coexistencia política simple, en el límite, por la norma de un aislacionismo
mutuo de tipo «megárico»).

b) Las restantes situaciones son asimétricas; sin embargo entre ellas los cuadros opuestos respecto de la diagonal
principal son equivalentes (pues es igual la relación X,Y que la relación Y,X). Por ello los numeramos de forma que los
cada dos cuadros homólogos tengan números consecutivos, según las siguientes equivalencias: 5=6, 7=8, 9=10, 11=12,
13=14 y 15=16.

2. Teniendo en cuenta las equivalencias entre cada dos cuadros de los doce distintos de la diagonal principal, es
decir, reduciendo las doce situaciones a las seis equivalentes, y agregando las cuatro situaciones diagonales,
obtenemos una clasificación de 6+4=10 situaciones fundamentales.

3. Las relaciones representadas en la tabla no son reflexivas; los cuadros diagonales incluyen simetría entre X e Y,
pero no reflexividad (X,X o Y,Y). Tampoco hay transitividad. En la medida en que la relaciones pueden ser simétricas o
asimétricas tampoco puede hablarse de relaciones de dominación, salvo parcialmente en situaciones encadenadas que
puedan representarse según matrices de dominación.

4. Cuanto a las situaciones diagonales (simétricas): no solamente en las relaciones sociales etológicas o humanas, en
general, suele cumplirse la regla de que la competencia y el antagonismo surge más entre los iguales que entre los
desiguales. También entre las relaciones entre las sociedades políticas, las relaciones simétricas (más próximas a la
igualdad) pueden implicar un antagonismo o incompatibilidad que a veces las relaciones asimétricas no implican. Esto
no significa que las situaciones simétricas hayan de ser siempre antagónicas. Concretando: las situaciones 1 y 2 no son
por sí mismas antagónicas; las situaciones 3 y 4 son antagónicas por principio (al menos en la medida en que quepa
establecer una intersección de su influencia sobre alguna tercera sociedad política dada). En la medida en que sea
posible establecer «zonas de influencia» disyuntas el antagonismo disminuirá, y más en la situación 3 que en la
situación 4.

Las situaciones 1 y 2 definen la situación genérica de la coexistencia pacífica; las situaciones 3 y 4 definen una
situación genérica de antagonismo polémico, incluso de guerra virtual.

La situación 3 recoge la incompatibilidad de dos imperios depredadores ante las mismas terceras sociedades políticas
(por no citar aquí las preestatales): podría ejemplificarse esta situación por el antagonismo de Roma (si la interpretamos
bajo la norma III) y Cartago (Delenda est Cartago). Sin embargo, si mantenemos la interpretación de Roma desde la
norma IV, el delenda habría que inscribirlo en la situación 15.

La situación 4 podría ser ejemplificada por la guerra fría que después de la Segunda Guerra Mundial se estableció
entre EE.UU. y URSS, en realidad hasta la caída de la «tercera Roma».

5. La situación 5 y 6 es la ocupada por dos sociedades políticas que respetándose en sus soberanías mantienen una

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relación asimétrica «ejemplarizante» de naturaleza política, que se llevará adelante por vía de propaganda política,
ideológica, proselitismo, &c., como pueda ser el caso de la propaganda de las monarquías parlamentarias.

6. La situación 7 y 8 está constituida por una sociedad no agresiva y una sociedad depredadora; aquella desarrollará
estrategias de repliegue o de resistencia. Es la situación a la que debe hacer frente toda política colonialista.

7. La situación 9 y 10 es similar a la situación 7 y 8, sólo que la política será diferente. También aquí habrá estrategias
de resistencia, incluso más intensas, por parte de las sociedades del tipo I; sin embargo cuando Francia, en sus
conquistas africanas del siglo XIX, buscaba elevar a los nuevos países a la condición de diputados de la Asamblea
francesa, desempeñaba una política diferente a la meramente colonial.

8. La situación 11 y 12 es similar a la 7 y 8, pero en el momento en el que la resistencia (rebelión o liberación) sea


mayor; puesto que las sociedades sometidas mantendrán una llamada «fuerza moral» derivada de su norma
constitutiva. Probablemente esta situación permitiría definir a la situación de la Cuba revolucionaria frente a los EE.UU.
(interpretados como potencia depredadora).

9. La situación 13 y 14 implica también conflicto; si bien este conflicto se atenuará en el caso en el que los modelos de
constitución de X,Y sean convergentes (caso de las guerras napoleónicas en Europa respecto de algunas sociedades
políticas, sobre todo alemanas). Pero el «imperio generador» no podrá tolerar una sociedad ejemplar no convergente
con la suya; esta modulación de la situación 13 y 14 plantea un caso de singular interés teórico, y obliga a analizar las
causas de esta intolerancia: la situación de los EE.UU. (interpretados emic como «imperio generador») frente a la Cuba
revolucionaria.

10. La situación 15 y 16 nos pone delante de un enfrentamiento total, que podría simbolizarse en el antagonismo entre
Alejandro y Darío: «así como no puede haber dos Soles en el Cielo, tampoco cabemos Darío y yo en la Tierra».

 
1.4. Planes y Programas políticos
 
§1. Planes y Programas políticamente determinados

En esta sección se tratará de aplicar las ideas sobre los fines prolépticos, y la distinción entre planes y programas, al
campo político. Según esto un conjunto de distinciones fundamentales habrían de ser desarrolladas: una cosa serían los
planes políticos universales y los regionales; unos serían los fines (intereses) globales y los particulares; distintos serían
los programas genéricos y los específicos.

Los planes y programas se determinan políticamente cuando se aplican al campo político; el punto previo que aquí se
nos presenta es la distinción entre planes y programas políticamente racionales y los planes y programas utópicos. El
materialismo filosófico rechaza determinantemente la utopía del horizonte de los planes y programas políticos. La utopía
es para la política lo que la contradicción es para la matemática. Un programa o plan utópico, en cuanto irrealizable,
deja de ser programa o plan y se convierte en mera especulación (otra cosa es que esta especulación pueda tener
efectos sociales de estímulo o de consuelo; en este caso la acción de los planes y programas no tiene lugar en cuanto
tales sino en cuanto instrumentos de la propaganda política). Otra distinción fundamental es la que se refiere a la región
en la cual los programas y los planes deben ser aplicados en el campo político: si esta región es la de las estructuras
llamadas culturales, las estructuras sociales o bien las estructuras políticas relativas a los aparatos del Estado, a los
contenidos de la capa conjuntiva, o cortical de la sociedad política, &c. Y por último una distinción central es la que se
establece entre planes del presente (en el sentido histórico definido anteriormente) y los planes para el futuro (histórico).
Los planes del presente son planes (a corto o medio plazo), es decir, son planes o programas cuya ejecución pueda ser
ensayada en el horizonte del presente; los planes y programas del futuro forman parte de la llamada programación
secular, que calcula a escala de unidades que rebasan el horizonte del presente, hasta alcanzar un radio de 50, 200 o
incluso 500 años. Es muy dudoso el sentido de cualquier planteamiento de planes de futuro de un radio superior a un
determinado número de años (pongamos por ejemplo, el siglo). Esto es debido a que la concatenación causal de los
efectos determinados por nuestros actos no puede ser dominada por nuestra ciencia, dados los componentes
«caóticos» (aunque deterministas) que constituyen los procesos del campo político.

§2. La idea de revolución como fórmula política del proyecto de un Hombre nuevo

La palabra revolución, como es sabido, se acuñó, en la época moderna, en contextos astronómicos (De
Revolutionibus Orbium, de Copérnico). La idea de revolución astronómica, en cuanto idea geométrica, implicaba el
movimiento cíclico (circular), determinado por el giro de los astros que ocupan posiciones diferentes alejándose y

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acercándose a un punto tomado como referencia. No es fácil explicar la transformación de este concepto cíclico (y, en
este sentido, conservador) de la revolución astronómica en el concepto de la «revolución política», en tanto que ésta
implica, más que la conservación, la transformación irreversible, tras una «vuelta del revés», del estado de cosas
anterior. Probablemente la transformación del concepto astronómico en el concepto político de revolución tomó pie, en
el contexto de la ideología del progreso (Fontenelle, muy especialmente), en la circunstancia de que el De
Revolutionibus de Copérnico implicaba también un «giro copernicano» (pero ahora en el sentido que Kant dio a esta
expresión) en cuanto a las relaciones entre el Sol y la Tierra, por respecto a la astronomía de Tolomeo. De este modo
entenderíamos cómo la revolución copernicana, si bien es conservadora cuando se aplica al curso de los astros
mismos, es revolucionaria, ahora en el sentido lineal e irreversible, cuando se aplica al curso de las teorías
astronómicas (el sentido en el que Kuhn la ha utilizado más recientemente). Por otra parte no puede olvidarse que la
misma «revoluciónconservadora» de los astros contiene ya el proceso de la «vuelta del reves» del planeta que, aun
moviéndose en la misma órbita, está destinado a ocupar posiciones diametralmente opuestas, que invierten las
posiciones de sus relaciones internas.

Este es sin duda el sentido de «revolución» que pasó a la política cuando se utilizó para designar aquellos cambios
que implicasen una «vuelta del revés» de determinadas relaciones políticas, como pudieran serlo el traspaso de los
poderes políticos controlados por el poder real al pueblo hasta entonces sometido a este poder. Esto nos indica también
que la idea de revolución política es indisociable de los parámetros adoptados para establecer la función del giro
revolucionario.

En este sentido la idea de revolución política sólo puede precisarse cuando va referida a un determinado orden
establecido que se trata de subvertir, de suerte que lo que está delante se ponga detrás o lo que se ponga arriba se
ponga debajo, o viceversa. Desde este punto de vista las revoluciones políticas pueden tener sentidos precisos pero
muy diversos entre sí. La Gran Revolución de 1789 se mantuvo, sin duda, dentro de parámetros definibles en lo que
llamamos «capa conjuntiva» del cuerpo social. La idea de una revolución más profunda, que afecte no solamente a una
estructura conjuntiva determinada, sino a la propia estructura basal, económica y aun personal de la humanidad, está
también, de un modo u otro, presente en las grandes concepciones políticas modernas y contemporáneas, que ligan la
revolución política a las ideas de libertad, de desarrollo humano. Y esta es la razón por la cual constituye siempre una
cuestión capital la de discutir el sentido que pueda tener la idea de una revolución profunda que no sea revolución
universal, es decir, una revolución que afecte a todos los hombres, y no sólo a los hombres de una sociedad política
determinada. Sin embargo hay que tener en cuenta que el proyecto de una revolución universal, que afectase sin duda
a todos los hombres, no debe identificarse con el proyecto de una revolución capaz de transformar por igual a todos los
hombres; puesto que la revolución universal podría ser pensada desde la perspectiva de una sociedad política concreta
que se propusiese, como misión revolucionaria, conseguir el desarrollo espiritual y cultural más alto posible de la
humanidad a través de un grupo privilegiado, pero reconociendo la necesidad de apoyarse en todos lo demás hombres
a título de servidores suyos, para cumplir su misión.

La idea de una revolución total, que aun actuando desde coordenadas políticas afecte a la totalidad del hombre hasta
el punto de dar lugar a la aparición de un «hombre nuevo», parece exigir una concepción de la política que habría de
desbordar el horizonte de la acción en el Presente, para enfrentarse con un Futuro histórico indefinido, en el cual un
modelo especulativo de «hombre nuevo» pudiera ser dibujado. El peligro de que este «hombre pleno» planeado para el
futuro no sea otra cosa sino una especulación utópica, por no decir infantil, invita a plantear el problema de un hombre
nuevo en términos del Presente, más accesibles a la acción política positiva. Esta acción será a veces concebida como
una revolución cultural, o como implicando una revolución pedagógica, o económica. Todas estas definiciones de la
revolución dependen enteramente de las coordenadas según las cuales se defina la situación de cada sociedad política
actual en relación con las demás sociedades. El materialismo filosófico llama la atención sobre los peligros a los que la
idea metafísica de alienación da lugar en el momento de definir la revolución orientada a la instauración del «hombre
nuevo». Si el «hombre alienado» sólo puede definirse en función de un «hombre nuevo» cuya estructura suponemos
indefinible, a su vez el «hombre nuevo» no podrá ser definido en función de una «alienación» cuya naturaleza
metafísica damos por supuesta.

En este sentido y aplicando la doctrina de la conexión entre la prólepsis y la anamnesis, desconfiamos críticamente de
la posibilidad de dibujar el ideal de un «hombre nuevo» del Futuro que no esté basado en las realidades del hombre del
Presente, de algún modelo humano cuyas características puedan ser tomadas como modelo ejemplar –o como
componente de ese modelo– de «hombre nuevo» que un proyecto revolucionario tienda a consolidar y desarrollar. Por
esta razón los proyectos revolucionarios estarán siempre en función de la naturaleza y estructura de la sociedad política
en la que se configuran; no puede ser idéntico el proyecto revolucionario de una sociedad imperial depredadora que el
proyecto revolucionario de una sociedad política generadora (y no sólo de un modo intencional, sino efectivo) o
aislacionista. En cualquier caso habrá que mantener siempre la alerta en torno a las diferencias que existen entre un

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proyecto meramente poético o utópico y un proyecto político efectivo.

Gustavo Bueno
15 de febrero de 1995

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