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Revisitando al Estado: límites y posibilidades de las

aproximaciones contemporáneas al estudio del orde-


namiento estatal
Sandra Patricia Martínez B.1*

“Da la impresión de que hace falta pensar nuevamente


el problema del Estado, planteárselo como problema en términos
más radicales de lo que se ha hecho hasta ahora. Esto significa pensarlo
no como una entidad superior y ajena, racional, unitaria, exterior
a las relaciones sociales, sino como parte del orden social”.
Escalante, 2007.

Presentación
Uno de los desafíos que se presenta al encarar el estudio del Estado es la difi-
cultad para separarnos de aquellas nociones del sentido común que, reforzadas
por largos años de formación escolarizada y por un sinnúmero de dispositivos
simbólicos y materiales (trámites burocráticos, rituales patrios, discursos oficia-
les circulando en los medios de comunicación), siempre nos presentan esa ima-
gen del Estado como una entidad unitaria y poderosa, que está allí, por encima

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de nosotros, regulando nuestros actos, moldeando nuestras conciencias.
Pierre Bourdieu señala que la eficacia simbólica del poder ejercido por el Es-
tado descansa en su capacidad para imponer las categorías de pensamiento a
través de las cuales entendemos al mundo, y al Estado mismo en particular. Pero
este fenómeno no es exclusivo de la esfera del sentido común, sino que permea
también el ámbito de las ciencias sociales que, al depender en gran medida
de la demanda estatal de conocimiento, y al hacer de los “problemas sociales”
planteados por las administraciones oficiales, objetos de indagación sociológica,
terminan participando en la construcción y en la existencia misma del Estado. En
opinión de Bourdieu, para no caer en la trampa de “ser pensados por un Estado
que creemos pensar”, el esfuerzo de los analistas sociales debe partir de una
duda radical, dirigida al cuestionamiento tanto de los presupuestos de la realidad
que se pretende analizar como del pensamiento mismo de los investigadores
(Bourdieu, 1994: 2).
Al cuestionar la consideración del Estado como algo dado, las aproximaciones
más recientes al problema se alejan precisamente de uno de estos presupuestos
básicos. En la presente ponencia, haremos una revisión de esta literatura, que al
plantearnos una nueva mirada del Estado, según la cual éste debe ser analizado
como un modelo de ordenamiento social que se construye a partir de comple-
jos procesos de lucha y negociación de la dominación en diferentes niveles y
*
1 Docente de tiempo completo, Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales y Económicas. Universidad del Valle.
dimensiones, nos aporta importantes elementos de análisis para comprender al
Estado colombiano en sus formas específicas de ordenamiento social, político y
territorial.
Pero antes de ocuparnos de esta literatura, es pertinente abordar las premi-
sas básicas de las teorías estado-céntricas, en cuyo cuestionamiento se basa el
replanteamiento que estas nuevas aproximaciones hacen del fenómeno del Es-
tado. Para ello, nos detendremos en algunos de los postulados centrales de Sko-
cpol, una de las compiladoras del volumen colectivo intitulado de manera provo-
cadora Bringing the State Back In. Posteriormente, haremos un breve examen
de los principales planteamientos de Philip Abrams, cuyo cuestionamiento de la
reificación de la que ha sido objeto el Estado, ha servido de fuente de inspiración
para muchos de los autores interesados en esta perspectiva. Tras la revisión de
estos planteamientos, nos centraremos en los aportes que el estudio de Corri-
gan y Sayer sobre el Estado inglés ha representado para la comprensión de los
procesos de formación estatal en tanto procesos culturalmente construidos. Este
postulado se constituye en la puerta de entrada de una serie de investigaciones
que, con diferentes énfasis y matices, señalan la necesidad de analizar la forma-
ción del Estado, no solamente como el proyecto de “construcción de una nación”
dirigido por las élites, sino también como un proceso que se erige “desde abajo”.
Entre estos estudios, nos detendremos en primer lugar, en la influyente colec-
ción de artículos compilada por Joseph y Nugent, para cuyos autores, la forma-
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ción estatal sólo puede ser entendida en su relación con las culturas populares.
En segundo término, presentaremos la propuesta de Blom Hansen y Stepputat
para el abordaje del Estado a partir de la etnografía de sus manifestaciones en
la vida cotidiana, la cual tuviera claras resonancias en los debates posteriores
sobre el tema. El estudio de Monique Nuijten sobre un ejido mexicano es un
claro ejemplo de ello. Es así como en tercera instancia, fijaremos nuestra aten-
ción en los interesantes aportes de esta autora, quien plantea una perspectiva
descentrada para abordar este problema, al trasladar su foco de interés desde
el aparato de gobierno, hacia las prácticas discursivas diarias que le dan vida al
poder estatal en los ámbitos locales. En cuarto lugar, abordaremos la perspec-
tiva de Gupta y Sharma, quienes ven en el Estado un artefacto cultural que se
construye a partir de las prácticas y representaciones que se configuran a partir
de la interacción concreta entre los actores sociales y los agentes estatales.
No podríamos cerrar esta discusión sin aludir a la compilación realizada por
Veena Das y Deborah Poole que, con el título de Anthropology in the Margins of
the State, recoge distintos estudios de caso en los cuales sus autores se pregun-
tan por la manera como las prácticas que tienen lugar en los márgenes, moldean
las políticas de regulación y disciplinamiento estatales.
Trayendo al Estado de regreso
En el capítulo introductorio del libro Bringing the State Back In, publicado a
mediados de la década de los 80, Theda Skocpol anunciaba el regreso de los
estudios sobre el Estado en las ciencias sociales históricas y comparativas. Par-
tiendo de la consideración weberiana del Estado como una comunidad política
que reivindica el legítimo monopolio del uso de la fuerza en un territorio deter-
minado, la autora considera que la necesidad básica de los Estados2 de mante-
ner el control y el orden puede impulsarlos a implementar medidas reformistas
o represivas, a pesar de la abierta oposición de los grupos sociales poderosos.
Ello implica trascender la mirada del Estado como un epifenómeno de los proce-
sos y luchas sociales, hacia el reconocimiento de éste como un actor autónomo
y con capacidad de agencia para perseguir sus propios fines y no simplemente
las demandas e intereses de las clases y actores sociales o de la sociedad en su
conjunto (Skocpol, 1985: 9).
Es así como sus preocupaciones se dirigen a estudiar los factores determi-
nantes de la autonomía estatal, la racionalidad y el nivel de efectividad de las
acciones autónomas estatales y las consecuencias tanto intencionadas como im-
previstas de estas acciones. De este modo, la autora concluye que la autonomía
estatal no es una cualidad fija de un sistema de gobierno, sino que ella depende
de la capacidad de las élites o los agentes oficiales para movilizar sus propios

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recursos en función de una acción autónoma, así como de las variaciones a las
que se ven sujetas las estructuras de coerción y administración de acuerdo con
sus relaciones con los grupos sociales o con los cambios coyunturales que pue-
dan presentarse (Skocpol, 1985: 14).
Si bien Skocpol reconoce que las “acciones autónomas” de los Estados nunca
son del todo desinteresadas, en el sentido de que ellas necesariamente benefi-
cian a algunos sectores mientras que desfavorecen a otros, considera perfecta-
mente posible la existencia de acciones estatales coherentes y apropiadas para
la atención de los problemas de la sociedad, independientemente de los constre-
ñimientos de los grupos sociales cercanos al poder (Skocpol, 1985: 15).
Para la autora, este cambio de énfasis teórico en las clases o los grupos socia-
les hacia las explicaciones focalizadas en la autonomía estatal no debe traducirse
en una suerte de “estadocentrismo” que deje de lado las articulaciones entre el
Estado y los contextos económicos y socioculturales, en los cuales éste se halla
inserto. En tal sentido, los estudios sobre las capacidades de agencia de los Es-
tados han de ocuparse no solamente de los recursos y los instrumentos de los
que éstos disponen para la realización de sus fines, sino también de la forma
como las relaciones geopolíticas transnacionales, la circulación internacional de
modelos de política pública y los tratados económicos mundiales, condicionan
las estructuras estatales nacionales (Skocpol, 1985: 20).
2 Reconociendo las variaciones existentes en las estructuras y actividades de los diferentes Estados, la autora prefiere referirse
a ellos en plural.
Como veremos en lo que sigue, una parte significativa de los estudios contem-
poráneos sobre el Estado se distancia críticamente de los enfoques estatistas.
La separación entre el Estado y la sociedad de la que parten estos enfoques,
la atribución de coherencia y efectividad a los proyectos estatales, así como su
consideración del Estado como un actor cuyas intervenciones están guiadas por
una voluntad e intencionalidad, son algunos de los blancos de los ataques de
estas nuevas perspectivas.

El Estado como un proyecto ideológico


En un artículo titulado de manera sugerente Notes on the Difficulty of Stu-
dying the State, Philip Abrams señala que el hecho de tomar al Estado como algo
dado ha impedido clarificar su verdadera naturaleza. Esta visión atraviesa tanto
las nociones del sentido común como las de la tradición académica acerca del
mismo, por cuanto unas y otras asumen que hay una realidad oculta, separada
y autónoma en la vida política, que se esconde tras la práctica de las agencias
del gobierno y que dicha realidad es el Estado (Abrams, 2006: 113).
Apartándose del tratamiento del Estado como una cosa, es decir, de su consi-
deración como un objeto de estudio ya sea concreto, ya sea abstracto, Abrams
propone el abordaje del mismo como un proyecto ideológico, a través del cual se
pretende dar una imagen de unidad y coherencia a lo que en realidad son prác-
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ticas desorganizadas y fragmentadas de dominación. En este sentido, el autor


establece una distinción entre la sujeción políticamente organizada y la idea del
Estado, donde el análisis debe dirigirse a los procesos históricos y sociales que
dan lugar a la producción de la “idea” del Estado, y no a este último como un
objeto de estudio en sí mismo.
Según Abrams, al confundir estas dos dimensiones, los analistas sociales han
participado en la reificación del Estado, obnubilando con ello, la explicación de
los mecanismos mediante los cuales éste se legitima a sí mismo a partir del en-
cubrimiento de la subordinación social que se esconde tras el velo del “ilusorio
interés general”. Entendido de esta manera, el Estado aparece como un ejercicio
de “legitimación de lo ilegítimo”, mediante el cual la dominación política y eco-
nómica es presentada como una dominación desinteresada, esto es, como la
expresión del “interés común” disociada de los intereses de clase: “El Estado no
es la realidad que se encuentra detrás de la máscara de la práctica política. Él
mismo es la máscara” (Abrams, 2006: 125).
Así como Abrams parte del cuestionamiento de la reificación de la que ha sido
objeto el Estado, otros autores cuestionan la pretendida separación entre lo po-
lítico y lo social como órdenes distintos de la realidad. Asimismo, cuestionan la
asunción del Estado como un actor unitario y autónomo de la sociedad, propia
de los enfoques estado-céntricos. Según estos autores, dichos enfoques se que-
daron cortos en la definición de la línea divisoria entre el Estado y la sociedad, la
cual ha sido homologada a la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo, o, entre
lo real y lo ideal, reduciendo al Estado a un sistema subjetivo de toma de deci-
siones (Gupta y Sharma, 2006; Mitchell, 2006), o bien, definiendo un conjunto
universal de funciones que todos los Estados deben realizar (Blom Hansen y
Stepputat, 2001).
Coincidiendo con el sociólogo británico, Gupta y Sharma plantean la necesi-
dad de trascender la mirada del Estado como una entidad dada, fija, unitaria y
autónoma de la sociedad, para entender los aspectos ideológicos y materiales
implicados en su proceso de construcción (Gupta y Sharma, 2006: 8). Mitchell
por su parte, acoge este último planteamiento pero se distancia de Abrams en
su consideración de la idea y del sistema de Estado como dos ámbitos diferen-
ciados. Para Mitchell, éstos son aspectos que hacen parte de un mismo proce-
so, y el fenómeno que llamamos Estado no es otra cosa que el resultado de las
técnicas que posibilitan que las prácticas materiales de dominación, tomen la
apariencia de una forma abstracta (Mitchell, 2006: 170).
En este sentido, el autor considera que la dificultad para definir las fronteras
entre la sociedad y el Estado no es un problema de precisión conceptual, sino
que es parte constitutiva del fenómeno del Estado. El desafío del analista social
consiste entonces en develar los procesos políticos a través de los cuales dicha
distinción es producida. Así, lo que en apariencia es una frontera externa entre
dos entidades discretas, es en realidad una línea trazada internamente, un me-

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canismo de ejercicio de poder a través del cual determinado orden social y polí-
tico es mantenido. Esta habilidad para revelarse como una estructura unitaria y
coherente, aparentemente externa y autónoma de la sociedad, es lo que Mitchell
denomina “el efecto de Estado” (Mitchell, 2006: 181).
Asumiendo el carácter elusivo de la frontera entre el Estado y la sociedad,
Gupta y Sharma acometen el estudio del proceso de constitución cultural del Es-
tado, entendiendo a este último como parte de las formas institucionalizadas de
las relaciones sociales, y no como una entidad que se sitúa por encima de ellas.
Esta mirada los aleja de la clásica consideración del Estado como el locus central
de poder, para situar su foco de interés, no en un “aparato” de gobierno centra-
lizado, sino en los diferentes niveles, agencias y organizaciones en los cuales el
Estado es imaginado. Situarse en este nivel de análisis les permite lograr una
visión “desagregada” del Estado, y de esta manera, constatar el carácter mul-
tivariado, pluricentrado y fluido del mismo (Gupta y Sharma, 2006: 10; Gupta,
2006: 220).
Más adelante volveremos sobre la propuesta de Gupta y Sharma para el estu-
dio del Estado. Por ahora, baste con señalar que su planteamiento coincide con
la visión capilar del poder defendida por otros autores. Rose por ejemplo, con-
sidera inadecuada la identificación de lo político con el partido y el programa, o
con la cuestión de quién posee el poder dentro del Estado, para situarlo en cam-
bio, en las dinámicas relaciones de poder presentes en la experiencia diaria de
los individuos (Rose, 2006: 144). Con base en la noción de traducción acuñada
por Latour, Rose sostiene además que, la posibilidad de “gobernar a la distan-
cia” propia de las democracias liberales avanzadas, descansa en su capacidad
de desplazar desde los “centros de cálculo”, programas y políticas articulados en
términos abstractos como eficiencia nacional, democracia, igualdad y empresa,
hacia una diversidad de localidades y prácticas espacial y temporalmente sepa-
radas (Rose, 2006: 148).
De manera similar, Ferguson estima que el Estado no puede ser visto como
una entidad que “tiene” o “no tiene” poder, o mejor, como un actor que “man-
tiene” o “ejerce” el poder, sino que éste ha de ser considerado como una suerte
de punto nodal desde el cual se coordinan y multiplican las relaciones de domi-
nación (Ferguson, 2006: 281). Gledhill por su parte, nos invita a trascender la
mirada del Estado como el locus central de poder, para ocuparnos del funciona-
miento y difusión del poder a través de la sociedad (Gledhill, 2000: 44). Para es-
tos autores, las prácticas y experiencias diarias se constituyen en el fundamento
de la acción política, en virtud de lo cual, el poder ha de reconocerse en todos los
niveles de la vida social, incluso en las relaciones más cotidianas, y no sólo en
los centros de control representados por el Estado y sus instituciones (Gledhill,
2000; Rose, 2006).

La formación del Estado como una revolución cultural


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Desde el título de su libro, The Great Arch: English State Formation as Cul-
tural Revolution, Corrigan y Sayer anuncian el propósito que desean acometer
en el mismo, esto es, explicar la formación del Estado inglés como un proceso
de revolución cultural. Un planteamiento novedoso si se tiene en cuenta que
la extensa literatura existente sobre la formación del Estado burgués se había
ocupado ampliamente de los factores económicos de este proceso, pero poco lo
había hecho de los aspectos culturales implicados en el mismo.
Para los autores, la revolución cultural no se desenvuelve exclusivamente en
el ámbito de las ideas, sino que ésta ha de ser estudiada en su relación con las
instancias y agencias materiales con las que operan los rituales y rutinas del Es-
tado. En efecto, el Estado define ciertas clasificaciones sociales, que son norma-
das y reguladas a través de mecanismos palpables tales como las disposiciones
legales, las decisiones judiciales, los registros, los censos, los formularios de
impuestos, los archivos oficiales, etc., los cuales legitiman determinadas defini-
ciones particulares de ciudadanía mientras que excluyen otras (Corrigan y Sayer,
1985: 4).
En este sentido, la aceptación de la articulación existente entre los procesos
de revolución cultural y la formación del Estado implica a su vez un doble re-
conocimiento: la valoración del papel desempeñado por las formas, rutinas y
rituales del Estado en la configuración y regulación de las identidades sociales,
por un lado, y el entendimiento de estas rutinas y rituales estatales como formas
culturales, por el otro.
Con relación al primer punto, los autores sostienen que “los Estados nunca pa-
ran de hablar” (Corrigan y Sayer, 1985: 3) para referirse a la poderosa influencia
que los repertorios estatales tienen en la definición y regulación de las imágenes
del mundo socialmente aceptadas, así como de las identidades individuales y co-
lectivas. A través del sistema legal, las instituciones oficiales o los procedimien-
tos administrativos, los Estados definen y clasifican a la población, de acuerdo
con diferentes criterios -de clase, raza, género, etnicidad, edad, ciudadanía,
estado civil, religión, ocupación, etc.-, al tiempo que definen las relaciones entre
los sujetos y entre los grupos que éstos conforman.
Ello, a través de un doble proceso, aparentemente contradictorio, pero coinci-
dente en sus fines: un proyecto totalizante que define los límites de una “comu-
nidad ilusoria” (o imaginada, en palabras de Anderson) fundada en la nación, y
un proceso de individualización que, de acuerdo con criterios como los anterior-
mente señalados, impone categorías específicas de individuos como ciudadanos,
propietarios, votantes, contribuyentes, entre muchas otras. Ambos proyectos
niegan, según los autores, la posibilidad de definiciones alternativas de la iden-
tidad tanto individual como colectiva. Ellos son, en últimas, proyectos de domi-
nación (Corrigan y Sayer, 1985: 4-5).
Respecto al segundo punto, es decir, la consideración del carácter cultural de

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las formas estatales, Corrigan y Sayer afirman que tales formas o repertorios del
Estado no son de ningún modo estructuras acabadas, sino que se encuentran en
un proceso permanente de construcción a partir de sus luchas y contradicciones
con lo que ellos denominan “culturas de oposición” (Corrigan y Sayer, 1985: 7).
Las formas del Estado no son descripciones neutrales de la realidad, sino que
ellas son el resultado de relaciones de imposición.
Si bien los autores parten del reconocimiento de que el proceso de formación
del Estado es uno en el que intervienen tanto las clases gobernantes como los
gobernados, se apresuran a aclarar que su estudio, que ya es de por sí ambicio-
so pues abarca un periodo de nueve siglos, consiste en una reconstrucción de la
historia de este proceso “desde arriba”, es decir, desde la política oficial agen-
ciada por las clases propietarias masculinas, blancas, y protestantes, y no desde
los grupos organizados en oposición a dichas formas estatales (Corrigan y Sayer,
1985: 12). De estas versiones del proceso de formación del Estado construidas
“desde abajo”, nos ocuparemos precisamente en lo que sigue.

El Estado visto “desde abajo”


Reconociendo su deuda con Abrams, en la conocida compilación sobre el Méxi-
co revolucionario Aspectos cotidianos de la formación del Estado (2002), los par-
ticipantes de este volumen se proponen estudiar la articulación entre las culturas
populares y la formación del Estado mexicano, entendiendo a este último como
un proceso cultural encarnado en las formas, rutinas, rituales, instituciones y
discursos de gobierno. Mediante estos mecanismos, que los autores denominan
“medios de regulación moral”, se construye un marco material y discursivo co-
mún que funciona no sólo a través del lenguaje y los símbolos, sino también de
relaciones sociales concretas (Joseph y Nugent, 2002: 49), normadas a través
de disposiciones legales, preceptos, programas y procedimientos burocráticos.
Los autores cuestionan entonces, la cosificación de la que ha sido objeto el Esta-
do, de la cual consideran que es necesario apartarse para destacar la dimensión
procesal y relacional de su evolución dinámica.
Como lo hace notar Scott en el prólogo de esta publicación, las contribuciones
de Joseph y Nugent, Knight, Roseberry y Sayer llegan a dos conclusiones ge-
nerales. La primera es que no se puede dar por sentado que existe un proyecto
hegemónico de las élites. La existencia o no de este proyecto debe ser objeto de
comprobación empírica. La segunda conclusión señala que, en caso de que lle-
gara a establecerse la presencia de un proyecto dominante, no se puede hablar
de una cultura popular única que se resiste a dicho proyecto, sino que es preciso
referirse a la existencia de múltiples expresiones tanto de estas culturas como
de sus formas de resistencia (Scott, 2002: 22).
Son precisamente los trabajos de James Scott sobre la resistencia campesina
en el sureste asiático, así como el de Corrigan y Sayer acerca del Estado inglés,
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los que inspiran a Joseph y Nugent a realizar esta compilación. El primero de


ellos, al revelar el papel de las formas cotidianas de resistencia desplegadas por
los grupos subordinados en el acontecer histórico, y no sólo de los grandes mo-
vimientos revolucionarios a los que generalmente se remiten los estudios sobre
la conciencia popular (Joseph y Nugent, 2002: 40). El trabajo de Corrigan y Sa-
yer por su parte, sienta las bases para entender la formación del Estado como
un proceso que se erige no sólo a partir del proyecto totalizante de construcción
de una identidad nacional dirigido por las élites, sino también de una dimensión
individualizante, cuyas manifiestas consecuencias materiales sobre los subordi-
nados, hacen de la pretendida “integración nacional” un proyecto siempre cues-
tionado y amenazado por las culturas populares en oposición (Joseph y Nugent,
2002: 49).
Dentro de la comprensión de las complejas relaciones que se tejen entre la
formación del Estado y las formas cotidianas de acción, la noción de campos de
fuerza aportada por Roseberry en este volumen resulta de gran valor heurístico,
en tanto que permite trascender la mirada de las situaciones de dominación en
términos de la oposición bipolar entre unos sectores dominantes y unas clases
subalternas, para entenderlas como campos de fuerza multidimensionales, don-
de interactúan múltiples niveles de dominación y variadas formas de expresión
de “lo popular” (Roseberry, 2002: 215).
Desde esta perspectiva, el proceso hegemónico, lejos de ser monolítico y
consensuado, actúa en un campo de fuerzas en disputa, donde lo que está en
juego es la confrontación y el conflicto entre diversos sectores dominantes y
subordinados, dentro de una dialéctica permanente entre la coerción y el con-
senso, y no la aceptación pasiva de la dominación. Siguiendo muy de cerca el
cuestionamiento que hace Scott de la hegemonía como “consenso ideológico”,
Roseberry plantea que los sectores subalternos no consienten de manera pasiva
la dominación que se ejerce sobre ellos, ya sea porque activan numerosos meca-
nismos de resistencia y confrontación de tales relaciones de poder, o ya porque
se adhieren activa o pasivamente a las formaciones políticas dominantes, con el
fin de imponer sus propias reivindicaciones o de afirmar su autonomía.
Así pues, las relaciones entre los sectores dominantes y los subordinados se
debaten en un complejo campo de lucha, confrontación y disputa, donde el pro-
ceso hegemónico actúa, no para crear y generar consenso, sino para construir
un marco discursivo y material común que moldea los significados, palabras, es-
trategias y organizaciones movilizadas por los sectores subalternos para resistir,
confrontar o recrear la dominación misma. En tal sentido, las acciones empren-
didas por estos sectores para enfrentarse a las formaciones políticas dominantes
no son de ningún modo autónomas, sino que son modeladas por el campo de
fuerzas en el que se desarrollan las situaciones de dominación. De manera que
los procesos de resistencia entrañan una profunda contradicción en el sentido
de que todo proyecto contrahegemónico es moldeado por los estructuras de

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la dominación: “las formas y los lenguajes de protesta o de resistencia deben
adoptar las formas y los lenguajes de la dominación para poder ser registrados
o escuchados” (Roseberry, 2002: 220).
No obstante, algunos autores como Sayer ponen en entredicho el poder del
Estado para imponer su dominio, así como la supuesta coherencia atribuida a
cualquier proyecto hegemónico. Destacando la naturaleza polisémica, ambigua
y contradictoria de las formas estatales, este autor señala en la recapitulación
teórica que cierra este volumen: “Aunque el Estado, como lo plantea The Great
Arch, nunca deje de hablar, no podemos estar seguros de que alguien esté es-
cuchando” (Sayer, 2002: 230).
Según el autor, los rituales y rutinas a través de las cuales el Estado clasifica
y define a la población, tienen implicaciones no sólo en la configuración de las
identidades y subjetividades de los individuos, sino que ellos también reprodu-
cen formas materiales de sociabilidad. De este modo, el Estado “vive” en los
sujetos, quienes suelen admitir su poder y representarse a sí mismos como in-
tegrantes de un “cuerpo político”. No obstante este hecho, las clases dominantes
nunca logran someter del todo estas subjetividades y sociabilidades. Las formas
estatales, por más coercitivas que parezcan, permiten a la gente hacer lo que
quiere, independientemente del proyecto de sus “artífices” (Sayer, 2002: 236-
237).
Que el Estado “vive” en los sujetos, es un hecho constatado por Blom Hansen
y Stepputat en la introducción de States of Imagination: Ethnographic Explo-
rations of the Postcolonial State (2001), donde estos autores sostienen que a
pesar del desafío que encara la soberanía del poder estatal en un mundo cre-
cientemente globalizado, el “mito” del Estado como una fuente de orden social y
estabilidad, se mantiene.
Según Blom Hansen y Stepputat, el Estado entraña una doble naturaleza, en el
sentido de que éste se presenta como una entidad abstracta y concreta a la vez.
El desafío del analista no es, según los autores, reconciliar estas dos dimensio-
nes sino mantenerlas en una “tensión productiva” que permita comprender las
ambigüedades estatales. En opinión de los antropólogos daneses, ello no puede
lograrse sino a través de una aproximación desnaturalizante y desagregada del
Estado que, al situarse en diferentes niveles etnográficos, permita dar cuenta de
los mecanismos a través de los cuales éste se “hace real” en la vida cotidiana
de la gente. El Estado puede definirse entonces como una configuración histó-
rica específica de “lenguajes de estatalidad”, es decir, de registros, prácticas y
rutinas de autoridad, cuyos orígenes, significados y efectos en el moldeamiento
de las subjetividades, es preciso develar (Blom Hansen y Stepputat, 2001: 5).
Para una disciplina que había privilegiado el estudio de las llamadas “socieda-
des aestatales”, la propuesta de hacer del Estado un objeto de inspección etno-
gráfica no deja de ser interpelante. En efecto, al introducirse en los dominios de
la experiencia y la cotidianidad (Das y Poole, 2004: 4), la etnografía ofrece un
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invaluable potencial para el estudio del Estado. A partir de una mirada centrada
en las perspectivas de los actores, el análisis etnográfico tiene la posibilidad de
dotar de contenido a la tan a veces vaga e imprecisa noción del Estado, así como
de desnudar el carácter contingente de los sentidos que suelen atribuírsele (Bal-
bi y Boivin, 2008).
En este orden de ideas, la propuesta de hacer etnografía del Estado entraña
por un lado, aproximarse de una manera menos esencializante al mismo, es de-
cir, sin asumir a priori las formas, funciones y aspectos que éste “debe” encarnar,
para así develar los múltiples significados que nociones como las de normalidad,
orden, autoridad, entre otros lenguajes de estatalidad, han adquirido a nivel lo-
cal. Por otro lado, implica desagregar las múltiples operaciones, procedimientos,
rutinas burocráticas y representaciones a través de los cuales éste aparece en la
vida diaria de la gente (Blom Hansen y Stepputat, 2001: 9 y 14).
Para efectos de una etnografía del Estado, los autores proponen dos conjuntos
de lenguajes de autoridad. El primero de ellos está constituido por los lenguajes
prácticos y técnicos a través de los cuales se ejerce la acción de gobernar, mien-
tras que el segundo conjunto hace referencia a los lenguajes simbólicos de au-
toridad en los que descansa la reproducción de la imaginación del Estado como
el centro único de autoridad. Entre estos últimos se destacan: la institucionaliza-
ción de la ley y del discurso legal como el lenguaje autorizado a través del cual
se expresa el Estado, los rituales mediante los que se materializa su presencia
y, el proyecto de “nación”, el cual se erige sobre el imaginario de una historia y
una comunidad política compartida por todos los miembros de la nación (Blom
Hansen y Stepputat, 2001: 8).
La invitación a desnaturalizar el Estado no significa abandonar el estudio de
las dimensiones mitológicas que éste ha adquirido y que han perpetuado la ima-
gen del mismo como una entidad coherente que permanece por encima de la
sociedad. Para abordar este fenómeno, los autores proponen diferentes niveles
de análisis. El primero de ellos consiste en la etnografía de las burocracias a
través de la observación de los significados y efectos que sus rutinas, códigos
y lenguajes producen, y que si bien apuntalan el mito de la coherencia y uni-
dad del Estado, no necesariamente entrañan la autoridad efectiva de éste sobre
la población. El segundo nivel de análisis se refiere a los discursos legales, los
cuales se traducen en la codificación de ciertos derechos en las constituciones.
A juicio de los autores, estos discursos constituyen uno de los lenguajes de es-
tatalidad más poderosos, ya que en ellos descansa la imagen del Estado como el
garante de los derechos ciudadanos. En tercer lugar, los antropólogos daneses
proponen estudiar el “mito” del Estado en términos de una “fantasía social” que,
construida a partir de una miríada de teorías conspiratorias, imagina al Estado y
sus oficiales, como una suerte de agentes “diabólicos” y poderosos tramando un
“plan maestro” de dominación. En la reproducción de estas mitologías, las prác-
ticas estatales de reconocimiento, autorización y certificación juegan un papel

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igualmente importante, por cuanto ellas literalmente se implantan en la vida de
la gente (Blom Hansen y Stepputat, 2001: 17-22).
Justamente este último planteamiento constituye una de las premisas del es-
tudio de caso adelantado por Monique Nuijten en el ejido La Canoa, el tercero
de los cuatro estudios que abordaremos en el presente apartado dedicado a los
esfuerzos por comprender la dinámica del Estado “desde abajo”. En Power, Com-
munity and the State, esta investigadora retoma el cuestionamiento de diversos
autores a las teorías estado-céntricas por su consideración del Estado como un
aparato todopoderoso dirigiendo proyectos y estrategias deliberadas de domina-
ción. Nuijten sostiene que estas visiones han conducido a una fetichización del
mismo, la cual oscurece los mecanismos de regulación y disciplina que actúan en
la vida diaria. En contraste con esta visión, la autora considera que el Estado ha
de entenderse como “una colección de prácticas descentradas sin una agencia
central o un proyecto medular” (Nuijten, 2003: 15).
De manera consecuente con su consideración del Estado, Nuijten estima que
el estudio del mismo ha de situarse en diferentes dimensiones y niveles y no so-
lamente en los proyectos de dominación de las élites, cuya efectividad tampoco
puede darse por sentada. Según la autora, en las prácticas discursivas diarias,
descansan la “magia” y el poder del Estado, razón por la cual decide centrarse
en los procesos informales de negociación y acuerdo que se producen a nivel
local. En su opinión, estas prácticas, aparentemente “ilegales”, “desorganizadas”
y “corruptas”, guardan ciertas pautas y regularidades, además de jugar un rol
central en la constitución del poder en la sociedad (Nuijten, 2003: 3).
Para abordar su estudio, acuña la noción de “cultura del Estado”, con la cual
se refiere a “las prácticas de representación e interpretación que caracterizan
la relación entre las personas y la burocracia estatal y mediante las cuales se
construye la idea del Estado” (Nuijten, 2003: 17). En sus representaciones coti-
dianas, los actores sociales reproducen esa imagen del Estado como una “actor
todopoderoso” que se manifiesta en sus vidas a través de las normas y disposi-
ciones legales, los procedimientos administrativos y los trámites burocráticos, o,
en su expresión más mundana, mediante las comunicaciones oficiales, los sellos
y las estampillas, los formularios de impuestos, los títulos de propiedad, los
registros censales o los mapas, documentos que en ocasiones llegan a adquirir
significados simbólicos, incluso sagrados, que trascienden su funcionalidad legal
o administrativa.
Tales representaciones descansan en las “teorías conspiratorias”, las fantasías
y los imaginarios (Blom Hansen y Stepputat, 2001: 19; Nuijten, 2003: 3), a
través de los cuales, tanto los funcionarios oficiales como los “clientes” de la bu-
rocracia, rodean al Estado de cierto halo de misterio, donde éste aparece dotado
de un poder supremo, tal vez de ese poder que no detentan los “débiles”. Unos y
otros contribuyen entonces, a reproducir y mantener la “idea” del Estado como
un centro de control coherente y organizado, con un funcionamiento consistente
1088

de arriba hacia abajo.


La población, al representarlo como un “árbitro neutral” de los conflictos e
intereses de la sociedad, con el poder suficiente para garantizar la aplicación de
la ley. El Estado aparece en estas representaciones como una suerte de agencia
misteriosa que “mueve los hilos” (Zizek citado en Nuijten, 2003: 204), y los do-
cumentos oficiales, como los objetos a través de los cuales se corporeiza su po-
der. También las burocracias se implican en la construcción de esta “idea”. Desde
el momento en que éstas actúan como una “máquina generadora de esperanza”
que fomenta entre la población el imaginario de que “todo es posible” siempre y
cuando se sigan los trámites formales (Nuijten, 2003: 16), ellas participan en la
reificación del Estado y de sus procedimientos, leyes y textos oficiales.
No obstante esta aparente omnipresencia y omnipotencia del aparato estatal,
existen, según la autora, múltiples campos que escapan a su control y en los que
la población puede actuar con cierta independencia (Nuijten, 2003: 2). Detrás
de ese poder centralizado, se producen complejos procedimientos y negociacio-
nes informales, a través de los cuales la gente tramita y resuelve sus problemas,
sin pasar necesariamente por los mecanismos regulares dispuestos para ello.
Detrás de ese complejo engranaje de instituciones y procedimientos oficiales, lo
que se esconde en realidad, no es un “Estado fuerte” o una burocracia detento-
ra de un poder absoluto sobre la población, sino funcionarios estatales con un
escaso o nulo control sobre las decisiones políticas que se toman “desde arriba”
(Nuijten, 2003: 90).
La máquina burocrática no funciona como el instrumento racional y neutral
a cargo de la realización del interés general, tan felizmente conceptualizada
por Durkheim (Bourdieu, 1999: 2). Según Nuijten, aquélla está constituida por
cientos de acciones descoordinadas que no obedecen a una lógica de operación,
ni se rigen por un centro de control único, sino por un sinnúmero de presiones
provenientes no sólo de sus “clientes”, sino también de quienes ocupan cargos
superiores en la jerarquía burocrática o de otras instancias locales y regionales
de poder (Nuijten, 2003: 120). En este sentido, las relaciones entre los agentes
estatales y los destinatarios de sus acciones no siempre son impersonales, sino
que ellas están atravesadas por las subjetividades de unos y otros, así como por
múltiples arreglos y negociaciones informales que dificultan trazar la línea divi-
soria entre el aparato estatal y la “sociedad civil”.
La consideración de la frontera entre el Estado y la sociedad civil como un re-
sultado del ejercicio del poder y no como un hecho que pueda darse por sentado
constituye precisamente el punto de partida del enfoque adoptado por Gupta
y Sharma. Al igual que Nuijten, los antropólogos indios parten de una mirada
descentrada que se sitúa en las distintas instancias y niveles de gobierno, para
analizar el proceso de constitución cultural del Estado.
Este proceso se construye, según los autores, a partir de la interrelación entre
las prácticas cotidianas de las agencias estatales y las representaciones que se

1089
tejen en torno al mismo. Así, el estudio de las rutinas, reglas y procedimientos
agenciados por las burocracias estatales, permite entender los mecanismos me-
diante los cuales el Estado se manifiesta en la vida diaria de la gente, en tanto
que la interacción concreta de la población con los agentes burocráticos, moldea
los significados y percepciones de la misma acerca del Estado (Gupta y Sharma,
2006: 11).
Por otro lado, las prácticas burocráticas expresan la forma como opera la au-
toridad estatal en el ámbito cotidiano. A través de distintos organismos norma-
tivos y coercitivos, así como de discursos y clasificaciones sociales legitimadas
y rutinizadas mediante disposiciones legales, preceptos, programas y procedi-
mientos administrativos, el Estado crea y define a ciertos sectores como sujetos
de derecho, mientras que excluye y niega a otros, incidiendo en la forma como la
gente se identifica a sí misma (Roseberry, 2002: 215-216), así como en la pro-
ducción y el mantenimiento de las iniquidades sociales de clase, género y etnia
(Gupta y Sharma, 2006: 13).
De este modo, en la actuación repetitiva de las burocracias, descansa la con-
tinuidad de las instituciones estatales, en tanto que ellas reproducen las con-
diciones que posibilitan la persistencia de la imagen del Estado como un todo
coherente y unificado, que se sitúa por encima de otras instituciones sociales. En
la interacción cotidiana de los agentes burocráticos tanto con los “beneficiarios”
de las políticas estatales, como con otros sectores comprometidos en la imple-
mentación de los programas de desarrollo como los funcionarios de las ONG, se
trazan los límites entre el ámbito de lo estatal y de lo no estatal, al tiempo que
se define lo que el Estado es y lo que hace (Gupta y Sharma, 2006: 13).
Veamos ahora el segundo eje de análisis propuesto por Gupta y Sharma para
el estudio de los procesos de constitución cultural del Estado, es decir, el campo
de las representaciones. Según los autores, el Estado se sirve de distintos me-
canismos como los medios de comunicación, los reportes y pronunciamientos
oficiales, los documentos de política o los rituales y ceremonias públicas, para
producir un discurso explícito acerca de su naturaleza. De esta manera se con-
figuran las representaciones culturales públicas, a través de las cuales se mol-
dean las percepciones de la población acerca de lo que el Estado es, de lo que
supuestamente hace y de sus fronteras. Las representaciones estatales actúan
entonces para construir una imagen de sistematicidad, integridad y consisten-
cia, que refuerzan la autoridad vertical del Estado y la percepción de éste como
un ente organizado, coherente y distinto de las restantes instituciones sociales
(Gupta y Sharma, 2006: 19).
La distinción analítica entre las prácticas burocráticas cotidianas y las repre-
sentaciones estatales no debe hacernos perder de vista la interrelación dialéctica
existente entre ellas. Así, las relaciones de la gente con los agentes burocráticos
son moldeadas por sus representaciones acerca del Estado, y éstas últimas, es-
tán mediadas por la interacción cotidiana de la población con dichos agentes. Sin
1090

embargo, ello no quiere decir que las “ideas” acerca del Estado siempre se vean
reforzadas por los encuentros con los oficiales. Muchas veces las prácticas des-
organizadas, corruptas y fragmentadas que se evidencian en tales encuentros,
terminan socavando esa pretendida imagen de coherencia y control centralizado.

El Estado visto desde los márgenes


Siguiendo el cuestionamiento que venimos aludiendo respecto a aquella no-
ción del Estado como el locus central del poder, en el volumen Anthropology in
the Margins of the State, Veena Das y Deborah Poole plantean que el estudio de
los márgenes ofrece una perspectiva privilegiada para comprender al Estado, en
tanto que es en estos lugares donde el orden y el derecho estatal se restable-
cen continuamente. Así, lejos de considerar que el Estado tiende a debilitarse
o desarticularse en sus márgenes territoriales y sociales, las autoras sostienen
que las prácticas de regulación y disciplinamiento estatales se reconfiguran en
estas zonas, invitando a repensar los convencionales límites entre el centro y la
periferia, lo público y lo privado, lo legal y lo ilegal. Desde esta perspectiva, los
márgenes aparecen como un componente esencial dentro del funcionamiento
de los Estados contemporáneos y no como el síntoma de formaciones estatales
“fracasadas”, “débiles” o “parciales” (Das y Poole, 2004: 4).
Bajo este enfoque, el concepto de márgenes va mucho más allá del sentido
otorgado a la “excepción” como un hecho eventual, que sólo ocurre en determi-
nados espacios y periodos de tiempo, o que se sitúa por fuera del Estado. Los
espacios de excepción, tanto como las diferencias entre lo legal y lo ilegal, están
incrustados en el cuerpo político del Estado. Más todavía, la construcción de de-
terminadas regiones y poblaciones como “marginales” o “periféricas”, deviene
en estrategia central para justificar la necesidad de la intervención estatal.
Según las autoras, la mirada antropológica de los procesos de reconfigura-
ción del Estado en los márgenes debe dirigirse al estudio de los procesos de la
vida diaria, lo cual hace posible entender estas áreas como espacios de crea-
tividad, que suponen el establecimiento de nuevas formas de acción política y
económica, así como el papel activo de las poblaciones que los habitan frente a
las estrategias de control que se intenta imponer sobre ellas. De este modo, la
soberanía estatal es disputada en los márgenes, pero conforme a los códigos y
pautas institucionales y legales.

Discusión final
En esta ponencia, hemos transitado por las distintas aproximaciones con-
temporáneas al problema del Estado que, al cuestionar la consideración del or-
den estatal como algo dado, como una entidad separada de la sociedad que se
construye al margen y por encima de ésta, han planteado nuevas agendas de

1091
investigación que nos invitan a reconsiderar nuestra manera de aproximarnos al
mismo.
Partiendo de entender al Estado como un modelo de ordenamiento social que
se construye a partir de las disputas y negociaciones por la dominación que se
dan en distintos niveles y dimensiones de la sociedad, estos enfoques sitúan su
mirada, no en el aparato de gobierno centralizado, sino en los diferentes actores
individuales o colectivos implicados en los procesos de construcción estatal. La
imagen del Estado como ese Leviatán de poder descomunal dirigiendo un pro-
yecto hegemónico coherente y efectivo, pasa a ser objeto de cuestionamiento,
para destacar en su lugar, el carácter ambiguo y contradictorio de las prácticas
estatales, las cuales no siempre logran imponer su dominio.
No obstante el valor heurístico representado en una aproximación etnográfica,
descentrada y multisituada al problema del Estado, el énfasis en los procesos
locales de lucha y negociación del poder así como la crítica a la supuesta cohe-
rencia y efectividad del proyecto hegemónico que esta aproximación entraña,
no puede hacernos perder de vista que las modalidades globales de dominación
existen y que ellas tienen efectos reales de poder sobre la población que preten-
den gobernar. Es cierto que las políticas públicas no siempre tienen “éxito” en el
logro de sus objetivos, o que la ley no se cumple o se cumple a medias, o que
las burocracias estatales rara vez funcionan conforme a una racionalidad técnica
y neutral, pero por muy desorganizadas o poco efectivas que resulten ser, las
prácticas estatales producen determinados efectos de poder.
Ni tan siquiera los procesos de resistencia al orden estatal logran escapar a su
influjo, pues como nos lo recuerda Roseberry (2002:220), en última instancia,
las estrategias y opciones movilizadas por los actores, tienen lugar en un campo
político más amplio dentro del cual se definen, no solamente los términos de la
dominación, sino también los términos para vivir en, hablar de y actuar sobre los
órdenes sociales caracterizados por la dominación.

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