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El chasqui de la Patria

Poco después de haberse declarado la Independencia, el Congreso de Tucumán comisionó al


oficial del Regimiento 8, Cayetano Grimau y Gálvez, de 21 años, para que transportara a
Buenos Aires pliegos de papeles para entregar al director supremo Pueyrredon, al Cabildo, al
brigadier Balcarce y a la Junta de Observación. Entre ellos viajaba el acta de Independencia con
la firma de los 29 diputados, según lo informa la foja de servicios del soldado chasqui que
partió casi desarmado: el sable que portaba estaba quebrado, le faltaba parte de la hoja.

Durante la escala en la ciudad de Córdoba tomó contacto con el gobernador de la provincia,


José Javier Díaz, quien le cedió un soldado para que lo acompañara en calidad de custodio.
Grimau aceptó de inmediato, ya que el camino, sobre todo en Santa Fe, se tornaba peligroso y
con su medio sable daba ventaja. Sin embargo, la custodia dejaba mucho que desear. El
acompañante ni siquiera tenía un cuchillo.

Ya por el sur de Córdoba, Grimau y su compañero se toparon con el inglés Joice (le decían el
inglés García), soldado de Artigas a quien acompañaban dos hombres, en una misión
encomendada por el caudillo. A Grimau estos viajeros le resultaron sospechosos: "Desde ese
momento traté de adelantar mis marchas, por la desconfianza que naturalmente me causó el
traje y los modales de dichos individuos, pero la falta de cabalgaduras demoró mi salida",
contaría luego.

No tuvo más remedio que marchar con esos tres sujetos que le seguían el rastro. "Inmediatos
ya a la posta de la Cabeza de Tigre, divisamos un carruaje en que iba el señor diputado Del
Corro [Miguel Calixto], y un doctor Molina [Manuel], con cuyo motivo creí oportunidad de
desprenderme de tal compañía y pretexté alcanzar a dichos señores." Pero el plan de Cayetano
Grimau y Gálvez no funcionó. "Se frustró mi idea porque el inglés dijo serle también preciso
ver a uno de ellos para darle una carta al gobernador de Córdoba."

En medio de aquel encuentro con el diputado -quien viajaba con seis peones que lo
escoltaban- ocurrió un gran percance. El chasqui de la Patria se alejó del grupo a distancia
prudente, bajó del caballo y se dirigió a unos yuyales para resolver cuestiones fisiológicas. En
ese complicado instante le pusieron un trabuco en la espalda, además de amenazarlo con un
facón, y lo obligaron a entregar los papeles que transportaba. El inglés y sus secuaces huyeron
con las actas sustraídas.

Al enterarse de que los pliegos se habían perdido, el inútil compañero de ruta anunció que
regresaría a Córdoba. Según dijo estaba un poco enfermo y ya no tenía nada que custodiar.

El chasqui los persiguió hasta que los perdió de vista. Llegó a Buenos Aires y corrió a denunciar
el robo. Se llevó adelante una investigación, pero nada pudo probarse.

Grimau continuó siendo útil a la Patria hasta que murió víctima de la fiebre amarilla de 1871.
Las actas de la Independencia nunca más aparecieron. Las que hoy vemos son copias impresas
de aquel primer manuscrito perdido en los yuyales del sur de Córdoba.
Apuntes de historia argentina: historia oficial vs. revisionismo

julio 07, 2008

En principio, parece importante señalar que se trata de dos corrientes de pensamiento


surgidas durante el primer cuarto del siglo XX.

La denominada “Historia oficial” está encarnada por autores tales como Emilio Ravignani,
Ricardo Levene, Rómulo Carbia y Diego Luis Molinari, quienes, según Romero, fueron quienes
sentaron las bases del trabajo profesional historiográfico, y de lo que es aceptable en el ámbito
académico y científico.

Asimismo, se señala a estos hombres como los fundadores de la Nueva Escuela de Historia
Argentina, movimiento cuyo destino último, si podemos decirlo así, era escribir la historia de la
Nación de forma tal que ese relato fuera aceptado, o más bien internalizado diríamos, por la
gente en su “sentido común”.

La Nueva Escuela comparte con Bartolomé Mitre la obsesión por el documento y, de lo que
nos dice Romero, inferimos que el método de trabajo de estos historiadores era aquel
concebido por las corrientes de la Modernidad, abocándose al relato de lo político, los hechos,
las fechas, los nombres. Y los procesos estaban ligados a un hombre, encarnación heroica de la
gesta nacional en cualquiera de sus ámbitos.

Es importante señalar respecto de este movimiento que Romero indica que “en cualquier
comunidad compleja, con intereses diversos y proyectos diferentes, coexisten diversas
versiones del pasado, pero entre esas voces, la del Estado es la más fuerte”. Al respecto, la
Nueva Escuela se convirtió en una especie de voz oficial de los acontecimientos históricos de la
Nación, preexistente del Estado y factor aglutinante del mismo.

La ruptura, de carácter intelectual, se produce con la aparición del revisionismo, corriente que
se opone a algunos aspectos en los que la Nueva Escuela había puesto el acento.

¿Cuáles son esos aspectos? Por un lado, en un primer momento el revisionismo discute el valor
irrefutable de la prueba documental y cambia el sentido de los documentos, por los cuales la
Nueva Escuela sentía especial apego, ya que “la erudición no sustituía a la interpretación”.

Por otra parte, las visiones revisionistas no constituyen un conjunto homogéneo, más bien -y
por el contrario-, es la sumatoria de tendencias políticas que se traducen en historiografías
diversas.

Otro punto destacable es el hecho de que mientras la Nueva Escuela representa el


profesionalismo y el apego a las reglas del academicismo, las corrientes revisionistas, aún
cuando ocuparon espacios en instituciones oficiales y académicas tejieron alrededor de sí “una
romántica marginalidad” según dice Romero, y se presentaron como los hacedores “de una
suerte de ‘contrahistoria’”.

Romero no refiere explícitamente el tratamiento que la Nueva Escuela dio a los caudillos, pero
sí afirma que los primeros revisionistas hicieron un “rescate militante” de estas figuras, en
particular de la de Rosas, aún cuando estos historiadores (hombres como los Irazusta,
Ibarguren y Palacio) “tenían poca simpatía por una perspectiva de pasado en la que los
sectores populares tuvieran alguna autonomía en sus acciones” habida cuenta de su
genealogía “tradicional”.

Por último, Romero destaca las circunstancias que marcaron al revisionismo en la época del
peronismo. Si bien los historiadores revisionistas “creyeron que había llegado la hora de la
victoria (…) para el régimen, era mucho más importante ligarse con un pasado heroico más
difundido y establecido, como era el de la Nueva Escuela Histórica (…)”. Si bien luego el
peronismo, en la época de la proscripción, se acercará al revisionismo a medida que la
izquierda se va integrando a aquel, en un primer momento la legitimación de ese gobierno
estuvo marcada por la primera de las historiografías que aquí analizamos.
Lucía Miranda, una historia de amor en la conquista

Cuenta la leyenda, que en la expedición realizada por Sebastián Caboto ocurrió una historia
muy particular. Como dice una canción: "Ésta es la historia del eterno triángulo", sólo que en
este caso son dos caciques timbúes los que le disputan a un español el amor de una hermosa
española llamada Lucía Miranda.

La expedición de Caboto había fundado un fuerte el 11 de mayo de 1527 a orillas del


Carcarañá, río que desem-boca en el Paraná. Fue el primer establecimiento europeo en
nuestro territorio, y fue llamado Sancti Spiritus.

La leyenda nos llega a través del historiador Ruy Díaz de Guzmán en su libro La Argentina, de
1612. Se cuenta que entre los timbúes que habitaban la zona del fuerte, había dos caciques
que eran hermanos. Uno se llamaba Mangoré, y el otro, Siripo, de unos treinta años ambos,
valientes y expertos en las artes de la guerra. Mangoré se había enamorado de una mujer
española que vivía en la fortaleza, llamada Lucía Miranda; estaba casada con el español
Sebastián Hurtado.

Los timbúes tenían tratos con los españoles y les llevaban alimentos. Mangoré le hacía muchos
regalos a Lucía, y la ayudaba dándole comida. La española, muy agradecida por los regalos, le
daba un trato muy amoroso. El caci-que se entusiasmó más de la cuenta con Lucía. Tanto
pensaba en ella, que organizó en su mente el rapto de su amor no correspondido. Decidió
invitar al marido de Lucía a mudarse a su pueblo, donde recibiría hospedaje y amistad, pero el
español, con buenas razones, se negó. El cacique terminó por perder la paciencia. Con gran
indignación y mortal pasión, al ver que la española no le prestaba la atención que él deseaba, y
el esposo menos todavía, comenzó a preparar una traición a los españoles para conseguir a
Lucía.

En ese momento de la historia entra en acción el otro cacique, su hermano Siripo. Mangoré le
dice que no con-venía obedecer a los españoles, porque éstas eran tierras timbúes, y ellos
eran tan señores en sus cosas, que en po-cos días los pondrían bajo su control, y en perpetua
servidumbre. Entonces le pide a su hermano que lo ayude a destruir a los españoles, matando
a todos y asolando el fuerte. Pero Siripo no quiere saber nada, y le pregunta cómo podía él
pensar en una traición, cuando los españoles siempre le habían profesado amistad y él se
sentía tan atraído por Lucía. Mangoré le replica indignado que así convenía para el bien común
de los timbúes, y como él lo quería así, su hermano tenía que aceptarlo. Con esto persuadió a
Siripo que accedió a realizar el ataque en el momento más oportuno.

La traición

Mangoré planeó el asalto al fuerte con más de cuatro mil hombres, aprovechando la salida
varios españoles en busca de comida, entre ellos el marido de Lucía. Así salió con treinta
hombres hacia la fortaleza, con comida y otras cosas, y repartió todo entre los españoles.
Éstos, agradecidos, lo hospedaron en el fuerte por aquella noche. Una vez seguro de que todos
dormían, Mangoré mandó matar a los centinelas, y abriendo la puerta hizo que entra-ran los
cuatro mil hombres que esperaban emboscados fuera del fuerte. Los españoles se defendieron
con gran va-lentía, pero ésta no alcanzó. Fue una carnicería. Los pocos que pudieron salir con
vida escaparon hacia los barcos y se salvaron. Mangoré murió en el ataque.

Sólo quedaron con vida en el fuerte cinco mujeres, entre las cuales estaba la tan cara Lucía
Miranda, más cuatro muchachos que fueron capturados. Siripo, viendo a su hermano muerto
por una mujer española, lloró mucho, y lo único que pensó fue en quedarse con ella como
prenda.

El Triángulo

Lucía lloraba mucho por su situación, aunque Siripo la trataba muy bien. El cacique, al verla así,
la tomó por mujer y la consolaba diciéndole que era señora de todos sus dominios.

Al tiempo llegaron ante Siripo unos guerreros con un cautivo; era Sebastián Hurtado, el marido
de Lucía. Éste, viendo el fuerte destruido, sólo pensó en buscar a su mujer y quedarse
prisionero de los timbúes, si eso bastaba para ver a su Lucía. Siripo, al reconocerlo, ordenó que
lo ejecutasen. Pero Lucía rogó por su marido y Siripo accedió a tomarlo como esclavo.

Sin embargo, ocurrió que Lucía y su esposo se veían a escondidas del cacique, y éste se enteró
por una de sus esposas que estaba celosa de la “españolita”. Preso de una rabia infernal
mandó que se armase una gran pila de madera sobre la cual se puso a Lucía Miranda y la
prendió fuego. Ella aceptó con gran valor la sentencia y muerte. Al marido le reservó otro tipo
de muerte. Lo ataron de pies y manos a un algarrobo, y le lanzaron dardos, primero, y luego,
flechas hasta que lo mataron.

La historia

Hasta acá la leyenda. ¡Qué historia! Pero ¿fue cierta? Eso parece ¿no?, aunque está
comprobado por diversos historiadores que no hubo ni una mujer en la expedición de
Sebastián Caboto.
Lo cierto es que los españoles y los indígenas tenían un trato cordial, comprometiéndose estos
últimos a traer alimentos a cambio de mercancías que los españoles les daban. El trato de los
españoles a los indígenas no era de igual a igual, como estos últimos habrían esperado.

Un día, antes de que Caboto partiera en expedición, ocurrieron diversos incidentes con los
indígenas, que dieron lugar a fuertes actos de violencia por parte de los españoles. Los
indígenas dejaron de ir a comerciar al fuerte. Todo hacía temer un ataque indígena. Una vez
partido Caboto, el capitán Gregorio Caro, encargado del fuerte, descuidó su defensa. Había
muchos españoles que tenían sus casas fuera del muro, si se le podía decir muro a una pila de
tierra. En septiembre de 1529, pocos días después de partir Caboto en expedición, tuvo lugar
el asalto, incendio y destrucción del fuerte de Sancti Spiritus.

Ocurrió de madrugada, la guardia del fuerte no estaba en su lugar. Varios cientos de indígenas
habían rodeado el fuerte en silencio durante la noche y se lanzaron de golpe sobre los
somnolientos españoles. Éstos, en vez de dar lucha hasta la muerte como cuenta la leyenda,
salieron despavoridos sin saber hacia dónde correr. El jefe del fuerte, Gregorio Caro, que en la
leyenda tiene otro nombre y muere valientemente, fue el primero en refugiarse en los barcos,
seguido por varios otros. Uno de los barcos logró retirarse de la zona de combate, pero el otro
quedó vara-do, y no pasó mucho hasta que los indígenas lo tomaron y quemaron. El fuerte fue
destruido totalmente junto con las veinte casas que había mandado a construir Caboto.

La mayor parte de los antiguos historiadores de las tierras argentinas, Ruy Díaz de Guzmán,
Lozano, Guevara, Charlevoix, Azara y otros, contaron la historia de Lucía Miranda como cierta.
Modernamente, el historiador Legui-zamón demostró que fue el cronista Ruy Díaz de Guzmán
el creador de la leyenda del martirio de Lucía Miranda en la destrucción del fuerte Sancti
Spiritus. Su relato fue tomado por los historiadores posteriores, hasta que a fines del siglo XIX,
el autor de la Historia del Puerto de Buenos Aires, Eduardo Madero, formuló la primera duda, y
hoy está ya completamente demostrada la absoluta carencia de fondo histórico que tiene esta
historia. Ella, sí tiene un fondo cultural: la relación entre los españoles e indígenas, y la lucha
por la tierra.

También se quiso ver un intento de contener y desprestigiar las relaciones sexuales entre
españoles e indígenas, que por lo general sucedían al revés de lo que se cuenta en esta
historia, eran más comunes entre hombres españoles y mujeres indígenas. En la época en que
Ruy Díaz escribió el relato (principios del siglo XVII) la relación entre españoles e indígenas era
muy co-mún, y horrorizaba los pocos sacerdotes que había en estas zonas.

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