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DAVID HUME

NVESTIGACIÓN SOBRE
EL ENTENDIMIENTO
HUMANO

wám1

LITERATURA Y ENSAYO
C O LECCIÓ N


V d

L IT E R A T U R A

A l m e i d a M anuel A n tonio d e Memorias de un sargento


de milicias
A l t a m i r a n o Ignacio M anuel Clemencia
A r t u r o A u relio Morada al sur y otros poemas |
A u s t e n Jane Persuasión
B a b e l Isaak E. Siete relatos
BALZAC H on oré d e Papá Goriot
B io y C a s a r e s A d o lfo La invención de M orel
C aba ller o C ald eró n
E d uard o M anuel Pacho
CAPOTE Trum an Color local
C a r r a s q u i l l a Tom ás E l padre Casafús y otros cuentos i
C e r v a n t e s M igu el d e Tres novelas ejemplares
C o n r a d Joseph La línea de sombra
C o r t á z a r Ju lio Todos los fuegos el fuego
C u a d r a José d e la Los Sangurimas.
D a r ío Rubén Antología poética
E c h e v e r r í a Esteban El matadero
E l io t G eorge Silas M arner
F i t z g e r a l d Francis Scott E l gran Gatsby
F l a u b e r t G u sta v e Tres cuentos *M adam e Bovary |
G a r c í a L o r c a Federico Bodas de sangre
G a r c í a M á r q u e z G abriel E l coronel no tiene quien
le escriba * Crónica de una
muerte anunciada
G a r m e n d i a S alvad o r Sobre la tierra calcinada
D e G r e i f f León Poesía escogida
GÜIRALDES R icardo Don Segundo Sombra
H a w t h o r n e N ath aniel E l holocausto del mundo
ISAACS Jorge María
L a m p e d u s a G iu sep p e
Tom asi di La sirena y otros relatos
LONDON Jack La llamada de la selva
M a c h a d o d e A s s is
Joaqu im M aría M isa de gallo y otros cuentos
MAUGHAM W illiam Som erset La luna y seis peniques
, 1 ® 5 J CO LECCIÓ N C A R A Y C R U Z EL .

f LECTOR EN CO N TRARÁ DOS

I LIBRO S D 'ST IN T O S V CO M PLE­

M EN T A R IO S • SI Q UIbRL LEER

| I N V E S T I G A C I Ó N S O B R E EL
| ENTENDIMIENTO HUMANO

DE

DAVID HUME

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EM PIECE POR ÉSTA , LA SEC- §M
%CTÓN “ C A R A " D E l LIBRO • SI .f

. PREFIERE AH O RA CO N O CER

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I AUTOR, C IT A S A PROPÓSITO DE M *

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INVESTIGACIÓN
SOBRE
EL E N T E N D I M I E N T O
HUMANO
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INVESTIGACIÓN
SOBRE
EL E N T E N D I M I E N T O
HUMANO
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T R A D U C C I Ó N DE
Magdalena Holguín

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CO I I C C IÓ N

G RU PO ED ITO RIAL NO RM A
http: / / wwvv.norm a.com
Barcelona, Buenos Aires, Garat as
Guatemala, l ima, M éxico, Miami, Panamá, Q uito, San José,
San Juan, San Salvador, Santafé de Bogotá, Santiago
T ítu lo original
En qu iry Concerning Human U nderstanJing, 1 7 4 8
© de esta edición
E D I T O R I A L N O R M A S . A . 1992
Apartado 5 35 4 0 Santafé de Bogotá, Colom bia

I a reim presión, m arzo de 1995


2 a reim presión, diciem bre de 19 9 5
3 a reim presión , en ero de 1998
Im preso por C argraphics S .A ., Im presión digital
Im preso en C olom bia - Printed in C olom bia

Editor: C on su elo Gaitán G .


D iseño de la colección y de carátula:
Interlínea Editores
Ilustración: Juan Sierra

I SBN: 9 5 8 - 0 4 - 1 9 ^ 8 - 2
C. C. 20752
C O N T E N ID O

IN V E S T IG A C IÓ N S O B R E E L

E N T E N D IM IE N T O H U M A N O

Advertencia .................................................................. 9

s e c c ió n 1. De las diferentes
clases de filosofía ..................................... 11

s e c c ió n 11. Del origen de las ideas ........................... 2$

s e c c i ó n iii. De la asociación de id eas...................... 33

s e c c ió n iv. Dudas escépticas acerca de


las operaciones del entendimiento 3^

s e c c ió n v. Solución escéptica a estas dudas .......... ¡ 1j

s e c c ió n v i. De la p r o b a b i l i d a d ................................................ 76

s e c c ió n v ii. De la idea de conexión necesaria ...... 80

s e c c ió n v iii. De la libertad y la necesidad ............. io j

s e c c ió n ix . Sobre la razón en los animales............. 1 36

7
s e c c ió n x. De los m ilagros...................................... 1 4 2

s e c c ió n xi. De una providencia especial y


de una vida futura .................................. 170

s e c c ió n x ii. De la filosofía académica


o escéptica.............................................. 191

m i p r o p ia v i d a ........................................................................................... 21 3

8
A D V E R T E N C IA

LA M A Y O R Í A D E LO S P R IN C IP IO S Y R A Z O N A M IE N T O S

contenidos en este tom o fueron publicados anterior­


mente en una obra de tres volúmenes titulada Tratado
sobre la naturaleza humana, obra que el autor con ci­
bió antes de dejar la U niversidad y que redactó y
publicó poco después. Sin em bargo, ante su desfavo­
rable recepción, com prendió el error de haber acudi­
do con demasiada prem ura a la imprenta y le dio una
nueva forma en los ensayos que presentamos a conti­
nuación, en los cuales algunas negligencias aparentes
en sus anteriores raciocinios y especialm ente en su
estilo han sido, espera, corregidas. Varios de los es­
critores que han honrado la filosofía del autor con
sus respuestas, han enfilado todas sus baterías contra
aquel trabajo juvenil, el cual nunca fue reconocido por
el autor, y pretenden triunfar usando aquella venta­
ja que imaginan han obtenido sobre él, práctica esta
contraria a todas las reglas de la honestidad y de la
imparcialidad, y m uestra fehaciente de aquellos arti­
ficios polém icos que un celo intolerante se cree auto­
rizado a emplear. El autor desea que en lo sucesivo
únicamente los ensayos presentados a continuación
sean considerados com o la expresión de sus senti­
mientos y principios filosóficos.
IN V E S T IG A C IÓ N S O B R E E L
E N T E N D IM IE N T O H U M A N O

s e c c ió n i. De las diferentes clases de filosofía

I . L A F IL O S O F ÍA M O R A L O C I E N C I A D E L A N A T U R A -

leza humana, puede ser tratada de dos maneras diferen­


tes, cada una de las cuales tiene su peculiar m érito y
puede contribuir al esparcimiento, instrucción y refor­
ma de la humanidad. La primera considera al hombre
principalmente com o nacido para la acción e influen­
ciado en sus criterios por el gusto y el sentim iento;
busca un objeto y evita otro, según el valor que ta­
les objetos parecen tener y según el aspecto bajo el
cual se presentan. Puesto que la virtud sería el más
valioso de todos los objetos, quienes se dedican a esta
clase de filosofía la describen en sus más favorables
aspectos, apoyándose en la poesía y la elocuencia y
tratando su tema de manera sencilla y evidente, tal
como m ejor corresponde al agrado de la imaginación
y a la complacencia de los afectos. Eligen las obser­
vaciones y casos más llam ativos de la vida cotidiana;
contrastan apropiadamente los caracteres opuestos,
e incitándonos a seguir los senderos de la virtud con
visiones de gloria y felicidad, dirigen nuestros pasos
en estos senderos mediante los más razonables p re­
ceptos y los más ilustres ejem plos. Nos hacen sentir
la diferencia entre vicio y virtud; exaltan y regulan
nuestros sentim ientos y así no pueden m enos que
inclinar nuestros corazones al am or de la integridad

11
D A V I D H U M E

y del verdadero honor, creyendo que con ello han


conseguido la finalidad que se proponían con su es­
fuerzo.

2 . La otra clase de filósofos considera al hom bre


com o un ser racional más bien que activo y se esfuer­
za por form ar su entendimiento más que por cultivar
sus maneras. Consideran la naturaleza humana com o
asunto de especulación y la escudriñan cuidadosamen­
te para encontrar aquellos principios que regulan nues­
tro entendim iento, exaltan nuestros sentimientos y
nos hacen aprobar o censurar cualquier objeto, acción
o conducta. Piensan que puede objetarse a cuanto se
ha escrito el que la filosofía no haya establecido aún,
de manera incontrovertible, los fundamentos de la
m oral, de la razón y de la crítica, y que esté destinada
para siem pre a hablar de verdad y falsedad, vicio y
virtud, belleza y deform idad, sin llegar a establecer
la fuente de tales distinciones. M ientras se entregan
a esta ardua tarea, ninguna dificultad los desanima;
proceden de instancias particulares a principios gene­
rales, continúan sus investigaciones hacia principios de
m ayor generalidad y no se dan por satisfechos hasta
llegar a aquellos principios originales que, en cada
ciencia, constituyen necesariamente el límite de toda
curiosidad humana. Aun cuando sus especulaciones
puedan parecer abstractas e incluso ininteligibles para
el lector com ún, buscan la aprobación de sabios y
eruditos; se creen suficientem ente recom pensados
p or el esfuerzo de toda una vida si logran descubrii
verdades ocultas que puedan contribuir a la insti uc
ción de la posteridad.

12
SECCIÓN I

3. Ciertam ente, la filosofía sencilla y evidente siem ­


pre tendrá, dentro del común de la humanidad, mayor
acogida cpe la precisa y abstrusa y será recom enda­
da por muchos, no sólo por ser más agradable sino
más útil que la segunda. Se aviene m ejor a la vida co ­
tidiana, m oldea el corazón y los afectos; al tocar
aquellos principios que m ueven a los hom bres a la
acción, reform a su conducta y los aproxim a a aquel
m odelo de perfección que describe. La filosofía abs­
tracta, por el contrario, al estar fundamentada en una
actitud de la mente que difícilm ente incide en el co ­
mercio o la acción, desaparece cuando el filósofo sale
de las sombras a la luz del día; tam poco consiguen
sus principios ejercer m ayor influencia sobre nues­
tra conducta y com portam iento. Los sentimientos de
nuestro corazón, la agitación de nuestras pasiones,
la vehemencia de nuestros afectos, disipan todas sus
conclusiones y reducen al filósofo profundo a la con­
dición de un m ero plebeyo.

4. Debem os confesar asimismo que la fama más p er­


durable, así com o la más justa, ha sido obtenida por
la filosofía sencilla y que los razonamientos abstrac­
tos parecen haber disfrutado hasta ahora solamente
de una reputación transitoria, debida al capricho o a
la ignorancia de su propia época, pero no han sido
capaces de obtener un reconocim iento análogo de la
posteridad. Es fácil que un filósofo profundo com e­
ta un erro r en sus sutiles raciocinios, y un e rro r,
necesariamente engendra otro cuando se extraen sus
consecuencias; la apariencia inhabitual de una con­
clusión o su contradicción con la opinión general no
le impiden adoptarla, cualquiera que ésta sea. Aquel

1<
D A V I D H U M E

filósofo sin embargo, que pretende tan sólo represen­


tar el sentido común de la humanidad haciéndolo más
bello y atrayente, cuando por inadvertencia com ete i
un erro r, no va más allá; al invocar de nuevo el sen­
tido común y los sentim ientos naturales de la mente
regresa al camino correcto y se encuentra protegido
de peligrosas ilusiones. Hoy en día florece la fama de j

C iceró n ; la de A ristóteles, en cam bio, se halla en I


com pleta decadencia. El renom bre de La Bruyere I
atraviesa el océano y perm anece incólum e; la gloria i
de M alebranche, por el contrario, se halla restringi- ]
da a su propio país y a su propia época. Addison,
quizás, continuará siendo leído con agrado, mientras
que Locke será relegado al olvido.
El simple filósofo es por lo general poco aceptado j
en el mundo, pues se supone que en nada contribuye !
al progreso o al placer de la sociedad; vive aislado del
com ercio con la humanidad e inm erso en principios
y nociones igualm ente rem otos de la com prensión
general. Por otra parte, el m ero ignorante es aún más
despreciado; ciertam ente nada se considera signo
más seguro de una m ente limitada en una época y
nación donde florecen las ciencias, que el hallarse
desprovisto por completo de todo gusto por tan nobles
esparcim ientos. El carácter más perfecto pareciera
estar entre estos dos extrem os; detentaría igual ca­
pacidad y gusto por los libros, la compañía y los n e­
go cios; preservaría en la conversación aquel
discernim iento y delicadeza propios de la erudición
y en los negocios aquella honestidad y precisión que
resultan naturalmente de una correcta filosofía. Para
difundir y cultivar una cultura sem ejante, nada p o­
dría ser más útil que las com posiciones elaboradas en

14
SECCIÓN I

un modo y estilo sencillos, que toman poco de la vida


y no requieren m ayor dedicación o retraim iento para
ser com prendidas, y enviar de regreso al estudiante
en medio de la humanidad, lleno de nobles sentimien­
tos y sabios preceptos, aplicables a toda exigencia de
la vida humana. Mediante composiciones semejantes,
la virtud se torna am able, la ciencia agradable, la
compañía instructiva y el retraim iento divertido.
El hombre es un ser racional; en cuanto lo es, re­
cibe de la ciencia el alimento y nutrición apropiados.
No obstante, son los límites del entendim iento hu­
mano tan estrechos que poca satisfacción puede es­
perarse de él, dados el alcance y confiabilidad de sus
logros."E l hom bre es un ser sociable, al igual que
razonable, pero tampoco puede disfrutar siempre de
agradable o divertida compañía, ni conservar la ac­
titud propicia para ella. El hom bre es también un ser
activo, y en razón de esta disposición, así com o de
las diferentes necesidades de la vida humana, debe
som eterse a los negocios y ocupaciones. La mente,
no obstante, requiere algún esparcimiento y no puede
secundar siem pre su inclinación al trabajo y a la in­
dustria. Pareciera entonces que la naturaleza ha se­
ñalado un tipo de vida variado com o el más apropiado
para la raza humana y ha prescrito en secreto que
ninguna de estas inclinaciones pueda exigir demasiado
en detrimento de otras ocupaciones y esparcimientos.
Entrégate a tu pasión por la ciencia, dice, pero por una
ciencia humana, tal que pueda incidir directamente
sobre la acción y la sociedad. Prohíbo el pensamiento
abstracto y las investigaciones profundas, y los casti­
garé severam ente con la pensativa melancolía que
inducen, con la interminable incertidum bre que g e ­

15
D A V I D H U M E

neran, y con la fría recepción que hallarán sus p re ­


suntos descubrim ientos cuando sean com unicados.
Sé un filósofo, pero en m edio de toda tu filosofía,
continúa siendo un hom bre.

j . Si el común de la humanidad se contentara con pre­


ferir la filosofía sencilla a la abstracta y profunda, sin
condenar o desdeñar a esta última, no sería impropio,
quizás, sumarnos a esta opinión general y perm itir a
todo hombre disfrutar, sin oposición, su propio gusto
y sentimiento. Sin embargo, com o este asunto a m e­
nudo se lleva más lejos, llegando incluso a un rechazo
absoluto de todo razonamiento profundo, o de lo que
com únmente se denomina metafísica, procederem os
ahora a considerar las razones que pueden ser aducidas
a su favor.
Podemos comenzar por observar una considerable
ventaja que resulta de la filosofía precisa y abstracta
como es su subordinación a la filosofía sencilla y huma­
na que, sin la anterior, nunca puede alcanzar un grado
suficiente de exactitud en sus sentimientos, preceptos
o raciocinios. Las bellas letras no son más que repre­
sentaciones de la vida humana en diferentes actitudes
y situaciones y nos inspiran diversos sentim ientos
de elogio o censura, admiración o irrisión, según las
cualidades del objeto que nos presentan. Un artista
estaría m ejor calificado para llevar a cabo con éxito
una tarea semejante pues, además de un gusto delicado
y de una rápida aprehensión, posee un conocimiento
preciso de la estructura interna, de las operaciones
del entendimiento, del funcionamiento de las pasiones
y de las diversas especies del sentimiento que discri­
minan entre vicio y virtud. Independientem ente de

16
S E C C I Ó N I

cuán dolorosa pueda parecer esta búsqueda o examen


interior, resulta, en cierta medida, indispensable para
quienes describen con éxito las apariencias externas
y evidentes de la vida y costum bres. El anatomista
nos presenta los objetos más horribles y desagradables,
pero su ciencia es de gran utilidad para el pintor in ­
cluso cuando esboza una Venus o una Helena. M ien­
tras que éste último emplea los colores más ricos de
su paleta para dar a sus figuras un aspecto grácil y
atrayente, debe sin em bargo atender a la estructura
interna del cuerpo humano, la posición de los m ús­
culos, la estructura de los huesos, el uso y aspecto
de toda parte u órgano. La precisión es, en todos los
casos, ventajosa para la belleza, tanto com o el justo
razonamiento para el sentimiento delicado. En vano
exaltaríam os uno de ellos si desdeñamos el otro.
Por otra parte, podemos advertir en todo arte u ofi­
cio, incluso en aquellos más directamente relaciona­
dos con la vida o la acción, que el espíritu de precisión,
independientemente de cómo se adquiera, los conduce
a todos más cerca de su perfección y los subordina en
m ayor grado a los intereses de la sociedad. Y aun
cuando un filósofo pueda vivir alejado de los negocios,
el genio filosófico, cuando es cultivado por muchos,
debe difundirse gradualm ente a través de toda la so­
ciedad y con ferir una precisión análoga a todas las
artes y vocaciones. El político adquirirá una m ayor
visión y sutileza en la división y equilibrio del poder;
el abogado un m ejor m étodo y más refinados princi­
pios en sus razonam ientos; el m ilitar una m ayor r e ­
gularidad en su disciplina y m ayor cautela en sus
planes y operaciones. La m ayor estabilidad de los
m odernos gobiernos en relación con los antiguos y

17
la precisión de la filosofía m oderna se han obtenido
a través de gradaciones semejantes y probablem ente
se desarrollarán aún más con el tiem po.

6. Si tales estudios no generaran provecho alguno, más


allá de la gratificación de una inocente curiosidad, in­
cluso esto no debiera desdeñarse pues constituye el
acceso a uno de los pocos placeres confiables e inofen­
sivos que le ha sido otorgado a la raza humana. El sen­
dero más dulce e inocuo de la vida nos conduce p o l­
las avenidas de la ciencia y del conocimiento y quien
esté en condiciones, bien sea de retirar obstáculos de
este camino o de abrir nuevas perspectivas, debería ser
considerado com o un benefactor de la humanidad.
Aun cuando aquellas investigaciones puedan parecer
penosas y fatigantes, sucede con algunas mentes lo
mismo que con algunos cuerpos que, dotados de vi­
gorosa y floreciente salud, requieren severo ejercicio
y disfrutan aquello que para la generalidad de los
hom bres puede parecer pesado y laborioso. La oscu­
ridad es ciertam ente tan penosa para la m ente como
para la vista; ilum inar la oscuridad, a pesar de cuan
laborioso sea, traerá necesariam ente deleite y rego­
cijo.
Se censura em pero, tal oscuridad a la filosofía pro­
funda y abstracta, no sólo por ser penosa y fatigan­
te, sino com o ineludible fuente de incertidum bre y
erro r. En efecto, la objeción más justa y plausible en
contra de una parte considerable de la m etafísica,
reside en afirmar que no se trata propiam ente de una
ciencia, sino que surge, bien sea de los fútiles esfuer­
zos de la vanidad humana, cuando intenta penetrar
asuntos completamente inaccesibles al entendimiento,
S E C C I Ó N I

bien sea de los artificios de la superstición popular que,


incapaz de defenderse en justa lid, erige estos intrin­
cados zarzales para ocultar y proteger su debilidad.
Acosados en campo abierto, los ladrones huyen a los
bosques y aguardan el momento de irrum pir en cual­
quier camino desprotegido de la mente para abrumarlo
con prejuicios y tem ores religiosos. Incluso el más
fuerte antagonista es vencido, si baja la guardia por un
momento; muchos, debido a su cobardía e insensatez,
abren las puertas a los enem igos, dispuestos a reci­
birlos con reverencia y sumisión com o si fuesen sus
legítimos soberanos.

7. ¿Es esta, sin em bargo, una razón suficiente para


que los filósofos desistan de tales investigaciones y
abandonen los terrenos conquistados a la supersti­
ción? ¿No será más apropiado extraer la conclusión
con traria y ad vertir la necesidad de p rosegu ir la
guerra hasta los más secretos refugios del enemigo?
En vano esperamos que los hom bres, en razón de sus
frecuentes desencantos, abandonen finalmente estas
etéreas ciencias y descubran la legítima provincia de
la razón humana. Pues, además de que muchos en-
» cuentran un interés bien explicable en la invocación
perpetua de tópicos sem ejantes, adem ás, digo, el
motivo de la ciega desesperación no hallará nunca un
lugar en las ciencias; a pesar de los fracasos que puedan
haber acompañado previos intentos, cabe esperar que
la industria, la suerte o la progresiva sagacidad de
posteriores generaciones logre inéditos descubrimien­
tos. Todo genio aventurero se propondrá obtener la
ardua presea y se verá estimulado, más bien que desa­
nimado, por el fracaso de sus predecesores, pues es­
D A V I D H U M E

pera que la gloria de culminar tan difícil aventura le


esté reservada sólo a él. El único método para librar
de inmediato el conocim iento de aquellas abstrusas
cuestiones radica en investigar con seriedad la natura­
leza del entendimiento humano y mostrar, a partir de
un análisis preciso de sus facultades y capacidad, que
éstas no son en m odo alguno adecuadas para tan re­
m otos y abstractos tem as. D ebem os som eternos a
esta fatigosa tarea si deseamos vivir con tranquilidad
en lo sucesivo; cultivar la verdadera metafísica con
cautela, para destruir la falsa y adulterada. La indolen­
cia que, para algunos, suministra una protección en
contra de la filosofía engañosa, en otros se encuentra
superada por la curiosidad; la desesperanza que en
algunos m om entos prevalece, puede más tarde dar
lugar a confiadas esperanzas y expectativas. La precisión
y el justo razonamiento son los únicos remedios acon­
sejables, apropiados para toda persona y disposición;
únicamente por su intermedio puede superarse aquella
filosofía abstrusa y la jerga metafísica que, mezclada con
las supersticiones populares, la hace impenetrable a los
pensadores descuidados y le comunica una apariencia
de ciencia y sabiduría.

8. Además de la conveniencia de rechazar, tras delibe­


rado exam en, la parte más incierta y desagradable del
conocim iento, el escrutinio preciso de los poderes y
facultades de la naturaleza humana tendría com o
consecuencia otra serie de deseables ventajas. R es­
pecto de las operaciones de la m ente, debe advertirse
que, no obstante el sernos íntim amente presentes,
cuando se constituyen en objeto de reflexión parecen
envueltas en la m ayor oscuridad; tampoco podemos

20
S E C C I Ó N I

descubrir con facilidad aquellas líneas y lím ites que


las diferencian y distinguen. Los objetos son dem a­
siado sutiles para conservar durante mucho tiem po
el mismo aspecto o situación y deben ser aprehendidos
en un instante por medio de una intuición superior,
derivada de la naturaleza y perfeccionada por el
hábito y la reflexión. Resulta entonces que parte consi­
derable de la ciencia residiría sencillamente en conocer
las diferentes operaciones de la mente, distinguir unas
de otras y clasificarlas de manera adecuada para co rre­
gir aquel aparente desorden que las rodea cuando se
constituyen en objeto de reflexión e investigación.
Este propósito de ordenamiento y discriminación, que
carece de todo m érito cuando se aplica a los cuerpos
extensos, objeto de nuestros sentidos, adquiere un
valor superior cuando se dirige a las operaciones de
la m ente, en proporción a la dificultad y aprietos que
enfrentamos en su realización. Aunque no fuésemos
más allá de esta geografía mental o delineamiento de
las diversas partes y facultades de la mente, llegar tan
lejos constituye en sí m ism o una satisfacción; en
cuanto más evidente parezca esta ciencia (y no lo es
en absoluto), más despreciable será su ignorancia en
quienes pretenden dom inar el conocim iento y la
filosofía.
Tam poco cabe sospechar que esta ciencia sea in ­
cierta y quim érica, a m enos de suscribir un escepti­
cismo tal que subvirtiese toda especulación e incluso
la acción. Es indudable que la mente está dotada de
varios poderes y facultades, que estos poderes se
diferencian entre sí, que lo que es realmente distinto
para la percepción inmediata puede ser distinguido por
la reflexión; por consiguiente, todas las proposiciones

21
D A V I D H U M E

sobre este asunto han de ser verdaderas o falsas, verdad


y falsedad que no sobrepasan el ámbito del conocí- f
miento humano. Hay muchas distinciones evidentes '
de este tipo, tales com o aquella entre la voluntad y |
el entendim iento, la imaginación y las pasiones, que i
caen dentro de la com prensión de todo ser humano;
las distinciones más sutiles y filosóficas no son me- J
nos reales y ciertas, aun cuando sean más difíciles de
com prender. Algunos casos, en particular casos re­
cientes de éxito en estas investigaciones, pueden
darnos una m ejor idea de la certeza y solidez de esta
rama del conocim iento. Y ¿no habremos de estimar
valiosa la tarea de un filósofo que nos suministre un
sistema verdadero de los planetas y form ule la posi­
ción y orden de estos remotos cuerpos, mientras fingi­
mos ignorar a quienes, con igual éxito, describen las
partes de la mente, que tan íntimamente nos concier­
nen?

9. ¿No podríamos esperar que la filosofía, cultivada


con cuidado y animada por la atención del público,
pueda llevar sus investigaciones aún más allá y descu­
bra, al menos en cierto grado, los resortes y principios
secretos que m ueven a la mente en sus operaciones? *
Durante largo tiem po, los astrónomos se han confor- , j
mado con dem ostrar, a partir de los fenóm enos, los
verdaderos m ovim ientos, orden y magnitud de los
cuerpos celestes. Surgió, finalmente, un filósofo que,
al parecer, a partir de un razonamiento feliz, determinó
asimismo las leyes y fuerzas que gobiernan y dirigen
las revoluciones de los planetas. Análogas realizaciones
han sido efectuadas respecto de otras partes de la na­
turaleza. Hay buenas razones, entonces, para esperar '
SECCIÓN I

análogos éxitos en nuestras investigaciones acerca de


los poderes de la mente y su economía si se adelantan
con capacidad y cautela. Es probable que una opera­
ción y principio de la mente dependan de otro, el
cual, a su vez, pueda resolverse en uno más general
y universal. Es difícil determ inar con exactitud qué
tan lejos puedan conducir estas investigaciones, antes
e incluso después de cuidadosas pruebas. Es cierto, sin
em bargo, que intentos de este tipo son realizados
todos los días aún por quienes filosofan con la m a­
yor negligencia; nada es tan indispensable com o
abordar un proyecto con la debida atención y cuida­
do, pues si cae dentro del ámbito de la com prensión
humana, podrá finalmente ser llevado a feliz térm ino;
de lo contrario, podrá ser rechazado con confianza y
seguridad. Ciertam ente, esta última conclusión no es
deseable y tam poco debe ser adoptada a la ligera.
Pues ¿cuánto se verían disminuidos la belleza y valor
de esta especie de filosofía bajo una suposición sem e­
jante? Los moralistas han acostumbrado hasta ahora,
cuando consideran la enorm e multitud y variedad de
las acciones que provocan nuestra aprobación o recha­
zo, buscar algún principio común del que pueda de­
pender tal diversidad de sentim ientos. Si bien en
ocasiones han llevado este asunto demasiado lejos, m o­
vidos por la pasión por encontrar un principio gene­
ral, debemos confesar em pero, que es comprensible
la expectativa de hallar principios generales de los que
correctam ente dependan todos los vicios y virtudes.
De igual manera han procedido los críticos, los lógi­
cos e incluso los políticos y no todos estos intentos han
conducido al fracaso; quizás con más tiem po, m ayor
precisión y una más ardiente aplicación puedan

23
D A V I D H U M E

aproxim arse en m ayor grado estas ciencias a su p e r - B


fección. Renunciar de inmediato a toda pretensión M
de este tipo puede ser legítim am ente c o n s id e ra d o *
más tem erario, precipitado y dogm ático que la m á sII
audaz y afirmativa filosofía que haya intentado nunca
imponer sus burdos dictámenes y principios sobre la
humanidad.

10 . Y si bien tales razonamientos concernientes a la


naturaleza humana parecen abstractos y de difícil
com prensión, ello no perm ite suponer su falsedad.
Por el contrario, parece imposible que lo que hasta el
m om ento ha escapado a sabios y profundos filósofos
pueda ser sencillo y evidente. A pesar de lo penosas
que nos resulten estas investigaciones, nos sentiremos '
suficientem ente recom pensados no sólo respecto de
su provecho sino del placer que ocasionan, si por su
interm edio acrecentam os nuestro cuerpo de cono­
cim ientos en asuntos de tan inefable im portancia.
Después de todo, el carácter abstracto de estas
especulaciones no constituye una recomendación sino
más bien un inconveniente y com o tal dificultad qui­
zás pueda ser superada mediante arte y cuidado al evi­
tar todo detalle innecesario, hemos intentado, en la i
siguiente investigación, arrojar alguna luz sobre te­
mas cuya incertidum bre ha desalentado hasta ahora
a los sabios y ha producido oscuridad en los ignoran -
tes.

24
S E C C I Ó N I I

s e c c ió n ii. Del origen de las ideas.

i i . Todos concederán sin dificultad que existe una


diferencia considerable entre las percepciones de la
mente cuando sentimos dolor o calor excesivo, o el
placer de una tibieza m oderada, y cuando más tarde
recordamos estas sensaciones o las anticipamos con
la imaginación. Tales facultades pueden imitar o copiar
la percepción de los sentidos, pero no consiguen nunca
por com pleto la fuerza y vivacidad del sentimiento
original. Lo más que podemos decir de ellas, incluso
cuando operan con el m ayor vigor, es que represen­
tan su objeto de manera tan ví\ ida que podríam os
decir que casi lo percibimos o lo vem os. Sin embargo,
con excepción de aquellos casos en que la mente se
halla perturbada por la enfermedad o la locura, nunca
alcanzan tal grado de vivacidad que haga indiscernibles
tales percepciones. Todos los colores de la poesía,
aun cuando sean espléndidos, no pueden representar
nunca los objetos naturales de tal manera que su des­
cripción pueda ser tomada por un paisaje real. El más
vivido pensamiento es inferior a la más opaca de las
sensaciones.
Podemos observar que una distinción análoga re ­
corre todas las demás percepciones de la m ente. Un
hombre poseído por la ira es m ovido de manera muy
diferente de quien sólo piensa en tal em oción. Si se
me di/e que alguna persona está enamorada, compren­
do con facilidad el significado y me form o una con­
cepción correcta de su situación; sin em bargo, nunca
podría confundir, tal concepción con los desórdenes
y agitación reales de la pasión. Cuando reflexionam os

25
D A V I D H U M E

sobre nuestros sentim ientos y afecciones pasados,


nuestro pensam iento es un fiel espejo y copia sus
objetos con exactitud; no obstante, los colores que
em plea son débiles y opacos en com paración con los
que revestían nuestras percepciones originales. No
es indispensable un sutil discernim iento ni una dis­
posición m etafísica para advertir la diferencia entre
ambos.

i 2. Podemos entonces dividir todas las percepciones


de la mente en dos clases o especies que se distinguen
entre sí por sus diferentes grados de fuerza y vivaci­
dad. Las menos fuertes y vivaces se denominan común­
mente pensamientos o ideas. La otra especie precisa de
un nom bre en nuestra lengua y en la m ayoría de ellas
debido, supongo, a que no era necesario clasificarlas
bajo un térm ino o apelación general, excepto para
propósitos filosóficos. Por consiguiente, nos lom are­
mos la libertad de llamarlas impresiones, empleando esta
palabra en un sentido algo diferente del habitual. Por
el término impresión me refiero, entonces, a todas nues­
tras percepciones más vividas, cuando escuchamos,
vem os, sentimos, amamos, odiamos, querem os o de
seamos. Las impresiones se distinguen de las ideas en
que éstas son percepciones menos vividas, de las que
somos conscientes cuando reflexionam os sobre cual­
quiera de las sensaciones o m ovim ientos antes m en­
cionados.

13 . Nada, a prim era vista, parece más ilim itado que


el pensamiento del hom bre, pues no sólo escapa a
todo poder y autoridad humanos, sino que no se lla­
lla restringido siquiera a los límites de ia naturaleza

26
S E C C I Ó N I I

V de la realidad. Crear m onstruos y conjugar formas


y apariencias incongruentes no le cuesta a la imagina­
ción mayor dificultad que concebir los más naturales
y fam iliares objetos. Y m ientras que el cuerpo se
encuentra confinado a un planeta, sobre el cual se
arrastra con dolor y esfuerzo, el pensam iento puede
en un instante transportarnos a las más distantes r e ­
giones del universo e incluso, más allá del universo,
al caos ilím ite donde la naturaleza presuntam ente
perm anece en total confusión. Lo que nunca ha sido
visto o escuchado puede sin em bargo ser concebido;
tampoco hay nada que se encuentre fuera del alcance
del pensam iento, excepto aquello que im plique una
absoluta contradicción.
N o obstante, aun cuando nuestro pensam iento
parezca detentar esta ilimitada libertad encontramos,
al exam inarlo más de cerca, que en realidad se halla
confinado a límites muy estrechos y que todo este
poder creativo de la mente se reduce a la facultad de
combinar, transponer, aumentar o disminuir los mate­
riales que nos suministran los sentidos y la experiencia.
Cuando pensamos en una montaña dorada, sólo uni­
mos dos ideas consistentes, la de oro y la de montaña,
que de antemano conocíamos. Un caballo virtuoso es
concebible porque, a partir de nuestros propios sen­
timientos, podem os concebir la virtud; ésta a su vez
puede ser unida a la figura y form a de un caballo,
animal que nos es fam iliar. En síntesis, todos los
materiales del pensamiento derivan bien sea de nuestro
sentimiento externo o del ínter: :o: la combinación y
com posición de éstos pertenece únicam ente a la
mente y a la voluntad. O bien, para expresarm e en
lenguaje filosófico, todas nuestras ideas o percepciones
D A V I D H U M E

más débiles son copias de nuestras im presiones o


percepciones más vividas.

14 . Para dem ostrar lo anterior, confío que los dos ar­


gumentos que presento a continuación serán suficien­
tes. En p rim er lugar, cuando analizamos nuestros
pensamientos o ideas, independientem ente de cuán
com puestos o sublimes sean, encontram os siem pre
que rem iten a aquellas ideas simples que copiamos
de una sensación o sentim iento precedente. Incluso
aquellas ideas que a prim era vista parecen tener un
origen más am plio, se revelan a un escrutinio más
detallado com o derivadas de él. La idea de Dios, en
el sentido de un Ser infinitamente inteligente, sabio y
bueno surge de la reflexión sobre las operaciones de
nuestra propia mente que aumenta, en forma ilimita­
da, las cualidades de bondad y de sabiduría. Podemos
proseguir esta investigación tanto com o lo deseemos
y hallarem os siem pre que toda idea exam inada es
copia de una im presión sim ilar. Quienes afirmaran
que esta proposición no es universalmente verdadera o
sin excepción, disponen de un único y sencillo m éto­
do para refutarla: producir una idea que, en su opinión,
no derive de esta fuente. A nosotros nos incumbirá
entonces, si deseamos m antener esta doctrina, p ro­
ducir la im presión o percepción vivida que le corres-

1 En segundo lugar, si debido al defecto de uno de


sus órganos, sucedc que un hom bre no sea suscepti­
ble de ninguna especie de sensación, hallarem os
siempre que tampoco es susceptible de concebir las
correspondientes ideas. Un d eg o no puede formarse
S E C C I Ó N I I

noción alguna de los colores, ni un sordo de los so­


nidos. Al restaurar a cualquiera de ellos el sentido
deficiente, se abre una nueva entrada para sus sensa­
ciones y simultáneamente para sus ideas, y no hallará
entonces dificultad alguna en concebir tales objetos.
El mismo caso se da cuando el objeto apropiado para
provocar una sensación cualquiera nunca ha sido apli­
cado al órgano correspondiente. Un lapón o un negro
no tienen noción de la delicia del vino. Y aun cuando
haya pocos casos, si los hubiere, de una deficiencia
análoga en la mente, según la cual una persona nunca
haya sentido o sea completamente incapaz de experi­
mentar un sentim iento o una pasión propio de su
especie, encontram os, no obstante, que la misma
observación resulta verdadera en m enor grado. Un
hombre de m oderadas maneras no puede form arse
una idea de la venganza inveterada o de la crueldad;
tam poco puede un corazón egoísta concebir con
facilidad las alturas de la amistad o la generosidad.
Fácilmente se concede que otros seres puedan poseer
muchos sentidos de los que no tenem os concepción
alguna, puesto que sus ideas nunca nos han sido presen­
tadas de la única manera por medio de la cual una idea
accede a la mente, es decir, a travór; del sentimiento y
la sensación reales.

1 6. Habría, sin embargo, un fenómeno contradictorio,


cuya existencia demostraría que no es absolutamente
imposible el surgimiento de ideas con independencia
de sus correspondientes im presiones. Se concederá
fácilmente que las diversas ideas de color, que entran
por los ojos, o las de sonido, transmitidas por el oído,
son realm ente diferentes unas de otras, aun cuando,

29
DAVID HUME

al m ism o tiem po, se asemejan entre sí. Ahora bien,


si lo anterior puede afirmarse de diversos colores, de
igual form a sucederá con las diversas tonalidades de
un mismo color; cada tonalidad producirá una idea
distinta, independiente de las demás. Pues si se ne­
gara esto sería posible, debido a la gradación conti­
nua de las tonalidades, que un color se convierta
insensiblem ente en lo que está más alejado de él; y si
no se admite que alguno de los medios sea diferente,
no es posible, sin incurrir en un absurdo, negar que
los extrem os sean iguales. Supongamos, p or consi­
guiente, que una persona ha disfrutado de su vista
durante treinta años y se ha fam iliarizado p erfec­
tamente con todo tipo de colores con excepción, por
ejem plo, de una tonalidad particular del azul. Supon­
gamos también que todas las diferentes tonalidades de
este color, con excepción únicamente de aquella en
particular, le son presentadas en una gradación des­
cendente, desde las más oscuras hasta las más claras;
es evidente que percibirá un vacío allí donde (alta la
tonalidad y advertirá que hay en aquel lugar una distan­
cia m ayor entre los colores contiguos. Me pregunto,
entonces, ¿será posible para esta persona, con su
propia im aginación, suplir esta deficiencia y hacer
surgir la idea de esta particular tonalidad, aunque
nunca le haya sido presentada por los sentidos? C reo
que sólo unos pocos rechazarán la idea de que pue­
de hacerlo y esto serviría com o prueba de que las
ideas simples no siem pre, ni en todos los casos, de­
rivan de la correspondiente im presión; aun cuando
este caso es tan peculiar que apenas merece ser obser­
vado y menos aún el que en razón de él modifiquemos
nuestra máxima general.
S E C C I Ó N I I

i 7. Tenem os entonces una proposición que no sólo


parece en sí misma simple e inteligible, sino que de
hacer buen uso de ella, puede com unicar análoga
inteligibilidad a toda disputa y eliminar aquella jerga
que durante tanto tiempo se ha apoderado de los razo­
namientos metafísicos y atraído críticas sobre ellos.
Todas las ideas y en especial las ¡deas abstractas, son
por naturaleza débiles y oscuras; la mente sólo las capta
débilmente y son susceptibles de ser confundidas con
otras ideas sim ilares; cuando hemos empleado con
frecuencia cualquier térm ino sin un significado de-
iterm inado, tendem os a im aginar que hay una idea
determinada asociada con él. Por el contrario, todas
las impresiones, esto es, todas las sensaciones, exter­
nas o internas, son fuertes y vividas: sus límites están
determ inados con m ayor exactitud y no resulta fácil
,com eter errores o equivocaciones respecto de ellas.
Por ende, cuando abrigamos la sospecha de que un tér­
mino filosófico o idea es empleado sin significado (co-
,mo muy a menudo sucede), basta con preguntarnos ¿de
qué impresión deriva esta presunta idea? Y si resulta im ­
posible designar alguna, esto servirá para confirm ar
nuestra sospecha. Al colocar nuestras ideas bajo una
luz semejante, es razonable esperar la eliminación de
toda disputa que pueda surgir en lo tocante a su na­
turaleza y realidad'.

1. Es probable qu e quienes niegan las ideas innatas se hayan li­


m itado a afirm ar qu e todas nuestras ideas son copias de nuestras
im presiones; aun cuando debem os confesar que los térm inos que
cilo s han em p lead o no fueron elegid os con la cautela necesaria,
ni fu eron definidos con tal exactitud qu e previn ieran los e rro res
acerca de su d octrin a. Pues ¿qué signilica innato? Si innato debe
ser en ten dido co m o eq u ivalen te a natu ral, en to n ces todas las

}|
D A V I D H U M E

p ercep cio n es c ideas de la m en te deben ser calificadas d e innatas


o natu rales, en cu alq u ier sentid o de este ú ltim o térm in o , p o r ‘
o po sició n a lo inhabitual, artificial o m ilag ro so . Si p o r innato
en ten dem o s con tem p o rán eo con nuestro nacim ien to, la disputa
parecería trivial; investigar en qu é m o m en to com enzam os a pen­
sa r, si an tes, en o después d e nacer es igualm en te o cio so . D e
n u ev o , la palabra idea p arece ser tom ada hahitualm ente en ur.
sentid o m uy am p lio p o r parte d e L ock e y d e o tros au to res, pues
designa cualquiera d e nuestras percepciones, sensaciones y pasio­
nes asi com o nuestros pensam ientos. En este sentido, desearía sa­
b er ¿qué puede significar la afirm ación de que el am or d e sí, el
resentim iento o la pasión entre los sexos no son innatos?
Sin e m b a rgo , al ad m itir estos térm in os, impresiones e ideas, en el '
sentido an terio rm en te exp licad o y en ten d er p o r innato lo que es
original o no copiado d e una percepció n p reced en te, podem os
afirm ar en tonces qu e todas nuestras im presiones son innatas y
nuestras ideas no lo son.
Para ser sin cero, d eb o con fesar qu e en mi opinión L ock e fue trai­
cionado en el tratam iento d e este p ro blem a p o r ios e sc o lá stic o s.
q u ie n e s, al hacer uso d e térm in o s in d efin id o s, alargan
tediosam ente sus disputas sin tocar nunca el asunto central. A n á­
logas am bigüedades y circun lo qu io s parecen re c o rre r los razo ­
nam ientos d e este filó so fo , tanto en lo referen te a esta cuestión
com o a m uchas o tras. *

52
S E C C I Ó N I I I

s e c c ió n iii. De la asociación de ideas.

1 8. Es evidente que existe un principio de conexión


entre los diferentes pensamientos o ideas de la mente
y que, al presentarse a la memoria o a la imaginación,
su aparición sigue cierto m étodo o regularidad. En
nuestros pensamientos o discursos más serios puede
advertirse que cualquier pensamiento particular que
rompa el decurso normal o el encadenamiento de las
ideas es identificado y rechazado de inmediato. Incluso
en nuestras más fantásticas y delirantes ensoñaciones,
más aún, en nuestros propios sueños encontramos, al
reflexionar sobre ellos, que Ja imaginación no discu­
rre por completo a la ventura, sino que establece cierta
conexión entre las diversas ideas que se suceden unas
a otras. Si se transcribiera la conversación más vaga y
¡ibre, se observaría de inm ediato algo que conecta
todas las transiciones contenidas en ella. Al no hallar­
lo, la persona que rompe el hilo del discurso podría
informarnos acerca de la sucesión de pensamientos
que, girando en secreto en su mente, lo desviaron gra­
dualmente del tema de conversación. Entre diferen­
tes lenguas, incluso allí donde no podemos sospechar
la existencia de conexión o comunicación alguna, aque­
llas palabras que expresan ideas, aún las más comple­
jas, se corresponden internamente: prueba derta de que
las ideas simples, comprendidas en las complejas, se
hallan vinculadas por algún principio universal que in­
fluye por igual sobre toda la humanidad.

19. Aun cuando sea demasiado evidente para escapar


a la observación el que ideas diferentes se encuentran

ii
D A V I D H U M E

interconectadas, no he advertido que filósofo alguno


haya intentado enum erar o clasificar todos los princi­
pios de asociación; asunto, sin em bargo, digno de cu­
riosidad. En mi concepto parece haber sólo tres
principios de conexión de ideas, a saber, Semejanza,
Contigüidad en el tiempo o el espacio y Causa y Efecto.
Q ue estos principios se em plean para conectar
ideas no será, creo, puesto en duda. Un retrato con­
duce naturalm ente nuestros pensam ientos hacia e l
original1: la mención de un apartamento en un edifi­
cio induce naturalmente una investigación o discurso
acerca de los o tro s'; si pensamos en una herida, difí­
cilm ente podemos im pedirnos reflexionar acerca del
d olor que la acom paña4. N o obstante, el que esta
enumeración sea completa y que no haya otros prin­
cipios de asociación excepto los mencionados puede
ser difícil de probar a satisfacción del lector o incluso
a satisfacción del propio autor. Todo lo que podemos
hacer en casos sem ejantes es considerar varios de
ellos y exam inar con detenim iento el principio que
vincula entre sí los pensam ientos, sin detenernos
hasta conseguir que el principio resulte tan general
como sea posible5. Cuantos más casos examinemos y
más cuidadosos seamos, m ayor certeza tendremos de
que la enumeración total es completa y definitiva.

2. Sem ejanza.
3. C ontigüidad.
4 . Causa y efecto . •
P o r ejem plo , contraste o contrariedad son tam bién c o n exio ­
nes de ideas, pero quizás puedan ser considerados com o una m e z ­
cla de causa y semejanza. Cuando dos objetos son con trarios, el uno
destruye al o tro; esto es, la causa de la aniquilación y la idea de la
aniquilación de un objeto im plican la idea d e su previa existencia.
S E C C I Ó N I V

s e c c ió n iv. Dudas escépticas acerca de las


operaciones del entendim iento.

PARTE I

2 0. Todos los objetos de la razón o investigación hu­

manas pueden ser divididos naturalmente en dos cla­


ses, a saber, Relaciones de ideas y Cuestiones de hecho.
Del prim er tipo son las ciencias de la geom etría, el
álgebra y la aritm ética y, en síntesis, toda afirmación
intuitiva o demostrativamente verdadera. Que el cuadra­
do de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados, es
una proposición que expresa una relación entre estas
figuras. Que tres veces cinco es igual a ¡a mitad de treinta
expresa una relación entre estos núm eros. Las p ro­
posiciones de este tipo pueden ser descubiertas por
Ja sola operación del pensamiento, con independen­
cia de lo que exista en el universo. Aun cuando no
existan un círculo o un triángulo en la naturaleza, las
verdades demostradas por Euclides conservan para
siempre su certeza y evidencia.

2 1 . Las cuestiones de hecho, que constituyen el se­


gundo tipo de objeto de la razón humana, no son
descubiertas de la misma manera; la evidencia que
tenemos de su verdad, así sea muy grande, tampoco
es de la misrna naturaleza de las anteriores. Lo contra­
río de cualquier cuestión de hecho es siempre posible,
pues nunca puede im plicar una contradicción y es
concebido por la mente con la misma facilidad y dis­
tinción, com o si pudiese siem pre conform arse con
la realidad. El sol no saldrá mañana no es una proposi­

35
ción menos inteligible y no implica m ayor contradic­
ción que la aserción saldrá mañana. Por ende, en vano
intentaríamos dem ostrar su falsedad. Si fuese dem os­
trativam ente falsa, im plicaría una contradicción y
nunca podría ser concebida por la mente com o dis­
tinta.
Puede, por consiguiente, ser objeto digno de cu­
riosidad el inquirir acerca de la naturaleza de aquella
evidencia que nos asegura cualquier existencia real
y fáctica, más allá del testim onio actual de nuestros
sentidos o los registros de nuestra m em oria. D ebe­
mos señalar que esta parte de la filosofía ha sido poco
cultivada, tanto por parte de los antiguos com o de los
modernos; por ende, nuestras dudas y errores en la
prosecución de una investigación de tal importancia,
habrán de ser más excusables, puesto que avanzamos
por senderos difíciles sin guía ni orientación. Incluso
pueden resultar útiles, al excitar la curiosidad y des­
truir aquella fe y seguridad implícitas que constituyen
la ruina de todo razonamiento y libre investigación.
El descubrim iento de las deficiencias de la filosofía
común, si existen, supongo no será desalentador sino,
por el contrario, un estím ulo, com o es habitual, para
intentar algo más com pleto y satisfactorio de lo ofre­
cido hasta ahora al público.

22. Todos los razonamientos acerca de las cuestiones


de hecho parecen estar fundamentados en la relación
de causa y efecto. Sólo por m edio de tal relación p o­
demos ir más allá de la evidencia suministrada por
nuestros sentidos y nuestra m em oria. Si preguntáse­
mos a un hom bre por qué cree en cualquier cuestión
de hecho que no esté presente, por ejem plo, que su
SECCIÓN IV

amigo se halla en el campo o en Francia, nos ciaría


una razón; esta razón sería a su vez otro hecho: una
carta enviada por su amigo o bien el conocim iento
de sus anteriores decisiones y prom esas. El hombre
ijue halla un reloj o cualquier otra máquina en una
isla desierta concluiría que alguna vez estuvo habita­
da. Todos nuestros raciocinios acerca de lo láctico
son de la misma naturaleza. En ellos suponem os
constantemente que hay una conexión entre el hecho
presente y lo que se infiere de él. Si nada los uniese,
lá inferencia sería completamente precaria. Escuchar
una voz articulada y, un discurso racional en la oscu­
ridad nos asegura la presencia de una persona. ¿Por
qué? Porque estos son electos de producción y fabri­
cación humana, íntimamente asociados con ella. Si
analizamos todos los otros razonamientos de esta na­
turaleza, encontrarem os que se basan en la relación
de causa y efecto y que tal relación es o bien cercana
‘o rem ota, directa o colateral. El calor y la luz son
efectos colaterales del fuego y uno de ellos puede ser
correctam ente inferido del otro.

2 3. Por ende, si respecto de la naturaleza de esta evi­


dencia nos contentáramos con que garantizara las cues­
tiones de hecho, deberíamos entonces preguntarnos
cómo llegamos al conocimiento de causas y efectos.
Me atrevo a afirmar, como proposición general que
no admite excepción alguna, cjue el conocimiento de
esta relación en ningún caso se obtiene por razona­
mientos a priori, sino que surge enteram ente de la
experiencia, cuando descubrim os que algunos ob je­
tos particulares se hallan constantemente vinculados
entre sL Supongamos que se presenta un objeto a un
D A V I D H U M E

hom bre dotado de la más poderosa razón y habilida­


des naturales; si tal objeto es com pletam ente nuevo
para él será incapaz, después de practicar el más m i­
nucioso examen de sus propiedades sensibles, de des­
cu brir ninguna de sus causas o efectos. D ebem os
suponer que las facultades naturales de Adán eran en
un comienzo enteramente perfectas; sin embargo, no
hubiera podido inferir de la fluidez y transparencia
del agua que ésta lo ahogarla, com o tam poco de la
luz y calor del fuego que éste lo consum iría. Ningún
objeto revela, por las cualidades que aparecen a los
sentidos, ni las causas que lo produjeron ni los efec­
tos que pueden surgir de él; tam poco puede nuestra
razón, sin ayuda de la experiencia, hacer inferencias
relativas a la existencia real ni a cuestiones de hecho.

24. La proposición, las causasy los efectos son descubiertos


por la experiencia y no por la razón, será fácilmente ad­
mitida respecto de aquellos objetos que recordamos
haber sido alguna vez com pletam ente desconocidos
para nosotros, pues somos conscientes de que ado­
lecemos en este caso de una absoluta incapacidad para
predecir qué se derivaría de ellos. Si se presentan dos
trozos lisos de m árm ol a una persona que no tiene
atisbos de filosofía natural, nunca descubrirá que se
adhieren el uno al otro de tal manera que exigirán
gran fuerza para separarlos en línea recta ni que, por
el contrario, presentan muy poca resistencia a la p re­
sión lateral. Respecto de este tipo de acontecim ien­
tos, en cuanto guardan poca analogía con el decurso
habitual de la naturaleza, se admite con facilidad que
únicamente son conocidos por experiencia; tam po­
co imagina nadie que la explosión de la pólvora o la
S E C C I Ó N IV

atracción del imán hubieran podido ser descubiertos


mediante argumentos a priori. De igual manera, cuan­
do se supone que un efecto depende de una intrincada
maquinaria o de la secreta estructuración de sus par­
tes, admitimos sin dificultad que nuestro conocimiento
de él depende exclusivam ente de la experiencia.
¿Quién puede jactarse de explicar por qué la leche o
el pan spn alimentos adecuados para el hom bre y no
para un león o un tigre?
Sin em bargo, la misma verdad puede no tener, a
primera vista, la misma evidencia respecto a aquellos
acontecim ientos que nos resultan fam iliares desde
nuestra llegada al mundo, guardan cercanas analogías
con el decurso de la naturaleza y parecieran depender
de las propiedades simples de los objetos, sin referen­
cia a la estructura secreta de sus partes. Tendem os a
imaginar que podríamos descubrir estos efectos e x ­
clusivamente mediante las operaciones de la razón,
prescindiendo de la experiencia. Suponem os que si
llegáramos de im proviso a este m undo, podríamos
haber inferido de inmediato que una bola de billar le
comunicaría m ovimiento a otra al impulsarla; que no
hubiera sido preciso esperar a que ocurriera el evento
para pronunciarnos con certeza acerca de él. Tal es la
influencia de la costumbre que allí donde se ejerce con
más fuerza, no sólo oculta nuestra natural ignorancia
sino que incluso se encubre a sí misma y pareciera
desvanecerse precisam ente cuando encuentra su
máxima expresión.

. N o obstante, para convencernos de que todas las


leyes de la naturaleza y todas las operaciones de los
cuerpos sin excepción nos son conocidas únicamente

Í9
D A V I D H U M E

por experiencia, quizás sean suficientes las r<


nes expuestas a continuación. Si se nos preser
objeto cualquiera y se nos pidiese que nos pro
ramos acerca del efecto que pudiera produ
atender a previas observaciones ¿de qué n
pregunto, podría proceder la mente para reali
operación semejante? Se vería obligada a inv
imaginar algún evento que atribuyera al objet
su efecto, pero es evidente que dicha invenció
taría completamente arbitraria. La mente no
encontrar nunca el efecto en la presunta causa
so si procediera al más atento escrutinio y e:
Pues el efecto es totalm ente diferente de la
p o r consiguiente, nunca puede ser descubii
ella. El m ovim iento de la segunda bola de b
un acontecim iento perfectam ente diferencia
m ovim iento de la prim era, y nada hay en el u
sugiera el m enor indicio del otro. Una piedi
trozo de metal lanzado al aire sin apoyo algu
de inm ediato; no obstante, al considerar este
a priori, ¿podríam os descubrir algo en tal sil
que pudiese engendrar la idea de un m óvil
descendente en lugar de ascendente o de cu
otro tipo, en la piedra o el metal?
Así com o en todas las operaciones natui
primera imaginación o invención de un efecto j:
lar es arbitraria cuando no nos apoyamos en
S E C C I Ó N IV

movimiento de la segunda bola m e fuese sugerido


accidentalm ente com o resultado de su contacto o
impulso, ¿no podría acaso concebir cientos de acon­
tecim ientos diferentes que podrían seguirse de la
misma causa? ¿No podrían ambas bolas perm anecer
<-n absoluta inercia? ¿No podría la prim era regresar
en línea recta o rebotar en cualquier sentido o d irec­
ción? Todas estas suposiciones son coherentes y
concebibles. ¿Por qué entonces debiéram os preferir
una de ellas, si no es más coherente o concebible que
las demás? Ninguno de nuestros razonam ientos a
priori podrá mostrarnos jamás el fundamento de una
preferencia sem ejante.
En una palabra, entonces, cada efecto constituye
un acontecimiento diferente de su causa. N o podría
'entonces, ser descubierto en ella y la invención inicial
o concepción del mismo a priori ha de ser enteramen­
te arbitraria. Incluso después de ser sugerida, la con­
junción del efecto con la causa parecerá igualmente
arbitraria, pues hay siem pre muchos otros efectos
que, para la razón, serán tan coherentes y naturales
como aquellos. En vano pretenderem os determ inar
ningún acontecim iento particular, o bien inferir una
causa o efecto, sin ayuda de la observación y de la
experiencia.

26. Descubrimos entonces la razón por la cual ningún


filósofo racional y modesto, ha pretendido asignar la
causa última de ninguna operación natural, ni mostrar
con claridad la acción de aquel poder que produce un
efecto particular en el universo. Se admite que el
máximo esfuerzo de la razón humana es el de reducir
los principios causantes de los fenómenos naturales a

41
D A V I D H U M E

una m ayor sim plicidad, y subsum ir los m últiples


efectos particulares a unas pocas causas generales,
m ediante razonamientos por analogía, experienc ia y
observación. En cuanto a las causas de estas causas
generales, no obstante, intentaríam os en vano des­
cubrirlas, así com o tam poco podrem os nunca darnos
por satisfechos por la explicación ofrecida a partir de
ellas. Estos últimos resortes y principios se encuen­
tran com pletam ente vedados a la curiosidad e inves­
tigación humanas. La elasticidad, la gravedad, la
cohesión de las partes, la com unicación del m ovi­
m iento por el im pulso; tales son probablem ente las
causas y principios últimos que nos es dado descubrir
en la naturaleza y debemos darnos por satisfechos si,
m ediante investigaciones y razonamientos precisos,
conseguim os rem itir los fenóm enos particulares 'a
estos principios generales o al menos aproxim arlos
a ellos. La más perfecta filosofía natural sólo difiere
nuestra ignorancia por un tiem po, así com o quizás la
más perfecta filosofía de tipo m oral o meta físico sirve
únicamente para descubrir cuán vasta es nuestra ig­
norancia. La observación de la ceguera y debilidad
humanas es el resultado de toda filosofía y nos con­
fronta a cada paso, a pesar de nuestros esfuerzos por
eludirla o evitarla.

27. Tam poco la geom etría, cuando se apoya en la fi­


losofía natural, está en condiciones de rem ediar este
defecto o de conducirnos al conocimiento de las causds
últimas, mediante aquella exactitud del razonamien­
to por la que en justicia se la alaba. Toda parte de la
m atemática aplicada procede sobre la suposición de
que ciertas leyes han sido establecidas por la natura­

42
S E C C I Ó N IV

leza en sus operaciones y los razonamientos abstrac­


tos se em plean, bien sea para asistir a la experiencia
en el descubrim iento de estas leyes, bien sea para
determ inar su influencia sobre casos particulares,
cuando depende de cualquier grado preciso de dis­
tancia o cantidad. Una de las leyes del m ovim iento,
descubierta por experiencia, es que el momentum o
fuerza de cualquier cuerpo en m ovim iento se halla
en la vatio o proporción conjunta de sus contenidos
sólidos y su velocidad; por consiguiente, una pequeña
fuerza puede elim inar el m ayor obstáculo o levantar
,el m ayor peso si, mediante algún dispositivo o m a­
quinaria, conseguimos increm entar la velocidad de
tal fuerza de manera que supere la de su antagonis­
ta. La geom etría nos asiste en la aplicación de esta
(iey, al suministrarnos las dim ensiones de todas las
¡ partes y figuras que pueden form ar parte de cualquier
• especie de máquina; sin embargo, el descubrimiento
de la ley misma se debe exclusivamente a la experien­
cia y todos los razonamientos abstractos del mundo
nunca nos permitirían avanzar un paso en su conoci­
miento. Cuando razonamos a priori y consideramos tan
sólo un objeto o cauáa cualquiera, tal com o aparece a
la m ente, con independencia de toda observación,
estos nunca podrían sugerirnos la noción de un objeto
diferente como lo es su efecto; menos aún evidenciar
la inseparable e inviolable conexión entre ellos. Se­
ría muy sagaz quien pudiera reconocer mediante el
raciocinio que el cristal es efecto del calor y el hielo
del frío, sin haber estado previam ente familiarizado
pon la acción de tales propiedades.
D A V I D H U M E

P A R T E II

28. N o hemos llegado aún, em pero, a una solución


aceptable acerca del asunto inicialm ente enunciado.
Cada solución hace surgir un nuevo interrogante tan
difícil com o el anterior y nos conduce a posteriores
investigaciones. Cuando preguntam os, ¿cuál es la
naturaleza de todos nuestros razonamientos ifferca de las
cuestiones de hecho?, la respuesta apropiada parece ser
que están fundados en la relación de causa y efecto.
Cuando preguntamos de nuevo, ¿cuál es el fundamento
de todos nuestros razonamientos y conclusiones acerca de
esta relación? puede responderse con una sola palabra:
la experiencia. Si continuamos en un talante inquisi­
tivo y nos preguntamos, ¿cuál es el fundamento de todas
las conclusiones extraídas de la experiencia? la respues ta
im plica un nuevo interrogante cuya solución y expli­
cación quizás sean más difíciles. Aquellos filósofos
que se dan aires de superior sabiduría y suficiencia,
enfrentan una dura tarea cuando encuentran personas
de disposición inquisitiva que los acosan en todos los
rincones donde buscan refugio y están seguros de
conducirlos finalmente a algún peligroso dilem a. El
m ejo r expediente para evitar esta confusión es el de
ser m odestos en nuestras p reten sio n es e incluso
descubrir por nosotros mismos la dificultad antes de
que se nos ob jete. De esta m anera, podem os con ­
ferir una especie de m érito a nuestra propia igno­
rancia.
En esta sección me contentaré con una sencilla ta­
rea pues intentaré dar una respuesta exclusivamente
negativa a la pregunta formulada. Digo, entonces, que
incluso después de tener experiencia de las operacio­

44
S E C C I Ó N IV

nes de causa y efecto, lo que concluimos de tal expe­


riencia no está fundamentado en el razonamiento ni en
proceso alguno del entendimiento. Nos esforzaremos
ahora por explicar y defender esta respuesta.

29. Ciertam ente, debe concederse que la naturaleza


nos ha mantenido bien alejados de todos sus secretos,
suministrándonos tan sólo el conocim iento de unas
pocas propiedades superficiales de los objetos, mien­
tras que nos oculta aquellos poderes y principios de
los que dependen en su totalidad la influencia de ta­
les objetos. Nuestros sentidos nos informan sobre el
color, peso y consistencia del pan; pero ni los senti­
dos ni la razón pueden informarnos acerca de aquellas
propiedades que lo hacen apropiado com o alim ento
rx sustento de un cuerpo humano. La vista y el tacto
nos transmiten una idea del m ovim iento efectivo de
los cuerpos; respecto de aquella maravillosa fuerza
o poder que m antendría por siem pre un cuerpo en
.movimiento en un continuo desplazamiento y que los
cuerpos sólo pierden al transmitirla a otros, de esto,
sin em bargo, no podemos form arnos la más rem ota
idea. No obstante, a pesar de esta ignorancia de los
poderesh y principios naturales, presum im os siem ­
pre, cuando vem os propiedades sensibles análogas,
que obedecen a principios secretos similares y espe­
ramos que ciertos efectos, semejantes a los que hemos
experim entado, se sigan de ellas. Si se nos presenta
un cuerpo de color y consistencia similares a los del

6. La palabra poder se utiliza aquí en un sentido am plio y p o p u ­


la r. Una exp licación más exacta de m ism a sum inistraría pruebas
Adicionales en favo r de este argu m en to . V éase Sección v il.

45
D A V I D H U M E

pan que hemos probado con anterioridad, no tenemos


escrúpulos en repetir el experimento y prevemos, con
certeza, igual alimento y sustento. Es este un proceso
de la mente o del pensamiento cuya fundamentación
desearía conocer. Todos admiten que no existe co ­
nexión conocida entre las propiedades sensibles y los
poderes secretos; resulta entonces que la mente no
es conducida a una conclusión semejante respecto de
su conjunción regular y constante por nada de lo que
sabe acerca de su naturaleza. En cuanto a la experien­
cia pasada, puede concederse que nos suministra in­
form ación directa y cierta sólo respecto de aquellos
objetos particulares y de aquel preciso período de
tiem po que cayó bajo su conocim iento; ¿por qué esta
experiencia habría de ser extendida a un tiem po fu­
turo y a otros objetos que, según lo que sabem os,
podrían ser sólo sim ilares en apariencia? Es este el
principal interrogante sobre el que quisiera insistir.
El pan que he com ido con anterioridad me nutrió;
esto es, un cuerpo de propiedades sensibles sem ejan­
tes se hallaba, en aquel m om ento, revestido de tales
poderes secretos; pero ¿se sigue de ahí que otro pan
deba también alim entarm e en otro m om ento, y que
una propiedad sensible sim ilar deba siem pre estar
investida de análogos poderes secretos? La conclusión
no parece ser en manera alguna necesaria. Al menos,
debe reconocerse que nos encontram os frente a una
conclusión extraída por la m ente; que hubo un paso
adicional, un proceso de pensamiento y una inferen­
cia que deben ser explicados. Estas dos proposiciones
distan mucho de ser iguales, He hallado que tal objeto
siempre ha estado acompañado por tal efecto y Preveo que
otros objetos, en apariencia similares, estarán acompañados

46
S E C C I Ó N I V

¡¡or efectos similares. Concederé, si se desea, que una


proposición pueda ser correctam ente inferida de la
otra; sé, en efecto, que siem pre se infiere de ella. No
obstante, si se ha de insistir en que la inferencia obe­
dece a una cadena de razonam iento, desearía que se
me m ostrara tal razonam iento. La conexión entre
estas proposiciones no es intuitiva. Es necesario que
haya una proposición interm edia que perm ita a la
mente realizar una inferencia sem ejante, si en efec­
to lo hace mediante razonamiento y argumentación.
Debo confesar que determ inar cuál pueda ser esta
proposición interm edia exced e mi com prensión;
corresponde presentarla a quienes afirman que real­
mente existe y que constituye el origen de todas
nuestras conclusiones acerca de cuestiones de hecho.

30. Este argumento negativo resultará ciertam ente,


con el transcurso del tiem po, por completo convin­
cente, si muchos sagaces y hábiles filósofos dirigieran
en este sentido sus investigaciones y nadie fuese capaz
de descubrir una proposición conectiva o paso in ter­
medio que apoyara la com prensión de esta conclu­
sión. Siendo el asunto todavía novedoso, es posible
que cada lector no confíe de tal manera en su propia
inteligencia como para concluir que, por el hecho de
que un argumento escape a su examen, no existe en­
tonces realmente. Por esta razón, quizás sea preciso
aventurarnos en una tarea más difícil, como sería la de
enumerar todas las ramas del conocimiento humano
para mostrar que ninguna de ellas podría suministrar
Un argumento semejante.
’ T o do razonam iento puede ser probada en dos
clases: el razonamiento dem ostrativo que concierne
D A V I D H U M E

a la relación entre ideas, y el razonamiento m oral,


referente a cuestiones de hecho y existencia. Es evi­
dente que respecto del asunto de que nos ocupamos
no puede haber razonamientos dem ostrativos, pues
no im plica contradicción alguna el que el curso de la
naturaleza pueda variar, ni que un objeto, aparente­
m ente sim ilar a aquellos de los que hem os tenido
experiencia, pueda acompañarse de efectos diferen­
tes o contrariosr ¿No sería posible que conciba clara
y distintamente que un cuerpo que cae de las nubes
y que en todo otro respecto se asem eja a la nieve,
tenga sin em bargo el sabor de la sal y la consistencia
del fuego? ¿Habrá una proposición más inteligible
que aquella según la cual todos los árboles florecerán
en diciembre y enero y se marchitarán en mayo y ju­
nio? Ahora bien, todo cuanto es inteligible y puede ser
concebido distintamente no implica contradicción y su
falsedad nunca puede ser probada por un razonamiento
demostrativo o por un razonamiento abstracto a priori.
Si, por consiguiente, hay una argum entación que
nos com prom eta a confiar en la experiencia pasada y
a hacer de ella una norma para nuestro juicio futuro,
estos argumentos deben ser sólo probables, o relati­
vos a cuestiones de hecho y de existencia real, según
la división arriba establecida. N o obstante, si nues­
tra explicación de esta especie del razonamiento se
admite com o sólida y satisfactoria, debe resultar evi­
dente que no hay un argum ento sem ejante. Hemos
dicho que todos los argumentos relativos a la existen­
cia se fundamentan en la relación de causa y efecto;
que nuestro conocim iento de esta relación se deriva
por entero de la experiencia, y que todas nuestras
conclusiones experienciales proceden bajo el supues­
S E C C I Ó N IV

to de que el futuro se conformará al pasado. Esforzar­


nos, entonces, por probar este último supuesto m e­
diante argumentos probables o argumentos relativos
a la existencia, im plica evidentem ente una circula-
i ¡dad, pues se admite como verdadero precisamente
aquello que debe probarse.

j i . En realidad, todos los argumentos de experien ­


cia se fundamentan en la similitud existente entre los
objetos naturales, que nos induce a esperar efectos
similares a los que según nuestra experiencia se siguen
de dichos objetos. Si bien sólo un tonto o un loco
pretendería disputar la autoridad de la experiencia o
rechazar aquella gran orientadora de la vida humana,
ciertamente puede concederse a un filósofo la curio­
sidad suficiente para examinar al menos los principios
de la naturaleza humana que confieren tal autoridad a
la experiencia y nos llevan a sacar tal partido de aque­
lla similitud que la naturaleza ha establecido entre
diferentes objetos. De causas que parecen similares
esperamos similares efectos. Es este el compendio de
todas nuestras conclusiones experienciales. Ahora
bien, parece evidente que si esta conclusión tuese un
resultado de la razón, sería tan perfecta inicialmente
y respecto de un caso particular como lo es después
de tan largo decurso de la experiencia. N o obstan­
te, ocurre algo com pletam ente diferente. Nada hay
más sem ejante entre sí que los huevos; nadie, sin
embargo, en razón de esta similitud aparente, espera
el mismjb sabor y deleite en cada uno de ellos. Es p re­
ciso un largo transcurso de experiencias uniformes de
cualquier tipo, para llegar a una firme confianza y se­
guridad respecto de un acontecim iento particular.

49
D A V I D H U M E

Ahora bien, ¿dónde está aquel proceso de razona­


miento que, a partir de un caso particular, extrae y na
conclusión tan disímil de la que se infiere de cientos
de casos que en nada difieren del prim ero? Form ulo
este interrogante tanto en aras de inform arm e com o
con la intención de proponer dificultades. No puedo
hallarlo, ni tam poco imaginar un razonamiento se­
mejante. Sin embargo, mantengo mi mente abierta a
la instrucción si alguien desea otorgárm ela.

3 2. Debiéram os decir entonces que a partir de m úl­


tiples experiencias uniformes, inferimos una conexión
entre las propiedades sensibles y los poderes secretos;
lo anterior, debo confesarlo, parece ofrecer la misma
dificultad formulada en otros términos. La pregunta
surge de nuevo: ¿en qué proceso argum entativo se
fundamenta entonces tal inferencia? ¿Dónde está el
térm ino m edio, la idea interpuesta que nos perm ite
unir proposiciones tan alejadas entre sí? Se admite
que el color, la consistencia y otras propiedades sen­
sibles del pan no parecen, por sí m ism as, guardai
conexión alguna con los poderes secretos de nutrición
y sustento, pues de lo contrario podríamos inferir ta­
les poderes secretos de la prim era aparición de estas
propiedades sensibles, sin ayuda de la experiencia,
en oposición al sentir de todos los filósofos y a la llana
cuestión de hecho. Encontramos así nuestro estado de
natural ignorancia respecto de los poderes e influen­
cia de todos los objetos. ¿Cóm o puede la experiencia
suplir una ignorancia semejante? La experiencia nos
muestra tan sólo una serie de efectos uniform es pro -
ducidos por ciertos objetos, y nos enseña que estos
objetos particulares, en un m om ento determ inado,

50
S E C C I Ó N IV

se hallaban investidos de tales poderes y fuerzas.


Cuando se nos presenta un nuevo objeto, revestido
de propiedades sensibles similares, esperamos análo­
gos poderes y fuerzas y buscamos un efecto similar.
I )e un cuerpo de análogo color y consistencia a los
del pan esperamos alimento y sustento. N o obstante,
se trata ciertam ente de un paso o progresión de la
mente, menesteroso de explicación. Cuando alguien
afirma He encontrado en todas las ocasiones pasadas tales
propiedades sensibles en conjunción con tales poderes secretos,
y afirma luego, Las propiedades sensibles similares se ha­
llarán siempre en conjunción con similares poderes secretos,
no incurre en una tautología pues estas proposiciones
no son iguales bajo ningún aspecto. Se dice que una
proposición es inferida de la otra. Debemos confesar,
sin embargo, que esta inferencia no es intuitiva y que
tampoco es dem ostrativa; ¿de qué naturaleza es en­
tonces? D ecir que es experiencial equivale a eludir
el problema, pues toda inferencia experiencial supo­
ne, como su fundamento, que el futuro se asemejará
al pasado y que poderes similares se hallarán en con­
junción con análogas propiedades sensibles. Si sospe­
chásemos que el decurso de la naturaleza puede variar
y que el pasado no puede ser norma para el futuro,
toda la experiencia resultaría inútil y no podría dar
lugar a inferencia o conclusión alguna. Es im posible,
por consiguiente, que cualquier argumento de ex p e­
riencia pueda dem ostrar tal semejanza entre el pa­
sado y el futuro, pues todos estos argum entos se
fundamentan precisamente en la presuposición de tal
semejanza. Admitamos que en el decurso de las co ­
sas se haya observado siem pre esta regularidad; por
sí m ism o, y sin un argum ento o inferencia adicional,

______________________ y_________
D A V I D H U M E

esto no demuestra que continúe siendo así en el futu­


ro. En vano se pretenderá haber aprendido la natura­
leza de los cuerpos a partir de la experiencia pasada.
Su naturaleza secreta y por ende, todos sus efectos e
influencias, pueden variar sin que sus propiedades
sensibles se m odifiquen. Esto ocurre algunas veces,
respecto de ciertos objetos; ¿por qué no habría de
suceder siem pre, respecto de todos los objetos? ¿Qué
lógica, qué proceso argumentativo puede asegurarnos
en contra de una suposición semejante? Mi práctica,
se me responderá, refuta estas dudas. Esto sería, sin
embargo, desconocer el objetivo de la pregunta. Si me
considero com o agente, la respuesta ciertamente es
satisfactoria; sin em bargo, com o filósofo dotado de
alguna curiosidad, no diré escepticismo, deseo conocer
el verdadero fundamento de tal inferencia. Ninguna
lectura o investigación ha conseguido hasta ahora
elim inar esta dificultad, o satisfacerm e respecto de
un asunto de tal importancia. ¿Podría hacer algo mejor
que proponer esta dificultad al público, si bien quizás
tenga pocas probabilidades de obtener una solucióri?
De esta m anera, al menos serem os conscientes de
nuestra ignorancia si no conseguimos aumentar nues­
tro conocimiento.

3 3. Debo confesar que sería reo de imperdonable arro-'


gancia quien concluyera que, sólo porque un argumen­
to ha escapado a su estudio, no existe realmente. Debo
confesar asimismo que aun cuando todos los eruditos,
durante muchos siglos, se hubieran dedicado a infruc­
tuosas investigaciones acerca de cualquier tema, qui­
zás todavía sería precipitado concluir positivamente
que el tem a excede a toda com prensión humana.
SECCIÓN IV

Aunque examinásemos todas las fuentes de nuestro


conocimiento y concluyéram os que son inadecuadas
para un tema sem ejante, podría perm anecer la sos­
pecha de que la enum eración no es com pleta, o su
exam en im preciso. En lo que respecta al asunto que
nos ocupa, sin em bargo, es necesario presentar al­
gunas consideraciones que parecieran rebatir esta
acusación de arrogancia o sospecha de error.
Ciertam ente, los más ignorantes y estúpidos cam ­
pesinos —más aún, los niños, las bestias incluso—p ro­
gresan con la experiencia y aprenden las propiedades
de los objetos naturales cuando observan los efectos
producidos por ellos. Si un niño ha experim entado
la sensación de dolor al tocar la llama de una vela,
tendrá el cuidado de no acercar su mano a la vela;
esperará un efecto sim ilar de una causa sim ilar en
cuanto a sus propiedades sensibles y apariencia. Si se
afirma, por consiguiente, que el entendim iento del
niño ha sido llevado a tal conclusión por un proceso
de argumento o raciocinio, me será válidamente per­
mitido que exija conocer dicho argumento, y no habría
razón alguna para que alguien se negara a satisfacer
tan justa petición. No puede responderse que el ar­
gum ento es abstruso y posiblem ente escape a mi
reflexión , pues se admite com o evidente para la ca­
pacidad que posee un niño. Por consiguiente, si se
vacila un momento o, después de alguna reflexión,
se me ofrece un argum ento intrincado y profundo,
de cierta manera se renuncia al asunto y se confiesa
que no es un razonamiento lo que nos com prom ete
a suponer que el pasado se asemeja al futuro, o que
debemos esperar efectos similares de causas que son
en apariencia sim ilares. Tal es la proposición que
D A V I D H U M E

deseo enfatizar en la presente sección. De estar en


lo cierto, no pretendo haber realizado un descubri­
miento m aravilloso. De estar errado, debo reconocer
que soy en efecto un alumno poco aprovechado, pues
no consigo hallar un argumento que, al parecer, conoz­
co perfectam ente desde mucho antes de abandonar
la cuna.
S E C C I Ó N V

s e c c ió n v. Solución escéptica a estas dudas'.

PARTE I

54. La pasión por la filosofía, al igual que por la reli­


gión, aun cuando están dirigidas a corregir nuestras
costumbres y a extirpar nuestros vicios, parecen p re­
sentar el inconveniente de que pueden servir tan
sólo, a causa de un manejo imprudente, para propiciar
una inclinación predominante y conducir la m ente,
con más decidida resolución, hacia aquel aspecto al
que de por sí tendía debido al sesgo e inclinación de
su tem peram ento natural. En efecto, si aspiramos a
la magnánima firmeza del sabio, y nos esforzamos por
confinar nuestros placeres al ámbito de nuestra p ro ­
piam ente, podríam os finalm ente depurar nuestra
filosofía a la manera de la de Epicteto y de otros Es­
toicos llegando tan sólo a un sistema más refinado de
egoísmo y, mediante tales raciocinios, apartarnos de
toda virtud así com o del goce social. Si estudiamos
con atención la vanidad de la vida humana y volcamos
todos nuestros pensamientos hacia la naturaleza tran­
sitoria y vacía de riquezas y honores, quizás estemos
adulando sin cesar nuestra indolencia natural que de­
testa el mundanal barullo y el tedio de los negocios
y busca un p retexto en la razón para concederse
incontrolada y completa indulgencia. Hay, sin embargo,
una clase de filosofía que parece poco susceptible de
tal inconveniente pues no se aviene a ninguna pasión
desordenada de la m enie humana y tam poco puede
mezclarse con alguna afección o propensión natural;
se trata de la filosofía académica o escéptica. El aca­

. í ';
D A V I D H U M E

dém ico siem pre habla de duda y suspensión del ju i­


cio, del p eligro de las decisiones apresuradas, de
confinar a m uy estrechos límites las investigaciones
acerca del entendimiento y de renunciar a toda espe­
culación que sobrepase los límites de la vida cotidiana
y de la práctica com ún. Nada, entonces, podría ser
más contrario a la supina indolencia de la m ente, a
su temeraria arrogancia, a sus encumbradas pretensio­
nes, a su supersticiosa credulidad, que esta filosofía.
M ortifica toda pasión, excepto el am or a la verdad y
tal pasión nunca es, o puede ser, llevada demasiado
lejos. Resulta sorprendente, por lo tanto, que esta
filosofía la cual, en casi todos los casos, resulta in­
ofensiva e inocente, sea objeto de tan injustificados
reproches y oprobios. Tal vez la misma circunstancia <
que la hace tan inocente la expone asimismo al odio
y resentim iento públicos. Al no halagar las pasiones
irregulares, gana pocos adeptos; al oponerse a tan­
tos vicios y locuras se atrae abundantes enemigos que
la estigmatizan por libertina, profana y atea.
Tam poco debem os tem er que esta filosofía, en
cuanto se esfuerza por lim itar nuestras investigacio­
nes a la vida cotidiana, subvierta los razonamientos
de la vida cotidiana y lleve su duda al extrem o de '
destruir toda acción al igual que toda especulación.
La naturaleza hará valer siempre sus derechos y pre­
valecerá al final por sobre todo razonamiento abstracto
cualquiera que sea. Aun cuando concluyéram os, por
ejem plo, com o lo hicimos en la sección anterior, que
en todo razonamiento experiencial la mente da un
paso que no se apoya en ningún argumento o proceso
del entendim iento, no hay peligro de que estos ra­
zonamientos, de los que depende casi la totalidad del <

56
S E C C I Ó N V

conocimiento, sean afectados por un descubrimiento


semejante. Si bien la mente no se encuentra com pro­
metida por argumentación alguna al dar este paso,
debe verse inducida a hacerlo por otro principio de
igual peso y autoridad; tal principio preservará su
influencia en tanto la naturaleza humana permanezca
igual. Cuál sea este principio bien m erece la pena ser
investigado.

\ í . Supongamos que una persona, dotada de las más


sólidas facultades de razón y de reflexión, llegase de
improviso al mundo; sin duda observaría de inmedia­
to una sucesión continua de objetos y de acontecimien­
tos que se siguen unos a otros, pero no podría
descubrir nada más. Inicialm ente no podría, por
medio de ningún raciocinio, llegar a la idea de causa y
efecto, pues los poderes particulares, mediante los
cuales se realizan todas las operaciones naturales, nun­
ca son aparentes para los sentidos; tampoco sería ra­
zonable concluir, sólo porque en un caso determinado,
un hecho precede a otro, que uno es la causa y el otro
el efecto. Su conjunción bien puede ser arbitraria y
casual. Puede no haber razón alguna para inferir la
existencia de uno de la presencia del otro. En síntesis
tal persona, sin recurrir a experiencias ulteriores, no
podría aplicar sus conjeturas o razonamientos a nin­
guna cuestión de hecho, ni estar segura de nada dife­
rente de lo que se halla inmediatamente presente a
su m em oria y a sus sentidos.
Supongamos luego que ha adquirido m ayor ex p e­
riencia y ha vivido en el mundo durante un lapso de
tiempo suficiente com o para observar que los objetos
o acontecimientos cotidianos se encuentran recípro­

ca
D A V I D H l l M E

camente en conjunción constante; ¿qué consecuen­


cia tendría tal experiencia? D e inm ediato, inferirá la
existencia de un objeto a partir de la presencia de
otro. N o obstante, a pesar de toda su experiencia,
no habrá adquirido idea alguna o conocimiento acerca
del poder secreto mediante el cual un objeto produce
otro; tam poco efectúa tal inferencia por un proceso
de razonam iento. Sin em bargo, se siente obligado a
hacerla y a pesar de estar convencido de que su cu
tendim iento no juega ningún papel en tal operación
perseverará en el mismo curso de pensamiento. De!'
haber entonces algún otro principio que lo lleva a tal
conclusión.

36. Este principio es la costum bre o el hábito. Pues


dondequiera que la repetición de un acto u operación
particular produce la propensión a renovar el mismo
acto u operación, sin estar m otivada por ningún ra
zonamiento o proceso del entendimiento, afirmamos
siem pre que tal propensión es el efecto de la costum­
bre. Al em plear esta palabra no pretendem os haber
ofrecido una explicación última de dicha propensión.
Sólo señalamos un principio de la naturaleza huma­
na universalm ente admitido y bien conocido por sus
efectos. Quizás no podamos llevar más allá nuestra
investigación ni pretendam os dar la causa de esta
causa, sino que debamos limitarnos a aceptarlo como
principio último al que podemos atribuir todas nues­
tras conclusiones experienciales. Es suficiente satisfac­
ción el haber llegado tan lejos, sin afligirnos por la
limitación de nuestras facultades que no nos permiten
avances ulteriores. Y es indudable que finalmente he­
mos enunciado una proposición completamente in te -
S E C C I Ó N V

lígible, aun cuando 110 podamos asegurar su verdad,


al afirmar que tras la conjunción constante de dos obje­
tos —calor y llama, por ejemplo, peso y solidez única­
mente la costum bre nos induce a esperar el uno por
la presencia del otro. Esta hipótesis parece ser la
única que explica la dificultad respecto de por qué
realizamos, a partir de miles de casos, una inferen­
cia que no podem os realizar a partir de uno solo y
que en manera alguna difiere de ellos. La razón es in­
capaz de una divergencia sem ejante. Las conclusio­
nes que extrae de la consideración de un círculo son
las mismas que extraería del exam en de todos los cír­
culos del universo. Sin embargo, nadie que haya visto
sólo un cuerpo en m ovim iento im pelido por otro,
podría inferir que todo otro cuerpo se m overá según
análogo im pulso. Todas las inferencias de la ex p e­
riencia son entonces resultado de la costum bre y no
del razonam iento1 . La costum bre es, entonces, la
gran orientadora de la vida humana. Es exclu siva­
mente este principio el que hace que nuestra ex p e­
riencia nos sea de utilidad y nos perm ite esperar, en

7. Nada es más útil para los e scrito res, incluso para aquellos
que se ocupan de tem as morales, políticos o Jísicos, que distinguir
en tre rayón y experiencia, y sup on er que estas especies de la a r ­
gum entación son com pletam en te d iferen tes en tre sí. Las p rim e­
ras son tom adas com o resultado exclu siv o de nuestras facultades
intelectuales q u e, al con sid erar a priori la naturaleza de las cosas
y exam in ar los efecto s que deben segu irse de sus o peracio n es,
estab lecen prin cip io s cien tífico s y filo sófico s particu lares. Las
segundas se presum en derivadas en su totalidad de los sentidos y
la observación, m ediante los cuales aprendem os lo que ha resulta­
do efectivam ente de la acción de los objetos particulares. Las se­
gundas se presum en derivadas en su totalidad de los sentidos y la
observación, m ediante los cuales aprendem os lo que ha resultado

59
D A V I D H U M E

e fectivam en te de la acción de los ol jetos particu lares, a partir de


lo cual p o d rem o s en tonces in ferir qu é efecto s tendrán en el fu ­
tu ro. Así po r ejem p lo , las lim itaciones y restricciones del g o b ie r­
no civil y de una con stitu ción legal pueden ser defend id as, bien
sea p o r la razón q u e, al reflex io n ar acerca d e la gran fragilidad y
c o rru p ció n de la naturaleza hum ana, nos enseña qu e a ningún
ho m b re d eb e r ser confiada una ilim itada au torid ad; bien sea pol­
la experiencia y la historia, que nos ilustran acerca de los en orm es
abusos qu e la am bición , en to d o tiem p o y país, ha co m etid o p o r
tan im pru den te confianza.
La m ism a distinción en tre razón y exp erien cia se p reserva en to ­
das las d elib eracion es acerca de la m anera de con d u cir nuestra
vida; si bien confiam os en el estadista, m ilitar, m éd ico o ignorado
y desdeñado. Aunque adm itam os que la razón puede form ar co n ­
jetu ras plausibles resp ecto de las consecuencias de una conducta
específica en circunstancias determ inadas, no obstante, se la co n ­
sidera im perfecta cuando prescinde de la ayuda de la exp erien cia,
sien do ésta la única q u e pu ed e co n ferir estabilidad y certeza a la
m áxim as derivadas del estu dio y la reflex ió n .
A pesar de q u e esta distinción sea u m versalm en te aceptada,
tanto en los am bientes activos com o especulativos de la vida, no
tengo escrú pu lo s en sosten er qu e es, en el fond o, erró n ea o al
m enos trivial.
Si exam in am o s aq uellos argu m entos que en cualquiera de las
cien cias arrib a citad as, se p resu m en c o m o m e ro s e fe c to s del
razonam ien to y de la re flex ió n , se hallará que desem bocan siem ­
p re en algún principio o conclusión que no dependen de razón
alguna en tre ello s y aquellas m áxim as que po pu larm en te se con
sideran resu ltado de la pu ra e xp erien cia, es qu e los prim eros no
pueden se r establecidos sin algún p ro ceso de pensam iento y re
flexió n so b re lo qu e hem os o b serv ad o , para d istin gu ir sus c ir ­
cun stan cias y rastrear sus co n secu en cias; m ien tras qu e en los
segu n d o s, el ac o n tec im ien to e x p e rim e n ta d o es igual al qu e in ­
ferim o s co m o resu ltado de una situación particular y nos es bien
con ocido . La historia d e T ib e rio o de N erón nos hace tem er a
tiranos sem ejan tes, si carecieran nuestros m onarcas de las res­
triccion es im puestas por las leyes y el senado; per la o b se n ación
de cualqu ier frau de o cru eld ad en la vida privada basta, con ía
ayuda del pensam iento, para com unicarnos el m ism o tem or, pues
sirv e co m o e je m p lo p articu lar de la c o rru p ció n gen era l de ia

60
S E C C I Ó N V

el futuro, un decurso de acontecimientos similares a


los ocurridos en el pasado. Sin la influencia de la cos­
tumbre, ignoraríamos toda cuestión de hecho con e x ­
cepción de lo inmediatamente presente a la memoria
y a los sentidos. Nunca sabríamos cóm o adecuar los
medios a los fines, ni cómo emplear nuestros pode­
res naturales en la producción de algún efecto. Toda
acción así com o la parte principal de la especulación,
llegarían a su fin.

37. Deberíam os señalar que si bien las conclusiones


que extraem os de la experiencia nos llevan más allá
de nuestra m em oria y de nuestros sentidos y nos

naturaleza humana y nos m uestra el p eligro en que incurriríam os


al depositar una confianza sin límites en la humanidad. En ambos
casos, es la experien cia lo que constituye el fundam ento últim o de
nuestras inferencias y conclusion es.
N o hay hom bre tan jo ven c in exp erto que no se haya fo rjad o , a
partir de la observación, muchas m áxim as gen erales y justas ac e r­
ca d e los asuntos hum anos y la conducción de la vida; p ero d e ­
bem o s con fesar q u e, al p o n erlas en p ráctica, se verá su jeto a
muchas equivocaciones hasta que el tiem p o y una m ayor e x p e ­
riencia am plíen estas m áxim as y le enseñen su c o rre cto uso y
aplicación. En toda situación o incidente, puede haber una serie
de circunstancias particulares y ap aren tem ente significantes a las
cuales un hom bre del m ayo r talento puede en un com ien zo a tri­
buir poca im portan cia, aun cuando de ellas dependa en su to tali­
dad la co rrecció n de sus con clusion es y po r en d e, la prudencia
de su conducta. Sin m en cionar qu e, para un joven principiante,
las observaciones gen erales y las m áxim as no siem pre le vienen
a la m ente en las ocasiones apropiadas, ni pueden ser aplicadas
de inm ediato con la debida calm a y distinción. La verdad es que
un pensador in exp erto no sería en absoluto un pensador si fuese
com pletam ente inexperto; cuando asignamos tal carácter a alguien,
lo hacem os sólo de m anera com parativa y presum im os que posee
exp erie n cia en un grado m en or y m ás im perfecto .
D A V I D H U M E

aseguran sobre cuestiones de hecho ocurridas en los


lugares más distantes y en las más rem otas épocas,
debe haber siem pre algún hecho presente a los sen­
tidos o a la m em oria, a p artir del cual podam os
proceder a sacar tales conclusiones. Quien hallase en un
país desierto ruinas de lujosos edificios, concluiría que
aquel país había sido poblado en épocas antiguas por
habitantes civilizados; si no observara algo de esta na­
turaleza nunca podría realizar tal inferencia. Apren­
demos de la historia los sucesos ocurridos en épocas
pasadas, pero para hacerlo es preciso escudriñar
aquellos volúm enes donde se encuentra consignada
esta instrucción, procediendo por inferencia de un tes­
timonio a otro hasta llegar a los testigos presenciales
y espectadores de tales sucesos. En síntesis, si no pro­
cedemos a partir de un hecho presente a la memoria
o a los sentidos, nuestros razonamientos serán mera­
mente hipotéticos; e independientemente de cómo se
encuentren relacionados en estos vínculos particula­
res, la cadena entera de inferencias no estará apoyada
en nada y tampoco podríamos, por su intermedio, lle­
gar al conocimiento de alguna existencia real.
Si pregunto a quien la narra por qué cree en una
cuestión de hecho en particular, debe darme alguna
razón y esta razón será algún otro hecho conectado con
ella. Com o es imposible, sin embargo, proceder de
esta manera ad mjmitum, debemos al menos llegar a un
hecho presente a la memoria o a los sentidos, o bien ad­
m itir que la creencia era completamente infundada.

38. ¿Cuál sería entonces la conclusión de todo este


asunto? Una conclusión muy sencilla si bien, debemos
confesarlo, bastante distante de las teorías filosóficas

62
S E C C I Ó N V

habituales. Toda creencia acerca de una cuestión de


hecho o existencia real deriva únicamente de algún
objeto presente a nuestros sentidos o m em oria y de
una conjunción habitual entre éste y algún otro ob­
jeto. En otras palabras habiendo hallado, en muchos
casos, que dos tipos de objetos cualesquiera -llam a
y calor, nieve y frío—aparecen siempre en conjunción,
cuando la llama o la nieve se presenta de nuevo a los
sentidos, la mente es llevada por la costum bre a es­
perar calor o trío, a creer que tal propiedad existe y
que será descubierta al observarla de cerca. Esta
creencia es el resultado necesario de colocar la mente
en circunstancias sem ejantes. Cuando nos hallamos
así situados, se trata de una operación del alma tan
inevitable com o la de sentir la pasión del amor cuan­
do recibim os sus beneficios, o la de odiar cuando
som os objeto de injurias. Todas estas operaciones
conforman una especie de los instintos naturales que
ningún razonam iento o proceso de pensam iento y
entendim iento puede producir o im pedir.
Llegados a este punto nos estaría perm itido dete­
ner nuestras investigaciones filosóficas. En la mayoría
de los tem as, nunca podem os avanzar un solo paso
más y en todos ellos debemos finalmente terminar en
este lugar, después de las más curiosas e infatigables
investigaciones. No obstante, nuestra curiosidad será
perdonable e incluso m eritoria, si nos conduce a u l­
teriores investigaciones y nos lleva a exam inar con
m ayor detenim iento la naturaleza de esta creencia y
de la conjunción habitual de la que d eriva. De esta
m anera, podrem os hallar algunas explicaciones y
analogías que satisfagan al menos a quienes amamos
las ciencias abstractas y disfrutamos de las especula­

6i
D A V I D H U M E

ciones que, sin desm edro de su precisión, preservan


cierto grado de duda e incertidum bre. En cuanto a
los lectores con otras inclinaciones, la parte restan­
te de esta sección no está diseñada para ellos y las
secciones subsiguientes pueden ser perfectam ente
comprendidas prescindiendo de ella.

P A R T E II

y
39. Nada hay más libre que la imaginación del hom­
bre; aunque no pueda exceder aquella materia prima
original suministrada por los sentidos externo e inter­
no, posee un poder ilimitado para mezclar, combinar,
separar y dividir estas ideas según todas las variedades
de la ficción y la visión. Puede simular una secuencia
de acontecim ientos con toda la apariencia de re a li­
dad, situarlos en un lugar y tiem po p articu lares,
concebirlos com o existentes y describirlos con todas
aquellas circunstancias atinentes a cualquier hecho his­
tórico en el que cree con la m ayor certeza. ¿Dónde,
entonces, radica la diferencia entre una ficción sem e­
jante y la creencia? N o reside m eram ente en una idea
peculiar que se anexaría a tal concepción forzando
nuestro asentim iento y que estaría ausente de toda
ficción conocida. Pues así como la mente tiene autori­
dad por sobre todas sus ideas, podría voluntariamente
anexar esta idea en particular a cualquier ficción y por
consiguiente creer lo que le agrade, lo cual contradi­
ce lo que sucede en la experiencia cotidiana. Podemos
en nuestra imaginación unir la cabeza de un hom bre
al cuerpo de un caballo, pero no está en nuestro p o­

64
S E C C I Ó N V

der el creer que semejante animal haya existido en


realidad.
Se sigue, entonces, que la diferencia entre ficción y
creencia reside en algún sentimiento o sensación aso­
ciado con la segunda y no con la prim era, indepen­
diente de la volición y que no puede ser im puesto a
voluntad. D ebe ser excitado por la naturaleza, al
igual que todos los otros sentimientos y surgir de la
situación particular en la que se halla la mente en una
coyuntura determinada. Cuando quiera que un obje­
to se presenta a la m em oria o a los sentidos, por la
fuerza de la costum bre, conduce de inmediato a la
im aginación a concebir aquel objeto que habitual­
m ente se encuentra en conjunción con él; esta con­
cepción está acompañada de un sentim iento o
sensación diferentes de aquellos que acompañan las
vagas ensoñaciones de la fantasia. En esto consiste la
naturaleza de la creencia. Pues dado que no hay cues­
tión de hecho en la que cream os con tal firmeza que
no podamos concebir lo contrario, no habría diferen­
cia alguna entre la concepción a la que damos nues­
tro asentimiento y la que rechazamos, a no ser por
un sentimiento que las diferencia. Si veo que una bola
de billar se dirige hacia otra sobre una m esa llana,
puedo concebir que se detenga al tocarla. Esta con­
cepción no im plica contradicción; sin em bargo, el
sentim iento que la acompaña es muy diferente del
que acompaña la concepción según la cual me rep re­
sento el im pulso y la transmisión del m ovim iento de
una bola a otra.

40. Si intentásem os o frecer una definición de este


sentim iento, quizás encontraríam os que se trata de

65
D A V I D H I I M E

una tarea m uy d ifícil, si no im posible; tanto com o


esforzarnos por definir la sensación de frío, de pasión
o de enojo a una criatura que no haya experimentado
jamás tales sentimientos. Creencia es el verdadero \
propio nom bre de este sentim iento y el significado
del térm ino no ha producido nunca perplejidad, pues
todo hom bre es consciente en cada m om ento del
sentim iento que representa. Sin em bargo, no serí i
im propio intentar una descripción de tal sentim iento
con la esperanza de poder llegar así a algunas analo
gías capaces de sum inistrarnos una explicación im ­
perfecta al respecto. D igo, entonces, que la creeni i
no es más que una concepción del objeto que pos*
m ayor vivacidad, animación, fuerza, firmeza y solidez
de la que la im aginación pueda jamás lograr. Esta
variedad de térm inos, en apariencia tan poco filosó­
ficos, está destinada tan sólo a expresar aquel acto de
la m ente por m edio del cual las realidades, o lo que
tomamos por tales, están más presentes para nosotros
que las ficciones, hace que pesen más en nuestros pen­
sam ientos y les com unica una influencia superior
sobre las pasiones y la imaginación. Si concordam os
acerca de la cosa, es inútil discutir acerca de los té r­
m inos. La im aginación dom ina todas sus ideas y
puede unirlas y combinarlas en todas las form as p o ­
sibles. Puede concebir objetos ficticios con todas sus
circunstancias de tiem po y lugar. En cierta manera,
puede colocar un objeto ante nuestros ojos, bajo sus
verdaderos colores, tal com o hubiera podido existir.
N o obstante, dzda la im posibilidad de que esta fa ­
cultad de la imaginación pueda nunca, por sí misma,
llegar a la creencia, es evidente que la creencia no
consiste en la naturaleza peculiar u orden de las ideas,

66
S E C C I Ó N V

sino en el modo de su concepción y en la manera como


la m ente las siente. Debo confesar que resulta im po­
sible exp licar perfectam ente este sentim iento o
m odo de concebir. Podemos utilizar palabras que se
le aproxim en. Pero su verdadero y propio nom bre,
com o lo observam os anteriorm ente, es creencia, tér­
mino com prendido por todos en la vida cotidiana.
Por lo que respecta a la filosofía, no podemos ir más
allá de afirm ar que creencia es algo sentido por la
mente que distingue los juicios de las ficciones de la
imaginación. Les comunica m ayor peso e influencia,
los presenta com o si tuviesen m ayor importancia, los
graba en la mente y hace de ellos el principio que
gobierna nuestras acciones. Ahora escucho, por
ejem plo, la voz de alguien que conozco y el sonido
proviene de la habitación contigua. Esta im presión
de mis sentidos traslada de inmediato mi pensamien­
to a la persona, junto con los objetos circundantes.
Los imagino com o existiendo en el presente, con las
mismas propiedades y relaciones que con anteriori­
dad supe que poseían. Estas ideas se apoderan de mi.
mente con más fuerza que las ideas de un castillo
encantado. Son muy diferentes para el sentimiento
y ejercen una m ayor influencia de todo tipo, bien sea
para producir placer o dolor, alegría o tristeza.
Tornemos entonces esta doctrina en su verdadero
alcance y admitamos que el sentimiento de creencia
no es más que una concepción más intensa y perm a­
nente que la que acompaña a las meras ficciones de
la imaginación, y que este modo de concebir surge de
la conjunción constante del objeto con algo presente
a la memoria o a los sentidos: creo que no será difícil,
bajo estos supuestos, encontrar otras operaciones aná-
D A V I D H U M E

logas de la m ente y subsumir estos fenóm enos bajo


principios aún más generales.

4 1 . Hemos observado anteriormente que la naturale­


za ha establecido conexiones entre las ideas particula­
res y que cuando una idea nos viene al pensam iento,
de inm ediato introduce la idea correlativa y dirige
hacia ella nuestra atención, por un m ovim iento leve
e im perceptible. Hemos reducido estos principios de
conexión o asociación a tres, a saber, semejanza, conti­
güidad, y causalidad; son éstos tan sólo lazos qu-í vin­
culan entre sí nuestros pensamientos y generan aquel
encadenamiento regular de reflexión o discurso que,
en m ayor o m enor grado, tiene lugar en todos los
hombres. Surge aquí sin embargo, un interrogante del
que depende la solución de la dificultad expuesta.
¿O currirá, en todas estas relaciones, que cuando uno
de los objetos está presente a los sentidos o a la m e­
m oria, la mente no sólo se ve conducida a la concep­
ción de la idea correlativa sino que alcanza una
concepción más fuerte y firme de ella de la que hubiese
podido lograr si no fuese así? Esto parece suceder con
aquella creencia que surge de la relación de causa y
efecto. Si ocurre lo m ism o con las otras relaciones o
principios de asociación, lo anterior puede estable­
cerse com o una ley general aplicable a todas las op e­
raciones de la m ente.
Podemos observar como experim ento inicial para
nuestros presentes propósitos, que con ocasión de
contem plar el retrato de un amigo ausente, nuestra
idea de él evidentem ente cobra vida por la semejanza
y que toda pasión ocasionada por esta idea, bien sea
de alegría o de tristeza, adquiere renovada fuerza v

/'O
S E C C I Ó N V

vigor. En la producción de tal efecto concurren tan­


to una relación com o una im presión presente. Si el
retrato no guarda semejanza alguna con la persona o
no estaba destinado para ella, no conduce nuestro
pensamiento hacia ella; cuando está ausente, al igual
que la persona, aunque la m ente pueda pasar del
pensamiento del prim ero al de la segunda, siente que
su idea, en lugar de resultar más vivida, se ve debili­
tada por tal transición. Nos com place contem plar el
retrato de un amigo cuando está presente ante n o­
sotros; cuando no lo está, preferim os pensar direc­
tamente en él y no en su imagen reflejada, igualmente
distante y oscura.
Las cerem onias de la religión católica rom ana
pueden ser consideradas com o casos de la misma
naturaleza. Por lo general, los devotos de tal supersti­
ción se excusan de las mascaradas que se les reprochan
respondiendo que sienten el efecto benéfico de estos
movimientos, acciones y posturas externas por cuan­
to avivan su devoción y reviven su fervor, los cuales
decaerían si estuvieran dirigidos únicamente a objetos
distantes e inmateriales. Representamos los objetos de
nuestra fe, afirman, en tipos e imágenes sensibles y
los hacemos más presentes para nosotros por medio
de la presencia inmediata de estas im ágenes, de lo
que podríamos conseguir a través de la m era visión
y contem plación intelectual. Los objetos sensibles
tienen siempre mayor influencia sobre la imaginación
que cualquier otro y com unican con facilidad tal
influencia a aquellas ideas con las que se relacionan y
a las que se asemejan. Me limitaré a inferir de estas
prácticas y razonamientos que el efecto de la semejanza
para avivar las ideas es muy común y, como en todos

69
D A V I D H U M E

los casos deben concurrir una semejanza y una im pre­


sión presente, contamos con abundantes experiencias
que demuestran la realidad del principio antes enun­
ciado.

4 2. Podem os reforzar estas experiencias agregando


otras de diferente clase, donde se consideren los efec­
tos de la contigüidad al igual que los de la semejanza. Es
evidente que la distancia disminuye la fuerza de toda
idea y que al aproximarnos a cualquier,objeto, aunque
no se revele a nuestros sentidos, actúa sobre la mente
con una influencia que imita la de una im presión in­
mediata. El pensar en un objeto transporta a la mente
con facilidad a lo contiguo, aun cuando sólo la p re­
sencia efectiva del objeto la transporta con superior
vivacidad. Cuando me hallo a pocas millas de casa,
lo relativo a ella me toca de manera más cercana que
cuando me encuentro a doscientas leguas de distancia;
aún cuando estoy lejos, el reflexionar sobre cualquier
cosa próxim a a mis amigos o a mi familia produce
naturalmente la idea de ellos. N o obstante, al igual
que en el caso anterior, ambos objetos de la mente
son ideas; a pesar de que se da una fácil transición
entre ellas, esta transición por si misma no puede
comunicar una m ayor vivacidad a ninguna de las ideas
si se carece de alguna im presión inm ediata8.

8. “ N aturan e nobis, inquit, datum d icam , an e rro rc qu odan i,


u t, cuín ca lo ca v id eam u s, ¡n q u ib is m e m o ria d ign os \irc s
accep erim u s m u ltum esse versato s, m agis m o v e a m u r, quam
siquando eoru m ipsorum aut lacta audiam us aut scriplu m alquod
legam us? V elu t ego nunc m o v e o r. V en it eninm mibi Plato im
m enten, quem accepim us prim ium hic disputare solitum : cuius
etiam illia hortuli propinqui non m em oriain solum milii afFerunt,

*7n
S E C C I Ó N V

4-}. N adie puede dudar que la causalidad tiene la


misma influencia que las otras dos relaciones de sem e­
janza y contigüidad. A las personas supersticiosas les
agradan las reliquias de los santos por la misma ra­
zón que las lleva a buscar iconos o im ágenes, con el
fin de avivar su devoción y obtener una concepción
más íntima y fuerte de aquellas vidas ejem plares que
desean imitar. Ahora bien, es evidente que una de las
m ejores reliquias que un devoto pudiera procurarse
sería una obra manual realizada por el santo; si sus
ropas o mobiliario han de ser considerados alguna vez
bajo esta luz, es porque en determinada ocasión es­
tuvieron a su disposición y fueron m anipulados y

sed ipsum videntur in conspcctu m eo hit poneré. Hic Speusippus,


hic X en ocrates, hic eius auditor Polem o; cuius ipsa illa sessio fuit,
quam videm us. Equidcin etiam curiam nostram , H ostiliam dico,
non hanc no vam , quae mihi m inor esse vid etu r postquam est
m aior, solebam intuens, Seipionem , C aton em , L eliu m , nostrum
vero in prim is avum cogitare. T anta vis adm onitionis est in locis;
ut non sine causa ex his m em oriae deducta sit disciplina.
“ ¿A caso —afirm ó—se nos ha con ced ido po r naturaleza o p o r a l­
gún e r ro r el qu e, cuando veam os los escen arios a los qu e sabe­
m os que han acudido varones dignos d e nuestro recu erd o , nos
con m ovam os m ás que si oím os los hechos de los m ism os o le e ­
m os algún escrito suyo? C o m o tam bién ahora yo m e con m u evo .
R ecu erd o a Platón, el prim ero que sabem os solía d iscu rrir aquí.
T am b ién aquellos huertos cercan os no sólo m e hacen re co rd a r­
lo, sino tam bién parecen c o lo c arle ante mi propia vista. Aquí
E speu sip o, aquí X en o c ra te s, aquí su d iscípu lo P o lem ó n , cuya
actuación llegam o s a p re se n ciar; y tam bién , m irand o nuestra
cu ria, m e refiero a H ostilía, que m e p arece m ás jo v e n siendo
com o es m ayo r, solía pensar en Escip ió n , C ató n , L aelio , sobre
todo en nuestro ab u elo . T an grande es la capacidad de sugestión
que ejercen estos escen arios, que no sin m o tivo se ha asentado
sobre ellos el culto del recu e rd o ” .
C ice ró n , DeJinibus, L ib ro v .

71
D A V I D H U M E

afectados por él; a este respecto deben ser conside­


rados com o efectos imperfectos, relacionados con él
mediante una cadena causal más corta que cualquie­
ra de aquellas a través de las cuales conocem os la
realidad de la existencia del santo.
Supongamos que el hijo de un amigo fallecido o
ausente desde hace mucho tiempo, se presente ante
nosotros; es evidente que tal objeto reviviría de in­
m ediato la idea correlativa y evocaría en nuestro
pensam iento todas las intimidades y familiaridades
pasadas con más vivos colores que si esto no sucedie­
ra. Es éste otro fenómeno que parece dem ostrar el
principio arriba enunciado.

4 4. Podem os observar que en tales fenóm enos la


creencia en el objeto correlativo siem pre está p re­
supuesta, pues sin ella la relación no tendría efecto
alguno. La influencia del retrato supone que creemos
que nuestro amigo existió alguna vez. La contigüidad
del hogar nunca excitaría nuestras ideas acerca de él
si no creyésemos que realm ente existe. Ahora bien,
afirmo que tal creencia, cuando va más allá de la m e­
moria o de los sentidos, es de naturaleza similar y surge
de causas similares a la transición del pensamiento y
vivacidad de la concepción aquí explicada. Cuando
lanzo un leño seco al fuego, mi mente es llevada de
inm ediato a concebir que aumenta y no que extin ­
gue la llama. Esta transición del pensamiento de la
causa al efecto no procede de la razón. Se origina en
su totalidad en la costumbre y la experiencia. Inicial­
m ente surge de un objeto presente a los sentidos y
hace que la idea o concepción de la llama resulte más
fuerte y vivida que cualquier vaga y flotante ensoña­

•77
S E C C I Ó N V

ción de la imaginación. Esta idea surge de inm edia­


to. El pensamiento se dirige instantáneamente hacia
ella, comunicándole toda la fuerza de concepción que
se deriva de la im presión presente a los sentidos.
Cuando se me coloca una espada a la altura del pecho,
¿no me afecta con m ayor fuerza la idea de la herida y
del dolor que cuando se me presenta un vaso de vino,
aun cuando accidentalmente esta idea suceda a la pre­
sentación del prim er objeto? N o obstante ¿qué hay en
todo esto que cause una concepción tan fuerte, excep­
to un objeto presente y una transición habitual a la idea
de otro objeto que solemos relacionar con el prim e­
ro? En esto consiste la operación de la mente en todas
nuestras conclusiones relativas a cuestiones de hecho
y existencia, y resulta satisfactorio encontrar algunas
analogías mediante las cuales pueda ser explicada. En
todos los casos, la transición a partir de un objeto
presente comunica fuerza y firmeza a la idea vincu­
lada con él.
Hallamos aquí, entonces, un tipo de armonía prees­
tablecida entre el decurso de la naturaleza y la sucesión
de nuestras ideas; aun cuando los poderes y fuerzas que
gobiernan al prim ero nos sean por com pleto desco­
nocidos encontram os, sin em bargo, que nuestras
concepciones y pensamientos siguen el mismo enca­
denamiento que caracteriza a las demás obras de la
naturaleza. La costumbre es aquel principio mediante
el cual ha sido realizada esta correspondencia, tan
necesario para la subsistencia de nuestra especie y
regulación de nuestra conducta, en toda circunstan­
cia y ocasión de la vida humana. A no ser porque la
presencia del objeto suscita de inmediato la idea de
aquellos objetos habitualm ente vinculados con él,
D A V I D H U M E

todo nuestro conocim iento se vería limitado al estn


cho ámbito de nuestra m em oria y sentidos; nunca
hubiésemos podido adecuar medios a fines, ni emplear
nuestras facultades naturales en procurar el bien o
evitar el mal. Quienes se deleitan en el descubrimiento
y contemplación de causas finales hallarán aquí abun
dante objeto de sorpresa y admiración.

4 j . Añadiré, para ulterior confirm ación de la teoría


anteriorm ente expuesta que, siendo la operación de
la mente por medio de la cual inferim os efectos si­
milares de causas similares y viceversa tan esencial para
la supervivencia de todas las criaturas humanas, 110
es probable que pudiera ser confiada a las falaces
deducciones de nuestra razón, pues es ella lenta en sus
operaciones, no está presente de ninguna manera du­
rante los prim eros años de la infancia e, incluso en su
form a más elaborada, en toda época y periodo de la
historia humana, es en extrem o susceptible de incurrir
en errores y equivocaciones. Resulta más conform e
con la habitual sabiduría de la naturaleza el asegurar
tan necesario acto de la mente a través de algún ins­
tinto o tendencia mecánica, que sea infalible en sus
operaciones, se descubra sim ultáneam ente con la
aparición de la vida y el pensam iento, y actúe con
independencia de todas las elaboradas deducciones del
entendim iento. Así com o la naturaleza nos ha en ­
señado el uso de nuestros m iem bros, sin otorgarnos
el conocim iento de los m úsculos y nervios que los
m ueven, de igual manera ha implantado en nosotros
un instinto que desarrolla el pensamiento en un en­
cadenamiento análogo al que ha establecido entre los

74
S E C C I Ó N V

objetos externos, aun cuando ignoremos aquellos p o­


deres y fuerzas de los que depende en su totalidad
este decurso regular y la sucesión de objetos.
D A V I D H U M E

se c c ió n v i. De la probabilidad9.

46. Aun cuando no existiese el azar en el m undo,


nuestra ignorancia de la verdadera causa de un evento
cualquiera tiene la misma incidencia sobre el enten­
dim iento y genera una especie análoga de creencia u
opinión.
Hay ciertam ente una probabilidad originada en la
superioridad de posibilidades en favor o en contra;
según aumenta tal superioridad y sobrepasa las posi­
bilidades opuestas, la probabilidad aumenta proporcio­
nalmente y genera así un m ayor grado de creencia o
asentimiento para la opción a la que corresponde tal
superioridad. Si un dado estuviese marcado con una ¿
figura o núm ero de puntos en cuatro lados y con otra
figura o número de puntos en los dos lados restantes,
sería más probable que al lanzarlo aparecieran los pri­
meros y no los segundos; si tuviese mil lados marcados
de la misma manera y sólo uno difiriera de los demás,
la probabilidad sería mucho m ayor y nuestra creencia
o expectativa de tal acontecim iento más confiable y
segura. Este proceso del pensamiento o razonamiento
puede parecer obvio y trivial, pero para quienes lo

9. El señor L ock e divide todos los argu m entos en d em o strati­


vos y probables. D esd e esta persp ectiva, d ebem os d ecir que es
sólo probable que tod os los ho m bres deban m o rir o que el sol
saldrá m añana. N o obstante, para con fo rm ar nuestro lenguaje al
lenguaje com ún , deb eríam os d ivid ir los argu m entos en Jemostra
11 vos, probatorios y probables. P o r p ro b ato rio s en tien d o aquellos
argu m en to s de exp erien cia qu e no dejan lugar a duda u o p o si­
ción.

l(s
S E C C I Ó N VI

consideren con m ayor detenim iento, puede quizás


suministrar tema de curiosas especulaciones.
Parece evidente que cuando la mente se anticipa
a descubrir el evento que puede resultar de lanzar un
dado sem ejante, considera la aparición de cualquie­
ra de sus lados com o igualmente probable y en ello
reside la naturaleza misma del azar que iguala todos
los acontecimientos particulares comprendidos en él.
Al hallar, sin em bargo, que un m ayor núm ero de la­
dos concurren en uno de los eventos más bien que
en el otro, la mente se dirige más a menudo a aquel
evento y lo encuentra con m ayor frecuencia en la
sucesión periódica de varias posibilidades u opciones
de las que depende el resultado últim o. La concu­
rrencia de varias percepciones en un acontecim ien­
to particular genera de inm ediato, a través de una
inexplicable necesidad natural, el sentim iento de
creencia y confiere a este evento una ventaja sobre
su adversario, apoyado este por un número m enor de
percepciones y presente con m enor frecuencia a la
m ente. Si concedem os que la creencia no es más que
una concepción del objeto más firm e y fuerte de la
que acompaña a las meras ficciones de la imaginación,
esta operación pueda quizás, en cierta m edida, ser
explicada. La concurrencia de diversas percepciones
o atisbos imprime la idea con m ayor fuerza en la im a­
ginación, le comunica una fortaleza y vigor superiores,
hace más sensible su influencia sobre las pasiones y
afecciones; en síntesis, genera aquella confianza o
seguridad que constituye la naturaleza de la creencia
y la opinión.

47. Lo mismo sucede con la probabilidad de las causas

nn
D A V I D H U M E

que con la del azar. May algunas causas que uniforme


y constantemente producen el mismo efecto particu­
lar y no se ha encontrado todavía una instancia de falla
o irregularidad en su acción. El fuego siempre ha que­
mado y el agua ahogado a toda criatura humana; la
producción del m ovim iento por impulso y gravedad
es una ley universal que hasta ahora no admite excep­
ción. Hay, sin embargo, otras causas consideradas más
irregulares e inciertas; para quienes usan estos m edi­
camentos, el ruibarbo no siempre sirve como purga,
ni el opio com o sop orífero. Es cierto que cuando
alguna causa deja de producir sus efectos habituales,
los filósofos no atribuyen ésto a una irregularidad de
la naturaleza sino que presum en que alguna causa
secreta, en la estructura particular de las partes, han 4
impedido su acción. N o obstante, nuestros razona­
mientos y las conclusiones referidas al acontecimiento
serían las mismas si prescindiéramos de tal principio.
Al estar determ inados por la costum bre a transferir
el pasado al futuro en todas nuestras inferencias,
cuando el pasado ha sido completamente uniform e y
regular esperam os el acontecim iento con la m ayor
seguridad y no dejam os lugar para una suposición
contraria. N o obstante, en el caso en el cual diferen- é
tes efectos han sido identificados com o provenientes
de causas que en apariencia son exactamente similares,
todos estos efectos diversos deben presentarse a la
mente al transferir el pasado al futuro y deben hacer
parte de nuestras consideraciones para determ inar la
probabilidad del acontecim iento. Pese a que damos
preferencia a lo habitual y creem os que tal efecto
tendrá lugar, no debemos desconocer los otros efectos
sino asignar a cada uno un peso y autoridad específicos '

-70
S E C C I Ó N VI

en proporción a que se hayan dado con m ayor o


menor frecuencia. Es más probable, en casi todos los
países europeos, que se presenten heladas en enero
y no que el cielo permanezca despejado durante todo
el mes, si bien esta probabilidad varía según los dife­
rentes climas y se aproxima a la certeza en los países
del norte. Parece entonces evidente que cuando
transferim os el pasado al futuro para determ inar el
efecto resultante de cualquier causa, transferimos todos
los diversos acontecimientos en la misma proporción
en que han ocurrido en el pasado y concebimos, por
ejem plo, que uno de ellos ha ocurrido cien veces,
otro diez, otro una. Com o en efecto un gran número
de percepciones concurren aquí en un acontecim ien­
to dado, lo apoyan y confirman a la imaginación ge­
nerando aquel sentim iento que llamamos creencia',
comunican así a su objeto prelación sobre el aconte­
cimiento contrario, el cual no se basa en un núm ero
igual de experiencias y no recurre con igual frecuen­
cia al pensamiento cuando se transfiere el pasado al
futuro. Q uien intente dar razón de esta operación
dentro de los sistemas filosóficos tradicionales adver­
tirá la dificultad. Por mi parte, considero suficiente
que las insinuaciones presentadas exciten la curiosidad
de los filósofos y los haga observar cuán defectuosas
son todas las teorías corrientes en el tratamiento de te­
mas tan curiosos y sublimes.
D A V I D H U M E

s e c c ió n vil. D e la idea de conexión necesaria.

PARTE I

48. La gran ventaja de las ciencias matemáticas so­


bre las m orales consiste en que las ideas de aquéllas,
p or ser sensibles, son siem pre claras y determinadas;
la más pequeña distinción entre ellas se percibe de
inmediato y los mismos términos expresan las mismas
ideas sin ambigüedad o variación. Un óvalo nunca se
confunde con un círculo, ni una hipérbole con una
elipse. Las fronteras que separan los isósceles y los
escalenos son más exactas que las del vicio y la v ir­
tud, el bien y el mal. Si ha de definirse un térm ino *
en geom etría, la mente por sí misma y sin dificultad,
sustituye en todas las ocasiones la definición por el
térm ino definido; incluso cuando no se utiliza una
definición, el objeto m ism o puede ser presentado a
los sentidos y de esta manera, es firm e y claram ente
aprehendido. Los sentimientos más refinados de la
mente, las operaciones del entendimiento y las diver­
sas agitaciones de las pasiones, sin em bargo, aunque
en sí mismos difieran, escapan al escrutinio de la re- 4
flexión, y tampoco está en nuestro poder recordar el
objeto original tan a menudo com o tenemos ocasión
de contemplarlo. Por esta razón, se introduce gradual­
mente la ambigüedad en nuestros razonamientos: ob­
jetos similares se toman por iguales con facilidad y
las conclusiones finalmente se alejan en gran medida
de las premisas.
No obstante, podemos afirmar con seguridad que
si consideramos estas ciencias bajo una luz apropiada, «
S E C C I Ó N V I I

sus ventajas e inconvenientes se compensan unos a


otros y las reducen a una condición de igualdad. Si
bien la mente retiene clara y distintamente las ideas
de la geom etría con m ayor facilidad, debe asimismo
seguir largos e intrincados encadenamientos de ra­
zones y com parar las ideas más alejadas entre sí para
alcanzar las abstrusas verdades de esta ciencia. Y si
bien las ideas de la m oral, cuando no se toman gran­
des precauciones, son susceptibles de acarrear oscu­
ridad y confusión, sus inferencias son mucho más
cortas y menos los pasos interm edios que conducen
a la conclusión que en las ciencias que se ocupan del
núm ero y la cantidad. En efecto, difícilm ente se en­
cuentra en Euclides una proposición tan simple que
no contenga más partes de las que pueden hallarse en
cualquiera de los razonamientos morales que condu­
ce a quimera y engaño. Allí donde rastreamos los prin­
cipios de la mente a través de unos pocos pasos,
podemos sentirnos satisfechos con nuestros progresos,
al considerar cuan pronto limita la naturaleza toda in­
dagación acerca de las causas y nos reduce al recono­
cimiento de nuestra ignorancia. Por ende, el principal
obstáculo para el adelanto en las ciencias metafísicas
o morales es la oscuridad de las ideas y la ambigüedad
de los térm inos. La dificultad principal de las m ate­
máticas reside en la extensión de las inferencias y el
alcance del pensam iento requerid os para obtener
cualquier conclusión. Quizás nuestro progreso en la
filosofía natural se deba primordialmente a la carencia
de experim entos y fenómenos apropiados, a menudo
hallados por azar y que aún la más laboriosa y pru­
dente investigación no siem pre consigue descubrir
cuando precisa de ellos. Com o hasta el m om ento la
DAVI D HUME

filosofía m oral parece haber avanzado menos que la


geom etría o la física, podem os concluir que si hay
alguna diferencia a este respecto entre las ciencias,
las dificultades que obstruyen el progreso de la pri
m era exigen m ayor cuidado y habilidad para ser su-

49. N o hay en la m etafísica ideas más oscuras e in ­


ciertas que las de poder, juerza, energía o conexión ne­
cesaria, de las que precisam os a cada m om ento en
todas nuestras disquisiciones. Por consiguiente, nos
esforzarem os en esta sección por fijar, si es posible,
el significado preciso de estos térm inos y eliminar así
parte de la oscuridad que tanto se objeta a esta rama
de la filosofía.
Pareciera que una proposición que no admite ma­
yor discusión es la que afirma que todas nuestras ideas
son sólo copias de nuestras im presiones o, en otras
palabras, que resulta im posible pensar en algo que
anteriorm ente no hayamos percibido, bien sea a tra­
vés del sentido externo o interno. Me he esforzado'0
por explicar y dem ostrar tal proposición y he exp re­
sado la esperanza de que, mediante su apropiada apli­
cación, alcancen los hom bres una m ayor precisión y
claridad en los razonamientos filosóficos de la que ha
podido obtenerse hasta ahora. Las ideas com plejas
pueden quizás ser conocidas por definición, que no
es otra cosa que una enum eración de aquellas partes
o ideas sim ples que las com ponen. N o obstante, una
vez que hayam os analizado las definiciones en sus
ideas más sim ples y encontrem os todavía alguna

10. S ecció n n .

87
S E C C I Ó N Vi l

ambigüedad y oscuridad ¿a qué recurso podríamos


apelar? ¿Mediante qué invención podríamos aclarar
estas ideas y presentadas con precisión y distinción
a nuestra visión intelectual? Al producir la im presión
o percepción original de la que la idea es copia, pues
estas im presiones son todas fuertes y sensibles. No
admiten ambigüedad alguna. N o sólo son en sí m is­
mas absolutamente claras, sino que pueden también
arrojar alguna luz sobre las ¡deas correspondientes
que permanecen en la oscuridad. De esta manera po­
dremos obtener un nuevo m icroscopio o rama de la
óptica mediante los cuales, en las ciencias morales, las
ideas más minuciosas y simples puedan ser ampliadas
de tal forma que podamos aprehenderlas sin dificul­
tad y sernos tan conocidas com o las ideas más com ­
plejas y sensibles que puedan ser objeto de nuestra
investigación.

jo . Para conocer a cabalidad la idea de poder o cone­


xión necesaria, procedamos entonces a examinar la
impresión correspondiente; para hallarla con mayor
certidum bre, la buscaremos en todas aquellas fuentes
de las que pudiera derivarse.
Cuando contem plam os los objetos extern os y
consideram os la acción de las causas no podem os
nunca, en un caso único, descubrir poder o conexión
necesaria alguna; ninguna propiedad que vincule el
efecto a la causa y haga de éste una consecuencia infa­
lible de ella. En efecto, sólo hallamos que de hecho el
uno sigue a la otra. El im pulso de una bola de billar
está acompañado por el m ovim iento de la segunda.
Esto es todo lo que aparece al sentido externo. La
mente no tiene sensación o im presión interna alguna


D A V I D H U M E

que resulte de tal sucesión de objetos; no hay, por


ende, en ningún caso particular de causa y efecto,
nada que pueda sugerir la idea de poder o conexión
necesaria.
D e la prim era presentación de un objeto no po­
demos jamás conjeturar qué efecto resultará de él.
N o obstante, si el poder o energía de una causa pu- ¡
diera ser descubierto por la m ente, estaríam os en
condiciones de p rever el efecto incluso prescindien­
do de la experiencia; podríam os, desde un com ien­
zo, pronunciarnos con certeza acerca de él basados
únicamente en la fuerza del pensamiento o del racio­
cinio.
En realidad, no hay parte alguna de la materia que
por sus propiedades sensibles, descubra algún poder *
o energía o nos dé pie para im aginar que pudiera
producir algo o ser seguida por otro objeto que pu­
diésemos llamar su efecto. Solidez, extensión, m o­
vim iento: estas propiedades están contenidas en sí
mismas y nunca señalan hacia cualquier otro efecto
que pueda derivarse de ellas. Las escenas del univ erso
cambian constantem ente y un objeto sigue a otro en
ininterrum pida sucesión; no obstante, el poder de
aquella fuerza que activa toda la maquinaria está ocul- '
to para nosotros y nunca se manifiesta en alguna de
las propiedades sensibles de un cuerpo. Sabemos, en
efecto, que el calor acom paña siem pre a la llama,
pero cuál sea la conexión entre ellos no podem os
siquiera conjeturarla o imaginarla. Es im posible, por
consiguiente, que la idea de poder pueda derivarse
de la contem plación de los cuerpos, o de casos par­
ticulares de su acción, pues ningún cuerpo revela un
S E C C I Ó N V I I

poder que pueda ser la impresión original correspon­


diente a esta id e a ".

5 i . Puesto que los objetos externos tal com o se p re­


sentan a los sentidos, en su acción en casos particu­
lares, no nos dan idea alguna de poder o conexión
necesaria, exam inem os entonces si esta idea pudie­
ra ser derivada de la reflexión, sobre la operación de
nuestra propia m ente y copiada de una im presión
interna. Puede decirse que en todo momento somos
conscientes de nuestro poder interno; sentimos que,
sólo por orden de nuestra voluntad, podemos m over
los órganos de nuestro cuerpo o dirigir las facultades
de la m ente. Un acto de volición produce movimien-
I to en nuestros miembros o hace surgir una nueva idea
en la imaginación. Conocem os esta influencia de la
voluntad por la conciencia. Por ello, entonces, ad­
quirimos la idea de poder o energía y sabemos con
certeza que nosotros y todo otro ser inteligente po­
seemos tal poder. Esta idea es entonces una idea de
la reflexión, pues surge al reflexionar sobre las opera­
ciones de nuestra propia mente y sobre el dominio que
ejerce la voluntad tanto sobre los órganos del cuerpo
^ com o sobre las facultades del alma.

i i . El señor L o ck e, en su capitu lo acerca del p o d e r, afirm a


q u e, apoyado en la exp e rien cia, ha hallado diversas y novedosas
producciones de la m ateria y con cluye que debe haber un poder
en alguna parte capaz de p ro du cirlas, llegando por este razona­
m iento finalm ente a la idea de po der. N o obstante, ningún razo­
nam iento pu ed e o fre ce rn o s nunca una idea n ueva, o rigin al,
sim ple, com o el propio tilósofo lo reco n o ce. Po r en d e, no po-
dria ser éste el origen de aquella idea.

85
D A V I D H U M E

52. Inicialmente, procederemos a examinar tal preten­


sión en lo que respecta a la influencia de la volición
sobre los órganos del cuerpo. Podemos observar que
esta influencia es un hecho que, al igual que todos los
otros hechos naturales, sólo puede ser conocido por
experien cia y no puede ser previsto a partir de la
presunta energía o poder de la causa que lo conecta
con el efecto y hace de éste una consecuencia infali­
ble de ella. El m ovim iento de nuestros cuerpos sigue
el mandato de la voluntad. De esto somos conscientes
en todo momento. No obstante, de los medios a través
de los cuales se efectúa lo anterior, la energía de que se
sirve la voluntad para ejecutar tan extraordinaria ope­
ración, estamos tan lejos de ser inmediatamente cons­
cientes que, por el con trario, escapan siem pre a
nuestra más diligente indagación.
Pues, primero ¿qué principio natural sería más mis­
terioso que aquel de la unión del alma con el cuerpo,
mediante el cual una sustancia presuntamente espiritual
adquiere una influencia sem ejante sobre una sustan­
cia m aterial, tal que el pensamiento más sutil pueda
actuar sobre la materia más densa? Si un deseo secre­
to nos concediera el poder de m over las montañas o
de controlar los planetas en sus órbitas, tan extensa
autoridad no sería más extraordinaria ni más ajena a
nuestra com prensión. Si a través de la conciencia
percibiéramos algún poder o energía en la voluntad,
deberíamos conocer tal poder; deberíamos conocer su
conexión con el efecto; deberíamos conocer la secre­
ta unión entre cuerpo y alma y la naturaleza de estas
sustancias, mediante la cual una de ellas puede actuar
en tantos casos sobre la otra.
Segundo, no estamos en capacidad de m over todos
S E C C I Ó N V I I

los órganos del cuerpo con igual autoridad, aunque


no podamos asignar razón alguna para una diferencia
tan notable entre unos y otros, excepto la experien ­
cia. ¿Por qué tiene la voluntad influencia sobre la
lengua y los dedos y no sobre el hígado y el corazón?
Esta pregunta nunca nos causaría dificultades si fué­
semos conscientes de un poder en el prim er caso y
no en el segundo. D eberíam os entonces percibir,
independientem ente de la experien cia, por qué la
autoridad de la voluntad sobre el cuerpo se halla cir­
cunscrita a estos límites en particular. Así, al estar
com pletam ente fam iliarizados con aquel poder o
fuerza mediante los que actúa, deberíamos saber tam ­
bién por qué su influencia llega precisam ente hasta
estos lím ites y no más allá.
Un hombre súbitamente afectado por una paráli­
sis en la pierna o el brazo, o alguien que haya perdido
recientem ente uno de estos m iem bros, a m enudo se
esfuerza en un com ienzo por m overlos y utilizarlos
de la manera acostum brada. En este caso está tan
consciente de su poder sobre estos miembros como
el hombre que goza de perfecta salud es consciente del
poder de m over cualquier m iem bro que se halla en
su estado y condición naturales. La conciencia, sin em ­
bargo, nunca engaña. Por consiguiente, en ninguno de
los dos casos somos conscientes de poder alguno.
Aprendemos la influencia de la voluntad únicamente
a partir de la experiencia. Y la experiencia sólo nos
enseña que un acontecim iento incesantemente sigue
a otro, sin instruirnos acerca de la conexión secreta
que los vincula y los hace inseparables.
Tercero, aprendem os de la anatomía que el objeto
inmediato del poder en un movimiento voluntario no
D A V I D H U M E

es el m iem bro mismo sino ciertos músculos, nervios,


espíritus animales y quizás algo aún más minucioso
y desconocido, a través de los cuales se propaga su­
cesivam ente el m ovim iento hasta llegar al m iem bro
cuyo movimiento es el objeto inmediato de la volición.
¿Podría haber una prueba más cierta de que el poder
mediante el cual se realiza toda esta operación, lejos
de ser directa y com pletam ente conocido por una
percepción interna o consciente, es absolutamente
m isterioso e ininteligible? La m ente desea la ocu ­
rrencia de cierto acontecim iento; de inm ediato se
produce otro acontecim iento, desconocido para n o­
sotros y por com pleto diferente de aquél. Este últi­
mo produce otro, igualmente desconocido hasta que
finalmente, a través de una larga sucesión, ocurre el
acontecim iento deseado. N o obstante, si el poder
inicial fuese percibido, debería sernos conocido; de
ser conocido, se conocería tam bién su efecto, pues
todo poder es relativo a su efecto. Y viceversa, si el
efecto no nos es conocido, el poder no puede sernos
conocido ni percibido. En efecto, ¿cómo podríamos
ser conscientes del poder de m over nuestros m iem ­
bros, cuando no disponemos de un poder semejante,
sino sólo de aquel que perm ite m over ciertos espíri- ’
tus animales que, aun cuando finalmente producen
el m ovim iento de nuestros m iem bros, actúan de tal
m anera que escapan por com pleto a nuestra com ­
prensión?
Podem os entonces, sin tem eridad, concluir con
certeza de lo anterior, que nuestra idea de poder no
es copiada de ningún sentim iento o conciencia de
poder en nosotros, cuando suscitamos el movimiento
animal o utilizamos nuestros m iem bros en su apro-

QQ
S E C C I Ó N V I I

piado empleo y oficio. Que su movimiento se siga del


mandato de la voluntad es un asunto de experiencia
com ún, al igual que todo otro acontecim iento natu­
ral; no obstante, el poder o energía mediante el cual
esto se efectúa, com o en todo otro evento natural,
nos es desconocido e inconcebible11.

£ 3 . ¿Afirm aríam os entonces que somos conscientes


de un poder o energía en la m ente cuando mediante
un acto o mandato de la voluntad hacemos surgir una
nueva idea, fijamos la mente en su contem plación,
la consideramos desde diversas perspectivas y final­
mente la abandonamos por otra idea, cuando creemos
haberla exam inado con suficiente precisión? C reo
que los mismos argumentos demostrarán que incluso

i 2. Podría sostenerse que la resistencia que enfrentam os en los


cuerpos y que nos obliga a m enudo a em p lear la fuerza y a apelar
a todo nuestro potler nos de la idea de poder y de fuerza. Tal nisus
o vivo esfu erzo, del que som os con scien tes, sería la im presión
original de la que se copia esta idea. N o obstante, primero, a tri­
buim os poder a un gran nú m ero fie objeto s resp ecto de los cu a­
les no p o d ríam o s su p o n er qu e tien e lu gar esta resisten cia o
ejercicio de fuerza; al Ser Su prem o que nunca en frenta resisten ­
cia alguna; a la m en te en el dom in io que e je rc e sob re sus ideas y
m iem b ro s, en el pensam iento y m o vim ien to com un es, donde el
efecto se sigue inm ediatam ente de la voluntad sin eje rc e r o ap e­
lar a la fuerza; a la m ateria inanim ada que no es susceptible de
p ercep ció n . Segundo, el sentim ien to del esfuerzo realizado para
superar la resistencia no guarda con exión alguna con un aco n te­
cim ien to ; lo que se sigue de él nos es con ocido p o r exp erien cia,
pero no podríam os con ocerlo u priori. D eb em os re co n o c e r, sin
em b argo , que el nisus animal que exp erim en tam o s, aun cuando
no pueda sum inistrar una idea precisa de p o d e r, incide en gran
m edida sobre aquella idea popular e inadecuada que nos hacem os
de él.
D A V I D H U M E

este mandato de la voluntad no nos da idea alguna de


lo que es en realidad la tuerza o energía.
Primero, debem os admitir que cuando conocem os
un poder, conocem os precisam ente aquella circuns­
tancia en la causa m ediante la cual puede producir el
efecto, pues ambos son presuntam ente sinónim os.
Debem os por ende, conocer tanto la causa com o el
efecto y la relación establecida entre ambos. No obs­
tante ¿pretenderíam os estar fam iliarizados con la
naturaleza del alma humana y la naturaleza de una
¡dea, o con la aptitud de la prim era para producir la
segunda? Se trataría de una verdadera creación, la
producción de algo a partir de la nada, lo cual im pli­
caría un poder tan grande que parecería, a prim era
vista, inalcanzable para cualquier ser menos que in- «
finito. Debe reconocerse, al m enos, que un poder
semejante no es percibido, conocido o incluso conce­
bible por la mente. Unicamente percibimos el aconte­
cimiento, a saber, la existencia de una idea consecuente
con una volición; sin em bargo, la manera com o se
realiza esta operación, el poder que la causa, escapa
por com pleto a nuestra com prensión.
Segundo, el dom inio de la mente sobre sí misma
es limitado, así com o lo es su dominio sobre el cuer- V.
po y tales límites no son conocidos por la razón, ni
p or fam iliaridad con la naturaleza de la causa y el
efecto, sino sólo por experien cia y observación,
com o sucede con todos los demás acontecim ientos
naturales y en las acciones de los objetos externos.
La autoridad que poseem os sobre nuestros sen ti­
m ientos y pasiones es mucho más débil que aquella
que detentamos sobre nuestras ideas e incluso esta
últim a se halla confinada a m uy estrechos lím ites. f

90
S E C C I Ó N V i l

Nadie pretenderá asignar una explicación última a


estos límites o mostrar por qué el poder es deficiente
en un caso y no en otro.
Tercero, este dom inio de sí es m uy diferente en
diversas ocasiones. Un hom bre que goza de buena
salud lo posee en m ayor grado que quien languidece
de dolencias. Dominamos mejor nuestros pensamien­
tos en la mañana que en la tarde, cuando ayunamos que
tras una opípara cena. ¿Podríam os dar alguna razón
para tales divergencias, excepto la experiencia? ¿Dón­
de está entonces aquel poder del que pretendemos ser
conscientes? ¿No habrá aquí, bien sea en la sustancia
m aterial o en la espiritual, o en ambas, algún m e­
canismo secreto o estructura de las partes, del que
i depende el efecto y que, al sernos com pletam ente
desconocido, hace que el poder o energía de la volun­
tad nos sea igualmente desconocido e incomprensible?
C iertam ente, la volición es un acto de la mente
con el que nos encontram os bastante familiarizados.
Reflexionem os sobre ella. Considerem os todos sus
aspectos. ¿Hallam os en ella algo sem ejante a este
poder creativo, mediante el cual surge de la nada una
nueva idea y, por una especie de Fiat, imita la omni-
> potencia de su C reador, si se me perm ite hablar así,
a quien deben su existencia todas las diversas esce­
nas de la naturaleza? Así, lejos de ser conscientes de
esta energía de la voluntad, se requiere una experien-
. cia tan cierta com o aquella que poseem os para con­
vencernos de que efectos tan extraordinarios com o
éstos no resultarían jamás de un sencillo acto volitivo.

54. El común de la humanidad no halla dificultad


alguna en dar razón de las más corrientes y habituales

91
D A V I D H U M E

operaciones de la naturaleza tales com o la caída de


los cuerpos pesados, el crecim iento de las plantas, la
gen eración de los anim ales o la n u trición de los
cuerpos por m edio del alim ento. N o obstante, su ­
pongam os que en todos estos casos, perciben la fuer­
za misma o energía de la causa mediante la cual se
halla vinculada con el efecto y es siem pre infalible en
su acción. Adquieren, a través del hábito prolongado,
una actitud mental tal que al presentarse la causa, de
inmediato esperan con seguridad su com pañero ha­
bitual y difícilm ente conciben la posibilidad de que
otro acontecim iento pueda resultar de ella. Sólo al
descubrir fenóm enos extraordinarios tales com o los
terrem otos, la pestilencia y prodigios de cualquier
tipo, se encuentran perplejos al asignar la causa apro­
piada y explicar la m anera com o fue producido el
efecto. Cuando los hom bres enfrentan dificultades
sem ejantes, suelen recu rrir a algún principio in teli­
gente e invisible'* com o causa inmediata de aquel
evento que los sorprende y que en su opinión, no
podría explicarse acudiendo a los poderes naturales
corrientes. Los filósofos, sin em bargo, al llevar sus
indagaciones un poco más lejos, perciben de inm e­
diato que, incluso en los acontecim ientos más c o ­
rrien tes, la energía de la causa es tan ininteligible
com o en los acontecim ientos más inhabituales y que
sólo aprendemos por experiencia la frecuente conjun­
ción de los objetos sin llegar nunca a com prender alg
semejante a la conexión entre ellos.
En este punto, muchos filósofos se ven obliga

i 3 . 0 £ O O CX710 f.ir)Xa v r | 0 , Theosüpó mekhanes (Deusex machina).

92
S E C C I Ó N V I I

dos por la razón a recu rrir en toda oportunidad, al


mismo principio al que el vulgo apela únicamente en
aquellos casos que a su parecer son milagrosos o sobre­
naturales. Reconocen que la mente y la inteligencia
son, no sólo la causa última y original de todas las
cosas, sino también la causa inmediata y única de todo
lo que acaece en la naturaleza. Sostienen que aque­
llos objetos comúnmente denominados causas son en
realidad sólo ocasiones, y que el verdadero y directo
principio de todo efecto no es algún poder o fuerza
natural sino una volición del Ser Suprem o, cuyo de­
seo es que tales objetos particulares se hallen siempre
en conjunción unos con otros. En lugar de decir que
una bola de billar m ueve a otra mediante una fuerza
derivada del autor de la naturaleza, afirman que es la
Divinidad misma que, mediante una volición particu­
lar, mueve la segunda bola, siendo determinada en tal
acción por el impulso de la prim era, en concordancia
con aquellas leyes generales que ha establecido para
sí en el gobierno del universo. Al avanzar aún más
en sus indagaciones, los filósofos descubren que así
como ignoramos por com pleto el poder del que de­
pende la mutua interacción de los cuerpos, ignoramos
también aquel poder del que depende la acción de la
mente sobre el cuerpo o del cuerpo sobre la m ente;
tampoco estamos en condiciones, a partir de nues­
tros sentidos o de nuestra conciencia, de asignar un
principio últim o para cualquiera de los dos casos.
Idéntica ignorancia los reduce entonces a la misma
conclusión. Afirm an que la Divinidad es la causa
inmediata de la unión del alma con el cuerpo y que no
son los órganos de los sentidos los que, al ser im pre­
sionados por objetos externos, producen sensaciones
D A V I D H U M E

en la m ente; es una volición particular de nuestro


om nipotente H acedor lo que excita una sensación
semejante acorde con un m ovim iento de este tipo en
el órgano. Análogam ente, no es una energía de la
voluntad lo que produce el m ovim iento local de
nuestros m iem bros; es Dios mismo quien se com pla­
ce en secundar nuestra voluntad, en sí misma im po­
tente, y ordena aquel movimiento que erróneamente
atribuimos a nuestro propio poder y eficacia. T am ­
poco se detienen allí los filósofos en sus conclusio­
nes. En ocasiones extienden idéntica inferencia a la
propia mente en lo que respecta a sus operaciones
internas. N uestra visión m ental o concepción de
ideas no es más que una revelación concedida por el
Creador. Cuando voluntariam ente dirigim os nues­
tros pensamientos hacia un objeto y hacemos surgir
su imagen en la fantasía, no es la voluntad la que crea
esta idea: es el H acedor universal quien la revela a la
m ente y nos la hace presente.

^6. Según estos filósofos todo está lleno de Dios. No


contentos con este principio, según el cual únicamen­
te existe su voluntad, nada posee poder alguno sino
por su concesión, despojan a la naturaleza y a los seres
creados de todo poder, para hacer su dependencia de
la Divinidad aún más sensible e inmediata. No consi­
deran que mediante una teoría semejante disminuyen
en lugar de magnificar la grandeza de los atributos
que de esta manera presumen ensalzar. Ciertam ente,
se confiere m ayor poder a la Deidad cuando delega
cierto grado de poder en las criaturas inferiores que si
produce todo mediante su propia volición inmediata.
Supone más sabiduría el concebir inicialm ente la
S E C C I Ó N V I I

construcción del universo con tan perfecta previsión


que por sí mismo y a través de sus propias operacio­
nes pueda servir a todos los designios de la providen­
cia, que si el gran Creador se viera obligado en todo
momento a ajustar sus partes y animar con su alien­
to todas las ruedas de esta estupenda maquinaria.
Si deseáram os, no obstante, una refutación más
filosófica de esta teoría, bastarían quizás las dos re ­
flexiones siguientes.

57. Primero, creo que esta teoría de la energía univer­


sal y la acción del Ser Suprem o es demasiado audaz
com o para convencer a un hom bre suficientemente
avezado en lo que respecta a las debilidades de la
razón humana y a los estrechos límites que circuns­
criben todas sus operaciones. Aun cuando el encade­
namiento de raciocinios que conducen a ella fuese
perfectam ente lógico, debe generar si no la certeza
absoluta, al menos fuertes sospechas de que nos ha
colocado fuera del alcance de nuestras facultades
cuando conduce a conclusiones tan extraordinarias
y alejadas de la vida y experiencia cotidianas. Nos
hallamos en el país de las hadas mucho antes de haber
alcanzado los últimos pasos de nuestra teoría; una vez
allí no tenemos razón alguna para confiar en nuestros
m étodos corrientes de argum entación, ni para pen­
sar que las analogías y probabilidades que solem os
em plear posean validez alguna. N uestra caña es d e­
masiado corta para sondear tan inmensos abismos. Y
aunque podamos enorgullecem os de ser guiados en
cada paso que damos por alguna especie de verosi­
militud o experiencia, podemos estar seguros de que
tal experiencia imaginaria no detenta autoridad algu-

95
D A V I D H U M E

na cuando se aplica de esta manera a temas que se


hallan com pletam ente por fuera del ám bito de la
experiencia. Sobre esto volverem os lu ego'4.
Segundo, no puedo conceder ninguna solidez al
argumento sobre el que se basa tal teoría. Ignoramos,
es cierto, la manera en que los cuerpos actúan unos
sobre otros; su fuerza o energía es por com pleto in­
com prensible. Mas ¿no ignoram os asimismo la m a­
nera o fuerza mediante la cual una mente, incluso una
mente suprema actúa, bien sea sobre sí misma o sobre
el cuerpo? ¿Dónde, me agradaría saber, adquirimos
una idea de ella? No poseemos percepción o concien­
cia de tal poder en nosotros. N o tenemos idea alguna
del Ser Superior excepto aquella que obtenem os de
la reflexión acerca de nuestras propias facultades. Si ,
nuestra ignorancia fuese entonces razón para recha­
zar algo, seríamos llevados al principio de negar toda
energía al Ser Suprem o tanto com o a la más densa
m ateria. Ciertam ente, com prendem os tan poco las
acciones del prim ero com o las de la segunda. ¿Sería
más difícil concebir que el m ovim iento pueda surgir
del impulso que pensar que pueda surgir de la vo li­
ción? Lo único que conocem os es nuestra profunda
ignorancia en ambos caso s'f. t

14 . Sección X II.
1 { . N o es preciso exam inar extensam ente el vis inertiae que tan -
to se m enciona en la nueva filosofía y que se atribu ye a la m ate­
ria. Sab em os p o r e x p e rie n c ia qu e un c u e rp o en rep o so o en
m ovim iento continúa para siem pre en el estado en que se en cu en­
tra hasta que una nueva causa lo altera, y que un cuerpo im pelido
adquiere tanto m o vim ien to del cu erp o qu e lo im pele com o el
que ad qu iere aquél. Estos son hechos. C u an do den om inam os lo

______________________
S E C C I Ó N V I I

P A R T E II

j8 . Para abreviar, enunciaremos la conclusión de'este


argumento que ya se ha extendido demasiado: en vano
hemos buscado una idea de poder o conexión necesa­
ria en todas las fuentes de las que suponemos pudiera
derivar. Parece ser que en ciertos casos particulares
de la acción de los cuerpos no podemos nunca, aun si
escudriñamos con el mayor cuidado, descubrir algo di­
ferente de un acontecimiento que sigue a otro, ni esta­
mos en condiciones de identificar alguna fuerza o poder
mediante el cual actúe la causa, ni conexión ninguna
entre ella y su presunto efecto. La misma dificultad se
presenta al contemplar la acción de la mente sobre el

an terior vis inertiue, nos lim itam os a señalar tales hechos, sin p re ­
ten der con ello ten er idea alguna del p o d er de la inercia, asi p r e ­
tender con ello ten er idea alguna del poder de la inercia, así com o
cuando hablam os d e la gravedad nos referíam o s a cierto s afectos
sin com p ren d er tal poder activo . N unca fue la intención de Sir
Isaac Nevvton el despojador a las causas secundarias de toda fuerza
o en ergía, aun cuando algunos de sus segu id ores se hayan e s fo r­
zado po r establecer una teoría sem ejante invocando su autoridad.
Este gran filósofo, por el con trario , recu rrió a un Huido eté reo
activo para exp licar la atracción u niversal, aunque era tan cau te­
loso y m odesto com o para ad m itir que se trataba de una m era
hipótesis sob re la que no se d ebería insistir sin u lterio r e x p e ri­
m entación. D eb o confesar que hay algo cu rioso en el destino de
las opiniones relativam ente extraordin arias. D escartes insinuó la
d octrina de la eficacia universal y única de la D ivin id ad, p ero sin
insistir en ella. M alebranche y o tros cartesianos la co n virtiero n
en fundam ento d e toda su filosofía. N o obstante, tal teo ría no
d etentaba au to rid ad alguna en In glaterra. L o c k e , C la rk e y
C u d w orth no repararon siquiera en ella, aunque supusieron todo
el tiem po que la m ateria tiene un p o d er real, si bien subordina­
do y d erivad o . ¿C ó m o ha llegado en tonces a p rev alecer en tre
nuestros m etafisicos m odernos?

97
D A V I D H U M E

cuerpo -donde advertimos que el movimiento de este


último sigue a la volición de la primera, pero no pode­
mos observar o concebir el vinculo que une movimienb i
y volición, ni la energía mediante la cual la mente pro­
duce este efecto. El dominio de la voluntad sobre sus
propias facultades e ideas no es una pizca más compren­
sible de manera que, en general, no parece haber en ti ida
la naturaleza ejemplo ninguno de conexión concebible
por nosotros. Todos los acontecimientos aparecen des­
ligados y separados. Un acontecimiento sigue a otro
pero jamás observamos un enlace entre ellos. Aparecen
asociados pero nunca conectados. Y com o no podemos
tener idea de algo que nunca se haya presentado al
sentido externo o a la sensación interna, la conclu­
sión necesaria parece ser que no poseem os la idea de
con exión o poder en absoluto y que estas palabras
están completamente desprovistas de significado cuan­
do se emplean, bien sea en los razonamientos filosóficos
o en la vida cotidiana.

59. N o obstante, habría todavía un método para evitar


tal conclusión y una fuente que no hemos examinado
aún. Cuando se presenta algún objeto o acon teci­
m iento natural nos es im posible, por m edio de la
sagacidad o la intuición, descubrir o incluso conjetu­
rar, prescindiendo de la experiencia, qué aconteci­
m iento resultará de él o anticipar algo más allá del
objeto que se halla inm ediatam ente presente a la
m em oria y a los sentidos. Incluso después de un caso
o experim en to donde hayamos observado que un
determ inado acontecim iento sigue a otro, no esta­
mos autorizados a establecer una regla general ni a
predecir lo que ocurrirá en casos similares; justam en­
S E C C I Ó N V I I

te se estima com o una im perdonable tem eridad el


juzgar el decurso entero de la naturaleza a partir de
un único experim ento, independientem ente de su
precisión o certeza. N o obstante, siem pre que una
especie determ inada de acontecim ientos, en cada
caso, ha sido asociada con otra, no tenemos escrúpu­
lo alguno en predecir la ocurrencia de una al aparecer
la otra, ni en em plear el único razonamiento capaz
de asegurarnos acerca de cualquier cuestión de hecho
o existencia. Llamamos entonces a uno de los objetos
causa y al otro efecto. Suponemos que existe alguna
conexión entre ellos, un poder en la primera median­
te el cual infaliblem ente produce el segundo, y que
actúa con la m ayor certidum bre y la más fuerte n e­
cesidad.
Parecería entonces que la idea de una conexión ne­
cesaria entre acontecimientos se origina en un núm e­
ro de casos similares que ocurren en la asociación
constante de tales acontecimientos. Sin embargo esta
idea no puede ser sugerida nunca por alguno de es­
tos casos particulares, considerado desde todos los
puntos de vista y posiciones. Nada hay, em pero, en
un número de casos que difiera de cada caso particu­
lar, el cual se supone exactam ente sim ilar a los d e­
más, excepto que después de una repetición de casos,
la m ente es llevada por el hábito a esperar, con la
presencia de un acontecim iento, su acom pañante
habitual y a creer que éste existirá. La conexión que
sentimos en la m ente, esta transición acostumbrada
que hace la imaginación de un objeto a su acompañante
habitual, es el sentimiento o impresión a partir del cual
nos formamos la idea de poder o conexión necesaria.
Nada más hay en este asunto. Puede contem plarse

99
D A V I D H U M E

desde todas las perspectivas y nunca se hallará otro


origen para tal idea. Es esta la única diferencia entre
un único caso, del que nunca podemos derivar la idea
de conexión, y un núm ero de casos similares que la
sugieren. La prim era vez que un hom bre observa la
com unicación del m ovim iento por im pulso, com o
sucede cuando chocan dos bolas de billar, no podría
afirm ar que un acontecim iento estaba conectado con
el otro, sino sólo asociado con él. Después de obser­
var varios casos de esta naturaleza, puede afirmar que
están conectados. ¿Qué modificación se ha presentado
para dar lugar a esta nueva idea de conexión? Ninguna;
sólo que ahora siente que tales acontecim ientos están
conectados en su imaginación y puede predecir sin
dificultad la existencia de uno a partir de la presencia
del otro. Cuando decimos, entonces, que un objeto
está conectado con otro, sólo querem os decir que
han adquirido una conexión en nuestro pensamiento
y han generado aquella inferencia m ediante la cual
cada uno se convierte en prueba de la existencia del
otro; conclusión bastante extraordinaria pero que
parece fundamentada en evidencia suficiente. Tam po­
co se verá debilitada tal evidencia por una desconfian­
za general frente al entendimiento o por la sospecha
escéptica ante toda conclusión novedosa y extraordi­
naria. N o puede haber conclusión más grata para el
escepticism o que aquella donde se descubren la de­
bilidad y los estrechos límites dentro de los que se
encuentran confinadas la razón y capacidad humanas.

6 o. Y ¿qué ejem plo más vivido de la sorprendente

ignorancia y debilidad del entendim iento pudiera


producirse? Pues ciertamente, si existe alguna relación
S E C C I Ó N VI I

entre los objetos que fuese de importancia conocer a


cabalidad, es aquella de causa y efecto. Sobre ella se
fundamentan todos nuestros raciocinios acerca de
cuestiones de hecho o existencia. Unicamente por su
interm edio podemos alcanzar alguna seguridad res­
pecto de aquellos objetos distantes del testim onio
presente de nuestra m em oria y sentidos. La única
utilidad inmediata de todas las ciencias reside en ense­
ñarnos cómo controlar y regular los acontecimientos
futuros a través de sus causas. Nuestros pensamientos
e investigaciones, por ende, giran en todo momento
en torno a tal relación; no obstante, las ideas que nos
formamos respecto de ella son tan imperfectas, que
resulta imposible dar una definición correcta de causa,
excepto aquella que procede de algo extraño y ajeno a
ella. Objetos similares siempre se hallan asociados con
objetos similares; de esto tenemos experiencia. Con­
forme con tal experiencia podemos definir una causa
com o un objeto, seguido de otro, donde todos los objetos
similares al primero son seguidos por objetos similares al
segundo. O en otras palabras, de no haberse dado el primer
objeto, el segundo nunca habría existido. La presencia de una
causa siempre comunica a la mente, por una transición
habitual, la idea del efecto. De esto también tenemos
experiencia. Podemos entonces, en concordancia con
tal experiencia, form ular otra definición de causa y
llamarla un objeto, seguido de otro, cuya aparición siem­
pre traslada el pensamiento al otro. N o obstante, aunque
estas definiciones provengan de circunstancias ajenas
a la causa, no podemos rem ediar este inconveniente
ni obtener una definición más perfecta, que pueda se­
ñalar aquella circunstancia en la causa misma que
produce la con exión con su efecto. N o poseem os
idea alguna de tal conexión, ni siquiera una noción
clara de lo que deseamos saber cuando nos esforza­
mos por concebirla. D ecim os por ejem plo, que la
vibración de esta cuerda es la causa de este determ i­
nado sonido. Sin em bargo, ¿qué querem os decir con
esta afirmación? Q uerem os decir, bien sea que esta
vibración es seguida por este sonido y que todas las vibra­
ciones similares han sido seguidas por sonidos similares; o
bien, que esta vibración es seguida por este sonido y que
dado uno, la mente se anticipa a los sentidos y Jornia in­
mediatamente la idea del otro. Podem os considerar la
relación de causa y efecto bajo cualquiera de estos dos
aspectos, pero con independencia de ellos, no ten e­
mos idea alguna de tal relación '6.

6 1 . Para recapitular los razonamientos presentados

16 . Según estas e x p licac io n es y d efin icio n es, la idea d e poder


es tan re lativ a co m o aquella de causa; am bas hacen referen c ia a
un e fe c to o algún o tro a c o n tec im ien to co n stan tem en te a so cia­
do con el p rim e ro . C u an d o con sid eram os la circu n stan cia des­
conocida d e un o b je to m ed ian te la cual el grad o o cantidad de
su efe c to se fija y d ete rm in a, la llam am os su p o d e r; segú n esto ,
to d os los filó sofos ad m iten qu e el e fe c to es la m ed id a del p o ­
d e r. N o o b stan te, si tu viesen una idea del p o d e r tal co m o es
en sí m ism o , ¿p o r qu é no habrían de m ed irlo en sí m ism o ? La
disputa acerca de si la fu erza de 1111 c u erp o en m o v im ien to es
igual a su velo cid ad o al cu ad rad o de su v e lo cid a d , esta d isp u ­
ta, d ig o , no se rá d irim id a com p aran d o sus efec to s en tiem p os
iguales o d ife re n te s, sin o p o r m ed ició n y co m p aració n d ire c ­
tas.
En lo qu e toca al frecu en te uso d e las palabras fu erza, p o d e r,
en ergía, e tc ., qu e se em plean con stan tem en te en las co n versa­
ciones cotidianas así com o en la filosofía, tal uso no con stitu ye
una prueba de que estem os fam iliarizados en ningún t aso con el
p rincip io de c o n exió n en tre causa y efecto , ni que podam os dar
una exp licación últim a de la producción de una cosa por otra.
S E C C I Ó N V I I

en esta sección, diríamos: toda idea es copiada de una


im presión o sensación p recedente; allí donde no
podemos hallar una impresión podemos estar seguros
de que no hay ninguna idea. En todos los casos parti­
culares de acción de los cuerpos o de las mentes, nada
hay que produzca una impresión ni pueda, por consi­
guiente, sugerir la idea de poder o conexión necesa­
ria. No obstante, cuando se presentan muchos casos
uniformes y el mismo objeto se presenta siempre se­
guido por el mismo acontecimiento, comenzamos a
considerar la noción de causa y conexión. Sentimos
entonces una nueva sensación o im presión, a saber,
una conexión habitual en el pensamiento o imagina­
ción entre un objeto y su acompañante habitual; y tal
sensación es el original de aquella idea que buscamos.
Puesto que tal idea se origina en un núm ero de ca­
sos similares y no en uno en particular, debe surgir
de aquella circunstancia según la cual el núm ero de

Estas palabras, en su uso c o rrien te, poseen significados m uy va­


gos y las ideas corresp on dientes son inciertas y confusas. N ingún
anim al puede poner en m o vim ien to objetos extern o s sin el sen­
tim iento de un ninsus o esfuerzo; todo anim al tiene el sentim iento
o sensación pro ven ien te del go lp e de un objeto extern o que se
halle en m o vim ien to. N os inclinam os a tran sferir estas sensacio­
nes que son m eram ente anim ales y de las que no podem os hacer
a priori inferencia alguna, a los objetos inanim ados y a supon er
que poseen sensaciones sem ejan tes cuando transfieren o reciben
m o vim ien to . R especto de estas en ergías que se ejercen sin que
atribuyam os a ellas la idea de la com unicación del m o vim ien to ,
consideram os tan sólo la conjunción constante exp erim en tad a de
acon tecim ientos y com o sentimos una con exión habitual en tre las
ideas, tran sferim os este sentim ien to a los o b jeto s; nada hay más
com ún que el aplicar a los cuerpo s extern o s toda sensación in
terna ocasionada po r ellos.

IfH
D A V I D H U M E

casos difiere de cada caso individual. Tal conexión


habitual o transición de la im aginación es la única
circunstancia en la que difieren. En todo otro respec­
to son idénticas. El prim er caso que podem os obser­
var del m ovim iento com unicado por el choque de
dos bolas de billar (para regresar a este ejem plo evi­
dente), es exactam ente similar a cualquier caso que
pueda ocurrir ahora, excepto que no podríamos ini­
cialm ente injerir un evento del otro, m ientras que
ahora, después de un largo decurso de experiencias
uniform es, sí podem os hacerlo. No sé si el lector
captará sin dificultad este razonam iento. Tem o que
si me extendiera más o lo colocara bajo diversos as­
pectos, sólo se tornaría más oscuro e intrincado. En
todo razonamiento abstracto hay un punto de vista
que de ser felizm ente alcanzado, nos hace avanzar en
la ilustración del tem a más que toda la elocuencia y
copiosas expresiones del mundo. Debem os esforzar­
nos por alcanzar este punto de vista y reservar las
flores de la retórica para aquellos temas más acordes
con ella.

104
S E C C I Ó N V I I I

sección v iii . De la libertad y la necesidad.

PARTE I

62. En asuntos que han sido estudiados y debatidos


con gran vehemencia desde el origen de la filosofía
y de la ciencia, puede esperarse razonablemente que
al menos el significado de todos los térm inos haya
sido acordado entre quienes se disputan y que nues­
tras investigaciones, en el transcurso de dos mil años,
hayan podido ir más allá de las palabras a los auténti­
cos y verdaderos temas en controversia. Pues cuán
fácil parecería dar definiciones exactas de los términos
empleados en el razonamiento y hacer de tales defini­
ciones y no del m ero sonido de las palabras, el objeto
de futuro escrutinio y examen. No obstante, si consi­
deramos el asunto con m ayor detenimiento, nos ve­
remos obligados a extraer precisamente la conclusión
contraria. Del hecho mismo de que una controversia
se haya mantenido en pie durante largo tiempo y aún
permanezca sin decidir, podemos presumir que existe
ambigüedad en su expresión y que los contrincantes
atribuyen diferentes ideas a los térm inos empleados
en el debate. Dado que las facultades mentales se p re­
sumen semejantes por naturaleza en cada individuo,
pues de lo contrario nada sería más inútil que razonar
o disputar con otros, si los hom bres atribuyeran las
mismas ideas a los términos sería imposible que pudie­
sen, durante un lapso de tiem po tan largo, forjarse
diferentes opiniones acerca del mismo tema, especial­
mente cuando comunican sus opiniones y cada parti­
do se vuelca por doquier en busca de argumentos que

Kl í
D A V I D H U M E

puedan conferirle la victoria sobre sus adversai i-


Es cierto que cuando el hom bre intenta debatir ciu
tiones que sobrepasan el alcance de toda capaci< I • I
humana tales como las referentes al origen del 11 ¡
do, a la economía del sistema intelectual o a la rege ■
de los espíritus, puede durante largo tiem po azotar
el aire con sus vanas contiendas sin llegar jamás a una
conclusión determ inada. Si el asunto con ciern e,
em pero, a un tem a de la vida y experiencia cotidia­
nas nada, pensaríam os, podría hacer que la disputa
perm aneciera sin dirim ir, a no ser que alguna ex p re­
sión ambigua m antuviese los antagonistas a distancia
y les im pidiese abordarse los unos a los otros.

63. Este ha sido el caso en la cuestión largam ente


discutida acerca de la libertad y necesidad, a tal grado
que, de no hallarme muy equivocado, encontraremos
que toda la humanidad, incluyendo eruditos e igno­
rantes por igual, ha sido siem pre de la misma opinión
respecto a este asunto y que unas pocas definiciones
inteligibles hubiesen puesto fin de inm ediato a toda
controversia. Reconozco que tal debate ha sido tan
estudiado por todo tipo de personas y ha conducido
a los filósofos a tal laberinto de confusa sofística, que 1
no debe sorprendernos el que algún lector razona­
ble opte por prestar oídos sordos a la formulación de
tal problem a, del que no cabe esperar ni instrucción
ni placer. N o obstante, el carácter del argum ento
aquí presentado pueda servir quizás para suscitar una
atención renovada, pues resulta novedoso, prom ete
al m enos dirim ir la controversia y no perturbará en
mucho la tranquilidad del lector con intrincados y
oscuros raciocinios. 1

1h a
S E C C I Ó N V I I I

Espero m ostrar entonces que todos los hombres


han coincidido siem pre tanto en la doctrina de la
necesidad com o en la de la libertad, según cualquier
significado razonable que pueda atribuirse a tales té r­
minos, y que la controversia ha girado hasta ahora
sobre meras palabras. Com enzarem os por exam inar
la doctrina de la necesidad.

64. Es universalmente admitido que sobre la materia,


en todas sus operaciones, incide una fuerza necesaria
y que todo efecto natural está tan precisamente deter­
minado por la energía de su causa que ningún otro
efecto, en las mismas circunstancias, podría haber
resultado de ella. El grado y dirección de todo m ovi­
miento, según las leyes de la naturaleza, está prescrito
con tal exactitud que una criatura viviente podría
surgir del choque de dos cuerpos en m ovim iento en
cualquier otro grado o dirección de los que efectiva­
mente tienen. Si hemos entonces de formarnos una
idea correcta y precisa de la necesidad, debemos con­
siderar de dónde proviene tal idea cuando la aplicamos
a las operaciones de los cuerpos.
Parece evidente que si todos los escenarios natu­
rales se modificaran constantemente de manera que
ninguno se asemejara a otro, sino que cada objeto fuese
por com pleto nuevo y no guardara similitud alguna
con lo que hubiéramos visto antes, en este caso nunca
podríamos haber obtenido la idea de necesidad o de
* conexión entre tales objetos. Podríamos decir, ante tal
suposición, que un objeto o acontecimiento ha seguido
a otro, pero no que el uno ha sido producido por el
otro. La relación de causa y efecto hubiera sido comple­
tamente desconocida para la humanidad. La inferencia

107
D A V I D H U M E

y el razonam iento acerca de las operaciones de la na­


turaleza, a partir de ese m om ento, llegarían a su fin;
la memoria y los sentidos serían los únicos canales por
medio de los cuales la mente podría acceder al cono­
cim iento de una existencia real. P or consiguiente,
nuestras ideas de necesidad y causalidad se originan
en la uniform idad observable en las operaciones de
la naturaleza, donde objetos sim ilares se asocian
constantem ente y la m ente está determ inada por la
costum bre a inferir uno a partir de la presencia del
otro. Estas dos circunstancias conforman la totalidad
de aquella necesidad que atribuimos a la materia. Más
allá de la conjunción constante de objetos sim ilares y
de la consiguiente injerencia del uno al otro, no te­
nemos otra noción de necesidad o conexión. .
Si puede mostrarse que toda la humanidad ha ad­
mitido, sin dudas o vacilaciones, que estas dos circuns­
tancias se conjugan en las acciones voluntarias de los
hombres y en las operaciones de la mente, debe según
se entonces que toda la humanidad ha coincidido en
la doctrina de la necesidad y que sus disputas se han
debido sencillamente a que no se han com prendido
unos a otros.
i
6 $. En lo que respecta a la prim era circunstancia, l.i
conjunción constante y regular de eventos sim ilares,
podem os darnos por satisfechos con las siguientes
consideraciones. Universalmente se admite que entre
las acciones humanas, en todas las naciones y épocas,
prevalece una gran uniformidad, y que la natural»v
humana permanece invariable en sus principios y o p
raciones. Los m ism os m otivos producen siempr.
mismas acciones; los mismos acontecim ientos n ,u¡ 4

108
S E C C I Ó N V I I I

tan de las mismas causas. La am bición, la avaricia, el


egoísm o, la vanidad, la amistad, la generosidad, el
espíritu cívico: tales pasiones, combinadas en d iver­
sos grados, se hallan distribuidas en toda la sociedad
y desde el comienzo del mundo, han sido y continúan
siendo la fuente de toda acción y proyecto que haya
sido observado entre los hum anos. ¿D eseam os c o ­
nocer los sentim ientos, inclinaciones y vida de los
griegos y romanos? Estudiemos con atención el tem ­
peramento y acciones de los franceses e ingleses y no
podremos andar muy descaminados al transferir a los
primeros la mayoría de las observaciones que se hayan
hecho respecto de los segundos. La humanidad es tan
semejante en todo tiempo y lugar que la historia no
nos informa nada nuevo o extraño a este respecto. Su
principal utilidad radica tan sólo en descubrir los
principios constantes y universales de la naturaleza
humana, al m ostrar a los hom bres en todas las d iver­
sas circunstancias y situaciones y proveernos de m a­
teriales a partir de los cuales podemos hacer nuestras
propias observaciones y familiarizarnos con los resor­
tes habituales de la acción y la conducta humanas. Los
registros de guerras, intrigas, partidos y revoluciones
conforman tan sólo una colección de experim entos
por medio de los cuales el político o filósofo m oral
establece los principios de su ciencia, de igual m a­
nera a com o el físico o filósofo natural se familiariza
con la naturaleza de las plantas, m inerales y otros
objetos extern os m ediante los experim en tos que
realiza con ellos. Tam poco se asemejan más la tierra,
el agua y los otros elem entos exam inados por A ris­
tóteles e Hipócrates a aquellos que actualmente ob-
DAVI D HUME

servam os, que los hom bres descritos por Polibio y


Tácito a quienes actualmente gobiernan el mundo.
Si al regresar de un país lejano, un viajero hubiera
de ofrecernos un relato acerca de hombres com pleta­
mente diferentes de los que hayamos conocido jamás,
hom bres totalm ente desprovistos de avaricia, am bi­
ción o venganza, que no conocieran placeres d ife­
rentes de la am istad, la generosidad y el espíritu
cívico, de inm ediato, a partir de tales circunstancias,
detectaríam os su falsedad y lo acusaríamos de m en­
tiroso, con la misma certidum bre com o si hubiera
atiborrado su narración con relatos de centauros,
dragones, milagros y prodigios. Si fuésemos a denun­
ciar alguna falsedad en la historia no podríamos uti­
lizar m ejor argum ento que el de dem ostrar que las <
acciones atribuidas a alguna persona se hallan en di­
recta contradicción con el decurso de la naturaleza y
que no habría ningún motivo humano, en tales circuns­
tancias, que la hubiera podido inducir a una conducta
sem ejante. Sospechamos de la veracidad de Quintus
Curtius cuando describe el valor sobrenatural de
Alejandro, que le habría perm itido lanzarse solo al
ataque de m ultitudes, tanto com o cuando describe
su actividad y fuerza sobrenaturales gracias a las cua- *
les las habría vencido, pues se admite universalmente
y con igual facilidad la uniformidad en las acciones
y m otivos hum anos com o en las operaciones del
cuerpo.
De allí deriva asimismo el beneficio de aquella e x ­
periencia adquirida en una larga vida y diversidad de
oficios y compañías, pues nos instruye acerca de los
principios de la naturaleza humana y regula tanto nues­
tro futuro comportamiento como la especulación. Por *

11A
S E C C I Ó N V I I I

medio de esta guía, nos elevamos al conocimiento de


las inclinaciones y m otivos de los hom bres, a partir
de sus acciones, expresiones e incluso de sus gestos;
descendemos de nuevo a la interpretación de sus ac­
ciones a partir del conocim iento que tenem os de sus
motivos e inclinaciones. Las observaciones generales
atesoradas en el transcurso de la experiencia nos dan
la clave de la naturaleza humana y nos enseñan a des­
enmarañarla en toda su com plejidad. Los pretextos
y apariencias ya no pueden engañarnos. Las declara­
ciones públicas se hacen pasar por la plausibilidad
aparente de una causa; aun cuando se reconozcan a
la virtud y al honor su propio peso y autoridad, aquel
desinterés p erfecto, con frecuencia simulado, no es
de esperarse jamás en multitudes y partidos, rara vez
en sus dirigentes y escasam ente en individuos de
cualquier rango o condición. N o obstante, si no hu­
biera uniformidad en las acciones humanas y todo e x ­
perim ento de este tipo que intentásemos establecer
íuese irregular y anóm alo, sería im posible recopilar
observaciones generales referentes a la humanidad;
ninguna experien cia, así fuese elaborada con toda
precisión por la reflexión, jamás tendría propósito
alguno. ¿Por qué habría de ser el viejo agricultor más
hábil en sus labores que el joven principiante, a no ser
porque existe cierta uniformidad en la acción del sol,
la lluvia y la tierra en la producción de los vegetales y
la experiencia instruye a quien durante largos años
practica aquellas reglas que gobiernan y dirigen tal
acción?

66. Sin em bargo, no debem os esperar que esta uni­


formidad en las acciones humanas se extienda a tal

111
D A V I D H l l M E

punto que todos los hom bres, en análogas circuns­


tancias, actúen exactam ente de la misma manera, .sin
tener en cuenta la diversidad de caracteres, prejuicios
y opiniones. N o se encuentra en parte alguna de la
naturaleza una uniform idad sem ejante en todos los
detalles. Por el con trario, de la observación de la
diversidad de las conductas en diferentes hom bres
podem os formarnos una m ayor variedad de máximas i
que suponen, em pero, cierto grado de uniformidad
y regularidad.
¿Varían las costumbres de los hombres en diferen­
tes épocas y lugares? Aprendemos de estas diferencias
la gran fuerza de la costum bre y de la educación que
moldean la mente humana desde su infancia, estable­
cen y fijan su carácter. ¿Es la conducta de uno de los «
sexos muy diferente de la del otro? A través de estas
diferencias nos familiarizamos con las diversas carac­
terísticas que ha im prim ido la naturaleza en ellos y
preserva con constancia y regularidad. ¿Varían las ac­
ciones de una misma persona en diferentes épocas de
su vida, desde la infancia hasta la vejez? Esto da lugar
a muchas observaciones generales concernientes al
cambio gradual de nuestros sentim ientos e inclina­
ciones y a las diferentes máxim as que prevalecen en »í
las diversas edades de las criaturas humanas. Incluso
el carácter peculiar de cada individuo posee una uni­
form idad en su influencia; de lo contrario, nuestra
familiaridad con las personas y la observación de su
conducta nunca podría enseñarnos sus disposiciones
ni sernos útil para orientar nuestra conducta respecto
de ellas.

67. Concedo que es posible hallar algunas acciones «

11?
S E C C I Ó N V I I I

que no parecen guardar conexiones regulares con


ningún motivo conocido y constituyen excepciones a
todas las normas de conducta que hayan sido estable­
cidas para el gobierno de los hom bres. No obstante,
si deseáramos saber qué juicio debem os form arnos
de tan irregulares y extraordinarias acciones, podría­
mos considerar los sentimientos que comúnmente se
experim entan ante aquellos acontecimientos irregu­
lares que se presentan en el decurso de la naturaleza
y en la acción de los objetos externos. No todas las
causas se unen para producir los efectos habituales
con la misma regularidad. Un artífice que trabaja sólo
con la materia inerte, puede errar sus propósitos tan­
to como el político que dirige la conducta de agentes
sensibles e inteligentes.
El vulgo, que toma las cosas según su apariencia
inmediata, atribuye la incertidum bre de los hechos
a aquella incertidum bre en las causas debido a la cual
fallan a menudo en sus efectos habituales, aun cuan­
do no encuentren im pedim ento alguno en su acción.
Los filósofos sin em bargo, al observar que casi todas
las partes de la naturaleza contienen una diversidad
de resortes y principios ocultos en razón de su minu­
ciosidad o lejanía, consideran al menos posible que la
falla de los hechos no proceda de la contingencia de la
causa sino más bien de la secreta acción de causas
contrarias. Esta posibilidad se convierte en certeza me­
diante observaciones ulteriores, cuando advierten,
después de un minucioso examen, que la contrariedad
de efectos revela una contrariedad de causas y proce­
de de su mutua oposición. Un campesino no puede
ofrecer m ejor explicación de por qué se detiene un
relo j, diferente de la de decir que a menudo funciona

1 11
D A V I l ) H U M E

mal; un artesano, sin embargo, puede advertir sin di­


ficultad que la misma fuerza ejercida sobre el resorte
o péndulo tiene siempre la misma influencia sobre las
ruedas, pero no produce su efecto habitual quizás
debido a una mota de polvo que ha detenido todo el
m ovim iento. D e la observación de varios casos
paralelos, los filósofos enuncian una m áxim a según
la cual la conexión entre todas las causas y efectos es
igualm ente necesaria; su aparente incertidum bre en
algunos casos procede de la secreta oposición de causas
contrarias.
En el cuerpo humano por ejemplo, cuando los sín­
tomas habituales de salud o de enfermedad no se avienen
a nuestras expectativas, cuando las medicinas no ope­
ran con su acostumbrada eficacia, cuando ciertos hechos
irregulares se siguen de alguna causa particular, el
filósofo y el físico no se sorprenden por ello, ni se
inclinan a negar en general la necesidad y uniformidad
de aquellos principios que rigen la economía animal.
Saben que el cuerpo humano es una máquina altamente
complicada y muchos de los poderes secretos que esca­
pan a nuestra comprensión acechan en él; a menudo nos
parece, forzosam ente, incierto en sus acciones y por
consiguiente, los acontecim ientos irregulares que se
manifiestan externam ente no constituyen una prueba
de que las leyes de la naturaleza no sean observadas con
la m ayor regularidad en sus operaciones y gobierno
internos.

6 8 . El filósofo, si ha de ser consistente, debe aplicar

el mismo razonamiento a las acciones y voliciones de


los agentes inteligentes. Las decisiones humanas más
irregulares e inesperadas pueden ser explicadas a
S E C C I Ó N V I I I

menudo por quienes conocen todas las circunstancias


particulares de su carácter y situación. Una persona
de atable disposición da una respuesta displicente;
esto se debe, em pero, a que tiene dolor de muelas o
no ha cenado. Un individuo estúpido advierte una
inusitada presteza en su com portam iento, pero esto
se debe a que ha recibido una inesperada fortuna.
Incluso, com o suele suceder, cuando una acción no
puede ser explicada ni por la propia persona que la
realiza ni por otros, sabemos que en general el carác­
ter de los hombres es, hasta cierto punto, inconstante
e irregular. Es este, en cierta form a, el carácter cons­
tante de la naturaleza humana, aun cuando se aplique
de manera especial a algunas personas que no siguen
reglas fijas en su conducta, sino que proceden en un
curso continuo de caprichos e inconstancias. Los
principios internos y motivos pueden operar de mane­
ra uniform e, independientemente de esas aparentes
irregularidades, de la misma forma como los vientos,
la lluvia, las nubes y otras variaciones climáticas se
presum en gobernadas por firm es p rincipios, aun
cuando no sean éstos fácilm ente descubiertos por la
sagacidad y curiosidad humanas.

69. Resulta entonces, no sólo que la conjunción en ­


tre m otivos y acciones voluntarias es tan regular y
uniform e com o la que existe entre causa y efecto en
cualquier parte de la naturaleza, sino también que tal
conjunción regular ha sido universalm ente recono­
cida por la humanidad y no ha sido nunca objeto de
disputa ni en la filosofía ni en la vida cotidiana. Ahora
bien, dado que toda inferencia acerca del futuro es
extraída de experiencias previas y como concluimos
D A V I D H U M E

que aquellos objetos que siem pre hemos hallado en


conjunción estarán siem pre asociados, parece super-
fluo dem ostrar que la uniformidad experim entada en
lo referente a las acciones humanas es la fuente de la
que derivamos toda inferencia acerca de ellas. N o obs­
tante, con el propósito de colocar el argumento bajo
otra luz, insistiremos también brevem ente sobre este
últim o tema.
La mutua interdependencia de los hom bres es tan
grande en todas las sociedades que escasamente hay
alguna acción humana com pleta en sí misma o reali­
zada sin alguna referencia a las acciones de los demás,
necesarias para responder a cabalidad a las intencio­
nes del agente. El más pobre artífice, que trabaja
solo, espera al menos la protección del magistrado
para garantizar que gozará del Ir uto de su trabajo.
Espera también, cuando lleva sus obras al mercado v
las ofrece a un precio razonable, encontrar com pra­
dores y con el dinero que así obtenga, com prom eter
a otros a sum inistrar aquellos productos que precisa
para su subsistencia. En proporción a la com plejidad
de los tratos entre los hombres, su com ercio con otros
se tom a más complejo; incluye siempre en sus proyec­
tos una gran diversidad de acciones voluntarias que, a
partir del conocimiento de sus propios motivos, espei a
se com plem entarán con las suyas. En todas estas
con clusion es tom a sus norm as de la exp erien cia
pasada, de la misma manera como lo hace en sus razo
namientos acerca de los objetos externos y cree
firmemente que los hombres, ai igual que los elemen
tos, procederán en sus acciones com o siem pre lo han
hecho. Un fabricante cuenta con el trabajo de sus em ­
pleados para la ejecución de cualquier tarea tanto
S E C C I Ó N V I I I

com o cuenta con los instrum entos que utiliza y se


vería igualmente sorprendido si tallasen sus expec­
tativas. En síntesis, la inferencia experiencial y los
raciocinios relativos a las acciones de los demás in ­
tervienen en la vida humana en tal grado que nadie,
cuando está despierto, prescinde de ellos por un
m omento. ¿No tendremos razón entonces, al afirmar
que la humanidad siem pre ha coincidido en la doc­
trina de la necesidad según la definición y explicación
anteriorm ente ofrecida de ella?

70. Tam poco los filósofos han sostenido una opinión


diferente a este respecto de la del común de los hom ­
bres. Pues, para no m encionar el hecho de que casi
toda acción de su vida presupone tal opinión, pocas
son las ramas especulativas del conocimiento para las
cuales no sea esencial. ¿Qué sería de la historia si no
dependiéramos de la veracidad del historiador según
la experiencia que tenemos de la humanidad? ¿Cóm o
podría ser la política una ciencia, si las leyes y form as
de gobierno no ejercieran una influencia uniform e
sobre la sociedad? ¿Dónde estaría el fundamento de
la moral, si los caracteres individuales no tuvieran el
poder cierto o determinado de producir sentimientos
específicos y si estos sentim ientos no actuaran con
constancia sobre las acciones? ¿Y con qué derecho po­
dríamos ejercer la crítica de un poeta o autor elevado
si no pudiéramos juzgar la conducta y sentimientos de
sus personajes bien com o natural o desnaturalizada
para estos caracteres en tales circunstancias? Parecie­
ra casi im posible, por ende, com prom eterse con la
ciencia o con cualquier tipo de acción sin admitir la

117
D A V I D H U M E

doctrina de la necesidad y la inferencia del m otivo a


la acción voluntaria, del carácter a la conducta.
En efecto, cuando consideram os cuán apropia­
damente concuerdan la evidencia natural y la moral,
formando una única cadena de razonamiento, no ten- ,
dremos escrúpulos en admitir que comparten la m is­
ma naturaleza y derivan de los mismos principios. Un
prisionero que no posea ni dinero ni influencias, descu­
bre la imposibilidad de su evasión cuando considera la
obstinación del carcelero tanto com o los m uros y
rejas que lo rodean; en todos los intentos que haga por
recobrar su libertad, preferirá dirigir sus esfuerzos a
destruir la piedra y el hierro de estos últim os más
bien que la inflexible naturaleza del primero. El mismo
prisionero, cuando es conducido al patíbulo, prevé su ,
m uerte tan certeram ente de la constancia y fidelidad
de los guardas com o de la acción del hacha o la polea.
Su mente avanza siguiendo una secuencia de ideas: la
negativa de los guardas a consentir a su evasión, la
acción del verdugo, la separación de la cabeza del
cuerpo, la sangre, los m ovim ientos convulsivos, la
m uerte. E xiste aquí una con exión encadenada de
causas naturales y acciones voluntarias, pero la mente
no percibe diferencia alguna entre ellas al pasar de un ♦
eslabón a otro; tampoco tiene una certeza m enor res­
pecto del futuro acontecimiento que si éste estuviese
conectado con los objetos presentes a los sentidos o a
la memoria por un encadenamiento de causas, cim en­
tadas en lo que nos complacemos en llamar necesidad
física. La misma unión experimentada posee idéntico
efecto sobre la mente cuando los objetos entrelazados
son m otivos, volicion es, acciones o bien figuras y
m ovim ientos. Podem os cam biar el nom bre de las <
S E C C I Ó N V I I I

cosas, pero su naturaleza y su acción sobre el enten­


dimiento nunca se modifican.
Si un hom bre, de quien sé que es honesto y opu­
lento, y de quien soy íntimo amigo viene a mi casa,
donde me encuentro rodeado por mis sirvientes, tengo
la seguridad de que no me acuchillará antes de salir pa­
ra robar mis bandejas de plata; mi sospecha de que tal
cosa pueda ocurrir no es m ayor que si la casa misma,
que es nueva y está sólidamente asentada y construida,
se derrum bara de im proviso. Pero habría podido sufrir
un súbito y desconocido ataque de locura. De igual mane­
ra puede presentarse de súbito un terrem oto; la casa
tem blará y se desplomará sobre mi cabeza. Por con­
siguiente, cambiaré las suposiciones. Diré que sé con
certeza que nadie debe poner su mano en el fuego y
sostenerla allí hasta que se consuma; tal hecho creo,
puedo predecirlo con la misma seguridad como este
otro, que si alguien se lanza por una ventana y no en­
frenta obstáculo alguno, no permanecerá suspendido
en el aire. La sospecha de una locura desconocida no
puede hacer plausible tal hecho, contrario a todos los
principios de la naturaleza humana. Un hom bre que
al mediodía deja su bolsa llena de oro en m edio de
Charing Cross, esperará encontrarla intacta una hora
después tanto com o esperaría verla volar com o una
pluma. Más de la mitad de los raciocinios humanos
contienen inferencias de similar naturaleza, acompaña­
das por mayor o menor grado de certeza, proporcional
a nuestra experiencia de la conducta habitual de la
humanidad en tales situaciones concretas.

7 i . He considerado a m enudo cuál podría ser la ra­


zón de que toda la humanidad, aunque siem pre y sin
D A V I D H U M E

vacilaciones ha admitido la doctrina de la necesidad


en lo que concierne a su práctica y razonam ientos,
haya sido tan reacia a reconocerla en palabras y por
el contrario, haya m ostrado una propensión, en to ­
das las épocas, a profesar la opinión opuesta. Creo
que este asunto puede explicarse de la siguiente
m anera. Si exam inam os las acciones del cuerpo y la
producción de efectos a partir de causas, hallaremos
que todas nuestras facultades no pueden conducirnos
más allá en el conocimiento de esta relación, sino ape­
nas a observar que objetos particulares se encuentran
en constante asociación y que la mente se ve conducida,
por una transición habitual, de la presencia de uno a
la creencia en el otro. Pero aunque tal conclusión
respecto de la ignorancia humana fuese el resultado del
más estricto examen, los hombres continúan mostran­
do una fuerte propensión a creer que penetran p ro ­
fundam ente en los poderes de la naturaleza y que
perciben algo como una conexión necesaria entre cau­
sa y efecto. Cuando de nuevo vuelcan su reflexión
hacia las operaciones de sus propias mentes y no perci­
ben tal conexión entre el motivo y la acción, se inclinan
a suponer que hay una diferencia entre los efectos
resultantes de la fuerza material y los que surgen del
pensam iento y la inteligencia. Al con ven cern os,
em pero, de que no conocem os sobre ningún tipo de
causalidad más que la m era conjunción constante de
objetos y la consiguiente inferencia de la m ente del
uno al otro, y al descubrir que estas dos circunstan­
cias son reconocidas universal mente com o atinentes
a las acciones voluntarias, reconoceríamos con mayor
facilidad que la misma necesidad es común a todas las
causas. Aun cuando tal razonamiento pueda contrade­
S E C C I Ó N V I I I

cir los sistemas de muchos filósofos, por cuanto atri­


buye necesidad a la determ inación de la voluntad,
hallaremos al reflexionar sobre esto, que disienten
sólo acerca de palabras y no en lo que concierne a sus
verdaderos sentimientos. La necesidad, según el sen­
tido que aquí le dam os, nunca ha sido negada por
filósofo alguno ni creo que pudiera serlo. Quizá so­
lamente se pueda fingir que la m ente percibe, en las
acciones de la m ateria, alguna conexión ulterior en­
tre causa y efecto, conexión que no tiene lugar en las
acciones voluntarias de los seres inteligentes. Ahora
bien, únicamente tras un minucioso exam en podría
determinar si tal es el caso o no, e incumbe a aquellos
filósofos validar su afirmación por medio de la defini­
ción o descripción de esta necesidad, identificándola
para nosotros en las acciones de las causas materiales.

7 2. Parecería ciertam ente que los hom bres abordan


la cuestión de la libertad y la necesidad por el laclo
equivocado cuando comienzan por exam inar las fa­
cultades del alma, la influencia del entendim iento y
las operaciones de la voluntad. Sería conveniente que
debatieran primero un problema más sencillo, a saber,
el de las acciones del cuerpo y de la m ateria bruta y
desprovista de inteligencia e intentaran, si pueden
hacerlo, formarse en este caso una idea de causalidad
y necesidad diferente de la de una conjunción cons­
tante de objetos y de la subsiguiente inferencia de la
mente del uno al otro. Si tales circunstancias confi­
guran realm ente la totalidad de esta necesidad que
concebim os en la m ateria y si tales circunstancias,
com o umversalm ente se reconoce, se conjugan tam ­
bién en las operaciones de la m ente, es preciso dar
D A V I D H U M E

por term inada la disputa o al menos adm itir que era


sólo verbal. N o obstante, m ientras supongam os
precipitadam ente que tenemos una idea ulterior de
necesidad y causalidad respecto de las acciones de los
objetos externos y al mismo tiem po, que no podemos
encontrar nada ulterior en las acciones voluntarias de
la m ente, no hay posibilidad de dirim ir la cuestión,
pues procedem os sobre suposiciones com pletam en­
te falsas. El único m étodo para desengañarnos es
remontarnos más alto, examinar el limitado alcance
de la ciencia cuando se aplica a las causas materiales y
llegar al convencimiento de que lo único que conoce­
mos de ellas es la conjunción constante y la inferen­
cia arriba mencionadas. Tal vez con dificultad
admitamos fijar tan estrechos límites al entendimien­
to humano; no obstante, quizás hallarem os después
que no hay dificultad alguna cuando procedem os á
aplicar esta doctrina a las acciones de la voluntad. Pues
es evidente que éstas se hallan en conjunción regular con
motivos, circunstancias y caracteres; como siempre es­
tablecemos inferencias de unas a otros, nos veremos
obligados a reconocer en palabras la necesidad que
hemos admitido previam ente en toda deliberación y
en cada paso de nuestra conducta y com portam ien­
to 17.

i 7. La prevalen cia de la doctrina de la libertad puede ser e x ­


plicada po r otra causa, a saber, una falsa sensación o exp erien cia
aparente que tenem os o podem os tener, de libertad o indiferen­
cia en muchas de nuestras acciones. La necesidad de toda acción,
bien sea m aterial o m en tal no es, pro p iam en te hablando, una
cualidad del agente sino de cualqu ier ser pensante o inteligente
qu e pueda ju zgar la acción y consiste princip alm ente en d e te r­
m inar sus pensam ientos para inferir la existen cia de tal acción a
partir de ob jetos preced en tes; la libertad , com o opuesta a la ne-
7 3. Retomando entonces aquel proyecto conciliador
respecto del problem a de la libertad y la necesidad,
el problem a más debatido de la m etafísica, la más
controvertida de las ciencias, no se requerirán m u­
chas palabras para dem ostrar que toda la humanidad

cesidad, no es más que la carencia de determ inación y cierta v a ­


guedad o indiferencia que sentim os al pasar o no pasar de la idea
de un ob jeto a la idea de cualquier o b jeto subsiguiente. Ahora
bien, podem os o b servar no obstante, qu e al reflexionar sob re las
acciones hum anas, rara vez sentim os tal vaguedad o in d iferen ­
cia, pues en gen eral estam os en con dicio n es de in ferirlas con
con sid erable certid u m b re a partir de sus m otivos y de las d isp o ­
siciones del agen te; sin em b argo , suele suceder que al reali/ar las
acciones mismas seam os sensibles a algo análogo a ellas y dado
que los ob jeto s sem ejan tes se confunden con facilidad, esto ha
sido em pleado com o una prueba dem ostrativa e incluso intuitiva
de la libertad hum ana. Sentim os que nuestras acciones están su
jetas a nuestra voluntad en la m ayoría de las ocasiones e im agi­
namos sentir que la voluntad m ism a no está sujeta a nada porque,
al intentar negarla, sentim os que se m u eve con facilidad en to ­
das direcciones y produce una imagen tic si m ism a (veleidad, com o
se la llama en las escuelas) incluso alli donde no estu vo fijada. N os
persuadim os de que tal imagen o m ovim ien to débil puede, en ese
m o m en to , haberse tom ado p o r la cosa en si m ism a, pues si lo
negam os en co n tram o s, en un segundo intento, que ahora es p o ­
sible. N o con sid eram os, sin em b argo , que el fantástico deseo de
d em ostrar la libertad con stitu ye en tal caso el m o tivo de nues­
tras acciones. Parece evidente que, com o quiera que im aginem os
sentir una libertad en nuestro in terio r, un espectad or puede por
lo general inferir nuestras acciones a partir de nuestros m otivos
y carácter e incluso cuando no puede h acerlo , con cluye en g e ­
neral que podría hacerlo si se hallara p erfectam en te fam iliariza­
d o con todas las circun stan cias de n u estra situación y
tem peram ento y con los más recónditos resortes de nuestra cons­
titución y disposiciones. A hora bien, esta es la esencia m ism a de
la necesidad, según la doctrina an terio rm en te exp uesta.
D A V I D H l l M E

ha coincidido siem pre en la doctrina de la libertad


tanto com o en la de la necesidad y que toda esta dis­
cusión, también en lo que atañe a la libertad, ha sido
hasta ahora m eramente verbal. Pues ¿qué significa li­
bertad cuando se aplica a las acciones voluntarias?
Ciertamente, no puede significar que las acciones guar­
dan tan poca relación con los m otivos, inclinaciones y
circunstancias que aquéllas no se sigan con cierto gra­
do de uniformidad de éstos, ni que los prim eros no
permitan inferencia alguna de la que podamos concluir
la existencia de las segundas, pues se trata de una
cuestión de hecho sencilla y reconocida. Por libertad
entonces sólo podemos significar un poder Je actual o
de no actuar según las determinaciones de la voluntad; esto
es, si elegimos m overnos, también podemos hacerlo.
Ahora bien, esta hipotética libertad es universal monte
atribuida a toda persona con excepción de un prisio­
nero cargado de cadenas. No hay aquí objeto alguno
de disputa.

74. Cualquiera que sea la definición que dem os de


libertad, debemos tener la precaución de observar do
circunstancias requeridas por ella: primero, que se.i
consistente con las más sencillas cuestiones de hecl.
segundo, que sea consistente consigo misma. Si obser\ ,¡
mos estas circunstancias y hacemos inteligible nuesti i
definición, estoy convencido de que toda la humanidad
coincidirá en su opinión acerca de ella.
Universalmente se concede que nada existe sin una
causa de su existencia y que el azar, cuando es exanu
nado con detenim iento, no es más que un término
negativo, pues no significa un poder real que posea
entidad en la naturaleza. N o obstante, se afirma, que
S E C C I Ó N V I I I

algunas causas son necesarias mientras que otras no


lo son. De allí surge entonces la conveniencia de las
definiciones. Si alguien consiguiera definir una causa sin
incluir, como parte de la definición, una conexión ne­
cesaria con su efecto y mostrar con claridad el origen
de la idea expresada en la definición, estaría dispues­
to a abandonar de inmediato toda esta controversia.
Si se admite, em pero, la explicación anteriorm ente
ofrecida, tal cosa sería absolutamente im practicable.
De no existir una conjunción regular entre los ob je­
tos, nunca habríamos concebido noción alguna de cau­
sa y efecto; tal conjunción regular produce aquella
inferencia del entendimiento que es la única conexión*
que podem os com pren der. Q uien intente ofrecer
una definición de causa atendiendo a las circunstan­
cias mencionadas se verá obligado, o bien a em plear
térm inos ininteligibles, o bien sinónimos del térm i­
no que se propone definir'8. Si se adopta la definición
arriba m encionada la libertad, com o opuesta a la
necesidad o no constricción, es lo mismo que el azar
respecto del cual es universalm ente admitido que no
tiene existencia alguna.

18 . Si se define causa com o a q u e llo q u e p ro d u c e a lg o , podem os


o b serv ar sin dificultad q u e p r o d u c ir es sin ón im o de c a u sa r.
A n álo gam en te, si se define causa com o a q u e llo p o r lo c u a l a lg o
existe, la m ism a o b je ció n resu lta a p lic a b le . Pues ¿qué significan tales
palabra p o r lo c u a l ? Si se dijese que una causa es a q u e llo después
de lo cual a lg o co nsta ntem en te ex iste, habríam os com pren d id o los
térm in os. Pues es esto , en e fecto , to d o lo qu e sabem os acerca
de este asunto y su carácter constante constituye la esencia m ism a
de la necesidad; no disponem os de ninguna o tra idea de ella.
D A V I D II II Al E

P A R T E II

75. N o hay método más común de razonar, ni más ob­


jetable en las disputas filosóficas, que el de proponerse
la refutación de cualquier hipótesis alegando sus peli­
grosas consecuencias para la religión y la moralidad.
Cuando una opinión cualquiera conduce a absurdos
sin duda es falsa; pero no es evidente que una opinión
sea falsa en razón de sus peligrosas consecuencias.
Tales tópicos por consiguiente, debieran ser abando­
nados pues en nada conducen al descubrimiento de la
verdad, sino que sirven tan sólo para hacer odiosa la
persona del antagonista. Hago esta observación en
general, sin pretender derivar beneficio alguno de ella.
Me someto sinceramente a un examen de este tipo;
me atrevo a afirmar que tanto la doctrina de la nece­
sidad como la de la libertad, tal como fueron explica­
das antes, no sólo son consistentes con la moralidad
sino absolutam ente indispensables para su funda­
m ento.
La necesidad puede ser definida de dos maneras
conform e a las dos definiciones de causa, de las que
hace parte esencial. Consiste, bien sea en la conjun­
ción constante de objetos similares, bien sea en la infe­
rencia del entendim iento de un objeto a otro. Ahora
bien, la necesidad en ambos sentidos (que son, en el
fondo, idénticos) ha sido, universalmente aun cuando
en forma tácita, atribuida en las escuelas, en el púlpi-
to y en la vida cotidiana, a la voluntad humana; nadie
ha pretendido jam ás negar que podem os hacer infe­
rencias respecto de las acciones humanas y que tales
da entre acciones sim ilares y m otivos, inclinaciones
y circunstancias análogas. El único aspecto específico "
S E C C I Ó N V I I I

en el que alguien pueda diferir sería quizás, o bien


que se rehúse a dar el nom bre de necesidad a tal cua­
lidad de las acciones humanas, pero si su significado
es correctamente comprendido, la palabra no causará
perjuicio alguno; o bien que afirme la posibilidad de
descubrir un aspecto ulterior de las acciones de la
materia. Debem os reconocer, sin em bargo, que lo
anterior no puede tener incidencia alguna sobre la
moralidad o la religión, independientem ente de su
importancia para la filosofía natural o metafísica. Pode­
mos estar equivocados al afirmar que no existen ideas
de una necesidad diferente o conexión en la acción del
cuerpo, pero ciertamente no estamos atribuyendo nada
a las acciones de la m ente distinto de lo que todos
les atribuyen y deben admitir sin dificultad. No m o­
dificam os ningún aspecto del sistem a o rto d o xo
tradicional respecto de la voluntad, sino sólo en lo que
atañe a los objetos m ateriales y a las causas. Nada
habría entonces más inocente al menos, que esta doc­
trina.

76. Dado que toda ley está basada en la recom pensa


y el castigo, se supone com o principio fundamental
que tales m otivos poseen una influencia regular y
uniform e sobre la m ente y conducen a las buenas
acciones así com o a evitar las malas. Podem os dar a
esta influencia el nombre que nos plazca, pero como
habitualmente se encuentra asociada con la acción,
debe ser vista com o una causa y considerada com o
una instancia de aquella necesidad que aquí preten­
demos establecer.
El único objeto propio del odio o la venganza es
una persona o criatura dotada de pensam iento y
D A V I D H l l M E

conciencia; cuando cualquier acción criminal o inju­


riosa excita tal pasión sólo lo hace en relación con la
persona o en conexión con ella. Las acciones son, por
naturaleza, tem porales y transitorias; si no procedie­
ran de alguna causa en el carácter y disposición de la
persona que las realiza, no redundarían en su honor
cuando son buenas, ni en su infamia cuando son p er­
versas. Las acciones mismas pueden ser reprobables,
en cuanto sean contrarias a todas las reglas de la
moralidad y de la religión; pero la persona no sería
responsable de ellas si no procedieran de algo p er­
manente y constante en la persona ni dejaran algo de
tal naturaleza tras de sí; sería imposible que pudiera,
por causa de ellas, convertirse en objeto de castigo o
venganza. Así, según el principio que niega la n ece­
sidad y por ende las causas, el hom bre se hallaría en
tal estado de pureza e inocencia después de haber
com etido el más horrendo crim en, com o si hubiese
acabado de nacer; su carácter tam poco estaría en
manera alguna com prom etido en sus acciones, pues­
to que no derivarían de él y la maldad de éstas no
podría usarse jamás com o prueba de la depravación
del hom bre.
Los hom bres no son inculpados por aquellas ac­
ciones que realizan por ignorancia o sin intención,
cualesquiera que sean sus consecuencias. ¿Por qué?
Porque los principios de estas acciones son sólo tran­
sitorios y tienen su térm ino en tales acciones única­
mente. Los hom bres son censurados en menor grado
por aquellas acciones que realizan precipitada e
impremeditadamente que por las que proceden de la
deliberación. ¿Por qué motivo? Porque un tem pera­
m ento precipitado, aun cuando sea causa constante
S E C C I Ó N V I I I

o principio de la m ente, sólo actúa a intervalos y no


contamina la totalidad del carácter. D e nuevo, el
arrepentimiento borra todo crimen cuando está acom­
pañado de una reform a de vida y de costum bres.
¿Cómo podría explicarse esto? Sólo si se afirma que
las acciones hacen de la persona un criminal únicamen­
te en cuanto constituyen pruebas de los principios
criminales de la mente y cuando, por una modificación
de estos principios, dejan de ser pruebas válidas, asi­
mismo dejan de ser criminales. N o obstante, a no ser
por la doctrina de la necesidad, nunca hubieran sido
pruebas valederas, y por consiguiente, nunca hubieran
sido crim inales.

77. D el mismo m odo, resultará sencillo dem ostrar,


a partir de idénticos argumentos que la libertad, según
la definición arriba mencionada, en la que coinciden
todos los hombres, es también esencial para la morali­
dad; ninguna acción que carezca de ella es susceptible
de cualidades m orales ni puede ser objeto de apro­
bación o censura. Dado que las acciones son objetos
de nuestro sentim iento m oral sólo en cuanto con s­
tituyen indicios del carácter, pasiones y afecciones
internas, sería im posible que dieran lugar a alabanza
o reprobación si no procedieran de tales principios
sino que derivaran en su totalidad de la violencia e x ­
terna.

78. N o pretendo haber obviado o eliminado todas las


objeciones que pueden form ularse en contra de esta
teoría de la necesidad y la libertad. Puedo p rever
otras objeciones derivadas de tópicos que no han sido
tratados aquí. Podría afirmarse por ejem plo, que si
D A V I D H U M E

las acciones voluntarias estuvieran sujetas a las mismas


leyes de la necesidad que las acciones de la materia,
habría una cadena continua de causas necesarias, previa­
mente ordenadas y determinadas, que se extendería de
la causa original de todo hasta cada volición particular
de toda criatura humana. No habría contingencia en
parte alguna del universo, como tampoco indiferencia
ni libertad. En cuanto actuamos, al m ism o tiem po <
somos objeto de una acción. El Autor último de to ­
das nuestras voliciones es el Creador del mundo que
inicialm ente confirió m ovim iento a esta inmensa
maquinaria y colocó a todos los seres en una posición
determinada según la cual todo acontecimiento subsi­
guiente, por una ineludible necesidad, debe resultar.
Por consiguiente, las acciones humanas o bien no son «
susceptibles de maldad alguna pues proceden de una
causa tan buena, o si contienen alguna maldad, d e­
ben im plicar al C read or en idéntica culpa pues se
reconoce com o su causa últim a y autor. Pues así
como el hombre que ha volado una mina es responsa­
ble de todas las consecuencias, independientemente de
si ha usado una mecha larga o corta, allí donde se ha
establecido una cadena continua de causas necesarias,
aquel Ser, finito o infinito, que produzca la prim era 1
es también autor de todas las demás y m erece la culpa
tanto como la alabanza que se les imputa. Las claras e
inalterables ideas de moralidad que poseem os esta­
blecen esta regla, fundada en razones inobjetables,
cuando exam inam os las consecuencias de cualquier
acción humana; m ayor fuerza aún tendrán tales razo­
nes cuando se aplican a las voliciones e intenciones de
un Ser infinitamente sabio y poderoso. La ignorancia
o la impotencia pueden ser invocadas en favor de una *)
S E C C I Ó N V I I I

criatura tan limitada com o lo es el hom bre, pero ta­


les imperfecciones no podrían atribuirse al Creador.
Él previo, ordenó y deseó todas aquellas acciones de
los hombres que con tanta precipitación calificamos
de crim inales. Debem os concluir entonces, o bien
que no son crim inales, o que es la Divinidad y no el
hombre responsable de ellas. Puesto que cualquiera de
estas dos posiciones es absurda e impía, se sigue que la
doctrina de la que son deducidas no podría ser verda­
dera, pues está sujeta a idénticas objeciones. Una con­
secuencia absurda, cuando es una consecuencia
necesaria, demuestra que la doctrina original era ab­
surda; análogamente, las acciones crim inales hacen
criminal la causa original si la conexión entre ellas es
necesaria e inevitable.
Esta objeción contiane dos partes que procede­
rem os a exam inar por separado; primero, que si las
acciones humanas pueden ser rastreadas a través de
una cadena necesaria hasta la Divinidad, no podrían
ser crim inales en razón de la perfección infinita de
aquel Ser de las que derivan y que no puede desear
jam ás algo diferente de lo que es com pletam ente
bueno y laudable. O segundo, si son crim inales, debe­
mos retractarnos del atributo de perfección que atri­
buimos a la Divinidad y debem os reconocer que es
el autor último de la culpa y de la maldad m oral en
todas sus criaturas.

79. La respuesta a la prim era objeción parece ser ob­


via y convincente. Hay muchos filósofos que después
de un detallado escrutinio de todos los fenómenos de
la naturaleza, concluyen que la totalidad, considerada
como un sistema, está ordenada según la más p erfec­
D A V I D H U M E

ta benevolencia en todo m om ento de su existenc ia jv


que a todos los seres creados les será concedida, al
final, la m ayor felicidad posible sin mezcla de mal o
miseria positiva. Todo mal físico, afirman, constituye
parte esencial de este sistem a benevolente y ni la
Divinidad m ism a, considerada com o agente sabio,
podría elim inarlo sin dar cabida a un mal m ayor o
excluir un m ayor bien que resultara de hacerlo. Algu­
nos filósofos, entre ellos los antiguos estoicos, deriva­
ron de esta teoría un tópico de consuelo para toda
aflicción, cuando enseñaban a sus discípulos que los
m ales que padecían eran en realidad bienes para el
universo; para aquella perspectiva ampliada que com ­
prendiera el sistema total de la naturaleza, todo acon­
tecimiento se tornaría en objeto de alegría y regocijo.
N o obstante, aun cuando tal tópico fuese en aparien­
cia plausible y sublim e, pronto se dem ostró débil e
ineficaz en la práctica. Ciertam ente, a quien sufre los
torm entos de la gota, producirán más irritación que
alivio los serm ones acerca de la veracidad de las le­
yes generales que generan los humores malignos en su
cuerpo y los conducen por los canales apropiados a los
tendones y nervios que ahora suscitan tan agudos dolo­
res. Esta visión ampliada puede, momentáneamente,
agradar a la imaginación del hombre especulativo qu-
se halle en condiciones de comodidad y seguridad,
pero no puede perdurar con constancia en su mente,
aun cuando no esté perturbado por las emociones del
dolor y la pasión y mucho menos prevalecerán cuan
do sean atacadas por tan poderosos enem igos. Las
afecciones adoptan una visión más estrecha y natural
de su objeto y debido a cierta economía, más adecuada
a la debilidad de la mente humana, consideran única
S E C C I Ó N V I I I

mente los seres que nos rodean y son motivadas por


los acontecim ientos que parecen ser buenos o malos
al sistema individual.

8o. Con el mal moral sucede lo mismo que con e\Jísi-


co. No puede presum irse razonablemente que estas
remotas consideraciones, tan poco eficaces respecto
del segundo, ejerzan una influencia más poderosa
respecto del prim ero. La naturaleza ha forjado la
mente humana de tal manera que ante la presencia
de ciertos caracteres, disposiciones y acciones, experi­
menta de inmediato el sentimiento de aprobación o
rechazo; tampoco hay emociones más esenciales para
su m arco y constitución. Los caracteres que suscitan
nuestra aprobación son principalm ente los que con­
tribuyen a la paz y seguridad de la sociedad humana;
los caracteres que excitan censura son principalm en­
te los que tienden al detrim ento y perturbación pú­
blicos, de donde podem os con razón presum ir que
los sentimientos m orales surgen, bien sea mediata o
inmediatamente, de la reflexión acerca de estos inte­
reses contrapuestos. ¿Y qué decir de las meditaciones
filosóficas que establecen una opinión o conjetura di­
ferente, según la cual todo está en orden respecto de
la totalidad y aquellas cualidades que perturban la so­
ciedad son, en general, beneficiosas y tan acordes con
la intención original de la naturaleza com o las que
más directam ente propician su felicidad y bienestar?
¿Podrían tan rem otas e inciertas especulaciones ha­
cer contrapeso a los sentim ientos originados en la
consideración inmediata y natural de los objetos? El
hom bre que es despojado de una suma considerable
de dinero ¿hallará que su enojo por la pérdida dism i­
D A V I D H U M E

nuye frente a tan sublimes reflexiones? ¿Por qué se


presum e entonces que su resentim iento m oral ante
tal crim en sea incom patible con ellas? O bien ¿por
qué no admitiríam os que una distinción real entre el
vicio y la virtud es conciliable con todos los sistemas
filosóficos especulativos, así com o admitim os la dis­
tinción real entre la belleza personal y la deformidad?
Ambas distinciones están basadas en los sentimientos
naturales de la mente humana y tales sentimientos no
pueden ser controlados o modificados por ninguna
teoría filosófica o especulativa, cualquiera que ésta
sea.

8 i . La segunda objeción no admite tan sencilla y sa­


tisfactoria respuesta; tampoco es posible explicar con
claridad cómo la Divinidad pueda ser la causa mediata
de todas las acciones humanas sin ser también la auto­
ra del pecado y la vileza moral. Son estos misterios que
la razón natural por sus propios medios no está en
condiciones de com prender y cualquiera que sea el
sistema que adopte, se verá envuelta en inextricables
dificultades e incluso contradicciones a cada paso que
tome en dirección a estos problemas. Conciliar la in­
diferencia y contingencia de las acciones humanas con
la presciencia divina; defender decretos absolutos y al
mismo tiempo librar a la Divinidad de ser el autor del
pecado, tales asuntos han excedido hasta ahora toda
la capacidad de la filosofía. D ebería darse por satis­
fecha si en lo sucesivo advierte su tem eridad cuando
escudriña estos sublimes m isterios y, abandonando
aquellos escenarios tan llenos de oscuridad y perple­
jidades, regresa con apropiada modestia, a su ámbito
propio y verdadero, el exam en de la vida cotidiana,
S E C C I Ó N V I I I

donde hallará suficientes dificultades en las que em ­


plear su sagacidad, sin precipitarse a tan insondable
océano de dudas, incertidumbre y contradicciones.
D A V I D H U M E

se c c ió n ix. Sobre la razón en los anim ales.

82. Todos nuestros razonamientos acerca de cuestio­


nes de hecho se fundamentan en una especie de la
analogía que nos lleva a esperar de cualquier causa
los m ism os acontecim ientos que hemos observado
como resultado de causas similares. Cuando las causas
son enteram ente sim ilares la analogia es perfecta y
la inferencia realizada es considerada com o cierta y
concluyente; ningún hom bre duda jam ás, al ver un
trozo de hierro, que éste tendrá peso y cohesión en
sus partes como ha sucedido en todos los casos que le
ha sido dado observar con anterioridad. N o obstante,
cuando los objetos no guardan tan exacta similitud
entre sí, la analogía es m enos perfecta y la inferencia
m enos con cluyen te, aunque tenga todavía cierta
fuerza en proporción al grado de similitud y sem e­
janza. M ediante esta especie de razonam iento, las
observaciones anatóm icas realizadas acerca de un
animal son extendidas a todos los animales y sabemos
con certeza, por ejem plo, que cuando se ha dem os­
trado que la circulación de la sangre ocurre en un
animal tal com o un sapo o un pez, la suposición de
que el mismo principio vale para todos cobra fuerza.
Estas observaciones analógicas pueden ser llevadas más
lejos aún, incluso hasta la ciencia de la que ahora nos
ocupamos; cualquier teoría que nos permita explicar
las operaciones del entendim iento o el origen y co ­
nexión de las pasiones en el hom bre, asumirá m ayor
autoridad si hallam os que la misma teoría resulta
necesaria para explicar idénticos fenóm enos en to ­
dos los demás animales. Pondrem os esto a prueba
S E C C I Ó N I X

respecto de aquella hipótesis mediante la cual, en el


discurso precedente, nos esforzam os por explicar
todo razonamiento experiencial y esperamos que esta
nueva perspectiva confirmará las anteriores observa­
ciones.

8 3. Primero, parece evidente que tanto los animales


com o el hombre aprenden muchas cosas de la exp e­
riencia e infieren que los mismos acontecim ientos
seguirán siem pre a las mismas causas. Por medio de
este principio, se fam iliarizan con las propiedades
más evidentes de los objetos externos y poco a poco, a
partir de su nacimiento, atesoran un conocimiento de
la naturaleza del fuego, el agua, la tierra, las piedras,
las alturas, las profundidades, etc., y de los efectos re ­
sultantes de su acción. La ignorancia e inexperiencia
de los jóvenes es claramente diferenciable de la astucia
y sagacidad de los ancianos, quienes han aprendido,
por larga observación, a evitar aquello que los perju ­
dica y buscar lo que les proporciona com odidad o
placer. Un caballo que ha estado acostum brado al
campo se familiariza con la altura a que puede saltar
y no intentará realizar aquello que excede su fuerza
y capacidad. Un viejo lebrel confiará la parte más
fatigosa de la cacería a los más jóvenes y se ubicará
de tal manera que alcance a la liebre al final; las con­
jeturas que hace en esta ocasión no se fundamentan
en nada diferente de la experiencia.
Lo anterior resulta aún más evidente si considera­
mos los efectos de la disciplina y la educación en los
animales; a través de la adecuada aplicación de r e ­
compensas y castigos, pueden aprender cualquier cur­
so de acción, incluso el más contrario a sus instintos y

1 57
D A V I D H U M E

propensiones naturales. ¿N o es la experiencia lo que


hace aprehensivo al perro frente al dolor cuando se
lo amenaza o se levanta el látigo para golpearlo? ¿No
es la experiencia lo que le hace responder a su nom ­
bre e inferir, a partir de un sonido tan arbitrario, que
se dirigen a él y no a alguno de sus compañeros y que
nos proponemos llamarlo cuando lo pronunciamos de
cierta manera, con determinado tono y acento? ^
Podem os observar en todos estos casos que el
animal infiere un hecho que va más allá de lo que
afecta de inmediato a sus sentidos y que tal inferencia
está com pletam ente fundamentada en experiencias
previas, pues la criatura espera del objeto presente
las mismas consecuencias que siem pre ha observado
com o resultado de objetos sim ilares. /

84. Segundo. Es imposible que la inferencia que reali­


za el animal esté fundada en un proceso cualquiera
de argum entación o racio cin io , m ediante el cual
concluiría que eventos sim ilares se siguen de o b je­
tos similares y que el decurso de la naturaleza obrará
siem pre con regularidad. De haber en realidad ar­
gum entos de esta naturaleza, ciertam ente serían d e­
m asiado abstrusos para constituirse en objeto de
observación por parte de tan imperfecto entendimien­
to, pues su descubrimiento y observación exigen el
mayor cuidado y atención por parte de un genio filosó­
fico. Los animales entonces no son guiados en sus infe­
rencias por razonamientos, com o tam poco lo son los
niños, ni el común de la humanidad en sus acciones
y conclusiones cotidianas; tampoco lo son los filósofos
mismos, quienes en todos los aspectos activos de la
vida se hallan, por lo general, a la par del vulgo y están ,
S E C C I Ó N IX

gobernados por las mismas m áxim as. La naturaleza


tuvo que haber suministrado algún otro principio, de
más fácil y universal uso y aplicación; una operación
de tan inmensas consecuencias para la vida com o lo
es la de inferir efectos de causas, no pudo haber sido
confiada a los inciertos procesos del razonamiento y
la argum entación. Aún si esto fuese puesto en duda
en lo que concierne a los hombres, parece no admitir
duda alguna en lo tocante a las criaturas animales; una
vez establecida con firmeza la conclusión respecto a
éstas podem os suponer, a partir de todas las reglas
de la analogía, que debiera admitirse universalmente,
sin excepción o reticencia. Es la costum bre tan sólo
lo que com prom ete a los animales a inferir, a partir
de cualquier objeto que afecte sus sentidos, su acom­
pañante habitual y con la presencia del prim ero lleva
a la imaginación a la concepción del segundo de aque­
lla peculiar manera que denominamos creencia. Ningu­
na otra explicación puede darse de tal operación,
tanto para las clases superiores como para las inferio­
res de los seres sensitivos que nos es dado observar'9.

8 ;. Aun cuando los animales deriven la mayor parte


de su conocim iento de la observación, gran parte de

1 9. Puesto que todo razonam iento acerca de hechos o causas


se deriva exclusivam ente de la costum bre, podem os preguntarnos
cóm o es posible que los hom bre exced en tanto en sus raciocinios
a los anim ales y un hom bre a o tro. ¿N o tendría la costum bre idén­
tica influencia en todos?
N os esforzarem os aquí p o r exp lica r b revem en te la gran d ife­
rencia que existe en tre los en ten dim ientos hum anos; esta e x p li­
cación nos p erm itirá c o m p ren d er sin dificultad la razón de la
diferen cia en tre los hom bres y los anim ales.
D A V I D H U M E

1 . C u an do hem os vivido c ierto tiem p o y nos hem os habituado


a la uniform idad de la naturaleza, adquirim os un hábito general
m ediante el cual transferim os siem pre lo conocido a lo descon o­
cido y lo concebim os com o sem ejante. M ediante este principio
gen eral del hábito, con sid eram os incluso un único exp erim en to
com o fundam ento de raciocinio y esperam os con cierto grado de
certeza un acontecim iento sim ilar cuando el exp erim en to ha sido
realizado con precisión y está lib re de circunstancias ajenas. Por
co n sig u ien te , co n sid eram o s de gran im po rtan cia o b se rv a r las
consecuencias de las cosas; com o un hom bre puede sup erar po r
m ucho a o tro en atención , m em oria y ob servació n , esto da lu
gar a una gran diferen cia en tre sus resp ectivo s razonam ientos.
2. C u an do hay una acum ulación de causas en la pro du cción de
un efecto , una m en te puede ser más am plia que o tra y c o m p re n ­
d er m e jo r el sistem a total de o b jeto s e in ferir correctam en te sus
consecuencias.
3. Algunos hom bres pueden llevar un encadenam iento de co n ­
secuencias más lejo s que o tros.
4 . Pocos hom bres son capaces de pensar durante largo tiem po
sin confundirse y tom ar unas ideas po r otras; hay varios grados de
tal debilidad.
f . La circunstancia de la que d ep en d e el efecto se halla a m e ­
nudo com binada con otras circunstancias ajenas y extrín secas. Su
separación e xig e a m enudo atención , precisión y sutileza.
6. La form ulación de m áxim as generales a partir de observacio­
nes particulares es una operación com pleja; nada es más frecuente
que com eter erro res a este respecto, debido a la precipitación o
a la estrech ez de la m en te, qu e im piden co n tem p lar tod os sus
aspectos.
7. C u an do razonam os p o r analogía, quien tiene m ayo r e x p e ­
rien cia o rapidez en sugerir analogías será m e jo r pensador.
8. Los sesgos produ cidos por los p reju icios, la edu cación, la
pasión, los p artid os, e tc ., tienen m ayo r incid encia sob re unas
m en tes qu e sobre otras.
9. Una vez que se ha ganado confianza en el testim onio huma
no, los libros y conversaciones am plían la esfera de la experiencia
y pensam iento de un hom bre m ucho más que la de otro.
N o sería difícil d escub rir m uchas o tras circunstancias que de
term in an las diferen cias de com pren sió n en tre los ho m bres.

140
S E C C I Ó N IX

él deriva también originariamente de la naturaleza;


ésta excede por mucho en proporción a la capacidad
que poseen en ocasiones ordinarias y la más larga
práctica o experiencia inciden poco o nada sobre ella.
A ésta la denominamos instinto y nos vemos inclina­
dos a admirarla como algo extraordinario e inexplica­
ble por las disquisiciones del entendimiento humano.
No obstante, quizás nuestro asombro termine o dismi­
nuya si consideram os que el propio razonamiento
experiencial que com partim os con las bestias y del
que depende toda nuestra conducta, no es más que
una especie del instinto o poder mecánico que obra
en nosotros sin que seamos conscientes de él y que
en sus principales operaciones no está dirigido por
relaciones tales com o la comparación de ideas, como
lo están los objetos propios de nuestras facultades
intelectuales. Aun cuando los instintos sean diferen­
tes, hay sin em bargo un instinto que le enseña al
hombre a evitar el fuego, al igual que enseña al ave,
con tanta precisión, el arte de la incubación así como
la economía y orden de la crianza.

I _L1
D A V I I ) H U M E

s e c c ió n x . De los milagros.

PARTE I

86. Hallamos en los escritos del D r. Tillotson un ar­


gumento contra la presencia real, tan conciso, elegante
y sólido com o pudiera desearse en contra de una
doctrina tan poco m erecedora de seria refutación.
Todos reconocen, afirma el erudito prelado, que la
autoridad bien sea de las Escrituras o de la tradición,
está fundamentada únicamente en el testim onio de
los apóstoles, quienes fueron testigos presenciales
de aquellos milagros de nuestro Salvador mediante los
cuales demostró su misión divina. Por consiguiente, '
las pruebas de que disponemos de la verdad de la reli­
gión cristiana son entonces m enores que las que te­
nemos de la verdad de nuestros sentidos, pues 110 era
m ayor incluso en los prim eros autores de nuestra re­
ligión y es evidente que debe disminuir al pasar de ellos
a sus discípulos; tampoco puede alguien depositar igual
confianza en su testim onio com o en el objeto in ­
mediato de sus sentidos. Pero una evidencia m enor
nunca puede destruir una m ayor; por ende, aún si la *
doctrina de la presencia real fuese claramente revela­
da por las Escrituras, asentir a ella sería directamente
contrario a las reglas del co rrecto razonam iento.
Contradice los sentidos, aunque tanto la Escritura y
la tradición sobre las que presuntam ente se funda­
m enta, no conllevan igual evidencia que los sentidos
cuando son consideradas m eram ente com o pruebas
externas y no han sido grabadas en el corazón de cada
S E C C I Ó N X

quien a través de la intervención inmediata del Es­


píritu Santo.
Nada hay más convincente que un argumento de­
cisivo de este tipo, el cual debería al menos silenciar la
más arrogante intolerancia y superstición y librarnos
de sus impertinentes requerimientos. Me enorgullezco
de haber descubierto un argum ento de igual natura­
leza que de ser correcto, servirá, entre los sabios y
eruditos, para reprim ir por siem pre todo tipo de ilu­
siones supersticiosas y por ende, será de utilidad
m ientras perdure el m undo. Pues hasta entonces,
presumo, la historia sagrada y profana se verá poblada
de relatos acerca de m ilagros y prodigios.

87. Aunque la experiencia sea nuestra única guía en


lo referente a cuestiones de hecho, debemos reco­
nocer que tal guía no es del todo infalible y que en
algunos casos puede conducirnos a error. Q uien, en
nuestro clim a, esperara m ejor tiem po en cualquier
semana de junio que en una de diciem bre, razonaría
correctam ente y en conform idad con la experiencia,
pero sin duda podría ocu rrir, en alguna ocasión, que
estuviese equivocado. N o obstante, podremos adver­
tir que en un caso semejante no tendría m otivo de
queja contra la experiencia, pues ésta habitualmente
nos informa de antemano acerca de la incertidumbre
debida a la contrariedad de los hechos, que podemos
aprender de una diligente observación. No todos los
efectos se siguen con igual certeza de sus presuntas
causas. Algunos hechos se hallan, en todos los paises
y épocas, en conjunción constante; otros se muestran
más variables y en ocasiones no llenan nuestras e x ­
pectativas; por consiguiente, en los razonamientos

141
D A V I D H U M E

acerca de cuestiones de hecho hay todos los grados


imaginables de certeza, desde la m ayor certidum bre
a la m enor especie de evidencia m oral.
Por ello un hom bre sabio adecúa su creencia a la
evidencia. En las conclusiones fundadas en una e x ­
periencia infalible, espera el acontecim iento con el
m ayor grado de certeza y considera su experiencia
previa com o una prueba cabal de la existencia futura
de tal acontecim iento. En otros casos procede con
m ayor cautela: supone los experim entos opuestos,
considera cuál de ellos está apoyado por el m ayor nú­
m ero de casos y se inclina hacia él con duda y vacila­
ción; cuando al fin establece un juicio, la evidencia no
excede lo que propiam ente llamamos probabilidad.
Toda probabilidad supone, entonces, una oposición
de experiencias y observaciones en la cual un lado
prevalece sobre el otro y genera un grado de certe­
za proporcionado a tal superioridad. Cien casos o
experiencias a favor y cincuenta en contra suministran
una expectativa dudosa de cualquier acontecimiento;
sin em bargo, cien experiencias uniform es, con una
sola en contra, razonablemente generan un grado de
certidumbre bastante m ayor. En todos los casos debe­
mos contraponer las experiencias cuando son contra­
rias y deducir el m enor núm ero del m ayor para
conocer con exactitud la fuerza de la evidencia su­
perior.

8 8 . Podemos aplicar tales principios a un caso particu­

lar, al observar que no hay una especie del razonamien­


to más com ún, más útil e incluso más necesaria para
la vida humana que la derivada del testim onio de los
hom bres y de los inform es de los testigos presencia­

144
S E C C I Ó N X

les y espectadores. Quizás pueda negarse que tal es­


pecie del razonamiento esté fundada en la relación de
causa y efecto. No discutiré el uso de las palabras.
Bastará con advertir que la confianza que depositamos
en este tipo de argum ento no deriva de otro princi­
pio diferente del de la observación de la veracidad del
testim onio humano y de la conform idad habitual de
los hechos con los inform es de los testigos. Siendo
una m áxim a general que los objetos no guardan nin­
guna conexión identificable entre sí y que todas las
inferencias que podemos establecer de uno a otro se
fundan exclusivamente en la experiencia que tenemos
de su conjunción constante y regular, resulta evidente
que no debem os hacer una excepción a esta máxim a
en favor del testim onio humano, cuya conexión con
cualquier evento parece ser, en sí misma, tan poco
necesaria com o cualquier otra. Si no fuese la m em o­
ria obstinada hasta cierto punto y no tuvieran los
hom bres una inclinación hacia la verdad y hacia el
principio de probidad; si no fuesen susceptibles a la
vergüenza cuando se demuestra su falsedad; si no se
descubriera por experiencia que tales cualidades son
inherentes a la naturaleza humana, nunca deposita­
ríamos la m enor confianza en el testimonio humano.
Un hom bre delirante, o alguien conocido por su fal­
sedad y villanía, no detenta autoridad alguna entre
nosotros.
Puesto que la evidencia derivada de los testigos y
del testim onio humano se funda en la experiencia
pasada, se modifica también con la experiencia y es
considerada, o bien com o prueba o como probabilidad,
según si la conjunción hallada entre un tipo particular
de informe y cualquier tipo de objeto ha sido constante

14.1;
D A V I D H U M E

o variable. Hay una serie de circunstancias que d e­


ben ser tenidas en cuenta en todo juicio de este tipo;
la norma última que empleamos para dirim ir toda dis­
puta que pueda surgir respecto de ellas deriva siem ­
pre de la experiencia y de la observación. De no ser
tal experiencia completamente uniforme en favor o en
contra, se ve acompañada de juicios contradictorios y
de aquella misma oposición y mutua destrucción de j
los argum entos, com o sucede con todo otro tipo de
evidencia. A m enudo vacilam os acerca de los rela­
tos de los demás. Contraponem os las circunstancias
opuestas que causan duda o incertidum bre y cuando
descubrim os alguna superioridad en cualquier lado,
nos inclinamos hacia él pero con m enor certidum bre,
proporcional a la fuerza de su con trario. 4

89. Tal contrariedad de la evidencia, en el presente


caso, puede derivar de una serie de causas diferen­
tes; de la oposición de testimonios, del carácter o nú
m ero de los testigos, de la form a en que rinden sus
declaraciones o de la conjunción de todas estas c ir­
cunstancias. Abrigam os sospechas respecto de una
cuestión de hecho cuando los testigos se contradicen,
cuando son m uy pocos o de carácter dudoso, cuan-
do tienen un interés determ inado en lo que afirman,
cuando declaran con vacilación o por el contrario,
con excesiva virulencia. Hay muchos otros detalles
del mismo tipo que pueden disminuir o destruir la j
fuerza de cualquier argumento derivado del testim o­
nio humano.
Supongamos por ejem plo, que el hecho presunta­
mente establecido por el testimonio hace parte de lo
extraordinario y maravilloso; en tal caso, la evidencia i

14.A
S E C C I Ó N X

resultante del testimonio admite disminución, m ayor


o m enor, en proporción a lo habitual o inhabitual del
hecho. La razón por la que depositamos nuestra con­
fianza en testigos e historiadores no deriva ele alguna
conexión que percibam os a priori entre el testim onio
y la realidad, sino de que estamos acostumbrados a
hallar conform idad entre ellos. Sin em bargo, cuan­
do el hecho que se atestigua es tal que casi nunca ha
sido objeto de observación, rivalizan dos experiencias
opuestas, una de las cuales destruye a la otra de acuer­
do con su fuerza; la experiencia superior sólo puede
obrar sobre la mente por la firmeza que im prim e. El
mismo principio de experiencia, que confiere cierto
grado de certeza al testim onio de los hom bres, nos
da tam bién, en este caso, cierto grado de certeza en
contra del hecho que se pretende establecer; de tal
contradicción surge necesariamente una contraposi­
ción y la mutua destrucción de la creencia y de la
autoridad.
No creería esta historia aunque me fuese relatada por
Catón era un dicho proverbial en Rom a, incluso en
vida de aquel patriota filósofo10. Se concedía que la
ausencia de credibilidad de un hecho habría podido
invalidar incluso una autoridad sem ejante.
El príncipe indio que se rehusaba a creer los prime­
ros relatos acerca de los efectos de las heladas razonaba
correctamente; en efecto, se requeriría un testimonio
muy fuerte para comprometer su asentimiento respec­
to de aquellos hechos surgidos de un estado de la na­
turaleza con el que no estaba familiarizado y que
guardaba tan poca analogía con aquellos hechos de los

20. P lutarco, Marcus Cato.

1 An
D A V I D H U M E

que tenía una experien cia constante y un iform e.


Aunque no eran contrarios a su experiencia, tam po­
co se conform aban con ella3'.

90. No obstante, para increm entar la probabilidad en


contra de la declaración de los testigos, supongamos
que el hecho afirmado por ellos, en lugar de ser sólo
m aravilloso, sea realm ente m ilagroso; supongamos
también que el testimonio, en sí mismo considerado,
equivalga a una prueba cabal; en tal caso tendríamos
una prueba contra otra de las cuales la más fuerte debe
prevalecer, pero con una disminución de su fuerza
probatoria proporcional a la de su contraria.

2 1 . N ingún indio, es evid en te, hubiera podido exp erim en tar


que el agua no se congela en los clim as frío s. Esto es co lo car a la
naturaleza en una situación c o m p letam en te d esco n o cid a para
él y le re su ltaría im po sible d ec ir a priori cuál sería el e fe c to de
tal situación. R ealiza una nueva exp erien cia cuyas consecuencias
son sie m p re in ciertas. En ocasion es p o d e m o s c o n je tu ra r p o r
an alogía lo qu e se se gu irá, p ero se trata tan só lo de una c o n je ­
tu ra. D e b e m o s co n fe sar q u e , en el caso d e la c o n g elac ió n , el
e v e n to se sigu e de m an era c o n traria a las reglas d e la analogía
y es tal qu e un indio razonable jam ás lo esp eraría. I a acción del
frío so b re el agua no es grad u al, según el g rad o d e frío , sino
que al llegar al pu n to de con gelación el agua pasa en un m o m en ­
to d e la m ayo r liquidez a la m ás p erfecta dureza. T al ev en to , por
en d e , pu ed e se r calificad o d e extraordinario y e x ig e un te stim o ­
nio m u y fu e rte a su fa v o r para qu e se le o to rg u e cred ib ilid ad
e n tre q u ien e s habitan en clim as c á lid o s; sin e m b a rg o , 110 es
milagroso ni c o n trario a la e x p e rie n c ia u n ifo rm e del d ecu rso .le
la natu raleza en aq u ello s casos d o n d e todas las circu n stan cias
son igu ales. L os habitantes d e Su m atra sie m p re han visto Huir
el agua en su p ro p io clim a y la con gelació n de sus río s deb e ser
con sid erad a un p ro d ig io , p e ro nunca han c o n tem p lad o el agua
en M oscú du ran te el in v iern o y p o r c o n sig u ien te no pueden
estar razo n ab lem en te segu ro s de cuál sería el e fe c to resu ltan te.

1 AS
S E C C I Ó N X

Un milagro es una violación de las leyes de la na­


turaleza; dado que estas leyes han sido establecidas
mediante una firm e e inalterable experien cia, la
prueba contra un m ilagro, por la misma naturaleza
del hecho, es tan completa como cualquier argumento
experiencial que podamos imaginar. ¿Por qué es más
probable que todos los hombres hayan de m orir, que
el plomo no permanezca, por sí m ism o, suspendido
en el aire, que el fuego consuma la madera y se e x ­
tinga con el agua, a menos de suponer que tales acon­
tecimientos concuerdan con las leyes de la naturaleza
y que se requiere una violación de estas leyes, en
otras palabras, un m ilagro, para impedirlos? Nada de
lo que sucede dentro del decurso de la naturaleza se
considera un m ilagro. No sería un milagro que quien
en apariencia goza de buena salud muera de repente,
pues este tipo de acontecimiento, aunque poco habi­
tual, ha sido observado. N o obstante, si un hombre
resucitara se considerará tal hecho m ilagroso, pues
no ha sido observado en ninguna época o lugar. Debe
haber entonces una experiencia uniform e en contra
de todo acontecim iento m ilagroso, pues de lo co n ­
trario no m erecería tal calificativo y puesto que la
experiencia uniforme equivale a una prueba, tenemos
entonces una prueba directa y com pleta, derivada de
la naturaleza del hecho, en contra de la existencia de
cualquier m ilagro. La única manera de destruir una
prueba semejante o hacer verosím il el m ilagro sería
presentar una prueba contraria que poseyera m ayor
fu e r z a ." '

2 i A. En ocasiones es posible que un aco n tecim ien to, en si mis­


mo con sid erad o, no pare/.ca co n trario a las leyes naturales y sin

149
D A V I D H U M E

9 1 . La consecuencia evidente de lo anterior (y se


trata de una m áxim a general digna de toda atención)
es: “Ningún testim onio es suficiente para establecer
la verdad de un milagro, a menos de que el testimonio
fuese tal que su falsedad implicara un milagro mayor que
el hecho que se propone dem ostrar; incluso en tal
caso, hay una destrucción mutua de los argum entos
y el más fuerte sólo nos ofrece una certeza proporcio­
nal al grado de fuerza que le resta después de deducir
el inferior.” Cuando alguien me dice que vio un hom ­
bre resucitado, de inm ediato pienso para mis
adentros si no sería más probable que tal persona me
engañe o haya sido engañada y no que el hecho narra­
do haya ocurrido realm ente. Contrasto un m ilagro

e m b argo , en razón de las circunstancias, sea calificado d e m ila­


g ro so pu es d e h e c h o es c o n trario a tales le y e s. Si po r e jem p lo
una p e rso n a, in vo can d o la au to rid ad d ivin a, le o rd en a a un e n ­
fe rm o r e c o b ra r la salud, a un ho m b re sano caer m u erto ,a las
nubes que llueva a los vientos que soplen; en síntesis, si ordena que
sucedan varios acontecim ientos naturales y estos obedecen a su
mandato podrían ser con siderados m ilagros pues serían, en este
caso, con trario s a las leyes de la natu raleza., si subsistiera la sos­
pecha de que el acontecim iento y la orden concurrieran acciden­
talm en te, no habría m ilagro alguno ni transgresión de las leyes
naturales. Si se elim inara tal sospecha, se trataría evidentem ente
de un m ilagro y d e una tran sgresión de estas ley es, pues nada
p o d ría ser m ás co n trario a la naturaleza com o que la voz o el
m andato de un hom bre surtiera tales efecto s. Un m ilagro puede
se r correctam en te definido com o u n a tran sgresió n d e u n a le j n a tu ­
r a l p o r u n a v o lició n p a r t ic u la r de la d iv in id a d o ser descu b ierto o no
p o r los hom b res. Esto no altera su naturaleza y esencia. L eva n ­
tar una casa o un navio por los aires es un m ilagro visible. L evan­
tar una plum a cuando el viento carece de la fu erza necesaria para
h acerlo es tam bién un m ilagro real, aunque no sea igualm ente
p ercep tib le para nosotros.

1
S E C C I Ó N X

con el otro y de acuerdo con la superioridad que


descubro, adopto una decisión y rechazo siempre el
milagro m ayor. Si la falsedad de este testimonio fue­
se aún más milagrosa que el hecho relatado, enton­
ces y sólo entonces podría aspirar a obtener mi
creencia o adhesión.

PARTE II

9 2. En el razonamiento precedente hemos dado por


supuesto que el testimonio sobre el que se fundamenta
un milagro puede equivaler a una prueba completa y
que la falsedad de tal testim onio sería un prodigio
real; no obstante, es fácil m ostrar que hemos sido
excesivamente generosos al hacer tal concesión y que
ningún acontecim iento m ilagroso ha sido estableci­
do jamás con base en una prueba tan com pleta.
Primero, no existe en toda la historia un m ilagro
atestiguado por un núm ero suficiente de hombres de
tan incuestionable buen sentido, educación y erudición
que los proteja de todo engaño de sí; de tan indubita­
ble integridad que los abrigue de toda sospecha acerca
del designio de engañar a otros; de tal crédito y r e ­
putación a los ojos de la humanidad que tuviesen
mucho que perder en caso de ser detectada su falsía
y al mismo tiem po, que atestiguaran hechos ocu rri­
dos públicamente y en tan conocidos lugares que el
descubrimiento de su falsedad fuese inevitable: todas
estas serían circunstancias necesarias para conferir una
certeza com pleta al testim onio de los hombres.

9 3. Segundo, podem os observar en la naturaleza hu­


D A V I D H U M E

mana un principio que, si se examina estrictam ente,


disminuye en form a sustancial la confianza que p o­
dríamos tener en cualquier tipo de prodigio basados
en el testim onio humano. La m áxim a que habitual-
mente seguimos en nuestros razonamientos es que
los objetos de los que no tenemos experiencia se ase­
mejan a aquellos de los que tenem os experiencia; lo
más usual es siem pre lo más probable y cuando hay
argumentos opuestos, debemos dar prioridad a aque­
llos que se basan en el mayor número de observaciones
anteriores. Si bien al proceder según esta m áxim a
rechazamos por lo general todo hecho inhabitual e in­
creíble sin dificultad, no obstante, al avanzar un poco
más, la mente no observa siempre la misma regla; cuan­
do se afirma la existencia de un hecho absolutamente *
absurdo y m ilagroso se inclina más bien a admitirlo
con facilidad gracias a aquella circunstancia que, por
el contrario, debiera destruir toda su autoridad. La
pasión de sorprenderse y maravillarse originada en los
m ilagros, por ser una em oción agradable, confiere
una sensible tendencia a creer en semejantes aconte­
cimientos de los que deriva. Lo anterior se extiende
de tal manera que incluso quienes no pueden gozar
de inmediato de un placer semejante ni creer en los *
hechos m ilagrosos que escuchan, se com placen sin
em bargo en com partir vicariam ente o por reflejo tal
satisfacción; así se enorgullecen y deleitan al excitar
la admiración de otros.
¡Con cuánta avidez se escuchan los relatos m ila­
grosos de los viajeros, sus descripciones de los m ons­
truos marinos y terrestres, su narración de aventuras
m aravillosas, extraños hom bres y raras costum bres!
Pero cuando el espíritu religioso se conjuga con el *
S E C C I Ó N X

amor por las maravillas, acaba con el sentido común;


el testimonio humano, en tales circunstancias, pierde
toda pretensión de autoridad. Un fanático religioso
puede ser entusiasta e imaginar que ve aquello que
no es real; puede saber que sus relatos son falsos y
sin em bargo perseverar en ellos animado de las m e­
jores intenciones, com o son las de p rom over una
causa tan santa. Incluso cuando no ocurre tal engaño
la vanidad, excitada por una tentación tan grande, obra
sobre él más poderosam ente que sobre el resto de la
humanidad en cualquier otra circunstancia y el p ro ­
pio interés obra con igual fuerza. Sus oyentes quizás
no posean criterios suficientes para exam inar con
detenim iento sus pruebas; por lo general carecen de
« ellos y están dispuestos a renunciar, por principio, a
aquellos criterios que efectivam ente poseen cuando
se trata de temas tan sublimes y m isteriosos. Incluso
si estuvieran dispuestos a em plearlos, la pasión y una
imaginación calenturienta perturban la regularidad
de sus juicios. Su credulidad aumenta la impudicia de
quien les habla y tal impudicia domina su credulidad.
La elocuencia, en su más alto grado, deja poco
lugar a la razón o la reflexión; se dirige por completo
a la fantasía y a las afecciones, cautiva a los oyentes
dispuestos y somete su entendim iento. Por fortuna
rara vez alcanza tal grado. N o obstante, el efecto ob­
tenido con dificultad por un Tulio o un Demóstenes
sobre la audiencia romana o ateniense, puede lograrlo
cualquier capuchino, cualquier maestro itinerante o
sedentario, sobre el com ún de la humanidad y en
m ayor grado al recu rrir a tan toscas y vulgares pa­
siones.
Los m últiples casos de falsos m ilagros, profecías
D A V I D H U M E

y acontecimientos sobrenaturales que han sido denun­


ciados en todas las épocas por evidencias contrarias o
que se refutan a sí mismos por su carácter absurdo,
prueban de manera suficiente la fuerte propensión de
la humanidad a lo extraordin ario y m aravilloso y
debieran razonablem ente suscitar sospechas acerca
de toda relación de este tipo. Es este nuestro modo
natural de pensar incluso respecto de los aconteci­
mientos más verosím iles y corrientes. No hay noticia
que surja con m ayor facilidad ni áe difunda con mayor
rapidez, especialmente en el campo y en los pueblos
provincianos, que la referen te a los m atrim onios;
tanto es así que dos jóvenes de igual condición ape­
nas se han visto por segunda vez cuando ya los casa
todo el vecindario. El placer de relatar una novedad {
de tal in terés, propagarla y ser el p rim ero en r e ­
portarla, disemina la información. Este hecho es tan
bien conocido que ningún hom bre de buen sentido
presta atención a tales nuevas hasta recibir ulterior
confirm ación. Idénticas pasiones y otras aún más
fuertes llevan al común de la humanidad a creer y r e ­
latar, con la m ayor vehem encia y seguridad, todos
los m ilagros religiosos.
/
94. Tercero, constituye una fuerte presunción en con­
tra de todo relato sobrenatural y m ilagroso el que
abunden principalm ente entre las naciones bárbaras
e ignorantes; si un pueblo civilizado ha admitido al­
gunos de ellos se advertirá que los ha recibido de sus
predecesores bárbaros e ignorantes, quienes los
transm itieron con aquella inviolable sanción y auto­
ridad que acompaña a las tradiciones. Cuando nos
detenemos a exam inar la historia rem ota de todas las ,
S E C C I Ó N X

naciones, tendem os a imaginar que somos transpor­


tados a un mundo desconocido en el cual el marco
total de la naturaleza está desarticulado y cada ele­
mento realiza sus operaciones de diferente manera
a como lo hace en la actualidad. Las batallas, revolu­
ciones, pestilencias, hambrunas y muertes no son el
efecto de aquellas causas naturales que experim enta­
mos. Prodigios,'augurios, oráculos y juicios oscurecen
por completo aquellos pocos hechos naturales que se
mezclan con ellos. Pero así como los primeros desapa­
recen a medida que nos acercamos a épocas ilustradas,
pronto descubrim os que no hay nada m isterioso o
sobrenatural en tales casos, diferente de lo que pro­
cede de la propensión habitual de la humanidad hacia
lo m aravilloso y que, aun cuando esta inclinación
pueda ser controlada a intervalos por el sentido común
y el conocimiento, no puede ser del todo extirpada de
la naturaleza humana.
Resulta extraño, observará quizás un juicioso lec­
tor al estudiar tan maravillosos historiadores, que tales
acontecimientos no sucedan nunca en nuestros días. N o es
extraño em pero, que los hom bres mientan en todas
las épocas. En efecto, existen casos suficientes de tal
debilidad. Se escucha a menudo el com ienzo de un
relato maravilloso que, al ser tratado con desdén por
parte de personas eruditas y sensatas, ha sido abando­
nado finalmente incluso por el vulgo. Puede asegurarse
que aquellas famosas mentiras que han sido difundidas
y se han elevado a tan m onstruosa altura, surgieron
todas de manera sem ejante; 110 obstante, sembradas
en terrenos más fértiles, crecieron hasta convertirse
en prodigios com parables tan sólo a aquellos que
relatan.
D A V I D H U M E

Aquel falso profeta, Alejandro, hoy en día olvida­


do pero que en el pasado gozó de gran fam a, adoptó
una sabia política al elegir com o escenario de .sus
imposturas a l’aflagonia donde, com o nos lo dice Lu­
ciano, el pueblo era en extrem o ignorante y estúpi­
do, dispuesto a creer incluso la mentira más evidente.
Con la distancia, quienes piensan todavía que el asun­
to es digno de investigación, no tienen oportunidad
de recibir m ayor información. Los relatos llegan mag­
nificados por miles de circunstancias. Los tontos pro­
pagan con laboriosidad la impostura, mientras que los
sabios y eruditos se contentan, por lo general, con ri­
diculizar su carácter absurdo, sin informarse acerca de
los hechos concretos m ediante los cuales podría ser
claram ente refutada. Por estas razones, el im postor
mencionado pudo avanzar, desde el ignorante pueblo
de Patlagonia, hasta reclutar adeptos incluso entre los
filósofos griegos y los más eminentes y distinguidos
rom anos; llegó incluso a atraer la atención del sabio
emperador M arco Aurelio a tal punto que éste confió
el éxito de una expedición militar a sus engañosas p ro­
fecías.
Las ventajas de iniciar una impostura en m edio de
un pueblo ignorante son tan grandes que, aún si el
engaño fuese de tal m agnitud que no consiguiera
im ponerse a la generalidad (lo cual, aunque con poca
frecuencia, a veces ocurre), tiene m ayores oportunida­
des de éxito en rem otos lugares que si su escenai io
inicial fuese una ciudad famosa por su dedicación a
las artes y al conocim iento. Los más ignorantes y
salvajes de estos bárbaros llevan el relato al exterior.
Ninguno de sus compatriotas sostiene una correspon­
dencia de im portancia y no posee suficiente crédito

156
S E C C I Ó N X

y autoridad como para denunciar y recusar el engaño.


La inclinación de los hombres hacia lo maravilloso ha
tenido magníficas oportunidades para desarrollarse.
Así, un relato unánimemente denunciado en aquel
lugar donde se inició, pasará por verdadero a mil
millas de distancia. Si A lejandro hubiese fijado su
residencia en Atenas, los filósofos pertenecientes a
tan famoso em porio del conocim iento hubieran di­
fundido de inm ediato, a través de todo el im perio
rom ano, su opinión al respecto que, apoyada en tan
gran autoridad y desplegada con toda la fuerza de la
razón y de la elocuencia, hubiera abierto los ojos a la
humanidad. Es cierto que Luciano, al pasar por casua­
lidad por Paflagonia, tuvo oportunidad de realizar
esta buena obra. Si bien ciertam ente es esto lo más
deseable, no siem pre ocurre que todo Alejandro en­
cuentre su Luciano dispuesto a exponer y denunciar
sus im posturas.

95. Podría añadir una cuarta razón en contra de la au­


toridad de los prodigios, a saber, que no existe testimo­
nio alguno, incluso cuando no ha sido expresam ente
denunciado, que no haya sido negado por un número
infinito de testigos; de manera que no sólo el milagro
destruye la credibilidad del testim onio sino que el
testimonio se destruye a sí m ism o. Para com prender
esto m ejor, consideremos que en materia de religión,
todo lo que es diferente es contrario; es im posible
que las religiones de la antigua Rom a, de Turquía,
de Siam o de China estuviesen todas sólidamente fun­
damentadas. Todo milagro, presuntamente forjado en
cualquiera de estas religiones (y todas ellas abundan
en milagros), tiene entonces, como propósito estable­

1
D A V I D H U M E

cer la verdad del sistema particular al que es atribuido


y por consiguiente, tiene la misma tuerza, in direc­
tam ente, para derrocar todo sistema diferente. Al
destruir un sistema rival, destruye también la credi­
bilidad de aquellos m ilagros sobre los que estaba
fundamentado aquél, de manera que todos los p ro ­
digios a los que apelan las diversas religiones deben
ser considerados hechos contrarios y las evidencias co­
rrespondientes a tales prodigios, bien sean débiles o
sólidas, com o mutuamente excluyentes. Según este
m étodo de razonamiento, cuando creem os en un m i­
lagro realizado por M ahom a o por sus sucesores,
tenemos com o garantía el testimonio de algunos bár­
baros árabes; por otra parte, debem os considerar la
autoridad de Tito L ivio, Plutarco, Tácito y en sínte­
sis, la de todos los autores y testigos griegos, chinos y
católicos romanos que han relatado algún milagro de
su propia religión; debemos entonces considerar su
testim onio de la misma m anera com o si hubieran
m encionado el m ilagro de M ahoma y lo hubiesen
negado explícitam ente, con la misma certeza con que
afirman el milagro que relatan. Tal argumento podría
parecer sutil y refinado en exceso, pero en realidad no
difiere del razonamiento de un juez que supone que
la credibilidad otorgada a dos testigos que acusan a
alguien de un crim en se destruye con el testimonio
de otros dos que afirmen haberlo visto a doscientas
leguas de distancia en el momento en que fue com e­
tido el crim en.

96. U no de los más reconocidos m ilagros de la his­


toria profana es el que relata Tácito de Vespaciano,
quien habría curado a un ciego en Alejandría con su
S E C C I Ó N X

saliva y a un cojo por el solo contacto de su pie, si­


guiendo las órdenes del dios Serapis quien los había
conminado a recu rrir al em perador para que tales
curaciones milagrosas fueran realizadas. Tal relato
puede leerse en aquel gran historiador” , donde cada
circunstancia parece añadir peso al testim onio y es
desplegada ampliamente con toda la fuerza de la ar­
gumentación y de la elocuencia, si hubiese actual­
mente alguien interesado en im poner la evidencia de
esta superstición idólatra y denunciada: la seriedad,
solidez, edad y probidad de tan grande em perador
que, en el transcurso de su vida dem ostró fam iliari­
dad con sus amigos y cortesanos, y quien nunca ostentó
aquellos extraordinarios aires de divinidad asumidos
por Alejandro y por D em etrio. El historiador, un
escritor de la época, conocido por su honestidad y
veracidad y por lo dem ás, el m ayor y más agudo g e ­
nio quizás de toda la antigüedad y por ende tan libre
de toda tendencia a la credulidad que incluso fue
objeto de la imputación contraria, a saber, de ser ateo
y profano; las personas en cuya autoridad confió al
relatar el milagro, podemos presum ir, eran todas de
reconocido buen juicio y veracidad, testigos presen­
ciales de los hechos que confirm aron su testimonio
después de que la familia Flavia había sido derrocada
del imperio y no se hallaba en condiciones de reco m ­
pensar una m entira. Utrumque, qui interjuere, nunc
quoque memorant, postquam nullum mendacio pretium. Si
a lo anterior añadimos el carácter público de los hechos
como fueron relatados, resultará claro que no habría

2 2. Historias, iv.8 i . Sueton io relata ap ro xim ad am en te el m is­


m o hecho, Vnla Je los Césares (V espacian o).
D A V I D H U M E

mayor evidencia en favor de tan tosca y palpable fal­


sedad.
M erecería también nuestra consideración un re ­
lato m em orable del cardenal de Retz. Cuando aquel
intrigante político huyó a España para evitar la perse­
cución de sus enemigos, pasó por Zaragoza, capital de
Aragón; en la catedral le m ostraron a un hombre que
había sido portero siete años y era bien conocido por
todos los habitantes del pueblo que frecuentaban la
iglesia. Durante mucho tiem po habían observado que
le faltaba una pierna, pero había recobrado este
m iem bro frotando santos óleos sobre el m uñón; el
cardenal asegura que lo vio con dos piernas. Este
m ilagro fue avalado por todos los canónigos de la
iglesia; los habitantes del pueblo fueron llamados para
confirmar el hecho y el cardenal encontró que debido
a su celosa devoción, eran todos firmes creyentes en
el m ilagro. En este caso quien relata el m ilagro era
también contemporáneo del presunto prodigio, de ca­
rácter incrédulo y libertino así como de gran talento;
el milagro de naturaleza tan singular que escasamente
podría admitir falsificación, los testigos muy num e­
rosos y todos, en cierta m anera, espectadores de
aquel hecho del que daban testimonio. Lo que añade
m ayor fuerza a la evidencia y puede redoblar nuestra
sorpresa en esta ocasión, es que el cardenal mismo
que relata el prodigio parecía no darle crédito y por
consiguiente, no puede sospecharse colaboración
alguna de su parte en el sagrado fraude. Consideró
con razón que para rechazar un hecho de tal natura­
leza, no era preciso estar en condiciones de refutar
adecuadamente el testim onio y rastrear su falsedad
a través de todas las circunstancias de bribonería y

1 r í\
S E C C I Ó N X

credulidad que lo produjeron. Sabía que por lo gene­


ral tal cosa era imposible cuando se está poco distante
en el tiem po y el espacio y en extrem o difícil, inclu­
so cuando se halla inmediatamente presente a causa
de la beatería, ignorancia, astucia y bellaquería de
gran parte de la humanidad. Concluyó, por consiguien­
te, como corresponde a un correcto razonador, que
tal evidencia conllevaba en sí misma falsedad y que un
milagro basado en el testimonio humano era propia­
mente más bien objeto de burla que de argumentación.
Ciertam ente nunca hubo más milagros atribuidos
a una persona que los que se dice tuvieron lugar re­
cientemente en Francia en la tumba del abad París, el
famoso jansenista, con cuya santidad se engañó duraqte
* tanto tiempo a la gente. Se hablaba de la curación de
los enferm os, la restauración del oído a los sordos y
la vista a los ciegos com o efectos habituales de aquel
santo sepulcro. Pero lo que es aún más extraordina­
rio, muchos de los milagros eran comprobados de in­
m ediato, ante jueces de incuestionable integridad,
atestiguados por personas de fama y distinción, en una
época ilustrada y en el más eminente teatro que pue­
da hallarse ahora en el mundo. Mas esto no es todo:
una relación de los milagros fue publicada y difundida
por todas partes; los jesuítas, sin duda una comunidad
erudita y encarnizados enemigos de aquellas opiniones
a favor de las cuales presuntamente se habían produ­
cido los m ilagros, tam poco obtuvieron el apoyo de
los magistrados civiles ni consiguieron jamás detec­
tarlos ni refutarlos claramente. ¿Dónde hallaremos tal
cúm ulo de circunstancias reunidas para corroborar
un determ inado hecho? ¿Y qué habremos de oponer
a una nube de testigos sem ejante, diferente de la

161
D A V I D H U M E

absoluta im posibilidad o naturaleza milagrosa de los


acontecim ientos que relatan? En efecto, a los ojos de
las personas razonables, sería lo único que podría ad­
m itirse com o refutación suficiente.

97. ¿Será justo concluir, por el hecho de que algún


testim onio humano haya poseído la m ayor fuerza y
autoridad en ciertos casos, cuando relata la batalla de
Filipo o de Farsalia, por ejem plo, que todo tipo de tes­
timonio deba, en todos los casos, detentar la misma
fuerza y autoridad? Supongamos que las facciones de
César y las de Pom peyo, cada una por su parte, hu­
bieran reclam ado para sí la victoria en tales batallas
y que los historiadores de cada facción hubieran atri­
buido unánimemente la ventaja a su propio bando; ,
¿cóm o podría ahora la hum anidad, a tal distancia,
dirim ir el conflicto entre ellos? De una contradicción
igualm ente grande adolecen los m ilagros relatados
por Heródoto o por Plutarco y aquellos narrados por
M ariana, Beda o cualquier monje historiador.
Los sabios prestan una confianza muy académica
a todo inform e favorable a la pasión de quien lo ela­
bora, bien sea que ensalce a su país, a su familia o a
sí m ism o o que de cualquier otra manera afecte sus <
inclinaciones y propensiones naturales. ¿Pero habría
m ayor tentación que la de aparecer com o un m isio­
nero, un profeta, un em bajador del cielo? ¿Quién no
estaría dispuesto a enfrentar un sinnúm ero de p eli­
gros y dificultades para obtener tan sublime carácter?
O bien, si con ayuda de la vanidad y de una imagina­
ción calenturienta, un hombre se ha convertido y se ha
adentrado seriamente en el engaño ¿qué escrúpulos

162
S E C C I Ó N X

tendrá en hacer uso de piadosos fraudes para apoyar


tan sagrada y m eritoria causa?
La más pequeña chispa puede avivarse en la más
grande llama, porque los m ateriales siem pre están
preparados para ello. El aviJum genus auricuJarum21,
el ansioso populacho, acepta con avidez, sin exam en
previo, todo lo que alimenta la superstición y p ro­
mueve el asombro.
¿Cuántas historias de esta naturaleza habrán sido,
en todas las épocas, detectadas y denunciadas en sus
comienzos? ¿Cuántas otras han sido celebradas durante
un tiempo y luego han caído en la indiferencia y el
olvido? Donde quiera que estos relatos se difunden,
la respuesta al fenómeno es obvia; juzgamos de con­
formidad con la experiencia regular y la observación
cuando lo explicamos mediante los conocidos y natu­
rales principios de credulidad y engaño. ¿Y, en lugar
de recurrir a una solución tan natural, admitiremos
una transgresión de las leyes naturales m ejor estable­
cidas?
N o es preciso que mencione la dificultad que en­
cierra detectar una falsedad en cualquier historia p ú ­
blica o privada en aquel lugar donde se afirma que
ocurrió; más aún cuando el escenario se halla a cierta
distancia, por pequeña que sea. Incluso un tribunal de
justicia, con toda la autoridad, precisión y buen juicio
que puede em plear, a m enudo vacila al distinguir
entre la verdad y la falsedad respecto de las más re­
cientes acciones. El asunto, sin em bargo, nunca se
convierte en un problem a si se confía al m étodo co ­
mún de altercados, debate y rum ores dispersos; en

2 5 . L u c re c io .
D A V I D H U M E

especial cuando las pasiones de los hom bres están


alineadas con alguna de las partes.
Al iniciarse una nueva religión, los sabios y e ru ­
ditos estiman por lo general tal asunto com o una ni­
miedad que no m erece su atención o consideración.
Y cuando luego desearían gustosos detectar el fraude,
para sacar de su engaño a la alucinada multitud, ya ha
pasado el momento y aquellos archivos y testigos que
hubieran podido aclarar el problema han desapareci­
do y no pueden recobrarse.
N o disponem os entonces de más m edios para
detectar el engaño diferentes de los que puedan e x ­
traerse del propio testim onio de los relatores y és­
tos, si bien son siem pre suficientes para los sensatos •
y conocedores, son por lo general en exceso sutiles
para la com prensión del vulgo.

9 8. Por lo general, parece ser entonces que ningún tes­


timonio acerca de cualquier tipo de milagro equival
dría a una probabilidad y mucho menos a una prueba;
incluso suponiendo que equivaliera a una prueba, a ésta
se opondría otra prueba, derivada de la natural» / :
misma del hecho que se propone establecer. Unica
mente la experiencia confiere autoridad al testimon.1 1
humano y es esta misma experiencia la que garantiza
las leyes de la naturaleza. Por consiguiente, cuando
estos dos tipos de experiencia se oponen mutuamente,
10 único que podemos hacer es restar el uno del otro
y adoptar una opinión, bien sea en tavor del uno o
del otro, con la seguridad que corresponde al residuo.
N o obstante, según el principio aquí explicado, una
sustracción semejante, cuando se refiere a todas las re­
ligiones populares, equivale a una completa aniquila­

1 C .A
S E C C I Ó N X

ción; podem os establecer entonces com o m áxim a


que ningún testimonio humano tendrá jamás la f uerza
suficiente com o para dem ostrar un m ilagro y hacer
de él el fundamento válido para cualquiera de estos
sistemas religiosos.

99. Ruego que se adviertan las limitaciones que aquí


puedan hallarse cuando digo que un m ilagro nunca
puede ser dem ostrado de m anera tal que pueda
convertirse en el fundamento de una religión. Pues
reconozco que de lo contrario podría haber m ilagros,
o transgresiones del decurso normal de la naturaleza,
tales que admitieran prueba con base en el testimonio
humano, aun cuando quizás sea im posible hallar uno
semejante en los anales de la historia. Supongamos que
todos los autores, en todas las lenguas, concuerden en
que, a partir del prim ero de enero de 16 0 0 , sobre­
vino una oscuridad total sobre toda la tierra durante
ocho días; supongamos que la tradición de tan e x ­
traordinario acontecim iento perm aneciese viva y
fuerte entre la gente: que todos los viajeros que re ­
gresaran de países extranjeros relataran la misma tra­
dición, sin la m enor divergencia o contradicción: es
evidente que los filósofos actuales, en lugar de du­
dar de un hecho sem ejante deberían adm itirlo como
cierto y buscar las causas de las que pudiera derivar­
se. La decadencia, corrupción y disolución de la na­
turaleza es un acontecimiento posibilitado por tantas
analogías que cualquier fenóm eno en el que parezca
advertirse una tendencia a la catástrofe, está al alcan­
ce del testim onio humano si tal testim onio es muy
difundido y uniform e.
Pero supongamos que todos los historiadores que
D A V I D H U M E

se ocupan de Inglaterra coincidieran en decir que el


prim ero de enero de 1600 m urió la reina Isabel; que
tanto antes com o después de su m uerte había sido
vista por sus m édicos y por toda la corte, com o se
acostumbra a hacer con las personas de su rango; que
su sucesor fue reconocido y proclamado por el Parla­
mento y que, después de haber permanecido sepulta­
da durante un m es, apareció de nuevo, recobró el
trono y gobernó a Inglaterra durante tres años. Debo
confesar que me vería muy sorprendido por la con­
currencia de tantas circunstancias extrañas, pero no
me vería inclinado en lo más mínim o a creer en un
acontecimiento tan m ilagroso. N o dudaría de su p re­
sunta m uerte ni de aquellas circunstancias públicas
que la siguieron: sólo sostendría que era simulada y
que no era ni podría haber sido real. En vano se me
objetaría la dificultad, casi la imposibilidad de enga­
ñar al mundo en un asunto de tal im portancia, así
com o la sabiduría y el buen juicio de aquella famosa
reina y la despreciable ventaja que obtendría de tan
mezquino artificio. Todo esto podría sorprenderm e,
pero continuaría respondiendo que la bribonería e
insensatez de los hom bres son fenóm enos com unes;
preferiría creer que los acontecimientos más extraor­
dinarios derivan de su concurrencia antes que admi­
tir tan señalada transgresión de las leyes naturales.
No obstante, si tal milagro se atribuyera a un nuevo
sistema religioso, los hombres, en todas las épocas, han
sido embaucados de tal forma por este tipo de historias
ridiculas, que esta circunstancia sería precisamente una
prueba com pleta y suficiente de fraude para todos los
hom bres sensatos; los llevaría no sólo a repudiar el
hecho, sino incluso a repudiarlo sin ulteriores consi­

\(>k
S E C C I Ó N X

deraciones. Aún si el Ser al que se atribuye el milagro


en este caso fuera todopoderoso, esto no le confiere
un ápice más de probabilidad; pues es imposible para
nosotros conocer los atributos o acciones de un Ser
semejante, a no ser por la experiencia que tenemos
de sus obras en el decurso habitual de la naturaleza.
Esto nos limita a la observación pasada y nos obliga
a com parar los casos de transgresión de la verdad en
el testim onio de los hom bres con aquellos de trans­
gresión milagrosa de las leyes de la naturaleza, para
juzgar cuál de las dos es más probable. Dado que las
transgresiones de la verdad son más com unes en los
testimonios sobre los milagros religiosos que respecto
de cualquier otra cuestión de hecho, esto debe dis­
minuir en mucho la autoridad del prim er testimonio
y llevarnos a decidir, en general, no prestarle atención,
independientemente de la falsa plausibilidad con que
se encubra.
Lord Bacon parece haber adoptado el mismo
principio de razonam iento. “ Deberíam os” , afirma,
“coleccionar o elaborar una historia particular de to ­
dos los monstruos, nacimientos y obras prodigiosos y,
en una palabra, de todo lo novedoso, raro y extraordi­
nario en la naturaleza. Pero esto debe hacerse después
del más severo escrutinio, para no apartarnos de la
verdad. Por sobre todo, cualquier relación que dependa
en alguna medida de la religión debe ser considera­
da sospechosa, com o los prodigios relatados por
Livio; y no m enos todo lo que se encuentre en los
escritos de magia natural o alquimia, o de autores se­
m ejantes que parecen poseer todos un insaciable
apetito por la m entira y la tabulación'4.”

24. Novum Organum, i!, aforism o 29.

Ií¡7
D A V I D H U M E

i oo. M e agrada más el m étodo de razonamiento e x ­


puesto aquí, pues creo que puede servir para co n ­
fun dir a aquellos p eligrosos am igos o enem igos
encubiertos de la religión cristiana, que se han propues­
to defenderla apelando a los principios de la razón
humana. N uestra muy sagrada religión se fundamen­
te en la Fe, no en la razón, y un m étodo seguro para
ponerla en peligro es som eterla a una prueba de la
que no puede salir airosa. Para que esto resulte más
evidente, examinemos aquellos milagros relatados en
las Escrituras; para no perdernos en un ámbito tan
extenso, nos confinaremos a aquellos que se encuen­
tran en el Pentateuco. Según los principios de estos
presuntos cristianos, los analizaremos no com o pa­
labra o testim onio de Dios m ism o, sino com o obras
de un escritor e historiador m eramente humano. En
prim er lugar, debemos considerar un libro, origina­
do en un pueblo bárbaro e ignorante, escrito en una
época en la cual probablemente era aún más bárbaro,
mucho después de ocurridos los hechos y sin disponer
de ningún testimonio concurrente que los corrobore,
semejante a aquellos relatos fabulosos que toda nación
da de sus orígenes. Al leer tal libro encontramos que
abunda en prodigios y milagros. Nos relata un estado
del mundo y de la naturaleza humana completamente
diferente del actual: habla de nuestra caída de aquel
estado; de la edad del hombre que se extiende a cerca
de mil años; de la destrucción del mundo por un di­
luvio; de la arbitraria elección de un pueblo com o
predilecto del cielo, siendo tal pueblo aquél al que
pertenece el autor; de su liberación de la esclavitud
mediante los prodigios más sorprendentes que puedan
im aginarse. Pediría a cualquiera que, con la mano

1 /LQ
S E C C I Ó N X

sobre el corazón y después de seria consideración,


declarara si cree que la falsedad de tal libro, apoyada
en un testimonio semejante, podría ser más extraor­
dinaria y milagrosa que todos los milagros que narra,
pues esto sería necesario para adm itirlo según la
medida de probabilidad establecida anteriorm ente.

i o i . Lo que hemos dicho de los m ilagros puede


aplicarse, sin modificaciones, a las profecías, pues cier­
tamente todas las profecías son verdaderos milagros
y sólo como tales pueden ser aceptadas como pruebas
de una revelación. Si el predecir acontecimientos futu­
ros no excediera la capacidad de la naturaleza humana,
sería absurdo utilizar cualquier profecía com o argu­
mento en favor de una misión divina o de autoridad
proveniente del cielo. De manera que, en general,
podemos concluir que la religión cristiana, no sólo es­
tuvo en sus comienzos acompañada de m ilagros, sino
que inclusive hoy en día ninguna persona razonable
puede creer en ella prescindiendo de ellos. La mera
razón no basta para convencernos de su veracidad y
quienquiera que sea m ovido por la Fe a aceptarla, es
consciente de un m ilagro continuado en su propia
persona, que trastorna todos los principios de su
entendim iento y le com unica la determ inación de
creer en lo que es más contrario a la costum bre y a
la experiencia.

1 69
D A V I D H U M E

s e c c ió n xi. De una Providencia especial


y de una vida futura.

i o 7 . Recientemente sostuve una conversación con un


amigo a quien le agradan las paradojas escépticas en la
cual, si bien propuso muchos principios con los cua­
les yo no podría estar de acuerdo, parecían curiosos y
guardaban alguna relación con la cadena de razona­
m ientos adelantada en el transcurso de la presente
investigación; por esta razón, transcribiré los que re­
cuerdo tan precisamente como me sea posible, para
someterlos a consideración de los lectores.
La conversación se inició cuando expresé mi admira­
ción por la particular buena fortuna de la filosofía, la
cual requiere entera libertad por sobre todo otro privi­
legio y florece principalmente de la libre oposición de
sentimientos y argumentos, nacida en una época y país
de libertad y tolerancia y que nunca se vio obstaculiza­
da, aún respecto de sus más extravagantes principios,
por ningún credo, concesión o legislación penal. Con
excepción del exilio de Protágoras y de la m uerte de
Sócrates, acontecimiento este que derivó en parte dé
otros m otivos, escasamente hallamos en la historia de
la antigüedad casos de aquel celo fanático del que está
plagada nuestra época. Epicuro vivió en Atenas hasta
una edad avanzada, en paz y tranquilidad: los epicú-
reos!! podían recibir inclusive la investidura sacerdo­
tal y oficiar ante el altar en los más sagrados ritos de la
religión establecida; el estímulo oficial26 de pensiones

Luciano, E l banquete, o El lupino.


26. Luciano, El eunuco.

170
S E C C I Ó N XI

y salarios era distribuido por igual, entre los profeso­


res de todas las sectas filosóficas por el más sabio de
los emperadores romanos” . Será fácil imaginar cuán
indispensable fue tal tratamiento para la filosofía en su
temprana juventud, si consideramos que, incluso hoy
en día, cuando presuntamente es más fuerte y robus­
ta, soporta con dificultad las inclemencias del tiempo
y aquellas borrascas de calumnia y persecución que
soplan sobre ella.
Admiras, dice mi amigo, como especial buena for­
tuna de la filosofía lo que parece resultar del decurso
natural de las cosas y es inevitable en toda época y
nación. Aquel porfiado fanatismo del que te lamentas
como fatal para la filosofía es en realidad su hijo, el
cual, después de aliarse con la superstición, se separa
por completo de los intereses de su progenitor y se
convierte en su más acendrado enemigo y perseguidor.
Los dogmas especulativos de la religión, la ocasión pre­
sente de tan furiosa disputa, no podrían ser concebi­
dos o admitidos en las tempranas épocas del mundo
cuando la humanidad, completamente iletrada, se for­
maba una idea de la religión más apropiada para su
débil aprehensión y componían sus credos sagrados
principalmente a partir de aquellos relatos que eran
objeto más de creencias tradicionales que de argumen­
to o discusión. Por consiguiente, una vez que hubo
pasado la primera alarma originada en las nuevas para­
dojas y principios propuestos por los filósofos durante
las épocas antiguas, en lo sucesivo aquellos profesores
parecieron vivir en gran armonía con las supersticiones
establecidas y haber hecho un justo reparto de la hu-

27. Luciano y D io .

171
D A V I D H U M E

inanidad entre ellos: los prim eros reclamaron para sí


a todos los eruditos y sabios, los segundos al vulgo y a
los iletrados.

10 3 . Parece, entonces, digo yo, que dejas enteramente


por fuera a la política y no supones que un sabio m a­
gistrado puede con razón mostrarse celoso de ciertos
principios de la filosofía tales como los de Epicuro, qiu
niegan la existencia de la divinidad y con ello la P ro­
videncia y la vida futura; por lo tanto parecen relajar,
en gran medida, los lazos de la moralidad. Podrían set
considerados, por esta razón, perjudiciales para la pa/
de la sociedad civil.
Sé en efecto, replicó él, que en ninguna época lian
provenido tales persecuciones de la serena razón ni <
haber experimentado las perniciosas consecuencias • 1
la filosofía, sino que surgen en su totalidad de la |m
sión y el prejuicio. ¿Pero qué sucedería si fuese un
poco más lejos y afirmara que si alguno de los sicojaiiu
o inform antes de aquellos días hubiera acusado a
Epicuro ante el pueblo, podría él haber defendido su
causa sin dificultad y hubiera demostrado que los prin
cipios de su filosofía eran tan saludables com o los de
sus adversarios, quienes con tanto celo se esforzaban
por exponerlo al odio y a la envidia públicos?
Desearía, respondí, que ejercitaras tu elocuencia
en tan extraordinario tema e hicieras un discurso en
favor de Epicuro que pudiera satisfacer, no al popula
cho de Atenas, si se admite que en aquella antigua v
culta ciudad hubiera un populacho, sino a los espíritus
más filosóficos de su audiencia, capaces presuntamente
de com prender sus argumentos.
Bajo tales condiciones, el asunto no sería difícil.
S E C C I Ó N XI

replicó él; si lo deseas, supongamos por un momento


que yo soy Epicuro y tú los atenienses; pronunciaré
una arenga tal que llenaría la urna de granos blancos
sin dejar un solo grano negro para gratificar la malicia
de mis adversarios.
Muy bien, procede entonces por favor bajo estos
supuestos.

104. Me presento ante ustedes, oh atenienses, para


justificar ante su asamblea lo que he sostenido en mi
escuela y me veo enjuiciado por furiosos antagonistas
en lugar de razonar con serenos y desapasionados
inquisidores. Sus deliberaciones, que por derecho
debieran estar dirigidas a cuestiones atinentes al bien
común y al interés de la comunidad, se hallan desvia­
das hacia las disquisiciones de la filosofía especulativa;
tan magníficas pero quizás estériles investigaciones
ocupan el lugar de quehaceres más cotidianos pero más
provechosos. Sin embargo, en lo que a mí se refiere,
impediré tal abuso. No discutiremos aquí lo concer­
niente al origen y gobierno del mundo. Sólo nos pre­
guntarem os en qué medida pueden afectar tales
asuntos el interés público. Y si consigo persuadirlos de
que son enteramente ajenos a la paz de la sociedad y a
la seguridad del gobierno, espero que ustedes de in­
mediato nos permitan regresar a nuestras escuelas para
examinar allí, con calma, la cuestión más sublime y a
la vez la más especulativa de toda la filosofía.
Los filósofos religiosos, descontentos con la tradi­
ción de nuestros antepasados y con las doctrinas de
nuestros sacerdotes (que yo gustoso adm ito), dan
rienda suelta a una temeraria curiosidad al intentar es­
tablecer la religión con base en los principios de la razón
D A V I D H U M E

y ver qué tan lejos pueden llegar en un intento sem e­


jante; de esta manera, en lugar de calmarlas, suscitan
aquellas dudas que naturalmente surgen de una inves­
tigación diligente y minuciosa. Pintan con los más be­
llos colores el orden, belleza y sabia disposición del
universo y luego se preguntan si tan glorioso despliegue
de inteligencia podría proceder del concurso fortuito de
los átomos, o si el azar podría producir lo que el más
grande genio no podría dejar de admirar. No me deten­
dré a examinar la validez de tales argumentos. Conce­
deré que son tan sólidos como pudieran desearlo mis
adversarios y acusadores. Bastará con dem ostrar, a
partir de este mismo razonamiento, que el asunto es
de carácter exclusivamente especulativo y que, cuando
en mis disquisiciones filosóficas niego la Providencia y t
una vida futura, no por ello subvierto los fundamentos
de la sociedad sino que propongo principios que ellos
mismos, si argumentaran consistentemente a partir de­
sús propias premisas, deberían admitir como sólidos
y correctos.

1 05. Quienes me acusan han reconocido que el prin­


cipal y único argumento en favor de la existencia de
la divinidad (que yo nunca he puesto en duda) se deriva •
del orden de la naturaleza, donde aparecen señales de
inteligencia y designio tales que se consideraría extra­
vagante atribuir su causa, bien sea al azar, bien sea a
la ciega y autónoma fuerza de la materia. Concederán
que es este un argumento en el que se deriva la causa
del efecto. Del orden de la obra infieren que tuvo que
haber proyecto y previsión por parte de su autor. Si
no es posible dem ostrar tal cosa, deberán conceder
que su conclusión es inválida y no pretenderán esta- t

174
S E C C I Ó N XI

blecer la conclusión con m ayor amplitud de lo que


justifican los fenómenos de la naturaleza. Estas son sus
premisas. Desearía que atendieran a sus consecuencias.
Cuando inferimos determinada causa de un efec­
to, éstos deben ser mutuamente proporcionados; no
debe permitirse que se atribuya a una causa propiedad
alguna diferente de las que son exactamente necesa­
rias para producir el efecto. Un cuerpo de diez onzas
elevado en una balanza puede servir para probar que
el contrapeso excede diez onzas, pero no será razón
para afirmar que excede cien. Si la causa atribuida a
cualquier efecto no es suficiente para producirlo debe­
mos, o bien rechazar la causa, o bien agregarle aquellas
propiedades que la hagan justamente proporcional al
efecto. Pero si le atribuimos ulteriores propiedades o
afirmamos que es capaz de producir otros efectos, es­
tamos incurriendo en la licencia de la conjetura y ar­
bitrariamente suponemos la existencia de propiedades
y energías sin razón o autoridad para hacerlo.
La misma regla se aplica cuando la causa asignada
es la m ateria bruta e inconsciente o un ser racional
inteligente. Si la causa sólo se conoce por su efecto,
nunca debemos atribuirle propiedades ulteriores a las
exactamente requeridas para producir el efecto; tam­
poco podemos, según las reglas del correcto raciocinio,
partir de la causa e inferir otros efectos de ella, diferen­
tes de aquellos que nos permiten conocerla. Nadie, con
sólo contemplar uno de los cuadros de Zeuxis, podría
saber que era también escultor o arquitecto, no menos
hábil con la piedra y el mármol que con los colores.
Podemos concluir con certeza tan sólo que el autor
poseía los talentos y el gusto desplegados en la obra
que tenemos ante los ojos. La causa debe ser propor­
D A V I D H U M E

cional al efecto; si la proporción es exacta y precisa,


no hallaremos nunca en ella propiedades que apunten
más allá o permitan inferencia alguna respecto de otro
designio o realización. Tales propiedades exceden lo
requerido para producir el efecto examinado.

1 06. Concedem os entonces que son los dioses los au­


tores de la existencia u orden del universo; se sigue
de allí que poseen aquel preciso grado de poder, inte­
ligencia y benevolencia que aparece en sus obras; pero
nada más puede demostrarse, a menos de apelar a la
exageración y a la adulación para suplir las deficiencias
del argumento y el raciocinio. En cuanto las huellas de
cualquier atributo se encuentren efectivamente pre­
sentes, en esa medida podemos afirmar la existencia
de tales atributos. Suponer la existencia de atributos
adicionales constituye una mera hipótesis; más aún
aquella suposición de que a gran distancia en el espa­
cio o en el tiem po, ha habido o habrá un despliegue
todavía más magnífico de tales atributos y un esquema
de administración más acorde a semejantes virtudes
imaginarias. N o debe permitirse que nos remontemos
del universo, el efecto, a Júpiter, la causa, y luego des­
cendamos para inferir un nuevo efecto a partir de esta
causa, com o si los efectos actuales, por sí mismos, no
fueran dignos de las gloriosas cualidades que atribui­
mos a la divinidad. Puesto que el conocimiento de la
causa proviene únicamente del efecto, deben estar
perfectam ente proporcionados y aquélla no puede
rem itir jamás a algo posterior o constituirse en lun-
damento de una nueva inferencia y conclusión.
Ustedes hallan ciertos fenómenos en la naturaleza.
Buscan una causa o autor de ellos. Imaginan que la han
S E C C I Ó N XI

hallado. Y luego se enamoran en tal forma de aquel


engendro de su mente que aun cuando imaginen que
tal cosa es im posible, éste debe producir algo más
grande y perfecto que el actual estado de cosas, lleno
de mal y desorden. O lvidan que tan superlativa in ­
teligencia y benevolencia son com pletam ente im a­
ginarias, o al menos no están fundadas en la razón y
que no tienen ninguna base para atribuirles cualidades
diferentes de las que se hayan ejercido y desplegado
efectivamente en sus obras. ¡O h filósofos! permítase
entonces que sus dioses sean proporcionales a las apa­
riencias de la naturaleza y no presuman alterar tales
apariencias por medio de arbitrarias suposiciones, con
el fin de adecuarlas a aquellos atributos que se com ­
placen en asignar a la divinidad.

1 07. Oh atenienses, cuando los sacerdotes y los poe­


tas apoyados por su autoridad, hablan de una edad de
oro o de plata, que precedió al estado actual de vicio
y miseria, los escucho con atención y reverencia. Pero
cuando los filósofos, que pretenden ignorar la autori­
dad y cultivar la razón sostienen el mismo discurso,
no le presto, lo reconozco, la misma obsequiosa su­
misión y piadosa deferencia. Pregunto ¿quién los trans­
portó a las celestes regiones, quién los admitió al
concilio de los dioses, quién abrió para ellos el libro del
destino, para que puedan afirmar temerariamente que
sus deidades han realizado o realizarán cualquier pro­
pósito diferente del que en efecto tiene lugar? Si me
dicen que han subido escalonadamente a través del
gradual ascenso de la razón e infiriendo de efectos a
causas, insistiré en que han colaborado al ascenso de la
razón con las alas de la imaginación; de lo contrario, no

177
D A V I D H U M E

podrían haber modificado el carácter de la inferencia


y argüido de causas a efectos, suponiendo una produc­
ción más perfecta del mundo real, más acorde con
seres tan perfectos com o los dioses y olvidando que
no les asiste razón alguna al atribuir a los seres celes­
tiales una perfección o atributo diferentes de los que
pueden hallarse en el mundo real.
De allí la inútil laboriosidad que emplean para e x ­
plicar el mal que aparece en la naturaleza y salvar el
honor de los dioses, pues debemos reconocer la rea­
lidad del mal y del desorden que tanto abundan en el
mundo. Las obstinadas y hurañas propiedades de la
materia, se nos dice, la obediencia a las leyes naturales
o alguna razón semejante, son las únicas causas que
controlan el poder y benevolencia de Júpiter y lo obli- f
gan a crear a la humanidad y a las criaturas sensibles
tan imperfectas e infelices. Por consiguiente, se p re­
suponen de antemano estos atributos en su m ayor
extensión. Y bajo tales presupuestos, reconozco que
tales conjeturas quizás puedan ser admitidas com o
solución plausible de los males. Pero todavía pregunto:
¿por qué suponer estas cualidades o atribuir a la causa
alguna cualidad diferente de aquellas que de hecho
aparecen en el efecto? ¿Por qué torturarse el cerebro J
para justificar el decurso de la naturaleza con base en
suposiciones que, por todo lo que sabemos, pueden
ser completamente imaginarias y de las que no se en­
cuentra huella alguna en la naturaleza?
Por consiguiente, las hipótesis religiosas deben ser
consideradas tan sólo como un método particular de
explicar los fenómenos visibles del universo; no obstan­
te, quien razone en forma correcta nunca pretenderá
inferir de ello un determ inado hecho ni alterar los ^

178
S E C C I Ó N XI

fenómenos o agregarles ningún hecho particular. Si se


piensa que las apariencias de las cosas demuestran ta­
les causas, resulta válido inferir su existencia. En tan
complicados y sublimes asuntos, todos debieran estar
en libertad de conjeturar y argumentar. Pero ahí deben
detenerse. Al regresar y argumentar a partir de las cau­
sas inferidas, para concluir que ha existido o existirá un
hecho adicional en el decurso de la naturaleza, que pue­
da servir para mejor desplegar determinados atributos,
debo advertir que se han apartado del método de ra­
ciocinar propio del tema que se discute y en realidad
han añadido algo adicional a los atributos de la causa
de lo que aparece en el efecto; de lo contrario, no
habrían podido jamás, con corrección y sensatez, agre­
gar algo al efecto para hacerlo más digno de la causa.

108. ¿Dónde entonces estaría el carácter odioso de


aquella doctrina que promulgo en mi escuela o más
bien, que examino en mis jardines? ¿Qué puede ha­
llarse en este asunto que concierna en absoluto a la
seguridad de las buenas costumbres o a la paz y orden
de la sociedad?
Afirman que niego la Providencia y al suprem o
gobernante del mundo que guía el curso de los acon­
tecimientos y castiga a los viciosos con la infamia y la
desilusión, mientras que recompensa a los virtuosos
con honores y éxito en todos sus desempeños. Pero
ciertamente no niego el curso mismo de los aconteci­
mientos, abierto a la investigación y examen de todos.
Reconozco que en el actual estado de cosas, la virtud
se encuentra acompañada de m ayor serenidad de es­
píritu que el vicio y halla una acogida más favorable
de parte del mundo. Advierto también que, según la

i nci
D A V I D H U M E

experiencia pasada de la humanidad, la amistad es la


m ayor felicidad de la vida humana y la moderación la
única fuente de tranquilidad y de dicha. Nunca contra­
pongo la vida virtuosa a la viciosa; observo sin embargo,
que para una mente bien dispuesta, todas las ventajas
se hallan del lado de la prim era. ¿Y qué más podría
decirse, incluso si se conceden todas sus suposición»-
y raciocinios? Se me dice, en efecto, que tal disposición
de las cosas procede de la inteligencia y el designio. Pero
independientemente de dónde proceda, la disposición
misma, de la que depende nuestra felicidad o miseria
y por consiguiente nuestra conducta y comportamii n
to en la vida, sigue siendo la misma. Para mí, al igual
que para todos ustedes, queda abierta la posibilidad de
regular mi conducta según la experiencia que haya
tenido de los acontecimientos pasados. Al conceder
que existe la Providencia y una suprem a justicia
distributiva en el universo y afirmar, según esto, que
debiera esperar alguna recompensa para los buenos y
castigo para los malos más allá del curso natural de los
acontecimientos, hallo la misma falacia que me he es- j
forzado en denunciar anteriorm ente. Persisten en
imaginar que si concedemos la existencia divina, por
la que con tanta diligencia propenden, pueden r>in *
peligro inferir consecuencias de ella y agregar algo al
orden de la naturaleza, tal como la experim entam os,
al argumentar a partir de las cualidades atribuidas a sus
dioses. Olvidan que todos los raciocinios avanzados
sobre este tema proceden únicamente de los efectos
a las causas y que todo argumento que derive efectos
de las causas debe por necesidad constituir un gran
sofisma, pues es imposible que conozcan algo acerca
1
S E C C I Ó N XI

de la causa distinto de lo que han descubierto en el


efecto y no algo que previamente hayan inferido.

1 09. ¿Qué debiera pensar un filósofo de aquellos va


nos pensadores que, en lugar de considerar el estado
actual de las cosas como su único objeto de contem ­
plación, revierten todo el curso de la naturaleza para
hacer de esta vida un m ero pasaje hacia el más allá, un
pórtico que conduce a un edificio más grande y muy
diferente; un prólogo que se limita a introducir la pieza
y comunicarle más gracia y decoro? ¿De dónde, creen
ustedes, pueden tales filósofos derivar su idea de los
dioses? Ciertamente, de su propia fatuidad e imagina­
ción. Pues si la derivaran de los fenómenos presentes
nunca señalaría más allá sino que se encontraría exacta­
mente ajustada a ellos. Que posiblemente pueda otorgarse
a la divinidad atributos que nunca haya ejercido; que
pueda estar gobernada por principios de acción que
nunca conocerem os a satisfacción, todo esto puede
concederse sin dificultad. Pero se trata de una mera
posibilidad e hipótesis. Nunca podem os razonar de
manera que sea posible inferir un atributo o principio
de acción en ella, sino en cuanto sabemos que ha sido
* ejercitado y realizado.
¿Hay algún indicio de una justicia distributiva en el
mundo? Si se responde afirmativamente concluyo que,
puesto que la justicia se ejerce, está realizada. Si se
responde negativamente, concluyo que no hay razón
alguna para atribuir justicia a los dioses, en el sentido
en que la comprendemos. Si se sostiene un término
medio entre la afirmación y la negación al responder
que actualmente la justicia de los dioses se ejerce en
parte pero no por com pleto, diría que no hay razón
D A V I D H U M E

para otorgarle una medida determinada, sino en cuan­


to podamos observar cóm o se ejerce en la actualidad.

1 10. A esto se reduce, oh atenienses, la disputa que


sostengo con mis adversarios. El curso de la naturale­
za está abierto a mi contemplación tanto como a la de
ustedes. La cadena de acontecim ientos que hemos
experimentado es el mejor criterio para regular nues­
tra conducta. A nada más podemos apelar en el campo
o en el senado. Nada más deberíamos escuchar en las
escuelas o en nuestra morada. En vano se esforzaría
nuestro limitado entendimiento por rom per aquellos
límites, demasiado estrechos para nuestra cara im agi­
nación. Mientras argumentemos a partir del decurso
de la naturaleza para inferir una determinada causa
inteligente que habría conferido originalmente orden
al universo y todavía lo preservara, adoptamos un princi­
pio que es a la vez incierto e inútil. Es incierto porque
tal asunto sobrepasa por com pleto el alcance de la
experiencia humana. Es inútil porque el conocimiento
que tengamos de esa causa, en cuanto es enteramente
derivado del curso de la naturaleza, no nos perm ite
nunca partir de la causa para realizar una nueva infe­
rencia, ni agregar nada al decurso común y experimen
tado de la naturaleza para establecer nuevos principios
de conducta y comportamiento.

m . O bservo dije, al advertir que había terminado su


arenga, que no descuidas el artificio de los demagogos
de antaño; puesto que me correspondió representar al
pueblo, quisiste congraciarte conmigo al adoptar aque­
llos principios por los que, com o sabes, he expresado
siempre particular predilección. N o obstante, al con­

1SI
SECCIÓN XI

ceder que hagas de la experiencia el único criterio de


juicio respecto de ésta o de cualquier otra cuestión de
hecho, no dudo de que a partir de la experiencia m is­
ma a la que apelas pueda refutarse el razonamiento que
has colocado en boca de Epicuro. Si observaras, por
ejemplo, un edificio a medio construir, rodeado de la­
drillos, piedras, m ortero y de todos los instrumentos
de la albañilería ¿no podrías inferir de tal efecto que se
trataba de un obra de designio e ingenio? ¿Y no podrías,
a partir de esta causa inferida, proceder a inferir nue­
vas adiciones al efecto y concluir que el edificio pron­
to estará terminado y recibirá todas las posteriores
mejoras que el arte puede conferir? Si observaras en
la playa la impronta de un pie humano, concluirías que
un hombre ha pasado por allí y que ha dejado también
huellas del otro pie, aunque éstas hayan sido borradas
por el movimiento de la arena o la inundación del agua.
¿Por qué entonces te rehusarías a admitir el mismo
método de razonamiento respecto al orden de la natu­
raleza? Considera el mundo y la vida presente tan sólo
como un edificio im perfecto, del cual puede inferirse
una inteligencia superior y argumentando a partir de
tal inteligencia superior, que no puede dejar nada
imperfecto ¿por qué no habrías de inferir un esquema
o plan más acabado que ha de perfeccionarse en algún
punto distante en el espacio o el tiempo? ¿No son es­
tos métodos de raciocinio exactamente iguales? ¿Y con
qué razones podrías aceptar uno y rechazar el otro?

i i 2 . La infinita diferencia de los asuntos de que tra­


tan, replicó él, es razón suficiente para explicar la dife­
rencia en mis conclusiones. En las obras de arte e ingenio
humanas es válido proceder del efecto a la causa y, a

im
D A V I D H U M E

partir de la causa, hacer nuevas inferencias respecto del


efecto, examinar las alteraciones que probablemente
ha sufrido o pueda aún sufrir. ¿Cuál es, no obstante,
la fundamentación de tal m étodo de razonamiento?
Simplemente, que el hombre es un ser que conoce­
mos por experiencia; estamos familiarizados con sus
m otivos y designios; sus proyectos e inclinaciones
guardan cierta conexión y coherencia, según las leyes
establecidas por la naturaleza para el gobierno de es­
tas criaturas. Por consiguiente, cuando encontramos
que cualquier obra es el resultado de la habilidad e
industria del hom bre, com o estamos familiarizados
con la naturaleza del animal, podemos hacer cientos
de inferencias respecto de lo que puede esperarse de
él y tales inferencias estarán todas basadas en la expe-
rienda, y la observación. No obstante, si conociéramos
al hom bre a partir del exam en de una única obra o
producción, nos sería imposible argumentar de esta
manera, pues el conocimiento de las cualidades que le
atribuyéram os, siendo en este caso derivado de su
producción, no podría señalar más allá ni constituirse
en fundamento de una nueva inferencia. La impronta
de un pie sobre la arena, en sí misma considerada, sólo
demuestra que una figura adecuada a ella la produjo: *
pero la impronta de una huella humana prueba asimis­
m o, en razón de la experiencia adicional que tenemos,
que existía probablem ente otro pie cuya im presión
debió ser borrada por el tiempo o por otros accidentes.
Aquí nos remontamos del efecto a la causa y a partir
de la causa, inferimos modificaciones en el efecto; sin
em bargo, no se trata de la continuación de la misma
cadena simple de razonamiento. Incluimos en este caso
cientos de experiencias y observaciones diferentes, *
S E C C I Ó N XI

relativas a la figura habitual y m iem bros de tal especie


animal, sin lo cual este m étodo de argumentación se­
ría considerado falaz y sofístico.

1 1 3 . Se trata de un caso diferente de aquel en el cual


razonamos a partir de las obras de la naturaleza. La
divinidad sólo nos es conocida por sus producciones
y es un ser único en el universo, que no se encuentra
comprendido bajo ningún género o especie, de cuyas
cualidades o atributos experim entados pudiésemos
inferir, por analogía, atributos o cualidades. En cuanto
el universo muestra sabiduría y bondad, inferimos sabi­
duría y bondad. En cuanto muestra un grado particular
de tales perfecciones, inferimos un grado particular de
ellas, exactamente proporcionado al efecto examina­
do. Sin embargo, no estamos autorizados a inferir o a
suponer, según las reglas del correcto razonamiento,
nuevos atributos o un grado diferente de ellos. Ahora
bien, sin tal licencia de suposición, nos es imposible
argumentar desde la causa o inferir modificación algu­
na en el efecto, más allá de lo que cae bajo nuestra obser­
vación inmediata. Un m ayor bien producido por este
Ser debería demostrar un mayor grado de bondad; una
distribución más equitativa de las recompensas y cas­
tigos debería proceder de una mayor consideración de
la justicia y la equidad. Toda presunta adición a las
obras de la naturaleza añade algo a los atributos del
Autor de la naturaleza y por ende, al no estar justifica­
da por razones ni argumentos, sólo puede ser admitida
como mera conjetura e hipótesis28.

28. En general, creo que puede establecerse com o m áxim a que


cuando una causa es conocida sólo por determ inados ctecto s, es
D A V I D H U M E

La gran fuente de nuestros errores en relación con


este tem a, así com o de la irrestricta licencia para
conjeturar en la que incurrim os, es que tácitam ente
asum im os el lugar del Ser S u p erior y concluim os
que él, en toda ocasión, observará la misma conduc­
ta que n osotros adoptaríam os com o razonable y
elegible en una situación sem ejante. Sin em bargo,
adem ás de que el curso ordinario de la naturaleza
puede convencernos de que casi todo se encuentra
regulado por principios y máximas muy diferentes de
los nuestros, además de esto, digo, lo anterior parece
ser evidentemente contrario a todas las reglas racio­
nales de la analogía, pues se procede de las intenciones
y proyectos de los hombres a los de un Ser tan disímil
y superior. En la naturaleza humana hemos ex p e ri­
mentado cierta coherencia de designios e inclinado-

im posible in ferir nu evos efecto s a partir de tal causa, pues las


cualidades exigidas para producir estos sim ultáneam ente con los
prim eros deb ería, o bien ser d iferen te, o su p erio r, o de m ayor
alcance qu e aquellas qu e p ro d u jero n el p rim e r e fec to y sólo a
partir de él nos es conocida presuntamente la causa. Por consiguien­
te, nunca dispondrem os de una razón para suponer la existencia
de tales cualidades. A firm ar que el nuevo efecto p ro ced e tan sólo
d e una continuación de la m ism a en ergía, con ocida previam ente
a partir del p rim e r e fe c to , no solucionará la dificultad. Pues i n - ^ .
cluso si se con ced iera esto (lo qu e rara ve/, puede su p on erse), la
p ropia continuación y ejerc ic io de una energía sim ilar (pues es
im posible que sea exactam en te la m ism a), d igo, el e jerc ic io de
una energía sim ilar en un períod o de tiem po y espacio diferentes,
constituye una suposición arbitraria y no es posible hallar indicios
de ella en los efectos de los que derivam os originalm en te todo
nuestro conocim iento de la causa. Suponiendo que la causa injerí
da estuviese exactam ente proporcionada (com o debiera estarlo)
al efecto con ocid o , es entonces im posible qu e posea cualidades
de las qu e pudieran inferirse nu evos o d iferen tes efecto s.

1R6
S E C C I Ó N XI

nes tal que cuando, a partir de cierto hecho, hemos


descubierto una intención humana, a menudo resulta
razonable, con base en la experiencia, inferir otro y
derivar una larga cadena de conclusiones respecto de su
conducta pasada o futura. Pero tal m étodo de razona­
miento no podría ser válidamente aplicado a un Ser tan
remoto e incomprensible, que guarda menor analo­
gía con cualquier otro ser del universo de la que guarda
el sol con un cirio, y que se revela solamente por
medio de débiles indicios o esbozos, más allá de los
cuales no podemos justificadamente atribuir ninguna
cualidad o perfección. Lo que imaginamos ser una
perfección superior puede en realidad ser un defecto.
O incluso si fuese tal perfección, el atribuirla al Ser
Superior cuantío no parece haber sido realmente ejer­
cida a cabalidad en sus obras, tiene más de adulación y
panegírico que de correcto razonamiento y sensata
filosofía. Por consiguiente, toda la filosofía del m un­
do así com o toda religión, que no es más que una es­
pecie de filosofía, no podrá jamás transportarnos más
allá del decurso habitual de la experiencia ni ofrecer­
nos criterios de conducta y comportamiento diferen­
tes de los que nos suministra la reflexión acerca de la
vida cotidiana. Las hipótesis religiosas no permiten in­
ferir ningún hecho nuevo; no es posible predecir o pre­
ver acontecimiento alguno; no debe esperarse o temer
recompensa o castigo diferentes de los que ya conoce­
mos a través de la práctica y la observación. De esta
manera, mi apología de Epicuro sigue siendo sólida y
satisfactoria; tampoco guardan conexión alguna los
intereses políticos de la sociedad con las disputas
filosóficas acerca de la metafísica y de la religión.

187
D A V I D H U M E

i 14 . Hay todavía una circunstancia, repliqué, qui


pareces haber om itido. Aun cuando concediera tus
premisas, debo negar tu conclusión. Concluyes que las
doctrinas y razonamientos religiosos no pueden influir
en la vida, porque 110 deberían detentar ninguna influen
cia en ella, sin tener en cuenta que los hom bres no
razonan de la manera com o tú lo haces, sino que in
fieren muchas consecuencias de la creencia en una
Existencia divina y suponen que la divinidad impondrá
ulteriores castigos al vicio y recompensas a la virtud,
diferentes de los que aparecen en el curso ordinar¡< >
de la naturaleza. Poco importa que tal raciocinio sea
correcto o no. Su influencia sobre su vida y conducta
será idéntica. Y quienes intenten desengañarlos de tales
prejuicios serían, a mi entender, buenos razonadores;
no concedería, sin embargo, que fueran buenos ciuda­
danos y políticos, pues liberan al hombre de una de las
restricciones a sus pasiones y hacen que el infringir la>
leyes de la sociedad sea, en cierta manera, más fác il y
seguro.
Después de todo, quizás esté de acuerdo con las
conclusiones expuestas en favor de la libertad, aunque
con base en premisas diferentes de aquellas sobre las
cuales te has esforzado por fundamentarla. Pienso qui
el Estado debería tolerar todo principio filosófico; no
se da tampoco el caso de que un gobierno haya visto
menoscabados sus intereses políticos por una indulgen­
cia semejante. No hay entusiasmo entre los filósofos; sus
doctrinas no son atractivas para el común de la gente y
ninguna restricción debe limitar sus razonamientos,
excepto cuando puedan acarrear consecuencias peligro­
sas para las ciencias o aún para el Estado, al allanar el

188
S E C C I Ó N XI

camino a la persecución y opresión en aquellas cuestio­


nes que más interesan y preocupan a la m ayor parte
de la humanidad.

i i No obstante, se me ocurre, proseguí, una dificul­


tad respecto del asunto central, dificultad que propon­
dré sin insistir en ella, pues puede llevarnos a
razonamientos de carácter excesivamente sutil y de­
licado. En una palabra, dudo mucho que sea posible
conocer una causa únicamente por su efecto, (como
lo has presumido todo el tiem po), o que sea de natu­
raleza tan singular y peculiar que no tenga paralelo o
similitud con ninguna otra causa u objeto que haya caí­
do bajo nuestra observación. Sólo cuando dos especies de
objetos se hallan en conjunción constante podemos
inferir el uno del otro; de presentarse un efecto com ­
pletamente singular y que no pudiese ser comprendido
bajo ninguna especie conocida, no veo cómo podríamos
hacer ninguna conjetura o inferencia respecto de su
causa. En efecto, si la experiencia, la observación y la
analogía son las únicas guías que razonablemente pode­
mos seguir en las inferencias de tal naturaleza, tanto el
efecto como la causa deben guardar una similitud o
semejanza con otros efectos y causas que conocemos
y hemos encontrado en muchas ocasiones en mutua
conjunción. Dejaré que tu propia reflexión busque las
consecuencias de este principio. Me limitaré a observar
que, como los adversarios de Epicuro supusieron siem­
pre que el universo, un efecto único y singular, es
prueba de una divinidad, causa no menos única y singu­
lar, tus razonamientos, basados en tales presuposiciones,
merecerían al menos nuestra atención. N o obstante,

1 flQ
DAVI D HUME

lo reconozco, habría cierta dificultad acerca de cómo


podemos regresar de la causa al efecto y, al razonar
sobre nuestras ideas de la prim era, inferir una m odi­
ficación del segundo o agregarle algo.

i un
S E C C I Ó N XI I

se c c ió n xii. De la filosofía académ ica o escéptica.

PARTE I

1 1 6. No hay mayor número de razonamientos filosófi­


cos dedicados a tema alguno como los que prueban la
existencia de- una Divinidad y refutan las falacias de
los ateos; sin em bargo, los filósofos más religiosos
debaten todavía si puede haber un hom bre tan ciego
como para ser un ateo especulativo. ¿Cóm o podría­
mos reconciliar tales contradicciones? Los caballeros
andantes, que recorrían el mundo para librarlo de
dragones y gigantes, nunca abrigaron duda alguna
acerca de la existencia de tales m onstruos.
El escéptico es otro enem igo de la religión que na­
turalmente suscita la indignación de todos los teístas
y filósofos más profundos, si bien es cierto que nin­
gún hom bre se ha topado jamás con una criatura tan
absurda, o conversado con nadie desprovisto de toda
opinión o principio respecto de cualquier tema re ­
lativo a la acción o a la especulación. Esto conlleva
una pregunta muy natural: ¿Q ué se quiere decir con
escéptico? ¿Y qué tan lejos pueden llevarse aquellos
principios filosóficos de duda e incertidum bre?
Hay una especie del escepticism o que precede a
todo estudio y filosofía, muy inculcada por D escar­
tes y por otros, com o lo que m ejor previene en con­
tra de erro r y del juicio precipitado. Recom iendan
una duda universal, no sólo acerca de todas nuestras
antiguas opiniones y principios, sino también acerca
de nuestras propias facultades, de cuya veracidad,
dicen, debemos asegurarnos mediante una cadena de

1 Q1
D A V I D H U M E

razonam ientos deducida de algún principio original


al que no pueda atribuirse falsedad o engaño. No obs­
tante, tampoco existe un principio original que tenga
prioridad sobre otros que sean en sí mismos eviden­
tes y convincentes; o bien, de haberlo, no podríamos
avanzar un sólo paso más allá de él sin recu rrir a
aquellas mismas facultades de las que presuntamente
desconfiamos. Por consiguiente, la duda cartesiana,
de ser alguna vez alcanzada por una criatura humana
(como evidentemente no lo es), sería completamente
incurable; ningún razonamiento podría conducirnos
a un estado de certeza y convicción respecto de cual­
quier asunto.
Debemos confesar, sin embargo, que esta especie
del escepticismo, cuando es más moderada, puede ser
comprendida de manera muy razonable y constituye
una preparación necesaria para el estudio de la filo­
sofía, en cuanto preserva nuestros juicios y aleja a la
mente de todos aquellos prejuicios de los que podemos
estar imbuidos por la educación o por opiniones preci­
pitadas. Comenzar con principios claros y en sí mismos
evidentes* avanzar con pasos tem erosos y seguros,
revisar a menudo nuestras conclusiones y examinar
con precisión todas sus consecuencias, son los únicos
métodos a través de los cuales podemos esperar alcanzar
algún día la verdad y obtener una estabilidad y certeza
apropiadas en nuestras determinaciones, aun cuando
por tales medios hagamos'progresos a la vez lentos y
limitados en nuestros sistemas.

1 1 7 . Hay otra especie del escepticism o posterior a la


ciencia y a la investigación, cuando los hom bres p re­
suntamente descubren, o bien la absoluta falacia de
S E C C I Ó N X I I

sus facultades mentales, o bien su incapacidad de lle­


gar a determinaciones fijas en todas aquellas curiosas
materias de especulación de las cuales habitualmente
se ocupan. Incluso nuestros propios sentidos se con­
vierten en objeto de discusión por parte de cierta
clase de filósofos; las máximas de la vida cotidiana son
sometidas a la misma duda que los más profundos
principios o conclusiones de la metafísica y de la teolo­
gía. Com o estos paradójicos principios (si pueden ser
llamados principios), pueden encontrarse en algunos
filósofos y su refutación en muchos, excitan com o es
natural nuestra curiosidad y nos llevan a investigar
aquellos argumentos que puedan servirles de funda­
mento.
No es preciso insistir sobre los más trillados tópi­
cos empleados por los escépticos de todas las épocas
en contra de la evidencia de los sentidos, como los que
se derivan de la im perfección y falacia de nuestros
órganos en un sinnúmero de ocasiones; la form a in­
clinada del rem o en el agua, los diversos aspectos de
los objetos según las diferentes distancias, la doble
imagen que surge cuando se presiona el ojo y muchas
otras apariencias de similar naturaleza. Estos tópicos
escépticos bastarían para p robar que no debem os
depender implícita y exclusivam ente de los sentidos,
sino que debemos corregir su evidencia con la razón
y mediante las consideraciones derivadas de la natura­
leza del m edio, la distancia del objeto y la disposición
del órgano, para hacer de ellos, dentro de su ám bi­
to, el criterio adecuado de verdad y falsedad. Hay
otros argum entos más profundos en contra de los
sentidos que no admiten tan fácil solución.
1 1 8. Parece evidente que los hom bres, por un ins­
D A V I D H U M E

tinto o predisposición natural, son llevados a confiar


en sus sentidos; prescindiendo del razonam iento, o
aún casi antes del uso de razón, suponemos un univer­
so externo independiente de nuestras percepciones,
que existiría aun cuando nosotros y toda otra cria­
tura sensible estuviera ausente o fuera aniquilada.
Incluso la creación animal se halla gobernada por una
opinión sem ejante, y preserva esta creencia en los
objetos exteriores en todos sus pensamientos, desig­
nios y acciones.
Parece asimismo evidente que cuando los hom ­
bres siguen este ciego y poderoso instinto, suponen
que las propias imágenes presentadas por los sentidos
son objetos externos y nunca abrigan la sospecha de
que las primeras serían meras representaciones de los
segundos. Creem os que existe, con independencia de
nuestra percepción, esta mesa que vem os blanca y
sentimos sólida y que es algo externo a la mente que
la percibe. N uestra presencia no le confiere el ser así
com o nuestra ausencia no la aniquila. Preserva una
existencia uniforme y com pleta, independientem en­
te de la situación de los seres inteligentes que la p er­
ciben o la contem plan.
N o obstante, la más leve filosofía destruye rápi­
damente esta opinión universal y prim aria de todos
los hombres, pues nos enseña que lo único que puede
estar presente a la mente es una imagen o percepción
y que los sentidos son sólo las entradas a través de
las cuales se transmiten tales imágenes, incapaces por
sí mismas de producir una relación inmediata entre
la mente y el objeto. La mesa que vem os parece dis­
m inuir a medida que nos alejam os de ella, pero la
mesa real, que existe con independencia de nosotros,
S E C C I Ó N X I I

no sufre alteración alguna; por consiguiente, era sólo


su imagen lo que se hallaba presente a la m ente. Es­
tos son los obvios dictados de la razón; ningún hom ­
bre que reflexione ha sospechado jamás que aquellas
existencias que consideram os cuando decim os, esta
casa y este árbol, sean tan sólo percepciones de la
mente y efím eras copias o representaciones de otras
existencias que perm anecen constantes e indepen­
dientes.

1 1 9 . Hasta ahora, entonces, ha sido preciso que la


razón nos exija contradecir o apartarnos de los instin­
tos primarios de la naturaleza y adoptar un nuevo sis­
tema en lo que concierne a la evidencia de los sentidos.
No obstante, la filosofía se encuentra perpleja cuando
se ve obligada a justificar este nuevo sistema y supe­
rar las cavilaciones y objeciones de los escépticos. Ya
no puede apelar al infalible e irresistible instinto
natural, pues esto nos condujo a un sistema bastante
diferente, reconocido como falible e incluso erróneo.
Y justificar este presunto sistema filosófico mediante
una cadena de argum entos claros y convincentes, o
incluso mediante argum entos plausibles, excede el
poder de toda capacidad humana.
¿Qué argumento podría demostrar que las percep­
ciones de la m ente deben ser causadas por objetos
externos, por completo diferentes de ellas aun cuando
se les asemejen (si esto es posible), y no que pudieran
surgir más bien de la energía de la propia m ente, o
bien de la sugestión de algún espíritu invisible y des­
conocido, o bien de alguna otra causa aún menos com ­
prensible para nosotros? Se adm ite, en efecto, que
muchas de estas percepciones no provienen de obje­

_______________________ 195_____________
D A V I D H U M E

tos externos, com o sucede en los sueños, la locura y


otras enfermedades. Y nada hay más inexplicable que
la manera com o actúa el cuerpo sobre la m ente para
transmitir una imagen de sí a una sustancia de natura­
leza que se presume tan diferente e incluso contraria.
Es una cuestión de hecho saber si las percepciones
de los sentidos son producidas por los objetos exter­
nos que se les asemejan, pero ¿cómo podrá determ i­
narse este asunto? De seguro, por experiencia, al igual
que todas las otras cuestiones de similar naturaleza. No
obstante, a este respecto la experiencia permanece en
silencio y debe hacerlo. La mente sólo tiene ante sí
percepciones y no podría obtener de ninguna manera
una experiencia de su conexión con los objetos. I’or
consiguiente, suponer una conexión semejante care­
ce de fundamento en la razón.

i 2o. Ciertam ente, recurrir a la veracidad del Ser Su­


prem o para dem ostrar la veracidad de nuestros sen­
tidos es hacer un rodeo inesperado. Si la veracidad
de este Ser estuviera implicada de alguna manera en
este asunto, nuestros sentidos serían com pletam en­
te infalibles, pues es im posible suponer que pudiera
engañarnos. Para no m encionar que, una vez puesto
en duda el mundo exterio r, resultaría difícil hallai
argum entos m ediante los cuales pudiéram os probai
la existencia de este Ser o de sus atributos.

i 2 i . Por consiguiente, es este un tópico en el que


los escépticos más filosóficos y profundos siem pre
triunfarán, cuando se esfuerzan por introducir una
duda universal acerca de todas las cuestiones del
conocimiento e investigación humanos. ¿Seguimos los j

196
S E C C I Ó N X I I

instintos y tendencias de la naturaleza, podrían decir,


al asentir a la veracidad de los sentidos? Pero éstos nos
conducen a creer que la misma percepción o imagen
sensible es el objeto externo. ¿Abandonamos este prin­
cipio con el fin de adoptar una opinión más racional, esto
es, que las percepciones son sólo representaciones de
algo externo? Aquí nos apartamos de las tendencias
naturales y de los más obvios sentimientos; sin embar­
go, no podemos satisfacer a la razón, que nunca halla
un argumento convincente basado en la experiencia
para demosti ar que las percepciones están conectadas
con los objetos externos.

1 22. Hay otro tópico de naturaleza análoga, derivado


de la más profunda filosofía, que m erecería nuestra
atención si fuese preciso sum irnos en la más seria
reflexión para descubrir argum entos y raciocinios
que tan poco han de servir para un riguroso propó­
sito. Es universalm ente admitido, por parte de los
m odernos investigadores que todas las cualidades
sensibles de los objetos tales com o dureza, suavidad,
calor, frío, blanco, negro, etc., son meramente secun­
darias y no existen en los objetos mismos sino que
son percepciones de la m ente, que no representan
ningún arquetipo o modelo externo. Si se concede esto
respecto de las cualidades secundarias, debe seguirse
también respecto de las presuntas cualidades prim a­
rias de extensión y solidez, pues estas últimas no
m erecen tal denominación más que las primeras. La
idea de extensión proviene enteramente de los senti­
dos de la vista y el tacto; si todas las cualidades
percibidas por los sentidos se encuentran en la mente
y no en el objeto, la misma conclusión debe valer
D A V I D H U M E

para la idea de extensión que depende por com pleto


de las ideas sensibles o de las ideas de cualidades se­
cundarias. Nada podrá salvarnos de tal conclusión, a
m enos de afirm ar que las ideas de tales cualidades
primarias son obtenidas por abstracción, opinión ésta
que de ser exam inada con detenim iento, hallaremos
ininteligible y aún absurda. Una extensión intangi­
ble e invisible no es concebible; una extensión tan­
gible y visible que no sea ni dura ni blanda, blanca ni
negra, se halla asimismo más allá de la com prensión
humana. Si cualquier hom bre intenta concebir un
triángulo en general que no sea isósceles ni escaleno,
que no posea ninguna longitud determ inada ni p ro­
porción en los lados, percibirá de inm ediato cuán
absurdas son las nociones escolásticas acerca de la
abstracción y de las ideas generales19.

1 2 3 . La prim era objeción filosófica a la evidencia de


los sentidos o a la creencia en la existencia externa
consiste entonces en esto: que tal opinión, si se basara
en el instinto natural,7 sería contraria a la razón Jv si

29. Este argu m ento es tom ado del D r. B e rk eley; en e fec to , la


m ayoría de los escrito s de este m uy ingen ioso au to r consituyen
las m ejo res lecciones sob re el escep ticism o qu e puedan en co n ­
trarse tanto en tre los antiguos com o entre los m odernos filósofos,
sin exceptuar a Bayle. Afirm a, sin em bargo, en el titulo de su obra
(sin duda con gran verd ad ), haber com pu esto este libro en con
tra de los escépticos así com o tam bién en con tra de los ateos y
libre pen sadores. El que todos sus argu m en to s, aun cuando su
intención sea diferen te, son en realidad sene ¡llám ente escépticos,
pu ed e ad vertirse en esto , a sab er, que no admiten respuesta y 110
producen convicción alguna. Su único efecto es pro d u cir aquel m o ­
m en tán eo aso m b ro , irresolu ción y con fu sión qu e resultan del
escepticism o.

198
S E C C I Ó N XI I

se refiriera a la razón sería contraria al instinto natu­


ral; por otra parte, no conlleva ninguna evidencia ra­
cional que convenza al investigador im parcial. La
segunda objeción va más allá y considera tal opinión
como contraria a la razón, al menos si fuese un princi­
pio de razón el que todas las cualidades se encuentran
en la mente y no en el objeto. Al despojar a la m ate­
ria de todas sus cualidades inteligibles, de alguna
manera se la aniquila y perm anece tan sólo un algo
desconocido e inexplicable com o causa de nuestras
percepciones; noción esta tan im perfecta que ningún
escéptico se tom aría el trabajo de refutar.

PARTE II

1 24. Podría parecer extravagante el intento de los


escépticos de destruir la razón m ediante argumentos
y raciocinios; no obstante, es este el gran alcance de
todas sus investigaciones y discusiones. Se esfuerzan
por hallar objeciones en contra de los razonamien­
tos abstractos así com o de aquellos que conciernen
a cuestiones de hecho y de existencia.
La principal objeción en contra de todo razona­
miento abstracto se deriva de las ideas de espacio y de
tiempo, ideas que en la vida cotidiana y para una con­
cepción despreocupada son muy claras e inteligibles,
pero que cuando pasan por el escrutinio de las cien­
cias profundas (y constituyen el objeto principal de
tales ciencias), aparentemente deparan principios lle­
nos de absurdos y contradicciones. Ningún dogma
sacerdotal inventado a propósito para dom eñar y
reducir a la rebelde razón de la humanidad, ha tenido

1 QQ
D A V I D H U M E

tanto impacto sobre el sentido común com o la doc­


trina de la infinita divisibilidad de la extensión y todas
sus consecuencias, tal com o son pomposamente des­
plegadas por todos los geóm etras y metafíisicos, con
una especie de triunfo y exultación. Una cantidad
real infinitam ente m enor que toda cantidad finita,
que contenga a su vez cantidades infinitamente m e­
nores en sí misma y así in infínitum; una construcción
tan atrevida y prodigiosa excede cualquier presunta
dem ostración, pues es contraria a los más claros y
naturales principios de la razón hum ana'0. N o obs­
tante, lo que hace el asunto aún más extraordinario
es que tales opiniones, en apariencia absurdas, están
fundamentadas en la más clara y natural cadena de
razonam ientos; tam poco es posible admitir las p re­
misas sin adm itir también las consecuencias. Nada
puede ser más convincente y satisfactorio que las
conclusiones acerca de las propiedades de los círculos
y de los triángulos; una vez admitidas, sin embargo,
¿cóm o podríam os negar que el ángulo de contacto
entre un círculo y su tangente es infinitamente m e­
nor que cualquier ángulo recto, que en cuanto se

30. C u alesq u iera que sean las disputas acerca de los aspectos
m atem áticos de esta cuestió n, d eb em os con ced er que hay aspec­
tos d e física, esto es, partes de la exten sión que no pueden ser
divid id as o red u cid as ni p o r el o jo ni p o r la im aginación. Po r
con sigu ien te, las im ágenes que se presentan a la lantasía o a los
sentidos son absolutam ente indivisibles y p o r en de deben ad m i­
tir los m atem áticos que son inlinitam ente m en ores que cualquier
parte real de la exte n sió n ; sin em b argo , nada parece más cierto
a la razón com o qu e un nú m ero intinito de ellas con fo rm a una
exten sió n infinita. C u an to más lo sería un n ú m e ro infinito de
aquellas partes infinitam ente pequeñas de la exten sió n , que se
presum en tam bién infinitam ente divisibles.
S E C C I Ó N XI I

increm ente el diám etro del circulo in injinitum, este


ángulo de contacto resulta aún menor in injinitum y
que el ángulo de contacto entre otras curvas y sus
tangentes puede ser infinitamente menor que los que
existen entre cualquier circulo y su tangente, y así
sucesivamente in injinitum? La demostración de tales
principios parece ser tan irrecusable com o aquella
donde se demuestra que los tres ángulos de un trián­
gulo son iguales a dos ángulos rectos, aun cuando esta
última conclusión sea natural y sencilla en tanto que
la primera encierra enormes contradicciones y absur­
dos. A este respecto, la razón parece hallarse sumida
en una especie de perplejidad y suspenso que inclu­
so prescindiendo de las sugerencias de los escépticos,
la hace desconfiar de sí misma y del terreno en que
se m ueve. Contem pla una luz plena que ilumina cier­
tos lugares, pero esta luz linda con la más profunda
oscuridad. Y al pasar de la una a la otra se halla tan
deslumbrada y confundida que escasam ente puede
pronunciarse con certeza y seguridad acerca de cual­
quier objeto.

i 2 f . El carácter absurdo de tan osadas determ inacio­


nes de las ciencias abstractas resulta más palpable, si
ello fuera posible, en relación con el tiempo que con
la extensión. Pensaríamos que la idea de un núm ero
infinito de partes reales de tiem po, sucesivas y ago­
tadas una tras otra, parece ser una contradicción tan
evidente que nadie cuyo juicio no estuviese viciado
en lugar de mejorado por las ciencias, podría admitirla.
No obstante, la razón perm anecerá desasosegada e
intranquila incluso respecto de aquel escepticismo al
que se ve llevada por estos aparentes absurdos y con­
D A V I D H U M E

tradicciones. Cóm o pueda contener una idea clara y


distinta circunstancias contradictorias en sí misma o en
relación con otra idea clara y distinta es absolutamen­
te incomprensible y quizás esta sea la proposición más
absurda que pueda concebirse. Nada puede ser enton­
ces más escéptico o más lleno de duda y vacilación que
aquel escepticismo que surge de las paradójicas con­
clusiones de la geom etría y de la ciencia de la canti-
dad*'.

1 26. Las objeciones escépticas a la evidencia moral o


a los raciocinios relativos a cuestiones de hecho pueden
ser populares o bienfilosóficas. Las objeciones populares

3 1 . N o con sid ero im posible evitar tales absurdos y con trad ic­
ciones, si adm itim os que no hay ideas gen erales y abstractas, p ro ­
piam ente hablando, sino qu e todas las ideas gen erales son , en
realidad, ideas particulares vinculadas con un térm ino general que
evoca, en cada ocasión , otras ¡deas particu lares que se asem ejan
en determ inadas circunstancias, a aquella idea presente a la m ente.
Cuando se pronuncia el térm ino caballo por ejem plo, de inmediato
im aginam os la idea de un anim al blanco o negro , de determ inado
tam año y figura; no obstante, com o el térm in o se aplica tam bién
habitu alm entc a anim ales de o tro s c o lo re s, figuras y tam añ os,
tales ideas, si bien no se encuentran ahora presentes a la im agi­
nación, son evocad as con facilidad ; nu estros razonam ien tos y
conclusiones p ro ced en de la m ism a m anera com o si se hallaran
realm en te p resen tes. Si se ad m ite lo an terio r (co m o p arecería
razo n ab le), se sigue que todas las ideas de cantidad sobre las que
razona la m atem ática son sólo p articu lares y co m o tales, son
sugeridas p o r los sentidos y la im aginación y p o r con siguiente no
pueden ser infinitam ente divisibles. N os lim itarem os p o r el
m o m en to a su g erir esta solución sin d esarrollarla con m ayo r d e ­
ta lle. En e fe c to , c o rre sp o n d e a los am antes de la cien cia el no
e x p o n e rse al rid ícu lo y m en osprecio de los ignorantes debid o a
las conclusiones que enuncian y esta parece ser la solución m ás
sencilla a las dificultades fo rm uladas.
S E C C I Ó N X I I

derivan de la debilidad natural del entendimiento hu­


mano e incluyen las opiniones contradictorias que han
sido consideradas en diferentes épocas y naciones; las
divergencias de nuestros juicios en la enfermedad y la
salud, la juventud y la vejez, la prosperidad y la adver­
sidad; la contradicción perpetua entre las opiniones y
sentimientos de cada ser humano en particular, así
como de muchos otros tópicos de este tipo. Resulta
inútil insistir sobre estos aspectos. Tales objeciones son
débiles, pues así como en la vida cotidiana razonamos
en todo m om ento sobre hechos y existencia, y no
podríamos subsistir sin em plear continuamente esta
especie de argum entación, todas las objeciones p o ­
pulares que de allí derivan serían insuficientes para
destruir tal evidencia. Los grandes enem igos del
pirronismo o de los excesivos principios del escepticis­
mo son la acción, el em pleo y las ocupaciones de la
vida cotidiana. Tales principios pueden florecer y
triunfar en las escuelas donde resulta sin duda difícil,
cuando no imposible, refutarlos, l'ero en cuanto salen
de la sombra y se contraponen a los más poderosos prin­
cipios de la naturaleza, por medio de la presencia de
los objetos reales que m otivan nuestras pasiones y
sentim ientos, se desvanecen com o el humo y dejan
al más decidido de los escépticos en la mismas con­
diciones de los demás m ortales.

1 2 7 . Por consiguiente, el escéptico debiera restrin ­


girse a su propio ám bito y exp o n er aquellas o b je­
ciones J j losójicas que surgen de investigaciones más
profundas. Cuando correctam ente insiste en que
toda la evidencia que tenem os acerca de cuestiones
de hecho que sobrepasa el testim onio del sentido o

m _________________________________
de la m em oria, deriva en su totalidad de la relación
de causa y efecto; que la única idea de tal relación es
la de dos objetos que en nuestra experiencia se hallan
a menudo en conjunción y análogamente estarán en
conjunción en otras ocasiones; que nada diferente de
la costum bre o cierto instinto natural nos lleva a ha­
cer esta inferencia, ciertamente difícil de resistir pero
que, al igual que otros instintos, puede ser falaz y
engañoso, allí tiene el escéptico amplios motivos para
triunfar. Cuando el escéptico insiste sobre estos tó
picos m uestra su fortaleza o más bien, de hecho, sus
debilidades y las nuestras y por algún tiempo al menos,
pareciera destruir toda certeza y convicción. Estos
argumentos podrían desarrollarse con mayor amplitud,
si de ello resultara algún bien permanente o beneficio
para la sociedad.

1 28. Pues allí se encuentra la principal y más con­


tundente razón en contra del escepticism o excesivo,
a saber, que ningún bien perdurable puede resultar
de él mientras conserve su cabal fuerza y vigor. Bas­
ta con preguntar al escéptico cuál es el significado de
ello y qué se propone con todas estas curiosas investigacio­
nes. De inm ediato se sentirá confundido y no sabrá
qué respon der. Un partidario de C o pérn ico o de
T o lo m eo , quienes defienden cada uno un sistema
astronómico diferente, espera producir en su audien­
cia una convicción constante y perdurable. Un estoico
o un epicúreo exponen principios que quizás no p er­
duren, pero que tendrán un efecto en la conducta y
en el comportamiento. Un pirrónico, sin embargo, no
puede esperar que su filosofía ejerza una influencia
constante en la m ente, o si lo espera, que su influen­
S E C C I Ó N X I I

cia sea benéfica para la sociedad. Por el contrario,


debe reconocer, si reconoce alguna cosa, que toda
vida humana perecerá si prevalecen sus principios de
manera universal y constante. T odo discurso, toda
acción cesaría de inmediato y los hombres se sumirían
en un completo letargo hasta que las necesidades na­
turales insatisfechas pusieran fin a su miserable exis­
tencia. Es cierto que tan fatal acontecim iento no es
de tem er. Aunque un pirrónico pueda provocar en
sí mismo y en otros una pasajera perplejidad y con­
fusión por medio de sus profundos razonam ientos,
el prim ero y más trivial acontecim iento de la vida
hará huir todas sus dudas y escrúpulos y lo dejará en
la misma situación en todo lo referente a la acción y
a la especulación que a los filósofos de todas las otras
sectas o a quienes nunca se han preocupado por reali­
zar investigaciones filosóficas. Cuando despierte de su
sueño será el prim ero en unirse a quienes se burlan
de él y confesar que todas sus objeciones son mera
diversión y no pueden tener otra finalidad que m os­
trar el carácter caprichoso de la humanidad que debe
actuar, razonar y creer aun cuando no sea capaz, inclu­
so cuando se dedica a las más diligentes investigacio­
nes, de hallar un fundamento satisfactorio para tales
operaciones ni de elim inar las objeciones a las que
pueden dar lugar.

PARTE III

1 29. C iertam ente hay un escepticism o mitigado o


filosofía académica que puede ser a la vez perdurable
y útil y que en parte deriva de este pirronism o o es-
D A V I D H U M E

cepticismo excesivo, cuando sus dudas indiscriminadas


son corregid as, en alguna m edida, por el sentido
común y la reflexión. La m ayor parte de la humani­
dad tiende naturalmente a ser afirmativa y dogmática
en sus opiniones; cuando contempla algún aspecto de
los objetos y no considera el argum ento contrario,
se abalanza precipitadamente sobre aquellos principios
por los que se inclina; tampoco muestra indulgencia
alguna para quienes conciben sentimientos opuestos.
Vacilar o contraponer sume su entendim iento en la
perplejidad, controla sus pasiones y suspende su
acción. Por consiguiente, se impacienta hasta que con­
sigue escapar de un estado que a su parecer es tan
incómodo y piensa que nunca podrían alejarse lo suficien­
te de él, recurriendo a la violencia de sus afirmaciones y
a la obstinación en sus creencias. N o obstante, si los
pensadores dogm áticos pudieran ser sensibles a las
extrañas flaquezas del entendimiento humano, inclu­
so cuando se encuentra en su más perfecto estado y
es más exacto y precavido en sus decisiones, tal re ­
flexión naturalmente les inspiraría una m ayor m odes­
tia y reserva, rebajaría la alta opinión que tienen de
sí mismos y los prejuicios que abrigan en contra de
sus ad versarios. Los iletrados pueden reflexion ar
acerca de la disposición de los eruditos que, en medio
de las ventajas que les proporciona el estudio y la
reflexión, por lo general desconfían de sus decisiones.
Si algunos de los eruditos se ven inclinados, en ra­
zón de su tem peram ento natural, a la altivez y obs­
tinación, una pequeña dosis de pirronism o podría
abatir su orgullo al enseñarles que las pocas ventajas
que pueden haber obtenido sobre los demás son insig
nificantes cuando se comparan con la perplejidad y


S E C C I Ó N X I I

confusión universal inherentes a la naturaleza huma­


na. En general hay un grado de duda, precaución y m o­
destia que en todo tipo de examen y decisión debiera
acompañar siempre a quien piensa correctamente.

1 30. O tra especie del escepticism o mitigado que p o­


dría ser provechosa para la humanidad y resultar de
las dudas y escrúpulos pirrónicos, es la limitación de
nuestras investigaciones a aquellos temas que m ejor
se adaptan a la estrecha capacidad del entendimiento
humano. La imaginación del hom bre es sublime por
naturaleza y se complace en todo aquello que es rem o­
to y extraordinario; se precipita, incontrolada, hacia los
más distantes ámbitos del espacio y del tiempo para
escapar a aquellos objetos con que la costumbre la ha
familiarizado en exceso. Un juicio correcto procede
según el método contrario; elude toda investigación
distante y elevada, restringiéndose a la vida cotidiana
y a aquellos temas que caen bajo la práctica y la exp e­
riencia cotidianas, dejando los tópicos más sublimes
para el deleite de poetas y oradores, o a las artes de
sacerdotes y políticos. Nada puede ser más útil para
conducirnos a una determ inación tan saludable que
el estar a la vez com pletam ente convencido de la
fuerza de la duda pirrónica y de la imposibilidad de
que algo diferente al poderoso instinto natural pudie­
ra librarnos de ella. Quienes tienen una inclinación a
filosofar, continuarán con sus investigaciones al con­
siderar, además del placer inm ediato que acompaña
a tal ocupación, que las decisiones filosóficas no son
más que reflexiones sistematizadas y corregidas acer­
ca de la vida cotidiana. Mientras consideren la im per­
fección de las facultades que em plean, su limitado
D A V I D H U M E

alcance y la inexactitud de sus operaciones, nunca


sentirán la tentación de ir más allá de la vida cotidiana.
Si bien no podemos ofrecer una razón satisfactoria de
por qué creemos, después de mil experiencias, que una
piedra caerá o que el fuego quema ¿cómo podríamos ¡
estar satisfechos respecto de cualquier determinación
que ad optem os en relación con el origen de los i
m undos y la situación de la naturaleza desde y para
la eternidad?
En todo respecto, los estrechos lim ites a los que I
se circunscriben nuestras investigaciones son tan ra­
zonables que basta para recom endarlos un som ero
exam en de las facultades naturales de la mente hu­
mana y com pararlas con sus objetos. H allarem os
entonces cuáles son los temas propios de la ciencia y i
de la investigación.

1 3 1 . A mi juicio, los únicos objetos de la ciencia !


abstracta o de la dem ostración son el núm ero y la
cantidad; todos los intentos encaminados a extender
esta especie del conocimiento que es la más perfecta,
más allá de tales límites, son mera sofística e ilusión.
Com o las partes que conform an la cantidad y el nú­
m ero son exactam ente sim ilares, sus relaciones se
tornan intrincadas y com plejas; nada puede ser a la
vez más curioso y útil que rastrear su igualdad o des- ;
igualdad en diferentes medios, a través de las diversas j
apariencias que asumen. N o obstante, com o todas las |
otras ideas son claramente distintas y diferentes unas
de otras, el más profundo escrutinio no podría llevar­
nos más allá de observar tal diversidad y por una reflexión
evidente, afirmar que una cosa no es otra. O bien, de
presentarse alguna dificultad en tales decisiones, esta *
S E C C I Ó N X I I

procederá enteramente del sentido indeterminado de


las palabras, que se corrige con definiciones más p re­
cisas. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cua­
drado de los otros dos lados no puede ser conocido, aun
cuando los términos estén perfectamente definidos,
con independencia de una cadena de razonamiento e
investigación. No obstante, para convencernos de la
proposición, cuando no hay propiedad no puede haber
injusticia, basta con definir los térm inos y explicar la
justicia como violación de la propiedad. Ciertam en­
te, tal proposición es sólo una definición imperfecta.
Lo mismo sucede con aquellos presuntos razonamien­
tos silogísticos, que pueden hallarse en todas las ramas
del conocimiento con excepción de las ciencias del
, número y de la cantidad; de estos pueden decirse con
certeza, en mi opinión, que son los únicos objetos
propios de conocim iento y dem ostración.

i 3 2. Todas las otras investigaciones de los hombres se


dirigen tan sólo a cuestiones de hecho y de existencia y
éstas ciertamente no son susceptibles de demostración.
Todo lo que es puede no ser. La negación de un hecho
no puede encerrar contradicción. La no existencia de
, cualquier ser, sin excepción, es una idea tan clara y
distinta como la de su existencia. La proposición que
afirma que tal ser no es, aun cuando sea falsa, no es
menos concebible e inteligible que aquella donde se
afirma que tal ser es. El caso de las ciencias propia­
mente dichas es diferente. En ellas, toda proposición
que no sea verdadera es confusa e ininteligible. Que
la raíz cúbica de 64 es igual a la mitad de 1 o es una
proposición falsa y nunca puede ser concebida
distintam ente; que C ésar, o el arcángel G abriel, o

m ________________________________
D A V I D H U M E

cualquier otro ser nunca haya existido puede ser una


proposición falsa, pero es perfectam ente concebible
y no im plica contradicción alguna.
Por consiguiente, la existencia de cualquier ser
sólo puede ser dem ostrada por argum entos que p ro­
ceden de su causa o de su efecto y tales argumentos
están fundamentados siem pre en la experiencia. Si
razonamos a priori cualquier cosa puede aparentemen­
te producir cualquier cosa. La caída de un guijarro
puede, por lo que sabemos, extinguir el sol, o el de­
seo de un hom bre con trolar los planetas en sus ó r­
bitas. U nicam ente la experien cia nos enseña la
naturaleza y lím ites de la causalidad, y nos perm ite
inferir la existencia de un objeto de la existencia de
o tro iJ. Tal es el fundamento del razonamiento m o­
ral que conform a la m ayor parte del conocim iento y
es la fuente de toda acción y conducta humanas.
Los razonamientos m orales se refieren bien sea a
hechos particulares o a hechos generales. Todas las
deliberaciones de la vida se refieren a los prim eros,
com o también todas las disquisiciones de la historia,
la cronología, la geografía y la astronom ía.
Las ciencias que se ocupan de hechos generales son
la política, la filosofía natural, la física, la química, e tc .,
donde se investigan las cualidades, causas y electos de
una especie entera de objetos.

3 2. Aquella m áxim a im pía de la filosofía antigua, Ex nihilo, nihil


J it , m ediante la cual se exclu ía la creación de la m ateria, deja de
ser una m áxim a según esta filosofía. N o sólo la voluntad del Ser
Su prem o puede cre a r la m ateria; por lo qu e sabem os u priori, la
voluntad de cualqu ier o tro ser podría crea rla o cualqu ier otra
causa atribuida p o r la m ás caprichosa im aginación.

210
S E C C I Ó N X I I

La teología, en cuanto prueba la existencia de una


Divinidad y la inmortalidad de las almas, está confor­
mada en parte por razonamientos relativos a hechos
particulares y en parte, por razonamientos relativos
a hechos generales. Tiene un fundamento en la ra­
zón en cuanto está apoyada por la experiencia. No
obstante, sus m ejores y más sólidos fundamentos son
Iaje y la revelación divina.
La m oral y la crítica no son propiam ente objetos
del entendimiento sino del gusto y el sentim iento.
La belleza, bien sea m oral o natural, es sentida más
que percibida. Cuando razonamos acerca de ella y
nos esforzamos por determinar sus criterios, conside­
ramos un nuevo hecho, a saber, los gustos generales
■ de la humanidad o algún hecho sem ejante, que pue­
de ser objeto de razonamiento e investigación.
Si recorriésem os las bibliotecas persuadidos de
estos principios ¡qué estragos causaríamos! Si tomá­
ramos cualquier volumen de teología o de metafísica
escolástica, por ejem plo, y nos preguntáram os ¿con­
tiene algún raciocinio abstracto acerca del número o la
cantidad? N o. ¿Contiene algún razonamiento experiencia/
acerca de cuestiones de hecho y de existencia? N o. Consú­
manlo entonces las llamas, pues sólo contiene sofismas
e ilusión.

111
MI P R O P I A VIDA

r e s u lta d ifíc il p a ra u n h o m b re d is c u r r ir Ex­


tensamente sobre sí mismo sin pecar de vanidad: por
consiguiente, seré breve. Puede pensarse que la p re­
tensión de escribir mi vida sea en sí misma un acto
de vanidad; este relato, em pero, contendrá poco más
que la historia de mis escritos, pues en efecto casi
toda mi vida ha estado dedicada a ocupaciones y ac­
tividades literarias, y el éxito inicial de la mayoría de
mis obras no fue tal que pueda constituir objeto de
orgullo.
Nací en Edimburgo el 26 de abril de 17 1 1. Prove­
nía de buena familia, tanto por parte de padre com o
de madre. La familia de mi padre desciende del Conde
de Lióme o Hume; mis antepasados han sido propieta­
rios por varias generaciones de la heredad que actual­
mente pertenece a mi herm ano. Mi m adre era hija
de Sir David Falconar, Presidente del C olegio de
Justicia; el título de Lord H alkerton correspondió
por sucesión a su hermano.
Mi familia, sin embargo, no era adinerada; mi pa­
trimonio, siendo yo el hermano menor y de acuerdo
con las costumbres de nuestro país, era como es na­
D A V I D H U M E

tural, muy escaso. Mi padre, quien era apreciado I


como un hombre de talento, murió cuando yo aún era
niño dejándom e junto con mi hermano m ayor y una
herm ana, al cuidado de nuestra m adre, m ujer de
singulares m éritos que, aunque joven y bella, se de- ]
dicó por entero a la crianza y educación de sus hijos.
Me desempeñé con éxito en el curso ordinario de la |
educación, y desde m uy tem prana edad fui presa de
una pasión por la literatura que ha sido siempre la pa­
sión dominante de mi vida y fuente principal de mi
deleite. Mi disposición para el estudio y mi laboriosi- 1
dad hicieron pensar a mi familia que el Derecho sería
una profesión apropiada para mí; sentía, no obstante,
una insuperable aversión hacia todo, con excepción de I
las actividades de la filosofía y el conocim iento g e ­
neral; y mientras mi familia me imaginaba dedicado I
escrupulosam ente a la lectura de V oet y V innius, j
eran Cicerón y Virgilio los autores que devoraba en
secreto.
Mi muy escasa fortuna, sin embargo, era inadecua­
da para este plan de vida y mi salud se hallaba algo
quebrantada debido a mi ardiente dedicación; por es- j
tas razones, estuve tentado, o m ejor, me vi obligado, j
a realizar un débil intento por integrarm e a un esce- <
nario vital más activo. En i 7 34 me trasladé a Bristol
provisto de recomendaciones ante distinguidos com er­
ciantes; a los pocos meses, em pero, hallé que este tipo
de vida era completamente inadecuado para mí. Via­
jé entonces a Francia, con la intención de proseguir mis |
estudios en un retiro campestre; allí concebí aquel plan
de vida al que con constancia y éxito me he dedicado:
decidí que una estricta frugalidad supliera mi deficien­
cia de medios de fortuna para conservar incólum e mi

214
MI P R O P I A V I D A

independencia, y considerar com o despreciable todo


objeto que no condujese al m ejoram iento de mi ta­
lento literario.
Durante mi retiro en Francia, prim ero en Reim s,
pero principalm ente en La Fleche, Anjou, compuse
el Tratado de la naturaleza humana. Después de una
agradable estadía de tres años en aquel país, regresé
a Londres en 1 7 3 7 . A fines de 1 7 3 8 publiqué el Tra­
tado, y de inm ediato me reuní con mi m adre y mi
hermano, quien entonces disfrutaba de su heredad y
se ocupaba atinada y exitosam ente de incrementar su
fortuna.
Nunca corrió un intento literario con tan poca
suerte como mi Tratado de la naturaleza humana. Salió
m uerto de la im prenta, sin alcanzar siquiera la dis­
tinción de suscitar un m urm ullo entre los fanáticos.
No obstante, al poseer por naturaleza un carácter
alegre y confiado, me repuse con rapidez de este
golpe y proseguí con gran dedicación mis estudios.
En 1 742, publiqué en Edimburgo la primera parte de
mis Ensayos-, esta obra fue favorablem ente recibida y
pronto me hizo olvidar mi anterior decepción. P er­
manecí con mi madre y m i hermano en el campo y
durante aquella estadía, recobré el conocim iento de
la lengua griega, descuidado en demasía durante mi
primera juventud.
En 1 745 recibí una carta del Marqués de Annan-
dale en la cual me invitaba a vivir con él en Inglate­
rra; supe también que la familia y amigos de aquel
noble joven estaban deseosos de colocarlo bajo mi
cuidado y dirección, pues el estado de su mente y de
su salud lo requerían. Perm anecí a su lado durante
un año; los honorarios recibidos por este concepto
D A V I D H U M E

representaron un considerable increm ento para mi


pequeña fortuna. Recibí luego una invitación de par­
te del General St. Clair para servirle como Secretario
en la expedición que se proponía adelantar contra el 1
Canadá, pero que term inó en una incursión en la
costa francesa. Al año siguiente, en 1 747, recibí una
invitación del General para ocupar el m ism o cargo 1
en su em bajada m ilitar ante las cortes de Viena y '
Turín. Allí vestía el uniform e de oficial y era presen- 1
tado ante estas cortes com o edecán del G eneral, al j
lado de Sir H arry Erskine y del Capitán G rant, hoy |
General Grant. Estos dos años constituyeron prácti- j
camente la única interrupción de mis estudios en el
transcurso de mi vida; los pasé de manera agradable
y en buena compañía; los honorarios recibidos, jun- 1
to con mi frugalidad, me habían permitido reunir una
fortuna, que yo consideraba suficiente para vivir de j
ella, aunque la m ayoría de mis amigos sonreían cuan­
do decía tal cosa; para abreviar, era entonces dueño
de cerca de mil libras.
Siem pre atribuí la falta de éxito del Tratado de la
naturaleza humana más bien a la form a que a su conte- !
nido; pensé que había cometido una gran imprudencia
al acudir tan pronto a la imprenta. Elaboré entonces, ♦
de nuevo, la primera parte de este libro en la Investi­
gación sobre el entendimiento humano, publicada cuando
me hallaba en Turín. Sin em bargo, en un com ienzo,
esta obra tuvo casi tan poco éxito com o el Tratado de
la naturaleza humana. A mi regreso de Italia, tuve la
mortificación de hallar a toda Inglaterra agitada con
m otivo de la publicación de Tree Inquirj del doctor
M iddleton, mientras que mi obra era totalm ente ig­
norada y m enospreciada. Una nueva edición de los ‘
MI P R O P I A V I D A

Ensayos morales y políticos, publicada en Londres, no


recibió m ejor acogida.
Tal es la fuerza del tem peram ento natural que
estas decepciones hicieron poca o ninguna m ella en
mí. A partir de 1 749, perm anecí durante dos años
con mi hermano en su casa de campo, pues mi madre
ya había fallecido. Compuse allí la segunda parte de
• mis Ensayos, titulada Discursos políticos, así com o la
Investigación sobre los principios de la moral, otra reela­
boración del Tratado. Entre tanto mi editor, A. M i­
llar me com unicó que mis publicaciones anteriores
(con excepción del infortunado Tratado) comenzaban
a ser tema de conversación, que su venta aumentaba
gradualmente y que se habían solicitado nuevas edicio-
1 nes. Dos o tres réplicas redactadas por eclesiásticos y
autoridades de la iglesia aparecían cada año y supe,
gracias a los vilipendios del D r. W arburton, que los
libros comenzaban a ser apreciados entre la buena
sociedad. No obstante, había adoptado la determ ina­
ción, que he seguido inflexiblemente, de no responder
jamás a nadie; dado que mi tem peram ento es poco
irascible, me he mantenido alejado de toda disputa
literaria sin dificultad. Aquellos síntomas de mi cre­
ciente reputación fueron muy alentadores y me halla­
ba más dispuesto que nunca a ver el lado favorable
de las cosas más bien que sus inconvenientes; actitud
que hace más feliz a quien la posee que el tener una
renta de diez mil libras al año.
En 1 7 j 1, me trasladé del campo a la ciudad, es­
cenario más apropiado para un hom bre de letras. En
1 7 j 2 fueron publicados en Edimburgo, donde enton­
ces vivía, los Discursos políticos, la única de mis obras
que tuvo éxito desde su prim era edición; fue bien
D A V I D H U M E

recibida tanto en mi país com o en el extran jero .


Durante el mismo año fue publicada en Londres la In- 1
vestigación sobre los principios Je la moral que, en mi opi- 1
nión (aun cuando no debiera juzgar estos asuntos) es
de todos mis escritos históricos, filosóficos o literarios,
indudablemente el m ejor, si bien salió al mundo sin
suscitar comentario u observación alguna.
En 17 £ 2, la Facultad de Abogados me eligió como
bibliotecario, cargo del cual recibí pocos emolumentos
pero, a cam bio, puso a mi disposición una enorm e
biblioteca. Concebí entonces el proyecto de escribir
la historia de Inglaterra; tem eroso, em pero, ante la
idea de dedicarm e a un relato que abarca un período
de mil setecientos años, com encé por el ascenso de I
la Casa Estuardo, época en la cual, pensé, se inicia- 1
ron las distorsiones partidistas. D ebo reconocer que i
había puesto mis esperanzas en el éxito que tendría
esta obra. Creía ser el único autor en haber rechaza- I
do desde un com ienzo el poder prevaleciente, los
intereses, la autoridad y el clam or de los prejuicios
populares y, puesto que el tema estaba al alcance de
todos, esperaba el aplauso correspondiente. M ayor
fue m i decepción: enfrenté un clam or de reproba- ]
ción, reproches e incluso de animadversión; ingleses, <
escoceses e irlandeses, whigs y tories, eclesiásticos y
laicos, libre-pensadores y religiosos, patriotas y corte­
sanos por igual, se unieron en su ira contra el hombre I
que había osado derram ar una generosa lágrima por ¡
el destino de Carlos i y por el Conde de Strafford;
una vez aplacadas las prim eras ebulliciones de esta
furia, lo más m ortificante fue que el libro pareció
caer en el olvido. El señor M illar me com unicó que
únicamente había vendido cuarenta ejem plares en un ,
MI P R O P I A V I D A

año. En efecto, apenas si supe de algún hombre en


los tres reinos, conocido por su rango o erudición,
que pudiese tolerar el libro. Debo exceptuar tan sólo
al primado de Inglaterra, D r. H erring, y al primado
de Irlanda, D r. Stone, dos excepciones aparentemen­
te insólitas. Estos dignos prelados me enviaron por
separado misivas alentándome frente a aquella des-
1 favorable recepción.
Debo confesar, no obstante, que me hallaba desa­
nimado; y de no haber estallado entonces la guerra
entre Inglaterra y Francia, ciertam ente me hubiera
retirado a alguna aldea provinciana del segundo de
aquellos reinos, hubiera cambiado de nombre y jamás
habría regresado a mi país de origen. Com o tal pro-
» yecto resultaba entonces impracticable y el volumen
siguiente se hallaba considerablemente avanzado, de­
cidí armarme de valor y perseverar.
Durante este intervalo publiqué en Londres la His­
toria Je la religión, junto con otros breves ensayos; re ­
cibió una tibia acogida por parte del público, con
excepción del folleto escrito por el D r. Hurd en su
contra, con toda la mezquina petulancia, arrogancia e
insolencia que caracteriza a la escuela warburtoniana.
Tal folleto me ofreció algún consuelo para la indife­
rencia con que había sido recibida la obra.
En 1 7^6, dos años después de la aparición del
prim er volum en, fue publicado el segundo volum en
de la Historia, que contiene el período com prendido
desde la m uerte de Carlos 1 hasta la Revolución. Esta
obra enfadó menos a los whigs y fue m ejor aceptada.
No sólo sobresalió por sí misma, sino que ayudó a
sacar a flote a su infortunada hermana.
Aun cuando la experiencia me había enseñado que

219
D A V I D H U M E

el partido de los whigs detentaba el poder de asignar


todos los cargos, tanto políticos como literarios, estalla
tan poco dispuesto a ceder ante su insensato clamor
que en más de cien m odificaciones introducidas al
reinado de los dos prim eros Estuardos, motivadas
por estudios ulteriores, lecturas y reflexión, me he
inclinado siem pre hacia el lado de los tories. Resulta
ridículo considerar la Constitución inglesa anterior
a esta época com o un proyecto libertario en el sen­
tido usual de la palabra.
En 1 75 9 publiqué la Historia de la casa Tudor. El
clam or elevado contra esta obra casi ¡guala al que sur­
gió contra la historia de los dos prim eros Estuardos.
El reinado de Isabel fue especialmente censurado. N< •
obstante, para entonces me había tornado insensible
a las im presiones de la insensatez pública y en mi
retiro de Edim burgo, continuaba escribiendo en paz
y contento, los dos últim os volúm enes correspon ­
dientes a la prim era parte de la historia inglesa, que
entregué al público en 1 7 6 1 con relativo y sólo re ­
lativo éxito.
A pesar de los m últiples avatares a los que habían
estado expuestas mis obras, continuaban avanzando
en tal form a que el dinero percibido por ejem plares
superaba toda venta anterior en Inglaterra; para en­
tonces no sólo disponía de m edios suficientes sino
opulentos. O pté por retirarm e a mi nativa Escocia,
decidido a no salir nunca de allí y con la satisfacción
de no haber presentado jamás una solicitud ante hom­
bre importante ningún y ni siquiera haber intentado
trabar amistad con alguno de ellos. Puesto que sobre­
pasaba ya los cincuenta años, pensaba pasar el resto de
mi vida entregado a la filosofía, cuando en 1 763 fui
MI P R O P I A V I D A

invitado por Lord H ertford, a quien no conocía en


absoluto, a colaborar con él en su Embajada en Pa­
rís, con la perspectiva de ser nombrado Secretario de
la Embajada y desem peñarm e entre tanto en otras
funciones de esta oficina. A pesar de lo atractivo de
la oferta, inicialmente la rechacé; era reacio a esta­
blecer conexiones con personas de im portancia y
l temía, por otra parte, que la amabilidad y alegría de
la sociedad parisina resultasen poco apropiadas para
una persona de mi edad y talante. Sin em bargo, al
reiterar Lord H ertford su invitación, finalm ente
acepté. Poseo toda las razones, tanto de placer como
de interés, para estar satisfecho de mis relaciones con
este noble caballero, así como de aquellas establecidas
, luego con su hermano, el General Conw ay.
Q uien nunca haya observado el extraño efecto de
la moda no podrá imaginar la acogida que tuve en
París por parte de hom bres y m ujeres de todo rango
y condición. M ientras más me sustraía a su excesiva
cortesía, más me abrumaban con ella. Sin embargo, la
vida en París proporciona auténtica satisfacción debi­
do al elevado número de personas sensibles, eruditas
y corteses que abundan en esta ciudad más que en
• cualquier otro lugar del universo. Alguna vez pensé
inclusive en establecerm e allí definitivamente.
Fui nom brado Secretario de la Embajada y en
1 765 , Lord H ertford nos abandonó con ocasión de
su nombram iento com o Gobernador de Irlanda. Me
desem peñé entonces com o chargé d ’affaires hasta la
llegada del Duque de Richm ond a fines del mismo
año. A comienzos de 1 766 regresé de París y al vera­
no siguiente me trasladé a Edimburgo, con la misma
idea anterior de sepultarm e en mi retiro filosófico.
D A V I D H U M E

Regresé a este lugar, no más rico, pero sí con más di­


nero y m ayores ingresos de los que disponía al partir,
gracias a la amistad de Lord H ertford; estaba deseoso
de probar la abundancia, así com o en el pasado había
experim entado la frugalidad. N o obstante, en i 767,
fui invitado por el señor Conway para ocupar el cargo
de sub-secretario; tanto el carácter de quien extendía
la invitación com o mis relaciones con Lord H ertford
me im pidieron rechazarla. Regresé en 1 769 a Edim ­
burgo, en m edio de la opulencia (pues disponía de
una renta que ascendía a mil libras al año); gozando
de buena salud, aun cuando un poco abatido por los
años, y con el proyecto de disfrutar al fin mi holgura
y ver cóm o crecía mi reputación.
En la prim avera de 1 7 7 5 fui afectado por un des­
orden intestinal, que inicialm ente no me produjo
alarma alguna; con el tiem po, sin em bargo, he com ­
prendido que es m ortal e incurable. Ahora confío en
un pronto desenlace. Este desorden me ha ocasionado
poco dolor y lo que es aún más extraño, a pesar del
decaim iento de mi persona, jam ás he sufrido un
m om ento de abatim iento del espíritu; tanto es así
que si hubiera de indicar aquel período de mi vida
que preferiría revivir, me vería inclinado a señalar
estos últimos años. Poseo el mismo ardor de siem ­
pre para el estudio y la misma alegría en compañía
de otros. C onsidero, además, que un hom bre de se­
senta y cinco años, al m orir, sólo evita unos pocos
años de dolencias y aun cuando advierto varios sín­
tomas de que mi reputación literaria irrum pe por fin
con un lustre adicional, sé que dispongo de pocos
años para disfrutarla. Es difícil estar más desprendido
de la vida de lo que estoy actualm ente.
MI P R O P I A V I D A

Para concluir con mi propio carácter soy, o más


bien, he sido (pues es éste el estilo que debo emplear
ahora al hablar de mí m ism o, lo cual me da m ayor
valor para expresar mis sentim ientos), he sido, digo,
un hom bre de apacible disposición, dueño de mi
tem peram ento, de talante abierto, sociable y alegre,
capaz de adhesión pero poco susceptible de enemistad
y de gran moderación en todas mis pasiones. Incluso
mi amor por el renombre literario, mi pasión dominan­
te, nunca agrió mi humor a pesar de las frecuentes
decepciones que sufrí. Mi compañía era acogida por
igual entre los jóvenes y despreocupados como entre
los estudiosos y literatos; me com placía en la com ­
pañía de m ujeres m odestas, así que no tuve m otivo
de queja de la recepción que me dispensaron. En
síntesis, si bien todos los hom bres em inentes han
encontrado m otivos para lam entarse de calumnia,
nunca fui tocado ni atacado por su malignidad, y aun
cuando incautamente me expuse a la ira partidista
tanto civil com o religiosa, parecían renunciar a su
acostumbrada furia en mi favor. Mis amigos nunca
tuvieron ocasión de vindicar circunstancia alguna de
mi carácter o conducta; podemos presum ir que a los
fanáticos les hubiera agradado inventar y propagar
cualquier historia en mi contra, pero nunca pudieron
hallar alguna que, en su opinión, pareciera verosímil.
No puedo negar que haya vanidad en la redacción de
esta oración fúnebre para mí mismo, pero espero que
no esté descaminada y es ésta una cuestión de hecho
que puede aclararse y evaluarse con facilidad.
AQUÍ
T E R M IN A
CARA
A p r o p ó s ito d e

Y SU O B R A

ISBN: 1)58-04-1958-2
CC: 20752

:a r a de
C IÓ N 5
iU M A f
L IT ER A TU R A

M e l v i l l e H erm án Bartleby
MÉRIMÉE Prosper Carmen
M u t is A lv a ro La mansión de Araucaíma -
Diario de Lecumberri
N e r u d a P a b lo Veinte poemas de amor y una
canción desesperada
ÓNETTI Ju a n C arlo s Los adioses
PALM A R icardo Tradiciones peruanas
PÉREZ G a l d ó s Benito Misericordia
POE E d gar A lian El gato negro y otros cuentos
P r o u s t M arcel La muerte de las catedrales
QuiRO GA H oracio El hombre muerto
SILVA José A su n ción Poemas y prosas
S t e i n b e c k John Tortilla Fiat
Sten dh al Rojo y negro
S t e v e n s o n Robert L ou is Juego de niños y otros ensayos
Sw iFT Jonathan Escritos satíricos
TOLSTOI León La muerte de Iván Ilich
USLAR PlETRl A rtu ro Las lanzas coloradas
V a l l e j o C ésar Sombrero, abrigo, guantes y
otros poemas
V a r io s Cuento hispanoamericano
siglo X IX
V a r io s Cuentos brasileños del siglo X IX
W ells H. G. La máquina del tiempo
WHITMAN, DlCKINSON/
W il l ia m s Tres poetas norteamericanos
W il d e O sc a r El fantasma de Canterville

FILO SO FIA
D e s c a r t e s René Discurso del método
HUME D avid Investigación sobre el
entendimiento humano
LEIBNIZ G ottfried W ilhelm Tres textos metafísicos
NlETZSCHE Friedrich Fragmentos postumos
R o u s s e a u Je a n -Ja c q u e s Ensayo sobre el origen
de las lenguas

E N P R E P A R A C IÓ N
M a q u i a v e l o N ic o lá s El príncipe
O c k h a m G u ille r m o d e Suma de lógica
H e g e l G .W .F . Creer y saber
S aki Cuentos de humor negro
P in e r a V ir g ilio Cuentos de la risa del horror
T u r g u e n i e v Iv á n Primer amor
F u e n t e s C a r lo s Aura
I EN C A D A E JE M P LA R DE LA CO- | |

I LECCIÓ N C A R A Y CR U Z EL LEC-

I TOR EN CO N TRA R Á DOS LIBR O S 2

É D IST IN T O S Y C O M P LEM E N TA - i

| RIO S • S I Q U IER E C O N O C ER j t

E N SA YO S SO BRE

1 INVESTIGACIÓN SOBRE EL 1
i ENTENDIMIENTO HUMANO i
Y
DAVID HUME

| C IT A S A PRO PÓ SITO Di: ELLO S É

| CRO N O LO G ÍA Y B IB L IO G R A FÍA , M
P EMPIECE POR ÉSTA, LA SECCIÓ N I

i "C R U Z " DEL L IB R O * SI PREFIERE

| A H O R A LEER LA O BR A , DÉLE V)
i V U ELT A A L L IBR O Y EM PIECE fcj

I POR LA T A P A O PU EST A , LA »
SECCIÓ N "C A R A "
A propósito de

DAVID H U M E
Y SU O B R A
A propósito de

DAVID H U M E
Y SU O B R A

COLECCIÓN

G RU PO ED ITO RIAL N O RM A
Barcelona, Buenos A ires, Caracas,
Guatemala, l ima, M éxico, Miami, Panamá, Q uito, San José,
San Juan, Santafé de Bogotá, Santiago
CONTENIDO

PR ESEN TA C IÓ N
Magdalena Holguln ........................................................................ 9

LA FILOSOFÍA DE H U M E
G.E. Moore............................................................................................ 2 3

CITAS A P R O PÓ SIT O D E ...................................................................... 4 7

C R O N O L O G ÍA ............................................................................................. í 1
.
BIBLIOGRAFÍA ........................................................................................... 7 1
P R E S E N T A C IÓ N

Magdalena Holguín

C O M O B I E N L O D IC E E L M IS M O H U M E A P R O P O S I T O

de Descartes y de Locke, el destino de las ideas filo­


sóficas adopta en ocasiones un rum bo im previsto por
quienes las proponen. Si aplicamos esta consideración
a sus propios escritos, resulta casi irónico constatar que
el Tratado sobre la naturaleza humana ( 1 7 3 9- 40) , sis­
tema concebido por Hume cuando contaba apenas
veintiocho años y el cual, en su opinión, corrió con
la peor suerte que obra filosófica haya conocido jamás,
en lo sucesivo se considerará de decisiva influencia para
las más diversas posiciones tanto en la modernidad
com o en la filosofía contem poránea.
Si excluim os la Historia de Inglaterra, famosa por
la im parcialidad de la exposición, y sus interesantes
contribuciones a la filosofía y a la economía políticas,
podríamos decir que lo esencial de su pensamiento
filosófico maduro, tal como aparece en la Investigación
sobre el entendimiento humano (1 748) y la Investigación
sobre los principios de la moral (1 7^2), constituye una
reelaboración de los temas del Tratado, su obra de ju ­
ventud.
De manera general, coincidim os con la opinión
de M osner quien, en su magnífica biografía de Hu­

9
M A G D A L E N A H O L G U I N

m e', afirma que la m otivación principal que anima la


totalidad de su sistema filosófico es su deseo de re­
futar las doctrinas racionalistas prevalecientes. En
efecto, para Hume estas doctrinas no sólo son inco­
rrectas desde un punto de vista teórico, sino fuente
de fanatismo e intolerancia, actitudes que tanto en­
tonces com o ahora atentan fundamentalmente con­
tra la libertad de pensamiento y la expresión de las
ideas. Aun cuando en el maravilloso recuento de su
vida que el mismo Hume nos presenta om ite citar
estos desagradables incidentes, M osner’ nos narra
cóm o el carácter radical de sus ideas le costó en dos
ocasiones la cátedra de filosofía, de suerte que Hume
nunca pudo desempeñarse en la docencia.
El proyecto racionalista, ciertam ente uno de los
más interesantes que se haya concebido, se propone
ofrecer una explicación de la realidad fundamentada
estrictamente en principios auto-evidentes y demos­
trados. El racionalista supone que la realidad es in­
teligible en el sentido más extenso de la palabra, es
decir, es susceptible de un conocim iento legal, uni­
versal y necesario. Quien no admita en principio la
esencial racionalidad de lo existente, estaría aceptan­
do im plícitam ente que la realidad es caótica e in ex­
plicable; al hacerlo, introduce la incertidum bre y la
subjetividad en los criterios que fundan el con oci­
m iento y la acción. C on base en esta confianza ini-

1 . Aunque en su biografía es esto lo que afirm a H um e, tal ap re­


ciación se ve refutada p o r los com entarios que desde un princi­
pio suscitó.
2. Erncst C am pb ell M osn er, The life o f David Hume, Lon dres,
N elson, 19 5 4 .

10
P R E S E N T A C I Ó N

cial en el poder de las facultades humanas para lograr


una comprensión sistemática de lo real, y proponiéndo­
se com o ideal de la razón un conocim iento absoluto,
la estrategia empleada por el racionalista sugiere el
dilema anterior: o bien admitim os la existencia de
una inteligibilidad integral, o estamos condenados a
la irracionalidad y debem os renunciar a toda com ­
prensión.
Los esfuerzos de Descartes por hallar una certeza
incontrovertible de la que pueda derivarse dem ostra­
tivamente el sistema entero de las verdades raciona­
les, así com o el intento de Leibniz por reducir todas
las verdades de hecho (contingentes) a verdades de
razón (analíticas), tienden al mismo fin: la explicación
de la totalidad de lo real de manera universal y nece­
saria .
Los dos pilares sobre los que se basa tal proyecto
filosófico son el principio de identidad y el principio
ile razón suficiente. Del prim ero depende toda v e r­
dad dem ostrativa, del segundo la verdad fáctica.
Conjuntam ente garantizar la esencial inteligibilidad
de todo lo que existe así com o la posibilidad de una
explicación legal y sistemática de sus interrelaciones.
El ideal de la razón exige elim inar toda contingencia
y m ostrar cóm o, en últim a instancia, aquello que se
presenta com o innecesario o arbitrario lo es sólo en
apariencia. Es por ello que la Investigación sobre el en­
tendimiento humano Hum e com ienza por distinguir
entre las verdades dem ostrativas o lógicas y aquellas
que se refieren a cuestiones de hecho y de existen­
cia, al ámbito de lo fáctico; en las observaciones que
hace respecto de esta distinción puede apreciarse ya
' la distancia que lo separa de la doctrina racionalista.

11
MAGDALENA HOLGU1N

Los conceptos de sustancia y de causa, por otra


parte, resultan de capital im portancia para el desa­
rrollo del racionalism o. Conocer una sustancia, en
sentido estricto, consistirá en establecer la necesidad
de que sus atributos le pertenezcan esencialm ente.
La identidad entre el sujeto y sus predicados sería la
configuración ontológica de donde deriva el princi­
pio lógico de identidad; en él se propone asimismo
com o paradigma de la proposición verdadera el caso \
en que tal identidad puede dem ostrarse com o n e c e -fl
saria. N o basta, sin em bargo, con que cada sustancia S
sea en sí misma inteligible; es preciso también dar
razón de su existencia. Para este efecto se aplica el I,
segundo principio, según el cual todo lo que es tiene
una causa. La teoría de la causalidad explica a la vez,I''
por qué existen las sustancias, y cuáles son sus rela­
ciones jerárquicas de dependencia ontológica.
Si bien en la actualidad nos hemos habituado a sos- 1
pechar del poder ilimitado de la razón hasta llegar in - ;
cluso a defender ciertas formas del irracionalismo, el j
panorama de las ideas en la época de Hume era bien
diferente. Al predom inio del racionalismo en las es- f
cuelas se sumaba el apoyo que recibía por parte de :
teólogos y eclesiásticos, para quienes esta doctrina
perm itía apoyar y dem ostrar los principales dogmas
de la fe.
Es un lugar común de la historia de la filosofía opo­
ner racionalismo y empirismo, caracterizando ambas
posiciones a partir de sus rasgos más excluyentes. Hay
quienes llegan incluso a pensar que el prim ero niega
el papel de la experiencia en el conocimiento, mien­
tras que el segundo eliminaría por completo el papel
de la razón. Com o es natural, tales caracterizaciones

12
P R E S E N T A C I Ó N

resultan excesivam ente sim plistas y desconocen la


com plejidad de las posiciones filosóficas descritas;
n ambos casos, se trata más bien de subordinar uno
lo los elem en tos al otro y estab lecer cuál sería
prioritario respecto del origen y fundam ento del
conocim iento. Cuando Hume declara, en la prim e­
ra Investigación, que las im presiones constituyen el
punto de partida obligado de todo conocer, tal afirma­
ción debe com prenderse com o un principio general
r]ue asigna a la experiencia un lugar privilegiado en
tanto que fuente y garantía de la verdad. Podría de­
cirse que el em pirism o deriva su fuerza de aquella in­
negable carencia de los sistem as racionales que
sacrifican el contenido a las form as legales del pen­
samiento. La primacía de la im presión sobre la idea,
a la vez que invierte las prioridades epistem ológicas,
suministra aquello que la razón por sí misma es in­
capaz de generar: los contenidos del conocim iento.
Tal decisión se basa en una convicción fundamental,
que M alberbe expresa acertadam ente de la siguien­
te manera: “ La fuerza del em pirism o se halla en su
realismo óntico: lo real no es racional sino sensible” *.
Ya desde el Tratado, afirma H um e: “ La razón es y
debe ser la esclava de las pasiones” , afirmación donde
expresa su tesis de que todo raciocinio lógico se halla
subordinado a la gratuidad de lo dado y establece des­
de un principio el carácter limitado y dependiente de
la razón.
N o obstante, más allá de la mera enunciación de
este.p rin cip io general, el interés de la propuesta

j . M i c h i l M a l h c r h c , Kant ou H um e, P a r ís, V r i n , 1 9 8 0 , p ág . 1 1 .
M A G D A L E N A H O L G U I N

em pirista reside en las consecuencias m etodológicas


que derivan de él. El análisis em pírico, tal como lo
desarrolla Hume en la prim era Investigación, no se
lim ita a establecer el punto de partida del c o n o c í-S
m iento; configura un criterio de validez conceptual
que se convierte en su m ejor arma contra una especu- ||
lación metafísica: las ideas de sustancia, sujeto, objeto
y causa serían así abstracciones carentes de sentido
y deben juzgarse com o meras falacias. <1
Podríamos decir que Hume concede especial im ­
portancia a un problema que anteriormente había r e - 1$
cibido tan sólo una atención secundaria: el problema
de la aplicabilidad de los conceptos. En efecto, no es f '
suficiente que los conceptos, en sí mismos conside­
rados, no sean internam ente contradictorios. Tal
característica meramente formal no puede garantizar
verdad, si se entiende ésta no sólo como conformidad
del pensamiento consigo mismo sino con la realidad, i
Hume introduce así la noción de los conceptos vacíos
o asignificativos en los cuales, si bien no se viola el
principio lógico de identidad, tampoco se satisface el
criterio que haría de ellos verdaderos instrumentos
cognoscitivos: su relación con contenidos experien-
ciales.
La consideración de la verdad material enrique- j
ce sin duda el panorama epistemológico ofrecido por
el racionalismo, y justifica a la vez el m étodo que con
tanto éxito aplica Hume en la Investigación. Debemos
recordar que allí la crítica a las doctrinas racionalistas
no se limita a oponer un principio general, la experien­
cia, a otro -la razón; es preciso analizar los conceptos
básicos del racionalismo para determinar en cada caso
si llenan las condiciones de significatividad estable- *

14
P R E S E N T A C I Ó N

ciclas con el criterio de aplicabilidad conceptual o si


por el contrario, son sólo palabras carentes de sen­
tido.
Es por ello que en las preguntas formuladas por
Hu me se introduce un matiz inédito. En efecto, no
se trata de d ecid ir, por ejem p lo , qué deberíam os
considerar com o sustancia, ni cuáles serían sus com ­
ponentes esenciales; se trata de analizar la idea de
sustancia, para determ inar si es un concepto al que en
la experiencia algo corresponde o si, por el contrario,
no es más que un recurso formal vacío del que debe­
ríamos prescindir para efectos cognoscitivos rigurosos.
Si bien debem os reconocer que fueron Locke y y
en especial Berkeley quienes iniciaron la crítica de las
tesis básicas del racionalism o, su adhesión a ciertos
supuestos metafísicos y, en el caso de Berkeley, sus
convicciones religiosas, les impiden llevar los análisis
realizados a sus últimas consecuencias. Risieri Frondi-
zi, en su magistral ensayo sobre la evolución del con­
cepto de sustancia4, describe tanto los aportes com o
las limitaciones de las teorías empiristas preceden­
tes, señalando con claridad aquellos aspectos en los
que Hume radicaliza las posiciones anteriores. La diso­
lución de la idea de sustancia, en términos generales,
se inicia cuando Locke separa la sustancia de sus atri-
Initos y propone adelantar un análisis em pírico e in ­
dependiente de am bos. D e allí surge la célebre
distinción entre cualidades primarias y secundarias.
Berkeley, al profundizar en ella, niega que tal distin­
ción se encuentre justificada y por esta vía, llega a

4. Ri sic rc Frondizi, Substancia y Jun ción en el problema J e ! y o ,


Buenos Aires, Losada, 1 9 5 2 .

15
M A G D A L E N A H O L G U I N

demostrar que la idea misma de una sustancia mate- jj |


rial sería problemática. Aunque similares argumentos
hubieran podido emplearse en contra de la idea de i
una sustancia espiritual, las creencias religiosas d e | |
Berkeley le impiden extender el análisis en tal senti­
do. Corresponderá entonces a Hume m ostrar que la
idea de sustancia espiritual adolece de los m ismos 1
problemas. Cuando nos limitamos a aquello que pue- &
de fundamentarse estrictam ente en las im presiones 1
de la sensibilidad o de la reflexión, el concepto del
yo se ve reducido al de un “haz de percepciones” ,
análogo al “haz de propiedades” al que se reduce la
idea de objeto.
Si en efecto la crítica al concepto de sustancia puede
considerarse como la continuación de un desarrollo
teórico iniciado por Locke, la crítica a la causalidad,
que ocupa gran parte de la primera investigación ten­
dría un carácter más novedoso y sin duda ataca el «
pensam iento tradicional de m anera más directa v
radical. Si a la disolución del concepto metafísico de
sustancia se añade la crítica al concepto metafísico de
causa, la propuesta de ilimitada inteligibilidad de lo
real se ve seriam ente com prom etida. Es m érito de
Hume el haber reducido los dos conceptos centrales
del racionalismo a un problem a com ún, con lo cual )
justifica la aplicación de los mismos principios m eto­
dológicos. Al igual que en el caso de la sustancia puede
m ostrarse, según el autor, que no habría contenido
posible para el concepto de causa en la experiencia
inmediata. Tanto el uno como el otro son el resulta­
do de una inferencia inválida. Lo único que efectiva­
mente percibim os, cuando hablamos de causas, es la
conjunción constante de dos objetos. En nuestra *

16
P R E S E N T A C I Ó N

experiencia, el uno se sigue al otro habitualmente en


una relación de sucesión tem poral. Sin em bargo, tal
secuencia regular y em pírica dista mucho de la lega­
lidad a priori que dentro de la tradición racionalista
se atribuye
J
a la relación causal.
No podríamos enfatizar suficientemente la im por­
tancia decisiva de la crítica a la idea de causa. En efecto,
de ser correcta, eliminaría la armazón racional de las
conexiones fácticas e impediría en principio la explica­
ción universal y necesaria de lo que en la Investigación
se denominan cuestiones de hecho y de existencia.
Según el principio epistem ológico que privilegia
la experien cia com o punto de partida del con oci­
m iento, la verdad de toda proposición contingente
depende de que pueda garantizarse en cada caso
concreto la existencia de las im presiones correspon­
dientes. Esto, sin em bargo, restringe toda pretensión
cognoscitiva a lo inmediatamente presente a los sen­
tidos. El comentario de M oore que acompaña en esta
edición los textos de Hum e se extiende largamente
sobre las desastrosas consecuencias que la adopción
de una tesis sem ejante conllevaría para el alcance de
nuestro conocim iento efectivo.
Hume concede, en principio, que nuestras capaci­
dades de conocer se extienden más allá de lo experi­
mentado directam ente. No obstante, tal extensión
exige que la razón establezca una serie de conexiones
que no son m ás, desde la perspectiva estricta de la
dem ostración, que inferencias injustificables para la
propia razón. En efecto, jamás podríamos hallar el
término medio que nos garantice el paso de un efecto
a su causa; si consideramos, por ejem plo, que la regu-
* laridad del curso de la naturaleza podría suministrar­

17
M A G D A 1. E N A H O L G U Í N

nos la justificación de este paso, verem os que la uni-


form idad observada en el pasado no necesariamente ’J
ha de repetirse en el futuro. Independientemente de i
la validez de tales inferencias, la supervivencia del
hom bre y de la especie depende de que recurram os
a tan problem ático recurso. Por esta razón, una vez !a
que la aplicación del m étodo conduce a afirm ar la
debilidad esencial de ideas tales com o las de sustan­
cia y causa, corresponde a la filosofía aclarar por qué,
incluso si estamos convencidos de la imposibilidad de,
satisfacer las exigencias de validez de los raciocionios
im plicados, no podríamos prescindir de ellos.
El tan criticado naturalismo psicologista de Hume,
así como la adopción de una de las vertientes del escep­
ticismo, serían consecuencias lógicas de la concepción
antes expuesta. Lejos de efectuar una arbitraria reduc­
ción de principios lógicos (causalidad) a principios,
psicológicos (asociación), la preocupación de Hume „
estaría dirigida más bien a ofrecer una explicación de
cómo se generan aquellos razonamientos que, si bien
son a todas luces teóricam ente inadecuados, consti­
tuyen condiciones ineludibles para la práctica y para
la preservación misma de la vida.
Las relaciones causales, según el análisis realizado,
no podrían basarse en un raciocinio válido. La necesi­
dad que experimentamos al hacerlos, sin embargo, nos
conduce a pensar que habría una ley que preside el
establecimiento de las relaciones entre objetos. Tales
leyes efectivam ente existen, pero son de carácter
em pírico: se trata de las leyes de asociación que rigen
las diversas modalidades de conexión fáctica, v de las
cuales la principal es precisamente la de causa y efec­
to. Dado su carácter, debem os buscar su origen en .

18
P R E S E N T A C I Ó N

los principios de la naturaleza humana más bien que


su justificación en los principios lógicos de la razón.
Com o lo señala F le w ', el gran proyecto de Hume en
el Tratado consiste en la elaboración de una nueva
ciencia del hom bre, donde se introduce el m étodo
de razonam iento experim en tal en los tem as de
filosofía m oral. ¿Cóm o podría la naturaleza confiar
a nuestros débiles e inciertos raciocinios un recurso
del que depende esencialm ente nuestra vida y todo
nuestro desenvolvim iento en el mundo? Sólo esta
ciencia de la naturaleza humana puede dar razón de
las tendencias irreprim ibles que nos llevan a realizar
inferencias injustificadas.
N o sobra señalar que el naturalism o, entendido
desde esta perspectiva, no puede ni debe reducirse a
un psicologismo; por el contrario, y tal es su propósito
expreso, se constituye como la explicación filosófica
de una realidad que escapa a toda justificación mera­
mente lógica. De nuevo opera aquí la convicción
ontológica fundamental: si lo verdaderamente existen­
te es el ser sensible, toda relación se halla confinada al
ám bito de la razón y con lleva la debilidad de lo p u ­
ram ente form al. D entro de ese co n texto , el papel
lim itado pero indispensable de la razón resulta más
evidente. A no ser p or cierto tipo de raciocinios,
perm aneceríam os cautivos de las im presiones m o­
mentáneas e inconexas del presente perceptivo. Las
inferencias relaciónales que nos permiten escapar a tal
inmediatez, no obstante, permanecen siempre subor-

f . A . G . N . F l e w , “ H u m e ” en D . J . O ’ C o n n o r, Historia crítica
de la filosofía occidental —IV E l empirismo inglés, B uenos A ires,
Paidós, 1 9 8 2 , págs. 1 7 5 - 2 4 8 .

19
M A G D A L E N A H O L G U I N

dinadas a factores naturales e instintivos que obran para


la preservación de la especie y cuya estricta fundamen-
tación teórica resulta en principio imposible.
La ciencia de la naturaleza humana se convierte
entonces, tal com o fue concebida inicialmente en el
Tratado, en aquel punto últim o de referen cia que
explica, no las relaciones de necesidad lógica entre
las cosas, sino más bien la necesidad natural que nos
obliga a forjarnos tales ideas.
Tanto el escepticism o de Hume com o las lim i­
taciones que él m ism o le im pone serían asimismo
consecuencias de lo anterior. Al delinear los estrechos
marcos dentro de los cuales se m ueve la razón, así
como la precariedad lógica de las inferencias relativas
al mundo de los hechos, no se puede menos que admi­
tir, con el escéptico, que un conocimiento universal
y necesario, debidamente fundamentado sería, en e l
m ejor de los casos, una utopía epistemológica que no >
nos es dable alcanzar.
N o obstante, si bien las consideraciones teóricas,
nos exigen tal postura académica, la práctica nos obliga
a admitir como verdaderas aquellas creencias indispen­
sables para nuestra supervivencia. De esta manera,
resulta igualmente necesario adoptar el escepticismo
teórico com o prescindir de él para todo efecto prác­
tico: la duda universal es tan irrefutable com o im ­
practicable.
En su tratamiento del escepticismo resalta uno de
los aspectos de la filosofía de Hume en el que radica
gran parte de su atractivo: a pesar de la sofisticada argu­
mentación, predomina siempre un elemento de rea­
lismo; el sentido ordinario de las cosas debe anteponerse
y en ocasiones, oponerse, a toda elucubración que nos *

20
P R E S E N T A C I Ó N

.leje irremediablemente de la vida, tal como efectiva­


mente se presenta. “ Sé un filósofo, pero ante todo, sé
un ser hum ano.”
La controversia planteada en la prim era lnvestiga-
ión, especialm ente en lo que respecta a la causalidad
,il escepticism o, perm anece abierta y se ha torna-
lo, si se quiere, aún más com pleja por las diversas
posiciones que no sólo la filosofía sino la ciencia, han
.1 sumido desde entonces. Más de un siglo después,
el debate acerca de las explicaciones causales en el
imbito del conocim iento científico, así com o los
problem as más generales referen tes a la identidad
personal y a la validez y génesis de los conceptos,
continúan vigentes. Aunque, naturalm ente, las solu­
ciones propuestas por Hume hayan sido criticadas e
incluso superadas en diversos aspectos, constituyen
sin duda un punto de partida obligado para buena
parte de las discusiones contem poráneas. Por esta
razón, La investigación sobre el entendimiento humano,
además del placer que ofrece por la claridad y soli­
dez del pensamiento expuesto, será de gran utilidad
para com prender una de las prim eras y más in tere­
santes form ulaciones de problem as que conservan
aún toda su actualidad.

21
LA F IL O S O F ÍA D E H L IM E 1

G. E. Moore

E N SUS DOS L IB R O S S O B R E E L C O N O C IM IE N T O H U m a -
no, Hum e se proponía un objetivo principal. Nos
dice que era su objetivo descubrir “el alcance y fuer­
za del conocim iento hum ano,” ofrecer “un análisis
exacto de sus facultades y capacidad.” Creo que podría­
mos expresar de la manera siguiente lo que quería
decir con esto. Evidentem ente consideraba (com o lo
hacem os todos), que los hom bres suelen adoptar
opiniones cuva verdad no pueden conocer. Deseaba
indicar cuáles serían las características de las opinio­
nes cuya verdad realm ente podemos con ocer, para
persuadirnos de que toda opinión que no posea tales
características no podrá ser conocida com o verdade­
ra. Establece entonces una serie de reglas, según las
cuales las únicas proposiciones cuya verdad podemos
• conocer pertenecen a determinadas clases. Es en este
sentido que intenta definir los lím ites del con oci­
miento humano.
En prim er lugar, con este propósito en m ente, di­
vide todas las proposiciones que podem os concebir
('n dos clases. Todas son, afirma, o bien proposicio-

i. T o m a d o de G . E . M o o r e , Philosophical Studies, Lon dres,


•utledgc a n d Kegan Paul L t d . , 1 9 6 0 , págs. 1 4 7 - 1 6 7 .

23
G. E. M O O R E

nes acerca de “relaciones de ideas” , o bien proposicio­


nes acerca de “cuestiones de hecho” . Por proposiciones
acerca de “relaciones de ideas” se refiere a proposicio­
nes tales como “Dos por dos son cuatro” , o “ El blanco
es diferente del negro” ; resulta sencillo advertir qué
tipo de proposiciones se propone incluir bajo esta
clasificación, aunque cuando no sea tan sencillo de­
finirlas. Son, dice, el único tipo de proposiciones
respecto de las cuales podemos tener una certeza “intui­
tiva” o “ dem ostrativa.” N o obstante, la gran mayoría
de las proposiciones en las que creem os y que más
nos interesan, pertenecen a la otra división: son pro­
posiciones acerca de “ cuestiones de hecho.” Estas a
su vez se subdividen en dos clases. Según sus propias
palabras, está última división distingue entre “cuestio­
nes de hecho que se encuentran más allá del testim o­
nio de nuestros sentidos o de los registros de la
m em oria” , por una parte, y por otra, cuestiones de
hecho para las cuales tenemos la evidencia de la m emo­
ria o de los sentidos. Resulta evidente, sin embargo,
que estas palabras no representan con exactitud la
distinción que en efecto desea hacer. Ciertam ente se
propone incluir dentro de los hechos para los cuales
tenemos evidencia de los sentidos, todos aquellos que
se apoyan en la observación directa -tales com o los que
observo cuando advierto que estoy enojado o atem o­
rizado, y de los que no puede decirse, eft sentido
estricto, que sean aprehendidos por los sentidos. Por
consiguiente la división que realm ente se propone
establecer, en térm inos estrictos, contem plaría dos
clases—( i ) Proposiciones donde se afirma una cues­
tión de hecho que (en sentido estricto) observo en ese
m om ento, o he observado en el pasado y ahora re ­

24
LA F I L O S O F Í A DE H U M E

cuerdo; v (2) Proposiciones que afirman alguna cues­


tión de hecho que no observo ahora y nunca he obser­
varlo o, de haberlo hecho, he olvidado por com pleto.
Tenem os, entonces, tres clases de proposiciones:
( i ) Proposiciones donde se afirman “relaciones de
ideas” ; (2) Proposiciones donde se afirman “cuestiones
de hecho” apoyadas en la evidencia de la observación
directa o de la m em oria; (3) Proposiciones donde se
afirman “cuestiones de hecho” para las cuales no dispo­
nemos de tal evidencia. Respecto de las proposiciones
pertenecientes a las dos prim eras clases, Hume no
parece dudar de nuestra capacidad para conocerlas.
No pone en duda que podemos conocer com o verda­
deras algunas proposiciones (aunque naturalmente no
todas), acerca de “relaciones de ideas” ; nunca vacila
en afirm ar, por ejem plo, que podem os saber que dos
y dos son cuatro. Presum e, en general, que cada uno
de nosotros puede conocer la verdad de toda propo­
sición donde se afirma sin más alguna cuestión de
hecho que, en sentido estricto, observem os directa­
m ente o hayam os observado en el pasado y ahora
recordem os. C iertam ente, en un pasaje sugiere el
interrogante de si debemos confiar implícitamente en
nuestra m em oria, pero por lo general presume que
siempre podemos hacerlo. Es respecto de las proposicio­
nes del tercer tipo donde se muestra especialmente
preocupado por determ inar cuáles de ellas (si hay
alguna) podríamos conocer com o verdaderas y cuáles
no. ¿En qué casos podríamos conocer una cuestión de
hecho que no hemos observado directamente? En mi
opinión, el principal interés de la filosofía de Hume
radica precisam ente en sus ideas acerca de esta cues­
tión.
G . E. M O O R E

Establece, en prim er lugar, una regla com o res-»


puesta a tal interrogante, que puede expresarse de
la manera siguiente: Nadie, dice, puede conocer una
cuestión de hecho que no haya observado directamen­
te, a menos de saber que está conectada mediante “la
relación de causa y efecto” con algún hecho que haya
observado. Y nadie puede saber que dos hechos cua­
lesquiera están conectados por tal relación sin recu­
rrir a su propia experiencia pasada. En otras palabras,
si he de conocer un hecho A , que no haya observado
personalm ente, mi experiencia pasada debe suminis­
trarm e algún fundam ento para c reer que A está
causalmente relacionado con algún otro hecho B, que
sí he observado. Hume parece sugerir que el único
tipo de experiencia pasada que puede sum inistrarm e
un fundamento semejante sería el siguiente: Es preci­
so, dice, que haya encontrado en el pasado hechos simi­
lares a A “en conjunción constante” con hechos similares
a B. Esto es lo que dice; no debemos, sin em barco,
tomar sus palabras en un sentido demasiado estricto.
Puedo, por ejem plo, saber que A probablemente sea un
hecho, incluso cuando la conjunción de hechos sim i­
lares a A con hechos similares a B no hava
J
sido siem-
pre constante. O bien, en lugar de observar hechos
similares a A en conjunción con hechos similares a
B, es posible que haya observado una serie de con­
junciones - entre A y C , C y D , D y E, y E y B; una
serie semejante, independientemente de su longitud,
servirá igualm ente para establecer una conexión
causal entre A y B com o si hubiera observado las
conjunciones entre A y B. C reo que Hume hubiera*
concedido sin dificultad modificaciones com o ésta.
No obstante, a pesar de este tipo de concesiones, el

26
L A F I L O S O F Í A D E H U M E

principio establecido resulta claro. Sostiene que nun­


ca podemos conocer un hecho que no hayamos obser­
vado directam ente a m enos de haber observado
hechos sim ilares en el pasado y de haber observado
que se encuentran “ en conjunción” (directa o indi­
recta) con hechos sim ilares a algún hecho que ahora
observem os o recordem os. En este sentido, afirma
que todo nuestro conocim iento de los hechos que se
hallan más allá del alcance de nuestra propia obser­
vación, se fundamenta en la experiencia.
Tal es el principio fundamental de Hum e. ¿Qué
consecuencias, em pero, cree él que se siguen de allí
respecto del tipo de hechos que podem os conocer,
más allá de nuestra propia observación? Pienso que
podemos distinguir tres concepciones com pletam en­
te diferentes acerca de sus consecuencias, sugeridas
en distintas partes de su obra.
En prim er lugar, en aquellos pasajes en que se
ocupa prim ordialm ente de explicar el principio en
cuestión, ciertam ente parece presum ir que todas
estas proposiciones que asumimos de manera univer­
sal en la vida cotidiana, podrían estar fundamentadas
en la experiencia en el sentido prescrito. Supone que
disponemos de tal fundamento en la experiencia para
creencias tales com o “ la piedra caerá, el fuego
arderá” ; “Ju lio C ésar fue asesinado” ; “ el sol saldrá
mañana” ; “todos los hombres son mortales” . Se refie­
re a ellas como si la experiencia no sólo hiciera p ro­
bables tales creencias, sino como si en efecto demostrara
que son verdaderas. Los “argumentos a partir de la e x ­
periencia” a su favor serian tales que “no dan lugar a duda
u oposición alguna.” El único tipo de creencias que
definitivam ente no considera com o basado en la e x ­

27
G. E. M O O R E

periencia son las “supersticiones populares” , por una


parte, y ciertas creencias religiosas y filosóficas por
otra. Parece suponer que unas pocas (muy pocas)
creencias religiosas podrían quizás basarse en la expe­
riencia. Sin em bargo, en lo que concierne la mayoría,
de las doctrinas específicas del cristianism o, por
ejem plo, parece asegurar que no poseen tal tipo de
íundamentación. La creencia en los milagros no se
basa en la experiencia, com o tam poco la creencia
filosófica de que todo acontecimiento es causado por
la volición directa de la divinidad. En síntesis, según
esta doctrina, parecería que nuestro conocimiento de
hechos no observados se confina a los que están
“ fundamentados en la experiencia” ; traza así un límite
semejante al propuesto por aquella conocida doctri­
na llamada “agnosticism o.” Llnicam ente podem os
conocer hechos semejantes a los presentados en los
libros sobre “historia, geografía o astronomía” , o bien
sobre “política, física y química” porque tales asercio­
nes pueden estar “fundamentadas en la experiencia” ;
no podemos, sin embargo, conocer la m ayor parte de
los hechos presentados en los libros “ de teología o
metafísica escolástica” porque tales aserciones no se,
basan en la experiencia.
La anterior es evidentemente una de las concepcio­
nes de Hume. Se proponía fijar los límites de nuestro
conocimiento en un punto que excluyera como no sus­
ceptibles de conocim iento la m ayor parte de las pro­
posiciones religiosas y gran parte de las proposiciones
filosóficas, pero que incluyera como cognoscibles to ­
dos los otros tipos de proposiciones universalmente:
aceptadas por el sentido común. Consideraba que en
lo referente a cuestiones de hecho más allá del alcance >

28
LA FII O S O F Í A DE H U M E

de nuestra observación personal, tal punto coincidía


con aquel en el cual term ina la posibilidad de
“ fundamentación en la experien cia.”
N o obstante, si consideram os otra parte de sus
escritos, hallamos que sugiere una concepción m uy
diferente. En secciones bien especificadas de sus dos
obras investida las creencias que adoptamos respec­
to de la existencia de “objetos externos” ; distingue
VI I * entre dos tipos de creencias que podrían admitirse
acerca de esta cuestión. “ Casi toda la humanidad y los
propios filósofos, la m ayor parte de su vida creen que
las cosas mismas que ven y perciben” son objetos e x ­
ternos, en el sentido de que continúan existiendo aun
cuando dejem os de p ercibirlos. Los filósofos, por
otra parte, rechazan esta opinión y suponen, cuan­
do reflexionan, que lo que realm ente percibim os por
los sentidos sólo existe cuando lo percibim os; habría,
sin em bargo, otros objetos externos que sí existen
con independencia de nosotros, y que son la causa de
que percibam os lo que percibim os. Hume investiga
extensam ente estas dos opiniones en el Tratado y más
sucintamente en la Investigación; llega a la conclusión,
en ambas obras, de que ninguna de ellas podría estar
“ fundamentada en la experiencia” en el sentido esta-
• blecido. Respecto de la prim era, la opinión popular,
parece adm itir en el Tratado que en cierto sentido se
basa en la experiencia; no, sin em bargo, en el senti­
do prescrito. A parte de este hecho, parece pensar
también que hay razones concluyentes para sostener
que tal opinión es falsa. R especto de la versión
filosófica, afirma que toda creencia en objetos ex ter­
nos que nunca percibim os pero que serian la causa de
nuestras percepciones, no podría estar fundamentada

29
G. E. M O O R E

en la experiencia por la sencilla razón de que si lo


estuviera, deberíam os haber observado alguno de
estos objetos y su “conjunción” con lo que efectiva­
mente percibimos, lo cual ex hipothesi sería imposible,
puesto que nunca observamos directamente un obje­
to externo.
Hum e concluye entonces, en esta parte de su
obra, que no podemos conocer la existencia de nin­
gún “objeto externo” cualquiera que sea. Y aun cuando «
en todo lo que dice acerca de este tema evidentemen­
te está pensando en objetos materiales, los principios
mediante los cuales intenta dem ostrar que no pode­
mos con ocerlos deben dem ostrar tam bién, en mi
concepto, que no podem os conocer “objeto ex te r­
no” alguno —incluyendo la existencia de otra mente
humana. Su argumento es el siguiente: No podemos
observar directam ente ningún objeto excepto tal
como existe cuando lo observamos; es imposible, por 1
consiguiente, observar “ conjunciones constantes”
salvo entre objetos de este tipo: por ende, no pode­
mos hallar fundamento en la experiencia para una
proposición que afirme la existencia de otro tipo de
objeto, y no podemos tampoco conocer la verdad de
tal proposición. Evidentem ente, este argum ento
debe aplicarse a todos los sentimientos, pensamien- «
tos y percepciones de otras personas así como a los
objetos m ateriales. Nunca puedo saber que una de
mis percepciones, ni nada de lo que observo, haya
sido causado por otra persona, porque nunca puedo
observar directam ente una “conjunción constante”
entre los pensam ientos, sentimientos o intenciones
de otra persona y lo que observo directamente: no
puedo, por consiguiente, saber que otra persona ten- *

?0
LA F I L O S O F Í A D E H U M E

ga pensamientos o sentimientos —o, en síntesis, que


nadie aparte de mí haya existido jam ás. Es claro que
tal concepción, sugerida en esta parte de la obra,
evidentem ente contradice la que inicialm ente pare­
cía sostener. Ahora afirma que no podemos saber que
una piedra caerá, que el fuego arderá o que el sol
saldrá mañana. Lo único que podem os saber, según
los principios ahora presentados, es que veré caer una
. piedra, sentiré arder el fuego, percibiré la salida del
sol mañana. Tam poco puedo saber que alguna otra
persona verá tales cosas, pues no puedo saber que
alguien más existe. Por esta misma razón, no puedo
saber que Julio César fue asesinado ni que los hombres
son m ortales. Pues todas estas son proposiciones
donde se afirman hechos “ externos” —hechos que no
existen únicamente en el m om ento en que los obser­
vo; según la doctrina que ahora se presenta, no sería
posible conocer la verdad de una proposición sem e­
jante. N adie, en síntesis, podría conocer com o v e r­
daderas proposiciones acerca de cuestiones de hecho,
excepto las que se limitan a afirmar algo acerca de los
propios estados de conciencia pasados, presentes o
futuros —o bien las que se refieren a lo que uno mismo
ha observado directam ente, observa u observará.
Esta concepción acerca de los límites del con oci­
m iento humano difiere radicalm ente de la prim era.
Pero eso no es todo. Hume sugiere, en otra parte de
sus escritos, una tercera concepción, inconsistente
con las dos que hemos presentado.
En lo que hemos visto hasta ahora, Hume no con­
tradice su hipótesis original de que podemos conocer
algunas cuestiones de hecho que nunca hayamos obser-
• vado directamente. En la segunda teoría, no duda de

51
G. E. M O O R E

que podem os conocer todas las cuestiones de hecho


cuya conexión con hechos observados nos sea cono­
cida, com o tam poco que podemos saber que ciertos
hechos están causalmente conectados con otros. Lo
único que ha hecho es dudar de que podamos saber que
un hecho externo se encuentre causalmente conectado
con algo que yo pueda observar; Hume concedería, sin
embargo, que el conocimiento de mis propios estados
de conciencia pasados que haya olvidado o mis estados «
de conciencia futuros están causalmente conectados
con los que ahora observo o recu erd o; en algunos
casos puedo saber, entonces, lo que experim entaré
en el futuro o he experim entado en el pasado y he
olvidado. En algunos pasajes de su obra, sin embargo,
parece dudar incluso de que alguien pueda llegar a
conocer esto: parece poner en duda que podamos
saber que algún hecho está causalmente conectado
con otro. Después de afirmar, como lo vimos anterior- .
mente, que no podemos saber que un hecho A esté
causalmente conectado con otro hecho B a menos de
haber experim entado en el pasado una conjunción
constante entre hechos similares a A Jy hechos simila-
res a B, procede ahora a preguntarse qué fundamento
tendríam os para concluir que A y B están conectados
causalm ente, incluso cuando en el pasado hayamos
experim entado en efecto una conjunción constante
entre ellos. Señala que por el hecho de que A haya
estado en conjunción constante con B en el pasado,
no se sigue que continúe estándolo en el futuro. No
se sigue, por consiguiente, que se hallen causalmente
conectados realm ente, en el sentido de que al ocu­
rrir uno de ellos el otro siempre habrá de ocu rrir.
Concluye entonces, por estas y otras razones, que «

32
L A F I L O S O F Í A D E H U M E

ningún argumento puede asegurarnos de que por ha­


ber estado en conjunción constante en el pasado, dos
hechos se encuentren causalm ente relacionados.
¿Cuál sería pues, se pregunta, el fundamento de esta
inferencia? Su único fundam ento, con cluye, es la
costumbre. Es sólo la costum bre la que nos induce a
creer que porque dos hechos han estado en conjunción
constante en muchas ocasiones, lo estarán en todas.
N o disponemos de m ejor fundamento que la costum ­
bre para cualquier conclusión acerca de hechos que
no hayamos observado. ¿Podríam os decir entonces
que conocemos realmente un hecho para el que no tene­
mos m ejor fundamento que éste? Hum e, debem os
señalar, nunca afirma que no podríamos hacerlo. N o
obstante, siem pre ha sido interpretado com o si la
conclusión de que realm ente no podemos conocer la
relación causal entre dos hechos se siguiera de esta
doctrina suya. El tono en que la expresa, creo yo,
ciertamente daría lugar a tal interpretación. En efec­
to, parece sugerir que una creencia basada meramente
en la costum bre no am eritaría ser conocida com o
verdadera. Reconoce, es cierto, cuando considera que
este sería el único fundamento de una creencia se­
m ejante, que se ve tentado a dudar de si conocem os
hecho alguno, excepto los observados directam en­
te. Por consiguiente, sugiere al menos la idea de que
todo el conocim iento del hom bre está lim itado a
aquellos hechos que observa directam ente ahora, o
ha observado en el pasado y ahora recuerda.
Tenem os entonces que Hume sugiere al menos
tres concepciones com pletam ente diferentes respec­
to de las consecuencias que pueden extraerse de su
doctrina original. Su doctrina original afirma que,

33
G. E. M O O R E

respecto de cuestiones de hecho más allá del alcance


de nuestra observación efectiva, el conocimiento de
cada cual está restringido estrictamente a las que se
basan en nuestra propia experiencia. Su primera con­
cepción acerca de las consecuencias de tal doctrina
era que mostraba la imposibilidad de conocer buena
parte de las proposiciones religiosas y filosóficas que
muchos hombres pretenden conocer; pero en mane­
ra alguna negaba la capacidad de conocer la m avor ,
parte de los hechos que escapan a la observación di­
recta y que todos presum im os saber. Su segunda
concepción, por el contrario, negaría tajantemente
la posibilidad de conocer la gran m ayoría de estos
hechos, pues im plica que no hay base alguna en la
experiencia para afirm ar hechos externos -e s to es,
cualquier hecho que no se halle relacionado con nues­
tra observación presente, pasada o futura. La tercera
concepción es aún más escéptica, por cuanto sugiere ,
que no podem os conocer ningún hecho en absoluto
más allá de la observación directa y de la memoria,
incluso cuando en efecto tenemos una base a su favor
en la experiencia: sugiere que la experiencia nunca
puede darnos a conocer que dos cosas están conectadas
causalmente y por consiguiente, no puede suministrar­
nos conocim iento de hecho alguno con base en tal
relación.
¿Qué hemos de pensar de estas tres concepciones,
asi com o de la doctrina original de la que Hume pa­
rece inferirlas?
Respecto de las dos últimas concepciones quizás
pueda pensarse que son demasiado absurdas com o
para m erecer seria atención. En efecto, es absurdo
sugerir que no podem os conocer ningún hecho ex- •

34
L A F I L O S O F Í A D E H U M E

terno en absoluto; por ejem plo, que ni siquiera sé si


hav otras personas aparte de mí. Parecería que Hume
mismo no esperara ni deseara seriamente que adoptá­
semos tales ideas. Señala, en lo referente a opiniones
excesivam ente escépticas com o éstas, que no pode­
mos continuar creyendo en ellas por mucho tiem po
al m enos, que no podem os evitar creer cosas que
evidentem ente las contradicen. El filósofo puede
creer, cuando está dedicado a la filosofía, que nadie
conoce la existencia de otra persona ni de objeto
m aterial alguno; en otras ocasiones, no obstante,
ineludiblemente creerá, com o lo hacemos todos, que
sí conoce la existencia de esta persona y de tal otra,
e incluso de uno u otro objeto material. Por consi­
guiente, no se trataría en absoluto de hacer coincidir
nuestras creencias con ideas semejantes de tal manera
que nunca creyéram os en algo inconsistente con
ellas. Sin embargo, el que no seamos capaces de adhe­
rir consistentemente a determinada idea no implica en
absoluto que tal idea sea falsa; tam poco se sigue de
ello que no cream os en ella con sinceridad cuando
estamos dedicados a la filosofía, si bien cuando deja­
mos de hacerlo o incluso antes, nos vem os obligados
a contradecirla. En efecto, los filósofos creen since­
ram ente en tales cosas —cosas que evidentem ente
contradicen gran parte de aquellas en las que creen
en otro m om ento. Incluso H um e, en mi opinión,
desea persuadirnos con sinceridad de que no podemos
conocer la existencia de objetos materiales externos
—sería esta una verdad filosófica en la que, de ser po­
sible, deberíam os creer mientras nos ocupem os de
filosofía. Ciertam ente muchas personas, en sus m o­
mentos filosóficos, se ven tentadas a creer tales cosas;

35
G. E. M O O R E

I
puesto que esto es así, creo que deberíam os consi­
derar seriam ente qué argumentos podrían aducirse
en contra de tales ideas. Vale la pena considerar si son
éstas ideas que debiéramos sostener como opiniones
filosóficas, incluso si sabemos con certeza que nunca
podremos hacer que las ideas de que nos ocupamos en
otros m om entos sean consistentes con ellas. Más
aun, m erece la pena hacerlo porque la cuestión de
cóm o podríamos probar o refutar concepciones tan »
extrem as incide sobre cómo podríamos, en cualquier
caso, dem ostrar que realm ente sabemos lo que presu­
mimos saber, o refutarlo.
¿Qué argumentos habría, entonces, en favor o en
contra de la idea extrem a de que nadie puede conocer
hechos externos, y de la idea, más extrem a todavía,
según la cual nadie puede conocer cuestiones de hecho
excepto las que sean objeto de observación directa o
hayan sido observadas en el pasado y ahora recuerde? k
Puede señalarse, en prim er lugar, que si tales con­
cepciones fueran verdaderas, ningún hombre podría
saberlo. Lo que se afirma en ellas es la imposibilidad
de conocer hechos externos. Se sigue, entonces, que
no puedo saber que haya otras personas aparte de m í,
ni que sean com o yo a este respecto. Si cualquier
filósofo afirmara positivamente que otras personas,
al igual que él, son incapaces de conocer cualquier
hecho extern o , al form ular tal aserción se estaría
contradiciendo; implicaría que en efecto sabe muchas
cosas acerca del conocim iento de otras personas.
Nadie, entonces, estaría en condiciones de afirmar
positivam ente que el conocim iento humano se halla
limitado de esta manera, pues al afirm arlo, implica
que su propio conocimiento no lo está. No puede ser ’

36
LA F I L O S O F Í A DE H U M E

correcto, tampoco en nuestros momentos filosóficos,


asum ir una actitud sem ejante.
Nadie, por ende, podría saber positivam ente que
los hom bres en general son incapaces de con ocer
hechos externos. Sin em bargo, aun cuando no poda­
mos saberlo, es posible que tal idea sea verdadera. Más
aún, es posible para un hom bre saber que él mismo es
incapaz de conocer ningún hecho extern o y que si
hubieran otros hombres dotados de facultades simila­
res a las suyas, también serían incapaces de conocerlos.
El argumento presentado evidentemente no se aplica
en contra de una posición semejante. Se aplica en con­
tra de la posición donde se afirme positivamente que
el hom bre en general es incapaz de conocer hechos
externos, pero no es aplicable contra la posición se­
gún la cual el filósofo m ism o es incapaz de hacerlo,
ni contra la posición de que posiblemente haya otros
hom bres en análogas circunstancias y que, de ser sus
facultades similares a las del filósofo, ciertam ente no
podrían con ocerlos. N o incurro en contradicción
alguna al afirmar positivam ente q u e jo no conozco
hechos extern os, pero sí lo hago cuando afirmo que
sov un hom bre entre otros y que ninguno conoce
hechos externos. En cuanto Hume se limita a sostener
que él es incapaz de conocer cualquier hecho externo
V que posiblemente existan otros hombres análogos a él a
este respecto, el argumento no invalida su posición.
¿Podría hallarse algún argum ento concluyente en
contra de ella?
C reo que, en cierto sentido, una posición sem e­
jante es irrefutable. D ebem os reconocer al menos
esto al escéptico que se incline a adoptarla. T odo
' argum ento válido que pueda objetársele sería una

37
G. E. M O O R- E

petitio principii. ¿Cóm o podría dem ostrar el escép­


tico que en efecto con oce algún hecho extern o ?
Unicam ente si considera un hecho externo que sea
de su conocim iento; si presum e que conoce un he­
cho externo, incurre naturalmente en una petición
de p rincipio. Por consiguiente, resulta im posible
para cualquiera demostrar, en el sentido estricto del
término, que conoce algún hecho externo. Solamente
puedo dem ostrar que puedo hacerlo si supongo que
en algún caso en particular conozco un hecho ex ter­
no. Es decir, la presunta demostración debe suponer
precisam ente lo que debería d em ostrar. La única
prueba de que conocem os hechos externos descansa
en el sencillo hecho de que los conocem os. Un es­
céptico puede entonces, con la m ayor consistencia
interna, negar que conozca alguno. Puede dem os­
trarse, sin em bargo, que no tiene razón alguna para
negarlo. En este caso puede dem ostrarse, además,
que los argum entos ofrecidos por Hume en favor de
esta posición no tienen fuerza concluyente.
Para com enzar, sus argum entos dependen, en
ambos casos, de dos suposiciones iniciales, ( i ) que
no podem os conocer ningún hecho que no hayamos
observado y, (2) que no tenem os razón alguna para
suponer conexiones causales, excepto cuando hayamos
experim entado en varias ocasiones una conjunción
entre los dos hechos relacionados. Ambas suposicio­
nes, claro está, podrían negarse. Resultaría tan sencillo
negarlas com o negar que conozco hechos externos.
Por otra parte, si estas dos suposiciones en efecto
condujeran a la conclusión de que no puedo conocer
hechos externos, sería correcto negarlas: podríamos
considerar im parcialm ente que el hecho de haber

38
L A F I L O S O F Í A D E H U M E

conducido a tan absurda conclusión constituye una


refutación. N o obstante, puede advertirse con faci­
lidad que no conducen a ella.
Consideremos, en primer lugar, el argumento más
escéptico de Hume (el argum ento que apenas insi­
núa.) El argum ento sugiere que, puesto que la única
razón que tenem os para suponer que dos hechos se
encuentran causalmente relacionados es que los he­
mos hallado en conjunción constante en el pasado.
Puesto que no se sigue del hecho de haber estado en
conjunción que siempre lo estarán, no podemos saber
que siem pre lo estarán y por consiguiente, no p ode­
mos saber que están relacionados causalm ente. N o
obstante, es evidente que tal conclusión no se sigue
de las prem isas. Debem os ciertam ente conceder la
premisa según la cual el hecho de que dos cosas hayan
estado en conjunción, así sea m uy a m enudo, no im­
plica estrictamente que siempre estarán en conjunción.
Pero tampoco se sigue de allí que no podamos saber que
cuando dos cosas se conjugan con frecuencia, siempre
estarán en conjunción. En efecto, podem os conocer
mui has cosas que no se siguen lógicamente de otra
cosa conocida. En este caso, entonces, podemos saber
que dos cosas están conectadas causalmente aun cuan­
do esto no se siga lógicamente de nuestra experiencia
pasada, com o tam poco de nada que sepamos previa­
m ente. R especto de la tesis según la cual nuestra
creencia en la conexión causal se basaría únicamente
en la costumbre, podem os ciertam ente admitir que la
costumbre no sería una razón suficiente para concluir
que la creencia es verdadera. La costum bre puede
generar creencias que conocem os com o verdaderas,
pero debem os admitir que no necesariamente lo son.

39
G. E. M O O R E

En cuanto al argum ento presentado por Hume


para dem ostrar que nunca podem os saber que un
objeto externo está causalmente conectado con algo
que podamos observar directam ente, debo decir que
se trata de una falacia. Para dem ostrar esto debería,
como él mismo lo reconoce, refutar dos teorías adicio­
nales. En prim er lugar, debe refutar lo que llama la
teoría popular - la teoría según la cual podemos saber
que las cosas que sentimos o percibim os son objetos *
externos; esto es, que tales cosas existen cuando no
son percibidas. Incluso en este caso, es claro que los
argum entos de Hume son inconcluyentes. N o es
preciso, sin em bargo, que entremos a considerarlos,
porque para dem ostrar que no podem os conocer
objetos extern o s, debe refutar asim ism o la teoría
filosófica - la teoría según la cual podemos saber que
las cosas que en efecto observam os serían causadas
por objetos externos que nunca observamos. Si fraca- ,
sa en su intento de refutar tal teoría, fracasa también
entonces la demostración de que no podemos conocer
objetos extern os; creo que es fácil advertir que su
refutación en efecto fracasa. La refutación se reduce
a lo siguiente: no podem os, ex hipothesi, observar
estos presuntos objetos externos; por consiguiente,
no podemos observar que se encuentran en conjun- 4
ción constante con aquellos objetos que en efecto
observam os. P ero, ¿qué se sigue de allí? La propia
teoría de Hume acerca del conocim iento de la co ­
nexión causal no afirma que para conocer que A es la
causa de B sea preciso haber observado que el propio A
se halla en conjunción con B, sino solamente objetos
similares a A en conjunción constante con objetos si­
milares a B. ¿Y qué le impediría a un objeto externo i

40
I, A F I L O S O F Í A D E H U M E

ser similar a un objeto que hayamos observado con


anterioridad? Supongamos que a menudo he observa­
do un hecho similar a A en conjunción con un hecho
similar a R; supongamos que ahora observo a B, en
una ocasión en la cual no observo nada sim ilar a A.
N o hay razón alguna, según los principios expuestos
por H um e, por la que no debiera con cluir que A
existe en tal ocasión aunque no lo observe y que es,
por ende, un objeto extern o . N aturalm ente, será
diferente de cualquier objeto que haya observado,
por el simple hecho de que no es observado por mí
en tanto que los otros si lo fueron. Habrá, entonces,
al menos un aspecto en relación con el cual será di­
ferente de todo lo que haya observado. H um e, sin
em bargo, nunca dijo que la diferencia limitada a este
aspecto bastara para invalidar la inferencia. Tal ob­
jeto podría ser sim ilar a objetos que haya observado
en todo otro respecto; este grado de similitud, según
sus principios, justifica la conclusión de que existe. En
síntesis, cuando Hume argumenta que nunca podría­
mos conocer, a partir de la experiencia, la existencia
de un objeto extern o, incurre en la falacia de supo­
ner que, puesto que no podem os ex hipothesi haber
observado ningún objeto que sea realm ente “exter-
> no” , no podem os tam poco haber observado ningún
objeto similar a un objeto extern o. Evidentem ente,
sin em bargo, hemos podido observar objetos sim i­
lares a ellos en todo respecto, excepto que éstos han
sido observados mientras que aquéllos no. Incluso un
grado m enor de sim ilitud, según sus principios, bas­
taría para justificar la inferencia de una con exión
causal.
Debem os concluir entonces que Hume no e x p o ­

41
G. E. M O O R E

ne argum entos suficientes para dem ostrar que no


podría saber que un objeto se halla causalmente r e ­
lacionado con otro, ni para dem ostrar que no podría
conocer hechos externos. En efecto, resulta evidente
que no es posible aducir ningún argumento concluyen-
te en favor de tales posiciones. Al m enos, siempre
sería igualmente sencillo negar los argumentos como
negar que conocem os objetos extern o s. Podem os
entonces, cada cual, concluir con seguridad que real­
mente conocem os objetos externos; si lo hacemos,
no hay razón alguna para que no sepamos también
que otros hombres lo hacen. No hay razón que impi­
da, a este respecto, la concordancia de nuestras opi­
niones filosóficas con lo que inevitablemente creemos
en otros m om entos. No hay razón que me impida
afirmar con certeza que realm ente conozco algunos
hechos externos, aun cuando tal aserto sea imposible
de demostrar excepto suponiendo simplemente que
los conozco. De hecho, estoy tan seguro de esto como
de cualquier otra cosa y de manera tan razonable como
en cualquier otro caso. N o obstante, así com o estoy
seguro de que conozco algunos hechos externos, estoy
seguro asimismo de que hay otros que escapan a mi
conocimiento. El interrogante, entonces, permanece
en pie: ¿debería trazarse la línea entre ambos allí
donde la coloca Hume? ¿Será cierto que los únicos
hechos externos que conozco son los que se basan en
mi propia experiencia? ¿Y que no podría conocer
hecho alguno más allá del alcance de mi propia ob­
servación y m em oria, excepto los que poseen tal
fundamento?
Es esta, en mi opinión, la pregunta más im por­
tante que form ula Hum e. D ebe advertirse que su 1

42
L A F I L O . S O F Í A D E H U M E

propia actitud hacia ella es muy diferente de la acti­


tud que asume frente a las concepciones escépticas
que hemos considerado. Hume no espera ni desea
que adoptem os tales concepciones escépticas más
que en nuestros momentos filosóficos. Afirm a que es
im posible, en la vida cotidiana, evitar creer cosas que
son inconsistentes con ellas; al hacerlo, claro está,
im plica incidentalm ente que son falsas, pues sugie­
re que él mismo sabe qué podríamos creer o no creer
en la vida cotidiana. N o obstante, respecto de la idea
según la cual nuestro conocim iento de cuestiones de
hecho más allá de nuestra propia observación se ha­
lla enteram ente restringido a lo que se basa en la
experiencia, nunca sugiere que sería im posible que
todas nuestras creencias fuesen consistentes con tal
concepción; incluso parece pensar que es em inente­
mente deseable que lo sean. Afirm a que cualquier
aserto acerca de estas cuestiones que no se fundamen­
te en la experiencia no puede ser más que “sofisma e
ilusión” ; que todos los libros que contengan asertos
sem ejantes deberían ser “ entregados a las llam as.”
Parece creer entonces, que realmente disponemos de
una prueba mediante la cual podríam os determ inar,
en toda ocasión, qué podemos creer y qué no: cual­
quier idea acerca de estas cuestiones que no tenga una
base en la experiencia, es una idea que no es siquiera
probablemente verdadera y jamás deberíamos admi­
tirla si podemos evitarlo. ¿Habría alguna justificación
para tan radical concepción?
N aturalm ente, es posible en abstracto que con o­
ciéram os realm ente, prescindiendo de la experiencia,
algunas cuestiones de hecho que nunca hayamos ob­
servado. Al igual que conocem os cuestiones de he­
G. E. M O O R E

cho que hemos observado sin necesidad de ulterior


evidencia, y al igual que sabemos, por ejem plo, que
2 + 2 — 4 , sin necesidad de dem ostración alguna, es
posible que conozcamos directa e inmediatamente,
prescindiendo de una base en la experiencia, algunos
hechos que nunca hayamos observado. Ciertam ente,
tal cosa es posible en el m ism o sentido en que es
posible que no conozcam os realm ente hechos e x ­
ternos: no hay refutación concluyente en contra de t
ninguna de estas dos posiciones. Nos vemos obligados
a hacer suposiciones acerca de cuáles hechos conocemos
y cuáles no, antes de que podamos proceder a discutir
si todos los anteriores están basados o no en la experien­
cia; ninguna de estas suposiciones puede, en última
instancia, dem ostrarse concluyentem ente. Podemos
ofrecer una de ellas en prueba de otra, pero siempre
es posible disputar aquella que ofrecem os com o
prueba. N o obstante, hay cierto tipo de cosas respec- \
to de las cuales presumimos universalmente, bien sea
que las conozcamos o que no, de la misma manera
com o presum im os que conocem os algunos hechos
externos; si entre todas las cosas que conocemos con
este tipo de certeza no encontráram os ninguna que
no estuviera basada en la experiencia, la concepción
de Hume estaría demostrada en cuanto tal dem ostra­
ción es posible. La pregunta es: ¿podría ser demostrada
en este sentido? ¿Entre todos los hechos que se ha- j
lian más allá de nuestra propia observación y que
conocemos con la mayor certidum bre, habría algunos
que evidentemente no se basen en la experiencia? Por
mi parte, debo confesar que no estoy seguro de cuál
sea la respuesta correcta a esta pregunta: no sabría
decir si Hume estaba en lo cierto o estaba equivocado. 1

44
LA F I L O S O F Í A D E H U M E

Pero si estaba equivocado —si hay cuestiones de hecho


que se hallan más allá de nuestra propia observación,
que conocem os con certeza y sin em bargo las cono-
mos directa e inm ediatam ente, prescindiendo de
l.i experiencia, nos vem os confrontados con un pro-
¡ m a del m ayor interés. Pues considero evidente
que hay algún tipo de hechos respecto del cual Hume
. staba en lo cierto - e n efecto, hay algunos tipos de
hechos que no podríamos conocer sin la evidencia de
la experien cia. Al prescindir de tal evidencia, por
ejem plo, no podríam os conocer hechos tales com o
que ¡ulio César fue asesinado. Pues para conocer este
hecho debo, en prim er lugar, contar con el testimonio
de otras personas y si he de admitir su confiabilidad,
debo tener alguna razón basada en la experiencia para
presumirla. Hay, por lo tanto, tipos de hechos que no
i» alemos conocer prescindiendo de la evidencia de la
experiencia y de la observación. Y si se afirma que
habría otros hechos susceptibles de conocim iento
prescindiendo de una evidencia sem ejante, debe se­
ñalarse con exactitud qué tipo de hechos son y en qué
respectos difieren de los que sólo podem os conocer
con avuda de la experiencia. Hum e nos ofrece una
clara dhisión de los tipos de proposiciones que pode­
mos conocer como verdaderas. Están, en primer lugar,
aquellas proposiciones donde se afirman “relaciones de
ideas” ; en segundo lugar, las proposiciones donde se
afirman “cuestiones de hecho” que observam os ahora
o hemos observado con anterioridad y ahora reco r­
damos; en tercer lugar, las proposiciones donde se
ilirman “cuestiones de hecho” que nunca hemos ob­
servado, pero que se apoyan en observaciones pasadas.
* Resulta evidente que algunas proposiciones, que co-

45
G. E. M O O R E

nocemns con tanta certeza com o podemos conocer


cualquier cosa, en electo pertenecen a cada una de
estas tres clases. Sé, por ejem plo, que dos y dos son
cuatro; sé por observ ación directa que ahora contem ­
plo las palabras que escribo, y por mi memoria que esta
tarde vi la iglesia de San Pablo; sé también que Julio
César fue asesinado y que tal creencia tiene un funda­
mento en la experiencia aunque yo mismo no hava
presenciado el asesinato. ¿Habrá proposiciones simila- >
res que conozcamos con igual certeza y que no perte­
nezcan a ninguna de estas tres clases? ¿Deberíamos
añadir una cuarta clase que incluyera las proposicio­
nes que se asemejan a las dos últimas en cuanto afirman
“cuestiones de hecho” , pero que difieren de ellas en
cuanto no las conocemos por observación directa ni
por la memoria, y tampoco como resultado de obser­
vaciones previas? Quizás exista una cuarta clase sem e­
jante; no obstante, si la hay, considero del m ayor t
interés que se señale con exactitud qué proposiciones
serian aquellas que conocem os de esta manera; tal
cosa, por lo que sé, no ha sido realizada jamás con cla­
ridad por filósofo alguno.

46
H* CITAS A P R O P Ó S I T O D E
D A V ID H U M E Y SU O B R A

D ESD E E L C O M IE N Z O D E LA ENQIIIRY H U M E PROPONE

una Búsqueda teórica. Lateralmente apunta varias ve­


ces al carácter abierto, de im previsibles resultados,
que posee su investigación cognitiva. Desde el c o ­
mienzo también adhiere a una concepción progresista
de la ciencia. Anuncia em presas profesionalm ente
vedadas al pirronism o com o “exam inar seriamente la
naturaleza del entendimiento humano” . En este punto
el propio Hume es consciente de que se aventura en
la metafísica y sospecha que un escéptico objetaría el
carácter incierto más aun quim érico, de esa indaga­
ción .
Ezequiel Je Olaso

D E S P U E S D E A B A N D O N A R LA T E O R I A L O G IC A D E LA IN -

ducción por repetición, (H um e) cerró un trato con


el sentido común y volvió a admitir humildemente
la inducción por repetición bajo el disfraz de una teo­
ría psicológica.
Karl Popper

' P ESA R DE Q U E LA FILO SO FIA D E H U M E D IS C U R R A EN


« ss¡ todos los puntos en oposición a la cartesiana, el

47
C I T A S A P R O P Ó S I T O D E

'talante’ de su desgarrado interrogarse acerca de los


supuestos, creencias y principios posee el indeleble
cuño cartesiano. El compás escéptico de las Meditacio­
nes es diestro y refinado, recogiendo la quintaesencia
del pensamiento metafíisico. D escartes, tan pronto
com o alcanza el dramático clím ax de la duda, lo re ­
suelve con un golpe brillan te... Bajo las diferencias
de estilo, tanto en Descartes com o en Hume late el
mismo sentimiento de obligación de poner a prueba (
el poder de la razón. N o me cabe la m enor duda de
que fue Hume quien llevó más lejos el problem a,
mucho más allá del punto en que la razón pudiese
restablecerse esgrim iendo la certeza intuitiva de una
verdad existencial.
James Noxon

E N T O D A S S U S D I S C U S I O N E S D E LA V I S I O N E S C E P T I C A ,

extrema de los pirrónicos, Hume sostiene que tal posi­


ción no puede ser refutada por la razón, y sin embargo,
al mismo tiempo, no puede ser creída. El punto dé vis­
ta pirrónico es el resultado lógico del análisis
filosófico, pero, no obstante, hay algo en la natura­
leza de los seres humanos que im pide aceptarlo.

Richard Popkin

H EM O S C R E ÍD O E N C O N T R A R LA ES E N C IA D E L EM P I-

rismo en el problema preciso de la subjetividad. Pero


ante todo nos preguntarem os cóm o se define ésta. El
sujeto se define por un movimiento y como un m ovi­
miento, el movimiento de desarrollarse a sí mismo, j

48
C I T A S A P R O P O S I T O D E . . .

Lo que se desarrolla es sujeto. Ese es el único conte­


nido que se le puede dar a la idea de subjetividad: la
mediación, la trascendencia. Pero observarem os que
el m ovim iento de desarrollarse a sí mismo o de lle­
gar a ser otro es doble: el sujeto se supera; el sujeto
se reflexiona. Hume reconoció estas dos dimensiones
y las presentó como los caracteres fundamentales de
la naturaleza humana: la inferencia y la invención, la
creencia y el artificio.
Gilíes Deleuze

H U M E R E A I IZÓ U N S E R V IC IO C O N S ID E R A B L E A LA F i ­

losofía, m ostrando p or un lado cóm o la confianza


crítica en la razón había dado en el dogm atismo y,
p or otro lado, reduciendo al absurdo el em pirism o
puro, allanándole el camino a Kant.
Alfred Ayer

49
CRO NO LO GIA

D A V ID H U M E

(1 71 I - 1 7 7 6 )
CRONOLOGÍA

AÑO V I D A Dl i D A V I U H U M F .

1711 N acc el 26 de abril en Edim burgo. En su autobiografía Mi vida


(de apenas £ páginas), se enorgullecía de proceder de buena fa­
milia por ambas partes. Su padre, Joseph Home, combinó la pro­
fesión de abogado con la administración de una heredad de la
familia. Su m adre, Katherine Falconer, fue una ferviente
calvinista. Cuando nace David, su hermano m ayor, John, tiene
2 años.
1712
f

17 1 3 M uere Joseph, su padre, a la edad de $o años. La heredad y


propiedades de la familia pasan nominalmentc a John (el prim o­
génito) según la costumbre de la época. Desde entonces, Da­
vid recibe una renta de {o libras anuales, la cual en ningún
m om ento de su vida le bastó para hacerse independiente
financieramente.

1714

1715

1716

1717

1718

52
C R O N O L O G Í A

C O N T E X T O C U ! T U RAI. E H I S T O R I C O AÑO

\ n Inglaterra M arlborough cae en desgracia y es reemplazado i71 1


en e l mando del ejército. Bolingbroke inicia negociaciones con
Francia. Fundación de la sociedad inglesa de M ares del Sur.
Sliaítesluiry: Características de los hombres, J e Jas costumbres, d é la s
opiniones v de los tiempos. Hándel se instala en Londres.

Pactos entre Francia e Inglaterra. M arlborough parte hacia el 17 12


i \ilio. Christian Wolflf: Pensamientes razonables sobre las faculta­
d a d el entendimiento humano. A rcangclo C o relli: 12 Concerti
grossi. Nace Rousseau.

Se firman tratados de paz entre Francia e Inglaterra. Am bos 1 71 3


países reconocen derechos a la libre navegación. Francia cede a
Inglaterra la bahía de Hudson. Bcrkeley: Diálogos entre H v la s v
Filonús. Anthony Collins: Un discurso sobre la libertad de pensamien­
to Este autor introduce la expresión ‘ libre pensador’ . Hándel:
Te Deum. M uere C orelli.

En Inglaterra m uere la reina Ana, su sucesor es Jo rg e 1. V uelve 1714


M arlborough al fren te del ejército británico. Leibniz:
Mona do!o (fia. I 'n a ld i: Conciertos para violín. Nace C ari Phillip
Emmanuel Bach.

En Francia m uere Luis x iv , el Rey Sol. Se presenta para el rei- 17 r £


no un grave problem a de sucesión. En O riente, los ingleses es­
tablecen una factoría m ercantil en China. A lcxan dcr Pope:
traducción de la llíada al inglés. Com ienza a producirse en Fran­
cia la transición del barroco al rococó.

Se introduce un período legislativo de 7 años en el parlamento 1716


inglés. Inglaterra y Holanda establecen acuerdos com erciales.
I landel: Música de la pasión.

Inglaterra, Francia y Holanda establecen la triple alianza para 1 7 17


asegurar que se cumplan los tratados de paz de Utrech. Hándel:
La música del agua. En Inglaterra se realizan los prim eros ensa­
yos de vacunación anti-variólica.

Austria se une a la triple alianza para luchar contra España que 1718
había violado los tratados de paz. Se producen luchas entre las
Ilotas españolas y británicas. V oltaire: Edipo (tragedia). J. A.
W atteau: La lección de música.

53
C R O N O L O G Í A

AÑO VIDA 1)1 DAVID HUMi:

1719

I 720

«
1721

1722

•723 Asiste ton su hermano m ayor a la universidad de Edimburgo.


Es probable que Hume adquiriera en este período sus prim eros
conocim ientos de las obras de Locke y Nevvton. También en­
tra en contacto por prim era vez con m aterias com o lógica,
metafísica, filosofía natural (física) y griego.

1724

172 *

I 726 Intenta iniciar estudios de derecho, según había decidido su fa­


milia, pero fracasa en su intento pues, según sus propias pala­
bras, siente una ‘ insuperable aversión’ a todo lo que no sea la
filosofía y el saber general.

1727

S4
C R O N O L O G Í A

C O N T E X T O C I I I. T U R A I E HISTORICO AÑO

D efoe escribe la prim era y segunda parte de Robinson Crusoe. • 7*9


I (andel dirige la Real Academ ia de Música inglesa. Christian
WolfT: Pensamientos razonables sobre Dios, el mundo y el alma de los
hombres.

Inglaterra y Francia entran en crisis financiera debido a la mala 1720


administración do las colonias. D efoe: E l capitán Singleton. Vico:
De uno universo ju ris. Quiebra la compañía inglesa de los M ares
del Sur.

Robert W alpole se convierte en el prim er m inistro inglés. 1721


M ontesquieu: Cartas persas. Bach: Conciertos brandeburgueses.

Se casa Isabel de Francia con Luis de España, el heredero del 1722


trono. D efoe: M olí Flanders. Diario del año de la peste. Bach: E l
clave bien temperado. Rameau: Tratado de la armonía.

El rev de Francia, Luis x v , es declarado m ayor de edad. Voltaire: 1723


Enriada. Bach: Magníficat. E. Stahl: Teoría del flogisto.

Tensión en toda Europa por la búsqueda de enlaces reales para 1724


los hijos de los soberanos españoles. Gibbs: Edificio del Fellovv
en el K ing’s C ollcge de Cam bridge. Nace Kant.

Se firma el tratado de H annover entre Inglaterra, Francia, H o­ 1725


landa y Prusia. Luis x v de Francia se casa a los i £ años con M a­
ría I eszczynski de Polonia. Pope: Traducción de la Odisea al
inglés. Vico: Principios de una ciencia nueva en tomo a la naturaleza
común de las naciones. Christian W olff: Pensamientos razonables so­
bre kI uso de las partes en hombres, animales v plantas.

I.uiv w designa com o prim er m inistro a su preceptor André 1 726


M eury. J. Sw ift: Los viajes de G ulliver. D efoe: George Roberts.
Vnltaire: Cartas filosóficas. Voltaire es detenido en La Bastilla y
< v pulsado a Inglaterra.

Nuevamente estallan las hostilidades entre Inglaterra y España. 1727


i Ja tc rra m uere Jo rg e I, su sucesor es Jorge n . D efoe: E l
¡ ’, if,\to comerciante inglés. Pope, Swift y Arburthnot se unen para
publicar el periódico satírico: Miscellanies. Hándel: Himno de
coronación de Jo rg e n de Inglaterra.

55
CRONOLOGÍA

A Ñ O VIDA 1)1 D A V ID H 11 M I!

1729 En este año comienza Hume a darle forma a las primeras ideas
que habrían de concluir en su libro más famoso: Tratado de la
naturaleza humana. Según nos cuenta, en este período se le abrió
‘ la nueva escena del pensamiento’ .

• 73 ° Comienza a rechazar el calvinismo junto con toda forma de cris­


tianismo. Esto parece no haber afectado las relaciones con su
madre y ello hace pensar que se le ocultó o por lo menos no lo
pregonó. Tam bién comienza en este año a tener depresiones
nerviosas debido a la intensidad con que trabaja en sus nuevos
17 }' descubrimientos filosóficos.

1732

•7 3 3

1734 Abandona Escocia y viaja a Bristol donde trabaja con una com ­
pañía de com praventa de azúcar que le había ofrecido un pues­
to com o em pleado. Q uizá esta decisión se debió a la idea de
Hume de llevar una vida más activa y de m ejorar su propia sa­
lud. En esta época es acusado por una criada de Bristol de ser el 1
padre de un hijo ilegítimo. La acusación no prosperó. En Bristol
sólo estuvo por espacio de cuatro m eses, los cuales le bastaron
para darse cuenta que la vida de com erciante no era la suya.
Cambia la ortografía de su apellido de H om e a H um e, corres­
pondiendo así a su pronunciación escocesa. Viaja a París.

1735 Se instala en París en casa de un coterráneo suyo, el caballero


Ram say. Pasa un tiem po en Reim s. En este mismo año viaja a
la Fleche, el colegio jesuíta que educó a Descartes. Comienza
aquí a escribir su Tratado.

56
C R O N O L O G Í A

C O N T E X T O CU I TU RAL E H IS T O R IC O AÑO

En Inglaterra el rey Jorge n convoca el parlamento. Inglaterra 1728


y España suscriben la convención de El Prado. Pope: The
Dunciad. Ephraim Cham bers: Universal Dictionary o f Science and
Arts.

l a guerra entre Inglaterra, Francia y España ha llegado a su fin 1729


tem poralm ente con la firma del tratado de Sevilla. H. Fielding:
Tom Thumb. J. S. Bach: La pasión según San Mateo.

En Francia se avivan las luchas religiosas y políticas gracias al '730


cardenal Flcury. En Inglaterra W alpole se adueña del gabinete.
M uere el papa Benedicto x m . Nuevo Papa: Clem ente x n . Vico:
Ciencia sequnda. En Londres comienza a circular el Daily Advertiser.

El navegante inglés Harrison explora Gambia y la costa occiden­ 173 1


tal de Áf rica. Abate Prévost: Manon Lescaut. Voltaire: Historia de
Carlos xii John Hadley crea el cuadrante. Pope: Ensayos morales.
M ucre Defoe.

España conquista el O ran. Voltaire: Z a ira. En Londres se fun­ «732


dan la Academia de Música Antigua y el Convcnt Carden House.
Nace Haydn.

España y Francia firman en El Escorial el prim er pacto de fami- 1 733


m lia entre los Borbones reinantes en ambos países. J. Sw ift: Sobre
la poesía. Voltaire: Cartas inglesas. Pope: Ensayo sobre e l hombre.

Los ingleses firman pacto con Dinamarca y conciertan el com er­ '734
cio con Rusia. M ontesquicu: Consideraciones sobre las causas de
g ran dezay decadencia de los romanos. Voltaire: Notas sobre los pen ­
samientos del señor Pascal El Corán es traducido al inglés. Hándel:
6 Concerti grossi.

En Viena se firma la paz. entre Francia y Austria, poniendo fin a 1 73 í


la guerra de sucesión de Polonia. C . Linneo. Sistema de la natu­
raleza con la clasificación de las especies animales y vegetales.
C R O N O L O G Í A

AÑO VIDA DE DAVID HUME

17^6 Pasa el año dedicado a trabajar en su Tratado.

' 7^7 Tiene escrita la m ayor parte de su Tratado. Viaja a Londres a


buscar quién se lo publique.

1 73# Sólo un año más tarde logra hacer un contacto con el editor John
Noon. Se hicieron acuerdos para publicar sólo los dos prim e­
ros libros: Del entendimiento y De las pasiones por los cuales reci­
bió {o libras y 1 2 copias.

1 7Í9 Aparece Tratado de la naturale/a humana, siendo un intento de


introducir el m étodo experim ental de razonar en temas m ora­
les. La obra se publicó anónimamente.

1 740 En este año aparece el tercer libro del Tratado: De la moral pu­
blicado por M ark Longm an. El tratado tiene poca o ninguna
acogida. Comienza la desesperación de Hume por considerar
que su Tratado ‘ salió m uerto de la im prenta’ . De este m odo
publica un resumen explicativo del Tratado llamado. Resumen.

1 741 Publica Ensayos morales.

1 74 2 Publica Ensayos políticos. En estos dos com pendios de ensayos


permanece anónim o, per») se describe com o ‘ un nuevo autor’
quizá com o un prim er intento de olvidar el Tratado. Estos ensa­
yos tuvieron una acogida favorable.
C R O N O L O G Í A

C O N T E X.T O C II L T II R A L I H I S T Ó R I C O AÑO

Se firman nuevos pactos de paz entre España, Francia y Austria. «736


El papa Clem ente XII condena en todo el mundo la masonería.
La califica com o una secta herética. J. Butler: Analogías de la re­
ligión natural y revelada. P ergolesi; Stabat M ater. Hándel:
Alexander’s Feat. Leonhard Euler. Mecánica o la ciencia del movi­
miento explicada.

Francia ocupa C órcega. Se acrecienta el am biente anti-español 1737


en Inglaterra, lo que parece anunciar la guerra.

Se pone fin a la guerra de sucesión polaca por medio de la firma • 73 »


de un tratado. En Inglaterra John W esley funda el movim iento
metodista. Johnson: Londres. Voltaire: Elementos de la filosofía de
Xenton. Federico de Prusia: Consideraciones sobre el estado político
actual de Europa.

Estalla la guerra entre Inglaterra y España. Los ingleses acusan 1 739


a España de im poner un régimen de terror a los marinos que
surcan el Caribe. ]. Sw ift: Verse on the Death of Doctor Swift. Fe­
derico de Prusia: Antim aquiavelo. En Estocolm o se funda la
Real Academia Sueca de Ciencias.

A la m uerte del em perador Carlos vi estalla la guerra de suce­ 1740


sión austríaca. La hija del soberano le sucede, pero Carlos A l­
borto tle Habsburgo también reclama la corona al igual que los
príncipes de Sajonia. M ucre C lem ente xii. Aumenta la tensión
entre Inglaterra y Franc ia. El gobierno francés decide la ruptu­
ra de relaciones con aquel país.

Se generaliza la guerra de las potencias de la época contra Aus­ 17 4 1


tria, que está en plena guerra de sucesión. Se publica la orto­
grafía de la Real Academia Española. Voltaire: Mahoma. Hándel:
E l Mesías. M uere Vivaldi.

En el curso de la guerra de sucesión austríaca, Carlos Alberto 1742


de Baviera se hace proclam ar em p erador con el nom bre de
Carlos v n . Francia se repliega en Europa central mientras Es­
paña es obligada a retirar sus fuerzas de Italia. H. Fielding: His­
toria de las aventuras de Joseph Andrews. Voltaire: E l fanatismo.

59
CRONOLOGÍA

VIDA 1)1 D A V I I) II II M I

•743

1 744 Se anima a presentarse com o candidato a profesor de ética y


filosofía pneumática de la universidad de Edim burgo, puesto que
Alexander Pringle había ocupado durante dos años.

i 74£ La cátedra es ofrecida a Francis Huthcson quien declina el ofre­


cimiento. Ante el rechazo de Huthcson, la universidad nombra
para el puesto al asistente del antiguo profesor Pringle. Publica
Carta de un caballero a su amigo de Edim burgo. Recibe una invi­
tación del marqués de Annandale, joven noble excéntrico que
pronto sería declarado dem ente, a vivir con él cerca de Londres
y ser su tutor. En este año Hume comienza a trabajar en su In
vestigación sobre el entendimiento humano y en Tres ensayos moralesy
políticos. M uere su madre.

i 746 Recibe una invitación del general Saint Clair a participar en una
expcdicióin organizada para acabar con el poderío francés en
Canadá. El viento desfavorable hace que la expedición se tenga
que desviar a L ’ O rient, Bretaña, para com batir contra los fran­
ceses de esc lugar. Pero la expcdicióin fracasa debido a que los
franceses se rindieron antes de que las fuerzas de Saint Clair
pudieran intervenir.

' 747 Es invitado por el mism o Saint Clair a ocupar el cargo de asis­
tente de la embajada militar inglesa ante la corte de Vicna y
Turín.

1 748 Permanece en Turín hasta finales de este año. Se publican los


Tres ensayos morales v políticos y la Investigación sobre el entendimiento
humano. M ontesquicu, impresionado por los Ensayos, envía a
Hume un ejem plar de L ’Esprit des Lois.

1 749 Regresa a Escocia y vive con su hermano en su casa de campo


en N incwclls.

60
CRONOLOGÍA

C O N T F X T O CU M URAL I H IS T Ó R IC O AÑO

Fn la guerra He sucesión austríaca, María Teresa pacta con In­ 1 743


glaterra. El ejército com puesto p o r la alianza He Inglaterra,
Austria v I lolanda derrota a los franceses. Los borbones de Fran­
cia v España realizan su segundo pacto. Prusia se une a Francia
para luchar contra las fuerzas austríacas. V oltaire: Mirope.
William I logarth: Matrimonio a la moda. Nace Jcan Paul Marat.

Los franceses y españoles aliados luchan contra los aliados de '74 4


\ustria (Inglaterra y H olanda;. Estalla la guerra entre Inglate­
rra y Francia en parte por estos enfrentam ientos. D ’ Alambert:
t ratado del equilibrio jr movimiento de los fluidos. M ueren Pope y
Vico.

Continúa la guerra de sucesión austríaca. El príncipe Carlos ' 74 Í


Eduardo, pretendiente de la corona inglesa, desembarca en Es­
cocia con apoyo de los franceses. Johnson: Observaciones sobre la
traqedia de Macbeth.

Fn la tjuerra de sucesión austríaca los ingleses y franceses luchan 1746


en varias partes del m undo, incluso en la India, con triunfos y
derrotas por latió y lado.

Nuevas victorias francesas frente a los holandeses. W illiam «747


Collin: Odas sobre diversos temas. Johnson: Plan de un diccionario
de la lengua inglesa.

Finalmente se concierta la paz entre las distintas potencias com ­ 1748


prometidas en la guerra de sucesión austríaca. M ontesquieu: El
espíritu de las leves. D iderot: Memoria sobre diferentes temas de ma­
ternal icas.

Año de reform as políticas en toda Europa. En Francia se crean '7 4 9


nuevos impuestos y España divide su territorio. Henry Fielding:
TomJones. Johnson: Irene. Hándcl: Música de los fuegos reales. Nace
Goethe.

61

C R O N O L O G Í A

(
AÑO V I 1) A Di ; D A V I D H I I M I

1750 Permanece todo el año en casa de su hermano trabajando en sus


próxim as obras.

175 1 Publica la Invexiflación sobre los principios Je la moral, obra que


H ume considera la m ejor de cuantas ha escrito. John H om e se
casa y David debe establecerse con su hermana en Edimburgo.

1752 Publica la segunda parte de sus ensayos que denomina Ensayos


políticos. Adam Smith deja la cátedra de lógica en la universidad
de Glasgow para ocupar la de ética. Hume está tentado a tras­
ladarse a Glasgow para ap licara la cátedra que Smith había de­
jado, pero de nuevo esta le es negada. Es elegido bibliotecario
de la facultad de abogados de Edim burgo.

■ Í 7 3 Decide escribir su Historia ele Inglaterra.

' 7Í4 Rehúsa recibir su sueldo de 40 libras anuales com o biblioteca- ^


rio. Aparece publicado el prim er volumen de su Historia Je In
(jlaterra. Esta obra irrita tanto a los W higs com o a los Tories.

' 7Í 5 Sulzer traduce al aloman los Tres ensayos sobre política y moral.

1756 Publica el segundo tom o de su Historia Je Inglaterra. El reveren­


do G eorge Anderson intenta excom ulgar a Hume.

62
C R O N O L O G Í A

C O N T E X T O C UI TU RAI E H I S T O R I C O AÑO

España y Portugal conciertan límites sobre sus posesiones en 1750


Am érica. España realiza acuerdos com erciales con Inglaterra.
Rousseau: Discurso sobre las cienciasy las artes. Johnson publica el
semanario The Rambler. Voltaire se instala en la corte de Federi­
co ii de Prusia. M uere ). S. Bach.

Fn España se prohíbe la masonería. Lord C live se apodera de ■ Í'7


parte de la India y se establece la prim era dominación británica
sobre ese país. Com ienza a publicarse en Francia la Enciclope­
dia por D ’ A lam bert y D iderot com puesta de 28 volúm enes.
Voltaire: F.I siglo Je Luis xiv.

En Francia, Madame Pom padour alcanza gran influencia políti­ »7 P


ca. H. Fielding: Amelia.

España y la Santa Sede suscriben el Patronato R eal. El imperio ' 7 S3


birmano se integra gracias a la ayuda de Inglaterra.

Se agudizan los enfrentamientos entre Francia e Inglaterra gra- ' 7 S4


«ias a sus posesiones coloniales. Las dos potencias se enfrentan
tanto en Am érica com o en la India. Rousseau: Discurso sobre el
origen Je la JesigualdaJ. Condillac: TrataJo Je las sensaciones. En
I ondres se crea la Sociedad para el fom ento de las Artes.

I s enfrentam ientos entre Francia e Inglaterra afectan a España 1 ÍÍ7


en • uanto que las dos potencias la quieren de aliada. Pero Espa­
ña perm anece neutral. Voltaire: La Joncella Je Orleans. Johnson:
/ >/ lonario Je la lengua inglesa. Kant: Historia natural generaly teoría
del líelo. M uere M ontesquieu.

Finalm ente, después de múltiples tensiones, estalla la guerra de 1 7^6


•.<t e años entre Inglaterra y Francia. El conflicto que se había
mi. ¡ado en Am érica se traslada al m editerráneo. Voltaire: En-
11» ^bre las costumbres» el espíritu Je las naciones. Edmund Burke:
.¡■ición filosófica sobre el origen Je nuestras iJeas acerca Je lo su-
ne 1 lo bello. Nace M ozart.

63
C R O N O L O G Í A

VIDA DE DAVID HUME

1757 Renuncia a su cargo com o bibliotecario de la facultad de aboga


dos de Edim burgo. Publica Cuatro disertaciones.

1758 Viaja a Inglaterra para supervisar la publicación de los volúm e­


nes que aún faltan de su Historia de Inqlaterra.

7 9
1 Í Permanece en Londres este año y está tentado a establecerse
definitivamente allí. Pero regresa a Edim burgo. Publica la His­
toria de Gran Bretaña bajo la casa Tndor.

1 760

1761 Las obras de Hume son colocadas en el índice de obras prohi­


bidas por la iglesia católica.

1 7 62 Se termina la publicación de la Historia de Inglaterra.

1 76? Es invitado por el conde Hertford a trabajar en la embajada in-


glosa en París.

1 764 Aparece por prim era vez en Inglaterra una obra que critica
filosóficamente el sistema de Hum e: la Investigación Je la mente
humana de Thom as Reid.

64
C R O N O L O G I A

C O N T E X T O C U I. T U R A Í . F H I S T O R I C O AÑO

En Inglaterra W illiam Pitt se afianza en el poder y aviva el espí­ 7 7


1 Í
ritu nacional de los ingleses en la guerra contra Francia. C live
consige algunas victorias en la India contra los franceses. La Bi­
blioteca Real de Londres es trasladada al Museo Británico. Nace
W illiam Blake.

C live es nom brado gobernador inglés en Bengala. Inglaterra 175 8


intenta invadir Franc ia sin éxito. D iderot: El padre de familia.
Rousseau: Carta a D ’Alambert sobre los espectáculos. Condillac: En­
sayos sobre el origen del conocimiento humano. D iderot: Pensamien­
tos filosóficos. En Francia se instalan las prim eras máquinas
modernas para el tejido del algodón.

I as colecciones de libros y objetos de arte del Museo Británico 7 9


1 Í
son abiertas al público. Adam Smith: Teoría de los sentimientos
morales. Voltaire: Cándido o el optimismo. Johnson: Resselas. M ucre
I lándel.

En Inglaterra m uere Jo rg e n, su sucesor es Jo rge m . Los ingle­ 1 760


ses afianzan su poder en la India frente a los franceses. Lawrence
Sterne: Vida y opiniones de Tristam Shandy. La Real Sociedad de
A rte realiza en Londres la prim era exposición de obras artísti­
cas contemporáneas.

España rom pe su neutralidad y se alia con Francia contra los 1 76 1


ingleses. Renuncia el m inistro británico Pitt. En Francia se
prohíbe a los jesuítas enseñar. Rousseau: Julia o la nueva Eloísa.

D iderot: El sobrino de Ramean. Se comienzan a esbozar los p ri­ 1 762


m eros tratados de paz en la guerra de los siete años. Francia en
bancarrota c ede Canadá a los ingleses. España e Inglaterra en­
tran en guerra de nuevo. Rousseau: Emilio o la educación.

Term ina la guerra de los siete años. Se firma la paz entre las dos '763
potencias. Francia sale com o el país más perjudicado pues pier­
de múltiples posesiones en Am érica y en Asia. Voltaire: Trata­
do sobre la tolerancia. Reynolds construye el prim er ferrocarril
en Inglaterra.

Voltaire: Diccionario filosófico. Sentim iento de los ciudadanos en 1764


oposición al contrato social cié Rousseau. En Inglaterra Johnson,
Burke, Reynolds y otros fundan el ‘ C lub literario’ .
C R O N O L O G Í A

AÑO VIDA DE DAVID H U ME

i 76 { Se marcha lord Hertford de la embajada inglesa en París y Hume


es nombrado encargado de negocios, puesto por el cual recibe
más de 1 200 libras al año.

* 766 Viaja a Inglaterra llevando consigo al filósofo Rousseau.

1 767 Por disputas personales entre Hume y Rousseau, este último


viaja a París. Hume es invitado por el general C on w ay para ser­
vir en Londres com o subsecretario de Estado.

1 7^8 Desempeña a satisfacción suya y de sus superiores su puesto de


subsecretario de Estado.

1 769 Regresa a Edim burgo disfrutando de una posición financiera


acomodada.

1770

1771

•77 2 Com ienza a sentir afecciones intestinales que desm ejoran su


salud.

• 77*

•774
C R O N O L O G Í A

C O N T E X T O CIII.TU RAI l H I S T O R I C O AÑO

En Francia sube Luis x v i. C live reasume su mandato en la In­ 176 {


dia. D iderot: El primer salón. Voltairc: Filosofía Je la historia.

Mientras en España estallan diversas revueltas populares, en I 766


Inglaterra Pitt regresa al gobierno. Kant: Sueños Je un visionario.
Rousseau: Confesiones. Nace Robert Malthus.

España expulsa a los jesuítas. Lord C live se ve acosado en la In- 1767


1 dia por diversas revueltas. Sterne term ina su Tristam ShanJy.
W att: prim era máquina a vapor.

En Polonia estallan revueltas populares y Rusia decide invadir. I 768


L. Sterne: Viaje sentimental. El capitán Jam es C o o k em prende la
prim era de sus expediciones al O céano Pacífico.

D iversos países de Europa presionan al papa C lem ente x m para 1769


que expulse a los jesuítas de sus respectivos países y prohíba la
Com pañía de Jesús. Se nom bra nuevo papa, C lem en te x iv .
William Robertson: Historia Jel reinaJo Je Carlos v Watt patenta
su máquina de vapor con condensador. Nacen Napoleón y
W cllington.

Kant es nom brado profesor de Lógica. Rousseau: Ensoñaciones 1770


Je un paseante solitario.

En Francia Luis x v impone su gobierno absoluto y expulsa a los 1771


parlamentarios. Aparece la prim era edición de la EnciclopeJia
Británica.

En Suecia se instaura el despotism o ¡lustrado. D iderot: Jacques, 1772


el fatalista. Term ina la publicación de los 28 tom os de la Enci-
• clopedia Francesa.

El papa C lem ente x iv procede a disolver la Com pañía de Jesús. •773


Permanecen prohibidos hasta 1 81 4. Aparece el prim er diario
francés llamado el Journal de París. Diderot viaja a Rusia.

En Francia m uere Luis x v . El país está devastado m ilitarmente *774


V conm ocionado políticam ente por el ilum inism o. Asum e el
poder Luis x v i. Pío vi es consagrado Papa. Goethe: Las cuitas
Jel joven Werther. Diderot: Elementos Je filosofía. En Inglaterra se
generaliza el uso de la máquina de vapor y se prohíbe la expor-
9 tación de las que fabrican telas de algodón. M ucre Robert Clive.

67
CRONOLOGÍ A

VIDA 1) E DAVID HUME

i 77£ H ume siente que su afección intestinal es mortal.

i 77 6 M ucre el 2^ de agosto. Es enterrado en Carlton Church Yard.


Alcanzó a term inar su autobiografía Mi propia vida. En su lápida
no hay más que su nom bre y la fecha de su nacimiento v m uer­
te, para que, según Hum e, la posteridad pueda añadir el resto.

68
C R O N O L O G I A

C O N T F . X T O C II I T U R A L E H I S T Ó R I C O AÑO

R o u sse au : Discursosobreladesigualdadentreloshombres. M o z a rt: •77Í


1 11. s pastor.
So acentúa la «Tisis eco n ó m ica en F ran cia. L o s o b re ro s se su b le­ 1 77 6
van p o r la subida del p re cio del pan. En L o n d re s se cre a e l p ri­
m o r sin d ic ato o b r e r o . En este año A d am Sm ith p u b lica
•mrale/avcausadelariaue/adelasnaciones q u e H u m e alcanza
. i« or.

69
BIBLIOGRAFÍA

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71

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