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DEL PRÍNCIPE TLALTECATZIN Y DON OCTAVIO

ROMERO

Allá por los años cincuenta, Don Octavio Romero y Arzate,


natural de Azcapotzalco, al cavar en la vecindad en que
vivía, halló restos arqueológicos (vasijas, cabecitas, navajas
de obsidiana), desde su cosmovisión aducía que el Príncipe
Tlaltecatzin le había indicado de dónde exhumar sus
restos para que lo redimiera ante la historia, pues él no era
un traidor, también le señalaba a que lugares dirigirse para
encontrar más hallazgos.

Don Octavio se fue ganando la confianza de los pobladores


de Santa María Malinalco, colonia en que vivía, que se
acercaban a él a obsequiarle piezas que poseían, o bien le
permitían escarbar en sus terrenos.

Pero Don Octavio, no guardaba sus descubrimientos


egoístamente para sí, por el contrario, en un cuarto de su
vivienda, las puso en exhibición bautizando al recinto como
“Museo del Pueblo” logrando así que los ciudadanos de
Azcapotzalco se apropiaran de lo que era su patrimonio.

En los ochenta, fue cuando develó la tumba con un


esqueleto completo, que aseveraba Don Octavio
pertenecía al Príncipe Tlaltecatzin, sin embargo, el INAH1
se lo llevó para analizarlo y exponerlo como pieza del mes
en un altivo museo con pisos de mármol, ojos ofensivos,
escandalosas puertas, presuntuosas fuentes y espejo de
agua. Han pasado veintiocho años, y el personaje aún no
vuelve a su señorío.

Por los años noventa, Camacho Solís, que entonces era


Jefe de Gobierno, enterado de los hallazgos de Don
Octavio, le cedió una construcción (que había sido usada

1
INAH -Instituto Nacional de Antropología e Historia
antes como separos de la policía DIP2 en la calle de
Libertad número 35, Colonia el Recreo en Azcapotzalco,
para que allí expusiera su compilación surgiendo así el
Museo Arqueológico Príncipe Tlaltecatzin.

Desde entonces Don Octavio mostraba las piezas que ya


poseía y también las que le iban llegando por donaciones.
Apoyado por el Arqueólogo Gilberto Pérez Rico pudo hacer
catalogación y registro de las piezas originales y conseguir
la custodia legal ante el INAH.

Aunque algunos malintencionados le criticaban el que


ostentara reproducciones de piezas antiguas y de otras
culturas Don Octavio se negó a echar del museo esos
quiméricos vestigios pues decía: también son importantes,
porque las realizaron las manos y pensamientos de un
hombre que dejó en ellas trozos de su esencia, aunque no
sean añejas ni pertenezcan a la cultura tepaneca.

Les permitía compartir espacio en las vitrinas, daba


conferencias para dar a conocer su acervo, de vez en
cuando él cocinaba y ofrecía humildes pero exquisitas
comidas para los interesados en su colección, mientras
charlaba animado sobre sus sueños y, como el decía, sus
excarvaciones(sic).

Don Octavio que había cursado hasta el tercer año de


primaria, realizaba la curaduría y museografía del museo
a su entender. En ocasiones posaba en la pared el retablo
de la Leyenda de los Volcanes donde el musculoso
Popocatépetl sostiene entre sus brazos a la inerte
Ixtaccihuatl, o un calendario con el cromo de El Santo, el
enmascarado de plata.

También instalaba un maniquí ataviado con ropajes de


épocas prehispánicas frente a una vieja máquina de escribir
al lado de la imagen sepia de Pancho Villa. Cada navidad
engalanaba el lugar con multicolores esferitas. En Días de
todos los Santos nos recibía con aromas de copal y

2
DIP –Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia
cempasúchil en sus ofrendas, mientras él mismo hacia
plañir al caracol.

Él emergió con un capital cultural de las vecindades de los


años treinta y consiguió incrustarlo y originarlo en todo el
ambiente de ese museo.

No adornaba así por seguir una moda, ni para ser


reconocido como defensor del mexicanismo, sino que el
saber que recibió de sus antecesores lo reelaboró, y
confeccionó algo nuevo para heredarnos, Don Octavio sólo
actuó por deseo propio que le nacía de la razón y el
corazón para satisfacer a los visitantes y sólo el tiempo
dirá si perdurará, pero nosotros sus enseñanzas las
tenemos labradas en nuestra mente.

Sin duda alguna, lo que coadyuvó a seguir esa tradición y a


engrandecer al lugar desde su mirada, fue la convivencia
diaria con las mujeres de la vecindad aledaña3, pues el 20
de noviembre reunidos en la sala central de ese Museo
degustábamos pollo y mole poblano cocinado por el
exquisito sazón de ellas, festejando el cumpleaños de don
Octavio, quien de manera rústica nos mostró como tejer
fuertes redes sociales.

El fue nuestro líder moral, porque nos permitió entrar a su


museo a observar piezas prehispánicas originales pero
también apócrifas. Él consiguió desacralizar al museo,
podías entrar sin que te revisaran tus maletas, sin que
hombres de negro te miraran con desconfianza, sin que
pulcras edecanes te barrieran con mirada despreciativa. Ni
tenías que pagar altas sumas por ingresar, pues en un
marranito de barro depositabas lo que pudieras, claro si es
que tenías dinero y voluntad.

Él era un hombre con mucha paz interior y totalmente


desprendido del mundo material, por eso desde que nació
su amor por la arqueología mantuvo su museo con su
propio dinero que percibía con una plaza de la delegación,

3
Ubicada en Libertad número 43
pero de ahí comía, de ahí vestía, de ahí pagaba el material
para pintar sus paredes, impermeabilizar su techo, él hacía
su limpieza en las tres salas.

Desde que llegó a esa calle de Libertad, el universo le hizo


coincidir con seres tan extraordinarios como él. Y así fue
como estuvo apoyado invariablemente por las caritativas
vecinas Irma Sánchez y Doña Elenita, que custodiaban su
bienestar llevándole diariamente “sopita y guisado, aunque
sea un taquito” y cuidando que no se escapara a comprar
paletas Payaso o Coca colas que tan dañinas eran para su
salud.

Hace ocho meses Don Octavio sufrió un accidente y


entonces Cecilia Aguilar y su esposo Alfonso Ricart, con su
solidaridad y constante lealtad, lo trasladaban a citas con
el doctor, o a curaciones en el Hospital General de
Mixcoac. Sin embargo, a su fractura de cadera y de un
brazo se sumaron su extrema delgadez y los achaques
producto de su diabetes e ingresó nuevamente al Hospital
de Tacuba. Durante todo ese tiempo las visitas de sus
entrañables amigos Francisco Nava y Sabino, lo
confortaban y reanimaban en la enfermedad.

Fue también auxiliado por el incondicional sostén moral y


económico de Ceci Lozano, Sara y Nahui, el apoyo de
Lupita Aguilar, y la entrega inquebrantable con
extraordinario y desinteresado amor de Cande su
enfermera. No se diga los policías que cuidaban el museo,
ellos también fueron parte de esa gran familia de don
Octavio conformada única y exclusivamente por amistades
y la comunidad

La presencia de todos ellos fue crucial, pues consiguió


llenar la atmósfera de cariño, mimos y atenciones
impregnando de dignidad el camino de los últimos meses
de vida de Don Octavio.

Desafortunadamente, marzo nos lo ha arrebatado Don


Octavio ha partido, a sus setenta y seis años de edad
agonizó únicamente acompañado por Cande.
Económicamente las autoridades delegacionales,
dispusieron su funeral y cremación en el Panteón San
Isidro.

El museo queda a la deriva, sólo deseamos que se siga


conservando en donde él lo dejó, que se siga exhibiendo
como él lo dispuso porque es un museo manual, único en
su especie. Que no nos lo quite el INAH, que ningún
particular decida adueñárselo y que la Delegación se haga
cargo de este acervo tan importante por ser patrimonio
cultural que maneja lo tangible y lo intangible.

Conocer a don Octavio era un encuentro con la curiosidad,


la superstición, el encanto, los dioses y el éxtasis de los
sentidos. No estamos preparados para que desaparezca su
mito, pues al destruir el mito nos roban la identidad
personal. Ya lo dice May, el mito de nuestro pasado es un
punto de referencia que debemos venerar para que ante
una situación de crisis existencial, tengamos a que
aferrarnos, los mitos nos sostienen, evitan que lleguemos al
borde de la línea, nos salvan de sufrir locura.

Ojalá y a la designación que ya lleva el museo, se le


adicione el nombre de Don Octavio Romero que nos inició
en el disfrute de un patrimonio vivo, sociable, comunicable
que forma parte de la colectividad. Nos enseño a cuidar
nuestras raíces e identidad, nos mostró nuestra
pertenencia, por lo que resulta urgente recordar que una
sociedad sin identidad es como una persona con Alzheimer
no sabe ni de donde viene ni para donde va.

Autora: Yolanda García Bustos


La Catrina
Azcapotzalco, año once.

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