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HISTORIA GENERAL DE

AMÉRICA LATINA
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HISTORIA GENERAL
DE
AMÉRICA LATINA

Volumen I

D IRECTO RA DEL VOLUMEN: TERESA ROJAS RABIELA


CODIRECTO R: JO H N V. MURRA

EDITORIAL TRO TTA EDICIONES UNESCO

O IIISI
Historia General de América Latina

'Volumen I
Las sociedades originarias

Volumen II
El primer contacto y la formación de nuevas sociedades

Volumen III
Consolidación del orden colonial

Volumen IV
Procesos americanos hacia la redefinición social

Volumen V
La crisis estructural de las sociedades implantadas

Volumen VI
La construcción de las naciones latinoamericanas

Volumen VII
Los proyectos nacionales latinoamericanos:
sus instrumentos y articulación,
1870-1930

Volumen VIII
América Latina desde 1930

Volumen IX
Teoría y metodología en la Historia de América Latina
Las ideas y opiniones expuestas en la presente publicación son las propias de sus
autores y no reflejan necesariamente las opiniones de la UNESCO.

Las denominaciones empleadas en esta obra y la presentación de los datos


que en ella figuran no implican, de parte de la UNESCO, ninguna toma de
posición respecto al estatuto jurídico de los países, ciudades, territorios o zonas,
o de sus autoridades, ni respecto al trazado de sus fronteras o límites.

R e s e r v a d o s to d o s ios d e re ch o s. N i la to ta lid a d n i p a rte de este lib ro puede re p ro d u cirse


o tra n s m itirs e p o r n in g ú n p r o c e d im ie n to e le c tró n ico o m e c á n ic o , in clu y e n d o fo to c o p ia , g r a b a c ió n m a g n é tic a
o c u a lq u ie r a lm a c e n a m ie n to de in fo rm a c ió n y sistem a de re c u p e r a c ió n , sin p e rm iso e sc r ito de la U N E S C O .

Publicado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la


Ciencia y la Cultura (UNESCO), París, Francia.

O Editorial Trotta, S.A., 1999


© UNESCO, 1999

ISBN T R O T T A (obra completa); 8 4 -8 1 6 4 -3 5 0 -5


ISBN UNESCO (obra completa): 9 2 -3 -3 0 3 6 5 3 -7
ISBN T R O T T A (vol. I): 84-8 1 6 4 -3 5 1 -3
ISBN UNESCO (vol. I); 9 2 -3 -3 0 3 1 5 0 -0
Depósito Legal: VA-916/99

P rin ted in S p ain . Im p reso en E sp a ñ a p o r S im a n c a s E d ic io n e s , S.A .


ÍN D IC E G E N E R A L

A b r e v ia tu r a s ................................................................................................................. 9
P rólog o: F ederico M a y o r ........................................................................................... 11
In trodu cción G eneral: G erm án C arrera D am as ............................................... 13
C om posición d el C om ité C ientífico Internacional para la redacción de una
Historia General de América L a tin a .................................................................. 24
Introducción: T eresa R ojas R a b ie la ....................................................................... 25

Capítulo 1. Bases ecológicas y paleoambientales de América Latina: Olivier


D o l l f u s . . . . .............................................................................................................. 29
Capítulo 2. El poblamiento originario: Alan L. B r y a n ..................................... 41
Capítulo 3. Diversidad geográfica y unidad cultural de Mesoamérica: L o ­
renzo O choa, Edith Ortiz-Díaz y G erardo G u tiérrez ................................... 69
Capítulo 4. Demarcación del área sudamericana: Luis Guillermo Lum breras 99
Capítulo 5. Las sociedades mesoamericanas: las civilizaciones antiguas y su
nacim iento: Christine N ie d e r b e r g e r .................................................................. 117
Capítulo 6. Formaciones regionales de Mesoamérica: los Altiplanos del Cen­
tro, Occidente, Oriente y Sur, con sus costas: Linda M a n z a n illa ............. 151
Capítulo 7. La civilización maya en la historia regional mesoamericana:
L o ren z o O ch oa ....................................................................................................... 175
Capítulo 8. Formaciones regionales de Mesoamérica. Los Altiplanos del
Centro, Occidente, Oriente y Sur, con sus costas durante el Postclásico:
Teresa R ojas R abiela y M agdalena A. G arcía ............................................... 199
Capítulo 9. La región septentrional mesoamericana: Beatriz B ran iff C ornejo 229
Capítulo 10. Las culturas de cazadores-recolectores del Norte de México y
el Sur de los Estados Unidos: G rant D. H all ................................................. 261
Capítulo 11. Sociedades sedentarias y semisedentarias del Norte de México:
R andall H. M cG uire ............................................................................................. 285
Capítulo 12. Las sociedades del Norte de los Andes: M aría Victoria Uribe 315
Capítulo 13. El hombre andino: D uccio B onavia y C arlos M onge C............ 343
Capítulo 14. Las sociedades de los Andes septentrionales: Segundo E. M o­
reno Y á n e z ................................................................................................................. 359
8 ÍNDICE GENERAL

Capítulo 15. Las sociedades de regadío de la costa norte: Anne M arie H oc-
quen ghem ................................................................................................................ 387
Capítulo 16. Las sociedades costeñas centroandinas: María R ostw oroiv ski 413
Capítulo 17. Sociedades serranas centroandinas: D uccio B on avia y Fran-
klin P ease G . Y . ...................................................................................................... 429
Capítulo 18. Sociedades del Sur andino: los desiertos del Norte y el Centro
húmedo: Agustín Llagostera M a r tín e z ............................................................. 445
Capítulo 19. Las sociedades del Sudeste andino: M yriam N. T arrago . . . . 465
Capítulo 20. El Tawantinsuyu:/ofew V. AÍMT-ra ................................................. 481
Capítulo 21. Los pueblos del extremo austral del continente (Argentina y
Chile): R o d o lfo M. C a s a m iq u e la ....................................................................... 495
Capítulo 22. Sociedades fluviales y selvícolas del Este: Paraguay y Paraná:
B artom eu M e l i á ...................................................................................................... 535
Capítulo 23. Sociedades fluviales y selvícolas del Este: Orinoco y Amazo­
nas: Betty ]. M e g g e r s ............................................................................................. 553
Capítulo 24. Las sociedades originarias del Caribe: M arcio Veloz M aggiolo 571

B ibliog rafía g e n e r a l .................................................................................................... 587


ín d ice t o p o n ím i c o ...................................................................................................... 639
ín d ice o n o m á s t ic o ...................................................................................................... 655
B i o g r a f í a ....................................................................................................................... 657
A B R E V IA T U R A S Y S IG L A S

ADL Archivo Departamental de la Libertad, Trujillo


a.p. antes del presente
a.n.e. antes de nuestra era
AGI Archivo General de Indias, Sevilla
AGN Archivo General de la Nación, México
C 14 Carbono 14
CNPq Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológi­
co, Brasil
ICAN Instituto Colombiano de Antropología
msnm metros sobre el nivel del mar
n.e. nuestra era
OEA Organización de los Estados Americanos
PRONAPABA Programa Nacional de Pesquisas Arqueológicas na Bacia Ama­
zónica
PRÓ LOG O

Federico M ayor
Director General de la UNESCO

Al fundar la UNESCO, hace más de medio siglo, sus creadores le asignaron, en­
tre otros cometidos, el doble propósito de contribuir al estudio de todos los gru­
pos humanos y de facilitar la comunicación y la comprensión entre las naciones.
La H istoria G en eral d e A m érica Latina es un aporte relevante a esta tarea inter­
nacional, pues en su elaboración una red de unos 240 historiadores de diferentes
comunidades y concepciones intelectuales ha asumido e intentado explicar, en
todas sus dimensiones, la complejidad que el concepto «América Latina» supone
hoy en día. Con los instrumentos metodológicos de la historiografía actual han
estudiado las sociedades originarias latinoamericanas, sus contactos con la cul­
tura europea, la formación del orden colonial y la participación de grupos hu­
manos traídos de África, sin olvidar los aspectos económicos y políticos, las lu­
chas y los acuerdos que condujeron a la construcción de los Estados nacionales
en la región.
Las variantes regionales de la época precolombina muestran, a partir de los
testimonios arqueológicos y etnohistóricos, el grado de desarrollo tecnológico,
los intercambios comerciales y las alianzas políticas y militares que estas socie­
dades habían alcanzado. Las modalidades de implantación de la cultura europea
suponen un cambio en la dinámica demográfica de estas comunidades origina­
rias, causado por las nuevas enfermedades y por prácticas culturales inicialmente
incompatibles. Las pautas de mestizaje vigentes en las diversas zonas del conti­
nente se desarrollaron a partir de las transformaciones de los patrones religiosos,
el cambio de la alimentación y el uso de nuevos productos medicinales, la nove­
dosa organización institucional, la diferente distribución del espacio urbano y la
aplicación de un régimen distinto de producción minera y agrícola, con nuevas
técnicas de explotación; estos factores fueron definiendo un comportamiento
económico y ciertas características sociales que articularon los diferentes regis­
tros expresivos de las sociedades latinoamericanas.
Desde el inicio del proceso de formación de estas nuevas sociedades, en la
vasta porción continental e insular que hoy denominamos América Latina, fue
patente su repercusión en el resto del mundo y, particularmente, en todos los ór­
denes vitales de las sociedades europeas. No es fácil deslindar un ámbito donde
no sea perceptible esta influencia, creciente desde mediados del siglo X V I. La con­
cepción del mundo y de la cristiandad; la economía y los patrones de consumo;
12 FEDERICO MAYOR

los usos sociales, el pensamiento filosófico y el arte europeos, fueron teatro de


incesantes y fundamentales intercambios formativos y eru-iquecedores, casi desde
el momento mismo en que castellanos y portugueses iniciaron la que se denomi­
nó «la empresa americana».
Esta obra es, por consiguiente, una historia total, en tanto abarca todas las
producciones humanas (representaciones económicopolíticas, formación de sa­
beres, arte, religión, objetos, mitos, fiestas) y muestra la vigencia del pluralismo
cultural en América Latina. Al mismo tiempo, expone cómo se han integrado
sus componentes y en qué medida se ha definido, a través de las luchas civiles, el
papel social de los grupos indígenas, las asociaciones de mujeres, las culturas
afroamericanas, los artistas, los grupos profesionales y los artesanos en la cons­
trucción de comunidades múltiples y la elaboración de mecanismos de legitima­
ción que les permiten vivir y crecer en ese ámbito cultural y geográfico que hoy
se identifica como América Latina.
A través de este importante estudio, la UNESCO pone de relieve la actua­
lidad de la reflexión histórica que nos permite hacer un balance sobre lo que
América Latina ha sido y ha dejado de ser, así como formular previsiones so­
bre las sociedades que se construyen actualmente en esa región y en el resto del
mundo.

Federico Mayor Zaragoza


I N T R O D U C C IÓ N G E N E R A L

Germán Carrera D am as
Presidente del Comité Científico Internacional
para la redacción de una H istoria G en eral de A m érica Latina

A lo largo de sólo medio milenio, América Latina se ha conformado como una


de las grandes regiones geoculturales del mundo. Su unidad territorial es eviden­
te. Su madurez sociocultural es un hecho cotidianamente comprobado. Su signi­
ficación en el escenario mundial de la cultura no requiere de nueva argumenta­
ción. Su esfuerzo sostenido y crecientemente exitoso por constituirse como un
conjunto de sociedades modernas, democráticas y orientadas hacia niveles cada
día más altos de bienestar, es reconocido. En suma, América Latina es una reali­
dad que puede ser historiada como totalidad. Por eso, hemos escrito esta H isto­
ria G en eral d e A m érica Latina.
Nada más vano, desde una perspectiva científica, que pretender comparar la
evolución de las grandes regiones geoculturales del mundo. La vinculación orgáni­
ca entre ellas, así como las diferencias de tiempo histórico, impiden el deslinde y,
por ende, toda confrontación. Para las sociedades criollas latinoamericanas, el he­
cho de inscribirse en el tiempo que la historiografía de Europa occidental denomi­
na épocas moderna y contemporánea acentúa ese vínculo de manera decisiva. In­
cluso muchas de las sociedades preexistentes en el territorio americano lo reflejan
también en aspectos fundamentales, que tienen que ver tanto con tecnologías bási­
cas como con valores espirituales. Pero si bien esta condición es común a todas las
sociedades latinoamericanas, no lo es la forma de vivirla. Por eso tampoco parece
cómodo establecer la comparación entre las grandes regiones geoculturales del
mundo, tomando como criterio sus respuestas — o la ausencia de las mismas— en
relación con una línea media compuesta de problemas considerados similares.
Por eso esta H istoria es el resultado del ensayo de una nueva aproximación a
la evolución histórica de América Latina. Pretende captar la unidad y la diversi­
dad, pero no vistas como términos de un contraste, ni como yuxtaposición, sino
conjugadas como la esencial historicidad de estas sociedades. Cierto que este en­
foque permite evocar el tradicional debate sobre la unidad y la diversidad en la
historia de América Latina. Pero no busca dilucidar tal cuestión, sino que la asu­
me como una realidad que no requiere explicación, sino que es objeto de conoci­
miento. De ahí que el contenido informativo de esta H istoria sea resultado de
una cuidadosa elaboración crítica del conocimiento histórico acumulado, a la
par que de una reflexión sistemática sobre las grandes líneas del proceso históri­
14 GERMÁN CARRERA DAMAS

co latinoamericano. Por consiguiente, no se ha querido ofrecer una visión de


América Latina que, por cumplir un compromiso de pretendida objetividad cien­
tífica, se desentienda de las expresiones espirituales e intelectuales que sintetizan
la pasión latinoamericana, tan legítima y respetable como la generada por cual­
quier otra de las grandes regiones geoculturales del mundo. Por eso esta Historia
representa, sobre todo, un esfuerzo de comprensión de sí misma por parte de
América Latina. Pero de ninguna manera este esfuerzo encubre una absurda pre­
tensión de aislacionismo historiográfico. Tampoco un asomo siquiera de subes­
tima del papel desempeñado por los amplios escenarios, en los cuales se ha de­
senvuelto la realidad latinoamericana. Menos aun desdén por la visión ajena.
Representa un genuino esfuerzo de comprensión de sí mismas por las sociedades
latinoamericanas, en el cual han participado varias decenas de acreditados inves­
tigadores latinoamericanos, europeos y norteamericanos. No son ellos latino-
americanistas en el sentido tradicional, aún superviviente en muchos centros de
estudio, sino mentes científicas para las cuales América Latina es, también, algo
más que un objeto de estudio: lo es de un auténtico deseo de comprensión, en el
cual se combinan el conocimiento científico y la simpatía.
Ésta ha querido ser una historia de sociedades. Por lo mismo, se propuso re­
coger la existencia histórica de conjuntos sociales que son diversos por sus ras­
gos característicos. Pero también — y fundamentalmente— por la forma como se
han combinado en ellos los rasgos compartidos con otras sociedades, generan­
do la especificidad del curso histórico de las sociedades latinoamericanas. Estos
procesos, que componen el complejo mosaico de sociedades que es América La­
tina, son también reveladores de una creatividad que se manifiesta en el marco
de una creciente interrelación con los procesos históricos denominados universa­
les. El símil del mosaico de sociedades no carece de justificación. Pretende reco­
ger, a un tiempo, la trama que unifica y las fisuras que diferencian e incluso se­
paran los componentes. Pero el mosaico latinoamericano no es expresión de una
fallida esperanza de fusión homogeneizadora — necesariamente abandonada hoy
por las mentes más lúcidas de las sociedades criollas contemporáneas*— , sino de
la leal admisión de una realidad, a partir de la cual están arrancando nuevos
procesos de desarrollo histórico. Éstos pasan por la formación de bloques subre-
gionales, que buscan conjugar la diversidad real en el marco de proyectos de in­
tegración abiertos. En este esfuerzo de potenciación de las sociedades latinoame­
ricanas, los factores determinantes no derivan de la comunidad de origen, sino
de la identidad de propósitos. No ha sido otro el camino recorrido por el proce­
so de unificación en el viejo continente, hoy empeñado en probar la existencia
de Europa, como entidad histórica y no sólo geográfica.
Toda aproximación historiográfica a América Latina está regida por tres
grandes circunstancias. En primer lugar, por la acumulación y el entramado de

1. El autor utiliza el término «criollo» en su sentido más generalizado en América Latina. De­
signa al europeo y al africano nacidos en tierra americana y al producto de su mestizaje con la pobla­
ción indígena. Pero, más que un criterio étnico, para el autor importa una forma de mentalidad, la
propia de una relación de dominación respecto de las sociedades indígenas. En este sentido, la con­
ciencia criolla desborda los límites étnicos.
IN TRO DUCCIÓN GENERAL 15

estadios del tiempo histórico. En segundo lugar, porque la historicidad de la


conformación de las sociedades criollas se encuentra recogida, desde sus prole­
gómenos, en un denso cuerpo historiográfico extraordinariamente rico y conti­
nuo. En tercer lugar, porque el trabajo sostenido y productivo de arqueólogos,
antropólogos e historiadores aún no ha logrado llenar por completo las brechas
históricamente generadas entre las sociedades criollas y las sociedades aboríge­
nes más estructuradas.
De esta manera, las sociedades latinoamericanas actuales están vinculadas
orgánicamente con un proceso de poblamiento del actual territorio americano
que data de unos 25 000 años. Este vínculo se expresa directamente en las socie­
dades aborígenes e, indirectamente, en todas las sociedades latinoamericanas. Al
mismo tiempo, la vertiente europea de la conformación de las sociedades latino­
americanas las vincula directamente con las originarias raíces del mundo medite­
rráneo y, en especial, con su vertiente arábiga, a lo cual se sumó en forma cre­
ciente el aporte subsahariano. Por estas razones, merece particular estudio lo
que podría denominarse tiempo histórico de América Latina. Seguramente ca­
bría subrayar tres aspectos fundamentales. Uno —^y principal— es el alto nivel
de contemporaneidad que caracteriza en su conjunto a las sociedades latinoame­
ricanas. Ellas conjugan las etapas del tiempo histórico, que se extienden desde el
Paleolítico Superior hasta el umbral de la era atómica. Otro aspecto es el concer­
niente al hecho de que aún hoy se dan procesos de primer contacto de socieda­
des criollas con sociedades aborígenes. Por último — y cargado de consecuencias
sociopolíticas que llegan a revestir gravedad— se debe tener presente el hecho de
que varias de las sociedades que iniciaron su proceso de implantación en territo­
rio americano al nacer el siglo X V I no han completado aún la ocupación prima­
ria de su espacio históricamente atribuido.
Nuestro propósito de componer una historia de sociedades tropezó pronto
con una realidad histórica que en muchos aspectos alcanzó a prevalecer. Y es
que la historia de las sociedades latinoamericanas, criollas y aborígenes, ha sido
escrita y cultivada en correspondencia con el proceso de conformación social he-
gemónica del criollo latinoamericano. Naturalmente, esto vale no sólo para la
comprensión y la explicación de la historia; vale también para el acopio y la pre­
servación de las fuentes, así como para la orientación de los proyectos de investi­
gación. De esta manera en muchas ocasiones — como seguramente apreciará el
lector— la presencia histórica de las sociedades no criollas se debilita e incluso
queda subordinada a la de las sociedades criollas. Me niego a aceptar la fácil ex­
plicación de este hecho consistente en que sucede así porque las sociedades crio­
llas son el motor de los complejos sociales latinoamericanos. Viene más a la ra­
zón el observar que en éstos se da una desigualdad de ritmos históricos. Rechazo
la creencia, aunque generalizada, del estancamiento de alguno de sus componen­
tes. En todo caso, rechazo esta última creencia, por cuanto lleva en la práctica
social a pronunciar la más prejuiciada sentencia contra las sociedades indígenas,
tradicionalmente vistas por la mentalidad criolla como responsables del atraso
social y de los obstáculos encontrados por los intentos de progreso. Quizá ha es­
capado a la atención de quienes han puesto empeño en refutar esta interpreta­
ción, asumiendo la defensa del indígena y abonando la exaltación de su contri­
16 GERMÁN CARRERA DAMAS

bución cultural, el señalar que la verdadera causa de tal dificultad radica en el


modo como las sociedades criollas y aborígenes se relacionan en la mentalidad
del criollo, único término conocido de esa relación, ya que el papel de la menta­
lidad indígena en ella sigue siendo materia más de supuestos y deducciones que
de conocimiento.
Se ha formado así, entre las sociedades aborígenes y las criollas, una brecha
que ha resistido a los esfuerzos de creadores literarios y artísticos, al igual que
los de mentes científicas y filósofos sociales. También las corrientes ideológicas y
políticas de reciente curso han pretendido colmar esa brecha. El curso actual de
las sociedades indígenas latinoamericanas ha experimentado la intrusión, por lo
general depredadora, de tales intentos. De esta manera, esas sociedades siguen
siendo hoy, en términos generales, la arena en la cual se barajan enfoques ge­
nerados en el seno de las sociedades criollas, a lo largo de cinco siglos de domi­
nación. Si no como doctrinas explícitas expresamente, sí como práctica vigente
socialmente, esos enfoques se corresponden con la yuxtaposición de tiempos his­
tóricos, perceptible en algunas de las sociedades latinoamericanas. Forman la
gama que se extiende desde la acción misionera — ella misma reveladora de esa
yuxtaposición de tiempos históricos— hasta los tratamientos antropológicos ex­
perimentales actuales. Pero, de manera general, puede decirse que el núcleo de
relación de las sociedades criollas con las sociedades aborígenes, formado en el
siglo X V I, se mantiene: está compuesto por la acción simultánea de misioneros,
comerciantes, rescatadores, soldados, pobladores y funcionarios expoliadores. A
los cuales se han sumado, en los últimos años, los promotores de causas políti­
cas en búsqueda de prosélitos.
América Latina constituye, por consiguiente, una encrucijada de tiempos
históricos que ha elaborado el suyo propio, y esto es, justamente, lo que la pre­
sente H istoria ha querido captar y ofrecer al lector. Mas ese tiempo histórico no
es único, ni su diversidad intrínseca viene a ser un título de singularidad para
América Latina. Puesto en perspectiva histórica, se advierte que el de las socie­
dades latinoamericanas no ha sido un curso histórico que carezca de paralelo,
aunque tampoco cabe afirmar que carezca de singularidad. Visto como resul­
tado de procesos de implantación que abrieron extenso campo al mestizaje en
todos los órdenes, parecía sin embargo posible establecer similitud, en algunos
aspectos, con procesos más recientes que han tenido lugar en África y Oceanía.
Pero estas similitudes tienden a desvanecerse, como meras apariencias, cuando
se estudia estos procesos con detenimiento. Aun si se los engloba en una misma
modalidad de conformación de nuevas sociedades, la variante latinoamericana
presenta claros y permanentes rasgos diferenciales. Los otros procesos de pobla-
miento reciente mencionados entran más holgadamente en la categoría de tras­
plante de población y no en la de implantación de sociedades. El mestizaje, tanto
en su presencia como en su ausencia, establece la diferencia fundamental entre
ambos procesos, en el entendido de que se trata del mestizaje primario, dado en­
tre los primitivos y los nuevos pobladores. Visto así, el caso de las sociedades la­
tinoamericanas se singulariza, al menos en los tiempos modernos.
Desde el momento en que se estableció el vínculo inicial entre las comuni­
dades autóctonas del continente y los expedicionarios procedentes de la porción
IN TRO DUCCIÓ N GENERAL |7

mediterránea europea, se ha debatido la cuestión de la originalidad americana,


implícita en el concepto de Nuevo Mundo. A esos pobladores autóctonos fray
Antonio Vázquez de Espinosa Ies atribuyó como origen el ser descendientes de
la tribu perdida de Israel. Más tarde, diversos observadores, desde Galeotto
Cey a comienzos del siglo xv i, consideraron a las sociedades criollas como sim­
ples remedos de las sociedades europeas, pero condicionadas por un medio geo­
gráfico que era él mismo, en muchos aspectos, valorado como degradación del
europeo.
A partir de esa supuesta comprobación, que descalificaba a las sociedades
criollas latinoamericanas, sus integrantes vieron negadas tanto su creatividad
como la posibilidad de que pudieran elevarse al nivel de sus antepasados europeos.
Todavía a fines del siglo X IX viajeros y naturalistas europeos, al estilo de Juan
Bautista Diosdado Boussingault, mostraron mayor interés y simpatía por la na­
turaleza americana que por su población. Aún hoy, en el umbral del siglo X X I, la
imagen de las sociedades americanas, tanto criollas como indígenas, que ha sido
difundida por algunos escritores latinoamericanos de éxito internacional, se re­
laciona más con lo fantástico y hasta con lo irracional que con la racionalidad
intelectual y social determinada por los criterios europeos occidentales, compar­
tidos por el criollo latinoamericano.
Por otra parte, el europeo tiende a juzgar su historia con una selectiva racio­
nalidad de hoy, mientras a las sociedades latinoamericanas se las enclaustra, sin
posibilidad de rescatarse, en una irracionalidad esencial. Nada de nuevo hay en
esto, por otra parte. También el romanticismo, que es admitido como una etapa
en la sensibilidad de los europeos, es considerado poco menos que una condi­
ción insuperable en el criollo latinoamericano.
Nada en estos conceptos merece hoy una atención mayor que la prestada en
las líneas precedentes. Han quedado registrados, en la evolución de las socieda­
des criollas latinoamericanas, como muestras de la no siempre excusable incom­
prensión de la realidad de su conformación histórica. Pero no es difícil advertir
el importante papel que estos prejuicios han desempeñado, como fundamento de
la justificación de propósitos colonialistas, antiguos y modernos, formales e in­
formales, de los cuales es elocuente ejemplo la intervención franco-austríaca en
México a mediados del siglo x ix.
Pero sería muy cómodo atribuir tal grado de incomprensión tan sólo al
observador externo de las sociedades latinoamericanas. También el criollo ha
rehuido la admisión de su realidad, sobre todo en lo que concierne a sus relacio­
nes con las sociedades indígenas, al igual que a su tenaz actitud de subordi­
nación imitativa respecto de sus ancestros europeos. Esto ha entrabado la crea­
tividad del criollo latinoamericano, por obra tanto de la persistencia en su
conciencia de los modos iniciales y primarios de su relación con las sociedades
aborígenes como por su aspiración a identificarse con los patrones culturales eu­
ropeos. He intentado sintetizar esta situación del criollo latinoamericano defi­
niéndolo como un d om in a d o r cautivo, pues se esfuerza por diferenciarse del
aborigen dominado, entregándose cada vez más a su propio cautiverio, represen­
tado por su solícita sumisión a formas culturales acatadas como paradigmas, en
cuya formación ha tenido poca, si alguna, participación.
18 GERMÁN CARRERA DA MA S

También resultaría injusto —y sobre todo sería históricamente desacertado-


no reconocer que, pese a estas complejas formas de su conciencia, el criollo lati­
noamericano ha sido capaz de concebir, promover y realizar la más vasta y ardua
empresa de ruptura del nexo colonial cumplida hasta el presente, incluida la des­
colonización ocurrida después de la Segunda Guerra Mundial. Lá formulación de
la teoría de la emancipación de las colonias españolas de América y su práctica
creativa, obra de muchos hombres y mujeres, hoy representados por los grandes
nombres de Simón Bolívar, José de San Martín, Antonio Nariño y fray Servando
Teresa de Mier, constituye un justo título de recomendación de la capacidad inte­
lectual y el vigor de la acción social y política del criollo latinoamericano. Empe­
ñado éste, según los observadores europeos de mediados del siglo x ix, contra
toda razón aparente, en constituir nacionalidades en el marco de Estados sobera­
nos, fue capaz de persistir en la experiencia republicana cuando Europa retoma­
ba, visiblemente escarmentada, a la seguridad del viejo orden monárquico, en al­
gunos casos poco menos que absolutista. La tenacidad del criollo latinoamericano
en este orden fue, sin embargo, tildada de tozudez y hasta se exhibió como prue­
ba palpable de irracionalidad. En el fondo, se le exigía al criollo latinoamericano
que llegase en breve plazo a un ordenamiento social y político en cuyo logro Eu­
ropa había invertido siglos. Abundaron los criollos latinoamericanos, lectores de
su realidad en la ciencia europea, que pagaron tributo a esta muestra más de su­
bordinación intelectual y llegaron a desesperarse. Pero, felizmente, no fueron po­
cos los claros espíritus que desafiaron la engañosa sensatez así cultivada.
Esta H istoria ha querido enmarcarse en dos propósitos fundamentales, que
fueron establecidos en la versión original del proyecto que elaboré en 1981 y del
cual creo oportuno transcribir extensos pasajes, si bien introduciéndoles algunos
añadidos conceptuales, además de arreglos de estilo. Estos propósitos fueron
deducidos del estudio crítico, tanto de la historia como de la historiografía lati­
noamericanas y latinoamericanistas, así como del prolongado y enriquecedor
contacto intelectual con muchos de los autores seleccionados. Enunciados senci­
llamente, son los siguientes: la H istoria G eneral de A m érica Latina promovida
por la UNESCO debe ayudar a superar la visión criolla, esencialmente eurocén-
trica, de la historia de América Latina y, por lo mismo, contribuir a actualizar
los criterios nacionales y nacionalistas que han regido y rigen la historiografía
correspondiente.
Superar la visión criolla de la historia de las sociedades implantadas en Lati­
noamérica significa asumir una postura historiográfica que procure dos objeti­
vos primordiales. En primer lugar, rescatar la perspectiva histórica del largo pe­
riodo americano, representado por las sociedades aborígenes. Éstas deben ser
vistas com o un continuo, no como un antecedente o como un complemento del
proceso de implantación de las nuevas sociedades o sociedades criollas. En se­
gundo lugar, situar a las sociedades implantadas en una relación de interacción
múltiple con los factores y procesos que a lo largo de medio milenio han condi­
cionado su formación.
El logro de estos objetivos exige una revisión del modo de relación de dichas
sociedades con la «historia universal», con las sociedades aborígenes, con la po­
blación africana trasladada a América y con las sucesivas presencias migratorias.
IN TRO D U CCIÓ N GENERAL |9

Con la «historia universal» y tenida en cuenta la mediación de la historia eu­


ropea occidental en la concepción de esa universalidad, debe buscarse una rela­
ción que permita valorar ajustadamente la significación de ésta, que es a la vez
medio y componente. Ello obliga a valorar mejor el carácter endógeno, creciente
hasta llegar a ser muy pronto predominante, del proceso de implantación de las
hoy sociedades criollas latinoamericanas, así como a diferenciar entre la inicial y
las sucesivas modalidades de la inserción de lo europeo en ese proceso.
En lo que respecta a las sociedades indígenas, ha de estudiarse la existencia
de una doble relación, de condicionante y de condicionado, que representa aún
hoy, en algunos casos de forma creciente, la esencia de las sociedades implanta­
das. Esto obliga a restablecer la identidad histórica de las sociedades indígenas,
que han sido incorporadas en una suerte de escenario geohumano dispuesto
para la hazaña de la conquista y la colonización; o han sido relegadas abusiva­
mente, ya en la república, a la condición de minorías destinadas a desvanecerse.
En cuanto a la población africana trasladada a América, se busca establecer
una relación basada en la comprensión de que ella es, además de componente
del mestizaje global, también la matriz de sociedades afroamericanas. Esto im­
pone, igualmente, la comprensión de que está por esclarecer todo un complejo
de vínculos, el cual se ve abrumado todavía por las secuelas discriminatorias,
tanto sociales como culturales, de la esclavitud.
Con las sucesivas presencias migratorias, advertir una relación de estimulan­
te proceso abierto que ha culminado, luego de la inicial presencia de indostanos
y chinos, con las migraciones europeas de finales del siglo x ix y mediados del x x
hacia algunas áreas de América Latina.
El logro de estos objetivos supone, como se ha dicho, la superación de la vi­
sión criolla de la historia de América Latina. Se ha insistido mucho en la necesi­
dad de superar la visión crudamente eurocéntrica, sustituyéndola por una autén­
ticamente universal. Pero este debate tiene doble faz: una, visible, corresponde a
la necesidad generalmente admitida de abandonar la visión eurocéntrica, hacién­
dola salir por la puerta; otra, disimulada, consiste en que al cultivar la visión
criolla de la historia de América Latina se hace retornar por la ventana el punto
de vista que se había hecho salir por la puerta, pues ambas visiones se identifican
en sus planos fundamentales.
El intento de superar la visión criolla de la historia de América Latina exige,
en primer lugar, definirla, lo que no es fácil. Quizá podría entenderse por tal la
conciencia histórica, producto del proceso de implantación de una sociedad en un
territorio ya ocupado por sociedades aborígenes, proceso que ha generado una re­
lación de dominio, en la cual el dominador se ve a sí mismo como representante
de la razón histórica del proceso global y el dominado es visto por el dominador, a
un tiempo, como antecedente y como compañero indeseable {el problem a indíge­
na). El resultado es una concepción fatalista del proceso de relación entre socieda­
des, consistente en que el dominado estaría destinado a incorporarse a la sociedad
criolla. Esta concepción subyace como factor legitimador de todos los procedi­
mientos empleados a lo largo de los siglos para resolver el problem a indígena.
Pero la doble relación de interacción en la cual fraguó la sociedad implanta­
da, con las sociedades aborígenes y con el contexto colonial europeo expresado
20 GERMÁN CARRERA DAMAS

en el nexo colonial, y todo ello en el ámbito de lo nuevo americano, generó un


proceso de diferenciación que constituye la criollización. Sus parámetros han
sido una constante, tenaz, fundamental y procurada diferenciación respecto de
las sociedades aborígenes; y una no menos constante, inevitable, creciente, pero
no deseada, diferenciación respecto del contexto europeo original. Debe tenerse
en cuenta, sin embargo, que ambos parámetros han admitido históricamente — y
las admiten aún— oportunas conversiones transitorias de signo contrario. Pese a
las apariencias, el fin último de dichas conversaciones es mantener el ya comen­
tado proceso de diferenciación. Tal como sucedió cuando, a comienzos del siglo
XDC, el criollo se identificó con el indígena, en el papel de víctima de la opresión
ejercida por el peninsular, para justificar la ruptura del nexo colonial. Tal como
ha sucedido y sucede cuando el criollo ha pretendido identificarse y se identifica
con el europeo, para respaldar su predominio étnico-social.
Las tendencias políticas recientes, locales americanas y universales europeas,
que abarcan desde la universalidad de la defensa de los derechos humanos hasta
nuevas propuestas ideológicas de carácter sociopolítico, actúan como variables
en este proceso. El saldo global es que disminuyen las posibilidades de desvane­
cimiento de las sociedades indígenas, aunque en muchos aspectos acentúan la
brecha que separa a las sociedades implantadas del paradigma europeo, con
efectos desalentadores y hasta inhibidores de la creatividad en la conciencia crio­
lla. Pero está en marcha un cambio fundamental en el cuadro interno que puede
llegar, en algunas áreas de América Latina, a transformar la situación general: la
recuperación de las sociedades indígenas en sentido demográfico, cultural y po­
lítico contraría, hasta anularla, la concepción fatalista forzada acerca de ellas,
propia del proceso de implantación. En una proyección histórica abierta ya no
cabe descartar la posibilidad de que algunas de las sociedades indígenas reasu­
man su curso histórico. Obviamente, no cabe entenderlo como un retorno al si­
glo X V I, pero sí, en todo caso, superando la inserción criolla como representativa
del conjunto.
Visto para la totalidad de las sociedades implantadas, el cuadro se complica,
ya que, por ser el de implantación un proceso todavía inconcluso, en su fase pri­
mera y primaria de ocupación inicial del territorio, y aun de primer contacto con
algunas sociedades indígenas, la problemática del siglo X V I en lo que respecta a
la relación con estas sociedades se vuelve a plantear hoy, de forma análoga, en
ciertas áreas.
Los cambios en cuestión complican aún más el complejo tiempo histórico de
realización de las sociedades implantadas latinoamericanas, vigorizando los fun­
damentos del conflicto estructural que vive la conciencia criolla: ésta se desen­
vuelve, así, en un doble plano, formado por el atavismo esencial del siglo X V I y
por la actualidad del siglo X V I en ciertas áreas, simultáneamente con el lanza­
miento de algunas de esas sociedades hacia el siglo X X I, en el marco de las nue­
vas formas mundiales de relación. Por eso, es primordial para el desenvolvimien­
to de las sociedades implantadas latinoamericanas superar la visión criolla de su
historia desde un triple punto de vista: es vital para desobstruir el cauce al proce­
so que habrá de culminar con la reasunción de su curso histórico por algunas so­
ciedades indígenas; es necesario para liberar la conciencia criolla de limitaciones
INTRO DUCCIÓ N GENERAL 21

estructurales, que afectan a la creatividad de su cultura, por la doble relación de


aceptación/negación en la cual se desenvuelve respecto de las sociedades indíge­
nas y del contexto europeo y angloamericano; y es clave, por último, para la de­
finitiva conformación del ser histórico de las sociedades afroamericanas.
En síntesis, las sociedades implantadas latinoamericanas han alcanzado un
nivel de consolidación muy alto, que hace posible que se piensen a sí mismas p o ­
sitivam ente, es decir, sin pasar por la necesidad de definirse negativam ente res­
pecto de las demás sociedades con las cuales comparten el territorio. De lograr
este cometido se despejaría el campo para el despliegue de la creatividad del
criollo y con ello se multiplicarían sus opciones. Al mismo tiempo, se contribui­
ría decididamente a crear las condiciones que propiciarán el desenvolvimiento
global de las otras sociedades.
El segundo de los propósitos fundamentales de esta H istoria es contribuir a
actualizar, en las sociedades implantadas latinoamericanas, los criterios naciona­
les y nacionalistas, en el sentido de hacerlos concordar con el momento histórico
que viven esas sociedades y con la necesaria revaluación histórica de las socieda­
des indígenas y afroamericanas.
El nacionalismo latinoamericano ha sido objeto de toda suerte de enfoques y
tratamientos. Al ocuparse del área teóricoideológica, la H istoria G eneral de
A m érica Latina ha tenido en su estudio, al igual que en el del liberalismo latino­
americano, con el cual se halla estrechamente vinculado, uno de sus temas más
complejos. Pero no termina ahí su importancia. El esfuerzo metodológico y críti-
cohistoriográfico que tal H istoria supone, obliga a asumir ante el nacionalismo
posturas que sobrepasan la preocupación limitadamente historiográfica y que,
con mucha razón, se adentran en los terrenos de la conciencia histórica, traduci­
da en conciencia social y política.
Sin abonar la diatriba que, sospechosamente, suele proceder sobre todo de
nacionalismos tan avasalladores como mal disimulados, y sin caer en el exceso
de la exaltación lírica ripiosa, ha sido necesario abordar el estudio del naciona­
lismo latinoamericano viéndolo como expresión sintética de las formas de con­
ciencia propias del proceso de formulación y aplicación de los proyectos nacio­
nales de las sociedades implantadas latinoamericanas. Hacerlo así ha significado
asumir toda la carga de emotividad que tal proceso requirió durante un largo si­
glo en el cual, más de una vez, esas sociedades creyeron ver naufragar su proyec­
to nacional, en medio de vanos esfuerzos por superar la crisis estructural que las
agobiaba desde fines del siglo xviii y los estragos causados por los estallidos bé­
licos recurrentes, a todo lo cual se sumaban los efectos de la presencia imperial
europea y norteamericana.
Situados en esta perspectiva, se advierte que el nacionalismo ha desempeña­
do en América Latina un doble papel. Uno ha sido el de radicar la nación como
criterio de legitimación de la estructura de poder interna de la sociedad, una vez
desalojado el rey de esa posición, como consecuencia de la ruptura del nexo co­
lonial y de la adopción de la forma constitucional republicana. El otro ha sido el
de enlazar las nuevas demarcaciones político-administrativas, legitimando por
igual el control dominante de las sociedades implantadas sobre las sociedades in­
dígenas. Así, en nombre de la nación emancipada y republicana, ha sido posible
22 GERMÁN CARRERA DAMAS

asegurar la continuidad del proceso de implantación, iniciado y desarrollado en


el ámbito del nexo colonial monárquico.
De esta manera, el injustamente subestimado nacionalismo decimonónico la­
tinoamericano cumplió una importante función en la conformación del mapa
político del continente. Durante cierto tiempo —y en no pocos casos— ese na­
cionalismo nutrió actitudes de celosa defensa de las autonomías recién ganadas,
si bien tales actitudes eran canalizadas mediante proyectos nacionales que trope­
zaban con dificultades estructurales. En la medida en que fracasaban los inten­
tos de superarlas, esas dificultades parecían tan profundamente arraigadas, que
pronto fueron vistas como insuperables, en relación con los recursos de que dis­
ponían las nacientes nacionalidades, particularmente en el orden económico. Tal
comprensión del proceso por sus más lúcidos actores se convirtió rápidamente
en convicción generalizada. Esta última, que sirvió de fundamento a diversas
propuestas políticas de inspiración liberal, se veía reforzada por los efectos cier­
tos y prolongados de la dislocación social y económica, causada en extensas áreas
por guerras de independencia que fueron particularmente largas, sangrientas y
destructivas. Lo fueron hasta el punto de causar profundos traumatismos, de di­
fícil recuperación, a sociedades que en gran parte se encontraban todavía en los
inicios de su estructuración como tales, cuando se avocaron a la ruptura del
nexo colonial.
Los reiterados y tenaces esfuerzos por llevar a la práctica los proyectos na­
cionales en la primera mitad del siglo X IX , que se apoyaron sobre todo en los re­
cursos ya existentes en las sociedades correspondientes, consolidaron la convic­
ción de que esos recursos no sólo eran insuficientes y hasta inadecuados, sino
que sólo podrían incrementarse y reforzarse mediante la articulación plena de
las sociedades recién emancipadas con las áreas más dinámicas del sistema capi­
talista mundial, entonces en formación y expansión. Son abundantes las pruebas
de lo temprano, lo profundo y lo perdurable de esta forma de conciencia, así
como de sus expresiones legislativas y administrativas en materias tales como in­
centivos a la inversión extranjera y a la inmigración y colonización, con pobla­
ción preferentemente europea. De este modo, la correlación entre la autonomía
duramente conquistada y la convicción acerca de la no viabilidad de los proyec­
tos nacionales mientras estuviesen confiados a sus solos recursos preparó el te­
rreno para la presencia de los imperialismos europeo y norteamericano en las
antiguas colonias españolas de América y, con variantes apreciables, en Brasil.
Se generó así una compleja situación histórica cuya dialéctica durante déca­
das ha sido velada en gran parte por interpretaciones excesivamente inmediatis-
tas y unidireccionales. Éstas han conformado una visión fragmentaria y parcial
de los problemas conceptuales y metodológicos suscitados por el estudio históri­
co de la problemática del imperialismo moderno y contemporáneo, así como de
su papel en el desarrollo de los proyectos nacionales de América Latina.
Todo parece acentuar la urgente necesidad de someter este nivel del conoci­
miento general de América Latina a una cuidadosa revisión histórica. La madu­
ración de algunas de las sociedades que la forman y los requerimientos políticos
de todas determinan esa necesidad, en el marco compuesto por la proliferación
de formas de asociación supranacionales, en correlación con el desarrollo multi­
INTRO DUCCIÓ N GENERAL 23

nacional del capitalismo, con el surgir de nuevas modalidades de organización


sociopolítica y con la oportunidad de volver a definir, en algunas áreas, los vín­
culos de las sociedades implantadas latinoamericanas con las sociedades indíge­
nas y afroamericanas.
Contando en su haber histórico con la creación de Estados soberanos y re­
publicanos, a la par que con pruebas indubitables de su persistencia en el afán de
constituirse como naciones independientes y de consolidarse como sociedades
democráticas, las sociedades criollas latinoamericanas afrontan, si bien con dife­
rente intensidad y grado de percepción de esta situación, una difícil tarea que
podría expresarse de la siguiente manera: deben realizar una gran esfuerzo para
superar definitivamente los tenaces rasgos de su conciencia que arraigan en su
condición de dominador de las sociedades aborígenes, desde el umbral del siglo
X V I; o, lo que es lo mismo, están llamadas a redefinir sus relaciones con las so­
ciedades aborígenes y, sobre todo, a airear la conciencia con que viven esos ne­
xos. Al mismo tiempo están ante la necesidad de actualizar su nacionalismo, tan
costosamente elaborado en el siglo x ix y que tan importante papel desempeñó
en la constitución de los Estados nacionales. En suma, dos grandes y exigentes
tareas, que han de ser a un tiempo estímulo y prueba, en el más alto grado, de la
creatividad del criollo latinoamericano, comparable sólo con la demostrada por
las sociedades indígenas para sobrellevar la dominación ejercida por el criollo.
Cualesquiera que sean los modos de aproximarse a estos retos — ideológi­
cos, políticos o sociales— no parece necesario demostrar que tienen un punto de
partida común: han de fundarse en una transformación de la conciencia históri­
ca del criollo. Ahora bien, esta transformación sólo será posible mediante el de­
sarrollo crítico del conocimiento del acontecer histórico, del que él es todavía
hoy principal protagonista. Sobre esta base, podrá el criollo latinoamericano,
valido de su rico patrimonio indígena y africano, promover sus sociedades a los
grados de libertad, democracia, bienestar y justicia por él anhelados, y establecer
relaciones semejantes con las sociedades indígenas y afroamericanas.
La presente H istoria G en eral d e A m érica Latina, realizada bajo el patrocinio
genuinamente universal de la UNESCO, tiene como propósito primordial contri­
buir a la renovación de la conciencia histórica del criollo latinoamericano y, por
ende, a promover el papel propio y relativo de las demás sociedades con las cua­
les comparte el territorio americano.
C O M P O S IC I Ó N D E L C O M IT É C IE N T ÍF IC O IN T E R N A C IO N A L
P A R A L A R E D A C C IÓ N D E U N A
HISTORIA GENERAL DE AMÉRICA LATINA

P residente: Germán Carrera Damas (Venezuela)

M iem bros: Stephen Akintoye (Nigeria)


Xavier Albó (Bolivia)
Fitzroy Augier (Santa Lucía)
Enrique Ayala Mora (Ecuador)
Jorges Borges de Macedo (Portugal)
Alfredo Castillero Calvo (Panamá)
Malcom Deas (Reino Unido)
Vicente González Loscertales (España)
Laénnec Hurbon (Haití)
Herbert Klein (Estados Unidos)
Carlos Meléndez Chaverri (Costa Rica)
Manuel Moreno Fraginals (Cuba)
Marco Palacios (Colombia)
Franklin Pease, G. Y. (Perú)
Esteváo de Rezende Martins (Brasil)
Bianca Silvestrini (Puerto Rico/EE.UU.)
Josefina Zoraida Vázquez (México)
Gregorio Weinberg (Argentina)

M iem bros d e la Secretaría de la UNESCO:


Coordinación:
A. Garzón
A.Scavone
C. Espinosa
IN T R O D U C C IÓ N

Teresa Rojas Rabiela


Directora del volumen

Los latinoamericanos de hoy carecemos de suficientes obras generales que nos


acerquen a la historia de los pueblos y las sociedades del continente mediante
síntesis escritas en un lenguaje claro y sencillo, pero que al mismo tiempo reco­
jan críticamente el conocimiento y las interpretaciones más recientes.
Los trabajos reunidos en este primer volumen responden, como los del resto
de la H istoria G en eral d e A m érica Latina patrocinada por la UNESCO, a un es­
fuerzo «por proporcionar un punto de apoyo orgánico, sistemáticamente forma­
do, científicamente elaborado y metódicamente expreso, para promover el cono­
cimiento científico» (Carrera Damas, mecanoescrito: 11), en este caso, de las
sociedades del mundo aborigen americano.
La existencia de una base monográfica suficiente permite realizarlo, si bien,
como el lector podrá constatar, con múltiples lagunas en el conocir^iento, con
áreas y periodos mal conocidos y a menudo con grandes desacuerdos.^ero nada |
de esto se elude en esta H istoria, que incorpora una concepción crítica e inter- ¡
pretativa de la historiografía correspondiente, ofreciendo lo mismo la informa-j
ción básica que las secuencias cronológicas y de hechos indispensables para cap-j
tar el interés y la comprensión de los lectores de todo el mundo. ^ '

AM ÉRICA ANTES D E A M ÉRICA

Pero aquí cabe preguntarse si la historia de América es en verdad una sola, en el


sentido de compartir una misma trayectoria en la que las diversas regiones ha­
brían tenido vínculos más amplios, o si esta relación no se dio hasta que la ex­
pansión europea y el advenimiento del capitalismo las alcanzó e integró a una
misma corriente histórica (Wolf, 1987: 39).
Ciertamente no es ocioso preguntarse sobre la validez de hablar de una his­
toria de América Latina antes de la llegada de los castellanos y portugueses al
continente. O sobre si esta historia, que se supone compartida, es en verdad una
invención que tiene el propósito de unir, crear raíces comunes y una misma co­
munidad imaginaria en el sentido de una construcción mental, de una identidad
que une a los pueblos y las naciones que fueron colonizados por españoles y por­
tugueses en América, como lo plantea Enrique Florescano (1994: 14). Éste es el
26 TERESA ROJAS RABIELA

tipo de sustento ideológico de una historia de las sociedades originarias de Amé­


rica Latina como la presente.
En el terreno puramente académico, esta obra se concibe como una «historia
de historias», un conjunto de historias regionales que, si bien no del todo desvin­
culadas, estaban^lejos de una integración más amplia que abarcara todo el ám­
bito americano. Esta historia de historias pretende acercarse al conocimiento
! de los procesos particulares de las regiones, ^partir de las reconstrucciones de
¡ cómo las pobl^ipnes asiáticas que arribaron al_continent^hace aproximada-
mente_5Ó 000_años se adentraron y ocuparon el territorio de América Latina y
3e~cómo crearon las diversas adaptaciones regionales y de cómo surgieron las
múltiples sociedades y civilizaciones. ^
Dado que el estado del conocimiento es desigual en lo que toca tanto a co­
bertura regional como temporal, lo que aquí se apunta es a menudo incompleto
y provisional. Al fin y al cabo, ios datos que recogen el paleontólogo, el arqueó­
logo o el historiador son de naturaleza «efímera y cambiante» (Florescano,
1994; 7), como lo son las mismas interpretaciones que nos brindan.
Pero la empresa vale la pena en un continente que apenas hace escasos siglos
se integró en una idea de conjunto, primero imperial y luego nacional y suprana-
cional (América Latina). En este contexto, el concepto mismo 0g)América Latina
(esa gran «comunidad imaginada») es tan reciente en el_jiiarco d e h i s t o r i a
mundial, que la búsqueda de una historia común que arranque desde los oríge­
nes es claramente una construcción hecha desde el presente. La H istoria que
aquí se ofrece pretende abrir una vía «para restablecer la historicidad de las so­
ciedades aborígenes [...] haciendo aportaciones al fundamento de la misma y
propiciando una toma de conciencia general al respecto» (Carrera Damas, meca-
noescrito: 11). Así, nos enfrentamos al reto de construirla, de encontrar los con­
ceptos y los datos que, con rigor científico y con modestia, pero con amplitud de
miras, permitan alcanzar una suma de síntesis que recoja el conocimiento más
actualizado. Y no sólo eso se pretende, sino lograr una historia precolombina
que n o sea un mero antecedente o justificación de los episodios «gloriosos y he­
roicos» protagonizados por los europeos en tierras americanas después de 1492,
sino una historia propia que esté presente en la hazaña de la humanidad.
La historia que aquí se recoge ^ l a de las poblaciones y sociedades que he-
ny s preferido llamar originarias, significando las que poblaron originalmente el
continente americano, aunque provinieran de otro gran continente (Eurasia). Así,
esta obra tiene su punto de partida en la hazaña misma del poblamiento de Amé­
rica a través de las inmensas distancias que separan Asia de la Tierra del Fuego y
recorre los diversos episodios regionales que sólo conocemos fragmentariamente
y de los que quizá nunca sabremos todo, por la destrucción de los vestigios, a
causa de factores tanto naturales como artificiales. Los diversos capítulos que la
componen se nutren principalmente de información e interpretaciones provenien­
tes de investigaciones arqueológicas e históricas y de otras ciencias afines.
Huelga decir que los datos y conocimientos derivados de dichas pesquisas
guardan relación por igual con el avance de las técnicas propias de ese conjunto
de ciencias, como con las innovaciones de los aparatos y modelos conceptuales
que los especialistas emplean. Casi tan importantes como las pruebas mismas
IN TRO D U CCIÓ N 27

han sido las influencias de los modelos teóricos provenientes de otras ciencias
sociales y naturales sobre la construcción del conocimiento «histórico» (en su
sentido más amplio), obtenido a través de la arqueología, la paleontología, la et­
nología y la historia.
Comenzar esta H istoria G eneral d e A m érica Latina con un volumen dedica­
do expresamente (gestas sociedades originarias., tomando como punto de partida
las incursiones más antiguas en este continente, reafirma el enfoque de autores y
directores, al considerar que(e^ historia arranca desde allí y no desde el «descu­
brimiento de América» y el arriho de los europeos. Las poblaciones humanas que
colonizaron el continente poseen una historia que es tan historia como la de las
poblaciones de Occidente, si bien sus sociedades emprendieron vías de desarrollo
peculiares que esta H istoria contribuirá a dar a conocer y caracterizar mejor.
Como bien ha anotado Eric R. W olf, los antiguos americanos no son «gente
sin historia», ni su historia es menos verdadera que la de los «civilizados», con
los que entraron en contacto «cuando Europa extendió el brazo para apoderarse
de los recursos y las poblaciones de otros continentes» (Wolf, 1987: 33).^Las
materias de ambas historias (la americana y la otra, la supuestamente verdadera
o única, la occidental) son, al fin y al cabo, las mismas, como el propio W olf ha
demostrado, /y
Las contribuciones de este primer tomo de la H istoria G eneral de A m érica
L atin a se constituyen así en piedras para construir los muros de una «historia
común», (&nS)historia «universal» que no suprima u omita la historia ajnericana
y su rico y complejo tejido de historias regionales. En el núcleo de cada uno de
los capítulos está el conocimiento inteligente y crítico de un conjunto de recono­
cidos y activos especialistas de varias nacionalidades, inserciones institucionales
y especialidades. Arqueólogos, geógrafos, prehistoriadores, etnohistoriadores e
historiadores de Francia, Estados Unidos, Canadá y, sobre todo, de países de
América Latina, colaboran en este esfuerzo que la UNESCO ha impulsado a lo
largo de varios años, acogiendo el proyecto ideado por el historiador venezolano
Germán Carrera Damas, bajo cuya dirección se ha desarrollado la totalidad de
la obra.

ESTRU CTURA D EL VOLU M EN

En lo que respecta al presente volumen, se ha trabajado bajo el esquema propues­


to por los directores del mismo, Teresa Rojas Rabiela y John V. Murta. Se inicia
con un capítulo dedicado a presentar los rasgos y las variantes regionales del am­
biente americano y sigue con otro en el que se expone el proceso de poblamiento
originario del continente. A éstos siguen sendos capítulos consagrados a la de­
marcación de las dos grandes áreas de la región: Mesoamérica y Sudamérica, a
partir del poblamiento y, sobre todo, de los primeros asentamientos estables.
Los capítulos subsecuentes abordan las diversas formaciones regionales de
toda Latinoamérica, con enfoques de larga duración, desde las primeras etapas
hasta el contacto con la sociedad europea, que en ocasiones se prolongó hasta el
siglo X X . Un capítulo se dedica, por su singularidad, a la adaptación del hombre
TE R ESA ROJAS R A BIELA
28

al ambiente altoandino, único en el mundo, donde se desarrolló una civilización


en alturas supenores_a los. 3 000 metros^
Como todas las obras de síntesis, ésta pretende alentar el interés por el cono­
cimiento de la historia de estas sociedades originarias americanas, de su extraor­
dinaria hazaña de adaptación a la diversidad de ambientes naturales, de las disí­
miles vías civilizadoras que configuraron, así com o de las complejas opciones
culturales, técnicas, políticas, religiosas y económicas que encontraron.
Las visiones que aquí presentan los autores son, necesariamente, semblanzas
provisionales, dibujadas con los datos y las interpretaciones hoy disponibles, que
sólo esbozan el largo camino recorrido por las poblaciones que arribaron al con­
tinente americano durante la última glaciación y cuya vida, m lenios más tarde,
sufrió una alteración profunda con la llegada de los europeosrfeste choque en no
pocos casos significó su extinción, con la pérdida irreparable para la humanidad
de elementos y rasgos culturales y civilizadores únicos.^
B A S E S E C O L Ó G I C A S Y P A L E O A M B IE N T A L E S
D E A M É R IC A L A T IN A

O livier Dollfus

Los 22 millones de km^ de América Latina, situados entre 26° de latitud Norte y
56° de latitud Sur, ofrecieron a pequeños grupos de cazadores recolectores, y
posteriormente agricultores escasamente equipados, una gran diversidad de me­
dios naturales, cuatro quintas partes de los cuales se ubican entre los trópicos.
Hasta el siglo XVI nadie tenía una idea de conjunto, ni siquiera aproximada,
de la forma y disposición de los continentes que ahora todos tenemos presentes,
gracias a la existencia de mapamundis a escala global reducida. El aislamiento
del continente, a 3 000 km de las costas africanas más cercanas, a 7 000 de las de
Europa y a 15 000 de Australia, no era una realidad que se tomara en cuenta.
Nadie sabía que Sudamérica se asemejaba a una «nasa» de grandes dimensiones,
de 7 0 0 0 km de las Guayanas a la Patagonia, de 5 000 km de Ecuador al Nor­
deste brasileño, enlazada con América del Norte por dos «puentes» difíciles de
franquear, el de los istmos de Centroamérica y el arco insular del Caribe. Hasta
el siglo X V I, Sudamérica aparece dotada de una «insularidad continental».
Así, pues, al describir la base ecológica que brindan los medios naturales de
América Latina no debemos considerarla con nuestros ojos de viajeros aéreos y
provistos de mapas, sino con los del observador a ras del suelo; con la mirada
del peatón que aísla, al observar el paisaje que discurre a la velocidad del paso,
algunos puntos de referencia.

UN CO N TIN EN TE HABITABLE

Sudamérica fue insular hasta el M ioceno. No hubo nunca en ella poblaciones de


grandes simios, viveros de virus. Quienes primero arribaron, por Alaska, proce-
dentes de Asia, habían vivido durante generaciones en regiones de climas fríos, jdi-
minando los compleios p a té e n o s del AsiaJjapicalV Llegaban a un continente sin I
historia humana, es decir, <^) las^enfern^ades incesantemente reinventa^s_que
las poblaciones mantienen y crean en el curso~de su K s to n ¿ Por e5 0 ,' Hie'ún conti­
nente que hasta <su)conc[it^ta d es^ n o ció el paludismo en las regiories cálidas, la
viruela, el sarampión y prpba'blemente Ta peste y el cólera. La escasa densidad de-
30 OLIVIER DOLLFUS

O Géographie universelle BeUn-RECLUS, vol. 3, Amérique latine, 1991.


BASES E C O L Ó G I C A S Y P A L E O A M BI E N T A L ES DE A M É R I C A LATINA 3|

mográfica, salvo en el altiplano o en los piedemontes situados en las cordilleras; la


inexistencia de ganadería, exceptuando la cría de llamas y conejillos de Indias,
también limitaban otras enfermedades transmisibles^El complejo patógeno ameri­
cano era, hasta el siglo X V , infinitamente menos rico que el de Europa o el Asia
china de aquella época. Por eso, salvo enfermedades específicas como la «verruga»
y otras ubicuas como la leishmaniasis, América era un continente epidemiológica­
mente sano hasta que, las poblaciones indias, carentes de defensas inmunitarias,
pagaron un oneroso tributo a las enfermedades llegadas del Viejo Continente. * ‘
A diferencia de Asia y de África intertropical y subtropical, América Latina
carece de grandes desiertos como el del Sáhara. El desierto costero que bordea el
Pacífico a lo largo de 3 000 km del Norte de Chile es estrecho y está entrecortado
por los torrentes que bajan de los Andes, separados entre sí por pocas decenas
de kilómetros. Lo bordea un océano de corrientes frías en cuyas aguas y aires
bulle la vida. Desierto tibio y húmedo, está salpicado por oasis naturales pero
estacionales, vinculados a las garúas de la costa, las lomas. Es, pues, un desierto
«habitable», con recursos complementarios variados y frágiles, al ser sensibles a
las oscilaciones climáticas.
La sierra andina también es «habitable» hasta el límite superior de la vegeta­
ción, a más de 4 500 m. En los Andes intertropicales no hay cubierta nevadinver-
nal, a diferencia de lo que sucede en los Andes de Chile o Argentina templados.
No existen, por lo tanto, grandes obstáculos para pasar los puertos de montaña
elevados, en lo que se distinguen los Andes tropicales de los Andes del Sur, don­
de hay glaciares de dimensiones considerables. En los Andes tropicales situados
al sur del ecuador, las altas superficies herbáceas de las punas, con algunos bos­
ques de polilepis, permiten ver a lo lejos y circular con facilidad)' La caza de la
abundante fauna de cérvidos, auquénidos y pequeños roedores proporcionaba
carne y los totorales de los lagos de montaña constituían un recurso natural. Se
plantea, desde luego, la cuestión de la adaptación de los seres humanos a alturas
elevadas. Con el paso de las generaciones, la adaptaciór^se plasma en algunas
m o d ifica cio n esli^ lógicas y sornátícair gióbulos'roios^e menorHimensión. caja
toráH^ á jn á ¿ c ^ Íarrollada. cora 2.án.jaiás-jmktmingsa^ Así, pues, la serranía andi­
na es más o menos habitable por doquier, e incluso en el desierto de montaña
como el de los Lípez, situado a más de 4 500 m con intensos fríos nocturnos,
ofrece biotopos aceptables a pequeños grupos: hay manantiales en la ladera de
determinados volcanes; en los regueros de lava que retienen el agua abunda la
fauna — vizcachas, tinamús y ñandús— y, en los lagos, los flamencos que se ali­
mentan de diatomeas pueden suministrar huevos y carne.
Por último, en las orillas del extremo austral del continente, que baten sin
descanso los vientos lluviosos y fríos a la altura de los «50° rugientes», se pue­
den capturar abundantes moluscos, mamíferos marinos y peces.

A M ÉRICA PRECO LO M BIN A , UN C O N TIN EN TE ARBOLADO

A principios del Holoceno, esto es. hace unos diez mil años, cuatro quintas par-
tes de América Latina e s ta b ^ cubiertas de bosques. Bosques variados por los
32 OLI VIER D O L L F U S

distintos árboles que los formaban y por sus fisonomías. Bosques ecuatoriales,
siempre verdes de la Amazonia, las Guayanas, el Oeste de Colombia y la Améri­
ca ístmica, cuya riqueza biológica aún conocemos hoy en día; bosques umbrófi-
los que bordean la costa atlántica desde el cabo San Roque al de Santa Catalina,
que cubren los piedemontes andinos hasta los alrededores del Chaco; bosques
galería de los grandes ríos en las cuencas del Orinoco y el Beni; selvas nubladas
con espesura de carrizos, chusquea y hel&:hos arborescentes, que llegan hasta las
proximidades de las morrenas glaciales. Los Andes precolombinos estaban casi
enteramente cubiertos de árboles, salvo al llegar a las cimas más elevadas, que
coronaban los páramos>feosques de las sierras mexicanas y de las mesetas y las
montañas medias de la América ístmica, en los que predominan los pinos y los
encinos; bosques específicos del hemisferio Sur, como los de Araucaria, el Sur
del Brasil, de n othofagu s, la encina de las tierras australes, de Chile central y me­
ridional; bosques bajos, de mimosáceas y luego de cactáceas del Chaco central y
meridional. El Nordeste del Brasil, la catinga, el bosque blanco de los indios. En
las islas del Caribe, bosques igualmente, con el bosque denso umbrófilo en las
laderas expuestas a los vientos lluviosos y bosques secos, de espinos y cactáceas,
que pierden la hoja en la estación seca, en las laderas que el viento barre. Los
manglares de los estuarios y deltas tropicales lo mismo ocupan segmentos de
costa de las pequeñas Antillas que grandes estuarios y deltas como los del Ama­
zonas y el Orinoco o los de la costa colombiana del Pacífico; son ecosistemas
singularmente ricos en moluscos, crustáceos, peces y aves, que brindan posibili­
dades de fácil recolección a grupos escasamente equipados.'^esumiendo, pues,
casi por doquier bosques, pero que respondieron a los cambios climáticos del
Cuaternario Superior y del Holoceno^

IN TERPRETA C IÓ N SOCIAL DE LOS M EDIO S NATURALES

Los grupos humanos interpretan el potencial biológico y ecológico de cada siste­


ma en función de sus culturas, de su acervo de conocimientos adquirido y trans­
mitido de generación en generación y de sus necesidades. Es inútil hacer el in­
ventario de los recursos naturales utilizables como si todos los seres humanos
pudiesen explotarlos de la misma forma. Una población de las sabanas no sabrá
cómo actuar en un bosque que considerará peligroso; un grupo selvático se sen­
tirá carente de medios de subsistencia e indefenso en una sabana. El bosque den­
so umbrófilo ofrece posibilidades de vida a pequeños grupos móviles que conoz­
can bien el terreno; será en cambio un obstáculo difícilmente franqueable para
una población más numerosa y que ignore sus potencialidades.
En la América de finales del Cuaternario y del Holoceno hasta el comienzo
de nuestra era no faltaron en ningún lugar los recursos naturales utilizables en
potencia por los seres humanos, los cuales no abundaban. En la inmensa mayo­
ría del territorio había en cantidad suficiente animales y vegetales utilizables y
consumibles por los seres humanos. Las limitaciones eran culturales: tabúes, des­
conocimiento de las características de tal o cual planta, técnicas de pesca y caza
inadaptadas o prácticas culinarias que no permitían preparar determinado pez o
BASES E C O L Ó G I C A S Y P A L E O A M Bl E N T A L E S D E A M É R I C A L A T I N A 33

producto vegetal. Los obstáculos y limitaciones podían deberse en ocasiones al


estado de los conocimientos o a las mentalidades, no a la naturaleza misma.
Los medios naturales no eran homogéneamente permeables y franqueables
por los seres humanos a pie, aun teniendo en cuenta que el espacio del peatón
es más homogéneo que el del automóvil o el del avión. La inclinación del te­
rreno, por lo menos hasta los 30°, no constituye un obstáculo, y los pequeños
saledizos rocosos se pueden escalar o rodear. En cambio, el paso de los ríos
principales, como el Amazonas, el Orinoco o el Paraná en sus cursos medios e
inferiores, es problemático en cuanto la anchura y las corrientes superan la po­
sibilidad de hacerlo a nado. Hay que saber fabricar una canoa, una balsa, una
barca y ser capaces de maniobrarlas. Los ríos y las corrientes pueden convertir­
se en tal caso en ejes de circulación. Idéntico saber hace falta para que el arco
antillano pueda ser un puente, franqueado, isla a isla, por pequeños grupos que
se desplazan.
Otros medios constituyen obstáculos de desigual dificultad: los grandes cas­
quetes glaciales, azotados por la nieve y el viento de la Patagonia, o los glaciares
de las elevadas cordilleras tropicales no pueden ser recorridos fácilmente por pea­
tones mal equipados. Los nebelu/alds que se agarran a las laderas empinadas de
las cordilleras tropicales, de espesura casi impenetrable, son tramos ecológicos di­
fícilmente franqueables, y siguen siéndolo hoy en día, aunque por otros motivos.
En cambio, más o menos por doquier están próximos otros medios con dis­
tintas potencialidades, dispuestos en mosaico y de los que pueden sacar partido
los cazadores recolectores, los agricultores y pastores. La organización del espa­
cio de los grupos se basa prácticamente siempre en la articulación y la utili­
zación de medios diferentes más o menos próximos: en las regiones del Ori­
noco, articulación entre el bosque galería al borde de los ríos, con la sabana más
abierta, ora seca, ora húmeda; en la Amazonia, bosques umbrófilos primarios
— grandes árboles sobre bosque bajo despejado— junto a maleza crecida en tor­
no a árboles caídos a causa de huracanes y próximos a bosques —tipo varzea—
inundables en ciertas estaciones.
A la orilla de los mares cálidos, distintos tipos de manglares que bordean los
estuarios y playas de arena y un litoral que frecuentan otras especies. En los Lí-
pez, desierto volcánico a gran altura, una red vital constituida por el arroyo que
mana de la ladera del volcán, el lago con flamencos y patos, el reguero de blo­
ques volcánicos que concentra la humedad y donde viven las vizcachas y los ti-
namús. Las investigaciones de los etnohistoriadores han mostrado el uso hecho a
lo largo de la historia de las diversas facetas ecológicas de la montaña andina.

LOS PALEOAM BIENTES CUATERNARIOS Y HOLOCENOS


Y LAS CONSECUENCIAS D E LOS CAM BIOS CLIMÁTICOS

Durante los últimos treinta milenios, en América Latina, igual que en el resto del
planeta, se han producido modificaciones climáticas en las que no intervenía el
ser humano y que se traducían en cambios más o menos rápidos de los medios
naturales.
34 O LIVIERD O LLFU S

Podemos fijar por límite hace 30 000 años, pues los testimonios de presen­
cia humana en el continente encontrados por los prehistoriadores son muy
excepcionales, y por ahora no se puede dar fe a la hipótesis de una presencia
humana considerablemente anterior, señalada en el Estado de Bahia por de
Lumley e t al. (1987), que se remontaría a hace 300 000 años, atendiendo a los
restos de una fauna datada. América es un nuevo continente en la historia de la
humanidad.

E l C uaternario Superior

La última gran glaciación del Cuaternario en los Andes se sitúa entre hace
2 7 0 0 0 y 1 4 0 0 0 años. Le precedió en el altiplano boliviano un importante episo­
dio lacustre, el lago Michin, cuyos depósitos se encuentran a más de 60 m por en­
cima de los fondos actuales del Altiplano y que entre hace 30 000 y 25 000 años
había ocupado unos 40 000 km^. En los Andes tropicales y ecuatoriales, durante
esa última gran fase glacial, las temperaturas medias son inferiores de 5° a 8° C
a las actuales, las precipitaciones estaban mejor distribuidas que ahora, pero
eran menos abundantes y caían en forma de nieve por encima de los 4 000 m. En
función del volumen montañoso y de la exposición, la línea de equilibrio de los
glaciares disminuyó de 1 000 a 1 5 0 0 m durante la última fase glacial. Los gla­
ciares llegan hasta el linde de la sabana de Bogotá, donde reinaba entonces un
clima análogo al que actualmente encontramos a 4 2 0 0 m. En los Altos Andes
tropicales el estrato de las punas desciende cerca de 1 000 m; las cuencas intran-
dinas, secas, cuando las dominan montañas cubiertas de hielo, reciben el agua
de los deshielos y glaciares; tal es el caso de la cuenca de Ayacucho, en donde, en
una gruta situada a 2 500 m, el equipo de MacNeish ha encontrado huellas de
presencia humana que calcula se remontan a hace 23 000 años.
En los Andes templados de Chile y Argentina meridional se forma un inland-
sis^ entre 39° y 55° de latitud Sur; tiene 2 0 0 0 m de largo, 150 de ancho al Norte
y 3 00 al Sur, donde el espesor del hielo alcanza los 1 000 m. De ese inlandsis sa­
len unas lenguas de hielo que desembocan en el océano, con desprendimiento de
icebergs. Esos glaciares contribuyen a la formación de los fiordos.
En el llano, y en la zona intertropical, la disminución general de las precipi­
taciones contribuye a la de las superficies forestales; el macizo forestal amazóni­
co se fragmenta y en ocasiones se reduce a bosques galería a lo largo de los ríos,
al tiempo que las sabanas cubren los interfluvios. El régimen de los grandes ríos
se modifica de dos formas: disminuyen los caudales anuales y se reducen las cre­
cidas estacionales, pero el descenso general del nivel de los océanos de 120 a 150 m
alarga el curso de los ríos y modifica su perfil: se ahonda entonces el lecho de al­
gunas corrientes; el istmo de Panamá es mucho más ancho; los deltas del Orino­
co y del Amazonas se extienden más al Este por el Atlántico; las llanuras litora­
les de las Guayanas se ensanchan y se cubren de sabanas.

1. Voz escandinava que designa las llamadas calotas glaciares (glaciares continentales de las
regiones glaciares).
BASES E C O L Ó G I C A S Y P A L E O A MB I E N T A L E S DE A M É R I C A LATINA 35

La circulación de pequeños grupos de cazadores recolectores por los Andes


tiene lugar de cuenca a cuenca, los desplazamientos por los piedemontes orienta­
les de los Andes se efectúan más fácilmente, pues el menor caudal de los ríos fa­
cilita su travesía y el paisaje de mosaico de sabanas-bosques es más despejado.
La meseta de la Patagonia, en cambio, les es francamente inhóspita: es fría y la
barren las aguas de deshielo y vientos helados.
Hace 14 000 años, las modificaciones del clima suceden con rapidez: en los
Andes intertropicales se vuelve a la estacionalidad de las lluvias, que caen duran­
te el invierno y desencadenan por doquier escurrimientos y abarrancamientos;
suben las temperaturas, que se acercan a las medias actuales; se inicia el deshielo
de los glaciares, que, en función del volumen de los glaciares y de su posición,
proseguirá hasta hace 11 000 años. La fusión de los glaciares y precipitaciones
más abundantes acarrea la formación de lagos en las hondonadas: en el Sur del
altiplano boliviano, el lago Taúca llega a cubrir 4 3 0 0 0 km^ y durará, con oscila­
ciones, hasta hace 11 000 años; en los Andes, al Norte del ecuador, la interfase
«Guantia» de Van der Hammen se caracteriza por una subida del nivel de los la­
gos y la implantación paulatina del encinar; la reconquista forestal se produce
con rapidez lo mismo en la Amazonia que en Centroamérica y en las laderas hú­
medas de las cordilleras y, acompañando al retroceso de los glaciares, aparece el
bosque de n oth ofag u s en las morrenas.

El T ard og lacial

Más o menos por doquier, durante 500 años, entre hace 11 000 y 10 500 años,
tiene lugar una fase seca y más fría que corresponde al «Dryas» europeo. Se se­
can los lagos de las cuencas intrandinas, como el Taúca y los de la sabana de
Bogotá; se interrumpen las reconquistas forestales y en ocasiones las orillas re­
troceden ante sabanas y praderas; en suelos menos espesamente recubiertos de
vegetación, los aguaceros aceleran localmente la erosión.

El H o lo cen o Superior y M edio

Durante el Holoceno Superior y Medio, es decir, entre hace 1 0 0 0 0 y 5 000 años,


los medios se ven afectados por modificaciones climáticas de gran amphtud, sin
que se renueve el frío — ni tampoco, claro está, las glaciaciones— , aunque difie­
ren a ambos los lados del ecuador. También entonces se multiplican los yaci­
mientos prehistóricos, señaladamente en los Andes, donde, en las punas, nume­
rosos refugios bajo rocas habitados atestiguan — antes incluso de los inicios del
descubrimiento de la agricultura y la ganadería que entrañará el final del pe­
riodo— la presencia de bandas de cazadores que persiguen a cérvidos, a au-
quénidos y aun al caballo americano, el P arahipparion peruanus, y atrapan a
roedores. Está por dilucidar si la presión de la caza guarda relación con la desa­
parición, entre hace 20 000 y 8 000 años, de parte de la gran fauna de la que for­
maban parte los P arahipparion, los mastodontes o los perezosos gigantes.
La rápida fusión de los grandes inlandsis del hemisferio septentrional aca­
rrea una subida del nivel de los océanos: entre hace 11 000 y 8 500 años, su velo­
36 OLIVIER DOLLFU5

cidad es de casi un metro por siglo, y hace 8 500 años su nivel se hallaba a una
decena de metros por debajo del actual. Disminuye la velocidad de transgresión
oceánica y el nivel del mar se estabiliza en el actual hace aproximadamente 6 000
años. Las costas adoptan entonces poco más o menos su perfil actual; el istmo
de Panamá es más estrecho y se cubre de bosques densos; al borde del océano,
los grandes conos de deyección se acantilan, como el de Rímac, en Perú; la subi­
da del nivel del mar va acompañada del aluvión del tramo inferior de los ríos; el
Orinoco y el Amazonas construyen sus deltas y se implantan los manglares.
Es, pues, inútil buscar yacimientos arqueológicos litorales anteriores a hace
6 000 años, ya que, salvo en casos excepcionales de sitios levantados por la tec­
tónica o por el reajuste isostásico, como en la Patagonia tras el deshielo del in-
landsis, la subida de los océanos los destruyó.
Entre hace 8 000 y 4 000 años, en la costa actualmente desértica del Pacífico,
la circulación oceánica y la atmosférica eran distintas de las condiciones actuales.
«El Niño», u oscilación austral, que se caracteriza por la inversión de las corrien­
tes oceánicas por debajo del ecuador, haciendo oscilar el flujo de las aguas de
Oeste a Este y sustituyendo las aguas frías por aguas calientes (entre 26° y 28° C),
debía de desempeñar un papel mucho más importante que ahora, en que se trata
de un fenómeno recurrente pero de frecuencia variable. El Pacífico estaba enton­
ces más caliente cerca del litoral y su fauna marítima no era la actual; los aguace­
ros provocaban torrencialidad en un ambiente climático que seguía siendo seco
pero cálido; la inexistencia de garúas se traducía en la ausencia de lomas.
En los Andes tropicales, a ambos lados del ecuador, las situaciones difieren:
en el Altiplano peruano-boliviano y en las punas, un clima más seco y tempera­
turas algo superiores a las actuales se traducían en la regresión de niveles lacus­
tres; el Pequeño Titicaca se seca temporalmente. En los Andes ecuatoriales, en
cambio, pasa lo contrario: en la sabana de Bogotá se produce una fase de exten­
sión lacustre, entre hace 9 5 0 0 y 7 5 0 0 años, acompañada de la propagación del
encinar, lo cual es indicio de un clima más húmedo y tibio que el actual.
En la Amazonia, al Sur del ecuador, en ese mismo periodo hay sequías tem­
porales y episodios fríos vinculados a las corrientes de aire frío meridional proce­
dentes del Atlántico Sur, que hacen retroceder al bosque. Incendios, provocados
por los rayos de las tormentas y que se producen con más facilidad a raíz de algu­
nos años secos, contribuyen a la retracción del bosque en las zonas más húmedas
y a la extensión de las sabanas. En varios lugares, cerca de los ríos, la arena se
vuelve móvil y forma dunas como las de las proximidades de Santa Cruz de la
Sierra, en Bolivia. Al Norte del ecuador, en cambio, ocurren precipitaciones más
fuertes que las actuales y se traducen en la extensión del bosque por los llanos.
Estas diferencias registradas a ambos lados del ecuador se deben a la notable
permanencia durante el año del frente intertropical, algo al Norte del ecuador,
sin desbordar durante el verano sobre la Amazonia al Sur de la línea ecuatorial.

E l H o lo cen o In ferior y el A ctual

A partir de hace 5 000 años, las situaciones climáticas se aproximan a las del
Holoceno Actual. En unos cuantos siglos, entre hace 5 000 y 4 500 años, sube el
BASES ECO LÓ G ICAS Y P A L E O A M B I E N T A L E S DE A M É R I C A L A T I N A 37

nivel del lago Titicaca, y el Pequeño se llena de agua. Entre hace 3 200 y 3 000
años, lo mismo en los Andes venezolanos que en los del Perú y Bolivia, se regis­
tran localmente un pequeño recrudecimiento glacial y algunas fases torrenciales
en el desierto costero peruano, poca cosa, a fin de cuentas, en comparación con
los grandes cambios de finales del Cuaternario y principios del Holoceno. En los
Andes tropicales se observa un leve recalentamiento hacia los siglos X y X X de
nuestra era, acompañado de una pluviosidad ligeramente mayor. La «pequeña
edad» glacial registrada en los Alpes también se observa en los Andes entre los
siglos X V I y X I X . El periodo colonial coincidió en las cordilleras intertropicales
con precipitaciones nevosas más abundantes y pequeñas crecidas glaciales en el
extremo de los glaciares actuales, ocasionadas por un recrudecimiento del frío.

M ED IO S POCO M O D IFICA D O S PO R LA ACTIVIDAD HUMANA

Si bien las primeras domesticaciones o manejo de poblaciones de auquénidos se


remontan en las punas andinas a hace ocho milenios y los primeros intentos de
cultivo, entre otros de frijoles, tubérculos, papas y olluco, un maíz primitivo, y
tomates, se multiplican entre hace 6 000 y 3 000 años; sólo a partir de este últi­
mo periodo se imponen a algunos medios naturales modificaciones significativas
que podemos atribuir a la acción de los seres humanos: en la sabana de Bogotá
se observa la apertura de claros agrícolas en el bosque y en esa misma época, en
la cuenca de México, un recrudecimiento de la erosión que parece guardar más
relación con las prácticas agrícolas que con una oscilación climática.
A lo largo de las costas, los inicios de nuestra era se caracterizan por una
leve transgresión, de aproximadamente un metro. Las modificaciones del perfil
de la costa están más relacionadas con fenómenos locales o regionales — por
ejemplo, el aluvión en la desembocadura de los grandes ríos o fenómenos tectó­
nicos, descensos o alzas de porciones de litoral— que con cambios de escala pla­
netaria. En Perú, hasta hace 4 000 años existían aún elementos de fauna cálida
en la costa, pero, a partir de entonces, los vientos alisios soplan del anticiclón del
Sudeste del Pacífico, empujan las aguas a lo largo de la costa y provocan la subi­
da de aguas frías que se desvían de las orillas; la inversión de temperatura a que
da lugar el acusado descenso del aire a la orilla del anticiclón del Sudeste del Pa­
cífico bloquea la ascensión del aire y hace que se forme una capa de estratos que,
sin producir verdaderas lluvias, provoca nebÜnas, las cuales favorecen en invier­
no la vegetación de las lomas.
También se observan modificaciones regionales a lo largo del litoral brasile­
ño. Durante los cinco milenios últimos, en la parte central de ese litoral, el arras­
tre a lo largo de la costa había tenido lugar ininterrumpidamente en dirección
Norte-Sur en la región costera de Sao Francisco (10° S), pues el oleaje predomi­
nante venía del Nordeste. Al Sur, en la región costera de Paraiba do Sul (22° S),
el oleaje predominante venía del Sur-Sudeste por debajo de los 19° (Rio Doce),
dominando alternativamente una de las dos direcciones. Entre hace 5 100 y 3 900
años, el arrastre guardaba relación con el oleaje del Nordeste y después de hace
3 600 años con el del Sur-Sudeste.
38 OLIVIER DOLLFUS

LAS SOCIEDADES AN TE LOS CAMBIOS D E LA NATURALEZA

Las grandes variaciones climáticas de finales del Cuaternario y principios del


Holoceno desempeñaron un papel en las distribuciones y los lentos desplaza­
mientos de las poblaciones — entonces muy poco numerosas— que recorrían el
continente americano. En pocos siglos, en la Amazonia retroceden los bosques,
en el Altiplano aparecen o se secan lagos y sube sensiblemente el nivel del océa­
no; las bandas de cazadores recolectores deben adaptarse a esos cambios, ora
migrando, ora modificando las condiciones de su hábitat. Si bien a escala de las
eras geológicas esas modificaciones son rápidas, aun siendo perceptibles a escala
de una generación para observadores avezados, dan tiempo suficiente a las po­
blaciones para adaptarse.
En cambio, oscilaciones más breves — de pocos años— , en ambos sentidos
de umbrales climáticos sensibles, que posteriormente los medios naturales bo­
rran de su «memoria» y que más tarde son difícilmente identificables por los pa-
ieoclimatólogos y paleoecólogos, pueden tener consecuencias temibles para las
poblaciones, como se verá por los dos ejemplos siguientes: en el litoral desértico,
tibio y húmedo de Perú, si durante un periodo de desenvolvimiento «normal» de
la corriente de Humboldt — con las neblinas, garúas y lomas correspondientes—
acaece un «Niño» que dura dos o tres años, las poblaciones que viven de la reco­
lección y la caza en las lomas en invierno y de la captura de moluscos en el lito­
ral el resto del año se verán privadas bruscamente de sus bases alimenticias. De­
berán emigrar, cambiar de modo de existencia o desaparecerán por hambre. De
igual manera, si en los inicios de la domesticación del frijol o de la papa en los
Andes se producen heladas varios años seguidos en los momentos críticos para
las plantas, cuando aparecen las plántulas, los ensayos de cultivo se verán com­
prometidos irremediablemente y el arranque de la agricultura tal vez se demore
varios siglos. Pero resulta difícil encontrar las huellas de tales heladas, unas
cuantas noches gélidas desastrosas para las primeras producciones agrícolas.
El segundo ejemplo muestra además cómo una oscilación climática no tiene
idéntico valor según los modos de vida de las poblaciones. Las heladas in­
terestacionales, inoportunas en los inicios de la agricultura, probablemente no
hubieran tenido ninguna consecuencia un milenio antes en una población de
cazadores recolectores que ocupara ese mismo medio. De manera similar, la de­
saparición temporal de las lomas fue un desastre para las poblaciones para las
que constituían, en la estación adecuada, un medio importante en el que cazar y
recolectar, pero no tuvo consecuencias uno o dos milenios más tarde, cuando la
población de la costa se había convertido en una población de agricultores que
vivían de utilizar el agua de los oasis.
El valor de los riesgos naturales cambia en función de los niveles técnicos de
las sociedades. La América de las cordilleras es una región de fuerte sismicidad y
con riesgos volcánicos locales. En los cinco siglos posteriores a la conquista, la
mayoría de las ciudades fundadas por los españoles han padecido terremotos. Y
un terremoto violento (de grado 7 en la escala de Richter) cuyo epicentro estu­
viera en la ciudad destruiría parcialmente una de las grandes megalópolis actua­
les como México o Lima, provocando la rotura de las canalizaciones, el derrum­
BASES E C O L Ó G IC A S Y P A L E O A M BI E N T A L ES D E A M É R I C A LATINA 39

be de los edificios e incendios. Ese mismo terremoto habría aterrorizado a una


población de cazadores, que lo habrían considerado una manifestación de los
dioses, pero no les habría ocasionado daños. La paulatina densificación del con­
tinente multiplica los impactos de los riesgos naturales. Algunos datos de la na­
turaleza son cada vez más importantes a partir del momento en que las socieda­
des se tecnifican y multiplican, en que el espacio geográfico está más poblado
por seres humanos. Las limitaciones que imponen la inclinación del terreno y el
relieve son mayores en una sociedad mecanizada que en otra que emplea aperos
y se desplaza a pie. El agua se convierte en un recurso escaso y polivalente en
una megalópolis, requiriendo una administración cuidadosa, mientras que la
cuestión del agua presentaba menor importancia en una sociedad de agriculto­
res, aun de regadío, y menos todavía de cazadores recolectores que sólo consu­
mían el agua precisa para sus necesidades fisiológicas.
De ahí que existan unidades naturales que tienen valores cambiantes. El
Amazonas podía ser un obstáculo para las poblaciones de cazadores recolectores
que se desplazaban de Norte a Sur o a la inversa. Fue una vía de penetración de­
cisiva para la explotación de la cuenca amazónica desde la época colonial hasta
mediados del siglo X IX . Es, en parte, un obstáculo difícilmente superable para una
política de desarrollo basada en una red vial.
Así, pues, al analizar las relaciones de las sociedades con su espacio es indis­
pensable tener en cuenta a la naturaleza, sus datos, sus recursos, no como ele­
mentos que en todo lugar y momento tienen un mismo valor, sino interpretán­
dolos a través del prisma de los objetivos, los conocimientos y la cultura de las
sociedades de que se trate.
-'i.-
2

E L P O B L A M IE N T O O R IG IN A R IO

A lan L. B ryan

Los lejanos antepasados de los primeros seres humanos que llegaron a América
provenían del Nordeste de Asia, y después de atravesar lo que actualmente se co­
noce como Beringia (la región que abarca el extremo este de Siberia, Alaska y Yu-
kón), se desplazaron por el Oeste de Canadá y de Estados Unidos.^Muy probable­
mente estos primeros americanos entraron por lo que hoy es Alaska franqueando
un puente de tierra sumergido en la actualidad bajo el mar de Bering, aunque
también (Imposible que hayan cruzado cortas distancias por mar, utilizando em­
barcaciones simples, o que lo hayan hecho sobre el hielo invernal. El puente de
tierra aparecía cada vez que el nivel mundial del mar disminuía 48 m a causa de
la retención de las precipitaciones sobre la tierra en forma de hielo glacial que se
acumulaba en las regiones polares y montañosas del Mundo. En su extensión má­
xima, cuando el nivel del mar descendía cerca de 100 m por debajo del actual, el
puente de tierra de Bering se extendía desde el cabo Navarin, al Sur de la desem­
bocadura del río Anadyr en el oeste de Siberia, y después de bordear, hacia el Su­
roeste, las islas Pribilof, alcanzaba la Alaska continental cerca de la punta de la
península de Alaska al Sur de la desembocadura del río Yukón.^n esas épocas, el
puente se extendía hacia el Norte, cerca de 500 km allende el estrecho de Bering.
A pesar de las frías temperaturas, el clima de la costa sur del puente de tierra era
árido y continental de modo tal que los glaciares se acumulaban sólo en las zonas
de las altas montañas de Siberia, Alaska y Yukón (Ilustración 1). ♦
Cada vez que se formaba el puente de tierra, el clima de su costa sur era rela­
tivamente más moderado que en el interior, ya que las corrientes del océano
Artico quedaban interceptadas. Durante el periodo de máximo avance de los
glaciares en la última glaciación, hace entre 2 5 0 0 0 y 15 000 años, las riberas del
golfo de Alaska y la costa oeste de la Columbia Británica, hasta Puget Sound al
Sur, en el Estado de Washington,:estaban cubiertas de glaciares debido a las
grandes nevadas en las montañas adyacentes. Durante esa época, los glaciares
cubrían prácticamente todo Canadá, con excepción de la mayor parte de Yukón,
la cual, al igual que el resto de Beringia, era demasiado árida para la acumula­
ción de hielo glacial. No ^ sta n te, entre el 5 0 0 0 0 y el 35 000 antes del presente
(a.p.) aproximadamente, ^Dclima era mucho más parecido al de la actualidad.
Este intervalo cálido en la última glaciación es conocido como un interestadial.
42 ALAN L. B R Y A N

Ilustración 1
LA REG IÓ N D EL PUENTE T E R R E ST R E D E BERING

Asia del Nordeste y América del Norte en el momento de máxima glaciación continental
del Pleistoceno Inferior (aprox. 17000 a.p.)- En la ribera occidental de algunas islas de la
costa noroeste existían refugios que no se habían helado, pero el Sur de Alaska permane­
ció cubierto de hielo a partir del 2 5 0 0 0 a.p. Sin embargo, el centro de Alaska y el Japón
permanecieron libres de hielo. La glaciación continental de San Lorenzo avanzó en direc­
ción Oeste, hacia el Norte de las Montañas Rocosas alrededor del 30000 a.p. El hipotéti-
co «corredor libre de hielo» no existió hasta después del 11000 a.p., de modo que los po­
bladores se desplazaron hacia el Sur desde la zona no helada de Beringia a lo largo de la
costa del Pacífico antes-deL2i.Q0Q-a,p-,o por el Este de las Rocosas antes del 3 0 0 0 0 a.p.
lT L )m ñ ^ Y u ria k h , Siberia (250 0 0 0 a.p.).
2 . Kamitakamori, Japón (500 000 a.p.).
P
‘ uente: Alan L. Bryan.

Excepto en el periodo de máxima expansión glaciar, la zona situada al Este


de las M ontañas Rocosas en Alberta y el valle del río Mackenzie, permanecía li­
bre de hielo. Hacia el año 30000 a.p., la masa glaciar Lauréntida, avanzó desde
la bahía de Hudson hacia las Montañas Mackenzie, donde permaneció encerra­
da hasta aproximadamente el año 110 0 0 a.p.*A. partir de esta fecha, los mamífe­
ros superiores y los seres humanos pudieron desplazarse libremente entre el Yu-
k o n jr &s Graji3esJTanuras. h
Hasta hace poco, se postulaba la existencia de un hipotético pasillo libre de
hielo, situado al Este de las Rocosas, que habría permitido a los primitivos habi-
tantes del continente pasar de Beringia a la región subplacial de América. Se su­
pone que estos primeros pobladores eran cazadores (ju^perseguían grandes her-
bívoros por las Grandes Llanuras Centrales de Estados Unidos. El elemento
EL P O B L A M I E N T O ORIGINARIO 43

principal de esta suposición está dado por el hecho de que en general se reconoce
que la manifestación cultural más temprana en Norteamérica iés)la tecnología
clovis, fácilmente jdentificable por las_£uruas jle jiroyectU^ acanaladas muy-fía-
boradas usadas para cazar mamuts y .bisontes entre el 1.1200 y. el. 1Q50Q a.p.
(Haynes, 1 9 8 0 ; Haynes et al., 1984). Desde 1927, año en que se confirmó que'
las puntas acanaladas esta ^ n asociadas con la extinción del bisonte en el sitio
de Folsom, Nuevo México, se comenzó a desarrollar un modelo según el cual los
primeros americanos eran cazadores, especializados en la caza mayor, que po­
seían una tecnología análoga a la del Paleolítico Superior^ Excavaciones subsi­
guientes en unos doce sitios en las Grandes Llanuras y en el Sudeste de Arizona j
confirmaron la presencia de puntas de proyectiles clovis acanaladas que eviden-;
temente habían sido empleadas para dar muerte a los mamuts (Ilustración 2). t 1
Las Grandes Llanuras constituyen desde hace mucho tiempo un vasto ecosis­
tema de praderas que, desde d Pleistoceno, suministran pastos en abundancia a
las manadas de herbívoros, ferji) consecuencia,_lgs ocupantes prehistóricos de las
Llanuras hallaron una base económica en la caza de estos grandes herbívoros. Al
Este del río Mississipi se han encontrado varios sitios que incluyen puntas aca­
naladas, fechados entre el 11000 y el 13000 a.p. Asimismo, otros sitios con pun­
tas acanaladas de la zona Nordeste de Columbia Británica, Montana occidental,
Idaho, Nevada y uno ubicado a gran altura en Guatemala se han fechado con
menos de 1 1 000 años a.p. Pero estos sitios no han revelado la existencia de fau­
na extinta, por lo que no sabemos qué animales pudieron haber cazado sus mo­
radores. No obstante, ha ganado popularidad el modelo según el cual los caza­
dores de fauna mayor del Paleolítico Superior oriundos de Siberia — y, en último
término, de Europa— fueron los primeros americanos, que más tarde se habrían
desplazado por el hipotético corredor libre de hielo, hasta las Grandes Llanuras,

Ilustración 2

Punta clovis.
Fuente: Alan L. Bryan.
44 ALAN L. B R Y A N

donde desarrollaron su distintiva tecnología clovis y luego se expandieron con


rapidez en todas direcciones, para poblar, en pocos siglos, toda la superficie del
Nuevo Mundo.
Sin embargo, este modelo plantea problemas importantes. Por un lado, los si­
tios clovis no son los más antiguos del continente y, por el otro, el complejo clovis
no aparece al Sur de Panamá. Además, los datos actuales indican que la tecnología
clovis se originó al Este de las Grandes Llanuras y que los puntos donde se acumu­
lan los restos de mamuts son los sitios donde los cazadores venidos del Este encon­
traban y aniquilaban a los animales sedientos y cansados, que se agrupaban en los
abrevac^eros cuando, hacia el 11000 a.p., se desató la última gran sequía del Pleis-
toceno. Como veremos más adelante, las pruebas relativas iC)los sitios del Pleisto-
ceno en América del Sur han llevado a la mayoría de los arqueólogos a abandonar
eppopular m9 dej5 _clovj.s, como teoría inicial de poblamiento del continente. ,

ORÍG EN ES BIOLÓG ICOS ASIÁTICOS

genetistas concuerdan en que los amerindios están estre­


chamente emparentados con Jos) asiáticos del Nordeste, y que los pueblos que vi­
ven a ambos lados del estrecho de Bering están aún más vinculados. De hecho, los
esquimales viven hoy a ambos lados del estrecho y algunas evidencias sugieren
qiip (í^ prntr>p<!qiiitruiIes^-d£_Alaska llegaron de Siberia alrededor del 6000 a.p., y
que más tarde se extendieron hacia el Noroeste a lo largo de la costa ártica, hasta
poblar la última de las grandes regiones deshabitadas de las Américas. Para llevar
a cabo esta proeza, los esquimales usaron una tecnología altamente especializada
para cazar mamíferos marinos, caribús y bueyes almizclerosí^ambién habían de­
sarrollado una técnica para elaborar indumentarias especiales, con objeto de man­
tener el calor del cuerpo, así como viviendas convenientemente aisladas?'En efecto,
al igual que lasroblaciones indígenas de las Grandes Llanuras que cazaban búfa­
los a caballo, Qo^esquiniales fi^rojLJpS-ÚltimoS-Cajadgres especializados en ani­
males de fauna mayor y a menudo sirven como modelo de cómo pudo haber sido
el estilo de vida durante el Paleolítico Superior Temprano. Los indios atabascanos
(dené), que habitan una vasta zona boscosa que abarca el interior de Alaska, Yu-
kón, el Oeste de los territorios del Nordeste y la porción Norte de las provincias
de Canadá, al Oeste de la bahía de Hudson, no están relacionados lingüísticamen­
te con su contraparte, que habita el interior del Este de Siberia. Sin embargo, su
tecnología de caza, sus viviendas y sus indumentarias de piel son muy sirmlaresT'y
<Ksde el punto de vista~genético, ^stán estrecEamente emparentados^ ~’
Las fuertes similitudes genéticas, lingüísticas y culturales presentes en toda
Beringia han sido explicadas por medio de un modelo según el cual lo^squim a-
les fueron los últimos inmigrantes, mientras que los dené representan(1¿ penúlti­
ma inmigración. Tanto desde el punto de vista genético como lingüístico, todos
los otros amerindios, que viven más al Sur, están más lejanamente emparentados
con los asiáticos del Nordeste, de modo que se los considera descendientes de in­
migrantes más tempranos que, se supone, atravesaron el corredor libre de hídb
al final de la última glaciación (Greenberg, Turner y Zegura, 1986).
EL P O B L A M I E N T O O R I G I N A R I O 45

Después de realizar estudios detallados sobre los dientes amerindios y euro-


asiáticos, el antropólogo físico norteamericano Christy Turner (1989) llegó a la
conclusión de que éstos son más parecidos a los del Nordeste asiático y a los del
Norte de China, y que no están relacionados con los dientes de las poblaciones
del Paleolítico Superior de la Rusia europea, del Altai o del área del lago Baikal,
en el Sur de la Siberia central. Según este autor, la población del Norte de China'/
se extendió hacia Mongolia hace aproximadamente 20 ÓOÓ años v alrededor del
14000 a.p. cruzó ^eringia.. Los genetistas que estudian el ADN mitocondrial de
varias poblaciones americanas también encuentran estrechos vínculos entre los '
amerindios y los asiáticos del Nordeste, pero concuerdan en que el marco tem­
poral es muy dilatado (Paabo, ms; Torroni et al., 1990). La extrema diversidad
genética de los amerindios y la alta proporción de factores raros en el Este de
Asia indican que los amerindios de las zonas situadas al Sur de los glaciares tu­
vieron parentesco con los asiáticos del Nordeste l ^ e quizás 25 000 o 45 000
años, en una época que quizá pueda situarse entre 12^^ 45 mil años a.p.
Un estudio de morfología craneana realizado en Í991 por Ñeves yT*ucciare-
lli les llevó a la conclusión de que los antiguos habitantes de América del Sur
emigraron del Sudeste d e Asia antes_de que seTcTesarrqllaran los rasgos nwngo-
loides en esa regic^ y que Jopsuramericanos poseen un parentesco más estrecho j
con los australianos y los pobladores del Sudeste de Asia. Ambos autores sugie­
ren que estas poblaciones se desplazaron desde fcUÑorte de Chin^ en ambas di­
recciones, a lo largo de la costa del Pacífico, antes de que llegaran a desarrollarse
los modernos rasgos mongoloides.

O RÍG EN ES TEC N O LÓ G IC O S ASIÁTICOS

Según una vieja suposición de los arqueólogos americanistas, los hombres no pu­
dieron vivir en la zona subártica sino hasta después del 20000 a.p. (Dincauze,
1984). Los arqueólogos siberianos que estudian los ríos Yenisei, Angara y Lena
están excavando varios sitios que contienen artefactos del Inferior y Medio Paleo­
lítico en contextos estratigráficos fechados por radiocarbono en más de 35 000
años (Drozdov et a i , 1990) y, desde el punto de vista geológico, varios de estos
sitios pueden ser fechados en al menos 200 000 años (Larichev et al., 1987). Así,
por ejemplo, el sitio de Diring-Yurekh en el curso medio del Lena, cerca de Y a­
kutsk, en la parte más fría del hemisferio Norte, ha revelado una industria de
núcleos de guijarro y de lascas del Paleolítico Inferior en un estrato de grava,
debajo de una gruesa capa de arena’ que corona el terraplén de un antiguo río
(Ackerman, 1990; Larichev et al., 1987). La arena ha proporcionado fechas
paleomagnéticas y por termoluminiscencia que el arqueólogo luri Mochanov
(1993) ha interpretado como Pleistoceno Temprano, aunque los geólogos rusos
que visitaron el lugar consideran que es muy probable que el estrato tenga entre
200 000 y 300 000 años. Los análisis posteriores de las capas arenosas superio­
res mediante la termoluminiscencia muestran que la ocupación fue anterior al
26 0 0 0 0 a.p. y que podría incluso ser del 3 70000 a.p. (Waters et al., 1999). El
significado de Diring y de otros sitios de Siberia para la Prehistoria de América
46 ALAN L. B R Y A N

consiste en demostrar que los seres humanos ya se habían adaptado al medio


ambiente ártico y subártico de esa región, mucho antes de que se desarrollaran
las innovaciones tecnológicas del Paleolítico Superior. Todos estos informes son
preliminares y se esperan descripciones más detalladas.‘í ’ero los indicios de que
hace 2 5 0 0 0 0 años aproximadamente había ya en Siberia central poblaciones do­
tadas de tecnología del Paleolítico Medio o Inferior, arroja dudas sobre la hipó­
tesis de ima ocupación inicial de hace tan sólo 20 000 años.i'
Se sabe desde hace mucho que ^ H om o, erectus, con una tecnología del Pa­
leolítico Inferior, se encontraba ya en el Norte efe China hace entre 2 50 000 y
5 0 0 0 0 0 años. Recientemente, este marco temporal se ha extendido a un millón
de años. Én Japón se están excavando varios sitios del Paleolítico Medio en
Honshu. Los arqueólogos y geólogos de ese país creen que el periodo en algunos
de estos sitios corresponde al Pleistoceno Medio, quizás de unos 200 000 años de
edad (Nakagawa, 1990). Algunos arqueólogos japoneses de talante más conser­
vador han aceptado recientemente la existencia de un sitio fechado en 5 0 0 0 0 0
años a.p. (Imamura). Una vez más, se trata de informes preliminares. Sin embar­
go, en la región general que dio a luz a los primeros americanos existe evidencia
ciertamente suficiente como para poner en duda la suposición básica según la
cual la ocupación inicial de Beringia se produjo sólo después del 115000 a.p.
Como queda señalado, a partir del estudio de dientes Turner llegó a la con­
clusión de que los primeros americanos provenían desde el Norte de China. Pero
aunque dicha conclusión está bien fundada, es evidente que estos hombres al­
canzaron Beringia mucho antes del 11500 a.p. La presencia de hombres en Ja ­
pón, en el Norte de China e incluso en el Norte de la Siberia central hace más de
2 0 0 0 0 0 años, significa que éstos pudieron haberse hallado en cualquier parte
del Nordeste asiático durante el último periodo Interglaciar, cuando el clima era
más cálido que en la actualidad. Si ya en éste periodo los hombres se habían
adaptado al Nordeste del continente asiático y a las islas japonesas, es posible
suponer que también pudieron haber estado en condiciones de atravesar el puen­
te de tierra de Bering, ya fuera caminando, ya sea bajeando la costa con embar­
caciones simples, cada vez que el nivel del mar descendía unos 48 m, hecho que
se produjo en repetidas oportunidades durante el Pleistoceno, inclusive hace
7 0 0 0 0 años aproximadamente (Hopkins, 1982).''^Así, pues, si la entrada inicial
sobre el puente de tierra de Bering se produjo hace 70 000 años, estos hombres
tienen que haberse hallado ^ un_estadjO ífom sapiens á t transición tardío,
pero que no era aún toalm ente moderno. Asimismo, el nivel de su tecnología
tiene que KaBer"si3o el Hel Paleolítico Medio Tardío del Este de Asia, con una in­
dustria de herramientas de núcleo y lascas a las que puede haberles faltado el
lasqueado bifacial. Si estos primeros hombres se hubieran extendido hacia el
Noroeste desde las regiones arboladas del Este de Asia, podríán haber tenido un
repertorio simple de lascas muy poco retocadas, usadas para elaborar una tec­
nología razonadamente desarrollada de la madera, la fibra y otros elementos pe­
recederos, que en la mayoría de los contextos arqueológicos no han podido pre­
servarse.
Hoy en día sabemos que estos hombres tienen que haber desarrollado
embarcaciones lo suficientemente avanzadas como p jra cruzar hasta 70 km de
EL P O B L A M I E N T O O RIG IN ARIO 47

océano, con el objeto de poblar, hace por lo menos 40 000 años, Australia y
Nueva Guinea, e incluso las Salomón, Nueva Irlanda” (jones, 1990), y quizás
también, hace 30 000 años aproximadamente, Okinawa. Si hace más de 200 000
años ya había hombres en la isla de Honshu, se puede suponer que tenían expe­
riencia en embarcaciones y que eran capaces de cruzar extensiones de agua si­
milares a las del Pacífico Norte para poblar Hokkaido, las Kuriles y Kamchatka
hace más de 100 0 00 a ñ o s.l^ e c o sistema marítimo del Pacífico Norte, con pe­
ces, crustáceos, pájaros y mamíferos marinos en abundancia, así como también
moras y otras plantas comestibles, tiene que haberles resultado a los primeros
habitantes más productivo y de más fácil adaptación que el interior continental
del puente de tierra, donde la caza era más móvil y más diseminada y donde es­
caseaban las plantas comestibles^Así, pues, es muy posible que los primeros
hombres que atravesaron el puente de tierra hayan navegado cerca de la relati­
vamente cálida costa del Pacífico Norte, que era más productiva, llevando con­
sigo una tecnología relativamente simple de herramientas de núcleo y de lasca
del Paleolítico Medio.

EL PO BLA M IEN TO DE AM ÉRICA LATINA

Es muy probable que los seres humanos hayan penetrado por primera vez en lo
que hoy es América Latina a lo largo de la costa de la Baja California. A comien­
zos de la última glaciación, las cordilleras del Oeste de Norteamérica, hasta la
extremidad sur de la Sierra Nevada, en el Sur de California, estaban cubiertas de
hielo glacial; exceptuando la brecha del río Columbia, los hombres se habrían
confinado en el Oeste del sistema montañoso formado por la Cordillera de las
Cascadas y la Sierra Nevada. Durante el periodo de la última glaciación, algunos
aventureros pudieron haberse abierto paso hacia la cuenca del Columbia y la lla­
nura del río Snake, y otros pudieron haber cruzado por el Sur de las Sierras has­
ta el desierto de Mojave,'‘pero es muy probable que la mayoría haya permaneci­
do a lo largo de la costa del Pacífico y en los valles de los ríos más pequeños,
dentro de los ecosistemas productivos tradicionales que durante mucho tiempo
habían ocupado sus antecesores'.' Lamentablemente, la mayoría de los sitios cos­
teros que datan de la última glaciación están hoy sumergidos en la plataforma
continental. Los no sumergidos estarían enterrados en los depósitos aluvionales
de los ríos o en otros contextos geológicos. Se ha tenido noticia acerca de la exis­
tencia de tales sitios en San Diego, justo al Norte de la frontera mexicana, y en el
desierto de Mojave, pero como sóld contienen núcleos y lascas monofaciales
simples, la mayoría de los arqueólogos profesionales ha llegado a la conclusión
de que debe existir algún error en la evidencia señalada. Aunque no fechado en
el Pleistoceno a causa del nivel creciente del mar, el levantamiento tectónico en
las islas del canal del Sur de California ha preservado concheros con depósitos
fechados en más de 1 0 0 0 0 años (Meighan, 1989). Estos concheros tempranos
contienen también núcleos simples, lascas sin retoque y sm ninguna modifica­
ción,“y sólo unos pocos cuchillos tallados por ambos ladqs. Si no fuera'”poreI He­
cho de que fueron excavados en basureros de conchillas que contenían toneladas
48 ALAN L. B R Y A N

de desechos de comida, fogones y restos de esqueletos humanos, los arqueólogos


escépticos hubieran cuestionado su categoría de artefactos hechos por el hom­
bre. Meighan (1989) señala que los primeros californianos, que dependían prin­
cipalmente de los recursos marinos y cuyos descendientes desarrollaron más
tarde múltiples adaptaciones marítimas, recogían crustáceos y pescaban en es­
tanques de marea o en estuarios poco profundos, conredes, arpones o nasas^En
cuanto a las embarcaciones que habrían utilizado, ^ p osible que fueran simples
'■ c^qas_p_balsas_de.tuLejiesde las que se zambullirían para atrapar peces o desde
I las que pescarían con sedal. *
En Baja California se ha señalado la existencia de montículos de conchillas
en playas elevadas, pero ninguno de ellos ha proporcionado fechas tempranas.
Hasta el p r e s e n t e , s i t i o más temprano_de| que se tienejnoticia en México es
-^ El Cedral, al Sur de Monterrey, donde un posible fogón, que data des hace
33 0 00 años, estaba circundado de huesos de patas de proboscidios^Se encon­
traron también allí dos raspadores de lascas monofaciales y algunos posibles
artefactos en hueso (Lorenzo y Mirambell, 1986b). Otros artefactos, completa­
mente permineraüzados, trabajados y cincelados en huesos de animales extintos,
han sido dragados del fondo del lago Chapala y recolectados del lecho del lago
pleistocénico Zacoalco, cerca de Guadalajara (Solórzano, 1990). No se han
localizado sitios de ocupación y los huesos no han podido ser fechados a causa
de lo insuficiente del colágeno. Al sur de Puebla, en la presa Valsequillo, se han
excavado varios lugares con fauna extinguida (Irwin-Wiliiams, 1967). Uno de
ellos reveló la existencia de un raspador de laminilla asociado con conchas, que
datan del 20000 a.p. En Hueyatlaco, la localidad principal, se hallaron herra­
mientas sobre lascas monofaciales, así como también puntas bifaciales ^ fo r m a
de hojas de sauce, que parecen ser excepcionalmente tempranas, si deGa)única
localidad datada por radiocarbono se debe extrapolar la fecha de 20 000 años.
La mayor parte de la evidencia de la ocupación temprana ha jid o recogida
en la cuenca de México, cerca de la ciudad de México. BnJTl_^acgj;;a\e han en­
contrado varias láminas semejantes a cuchillas, cerca de un fogón fechado en
20 0 00 años (Lorenzo y Mirambell, 1986c). Asimismo, en las antiguas costas de
lagos se han_excavado_yariosjmatnuts (Lorenzo y Mirambell, 1986a). La mayo­
ría de estos sitios ha mostrado sólo herramientas sobre lascas monofaciales, pero
en dos lugares cerca de Iztapan se han encontrado puntas de proyectil bifaciales.
Estas puntas son lanceoladas y con pedúnculo, pero no están acanaladas. La fe­
cha del 9 0 0 0 a.p. en Iztapan I parece demasiado tardía para los mamuts, aunque
se considera que una punta con hombros asociada es similar a la forma de
Scottsbluff, en las Grandes Llanuras, y que data más o menos de la misma épo­
ca. En el Norte de México se han encontrado puntas acanaladas esparcidas;
también una en Zacoalco, pero la única excavada en un contexto fechado estra-
tigráficamente (9460 a.p.) se encuentra en un refugio de roca en la cueva de Los
Grifos, cerca de Ocozocoautla, en el estado sureño de Chiapas (García-Bárcena,
1979). La punta tiene forma de «cola de pescado», y se han encontrado varios
ejemplares de ella aislados más al Sur en Centroamérica. Sin embargo, sólo en
Sudamérica se la localiza en contextos fechados. Dado que el datado como más
antiguo (11000 a.p.) se halla en la cueva de Fell, cerca del estrecho de Magalla­
EL P O B L A M I E N T O ORIGINARIO 49

nes, y que este tipo de puntas aparece poco tiempo después en la provincia de
Buenos Aires, en las pampas argentinas, parece más razonable concluir que esta
forma distintiva se desarrolló en la Patagonia austral como parte de una adapta­
ción local para la caza de caballos, y que más tarde, cuando éstos se extinguie­
ron, se difundió hacia el Norte/^bos de las puntas cola de pescado de la cueva de
Fell y las dos puntas provenientes de sitios cercanos en las pampas han sido des­
critas como acanaladas; sin embargo, sería necesario realizar análisis tecnológi­
cos para determinar si son realmente acanaladas como las que provienen de más
al Norte, como, por ejemplo, las de la colección excavada de El Inga, cerca de
Quito, en Ecuador, en un contexto datado en el 9000 a.p.^
En Panamá, en el extremo sur de América central, se hallaron también pun­
tas acanaladas tipo clovis; sin embargo, en Los Tapiales, sitio ubicado en la cor­
dillera continental, a 3 000 m de altura, en Guatemala, sólo se ha excavado una
base acanalada en un contexto fechado en el 10700 a.p. (Gruhn, Bryan y Nance,
1977). Láminas, buriles y bifaces simples estaban asociados con esta base y con
una laminilla acanalada. Como en este sitio no se preservaron los huesos, no es
posible saber si estos hombres cazaban o no animales hoy extintos. A unos po­
cos kilómetros de Los Tapiales se han recogido puntas completas tipo clovis, así
como también puntas cola de pescado acanaladas; asimismo, se ha señalado la
existencia de huesos de mamuts, de modo tal que en Guatemala existe un p_pte.n-
daj^ para encontrar la asociaciór^en^ eI_ hombrs_y_£Lina.niut^Sin embargo, la
asociación no debe hacerse necesariamente con las puntas acanaladas. Resulta
interesante señalar que en la cuenca de Quetzaltenango (Xelajú), que puede ha­
ber contenido un lago pleistocénico como los de la cuenca de México, se encon­
tró una punta con hombros bastante similar en tamaño a aquella proveniente de
Iztapan I (Bryan, en prensa) (Ilustración 3).

Ilustración 3

Punta cola de pescado acanalado.


Fuente: Alan L. Bryan.
50 ALAN L. B R Y A N

En un campo de caña de azúcar en Turrialba, situado en la región montañosa


de Costa Rica, se han encontrado varias puntas tipo clovis, láminas y buriles.
Una punta cola de pescado proviene de una terraza más baja, lo que sugiere que
fue utilizada en tiempos más tardíos (Snarskis, 1979). En el lago Madden, un es­
tanque artificial construido para contener el agua de inyección al canal de Pana­
má durante los periodos secos, se han hallado en superficie varias puntas cola de
pescado, algunas acanaladas (Bird y Cooke, 1978). Así, pues, las puntas tipo clo­
vis más australes de las que tenemos noticias son las^eñaladas en La Muía Oeste,
cerca del Golfo de Panamá (Ranere y Cooke, 1989). En efecto, en Colombia y en
el Noroeste de Venezuela, se han encontrado puntas cola de pescado, algunas de
ellas acanaladas, pero hasta el presente no se ha informado acerca de la presencia
de las formas tipo clovis en Sudamérica. ^
La distribución en Centroamérica y en América del Sur de las puntas tipo
clovis y de la forma cola de pescado acanaladas se explica más simplemente a
través de la hipótesis de que las puntas acanaladas clovis, que están fechadas en
las Grandes Llanuras y en el Sudeste de Atizona entre el 10900 y el 11200 a.p.,
se difundieron hacia el Sur desde su centro norteamericano, al mismo tiempo
que la forma cola de pescado del estrecho de Magallanes, que está fechada en el
Cono Sur entre el 11000 y el 10500 a.p ..JoNhizo hacia el Norte.'^Ambas tradicio­
nes tecnológicas se encontraron y se fundieron en Ecuador y en C eju joamérica
^ c e aproximadamente 9 OpO tóos=_Más aún, la distribución dei. las) primeras
puntas de proyectil sugiere que los hombres del lugar desarrollaron técnicas es-
peciales para cazar fauna mayor, que incluyen la idea de las puntas de proyectil
bifaciales con las cuales experimentararon y las adoptaron si les resultaron efec­
tivas. La caza alrededor de las costas de los lagos y en los ecosistemas de prade­
ras abiertas, tales como los páramos altos, explicaría la presencia rara de puntas
tempranas en las áreas de las tierras bajas arboladas de Centroamérica.^a expli­
cación alternativa más favorecida sugiere que los primeros centroamericanos se
dedicaron a la caza mayor con puntas acanaladas, y que luego se trasladaron
con rapidez a través de Centroamérica y hacia la cordillera andina, donde la
caza resultaba más abundante, f
El modelo según el cual los hombres ya bien establecidos en sus ecosistemas
habían desarrollado técnicas para la caza de mamíferos terrestres que vivían en
guaridas en las praderas, puesto que, a fines del Pleistoceno, los bosques estaban
aumentando de tamaño, significa que deberían encontrarse sitios tempranos sin
puntas de proyectil bifaciales. La talla bifacial desapareció en Panamá alrededor
dei 7 0 0 0 a.p., ya que hacia esa época había bosques densgg en todas partes y los
herbívoros más grandes ya no podían correr en manadas. Sin embargo, en Gua­
temala, en el Sur de México, y probablemente también en Costa Rica, se siguie­
ron usando puntas de proyectil en las áreas abiertas de las regiones montañosas
donde todavía sobrevivían algunos animales de caza.#Dado que el lasqueado bi­
facial desapareció muy pronto en las áreas densamente arboladas, los arqueólo­
gos identifican los sitios tempranos por la presencia de la talla o lasqueado bifa­
cial y dan por sentado que todo sitio sin ella es tardío. Este problema conceptual
sólo podrá ser evitado si se fechan todos los sitios sin talla bifacial o si se en­
cuentran sitios con estratigrafía sin lasqueado bifacial en capas más bajas.
EL P O B L A M I E N T O O RIG INARIO 5|

La cueva de Espíritu Santo, en El Salvador, reveló una secuencia estratigrá-


fica de este tipo. Por debajo de una ocupación cerámica y de una capa interme­
dia estéril, el arqueólogo alemán Wolfgang Haberland (comunicación personal,
1989; 1991) encontró un grupo lítico abundante que carece de talla bifacial. Se
recuperaron además distales y laterales, perforadoras y tajadores, así como tam­
bién cientos de lascas de materiales exóticos. El componente temprano no ha po­
dido ser fechado debido a la falta de carbón y de huesos. Sin embargo, lo que
aparentemente es una pintura descolorida de un proboscidio sobre la pared tra­
sera del refugio de roca sugiere la posibilidad de un contexto pleistocénico. No
muy al Sur, en el Noroeste nicaragüense, se recuperaron algunas piezas de sílex
tallado entre abundantes huesos de animales extintos, entre los que se cuentan
huesos de mastodontes_)Ld£-p£xezQsns terrestres. Como la calcedonia sólo apare-
ce río abajo en el sitio de El Bosque, el contexto sugiere que los hombres recogían
los huesos de los animales muertos (Espinosa, 1976; Gruhn, 1978).
El único otro sitio en Centroamérica que en algún momento fue considerado
como temprano se encuentra en la ciudad de Managua. El Cauce o Acahualinca
es uno de esos escasos sitios en los que se han conservado en perfecto estado
h_uellas_de _pie huma nOy.ya-qu,e_ los hombres caminaban sobre ceniza volcánica
pura que luego era recjihÍeria_pQjr más cem Como las huellas están enterradas
a ^ m por debajo de la superficie actual, se pensó que eran muy antiguas. Sin
embargo, una fecha del 5945 a.p. de ácido húmico fue obtenida en un canal de
desagüe cercano que se había proyectado extender por debajo del estrato que
contiene las huellas (Bryan, 1973a).

ADAPTACIONES TEM PRA N A S A LOS M EDIO AM BIENTES SU DAM ERICAN OS

Reexaminaremos los sitios tempranos señalados en Sudamérica, considerando


en primer lugar el Norte de ésta, para luego atravesar los Andes antes de avan­
zar otra vez hacia el Norte, desde la Patagonia hasta el Nordeste brasileño. Se
puede dar por sentado que algunos hombres ya adaptados a las regiones coste­
ras y que se habían abierto paso a través del arbolado embudo centroamericano,
se dirigieron hacia el Este, bordeando la costa del Caribe, mientras que otros
grupos avanzaron hacia el Sur a lo largo de la costa del Pacífico.^ Hasta el mo­
mento, poco ha sido lo que se ha señalado al respecto en Venezuela oriental,
Guayanas o la cuenca amazónica. Esto se debe principalmente a que es muy difí­
cil encontrar sitios precerámicos en regiones densamente arboladas. Sin embar­
go, se han descubierto dos sitios con buena estratigrafía en la selva de galería a
lo largo del río Orinoco, en la región limítrofe entre Venezuela y Colombia (Bar-
se, 1990). Allí se hallaron láminas en cristal de cuarzo, un percutor, un fragmen­
to de hacha en piedra pulida y una piedra para partir nueces, que fueron asocia­
dos a un fogón que data del 9020 + 100 a.p. Otras localidades precerámicas no
fechadas han revelado la existencia en niveles más tardíos de lascas, de raspado­
res sobre lascas(y)de dos puntas de proyectil co n ^ ^ jg a. Según se cree, las lami­
nillas y los raspadores de laminilla íueroñlisados para manufacturar artefactos
de madera, de caña y de hueso.
52 ALAN L. B R Y A N

Uno de los últimos sitios estudiados en Suramérica, el de Pedra Pintada, cer­


ca de la desembocadura del río Tapajós, merece especial mención, porque sus
profundos estratos demuestran que los americanos primitivos se hallaban ya só­
lidamente establecidos en la cuenca amazónica hacia el año 11000 a.p. (Roose-
velt et al., 1996)/Aunque en los yacimientos más antiguos se encontró una pun­
ta bifacial, la mayoría de los artefactos desenterrados son lascas monofaciales
retocadas.
Las poblaciones en expansión hacia el Este, desde la región del Darién de Pa­
namá y Colombia, muy pronto se encontraron sin las densas selvas tropicales y
tuvieron que adaptarse^ los bosques semiáridos de árboles espinosos del Nordes­
te colombiano y del Noroeste venezolano, al Norte del límite septentrional de ios
Andes. El río Pedregal contiene una serie de terrazas bajas, así como también su­
perficies viejas más elevadas, con buenas exposiciones. En dichas superficies, el
arqueólogo venezolano José Cruxent encontró artefactos elaborados con cuarcita
local. Asimismo, descubrió una posible secuencia tecnológica correlacionada con
los diferentes niveles. El nivel más alto por encima del río proporcionó núcleos
toscos, raspadores, cuchillos y bifaces gruesas. La superficie siguiente en profundi­
dad reveló la presencia de bifaces más pequeñas y delgadas, además de los tipos
tempranos. En la terraza I se eMontraron puntas de proyectil gruesas en forma de
hoja de sauce, junto con tipos más antiguos. Las gruesas puntas biconvexas, ob­
viamente elaboradas para poder encajar en mangos provistos de un hueco para tal
fin, como un hueso cilindrico o una punta de madera, recibieron el nombre de El
Jobo, en estrecha alusión al depósito situado en las cercanías. Por último, la terra­
za de la llanura de inundación proporcionó pequeñas puntas con espiga y con ba­
ses estrechas (Rouse y Cruxent, 1963: fig. 5 y lámina 3). La secuencia tipológica
hipotética, factible si los lasqueadores experimentaron con la piedra como mate­
rial útil para golpear las lanzas de madera, sigue sin ser fechada. Siguiendo su co­
razonada, según la cual las puntas El Jobo fueron usadas para cazar grandes ma­
míferos, Cruxent se unió a un grupo paleontológico que estaba excavando huesos
de mastodontes y de otros animales extintos en el aguadero de Muaco, cerca de la
costa Este de Coro. Para gran felicidad suya, Cruxent encontró allí puntas El
Jobo, pero también artefactos más recientes, de modo que, evidentemente, no era
posible probar que las puntas El Jobo hubieran sido usadas para matar masto­
dontes en Muaco. A pesar de ello, en este sitio se rescató un hueso fósil que de
modo manifiesto había sido tallado según un patrón claro antes de la perminerali-
zación (Rouse y Cruxent, 1963: lámina 4A), así como un hueso calcinado, que
fue fechado en el 16870 a.p. (Rouse y Cruxent, 1963: 35-36) (Ilustración 4). /f
Alentado por estos descubrimientos, Cruxent se lanzó a la búsqueda de me­
jores sitios donde la corriente de agua emergente no hubiera mezclado los mate­
riales. A unos pocos kilómetros al Este se encontraron dos lugares fosilíferos,
pero como uno de ellos era un lecho de arroyo se llegó a la conclusión de que las
puntas El Job o y los huesos de caballo pudieron haber sido introducidos en el
depósito de grava desde contextos originales diferentes.
El vasto sitio de Taima-Taima no es ni una aguada ni un lecho de arroyo,
aunque de hecho las aguas freáticas se filtran horizontalmente desde las monta­
ñas de San Luis y fluyen a través de arenas de antiguas playas, debajo de un le­
EL P O B L A M I E N T O ORIGINARIO 53

Ilustración 4

Punta El Jobo.
Fuente: Alan L. Bryan.

cho de coquina que contiene fósiles miocénicos. Gradualmente, la arena pura


fue haciendo que la coquina se asentara y se resquebrajara y el agua que se filtró
a través de las resquebraduras redepositó la arena de la antigua playa sobre el
piso de coquina. La arena movediza alisó los vértices de los bloques de este piso,
pero la presión del agua i^nca fue lo suficientemente fuerte como para empare­
jar los distintos bloques. Los animales, en su mayoría mastodontes, se veían
atraídos por el agua, que, sobre este piso, formaba charcos en la arena gris. Asi­
mismo, es evidente que los hombres primitivos se sintieron atraídos hacia este si­
tio, puesto que Cruxent encontró puntas El Jobo en íntima asociación con hue­
sos de mastodonte, y una de ellas dentro de una cavidad pélvica,
Varios años después de los trabajos iniciales de Cruxent, otras excavaciones
confirmativas llevadas a cabo en 1976 permitieron recuperar una punta/Epíobo
rota dentro de la cavidad púbica de un mastodonte joven parcialmente desarticu­
lado y descuartizado, cuyos huesos habían sido cortados probablemente con una
lasca de jaspe encontrada cerca del cúbito izquierdo de la bestia. Es imposible que
la acción del agua haya movido los huesos pesados; sólo el honíbre pudo haberlo
hecho. Cerca del animal y conservada por la humedad constante se encontró una
concentración de ramas, masticadas-con seguridad por el mastodonte y que pre­
sumiblemente constituyen parte del contenido de su estómago.''Estas ramas pro­
porcionaron fechas confirmadas por varios laboratorios de radiocarbono que
indican que el joven mastodonte fue muerto y descuartizado aproximadamente
en el 13000 a.p. (Bryan et al., 1 9 7 8 ;'Ochsenius y Gruhn, 1979; Gruhn y Bryan,
1984).^Las nuevas fechas confirmaron la mayor parte de las que se habían obteni­
do con anterioridad a partir de los diferentes materiales de la arena gris. Sobre
ésta se formó con el tiempo un pantano, y en esta superficie más tardía vivieron
caballos y gliptodontes, pero no m astodoi^s, puesto que, evidentemente, ya se
habían extinguido .'M ás tarde, se acumuló ¡epcoluvión y otro p a leo sol sedesarrg-
54 ALAN L. B R Y A N

lió en otra superficie. El coluvión adicional fue recubierto por un abono orgánico
negro que data del 10000 a.p. aproximadamente. La totalidad de esta secuencia
de depósitos quedó rematada por una capa de coluvión estéril. Como no se han
encontrado artefactos en ningún depósito por encima de la arena gris, resulta cla­
ro que éstos no pudieron haberse filtrado desde más arriba.
A pesar de que se ha pretendido lo contrario (por ejemplo, Lynch, 1980),
Taim a-Taim a ha proporcionado artefactos definidos, en un contexto geológico
bien fechado y altamente estratificado, que se mantuvo puro a pesar del agua es­
curridiza, ya que ésta movió arena y concentró ramas en cavidades pero no fue
lo suficientemente fuerte como para mover o mezclar huesos o artefactos de pie­
dra. Reseñados con gran detalle, estos datos constituyen única evidencia sóli-
da^n toda Sudamérica^de un s^itio de matanza de megamamífecos. Por supuesto,
si se acepta el modelo según el cual los cazadores norteamericanos de fauna ma­
yor fueron los primeros sudamericanos, la evidencia de Taima-Taima o de cual­
quier otro sitio más temprano que Clovis no puede ser correcta, y todos estos si­
tios deben sey explicados de otro modo, tal como Lynch (1980) ha intentado
hacer sistemáticamente.
Ahora se hacen evidentes ciertas diferencias significativas entre la arqueolo­
gía de Norteamérica y la de Sudamérica. En su búsqueda de los orígenes cultura­
les, los arqueólogos norteamericanos dirigen su mirada hacia Beringia y Siberia,
donde es bastante sencillo encontrar similitudes y relaciones, ya que tanto los
grupos humanos que se adaptaron a las Grandes Llanuras como los que lo hicie­
ron con respecto a la tundra de las estepas de Beringia y de Siberia vivían<€H)eco-
sistemas que obligaban a hacer.,hincapié_en la caza y no en la recolección. Por su
parte, los arqueólogos sudamericanos buscan en Panamá y en Centroamérica los
orígenes culturales, pero el ecosistema dominante en esa región es la selva tropi­
cal y las únicas relaciones que se han podido reconocer son las puntas cola de
pescado y las tipo Clovis acanaladas que están ampliamente diseminadas. Los
arqueólogos orientados hacia Norteamérica concluyen, pues, que las puntas aca­
naladas deben constituir las relaciones más tempranas. A diferencia de estas
puntas que presentan una extensa distribución, puesto que muchos grupos cultu­
rales las consideraron armas de caza efectivas, las puntas El Jobo tienen una dis­
tribución conocida muy limitada. Así, si bien en Costa Rica, Nicaragua y M éxi­
co se han hallado puntas en forma de hoja de sauce, éstas no constituyen las
puntas distintivas El Jobo. Sin embargo, en un sitio situado en el Noroeste ar­
gentino se han encontrado las características puntas gruesas y biconvexas tipo El
Jo b o (Alberto Rex González, comunicación personal, 1970) y en el Sur de Chile
se han hallado dos más en un sitio coetáneo, ocupado hace 2 500 años en Monte
Verde, al que nos referiremos más adelante.*tju¡zás los trabajos que se realicen
en el futuro, en especial a lo largo de las desconocidas laderas este de los Andes,
revelen una vinculación entre estas ocurrencias tan alejadas entre sí; aunque
también es posible que la forma casi cilindrica de las puntas El Jobo provenga de
las puntas de madera o hueso pulido conformadas en forma similar, que fueron
halladas en varias partes de América del Sur.HJna diferencia de gran importancia
entre N orte v Sudamérica « la mayor diversidad de los grupos líticos que en for-
rrm local se desarrollaron en esta última, como parte de adaptaciones culturales
EL P O B L A M I E N T O O RIG INARIO 55

distintivas a diferentes ecosistemas que contenían una amplia y diversa gama de


recursos naturales. Es posible esperar, pues, una convergencia tecnológica, que
incluya las puntas bifaciales de formas parecidas, como producto de adaptacio­
nes paralelas, a bases similares de recursos y de medioambientes (Bryan, 1973;
Richardson, 1 9 7 8 ).*
En la zona central de Colombia, casi a 1 0 0 0 km al Sudoeste de Taima-Taima
en la elevada sabana de Bogotá, las excavaciones en los refugios de roca El Abra
revelaron la presencia de un núcleo simple y de una industria de lascas retocadas
que datan de una fecha tan temprana como la del 12400 a.p. (Correal, 1986).
Esta industria abriense aparece también en el sitio descampado de Tibitó, en
asociación con restos de mastodontes y de caballos, pero sobre todo de ciervos,
en un contexto que data del 11740 a.p. (Correal, 1981). Tibitó puede haber sido
una estación de procesamiento y no un sitio de matanza; pero, de todos modos,
parece significativa d^ausencia de toda evidencia de puntas.,bifaciales: rú siquiera
se han encontrado puntas rotas. Es posible que estos hombres mataran a los ani-
males con lanzas de madera, como todavía lo hacen hoy en día muchos indios de
las selvas de las tierras bajas sudamericanas. Asimismo, es válido suponer que en
algunas ocasiones los abrienses hayan obtenido puntas bifaciales como producto
de comercio, pero resulta evidente que estos cazadores-recolectores de la sabana
de Bogotá no usaron en forma cotidiana, ni siquiera en los tiempos cerámicos,
puntas bifaciales de proyectil de piedra lasqueada.
En las zonas montañosas del Ecuador, la historia es diferente. La región que
rodea Haló, ai Este de Quito, contiene en abundancia cantidades de obsidiana de
excelente calidad que atrajeron a los hombres cuando menos alrededor del
11000 a.p. Las excavaciones en El Inga proporcionaron varios tipos de puntas
bifaciales, entre ellas las formas de cola de pescado acanalada y no acanalada;
sin embargo, para nuestra decepción, las fechas que se obtuvieron por radiocar-
bono son tardías y se sitúan entre el 4 0 0 0 y el 9000 a.p. (Mayer-Oakes, 1986).
Las excavaciones del arqueólogo norteamericano William Mayer-Oakes en el si­
tio solar de San José revelaron una industria similar, que incluye láminas, bunles
y muchas herramientas talladas, cuidadosamente retocadas monofacialmente,
pero ninguna evidencia de retoque bifacial'\Mayer-Oakes, comunicación perso­
nal, 1990). Series estratigráficamente consistentes de fechas de hidratación de
obsidiana, entre el 10000 y el 11000 a.p., sugieren que los primeros ocupantes
conocidos de la región de Haló innovaron una industria avanzada de piedra ta­
llada que careció de lasqueado bifacial hasta el 10000 a.p. Probablemente, la
idea de una talla bifacial fue adoptada cuando la forma de cola de pescado ma-
gallánica se difundió desde el Sur. Un poco más tarde se aceptó el concepto de
acanaladura, proveniente del Norte, y se aplicó a las puntas cola de pescado.
Pero las puntas cola de pescado magallánicas no son omnipresentes en el Sur
de los Andes y, por tanto, no constituyen un marcador de horizonte convenien­
te. En realidad, tienen una distribución conocida muy irregular, con vacíos in­
cluso en sitios datados de la época en la que deberían encontrarse, si la idea
hubiera pasado de un grupo a otro. Más bien parece que, entre el 13000 y el
10000 a.p., grupos diferentes experimentaron con varios estilos de puntas de
proyectil, mientras que otros, como los que vivían en la sabana de Bogotá, nun­
5¿ ALAN L. B R Y A N

ca adoptaron la idea de puntas talladas bifacialmente, aun cuando se dedicaron


a la caza de grandes mamíferos en medioambientes de praderas. A diferencia de
lo que ocurrió en Norteamérica, donde los estilos de puntas preferidos se distri­
buyeron am p lia m en te,m a y o ría de los sudamericanos siguieron usando la tec­
nología funcional, que les daba buenos res^tados. r
Por ejemplo, los primeros ocupantes ® Pachamacha^Jun pequeño refugio
de roca ubicado a 4 000 m en la alta puna Hel centro de Perú, usaban 4í^tipo de
pujita triangular y regordeta para cazar vicuñas (Rick, 1980: 149, fig. 7.1). Ha­
cia er9Ó 00 a.p., estos hombres, que también cazaban animales más pequeños y
que recolectaban tubérculos y frutos, cambiaron a un tipo de punta peculiar,
que mantuvieron durante miles de años, en forma de hoja de sauce con salientes
bilaterales cerca de la base. Es evidente que estos cazadores apacentaron con éxi­
to los rebaños de vicuñas para mantener a sus poblaciones, pero también lo es
que sólo hace 4 0 0 0 años aproadniadaroente ejcnpezaron a reunir el ganado en re­
baños. Las puntas triangulares provenían de depósitos que fueron datados en el
1800 -H 930 a.p., una fecha que al principio Rick (1980: 65) aceptó, pero que
más tarde (Rick, 1988) puso en duda a causa del amplio margen de error esta­
dístico y de la brecha de 2 500 años que existiría antes de la siguiente ocupación.
La historia es bastante diferente sólo a 100 km al Norte, cerca del lago Lau-
ricocha, en las fuentes del río Marañón. Los primeros hombres que ocuparon la
cueva de Lauricocha hace 9 500 años, inmediatamente después de que se hubo
derretido el hielo glacial de la región, usaban lascas en abundancia, muchas con
retoque marginal monofacial, como raspadores y puntas para cazar ciervos an­
dinos. Las puntas de hueso y de cornamenta de ciervo, identificadas por el exca­
vador como dagas o punzones, eran los artefactos más comunes (Cardich, 1978:
298). Entre el 8000 y el 5000 a.p., periodo en el que los hombres cazaron más
camélidos que ciervos, se usaron tanto puntas de^oyectil triangulares retocadas
bifacialmente como en forma de hoja de sauce. evidencia de la alta puna del
c£ntrq_de Perú indica que grupos vecinos usaban, por la misma época, estilos di-
f^entes dejpuntas de prgyecjiiL _
La posibilidad de que las puntas de hueso hayan evolucionado para dar lu­
gar en Lauricocha a las puntas de piedra, debe ser considerada como una hipóte­
sis que explicaría los desarrollos locales independientes de puntas de proyectil en
piedra tallada bifacialmente. La comparación de las primeras puntas triangula-
res lasqueadas de Pachamachay y de Lauricocha con las dos puntas triangulares
de hueso pulido encontradas debajo de un alud de rocas en Pikimachay, un am­
plio refugio de roca con vista sobre el valle de Ayacucho en el Sur de Perú, sugie­
re que una forma de punta similar pudo haber sido transferida con facilidad a
un material más duro cuando los lasqueadores, familiarizados con el retoque
marginal simple, experimentaron con el retoque en todos los bordes sobre am­
bos lados, para crear una punta que sería más eficaz que las puntas de hueso o
de cMnamenta de ciervo para penetrar corambres gruesas.
|^PikImácháy~^e ha transformado en uno de los sitios más controvertidos de
Sudamérica, por que la evidencia sugiere jju ^ J_refu gio ya estaba ocupado hace
21 000 años. Siri embargo, como las piedras talladas de los primeros depósitos
son de ía misma toba volcánica que la pared de la cueva, es concebible que las
EL P O B L A M I E N T O ORIGINARIO 57

astillas de la bóveda se hayan lasqueado al caer y golpear el suelo de la caverna.


Asimismo, los huesos de animales extintos, en especial de perezoso, parecen ha­
ber sido cortados y trabajados, pero también eÍlo pue^e atriEüiSe a la caída de
las rocas. No obstante, en estos mismos depósitos se han descubierto también
guijarros exóticos no trabajados que debieron ser transportados a mano. Aun­
que en todos los depósitos más bajos se encuentran las equívocas piedras las-
queadas monofacialmente, no puede ponerse en duda que las puntas de hueso
triangulares provenientes de la parte más alta de los depósitos previos a la caída
de la bóveda, y que han sido fechadas en el 14150 + 180 a.p. (MacNeish et al.,
1980: 3 0 9 , fig. 8-1; 1981), constituyen a r^ f^ to s, puesto que las marcas de puli­
mento son visibles con facilidad a simple vista. Habría que suponer que varias
de las herramientas talladas definidas, y las puntas de hueso pulido, son parte
del complejo de Ayacucho y se introdujeron a través de la capa estéril de la caída
de la bóveda, una posibilidad que parece remota según el geólogo del proyecto
canadiense Nathaniel Rutter (comunicación personal, 1991). Las puntas de las­
cas monofaciales también fueron descritas como parte del complejo de Ayacu­
cho; pero el primer bifaz, una punta de doble filo, lasqueada por percusión, se
halló por encima del nivel de la caída de la bóveda. Tres puntas rotas identifica­
das como cola de pescado aparecieron algo después del 11000 a.p. (MacNeish et
al., 1980). 'Q)evidencia de Pikimachaylcobra sentido si se acepta que los prime-
ros cazadores-recoiectorea generales llevaron consigo una tecnología no especia­
lizada de piedra lasqueada monofacialmente, que incluía el potencial para inno­
var puntas bifaciales, ya sea por experimentación local o por estímulos externos.
Aunque los sitios fechados como más tempranos en el Oeste sudamericano
fueron encontrados en la puna, donde abundan los camélidos y pueden recoger­
se tubérculos, en o cerca de la costa pacífica se han hallado varios lugares que,
aunque no tanto por su edad, son significativos por la cantidad de artefactos allí
recuperados. Crustáceos, aves marinas, pescados, mamíferos de tierra y de mar,
componentes de ecosistemas productivos especialmente en las desembocaduras
de los ríos a lo largo de la árida costa pacífica, ya eran explotados tan temprano
como el 10500 a.p. Resulta significativo, sin embargo, que la tecnología aso­
ciada con estos tempranos sitios costeros no contenga artefactos lasqueados
bifacialmente, artefactos que podrían esperarse si sus antecesores immediatos
hubieran sido cazadores especializados en animales de caza mayor en las altas
montañas de los Andes.
En la semiárida península de Santa Elena, en Ecuador, Stothert (1985) infor­
ma acerca de la cultura de Las Vegas, que está completamente desarrollada ha­
cia el lOQQO a.p., y fechas anteriorés indican que sus raíces se remontan a otro
milenio.^ a s conchas, el carbón y los huesos humanos proporcionaron fechas es-
tratigráficamente consistentes de eritre el 6600 y el 10840 a.p." Los artefactos
incluyen una industria de lascas mónofaciales carente de tipos formales, pero
también se encoAtraron percutores, guijarros con filos pulidos y dos hachas de
piedra pulida. j,a^ puntas de hueso y una espátula pudieron haber sido usadas
para fabricar redes q textileSi,La abundante industria de lascas y de trozos utili­
zados, pero apenas retocados, sugiere la manufactura de artefactos y de acceso­
rios de madera, carrizo, caña y corteza de árbol. Las Vegas es interpretada como
58 ALAN L. B R Y A N

una tradición temprana de selva tropkal que incluyó algo de horticultura y que
dio origen, después del 5300 a.p., a cultura cerámica ternprana ..de-^Zaidi^ia,
con una agricultura intensiva, una extendida tecnología pesquera y un ceremo-
nialismo más desarrollado.
El sitio de Talara en el extremo noroeste peruano es una localidad paleonto­
lógica bien conocida del Pleistocenó Tardío. Cerca de ella, sobre la misma plata­
forma marina, se localizaron y analizaron conjuntos de tajadores monofaciales,
así com o también raspadores «casco de caballo», y lascas utilizadas y denticula­
das (Richardson, 1978). Las conchas de grandes moluscos Anadara, asociadas
con ellos y que evidentemente habían sido llevadas desde lejanas manglares, pro­
porcionaron las fechas de 11200 y de 8125 a.p. Es probable que los artefactos
monofaciales fueran usados para trabajar la madera, el hueso y las fibras. Con
la adición de hachas de piedra pulida, de morteros y de tazones, una industria si­
milar siguió usándose en la desembocadura del cercano río Siches hasta por lo
menos el 5 5 0 0 a.p.
Es evidente que los hombres que se adaptaron a la costa semiárida de la pe­
nínsula de Santa Elena y del Norte de Perú jamás sintieron la necesidad de tener
puntas bifaciales, aunque su ausencia parece extraña ^ p o c o antesJiabían sido
cazadores de grandes animales en los Andes. No obstante, a menos de 500 km
más al Sur, en la región que rodea el valle Moche, resulta claro que los cazado­
res mataban mastodontes con grandes y distintivas puntas espiga Paiján, que
sólo son conocidas en esta limitada región costera, aunque en El Inga se encon­
traron algunas formas similares. En un contexto cerrado en el pequeño refugio
rocoso de Quirihuac, se recuperaron diez puntas Paiján rotas y miles de lascas.
Cuatro fechas obtenidas de restos de madera y carbón van del 12795 al 8645
a.p., mientras que los huesos humanos datan del 9930 y del 9020 a.p. El sitio
abierto de La Cumbre proporcionó puntas Paiján eipasociación con huesos de
mastodonte que datan del 12360 y 10535 a.p. Como las fechas eran tan varia­
bles, se las promedió en el 10796 a.p., siendo comparables con el promedio del
1 0 650 para Quirihuac. Se cree que el complejo Paiján existió entre hace 11 000
y 1 0 0 0 0 años, periodo en el que, en forma gradual, los hombres fueron abando­
nando las puntas Paiján, aun cuando siguieron dando importancia a la econo­
mía marítima, a la que probablemente se dedicaban estacionalmente (Richard­
son, 1989).
En el Sur de Perú, cerca de lio, los recursos marinos eran utilizados en forma
intensiva hacia el 10500 a.p. Un conchero en forma de anillo proporcionó, en
HeposItoTfechados entre el 10570 y el 7670 a.p., un arpón de hueso, anzuelos de
hueso y concha, así como también conchas modificadas y una industria unifacial
de lascas monofaciales, pero ninguna bifaz (Richardson, 1989).*"Se identificaron
restos de moluscos, de peces del litoral, de mamíferos marinos y de pájaros; pero
no se encontraron restos de mamíferos terrestres.
La razón más probable que exphca por qué una adaptación marítima total­
mente desarrollada se halla presente hacia el 10500 a.p. sobre la costa pacífica
de Sudamérica, y hacia el 10000 a.p. en California, pero sólo después del 8000
a.p. en la costa atlántica, puede ser que ciertos tramos de la costa pacífica son
tectónicamente ascendentes, mientras que la costa atlántica es estable. Así, pues.
EL P O B L A M I E N T O ORIGINARIO 59

tanto Las Vegas como Siches y el sitio Anillo representan adaptaciones marí­
timas bien establecidas, que, al igual que sus contemporáneas en el Sur de Cali­
fornia, resultan ser los sitios más tempranos, preservados localmente, represen­
tativos de adaptaciones costeras más antiguas, cuyos remanentes deberían ser
hallados por los arqueólogos bajo el agua en las plataformas continentales de to­
das las costas. Esta interpretación implica la idea de que los sitios del interior al
Oeste de las cordilleras fueron ocupados por primera vez por grupos humanos
que gradualmente se fueron trasladando desde las costas hacia el interior, y ello
a medida que iban adaptando sus economías a la utilización de plantas y de ani-
males terrestres. En un primer momento, estos exploradores sólo incorporaron,
en su ciclo anual, los r ^ r s o s de las regiones interiores adyacentes; pero con el
tiempo algunos, como pachamachay. desarrollaron una tecnología capaz de /
adaptarse a ecosistemas terrestres duranrp tndr» pLaxir>-(ñ.iUfhay,. l ’<?Rqa| /
Dos sitios contemporáneos en el centro de Chile proporcionaron artefactos
con animales extintos. Quereo, situado en un farallón que hoy domina el Pacífi­
co, reveló la existencia de herramientas simples talladas monofacialmente, aso­
ciadas con huesos de mastodontes, de caballos, de camélidos extintos, de ciervos
y de mamíferos marinos, así como también con conchas marinas, en un contexto
fechado en el 11500 a.p. (Dillehay, 1989b). Es evidente que estos grupos cos­
teros estaban experimentando con ecosistemas interiores. Tagua-Tagua, bien
adentro en el valle central al Sur de Santiago, está situado sobre la orilla de un
lago que atrajo tanto a los animales (mastodontes, caballos, camélidos y pájaros
acuáticos) como a los cazadores, que dejaron lascas, núcleos, percutores y algu­
nas herramientas de hueso en un estrato fechado entre el 11430 y el 11000 a.p.
(Dillehay, 1989b).
En Monte Verde, aproximadamente 900 km al Sur en el bosque húmedo su-
bantártico y a 15 km tierra adentro desde el fiordo más septentrional, un lugar
pantanoso ha ofrecido artefactos perecederos muy bien conservados en un con­
texto fechado alrededor del 13000 a.p. (Dillehay, 1989a, 1986). Este sitio con­
tiene al menos diez bases de chozas semirectangulares hechas con troncos tosca­
mente modificados y mantenidos en el lugar por estacas de madera, y constituye
así 0 grupo arquitectónico más temprano del que se tenga noticias er^las_arnéri-
cas; los morteros de madera contenían semillas bien conservadas con frutos y ta­
llos de plantas comestibles estaban asociados directamente con piedras de mo­
lienda. Dentro de las estructuras, y muy cerca de pequeños fogones de arcilla
alineados, (s^encontraron artefactos de madera y algunas herramientas de piedra
lasqueada monofacialmente; fuera de las vías de acceso a estas casas, alineados a
lo largo del riachuelo Chinchihuapij se localizaron fogones más grandes. Monte
Verde e r ^ n asentamiento planificado con áreas para actividades diferentes ta­
les com oQ^preparación de comida^ la producción de herramientas y evidente­
mente tarnbién el tratamiento médico. Dado que se encontraron restos de plan­
tas ^ue) maduran en^jodas las estaciones, se llegó a la conclusión de que el
asentamiento era permanente. La presencia de restos vegetales originarios de las
costas oceánicas, de las altas montañas e inclus<^e la Patagonia, indica la exis­
tencia de relaciones, e inclusive quizás también comercio, con otros ecosiste­
mas. En efecto, es posible que las dos grandes bifaces y una punta tipo El jo b o
60 ALAN L. B R Y A N

de materiales exóticos hayan sido obtenidas a través de vínculos comerciales.


Más allá de éstas, la industria lítica está constituida por lascas y piedras simples
con bordes afilados naturalmente y, algunas de ellas, con mangos de madera.
Los filos de trabajo de estas piedras cuidadosamente seleccionadas muestran cla­
ras huellas de uso (Dillehay y Collins, 1986). Es posible que las piedras boleado­
ras y una lanza de madera con punta templada al fuego hayan sido usadas para
cazar camélidos extintos y animales más pequeños.'^unque, probablemente, es­
tos hombres mataban animales atrapados en el lodazal, es posible que recogie­
ran los huesos de mastodonte como objetos útiles.'#'
El informe final sobre los artefactos de Monte Verde arroja un cuadro ex­
cepcionalmente nítido del conjunto de la cultura m aterial(@ los primeros caza-
dores^recolectores. y subraya el hecho de que la piedra lasqueaHa'tenía una im-
f>ortancia relativamente menor. Una excavación de prueba en sedimentos más
antiguos del otro lado del riachuelo reveló la existencia de varias piedras fractu­
radas — once de las cuales muestran en el filo claras marcas de percusión o de
desgaste por el uso— , en directa asociación con tres alineaciones semejantes a
las de los fogones, que fueron fechadas en el 33000 a.p., aproximadamente (Di­
llehay y Collins, 1988). Dado que este sitio carece del excepcional estado de pre­
servación del asentamiento de la otra orilla, los arqueólogos dependen totalmen­
te del análisis lítico para evaluar los hallazgos.
En la C Q S ta chilena se ha excavado en varios sitios fechados después del
8500 a.p. ^o^ primeros caza^res-recolectores recogían crustáceos, pescaban y
cazaban mamíferos marinos y pájaros, algunas veces con puntas bifaciales en
forma de hoja de sauce y con pedúnculo. Algunos de estos grupos, en especial
los que vivían en el árido Norte, se trasladaban estacionalmente río arriba para
cazar animales terrestres y recoger plantas que utilizarían como alimento o me-
dicina;^in embargo,(T^ mayoría de los grupos que. ocupaban la costa meridional,
a^ntes cubierta con hielo glacial, se trasladaban estacionalmente a otras localida­
des costeras.''''Los arqueólogos norteamericanos daban por sentado que estas cul­
turas marítimas arcaicas se habían desarrollado a partir de culturas cazadoras
paleoindias más primitivas que usaban puntas de proyectiles en piedra lasqueada
bifacialmente, pero la evidencia temprana de Las Vegas, de Talara y del sitio
Anillo s u ^ r e que, antes de la innovación de las puntas bifaciales, se había desa­
rrollado @ las,, zonas, costeras una economía cazadora-recolectora general. La
evidencia de Monte Verde, de Tagua-Tagua, de Quereo y de Paiján sugiere que
los hombres primitivos que vivían en o cerca de la costa aprovecharon animales
de toda talla fácilmente asequibles, ya sea que hayan utilizado o no puntas bifa-
ciales.^'Con esta interpretación, los términos norteamericanos «paleo-indio» y
«arcaico», así como también la secuencia que de ellos se deriva, resultan eviden­
temente inaplicables en_Sudamérica. ,
La evidencia más temprana documentada de ocupación en la Patagonia, en
el interior austral de Argentina, es Los Toldos, cueva 3, donde el estrato cultural
más bajo — el nivel 11— fue fechado en el 12660 + 600 a.p. (Cardich, 1978; Or-
quera, 1987). Allí se encontraron raspadores, cuchillos, puntas de proyectil y
lascas usadas, todos retocados monofacialmente, junto con huesos de guanacos,
de camélidos extintos y de caballos; En el 9700 a.p. aproximadamente, el refu­
EL P O B L A M I E N T O O RIG INARIO 6|

gio fue ocupado otra vez por pobladores que utilizaron herramientas monofacia-
les similares, con el agregado de cuchillos y de puntas bifaciales subtriangulares
(alrededor de 9700 a.p.) así como también punzones y espátulas en hueso, todos
asociados con huesos de caballo y de guanaco. Los toldenses abandonaron la re­
gión hacia el 8750 a.p., pero otros hombres que insistieron en el uso de láminas,
raspadores, cuchillos y denticulados retocados monofacilmente ocuparon la cue­
va después del 7 2 6 0 a.p. Evidentemente, más que puntas bifaciales, estas perso­
nas utilizaron boleadoras para cazar guanacos, y
La cueva de Fell, en Chile, al Norte del estrecho de Magallanes, es el sitio tipo
para las puntas cola de pescado magallánicas, dos de las cuales tienen cicatrices de
adelgazamiento en la base. Se encontraron también raspadores terminales latera­
les junto con huesos quebrados y quemados de caballo(2)con muchos huesos de
guanacos descuartiza_dos,_en estratos fechados entre el 11000 j el 10000 a.p. Se­
gún se ha informado, la ocupación subsiguiente, fechada entre el 9100 y el 8100
a.p., careció de puntas bifaciales. Es probable que iJ)hayan utilizado puntas_en
hueso para matar guanacos. En la tercera ocupación, fechada entre el 8180 y el
6560 a.p., se encontraron puntas cortas triangulares bifaciales y piedras boleado­
ras. Las puntas triangulares y las fechas coincidentes sugieren alguna relación con
los toldenses (Orquera, 1987), aunque la falta de puntas cola de pescado en los si­
tios de la misma época en la Patagonia argentina sigue siendo un enigma. Al Este
de los Andes, en Tierra del Fuego, situada en la extremidad austral de América,
habitaron hombres que usaron piedras lasqueadas monofacialmente, aunque tam­
bién hay lascas derivadas bifacialmente, asociados con una fecha del 11900 a.p.
(Hugo Nami, comunicación personal, 1992). Más al N one, en la provincia cen­
tral de Buenos Aires, se excavaron dos puntas cola de pescado de dos sitios cerca­
nos, en contextos fechados entre el 10800 y el 10600 a.p. El único hueso que se
pudo identificar pertenecía a una placa de un armadillo extinto. Otra localidad en
la misma región parece haber sido un taller en el que eran fabricadas puntas cola
de pescado por pulimento más que por lasqueado. Dada la ausencia de sitios de
matanza, es difícil argumentar tan sólo a partir de la distribución conocida de las
puntas cola de pescado en el Cono Austral, a favor de un horizonte temprano de
caza especializada (Orquera, 1987; 354).
No muy lejos, en La Moderna, se encontraron huesos de guanacos y de glip-
todontes extintos, así como también muchas lascas de cuarzo alóctono.^ El
gliptodonte ha sido fechado en el 6550 a.p., pero esta fecha, obtenida a través
del colágeno de un hueso, ha sido puesta en tela de juicio, ya que implica una
persistencia tardía de una fauna etónta (Orquera, 1987). Sin embargo. Arroyo
Seco, en la zona sur de la provincia de Buenos Aires, ha producido sorpresas aun
mayores en lo que respecta a la fauna extinta. En un componente no fechado
aparecen puntas triangulares bifaciales junto con artefactos monofaciales. Deba­
jo de este estrato se encontraron algunas herramientas sólo con retoque margi­
nal monofacial, asociadas con huesos de guanaco, ciervo, caballo y perezosos gi-
gantes terrestres. Por debajo de este nivel de ocupación y sin ninguna evidencia
de intrusión a través de la zona que proporciona la megafauna, se han encontra-
do entierros humanos con ocre rojo, acompañados de conchas perforadas y de
abalorios de (^ientes, asFcomo tambiéii una placa de gliptodonte. La idea de que
62 ALAN L. BRYAN

í^ h o m b re s tenían un cementerio en el mismo momento en el que todavía seguí-


an viviendo en ^í)área perezosos gigantes de tierra y gliptodontes gigantes seme­
jantes a armadillos, parece verse confirmada por las fechas casi idénticas obteni­
das por radiocarbono en huesos de perezosos y en huesos humanos, que giran en
torno al 8500 a.p^No existe, por cierto, ninguna evidencia que pueda confirmar
un modelo que indicaría que los cazadores de animales de fauna mayor en pose­
sión de una tecnología especializada tuvieran mucho efecto sobre la fauna pam­
peana.
En el Sur de Brasil las puntas cola de pescado en general aparecen asociadas
con sitios más recientes, aunque algunas puntas con pedúnculo pueden remon­
tarse al 7000 u 8000 a.p. (Schmitz, 1987: 90). De hecho, la única evidencia re­
portada de caza de grandes animales en las áreas de sabana/llano de Rio Grande
do Sul son huesos modificados de perezosos terrestres, uno de los cuales propor­
cionó una fecha del 12770 + 220 a.p. (Bombín y Bryan, 1978; Schmitz, 1987,
fig. 14). Más tarde, entre el 11000 y el 8 5 0 0 a.p., los hombres que ocuparon
esta región de sabana/llano a lo largo del Uruguay se dedicaron a la caza de cier-
vos y a la recolección de frutas piraHas.'^stos cazadores-recolectores usaron
puntasTasqueadas bifacialmente y con pedúnculo, cuchillos bifaciales y una va­
riedad de raspadores sobre lascas, así com o también piedras para moler y yun­
ques de piedra (Schmitz, 1987). ,
Algo después del 8000 a.p. apareció a lo largo del Alto Paraná en el Nordes­
te argentino. Este paraguayo y Sudoeste brasileño, una industria distintiva de
percusión tallada bifacialmente, que perduró hasta los tiempos protohistóricos
(Menghin, 1955-56). Las grandes y pesadas bifaces, semejantes a menudo a las
azuelas y a las hachas de mano del Viejo Mundo, llevaron a la hipótesis de que
esta industria era temprana y de que, en esencia, derivaba de la se había difundi­
do desde el Viejo Mundo; sin embargo, es evidente que se trata simplemente de
una adaptación local, por parte de los cazadores y recolectores, a un ecosistema
de selva tropical densa. Los an^act^s descubiertos incluyen picos, raspadores,
cuchillos, tajadores pesados y hachas, pero no puntas de proyectil bifaciales.
Más al Nordeste, en el sitio Alice Boér, situado cerca de la ciudad de Rio
Claro en el interior boscoso del Estado de Sao Paulo, fueron hallados un raspa­
dor nuclear monofacial y otro de terminal/lateral junto con varias lascas sobre la
superficie de una grava aluvial debajo de un grueso aluvión estéril. En la arena
arcillosa que cubre este último se encontraron artefactos monofaciales y lascas.
Cerca de la mitad del estrato, y en forma continua hasta su parte superior, apa­
recieron puntas bifaciales con espiga. Una pequeña muestra de carbón de la mi­
tad del estrato reveló la fecha del 14200 + 1150 a.p., y una lasca calcinada de sí­
lex encontrada por encima de esta muestra fue fechada por termolunünisc^ci^
en el 10970 a.p., es decir, en una fecha anterior a las del carbón, que se agrupa­
ron alrededor del 6000 a.p. (Bryan y Beltráo, 1978; Beltráo et al., 1986; Hurt,
1986). La evidencia de Alice Boér, que sugiere que la innovación de puntas bifa­
ciales se produjo aquí hace 1 4 0 0 0 años, es decir, antes que en cualquier otra
parte del Nuevo Mundo, debe ser confirmada en otros sitios; sin embargo, la
presencia de artefactos monofaciales estratigráficamente tempranos parece con­
firmar las fechas precoces de Rio Grande do Sul.
EL P O B L A M I E N T O ORIGINARIO 63

Más al Sudoeste, en el Estado de Sao Paulo, pero todavía en el Planalto, se


han encontrado una serie de sitios de ocupación, que incluyen algunos abiertos y
abrigos rocosos y que han sido fechados entre el 9800 y el 10500 a.p. (Collet,
1 9 8 5 ).^ a s conchas de caracoles de tierra gigantes constituyen los restos anima­
les más abundantes, pero la presencia de huesos de tapir, de ciervo, de pécari, de
monos, de pequeños roedores, de tortugas y de peces indica ;^ ^ c o n o m ía reco-
lectora_y_cazadora diversificada^ Se encontraron también herramientas amorfas
de lascas monofaciales y tajadores de guijarro, pero las puntas bifaciales están
ausentes. Las puntas de hueso pulido de pájaros y de mamíferos eran usadas
como puntas de proyectil. Enterramientos flexionados, uno de los cuales data
del 9810 ± 150 a.p., estaban ubicados en los estratos de ocupación. El hecho de
que estos cazadores-recolectores no utilizaran puntas bifaciales mientras que sus
contemporáneos del Noroeste y del Sur sí las usaban, finamente retocadas con
espiga y pedúnculo, indica que los estilos de puntas bifaciales no habían sido
adoptados de modo generalizado. Es posible que estos hombres subieran esta­
cionalmente desde la costa al Planalto, donde las puntas bifaciales siempre fue­
ron muy escasas.
En otros tiempos, sobre la costa desde Rio Grande do Sul hasta el Estado de
Espirito Santo al Norte de Rio de Janeiro era frecuente hallar concheros {samba-
quis), pero sólo muy pocos de ellos fueron excavados cuidadosamente antes de
que fueran destruidos para obtener materiales de construcción. Los sam baquis
más grandes, de más de 20 metros de alto, se encontraban en los Estados de Santa
Catarina, Paraná y Sao Paulo, donde existen muchos promontorios, bahías, cale­
tas y estuarios que protegían tanto los bancos de crustáceos como los concheros de
las marejadas del océano. Puesto que la costa atlántica es muy estable y no hay le­
vantamientos tectónicos, como en la costa del Pacífico el nivel gradualmente cre­
ciente del mar alcanzó su máximo aproximadamente después del 8000 a.p., de
modo que las bases sumergidas de los sam baquis más antiguos que se conocen
— tal es el caso de Maratuá, cerca de Santos— están fechadas después del 7800
a.p. (Laming-Emperaire, 1968: 93-94). La mayoría de los sam baquis datan de des­
pués del 6000 a.p., y fueron abandonados antes de la introducción de la cerámica
a fines de los tiempos prehistóricos.'®í,a piedra lasqueada en general es poco fre­
cuente, pero se encontraron lascas amorfas de cuarzo que habían sido usadas para
cortar y raspar y grandes bifaces talladas por percusión, conformadas a veces
como preformas para hachas pulidas'<'(Bryan, 1978). También aparecen hachas
con muescas, cinceles, morteros. plomadas_para redes de pescar, trituradores, per­
cutores, a menudo con hendiduras, para partir cocos de palmeras? Se ha señalado
la existencia de zoolitos, representaciónes de animales en piedra bellamente pulida,
en asociación con enterramientos, pero ninguna de ellas ha sido excavada en for­
ma apropiada. Los huesos eran usado^jcomo puntas de proyectil, anzuelos de pes­
ca, espátulas, abalorios y pendientes. l.o ¿h u esos de ballena eran transformados en
braseros, vasijj,s y otros_artefactos que incluían mazas y malacates. Los dientes de
mamíferos y ü^jiburones eran perforados para ser usados como colgantes y las
conchas para hacer adornos, cuchillos, raspadores y recipientes, n
Dado que la presencia de conchas es preponderante en relación con la de los
artefactos, ha ganado terreno la idea de que los ocupantes recolectaban princi-
64 ALAN L. B R Y A N

pálmente crustáceos; sin embargo, la abundancia en muchos sam baqu is de espi­


nas de peces y de huesos de mamíferos de tierra y de mar indica que estos hom­
bres eranjcazadores x.jrecoJÍ£Ctoxes. gejaerales_muy_exirosos. No obstante, y dad^
que con frecuencia secciones enteras de concheros proporcionaban tan sólo unos
pocos artefactos —situación muy poco atractiva para los arqueólogos— , a me­
nudo se los ha ignorado. Pero los sam baqu is son muy significativos, ya que si no
fuera por la preservación de artefactos, relativamente abundantes, en hueso y en
concha, de lascas amorfas y de algún que otro percutor con hendiduras (para
abrir cocos), los sitios de ocupación costera no habrían sido reconocidos, y ha­
bríamos tenido una visión muy parcial de la Prehistoria de la productiva zona
costera atlántica, la cual a principios de los tiempos históricos ya estaba razona­
blemente poblada.'^La investigación que en el futuro realicen bajo el agua los ar­
queólogos en las bahías, lagunas y estuarios protegidos y ricos en recursos debe­
ría revelar sam baqu is sumergidos más antiguos, y es probable que algunos de
ellos contengan materiales perecederos sumergidos en el agua, v
La excavación de cuevas de piedra caliza y de abrigos rocosos en el arbolado
interior del estado de Minas Gerais comenzó a principios del siglo pasado. El
propósito original era obtener huesos de la fauna pleistocénica; sin embargo,
tarnbién se hallaron huesos y artefactos humanos. El paleontólogo danés Wi¡-
helm Lund excavó varias cuevas cerca de la Lagoa Santa, al Norte de la ciudad
de Belo Horizonte, y llegó a la conclusión de que la mayor parte de los restos
humanos se habían depositado mucho después que los correspondientes a los
perezosos de tierra, mastodontes y otros animales extintos, salvo en un sitio
donde encontró huesos humanos fosilizados en asociación aparente con huesos
de mamíferos inexistentes ya en la actualidad. Los cráneos humanos de la cueva
de Sumidouro, estudiados con posterioridad por Poch (1938), incluyen algunos
con_únportantes protuberancias en la frente, rasgo que está ausente en esquele­
tos posteriores («hombre de la Lagoa Santa») excavados por Lund y otros. Más
o menos en la misma época del estudio de Poch, se llevaron a cabo otras excava­
ciones menos controladas tanto en la cueva de Lund como en otras del área. Los
huesos animales y humanos de estas excavaciones fueron almacenados en canas­
tas en la Universidad de Estado en Belo Horizonte. El examen, en 1970, del con­
tenido de estas canastas reveló evidencias de trabajo humano (tajaduras) sobre
algunos huesos fósiles (Prous, 1986), pero también una calota humana con ras­
gos similares a los que aparecen en el estudio de Poch, salvo que las protuberan­
cias son aun más pronunciadas (Bryan, 1978: figs. 7-12; Beattie y Bryan, 1984).
La calota se extravió antes de que pudiera ser estudiada en detalle, pero el esta­
do similar de permineralización y los rasgos morfológicos sugieren que provenía
de la cueva de Sumidouro. La calota puede o no datar del Pleistoceno, puesto
que se sabe de poblaciones con importantes protuberancias frontales en otras
partes de América procedentes de contextos holocénicosf’La calota es significati­
va no tanto porque puede ser muy vieja sino porque sugiere que una forma de
transición del H o m o sapiens primitivo podría haber estado presente en América,
al igual que en el Este de Asia y en Australia.'?^
Las excavaciones de la arqueóloga francesa Annette Laming-Emperaire en
Lapa Vermelha FV, un gran abrigo rocoso en la región de la Lagoa Santa, confir-
ELP O BLA M IEN TO O R IG IN A R IO 65

marón finalmente la asociación de la fauna extinta con los restos humanos. En


una grieta, en la parte trasera de la cueva, se recuperaron huesos diseminados de
un perezoso gigante terrestre y debajo, en un nivel fechado en el 11600 y 10200
a.p., se encontraron huesos humanos del tipo de la Lagoa Santa, sin las protube­
rancias (Laming-Emperaire et al., 1975; Prous, 1986a; Prous, 1986b). En la par­
te principal de la caverna se extrajeron de un estrato fechado en el 224 0 0 a.p.
núcleos y lascas de cuarzo mínimamente retocados, mientras que un raspador la­
teral retocado monofacialmente provenía de una capa situada justo encima de
carbón vegetal o animal fechado en el 250 0 0 a.p.^as excavaciones más al Norte
en Minas Gerais proporcionaron varias lascas de cristal de cuarzo y rojo ocre,
asociadas con un gran fogón fechado en el 11960 + 250 a.p. en el gran abrigo de
Santana do Riacho (Prous, 1986a; 1986b) ^
Se han excavado muchas otras cuevas y abrigos rocosos en Minas Gerais,
Goias y Bahia. Algunas de estas cuevas han proporcionado huesos fósiles trabaja­
dos @ mastodontes, perezosos y caballos; pero la falta de colágeno en el hueso
ha impedido 'sü'datación por radiocarbono. Las fechas de carbón sobre niveles
más tardíos se remontan hasta aproximadamente el 10000 a.p., y en depósitos
más antiguos se encuentran también instrumentos fabricados con guijarros y pie­
dra lasqueada (Bryan y Gruhn, 1993). La industria de piedra tallada de estas cue­
vas es siempre monofacial. De hecho, excepto por algún que otro artículo alócto­
no de comercio, la tecnología de piedra lasqueada se mantuvo monofacial hasta
que se adoptó la cerámica a fines del primer milenio de nuestra era. En la mayo­
ría de las áreas los artefactos formales de piedra tallada son escasos y tardíos; sin
embargo, entre el 11000 y el 9000 a.p. apareció, en el Sur de Goias, una lesna
(lesm a en portugués) distintiva, modelada monofacialmente, asociada con cuchi­
llos, raspadores, perforadores y tajadores monofaciales. Un deterioro importante
de los bordes cerca de la punta sugiere que las lesnas eran usadas como raspado­
res (Schmitz et al., 1989).^ stos hombres cazaban mamíferos de_pegLueña y me-
diana talla, reptiles y pájaros; también cazaban, presumiblemente con arpones de
inadera,* peces y nñoluscos~3e agua dulce y recogían cocos de palmera que abrían
utilizando percutores con hendiduras en los lados, t)
En la región semiárida del Piaui meridional un grupo franco-brasileño exca­
vó cerca de Sao Raimundo Nonato varios abrigos rocosos en la base de un acan­
tilado de piedra arenisca metamorfoseada. El propósito original era fechar el
arte en roca sobre las paredes posteriores, pero las vastas y profundas evidencias
de ocupación alteraron el primer objetivo y hoy en día existe un instituto de in­
vestigación y un museo que atrae a'los turistas a dicho lugar (Guidon, 1986; De-
librias y Guidon, 1986; Delibrias et al., 1989; Parenti et al., 1990). La Toca do
Sitio do Meio fue examinada ampliamente en 1978 y 1980, pero el derrumbe
del techo, compuesto de grandes cantos rodados, impidió la excavación de las
capas más bajas.^No obstante, se encontraron tajadores de núcleo de guijarro y
herramientas sobre lascas monofaciales asociados con fogones fechados en el
14300, 13900, 12440 y 12200 a.p. „
Entre 1978 y 1988 se llevaron a cabo importantes excavaciones en la cerca­
na Toca do Boqueiráo da Pedra Furada, ya que el techo de este gran abrigo ro­
coso se derrumbó sólo por delante, creando así un montículo o terraplén que ha­
66 ALAN L. B R Y A N

bría protegido a sus ocupantes de ser vistos desde el valle, situado 20 m más
abajo. En una esquina del abrigo se creó un cono aluvial, compuesto de guija­
rros de cuarzo erosionados procedentes de una formación situada más arriba so­
bre el frente del acantilado, fuera de la zona de excavación. Este cono contenía
una fuente de guijarros lasqueables al alcance de la mano, aunque también se
encontraron guijarros de cuarcita alóctona en varios pisos de ocupación, y una
variedad de sílex en los estratos superiores. A excepción de una punta bifacial
alóctona hallada en una capa superior, la totalidad de la industria de piedra ta­
llada es monofacial. Se identificaron raspadores sobre jascas, lascas con mues-
cas, guijarros en punta, tajadores con guijarro y percutores además de muchos
núcleos y lascas no retocados, que son desperdicios de talleres.fAIgunos artefac­
tos examinados con un microscopio electrónico revelaron evidencia de estrías
causadas por el uso, de modo tal que el sitio es mucho más que una simple can­
tera/taller, en la que los hombres también hicieron dibujos sobre las paredes.
El objetivo original de f e c h a r arte en roca tuvo éxito. En efecto, pudo ha­
llarse una astilla de la pared de piedra arenisca con huellas de pintura roja en
asociación directa con un fogón fechado en el 17000 + 40 0 a.p^ Cerca de la su­
perficie y hasta casi cinco metros de profundidad, se encontraron vastos lechos
de carbón, similares a los fogones hallados en otras cuevas brasileñas hasta don­
de, evidentemente, los hombres arrastraban ramas y leños para mantener el fue­
go durante toda la noche. Los hombres más primitivos quebraban rocas utilizan­
do el fuego para luego utilizarlas y nivelar la superficie para los fogones de rocas
acomodadas. El carbón de este horizonte Temprano ha sido fechado en el 41000,
4 2 4 0 0 y > 470 0 0 a.p. Más de doce fechas estratigráficamente consistentes y ob­
tenidas por radiocarbono, de fogones construidos en pisos de ocupación más
tardíos, van del 321 6 0 al 6100 a.p.^1 problema de la falta de conservación de
huesos en los refugios de piedra arenisca ha sido superado por excavaciones en
cuevas de piedra caliza cercanas, donde @ recuperaron huesos de muchos ani­
males pleistocénicos. así como un fragmento de una calota humana de paredes
gruesas y muy permineralizado (Guérin, 1991), cuyo estudio puede llegar a ayu­
dar a confirmar la calota de Lagoa Santa, f
El anuncio de estas fechas en informes preliminares dejó consternados a los
arqueólogos norteamericanos, que habían aceptado el modelo según el cual los
americanos primitivos habían fabricado puntas de proyectiles bifaciales. Los es­
cépticos — algunos de los cuales han visitado el sitio— sostienen que los artefac­
tos no son más que objetos naturales y que los fogones son, en realidad, restos
de fuegos forestales (por ejemplo, Lynch, 1980), e incluso aducen que los arqueó­
logos están mal adiestrados (Fagan, 1990b). Sólo un informe final sóbrenlas
pruebas hallacks en estos wtios.ppndrá_fin_a la poléniica.;
Á1 final, estos y otros sitios fechados tanto o más tempranos todavía que los
clovis obligarán a rechazar el popular modelo de «primero los Clovis» y a acep­
tar un modelo de explicación alternativa que no necesita dejar olvidados muchos
de los datos arqueológicos reales encontrados a lo largo de Sur, Centro y Norte­
américa. Según este modelo, los hombres del Este asiático, con_una economía ge­
neral cazadora-pescadora-recolectora y una~tecnología simple de piedra lasquea-
da monofacialmente, habrían extendido en forma gradual su territorio alrededor
EL P O B L A M I E N T O ORIGINARIO 67

del Noroeste del Pacífico sobre el puente de tierra de Bering no cubierto de hielo
y luego hacia abajo sobre la costa Noroeste de Norteamérica antes de que se cu­
briera de hielo glacial.'^os hombres con una orientación marítima se habrían
mantenido a lo largo de la costa, aunque algunos grupos pudieron haberse sepa­
rado y trasladado a los valles no helados de los ríos, que también proporciona­
rían ecosistemas productivos a los cazadores y recolectores generalesVOcasional-
mente, en algunas praderas abiertas que mantenían manadas 0 ^ e rb ív o ro s con
hábitos predecibles pero con muy pocos alimentos vegetales comestibles, algu-
nos hombres que se movían desde las costas y ríos hacia el interior habrían expe­
rimentado con métodos más eficaces para cazar animales. Entre estos nuevos
métodos se cuentan las puntas de proyectil de piedra ¡asqueada bifacialmente,
resultado de un proceso de transferencia a partir de puntas de hueso y madera
trabajadas en forma similar. Los futuros arqueólogos, liberados de un modelo
que contiene supuestos insostenibles y que restringe indebidamente no sólo la
acción sino también el pensamiento científico libre, podrán determinar con exac­
titud el momento en el que comenzó el largo proceso del poblamiento de las
américas (Ilustración 5).
ALAN L. 6 R Y A N
68

Ilustración 5
SITIOS M ENCIONADOS EN EL T E X T O

América Central;
Los sitios situados a proximidad unos de otros se designan por el mismo número.
1. Acahualinca 5. Cueva de Espíritu 8. Iztapan 10. Quetzaltenango
2. El Bosque Santo Tlapacoya Los Tapiales
3. El Cedral 6. Cueva de Los Grifos 9. La Muía 11. Turrialba
4. Laguna Chapala 7. Hueyatlaco
América del Sur:
1. El Abra 5. Fell’s Cave 10. Maratuá 17. Ring Site
Tibitó 6. El Inga 11. Monte Verde 18. Santana do Riacho
2. Alice Boér San José 12. Pachamachay 19. Tagua Tagua
3. Arroyo Seco 7. El Jobo 13. Pedra Furada 20. Talara
La Moderna Taima-Taima 14. Pedra Pintada 21. Los Toldos
4. La Cumbre 8. Lagoa Santa 15. Pikimachay 22. Las Vegas
Quirihuac 9. Lauricocha 16. Quereo
Fuente: Alan L. Bryan.
D IV E R S ID A D G E O G R Á F IC A Y U N ID A D C U L T U R A L
D E M E S O A M É R IC A

L o r e n z o O c h o a , E d it h O r t iz - D ía z y G e r a r d o G u t ié r r e z

Dentro de una gran parte del actual territorio de México, la totalidad de Belice y
Guatemala, así como regiones de Honduras y El Salvador tuvo lugar el surgi­
miento, desarrollo y ocaso de una serie de civilizaciones que, como resultado de
una herencia histórica común, compartieron un conjunto de rasgos culturales,
tanto de carácter material como ideológico. A causa de ello, a partir de esta con­
cepción de rasgos y de acuerdo no sólo con la filiación etnolingüística de los gru­
pos que ahí se localizaron, sino con el enclave geográfico de los asentamientos,
esa área fue definida bajo el nombre de «Mesoamérica» (Kirchhoff, 1967^). Los
problemas que han enfrentado las investigaciones desde que se planteó y deter­
minó esa área bajo una concepción geográficocultural cubren un amplio espec­
tro, aunque dos de ellos han ocupado la mayor atención:
á) el enfoque teórico con que se definió a partir de un esquema de rasgos
culturales comunes compartidos por diferentes grupos etnolingüísticos distribui­
dos en un territorio determinado, y
b) la profundidad temporal con que es posible reconocer tales rasgos y gru­
pos en ese espacio.
La historia acerca de quiénes y cómo han enfrentado tales asuntos, no sólo
desde la óptica de la cultura misma sino de la estrecha relación de ésta con el
medio geográfico, es bastante larga y no nos ocuparemos de ella^.

1. El trabajo de Paul Kirchhoff fue publicado originalmente en Acta Americana, en 1943 y re­
editado en edición accesible que reúne varios trabajos acerca del problema mesoamericano: Litvak
King, 1992. Acerca del concepto de civilización, en relación con Mesoamérica, cf. Willey, Ekholm y
Millón, 1964.
2. Del primer punto se han ocupado numerosos investigadores que casi siempre han pasado
por alto el segundo, más relevante para la Arqueología y la Lingüística según lo mostró Paul Kirch­
hoff. Esto es, ¿a partir de cuándo podemos hablar de Mesoamérica como un área cultural homogé­
nea.’ jC uá! era su extensión.’ ¿Es válido continuar exhibiéndola como tal para el Preclásico y el C lá­
sico? Quizás M atos Moctezuma toca el asunto con otros propósitos en su trabajo «M esoam érica»,
1 9 9 4 , mapas 1-3. Para quienes se interesen por este problema desde diversas ópticas recomendamos
entre otros la consulta de Olivé Negrete, 1958; Piña Chan, 1960 y 1 967; W olf, 1 9 6 7 (originalmente,
195 9 ); Sanders y Price, 1 9 68; Jiménez M oreno, 1 9 75; Litvak King, 1992.
70 LORENZO OCHOA, EDITH ORTIZ-DÍAZ Y GERARDO GUTIÉRREZ

Desde esta perspectiva, no es atrevido sugerir que a lo largo del tiempo la


extensión territorial ocupada por los llamados pueblos mesoamericanos no fue
la misma ni éstos, puede sugerirse, tuvieron la misma homogeneidad cultural
que presentaban en el siglo X V I. Por principio,(lá^manifestaciones culturales que
han sido consideradas como características de tal área se originaron en distintos
momentos y lugares^Esas primeras características, exhibidas como rasgos cultu­
rales, es obvio que sólo existían en puntos aislados y separados por cientos de
kilómetros, de tal suerte que sólo la interrelación de aquellos pueblos ocurrida a
lo largo de varias centurias crearía(uri^plataforma cultural en la cual bebieron y
a cuya formación contribuyeron los distintos grupos que posteriormente se fue­
ron integrando en un territorio, para dar paso a las tradiciones que ahora se de­
nominan mesoamericanas. De esta manera, podemos señalar que las manifesta­
ciones originales de aquella plataforma se han recuperado en la costa del golfo
de M éxico y en el Altiplano central; en los valles centrales de Oaxaca y en los al­
tos de Chiapas y de Guatemala; en la costa del Pacífico y en el occidente de Mé­
xico; en las selvas tropicales del Sudeste y en la planicie calcárea de la península
de Yucatán, n
Para el momento del contacto, de acuerdo con Paul Kirchhoff (1967^), las
fronteras de esa área cultural corrían por el Sur desde la desembocadura del río
Motagua hasta el golfo de Nicoya, y por el Norte de la desembocadura del río
Pánuco a la del Sinaloa, pasando por el Lerma-Santiago (Ilustración 1). Fuera de
aquellos límites se f-nrnnrrahan otros pueblos con característkas culturales bas­
tante diferentes, cuyas dinámicas tan sólo les habían permitido alcanrar organi-
zaciones politicoeconómicas sencillas.^Pasando el límite sur había grupos que
practicaban(í^horticultura v una ^grirnltnra poco adelantada en una zona de in­
mensas selvas tropicales. Por el contrario, en la frontera norte del territorio me-
soamericano, más allá del paralelo 22, destacabanO^recolectores-cazadores^en
una región poco favorecida por el clima que se ha llamado «Aridamérica»'*. Pero
esa supuesta frontera no determinó que los rasgos mesoamericanos detuvieran
su expansión en aquellos límites ni, mucho menos, impidió la transculturación.
Desde el Noroeste hasta el Nordeste estuvo presente este fenómeno, pero sin
conformar una unidad homogénea a causa de las diferencias en los desarrollos
culturales de los grupos. Sobre la frontera meridional sucedió algo semejante,
aunque no igual. En este caso los grupos estuvieron sometidos a las influencias
culturales del Norte de Sudamérica v del Sur de Mesoamérica. Acerca del parti­
cular anotó Kirchhoff: «La frontera biogeográfica entre Norte y Sudamérica,
aunque coincide con una frontera local entre regiones [...] no constituye una
frontera cultural [...] puesto que al norte de ella la cultura de los sum o y mísqui-
to y aun la de los paya y jicaqu e es tan “sudamericana” como la de los chibcha
centroamericanos» (1967: 29).

3. Aquí, aunque se aclara en cada caso, citamos indistintamente la edición de 1967 o la de


1 9 9 2 hecha por Litvak King.
4. Aunque no son los únicos, consideramos recomendable la revisión de los trabajos de Bea­
triz Braniff Cornejo (1994) y Jesús Nárez (1994), que proporcionan bastante información acerca de
la frontera septentrional de Mesoamérica y Aridamérica, respectivamente.
DIVERSIDAD G EO G R Á FIC A Y UNIDAD C U L T U R A L DE M E S O A M É R I C A 71

Ilustración 1
M ESO A M ÉR IC A : LIM ITES Y ÁREAS CULTURALES PARA EL PERIODO POSTCLÁSICO

Los pueblos localizados a lo largo y ancho del territorio mesoamericano alcan­


zaron un avanzado nivel cultural, como lo evidenciandasjcompleias organizaciones
políticas, sociales, económicas y religiosas. Las grandes urbes que fundaron deben
^considerarse reílejo de una economía basada en la combinación de dos tipos de
i apicultura. La más común era de tipo extensivo de temporal, empleando el sistema
i@ r o z a (tumba y quema), que practicaba el grueso de la población; junto a la ante­
rio r había otra de carácter intensivo de riego, con diferentes modalidades, usufruc­
tuada por la élite que también controlaba el comercio y la explotación de los recur­
sos naturales, dentro de una organización de tipo estatal centralizada. En las artes y
en las ciencias en general tales avances tuvieron sus particularidades de acuerdo
con los lugares en donde se localizaroji, ya que la diversidad de ambientes naturales
desempeñó un importante papel en sus procesos de desarrollo, al ofrecer á Su s ha-
bitantes el marco y la oportunidad ^de dar distintas respuestas (Sanders, 1962).

PAISAJE Y CULTURA

Dado el papel realizado por el paisaje en el desenvolvimiento de los pueblos,


puede sugerirse que para comprender mejor la relación ecológicocultural en una
72 LORENZO OCHOA. EDITH O RTIZ-DÍA2 Y GERARDO GUTIÉRREZ

determinada área es necesario conocer y entender sus características geográficas,


tanto en el aspecto fisiográfico como en el climático. La riqueza y diversidad de
la flora y de la fauna son resultado de la forma como interactúan clima, fisiogra­
fía y enclave territorial. En el caso de Mesoamérica, a pesar de localizarse al Sur
del Trópico de Cáncer, que supondría un clima tórrido, éste es severamente mo­
dificado por las agudas diferencias altitudinales y otros factores como los vien­
tos y la cercanía o separación de las costas y, por lo mismo, los contrastes de los
paisajes pueden ser bastante marcados desde las selvas tropicales siempre verdes,
con índices pluviométricos por encima de los 2 000 mm anuales, hasta las zonas
semiáridas y casi desérticas del Norte.^rofundos cañones y desfiladeros, que en
/ no pocos casos constituyeron verdaderas barreras naturales que dificultaron el
paso de un lado a otro, frente a la amplitud de los valles intermontanos y aluvia­
les capaces de sostener grandes núcleos de poblacióní*'Más todavía, estos con­
trastes pueden apreciarse en el simple paso de un nivel a otro. Así, mientras en la
mayor parte del golfo de México las costas y dilatadas llanuras salpicadas por
los manglares y esteros trepan suavemente a las altas montañas y los altiplanos,
en muchos lugares del Pacífico las montañas prácticamente se introducen en el
mar sin dejar siquiera una franja de costa.
Pero no es un paisaje acabado. A la fuerte acción del hombre debe agregarse
que esporádicamente la superficie sufre cambios en su fisonomía como resultado
de la inquietud de las capas internas que continúan moviendo la corteza terres­
tre. Esa inquietud tectónica es causa de que el territorio presente un rostro mon­
tañoso, con altitudes promedio de 1 200 a 2 500 msnm (en adelante debe enten­
derse que nos referimos a una altitud sobre el nivel medio del mar) y edificios
volcánicos que sobrepasan los 5 000 m. En ciertos casos puede hablarse de pa­
quetes montañosos que enmarcan extensas mesetas y altiplanos con alturas su­
periores a los 1 200 y 2 000 m, en donde se localizan amplios valles con sistemas
lacustres que, como en el caso de Michoacán, Jalisco, Guatemala y Nicaragua
ahí continúan; otros, como los de la cuenca de México, prácticamente han desa­
parecido. Sin embargo, el primero y el último vieron surgir y desarrollarse gran­
des centros culturales, pero también fueron mudos testigos de la forma cruel y
violenta de cómo los españoles destruyeron dos de las más sobresalientes civili­
zaciones mesoamericanas :( l^ u j^ p e c h a .yilajíiexifa-»
En fin, que no es exagerado afirmar que en el planeta son pocas las áreas de
un tam año similar a la que ocupó M esoamérica, que presenten la variedad fisio-
gráfica y la complejidad geológica de ésta. En efecto, ya que en el territorio se le­
vantan una serie de cadenas montañosas flanqueadas por las llanuras costeras del
Atlántico y el Pacífico, dilatadas altiplanicies, amplias zonas semiáridas, así como
innumerables valles y llanuras costeras irrigadas por una amplia red hidrológica
conform ada por ríos, lagunas, arroyos, esteros y pantanos, el conocim iento y la
descripción de este mosaico ambiental es por sí mismo relevante. Además, parte
indivisible de esos paisajes es la diversidad de sus asociaciones florísticas y faunís-
ticas, que desempeñaron un papel sobresaliente no sólo en la economía de los
pueblos sino en sus sistemas de creencias religiosas. Paisajes que juzgamos necesa-
rio describir y entender en su relación con el hombr¿7 En este sentido, aun cuando
el medio geográfico no determina los avances culturales, su diversidad demarca
DIVERSIDAD GEOGRÁFICA Y UN IDAD CULTURAL DE M E S O A M É R I C A 73

Ilustración 2
PROVINCIAS FISIOGRÁFICAS DE M É X IC O Y CEN TRO A M ÉRICA

1. Planicie Costera del Pacífico. 2. Planicie Costera del Golfo. 3. Sierra Madre Occiden­
tal. 4. Sierra Madre Oriental. 5. Mesa del Norte. 6. Mesa central. 7. Eje Volcánico
Transmexicano. 8. Depresión del Balsas. 9. Mesa del Sur. 10. Los Tuxtlas. 11. Sierra M a­
dre del Sur. 12. Istmo de Tehuantepec. 13. Península de Yucatán. 14. Tierras Altas de
Chiapas y Centroamérica. 15. Depresión Central de Chiapas. 16. Sierra Madre de Chia-
pas. 17. Eje Volcánico del Salvador y Nicaragua. 18. Planicie Costera del Caribe. 19. De­
presión de Nicaragua. (Basado en W est, 1964a).

numerosas provincias fisiográficas (Ilustración 2), que de un modo u otro reper­


cutieron en la concepción de tales avances^. Estas manifestaciones deben verse
como la respuesta de los habitantes que se asentaron ahí desde épocas tempra­
nas y la posibilidad de que explotaran diversos y numerosos biomas (West,
1964a y 1964b), resultado de l a ‘forma de como interactuó el hombre con el
medio.

5. Para la descripción del paisaje mesoamericano recurrimos a numerosos autores citados en


la bibliografía final de este volumen; sin embargo, por considerar que con frecuencia los datos son
repetitivos, no siempre los acotamos puntualmente. Aquí, por supuesto, no abordaremos la descrip­
ción detallada de cada provincia fisiográfica; remitimos a los interesados al trabajo de W est, 1964a.
74 LORENZO OCHOA, EDITH O R T IZ -D ÍA Z Y G E R A R D O GUTIÉRREZ

PRINCIPALES SISTEMAS M ON TA Ñ O SO S

Al Este del territorio mexicano siguiendo la costa del golfo de México se levanta
la Sierra Madre Oriental, que corre de Norte a Sur, desde cerca de la frontera en­
tre Texas y México hasta el Nordeste del Estado de Oaxaca. Aunque la compo­
sición geológica de la Sierra Madre Oriental es de calizas y rocas clásticas princi­
palmente, en su unión con el Eje Neovolcánico, entre los Estados de Puebla y
Veracruz, está cubierta por derrames de roca b a sá ltica fL a altitud promedio va­
ría entre 2 000 y 3 000 m, y en algunos lugares llega a los 4 000 m; por lo tanto,
no es raro que su clima varíe de templado a frío.^Innumerables corrientes que
drenan en el golfo de México bajan por el lado este de la sierra creando estre­
chos y profundos cañones, como el del río Moctezuma. Y si bien la sierra se an­
toja una barrera natural entre el golfo de México y la altiplanicie, existen pasos
naturales que, desde épocas remotas, fueron aprovechados como rutas de comu­
nicación y de comercio para penetrar en el interior del país (Ochoa, 1992).
Esta sierra se caracteriza por su vegetación de pinos y encinos (Pinus rudis y
Q uercus sap otaefolia) en las partes altas que, a medida que baja a la llanura cos­
tera y la costa, cambia a selva alta perenninfolia, ahora desplazada por extensas
sabanas dedicadas a la ganadería. Sobre esa ladera descienden numerosas co­
rrientes que conforman fértiles zonas aluviales que aprovecharon los pueblos
prehispánicos en sus prácticas agrícolas, mientras que las lagunas que se forman
a lo largo del litoral fueron fundamentales en la economía de algunos grupos.,
Pero no sólo eso, años atrás la presencia de lobos (Canis lupus bailey), monos
(A louatta villosa m exicana y Ateles g eoffroyi), venados (O docoileu s virginianus,
M azam a am erican a tem am a y O docoileus hem oionus), pumas {Felis concolor) y
otros animales menores era frecuente en esas partes.
Por el contrario, las partes con cara hacia tierra firme, por el efecto de la
sombra pluvial, en no pocas ocasiones resultan muy secas, incluso desérticas (De
Cserna, 1956). Ahí el paisaje es totalmente distinto y la vegetación cambia su as­
pecto por otro de xerófitas y de matorral desértico. Tal sucede en el valle del
Mezquital, donde, en medio de su quebrada topografía, sólo se dejan ver mez­
quites (Prosopis juliflora) y cactáceas (Opuntias ssp. y Cereus ssp.), al quedar
aislado por la sierra, que la priva de humedad. Pero no obstante algunos lugares
son aún menos favorables para recibir lluvias o para planear algún sistema de
riego, como ocurre en la zona de Cardonal, que cuenta con una población indí­
gena bastante alta asentada de manera dispersa, ya que es la única forma de po­
der obtener algunos productos para su reproducción (García Martínez, 1980:
32). Esa parte de la sierra además, al cerrar el valle, «impide en gran medida la
posibili3ad de simbiosis y de complementación ran las tierras bajas» {ibid.: 33).
En el lado opuesto defterritorio, bordeando el Pacífico y cubriendo una ex­
tensión de 1 2 50 km, cual continuación meridional de las montañas Rocosas que
desde los Estados Unidos penetran en México por el Sur de Arizona, baja la Sie­
rra Madre occidental, cuya vegetación sobresaliente es de bosques de pinos y en­
cinos. Aquí, hace pocos años todavía, la riqueza de su fauna era más que atracti­
va, hasta que prácticamente fue extinguida: oso negro {Ursus am ericanus), oso
pardo {Ursus horribilis), lobo mexicano (Canis lupus bailey) y venado cola blan­
DIVERSIDAD GEOGRÁFICA Y UNIDAD C U L T U R A L DE M E S O A M É R I C A 75

ca (O d ocoileu s virginianus). En este macizo montañoso, con alturas que varían


de 2 500 a 3 000 m, sobresalen los derrames de roca basáltica, en especial rioli-
tas y andesitas. Sus ríos, que desaguan principalmente en el Pacífico, aunque de
poca importancia, han excavado cañones que llegan a tener profundidades de
1 5 0 0 a 2 000 m/Esta sierra, por su riqueza en minerales, incluyendo oro, es, y
ha sido desde la época precolombina, sumamente atractiva para los grupos hu­
m a n o s.^ causa de ello, no es raro que por lo menos ya para los siglos IX -X la
explotación de yacimientos metalíferos mediante minas de poca hondura hubie­
ra sido una de las características culturales de aquella área (Krasnopolsky de
Gringberg, 1989).
Hacia el Sur, dividiendo prácticamente en dos porciones al territorio, se le­
vanta otro de los grandes sistemas montañosos: el Eje Neovolcánico. Compuesto
por rocas basálticas y calizas, en este sistema se pueden observar todos los efec­
tos del vulcanismo reciente, además de que en él se encuentran varios de los vol­
canes mexicanos cuya altura sobrepasa los 5 000 m: el Citlaltépetl, el Popocaté-
petl y el Iztaccíhuatl. Dada la altitud y el enclave de este macizo, no es raro
reconocer en @ toda la gama de climas y asociaciones vegetales que es factible
encontrar en Mesoamérica, ya que corre desde las costas de~Colima hasta Jalapa
en Veracruz, donde se encuentra con la Sierra Madre Oriental. Unos 1 2 0 0 m
más abajo (Wolf, 1967: 8) se extiende la costa con su exuberante vegetación tro­
pical, intercalada con algunas sabanas y zonas francamente semiáridas.
De esta forma, al Sur queda la depresión del Balsas con la cuenca hidrológi­
ca más grande del Suroeste mexicano, que nace en el estado de Puebla; una zona
bastante seca cuya vegetación de matorral está compuesta por huizaches {Acacia
gladiata, A cacia ssp.), mezquites (Prosopis juliflora) y una fauna propia de cli­
mas semidesérticos, en la que sobresalen la víbora de cascabel (Crotalus duris-
sus), la liebre (Lepus m exicanus) y otros roedores. Los índices de precipitación
anual varían entre 500 y 1 000 mm, por lo cual la práctica de la agricultura nun­
ca ha sido fácil, especialmente -en las laderas pedregosas; de ahí que los agricul-
tores crearan sistemas d^ siembra en las vegas del río. Aunque todavía no bien
conocidas arqueológicamente, las ocupaciones humanas permanentes comenza­
ron hacia los finales del segundo milenio por lo menos. De la misma manera, sa­
bemos que tardíamente, alrededor de los siglos viii-vii a.n.e., grupos de filiación
cultural olmeca se asentaron y ocuparon lugares como Teopantecuanitlan, don­
de construyeron edificios y tallaron esculturas monolíticas, además de que el
manejo del agua no les fue desconocido.
En la misma zona se localizan los cálidos valles de Morelos, que no sólo por
su fertilidad y clima, sino por comünicar de manera expedita con la cuenca de
M éxico, han desempeñado siempre un papel de importancia para la economía
de las culturas de la altiplanicie mespamericana. Aunque desde finales del segun­
do milenio antes de nuestra eran loS olmecas de la costa del Golfo los que co­
merciaban con grupos de Guerrero y Morelos, sólo sería hasta el siglo vm a.n.e.
cuando de manera permanente habitaron en Chalcatzingo, donde erigieron mo­
numentos y tallaron sobre las rocas relieves de alto valor estético y de un conte­
nido ideológico difícil de entender, si no se reconoce la fusión de ideas de la cos­
ta del Golfo con otras del Altiplano central.
76 LORENZO OCHOA, EDITH O RTIZ-DÍAZ r GERARDO GUTIÉRREZ

En el lado opuesto se localiza el ahora semiseco valle(áe^Tehuacáji, que con­


tiene los más antiguos vestigios de dom estic^ión de una de las varias plantas
fundamentales para el desarrollo de los grupos mesbameñcanos; el maí£. En
aquel valle el proceso de sedentarización pudo acelerarse por dos causas: 1) por
comenzarse a manufacturar una de las primeras cerámicas alrededor del año
2 3 0 0 a.n.e.; y 2) por practicarse una agricultura incipiente cuyos inicios antece­
den a esas primeras cerámicas por poco más de tres milenios (MacNeish, 1964b).
Desde Morelos o Tehuacán, los grupos pudieron alcanzar el istmo a través de
los valles centrales de Oaxaca y la cañada de Cuicatlán-Teotitlán (Litvak King,
1977). Desde Tehuacán, cruzando estrechos pasos de un angosto corredor, es
I factible alcanzar la costa del Golfo siguiendo la cuenca del Papaloapan. Hacia el
‘ Norte y Occidente del Eje Neovolcánico, recargada sobre éste, quedan una serie
de cuencas interiores que se comunican con el occidente bajando por la no poco
atractiva zona tarasca. /
Un trecho más abajo, conformado por rocas metamórficas intruidas por ba-
tolitos graníticos y afloramientos calizos, destaca otro escarpado paquete mon­
tañoso; se trata de la Sierra Madre del Sur, que bordea el Pacífico hasta el istmo
de Tehuantepec. En ese punto recibe uno de los macizos montañosos más abrup­
tos que, con el nombre de sierra de Juárez, se desprende de los edificios volcáni­
cos que rematan el Eje Neovolcánico en la Sierra Madre Oriental. Aunque la ve­
getación ofrece una amplia variedad que va del bosque de altura a la de tipo
tropical, la destrucción del medio que hoy se observa acentúa las asociaciones
propias de las zonas áridas, por lo cual encontramos; pinos y encinos, liquidám-
bar (hicju idam bar styraciflua), bayas y plantas xerófitas.
(La^ Sierra Madre del Sur, originada en las costas de Michoacán, cruza hacia
Guerrero con dirección Noroeste-Sudeste, donde comienza a dilatarse hasta alcan­
zar su máxima anchura en el Estado de Oaxaca. Aquí no encontramos ningún río
caudaloso, pero una buena parte de la cuenca del Papaloapan se desenvuelve sobre
las laderas de esa sierra (García Martínez, 1980: 71) que, si bien dificultosa, fue
aprovechada para cruzar hacia la costa del Golfo. Todavía en el siglo pasado, al­
gún viajero alcanzó el puerto de Alvarado siguiendo la vía Tuxtepec-Tlacotalpan.
Esa ruta, que con cierta seguridad bajaba desde Tehuacán, fue de gran importancia
para los antiguos comerciantes mexicas, pues en Tochtepec, según apuntó Saha-
gún, esos mercaderes, o pochtecas, se dividían en dos grupos, uno partía con rum­
bo al Anáhuac-Xicalanco y el otro hacia Anáhuac-Ayotla (1989, lib. IX, cap. IV).
No es extraño que los pochtecas, hubieran conocido y utiüzado esa ruta trillada
gor ios olmecas hace unos 2 5 0 0 años. A partir de Tuxtepec, conforme avanzamos
hacia el Ñfor-Nordeste7salvo el paquete montañoso de los Tuxtlas, se extienden las
inmensas tierras bajas pantanosas que penetran hasta el estado de Tabasco. Efecti­
vamente, una vez alcanzado Tuxtepec, por vía acuática se podía llegar a cualquier
punto de la costa de Tabasco-Campeche. Esta región quedaba comunicada por la
excelente red de vías fluviales, ahora casi inexistente, que entonces constituían ríos,
arroyos y lagunas que hacían posible el comercio de manera expedita.
Por otra parte, en virtud de la escarpada conformación que presenta la sie­
rra, son pocos los valles que pueden ofrecer buenas oportunidades para la prác­
tica de una agricultura aceptable, excepción hecha de algunos en Guerrero y los
DIVERSIDAD G EO G R Á FIC A Y UNIDAD C U L T U R A L DE M E S O A M É R I C A 77

valles centrales de Oaxaca. Estos últimos, por su carácter aluvial y coluvial, tu­
vieron ocupaciones humanas bastante tempranas y, para finales del segundo mi­
lenio e inicios del primero antes de nuestra era, aquellos grupos comenzarían la
construcción de basamentos arquitectónicos de carácter públicoceremonial, así
como la talla de los primeros bajorrelieves con claros indicios del conocimiento
y manejo de un calendario®.^esde hace tiempo se planteó que para los últimos
siglos anteriores a nuestra era^, en aquella zona(s^^racticó la agricultura intensi-
va, si bien la amplitud de los valles frente a las necesidades í e una población
poco numerosa no corresponde a tales exigencias. Posteriormente, en esa acci­
dentada región ^ d a r ía , entre otras, el auge de dos de las culturas prehispánicas
más conocidas:Cl^zapoteca y la mixteca, con centros políticoreligiosos como el
monte Albán, cuyas relaciones económicas y políticas con Teotihuacan fueron
de primer orden hacia los primeros siglos de nuestra era.
Al Sur de la unión del Eje Neovolcánico con la sierra de Juárez, después de
conformar el istmo de Tehuantepec, se inicia el ascenso de otras elevaciones que
si bien no resultan impresionantes por su magnitud, sus formaciones de rocas
metamórficas y sedimentarias, principales fuentes de jadeítas y otras piedras se-
mipreciosas, fueron sumamente apreciadas por los grupos prehispánicos desde
finales del segundo milenio a.n.e. Tal es la Sierra Madre de Chiapas, donde las
sierras de Chuacus y Minas han sido sugeridas como importantes fuentes de ser­
pentina y jadeíta explotadas desde el periodo Preclásico.
(L ^ S ierra Madre de Chiapas es un enorme batolito de diorita y granito, que
mientras en algunas partes está cubierto de rocas sedimentarias, en la cuenca del
río Motagua, uno de sus principales sistemas fluviales, presenta un gran depósito
de rocas metamórficas. Esta formación, con altitudes que varían de los 2 000 a los
3 100 m, penetra en territorio guatemalteco con el nombre de Altos Cuchumata-
nes. Aquí no es fácil reconocer estaciones bien definidas, aunque hay una tempo­
rada de lluvias que dura de mayo a noviembre, y otra de secas que cae entre di­
ciembre y abril. A la primera se le llama invierno y la segunda es conocida como
verano. Allá destacaban los bosques de pinabete, abeto (Abies religiosa), pinos y
encinos, liquidámbar (Liquidam bar styraciflua) y ciprés {Cupressus lindleyi) que,
antiguamente y hasta hace relativamente poco tiempo, albergaban venados, pu­
mas y una de las_ayes por excelencia para los pueWps indígenas: el quetzal (Pharo-
m achus m ocinno). Los Cuchumatanes, siguiendo una dirección Noroeste-Sudeste,
continúan hasta Honduras, donde se sumergen en el mar Caribe. En Guatemala y
Chiapas se han formado valles bastante amplios como los de Quetzaltenango,
Guatemala y Comitán, que siempre han sido importantes en la vida de los mayas.
En esa formación, el flanco nortfe de las tierras altas de Chiapas y Guatemala
presenta una serie de anticlinales de roca caliza que descienden gradualmente,
hasta convertirse en una sucesión de lomeríos y montañas bajas en el Petén y la
cuenca del Usumacinta, donde la vegetación cambia a una frondosa selva tropi­
cal, hasta alcanzar las zonas bajas de Tabasco-Campeche. Allá, los niveles de

6. Aunque hay publicaciones anteriores, señalamos Flannery y Marcus (1990; 1 7-69), por ser
resumen analítico de este problema.
7. Apuntamos esta misma consideración para el trabajo de Neely et al. (1990; 115 -1 8 9 ).
78 LORENZO OCHOA. EDITH ORTIZ-DÍAZ Y GERARDO GUTIÉRREZ

Ilustración 3
PERSPECTIVA DEL ÁREA MAYA

D E P R ES IO N C E N TR A L DE C H IA P A S

COSTA DEL
PA C ÍFIC O

S IE R R A M ADRE OE C H IA P A S

Fuente: Schele y Freidel, 1990.

precipitación sobrepasan los 2 000 mm anuales y en la zona del Petén y la cuen­


ca del Usumacinta rebasan los 3 500 mm (Ilustración 3).
Quien no conoce las salvadlas imagina inseguras y llenas de peligro; nada más
falso y alejado de la verdad. (EÍ)suficiente recordar que_en-es.e-ambiente los mayas
lograron cristalizar una de lasm ás altai civilizaciones deUSLuey.o. Mundo. No sólo
eso, sino que para los^tim os siglos anteriores a nuestra era destacaban importan­
tes centros de poder: XI. Mirador y Cerro^^^ Contemporáneos de estos
lugares, pero que prolongaron su existencia durante varios siglos, son los centros
políticos y religiosos g^Tikal y Uaxactún; más tarde habrían de agregarse Copán,
Calakmul, Piedras Negras, Yaxchilán, B (^ m p a k y Palenque, entre otros. En estos
y otros lugares, los gobernantes, aparte haber imaginado la traza de las urbes
de acuerdo con su cosmovisión, con sus palacios, plazasTiuegós de pelota, obser-
vatorios, templos y tumbas, a veces ricamente decorados con esculturas, estucos y
pintura mural, dedicaron buena parte de su tiempo al cultivo de la religión y las
ciencias: astronomía y matemática, entre otras. Dado que como casi todos los go­
bernantes mesoamericanos presumían su origen en las divinidades, de las cuales
creían ser representantes ea la tierra, dejaron constancia de ello y de sus historias
terrenales (genealogías, nacimientos, entronizaciones, casamientos, conquistas),
por medio de inscripciones jeroglíficas talladas en estelas, dinteles, jambas y escale-
DIVERSIDAD GEOGRÁFICA Y UNIDAD C U L T U R A L DE M E S O A M É R I C A 79

ras, o pintadas en las paredes de los edificios. Es probable que ellos mismos plane­
aran formas de intensificación agrícola de diferente naturaleza: campos levanta­
dos, terrazas y canales, base de su economía junto con el monopolio del comercio.
Durante siglos, aquellas ciudades, enclavadas a diferentes altitudes, permane­
cieron ocultas bajo las impenetrables selvas alta, mediana y baja perennifolia. Sel­
vas pobladas por gigantes estáticos de los que penden lianas y bejucos y no pocas
veces adornan bellas orquídeas, o las suculentas pitahayas que viven a sus expen­
sas. Entre los gigantes de más de cuarenta metros de altura destaca el chicozapote
(Achras z ap ota y Achras chicle) que, por ser resistente al ataque de los insectos y
a la humedad, se utilizó en la talla de los dinteles de algunos edificios. Preciados
también eran, y siguen siendo,(j^ a o b a (Swietenia m acrophylla), el cedro (Cedre-
la m exican a), el h\^^{(^stiüa eleastica) y el arrSé~(í¿CMS glabatra), entre otros.
Pero de todosTIugar sobresaliente ocupó, y aún ocupa, fí^ceiba {C eiba pentandra)
o yaxché, el árbol sagrado de Iot mayas, quienes, al igual que los huaxtecos, tam­
bién consideraron importante ^^tamón, o árboL del pan ÍBrosiinum a licastrum).
cuyos frutos aprovechaban en las difíciles épocas de hambrunas.
La selva, ahora bastante diezmada, es ocasionalmente interrumpida por pas­
tizales de sabana, consecuencia de la deforestación que incide en la fauna, que
también ha sufrido un agudo castigo. De la amplia variedad de aves, reptiles y
mamíferos tan caros para la vida material e ideológica de los mayas, poco que­
da: el mono araña {Ateles g eoffroy i), el saraguato (Alouatta villosa m exicana), el
venado {O d ocoileu s virginianus), el jabalí {Tayassu tajacu), el tapir {Tapirella
bairdii), el tepescuintle {Agouti p a ca nelsoni), el armadillo (Dasypus novem cinc-
tus m exicanus), el puma {Felis con color), el tigrillo {Felis wiedii), el ocelote {Felis
pardalis) y, por supuesto, el jaguar {Felis onca), animal sagrado por excelencia
para los pueblos mesoamericanos, como también lo fueron las serpientes: la
nauyaca {B oth rop s atrox), la cascabel {Crotalus ssp.), el caimán y el cocodrilo o
lagarto {C rocodylus ssp., Caim an crocodylu s y la familia A lligatoridae).
Pero no sólo allá sobresalieron las expresiones de la cultura maya. En la lla­
nura costera, donde son comunes las sabanas de diversos orígenes y la selva baja
con sus asociaciones de jícaro {Crescentia cujete), zapote de agua {Lucum a cam-
pechiana.) y palo de tinto {H aem atoxylon cam pechianum ), destacaron un poco
más tarde algunas ciudades no menos importantes como Jo nuta y Cqmalcalco.
De igual modo, en la costa, rodeado de manglares y'3oñHe los pantanos son tan
frecuentes, se distinguió Xicalango, el casi legendario puerto de intercambio en
donde grupos del centro de México, tal vez toltecas y mayas, llevaban a cabo
anualmente sus transacciones comerciales.

TIERRA S BAJAS Y ALTIPLANOS

Las sierras dibujaron el rostro que enm arcó el paisaje donde surgieron y se de­
sarrollaron varias de las principales culturas mesoamericanas: las costas y los al­
tiplanos. Efectivamente, en las planicies costeras del Golfo y del Pacífico, en la
peníi^ula de Yucatán y en'Ios’áltiplañós cefiitrales'’sé' Harían ías expresiones~cúP
turales de los pueblos más antiguos; muchos, incluso, tenidos como los más so-
80 LORENZO OCHOA, EDITH ORTIZ-DÍAZ Y GERARDO GUTIÉRREZ

Ilustración 4
C O R T E TRA N SVERSA L DEL T ER R ITO R IO SO BRE EL PARALELO 21

P L A N IC IE C O S T E R A
D E L P A C IF IC O

bresalientes. La provincia fisiográfica más grande y de mayor importancia cultu­


ral de Mesoamérica es el Altiplano central de México, que se extiende desde el
Sur, donde se levantarálj^ ciu d ad de México-Tenochtitlan, hasta la actual fron­
tera con los Estados Unidos, Este Altiplano promedia una altura superior a los
2 0 00 m en su parte meridional y decrece progresivamente hacia el Norte, hasta
alcanzar una media de 1 000 m en su parte septentrional (Ilustración 4). ■«'
El Altiplano central de México se encuentra rodeado de una sucesión de im­
portantes valles separados unos de otros por cadenas montañosas. De esta ma­
nera tenemos el de Morelos, la sucesión formada por los valles de Puebla, M éxi­
co y Toluca (Ilustración 5); este último, con su extensión hacia El Bajío y Jalisco
por el Noroeste. Asimismo, al Norte de los anteriores destacan otros, como el
del río Tula, en Hidalgo, límite septentrional de los pueblos agricultores durante
los siglos X y X III.
Todos esos valles fueron y son de gran importancia, no sólo por su excepcio­
nal productividad agrícola, sino porque ahí se desarrollaron varios de los cen­
tros urbanos más destacados de la época prehispánica: Xochicalco, en Morelos;
Teotenango, en ef valle de"ToTüca; Teotihuacan, en el valle del mismo nombre,
Tula, en Hidalgo y, por supuesto, Tenochtitlan, en la cuenca de M éxico.,
El Altiplano se divide en la Altiplanicie septentrional y la Altiplanicie meri­
dional. La frontera natural existente entre ambas es de carácter climático; sin
embargo, dado que los índices de precipitación disminuyen progresivamente de
Sur a Norte, en la época prehispánica llegó a convertirse en una frontera cultu­
ral. Así, pues, la Altiplanicie septentrional marca los límites norteños entre los
pueblos agricultores sedentarios de alta cultura y los agricultores incipientes de
Aridamérica, cuyas actividades principales eran la recolección y la caza. Debido
a que en esta última región la aridez dificultó y limitó el desarrollo de las prácti­
cas agrícolas, los grupos no conformaron unidades culturales homogéneas; por
lo tanto, sin ser ajenos a fenómenos de transculturación ni ser menos importan-
DIVERSIDAD G EO G RÁFICA Y UN IDAD CULTURAL DE M E S O A M É R I C A 81

Ilustración 5
P ER FIL D E LOS VALLES DE TOLUCA-M ÉXICO-PUEBLA

OCEANO PACIFICO G O L F O D E M É X IC O

1000 msnm

tes, resultan tan mesoamericanos como aquellas culturas de Oasisamérica que


adoptaron varios de lo s rasgos culturales de M esoam érica^a presencia de ele­
mentos culturales, o el hecho de que en Chalchihuites o en La Quemada se hu­
bieran establecido posibles «colonos» mesoamericanos, no implica que hubiera
habido una expansión de Mesoamérica hacia el Norte.
Por otro lado, en esta área se distribuyen con mayor abundancia la flora y
fauna desérticas del país, pues, además de los mezquites (Prosopis juliflora), se
concentran grandes zonas de cactáceas (O puntias ssp. y Cereus ssp.), yucas
(Yucca ssp.) y agaves (A gave lechuguilla), sobresaliendo una fauna compuesta de
roedores como la ardilla (G laucom ys volans), la liebre (Lepus m exicanus), la
tuza (T hom om ys u m brin u s), el perro de la pradera (Cynom ys m exicanus) y las
ratas magueyeras [N e o to m a albigula), entre otros, o bien uno de los anima­
les más extendidos en el territorio mesoamericano, pero que se asocia más con
aquellos paisajes: el coyote (Canis latrans). Allá, si bien la precipitación prome­
dio anual varía entre los 2 0 0 y 300 mm y los 400 y 500 mm, hacia la parte occi­
dental drenan importantes sistemas fluviales, como los de los ríos Sinaloa y
Fuerte, cuyas vegas durante siglos aprovecharon algunos agricultores primitivos.
Por el contrario, al Nordeste de México, en el Estado de Tamaulipas, la hume­
dad aumenta por las brisas del Golfo y los huracanes; más aun, en algunas cue­
vas de la sierra de Tam aulipas, jurito con evidencias culturales, tenemos la pre-
^ncia_de restos botánicos de épocas bastante tempranas como calabaza y frijol.
Pero la más extensa y culturalmente más importante de las tierras altas de
Mesoamérica es la altiplanicie meridional. Las lluvias son abundantes en verano,
siguiendo después una larga temporada seca, que reduce la agricultura a una sola
cosecha anual. La vegetación originaria de pinos (Pinus ssp.) y abetos {Abies ssp.)
82 LORENZO O C H O A . EDITH O RTIZ-DÍAZ Y GERARDO GUTIÉRREZ

ha sido muy afectada por el hombre, por lo cual ahora la encontramos combina­
da con acacias (Acacia ssp.), cactus (Opuntias ssp. y Cereus ssp.), pastos y enci­
nos bajos {Quercus ssp.). En el pasado la vida silvestre fue abundante; en los la­
gos podían encontrarse patos [Anas ssp.), garzas [Ardea herodias) y gansos
(Branta canadensis), así como una amplia variedad de pescado como mojarras
(L epom is ssp.), doradilla (Lerm ichthys multiradiatus), charales (Christoma ssp.),
o bien el famoso blanco de Pátzcuaro [Christom a estor). En los alrededores se en­
cuentran águilas [Aquila chrysaetos) y halcones [Falco mexicanus), entre otras
aves, mientras que ciertos mamíferos proporcionaron una rica fuente de proteí­
nas a los habitantes originales del país: venado cola blanca [O docoileus virginia-
nus), zorras [U rocyon cinereoargentous), mapaches [Procyon lotor), conejos [Syl-
vilagus floridanus), tuzas [Cratogeom ys castanops) y otros roedores.
En otro orden de cosas, las tierras bajas que bordean al territorio mesoame-
ricano consisten en tres planicies costeras: la del Golfo y la del Pacífico, que flan­
quean dos grandes ^ternasjnontañososj la tercera corresponde al Caribe, sobre
cuyas reducidas costas ios mayas levantaron varios puertos, como el de la anti­
gua ciudad amurallada de Tulum. Sin flanquear barrera montañosa alguna, la
planicie caribeña delimita el oriente de la península de Yucatán, la única zona de
baja altura que tiene una extensión importante dentro de Mesoamérica. Esta pe­
nínsula marca el término de las tierras bajas que corren desde Brownsville, en el
estado norteamericano de Texas y que se conocen con el nombre de Planicie
Costera del Golfo, cuya conformación geológica es muy variada. En ella desta­
can principalmente los aluviones, las rocas sedimentarias, los conglomerados y
las intrusiones de basalto. Con una extensión de 1 350 km, la anchura de esta
planicie alcanza hasta 300 km en el Norte de Tamaulipas y, prácticamente, se
pierde en la parte central de Veracruz, donde derrames de lava penetran en la
planicie hasta la costa. Aun cuando se conoce como Planicie Costera del Golfo,
cadenas de lomeríos y bajas montañas constituyen los rasgos característicos de
su configuración. Esta región, irrigada por una vasta red hidrológica de ríos,
arroyos, esteros, lagunas, manglares y pantanos, ha sido muy rica en recursos
naturales y testigo del origen, desarrollo y ocaso de culturas muy destacadas.
Sobre esta llanura, a finales del segundo milenio antes de nuestra era, entre el
Sur de Veracruz y el Noroeste de Tabasco tuvo lugar el origen de una de las cultu-
ras más conocidas del México antiguo: la olmeca. Los olmecas* fundaron los pri-
meros centros políticos y religiosos como ban Lorenzo, La Venta, Tres Zapotes y
Laguna de los Cerros, entre otros. Pero los olmecas son más conocidos por la talla
de (^u^grandes monolitos de basalto, cuya materia prima la procuraban en los Tux-
tlas, una extrusión volcánica que sobresale un poco más de 1 5 0 0 metros sobre la
planicie costera. Al Noroeste de esa zona montañosa, hasta llegar al río Cazones
por la costa y de ahí a las estribaciones y las partes bajas de la Sierra Madre Orien­
tal, desde los primeros siglos de nuestra era destacaron las llamadas culturas de Ve­
racruz central, conformadas por una serie de pueblos hasta ahora no identificados
/
8. (¿ P término «olmeca» identifica un estilo artístico. Aquí, por la brevedad del texto, utiliza­
mos el término para referirnos al grupo portador de ese estilo, lo cual no implica que corresponda a
un grupo etnolingüístico determinado. ^
DIVERSIDAD GEOGRÁFICA Y U N I D A D C U L T U R A L DE M E S O A M É R I C A 83

étnica ni lingüísticamente, pero cuyas diferentes formas de expresión nos ayudan a


distinguirlos. Ellos construyeron las grandes esculturas y caritas sonrientes hechas
en barro y fueron los responsables de la manufactura de yugos, hachas y palmas ta­
llados en piedras tan duras como la serpentina o la diorita.'^im ism o, desarrolla­
ron formas de conocimiento tan complejos comc(í^ u m eración y la escritura jero­
glífica que se aprecian en la Estatuilla'^de los Tuxtlas o en la Estela de La Mojarra.
Pueblos y culturas excepcionales florecieron en el llamado periodo Clásico
hasta que, entre los siglos VIII y xi, hicieran lo propio los fundadores de El Tajín,
cuya identidad desconocemos también. En medio de la selva tropical aquella es­
pléndida urbe destacó no sólo por las diecisiete canchas dedicadas a l a práctica^
del juego de pelota, sino porque la iconografía relacionada con esta actividad no
tiene parangón en ninguna otra ciudad mesoamericana. Un par de siglos más
tarde l o S ) t o t o n a c a s darían l u g a r a las más acabadas expresiones c u l t u r a l e s de la
última parte de la_iiislaria_prehispánica dei Golfo, con urbes de tan grande im­
portancia como ÍCempoala,! que sirviera de antesala a los españoles en la con­
quista de México-Tenochtitlan. Mientras tanto, hacia la planicie de San Luis Po­
tosí, el Este de Hidalgo, el Sur de Tamaulipas y el Norte de Veracruz, tuvo lugar
la expansión y d e s a r r o l l o la cultura huaxteca. En aquellos lugares, muy lejos
de su lugar originario, alrededor del primer milenio antes de nuestra era quedó
anclado este grupo de filiación mayance, cuyo máximo apogeo cultural habría
de alcanzar después de los siglos viii-ix y lo mantendría por largo tiempo, aun
después de las conquistas mexicanas ocurridas alrededor del siglo xv.
En la costa opuesta, bordeando la Sierra Madre Occidental, de Sonora a los
límites sureños de Mesoamérica, corre la Planicie Costera del Pacífico. Franja es­
trecha, con un promedio no mayor a los 50 km en algunos puntos. Esta unidad
geomorfológica además de terrenos bajos y llanos incluye también las últimas
elevaciones de la Sierra Madre del Sur. Su formación es principalmente de rocas
cristalinas intemperizadas que arrastraron los ríos a las planicies aluviales. Aquí,
la precipitación anual varía entre 1 000 y 2 000 mm, con una marcada estación
seca que puede durar de cinco a seis meses. La vegetación característica es la sel­
va semicaducifolia (monte alto) y la selva baja caducifolia (monte bajo). Entre
las especies dominantes se encuentra el guanacaste (E nterolobium cyclocarpum ),
el cuachalalá (Juliana adstringens) y las acacias (A cacia ssp.), que crecen en sue­
los de aluvión. A lo largo de ese litoral existen grandes extensiones de marismas,
esteros y pantanos cuyo bioma, rico en ostras, ostiones, caracoles y otros maris­
cos, motivó el asentamiento permanente de grupos pescadores y recolectores de
moluscos desde tiempos muy tempranos. Hasta ahora, las expresiones cerámicas
más antiguas fechadas alrededor de<la segunda mitad dei tercer milenio antes de
nuestra era se han encontrado en las costas de Guerrero: Puerto Marqués, en
Acapulco. Entre pantanos y manglares, pero hacia las costas del Pacífico de
Chiapas y de Guatemala, La Victoria, Salinas la Blanca y Chantuto contienen
los asentamientos humanos más antiguos que vivieron a expensas del medio.
Posteriormente, en aquellas costas y en la llanura costera habrían de aparecer los
más remotos antecedentes de la cultura olmeca.
Ambas planicies se aproximan en el istmo de Tehuantepec, la parte más es­
trecha del territorio, donde sólo alcanza unos 20 0 km y una altura promedio
84 LORENZO OCHOA, EDITH ORTIZ-DÍAZ Y GERARDO GUTIÉRREZ

Ilustración 6
C O R T E TRANSVERSAL DEL ISTM O DE TEHUANTEPEC

Sierra Madre de Chiapas


Sierra de Juárez
/ Istmo de Téhuantepec .y '
Chimclapas ^

Montaje; César A. Fernández.

de 2 5 0 m (Ilustración 6). Esta depresión, ahora y antes, resulta un paso natural


I para los pueblos ubicados en ambas costas.^n dirección Nordeste del istmo, ba-
ñada por el Golfo y el Caribe, se localiza la península de Yucatán, que represen­
ta no sólo la_ provincia de _composición más homogénea de carácter calcáreo,
sino las tierras continentales más recientemente emergidas'í^ La zona norte tiene
clima seco con escasas lluvias en verano y vegetación de bosque bajo. Por eso a
la ausencia de aguas superficiales y a la acentuada estación seca, apenas se la
puede considerar como una subregión. A pesar de esto, aun cuando su composi­
ción calcárea impide la presencia de corrientes superficiales, la permeabilidad de
éstas deja filtrar los escasos 750 o 1 000 mm de precipitación anual, de tal mane­
ra que se conforman corrientes y depósitos subterráneos: los cenotes, plural de
la corrupción en español de la palabra maya dzonot.
Esa planicie semiárida contrasta con los manglares y pantanos de las costas,
pero también con el Sur de Quintana Roo y Campeche, donde comienzan los
montes altos y algunas corrientes y lagunas que cambian el paisaje. A medida
que se avanza hacia el Sur se da paso a las tierras bajas centrales, esa zona que
ha sido descrita como de lluvias tan abundantes que llegan a sobrepasar los
2 0 00 mm anuales en promedio y una vegetación frondosa de selvas alta, media­
na y baja perennifolia. Esta zona de tierras bajas, en contraposición con la ante­
rior, cuenta con una amplia red hidrológica conformada por lagunas, pantanos,
arroyos y corrientes tan importantes como el Grijaiva, Usumacinta, Hondo, San
DIVERSIDAD G EO G R Á FIC A Y UN IDAD CULTURAL DE M E S O A M É R I C A 85

Pedro M ártir, Candelaria y de la Pasión, entre otras que cruzan el Sur de Cam­
peche, buena parte de Tabasco, Belice, el Petén guatemalteco y la Lacandonia.
Red)hidro^gica que fue utilizada como vía de tránsito y de comercio en la épo- ■
ca preKiipánica, y que se aprovechó de manera permanente hasta bien entrado 1
este siglo. « ‘
En el área norte, aunque la intensificación agrícola es más difícil, hubo di­
versas formas de aprovechamiento del agua; desde la construcción de chultunes
o cisternas y depósitos en el fondo de las aguadas, conocidos r.r,mc> huktés o
bu ktei (Barrera Rubio y Huchim Herrera, 1989: 279-284), hasta «el manejo in­
tegral de los recursos bajo el sistemai^ m ilEa^ que permitió generar el pluspro-
ducto necesario para el sostenimiento de la estructura económica de la sociedad
prehispánica que se desarrolló en el área [Puuc]» (Barrera Rubio, 1987: 137)®,
sin pasar por alto la construcción de terrazas asociadas a chultunes. A pesar de
ello, entre la vegetación encontramos valiosas especies para el hombre, incluyen­
do el tinto (H aem atoxylion cam pechianum ), el chicozapote (Achras zap ata y
A chras chicle), la caoba (Swietenia m acrophylla) y el ramón o árbol del pan
{Brosim um alicastrum ). A medida que nos acercamos al Norte penetramos en
una selva baja muy cerrada y espinosa, precisamente en la plataforma que da lu­
gar a la península, que tiene una anchura de 350 km entre el Golfo y el Caribe y
altitudes promedio de 40 m, donde sobresalió (gl)cultivo del henequén [Agave
fourcroides)(^^\ át\ a lg q d ^ , «materia prima del principal artículo de tributa­
ción» (Quezaoa, 1990). Pero no toda es plana. AI Noroeste de la península, cer-
ca de donde florecieron las grandes ciudades de Oxkintok, Uxmal, Kabah, Lab-
ná y Sayil entre otras, se levanta la pequeña sierra del Puuc, una sucesión de
modestas elevaciones que apenas alcanzan en ciertos puntos de 100 a 125 m.
Por el contrario, al Sudeste de la península, entre Belice y el Sur del Petén, se en­
cuentra una de las zonas de más alta precipitación de las tierras bajas. Conse­
cuentemente, allá se aprecian anchas franjas de selva tropical y bajos y valles
como el de Belice, donde, desde finales del segundo milenio antes de nuestra era,
se dieron los primeros pasos que anteceden a las manifestaciones primigenias de
la cult]^a[m§¿a (Ilustración 1).

LOS ANTECEDEN TES CULTURALES D E M ESOAM ÉRICA

Hacer referencia a los orígenes de los primeros pobladores de cualquier región


del continente americano implica exhibir las diversas teorías relativas al pobla-
miento de América, cosa que obviarémos. Baste anotar que la más aceptada y la
que posee mayor fundamento y coherencia científica, es la que sostiene que a
través del estrecho de Bering fue factible la travesía a pie desde el continente

9. sjitr a ta del manejo global de los recursos teniendo en cuenta las propiedades del suelo, de f!
la vegetación, de las variedades de semilla que sembraban en distintos puntos en el inicio del ciclo í
agrícola, «de acuerdo al adelanto o atraso del periodo regular de lluvias». Todo esto «dio lugar a un
sistema extensivo de milpa basado en el pluricultivo, con posibilidad de obtener cosechas múltiples»
(Barrera Rubio, 1 9 87: 137).
86 lo re n z o OCHOA, EDITH O R T IZ -D ÍA Z y G E R A R D O GU TIÉR REZ

asiático al de América hace unos 70 000 años. Pruebas irrefutables acerca de la


presencia humana en el Norte del continente datan de hace unos 3 0 0 0 0 años o
un poco más, mientras que en territorio mexicano se remontan a unos 21 OOP
años (Lorenzo, 1980: 102)^°, y en Belice apenas sobrepasan los 10 000 años.
El paso de aquellos primeros pobladores pudo ocurrir durante la última gla­
ciación, la Wisconsiniana, cuando Se han reconocido una serie de avances y re­
trocesos de las masas polares que permitieron esa comunicación (Lorenzo, 1980;
Mirambell, 1994). En el primer caso se plantea que entre los meses de noviem­
bre y marzo los hielos formaban un puente natural que comunicaba «el cabo
Dezhnev, el más oriental de la península de Chukotka, en Siberia, y el cabo Prín­
cipe de Gales, la punta más oriental de la península de Seward, en Alaska» (Lo­
renzo, 1980: 9 1 ).*ti segundo corresponde al retroceso de los hielos y al aflora­
miento de «una masa terrestre de más de 1 000 km en su eje Norte-Sur, a la cual
se le ha dado el nombre de Beringia» (ibid.: 97). En efecto, dado que el fondo
del estrecho de Bering es de unos 40 m, se tienen «pruebas fehacientes para ase-
-^gurar que, cuando el mar ha descendido 50 m o más durante una glaciación,
ambos continentes han quedado unidos por una llanura en la que sobresalen las
montañas que ahora son las islas Diomedes» {ibid.: 97). ^
Pero para el territorio de México y América central el estudio de la Prehisto­
ria no ha contado con los apoyos suficientes; los avances del conocimiento en
este campo son sustancialmente menores que en Estados Unidos y en el Viejo
Mundo. Tal vez esto se deba al escaso interés que en nuestros países despierta en
algunos funcionarios este tipo de investigaciones, cuya mayor atención presu­
puestaria, por razones políticas, la ponen en las grandes urbes prehispánicas.
Aun así, @ el caso de M éxico las contadas investigaciones y hallazgos controla­
dos que existen han posibilitado la creación de una periodización y nomenclatu­
ra originales, ajena a la utilizada en otros continentes, que permite agrupar y es­
tudiar por horizontes culturales los cambios observados en las formas de vida y
en el utillaje dejado por los primeros pobladores (Ilustración 7) (Lorenzo, 1980:
106 y cuadro 2).
El primer horizonte de la etapa Lítica se caracteriza por la existencia de re-
colectores-cazadores y la manufactura de instrumentos de piedra, que se fecha
entre los años 30000 (?) y 7000 a.p. En atención a los cambios tecnológicos ob­
servados en la manufactura de los instrumentos, este horizonte ha sido dividido
en: Arqueolítico (30 000 [?]-14 000 años a.p.) y Cenolítico (14 00 0 -7 0 0 0 años
a.p.)^^. Del Arqueolítico se conocen siete sitios, de los cuales solamente Tlapaco-

10. En adelante, para la descripción de las características de la etapa Lítica, salvo cuando se
indiquen citas textuales, nos basaremos en Lorenzo, 1980 y en Mirambell, 1994. En relación con las
teorías relativas al poblamiento de América, véase, infra, Alan F. Bryan, del quien disentimos en
cuanto a su consideración de que los primeros H om o sapiens que p o b la r ^ el c ontinente hubieran
sido «cazadores de megafauna del K leoU tico buperior¿7“Cómo”apühta José Luis Lorenzo; «Que en
ocasíoftés muy favorables hayan ultimado'un proboscídeo empantanado en las orillas de un lago no
permite hacerlos especialistas en caza mayor y mucho menos caracterizar una etapa cultural por una
actividad que hubiera resultado suicida» (1980; 103).
11. Lorenzo, 1 980; para mayor claridad en relación con estas cronologías, cf. el cuadro 2 de­
sarrollado por este autor.
DIVERSIDAD G EO G R Á FICA Y UN IDAD CULTURAL DE M E S O A M É R I C A 87

Ilustración 7
P E R IO D inC A C IÓ N D E LA ETAPA LÍTICA EN M É X IC O

Fuente: J. L. Lorenzo.
88 LORENZO O CH O A , EDITH O RTIZ-DÍAZ Y GERARDO GUTIÉRREZ

ya, en el Estado de M éxico, y Cualapan, en Puebla, han sido datados por medio
de carbono 14 (C 14), hacia el año 21000 a.p. Para entonces, la característica
principal es la presencia de instrumentos líticos más o menos toscos y la ausen­
cia de puntas de proyectil hechas de piedra, aunque no se descarta que se hubie­
ran fabricado de madera y hueso. La economía se basaba principalmente en la
c a ^ de espedes menores y_im j^ r ^ le c c ió n de frutos y semillas silvestres.
El horizonte Cenolítico se caracteriza por la aparición de puntas de proyectil
acanaladas: clovis y folsom, junto con las puntas foliáceas tipo lerma, que no
volverán a aparecer, así como un incipiente manejo de ciertas especies vegetales.
Los inicios del Cenolítico están representados en once sitios, de los cuales algu­
nos han sido excavados y fechados con radiocarbono, mientras que otros se han
datado por asociaciones tipológicas. Algunos de ellos son; Ocampo, cueva Es­
pantosa, cueva El Riego, cueva de Coxcatlán, cueva de Guilá Naquitz y cueva de
Santa Marta.
L ^ caza de especies pequeñas continuó siendo la actividad primaria, pues se
ha demostrado que la caza de animales pleistocénicos se reduce al aprovecha­
miento de los que caían en algún pantano, de forma accidental y esporádica^^.
Entre las especies vegetales recolectadas tenemos un tipo de aguacate silvestre y
maíz primitivo. Por otra parte, aunque es difícil de imaginar el tipo de organiza­
ción social de aquellos grupos, ésta debió ser bastante sencilla, acaso bandas con
unos cuantos individuos, o bien puede pensarse en familias nucleares o extensas.
Después del año 7000, al desaparecer los grandes animales junto con la retirada
de los glaciares y el calentamiento general de la tierra, se observa un aumento y
una variedad en la factura de_las ju n ta s de proyectil que sugieren una especiali-
z^ción eii laj::acería o cierta diferenciación de patrones culturales entre los dis-
tintos grupos. Estas sugerencias se apoyan en el hecho de que al inventario del
instrumental señalado debemos agregar la aparición de instrumentos de molien­
da, rudimentarios al principio, que si bien no indican la aparición de la agricul­
tura tal vez reflejan un manejo más intensivo de especies harinosas, como el
mezquite (Prosopis juliflora) y las gramíneas. Asimismo, las evidencias hacen
pensar en un perfeccionamiento de la cestería, que no sólo se utilizaba para al­
macenar semillas, sino que dado lo cerrado de su tejido pudo servir para conte­
ner líquidos. En la alimentación aparecen el chile, la calabaza, el frijol y la cirue-
la; posiblemente se aprovechó la penca del maguey y, a finales del horizonte, jép
maíz silvestre. Aun así, no debe olvidarse que en las costas la explotación de los
recursos acuáticos, junto con manipulación de algunos tubérculos, también
pudo conducir a otros procesos de sedentarización, como tal vez sucedió en la
costa del Pacífico de Chiapas y Guatemala.
A partir de entonces entraríamos en un nuevo horizonte, el Protoneolítico,
momento en que el consumo de maíz silvestre fue bastante importante y comenzó
a ser domesticado en la segunda parte de este horizonte. Los morteros y muelas
se fabricaron con mayor cuidado: «Los morteros, más antiguos, van cediendo el
paso a las muelas, lisas o cóncavas, sin que los primeros lleguen a desaparecer».

12. Véase, supra, nota 10.


DIVERSIDAD G EO G R Á FICA Y UN IDAD C U L T U R A L DE M E S O A M É R I C A 89

aunque la presencia de los implementos de molienda o de otras herramientas no


implica necesariamente la agricultura (Lorenzo, 1980: 120). Hasta ahora, los res­
tos arqueológicos más tempranos relacionados con la domesticación de algunas
plantas provienen de los estados de Tamaulipas y Puebla. En algunas cuevas se­
cas de la sierra de Tamulipas se han recuperado restos de plantas y partículas de
ellas en las heces humanasj^Q_primera evidencia de_una pj_anta domesticada es la
calabaza {Cucurbita p ep o), la cu^^ósTBIemente fue aprovechada por sus semillas
(MacNeish, 1964b). Entre los milenios quinto y tercero ^cu ltivaron frijoles ro- i
jos y amarillos {Phaseolus vulgaris), así como una mayor variedad de'calabazas ¡
con semillas más perfeccionadas.
En el valle de Tehuacán, Puebla, la domesticación de las primeras plantas
posiblemente ocurre entre el séptimo y sexto milenios antes de nuestra era: el
chile (Capsicum sp.), el aguacate y, hacia finales del quinto milenio, la calabaza
{Cucurbita m ixta). Posteriormente se agregarán otro tipo de la calabaza (Cucur­
bita m oschata), el frijol común (Phaseolus vulgaris) y el zapote negro (D iospyros
bum elioides) (MacNeish, 1964a y 1964b).''J^m aíz en Tehuacán no aparecerá
domesticado antes del tercer milenio, que en Tamaulipas data de los años 2200- ;
1800 a.n.e. D esp u és^ l segundo milenio la agricultura deja de ser una actividad i
complementaria, 'p a r^ o b ra r cierta importancia económica. //
De esta^ an era podemos señalar que a ^ r t i r de la segunda mitad del tercer
milenio y^[)aM _2000 a.n^^ comenzarán(yn^serie de cambios graduales en los ;
sistemas de ap r^ iacióh y en la tecnología de los grupos cazadores recolectores,
que los llevaráQ u n estadio cultural más complejo. Entre estos cambios se en­
cuentra el de(í^tecnojogía que implica_la dependencia de las plantas dornestica- '
das que formarían parte de la dieta mesoamericana; asimismo, debe agregarse la |
apanclon de\j^cerájmi£a^que representa una transformación fisicoquímica de laj
materia inorgánica hecha por el hombre en este territorio. ♦ '
Esta innovación y los cambios señalados serán determinantes la vida de
los grupos de recolectores-cazadores. De hecho, los sistemas sociales sé~viiélven
más complejos(J)comienzan a perfiFarse los asentamientos agrícolas permanen­
c i a Pero el paso de una economía ^ caza-rgcoÍección a otra basada en la agri­
cultura fue un jiroceso acumulativo muy lento, en eí cual jamás desaparecerá la
primera forma que, como una actividad complementaria, continuará al lado de
la agricultura durante toda la_Época Prehispánica. A partir de entonces se darán
las organizaciones aldeanas y puede hablarse del inicio de las tradiciones cerámi­
cas. Algunas de aquellas cerámicas son de carácter local, pero otras tal vez fue­
ron importadas de Sudamérica, como el caso de las recuperadas en la costa y
llanura costera de Chiapas y de Guátemala que, fechadas hacia mediados del se­
gundo milenio antes de nuestra erá, son de una factura muy evolucionada sin
antecedentes locales. De Norte a Sur y de Oriente a Poniente aldeas, villas y pue­
blos comienzan a perfilarse como lós antecesores de lo que más tarde serán las
grandes culturas de Mesoamérica.
90 LORENZO OCHOA, EDITH O R TIZ -D ÍA Z Y GERARDO GUTIÉRREZ

EL D ESA RRO LLO M ESOAM ERICANO

Aquí no discutiremos el problema teórico de la validez de la determinación del


área cultural llamada Mesoamérica ni la de su periodización; otros lo han inten­
tado con mejor intención que fortuna, o continúan en el debate^^.^Con este pun­
to de partida, aunque con ciertos cambios en la forma en que se han manejado
los parámetros utilizados en la definición (rasgos culturales característicos de esa
área), seguiremos su historia de acuerdo a como prácticamente todos los autores
la han tratado; esto es, un repaso de los progresos culturales de los pueblos me-
soamericanos dentro de un esquema cronológico de carácter evolutivo, dividido
en tres periodos que marcan cambios y transfoñhaciones: Preclásico o Formati-
vo. Clásico y Postclásico^"' (Ilustración 8). Más adelante, con el fin de rastrear la
gestación de Mesoamérica, abordaremos esa misma historia, haciendo un re-
cuento í^ su s caract^ísticas culturales y su extensión del siglo xvi hacia atrás.
En cuanto a las cronologías manejadas para marcar estos periodos, no existe
un acuerdo absoluto. Para el efecto, no hay más que constatar las fechas que se
adjudican a cada periodo. Por esta razón, frente a la imposibilidad de discutir
tales posturas, el cuadro cronológico relativo al desarrollo mesoamericano (Ilus­
tración 8) tan sólo debe tomarse como punto de referencia; son fechas bastante
aproximadas, pero no absolutas.
Por otro lado y por lo pronto, pensamos que ¡^im posible utilizar tal perio-
d iz y ión sin tener en cuenta los supue;stos avances alcanzados en cada uno de
ellos; si no, no tendría objeto aplicarla. No obstante, juzgamos bastante pruden­
te plantear una separación entre (la) cronología y el d esy rollo cultural, pero no
necesariamente entre éste y la nomenclatura. De esta manera, e intentando no
caer en una contradicción con nuestro planteamiento, describiremos un panora­
ma general de las características culturales presentes en los diferentes periodos,
independientemente de que en unas áreas aparezcan antes que en otras.
De esta manera, el Preclásico se ha caracterizado por el comienzo de las al­
deas agrícolas sedentarias, con una economía autosuficiente y una sociedad teóri­
camente igualitaria en sus inicios, si bien, más tarde, la habilidad en el manejo
de ciertos conocimientos pudo dar lugar a una diferenciación en el acceso a los
recursos, conformando pequeños grupos que pudieron llevar a cabo el inter-
carnbio de bienes suntuarios. Conocimiento e intercambio serían fundamentales
para la posible formación de linajes. Como consecuencia, aquellos contactos a

13. Para un análisis de estas discusiones remitimos a las recomendaciones de las lecturas
apuntadas en las notas 1 y 2.
14. Aunque no trataremos aquí en detalle esta nomenclatura, debemos aclarar que, sobre la_
base de los cam bios graduales que se pueden percibir en el paso de uno a otro periodo desde la ó pti-
ca de la cultura material e ideológica, se han intercalado dos ía ^ ó s dé'corta duración. Entre el Pre­
clásico y el Clásico se interpone el Protoclásico que, aun cuando no siempre es fácil de determinar,
resulta de gran utilidad como herramienta explicativa del modo como se sucedieron los cambios.
Una consideración semejante se ha hecho para finales del Clásico e inicios del Postclásico, donde se
intercala un lapso denominado Clásico Terminal o Epiclásico, que si bien no siempre se utiliza con
fortuna, su inclusión es determinante para explicar las agudas transformaciones ocurridas en prácti­
camente toda Mesoamérica después de los siglos vni-IX.
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Ilustración 8
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Fuente: Ochoa, Ortiz-Díaz y Gutiérrez.


92 LORENZO OCHOA. EDITH O RTIZ-DÍAZ Y GERARDO GUTIÉRREZ

nivel de élites repercutieron significativamente en los cambios y transformaciones


de las estructuras sociales, políticas y económicas que se aprecian a lo largo de ese
periodo, de tal suerte que los asentamientos pasaron de simples aljeas y pueblos
de agricultores, cuya sociedad pudo ser igualitaria en sus inicios, al surgimiento /
de los centros políticoreligiosos con sociedades fuertemente estmificadas. o /
Aquel primer periodo puede considerarse ei paso previo -.deXiia,civilización
en formación: el establecimiento de las bases de una sociedad estratificada cuya
élite controlaba el poder político y religioso, evidente en el surgimiento de pe­
queños centros cuyos propósitos, además del ceremonial, fueron de carácter so­
cial y de intercambio de productos si nos atenemos al modo como se concibie­
ron en la urbanística los espacios abiertos. Pero el final de ese periodo y el inicio
del siguiente no fue repentino; entre ambos hubo un periodo de transición: el
Protpdásicp. En éste, junto con los cambios y transformaciones sociales, políti­
cas, religiosas y económicas, se reflejan los avances tecnológicos que habrían de
culminar en el Clásico al iniciarse los estilos artísticos regionales. Desde esta óp­
tica el llamado estilo olmeca, más que una regla, es la excepción en el Preclásico.
En realidad, durante ese lapso y el inicio del Clásico los numerosos centros
menores comenzaron a fusionarse aglutinando mayores m asas. de población,
no sólo con Cn)sentido ^onóm icp sino políticoreligipso,iadquiriendo un cierto
poder regional que se manifiesta en los centros urbanos. En algunos lugares,
como los valles centrales de Q.axacaJ parecen haberse iniciado'Ja^planificación v
ejecución de distintos tipos de obras hidráulicas, mientras continuaban enrique-
ciendo una ideología religiosa que se plasmó en pinturas murales, piedra y ba­
rro. Asimismo, los sistemas de registro dejados en diferentes materiales, al igual
que los observatorios, son bastante claros en Oaxaca, el Sur de Veracruz y el
área maya. A partir de entonces las diferentes culturas h a b r ía n de d a r liiggr a
sus propios estilos.
Aunque un milenio antes del inicio de nuestra era aparecería la arquitectura
pública, ahora adquiriría características monumentales; la intensificación agríco­
la no sólo se incrementó por la urgencia de buscar un mejor abastecimiento de
las élites, que requerían cada vez más un plusproducto, sino que debe verse
como respuesta a la compleja organización política de carácter estatal respalda­
da por una fuerza coercitiva que no siempre es evidente. Por las mismas causas,
el comercio adquirió una importancia capital para esos grupos en el poder, que
lo manejaban a gran escala: de Norte a Sur y de Oriente a Poniente los mercade­
res recorrían el territorio llevando y trayendo productos de toda naturaleza. Las
grandes urbes alrededor de los centros p9 lídcoreligi_osgs fueron cada vez más
numerosas y, posi^eme^ñte, siyrgi^on las ciudades-estado: Calakmul, Palenque,
Yaxchilán, Tikal y Copán, entre otras de las tierras bajas centrales del área
maya. Y mientras Monte Albán señoreaba en los valles centrales de Oaxaca,
Teotihuacan prácticamente devenía en la Meca de Mesoamérica en el Altiplano
c^ntr^T Para entonces, además de las ciencias prácticas y los sistemas de regis­
tro, se formaliza una religión en la cual se integran una serie de dioses, varios de
los cuales se originaron en el periodo anterior, que pueden reconocerse a través
de las representaciones escultóricas de barro y piedra o en las pinturas murales
que, por otro lado, marcan las grandes expresiones artísticas.
DIVERSIDAD GEOGRÁFICA Y UNIDAD CULTURAL DE M E S O A M É R I C A 93

Pero no se sostienen. Hacia el siglo VIII Teotihuacan. la urhe más importante


del centro de M éxico, empieza a declinar. Más tarde, entre la novena y décima
centurias comienza el ocaso de Monte Albáiij capital d¿ los zapotecos en los va­
lles centralesjde Oaxaca; de igual forma, en las tierras bajas centrales del área
maya los grandes centros de poder inician su descenso cultural después del si­
glo IX . Durante ese lapso se van diluyendo muchos de los grandes logros alcan­
zados en los pasados siglos hasta que, prácticamente, desaparecen. Cesa la erec­
ción de monumentos conmemorativos, se interrumpe la construcción de tem­
plos, palacios y, más aun, las obras hidráulicas, poco desarrolladas de por sí,
caen en un aparente receso. Finalmente, aquellas urbes serían abandonadas. ^
Hasta ahora, aunque se exhiben varias teorías para explicar las posibles cau­
sas originarias del fenómeno que dio lugar a esa serie de cambios y transforma­
ciones culturales de Mesoamérica en el marco de un corto periodo denominado
Epiclásico, distamos de conocerlas. De ese lapso, entre otros sitios, dan cuenta
en la costa del Golfo El Tajín, en Veracruz; en el Altiplano central, Xochicalco,
en Morelos; en el área maya, Comalcalco, en Tabasco, Toniná, en Chiapas,
Cobá, en Quintana Roo, Chichén Itzá, en Yucatán, Lamanai, en Belice, Zaculeu,
en Guatemala y en los valles centrales de O axaca, Lambityeco.
En el Altiplano central, después de una serie de movimientos étnicos y la lle­
gada de uno o más grupos a esa región, al término de ese lapso y los inicios del
Postclásico (íe)van perfilando nuevas formas en las instituciones sociales, políti-
cas, económicas Teligiosas. Aun cuando es incuestionable que desde el Clásico
se hubiera dado a concepción del Estado como un nivel de integración política
territorial, este tipo de estructuras políticas se presentan con mayor complejidad.
Por otro lado, para reafirmar su dominio, los grupos dirigentes evidencian ttíñ ^
ideología militaristó^ue les perm te m a ^ su poderío por^medio de un rneca-
nismo coercitivo. §e«tab lecen alianzas entre varios estados, como fue el caso de
Texcoco-Tlacopan-Tenochtitlan, pero cuyos antecedentes parecen derivar de la
época tolteca. Asimismo, se unlversalizan e imponen ciertas deidades, prácticas e
ideas religiosas, algunas de las cuales eran conocidas de antiguo.^'kn fin, los siste­
mas de registro, cuyos orígenes se remontan al periodo Preclásico, aunque se ex­
tienden por un territorio mucho mayor, en ciertos casos sufren un estancamiento
y aun retrocesos, como sucedió entre Uos mayasl que abandonaron, o tal vez ol­
vidaron, e][ sistema de registro calendárico por medio de la «cuenta larga». En
aquella área los centrnsfpnl frjrnrel i nsns Irle las tierras bajas centrales práctica­
mente quedaron desocupados, aunque en la zona norte las grandes urbes alcan­
zaron un gran florecimiento que destaca por sus extraordinarios estilos arquitec­
tónicos, que habían iniciado desde ^os sj^los V II-V III.
En otros aspectos puede hablarse (@ u n sjgmficatÍYq^^delanto en^la agricul-
tura hidráulica y, con tal propósito, se acometen empresas de gran magnitud.
Aparece fa metalurgia, cuyo desarrplio, si bien casi se redujo al aspecto suntua­
rio, en ciertos casos se aplicó a la ‘manufactura de herramientas agrícolas, sin
llegar a incorporarse a la tecnología hidráulica. Como antes, las redes de co ­
mercio y los centros de distribución en forma de mercados siguen siendo con­
trolados por las élites. Esos y otros cambios de menor importancia caracterizan
al periodo Postclásico, cuya área abarcó desde el Golfo hasta el occidente y
94 LORENZO OCHOA, EDITH O R T I2 -D ÍA Z Y GERARDO GUTIÉRREZ

desde el Norte de la cuenca de México al área maya. Nuestra intención ha sido


hacer hincapié que la evolución cultural de Mesoamérica no se dio simultánea­
mente en todas los pueblos que la integraron. Esto, sin duda, ha dificultado la
cabal comprensión de su historia, que en no pocas ocasiones se ve sincrónica­
mente. Por lo tanto, esta síntesis vale tan sólo como una visión panorámica de
la misma.
Para concluir, como sugerimos antes, haremos una consideración al esque­
ma que Paul Kirchhoff desarrollara sobre la base de rasgos culturales sobresa­
lientes para el siglo X V I, válidos para el último periodo Prehispánico. Con este
punto de vista podemos argumentar que si bien el rasgo cultural aislado repre­
senta un instrumento útil, su empleo como un fin tiene mayor aplicación para el
estudio de problemas muy concretos. Para el caso específico de Mesoamérica,
encontramos más conveniente agrupar aquellos rasgos que guardan estrecha re­
lación (con)el objeto de formar co^^plejos-gener3 Iizante¿^, añadiendo otros as­
pectos relativos a la organización sociopolítica, insoslayables para el estudio y
explicación de la conformación cultural de dicha área.
Para alcanzar nuestro propósito nos basamos en el supuesto de que, en la in­
terpretación arqueológica, ^ d e b e partir de lo conocido a lo desconocido y,
como lo recomendara el mismo Kirchhoff, para Mesoamérica debe hacerse del si­
glo X V I hacia atrás. Sólo analizando retrospectivamente los componentes cultura­
les de esa área se podría plantear desde cuándo, con qué frecuencia y hasta dónde
se extendían los distintos periodos. Con esta postura general ¿cuáles serían los
complejos culturales relevantes de Mesoamérica para el Postclásico y cómo se
presentarían en las distintas zonas.’ ¿Podrían rastrearse esos complejos para pe­
riodos anteriores y cuál sería el espacio de distribución?
Para el objeto pasaremos revista a los que consideramos más significativos
para el Postclásico, sin desestimar la falta de algunos, amén de que ciertos com­
ponentes de un complejo no pueden estudiarse sin tener en cuenta la relación
que pensamos guardaban con los componentes de otros. Así, comenzaremos por
señalar^ue la sociedad mesoamericana estuvo dividida en clases fuertemente di­
ferenciadas: nobles, plebeyos y esclá^w. Las estructuras políticas fueron de tipo
estatal, aun cuando en algunos casos las había más sencillas, como pudieron ser
^ §) señoríps o cacicaz^gqs.^ De todas maneras, ^ £ o d e r lo_ejercía un jefe.ciyU o
militar y, con frecuencia, otro religioso perteneciente a lajnobj^^a..
En cuanto a k tecnología, aunque no muy adelantada, estuvo encaminada a
la construcción @ ^ ^ n d e s ,empresas públicas de cajácter_hid^ulico (albarrado-
nes, presas y canales entre otros), así como a las de tipo religioso, civil y militar
(pirámides, templos, calzadas, fortificaciones). La explotación intensiva de la
agricultura por medio de terrazas, camellones de cultivo, canales (de riego o de­
secación), chinampas y pozos fue la norma. El planteamiento y trazado de las
ciudades, fortificadas o sin fortificar, era de primer orden. En éstas, además de
ofrecer todo tipo de servicios púbhcos (mercados, escuelas, templos, drenaje.

15. T od a esta discusión, en buena medida, tiene como punto de partida los planteamientos
expuestos en Ochoa (1979; 1 53-161).
DIVERSIDAD GEO GRÁFICA Y UN IDAD CULTURAL DE M E S O A M É R I C A 95

vías de comunicación), ^ c e n tro polítIco.relÍgÍQSj3. estaba rodeado por una pobla­


ción organizada en_barrios dif^endad^ según sus actividac^
A su arribo, los españoles encontraron religión institucionalizad^ con
un panteón de dioses reconocible en esculturas de piedra, barro y otros rnateria;
les, en'pi'ñT:úras^muraJesj>..m at^ de expresión, artística. Las costumbres
funerarias y étnicas conao @ mutüación_ denta la deformación craneana y el ’
uso de pintura corporal no faltaban como distintivos sociales, de grupo y aun
simplemente como parte del embellecimiento. Lo^ entierros se hacían según el
rango y el sexo, acompañados derjca^ ofrendas y en sitios especiales de acuerdo
con el estatus del individuo. Asociados con sus creencias estuvieron los juegos ri-
tüales (volador y pelota entre otros) y una ideología manipulada por la clase sa­
cerdotal. Este grupo también ejercía el control de los conocimientos, tanto por
medio de la tradición oral como recurriendo a los sistemas de registro: calenda­
rios de 2 60 y 365 días (adivinatorio y solar), escritura, numeración y astrono­
mía, entre otros, que son conocidos a través ¿^códices hechos en piel de venado,
co rte^ de árbol o en algodón, o denlas inscripciones dejadas en piedra, hueso,
concha, barro y madera, i'
Por otra parte, como el poder político y religioso,(l^ economía, basada en la
intensificación agrícola, al igual que las instituciones comerciales, era dominio
de la nobleza, bien que en el caso de los mexicas los pochtecas aparecen como
una excepción a la regla. En todo caso, las actividades mercantiles se llevaban a
cabo en mercados periódicos y en puertos de intercambio que funcionaban
como centros de acopio y de redistribución. Mercados y .puertos de irrtercainbi
eran alcanzados por medio de extens.as cejJes. de caminos terrestres y acuáticos
controladas por gente especializadaS>Pero esto no era todo: el pago de una tribu­
tación en especie o en fuerza de trabajo formó parte importante de la economía
de los grupos de poder.V'
De una u otra forma alguno de los componentes de estos complejos articula­
dos en un todo, (s^ conocían a lo largo y a ^ h o del territorio delimitado por
Kirchhoff. Por el contrario, aunque para el periodo Clásico esas mismas caracte­
rísticas culturales prácticamente estuvieron presentes, el área en donde ha sido
posible identificarlas es bastante más reducida, aun tomando en cuenta la su­
puesta expansión norteña del territorio mesoamericano. Pero, sin desechar que
hubo una ligera expansión de rasgos culturales mesoamericanos hacia el Norte
del territorio, más que considerar tal expansión como un crecimiento del territo­
rio mesoamericano, esta expansión debe verse como focos aislados que surgie­
ron por un fenómeno no bien explicado de comercio, de^co lo n iz a d ^ o de acul-
turación, sin que en ningún momento lograran la homogeneidad cultural ^ e
había en el resto del área. H *
A lo anterior debe añadirse que en el Occidente, en los actuales Estados de
Jalisco, Colima y Nayarit, los orígene? y progresos culturales fueron bastante dis­
tintos. Allá, desde las tum bas d e tiro en el Preclásico o la particular manufactura
de las figuras de barro en el Clásico, hasta la ausencia de formas de registro, dio­
ses reconocibles y arquitectura pública monumental serían la nornia. Por lo tan­
to, no debe extrañar que esos y otros cóm p^énfes de los complejos señalados
como mesoamericanos no aparezcan; más todavía cuando se les encuentra care-
96 l o r e n z o o c h o a . ed ith o r t iz -d ía z y g e r a r d o Gu tiérr ez

Ilustración 9
MESOAMÉRICA: LÍMITES Y ÁREAS CULTURALES PARA EL PERIODO CLÁSICO

cen de las interrelaciones y sentido que guardaban en Mesoamérica. En el lado


opuesto, hacia el golfo de México, los particulares elementos mesoamericanos
en el Clásico tan s.ólo alcalizaron el J.rea^de Veracmz central. Antes de los siglos
v m -IX no estarán presentes en la Huaxteca, que habría de integrarse en el ámbi­
to cultural mesoamericano hacia el Clásico Terminal. En este sentido, aunque
los huaxtecos tallaron esculturas en piedra desde hace v a r i Q S siglos, no es facti­
ble reconocer en ellas atributos de dioses específicos. La arquitectura acusa ca­
racterísticas muy particulares, alejadas de la monumentalidad, la decoración y el
urbanismo mesoamericano; tampoco es dado reconocer sistemas de registro ni
otros elementos culturales como los de Oaxaca, el área maya o el Altiplano cen­
tral. De ahí que, a partir de estas estimaciones, resulte obvio concluir que, terri­
torialmente, Mesoamérica en el periodo Clásico era mucho más reducida que en
el Postclásico. Por lo tanto, ni el Occidente ni la Huaxteca deben atenderse
com o áreas culturalmente marginales a Mesoamérica (Ilustración 9), sino como
áreas distintas a ella con sus propias excepciones y desarrollos culturales.
Finalmente, debemos subrayar que si continuamos concibiendo a Mesoamé­
rica como una área en la cual coinciden una serie de rasgos culturales {qu^ueron
originados y amalgamados por determinados grupos etnolingüísticos, bien pode­
mos afirmar que para el periodo Preclásico sólo existieron desperdigados aquí y
DIVERSIDAD G EO G R Á FIC A Y UN IDAD CULTURAL DE M E S O A M É R I C A 97

allá algunos cuantos de ellos. Por lo tanto, estamos ciertos de que, para enton­
ces, Mesoamérica como área cultural es una concepción errónea (Ilustración
10). De todas maneras, el territorio en donde habitaron mexicas, tarascos, tolte-
cas, yucatecos, choles, tojolabales, quichés, cakchiqueles, mixes, zoques, zapote-
cas, huaves, mixtecas, popolucas, tepehuas, huaxtecas, totonacas, otomíes y de­
cenas de otros grupos corresponde al señalado por Kirchhoff para el momento
del contacto (Ilustración 1).

Ilustración 10
ANTECED EN TES CULTURALES DE M ESO A M ÉRICA
EN EL PERIODO PRECLÁSICO

1 . Colima TE O P AN TECUAN ITLAN

2. Guerrero
S A N JO SÉ MOGOTE
3. Cuenca de México
DA IN Z U
y valle de Morelos
ALTAM IRA
4. Valles centrales de Oaxaca
L A V IC TO R IA
5. Veracruz y Tabasco
SALIN AS LA B LA N C A
6. Costa del Pacífico de Chiapas y Guatemala
7. Bélica
Yucatán \

Fuente: Ochoa, Ortiz-Díaz y Gutiérrez. ‘


« . - ; « . ---------- >*L. -— .‘ . =->-?r^y

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4

D E M A R C A C IÓ N D E L Á R E A SU D A M E R IC A N A

L u is G u i l l e r m o L u m b r e r a s

Sudamérica es un continente comprendido mayoritariamente dentro de los lími­


tes de los trópicos, donde se encuentran casi todos los países que lo componen:
sólo el Centro y Sur de Chile y Argentina se ubican al Sur del trópico de Capri­
cornio, mientras que la parte norte del continente está comprometida directa­
mente con la banda ecuatorial.
Esta situación geográfica podría inducir a suponer que existe uniformidad
en la conducta ambiental del territorio en su conjunto, pero no es así; se trata,
en cambio, de un área que se caracteriza por la diversidad, que no procede preci­
samente de su ubicación geográfica, sino sobre todo de factores tales como la
existencia de extensas cordilleras o los circuitos climáticos generados por el en­
torno marítimo Atlántico y Pacífico que intervienen fuertemente en la estaciona-
lidad continental/Por esos factores como las tendencias a temperaturas altas,
acompañadas de una actividad pluvial intensa, que son las características que te­
óricamente debieran esperarse en una zona intertropical, se ven alteradas consis­
tentemente en áreas tan extensas como la andina, que ocupa todo el Occidente
sudamericano.

ÁREAS D EL C O N TIN EN TE

En términos muy generales, teniendo en cuenta esta diversidad ambiental, se


puede organizar una visión global del continente a partir de su división en áreas
cuya unidad está dada por los elerftentos de mayor compromiso en la definición
de sus condiciones ambientales. Una de ellas es el área andina, que está definida
por la cordillera de los Andes; otra-es el área circum -C aribe, que ocupa el extre­
mo norte sudamericano, en territorios que están comprendidos en lo que ahora
son Colombia y Venezuela, con una¡ directa relación con el mar Caribe, las Anti­
llas y Centroamérica; una tercera es la A m azonia, la más extensa, que incorpora
territorios principalmente del Brasil y además de Venezuela, Colombia, Ecua­
dor, Perú y Bolivia, y que se organiza alrededor del inmenso río Amazonas y sus
afluentes; la cuarta, más pequeña, identificada con la formación del Chaco, ocu­
pa la frontera sur de la Amazonia y compromete una parte menor del Brasil, el
100 LUIS G U IL L E R M O LUMBRERAS

Sudeste boliviano, Paraguay, Uruguay y el Nordeste argentino, en relación con


el Atlántico y una red de ríos que desaguan en este océano; y, finalmente, aun
cuando menos uniforme que las anteriores y ubicada al Sur del trópico de Capri­
cornio, el Cono Sur del continente, con las pampas argentinas, la cordillera me­
ridional andina-chileno-argentina y la Patagonia.
Hacia el Norte, la condición dominante es de tipo ecuatorial o tropical ple­
no, con un ambiente propicio a la formación de bosques húmedos siempre ver­
des y una mínima, casi imperceptible variación estacional, que se define por la
mayor o menor intensidad de las lluvias en diversos momentos del año, más bien
que por los cambios de temperatura. Ese ambiente es el que domina el área cir-
cum-Caribe y la mayor parte de la Amazonia, cuya imagen de un bosque tropi­
cal continuo es, sin embargo, falsa, dado que hay variaciones importantes en el
comportamiento forestal, con territorios selváticos boscosos, llanos de pradera y
pajonal, estepas, etc.
En el núcleo mismo de la Amazonia, se pueden distinguir claramente los am­
bientes ribereños de la Tierra Firme, en términos de acceso a determinado tipo
de recursos y a las _BQSÍbilid.ades humanas de disponer de ellos o domesticarlos.
En la varzea, que está asociada a los grandes sistemas aluviales, la agricultura
pudo alcanzar niveles significativos; en cambio, en la zona de bosque interior
interfluvial las actividades dominantes hubieron de mantener un régimen de ex­
plotación basado en(ía}recolección, la caza y la pesca. Esto determinó una ocu­
pación humana muy diversificada y con desplazamientos constantes de pobla­
ción en ambas direcciones como parte de la búsqueda de recursos de vida.
El Chaco, más al Sur, está en cambio sujeto a una estacionalidad más defini­
da, dentro de un marco ambiental semiárido y de más difícil domesticación, con
una formación arbórea menos densa y predominantemente xerofítica. Las áreas
más extensas son propicias al pastoreo, aun cuando no fue posible tenerlo antes
de la llegada de los españoles, porque no es un hábitat adecuado para los caméli­
dos sudamericanos; por esa causa, en tiempos precoloniales, la economía estaba
fundamentalmente asociada a la recolección, con unas débiles aproximaciones a
la horticultura.
En el Cono Sur, carente de bosques tropicales, la estacionalidad, en cambio,
es mucho más rotunda, con inviernos fríos y veranos cálidos, en donde desde
luego no existen formaciones de bosque tropical y, en cambio, predominan las
praderas y — especialmente alrededor de las zonas montañosas— los bosques
fríos de coniferas y sus asociados. Hay extensos territorios que pueden destinar­
se al pastoreo y de hecho fue el hábitat preferido de los euanacos. un tipo de ca-
mélido que todavía hoy se puede encontrar allá, junto con el ñandú un ave co­
rredora similar al avestruz. Asimismo, el acceso al agua estacional y de origen
aluvial permite la existencia de extensas áreas para el cultivo, aun cuando, por
tratarse de tierras compactas, los requerimientos de instrumentos punzantes du­
ros son mayores que en otras zonas; @ h ech o , los cultivos de origen europeo tu­
vieron éxito aquí después de los siglos xvi-xvn.
El área andina es la de mayor complejidad. Cubre un extenso territorio, que
comprende todos los países sudamericanos cruzados por la cordillera de los An­
des, asociados al océano Pacífico, que baña las estribaciones montañosas occi-
DEMARCACIÓN DEL ÁREA SUDAMERICANA |0I

dentales en casi todo su recorrido. Son, pues, andinos el Sudoeste de Venezuela,


Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y el Occidente de Argentina.
La cordillera de los Andes es una cadena montañosa de trazado irregular.
Nace tímidamente en América Central y las Antillas — en el mar Caribe— , y se
hace evidente en Venezuela y sobre todo en la meseta colombiana. En este terri­
torio ésta afecta a las condiciones propias del trópico, con intensas lluvias y una
temperatura de tendencia alta. En la medida en que las alturas dominantes llegan
sólo excepcionalmente a los 4 000 m, estas condiciones climáticas son constantes
en todo el territorio, con excepción del páramo, que es una formación ecológica
que se da desde los 3 200 m hasta el nivel de las nieves perpetuas y que existe
desde Costa Rica (11° de latitud Norte) a Huánuco Perú (8° de latitud Sur).
Los páramos son permanentemente fríos y húmedos, con temperaturas muy
altas durante el día e invernales por las noches, con muy pocas variaciones en el
curso del año, de modo que casi no se registran diferencias entre solsticios y
equinoccios. Los páramos están rodeados por bosques o sabanas tropicales, con
vegetación siempre verde y casi imperceptibles cambios estacionales.
"^Cuando la cordillera andina cruza el Ecuador, las montañas se hacen pro­
gresivamente más altas y más anchas, lo que multiplica las diferencias entre los
diversos pisos altitudinales, que se escalonan entre sí. /j/
La tendencia de la cordillera es ascendente hacia el Sur, de modo que en el
Perú central y más aun en el Sur, en Bolivia y el Norte grande de Chile, la cordi­
llera tiene varios cientos de kilómetros de ancho y sus montañas más altas sobre­
pasan los 6 000 m, con picos como el Huascarán, que alcanza los 6 768 m. Esta
altitud y anchura mayores originan fuertes alteraciones climáticas en ese extenso
territorio.
Se presentan, pues, diferentes sistemas ecológicos, que varían según la altura,
la latitud y la proximidad del mar. De Norte a Sur, la estacionalidad es más sensi­
ble, especialmente entre inviernos secos y veranos con lluvia en la cordillera.
De Este a Oeste, en cambio, la diferencia radica en una progresiva disminu­
ción de las lluvias, de modo que mientras el verano es muy húmedo y lluvioso al
Oriente, lo es cada vez menos hacia el Occidente, a tal punto que toda la vertien­
te occidental se convierte en un desierto. Esto se debe, entre otras causas, a que
los vientos húmedos y cálidos procedentes del Este se enfrían al elevarse por en­
cima de la cordillera, perdiendo la mayor parte de la humedad, sobre todo cuan­
do llegan al litoral marino, en donde el ambiente se encuentra fuertemente afec­
tado por el paso de la corriente fría de Humboldt, que corre paralela a las costas
andinas. U
Así, la costa es un desierto desde los 5° a los 6° de latitud Sur. Aquí la diferen­
cia estacional reside en el aumento de la temperatura y la sequedad durante el ve­
rano, mientras que en el invierno el calor disminuye en varios grados y la hume­
dad ambiental aumenta. Es tal el grádo de humedad, que en determinadas zonas
del desierto se producen áreas verdes — llamadas localmente «lomas»— alimenta­
das por la niebla. Aun así, es una neblina baja, que no llega a precipitarse en for­
ma de lluvia y sólo por condensación forma tímidas acumulaciones de agua.
Estas condiciones hacen que los cauces que se forman en la cordillera, ya sea
por el deshielo de los neveros o por las precipitaciones estacionales, conviertan
102 LUIS G U IL L E R M O LUMBRERAS

SUS conos de deyección en inmensos oasis o valles, que son los que le dan vida
agrícola al desierto costero.
Estas formaciones desérticas no son, por cierto, exclusivas de la vertiente
costera de los Andes; se presentan también en la cordillera misma, especialmente
en las quebradas más profundas y también en las alturas, donde se desarrolla un
paisaje particular andino, de tipo estepario, al que conocemos con el nombre de
«puna».( Q puna es similar al páramo en altitud y en temperatura, pero en gene­
ral es más alta y más fría y además no tiene los índices de precipitación y hume­
dad que caracterizan al páramo, por lo que la flora y la fauna de ambos ambien­
tes son distintas.^Por ejemplo, los camélidos son animales característicos de la
puna, aunque pueden vivir también en el páramo. Los datos arqueológicos con­
firman que la difusión de la llama y la alpaca hacia la zona de páramo se hizo
desde la puna, es decir, de Sur a Norte, entre aproximadamente 5 000 y 1 000
años a.n.e. Q condición doméstica de la llama hizo posible que este animal se
pudiera adaptar incluso a la costa y otros territorios diferentes a la puna, en pe­
riodos tardíos./
Es importante advertir que el territorio andino central no ofrece condiciones
materiales generosas para la agricultura; las montañas en un área tropical ge­
neran una gran diversidad de ecosistemas escalonados que serían propicios pa­
ra una producción variada, pero esto tiene un límite, porque en general escasea
el agua y las áreas con riego natural son escasas y requieren transformaciones
adaptativas múltiples para su explotación, sin contar con las dificultades que
ofrecen las fuertes pendientes y los procesos de desertificación del frente occi­
dental y meridional.^A esta suma de dificultades hay que agregar las impredeci-
bles catástrofes tectónicas y climáticas, debidas a la orogénesis de la cordillera y
los efectos de contraste entre las corrientes marinas de Humboldt (fría) y de «El
Niño» (caliente). *'
Con todo, la desertificación de la costa, provocada por la corriente de Hum­
boldt — entre otros factores— se compensa de algún modo con un mar suma­
mente rico en fauna y flora marina muy variadas.
A medida que se dirige hacia el Sur la cordillera se va angostando, especial­
mente después del trópico de Capricornio, de modo que se convierte progresiva­
mente en una muralla alta y estrecha, que separa la vertiente oriental (Argenti­
na) de la vertiente occidental (Chile), sin ofrecer las condiciones de habitabilidad
de los territorios de la puna y el páramo.
Estas diferencias, tanto latitudinales como longitudinales y altitudinales, afec­
tan de muchas maneras y en distinto grado las condiciones materiales de la exis­
tencia humana, de modo que podría decirse que una de las pecuUaridades del te­
rritorio andino es la diversidad de las condiciones que el hombre tiene que
afrontar para vivir. Esta diversidad imprime (@ sello muy fuerte la cultura, que
tiende a mantenerse regionalizada y autárquica. Sin embargó, regioñalizacioñ y
autarquía se rompen gracias a la necesidad delfrticular extensos territorios, con
mecanismos de complementariedad de distinta naturaleza y envergadura.
Desde luego, tales tendencias autárquicas y sus mecanismos de articulación
interregional son igualmente diversos, aun cuando es posible encontrar áreas
más o menos extensas, en donde funcionan, de manera más o menos general, ni­
DEM ARCACIÓN DEL Á R E A SUDAM ERICANA 103

veles de integración multirregional históricamente recurrentes. Tales áreas fue­


ron originalnaente descritas como áreas de «co-tradición» (Bennett, 1948), apli­
cando un criterio histórico a la teoría de las «áreas culturales»;'f)ero obviamente
son más bien territorios cuya recurrente asociación y coherencia se debe a facto­
res económico-sociales, derivados de la necesidad de enfrentarse de manera simi­
lar a un determinado tipo de condiciones materiales.
Por eso, el territorio de los Andes puede dividirse en áreas, cuyas «fronte­
ras», desde luego, se disuelven en zonas de transición de una a otra área:

1. ¡ t ^ Andes centrales constituyen un territorio medular, donde se dieron


los más complejos niveles de desarrollo económico y social, y donde se formó
una sociedad urbana organizada en Estados de distinto tamaño, con formas
similares a las que se reconocen como «civilizaciones prístinas» en el Medio
Oriente, China o Mesoamérica .^Cruzada por una vasta red de caminos, fue el
centro de imperios y reinos como el de los incas, que encontraron los españoles
cuando llegaron a los Andes en el siglo xvi./t-
2. Los Andes centro-sur, íntimamente ligados a los Andes centrales, y cons­
tituidos por el territorio más árido del espacio andino, tuvieron como eje de arti­
culación el lago Titicaca, ubicado a una altura de 3 800 msnm, y organizado a
partir de una economía fuertemente pastoril, complementada con una agricultu­
ra cordillerana a base de tubérculos, como la papa (Solanum tuberosu m ), y gra­
nos, como la quinua y la cañiwa {C hen opodium quin oa y Ch. pallidicule). Es el
área donde nace la metalurgia y donde se configura un mecanismo de comple-
mentariedad en forma de «archipiélago», que permitió la racional y eficiente ex­
plotación articulada de los recursos procedentes de los diversos pisos ecológicos.
Estos cubrían áreas muy extensas, con localidades discontinuas de producción,
separadas algunas de ellas por vastos territorios intermedios, permitiendo así el
desarrollo de formas económicas ventajosas, sólo se explican a partir de este ré­
gimen integrador.
3. Los Andes m eridionales son una suerte de extensión del área centro-sur.
Abarcan los extensos territorios áridos del Noroeste argentino y el Norte-chico
de Chile, caracterizados por una economía agrícola y pastoril, asociada a un in­
tenso tráfico de productos, con caravanas habituadas a los extensos desiertos y
punas que caracterizan este territorio, interrumpido por oasis y quebradas con
aguas estacionales. La vida aldeana de esta región fue incorporada al Imperio
inca, o Tawantinsuyu, en el siglo XV.
4. Los Andes septentrionales, .que están separados de los centrales por un
desierto, entre ios grados 4 a 6 de lasitud Sur, y que se caracterizan por su condi­
ción tropical dominante o, más precisamente, ecuatorial. La cordillera establece
un escalonamiento de varios pisos ecológicos, que van desde montañas perma­
nentemente nevadas y páramos fríós, hasta sabanas y vdles (cuencas) de gran
fertilidad, rodeados de bosques húniedos siempre verdes. Es un área agrícola de
gran eficiencia, que se complementa con recolección y caza, disponiendo de esta
manera de excedentes para un intercambio mercantil primario, similar, aunque
no igual, al de Mesoamérica. Cubre fundamentalmente Ecuador, el Sur de Co­
lombia y el extremo norte del P erú .^
104 LUIS GUILLERMO LUMBRERAS

5. Los territorios sub-andinos del Norte y del Sur tienen condiciones de


existencia y desarrollo diferentes de las que rigen la vida andina y se alejan, por
tanto, de sus formas más características de existencia, aun cuando es obvio que
mantienen fuertes vínculos con las áreas nucleares andinas, ya sea por migracio­
nes o por intercambio de sus logros culturales. El del Norte, en Colombia y Ve­
nezuela, es de ambiente ecuatorial y tropical, y por lo tanto húmedo y cálido, li­
gado al área circum-Caribe, mientras que el del Sur — en Chile y Argentina—
tiene condiciones subantárticas, que hacen que se considere dentro de un área
diferente de la que hemos llamado Cono Sur. La denominación de sub-andino se
la debemos a Gerardo Reichel Dolmatoff (1986).
Cada uno de estos extensos territorios tiene cierto rango de unidad, aunque
debe quedar claro que internamente contienen variaciones más o menos signifi­
cativas. Seguramente son más uniformes las regiones circum-Caribe y chaqueña,
seguidas por el Cono Sur y la Amazonia, donde, en todo caso, se dan ambientes
más homogéneos en territorios más extensos.
^ s t e es el marco material dentro del cual se produjo la ocupación humana
del continente, lo que obviamente determinó el desarrollo de vida que en térmi­
nos muy globales correspondefa^las condiciones rnnrrpfac gnp p1 ür>mhrp myr.
que resolver en cada territorio. /

EL POBLAM IENTO DE LOS ANDES

En cada una de estas áreas, la historia comenzó con la ocupación inicial del es­
pacio por los cazadores y recolectores que llegaron a América al finalizar el
Pleistoceno, hace quizá unos 30 000 años.
No es posible aún describir la forma precisa en que se produjo este primer
poblamiento americano y su ulterior avance hacia el Sur del continente. Todos
sabemos que la ruta principal fue gran «puente» terrestre, que unía Asia y
América durante los periodos glaciales, que conocemos como Beringia, suscepti-
We de ser habitado a lo largo de milenios; hoyes el estrecho de Bering, que sepa­
ra las penínsulas de Alaska y Chokotka. ^^¿Q^_p.obladpres_de origen asiático,
como parte de su largo proceso de ocupación del territorio, avanzaron lenta­
mente hacia el Sur, llegando a Sudamérica antes de finalizar el Pleistoceno, entre
20 00 0 y 12 000 años atrás, o incluso antes. Su contacto con este territorio tuvo
lugar, pues, cuando todavía existían grandes herbívoros como el perezoso gigan­
te o M e g a t e r i o un elefante, bajjtjzado como m astodon te, así como pequeños
caballos salvajes, tigres, con diemies de sable o^ m ilod o n te y ^ i ó s animales e5Sin-
guidos desde hace 8 000 o 10 000 años. *
De cualquier modo, la ocupación del territorio por parte de estos cazadores-
recolectores permitió su progresivo conocimiento, de manera que, cuando se pro­
dujo la disolución del Pleistoceno y se formó el paisaje actual, pudieron ocupar
los distintos ambientes de manera eficiente. Puede pensarse, desde luego, que los
antiguos pobladores pleistocénicos se extinguieron y fueron reemplazados por
otros durante el Holoceno; sin embargo, los datos conocidos señalan que en al­
gunos lugares la ocupación parece haber sido continua desde tiempos pleistocé-
DEM ARCACIÓN DEL ÁREA SUDAM ERICANA 105

nicos hasta épocas recientes, aun cuando hay indicios de muchos desplazamien­
tos de los cazadores en diversas direcciones.
La primera ocupación del territorio es un tema polémico entre los prehistoria­
dores, que no se ponen de acuerdo en la validez de los hallazgos y mucho menos
en una terminología apropiada para referirse a ellos.'^lEs una época culturalmente
indiferenciada, donde aparecen agrupaciones de cazadores de instrumentos refi­
nados — como los de la «tradición Llano» de Norteamérica— o recolectores, cu­
yos instrumentos para cazar o recolectar alimentos son totalmente indistintos, y
que en muchos casos no fabricaban de piedra, sino con huesos o vegetales, como
ocurre con los cazadores de Monteverde, en el Sur de Chile (Dillehay, 1986)A
Los prehistoriadores más conservadores sólo aceptan a los cazadores «pa-
leoindios» que ya elaboraban puntas de proyectil y que vivieron hace unos
1 2 0 0 0 años aproximadamente y ponen en duda la existencia de una etapa ante­
rior; debe anotarse que en aquel tiempo los cazadores-recolectores ya habían
ocupado América hasta llegar a la Patagonia, en el extremo sur, según lo prue­
ban los hallazgos de Junius B. Bird (1988)i^ e x isten pruebas cada vez mayores
de que todo el continente estaba ya habitado por seres humanos.
Al final del Pleistoceno y en su etapa de cambio al Holoceno, hace aproxi­
madamente 1 0 0 0 0 -9 000 años a.n.e., se advierte un incremento de la población
de cazadores y tendencias adaptativas muy claras. En la cordillera andina se de­
sarrollaron principalmente cazadores de venados o de camélidos y otras especies
menores; en los bosques y valles, cazadores-recolectores con una fuerte aproxi­
mación hacia el consumo de frutas y plantas domesticables; y en el litoral, gentes
adaptadas a la explotación de los recursos marinos.

EL PRO CESO DE DO M ESTICA CIÓ N Y M A N EJO D EL A M BIEN TE

Lo que sucedió en adelante, a partir del noveno milenio, fue un proceso de adap­
tación mucho más claro y definido; esta etapa es usualmente conocida como pe­
riodo «Arcaico», ( ^ l a jp o c a de la domesticación de plantas y anirnales,.que se
inicia con la consolidación de las asociaciones de pescadores y recolectores de
mariscos, de los cazadores trashumantes o semisedentarios y de los recolectores
según las condiciones del medio. C^una etapa sumarnente..nca en descubrimien­
tos y movimientos de población, lo que permitió ocupar la mayor parte de los
nichos ecológicos habitables en el continente."
Son de este periodo las evidehcias más notables del arte rupestre, aun cuan­
do aparentemente existían algunás muy antiguas en la Patagonia, en asociación
con la cultura tóldense; en los Andes, proceden de las paredes de las cuevas habi­
tadas por los cazadores camélidos, de modo que el principal tema de sus pin­
turas son estos animales. Su familiaridad con los camélidos es apreciable, sobre
todo en la puna, donde los llegaron a domesticar hacia el sexto milenio, según
los datos procedentes de la cueva de Telarmachay, en las punas de Junín (Lava-
W éeetal., 1985). ^
tQ ^ ^ istro arqueológico indica que la domesticación de plantas ..se. inició al-
rededor^el séptimo milenio a.n.e., con la posibilidad de que sus hipotéticos an-
106 LUIS G U I L L E R M O LUMBRERAS

tecedentes en la floresta tropical fueran aun anteriores. Por ahora, el hallazgo


más antiguo se encuentra en el área andina-central, en la cueva del Guitarrero,
en el Callejón de Huaylas, en la sierra norte del Perú, flonde se ha estahlecidn |a
existencia de plantas cultivadas, tales como los frijoles (Phaseolus vulgaris) o el
aTT{'Capsicum si>.), que aparentemente proceden de un ambiente boscoso tropi­
cal donde se encuentran sus posibles ancestros silvestres (Lynch et al., 1980).
Por cierto, los habitantes de^Iakueva del Guitarrero eran principalmente cazado­
res, aun cuando incluían muchos productos vegetales en su alimentación, varios
de ellos cultivados o en vías de domesticación.
Es evidente que la actividad cultivadora se fue generalizando desde entonces,
pero no hay indicios que induzcan a reconocer cambios inmediatos en la vida de
las comunidades recolectoras cazadoras, tanto en la cordillera como en la flores­
ta tropical o en cualquier otro lugar.
No se advierten cambios importantes durante los milenios sexto al tercero;
de donde hay registros conocidos se infiere un cierto aumento de población y
quizá una mayor aproximación de los asentamientos hacia los ambientes suscep­
tibles de cultivo. Esto es apreciable sobre todo en los Andes.
En la puna, la domesticación de los camélidos — llama y alpaca— no indujo
al abandono de las cuevas o abrigos previamente ocupados (Rick, 1980). Hasta
el tercer o cuarto milenio no se advierten asentamientos diferenciados en la flo­
resta, cuando aparecen aldeas cerca de los ríos (Marcos, 1986; Reichel Dolma-
toff, 1985). En la costa de los Andes centrales, donde aparecen indicios tempra­
nos de cultivo, se advierte un incremento notable de la población, pero-Jnás
ligado a la pesca v la recolecta de mariscos v a la recolección de plantas de «lo­
mas» que a la agricultura (Benfer, 1986). '•
Los cazadores altoandinos del Arcaico Tardío, que vivían en el páramo, ro­
deados de bosques tropicales, continuaron con una economía esencialmente ca­
zadora (Lynch y Pollock, 1980; Temme, 1982) y recolectora, aun cuando hay
indicios de domesticación del cuv o curi {Cavia porcellus) en los altos de Te-
quendama, en Colombia, hacia el quinto milenio a.n.e. (Correal y van der Ham-
men, 1977). Los habitantes de la puna, en cambio, si bien seguían siendo caza­
dores de vicuñas y guanacos, tenían una actividad pastoril complementaria, que
según parece se ampliaba mediante el intercambio de productos con regiones ve­
cinas, de ecosistemas diferentes.
En los valles y las quebradas, al Sur de la meseta de Junín, en una etapa des­
conocida arqueológicamente, con excepción de algunos datos aislados de Aya-
cucho y el cañón de Chilca (MacNeish, 1969; Engel, 1970) que requieren confir­
mación, se produjo @>proceso de domesticación de plant^^de altura, asociado
a la actividad pastoril, entre las que son muy importantesda)quinua y la cañiwa
(C hen opodiu m quin oa y Ch. pallidicaule), y tubérculos como la papa o patata
(Solanum tuberosum ).
De los Andes septentrionales seguramente obtendremos valiosa información j
sobre el cultivo temprano de productos como el maíz, sobre el w e ya tenemos/
varios datos con fitolitos, que indican una antigüedad próxima (aPsexto milenio!
a.n.e. (Stothert, 1985) en la costa sur del Ecuador, en asociación con la cultura
vegas, habiéndose confirmando la presencia del maíz en el tercer milenio con la
DEM ARCACIÓN DEL ÁREA SUD AM ERIC A N A 107

cultura valdivia (Pearsall, 1989) y también en los Andes centrales, durante el


Precerámico Tardío (Bonavia, 1982).
Todos están de acuerdo en que la actividad hortícola en la floresta tropical
estaba en pleno desarrollo, pero las informaciones confirmatorias no son sufi­
cientes. En el lapso comprendido entre 3 500 y 2 500 años a.n.e., aparecieron
florecientes aldeas de alfareros en el bosque húmedo tropical del Norte de Co­
lombia y en Ecuador; en las serranías de Ancash y Huánuco surgió una cultura
muy homogénea de agricultores precerámicos de la tradición Kotosh; en la costa
norte y central del Perú se produjo una intensificación productiva de alcances
notorios.
( T ^ ifarería apareció en este tiempo entre el Nbrte_de^ Qolombi^^ el Sur de
Ecuador.'No sabemos bien si como resultado de una invención indepencTíe’ñté^'o
como producto de influencias externas. Meggers Evans y Estrada (1965) sugirie­
ron ífln) origen transpacífico de la cerámica valdivia, procedente de la cultura jo-
mon del lapón, mientras que Donald Lathrap y sus discípulos (Lathrap, Marcos
y Zeidier, 1977) propusieron relaciones con la Amazonia o una procedencia lo­
cal posible (Marcos, 1988). No conocemos antecedentes locales, aunque el sitio
de Monsú (Reichel Dolmatoff, 1985) presenta fechamientos muy antiguos, co­
rrespondientes al cuarto milenio a.n.e.; el periodo Turbaná, el más viejo, termi­
na aproximadamente el 3350 a.n.e., que es cuando comienzan Puerto Hormiga
y Valdivia, los más conocidos vestigios de cerámica antigua .'Recientemente han
aparecido restos de alfarería con una datación muy antigua en el Brasil, pero su
evaluación requiere aún un proceso de verificación con otros hallazgos.^
(L^cerám ica tuvo una lenta maduración enJa_zona tropical, habiéndose ini-
ciado su expansión o difusión después delMOO a.n.e. hacia el resto del conti­
nente. Hay indicios, por cierto, que señalan más de un foco de difusión, v
De otro lado, en la sierra norcentral del Perú, @ te rc e r milenio fue funda-
mental en la reorganización de la sociedad. Sin duda, una agricultura de riego
natural y de temporal exitosa propició allí el desarroiloijig una cultura relativa­
mente homogénea, que se identifica como [«tradición Kotosh^ El elemento diag­
nóstico más significativo es la construcción de recintos ceremoniales, cuyo para­
digma es @ T em p lo de las Manos Cruzadas de la fase mito de Kotosh (Izumi y
Sono, 1963), que consiste en cuartos, en cuyo centro se ubica un fogón u hogar
construido de manera cuidadosa, cuya ventilación provenía del exterior del re­
cinto mediante un tubo subterráneo construido con igual cuidado e ingenio. Hay
varios sitios atribuibles a esta cultura precerámica, tanto en Huánuco como An­
cash, lo que indica una extensión regional de su desarrollo, que puede ubicarse
unos pocos siglos antes del 2000 a.n.e.
* En la costa desértica del Perúj las transformaciones fueron mayores, gracias
sobre todo a una agricultura cuyo éxito se debió al desarrollo de una tecnología
agraria cada vez más especializada, que requería una infraestructura hidráulica y
mecanismos de precisión (Sí> cálculos calendáricos con fines de_predicción dd
tiempo.a
108 LUIS G U IL L E R M O LUMBRERAS

EL D ESA RRO LLO URBANO DE LOS ANDES

En muy pocos siglos, alrededor del 2000 a.n.e., la costa entre Trujillo y Lima se
vio afectada por una población progresivamente más densa, que organizó su
vida en torno a centros poblados, cuya composición incluía edificios de estruc­
tura permanente, de obra y función pública más que doméstica, y que, hasta
■donde alcanzan nuestros conocimientos, cumplían funciones ceremoniales apa-
I rentemente ligadas ^ l a predicción del tiempo. ^Es el caso de lugares como Alto
Salaverrv (Pozorski, 1977), Salinas de Chao (Alva, 1986) o Aspero (Feldman,
‘ 1980), por citar sólo algunos de los muchos ya conocidos. Se caracterizan por la
presenciav'3e)plazas hundidas circul^es, ligadas a jin a función ceremonial presu­
miblemente calendárica (WiUiams, 1985).'^Progresivamente, los edificios ceremo­
niales se convirtieron en dominantes en los asentamientos principales, dejando a
los asentamientos rurales una condición más bien estanciera que aldeana, proba­
blemente en relación con los campos de cultivo, sobre lo que no tenemos aún in­
formación arqueológica, r
Todo eso fue posible gracias a un gran desarrollo poblacional, apoyado en
una estable economía de base marítima, que permitió una exitosa sedentarización
por milenios, desde los tiempos de Chilca (Benfer, 1986) o aún antes. Los pesca­
dores recolectores de mariscos y «lomas» no eran ajenos a la producción agríco­
la, de la que se abastecían de insumos para redes y flotadores (algodón y calaba­
zos), como tampoco eran ajenos al hábito de observar el movimiento de los
astros y otros indicadores calendáricos (de cambios cíclicos y ocasionales en el
tiempo), con los que todo hombre de mar se encuentra consistentemente asociado
(Fung, 1972):'iWcp_n^ol de las mareas y su relación con los cambios lunares, así
i como las alteraciones faünísticas ligadas a los cambios climáticos y estacionales,
; tienen que haber cumplido un papel muy importante en la formación de un siste­
ma ® conocimientos de predicción deljiempo, que al aplicarse a la agricultura se
convirtió en uno de los instrumentos principales para garantizar d3)eficienie_£X-
plotación de los conos aluviales, que hasta entonces eran mínimamente usados.//
Desde luego, en la costa estos conocimientos eran poco eficientes en la inten­
sificación de la producción agrícola, a menos que se dispusiera de una tecnología
suficiente como para convertir los fangosos e irregulares conos aluviales en zo­
nas tipo-valle; esto sólo era posible gracias a un progresivo crecimiento de la in­
fraestructura de riego, que habiéndose iniciado con simples acequias de deriva­
ción de las aguas que bajaban por los ríos, debió ampliarse como una red de
canales que incorporaran a la producción, de modo creciente, todo el cono de
deyección y más tarde incluso zonas muy alejadas del cauce de los ríos.
En tiempos del Clásico incluyeron canales intervalles, canales de drenaje
para derivación de aguas excedentarias, etc.; pero todo esto era posible, desde el
principio, gracias £)que existía mano de obra suficiente cojno para llevar a cabo
proyectos agrícolas de gran magnitud, que implicaban © limpieza extensiva de
terrenos baldíos, con pedreríos y bosques xerofíticos y, seguramente, el aplana­
do de los terrenos, junto con la excavación de acequias.
Ése fue el punto de partida de una exitosa historia, ^^especialistas en inge­
niería hidráulica y elaboración de calendaxJ.osja:e£ÍSDSj;:¿ilJ^^ actividad en
DEM ARCACIÓN DEL ÁR EA S U D A M E R IC A N A 109

0
los templos, lugares construidos para servir de observatorios astronómicos, para
centralizar servicios y, desde luego, para cubrir prácticas mágicoreligiosas que
hicieran posibles Ja ^ ctiv id ades de astrónomos e ingenieros-sacerdotes que, a di­
ferencia del resto de los mortales, debían disponer(S¿argsis_aaos,d£.aprendizaje,
con un régimen de trabajo más bien intelectual qu^manual. "
A medida que la eficiencia de los proyectos agrícolas hizo posible la intensi­
ficación productiva y un correspondiente crecimiento de la población, los tem­
plos se ampliaron y aumentaron, formando llamados «centros ceremonia­
les», que son la base sobre la que se organizó la sociedad urbana en los Andes.
El carácter público de los edificios ceremoniales y sus complementarias áreas de
servicios se vio progresivamente asociado :a)la vida de los sacerdotes, sus apren- ¡
dices y ayudantes, y creció no sólo por su papel de centros de trabajo especiali- i
zado, sino como centros residenciales de tamaño ascendente,
En este estado de cosas se advierte claramente un paralelo incremento de los
contactos entre diversas regiones, así como una progresiva adhesión a la forma
de vida agrícola, pasando la economía marítima y recolectora a un papel más
bien dependiente, no necesariamente secundario, dado que Uo^ productos del /
mar nunca dejaron de ser importantes en la vida de los habitantes andinos./.• ¡
Es así como también se inicia una diferenciación entre los Andes centrales y
los demás territorios sudamericanos, cuyos avances fueron sobre todo de intensi­
ficación agrícola, cazadora o recolectora, en algunos casos con afirmación y cre­
cimiento de la forma de vida aldeana, sin transformación de los patrones neolíti­
cos o previos vigentes. Es como se registra la historia hasta bien entrada nuestra
era i , en muchos casos, hasta la época en que llegaron los europeos.
desarrollo urbano activó la producción manufacturera, de modo que el
algodón, convertido en una fibra hábilmente dominada por los agricultores des­
de el Arcaico, incrementó su importancia con la producción de telas de un com­
plejo y variado desarrollo artístico y t e c n o l ó g i c o tejido se convirtió muv
pronto en la matriz preferida para la represenyición iconográfica de las divinida-
des y las expresiones singulares de las culturas.' La cerámica amplió aún más el
ámbito de las expresíoñes~p[astIcas, sea usando la superficie de las vasijas para
grabar en ellas sus diseños, sea para modelarlas con el barro;'pronto se extendió
a la piedra esta volunta.d de forma, tallando o grabando imágenes en aquellos
lugares donde era posible.
El proceso de desarrollo comprometido con fel) urbanisma no se quedó, desde
luego, circunscrito a uno u otro territorio; una de sus características importantes
fue su tendencia expansiva e integracionista,^en la medida en que exigía el con­
sumo de recursos de muy diversas procedencias; inmediatos fueron los de conec- I
tar las experiencias particulares de distintos territorios.'»
(Ex) la región norcentral del Perú se dio un proceso de integración claramente
visible en (In cultura chavín.\iEsta cultura representa u n ^ ^ erte de paradigma de
un proceso de progresiva integración deU^experienrias acumuladas por los pue­
blos de la costa, la sierra y la montaña tropical, que alcanza su óptimo desarrollo
en los primeros siglos del último milenio de la era pasada; por eso allí se articulan
la agricultura de la yuca v el maní o cacahuate (Arachis JivP.OSaeal con la del
maíz y el algodón, que representan hábitats de macro- a mesotérmicos, con la
lio LUIS GU ILLERM O LUMBRERAS

agricultura de la papa y la quinua, combinada con ^ p astoreo de camélidos, que


representan ambientes preferentemente microtérmicos. Si bien se trata de contac­
tos que nacieron en el Arcaico, esto representa el inicio de un proceso de asimila­
ción cruzada, con diversos mecanismos de complementariedad experiencias
productivas de origen plural y multirregional. maduradas a lo largo de milenios.
En el Sur árido centroandino, a diferencia del Norte, no se dio un proceso
asociado a grandes proyectos hidráulicos; tanto en la sierra como en la costa, el
riego complementaba los beneficios del secano en una, V j^ l a humectación na­
tural de los oasis en la otra: por tanto, los canales de riego eran obras que podían
realizarse con un grado de cooperación apenas superior a las posibilidades de
'uHas>pocas unidades doméstica^' sin exigir la participación de numerosos traba­
jadores, como sí ocurría, sin duda, en el Norte, v
M ás adelante, obras de clara conducción e inspiración comunal ampliaron el
ámbito agrícola con canales de riego de gran aliento y obras de infraestructura
ceremonial muy vastas, como las líneas y figuras de los desiertos de Nazca, que
al parecer cumplían funciones astronómicas y de ritos mágicoreligiosos comple­
mentarios. Todo parece indicar que existen diferencias que aparecen además su­
perpuestas. La mayor parte están asociadas a la cultura nazca.
Desde luego, se puede consolidar toda esta experiencia sureña en la cultura
paracas de los desiertos de lea, pero es un esfuerzo reduccionista excesivo; aún
más si tenemos en cuenta que no se trata de una formación cultural uniforme ni
única. En Ayacucho y Huancavelica hay evidencia clara de esta cultura, pero se
trata de formas culturales que los arqueólogos podemos individualizar llegando
a segregar culturas de ámbito local en las cuencas serranas, tales como chupas o
yyichqana en Ayacucho, o muyu mogo en Andahuaylas, cuya relación con Cara­
cas u Ocucaje puede encontrarse en las grandes líneas de desarrollo económico y
social, y en sus evidentes contactos, pero que son adaptaciones singulares pro­
pias. Eso mismo es válido para más al Sur, donde culturas como qaluyu-mar-
cavaile, de la cuenca norte del Titicaca y el vilcanota chanapata del Cuzco y pu-
cara de Puno, son formaciones con claros contactos con paracas, aunque
definidamente independientes. T)esde luego, más al Sur y al Oriente, culturas
«formativas» como faldas del morro en Arica, wankarani éS O ru ro , chullpa-
pata en Cochabamba. y otras un tanto más recientes, no ofrecen pruebas de ta­
les contactos, j
Una característica general, que es posible señalar en las culturas sureñas, es
su evidente afirmación en la economía pastoril, con apoyo en la agricultura de
altura; ellas elevaron al nivel de ganadería la producción animal, usando la lla­
ma y la alpaca para alimentación, para la industria del cuero y la lana, para el
transporte, etc.^Las grandes distancias del desierto sureño, tanto en la costa
como en la puna, fueron vencidas gracias a la posibilidad de organizar inmensas
caravanas de llamas. 1
Sin duda, la agricultura cordillerana se enfrentó fundamentalmente a la insu­
ficiencia de terrenos planos necesarios para el cultivo de algunas plantas como el
maíz, debido al predominio de los terrenos de fuerte pendiente, que aparte de
afrontar una erosión progresiva, como resultado de la labranza de secano, debi­
litan la posibilidad de su uso constante, desperdiciando los pocos recursos hídri-
DEMARCACIÓN DEL ÁREA SUDAMERICANA |||

eos existentes.^Esto estimuló la creación de las terrazas agrícolas llamadas «an­


denes», que exigían una cooperación comunal compleja, especialmente en los
proyectos de gran envergadura que los ayacuchanos y cuzqueños se propusieron
conducir después del Formativo.i/
En magnitud e implicaciones socioeconómicas, este tipo de trabajo era, sin
duda, equivalente a los proyectos hidráulicos del Norte. Pero aquí hay otros facto­
res adversos, que fueron hábilmente resueltos por los pueblos del Sur; estaban li­
gados a los rigores de la puna, en donde la alternancia climática es diaria, con in­
tensas heladas en las noches y fuerte insolación durante el día. El aprovechamiento
de estas condiciones permitió crear técnicas para la conservación .de_,aUnie^^^
m ela n te su deshidratación regulada, haciendo conservas de carne y papa, que po­
dían gu^darse por mudios mesgssin.perder sus propiedades esenciales.//
Todo esto le dio al Sur un potencial muy grande, que desembocó en la for­
mación de pueblos poderosos, como pucara-tiahuanaco en el Altiplano, el
huarpa-wari en Ayacucho y, más tarde, el inca en el Cuzco, f
En los Andes meridionales, en las secas punas y quebradas del Norte y Cen-
tro-Oeste argentino y del Norte-chico chileno, el apoyo en el pastoreo fue funda­
mental, aun cuando la agricultura de oasis se practicó de manera extensiva, en
asociación a culturas agroalfareras de progresiva definición sedentaria, como el
molle, alamito, condorhuasi-ciénaga y otras. Aunque debe quedar claro que esta
definición tuvo lugar varios siglos más tarde.
(En)l os Andes septentrionales, el éxito de valdivia en el manejo del ambiente
húmedo de la floresta tropical se hizo extensivo a las épocas posteriores, donde
surgió la cultura chorrera y un conjunto de otras formas culturales de ámbito
todavía no bien determinado, como narrio en la región de Cuenca, cotocollao
en Quito, o tachina en las regiones fronterizas de lo que hoy son Ecuador y Co­
lombia.
Está probado que en la época @ la cultura chorrera, y quizá antes, los habi­
tantes del septentrión andino habían aprendido<S aprovechar las inundaciones
provocadas por la lluvia y la crecida de los ríos, mediante la construcción de ca­
mellones, que es un sistema de preparación de campos de cultivo sobre montícu­
los o bancales alargados, rodeados por la inundación, que cumplen la doble fun­
ción de librar a los cultivos de ser cubiertos por el agua y, al mismo tiempo, de
disponer de adecuada .oxigenaLción-y-humectación para el alimento de las plan­
tas. En,Peñón del Río, cerca de Guayaquil, se ha podido establecer la asociación
entre Ío:^,camelloneg_i^.la. cultura chorrera, lo que nos indica que ya se construían
a comienzos del último milenio á.n.e. (Jorge Marcos, comunicación personal,
1988). í
Del mismo modo, y aparentemente desde las fases terminales de la cultura
valdivia, en la península de Santa, Elena se habilitó un sistema de albarradas
para represar el agua con fines agripólas — que aún usan hoy los campesinos de
la zona— , aprovechando las vertientes naturales de origen pluvial.
Se trata, pues, de un proceso sumamente creativo, que incluye probablemen­
te el cultivo en cochas o campos hundidos en la costa desértica del Perú — cono­
cidos también como «jagüeyes»— , que se alimentaban de la humedad producida
por los mantos freáticos.
112 LUIS G U ILLERM O LUMBRERAS

Algunos de estos recursos alcanzaron una gran difusión, con diversas formas
de adaptación a ambientes diferentes, como es el caso de los camellones, que se
encuentran desde el Norte de Colombia hasta la región de M ojos en Bolivia, y
sobre todo en la puna que rodea al lago Titicaca en su cuenca norte, donde hay
una infraestructura de camellones [waru-waru] aparentemente desde el Formati-
vo, con su máxima utilización durante la vigencia de la cultura pukara (Erick-
son, 1987).
En estas condiciones, el territorio de los Andes entró en un periodo de evi­
dente bonanza económica, que condujo paulatinamente a un activo proceso de
regionalización cultural, derivado de la máxima explotación de los recursos na­
turales.
C os^fectos de la regionalización fueron mucho más drásticos en los Andes
centrales que en las otras áreas, aun cuando tanto en los septentrionales como en
los meridionales la identificación regional de las culturas fue también perceptible.
En los Andes septentrionales se intensificó la vida agrícola de carácter aldea­
no, aunque hay indicios de formas de vida complejas en la región de Manabí en
torno a la cultura bahía, y también en La Tolita, al Norte del Ecuador. Esta
regionalidad, sin embargo, no pudo quedar al margen de los mecanismos de in­
tercambio que son propios del área, por lo que es posible apreciar constantes
desplazamientos de productos de una y otra región hacia las demás. Culturas re­
gionales tan aparentemente aisladas como tolita-tumaco estuvieron conectadas
con la sierra de Nariño y la región de Calima en Colombia, así como con Ayaba-
ca en la sierra de Piura, al Norte del Perú.^
m«alurgia_había alcanza.dp un notable _desarrpJlo^nJa^ regio­
nales del Ecuador.y-Colojubia, con niveles artísticos espectaculares, tanto en la
orfebrería de oro (platino sólo e.n_tplita-tumaco), como en la metalurgia del co­
bre y la tumbaga (aleación de oro y cobre). Pero, hasta donde nuestros conoci­
mientos alcanzan,'^metalurgia llegó a los Andes septentrionales en esta época y
desde allí se fue difundiendo hacia el Norte, aún más tarde, hasta llegar a Centro
y Mesoamérica. //
En ios Andes centrales encontramos evidencias más antiguas de conocimien­
to metalúrgico; aparecen en asociación con las^culturas chavín y cupisnique, en
el Formativo, y más al Sur, en épocas aun anteriores, entre 1 000 y 1 800 años
a.n.e. Los indicios actuales parecen señalar el Sur andino como uno de los focos
originarios de la metalurgia, tanto del oro como del cobre y otros metales. Por
ahora, el hallazgo más antiguo es (j^ d e Muyu-Moqo. en Andahua-vlas — entre
Cuzco y Ayacucho— , donde Joel Grossman (1972) encontró oro e instrumentos
de trabajo en asociación con cerámica y restos orgánicos que fueron datados ha­
cia el 1800 a.n.e. En cuanto al cobre, parece que también tiene una antigua data
en el Sur, en asociación con las culturas vyankarani. chiri£a yjiw anaku I m Boli­
via (Ponce, 1970: 42 y 55),"^que caben en un rango de edad entre 1 OÓO y 500
años a.n.e. Hay cobre en asociación con las fases finales de la cultura cupisnique
en el Norte. )
metalurgia alcanzó notables avances en el periodo de los Desarrollos R e­
gionales entre las culturas del á re^ e n tra l andina. Se llegó a la elaboración del
bronce, tanto en aleación con el arsénico' (Cu+As) como con el estaño (Cu+Sn),
DEMARCACIÓN DEL ÁREA SUDAMERICANA ||3

se dominó el fundido, el dorado y plateado,'tanto por enchape como por trata­


miento químico (m isse-en-couleur), el laminado, la elaboración de alambres, etc. í
'É ^ la cultura moche hay armas e instrumentos de metal, útiles p^ra_£orWr o hen-l
dir, en cantidad y calidades suficientes como para saber que eran parte impor-i
tante de la actividad productiva; algo similar ocurría ie^Ias otras culturas veci-1
ñas, lo que fue muy claro sobre todo en los periodos posteriores. <•
Pero en los Andes loj^efectos del uso ,y .dominio de los.metales-.no .fuer.Qn..£n ¡
nada semeiantes a los d<»l Vjfijo MnnHn'; el avance tecnológico andino no puede i
medirse por el desarrollo de los instrumentos duros — de piedra a metal— sino • :
por otro tipo de indicadores. Aquí cuenta la progresiva incorporación de tierras
mediante [provectos hidráulicos cada vez mavnres/ el mejoramiento de las condi­
ciones agrícolas por uso de fertilizantes tan eficientes como el guano-de las-is­
las, la creación ü^sistemas de preservación yxQnser.y.a de alimentos, mediante la '
construcción de grandes almacenes,i@Ja tecnologk dejg^deshidratación y elabo­
ración de harinas, ló ^ logros técnicos en la prexticclón deL tiempo, .e.tc^^
A partir de los inicios de nuestra era, en la sociedad del área central andina
se había definido claramente aíña) rotunda división del trabajo entre quienes se
ocupaban de la producción directa de bienes de consumo y los que se dedicaban
a la conducción @ l a s obras^d^ infraestmctura y la creación de los recursos téc- /
nicos^para la producción.^Un efecto directo de tal división era la residencia de
ambas clases de trabajadores; por vivir en las proximidades de su centro de tra­
bajo, uni^residían en los centros ceremoniales y otros en aldeas o estancias, cer­
ca de los campos de cultivo, pesca o recolección.'
El desarrollo regional de las culturas, aunque generalizado, fue bastante irre­
gular. En algunos valles de la costa peruana se alcanzaron altísimos niveles de
crecimiento de los centros urbanos teocráticos, con un ascenso paralelo del po­
der, la calidad y cantidad de sus habitantes. No ocurrió lo mismo, o al menos
con la misma magnitud, en otras regiones; los valles intermedios entre los gran­
des centros costeros no lograron sostener centros urbanos de tanta importancia.
En la sierra sur, con una economía al parecer más ligada al pastoreo, tanto en
Ayacucho como en Cuzco, se lograron formas culturales menos apoteósicas.
Este asimétrico desarrollo estableció relaciones igualmente desiguales entre los
habitantes de las diversas regiones, de modo que algunos de ellos estuvieron en
condiciones de someter a los otros, como parte de la búsqueda de ampliación de
su ámbito de dominio.
Sin duda las culturas anoche y tiwanaHTRepresentan, en términos de escala,
las formaciones regionales de mas notable desarrollo;»una de base económica
s^üstantivamente agrícola v marfrirha y la otra-con-ona.base agmpee.liana. Desa­
rrollaron proyectos expansivos, qiie en el caso de la moche parecen haber tenido
un sentido ^ c o n q u ista , cioft abspjcjón de mano_.d£-X!bJ3.localenaienack, mien­
tras que end^tiwanaku parecen más bien de colonización^, con incorporación, de
nuevas tierras — no importaba cuán distantes— para la obtención de productos
complementarios con los de las alturas.''
La cultura moche tenía el problema de la circunscripción territorial como lí­
mite de su expansión agrícola, que era el resultado de la eficiencia progresiva de
su desarrollo tecnológico y del ascenso demográfico ligado al éxito del creci-
114 LUIS G U IL L E R M O LUMBRERAS

miento productivo. Para eso era indispensable buscar la ampliación del territo­
rio, lo que era posible sólo mediante la ocupación por la fuerza de los valles ve­
cinos, que estaban ya habitados por otras gentes y, para ello, disponer de una
fuerza armada capaz de consolidar posesiones y ampliar a voluntad las fronte­
ras. (|^trataba 2_gueSj_deconsoli^i_im con voluntad y necesidad expan­
siva, protagoñizado~poFTosTiiiBTtáñtes*3eTos centros urbanos teocráticos, que
incorporaban campesinos y sirvientes, en condición similar a la de los esclavos, a
su régimen de vida, a menos que resolviesen matar a sus enemigos quizá
practicar la antropofagia— como parte de su expansión.
^^cultura_,íiiKanaku.jio tenía el problema de la circunscripción territorial;
no había desiertos u otros factores que impidiesen la expansión de los proyec­
tos agrícolas y ganaderos o limitasen el crecimiento de la población. El kaw say
(la subsistencia) estaba resuelto y podía ampliarse generosamente. El problema
era (^^com plem ent^iedad, de la necesidad de disponer de productos tales
como la sal, el ají {Capsicum sp.) para servir de condimentos, del maíz (Zea
m ays) para hacer chicha (cerveza de maíz) o.de la„coca {E rothoxylum coca)
para fines ceremoniafes (^)como complemento .alimenticio. Aparte, claro, de la
búsqueda de piedras finas para joyería, maderas preciosas para los adornos y la
vajilla, metales, etc. />

IM PERIOS, CACICAZGOS, TRIBUS Y BANDAS

El desarrollo tecnológico y poblacional que posibilitó la expansión económica del


área central andina, a partir de un régimen de clara inspiración urbana, con una
organización política centralizada, con sistemas de producción progresivamente
ampliados y asociados a mecanismos de previsión y redistribución sumamente ge­
nerosos, desembocó en una necesaria ruptura de tendencias autárquicas regiona­
les que se habían desarrollado a la sombra de la optimización de los recursos lo­
cales. Es así como, en la segunda mitad del primer milenio de nuestra era, ( ¿ í
gentes y sus jpro^du^qs cornenzarpn a .circular en A nd« centrale^en j i m
otra Hirección, lo que no impidió, por cierto, el mantenimiento de las tradiciones
y formas locales o regionales que hasta hoy sirven de «sello» a sus habitantes.
Dentro de este marco expansivo se formó €o>Avacucho un Estado que, a fi­
nales del siglo VI y durante los dos o tres siglos posteriores, desarrolló una políti­
ca e x f^ s iv a de gran aliento, que logró incorporar un territorio muy vasto, que
cubre lo* que los incas conocieron más tarde como Chinchavsuvu v que, según
todos los indicios, se sustentaba en un aparato militar eficiente y capaz de some­
ter a otros pueblos que —^orí>excepción de los moches— probablemente no dispo­
nían de instituciones guerreras capaces de oponerse a un ejército organizado.
<@ £stadn wari, que estableció una..red de caminos (Schreiber. 1984), sus­
tentó registros contables ípór)e\ sistema de los kipus (Conklin, 1982) y mandó
edificar urbanizaciones cuasimodulares^ de corte ortogonal, en distintas zonas
del territorio con fines administrativos, fue sin duda un antecedente directo del
Estado imperial que encontraron los españoles en el siglo X V I, bajo los incas del
Cuzco. 1/
DEMARCACIÓN DEL Á RE A SUDAMERICANA ||5

El periodo Wari, que duró quizá hasta el siglo X de nuestra era, representó
una época de gran desarrollo económico, que se expresa en la plena ocupación
de los espacios productivos, el crecimiento de la población, la diversificación es­
pecializada en los varios segmentos de la producción, tanto en el ámbito regio­
nal como entre los distintos sectores de la población: pueblos dp nllpmsj Hp pla­
teros, centros de producción masiva de telas, vajilla, etc. Una notable tendencia
fue producir cerámica de taller, con uso de moldes, que determinó, a la larga, el
deterioro en la calidad artística de la manufactura, hasta niveles que usualmente
calificamos de «decadentes», pese a queperm itió disponer de productos más
abundantes y técnicamente superiores. (Eg) esta dirección, cambió la sociedad
central andina, formándose Estados de diverso grado de poder, como éOde Chi-
mú, surgido sobre la rica tradición moche, el de Chincha o el del Cuzco, y
Pero se formaron también curacazgos, entidades políticas menores, usual­
mente sólo del tamaño de la unidad étnica local, enfrentadas constantemente en­
tre sí. Pareciera que la disolución del Estado wari favoreció la reorganización
económica y política según la capacidad para generar excedentes capaces de sol­
ventar los gastos que implica asumir su propia soberanía, de modo que en donde
tales condiciones no estaban dadas, la disolución del Estado centralizador repre­
sentó también la disolución de los mecanismos de articulación que tenían los pue­
blos dependientes de él, quedándose sin la capacidad y la fuerza integradora del
Estado.
Disueltos los vínculos formalizados durante tres o cuatro siglos sobre la base
del Estado, la descomposición económica y social, generó entidades étnicoloca-
les de tendencia autárauica. con relaciones interétnicas reducidas a la defensa de
sus propios espacios y, por lo tanto, más bien bélicas. Estos vínculos más am­
plios sólo pudieron reorganizarse con el restablecimiento del régimen estatal
centralista que realizaron los incas del Cuzco en los siglos Xiv y xv. //
En cambio, lo que ocurría @ los Andes septentrionales y meridionales, que
los incas también incorporaron luego a su Imperio, era diferente. Allí no se desa­
rrollaron centros urbanos con su correspondiente división social, ni se organiza­
ron Estados centralistas.
En el Norte, gracias al desarrollo de la actividad mercantil. (S b formaron
grandes centros de acopio y d istribu ci^ , con capacidad de incorporación de
árdeas a la red de intercambios establecida. En la sierra norte del Ecuador, en Im-
babura y PrcRmcha‘,'Tos señores étnicos locales alcanzaron un notable poderío,
sustentado en la agricultura y el intercambio, y formaron centros de vivienda
complejos, como los de Cochasqói y Zuleta, que concentraban una gran capaci­
dad de inversión de mano de obra. No era igual en todas partes, pero entre los
manteños y huancavilcas de la costa el desarrollo llegó a movilizar recursos a
distancias sumamente grandes, tanto hacia el Sur, en los Andes, como hacia el
Norte, hasta Centroam éric^por mar y por tierra.”^ n nuestra opinión, estaban
dadas las condiciones para (1^ formación de Estados de un tipo diferente a los de
los Andes centrales. «-
En el Sur, el patrón de vida siguió siendo aldeano, pero no cabe duda de que
con un incremento considerable de población y con una capacidad ascendente
para someter el medio a las condiciones sociales necesarias. Son ejemplos de esto
LUIS GUILLERMO LUMBRERAS
I 16

el desarrollo que alcanzó el área calchaquí y culturas como la Santamariana o


las de San Pedro de Atacama y de los valles transversales de Chile, que lograron
formar poblaciones aglutinadas tipo pueblo, aun en los lugares más inhóspitos
del desierto.
En esas condiciones, los incas del Cuzco se organizaron como un Estado de
conquista, cuyo ámbito de dominio — llamado Tawantinsuyu— incorporó la
mayor parte del mundo andino, desde la tierra de los pastos, al Sur de Colom­
bia, hasta la de los picunches y huarpes, en el centro de Chile y Argentina.
Cuando llegaron los españoles en el siglo xvi, los incas del_Cuzcp_eran los
gobernantes de este vasto Imperio. Había un emperador, Sapan Inca, en el cen­
tró del'poder, y una vasta red de funcionarios ligados a los nobles orejones del
Cuzco, base de un Estado que resumía una larga experiencia de organización
económica y social en la región andina y que, por lo tanto.^ra una empresa efi­
ciente y exitosa, pese a la magnitud de su territorio, la diversidad de sus habitan-
I tes V la variedad de las regiones y ecosistemas, n
' No ocurría lo mismo al Oriente de los Andes, tanto en la extensa Amazonia
como en los llanos del Orinoco, en el Chaco o las pampas argentinas y el Cono
Sur. En el extremo austral del continente, en los bordes del Círculo Polar Antár-
tico, los patagones y fueguinos vivían en pequeñas unidades familiares de caza-
dores-recolectores y pescadores; los habitantes de las pampas y los mapuches
(araucanos) del Centro-Sur chileno tenían una economía básicamente cazadora
y recolectora, con un manejo complementario de la agricultura, mientras que los
que bordeaban los Andes tenían un régimen de vida tribal, basado mayormente
en una agricultura adaptada a las condiciones particulares de cada territorio.
LA S S O C IE D A D E S M E S O A M E R IC A N A S :
L A S C IV IL IZ A C IO N E S A N T IG U A S Y SU N A C IM IE N T O

C h r i s t in e N i e d e r b e r g e r

La América media, uno de ios tres mayores centros mundiales de domesticación


de plantas, fue el marco del desarrollo multimilenario de un denso conjunto de
sociedades humanas de complejidad creciente. En esa zona nació la civilización
— homogénea pero de múltiples facetas— llamada «mesoamericana» que, sin
duda, fue la más elaborada del continente americano.
Durante el primer siglo de nuestra era,(í^ civili^zación rpava, por ejemplo, no-j
table por su monumental arquitectura urbana tanto de carácter civil como sa­
grado, poseía ya un verdadero sistema de «critura.(a)base de ideogramas y utili-i
zaba la noción de cero en los cálculos matemáticos. Este fenómeno constituye el'
resultado de una larga historia, desplegada a lo largo de milenios, que comienza
hace más de 20 000 años — con la presencia de cazadores-recolectores a fines del
Pleistoceno— y que, durante los cinco milenios que preceden a nuestra era, al­
canza una complejidad mayor con@ paulatina instauración de una economía
agrícola y el desarrollo de modos de vida sedentaria.,,
Las primeras etapas de la civilización"mesbamericana se sitúan al final dei
segundo milenio a.n.e. Para comprender esta mutación hacia una organización
socioDolítica jerarquizada y el desarrollo de poderosos centros regionales, es ne­
cesario ubicarla en una perspectiva diacrónica, es decir, en el seno de una visión
cronológica de larga duración.
En primer lugar, examinaremos aquí los diferentes procesos de «neolitiza-
ción», es decir, de instauración de modos de ocupación permanente del territo­
rio y de uso creciente ^ p la n ta s cültivadas dentro de la dieta alimenticia.'"
En segundo lugar, nos dedicaremos al ínáli?is~3é esFa época crucial — la de fi­
nes del segundo milenio a.n.e.— , absolutamente fascinante, de la historia de la
América media, en la que van a producirse múltiples cambios en el dominio de la
organización social y política, en la Concepción del espacio individual y colectivo,
en los sistemas tecnoeconómicos, así como en el universo de las creencias.
Esta época crucial es la del nacimiento de la civilización mesoamericana
stricto sensu, que corresponde, en sus primeras manifestaciones, @ un sistema
cultural llamado, a falta de un término mejor — como veremos m á s^ e ia n te — ,
«olmeca»./^
I |g CHRISTINE NIEDERBERGER

Sea como sea, est^ rim era alta civilización del continente americano, que va
a desarrollarse entre @ 1 2 5 0 y el 600 a.n.e., se caracteriza por una iconografía
específica — expresiónT a la vez, 0e}una cosmovisión nueva y de un sistema cohe­
rente de creencias— que va a marcar profundamente toda la secuencia de las ci­
vilizaciones que se sucederán en la América media hasta comienzos del siglo X V I.

DIVERSIDAD ECOLÓGICA EN LA A M ÉRICA MEDIA

El estudio del contexto biogeográfico es indispensable para la comprensión de la


historia de las comunidades de la América media.
La América media constituye un espacio geográfico complejo, hecho de la
yuxtaposición de zonas ecológicas muy contrastadas, entre las que figuran:
— zonas de bosques alpinos por encima de los 2 5 0 0 m;
— regiones lacustres templadas de montaña;
— laderas montañosas atlánticas con bosques de neblina;
— bosques lluviosos de planicies tropicales de baja altitud;
— estuarios marítimos;
— y, por último, particularmente importantes por su extensión en América
media, vastos espacios semiáridos cubiertos de vegetación xerófila y de plantas
leguminosas.
¡ Algunas de las variables climáticas, b i ó t i c a s edáficas que caracterizan la
I América media son particularmente significativas en ecología humana. Una de
í las más importantes para la evolución de las sociedades humanas es la tasa de
precipitaciones pluviales anuales, muy desigual según las zonas de la América
media. Precisamente por debajo de la isoyeta de 700 mm de lluvias anuales se si­
túan esos grandes espacios semiáridos americanos donde toda agricultura de
temporal — es decir, aquglla ^ e se jr a c tic a sin que intervengan métodos de irri-
I gavión— se convierte en una empresa arriesgada. Por ello la mayor parte de las
zonas septentrionales semiárfdas de M éxico fueron, hasta (¡sQépoca histórica, el
ámbito de_tribus_nómadas y no agrícolas j^ue vivían de la caza y de la recolec-
ción.*Sin embargo, los medios ambientes semiáridos están lejos de ser privativos
de las regiones septentrionales de México. Estas zonas semiáridas ocupan, tam­
bién, numerosos espacios de la América media, en particular en las regiones oc­
cidentales y sobre el Altiplano central, v
l^ ^ e s te mosaico de ecosistemas diversos, los factores climáticos y bióticos
desempeñaron un papel particularmente importante en la evolución de las socie­
dades antiguas, entre 9 000 y 3 000 años a.n.e. El registro arqueológico muestra
con claridad que el ritmo y la naturaleza de los cambios tecnoeconómicos y cul­
turales siguieron trayectorias relativamente diferentes, por un lado, en las áreas
de los estuarios costeros y las regiones lacustres de montañas templadas y, por el
otro, en las zonas semiáridas (Niederberger, 1979). Es lo que de manera más de­
tallada observaremos ahora al volcarnos en el estudio diacrónico de las primeras
sociedades agrarias.
L A S C I V I L I Z A C I O N E S A N T I G U A S Y SU N A C I M I E N T O ||9

IN STAURACIÓN DE UNA ECO N O M ÍA A G RÍCOLA Y PALEOAM BIENTES

instauración de una economía agrícola constituye,una. condición sirte qua


non para el desarrollo de sociedades complejas. Al comparar las trayectorias cul­
turales desarrolladas en zonas de amplios recursos bióticos, bien repartidos todo
a lo largo del ciclo anual y las áreas semiáridas, ^ o b se ry a que }os sistemas de /
explotación de los recursos alimenticios y los modos de ocupación del territorio ,
no han seguido ritmos de evolución similares.^ '

L as regiones sem iáridas

Aun cuando las regiones semiáridas han proporcionado, en razón de las condi­
ciones favorables de conservación que allí reinan, las pruebas más antiguas de
domesticación de plantas en la América media, es probable que esas regiones no
hayan desempeñado un papel central en la puesta en marcha no sólo de una eco­
nomía agraria, sino también del conjunto de los procesos que caracterizan un
modo de vida neolítica.
En cuanto a la domesticación de plantas, es en el valle de Oaxaca, más preci­
samente en la gruta de Guilá Naquitz, donde se ha encontrado el más antiguo
testimonio fiable de actividad agrícola. ^ trata de un fragmento de una calabaza
comestible (Cucurbita p ep o ), descubierta en un nivel arqueológico de 8 ÓÓÓ años
a.n.e. (Smith, 1986: 272).«
El inventario de plantas que los arqueólogos encontraron en el valle semiári-
do de Tehuacán (Puebla) muestra también que, entre 5 000 y 3 500 años a.n.e.,
se explotaban cucurbitáceas, frijoles (Phasoleus), chiles (Capsicunt), aguacates
(Persea am ericana), granos de Setaria, de amaranto y de maíz y que algunas de
esas plantas eran ya objeto de manipulaciones agrícolas (MacNeish, 1967).
Sin embargo, el nomadismo perduró durante mucho tiempo en esas regio­
n e s . Estas comunidades poseían un profundo conocimiento del ciclo anual de ios
diversos recursos silvestres, pero también una gran movilidad para poder explo­
tar ecosistemas dispersos y temporalmente fértiles (Flannery, 1968). Al comien­
zo de la estación de lluvias — de mayo a octubre— , los habitantes de esas zonas
cosechaban las vainas de plantas leguminosas {Prosopis, A cacia, Leucaena) y los
frutos espinosos del nopal y de la pitahaya. Al final de la estación de lluvias, se
desarrollaban actividades hortícolas en los fondos de las cañadas húmedas. Por
otra parte, en otoño se explotaban, las nueces y las bellotas de las plantas de las
regiones aluviales. Por último, durante el periodo más seco del año, en invierno,
se explotaban recursos disponibles todo el año: @ venado de cola b l a n c A , - e l co­
nejo, los lagartos, las aves o los roedores, así como también las raíces del pocho­
te o "algodonero silvestre (C eiba parviflora), las pencas del agave y el nopal
(Opuntia).^' _________
Ahora bien, en el estudio de las regiones semiáridas el caso deLlghuacánJnos
parece muy interesante, ya que muestra que el conocimiento de las prácticas
agrícolas, al menos a partir del quinto milenio, no va a cambiar en absoluto el
tipo prevaleciente de ocupación seminómada del territorio hasta aproximada­
mente 1 500/1 000 años a.n.e. Aun cuando se conocen las prácticas agrícolas, los
120
CHRISTINE NIEDERBERGER

riesgos que presenta la agricultura de temporal, en un medio semiárido, han in­


citado a los cazadores-recolectores de Tehuacán a privilegiar la movilidad y el
tipo tradicional de explptac_ión_estaciond de ecosistemas variados, fuente segura
y regular de recursos alimenticios silvestres.

L as regiones lacustres de m ontañas y los estuarios costeros


o los p ro ceso s de neolitización en zonas no áridas

El Sur de la cuenca de M éxico, con un régimen pluvial satisfactorio y con


sus grandes lagos de agua dulce, constituye, entre el 6000 y el 2000 a.n.e., un
buen ejemplo de una región del Altiplano con recursos bióticos densos y varia­
dos, particularmente favorable a los asentamientos humanos y al desarrollo pre­
coz de los fenómenos de neolitización.
Los datos paleoeconómicos, los estudios interdisciplinarios de la fauna y del
polen fósil obtenidos en Tlapacoya-Zohapilco (Niedeberger, 1976; 1987)*mues-
tran que las antiguas comunidades de esta región tenían un acceso directo o de
corto radio a diferentes zonas ecológicas, ricas en recursos perennes o estaciona­
les: bosques de robles, de pinos y de alisos, suelos aluviales de alto nivel freático
y medios lacustres. '/
■^Durante todo el año podían explotar la fauna lacustre: pez blanco (Chiros-
tom a), pez amarillo {G irardinichthys), ciprínidos, así como también el pato me-
xicano (Anas diazi) y la amplia población de gallinas de agua {Fúlica am erica­
na). En los bosques cazaban diferentes tipos de mamíferos, entre los cuales se
contaba O venado cola blanca {O docoileu s virginianus). r
Entre los recursos específicos de la estación de lluvia figuraban el amaranto,
el género Z ea (maíz y teosinte), el tomate verde (Physalis), la P ortulaca, un anfi­
bio comestible, el axolotl {A m bystom a) y reptiles tales como la tortuga del géne­
ro K inosternon.
Uno de los rasgos más notables en los sistemas de explotación de los recur­
sos regionales eraíK^caza de la densa población de aves, acuáticas, en particular
la explotación, durante el otoño y el invierno, de las aves migratorias provenien­
tes del Norte del continente: colimbos, avocetas, agachadizas, gansos del Cana­
dá {Branta canadensis) y patos silvestres {Anas acuta, Anas platyrhynchos, Spa-
tula clypeata, Anas cyan optera o Aythya).
Hacia el 5500 a.n.e., los habitantes de ÍHapacova-Zohapilcoj en el Sur de la
cuenca de México, explotaban, de hecho, diferentes ecosistemas yuxtapuestos que,
a lo largo de todo el año, les ofrecían la totalidad de los recursos alimenticios nece­
sarios, así como el agua dulce del lago y de manantiales. Todos estos factores tu­
vieron como consecuencia una ocupación sedentaria temprana del territorio, tal
como lo prueba el hallazgo de vestigios de actividades multiestacionales y de recur­
sos alimenticios de todas las estaciones del año en las zonas de hogares del sitio.
Así, la evolución cultural de esta zona diferirá sensiblemente de la que se ob­
serva en la región semiárida 0e)Tehuacán. De hecho, el estudio de los fenómenos
de neolitización en Tlapacoya-Zohapilco, en el Sur de la cuenca de México, ha
permitido definir un primer ejemplo americano de sedentarismo precoz, en un
contexto pre o protoagrario (ibid.). »
LAS C I V IL IZ A C IO N E S A N T I G U A S Y SU N A C I M I E N T O 121

Las consecuencias más importantes de una temprana sedentarización son de


diversa índole: se observa generalmente un sentido más agudo de los derechos
territoriales, un aprovechamiento sistemático del espacio habitado, un creci-
miento demográfico significativo, .yria)organÍ2ación política de mayor compleii-
dad y el desarrollo de relaciones hombre/plantas más estrechas que tiende a ace­
lerar el ritmo de instauración ijfóuna economía apraria. #
Los trabajos arqueológicos llevados a cabo en las zonas de los estuarios cos­
teros, como en Chantuto, al Sur de la costa pacífica, por B. Voorhies, y en Santa
Luisa, sobre la costa atlántica, por S. Wilkerson, parecen indicar que el sedenta-
rismo tuvo, allí también, raíces precoces. *
En Guatemala, sobre la costa del Pacífico, la gran variedad de los recursos
en la zona de los estuarios costeros parece haber ofrecido también la posibilidad
de un sedentarismo antiguo. Más tarde, por otra parte, la vida aldeana se desa­
rrolló rápidamente en la región de Ocos (Coe y Flannery, 1967). Las^layas
ofrecían moluscos, cangrejos, iguanas negras [Ctenosaura similis); los estuarios
marinos y las lagunas, hábitat de cocodrilos, proporcionaban, por su parte, nu­
merosas especies de peces entre las que se contaban^^dorado americano (Lutja-
nus colorad o), gsí como ostras y mejillones. La ribera de los ríos constituía el há-
^ ta t de camarones, nutrias, tapires, iguanas verdes {Iguana iguana) y caimanes.
'^)bosque in t«ip rj con sus árboles frutales, albergaba zorros grises, coatís {Na-
sua narica) y numerosos jaguares (Felis onca), hoy prácticamente desaparecidos.
En esta zona se descubrió uno de los más antiguos conjuntos cerámicos de la
América media, u

ALDEAS AGRARIAS Y DESA RRO LLO DE LA MANUFACTURA


DE VASIJAS Y HGURILLAS DE BA R RO COCIDO

El fin del tercer milenio y los comienzos del segundo a.n.e constituyen una im­
portante etapa en 4 ^ eyolución de las sociedades de la América media. Se genera­
lizan los modos de vida sedentaria en aldeas permanentes. Por primera vez, se
nota el nítido predominio de las plantas cultivadas en el régimen alimenticio. Fi­
nalmente, en el plano tecnológico, s^observan la aparición y el desarrollo de fi­
gurillas y de recipientes de barro cocido.
Estos desarrollos conciernen únicamente a las regiones centrales y meridio­
nales de la América media, que muy pronto emergerá como una región nuclear
— sede de una civilización compleja-^, conocida hoy con el nombre de «Mesoa-
mérica». En las regiones situadas al; Norte de este universo agrario los cazado-
res-recolectores continuarán su modo vida_^minójiiad^ hasta las épocas
históricas.'^
I
Prim eros testim onios cerám icos

La más antigua figurilla en barro cocido descubierta hasta hoy en la América


media ha sido hallada en el sitio arqueológico de ITlapacova-ZohapilcoJ en la
cuenca de México (Niederberger, 1976). Las características morfológicas de esta
CHRISTINE NIEDERBERGER
122

pequeña figura son notables. La cabeza y el cuerpo forman un fuste cilindrico


continuo sin brazos, rematado en dos piernas embrionarias cortas y bulbosas. El
rostro, sin boca, se caracteriza por un conjunto de cejas y nariz modelado en for­
ma de T , mientras que dos incisiones de dos puntos marcan los ojos. Los restos
de carbón asociados a esta figurilla, y a una zona de hogares contiguos, dieron la
fecha C 14 del 2300 + 110 a.n.e. (Ilustración 1). En esta época las multimilenarias
relaciones del hombre con ciertas plantas, entre las que se encuentra el maíz {Zea
m ays), parecen haber alcanzado en iTlapacova-Zohapilco |un punto irreversible.
En el inventario de las plantas cultivadas sobre las antiguas riberas de este si­
tio lacustre figuran el amaranto [Amaranthus leucocarpus), el tomate verde
{Physalis), la calabaza (Cucurbita), el chile (Capsicum annuum) y el chayóte (Se-
chiu m edule).
Por otra parte, sobre la costa pacífica de Guerrero, C. Brush ha reportado dos
pequeños conjuntos de tiestos de alfarería, fechados en el 2450 + 140 a.n.e. En el
valle de Tehuacán, y atribuidos al mismo periodo, 2 1 0 tiestos de alfarería han
sido asimilados a la fase arqueológica Purrón de esta región (MacNeish, 1967).
Sin embargo, la ambigüedad de las asociaciones estratigráficas, en el primer caso,
y la inconsistejicia general de la definición de la fase Purrón< en el segundo, llevan
a pensar ^
de haberi
épocas siguientes presentan ya un elevado grado de complejidad.
Sobre la costa pacífica de Guatemala y del Sur de M éxico, el complejo cerá­
mico Barra (1600-1400 a.n.e.) muestra, en efecto, un grado marcado de sofisti­
cación con un rico repertorio decorativo que incluye el uso de engobe rojo y de
pintura iridiscente, la impresión de cuerda, los motivos incisos y las formas glo­
bulares con finas acanaladuras (Lowe, 1975) (Ilustración 2).
Hacia el 1500 a.n.e., el registro arqueológico ofrece, por primera vez, @ i m -
portante corpus de datos que indican que la vida aldeana, asociada a una econo­
mía agraria, a la manufactura de vasijas, al tejido y al desarrollo de estructuras
públicas, es un fenómeno ampliamente extendido (eft la Mesoamérica naciente.
Veremos a continuación los diferentes aspectos regionales de esta evolución. *

Características d e la vida aldean a

Gracias a las excavaciones arqueológicas de los últimos decenios, comenzamos a


tener una visión más coherente de esta etapa caracterizada ,.;^o^una organización
sodaj_relativamente igualitaria v una economía-preidominantemente agrícola. El
valle de O axaca brinda actualmente el conjunto de datos arqueológicos más cla­
ro de este periodo (Flannery, 1976).
Hacia el 1400 a.n.e., al principio de la fase Tierras Largas, el valle de Oaxa­
ca estaba ocupado 7 .caseríos permanentes_de 3 a 10 casas cada uno. La
casa campesina, de planta rectangular, estaba construida con materiales vegeta­
les (postes de pinos, cañas, gramíneas). Las paredes, hechas de adobe, estaban
revestidas de una capa de material arcilloso, a veces blanqueado con cal. Las pa­
redes se apoyaban, a menudo, sobre un cimiento de piedras. Cada unidad do­
méstica se extendía sobre una superficie de unos 300 m^ e incluía la casa propia-
LAS CIVILIZACIO N ES ANTIGUAS Y SU N ACIM IEN TO 123

Ilustración 1
TLAPACOYA-ZOH APILCO. SUR D E LA CUENCA D E M É XIC O .
FIGURILLA D E BA RRO COCIDO Y ZON AS DE H O GARES DEL T ER C E R M ILEN IO a.n.e.

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Zona de hogares del tercer milenio a.n.e, con testimonios de actividades mutiestacionales y ocupa- i
ción permanente del territorio. Las muestras de carbón recolectadas cerca de la figurilla de barro co­
cido nf 21 y parte superior) dieron la fecha C 14 del 2 3 0 0 a 110 a .n.e. (tiempo radiocarbono no co­
rregido). Se trata de la más anogua figurilla encontrada en América Media. »
1. F r a ^ e n t o de «mano» para moler. 2, 4;íM acronavajas de andesita. 3, 6, 7, 2 8 , 2 9 , 4 1. Lascas
utilizadas de andesita. 5. Arterfacto de basalto con muesca. 8. Semillas de amáranm m lrivaHo {Ama-
ranthus leucocarpus). 9. Parte distal de una .asta de venado {O docoileus virginianus). 10, 3 3. Frag
mentos de «manos» cortas de toba volcánida. 11, 12, 13, 14, 16, 17, 18, 2 3, 2 4 , 3 0, 3 1 , 38 y 40
Lascas microllticas de obsidiana. 15. N avaja prismática de obsidiana. 19. Núcleo de basalto. 20
«M ano» corta de basalto. 2 1. Figurilla antropomorfa de arcilla cocida. 2 2. Fragmentos de carbono
2 5 . Semilla de Cucurbita. 16. «Mano» corta de basalto vesicular. 2 7 y 36. Raederas de andesita. 32
«M ano» de andesita con zona de desgaste pasivo en la parte superior. 34. Fragmento de madera. 35
Gubia de andesita. 37. Lasca de basalto. 3 9. Fragmento de vasija en toba volcánica vesicular.
Entre los vestigios de huesecillos de animales recolectados en esta zona de hogares figuran huesos de
peces blancos (Chirostoma), vértebras de ajolotes {Ambystoma), restos de gallina de agua {Fúlica) y
numerosos huesos de anátidos entre los cuales se identificaron tres especies migratorias, residentes
invernales en este sitio lacustre: el pato de collar {Anas platyrhynchos), el pato golondrino (Anas
acuta) y el pato cucharrón (Spatula clypeata). (Niederberger, 1979 y 1987: 3 34).
CHRISTINE NIEDERBERGER
124

Ilustración 2
CO N JU N TO S CERÁM ICOS DEL FORMATTVO ANTIGUO

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a) Cerámica con engobe rojo de la fase Barra (1600-1400 a.n.e.). Altamira, Chiapas
(Green y Lowe, 1967).
b) Formas típicas de la fase Capacha, asociada a la fecha C14 de 1450 a.n.e. Estado de
Colima (Kelly, 1980).
L A 5 C IV IL IZ A C IO N E S A N T I G U A S Y S U N A C IM 1 E N T O 125

mente dicha y un espacio doméstico externo. En este último se situaban unas fo­
sas de forma tronco-cónica — cuya primera función era almacenar cereales— , las
zonas de entierros familiares, los hornos de barro, así como las áreas dedicad^
a la molienda de maíz, a la cocción de alimentos o a la fabricación de vasijas.ü^
perro, y quizás una especiede loro, estaban domesticados.
La economía de subsistencia estaba basada en el cultivo del maíz — quizás
asociado al teosinte (Zea m exicana)— y otras plantas cultivadas como el agua­
cate (Persea am ericana). La dieta se completaba con la recolección de ciertas
plantas silvestres como la del fruto del nopal (Opuntia). Entre los animales caza­
dos y consumidos se encontraban el venado cola blanca, el conejo y la tortuga
de agua dulce del género Kinosternon.
Los instrumentos líricos abarcaban muelas y «manos» de piedra pulida, para
la molienda de los cereales, así como puntas de proyectil, cuchillos, raederas y
raspadores de pedernal y obsidiana.
La industria cerámica está representada por ollas monocromas de color
bayo o café, rojo y naranja, tazones hemisféricos con decoraciones geométricas
de color rojo sobre engobe bayo. Se nota también la presencia de ollas sin cuello
(tecom ates) y de platos de fondo plano y bordes divergentes. Entre los temas
más comunes de decoración plástica se nota la impresión de mecedora (rocker-
stamping).
Estas características se observan también en los complejos cerámicos con­
temporáneos de la costa pacífica meridional Chiapas-Guatemala, en San Loren­
zo, sobre la costa del Golfo, así como en Tlapacoya-Zohapilco, en la cuenca de
México. Sin embargo, es preciso notar que estas tres últimas regiones poseen, en
este nivel cronológico, un conjunto cerámico cuyo repertorio es sensiblemente
más rico en formas y modos decorativos.
Sobre la costa del Pacífico, @ la región de Ocos. cuya riqueza ecológica he­
mos evocado más arriba, una larga tradición sedentaria y el uso de la alfarería
desde la fase Barra llevaron a un modo de vida particularmente elaborado, hacia
el 1400 a.n.e. Las casas, con paredes de adobe a menudo blanqueadas con cal, se
construían, para evitar posibles inundaciones, sobre pequeños montículos. La
densidad de la población parece haber sido más elevada que en la región de Oa-
xaca para la misma época. Trabajos arqueológicos recientes, llevados a cabo por
J. Clark y M. Blake en la costa pacífica de Chiapas, ofrecen, de hecho, interesan­
tes datos indicando la posibilidad de un desarrollo precoz de pequeños cacicaz­
gos y sociedades de rango en esta región (cf. Fovsrler, coord., 1991).
Los recursos marinos desempeñaban un papel preponderante en la economía
de subsistencia. ^Según ciertos autores, tubérculos como l^m andioca pudieron
haber formado parte de las plantas cultivadas, aun cuando no "se" hayan encon­
trado vestigios arqueológicos de este arbusto. ♦
Por otra parte, comienzan a estudiarse sistemáticamente los niveles cerámicos
antiguos de otras regiones de la América media hasta ahora poco conocidas. Así,
en el Estado de Colima, en el Noroeste de México, L Kelly (1980) definió un
complejo cerámico antiguo, denominado «Capacha», asociado a la fecha C14
1450 a.n.e. Las vasijas Capacha provienen esencialmente de ofrendas funerarias,
ubicadas en tumbas excavadas en el subsuelo. Esas vasijas incluyen ollas, tazones
CHRISTINE NIEDERBERGER
126

hemisféricos, tecomates, así como recipientes de forma muy especial, llamados


«vasos de asa de estribo». Una de las formas más características(@ e l bule, espe­
cie de olla panzona, de cintura reducida, que imita la silueta de una calabaza
(Ilustración 2b)' El inventario incluye también vasos de doble cuerpo, ligados por
tres tubos, jarras zoomorfas, tazones dobles o triples y vasijas miniatura. El con­
junto se completa con figurillas, perlas, morteros en piedra y conchas marinas.
En los Estados de Nayarit y de Sinaloa se han encontrado también conjuntos
cerámicos de estilo Capacha, en particular en contexto funerario. Sin embargo,
no se ha señalado todavía ningún sitio de habitación Capacha.
En resumen, el periodo que acabamos de analizar, y que va aproximada­
mente del 1500 al 1250 a.n.e., muestraCí^instauración de lív id a alídeyia, con
cerámica y agricultura en toda la zona que luego será denominada «Mesoamé-
rica». En este nivel cronológico, el territorio ocupado — como lo muestra en
particular el ejemplo oaxaqueño— es de naturaleza homogénea: en efecto, está
compuesto por pequeñas aldeas agrarias relativamente similares en forma y en
función.
Este tipo de ocupación exclusivamente aldeano del territorio va a sufrir
transformaciones cualitativas marcadas, hacia el 1250 a.n.e., con la aparición de
capitales regionales (caput, no urbs) capaces de ejercer un control político y eco­
nómico sobre un conjunto de aldeas satélites (Niederberger, 1987).
Este nuevo tipo de organización territorial, con jerarquización de los sitios y
emergencia de centros de integración regional, forma parte de un conjunto de
cambios sociopolíticos y económicos que llevarán a la cristalización de la prime­
ra civilización del Nuevo Mundo.

D ESA RRO LLO DE CAPITALES REGION ALES Y CRISTALIZACIÓN


DE LA CIVILIZACIÓN M ESOAM ERICANA

(Afines dei.geRundo milenio a.n.e. se desarrollan de manera casi simultánea y en


numerosas regiones de la América media, varios centros mayores, marcos de un
poder político y religioso creciente (Ilustración 3). Los vestigios arquitectónicos
que sobrevivieron indican que esos sitios mayores fueron concebidos según un
glan^cpherente cuyo ¿entro exA.un espacio de connotación sagrada. En este nue­
vo modo de organización espacial centrípeto se desarrollan y se intensifican los
lyocesos de jerarquización social. Los testimonios arqueológicos recogidos seña­
lan la aparición de agentes políticos estables y de una clase de dignatarios con
vestimentas e insignias específicas, destinados a regir el dominio de lo sagrado.
Centros de control y de transmisión de conocimientos, esos sitios mayores fue­
ron también el punto focal de creación @ u n a iconografía elabaiada, tal como
lo atestiguan las artes lapidaria y cerámica. Las co m p l^ s técnicas utilizadas su­
brayan la presencia, en el seno de esas comunidades, ( ^ ^ rupos de artesanos es­
pecializados. Por último, el volumen y la variedad de los productos que circuTan,
a veces sobre distancias considerables, indican que esos centros mayores de la
Mesoamérica antigua formaban parte redes regionales e interregionales de in­
tercambio ya fuertemente estructuradas. //
Ilustración 3
PRINCIPALES SITIOS Y TESTIMONIOS DEL HORIZONTE OLMECA EN MESOAMÉRICA (1200-700 A.N.E.)
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M a p a de C . N ie d e rb e rg er, 1 9 8 7 : 7 8 2 .
123 C H R IS TIN EN IED ER BER G ER

L a M esoam érica antigua y el horizonte olm eca

Tal como lo hemos apuntado en la introducción, el nacimiento de la civilización


mesoamericana corresponde a la cristalización de un conjunto cultural específi­
co, convencionalmente llamado «olmeca».
Las razones de esta apelación, discutible y siempre ambigua, derivan del hecho
de que los primeros vestigios arquitectónicos de este horizonte cultural fueron des­
cubiertos, a comienzos del siglo XX, sobre la costa del golfo de México, donde, en la
época Histórica Tardía, residía una etnia denominada «olmeca huixtotin». sin duda
sin relación precisa con el conjunto arqueológico descubierto. De hecho, la palabra
«olmeca» conlleva generalmente posiciones difusionistas y el postulado según el
cual la civilización mesoamericana antigua tiene su origen en la costa del Golfo.
Debido a que hoy es difícil afirmar que la civilización llamada olmeca tenga
un origen unicentrista y a que, por lo demás, sus manifestaciones tempranas se
perciben en muchas zonas geográficas, la significación que daremos aquí al ine­
ludible término «olmeca», como en todos nuestros trabajos anteriores, estará li­
mitada estrictamente — y por conveniencia— a dos nociones;
— la del estilo arqueológico;
— la de una civilización, que hemos definido como multiétnica y de natura­
leza panmesoamericana (Niederberger, 1976 y 1987), que cubría, entre 1250 y
700/600 años a.n.e., amplios espacios de la América media. En otros términos,
creemos que la Mesoamérica antigua corresponde a una esfera de interacciones
económicas y culturales entre gurpos «pares», es decir, situados al mismo nivel
de evolución sociopolítica.
El término «olmeca», entonces, no será jamás utilizado aquí en el sentido de
un pueblo arqueológico, residente en la costa del golfo de México. Estas preci­
siones son necesarias para evitar el conjunto de malentendidos que nacen de los
empleos diversos — aunque generalmente difusionistas— de ese término.
Los principales documentos arqueológicos disponibles para numerosas re­
giones de la Mesoamérica de fines del segundo milenio a.n.e. indican que la civi­
lización mesoamericana naciente muestra, sobre un fondo cultural común, una
cierta diversidad.
La calidad y el peso de los conocimientos acumulados hasta ahora varían se­
gún las regiones. Pero, en síntesis, todas las investigaciones contribuyen a definir
las características profundamente originales de la civilización mesoamericana en
sus primeras manifestaciones, v

O cciden te de M éxico

fronteras culturales, y la extensión geográfica de Mesoamérica han oscilado


a través de las épocas.» Es una de las razones por las cuales es necesario ubicar el
estudio de esta área cultural en una perspectiva diacrónica. Es difícil conocer los
límites septentrionales de Mesoamérica en sus primeras etapas de desarrollo, lla­
madas generalmente Formativa o Preclásica. Un punto límite extremo podría es­
tar representado por el sitio de El Calón, en el Sur de Sinaloa, donde S. Scott ha
señalado un montículo piramidal atribuido al Formativo Antiguo.
LAS CIVILIZACIO NES ANTIGUAS Y SU N A CIM IEN TO 129

La época Formativa Antigua en M ichoacán es conocida actualmente por los


estudios del complejo funerario de El Opeño, datado a fines del segundo milenio
a.n.e. Se trata de una serie de tumbas subterráneas, con escalera y cámara oval,
excavadas en el subsuelo de costra calcárea endurecida o tepetat^estudiada pri­
mero por E. Noguera y, más recientemente, por J. A. Oliveros.(^ a lfa r e r ía está
decorada con motivos negativos y diseños de color rojo sobre bayo. Entre las fi­
gurillas de barro cocido de excelente factura, descubiertas por J. A. Oliveros, se
encuentran finísimas representaciones humanas, en arcilla blanca altamente pu­
lida y con un aspecto similar al marfil)^Algunas figurillas llevan objetos ligados a
un tipo de juego de pelota. Por otra parte, en este material funerario se han en­
contrado u n ^ o ry e ra s y una representación antropomorfa de jadeíta, así como
un pectoral de piedra en forma de cáparlTzón de tortuga marcado con el famoso
emblema olmeca de la cruz de San Andrés o motivo de bandas cruzadas, al que
nos referiremos más adelante.»
En cuanto al Estado de Guerrero, M. Covarrubias — gran pionero de los es­
tudios olmequistas— consideraba que podría representar el lugar de origen del
estilo y de la civilización olmeca. Sin suscribir necesariamente esta tesis, es preci­
so, sin embargo, reconocer que pocas zonas de la Mesoamérica pueden rivalizar
con Guerrero en lo que respecta al número de testimonios arte lapidario ol­
meca en jadeíta y serpentina (Ilustración 4a, b, d, e).
Hoy, el descubrimiento del vasto sitio olmeca de Teopantecuanitlan (Tlalco-
zoltitlán), situado en la confluencia de los ríos Amacuzac y Mezcala-Balsas, y las
excavaciones llevadas a cabo por el INAH (Martínez Donjuán, 1986; Niederber-
ger, 1986; Reyna Robles, 1989) abren la posibilidad de entender mejor las mo­
dalidades de integración de un gran centro regional de arquitectura monumental
de Guerrero en el universo panmesoamericano antiguo.
Según los estudios de Martínez Donjuán, la etapa de construcción más anti­
gua del sitio está representada por un patio de 32 x 26 m de lado construido en
tierra arcillosa amarilla. El patio estaba delimitado por un muro cuya cara externa
poseía escaleras simétricamente dispuestas. Las escaleras, situadas sobre el lado
sur, son dobles y están separadas sobre su eje mediano por una rampa rematada
en un pilar con motivos simbólicos altamente estilizados —^característicos del re­
pertorio olmeca— : la oreja del felino y la hendidura frontal. En síntesis, esta etapa
I, que concluye antes del 900 a.n.e., corresponde a una arquitectura de tierra.
La ocupación siguiente, o etapa II, se caracteriza por un conjunto arquitectó­
nico de piedras talladas. Los muros interiores del patio de tierra arcillosa amarilla
han sido reemplazados por muros de grandes piedras calcáreas blancas talladas,
de aristas vivas, unidas sin argamasa. El recinto rectangular, delimitado por esos
muros de piedras, talladas con gran maestría técnica, mide 19 x 14,20 m. En el in­
terior del recinto se han descubierto cuatro monolitos de casi tres toneladas_cada
uno, de forma poco comúní Cada bloque de piedra ha sido tallado en forma de T
invertida y perfectamente pulido. Sobre la fachada anterior de cada monolito se
encuentra grabado con gran seguridad de trazo, y ejecutado con ima poderosa so­
briedad, un motivo recurrente en la iconografía olmeca: @ i e l felino antmpnmnr-
fo^El rostro de este ser híbrido cubre lo esencial de la superficie del monoÜto con
su venda frontal, los ojos almendrados marcados por el estrabismo, la nariz ancha
CHRISTINE NIEDERBERGER
130

Ilustración 4
ICO N OG RAFÍA DEL H O RIZO N TE OLM ECA EN GUERRERO

.-f

a) Figurilla de jade azul de Olinalá (cf. D. Joralemon, 1971).


b) Cabeza de un ser sobrenatural inciso sobre una laja ovalada de piedra verde. Río del
Alto Balsas (cf. D. Joralemon, 1971).
c) M áscara de madera del Cañón de la Mano (cf. D. Joralemon, 1971).
d) M otivo felino-antropomorfo inciso sobre un disco de serpentina. Río del Alto Balsas
(cf. D. Joralem on, 1971).
e) M áscara a la efigie del felino antropomorfo (cf. D. Joralem on, 1971).
f) Pintura rupestre 7 de la cueva de Oxtotitlán (cf. D. Joralem on, 1971).
g) Uno de los cuatro monolitos encontrados en el patio principal del sitio de Tlalcozol-
titlán (Teopantecuanitlan), con bajo relieve a la efigie del felino-antropomorfizado
(Fuente: C. Niederberger).
LAS CIVILIZACIONES ANTIGUAS Y SU NACIM IENTO |3|

y los labios con las comisuras dirigidas hacia abajo. Sobre el torso embrionario se
observa el motivo de las fajas cruzadas o cruz de San Andrés. Por último, cada
una de las manos sostiene una antorcha que remata en una llama, tste último ras­
go iconográfico podía conferir a cada uno de los seres mitológicos representados
— probablemente asociados con los cuatro puntos cardinales— la calidad sagrada
de guardianes diurnos y nocturnos de la zona ceremonial (Ilustración 4g).«
Allí puede notarse una característica arquitectónica interesante. El patio, si­
tuado por debajo de una serie de plataformas dispuestas sobre el flanco de relie­
ves montañosos naturales, respeta ya la ley arquitectónica del patio hundido que
encontrará su apogeo en el trazado urbano de la Mesoamérica clásica. Este patio
poseía sistemas de drenaje constituidos por piedras taüadas en forma de,LI,y..pxo-
vistas de tapas. En la pared norte se encontró una escultura megalítica en forma
de cabeza humanay más recientemente, G. Martínez descubrió, sobre la explana­
da yuxtapuesta, do^estelas y un megalito en forma de sapo (cf. Clark, 1994). En
la zona este de la pTátáfórma norte Gámez Étemod excavó el área de un pequeño
altar de cantos rodados, con un monolito en forma de estela levantado en su cen- ¡
tro. Alrededor de esta estructura se encontraron las sepulturas de cuatro infantes,/
uno de los cuales estaba acompañado por el entierro de dos perros.^ '
*^Por último, ^ ^ estructuras de _dec_oradón__arquitectónica hecha de barras y
puntos pertenecen a una tercera fase de la construcción fechada entre el 800 y el
600 a.n.e.i/
Un importante sistema hidráulico fue construido para asegurar la regulari­
dad de la producción agrícola. Incluía un dique de almacenamiento río arriba,
que recibía aguas pluviales y manantiales, así como un grandioso acueducto for­
mado por dos filas paralelas de imponentes monolitos, de 1.20 a 1.90 m de altu­
ra, cubierto por grandes lajas. ^
La excavación de una unidad habitacional que hemos realizado en Teopan-
tecuanitlan ha proporcionado algunos datos sobre la dieta alimenticia en vigor
al principio del primer milenio a.n.e., dieta que incluía — al lado del maíz pre­
sente en el registro polínico— , fel)bagre del río Balsas, cangrejos, conejos, dos es­
pecies de cérvidos y una sorprendente proporción de perro.,^El piso de la casa
principal (sitio 5) y las fosas troncocónicas asociadas contenían una gran canti-
tad (74% del total de la industria lítica del sitio) de navajas prismáticas y otros
artefactos de obsidiana negra, de bandas grises, probablemente importada de la
cuenca de México. De gran interés fue también el análisis de las conchas mari­
nas encontradas en esta unidad, en forma de piezas enteras, fragmentos sin tra­
bajar o parcialmente trabajados yjjde adornos terminados, lo que sugiere da) pre­
sencia de un taller de manufactura de este material en el sitio. Al menos ocho
géneros de conchas marinas, toHas, provenientes de la costa pacífica, están repre­
sentadas. Por su destacable cantidad, la más preciada parece haber sido la ma­
dreperla (Pinctada m azatlanica). Eijtre los artefactos de cerámica se encontraron
platos de base plana con engobe blanco, con motivos incisos en el fondo y el
motivo de la doble línea interrumpida en el borde interno, así) como grandes fi­
gurillas Jiuecas_en_fqrma de niños mofletudos, cubiertas de engobe blaiicp_,alta-
mente pulido. Los habitantes de esta unidad habitacional — implicados en la ad­
quisición, almacenamiento, producción y redistribución de bienes obtenidos en
132 CHRISTINE N IEDERBERGER

las redes de intercambios interregionales— debían de tener relaciones estrechas


con la élite del sitio o formar parte de ella. Entre los ornamentos que se excava­
ron en la unidad figuran — al lado de los de conchas marinas— orejeras de ser­
pentina y de ónix, un bezote y un estilete de serpentina y fragmentos de espejos
de mena de hierro (Niederberger, 1996).
Por otra parte, la región de Guerrero es rica en pinturas rupestres del hori­
zonte olmeca, tal como lo prueban las grutas de Oxtotitián (Ilustración 4f), don­
de se ha descubierto, entre otras pinturas polícromas, la de un dignatario cubier­
to por una capa de plumas y sentado sobre un trono zoomorfo; o bien las
cavernas de Juxtlahuaca, donde se encuentra representado otro dignatario —con
una túnica tricolor y polainas y manoplas de piel de jaguar— , que domina desde
su altura a un personaje simbólicamente pequeño, quizás su vasallof Sobre las'j
paredes de una sala contigua se distribuyen diferentes representaciones zoomor-
£as entre las que resalta una serpiente de cresta emplumada, cuyo ojo aparece
m arcado con la cruz de San Andrés.^ ^

E J A ltiplano central

Sobre el Altiplano central, desde el Estado de Morelos hasta el de Puebla pasan­


do por la cuenca de México, se ha descubierto e inventariado una miríada de si­
rios arqueológicos — aldeas o centros de integración regional— , datados en el
periodo 1250 -6 0 0 a.n.e. Sería imposible citarlos todos, de modo que sólo elegi-
rem os algunos ejemplos.
[ Chalcatzingo,]en el Estado de Morelos, constituye un importante centro de
integración regional, conocido desde hace decenios por(s^)destacable número de
esculturas y grabados rupestres de estilo olmeca. Dichos relieves rupestres, traza­
dos sobre la roca rosada de las imponentes montañas en forma de domo, que
confieren una particular belleza y majestad al sitio, integran una temática de
gran poder simbólico que incluye: cavernas — lugar de iniciación y puerta de en­
trada al inframundo— , representadas por las fauces abiertas de un monstruo fe­
lino; grutas en las que un dignatario parece estar participando en ritos propicia­
torios ligados a la lluvia (Ilustración 5); representaciones de ceremonias con
personajes que llevan una máscara bucal aviforme; escenas de monstruos híbri­
dos a menudo marcados con la cruz de San Andrés, atacando o devorando a se­
res humanos.
Durante las excavaciones, dirigidas por D. Grove (Grove et al., 1987), se de­
finieron tres fases de ocupación del sitio: la fase Amate anterior al 1100 a.n.e.; la
fase Barranca (1100-700 a.n.e.) y la fase Cantera (700-500 a.n.e.). Por el mo­
m ento, la mejor documentación y el mayor volumen de ocupación arqueológica
recuperada provienen de la fase Cantera.
La fase Amate queda en gran parte por definir, tanto en su precisa ubica­
ción cronológica como en su contenido, aunque se le han atribuido dos estruc­
turas, una de las cuales contenía una pequeña estatuilla antropomorfa en jadeí-
ta. Entre los testimonios arquitectónicos de las fases siguientes figura el
M onum ento 22 , de 4.4 m de largo, realizado en piedra tallada y que representa
un altar o un trono. Probablemente, fue construido durante la fase Barranca y.
LAS CIVILIZACIONES ANTIGUAS Y SU NACIMIENTO 133

Ilustración 5
CH A LCA TZIN G O, M O R ELO S

Estela de 1.80 m de alto, con la efigie de un ser sobrenatural con hocico abierto (a) y ba­
jorrelieve rupestre n? 1, llamado «El Rey» (b), con un dignatario sentado en el interior de
una cueva, implicado en rituales de petición de lluvia. Ambos temas iconográficos están
ligados al simbolismo de la caverna-hocico del monstruo terrestre híbrido, dragón con
elementos reptilianos y feUnos, visto de frente (a) y de perfil (b), con conotaciones polisé-
micas: recintos secretos de iniciación, puertas de inframundo, aguas subterráneas o fertili­
dad agraria. (Grove et al., 1987)
CHRISTINE NIEDERBERGER
134

en todo caso, reestructurado durante la fase Cantera. La fachada norte de este


monumento está decorada con motivos abstractos, ligados a la temática del fe­
lino antropomorfo.
La amplia plaza pública o ceremonial de Chalcatzingo, de 120 m de largo y
70 de ancho, estaba bordeada al Norte por un montículo bajo de unos 70 m de
largo. E l estudio de las sepulturas y ofrendas mortuorias encontradas en la zona
ofrece valiosos datos sobre la jerarquización social en vigor.
En cuanto a la cuenca de México, los testimonios de esta época antigua son
particulaimente difíciles de rescatar. En efecto, tanto durante su trayectoria Clá­
sica, con la metrópolis de Teotihuacan, como a lo largo de su época Postclásica,
con la ciudad azteca de Tenochtitlan,(^cuenca de M éxico fue la sede de grandes
centros políticos, con fuerte impacto en toda efárea mesoamericana. La intensa
actividad Humana y las vastas transformaciones del medio ambiente efectuadas
hasta la fecha hacen difícil la supervivencia de testimonios arquitectónicos de su­
perficie de las épocas más antiguas que aquí nos interesan. En particular, en los
sitios lá ^Tlapacoya (Tolstoy et al., 1977; Niederberger, 1976, 1987) y de Tlatil-
co (G aíSa M olí et a i , 1989; Piña Chan, 1958; Porter, 1953; Romano, 1962),
que consideramos como dos de los centros de integración política y económica
más antiguos de la región.'
Una larga secuencia cultural, con las fases Nevada (1400-1250 a.n.e.), Ayo-
tla (1 2 50-1000 a.n.e.). Manantial (1000-800 a.n.e.) y Tetelpan (800-700 a.n.e.),
se elaboró etj Tlapacoya-Zahapilco ¿(Niederberger, 1976).
En cuanto a la existencia de estructuras públicas relacionadas con las fases
Ayotla y Manantial, es de interés señalar sin embargo que, en Tlapacoya, la
franja de base de un montículo de tierra, que se hallaba adosado a la montaña,
es visible todavía en la zona meridional del sitio. En esta zona, 150 000 m^ de se­
dimentos, compuestos sobre todo de material arqueológico de la época Ayotla y
Manantial, han sido sistemáticamente arrasados para construir una autopista
vecinal. Por otra parte, en Tlatilco M. Porter señaló la existencia de plataformas
y_de escaleras, visibles sobre el perfil de los cortes de terreno. Debe notarse, tam­
bién, que la gran capa de lava volcánica de fines del primer milenio a.n.e., que
cubre el Sudeste de la cuenca de México, puede ocultar un importante centro,
antecedente del núcleo protourbano de Cuicuilco.
Por último, también Coapexco, situado en la zona montañosa del Sudoeste
de la cuenca, parece haber constituido un sitio mayor en la época Ayotla, con
una superficie estimada en 50 ha y una densidad de ocupación de 60 casas por
héctarea (Tolstoy y Fish, 1975). La estructura 4, que fue excavada, poseía un
plano trapezoidal con paredes hechas de adobe y una fachada puÜda, recubierta
de una capa de arcilla roja.
Ahora bien, a pesar de la dificultad del trabajo y rescate ineherentes a esta
zona, las primeras capitales regionales de la cuenca de M éxico [caput, no urbs)
pueden caracterizarse por una asociación diagnóstica de testimonios arqueológi­
cos (Niedeberger, 1987).
Su economía se funda íínluna agricultura eficaz caracterizada por el cultivo
del maíz, el amaranto, el frijol, la calabaza, el tomate verde y el chile. Los agro-
sistemas intensivos parecen ya en desarrollo en la región meridional de Terremo-
LAS CIVILIZACIONES ANTIGUAS Y SU NACIMIENTO |35

te, con indicios de construcción de zonas hortícolas en un medio lacustre y con


la presencia de canales de irrigación, referidos por D. L. Nichols, en la región
Noroeste más árida de Xalostoc. En esta zona se hallaron figurillas relacionadas
con la fase que hemos denominado Manantial. Esas capitales constituyen impor­
tantes centros económicos y desempeñan un papel fundamental en las redes de
intercambios interregionales^ Por ellas debían pasar las grandes cantidades de
obsidiana extraídas de los yacimientos geológicos del Norte de la cuenca para
ser distribuidas en numerosas zonas de Mesoamérica. En su marco se importa­
ban, también, diversos productos exóticos tales com o(^ónix, los espejos pulidos
de mena de hierro, la mica, el asfalto de la costa del Golfo, el cinabrio, el cuarzo,
la jadeíta yQ^ serpentina o las conchas marinas, por sólo citar los productos no
perecederos que sobrevivieron en el inventario arqueológico. ^
Se detectan allí ciertas formas institucionalizadas de poder que, a menudo,
aparecen ligadas al ámbito de lo sagrado. Las figurillas en barro cocido mues­
tran personajes con altos y sofisticados tocados, particularidad generalmente re­
servada, en la Mesoamérica Clásica, a ciertos dignatarios^ Los datos mortuorios
estudiados en Tlatilco, con ofrendas funerarias muy variables según los indivi­
duos y con una distribución restringida de objetos exóticos preciados, contribu­
yen a indicar que, a partir de la época Ayotla,@ co n ju n to social está claramente
jerarquizado. Por otro lado, la capital regional ya parece ser el marco de cere-
monias específicas. Ciertas figurillas, con una indumentaria particularmente ela­
borada, llevan un conjunto específico de objetos y símbolos asociado(g^ue¿<^de
pelota (Ilustración ó).''
Por último, estos centros regionales constituyen un foco de concentración
de informaciones tanto como de producción y circulación de mensajes. En
efecto, sobre ciertos grupos de artefactos cerámicos, en particular sobre los va­
sos cilindricos de Tlapacoya, Tlatilco y Coapexco, son numerosos los símbolos
iconográficos complejos, en relación con una reflexión cosmológica y religiosa.
De hecho, se puede observar que el Altiplano central, con sitios tales como
Tlapacoya o Las Bocas — en el Estado de Puebla— , ha proporcionado el reper­
torio más amplio y más complejo de iconografía sagrada sobre soporte cerámi­
co de toda la Mesoamérica olmeca (Ilustración 7). En la temática aparece de
manera recurrente el perfil del felino antropomorfo (Ilustración 8) — a menudo
dividido en elememos abstractos, reestructurados en una compleja composi­
ción imbricada— , (l^ serpiente con plumas, el hombre-oez-felino. los signos en
U, en E y en L, el rombo, el motivo de cinco puntos, el símbolo de las bandas
cruzadas o cruz de San Andrés, el ser con la hendidura frontal o el motivo me-
soamericano de la muerte, caracterizado por un rostro con párpados cerrados
atravesado por bandas verticales. En fin, ciertos motivos iconográficos presen­
tan un interés particular'.'Por ejemplo, un sello en terracota de Tlatilco muestra
tres símbolos gráficos, quizás formas prototípicas de una escritura. Entre ellos
figura la flor de cuatro pétalos, motivo que M . Coe ha asimilado al futuro glifo
maya kin, cuyo valor simbólico corresponde, en la época Clásica, a «día» o
«sol».'^
@ E s ta d o de Puebla seguramente desempeñó también un papel preponde­
rante en la génesis de Mesoamérica, a juzgar por los testimonios aislados de M o-
CHRISTINE NIEDERBERGER
136

Ilustración 6
P ER SO N A JE D E A LTO T O C A D O Y ATAVÍO EM BLEM Á TICO RELACIONADO
C O N E L JU EG O D E PELOTA. TLAPACOYA-ZOH APILCO. CUENCA DE M É X IC O

Esta figurilla de barro cocido (19 cm de alto), con vestigios de engobe blanco y restos de
pigmento lo jo , ostenta una compleja vestidura/:co5)atributQS típicos del iuego de pelota
mesoamericano: bandas de brazo y de tobillo, ancho y espeso cinturón con un adorno
circular central (espejo de hematita) y refuerzos para proteger las caderas. Las connota­
ciones sagradas del juego y sus implicaciones rituales se reflejan en los adornos de la ca­
beza que lleva una máscara, un alto tocado y orejedas de gran tamaño, (foto de C. Nie-
derberger, Niederberger, 1 9 8 7 ).,
LAS CIVILIZACIONES ANTIGUAS Y SU NACIMIENTO 137

Ilustración 7
TLAPACOYA, CUENCA D E M É X IC O

a) Extraordinario ejemplo (cf. Joraleriion, 1971) de la complejidad observada en la ico­


nografía del Altiplano central, en general, y de la capital regional de Tlapacoya, en parti­
cular, hacia el 1000 a.n.e. Aquí, varias caras imbricadas, de frente y de perfil, están aso­
ciadas al motivo de 5 puntos, al símbolo de la hendidura frontal y a la representación de
una planta trifoliada. Este conjunto temático está inciso sobre la pared de una vasija ci­
lindrica con engobe gris/blanco.
b) Base de vasija cilindrica gris/blanca con motivos excisos, incisos y «negativos», de la
efigie del felino antropomorfo.
Cortesía del Museo Nacional de Antropología, México.
138 CHRISTINE NIEDERBERGER

Ilu stració n 8
TLAPACOYA, CUENCA D E M É X IC O

-------------^

w w /m /M

Motivos excis^ e incisos recurrentes en la iconografía cerámica, hacia el 1000 a.n.e. Predo­
mina el tema la cabeza 'humana con tasaos felinos (a, b, d). El motivo b (Parsons, 1980)
es particularmente interesante, con el perfilimpoiieñté del hombre-felino asociado a lo que
interpretamos como claros símbolos de fuerza sobrenatural y de poder político: Qmano que
manda, el ojo que, ve .y la oreia que oye. Los motivos incisos sobre una vasija de pare3és"coñ-
vexas (c) podrían ya representar un prototipo del glifo mesoamericano «1 Temblor». Los
motivos (f) incisos sobre una vasija cilindrica de engobe blanco amarillento evocan, con una
visión sintética o con elementos desarticulados, el monstruo terrestre con hendidura frontal,
cejas flamígeras, nariz bulbosa, hocico abierto marcado con una cruz de San Andrés, símbo­
lo de la entrada al inframundo (dibujos: Joralemon, 1971, cf. Niederberger, 1987).
LAS CIVILIZACIONES ANTIGUAS Y SU NACIMIENTO 139

yotzingo, estudiados por J. Aufdermauer, de Nexapa, Necaxa o Tepatlaxco, de


Texmelucan (Ilustración 8a y 8b) o del gran centro de Las Bocas. Este último si­
tio, célebre en razón del gran número de sus piezas arqueológicas en colecciones
privadas, es conocido por la espléndida factura de sus figurillas y de sus vasijas
con temas sagrados o profanos/'Las figurillas huecas en formas de bebés mofle­
tudos, recubiertas de engobe blanco, cuidadosamente pulidas y decoradas con
cinabrio, constituyen una de las más bellas del mundo olmeca, al igual que cier­
tas representaciones zoomorfas, encantadoras por su armonía y espontaneidad
realista. Las hachas votivas y las figurillas en jadeíta pulida encontradas en la re­
gión representan a menudo personajes portadores de objetos recurrentes en la
iconografía olmeca tal como la manopla, especie de pequeño escudo manual y la
antorcha (Ilustración 9a).'»'

Ilustración 9
PUEBLA Y OAXACA

L 1 , 11 TTT j
a) Figurilla de jadeíta, con antorcha y manopla, de San Cristóbal Tepatlaxco, Puebla.
•b) Pequeño felino de jade de N ecaxa, Puebla.
c-d) Estas hachas ceremoniales, provenientes de O axaca, figuraban, desde el final del
segundo milenio a.n.e., entre los bienes preciados tanto por su valor en los intercambios
económicos y la consolidación de un estatuto social, como por su contenido simbólico,
(cf. Joralemon, 1971).
140 CHRISTINE NIEDERBERGER

O axaca

Las excavaciones efectuadas en el valle de Oaxaca, con la definición de la fase


Tierras Largas (1400-1150 a.n.e.), a la que ya hemos hecho referencia, y de las
fases San José (1150-850 a.n.e.), Guadalupe (850-700 a.n.e.) y Rosario (700-
500 a.n.e.) (Flannery, 1976; Flannery y Marcus, coords., 1983) llevaron a la ela­
boración de una larga secuencia que permite entender la cristalización, en esta
región, de modos de vida mesoamericanos.
A partir de la fase San José se observa un notable crecimiento de la pobla­
ción regional, una nítida jerarquización de los sitios ocupados y el desarrollo de
estructuras públicas.
El sitio de San José Mogote, con sus múltiples plataformas de piedra y de
adobe, alcanza las 20 ha. Lo rodean aldeas satélites en simbiosis económica, ta­
les como la aldea de Salinas, que provee la sal.
Por otro lado, los fenómenos de jerarquización social aparecen atestiguados
tanto en los diferentes tipos de residencia como en las prácticas funerarias. A lo
largo de las fases San José y Guadalupe, ciertas residencias poseen pequeños sis­
temas de drenaje. La Estructura 16 de San José Mogote, en la que se han recogi­
do 500 fragmentos de magnetita y otros minerales de hierro destinados a la fa­
bricación de espejos, pertenecía a una familia de alto rango que probablemente
dirigía el barrio de artesanos especializados en la fabricación de esos objetos.
Durante la fase Rosario las estructuras públicas se multiplican y se vuelven
más imponentes. El Montículo I de San José Mogote, construido sobre una eleva­
ción natural remodelada, alcanza 15 m de alto. Entre las Estructuras 14 y 19 se ha
descubierto una estela (Monumento 3) que constituye uno de los bajorrelieves más
notables de la Mesoamérica antigua.^En efecto, junto a la representación de un
personaje — especie de precursor de los «danzantes» de Monte Albán— se sitúa
una inscripción compuesta de un punto y de un motivo complejo en forma de X.<<
Según la hipótesis de J. Marcus, se trataría del jeroglífico «1 Movimiento» o
«1 Terrem oto», que podría constituir 0 m á s antiguo testimonio de la utilización
del calendario_ceremonial de 2 6 0 días y, quizás también, de la costumbre mesoa-
mericana de llamar a los individuos por su fecha de nacimiento. ^

L a costa d el G o lfo

A partir de fines del segundo milenio a.n.e., en las siempre verdes y húmedas lla­
nuras de la costa del Golfo comenzaron a desarrollarse importantes capitales re­
gionales: La Venta, San Lorenzo, Laguna de los Cerros y Tres Zapotes.
La Venta, en el Estado de Tabasco, representa, entre el 1000 y el 500 a.n.e.,
uno de los sitios más importantes de la Mesoamérica antigua con una extensión
total estimada, según las últimas investigaciones cartográficas, en 200 ha en el
momento de su apogeo (González Lauck, 1989).
El trazado del sitio fue planificado a lo largo de un eje Norte-Sur, afectado
por una desviación de 8° Oeste. Primero se exploraron tres conjuntos de arqui­
tectura civil y ceremonial llamados Complejos A, B y C (Drucker, Heizer y
Squier, 1959) (Ilustración 10a).
LAS CIVILIZACIONES ANTIGUAS Y SU NACIMIENTO 141

Ilustración 10
LA VEN TA, TABASCO

a) Área central del sitio arqueológico' y plano de los Complejos A, B y C. La zona pun­
teada corresponde al gran montículo de tierra compactada (Estructura C-1) (M cD o­
nald, 1983).
b) Estela 1. M onolito de basalto de 3 .4 0 m de altura con un bajorrelieve que representa
a un dignatario con alto tocado y una capa quizás hecha de plumas, rodeado de pe­
queños acólitos (dibujo de Miguel Covarrubias, 1961, 74).
142 CHRISTINE NIEDERBERGER

El Complejo A, compuesto por dos patios delimitados por montículos de tie­


rra apisonada, simétricamente dispuestos y con recintos delimitados por colum­
nas naturales de basalto, reveló una serie de escondites dedicatorios y de ofren­
das masivas subterráneas constituidas esencialmente por figurillas, hachas
votivas y grandes bloques de jadeíta y serpentina. Las figurillas en piedra meta-
mórfica verde representan personajes masculinos con el cráneo fuertemente mar­
cado por una deformación intencional fronto-occipital derecha u oblicua. /
El Complejo B, aún hoy mal conocido, comprende varios montículos de tierra
apisonada y una gran plataforma conocida con el nombre de Acrópolis Stirling.
El Complejo C posee el elemento arquitectónico más célebre del sitio. Se tra­
ta de una estructura monumental de tierra de unos 30 m de alto y 130 de diáme­
tro, en forma de cono con flancos acanalados, rodeada de una plataforma rec­
tangular. La costumbre de recubrir las superficies de terreno habitadas con
sedimentos de color diferente, observada en otras zonas, fue llevada a su paro­
xismo en La Venta, donde se descubrieron suelos que muestran una sucesión de
tonos rosa viejo, siena, blanco, verde oliva, azul, o rojo vivo.
^Un conjunto ge) imponentes monolitos se encontró en La Venta: «altares» o
«tronos» (Ilustración l i a ) , esculturaslie cabezas humanas colosales que podían
alcanzar hasta 18 toneladas y estelas cubiertas de bajorrelieves que evocaban
probablemente tanto acontecimientos históricos como escenas mitológicas./
La escena esculpida en altorrelieve sobre la cara anterior del Monumento 4,
poderoso «altar» o «trono» monolítico, representa, por ejemplo, a un dignatario
sentado con las piernas cruzadas, emergiendo de un nicho-caverna dominado por
máscara de un felino antropomorfo. Sostiene una cuerda que lo une a un per-
sonaje secundario esculpido sobre uno de los costados del monolito. Esta escena
puede expresar tanto un mito de origen ram o un acto de vasallaje o de captura
de prisioneros. Desde las visitas déTTlBlom y Ó. La Farge en 1925 y las primeras
excavaciones dirigidas por M. Stirling en 1942, se han descubierto un gran níi-
mero de esculturas en forma de estelas, a menudo alineadas ^ p i e de las cons-
trucciones de la zona ceremonial. La Estela 1, un majestuoso inonolito en basal-
to de 3 .4 0 m de alto, representa un potentado vestido con una túnica y una
capa, quizás hecha de plumas. Lleva un tocado alto con motivos simbólicos,
muy elaborado y que duplica su altura (Ilustración 10b).
En la Mesoamérica antigua ya se dominaban numerosas técnicas lapidarias,
no sólo de la escu ltya monumental sino también del pequeño arte lapidario en
jadeíta y serpentina. De hecho, la maestría observada fue muy rara vez superada
en toda la trayectoria cultural mesoamericana.»
^i^La Venta, como en varios sitios mesoamericanos. contemporáneos, las
hachas votivas en jadeíta, finamente pulidas, ofrecen, a menudo, motivos antro­
pomorfos esgrafiados y claros símbolos de poder tales como los centros y las ba­
rras ceremoniales, a menudo serpentiformes (Ilustración 11b).
Recientes excavaciones dirigidas por R. González Lauck (cf. Clark, 1994)
han llevado (j^uevos descubrimientos de estructuras y de monolitos pero, lo que
es más importante aun, han permitido comenzar a ubicar esos testimonios ar­
queológicos en un contexto socioeconómico más amplio. Los edificios de los
Complejos arquitectónicos D, G y H parecen relacionados con funciones cívicas
LAS CIVILIZACIONES ANTIGUAS Y SU NACIMIENTO 143

Ilustración 11
COSTA DEL G O LFO

a) La Venta, Tabasco. Altar 5. Pared lateral izquierda de un bloque rectangular de ba­


salto, de 1.55 m de altura, denominado «altar» o trono. Los altos y bajos relieves del
trono muestran personajes que llevan infantes en los brazos. Las escenas pueden li­
garse a ritos propiciatorios o a ceremonias de sucesión dinástica (dibujo de Miguel
Covarrubias, 1961, 72).
b) Hachas de jadeíta pulida de Arroyo Pesquero, Veracruz (cf. Joralemon, 1976).
144 CHRISTINE NIEDERBERGER

y administrativas. El Complejo E atestigua claramente la existencia de lugares


residenciales en la zona.
Por último, el estudio de los tipos de ocupación aldeana sobre el territorio
circundante, caracterizado(po^islotes y redes fljwiolacustres muy densas, ofrece
una primera visión de la constelación de aldeas sateTités que explotaban un me­
dio ambiente muy rico en aves acuáticas, anfibios, reptiles, peces, moluscos y
crustáceos. ^
M ás al Oeste, el sitio de San Lorenzo fue construido sobre una meseta de
más de 5 0 ha, que domina las llanuras circundantes, periódicamente inundadas.
Las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en 1966 permitieron definir una
larga secuencia cerámica y cultural que incluye las siguientes fases: Ojochi
(1 5 0 0 -1 3 5 0 a.n.e.). Bajío (1350-1250 a.n.e.). Chicharras (1250-1150 a.n.e.),
San Lorenzo (1150-900 a.n.e.) y Nacaste (900-800 a.n.e.) (Coe y Diehl, 1980).
Algunos índices de^anificación del sitio ya se perciben durante la fase Ba­
jío, pero sólo durante»!^ f a s e s Chicharras y San Lorenzo el sitio se transforma
en_un centro regional mayor. Durante la fase San Lorenzo~le Hesarrolían, en par-
ticuíar, sistemas de control de agua y la construcción de canales de distribución
y de drenaje, hechos de piedras talladas en forma de U cubiertas de lajas.
Recientes excavaciones dirigidas por A. Cyphers desde 1990 aportan nuevos
daros de sumo interés sobre las características arquitectónicas de la fase San Lo­
renzo (Cyphers, 1994).^^recuperaron testjmonios de casas de planta absidal, de
paredes de bajareque y de madera, de construcciones de mampostería, a menudo
con pisos o paredes hechos de bentonita local.^Se ha señalado también (In e x is­
tencia de una plataforma baja, de estructuras con piso cubierto de pigmento rojo
y con columnas basálticas utilizadas como elementos arquitectónicos. Relacio­
nadas con las unidades habitacionales se han rescatado áreas de actividades de­
dicadas a(í^ talla de la obsidiana, la explotación de asfalto y el reciclaje de las es­
culturas de basalto.M
En San Lorenzo se hallaron, en efecto, más de 70 esculturas monolíticas (Ilus^
tración 12), incluyendo altares/tronos, estelas, representaciones zoomorfas o hu­
manas. Entre ellas se han encontrado ijjie^caljezas hurnanas c o lo ia l^ de basalto
(Ilustración 13). La primera, descubierta por M. Stirling y bautizada como «El
Rey», mide 2 .8 m de alto (Coe y Diehl, 1980; 301). Se ignora si estas cabezas re­
presentaban retratos reales de dignatarios o si estaban destinadas a evocar, bajo
una forma plástica singular.fa^lgún héroe mitológico. ^También se ha formulado
la hipótesis de que dichas cabezas — debido a la presencia de una especie de cas­
co— hayan podido representar retrátos idealizados de guerreros (o~) incluso de
campeones del famoso juego de pelota mesoamericano. ya en vigencia a fines del
segundo milenio a.n.e.*'
El Monumento 20, de 1.67 m de altura, entra en la categoría de los «alta­
res» o «tronos» (ibid.: 331). Sobre la cara principal se observa, en altorrelieve,
la escena de la presentación de un niño por un personaje adulto que emerge de
un nicho. A la luz de la arqueología mesoamericana, en general, se han formula­
do varias interpretaciones acerca de este recurrente tema.^Entre ellas, la de la sa-
cralización del niño, quieo^de ser así, jugaría un papeljmportante en ciertos ri-
t£i&.piapj£iatoriQS..
LAS CIVILIZACIONES ANTIGUAS Y SU NACIMIENTO 145

Ilustración 12
SAN LO REN ZO Y P O TR ER O N U EVO , VERA CR U Z

a) San Lorenzo. Monumento 34. Escultura de basalto de 79 cm de altura que representa


a un personaje medio arrodillado, tal vez relacionado con el juego de pelota. Cortesía
del Museo Nacional de Antropología, M éxico.
b) Potrero Nuevo. «Altar» o trono de basalto de 94 cm de altura, soportado por atlan­
tes (Coe y Diehl, 1980: 367).

Ilustración 13
SAN L O R E N Z O , VERA CRU Z

Monumento 1, llamado «El Rey». Cabeza colosal de basalto de 2 .8 5 m de altura (dibujo


de Felipe Dávalos, Coe y Diehl, 1980: 301).
146 CHRISTINE NIEDERBERGER

En el caso específico de la Mesoamérica antigua se puede pensar también en


el simbolismo de la caverna que parece evocar los mitos de origen genealógico
con la presentación de un niño, el de las sucesiones dinásticas. Sea como sea,
esos megalitos esculpidos en una roca volcánica extraída de yacimientos alejados
implican la existencia de sistemas políticos fuertes y de una organización social
bien estructurada.
En la cercanía de San Lorenzo se dieron recientemente dos destacados ha­
llazgos ligados con el horizonte olmeca. El primero, estudiado por P. Ortiz y
M. C. Rodríguez en ía zona deí manantial de El Manatí — considerada por estos
investigadores como un espacio sagrado— , contenía un grupo de esculturas an­
tropomorfas de madera, extraordinariamente bien conservadas, hachas pulidas
de iade y pelotas de hule icí. Clark, coord., 1994). El segundo, realizado en el si­
tio El Azuzul, es una escena, encontrada in situ, de dos espléndidas esculturas de
adolescentes arrodillados frente a un pequeño felino, acompañado de otro felino
de tamaño mayor.
Diversos testimonios de este horizonte cultural, enumerados por A. García
Cook y L. Merino, están distribuidos también a lo largo de todo el litoral atlán­
tico, hasta las regiones septentrionales del río Pánuco.

E l Sur y el Sudeste m esoam erican os

En Chiapas las fases culturales Barra y Ocos fueron seguidas por las de Cuadros
(1100-900 a.n.e.) y Jocotal (900-800 a.n.e.), fuertemente ligadas al horizonte ol­
meca panmesoamericano, y luego por la de Conchas (800-400 a.n.e.) (Coe y
Flannery, 1967; Lowe, 1978; Navarrete, 1971).
A lo largo de las fases Cuadros y Jocotal, el litoral pacífico y la zona central
de Chiapas fueron el marco del florecimiento de una multitud de sitios. En cuan­
to a las ocupaciones más antiguas, T. Lee (1989) señala tres sitios en la zona del
Grijalva Medio — entre ellos San Isidro, que tenía una plataforma baja— , ocho
sitios en la depresión central y siete sitios sobre la costa pacífica. A partir del
900 a.n.e., T . Lee (1989) observa, en estas tres regiones, importantes mutaciones
que califica de «revolución», tanto(@ )la arquitectura como en la planificación
espacial, con grandes estructuras piramidales de tierra, plataformas «acrópolis»
con varíáFcóñsfrucciones de piedra y edificaciones fórmales del juego de pelota.
La riqueza del Estado de Chiapas en esculturas megalíticas, en grabados ru­
pestres y en objetos de arte mobiliario, tales como hachas pulidas, pectorales,
«cetros» y estatuillas que corresponden al horizonte olmeca, es bien conocida
(Navarrete, 1971; 1974). La estela de Padre Piedra muestra a un dignatario con
la característica «manopla» olmeca, especie de escudo manual. El bajorrelieve de
Xoc representa a un hombre con los pies en forma de garras, visto de perfil, con
una máscara bucal aviforme y un tocado alto adornado con el motivo de las
bandas cruzadas.
La continuidad geográfica de este conjunto cultural está atestiguada en Gua­
temala, en particular en el litoral pacífico y, más al interior, en Abaj Takalik
(Graham, 1978). Abaj Takalik, que cuenta con una larga secuencia de ocupa­
ción, es considerado como uno de los sitios del horizonte olmeca más importan-
LAS CIVILIZACIONES ANTIGUAS Y SU NACIMIENTO 147

Ilustración 14
GUATEMALA

a) Monumento 16/17 de Abaj Takalik. Representación megalítica antropomorfa en for­


ma de pilar (altura 2 m) (Graham et al., 1978).
b) Hacha pulida de jadeíta (altura 31 cm) de Puerto San José, Escuintla (Luján Muñoz,
1984; 85).

Ilustración 15
ICO N OG RA FÍA DEL H O R IZ O N T E O LM ECA PAN M ESO A M ERICA N O

a) El hombre-volador con manopla y antorcha. Chalcatzingo, M orelos.


b) Hacha petaloide de serpentina de Las Bocas, Puebla.
c) Motivo inciso sobre una hacha pulida de Emiliano Zapata, Tabasco, a la efigie de un
dignatario sentado, portador de una manopla y de una antorcha (Grove et a l , 1987;
Joralemon, 1976; Ochoa, 1984).
148 CHRISTINE NIEDERBERGER

te de la zona pacífica de Guatemala conocido hasta el momento. Su vasto corpus


de esculturas monumentales incluye cabezas colosales (Monumento 23), «alta­
res», personajes que emergen de cavidades, estelas con bajorrelieves como el
Monumento 16/17, pilar megalítico de 2 m de alto que representa el rostro de
un hombre con la boca de un felino, rematado con un alto «tocado» en forma
de cabeza humana (Ilustración 14a).
En Honduras, C. Baudez y P. Becquelin han señalado testimonios de este pe­
riodo en Los Naranjos, cerca del lago Yojoa. Por su parte, W. Fash encontró en
el Grupo 9N -8, en Copán, sepulturas con vasijas del horizonte ohneca. algunas
decoradas con el motivo «mano-garra» o el símbolo de las cejas «flamígeras»,
acompañadas de un número destacable de artefactos de jade (Ilustración 15).
En El Salvador este horizonte arqueológico Antiguo está bien representado
en la región de Chalchuapa (Sharer, 1978). En la misma región, cerca de Las
Victorias, S. Boggs señaló la presencia de bajorrelieves rupestres de claro estilo
olmeca.
^ Costa Rica podría representar el límite meridional extremo de la Mesoamé-
rica antigua. Sin embargo, tal como lo señala A. Pohorilenko, no se debe excluir
la posibilidad de que los múltiples artefactos pulidos de muy bello jade de estilo
olmeca puro, originarios de colecciones museográficas o privadas, hayan sido
llevados tardíamente a esta región. ^

M ESO AM ÉRICA EN TRE EL 1250 Y 600 A.N .E.: UNA SÍNTESIS

La síntesis de los datos arqueológicos recogidos permite observar que, hacia


fines del segundo milenio a.n.e., se desarrollaron (gr^la parte meridional de la
América media nuevas «tructuras sociales,, políticas y econóimicas, asi como sis-
temas de creencias de compIéjidadTacrecentada, f
Una de las características fundamentales de Mesoamérica es su tipo de eco­
nomía predominantemente agraria. Importante zon^de domesticación de plan-
tas, contaba ya hacia_el 1250 a.n.£., entre sus recursos alimenticios, una amplia
gamFde'plántás cultivadas entre las cuales figuraban!^ maíz, el amaranto, el fri-
jol, la calabaza, el chile, el tomate verde (Physalis) y el aguacate. Hacia el 1000
a.nTe^(^lüeR0~3^e~cuatr0 milenios"de~rnampüla¿ioñ^ favorables, el tamaño me­
dio de la mazorca de maíz(s^ había sextuplicado. Con este cambio morfológico
favorable, ligado al desarrollo de instrumentos de molienda más grandes y de
forma estandardizada, el maíz comienza a desempeñar un papel preponderante
en la alimentación.'^Paralelamente, los agrosistemas se intensifican y se diversifi­
can. El crecimiento del volumen demográfico se hace, entonces, sensible en dife­
rentes regiones.
Uno de los fenómenos más notables es el desarrollo, a fines del segundo mi­
lenio a.n.e., de una nítida jerarquización de los sitios en los diversos territorios
ocupados.'.Esti>ierarquización espacial conduce al surgimiento de asentamientos
mayores — focos de integración regional— rodeados por una constelación de
pueblos y de aldeas satélites. Los conjuntos de arquitectura pública observados
están hechos de tierra apisonada, a veces mezclada con piedra y adobe. En el
LAS CIVILIZACIONES ANTIGUAS Y SU NACIMIENTO 14 9

marco de un trazado planificado se nota la presencia de montículos bajos y de


plataformas.
Hacia el 1000-900 a.n.e., las estructuras públicas — a veces construidas con
piedra tallada— asociadas con esculturas monumentales se multiplican. El desa­
rrollo de sistemas de control del agua, de acueductos y de canales de drenaje re­
fleja una particular maestría de diversas técnicas hidráulicas. ^
En el marco de estas capitales regionales el poder político se intensifica. De
algunos bajorrelieves y pinturas rupestres de esta época parecen emanar escenas
de ratificación de lazos de vasallaje. La autoridad política parece estar fuerte-
mente marcada por connotaciones sagradas. La iconograBa muestra personajes
con adornos y emblemas hieráticos singulares, ligados a funciones o rangos emi­
nentes. En todo el cuerpo social, fenómenos de jerarquización se formalizan tal
como lo indica, en particular, el estudio de las prácticas funerarias.^En una pers­
pectiva más amplia de la antropolo^a política se puede definir a estas primeras

Las capitales de la Mesoamérica antigua son núcleos de recepción, creación


y circulación de información y de mensajes que, en ciertas instancias, son el ob­
jeto de un registro permanente baio(Qforma de códigos, de símbolos gráficos o
de formas primitivas de escritura grabadas en la piedra o en la arcilla cocida.
Gracias a este registro y a los símbolos recurrentes observables,@ pueden des-
cifrar algunos elemento^relativos a las creencias religiosas y cosmológicas de
fos primeros mesoamericanos. Parece poco probable que en la Mesoamérica an­
tigua hayan existido divinidades formalizadas.^El sistema de creencias parece
más bien implicar un universo de potencias sobrenaturales formado por seres
compuestos y formas fluidas, constantemente capaz de metamorfosis formal y
semántica. ^
Para concluir, debemos poner ahora el acento sobre la estrecha relación que
existió, en el vasto territorio de la Mesoamérica antigua, entre el intercambio de
bienes y la circulación de la información. Los datos arqueológicos ofrecen testi­
monio de la existencia 0e)redes estructiiradasude comercio v de intercambios in­
terregionales que han permitido el transporte, a veces muy lejos de su lugar de
origen, de productos tales como(í^obsidiana, el pedernal, el cuarzo, la amatista,
el ónix, el jade (Ilustración 16), la serpentina, el cristal de roca, la mica, los espe­
jos de mena de hierro, la toba volcánica, el ámbar, la cal, la sal, el asfalto, cierto
tipo de arcillas, el algodón, productos para tinturas, caparazones de tortugas o
conchas marinas.
Todo sistema estructurado de cnmprrin y He intprramhin posee una dimen­
sión no económica. A la circulación de los bienes materiales se agrega la infor­
mación. Por medio de esta doble red, una cierta forma @ simbiosis cultural se
asocia a la economía. Como hemos analizado en trabajos anteriores, tocias las
comunidades de la América media que forman parte de esas redes de comunica-
ción interregionales no sólo manipulan símbolos visuales, un sistema mítico y un
campo semántico común, sino que también participan activamente en su codifi­
cación, evolución y circulacióny\Así, la relativa unidad de estilo y de modos de
vida que se observa hacia el 1250 a.n.e. —y que precisamente define a M esoa­
mérica en su forma primera— deriva sin duda de diferentes factores, pero sobre
150 CHRISTINE NIEDERBERGER

todo de(U)larga osmosis económica observada entre regiones geológica y biocii-


máticamente contrastadas.
En otros términos,(íi)cristalización de esta primera expresión de una civiiiza-
ción panmesoamericana y multiéoiica no parece ser la consecuencia de la in­
fluencia o de ía dominación de una región específica — como por ejemplo la cos­
ta del G o ifo jja l como Ip.quiere,una lenazjradición académica— , sino más bien,
creemos, @ u n a larga maduración cultural ^n la que pudieron participar de ma­
nera activa, y en grados diversos, una gran cantidad de regiones de la América
media dotadas, desde fines del segundo milenio a.n.e., de una organización so­
cial ya compleja y de sistemas agrícolas eficientes.

Ilustración 16
C E R R O D E LAS MESAS, VERACRU Z

El tema del infante, a veces revestido de connotaciones sagradas, tiene un rol preponde­
rante en la iconografía olmeca. Esta estatuilla de jadeíta verde de 12 cm de altura repre­
senta a un niño llorando.
Cortesía del Museo Nacional de Antropología, México.
F O R M A C I O N E S R E G IO N A L E S D E M E S O A M É R IC A :
L O S A L T IP L A N O S D E L C E N T R O , O C C ID E N T E ,
O R IE N T E Y S U R , C O N SU S C O S T A S

L i n d a M a n z a n illa

SU RG IM IEN TO DE LOS C EN TRO S D E PO D ER POSTOLM ECA S

El surgimiento de una pléyade de centros regionales posteriores a la época ol-


meca es una de las características del Formativo Tardío del Altiplano central.
Tlapacoya y Cuicuilco en la cuenca de M éxico, Tlalancaleca y Totimehuacan en
el valle de Puebla-Tlaxcala, Monte Albán y los centros mixtéeos formativos de
Oaxaca son ^jemplos del proceso de nucleación demográfica y de competencia
por el poder. La marginación de la costa del Golfo es un proceso derivado del
abandono de los centros olmecas. La cultura de Chupícuaro mantendrá su inde­
pendencia de la filiación olmeca, pero Occidente tendrá por primera vez una es­
trecha relación con la cuenca de México. ^

C uenca d e M éxico

Aun cuando la cuenca de México no fue una región donde la presencia olmeca
fuese predominante, sí fue escenario de relaciones entre el mundo olmeca y los
grupos locales (particularmente en Tlapacoya y Tlatilco). Se ha propuesto la exis­
tencia de una especialización intercomunal en la producción^Ecatepec estaría de­
dicada a la extracción y procesamiento de la sal; Coapexco, a la manufactura de
manos y metates;'"''Loma Torremote, al abastecimiento y distribución de la obsi­
diana, lo mismo que los sitios Altica del valle de Teotihuacan; Terremote-Tlalten-
co, a la manufactura de cestos y cuerdas; Tlapacoya, a la explotación de recursos
faunísticos de origen lacustre (Sanders, Parsons y Santley, 1979; Serra, 1980). De
un mundo sedentario distribuido homogéneamente en torno a los lagos de la
cuenca, se pasó a un patrón de nucleación de la población alrededor de centros
importantes, como Cuicuilco y Tlapacoya, ubicados principalmente en el Sur.
En sitios del sector de Cuauhtitlán, en el Norte de la cuenca de M éxico, se
observan patrones culturales de inmigrantes probablemente de la región de Tula,
y relaciones con la zona de Chupícuaro, en Guanajuato.
LINDA MANZANILLA
IS 2

Poco se sabe de la población asentada en centros como Cuicuilco y Tlapaco-


ya, pues contamos sólo con la arquitectura del núcleo cívico-religioso. Por otro
lado, la erupción del volcán Xitle ocasionó un despoblamiento del área de Cui­
cuilco, pues la lava hizo impracticable la existencia de seres vivos y, por ende,
actividades como la caza, recolección y agricultura. Esta erupción también tuvo
efectos en el reacomodo demográfico que tuvo lugar en áreas como Chalco-Xo-
chimilco, Iztapalapa y Texcoco, reacomodo que estimuló el ingreso de una po­
blación considerable al valle de Teotihuacan (ilustraciones 1 y 2).^

Valle d e P u ebla-T laxcala

Las fases del Formativo de Tlaxcala correspondientes al mundo postolmeca y


preteotihuacano incluyen: Texóloc (800-400/300 a.n.e.) y Tezoquipan (400/300
a.n.e.-lOO n.e.) (García Cook, 1981).
Durante la fase Texóloc, además de una serie de innovaciones destinadas al
uso del agua (terrazas, estanques, depósitos), destacan posibles pueblos alfareros
construidos alrededor de hornos de cerámica, además de sitios fortificados,
como Gualupita Las Dalias. Otras actividades características son: el desfibrado
de maguey, la aparición de comales para hacer tortillas, el culto a Huehuetéotl y
a un dios del agua, como veremos más adelante.
El sitio principal es Tlalancaleca, ubicado en los flancos del Iztaccíhuatl: es
un sitio con 2 4 estructuras piramidales estucadas, 50 plataformas bajas y 400 vi­
viendas rurales, además de terrazas habitacionales y agrícolas. Sobresale el uso
del tablero-talud en la arquitect^a (elemento que anteriormente se pensaba ha-
jbía sido creado en Teotihuacan). También fueron hallados marcadores calendá-
\ricos (García Cook, 1981: 252) como los que sirvieron para trazar la ciudad de
Teotihuacan. ^
La fase Tezoquipan de Tlaxcala evidencia una mayor nucleación de los sitios
y el surgimiento de 2 0 villas con elementos arquitectónicos antes atribuidos al
horizonte Clásico: montículos grandes con plazas abiertas y arquitectura dis­
puesta en tres lados de ellas; recubrimiento con estuco pintado; existencia de
calles; aparición de juegos de pelota (como el de Capúlac Concepción) (García
Cook, 1981: 257).
Dentro del mundo aldeano del Preclásico de Puebla destaca el centro de To-
timehuacan, a orillas del río Alseseca, con una serie de montículos, terrazas y
plataformas con sus frentes dirigidos hacia los volcanes de la Sierra Nevada.
Una de las construcciones de planta rectangular fue edificada sobre galerías de
túneles que terminaban en recintos circulares con techo en falsa bóveda: en su
interior había una tina monolítica con cuatro figuras de ranas en el borde. El fe-
chamiento de radiocarbono de ésta fue de 200 ± 1 0 0 a.n.e. En Tlalancaleca se
halló una tina similar en el interior de una pirámide.
Otros sitios con huellas de construcciones, algunas de tipo agrícola (terra­
zas y probables canales), son: Amalucan, San Francisco Acatepec y Moyotzin-
go. Puebla. Por último mencionaremos una estructura con talud y cornisa en
Cholula, Puebla, que podría estar fechada al final del Preclásico (Piña Chan,
1974).
FORMACIONES REGIONALES DE MESOAMÉRICA |53

Valle d e O axaca

La fase Rosario (700/650-550/500 a.n.e.) constituye lo que Flannery y Marcas


(1983: 74) consideran d final del período Aldeano Temprano en el valle de Oa­
xaca. El surgimiento a e ^ o n t e Albán I es indicador de un cambio en el patrón
de asentamiento y en la organización sociopolítica, ya que constituye un nuevo
fenómeno de concentración demográfica, a una escala no vista anteriormente y
un centro administrativo para todo el valle. /'
Hacia 500 a.n.e. la población del valle estaba constituida por una serie de
sociedades autónomas, cada una con una aldea grande y sus villorrios depen­
dientes. La más grande de estas sociedades es la de San José Mogote (con 62 ha
de extensión), cabeza de una organización con 18 a 20 villorrios. En este sitio,
Flannery y Marcus ya han reconocido elementos zapotecos, particularmente en
la escritura jeroglífica.
El periodo que Winter (1989) llama de «regionalización» (850 a 500 a.n.e.),
posterior al desarrollo olmeca, está caracterizado por redes interregionales de in­
tercambio, donde se mueven: obsidiana, jadeíta, piedras verdes, cerámica con
engobe blanco; en éste existe, además, un aumento demográfico y diferenciación
cultural, fenómenos que preparan el camino para el surgimiento de ciudades y
de la sociedad compleja.
Sin embargo, la divergencia entre los desarrollos de la Mixteca y del valle de
Oaxaca comienza a darse entre 1330 y el 5 0 0 a.n.e. La diferenciación funcional
de los sitios del Formativo del valle no sucede en la Mixteca sino hasta el Clásico
(Spores, en Flannery y Marcus, 1983).
■í^El periodo siguiente (500 a 2 00 a.n.e.) es testigo del surgimiento de centros
de concentración demográfica, de los cuales el principal fue Monte Albán. En
la M ixteca se pueden citar centros com o Yucuita, Huamelulpan, Diquiyú,
cerro de las Minas y otros. Estas «ciudades» cuentan con arquitectura monu­
mental y se trata de centros de poder político, económico y religioso (Winter,
1 9 8 9 ).v\
Estamos frente a un nuevo nivel de complejidad social. Mientras que las co­
munidades aldeanas de tiempos anteriores no tenían más de 20 0 habitantes, los
primeros centros urbanos''rebasaron las 2 000 personas. El desarrollo de la es­
critura es otro indicadoñ^ Se conmemoran eventos históricos y celebraciones ri­
tuales, y comienzan los registros de genealogías de individuos importantes. En la
jerarquía de asentamientos existen varios tipos de sitios, a cuya cabeza se en­
cuentran los centros urbanos con áreas residenciales extensas, que se convierten
en capitales políticas y en centros reJigiosos.

Costa d el G o lfo ■V

El fin del desarrollo olmeca se caracteriza por la probable llegada de nuevos gru­
pos; se observan nuevas materias primas en el área, y desde el 6 0 0 al 40 0 a.n.e.
en La Venta se comienza a plasmar un nuevo tipo físico; además las estructuras
y los grandes monumentos de piedra son destruidos, rotos y enterrados en forma
ceremonial (Bernal, 1974: 217).
154 LINDA MANZANILLA

Así, el área de la costa del Golfo se vuelve marginal y ya no será más el pivo­
te del desarrollo mesoamericano. El surgimiento de culturas locales en varios
puntos de Mesoamérica fue la base de la integración macrorregional del hori­
zonte Clásico.
Durante el Clásico, el área de la costa del Golfo se caracterizó por las cultu­
ras de Veracruz central y de la Huaxteca. En Veracruz central destaca el estilo
escultórico de cerro de las Mesas, la cultura de Remojadas-Tlalixcoyan-Apachi-
tal (con su escultura menor en barro y las famosas «caritas sonrientes») y el
complejo «yugo-hacha-palma» (desde el área de Tampico-Pánuco hasta el Bajo
Usumacinta) (Ochoa, 1989).
Sin embargo, el desarrollo más destacado del Clásico Tardío y Epiclásico co­
rresponde a la cultura del Tajín, que reseñaremos más adelante.

O cciden te d e M éxico

Durante el horizonte Formativo Temprano el Occidente de México fue el esce­


nario del desarrollo de las culturas El Opeño y Capacha, que durante el Forma­
tivo Tardío se dividieron en dos culturas distintas: la cultura de «tumbas de
tiro» en Jalisco, Colima y Nayarit, y la cultura chupícuaro entre Michoacán y
Guanajuato (Schóndube, 1988). Ésta representó en el Occidente, a juicio de Ji­
ménez M oreno, un papel semejante a la olmeca en el resto de Mesoamérica.
La cultura chupícuaro eligió asentarse en zonas de tipo lacustre o en sitios
cercanos a ríos. Tuvo contactos y relaciones con la cuenca de México (hasta el
Estado de Tlaxcala) y con la región de Chalchihuites en Zacatecas.^Se caracteri­
za por costumbres funerarias de entierros directos y sepulcros de cráneos, una
cerámica bicroma o polícroma, figurillas H4 y el uso del átlatl o lanzadardos.
La presencia teotihuacana en el occidente de México siguió la antigua ruta í
de dispersión de la cultura chupícuaro.//

C aracterísticas generales d el h orizon te Clásico

El horizonte Clásico podría definirse por la aparición de nueva forma de


vida que denominaremos urbana. Ésta se lleva a cabo en grandes asentamien­
tos cuyos centros cívicos y ceremoniales fueron cuidadosamente planificados y
orientados. En los centros urbanos @ obtienen servicios y bienes que no existen
en las áreas rurales, particularmente artesanías especializadas como la produc­
ción de navajillas prismáticas (Manzanilla, en Manzanilla y López Luján, 1989).
Los primeros centros urbanos presentan una gran diferenciación social inter­
na, basada no solamente en el acceso a bienes específicos, sino ^ndam entada en
el oficio. Para el centro de M éxico, es interesante observar que(1a)pirámide social
está dominada por el sacerdocio, mientras que en áreas como el valle de Oaxaca
o los centros mayas la cima la ocupa Q| gobernante y su fam ilia.,
El sacerdocio tiene en sus manos no sólo las actividades de culto, s in o ^ o -
bablemenfp también la organización de la producción y distribución de muchos
bienes, así como el control del intercaiñbio a larga distancia; ésta es una diferen­
cia notable entre los horizontes Clásico y Postclásico. ^
FORMACIONES REGIONALES DE MESOAMÉRICA 155

La arquitectura monumental está dominada por las estructuras religiosas,


que presentan rasgos estilísticos regionales (el tablero-talud teotihuacano, el ta­
blero de doble escapulario en Oaxaca, la arquitectura de nichos de la costa del
Golfo). Las plazas frente a las grandes estructuras sirven de áreas de congrega­
ción para el culto y de intercambio.
La religión politeísta del Clásico parece estar dominada por el dios de la lluvia
y del trueno (Tláloc, Cocijo, Tajín y Chac), además de im antiguo dios del fuego y
una diosa de la fertilidad de la tierra, que provienen del horizonte Formativo.
Durante@ C lá sic o observamos la aparición de artesanías especializadas con­
troladas por ^ E sta d o , algunas producidas etTforma masiva. La existencia @ ta­
lleres de espe^ llstas sugiere una división compleja del trabajo.*
Es indudable que el mundo mesoamericano del Clásico estuvo en estrecho
contacto, probablemente a través de los sacerdocios de los diferentes centros. In­
dicadores de estas relaciones son: la difusión del calendario ritual de 260 días y
el cívico de 365 días, el uso de la numeración vigesimal, la presencia de concep­
tos astronómicos y cosmogónicos comunes. Además, podríamos citar el amplio
flujo de bienes suntuarios, organizado por los sacerdotes para abastecerse de
plumas de quetzal, pieles de jaguar, jadeíta, serpentina, turquesa, copal, etc.
El mundo del Clásico es uno de creciente interrelación entre grupos étnicos
distintos y de diferenciación con el resto de América. (L ^ existencia de grandes
capitales de unidades políticas macrorregionales difiere de la pléyade de sedes de
señoríos del Postclásico. if

LA ESFERA TEOTIH UA CAN A

E l d esarro llo teotihuacano

Originalmente, el primer centro urbano de Teotihuacan estuvo ubicado, según


M illón (1973), en el sector Noroeste del valle de Teotihuacan (fases Padachique
y Tzacualli: 150 a.n.e.-lOO n.e.). Al final de este periodo se edifican ^ ^ p irám i­
des del Sol y de la Luna. Durante la fase siguiente (Miccaotli: aproximadamente
entreTos años 100 y ZOO n.e.) s^onstru ye la Calle de los Muertos, que constitu­
ye el eje principal de la ciudad;(í^ o b la c ió n que antes vivía en el sector Noroeste
se muda y establece un patrón ^ i a l Nojjte-Sur de distribución. L a cmdad sigue
aumentando de tamaño hasta alcanzargO) km de superficie y se expande lateral­
mente, hasta que en la fase Xolalpan (aproximadamente entre los años 400 y
600 n.e.) vuelve a ocupar el sector í^oroeste del valle.//

L a ciu d ad de T eotihuacan y el sistem a de p lan ificació n u rb an a. Durante la fase


Tlamimilolpa (aproximadamente entre los años 200 y 40 0 n.e.), la ciudad de Teo­
tihuacan adquiere su configuración característica y ofrece una serie de servicios
y elementos urbanos.
En primer lugar, Ja) ciudad fue planificada siguiendo un sistema ortogonal de
calles paralelas y perpendiculares, constituyendo una retícula orientada a unos
15 grados 17 minutos azimut. Calle de los Muertos es el principal eje Norte-
IS 6 LINDA MANZANILLA

Ilustración 1
SECUENCIAS CRONOLÓGICAS M ENCIONADAS

C u e n ca V a lle de V aU ed e VaUe de V cracru z


H u a x te c a
d e M é x ic o P u eb la -T la x ca la O axaca T u la C en tral
Millón, 1981 Garda Cook, 1981 Winter, 1989 CobeanyMastadie, 1989 García Payón, 1974 Gafcú Payón, 1974
Fuego
1250 n.e.

V E>estrucción del
Toilan
Mazapan V Tajín

1000 n.c. Texcálac

Coyoclacelco Corral TajínV I


Mecepec Monte Aibán Prado Tajín V
nrb-rv Chingú Tajín IV
500 a.e. Xolalpan Tajín m
Monte Aibán IV
Tenanyécac ma
Tajín II
Tlamimilolpa Transidrá H/IIIa
^ en
Áj ^_
v n.e.
Forma tivo
Miccaocü Monte Aibán
Tzaeualli n Terminal
1 n.e. Tajín I
Cuicuilco Tezoquipan
Monte Aibán ra
2 5 0 a.n.e. Ticomán I Tcpeji

500 a n e
Texóloc Rosario

Fuente; Linda Manzanilla.

Ilustración 2
LOS ALTIPLANOS M EXIC A N O S DURANTE EL CLÁSICO Y POSTCLÁSICO TEM PRANO

Fuente: Linda Manzanilla.


FORMACIONES REGIONALES DE MESOAMÉRICA 15 7

Sur y Millón propone la existencia de una avenida Este-Oeste que pasaría al


Norte de la Ciudadela (Ilustración 3).
Además de grandes depósitos de agua ubicados al Noroeste de la Pirámide
de la Luna, la ciudad contaba con una extensa red de drenaje suhrerránen cnns-
truida con lajas de andesita y basalto muy bien labradas. El cauce del río San
Juan fue canalizado y su curso fue modificado con(^ fin de que se ajustara a la
traza de la ciudad, de ahí que pase perpendicular a la Calle de los Muertos, al
Norte de la Ciudadela.^
A lo largo de la Calle de los Muertos@ d isponen edificios administrativos v
ceremoniales. Las dos plazas de congregación más importantes se hallaban al
Norte (Plaza de la Luna) y en el Centro (la Ciudadela). Frente a la Ciudadela se
encuentra espacio abierto rodeado por dos alas al Norte y al Sur, denomina­
do el Gran Conjunto. Millón (1967: 83) propone que se trata del mercado más
grande de la ciudad, ya que se encuentra en la parte central de la ciudad; sin em­
bargo, no hay indicadores concretos que apoyen esta hipótesis.
Alrededor del área central se disponen varios complejos residenciales teotihua-
canos, entre los cuales se pueden citar: Atetelco. Yayahuala, T etitla, Tlamimilolpa,
5^1alpan, y otros más.lEstos complejoslde
gjosAc varias viviendas, son una característica
teotihuacana notable, (j^ ^ u e varias familias
__________________ ias compartían
compa tanto un espacio domésti-
____________
co común como c¡ertasactividades.yEstos complejos estaban excluidos de la vida
urbana por altas murallas sin ventanas. En el interior de cada una existía una clara
zonificación de actividades por cuartos (Barba et al., 1987) (Ilustración 4 ).i/
Por otra parte, existían diversos barrios de artesanosl particularmente de ta­
lladores de obsidiana dedi^dos a la manufactura de tipos específicos de objetos.
También existían talleres(d^ceramistas de vajillas diferentes, moldeadores de fi­
gurillas, lapidarios, talladores de piedra, artesanos dedicados a la pizarra, etc.
(de los cuales han sido excavados escasos ejemplos).
También se pueden citar dos sectores donde habitaba gente foránea: 0 ba­
rrio oaxaqueño, en el sector Sudoeste de la ciudad, v el barrio de los comercian­
tes en los márgenes orientales.

L a especialización d el trabajo. La ubicación de la ciudad de Teotihuacan fue ele­


gida tomando en cuenta varios factores: por un lado, la cercanía@ la s minas de
obsidiana de Pachuca; por el otro, la existencia de manantiales, la posición del
valle en la ruta más accesible de tránsito desde el Golfo hacia la cuenca de M éxi­
co v, por último, la cercanía del área al sistema lacustre.
vLas manufacturas teotihuacanas gozaron de prestigio en Mesoamérica. Se ha
calculado queíun^porcentaje importante de la población se dedicaba a las tareas
artesanales,
Dentro de las labores artesanales destacan los talladores de obsidiana, cuyos
talleres llegaron a una especialización a nivel del tipo de artefacto que producí­
an. Muchos de ellos se ubicaban eri torno la Pirámide de la Luna. Por otro
lado, los talleres de los alfareros se disponísm tanto en el sector Noroeste como
en el Sudoeste. Las vajillas utilitarias se hacían en talleres como el de Tlajinga,
mientras que (l^ v a s o s finos tipo «copa», en Teopancaxco (Krotser y Rattray,
1980). Un taller que destaca por ^ hallazgo de los distintos instrumentos y ma-
158 LINDA MANZANILLA

Ilustración 3

Vista de la ciudad de Teotihuacan desde la pirámide de la Luna.


Fuente: Linda Manzanilla.

Ilustración 4

Complejo residencial en el interior de la Ciudadela en Teotihuacan.


Fuente: Linda Manzanilla.
FORMACIONES REGIONALES DE MESOAMÉRICA |S9

terias primas involucrados en la elaboración en serie de piezas para incensarios


que intervenían en el ceremonial teotihuacano es el excavado por Carlos Muñe­
ra (1985) al Norte de la Cindadela.
En sitios com ojTecópac se han encontrado evidencias de trabajo de lapida­
ria. Existen también otros indicios de zonas de manufactura de objetos de con­
cha, textiles y plumería.
Por otro lado, existían especialistas en la construcción y acabado de los edifi­
cios. En un conjunto residenciafTeotihuacano que excavamos recientemente he­
mos hallado la vivienda un grupo que se dedicaba a pulir y posiblemente pin­
tar los estucos de los edificios (Barba et al., 1987).
La figura sobresaliente los murales teotihuacanos es el sacerdote, que se
reconoce por portar una bolsa de copal. Interviene generalmente en ritos <oe)pro-
piciación de la fertilidad. Podemos pensar que, además del culto, el sacerdocio
cooirdmaba algunos circuitos económicos en los que intervenían prqbaMemgnte
alimentos (a través de la redistribución) y materias primas alóctonas (en circui­
tos de circulación restringida para fines suntuarios).

L a organización so cia l y política. Es poco lo que la arqueología ha aportado so­


bre este tema. Sin embargo, podemos decir, por un lado, que la existencia de
módulos residenciales para varias familias representa una característica singular
de Teotihuacán, y sugiere la convivencia de grupos de corresidencia, parentes­
co y oficio. Tetitla, Yayahuala, Atetelco, Tlamimilolpa, La Ventilla, Xolalpan y
Tlajinga son algunos ejemplos gejconjuntos residenciales teotihuacanos. Con re­
cientes investigaciones en proceso se determinará el grado de participación de es­
tas familias en actividades comunes. V
Sobre la organización política de Teotihuacan, actualmente estamos inmer­
sos en una polémica que sólo con investigaciones intensivas en el área se podrá
esclarecer. Existen dos posiciones encontradas: quienes sostienen que Teotihua­
can estuvo regido por gobernante (o dos) de carácter secular (Cabrera, Sugi-
yama y Cowgill, 1988) y quienes pensamos áúe)los sacerdotes encabezaban el
sistema.
No cabe duda de que, para toda la cuenca de M éxico, Teotihuacan era el
asentamiento más grande e importante. Se ha propuesto que existieran centros
secundarios dependientes en Azcapotzalco y El Portezuelo, aun cuando las ocu­
paciones predominantes de estos sitios sean posteriores a la caída de Teoti­
huacan.

L a religión. Para las primeras épocas teotihuacanas destaca un culto a las cuevas
que comienza a ser esclarecido recientemente (Manzanilla et al., 1989). Proba­
blemente estas cuevas determinaron la ubicación deJLa^ -giaadejS pirámides^~3eTa^
primeras épocas (Heyden, 1975) y quizá del primer centro urbano.
Las deidades más importantes de la religión urbana de Teotihuacan eran
Tláloc, Chalchiuhtlicuel^ u etz a lcó atl ,y eljdios_Mariposa. En las unidades resi­
denciales, como parte delcuíto dMnéstico, aparece Huehuetéotl, deidad que sur­
ge desde el Preclásico Superior. Se menciona también al dios Gordo y quizá, en
sus últimas fases, a Xipe Tótec.
160 LINDAMANZANILLA

D em og rafía d e la cuenca de M éxico durante tiem pos teotihuacanos

Es indudable que el asentamiento principal del Altiplano central durante el Clá­


sico fue Teotihuacán. Su presencia originó una ruralización del resto de la cuen­
ca de M éxico. Además, Sanders, Parsons y Santley (1979) proponen la existen­
cia de 10 centros provinciales, 17 aldeas grandes, 77 aldeas pequeñas, 149
villorrios y 9 recintos ceremoniales aislados.
'*Teotihuacan concentró del 50 al 60% de la población de la cuenca; una ter­
cera parte de sus habitantes estaba dedicada a tareas desvinculadas de la produc­
ción de alimentos.

L o s valles contiguos y los centros dependientes

Se ha pensado que los valles de Toluca, Tlaxcala y Morelos fueran dependientes


de Teotihuacan. Sitios comojCholula y Xochicalco kiuizá fueron centros de aco­
pio de materias primas v productos — como el algodón, el aguacate, la alfarería,
la anaranjada delgada y otros productos— , y que reconocían la supremacía de
Teotihuacán a nivel religioso y económico.
En<eT)valle de Puebla-Tlaxcala. la fase Tenanyécac (100-650 n.e.) es un pe­
riodo de ruralización y estancamiento. En el Norte existe un área bien definida
de 80 asentamientos teotihuacanos organizados en bloques. tG ) cultura cholula
tiene relación estrecha con Teotihuacan y comprende, además del sitio epónimo,
asentamientos como Manzanilla, Flor del Bosque, San Mateo y Chachapa (Gar­
cía Cook, 1981: 267). Se formaría así un corredor teotihuacano que uniría a Teo­
tihuacan con Cholula pasando al Este y Sur de La Malinche, y de ahí la ruta iría
a la costa del Golfo a través de la cuenca de Oriental. De Cholula partirían redes
de intercambio hacia Oaxaca (ibid.).

C olonias teotihu acan as en M esoam érica

Se ha pensado también que las relaciones externas de Teotihuacan con el resto


de Mesoamérica pudieran ser de tres tipos:
1. C olon ias teotihuacanas-. en Kaminaljuyú, Guatemala; Matacapan, Vera-
cruz y, probablemente, en la Sierra Gorda de Querétaro.
2. A lianzas políticas: con Monte Albán, Oaxaca y quizá alguna interven­
ción política directa o indirectai£ofaT ikal, Guatemala .
3. R elacion es d e intercam bio: con Guerrer'orHidalgo, la costa del Golfo y
otras regiones.
Sin embargo, es difícil evaluar el tipo de relación que Teotihuacan tuvo sólo
por el hecho de encontrar elementos como: tablero-talud, cerámica teotihuacana,
obsidiana de Pachuca y elementos iconográficos teotihuacanos en otras regiones.

L a caíd a d e T eotihu acan

La caída de Teotihuacán tuvo lugar alrededor del 750 n.e. Los factores que in­
tervinieron en dicha caída fueron; j
FORMACIONES REGIONALES DE MESOAMÉRICA |¿|

1. Incursiones de grupos cazadores-recolectores jque habitaban las zonas


desérticas al Norte del valle de Teotihuacan y que aí ver sus recursos mermados
invaden la ciudad.
2. @ 1 proceso de deforestación y deterioro del potencial del valle debido al
crecimiento de la ciudad, por lo que las condiciones naturales, originalmente
ventajosas, se transformaron en adversas. Una probable disminución en la preci­
pitación pluvial pudo haber agudizado el fenómeno.
3. (Encierre de las rutas de acceso a la ciudad por grupos que habitaban los
valles contiguos.
@ c a so es que la parte central de la ciudad fue incendiada y hay huellas de
destrucción intencional de ciertas estructuras. Por otra parte, hav también un
abandono masivo de la ciudad, aun cuando no total, a

EL D ESA R RO LLO D EL ESTA DO ZAPOTECO

C ondiciones políticas d el valle d e O ax aca


en el m om en to d el surgim iento d e M onte A lbán

Uno de los prerrequisitos para el surgimiento de Monte Albán fue, en parte, el


hecho de que ya había existido una organización centralizada en el sitio de San
José Mogote, (@)centro distributivo de productos procedentes de comunidades
interdependientes durante el 1-ormativo Kíedio. Otro aspecto es que Monte Al­
bán está situado estratégicamente en la confluencia de los tres ramales del valle
de Oaxaca: Etla, Tlacolula y Zaachila. La existencia de un cerro alto, que puede
fortificarse y servir de puesto de vigía, fue otro aspecto importante.
@ )piensa que Monte Albán se fundó hacia 500 a.n.e. como la capital de los
tres ramales integrados no sólo a nivel político sino también a nivel económico,
es decir, como un centro de coordinación de la actividad intercomunal.

L a relación con T eotihuacan

Durante Monte Albán Illa (100 a 4 0 0 n.e.) hay evidencias de contacto estrecho
con Teotihuacan. (^ 1^ la plataforma sur observamos lápidas grabadas con altos
personajes teotihuacanos que llevan copal y van desarmados a visitar a un señor
zapoteca. Parece, pues, que conmemoran una alianza política entre las dos ciu­
dades. No hay que olvidar que eníj^ parte Sudoeste de la ciudad de T eotihuacan
ejdstía una pequeña colonia„zap.ot££a.-.

E l E stad o zap oteco

D esarrollo urbano d e M onte A lbán. Monte Albán llegó a cubrir un área de 6.5
km^ y tuvo una población@ 25 0 00 personas aproximadamente (Winter, 1989:
34 ss.). Del 500 al 200 a.n.e., este centro urbano comenzó gyoncentrar la mitad
de la población del valle en las terrazas habitacionales de las laderas del cerro. Se
observan para entonces tres áreas densamente pobladas (al Este, Oeste y Sur de la
LINDA MANZANILLA
162

Ilustración 5

Vista de la plaza del M onte Albán, Oaxaca.


Fuente: Linda Manzanilla.

plaza principal), hecho que ha sugerido la existencia de tres barrios, quizá rela­
cionados con los tres ramales del valle (Ilustración 5).
En el resto del valle se han localizado cuatro centros administrativos secun­
darios, espaciados uniformemente, ^^producción de cerámica tiene un carácter
estandarizado
Durante esta fase se erigen más de 300 lápidas de «danzantes», que podrían
ser cautivos de guerra, muertos, mutilados o enfermos.
Para Monte Albán II (200 a.n.e. a 100 n.e.)@ aban d on an varios centros del
somonte. Ésta fue la única fase en la que Monte Albán emprendió campañas írue-
ra del valle, como lo demuestra el puesto militar cerca de Cuicatlán. Monte Al­
bán se extiende al cerro vecino de El Gallo y se construyen también los grandes
muros defensivos del sitio, que se extienden al Norte, Noroeste y Oeste de la
parte central. En el sector norte el muro cruza una gran barranca formando así
un represamiento de 2 .2 5 hectáreas de superficie. En la cima del cerro, la Gran
Plaza es construida y estucada.
Monte Albán III es la fase de mayor población y construcción arquitectóni­
ca. Las colinas de Atzompa y Monte Albán Chico fueron ocupadas por primera
vez. Durante la subfase Illa hace su aparición el tablero de doble escapulario,
marcador arquitectónico zapoteca.
Durante Monte Albán Illb (400-600 n.e.), ({a^capital cuenta con 3 0 0 0 0 per-
sonas. (su máxima población), como respuesta a un aumento demográfico masi­
vo en la porción central del valle. Se han localizado catorce sectores que podrían
haber funcionado como barrios. En el sector norte de la Gran Plaza se construye
FORMACIONES REGIONALES DE MESOAMÉRICA 16 3

un gran complejo arquitectónico de carácter palaciego, con áreas columnadas y


un patio hundido.
La fase Monte Albán IV (600-900 n.e.) representa,'!^ declinación del pran
centro zapoteca: se abandona la plaza principal y la ocupación se confina al sec­
tor en el interior de la muralla.

L a especialización d el trabajo. Se ha mencionado ya que desde sus inicios se ob­


servó en Monte Albán la presencia @ a lfa r e ría estandarizada. Durante la fase
Monte Albán Illa esta estandarización continúa, especialmente en lo que respec­
ta a los cuencos. Este hecho ha sido interpretado como una muestra del control
de los centros administrativos sobre la manufactura de la alfarería.
Durante Monte Albán Illb la mayor parte de los 14 «barrios» parece haber
estado asociada con la producción artesanal (manufactura de manos y metates,
cerámica, hachuelas, artefactos de obsidiana, concha, sílex y cuarcita).

L a organización social y política. Desde Monte Albán Illa @ observa un interés es­
pecial por establecer genealogías reales zapotecas a través de representaciones en
las que destaca el motivo «fauces del cielo» (terminología de Alfonso Caso). Las
capitales de distrito fueron Xoxocotlan, Zaachila, Cuilapan y Santa Inés Yatzeche. f
La fase Monte Albán Illb muestra ¿ñ) sistema regional más centralizado. El
mundo zapoteca se aísla del exterior y la Mixteca se separa de la tradición del
valle de Oaxaca. El nuevo complejo palaciego que se contruye en el sector norte
de la Gran Plaza pudo haber sido la residencia del señor zapoteca.
Durante Monte Albán IV el centro urbano declina. El sitio más grande del
valle es Jalieza, capital regional con 16 000 habitantes. Otros sitios, como Lam-
bityeco, comienzan a cobrar importancia d eb id o@ Ja explotación de la sal. La
pérdida de la autoridad central de Monte Albán origina un patrón de centros
políticos independientes y competitivos, separados por territorios despoblados.»-
El colapso de Monte Albán ha sido atribuido al hecho de que, sin la presencia de
Teotihuacan, existía una razón menos para mantener una población tan grande
en una cima improductiva.

L a religión. Se han contado 39 deidades en el panteón zapoteca. De las fuentes


del siglo X V I que nos hablan de la religión zapoteca, podemos destacar algunos
elementos importantes relacionados con las fuerzas de la naturaleza. Quizá el fe­
nómeno más impactante para los zapotecos fue el relámpago. El rayo mismo era
denominado cocijo, y el trueno, x o o co cijo («movimiento del relámpago»). Ele­
mentos importantes eran las nubes, de las que los zapotecas mismos se conside­
raban descendientes. Gtras~deIHad^ qué s~e~puedefi rñencionar son: el Dios con
la Máscara de Serpiente, el Dios Murciélago, el Dios con el Casco de Ave y la
Diosa 2 J con el Glifo J.
El ritual funerario fue particularmente importante en Oaxaca. El uso de ur­
nas funerarias se puede observar tanto en el valle como en la M ixteca.
El primer ejemplo de escritura jeroglífica zapoteca es el Monumento 3 de
San José Mogote que pertenece al horizonte Formativo. refiere a una fecha
«uno terremoto» del calendario ritual de 2 6 0 días^ Este calendario, denominado
164 LINDA MANZANILLA

piye, estaba dividido en cuatro periodos de 65 días (cocijo), que a su vez estaban
integrados por cinco subdivisiones de 13 días {cocii).
Las Estelas 12 y 13 de la Galería de los «danzantes» (pertenecientes a Monte
Albán I) presentan los textos jeroglíficos más antiguos de Monte Albán. En ellas
observamos tanto ieroglíficos calendáricos como de otra índole. Se ha propuesto
que ambas estelas pertenezcan a un. solo texto en dos columnas. De ser así, la
lectura nos proporcionaría el año y el mes, cuatro glifos de evento y los nombres
del día y mes correspondientes. Existen también representaciones de sitios con­
quistados. Desde el inicio del horizonte Clásico (Monte Albán III) observamos
monumentos que podrían referirse a genealogías reales.
Durante Monte Albán IV ocurre la pérdida de la autoridad central de sitio
anteriormente rector (Blanton y Kowalew^ski, 1981; Flannery y Marcas, 1983).
Hacia el 700 n.e. ya no hay construcción pública en el sitio y el número de
habitantes disminuye drásticamente (de 30 000 a 4 000/8 000 habitantes) (Flan­
nery y Marcus, 1983).

A rticulación con la región d e la M ixteca

Durante el Clásico, ningún centro dominó el área de la Mixteca, pero sus cen­
tros urbanos tenían patrones particulares. Muchos están separados a un día de
camino (aproximadamente 30 km).
Existen algunas evidencias de conflicto en las primeras fases del Clásico: ubi­
cación de los asentamientos en la cima de los cerros (cerro de las Minas, Diquiyú
y Monte Negro), construcciones defensivas, cabezas trofeo (Huamelulpán, Yu-
cuita y Monte Negro), interrupción de la ocupación (cese de construcción, aban­
dono, hiato, etc.) (Winter, 1989: 3 6-38).(S^podrían interpretar como unidades
políticas en competencia. Los elementos compartidos son fundamentalmente es­
tilos similares de puntas de proyectil, piedras de molienda, técnicas constructivas
y ciertos motivos (cabezas trofeo, «dagas», entre otros).
Los centros de la Mixteca difirieron de los zapotecas en términos de cerámica,
elementos arquitectórúcos y detalles en las costumbres funerarias (ibid.). A pesar de
compartir la elección de la ubicación de sus ciudades en las cimas de los cerros, nin­
gún centro mixteca tuvo(gl)monopoLio urbano de especialistas en artesanías, merca­
dos, comercialización y traza en retícula (Marcus, en Flannery y Marcus, 1983).
Simultáneamente a la caída de Monte Albán, son abandonados varios ce^n-
tros de la M ixteca. Una nueva organización política surge: íQ ciudad-estado, ca-
\ ' pital de señoríos independientes. Cada una funcionaba como sede de una familia
gobernante, así como centro religioso y de mercado. Existían además centros se­
cundarios, administrados por una nobleza de menor rango.
Otra característica de la época posterior al 750 n.e. fue la existencia de es­
tratificación social bien definida,^ q u e las distinciones de clase eran heredita­
rias (Winter, 1989: 71).
Marcus (en Flannery y Marcus, 1983: 358) ubica la declinación de los cen­
tros mixtéeos hacia el 900-1000 n.e., paralelamente al surgimiento de los cen­
tros ñuiñe de la Mixteca Baja que, a su vez, declinan frente al poderío tolteca.
Con el fin de Tula resurge el poderío mixteca de la Mixteca Alta.
FORMACIONES REGIONALES DE MESOAMÉRICA 16 5

EL EPICLASICO y LA FO RM A C IÓ N DE C E N T R O S IN DEPEN DIEN TES

M ovim ientos d em og ráficos y conflictos. C am bios de fron tera

Hemos mencionado que un posible factor en la caída de Teotihuacan pudieron


serda^ presiones que centros periféricos y relacionados con Teotihuacan hayan
ejercido sobre la metrópolis.»Después de la destrucción y saqueo de Teotihua­
can, © in ic ió una migración hacia regiones cercanas y lejanas hasta Honduras.
Xochicalco manifestó un notable crecimiento hacia fines del Clásico y pudo ha­
ber bloqueado el acceso a recursos del río Balsas; El Tajín se consolida en el Clá­
sico Tardío y alcanza su apogeo en el Epiclásico; Cholula y Cacaxtla emergen
también como centros independientes en manos de los olmecas-xicallanca, y del
desarrollo de Tula hablaremos más detenidamente después. Otras áreas, como el
valle de Toluca, tuvieron también desarrollos importantes durante el Epiclásico
(Sugiura, en Manzanilla y López Luján, 1989).
ÚL^caída de Teotihuacan provoca un reacomodo en la geografía polírira de
toda Mesoamérica. balcanización del territorio en reinos independientes, la
lucha por la hegemonía, los movimientos de población ^^1 surgimiento de una
instancia secular separada de la religiosa son caraterísticas del Epiclásico. v

C holula y C acaxtla

Es realmente poco lo que se conoce de Cholula (Puebla) durante el Epiclásico.


Después de la etapa de clara influencia teotihuacana, viene una interrupción en
la secuencia (hacia el 7 00-800 n.e.). Posteriormente, del 800 al 900 n.e., se pro­
pone (ía)Jlegada_dejgente_jmeva_Í3UÍz£Jos_^ln^ec^jocicaUanca), quienes son
responsables del resurgimiento del centro durante la etapa Cholulteca I y de la
ruptura del control comercial sobre la región a beneficio de Teotihuacan (Ilus­
tración 6).
En relación a Cacaxtla (Tlaxcala), después de una fase de impacto teotihua-
cano (250-600 n.e.), se observa éT)arribo de un gruño nuevo — los olmecas-xica-
llanca—, quienes son responsables de la construcción de complejos fortificados.
El sltTo se abandona hacia el 1050 n.e., quizá debido a@ destrucción por los rol-
tecas-chichimecas (López de Molina y M olina, 1986) (Ilustración 7). v\
Cacaxtla y Xochicalco comparten la característica de haber elegido cimas de
cerros para ubicar sus principales construcciones cívico-ceremoniales, haber ini­
ciado una tradición de arquitectura militar y haber organizado su asentamiento
en conjuntos discretos.'’'Rodeando las áreas de culto y concentración se hallaban
las zonas residenciales y, más allá, las terrazas y los campos de cultivo.''
Además de los elementos arquitectónicos derivados de@ trad ició n teotihua-
cana, los habitantes de Cacaxtla utilizaron celosías, rombos, rosetones, relieves
monumentales y pinturas realistas de temas guerreros.^
Las relaciones foráneas apuntan en dirección a la costa del Golfo, Oaxaca y
el Sur de Puebla (ibid.).
166 LINDA MANZANILLA

Ilustración 6

La plaza principal de Cholula, Puebla.


Fuente: Linda Manzanilla.

Ilustración 7

V ista de Cacaxtla, Tlaxcala.


Fuente: Linda Manzanilla.
FORMACIONES REGIONALES DE MESOAMÉRICA 167

X och icalco

Ubicado en el Estado de Morelos, en un cerro terraceado, se construyó Xochical­


co hacia fines del Clásico. Sus principales edificios — la Pirámide de la Serpiente
Emplumada, el Juego de pelota. éP Palacio, los subterráneos, el Templo de las Es­
telas— evidencian una transformación de la arquitectura teotihuacana. El Juego
^ pelota de Xochicalco puede ser uno de los más antiguos del Altiplano central.
@^uso de calzadas es otra característica de este asentamiento (Ilustración 8)."
La presencia de elementos mayas, zapotecas, nahuas y mixtecas en las repre­
sentaciones calendáricas indica que Xochicalco participó de un momento de es­
trechos contactos interregionales.^Las cuevas astronómicas, el culto a la serpien­
te emplumada, a Tláloc y a Xólotl; la representación del glifo teotihuacano «ojo
de reptil» y el uso de cinabrio son elementos que pueden atribuirse a la tradición
teotihuacana (Sáenz, 1974). ^
La ocupación original de Xochicalco se ubica entre el 250 y el 600 n.e., aun­
que su esplendor es durante el Epiclásico (600-900 n.e.). Se propone que haya
sido un centro religioso y astronómico, construido en un sitio estratégico, con
población predominantemente nahua, pero donde llegaron elementos de varias
culturas (Sáenz, 1974). ^
El área que ocupó el asentamiento durante el Epiclásico fue de 4 km. Se uti­
lizaron varios cerros para ubicar las principales construcciones y algunos com­
plejos arquitectónicos estaban unidos por medio de calzadas, r

Ilustración 8

Juego de pelota de Xochicalco, Morelos.


Fuente: Linda Manzanilla.
168 LINDA MANZANILLA

Las laderas de los cerros estaban ocupadas por las áreas residenciales, dis­
puestas sobre terrazas. Las habitaciones se distribuían alrededor de patios inter­
nos y albergaban a familias extensas en superficies de 350 a 1 000 m^.lOestaca el
uso de cuevas como lugares de almacenamiento (Hirth y Cyphers de Guillén,
1988: 121-122). -í'
De los cuatro talleres (S2)obsidiana en el sitio, sólo uno estaba especializado
en navajillas prismáticas con núcleos importados. La diferencia entre el abasteci­
miento de obsidiana del Clásico respecto del Postclásico es la mayor diversidad
de fuentes para este último.
La parte baja del cerro principal estaba ocupada por murallas, bastiones y
fosos. La naturaleza de la arquitectura militar sugiere que su población pudo ha­
berse defendido en segmentos independientes pero coordinados. Así, se sugiere
que la sociedad de Xochicalco haya sido heterogénea, pero integrada política­
mente (Hirth y Cyphers de Guillén, 1988).
Del área total del sitio, un 31% estaba destinado a arquitectura cívicocere-
monial, contrastando fuertemente con otros sitios. Por lo tanto, se ha pensado
que poca gente estuviese de hecho viviendo en el sitio.
1 Xochicalcq/fue, probablemente, la cabeza de un «estado secundario» y quizá
se constituyo en competidor de Teotihuacan por el control de rutas de intercam­
bio hacia Guerrero y el río Balsas, según sugiere Litvak.
Su fin quizá está relacionado con la llegada(^ l o s grupos chichimecas o con
la expansión de los olmecas-xicallanca.

E l T ajín

Si bien El Tajín se originó a fines de la época teotihuacana, su esplendor se ubicó


en el Epiclásico. La cultura de El Tajín se puede observar en sitios como Yohua-
lichan, Lagunilla y otros del centro de Veracruz. Se caracterizó por tener una ar­
quitectura con un estilo peculiar que hacía uso profuso de nichos, frisos de gre­
cas, cornisas voladas y falsos arcos. Los motivos zoomorfos y antropomorfos
muy complejos, la práctica de la deformación craneana y de<J ^ sacrificios hu­
manos son otras de sus características. »
Durante el Postclásico las fuentes mencionan que el área de El Tajín fue inva­
dida por < 1 ^ toltecas. .quienes edifican poblaciones fortificadas como Tuzapan,
Castillo de Teayo y Cacahuatenco. El Tajín evidencia reformas arquitectónicas, ya
que varios frisos de grecas se cubren con mampostería. La construcción del Juego
de Pelota Sxir y del conjunto Las Columnas está ligada a la presencia tolteca.
La presencia de deidades del panteón nahua en la región (Mixcóatl, Xipe,
Cihuacóatl, Chicomecóatl, Tláloc y Quetzalcóatl) es otro indicador (García Pa-
yón, 1974).
La región de El Tajín fue abandonada a fines del Postclásico Temprano; pos­
teriormente se tienen evidencias de invasiones chichimecas en la región.
El asentamiento de El Tajín, que se desarrolla entre el siglo ix y el xn, está
dividido en segmentos, debido a la presencia de sectores nivelados con muros de
contención. En la parte sur predominaban edificios de culto y asamblea, como
templos y juegos de pelota, Otro nivel altimétrico está ocupado por una serie de
FORMACIONES REGIONALES DE MESOAMÉRICA 169

Ilustración 9

Pirámide de los Nichos en El Tajín, Veracruz.


Fuente: Linda Manzanilla.

edificios residenciales de acceso restringido albergaba quizá a la burocracia


estatal. I@ )te r c e r nivel, aún más restringido, estaba representado por el Templo
de las Columnas y las plataformas residenciales del grupo dominante (Brügge-
mann, en prensa) (Ilustración 9). ,

E l su rgim ien to de Tula

Contamos con algunas evidencias que sugieren que los grupos teotihuacanos va
tenían contacto con la región de Tula durante el Clásico — en sitios como Chin-
gú— , probablemente con el fin de obtener ciertos recursos como la roca caliza
para producir estuco. *'
La primera fase de ocupación de Tula es la fase Prado (700-800 n.e.), en la
que un grupo del Norte u Oeste se estableció en Tula junto con la población lo­
cal; su cerámica es Coyotlatelco, pero más semejante a los materiales del Clásico
Tardío de Querétaro, Guanajuato y Michoacán (Diehl, 1981: 279).
Durante la fase Corral (800-900 n.e.) se observa la primera ocupación sus­
tancial de Tula, particularmente en Tula Chico; todo el complejo Coyotlatelco
— desde El Bajío hasta la cuenca de México— se encuentra integrado. El final de
esta fase es crítico en cuanto a que preludia la aparición de Tula como un Estado
poderoso (Diehl, 1981: 280) (Ilustración 10). t
170 LINDA MANZANILLA

Ilustración 10

■/

Relieves alusivos a la muerte en Tula, Hidalgo.


Fuente: Linda Manzanilla.

EL ESTADO TO LTECA

Tula está situada en un valle del Estado de Hidalgo, cercano a la sierra de Pa-
chuca, atravesado por los ríos Salado y Tula. Existen en el área materiales volcá­
nicos y sedimentarios.
Por mucho tiempo se pensó que la «Tollan» de las fuentes era Teotihuacan,
debido al uso del vocablo náhuatl tollan para identificar famosos centros urba­
nos del Altiplano mexicano (Tollan Cholollan, Tollan Teotihuacan, Tollan Xi-
cocotitlan). El estudio etnohistórico de Wigberto Jiménez Moreno en la década
de los treinta marcó la pauta para la identificación correcta de la capital del rei­
no tolteca (Healan, 1989: 3).
En las fuentes históricas, los toltecas-chichimecas fueron grupos que prove­
nían originalmente del Norte y Oeste de México, y que migraron a la zona de
Hidalgo para establecerse cerca de Tulancingo, antes de poblar Tula. En la fun­
dación de Tula (entre el 750 y el 900 n.e.) algunas fuentes citan también la con­
currencia de un famoso grupo de artesanos, los nonoalca, procedentes de la cos­
ta del Golfo (Healan, 1 9 8 9 ^
La riqueza de los palacios toltecas, la destreza de sus artesanos, sus conoci­
mientos <qg)herbolaria, medicina, mineralogía, calendario v astronomía, su sabi­
duría y devoción a los dioses como Quetzalcóatl son todas características atri­
buidas a este grupo. #
FORMACIONES REGIONALES DE MESOAMÉRICA 17|

Kirchhoff (1985: 262) era de la ¡dea de que los 20 gentilicios y sus corres­
pondientes toponímicos pertenecientes al Imperio tolteca (y citados al principio
de la H istoria tolteca-chichim eca) representan «[•••] un bello ejemplo del ajuste
entre la estructuración del estado y una cierta concepción del mundo determina­
do por los rumbos del universo». Para( ^ Imperio tolteca proponía la existencia
de cuatro provincias exteriores y cuatro mteriores, con la de Tula en el centro
(Kirchhoff, 1985: 267). A este imperio pertenecieron pueblos de distintos oríge­
nes, lenguas y costumbres.*'
En relación con el fin de Tula, Kirchhoff lo atribuye no a una invasión de
los chichimecas (que habían llegado al sitio cuando ya estaba en ruinas) sino a
una migración ^ los colhuas que vivían al Oeste del Imperio (Kirchhoff, 1985:
270).
Existen evidencias de saqueo e incendio de Tula Grande hacia el 1150/1200
n.e., asociadas a cerámica Azteca II (Healan et al., 1989: 247). Pero también hay
algunas evidencias de la declinación de la vida urbana antes del abandono.
La fase Tollan (950-1150/1200 n.e.) es el momento en que Tula alcanza su
tamaño máximo. Se abandona el complejo de Tula Chico, se establece un centro
de culto a la deidad huasteca de Ehécatl, cerca del complejo El Corral, y Tula
Grande se convierte en el eje sociopolítico de la ciudad. ^

D esarrollo urban o en Tula

Los asentamientos del horizonte Clásico — Chingú y el sector norte de la zona


que ocuparía la ciudad de Tula— tienen una disposición y técnicas constructivas
semejantes a Teotihuacan. Fueron abandonados a raíz de la caída de la metró­
polis principal.
Los asentamientos de la fase Coyotlatelco marcan una ruptura respecto a la
disposición anterior; Cobean y Mastache (1985: 277) atribuyen esta solución de
continuidad a la llegada de grupos procedentes de El Bajío que estuvieron en
contacto con la periferia norte de Mesoamérica. Los asentamientos se ubicaron
en la cima de cerros con acantilados, en las laderas del monte Xicuco o en las lo­
mas, por ejemplo, de Tula Chico.
El único sitio de carácter urbano de la época Coyotlatelco fue Tula Chico,
que abarcó 5-6 km^; contó con sectores de producción especializada(^con un re-/
cinto central con juegos de pelota, montículos v plataformas residenciales. /
A diferencia de Mogoni, otro ejemplo de construcciones en el mismo valle
que tiene evidencia de las conexiones con El Bajío, Tula Chico tiene ademásdfl)
dicadores de la población teotihuacana remanente.
Durante el desarrollo del Estado tolteca (900-1150 n.e.), se hicieron modifi­
caciones radicales @ l a traza de la ciudad. Los asentamientos se ubican ahora en
el valle aluvial, en las márgenes de los ríos Tula y Salado y en las zonas de caH-
zas (Mastache y Cobean, 1985: 282). La zona urbana cubre ahora 13 km^ y se
construye un nuevo recinto — el de Tula Grande— con pirámides, templos, jue­
gos de pelota y palacios. Se abandona Tula Chico y estos cambios han sido rela­
cionados con la pugna t^^ T e z ca tlip o ca con Ouetzalcóatl v a la subsecuente hui­
da de este último, i/
172 LINDA MANZANILLA

Del 1000 al 1200 n.e. es el periodo de apogeo y máxima expansión del im­
perio tolteca. La ciudad cubre 16 km^ e incluye, según Mastache y Cobean
(1985: 2 8 7 ), áreas de culto, administración, intercambio, reunión, residencia,
producción y circulación (calles, calzadas v plazas). .
Existen varios tipos (áe)unidades residenciales: palacios, residencias de éli­
te alrededor de plazas, conjuntos resid^ciales de varios cuartos, semejantes a
los teotihuacanos, y grupos de casas. (El Jbarrio huaxteca constituye un sector
aparte, t
Tula no tuvo la planificación de Teotihuacan o Tenochtitlam sin embargo,
conservó la característica impuesta en tiempos teotihuacanos (de) ser un solo
asentamiento urbano grande en un mundo rural (Diehl, 1981: 294).
Com o muchas capitales prehispánicas. ^ u S f u e unA-Ciudad nliu'.iprnica, con
un fuerte com ponente nahua y otom í, además de un barrio huaxteco. v

In dicios d e esp ecialim ción d el trabajo

En relación a la subsistencia, los restos paleobotánicos han demostrado la exis­


tencia de maíz, qu en op od iu m , amaranto, nopal, verdolaga, capulín y mesquite,
además de maguey y varias maderas. El 70% de los restos de fauna pertenece(^
venado y perro doméstico (Diehl, 1981: 287-289).
De las áreas de producción, las actividades más antiguas identificadas son el
desfibramiento de maguey y la talla de obsidiana.
Los asentamientos Coyotlatelco tienen evidencias de áreas especializadas en
el trabajo de la obsidiana y quizá de cerámica y figurillas.
En la fase de máxima expansión, Tula está produciendo obsidiana no sólo
para el autoconsumo. ’^ sínQ) también para la exportación. El 90% es obsidiana
verde de Pachuca. Existen además casas que elaboran tubos de cerámica para el
drenaje, figurillas, vasijas de tecali (travertino) y productos textiles (Cobean y
Mastache, 1985: 288-9 3 ; Diehl, 1981: 288).
En relación con el intercambio con otras regiones, en Tula se han halládo
productos del Soconusco (cerámica Plumbate), de Centroamérica (alfarería po­
lícroma), del Noroeste de México (cerámica cloison n ée). Guerrero (serpentina).
Honduras (jadeíta) y de las costas del Pacífico y del Golfo (concha marina)
(Mastache y Cobean, 1985: 293).'*’Además existe cerámica huaxteca (Pánu-
co V), pero ya hemos mencionado la existencia de un barrio de este grupo en
Tula./»'
*^Las exportaciones incluyen la obsidiana de Pachuca, incensarios grandes de
Tláloc, figurillas, vasijas de tecali y quizá cal, bienes que entraban, según Diehl
(1981: 2 9 0 ), en el intercambio con la costa del Golfo..^.

L a organ ización social y p olítica

Healan J>a establecido la existencia de tres unidades sociales en la estructura do­


méstica: la familia nuclear, la familia extensa y el barrio, que manifiestan dife­
rencias socioeconómicas. La unidad «barrio» ha sido individuada, hasta ahora,
solamente a nivel ritual (Diehl, 1981: 290). t
FORM ACIONESREGIONALESDEM ESOAM ÉRICA |73

La existencia © u n solo recinto cívicoreligioso podría ser indicador de cen­


tralización de poder. Los abandonos de recintos y cambios en orientación o tra­
za han sido atribuidos a luchas de poder.
Existen posiciones encontradas en lo que atañe a la organización macrorre-
gional del imperio tolteca. Como señalamos anteriormente, Kirchhoff proponía
iin ^ división cuatrioartita. que tenía en su centro como eje motor la provincia de
Tula. Sin embargo, Feldman y Carrasco proponen la existencia de una primera
«triple alianza» en la que Tula participa, t

L a religión

Se puede concebir ^ g o b e rn a n ^ de T ula t ambién como sacerdote dedicadoL_al


culto sea de Quetzalcóatl, o de Tezcatlipoca. La presencia del culto a Quetzalcó-
atl-Tlahuizcalpantecuhtli ha sido atribuida al componente nonoalca. v
Los nuevos motivos iconográficos introducidos en el Altiplano en tiempos
toltecas incluyen @ c o a t epantli (muro de serpientes), uso de escenas militares in­
tegradas en la arquitectura y representaciones de órdenes militares, el tzom pantli
o muro de calaveras y el ch ac m o o l (escultura antropomorfa reclinada, que des­
cansa sobre sus espaldas) (López Lujan, en Manzanilla y López Luján, 1989).
Hers (1989) atribuye el origen de muchos de estos elementos a una región de
Zacatecas que tuvo su apogeo paralelamente al desarrollo teotihuacano y sin
aparente relación con este centro.

EL O CC ID EN TE D E M É X IC O D U RA N TE EL CLÁSICO
Y EL PO STCLÁSICO TEM PR A N O

Las características del Occidente de M éxico durante el Clásico y el Postclásico


Temprano son;
a) La existencia de regiones estilísticas diversas que, sin embargo, pudieron
haberse derivado de un origen común.
b) La inexistencia de centros urbanos grandes, como en el Altiplano central
o en el valle de Oaxaca.
c) Inexistencia de estados rerritar-iaJ^s.
d) Presencia de tumbas de tiro (2 0 0 -6 0 0 n.e.).
e) Industria cerámica destacada.
f) El aislamiento que las sierras provocaron en los desarrollos locales.
El complejo cerámico de Colima es característico por sus estatuillas en ba­
rro, que incluyen representaciones realistas de figuras humanas en escenas coti­
dianas, perros, maquetas de casas, entre otros.
El complejo cerámico de Nayarit se distingue por su policromía: parejas, se­
res enfermos o deformes, hombres con pintura facial; maquetas de casas, tem­
plos y juegos de pelota, etc.
Después del 600/900 n.e. dejan de construirse tumbas de tiro y figuras cerá­
micas; el occidente se «mesoamericaniza», perdiendo importancia el culto fune­
rario. Quizá grupos de filiación nahua pertenecientes al emergente reino tolteca
174 LINDA MANZANILLA

entraran en la región (Schondube, 1974). En Talisco, jS)<iesarrollo arquitectóni­


co peculiar es el de los guachimontones, o montículos circulares dispuestos alre­
dedor de patios circulares en sitios como Ahualulco, El Saucillo, Laguna Co­
lorada y Jalisco (Weigand, 1990).^Asociados a estos montículos se encuentran
juegos de pelota y altares. Todos los sitios se encuentran ubicados estratégica­
mente en lugares cercanos a buenas tierras para el cultivo.'^
Otras tradiciones que coexistieron en el occidente durante el Clásico fueron:
a) La tradición de Tierra Caliente, a lo largo del río Balsas en Guerrero, de
características más mesoamericanas (pirámides rodeando plazas y juegos de pe­
lota ocasionales).
b) La tradición de El Bajío, que quizá dio origen al desarrollo Coyotlatelco
y que fue responsable de la cerámica cloisonnée. Esta tradición se caracterizó
por un uso extensivo de terrazas y cuartos con columnas (González de la Vara,
en Manzanilla y López Luján, 1989).
En Zacatecas y Nordeste de Jalisco, los sitios de Chalchihuites, Altavista, ce­
rro de Moctezuma, cerro del Huistle y La Quemada fueron desarrollándose en
los primeros nueve siglos de la era. Esta colonización forzada de tierra de nóma­
das tuvo su resistencia: la ubicación de los sitios en zonas defensivas es un indi­
cador. La sociedad se hizo belicosa. Este pueblo —do^okecas-chichimecas— fue
cofundador de Tula (Hers, en Manzanilla y López Luján, 1989). «

A RTICU LA CIÓN Y CAM BIO SO CIO ECO N Ó M ICO

A continuación esbozaremos una visión personal de las diferencias entre los de­
sarrollos del Clásico y del Postclásico Temprano.
Consideramos que la organización que predominó durante el Clásico en el
Altiplano central de México fue una que giraba en torno@ la institución del tem-
£lo como eje económico y religioso. Esta organización era responsable de la cen­
tralización de excedentes y de la articulación de circuitos redistributivos, colonias
de abastecimiento de recursos y redes de ^rovisionamiento de productos simtua-
rios. Otra característica es la existencia (de^grandes «capitales» macroregionales,
donde se generaron las primeras instituciones urbanas de Mesoamérica. //
Con la desintegración de este tipo de organización se crea @ gran vacío de
poder, que genera la competencia entre pequeños centros y la formulación de
nuevos valores sobre los cuales edificar una organización diferente; (Qconauista
territorial y el estado expansionista. Este tipo de desarrollo estaba centrado en la
institución del palacio, que permitía la capitalización de tierras y bienes proce­
dentes del tributo. Aparece también da) figura del comerciant^. ya no como emi­
sario de las instituciones de control, sino como un personaje con cierta capaci­
dad de decisión. ^
Así, proponemos la existencia de un cambio entre dos tipos de organización,
que probablemente tenga su paralelo en otros lados del mundo (desarrollo su­
merjo t/er.5M5.,E.stado acadio, desarrollo de T iwanaku versus Estado inca).
L A C IV IL IZ A C IÓ N M A Y A
E N L A H IS T O R L \ R E G IO N A L M E S O A M E R IC A N A

Lorenzo Ochoa

El conocimiento de las raíces que alimentaron el desarrollo de la cultura maya


clásica*' era, hasta hace relativamente poco tiempo, bastante endeble debido a su
carácter fragmentario. Hoy día, las investigaciones realizadas en distintos luga­
res de Belice y Guatemala, el Medio Usumacinta y Yucatán, así como en los al­
tos y la costa del Pacífico de Chiapas y Guatemala, permiten penetrar un poco
más en la comprensión de esos orígenes. Actualmente, aunque buen número de
hallazgos corroboran que la presencia humana en el territorio donde floreció la
cultura maya es bastante antigua, en modo alguno es dable pensar que dicha ci­
vilización surgiera de manera autónoma, sin el concurso de estímulos culturales
externos y aislada de otros grupos, como ha llegado a plantearse (cf. Marcus,
1983: 4 8 0 ; Hammond, 1983: 29). Pero si bien las culturas se enriquecen al en­
trar en contacto con otras, cambios y adela,nLO.S_se_desarrplla.n ^n el inferior
de los grupos mismos, después de adoptar y adaptar a sus propias necesidades
ideas y recursos materiales llegados del exterior. El caso de los mayas no es la
excepción. Su culminación y trascendencia cultural, entre los años 250 y 900
n.e., fueron resultado de sus propias transformaciones. ^

EL T E R R IT O R IO , EL PAISAJE Y LAS LENGUAS

Aunque no es fácil conocer la extensión territorial ocupada por los mayas de la


antigüedad, ésta puede calcularse en poco más de 320 000 km^, si pensamos no
sólo en la presencia ^ j)« escritura ieroglífica, estelas conmemorativas con inscrip­
ciones cronológicas denominadas «series iniciales» y uso arquitectónico de cu­
biertas abovedadas» (Rivera Dorado, 1985: 5) y se incluye el área aún habitada
por hablantes de alguna de las lenguas mayances (Morley y Brainerd, 1983: 19).
Desde los estados mexicanos de Tabasco y Chiapas hasta la república de El Sal­

* Entendida ésta como la de máximo apogeo de sus expresiones culturales. Cf. los trabajos de
C. Niederberger y L. G. Lumbreras.
176 LORENZO OCHOA

vador pueden apreciarse las tierras bajas y las tierras altas. Sin embargo, por las
aparentes diferencias con que en éstas se presenta la cultura y la diversidad am­
biental, el territorio se divide en tierras bajas del Norte, tierras bajas centrales y
tierras altas, conocidas también como área norte, área central y área sur.
La zona norte tiene clima seco, con escasas lluvias en verano y vegetación de
bosque bajo. Comprende casi toda la península de Yucatán, que es de origen cali­
zo y apenas sobresale del nivel del mar, excepción hecha de una pequeña serranía
de escasos 100 a 125 m de altura conocida como Puuc, que interrumpe la planicie
calcárea entre los Estados de Campeche y Yucatán. Esa planicie semiárida con­
trasta con las costas, donde existen manglares y pantanos, y el Sur de Quintana
Roo y Campeche, donde comienzan los montes altos y algunas corrientes y lagu­
nas cambian el paisaje. En efecto, debe aclararse que si bien la composición calcá­
rea de la zona norte impide la presencia de corrientes superficiales, su permeabili­
dad en cambio deja filtrar los escasos 750-1 000 mm de precipitación anual, de tal
manera que se conforman corrientes y depósitos subterráneos: los conocidos ce-
notes, que es el plural de la corrupción española de la palabra maya dzonot.
A medida que se avanza hacia el Sur, comienzan las tierras bajas centrales;
una zona de lluvias tan abundantes que llegan a sobrepasar los 2 000 mm anua­
les en promedio y aun, en ciertos casos, alcanzan los 4 5 0 0 mm. Ahí la vegeta­
ción se torna exuberante hasta convertirse en la selva alta perennifolia. También
sobresalen las selvas alta, mediana y baja superennifolia que se desarrollan en
diferentes altitudes y, finalmente, hacia la llanura costera, destacan las sabanas
de diversos orígenes, así como los manglares en las costas. Estas zonas de las tie­
rras bajas, en contraposición con las del Norte, cuentan con una amplia red hi-
drológica conformada por lagunas, pantanos, arroyos y corrientes tan imponan-
tes como los ríos Grijalva, Usumacinta, Hondo, San Pedro Mártir, Candelaria y
de la Pasión, entre otros, que cruzan el Sur de Campeche y Quintana Roo, buena
parte de Tabasco, Belice, el Petén guatemalteco y la Lacandonia. Esa red fue uti­
lizada como vía de tránsito y de comercio en la época prehispánica y hasta bien
entrado este siglo!^n las zonas bajas, por el clima y las asociaciones vegetales, se
forman lagunas y pantanos, de manera más impresionante hacia la llanura cos­
tera de Tabasco y Campeche. *
En el área central no hay grandes elevaciones; tierra adentro se levantan al­
gunas discontinuas sierras irregulares que alcanzan alturas superiores a los 600
m. Más adelante, comienzan a conformarse las estribaciones de las tierras altas,
que en términos generales sobrepasan los 500 m, con promedios superiores a los
1 2 0 0 msnm. Ahí las lluvias, al igual que en el resto de las tierras tropicales, caen
entre mayo y noviembre, con mayores concentraciones entre junio y octubre. En
el área sur, las precipitaciones más altas se dan hacia las laderas del Pacífico, en
cuyas costas abundan los manglares y las lagunas. Esta zona incluye las tierras
altas de Guatemala y Chiapas, donde las intrincadas serranías, ríos, lagos, bos­
ques de pino-encino y valles intermontanos como los de Quetzaltenango, Guate­
mala y Comitán complementan un cuadro que, con excepción de las costas, con­
trasta con la geografía de las tierras bajas.
Durante la época prehispánica, después del Preclásico Superior, salvo peque­
ñas porciones ocupadas por grupos no mayas como los xincas, nahuas y otras
LA CIVILIZACIÓN MAYA EN LA HISTORIA REGIONAL M E S O A M E RI C A N A \^^

más amplias de zoques, todo ese territorio estuvo habitado por grupos de habla
maya. H oy día se conservan alrededor de 26 lenguas mayances, cuyos hablantes
sobreviven en condiciones deplorables, como parte de las contradicciones pro­
pias del mundo moderno. De lo que fueron sólo podemos hablar a través de sus
testimonios orales, de lo registrado en algunas fuentes históricas, pero principal­
mente de los restos de su cultura material.
Del tronco lingüístico macromayance, acaso localizado en los altos Cuchu-
matanes, en la actual frontera de Guatemala con M éxico, comenzaron a dife­
renciarse las diversas lenguas mayas después del año 1500 a.n.e. (McQuown,
1964). Y aunque puede haber discrepancias en este planteamiento, una de las
preguntas que más intriga a lingüistas, arqueólogos y epigrafistas se relaciona
con la identificación de las lenguas que se hablaban en las tierras bajas centrales
durante la época Clásica. Si esta pregunta se planteara para el área norte, no hay
muchas dudas para afirmar que @ hablaba maya-yucateco. Hacia las tierras ba­
jas centrales se supone que se hablaba chol, supuesto que, sin mayores cuestio-
namientos, han seguido la mayor parte de los epigrafistas. A pesar de ello, aun­
que en esa área se hablaban lenguas cholanas, no hay duda de que hacia la zona
de las tierras bajas noroccidentales, en donde queda incluido Palenque, se habló
chontal (Ochoa y Vargas, 1979).*M ás aun, puede sugerirse que si bien en el Fe­
tén y la Lacandonia pudo predominar Q) chol, en el Sudeste de las tierras bajas
centrales tal vez se habló chort./>

ALGO EN TORNO A LOS ANTECEDENTES DE LA CULTURA MAYA

Desde varios milenios a.n.e., pequeños grupos aislados de recolectores cazadores


y pescadores explotaban algunas zonas del área que más tarde sería escenario
del desarrollo, la culminación y la decadencia de la cultura maya. De épocas
posteriores ai año 2000 a.n.e., hasta unos cuantos años después del inicio de
n.e., de Norte a Sur y de Oriente a Poniente, son incontables las pequeñas aldeas
y villas y los grandes centros políticoreligiosos que anteceden a la cultura maya.
El valle de Belice, desde épocas precerámicas, albergó numerosos grupos, cuya
identidad etnolingüística es imposible conocer. En Cuello, alrededor de la segun-
da mitad del segundo milenio a.n.e., los habitantes empezaron a tener ciertas
preocupaciones que iban más allá de la mera satisfacción de las necesidades ma­
teriales. En efecto, allí planearonCR) construcción de plataformas sobre las que
erigían estructuras, cuya función, por la forma en que distribuyeron los espacios
abiertos, distaba bastante de ser habitacional.^En éste, como en otros casos, a
veces enterraban los cuerpos de personajes distinguidos de la comunidad, cuyos
restos revelan que acostumbraban a deformarse la cabeza y gustaban de usar co­
llares y otros adornos (Hammond, 1982: 115-116).
Pero si en el valle de Belice, Cuello es uno de los asentamientos más antiguos
con prácticas agrícolas, intercambio y características de un pequeño centro políti-
coreligioso (Hammond, 1982), en las tierras bajas centrales Uaxactún, en el Pre­
clásico Superior, tuvo los primeros avances en los conocimientos astronómicos
heredados de la cultura olmeca (Ochoa, 1983). Asimismo, los habitantes plasma­
178 LORENZO OCHOA

ron sus ideas religiosas en mascarones que modelaban en estuco sobre las facha­
das de los edificios; costumbre encontrada también en Cerros y El Mirador, perfi­
lándose los antecedentes de la iconografía religiosa de los mayas. En Uaxactún y
Tikal, unos cuantos siglos a.n.e., se experimentó por primera vez con el empleo
de la bóveda en saledizo (cf. La Porte, 1987), rasgo que caracterizaría la arquitec­
tura maya clásica. Un poco antes comenzaron a desarrollarse los complejos arqui­
tectónicos de carácter astronómico, como el Grupo E de Uaxactún(^ el conjunto
Mundo Perdido de Tikal (La Porte, 1987). En Becán, Campeche, se construyó un
sistema defensivo en el Preclásico Superior (cf. Webster, 1974). Ya para entonces,
los primeros grupos mayances se habrían asentado en las tierras bajas centrales y,
en los últimos años del segundo milenio a.n.e., llegaron a la península de Yuca­
tán. Allá, en los últimos siglos a.n.e. y los primeros de la actual, Dzibilchaltún se­
ría uno de los asentamientos más extensos, como Lamanai y Cerros, en Belice, y
El M irador en Guatemala fueron los centros de mayor monumentalidad.
Y mientras éíí)Tikal apepas se iniciaba la construcción de la Acrópolis Nor­
te, en las tierras altas de Guatemala Kaminaljuyú destacaba por su extensión y
enclave. Sobre la costa del Pacífico, Chantuto revela ocupaciones precerámicas
de recolectores de moluscos (cf. Voorhies, 1976). En el Preclásico Inferior, des­
pués del año 1800 a.n.e., destaca la importancia que en algunos sitios como'Al-
tamira tuvo el cultivo de tubérculos (Lowe, 1975: 35)^.
Por el interior de la llanura costera, un sitio que presenta importantes vesti­
gios del Preclásico Inferior y una interesante intrusión olmeca a finales del Preclá­
sico Medio es Padre Piedra (aproximadamente el año 550 a.n.e.). Ya bastante tie­
rra adentro, alrededor del año 1100 a.n.e., cuando la cultura olmeca había
empezado a despuntar, en Chiapas el sitio Mirador parece haber sido un punto
de enlacgcomercial entre la costa del Pacífico y el golfo de México (cf. Agriniere,
19 6 4 ). J ^ l a cultura olmeca, en se localizó un bajorrelieve fechable entre fi­
nales <^1 P^clásico Medio e inicios del Superior. Por la costa, vestigios olmecas
contemporáneos y de la misma factura se conocen desde Chiapas hasta El Salva­
dor, lo que atestigua el importante papel que desempeñó en la zona dicha cultura
que, de acuerdo con algunos autores, pudo ser transportada por grupos de habla
zoque (cf. Lowe, 1983).#
Por otra parte, en Paso de la Amada hubo caseríos contemporáneos a los de
Altamira, cuyos habitantes se desenvolvían entre la costa del mar y el interior
practicando diferentes actividades. Mientras en el primer caso la pesca era una
de las más importantes, en el segundo destacaban la agricultura y la caza. En tér­
minos generales, en los inicios del Preclásico puede hablarse ^^aldeas agrícolas
téoricamente de carácter igualitario, que más tarde cambiaron a una sociedad je­
rarquizada en el Preclásico Medio^. r.

1. Ésta puede considerarse com o una alternativa a la explicación unívoca ^ la agricult\ira de


m aíz ra tre jo^jpugblosjnesoam eric^^ En efecto, tradicionalmente se ha p lan teaío ^ u e la b á s e le
su alim entación era el maíz; sin emBargo, en los trópicos bajos en esas fechas ¿Titonsum o de tuhércu-
los pudo haberlo sustituido."
2 . Es probable que la habilidad en el manejo de ciertos conocimientos relacionados con la ma­
nipulación del medio pudiera dar lugar a la diferenciación en el acceso a los recursos. De esta manera
LA CIVILIZACIÓN MAYA EN LA HISTORIA REGIONAL M E S O A M E RI C A N A | 79

Hacia el interior de la costa, pocos kilómetros al Este de Altamira, Izapa al­


canzaba gran apogeo en los últimos siglos a.n.e. y los primeros de ésta. Sus es­
culturas expresan varias ideas de la cosmogonía y el pensamiento religioso olme-
ca, pero también muestran claros nexos con Kaminaljuyú (cf. Lowe et a l , 1982:
fe s. 2.2 y 2.3), sin dejar de reconocer las posibles relaciones que tuvo Izapa con
@ á rea oaxaqueña y con las tierras bajas centrales. O
ü ñ p o c o más al Sur, en Guatemala, se localizaron asentamientos del año
1500 a.n.e. Entre esa fecha y el año 850 a.n.e. se reducían a pequeñas aldeas
compuestas por grupos de 3 a 20 familias, instaladas gg^casas hechas de varas
forradas con lodo, asentadas sobre plataformas de poca altura. Los caseríos es­
taban dispuestos en las partes altas de las riberas cenagosas de los estuarios y las
lagunas que rodeaban los manglares. Aunque la caza no tuvo mayor importan­
cia, la pesca y la recolección de ostiones y almejas era muy apreciada, si bien la
captura de tortugas, cangrejos e iguanas no era menor. En las zonas más altas
cercanas a las aldeas se practicaba la agricultura de roza y se cultivaba maíz de
la variedad N al T el (Coe, 1986: 47-48).
En el valle de Guatemala hay sitios con fechas de la segunda mitad del se­
gundo milenio a.n.e. Metates y manos de moler reflejan su dependencia del cul­
tivo del maíz, aunque hay evidencias de calabaza, aguacate, frijol, chile y acaso
mandioca o yuca (cf. Borhegyi, 1965: 8).*Xos poblados estaban formados por/
dos o tres docenas de casas hechas de bajareque con techos de palma, distribui­
das aquí y allá.^Eran lugares abiertos y sin protección, enclavados cerca de las
fuentes de agua en los valles intermontanos. Junto a las construcciones o cerca
de ellas, en puntos con poco o ningún riesgo de inundarse, se excavaban grane­
ros subterráneos en forma de botellón, de unos tres metros de profundidad,
práctica que también llevaban a cabo en lugares de Chiapas, Oaxaca y el Alti­
plano central de M éxico. En el Estado mexicano de Chiapas, el sitio de Chiapa
de Corzo tiene ocupaciones fechables alrededor del año 1400 a.n.e. Los metates
y las manos de moler recuperados reflejan indirectamente la importancia del cul­
tivo de maíz. Después del año 850 a.n.e. se aprecia que hubo cierto aumento en
las actividades, que culminan entre el 600 y 500 a.n.e., dándose fuertes relacio­
nes de intercambio con la costa del golfo de México y otras áreas. Parece ser que
los habitantes complementaban su dieta con los productos de la caza y con la re­
cogida de mejillones de agua dulce. Entre los años 450 y 125 a.n.e., Chiapa de
Corzo era un centro políticoreligioso con clara división de clases, a cuya cabeza
pudo haber estado un sacerdote (Lee, 1989: 196). Para entonces, se establecen
claras relaciones con los valles centrales de Oaxaca y se conservaron las que de
antiguo guardaban con la costa del Golfo (ibid.). A la última parte de ese pe­
riodo corresponde el hallazgo de 'la Estela 2 en aquel sitio, con una inscripción
del año 36 a.n.e. (Ayala, 1983: 189-191). Monumentos con inscripciones tem­
pranas también se han encontrado en Guatemala: la Estela 1 de El Baúl, del año

se pudieron ir conformando algunas familias que tuvieron la posibilidad de intercambiar ciertos pro­
ductos con otros grupos, especialmente bienes suntuarios. Conocim iento e intercambio serían funda­
mentales para la form ación de linajes. Aparentemente, para finales de ese periodo se acentúa la dife­
renciación de las sociedades, dándose paso a una organización política del tipo de los señoríos.
180 LORENZO OCHOA

36 n.e., y las números 2 y 5 de Abaj Takalik, cuyas fechas corresponden a la pri­


mera centuria y al año 126 n.e., respectivamente.
Hacia las tierras altas de Guatemala, en el centro políticorreligioso de Kami-
naljuyú, se recuperaron interesantes estelas labradas, que muestran ciertos rasgos
relacionados con Izapa y que Joyce Marcus (1976; 55) considera textos que an­
teceden al sistema maya de registro. En ese lugar, los montículos de tierra, que a
veces alcanzan de 5 a 20 m de altura, remataban en templos hechos de materia­
les perecederos, a los que se accedía por medio de una escalera. Ocasionalmente
se hacían montículos funerarios y las tumbas se forraban con madera y petates,
en donde se colocaban los restos de personajes importantes, cuyos cuerpos se cu­
brían con polvo rojo de cinabrio, depositándoles comida, joyas y vasijas como
ofrendas.^A veces ^ l e s sacrificaban hombrea^-Y-JimÍ£re.a._adultos o niños, lo que
refleja una diferenciación social v la existencia de jefes.
Para el Preclásico Superior y Protoclásico sólo se puede hablar de rasgos ais­
lados de lo que sería la cultura maya. En Dzibilchaltún, si bien todavía no se co­
nocía la bóveda en saledizo, construyeron en cambio grandes plataformas de
mampostería que sostenían templos hechos con materiales perecederos; cono­
cían V u s a b a n el bañn de vapor, o c h o k o h sintum bil h a ’, costumbre que proba-
blemente se relaciona con ritos de purificación (Rivera Dorado. 1985: 63).
En el Preclásico Superior, la mayor parte de los sitios costeros del Norte y
Oeste de Yucatán parecen haber sido pequeñas comunidades de pescadores cu­
yas casas, distribuidas de manera dispersa, se construían sobre modestas plata­
formas hechas de tierra y concha. Algunos materiales revelan que aquellos gru­
pos mantenían intercambios de. escasa importancia con poblaciones del interior.
En otros casos, ciertos sitios pudieron dar cabida a un mayor número de habi­
tantes que, en buena medida, se dedicaban al comercio (Eaton, 1978: 2-63). En
el Sur de Campeche, no deja de llamar la atención que se afirme la tesis de que
Becán, después de una corta existencia y sin gran población, requiriera de un
«foso defensivo» en los últimos siglos del Preclásico Superior o en el Protoclási­
co, sin que aún se conozca bien para qué lo necesitaban (Webster, 1974; Prenti-
ce, 1981). Efectivamente, desde mi punto de vista, con base en la relación que
guarda el foso con los edificios, todo parece indicar que aquel es posterior a los
inicios del Clásico. '
Alrededor del año 1000 a.n.e., en el interior de la costa, sobre los bancos del
Usumacinta Medio, había pequeñas aldeas de carácter igualitario, formadas por
unas cuantas casas hechas de varas forradas de lodo. En algunos casos hubo
fuerte dependencia d ^ o s productos del río: tortugas^eces de varias ela§„es^,_mo­
lu sc o s,_ c ^ tá c e o sy a ^ s^ cu á tic a s (Ochoa y Casasola, 1978: 28), sin pasar por
alto que tambiénQ^ iguana y el venado formaron parte de la dieta de aquellos
grupos ribereños. Hasta ahora, desconocemos qué tipo de productos cultivados
se aprovechaban, pues ni metates ni manos o morteros fueron recuperados y los
restos botánicos indican que el maíz no se conoció hasta el Preclásico Medio,
época en que también comenzaron a utilizar el epazote.
Entre los años 800 y 600 a.n.e., algunas ceránúcas y figurillas reflejan rela­
ciones con el área nuclear olmeca, que se extendía entre el Sur del actual Estado
de Veracruz y el Noroeste de Tabasco. Estos nexos se incrementaron a finales
LA CIVILIZACIÓN MAYA EN LA HISTORIA REGIONAL M E S O A M E RI C A N A |8I

del Preclásico Medio (aproximadamente entre el 600-500 a.n.e.) y se extendie­


ron a las tierras bajas centrales. Para entonces, en sitios del Usumacinta Medio
se erigen plataformas grandes sobre las que plantaban construcciones localiza­
das frente a espacios abiertos que, si bien hechas también con varas y forradas
con lodo, por sus dimensiones y restos materiales eran distintas a otras habi­
taciones. ■'La diferencia en las cerámicas y restos botánicos y de animales recu­
perados refleja una clara desigualdad en el acceso a los recursos, marcando dife­
renciaciones en el interior de ios grupos^ La dependencia de la agricultura cobra
importancia, sin que la pesca ni la recolección de moluscos y caza menor hubie­
ran variado. Poco después, entre finales del Preclásico Medio e inicios del Pre­
clásico Superior, portadores de cultura olmeca se asentarían en varios puntos del
Usumacinta Medio y cerca de la cuenca del San Pedro M ártir (Ochoa, 1982;
1983; Ochoa y Hernández, 1977). Este panorama explica cómo, en el Preclásico
Superior, el Usumacinta Medio desempeñó un papel sobresaliente como vía de
tránsito e intercambio y fue un eslabón en los antecedentes olmecas de la cultura
maya (cf. Ochoa, 1983).

LOS PRELUDIOS DE UNA CULTURA

El desarrollo de la cultura maya fue precedido por un corto lapso, comprendido


entre los años 100 y 50 a.n.e. y 250 n.e.. llamado Protoclásico. Durante ese ínte­
rin, algunos de los sitios que se han mencionado decaen y más tarde son total­
mente abandonados, como es el caso de Cerros, en tantQ_g|ue El Mirador alcan­
zaría su máximo apogeo, mientras que otros como T ik ^ se perfilaban como
grandes urbes. Éste, incluso, llegó a ser capital de un gran territorio. En ese lap­
so, la interacción de los desarrollos internos y externos daría lugar a la confor­
mación de la cultura maya. En numerosos sitios se incrementa la población; la
organización política, otrora sencilla, em p ica a sufrir ciertos cambios en sus es­
tructuras hacia finales del periodo anterior. En efecto, comienzan a conformarse
una serie pequeños señoríos independientes, a cuyo frente pudo estar un jefe
que, adem ás^e concentrar el control territorial y político en sus manos, por
considerarse de origen divino, funda linajes, por lo que sus parientes más próxi­
mos ejercerán los más altos puestos de mando^./Ca)reproducción social de estos
grupos la lograban no sólo por el control territorial, político y económico, sino a
través de alianzas matrimoniales con otros linajes reconocidos por su jerarquía"*.
Este tipo de organización permitió que en las tierras bajas del Norte centros
como Dzibilchaltún, Chunchumil y Komchen, entre otros, monopolizaran la
producción de algodón y sal, así como su comercialización en las tierras bajas
centrales. Por la costa del Pacífico y las tierras altas de Chiapas y Guatemala las

3. Para una explicación más detallada de este asunto y del modo de producción de los mayas,
cf. Rivera Dorado, 1 9 8 5 : 2 3 1 .
4. Vid. infra el registro del tiempo y la historia. El «glifo introductorio» es una anotación ca-
lendárica especial que abre la serie inicial con que empieza un gran número de inscripciones (cf. Ber-
lin, 1 9 7 7 : 53).
182 LORENZO OCHOA

notaciones de puntos y barras, no ortodoxamente mayas, así como la iconogra­


fía de Izapa, Abaj Takalik, El Baúl, Chiapa de Corzo, Kaminaljuyú y otros sitios
preludiaban el gran momento, que llegaría después del año 250 n.e. Hasta aho­
ra, por lo menos en las tierras bajas centrales, el uso del glifo introductorio y del
sistema de cuenta larga en las inscripciones se encuentran por vez primera en la
Estela 2 9 de Tikal, que corresponde al 6 de julio del año 292 n.e.
Asimismo, el dominio de los sistemas de construcción, con la aplicación del
falso arco y el desarrollo de los impresionantes estilos artísticos en los que plas­
maron no sólo sus conocimientos científicos, sino también su ideología religiosa,
a partir de la cual concibieron las ciudades de acuerdo con su cosmovisión. Co­
mo todo lo anterior, también(j^planeación de los observatorios astronómicos y
de los grandes conjuntos arquitectónicos, con sus particularidades regionales, es­
tuvo sustentada en una sociedad clasista, que planeó y desarrolló sistemas inten­
sivos de producción agrícola e incrementó la red de comercio. Esta ampliación
del comercio permitió a ese grupo monopolizar el acceso a productos básicos y
de corte suntuario, además del intercambio de ideas que coadyuvaron a estruc­
turar el andamiaje de la cultura maya clásica, que se extendió desde los Estados
sureños y la península yucateca en México hasta Centroamérica.

ORG A N IZA CIÓN POLÍTICA Y SOCIAL

Una de las mayores dificultades que plantea el estudio de una civilización como
la maya es la de alcanzar a entender en qué tipo de organización política y eco­
nómica descansaba su desarrollo. Según Joyce Marcus (1976), la organización
política se caracterizaba por (Id existencia de ..territorios independientes con sus
capitales, de las cuales dependían centros de menor importancia. Pero esa orga­
nización no se dio repentinamente, sino que obedece a una evolución que se ini­
cia en el Clásico Temprano (1989, ms). Para entonces, acaso podría hablarse de
una organización basada en provincias autónomas que hacia el Clásico Tardío
sufren un cambio en sus estructuras y devienen en Estados regionales con cen­
tros primarios, secundarios y terciarios. Para diferenciarlos, se toma en cuenta el
número de estelas, canchas de juego de pelota, monumentalidad arquitectónica,
pero lo más importante es la presencia del Glifo Emblema, que era una suerte de
símbolo del lugar gobernado por determinado señor. Marcus, a partir del es­
tudio de la Estela A de Copán, dedicada al gobernante XVIII Jog, en el año
731 n.e., desarrolló un modelo cosmológico cuatripartito de la organización po­
lítica de las tierras bajas centrales: «parece claro que para el año 731 de nuestra
era, Copán, Tikal, Calakmul y Palenque fueron las capitales de grandes Estados
regionales y, poco después del año 731 de nuestra era, Yaxchilán también lo se­
ría» (1 9 8 9 , ms). Este tipo de organización política no parece haber sido exclusi­
vo de las tierras bajas centrales, pues hacia las tierras bajas del Norte pudo exis­
tir algo semejante, bien que en esta parte ^ío^es fácil reconocer cuáles pudieron
haber sido las capitales regionales.
En esta área las inscripciones son menos frecuentes; la más antigua, fechada
en el 4 7 5 n.e., se localizó en la espléndida ciudad de Oxkintok. Varias fechas pro-
LA C I V I L I Z A C I Ó N MAYA EN L A H I S T O R I A R EGIO N AL M E S O A M E RI C A N A | 83

ceden de Edzná y se ubican entre los años 672 y 782 n.e. Aunque llama la aten­
ción, no es extraño que estas fechas sean relativamente tardías en relación con las
tierras bajas centrales, pues fue donde desarrollaron y perfeccionaron la forma de
contar el tiempo a partir de una fecha determinada, el año 3114 a.n.e/. Otros lu­
gares conocidos también ^ n e n inscripciones con «cuenta larga» Chichén Itzá.
Tzibanché e Ichpantú’n. De todos los sitios de ía península, el que cuenta con el
mayor número de inscripciones es Cobá, cuyas fechas van del año 623 al 732
n.e., lo que me lleva a pensar que esta urbe, al igual que Oxkintok, Edzná y Chi­
chén Itzá, en distintos momentos, pudo ser capital regional.'^feste tipo de organi­
zación política probablemente existió en las regiones de Río Bec, Chenes y Puuc.
Para el área sur, quizás Kaminaljuyú podría apuntarse como una capital regional.^
Dentro de estos Estados centralizados pueden reconocerse dos clases sociales
claramente diferenciadas: nobles y plebeyos. Por otra parte, existen fuertes du­
das en cuanto a la existencia de esclavos que, si bien desde el punto de vista de la
iconografía parecen reconocerse en algunas representaciones, no se sabe cómo
participaban en la sociedad del periodo Clásico maya. A pesar de ello, si se toma
en cuenta que el papel que ese grupo desempeñó en el periodo Postclásico acaso
no fue muy distinto al de siglos atrás, entonces podría suponerse que)buena par­
te de suiuerza de trabajo se empleaba en la realización de las grandes obras pú­
blicas y aun en la producción de medios básicos.

PO LÍTICA Y ECO N O M ÍA

Esa organización política permitió el desarrollo de una base económica funda­


mentada en la práctica de la agricultura y el comercio (cf. Ochoa, 1979). La pri­
mera de estas actividades se llevaba a cabo tanto intensiva como extensivamente.
Aunque no es fácil referirse a las relaciones de producción, es posible señalar que
la tierra pudo estar bajo 0 ^ n t r o l del señor, o ÁhalIT^uyo puesto era heredita­
rio y. la administraba el grupo en el poder que pertenecía a su mismo linajeí'Este
grupo recibía tributo en especie y en fuerza de trabajo para cultivar las tierras y
para el mantenimiento de las obras de intensificación agrícola, especialmente ca-
nales, campos levantados v terrazas, localizadas en lasj:i«ras bajas centrales y al
Sur de Yucatán, cuyas fechas corresponden al período Clásico._En el área norte,
aunque la intensificación agrícola fue más difícil, hubo diversas formas de apro­
vechamiento del agua; desde la construcción de chultunes o cisternas, así como
depósitos en el fondo de las aguadas, conocidos como buktés o bu kteil (cf. Ba­
rrera Rubio y Huchim Herrera, 1989: 27 9 -2 84), sin pasar por alto la construc­
ción de terrazas asociadas a chultunes (Schmidt, 1981, en Barrera Rubio, 1987:
132). En este aspecto, dadas las limitaciones que ofrece el paisaje calcáreo de la
península, se ha concluido ^u^los maya-yucatecos tuyieron un «manejo integral
de los recursos bajo el sistema ^^m ilpa, que permitió generar el plusproducto

5. Esta fecha fue fijada por los mayas de manera convencional para poder referir todos los
acontecimientos a partir de ella. En el apartado «El registro del tiem po...» se hará referencia a esto.
184 LORENZOOCHOA

necesario para el sostenimiento de la estructura económica de la sociedad prehis-


pánica que se desarrolló en el área [Puuc]» (Barrera Rubio, 1987: 137)®.
Según mis propias observaciones y las pruebas arqueológicas, la agricultura
intensiva se circunscribía a zonas bastante inmediatas o muy cercanas a los gran­
des centros, desde donde la producción era controlada por la élite. Aunque no es
fácil explicarlo, todo tiende a señalar que el común del pueblo no participaba de
los beneficios,ígu^ran destinados al s o s t e n i m i e n t o HpI apararn hiirnrráfirC), m i -
litar y sacerdotal, y a la obtención de bienes suntuarios por medio del intercam­
bio.. De esta suerte, © m a y o ría campesina tuyo necesidad, continuar con sus
prácticas agrícolas de tipo aldeano, autosuficiente y a la usanza tradicional: la
roza (cf. Ochoa, 1979)^. »
La segunda actividad económica de importancia fue el intercambio a gran es­
cala, tanto intrarregional como interregional a larga distancia. Sobre este último,
si nos atenemos a la información que del momento anterior al contacto europeo
proporcionan las fuentes e s c r it^ no quedan muchas dudas en cuanto a que estu­
vo monopolizado por la é lite .® través de esa mstitución los señores adquirían
bienes suntuarios de diversa procedencia. Los mercaderes intercambiaban plumas
de aves preciosas, copal y resinas de los altos de Guatemala y Chiapas; obsidiana
de Guatemala o del centro de México; piedras verdes de Honduras; prendas teji­
das en algodón de Yucatán; cacao del Soconusco y la Chontalpa; pieles de anima­
les de distintos puntos de las tierras tropicales; corales del Caribe; espinas de
mantarraya del Caribe, del Golfo o del Pacífico; sal de la costa de Campeche y
Yucatán, sin que faltara la cerámica suntuaria de distintos lugares.
Aparte de estos productos, a través de esas interrelaciones se adquirían otros
conocimientos y se familiarizaban con otras ideologías, que con frecuencia fueron
aceptadas. Rdaciones de intercambio se.dieron entre las tierras bajas centrales
con los altos y el área norte; con Oaxaca, la costa del Golfo y el centro de M éxi­
co; entre la costa del Pacífico y el Golfo. De todas esas relaciones sobresalen las
que se establecieron entre Kaminaljuyú y Teotihuacan, y las de esta última urbe
con Tikal. Incluso.f^ a u s a de esoslntereses se entablaron alianzas matrimoniales
y, como sucedió en e f segundo caso, se fundaron verdaderas dinastías.

A RQUITECTURA Y URBANISMO

Solamente con esa organización política de carácter estatal centralizado, la coe­


xistencia de las dos formas de explotación agrícola apuntadas, éDmonooolio del
intercambio a larga distancia y la perpetuación del poder a través de los matri-
monios entre los descendientes de los linajes más reconocidos, fue posible que

6. Se trata del manejo global tomando en cuenta las propiedades del suelo, de la vegetación, de
las variedades de semilla que sembraban en distintos puntos al inicio del ciclo agrícola, «de acuerdo al
adelanto o atraso del periodo regular de lluvias». Todo esto «dio lugar a un sistema extensivo de milpa
basado en el pluricultivo, con posibilidad de obtener cosechas múltiples» (Barrera Rubio, 1987: 137).
7. Para una discusión y cuestionamiento relacionados con los alcances de la intensificación
agrícola entre los mayas, cf. O choa, 1990.
LA C I V IL IZ A C IÓ N M A Y A EN L A H I S T O R I A REGION AL M ESOAM ERICANA |85

los grupos se mantuvieran en el poder a lo largo de varias centurias. De esta for­


ma llegaron a desarrollar excepcional civilización, reconocible por sus gran-
des urbes, que no sólo estaban enclavadas en lugares estratégicos, sino que ^ s u
trazo y en ocasiones en su ubicación responden ajana concepción cosmogónica.
En las ciudades se refleja un claro dominio en el uso de los materiales y de
las técnicas de construcción, además de q u e@ arau itectura siempre se adecuó al
paisaje, ya por medio de la crestería que remataba el techo de los edificios, ya
por medio de los grandes basamentos o integrando la escultura en las fachadas.
En la búsqueda de esas soluciones, los mayas desarrollaron diversos estilos ar­
quitectónicos regionales, de modo que las ciudades del Petén no se confunden
con las del Usumacinta, que a su vez son diferentes de las del área norte, donde
los estilos Chenes, Río Bec y Puuc son excepcionales por la riqueza de la decora­
ción de las fachadas. En éstas, el trabajo del mosaico de piedra y los mascarones
del dios Chac ponen un toque inconfundible en lo general, pero distintivo en lo
p arti^ lar, por los elementos decorativos que definen cada estilo.
*'.!El)centro de las ciudades estaba ocupado por los principales edificios públicos,
entre los cuales los espacios abiertos o plazas servían de marco para desarrollar ac­
tividades políticas, religiosas y comerciales. y\hí residían no sólo los gobernantes y
sacerdotes, í^n^también las fsOTÍliasJigadas-aLgnjEO «i_el^Qd£L. En las ciudades
vivían igualmented^especialistas gu^esy ban al servicio de la élite, desempeñando
los más diversos oficios; tal vez junto a ellos estarían los esclavos que participaban
en la construcción y el mantenimiento de las grandes obras públicas. En las afueras
estaban los camp>esinos, aunque no necesariamente debemos pensar que las ciuda­
des mayas estaban dispuestas en círculos concéntricos, pues no había una distribu­
ción rígida de las áreas de vivienda, amén de que en ciertos casos los campesinos
podían habitar alejados de las urbes, en pequeñas aldeas y pueblos. A veces las ur­
bes pudieron estar distribuidas de esa manera, como en el caso de Tikal en el Petén,
donde se ha calculado que vivían más de 40 000 almas, o Dzibilchaltún en el Norte
de Yucatán, cuya población fue tan numerosa como la de Cobá, ciudad que a lo
largo de su existencia llegó a extenderse por una superficie de más de 40 km^. Pero
en éste, como en otros lugares, los cálculos de población que se han hecho deben
tomarse con todas las reservas del caso. Es imposible llegar a saber si la ocupación
era constante y si todas las viviendas estuvieron ocupadas al mismo tiempo. /

A RQ UITECTU RA, R ELIG IÓ N E ID EO LO G ÍA

Templos y construcciones como el del juego de pelota estuvieron ligados con la


religión y dan buena cuenta de la importancia de su ideología a través de las re­
presentaciones materiales en piedra y estuco con que decoraban aquellos edifi­
cios. Los escritos de épocas posteriores nos señalan una desesperada búsqueda
explicativa del papel y del lugar que ocupaba el hombre maya en el universo®.

8. Los planteamientos que siguen están basados en Villa R ojas, 1 9 6 8 ; Thom pson, 1 9 75; Sche-
lle y Freidel, 1 9 9 0 ; Schelle y M iller, 1 992; Rivera Dorado, 1990.
136 LORENZOOCHOA

Un cosmos conceptuado en tres planos^dispuestos verticalmente: el celestial, el


terrenal y el inframundo (Ilustración 1). El primero lo concebían dividido en tre­
ce pisos y el último en nueve, conformando dos especies de pirámides unidas por
el plano terrenal^En el primer caso tenía seis pisos en un lado, que recorría el sol
antes de alcanzar el séptimo que, en realidad, correspondía al treceno o superior,
ya que a partir de éste iniciaba su retorno pasando por los otros seis antes de pe­
netrar en el mundo inferior. Este inframundo lo concebían con cuatro pisos de
cada lado que recorría el sol de la misma manera hasta alcanzar el cuarto que,
en verdad, correspondía al noveno, el punto más profundo a donde llegaba el
astro antes de iniciar su retorno. Ambos extremos estaban comunicados por el
árbol sagrado, que era una ceiba o yaxché, el axism undi, que unía los tres pla­
nos, según su cosmovisión. En este sentido, para explicarse la forma como fun­
cionaba creían que el mundo estaba dividido en cuatro partes horizontales o
rumbos que se identificaban con un color y un dios. Al Este correspondía el rojo,
el blanco al Norte, el amarillo al Sur y el negro al Oeste; en tanto, los dioses es­
taban colocados en cada esquina para -SQSlenei_aLmundo, cuya imagen era la de
un cocodrilo. En su mentalidad este animal representaba la superficie terrestre
sobre la que estaba p la n ta á o ^ rn ax ch é o árbol sagrado, cuyas raíces llegaban al
inframundo y cuyas ramas tocaban las esquinas del mundo celestial, uniendo los
tres planos verticales^ Desde esta perspectiva.(í ^ m avas se afanaron en una bús­
queda explicativa de los lazos de unión eatre lo divino v lo humano, aun después
de la muerte, que concebían como un cambio a otra forma de vida y que, como
los planos verticales del universo, quedaban unidos en una suerte de eterno re­
torno. De ahí que gobernantes, sacerdotes y familiares ligados a las más impor­
tantes dinastíasfs^ on cib ieran como el cosmos, en una secuencia infinita, por lo
cual eran enterrados debajo de los edificios y templos principales, acompañados
de ricas ofrendas. Algunos señores incluso, en su obsesión por alcanzar esos pla­
nos, ordenaron la construcción de impresionantes y fastuosas tumbas.
En efecto,6 ^ q u e los dioses eran io s legitimadores, del poder de los señores,
de los linajes y las dinastías, éstos cumplían el papel de intermediarios entre aqué­
llos y los hombres. Por lo tanto, no es tan extraño que los dioses creadores Ixpi-
yacoc e Ixmucané; el dios del cielo diurno y nocturno Itzamná; la diosa de la
Luna pero también de la Tierra Ix Chel; el dios solar y del tiempo Kinich Ahau;
o el dios de la lluvia y de la fertilidad Chac, fueran concebidos en una dimensión
casi humana y, como tales, introducidos en su mito¡QgÍ3,. Así, los dioses adqui­
rían una dimensión histórica, como si en verdad hubieran tenido existencia te­
rrenal en «otro tiempo o en el origen de los tiempos, que vivieron, lucharon,
amaron y sufrieron, [que] incluso murieron una o varias veces» (Rivera Dorado,
1990: 102). Acaso por eso Rivera Dorado con justa razón señale que «los dioses
mayas no son representaciones antropomorfas de las fuerzas natur^;^ sino ex-
presión me^^órica [...] de los principios fundamentales de la ideología» (ibJS^).
Mundos c ele st^ )Tteñ-éñál~dioses~yTióffibFel forman un todo indivisible.
De ahí tal vez que ({^obsesión de los mayas por observar los fenómenos natura­
les y del universo se debiera a que «como los asuntos humanos están sometidos
a las mismas reglas de recurrencia que el movimiento de los astros o la sucesión
de las estaciones, conociendo el engranaje de los segundos, se puede adivinar
LA C I V I L I Z A C I Ó N MAYA EN L A H I S T O R I A R E G I O N A L M E S O A M E RI C A N A 187

Ilustración 1
LOS PLANOS D EL UNIVERSO

T I E R R A
(M O R A D A D E L O S V IV O S )

IN F R A M U N D O

(M O R A D A D E L O S M U E R T O S )

M E D IA

0 N O C H E

Puente: Basado en A. Villa Rojas.

— O sea, predecir— lo que el destino depara a los reyes, a los nobles y a los ple­
beyos» (ibid.). Concepción cíclica de la vida que aún conservan los mayas actua-
les, para quienes en sus idiomas el tiempo futuro no existe ni se usa de la misma
forma con que lo utilizamos ei^ u estro idioma. J ^ f u turo no está adelante sino
atrás. Se_predk£^lo c o n o c id q j^ fu tu ro sólo se recrea,. Lo que ahora es, fue y
188 LORENZO OCHOA

será. ^Pasado, presente y futuro son uno m i s m o N o sería inexplicable,


entonces, por qué los mayas tuvieron tanto interésela)escribir sus «profecías»,
como las que se asentaron en el Chilam Balam de Chum ayeL Q y n z is la cons­
trucción de edificios para observatorios y aun la planificación de conjuntos ar­
quitectónicos llevaban ese misma intención.

EL R EG ISTR O DEL TIEM PO Y LA HISTORIA

Pero no parece haber sido tan sólo ese el propósito, pues de igual manera los ob­
servatorios tuvieron fines prácticos. Ambas situaciones se entremezclaban. íí^ lín ea
que separaba la ideología religiosa del COTodmietóo práctico jfprmaija p.artLdfiLlá
manipulación del po3er.qüeTe'áIIza5an los sacerdote^s. De ahí la conceptualización
cosmogónica de las urbes o bien la orientación de los edificios y aun de ciertos
conjuntos arquitectónicos,(gu^intención era conocer el cambio de las estaciones.
solsticios V equinoccios. conocImíeñtó"vrtar en los puel^s agrarios para determi­
nar los c i ^ s agrícolas. Las fechas de los cambios podían registrarlas puntualmen­
te por el manejo de un calendario usado al efecto.
En este sentido, los mayas desarrollaron otros calendarios, aunque los más co­
nocidos son el de 365 y el de 260 días. Este último se formaba por la combinación
de 20 días y 13 numerales y se le denomina \tzolkín,\que quiere decir «cuenta de
los días», a cambio de su nombre original, que se d ^ o n o ce (Ayala, 1990: 120,
nota 3). Dicho calendario también recibe el nombre<ge^lmanaque sagrado, ya que
eUdestino del hombre maya se regía por los augurios, buenos o malos, que corres-
pondían al día de su nacimiento .^^Pero si de acuerdo con ese calendario el día del
nacimiento de una persona no era propicio, entonces podía manipularse para cam­
biarlo por uno más adecuado. De esta manera, cuando era factible y especial­
mente © s e trataba de u_i]L¿escendiente de la nobleza, se podía reorientar la suer-
te de la vida del niño, k

LO S G LIFO S D E LOS V EIN TE DÍAS DEL TZO LKÍN O ALM ANAQUE SAGRADO
(calendario de 260 días)

Chuen Eb Cib Caban Etznab Cauac Ahou

Tomado de N . Hammond. Redibujado por César A. Fernández.

9. Schumann (1968) discute con detalle este asunto en relación con el evidencial en las lenguas
mayas.
LA C I V I L I Z A C I Ó N MAYA EN L A H I S T O R I A R EGIO N AL MESO A ME R IC A N A | 89

El primer día del T zolktn era im ix y el último ahau. Como son 20 días y sólo
13 numerales, entonces el décimocuarto día ix volvía a caer en uno, y así sucesi­
vamente, hasta completar las 2 60 combinaciones:

Imix 1 8 2 9 3 10 4 11 5 12 6 13 7
Ik 2 9 3 10 4 11 5 12 6 13 7 1 8
Akbal 3 10 4 11 5 12 6 13 7 18 2 9
Kan 4 11 5 12 6 13 7 1 8 29 3 10
Chichan 5 12 6 13 7 1 8 2 9 310 4 11
Cimi 6 13 7 1 8 2 9 3 10 4 11 5 12
Manik 7 1 8 2 9 3 10 4 11 5 12 6 13
Lamat 8 2 9 3 10 4 11 5 12 613 7 1
Muluc 9 3 10 4 11 5 12 6 13 71 8 2
Oc 10 4 11 5 12 6 13 7 1 82 9 3
Chuen 11 5 12 6 13 7 1 8 2 9 3 10 4
Eb 12 6 13 7 1 8 2 9 3 10 4 11 5
Ben 13 7 1 8 2 9 3 10 4 11 5 12 6
Ix 1 8 2 9 3 10 4 11 5 12 6 13 7
Men 2 9 3 10 4 11 5 12 6 13 7 1 8
Cib 3 10 4 11 5 12 6 13 7 18 2 9
Caban 4 11 5 12 6 13 7 1 8 29 3 10
Etznab 5 12 6 13 7 1 8 2 9 310 4 11
Cauac 6 13 7 1 8 2 9 3 10 4 11 5 12
Ahau 7 1 8 2 9 3 10 4 11 512 6 13

Al lado del T zolktn se encontraba el calendario civil o Ha¿z¿^ividido en 18


meses de 2 0 días, más un mes de cinco días o u ayeb, que eran días sin nombre o
aciagos. La combinación de ambos calendarios daba a los mayas la ventaja de
no volver a repetir la misma fecha antes de que transcurrieran 52 años, que equi­
vale a un ciclo indígena o rueda calendárica (RC). Esto es, para que coincidieran
un día del T zolkíf^ con un día determinado de los meses del H aah tenían que
transcurrir 52 años. /
La e x a c titu ^ o n que los mayas contaban el tiempo fue resultado de cuatro
grandes logros:Q^concepción de una «fecha era»,(í^invención del cero con va­
lor posicional. una numeración vigesimal y un sistema de representación gráfica
de los «signos» calendáricos v no calendáricos. El primer logro fue haber tenido
una «fecha era» como punto de partida para referir todos los acontecimientos
que les interesaba dejar asentados. Esa fecha corresponde al 11 de agosto del
año 3114 a.n.e. o al 12 de agosto del 3113 del calendario gregoriano, según dis­
tintos autores^®..Al contar el transcurso del tiempo por medio de unidades con­
vencionales a partir de una fecha («fecha era»), pudieron registrar sin confusión

10. Entre otros autores, Coe (1 9 8 0 : 46) proporciona la primera de esas fechas; en tanto que
Ruz (19 8 1 ; 173) da la segunda.
190 LORENZO OCHOA

GLIFOS DE LOS 18 M ESES DEL HAAB


(calendario de 365 días)

los acontecimientos más relevantes de su historia. A ese procedimiento de regis­


trar el tiempo se le llama «cuenta larga».
Las unidades convencionales del registro del tiempo son:

Kin = 1 día.
Uinal = 2 0 días = 2 0 kines (un día).
Tun = 360 días = 1 8 uinales (un año).
Katun = 7 200 días = 2 0 tunes.
Baktun = 144 000 días = 20 katunes.

Otro de los logros que permitió a los mayas alcanzar un exacto registro del
tiempo fue la invención del cero con valor posicional, que entre ellos no significó
supresión, ^m ^com pletam iento». Este concepto se reconoce en la figura de una
LA C I V I L I Z A C I Ó N M A Y A EN L A H I S T O R I A R E G I O N A L M E S O A M E RI C A N A 191

C O M BIN A C IÓ N DE LOS CA LEN D A RIO S DE 2 6 0 Y 3 6 5 DÍAS


O RUEDA CA LEN DÁRICA

Tomado de N. Hammond. Redibujado por César A. Fernández.


1^2 LORENZO OCHOA

concha, según el códice de Dresde. Asimismo tuvieron un sistema de representa­


ción gráfica de ios signos ^alendáricos y no calendáricos: numerales, nominales,
¿ireccionales y de acción. Finalmente, estaría su contabilidad de carácter vigesi­
mal, que representaban por medio de puntos y barras verticales u horizontales;
el punto tenía valor de uno y la barra de cinco: f

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
11 12 13 14 15 16 17 18 19 O

Conociendo el registro calendárico, el sistema de escritura y la representación


¿el Glifo Emblema de donde procede una inscripción, gS) factible ubicar en el
riempo y en el espacio los acontecimientos más relevantes de lajiistoria de las cla-
cpTéñ el poder"5g~uíi lugar determinado^ De esta manera se ha podido determinar
de (gü^ inscripciones los m ^ as se preocuparon por reflejar nacimien-
tns.jenealogías, matrimonios, alianzas, guerras y conquistas, pero también mi­
tos, ideas religiosas y cosmogónicas.» Acontecimientos e ideas que plasmaron en
estelas, altares, jambas, dinteles, tronos y escaleras, así como en placas de piedra
verde, vasijas, huesos de animales y humanos, y espinas de mantarraya.
Y aunque es difícil probarlo, no es improbable que en los primeros siglos de
n u e s t r a €riQesos registros los plasmaran en piel, telas de algodón y aun en papel,

con los gu^manufacturaron sus códices p libros doblados en forma de biombo,


que por díesgracia no llegaron a nosotros. De éstos, hasta hace poco tiempo, sólo
se conocían tres: D resde, M adrid y París, cuyo nombre se debe a las ciudades en
1:íi donde se encuentran. En los últimos años apareció un cuarto códice, el G rolier,
[ i| que está bastante dañado y es distinto de los primeros, pero cuya factura parece
h jer de indudable origen prehispánico” .

LA DECADENCIA Y LOS CAMBIOS

Hacia los siglos IX y X en términos generales, en unos lugares antes y más tarde en
otros, las estructuras políticas, sociales y económicas de las tierras bajas centrales
se fueron debilitando. A lo largo de más de cien años las actividades se fueron in­
terrumpiendo: poco a poco se dejaron de construir templos, palacios y tumbas.
Los monumentos donde se daba cuenta de la vida cortesana, de las victorias y ha­
z a ñ a s bélicas de los señores, se erigieron con menos frecuenciaí^En fin, las grandes

capitales como Palenque, Yaxchilán, Tikal y Copán comenzaron a declinar y en


algunos casos los centros de poder, aunque por corto tiempo, pasaron a otros lu-
gares.^^También los centros secundarios y terciarios sufrieron los efectos de los
cambios; no así los pueblos menores y las aldeas, que permanecieron sin modifi­
caciones. El eclipse sufrido por esta cultura en las tierras bajas centrales no afectó,
sin embargo, a los centros del área norte, donde, ya en el siglo vii, habían iniciado
un gran ascenso, que no terminaría antes del siglo X en el área Puuc.

11. Cf. Los códices mayas, introducción de Th. A. Lee, 1985.


LA C I V I L I Z A C I Ó N MAYA EN L A H I S T O R I A REGION AL M E S O A M E RI C A N A | 93

Aunque poco se sabe acerca de las causas que propiciaron aquella decaden­
cia y abandono, tampoco es un misterio. En todo caso, fueron situaciones de ca­
rácter interno y externo: ecológicas, sociopolíticas y económicas ./Tampoco igno­
ramos qué pasó con los habitantes. Én fin, que el desenlace de la grandeza maya
en las tierras bajas centrales no fue consecuencia de una sola causa, sino la con­
catenación de varias, que produjeron un fenómeno de despoblamiento por mi­
gración rumbo a la llanura costera y la costa del Golfo, a la península de Yuca­
tán y aun hacia las tierras altas. Las grandes dinastías fundadas cientos de años
atrás no tuvieron a nadie más que las sostuviera; abandonadas a su suerte tam­
bién tuvieron que emigrar.^En las tierras bajas centrales sólo quedaron aislados
núcleos de población dedicados a la agricultura y al intercambio de unos cuan­
tos productos con la costa del Golfo: cerámica, algodón y sal; y cesó el comercio
a larga distancia. 4

LAS TIER R A S BAJAS DEL N O R T E EN EL PO STCLASICO

Por el contrario, en las tierras bajas del Norte no sólo no cesaron las actividades,
sino que políticamente se consolidaron algunas provincias y en la cultura mate­
rial los estilos arquitectónicos Chenes, Río Bec y Puuc alcanzaron su máximo
florecimiento entre el Clásico Tardío y el Clásico Terminal. Poco después, emi­
grantes habla nahua procedentes del centro de México irrumpen por la costa
de Tabasco y Campeche hasta alcanzar la península; por otra vías llegarían a los
altos de Chiapas y Guatemala. Por todas partes se reconoce la introducción de
nuevas id eas()^ n a deidad: Quetzalcóatl = Kukulcán = Nacxitl (cf. Piña Chan,
1977), que comienza a cobrar importancia. Su presencia en Uxmal es indiscuti­
ble, pero es mucho más fuerte I^ C h ic h é n Itzá, donde se dejan ver otras innova-
ciones, creándose un estilo que se conoce como maya-tolteca. Es probable que
un poco antes, procedentes de las tierras bajas centrales, hubieran llegado a Yu­
catán los itzáes, que se asentaron en Chichén Itzá. Después, con edificios mal co­
piados de dicha urbe, se funda la ciudad de Mayapá, donde una famiÜa de nom­
bre Cocom queda al frente del gobierno^^. Otro dirigente. Ah Zuitok Tutul Xiu,
se asienta por aquellas fechas en Uxmal (Navarrete, 1986: 600). Las repercusio­
nes que en el terreno político generaron estos grupos se reflejan en la conforma­
ción de una serie de pequeños Estados independientes. Posteriormente Uxmal,
Mayapán y Chichén Itzá fundan una alianza conocida como la Liga de Maya-
pán, que dura un par de siglos: del X I al X iii. J. Marcus ha sugerido cómo pueden
explicarse los cambios políticos en el área a través del tiempo. De todas mane­
ras, como en el pasado, la base económica continuaba siendo de carácter agrí­
cola, si bien el comercio era una importante actividad de la clase dirigente. A
través de éste adquirían joyas, objetos de oro y tumbaga traídos de América

12. Navarrete (1 9 8 6 : 600) piensa que «Es posible que los itzáes hablaran originalmente ná­
huatl», aunque autores com o Eric J . Thompson hayan planteado antes que pudieron ser mayas
nahua tizados.
194 LORENZO OCHOA

Central; mosaicos de turquesa traídos del Norte de Mesoamérica; y utensilios fa­


bricados con concha adquirida en el Caribe, el Atlántico y el Pacífico.^as cerá­
micas finas procedían de Tabasco, Guatemala y Chiapas; de este último lugar se
importaban el ámbar y el cacao, producto que también se adquiría de la Chon-
talpa, Tabasco, a cambio de tres productos básicos; algodón, miel y sal, tan ca­
ros a la península yucateca. tf

LO S ÚLTIM OS SIGLOS ANTES DE LA CONQUISTA


DE YUCATÁN Y GUATEMALA

La solidez de la Liga de Mayapán llegó a su término cuando la familia Cocom se


encumbra por encima de los itzáes y xiues. Fundan un Estado cuya capital fue
Mayapán, en donde reunieron a los señores de los linajes más reconocidos, lo
que se conoce como Muí Tepal, y crearon un gobierno centralizado, sin borrar
las distinciones entre los linajes (Marcus, 1989: 209).
Bajo ese tipo de gobierno pueden reconocerse dos grupost^nobleza, a la que
pertenecían los gobernantes v sacerdotes que manejaban la burocracia más en­
cumbrada y la ideología y que ejercían además el monopolio de los conocimien­
tos y el comercio; i^los plebeyos, a quienes correspondían las actividades produc­
tivas, la agricultura, la pesM, la extracción de la sal y la miel, entre otras. Este
grupo, además, pagaba tributo en especie y trabajo al grupo dirigente. Finalmen­
te, e s t a b a n esclavos, cuya obligación consistía en trabajar para los gobernan­
tes, que disponían la tierra de la siguiente manera: tierra del Estado v tierra de los
pueblos. Pero además tanto los linajes como los señores tenían las suyas.
Habían transcurrido escasos tres cuartos de siglo después de la caída y des­
trucción de Mayapán y sus dirigentes a mano de las otras familias, cuando lle­
gan los españoles. Se vivía í@_periodo de reacomodo, en el que la fragn^jMación
política había üeyado a la constitución de pequeñps Estados independientes, a
los que denominaron provincias.'íQ) estructura y el poder en eso.s.Estados pre­
s e n ta ^ varias mojialidades. En algunos casos estaba en manos de un linaje en­
cabezado por un jefe, el Halach Uinic, de quien dependían los jefes de los pue­
blos ubicados en su provincia. Otra forma de gobierno fue da) confederación de
varios pueblos y había una tercera, en la que el territorio era gobernado por va­
rios miembros de un mismo linaje.
En tanto, para los últimos años anteriores a la llegada de los españoles, en
Guatemala sobresalían Iquichés v cakchiqueles. aunque estos últimos habían es­
tado sometidos durante largo tiempo a los quichés, cuya estructura política era
de corte estatal y tuvieron como capital a Utatlán. Del origen de esos grupos
poco se sabe, porque aun siendo mayas existía entre ellos la tradición de hacerse
proceder de Tula, en donde habían estado.^El libro del P op ol Vuh, en su tercera
parte, da cuenta de estas tradiciones, como también lo hace la primera parte del
M em orial d e S ololá o Anales d e los C akchiqueles. ^
De todas maneras, las relaciones con el centro de México pueden conside­
rarse, hasta cierto punto, algo estrechas, tanto en el terreno cultural como por el
interés comercial que estaba de por medio. En los últimos siglos anteriores a la
LA C I V IL IZ A C IÓ N MAYA EN L A H I S T O R I A REGIO N AL M E S O A M E Rl C A N A 195

Conquista, la arquitectura de algunas ciudades presenta ciaras influencias de


aquella área, como también se aprecia en el aspecto ideológico. De su religión se
registró en caracteres latinos uno de los más espléndidos libros de tradición
prehispánica, L as antiguas historias d e lQ u ic h é o P o p o l Vuh.
En cuanto a la organización social.d ^ quichés reconocían dos grupos clara­
mente diferenciados: señores y vasallos. tercer grupo lo constituía el que se
ha identificado como esclavo, que por lo regular estaba (^ s e r v icio de las casas
rein a n tes.^ e los esclavos podían disponer los señores y ponerlos a la venta u
ofrecerlo^ en sacrificio. lEr^ un grupo tan bien consdmido_gue, en algunos casos,
tenía sus formas de gobierno interno.
Los señores, por su parte, estaban organizados en linajes, y de éstos los prin­
cipales usufructuaban los puestos burocráticos de primero y segundo nivel,
mientras que los de tercer nivel los dejaban a los linajes secundarios. Los vasa­
llos estaban al servicio de los señores y tenían obligación, en ciertos casos, de
atender sus tierras^^. Entre los quichés no se sabe con certeza quiénes eran los
mercaderes, que si bien(ng) parecen, haber pertenecido a ningún linaje reconocí-1
do,tam poco eran simples vasallos. * '
Cuando los españoles arribaron a los altos de Guatemala, (!ei)panorama polí­
tico era distinto al de unas decenas de años atrás. Al principio, los cakchiqueles
eran soldados de los quichés que durante el reinado de Quikab llevaron las con­
quistas hasta sitios bastante alejados de las tierras altas. El despotismo con que
gobernaba dicho señor y los problemas interfamiliares lo condujeron a serios re­
veses, hasta que se debilitó el poder interno. Aprovechando la situación y con
sus éxitos militares los cakchiqueles lograron separarse y fundaron su propio se­
ñorío, cuya capital fue Iximché. Incluso, llegaron a derrotar y someter a sus anti­
guos amos, en una guerra que acabó con el poderío de los quichés.
Poco habría de durar tal situación.'^l dominio español empezó con los qui­
chés que, aun cuando opusieron resistencia, pronto fueron sometidos. Desde
Utatlán, que había sido incendiada, siguió la Conquista rumbo a Iximché y con­
tinuó a otros pueblos importantes.í^

EPÍLOGO

El desarrollo de la cultura maya tuvo su esplendor en distintos momentos en las


diferentes áreas y se fijó en una organización política de carácter centralizado,
en la cual jS>ideología religiosa desempeñó uno de los papeles más relevantes. La
centralización del poder permitió estructurar una economía de gran alcance; en
ésta, ^^agricultura y el comercio habrían sido las actividades más sobresalientes,
sobre las que descansó el esplendor de las expresiones culturales.
Según la evidencia arqueológica, hacia el primer milenio a.n.e. en las aldeas
agrícolas sedentarias con una economía autosuficiente y una sociedad teórica-

13. Carmack, en diferentes publicaciones, ha hecho aportaciones a estos temas; aquí sólo aco­
to un corto trabajo de 1 9 7 6 , en el cual ofrece un panoram a bastante conciso acerca de la organiza­
ción social y política de los quichés.
196 LORENZO OCHOA

mente igualitaria comienzan@ d estacar pequeños grupos, cuya habilidad en el


manejo de ciertos conocimientos dio lugar a una diferenciación en el acceso a los
recursos naturales/^ales conocimientos iban desde la aptitud para obtener y tra-
' bajar determinados materiales, ojlesde el reconocimiento.y uso de la herbolaria,
hasta Cuestiones tan complejas como el manejo de la escritura, las matemáticas,
la astronomía v el registro del tiempo/^Asimismo, el desarrollo y manejo de una
filosofía en la cual concibieron (Gña)cosmovisión qiw le£ permitía, desde su punto
de vista, explicar el lugar que ocupaba eí hombre en el universo. Estos conoci­
mientos y conceptos filosóficos íes conHüjeron á’ desárrolíar la idea de una histo­
ria cíclica en la que, aparentemente, interviene la noción de distintos tiempos, en
uno de los cuales los dioses habrían ocupado un lugar al lado del hombre, otor­
gando ciertas habilidades y conocimientos a algunos de ellos, v
Esa idea de concebir su cosmovisión y su historia fue fundamental para la
formación de grupos familiares cerrados o linajes, ostentaban un origen di­
vino. M ás aun, sus miembros, valiéndose de esa supuesta ascendencia divina,
manipularon la ideología y los conocimientos para legitimar el poder de algunos
de ellos que, finalmente, habrían quedado al frente del gobierno, como quedó
registrado en las inscripciones.'^e esta suerte, esos señores se presentaron como
intermediarios entre los dioses y los hombres comunes, acentuando la desigual­
dad social que posibilitó al grupo en el poder usufructuar la producción agríco­
la, al tiempo que monopolizaba el comercio y el intercambio de recursos, que se
traducían en bienes suntuarios, n
A partir de estos conceptos y de la desigualdad entre los hombres, surgen los
centros político y religiosos planeados @acueKlo_con_sus ideas_co5njngónicas;
las sociedades fuertemente estratificadas y el control de pequeños territorios au­
tónomos o provincias. Es posible considerar que hacia el Clásico Temprano exis­
tieran varias de esas provincias, cuya organización, aparentemente, ya obedecía a
una concepción cosmogónica, que resulta más clara en el Clásico Tardío, cuando
siguen un modelo cuatripartito. En efecto, para entonces muchas de aquellas pro­
vincias parecen haberse fusionado, conformando Estados regionales, con centros
primarios, secundarios^y terciarifis.^Esos Estados buscaron reforzar su poder me­
diante guerras de conquista, pero también a través (^ m atrim on ios de convenien-
cia entre personajes de las casas reinantes de los distintos centros, por lo cual la
mujer ocupó un lugar sobresaliente en la sociedad. i
Dentro de aquellos Estados, cuyo carácter centralizado parece indudable,
había dos clases sociales claramente diferenciadas: nobles y plebevos. v queda
una fuerte duda sobre la existencia de esclavos, de los que, si bien en la icono­
grafía parecen reconocerse, se ignora cuál era su participación en la sociedad del
Clásico maya. Esa organización sociopolítica tenía su base económica en la
práctica de la agricultura y el comercio. La primera de esas actividades se llevaba
a cabo tanto intensiva como extensivamente. Y si bien se desconocen las relacio­
nes de producción y las modalidades de la tenencia de la tierra, es posible seña­
lar que ésta pudo estar bajo el control del gobernante de cada Estado, que era
asistido por un grupo de su mismo linaje para administrarla. Ese grupo, que
conformaba la nobleza, recibía tributo en especie y en fuerza de trabajo para
cultivar las tierras y para el mantenimiento de las obras de intensificación agrí­
LA C I V I L I Z A C I Ó N M A Y A EN L A H I S T O R I A R EGIO N AL M E S O A M E RI C A N A I 97

cola, que eran modestas. Buena parte de la producción se destinaba a la obten­


ción de bienes suntuarios a través del comercio y el intercambio, lo cual permitía
la reproducción del aparato burocrático, militar y sacerdotal. Por el contrario,
los grapos campesinos continuaron con sus prácticas agrícolas de tipo extensivo.
(El}:omercio v el intercambio, interre^ional e intrarregional, estuvo moriopo-
lizado por la élite y puede considerarse como la segunda actividad sobre la que
descansó la economía. A través de esa institución, los señores obtenían bienes
suntuarios de diversas regiones, aunque también el intercambio de conocimien­
tos e ideologías se ponían en juego. Con esa organización política, la coexisten­
cia de las dos formas de explotación agrícola señaladas, el monopolio del inter­
cambio, el comercio exterior@ lo s arreglos matrimoniales'^por conveniencia entre
los descendientes de los linajes más reconocidos, aquellos grupos intentaron, y a
veces lo consiguieron, mantener la supremacía durante largo tiempo. De otro
modo, tal vez no hubieran llegado a desarrollar tan excepcional civilización, en
la cual no sólo destacan las grandes urbes enclavadas en lugares estratégicos, o
su magnifica arquitectura, escultura, pintura y los monumentos con inscripcio­
nes, sino las obras destinadas a las observaciones astronómicas o las de ingenie­
ría hidráulica.
Pero ese desarrollo y esplendor cultural llegó a su fin por un desenlace que
no fue repentino ni violento. En efecto, después del siglo IX, las estructuras so­
ciales, políticas y económicas comenzaron a resquebrajarse poco a poco. A lo
largo de una centuria se dio una serie de desajustes que se conoce como el «co­
lapso de la cultura maya». Unos centros primero y otros después fueron abando­
nados; cesó la construcción de grandes palacios, templos, juegos dg pelnfa y nh-
servatorios._ No se tallaron más monumentos (^ se construyeron más tumbas
ricamente decoradas con inscripciones y pinturas para perpetuar la historia de
las hazañas y el origen divino de los gobernantes y sus familias.
Pero no hubo un abandono total. Allá quedaron algunas familiasL^además,
en los pueblos pequeños, el llamado «colapso» no tuvo gran impacto.vLo^habi-
tantes que abandonaron las grandes urbes emigraron a distintas partes: la costa
del golfo de M éxico, la península de Yucatán y las tierras altas. <
En la zona norte del área maya, ese fenómeno no tuvo mayores repercusio­
nes; por el contrario, para el Clásico Tardío y Terminal las instituciones políti­
cas lograron una mayor consolidación. En lo material, los estilos arquitectónicos
Chenes, Río Bec y Puuc alcanzaron su máximo florecimiento. Posteriormente,
emigrantes de habla nahua procedentes del centro de México alcanzarían la pe­
nínsula: nuevas ideas fueron introducidas y el culto a Quetzalcóatl = Kukulcá
comenzó a cobrar importancia. Su presencia en Uxmal es indiscutible, pero sería
mucho más fuerte en Chichén Itzá, donde se creó el estilo maya-tolteca. Es pro­
bable que un poco antes, procedentes de las tierras bajas centrales, hubieran lle­
gado los itzáes.
En el terreno político existía una serie de pequeños Estados independientes
y, más tarde, Uxmal, Mayapán y Chichén Itzá fundarían una alianza conocida
como la Liga de Mayapán. Entonces, como en el pasado, la base económica con­
tinuó siendo de carácter agrícola, junto con el comercio, que seguía en manos de
la clase dirigente.
19 8 LORENZO OCHOA

La solidez de la Liga de Mayapán llegó a su término cuando la familia Co-


com se encumbró por encima de los itzáes y xiues/Esta situación duró hasta la
primera mitad del siglo XV, cuando se da una fragmentación política y se cons­
tituyen pequeños Estados independientes, que los españoles denominaron pro­
vincias.^/
En tanto, hacia los altos de Guatemala sobresalía el Estado quiché, al lado
de los cakchiqueles, kekchíes y mames, entre otros. Aunque se ha hecho bastante
referencia al origen de los primeros en el centro de México, específicamente des­
de Tula a través de Tabasco, la presencia de esta cultura en los altos no es del
todo clara, si bien existía el culto a Quetzalcóatl = Nacxitl. De todas maneras,
posteriormente las relaciones con el centro de M éxico se aprecian tanto en lo
cultural como en lo económico. En los últimos siglos anteriores a la Conquista
la arquitectura de algunas ciudades presenta claras influencias de aquella área,
impronta que también es posible encontrar en la ideología.
En la organización social de los quichés había señores, vasallos y esclavos;
estos últimos estaban al servicio de los primeros, aunque en algunos casos tenían
su propia organización interna. Hacia el siglo XV, existían varios pequeños Esta­
dos y la actividad bélica era constante. La disposición de las fortificaciones y el
enclave estratégico de las ciudades dan cuenta de esta situación, tal como existía
cuando los españoles irrumpen y se dan los primeros pasos de un nuevo orden.^.

CUADRO CRONOLÓGICO

Conquista ........................... . , , 1550


Postclásico T a r d ío ............ 1200-1250
Postclásico Temprano . . . 1000
Clásico T e rm in a l............... 850-900
C lá sico .................................. 250-300 n.e.
Preclásico T a r d ío ............... 350-400 a.n.e.
Preclásico M e d io ............... 800-1000 a.n.e.
Preclásico In fe r io r ............ . . . 1800-2000 a.n.e.
Fuente: Lorenzo Ochoa.
F O R M A C I O N E S R E G IO N A L E S D E M E S O A M É R IC A .
L O S A L T IP L A N O S D E L C E N T R O , O C C ID E N T E , O R IE N T E Y S U R
C O N SU S C O S T A S D U R A N T E E L P O S T C L Á S IC O

T e r e s a R o j a s R a b i e l a y M a g d a le n a A . G a r c ía

Desde su llegada a las costas mexicanas de Veracruz en 1519, Hernán Cortés


tuvo noticia de «una grandísima provincia muy rica, llamada Culúa» y de una
«maravillosa y rica» ciudad lacustre llamada Tenustitlan, gobernadas por «un
grandísimo señor llamado Mutezuma» (Cortés, 1970: 31). Su conquista se con­
virtió en la máxima meta del español y de sus huestes. pueblos enemigos
del mexica se encargaron de guiarlos por la sierra y el Altiplano hasta llegar a la
espaciosa cuenca de M éxico, asiento de la hermosa (Tenochtitlan. la mayor urbe
de aquel tiempo en América del Norte. Casi dos años después del desembarco
en Veracruz, @~13 de agosto de 1 5 2 1 . tras un penoso sitio, la ciudad cayó
derrotada.
La destrucción de los edificios y plazas de Tenochtitlan no se hizo esperar.
Coa en mano, sus propios habitantes fueron obligados a acabar con todos los
edificios y plazas que habían quedado en pie, a allanar el terieno y a rellenar los
canales para dar paso a la traza y construcción, allí mismo, ^g)México-Tenochti-
tlan, la nueva capital del reino de la Nueva España. Se inició así la era del some­
timiento, los grandes sufrimientos y las transformaciones de los pueblos origina­
r i o s ^ Mesoamérica. Ya nada volvió a ser igual.
<£]) mexica fue el último de los grandes Estados indígenas del Altiplano^ cen-
tral y probablemente el más complejo de Mesomérica, sucesor de Tula y Teo-
tihuacan. El punto de partida en el recorrido histórico que se emprende en este
capítulo @ e l de la crisis del mundo Clásico, que se traduce en grandes movi­
mientos de población y cambios en el orden sociopolítico y cultural.

EL EPICLÁSICO Y EL POSTCLÁ SICO

Hacia mediados del siglo vn n.e. y hasta el año 900-1000 n.e., las ciudades del
Clásico empezaron a decaer y fueron abandonadas. Teotihuacan, la «gran ciu­
dad de los dioses» ubicada en la cuenca de México, con una población máxima
calculada @ u n o s 125 000 habitantes, fue destruida y abandonada casi por com-
200 TERESA R O J A S R A B I E L A Y M A G D A L E N A A. G A R C Í A

Ilustración 1
ESQUEM A DE LAS PRINCIPALES PROVIN CIAS nSIO G R Á FIC A S D E M É X IC O

Ilustración 2
MAPA QUE M U ESTRA LAS SUBÁREAS CULTURALES DE M ESO A M ÉRICA

«The Pattems of Farming Life and Civilization», en R. C. West (ed.), Hand-


book ofMiddle American Indians, vol. I, Austin, University of Texas Press.
FORMACIONES REGIONALES DE M E S O A M É R IC A 201

pleto hacia el 750 n.e., reduciendo su población hasta sólo tener entre 2 000 y
5 000 habitantes (Matos, 1990: 87). Algo semejante sucedió con Monte Albán,
gran urbe del valle de Oaxaca y con los monumentales centros de las tierras ba­
jas mayas como Yaxchilán, Tikal, Palenque, Copán y Piedras Negras (López
Luján, 1995: 17)*. En los siguientes 2 50 años, otros focos de alta cultura y civili­
zación de Mesoamérica entraron en un ocaso semejante y sufrieron la despobla­
ción y desintegración de sus estructuras políticas (León-Portilla, 1974: 186).
Las posibles causas y detonadores de este proceso no son aún del todo cla­
ras. Q )m ás probable es que se haya tratado de reacciones de descontento contra
las estructuras de soiuzgamiento. combinadas con presiones de nuevos grupos
que se disputaron el poder, en el contexto de condiciones difíciles @ t ip o climá-j
tico que afectaron a la producción. /
El turbulento periodo que se abrió tras el colapso y destrucción de Teoti-
huacan ha sido denominado «Epiclásico» y está comprendido entre los años
650/800 y 9 0 0 ^ ^ 0 0 n.e. Según López Luján, «Los principales signos de este
tiempo fueron'^m ovilidad social, la. repcganización de los asentamientos, el
cambio de las esferas de interacción cultural, la inestabilidad política y la revi­
sión de las doctrinas religiosas» (López Luján, 1995: 17). En este contexto, se)
incrementó et aparato militar; las ciudades se establecieron en lugares estratégi­
cos para defenderse mejor y «en el Altiplano central, como nunca antes, las re­
presentaciones iconográficas [...] hacen alusión a la guerra» (ibid.i 18). En ese
periodo inestable y cambiante florecieron y decayeron Xochicalco (650-900
n.e.), así como Cacaxtla y Teotenango en el Altiplano central, v íEuTajín en la
costa del golfo de México.
El Postclásico ha sido caracterizado como un periodo militarista, por la im­
portancia que parece haber adquirido la actividad, en contraste con el Clásico,
calificado como teocrático; pero a medida que avanza el conocimiento se sabe
que ambas caracterizaciones son relativas y que militarismo y religiosidad estu­
vieron presentes en ambos periodos, aunque ciertamente con un mayor énfasis
militarista en el Postclásico. También se ha identificado al Postclásico como
«histórico», en el sentido de la existencia de documentos escritos. Sin embargo,
como ha quedado demostrado por varios autores (Alfonso Caso, Wigberto Jim é­
nez Moreno), los testimonios escritos, tanto de contenido histórico como de
otros temas, eran «atributo y posesión de la civilización mesoamericana desde
muchos siglos antes»^ (León-Portilla, 1974: 189).
El Postclásico parece mejor caracterizado como(u^periodo en el cual un vie­
jo orden se resquebraja y nuevas poblaciones «aparecen en escena, trayendo
consigo formas nuevas de orden social y una nueva visión de su lugar en el uni­
verso. La diferencia entre el antiguo y nuevo orden de cosas es profunda» (Wolf,
1967: 101). El resultado: modjficaciones de k estrucmra interna.de la spcie^^^
que dieron paso a nuevas formaciones sociales y culturales (ibid.: 102). //

1. Veáse el trabajo de L. O choa, cap. 7 de esta misma obra.


2. En realidad su producción empezó desde tiempos olmecas (periodo Formativo) y fue abun­
dante en el Clásico en varias culturas com o la maya y la zapoteca, empleando como soporte piedra,
cerámica y posiblemente papel indígena {amate) (Rojas, 1991).
202 T E R E S A R O J A S R A B I E L A Y M A G D A L E N A A. G A R C Í A

De acuerdo con Palerm, durante el periodo tuvo lugar la intensificación


de los sistemas hidráulicos (sobre todo en la cuenca de M éxico, donde alcanzó
grandes proporciones, permitiendo ampliar el potencial productivo); la integra­
ción de zonas simbióticas a través de la extensión del comercio y la conquista; la
orientación de la metalurgia a finalidades prácticas y no sólo suntuarias; la res­
tauración del sentido urbanístico del Clásico, mejores normas de planificación y
una mayor monumentalidad y número de población (Palerm, 1967; cf. Gibson,
1967: 8).
Según el propio Palerm, en el terreno sociopolítico se constituyeron Esta­
dos e Imperios que atrajeron «los recursos de inmensas regiones y extendieron
constantemente sus fronteras por medio de guerras y conquistas». La clase sa­
cerdotal continuó <^sempeñando un papel importante, pero subordinado al
de los guerreros» y(J^jociedad se diversificó.d.iacluir-jtpoderosos.,gremios de
comerciantes y_de artesanos» (Palerm, 1967: 273). En la religión, se impu­
sieron los dioses de la g u erra,!^ «exigir sacrificios humanos en gran escala»
( ib id .) . ...... .....

Ilustración 3
CHINAMPAS DE LA CUENCA DE MÉXICO

Fuente: Teresa Rojas.


FORM ACIONES REGION ALES DE M E S O A M É R I C A 2 03

M ESO A M ÉR ICA SEPTEN TRION A L M ARGINAL,


SU F R O N T E R A HASTA EL SIGLO XIII Y EL FEN Ó M EN O M IG R A TO RIO

Dada la importancia del fenómeno migratorio en la historia cultural y política


del periodo Postclásico que aquí se aborda, sin duda vale la pena detenerse un
poco en ello. Con demasiada frecuencia las fronteras de Mesoamérica se conci­
ben fijas y tal como existían en el siglo X V I, pero nada más lejos de la realidad.
^La frontera del Norte, que separaba a los pueblos agrícolas, sedentarios y de alta
cultura («civilizados»), de los pueblos cazadores-recolectores, nómadas y semi-
nómadas y de cultura menos «desarrollada», tuvo fuertes fluctuaciones.//La ar­
queología mostrado q u e ^ ic ^ frontera cultural estaba mucho más al Norte,
y coincidía aproximadamente con el trópico de Cáncer (23°), hasta su colapso
entre el 9 00 y el 1300 n.e. (Hers, 1989: 191).'’t)e otra manera sería difícil expli­
car la existencia de sitios tan desarrollados como Chalchihuites y La Quemada,
en el actual Estado de Zacatecas y de otros en Durango y Querétaro, anteriores
al siglo X II (Bernal, 1972; 100-101; Hers, 1989)^ ■í'
La contracción de esta frontera significó un amplio movimiento de la pobla­
ción sedentaria mesoamericana norteña hacia el Sur, imbuida de misticismo
guerrero, practicante de la guerra florida y del tzom pantli, estructura donde se
colocaban los cráneos de los sacrificados (Hers, 1989: 187). Fue el caso de la mi-
gración de(los\oltecas-chichimecas que cofundaron y fueron activos participan­
tes en los fenómenos que dieron lugar a la formación del horizonte Postclásico
(ibid.: 1 92).^ sim ism o,(S $ los chichimecas, que se establecieron en Tenayuca y
Amecameca y de los mexicas, que hicieron lo propio en Tenochtitlan (Gibson,
1967: 8), entre otros. ^

EL ALTIPLAN O CEN TRAL DU RANTE EL POSTCLÁSICO

El Altiplano central de México está delimitado por las Sierras Madres Oriental y
Occidental, así como por el Eje Neovolcánico al Sur. Si bien este enorme Altipla­
no ofrece continuidad hasta las grandes llanuras del Oeste norteamericano, la
frontera durante este periodo era de carácter ecológico-cultural (R eparaba los
pueblos agricultores, sedentarios y de_«alta cultura», de los jcazadpr,e5-£ec,pjec-
tores, nómadas o seminómadas (Palerm, 1967: 2 48; Rzedowski, 1978: 25). El
gran Altiplano está a más de 2 000 m de altitud y presenta «un relieve muy acci­
dentado y fragmentado, con mesetas^ cuencas cerradas y valles separados por
montañas difíciles de cruzar» {ibid.); las lluvias son suficientes para la práctica
agrícola de temporal durante el verano, si bien se presentan heladas durante el
otoño y el invierno y esto acorta el periodo agrícola.

3. Véase ilustración 2 del trabajo de Linda M anzanilla (cap. 6 de esta obra) y el de Beatriz
Braniff sobre M esoam érica septentrional (cap. 9).
204 T E R E S A R O J A S R A B I E L A Y M A G D A L E N A A. G A R C f A

TULA Y LOS TOLTECAS

Tula se situaba en el borde sur de la Teotlalpan, zona árida y semiárida del Alti­
plano central en el actual Estado de Hidalgo. La influencia de esta cultura fue
tan grande que muchos de los linajes gobernantes de los Estados posteriores,
como lo fueteiViexica, reclamaban descender de los toltecas (Sanders y Merino,
1973: 109).
En la ciudad de Tula, en tiempo de los toltecas, se fusionaron conceptos y
tradiciones de Teotihuacan y de una cultura llamada coyotlatelco, que se desa­
rrolló previamente, en el curso de unos 200 años, con gente procedente de El Ba­
jío (Guanajuato y Querétaro), Jalisco y Zacatecas, que característicamente prefe­
ría vivir en la cima de los cerros y organizarse en pequeñas unidades políticas
autónomas.
(j l ^ i d a de la T u la .JQlt.eca.DOSterior y de su E stad o se in ició a principios del
siglo IX y d uró algo m ás de 4 0 0 a ñ o ^ L a arqueología y la docu m en tación escrita
co n flu y en p ara co n o c e r su h istoria. Se con firm ó así, p o r ejem plo, la propuesta
de Jim é n e z M o r e n o ( 1 9 4 1 ) , b asad a en fuentes indígenas, en el sentido de la co n ­
vergen cia g ^ d o s gru pos en la fu nd ación de la ciu d ad : el to lteca-ch ich im eca, p ro ­
ced ente del co n fín n o rte de M esoam érica y el n o n o a lca , de la zona del g olfo de
M é x ic o (C o b ea n y M a s ta c h e , 1 9 9 5 : 1 5 0 ). i
En cuanto a su estructura resulta de interés la p ro p u e st^ e Paul Kirchhoff
basada en la lectura de una lista de 20 ciudades contenida enQ¿ Historia tolteca-
ch ich im eca flista basada, probablemente, @ u n mapa tolteca perdido), que con­
siste en un mapa que muestra ([^estructura del imperio tolteca, con cinco provin­
cias articuladas a imagen del cosmos v los cinco rumbos del universo. Tula en el
‘ Centro y sus cuatro capitales en los cuatro rumbos: Tollantzinco en el Oriente;
Teotenanco en el Sur; Colhuacan en el Occidente y otra, cuyo nombre no pudo
identificar, al Norte (Kirchhoff, 1989: 262-263, 265).rTulalresultaría así la capi­
tal de @ E s t a d o imperial de carácter «multinacional», en el sentido de una for-
m ación política~compleia. que integraba «pueblos de distintos orígenes, lenguas
1 diferentes y variadas costumbres» (ibid.)./f
' En efecto, Tula parece haber dominado, a través de redes comerciales y de
tributo, gran parte del Altiplano central, algunas zonas de la Huaxteca, El Bajío,
la costa del Golfo, Yucatán y el Soconusco (Cobean y Mastache, 1995: 220). En
cuanto a su influencia cultural, sobrepasó las fronteras de su esfera política, ex­
tendiéndose por amplias zonas del México actual y Centroamérica (ibid.-. 15).
En lo económico, la fuerza de los toltecas se basó en el establecimiento «de un
enorme sistema de redes comerciales que se extendían desde Costa Rica hasta
los actuales estados de Nuevo México y Atizona (Estados Unidos)» (ibid.).
Dos deidades ocuparon un lugar prominente: Quetzacóatl, serpiente empluma­
da, «estrella de la mañana», y Tezcatlipoca, dios de la guerra. También aparecie­
ron Imágenes de Xipe Tótec, Mictlantecuhtli (¿n íios^ ela muerte) y otras deidades
(Cobean, 1994: 19). La pugna entre los seguidores de Quetzacóatl y Tezcatlipoca
en Tula refleja la transformación de los pueblos de aquella época. La victoria del
segundo «aumentó la atención en la guerra y el sacrificio humano en muchas cul­
turas mesoamericanas que tenían contacto con los toltecas» [ibid.]. No es de extra-
FORM ACIONES REGIONALES DE M E S O A M É R I C A 2 05

ñar por eso que en Tula se hayan encontrado evidencias del más antiguo tzom pan-
tli de todo el Altiplano central (Cobean y Mastache, 1995: 177).
Así, es probable que @ én fasis en la guerra y el sacrificio humano, que más
tarde se observan plenamente desarrollados entre los mexicas, proceda de Tula,
mismo que numerosos elementos de la planeación urbana. La presencia de
conchas, corales y turquesas en ofrendas indica la complejidad del sistema de
circulación comercial del Estado tolteca (Cobean y Mastache, 1995: 180-181).
£a^ckca.dencia v ocaso de Tula tuvo lugar a f in a le s ^ j^ l o X II n.e. La ciudad
fue saqueada casi por completo, aunque no despoblada del todo (Cobean y Mas-
tache, 1995: 221). Las causas son desconocidas, pero se proponen las siguientes:
limitaciones tecnológicas para aumentar la producción agrícola, surgimiento de
ptro^centros de poder y llegada de población ajena a la región {ib id .: 220). Esta
última hipótesis postula que dicha población procedía de la Mesoamérica septen­
trional o marginal, im p u ls a d a por nn prolongado periodo de sequía que al_pare-
cer tuvo lugar en el lapso en que T ula se desarrollaba que, entre otros estragos,
causaría ij^desaparicióh de la 1
laguna /de
Aa
Yuriria en El Bajío mguanajuatense''.
QT-i T h I i o 11 i o
a

EL O CC ID EN TE D E M ESO A M ÉR IC A DURANTE EL POSTCLÁSISO

La subárea de Mesoamérica conocida como Occidente de México corresponde a


un amplio territorio que abarca a los actuales Estados de Sinaloa, Nayarit, Coli­
ma, Jalisco y Michoacán, aproximadamente entre los ríos Fuerte y Balsas. In­
cluía la larga planicie costera que linda con el océano Pacífico al Poniente, la Sie­
rra Madre Occidental, que corre de Norte a Sur, y el Eje Neovolcánico, de Este a
Oeste. Hacia el Oriente, tierra adentro, el límite ecológico-cultural es la zona
árida del Altiplano mexicano; al Sur, la frontera era con la región de Guerrero.
El Occidente posee una gran diversidad ecológica: fértiles valles, cuencas lacus­
tres, abundantes ríos que fluyen al mar ^ntre los que destacan el Balsas y el Ler- i
ma), bosques de altura y zonas áridas. Tal territorio fue asiento(4^ grupos de |
distinta filiación étnica y cultural, cuyo desarrollo no fue homogéneo. „ I

D esarrollo cultural y cron ología

Desde el punto de vista arqueológico, el Occidente es una subárea mal conocida.


A pesar de que se habla de ella como de una unidad, en realidad tuvo una gran
diversidad cultural y no se puede englobar bajo la misma noción de desarrollo
cultural a todos sus habitantes. Lo que sí se ha aceptado es que fue en el Postclá-
sico (900-1000 a 1521 n.e.) cuando estos pueblos modificaron su organización
social V adquirieron elementos comunes con el.xesta.dg. Mesoamérica (Michelet,
1995: 159). Cabe mencionar que, en consideración a que algunas de tales modi­
ficaciones fueron evidentes desde antes del 900 n.e., el Postclásico se ha dividido

4. Esta laguna volvió a ser creada de forma artificial por los españoles después de la conquista
(Kirchhoff, 1 9 8 9 : 2 6 7 -2 6 8 ). Vemos que ahora ha vuelto a desaparecer (1998).
206 T E R E S A R O J A S R A B I E L A Y M A G D A L E N A A. G A R C Í A

en Temprano (800/900-1000/1200 n.e.) y Tardío (1100-1521 n.e.). Esta distin­


ción tiene por objeto hacer más fina la cronología de los acontecimientos, tanto
los posteriores ai Clásico, como los inmediatos a la llegada de los españoles,
cuyo conocimiento se apoya en parte en las fuentes escritas y no sólo en la ar­
queología (Nalda, 1981: 119).
En cuanto al desarrollo cultural, existe una clara diferenciación entre lo que
se conoce como Imperio, Reino o Estado tarasco, cuya área nuclear coincide
con el actual E s t^ o de MIchoacán y las demás sociedades del Occidente duran­
te el Postclásico. Dada su complejidad, se tratará en particular más adelante.
Las investigaciones arqueológicas de las últimas décadas han proporcionado
evidencia de que durante el Postclásico el Occidente estuvo organizado en seño-
ríos, en un momento^ afiliados a centros rectores mayores, de los que han queda-
vestigios ar^ukectónicos v cerámicos, principalmente. Fue en el curso del Post­
clásico Temprano cuando tales señoríos tuvieron una marcada influencia de las
culturas del Altiplano central, lo cual no es casual si se toma en cuenta que fue
justamente durante dicho periodo cuando se produjo un mayor desarrollo gene­
ral, que culminó en una interregionalización mesoamericana (según Mountjoy,
en Williams, 1994; 29). Uno de los elementos más representativos que confir­
man ese contacto Q)la cerámica de la tradición Mixteca-Puebla (a partir del 900
n.e.), que parece haber arribado vía las cuencas del Lerma y Santiago, y que
también se encontró en Aztatlan de Guasave (Sinaloa), Chametla y Culiacán (Si-
naloa). Su característica más notable es la decoración con diseños similares a los
de los códices mixtéeos, con representaciones de varias deidades. Otras cerámi­
cas presentes son la anaranjado-delgada, cloisonné, plumbate y figurillas tipo
Mazapa (de tradición teotihuacana).'Además de la cerámica, otros rasgos mues­
tran dicha influencia: introducción de conjuntos de montículos (^^lanificación
de plazas orientadas a los puntos cardinales (Williams, 1994: 26); artefactos «ol-
meicos», arquitectura con talud-tablero, sacrificios humanos, tzom plantli, y uti-
t lización de estelas (según Mounfjoy, en Williams, 1994: 29).^
Una de las principales características panmesoamericanas que está presente
en el Occidente es el militarismo (Nalda, 1981: 120), que se evidencia por la
existencia de sitios en lugares üe)difícil acceso que actuaron como fuertes natu­
rales y que, además, reflejan gran organización e inversión de fuerza de trabajo
(Shóndube, 1976a: 95). Fue por esta época (hacia el 700 n.e.) cuando hizo¡¿I>
aparición la metalurgia, procedente de Centroamérica. Colombia y los Andes
centrales, como se verá más adelante.
En Nayarit los materiales cerámicos que fechan el Postclásico muestran la
influencia del Altiplano central en lo que se ha identificado como el complejo
Mazapa, con formas representativas como molcajetes de soportes de tres pies y
fondo estriado, comales y figurillas femeninas elaboradas en moldes.'^Asimismo,
existen muestras de cerámica que se parecen a la azteca y colecciones de vasijas
policromadas que también recuerdan a las de la región Mixteca-Puebla. Se han
encontrado sitios de este periodo en Jala, Toriles, La Cañada, Santiago Ixcuin-
!tla, Cerritos, Amapa y Gavilán Grande, entre otros (Oliveros, 1976a: 55).<¡>
Las estructuras arquitectónicas más importantes se han localizado en Ixtlán
del Río (cerca de la costa) y Amapa; en el primero se encontró un edificio circu­
FORM ACIONES REGION ALES DE M E S O A M É R I C A 20 7

lar que se conoce como [Templo de Quetzacóatl. Otros hallazgos han sido las la­
jas con petroglifos en relieve del Cañón de Boquillas, Compostela y las faldas del
cerro Guamiles (Oliveros, 1976a: 57).
Durante el Postclásico, en Jalisco se poblaron amplias zonas como Tuxcacuex-
co. Tala, Autlán, Tamazula-Tuxpan-Zapotlán, Sayula-Zacoalco, Tizapán el Alto
y Huistla. Cada una de las fases de población están detalladamente asociadas a de­
terminados materiales culturales, entre (í^ q u e destacan el cerámico y el arouitec-
tónicoJShóndube. 1976b: 60-94). Entre los primeros las formas características,
con o sin decoración, son básicamente cajetes (con o sin soportes, de formas glo­
bulares, de almena, etc.), ollas, vasijas de tres pies y figurillas humanas elaboradas
en barro. Otros elementos son instrumentos musicales, figurillas de animales, or­
namentos de barro, malacates y tepalcates trabajados (ibid.-. 6 9 )í^ n cuanto a la
evidencia arquitectónica, los edificios del área de Tuxcacuexco son significativas;
sus sistemas constructivos incluyen materiales como cantos rodados (no utilizan
piedras cortadas ni trabajadas) unidos con lodo, pisos de tierra, formas rectangu­
lares y, en general, casas levantadas con materiales perecederos (ibid.-. 71-72).^
En Colima j e han encontrando asentamientos en las laderas y cimas de los
cerros, en quebradas y en cañadas, situación que se ha considerado como la evi­
dencia de militarismo en la región (Shóndube, 1976a: 95). Sin duda el sitio más
i m p o r t a n t e Colima es F,1 Chana! (1100-1259 n.e.), que abarca casi 40 ha con
un desarrollo prácticamente urbano.^Tiene pirámides con escaleras de piedras

Ilustración 4

Tláloc y Chalchiuhtlicue, deidades del agua y de la lluvia, según el Códice Borgia.


208 TERESA ROJAS R A BIELA Y M A G D A L E N A A. G A R C Í A

Ilustración 5

Tonatiuh, el sol, sostiene el maíz, pero éste no echa raíces; la sementera está llena de ani­
males. Códice Fejérvary-Mayer.

Ilustración 6

Chalchiuhtlicue, diosa de la lluvia, sostiene y protege el maíz para que eche raíces y crez­
ca. Códice Fejérvary-Mayer.
FORM ACIONES REGIO N ALES DE M E S O A M É R I C A 209

grabadas con representaciones de Tláloc y animales estilizados; juego de pelota,


plazas y numerosos montículos (Michelet, 1995; 166; Shóndube, 1976a: 97-98).
En definitiva, se trata de un lugar que permite entrever la organización y el ma­
nejo de notables fuerzas de trabajo. La cerámica de Colima más conocida para
este periodo es la que representa escenas de la vida cotidiana: hombres y mujeres
con atuendos diversos, animales (perros, loros, coyotes), viviendas, ceremonias,
edificios, juegos, etc.’^amhién tiene presen^ci^a la cerámica de uso, como brase-
ros, cajetes y ollas. '
Otros sitios del Occidente están ubicados en Guasave (Sinaloa), cuyo com­
plejo cerámico está asociado al Mazapa del Altiplano central; Santa Cruz de
Bárcenas, en la zona de Etzatlán, Jalisco, y en las regiones de Apatzingán, Coju-
matlán y la costa (donde estuvo la provincia de Zacatula) en Michoacán (Olive­
ros, 1976b: 111).
Un elemento cultural que distingue a casi todos los sitios mencionados en las
distintas regiones de Occidente es la presencia de una abundante cantidad de ob­
jetos de metal, comparada con otras áreas de Mesomérica. Las investigaciones
más recientes han determinado que el metal apareció en Mesoamérica en el 700
n.e., precisamente en Occidente (Michoacán, Jalisco, Colima y Nayarit), donde se
han encontrado los objetos más antiguos. Allí se gestó «el desarrollo más comple­
jo y técnicamente más original de la antigua metalurgia mesoamericana» (Hosler,
1994: 85). La metalurgia fue introducida desde dos áreas culturales: la parte sur
de Centroamérica y Colombia, y los Andes centrales (Sur de Ecuador, Perú y Bo-
livia). El Occidente desarrolló «una manera única y técnicamente original» de
trabajar el metal, al mismo tiempo que fue conceptualmente imaginativa (ibid.).
La tecnología descansaba en el manejo de aleaciones que daban una mejor cali­
dad a los metales; las bases eran combinaciones en las proporciones de cobre-ar-
sénico y cobre-plata. Para la producción de objetos de metal (oro, cobre y alea­
ciones) se utilizaban fundamentalmente dos técnicas, una en frío (mecárúca) y
otra en caliente (fundición). La primera incluía el martillado del metal hasta ha­
cer una lámina. La variante era calentar la lámina de metal para modelarla con
martillo mientras se enfriaba. La segunda se refiere a la denominada cera perdida.
Con estas técnicas se elaboraban objetos suntuarios como los símbolos de cargos
políticos (narigueras, broches, anillos, pectorales), herramientas (pinzas, punzo­
nes, coas, azuelas, anzuelos, agujas de coser, hachas) y armas de bronce {ibid.).

E l E stad o tarasco

La formación estatal más importante en el Occidente de Mesoamérica durante el


Postclásico Tardío fue la de los tarascos o purépechas. A pesar de haberse desarro­
llado en un ambiente dominado por montañas, valles y áreas lacustres, similar al de
otras áreas de esta región, alcanzó un nivel de complejidad cultural sin paralelo en
Occidente. Se dice que los tarascos provinieron de grupos seminómadas que migra­
ron desde el Norte (probablemente ubicados en los límites de Guanajuato y Jalisco
con Michoacán; Michelet, 1995: 173) y se establecieron en la cuenca de Pátzcuaro,
fundando el germen de lo que más tarde sería la cabeza de un poderoso Estado
(Beltrán, 1986: 46). En el momento de máximo esplendor, el Estado tarasco se ex­
210 T E R ES A ROJAS RABIELA Y M A G D A L E N A A. G A R C I A

pandió hasta dominar un área de alrededor de 70 000 km^, en una extensión muy
similar a la que actualmente ocupa el Estado de Michoacán (Warren, 1977: 3).
La historia del territorio del Estado tarasco comenzó con el rey (cazonci) Ta-
riacuri y sus descendientes (hijo y sobrinos) Tangáxoan, Hiripan e Hiquingare,
quienes inicialmente se apropiaron de toda la cuenca de Pátzcuaro y hacia el
Postclásico Tardío se extendieron hasta zonas como el valle de Toluca y Colima
(que luego perderían; Michelet, 1995, 176).
La sede del Estado tarasco era Tzintzuntzan, en la cuenca de Pátzcuaro, don­
de aún pueden verse los edificios circulares en el corazón de la ciudad. En su or­
ganización social, este Estado mantenía una notable semejanza con los que para
entonces tenían su asiento en el Altiplano central de México; así, Tzintzuntzan,

Ilustración 7
TZ IN TZ U N TZ A N , PÁTZCUARO Y OTRAS CIUDADES, S. X V I

Esta es la ciudad de Tzintzunzan, Pátzcuaro y poblaciones de alrededor de la laguna.


AGN, Historia, yol. 10, cap. 5, f. 98. Fray Pedro de Beaumont. Crónica de Michoacán.
Copia de 1992 tomado de Boehm de Lameiras, B. (coord.). El Michoacán Antiguo. Méxi­
co, El Colegio de Michoacán, Gobierno del Estado de Michoacán, 1994, p. 19.
FORM ACIONES REGIO N ALES DE M E S O A M É R I C A 211

la capital, regía sobre señoríos ubicados en la cuenca (como Ihuatzio) o lejos de


ella (como Asajo, Pareo y otros). La relación económica, política, social, militar
y religiosa establecida por el Estado permitía y exigía el flujo tributario en bienes
o servicios entre los señoríos dependientes y la capital.
La sociedad tarasca estaba estratificada, contaba «con una clase dominante
que intervenía en muchas formas en el proceso de producción y tenía una posi­
ción fuerte y privilegiada dentro de la estructura de poder» (García Alcaraz,
1978: 43), tanto, que podía «controlar la mayor parte de la vida política, militar
y religiosa de la sociedad» {ibid.: 243). El gobierno estaba encabezado por el ca-
zonci, señor principal o rey de Tzintzuntzan, quien conjuntaba el poder político y
el religioso en su persona porque era considerado el intermediario con Curicaue-
ri, el dios principal tarasco. El cazonci tenía la facultad de elegir quién le sucede­
ría en el gobierno a su muerte, designación que generalmente recaía en un hijo
suyo. Contaba asimismo con un aparato estatal (burócratas que no pertenecían
necesa^^mente a los linajes reales; Beltrán, 1986: 49) que se encargaba de la ad­
ministración de los tributos. Otros puestos en la jerarquía eran los del goberna­
dor y el capitán general, los guerreros {qhuangáriecha), los embajadores (uaxano-
cha) y los señores encargados de cuidar sus fronteras (Carrasco, 1986: 94).
Los tributos los aportaban los miembros de la clase dominada de los señorí­
os sujetos, cuyos gobernantes eran miembros de las casas nobles tarascas, lo que
garantizaba las alianzas con el centro rector {ibid.: 95).
Los tarascos hablaban purépecha, una lengua que no tenía relación conocida
con los otros grupos lingüísticos de Mesoamérica. Purépecha era el nombre nati­
vo para su lengua y se empleaba, al mismo tiempo, para designar a los hombres
de trabajo (ibid.: 243).
La base económica de la zona nuclear del Estado tarasco estaba en la propia
cuenca de Pátzcuaro, que contaba con abundantes recursos agrícolas (maíz, frijol,
chile, amaranto, calabaza), lacustres (peces, patos, tule y otros productos biológi­
cos) y forestales (maderas, miel, animales de caza como conejos y venados), prin­
cipalmente. Pero también eran importantes los productos importados a través de
sus redes de tributo, comercio e intercambio (Gorenstein y Pollard, 1983: 84-89).
En efecto, uno de los elementos más importantes en la economía del Estado taras­
co eran las redes comerciales. Había mercados locales y regionales con las áreas
rurales en Tzintzuntzan, Asajo, Pareo, Uruapan y Naranjan (ibid.: 38-40), en los
cuales se comerciaban tanto los productos de la cuenca como los traídos del exte­
rior como la sal y la obsidiana. Los bienes suntuarios se obtenían por intercam­
bio, comercio o tributo y eran consumidos únicamente por la élite (ibid.: 90).
Documentos como la R elación d e M ichoacán, elaborada en la colonia tem­
prana, conservan el registro de una sociedad que llegó a competir en poder con
un homólogo, el Estado mexica, que nunca pudo dominarlos. Una red de forta­
lezas a lo largo de la frontera ilustra el estado de las relaciones entre ambos; es
notable que hacia el Sur los tarascos «controlaban los dos lados del río Balsas
hasta Ajuchitlán, donde el rey tarasco mantenía una fuerte guarnición frente a
los mexicanos» (Warren, 1977: 3).
El poderío del Estado tarasco continuó hasta la llegada de los españoles, a
quienes sorprendió la enorme fuerza centralizada en la persona del cazonci, así
212 CHRISTIN E NIEDERBERGER

Ilu stración í
PLATEROS

Plateros. «Los diputados sobre todos los oficios». Relación de Michoacán. M éxico, Se­
cretaría de Educación Pública, 1988, p. 93.
(Fotografía de Ricardo Sánchez).

Ilu stración 9
CASCABELES PREHISPÁNICOS DE M ETA L

(Davis, M ary L. y Parck, G. Mexican Jewelry. Austin, University of Texas Press, p. 18).
FORM ACIONES REGION ALES DE M E S O A M É R I C A 2 13

como la organización jerárquica que él encabezaba. Cabe mencionar que, como


en otras áreas de Mesoamérica, los conquistadores aprovecharon en gran medi­
da la organización política existente para sentar las bases de una nueva organi­
zación, la hispana.

O AXACA

La subárea de Oaxaca se ubica al Sudoeste del Altiplano central de M éxico y


coincide, en términos generales, con los límites del actual Estado de Oaxaca.
Está constituida por una región con una gran diversidad ecológica: «las selvas
húmedas (bosques perennifolios); las selvas semihúmedas (bosques tropicales
subcaducifolios); las selvas secas (bosques tropicales caducifolios); los bosques
espinosos» pastizales, matorrales xerófitos (matorrales muy secos); los bosques
de coniferas (bosques de encinos) y los increíbles bosques de niebla» (Romero
Frizzi, 1996: 21). En la parte de la costa existen dunas, acantilados, playas, este­
ros y hay vegetación que incluye desde maderas preciosas hasta manglares, pal­
mares y sabanas^.
Las subdivisiones internas de O axaca se conocen como: valle de Oaxaca (re­
gión central del Estado), las Mixtecas (alta, baja y de la costa), la Cañada y el
Istmo (Winter, 1990: 18-21). Han sido asiento de grupos étnicos de filiación za-
poteca (Centro y Sur), mixteca (Noroeste, centro Oeste y Sudoeste), mixe (Este),
zoque (en la zona istmeña), chontal (Sur del Istmo), pochuteco (en la costa su­
deste), chatino y amuzgo (en la M ixteca baja), trique (en el Centro de la M ixte­
ca), chinanteco y mazateco (al Nordeste del Estado), y enclaves chochos, popo-
locas, ixcatecos, cuicatecos y nahuas (al Norte del Estado) (ibid.: 26).
Durante el Clásico, el centro rector zapoteca más importante fue Monte Al-
bán en el valle de Oaxaca, urbe cuya influencia perduró más de un milenio. Sin
embargo, hacia la etapa final (7 50-1000 n.e.) la ciudad fue abandonada y su es­
tructura de dominación se desintegró. Los hechos que precipitaron su caída aún
no están del todo claros. Algunos la han asociado al paulatino abandono de Teo-
tihuacan, así como con decisiones internas de los señoríos tributarios sujetos a
Monte Albán (negativa a continuar el mantenimiento de la élite)*.
Hacia el Postclásico (1000-1521) surgió una nueva época que se ha definido
por los acontecimientos que protagonizaron principalmente dos de sus regiones:
los valles centrales y la Mixteca Alta, que en términos de filiación cultural y lin­
güística se relacionan con el poderío zapoteca y el mixteca, respectivamente. Du­
rante esos 500 años se puede decir que las condiciones generales de organización
social desarrollaron elementos propios pero también panmesoamericanos, que
se mantuvieron hasta prácticamente la llegada de los españoles.

5. Tales ecosistemas mantienen sus características climáticas particulares, que han determina­
do la presencia de plantas silvestres (se conocen cerca de 1 0 0 0 0 especies) y de cultivos que se han
adaptado a lo largo de los siglos (un poblado puede contar hasta con cuatro variedades de maíz
{ibid.: 30).
6. Cf. el trabajo de Linda M anzanilla, cap. 6 de este mismo volumen.
214 T E R ES A ROJAS R A B I E L A Y M A G D A L E N A A. G A R C Í A

O rg an iz ac ió n so c ia l y política

El cambio social más evidente en esta etapa se refiere a la transición de lo que en


el Clásico fueron sociedades urbanas (con Monte Albán a la cabeza, seguida por
centros como Lambityeco o Nochistlán en la Mixteca) a pequeños señoríos inde­
pendientes. Cada uno mantenía una casa gobernante (específicamente una fami­
lia que transmitía por herencia el derecho al gobierno), cuyo control se restringía
básicamente a sus poblaciones tributarias, diseminadas en asentamientos disper­
sos. Tal control se manifestaba en el acceso a las tierras de cultivo y a ciertos
productos como la obsidiana, el jade y las urnas de cerámica, destinados al con­
sumo de la élite.
Los señoríos tuvieron una organización social y política del rango de ciuda-
des-estado y, a pesar de que eran comparativamente menores en extensión que
las entidades políticas del periodo anterior, participaron de una verdadera inte-
rregionalización, dado el alto grado de contacto entre sí (Winter, 1990: 100;
Flannery y Marcus, 1983: 217). Las ciudades-estado tuvieron características
particulares que las distinguen de las formaciones del Clásico. En primer térmi­
no se incrementó la población en los valles centrales, pero particularmente en la
M ixteca, donde un cálculo presupone 50 000 habitantes, o más, como lo testi­
monian algunos censos levantados por los españoles en el siglo xv i (Spores,
1 9 8 3 :2 3 6 ).
Las ciudades-estado ya no se ubicaron en las cimas de las montañas, sino en
los pies de monte y cerca de las fuentes de agua, como había sucedido en el Pre­
clásico. Cada una se constituyó con una cabecera de ios pueblos dependientes,
integrando en el mismo lugar las instituciones religiosa (templo), comercial
(mercado) y cívica (residencias de los nobles), sin contar con grandes plazas ni
edificios monumentales, como había ocurrido en Monte Albán y otras ciudades
contemporáneas. No obstante, los edificios que se construyeron para esos fines
fueron elaborados con una notable belleza arquitectónica, como lo testimonian
las ciudades de Mitla, Yagul y Zaachila, en los valles centrales o Tilantongo y
Yanhuitlán, en la Mixteca alta.
En la Costa y en el Istmo la situación era muy semejante; se ha constatado la
proliferación de pequeños sitios tanto en lugares antiguamente poblados como
en áreas nuevas, al parecer siguiendo el esquema de asentamiento disperso sin
un centro rector (Zeitlin y Zeitlin, 1990: 430). Asimismo, se señala evidencia ar­
queológica de tipo ritual en las cimas de las montañas istmeñas, como en Dani
Guiati, al pie de éstas, como en Salzar o en salientes de roca, como en los cerros
de Tlacotepec.
La estratificación social se manifestó más intensamente entre una clase noble
y la población trabajadora, además de que el estatus de la primera se pudo
transmitir de padres a hijos a través de la herencia.
Se manifestó también otra práctica importante entre la nobleza gobernante:
las alianzas étnico-políticas a través del matrimonio entre las élites de las ciuda-
des-estado. Las más comunes se realizaron entre zapotecas y zapotecas, mixtecas
y mixtecas, y — como un factor importante para este período en los valles cen­
trales— entre zapotecas y mixtecas.
FORM ACIONES REGIO N ALES DE M E S O A M É R I C A 215

Las alianzas entre estos últimos conllevaron a la larga a justificar una muy
notable presencia mixteca dentro del territorio zapoteca. Elementos culturales
mixtecas, particularmente cerámica, se han encontrado incluso en lugares como
Monte Albán^ y Miahuatlán. Esta situación ha conducido a interpretar la pre­
sencia mixteca como si se tratara de una invasión de los zapotecas y de su vir­
tual desaparición, hasta el punto de relacionar el Postclásico oaxaqueño sólo
con mixtecas (González y Márquez, 1995: 55-86). Sin embargo, estudios recien­
tes han propuesto que ni los zapotecas desaparecieron ni los mixtecas los inva­
dieron, sino que se trató de alianzas políticas que permitieron el desarrollo inde­
pendiente de los diversos señoríos y el desplazamiento de población entre
territorios, así como el mantenimiento de una paz estable muy conveniente para
todos, pero también de la unión de fuerzas para enfrentar los conflictos que se
presentaron, internos y externos (Flannery y Marcus, 1983; 217-226). Un caso
ilustrativo de lo anterior fue la unión entre los zapotecas cuando hubo necesi­
dad de pelear contra los aztecas (hecho histórico del que queda como testigo la
fortaleza de Guiengola, en el Istmo). En este periodo, el énfasis en la adquisición
y la conservación de estatus a través de las alianzas entre nobles de los distintos
señoríos fue inclusive más importante que la expansión territorial de un señorío
determinado.

Vida cotidiana

La vida diaria tanto de los nobles como de los pobladores comunes tuvo ciertas
similitudes en los dos periodos. Entre la gente común la forma de vida se mantu­
vo prácticamente igual. La evidencia arqueológica muestra que el tamaño de las
habitaciones así como los objetos utilitarios domésticos del Postclásico fueron
semejantes a los del Clásico. En la tipología cerámica de ambos periodos se han
encontrado comales, cajetes, cántaros, ollas y loza gris fina con soportes de dis­
tintas formas (Winter, 1990: 103). En cuanto a los nobles, al parecer, su residen­
cia estaba en función de su rango, lo que explica la diversidad en el tamaño de
sus viviendas. Además, cada señorío contaba con sus pueblos tributarios, que se
encargaban de abastecerlo tanto de alimentos como de ropa y fuerza de trabajo
para las obras necesarias. Los bienes suntuarios eran adquiridos a través de las
relaciones comerciales con otras ciudades-estado dentro y fuera de Oaxaca
[ibid.-. 103).
En lo que se refiere al tratamiento de los muertos, en el Postclásico hubo
cambios y pervivencias en el tipo de entierros que dan cuenta de la diversidad ét­
nica que conformaba la región en esta época. Se continuaron utilizando tumbas
excavadas en los patios de los conjuntos residenciales; las más sencillas consis­
tían en una cámara rectangular techada con grandes lajas; otras tienen nichos en
las paredes para las ofrendas; otras presentan planta cruciforme. Las más elabo­
radas cuentan con escaleras para descender a la cámara y suelen tener una fa-

7. Este hecho muestra que la ciudad no fue del todo abandonada cuando los zapotecas la de­
jaron, dado que los m ixtecas incursionaron ocasionalmente en ella.
216 T E R E S A ROJAS R A BIELA Y M A G D A L E N A A. G A R C Í A

Ilustración 10
M A TR IM O N IO ZAPOTECA

En Marcus, Joyce. Mesoamerican Writing Systems. Propaganda, Myth, and History in


four Ancient Civilizations. New Jersey, Princeton University Press, 1 9 9 2 , p. 241.

chada ricamente decorada al estilo zapoteca. Incluso se excavaron algunas tum­


bas sencillas en Monte Albán. Las ofrendas mortuorias más conocidas datan de
este periodo, la más famosa es la Tumba 7 de Monte Albán y se trata de una
ofrenda mixteca depositada en una tumba zapoteca pertenenciente al Clásico.
Otros ejemplos son las Tumbas 1 y 2 de Zaachila, la 4 de Yagul y las encontra­
das en Mitla y Xaaga (Winter, 1990: 104). Conviene señalar que las tumbas po­
dían ser utilizadas por varias generaciones y hasta por distintos grupos familia­
res, de ahí que puedan encontrarse entierros de distinta época en el mismo lugar.

E con om ía

Tanto en los valles centrales como en las Mixtecas la agricultura fue la principal
actividad productiva. Las diferencias de altitud, como las condiciones topográfi­
cas, determinaron el desarrollo de diversas técnicas en ambas regiones. Las zo­
nas más extensas y planas corresponden a los valles centrales ubicados en Etla,
Tlacolula y Zaachila, donde se sembraba maíz, frijol, chile, calabaza, aguacate.
FORM ACIONES REGIO N ALES DE M E S O A M É R IC A 217

zapote blanco, maguey y algodón, los dos últimos para la obtención de aguamiel
y fibra (Winter, 1985: 98). En las Mixtecas, dadas sus condiciones montañosas,
rocosas, de pendientes abruptas y de pocos y pequeños valles, los habitantes
construyeron terrazas llamadas la m a-bord o en las laderas de los cerros. Éstas
consistían en pequeñas áreas artificiales, aplanadas y escalonadas, delimitadas
con piedras, que permitían la creación y el aprovechamiento del suelo ganado a
la montaña, conservar la humedad y evitar la erosión del suelo. El diseño y la
construcción de las terrazas de cultivo muestran el grado de avance en la tecno­
logía agrícola de estas sociedades.
La población oaxaqueña desarrolló diversos sistemas hidráulicos que incluían
pozos para él riego «a brazo», canales, desagües, presas y drenajes, en particular
cercanos a las terrazas, donde los canales se aprovechaban para la captación del
agua de lluvia para regar los campos de cultivo, así como para drenar el suelo y
evitar inundaciones (Winter, 1985: 100-106; Doolitle, 1990: 110).
Tanto en los valles centrales como en las Mixtecas y otras regiones, además
de la siembra de alimentos se practicaba la recolección de plantas silvestres
como guaje, nopal, tuna, mezquite y cebollas silvestres, entre otros (Flannery y
Smith, 1983: 206).
En la Costa y en el Istmo la población se vio altamente favorecida con el
consumo de productos marinos y se estima que pudo haberse especializado en la
pesca, la recogida de mariscos y la producción de sal, para más tarde cambiarlos
por otros alimentos y otros bienes con los pobladores de tierra adentro (Zeitlin y
Zeitlin, 1990: 430).

C onquista m ex ica y códices

Hay coincidencia de opiniones en mostrar al Postclásico como un periodo de in­


tenso contacto intercultural, tanto con otras subáreas de Mesoamérica como in­
ternamente. Las influencias externas, sin embargo, no llegaron siempre a través
de la vía pacífica, como lo demuestra la conquista de Oaxaca por los mexicas.
Con Ahuízotl a la cabeza, éstos buscaron rutas comerciales y nuevos tributarios
en el Sur, donde conquistaron y sojuzgaron las cabeceras en Cuilapan, en los va­
lles centrales, Coixtlahuaca, en las Mixtecas, y el Soconusco en la costa (C ódice
M en docin o, en Berdan y Rieff, 1997).
En los cambios internos tuvieron un papel especial algunos personajes, como
el Señor 8 Venado Garra de Tigre, a quien se le adjudica la visión política que
permitió la unión de la M ixteca alta y la Mixteca del Golfo, así como de ser el
responsable de llevar la influencia de la cultura tolteca a las Mixtecas. No es ca­
sual que seis de ios ocho códices mixtéeos prehispánicos que se conocen en la ac­
tualidad relaten algún hecho de la vida de este personaje. Dichos códices, estu­
diados por Alfonso Caso, relatan la «historia genealógica» de cuatro ciudades
mixtecas: Tilantongo, Teozacualco, Tututepec y otra no identificada. Tilanton-
go destaca porque se extiende por cuatro dinastías, que cubren 848 años de his­
toria (Rojas, 1991: 374).
218 T E R ES A ROJAS R A B I E L A .Y MAGDALENA A. G A R C Í A

Ilustración 11

E scritu ra p icto g rá fica qu e m u estra a 8 V en ad o G a rra de T ig re cru zan d o un cu erp o de


agua. C ó d ic e N utalL L a e s ta m p a m ex ican a, M é x ic o . R ep ro d u cció n fa csim ilar ed itad a p o r
el M u se o P e a b o d y de la U niversid ad de H arv ard , 1 9 9 4 , p. 9 5 .

EL GOLFO

La subárea del Golfo se extiende en una amplia franja que rodea al golfo de M é­
xico; desde el río Soto la Marina por el Norte, hasta el Norte de Tabasco. Sus lí­
mites geográficoculturales por el Occidente abarcan grandes extensiones en los
Estados de San Luis Potosí e Hidalgo, hasta pequeñas porciones de Puebla y
Querétaro. Así definida, engloba distintos ecosistemas, entre los que se encuen­
tran la costa, la llanura, las estribaciones serranas (por la presencia de la Sierra
Madre Oriental), el bosque y las zonas áridas y semiáridas, con más o menos
abundancia y variedad de recursos bióticos.
Hacia el Postclásico (900/1000-1519 n.e.) el Golfo albergaba a grupos de fi­
liación huaxteca, tepehua, nahua, otomí y totonaca, destacando notablemente
los huaxtecas, quienes ocupaban la región identificada como la Huaxteca y los
totonacas, habitantes del Totonacapan (ubicado en la zona central de Veracruz).
Huaxtecas y totonacas se conocen mejor que los otros grupos (Ochoa, 1995:
1-13). Sin embargo, desde una visión general pareciera que justificaban su pre­
sencia como enclaves que representaban la influencia política y económica de sus
FORM ACIONES REGION ALES DE M E S O A M É R I C A 219

etnias correspondientes, con sede en el Altiplano central (nahuas y otomíes) y las


tierras mayas (tepehuas). De cualquier manera, conviene mencionar que se han
definido algunos rasgos culturales comunes a todos los habitantes de la costa del
Golfo, entre ellos la importancia de la pesca y de las artes textiles, la construcción
de casas elipsoidales y, para las mujeres, peinados en forma de corona (Dahlgren,
1953: 146). Aquí se tratará principalmente a los huaxtecas y totonacas.

L a H u axteca

El origen de los huaxtecas en la región se vincula a la época de las migraciones que


caracterizaron al último estadio de desarrollo mesoamericano. Como ya se ha di­
cho, en el periodo denominado Epiclásico o Postclásico Temprano (900-1100 n.e.)
grandes núcleos de población se trasladaron a mucha distancia de sus lugares de
origen, tal vez debido a un intenso periodo de sequía. En el caso de los huaxtecas,
sin embargo, sus antecesores no provenían del Norte sino del Sur, posiblemente «de
una zona localizada entre la costa de Tabasco y Campeche» (Ochoa, 1984: 115).
El área ocupada por los huaxtecas a partir de esa época se extendió en la
costa desde el río Soto la Marina, Chamal y Tagumba (en Tamaulipas) hasta el
río Cazones (en Veracruz), en donde hay muestras de su presencia en las ciuda­
des construidas en «sitios como El Tamuín, Taninul, Las Flores, Tantoc, Oxiti-
pan, Tam ós, Tancol, Huascamá, Tula, Tanchipa, Tanquián, El Choyal, Castillo
de Teayo»; pero también se asentó en la parte oriental de San Luis Potosí, al N o­
roeste de Hidalgo, la norteña veracruzana (como lo evidencian Tula de TamauU-
pas, Tancanhuitz y Tanlajás) y hasta el Noroeste de Puebla (Piña Chan, 1989:
168; García Payón, 1976: 243).
Los huaxtecas se distinguían y eran distinguidos por el nombre de las pro­
vincias que habitaban, por ejemplo: los de Cuextlan, cuextecas; Tuxpan, tuxpa-
necas; Tzicóac, tzicoacas; Pánuco, panotecas, entre otras. De ahí que los docu­
mentos coloniales hagan referencia a ellos como si fueran diferentes, cuando en
realidad se trataba de un mismo grupo cultural: el huaxteca o teneek (Ochoa,
1984a: 112-113).
La organización política de los huaxtecas era muy similar a la de algunas
otras regiones de Mesoamérica para este periodo. Se trataba de señoríos jerar­
quizados en donde gobernaba un señor principal (que los españoles llamaban
cacique, los huaxtecas tlahuan), seguido de señores menores (tiacham , pipihua;
García Payón, 1976: 251). El principal recibía tributo de la gente del pueblo. El
poder del gobernante era hereditario y si por alguna razón el hijo destinado no
podía asumir el cargo, se elegía a otro principal, el p ascóle (Ochoa, 1984a: 146)
Los señoríos, aparentemente, funcionaban en forma independiente, cada
uno con su propio gobernante sin tener una relación más estrecha con otros se­
ñoríos. Sin embargo, en casos de necesidad como el enfrentamiento con entida­
des políticas de otras regiones, los señores principales de cada uno se ababan
para defenderse eligiendo al más valiente, quien dirigía la guerra (Ochoa, 1984a:
149; García Payón, 1976: 249).
Si se considera la extensión que alcanzó la región huaxteca, que práctica­
mente coUndó con el Altiplano central por el Occidente, parecería extraño que
220 TERESA ROJAS R A B I E L A Y M A G D A L E N A A. G A R C Í A

se hable de señoríos independientes, casi dispersos y con poderes fragmentarios,


pero la explicación que se propone es justamente que, por tratarse de baja densi­
dad de población, la organización política no llegó a consolidarse en una forma­
ción más compleja (Ochoa, 1984: 146-147).
Los huaxtecas tenían una economía mixta; se practicaba la agricultura
(maíz, del que obtenían hasta tres cosechas al año, frijol, chile, calabaza, ama­
ranto, camote, anona, nopal y algodón); la pesca en agua dulce y marítima (uti­
lizando arpones, anzuelos, redes, nasas y posiblemente barbasco como veneno);
la caza (con arco y flecha), con la que se proveían de venado, cojolite, pato, ar­
madillo, conejo, iguana y pécari, entre muchos otros; y la recolección de plantas
y animales silvestres como caracoles, ostras, larvas de insectos, tubérculos, flores
comestibles y miel (Piña Chan, 1967: 171; Ochoa, 1995: 47-48).
Los huaxtecas fueron excelentes artistas, a juzgar por la belleza y plasticidad
de sus esculturas en piedra. También conocieron y trabajaron los metales, prin­
cipalmente el cobre y el oro. Con el primero se hicieron aleaciones de ciertos ti­
pos de bronce (Grinberg, 1996: 6). Asimismo, han quedado vestigios de piezas

Ilustración 12

Escultura huaxteca del periodo Postclásico. Repre­


senta a un anciano apoyado en un bastón en forma
de serpiente. Encontrada en el sitio Órganos, Chi­
nampa de Gorostiza, Veracruz.
Fuente: Lorenzo Ochoa.
FORMACIONES REGIONALES DE M E S O A M É R I C A 221

trabajadas en jade, serpentina, obsidiana, concha, materiales perecederos como


madera, palma y tule, entre otras materias primas, que dan cuenta de su especia-
lización económica (Piña Chan, 1967: 171).
En cuanto a su religión, los huaxtecas influyeron sobre el panteón mexicano,
proveyendo de deidades tan importantes como Tlazoltéotl y la advocación de
Quetzalcóatl, deidad del viento, y de Venus, representado con su pectoral de ca­
racol cortado y vestimenta huaxteca; y Ehécatl, con su máscara de pico de ave
como advocación de Quetzalcóatl (Ochoa, 1994; 142-144; Piña Chan, 1989:
176; García Payón, 1976: 282).
A pesar de que los señoríos procuraban la paz dentro y fuera de sus fronte­
ras, la existencia de sitios asociados a barreras naturales o construidas ex p r o fe ­
so permite corroborar que los huaxtecas participaron de los movimientos béli­
cos característicos del Postclásico mesoamericano. Fueron guerreros feroces,
pero ni su valor ni las alianzas entre ellos pudieron evitar el que fueran conquis­
tados por el poderío mexica en tiempos de Ahuízotl. A partir de entonces las
cuatro provincias tributarias registradas en el C ódice M en docin o (Tuchpa,
Atlan, Tzicoac y Oxitipan) tributaban importantes cantidades de mantas bor­
dadas con plumas, ropa, aves (guacamayos y pájaros), algodón, chile chiltecpin,
entre otros muchos (García Payón, 1976; 282). La sujeción de esta región fue
estratégica, pues con ella se evitó la alianza de los huaxtecas con los totonacas,
sus vecinos sureños (Ochoa, 1984a: 149).

E l T oton acap an

El Totonacapan, asiento de los totonacas, se ha definido en sus límites desde la


desembocadura del río de la Antigua a la del río Cazones, en Veracruz, incluyen­
do zonas de los actuales Estados de Puebla e Hidalgo; Tlapacoya, Misantla, Tla-
coiula y Zacatlán hasta Metlaltoyuca (Palerm, 1953: 163-164; Ochoa, 1995:
19). Esta área incluye cuatro zonas climáticas; la costera (Cempoaia), la faja in­
termedia entre la costa y la sierra (Jalapa), la cáhdo-seca (Papantla) y la faja fría
y alta de la sierra (Tulancingo y Perote) (Palerm, 1972; 74).
Los totonacas, como sus vecinos los huaxtecas, tuvieron ciudades importan­
tes con características de planificación francamente urbanas; una de ellas, Cem-
poala, fue la primera ciudad que causó el asombro de los españoles dadas sus ca­
racterísticas constructivas y de limpieza, orden y servicios, que daba cabida a
una población estimada entre 25 y 30 000 habitantes (Ortiz, 1994: 38), lo que
no dejó de lado un porcentaje alto de población dispersa (Palerm, 1972; 76).
Las ciudades utilizaron un sistema constructivo que incluía muros con nú­
cleo de tierra cubierto con cantos rodados y acabados de estuco; la planta rec­
tangular de las casas se levantaba sobre plataformas, tenían un cuarto sin di­
visiones, pisos de tierra aplanada, techos de materiales perecederos (palmas o
zacates) y con escaleras al frente. Con los techos dispuestos de manera inclinada,
al parecer, se captaba y aprovechaba el agua de lluvia (Ochoa, 1995: 28). Las
casas de alto rango tenían jardines, agua corriente y un sistema para deshacerse
de los desechos (ibid.-. 27). Ciudades importantes con características similares
fueron Quiahuiztlan, Vega de la Peña y Tuzapan (Ortiz, 1994: 23).
222 TERESA R O J A S R A B I E L A Y M A G D A L E N A A. G A R C Í A

Los totonacas también tuvieron una economía mixta. El cultivo de maíz se


practicaba principalmente en la zona cálido-seca, en la zona costera (donde se
obtenían dos cosechas anuales) y en la tierra fría. También se plantaba frijol, ca­
labaza, ciruelas, aguacates y zapotes (Palerm, 1953: 165), y aunque la vainilla
era un fruto silvestre abundante, no aparece como producto importante en la
economía totonaca y no fue considerado como tributo ni como objeto de comer­
cio (ibid.; Reyes y González, 1994: 45).
En la zona definida como cálido-seca se construyó un avanzado sistema hi­
dráulico para la agricultura que permitió también el desarrollo de la población;
éste incluía el regadío, favorecido por terrenos llanos, ríos pequeños y corrientes
de agua regulares, poco frecuentes en la costa (Palerm, 1972: 244).
A diferencia de la caza, la pesca tuvo una especial importancia, sobre todo en
agua dulce, donde se pescaba con anzuelos y redes y se obtenían buena parte de
los recursos alimentarios. En cuanto al consumo de animales domésticos, se comía
el guajolote, la miel de abeja y el perro (en Misanda) (Palerm, 1953: 165-166).
La población se dividía en dos clases principales, los nobles y el pueblo co­
mún, incluidos los servidores de los nobles. Como en el resto de Mesoamérica,
los gobernantes y sacerdotes pertenecían a la nobleza. El señor principal del sitio
rector transmitía su poder a los hijos, aunque las hijas también tenían derechos
(Palerm, 1953: 171).
La religión estaba notablemente presente en las prácticas funerarias, muestra
de lo cual es la construcción de tumbas, que llegaron a conformar cementerios,
como en la Isla de los Sacrificios y Quiahuiztlán. Las tumbas tenían «cámara fu­
neraria, basamento de uno a tres cuerpos superpuestos, escalera con alfardas y,
encima, el mausoleo que imita la forma de las casas y templos rectangulares [...]
en donde colocaban entierros secundarios» (Ochoa, 1995: 20).
Los totonacas establecieron relaciones comerciales con la cuenca de México,
la Huaxteca, Cholula, la M ixteca y Tlaxcala. Los productos que ofrecían, en co­
mercio o tributo, eran algodón, maíz, chile, plumas y piedras preciosas, liqui-
dámbar, petates, escudos, pieles, mosaicos de turquesas y textiles (mantas, telas,
ropa para hombres y mujeres). A cambio obtenían sal y maíz en tiempo de esca­
sez. Las monedas eran mantas, maíz o algodón, pero fundamentalmente se co­
merció a través del trueque. Un mercado descrito por los españoles fue el de
Cempoala (Palerm, 1953: 166-167).

LA TRIPLE ALIANZA O IM PERIO TEN OCHCA

A la llegada de los europeos, la llamada Triple Alianza (o Imperio tenochca),


que fundaron Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan hacia 1428, «dominaba la
cuenca de México, sede de las tres capitales, y se extendía desde la costa del Gol­
fo hasta la del Pacífico, desde las fronteras con Metztitlan, los chichimecas y el
reino tarasco de Michoacán, en el Norte y Noroeste, hasta el istmo de Tehuante-
pec y Xoconochco en el Sudeste» (Carrasco, 1996: 13). Se escapaban de su do­
minio el reino mixteca de Tototepec y el de Yopitzinco (costa de Guerrero) y los
señoríos de Metztitlan, Tototepec, Tlaxcala, Huexotzinco y Coatlicamac, que
FORM ACIONES REGION ALES DE M ES O A M É R IC A 2 23

estaban enclavados en su propio ámbito. Esta entidad política, que dominaba


gran parte del Centro y Sur de México, se ha descrito como de tipo imperial e
implicaba «una organización estatal en gran escala en la que hay dominio de un
pueblo sobre otro e igualmente de un rey supremo sobre otros subordinados; el
concepto de emperador como rey de reyes lo expresa concisamente. Ambas ideas
sirven para describir las unidades políticas mesoamericanas de mayor compleji­
dad» [ibid.).
El periodo dominado por la Triple Alianza y los célebres mexicas o tenoch-
cas hablantes de náhuatl que tenían la supremacía es, a no dudar, el más intensa­
mente estudiado y conocido de la historia de Mesoamérica. Los conquistadores
europeos dejaron numerosos testimonios de su funcionamiento, que se suman a
las muchas fuentes indígenas que sobrevivieron a la destrucción colonial. Pese a
esto, estamos lejos de contar con una versión unánime sobre su historia. El ca­
rácter de su formación política y de sus diversas instituciones, y la causalidad de
su desarrollo, son temas abiertos y vetas para toda clase de indagaciones científi­
cas y re^ereaciones literarias. ¿Cómo se habría desarrollado este imperio en caso
de que no hubieran llegado los españoles?
México-Tenochtitlan se fundó en el 1325 n.e. en un islote lodoso ya ocupa­
do en parte por los tlatelolcas. Se situaba en el lago de Texcoco, en territorio de
los tepanecas de Azcapotzalco, la principal potencia de aquel tiempo. Durante
una primera etapa, los mexicas «se enlistaron en los ejércitos de los toltecas te­
panecas de Atzcapotzalco, participando de este modo en la rápida expansión del
dominio tepaneca, ocurrida entre los años 1367 y 1418» (Wolf, 1967: 122). En­
tonces entronizaron a su primer soberano (tlatoani), hijo de un mexica y una no­
ble de Culhuacán, descendiente de los toltecas.
En 1428 los mexicas iniciaron otra etapa de su historia política al enfrentar­
se a los tepanecas de Azcapotzalco, aprovechando una coyuntura de disensión
interna y la alianza con los tepanecas de Tlacopan y los acolhuas de Texcoco.
Fue durante un segundo periodo cuando se formó el Estado, a través de la cons­
titución de una «Triple Alianza» (Wolf, 1967: 123). Aunque en apariencia los
tres aliados tenían igualdad de condiciones, Tlacopan era de menor jerarquía,
por lo cual sólo recibía la quinta parte de los beneficios. En esta etapa, Texcoco,
bajo el gobierno del célebre Nezahualcóyotl, parece haber dominado sobre sus
dos aliados. Fue entonces cuando se construyó, dirigido por el propio Nezahual­
cóyotl, «un gran sistema de diques y canales, que abrían al cultivo, por medio de
riego, tierras hasta entonces improductivas», además de permitir el control de
las inundaciones en Tenochtitlan y mejorar las condiciones para el cultivo en las
chinampas, al separar el agua salobre de la dulce de la laguna (ibid.).
Pero fue Tenochtitlan, la más militarista, la entidad que prevaleció y dejó su
sello indeleble en Mesoamérica. Así, en una tercera y final etapa iniciada hacia
1500, los mexicas establecieron su hegemonía en la alianza tripartita {ibid.-.
124). Los tributos, recabados antes por cada uno de los tres aliados, pasaron a
control de Tenochtitlan y eran repartidos entre sus dos aliados, reducidos a sa­
télites. De acuerdo con P. Carrasco, «las tres capitales aliadas con sus reinos de­
pendientes conformaban un grupo de unos 30 reinos que constituían la zona
nuclear del Imperio» (1996: 586). Tenochtitlan era la capital de las ciudades
224 T E R E S A R O J A S R A B I E L A Y M A G D A L E N A A. G A R C Í A

colhuas, Texcoco de las acolhuas y Tlacopan de las tepanecas, todas situadas


en la cuenca de México. En cuanto a sus funciones, Tenochtitlan ejercía la di­
rección de los ejércitos; Texcoco «tenía mayor autoridad en la organización ju­
dicial y en las obras públicas y Tlacopan probablemente en la administración
del tributo y el comercio» (ibid.-. 587).

D ESA R RO LLO U RBAN O, POBLACIÓN Y RELACIÓN CAMPO-CIUDAD

Al ocupar el islote, los mexicas construyeron un modesto templo a su dios tute­


lar, delimitando el espacio que, con el paso de los años, fue creciendo hasta con­
tener 78 edificios, siendo centro el Templo mayor (Matos, 1990: 51). La ciudad
lacustre creció artificialmente ganando terreno al lago con técnicas semejantes a
las empleadas para hacer chinampas (rellenos, pilotes, zanjas) (Rojas, 1993a).
Las numerosas obras hidráulicas formaban una intrincada red que servía a la
ciudad, controlaba las inundaciones, permitía el cultivo de numerosas chinam­
pas en sus alrededores y quedó inundada por tierra y agua con el resto de la
cuenca de M éxico. De acuerdo con las fuentes españolas, había «no menos de
2 0 0 mil canoas» dando servicio (Palerm, 1967; 275).
La inversión laboral para la construcción y el mantenimiento de las obras y
servicios urbanos fue de gran magnitud. El Estado mexica ejerció su poder de
llamamiento atrayendo el trabajo tributario organizado de las poblaciones suje­
tas a la Alianza en forma regular o bien de manera extraordinaria para emergen­
cias o para construcción de obras monumentales. Existió un bien organizado y
jerarquizado sistema laboral basado en unidades de 20 trabajadores cada una
con su mando y división de tareas (por tramos, por actividades o por tipo de su­
ministro) (Rojas, 1984; 1986).
El carácter urbano de Tenochtitlan-Tlatelolco está plenamente demostrado.
Llegó a tener no menos de 150 000 habitantes y pudo ser «considerablemente
mayor de 2 0 0 000» (Calnek, 1974: 54), mientras la población total de la cuenca
de M éxico sería de alrededor de 2 millones, habiendo varias ciudades con más
de 1 0 0 0 0 0 habitantes (como Texcoco, Tacuba y Xochimilco) (Palerm, 1967:
2 7 5 ). Las grandes obras hidráulicas incrementaron el potencial productivo de la
zona nuclear del Imperio, a través de la práctica de la agricultura de regadío en
las llanuras y laderas y de las chinampas en los pantanos y lagos de poco fondo*.
Ésta fue la base económica que sustentó el enorme poder desplegado por los
conquistadores mexicas y sus aliados {ibid.).
La distancia entre campo y ciudad estaba claramente establecida (Carrasco,
1996; Calnelk, 1974). En las ciudades residían los gobernantes, la nobleza, los
artesanos especializados y los comerciantes. Las comunidades rurales estaban
bien organizadas a cargo de mayordomos. Allí se producía lo necesario para

8. Las chinampas se ubicaban sobre todo en el Sur (Chalco, Xochim ilco, Tlalpan, Mexicalcin-
go, etc.) y en secciones del Poniente (Tlacopan) y Norte (Xaltocan) de la cuenca de M éxico (Rojas,
1 9 9 3 b : 2 4 4 -2 4 5 ).
FORM ACIONES REGIO N ALES DE M E S O A M É R I C A 225

abastecer a las ciudades, que eran habitadas por los campesinos que prestaban
los servicios (cuidado de las obras públicas, de los bosques y jardines, o milita­
res) (Carrasco, 1996: 588).

ECO N O M ÍA Y SOCIEDAD

En lo económico se habla de «una economía dirigida y regulada por el organis­


mo político», en cuya base existían dos grupos sociales fundamentales (clases,
estamentos): los nobles (pipiltin en náhuatl), que eran el personal de gobierno, a
cuyo cargo estaba el control de los medios de producción y los plebeyos (ma-
cehualtin), que eran los trabajadores. Como corresponde a una economía prein-
dustrial, la agricultura era la rama económica básica, en la que se producían ali­
mentos y materias primas para las artesanías y casi todo lo necesario para la
vida. Tierra, agua y trabajo eran los medios de producción fundamentales. Los
instrumentos de trabajo fueron básicamente manuales, con la consecuencia de
altas inversiones en fuerza laboral y cuidados individualizados en las distintas
ramas productivas, especialmente en la agricultura y la artesanía. Esto no impli­
có una agricultura carente de complejidad o improductiva, gracias a varias cla­
ves: domesticación de un amplio repertorio de especies vegetales adaptadas a los
micronichos; manejo de las diferencias microambientales, principalmente las de­
rivadas de la altitud; construcción de obras de riego y de conservación de la hu­
medad del suelo, así como rescate de suelos (Rojas, 1996: 77; 1988 y 1990).
En relación con la tierra, a cada clase o estamento, a cada institución y a
cada puesto público, «correspondía un tipo especial de tierra destinada a soste­
ner a sus poseedores en el ejercicio de las funciones de ellos requeridas en la or­
ganización política» (Carrasco, 1978: 28-29). El trabajo era de vital importan­
cia, dado el contexto de una sociedad con un desarrollo técnico relativamente
sencillo y que no contaba con animales de trabajo y transporte. Todo individuo
tenía la obligación de dar su tequio (trabajo, oficio o tributo), que era adminis­
trado por el organismo político. El trabajo masivo de los productores era la base
para sostener al Estado y a la nobleza. A cambio de usar una parcela, el hombre
común tenía que entregar tributo y trabajo.
En esta economía dominada por el sector político, el mercado «servía para
la circulación de bienes de consumo», tanto comunes como suntuarios. Todo
parece indicar que tierra y trabajo no intervenían en la circulación y distribución
de la tierra y el trabajo, es decir, no eran mercancías. El trabajo asalariado era
excepcional (Carrasco, 1978; 54).
El comercio mesoamericano se caracterizaba por dos rasgos básicos: la pre­
sencia de lugares definidos para realizarlo (plazas, tianguis), con periodicidad
fija, y la existencia de mercaderes profesionales (pochteca) que contaban con su
propia organización, vivían en barrios específicos y traficaban a grandes distan­
cias con bienes que no circulaban en el mercado, puesto que se entregaban al Es­
tado (Carrasco, 1978).
Otras interpretaciones otorgan mayor importancia al sistema mercantil en
el proceso de urbanización de Tenochtitlan, es decir, a la economía de merca­
226 T E R E S A R O J A S R A B I E L A Y M A G D A L E N A A, G A R C Í A

do. Así, en la relación entre la producción artesanal y el comercio, diversas m a­


terias primas necesarias para los artesanos se adquirían en el mercado, de m a­
nera que tenían ingresos derivados de su trabajo (Calnek, 1978: 104). Diversos
especialistas (como aguadores, cargadores, plumajeros, joyeros, lapidarios)
prestaban su servicio, se alquilaban o producían bienes intercambiables en el
mercado a fin de satisfacer sus necesidades {ibid.-. 104, 109). También llama la
atención «la creciente importancia de las qu achtli [mantas estandarizadas] y
del cacao como medios de cambio aceptados universalmente [...]» (Calnek,
1974; 110).
Compatible con el carácter urbano de la ciudad fue la gran importancia que
tuvieron el comercio y la manufactura, así como los tributos (Calnek, 1974: 50).
El tributo tuvo dos variantes: en trabajo y en especie. El primero era no especia­
lizado y consistía en la construcción de obras públicas comunes; el transporte de
mercancías, armas y bastimentos y el trabajo agrícola en terrenos cuyos pro­
ductos se destinaban al mantenimiento del aparato estatal (palacios, templos,
gobernantes). El tributo en especie al Estado consistía en la entrega periódica de
materias primas de gran valor (como ámbar, plumas preciosas, oro, algodón,
maderas, pieles de animales, aves vivas), productos semielaborados y elaborados
(trajes de género, mantas, bezotes, cuentas de turquesa, etc.) y alimentos almace-
nables (cacao, maíz, frijol, chía, amaranto, chile seco, entre otros). La asignación
seguía ciertos patrones, aunque no de forma mecánica; las materias comestibles
provenían de la zona central o de otras más o menos cercanas, mientras las de
lujo, o exóticas, de las provincias más lejanas. «Otros bienes o servicios especia­
les aportados por ciertas provincias eran los bastimentos para las fortalezas y
ejércitos de paso o la ayuda militar» (Carrasco, 1996: 599).
Los tlatoanis de la Triple Alianza contaban con mayordomos (calpixques)
propios para la recaudación de los tributos en las provincias conquistadas, que
por cierto eran distintas de las unidades políticas y territoriales, aunque en oca­
siones llegaron a coincidir.

ORGAN IZACIÓN DEL IM PERIO

De acuerdo con Carrasco, la triple división establecida en la zona central del Im­
perio se repetía o extendía a las regiones sojuzgadas. Una información recogida
por fray Torquemada sobre la organización de las tres divisiones según los rum­
bos del universo recuerda lo ocurrido en Tula, aunque no ha podido confirmarse
(Carrasco, 1996: 592). A Texcoco tocaba el cuadrante nororiental, a Tlacopan
el noroccidental y a Tenochtitlan toda la mitad sur.
Siguiendo una antigua tradición en Mesoamérica, las tres ciudades-capitales
y sus ciudades dependientes estaban divididas en segmentos (parcialidades o ca­
beceras), algunas las cuales tenían su propio tlatoani. Estas divisiones eran de
carácter territorial, pero en ocasiones también étnica, originadas «en los pueblos
que migraron a la caída de Tula». Tenían sus propios dioses y sus señores «pro­
cedían de dinastías y regímenes políticos anteriores» (Carrasco, 1996: 590). De
esta segmentación procedía, de acuerdo con Carrasco, el frecuente faccionalismo
FORM ACIONES REGIONALES DE M E S O A M É R I C A 227

político que se observa en la historia de la Triple Alianza y quizá ayuda a expli­


car las crisis de los imperios anteriores (Tula y Teotihuacan) (ibid.: 590).

RELIG IÓ N , CEREM O N IA L, CALENDARIO


Y O T R O S LO G R O S INTELECTUALES

La religión mesoamericana era politeísta y ceremonialista. Había una infinidad


de ceremonias y dioses para representar los diferentes elementos de la naturaleza
y los diversos grupos y actividades humanas; había ceremonias «para casi todos
los quehaceres humanos» (Carrasco, 1976: 237). Dioses y ceremonias eran cons­
titutivas de las relaciones sociales; dioses patrones de las diferentes entidades et-
nicopolíticas, de los oficios y de las actividades del ciclo de vida. La mayoría
eran representados con formas humanas {ibid.: 590).
Los mitos cosmogónicos consideran a los dioses «en su papel de creadores o
creados y mencionan su residencia y sus actividades» (ibid.: 241). De una pareja
de dioses que residían en el cielo superior, el tercero, derivaron cuatro hijos: Tla-
tlauhqui Tezcatlipoca, Yayauhqui Tezcatlipoca, Quetzalcóatl y Huitzilopochtli.
La creación del resto «fue obra de estos cuatro», así como también la de los nue­
ve (o trece) cielos y nueve inframundos; la tierra era el primero de los cielos o de
los inframundos (ibid.: 242-243).
Respecto al tiempo, se deba la creencia en la existencia de diferentes eras del
mundo, en «soles» que rigen cada una de éstas, «que son creados o destruidos
uno tras otro por la acción de los varios dioses» (ibid.: 244).
Sobre el destino del hombre al morir, se creía en distintas moradas según las
circunstancias de la muerte (muerte normal, ahogado, por rayo, enfermedad, o
parto; o, bien, si eran niños, guerreros o cautivos sacrificados), cada una tenía sus
dioses propios y sus ritos de disposición del cuerpo. Las ideas sobre el destino de
los muertos guardaban relación con el ritual del sacrificio humano: «todos los
muertos se convierten en dioses» (ibid.: 254). Al sacrificado se le identificaba con
el dios al que era ofrendado, se le vestía a su semejanza; al dios se le alimentaba
con el corazón y la sangre del sacrificado. El canibalismo era un rito relacionado
con el sacrificio: «ios hombres consumen el cuerpo hecho dios del sacrificado»
(ibid.: 255). Se ofrendaban prisioneros de guerra o, bien, esclavos. Durante el
auge de ios mexicas se habla de sacrificios en masa, pero algunos estudiosos,
como Luis Reyes, han puesto en duda la veracidad de tales afirmaciones.
El ceremonial se ordenaba de acuerdo con el sistema calendárico, logro in­
telectual distintivo de las culturas mesoamericanas. El calendario poseía dos
cuentas: la de los días (tonalpohualli) y la del año (xihuitl). La primera, a seme­
janza de la astrología, servía para adivinar y conocer los días favorables o des­
favorables. Se dividía en 20 periodos de trece días cada uno, cada trecena con
los numerales del 1 al 13, constando así de 2 60 días. El segundo tenía 365 días
y constaba de 18 meses de 2 0 días cada uno, más cinco días extras; los días re­
cibían un nombre compuesto por un numeral y un signo. Ambas cuentas se
combinaban para nombrar los años, de tal manera que cada año tenía el nom­
bre de un día específico. No había año bisiesto y así, cada cuatro años, la cuen­
228 TERESA ROJAS R A BIELA Y M A G D A L E N A A. G A R C Í A

ta se retrasaba un día. Los signos tenían un dios patrón y éste se asociaba con
un punto cardinal.
Las estaciones del año guardaban relación con los puntos cardinales. El
Norte con el verano, la primavera con el Oeste, el otoño con el Este, el invierno
con el Sur. La conjunción del calendario y las estaciones daba lugar a un elabo­
rado ciclo de fiestas públicas religiosas, que eran ocasión para el sacrificio, el
convite y la reciprocidad social.
Otros muchos logros en el terreno intelectual y artístico son de mencionar,
pero sin duda resaltan algunos, como la escritura pictográfica, que servía para
toda suerte de detallados registros en papel indígena {am ate), piedra y otros ma­
teriales. Asimismo existían sistemas aritméticos y de medición, mediante los cua­
les se registraban fechas, se levantaban detallados catastros de tierras y cuentas
de tributos y tributarios, entre otros. Hubo, asimismo, sistemas de clasificación
del reino vegetal, animal y mineral (suelos) que representan avances intelectuales
que aún están en proceso inicial de investigación. Las técnicas son un terreno
mal conocido, respecto al cual se ha calificado (casi siempre en sentido negativo)
más que profundizado en su conocimiento. Entre las mejor conocidas están las
líticas, las cerámicas, las de cestería, las de riego, las agrícolas, las constructivas
y las minero-metalúrgicas, entre otras.
9

L A R E G IÓ N S E P T E N T R IO N A L M E S O A M E R IC A N A

B e a tr iz B r a n i f f C o r n e j o

LA PRO BLEM Á TICA REGIONAL

Vamos a tratar en este capítulo de una región cultural que se ubica al Norte de
los ríos Sinaloa, Lerma y Moctezuma, ríos en donde se localiza la frontera sep­
tentrional de Mesoamérica en el siglo X V I (Kirchhoff, 1943). Se encuentra en la
porción norcentral del Altiplano mexicano hasta el trópico de Cáncer, incluyen­
do los hoy estados de Querétaro, Zacatecas, Guanajuato, Durango, el Altiplano
y la región del río Verde en San Luis Potosí y la sierra de Tamaulipas (Ilustra­
ción 1), que en aquel entonces quedaban fuera de Mesoamérica.
Los mexicas se expresaban así de esa región norteña: «Es un lugar de mise­
ria, dolor, sufrimiento, fatiga, pobreza, tormento. Es un lugar de rocas secas, es­
téril; un lugar de lamentación, un lugar de mucha hambre, de mucha muerte.
Queda al none» (Sahagún, 1963: 263). «A las provincias donde moran los chi-
chimeca, las llaman chichim ecatlalli; es tierra muy pobre, muy estéril, y muy fal­
ta de todos los mantenimientos» (Sahagún, 1955: libro X I, 478).
La traducción de la palabra chichim eca es mecate o «cuerda de perro», en
otras palabras, linaje de gente que, como los perros, no tiene casa. El término
chichimeca incluye a varios grupos o «naciones» — como los llamaron los espa­
ñoles— cuya esencia era precisamente la de vivir en forma nómada como caza-
dores y recolectores, sin residencia definitiva. Estos grupos eran, por consiguien­
te, el contraste con los pueblos mesoamericanos, que fueron tradicionalmente
agrícolas, sedentarios, y con una ideología enraizada en la tierra y en su fertili­
dad (Rojas, 1985: 129). En consecuencia, la conquista de las tierras norteñas
por los españoles fue muy distinta a la de las culturas mesoamericanas, organi­
zadas éstas dentro de los llamados «Imperios» como el mexica y el tarasco, don­
de la conquista fue rápida y sólo hubo que cambiar al dirigente indígena por la
autoridad española. El mestizaje se inició pronto, la primera catedral en la ciu­
dad de México estaba edificándose hacia 1525 y las tierras se entregaron al con­
quistador con todo y con el indígena, quien de aquí en adelante serviría a nuevos
amos.
Pero al Norte de aquella frontera el blanco y sus aliados indígenas y mestizos
tendrían que emprender una ardua y larga lucha para alcanzar aquellas regiones
230 BEATRIZ BRANIFF CORNEJO

Ilustración 1
M ESOA M ÉRICA SEPTENTRIONAL

A ) R e g ió n n o rcen tra l y n o ro ccid e n ta l. B) R eg ió n n o ro rien ta l; fro n te ra del sig lo rx;


fro n te ra del siglo x v i.
f u e n t e : B e a triz B ra n iff.

de «bárbaros», que se convirtió en «tierra de guerra» que hubo que conquistar


palmo a palmo con otros métodos y estrategias (Mendizábal, 1930; Powell,
1972, 1977).
Si bien es cierto que el periodo colonial (si así puede llamarse a la época vi-
rreinal(^) marcaría una nueva era política y cultural en el centro de México a par­
tir de 1521-1525, en el Norte este cambio no se daría hasta bien entrado el siglo
xvni, en vísperas de la independencia y, en algunos casos, hasta principios de este
siglo. Un interesantísimo mapa del siglo xvi de la región guanajuatense muestra
las vicisitudes de los españoles en tierras de salvajes, quienes en caravanas de ca­
rretas defendidas por soldados llevan por el «camino real» los necesarios «mante­
nimientos» a las recién descubiertas minas de plata de Zacatecas (Ilustración 2).

1. La palabra «colonia», en su concepción original romana, se refiere a «cultivar la tierra y


hacerla más civil» y en tiempos del Renacimiento europeo la palabra se convierte en un vocablo polí­
tico y comercial de usufructo encubierto por la excusa de «llevar la cultura y civilización a los pue­
blos bárbaros». Ninguna de las dos acepciones es aplicable a Mesoamérica, porque, a su vez, tuvo
sus propias colonias. El término «colonial», aplicado a M éxico, es a todas luces errado.
LA R E G I Ó N SEPTENTRIO NAL ME S O A ME R IC A N A 231

Ilustración 2
EL CAM IN O REAL A ZACATECAS

Mapa de 1580.
Fuente: Biblioteca de la Real Academia de Historia de Madrid.
232 BEATRIZ BRANIFF CORN EJO

En contraste con esta realidad del siglo xvi, la arqueología demuestra un pa­
norama totalmente diferente para un tiempo más antiguo, pues en esa misma re­
gión de barbarie existen ruinas de poblados de todo tipo, y aun ciudades con pa­
lacios, templos y calles que no pudieron haber sido edificados por nómadas, ya
que sólo una agricultura eficiente estaba en grado de permitir asentamientos de
tal categoría. De esto se infiere que debió existir anteriormente un medio ambien­
te mucho más benévolo que el descrito por los mexicas y habría que aceptar tam­
bién un deterioro climático posterior que culminaría con aquella desolación his­
tóricamente registrada.
No existe todavía la prueba científica de dichos cambios climáticos, aunque
estudios polínicos tampoco lo refutan, pero no hay que descartar la posibilidad
de que en estas regiones, que hoy en día son semiáridas, una temporada de sólo
dos o tres años sin lluvia podría haber traído consecuencias y efectos desastrosos
para una población cuya base de sustento fuera la agricultura de temporada. Se
tiene, sin embargo, información indirecta que confirma hasta cierto punto tales
cambios climáticos así como la relación que existe entre la situación cultural y la
geográfica. Por una parte, es interesante anotar la concordancia que existe entre
la curva que sigue la frontera de los mesoamericanos en el siglo xvi y la frontera
climática entre las zonas de desierto y estepa hacia el Norte y la sabana mesoter-
mal y el bosque templado hacia el Sur (Armillas, 1969: 699). Por otra, el límite
sur del llamado desierto de Chihuahua — que es una unidad vegetacional (Jaeger,
1957; Rzedowski, 1978: 62)— sigue exactamente la máxima frontera de los me­
soamericanos (anterior al siglo XVl) y finalmente nuestra región se encuentra lo­
calizada entre las isoyetas actuales de 400 mm y 800 mm anuales (Ilustración 3).
Se ha dicho que la isoyeta de 700 mm anuales marca el límite por debajo del cual
la agricultura de temporada es totalmente aleatoria y precaria (Niederberger,
1987: 51, 95). El trópico de Cáncer es en sí mismo una frontera climática y la dis­
tribución de pueblos mesoamericanos en un tiempo se extendió hasta esta línea
(Ilustración 1).
Otra información igualmente indirecta se refiere a la documentación histórica
relacionada con el fin de la ciudad de Tula, hacia el 1200 n.e. La tradición indíge­
na expresa en forma simbólica y poética las causas físicas — sequía y sus conse­
cuencias— de dicha crisis política (Armillas, 1969: 701) y en nuestra región nor­
teña no existe nada mesoamericano que podamos detectar arqueológicamente
después de esa misma fecha (Braniff, 1972, 1988), sugiriéndose la crisis y aban­
dono de las regiones de la Mesoamérica septentrional (Armillas, 1964, 1969). Es
importante apuntar la coincidencia de estas fechas — 1150 a 1200 n.e.— con las
que se dan para el abandono y reorganización de los asentamientos en el llamado
«Sudoeste» de Estados Unidos (que en realidad fue el Noroeste de México hasta
el siglo pasado). Allí se argumentan igualmente explicaciones de cambios climáti­
c o s — y otros— (Cordell, 1984: cap. 9). Además, en esa misma región dejaron de
recibirse ciertos objetos típicamente mesoamericanos, de lo que se deduce que los
patrones comerciales cambiaron entonces, lógicamente relacionados con la desa­
parición de nuestra Mesoamérica septentrional y la revitalización de rutas comer­
ciales a lo largo de la faja costera del Pacífico que ligan a partir de entonces a
nuevos centros políticos y comerciales (Kelley, 1986; Braniff, 1989a).
LA R E G I Ó N SEPTEN TRIO N AL M E S O A M E Rl C A N A 233

Ilu stración 3
M ESOAM ÉRICA SEPTENTRIONAL

Como resumen podemos aseverar que esta región norteña contiene una pro­
blemática especial y diferente a la que se da en las regiones «nucleares» mesoa-
mericanas (por llamar de alguna manera a las que se distribuyen por debajo de
la frontera del siglo xvi). Mientras en estas últimas existe una evolución y pro­
greso paulatino hasta la civilización que serían sólo limitados y luego condicio­
nados por la conquista española, nuestra región septentrional muestra oscilacio­
nes de carácter cultural muy relacionadas con el medio ambiente, que en una
época la ligan a ios procesos de gente cultivadora mesoamericana y en otro tiem­
po se convierten en algo que es la antítesis de lo mesoamericano, determinándo­
se así un diferente proceso histórico de época virreinal que ha repercutido hasta
nuestros días. Mientras en Mesoamérica el hispano encontró «la mesa puesta»
(organización tributaria, mano de obra, tierras cultivables), en el Norte, donde
ésta no existía, se requirió de otro tipo de conquistador que daría por resultado
un tipo de población poco mestizada y criolla, bastante diferente de la población
indígena, mestiza y criolla de la Mesoamérica nuclear. Este contraste es más evi­
dente en las regiones extramesoamericanas, allende el trópico de Cáncer^.

2. La resistencia de algunos indígenas especialmente cazadores-recolectores determinó su ani­


quilamiento total y allí, al igual que en ciertas regiones de Estados Unidos, la política aplicada era la
que reza: «a good indian is a dead indian».
234 BEATRIZ BRANIFF CO R N EJO

LA COLO N IZA CIÓ N DE LAS NUEVAS TIERRAS

Como se menciona en varios capítulos de este volumen, las sociedades sedenta­


rias mesoamericanas que se organizaron hacia el 2000-1700 a.n.e. progresaron
en el tiempo hacia sistemas sociales cada vez más complejos, llegándose a esta­
blecer hacia el 1250 a.n.e. capitales regionales que eran cabeceras de poblados y
regiones que estaban integradas en forma simbiótica. Hacia el 700 a.n.e. se lo­
graría alcanzar un nivel protourbano caracterizado por centros regionales mayo­
res que, igualmente, integraba poblados y regiones, ahora con mayor extensión
territorial (Niederberger, 1987: 33).
Durante esta última época, en el llamado Formativo Tardío y Formativo
Terminal, tuvo lugar lo que en el Viejo Mundo se ha llamado la revolución ur­
bana, esto es, un periodo inicial de conformación de «Estados» que se lograría
gracias a los progresos del desarrollo de las fuerzas productivas y de las relacio­
nes de producción. En el Viejo Mundo este importantísimo adelanto, que impli­
ca un desarrollo tecnológico y una organización política y económica más com­
pleja y poderosa, abrió la posibilidad de que algunos grupos se aventurasen a
colonizar un hábitat en el que antes los hombres no habían podido establecerse
(Olivé, 1985: 92-96). Es precisamente en estos tiempos, hacia el 300 a.n.e./200
n.e., cuando se dan las primeras evidencias de asentamientos agrícolas en la re­
gión septentrional que ahora nos ocupa y es posible entonces argumentar que
esta nueva colonización se debe a esa «revolución» que se da en la Mesoamérica
nuclear (Braniff, 1989b)^.
Para estos tiempos y en los límites norteños de Mesoamérica existían tres si­
tios que fueron importantes centros de control regional: Teuchitlan en Jalisco
(Weigand, 1985), Chupícuaro en Guanajuato (McBride, 1969) y Cuicuilco (y
sus contemporáneos Tlapacoya, Ticomán, Cuanalán y otros) en la cuenca cen­
tral de M éxico (Ilustración 4). Mientras Cuicuilco y sus contemporáneos son
aparentemente los herederos — o por lo menos los sucesores— de una antigua
tradición olmeca (Niederberger, 1987) y fueron a su vez la base y antecedente de
la posterior cultura teotihuacana, los otros dos centros mayores pertenecen a
una «tradición de occidente» diferente y tan antigua como la olmeca (Braniff,
1975a; Weigand, 1985: 69).
Es importante insistir que varios autores reconocen que en los sitios de la
cuenca de M éxico antes mencionados existió una poderosa penetración de las
culturas de occidente, especialmente de Chupícuaro (McBride, 1969), previa al
desarrollo de la gran ciudad de Teotihuacan, de lo que se infiere que la simili­
tud de varios elementos que por primera vez se dan en la Mesoamérica septen­
trional y en la cuenca de M éxico pueden ser originarios de Chupícuaro y no ne­
cesariamente de la cuenca de México''. En efecto, los primeros asentamientos en

3. Se ha argumentado que la agricultura de riego fue uno de los adelantos tecnológicos que
permitió el surgimiento de los centros urbanos en Mesoamérica, aumentando la producción y la po­
blación; sin embargo, es la agricultura de temparal la que explica la supervivencia de los asentamien­
tos rurales.
4. Desafortunadamente los arqueólogos mexicanos hemos heredado y adoptado la versión po-
LA R E G I Ó N S E P T E N T R I O N A L ME S O A ME R IC A N A 235

Ilustración 4
C O LO N IZ A C IÓ N DE LA M ESO A M ÉRICA SEPTENTRIONAL (300 A.N.E. 20 0 N.E.)

• A sentam ientos de la tradición de T eu ch itlán .


O A sentam ientos de la tradición de C hupícuaro: 1. T eu ch itlán , Ja lisc o ; 2 . C hupícuaro, G uana-
ju a to ; 3 . C u icuilco, T icom án , T lap aco y a, D . F .; 4 . San Ju an del R ío , Q u erétaro; 5 . Santa M aría
del R efu gio , G u an aju ato; 6. M o rales, G u an aju ato ; 7. V illa de R eyes, San Luis P otosí; 8. C erro
E n ca n ta d o , Ja lisc o ; 9 . H uejuquilla, Ja lisc o ; 1 0 . AltaVista (C halchihuites), Z acatecas.
R í o s : o) C hapalangana, a) B olañ o s, b) Ju ch ip ila-M alp aso , c) Verde, d) T u rb io , e) G u an aju ato,
f) L a ja , g) Santa M aría.
F u en te: Beatriz B raniff.
236 BEATRIZ BRANIFF CORNEJO

la Mesoamérica septentrional llevan todos el sello de la tradición de Occidente


(Teuchitlan) o de la que ahora podemos llamar tradición de Chupícuaro (Mc-
Bride, 1969) y se dan en una zona (A en la Ilustración 1) que en tiempos poste­
riores continuaría desarrollándose con su propia personalidad y en forma bas­
tante ajena o autónoma del sistema politicoeconómico de la gran ciudad de
Teotihuacan, que supuestamente dominó muchas regiones de la Mesoamérica
nuclear.
Teuchitlan y Chupícuaro, y en su caso Cuicuilco, pudieron haber sido la
base de la colonización norteña, como lo sugieren las similitudes arquitectó­
nicas^ y cerámicas. Faltan, sin embargo, muchas otras investigaciones (sobre la
lítica, arqueomoluscos, minerales, artesanías, etc.) para verificar las sugeridas fi­
liaciones, así como también para entender el tipo de colonización sobre las po­
blaciones previas en la región. Como veremos más adelante, en nuestra zona no
existió un proceso largo de sedentarización, sino que fue una verdadera coloni­
zación en el sentido de importar todo un complejo cultural ya existente en las re­
giones nucleares, a veces con el cariz propio de zonas periféricas y fronterizas.
En cuanto a Teuchitlan, situado en la antigua región lacustre en el norcentro
de Jalisco, fue éste un centro rector que se caracterizaba, entre otras cosas, por
una arquitectura ceremonial con base en elementos circulares llamados localmen­
te los «guachimontones» (Ilustración 5c), arquitectura que siguió utilizándose en
tiempos posteriores y hasta el 700 n.e. Otro elemento arquitectónico característi­
co son el juego de pelota abierto (Ilustración 5c) y la arquitectura funeraria de
«tumbas de tiro» — heredada de más antiguos tiempos— , generalmente acompa­
ñadas por ricas ofrendas (Ilustración 5a) (Weigand, 1985).
En esos tiempos del Formativo la arquitectura circular se extiende a varios
sitios a lo largo del río Bolaños (Weigand, 1985: fig. 2.8) y las tumbas de tiro,
que tienen una mayor distribución, se ubican tanto en el Bolaños como en el Ju-
chipila, en Zacatecas y en el colindante río Verde, en los Altos de Jalisco (ibtd.:
fig. 2.5).
Son característicos de Occidente varios estilos de figuras huecas, algunas de
las cuales son ofrendas en las tumbas de tiro. Entre ellas las llamadas estilo Za­
catecas, o «cornudos», se presentan en parejas (hombre y mujer). La representa­
ción masculina lleva en la cabeza un par de cuernos (Ilustración 5b). Una pareja
de estas figuras se halló en Cerro Encantado, en los Altos de Jalisco, asociada a
un complejo cerámico (que describiremos en adelante), hachas ranuradas, ani­
llos de atlatl (lanzadardos) de concha, una trompeta de caracol, varios fragmen­
tos de bases de «espejos» y pipas tubulares, entre otros.
Este complejo está fechado entre el 100 y 250 n.e. La mayoría de estos ras­
gos pueden relacionarse con el Occidente y el complejo cerámico es afín a lo
Chupícuaro.

lítica «centralista» que explica todo desarrollo en razón de los sucesivos templos mayores ubicados
en los valles centrales.
5. «La homogeneidad arquitectónica [...] es una manifestación de otras homologías relaciona­
das con la organización social y con el sistema de creencias» (Renfrew, 1 986: 5).
LA R E G IÓ N SEPTEN TRIO N AL M E S O A M E R 1C A N A 237

Ilustración 5
LA TRA D IC IÓ N DE TEUCHITLAN

a) «Tumbas de tiro» (Oliveros, 1971, lám. 12). b) Figura hueca «cornudo»; c) «Guachi-
montones» y juego de pelota (adaptado de Weigand, 1985: fig. 2.12).
238 B EA TR IZ BRANIFF CO RN EJO

& i ia región zacatecana, y específicamente en el valle del Bolaños, se han en­


contrado yacimientos naturales de minerales y otros materiales no comunes, que
por ello debieron haber sido codiciados por los centros de poder político. Estos
materiales especiales son cobre, piedras verdes, oro, plata y ópalo (Weigand,
1 9 8 5 : fig. 2.1).
Como corresponde a esta época de auge político y económico de Mesoamé-
rica, es en estos tiempos cercanos a nuestra era cuando se comienzan a ver clara­
mente intercomunicaciones entre el Occidente de M éxico y la región Hohokam,
en Arizona, así como con otras regiones del llamado Sudoeste (de Estados Uni­
dos). En Teuchitlan, Jalisco, ya se importa la turquesa química; el hacha ranura-
da aparece tanto en Cerro Encantado, Jalisco, como en Amapa y Nayarit. Por
otra parte, entre los Hohokam aparece el «espejo» de mosaico y ciertas formas
cerámicas que son características de la tradición de occidente que se encuentran
en la costa del Norte de Sinaloa y Sur de Sonora (ver resumen en Braniff,
1989a). Hay que aclarar, sin embargo, que el occidente de México tuvo siempre
un carácter conservador y que varias formas y estilos siguieron utilizándose con
ligeras variantes, por lo que es imprescindible una buena ubicación cronológica
para entender dichas intercomunicaciones.
En relación con el segundo centro de poder, Chupícuaro, sobre el río Lerma,
en el Sur de Guanajuato, éste fue estudiado hace ya tiempo (Poner, 1956; Piña
Chan, 1960: 125-131) y la investigación se dedicó básicamente a un gran número
de entierros acompañados por ofrendas que consistían en vasijas de formas y di­
seños específicos, figurillas, instrumentos musicales, collares, etc. (Ilustración 6 ).
Los estudios recientes sugieren que el fenómeno de Chupícuaro no se dio en
un solo lugar y tiempo, y si bien el desarrollo inicial ocurrió en esa localidad,
existen variantes (versiones, ausencias y presencias) de este complejo inicial en
varios sitios de la zona que ahora nos ocupa, lo que sugiere una supervivencia
dentro de los siglos primero y tercero n.e. (Castañeda et al., 1988: 322, fig. 2).
En esos primeros asentamientos de nuestra zona aparecen, junto a los rasgos de
Chipícuaro, otros que no se encuentran en este sitio pero que se han identifica­
do en los valles centrales de M éxico, específicamente en Ticomán, Cuicuiico,
Tlapacoya y Cuanalán, todos ellos dentro del Formativo Tardío pero, como
mencáonamos antes, estas similitudes pueden ser interpretadas tanto como va­
riantes posteriores de Chupícuaro como procedentes de esas regiones del centro
de M éxico.
Lx)s sitios a los cuales nos referimos son, entre otros (Ilustración 4), La Vir­
gen y Santa María del Refugio, en el Estado de Guanajuato, que contienen es­
tructuras grandes y complejas: plataformas, patios, montículos y altares (Ilustra­
ción 6 c) (Nalda, 1975: 87, 100); Morales sobre el río Laja (Braniff, 1972: 278,
lám. 1 ); en Querétaro la región de San Juan del Río (Nalda, 1975: 87, 100) Ce­
rro Encantado en los Altos de Jalisco (Bell, 1974); la primera fase de ocupación
(fase San Juan) en Villa de Reyes en el Altiplano potosino (Braniff, 1975b); y en
Zacatecas y las contiguas barrancas en Jalisco, que comparten 1a primera fase de
ocupación llamada Canutillo (Hers, 1989: fig. 3; Jiménez, 1989: 10-12). Duran­
te esta Éase se inicia la construcción del importante sitio de AltaVista, situado en
los confines de nuestra zona (Kelley, 1985: fig. 11.4).
LA R E G IÓ N S E P T E N T R I O N A L M ES O A ME R IC A N A 239

Ilu stración 6
LA TRA D IC IÓ N D E CHUPÍCUARO

a) Figurilla (Piña Chan, 1960: fig. 40). b) Cerámica de Chupícuaro y Ticomán (adaptado
de Covarrubias, 1961: fig. 3). c) Cañada de la Virgen, Guanajuato (Castañeda et al.,
1988: fig. 3). d) Cerámica de Morales, Guanajuato, diseños (Braniff, 1972).
240 BEATRIZ BRANIFF CO RN EJO

La arquitectura de Santa María del Refugio (Ilustración 6c) consiste en una


construcción simétrica y cuadrangular con un patio cerrado y construcciones a
los lados. Este tipo era el característico de los sitios importantes que se desarro­
llaron en el Centro de la zona septentrional y Noroeste de la Mesoamérica en
época posterior, aunque también sobrevivió el edificio circular de Teuchitlan
tanto en algunas zonas de Jalisco y Zacatecas como en las regiones colindantes
de Guanajuato. Ya regresaremos a este tema más adelante.
Otro rasgo interesante, que al parecer está prácticamente ausente en Chupí-
cuaro, es el diseño de figuras antropomorfas y, sobre todo, zoomorfas (aves, ma­
míferos, reptiles y batracios), que aparecen en las vasijas de Morales y de Cerro
Encantado, y muy posteriormente en las fases subsiguientes a la de Canutillo de
la cultura de chalchihuites en Zacatecas (Ilustración 6d) (Braniff, 1972: lám. 7).
Recientemente se ha descubierto un sitio en el Norte de Michoacán — Loma
Alta— donde existen en profusión estos diseños, así como la llamada greca esca­
lonada (Ilustración 6e) — que no está en Chupícuaro— , y otro en forma de pirá­
mide escalonada, a veces doble (Ilustración 6f), que sí se encuentra en Chupícua­
ro. Estos diseños zoo y antropomorfos son muy realistas, y se parecen mucho a
los diseños también realistas y al parecer contemporáneos del sitio de Snake-
town, en la región Hohokam de Atizona (Carot, 1989), donde igualmente apa­
rece la greca escalonada.
Finalmente, en relación con el tercer sitio mayor que pudo haber colonizado
estas regiones norteñas, ya hemos mencionado a Cuicuilco y los problemas de la
interpretación de los rasgos Ticomán-Chupícuaro. Algunos autores recientes han
revivido la discusión con base en nuevas investigaciones, sugiriendo que Chupí­
cuaro es un componente de un sistema estatal en expansión centrado en Cuicuilco
(Florance, 1985: 45) que había fenecido para cuando se inicia la colonización ha­
cia Guanajuato, los Altos y Zacatecas a partir de Cuicuilco (Jiménez, 1989: 12).

EL PER IO D O DE AUGE: EL CLÁSICO (200-900/1 0 0 0 N.E.)

Llegamos ahora a los tiempos de mayor desarrollo de toda la región septentrio­


nal, desarrollo que es paralelo a los sucesos en la Mesoamérica nuclear, por lo
que podemos aseverar que esta región forma parte de la generalizada civilización
mesoamericana del Clásico (Ilustración 7).
La región norcentral y noroccidental que ya describimos, y que tiene sus raí­
ces en el Formativo, alcanzará un nivel prácticamente urbano y ahora, por pri­
mera vez, vemos también la colonización definitiva de la región nororiental (B,
en la Ilustración 1), que ostenta claras relaciones con las culturas del Golfo así
como con Teotihuacan. Aquí también encontraremos sitios elaborados que im­
plican igualmente una compleja organización política y económica.
Vista la diferencia entre la primera (A) y segunda (B) región, sugerimos que
se trata de dos organizaciones diferentes, por lo cual conforman no una, sino
dos componentes más de la civilización mesoamericana de esos tiempos.
Como hemos hecho en el inciso anterior, iniciaremos nuestra descripción en
el Occidente.
LA REG IÓN SEPTEN TRIO N AL MESO A ME R IC A N A 241

Ilu stración 7
MESOAMÉRICA SEPTENTRIONAL: EL PERIODO DE AUGE (200 N.E.-900 N.E.)

Cultura:
HTeotihuacana (1. Teotihuacán, México; 2. Atemajac, Jalisco); •Teuchidán (3. Teuchitlán, Ja ­
lisco; 4. La Florida, Zacatecas); O Chalchihuites (5. AltaVista [Chalchihuites], Zacatecas; 6. El
Huistle [Huejuquilla], Jalisco; 7. La Quemada, Zacatecas); “Tunal Grande (8. Villa de Reyes, San
Luis Potosí; 9. Cerro de Silva, San Luis Potosí); O Guanajuatense (10. San Miguel Allende; 11.
Uruétaro; 12. San Bartolo Agua Caliente); □ Río Verde (13. San Rafael, San Luis Potosí; 14. Gua-
dalacázar, San Luis Potosí; 15. Ranas, Querétaro); □ Sierra de Tamaulipas (16. Pueblito; 17.
Ocampo).
Ríos: o. Chapalangana, a. Bolaños, b. J[uchipila-Malpaso, c. Verde, d. Turbio, e. Guanajuato, f.
Laja, g. Santa María, h. Verde, i. Támesis, j. Soto la Marina.
Fuente: Beatriz Braniff.
242 BEATRIZ BRANIFF CORN EJO

La tradición centrada en Teuchitlan, Jalisco, ha alcanzado ahora una gran


fuerza económica y política, como lo evidencia el desarrollo artesanal y arquitec­
tónico — siempre con base en las construcciones circulares y juegos de pelota—
integrando regiones circundantes a lo largo del río Bolaños al Norte, y regiones
próximas en Nayarit y Jalisco (Weigand, 1985: 70-89, fig. 2.8), e irrumpiendo
también en sitios en la cuenca del río Turbio en el Occidente de Guanajuato,
donde los clásicos y circulares «guachimontones» se encuentran junto a las cons­
trucciones rectangulares típicas de la región.
Simultáneamente, la llamada cultura de chalchihuites de estos tiempos, que se
desarrolla a partir de la fase Canutillo que ya describimos, se extiende desde el río
Chapalangana, en la zona de la Sierra Madre, hasta el cañón de Juchipila y el valle
del Malpaso. Existe una aparente sobreposición de Teuchitlan y Chalchihuites que
no es fácil de entender, especialmente por la falta de material ilustrativo. Las expli­
caciones que se dan para estos desarrollos tampoco son congruentes: por una par­
te se ha argumentado la existencia de la fase Canutillo como un desarrollo local
que tiene sus orígenes en una época preteotihuacana con afinidades hacia Chupí-
cuaro, fase de la que se desarrollarán las del Clásico y durante la cual se comienza
a edificar el famoso sitio de Altavista con las especificidades arquitectónicas que se
repiten posteriormente. Se insiste en que la tradición Teuchitlan desde el Formati-
vo y durante el Clásico es muy ajena y autónoma del proceso teotihuacano, a pe­
sar de su vecindad con el valle de Atemajac, donde la presencia teotihuacana es
muy clara (Weigand, 1985: 79), y a la vez se insiste y documenta ampliamente la
esencia de la cultura de chalchihuites como muy diferente a la teotihuacana (Hers,
1989: 155, entre otras). Pero en forma muy opuesta Jiménez (1989: 27-31, fig. 5)
considera este desarrollo de la cultura de chalchihuites durante el Clásico como un
proceso de vinculación con Teotihuacan, precisamente a través de Atemajac, vin­
culación que se ve como un mecanismo que pretende incorporar a las élites locales,
con un sistema estratificado mayor relacionado a su vez con la explotación de re­
cursos y con la participación en un sistema regional de intercambio. Sin embargo,
esta vinculación con Teotihuacan no ha podido verificarse (Braniff, 1988), por lo
cual, siguiendo las ideas de Weigand y Hers, entiendo estos desarrollos norteños
como paralelos a los que se dan en la Mesoamérica nuclear.
Siguiendo las ideas generalizantes de Hers, la cultura de chalchihuites podría
describirse como la que incluye diversas jerarquías de asentamientos, desde
aquellos sitios mayores de alta sofisticación, como fueron la ciudad de La Que­
mada y A ltaV ista en Zacatecas, o como otros de menor envergadura, hasta llegar
a las zonas rurales como son los sitios que ella ubica en las barrancas que limi­
tan con el río Chapalangana y las aldeas de la llamada cultura Loma San Gabriel
(Foster, 1985), que se distribuyen hasta el Norte de Durango.
La ubicación de los sitios en localidades generalmente de difícil acceso es in­
terpretada como la solución de una sociedad esencialmente a la defensiva y
agreste que vive en una región conflictiva en la cual los habitantes no parecen
disfrutar de una paz duradera. La primera emigración de esos grupos sedenta­
rios durante la fase Canutillo incluye una gran expansión espacial acompañada
ya de varios elementos muy elaborados, lo que sugiere una verdadera coloniza­
ción y no una lenta aculturación.
LA R E G IÓ N SEPTEN TRIO N AL ME S O A M£ R IC A N A 243

Esta original actitud agreste es acrecentada por rasgos especiales que clara­
mente enaltecen los valores guerreros: la repetida presencia de ritos que incluyen
trofeos humanos expuestos (los llamados tzom pantlis de época histórica) y la re­
lación de éstos con el culto a Tezcatlipoca (Abbott Kelley, 1978; Holien, 1975;
Holien y Pickering, 1978) de esta especial ideología militarista.
La forma arquitectónica común es la del patio hundido limitado por sus cua­
tro costados; y en los centros urbanos La Quemada y Chalchihuites, además del
patio cerrado, las salas de columnas son igualmente zonas restringidas y limita­
das, que estarían reservadas para una élite, que así quedaría (Ilustración 8 y 9) se­
parada del público. Esta arquitectura difiere de la que se encuentra en muchos si­
tios de la Mesoamérica nuclear, donde la pirámide es el centro, la que domina los
grandes espacios. En Chalchihuites la pirámide es casi inexistente, por lo cual la
autora propone que se trata de una élite militarista más que teocrática (Hers,
1989).
El estilo de la iconografía plasmado en la decoración de la cerámica difiere
de la elaborada complejidad y hieratismo de las culturas contemporáneas en el
Centro y Sur de Mesoamérica. Los diseños pintados en rojo o realzados con la
técnica del cham p elev é son una reelaboración de los diseños que se dan en la
fase Canutillo y, sobre todo, de la serie de los diseños antro y zoomorfos del
'Form ativo Terminal de Michoacán y Guanajuato que ya describimos. Sin em­
bargo, además de los diseños realistas, ahora los temas incluyen interesantes
combinaciones de «monstruos» que conjuntan elementos de serpientes y de aves,
cabezas con dos cuernos, hocicos dentados con lengua bífida que a veces se
transforman en dos penachos. Una interesante combinación serpiente-pájaro lle­
va una cabeza al parecer humana de la que sale el símbolo de la palabra (Ilustra­
ción 10). La figura humana se representa a veces con dos cabezas. Estos diseños
conservan, de tiempos pasados, una serie de puntos que rodean al tema que de­
ben tener algún significado, puesto que se presentan aun entre los hohokam en
Atizona. La división en cuatro paneles es también heredada de tiempos pasados,
como lo es la greca escalonada.
Las formas de las vasijas, y en especial las decoradas en cham pclevé, son un
desarrollo de las de la fase Canutillo (Kelley y Abbott Kelley, 1971, láms. 3, 8 y
13) y los soportes que representan una rodilla y un pie son típicos de la tradición
Chupícuaro-Ticomán (McBride, 1969: 37) (Ilustración 6b).
¿Qué representan estas figuras? Los animales monstruosos y la greca escalona­
da pertenecen a una antigua ideología tanto mesoamericana como sudamericana
se asocian a conceptos de fecundidad y de agricultura (Braniff, 1974). La interrela-
ción entre estas distantes regiones ha sido bien fundamentada (Kelley y Riley,
1969, entre otros). En Mesoamérica los «monstruos» son parte de la ideología de
tiempos históricos y es tentadora la combinación insistente del pájaro-serpiente en
Chalchihuites, que sugiere la combinación de quetzalcóaltl (pájaro-serpiente).
Finalmente, el elaborado estilo de la cerámica policromada llamada pseudo-
cloisonn é, que se aplica a copas de pedestal alto, es una técnica decorativa que se
encuentra desde la fase Canutillo (Hers, 1989: 46) y en Altavista representa her­
mosas combinaciones de la greca escalona, el ave devorando la serpiente (Ilustra­
ción 10) y personajes con tocados elaborados que a veces llevan bandas faciales
244 BEATRIZ BRANIFF CORN EJO

Ilustración 8

La Quemada, Zacatecas, sala de las columnas.


Fuente: Beatriz Braniff.

Ilustración 9

La Quemada, Zacatecas, patio.


Fuente: Beatriz Braniff.
LA R E G I Ó N S E P T E N T R I O N A L M E S O A M E RI C A N A 245

Ilu stración 10
CULTURA DE CHALCmHUITES

Diseños cerámicos (Kelley y Abbott Kelley, 1971, en Braniff, 1986).


246 BEATRIZ BRANIFF CORN EJO

horizontales (Kelley y Abbott Kelley, 1971, láms. 47-49). El cloisonné es origina­


rio de Zacatecas, y continuó empleándose sobre todo en vasijas hechas de vegeta­
les (calabazas) en Durango y Sinaloa. Varios objetos decorados con esta técnica,
así com o los espejos circulares, se encuentran en sitios estratégicos del Sudoeste
de Estados Unidos a partir del 700 n.e. (Holien, 1975; Haury, 1976: 299, fig.
17.3) y el culto a Tezcatlipoca en esa misma región hacia el 900-1050 n.e. ha sido
también identificado (Di Peso, 1968: 53). Elementos muy específicos como la
rana, la serpiente y las aves son el tema central en las joyas de los hohokam (Ati­
zona), así como el ave devorando la serpiente, diseños que aparecen temprana­
mente y que son sobre todo evidentes hacia el 550-900 n.e. (Haury, 1976: 321).
Varios diseños como la greca escalonada, el pájaro y combinaciones de éste con
la serpiente y el ser humano en formas sintéticas y simbólicas persistieron en con­
textos prehistóricos posteriores en el Noroeste de México (Chihuahua, Nuevo
M éxico) y aun en contextos históricos entre los pueblos de Nuevo México, sugi­
riéndose así la continuación de un mundo mítico y de un simbolismo ancestral al­
rededor del pájaro-serpiente (Braniff, 1986).
En cuanto a la cronología de esta región, Hers argumenta y fundamenta que
hacia el 7 00 n.e. se seguía construyendo en la acrópolis de AltaVista, pero que
entre el 800 y 1000 n.e. un incendio la arrasó y la zona quedó abandonada
como todas las otras partes de la comarca (Hers, 1989: 43). Estas fechas coinci­
den bien con las de Teuchitlan en Jalisco, donde hacia el 700-900 n.e. la región
entra en una evidente decadencia (Weigand, 1985: 89-90).
Para concluir, es a todas luces claro que la cultura de chalchihuites en Zaca­
tecas tiene su origen dentro del Formativo Terminal, y que los elementos que le
dan su especial carácter guerrero (arquitectónicos, rituales e iconográficos), así
como ciertos diseños específicos, son el antecedente de los desarrollos particula­
res de los toltecas de Tula en Hidalgo y del periodo «militarista» del Postclásico
Temprano.
Estos enfoques arqueológicos son a su vez confirmados por los mitos histó­
ricos que se conservaron hasta el siglo XVI que se refieren a un «Chicomoztoc»
— las «siete cuevas» (Ilustración 11), el lugar de origen— , la matriz (la provin­
cia que incluirá las varias regiones) de donde procedían los pueblos toltecas-chi-
chimecas (Hers, 1989: 183-197). El arribo de M ixcoatl — el guerrero norteño
«serpiente de lluvia»— y sus «cuatrocientos» toltecas-chichimecas— a los va­
lles centrales de M éxico, calculado en los primeros años dei siglo X , coincide
con la intrusión de estos grupos «que vinieron de tierras cazcanas del Sur de
Zacatecas y Jalisco» (Jiménez Moreno, 1959: 1094).
Como veremos más adelante, esta situación de auge durante el Clásico de la
región zacatecana se da también en la región norcentral y nororiental de nuestra
Mesoamérica septentrional, donde igualmente se presenta una decadencia y/o un
abrupto final que se da a fines del Clásico. En nuestra introducción sugerimos
un abandono total de estas regiones hacia el 1200 n.e., pero es evidente que exis­
te otro desquiciamiento hacia el 700-900 n.e., que, por otra parte, coincide con
el fin de Teotihuacan y el finiquito de su poder, que es suplantado por un tiempo
de grandes movimientos durante el cual se construye el mayor número de capita­
les de Estado que coexisten con el mayor número de variantes arquitectónicas es-
LA R E G IÓ N SEPTEN TRIO N AL M E 5 O A M E RI C A N A 247

Ilustración 11
«CHICOMOZTOC» LAS SIETE CUEVAS

(Sejourné, 1970: fig. 3).


248 BEATRIZ BRANIFF CORNEJO

pacíficas dentro de la Mesoamérica nuclear (Yadeun, 1985: 126). Es claro que


nuestros toltecas-chichimecas participaron en este tiempo de reorganización de
poderes.
Describamos ahora la región norcentral de nuestros territorios® durante esos
mismos tiempos del Clásico. Ya hemos comentado los antecedentes culturales y
la relación con Chupícuaro en el Centro de México.
El río Lerma y sus afluentes, domina la hidrología del Centro y Sur de Gua-
najuato, y puesto que se origina en los valles centrales de México, debió consti­
tuir una ruta de intercambio en ambas direcciones. En efecto, se han encontrado
algunos sitios en la región de El Bajío, a lo largo del Lerma, que incluyen mate­
riales que confirman algún tipo de relación con la gran ciudad de Teotihuacan
(West, 1964: 4 7 , fig. 8).
Cabe insistir aquí en la importancia histórica que tuvo El Bajío, que como su
nombre indica, ocupa la parte baja de la cuenca del Lerma. Esta zona estuvo for­
mada en tiempos antiguos por una serie de lagos intercomunicados que en época
de la colonización hispana se habían ya desecado para conformar una región de
depósitos lacustres, inmejorables para la agricultura.
De acuerdo con los datos publicados, la mayor parte de los sitios se encuen­
tran por encima de la cota de 1 700 msnm, lo que implica, entre otras posibilida­
des, que las tierras por debajo de ese nivel fueran demasiado húmedas para la
habitación o estuvieran todavía inundadas. Si, como lo sugiere la interpretación
de los documentos indígenas, el famoso sitio de Aztatlan — que era una isla— ,
lugar de origen de la migración mexica, se encontraba en el cerro de Culiacán en
el Sur del Estado (Kirchhoff, 1961), tendríamos una prueba más de la existencia
del supuesto lago, por lo menos en el siglo xii.
La región arqueológica que ahora estamos descubriendo llegó a alcanzar en
estos tiempos su máximo desarrollo, lo que está plenamente fundamentado en el
gran número de asentamientos de variada complejidad, que a su nivel más ela­
borado están compuestos por sitios mayores que comprenden terrazas, platafor­
mas, plazas, calzadas y construcciones dominantes que contienen un típico patio
hundido limitado, en su costado oriental, por una pirámide principal y, en los
otros lados, por plataformas donde se construyeron edificios que debieron de ser
la residencia de los principales (Ilustración 12). Estos sitios ocupan la mayor
parte del Noroeste, Centro y Sur del Estado; y su diversa jerarquía y agrupación
sugiere una regionalización política que podría ser similar a la estructura del
«señorío» de época histórica (Castañeda et al., 1988b) o del «cacicazgo», que
debieron constituir esferas de interrelación particulares, como lo sugieren sutiles
diferencias cerámicas.
A diferencia de la región de Chalchihuites, los sitios principales ocupan tan­
to cerros estratégicos que podrían considerarse defensivos como zonas abiertas,
por tanto indefendibles. Sin embargo, la arquitectura de patios siempre cerrados
implica esa limitación y separación que se argumenta para Zacatecas, aunque

6. Incluye los actuales estados de Guanajuato, Aguascalientes, parte del altiplano potosino y
el Sudoeste de Querétaro.
LA R E G I Ó N SEPTEN TRIO N AL ME S O A ME R I C A N A 249

Ilustración 12
ARQUITECTURA GUANAJUATENSE DEL CLÁSICO

(Castañeda et al., 1988: fig. 7).

habría que insistir en que esta arquitectura llamada «tetraespacial» es muy me-
soamericana (Yadeun, 1985). Lo que sí es excepcional en estos tiempos es la
«sala de columnas» de Chalchihuites, que también se ha localizado en los Altos
de Jalisco.
Proceden de una colección particular obtenida por saqueo de la región de
San Miguel de Allende las interesantes urnas que representaban personajes con
decoración facial de bandas horizontales — que recuerdan a Tezcatlipoca (Ilus­
tración 13)— . Finas pipas, «tapas», sahumadores, objetos de concha y turquesa,
del Blanco Levantado, forman parte al parecer de ese mismo saqueo. La elabora­
ción de estos objetos implica ciertamente la existencia de una élite.
En términos bastante precisos, coincide con la ubicación de estos asentamien­
tos la distribución de ciertas cerámicas, que aparecerán en los valles centrales de
México hacia el 750 n.e., después del ocaso de Teotihuacan y antes de la consoli­
dación del Estado tolteca (Braniff, 1972: 295). La presencia de otras cerámicas
guanajuatenses en Tula, Hidalgo (Cobean, 1978: 572-583) vuelve a reiterar la
proposición de varias migraciones norteñas hacia el Sur; y Guanajuato puede
considerarse, por tanto, como otra de las siete cuevas del mítico Chicomoztoc.
250 BEATRIZ BRANIFF CORNEJO

Ilustración 13
CERÁMICA GUANAJUATENSE DEL CLÁSICO

Fuente: Beatriz Braniff.

Viajemos ahora a la provincia más norteña de nuestros territorios mesoame-


ricanos, a la que llamamos el Gran Tunal, siguiendo el nombre que en la colonia
hispana se le dio a la «guarida» de los guachichiles, uno de los varios grupos chi-
chimecas (Jiménez Moreno, 1944: 129 y mapa; Powell, 1952: 33-37). El Gran
Tunal se localiza en ia zona más árida de nuestros territorios, lo que explica pro­
bablemente su relativa simplicidad. Las aldeas se identifican por cimientos de
piedra y por la presencia de una cerámica diagnóstica y se distribuyen a lo largo
de los arroyos que conforman el alto río Santa María, en el Altiplano potosino,
el cual es un afluente del Pánuco. Otras localidades se encuentran en zonas más
áridas hacia el Norte y el Poniente del Estado, extremo sudeste de Zacatecas y
Nordeste de Jalisco (Ilustración 7).
La cerámica (tiestos) en estos poblados varía en forma interesante en rela­
ción a su proporción con respecto a los artefactos y lascas de piedra: la cerámi­
ca es mayoritaria cuanto más se va al Norte y al Poniente, lo que propone un
diferente grado de sedentarismo. Algunos de los artefactos de piedra — proyec­
tiles y raspadores— muestran clara identidad con tipos norteños, especialmente
de Coahuila (sitios de La Paila y la Candelaria) (Braniff, 1972; Rodríguez,
1983, 1985). Y por otra parte la ubicación de estas localidades en sitios usual­
mente abiertos no indica la necesidad de defensa, por lo que parece existir una
imbricación pacífica, o por lo menos no contrastante, con los grupos nómadas
al N orte de la frontera que se identifican por no tener cerámica ni asiento fijo.
LA R E G IÓ N SEPTENTRIONAL M E 5 O A M E RI C A N A 251

O tro interesante aspecto de la zona, al igual que en la región próxima de


Guadalcázar, es que aparecen de cuando en cuando pipas de piedra, tanto tubu­
lares como de codo y con diseños esculpidos. Éstas no son mesoamericanas y
muestran grandes semejanzas con las que se encuentran en el Sudeste de los Es­
tados Unidos en tiempos equivalentes (MacNeish, 1948, Porter, 1948: 191; Bra-
niff, 1961: 35). Por cierto que en nuestra provincia aparecen en estos tiempos fi­
nas pipas de barro, y en este contexto son las más antiguas de Mesoamérica,
como también lo son las de la región del río Verde, que en adelante analizamos,
así como las de Guanajuato que hemos ilustrado antes.
Dentro de esta red de pueblos y aldeas, el sitio de Villa de Reyes es probable­
mente el más grande y complejo, y el único donde se ha encontrado una pirámi­
de. Las excavaciones en el sitio (Braniff, 1975b), así como el cuidadoso estudio
superficial (Crespo, 1976), nos permitieron establecer tres épocas de ocupación.
Ya nos hemos referido a la primera — fase San Juan— y ahora nos ocuparemos
de la segunda — fase San Luis— , que es la de mayor importancia tanto local
como regional, y para la cual tenemos varios fechamientos que la ubican entre el
3 40 y el 714 n.e. (Braniff, 1975b).
La zona habitacional incluía varias unidades con estructuras multihabita-
cionales hechas de adobe, así como un área más importante — plaza y platafor­
mas— que, junto con la pirámide, sugieren la existencia de una élite. Todas las
construcciones siguen una orientación específica lo que implica una planificación
cuidadosa. La excavación de una unidad especial mostró un gran cuarto de planta
cuadrangular y muros de adobe en cuyo centro había un patio-impluvium cuyos
accesos habían sido tapiados en un tiempo posterior a su construcción. La exca­
vación a profundidad de ese patio central demostró la existencia de otro implu-
vium más antiguo y, supuestamente, una construcción alrededor de él. Este patio
antiguo fue rellenado con una ofrenda de huesos de varios individuos que habían
sido destazados en otro lugar y que aparecieron revueltos con una gran cantidad
de tiestos del mismo tipo diagnóstico, huesos de animales, cenizas y carbón.
La investigación en otro poblado de la región, en las faldas del impresionante
cerro de Silva, mostró otros interesantes aspectos (Lesage, sin fecha). Las habitacio­
nes se identifican aquí con basa en burdas líneas de piedra, y en la excavación de
una de éstas se encontraron entierros de individuos que llevaban el cráneo defor­
mado intencionalmente — lo que es una práctica común en Mesoamérica— . Estos
entierros estaban asociados a la cerámica diagnóstica. Como contraste, en peque­
ñas covachas ajenas a la zona de las habitaciones se encontraron entierros de per­
sonas con cráneos dolicocéfalos asociados a una ínfima cantidad de tiestos. Esto es
interesante, puesto que la dolicocefalia, además de ser un índice de cierta antigüe­
dad en América, es un indicio particular de los habitantes no agrícolas del Norte de
México, y la mejor colección de cráneos de este tipo procede de La Candelaria, en
Coahuila (Romano, 1978: 66) que tiene una cronología posterior al 1000 n.e.
Ahora sólo nos falta mencionar qué tiestos de este Gran Tunal en la fase San
Luis han sido ubicados en Jalisco, en el Noroeste de Guanajuato y en la zona del
río Verde, al Oriente (Aveleyra, en Aveleyra et al., 1956: 102) de donde proceden
las pipas y varias cerámicas intrusivas finas que encontramos en Villa de Reyes
(Michelet, 1984: 273), lo que necesariamente propone un tipo de interrelación.
252 BEATRIZ BRANIFF CORNEJO

Ilu stración 14
SAN LUIS POTOSI

Ya que andamos por estas latitudes, dejemos el Altiplano y descendamos a


la Meseta que conforma la cuenca del río Verde dentro del mismo Estado poto-
sino, región que ocupa una posición topográfica intermedia entre el Altiplano y
la región costera — la Huaxteca— (Ilustración 14).
Los pobladores de este valle y los de la Sierra Gorda al Sur conforman una
sola unidad cultural, aun cuando el medio geográfico es totalmente diferente. La
región muestra muchas relaciones (cerámicas, arquitectónicas y escultóricas) con
el Centro de Veracruz y la Huaxteca, en la faja costera del golfo de México. Al
Noroeste, la sierra de Tamaulipas — que no detalleremos en esta ocasión (Bra-
niff, 1975b: 40-44)— también comparte varios rasgos con la Huaxteca, por lo
que pudiéramos hablar quizás de una sola unidad constituida por estas tres re­
giones. Por otra parte, Michelet^ defiende la proposición de que la cuenca del río
Verde tiene su propia personalidad y es, en ciertos casos, bastante autónoma.

7. En otro trabajo de este volumen se incluyen sus fases más interesantes, que consideran el
desarrollo muy antiguo de la agricultura en Mesoamérica (MacNeish, 1958).
LA R E G I Ó N S E P T E N T R I O N A L M E S O A M E RI C A N A 2 53

El río Verde y la Sierra Gorda muestran, además, claras interrelaciones con


Teotihuacan: ciertas formas cerámicas son indudablemente de aquella región;
pero, por otra parte, es muy posible que los teotihuacanos tuvieran mucho que
ver en la explotación de las minas de cinabrio, colorante rojizo que utilizaban
ampliamente en la decoración de casas y pirámides (Michelet, 1984: 68).
La diferencia del medio geográfico, el río Verde en el valle, y el agreste y
abrupto macizo montañoso de la sierra, pudiera haber definido una interrela-
ción, pues mientras que el valle se prestó para la fundación de muchos pueblos y
aldeas, la sierra, con sus encumbradas montañas y cañadas que se desploman
entre éstas, limita tal posibilidad. Pero, a cambio, en la sierra existen una gran
cantidad de minas de cinabrio y depósitos de obsidiana que debieron atraer tan­
to a los de río Verde como a los de Teotihuacan y Tajín, cosa que se comprueba
con los materiales hallados en las bocaminas (Franco, 1970). En la sierra se en­
cuentran poblaciones muy particulares que, aunque de poca extensión, incluyen
complejos arquitectónicos elaborados que llegan a incluir hasta cinco juegos de
pelota en una zona por demás limitada (Ilustración 15) (Primer, 1879). Estos si­
tios se localizan en lugares estratégicos: en la cima de los cerros o en caminos an­
tiguos (coloniales), sugiriéndose que su función era la de dominio o control de
cierta clase, relacionado probablemente con la explotación minera. Desgraciada­
mente no contamos con información reciente sobre la sierra a pesar de que ya se
ha investigado, y debemos referirnos a información antigua (Braniff, 1975c:
239), por lo que lo arriba expuesto son hipótesis.
Afortunadamente, para el río Verde contamos con el cuidadoso estudio de
Michelet, ya mencionado, que permite establecer una secuencia cronológica y
cultural bien fundamentada.
La secuencia se inicia hacia el 250 n.e. (aunque hay indicios de una pobla­
ción más antigua) para cuando se establecen unos cuantos poblados. Los mate­
riales arqueológicos indican la interrelación con gente del Golfo y de Teotihua­
can. Las fases que siguen ven el aumento progresivo de la densidad de
población y del complejo cultural. Durante la última fase es cuando el enorme
sitio de San Rafael rige sobre el gran territorio que se extiende al Poniente y que
incluye una variada jerarquía de sitios. San Rafael se localiza en una zona igual­
mente estratégica y funcionaba como un puerto de control dominando el valle
hacia el Poniente. A sus pies al Oriente se desploma la Sierra Madre, para bajar
a la Huaxteca, ya en la franja costera. El sitio contiene por lo menos 231 edifi­
cios entre los que hay pirámides y juegos de pelota. El sitio compartió proba­
blemente el control con otros tres asentamientos, también muy importantes
pero de menor jerarquía. El total de edificaciones de esta época es de 71. En re­
lación con la arquitectura y la interpretación que se hace de los planos topográ­
ficos, salta a la vista una falta de planificación y la integración sin orden de es­
tructuras tanto de planta rectangular como circular y juegos de pelota. Algunas
zonas llanas podrían considerarse como plazas, alrededor de las cuales se distri­
buyen, sin seguir ninguna simetría, los montículos de diversas formas (Miche­
let, 1984: 161-202). Este desorden contrasta con la simetría y organización de
las regiones en la Mesoamérica nuclear, incluyendo las de la Huaxteca y del
Centro de Veracruz.
Ilustración 15
ARQUITECTURA: LA SIERRA GORDA QUERETANA

n
O
Plano topográfico de la antigua ciudad y fortaleza de Toluquilla en la Sierra*Gorda 73
Z
a 3 1/2 leguas al Este de la Municipalidad del Doctor-Distrito de Cadereyta, Estado de Querétaro,
levantado y dibujado por Pawel, primer ingeniero y catedrático, Junio 1879.
LA REGIÓN SEPTENTRIONAL MESO A ME RIC A N A 255

En los pocos entierros estudiados no se demuestra una clara especialización


socioprofesional ni tampoco una diferenciación de riqueza; pero varios cráneos
muestran la deformación intencional típica de Mesoamérica.
La zona del río Verde fue abandonada rápidamente no más tarde del 1000
n.e., por razones desconocidas, igual como lo fue la sierra de Tamaulipas, que
revirtió a un patrón semisedentario. Probablemente la Sierra Gorda fue también
abandonada y las minas quedaron tapiadas en su entrada.
Para la región del río Verde no se pueden argumentar ataques de nómadas
norteños — que vivían muy cerca de allí— . Por el contrario, y tal como sucede en
el Tunal Grande, existían relaciones pacíficas, como lo demuestran ciertos arte­
factos Uticos y el hecho de que ningún sitio estuviera defendido. De acuerdo con
Michelet, el abandono puede explicarse en razón de la hipótesis de dificultades
agrícolas provocadas por las modificaciones del clima, que en los tiempos entre
el 900 y 1200 n.e. mostró un carácter inestable (Lauer, 1979; 40, en Michelet,
1984: 69).
Como epílogo a esta época de auge regional, es evidente el hecho de que des­
de Zacatecas hasta la sierra de Tamaulipas existió un grave colapso entre los
años 7 0 0 y 1000 n.e.
Ya para entonces Teotihuacan había dejado de existir como centro político
y económico, y a la vez coincide con la época subsiguiente, que aparentemente
fue de auge y de reacomodo político, al fin de la cual Tula — la de los toltecas de
las sagas históricas — asumirá el poder político en Mesoamérica.

EL O CA SO : LA R EC ESIÓ N DE LA FRO N TER A M ESOAM ERICANA (900-1500 N .E.)

Si bien es cierto que para esos primeros años desaparecieron las complejas
culturas de Zacatecas, el río Verde, la Sierra Gorda y la de Tamaulipas, la por­
ción central de nuestro territorio no fue abandonada drásticamente, sino que,
por el contrario, muestra una recesión paulatina, donde hay que resaltar un es­
fuerzo por parte de los toltecas de Tula por recolonizar la región. Para estos
tiempos (900-1150/1200 n.e.), Tula está en su apogeo y construye en las cerca­
nías de Querétaro un poblado importante de amplias proporciones, columnatas,
un probable juego de pelota y esculturas de innegable estilo tolteca, como son el
ch a cm ol y los «atlantes» (Ilustración 16). Mucho más al Norte, cerca de San
Luis de la Paz, en Guanajuato, otro sitio más modesto incluye un juego de pelota
y una plaza con altar central (Ilustración 17). Se reconoce el complejo cerámico
de la metrópoli que incluye el diagnóstico plomizo, una bella cerámica elabora­
da en Guatemala y distribuida por todo el ámbito mesoamericano en estos tiem­
pos. Todavía más al Norte, en el Gran Tunal y en nuestro sitio de Villa de Re­
yes, los toltecas vivieron entre las ruinas de los antiguos habitantes, donde se les
reconoce por el mismo complejo cerámico (Braniff, 1975b; Castañeda et al.,
1988: 328). M e parece que este intento tolteca no fructificó en este sentido. Sin
embargo, la presencia tolteca es muy clara en el Occidente de México, y es evi­
dente que esta primera ruta e interrelación costera fue la base para una nueva y
amplísima red comercial que se desarrollaría después del 1200 n.e. y que inclui-
LA R E G I Ó N S E P T E N T R I O N A L M E S O A M E RI C A N A 257

Ilu stra ció n 1 7


A RQ U ITECTURA TO LT E C A : CARABINO, GUANAJUATO

>1 É> L_
P o tio p j patio
"1 i:
ii 1____ 1
C A R A B IN O _______ II
C o ta s ed ificio 0 . 5 0 m 1| -JT '
C o ta s te rre n o 1 0 m

E s tru c tu ra s
A J u e g o de p elo ta
B B a s a m e n to p rin cip al
C P la ta fo rm a
C re s p o y F lo re s : 1 9 8 4

(C a sta ñ e d a e t a l., 1 9 8 8 : fig. 1 6 ).

ría la ciudad de Casas Grandes en Chihuahua, el Occidente, partes de Durango


hasta la Mixteca (Kelley, 1986) y Chichén Itzá en Yucatán (Braniff, 1988). Entre
los productos que se comerciaban está el cobre en forma de sonaja, y la turquesa,
objetos muy codiciados por la nobleza mesoamericana. El símbolo muy estilizado
de la Xiuhcoatl (serpiente de turquesa) (Ilustración 18) acompaña a esta empresa
comerciad. Es evidente que los mercaderes y nobles-mercaderes de las diferentes
regiones estaban involucrados siguiendo algún sistema que todavía no compren­
demos, pero la información histórica que ya existe para estos tiempos debiera
ilustrarnos en cuanto a los diferentes sistemas de interrelación y explotación.
Como contraste y mientras tanto, la población agrícola de Guanajuato se
había replegado hacia el Sudoeste, en sitios todavía importantes, pero con una
arquitectura diferente a la anterior, localizados en lugares de defensa.

8. Antes, com o ahora, las empresas políticas y comerciales de explotación van acompañadas
de símbolos de poder. La Xiuhcoatl decora la cerámica y también los «espejos» que los nobles y los
dioses utilizaban en la espalda sobre la cintura (Di Peso et al., 1974, vol. 7: 518).
258 BEATRIZ BRANIFF CORNEJO

Ilustración 18
LA XIUH COATL

a) Casas Grandes, Chihuahua (adaptado de Di Peso et al., 1974: fig. 656-7)-, b) Mochi-
cahui, Sinaloa (Manzanilla y Talayera, 1988, foto 44); c) Guasave, Sinaloa (adaptado de
Kelley, 1986: fig. 7); d) Culhuacán, Distrito Federal (Sejourné, 1970: figs. 50A, 53);
e) Tipo Azteca I (adaptado de Kelley, 1986: fig. 7); f) Chichén Itzá, Yucatán (adaptado de
Gendrop, 1979: lám. X X IV b).

La última época de civilización en Guanajuato corresponde a la presencia de


los tarascos (1350-1500 n.e.), que se identifica por la arquitectura típica de las yá-
catas (plataformas rectangulares sobre las cuales se edifica un templo circular)
(Ilustración 19) y por su cerámica diagnóstica. Los tarascos, cuyo núcleo se en­
cuentra aún hoy en día en la zona lacustre de Michoacán, extendieron sus colonias
un poco más al Norte del río Lerma y se volvieron a replegar hacia el 1500 n.e.
hasta-donde hoy se encuentran los límites entre Guanajuato y Michoacán. Los do­
cumentos históricos se refieren a problemas internos de tipo político y militar que
debieron forzarlos a abandonar los nuevos territorios (Castañeda et al., 1988).
Es entonces, ya muy cerca de la conquista hispana, cuando toda la región
cae en manos de los aguerridos chichimecas — aquellos «bárbaros» con los que
iniciamos nuestra intrincada y larga historia.
Para terminar, sólo queda aclarar que nuestros conocimientos sobre el pro­
ceso histórico de las sociedades que vivieron en esta región son todavía muy li­
mitados. Sin embargo, alguna lección podemos aprender, y ésta es que esos terri­
torios son frágiles y hostiles desde el punto de vista ecológico, por lo que todo
tipo de desarrollo en el futuro debiera incluir una consideración muy importante
sobre el medio ambiente. Es triste constatar, por ejemplo, que El Bajío, conside­
rado como el «granero de la Nueva España» hasta la mitad de este siglo, es hoy
en día una región de desequilibrio donde existe déficit de productos alimenticios
básicos — especialmente maíz y frijol.
LA R E G IÓ N SEPTEN TRIO N AL M E S O A M E RI C A N A 2S9

Ilustración 19
A RQU ITECTU RA TARASCA EN GUANAJUATO

(Castañeda et al., 1988: fig. 21).


10

L A S C U L T U R A S D E C A Z A D O R E S -R E C O L E C T O R E S
D E L N O R T E D E M É X I C O Y E L S U R D E L O S E S T A D O S U N ID O S

G r a n t D . H a ll

Las actividades misioneras y de colonización de los españoles tuvieron por esce­


nario grandes extensiones del Sur de América del Norte: el Norte de M éxico,
California, Arizona, Nuevo México, Texas y Florida. Situados a lo largo y an­
cho de esa parte del subcontinente, los centros de asentamiento español abarcan
entornos naturales muy diversos por su clima, fisiografía y recursos básicos. En
este trabajo denominaremos a ese vasto territorio «regiones fronterizas españo­
las septentrionales» Las poblaciones de cazadores-recolectores que habitaron en
ellas, en algunas zonas ininterrumpidamente durante al menos 12 000 años,
muestran la consiguiente diversidad cultural. A continuación expondremos bre­
vemente las distintas adaptaciones puestas en práctica por esas poblaciones a
través del tiempo y del espacio.
Desde el final de la glaciación Wisconsin Tardía (hace aproximadamente
1 25 0 0 años), el clima ha tendido generalmente a volverse más cálido y seco en el
subcontinente norteamericano. Los glaciares retrocedieron rápidamente hacia el
Norte, subió el nivel del mar y cambiaron en consonancia las comunidades vege­
tales y animales. Las piezas que componen el vasto mosaico de los ambientes na­
turales modernos de América del Norte se formaron y ocuparon su lugar actual
entre unos 5 000 y 4 0 0 0 años a.p. (Bryant y Holloway, 1985).

LOS PALEOINDIOS

Como ha expuesto Bryan', hay investigadores que creen que en el Nuevo Mun­
do había seres humanos miles de años antes de que apareciesen los cazadores
clovis, hace aproximadamente 1 2 0 0 0 años. Otros muchos sostienen que los clo-
vis fueron los primeros seres humanos que ocuparon América del Norte. Fuera
cual fuese el momento en que llegaron seres humanos al Nuevo Mundo, todos
los estudiosos sin prejuicios coinciden en que los primeros moradores procedían

1. V éase el cap ítu lo 2 de este vo lum en .


262 GRANT D. H A L L

de Siberia (Fagan, 1987). Roberts (1940) denominó por primera vez «Paleoin-
dio» a ese periodo y el término se ha generalizado.

E l d eb a te acerca d e la existencia d e actividades


hum an as an tes d e la cultura Clovis

Son tres las zonas del Sur de América del Norte que han figurado señaladamente
■en los debates acerca de «los primeros americanos». Dos de ellas, situadas en las
regiones de San Diego y Calicó, se encuentran en el Sur de California y la tercera
está en el Sur de Nuevo México. En el desierto de Mojave, cerca de Barstow, Ca­
lifornia, región de Calicó, se han encontrado miles de rocas desmenuzadas en
yacimientos de entre 5 0 0 0 0 y 200 000 años de antigüedad (Moratto, 1984: 41-
4 8 ; Fagan, 1987: 64-66). La mayoría de los autores coinciden en que esos su­
puestos artefactos son en realidad «geofactos» o «ecofactos», esto es, que tienen
causas naturales y no fueron elaborados por seres humanos. En la región de San
Diego, California, existe otro grupo de sitios de los que se ha dicho contienen
restos anteriores a la cultura clovis, que se remontan a entre 2 0 0 0 0 y 10 0 0 0 0
años (M oratto, 1984: 59-62), aunque también en este caso muchos investigado­
res no creen que se trate de artefactos ni consideran acertada la datación de los
depósitos que se aduce como prueba.
El arqueólogo Richard S. MacNeish ha comunicado recientemente haber ha­
llado, en la cueva «Pendejo» u Orogrande, un yacimiento estratificado con res­
tos vegetales y animales, algunos de los cuales corresponden a especies extingui­
das, que se remontan a hace 4 0 0 0 0 años (Bryant, 1992; 23-24). En los estratos
de esta cueva, datados con C14 entre 2 0 0 0 0 y 3 4 0 0 0 años a.p., MacNeish ha
recogido fragmentos minúsculos de arcilla endurecida, según él, por una mano
humana y afirma haber encontrado huellas de palmas. En los depósitos han apa­
recido, además, piedras lasqueadas y numerosos huesos rotos de animales, que a
juicio de MacNeish son producto de la actividad humana en la cueva. Los espe­
cialistas que han examinado los estratos de dicha cueva y los supuestos artefac­
tos no creen que MacNeish esté en lo cierto al sostener que en ella hubo seres
humanos entre hace 2 0 0 0 0 y 3 4 0 0 0 años. (Eileen Johnson y Yaughn Bryant, Jr.,
comunicaciones personales).
Resumiendo, las afirmaciones acerca de la existencia de asentamientos hu­
manos en América del Norte hace más de 1 2 0 0 0 años, no han sido corrobora­
das por los especialistas que las han analizado (Moratto, 1984: 71; Fagan,
1 987). Al comparar los supuestos conjuntos de artefactos y los presuntos patro­
nes de asentamiento de hipotéticos grupos humanos pre-clovis del hemisferio oc­
cidental con patrones y conjuntos contemporáneos del Viejo Mundo, surgen dis­
crepancias que constituyen otros tantos argumentos de peso en contra de la
existencia de seres humanos en el Nuevo Mundo antes de hace 1 2 0 0 0 años (Fa­
gan, 1987: 66-72). Nuestra comprensión cada día más afinada de los primeros
asentamientos humanos y de la situación paleoambiental de Siberia oriental y
Alaska no indica que hubiese ningún asentamiento anterior a hace 11 200 años
(Hoffecker et a l , 1993). Ahora bien, muchas de esas discrepancias se podrían
explicar por el pequeño número de inmigrantes, su incapacidad para establecer
LAS C U L T U R A S D E C A Z A D O R E 5 - R E C O L E C T O RE S 263

poblaciones viables que se perpetuaran y su consiguiente extinción (Meltzer,


1989: 4 7 1-490). Los lugares de América del Sur analizados por Bryan^, sobre
todo Monte Verde y Pedra Furada, ocupan un lugar de primer plano en los de­
bates al respecto, aún inconclusos. Al parecer, es en los sitios sudamericanos
donde mayores posibilidades hay en la actualidad de hallar pruebas que corro­
boren las afirmaciones de los partidarios de la existencia de seres humanos en
América del Norte antes de la cultura clovis.

L o s clovis y los p aleoin d ios tardíos d el Sur d e A m érica del N orte

Si bien la presencia de seres humanos en el Nuevo Mundo hace más de 1 2 0 0 0


años es muy controvertida, es creencia unánime que los cazadores clovis fueron
los primeros seres humanos en conseguir establecerse de forma viable en el Nue­
vo Mundo. El nombre dado a esa cultura se debe al pueblecito de Clovis, Nuevo
M éxico, próximo al arroyo de Aguas Negras (Blackwater Draw), donde se en­
contraron armas características y utensilios de piedra y hueso, junto a huesos de
animales del Pleistoceno desaparecidos hace mucho (Hester, 1972). Durante al­
gún tiempo se creyó que el periodo Clovis había durado en América del Norte
entre hace 1 1 5 0 0 y 1 1 0 0 0 años, pero mejoras recientes de la cronología Clovis
indican que es más acertado un rango de entre hace 11 300 y 1 0 9 0 0 años (Hay-
nes, 1991). Esta nueva datación de la cultura clovis es importante porque con­
cuerda mejor cronológicamente con la cultura paleoindia nanana del centro de
Alaska (Hoffecker et al., 1993), que hoy en día se considera el primer asenta­
miento humano de esa región del mundo.
La cultura clovis presenta varios rasgos notables: a diferencia de las culturas
anteriores, de las que ni siquiera sabemos si existieron en América del Norte, se
distingue por una tecnología distintiva de lasqueado del pedernal y un conjunto
de artefactos diagnósticos de piedra y hueso tallados. Hay miles de yacimientos
clovis diseminados desde Alaska hacia el Sur hasta el Centro de M éxico. Su da­
tación con C 14 muestra que la difusión de los clovis a lo largo y ancho de Amé­
rica del Norte se produjo con gran velocidad, en apenas cuatro siglos.
Se cree que los cazadores clovis vivían en pequeños grupos dotados de gran
movilidad, cada uno de ios cuales reunía de 20 a 50 individuos. Es probable que
su organización social fuese igualitaria y que los dirigentes lo fuesen por consen­
timiento de la comunidad gracias a su saber, experiencia y proezas en la caza. Se
protegían del frío con vestimentas confeccionadas con cueros y pieles. Cabe su­
poner que tenían algún tipo de abrigo portátil, consistente probablemente en
postes livianos y cueros, pero a decir verdad no sabemos casi nada al respecto.
Muchos de sus campamentos estaban al aire libre y si el paraje brindaba algún
refugio rocoso o cueva, los clovis lo aprovechaban para resguardarse.
Los clovis eran gente hábil en la caza de grandes piezas, por ejemplo, ma­
muts, mastodontes y bisontes gigantes, que solían matar de uno en uno o en pe­
queños grupos. Ahora bien, los paleoindios llevaron del Viejo Mundo una peri-

2. V ease el cap ítu lo 3 de este vo lum en .


264 GRANT D. H A L L

cia y un conocimiento del comportamiento de los animales en manada que les


serían de gran utilidad en América del Norte para acosar a los rebaños. Algunos
de los yacimientos paleoindios más conocidos de América del Norte son noto­
rios por su acumulación de huesos de animales sacrificados en lugares en que, en
una o múltiples ocasiones, los cazadores condujeron a los animales desorienta­
dos y aterrorizados a trampas naturales o artificiales o los hicieron despeñarse
para, en caso necesario, rematarlos arrojándoles proyectiles. Además, cazaban y
capturaban distintos animales más pequeños y, sin duda, consumían muchas cla­
ses de alimentos silvestres.
Los artefactos más peculiares dejados por los cazadores clovis son las puntas
de piedra tallada de venablos o flechas. La punta clovis tiene perfil lanceolado y
se estriaba (punta «acanalada») adelgazándola en el pedúnculo para sujetarla a
un asta de madera, hueso o marfil. El borde afilado del pedúnculo ha sido embo­
tado para evitar que cortase las ligaduras que la sujetaban ai asta. También for­
maban parte del repertorio de utensilios de los clovis diversas artefactos de pie­
dra tallada que servían para cortar, raspar y excavar; las empleaban para
sacrificar los animales, elaborar las pieles y fabricar y conservar en buenas con­
diciones otros artefactos de madera, hueso o marfil.
En las regiones fronterizas españolas septentrionales han aparecido numero­
sos yacimientos clovis, cuya excavación ha proporcionado buena parte de los
datos que poseemos acerca de su cultura. En el Noroeste de México se han he­
cho hallazgos diseminados de puntas clovis acanaladas (Di Peso, 1974: 63-65).
En el Sur de California se encuentran puntas acanaladas junto a lo que otrora
eran las orillas de grandes lagos pleistocénicos, como el lago Bórax y el lago de
China (M oratto, 1984: 82-86), los cuales, como otros muchos situados en Utah,
Arizona y el Oeste de Texas, desaparecieron al volverse el clima más seco y ca­
liente al principio del Holoceno. El medio en que vivieron los clovis fue mucho
más propicio en lo tocante a la disponibilidad de alimentos y agua, y a la tempe­
ratura que el de los habitantes posteriores de esas regiones.
El yacimiento de Naco, en el Sur de Arizona, destaca por haberse hallado
en él restos del esqueleto de un mamut con ocho puntas clovis (Haury et al.,
1 9 5 3 ). Los investigadores conjeturan que el animal, aunque herido de muerte,
logró huir de sus atacantes, que no consiguieron atraparlo. Otro yacimiento de
Arizona, Murray Springs, presenta grandes capas de huesos de mamuts y bison­
tes, que corresponden a animales muertos por cazadores clovis, y un campa­
mento en que éstos vivían. En el Este de Nuevo M éxico, en el yacimiento clovis
modelo — el Lugar n.° 1 de Blackvirater— apareció uno de los conjuntos más
variados de utensilios clovis de piedra y hueso (Hester, 1972). Cerca de allí, en
el Texas Panhandle que penetra en Nuevo M éxico, en un sitio donde los clovis
sacrificaban mamuts en el yacimiento del lago Lubbock, se encontraron los
huesos hechos añicos de un mamut junto a los guijarros de caliches empleados
para quebrarlos a fin de que los cazadores pudieran extraer la médula (John­
son, 1987).
En sumideros de las formaciones calizas kársticas de Florida se han encon­
trado algunos restos paleoindios excepcionalmente bien conservados. En un sa­
liente sumergido en las aguas ricas en minerales de un sumidero de Little Salt
LAS CULTURAS DE C A Z A D O RE S - R E C O L E C T O RE S 2 65

Spring se halló el caparazón de una tortuga terrestre gigante que tenía clavada
una estaca utilizada para matar al animal, que al parecer guisaron y comieron en
el reborde mismo. La estaca ha sido datada con C14 en hace aproximadamente
1 2 0 0 0 años. Increíblemente, junto al caparazón se encontraron restos del esque­
leto de un ser humano. Cabe imaginar que un desventurado paleoindio se cayó
en el sumidero y no logró salir. Nadó hasta el saliente, en el que quizá ya estaba
la tortuga, mató al animal y durante algún tiempo vivió de su carne. Acabó por
morir de hambre y sus huesos se mezclaron con los de su víctima (Claussen et
a l , 1979).
Contrasta con el número de yacimientos paleoindios clovis que se conocen
en América del Norte el escaso número de restos de esqueletos humanos encon­
trados, lo que hace que sepamos muy poco de sus usos funerarios. Además, a di­
ferencia de sus antepasados del Paleolítico Superior del Viejo Mundo, los clovis
no dejaron, al parecer, gran cosa de arte mobiliario, escultura o pintura. Pode­
mos inferir muy poco acerca de sus creencias religiosas, pero probablemente
quepa presumir que el animismo era decisivo y que atendían a sus bandas cha­
manes capaces de predecir el futuro y de establecer comunicación con el mundo
de los espíritus.

L a s culturas fo lso m y p aleoin dias tardías

Como ya se ha observado, los testimonios arqueológicos indican que las costum­


bres y la cultura material de los clovis eran muy homogéneas en todos los luga­
res de América del Norte en que se han encontrado restos suyos, lo cual no es
nada raro habida cuenta de la brevedad relativa de su existencia, pero sí consi­
derando la notable difusión geográfica de sus actividades: en la prehistoria de
América del Norte no hubo ninguna cultura que igualara su homogeneidad cul­
tural ni su penetración territorial, pese a lo cual es probable que los clovis fuesen
el tronco del que salieron las posteriores poblaciones indígenas propias de la ma­
yoría de las regiones de América del Norte, de lo que existen pruebas dentales
(Turner, 1986) y lingüísticas (Greenburg, 1987).
A los cazadores clovis sucedió cronológicamente otra cultura, asimismo ca­
zadora, denominada folsom, cuyos yacimientos datan sin excepción de entre
hace 10 800 y 1 0 2 0 0 años. Las culturas clovis y folsom constituyen el primer pe­
riodo Paleoindio. El nombre de folsom también procede de un pueblecito de
Nuevo M éxico, en el que se encontraron por vez primera restos de esa cultura.
Su descubrimiento tuvo gran importancia histórica en la evolución de la arqueo­
logía del Nuevo Mundo. En 1924 se hallaron muestras de manufactura humana
(puntas folsom) asociadas claramente a huesos de animales extinguidos (Bison
antiquus) (Figgins, 1927), prueba irrefutable de una antiquísima presencia de se­
res humanos en América del Norte. Las puntas folsom tienen un aspecto muy
peculiar: como las clovis, son lanceoladas, pero su rasgo más característico es
una muesca acanalada que ocupa casi toda la longitud de la punta por ambas
caras; además, suelen ser algo más pequeñas y estar lasqueadas más finamente
que las clovis. También se embotaban los filos de la base para que no cortasen
las ligaduras.
266 G R A N T D. H A L L

El periodo que abarca entre los años 10000 y 8000 a.n.e. en las regiones
fronterizas españolas septentrionales se denomina periodo Paleoindio Tardío.
Aparecen diversos tipos distintos de puntas de flecha paleoindias tardías, en su
mayoría de idénticas características morfológicas generales que las clovis y fol-
som, pero sin la acanaladura. Como los clovis y los folsom, los paleoindios vi­
vían, al parecer, fundamentalmente de la caza, pero se disciernen algunos cam­
bios de importancia. En primer lugar, se extinguieron algunos de los animales de
gran talla, como el mamut, el mastodonte y el bisonte gigante, en parte por los
cambios climáticos que por entonces acaecieron, pero es probable que también
desempeñase un importante papel la presión ejercida en sus rebaños por los ca­
zadores clovis y folsom, situación que se conoce con el nombre de «modelo de
matanzas excesivas del Pleistoceno», propuesto por Paul S. Martin (1967).
En todo el subcontinente, el clima se volvió gradualmente más cálido y seco;
se secaron los grandes lagos pluviales del Oeste y empezaron a desarrollarse los
patrones de comunidades vegetales y animales existentes en la época moderna.
América del Norte fue «sembrada» con el linaje paleoindio que, durante los seis
a ocho milenios siguientes, daría lugar a las culturas peculiares con que se encon­
traron los españoles al desembarcar en el Nuevo Mundo. Probablemente, en la
época Paleoindia Tardía ya operaba la tendencia a la diversificación cultural. El
crecimiento paulatino de la población, la adaptación a las características de los
entornos regionales y una movilidad y comunicación menores entre los grupos,
impulsaron la evolución desde la homogeneidad cultural propia del periodo Pale­
oindio a la diversidad cultural cada vez mayor que distingue al siguiente gran pe­
riodo de la Prehistoria de América del Norte, el periodo Arcaico.

EL A RCAICO DE AMÉRICA DEL N O R T E

El Arcaico es un periodo de la Prehistoria de América del Norte que se inicia hace


aproximadamente 8 000 años y abarca hasta el comienzo de nuestra era, con un
margen de más o menos de entre 500 a 1000 años, según las distintas regiones.
El nombre fue utilizado por primera vez por William A. Ritchie en 1932 a propó­
sito de una cultura concreta que estudiaba por entonces en Nueva York (Willey y
Phillips, 1958: 104). Posteriormente, se ha generalizado su empleo.

L a con cep ción tradicion al d el A rcaico

Según la concepción tradicional, el Arcaico no ofrece rasgos complicados: los se­


res humanos subsistían gracias a la caza y recolección de plantas y animales nati­
vos y no eran sedentarios. Se servían del atlatl (o lanzadardos) para arrojar flechas
dotadas de puntas de piedra que se diferenciaban de las puntas paleoindias funda­
mentalmente por tener vástagos o pedúnculos que facilitaban su sujeción al asta
de la flecha. Los habitantes de la América del Norte prehistórica no conocerían el
arco y la flecha hasta el milenio anterior a su contacto con los europeos. A falta
de mamuts, bisontes gigantes y otras espacies de gran talla del Pleistoceno para
entonces extinguidas, este armamento estaba pensado para atacar a las piezas de
LAS CULTURAS DE C AZ A D O R E S -R E C O L EC T O R E S 267

caza mayor que subsistían, entre las que predominaban el venado en el Oeste y el
Este y una especie diminuta de bisonte (Bison bison) en las llanuras del Centro de
América del Norte. En éstas los cazadores arcaicos seguían empleando la técnica
del acoso, transmitida por sus antepasados paleoindios, para matar gran número
de bisontes. En los lugares en que había, cazaban especies modernas de antílope,
oso y cabra montesa, además de numerosos tipos de animales más pequeños.
La cultura material de los pueblos arcaicos fue elaborada conforme fueron
haciéndose peritos en extraer los recursos de sus respectivas regiones de asenta­
miento. En todo el subcontinente aparecieron utensilios de molienda de piedra y
madera — manos, metates, morteros y majaderos— con los que trataban bello­
tas, nueces, semillas y frijoles. La vara de cavar fue un instrumento muy impor­
tante, empleado para extraer raíces y tubérculos y capturar animales que vivían
en madrigueras. En el Oeste de los Estados Unidos, donde se han conservado
materiales perecederos en grutas secas, y en menor medida en cuevas y zonas
pantanosas del Este, los cestos, los tejidos, las sogas, las esteras y ios vestidos
muestran que existían industrias muy evolucionadas de trenzado, entretejido o
entrelazado de fibras vegetales. Otro rasgo distintivo del periodo Arcaico es la
inexistencia de la alfarería; cabe suponer que, debido a su peso y fragilidad, eran
incompatibles con el modo de vida itinerante de los pueblos arcaicos.
Los cestos y otros implementos de fibra trenzada eran empleados por los ar­
caicos para transportar, elaborar, cocinar y almacenar alimentos. A falta de tras­
tes de barro, el método habitual de cocinar era el hervor mediante piedras: los
cocidos y aío/es (gachas) se elaboraban echando piedras, calentadas en una ho­
guera, en un recipiente con agua junto con la comida que iba a cocinarse. El re­
cipiente podía ser un cesto de trama muy apretada, un saco de piel cosida o el
vientre de un gran animal. El agua evitaba que las piedras quemasen el recipien­
te. Las piedras calientes hacían hervir el agua con rapidez y así se cocían los ali­
mentos.
Los animales de menor tamaño se asaban a menudo en las brasas de una ho­
guera al aire libre. Hogazas de harina de nueces, semillas o bellotas eran cocina­
das colocándolas en lechos de ceniza caliente y cubriéndolas con más ceniza y
brasas. Los pueblos arcaicos usaban además con frecuencia hornos de tierra para
asar y hornear: colocaban unas losas sobre lechos calientes de carbón y asaban
encima la carne. Excavaban pozos, los forraban de piedra y encendían hogueras
en su interior. Los alimentos vegetales — ^raíces, tubérculos, bulbos y cogollos—
se cocinaban en esos hornos para adaptalos al consumo humano.
Según la concepción tradicional de las culturas arcaicas, las bandas seguían
siendo tan móviles que sólo podían utilizar abrigos toscos, de carácter temporal
y muy portátiles, de la misma manera que los paleoindios. Podemos inferir algo
más acerca de su organización social, usos funerarios y sistemas de creencias re­
ligiosas gracias a la existencia de sepulturas con los correspondientes objetos en­
terrados, a los artefactos exóticos más durables que demuestran una intensifica­
ción de los intercambios interregionales y al aumento del arte rupestre que, sin
lugar a dudas, se remonta a ese periodo. En general, esos grupos arcaicos proba­
blemente tuvieron creencias animistas y en la mayoría de las bandas había cha­
manes. Como ha observado Fiedel (1987: 223-224): «Además de a sus dirigen­
268 GRANT D. H A L L

tes seculares temporales, la mayoría de las sociedades de cazadores-recolectores


admiten que determinados individuos son peritos en el trato con las potencias
sobrenaturales, en lo tocante a curar enfermedades o adivinar el futuro. Esos
chamanes constituyen una excepción significativa a los principios generales de
las sociedades constituidas en bandas. Su conocimiento del mundo de los espíri­
tus es esotérico y únicamente lo comparten unos cuantos discípulos escogidos
[...] A menudo se cree que los chamanes entran en comunicación con espíritus
que adoptan la forma de animales, p. ej., osos, crótalos o jaguares; otras veces,
que el propio chamán se transforma en animal».
En resumen, el periodo Arcaico siguió al Paleoindio y, en esa época, las po­
blaciones se fueron asentando en distintas regiones del subcontinente, adaptán­
dose concretamente a los recursos de cada zona. Los arcaicos explotaron un nú­
mero mayor de plantas y animales que los paleoindios y, por consiguiente, su
utillaje era más variado. Siguieron efectuando recorridos estacionales, pero sus
territorios no eran tan extensos como los de los paleoindios. Ni fabricaron ni
emplearon objetos de cerámica y tampoco conocieron el arco y la flecha.

C on cep cion es recientes so b re el m od o de vida en el p erio d o A rcaico

Las investigaciones de los últimos treinta años han modificado radicalmente la


concepción tradicional del modo de vida arcaico que acabamos de describir. Se
ha disipado la creencia de que el modo de vida de los cazadores-recolectores
acarreaba forzosamente traslados frecuentes de sus campamentos, al haberse
descubierto lugares en los que aquéllos alcanzaron un grado mayor de sedentari-
zación. La aparición de cementerios en algunas regiones en el periodo Arcaico
Tardío es asimismo sintomática de que los desplazamientos estacionales se efec­
tuaban a menos distancia, de un mayor sedentarismo y tal vez también de la
aparición de territorios circunscritos (Story, 1985).
Además, en los estudios de los cazadores-recolectores se ha aplicado la no­
ción de «intensificación», particularmente idónea para el análisis del periodo
Arcaico americano (Bettinger, 1991). Conforme aumentaban gradualmente en
todo el continente las poblaciones de cazadores-recolectores, fueron ocupadas
todas las zonas más aptas para asentamientos. El traslado de la población exce-
dentaria a nuevas regiones dejó de ser una opción viable. El aumento de la pre­
sión sobre los recursos alimentarios naturales fue contrarrestado con medidas de
control demográfico, la explotación más eficiente de los recursos tradicionales y
la ampliación del abanico de aUmentos, que empezó a comprender vegetales y
animales que antes se tenían por indeseables a causa de su gusto o por lo que
costaba producirlos.
Ese proceso de intensificación impulsó la variabilidad regional característica
del periodo Arcaico. Se perfeccionaron los artefactos y métodos de elaboración
para explotar mejor económicamente los recursos alimentarios de primera nece­
sidad. Se ensayaron recursos alimentarios hasta entonces subexplotados y, con
ello, la gente se preadaptó al cultivo de vegetales.
Se ha avanzado considerablemente en el estudio del Arcaico americano al
advertir que los habitantes de algunas zonas del continente habían descubierto
LAS C U L T U R A S D E C A 2 A D O R E S - R E C O L E C T O RE S 269

que algunas plantas silvestres podían cultivarse (Ford, 1985), conocimiento que
aceleró y permitió la acogida de importantes variedades de plantas mesoameri-
canas domesticadas, las cuales constituirían la base de la aparición posterior del
sedentarismo pleno y del modo de existencia basado en la producción de alimen­
tos en algunas partes de las regiones fronterizas españolas septentrionales^.

L o s cazad ores-recolectores arcaicos d e C alifornia

En el Centro de California, la región más septentrional de América de Norte a la


que llegaron los españoles, los cazadores-recolectores arcaicos explotaron recur­
sos alimentarios naturales excepcionalmente copiosos, tanto en las costas como
tierra adentro. En la costa capturaban, con anzuelos, redes y venablos, peces y
mamíferos marinos: focas, leones marinos, marsopas, etc. Los habitantes de la
costa construían canoas y almadías para capturar peces y mamíferos marinos en
alta mar. Los moluscos también eran una fuente importante de alimentos y las
conchas de algunas especies, como los abulones (haliotis y olivella), servían de
materia prima para fabricar utensilios y adornos. En las cuencas de los ríos Sa­
cramento y Klamath, situados en el Centro y el Norte de California, el paso
anual de los salmones permitía obtener toneladas de peces que se secaban y
guardaban para consumir durante el año. Tierra adentro, abundaban los vena­
dos y los encinares daban gran cantidad de bellotas con las que se podían elabo­
rar alimentos.
Los indios de California presentan varios rasgos notables. Al parecer, la cos­
ta y los valles del río Sacramento y sus afluentes abundaban tanto en alimentos
naturales que nunca se vieron precisados a dedicarse a la agricultura. En muchos
aspectos, mantuvieron un modo de vida del Arcaico Clásico hasta su contacto
con los europeos, si bien al principio de la era histórica se observa una conducta
«protoagrícola»: cultivo de tabaco, uvas y algunas plantas silvestres «especiali­
zadas» más (M oratto, 1984: 3). A la llegada de los europeos, en el Centro y el
Sur de California vivían las poblaciones mayores y más concentradas de toda
América del Norte. Cook (1976) ha calculado su número en 3 0 0 0 0 0 individuos.
La abundancia de recursos alimentarios naturales, en particular de los que se
prestaban a ser almacenados, como las bellotas o el salmón seco, explica además
por qué los cazadores-recolectores del Arcaico vivían hace ya 4 0 0 0 años en
asentamientos semipermanentes (Moratto, 1984: 281-283). En esas aldeas cons­
truían edificios de cierta entidad que ocupaban hasta seis meses al año. Las vi­
viendas consistían normalmente en casas excavadas de forma circular y semisub-
terráneas con techos en forma de cúpula o cónicos de troncos y ramas cubiertos
con tierra, paja, planchas de madera o corteza. En tiempos prehistóricos muy
remotos, muchos grupos participaban en un sistema monetario que usaba de
conchas marinas sueltas y en sartas que poseían valores fijos generalmente admi­
tidos. Además del conjunto habitual de utensilios arcaicos, los indios california-
nos tallaban «piedras dentadas» cuya función desconocemos y hacían «piedras

3. V éase el cap ítu lo 11 de este vo liim e n.


270 G R A N T D. H A L L

amuleto»: objetos en forma de plomada o de falo fabricados a partir de piedras


macizas (M oratto, 1984: 150, 262). Desconocemos igualmente la función exac­
ta de las llamadas piedras amuleto. Los primeros californianos tenían también
excepcionales industrias de grabado de adornos de conchas marinas y útiles de
hueso. En algunos lugares de California se encontraba obsidiana, materia prima
muy codiciada para fabricar instrumentos, que se distribuía ampliamente a tra­
vés de las redes comerciales prehistóricas.
Los californianos prehistóricos sabían fabricar recipientes de barro, pero
ésta tecnología no era relevante para ellos. Tallaban la esteatita, un mineral
blando y resistente al calor, para fabricar enseres de cocina y pipas. Más impor­
tancia tiene el que fueran cesteros muy diestros. Los cestos les servían a la per­
fección para todas las funciones que los trastes de barro desempeñaban en otras
culturas de América del Norte. El que se inclinaran por los cestos en lugar de la
cerámica fue sin duda cuestión de tradición, de preferencia y de comodidad. En­
tre el 1 7 5 0 y 1450 a.p., sus vecinos del Sudoeste, muy versados también en tejer
con fibras vegetales cestos y otros artefactos, adoptaron con entusiasmo la cerá­
mica en su cultura material y, posteriormente, alcanzarían fama por la perfec­
ción técnica y la belleza artística de su industria cerámica. Después del 1050
a.p., en algunas partes de California se comerciaba con los cacharros que fabri­
caban.
L a s b ello ta s eran un soporte principal de la existen cia p reh istórica en el C en­
tro de C a lifo rn ia . En la época del co n ta c to con los españoles, rep resentaban el
a lim e n to esencial de m uchos grupos, que con sag rab an grandes esfuerzos a su re­
co le c c ió n , e la b o ra ció n y con serv ación . Esta dependencia de las b ello tas es un
bu en eje m p lo de in ten sificació n , en el sentido en que se aplica este co n c ep to al
p e rio d o A rc a ic o n orteam erican o . C o m o ha analizad o B asgall ( 1 9 8 7 : 2 3 ), el ex ­
te n d id o co n su m o de bellotas p o r los indios de C alifo rn ia, ob servad o p o r prim e­
ra vez p o r los españoles y o b je to p osteriorm ente del co m en tario de num erosos
o b serv ad o re s h a sta el siglo XX, hizo que se generalizase la creen cia de que las be­
llo ta s e ra n un alim en to idóneo p ara los prim eros califo rn ian o s. Pues bien, las
p ru e b as arq u eo ló g icas indican que n o siem pre fue así.
Al evaluar los restos arqueológicos de California, Basgall (1987) advierte que
el paso del empleo de metates y manos al de morteros y maj adores fue importan­
te en lo que se refiere al consumo de bellotas en la Prehistoria. Se idearon morte­
ros: el tradicional y el giratorio considerablemente perfeccionados y eficientes.
Cuando en un campamento o en sus proximidades afloraba un lecho de roca, se
elaboraban morteros, en ocasiones por miles (Moratto, 1984: 310). No es prácti­
co aplastar bellotas en un metate, pues las bellotas tiernas son elásticas y saltan
como pelotas de pimpón al golpearlas con una mano. Los morteros y majadores
son utensilios mucho más eficaces, sobre todo en la primera fase de la majadura.
Según Basgall, la tecnología del mortero y el majador aparece hace 4 0 0 0
años en la comarca de la bahía de San Francisco, hace 2 800 años en la zona del
Valle Central y el Delta y hace 1 000 años en las regiones central y meridional de
Sierra Nevada, California. De estos cálculos, aunados a los datos que los respal­
dan (bellotas conservadas, paleopatología, paleodemografía y usos funerarios)
deduce que esas fechas corresponden con exactitud a los comienzos de una nota­
LAS CULTURAS D E C A Z A D O RE S - R E C O L E C T O RE S 271

ble balan ofag ia (consumo de bellotas como alimento básico) entre los pueblos
prehistóricos de California.
La mayoría de las especies de encinas de California producen bellotas con un
contenido de tanino (compuesto astringente natural) tan elevado que los seres
humanos no pueden comerlas en su estado natural, sino que deben majarlas y
lavarlas con abundante agua para eliminar el tanino, procedimiento que requiere
mucha mano de obra y que, según Basgall (1987), no siempre resultaba econó­
mico a los californianos prehistóricos: «Sólo cuando las densidades demográfi­
cas alcanzaban cierto nivel, originando una mayor competencia por los recursos
y limitando la movilidad, los grupos pasaban a depender de las bellotas para
subsistir» (Basgall, 1987: 44). Basgall considera que el crecimiento demográfico
fue un factor primordial de la dependencia cada vez mayor de las bellotas por
parte de los habitantes prehistóricos de California, si bien sostiene que ese cam­
bio habría acarreado las consiguientes modificaciones de estructura social de los
grupos que lo efectuasen. El almacenamiento de los excedentes de bellotas para
su consumo a lo largo del año tendría que disminuir la movilidad o acaso impo­
ner un alto grado de sedentarización. El mayor sedentarismo desencadenó la ela­
boración de una cultura material, la creación de redes interregionales de inter­
cambio y la aparición de territorios circunscritos con más rigidez, características
todas ellas de los grupos nativos de cazadores-recolectores con que se toparon
los españoles a su llegada a California.
Las aldeas mayores de estos cazadores-recolectores estaban organizadas en
pequeñas tribus regidas por jefes hereditarios, siendo ése el nivel de organización
social más elevado que surgió entre aquellos pueblos. En otras partes del territo­
rio en que las densidades demográficas eran menores, muchos grupos vivían en
regímenes sociales esencialmente igualitarios. Las creencias y prácticas religiosas
se pueden deducir indirectamente del arte rupestre, en el que aparecen dibujos
abstractos y representaciones del sol, estrellas, seres humanos, aves, serpientes y
peces (Grant, 1965). Entre los primeros grupos indígenas históricos de Califor­
nia había chamanes.

Lm. ad ap tación a l desierto en el p erio d o A rcaico

Desde el Sur de California y la Baja California a través del Oeste de Texas y los
Estados adyacentes del Norte de M éxico, los pueblos arcaicos se adaptaron a los
medios naturales de valles y montañas áridos y semiáridos. Los recursos alimen­
tarios naturales tendían a ser sumamente estacionales y de aparición irregular.
Gracias a la sequedad del clima y a la existencia en algunas regiones de grutas o
abrigos rocosos, hay diversos yacimientos con notables depósitos estratificados
que conservan restos perecederos, por ejemplo, utensilios de madera, cestos, es­
teras, redes, excrementos humanos fosilizados, cadáveres momificados y otros
muchos objetos (Taylor, 1966; Cordell, 1984; Shafer, 1986). Al habitar la zona
más seca de América del Norte, los moradores arcaicos del desierto dependían
para vivir de muy diversos animales pequeños, serpientes y lagartos, aves y pe­
ces, de cactos y otras plantas suculentas de tierras áridas, además de una varie­
dad impresionante de granos, nueces y raíces. Ante la irregularidad de las exis­
272 GRANT D. H A L L

tencias de comida y agua, era característico un alto grado de movilidad, a conse­


cuencia de la cual sus posesiones eran mínimas y sus abrigos muy rudimentarios,
normalmente de índole temporal y hechos con troncos y ramas cubiertos con
breña.
Los shoshones sobrevivieron como cazadores-recolectores en la gran depre­
sión de Utah y Nevada hasta finales del siglo XDC. Julián Steward conversó con
los supervivientes y descendientes directos de esas culturas y en 1938 publicó
una monografía titulada Basin-Plateau A boriginal S ociopolitical G roups, en la
que hace notables observaciones acerca de la organización de los cazadores-re­
colectores modernos que sobrevivían en las regiones áridas del Oeste de los Esta­
dos Unidos y que impulsó un enfoque ecológico-cultural en el estudio de la
Prehistoria de América del Norte (Bettinger, 1991). Gracias a su descripción de
las migraciones estacionales y de las técnicas de obtención de alimentos de los
shoshones se pudieron elaborar modelos que se contrastaron con los datos reco­
gidos en yacimientos prehistóricos regionales (Thomas, 1973).
En las zonas áridas de las regiones fronterizas españolas septentrionales, los
alimentos principales eran piñones, granos de mezquite, conejos y diversas plan­
tas suculentas. Había distintos tipos de cestos para las varias fases de la reco­
lección, elaboración y conservación de nueces, cactus y partes de plantas sucu­
lentas. Las manos y los metates también eran utensilios importantes para el
consumo de las nueces, los frijoles y las semillas. Se cazaban conejos en abun­
dancia, rodeándolos y empujándolos hacia hileras de redes de fibras. Los cone­
jos eran una fuente importante de carne y piel. Los habitantes arcaicos del de­
sierto y sus sucesores confeccionaban capas y mantas muy útiles con pieles de
conejo cosidas. Aunque escaseaban, también cazaban con flechas y lanzadardos
venados, antílopes, cabras montesas y osos.
Los shoshones comían frutas, hojas, semillas, tallos y corazones de diversos
cactus y plantas suculentas: saguaro, nopal, maguey, lechuguilla y sotol. En mu­
chos yacimientos arcaicos del desierto se encuentran acumulaciones de rocas
quemadas y fracturadas por el fuego, probablemente vestigios de los hornos de
tierra utilizados para asar los corazones de plantas suculentas como el maguey y
el sotol. En los primeros tiempos históricos, los apaches mezcaleros fueron lla­
mados de ese modo porque comían corazones de mezcal, una variedad de ma­
guey de hoja gruesa; recogían las plantas en primavera, poco antes de que salie­
ran los brotes en los que después aparecerían los pimpollos y los frutos. El asado
de mezcal por los apaches dejó acumulaciones características de rocas quemadas
denominadas «basurales en forma de anillo».
Las culturas de cazadores-recolectores prehistóricos del Sudoeste de los Esta­
dos Unidos presentan ejemplos prístinos de lo que en la actualidad se tiene por
conducta de «preadaptación» ante un posible paso al modo de vida basado en la
producción de alimentos. Al parecer, la transición ocurrió por vez primera en al­
gunos lugares del Sudoeste de todas las zonas de América del Norte en que la
agricultura indígena acabaría por constituir el modo de vida predominante.
Conseguir vivir como cazadores-recolectores en el entorno hostil del Sudoeste
exigía conocer a fondo los factores que rigen los ciclos de producción de las dis­
tintas especies vegetales de que dependían las bandas para lo esencial de su sub­
LAS CULTURAS DE C A Z A D O R E S - R E C O L E C T O RE S 273

sistencia. Los movimientos de las bandas se regulaban por la predicción de los


distintos momentos de sazón de las plantas en el año, ajustándose a menudo al
momento y lugar, impredecibles, de las precipitaciones atmosféricas. Con su
profundo conocimiento del comportamiento de las plantas silvestres, no es sor­
prendente que algunos de aquellos cazadores-recolectores fuesen los primeros en
captar el valor de las especies vegetales cultivadas, como el maíz, los frijoles y el
chayóte que, ya en el primer milenio a.n.e., fueron dadas a conocer gradual­
mente a los habitantes prehistóricos del Sudoeste desde las regiones en que habí­
an sido cultivadas por vez primera, más al Sur, en Mesoamérica (Ford, 1985).
Hacia el Este, en el Oeste de Texas y el Nordeste de México, sigue manifes­
tándose la adaptación esencial a las tierras áridas. En la cueva de la Candelaria,
un yacimiento funerario del estado mexicano de Coahuila, se han encontrado
valiosos restos de materias perecederas, asociados al parecer a cadáveres arroja­
dos al pozo (Aveleyra et al., 1956). Entre los artefactos hallados había cuchillos
de hojas triangulares de piedra tallada y con mangos de madera aún sujetos a
ellas, collares de vértebras de serpiente, collares de cuentas de conchas, sonajeros
hechos con cuerdas y conchas de moluscos, arcos de madera, cuencos y cucharo­
nes hechos con calabazas. El arrojar los cadáveres de seres humanos a esos po­
zos de piedra caliza era, al parecer, práctica habitual en las zonas de México sep­
tentrional y del Centro y Oeste de Texas en que las características geológicas se
prestaban a la formación de esos rasgos naturales en el lecho rocoso. Los muer­
tos de aquellos pueblos arcaicos también se dejaban en depósitos de abrigos ro­
cosos, en sepulturas excavadas en campamentos al aire libre o se eliminaban me­
diante cremación y posterior inhumación.
Donde confluyen los ríos Pecos y Diablos con el río Grande, la llamada re­
gión Transpecos de Texas y Coahuila, hay varias grutas y refugios rocosos en
los que se han encontrado restos notables de actividad de cazadores-recolectores
prehistóricos arcaicos y posteriores (Shafer, 1986). Uno de esos yacimientos pro­
tegidos por rocas es conocido con el nombre de Refugio de la Hoguera (Bonfire
Shelter) y en él, a finales de la época Paleoindia y de nuevo durante el Arcaico,
cazadores experimentados ahuyentaban a los bisontes hasta un despeñadero y
mataban a un número enorme de animales al pie del cañón rocoso (Dibble y Lo-
rrain, 1968). El Refugio de la Hoguera es un gran ejemplo de la técnica «del sal­
to» para cazar bisontes y cabe señalar que el lugar es hasta ahora único en esa
parte de América del Norte. Los saltos de bisontes son mucho más comunes en
las llanuras del Norte de los Estados Unidos y en el Canadá. Los restos hallados
en el Refugio de la Hoguera, junto con otros datos arqueológicos, indican que
los rebaños de bisontes a veces bajaban a pastar a la región de Transpecos, al
Sur de Texas (Black, 1986) y aun más al Sur, a M éxico, desplazamientos que po­
siblemente obedecieran a modificaciones del clima (Dillehay, 1974).
En las grutas y refugios rocosos de Transpecos se han encontrado abundan­
tes artefactos de materias perecederas (Shafer, 1986). En esos refugios se hallan
a menudo cestos de red para transportar cargas, sandalias de fibra, implementos
de madera para prender fuego, esteras de fibra tejida, palos para cavar, cestas,
cuerdas, artefactos de piel y cuero y piezas de armas de madera. Los análisis de
los cop rolitos (heces fosilizadas) humanos recogidos en la cueva de Hinds, con­
274 G R A N T D. H A L L

dado de Val Verde, Texas, han proporcionado más datos acerca del régimen ali­
mentario de los habitantes arcaicos de la región (Williams-Dean, 1978). Los pó­
lenes, cerdas de venados, esqueletos de ratones, espinas de nopal, escamas del
pez llamado m innow y otros restos minúsculos, son pruebas directas de los ali­
mentos que los seres humanos consumían en la época Arcaica.
La región de Transpecos y, en general, el Oeste de Texas constituyen el lími­
te oriental de una tradición de arte rupestre arcaico que se extiende por las re­
giones áridas del Sudoeste de los Estados Unidos, desde la Baja California a Te­
xas. Kirkland y Newcomb (1967) han estudiado el arte rupestre prehistórico y
de comienzos de la era histórica en su obra T he R ock Art o f T exas Indians. En
Texas las pinturas rupestres (pictografías) del Arcaico y final de la Prehistoria
son más numerosas en la región de Transpecos. Abundan las representaciones
humanas (chamanes), las pinturas de animales y diversos motivos geométricos y
lineales. Turpin (1990) ha propuesto recientemente un modelo de aumento de
las tensiones para explicar las primeras pinturas rupestres de Transpecos, el lla­
mado estilo del río Pecos. Los habitantes prehistóricos de Transpecos empezaron
a pintar en las paredes de las grutas y refugios hace aproximadamente 4 0 0 0
años. Turpin cree que el arte está en relación recíproca con un aumento de la ac­
tividad ritual al haberse incrementado los niveles de incertidumbre de las vidas
de aquellas gentes. Esta hipótesis se ajusta a la evolución de otras regiones que
habitualmente se achaca al aumento de la presión sobre los recursos alimenta­
rios naturales al crecer la población.
Existe la hipótesis de que las figuras antropomórficas del arte rupestre de
Transpecos podrían ser chamanes y que los animales que hay a su lado corres­
ponderían a espíritus auxiliares (naguales) o acaso al propio chamán transfor­
mado en espíritu (Kirkland y Newcomb, 1967). Cabe presumir que los chama­
nes aparecen en distintos estados de transformación entre el plano terrestre y el
mundo de los espíritus. Se ha especulado que el chamán alcanzaba el estado de
trance ingiriendo alucinógenos, pues en el entorno había peyote, toloache {Datu­
ra stram onium L.) y granos de laurel (Shafer, 1986). El contexto en el que se
efectuaron las pinturas en las paredes de los refugios de Transpecos sigue siendo
objeto de debate. Todos los autores están de acuerdo en que las pinturas repre­
sentaban distintos acontecimientos sucedidos en diferentes lugares y en que tal
vez correspondan a centenares o incluso miles de años de ceremonias periódicas.
Se han propuesto varios contextos: rituales de entrenamiento o de iniciación de
aprendices de chamán; ceremonias de iniciación a la pubertad o rituales para
que la búsqueda de alimentos fuese propicia.

E l C entro de Texas, el Sur d e Texas y el N ordeste de M éxico

Yendo hacia el Este y el Norte por Texas y México septentrional, las precipita­
ciones medias aumentan gradualmente y los terrenos desiertos dan paso a prade­
ras y sabanas atravesadas por ríos como el San Fernando, el San Juan, el Gran­
de, el Nueces, el Guadalupe y el Colorado. Gran parte del territorio del Sur de
Texas y el Nordeste de México está cubierto en la actualidad por malezas espi­
nosas: mezquites, nopales, granos de ébano y diversas acacias. Los análisis etno-
L A S C U L T U R A S D E C A Z A D O RE S - R E C O LE C T O RE S 275

históricos y los datos arqueológicos indican que esas grandes extensiones de ma­
torrales son un fenómeno relativamente reciente, que probablemente se desarro­
lló a raíz de que proliferasen las manadas de caballos y ganado mayor en el siglo
xvm (Hall et al., 1986).
Desde la época Paleoindia hubo pueblos de cazadores-recolectores en estas
tierras (Hester, 1980). En las regiones interiores, los habitantes prehistóricos
practicaban la adaptación a terrenos áridos o semiáridos y vivían fundamental­
mente de mezquites, nopales, granos de ébano y otros alimentos vegetales, ade­
más de venados y de caza menor (MacNeish, 1958). Capturaban peces, mejillo­
nes y tortugas en los ríos y corrientes de agua. Recogían grandes cantidades de
caracoles {R abdotus sp.) que comían asados. Además, consumían serpientes, ro­
edores y lagartos.
Uno de los primeros relatos etnohistóricos de cierta extensión acerca de la
vida de los indios de América del Norte fue el de Alvar Núñez Cabeza de Vaca,
un español que naufragó en las costas de Texas en 1528 (Covey, 1972). Durante
el tiempo que permaneció en el Sur de Texas, Cabeza de Vaca observó que nu­
merosas bandas de cazadores-recolectores se congregaban en torno a los grandes
campos de nopales tuneros del Sur de Texas en el verano, meses en los que vivían
esencialmente de comer los frutos de ese proiífico cactus. Además, abrían las tu­
nas y las secaban para consumirlas más entrada la estación, convertidas en hari­
na con manos y metates. Cabeza de Vaca describió también escenas de caza: los
indios provocaban estampidas de manadas de venados hacia los bajíos de las
orillas del Golfo de M éxico, donde los atrapaban y mataban. Mientras vivió con
un grupo de indios, los mariames, junto al río Guadalupe en el Sur de Texas,
Cabeza de Vaca observó la importancia de las pecanas, o nogales pecaneros,
para su subsistencia a finales del otoño y durante el invierno (Campbell y Camp­
bell, 1981).
En el Centro y el Este de Texas abundan los robles. Como en California, la
transformación de las bellotas en alimento era probablemente un elemento im­
portante de las actividades de subsistencia. En el Centro de Texas, uno de los ti­
pos más comunes de sitio prehistórico es el constituido por los escombros de ro­
cas quemadas, formadas por piedras muy juntas y resquebrajadas por el fuego,
cuyas dimensiones oscilan entre unos cuantos metros cuadrados y algunos centí­
metros de espesor hasta varias hectáreas y de uno a dos metros de altura. Buena
parte del Centro de Texas está constituida por colinas de piedras calizas roda­
das, por lo que muchos de los escombros de piedras quemadas están formados
por caliza quemada, aunque también se conocen de granito y arenisca.
Estos escoriales de rocas quemadas aparecen por vez primera en la Prehisto­
ria de Texas en el Arcaico Medio (hace aproximadamente 5 000 años) y abundan
más a partir del 2 200 a.p., aunque siguieron apilándose en distintas formas en la
época Prehistórica Tardía (Hester, 1991). Se han formulado muchas hipótesis
acerca de cómo se formaron y algunos investigadores opinan que se trata de es­
pacios «de cocina» polivalentes en ios que se elaboraban y cocinaban distintos
alimentos. Creel (1986) ha observado una notable correlación entre su distribu­
ción y la de los robles en Texas, lo que indicaría que guardaban alguna relación
con la elaboración y el cocinado de las bellotas. Otros sostienen que aparecieron
276 GRANT D. HALL

al hornear alimentos vegetales en hornos de tierra, de modo muy similar a como


los apaches mescaleros preparaban los corazones de maguey (Hester, 1991). Fue­
ra cual fuese su función, las escombreras de rocas quemadas de Texas son proba­
blemente un fenómeno que corresponde al proceso de intensificación que se pro­
dujo en otros lugares de América del Norte durante el Arcaico.
Es normal hallar huesos de venados en los escoriales del Centro de Texas, lo
que significa que esos animales eran una importante fuente de carne. Como en
otros lugares durante el Arcaico, la cerbatana y las flechas eran las principales
armas de caza. También se encuentran huesos de animales más pequeños y en
ocasiones de bisontes. Las escombreras del Centro de Texas contienen a menudo
enormes cantidades de lascas de sílex y otros restos de actividades de escantilla­
do para fabricar y mantener puntas de flecha y otros utensilios de piedra traba­
jada para cortar y rascar. En las escombreras cercanas a corrientes de agua o
ríos no es raro encontrar grandes cantidades de valvas de mejillón, lo que indica
que los nativos los asaban y se los comían. A veces, enterraban a sus muertos en
las escombreras, pero lo normal era arrojar los cadáveres a pozos de suelo calizo
del Centro de Texas.
En la mitad oriental de Texas, sobre todo en las zonas central, meridional y
suroriental del Estado, hay restos de campamentos en terrazas de terrenos alu­
viales próximos a los ríos y corrientes de agua. En esos lugares perfectamente
estratificados se encuentran con frecuencia restos arqueológicos que correspon­
den a toda la secuencia de 1 2 0 0 0 años de duración de la actividad cultural
prehistórica. En el llano costero central, por lo general entre los ríos Nueces y
Brazos, existe un complejo mosaico de comunidades vegetales: bosques de no­
gales y pecanas, praderas y bosques ribereños con grandes arboledas de nogales
pecaneros nativos. En esa región, más señaladamente en los tramos inferiores
de los ríos Colorado y Brazos, los patrones de asentamiento de los cazadores-
recolectores experimentaron un cambio, al pasar de una existencia totalmente
nómada a otra más sedentaria, como muestra la aparición de cementerios entre
el 4 0 0 0 y 3 0 0 0 a.p., (Story, 1985). Anteriormente, los muertos se enterraban
aleatoriamente en los lugares de habitación ocupados cuando se producía su fa­
llecimiento, costumbre que hizo que las tumbas estuviesen desperdigadas por
toda la región que recorrían las hordas durante sus desplazamientos estaciona­
les. Las tumbas de los cementerios del Arcaico Tardío contienen bienes perso­
nales u ofrendas: adornos de conchas de moluscos, pedazos de rocas cuidadosa­
mente talladas y pulidas a los que se ha dado el nombre de «piedras gamella»
(posibles pesos de lanzadardos), cuchillos grandes de sílex, etc. (Hall, 1981).
Algunos de esos restos proceden de fuentes situadas hasta 600 km de los ce­
menterios en que se encontraron. También hay esqueletos en esos cementerios
del Arcaico Tardío con heridas producidas por flechas, señal evidente de haber
muerto violentamente. Todos estos datos conjugados indican que los habitantes
del Arcaico Tardío de la llanura costera de Texas estaban constituyendo territo­
rios que contaban con recursos suficientes para mantener a sus grupos. Es pro­
bable que los bosques de nogales pacaneros nativos {Carya illinoesis) que había
en los valles fluviales fuesen los recursos alimentarios esenciales en torno a los
cuales se fijaron esos territorios.
LAS C U L T U R A S DE C A 2 A D O R E S - R E C O L E C T O RE S 277

En Texas las puntas de proyectiles son marcadores cronológicos particular­


mente sensibles y eficaces: una secuencia de tipos de puntas de proyectil que
abarca las épocas Paleoindia, Arcaica y Prehistórica Tardía ha ayudado mucho a
avanzar en la investigación arqueológica (Turner y Hester, 1993).
El litoral del golfo del Nordeste de M éxico y Texas, que alcanzó su altura
actual hace aproximadamente 4 5 0 0 años (Prewitt et al., 1987), fue explotado en
gran escala por los cazadores-recolectores que habitaban en la costa. Captura­
ban moluscos — sobre todo ostras al Sur y almejas al Norte— en las bahías y es­
tuarios y los comían en lugares de asentamiento próximos, a lo largo de la costa.
Las conchas que dejaron forman densos concheros, en los que, mezclados con
ellas, aparecen utensilios de piedra tallada y huesos de pescado, tortuga, aves
acuáticas y animales de caza menor, restos de presas llevadas a esos lugares por
seres humanos prehistóricos (Aten, 1987). Las conchas de algunas especies mari­
nas, como diversas caracolas y almejas, se convertían en utensilios — azuelas o
raederas, gubias y puntas de proyectiles— y adornos (Campbell, 1952).

E l N ord este d e Texas

Los densos bosques de pinos, robles y pacanas (Carya texana, C. ovata, C. cor-
diform is, etc.) del Nordeste de Texas son característicos del medio natural del
Surdeste de los Estados Unidos. Las actividades coloniales de los españoles llega­
ron hasta esa parte del subcontinente con un asentamiento en Nacogdoches. Los
promedios anuales de precipitación de la región son considerablemente superio­
res a los del resto del Estado. Según Story (1985), los recursos alimentarios natu­
rales del Nordeste de Texas están distribuidos mucho más parejamente que en
las tierras áridas y semiáridas del Oeste. Ocupándolo desde la época Paleoindia
en adelante, los cazadores-recolectores del Nordeste de Texas vivían fundamen­
talmente de pacanas, bellotas, venados y osos. Los bosques proporcionaban ade­
más diversos frutos y caza menor, como ardillas, pavos, mapaches y zarigüeyas.
Capturaban peces, tortugas y mejillones en las corrientes y ríos. Los instrumen­
tos para trabajar la madera, como hachuelas y azuelas de piedra tallada y puli­
da, se suman en esta región al instrumental arcaico habitual. Como en el llano
costero escaseaba la piedra, los utensilios esenciales como los morteros y maja­
deros, que en otros lugares se fabricaban con piedras grandes, eran en este caso
de madera.
Los bosques de pacanas, muy frecuentes en algunas partes del Oeste medio y
el Este de América del Norte, constituían una importante fuente de alimentos de
los cazadores-recolectores prehistóricos. La pacana da una nuez muy rica en
proteínas y grasas, aunque es muy pequeña y resulta difícil extraerle la pulpa.
Los pueblos del Sudeste idearon una forma eficiente de sacar su valor nutritivo;
juntaban las nueces y luego las aplastaban en morteros de madera utilizando
grandes majaderos hechos con troncos. Cocían las nueces, aplastadas en agua,
empleando la técnica del hervido de piedras hasta que la grasa y parte de la pul­
pa de las nueces flotaba en la superficie del recipiente usado para hervir. Des­
pués espimiaban la grasa, llamada leche de pacana, y la mezclaban con otros ali­
mentos. La cerámica surge en la región en fecha tan remota como el 2 1 5 0 a.p..
278 GRANT D. HALL

pero no indica que entonces se iniciase la agricultura, sino que los recipientes de
cerámica constituían, al parecer, un medio más eficiente para cocinar alimentos
y procesar las bellotas y pacanas.
En el Nordeste de Texas se da la expresión más suroccidental de tradición
preagrícola de construcción de montículos, mucho más frecuente y más antigua
entre las culturas situadas al Este y Nordeste. En el Nordeste de Texas existe un
sitio en montículo de este periodo. Se remonta más o menos al comienzo de
nuestra era y no es posterior a hace 1 4 5 0 años. El montículo, como los existen­
tes en otros lugares del Oriente de los Estados Unidos, se utilizaba para enterrar
a los muertos. Story (1985: 53) ha observado lo siguiente: «[...] estos montículos
[...] corresponden probablemente a la aparición de grupos locales de organiza­
ción más compleja, con funciones más especializadas y división jerarquizada, en
la que quizá hubiese un rango superior correspondiente al cargo de jefe». El me­
dio cultural en el que surgió el montículo de Coral Snake no era habitual en el
Nordeste de Texas y hasta que no surgió un pueblo agrícola plenamente seden­
tario hace aproximadamente 1 1 5 0 años, llamado los caddos, no se generalizó la
construcción de montículos funerarios en la zona.

L a Florida

En los tramos más orientales de las regiones fronterizas españolas septentriona­


les, Florida y Georgia pueden vanagloriarse de contar con testimonios excepcio­
nales de 1 2 0 0 0 años de actividad humana prehistórica (Milanich y Fairbanks,
1980; Smith, 1986; Steponaitis, 1986). En centenares de kilómetros de litoral
tanto del golfo de México como del Atlántico, hay miles de sitios desarrollados
a medida que los cazadores-recolectores prehistóricos explotaban los recursos
alimentarios que ofrecían la costa, las bahías, los pantanos y las marismas. Esos
mismos pobladores cazaban diversos animales tierra adentro y recogían nueces,
granos y plantas. Su abundancia permitió a los habitantes arcaicos asentarse en
aldeas permanentes o semipermanentes. En las partes septentrionales del territo­
rio, los seres humanos prehistóricos se adaptaron asimismo a los medios de pi­
nares meridionales.
Ya hemos mencionado el notable hallazgo de un paleoindio que había falle­
cido tras caer en Little Salt Spring. En ese mismo pozo se ha encontrado un mor­
tero de madera de roble, del Arcaico Temprano (hace 8 0 0 0 -7 5 0 0 años), lo que
muestra que los seres humanos que vivían en esos tiempos tan remotos en Flori­
da ya habían comenzado su proceso de adaptación a las cambiantes condiciones
del medio durante el Holoceno (Claussen et al., 1979). Se cree que, igual que en
Texas, el nivel del mar alcanzó en Florida su altura actual hace unos 4 5 0 0 años.
En los pantanos y marismas desperdigados por Florida se han encontrado arte­
factos perecederos excepcionalmente bien conservados, entre ellos objetos de
madera y textiles. Uno de esos lugares es el yacimiento de Windover, en el Este
de la Florida central (Doran, 1992). Se trata de un cementerio de los inicios del
Arcaico, de hace 8 000 años, en el que se se depositaron los cadáveres de 90 per­
sonas en una ciénaga. En los cráneos de muchos de los esqueletos se conservó te­
jido cerebral, lo que ha permitido analizar el ADN de indígenas americanos de
LAS C U L T U R A S D E C A Z A D O R ES - R E C O L E C T O RE S 279

hace 8 000 años (Hauswirth et a l , 1991). Con los restos se han encontrado tex­
tiles de fibra de palma: prendas de vestir, bolsas globulares, esteras, mortajas o
sábanas y cuerdas. Otro sitio posterior excepcionalmente conservado es Cayo
M arco, sito en la costa del Golfo en el Sur de Florida (Gilliland, 1975). En los si­
tios pantanosos de Cayo M arco apareció un verdadero tesoro de artefactos de
madera — cabezas de animales talladas, cuencos, paletas, cucharas y otros uten­
silios— , junto a cuerdas, redes y flotadores de redes.
La primera cerámica de América del Norte que se conoce procede de la cos­
ta de Georgia y de hace unos 4 5 0 0 años y se generalizó en otros lugares del Su­
deste hace aproximadamente 3 000 años. Más o menos por la misma época, se
fabricaban ollas y cuencos de esteatita, probablemente por ser instrumentos
más eficientes para eliminar el tanino de las bellotas y extraer las grasas y acei­
tes de otras nueces como las pacanas. También alrededor de hace 5 0 0 0 años
aparece en el Sudeste el primer cultivo importado, el guaje o calabaza (L agen a­
ria siceraria). Smlth (1986: 30) denomina a los guajes y calabacines «cultivos de
recipientes», ya que se pueden emplear como cuencos o recipientes para alma­
cenar y observa lo siguiente: «Esta discreta pareja de plantas significó los m o­
destos comienzos del cultivo en los bosques orientales y sirvió para preadaptar
a poblaciones fundamentalmente cazadoras-recolectoras a ensayos más avan­
zados con cultivos de simiente pequeña, templados, orientales e indígenas».
También en este caso, como en el del Sudoeste, vemos a cazadores-recolectores
sentar las bases de la agricultura hasta 2 000 años antes de que se convirtiera
en el modo de vida de sus descendientes.

ESTABILIDAD, TRA N SICIÓ N Y E X T IN Q Ó N

En esta panorámica, que se inicia hace 12 000 años con el asentamiento de los
paleoindios de América del Norte, hemos expuesto a grandes rasgos las adap­
taciones de ios cazadores-recolectores a distintas zonas de las regiones fronteri­
zas españolas septentrionales. Durante la mayor parte del tiempo considerado
los seres humanos vivieron de recursos alimentarios naturales y cuando, en al­
gunas zonas, pasaron a la agricultura, las nuevas fuentes de alimentos no ex ­
cluyeron muchos de los alimentos y técnicas de extracción tradicionales que
habían sido el sustento de las poblaciones humanas durante milenios. El con­
traste entre la existencia de los cazadores-recolectores y el modo de vida agrí­
cola no carecía de matices. Los datos cada vez más abundantes que poseemos
muestran que en realidad no hubo una solución de continuidad entre ambas
formas de vida. Los cazadores-recolectores practicaban cierto grado de activi­
dad agrícola y, por su parte, los agricultores cazaban y recolectaban. Cuando
coexistían, había intercambios de productos: carne a cambio de maíz, pieles
por adornos, etc. Las exigencias que los cultivos imponían — sembrar, cuidar,
proteger y cosechar— y el comportamiento dictado por la producción y el al­
macenamiento de los excedentes alimentarios domésticos requerían asentarse
en aldeas. La vida sedentaria basada en la producción de alimentos llevó apare­
jadas la arquitectura compleja, una cultura material más amplia, la especializa-
280 G R A N T D. H A L L

ción de los artesanos y formas más elaboradas de sistemas de organización so­


cial y creencias religiosas que caracterizan a las culturas agrícolas prehistóricas
de América del Norte.
Es menester recalcar que, en todo el territorio objeto de la actividad colonial
y misionera española en las regiones fronterizas septentrionales, los diversos esti­
los de vida de cazadores-recolectores a que nos hemos referido prosiguieron en
algunas partes hasta el periodo del contacto con los europeos y que muchos de
los grupos nativos siguieron subsistiendo como cazadores-recolectores, durante
el principio del periodo histórico, mientras lo permitieron las circunstancias his­
tóricas. El mantenimiento tenaz de su modo de vida de cazadores-recolectores
por aquellos pueblos diseminados, es suficientemente elocuente a propósito de la
calidad de su existencia y comporta un mensaje implícito acerca de la transición
a la agricultura que algunos americanos indígenas efectuaron: su modo de vida
no varió por elección propia, sino por necesidad.
En California, como ya hemos observado, los alimentos naturales eran tan
abundantes y las adaptaciones culturales tuvieron tanto éxito que los habitantes
no se vieron obligados a ejercer la agricultura en grado significativo. Los califor-
nianos indígenas vivían como cazadores-recolectores cuando llegaron los espa­
ñoles, aunque eran más sedentarios y tenían densidades demográficas superiores
a las de cualquier otro lugar de América del Norte. En el Sudoeste de este sub-
continente, comprendidos el Oeste y el Centro de Texas y el Norte de México,
algunas culturas se pasaron a la agricultura y otras siguieron cazando y recolec­
tando en épocas ya históricas. Los grupos de cazadores-recolectores que sobrevi­
vieron en los principios de la era histórica diferían, a decir verdad, muy poco de
sus antepasados arcaicos. El arco y la flecha se generalizaron en las regiones
fronterizas españolas septentrionales hace aproximadamente 1 2 5 0 años y abrie­
ron nuevas perspectivas a la caza de animales. La cerámica entró a formar parte
de la cultura material de algunos grupos de cazadores-recolectores cuando de­
mostró ser práctica para sus necesidades. Otros muchos grupos siguieron utili­
zando cestos, prescindiendo totalmente de la cerámica. En cualquier caso, los
patrones esenciales de subsistencia establecidos miles de años antes permanecie­
ron en su mayor parte virtualmente invariables.
Los caballos, llevados a América del Norte por los exploradores españoles
en el siglo x v i, proliferaron en las praderas. En 1750 florecían las «bandas» de
indios llenas de vitalidad y cuyas culturas giraban en torno al caballo. Este
proporcionó a aquellos cazadores-recolectores una movilidad y unas posibili­
dades de transporte mayores que las que jamás habían tenido. El caballo se
adaptó con rapidez a la caza del bisonte y las correrías a larga distancia se vol­
vieron algo habitual. Al disponer por fin de animales de carga mayores que las
personas y los perros, los grupos ecuestres de las praderas empezaron a vivir
en las grandes tiendas [tepees) cónicas, hechas con largos postes cubiertos con
pieles de bisonte, que llegarían a ser uno de los estereotipos de la vida de los
indios de América del Norte en la época histórica. Algunos de esos grupos
ecuestres, como los apaches y ios comanches, se extendieron a Texas, Nuevo
M éxico y el Norte de M éxico. Durante más de dos siglos combatieron con ar­
dor a los españoles.
LAS C U L T U R A S DE C A Z A D O R E S - R E C O L E C T O R E S 281

Hemos intentado mostrar cómo, en todas las regiones fronterizas españolas


septentrionales, las exigencias de la subsistencia de los cazadores-recolectores
prepararon el terreno, mediante un proceso de preadaptación, a la incorpora­
ción de los importantes cultivos mesoamericanos. En algunos lugares intervinie­
ron simplemente el conocimiento que los moradores arcaicos tenían del compor­
tamiento de los vegetales y sus necesidades ecológicas que se debían a una
mayor dependencia de aquellas especies silvestres. En otros, los grupos prehistó­
ricos ya habían empezado a seleccionar determinadas plantas indígenas que po­
seían cualidades particularmente apetecibles y a cultivarlas. En este contexto ge­
neral de hipersensibilidad hacia los alimentos vegetales, el maíz apareció por vez
primera en el Sudoeste hace unos 3 000 años, pero no se convirtió en un alimen­
to básico en la región hasta hace aproximadamente 1 700 años. Posteriormente,
el paso al cultivo del maíz sin restricciones, complementado con frijoles y cala­
bazas, sentó las bases de la aparición de las sociedades agrícolas, como los hoho-
kam, los mogollones y los anasazis. En Texas, esa transición tuvo lugar hace
unos 1 1 5 0 años, cuando los caddos del Nordeste de la región aportaron el mis­
mo trío de plantas cultivadas para crear las culturas aldeanas que aún estaban vi­
gorosas cuando irrumpieron los españoles en el siglo xvui. En Florida se siguió
una trayectoria similar.
Como se ha visto, entre los grupos de cazadores-recolectores podía existir
una vida sedentaria en pequeñas aldeas si lo permitía la base natural de recursos
alimentarios, por ejemplo, en Florida y California. Ahora bien, lo cierto era que
en la mayor parte de los lugares los cazadores-recolectores tenían que moverse
en mayor o menor grado. Una de las principales ventajas de su modo de vida era
su flexibilidad: cuando en un lugar empezaban a escasear o faltaban los alimen­
tos, el grupo se limitaba a trasladarse a otra fuente de recursos en la que el saber
y la experiencia colectivos le decía que aguardaban alimentos en cantidad sufi­
ciente para la supervivencia del grupo. Esa forma de vivir limitaba la permanen­
cia de los asentamientos, imponía que todos los bienes materiales y utensilios
fuesen transportables por los seres humanos y restringía el número de niños de­
pendientes que podía haber en un grupo, ya que también había que cargar con
ellos. Los factores nutritivos y la pautas generales de vida también imponían ta­
sas bajas de concepción y porcentajes elevados de mortalidad infantil a muchas
comunidades de cazadores-recolectores. Ese modo de vida era sumamente apro­
piado para los seres humanos, lo que explica su persistencia durante milenios.
La agricultura desencadenó algunos cambios radicales en las vidas de quie­
nes recurrieron a ella para sobrevivir. Las culturas agrícolas no estaban constre­
ñidas por la necesidad de una movilidad irrestricta, por lo que invirtieron más
esfuerzos en viviendas permanentes y poseían más bienes personales y utensilios.
Varios factores combinados — el sedentarismo, la productividad agrícola, la nu­
trición y el trabajo que requerían los cultivos— explican probablemente por qué
aumentó considerablemente la población de algunos grupos agricultores de las
regiones fronterizas españolas septentrionales, en las cuales, en particular las del
Sudeste, los españoles toparon con comunidades grandes y bien organizadas,
con regímenes sociales dirigidos por jefes hereditarios o por grupos corporados.
La conquista española truncó la trayectoria evolutiva de esas sociedades agríco­
282 GRANT D. HALL

las y el hambre, las epidemias, la guerra y la esclavitud acarrearon un desplome


general y sistemático al desorganizar las formas de vida tradicionales. Como en
otros lugares del Nuevo Mundo, se produjo una mortalidad masiva entre las po­
blaciones indígenas, tendencia que se ha invertido sólo en los últimos decenios.
LAS CULTURAS DE C A Z A D O RES - RE C O LE C T O R E S 28 3
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S O C IE D A D E S S E D E N T A R IA S Y S E M IS E D E N T A R IA S
D E L N O R T E D E M É X IC O

R a n d a l l H . M c G u i ré

En 1531, con la fundación española de la Villa de San Miguel de Culiacán, en lo


que hoy es Sinaloa, Ñuño de Guzmán llevó a cabo la última etapa del sojuzga-
miento del Occidente de México. En los diez años que siguieron al saqueo de Te-
nochtitlan por Cortés, los conquistadores extendieron las fronteras de Nueva Es­
paña 1 1 0 0 km hacia el límite norte de Mesoamérica y destruyeron dos de los
más poderosos Imperios aborígenes Nuevo Mundo, el azteca y el tarasco. En
1540 Coronado avanzó desde Cuüacán con el objeto de conquistar el Noroeste,
pero tuvo que regresar, luego de un funesto fracaso, dos años más tarde. Serían
necesarios 250 años más para que la colonización española en Sonora alcanzarse
su límite norte en Tucson, 900 km al Norte de Culiacán. Por último, los españo­
les se establecieron en la mitad sur del Noroeste de México, fundamentalmente
en Sonora y Chihuahua, y en el valle del río Grande en Nuevo M éxico, pero fue­
ron incapaces de ocupar la mayor parte de la Atizona y el Nuevo México actua­
les. La colonización española del Noroeste' fue profundamente diferente de la
de Mesoamérica y por eso los resultados históricos y culturales son distintos en
cada región.
El carácter único de la experiencia española en el Noroeste proviene de las
culturas nativas de la región. El mundo con el que se encontraron los españoles
no era el producto de su propia construcción ni tampoco similar al que ya habí­
an conquistado, sino el de los pueblos nativos de la zona, creado por ellos antes
del arribo de los españoles y sin ninguna anticipación de su llegada. Además,
era un mundo dinámico. Las culturas aborígenes no eran ni rígidas ni estáticas,
sino el resultado de siglos de cambio y desarrollo. La variación también existía
dentro de este mundo, de modo que la conquista de Nuevo M éxico fue más
parecida a la de Mesoamérica que a la colonización del Noroeste de México.
Nuestra comprensión de la experiencia europea en el Noroeste y de las causas

1. El área cultural aborigen hoy incorporada a los Estados modernos de Sonora, Chihuahua,
Arizona, Nuevo M éxico, Sudoeste de Colorado, Sudeste de Utah y la zona del Transpecos fue llama­
da, durante 3 0 0 años, el Noroeste, primero de Nueva España y luego de M éxico. La mayor parte de
los autores norteamericanos se refiere a esta área cultural como el Sudoeste.
286 RANDALL H. M C G U I R E

que la diferenciaron de lo ocurrido en Mesoamérica depende del conocimiento


de las circunstancias heredadas del pasado aborigen. La arqueología proporcio­
na uno de los medios principales de acceder al conocimiento de este periodo, ya
transcurrido^.

LAS SOCIEDADES ORIGnSIARIAS Y EL ANÁLISIS HISTÓRICO

En el Altiplano mesoamericano los españoles encontraron ciudades-estado e im­


perios aborígenes bien organizados. El control centralizado y la jerarquía que
existía dentro de estas formas de gobierno facilitaron la rápida Conquista espa­
ñola, cuya expansión procedió reemplazando la élite gobernante indígena por
otra constituida por los europeos y sus aliados aborígenes. Una vez sometidos
los Estados mesoamericanos, los españoles modificaron las instituciones deriva­
das de la Reconquista y la estructura social aborigen existente, de modo que
unos pocos españoles pudieron gobernar, una gran masa de indios (Gibson,
1964: 167-168). Mediante la Conquista, la encomienda, el repartimiento y la do­
minación religiosa, un pequeño número de españoles pudo no sólo someter rápi­
damente sino también explotar a decenas de miles de indios en Mesoamérica
que ya estaban subordinados a los Estados indígenas. En cierto modo, esto pare­
ce paradójico, ya que las formas más poderosas de gobierno de la América del
Norte aborigen fueron las menos capaces de resistir la Conquista española.
Las formas de gobierno, las instituciones y las estrategias que con tanta rapi­
dez habían reducido a el Altiplano mesoamericano no dieron muy buen resulta­
do en el Norte. Los indios de esta región no estaban subordinados a Estados ya
existentes. La Conquista exigió el sojuzgamiento y la conversión aldea por al­
dea. Era difícil explotar el trabajo indígena. Enfrentadas al repartimiento, aldeas
enteras huían a otra región. Los españoles esclavizaban a los indios, a fin de ob­
tener mano de obra, pero el número de indios disponible era limitado. Por otra
parte, también debe tenerse en cuenta que los indios resistieron ferozmente a los
esclavistas y que, en general, no sobrevivieron mucho tiempo a la esclavitud. Por
eso, para obtener fuerza de trabajo fiable, los españoles debieron importar in­
dios «civilizados» del Sur, tales como los tlaxcaltecas, tarascos o mestizos (Ger-
hard, 1982: 25). Muchos de estos últimos se integraron con éxito en la comuni­
dad española (Gerhard, 1982: 27).
Las instituciones y los mecanismos de la Conquista sólo dieron algún resul­
tado, aunque limitado, entre los Pueblos de Nuevo México, y la estrategia espa­
ñola en el temprano Nuevo México fue la más parecida, en el Norte, a la de
Nueva España. Los españoles no encontraron Estados, sino un sistema de asen­
tamiento más concentrado que en cualquier otra zona del Norte de Nueva Espa­
ña, con extensos pueblos que pudieron haber albergado hasta 2 000 habitantes
cada uno. La conquista española de Nuevo México fue similar a la de Nueva Es-

2. Muchos nativos norteamericanos utilizan su religión, sus mitos y sus leyendas como el me­
dio principal de conocer este pasado. Esto lleva a una comprensión espiritual de la Prehistoria, muy
diferente de las inferencias de los arqueólogos.
SO CIEDADES S E D E N T A R I A S Y S E M I S E D E N T A Rl A S 287

paña en varios aspectos: la habilidad de un pequeño número de españoles para


conquistar una numerosa población aborigen, el uso de la encomienda, la con­
versión de los indios y la rapidez de la Conquista. Tal como ocurriera en Mesoa-
mérica, algunos cientos de españoles, apoyados por aliados indios, conquistaron
una población igual o superior a 60 000 indígenas (Spicer, 1962).
Hoy en día, el Noroeste de México se considera diferente del resto del país y
existe en la región una cultura norteña característica (León-Portilla, 1972). Los
habitantes de la región también difieren físicamente de los de México central. El
norteño es más alto, de tez más blanca y apariencia más europea que los mexica­
nos del Sur (León-Portilla, 1972: 111-112). Las numerosas distinciones raciales
del Sur, las castas, desaparecieron en el Norte durante el periodo colonial. Desde
el siglo X V II hasta hoy, la principal distinción étnica ha sido entre la «gente de
razón», descendiente de los europeos, y los indios (Gerhard, 1982: 27). La ma­
yoría de los norteños rechaza la ideología nacional del «indigenismo» y glorifi­
ca, en cambio, un origen español, en oposición al indio.

EL ÁREA CULTURAL D EL N O R O ESTE

El área cultural del Noroeste abarca las regiones situadas al Norte de Mesoamérica
donde los aborígenes vivían a lo largo del año en ciudades o aldeas y se dedicaban
a la alfarería, el tejido y al cultivo del maíz, del frijol y de la calabaza (Cordell,
1984: 2-4; Ortiz, 1979; 1983)^. Los límites de la agricultura definen todos los bor­
des de esta área excepto en el Sur, donde el Noroeste se funde con Mesoamérica. A
lo largo de este borde sur, el Noroeste se define por lo que le faltaba: Estados, am­
plios centros urbanos, escritura y arquitectura pública monumental. Definido así, el
Noroeste incluye toda la Arizona actual. Nuevo México, Sonora y Chihuahua, más
el ángulo sureste de Utah, Sudoeste de Colorado y el TransPecos (Ilustración 1).
Este enfoque tradicional define al Noroeste como una región, como un área
geográfica en el mapa. Pero los fenómenos culturales que deseamos estudiar no
sólo no se distribuyen uniformemente en ella o están presentes en todos sus pun-

3. La literatura antropológica y arqueológica del Noroeste, tanto en inglés como en español,


es literalmente inmensa e incluye cientos de libros y miles de artículos. Anderson (1982) señala más
de 4 5 0 0 referencias publicadas antes de 1977 sólo sobre la arqueología de la región. Para la mayoría
de los temas analizados en este trabajo he preferido citar artículos o libros de resmnen a los cuales el
lector puede recurrir para una discusión más profunda o para una bibliografía más extensa, más que
intentar una mención exhaustiva de fuentes. El resumen más completo de la antropología y la arque­
ología de la región puede hallarse en los dos volúmenes dedicados al área en el H an dbook o f North
American Indians de la Smithsonian Institution (Ortiz, 1 9 79; 1983). La revista más importante que
se publica sobre la región es The Kiva, que proviene del Arizona State Museum de Tucson, Arizona.
También aparecen frecuentemente artículos sobre la región en American Antiquity, American Anth-
ropologist y en Ethnohistory. La Universiry of New M éxico Press, de Albuquerque, Nuevo M éxico,
y la University of Arizona Press, de Tucson, Arizona, son las fuentes más importantes de libros y mo­
nografías sobre la región. La R io Grande Press de Glorieta, Nuevo M éxico, reimprime regularmente
muchos de los libros más antiguos y agotados sobre la región. El Centro Regional del Noroeste de
INAH, en Hermosillo, Sonora, publica una importante serie de monografías sobre la región llamada
«Noroeste de M éxico».
288 R A N D A L L H. M C G U I R E

tos, sino que, además, son fenómenos dinámicos: sus formas cambian y su aspec­
to varía a lo largo del tiempo. Los límites que trazamos alrededor del Noroeste,
que parecen claros y nítidos en un determinado momento, así como precisos a es­
cala continental, se vuelven borrosos, algunas veces fluctuantes y arbitrarios,
cuando los examinamos en detalle y a lo largo del tiempo. Una manera más pro­
ductiva de ver estos fenómenos culturales dinámicos es considerarlos como un
conjunto de relaciones entre grupos sociales. Estos grupos ocupan un espacio, un
medio ambiente particular, pero lo que define el área cultural son las relaciones
entre ellos, ya que el espacio se transforma con el transcurso del tiempo.
Técnicamente todo el Noroeste es un desierto. En toda la región, la tasa de
evaporación anual es mayor que la de precipitaciones. El clima varía considerable­
mente según la altura, haciéndose más húmedo y frío a medida que se asciende.
Las variaciones anuales de temperatura son extremas, con máximas estivales que
normalmente exceden los 42° en los desiertos bajos y con temperaturas invernales
que, en las zonas más altas, caen por debajo de los 0° con presencia de nieve.
También la topografía cambia drásticamente según la altura en distancias relativa­
mente cortas (2 500 m en 50 km), variación topográfica que crea un complejo mo­
saico de condiciones medioambientales. La totalidad de la región es apenas margi­
nalmente apta para la agricultura del maíz. Las áreas de cultivo están restringidas
a dos zonas: por una parte, una estrecha franja de elevaciones donde la precipita­
ción suficiente se combina con una estación de 120 días libres de heladas; por
otra, las áreas adonde es posible utilizar las crecidas de los ríos, los canales o los
dispositivos de recolección de agua para irrigar los campos. Aun las variaciones
climáticas menores, si duran algún tiempo, pueden aumentar o disminuir drástica­
mente el área apta para el cultivo, por lo que en el pasado produjeron efectos no­
tables en el desarrollo cultural de los pueblos prehistóricos.

SUBDIVISIONES EN EL ÁREA CULTURAL

Cualquier intento de definir el Noroeste como un área cultural resulta derrotado


por la diversidad cultural de la región. Muchos autores han intentado tipificar la
conocida diversidad etnográfica del área con dos contrastes: 1) entre agricultores
y nómadas, y 2) entre un Noroeste septentrional Alto, donde predominan los
pueblos, y un Noroeste meriodional Bajo donde predominan las rancherías (Or-
tiz, 1983). Las diferencias culturales que señalan estas distinciones son el pro­
ducto de una historia larga y dinámica.
Kirchoff (1954) puso de relieve que antes del año 1750 n.e. todos los grupos
culturales del territorio de Nuevo México y Arizona realizaban algunos cultivos,
mientras que casi la mitad de los grupos del Norte de México no practicaban la
agricultura. A partir de esto concluyó que el Sudoeste de los actuales Estados Uni­
dos estaba, de hecho, constituido por dos áreas delimitadas tanto culturalmente
como desde el punto de vista del medio ambiente: una América árida y seca y una
América «oasis», más húmeda. La primera se extendía hacia el Sur dentro de lo
que los españoles llamaban la Chichimeca, o sea «tierra de bárbaros», en que
abarcaba desde Culiacán, en el Este de Sinaloa, hasta Monterrey en Nuevo León.
SO CIEDADES SEDENTARIAS Y 5 E MI S E D E N T ARI AS 289

En el 1540 n.e. la América «oasis» que incluía la mayor parte de Axizona,


Nuevo México, Sonora y la mitad oeste de Chihuahua se vio invadida por una
oleada de chichimecas. Pero incluso en ese momento, este oasis era más un ar­
chipiélago que una isla, en la medida en que las poblaciones de agricultores per­
manentes y arraigadas se agrupaban en centros, rodeados por pueblos nómadas
que realizaban poca actividad de labranza y que, en lo esencial, dependían de la
caza y la recolección para su supervivencia. Stead Upham (1988) ha señalado la
presencia de estos grupos nómadas a lo largo de todo el periodo Formativo"* del
Noroeste y es muy probable que tenga razón. Sin embargo, es evidente que los
asentamientos agrícolas ocuparon, durante la mayor parte de ese periodo un
área más amplia de la que abarcaban hacia el 1540 n.e.
La zona del Alto Noroeste corresponde al ámbito de las comunidades pue­
blo del Sudoeste de Estados Unidos. Incluye a los indios pueblo de Nuevo M éxi­
co y Arizona, así como a los grupos atabascanos, más nómadas, y a los grupos
yuma de las tierras altas, que vivían alrededor de ellos. Los grupos pueblo com­
parten muchos aspectos de la cultura, entre ellos, el uso del adobe y de la piedra
en el armazón de las casas, los danzantes enmascarados, la agricultura intensiva
del maíz, las aldeas compactas y permanentes, y un conjunto característico de
oficios asi como una visión del mundo y un sistema ritual de gran alcance. Algu­
nos de estos aspectos aparecen también en los grupos nómadas, especialmente
los relacionados con la religión y la visión del mundo.
A pesar de las similitudes, estos grupos difieren mucho desde el punto de vis­
ta hngüístico (Ortiz, 1979). En el siglo x v : los pueblos, ubicados a lo largo del
río Grande en Nuevo M éxico, hablaban al menos seis lenguas distintas pertene­
cientes a dos familias lingüísticas: keresan y kiowa-tanoan. Cuatro de estas len­
guas — tiwa, tewa, towa y keresan— sobreviven todavía. Los pueblos del Oeste
de Nuevo México y Nordeste de Arizona hablaban tres lenguas — hopi, zuni y
keresan— procedentes, cada una de ellas, de una familia lingüística diferente:
uto-azteca, zuni y keresan, respectivamente. Todos los atabascanos (navajos y
apaches) hablaban dialectos de la familia lingüística del atabascano, oriunda del
Noroeste del Canadá, mientras que los yumas de las tierras altas (yavapai, hava-
supai y walapai) hablaban lenguas de la familia hokan (Ortiz, 1983).
El Bajo Noroeste difiere del alto tanto en términos del patrón cultural abori­
gen como en el modo en que los procesos históricos de los últimos 3 0 0 años lo
rehicieron. A excepción de los seri, que hablaban hokan, todos los pueblos nati­
vos del área hablan (o hablaban) una lengua uto-azteca. También, a excepción
de los seri, todos estos grupos vivían en asentamientos formados por casas dise­
minadas y eslabonados entre sí en lo que los españoles llamaron rancherías;
practicaban la agricultura del maíz y tenían organizaciones de parentesco bilate­
rales (Ortiz, 1983: 315). Todos los nativos de! Bajo Noroeste estuvieron sujetos
al proceso misional jesuita y a distintos grados de control político secular espa-

4. El término «Formativo» es el período equivalente, en el Nuevo Mundo, al Neolítico en Eu­


ropa. Se caracteriza por la producción de cerámica, por aldeas sedentarias agrícolas, pero también
por la falta de evidencia de civilizaciones. En el Noroeste el Formativo se extiende desde el 2 0 0 hasta
el 1540 n.e.
290 R A N D A L L H. M C G U I R E

ñol — y posteriormente mexicano— desde el 1600 en adelante. Este proceso co­


mún de hispanización rehizo sus culturas de un modo bastante diferente del de
los pueblos del Alto Sudoeste, que tuvieron una experiencia histórica disímil con
el español. Este largo periodo de aculturación hispana explica también por qué
sabemos mucho menos acerca de la cosmología aborigen y de sus sistemas de
creencias en el Bajo Noroeste que en el Alto.
La frontera entre México y Estados Unidos ha sido un factor importante en
nuestra comprensión de la arqueología, la historia y la etnología de esta región.
Los antropólogos, arqueólogos e historiadores mexicanos se han interesado pri­
mordialmente en las culturas más elaboradas del Centro y el Sur de México,
mientras que la mayor parte de los investigadores norteamericanos dudaron en
cruzar la frontera de México para trabajar. Como resultado de ello, los corpus
de investigación que existen sobre los pueblos nativos, tanto del Alto Noroeste
como de Mesoamérica, son mucho mayores que los que existen para el Bajo No­
roeste (McGuire, 1991).

EL N O R O ESTE EN EL AÑO 1500 N.E. ANTES DEL HOLOCAUSTO

Los grupos culturales sobrevivientes del Noroeste representan tan sólo una frac­
ción de la pluralidad cultural que había en la región hacia el 1500 n.e. La re­
construcción de los grupos y lenguas aborígenes en contacto en el Bajo Noroeste
— realizada por Sauer (1934)— muestra 2 7 grupos identificados en Sonora y
Chihuahua. A fines del siglo X IX este número ya se había reducido sustancial­
mente, com o muestran los trabajos de la mayoría de los etnógrafos, que sólo se­
ñalan ocho grupos existentes: el tepehuán del Norte, el tarahumara, el guarijío,
el mayo, el yaqui, el pima bajo, el seri y el pima alto (que incluye el «sand pápa-
go», el pápago y el «Gila River Pima») y un grupo que desapareció a comienzos
del siglo XV U I, el ópata (Spicer, 1962; Ortiz, 1983). Los grupos nómadas del
Este de Chihuahua, el suma, el jano, el jumano, el concho y otros, desaparecie­
ron hacia el 1750 n.e. y es poco lo que sabemos sobre sus culturas. Algunos de
los grupos desaparecidos en el siglo xvn fueron absorbidos en poblaciones mes­
tizas del norte de México, mientras que otros se fundieron con pueblos nativos
sobrevivientes (Ilustración 1).
Estos nueve grupos habían emergido como entidades identificadas y cir­
cunscritas hacia fines de siglo X V ii, en parte debido a la política y a las activida­
des misioneras de los jesuítas, que apuntaban a plasmarlos y a retenerlos como
grupos distintos (Sauer, 1934; 2). Los grupos más recientes lograron sobrevivir
a través de diferentes medios. Los yaqui y los mayo resistieron al español en
una serie de guerras que se prolongaron durante 300 años. Por su parte, los ya­
qui no aceptaron el dominio mexicano hasta principios del siglo X X . Los ta­
rahumara y los seri se retiraron a las montañas y al desierto costero respectiva­
mente, zonas remotas y de poca importancia para el español. El tepehuán del
N orte, el guarijío y el pima bajo sobrevivieron sólo como remanentes en los va­
lles solitarios de las montañas. El pima alto se trasladó al Norte de la frontera
internacional, donde se recrearon divisiones indígenas que se perpetuaron en
SO CIEDADES S E D E N T A R I A S Y S E M IS E D E N T A Rl A S 291

las reservas indígenas norteamericanas, para crear la tribu pima y la nación to-
hono o’odham (pápago).
Los grupos nativos del Alto Noroeste vivieron tan sólo un poco mejor que sus
hermanos del Sur. Cuando en 1598 se fundó la colonia de Nuevo México, había
alrededor de 134 pueblos, con una población total de 6 0 0 0 0 habitantes. Apenas
un poco siglo después, en 1706, sólo quedaban 18 pueblos, con una población to­
tal de 6 4 4 0 , sin incluir a los hopi (Ortiz, 1979: 254). En el mismo periodo entra­
ron en la región nuevos grupos aborígenes. Los asentamientos atabascanos más
antiguos que conocemos en dicha región datan de fines del siglo X V ; sin embargo,
muchos autores creen que habían penetrado en ella hacia el 1300 n.e. (Ortiz,
1983: 381). Hacia el 1620 n.e., los atabascanos que practicaban algo de agricul­
tura y que habían comenzado la cría de ovejas eran conocidos como navajos (apa­
ches de Navajo), mientras que al resto, principalmente cazadores y recolectores,
se les llamaba simplemente apaches. La caza del bisonte a la manera comanche se
inició en las planicies altas del Oriente de Nuevo México a principios del siglo
XVIII (Hall, 1989: 94). Tanto los atabascanos como los comanches vivieron al
margen del dominio español y hacia el siglo xvin estos jinetes sumamente móviles
habían logrado detener e incluso hacer retroceder el avance del español hacia el
Norte. Su número aumentó hasta el siglo X I X , momento en el que fueron reduci­
dos y forzados por el ejército norteamericano a entrar en reservas indígenas.

PROBLEM A S E TN O H IST Ó R IC O S. RECO N STRU C CIÓ N

Las primeras expediciones españolas al Noroeste tuvieron lugar entre 1536 y


1542. La más prominente de ellas fue la de Coronado, entre 1540 y 1542 (Sauer,
1971; Riley, 1987). Los anales que dejaron son sugerentes e intrincados, pero, fi­
nalmente, poco satisfactorios. Rara vez sabían dónde se encontraban y cien años
de debate académico no han sido suficientes para mejorar su ubicación. Estos es­
pañoles no eran científicos sociales y a menudo dejaron informes contradictorios,
vagos e incompletos. Con frecuencia, escribían estos textos décadas después del
acontecimiento, con el propósito de difamar o defender a algún participante. Por
otra parte, es preciso ser cauteloso acerca del uso que los españoles hacían de tér­
minos como «provincias», «reinos» y «naciones», ya que aplicaban a las muy di­
ferentes modalidades de organización aborigen las características de las entidades
políticas europeas. Cuando los españoles escribían acerca de la región de los in­
dios pueblo, sus informes alcanzaban mayor consistencia y los estudiosos actua­
les pueden determinar con alguna certeza dónde se encontraban^. En cuanto al

5. Tres son las razones que explican las notables mejoras en las observaciones españolas des­
pués de haber llegado hasta los pueblo. En primer lugar, los indios pueblo, con sus aldeas com pac­
tas, no les parecieron a los españoles tan extraños y salvajes como los habitantes de las rancherías
más móviles. En segundo lugar, la consistencia de los sitios pueblo hace que sean más fáciles de ha­
llar para los investigadores modernos; además, muchos de ellos están, todavía hoy, ocupados. Por
último, los pueblo constituían la meta de las expediciones, y la más importante, la de Coronado,
pasó cerca de dos años entre ellos.
292 R A N D A L L H. M C G U I R E

resto del Noroeste, habrá que esperar entre 50 y 150 años para disponer de infor­
mes fiables, consistentes y claros respecto a la ubicación de las poblaciones indí­
genas. En el periodo intermedio, la esclavitud y las epidemias pueden haber alte­
rado significativamente estas culturas (Reff, 1986; Hall, 1989).
Otro problema que plantea la reconstrucción del mundo aborigen en el mo­
mento de la llegada de los españoles proviene de nuestra noción de tribu. No es
en absoluto seguro que estos grupos se hayan considerado alguna vez a sí mis­
mos como unidades claramente delimitadas, consideración que correspondería
con nuestra noción de tribu. Ningún área conoció una organización política
efectiva, que uniera entre sí más de unos pocos poblados y, aun así, ese tipo de
organización era poco habitual (Spicer, 1962). Además la Conquista española
no sólo redujo la diversidad demográfica y cultural, sino que también creó nue­
vos agrupamientos étnicos e identidades culturales. No podemos contentarnos
sólo con proyectar hacia atrás en el tiempo los grupos culturales que encontra­
mos en los registros etnográficos; tampoco podemos suponer que la cultura de
estos grupos haya permanecido inalterada a lo largo de los últimos 400 años
(Sauer, 1934; Riley, 1987).

GRUPOS CULTURALES

Originalmente, los tarahumara o rarámuri, como preferían llamarse a sí mis­


mos, se asentaron a lo largo de los flancos orientales de la Sierra Madre Occi­
dental, en Chihuahua. Se cree que, en el momento del primer contacto con los
españoles — en 1607— , los tarahumara superaban las 20 000 almas (Spicer,
19 6 2 : 25 ). Vivían en pequeños asentamientos, rancherías de chozas cónicas he­
chas con ramas, y cultivaban mieses en las zonas altas, donde el agua de lluvia
era suficiente o bien era posible utilizar el agua de los arroyos para el cultivo
del maíz y del frijol y donde la estación propicia para el crecimiento de los cul­
tivos era lo suficientemente larga. Al igual que las rancherías tarahumara, estos
sitios estaban ampliamente diseminados en este medio ambiente. No existía
ninguna organización política por encima de la ranchería y cada una de ellas se
componía de varias casas relacionadas, bajo el liderazgo de un jefe y de un
consejo de ancianos. Los capitanes de guerra podían, en tiempos de conflicto,
unir varias aldeas bajo su mando. La cosmología aborigen tarahumara incluía
la creencia en un universo constituido por siete hileras, en el que la Tierra ocu­
paba la hilera del medio. La Tierra actual es la cuarta en una serie de mundos
y, al igual que sus predecesoras, está destinada a morir cuando envejezca, para
ser reemplazada por un nuevo mundo. Tras una rebelión contra el dominio
español en 1698 los tarahumara se retiraron para refugiarse en lo alto de la
sierra, donde aún hoy viven sus descendientes (Spicer, 1962; Sheridan y Nay-
lor, 1979).
Al igual que en 1600, los yaqui y los mayo viven todavía hoy a lo largo de la
costa sur de Sonora y el Norte de Sinaloa. Estos dos grupos estrechamente em­
parentados hablan dialectos de una lengua común, el cahita, pero históricamente
actuaron como grupos separado, tanto frente a los españoles como entre sí. Am­
SOCIEDADES S E D E N T A R I A S Y S E M IS E D E N T A RI AS 293

bos son los únicos supervivientes de más de 18 grupos dialectales del cahita exis­
tentes en el siglo xvi, que sumaban más de 6 0 0 0 0 personas (Sauer, 1934; Spicer,
1962). Los yaqui y los mayo sobrevivieron a pesar de la dominación hispana de­
bido a la absorción de otros grupos de lengua cahita y a su feroz resistencia mili­
tar. Miles de yaqui huyeron a Estados Unidos a comienzos del siglo x x con el fin
de escapar de los ejércitos mexicanos, y más de 5 000 viven todavía allí (Spicer,
1962) (Ilustración 1).
Con anterioridad a la reducción, los grupos cahita vivían en aldeas que rara
vez superaban los 250 habitantes, diseminadas a lo largo del río Yaqui y del río
Mayo, en el desierto de Sonora, y sobre los flancos occidentales de la Sierra M a­
dre Occidental. Estos poblados estaban constituidos por grupos de casas con te­
chos abovedados, cubiertos de ramas o de caña. Los cahita dependían para la
agricultura de la crecida anual de los ríos del desierto y es probable que cavaran
pequeños canales para llevar las aguas de las crecidas a los campos. También de­
pendían mucho de los alimentos del desierto, como el cactus columnario, el mez­
quite y las semillas de los pastos, así como de los recursos marinos: peces, tortu­
gas y mariscos. Cada aldea era políticamente autónoma, con jefes para la paz y
para la guerra. En los periodos de conflicto, muchas aldeas podían unirse bajo
un único jefe militar y, así, formar ejércitos de varios miles de hombres que lu­
chaban en formación. Poco se sabe de la cosmología prehispánica. Los indivi­
duos podían lograr un poder sobrenatural a través de visiones de animales y
aparentemente las pinturas en la tierra se destinaban a rituales de curación. La
formación de grupos tribales como los yaqui y los mayo parece ser la consecuen­
cia de la guerra que se extendió a lo largo del siglo xvi y de la llegada de los es­
pañoles (Beals, 1943; Spicer, 1962).
A lo largo de la costa de Sonora y al Norte de los grupos que hablaban en
cahita, se ubicaba un grupo que empleaba una lengua de la familia de los hokan,
los seri. Éstos constituían el único grupo migratorio no agricultor y recolector de
alimentos de Sonora. Estaban organizados en seis comunidades, que a su vez se
subdividían en pequeños clanes familiares. Es probable que en 1692 su número
alcanzara alrededor de 3 000 individuos. Su subsistencia dependía de una mezcla
de recursos marinos y terrestres. Vivían en relativa paz con los españoles, hasta
que alrededor de 1750 comenzaron a reaUzar frecuentes incursiones, a las que
los europeos respondieron con campañas genocidas de represalia. Este ciclo de
incursión y represalia continuó hasta comienzos del siglo X X y aun en 1920 se
registraron algunas matanzas ocasionales. Menos de 500 seri viven hoy a lo lar­
go de la costa de Sonora (Spicer, 1962).
Los pima del Noroeste u o’odham, como ellos mismos preferían llamarse,
se dividían en dos grupos: el pima alto y el bajo. Este último vivía en asenta­
mientos de rancherías diseminadas en la Sonora central, donde practicaban la
agricultura junto a los ríos y arroyos más importantes. Es probable que a co­
mienzos del siglo X V I hubiera de 6 000 a 9 000 individuos de este grupo. El
pima alto vivía en ambos lados de la actual frontera internacional y probable­
mente su número se elevara a unas 30 000 personas, diseminadas sobre una in­
mensa área, que se extendía desde el Colorado hasta el río San Pedro y desde el
río Gila hasta el San Miguel.
294 R A N D A L L H. M C G U I R E

Ilustración 1
GRUPOS ABORÍGEN ES EN EL N O R O ESTE EN EL 1600 N.E.

F u en te: R a n d a ll H . M c G u ire .

En el siglo xvii, las aldeas más grandes de los pima alto albergaban a más de
5 0 0 individuos, que vivían en precarias casas de techos cubiertos con caña o ra­
mas, diseminadas a lo largo de los principales ríos. En estos valles de los ríos del
desierto, los pima practicaban la agricultura de riego y se dedicaban al cultivo
del maíz, el frijol, la calabaza y el algodón. En los desiertos de Atizona occiden­
tal, los pima se trasladaban estacionalmente de las aldeas agrícolas estivales ubi­
cadas en los valles a las invernales, cerca de los manantiales de las montañas. En
las regiones más secas, muchos pima vivían como cazadores y recolectores. La
organización política normal más extensa debió reunir cerca de 1 500 personas.
Los jefes guerreros pima podían reclutar partidas de guerra de un centenar de
personas, pero en las rebeliones contra los españoles, en 1695 y en 1751, se abs­
tuvieron de realizar batallas campales, prefiriendo en su lugar las emboscadas y
las incursiones. Además de los jefes de aldea y de los jefes de guerra, los pima
poseían chamanes curanderos (de ambos sexos) que obtenían su poder de los
sueños. Por otra parte, muchas aldeas realizaban ceremonias comunales en tor­
no a temas relacionados con la lluvia y la fertilidad, que incluían danzantes en­
mascarados. El cosmos de los pima no está muy estructurado y el simbolismo
del color y de la dirección está muy poco desarrollado (Ortiz, 1983; Spicer,
S O C I E D A D E S S E D E N T A R I A S Y S E M IS E D E N T A R I AS 295

1962; Riley, 1987). Los españoles ocuparon los valles de los ríos sureños de los
pima alto y muchos huyeron al Norte del río Gila y al desierto occidental, donde
sus descendientes viven todavía hoy en los Estados Unidos, como los pima (áki-
mel o’odham) y los pápago (tóhono o’odham).
Los ópata, que vivían en los flancos de la Sierra Madre occidental en la So­
nora central, entre los pima alto y bajo, parecen haber llegado al área a fines del
siglo X V , provenientes del centro prehistórico de Casas Grandes, en el Noroeste
de Chihuahua. Se calcula que alrededor de 20 000 ópata vivían en un área de
menos de un tercio de la extensión que ocupaban los pima alto a comienzos del
siglo X V I (Ortiz, 1983: 320). Las primeras expediciones españolas encontraron
un conjunto de grandes aldeas en el Centro de Sonora, la mayoría de las cuales
eran probablemente ópata y el resto pima bajo*. Los anales de la expedición de
Coronado hablan de extensos campos irrigados, plantados con maíz, frijoles, ca­
labazas y algodón, y de las mayores densidades de población encontradas al Sur
de los pueblos. Aparentemente, estas aldeas estaban unidas por aÜanzas débiles,
capaces de movilizar a cientos de guerreros que podían, llegado el caso, enfren­
tarse entre sí. En 1564-1565, la expedición de Ibarra fue severamente castigada
en batallas libradas contra algunas de estas alianzas. La investigación arqueoló­
gica indica que las aldeas más importantes contenían varios cientos de casas,
construidas de adobe y ramas y sugiere que el número máximo de habitantes po­
dría medirse en centenas. Cuando los misioneros jesuitas llegaron al área, en la
segunda década del siglo X V II, los ópata vivían en rancherías dispersas compues­
tas de casas con techo de paja, muy similares a las de sus vecinos pima (Spicer,
1962: 99). Las epidemias son la causa más plausible del descenso demográfico y
del deterioro de la organización social, en los 50 años que separan ambos he­
chos (Reff, 1986; Riley, 1987). Los ópata desaparecieron como grupo cultural
definible a finales del siglo x ix (Ortiz, 1983).
Los yuma se extendieron a través del Oeste de Arizona y del Norte de Baja
California. Los grupos que vivían en el curso inferior de los ríos Colorado y
Gila, los yuma del río, cultivaban la tierra y eran semisedentarios. Los grupos
del Oeste de Arizona, los yuma de las tierras altas, eran nómadas y su subsisten­
cia dependía mucho más de los alimentos silvestres que^de la agricultura subsis­
tencia. Finalmente, los de Baja California eran cazadores y recolectores, y depen­
dían mucho de los recursos marinos.
Probablemente, los yuma ribereños llegaban a 15 000 o 20 000 en el mo­
mento del primer contacto con el español. Estos grupos plantaban la tríada ha­
bitual de cultivos, en las tierras inundadas por las crecidas primaverales del río
Colorado. En el verano se trasladaban a la planicie de inundación, donde vivían

6. Diversos investigadores (cf. Riley, 1987) han señalado que estos sitios constituían el domi­
nio de un jefe o un pequeño «Estado» con poblaciones que rondaban las centenas de personas, con
jefes hereditarios, templos, sacerdotes, sepulturas y casas de piedra con terraplenes. Estas interpreta­
ciones no se apoyan ni en los documentos de la expedición de Coronado ni en restos arqueológicos
conocidos (McGuire y Villalpando, 1989). En gran medida dependen de los informes de segunda
mano de origen desconocido de Bartolomé de las Casas y tom an al pie de la letra el informe de
Obregón de la expedición de Ibarra, escrito veinte años después de los hechos.
296 R A N D A L L H. M C G U I R E

dispersos en chozas de varas y enramadas. Durante el invierno se concentraban


en aldeas de hasta varios cientos de personas y vivían en casas subterráneas. En
1540 los yuma del río estaban divididos al menos en ocho tribus, que formaban
alianzas y guerreaban constantemente entre si. Una alianza yuma podía poner en
pie de guerra a cientos de combatientes que luchaban en escuadras organizadas
según el tipo de armamento, por el dominio del territorio. Las aldeas se agrupa­
ban en torno a cabecillas carismáticos y los jefes de guerra podían movilizar a
una tribu entera con el fin de librar batalla. La religión estaba basada en los sue­
ños y en la búsqueda, a través de ellos, del poder individual, tanto por parte de
los hombres como de las mujeres (Spicer, 1962; Riley, 1987; Ortiz, 1983). Va­
rias expediciones españolas tuvieron contactos con estos pueblos en los siglos
X V I y X V II y los jesuitas fundaron una misión en el río Colorado, en 1777. Los
yuma destruyeron esta misión y vivieron al margen del dominio europeo hasta
que, en el siglo x ix , el ejército de los Estados Unidos los redujo a las reservas in­
dígenas a lo largo del río Colorado, donde viven actualmente.
Los indios pueblo fueron llamados así por los españoles porque vivían en
asentamientos compactos y permanentes, formados por casas de varios pisos,
construidas con piedra y adobe. Su población alcanzaba las 2 000 personas. De
los grupos aborígenes del Noroeste, los pueblo eran los más sedentarios, tenían
la mayor densidad demográfica y la organización social más estructurada y for­
mada. En el siglo X V I, su población total ascendía a 60 000 habitantes, o incluso
superaba esta cifra (Spicer, 1962; Riley, 1987). Los diferentes grupos lingüísticos
que forman los indios pueblo de los actuales Nuevo México y Arizona, pueden
dividirse en dos: los pueblo orientales, que ocupaban una extensión de 600 km a
lo largo del río Grande, y los pueblo occidentales, que vivían en la meseta del
Colorado, que incluye el Oeste de Nuevo México y el Nordeste de Arizona. Es­
tos últimos sembraban maíz, frijoles, calabaza y algodón, en terrenos que reci­
bían los desagües de las «mesas» de la meseta del Colorado y en terrenos irriga­
dos, donde el agua corriente era accesible. Por su parte, los pueblo orientales
practicaban la agricultura de riego a lo largo del río Grande y de sus afluentes.
Los pueblo occidentales son todos matrilocales con clanes matrilineales, mien­
tras que la mayoría de los pueblo orientales son patrilineales, con un sistema
dual por mitades. En 1598, los españoles sometieron a los pueblo a su dominio.
Los pueblo orientales permanecieron siempre bajo su dominación, hasta la inde­
pendencia mexicana en 1821, excepto en el periodo de la revuelta pueblo (1680-
1692). A diferencia de éstos, la mayor parte de los pueblo occidentales, los hopi
y los zuni, nunca volvieron a estar sometidos al control efectivo español, o pos­
teriormente mexicano, después de 1680.
Todos los pueblo eran políticamente autónomos, si bien podían concentrar
alianzas con otras aldeas. En cada aldea los sacerdotes dirigían las actividades
religiosas. Era su deber mantener el ciclo del mundo, asegurar la fertilidad y las
lluvias. El cosmos de los pueblo está rigurosamente estructurado en niveles y el
simbolismo direccional y de color está muy desarrollado. Durante los ciclos reli­
giosos anuales se realizaban (y se realizan aún hoy) danzas rituales con másca­
ras, las danzas katsina. Los sacerdotes controlaban este conocimiento esotérico y
toda la vida de los pueblo estaba estructurada en torno al ciclo religioso. Los se­
SO CIEDADES SEDENTARIAS Y S E M IS E D E N T A R IA S 297

res míticos y sobrenaturales incluyen los gemelos, una serpiente emplumada y un


nuevo dios del fuego. Las guerras y las enfermedades introducidas por los espa­
ñoles diezmaron a ios pueblo, pero sus descendientes viven, todavía hoy, en
Nuevo México y Arizona (Spicer, 1962; Riley, 1987).
En 1530, los grupos aborígenes del Noroeste carecían de la organización
central y de la jerarquía características de los Estados aborígenes mesoamerica-
nos. En cierto modo, esta carencia los hizo más aptos para resistir a la conquista
española retardando, y finalmente deteniendo, el avance colonial. La forma y la
naturaleza de estas sociedades aborígenes habían diferido en la Prehistoria y es
probable que un periodo de integración y jerarquía mayores hubiera precedido
la llegada de los españoles a la región.

LA FUNCIÓN DE M ESO A M ÉRICA EN LA PREH ISTO RIA DEL N O R O EST E

Una gran parte de la cultura del Noroeste proviene claramente de Mesoamérica.


Así, el conjunto de los cultivos más importantes (maíz, frijol, calabaza y algodón),
la alfarería, muchos de los detalles de la arquitectura y muchos aspectos de la cos­
mología — un universo con varias hileras, la creación y la destrucción cíclica del
mundo— , al igual que las creencias religiosas — los mitos de los gemelos y de la ser­
piente emplumada— y los rituales — los danzantes enmascarados y la ceremonia
del fuego nuevo— , se originan claramente en Mesoamérica. De allí, los grupos del
Noroeste adoptaron estos y otros elementos y al hacerlo transformaron sus cultu­
ras. Lo hicieron, sin embargo, de un modo que sigue siendo típico del Noroeste.
Los sistemas sociales de Mesoamérica y del Noroeste eran similares a dos familias
de lenguas que comparten ciertos términos pero que difieren en la sintáxis. La natu­
raleza y la extensión de los lazos entre ambos variaron a lo largo del tiempo en pa­
ralelo a las fluctuaciones Norte-Sur de la frontera septentrional de Mesoamérica^.

LOS IN ICIOS DE LA AGRICULTURA EN EL N O R O ESTE

El primer maíz aparece en el Noroeste alrededor del año 1000 a.n.e., cuando las
poblaciones locales incorporaron este cultivo al ciclo de sus recolecciones. Du­
rante los 1 000 años siguientes parece haberse producido, entre estos pueblos ar­
caicos, una intensificación gradual de la agricultura. Entre el 200 a.n.e. y el 200
n.e. aparecen pequeñas casas subterráneas en una gran variedad de lugares del
Noroeste, pero la vida sedentaria y la producción de cerámica no parecen co­
menzar hacia el periodo que va del 200 al 300 n.e., si no más tarde. Existe poca
diferenciación regional en este patrón temprano, que aparenta ser la extensión
más norteña de un patrón mesoamericano.

7. Muchos antropólogos y arqueólogos que trabajan en el Noroeste ven esta región tan sólo
como una extensión del área cultural mesoamericana. Para una discusión más detallada de ambos
puntos de vista sobre este problema, véanse los artículos citados en Mathien y M cGuire, 1986.
298 RANDALL H. M C G U I R E

Las tradiciones agrícolas del Noroeste reflejaban un cambio que comenzó


alrededor del 200 a.n.e., con el advenimiento de la tradición Chupícuaro en El
Bajío de M éxico. Esta tradición sirvió de base a desarrollos distintivos poste­
riores en el Occidente y en el Sudoeste de México (Braniff, 1974). Chupícuaro
y sus derivados se esparcieron primero hacia el Occidente y luego hacia el
Norte, al pie de las montañas de la Sierra Madre, a lo largo de importantes
cuencas del Norte de México para luego — después de franquear una brecha de
territorio árido y escarpado— hacerlo en Arizona y Nuevo M éxico. Una serie
simultánea o posiblemente posterior de transformaciones se produjo a lo largo
de la franja costera que mira al mar, en la Sierra Madre occidental. Las in­
fluencias mesoamericanas que los arqueólogos relacionan con este cambio eco­
nómico y social van desde un conjunto de influencias básicas (el maíz, la alfa­
rería) hasta otras, de índole más sutil (elementos iconográficos altamente
estilizados y alterados). Kelley (1966) y Braniff (1974) han puesto de relieve
sorprendentes similitudes cerámicas desde Chupícuaro hasta el Noroeste, a
través del Norte de México.

E L DESARROLLO DE TRAD ICIO N ES REGIONALES (3 00-900 N.E.)

Aproximadamente en el 300 n.e. comenzamos a observar la diferenciación del


Noroeste a partir de las sociedades del Sur, así como la diferenciación interna,
dentro del Noroeste, entre tradiciones regionales. LFna tradición anasazi surge en
la meseta del Colorado; una tradición mogollón en las montañas y otra, hoho-
kam, en los desiertos bajos*. Cada una de ellas se manifiesta como un patrón re­
lativamente uniforme de estilos cerámicos, arquitectura, subsistencia, ritual y or­
ganización social, diseminado en amplias zonas del Noroeste. En la segunda
mitad de este periodo (del 600 al 900 n.e.) una diferenciación regional creciente
creó subdivisiones en las tradiciones existentes y produjo el surgimiento de otras
más pequeñas, tales como la sinagua, la trincheras, la seri, la huatabampo y la
patayán, que no encajan muy bien en los límites que definen a las tradiciones
más amplias (Ilustración 2). El contacto entre estas tradiciones era más intenso
en los sitios donde se encontraban y los límites entre ellas, que parecen bastante
notorios en im análisis a gran escala del Noroeste, se tornan difusos y desapare­
cen cuando se ios examina en el ámbito local. Existen algunas pruebas de la
existencia de comercio entre estas tradiciones, especialmente de minerales, tales
como la turquesa, de joyería de concha y algo de cerámica.

8. Las primeras síntesis de la Prehistoria del Noroeste identifican el comienzo de estas tres tra­
diciones en este momento y luego tratan acerca del resto de la Prehistoria del Noroeste en términos de
ellas (por ejemplo, Cordell, 1984). A medida que se ha obtenido mayor información sobre la Prehisto­
ria del Noroeste se ha hecho cada vez más obvio que esta división tripartita es significativa para el pe­
riodo que va entre el 300 y el 900 n.e., pero hacia el 900 la diversidad de las culturas del Noroeste es
demasiado grande como para acomodarse a este modelo. La interpretación de la historia cultural que
aquí he propuesto refleja mi colaboración con otros participantes del Seminario sobre la Evolución y
Organización de la Sociedad del Sudoeste, del Instituto de Santa Fe, realizado en octubre de 1990.
Deseo dar las gracias especialmente a Norm an Yoffe, Jonathan Haas, Jerry Levy y Alan Ladd.
SO CIEDADES SEDENTARIAS Y S E M IS E D E N T A RI AS 299

Ilustración 2
TRA D IC IO N ES REGIONALES EN EL N O R O EST E (300 - 9 0 0 N.E.)

La distribución de la cerámica negro-sobre-blanco con un conjunto distinti­


vo de estilos de diseño define a la tradición anasazi. En el año 300 n.e. los anasa-
zi vivían en casas subterráneas redondas y profundas, organizadas en asenta­
mientos muy dispersos, algunas veces empalizados, que contenían entre 2 y 35
de estas viviendas. Se supone que en las aldeas más importantes las casas
subterráneas más grandes — consideradas como grandes cámaras de ceremonias
o «kivas»— constituían estructuras ceremoniales locales o de la aldea. En la se­
gunda mitad del periodo — del 6 00 al 900 n.e.— los anasazi comenzaron a cons­
truir habitaciones rectangulares de superficie primero de jacal y luego de piedra.
Al final de este periodo, un asentamiento típico estaba constituido por numero­
sas habitaciones contiguas, funcionalmente distintas (almacenamiento, vivienda,
molienda de maíz), sobre el suelo, con una habitación subterránea circular y es­
pecial llamada «kiva». Los asentamientos más amplios estaban formados por
una serie de estas unidades diseminadas en forma de una línea o de un arco con
hasta 3 00 habitaciones. La población anasazi parece haber crecido entre los
años 3 00 y 9 00 , y en los alrededores del 9 00 n.e. los asentamientos aparecen es­
parcidos por casi toda la meseta del Colorado. Existe poca evidencia de integra­
ción o de organización regional. En el periodo que va del 600 al 900 n.e. apare­
300 R A N D A L L H. M C G U I R E

cieron entre los anasazi subregiones diferenciadas que, a lo largo de esos 300
años, se hicieron cada vez más distintas. Las tendencias dominantes del próximo
periodo nacerían de esta diversidad.
En las tierras altas de Mogollón, al Sur de los anasazi y extendiéndose en un
largo arco desde allí hasta la Sierra Madre de Sonora y de Chihuahua, se desa­
rrolla una tradición mogollón. Los pueblos de esta tradición realizaban cerámica
color café y en la segunda mitad del periodo le agregaron dibujos, a menudo
cuadriculados en pintura roja. En la primera mitad del periodo, las casas son
subterráneas y circulares, con entradas en forma de rampa, mientras que en la
última mitad son viviendas subterráneas de planta cuadrada, con entrada en for­
ma de rampa. Alrededor del 900 n.e. muchos mogollón habían comenzado a
construir pueblos en la superficie como, los de los anasazi, y a realizar cerámica
negro-sobre-blanco. A través de este periodo, la mayoría de los asentamientos
son sólo un puñado de casas, pero las aldeas más importantes tienen hasta cin­
cuenta casas, con una gran «kiva» asociada. Al igual que entre los anasazi, en la
tradición mogollón surgen subregiones diferenciadas que siguen cada vez más su
propio curso de desarrollo.
La tradición agrícola temprana del desierto de Sonora suele denominarse ho-
hokam e interpretarse en términos de los desarrollos en Atizona del Sur (Haury,
1976; Crown, 1990). Sin embargo, a medida que aumenta nuestro conocimiento
de la arqueología de Sonora, este enfoque parece cada vez más limitado (Braniff,
1985; Álvarez, 1985; Villalpando, 1985). En el periodo que va del 300 al 700
n.e., los desarrollos en Atizona del Sur parecen ser la expresión más norteña de
una tradición Sonora que se extiende desde el río Fuerte, en Sinaloa, hasta la
Atizona central. Las culturas de esta tradición Sonora tienen en común las casas
con techos de vara y construidas en pozos poco profundos, un estilo de figurillas
y una cerámica finamente realizada de color café a gris. Sus emplazamientos se
ubicaban en las inmediaciones de los ríos mayores, en cuyas llanuras de inunda­
ción era posible sembrar maíz. Por otra parte, esta tradición desarrolló un con­
junto distintivo de joyería de conchas marinas que es similar, estilísticamente,
desde el Norte de Sinaloa hasta la Arizona central.
Entre el 700 y el 9 00 n.e. esta tradición se descompuso en cuatro variantes
regionales mayores, la tohokam, la trincheras, la seri y la huatabampo. La hoho-
kam se distingue por el uso de la paleta y el yunque en la producción de cerámi­
ca color de ante con dibujos rojos, la irrigación mediante canales, los amplios
campos ovalados destinados al juego de pelota, la cremación de los muertos, un
conjunto distintivo de artefactos mortuorios que incluían incensarios y paletas, y
por el uso de montículos en forma de plataforma. Esta tradición comienza alre­
dedor del 700 n.e. en el área de Phoenix, Arizona, y hacia el 900 se propaga por
casi todo el centro de Arizona. Incluye aldeas de hasta 200 casas. En cuanto a la
tradición trincheras, ésta se desarrolló justo al sur de la hohokam y se caracteri­
zó por un tipo particular de cerámica de color café, raspada y en forma de glo­
bo, pintada con dibujos de color púrpura, y por la cremación de los muertos.
Sus asentamientos eran, en general, más pequeños que los hohokam, ubicados al
Norte. Por otra parte, aparece, a lo largo de la costa de Sonora central, una cerá­
mica delgada, raspada y en forma de globo que, aunque similar a la trincheras y
SOCIEDADES S E D E N T A R I A S Y S E M I S E D E N T A RI A S 301

huatabampo, se asocia con una población cazadora y recolectora que, según al­
gunos autores, es antecesora de los seri (Villalpando, 1984). Finalmente, en el le­
jano límite sur de Sonora apareció una tradición distintiva, la huatabampo, con
cerámica roja con raspaduras de concha, casas de adobe efímeras y ceremonias
de inhumación. Este pueblo construyó sus aldeas con plazas comunales y montí­
culos de desechos y parece haber dependido más de los recursos marinos que de
la agricultura. La tradición huatabampo desaparece alrededor del año 1000. Los
hohokam, los trincheras y los huatabampo siguen realizando una joyería de con­
chas muy similar, con la que comercian en el Noroeste. Estas tradiciones ofrecen
la prueba más importante del contacto con Mesoamérica. Prueba de ello son el
estilo y la aparición de artículos de comercio mesoamericano, tales como los cas­
cabeles de cobre y los papagayos.
En el Norte de Arizona las tres tradiciones mayores se encuentran cerca de
Flagstaff, Arizona, donde se desarrolló una tradición local, la sinagua. Ésta co­
mienza alrededor del año 500 y exhibe características de las tres tradiciones ma­
yores. Los sinagua mezclaron esas características en una tradición distintiva pro­
pia (Cordell, 1984: 79-81).
En la mitad oeste de Arizona y en el Sudeste de California aparece después
del 500 n.e. una tradición patayán. Este pueblo producía una cerámica color de
ante con paleta y yunque, generalmente sin decoración. Al principio estas pobla­
ciones se agruparon alrededor de un lago de agua dulce, el Cahuilla, en el Sur de
California. Hacia el 1150 n.e., esta tradición se propaga hacia el Norte, hasta el
río Colorado y al Oriente, hacia los hohokam. Alrededor del 1400, la salinidad
del lago Cahuilla había aumentado tanto, que las poblaciones debieron abando­
narlo para trasladarse al río Colorado. Existe consenso acerca de que esta tradi­
ción es antecesora de los yuma del periodo histórico.

EL D ESARRO LLO DE C E N T R O S REGIONALES (90 0 -1 2 0 0 N.E.)

Los años que van del 900 al 1200 vieron, en cada una de las tradiciones mayo­
res, el desarrollo y la posterior decadencia de centros regionales complejos, que
formaban el núcleo de sistemas regionales amplios y altamente centralizados.
Estos centros no surgieron como resultado de tendencias dominantes en cada
tradición, sino que más bien resultaron de la elaboración de desarrollos locales
en una de las subregiones de las tradiciones. Los tres sistemas regionales, el ho­
hokam, el chaco (anasazi) y el mimbris (mogollón), son todos bastante amplios
en relación con los estándares del Noroeste (Ilustración 3). El sistema regional
chaco cubre un área de alrededor de 75 000 km^ (Vivian, 1990: 348); el sistema
regional hohokam, un área de alrededor de 100 000 km^ (Crov^rn, 1990: 2 24), y
el mimbris, una de alrededor de 56 000 km^. La distribución de rasgos arquitec­
tónicos, de cerámica o de tipos de asentamientos, señala los límites de cada uno
de estos sistemas. Así definidos, estos límites son aparentemente más nítidos
que los de las tradiciones más tempranas y dan la impresión de una separación
entre sociedades fuera del sistema y sociedades dentro de él. Esta situación di­
fiere de la de tiempos más remotos, en los que las tradiciones se confundían y
302 RANDALL H. M C G U I R E

Ilustración 3
SISTEM AS REGIONALES EN EL N O R O EST E (900 - 1 2 0 0 N.E.)

no había límites claros. Cada uno de estos sistemas tiene también un núcleo o
parte central precisa, con un área periférica que lo rodea. Las características de-
finitorias del sistema parecen originarse en ese centro y las periferias parecen es­
tar ligadas a él. La mayoría de los arqueólogos opina que estos sistemas unían
múltiples grupos étnicos y culturales. A pesar de la dimensión de estos tres sis­
temas, la mayor parte del Noroeste — en términos de área, sin duda, y proba­
blemente también en términos de población— se encuentra fuera de ellos.
En el siglo X n.e. la frontera norte de Mesoamérica se desplazó hacia el Nor­
te, hacia los modernos Estados mexicanos de Sinaloa y Durango. En el Norte de
Sinaloa, la tradición guasave reemplaza a la huatabampo, pero se ignora qué
ocurre en los valles de los ríos Yaqui y del bajo Mayo de Sonora, desde ese mo­
mento hasta el periodo histórico. Del otro lado de la Sierra Madre Occidental, la
tradición chalchihuites se expandió hacia el Norte en Durango casi hasta la
frontera con Chihuahua. Las mercaderías y los estilos mesoamericanos aparecen
sobre todo entre los hohokam, existiendo menor evidencia de contactos con los
sistemas mimbris y chaco, respectivamente. Se ha sugerido que la comercializa­
ción de la turquesa del Noroeste hacia el Sur, en Mesoamérica, comenzó en este
periodo, o incluso antes (Kelley, 1986) (Ilustración 3).
SOCIEDADES SEDENTARIAS Y S E M I S E D E N T A Rl AS 303

H O H OKA M

El núcleo o centro del sistema regional hohokam se encuentra en la cuenca de


Phoenix (Haury, 1976; Crown, 1990; Gumerman, 1991). Esta área tiene gran­
des pueblos, que contenían hasta 500 casas diseminadas y que estaban diferen­
ciados internamente con recintos domésticos y ceremoniales. Los sitios tenían
una jerarquía diferente, según el número de canchas de pelota que contuvieran.
Existían así aldeas con múltiples canchas de pelota; otras con sólo una y asenta­
mientos carentes de ellas. Un conjunto mortuorio distintivo, que incluye incensa­
rios, paletas, conchas grabadas al ácido y brazaletes de conchas, aparece en las
cremaciones hohokam. Hacia fines de este periodo, la red de irrigación alcanza
su máxima extensión e incluye acequias de hasta 32 km de largo y 23 m de an­
cho, que llevan agua a campos situados hasta a 11 km del río. Los hohokam
extendieron sus sitios a intervalos regulares, a lo largo de estas acequias. Los
pueblos más amplios incluyen canchas de pelota y montículos de plataforma.
Existen pocas pruebas de una organización política que uniera la totalidad de la
cuenca. Los estilos cerámicos, la iconografía y los aspectos de la cultura material
(tales como las canchas de pelota, los cascabeles de cobre y los papagayos) su­
gieren lazos indirectos con Mesoamérica o, a lo sumo, con una cadena de sitios
en Sonora.
Un sustrato ideológico y social parece enlazar todo el sistema, en el que las
canchas de pelota constituyen el centro físico principal de esas relaciones. Alrede­
dor del año 1100, algo más de 2 06 canchas de pelota, distribuidas en forma con­
tigua en más de 165 asentamientos, definen los límites del sistema (Crown, 1990:
233). Por otra parte, algunas canchas de pelota aparecen en posibles avanzadas
de comercio, un poco más allá de los límites del sistema. Los hohokam de la
cuenca de Phoenix obtenían conchas marinas del golfo de California, las conver­
tían en joyería y las comercializaban en un área ligeramente mayor que la zona
delimitada por las canchas de pelota. La mayor parte de la producción de con­
chas tuvo lugar en la periferia de Papaguería, pero hubo también algo de produc­
ción en las cuencas de Phoenix y de Tucson. A pesar de las relaciones ideológicas
y de intercambio que conectaban las áreas periféricas, existen diferencias conside­
rables entre estas áreas y el núcleo. Durante este periodo, la cultura material de
las áreas periféricas se diferencia cada vez más de la de la cuenca del Phoenix, de
modo que la variabilidad se incrementa con el tiempo.

CHACO

El núcleo de este sistema regional se encuentra en el cañón del Chaco, en el cen­


tro de la cuenca del mismo nombre, en la planicie del Colorado (Vivian, 1990).
Fue aquí donde los chaco construyeron diez «casas grandes», construcciones
masivas de un tamaño que iba de 200 a 800 habitaciones. Estas casas grandes
parecen pueblos con habitaciones cuadradas o rectangulares y con kivas redon­
das. La mayoría de las habitaciones son mucho más amplias que cualquier otra
existente en la Prehistoria del Alto Noroeste y la mayoría parece tener almace­
304 RANDALL H. M C G U I R E

nes. La falta de fogones en la mayoría de ellas ha llevado a muchos investigado­


res a concluir que estas estructuras albergaban mucha menos gente de lo que el
número de habitaciones podría sugerir. Una diversidad de artefactos, vasijas ci­
lindricas, conchas, cerámica cloisonné, papagayos y cascabeles de cobre aparece
exclusiva o predominantemente en las grandes casas del cañón. La mayoría de
estas «casas grandes» tenía una gran kiva, y dos de ellas incluían dos de estas
grandes estructuras comunales. Entre estas «casas grandes» se encuentran dise­
minados una variedad de elementos arquitectónicos especiales, que incluyen
montículos de plataforma y estructuras con tres paredes. Además, a lo largo de
la zona aluvial del cañón aparecen tres grandes kivas aisladas. También en el ca­
ñón hay sitios de aldeas menores, especialmente a lo largo de la ribera sur de la
zona aluvial.
En el cañón, las prácticas agrícolas eran intensivas. Había complejos siste­
mas de gestión de agua, que aunque de pequeña escala, recolectaban el agua de
los altos de la meseta para conducirla a los campos situados más abajo, en el
cañón. Desde éste partían siete caminos, que unían el cañón con los asenta­
mientos ubicados fuera de él. Estos caminos pueden llegar a tener varios me­
tros de ancho y hasta 80 km de largo. Corren en línea recta, a través de mese­
tas y aluviones, y están construidos para mantener las superficies a nivel. Los
asentamientos al final de estos caminos (y más allá también) muestran un pa­
trón consistente, al igual que los del cañón. Tienen una arquitectura de casas
grandes y están construidos en medio de pequeñas aldeas, semejantes a las del
cañón.
Al parecer, el cañón actuaba como una especie de imán para los bienes
provenientes tanto del interior como del exterior del sistema. Grandes cantida­
des de cerámica pintada entraron en el cañón desde el exterior. Las casas gran­
des utilizaban miles de vigas de abetos y pinos, la mayoría de las cuales tienen
que haber sido traídas desde las montañas ubicadas al final de la red vial. La
turquesa provenía de la mina Cerrios, cerca de Santa Fe, Nuevo M éxico. Es
muy probable que las conchas provenientes del golfo de California llegaran a
través del área de los mimbris. Los objetos más exóticos — cascabeles de cobre,
papagayos— eran originarios de Mesoamérica. Algunos objetos y rasgos me-
soamericanos (como las columnatas) aparecen como elementos excepcionales
en la cultura del Chaco, en contraste con su papel fundamental en el patrón
hohokam.

M IM BRIS

El sistema regional mimbris era considerablemente menor y menos desarrollado


que los sistemas hohokam y chaco. Era, sin embargo, más extenso que otras tra­
diciones locales y poseía características de centralidad semejantes. El núcleo del
sistema mimbris se encontraba en el Sudoeste de Nuevo México, donde los pue­
blos de hasta 300 habitaciones eran construidos a lo largo de las parcelas irriga­
das por acequias que conducían agua desde los ríos. El rasgo más distintivo del
sistema mimbris es una alfarería pintada en negro-sobre-blanco, finamente reali­
SO CIEDADES SED EN TA RIA S Y SEM ISEDENTARIAS 305

zada con imaginativos dibujos zoomorfos y antropomorfos. Los mimbris emi­


graron al golfo de California para recolectar conchas marinas que luego trans­
formaban en joyas al estilo de Sonora. Es probable que hayan comercializado
esta joyería en el sistema chaco.

MÁS ALLÁ DE LOS SISTEM AS REG ION ALES

La mayor parte del Noroeste se ubica fuera de estos tres sistemas regionales. En
el resto de la región, las tradiciones locales continuaron y es probable que hayan
llegado a ser más diferenciadas y con límites más nítidos a lo largo del periodo.
Las distinciones entre mogollón, anasazi y hohokam se hacen confusas en esta
variabilidad. Estas tradiciones locales y las periferias de los sistemas regionales
sobrevivieron al colapso de aquellos sistemas y en algunos casos prosperaron
gracias al mismo. El patrón general que se observa en el periodo siguiente se de­
sarrolla fuera de este patrón local y de la variabilidad que caracteriza a estas tra­
diciones y regiones.

Ilustración 4
EL S m O ANASAZI EL CASTILLO EN H O UENW EEP - UTAH (900 - 1 3 0 0 N .E.)

Fuente: Randall H. McGuire.


306 RANDALL H. MCGUIRE

Ilu stració n 5
EL SITIO ANASAZl SPRUCE T R E E HOUSE
EN EL SU ROESTE D E COLORA D O (900 - 1 3 0 0 N.E.)

Fuente: Randall H. McGuire.


SOCIEDADES SEDENTARIAS Y S E M IS E D E N T A Rl A S 307

Estos tres sistemas fuertemente centralizados se desmoronaron a mediados del


siglo xn n.e. En los alrededores del año 1150 n.e. los sitios hohokam sufren una
reorganización importante, con un cambio hacia la arquitectura sobre el terreno,
una declinación del complejo ritual de la cancha de pelota, transformaciones en
las prácticas funerarias y modificaciones estilísticas en los artefactos. El patrón ar­
queológico de las zonas periféricas del ámbito hohokam se había ido modificando
a partir del núcleo de la cuenca de Phoenix, y alrededor del 1150 n.e. vemos una
variedad de tradiciones regionales más que un sistema muy centralizado. El núcleo
del sistema chaco, el cañón Chaco, pierde población a fines del siglo XH y sus hue­
llas desaparecen a comienzos del siglo xrv (Vivian, 1990). Los sitios más impor­
tantes del corazón del sistema mimbris son abandonados a mediados del siglo xn.
Tal como ocurrió con los hohokam, las zonas periféricas del sistema chaco, al
igual que las del mimbris, se hicieron cada vez más diferenciadas, surgieron nue­
vos centros regionales y estas zonas entraron en nuevas interacciones sociales y
culturales, rehaciendo así la estructura social del Noroeste. (Ilustración 4 y 5).

LA FO R M A C IÓ N DE VÍNCULOS REGION A LES (1 2 0 0 -1 4 5 0 N .E.)

En los siglos que siguieron a la desaparición de los sistemas chaco, mimbris y


hohokam, aparecieron en el Noroeste varias redes regionales realmente exten­
sas, cada una asociada con un estilo cerámico distintivo. La distribución de estos
estilos cerámicos atraviesa con total libertad los límites regional y subregional
más tempranos y constituye una manifestación más del papel que desempeñaron
los sistemas regionales más tempranos en la ruptura de esos límites. Asimismo,
grandes áreas del Noroeste son abandonadas y comienzan a aparecer grandes di­
ferencias entre las poblaciones agrícolas sedentarias (Ilustración 6).
En apariencia, estas redes presentan ciertas similitudes. Todas ellas producen
una cerámica decorada relativamente compleja; todas son distintas entre sí y res­
pecto de sus antecesoras; todas implican un conjunto de población muy disper­
sa; sus cerámicas están ampliamente difundidas fuera de los centros de produc­
ción; y un mismo conjunto de diseños caracteriza todos los tipos cerámicos.
Estas similitudes indican que se trata de sistemas culturales estructural o funcio­
nalmente similares, i.e,, grupos étnicos, alianzas o sociedades religiosas. Sin em­
bargo, cuando se examina cada red por separado, resulta evidente que represen­
tan dos categorías diferentes de fenómenos: etnogénesis y esferas de interacción
sociopolítica multiétnica. Las redes jeddito, zuni y o’otam parecen corresponder
al patrón previo de grupos étnicos emergentes diferenciados, mientras que las re­
des Salado, Montaña Blanca y Río Grande parecen reflejar esferas de interacción
que atraviesan (pero nunca enlazan) múltiples fronteras étnicas.
Las sociedades mesoamericanas de Sinaloa y Durango continuaron prospe­
rando después del año 1200 n.e., pero comenzaron a declinar hacia el 1350 n.e.
para luego desaparecer. En el Noroeste, la evidencia más importante de contac­
tos mesoamericanos, tanto en términos de artefactos como de estilos, se desplaza
hacia el centro regional más importante de Casas Grandes, en el Noroeste de
Chihuahua. Este centro se desarrolla después del 1 2 0 0 n.e., en lo que antes ha-
308 RANDALL H. MCGUIRE

Ilustración 6
RED ES REGIONALES EN EL N O R O ESTE (1 2 0 0 - 1 4 5 0 N .E.)

bía sido un área periférica del sistema mimbris y es abandonado a finales del
siglo XV^. Se trata del mayor sitio del Noroeste prehistórico, con grandes blo­
ques de viviendas de varias plantas, hechos de adobe, que superaban las 2 000
habitaciones, con canchas de pelota, un recinto ceremonial y una población es­
timada en casi 3 000 personas (Di Peso, 1974). Los habitantes de Casas Gran­
des también producían artículos que antes sólo provenían de Mesoamérica
(por ejemplo, cascabeles de cobre y papagayos).

LAS REDES DEL N O R O ESTE BAJO

La del Salado, que fue la más amplia de estas redes, parece haberse conformado
entre mediados y finales del siglo xm. Por el Oeste, esta red estaba anclada por

9. El establecimiento de fechas para Casas Grandes ha dado lugar a bastantes controversias.


En un principio, el que excavó los sitios. Charles Di Peso (1974), propuso datar el sitio entre el 1050
y el 1 3 4 0 n.e. Al volver a analizar los anillos de árboles provenientes del lugar, éstos indicaron un
rango que va desde finales del siglo XIII a finales del XV (Dean y Ravesloot, 1991).
SOCIEDADES SEDENTARIAS Y S E M I S E D E N T A R IA S 309

Ilustración 7
EL SITIO C E R R O D E T R IN C H ER A S, SO N O RA , M É X IC O (1 2 0 0 - 1 4 5 0 N.E.)

Fuente; Randall H. McGuire.

Ilustración 8
LA CASA G RA N D E, A RIZO N A ( 1 2 5 0 - 1 4 5 0 N.E.)

■'.V-'S

Fuente: Randall H. McGuire


310 R A N D A L L H. M C G U I R E

la sociedad del periodo Clásico de la cuenca de Phoenix y, por el Este, por Casas
Grandes. La cuenca de Phoenix reorganizada continuó creciendo, con una con­
solidación del sistema de canales, una concentración de la población en más de
40 pueblos, — el mayor de los cuales contenía 35 recintos, diseminados en más
de dos hectáreas y media— con residencias de la éhte sobre montículos de plata­
forma y con centros administrativos especiales. Un gran abanico de pueblos con
casas de varios pisos y de amplias aldeas compuestas de hasta varios cientos de
viviendas se desplegaba entre los dos centros regionales. La red al parecer se ba­
saba en un sistema débilmente unido de intercambio y de matrimonios entre las
élites de las entidades políticas independientes más pequeñas de la región. La
cultura material del sistema incluía un mismo estilo de cerámica polícroma y un
conjunto de productos suntuarios, tales como la turquesa sobre mosaicos de
concha, los cascabeles de bronce, los guacamayos, las trompetas hechas con el
caracol, strom bus, los asbestos y un tipo de cuentas de concha. Los objetos utili­
tarios tales como la alfarería tendían, sin embargo, a variar según las regiones,
en función de factores culturales y ambientales.
Esta red no se desarrolló de forma aislada, sino en relación con otras redes
adyacentes a ella. Al Norte de la del Salado, la red del Pequeño Colorado se ex­
tendía desde el Occidente de Nuevo México hasta Arizona, a lo largo de las tie­
rras altas que ocupaban los mogollón. Esta red parece similar a la del Salado en
la medida en que es también un sistema débilmente unido de intercambio y posi­
blemente de matrimonios entre las élites, que abarca diferentes entidades políti­
cas locales y trasciende fronteras culturales. La red del Pequeño Colorado estaba
compuesta por una cadena de grandes conjuntos de viviendas de hasta 200 habi­
taciones. En lo que habían sido las periferias meridionales del sistema hohokam
y de la tradición Trincheras aparece una red o’otam definida por la distribución
de una cerámica de color café, así como por sitios fortificados en cerros (ios ce­
rros de Trincheras) (Ilustración 7) y por un inventario de cultura material relati­
vamente uniforme a lo largo de toda el área. Se supone que esta red representa
los esfuerzos de pueblos que comparten una misma identidad étnica o un mismo
lenguaje — en este caso, el o’odham^®— , por marcar más nítidamente estos lími­
tes, a fin de organizarse mejor, en oposición al centro de poder de la red del Sa­
lado. Una red étnica similar, la hakataya, pudo haberse formado también hacia
el Noroeste del sistema del Salado.
Sólo poseemos un conocimiento somero de lo que ocurre en las sociedades
contemporáneas situadas más al Sur. En ambos lados de la Sierra Madre Occi­
dental habían dos tradiciones locales semejantes a la mogollón: la del río Sono­
ra, en la vertiente occidental, y la de la loma de San Gabriel, en el oriental. Cada
una de estas tradiciones estaba formada por pequeños asentamientos disemina­
dos y caracterizados por una alfarería marrón sin pintar. Tanto en Sonora como

10. Los términos «o’otam» y «o’odham» constituyen intentos para representar en el alfabeto
occidental los términos que los pima usaban para referirse a sí mismos. En un principio, Charles Di
Peso propuso la noción de una tradición o’otam. En los últimos veinte años los gobiernos de las re­
servas pima han adoptado la forma de escribir o ’odham. En mi caso, he mantenido la grafía original
de Di Peso para la tradición arqueológica.
SO CIEDADES SED EN TARIAS Y S E M IS E D E N T A Rl A S 3|1

en Chihuahua, una brecha de 200 a 300 km sin centros regionales importantes


separaba las redes regionales del Noroeste de los centros mesoamericanos más
septentrionales.

LAS REDES DEL ALTO N O RO ESTE

Hacia finales del siglo xiu y principios del xrv, el Alto Noroeste fue testigo de
una drástica secuencia de movimientos de población y de reorganización demo­
gráfica. En efecto, grupos enteros de poblaciones sedentarias y agrícolas se des­
plazaron desde la meseta del Colorado hacia el valle del Río Grande, quedando
sociedades agrarias sólo en el Noreste de Arizona (hopi) y en el lejando Oeste de
Nuevo México (zuni). Al mismo tiempo, una nueva religión, la katsina, aparece
en los grupos étnicos del Alto Noroeste. Esta religión incluía un conjunto distin­
tivo de símbolos y creencias, muchos de origen mesoamericano, así como ritua­
les, entre los que destaca el de los danzantes enmascarados. Junto con esta nueva
religión llegaron nuevas formas de organización social y los pueblos se hicieron
bastante grandes y notablemente similares en su disposición. Hacia esta época,
ya es posible observar la consolidación de una cultura pueblo y el surgimiento
de la división histórica entre los pueblos de Oriente y los de Occidente.
En la ribera del Río Grande, se desarrolló una red regional que unía grupos
étnica y lingüísticamente diferentes. También a lo largo de todo el Río Grande,
en Nuevo México, se construyeron amplios pueblos, algunos de los cuales conte­
nían hasta mil habitaciones. Estos pueblos estaban formados por múltiples blo­
ques de viviendas de varios pisos organizados alrededor de plazas centrales, con
una o dos amplias kivas. En algunas aldeas se producía un tipo de alfarería, la
vidriada del Río Grande, con la que luego se comerciaba en toda la región. Cada
una de las aldeas más importantes parece haber sido políticamente independien­
te de las demás, pero es posible que hayan existido alianzas entre diferentes alde­
as. Fue común el movimiento de población en la región y hay algunas pruebas
de que hubo guerras. Los pueblos del Oeste, los hopi y los zuni, interactuaron
sin duda con los de Río Grande, pero no parecen haber formado parte de la red
de Río Grande. Cada una de estas áreas tenía su propio estilo cerámico, así
como sus propios usos sociales. Formaran dos redes adicionales, en las que las
etnias hopi y zuni se desarrollaron.

LA TRA N SICIÓ N AL PERIODO H ISTÓ R IC O (1 4 5 0 -1 6 0 0 N.E.)

Durante el siglo X V , el aspecto del Noroeste sufrió una nueva transforma­


ción. Desaparecieron las redes del Salado y del Pequeño Colorado, y los agricul­
tores sedentarios dejaron de vivir en esas regiones. Las sociedades del periodo
Clásico de la cuenca de Phoenix sufrieron una severa merma de población y un
remanente de ella siguió viviendo allí hasta mediados de ese siglo.
Es probable que esta población se haya dirigido hacia el Oeste, donde se
unió a los yuma, inmigrantes del ya entonces desecado lago Cahuilla, en el curso
312 R A N D A L L H. M C G U I R E

bajo del río Colorado” . Entre mediados y finales del siglo X V , Casas Grandes
fue arrasada por un grupo enemigo y es muy probable que los sobrevivientes ha­
yan cruzado la Sierra Madre Occidental, donde se transformaron en la cuña
Opata, que separó a los pima alto y bajo (Riley, 1987). Después de mediados del
siglo X V , estos pueblos dejaron de construir aldeas agrícolas en las tierras altas
Mogollón y es probable que se hayan trasladado hacia el Norte, para unirse a
los hopi y a los zuni. Los o’otam, del Sur de Arizona y del Norte de Sonora si­
guieron viviendo en la región, pero el número y dimensión de los asentamientos
parecen haber disminuido. Más al Sur, las poblaciones del río Lerma-San Ga­
briel se transformaron probablemente en los tarahumara. En la tradición haka-
taya, al Noroeste de la cuenca de Phoenix, las aldeas fueron abandonadas y sólo
permanecieron las poblaciones nómadas yuma de las tierras altas.
Esta transición no fue tan drástica en el Alto Noroeste. La cultura pueblo si­
guió creciendo y desarrollándose, siguiendo las líneas trazadas en el periodo pre­
vio. El colapso de los centros regionales del Bajo Noroeste y la retracción de las
sociedades mesoamericanas en el Norte de México dejó, sin embargo, al Alto
Noroeste más aislado de Mesoamérica de lo que lo había estado antes.
El mundo que los españoles invadieron en 1540 era menor de lo que había
sido 100 años antes: estaba menos integrado, menos centralizado, menos pobla­
do y posiblemente también menos militarizado (Villalpando, 1985: 285)^^. Para­
dójicamente, la falta de integración y de centralización obstaculizó, disminuyó y
finalmente detuvo el avance colonial españoL Si los españoles hubiesen llegado
100 o 150 años antes, el asentamiento del Noroeste de México habría sido más
parecido al de Mesoamérica o al menos al de la colonia de Nuevo México. Ade­
más de las aldeas pobladas de los pueblo, los españoles habrían encontrado po­
blaciones concentradas en el Sur de Arizona, en el Norte de Sonora y en Casas
Grandes, Chihuahua. Estos grupos estaban probablemente más centralizados
que los pueblo de Nuevo México y podrían haber sido tanto o más susceptibles
que los pueblo al plan de conquista español. En vez de ser una avanzada aislada,
la colonia de Nuevo México podría haber estado unida, a través de estas áreas, a
Sonora y a Nueva España. Los asentamientos mayores y más tempranos del No­
roeste podrían haber limitado y restringido el posterior avance colonial de Esta­
dos Unidos en la región.

11. La mayoría de los arqueólogos han tratado a los pueblos prehistóricos tardíos de Arizona
del Sur, a los de la cuenca de Phoenix del periodo Clásico y a los o’otam com o un mismo grupo étni­
co y han señalado que se transformaron en el actual o’odham (Haury, 1976). M i posición modifica
el argumento anterior de Di Peso (1956), según el cual al menos dos grupos étnica y lingüísticamente
diferentes estaban presentes en la Arizona del Sur prehistórica. Encuentro que los patrones culturales
de la cuenca del Phoenix, la cremación de los muertos, la alfarería pulida, así como lo que sabemos
de su organización social, son más parecidos a los de los yuma del Bajo Colorado histórico que a los
o ’odham. Por lo tanto, sugiero que las poblaciones de la cuenca del Phoenix eran principalmente
yuma, mientras que las poblaciones más al Sur (en la cuenca de Tucson, en Papaguería y en el Norte
de Sonora) eran o ’odham y continuaron en la región.
12. Algunos investigadores sostienen que las redes del Salado y del Pequeño Colorado sobre­
vivieron hasta principios del siglo X V I, cuando las enfermedades europeas las aniquilaron. Para una
exposición de este enfoque, ver R eff (1 9 8 6 ), y para su refutación, McGuire y Villalpando (1989).
SOCIEDADES SEDENTARIAS Y S E MI S E D E N T A R I A S 3 I3

En 1531 Guzmán se detuvo en el límite sur de un mundo en transición. La


injerencia española impidió a los pueblos aborígenes del Noroeste de México
rehacer sus sociedades en sus propios términos. El mundo que habían creado,
sin embargo, modificó el avance español y lo forzó a replantear su esfuerzo colo­
nial, incluso a medida que ese mundo desaparecía.
12

L A S S O C IE D A D E S D E L N O R T E D E L O S A N D E S

M a r ía V i c t o r i a U r ib e

El vasto y variado territorio que hoy conocemos como Colombia está ubicado
en la esquina noroccidental de Sudamérica. Su posición entre dos mares, el Cari­
be y el Pacífico, su participación del sistema montañoso andino, y el hecho de
compartir con Brasil, Perú y Ecuador la llanura selvática del Amazonas y con
Venezuela los llanos del Orinoco, le han aportado a su desarrollo histórico un
carácter cultural muy diverso. En tres de estas grandes regiones naturales se fue­
ron gestando, a lo largo de milenios, procesos de desarrollo endógenos, llegando
a conformar áreas culturales históricamente significativas. Entre éstas cabe des­
tacar:
a) El área caribeña, caracterizada por la presencia, a partir del cuarto mile­
nio a.n.e., de un periodo Formativo Temprano asentamientos aldeanos de
pescadores y recolectores de moluscos?. Estos desairollos se com pejizan hacia el
siglo II a.n.e., dando origen a diversas sociedades entre las cuales destacan aque­
llas basadas en el control hidráulico de 2 00 000 hectáreas inundables del bajo
río San Jorge (Plazas y Falchetti, 1981; Plazas et al., 1988).
b) En las selvas tropicales de la llanura amazónica, el curso medio del río
Caquetá parece ser otro de estos grandes focos culturales. Allí se han estudiado
ocupaciones del tercer milenio a.n.e., cronológicamente equiparables con las del
Formativo del litoral Caribe; asimismo, se registran procesos de desarrollo com­
plejos a partir del primer milenio n.e. (Flerrera, Mora, Cavelier, 1987, 1988).
c) La tercera de estas grandes regiones culturales la constituyen los tres ra­
males de la cordillera de los Andes en su porción má^eptentrional, incluidos los
valles longitudinales de los ríos Cauca y Magdalena. (gQpresente capítulo pretende i
echar una mirada global a los procesos p re h istó rico sd el^ Andes colombianos./,!
Son cuatro los pisos térmicos del actual territorio colombiano. El más bajo
de ellos, la tierra caliente, abarca desde el nivel del mar hasta los 1 000 m y cu­
bre cerca del 80% del territorio. Dentro de este alto porcentaje se encuentran las
costas y llanuras del Caribe y del Pacífico, las partes bajas y medias de los valles
del Cauca y el Magdalena y los territorios selváticos y llanuras situados al Este

1. Una visióa muy completa de estos desarrollos, en Reichel Dolmatoff, 1986 y 1 9 65.
316 MARÍA V IC T O R IA URIBE

Ilustración 1

Vasija antropomorfa marrón incisa de la fase llama. (Colección Instituto Colombiano de


Antropología, ICAN.)

de la cordillera Oriental. Le sigue la tierra templada, de vegetación exuberante y


alta precipitación p^vial y, por encima de ésta, la tierra fría conformada por los
altiplanos andinos. El piso más alto está constituido por páramos y picos neva­
dos. En épocas prehispánicas los asentamientos humanos no sobrepasaron los
3 000 msnm (Ilustración 1). f/

LOS ANDES COLOM BIA N OS

In form ación arqu eológ ica para la reconstrucción


d e la P rehistoria d e los Andes colom bian os

La investigación arqueológica en los Andes colombianos se inicia en las primeras


décadas del siglo X X , en regiones donde se encuentran vestigios monumentales. El
sitio de San Agustín, en el alto Magdalena, fue objeto de varias expediciones cien­
tíficas extranjeras patrocinadas por museos europeos atraídos por ^ e s t a tuaria y
los^ nipnumentos megalíticos (Stóepel, 1912; Preuss, 1974; Pérez de BarraHas,
1943; Hernández de Alba, 1978). Lo mismo sucedió con las estructuras de piedra
LAS SOCIEDADES DEL NORTE DE LOS ANDES 3I7

de las aldeas tairona en la Sierra Nevada de Santa Marta (Masón, 1931; 1936).
De estas tempranas investigaciones han quedado^invaluables descripciones de los
vestigios arquitectónicos y de la cultura material. Desde entonces los vestigios ar-í
queológicos procedentes de varias regiones comienzan a ser identificados con las
tribus históricas locales descritas por los cronistas españoles en el siglo X V I. De
allí surgen las denominadas culturas arqueológicas tairona, sinú, calima, quimba-
ya, tolima y tumaco, nomenclatura que aún continua en uso.>(/
En esos años inicia sus labores el Servicio Arqueológico Nacional, dependien­
te del Ministerio de Educación y patrocinador de expediciones de salvamento ar­
queológico en zonas hasta el momento desconocidas; estas primeras investigacio­
nes, llevadas a cabo por arqueólogos nacionales, se caracterizan, g rosso m od o,
por técnicas de excavación rudimentarias e imprecisas y por la utilización de mo­
delos interpretativos procedentes de la etnología y la etn oh istoria.^ partir de
1930 comienzan a estudiarse la sabana de Bogotá, el valle medio del río Cauca,
San Agustín y Tierradentro en el alto Magdalena, investigaciones que se constitu­
yen en marcos de referencia obligados para estudios posteriores (Lehmann, 1953;
Benett, 1944; Ford, 1944). ^
Entre 1960 y 1980 aparecen las primeras secuencias regionales (Broadbent,
1964, 1971; Correal, Hammen y Hurt, 1977; Bruhns, 1976; Bray y Mosely,
1976; Bischof, 1968) y Reichel Dolmatoff (1965) publica la primera visión global
de la arqueología colombiana. A partir de 1980 se consolidan las investigaciones
interdisciplinarias de carácter regional; entre éstas se destacan las del valle del río
La Plata en el alto Magdalena (Drennan, 1985; Drennan et al., 1990; Herrera,
Drennan y Uribe, 1989); las de la región del río Calima en la cordillera occidental
(Cardale de Schrimpff, Bray y Herrera, 1989; Rodríguez, 1989; Salgado, 1989);
las de la etapa Lítica de la sabana de Bogotá (Correal, 1979, 1981, 1990b; Corre­
al, Hammet y Hurt, 1977; Correal y Pinto, 1983, Ardila, 1984, 1986) y las de la
cuenca media del río Caquetá (Herrera, Mora y Cavelier, 1987; 1988), entre
otras. Las caracteriza una marcada preferencia por datos provenientes de la ar­
queología y ciencias afines, con un paulatino abandono de los modelos interpre­
tativos apoyados exclusivamente en datos etnohistóricos del siglo xvi.

B reve descripción de los A ndes d e p áram o

La parte norte de la cordillera de los Andes se conoce como Andes septentriona­


les y extremo norte^. Los primeros están constituidos por las zonas montañosas
del Norte del Perú, del Ecuador y por las cordilleras occidental y central en Co­
lombia, separadas por el valle del río Cauca; es una región muy quebrada, de va­
lles trasversales estrechos y numerosos volcanes y en ella se distinguen, de Sur a
Norte, varias subregiones culturalmente ^ferenciadas: el Altiplano nariñense, el
alto Magdalena, el valle del río Calima, epvalk jnedip_del ríq_Cauca y el mac^o
antioqueño. Conocemos como Andes del extremo norte la cordillera oriental co-
lombiana y su prolongación en Venezuela. Es la más ancha de las tres y en ella

2. En este trabajo se adopta la regionalización de los Andes propuesta por Lumbreras (1981).
3|g MARÍA V I C T O R I A URIBE

Ilustración 2

Vasija marrón incisa de doble vertedera y asa de estribo de la fase llama. (Colección ICAN.)

se escalonan una serie de cuencas planas de suelos fértiles, ubicadas por encima
de los 2 7 0 0 msnm. Se distinguen cuatro subregiones: la sabana de Bogotá en el
Altiplano cundiboyacense, la montaña santandereana, el valle medio del Magda­
lena y el macizo aislado de la Sierra Nevada de Santa M arta. »
La característica determinante de estas zonas andinas es la existencia @ 1 dife-
r^ te s cinturones bióticos distribuidos según la altitud sobre el nivel del mar, con
recursoi^divérsos de flora, fauna y régimen pluvial. Los marcados contrastes tér­
micos y de humedad fueron fenómenos que privilegiaron iQ ) vertientes interiores
de las tres cordilleras en lo que se refiere a la distribución de ía población (Guhl.
1972: 53). Esta porción de los Andes se caracteriza por la presencia de páramos en
su parte más alta. A diferencia de la puna de los Andes cendales, ocupada por pas­
tores, los páramos no fueron lugar de habitación humana; sin embargo, desempe-
ñaron un papel importante dentro de las cosmogonías indígenas jIlustraci^n~2T.'

E squ em as espaciales y tem porales de referencia


de la a rq u eolo g ía colom bian a

En las publicaciones generales sobre arqueología colombiana la Prehistoria de


esta área ha sido dividida en cuatro grandes etapas. La más antigua, de cazado­
LAS S O C I E D A D E S D E L N O R T E DE LO S A N D E S 3|9

res y recolectores tempranos, se llama «Paleoindia» y sólo se conoce a cabalidad


en la sabana de Bogotá. A ésta le sigue el Formativo, caracterizado por la pre­
sencia de cerámica, agricultura y vida aldeana, extensamente documentado en el
litoral Caribe y vagamente d ^ n id o para la zona andina. La secuencia continúa
con la etapa correspondiente(^desarrollo de lo^cacicazgos o sociedades de ran-
go, presente en buena parte de_Ja_zon.a andina a partir~3eF primer milenio de
nuestra era, y t e r m i n a l a s federaciones o Estados incipientes^.^ste esquema
supone un cambio cualitativo y cuantitativo de una a otra etapa y una coloniza­
ción, durante el primer milenio a.n.e., de las vertientes cordilleranas por parte de
grupos procedentes de la costa Caribe y las tierras bajas, quienes implaritan el
maíz y la cerámica entre Jos grupos cordilleranos.
En el estado actual de la investigación, las secuencias regionales presentan
rupturas y discontinuidades y sus nomenclaturas no son homogéneas, pues han
sido establecidas con criterios muy diversos. Para aquellas investigadas sistemá­
ticamente, se han definido periodos regionales subdivididos en fases locales;
otras, pobremente estudiadas, carecen de marcos temporales de referencia. Se
habla de tradiciones y horizontes, conceptos que hacen alusión a rasgos cultura­
les de larga duración y de amplia dispersión espacial; entre éstos, resultan de uti- ¡
lidad aquellos que se han definido con criterios tecnológicos referentes a la ma- (
nufactura de la cerámica'* y de la metalurgia^. !
Las investigaciones recientes han dejado de lado la referencia a culturas ar­
queológicas para hablar de procesos regionales. Así, por ejemplo, lo que se co­
nocía como cultura calima se ha convertido ^ una secuencia de desarrollo del
valle del río Calima compuesta por tres fases: llama, Yotoco y Sonso. En ausen- j
cia de investigaciones sistemáticas se continúan mencionando las culturas tolima /
y quimbaya, constituidas por objetos de orfebrería y cerámica, procedentes del,'
saqueo de tumbas y carentes de contextos arqueológicos asociados-#- '

Secuencias regionales d e los Andes colom bian os:


D iscusiones y sugerencias

A diferencia de lo que ocurrió en los Andes centrales y en Mesoamérica, donde


existió una unidad sociopolítica desde muy temprano, el panorama general de
desarrollo de ios Andes colombianos es el de un extremo regionalismo. Este fac­
tor dificulta el establecimiento de un proceso único de desarrollo, con caracterís­
ticas de continuidad y homogeneidad para todo el territorio. Por ello, el presente
análisis se ciñe a un modelo de desarrollo multilineal y discontinuo.
En sentido estricto, el único cambio cualitativo que ocurrió, en estas regiones
norandinas hacia el tercer milenio a.n.e., fue el tránsito de una economía de apro-

3. Ésta es la periodización propuesta por Reichel Dolm atoff en su última publicación general
sobre la arqueología colombiana (1989). _
4 . Reichel Dolm atoff (1 9 4 3 , 1986, 1989) utiliza el concepto.4e/tiorizonte para referirse a cier­
tos rasgos culturales que tienen una dispersión espacial considerable.
5. Plazas y Falchetti (1986) definen para el país dos tradiciones metalúrgicas con característi­
cas tecnológicas diferentes: la del Suroccidente y la del Norte. ^
320 MARÍA V I C T O R I A URIBE

Iluí
SECUENCIAS REGIONAL

f i f i f f í I
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A L T ! P L A N O C U N O I B O Y A C E N S
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S I E R R A N E V A D A D E S A N T A M A R T A

CACICAZGOS

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Fuente: María Victoria Uribe.


LAS S O C I E D A D E S DEL NORTE DE L O S A N D E S 321

ón 3
: LOS ANDES CO LO M BIA N OS

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FORMATIVO
322 MARÍA V IC TO R IA URIBE

piación a una economía productora de alimentos. Dentro de la primera podemos


englobar ^ tod as aquellas sociedades, i^zadoras y recolectorasj a la segunda [perte­
necen los cultivadores de semillas y tubérculos andinos de las tierras altas'yjlos
plantadores de raíces de las tierras bajas .y-los valles, cálidos interandinos. QueÜaya
existido una transición de un tipo de economía a la otra se ha deducido más por
evidencias indirectas que por pruebas directas. Los datos apuntan hacia la existen­
cia de economías paralelas y diferenciadas por el tipo de adaptación al medio.
Las fechas de la etapa Lítica —mal llamada Paleoindio— establecen para el
Altiplano cundiboyacense una secuencia de desarrollo que comienza en el vigesi-
moprimer milenio y se prolonga hasta el tercero a.n.e., correspondiente al Pleisto-
ceno Tardío y al Holoceno. Asentamientos á^azadores y: recokctores-deLoctavo
al tercer milenio a.n.e., con características culturales diferentes a las del Altiplano,
han sido estudiados también en la cordillera occidental en el valle del río Calima./
Hacia el año 3000 a.n.e., tanto en la cordillera oriental como en la occiden­
tal, comienza a definirse ;Gí?periodo precerániico_ de recolectores y horticultores
^ d in o s asentados en campamentos abiertos con una agricultura incipiente. En
ambas regiones la secuencia cultural presenta rupturas y discontinuidades noto­
rias entre las fases precerámicas y las cerámicas."^as primeras fases cerámicas,
cuyas manifestaciones más tempranas se ubican en la cordillera occidental hacia
el año 1500 a.n.e., se caracterizan por la presencia de una alfarería incisa, la
cual, a pesar de diversificaciones locales, presenta homogeneidad morfológica y
decorativa. Este periodo Formativo muestra variaciones regionales en lo referen­
te a complejidad y cronología. ^
^surgirniento de_los cacicazgosjrepresentó un avance cualitativo para estas
sociedades americanas (Carneiro, 1981: 38). Las investigaciones recientes permi­
ten diferenciar cierto grado '¿ j)compleiidad social v política entre las sociedades
agrícolas norandinas a partir del primer milenio n.e., el cual se prolonga sin ma­
yores cambios hasta la llegada de lo s españoles en el siglo X V I (ilustración 3).

POBLA M IEN TO Y DESARROLLOS TEM PRA N O S

Los primeros pobladores del hoy territorio colombiano fueron grupos de caza­
dores y recolectores que hacia el doceavo milenio a.n.e. entraron por el istmo de
Panamá a través del golfo del Darién y la costa Caribe y, desde allí, se interna­
ron por los valles de los ríos Magdalena y Cauca hasta las altiplanicies de las
cordilleras. Huellas de su largo recorrido han quedado en los escasos vestigios
que se encuentran en superficie, diseminados en un extenso y variado territorio
(Correal, 1990b; Ardila y Politis, 1989: 3). Las pocas puntas de proyectil encon-
tradas proceden de recolecciones superficiales y de hallazgos ocasionales. Las
puntas pedunculadas coii "acanaladura, talladas en chert, carecén de cronología.
Quedan, por lo tanto, extensas áreas completamente desconocidas.
Dos industrias líticas prehistóricas han sido identificadas: la tequendamiense
está constituida por artefactos unifaciales tallados por presión y ubicados tem­
poralmente en el Pleistoceno Tardío. Los materiales utilizados son liditas, diori-
tas y basaltos procedentes de la cordillera central y predominan los raspadores
LAS S O C I E D A D E S DEL NORTE DE LO S A N D E S 323

Ilustración 4

Cuenco inciso Quimbaya Temprano del valle del Cauca. (Colección ICAN.)

Ilustración 5

Cuenco aquillado inciso del Formativo Temprano de San Agustín. (Colección ICAN.)

plano-convexos. La otra industria es la abriense, compuesta por raspadores, cu­


chillos y lascas de nivel tecnológico pobre, tallados por percusión simple y sin
retoque, con una ubicación temporal que va desde el Pleistoceno hasta tiempos
históricos (Ardila y Politis, 1989). A pesar de los frecuentes hallazgos superficia­
les de fauna pleistocénica hechos por viajeros y científicos a comienzos del pre­
sente siglo, únicamente (^é)ha excavado una estación de matanza, conocida„como
Tibitó, que data del añ o T 1 7 4 0 a ^ .e. S o b ^ depósitos lacustres del antiguo lago
dFla sabana se encontraron huesos de dos especies de mastodonte (Cuvieronius
h v o d o n y H ap lom astod on ), caballo americano {Equus am erhippus), venado
cola blanca (O docoileu s virginianus) y otras especies menores. Estaban asocia-
das con algunos artefactos del tipo abriense como raederas y punzones y un ras­
pador aquillado del tipo tequendamiense; no se hallaron puntas de proyectil
(Correal, 1981). n
324 MARÍA V IC T O R IA URIBE

Ilustración 6 Ilustración 7

Alcarraza con doble vertedera y asa de es­ Colgante antropomorfo de oro, fundido a
tribo decorada con pintura negativa. la cera perdida. Quimbaya. (Colección
Quimbaya. (Colección ICAN.) Museo del Oro, Bogotá.)

Ilustración 8 Ilustración 9

Pectoral de oro martillado y repujado de Alcarraza de doble vertedera y asa de es­


la fase Yotoco. (Colección del Museo del tribo decorada con pintura negativa de la
O ro, Bogotá.) fase Yotoco. (Colección ICAN.)
LAS S O C IE D A D E S DEL NO RTE DE LO S A N D E S 325

C azadores d e m am íferos p equ eñ os y recolectores

Las excavaciones de sitios tempranos se han concentrado en los abrigos rocosos


de la sabana de Bogotá. Durante el Pleistoceno, entre el 18000 y el 11000 a.n.e.,
la sabana estaba cubierta por una vegetación de páramo y el clima era frío y
seco. A finales del Pleistoceno, entre el 10500 y el 9000 a.n.e. hubo un periodo
de clima benigno conocido como el interestadial de Guantiva, durante el cual la
sabana se cubrió de un frondoso bosque andino de robles y encenillos (Ham-
men, 1 9 7 8 ).^ o n el aumento de la humedad y el incremento de la temperatura,
aparecen las primeras evidencias del hombre en los abrigos rocosos de El Abra.
Se trata de bandas de cazadores-recolectores dispersas./»
Entre el 9000 y el 8000 a.n.e., periodo conocido como estadial de El Abra,
la sabana se cubrió de una vegetación arbustiva de subpáramo, alternada con
áreas abiertas de pradera y el clima se tornó frío nuevamente. Los cazadores
ocuparon los abrigos rocosos de Tequendama, El Abra y Sueva (Correal, 1990:
42-48). En estos sitios, la cacería de venado abarca el 4 0 % de los residuos tota­
les de fauna y el curí y otros roedores, el 3 0 % ; el resto lo ocupan mamíferos me­
nores y caracoles terrestres, ^ s ta proporción comienza a cambiar a partir del
año 8000 a.n.e., hacia comienzos del Holoceno, periodo durante el cual los ve­
nados van a representar el 15% y los roedores el 75% del total de fauna cazada.^
Con excepción de la zona II de Tequendama, donde aparecen artefaetos bifa-
ciales_con retoques_a presión, toda la industria lítica de esta etapa temprana per­
tenece a la clase abriense. Durante el Holoceno continúa la ocupación de El Abra,
Sueva y Tequendama y se utilizan nuevos abrigos como Gachalá y Nemocón. Las
actividades de recolección se incrementan y el curí se convierte en la principal
fuente de proteínas. Hay evidencias de su domesticación durante esta etapa. El
patrón de asentamiento en abrigos y las actividades de cacería y recolección con­
tinúan sin mayores modificaciones hasta el cuarto milenio a.n.e.
Otra zona de investigaciones recientes sobre la etapa Lítica es la cordillera oc­
cidental. Allí se asientan, en las terrazas del valle alto del río Calima, pequeñas
bandas de cazadores-recolectores hacia el octavo milenio a.n.e., con una adapta­
ción al bosque subtropical. Entre los sitios se encuentran Sausalito, El Recreo
(Herrera et al., en Salgado, 1989) y El Pital (Salgado, \9^9)fhsi industria lítica es
diferente a la ya descrita para la sabana de Bogotá; predominan los percutores y
machacadores hechos de cantos rodados, lascas, yunques y azadas talladas por
percusión simple. No hay puntas de proyectil. Estos campamentos presentan una
historia continua de abandono y reocupación debido a las avalanchas producidas
por las intensas lluvias de ceniza volcánica procedentes de la cordillera central.^

R ecolectores y horticu ltores tem pranos.


Rupturas y lím ites d el desarrollo: el caso d e Aguazuque

Hacia el año 3000 a.n.e. en la sabana de Bogotá se produce un cambio en las


pautas de asentamiento y alimentación. Los abrigos rocosos son definitivamente
abandonados y reemplazados por campamentos rudimentarios a cielo abierto.
Ha^^videncias de domesticación de raíces y tubérculos y una marcada « n d ^ ^ a
326 MARÍA V IC T O R IA URIBE

Ilustración 10 Ilustración 11

Recipiem e de cerámica negra de la fase Recipiente zoomorfo de cerámica negra


Tairona. (Colección ICAN.) de la fase Tairona. (Colección ICAN.)

Ilustración 12

Plano de Buritaca 2 0 0 o Ciudad Perdida en la Sierra Nevada de Santa


M arta realizado por Margarita Serge.
LAS S O C IE D A D E S DEL NORTE DE L O S A N D E S 3 27

hacia el semisedentarismo. Los sitios de asentamiento de estas bandas son Chía


III, Vistahermosa, Aguazuque y Galindo, en la sabana de Bogotá, y Zipacón en
las estribaciones de la cordillera oriental (Correal, 1990a, b; Ardila, 1984; Co­
rreal y Pinto, 1983). Esta etapa se ubica entre el año 3000 y el 700 a.n.e. En el
estrato I de Zipacón, con una fecha del 1320 a.n.e., hay restos de batata (Ip o ­
m ea batata), aguacate {Persea am ericana), totumo (Crescentia cujete) y maíz
(Z ea mays) (Correal y Pinto, 1983: 169-176), y en el valle de El Dorado de la re- I
gión Calima hay evidencias más tempranas, entre el quinto y el cuarto milenio |
a.n.e., de cultivo del maíz (Monsalve, 1985; 41). /y ‘
El sitio estratificado de Aguazuque, en la sabana de Bogotá, merece un análi­
sis detallado (Correal, 1990a, b). Se trata de un campamento a cielo abierto,
ubicado sobre una antigua terraza de la extinta laguna de la sabana de Bogotá;
presenta cinco ocupaciones precerámicas que van desde el año 3045 hasta el 755
a.n.e. y ejemplifica, de manera consistente,(R establecimiento de un modo sedeji-
tario de vida por parte de bandas de recolectores v-cazadores. Todos los artefac-
tos líticos son de percusión simple, la misma técnica de los cazadores-recolecto­
res de El Abra, Tequendama y demás sitios anteriores; la materia prima es un
chert local. Hay artefactos de molienda como percutores, molinos planos y yun­
ques hechos de areniscas duras y gran cantidad de desechos de talla. En todas las
unidades estratigráficas están presentes unos cantos rodados horadados.
Esta pobre industria lítica contrasta con una de hueso muy compleja y bien
elaborada cuya frecuencia es menor. Entre los animales predominan el venado
cola blanca, el cuy y otros mamíferos menores; hay tortugas y caimanes de clima
medio y cálido, peces de río y de laguna, moluscos y crustáceos terrestres. Es evi­
dente la cacería preferencial de mamíferos machos y jóvenes. Estas bandas habita­
ron pequeños cobertizos circulares en forma de colmena, reemplazados, durante
la última ocupación precerám ica,/£^viyien(^ circ^are£_dejin^di^árnetro mayor.
El sitio de Aguazuque presenta "similitudes con otros sitios contemporáneos
como Vistahermosa, Chía y Zipacón en cuanto a tecnología y patrón de asenta­
miento, pero marcadas diferencias respecto a las costumbres funerarias, extraor­
dinariamente variadas y complejas. Los 55 esqueletos recuperados presentan po­
sición decúbito lateral con los miembros flejados contra el tórax y el abdomen.
En el piso correspondiente a la segunda ocupación — fechada en el 1870 a.n.e.—
aparece un entierro colectivo de 23 individuos dispuestos en círculo, acompaña­
dos por una ofrenda de huesos de venado, cuy, morteros con depresión anular,
lascas, raspadores y algunos instrumentos de hueso. También hay inhumaciones
secundarias aisladas y calcinadas de huesos craneales y largos. Los primeros,
cuidadosaniente biselados, están decorados'cofí pmtura nacarada extraída de un
molusco de agua dulce y los bordes presentan incisiones rellenas de pintura .
blanca. C o ^ u e s o s largos tienen las epífisis cortadas y la medula ósea está au-
sente. Se trata, al parecer, de evidencias de prácticas antropofágicas. ,/• í
El estado de salud de estos individuos era muy precario. El 73 .5 8 % de la
muestra examinada presenta osteoartritis en las vértebras lumbares, los codos,
las rodillas v los hombros, como respuesta a condiciones de vida muy duras;
también se encontraron evidencias de la enfermedad de Paget en una tibia y es-
pongiohiperostosisV'Hay lesiones óseas avanzadas de treponematosis en tres
328 MARÍA V IC T O R IA URIBE

adultos jóvenes fechados en el 3045 a.n.e. y en el 2050 a.n.e. Dos de los casos
podrían corresponder a Pian o Frambesia. Hay evidencias de osteomielitis.
El 9 6 % de los individuos presenta severa atrición dental, lesión muy común
entre los grupos de cazadores-recolectores, y solamente el 20% tienen caries.(lo.
q^_gaxece sugerir consumo_de. carbohidratos. En la cuarta ocupación precerá-
mica hay un aumento de la mortalidad infantil cuyas causas se desconocen.
La ocupación de la sabana de Bogotá y del Altiplano cundiboyacense por
parte de agricultores de maíz de las fases Herrera y Muisca @ presenta, hasta el
momento, ninguna solución de continuidad con estas bandas, jí a ^ un cambio
abru 2 ]^igntre.£Stas y los cacicazgos agrícolas que se desarrollarán allí posterior­
mente. «Hacia el siglo ni a.n.e. es evidente la colonización del Altiplano por parte
de grupos agroalfareros procedentes del valle del Magdalena.

LOS CA CICA ZGOS DEL N O R TE DE LOS ANDES

E ta p a T em prana o Form ativa d e las sociedades cacicales

Desde los incios del desarrollo agroalfarero en los Andes colombianos se distin­
guen claramente dos tendencias con marcadas diferencias culturales: la del su-
roccidente o Andes septentrionales, netamente andina, y la del Norte, de influen­
cia circuncaribe.
En la zona suroccidental del país, la etapa Formativa de Jo^ cacicazgos está
integrada por asentamientos de agricultores alfareros con una economía estable,
b asaía en el cultivo intensivo del maíz y una incipiente estratificación social. La
integran las siguientes fases: f
a) Inguapi o M ataje de la bahía de Tumaco en la costa del Pacífico Sur,
ubicada temporalmente entre los años 400 a.n.e. y 300 n.e. Entre los elementos
diagnósticos de estos desarrollos se encuentran las vasijas con soportes huecos,
las alcarrazas con doble vertedera, las figurillas humanas y de animales huecas, sil­
batos, sellos y moldes para la cerámica. Los asentamientos más tempranos, ubi­
cados directamente sobre las terrazas de los caños que forman los manglares, se
reemplazaron posteriormente por montículos artificiales, (gp sitio más importan-
te de este sistema esJLa. Tpli.ta,. localizado, en, la proviiicia de Esmeraldas, en el
Ecuador. El oro prehispánico más antiguo de Colombia proviene de Tumaco y
tiene una fecha del 325 a.n.e. (Bouchard, 1977-1978; 1982-1983).
b) Horqueta o Formativo Inferior del alto Magdalena; se caracteriza por
presencia de cacicazgos simples con viviendas dispersas y tumbas revestidas con
grandes lajas depiedra y decoradas con motivos geométricos en rojo, blanco y
negro, con una cronología que va del año 1000 al 200 a.n.e.*.

6. Duque Gómez y Cubillos (1988, 100) proponen una secuencia para San Agustín que divide
el proceso de desarrollo en cuatro grandes períodos: Arcaico (3 3 00-1000 a.n.e.), Formativo Inferior
(1 0 0 0 -2 0 0 a.n.e.), Formativo Superior (200 a.n.e.-300 n.e.), Clásico Regional (300-800 n.e.) y Re­
ciente (8 0 0 -1 7 0 0 n.e.), con una continuidad cultural entre el siglo I a.n.e. y el vil n.e. La otra secuen­
cia es discontinua y define tres periodos; Horqueta (sin fechas absolutas), Isnos (entre los siglos I y rv
n.e.) y Sombrerillos (siglos x v -x v n n.e.) (cf. Reichel Dolmatoff, 1972, 1975).
LAS S O C I E D A D E S DEL NORTE DE LOS A N D E S 329

Ilustración 13

Vista de El Infiernito, monumento de carácter astronómico del territorio muisca.


Fuente: Santiago M ora.

Ilustración 14 Ilustración 15

Vasija antropomorga muisca. (Colección Pieza de oro muisca fundida a la cera perdi-
ICAN.) da. (Colección del Museo del O ro, Bogotá.)
330 MARÍA V IC T O R IA URIBE

Ilustración 16

Vista frontal, lateral y dorsal de una de las estatuas de piedra de San Agustín, en el alto
Magdalena. Fuente: María Victoria Uribe.

Ilustración 17 Ilustración 18 Ilustración 19

Pequeña estatua de proporciones Olla globular del periodo


simétricas de San Agustín. Reciente de San Agustín.
Fuente: María Victoria Uribe. Fuente: María Victoria Uribe.

Única estatua de
San Agustín con
movimiento lateral.
Fuente: María Nariguera de oro martillado de San Agustín.
Victoria Uribe. Fuente: María Victoria Uribe.
LAS SOCIEDADES DEL NORTE DE LOS ANDES 331

c) Llama del valle del Calima, distanciada un milenio de las últimas ocupa­
ciones precerámicas del área, con una base agrícola estable y una incipiente es­
tratificación social. "í^os sitios son El Pital y El Topacio. Sus orígenes son poco
claros, al igual que la extensión precisa de su territorio y tiene una cronología
que va desde el año 1590 a.n.e. hasta el siglo I n.e. f
d) La fase Quimbaya Temprana del valle medio del Cauca se ha definido
con base en hallazgos hechos por saqueadores de tumbas y carece de fechas ab­
solutas asociadas, ^unque su cerámica guarda estrecha relación con las de^sur-
occidente, su orfebrería está más relacionada con los desarrollos norteño?.
Las fas^Fanteriores comparten una alfarería fina de formas aquilladas y pas­
ta marrón oscuro, decorada con incisiones en el hombro y cuello de las vasijas y
entre cuyas formas se destacan las vasijas con doble vertedera y asa de estribo,
las vasijas silbantes, los cuencos y otras formas relacionadas. Sus características
son netamente andinas y presentan rasgos distintivos de las fases Chorrera y j
Machalilla de la costa ecuatorian^influencias que parecen haber ingresado en >
la zona suroccidental del país p o r costa pacífica colombiana a través de algu- í
nos pasos naturales de la cordillera occidental. Su influjo se percibe en las fasesi
tempranas del alto Magdalena y del valle del Calima (Cardale de Schrimpff,¡
Bray y Herrera, 1989: 11; Llanos, 1988; 85). t,
De manera independiente y seis siglos más tardío, el Formativo de los Andes
del Norte está representado por sitios arqueológicos ubicados sobre terrazas alu­
viales del valle medio del río Magdalena con una extensión hacia las tierras altas
de la cordillera oriental. Su penetración desde las llanuras del Caribe a través del
valle del Magdalena personifica una influencia circuncaribe q u e ^ articulará pos­
teriormente con la de aspecto andino (Lumbreras, 1981: 45).i Sg)caracteriza ppr
la presencia de asentamientos dispersos de agricultores itinerantes, ubicados entre
los siglos m a.n.e. y rv n.e., para quienesij^cacería de roedores v la recolecciÓJQjie
caracoles terrestres fue significativa .MLa cerámica, decorada con incisiones, no
presenta hom ^eneidad morfológica. Los sitios más representativos del valle del
Magdalena son Cerro Coloma, Pubenza,^Guaduero, Guaduas, El Guamo, Arran-
caplumas. Puerto Antioquía y El Espinal.'^Las fases Herrera o Premuisca del A lti-1
plano cundiboyacense y Preguane de la montaña santandereana podrían repre-j
sentar una prolongación hacia el piso frío de este horizonte temprano^. ^
La cerámica temprana de los Andes colombianos ha sido denominada tradi­
ción Zambrano o segundo horizonte Inciso y considerada como derivada del
Formativo de la costa Caribe (Reichel Dolmatoff, 1986: 80). Sin embargo, las
investigaciones recientes permiten definir dos focos formativos independientes
en ios Andes colombianos: el del suroccidente, originado a partir de las fases
tempranas de la costa ecuatoriana, y el del Norte, relacionado con la costa Cari­
be colombiana. Hacia el siglo II a.n.e. comienzan a configurarse secuencias re-

7. Este periodo Formativo no ha sido investigado sistemáticamente; su existencia se plantea


sobre la base de excavaciones de sitio dispersas llevadas a cabo por varios investigadores en el M ag­
dalena medio y en la sabana de Bogotá. Ver, entre otros; Correal, 1 9 7 9 ; Cardale de Schrimpff, 1 976,
1 9 8 1 ; Hernández y Cáceres, 1 989; Reichel Dolm atoff, 1 943; 1 986: 76, 80 y 2 2 8 ; Broadbent, 1971;
O sborn, 1 9 8 5 , y Correal y Pinto, 1983.
332 MARÍA V IC T O R IA URIBE

gionales correspondientes a desarrollos cacicales complejos con rasgos distinti­


vos y diferenciales en las dos zonas andinas colombianas/Estas formaciones
perdurarán, con algunos cambios, hasta la llegada de los españoles en el siglo
XVI (Ilustración 3 ).^

C aracterísticas históricas de los cacicazgos

Hasta hace unos años ébmodelo de los cacicazgos nrehisnánicos del Norte de ios
Andes se originaba, exclusivamente, en las crónicas españolas del siglo xvi (Rei-
chel Dolmatoff, 1977; Langebaek, 1987; Salomon, 1980; Trimborn, 1949; Es­
cobar, 1 9 86-1988; Romoli, 1977-1978; Llanos, 1981; Rappaport, 1988, 1990);
en las últimas décadas, sin embargo, algunas de las hipótesis de los etnohistoria-
dores han sido corroboradas con excavaciones arqueológicas.
existe consenso entre los diversos etnohistoriadores respecto al carácter
de los cacicazgos.^Según algunos, se trata de sociedades basadas en{^parentesco
y en la identidad étnica con una propiedad comunal sobre los medios de produc­
ción (Escobar, 1986-1988). Otros piensan que son sociedades desiguales agru­
padas ^ )f^ e r a c io n e 5 de_aldeas con una organización política centralizada en
jefes territoriales (Reichel Dolmatoff, 1977); hablan de una jerarquización pira­
midal y una redistribución suprafamiliar donde los estatus son hereditarios y se
asocian con una determinada parafernalia (Fried, 1979: 138).
'É Í ^ ^ i q i ^ « un espedajisu colocado,en el vértice de la pirámide social. Re­
presenta, con mayor o menor énfasis, © riq u eza social de la comunidad. En ese
sentido es un emblema de identidad de la misma (Escobar, 1986-1988). ¡Acapara
el mayor número de elementos intercambiados con otros grupos; tiene privile­
gios traducidos en la posesión de más cantidad de valores de uso, como son mu­
jeres y esclavos, y sus privilegios n o ^ riv a n ni de la propiedad de la tierra ni de
los recursos (Escobar, 1986-1988);'^s)excedentes contribuyen a la reproducción
de la diferenciación social existente (Reichel Dolmatoff, 1977).^-
La organización de la producción está enfocada, fundamentalmente,($!)abas-
tecimiento estable de alimentos. En general las herramientas de trabajo y las téc­
nicas agrícolas indican un bajo nivel tecnológico. Los cultivos son mixtos y el
control de las aguas, la construcción de terrazas y canales de riego o drenaje son
manejados comunalmente; es factible suponer(^^xistencia de una centralización
süpracomunal encargada de las obras de uso y valor comunitario como fueron
los cammos, las terrazas, las tumbas de los caciques y la estatuaria. Dicha esfera
sería la encargada de actividades como (1 ^ alianzas con otras comunidades y el
manejo del intercambio y de la guerra^
I c a c i c a z g o T \desarrollaron diversos mecanismos, conocidos como micro-
verticalidad, para procurarse el acceso directo a recursos de diferentes cinturones
bióticos sin necesidad de recorrer grandes distancias y sin depender del in­
tercambio para su supervivencia. Dichos mecanismos presuponen una sola resi­
dencia con desplazamientos cortos de uno o dos días hacia los otros pisos térmi­
cos (Oberem, 1981). Para el caso ecuatoriano, la guerra endémica y la falta de
una hegemonía estatal fueron los presupuestos para la existencia de sistemas
complementarios carentes de acceso directo (Salomon, 1985: 524).
LAS SOCIEDADES DEL NORTE DE LOS ANDES 333

Hay contradicciones entre los investigadores respecto a la capacidad ex­


pansiva de los cacicazgos. Algunos autores sugieren que la guerra endémica fue
un factor importante de estatus, motivada por la necesidad de apoderarse de
las tierras y cosechas de grupos favorecidos por mayores índices de pluviosi-
dad. Otros, por el contrario, afirman que l^imposibilidad de consolidar terri-
to r^ ^ rantijuo_^cpnYertía las zonas fronterizas en áreas de conflicto perma-
nente donde había que defender parcelas ubicadas en otros pisos térmicos y
rutas de acceso a éstas. ausencia de un monopolio de l^s armas convertía las
guerras en actos de pillaje y saqueo áel grupo enemigo, nunca en episodios de
conquista.
Están en curso® investigaciones interesadas en corroborar arqueológicamente
las hipótesis sugeridas por los etnohistoriadores. Hay, sin embargo, algunos indi­
cadores establecidos a raíz del estudio sistemático de los cementerios. Entre los
cacicazgos de los Andes colombianos pueden distinguirse, por lo menos, tres sec­
tores sociales:@ d e l cacique.y,sugéi3uito, el de los espedalistes^y^elj^
ros. Su presencia es evidente en la organización del espacio de los poblados, de los
cementerios y del espacio interno de las tumbas (Uribe, 1985-1986; Uribe y Ca­
brera, 1988). De los tres, el primero tuvo privilegios con respecto a los otros,<áP
juzgar por el mayor número de personas y de bienes suntu^ips que rej^san enjas
tumbas perteñecientes a este se£tor XRodHguez, 1989: 8 Í ; LÍeras y Üribe, Í982).
La 3istríEución restringida de los textiles, la orfebrería, la cerámica fuiietaria.y. los
implementos de madera nos permiten deducir que ^ t o d o ^ l m ^ d p jem ^
a los productos de los especialistas,. Los objetos suntuarios demostrativos de ri­
queza no se heredaban, de manera que a ese nivel no hubo acumulación.

S ociedades estratificadas d e los Andes septentrionales

La hipótesis acerca de un origen común de los cacicazgos de los Andes septen­


trionales a partir de migraciones de la cultura chorrera ecuatoriana toma cada
día más fuerza (Patiño, 1989; Llanos, 1988). El área donde estas influencias pre­
sentan mayor consistencia es en la costa pacífica del Sur, el alto Magdalena, el
valle del Calima y el valle medio del Cauca. Un rasgo que prueba la existencia de
un sustrato cultural común para toda esta zona suroccidental del país es la pre­
sencia de una tradición metalúrgica con características tecnológicas y formales
compartidas que se origina hacia el siglo V a.n.e. y comienza a decaer hacia el
año 1000 n.e.
Esta tradición orfebre utiliza, en gran escala^ oto de alta pureza v en meno-
res proporciones plata y platiñó de aluvión, con una orientación tecnológica ha­
cia ^Ttrába]^ directo del metal por medio de técnicas como el martillado, el re- I
pujado y el ensamblaje (Plazas y Falchetti, 1986: 203-208). #
Hacia los últimos siglos del primer milenio a.n.e., las sociedades aborígenes
del alto Magdalena y del valle del Calima estaban bajo la esfera de influencias

8. El proyecto valle de la Plata estudia el comportamiento demográfico de los cacicazgos del


alto Magdalena (Drennan, 1 985; Drennan et al., 1990).
334 MARfA VICTORIA URIBE

mutuas. Durante las fases Yotoco del valle del Calima (siglos II a.n.e.-xi n.e.) e
Isnos o Clásico Regional de San Agustín (siglos rv-ix n.e.) existen evidencias de
aumento de la complejidad social que se traducen un considerable crecimien-
to dem^ográfi^oj alteraciones en los patrones de asentamiento, surgimiento de es-
pecialistas y pre^ncia de tecnologías de adecuación de la topografía con fines
agrícoias^Éstos parecen obedecer/Tj^ambios acumulativos cuantitativos o proce­
sos de modificación gradual en la forma, el contenido y la magnitud de las fuer-
■^zas productivas (Zeidler, 1987: 332).^
Entre estas tecnologías de adecuación cabe mencionar los canales o zanjas
verticales ubicados en las laderas de lr>^ rpr.rn<t^ pertenecientes a la fase Yotoco.
Dicha técnica fue utilizada para evitar(í^sobresaturación de las cenizas volcáni­
cas, que produce movimientos en masa de los suelos, como de hecho ocurrió con
la terraza El Pital, ocupada y abandonada muchas veces por los cazadores-reco-
lectores a partir del octavo milenio a.n.e. (Salgado, 1989). Estos agricultores de
la cordillera occidental basaban su subsistencia en el cultivo de por lo menos dos
especies diferentes de maíz: una relacionada con la línea Pollo-Nal Tel-Chapalo-
te y otra de granos más grandes, posible antecesora de la raza colombiana cabu­
ya (Kaplan y Smith, 1988). Tenían sus casas sobre plataformas artificiales nbica-
das en las laderas, llam^ada^ locaímente tamlw^ Este sistema de adaptación a las
condiciones topográficas tiene una distribución tardía generalizada en los Andes
septentrionales, entre los 1 000 y los 3 000 msnm de altura (Herrera, 1990).
Los cacicazgos de San Agustín, valle de la Plata y Tierradentro en el alto
Magdalena presentan diferentes niveles de desarrollo. Durante el Clásico Regio­
nal, la fase de mayor com plejidad,(í^top^^afía ondulada de origen volcánico
que c a ra c te ^ a la región fue modificada sustancialmente por medio de rellenos
artificiales ’4 ^hondoiiadas, terraplenes, cam in^ y montículos. En toda esta re­
gión @ encuentra £ s ta tu a ria jítk ^ Los monumentos funerarios de San Agustín
están diseminados en una extensa zona en ambas márgenes del río Magdalena,
con concentraciones en lo que parecen haber sido dos grandes centros cacicales:
el Alto de los ídolos y Las Mesitas. Se caracterizan por la presencia de tumbas
magalíticas con sarcófagos de piedra presididas por corredores techados con
grandes lajas en cuya entrada se encuentran enormes estatuas de piedra tallada.
La iconografía presenta los siguientes rasgos; colmillos afilados y salientes, cabe-
zas-trofeo, tocados con aves suspendidas, vómitos rituales y figuras totémicas en
una abigarrada simbiosis de elementos animales y humanos®. Se desconocen las
viviendas de este periodo.
H acia el siglo iv n.e. en la costa pacífica se distinguen una serie de fases lo­
cales donde es evidente un abandono gradual de los montículos artificiales para
vivienda y de las figurillas y un cambio notorio de la cerámica. Entre éstas se
encuentran las fases Tiaone del río Esmeraldas, El Balsal, Nerete, El M orro, Im-
bilí y Bucheli, de la bahía de Tumaco, Buenavista y Maina, del bajo río Patía, y
San Miguel, del bajo río Timbiquí (Patiño, 1990: 89). En toda esta zona del su-

9. Estudios sobre iconografía de San Agustín, en: Reichel Dolm atoff, 1 9 72; Sotomayor y Uri-
be, 1 9 8 7 ; Llanos, 1 990, entre otros.
LAS S O C IE D A D E S DEL N O RTE DE L O S A N D E S 335

Ilustración 21

Vista de uno de los bohíos tuza del Altiplano nariñense. Fuente: M aría Victoria Uribe.

Ilustración 22 Ilustración 23

"^Figuras que representan personajes mascu­


Vasija con pintura negativa de la linos mascando coca de la fase Capuli del
fase Piartal del Altiplano nariñense. Altiplano nariñense.
Fuente: M aría Victoria Uribe. Fuente: M aría Victoria Uribe. '
336 MARIA V IC T O R IA URIBE

Ilustración 2 4

Cuencos con base anular decorados con pintura negativa de la fase Piartal.
Fuente: María Victoria Uribe.

Ilu stración 2 5

Figurilla modelada en arcilla gris de la bahía de Tumaco en la costa pacífica sur.


Fuente: María Victoria Uribe.

ro ccid en te del p aís, h a cia el siglo v il n .e. com ien zan a m an ifestarse pro fu n d o s
ca m b io s que se exp resan en la alteració n de los p atron es de asen tam ien to , las
co stu m b res fu n e ra ria s, la alfa rería y la m etalu rg ia, con fig u rán d ose un p eriod o
ta rd ío ca ra cte riz a d o p o r (í^ p ro liferació n de unidades sociales.ind ep en d ientes y
la con sig u ien te fra g m en ta ció n p o lítica , rasgos que p erd u rarán h asta la llegada
d F lo s esp añores.~ í .....
LAS S O C IE D A D E S DEL NORTE DE L O S A N D E S 337

Éste puede dividirse en dos:


Tardío I, de los siglos vil al XIII n.e., conformado por las fases:
a) Piartal del Altiplano nariñense, conformada por asentamientos nuclea-
dos de agricultores de tubérculos andinos, á c r a t a de cacicazgos_CQji.una j.erar- :
quización muy marcada que dominaron una extensa red de intercambio con zo­
nas selváticas y con el litoral pacífico.^
b) Patía del valle del río Patía.
c) Bucheli, de la bahía de Tumaco, y Minguimalo, del bajo río San Juan en
la costa pacífica.
d) La Llanada, Sonso I, Bolo, Sachamate y Guabas, del valle medio del río
Cauca.
El Tardío II, ubicado entre los siglos xui y xvn n.e., está conformado por las
fases:
a) Tuza, del Altiplano nariñense, atribuida a los pastos históricos.
b) Guachicono, del valle del Patía.
c) Sonso II, Tinajas, Pichindé, Buga y Quebradaseca, del valle medio del
río Cauca (Rodríguez, 1989: 73).

D esarrollo desigual d e los cacicazgos andinos norteños

Al igual que lo sucedido con el Formativo, « w s cacicazgos son tardíos con res-
pecto a los de los Andes septentrionales, iniciándose hacia el siglo vil y prolon-
gándose hasta el siglo xvi n.e. Presefitan, en su desarrollo, marcados contrastes
con las fases formativas anteriores.
Las investigaciones sobre la fase Muisca en el noroccidente del Altiplano cun-
diboyacense permiten identificar dos oleadas migratorias, culturalmente diferen- ^
ciables, procedentes del Norte (Boada, Mora y Therrien, 1988: 184). La primera
de ellas podía remontarse al siglo vu n.e. y @ caracteriza por poblados jiu c le a ^ s_
distantes unos de otros, con una considerable densidad demográfica y estructura
de poder centralizada; las relaciones entre esta fase y su antecesora, la fase Herre­
ra, permanecen oscuras^jí^ segunda migración muisca parece datar del siglo x
n.e.; se caracteriza por asentamientos de extensíóñ'víriable ubicados muy cerca
unos de otros. Hay especialización en la producción alfarera y alta densidad de­
mográfica. La desaparición de los tipos cerámicos que caracterizan a la primera
coincide con la expansión de los pertenecientes a la última oleada migratoria.
Los principales representantes de esta última fueron los muiscas, guanes y
laches de la cordillera oriental, los cuales se pueden agrupar bajo los siguientes
rasgos comunes: (^^£atrón de asentamiento en ^Ideas nucleadas con mayor o ¡
menor grado de desarrollo arquitectónico, uso y manufactura masiva de textiles, \
entierros en cuevas, momificación, ofrendas realizadas en lugares de difícil acce­
so, deformación craneana como indicador de diferenciación social y dominio
efectivo de los páramos con fines rituales y de los altiplanos fríos y de sus ver­
tientes con fines agrícolas. La metalurgia de la región presenta rasgos formales y
estilísticos compartidos que permiten agruparla bajo la provincia metalúrgica
del Norte (Plazas y Falchetti, 1986: 209-214). Tanto los muiscas como los tairo-
nas atribuyeron al oro funciones diferentes a partir de una misma actitud hacia
338 MARfA V IC T O R IA URIBE

el metal. Hay un uso generalizado de (I^tuml^ga. aleación de oro con una pro-
gorciónjnaypr de, co.hce, indicio de la escasez de materia prima en estas regio­
nes. Dentro de las técnicas utilizadas para trabajar el metal predomina ^ fu n d i­
ción a la c ^ .p e rd id a « ~
Sobre las vertientes occidentales de la cordillera y la parte plana del valle
medio y bajo del Magdalena los asentamientos tienen un nivel de desarrollo de
menor complejidad. Las evidencias de una tradición de urnas funerarias (Reichel
Dolmatoff, 1943) se registran a partir del siglo IX n.e. De ella forman parte los
sitios y valles de Tamalameque, Mosquito, la margen derecha del río Lebrija, el
río La Miel, Puerto Niño, Pescaderías, Guarinó, Ricaurte y El Espinal. Los ele­
mentos diagnósticos que caracterizan esta cadena ^^ culturas homogéneas son
los entierros secutidarips en urnas funerarias y un patrón de asentamiento dis­
perso sobre las terrazas y lomas cercanas al río.^La fase Colorados (Castaño,
;1984) del río La Miel está integrada por asentamientos ribereños de viviendas
con planta elíptica, de 60 a 70 m^, similares a las malocas amazónicas y pertene-
tcientes a sociedades tribales igualitarias de los siglos X a xil n.e. »■
La Sierra Nevada de Santa Marta es la única que presenta un desarrollo urba­
no denso. Se trata de un macizo montañoso aislado de forma triangular que se
levanta abruptamente a orillas del mar Caribe hasta alcanzar alturas nevadas de
5 800 m. Los ríos son cortos y de caudal abundante y la zona presenta una gran
diversidad ecológica. Los estudios arqueológicos se han concentrado en las ver­
tientes norte y occidental, las más densamente pobladas en épocas prehispánicas.
Las secuencias establecidas por los diferentes investigadores para el litoral y la sie­
rra carecen de homogeneidad y la cronología se ubica entre los siglos IV y XVI n.e.
Se han definido dos fases de desarrollo designadas con diferentes nombres:
a) la fase pre-Tairona, presente en las tierras bajas, muestra estrechas rela­
ciones con desarrollos de la llanura del Caribe y presenta cierto grado de com­
plejidad arquitectónica a partir del siglo VII n.e.;
b) (2^ ase Takona, de desarrollo tardío en las vertientes de la sierra, se pro­
longa hasta la llegada de los españoles. Pertenecientes a esta última se han locali­
zado más de doscientos sitios arqueológicos con infraestructura en piedra, entre
los cuales destaca Buritaca 2 00 o Ciudad Perdida, construida sobre el filo de un
cerro, con una densa estratificación social y un complejo sistema vial.
Las interpretaciones postulan ¡inexistencia de federaciones de aldeas sr>mp-
tidas a la autoridad de los jefes de linafe, con una incipiente.organización_esta-
t^,(R eichel Dolmatoff, 1977: 93-94); de un particularismo local y una política
hegemónica independiente (Bischof, 1968); también hablan de desarrollo cultu­
ral diferencial (Oyuela, 1987a, b). Las investigaciones recientes distinguen va­
rios sectores urbanos correspondientes (a) talleres artesangles. depósitos, v i v í p n -
4aá.ynifamiliares, espacios públicos, como j^azás y'recintos ceremoniales. Las
tumbas presentan un tratamiento diferencial de los muertos; cammos de
circulación interria entre las unidades de vivienda y caminos extexjQ£is_que evi­
dencian la gran importancia que tuvo para los aborígenes de la sierra la movili­
dad entre los diferentes pisos térmicos..
LAS SOCIEDADES DEL NORTE DE LOS ANDES 339

Ilustración 26
REGIONES NATURALES DE COLOMBIA

e e A O O R

Fuente: M aría Victoria Uribe.


LAS SO CIED AD ES DEL NO RTE DE LOS ANDES 34|

R EG IO N A LISM O , M IG RA CIO N ES INTERNAS Y FRA G M EN TA CIÓ N POLÍTICA


EN LO S SIGLOS AN TERIO RES A LA CON QUISTA

Al hablar del suroccidente andino, las crónicas españolas describen ^ ñ ^ o sa ico


de_cacicazgos locales ^sím iles, con diferentes niveles de complejidad social, di­
versidad lingüística y fragmentación política regional. Este>ibigarrado^mo_saico
de etnias estaba a rtic u la ^ po^un intercambio generalizado de productos y ma-
terias primas cuyo manejo dependía del cacique y de su séquito, y por guerras
endémicas continuas.-jDestacan, entre ellas, las sociedades indígenas del alto y
medio valle del Cauca, las cuales presentan una combinación de rasgos tribales
con formas sociales complejas caracterizadas por prácticas antropofágicas (Pine­
da Camacho, 1987: 85; Llanos, 1981; Trimbom, 1949). Esta zona del país fue
conquistada y colonizada por lugartenientes de Pizarro y Belalcázar procedentes
del Perú, acompañados por indios yanaconas que hablaba el quechua. Ello ex­
plica {^presencia de quechuismos entre las lenguas aborígenes.
La cordillera oriental, la Sierra Nevada de Santa Marta y los Andes venezo­
lanos estaban densamente poblados por grupos indígenas como lo^m uijcas del
altiplano cundiboyacense y los laches^ guanes, chitareros y tunebos de la monta­
ña santandereana, entre otros, pertenecientes al grupo lingüístico macrochibcha.
Compartían formas de organización social, patrón de asentamiento y tradicio­
nes alfareras y metalúrgicas emparentadas con un posible origen común y un de­
sarrollo local muy marcado. Fueron conquistados por españoles que, proceden­
tes de la costa Caribe, remontaron el río Magdalena hasta llegar al Altiplano. Al
igual que en épocas anteriores, el poblamiento tardío de esta región presenta un
carácter dual; atidino en cuanto al entorno físico y sus correspondientes adapta- /
ciones, y circumcaribe por sus vínculos culturales con la costa caribe y con Cen-/
troamérica (Langebaek, 1986: 138-139; Lleras y Langebaek, 1987). f
(La) zona del Magdalena medio fue lugar de asentamiento tardío de grupos
seminómadas y guerreros de filiación! karib como ]os p ij^ s , panches^cqlimas,
muzos y otros, con quienes los habitantes del Altiplano sostenían guerras conti­
nuas. La conquista de estos territorios por parte de la Corona fue una empresa
a rric ia d a y lenta.
jEpproceso de incorporación de los Andes colombianos a la economía mun­
dial se ^ jo a parti£ de 1530, con la entrada de íos conquistadores y colonizado­
res españoles a la sabana_¿e Bogotá, lugar que encontraron ocupado por las
confederaciones muiscas.'^^^españoles impusieron ur^tnb^o a los indígenas de
los Andes y. mí:gió_l 3 _£fl£Saiieñda_4>aralela .a. la. fimdAÓón. de pueblas. Hasta
1560 el tributo se pagaba en oro, pero a partir de esa fecha y ante el agotamien­
to del producto debido a su saqueo y pillaje, jo^españoles se contentaron con re- í
cibir de los indígenas los fruros de la úerra. La encomienda, el tributo y la pres- :
tacióiT personal de servicios por parte de la población nativa serían los factores |
determinantes en los procesos de acumulación y enriquecimiento de España en |
la segunda mitad del siglo X V I. ^
13

E L H O M B R E A N D IN O

D u c c i o B o n a v i a y C a r lo s M o n g e C.

El clima de montaña se caracteriza por la disminución de la temperatura ambien­


tal, de la humedad atmosférica y del aumento de las radiaciones solares, pero
fundamentalmente una reducción de la concentración del oxígeno en el aire.
Este último factor es de la mayor importancia biológica, ya que el oxígeno es el
combustible del cual se deriva toda la energía de la mayor parte de los seres vi­
vientes y, entre ellos, el hombre. Si aceptamos que la vida se originó en las pro­
fundidades del mar y que el oxígeno disueito aumenta progresivamente en la su­
perficie de éste y más aún en el agua de río, para llegar al aire atmosférico de
nivel del mar donde se alcanza la máxima concentración posible de oxígeno en la
naturaleza, podemos hacernos una idea de cómo el clima de montaña presenta un
formidable desafío al habitante de altura (Monge y Whittembury, 1976). En efec­
to, a través de la evolución los animales migraron a la superficie del mar, al agua
de río y finalmente evolucionaron por largos periodos en el ambiente de nivel del
mar rico en oxígeno. La invasión del nicho de montaña se hizo en forma tardía,
cuando los órganos respiratorios se habían adaptado al ambiente de nivel del mar
que permite, por ejemplo, que los pulmones del humano mezclen el gas de salida,
anhídrido carbónico, con el oxígeno inspirado, produciendo.-así .una fuerte baja
del oxígeno pulmonar. Este ineficiente mecanismo es tolerado a nivel del mar,
pero no así en la altura, donde los pulmones no son capaces de corregir esta inefi-
ciencia, con la consecuente baja de oxígeno en la sangre que va a los tejidos. El
hombre de altura tiene entonces que desarrollar mecanismos adaptativos que han
sido motivo de investigación por largos años en el Perú y, más recientemente, en
otros países andinos y de los Himalayas. Estos mecanismos de adaptación reauie-
ren de un aumento significativo d £ ja función pulmonar que, si es cierto._que no
logra compensar la baja oxigenación~3é~la sanare, mantiene al organismo en con­
diciones satisfactorias de reposo y aun de ejercicio intenso. Sin embargo, aun a
nivel del mar ja) función pulmonar disminuye con la edad y esta disminución no
es tolerada en la altura como lo es a nivel del mar (Winslow y Monge, 1987). //
Para poder poner al hombre andino en su contexto biológico, debemos com­
pararlo con mamíferos como los camélidos sudamericanos, que son considera­
dos animales con adaptación genética al ambiente de altura. Una marca genética
que poseen muchos animales de altura consiste en tener una hemoglobina que se
344 DU CCIO BO NAVIA Y CARLOS MONGE C.

une al oxígeno más fuertemente que aquella de los animales de nivel del mar, lo
que se ^ n o c e como «alta afinidad». Una segunda propiedad de los animales de
altura la de no experimentar un aumento de glóbulos rojos (policitemia),
como lo hacen los animales oriundos de nivel del iñ arT íl ser humano, ya sea de
nivel del mar o nativo de la altura, carece de estas dos propiedades característi­
cas de los animales genéticamente adaptadc^ Estos estudios comparativos y
otros de genética de poblaciones indican que -'gl)hombre de altura debe pagar un
tributo m ^ o r que los animales con adaptación genotípica. Parecerá sorprenden­
te al lector que consideremos la policitemia, tradicionalmente estimada como el
factor fisiológico de adaptación por excelencia, como un factor limitador del hu­
mano en su capacidad de adaptación a la altura (Monge y León-Velarde, 1991).
La razón para esta afirmación está dada no sólo por la ausencia de policitemia en
los animales genéticamente adaptados a la vida en la altura, sino de estudios re­
cientes que han mostrado los efectos negativos de un elevado número de glóbulos
rojos en la sangre de los hombres que habitan a grandes alturas. Estos efectos ne­
gativos se deben a que la policitemia, cuando es excesiva, dificulta el aporte de
sangre a los tejidos en áreas vitales, dando como resultado una menor oxigena­
ción de las células que conforman los tejidos. Esto explica la mejoría que experi­
mentan los habitantes de altura con policitemia excesiva cuando se someten a
una sangría. Desgraciadamente este beneficio es temporal, ya que la formación de
nuevos glóbulos rojos hace que el cuadro se repita (Winslow y Monge, 1987).
Si bien es cierto que la altura, como fenómeno natural adverso al hombre, ha
sido percibida casi seguramente desde que éste entró en contacto y tuvo que en­
frentarse con ella por la falta de escritura en los pueblos andinos, en verdad no sa­
bemos cuál fue la reacción del ser humano ante este reto de la naturaleza. La única
evidencia que nos queda es la tradición oral recogida por los cronistas hispanos,
en los que hay apreciaciones sobre el tema, como veremos más adelante. Pero se
refiere a los últimos tiempos de la historia andina, es decir, al Incario o poco antes,
y esto representa sólo un pequeño segmento de esta historia, si la consideramos
dejde el momento ^ que el primer humano pisó el continente sudamericano.
En este sentido'Ja)arq ueología nos es de poca ayuda, en cuanto las huellas de
la agresión climática, en este caso concreto de la altura, no se pueden deducir
por lo que queda del hombre, ya que ello afecta fundamentalmente a sus partes
destructibles y a su conducta. Alguna huella indirecta, sin embargo, puede ayu­
dar para la interpretación del fenómeno.^
Hay que decir que, hasta ahora, los arqueólogos no se han interesado por
esta faceta de la historia del hombre en este continente, a pesar de que ésta ha
desempeñado y desempeñando no sólo un papel importante, sino decisivo, en la
fisiología y también en muchos aspectos de su cultura. Éste es un tema que se de­
berá estudiar en el futuro de forma más sistemática.
Como es sabido, las primeras bandas de hombres aparecen en el continente
sudamericano al final del Pleistoceno, es decir, cuando la última glaciación estaba
terminándose pero sus efectos estaban aún vigentes. Hay que tener en cuenta,
pues, que el mundo con el que se enfrentaron aquellos hombres era muy diferente
del actual. Es decir, en las tierras altas hacía mucho más frío y la línea de nieves
era más baja. La costa, debido a la bajada del nivel del mar, era mucho más exten­
EL HOMBRE ANDINO 345

sa de lo que es hoy en día y, hacia el interior, era más húmedo y con correntadas
más o menos permanentes, aunque ya hacia fines del Pleistoceno, en términos ge­
nerales, había alcanzado la misma aridez de hoy. Todo este cuadro, obviamente,
repercutía profundamente en la flora y la fauna.
Cuando, hacia el año 10000 a.n.e., se produjo la transición del Pleistoceno
al Holoceno, el hombre tuvo que enfpíntarse a la crisis climática, que se trans­
formó para él en una crisis c u ltu r a l.Q ^ ^ debejalúdar-queJo^ £aza.dorje.sJieco-
lectores que llegaron a América eranHos herederos de aquellos cazadores del
Viejo~KIunddí que durante millones de años se habían enfrentado a los fenóme­
nos glaciares y que, como respuesta, habían Meado una cultura que les permitió
vivir en condiciones normales en ese medio.(La crisis climática significaba la de­
saparición de ese mundo y con él la imperiosa necesidad de modificar los meca­
nismos culturales para adaptarse al cambio, 'f
No hay aún suficientes estudios para poder saber a ciencia cierta cuáles fue­
ron las rutas que siguieron los primeros grupos de humanos cuando se encontra­
ron por primera vez en la parte meridional de América, después de haber supe­
rado el istmo centroamericano. Nosotros (Bonavia, 1991: 64 passim ), a la luz de
las evidencias actuales, hemos propuesto varias teorías que no son excluyentes
(Ilustración 1).
Unos grupos sin duda debieron tomar la ruta oriental, que los llevó a la que
es hoy (|^ gran área amazónica. Sin esta entrada no se podría explicar la pobla­
ción temprana de e s a ^ r te del continente. Y aunque aún no se haya dilucidado,
hay indicios cada vez más claros de que durante el máximo repunte glaciar exis­
tía un corredor de sabanas que se extendía prácticamente desde la parte meridio­
nal de los Estados Unidos, es d^dr, desde Florida, hasta el Norte de Argentina
(Marshall, 1985; Webb, 1978).C^distribuc^^^ actual de las sabanas en la parte
este de Sudamérica es un claro vestigio de esto-í^-
Pero lo que más nos interesa son aquellos grupos humanos que empezaron a
poblar la parte occidental^ 1 continente, ya que allí se extiende de Norte a Sur
la gran cordillera andina. este sentido consideramos que la zona costera de-
bió presentarle al h o m b r e serias dificultadas. Los estudios de reconstrucción del
paleoclima demuestran que la parte central de la costa pacífica de Chocó, en Co­
lombia, ha sido una especie de refugio selvático que se mantuvo sin mayores
modificaciones cuando se produjo la contracción de la selva tropical. Ese am­
biente no fue el ideal para el tránsito del hombre.
Siguiendo hacia el Sur, es posible que la zona costera se haya podido utilizar,
hasta lo que es hoy el límite entre el Ecuador y el Perú y, posiblemente, la; parte
extrema septentrional del Perú. Pero sólo hasta allí, pues los desiertos costeros
peruanos, interrumpidos por los oasis de los ríos, no eran los ambientes ideales
para permitir el paso longitudinal de los grupos de cazadores-recolectores.
De modo que todo hace pensar que la mejor ruta para el paso de las hordas
de estos cazadores-recolectores haya sido la de los valles de altura media, que son
justamente los de los ríos Cauca y M agdalena y que corren en sentido Norte-Sur.
A partir de ahí, no habría ningún problema en seguir los otros valles interandinos
de alturas similares y, de esta manera, desplazarse a lo largo de la cordillera andi­
na hasta el extremo sur del continente. En dichos valles el hombre pudo encontrar
3 46 DU CCIO BONAVIA Y CARLOS M ONGE C.

Ilustración 1

cordillera andina

sabana en tiempo de g laciació n máxima

sabana actual

M apa de Sudamérica que muestra las posibles rutas de acceso que pudo seguir el hombre,
cuando inició el poblamiento de esta parte del continente. Se indica la distribución de las
sabanas al Este de los Andes, en la actualidad y en los tiempos de glaciación máxima.
Tomado de Duccio Banavia, 1991. Para la distribución de las sabanas se han tomado
como base los mapas de Larry G. Marshall, 1985.
EL HOMBRE A N DIN O 347

las manadas de camélidos y cérvidos que constituyeron la base inicial de su eco­


nomía, que sin duda fue ampliada con algunos animales menores y con la recolec­
ción de plantas. Muy a menudo se olvida que las plantas han jugado un papel
muy importante en la alimentación humana prácticamente desde los orígenes.^
Por otro lado, hay que tener en cuenta que hacia fines del Pleistoceno, es de­
cir, cuando estos hombres aparecieron por primera vez en el escenario andino,
los valles de altura media sí eran fríos y estaban cubiertos de nieve, pero en con­
diciones que no podían compararse con los del área ártica que algunos de ellos,
los más viejos, habían conocido años antes y de los que sin duda los más jóvenes
tenían el recuerdo a través de la tradición oral. En otras palabras, las dificultades
que estos cazadores pudieron encontrar en los valles interandinos no ^ ero n exac­
tamente las climáticas; fueron de otra naturaleza, como por ejemplo ^ diferencia
de fauna con respecto a la que habían dejado atrás en ecologías diferentes o — y
ésta fue la peor sin duda y es la que nos interesa en este trabajo— la de la altura, f
Sin embargo, en un principio no debió entrar en juego, pues sencillamente
las zonas altas eran inaccesibles por estar cubiertas de nieves perpetuas. Hay que
decir que no se cuenta con toda la información geológica necesaria para poder
seguir a lo largo de la cadena andina este fenómeno que condicionó la bajada de
estos grupos humanos. Por los estudios que hiciera Wright (1980) en el Perú
central, sabemos por ejemplo que el último avance glaciar, y que fue además el
mayor, tuvo lugar aproximadamente entre 12 000 y 13 000 años a.p. y que en
ese momento la línea de nieves alcanzó hasta los 4 600-4 300 msnm. Y que el lí­
mite actual, es decir, 4 900-4 800 msnm, se estableció solamente entre 12 000 y
10 000 años a.p. Pero no hay que olvidar que en lado occidental de los Andes las
diferencias de clima y paisaje varían muchísimo según la latitud, en función de
una serie de factores que no viene al caso mencionar (Troll, 1958), hasta el pun­
to que Hastenrath (1967) ha encontrado la evidencia de que en el Norte perua­
no la línea de nieve bajó hasta 3 700 msnm.
Pero al margen de estos datos concretos, la mayoría de los especialistas están
de acuerdo en que durante la última glaciación la cota de nieve en los Andes cen­
trales estuvo en un promedio de 600 y 800 m por debajo de la actual y esto, insis­
timos, tiene una fuerte implicación para el hombre, ya que significa q u e ^ s cordi­
lleras bajas estuvieron también en gran parte cubiertas de glaciares. Esto no
quiere decir necesariamente que toda la puna estuvo afectada por la glaciación,
ya que no es completamente plana, pero las crestas sí lo estuvieron y desde allí
bajaban las corrientes de agua del deshielo (Kinzl, 1968: 88). ^
Es importante señalar que los hielos, que fueron una barrera para el hombre
en sentido altitudinal, lo que se traduce en términos muy generales en los movi­
mientos de oriente a occidente, no lo fueron para los longitudinales, es decir,
para los desplazamientos humanos en sentido Norte-Sur. La dificultad probable­
mente se presentaba en el momento en que se tenía que salir de los valles y atra­
vesar las montañas, dado que las abras que están situadas por encima de los
4 2 00 msnm, por lo menos entre los 5° y 10° de latitud Sur, no se pudieron cru­
zar hasta 10 000 años a.p. (Dollfus y Lavallée, 1973).
De todo este cuadro se desprende que hubo un territorio muy amplio, que
estaba por debajo de los límites altitudinales que hemos mencionado, en el que
348 DU CCIO BONAVIA Y CARLO S MONGE C.

el hombre pudo vivir y desarrollar sus actividades diarias durante los últimos
20 0 0 0 años. Pero cuando se llegó a la crisis climática que marcó el fin del Pleis-
toceno y los preludios del Holoceno, al retroceder los glaciares al hombre se le
abrió la posibilidad de penetrar en las tierras de altura.
Los efectos de la altura los debió sentir el hombre desde el primer momento
en que entró en contacto con ella, pero es posible que su mismo modo de vida
los mitigara inicialmente. Pues, como cazador-recolector nómada, estaba obliga­
do a buscar su sustento en una fauna que aún no conocía bien y, además, en un
' medio nuevo, de modo que retrasaría su subida a las alturas.^1 mismo her.hn de
.1 ^ sentirse bien tuvo que crearle una sensación de temor, que muy probable­
mente se atribuyó a fenómenos sobrenaturales. ^
Tenemos la impresión de que en la entrada en altura hubo una interacción in­
voluntaria e inconsciente entre el hombre y los animales. Estamos pensando sobre
todo en los camélidos. Debió pasar cierto tiempo hasta que estos animales que
nunca habían visto a este otro animal, el hombre, se dieran cuenta del peligro real
que éste significaba. Pero, frente a la presión de estos expertos cazadores, que muy
rápidamente comenzaron a diezmarlos, los camélidos se vieron en la necesidad de
crear mecanismos de defensa y el más lógico lúe el de buscar refugio en aquellas
^ zonas que les ofrecían cierta seguridad.^Y como ellos por su propia fisiología no
' tenían dificultades para vivir en la altura y siendo además la única alternativa que
les quedaba, se aventuraron y obligaron al hombre a seguirlos. Hay que decir que
cuanto hemos expuesto es una hipótesis en la que viene trabajando uno de los au­
tores (Bonavia) y las evidencias arqueológicas parecen avalarla hasta ahora.
Podemos suponer que las pequeñas bandas que se aventuraron en las altu­
ras, una vez superado el malestar inicial, se establecieron, pero sin duda se vie­
ron afectadosCpor)una infertilidad tetnporal, flue„ es una de las manifestaciones
típicas de la agresión de las alturas en el hombre. De modo que la población al­
te andina inicial debió mantenerse dentro de ciertos límites de estabilidad demo­
gráfica, hasta que el fenómeno se superó. Es decir, hasta que se produjo lo que
que uno de los autores (Monge C.);^ti§í^efi_nido como «incremento de la toleran­
cia». A esto hay que añadirle el precio invisible de la selección natural, que sin
^duda, actuó inexorablemente, /y
Es difícil decir cuánto tiempo duró esta fase inicial, que le permitió al hom­
bre instalarse en las tierras altas; lo que sí es seguro es que hubo todo el tiempo
necesario para que el proceso de selección se diera. Nosotros (Bonavia, 1991:
73) hemos hecho un cálculo muy conservador que nos permite suponer que re­
correr la distancia entre el istmo de Panamá hasta la zona centroandina Ies debió
llevar a los primeros llegados a este continente unos cien años. Y si se tiene en
cuenta que el_prpmedio_dejyida_d.el honibre en esos dem^qs, por loqu e se sabe,
oscilaba entre los 2 0 y los 40 años (Vallois, 1937), es decir un promedio de su­
pervivencia de unos 30 años de edad, esto significa que el viaje se habría realiza­
do en el transcurso aproximado (de)tres generaciones. Y si como se sabe, estas
poblaciones estaban sujetas sin duda alguna a un stress de selección natural muy
fuerte, que no daba ninguna posibilidad de supervivencia al más débil o al inca­
paz, en ese tiempo ^ )pudo producir de hecho una cierta selección racial adecua-
da a determinado medio.
EL H O M B R E A N D I N O 349

Ilustración 2

Límli* ln<«rior da !• pM nna

Llniiia laa rtttvM

LCmitc m edio M

R« g i « n
i!
Adaptación de Duccio Bonavia del original de Cari Troll, 1968. Escalonamiento climáti-
co-ecológico de los Andes meridionales del Perú y Norte de Bolivia.

Las evidencias arqueológicas demuestran que el hombre se aventuró rápida­


mente por las tierras costeñas hasta el nivel del mar, por medio de desplazamientos
laterales y utilizando las vías naturales de los ríos (Bonavia, 1991: 94 passim). Esta
migración fuera del ambiente y el cruce racial con individuos que se habían estable­
cido en otros medios hacían desaparecer rápidamente estas ventajas (Ilustración 2).
Un estudio del hombre andino a través del tiempo, analizado en función de
la altura y en términos históricos, si bien ha sido intentado (Monge Medrano,
1942), ha quedado a un nivel muy superficial. Habia pues que hacerse un estu­
dio profundo. Pero existen algunos, muy generales, que no podemos dejar de
mencionar. Por ejemplo, hay un fenómeno que probablemente a lo largo de toda
la historia prehispánica ido mitigando la agresión j e la altura sobre el hom-
bre. Si se analiza esta historia, se verá queSOn^ígena andino tiene una caracte- I
ristica muy oarticuiar, a nivel individual y de grupo, que consiste en una gran
movilidad. @ h o m b re de los Andes se mueve continuamente, a menudo sólo en
una trashumancia temporal, pero para los efectos del caso es lo mismo. Por otro
lado, se ha comprobado que en algunas partes del territorio andino se dio el fe­
nómeno que percibiera Monge Medrano (1963) y que estudiara con detalle M u­
rta (1972), y que ^ h a definido como «verticalidad»^ Éste fue un mecanismo
que le permitió al poblador andino tener acceso a diferentes ecosistemas con to­
das las ventajas, pero residiendo en un punto central que le facilitara desplaza­
mientos hacia las partes altas o bajas, sin la necesidad de establecerse definitiva­
mente en ello s.'ts decir, se podía contar con los productos de cada uno de estos
ecosistemas aprovechando las poblaciones locales(v^evitando la agresión climáti­
ca que hubiera sufrido un movimiento masivo de población en un ambiente que
no era el suyo./^Son sin duda mecanismos culturales que se desarrollaron a base
350 DUCCIO B O N A V I A Y C A R L O S M O N G E C.

de una experiencia milenaria y que el hombre andino supo capitalizar a su favor.


Esto fue percibido por los cronistas hispanos; así. Polo de Ondegardo (1940:
193) escribió en 1561: «Tuvieron estos yndios gran quenta que los de tierra fría
no baxasen a caliente, ni al contrario». Lo mismo fue agudamente observado
por Diez de San Miguel (1964: 246) en 1567, cuando comentó sobre los indios
de la zona costera de Moquegua: «[,..] que éstos son muy pocos indios como pa­
rece por la visita y de tierra muy caliente en metiéndoles en tierra fría que lo es y
mucho cuatro leguas de su pueblo se mueren y se van acabando todos deberíase
mandar que estos indios no sean compelidos a ir con cargas fuera de su temple y
natural para ninguna parte». Mientras al mismo tiempo Melchior de Alarcón de
Chuquito, en el Altiplano, al referirse a los indios que bajaban a la costa, dijo:
«[...] y el perjuicio Ies es grande no tan solamente por disiparse de su ganado
cuanto por las enfermedades que allá cobran y el morirse en los dichos valles por
ser serranos» (Diez de San Miguel, 1964: 139).
Esta agresión de la altura, como es normal, la sintió desde un inicio el euro­
peo y los síntomas fueron sin duda los mismos que sufrieron los primeros pobla­
dores andinos. Por ejemplo, orobletnas de la infertüidadJpicial de losjque
fueron a vivir en la altura hanquedáHo muy bien documentados- en un escrito
anónimo que debe ser fechado ^ tr e 1571 y 1572 (Anónimo, 1965: 51), y que se
refiere ’a lo s primeros pobladores del Cuzco. Allí, entre otras cosas, se explica
que «En este valle [el autor anónimo se refiere al valle de Yucay, cercano al Cuz­
co, pero de menor altura] era la recámara del inga y su recreación, porque es el
temple más apacible y no tan frío como el del Cuzco. Diéronse en él solares a to­
dos los vecinos del Cuzco, porque al principio que se descubrió la tierra no se
criaban niños en el Cuzco y llévanlos a criar allí». Y esto lo confirmó Reginaldo
de Lizarraga (1968: 62), quien al describir el Cuzco a fines del siglo XVI, señaló:
«El temple es frío y desabrido, y luego que los españoles poblaron, no se criaba
ningún niño mero español; ya se crian y en cantidad». Y lo mismo sucedió con
los españoles que se establecieron en Potosí. Nicolás di Benino (1965: 374) nos
ha dejado una vivida descripción de 1573, que dice literalmente: «Al principio
de la fundación de esta villa era tan crudo el temple, que ninguna cosa de las di­
chas se podía criar [y aquí el autor se refiere a los animales], y las mugeres que
estaban de parto, por no peligrar en él, se iban a los valles que hay alrededor de
esta villa a ocho y a diez leguas, porque así ellas como las criaturas por maravi­
lla escapaban; y todo este rigor se halla templado de suerte, que no es menester
que las mugeres salgan de la villa, y críanse tan bien los muchachos, que hay
cuatro o seis escuelas de ellos y todas muy llenas de muchachos en esta villa».
Estas tempranas o b s^ a c io n e s encajan muy bien con datos experimentados en
animales que, luego ^ un periodo de aclimatación, recuperan la fertilidad dis-
minuida en la altura. Monge M'edrano (comunicación personal) comentaba que
en su experiencia clínica el fenómeno se daba en parejas al nivel del mar que al
subir a la altura pasaban por ^ periodo de Ánferlilidad-temporal. Esta agresión
se hizo patente en los animales que los europeos introdujeron en los Andes, que
durante mucho tiempo tuvieron problemas para la reproducción. En una rela­
ción que nos ha dejado para la provincia de los Collaguas, en el departamento
de Arequipa, Ulloa Mogollón et al. (1965: 84) y escrita en 1586, dice muy clara-
EL H O M B R E ANDINO 351

Ilustración 3

Distribución vertical de los climas con heladas en los Andes ecuatoriales y tropicales, en
relación con el límite superior de la agricultura y la región de nieves perpetuas: 1) Límite
normal de la helada. 2) Zona altitudinal con la cantidad máxima de días con cambio de
helada y deshielo (33 0 -3 5 0 días por año). 3) Límite superior de la agricultura. 4) Zona
de cultivo con heladas regulares. 5) Límite de las nieves perpetuas. 6) Zona de nieves
perpetuas. Adaptación de Duccio Bonavia del original de Cari Troll, 1968.

mente: «[...] hay ovejas de Castilla y cabras, aunque pocas; no se dan vacas, ga­
llinas hay pocas, porque no se crían por ser tierra fría». Y Dávila Brizeño (1965:
156), por el mismo año, es decir, en 1586, refiriéndose a la provincia de Yauyos
en las serranías de Lima, escribió: «[...] porque a la parte de Oriente desta dicha
cordillera, en la parte que le cabe a esta dicha provincia.C^ muy fría, por venir
los aires muy fríos por ella; y así, no sirve sino de pasto de ganado de la tierra [la
referencia es a los camélidos], que lo de España, por su mucho frío y aspereza,
no se cría en ella». Y es interesante que en 1615 el problema subsistía, pues el
padre Cobo (1964: 74), al referirse a las vacas, ovejas, puercos, cabras, yeguas,
asnos y gallinas que se habían introducido en las serranías, comenta: «[...] aun­
que viven y se mantienen en este temple [o sea en la altura], no crían, porque
con el rigor del frío se mueren las crías y pollos».
La agresión de la altura puede llegar al extremo de matar y una escena dra­
mática nos ha sido dejada por el padre Diego de Ocaña (1987: 164), que escri­
biendo probablemente en 1605, narra una experiencia suya en Potosí: «Este ce­
rro es muy alto y muy bien hecho. Solamente tiene a la parte del occidente un
poquito de corcova. Ha menester la muía que hubiere de subir hasta arriba,
donde está una cruz, ser muy buena; y gástase medio día en subir arriba, y con el
calor de los metales falta el aliento, ansí a las cabalgaduras como a las personas.
352 DUCCIO BONAVIA Y CARLOS MONGE C.

y muchas que quedan muertas entre las piernas, como yo vi un caballo, que su­
bía su dueño con alguna prisa y se le quedó muerto allí». Es interesante ver
cómo este sacerdote no se dio cuenta de las causas del fenómeno y lo atribuye al
«calor de los metales» cuando se trata de una clásica sintomatología de soroche.
Pero ello no debe llamarnos la atención, pues en 1857 un hombre de la prepara­
ción de Raimondi (1942: 26) nos da una buena descripción del fenómeno, sin
llegar sin embargo a explicarlo. Es así que subiendo por la cordillera de la Viu­
da, en la sierra central peruana, anotó en sus cuadernos de campo: «Tanto los
hombres como los animales, al pasar por la cordillera, padecen de una especie
de embriaguez, causada por la rarefacción del aire. Los del país atribuyen este
malestar a la emanación de anrimonio. y le dan el .nnmhre .de ^ e t a ” o “soro­
che’*. Lo~cierto es que tres veces pasé la cordillera y las tres padecí de un fuerte
dolor de cabeza en la región cerca a la nuca; y esta vez, en el paso de la Viuda,
también mi muía cayó dos veces; los naturales de la región aseguran que es un
caso muy raro que, cuando la muía cae por la “veta”, pueda levantarse nueva­
mente, pues casi siempre queda muerta. La segunda vez que cayó mi muía, pude
observar que sus ojos se torcían y sus piernas se estiraban».
Pero es interesante notar que si bien hay una buena cantidad de información
en los cronistas que, directa o indirectamente, plantean los problemas de la altu­
ra, sólo el padre Acosta, ese jesuíta visionario que hizo agudas observaciones so-
bre efcontinente americano adelantándose a sus tiempos, hizo en 1573 una no­
table interpretación del mal de altura que él atribuyó al enrarecimiento del aire
que «[...] está allí tan sutil y delicado, que no se proporciona a la respiración hu­
mana, que le requiere más grueso y más templado» (1954: 66), lo que concuerda
con la verdad científica. Y como escribíamos en otra oportunidad (Bonavia et
al., 1984), la interpretación que hizo el padre Acosta del proceso de aclimata­
ción es verdaderamente notable, pues llega a afirmar que el soroche es más fre­
cuente en quienes «suben de la costa de la mar a la sierra, que no en los que
vuelven de la sierra a los llanos» (Acosta, 1954: 65).
En un cronista tardío, el padre Cobo (1954: 75-76), que escribió en 1615, en­
contramos una excelente descripción de los efectos del soroche. «El aire desta tan
encumbrada tierra es tan seco y sutil y delgado, que a los que de nuevo pasan por
aquí, especialmente si suben de la tierra caliente de los Llanos y costa de la mar,
como acontece a los que desta ciudad de Lima caminan a las de la Sierra, les falta
el aliento; y no sólo a los hombres, sino también a las cabalgaduras, las cuales, su­
biendo por estas frías cordilleras, se paran a cada paso a tomar resuello; y hom­
bres y bestias se entorpecen y almadean, como lo hacen en la mar los que de nue­
vo embarcan, sin que la persona pueda comer bocado mientras le duran las
bascas y revolución que siente de estómago, con que viene a trocar cuanto en él
tiene. Con estar yo por tantos años hecho a esta tierra, tres veces que he subido de
los Llanos a las provincias de arriba, al atravesar estos páramos he sentido esta
destemplanza de estómago; y la segunda vez me almadeé muchísimo con grandes
bascas y vómitos, no habiéndome almadeado por la mar en muchas navegaciones
que he hecho; sucedióme esto en 1615, por el mes de diciembre, atravesando la
cordillera por las minas del Nuevo Potosí; en las cuales me hallé tan fatigado, que
desconfiado de recobrar la salud, pedí a los compañeros que me dejasen allí morir
EL HOMBRE ANDINO 353

y pasasen adelante, porque yo no me hallaba sino para dar allí el alma, porque en
dos días no había podido pasar bocado. Animáronme que subiese a muía, porque
ya desde allí comenzábamos a ir bajando, y apenas habíamos andado dos leguas,
cuando saliendo de aquella destemplanza de aire y comenzando a gozar de otro
más benigno, me hallé de repente bueno y con ganas de comer. Y es que, así como
esta indisposición es súbita, causada de los aires sutiles y destemplados de la
puna, así, en sahendo de aquel rigor de temple, se quita instantáneamente».//
Es interesante señalar que una de las recomendaciones que se dan hoy al viaje­
ro que quiere subir a las alturas tiene estrecha relación con las descripciones que
nos han dejado estos tempranos observadores. Se recomienda el ascenso lento
dentro de lo posible, la ingestión de alimentos azucarados en pequeña cantidad
para evitar la náusea, mantener normal la glucosa de la sangre y evitar el ejercicio
intenso. Es conocido asimismo que un rápido descenso es el mejor remedio para el
mal de montaña agudo. Pues bien, tenemos la evidencia, curiosamente, de que por
lo menos en un lugar ello se ponía en práctica por lo menos en forma parcial y
probablemente intuitiva. El camino incaico que de la costa central peruana llevaba
a las serranías pasaba por un lugar muy famoso, a 4 575 msnm, conocido como
las «escaleras del Pariacaca» (Bonavia et a i , 1984), que se volvieron proverbiales
en los tiempos de la colonia, pues esa ruta se convirtió en el camino obligado para
dirigirse a Jauja y de allí al Cuzco. Cieza de León, el famoso cronista que estuvo
en el Perú entre 1548 y 1550, lo describe como «un camino [...] que va a salir al
valle de Xauxa, que atraviesa por la nevada sierra de Pariacaca, que no es poco de
ver y notar su grandeza» (1967: 196-197). En dicho tramo del camino muchísima
gente sufrió los efectos de la altura _y_í^?. gHo nos han quedado patéticos relatos.
Pues bien, en la parte intermedia entre la costa y las alturas de Pariacaca, a 3 146
msnm, hay un pueblo llamado Huarochirí, donde los viajeros descansaban antes
de iniciar la difícil subida, aclimatándose sin duda sin saberlo. Es revelador, en
este sentido, el relato de Dávila Briceño (1965: 161) hecho en 1586: «Es el tambo
deste pueblo de Guadocheri el de más gente caminante de todo este reino y a don­
de mejor recaudo se da, y así, hay de ordinario mucha gente y cabalgaduras en él,
que con haber cuatro casas muy grandes y muy largas, no cabe la gente caminante
en ellas; y es la causa, que como desde dicho pueblo de Guadocheri hasta el valle
de Xauxa hay diez y ocho leguas de despoblado y tierra tan fría con la cordillera^
de nieve, que por ella atraviesa el camino real, ansí los que van como los que vie- ¡
nen, descansan un día o dos en este dicho tambo y pueblo, ansí los dichos pasaje­
ros como sus caballos, ansí los unos aparejándose para pasar este dicho despobla­
do, como los que vienen, descansando del trabajo que han pasado». í'
Un breve comentario sobre el moderno conocimiento (í^ la biomedicina de
altura nos permitirá establecer un puente entre nuestra revisión Tirstórica y sus
relaciones con la vida presente del poblador andino, quien, tanto antes como
ahora, siente los rigores de un cjima de alti^ ajju e no tie^ne paraj^olcon.ningu­
na otra zona geogr'áficardel mundo//Desde un punto de vista darwiniano, para
mantener la pureza genética se r^u iere un largo aislamiento geográfico y un
grado intenso de consanguinidad. Los estudios históricos muestran la tendencia
migratoria ancestral del hombre andino, que no favorece la pureza racial y la
adquisición de caracteres genéticamente fijos. ^
354 DUCCIO BONAVIA Y CARLO S M O N G E C.

El establecimiento de una tradición cultural muy larga e ininterrumpida en


el Altiplano alrededor del lago Titicaca, siendo la más notable la de thiahuana-
co, indica que el poblador andino pudo vivir satisfactoriamente a una altura de
alrededor de 4 000 msnm pese a que a esa latitud el frío es mayor que en los An-
des_ecuatqriales. Debemos anotar al respecto que existen dos condiciones que
aumentan la demanda de oxígeno por parte del organismo: feljejercicio y el frío.
E s probable que la vida pastoril y agrícola del hombre altiplánico, cuya deman­
da de actividad física intensa es limitada, haya sido un factor que pudo contri­
buir a la menor demanda de oxígeno y permitir así el aumento de la adaptación
a esta considerable altura y baja latitud.'*fen los valles interandinos el clima me­
nos frío se sumó al uso de la verticalidad agrícola, que permite una intermitencia
de la exposición a la gran altura.
Es importante tener en cuenta la catástrofe poblacional que sufrió el indíge­
na peruano después de la Conquista como consecuencia @ las enfermedarlps in-
fecdosas introducidas desde Europa v que diezmaron la población. La recompo­
sición de esta población debió de producir una gran mezcla genética entre los
diversos componentes de esta población, a lo que hay que agregar la mezcla con
sangre europea al comienzo y africana y asiática posteriormente. Es difícil, pues,
considerar al hombre andino moderno como una raza especial de altura y no es
de extrañar entonces que su falta de adaptación genotípica, característica de
ciertos animales capaces de vivir sin dificultad a gran altura, sumada a una esca­
sa selección genética, le confieran una limitada capacidad para aclimatarse de
por vida a grandes alturas.
Si es cierto que no podemos asegurar la pureza genética del hombre andino,
es importante tomar en consideración lo que se ha convenido en llamar adapta­
ción durante el desarrollo .^Cuando se nace en la altura o cuando el individuo de
nivel del mar se traslada a la altura antes de la pubertad, desarrolla capacidades
fisiológicas que alcanzan a las del nativo^Una migración a la altura durante el
' periodo postpuberal deja al migrante en condiciones inferiores a las del nativo
(Ftisancho, 1979). Es evidente que, de no tenerse esto en consideración, se pue­
den producir errores de interpretación que podrían c o n f e r i r la adaptación el
carácter de genotípica, cuando en realidad puede tratarse de adaptación durante
ei desarrollo.
El promedio de vida de una población es de gran importancia en la valora­
ción de la capacidad de adaptación de ella a un medio agreste como es el de altu­
ra. Como se ha dicho anteriormente, los primeros grupos humanos que invadie­
ron el nicho de altura tenían probablemente (@ p rom edio de vida del orden de
3 0 años y, por lo tanto, el número de generaciones por uñíHad He tiempo evolu­
tivo era alto. La vida moderna ha incrementado significativamente el promedio
de vida, haciendo más largo el tiempo evolutivo. Pero más importante aún es
que la naturaleza, al seleccionar una población joven, deja al individuo de ma­
yor edad sin adaptación genética y desprovisto de capacidades de adecuación a
un promedio de vida más compatible con la vida moderna a nivel del mar, don­
de el stress ambiental se va reduciendo progresivamente. Un ejemplo espectacu­
lar de cambio de promedio de vida se da en el Perú, donde e ^ d e 40 años en
1940 y es del orden de 65 años en la actualidad. /,
EL H O M B R E A N D I N O 3 55

Las consideraciones geográficas, arqueológicas, históricas y fisiológicas se­


ñaladas anteriormente nos permiten analizar el efecto de la altura sobre el po­
blador andino moderno, ^ s u capacidad limitada de adecuación a la altura, por
ser un mamífero sin adaptación genotípica, debemos agregar una continua mez­
cla racial que diluye el patrimonio genético de altura que pudiese tener como he­
rencia ^ ^ u ancestro andino. La prolongación de la vida debido a los avances de
la medicina preventiva y curativa no lo capacitan para tolerar un ambiente don­
de el combustible biológico, el oxígeno, es defidente. El ser humano primitivo
ajustó su trabajo a su capacidad de adaptación. El moderno trabaja a un paso
exigido por las normas establecidas a nivel del mar. Tal vez su mejor defensa de
adaptación la constituya el nacimiento en altura, /tr
Finalmente, podemos analizar cuál es el tributo que debe pagar el hombre an­
dino a su medio ambiente enrarecido en oxígeno. Estudios llevados a cabo en el
Perú mostraron que el nadvo de altura puede padecer de una dolencia llamada
\'^mal delmontaña crónico» o «enfermedad de MoneeW(Monge Medrano, 1942).
Esta enfermedad se caracteriza por ¡¿rpaumento excesivo de glóbulos rolos y por
síntomas que afectan principalmente ¿Psistema nervioso y que incapacitan ai en­
fermo para vivir en la altura. La bajada a nivel del mar alivia por completo las
molestias. Se ha demostrado en años recientes que esta enfermedad, considerada
tradicionalmente a nivel internacional como un cuadro clínico que afecta sólo a
algunos individuos susceptibles, es en realidad un proceso que sufre la población
de altura, en mayor o menor grado, cuando aumenta la edad y la altura es consi­
derable (Sime et al., 1975). La razón fisiológica de este fenómeno ha sido esta­
blecida por cálculos teóricos (Monge Cassinelli, 1983), confirmada por pruebas
hechas en la sangre de los pobladores de altura (Sime et al., 1975) y, finalmente,
reconfirmada por estudios epidemiológicos (Arregui et al., 1991). Desgraciada­
mente, las poblaciones mineras de altura considerable, como por eiempÍQ-el_Ce-
rro de Pasco en el Perú (4 300 msnm). están severamente afectadas- por, el.mal.de
montaña crónico, que limita el rendimiento en el trabajo, aumenta la migración
indeseada a las ciudades de nivel del mar y deja al minero relativamente joven
sin contrato de trabajo. U
La afirmación de que el nativo de altura tiene una capacidad limitada para
aclimatarse a grandes alturas parecería estar en contradicción con la visión de
Monge Medrano (1942) y Hurtado (1964), quienes resaltaron la excelente capa­
cidad adaptativa del nativo de altura. Esta aparente contradicción desaparece si
se tiene en cuenta que los sujetos de estudio fueron en general hombres jóvenes
sin policitemia excesiva. Durante el curso de los años el aumento creciente de la
policitemia limita la aclimatación y, en este sentido, afirmamos que la aclimata­
ción humana a la gran altura es limitada. O propio Mon^e Medrano señalaba
que el mal de montaña crónicojiparecía en la cuarta década. Más aún, su des­
cripción de esta eniermedad como una pérdida de la aclimatación a la altura
coincide con el punto de vista que considera al hombre joven bien aclimatado,
pero cuya acÜmatación puede perderse en el curso de los años. Si en tiempos
evolutivos anteriores a (lív id a moderna la vida humana hubiese ten id olad u ra-
ción actual, sin duda la selección natural en el anibieñte"3e altura hubiese opera­
do sobre mdividuos algo mayores, pero necesariamente en edad reproductiva.
356 DUCCIO BONAVIA Y CARLOS M O N G E C.

Como la edad reproductiva está limitada a sujetos relativamente jóvenes, la pro­


longación de la vida, p er se, no puede contribuir en mucho a la selección natu-
! ral.'Tarecería entonces gue(ía)proloneación de la vidfi en Bñns recientes impone
I un límite a la capacidad humana de residir a grandes alturas.^Si a esto se agregan
condiciones ambientales desfavorables propias de la vida urbana e industrial, no
es de extrañar que los recientes estudios epidemiológicos de Arregui et al. (1991)
confirmen y extiendan los resultados de la investigación fisiológica y clínica que
inicialmente se hizo en forma limitada, por necesidad, a un número mucho ma­
yor de personas.
Existe una condición muy diferente, que se conoce en la literatura médica in­
ternacional como mal de montaña agudo, .soroche (Perú) o puna (Argentina, Chi­
le). Esta dolencia se da cuando la persona que vive a nivel del mar asciende a la
altura. La susceptibilidad a esta dolencia varía con la velocidad de ascenso, con la
altura a que se alcanza y con el grado de ejercicio que se hace durante la subida.
Puede afectar al nativo de altura que ha bajado a residir a nivel del mar y que lue­
go retoma a la altura.\No respeta ni edad ni sexo. Los síntomas son conocidos y
en general tolerables y lo fueron más aún cuando el hombre podía ajustar su paso
a sus conveniencias naturales. Creemos que el mal de montaña agudo no fue una
barrera difícil de cruzar para el hombre andino prehispánico, ya que sus jornadas
pudieron adecuarse a las molestias sentidas durante el ascenso, pero sí influye
considerablemente en la vida moderna, donde el transporte a la altura se hace rá­
pidamente y donde las exigencias de trabajo no permiten un periodo de aclimata­
ción adecuado. Los gobiernos de los países andinos no han tomado en considera­
ción el inmenso tributo que se paga a la presencia de montañas dentro de sus
territorios. Algunos ejemplos de la vida cotidiana en el Perú son significativos.
*^Los ingenieros mineros que deben viajar a sus centros de trabajo a gran altura
^ duermen con frecuencia la primera noche en lugares cercanos más bajos, lo que
aumenta el costo de su función y demora la producción. El costo de transporte
' aumenta por la mayor necesidad de combustible y el mayor gasto de los compio-
nentes mecánicos de los vehículos. La contaminación con monóxido de carbono
producida por los vehículos que utilizan derivados de petróleo, tolerable en la
costa, puede ser de efectos catastróficos en la altura. El dilema es arriesgar la vida
o invertir grandes sumas de dinero para dar a los vehículos un mantenimiento
adecuado, que resulta incompatible con los presupuestos.
A los efectos fisiológicos y patológicos propios del ambiente frío y enrareci­
do en oxígeno es indispensable añadir efectos climáticos integrales que modifi­
can la prevalencia y morbilidad de las enfermedades propias del nivel del mar.
Es conocido que el nativo de altura tiene poca inmunidad contra la tuberculo­
sis, enfermedad de alta prevalencia a nivel del mar. El desplazamiento de pobla­
ciones altoandinas a zonas bajas va acompañado de tuberculización rápida, que
constituye uno de los fenómenos observados en territorio peruano. La ausencia
de muchos parásitos propios de las regiones tropicales y costeñas hace asimis­
mo al nativo susceptible de rápida parasitación cuando éste desciende desde los
Andes. Enfermedades pulmonares mínimas, que a nivel del mar son compati­
bles con un estado de salud satisfactorio, adquieren gravedad en el ámbito de
las altas montañas. Estos pocos ejemplos muestran cómo la salud pública de un
EL H O M B R E A N D I N O 357

país montañoso presenta desafíos desconocidos a profesionales cuyo entrena­


miento médico se hace en textos y experiencias que no son siempre aplicables a
un ecosistema en el que la dimensión vertical impone cambios que dependen de
la altura y latitud de las montañas habitadas. Sin duda, la selección natural del
hombre andino, de un lado, favoreció la adaptación a la atmósfera enrarecida
en oxígeno y, de otro, lo aisló de los efectos nocivos de las enfermedades pro­
pias del nivel del m a r^ eb em o s recordar que tanto los Andes como el Himala-
ya colindan con extensas zonas tropicales que se caracterizan por la alta preva-
lencia de gérmenes y parásitos que contrastan c o n ' r e l a t i v a esterilidad del
cim a de alta montaña!* Es sabido también que, antes de la Conquista^ el hom­
bre americano T í o estaba inmunológicamente preparado para la llegada de los
europeos, portadores de enfermedades desconocidas en América.'*Sin duda, este
complejo ecosistema desértico, tropical y montañoso constituyó y constituye
actualmente un formidable desafío al logro de una vida satisfactoria de los paí­
ses andinos.#^
Creemos que esta breve revisión sobre los problemas de adaptación a la altu­
ra del hombre andino pueda ayudar a valorar el problema de salud y de rendi­
miento en el trabajo, que significa tener poblaciones sometidas a la vida urbana e
industrial, en un ambiente donde el combustible biológico, que es fuente de la
energía vital, se encuentra disminuido en la atmósfera que se respira. Este proble­
ma andino, sin duda, se extenderá a las poblaciones de altura de Asia cuando se
urbanicen. Para algunos autores (Beall et a i , 1990) aquéllas están mejor adapta­
das que las andinas, pero es necesario tener en cuenta que viven todavía una vida
rural más compatible con la adaptación a la altura. Éste es un tema que debería
estudiarse más a fondo y mientras aún haya tiempo. En este sentido la experien­
cia andina es sugerente y dramática a la vez.
14

L A S S O C IE D A D E S D E L O S A N D E S S E P T E N T R IO N A L E S

S eg u n d o E . M o ren o Y án ez

EL H O M BR E Y SU E N T O R N O EN LOS ANDES ECUATORIALES

Las diversas formas sociales no son sino variados modos de adaptación del hom­
bre a ecosistemas específicos, considerados estos últimos como las bases mate­
riales de esas formaciones sociales (Cohén, 1973-1974). Andinoamérica septen­
trional, como parté integrante de la América andina, a lo largo de su historia, ha
sido ocupada por pueblos cuya relación con el medio ambiente se ha resuelto a
través de una constante: mar, cordillera y bosque húmedo tropical, que configu­
ra una racionalidad económica integracionista, de corte transversal al eje geo­
gráfico de la cordillera.
El área septentrional andina comprende, según Lumbreras (1981: 55 ss.), el
Sur de Colombia desde el valle del Patía y las cabeceras de los ríos Cauca y Mag­
dalena, todo el Ecuador y el extremo norte del Perú, con límite en el desierto de
Sechura, las sierras de Ayabaca y Huancabamba en Piura, y con probables ex­
tensiones tempranas hacia el Sur. Por ubicarse en la región equinoccial, es una
zona con características ecuatoriales en donde la altitud de la cordillera constitu­
ye un importante factor climático y en la utilización de ios recursos naturales,
combinado con una costa tropical muy definida, con apoyo de la corriente cáli­
da marina de «El Niño». Esta situación ofrece a la región profundos contrastes
climáticos y una enorme diversidad en los recursos naturales. Gracias a la for­
mación de la cordillera en dos ramales principales, el territorio de Andinoaméri­
ca septentrional comprende tres regiones marcadas: la costa húmeda, con un ré­
gimen agrícola típicamente tropical, la sierra, con valles interandinos y gran
variedad de climas, y el Oriente o ceja de montaña que ocupa la «Tierra Firme»
alta de la Amazonia. Es importante señalar que en Andinoamérica septentrional,
donde el Ecuador cruza los dos ramales principales de la cordillera andina, la
ceja de montaña ocupa ambas vertientes, por lo que se podría redefinir el con­
cepto de «Antisuyo» no como el Levante de los Andes, sino como una doble re­
gión situada en las vertientes orientales y occidentales de la cordillera y corres­
pondiente a un clima húmedo tropical. De Norte a Sur, los Andes ecuatoriales
presentan una mayor incidencia de glaciaciones pleistocénicas y de actividad vol­
cánica al Norte del nudo del Azuay, que marca un claro límite con el sector más
360 SEGUNDO E. M O R E N O YÁNEZ

antiguo y erosionado del Sur, donde afloran con más frecuencia las formaciones
terciarias (Sauer, 1965: 206; Salazar, 1988; 80).
Según Jorge Marcos (citado por Lumbreras, 1981: 55), el modelo andino se
repite, a escala reducida, en la costa ecuatoriana, donde la cuenca del río Guayas
desempeña el papel del Oriente o Amazonia, la cordillera de Chongón y Colon­
che equivale a la sierra y las semiestepas de Manabí y de la península de Santa
Elena se asemejan a la costa pacífica. La cuenca del Guayas sería además una
suerte de columna vertebral de los Andes septentrionales, con un régimen agrí­
cola típicamente tropical, en donde la técnica de cultivo mediante el sistema de
«camellones» o campos elevados representa una definición clara en esa direc­
ción. Esta «columna» no sólo ofrece unidad al área, sino que también contribu­
ye a la división y relación entre la sierra y la costa. Constituyen también un as­
pecto fundamental las cuencas serranas, donde se han dado formas similares de
control del riego y técnicas de cultivo mediante camellones (por ejemplo, en Ca-
yambe, en la zona aledaña al lago de San Pablo, etc.) y que fueron bases sustan­
tivas del desarrollo agrícola en los Andes (cf. Gondard y López, 1983; Knapp,
1988). Los pueblos de la costa combinaron una economía marítima (pesca, reco­
gida de mariscos) con la agricultura; los de la sierra, la caza con la agricultura y
la ganadería de auquénidos, mientras que las tribus de la región amazónica es­
tructuraron un modelo de uso combinado de los recursos de la flora y fauna sil­
vícolas con la horticultura (Meggers, 1976). El medio geográfico y las economí­
as especializadas permitieron, desde épocas tempranas, practicar un intercambio
de bienes entre grupos bastante alejados, pero articulados entre sí por una red de
vías de comunicación y por grupos de especialistas en el intercambio.
El área septentrional andina, desde las épocas formativas tempranas (3000
a.n.e.) logró estructurar un esquema de organización avanzado, con la combina­
ción de la pesca, agricultura, cerámica e inicio de un proceso de urbanización
(Real Alto), por lo que es posible afirmar que la geografía transversal de los An­
des equinocciales ha determinado, desde la más remota antigüedad, formas espe­
cíficas de adaptación humana al medio ambiente y maneras de utilizarlas dentro
de modalidades de complementariedad ecológica, así como un original desarro­
llo de su economía y de la organización sociopolítica (cf. Deler, Gómez, Portáis,
1983).

LAS SO CIEDADES IGUALITARIAS DE CAZADORES Y R EC O LEC TO R ES

Según los criterios teóricos de las ciencias sociales que intentan esclarecer el de­
sarrollo de las diferentes formaciones socioeconómicas, la época aborigen se ini­
cia con el estado primigenio de las fuerzas productivas y consecuentemente con
una estructuración «primitiva» de las formas sociales para después de una evo­
lución progresiva, a lo largo de milenios, alcanzar altos niveles de organización
social y regulaciones ecónomicas. Es por lo mismo inexacto, por simplificador,
intentar explicar la época aborigen en los Andes septentrionales como un perio­
do estacionario primitivo, que cualitativamente se altera con la invasión incaica
o posteriormente con la Conquista ibérica. A pesar de que éste no es el momento
LAS S O C I E D A D E S DE LO S A N D E S S E P T E N T R I O N A L E S 361

de profundizar en el análisis de la formación social aborigen, es importante se­


ñalar que su punto de partida natural es el hombre originalmente distinto del
animal, desde el momento en que comienza socialmente a producir sus medios
de existencia y actúa no únicamente por instinto, sino según los dictados de su
conciencia. Entonces la sociedad original adquiere la forma de una comunidad
natural fundada en el parentesco, modelo que es denominado por la Antropolo­
gía como «horda» o «banda», cuya composición es inestable y depende de la ac­
tividad temporal, a la que está dedicada para obtener alimentos y cuyas caracte­
rísticas más sobresalientes son el trabajo en común y la propiedad común de los
bienes de producción. Al depender la alimentación mayoritariamente de los va­
rones, son ellos quienes gozan de privilegios, lo que conduce ordinariamente a
formas de patriarcado y a la poligamia poligínica. Obviamente, el pequeño ta­
maño de la comunidad y la baja densidad de población implican que las bandas
son sociedades simples a las que les faltan los recursos de integración de los nive­
les más altos en la evolución sociopolítica (Service, 1962; 1973; Bartra, 1969: 9-
2 2 , 1975; Moreno Yánez, 1 9 8 8 :1, 24).
Cada día se acepta de forma más universal la evidencia de que el Nuevo
Mundo se pobló desde el continente asiático y a través del estrecho de Bering,
hace unos 4 0 0 0 0 años. El desplazamiento de las migraciones probablemente
tuvo la forma de filtración paulatina de grupos humanos, que ingresaban en una
determinada zona ecológica, pasaban por un proceso de adaptación de su cultu­
ra a las nuevas condiciones y, una vez integrado un nuevo complejo cultural,
ocupaban rápidamente la zona. Los pobladores tempranos de Sudamérica debie­
ron enfrentarse a la barrera natural de las selvas de Darién, por la relativa esca­
sez de fauna y la falta de un equipo cultural apropiado para desenvolverse en un
medio ambiente selvático. Los datos de la paleoclimatología permiten sin embar­
go postular, para la región mencionada, modificaciones climáticas que habrían
alterado los actuales patrones de vegetación, permitiendo el paso del hombre en
condiciones más halagadoras. Tampoco se puede prescindir de la noción de una
tradición temprana de selva tropical, de carácter generalizado, que habría ocu­
pado gran parte del noroccidente de América del Sur y Centroamérica. Esta tra­
dición se fundamenta en la explotación de recursos marinos y del interior por
medio de una tecnología relativamente simple basada en el uso de artefactos de
madera y concha, utensilios líricos, trampas para peces y animales pequeños,
etc., y se habría desarrolllado a comienzos del Holoceno (Salazar, 1988: 86-88;
M ac Neish, 1973: 7; Stothert, 1985, 633).
En el caso de Andinoamérica septentrional las evidencias arqueológicas dis­
ponibles permiten afirmar que, hace unos 13 000 o 14 000 años, el hombre ini­
ció el poblamiento de su territorio y comenzó a modificar en su beneficio la na­
turaleza de los Andes ecuatoriales. De acuerdo con el «modelo del complejo
adaptativo», concebido por Mac Neish (1973: 7), el hombre, según Ernesto Sa­
lazar (1988: 88-90), parece haber ocupado rápidamente el callejón interandino.
La costa en cambio, con excepción de la península de Santa Elena, habría per­
manecido largamente deshabitada, a juzgar por la relativa escasez de asenta­
mientos precerámicos descubiertos en una región que comparativamente es una
de las más exploradas del Ecuador. El Oriente habría sido objeto de incursiones
362 SEGUNDO E. M O R E N O Y Á N E Z

esporádicas desde la sierra que apenas rozaban la selva tropical. Si hubo alguna
migración por la selva, las evidencias no han sido aún descubiertas, por falta de
exploraciones sistemáticas de la región. Para la Amazonia ecuatoriana. Porras
(1989: 2 1 3 -2 2 2 ) menciona, con datos váhdos, únicamente la fase precerámica
de Jondachi, lugar situado en el divortium aquarum de los ríos Misaguallí y Jon-
dachi, en la región del Alto Ñapo, conocida por su instrumental lítico y de obsi­
diana casi negra, que tiene una fecha media obtenida por termoluminiscencia de
1 0 0 0 0 años a.p. Todo el instrumental lítico, de manera especial los buriles,
guardan fuertes similitudes con el material hallado en El Inga, en la hoya de
Quito, lo que confirmaría la matriz serrana del poblamiento amazónico (cf. tam­
bién Porras, 1987: 222).
En este periodo, denominado Paleoindio, son significativas las evidencias his­
tóricas que demuestran la variabilidad de las relaciones entre el hombre y los diver­
sos ambientes, que posibilitaron el desarrollo de tecnologías apropiadas y patrones
de asentamiento y subsistencia adecuados. Los resultados de las investigaciones ar­
queológicas destacan la importancia de los asentamientos serranos de cazadores y
recolectores al pie del volcán Haló, en la provincia de Pichincha (aproximadamente
el 9 0 0 0 a.n.e.); en la cueva de Chobshi, en la provincia del Azuay (ca. 8000 a.n.e.);
en el sitio de Cubilán, en la provincia de Loja (aproximadamente el 8000 a.n.e.); y
de los vestigios costeros de Las Vegas, en la península de Santa Elena (aproximada­
mente el 8000 a.n.e.). Para la Amazonia se ha mencionado ya la fase precerámica
de Jondachi (aproximadamente el 8000 a.n.e.).
Dentro de las todavía limitadas investigaciones de sitios precerámicos, ocupa
la región aledaña al volcán apagado Haló (3 169 m), en la provincia de Pichin­
cha, un lugar especial. El terreno está atravesado por una complicada red de
quebradas que confluyen a uno de los afluentes del río Guayllabamba. Es en esta
zona donde se han encontrado los vestigios del todavía más antiguo Paleoindio
ecuatoriano, incluyendo el sitio de El Inga. Además de la comprobación de los
datos cronológicos y de la clarificación de una posible coexistencia entre el hom­
bre y la megafauna (cf. Bell, 1965; Mayer-Oakes, 1963; 1966; Salazar, 1979;
Bonifaz, 1979), las recientes investigaciones de Ernesto Salazar (1980; 1988: 94-
96) analizan las relaciones entre el hombre del Paleoindio y su medio ambiente,
el desarrollo de una tecnología apropiada y los patrones de subsistencia y asen­
tamiento del hombre temprano. En relación con estos objetivos, el descubri­
miento de las fuentes de obsidiana, en los páramos situados al oriente de la re­
gión del Haló y de los «talleres prehistóricos», pone de relieve la utilización del
páramo alto como un espacio económico de explotación temporal, lo que su­
pondría el modelo de la adquisición de recursos en diferentes pisos ecológicos,
en épocas muy tempranas. Podría pensarse, por lo tanto, que los cazadores y re­
colectores de los Andes septentrionales habrían adoptado, además de una resi­
dencia permanente, dos estrategias de supervivencia. La primera consistiría en la
ubicación, durante ciertas épocas del año, de campamentos en una zona relativa­
mente baja, de donde podían salir partidas de cazadores hacia el páramo, mien­
tras el resto del grupo permanecía en los campamentos. La segunda estrategia
incluiría la posibilidad de una dispersión estacional de pequeños grupos por el
páramo, en busca de alimentos, congregándose al fin en zonas más bajas para
LAS S O C I E D A D E S DE LOS A N D E S S E P T E N T R IO N A L E S 363

explotar otros recursos (Salazar, 1980: 85-87). Futuras investigaciones propor­


cionarán mayor información sobre la adaptación cultural del hombre a la alta
montaña y la utilización del páramo, por el hombre prehistórico, como un piso
ecológico, modelo que en los milenios posteriores tendrá un desarrollo más ela­
borado (Moreno Yánez, 1981: 35-39).
La cueva de Chobshi (2 4 0 0 m), en la provincia del Azuay, presenta una tra­
dición tecnológica semejante a la del Haló. Los artefactos líticos allí encontrados
comprenden 46 tipos de instrumentos fabricados en cherts de varios colores, ro­
cas metamórficas y ocasionalmente en obsidiana. Los restos de fauna compren­
den especies recientes y según las dataciones radiocarbónicas se puede afirmar
que la ocupación de la cueva tuvo lugar entre los años 8060 y 5585 a.p. (Lynch
y Pollock, 1981: 100). Más al Sur, en el límite entre las provincias del Azuay y
Loja, se excavaron dos sirios en Cubilán, lugar ubicado en los páramos orienta­
les, a 3 100 m de altura. El primer sitio arqueológico es un campamento, con sie­
te fogones asociados a artefactos líticos, como raspadores, puntas de proyectil,
piezas bifaces, perforadores y restos de talla. Dataciones radiocarbónicas indi­
can una edad entre los años 7110 y 7150 a.p. El segundo sitio indica actividades
de taller, a juzgar por la presencia de núcleos y restos de talla y de artefactos ela­
borados, como puntas de proyectil, piezas bifaces, raspadores y cuchillos: mate­
riales que demuestran afinidad con los de Chobshi y El Inga (Temme, 1982; Sa­
lazar, 1988; 96-98).
El complejo de Las Vegas, al Occidente de la península de Santa Elena, úni­
co válido hasta el momento, comprende alrededor de 31 sitios ubicados a lo lar­
go de drenajes antiguos, playas y lagunas secas. Su registro arqueológico incluye
restos de fauna marina y litoral, una industria lítica no bien definida, algunos ar­
tefactos de concha y una serie de esqueletos humanos. Fechas de radiocarbono
indican el complejo Las Vegas entre los años 9050 y 4650 a.p. (Stothert, 1985).
El complejo precerámico Achallan, definido también por Stothert (1976) y ca­
racterizado por una industria lítica simple y con una orientación económica ha­
cia recursos terrestres y del litoral, fue postulado todavía, sin evidencias seguras,
como de transición entre los periodos Precerámico y Cerámico en la costa ecua­
toriana (Salazar, 1988: 98-101).
El hallazgo en la cueva de Chobshi de restos de venado (O doicoleu s virgi-
nianus y Tudu m ephistopheles) y de otras especies de altura como el sacha cuy
(Agouti taczanow skií), el oso de anteojos (T rem arctos ornatus), la perdiz (Tina-
m idae) y el conejo (Silvilagus brasiliensis) demuestra, según la opinión acertada
de Ernesto Salazar (1988: 101-123), una explotación sistemática del páramo no-
randino como fuente de proteínas animales; mientras que los sitios de Cubilán,
como campamentos provisionales para la caza de animales de altura, manifies­
tan a su vez una ruta de fácil acceso a la ceja de la montaña oriental, hipótesis
que también podría aplicarse a una posible relación entre El Inga en la sierra y
Jondachi en el Alto Ñapo. El hombre temprano, como cazador especializado,
conocía el comportamiento de sus presas y sus lanzas con punta de piedra, las
trampas disimuladas y los despeñaderos, eran armas efectivas para la caza de
grandes animales. Con seguridad esta actividad requería la participación de va­
rios individuos y aun el uso de perros domesticados, como demuestran los regis­
364 SEGUNDO E. M O R E N O Y Á N E Z

tros arqueológicos de la cueva de Chobshi. Este perro sudamericano desciende


probablemente de congéneres domesticados a partir de un lobo asiático o norte­
americano. La segura precariedad de los refugios, a excepción de las cuevas na­
turales, no permite conocer las formas de vivienda de ios cazadores andinos, no
así el modo y el lugar disponible de materia prima para la elaboración de arte­
factos. Tal es el caso de los afloramientos de obsidiana de Quiscatola, Yanaurco
Chico y especialmente Mullumica, con sus cercanos talleres prehistóricos, que
sugieren además muy tempranas relaciones de intercambio a larga distancia
(Chobshi con Quiscatola y Yanaurco Chico), cuya escala posteriormente será
mayor con las sociedades agrícolas de la costa ecuatoriana.
No presenta especialización el utillaje de Las Vegas, pues es más bien de tipo
generalizado, lo que refleja la naturaleza de la explotación del medio circundante.
La evidencia arqueológica señala que sus habitantes capturaban una variada fauna
procedente del mar, de los manglares y del interior. Son conocidas por lo menos
30 especies (Holm, 1981: 78-79), que incluyen peces, moluscos, reptiles y mamífe­
ros terrestres, especialmente ratas de campo (Cricetidae) y cervicabras {Mazama
rufina). No se han encontrado en Las Vegas puntas de proyectil y su ausencia pue­
de explicarse con el uso más generalizado de instrumentos de madera, material pe­
recedero y cuyas huellas han desaparecido del registro arqueológico. En la dieta
son claras las preferencias de proteínas animales. Stothert (1985: 620) estima que
las necesidades proteínicas estaban cubiertas en un 54% con animales terrestres,
mientras que el pescado aportaba un 35% y los moluscos un 11% . Probablemente
la recolección de plantas, entre ellas el maíz (el análisis de fitolitos así lo demues­
tra), era similar en variedad a la fauna consumida, lo que indica una economía de
amplio espectro, característica de las sociedades arcaicas en transición a la vida
agrícola. La presencia del maíz indica una manipulación de especies y los inicios
del control de los recursos alimenticios con formas de horticultura incipiente, lo
que contribuyó, sin duda, a favorecer la sedentarización. Comprueba aún más la
estabilidad de los asentamientos la presencia de estructuras habitacionales y de nu­
merosos enterramientos primarios y secundarios, individuales o colectivos, asocia­
dos frecuentemente con conchas, bolas de caliza, guijarros, lascas, pigmento rojo,
etc. Particular importancia tiene la inhumación de una pareja de jóvenes, hombre
y mujer, que yacían con las caras hacia el Oriente y estaban protegidos con gran­
des piedras dispuestas encima de ellos, a modo de cobertura, lo que demostraría
una cierta preocupación por el destino futuro de los difuntos. Parecida aseveración
se podría hacer al constatar la tradición de enterrar a los muertos bajo las casas
(Salazar, 1988: 118-123; Stothert, 1985: 613-637).
Es indudable que el hombre llegó a la región interandina de Andinoamérica
septentrional en una condición de cazador especializado, con una larga tradición
que se remonta al Paleolítico Superior euroasiático, modificada continuamente
para lograr una adaptación exitosa a diferentes ecologías. La alta movilidad del
cazador temprano le posibilitó incursiones desde el bosque montano y el páramo
hasta la ceja de montaña, en las inmediaciones de la selva húmeda tropical, para
de este modo tener acceso a recursos vegetales y de fauna: complementariedad
económica que fue decisiva en el campamento como patrón de asentamiento.
Los cazadores y recolectores y generalizados de la costa se reorientaron, por su
LAS S O C I E D A D E S DE LOS A N D ES S E P T E N T R IO N A L E S 3 65

parte, hacia nuevas especies de flora y fauna propias de la región; de todos mo­
dos, los ocupantes más tempranos de Las Vegas se dedicaban más a la captura
de animales terrestres, mientras que los tardíos dependían más de la pesca y de
la recolección de moluscos. Un importante dato respecto a estos últimos es la in­
clusión del maíz en la dieta y la utilización de la calabaza vinatera (Lagenaria si-
ceraria), cuyos efectos sociales no son perceptibles, sin embargo, en los registros
arqueológicos (Salazar, 1988: 123128).

LAS SOCIEDADES AGRÍCOLAS ALDEANAS INCIPIENTES

En lo referente a la evolución de la cultura humana existe un acuerdo casi gene­


ral sobre el hecho de que los primeros adelantos de la agricultura se encuentran
en las condiciones ambientales del fin del Pleistoceno, término geológico caracte­
rizado por la gradual extensión de condiciones climáticas análogas a las actua­
les. Aparecen entonces nuevas formas de subsistencia en conjunción con los an­
cestros silvestres de la mayor parte de las plantas y animales domesticados y en
las regiones donde arqueológicamente se puede comprobar una gran dependen­
cia de los productos vegetales silvestres expresada, por ejemplo, en la frecuencia
de piedras y manos para moler y macerar granos y raíces. La subsistencia se
complementó, donde fue posible, con mariscos, cuyas conchas desechadas for­
maron enormes montículos artificiales. Es posible, por lo tanto, aseverar que es­
tos patrones están ya establecidos en el Nuevo Mundo alrededor del año 4000
a.n.e. (Palerm, 1967: 182-185; Moreno Yánez, 1981: 41-42).
Las investigaciones que se refieren a América andina permiten conocer la
transición del nomadismo al sedentarismo agricultor en la costa del actual Perú,
cuyo clima seco ha permitido la conservación de algunos elementos perecederos
como frutos y semillas. Quizás por esta razón, y no porque en la región mencio­
nada se hubiera originado la agricultura sudamericana, la costa peruana ha sido
considerada hasta hace algunos años como la única región de agricultura inci­
piente (Schobinger, 1969), aunque sus antecedentes silvestres sean originarios de
climas tropicales y semitropicales. Sin embargo, en el caso peruano algunos au­
tores, entre ellos Lumbreras (1974: 4 6-47), son del parecer de que la sierra fue el
lugar donde se produjo tan importante evento, hipótesis que todavía adolece de
una mejor fundamentación. Acaso la agricultura incipiente pudo ser inventada
independientemente en varias regiones, como consecuencia de la necesidad de
adaptación a nuevas formas ecológicas y climáticas que imponía la naturaleza
tanto al mundo vegetal y animal como al hombre (Moreno Yánez, 1981: 42-43).
Las investigaciones recientes, sobre todo de Lathrap, Marcos y Bischof en el
Ecuador, presentan argumentos a favor de un origen tropical de la agricultura
andina, que se habría desarrollado primeramente en la costa del Ecuador actual,
lo que confirmaría el supuesto de Donald W. Lathrap (1970) sobre las enormes
posibilidades ecológicas del bosque húmedo tropical, que condicionarían su im­
portancia histórico cultural.
Andinoamérica septentrional, con un macizo montañoso cortado por pro­
fundos valles, cuyas cuencas drenan hacia el océano Pacífico o hacia el río Ama­
SEGUNDO E. M O R E N O Y Á N E Z

zonas e interrelacionan la sierra con la costa y la Amazonia, presenta condicio­


nes de articulación de la economía con el medio ambiente, apropiadas para un
desarrollo hortícola temprano, basado especialmente en el manejo de plantas
tropicales. La cuenca del Guayas, afirma con razón Jorge G. Marcos (1988: I,
133 ss.) fue un centro de domesticación de plantas y allí se dieron óptimas con­
diciones para el inicio temprano dél proceso agrícola. Esta hipótesis permite en­
riquecer la evidencia arqueobotánica obtenida en la península de Santa Elena y
entenderla dentro de un marco regional más amplio. El hallazgo de fragmentos
de calabaza (Lagenaria siceraria) en los niveles más antiguos de Las Vegas y de
fitolitos de maíz en los más recientes indica que en esa área, aparentemente mar­
ginal, se cultivaban plantas cinco o tres milenios antes de que aparecieran las
primeras sociedades agroalfareras con antecedentes de mayor antigüedad en
América. La evolución cultural durante el periodo Arcaico ha sido subestimada
e ignorada; entonces la cultura humana pasa de la manipulación natural a la
manipulación transformadora del rhedio ambiente, al inducir cambios genéticos
en favor de ciertas características de valor económico para el hombre (Salazar,
1988a: 53). Como base del sistema económico aparecen tres formas de subsis­
tencia: la explotación de los recursos marinos, la domesticación de algunos ani­
males y, especialmente, la agricultura: formas todas ellas que condicionan el es­
tablecimiento de una cultura sedentaria.
Gracias a las investigaciones y consiguientes publicaciones de Emilio Estrada
(1956; 1958), Evans y Meggers (1956; 1966), Evans, Meggers y Estrada (1959),
Porras (1973) y Bischof (1973; 1975), ha sido conocida una remota cultura ce­
rámica, producto de una sociedad sedentaria, denominada «cultura valdivia»,
correspondiente al periodo Formativo Temprano. Inicialmente fue definida esta
cultura por Estrada, Evans y Meggers como un conjunto de asentamientos hu­
manos ubicados a orillas del océano Pacífico y cuya economía se fundamentaba
en el acopio de productos vegetales y principalmente en la pesca y recolección de
mariscos en los esteros y manglares. La relación de la cultura valdivia con una
economía recolectora, pero esencialmente ictiófaga, fue puesta en tela de juicio
por Carlos Zevallos Menéndez y Olaf Holm (1960) y nuevamente por Zevallos
Menéndez (1971), al descubrir una impronta de maíz en un fragmento de cerá­
mica valdivia encontrada en San Pablo, hipótesis que fue confirmada con las in­
vestigaciones de Presley Norton (1971) en Loma Alta, lugar no ya costanero,
sino situado en el interior de la provincia del Guayas.
Son sin embargo los estudios llevados a cabo por Donald Lathrap y Jorge
Marcos los que ofrecen una visión mejor estructurada de la cultura valdivia, gra­
cias a las investigaciones sobre un poblado Formativo bastante extenso, ubicado
en el sitio Real Alto y que, según las evidencias arqueológicas, debió haber sido
ocupado durante unos dos mil años (4000-2000 a.n.e.). Su población no estaba
orientada hacia el consumo ictiófago sino que basaba su economía en una agri­
cultura intensiva del maíz y completaba su dieta con proteínas animales obteni­
das mediante la caza y la pesca. Que los valdivianos de Real Alto fueron grupos
sociales que conocían ya formas de vida sedentaria confirma el descubrimiento
de un poblado que, desde su etapa inicial correspondiente al horizonte Precerá-
mico (4500 a.n.e.), se desarrolló hasta alcanzar, mil años después, en la denomi­
LAS S O C IE D A D E S DE L O S A N D E S S E P T E N T R I O N A L E S 3 67

nada fase 3, su máxima extensión, al ocupar un área mayor de 12 hectáreas y que


comprendía 120 casas elípticas, varias de ellas con entierros de restos humanos
asociados a las zanjas de pared de las estructuras de vivienda, que rodeaban una
plaza igualmente elíptica: datos que permiten calcular una población residente de
mil habitantes. En esta época aparecen dos estructuras que dividen la plaza en
mitades por su eje menor (orientado de Este a Oeste): la estructura oriental
más antigua, y que se usó para reuniones quizás administrativas o festivas, que
controlaban ritualmente la producción y el modo de vida de la comunidad, y el
montículo occidental u osario, situado en el Centro de la plaza y del poblado,
que sirvió para el enterramiento de gente principal y para ceremonias sacrificia­
les. Ocupa allí un lugar preminente una mujer, que fue enterrada en una tumba
empedrada y acompañada de gran cantidad de figurillas, metates y de los cadá­
veres de ocho hombres, cuyos cuerpos desmembrados fueron colocados al pie de
su sepulcro: eje de la fuerza de los antepasados, de la fertilidad y del poder feme­
nino en la comunidad. Durante las fases 4 y 5 de Real Alto, el desarrollo del po­
blado se mantiene y al final de este periodo aparece una importante obra públi­
ca: el enlucido del montículo oriental o lugar de las reuniones. Durante las
últimas fases (6 y 7) esta pirámide se enluce y terraplena dos veces más, labores
que coinciden con una reducción de la densidad habitacional del poblado, men­
gua paralela a un acrecentamiento de asentamientos humanos en los sitios aleda­
ños al núcleo de Real Alto, en íntima dependencia con un aumento en la produc­
ción y consumo de maíz. Este nuevo patrón responde quizás a un desarrollo de
la diferenciación social; entonces podrían distinguirse dos grupos: uno menor,
directivo, que ocupa el poblado original, y otro, demográficamente mayor, de
agricultores, probable base de la producción, para el mantenimiento de la casta
religiosoadministrativa residente en el núcleo poblacional (Lathrap y Marcos,
1975; Marcos, 1978; 1988; cf. también Moreno Yánez, 1981: 41-47).
Aunque el germen del asentamiento urbano se encuentra en el proceso de
diferenciación social, basada en la división artificial del trabajo y consecuente­
mente en la conformación de grupos de «especialistas» dentro ya de la comu­
nidad primitiva, resulta significativo que el fenómeno urbano de Real Alto,
especialmente en sus últimas fases, demuestre que el residente del centro po­
blacional se diferenciaba del habitante rural no sólo por el hecho físico de vivir
en un centro aglutinado residencial, sino sobre todo porque participaba en un
tipo de producción distinto al rural. Mientras el productor rural se vinculaba
directamente a la producción de alimentos y otros bienes de consumo, el mora­
dor urbano era un productor de servicios políticos, técnicos, religiosos, etc., o
un intermediario entre productores y consumidores. Este fenómeno puede ocu­
rrir únicamente cuando un alto excedente de producción en el campo permite
una división social del trabajo que libere a un sector de la población de la pro­
ducción de alimentos y que lo encauce hacia funciones especializadas (Lumbre­
ras, 1981: 170-173; cf. M oreno Yánez, 1988: II, 20).
Las figurillas de cerámica son quizás la característica más conocida de la cul­
tura valdivia, por ser las primeras que aparecieron en el Nuevo Mundo. Las más
antiguas, hechas en piedra, aparecen en la fase 1 de Real Alto (3500 a.n.e.), pero
ya desde Valdivia 2 (2700 a.n.e.) son más frecuentes las elaboradas en barro. A
368 SEGUNDO E. M O R E N O Y Á N E Z

estas figurillas explícitamente femeninas se suman otras masculinas, a partir de


la fase 3 (2110 a.n.e.), así como figurillas sentadas de ambos sexos para ser colo­
cadas sobre banquillos zoomorfos, pequeñas réplicas de los denominados «ban­
quillos de chamanes». Desde Valdivia 4 (2050 a.n.e.) hacen su aparición figuri­
llas que representan personajes con vestimenta ritual, cuya frecuencia es mayor
durante las fases finales de esta cultura. Marcos (1988: II, 315-332) asocia la
ideología que propugna el empleo de la figurilla, especialmente en Valdivia 3,
con el uso de un centro ceremonial plenamente constituido, núcleo de una re­
gión que gozaba de consolidación económica, social e ideológica. Los cambios
iconográficos desde la fase 4, que concluyen durante la fase 7, seis siglos más
tarde, muestran mayor importancia de los chamanes y de sus actividades asocia­
das a un atuendo ritual y al uso de algunas substancias alucinógenas. Los cha­
manes valdivianos posiblemente conformaron calendarios rituales para contro­
lar la producción, al crear un rito propiciatorio de la lluvia basado en la diada
«mullo» {Spondylus princeps) y «pututo» (Strombus peruvianus) y al observar
la mayor o menor presencia en el mar de la concha Spondylus, asociada a las va­
riaciones climáticas causadas por la corriente de «El Niño», que afectan cada
cierto tiempo las costas de Andinoamérica. De este modo, las insignias del agua
vivificadora fueron el «mullo» y el «pututo», mientras que las figurillas repre­
sentaron al icono de la virilidad y fecundidad, del desarrollo de la producción
agrícola y de la sociedad, y de los chamanes que sistematizaron el conocimiento
de ese proceso transformador.
En el litoral ecuatoriano son muchos los lugares asociados a la cultura valdi­
via, en su mayor parte ubicados a lo largo de los valles o cerca de antiguos del­
tas. Entre ellos, pocos están orientados hacia un ambiente exclusivamente marí­
timo. En el golfo de Guayaquil se encuentran verdaderos cónchales asociados a
la cerámica valdivia, por ejemplo El Encanto, en la isla Puná (Porras, 1973). De
todos los sitios valdivia, únicamente Real Alto y Loma Alta (Norton, 1982) han
sido excavados, con el fin de definir la forma de las casas, su distribución dentro
del poblado y las áreas asociadas a determinadas actividades. También el sitio
de Loma Alta indica una ocupación sedentaria de un respetable número de per­
sonas ubicadas en un fértil valle interior, donde las actividades agrícolas alrede­
dor del cultivo del maíz eran las más importantes, en contraposición a las activi­
dades orientadas hacia la pesca del sitio valdivia (cf. Marcos, 1988, 75-81).
La importancia cultural de Real Alto se justifica por ser una muestra, la más
antigua conocida hasta el momento, del surgimiento en América de formas más
complejas de organización social, en las que determinados grupos de parentesco
alcanzarán posiciones de mando y privilegios que motivarán el desarrollo de las
relaciones de producción hacia sistemas de estratificación social, incluso en eta­
pas más avanzadas a nivel de clases sociales, progreso correlativo a la conforma­
ción de centros de poder, en una primera fase quizás de índole religiosocultista.
Con la presencia de estas nuevas formas de estructuración política entraríamos
ya en el estadio Agrícola desarrollado. Los linderos que separan un estadio de
otro no aparecen nítidos, a lo que se debe añadir que las etapas del proceso
histórico no son uniformes en todos los grupos sociales (cf. Bartra, 1975: 85;
Kauffmann Doig, 1976: 45 -4 8 ; Moreno Yánez, 1981: 60-61).
LAS S O C I E D A D E S DE LOS A N D E S SEPTENTRIONALES 3 69

LAS SO CIED A DES ALDEANAS AGRÍCOLAS SUPERIORES

Existen razones para afirmar que mientras la tecnología de los cazadores y reco­
lectores estaba destinada a satisfacer las necesidades biológicas elementales, du­
rante el periodo Agrícola incipiente la domesticación de las plantas y la cría de al­
gunos animales permitió el sostenimiento de comunidades más estables. Aunque
entonces la producción de alimentos sigue en el plano de la subsistencia, existe ya
un excedente para sostener a los grupos dominantes e incluso para permitir la di­
visión artificial del trabajo y, consecuentemente, la formación de grupos de espe­
cialistas que producen para la satisfacción de diversas necesidades sociales. En el
estadio denominado Formativo (aproximadamente entre el 3900-550 a.n.e.) apa­
recen en Andinoamérica septentrional las técnicas de cestería, cerámica, tejido y
construcción y toman forma los patrones de cultura comunal. Las unidades socio-
políticas en las que las viviendas insinúan que la parentela era la base de la socie­
dad aparecen reducidas a comunidades locales, asociadas a un centro ceremonial
y quizás de intercambio, que sirve de núcleo y de elemento integrador de las co­
munidades dispersas (cf. Palerm, 1970: 10-11; Moreno Yánez, 1988: II, 21-22).
Un análisis de los restos humanos de Real Alto sugiere que la persistencia de
defectos genéticos en los vestigios óseos, correspondientes a las fases tempranas
(Valdivia 1 y 2), significa la posibilidad de relaciones de parentesco endógamo; a
partir de la fase 3 declina el número de defectos genéticos, pero aumenta la fre­
cuencia de caries dentales, incremento en que incidiría el uso de almidones blan­
cos en la dieta, es decir, un consumo importante de maíz durante las fases fina­
les. Esta preferencia alimentaria coincide con la multiplicación de asentamientos
satélites en el valle de Chanduy y en las colinas aledañas y con el acrecentamien­
to en número y tamaño de los pozos campaniformes usados para el almacenaje
de los excedentes de maíz, a juzgar por las piedras de molienda que se encuen­
tran en su interior. La división del trabajo y la producción de excedentes trans­
formaron a la sociedad agroalfarera de Real Alto en una «bifurcación o dico­
tomía aldeano-campesina: forma generadora de estrificación social» (Marcos,
1988: n , 319-321). Es difícil, por otro lado, determinar la naturaleza del orden
sociopolítico vigente, aunque se lo podría caracterizar como una «aldea disper­
sa»: fenómeno común en zonas donde la intensificación agrícola progresiva se li­
mitaba a parcelas lineales en terreno de un aluvión, con un aprovechamiento
máximo de su potencial agrícola. La residencia relativamente permanente y los
patrones regulares de cultivo probablemente iniciaron un proceso de estabiliza­
ción de las fronteras sociales en el espacio y lo transformaron hacia un sistema
más formalizado dentro de algún tipo de control administrativo (Zeidler, 1986:
83-127).
Si se acepta, con Marcos (1986: 25-50), que la tradición litoral ecuatoriana,
especialmente en la península de Santa Elena, fue conservadora y más receptora
que propulsora de la innovación cerámica, es evidente la coexistencia en esta re­
gión de formas tradicionales, con estilos más tardíos provenientes de otras áreas
aledañas. Posiblemente la cerámica Machalilla (2259-1320 a.n.e.), una de las más
influyentes expresiones en la alfarería del Nuevo Mundo, coexistió con las expre­
siones tardías de la cultura valdivia, en el litoral ecuatoriano, como lo demues­
370 SEGUNDO E. M O R E N O Y Á N E Z

tran la decoración típica Machalilla en cerámica valdivia y la ornamentación val­


divia en formas claramente consideradas Machalilla. La evolución del estilo val­
divia hacia el Machalilla está documentada arqueológicamente en San Lorenzo
del Mate (Marcos y Norton, 1981). El estilo Machalilla, caracterizado por el uso
de pintura roja sobre ante, las figurillas decoradas con líneas rojas delgadas y ca­
ras modeladas en bajorrelieve con ojos tipo «grano de café», aparenta haber sido
desarrollado por alfareros valdivia, respondiendo al estímulo de influencias esti­
lísticas de Cerro Narrío Temprano en la sierra sur del Ecuador, cuya ocupación
más temprana data del 2850 a.n.e. (cf. Collier y Murra, 1982). La documenta­
ción arqueológica de Narrío muestra una alfarería más delgada que la valdiviana,
el uso generalizado de pintura roja en líneas delgadas sobre una superficie pulida
de color natural y una gran interacción entre esta región y la costa ecuatoriana,
así como hacia la ceja de montaña oriental y en dirección a la región norandina
del Perú actual. Pedro Porras (1987), al analizar la tradición agro-alfarera deno­
minada Upano (desde 2750 a.n.e.), con temas decorativos preferenciales como el
jaguar y el caimán, demuestra paralelismo con Cerro Narrío y Machalilla, lo que
confirma iguales similitudes de la fase Formativa Pastaza (aproximadamente el
año 2 5 0 0 a.n.e.), anteriormente estudiada por él (Porras, 1975). También son
evidentes los contactos de Machalilla y la cueva de los Tayos (aproximadamente
el año 1500 a.n.e.), en cuyas profundidades se hallaron cerámicas formativas y
artefactos elaborados con concha Spondylus princeps (Porras, 1978). La presen­
cia de bivalvas enteras y artefactos hechos con Spondylus en los Tayos y en Cerro
Narrío indica la existencia en Andinoamérica septentrional de una red de inter­
cambio entre la costa del Pacífico, los Andes y la montaña húmeda tropical del
Alto Amazonas, desde épocas tempranas, correspondientes al 2500 a.n.e.
Es parcial el conocimiento de la denominada cultura chorrera (1300-550
a.n.e.), puesto que proviene de una sola secuencia estratigráfica excavada en
1956 por Estrada, Evans y Meggers, en el lugar epónimo en la cuenca del Gua­
yas (Estrada, 1958; Evans y Meggers 1982). El estilo Engoroy de la cultura cho­
rrera parece ser la cerámica manufacturada por los grupos del litoral y los pue­
blos navegantes (Bushnell, 1951; Bischof, 1975), mientras que en la cuenca del
Guayas, en los valles de Manabí y en las zonas interiores del Esmeraldas, todas
ellas regiones apropiadas para el cultivo, se desarrolló el estilo clásico chorrera,
con magníficas representaciones zoo y antropomorfas, botellas silbato, etc., con
cerámica muy elaborada y superficies brillantemente pulidas. Entre las técnicas
decorativas llaman la atención la pintura iridiscente y la decoración negativa.
Los sitios examinados durante prospecciones arqueológicas sugieren que los
portadores del horizonte cultural chorrera fueron capaces de controlar grandes
áreas en las cuencas fluviales. Las similitudes entre las cerámicas chorrera y Ce­
rro Narrío demuestran una fuerte interacción entre las tierras bajas de la cuenca
del Guayas y la sierra, con prolongaciones más al Oriente. Sin embargo, la cul­
tura chorrera, con su magnífica cerámica, se mantiene todavía enigmática con
referencia a su economía, estructura social, patrones de asentamiento y vida dia­
ria y las aproximaciones que se han llevado a cabo hasta el momento no son
sino inferencias basadas en materiales excavados por saqueadores de tumbas y
reunidos por coleccionistas ilustrados (Marcos, 1986: 25-50).
LAS S O C I E D A D E S DE L O S A N D E S S E P T E N T R I O N A L E S 37|

Una racionalidad económica que genera la transferencia de bienes de subsis­


tencia y quizás de tradiciones tecnológicas, desarrolla centros regionales de con­
trol ceremonial, de intercambio y sobre las rutas de comunicación, aseveración
que se comprueba en las manifestaciones formativas regionales de Cotocollao,
en los Andes del Norte ecuatorianos. Marcelo Villalba (1988: 360-364) caracte­
riza la formación social a la que pertenece Cotocollao (1500-500 a.n.e.) como
un periodo de transición con fuertes inquietudes de cambio, por la diversifica­
ción y el continuo desarrollo de las fuerzas productivas, al contacto con diferen­
tes pisos ecológicos. Coincide con este periodo un movimiento poblacional in­
tenso multidireccional, que da lugar a manifestaciones culturales independientes,
en medios ecológicos diferentes, pero interrelacionados con mecanismos de in­
tercambio a corta y larga distancia. Ocupa entonces un lugar preferencial, entre
los bienes exóticos, el intercambio de la concha Spondylus, cuyo circuito cere­
monial andino estaba orientado de Noroeste a Sudeste, con rutas paralelas al
mar y con contactos hacia la sierra, particularmente con Cerro Narrío, lugar que
posiblemente se transformó en centro de distribución hacia la sierra peruana.
Este proceso tuvo su contrapartida con la introducción de la obsidiana en el cir­
cuito de intercambio, entre zonas ecológicas complementarias y de conexiones
transversales hacia la costa a través de los valles interandinos. De este modo es
posible reconocer un sistema de intercambio, que involucra bienes distintos y je­
rarquizados, pero entre sí complementarios, a saber, medios de producción
como la obsidiana, de subsistencia y de prestigio ceremonial.
El lugar arqueológico está ubicado al Noroeste de la actual parroquia de Co­
tocollao (recientemente incorporada a la ciudad de Quito), en un valle de alu­
vión que desciende desde las laderas orientales del volcán Pichincha. El poblado
arqueológico, situado en tierras fértiles, a orillas de una laguna hoy desapareci­
da, alcanzó una extensión aproximada de 26 hectáreas, con una población que
pudo superar los 750 habitantes. Las áreas de habitación estaban conformadas
por casas rectangulares y agrupadas irregularmente en «conjuntos habitaciona-
les», con una intención organizativa en función del área de enterramientos:
probable foco ceremonial o ritual. Las hileras de hoyos perforados en el suelo
permiten deducir las paredes de las casas, que eran quizás simples cabañas de
madera y ramas con revestimiento de arcilla en caüdad de empañete (bajareque),
cubiertas con techos de paja. La preferencia por la productividad natural de es­
tas tierras se refleja en la práctica agrícola del cultivo de maíz, papa, frijol, qui-
nua y otros productos, cuya presencia está atestiguada por los análisis de restos
de polen. La caza constituyó una fuente de alimentación complementaria a la
producida por la actividad agrícola, a la que acompañaban actividades artesana­
les como la elaboración de objetos líticos, de madera o de hueso, de obsidiana y
de tejidos de algodón, así como la alfarería y la manufactura de cuencos ceremo­
niales de piedra. Completa el régimen económico el acceso o intercambio de
productos «exóticos», como el ají y la sal, el algodón y posiblemente la coca,
provenientes de la montaña húmeda tropical del Noroeste del Pichincha. La cap­
tación excedentaria de la obsidiana fue destinada para el consumo interno y
para el intercambio, actividad que, como se ha mencionado anteriormente, pare­
ce ser la clave para entender la importancia de este asentamiento en el proceso
372 SEGUNDO E. M O R E N O YÁNEZ

de interrelación de los Andes equinocciales (Villalba, 1988: 319 ss.; Carrera,


1984; cf. también Porras, 1977; 1982; Moreno Yánez, 1981: 48-52).
Las similitudes entre la cerámica de la fase Cotocollao con las de Machalilla
y Chorrera en la costa, la de Narrío Temprano en el Sur y la de Alausí en la
región central ecuatoriana, aunque no prueban una difusión cultural o la deriva­
ción asimétrica de elementos definitorios, son testimonios de interacciones regio­
nales que surgieron en Andinoamérica a partir del Formativo Tardío y que servi­
rán de base en los Andes septentrionales para el desarrollo de formaciones
sociopoiíticas, a nivel de jefaturas regionales. Cotocollao, así como Cerro N a­
rrío, son respectivamente ejemplos de centros de acopio y redistribución de bie­
nes exóticos: la concha Spondylus y la obsidiana, situación que habrá servido
para consolidar estratos de poder sin paralelos en el área (Marcos, 1986: 25-50).

LAS SOCIEDADES SUPRACOMUNALES Y LOS SEÑORÍOS ÉTN ICOS

A pesar de la crítica de Godelier (1974: 216-221) al concepto de tribu, es evi­


dente la necesidad de tener en cuenta los modelos de organización sociopolítica
equivalentes a los designados por Sahlins (1977) «sociedades tribales», según
Service (1962) «tribus», o en la nomenclatura de Fried (1979) «sociedades de
rango», en el sentido de asociaciones de segmentos de parentesco, cada uno de
los cuales se compone de varias familias cohesionadas entre sí de modo más fir­
me que en la forma de «bandas», lo que pone de relieve la diferencia cualitati­
va entre una sociedad de rango y la sociedad igualitaria propia de la banda. En
aquélla existe ya una estratificación, pues los estatus sociales están limitados,
de suerte que no todos los miembros del grupo social pueden alcanzarlos, sino
exclusivamente aquellos que están más relacionados con los segmentos de pa­
rentesco dominantes (Godelier, 1974: 210 -211; Sahlins, 1977: 11 ss.). A nivel
ideológico, una religión común y la participación en cultos colectivos pueden
ser factores que profundizan la conciencia social de pertenencia a la tribu, que
además puede expresarse en formas comunes de lenguaje e incluso en aparien­
cias distintivas externas, como el vestido, las maneras de comportamiento, et­
cétera.
Un poder político no suficientemente organizado, circunscrito a un territorio
pequeño e imperfectamente delimitado y restringido al ejercicio de su autoridad
a un escaso número de clanes, no podría ser clasificado como un «Estado», sino
más bien como una «jefatura» ejercida por una persona, con carácter heredita­
rio y provista de un eth os aristocrático, cuya potestad frecuentemente está aso­
ciada a su calidad de individuo, el más preeminente de un clan o de una sociedad
tribal. A excepción del jefe étnico, ninguna otra persona ejerce el poder político
como oficio profesional, ya que sus consejeros y demás funcionarios ocupan es­
tos cargos en calidad de «ancianos» representativos de sus linajes o tribus. Es
posible hacer una afirmación análoga en lo referente a la fuerza pública, que es
transitoria y está compuesta por parientes del jefe o por jóvenes de las clases do­
minantes. No debe confundirse la autoridad de un jefe étnico con el ejercicio de
un poder absoluto, pues aquellos grupos de parentesco que se encuentran aleja­
LAS S O C IE D A D E S DE LOS A N D E S S E P T E N T R IO N A L E S 373

dos del mando tienen a su disposición una multiplicidad de medios de control en


la administración, los procesos judiciales y a través del influjo ideológico practi­
cado por los agoreros, brujos y sacerdote (Moreno Yánez, 1988; II, 25-26).
De la comparación entre los conceptos etnológicos que definen este tipo
de sociedades complejas, de «señoríos étnicos», denominados más comúnmente
«cacicazgos» o con el término andino «curacazgos», y el material etnohistórico
temprano, es manifiesto el desarrollo institucional de estas formaciones políticas
en algunas regiones de Andinoamérica septentrional, previo a su incorporación
al Tahuantinsuyo. Aunque las fuentes etnohistóricas reconocen a varios grupos
étnicos como «naciones», es decir, como grupos sociales con suficiente desa­
rrollo político y demográfico como para constituir agrupaciones distintas y
autárquicas, por falta de evidencias, no es posible afirmar, con seguridad, la
constitución de una sola unidad política que englobara toda Andinoamérica
septentrional, por lo que sería impreciso agrupar distintos señoríos y formas tri­
bales, que incluso utilizaban diversos idiomas, bajo un concepto político como
«Reino de Quito» (Velasco, 1960). Una parcial unidad cultural o económica no
implica necesariamente una incorporación permanente y sólida a un sistema po­
lítico perfectamente integrado; en forma ocasional podría darse sin embargo una
integración, a modo de confederaciones militares, para defenderse conjuntamen­
te de un peligro externo, hecho que con seguridad se dio ante la amenaza de la
invasión incaica, como lo comprueba la aUanza militar de los caranquis, otava-
los, cochisquíes y cayambis durante las últimas fases de la expansión del T a­
huantinsuyo (Moreno Yánez, 1988: II, 22-30).
En todas las secuencias del Desarrollo Regional (500 a.n.e.-750 n.e.) desde
la costa norte peruana hasta Bahía, en la línea equinoccial, aparecen la pintura
blanca sobre rojo, asientos de arcilla y puntas de proyectil de piedra tallada: to­
dos ellos elementos culturales característicos de Cerro Narrío. Jorge Marcos
(1986: 37-39) es de la opinión, por lo demás sugerente, que la influencia y la
ocasional incidencia violenta de Cerro Narrío en la costa, al finalizar la hegemo­
nía chorrera, se debió posiblemente a la imposición de un control sobre las jefa­
turas regionales costeñas, que trataban de aumentar su influencia en la red de
tráfico a larga distancia centrado en el intercambio de la concha Spondylus.
También al tráfico de Spondylus promovió quizás la creación de una serie de je­
faturas a lo largo del periodo de Desarrollo Regional. De este modo, la fase Tu-
maco-Tolita aparece como una manifestación cultural de los pobladores que
controlaban el litoral marítimo entre los ríos Patía y Santiago (cf. Bouchard,
1977-1978; Valdez, 1986); la fase Bahía domina en M anabí central, mientras la
Tiaone y la Jama-Coaque están presentes en las cuencas de los ríos Esmeralda,
Atacames y Quinindé (cf. Guinea Bueno, 1984); en la planicie costera, al Occi­
dente de la cordillera de Chongón y Colonche, floreció Guangala; y el golfo de
Guayaquil, la provincia de El Oro y la costa norte peruana estaban bajo el con­
trol de la denominada fase Jambelí (cf. Currie, 1985). Durante este periodo, las
fases La Tolita, Tiaone, Jama-Coaque adoptaron decoraciones de influencia me-
soamericana: el viejo dios del fuego, los emblemas de Tláloc, etc., mientras en el
golfo de México se han identificado influencias Bahía. Las culturas de la cuenca
del Guayas muestran gran similitud con Bahía y Cerro Narrío Medio, lo que in-
LAS S O C I E D A D E S DE L O S A N D E S SEPTENTRIONALES 375

dicaría que el tráfico entre la sierra sur ecuatoriana y la costa de Manabí conti­
nuó a través de la mencionada cuenca.
Es verdad que el Desarrollo Regional en la sierra central y norte del Ecuador
es todavía poco conocido, por falta de datos provenientes de investigaciones
científicas, vacío cronológico entre el 500 a.n.e. y 950 n.e. que posiblemente se
debe a una intensificación de la actividad volcánica, que tuvo como consecuen­
cia una fuerte mengua demográfica que duró hasta finales del primer milenio de
nuestra era, época a la que corresponderían nuevas migraciones probablemente
desde la región amazónica. Confirmaría esta hipótesis la presencia, en Cotoco-
llao, de una capa de ceniza y piedra pómez volcánica, de un metro de espesor,
que ha sellado prácticamente todo el sitio y permitido, de este modo, una ópti­
ma conservación del contexto arqueológico y que separa el componente Postfor-
mativo del Formativo (Carrera, 1984; Villalba, 1988; Moreno Yánez, 1988: II,
89-90).
El inicio del periodo de Integración (550-1530 n.e.) coincide con cambios de
estilo en las cerámicas de la costa. Los decorados rojos se opacaron, los grises
fueron reemplazados por el negro bruñido y se generalizó una mayor sobriedad
en las expresiones artísticas. Las jefaturas regionales del litoral marítimo in­
tegraron vastas regiones bajo su control y se llevaron a cabo monumentales
construcciones que con seguridad necesitaron mano de obra numerosa. Varios
complejos de montículos o «tolas» se encuentran en casi todo el Ecuador, parti­
cularmente al Norte de Quito. Los campos agrícolas elevados o camellones se
construyeron no sólo en la costa, sino también cerca del lago San Pablo y en nu­
merosos sitios de la sierra y del Oriente (Gondard y López, 1983; Knapp, 1988).
La explotación de los recursos mineros fluviales, en especial del oro, que se ini­
ció en el Desarrollo Regional, continuó en el periodo de Integración y originó es­
pecialmente en las fases Tumaco-Tolita, Capulí-Piartal-Tuza (en las zonas aleda­
ñas a la frontera actual de Colombia y Ecuador) y en la isla Puná (en el golfo de
Guayaquil), y en el territorio cañari, complejas técnicas de orfebrería, entre ellas
la separación y el uso decorativo del platino y el procedimiento de la «cera per­
dida». También entre los pobladores de la costa existieron grupos dedicados a la
manufactura de tejidos, de plumería y de collares de concha Spondylus, produc­
tos que eran intercambiados con cobre, coca, turquesa, lapislázuli, plata y otras
materias primas o manufacturadas de Perú y Chile. Quizás los más importantes
mercaderes fueron los manteños, quienes controlaron el litoral marítimo desde
Atacames hasta la península de Santa Elena y cuyos principales centros pobla-
cionales se hallaban entre Puerto Cayo y Ayampe, en la provincia de Manabí.
Las prácticas funerarias fueron similares y sus diferencias aparentes se deben
más bien a razones ecológicas. Las «tolas» fueron concebidas como colinas arti­
ficiales que, en varios casos, guardaban tumbas de pozo con cámara, en la que se
colocaba el cadáver acompañado de ofrendas (Marcos, 1986: 39-44).
Aunque se han subrayado diversos rasgos de homogeneidad, la formación
de los pueblos aborígenes durante el periodo de Integración en Andinoamérica
septentrional fue desigual, con formas de producción comunales todavía no sufi­
cientemente exphcadas por las ciencias sociales, que se encontraban en diferen­
tes grados de transición hacia regímenes sociales con características estatales:
376 SEGUNDO E. M O R E N O Y Á N E Z

proceso autóctono que fue desvirtuado con la invasión incaica y la posterior


conquista española.
Verdaderas sociedades tribales de cazadores y recolectores con formas de
horticultura itinerante poblaban la mayor parte de la Amazonia y los bosques
húmedos tropicales de la región montuosa entre los ríos Esmeralda y Patía, en la
frontera de Colombia y Ecuador. La documentación, por ejemplo, hace referen­
cia a los aldemes y sindaguas, indios retirados, entre los ríos Patía y Mira; a los
comunvi y a los rebeldes malabas, entre los ríos Mira y Santiago; a los cuaiguer,
y a los cayapas del río Santiago. Más cerca de la cordillera estaban los lachas,
yumbos, niguas y colorados, cuyas relaciones eran más frecuentes con los pue­
blos serranos (Moreno Yánez, 1988: II, 109-110; Rumazo, 1948: II, 55-351;
Alcina Franch y De la Peña, 1979: 248 ss.; Palop Martínez, 1986; Salomon y
Erickson, 1984; Lippi, 1986).
Conjuntamente con los quijos, la tribu de los cofanes, ubicados al Norte, y
sus vecinos más septentrionales los sucumbíos, andaques y mocoas formaban
una amplia faja étnica a lo largo de las vertientes orientales de los Andes, que se­
paraba a los grupos andinos de los propiamente selváticos. Varias fuentes con-
cuerdan en caracterizar a los cofanes como una nación guerrera, con asenta­
mientos dispersos, a cuyo frente se hallaban caciques con una autoridad basada
en el parentesco y en su personalidad más que en un poder formal. Con probabi­
lidad los cofanes formaban parte de la red de intercambio que se extendía desde
Pimampiro, en aquella época centro del comercio de la coca y del algodón, hacia
otras regiones de la sierra y comarcas del Oriente, accesibles estas últimas a tra­
vés del pueblo de Chapi. Parecida era la situación de los encabellados, grupos se-
minómadas cuyo territorio se extendía entre los ríos Putumayo y Ñapo, dilatada
región que era compartida por otros grupos étnicos. Ya a inicios del siglo XVII se
tuvo también noticia acerca de una etnia ubicada en la margen derecha del río
Ñapo hacia el Curaray. Se trata de los abijiras, quienes conformaban entonces
pequeñas aldeas apartadas entre sí, con cuatro, seis y ocho casas, en cada una de
las cuales vivían una o dos familias. También en las márgenes de los ríos Ñapo y
Coca vivían los omaguas-yetés, grupo que se había separado del «Gran Oma-
gua», asentado en las riberas e islas del curso medio del Amazonas (Moreno Yá­
nez, 1988: II, 122-128; Grohs, 1974).
Causa admiración, como anota Porras (1980: 110-111), que, al contrario de
la evolución cultural de la sierra, la de la selva oriental se caracteriza por una
marcada discontinuidad, lo que quizás supone una secuencia interrumpida por
complejos intrusivos, o es un testimonio de la heterogeneidad de los grupos étni­
cos que a lo largo de los siglos han poblado esa región. El cuadro etnográfico-
linguístico del siglo xvi, al Sur del río Pastaza, presenta efectivamente una distri­
bución heterogénea que, en líneas generales, coincide con los resultados de las
investigaciones arqueológicas. En las estribaciones de los Andes existían enton­
ces algunos emplazamientos puruhaes y cañaris; sus vecinos, los denominados
« x ibaros» , estaban situados más al Oriente, entre los ríos Paute y Bomboisa. De
modo análogo, grupos paltas estaban asentados en la ceja de montaña al Sudeste
de Loja, mientras que los rabona ocupaban la parte oriental del valle del Zamo­
ra. La cuenca septentrional del río Chinchipe era conocida como la región de los
378 SEGUNDO E. M O R E N O Y Á N E Z

bracamoros y más al Oriente los cacicazgos altamente organizados de los maynas


ocupaban las riberas del Marañón, desde el Morona hasta el Nucuray, región
integrada a extensas redes de intercambio que alcanzaban la sierra Cañar (Tay-
lor y Descola, 1981: 7-54; Grohs, 1974: 27-29). El hábitat de la mayoría de los
grupos tribales de la Amazonia se dispersaban y amoldaba al relieve, como fac­
tor defensivo de los asentamientos. Los grupos locales estaban controlados por
«jefes de guerra», desprovistos de privilegios socioeconómicos y de autoridad
formal, salvo durante los frecuentes conflictos; parece sin embargo que los bra­
camoros del alto Chinchipe habían adoptado un modelo político de tipo «palta
serrano», con un sistema de cacicazgo más institucionalizado (Moreno Yánez,
1988: II, 128-134; Taylor y Descola, 1981: 53-54).
Entre las sociedades tribales de la zona interandina comprendida entre ios
ríos Patía y Chota, los pastos y quillalcingas formaban los conjuntos más nume­
rosos de la población asentada al Norte del Ecuador y en el extremo sur de la
actual Colombia. En el sector más densamente habitado los asientos de los caci­
ques locales parecen haber sido verdaderos poblados. Como agricultores, los
pastos producían excedentes y en las zonas bajas cultivaban algodón, con el que
tejían telas para vender en sus mercados. El comercio estaba organizado en ma­
nos de los «mindalaes», quienes negociaban y saldaban sus contratos con oro y
mantas. Los complejos cerámicos estudiados por María Victoria Uribe (1977-
1978; 1982; 1986: 211-218) y denominados Capulí (800-1500 n.e.), Piartal
(750-1250 n.e.) y Tuza (1250-1500 n.e.) demuestran intensas relaciones tempra­
nas con la costa del Pacífico, una pronunciada estratificación social y un marca­
do énfasis en las manifestaciones rituales, características que varían con el tiem­
po, mientras aumenta la población y se expanden las fronteras agrícolas (cf.
también Romoli, 1977-78; Moreno Yánez, 1988: II, 34-42). Un modelo análogo
se da en el Ecuador meridional, donde los españoles distinguen tres conjuntos
diferenciados: los cañaris al Norte, los paltas en la sierra sur y los pacamoros en
el Oriente amazónico: tres modelos que representarían una serie desde la civili­
zación hasta la barbarie. El grupo palta más importante estaba asentado en el
valle de Changacaro (o del Zamora), a cuyo cacique los españoles se referían
como el «capitán» de la confederación tribal palta organizada, probablemente,
en forma transitoria y con fines defensivos (Moreno Yánez, 1988: II, 100-104;
1986: 253-263).

HACIA LAS FO RM A CIO N ES POLÍTICAS ESTATALES


EN LOS ANDES SEPTENTRIONALES

En los años previos a la invasión incaica alcanzaron un alto nivel organizativo


varios curacazgos o «cacicazgos mayores», cuya autoridad se reconocía a nivel
regional por los jefes de los llajtacuna locales y cuyo desarrollo, como formación
sociopolítica, trasciende a la simple sociedad tribal, para estar al mismo tiempo
orientado hacia la futura conformación del Estado. El análisis documental sobre
Quito, considerado como un señorío étnico, demuestra que su importancia, más
que política, fue económica y geográfica, gracias a su situación privilegiada en el
LAS S O C I E D A D E S DE LOS A N D E S S E P T E N T R I O N A L E S 3 79

A N D IN O A M ÉRICA SEPTEN TRIO N A L:


SIER RA N O R T E

Nueva Historia del Ecuador, vol. 2; 9-134.


380 SEGUNDO E. M O R E N O YÁNEZ

núcleo de un extenso complejo vial, a la existencia de un centro de intercambio


económico, conocido por los españoles como «tiánguez» (término mexicano) y a
su condición de residencia de una colectividad de «mindalaes» o indios mercade­
res, circunstancias todas ellas que coincidieron para hacer del Quito aborigen un
enclave donde concordaron factores económicos de ámbito local e incluso inter­
zonal. Con Quito estaban asociados los cacicazgos de los cercanos valles de los
Chillos y Tumbaco, variables en su tamaño, pero con estructuras sociales unifor­
mes (Salomon, 1980).
Casos semejantes fueron los señoríos étnicos de Panzaleo, en la comarca del
valle de Machachi, al que pertenecían los pueblos de Machachi, Aloasí y Alóag;
de Sigchos, Angamarca y Píllaro, asociados en un circuito serrano de intercam­
bio que se prolongaba hacia el Occidente hasta las tierras bajas de las cuencas de
los ríos Guayas y Esmeraldas y en dirección oriental hasta la ceja de montaña
cercana a los ríos Ñapo y Pastaza. Latacunga fue el centro principal de uno de
los señoríos étnicos más importantes de la zona, que fue anexada al Tahuantin-
suyo por Topa Inga Yupanqui, quien la convirtió, conjuntamente con Tome-
bamba y Quito, en uno de los tres centros administrativos más importantes del
área que comprende el actual Ecuador (Moreno Yánez: II, 1988, 64-84; Navas,
1990; Oberem, 1967: 199-225).
Según varias fuentes documentales, el territorio ocupado por la nación de
los puruhaes se extendía desde las estribaciones septentrionales del nudo de Sa-
nancajas-Igualata, cercano al Chimborazo (6 310 m), hasta el nudo de Tiocajas
al Sur. Corresponde a las fases arqueológicas de Guano, Elenpata y Huavalac,
que se inician, según Jijón y Caamaño (1952), hacia el año 1000 de nuestra era,
y su último periodo coincide con la época incaica. La principal ocupación de los
puruhaes era la agricultura, cuya tecnología se completaba con amplios sistemas
de riego. Gracias al sistema de las colonias de «cam ayocs» tenían acceso a las ri­
cas zonas del Tungurahua, donde cultivaban coca y explotaban madera; a las sa­
linas de Tomabela, en el Noroeste; mientras que el intercambio comercial estaba
en manos de los «mindalaes», cuya principal granjeria era la jarcia de cabuya,
que se trocaba especialmente con sal proveniente del territorio de los chonos y
huancavilcas. Aunque eran varios los curacas locales, parece que el cacique de
Yaruquíes, Duchazelan y Paira, señor de Punín, Columbe, Pangor y otros pue­
blos, ostentaba alguna preeminencia, por lo que se podría suponer que los incas
convirtieron a Riobamba (la antigua) en un centro que dividía estratégicamente
y controlaba los cacicazgos aborígenes de Paira y Duchazelan e incluso el terri­
torio de los chimbos, región en gran parte multiétnica y que en el Incario fue po­
blada por colonias privilegiadas de Mitmajcuna. Más al Sur, en la cuenca del
Chanchán, cada poblado tenía su cacique y únicamente ante peligros externos se
aliaban los señores locales y reconocían la autoridad de un jefe común (Moreno
Yánez, 1988: II, 84-94; Pérez, 1969-1970).
La ceja de montaña oriental albergó también formaciones cacicales desarro­
lladas. Los quijos, situados al Oriente de Quito, en la puerta de entrada al «país
de la canela», contaban con caciques locales, a quienes sus súbditos ofrecían ob­
sequios y para quienes cultivaban las tierras y construían sus casas. En casos de
guerra o en situaciones de emergencia se acostumbraba a elegir al jefe étnico más
382 SEGUNDO E. M O R E N O Y Á N E 2

poderoso como «cacique de guerra», quien también en tiempos de paz ejercía


cierta influencia como prim us Ínter pares, lo cual demuestra cierta vinculación
entre los caciques de la región (Oberem, 1980). Quizás un caso semejante fue el
del grupo indígena que levantó el enorme complejo arqueológico en las faldas
orientales del volcán Sangay (5 323 m) (Porras, 1987). '
Los grandes señoríos étnicos de Andinoamérica septentrional, a finales de la
época Aborigen, se integraron en confederaciones por razones de intercambio
mercantil o para defenderse de peligros externos, lo que posibilitó la emergencia
de una autoridad con poder reconocido sobre la confederación. De la documen­
tación española temprana (cf. Sámano-Xerez, 1967), se desprende la existencia
de un poderoso cacicazgo asentado en una franja costera, con enclaves que se
extendían desde Puerto Cayo hasta el río Esmeralda pero aparentemente sin ma­
yor control sobre las tierras huancavilcas, hacia el Sur. Este señorío fue el núcleo
de una «liga de mercaderes» y de artesanos, dedicada especialmente a la cons­
trucción de balsas, a la navegación y al comercio de la concha Spondylus con
otros productos, entre ellos la plata y el cobre, este último con un relativo valor
monetario. Los súbditos del señorío de Calamgone o Salango dominaban la na­
vegación marítima y mantenían un importante santuario en la isla situada frente
a aquellos pueblos (Norton et al., 1983). La ocupación de zonas variadas posibi­
litaba además a los manteños combinar una economía dependiente de los frutos
de mar con los productos agrícolas cultivados en laderas con el sistema de terra­
zas. Al Sur, en la península de Santa Elena y en las riberas del golfo de Guaya­
quil, los «manteños del Sur» o huancavilcas, al igual que los lampunas, en la isla
Puná, y los tumbecinos, estaban firmemente integrados en el tráfico de la
Spondylus, que se desarrollaba a lo largo del litoral del Pacífico desde Manabí,
en el Ecuador, hasta el valle de Chincha, en el Perú, que completaba al antiguo
circuito mercantil con la sierra meridional ecuatoriana y, a través de ella, con la
Amazonia y el Perú central. La cuenca del Guayas estaba habitada por los cho­
nos, también navegantes, mercaderes y constructores de balsas, con su centro ca­
cical en Daule, y cuyo hábitat coincide con el territorio de expansión de la fase
Milagro-Quevedo, entre cuyos rasgos diagnósticos son perceptibles los montícu­
los o «tolas», que sirvieron de basamento a las viviendas o casas comunales, los
campos de camellones para regular las inundaciones en terrenos agrícolas y el
uso de un probable tipo de monedas en sus transacciones mercantiles (Moreno
Yánez, 1988: II, 110-119; Espinosa Soriano, 1981; Estrada, 1957; Hosler,
Lechtman, Holm, 1990). Aunque son claras las evidencias para considerar a los
cañaris como un grupo étnico con unidad cultural, resulta todavía difícil aseve­
rar la supremacía de un señor sobre los otros; parece sin embargo que al señor
de Hatum Cañar se le consideraba como cabeza principal de la nación cañari. El
estado de permanente guerra intraétnica no obstaculizaba la formación de alian­
zas, más todavía si se trataba de guerrear contra los «xibaros» para arrebatarles
sus mujeres y conseguir fuerza de trabajo o contra ios zamoranos, con el objeto
de lograr sal y otros recursos. El sistema de alianzas alcanzó su culminación ante
la invasión incaica, pero su sometimiento al Tahuantinsuyo no fue quizás el re­
sultado de victorias militares, sino un convenio con quienes habían controlado
desde hacía más de un milenio la distribución de la concha espinosa de labios
384 SEGUNDO E. M O R E N O Y Á N E Z

encarnados, la Spondylus princeps, insignia panandina del culto a la lluvia, al


agua y a la fertilidad. Los incas edificaron, en el centro del territorio cañari,
Tom ebam ba, como un nuevo Cuzco y los cañaris se transformaron en guardias
personales del Inca y en custodios de la «huaca» quizás más importante del
Tahuantinsuyo, la isla de Copacabana en el lago Titicaca (Moreno Yánez, 1988:
II, 9 6 -1 0 0 ; Alcina Franch, 1983; Holm y Crespo, 1981: II, 54 ss.; Marcos, 1986:
2 5 -5 0 ; Fresco, 1984).
M ás al Norte, ante las primeras incursiones de Topa Inga, la resistencia en­
tre Tiquizambi y Quito fue dirigida en primera instancia por Pilla-Guasu, señor
de cierta provincia de Quilacos o Quitos (Sarmiento, 1965; 250; Cabello
V alboa, 1951: 408), confederación multiétnica que no duró largo tiempo. Más
estable fue la confederación de los pueblos caranquis, otavalos, cochisquíes y
cayambis, probablemente pertenecientes a una sola nación, pero divididos en
cuatro señoríos étnicos regionales, ubicados al Norte de Quito. La región aquí
mencionada, además de constituir un conjunto de señoríos étnicos que trascen­
dían a la organización tribal y a los cacicazgos locales, entró en un proceso de
integración política, gracias a las alianzas defensivas contra los incas, que estuvo
por culminar en la conformación de una nación-estado. Además de un idioma
com ún, el territorio presenta, entre otros, dos aspectos de un común legado cul­
tural: las pirámides o tolas, muchas de ellas con rampas de acceso y los montícu­
los funerarios con pozo. El uso de sitios de montículos como unidades de obser­
vación se fundamenta en la hipótesis de que estos lugares fueron centros de
administración política, función que casi está fuera de duda, gracias a las men­
ciones de las fuentes etnohistóricas. A la par que núcleos políticos, los centros de
montículos eran también focos de actividades artesanales y mercantiles, gracias
a la labor de numerosos «mindalaes» y de otras más complejas y diferenciadas y
con un alto nivel de concentración poblacional necesario para realizar estas acti­
vidades. Su función, como basamento para las viviendas, no está en contradic­
ción con el significado ritual, pues las viviendas cacicales eran también los prin­
cipales lugares de actividad ceremonial. Una breve mención se debe hacer de los
enormes conjuntos piramidales de Socapamba, cerca de la laguna de Yaguarco-
cha (Athens, 1980), Cochicaranqui de Zuleta, quizás la capital del señorío Ca-
ranqui (Gondard y López, 1983; Athens, 1980; Echeverría, 1988: 181-222), y
Cochisquí o Cochasquí, con 15 pirámides de diferentes tamaños y un número
mayor de montículos funerarios (Oberem, 1981; Oberem y Wurster, 1989).
Aunque es evidente la jefatura de los puento de Cayambé, como jefes militares
de la confederación durante los 15 o más años que duró la alianza contra la in­
vasión incaica y que terminó trágicamente en Yaguarcocha, es todavía difícil cla­
rificar si algún señorío étnico en particular tuvo alguna preeminencia socio-polí-
tica sobre los restantes de la zona (Larraín, 1980; Espinosa Soriano, 1983;
Plaza, 1 9 7 6 ; Ramón, 1990; Moreno Yánez, 1988: II, 42-64).
Aunque, hasta el momento, tanto el material arqueológico como el docu­
mental temprano no ofrecen una fundamentación empírica para reconocer en
Andinoamérica septentrional la existencia de un Estado aborigen preincaico, es
evidente que las comunidades aldeanas y las formaciones políticas tribales esta­
ban orientadas hacia la constitución de la sociedad civil y de su expresión formal
LAS S O C I E D A D E S DE LOS A N D E S S E P T E N T R IO N A L E S 385

en el Estado. Algunas comunidades antiguas desarrollaron su evolución hacia el


Estado con base en el control de los recursos hidráulicos directamente relaciona­
dos con la agricultura; para otras fue un factor preponderante el control de va­
riadas formas de intercambio o incluso comercio, así como el dominio sobre vías
de comunicación y lugares de mercado. En la reahdad no existen ambos mode­
los como conformaciones depuradas y excluyentes; se debe hablar más bien de
tendencias en la evolución social y en la generación de los Estados. A modo de
hipótesis, aunque con una amplia fundamentación empírica, se puede aseverar
que las sociedades aborígenes asentadas en los Andes septentrionales (actual
Ecuador y los extremos norte y sur del Perú y Colombia respectivamente), a la
par que desarrollaron modos de control de los sistemas agrícolas, concedieron
gran importancia al control de las formas de intercambio. Esta constatación sirve
de fundamento para afirmar que, aunque no existió un Estado aborigen en el
área andina septentrional de América previo a la invasión incaica, el desarrollo de
la sociedad aborigen hacia la constitución del mismo estuvo predeterminado por
la mayor importancia dada al control sobre las formas de intercambio que ai do­
minio sobre los recursos agrícolas. Una nueva forma de organización política
sólo se hizo presente con Atahualpa, último Inca del Tahuantinsuyo y verdadero
fundador del Estado quiteño (Moreno Yánez, 1988: 23-31; 1981, 156-162).
00
PERIODIZACIÓN DE LA ÉPOCA ABORIGEN o

CONDICIONES RELACIONES FORMAS CORRESPONDE MODO


EDAD ORGANIZACIÓN
PERIODO DE DE DE A DE
SOCIAL
PRODUCCIÓN PRODUCCIÓN VIVIENDA (FASES) PRODUCCIÓN

Cazadores- M.P.
Salvajismo Caza-recolección Igualitarias Banda Campamento Paleoindio
recolectores Primitivo

REVOLUCION NEOLITICA

Sociedades Diferenciación
Agricultura
agrícolas natural Estancias y/o
de Tribu Formativo Transición
aldeanas (Sexo, edad, aldeas dispersas
subsistencia
incipientes experiencia)
Barbarie
Sociedades
Agricultura Aldeas
agrícolas Diferenciación Tribu Formativo M.P.
de concentradas o
aldeanas estratificada estratificada Tardío Asiático
excedente aglutinadas
superiores

REVOLUCIÓN URBANA
o
Sociedades Agricultura y Desarrollo c
Estratificación Jefatura o Centros urbanos M.P. 2
agrícolas supra circuitos de Regional e
(clanes cónicos) señorío étnico limitados Asiático O
superiores intercambio Integración o

Civilización 2
Agricultura, O
Centros urbanos M.P.
Sociedades artesanía, Estratificación Hasta final de 7>
Estado rectores del Asiático m
estatales comercio, de clases sociales Integración 2
sector rural (estatal) O
planificación
-<
2
Fuente: Segundo E. M o r e n o Yánez.
15

L A S S O C IE D A D E S D E R E G A D ÍO D E L A C O S T A N O R T E

Anne M arie H o c q u en g h em

LOS DATOS A RQ U EO LÓ G ICO S

h a constitución d e las coleccion es

Desde el siglo xvi, en busca de oro y para destruir imágenes de ídolos, los espa­
ñoles profanan los centros administrativos y ceremoniales y los cementerios de
los indios. Fundidos o rotos, los objetos que hallan en la costa norte y en el extre­
mo septentrional del Perú, entre el valle de Santa y el de Túmbez, desaparecen.
Habrá que esperar al siglo xvm para que los objetos prehispánicos empiecen a
despertar algún interés entre los aficionados a las antigüedades o las curiosidades.
Fejoo de Sosa ([1763] 1984) envía a España, al Gabinete de Historia Natu­
ral y Antigüedades de Carlos III, una colección de objetos y algunas momias.
Don Baltasar Martínez de Compañón, obispo de Trujillo, efectúa en 1779 una
visita pastoral acompañado de artistas que pintan del natural a los habitantes,
las costumbres, los paisajes y los monumentos y objetos prehispánicos. Forma
una colección de «Curiosidades del Arte y de la Naturaleza», igualmente envia­
da a Carlos III (ed. 1978). Ambas colecciones se conservan en el Museo de Amé­
rica de Madrid.
Charles Dombey junta para el rey de Francia, en 1785, una colección de ob­
jetos, algunos de los cuales proceden de la costa norte. Después de la Revolu­
ción, las A ntiquités du C abinet du R oy y las confiscadas con los bienes de los
emigrados son reunidas en un solo conjunto, hoy en día en las colecciones con­
servadas en el M usée d e l’H om m e de París.
En el siglo X I X , una vez independizado Perú en 1821, los gobiernos de distin­
tos países de Europa y de los Estados Unidos de América nombran a los encar­
gados de misión, que se dedican a observar la situación política y comercial. Al­
gunos de esos enviados especiales se interesan además por las ruinas, en las que
abundan los testimonios del pasado andino. Tras esos observadores desembar­
can en el Perú ingenieros y comerciantes para intensificar la producción agrícola,
construir carreteras y establecer firmas comerciales. Algunos de esos extranjeros
residentes en el Perú constituyen importantes colecciones de antigüedades pre-
hispánicas.
388 A N N E MARIE H O C Q U E N G H E M

En 1860, William Bollaert publica en Londres Antiquarian, E thnological


a n d O ther Researches in N ew G ranada, E quador, Perú and Chile, con ilustra­
ciones de vasijas de la costa norte, que se conservan en el British Museum de
Londres.
Ephraim Squier, enviado por Abraham Lincoln a América Latina, visita el
Perú en 1862 y atribuye los yacimientos de Virú, Moche y Chicama a los chi-
mús, mencionados por los cronistas del siglo xvi. El «reino» chimú acababa de
ser sometido a los incas cuando se produjo la conquista española. Squier señala
la importancia, desde una perspectiva etnográfica, del material encontrado en la
costa norte y observa que las imágenes modeladas y pintadas parecen ilustrar las
costumbres y creencias de los chimús, subrayando algunas continuidades entre el
modo de vida expuesto en la iconografía de la costa norte y el de los indios de
los siglos XVI a XIX.
En 1877, Charles Wiener, encargado de misión científica en el Perú y Boli-
via, forma durante su viaje una colección de objetos que proceden en parte de la
costa norte. La expone a su regreso a Francia en el Palais d e ¡'Industrie, donde
atrae la atención de numerosos visitantes, y posteriormente en la Exposición
Universal celebrada en París en 1878. Sus piezas se conservan en el M usée de
l’H o m m e de Parts (Hocquenghem, 1986).
A finales del siglo x ix , los alemanes, que se dedican a producir azúcar en los
valles de la costa norte, constituyen importantes colecciones, entre ellas la de
Arthur Baessler, conservada desde 1899 en el Museum für V olkerkunde de Ber­
lín, y la de Hans Heinrich Brunning, expuesta en el museo que lleva su nombre
en Lambayeque.
En cuanto a los peruanos, debemos mencionar a la familia Larco, propieta­
ria de la hacienda Chiclin, en el valle de Chicama, que reunió la colección más
importante de cerámicas de la costa norte. En 1920, cuando el arqueólogo Julio
C. Tello persuadió a las autoridades del interés y valor de los objetos prehispáni-
cos, se creó por fin el Museo Nacional de Antropología y Arqueología de Lima
y, para conservar el patrimonio nacional, se promulgaron leyes que limitaban la
exportación de esos objetos al extranjero.

L a fijación de la secuencia cron ológ ica

Las grandes colecciones constituidas antes del siglo XX están formadas por pie­
zas cuya procedencia exacta se desconoce, carentes de contexto arqueológico. A
partir de principios del siglo XX se generalizan los métodos de excavación y se-
riación estilística del material cerámico que permiten establecer una secuencia
cronológica relativa de las distintas ocupaciones de los yacimientos y reconstruir
la historia de las sociedades de la costa norte.
El arqueólogo alemán M ax Uhle, encargado de investigar el pasado andino
por la Universidad de California, forma la primera colección de cuyas piezas se
conoce el origen, pues cada cerámica puede ser atribuida a un lote procedente de
una misma tumba. Se conserva en el Lowie Museum de Berkeley. En 1913 Uhle
publica los resultados de sus excavaciones en Moche, donde pudo observar la
superposición de cuatro estilos de cerámica que correspondían a otros tantos
LAS SOCIEDADES DE REGADÍO DE LA COSTA NORTE 389

complejos culturales, sociedades, que se habían sucedido en la costa norte: Pro-


tochimú (mochica), Tihuanaco, Chimú e Inca.
Alfed Kroeber (1925) analiza la colección Uhle de Moche, pone de relieve
las variaciones de formas y decoraciones a lo largo del tiempo y formula una se-
riación estilística de las vasijas mochicas.
En 1946, el arqueólogo peruano Rafael Larco Hoyle propone una cronolo­
gía relativa del conjunto de las sociedades de la costa norte. Los arqueólogos es­
tadounidenses William Strong, Gordon Willey, Wendell Bennett, CUfford Evans
y Donald Collier estudian los yacimientos del valle de Virú, desde las primeras
huellas de ocupación al Precerámico y hasta hoy en día. Sus conclusiones permi­
ten precisar la secuencia cronológica propuesta por Larco Hoyle (Willey, 1971).
A partir de 1955 se pudieron obtener las primeras dataciones absolutas, gra­
cias a los análisis del C14 que contenían los restos orgánicos y hacerse una idea
de la cronología absoluta de las sociedades de la costa norte. Rowe, consciente
del margen de error posible de las dataciones con C14, propone conservar una
cronología relativa, teniendo en cuenta tres «horizontes», periodos que se carac­
terizan por cierta homogeneidad de los estilos de cerámica en todo el territorio
peruano y dos periodos intermedios en los que aparecen estilos locales claramen­
te diferenciados (Rowe, 1961; Lanning, 1967: cuadro I).
En los años 1960-1965, en excavaciones ilegales efectuadas en el valle de
Piura aparecen cerámicas de un estilo hasta entonces desconocido, el Vicús, aso­
ciado a cerámica mochica. Los arqueólogos deben reconocer que, hacia comien­
zos de nuestra era, las sociedades de la costa norte se habían anexado los valles
del extremo septentrional del Perú (Casafranca y Guzmán Ladrón de Guevara,
1964; Matos Mendieta, 1 9 65-1966; Disselhoff, 1968, 1971 y 1972; Hocqueng-
hem, 1973 y 1991).
Las excavaciones, cada vez más numerosas a partir de hace una treintena de
años, proporcionan informaciones sobre la arquitectura de los centros ceremo­
niales y el contenido de las sepulturas desde el primer milenio antes de nuestra
era, esto es, el horizonte Temprano, Cupinisque, hasta la Conquista española.
Baste mencionar las excavaciones dirigidas por Michael Moseley y Carol
Mackey en el valle de Moche (1973), Christopher Donnan en los valles de Santa
(1973), Moche (1978) y Lambayeque (1984) y en Pacatnamú, en el valle de Je-
quetepeque (1986), donde Gisela y Wolfgang Hecker (1982) han proseguido las
excavaciones de Heinrich Ubbelohde-Doering (1952, 1957, 1959 y 1960); las de
Izumi Shimada (1990) y Marta Anders (1977) en la región de Lambayeque; las
realizadas en esa misma región por Walter Alva (1988 y 1990), en Sipán; por
Carlos Elera en Eten, en la costa, y por los arqueólogos de la escuela de arqueo­
logía de Trujillo en La Mina, en el valle de Jequetepeque (Donnan, 1990) y El
Brujo, valle de Chicama (Gálvez M ora, 1991), más las de James Richardson III,
M ark McConaughy, Allison Heaps de Peña y Elena Décima Zamecnick (1990) y
Peter Kaulicke (1991) en Vicús, en el piedemonte del valle de Piura.
Las informaciones arqueológicas que se desprenden de las excavaciones y de
los análisis de la iconografía presente en el material conservado en las coleccio­
nes, más la interpretación de esas imágenes comparando los datos icónicos con
los relatos de los cronistas de los siglos XVI y XVII que tratan de las costumbres y
390 ANNE MARIE H O C Q U E N G H E M

creencias de los indios, sumadas a los estudios de los etnohistoriadores (Rostwo-


rowski, 1961; Murra, 1975 y 1978; Netherley, 1977 y 1988; Rischar, 1984,
1988 y 1991; Ramírez Horton, 1981 y 1982; Keatinge y Conrad, 1983), nos
permiten reconstruir a grandes rasgos las características de las sociedades de la
costa norte (Hocquenghem, 1973, 1977a y b, y 1987).
La agricultura de regadío permite obtener la producción necesaria para el
sostenimiento y la reproducción de esas sociedades complejas, muy jerarquiza­
das, y es capaz de producir el excedente preciso para liberar de las faenas agro-
pastoriles a una mano de obra destinada de modo habitual al mantenimiento de
las redes de regadío y comunicación, la construcción de graneros, la redistribu­
ción de la producción, la ampliación de los templos, la elaboración de objetos
ceremoniales y el sostenimiento de una élite teocrática que organiza la produc­
ción fundándose en un tributo, no en productos sino en tiempo de trabajo.

EL E N T O R N O NATURAL Y LA SOCIEDAD

L a agricultura d e regadío

Por el litoral peruano se extiende uno de los desiertos más áridos del mundo; no
llueve más que cuando las aguas cálidas de la corriente de «El Niño», que bor­
dea las costas del Ecuador, se desplazan hacia el Sur, fenómeno que sólo se pro­
duce aproximadamente cada cinco años en el extremo septentrional y una o dos
veces cada siglo en el Norte (Hocquenghem y Ortlieb, 1992). Únicamente se
puede cultivar en los valles oasis que forman los ríos que bajan de los Andes.
La agricultura de regadío se desarrolló en los valles de la costa central durante
el segundo milenio antes de nuestra era: «La agricultura en los valles costeños y las
cuencas del alto Huallaga y del Marañón empezó como un simple floodw ater far-
m ing durante el Precerámico VI (2500-1750 a.n.e.). Los indicios relacionados con
los importantes centros ceremoniales de El Paraíso (Precerámico VI) y La Florida
(periodo Inicial, 1750-1050 a.n.e.) muestran que el riego artificial, basado en la
construcción de canales, ya fue «inventado» a finales del Precerámico (aproxima­
damente el año 188 a.n.e.), o sea, al mismo tiempo de la aparición de la cerámica
y del maíz. Obviamente, el maíz, con sus exigencias muy altas y delicadas de agua,
desempeñó un papel importantísimo en el desarrollo de la agricultura de riego y el
proceso de ocupación de los valles, que había empezado a finales del Precerámico,
continuó durante el periodo Inicial y el horizonte Temprano (Golte, 1983).
Durante el primer milenio antes de nuestra era, las redes de regadío se ex­
tienden por los anchos valles de la costa norte, en los que abundaban las tierras
y el agua. Al Norte de Lambayeque, hasta aproximadamente el año 200 n.e. no
se desarrolla, en una primera fase, el riego en el piedem on te del valle de Piura, y
a partir del año 600, en una segunda fase, se regarán los valles del bajo Piura,
Chira y Túmbez (Hocquenghem, 1991).
En el siglo X V I, en su cabotaje a lo largo de la costa norte del Perú en 1525-
1526, los compañeros de Pizarro observan los canales de riego y la riqueza de los
valles de la costa del extremo septentrional y norte: «Vio Alonso de Molina la for-
LAS S O C I E D A D E S DE R E G A D f O DE L A C O S T A NORTE 39|

raleza de Túnbez y acequias de agua, muchas sementeras y frutas y algunas ovejas»


(Cieza de León, [1553] 1967: cap. X X , 55). «Vio Juan de la Torre manadas de
ovejas, grandes sementeras, muchas acequias verdes y tan hermosas, que parecía la
tierra ser tan alegre, que no avía con qué conparalla» (ibid.: cap. X X II, 62).
En 1532, en ruta hacia Cajamarca y la Conquista del Perú, los españoles
aprecian la labor de los indios yungas, que gracias al riego obtienen dos veces al
año una abundante cosecha en una región desértica: «Siembran de regadío en las
vegas de los ríos, repartiendo las aguas en acequias; cojen mucho maíz y otras
semillas y raíces, que comen; en esta tierra llueve poco» (Xerez, [1534] 1968:
202); «Este río de Tallana era muy poblado de pueblos y muy buena ribera de
frutales y tierra muy mejor que la de Túmbez; abundoso de comidas y de gana­
dos de aquella tierra» {Estete, [1534] 1968: 364); «Esta tierra de San Miguel y
río de Tallana, en toda la costa, desde aquí adelante, más de trescientas leguas,
es tierra caliente, y do nunca jamás llueve; no hay poblaciones sino en los ríos,
los cuales son muchos y muy grandes, y así riegan la tierra con ellos y hay gran­
des llanuras y arboledas y frutales de diversas maneras: dan fruto dos veces en el
año, porque como el sol es siempre de una manera y el agua por el pie nunca fal­
ta, la tierra no cansa de producir» (ibid.).
Pedro Cieza de León describe la riqueza de los valles de la costa norte, que
recorre unos veinte años después de la conquista: «Y daré noticia de los Yungas,
y de sus grandes edificios: y también contaré lo que yo entendí del secreto de no
llouer en todo el discurso del año en estos valles y llanos de arenales, y la gran
fertilidad y abundancia de las cosas necessarias para la humana sustentación de
los hombres» ([1553] 1984: cap. LVIII, 183); «Los campos labran hermosamen­
te y con mucho concierto: y tienen en el regarlos grande orden. Críanse en ellos
muchos géneros de fructas y rayces gustosas. El maíz se da dos veces en el año:
dello y de frijoles y hauas cogen harta cantidad, quando lo siembran. Las ropas
para su vestir son hechas de algodón, que cogen por el valle lo que para ello han
menester» {ibid.-. cap. LIX , 186).
El autor se duele del abandono de los ricos valles: «[...] lloro las extorsiones
y malos tractamientos, y violentas muertes que los Españoles han hecho en estos
Indios, obrados por su crueldad, sin mirar su nobleza y la virtud tan grande de
su asción. Pues todos los más destos valles están ya casi desiertos: auiendo sido
en lo passado tan poblados como muchos saben» {ibid.: cap. LX I, 192).
Pedro Cieza de León, por último, demuestra ser un agudo observador al des­
cribir el orden impuesto a los indios; «[...] me parece que si el Emperador [Carlos
V] quisiere mandar otro camino real como el que va del Quito a Cuzco o sale de
Cuzco para ir a Chile, ciertamente con todo su poder para ello no fuese podero­
so, ni fuerza de hombre le pudiese hazer sino fuese con la orden tan grande que
para ello los incas mandaron que hubiese» ([1553] 1967: lib. II, cap. X V , 45).

O rganización d e la p rod u cción y orden andino

Como reconoce Cieza de León, para mantener el nivel de producción en la sierra


y en la costa, a los españoles les falta el respeto por el «orden andino» necesario
para el sostenimiento de «la organización andina de la producción».
392 ANNE MARIE HOCQUENGHEM

«La organización andina de la producción» y «el orden andino» se basan en


el reconocimiento y el respeto de las m it’a, los ciclos de todo lo que debe repro­
ducirse regularmente, en la naturaleza y en la sociedad (Murra, 1981: 7-8). La
m it’a es la alternancia de los días y las noches, las estaciones del año, la vida y la
muerte; es el calendario de las faenas cotidianas y el calendario de las tareas ce­
remoniales que ritman la vida de los hombres y de sus instituciones.
En el plano material, «la organización andina de la producción» es el con­
junto de reglas relativas al acceso a los recursos y al control de los medios de
producción, a la distribución de la fuerza de trabajo entre los distintos procesos
laborales y a la organización del desenvolvimiento de éstos, así como a la deter­
minación de la forma social de la circulación y la redistribución de los productos
del trabajo individual o colectivo. La organización de las labores productivas
permite la agricultura de regadío en la costa y, en los Andes, la explotación de
nichos ecológicos situados a distintas altitudes, entre fondos de valles calientes y
regados y altos pastizales drenados (Troll, 1935; Murra, 1975; Golte, 1980a, b).
Esta organización tiene en cuenta la m it’a natural, el calendario estacional, que
impone a cada miembro de la sociedad, con arreglo a su función, un calendario
de tareas agropastoriles, la m it’a de los campesinos.
En el plano ideológico, «el orden andino» es el ciclo de los actos míticos fun­
dadores, la m it’a de los antepasados, reinstaurada todos los años mediante la ce­
lebración de los ritos del calendario de las tareas ceremoniales, la m it’a de los
miembros de la elite (Hocquenghem, 1984 y 1987).
Se pueden detectar huellas de «la organización andina de la producción» y
del «orden andino» a partir del primer milenio antes de nuestra era en los valles
de la costa norte y a partir del año 200 n.e. en el alto Piura y posteriormente en
los valles del extremo septentrional, en forma de:
— moradas de agricultores, diseminadas en el límite de las tierras de regadío
de los valles, de pescadores a lo largo de la costa y restos de objetos utilitarios;
— una infraestructura necesaria para el regadío: aljibes y canales, y el trans­
porte: caminos y puentes;
— centros ceremoniales y administrativos, conjuntos de plazas, templos, gra­
neros, moradas de los miembros de la élite y cementerios con tumbas en las que
abunda el material ceremonial, unidos por una red vial;
— una compleja iconografía, integrada en la arquitectura de los centros ce­
remoniales y administrativos y representada además en el material ceremonial
depositado en las sepulturas. Se trata de las representaciones de personajes míti­
cos y humanos que intervienen en distintas escenas y se identifican por sus acti­
tudes y atributos.
Desde el primer milenio antes de nuestra era, unos mismos personajes de­
sempeñan papeles similares, no sólo en las escenas de la iconografía de las socie­
dades de la costa norte, sino también de la costa sur y en la sierra.
A continuación analizaremos la organización de la iconografía e interpreta­
remos el sentido y la función de las imágenes en la reproducción de las socieda­
des de la costa norte.
LAS S O C IE D A D E S DE R E G A D Í O DE LA C O S T A NORTE 393

LA ICO N O G RA FÍA

L o s estudios tem áticos

Las representaciones icónicas, pintadas, modeladas, esculpidas, grabadas o teji­


das en objetos de barro seco o cocido, piedra, metal, hueso, concha, fibra vege­
tal o animal, son objeto de análisis e interpretaciones, a partir del siglo x ix , por
numerosos aficionados o investigadores. Arqueólogos, etnólogos, historiadores,
médicos o botánicos y zoólogos consideran la iconografía de la costa norte una
especie de enciclopedia en imágenes, que aborda con gran realismo todos los as­
pectos de la vida de los antiguos habitantes de la costa norte.
Squier (1877) y Wiener (1880) fueron de los primeros en formular un méto­
do de interpretación basado en la comparación de las imágenes con las costum­
bres y creencias de los chimús y los incas, tal como las registraron los españoles
en el siglo xv i y como las conservan parcialmente los indios.
Edward Seler (1923) manifiesta sus dudas acerca del «realismo» de esa ico­
nografía. En Moche, en los muros del Templo de la Luna, observa unas pinturas
que representan un combate entre guerreros míticos. La escena le recuerda los
combates pintados en algunas vasijas que se conservan, entre otros lugares, en la
Colección Larco. La doble representación le intriga y le permite proponer que
quizá los combates representados no sean Üdes profanas sino rituales. Para Seler,
todos los temas tratados en la iconografía pueden tener carácter religioso, en
cuyo caso la iconografía no representa todos los aspectos de la sociedad, sino
meramente los que tienen alguna relación con lo sagrado. A su parecer, hay que
cotejar las imágenes prehispánicas con los mitos de los habitantes de la costa
norte, a los que se refiere Antonio de la Calancha en su C oránica m oralizada del
O rden d e San Agustín en el Perú, publicada en 1638.
Tello (1923) recalca la importancia de las observaciones de Seler, añadiendo
que, después de haber catalogado la Colección Larco, le parece evidente que en
la iconografía sólo se tratan algunos temas particulares, que los alfareros repro­
ducen innumerables veces. Supone, pues, que las imágenes forman parte de un
conjunto de representaciones que corresponden a determinadas costumbres, a
leyendas o a mitos, a un ciclo de ideas relacionado con intereses socioeconómi­
cos de los antiguos moradores de la región; Tello propone que consideremos las
numerosas repeticiones como indicaciones de la repetición real de los actos re­
presentados. Los mitos, las leyendas, las costumbres, modelados y pintados en
serie, serían representaciones de actos efectuados periódicamente. Además, ob­
serva que en las comunidades tradicionales, al llegar el Viernes Santo, los indios
engalanan las casas ante las que pasa la procesión del Santo Sepulcro con figuri­
llas de barro que representan momentos de esa ceremonia. Según el antropólogo
peruano, tal vez exista una relación entre esa costumbre y otra andina antigua,
lo que podría explicar la función que desempeñaban las vasijas. Después de ha­
ber intuido el sentido y la función de la iconografía, Tello no sigue investigando
el significado concreto de cada escena.
A partir de 1923 se multiplican los estudios temáticos, pero sin tener en
cuenta las observaciones de Seler y Tello. Los distintos temas de la iconografía
394 ANNE MARIE HOCQUENGHEM

de la costa norte se utilizan para reconstituir la vida cotidiana, de la que forman


parte los actos religiosos.
Mencionemos, entre otros muchos análisis temáticos, los de Rebecca Carrión
Cachot (1923), que trata de la mujer y el niño en el antiguo Perú, y Luis Valcárcel
(1937), que estudia las mujeres mochica. Rafael Larco Hoyle (1938-1939) publi­
có dos volúmenes que tratan del entorno animal y vegetal y de las costumbres y
creencias de las sociedades de la costa norte, en particular en la época mochica.
Poco antes de la Segunda Guerra Mundial, Gerdt Kutscher emprende, en su cali­
dad de historiador del arte, el estudio de las escenas pintadas de la iconografía
mochica, las representaciones de carácter religioso, los sacrificios y plegarias
(1948; 1955), las carreras (1951), el juego de pelota (1958). En 1950, en un artí­
culo de carácter metodológico, reconoce que hace falta elaborar un catálogo del
conjunto de datos icónicos y comparar las distintas escenas para descubrir los
vínculos que pudiere haber entre ellas. En 1951, a propósito de las escenas de ca­
rreras e igual que Karin Hissink ese mismo año, intenta comparar algunas accio­
nes representadas en la iconografía mochica con determinadas descripciones de
ritos incas. Curiosamente, ambos investigadores, lo mismo que Seler y Tello,
abandonan el estudio de esas imágenes sin considerar el conjunto de la iconogra­
fía ni cotejar cada una de las escenas con el conjunto de ios ritos andinos.
Los estudios temáticos prosiguen. Hans Disselhoff (1968) ilustra la vida co­
tidiana del antiguo Perú con imágenes de la costa norte. Más recientemente, Da-
niéle Lavallée (1970) aborda el tema de las representaciones de animales en la
cerámica mochica, y Luis Lumbreras (1979) el de la vida cotidiana vista a través
de las imágenes vicús y mochicas.
Christopher Donnan (1976) reúne un importante corpus de vasijas mochica,
analiza la organización interna de una escena compleja de sacrificios y se inte­
rroga que el posible carácter sacro de determinadas imágenes que cabe relacio­
nar con ciertos mitos y ritos de la costa norte, mencionados por Rowe (1948),
pero, curiosamente, este arqueólogo desconoce, al parecer, los estudios de Kuts­
cher e Hissink.
Lavallée y Lumbreras (1985) retoman el análisis de las representaciones an­
dinas a propósito de la iconografía mochica, pero consideran de poca importan­
cia saber si las imágenes tratan de la vida cotidiana o ceremonial, habida cuenta
de que los aspectos sacros y profanos se reflejan. Por adoptar ese planteamiento,
siguen escapándoseles el sentido y la función de las imágenes tanto en la socie­
dad mochica como en las sociedades andinas.
Hay que reconocer que el estilo realista de la iconografía de la costa norte,
señaladamente de las imágenes mochica, ofrece a la mirada occidental la posibi­
lidad de reconocer los motivos tratados y de integrarlos en el mundo del obser­
vador. La aparente facilidad de acceso a las imágenes hace suponer a quienes
las estudian que los habitantes de la costa norte elaboraron sus obras conforme
a una mentalidad cercana a la suya. La realidad observable a través de los miles
de representaciones parece ofrecer un número infinito de temas que tratan del
mundo natural y sobrenatural, de las costumbres y creencias en relación con la
vida cotidiana y ceremonial. Percibidas de ese modo, las representaciones se ca­
talogan, subjetivamente, conforme a las asociaciones de ideas que suscitan en
LAS SOCIEDADES DE REGADÍO DE LA COSTA NORTE 395

quienes las observan y luego se interpretan en el marco de su propio sistema de


reflexión.
Conforme a la óptica de los análisis temáticos cada imagen concreta es aisla­
da de su contexto, el conjunto de la iconografía, y a continuación analizada en sí
misma y por sí misma, o bien según la función que parece puede cumplir. De esa
manera, como atestiguan las abundantísimas publicaciones y exposiciones, se
catalogan las distintas representaciones en epígrafes como «el mundo animal»,
«el mundo vegetal», «la caza», «la pesca», «la agricultura», «la ganadería», «la
arquitectura», «la música», «la danza», «los tipos físicos», «los trajes», «las en­
fermedades», «la guerra», «el papel de la mujer», «los comportamientos sexua­
les» o bien «las ceremonias», «los dioses», etc. Esos epígrafes se ordenan a su
vez conforme al sistema de clasificación del observador, por ejemplo los actos
sexuales, de acuerdo con la moral judeocristiana.
Paradójicamente, el aparente realismo de las imágenes, al evitar al observador
el esfuerzo de comprensión de las convenciones estilísticas y del sistema clasifica-
torio del que proceden, ha impedido poner de manifiesto el significado que podían
tener esas representaciones para quienes las elaboraron y emplearon y, asimismo,
comprender el sentido y la función que atribuían al conjimto de su iconografía.
Las investigaciones de Lévi-Strauss (1975) han mostrado cómo, igual que los
mitos, las representaciones icónicas no deben considerarse como objetos aisla­
dos de su contexto. Considerada desde un punto de vista semántico, una repre­
sentación sólo adquiere significado una vez inscrita de nuevo en el conjunto ico­
nográfico que forma con sus semejantes. Conjunto que debemos analizar en
tanto que sistema de signos que produce un sentido. Para constituir en sistema
unos hechos aparentemente arbitrarios, es menester considerar las relaciones
más simples e inteligibles que los unen, en vez de dejarnos extraviar por su mul­
tiplicidad. No se trata en absoluto de la individualidad de cada hecho considera­
da en sí misma, sino de sacar a la luz la estructura del sistema.
El análisis estructural, por partir, como indicaba Lucien Sebag (1965), de
mensajes a primera vista no inteligibles y por dedicarse a una labor perseverante
de descodificación, permite poner de manifiesto las reglas que facilitan el acceso
a su significado. Al revelar el sistema inconsciente que subyace a la cadena sin­
tagmática, priva a ésta de su carácter extraño, absurdo, y nos la vuelve accesible.
N o debemos, así pues, considerar una imagen o un tema, sino el conjunto
de la iconografía y nos tenemos que esforzar por aprehender su organización
interna.

L a organ ización d e la icon ografía

La constitución y el análisis de un corpus iconográfico de más de 4 000 piezas,


representativo del conjunto de las representaciones mochica, permiten poner de
manifiesto la organización de la iconografía (Hocquenghem, 1973, 1977a, b;
1978 y 1987). Resulta posible demostrar que:
— cada representación es recogida un número enorme de veces, ejecutada con
las mismas técnicas y en soportes similares, o con ayuda de medios de expresión
artística variados y en objetos de forma e índole diferentes (ilustraciones l-3a);
396 A N N E MARIE H O C Q U EN G H EM

Ilustración 1

: ...■

i-

Museum für Vólkerkunde, Berlín.


LAS SOCIEDADES DE REGADÍO DE LA COSTA NORTE 397

Ilustración 2

J ■’ !

M u s e u m fü r V o lk e r k u n d e , B e r lín , V A 1 8 5 3 5 .
3 98 ANNE MARIE HOCQUENGHEM

Ilustración 3

--

M u s e u m fü r V o lk e r k u n d e , B e r l ín , V A 1 8 3 4 1 y 2 2 3 4 8 .
LAS SOCIEDADES DE REGADÍO DE LA COSTA NORTE 399

Ilustración 4

(Hocquenghem, 1986).

Ilustración 5

M u s e u m fü r V o lk e r k u n d e , B e r lín , V A 6 2 1 9 5 .
ANNE MARIE HOCQUENGHEM
400

Ilustración 6

Museo Nacional de Antropología y Arqueología, Lima.

Ilustración 7

(H o cq u e n g h e m , 1 9 8 7 ).
LAS SOCIEDADES DE REGADÍO DE LA C O S T A NORTE 401

Ilustración 8

(D o n n a n , 1 9 7 6 ) .

— cada representación que aparece en un objeto puede integrar el contexto


de una o de varias escenas complejas pintadas en otros objetos. Esas representa­
ciones aisladas aparecen como nuevas tomas de partes o de detalles de una esce­
na compleja (ilustraciones 3-4);
— las escenas complejas, los personajes que las representan, los decorados
en que se desenvuelven, están sometidos a una doble representación, ora «realis­
ta», ora «mítica» (ilustraciones 5-6 y 7-8);
— las escenas complejas no son independientes entre sí; están unidas, ora en
el espacio, ora en el tiempo y las representan los mismos personajes, rodeados de
iguales atributos;
— las escenas complejas aparecen en número limitado. Podemos elaborar su
inventario, algo surrealista y que no guarda una relación palmaria con la vida
cotidiana: «lanzamiento de flores al aire», «unión sexual de un ser mítico con
mujeres», «suplicios de hombres y mujeres», «cazas en relación con los difun­
tos», «danzas de muertos», «carreras», «ofrendas y consumo de coca», «comba­
tes y captura de prisioneros», «sacrificios de los prisioneros», «transporte de los
prisioneros sacrificados a las islas de guano», «tratamiento de los cuerpos», «en­
trada en el mundo de los muertos, en relación con escenas de sodomía», «rebe­
402 ANNE MARI E HOCQUENGHEM

lión de los objetos en las islas de guano», «juegos», «presentación de plantas


cultivadas», «festines», «regreso al mundo de los vivos»;
— cada una de las escenas complejas, sus partes o detalles, pueden aparecer
en objetos diferentes o, a la inversa, en un mismo objeto pueden representarse
varias escenas complejas distintas;
— no hay, al parecer, ningún nexo entre la forma de los objetos y las escenas
complejas, o los detalles de esas escenas, que representan;
— la organización interna de la iconografía implica que una misma lógica
debe explicar el conjunto de las escenas complejas y cada una de ellas y sus dife­
rentes partes y detalles;
— los personajes y las escenas complejas representados en la iconografía
mochica no aparecen únicamente en la iconografía de las sociedades de la costa
norte — de Cuinisque a Chimú— , sino también de la costa sur — Paracas y
Nazca— y en las de las sociedades de la sierra: Chavín, Recuay, Huaritiahua-
naco e Inca. La iconografía mochica representa, conforme al estilo propio de la
costa norte a comienzos del primer milenio antes de nuestra era, la iconografía
de los Andes centrales del primer milenio antes de nuestra era hasta la Conquis­
ta española.

E l sen tid o d e la icon ografía

La organización interna de las imágenes indica que, lejos de constituir una enci­
clopedia de los usos y creencias, esta iconografía puede ser considerada Ilustra­
ción de un discurso específico, que narra, recoge, repite, en partes y detalles, ac­
ciones específicas.
Habida cuenta de la doble representación de las escenas complejas — el que
cada acción transcurra a la vez en un mundo mítico y en un mundo real— , el
significado de la iconografía mochica debe guardar relación con un discurso mí­
tico y ritual. Es, por lo tanto, posible formular la hipótesis del carácter sacro de
las imágenes y proponer, para interpretarlas, comparar el conjunto de escenas
complejas con el de los mitos y ios ritos andinos tal como han sido descritos en
los textos desde el siglo xv i hasta nuestros días.
Este método parece justificado, como ha observado Lévi-Strauss (1947):
«Pero sobre todo parece cierto que, en esas regiones de Sudamérica en que las al­
tas y las bajas culturas han sostenido contactos regulares o intermitentes durante
un periodo prolongado, el etnógrafo y el arqueólogo pueden ayudarse mutua­
mente para dilucidar problemas comunes».
¿Cómo dudar de que la clave de la interpretación de tantos motivos aún her­
méticos está a nuestra disposición y es accesible inmediatamente, en mitos y na­
rraciones que siguen vivos? Sería un error hacer caso omiso de esos métodos, en
los que el presente permite acceder al pasado. Son los únicos que nos pueden
guiar por un laberinto de monstruos y de dioses, cuando, al faltar la escritura, el
documento plástico es incapaz de ir más allá de sí mismo. Al restablecer los vín­
culos entre regiones alejadas, periodos de la historia diferentes y culturas desi­
gualmente desarrolladas, atestiguan, iluminan, «tal vez expliquen algún día ese
vasto estado de sincretismo con el que, para su desgracia, parece condenado a
LAS SOCIEDADES DE REGADÍO DE LA COSTA NORTE 403

topar siempre el americanista, en su indagación de los antecedentes históricos de


tal o cual fenómeno concreto» (L e serpent au corps retnpU de poissons).
Como las imágenes aparecen en los objetos funerarios, cabía pensar que se
referían más en concreto a los mitos y ritos relacionados con el otro mundo. El
análisis de las relaciones entre los muertos y los vivos en la cultura andina indica
que los difuntos deben recorrer hacia atrás el camino de la vida, «borrar sus pa­
sos». El mundo de los muertos es lo inverso del de los vivos y los mitos y ritos
relacionados con la muerte son la imagen invertida, como en un espejo, de los
mitos y ritos relativos a la vida (Hocquenghem, 1977a y 1979). De hecho, «[...]
la representación que una sociedad se hace de las relaciones entre los vivos y los
muertos se reduce al esfuerzo desplegado para ocultar, envolver o justificar, en
el plano del pensamiento religioso, las relaciones reales que prevalecen entre los
vivos» (Lévi-Stauss, 1955: 277).
Se ha constituido un corpus de los mitos y los ritos andinos tal como los des­
cribieron en los siglos XVI y xvn los cronistas y extirpadores de herejías como
Cieza de León, Garcilaso de la Vega, Felipe Guamán Poma de Ayala o Francisco
de Ávila y posteriormente, en el siglo XX, los etnólogos. Ese conjunto de infor­
maciones etnohistóricas y etnológicas es, de hecho, comparable al conjunto de
datos icónicos (Hocquenghem, 1978 y 1987).
Cada escena compleja representa un mito y un rito practicado con ocasión
de una de las doce ceremonias del calendario ceremonial andino. Esas ceremo­
nias establecen paralelos entre el ciclo de los fenómenos naturales, de los astros
y de las estaciones del año, el ciclo de la reproducción animal y vegetal y el ciclo
de la vida y de la muerte de los hombres. Esas ceremonias establecen asimismo
relaciones entre el tiempo del rito, el espacio ritual y los miembros de la élite que
las realizan. El calendario ceremonial atestigua una percepción cuadripartita del
tiempo, el retorno todos los años de cuatro estaciones (seca y fría, seca y calien­
te, húmeda y caliente, y húmeda y fría), asociadas a cuatro partes del espacio
por el que el sol circula durante esas cuatro épocas del año (Nordeste, Sudeste,
Sudoeste y Noroeste) y puestas en relación con cuatro partes de la sociedad (los
jóvenes, las mujeres mayores, las jóvenes y los hombres mayores). Esta percep­
ción cuatripartita, temporal, espacial y social, se conjuga con una percepción tri­
partita del mundo: mundo de los antepasados, de los mitos; mundo de los vivos,
de los ritos; mundo de los difuntos, del regreso al origen (ilustraciones 1-8).
Para indicar las relaciones entre las imágenes y los ritos andinos, daremos un
ejemplo, la escena compleja de «lanzamiento de flores al aire», en sus dos ver­
siones, la realista (ilustraciones 5 y 6) y la mítica (ilustraciones 7 y 8), recogida
en partes y en detalles (ilustraciones 9, 10 y 11).
Podemos comparar esta escena con la representación de Felipe Guamán Po­
ma de Ayala (Ilustración 12), la ceremonia del Coya Raimi, la fiesta de las muje­
res, la esposa del Inca, y la Luna, durante el equinoccio de septiembre.
Cristóbal de Molina ([1575] 1943: 29-43) describe cómo los guerreros incas
lanzan al aire pelotas de paja encendidas, sujetas a una cuerda, e indica el senti­
do de esos ritos de purificación celebrados durante el equinoccio de la estación
seca, en el marco de un conjunto de actos rituales relacionados con la instaura­
ción del orden.
404 ANNE MARIE HOCQUENGHEM

Ilustración 9

R e is s M u s e u m , M a n n h e im , V A M 2 3 9 3 .
LAS SOCIEDADES DE REGADÍO DE LA COSTA NORTE 405

Ilustración 10

Ubblohde-Doering, 1952.

Ilustración 11

M u s e u m fü r V ó lk e r k u n d e , B e r lín , V A 1 2 9 5 4 .
406 ANNE MARIE HOCQUENGHEM

Ilustración 12

Guamán Poma de Ayala, 1 9 3 6 “'.

Garcilaso de la Vega, nacido en el Cuzco en 1539, se acuerda de haber visto


en su infancia, al día siguiente de esa ceremonia de purificación, la citua, los res­
tos de esas pelotas pancuncu que flotaban en el río que atravesaba la plaza del
centro ceremonial y administrativo inca ([1609] 1985: 282-284).

M itos, ritos y realidad

Baste con recordar que las relaciones entre los mitos, los ritos y la realidad son
múltiples y se sitúan en varios planos.
Los mitos y los ritos tienden a resolver en el plano simbólico los problemas
reales; extraen, pues, sus soportes del medio natural y social, y en sus represen­
taciones icónicas se traslucen distintos aspectos de la realidad.

* Las ilustraciones 1 a 12 proceden de la obra Iconografía M ochica, Fondo Editorial de la Pon­


tificia Universidad Católica del Perú, 1987.
LAS S O C IE D A D E S DE R E G A D ÍO DE LA C O S T A NORTE 407

Los mitos y ios ritos, que se transmiten a lo largo del tiempo y aparecen en
la iconografía de la costa y de la sierra desde el primer milenio antes de nuestra
era, sobrepasan la realidad de una sociedad concreta y se refieren a un sistema
de pensamiento andino.
Los mitos y los ritos son modelos de conductas sociales; definen las costum­
bres, creencias e instituciones, a propósito de las cuales constituyen a la vez una
explicación de su origen y un intento de reproducción. Los cambios detectables
a lo largo del tiempo y las transformaciones de las representaciones icónicas
atestiguan la historia de esas sociedades andinas, las cuales, a falta de escritura,
se hallan al margen de la historia.
Pero el sentido de la iconografía no reside en que representa los múltiples as­
pectos profanos y sagrados de la vida en las sociedades prehispánicas, aunque de
hecho se trasluzcan en las imágenes. El sentido de la iconografía es el del calen­
dario ceremonial, de las tareas rituales de la m it’a de los miembros de la élite
que ilustra.

h a función d e la icon og rafía

Explicaciones del origen y garantes del futuro, los mitos y los ritos, al igual que
la iconografía que los representa, tienen por función imponer y perpetuar la au­
toridad absoluta de los antepasados míticos, el respeto por «el orden andino»
necesario a «la organización andina de la producción», como había observado
muy acertadamente Cieza de León ya a mediados del siglo xvi.
En la costa norte, lo mismo que en la. sierra, instaurado por el mito, celebra­
do por el rito y fijado por la imagen, que a falta de escritura sustituye al texto sa­
grado de la ley ancestral, «el orden andino» mantuvo durante cerca de 2 500
años «la organización andina de la producción» y aseguró la reproducción social.
En nuestros días, en los Andes centrales, lo que se plantea es la «viabilidad
de los sistemas de producción andinos» y el «desorden andino», pero para tratar
de entender puede ser útil recordar...
408 ANNE MARIE HOCQUENGHEM

Ilustración 13
EL CIC LO DE LOS ASTROS

E S E Q U lN O C a O S E P T IE M B R E
EM E Q U IN O C C IO M A R Z O
S -J S O L S T IC IO JU N IO
S í soLsnao d ic ie m b r e
\--------1 M ESES
o R E A P A R ia Ó N D E LAS PL É Y A D ES
• C U L M IN A a Ó N D E LAS PL É Y A D ES
• D E SA P A R IC IÓ N D E LAS PL É Y A D ES
• INiaOD E L N U E V O Q C L O
% C E N IT , A N T IC E N IT O N A D IR

Fu en te: A nn e M a r ie H ocqu en g h em .

Ilustración 14
EL CICLO D E LAS ESTACIONES
fc.:5

W //A - TIEMPOCÁLIDO
^ ^ TIEMPOFRÍO
ESTAaÓNHÚM EDA
ESTAQÓNSECA

Fuente: A n n e M a r i e H o c q u e n g h e m .
LAS S O C I E D A D E S DE R E G A D Í O DE LA C O S T A NORTE 409

Ilustración 15
EL CICLO AGRÍCOLA
E5

£M

T IE R R A -IR R JG A C IÓ N

C O SEC H A ALM ACENADA


IN ia O D EL N U EVO Q C L O

F u en te: A nne M a r ie H o cq u en g h em .

Ilustración 16
EL CICLO D E LA VIDA D EL H O M BR E
ES

a| G E S T A C IO N

bl A D O L E S C E N O A

c} M A Y O R ÍA

d) V E JE Z

{E L C IC L O D E LA M U E R T E E S O P U E ST O
A L a C L O D E L A V ID A )

Fuente: A n n e M a r i e H o c q u e n g h e m .
410 ANNE MARIE H O C Q U E N G H E M

Ilustración 17
CALENDARIO CEREMONIAL
ES
IXSrAUSAClOW

F u en te: A n n e M a rie H o cq u en g h em .

Ilustración 18
RELA C IÓ N TIEM PO-ESPACIO-SOCIEDAD

-CP

T IE M P O E S P A C IO S O C IE D A D
f ^ H R lO HUMEDO vrejo
^0
■^3 MT; noroíjtí CT J HOM»MiJOveN

SE. 2 Y
CAuOOHCUtfDO j j Mumpviw
s o

Fuente: A n n e M a r i e H o c q u e n g h e m .
LAS SOCIEDADES DE REGADÍO DE LA COSTA NORTE 41 I

Ilustración 19
EL M O D EL O DEL O R D EN D EL M U N D O ANDINO: LA CUATRIPA RTICIÓN
«re

□ DERECHA
■ IZQUIERDA
DOMmANTE
— DOMINADO
, EL MUIMOO DE LOS VIVOS HOMBRE
í EL MUNDO DÉ LOS MUERTOS g MUJER
V VIEJO
J JOVEN

F u en te: A n n e M a r ie H o cq u en g h em .

Ilustración 20
EL M O D ELO DEL O R D EN D EL M UN DO ANDINO: LA T R IP A R T IC IÓ N

SL'ft

t
HANANPACHA LADOIZQUIERDO
KAYPACHA j. LADODERECHO
HURINPACHA

Fuente: A n n e M a r i e H o c q u e n g h e m .
K Jí - " ^ ■ j !^ J

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16

L A S S O C IE D A D E S C O S T E Ñ A S C E N T R O A N D IN A S

M aría R o stw o ro w sk i

EL M ED IO A M BIEN TE DE LA COSTA PERUANA

Para comprender las culturas prehispánicas de la costa conviene señalar breve-


mente el medio ambiente en el que se desarrollaron. Extensas playas y dilatados
desiertos, dominados por cerros desnudos, tal es el paisaje de la costa peruana y
sería desolador si no fuese por los ríos que, como torrentes, bajan de las serra­
nías y cortan de tanto en tanto la aridez reinantej* Alrededor de estos ríos y a tra-

CUADRO D E D ESARRO LLO D E LA SOCIEDAD ANDINA


(con algunos ejemplos de Desarrollos Regionales)

EDADES Y C O S TA S IE R R A S IE R R A C O S TA S IE R R A A L T IP L A N O
AÑOS N O R TE C EN TR A L SUR C EN TR A L T IT IC A C A
ÉPOCAS N O R TE

IN C A IN C A IN C A IN C A IN C A IN C A

ESTADOS C H IM U CHANCAY ICA-CHINCHA CHANCAS R E IN O S


R E G IO N A LE S R E IN O S
W ARI N O R ­ LO CA LES PACHACA- W ARI S U ­ W ARI AYM ARAS
IM PERIO
WARI TEÑ O W A RI MAC REÑO

T IW A N A K U
M O C H IL A
D ES A R R O aO S CAJAMARCA Y
Y NAZCA
REGIONALES Y RECUAY PUCARA
G A L L IN A Z O
n .e ,
o
a .n .e . SALINAR HUARAS RANCHA K ALASASAYA
F O R M A T IV O ANCÓN CHUPAS CHIRIPA
C UPISN IQ UE C H A V IN W IC H O A N A WANKARANI

1000
HUACA PARAÍSO OTUM A CACHI
PRIETA E N C AN TO CHILCA PIKI
5000
C A N A R IO
LAURICOCHA ARENAL P U E N TE
10000 L ÍT IC O
GUITARRERO CHIVATEROS AYACUCHO

OAQUENDO P A C A IC A S A
20000

F u en te: M a r ía R o s tw o ro w s k i.
414 MARIA R05TW0R0WSKI

vés de siglos, el hombre con su esfuerzo ha creado complejos sistemas hidráuli­


cos que transformaron los cauces en amenos valles, propicios para el desenvolvi­
miento de las altas culturas costeñas.
En contraste con la hostilidad de la tierra, que necesita del trabajo humano
para volverse fértil, está el mar que baña estas ampUas costas; un mar que por el
hecho de arrastrar una corriente de aguas frías es un emporio de riquezas mari­
nas y una fuente de subsistencia inagotable para el habitante de sus orillas.'^’Pero
no sólo fue el océano un medio de vida en la antigüedad por su extraordinaria
fecundidad, sino también un camino para las migraciones que vinieron en el
transcurso de los tiempos a afincarse en sus costas,
Los españoles en sus crónicas y relatos dieron poca cabida al mar y a los ha­
bitantes del litoral. Ellos quedaron impresionados ante la enormidad de las cor­
dilleras, perplejos por Ips tesoros reunidos con el rescate de Atahualpa y asom­
brados ante el Cuzco, ^ sí) recogieron la visión serrana del mundo andino, de sus
gobernantes hijos dd SoJ, de sus extrañas costumbres, de sus estructuras sociales
y económicas y en contraste dejaron escuetos relatos de aquel mundo costeño
que la arqueología descubrió en siglos posteriores.
En cuanto a la «historia» de los valles, su principal fuente de información
son los documentos conservados en los archivos españoles y peruanos, que entre
otros comprenden: juicios, visitas y tasas de tributo, protocolos notariales, etc. ,

Visión arqu eológ ica

La investigación arqueológica ha demostrado la gran antigüedad de las culturas


indígenas prehispánicas que se inician con un periodo Lítico de cazadores y re­
colectores fechado entre el 2 0 000 y 5000 a.n.e.
En la costa norte los hallazgos de Junius Bird (1948; Bird e Hyslop, 1985) en
Huaca Prieta son el punto de partida de una cronología segura de la costa. Hua-
ca Prieta se sitúa en el valle de Chicama y los resultados de las excavaciones fue­
ron la primera evidencia de habitantes sedentarios que vivían de la explotación
de los recursos marinos y terrestres. El fechamiento del 3000 a.n.e. por medio
del C 14 para Huaca Prieta inició el conocimiento de una época andina Precerá-
m i^ , que desde entonces ha continuado en la mira de los investigadores.
En el Precerámico de Huaca Prieta se encontraron artefactos líticos, canastas
y esteras de diversos juncos y una importante muestra de textiles de algodón
(G ossypiu m barbad en se) . »
Los arqueólogos emplean para los diversos periodos nomenclaturas diferen­
tes. Por ejemplo. Lumbreras (1969; 1989) principia con el periodo Lítico, segui­
do por un Arcaico del 5 0 0 0 a 1000 a.n.e., en el que sitúa Huaca P^eta para el
Norte, Paraíso para el Centro y Otuma y Chilca para la costa sur. Le sigue el
Formativo, con Cupisnique y Salinar al Norte, Ancón en el Centro y Paracas al
Sur, para continuar con los periodos de Desarrollos Regionales, el Imperio hua-
ri, los Estados regionales y finalmente la fase Inca.
O tros estudiosos como Rowe y Bonavia señalan una primera época inicial,
seguida por tres horizontes panandinos: el uno Chavín o Temprano, el segundo
horizonte Medio, que corresponde a Tihuanaco-Huari, y el horizonte Tardío o
LAS SOCIEDADES COSTEÑAS C E N T RO AN D I N AS 4|S

Inca. Estos horizontes se cortan por periodos intermedios: el uno Temprano y el


otro Tardío (inmediatamente anterior al Inca).
Los recientes estudios y trabajos arqueológicos en la costa demostraron la im­
portancia de los centros precerámicos costeños, otro de cuyos exponentes es el de
Aspero, situado en la parte norte del valle de Supe y cuya fecha de C14 arrojó una
antigüedad de 4 3 6 0 ± 1 7 5 años. En él hay indicios de una población estable y su
arquitectura comprende terrazas, plataformas y plazas (Feldman, 1985).
“^Son numerosas las estructuras remanentes del Precerámico, pero señalare­
mos sólo en el Este de Lima La Florida, estructura verdaderamente monumental
con una fecha de C 14 de 3 600 ± 1 7 0 años de antigüedad. En el vecino valle del
río Chillón se halla Paraíso, con impresionantes estructuras de piedra de 3 570
años de antigüedad (Patterson, 1985).»
El periodo Inicial, cuyos antecedentes arrancan en el Precerámico, tiene una
rica y amplia distribución en la costa. Su característica arquitectónica son las
grandes estructuras monumentales en forma de «U» con la particularidad, en el
Norte, de pozos ceremoniales hundidos (Williams, 1985). Citaremos únicamente
dos de estas estructuras monumentales, por ser bastante espectaculares.
La primera, descubierta por Ravines en 1 9 7 4 ,( ^ e l centro ceremonial de Ga­
ragay en el valle de Lima (Ravines, 1975). Se caracteriza porque luce estucos de
barro pintados sobre paredes de adobes, la figura principal es un dios «Sonrien­
te» y las evidencias señalan su uso prolongado durante 800 años, entre el 1400 y
el 6 00 a.n.e. ^
La otra estructura, jSechín,! ubicada cerca de Casma, posee estelas de piedras
representando guerreros victoriosos y sus víctimas (1800 a.n.e.). Otros lugares
como Los Reyes, a 50 km del mar en el valle de Trujillo y sus estructuras en for­
ma de «U» y estucos pintados recuerdan los de Punkuri en el valle de Nepeña y
Mmeque, etc., todas anteriores al horizonte Temprano.
"^os antiguos conceptos que se tenían sobre Chavín de Huantar, considerado
como el origen de una cultura pananandina, han cambiado en el sentido de ser
la época Inicial el inicio de un desarrollo que culminó posteriormente én) Chavín
de Huantar.íAsí se convirtió (jest^ lugar en un centro de concentración d&. ioAXO-
nocimientos acumulados que luego fueron difundidos a través del territorio.
En el Sur se desarrolló la cultura paracas; en 1927 Julio C. Tello, acompaña­
do por M ejía Xesspe, dio inicio a sus excavaciones en la península de Paracas
distinguiendo su desarrollo cultural en dos épocas llamadas Paracas Cavernas y
Paracas Necrópolis.
Paracas Cavernas está relacionado con el arte denominado Chavín, al
igual que Ocucaje en lea. Su cerámica se caracteriza por tener una superficie
negra decorada con figuras incisas pintadas después de la cocción.*Son sor-
prendentes los numerosos cráneos trepanados con un alto porcentaje de su­
pervivencia.,^
Paracas Necrópolis se distingue por los bellísimos mantos hallados en los
fardos funerarios, confeccionados con lana de camélidos y con una fina decora­
ción representando seres míticos de difícil interpretación.
416 MARIA ROSTWOROWSKI

N azca

Al horizonte Temprano siguió la época que los arqueólogos llaman Intermedio


Temprano o Desarrollos Regionales.’^ o s dos exponentes principales y más co­
nocidos fueron los centros (oe^Nazca 4 ? J^ ?ch e j que a su vez extendieron sus
influencias a los valles vecinos. //
Al tratar de la cultura nazca estamos obligados a mencionar su medio am­
biente, marcadamente diferenciado de los valles de la costa central y de los nor­
teños. El río Nazca es uno de los diez mayores tributarios que en conjunto for­
man la cuenca del Río Grande. Cada río está separado por angostas cadenas de
cerros o por desiertos. Sin embargo, estos ríos acarrean escasa cantidad de agua
y, por lo tanto, el Río Grande se pierde en el arenal antes de llegar al mar. nn
términos generales, la zona de Nazca es una de las regiones más áridas de la
costa.
(í ^ solución indígena al problema acuífero se halló en la construcción de
^ «acueductos» y de todo un sistema de galerías filtrantes subterráneas que captan
1^ ¡ el agua de varias fuentesí^ Schreiber (1986) sugiere el origen del sistema en la
' época Nazca 5 y sólo una meticulosa investigación arqueológica podría aportar
la información precisa. Los acueductos no representan una edificación planifica­
da y centralizada, sino más bien una obra independiente de grupos sociales em­
pujados por urgencias agrícolas ante un aumento de la aridez.//
cultura nazcg, en el mismo Nazca, no posee construcciones monumenta­
les, y Cahuachi, el lugar principal, tiene la peculiaridad de no haber sido una
ciudad sino más bien un centro religioso muy importante al cual acudían, en
ciertas épocas, un gran número de peregrinos para luego quedar con una reduci­
da población estable (Silverman, 1986).
EDtestudio de la cerámica nazca encuentra el inconveniente de que sus piezas
provienen de excavaciones furtivas de buscadores de tesoros y, por lo tanto, las
evidencias del contexto arqueológico han sido destruidas. El análisis del arte
nazca y la investigación de su iconografía han demostrado que muchos de sus
motivos tienen un origen en eparte paracas, que le precedió en el tiempo. El arte
nazca no se limita a la cuenca del Río Grande, sino que se halla también en Ocu-
caje, principalmente en la zona baja del valle de lea desde el desarrollo de sus fa­
ses 1 y 2 .*La principal deidad de la iconografía nazca es un ser mítico enmasca­
rado o portador de grandes narigueras que sostiene plantas alimenticias y/o
cabezas trofeo. Otros personajes simulan ser seres antropomorfos o tigres vola­
dores.
Si bien el origen del arte nazca se encuentra en Nazca, la poca capacidad
acuífera de la cuenca del Río Grande no permitió la existencia de una población
lo suficientemente densa para formar un Estado. Por aquel motivo la cultura
Nazca se desenvolvió también en el vecino valle de lea.
Según la investigación de Silverman (1986), las famosas líneas de Nazca si­
tuadas en la pampa de San José estarían relacionadas con el centro relip;insn de
C^hua_chi._La presencia de fragmentos de cerámica nazca en las figuras o geogli-
fos respondería 0 u n patrón religioso que fue sustituido por las líneas que conti­
nuaron usándose en ceremonias religiosas hasta el Intermedio Tardío.^
LAS S O C I E D A D E S COSTEÑAS C E N T R O A N DI N AS 4 I7

M oche

^En el último siglo a.n.e. y hasta los años 500-600 n.e. floreció en la costa norte
la cultura moche. Su influencia se extendió a lo largo de la costa desde el río Ne-
peña hasta Batán Grande y el río Leche (Donnan, 1978). f
Su arte sobresale como uno de los más importantes de Sudamérica y sus má­
ximas expresiones artísticas se manifestaron en su cerámica de un profundo
realismo iconográfico. Impresionantes son sus representaciones de cabezas de
personajes modeladas en arcilla; además, se suceden escenas de dioses, seres hu­
manos y antropomorfos, de a ñ iló les y aves, en una amplia gama de actividades.
Durante varios siglos continuó (eljdesarrollo del art^ mochica, hasta que en su
fase 5 aparecen otras influencias que no son claramente demostradas, pues pare­
cen asociadas a una invasión artística sureña, cuyos orígenes se hallan en Tihua-
naco-Huari en la sierra sur. ^
En esta última fase de Moche, el antiguo centro en el valle del mismo nom­
bre se abandonó y remplazó por nuevos asentamientos en Galindo y Batán
Grande.

E l In term ed io T ardío

Durante los siguientes siglos la población de la costa norte desarrolló una socie­
dad aún más compleja con un fuerte énfasis en grandes centros urbanos.'^'Un
nuevo Estado llamado Chimú, con su capital Chanchan, se situó en el actual va­
lle de Trujillo y consiguió conquistar otros valles costeños, alcanzando una ma­
yor extensión territorial que su predecesor moche.//
En efecto, ( í ^ chimú dominaban desde Huarmev hasta Tumbes y Piura. Toda
la época chimúcorresponde a la clasificación arqueológica denominada Interme­
dio Tardío, era que se inició cuando por razones desconocidas sufrió un colapso el
Estado huari, surgiendo entonces en todo el litoral señoríos costeños independien­
tes. Las macroetnias durante este periodo, que abarca más o menos desde el año
1000 n.e. hasta la Conquista inca (siglo xvi), se volvieron independientes de la in-
íluencia serrana. Este florecimiento local costeño tuvo sus representaciones en los
señoríos de Huaura, Chancay, Collique en el Centro, Pachacamac, Chincha e lea. /
A partir de esta última fase arqueológica del Intermedio Tardío se puede contar
con el apoyo de la etnohistoria para lograr una mejor visión del mundo andino,
una visión que la arqueología no puede proporcionar;vj s ^ disciplina con su bagaje ;
de crónicas,.relaciones, manuscritos y todo un acervo documental inicia laJlajmada
«historia andina» y se basa principalmente en un conjunto de documentos de archi- \
vos. Naturalmente manuscritos son herencia de la burocracia administrativa es­
pañola y cuentan también con juicios.jyJitigios que, en sus numerosos testimonios, j
se remontan a tiempos inmediatamente anteriores a la llegada de los españoles.»
Diversos tipos de docum ent^ como visitas, tasas y tributos forman parte de
las fuentes, pero para ampliar (la) información etnohistórica se deben tomar en
cuenta otras disciplinas como la arqueología, antropología, lingüística y etnobo-
tánica.''Últimamente hemos profundizado @ e l terreno del psicoanálisis en un
afán de lograr un acercamiento al pensamiento andino (Hernández et al., 1987).
418 MARIA R O S T W O R O W S K I

Sin embargo debemos señalar que no siem ^e las conclusiones de la historia an­
dina están de acuerdo con la arqueología. iEDmotivo de las discrepancias es la ca-
rencia e insuficiencia de_trabajos arqueológicos en muchas zonas. En ese sentido
la~etnohistoria se adelanta a la arqueología mostrando las pautas y sugerencias a
seguir.‘*En otras ocasiones la etnohistoria no dispone o no logra obtener los do­
cumentos necesarios para un determinado valle o lugar, como nos ha ocurrido
para Nazca o Chancay. Cabe siempre la esperanza de nuevos hallazgos docu­
mentales conservados en algún archivo. >f
A través de la investigación etnohistórica se descubre un mundo andino cos­
teño diferente al desarrollo serrano, con sus propias peculiaridades y tradiciones.
Un mundo aún poco estudiado debido en parte a la temprana desaparición de
sus habitantes,(w ia)baja de^mográfica iniciada en época inmediata a la invasión
española. Varias son las causas para el despoblanúento costeño. En ciertos luga­
res principió con la Conquista inca, realizada a mediados del siglo XV, cuando
los señores locales no querían aceptar (ebyugo cuzqueño. Las represalias eran
muy duras y, por lo general, se deportaba masivamente a la población indígena
bajo el sistema de los mitimaes, o sea, de pueblos enviados a lejanas tierras a
cumplir diversas tareas en provecho del Estado.
El segundo motivo para la disminución de la población nativa fue la pro­
pagación de las epidemias traídas por los españoles como consecuencia del se­
gundo viaje de Pizarro a Tumbes, antes de la conquista de la tierra. Las enfer-
medades fueron las eruntivas. como el satanmión v la viruela, v también la
gnpeTX ^ ^ á tiira le s no contaban con defensas genéticas contra las nuevas en­
fermedades. El tercer y cuarto motivo para la baja poblacional fueron las gue­
rras civiles entre los h i s p a n o s . no disponer de animales de tiro usaron a los
naturales para transportar sus víveres_y_armamentos. Los indígenas eran lleva-
clos encadenados" para impedir su fuga y la mortandad entre ellos fue muy ele­
vada. Por último la construcción de las ciudades del litoral, sobre todo de la
capital del virreinato, necesitó de fuerza de trabajo, esfuerzo que terminó por
aniquilar a los pocos naturales que quedaban. Como ejemplo citaremos a los
habitantes del pequeño señorío de Lima, que no era el mayor del valle, en el
momento de la fundación española de Los Reyes en 1535.E n to n ces contaba
con cuatro mil tributarios varones, en 1544 había disminuido la cifra a mil
doscientos y en el momento de la creación de una aldea para reducir los indí­
genas a un pueblo español, en 1558, sólo quedaban 250 hombres (Rostwo-
row^ski, 1978). //

h a im portancia d el sistem a hidráulico

El acceso al recurso acuífero, por ende al riego controlado, fue tan importante
en el ámbito costeño como el acceso a la tierra. La realización de una agricultura
intensiva, conocida y practicada en la costa, necesitaba de conocimientos hi­
dráulicos avanzados para poder irrigar las tierras y aumentar el área de cultivos
a medida que crecía la población./^De gran trascendencia en la vida de los llanos
fue el recurso acuífero y cada valle se desarrolló según el aprovechamiento que
lograron de sus ríos. Bajan de las serranías y vienen cargados de agua durante la
LAS S O C I E D A D E S COSTEÑAS C E N T R O A N D I N AS 4|9

temporada de lluvias en la sierra y el caudal desciende posteriormente y en algu­


nos valles desaparece por completo.
Toda la historia del litoral peruano prehispánico giró en torno no sólo del
conocimiento tecnológico de sus habitantes sino del poder defensivo que desa­
rrollaron para proteger sus tierras la codicia de los serranos, pobladores de
las cabeceras de sus v a ^ s. En efecto, los variados recursos costeños despertaban
deseos dé posesión e n v ío s J ^ jt a n t e s jd e las tierras altas y existió una constan­
te rivalidadfvTpugña entre costeños v serranos! Una curiosa declaración de nu­
merosos jefes del litoral norteño en 1565 demuestra el sentimiento de sus habi­
tantes, cuando manifestaron ante un escribanoí^^sieinp reJos serranos fueron
sus enemigos y nunca tuvieron amistad con ellos (ÁI5E, Protocolos notariales). ,
Los pobladores cordilleranos sostenían tener derechos a las tierras costeñas
por ser irrigadas por el agua que provenía de sus serranías. Sin embargo, esta ri­
validad no impedía, cuando una prolongada sequía amenazaba los cultivos, que
se unieran serranos y costeños para abrir las lagunas situadas en la cercanía de
las cumbres nevadas (Rostworowslci, 1988b). ^
PL^)araueólogos han reconocido los sistemas de canales de riego y las distin­
tas modalidades empleadas en la costa»-El análisis de la situación acuífera de
cada valle ofrece interesantes informaciones acerca de ios centros de poder, que
podían fluctuar a través del tiempo en sus interrelaciones en el pasado y de sus
relaciones con sus inmediatos vecinos de las tierras altas.
La información que se obtenga para una determinada cuenca fluvial no per­
mite aplicarla a otros valles, a menos que las fuentes documentales lo confirmen.
H^^piiip<;rra la existencia de distintas situaciones y cambios que se
dieron en el tiempo, no sólo en un mismo valle sino en diversos lugaresy Para
ilustrar nuestra afirmación, basta comparar el fuerte control ejercido por los se­
ñoríos serranos de Chucuito, Pacajes y Hatun Colla en la costa de Arica y Mo-
quegua durante el Intermedio Tardío. Éstos dominaban el litoral con enclaves
multiétnicos serranos y,(g^ravés de ellos, los cacicazgos costeños se.-hallaban_su-
peditados a los jefes del Altiplano. ^
En cambio, en la costa norte el fuerte y pujante Estado chimú dominaba va­
rios valles costeños en la misma época. No contentos con ello defendían sus boca­
tomas de ataques serranos y hemos hallado a grupos de origen costeño instalados
en la sierra contigua a la costa del actual departamento de Cajamarca.*’PosibIe-
mente correspondían a pequeños señoríos de habla costeña cuya probable misión
era contener la codicia serrana (Rostworowski, 1989; Femando de la Carrera,
1644).
Es interesante constatar que@ cantidad de tierras rescatadas por las pobla­
ciones indígenas excede sustancialmentei^ la cultivada hov día. Numerosos cam­
pos irrigados en tiempos prehispánicos han dejado de serlo en la actualidad a'
pesar de las técnicas modernas, sumamente costosas.»
La evidencia arqueológica señala administración centralizada de la fuer­
za de trabaio v un gradual y continuo A m en to de la población, a la vez que una
mayor complejidad de la organización social (Ortloff, 1981). Según este mismo
autor, los Estados del desierto necesitaban primero de un acabado conocimiento
de las técnicas de administración y control del agua, además de la coordinación
420 MARIA ROSTWOROWSKI

de las fuerzas laborales capaces de mantener los sistemas de irrigación existentes


y construir nuevos.

L as lom as

Otra particularidad de la costa peruana es la existencia de una vegetación de


temporada en ciertos lugares que tuvo una mayor importancia en el pasado.
La costa, y sobre todo la parte central, permanece cubierta durante seis a
ocho meses (mayo-noviembre) por nubes situadas a unos 800 m de altura que
pueden bajar a nivel del suelo por la noche y la mañana. El aire seco de los vien­
tos alisios se refresca al pasar sobre el mar, que a su vez se enfría a lo^largo de la
costa por la emergencia de aguas más frías empujadas por el viento. Al bajar la
temperatura, la humedad de la atmósfera se condensa y se forma una capa de es­
tratos no suficientemente espesa para favorecer una verdadera lluvia, sino que
cae en forma de llovizna o garúa. ^
Esta garúa es mayor en ciertos lugares y crea en los meses de invierno las lla­
madas «lomas», que se cubren entonces de un extraordinario verdor y belleza.
Las lomas gozan de una flora y fauna características de las zonas áridas y este
recurso fue de gran utilidad para el hombre del pasado.
Las variaciones climáticas se constatan en el estudio de las lomas fósiles que
hoy se mantienen áridas. Patterson y Lanning (1964), en su investigación de la
costa central, las dataron con C14 entre el 5300 y el 4650 a.n.e., que correspon­
den al periodo Medio de la ocupación de las lomas, hecho que sugiere fueron
habitadas hacia el tercer milenio a.n.e.
Dollfus (1965) cree que el carácter temporal de las lomas debe orientar a los
arqueólogos a plantear varias hipótesis. Su primera hipótesis es que la mayor
época de ocupación de las lomas corresponde al «optim um climático», cuando
podían estar activas durante casi todo el año.*^
La presencia de las lomas dio lugar a una trashumancia entre sierra y costa_y
fueron posiblemente los puntos-de encuentro entre serranos y costeños. En su
época de verdor las lomas estuvieron habitadas por distintas especies de anima­
les como la vizcacha (Lagidium peruanum inca)-, dos tipos de zorros andinos
{D usicyon culpaeys y Canepatus rex inca)-, el puma (Félix co n color incarum)-, el
huanaco {L am a guanicoe); el venado gris (O docoileu s virginianus)-, y entre las
aves destacaba la perdiz andina {N othorocta pentlandii).
Durante el Intermedio Tardío las lomas experimentaron cierto auge; las
principales fueron, en la región del Norte, las de Supe y Lachay; en Lima las de
Atocongo, Pachacamac y Lurín, y al Sur las de Atiquipa, Atico e lio. Engel
(1973) cita las lomas fósiles de Iguanil, Las Haldas y Chilca, etc.
^Gracias a documentos de archivo tenemos conocimiento de la existencia de
un pueblo de lomas llamado Caringa, que formaba parte a principios del siglo
XV del señorío de Pachacamac. AI realizar trabajo de campo encontramos las
estructuras y, en posteriores reconocimientos, el arqueólogo Elias M ujica B.
constató la presencia de numerosos pueblos construidos con piedras que poseí­
an sus propios pozos de agua excavados en la roca y restos de camellones de
cultivo.
LAS S O C I E D A D E S COSTEÑAS C ENT RO A NDINAS 42|

En la actualidad las lomas soportan un prolongado ciclo de aridez que no sólo


se debe a ligeras oscilaciones climáticas que interrumpen su delicado funciona­
miento, sino que han padecido un sistemático deterioro producido por el hombre.
Durante el virreinato y hasta la introducción de la era mecánica, las lomas
experimentaron un empeoramiento debido principalmente al exceso de animales
importados que pastaban en e l l a s . los títulos de propiedad de las antipuas ha- !
ciendas se constata las elevadas cifras de ganado que se movían en su frágil eco- ■ ^
Ipgía y, naturalmente, existió una sobreexplotación de los recursos,.^ ‘

E l sistem a eco n ó m ic o costeñ o: la especialización laboral

La organización de la sierra guardaba una estrecha relación con el medio am­


biente propio de las quebradas andinas y de la meseta del Altiplano^. Es com­
prensible que la diferente geografía costeña propiciase un modelo económico
también distinto.
Las dos fuentes principales de subsistencias que desde temprana fecha carac­
terizaron las actividades costeñas fueron la p e s ^ y la agricultura, y facilitaron la
formación de dos grupos sociales diferentes: pescadores y ios agricultores,
conservando cada uno de ellos sus propios iefes étnicos. Es así como se estable­
ció íu^régimen_^eJntercaiTibiojeJíps.prp¿u^^ del mar y dd campo; sin embar­
go, los pescadores, limitados a sus playas y caletas, permanecieron subordinados
aTbs señores de las macroetnias de los agricultores costeños.<í'
La primera información sobre la existencia de estas divisiones laborales y so­
ciales nos la dio la Relación de Chincha, citada por nosotros com o «Aviso» (Ar­
chivo Biblioteca Real de Madrid; Rostworowski, 1970a, 1977, 1989). En efecto,
una población (5 ^ treinta mil ho.gar£S-S£jüvidía.-en-diez-mil,«-mercaderes», doce
mil cultivadores y seis mil pescadores. Estas cifras indican una división laboral en­
tre sus habitantes distinta a lo que hasta entonces se conocía en el mundo andino.
Según el «Aviso»,(í^pescad ores vivían a la orilla del mar, en una sola v lar­
ga calle, y «cada día o los más de la semana entraban en el mar, cada uno con su
balsa y redes y salían y entraban en sus puertos señalados y conocidos, sin tener
competencia unos con los otros»* (p. 170). Cuando(íí3) pescaban, todo era para
ellos beber v bailar, o sea, según la relación que comentamos no parecían dedi­
carse a otra cosa más que a la pesca. ^
Quizá la elevada cifra de pescadores haga dudar sobre la veracidad del mon­
to, pero no solamente pescaban para el consumo del señorío, (siñ^ que secaban
lo sjTpces- que así se convertían en un artículo para el trueque j;on la sierra.
Con el progresivo enriquecimiento de estas sociedades, naturales dispu-
sieron deftiempo libre|para realizar otras labores fuera de las alimenticias. Flore- ^
ció entonces todo el boato y la magnificiencia de los señores, de los sacerdotes y,
con ello, las expresiones artísticas.'^Consecuencia de ello fue el surgimiento de
nuevos grupos laborales formados por artesanos dedicados a trabajar la meta­
lurgia, los textiles, la cerámica y demás artesííLa dedicación exclusiva de cada

1. V éase en este m ism o volum en el cap. 1 7 de los profesores Pease y Bonavia.


422 M ARIA RO STW O RO W SKI

grupo laboral a un solo trabajo sin poder cambiar de ocupación fue una de las
características de la sociedad costeña.
También existió una diversificación de otros oficios como los de salineros, tin­
toreros, carpinteros, cocineros, etc. Quizá los artesanos de más prestigio fueron
plateros. Durante el dominio inca, numerosos plateros fueron enviados al Cuz-
co a trabajar exclusivamente para el Estado y su presencia en la capital la confir­
man varios documentos (Rostworowski, 1977). Más tarde la administración vi­
rreinal apoyó la especialización laboral por la necesidad @ contar con expertos
artesanos indígenas que aprendieron rápidamente las nuevas artes v técnicas...
Para explicar ^ in tercam bio que se dio entre las sociedades costeñas prehis-
pánicas tenemos que aclarar que se realizaba a dos niveles muy distintos. El pri­
mero se efectuaba entre la gente del común para conseguir lo necesario para la
vida diaria y, posiblemente, las equivalencias se establecían y aceptaban por to­
dos. El segundo se llevaba a cabo entre las clases altas de la sociedad.^
(E|)trueque local era la consecuencia de la especialización laboral y, como en
la mayoría de las sociedades arcaicas, las transacciones que involucraban los ali­
mentos se limitaban a mantener equivalencias^Así, 0 trueque en un valle no era
materia de ganancia, sino de un acomodo necesario al sistema de trabajo espe­
cializado imperante en la sociedad.#
En cambio, Q^y-uegue^ a larga distancia se realizaba a través de los «merca­
deres» chinchanos, los cuales se dirigían al Norte en balsas de tronco de árboles
o de juncos hasta el actual Ecuador.^egún el «Aviso», los mercaderes «trocaban
principalmente cobre por las conchas rojas de mares cálidos llamadas mullu»
(Spondylus ssp.). De regreso con su precioso cargamento, indispensable para la
ofrenda a los dioses, se dirigían seguidamente al Altiplano y al Cuzco para conti­
nuar sus intercambios.^
^psegundo tipo de «mercaderes» de los que tenemos referencias ¿orólos se­
ñores norteños dedicados al tr u e q u e Entre los bienes que intercambiaban, los
documentos mencionan no sólo objetos de lujo, sino también alimentos, hecho
que cambia el concepto de un intercambio exclusivamente suntuario.

L o s cultivos costeñ os d e co ca

Al tratar de la organización de la economía de la costa es necesario mencionar


uno de los cultivos más importantes: el de la coca de la variedad propia de un
medio ambiente especial (Erytroxylum novogranatense, var. Trujillensis; Plow-
man, 1979). Sus plantaciones estaban situadas en ciertas vertientes occidentales
de la cordillera marítir^a cisandina, en una ecología de mediana altura, entre los
3 00 y los 1 2 0 0 msnm. Esta zona se caracterizaba por disfrutar de un clima seco
y soleado cuando en el litoral caían las lloviznas y las brumas cubrían persisten­
temente el cielo (Rostworowski, 1977; 1988b).7
En el antiguo Perú los naturales cultivaban dos variedades de coca. En la re­
gión selvática sembraban variedad de coca llamada por ellos m um ush, cuyas
hojas contienen una mayor cantidad~d§^alcaloidg.s (Erytroxilum co ca Lam .), a
diferencia de la especie costeña, de hojas pequeñas y aromáticas, a la que llama-
ban thupa, El valor de la coca radicaba ¡^ s u s poderes mágicos de quitar la sed y
LAS S O C IE D A D E S CO STEÑ AS CE N T RO A N D I N AS 423

el hambre y, entre sus múltiples aplicaciones, se la consideraba como objeto de


ofrenda a los dioses y también se usó en la adivinación y en los presagios^
Para un mejor conocimiento de la «historia» costeña es imprescindible anali­
zar detenidamente, en cada valle, quiénes poseían dichos cultivos.^Las fluctua­
ciones de poder y las constantes pugnas por la posesión de las tierras apropiadas
para su cultivo demuestran el valor que le atribuían los naturales (para más in­
formación sobre esas luchas, ver un juicio de 1558-1570 entre los grupos canta,
chaclla y quivi; Rostworowski, 1988b). í

LA SITUACIÓN S O C IO P O L fn C A DE LA COSTA
A IN ICIOS DEL SIGLO X V (IN TER M ED IO TA RD ÍO)

Las referencias documentales indican que las sociedades indígenas cimentaban


su organización, en tiempos inmediatos al dominio inca, énil la existencia de
grandes señoríos autónomos.'^Estas macroetnias comprendían desde un solo
valle a varios y se dio también la hegemonía de algunos señoríos mayores sobre
varias cuencas fluviales.^
En el Norte destacaba el reino de Chimor o Chimú, que abarcaba una vasta
zona desde el valle de Huarmey al Sur hasta Tumbes y Piura al Norte. Las es­
tructuras políticas costeñas se caracterizaban por una marcada jerarquización de
su sociedad, c o m p u e s t a grandes señores que ostentaban el poder máxinao-T^
que tenían bajo sus órdenes a numerosos jefes de menor categoría. Esto signifi­
caba ^ ^ l a s e _ d ^ n j 2hksJe_distintQS„ 5tóíí« y jrigu^^^ y un ejemplo de esto lo
hallamos en un juicio entre dos encomenderos por la posesión de una pequeñísi­
ma jefatura. Uno de los caciques en litigio se llamaba Changueo, personaje que
sólo tenía bajo su autoridad a dos pueblos, el uno tierra adentro en el valle de
Moche y el segundo cerca del mar, compuesto por pescadores. A su vez Changu­
eo era jefe de los hamaqueros que servían al chimú Cápac.
Este dato ilustra la estructura política constituida por un número elevado de
jefes locales supeditados a un señor de alta jerarquía, como (f^era el señor de
Chimú (Rostworowski, 1976; 1989)!" Son escasos los datos etnohistóricos sobre
el señorío de Chimú, cuya capital Chanchan se asentaba en las cercanías de la
moderna ciudad de Trujillo y era una urbe construida con adobes, material que
no resiste el paso del tiempo y el descuido del hombre. ,
Según un fragmento de una crónica anónima (Vargas Ugarte, 1936), el fun­
dador de la dinastía chimú fue Taycanamo, un forastero que llegó por mar en
balsas, acompañado de su gente y se instaló en el valle. Rowe (1948) fecha esta
llegada a principios del siglo X V . Con el paso del tiempo, el nieto de Taycanamo
extendió sus dominios hasta el valle del Santa y Pacasmayo y le siguieron seis je­
fes más. Durante el gobierno de Mincha^aman tuvo llegar la Conquista de la cos­
ta por el Inca Túpac Yupanqui.
El señor de Chimú, después de ser derrotado, fue incorporado al ejército del
Inca en una campaña de conquista, pero el chimú Cápac aprovechó de la oca­
sión para alzarse contra los cuzqueños y puso en serio aprieto al Inca. Después
de este episodio, los habitantes de la costa no volvieron a militar en los ejércitos
424 M A R IA R O S T W O R O W S K I

del Inca (Rostworowski, 1978; Zárate, 1944). Una consecuencia de la rebelión


fue el envío masivo de su población en calidad de mitimaes, o sea, de enclaves, a
distintos lugares, de manera que los encontramos en Huaura y Maranga, en
Lima, como pescadores, en Guarco, lea y Cuzco. ^
No podemos mencionar en estas cortas páginas todos los particulares que
tenemos sobre los señoríos costeños, sus mitos costumbres hereditarias, sus tie­
rras y fronteras (ver Rostworowski, 1977, 1989). Nos limitaremos a referir los
datos de algunas macroetnias.
Una leyenda relevante se refiere a otra invasión marítima similar a la narra­
da líneas arriba, que tuvo lugar en el litoral de Lambayeque en tiempos anterio­
res al apogeo chimú y que dio origen a un importante centro sociopolítico. Se
trata del mito narrado por Cabello de Valvoa ([1586] 1951) sobre Naylamp,
personaje que llegó con una flotilla de balsas, acompañado de un séquito de cua­
renta principales, numerosas concubinas y su mujer Ceterni. /y
■*1Entre los recién llegados figuraba su trompetero, que hacía sonar grandes
caracolas marinas, mientras otros cargos de su comitiva eran ostentados por un
personaje cuya obligación consistía en derramar polvos de conchas de mar al
paso de su señor. Además, su cortejo contaba con su cocinero y el encargado de
! cuidar de las pinturas faciales de Naylamp.
(Lo^ protagonistas de la invasión desernbarcaron, se instalaron en el lugar y
edificaron un templo para su ídolo principal llamado Yampallec; además, cons­
truyeron palacios y plazas.//
Con el tiempo, los forasteros extendieron sus dominios a los vecinos valles y
se sucedieron una serie de gobernantes. El último representante de su estirpe fue
Fempellec, a quien se le ocurrió mudar el ídolo de santuario y en castigo por ese
acto impío principió a llover y las precipitaciones duraron más de 30 días^. Para
aplacar la ira de la divinidad, los sacerdotes acordaron apoderarse de Fempellec
y, atado de pies y manos, lo arrojaron al profundo mar.
A estos acontecimientos sucedió un interregno de duración indeterminada,
hasta que apareció en la costa un poderoso tirano llamado Chimú Cápac que se
apoderó del valle y puso como representante y gobernador a Pongmassa, natural
del Chimú (Rowe, 1948; Fernando de la Carrera, 1644).
Posteriormente los conquistadores incas no suprimieron los grandes señoríos
existentes en el vasto territorio, sino que al contrario apoyaron su autoridad y su
organización sobre los jefes regionales, siempre y cuando se sometieran a la vo­
luntad de los soberanos cuzqueños.t\ continuación mencionaremos algunas de
esas macroetnias tal como se hallaban en los inicios del siglo X V y sobre las cua­
les existen documentos en archivos.-!'

2. E l fenómeno de la lluvia durante largos días en la costa, habitualmente árida, corresponde


(j^ e n ó m e n o llamado de «El Niñp_»j que de vez en cuando azota la costa norte y se debe a la entrada
de corrientes marítimas de aguas cálidas que desplazan la habitual corriente de aguas frías que baña
las costas del Perú, llamada corriente peruana o corriente de Humboldt.*'Una devastadora aparición
de «El N iño» tuvo lugar en 1 9 8 3 y, merced a los archivos, sabemos de un fenómeno parecido acae­
ció en Lambayeque en 1 5 7 8 . A estas tremendas lluvias seguía un periodo de hambruna para la po­
blación local, afectada por la destrucción de los canales de agua, por la carencia de alimentos y por
. las pestes. ^
LAS S O C IE D A D E S CO STEÑ AS C E N T R O A N D IN A S 425

Hacia el Sur, y colindando con los límites territoriales del Estado chimú, se
situaba el señorío de Huaura (Guaura), importante en los inicios del siglo XV.
Por aquel entonces la macroetnia comprendía el valle de Chancay, Barranca y
Huaura (AGI Justicia 396, fol. 59; Rostworowski, 1978).
El señorío siguiente hacia el Sur era el de Collec, llamada por los españoles
Collique, cuyos territorios se extendían por la cuenca del río Chillón, desde el
mar hasta Quivi, río arriba. Para aguantar la constante agresión de sus vecinos
serranos, los collec poseían fortalezas para defender sus tierras y el señor princi­
pal vivía en un palacio-fortaleza. Con el objeto de resistir cualquier prolongado
ataque enemigo, una alta y recia muralla rodeaba las extensas tierras de cultivo
cercanas a su fortaleza. Además, los campos se regaban por medio de dos fuen­
tes de agua necesarias para los cultivos asi como resistir un largo asedio en el
caso de la aparición de un ejército enemigo. Hasta fecha reciente, se desconocía
la etnohistoria del valle y sólo gracias a una serie de manuscritos existentes en
archivos y a un prolongado trabajo de campo, hemos podido reconstruir su pa­
sado (Rostworowski, 1977, 1988b, 1989).
Había nim erosos pequeños señoríos en sus fronteras y el señor principal fue
llamado por(lo^ incas Colli Cápac. La beligerancia de los collec era grande e in­
clusive se habían apoderado de una parte del vecino valle de Lima^Tan seguros
se sentían entre sus bastiones y muros, que al presentarse los ejércitos incas no
quisieron someterse pacíficamente sino que ofrecieron batalla a las huestes cuz-
queñas. *
No conocemos los detalles del encuentro y sólo sabemos que al Colli Cápac
le vencieron y murió.*^Dominado el territorio,@ In c a Túpac Ynpangni, el gran
conquistador de la costa, implantó el sistema organizativo inca, señalando las
tierras para el Estado y el Sol.’’Además, parte de los campos se entregaron a et-
nias extrañas en calidad de m itim aes, es decir, grupos de población forastera que
por su presencia debilitarían la resistencia local. Uno de esos enclaves río arriba
fue el de los chaclla, que se apoderaron de parte del valle donde se cultivaba la
coca.'"''En tiempos virreinales, los canta, sus vecinos serranos, reclamaron esas
mismas tierras y protagonizaron, con los chaclla y los quivi, un largo y costoso
juicio que duró de 1558 a 1570, documento que proporciona numerosa infor-|
mación sobre la zona, las costumbres costeñas y la dominación inca (Rostwo-/
rowski, 1988b).^ I
El valle de Lima era colindante con la cuenca del río Chillón y más al Sur se
extendía el valle de Lurín. En tiempos prehispánicos ambos valles bajos forma­
ban el antiguo señorío de Ichsma.^Lo relevante i'@esta macroetnia era la exisíen-
cia en Lurín de un venerado santuario dedicado al temido dios Pachacámac./
Se trataba de una antigua divinidad venerada en un amplio sector de la cos­
ta, cuyo culto se extendía también a distantes lugares de la selva y de la sierra.
Los cronistas narran sus mitos y leyendas y mencionan también a su oráculo,
consultado desde lejanas regiones. Entre los varios atributos de que gozaba el
dios Pachacámac destaca el de ser el «señor de los temblores»; los mitos cuen­
tan que un simple movimiento de su cabeza producía las ondas sísmicas y que si
se levantaba daría lugar a un cataclismo. El terror que inspiran los terremotos
hizo que se mantuviera su culto a través de los siglos. Hemos constatado que al
426 M A RIA R O S T W O R O W S K I

producirse eclipses, sequías, temblores u otros fenómenos naturales, los pobla­


dores marginales de Lima y los habitantes de las serranías contiguas, aún hoy,
acuden al destruido santuario a depositar sus ofrendas y a implorar el remedio
para sus males/
El mayor auge y difusión del culto © Pachacámac se remonta al horizonte
Medio y se mantuvo con la llegada de los incas a la costa-.Túpac Yupanqui. a pe­
sar de ser el conquistador de la costa, llegó a Ichsma como un peregrino y ayunó
largos días antes de presentarse ante la divinidad, que le auguró grandes triunfos.
Sin embargo, su religiosidad no le impidió ordenar la edificación de un templo en
honor del «Día» — Punchao Cancha— , más alto e imponente que el antiguo san­
tuario, para manifestar la importancia y superioridad del Sol. También ordenó
cambiar el nombre de la macroetnia de Ichsma por el de Pachacámac.
En la costa sur-central hemos hecho investigaciones sobre el valle de Cañete
(antiguo Guarco) y para dicha cuenca los documentos encontrados son de tipo
distinto. En la investigación etnohistórica nos tenemos que ceñir a la informa­
ción proporcionada por los manuscritos de los archivos. Por ejemplo, si el ori­
gen de un estudio arranca de testamentos de jefes étnicos, es natural que el tra­
bajo trate sobre los señores indígenas y sus herencias. En cambio, para Guarco
las noticias versan sobre las fortificaciones preinca del valle y la tenencia de las
tierras en manos de las minorías étnicas instaladas por el Inca en la zona.^
Los guarco durante el Intermedio Tardío, o sea, en la época inmediata a la
Conquista inca, eran muy beligerantes, por estar su valle bien protegido de posi­
bles ataques de vecinos. Dos fortalezas defendían no sólo sus tierras, sino sus ca­
nales hidráulicos y sus bocatomas, mientras un tercer bastión situado en Cerro
Azul, a orillas del mar, impedía cualquier incursión marítima (ver, sobre su ar­
queología, Joyce Marcus, 1987). Además, una muralla envolvente defendía la
entrada al valle desde la sierra (Larrabure y Unánue, 1941: t. II).
La configuración del valle facilitaba su defensa, puesto que el río, en lugar
de discurrir por el centro de las tierras, corría cerca de su frontera sureña y de
los desiertos. Al presentarse los ejércitos del Inca Túpac Yupanqui en los prime­
ros años del siglo XV, cuando iniciaba su gobierno, los guarco decidieron defen­
der sus tierras y guerrear. Varios años duró su resistencia y el señorío fue con­
quistado por (í^astucia de la coya o reina, mujer del Inca, n
En aquel entonces a los guarco los gobernaba una mujer que debió de ser be­
lla, puesto que despertó los celos de la reina. (la)coya solicitó al Inca que le deja­
ra en sus manos la conquista rebelde del valle y envió un mensaje a la cacica con
propuestas de paz insistiendo se procediera en Guarco a la celebración de una
solemne fiesta en honor del mar. ^
Aceptaron los guarco y, mientras se embarcaban en una flotilla de balsas, los
soldados cuzqueños entraron sigilosamente y se apoderaron del valle (Cobo,
19 5 6 : II, cap. xv; Acosta, 1940: lib. 3, cap.~l5).
Las represalia|cuzqueñas fueron extremadamente duras y parte del territo­
rio de los guarco (fug cedido por el Inca a m itim aes chincha, oriundos del vecino
valle, y en el Norte los coayllo ocuparon parte del señorío. Además, el Inca orde­
nó introducir en Guarco a un enclave de gente mochica del norteño señorío Chi-
mú. Es posible que la dispersión ^ ^ la población de Moche, que constatamos a
LAS S O C IE D A D E S CO STEÑ AS C E N T R O A N DI N A S 427

través de la documentación de archivos, fuera una política inca destinada a de­


sarticular el antaño poderoso y rebelde señorío (Rostworovyski, 1977; 1989).
Una de las macroetnias más próspera y rica del Inwrmedio Tardío fue la de
chincha, cuyos territorios se situaban al Sur de Guarco. Francisco Pizarro, cuan­
do llegó a Tumbes en su segundo viaje, tuvo noticias de Chincha, lugar muy
ponderado por los indígenas norteños, hecho que motivó al español a solicitar
como término de su gobernación el valle de Chincha.
¿Cuáles fueron los posibles motivos del bienestar chinchano? La respuesta la
hallamos en el ya mencionado manuscrito de la Biblioteca del Palacio Real de Ma­
drid (Rostworowski, 1970a, 1977, 1989), <^e se refiere al señorío que nos interesa.
En los sucesos de Cajamarca se nota ^ alto rango del señor de Chincha por
ser el único persnnaie. aparte de Atahualpa. que se lleva en andas en la comitiva
del Inca.H Cuentan que un día le preguntó Pizarro al Inca cautivo el motivo de
este privilegio, a lo que respondió Atahualpa que © tra ta b a de su amigo, del ma­
yor señor de la costa y que disponía de cien mil balsas en la mar (Pizarro, [1571]
1978). ■
La riqueza del señorío Chincha se debía probablemente a la presencia de
«mercaderes» que comerciaban activamente con los pueblos serranos del altipla-
ño peruano-boliviano y con el Cuzco; además, navegaban en balsas hasta el ac­
tual Ecuador @ b u s c a de conchas rojas, indispensables para el culto a los dioses.
Al tratar de la economía costeña mencionamos la particularidad de los mercade­
res chínchanos y su habilidad para usar el mar como una ruta.'*'Este camino ma­
rítimo lo hemos visto también en los mitos norteños de Chimú y de Lambaye-
que, todo lo cual prueba que la tecnología indígena permitía a los habitantes de
la costa considerar el mar como una fuente de subsistencia y un derrotero para
su navegación. /
Nuestros datos sobre los valles más al Sur son escasos; por ejemplo, de lea
sólo tenemos unas cláusulas testamentarias de un señor de 1562 y, si bien arro­
jan luz sobre la herencia de los señoríos, no son suficientes para hacer la etnohis-
toria del valle. Es de esperar que con el tiempo y una mayor investigación en los
archivos se vayan disipando las numerosas incógnitas existentes sobre la vida y
la historia de los pobladores de los llanos. ^

D O C U M EN TO S CITADOS

Biblioteca del Palacio Real de Madrid. Miscelánea de Ayala, tomo X X II, folios 2 6 1 -2 7 3 v.
Archivo Departamental de la Libertad, Trujillo. Protocolos Notariales, Juan de la M ata,
año 1565, legajo 8, Registro 6, n.° 93.
Archivo General de Indias, Sección Justicia 396. Juicio en el Consejo de Indias sostenido
entre Jerónim o de Aliaga contra Rui Barba Tinoco Cabeza de Vaca por la posesión
de un principal de pescadores llamado Parpo o Barboo (1549).
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17

S O C IE D A D E S S E R R A N A S C E N T R O A N D IN A S

D u c c i o B o n a v i a y F r a n k lin P e a s e G . Y.

Desde sus orígenes hasta el día de hoy, las serranías andinas han desempeñado
un papel de fundamental importancia en el desarrollo de la cultura andina; en
unos casos, como área de desarrollos originales y, en otros, como nexo entre las
tierras orientales y la costa.
Los movimientos de poblaciones en estas áreas de geografía tan diferente y va­
riada se han producido desde que el hombre llegó a estas tierras y ellas han sido el
factor fundamental que empujó el cambio cultural en esta parte del mundo.
Hoy todo hace pensar que cuando hombre arribó por primera vez a Su-
damérica, utilizó los valles interandinos como vía principal de acceso para des­
plazarse hacia el Sur^Llegó a la costa desde las serranías, utilizando los valles
transversales, empleando la antigua vía que siguieron las aguas para bajar de las
cordilleras al océano Pacífico. Estos movimientos de los cazadores y recolectores
a^ndinos entre diferentes ^ o ío g ía s fue uno de los factores más importantes en la
domesticación de plantas y en el desarrollo de la multiplicidad de variedades de
las mismas especies, adaptadas a climas más variados. No se debe olvidar que. en
el área andina central existe más del 80% de las zonas de vida natural que se
hañTdéntificado en todo eJUnundo,,
Todo esto llevó a un precoz desarrollo de la cultura andina, que hace que ya
al final en la época Precerámica (2000 a.n.e.) el hombre había obtenido uno de
los instrumentos más importantes para su desarrollo; casi todas las plantas do-
mésticadas que utilizaría a lo largo de su historia. Además, en estos tiempos
éstas ya estaban adaptadas y distribuidas a lo largo y ancho de los Andes centra­
les. Así, sólo para citar un ejemplo, la yuca (M anihot esculenta), el maní [Ara-
chis h ip og aea) y la achira (Canna edulis), que son plantas originarias de la selva,
ya se hallaban adaptadas en esa época al clima de la costa. Esto explica la apari­
ción temprana de la arquitectura monumental, que es el resultado de sociedades
bien organizadas.
En este fermento de fenómenos culturales complejos hay una gran diversi­
dad que, en un determinado momento, es catalizada por un conjunto de mani­
festaciones de ;tipo religioso conocido como chavín. que se expande por el terri­
torio an d in o.^ gja reunión de ideas que provienen de la costa, la sierra y la selva
y que dará origen a ciertas "creencras que serán tan importantes para el hombre
430 D U C C IO B O N A V IA Y FR A N K LIN P E A 5 E G . Y.

R ECO N STRU C CIÓ N DE TIWANAKU,


SEGÚN IN TERPRETA CIÓ N DE GRAZIANO GASPARINI

Tom ado de Bonavia, Duccio, Perú: hombre e historia, Lima, 1991.

andino que, mil veces transformadas o modificadas, lo acompañarán hasta la


llegada de los europeos.'^s el caso del dios de las Varas, que de Chavín pasa á
Paracas, es introducido en el Altiplano, se convierte aparentemente en la divini­
dad más importante de Tiahuanaco, éste lo trasmite a Huari, que se encarga de
diseminarlo por todos los Andes centrales. Tomado por las culturas locales, lle­
ga hasta los incas.^
Esta época representa un conjunto de sociedades diferentes, pero con una
tecnología básica parecida, en búsqueda de soluciones que permitieran a los
hombres dominar un medio difícil y hostil. Entre los últimos siglos antes de
nuestra era y los primeros cinco siglos de nuestra era,*'todas aquellas sociedades
se consolidaron en una serie de organizaciones difíciles de definir pero que, en
muchos casos, alcanzaron el nivel de organizaciones políticas definidas, gye
constituyen la primera gran diversificación regional de la cultura andina. Son
tiempos de guerras y conquistas, de”grandes conflictos en los que el hombre ha­
cía intervenir a sus dioses, que justificaban y guiaban sus actos. Es en estos tiem­
pos cuando comienza a fermentar en la sierra central peruana un movimiento
que, entre los siglos vi y ix n.e., logrará organizar(^)primer gran «imperio» an-
dino,_que alcanzará una extensión territorial prácticamente igual a la de los in-
MS. Gracias @ esta experiencia huari;, los incas podrán desarrollar, en tan poco
tiempo, su propia hazaña «imperial».
SOCIEDADES SERRANAS C E N T RO A N D IN A S 43 |

A juzgar por la información de que disponemos,'1o§)huari efectuarQn.su.Con-


quista en forma coercitiva y por las armas y, muy probablemente, utilizando
como pretexto Ía§ id^as religiosas. ,¿a^ .sociedades andinas acataron la sumisión,
pero no ja aceptaron. Por eso, a la caída huari se produjo un fermento de liber­
tad, acompañado en cada caso un intento de retorno a los orígenes. Nació
así la segunda gran diversificación andina, que será trüricada, a su vez, por la
aparición de los incas.
Esta época, que es el tema fundamental de este capítulo, es, probablemente,
una de las menos conocidas de toda la historia andina, en cuanto se han hecho
pocos trabajos arqueológicos y la visión histórica que nos llega a través de las
crónicas y documentos administrativos coloniales es, muy a menudo, distorsio­
nada, pues refleja la versión incaica, calificada de «oficial». A menudo hay dis­
crepancia entre las visiones arqueológicas e históricas.
Interesa, por cierto, rescatar la posibilidad — no siempre aprovechada— del
trabajo interdisciplinar. Cuando un equipo de arqueólogos, etnólogos e historia­
dores coordinado por John V. Murra trabajó en la región de Huánuco sobre la
base de una documentación colonial realizando excavaciones en sitios predomi­
nantemente incaicos y llevando a cabo trabajos etnográficos, los resultados fue­
ron excelentes (cf. Ortiz de Zúñiga, 1967-1972; Morris y Thompson, 1985). f

EL ÁREA NORANDINA PERUANA

En las serranías del Norte se habla siempre de dos «reinos» importantes: Caja-
marca y Huamachuco. Sobre el primero es poco lo que sabemos desde el punto
de vista arqueológico y se refiere a fríos datos de secuencias cerámicas (Reichlen
y Reichlen, 1949). Sin embargo, refleja una larga y sólida tradición local. Hay
una continuidad de ocupación en los yacimientos cajamarquinos, lo que dificul­
ta la tarea cronológica. Es evidente, sin embargo, que hubo relaciones con la
gente del Chimor, en la costa norte peruana, e inclusive que los cajamarquinos
tuvieron enclaves en la misma costa norte peruana, a través de los cuales obtenían
probablemente pescado y otros recursos marinos (Silva Santisteban, 1982).
(E1 proceso histórico de Cajamarca está muy vinc.yilado al de Hu^nmchuco,
pero el tipo de vinculación no está claro. Es evidente, sin embargo, que en aque­
llos tiempos declinaba el poderío del otrora fuerte grupo étnico de Huamachuco,
y su población se refugiaba en sitios fortificados ubicados en las partes altas de
los cerros. vinculación con Caiamarca pudo estar basada sólo en intercam­
bios o en una preemmencia cajamarquina, pero también pudo tratarse de una
organización política unitaria.“A fin de cuentas,(j^arqueología señala más clara-
mente una dependencia culmrajj:on.respecto a .Cajamarca. Es interesante que, al
llegar los incas, mientras los cajamarquinos opusieron una fuerte resistencia, la
gente de Huamachuco parece haberse rendido «sin dar batalla» (Silva Santiste­
ban, 19 8 2 ; M e. Cown^ 1945); probablemente se trata de distintas formas de re­
lacionarse, a través ’'4 &lio.5-iín?ttlos de reciprocidad y redistribución, con los in­
cas^ Éste es, por cierto, un asunto que remite a las formas de la expansión
incaica, pero adquiere interés: se trataría de distinguir las relaciones que el Inca
■432 DUCCIO BONAVIA Y FRANKLIN PEASE G. Y.

PLANO DEL NÚCLEO URBANO DE VIRACOCH A PAMPA


UBICADO EN LAS ALTURAS DE HUAMACHUCO
M U ESTRA DE LA TÍPICA PLANIM ETRIA HUARI

«uno*

JU A
Fotografía cortesía de John Topic.

establecía — reciprocidad y redistribución— con los grupos étnicos, entre las que
se incluían matrimonios, intercambios de bienes y energía humana, etc.^De acuer­
do a cómo se establecían las mismas, quedaba un recuerdo de «aceptación» o
«resistencia» a la presencia incaica que es consignada por los cronistas.#-
En el momento de producirse la invasión española del área norteña de los An­
des peruanos, la población del área pudo no ser muy grande. Datos siempre discu­
tibles arrojan un volumen demográfico de unos 12000 tributarios (60 0 0 0 perso­
nas aproximadamente) para el repartimiento colonial de Cajamarca en 1534,
SOCIEDADES SERRANAS C E N T RO A N D IN AS 433

mientras que Huamachuco registraba unos 2 4 7 5 tributarios en 1575 (un total de


unas 14431 personas) (Cook, 1982: 93). Se añaden informaciones interesantes,
por ejemplo, que se encontraban en la zona m itm aqkuna de Saña, Chilcos y Cha­
chapoyas, lo que sugiere, ciertamente, movimdentos incaicos de gente, pero el reco­
nocimiento de que los incas muchas veces confirmaron viejas relaciones interétni-
cas establecidas a nivel de m itm aqkuna deja abierta, asimismo, la posibilidad de
viejas relaciones con ámbitos lejanos, específicamente con los costeños; previa­
mente hemos reconocido las relaciones entre Cajamarca y la región del Chimor.
La información documental de los primeros momentos españoles arroja da­
tos interesantes, aunque no siempre precisos (esto ensombrece, incluso, alguna
de las cifras mencionadas arriba). Los cronistas hablaron de un «reino» de Chu-
quimancu y otro de Cusmancu o Cuismancu. Sobre ellos se puede elaborar una
historia discutible, por cuanto las informaciones de las crónicas no han sido aún
suficientemente contrastadas con otro tipo de datos, provenientes de documen­
tación administrativa colonial o de trabajos arqueológicos, por ejemplo; justa­
mente, informaciones equívocas de cronistas identificaron a Chuquimancu en la
costa sur peruana, mientras que Cuismancu fue mencionado como un «señorío»
de la costa central. Hoy se sabe que corresponden a Cajamarca (Silva Santiste-
ban, 1982). Una visita de 1540, con todas las dudas que puede tenerse sobre
documentación tan temprana (carente de adecuada interpretación lingüística),
informa de cosas interesantes:''gente de las diferentes guarangas de Cajamarca
disponía de chuñu, visiblemente obtenido a partir del control de la puna; obte­
nía ají y coca de valles bajos, tanto en la vertiente oriental como en la occidental
de los Andesi-tenía rebaños y fabricaba tejidos de lana; ^prcci.sa_queJ 3 _piojiuc-
ción agrícola se basaba en los tubérculos v el maíz (Espinoza, 1967). Cuánta de
esta información podía considerarse previa a los incas y dentro de la época que
nos ocupa, no es un problema que importe, pero sí resulta indispensable mencio­
narlo, si se tiene en cuenta í j) reconocidamente corta duración del domijiio incai­
co en la zona norte de los Andes..

LA SIERRA CENTRAL

Esta área muestra en estos tiempos un conjunto de grandes cambios que se refle­
jan, sobre todo, en un incremento demográfico notable en los asentamientos. És­
tos señalan, además, que hay diferencias importantes en la organización política
entre las diferentes etnias de la región. La arqueología indica diferencias muy
claras entre las áreas de Tarma, Jauja y Yanamarca, que se acentúan sobre todo
en d v alle del M antaro.
(jEÍ)valle de Jauja fue el centro de uno de los grupos étnicps rnás importantes
de la región, ios huancas. Ellos ejercieron, no cabe duda, un poder jerárquico y
no sólo tuvieron relaciones con la vecina Ceja de Selva, sino que iniciaron im­
portantes acciones de colonización (Bonavia, 1972). Hay toda una serie de nota­
bles asentamientos urbanos atribuibles a los huancas, @ l o s que destacan gran­
des sistemas de depósitos para alimentos. Cabe señalar dos sitios de gran
envergadura: ¡Atunmarca y Tunanmarcai; parece que esta última pudo ser la «ca-
434 DUCCIO BONAVIA Y FRANKLIN PEASE G. Y.

VISTA GENERAL D E UN POBLADO ASTO


DEPARTAM EN TO D E HUANCAVELICA

Fotografía cortesía de Danielle Lavallée.

pital» huanca, y habría albergado a unas 5 000 personas. En sus cercanías se ha­
llaba un extenso sistema hidráulico, presumiblemente dedicado al cultivo de tu­
bérculos (Parsons, 1978). í'
Desde el punto de vista arqueológico.Q.os)huancas debieron constituir una de
las tantas organizaciones políticas (llamadas indiscriminadamente «señoríos» en
la literatura académica) que competían entre si v se turnaban en el poder en fun­
ción de la fuerza disponible en el momento. Su econonua se basó en la agricultu­
ra, si bien no puede descartarse el empleo de ganadería en zonas altas relativa-
mentfccercanas (la puna de Junín).
JLpvincas estaWecieron en la zona central aludida una serie de modificacio-
ne^ que incluyeron el traslado de grandes con\untgs áé~mitmaqkunasi ello dis-
tórsjpna mucho la^i^ deniográfica, por ejemplo. Los datos más cono­
cidos permiten afirmar la existencia de tres grandes grupos: Atún Jauja, Lurin
Guanea y Hanan Guanea, los cuales, en el siglo XVI, tenían 6 000 tributarios
(unas 30 000 personas), 12 000 tributarios (unas 6 0 0 0 0 personas) y 9 000 tribu­
tarios (unas 45 000 personas), respectivamente (Cock, 1982: 97). Ciertamente,
las cifras proceden de documentación española de 1534 y confirman la presencia
de una población relativamente alta, pero, a la vez, se registran m itm aqkunas
procedentes de diferentes lugares andinos'' Después del establecimiento español,
grupos de antiguos m itm aqkunas de la región extendida a lo largo del valle del
M antaro y en las tierras vecinas, reclamaron tierras y buscaron mantenerse co­
mo sectores diferenciados de la población. afirma que estos grupos y sectores
multiétnicos desarrollaron diversas estrategias de enfrentamiento con los incas
(Earle, d’Altroy y Le Blanc, 1978; Matos, 1966; Matos y Parsons, 1979). Puede
SOCIEDADES SERRANAS C E N T RO A N D IN AS 435

afirmarse que la expansión de los últimos estuvo relacionada tanto con el esta­
blecimiento de relaciones de reciprocidad y redistribución, como con la ubica­
ción de grupos foráneos en la zona. Se ha propuesto (Espinoza, 1 9 7 1; 1974) k
«alianza» entre los pobladores de la región, específicamente\5janca\ v los espa­
ñoles del siglo XVI, para oponerse a los incas, y se ha afirmado que el hecho
daba fe de una gran independencia previa. No estamos muy seguros de estas
afirmaciones, pues remiten fundamentalmente Caluña muy particuiar-le.cmra de
los testimonios escritos del siglo XVI español.
Además de estos grupos étnicos importantes, hubo toda una serie de otros
menores, acerca de la mayoría de los cuales no tenemos información mayor (La-
vallée, 1973). Sabemos, sin embargo, que en el área límite de lo que son hoy los
departamentos de Junín, Huancavelica y Lima hubo grupos específicos: los asto,
que pertenecían a la etnia anqara, los larau, de la etnia yauyu, aparte de otros
grupos huancas (por ejemplo, los chunku). De ellos, los asto han sido bien estu­
diados. Ocuparon las márgenes del río Vilca, donde se han registrado 27 pue­
blos. Fueron grupos que dependían de la agricultura y el pastoreo de camélidos
y que vivieron en editicacioneF aue tuvieron múltiples usos. Fueron al mismo
tiempo habitaciones, viviendas y almacenes. Se ha calculado que cada uno de es­
tos pueblos pudo albergar entre 4 00 y 700 personas (Lavallée y Julien, 1983).
Uno de los problemas más difíciles de resolver y que aún no se ha podido di­
lucidar desde el punto de vista arqueológico, es el de los chancas (Rowe, 1946).
Y en este caso, más que en ninguno quizás, cuanto se ha escrito no es más que la
repetición de lo que dicen las crónicas tradicionalmente conocidas. Se habla in­
distintamente de una tribu, nación o confederación chanca. Sin embargo, con los
datos arqueológicos no se puede establecer si fue una sola organización política
o una serie de pequeños grupos que vivieron en un territorio relativamente res­
tringido. N o se puede tampoco delimitar con cierta precisión cuál ha sido el te­
rritorio ocupado por ellos. Tradicionalmente se señala la provincia de Anda-
huaylas y las referencias históricas — básicamente crónicas— indican concre-/;
tamente el valle del río Pampas y la región al Oeste del río Apurímac.^' I|
En la cuenca del río Pampas, en la provincia de Huamanga, se ha localizado
un estilo cerámico que se ha definido como arqalla. Este estilo, bastante homo­
géneo, va generalmente asociado a núcleos urbanos muy característicos consti­
tuidos, en la mayoría de los casos, por acumulaciones de casas circulares, á me­
nudo semisubterráneas, situadas en las cumbres de los cerros. Los sitios más
conocidos son Arqalla, en la provincia de Huamanga, y Caballoyuq, en la de
Huanta, ambas en el departamento de Ayacucho (Lumbreras, 1959 y 1974a;
Bonavia, 1964).""Sin embargo, hay una serie de otros indicios que señalan que el
cuadro arqueológico de la zona es mucho más complejo, ya que aparte del estilo
arqalla hay varios otros estilos cerámicos que van asociados con aquél (Bonavia,
1967-1968).'/
Para algunos arqueólogos, sobre todo Lumbreras, el estilo arqalla representa
la c u l ^ a arqueológica de los chancas. Bonavia ha señalado, sin embargo, que
arqalla va asociado con la cerámica incaica y considera que muchos @ los nú- ]
cíeos urbanos en cuestión forman parte de un gran sistema de colonización de la
ceja de selva, emprendida por los incas (¿a través de m itm aqku n al). La verdad
436 DUCCIO BONAVIA Y FRANKLIN PEASE G. Y.

es que hasta ahora, desde el punto de vista arqueológico, no hay ninguna posibi­
lidad de asociar una cultura arqueológica con los datos existentes sobre los
chancas en las crónicas y otra documentación, y cualquier cosa que se diga que­
dará siempre en el terreno de las hipótesis.
\ chancas han sido beneficiados con una amplia información en las cróni-
\ cas clásicamente conocidas. Se afirma que atacaron el Cuzco en los tiempos del
Inca Huiracocha y que, abandonada la defensa del Cuzco por éste, fue retomada
exitosamente por Pachacuti, su hijo, quien logró derrotar a los invasores (véase,
por ejemplo, Cieza de León, [1550] 1985: 132 ss.; Betanzos, [1550] 1987: 23-
43). Esta versión, generalizada en las crónicas, tiene algunas variantes: por ejem­
plo, Garcilaso de la Vega afirmó que los acontecimientos ocurrieron en los tiem­
pos del Inca Yahuar Huaca y que ¿^ e n ce d o r de los chancas fue Huiracocha
(Garcilaso, [1609] lib. V, cap. X V II, 1943: 258-264). Pero otro tipo de variantes
se encontrará en alguna crónica que señala, por ejemplo, que los primitivos ha­
lla n te s del Cuzco, dirigidos por un «gran curaca», fueron arrojados de allí por
lo^ incas, migrantes del Altiplano del lago Titicaca, donde vivían en Atún Collao
(Hatun Colla), envalentonados después de haber derrotado a los chancas, natu­
rales de Andahuaylas. Éstos, en empresa de conquista, habían tomado las «pro­
vincias» de Cuntisuyu y Collasuyu (Gutiérrez de Santa Clara, [¿1603?] 1959: III,
2 11). Las informaciones de este cronista sobre los incas han sido seriamente
puestas en duda, a raíz de haberse comprobado que en una serie de casos se tra­
ta únicamente de una transcripción alterada de las frases de otro autor previo,
i Diego Fernández, llamado el Palentino (Parssinen, 1989); la presencia en el Perú
1 del mexicano Gutiérrez de Santa Clara había sido cuestionada tiempo atrás por
¡ Marcel Bataillon (1961). ,

CHACHAPOYAS

En la vertiente oriental andina hubo una gran cantidad de pequeños grupos étni­
cos, de los cuales únicamente tenemos noticias parciales. Por ejemplo, en los es­
critos de los cronistas se menciona muy a menudo el «reino» o «provincia» Cha­
cha (de los chachapoyas), que habría ocupado el área meridional del actual
departamento de Amazonas y que tuvo fama de haber sido formado por gente
muy aguerrida. Tradicionalmente se ha asignado a este grupo una serie de sitios
fortificados que existen en la región, tales como Cuélap, Chipuric y Revash
(Horkheimer, 1959)."
Si bien no se ha hecho nunca un trabajo arqueológico orgánico en la zona,
hay suficiente información como para poder afirmar que no existió una organi­
zación política unitaria, sino grupos diversos, previos a los incas.'Además, en to­
dos esos sitios hay antecedentes mucho más antiguos, que se remontan a los
tiempos posthuari y la ocupación se prolonga hasta la llegada de los incas; para
controlar la zona, los últimos edificaron un importante centro administrativo:
Cochabamba'S' Si bien no se dispone de información documental que recoja datos
relativos a tiempos preincaicos, se afirma en las crónicas clásicas que la región se
conquistó en los tiempos de los últimos incas y aun se hallaba en proceso de
S O C IE D A D E S SERRANAS C E NT RO A N D INA S 437

Ar
«colonización» cuando se produjo la invasión española. Los últimos incas habí­
an nombrado en la zona a curacas específicos, alguno de los cuales era un yana
o dependiente directo del Inca del Cuzco (aparte de la documentación de las cró­
nicas, hay una importantísima información colonial temprana en Espinoza,
1966). V

EL A LTO HUALLAGA Y EL A LTO MARAÑÓN

Ésta es un área, ampliada por los tributarios de los ríos mencionados, sobre la
cual se posee información más segura. Allí existieron tres grupos étnicos impor­
tantes, \íogclyj£aychu jJosj;;ach^ ^ huamali.^ La característica común a todas
estas poblaciones es que tuvieron villorrios situados en las puntas de los cerros,
en lugares estratégicos, para impedir incursiones recíprocas que, a jugar por las
evidencias, eran muy frecuentes.
Los yacha vivieron en las riberas de los ríos Huertas y San Rafael y tuvieron
una arquitectura muy característica, con casas irregulares, con techos planos
que, aparentemente, fueron utilizados como lugares de trabajo.
Los chupaychu habitaron en la región del alto Huallaga y sus afluentes, y
sus centros habitados más importantes fueron Huaruna, Quero y Paco. Todos
sus villorrios fueron muy centralizados en la puna alta, con edificaciones de
planta cuadrada y con techos a dos aguas.
Finalmente, el grupo étnico huamali, que habitó la actual provincia de Hua-
malíes en el departamento de Huánuco, tuvo aproximadamente el mismo patrón
de asentamiento, pero su arquitectura fue completamente diferente. En efecto,
construyeron grandes casas circulares, con techos cónicos, que originalmente
fueron recubiertos con ichu. Ésta fue un área en la cual las poblaciones tuvieron
siempre grandes conflictos y que no llegó a unificarse nunca (Thompson, 1972).
Los chupaychu y los yacha aparecen específicamente documentados en uno
de los conjuntos informativos más importantes de los tiempos coloniales: la v^i-
ta administrativa que realizara a la región íñigo Ortiz de Zúñiga en 1562. En
ella se menciona asimismo a los yarush (yaros), otro grupo étnico que ha servido
para antojadizas aseveraciones sobre un «imperio» previo a los incas, sobre el
cual no existe prueba arqueológica ni documentación contrastable alguna^?
El ejemplo de los chupaychu puede ser ilustrativo. Se trataba de un grupo ét­
nico pequeño, calculándose que alcanzaba unas 2500-3 000 unidades étnicas. Los
datos obtenidos por los demógrafos afirman cifras cercanas, si bien no^^iempre
fiables (Cook, 1982: 96).*Muy probablemente desde antes de los incas,Clo^ chu-
paychu adquirieron el control de áreas ecológicamente diferentes a las de su hábi­
tat micial o central.'iEn las mismas podían obtener diferentes recursos para abaste­
cerse; la dispersión controlada de la población a través del conjunto de sitios
ecológicamente diferenciados permite precisar la hábil explotación de los recur­
sos. Si bien el núcleo serrano de los chupaychu se encontraba a unos 3 000 msnm,
disponían de recursos en la puna — sobre 4 000 m— , como los rebaños y la sal,
mientras que al mismo tiempo alcanzaban a dirigirse a tierras bajas, al Este de los
Andes, donde podía obtenerse algodón, ají, madera y coca. Lo interesante es que
438 DUCCIO BONAVIA Y FRANKLIN PEASE G. Y.

este conjunto de recursos se encontraba relativamente cerca de los lugares de «re­


sidencia continua» en el núcleo, es decir, a distancias ubicadas entre 3 y 4 días de
camino a pie. Tal pareciera que en aquellas condiciones, como ésta de los chupay-
chu, donde los recursos se encontraban a distancias cercanas, no era necesario or­
ganizar unidades políticas más grandes; como se verá, en un caso distinto, el de
los lupaqa de Chucuito (situados al Sudoeste del lago Titicaca),^las dimensiones
/Iétnicas fueron mucho mayores: también lo era la distancia entre el núcleo y los
/(extremos del área de dispersión (Murra, 1967; 1972; 1975). '/■
Muchos eran los recursos que empleaban los chupaychu. Pueden apreciarse
en el recuerdo que recogieron los visitantes españoles de 1549, cuando aún esta­
ban vivos algunos de los que vieron la presencia incaica. En aquella ocasión se
levantó un testimonio de lo que afirjQaron los dirigentes étnicos."^Vieron los es­
pañoles que el Inca había recibido tin^gran cantidad de mano de obra, distin­
guiéndose aquella que laboraba permanentemente deaquella otra que intervenía
en sus mitas sólo durante temporadas pequeñas; itÍQ>es lo mismo sembrar maíz
«a la continua» en el calle de Yucay, cerca dd Cuzco, jjueji^coger miel en las
cgrcañas~tierras' bajas hacia el Este de los_ Ande^ (Mori y Malpartida, [1549]
1967). Esas mitas fueron, ciertamente, preexistentes a la presencia de los incas
en la zona y no pueden atribuirse aún al dominio cuzqueño. Si bien puede apre­
ciarse que la presencia de los incas en la región representó serias modificaciones
(pobladores chupaychu fueron enviados por los incas, como m itm aqkuna, a zo­
nas tan lejanas como Chachapoyas o Quito, por ejemplo), no puede estarse muy
seguro de que hubiera modificaciones reales en las formas del acceso a los recur­
sos, aunque sí, posiblemente, en lo que a la redistribución se refería, pues debió
de estar muy vinculada al gran centro administrativo incaico de Huánuco Pam­
pa (Morris, 1973; Morris y Thompson, 1985).

LOS INCAS Y SUS ORÍGENES

)muy difícil tratar ¡Í ^ o r í genes de los incas desde el punto de vista arqueológi­
co, ya qu^ aunque pueda parecer absurdo, no sólo hay muy poca información,
sino que Ssg^escasos los estudios que se han hecho sobre el particular.
Las crónicas clásicas proporcionaron una historia incaica dejando la impre­
sión de un tiempo inicial, más confuso, que los historiadores posteriores que inter­
pretaron las informaciones de las crónicas consideraron «legendario». Al aceptar
que en los tiempos iniciales del dominio incaico en el Cuzco había diferentes gru­
pos étnicos independientes en los alrededores, se propuso en las crórúcas en gene­
ral ima expansión tardía de los incas, atribuible a los momentos en que se suponía
disponer de informaciones más «seguras»,^es decir, en los tiempos atribuidos al
gobierno del Inca Pachacuti? Sea o no cierto, las propias versiones de las crónicas
abonan esta interpretación. Por ello ha sido, hasta el presente, difícil hacer coinci­
dir la información arqueológica con las versiones históricas proporcionadas por
las crónicas. Acerca de las últimas, crece el acuerdo sobre el hecho de que las cró­
nicas no proporcionan simplemente «datos» o «recuerdos» precisos, sino que son
textos que se identifican con historias, elaboraciones realizadas por historiadores.
SOCIEDADES SERRANAS C E N T R O A N D IN A S 439

de acuerdo con los criterios del momento en que fueron escritas. Esto las transfor­
ma en hipótesis, opiniones sobre «datos» que sus autores interpretaron histórica­
mente, aunque no necesariamente fueron originados (en las manos de los infor­
mantes) como tales. realidad, los informantes andinos relataban mitos y,
rituales; los cronistas los transformaron~ien histerias, de la misma manera que los// ^
autores humanistas transformaban en alegorías los mitos griegos y l a t i n o s . *
Hace tiempo, Rowe escribió que la cultura incaica hundía sus raíces en las
tradiciones culturales @ Ayacucho,__Nazca y, posiblemente, de Tiahuanaco.
Cuando se hizo esta aseveración, pareció absurda y no se tomó en cuenta. A la
luz de los datos actuales, vemos que es correcta. En efecto, hoy todo parece se­
ñalar que lo que los arqueól^os han denominado Killke y que corresponde a la
cultura inca temprana, tiene origen en un grupo que vivía en la parte norte de
la cuenca del Cuzco y cuya cultura se denomina hoy qotakalli^ Este grupo huma­
no ya se encontraba allí cuando los huari ocuparon Piquillacta, en las vecinda­
des del Cuzco.
Qotakalli (Barreda, 1982) recibió una influencia de huari y la mezcla de es­
tas dos tradiciones dio origen a la cultura killke. D£manera_qjíe-£lJnca_Tempra-
no es el resultado de una tradición iecal-aJLa. cual.s£,^ñadieron elementos cultu­
rales huari. Y , como se sabe, en sus orígenes huari recibió una fuerte influencia
de nazca y de tiahuanaco, que se mezclaron con la tradición local ayacuchana.
^Es de suponer que los componentes fundamentales de huari que, indirecta­
mente, recibió killke, fueron las ideas «imperiales», la organización social y po- ,
lítica. t,
Además, hay un hecho importante que se desprende de la información ar­
queológica y es que huari no se impuso, por lo menos físicamente, en la zona del
Cuzco, lo cual parece indicar que, de alguna manera, qotakalli pudo mantener
su independencia frente a huari. Quizás fue esta experiencia la que les permitió,
más tarde, a los incas enfrentar con éxito a los chancas.
Si se cotejan los datos arqueológicos con los históricos para tra t^ de entender
los orígenes incaicos, se tropieza con una aparente contradicción. (L ^ ara ueolc
señala claramente que los incas fueron, en el CuzcQ-eLresultado d& una larga tra­
dición local. Las elaboraciones de las crónicas tradicionales hablaban más bien de
grupos poco precisables («legendarios»), que vinieron desde fuera del Cuzco para
asentarse en él. En realidad, se puede reconocer en este último aspecto un e le m ^
to que aparece en las informaciones míticas (explicaciones míticas del pasado): lo^
«fundadores» vienen siempre de fuera. Éste es uno de los problemas más claros
para explicar por qué se puede afirmar que las crónicas produjeron serias confu­
siones en la investigación; se pensó que contenían «datos» históricos, cuando en
realidad contienen «datos» míticos y elaboraciones históricas realizadas con los
mismos.'^’or ello, considerando estos problemas, se comienza a desentrañar una
historia antigua del Cuzco, donde diversos grupos étnicos que participaban de co­
munes tradiciones culturales se reunieron para constituir aquella organización po­
lítica que los españoles identificaron con el «imperio» de los incas. /
El grupo killke, que debió comenzar a desarrollarse aproximadamente hacia
el año 1200 n.e., tuvo en un principio (^u^villorrios asentados sobre colinas o so-
bre las laderas de los cerros, quizás para fines defensivos; pero luego los mismos
440 DUCCIO BONAVIA Y FRANKLIN PEASE G. Y.

fueron asentándose en las partes llanas de los valles, como en el caso de Patallac-
ta y Choquepata. Se trata de villorrios pequeños y grandes pueblos como Qen-
cha-Qencha, en el valle del Cuzco, pero hay sitios similares en Lucre y en el valle
del Urubamba (Rowe, 1946).
Las construcciones muestran una arquitectura muy modesta, a base de pie­
dras sin labrar. El estilo arquitectónico cuzqueño, con las paredes de piedra fina­
mente labrada, aparece de repente en el área y es asociado con las reformas em­
prendidas por el Inca Pachacuti. Al margen de lo anterior, no se sabe casi nada
de la cultura material de killke. Fuera de un conjunto de artefactos de piedra, en­
tre los que destaca un tipo muy particular de cuchillo en pizarra, instrumental de
hueso y algunos escasos especímenes de metal, no se conoce mucho más.-*-
La información de las crónicas permite disponer de algunos nombres atri-
buibles a los grupos existentes en la región del Cuzco en el tiempo transcurrido
entre el apogeo de huari y la aparición de los incas. Ciertamente, las denomina­
ciones no siempre pueden responder efectivamente a grupos étnicos y algunas
veces se^os ha confundido con los nombres de los respectivos curacas o señores
I étnicos. Sea cual fuera la situación, las crónicas recuerdan nombres como al-
cahuiza, sauasiray, chilque, masca y especialmente ayarmaca; los últimos han
' sido más detenidamente estudiados sobre la base primordial de la documenta­
ción colonial (Rostworowski, 1970, por ejemplo). Algunos de los nombres
anunciados se relacionan en las propias crónicas con las denominaciones de ay-
llus o panucas, grupos de parentesco del Cuzco.//

LAS O RGA N IZA CION ES QtfE CIRCUNDAN EL LAGO X m C A C A

Poco es lo que podemos decir desde el punto de vista arqueológico acerca de los
tiempos previos a los incas en la región del Altiplano del lago Titicaca, donde se
concentra, en cambio, buena información histórica de los primeros tiempos co­
loniales. No hay que olvidar, una vez más, que los datos recogidos por los espa­
ñoles en el siglo XVI se encuentran fuertemente influenciados por(^carácter_de
«yersión oficial» que los propios cronistas atribuyeron a la infonmadón ÜK£Íca.
MucKb se discute, aun en nuestros días, acerca de la distorsión que tal atri­
bución pudo ocasionar. La misma dice que en tiempos incaicos hubo en dicha
región vecina al lago Titicaca hasta tres grandes grupos conocidos como eolia,
lupaqa y pacaje (Hvslop. 1979; Julien, 1979, 1983). Los primeros son identifica­
dos con el sitio arqueológico de Hatun Colla, al Noroeste del lago; los segundos,
ubicados en la región del Sudoeste de la región lacustre, parecen haber tenido en
Chucuito su centro más importante, al menos aquel que en los momentos de la
invasión española servía de residencia a las autoridades étnicas más importantes.
Finalmente, Pacaje se encontraba al Sudeste del lago y englobaba el área donde
^se encuentran los restos arqueológicos más destacados de la región: Tiahuanaco.
Log tres grarides grupos eran aymara-hablantes en el momento de producirse la
mvasion española y coexistían con un grupo, aparentemeñte marginal, los uru,
que vivían en las áreas húmedas vecinas al lago, o en islas de totora (juncos la-
' custres, de la familia de las Ciperáceas), flotantes. „
S O C IE D A D E S SERRANAS C E N T R O A N DI N AS 441

Los arqueólogos han registrado hasta dos estilos cerámicos contemporáneos


en la región: se trata de allita amaya y collao (Tscopik, 194é)fE l primero podría
corresponder a los lupaqa, y el segundo a ios colla, aunque hay que admitir que
existen aún una serie de problemas que dificultan en mucho la interpretación de
los datos arqueológicos.'^
La cerámica correspondiente a allita amaya se circunscribe a la zona de Chu-
cuito, mientras que es más difícil definir la dispersión de la cerámica collao, ya
que la misma se continuó utilizando en tiempos incaicos. Pero parece que esta
tradición baja desde las tierras altas hacia el Oeste, hacia Arequipa, y quizás has­
ta Atacama. Por el Norte se extiende hasta Sicuani y por el Sur hasta las planicies
chileno-bolivianas. Estas dos culturas podrían, pues, corresponder a los dos «rei­
nos» o «señoríos» señalados en los documentos históricos, en los que, además, se
indica una serie de grupos menores, sobre los cuales no se dispone de adecuada
infomiación arqueológica (Lumbreras, 1974b; Lumbreras y Amat, 1968).
sitios lupaqa. previos a los incas, se ubican en la región de la puna, a
más de 4 000 msnm y se encuentran sobre cumbres fortificadas. Las informacio­
nes recogidas por los españoles en el siglo xvi indican que los habitantes del área
se dedicaban al pastoreo, pero esto, como otros puntos, requiere aún confirma­
ción arqueológica.
Hatun Colla fue considerada la «capital» incaica en la zona lacustre. Tuvo, sin
embargo, existencia previa y se mencionan conflictos entre sus autoridades étnicas
y las de los lupaqa, ocurridos en el momento de la expansión incaica en la región
(Cieza de León, [1550] 1985); se afirma también en las crónicas españolas que la
máxima autoridad étnica colla fue Chuchi Cápac o Colla Cápac: ambos nombres
aparecen relacionados con actividades locales enfrentadas a los incas en proceso
expansivo (cf., por ejemplo. Sarmiento de Gamboa, [1572] 1960: 241, 255, pas-
s¿m).^Tradiciones diversas, conservadas hasta nuestros días en versiones orales,
recuerdan enfrentamientos del «rey» del Cuzco (Inkarrí) con el «rey» colla (Colla- j
rrí); alguna de esas versiones ya fue registrada por algún cronista andino después f
de la invasión española (Santa Cruz Pachacuti, [1613] 1879: 268), pero se encuen-f
tran asimismo testimonios contemporáneos (Valencia, 1973, por ejemplo).// I
La información arqueológica sobre Hatun Colla ha sido estudiada predomi­
nantemente desde el punto de vista incaico (cf., por ejemplo, Julien, 1983). Las
construcciones más importantes atribuibles a periodos previos (á)los incas son las
famosas chullü as. Sobre ellas se ha afirmado demasiadas veces que se trataba de
construcciones incaicas; pero ésta es una verdad a medias. En primer lugar por­
que hay chullpas de muchas categorías y, en segundo término, porque represen­
tan una tradición no sólo previa a los incas, «ino continuada durameja^cc^pnia
española. Puede afirmarse que los incas no las utilizaron como sepulturas, cosa
que sí aparece registrada para tiempos previos en la propia zona.^^nyealidad,
buena parte de las conocidas corresponden a los tiempos a que se en­
cuentra dedicado el presente trabajo, n
Hay dos culturas arqueológicas que se insertan en este mosaico de socieda­
des que estamos analizando. Mollo en el Noroeste del Altiplano del lago Titica­
ca, y churajón en las regiones de Arequipa y Cailloma y que se extiende hasta la
costa (Ponce Sanginés, 1957; Lumbreras, 1974b).
442 D U C C IO B O N A V IA Y FR A N K LIN P E A S E G. Y.

E l área ocupada por mollo comprende diferentes ecosistemas y, según Lum­


breras, podría representar a una colonia lupaqa. Mientras, churajón plantea una
serie de problemas, ya que su situación cronológica no es clara. Se ha asociado a
este tipo de cerámica una serie de sitios urbanos importantes, como el homóni­
mo que dio nombre a esta cultura.
E n el valle del Coica se ha identificado una cerámica demonimada chuqui-
bamba que, de alguna manera, se relaciona con churajón, collao y allita amaya;
pero es difícil entablar relaciones con las etnias cavana y collagua de las que nos
hablan las informaciones históricas (Pease, ed., 1977; Pease, 1989; Málaga,
19 8 6 ). La costa pacífica, desde el departamento de Arequipa en el Perú hasta
Atacama en Chile, presenta un panorama cultural diferente al que corresponde
al área central andina.^Recibió al principio influencia de Tiahuanaco y luego de
¡ grupos altiplánicos de los que se han encontrado huellas, a manera de colonias,
aunque las relaciones no estén muy claras (Neyra, 1964; Trimborn, 1975). Es
posible que la información histórica haya influido mucho en la arqueología de
esta área. ^
L os documentos coloniales nos hablan de organizaciones andinas que fun­
cionaron en amplios espacios entre las regiones altas de los Andes y la costa, de
un lado, mientras que por otro se extendían hacia las tierras bajas al Este de los
Andes, hacia la Amazonia. Posiblemente el más logrado conjunto de informa­
ción se refiere;^ los lupaqa, pobladores de la región al Sudoeste del lago Titicaca,
y conocidos especialmente a partir de la visita que realizara en 1567 Garci Diez
de San Miguel a la región; la misma fue publicada en 1964 y dio origen a un am­
plio in a rés en la investigación.-^Justamente, junto con la conocida y anterior­
mente mencionada documentación sobre el grupo étnico chupaychu —y otras
informaciones de diversas zonas andinas— , dio sustento principal a la tesis de
Joh n V. M urra sobre los alcances del control pluriecológico en la zona andina.
Las prepuestas de Murra han sido ampliamente debatidas, v
Algunos arqueólogos han planteado la antigüedad de las pautas que hicieron
posible a los grupos lacustres alcanzar a controlar ecosistemas costeños — al Oes­
te del Altiplano— y también vecinas a la Amazonia; Lumbreras (1974) los ubicó
en tienipos inmediatamente posteriores a la crisis de Tiahuanaco. Si bien se
requiere de mucha información arqueológica, es visible que las poblaciones del
área lacustre organizaron desde mucho antes de la aparición del predominio
incaico un control efectivo sobre ecosistemas muy diversos.'^l formarse el Ta-
huan.rinsuyo,<fo^ lupaqa controlaban tierras y productos desde el mar hasta las
estribaáones d en ta les de los Andes, alcanzando así a combinar los productos
del Altiplano (tubérculos y camélidos, especialmente) con los existentes en las zo­
nas mencionadas; maíz {Zea mays), coca (Erythnoxylum sp.) y algodón {Gossi-
p iu m sp.) en ambas, madera en la región oriental, ají (Capsicum sp.), pescado y
otros productos, como las algas marinas o cochayuyo {Porphyra colum bina y
D u rv ilka antartica), e.n\Acost3i.^
Estadios diversos han permitido comprobar ^ v ig e n cia de un modelo de
conaplementaridad ecológica existente en la región ^ sd e antes de los incas y su-
períívicnte a éstos. Curiosamente, la investigación sobre esta área ha incidido
más en señalar las formas de organización que permitieron el acceso a múltiples
SOCIEDADES SERRANAS C E N T R O A N DI N A S 443

recursos, que no en definir organizaciones políticas, reales o presuntas, como ha


sucedido en otras zonas andinas (Murra, 1964; 1975; Pease, 1989: caps. 2 y 3;
Martínez, 19 8 1 ; Masuda et al., eds., 1985).
Finalmente, haremos referencia a los collagua. Ya se vio que la información
arqueológica es aún débil en la región, tanto para lo que se denomina Collagua
(la zona más alta del valle del Coica), como para lo que se llama comúnmente
Cabana (la zona intermedia). El hecho es que se dispone para la zona de informa­
ción que hace pensar que ({^entrada de los incas tuvo lugar utilizando m itm aqku -
na (Pease, 1977), y teniendo en consideradón la información aludida, puede
apreciarse que antes de la presencia incaica lo^ grupos étnicos de la región admi­
nistraban diferentes ecosistemas, desde la puna hasta las tierras ubicadas al lado
del mar, con la consiguiente apropiación de muy diversos recursos naturales.
La influencia de las tesis propuestas por Murra ha permitido hacer un re­
cuento diferente de lo conocido con respecto a los tiempos inmediatamente ante­
riores a la aparición del Tahuantinsuyo en los Andes centrales.^specialmente la
paulatina y mejor comprensión de la complementaridad ecológica ha hecho apa­
recer nuevas tendencias en la comprensión de la territorialidad de los grupos ét­
nicos, e incluso en la identificación de los mismosí Muchas de las identificacio­
nes étnicas se han basado en informaciones posteriores al Tahuantinsuyu, por
ejemplo en las denominaciones originadas en los corregimientos españoles; ac­
tualmente se va intentando delimitar de otra manera tanto los nombres étnicos
que precedieron a los incas como sus ámbitos de influencia.
La información existente permite e^ o n trar en las zonas alto-andinas previas
a la expansión incaica la constitución ^ g ru p o s étnicos orgánicos, conformacio-
nes políticas amplias, de magnitud variable, que han sido TíamaBas «señoríos»,
la mayoría de los cuales se articuló con el Tahuantinsuyu PosteriorJEsta claro,i
asimismo, que pudieron sobrevivir a la crisis del Tahuantinsuyu, en ca^oscono-
cidos, y gue ingrgsaran en el universo cploniaí de una manera que_requiere aún
de nuevas investigaciones. ^
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18

S O C IE D A D E S D E L S U R A N D IN O :
L O S D E S IE R T O S D E L N O R T E Y E L C E N T R O H Ú M E D O

A g u s t ín L l a g o s t e r a M a r tín e z

El territorio del que vamos a tratar es una porción de la actual república de Chi­
le que se extiende desde la frontera con el Perú hasta el canal de Chacao y el gol­
fo de Reloncaví; es decir, hasta el límite con la región de los archipiélagos aus­
trales. Es una angosta franja de casi 3 000 km de largo, que corre conectada con
la vertiente occidental de la cordillera de los Andes y que presenta una gradiente
ecológica que va desde un estéril desierto, en el Norte, hasta fecundos bosques,
en el Sur. En términos generales, esta franja puede dividirse en tres grandes zo­
nas ecológicas, que coinciden con orientaciones y caracterizaciones definidas en
el desarrollo histórico autóctono: Territorio Árido en el extremo norte hasta el
río Copiapó, Territorio Semiárido hasta la cuenca de Santiago y, desde allí hasta
el señalado límite meridional. Territorio Húmedo.
El Territorio Árido corresponde a uno de los desiertos más inhóspitos del
mundo. Los poquísimos valles que aquí se encuentran se hallan en el extremo
norte del territorio, llevando aguas hasta el mar sólo los más septentrionales; los
de más al Sur, exceptuando el río Loa, mueren apenas descienden de la cordille­
ra, a muchos kilómetros de la costa. La mitad meridional de este territorio no
tiene cauces superficiales de agua. Sobre el contrafuerte andino, a los 4 000 m de
altura, se extiende el Altiplano o Puna, compartido actualmente por Perú y Boli-
via. El segmento norte de esta última formación, hasta las actuales localidades
de Cariquima e Isluga, se considera parte de la Puna Seca, que corresponde a la
franja intermedia meridional del Altiplano andino; a su vez, el segmento sur
(hasta las alturas de Copiapó), se reconoce como parte de la Puna Salada, por
los saladares que forman parte de él.
El Territorio Semiárido es la porción más estrecha del territorio mayor, de­
terminando una corta trayectoria entre la cordillera y el mar; presenta un relie­
ve montañoso irregular, cortado por valles cuyos ríos descienden hasta el mar.
Aunque los valles son fértiles, los extensos interfluvios presentan características
semidesérticas, con una vegetación rala que se incrementa, en la parte sur, con
una formación de tipo matorral. La cordillera andina alcanza en esta parte
poca altura y la ausencia del Altiplano permite el paso directo hacia la vertiente
oriental.
446 AGUSTÍN LLAGOSTERA MARTINEZ

Ilustración 1
SUR A NDINO: DESIERTOS DEL N O R TE Y C EN TR O HÚM EDO

Fuente: A g u s tín L la g o s te r a .
S O C I E D A D E S D E L SU R A N D I N O : LO S D E S IER T O S DEL N O R T E Y EL C E N T R O H Ú M EDO 447

Ilustración 2
SO CIED A DES AU TÓ CTO N A S EN M O M EN TO DE LA IN VASIÓN EUROPEA

puquinas(?)

a /m a ra s

at acam e ños
•10
c h an g o s

d ía g u U a s

p ic u n c h e s

m ap uch es

huiUiches

cu neos

(Tomado y modificado de Larraín, 1987).


448 A G U S T ÍN LLAGO STERA M A R T ÍN EZ

El Territorio Húmedo muestra una orografía de disposición longitudinal,


donde destaca la Depresión Intermedia o Valle Longitudinal, aprisionado entre
la cordillera andina y la cordillera de la costa. Presenta sistemas hidrográficos
profusos, con grandes ríos y amplios valles. La vegetación predominante es un
manto continuo de matorral estepario, con bosques al Este y al Oeste; entre las
especies forestales cabe mencionar la araucaria [Araucaria araucaria) por ser, y
haber sido, importante recurso de subsistencia para los aborígenes. En la mitad
meridional del Territorio Húmedo se generaliza el sistema de cuencas lacustres
que se venía insinuando en el segmento norte, y se asienta un bosque típico de
clima frío. Hay gran variedad de recursos silvestres vegetales y animales, tanto
en tierra como en las fuentes de agua dulce.
Mientras la larga faja terrestre del macroterritorio incrementa su fertilidad
hacia el Sur, las aguas del océano Pacífico, que la delimitan por el costado oeste,
son cada vez más productivas hacia el Norte, debido a la surgencia de aguas pro­
fundas ricas en nutrientes que se acrecienta en esa dirección. Es así como los pa­
peles protagónicos en el Norte fueron desempeñados por el mar y por la Puna,
mientras que hacia el Sur cobró mayor importancia la depresión intermedia.
En cada uno de los territorios señalados se materializaron desarrollos cultu­
rales con características propias. Las poblaciones de cada territorio tuvieron el
discernimiento y la creatividad tanto para seleccionar y adecuar los aportes forá­
neos, como para inventar soluciones nuevas. Eso, junto con el bagaje de conoci­
mientos históricamente acumulados en cada momento, convergió en la estructu­
ración de poblaciones eficientes frente a su hábitat y en la satisfacción de sus
necesidades, asegurando una efectiva reproducción biológica y social.

LOS PRIM ERO S CO LO N IZA D O RES DEL T E R R IT O R IO

La llegada de los primeros seres humanos a este territorio se inserta en la proble­


mática arqueológica del Pleistoceno Tardío en América, y cobra relevancia por
ser la última y más meridional ocupación paleoamericana. Los paleoindios se
desplegaron por Sudamérica practicando cacerías comunitarias, con estrategias
de caza asociadas a sitios cercanos al agua. Puesto que no poseían armas de lar­
go alcance, las presas grandes debieron ser arriadas o acechadas en las proximi­
dades de los ríos o lagunas o, tal vez, cazadas desde posiciones situadas a lo lar­
go de senderos que conducían hacia o desde el agua. En este contexto, la técnica
de empantanamiento parece haber sido uno de los recursos cinegéticos más im­
portantes.
Las evidencias de estos cazadores especializados en megafauna las tenemos
en el Centro Húmedo, en sitios como Tagua-Tagua (Santiago) y Quereo (Los Vi­
les). Toda esa región se caracterizaba entonces por tener extensas praderas y
bosques, intercalados con grandes lagos. Ambos sitios arqueológicos están situa­
dos a orillas de antiguas lagunas, donde se cazaron mastodontes (Cuvieronius
sp.), caballos (Equus sp.), paleocamélidos [Paleolam a sp.) y ciervos de los panta­
nos [A ntifer sp.), junto con otros animales de menor talla. Numerosos huesos de
estos mamíferos, algunos con marcas de violencia o destazamiento, aparecen
S O C I E D A D E S DE L SUR A N D I N O : LO S D E SIER TO S D E L N O R T E Y EL C E N T R O H Ú M EDO 449

junto a artefactos de hueso y de piedra. La presencia de bandas paleoindianas en


los territorios semiárido y húmedo, se registra entre el décimo y el noveno mile­
nio a.n.e.
Hacia el extremo sur, el estadio Paleoindio se mantuvo en convivencia con
una fauna hoy extinta, hasta los alrededores del 7000 a.n.e.; pero, en la región
húmeda central, este estadio había concluido aproximadamente 1 000 años an­
tes. Posiblemente este desenlace prematuro fue inducido por el aumento de la
temperatura y la disminución de la humedad, lo que restringió la vegetación y
las lagunas, aumentando la presión de los cazadores sobre la fauna de gran ta­
maño. En consecuencia, a partir del 8000 a.n.e. los rasgos paleoindios clásicos
desaparecen del Centro Húmedo, para dar paso a readaptaciones menos especia­
lizadas.
En las tierras áridas del Norte no hay registros de asociación humana con
fauna extinta, pero, en pleno desierto, encaramadas en la vertiente andina, hay
evidencias de cazadores de camélidos que se alojaban en cuevas y utilizaban
puntas de proyectil de forma triangular, entre el 9000 y el 7500 a.n.e. Por otra
parte, en el litoral las pioneras ocupaciones se produjeron hacia el año 7700
a.n.e.; se manifestaron preferentemente en la costa desértica meridional, en for­
ma de bandas que recolectaban moluscos y capturaban peces en los requerios y
playas; se reunían a los pies de la cordillera de la costa para realizar ceremonias
en las que depositaban objetos de arenisca o de piedra con formas geométricas
(discoidales y poligonales) y dentadas. Estas dos situaciones muestran que algu­
nos de los hombres paleoamericanos pusieron en marcha procesos de adapta­
ción diferentes de los australes, adecuados, por un lado, a la conquista de los es­
carpados territorios andinos y, por otro, para usufructuar los recursos que
ofrecían el litoral. En consecuencia, podemos aseverar que poco después del oc­
tavo milenio antes de nuestra era, todo el territorio que nos interesa había sido
colonizado, aunque segmentariamente, por la especie humana.

OCUPACIÓN EXTEN SIVA DEL T E R R IT O R IO


Y D ESARRO LLO DE LAS SOCIEDADES ARCAICAS

Consumada la diseminación sociogenética de las fracciones paleoindias y sus ge­


neraciones derivadas, comenzó la fase de multiplicación y de ocupación extensi­
va del territorio. Para esto, los nuevos vástagos debieron ampliar sus estrategias
de subsistencia, explorando y posesionándose de nuevos medioambientes. Uno
de los sectores que no consiguió presencia humana en las primeras ocupaciones
del territorio fue la alta Puna. El hombre, en su expansión pionera, se había en­
contrado con una barrera de nieve y hielo sobre los 3000 m de altitud, que sólo
a partir del 7 5 0 0 a.n.e. ofreció una franca apertura a las posibilidades humanas.
A partir de esa fecha se empiezan a registrar asentamientos de cazadores incluso
a 4 0 00 m de altitud, especialmente en la Puna norte del territorio o Puna Seca.
Allí, una vez que se estabilizaron las condiciones climáticas favorables, quedó
expuesta una región donde hombres y animales podían habitar durante todo el
año; fue así como los cazadores arcaicos establecieron campamentos-base en re­
450 A G U S T ÍN LLAGO STERA M A R TÍN EZ

fugios y cuevas alrededor de los pastizales, focalizando su centro de actividad en


el piso más alto de la Puna. Estos cazadores de altura, cuyas evidencias se en­
cuentran en sitios en el interior de Arica, manejaron numerosas formas de ins­
trumentos líticos, entre los que destacan puntas triangulares que heredaron de
los primeros puneños y puntas lanceoladas o foliáceas, como aporte propio. Ca­
zaron guanacos {L am a guanicoe). Vicuñas (Vicugna vicugna), cérvidos (H ippo-
cam elus sp.), roedores, aves y, de alguna manera, obtuvieron conchas y dientes
de tiburón del Pacífico.
Después del 6000 a.n.e., algo sucedió en las tierras altas, ya que para los
próximos dos mil años la estratigrafía arqueológica registra muy pocos indicios
de actividad humana. Se ha pensado que las causas de este abatimiento demo­
gráfico en las tierras altas pueden estar relacionadas con la depresión de los re­
cursos, como consecuencia del clima seco y cálido del optim um clim aticum ;
también, con erupciones volcánicas catastróficas que afectaron mayormente a
las subáreas de altura. En contraste con el despoblamiento interior, los potentes
concheros del litoral atestiguan por esa misma época un intenso y extenso po-
blamiento costero.
La actividad vuelve a ser bullente en las tierras altas a partir del año 4000
a.n.e. Las poblaciones se infiltraron prácticamente en todos los nichos de la
Puna por medio de una compleja red de campamentos alcanzando, incluso, las
profundas quebradas del piso serrano norteño, las que hasta ahora no habían
sido ocupadas. Mientras en la Puna Seca los asentamientos del Arcaico Tardío
se encuentran preferentemente asociados a cuevas y aleros, en la Puna Salada los
cazadores construían habitaciones circulares semisubterráneas con bloques de
piedra. Junto a estas habitaciones se han encontrado morteros de orificio cónico,
al parecer, relacionados con la molienda de los frutos endémicos de esta región,
y utilizados también para moler pigmentos y huesos.
En el Territorio Semiárido, las tierras altas ya se encontraban pobladas por
cazadores arcaicos hacia el 8000 a.n.e. En una cueva de la localidad de San Pe­
dro Viejo de Pichasca (interior de Ovalle) se ha encontrado una primera ocupa­
ción de gente que usó un tipo de punta pedunculada. Dos mil años después toda­
vía subsiste este tipo de puntas en algunos sitios, pero en otros (como en
Pichasca mismo) había sido sustituido por un tipo de punta triangular y sin pe­
dúnculo. Esta coetaneidad de tradiciones hace pensar que en un momento coe­
xistieron dos poblaciones de cazadores, moviéndose prácticamente por los mis­
mos nichos ecológicos. Ambos subsistían principalmente de la caza de
camélidos, complementada con la recolección de vegetales silvestres; conocían la
cestería y elaboraban instrumentos de piedra, madera y hueso; además, tenían
acceso a recursos marinos. Por el año 5000 a.n.e. hay evidencias de que estos
grupos de cazadores-recolectores estaban obteniendo porotos {Phaseolus imlga-
ris) y, más tarde, calabazas {Lagenaria sp.) y maíz (Zea mays).
En el Centro Húmedo, al borde de la ex laguna de Tagua-Tagua, aparecen
puntas pedunculadas acompañando los cuerpos del sector más antiguo del ce­
menterio de Cuchipuy. Los individuos aquí inhumados tienen el cráneo extrema­
damente alargado, por lo que han sido definidos como ultradolicocéfalos, y tes­
tifican de una ocupación prácticamente ininterrumpida entre el sexto y el tercer
S O C I E D A D E S D E L SUR A N D I N O : LO S D E S IE R T O S DE L N O R T E Y EL C E N T R O H Ú M E D O 45I

milenio antes de nuestra era. En el sector más tardío se encuentran individuos


dolicocéfalos normales, enterrados bajo túmulos, que ya habían cambiado hacia
el uso del tipo de puntas triangulares sin pedúnculo. Por este tiempo también es­
taban utilizando elementos de molienda y se encontraban plenamente integrados
en el transecto vertical, como lo señala la presencia de conchas del mar y de ob­
sidiana de la cordillera.
En la ribera de la antigua laguna, en el clásico sitio de Tagua-Tagua, hay
una ocupación pospaleoindia, por lo menos contemporánea con el cementerio
tardío de Cuchipuy. Cementerio denso, más asentamiento, prácticamente en el
mismo lugar, estarían mostrando un panorama de campamentos de considerable
estabilidad en torno a los ambientes lacustres. La riqueza e integración de recur­
sos en estas lagunas eran iguales o mayores que en el litoral, por lo cual la costa
y el interior no fueron complementarios, sino competitivos. El territorio central
estuvo conformado por una multitud de micronichos integrales y estables (desde
la costa hasta la montaña); cualquiera de ellos se podía explotar con la misma
eficiencia y tecnología, obteniendo los mismos montos energéticos y proteicos.
El litoral del Norte, aunque de alguna manera interactuante con el interior,
presentó un desarrollo sui generis, que se inició, como se dijo, con grupos espe­
cializados en caza y recolección marítima, allá por el año 7700 a.n.e., y que con­
feccionaban objetos geométricos de piedra. Pero no es hasta el 5000 a.n.e. cuan­
do hacen su aparición los primeros pescadores que, gracias al anzuelo, pudieron
explotar la dimensión batitudinal, es decir, la profundidad del mar. El rastreo de
los anzuelos hacia el Norte y hacia el Sur habla en favor de un núcleo generador
en el Norte del actual territorio chileno, a partir del cual se produjo la expansión
y consolidación de los pescadores arcaicos en ambas direcciones, con registros
más tardíos cuanto más nos alejamos de dicho foco. La forma tradicional de
caza-recolección fue siendo desplazada para dar paso a la consolidación de gru­
pos con una verdadera adaptación marítima, que se arraigaron fuertemente en el
nicho ecológico costeño.
Una de las tradiciones que caracterizaron a estos pescadores fue el uso de
anzuelos simples confeccionados en concha de choro {C horom ytilus chorus), a
los que se agregan anzuelos compuestos, que consisten en una pesa alargada
amarrada a un gancho, arpones para mamíferos marinos, diversos instrumentos
líticos, mallas tejidas y esteras.
En el extremo norte, estos primeros pescadores pusieron en práctica una cu­
riosa tradición funeraria que consistía en la inhumación de los individuos adul­
tos y subadultos envueltos en un fardo de estera y/o cuero, en posición extendi­
da. Para los neonatos y lactantes, se establecía un tratamiento diferente, que
consistía en una compleja y elaborada preparación del cuerpo antes de ser ente­
rrado. Los cuerpos eran despellejados, descarnados, eviscerados, secados con
fuego y/o cenizas calientes, rellenados con lana y fibra vegetal y remodelados
con arcilla; finalmente. Ies volvían a colocar su piel. Los preparaban en posición
extendida, introduciéndoles palos longitudinales para reforzarlos.
Ya antes de que los pescadores con anzuelo de concha llegaran al confín del
territorio por ellos abarcado (río Choapa), en el Norte se habían producido im­
portantes cambios. En Arica, en el 3600 a.n.e., se observa la desaparición del
452 A G U S T ÍN LLAGO STERA M A R T ÍN E Z

anzuelo de concha y su reemplazo por anzuelos de espinas de cactáceas, incor­


porándose también arpones para peces. En este tiempo se intensificaría la inte-
rrelación entre quebradas intermedias y costa o viceversa. Más tarde comenza­
rán a utilizarse anzuelos confeccionados en hueso.
En suma, las condiciones del Norte árido y semiárido fueron propicias para
la emergencia y difusión de los pescadores, ya que en un ambiente donde la ex­
traordinaria riqueza marítima contrasta con una relativa pobreza continental, el
uso del anzuelo se convirtió en una óptima solución. En cambio, al avanzar ha­
cia el Sur, el agua dulce se convierte en un recurso cada vez más abundante y ex­
tensivo; lo mismo sucede con los recursos de fauna y de flora, haciendo que a
partir de determinadas latitudes fuera más productiva la caza y la recolección
que la pesca. No es extraño, entonces, que en el litoral al Sur del Choapa no sólo
no encontremos evidencias de pescadores, sino que vemos que se acentúan fuer-
teniente los reductos de cazadores-recolectores. Esta forma de vida era mucho
más eficiente en este ecosistema que cualquier otra.

R EPRO D UCCIÓ N DE RECURSOS Y DISOLUCIÓN


DE LAS SOCIEDADES ARCAICAS

Por el quinto milenio antes de nuestra era comienzan a advertirse novedades en


el repertorio de recursos alimenticios de las sociedades que ya se habían estable­
cido como colonizadoras del Sur andino. En el Territorio Semiárido aparecen
ejemplares ^e porotos cultivados {Phaseolus vulgaris) hacia el año 5100 a.n.e.
Estos primeros cultivos coexisten en el mismo contexto cultural definido para
las sociedades arcaicas; sus consumidores continúan viviendo en cuevas, la caza
sigue siendo la actividad básica y no se identifican cambios tecnológicos, ni si­
quiera morfológicos, en los artefactos.
El maíz, por su parte, penetró en la vertiente occidental de los Andes del Sur
haciendo sus primeras apariciones en los valles bajos del Norte árido y en las
quebradas altas del Norte semiárido. En los primeros, se hace frecuente su pre­
sencia a partir del 4 7 0 0 a.n.e. y en las segundas a partir del 3000 a.n.e. En am­
bos lugares, las variedades de maíz que llegaron parecen corresponder a especies
domesticadas en la vertiente oriental del Altiplano y/o en las tierras bajas del
Nordeste argentino.
El maíz y el poroto fueron los primeros beneficios que los habitantes de nues­
tro territorio obtuvieron, como adopciones del proceso de control de vegetales
que ya se había iniciado en territorios sudamericanos más propicios. Posterior­
mente, y a través de los mismos flujos de interrelaciones arcaicas, se fueron incor­
porando otros cultivos, especialmente calabazas {Lagenaria sp.), zapallos [Cucúr­
b ita sp.) y quínoa (C henopodium quinoa). Durante dos o tres milenios, todos
ellos parecen haber tenido una importancia más biológica que cultural, equili­
brando la dieta de estos conglomerados de poblaciones, sin que se les pueda res­
ponsabilizar de cambios en las tradiciones. Tal vez la importancia más trascen­
dental de estas adquisiciones arcaicas fue el hecho de que, con ellas, se fueron
consolidando bancos de germoplasmas locales y gestando un conocimiento au­
S O C I E D A D E S D E L SUR A N D I N O : LO S D E S I E R T O S DE L N O R T E Y EL C E N T R O H Ú M E D O 453

tóctono del manejo de los vegetales y de la tierra; todo un bagaje hortícola que,
en el momento oportuno, dio base a cambios realmente significativos.
Al contrario de las plantas, los animales domesticados, a excepción del cuy
(C avia sp.), parecen provenir de ancestros locales. En este sentido, las caracterís­
ticas de la Puna Salada desempeñaron un papel fundamental en el proceso de
domesticación de los camélidos, al punto que se ha propuesto esta zona como
un núcleo periférico de domesticación de estos animales. En la Puna Salada, los
lugares para asentamiento humano y para obtención de recursos alimenticios es­
tán mucho más restringidos y focalizados que en la Puna Seca, además de que,
en la primera, su disponibilidad presenta fluctuaciones en el transcurso del año.
Los ocupantes de este territorio debieron aplicar un modelo de vida diferente al
de aquellos puneños más al Norte; debieron fijar en su esquema trashumante
una red limitada de focos potenciales entre los cuales moverse y usufructuar los
recursos. Esto generó circuitos de trashumancia mucho más persistentes en el
sentido de alternativas restringidas, con sitios de mayor permanencia en el ciclo
anual.
Se puede asegurar que, entre los años 2000 y 1500 a.n.e., las poblaciones de
las tierras áridas y semiáridas estaban manejando, por cultivo, una variedad de
especies vegetales, y al menos las primeras contaron también con animales do­
mesticados (cuy y camélidos). Sin embargo, la introducción de la horticultura y
de la crianza de animales fue sólo parte de un conjunto de elementos interrela-
cionados que históricamente se fueron conjugando y coadyuvando, para llegar a
crear las bases de un definitivo sedentarismo en este territorio y la irreversible
disolución del modo de vida arcaico.

SOCIEDADES FORM ATIVAS; INICIOS DE LA CIVILIZACIÓN

La experiencia acumulada por milenios de pruebas y experimentos en tom o a


los recursos y ambientes, respaldada por una acumulación de aportes e innova­
ciones culturales, fue abriéndose camino hacia cambios radicales en el modo de
vida de las poblaciones aborígenes. Medio siglo antes de nuestra era, la pobla­
ción ya se estaba congregando en lugares donde la eficiencia logística había sido
probada. Prácticamente todos los oasis y los valles tenían poblaciones sedenta­
rias, y algunas, con aldeas perfectamente estructuradas. Con preferencia, los lu­
gares elegidos para establecer asentamientos fueron los sectores terminales de las
quebradas; es decir, donde las quebradas desaguan hacia las planicies. Allí las
aguas, antes de desaparecer en el subsuelo, se estancaban e impregnaban la tie­
rra de humedad y de nutrientes, formando un sustrato apto para la germinación
de los productos de una horticultura inicial. También estos lugares favorecían la
proliferación de pastos, que podían integrarse en circuitos de pastoreo de camé­
lidos, especialmente como estaciones de invierno. Se conjugaba entonces un ám­
bito en el que el pastoreo y la horticultura podían coexistir, consolidando una
economía mixta e incorporando, además, productos forestales de los oasis como
el algarrobo (Prosopis chilensis), el chañar (G eoffrea decorticans) y el tamarugo
[P rosopis tam arugo).
454 A G U S T fN LLAGO STERA M A R T ÍN EZ

En algunos de estos lugares lo que comenzó como pequeños grupos dé habi­


taciones aisladas, o núcleos de ellas, terminó conformando aldeas estructuradas.
Casos relevantes han sido los poblados de Caserones en la quebrada de Tarapa-
cá, Guatacondo en la quebrada homónima y Tulor, Calar y Tiiocalar en el Salar
de Atacama. Estos poblados alcanzaron una notable complejidad arquitectónica
y, en algunos casos, hasta urbanística. Sin embargo, hay que dejar en claro que
el excepcional desarrollo de los asentamientos señalados no fue característica ge­
neral de la manifestación aldeana del territorio que estamos analizando. La ma­
yoría de los asentamientos contemporáneos como los recién nombrados se man­
tuvo como concentración de viviendas, a veces numerosas y muy próximas, pero
no necesariamente se aglutinaron como un conjunto orgánico. Es más, no todas
fueron construidas con piedra y/o barro; muchas, dependiendo del hábitat, fue­
ron hechas con materiales perecederos (troncos, ramas y totora).
En el extremo norte, la costa y los valles bajos fueron decisivos en la consoli­
dación de la sociedad aldeana. Fue en ese ambiente de valles, con acceso prácti­
camente directo al mar, donde poblaciones establecidas pudieron manejar una
consistente producción hortícola, sustentada en el uso de la coa, junto con la ob­
tención de recursos proteínicos de origen marino con técnicas arcaicas avanza­
das (anzuelo). Estas poblaciones introdujeron la alfarería en el siglo VIII a.n.e. y
por lo menos las de Arica se mantuvieron dentro del radio de interacción de las
sociedades homólogas de los valles peruanos.
En determinado momento, estos ambientes litoraleños comenzaron a hacer­
se fuertemente atractivos para las poblaciones del Altiplano, que, en su búsque­
da de un abastecimiento de productos de tierras bajas, desarrollaron un modelo
de complementariedad cuyo mecanismo todavía desconocemos, pero que redun­
dó en presencia de tradiciones altiplánicas en los valles bajos del extremo norte
de Chile (fase Alto Ramírez). Esta vinculación con el Altiplano se manifestó con
mayor fuerza entre los años 500 a.n.e. y 300 n.e., y con ello el extremo norte del
Territorio Árido se integró en una amplia red, que permitía el flujo de productos
entre el Oriente andino, el Altiplano y la costa del Pacífico.
En la Puna Salada, los principales desarrollos aldeanos estuvieron asocia­
dos al río Loa y al Salar de Atacama. No nos olvidemos de que esta gente ya
había desarrollado un semisedentarismo sustentado en la crianza de camélidos.
Sus primeros asentamientos estructurados, con cerámica y metalurgia, se ha­
llan en el Salar de Atacama y han sido datados entre 1200 y 900 años a.n.e. A
través de sus vestigios se puede observar que estas poblaciones estaban integra­
das en la esfera mayor de la Puna Salada, donde se acrisolaron tradiciones del
Altiplano meridional y, en especial, del Oriente andino, representadas, por
ejemplo, por cerámicas con decoración imbricada en forma de escamas de pes­
cado. Estos asentamientos típicamente puneños estuvieron también presentes
en el río Loa.
En la segunda mitad del último milenio anterior a nuestra era se produjo un
cambio notorio en el borde de la Puna atacameña. Comienzan a despoblarse las
quebradas piedemontañas y a incrementarse los asentamientos en los oasis del
Salar de Atacama, con una alta producción maicera y la emergencia de aldeas
como Tulor. La situación de avanzada cultural, de cierto aislamiento territorial.
S O C IE D A D E S D E L SU R A N D I N O : LO S D E S I E R T O S DEL N O R T E Y EL C E N T R O H Ú M E D O 455

de manejo de camélidos y, ahora, de producción maicera complementada con


frutos dulces de la floresta de oasis, conjugó las condiciones óptimas para gene­
rar una cultura de características originales. Se dejó de lado la tradición de cerá­
micas con decoración imbricada, para dar paso a una peculiar industria alfarera
de tiestos pulidos y monocromos (primero rojos y grises, y después negros); la
metalurgia del cobre alcanzó un alto desarrollo; se usaron tem betás de piedras
(adornos labiales) y pipas para fumar; progresivamente, comenzó a introducirse
la práctica de inhalación de alucinógenos en tabletas decoradas. Es así como en
los primeros siglos de nuestra era la mayor vitalidad del límite de la Puna Salada
se concentró en los oasis del Salar de Atacama, en torno a una etnia definitiva­
mente consolidada, que se articuló con la esfera puneña mayor como una enti­
dad con identidad propia y francamente activa.
Mucho más tarde que en el Norte, casi a comienzos de nuestra era, se empie­
zan a sentir los ecos del cambio en las poblaciones del Territorio Semiárido.
Tanto en el sector cordillerano como en la costa, se han encontrado inhumacio­
nes de cuerpos masculinos que llevan tem betás. Este artefacto aparece estrecha­
mente vinculado con los desarrollos aldeanos formativos del Salar de Atacama y
del Noroeste argentino, y se va a popularizar en este territorio junto con las pi­
pas. Este desarrollo en el Norte semiárido se identifica con lo que se ha llamado
complejo El Molle, que abarcó desde el río Salado hasta el río Choapa, y que
cronológicamente se prolongó hasta los años 600 o 700 n.e.
Tal como sucedió más al Norte, estas nuevas entidades socioeconómicas co­
menzaron a conquistar los valles, por ser éstos los ambientes más propicios para
la producción hortícola. Sus lugares de residencia llegaron a alcanzar una alta
concentración en el transecto medio del territorio, en desmedro de la costa y de
la cordillera. Es interesante observar que en este transecto preferencial los inter-
fluvios y los valles compartieron por igual la cantidad de asentamientos; esto de­
muestra que estas poblaciones continúan ligadas a un ancestro de economía ar­
caica. A pesar de la introducción de una horticultura más elaborada, los
interfluvios siguen siendo eficientes por sus abundantes recursos de caza y reco­
lección. Sin embargo, desde el punto de vista de la estructuración y aglutinación
sociopolítica, fueron los valles los que, a la larga, ofrecieron las mejores condi­
ciones y, por consiguiente, allí se concentraron los mayores asentamientos y los
cementerios más poblados.
En el Territorio Húmedo, donde la fertilidad natural de la tierra es vigorosa,
se produjo un fenómeno dicotómico entre los nichos arcaicos y los nuevos ni­
chos, que potenciaban las innovaciones económicas que llegaban del Norte y del
Este. Esto se tradujo en dos corrientes que coexistieron paralelamente: una que se
cimentaba en las tradiciones arcaicas de subsistencia y otra que incorporó la tota­
lidad del nuevo estilo de vida. La primera, que también fue la primera en mani­
festarse (300 años a.n.e.), estuvo representada por el complejo El Bato; se desa­
rrolló asociada a la costa y a la precordillera, especialmente en los ámbitos
interfluviales; su población era escasa y bastante móvil, se agrupaba en pequeños
caseríos o refugios semipermanentes y sus características culturales la acercaban
al complejo El Molle. La otra surge bastante después (200 años n.e.), y se identi­
fica con el complejo Llolleo; se enseñorea de los valles, alcanzando rápidamente
456 A G U S T ÍN LLAGO STERA M A R T ÍN EZ

mayor densidad demográfica y mayor concentración en sus emplazamientos.


Aunque en determinado momento ambas poblaciones coexistieron, el éxito del
nuevo estilo de vida — sustentado en una horticultura estable— quedó de mani­
fiesto en el hecho de que, finalmente, hacia el 900 n.e., el complejo Llolleo domi­
nó toda la región y el complejo El Bato quedó relegado sólo a la precordillera.
La ola de cambio fue avanzando gradualmente hacia el Sur, de tal manera
que, a mediados del primer milenio de nuestra era, llegó a la zona donde co­
mienzan los archipiélagos. Estos agentes de cambio en el extremo meridional
han sido identificados como complejo Pitrén, que muestra un bagaje cultural
muy similar al del complejo Llolleo. Se trata de la transferencia más hacia el Sur
de una economía hortícola, que gradualmente venía siendo adaptada a ambien­
tes de extrema productividad natural y que se iba abriendo camino con dificul­
tad en un medio donde la economía arcaica de caza y recolección era extremada­
mente eficaz. En el complejo Pitrén la horticultura no pudo ir más allá de cul­
tivos a pequeña escala (de maíz y de papas) en los claros de los bosques y por
medio del sistema de tala y roza. Frente a este débil aporte, el complejo cultural
en cuestión mantuvo vigente buena parte de la economía arcaica.
Casi mil años tardó el flujo Formativo en desplazarse de un extremo al otro
del territorio, pero finalmente dejó implantada una sociedad renovada, deposita­
ría de una nueva estructura económica, sobre la que se sustentará un proceso de
ajuste en los ámbitos sociales y políticos, hasta que cada sociedad regional en­
cuentre progresivamente su propia consolidación y definición.

PRIM ERO S D ESA R RO LLO S REG ION ALES: MADURACIÓN ÉTNICA

Mucho antes de que la ola Formativa hubiese alcanzado el extremo sur, hechos
trascendentes estaban ocurriendo en el extremo norte. Como ya se ha visto, el
Norte árido estuvo incorporado desde temprano a la esfera de acción del Alti­
plano de tal manera que todo lo que sucedía en la planicie altoandina repercutía
en las poblaciones de la vertiente occidental. Fue así como los cambios que se es­
taban viviendo en tom o al lago Titicaca, relativos a la emergencia de Tiwanaku,
indujeron transformaciones, especialmente en el valle de Azapa y en el Salar de
Atacama.
Hacia el año 300 n.e. comienza a tomar forma en el valle de Azapa lo que se
ha llamado fase Cabuza, que muestra una renovada impronta altiplánica vincu­
lada con Tiwanaku y que llegó a desplazar las anteriores manifestaciones Alto
Ramírez. La población cabuza implantó la ideología altiplánica en la costa, re­
presentada, entre otras manifestaciones, por el culto a los camélidos: patas, ore­
jas y fetos de estos animales se ponían en las sepulturas, y sus siluetas eran escul­
pidas en artefactos rituales. Sus manufacturas muestran notables innovaciones
técnicas con un estilo propio, aunque relacionado o derivado de la temática esti­
lística de Tiwanaku, en versiones menos elaboradas y más simples. Esta pobla­
ción asentó su hegemonía en el valle, ocupando los tramos más productivos y
ampliando los espacios agrícolas; pero, territorialmente, no se extendió más al
Sur del valle de Camarones.
S O C IE D A D E S D E L SU R A N D I N O : LOS DE SIER TO S D E L N O R T E Y EL C E N T R O H Ú M EDO 457

Mientras Tiwanaku se afianzaba como etnia embrionaria en el Altiplano y


Alto Ramírez lo hacía en los valles costeros, en el Salar de Atacama también se
consolidaba una vigorosa etnia, tal vez la más avanzada hasta ese momento en
todo lo que hoy es el territorio chileno. En el siglo rv n.e. encontramos una po­
blación atacameña pujante que, teniendo su centro en el Salar, logró controlar
una extensa red de tráfico en la periferia andina. AI mismo tiempo, San Pedro de
Atacama se constituyó en uno de los centros chamanísticos más importantes de
los Andes meridionales y, sin duda, el más importante en el Norte árido; esto,
evidentemente, fue también un factor gravitante en la cohesión de la etnia ataca­
meña y en la definición de su papel en el contexto puneño.
En los próximos siglos, tanto en Arica como en San Pedro de Atacama, la
nueva sociedad se fue ajustando localmente a las necesidades de la macroesfera
altiplánica controlada por Tiwanaku. En Arica, hacia el 700 n.e., se observan
nuevos cambios que sólo modifican parcial y formalmente los patrones implan­
tados por la fase Cabuza; ajustes que han sido deslindados como otra fase: May-
tas-Chiribaya. Estos grupos se extendieron hacia el curso superior e inferior del
valle de Azapa y algunas parcialidades aparecen dedicadas a la pesca. En San Pe­
dro de Atacama parece que se acrecienta la centralización del poder y hay evi­
dencia de especialización de algunos sectores en la minería, junto con una mayor
explotación de terrenos agrícolas. El resto del Territorio Árido presenta muy po­
cas evidencias afiliadas a Tiwanaku.
Mientras en el Norte estaba en plena vigencia la integración con la órbita T i­
wanaku, entre el río Copiapó y el río Limarí comenzó a emerger una sociedad
con características diferentes a las del complejo El Molle, que hasta entonces ha­
bía ocupado la región. Esta nueva sociedad, identificada arqueológicamente
como complejo Las Ánimas, se desarrolló preferentemente en los valles y en la
franja costera, con renovado interés en la actividad marítima, manifestado — en­
tre otras cosas— por el uso de anzuelos de cobre y posiblemente de balsas fabri­
cadas con piel de lobo marino (O taria sp.). El complejo Las Ánimas cambió las
tradiciones orientales aportadas por el complejo El Molle por tradiciones de fi­
liación puneña. Esto se hace evidente, por ejemplo, a través de la importancia
otorgada a los camélidos en los ritos funerarios y, más aun, se puede observar
que en algunos cementerios el contexto completo de los enterramientos obedece
a un patrón altoandino. Estos flujos puneños tuvieron su cauce a través de po­
blaciones cordilleranas — ^todavía poco conocidas— que estimularon ios cam­
bios a uno y otro lado de la cordillera, derivando posteriormente hacia fuertes
expresiones locales (complejo Las Ánimas en la vertiente chilena y complejo
Aguada en la vertiente argentina).
Al Sur del río Limarí no se observan mayores novedades por esta época, ya
que continúa dominando el complejo Llolleo. En cambio, en el extremo norte
parece ser que la misma pujanza que Tiwanaku infundió a las etnias, a la larga,
se volvió en su contra, siendo causa de su colapso. Esas poblaciones, que por va­
rios siglos aprovecharon las ventajas y se nutrieron de los aportes mancomuna­
dos de la gran entidad, alcanzaron un punto tal de madurez que les permitió ini­
ciar un proceso de emancipación de los vínculos altiplánicos. Por lo menos en
Arica, parece que el desenlace fue violento, manifestándose en una arremetida
458 AGUSTÍN LLAGOSTERA MARTÍNEZ

Ilustración 3
ESQUEM A DEL D ESA R RO LLO D E LAS SOCIEDADES DE LOS D ESIER TO S DEL N O RTE
Y DEL C E N T R O HÚM EDO DE LOS ANDES D EL SUR

Fuente: A g u s tín L la g o s t e r a .
S O C I E D A D E S D E L SU R A N D I N O : LOS D E S I E R T O S DE L N O R T E Y EL C E N T R O H Ú M E D O 459

contra toda manifestación de ideología altiplánica, al punto que las tumbas más
representativas de la férula altoandina fueron violadas, y destruidos los cuerpos
y todos los objetos del contexto funerario. Con esto comienza en el Norte, hacia
el año 1000 n.e., lo que se ha llamado periodo de los Desarrollos Regionales
Tardíos.

D ESA R RO LLO S REGIONALES T A RD ÍO S: CIVILIZACIÓN CONSOLIDADA

La población de Azapa reforzó los patrones culturales que venía gestando como
propios y excluyó aquellos representativos y alienantes de la entidad altiplánica
que había dominado hasta ese momento. Esto, que ya se venía delineando desde
la fase Maytas-Chiribaya, se define abiertamente a partir del 1000 n.e. en una
nueva fase de marcada impronta regional — fase San Miguel— , acentuándose ha­
cía el 1300 n.e. con la fase Gentilar. Es perceptible el refuerzo de una identidad
muy neta, circunscrita a una territorialidad claramente delimitada, todo ello en­
marcado en un panorama de autosuficiencia. Se desarrolla una rica artesanía con
estilos que ratifican la unidad cultural; la explotación del mar pasa a ser una de
las actividades prioritarias, con un intenso uso y desarrollo de la navegación lo­
cal. Por otra parte, hay antecedentes de que la coca (Erythroxylon coca), tal vez
el producto de mayor dependencia en el tráfico panandino, se logró cultivar en
los valles occidentales. El incremento demográfico se manifiesta en los numerosos
y densos poblados de la época, uno de los cuales llegó a concentrar alrededor de
1 0 0 0 recintos (Huaihuarani). Cada poblado estaba asociado con una compleja
infraestructura de andenes para cultivos, corrales, depósitos y cementerios.
La sierra representó la frontera superior (Este) de las poblaciones de los va­
lles de la vertiente del Pacífico. Detrás de ella se localizaba otra etnia, que ocupó
una buena porción del Altiplano, que usaba una cerámica conocida como de es­
tilo Chilpe y cuyos patrones culturales formaban parte del patrimonio de los
pueblos de altura. Lo que en tiempos anteriores era un territorio abierto, com­
plementario y utilizado por una red de usufructo común, ahora se presentaba
dividido y en manos de dos poderosas etnias. El «encierro» territorial obligó a
éstas, como a otras sociedades post-Tiwanaku, a ensayar un nuevo modelo so-
ciopolítico que les permitiera satisfacer internamente las necesidades de abasteci­
miento básico y complementario. Es posible que la solución a este problema ten­
ga que ver con la organización «dual» o en «mitades» que se generalizó en la
región andina y cuya existencia nos llega a través de la documentación escrita
del periodo de contacto hispano. Por otro lado, es evidente que las etnias altiplá-
nicas mantuvieron una constante presión hacia los valles, reflejándose en los po­
blados fortificados o pu karas construidos en la frontera serrana.
En los oasis y quebradas interiores de poco más al Sur encontramos lo que
se ha llamado complejo Tarapacá-Pica, que, con una ergología propia, llegó a
establecer enclaves diseminados en las quebradas de Camina, Tarapacá, Guata-
condo y en el oasis de Pica. Otra población de fuerte desarrollo regional la en­
contramos ocupando las tierras altas de los tributarios del río Loa (Salado y San
Pedro), con su ocupación más extensa en la región de Lípez (Bolivia). Es un de-
460 AGUSTÍN LLAGOSTERA MARTÍNEZ

sarrollo con asiento y origen altiplánico, que se ha denominado Complejo To-


conce-Mallku. La infraestructura asociada a este complejo presenta componen­
tes similares a los de los grupos del Norte, pero se agregan las chullpas: cons­
trucciones en forma de torres, con posible función funeraria, bastante difundidas
en las tierras altoandinas. Mientras en el Altiplano criaban ganado, en las que­
bradas del borde occidental explotaban el potencial agrario mediante kilómetros
de andenerías y elaboradas canalizaciones, y es allí donde el complejo Toconce-
M allku construyó su mayor asentamiento.
La pane media de los ríos Loa y Salado y los interfluvios de la costa desérti­
ca estaban ocupados por otros grupos que generaron tradiciones propias del de­
sierto y que han sido integrados en el complejo Lasaña. En sus asentamientos de
las localidades de Lasaña y de Chiu-Chiu dieron mayor importancia a la agricul­
tura, y en los de Topaín y Turi, a la ganadería y a los cultivos de altura. Las ten­
siones con la gente del complejo Toconce-Mallku han quedado de manifiesto a
través del carácter defensivo de los poblados.
En el Salar de Atacama encontramos el Desarrollo Regional más meridional
del Territorio Árido. Con la desintegración de Tiwanaku y la consecuente con­
solidación y autarquía de las etnias del Altiplano y aledañas, los atacameños
perdieron el acceso que antes tenían incluso a productos orientales, quedando
restringidos a un territorio desértico de limitada productividad. El poder se for­
taleció en lo político, marginando los mecanismos religiosos de la esfera de coer­
ción social; las quebradas que bajan de la Puna, que habían sido abandonadas a
partir del Formativo, son ocupadas con sistemas de andenerías para cultivos y,
al igual que otros pueblos de la vertiente occidental, los atacameños también su­
frieron la presión de los pueblos de altura. En algún tardío momento parece que
se establecen vínculos estrechos con la gente del complejo Lasaña. La presencia
de cerámica roja pintada (propia del complejo Lasaña) en el Salar y las referen­
cias etnohistóricas a Chiu Chiu como Atacama la Baja y a San Pedro de Ataca­
ma com o Atacama la Alta podrían ser indicadores de lo señalado.
El próximo Desarrollo Regional lo encontramos en el Territorio Semiárido a
partir del 1200 n.e., siendo protagonistas los aborígenes conocidos como diagui-
tas y su cultura: la cultura diaguita. Esta nueva sociedad tuvo una fuerte expan­
sión desde el río Copiapó hasta el río Petorca y se presentó como continuación y
afianzamiento de rasgos que se iniciaron con el complejo Las Ánimas, al punto de
que, estilísticamente, no hay una clara diferenciación entre las últimas cerámicas
Las Ánimas y las primeras de la cultura diaguita. Mediante una evolución local
fueron configurando un rico y creativo acervo cultural, testimoniado por su elabo­
rada alfarería. No se sabe si los diaguitas incorporaron la organización dual antes
de la ocupación incaica o si ésta vino junto con ella; lo que se sabe es que, hacia el
1470 n.e., cada valle aparecía como una unidad integrada por el sector alto y el
sector bajo, y cada sector, a su vez, gobernado por un jefe considerado hermano
del otro. En la zona de Copiapó se percibe algo que podría ser otro Desarrollo Re­
gional, p>ero del cual se conoce poco hasta ahora, excepto que poseía una cerámi­
ca decorada con figuras y huellas de camélidos (Copiapó negro sobre rojo).
Al penetrar en el Territorio Húmedo entramos en el ámbito de tradiciones
circunscritas a una ecología de bosques de alta productividad natural. Allí en­
S O C I E D A D E S D E L SUR A N D I N O : LOS D E S IE R T O S DEL N O R T E Y EL C E N T R O H Ú M E D O 46|

contramos una población que, a partir del año 900 n.e., comienza a transitar ha­
cia un Desarrollo Regional Tardío pero que, en el momento de la invasión his­
pana, aún no había alcanzado la madurez. Se trata del complejo Aconcagua, una
sociedad relativamente laxa y con ocupaciones de permanencia variable, que
pueden ir desde asentamientos semipermanentes con movilidad estacional hasta
poblados estables, pero de menor densidad que los de sus vecinos del Norte.
Al Sur del río Cachapoal, un nuevo complejo con características similares a las
del complejo Aconcagua se impuso al complejo Pitrén hacia el año 1100 n.e. Esta
entidad, conocida como complejo El Vergel, se extendió diseminadamente hasta el
río Toltén, y alcanzó su mayor concentración en la zona oriental de la cordillera de
Nahuelbuta. Desde allí, hasta el extremo sur del territorio, continuó vigente el com­
plejo Pitrén, manteniéndose en vigor hasta entrar en contacto con los españoles.

IN VASIÓN DE ULTRA TERRA : IN TEG RA CIÓ N SUPRAÉTNICA

Éste era el panorama en el Sur andino cuando en los Andes centrales hicieron su
aparición los incas, dando inicio a su proyecto expansionista. Su penetración
por estos territorios presentó modalidades diferentes en el Norte y en el Sur.
Dado que la primera anexión al poder centralizador del Cuzco fue la región alti-
plánica y que los valles occidentales, de alguna manera, mantenían estrechos
vínculos con aquella región, la «corriente incaica» llegó a esos valles con ante­
rioridad a la propia ola expansionista cuzqueña. De esta manera, al llegar las
huestes conquistadoras enviadas desde el Cuzco, se encontraron con una región
incanizada que ya, de antes, estaba incorporada al complejo Inca Altiplánico.
Hacia el Sur, el resto del territorio fue sometido por intervención directa des­
de el Cuzco; es así como, a diferencia de la cerámica incaica del Norte, de patro­
nes altiplánicos, la del Sur presenta nítidos patrones cuzqueños, amalgamados
armoniosamente con los patrones estilísticos diaguitas. Es posible que el carácter
semisedentario y sedentario, y la estructura sociopolítica de los pueblos de la re­
gión meridional (complejos Aconcagua, El Vergel y Pitrén), fueran limitantes, en
el sentido de no favorecer un ensamble adecuado para una articulación política
y, en consecuencia, para la incorporación de estas etnias al Imperio inca.
Los incas, por falta de tiempo o porque no era su intención, no desestructu­
raron las etnias locales; es así como en tiempos previos a la invasión europea el
Territorio Árido aparece ocupado por grupos de raigambres étnicas y lingüísti­
cas definidas. Los aymaras, con una población aproximada de 5 500 personas,
se identifican como integrantes de los grandes señoríos altiplánicos (Lupaqa, Pa­
caje, Caranga, Quillaca, etc.); asentados preferentemente en la Puna, entre los
ríos Lluta y Loa, se dedicaban al pastoreo y a la agricultura de altura. En los va­
lles bajos hubo poblaciones locales que no han sido claramente identificadas,
pero que en la documentación etnohistórica del siglo xvi se les señala como
«yungas» y que, tal vez, podrían adscribirse al grupo puquina. Los atacameños,
hablantes del kunza, en número aproximado de 5 000, ocupaban la parte media
del río Loa y los entornos del Salar de Atacama. Y, por último, los changos se
extendían por la franja costera hasta Coquimbo, dedicándose a la recolección, la
462 A G U S T ÍN LLAGO STERA M A R TÍN E Z

caza y la pesca marítima; se calcula que la población de changos, en las postri­


merías precolombinas, era de 5 000 a 6 000 nativos.
En el Territorio Semiárido, la etnia predominante era la de los diaguitas, con
25 00 0 individuos que hablaban el kakán. En el Territorio Húmedo, la mitad
septentrional estaba ocupada por los picunches, estimados en 2 2 0 0 0 0 indígenas
agricultores y sedentarios; la mitad meridional boscosa era el hábitat de los ma­
puches, huilliches y cuncos. Estos últimos compartían el mismo idioma con los
picunches, pero eran menos sedentarios que ellos y mostraban una marcada pre­
ferencia por la caza y la recolección, aunque algunos practicaban una agricultu­
ra incipiente. Los mapuches alcanzaban las 420 000 personas y se distribuían en­
tre el río Itata y el Toltén; los huilliches, unos 180 000, habitaban el Sur del
Toltén, y los cuncos, en la costa del extremo del territorio, contaban ton una po­
blación de 100 000 individuos.

IN VASIÓN D E U LTRA M A R; COLAPSO ÉTN ICO

En 1536, con Diego de Almagro, la invasión ibérica comenzó su expansión por


el Sur andino y en 1540, con Pedro de Valdivia, ya había afianzado su dominio
hasta la mitad del centro húmedo. Los invasores, por la superioridad técnico-bé­
lica y por el ablandamiento de fronteras que seis décadas atrás habían iniciado
los incas, pudieron salir rápidamente victoriosos de los enfrentamientos con la
población aborigen. Sin embargo, no lograron traspasar la frontera mapuche,
que también había representado una barrera infranqueable para los incas. Los
españoles, vadeando por el mar, lograron establecer misiones y puestos militares
entre huilliches y cuncos, pero nunca pudieron apoderarse del territorio mapu­
che situado entre los ríos Bío-Bío y Toltén.
La población nativa incorporada al dominio español fue menor que las ex­
pectativas de los conquistadores. Éstos, que partían de la estimación demográfi­
ca de los Andes centrales y que en base a ello habían calculado anticipadamente
la cantidad de encomiendas de indios a repartir, tuvieron que reducirlas conside­
rablemente ante la realidad. Esta situación y las condiciones económicas y socia­
les del indígena dominado obligaron a implantar una encomienda de trabajo o
de servicio personal más que de tributo.
Sólo en los primeros años de la colonia, la población nativa sufrió una dismi­
nución que pudo haber llegado hasta un 5 0 % , hecho que preocupó a los propios
administradores de la Corona española. De los dos mayores sustratos étnicos
asentados en la región nuclear del dominio de Valdivia (Nueva Extremadura,
más tarde Capitanía General de Chile), la población más rápidamente afectada
fue la de los diaguitas. Los picunches lograron sobrevivir por su elevado número,
siendo utilizados incluso para repoblar la región diaguita. De entre los grupos del
Norte, bajo la jurisdicción de las Audiencias de Lima y de Charcas, los de los va­
lles bajos (posibles puquinas) también desaparecieron rápidamente, ya que esos
privilegiados lugares fueron asentamientos predilectos de los colonos españoles.
En cambio, aymaras y atacameños lograron sobrevivir, ya que sus territorios de
altura no fueron apetecidos por los europeos como lugares de residencia.
S O C I E D A D E S D E L SUR A N D I N O : LO S D E S I E R T O S D E L N O R T E Y EL C E N T R O H Ú M E D O 453

En la Capitanía de Chile, ante el agotamiento del oro y la dificultad para ex­


traerlo, la minería fue rápidamente desplazada por el trabajo agrícola. Hacia fi­
nes del siglo XVI la falta de mano de obra se hizo crítica; por eso, a partir del si­
glo XVII y durante casi ochenta años, se legalizó la apropiación de mapuches
como esclavos, aprovechándose del estado de guerra con Arauco. A finales del
siglo XVIII la población indígena en encomiendas era tan poca que el propio go­
bernador de entonces, Ambrosio O ’Higgins, decidió poner fin al sistema.
En el Noroeste de la Audiencia de Charcas (después Virreinato de La Plata)
y en el extremo sur de la Audiencia de Lima, área que englobaba a aymaras, ata-
cameños y changos, la actividad giró por mucho tiempo en torno a la minería de
la plata, con su bullente centro en Potosí. Esto, a diferencia de lo sucedido en la
Audiencia chilena, permitió mantener las encomiendas como entidades tributa­
rias de dinero, respetando a su vez ios cacicazgos regionales, ya que eran los ca­
ciques los encargados de recaudar el tributo. Sin embargo, los cacicazgos ayma­
ras, desde el comienzo, quedaron separados de los grandes señoríos altiplánicos,
de los cuales formaban parte originariamente. Más tarde, con la represalia que
siguió a las rebeliones tupacamaristas, se desactivó totalmente lo que quedaba
de estos cacicazgos.
Hacia finales del siglo xvni, el panorama indígena en todo el territorio era el
siguiente: puquinas y diaguitas, extinguidos; changos, en vía de extinción; picun-
ches, totalmente mestizados, sin estructuras autóctonas y formando parte del
campesinado rural. Los demás grupos se encontraban en mayor o menor grado
de mestizaje, sucediendo lo mismo en cuanto a sus estructuras sociopolíticas, de­
pendiendo esto de su mayor o menor proximidad y compromiso con los polos
de actividad mercantil, social y de gobierno colonial.
El advenimiento y desarrollo de las Repúblicas en el siglo x ix trajo nuevos
trastornos para las poblaciones indígenas. Se les incorporó con igualdad de dere­
chos y, sobre todo, de deberes, a la masa ciudadana de cada uno de los emergen­
tes países de Perú, Solivia y Chile. Esto implicó que las estructuras nativas no tu­
vieran inserción en la vida cívica republicana ni en el esquema de los gobiernos
nacionales. Por otro lado, las tierras comunales indígenas pasaron a formar par­
te del patrimonio fiscal de las naciones y, de allí, a manos privadas.
Los mayores acontecimientos del siglo XIX que afectaron a las poblaciones
aborígenes sucedieron en ios extremos del territorio que estamos abordando. En
el Norte árido, los aymaras, que ya habían sido repartidos por la frontera entre
Perú y Bolivia, con la guerra de estos dos países contra Chile (1879-1883) y el
desplazamiento de fronteras vuelven a ser divididos de nuevo, quedando la frac­
ción más meridional de ellos, así como los atacameños, en territorio chileno. A
partir de ese momento, ambos grupos quedan afectados por el proceso de chile-
nización, que ha buscado vehementemente hacerlos abdicar de sus tradiciones
«extranjeras». Por su parte, en el Sur, los mapuches, que habían resistido por
casi tres siglos y medio a la invasión foránea, fueron doblegados por la ocupa­
ción militar de la Araucania en 1884. Con esto, el Gobierno chileno les impuso
el sistema de reducciones en comunidades, dejándoles una mínima parte de tie­
rras, y la enorme porción restante la puso en venta para fomentar la coloniza­
ción de la región.
464 A G U S T ÍN LLAGO STERA M A R T ÍN EZ

El final del siglo XIX y los comienzos del siglo XX sorprenden a las minorías
étnicas en un acelerado proceso de incorporación a las masas de peones, campe­
sinos, obreros, pequeños comerciantes y asalariados, forzados a obtener dinero e
incorporarse al sistema consumista. Frente a la presión de la era moderna, han
debido generar nuevas formas de realidades étnicas, aferrándose a territorios
marginales, identificándose con una cultura sincrética cada vez más occidentali-
zada y cohesionándose ante la incomprensión, la impotencia y la segregación.
19

L A S S O C IE D A D E S D E L S U D E S T E A N D IN O

M y r ia m N . T a r r a g o

Este trabajo trata de las sociedades originarias que se desarrollaron en el extre­


mo austral del Altiplano y en la vertiente oriental de los Andes meridionales des­
de los más antiguos sistemas de cazadores-recolectores, hace 11 000 años, hasta
las sociedades agropecuarias que habían organizado núcleos urbanizados en los
confines del Collasuyu, en el momento de su incorporación al Tawantinsuyu.
Es preciso resaltar las capacidades productivas de los tres grandes ecosiste­
mas involucrados — puna, valles y yungas— y el movimiento de bienes por me­
dio del control vertical ejercido por las mismas poblaciones o a través de activos
circuitos de tráfico prehispánico que articularon distintas zonas. No obstante
esas redes de interacción, el contacto con el océano Pacífico fue de menor impor­
tancia en comparación con el resto del área andina.
En la historia de la arqueología americana se conoce a esta región como el
«Noroeste argentino». Desde su definición ha sido considerada como una subárea
específica del área andina en su conjunto (González y Pérez, 1966; Lumbreras,
1981: 95-96). Las peculiaridades que la caracterizan y que justifican tal distinción
tienen que ver tanto con las ofertas de recursos y la diversidad medioambiental
como con los procesos económicos y socioculturales que se produjeron en su seno.
La gestación de las actividades agrícolas y pastoriles debió de ocurrir en la
región con anterioridad al segundo milenio a.n.e. La consolidación del proceso
agropecuario en valles y quebradas llevó, a comienzos de nuestra era, a la cons­
titución de sistemas aldeanos sedentarios y con una estabilidad lo suficientemen­
te prolongada como para producir, dentro de las regularidades de una base eco­
nómica semejante, una gama acentuada de variabilidad cultural. Al mismo
tiempo, diversas evidencias arqueológicas sugieren distintos grados de interac­
ción en el tráfico caravanero interregional.
Hacia el siglo Vil, en el corazón semiárido del Noroeste argentino, se produ­
jo un complejo fenómeno de integración regional conocido como cultura de La
Aguada. Esto se manifestó tanto a nivel tecnológico como en algunos asenta­
mientos más complicados y con espacios públicos. En la esfera religiosa se mani­
festó en un sistema simbólico complejo. La descomposición de ese proceso ocu­
rrió en la época de tránsito a los Desarrollos Tardíos, durante el siglo IX, en
medio de una serie de desajustes y cambios socioeconómicos.
466 M YRIA M N. T A R R A G Ó

Las últimas centurias antes de la conquista ibérica se caracterizaron por un


fuerte crecimiento demográfico, la expansión de la infraestructura agropecuaria
y la aparición de organizaciones sociopolíticas, internamente estructuradas, que
se diferenciaban de sus vecinos por zonas de fronteras exteriores bien estableci­
das, como por ejemplo ios territorios de Humahuaca, Calchaquí, Yocavil y Be­
lén, en las provincias del Norte argentino.
El Estado incaico aprovechó ese desarrollo apropiándose de los excedentes y
redistribuyéndolos a través de complicados circuitos viales que surcaban los
Andes del Sur en distintas direcciones. Uno de sus fines fue la articulación de las
provincias de Chicha y Lipes, en el actual territorio de Bolivia, Humahuaca,
Chicoana y Quire-Quire, en la Argentina, y Atacama y Copayapo, en la Repú­
blica de Chile.
En el momento del contacto con los europeos, el cacan era la lengua general
de la región valliserrana y existían, además del quechua, aparentemente algunos
enclaves de lengua kunsa en la puna de Jujuy y de aymara en lo que hoy es la
zona de frontera boliviano-argentina.
A la caída del Cuzco y ante la desestructuración de la organización inca, los
pueblos de esta región fueron, de toda la América indígena, ios que mayor opo­
sición desplegaron ante la Conquista y protagonizaron un fenómeno de guerra
total, durante cien años, hasta mediados del siglo XVH.

LA PUNA Y LOS VALLES

El escenario surandino empieza a definirse a partir de los 22° de latitud Sur por
la estructura que resulta de la disposición longitudinal de tres grandes regiones:
la Puna, los valles y el piedemonte andino (Ilustración 1) (González y Pérez,
1966: 2 4 4 , figs. 1 y 2).
La Puna es la continuación del Altiplano boliviano. Si bien se la conoce
como «Puna Salada» por su estricta aridez, en las zonas de vegas altas y en las
cuencas con concentración de plantas forrajeras es apta para el pastoreo y la
caza de camélidos. La agricultura, en cambio, está más limitada. En el pasado se
practicó en zonas especiales con posibilidades de regadío o de cultivos de tempo­
ral, como ocurrió en la Puna norte, en las cuencas de San Juan Mayo, Miraflores
y Yavi. Es una zona apropiada para los cultivos microtérmicos (papa o patata,
ulluco, oca, quinoa). Otros recursos propios como la sal, la obsidiana, los mine­
rales metalíferos, al igual que los productos derivados de las actividades pastori­
les, tales como los cueros y los textiles de lana, cumplieron un papel relevante en
la circulación y el intercambio de bienes con las poblaciones de otros pisos am­
bientales.
La región valliserrana se enclava en forma de cuña entre los ambientes de
puna y la ceja boscosa oriental. Comprende las quebradas de acceso a la puna y
los valles más amplios y de altitud media — entre 3 20 0 y 1 200 msnm— que se
recortan en las serranías del borde puneño. No obstante las escasas lluvias, la
acumulación de nieve en las altas cumbres alimenta el caudal de los ríos que los
surcan, posibilitando el sostenimiento, bajo riego, de cultivos mesotérmicos de
468 MYRI AM N. T A R R A G Ó

buen rendimiento. En la época prehispánica fueron fundamentales el maíz, con


numerosas variedades, los porotos comunes y los pallares, el ají y varias clases
de zapallos.
La vegetación es más abundante que en la Puna. Además de los pastizales de
altura, aptos para los camélidos, se imbrican dos formaciones vegetales de inte­
rés económico. La provincia prepuneña se particulariza por el crecimiento de
cactáceas como los cardones, que proporcionan tablas para la construcción. La
provincia del Monte se destaca por el desarrollo, en los fondos de valle, de espe­
cies arbóreas como el algarrobo y el chañar, de importancia regional tanto por
su madera dura como por sus frutos dulces y harinosos. La disputa por el acceso
a los «algarrobales», de larga raigambre precolombina, aparece como uno de los
pleitos de mayor permanencia en la época colonial.
La riqueza de los valles estuvo basada en una producción de granos y legum­
bres de carácter excedentario, un buen aprovechamiento ganadero y el desarro­
llo de una especialización artesanal para la producción de bienes manufactura­
dos de alto valor en el intercambio con otras regiones, entre ellos, objetos de
metal, de madera, de rocas semipreciosas y alfarería decorada.
La tercera región, conocida como selvas occidentales, o más recientemente
definida como «área pedemontana», afecta al perfil escalonado de la vertiente
oriental andina que, como continuación de la región «valluna» boliviana (Núñez
Regueiro y Tartusi, 1987: 129, 134; Lumbreras, 1981: 80), se caracteriza por un
variado mosaico de fajas vegetacíonales. En su conjunto corresponde a la pro­
vincia fitogeográfica de las Yungas. Materias primas como maderas apropiadas
para arcos y astiles, cañas, resinas, sustancias tintóreas, alucinógenos (cebil) y
elementos suntuarios como nueces y plumas, salieron de esta región junto con
cultivos macrotérmicos, tales como el maní, el algodón y la achira. Esta región
fue una zona apta para el desarrollo de esos cultivos tropicales sin necesidad de
regadío. Por tal razón, forma parte de la gran banda oriental andina, donde
existen ancestros silvestres de muchas plantas sudamericanas y donde debieron
de darse focos de domesticación vegetal antiguos (Tarrago, 1980: 18).
Las comunicaciones entre estos tres grandes ecosistemas, desde tiempos re­
motos, se vieron favorecidas por activas redes hidrográficas de vertiente atlán­
tica que disectan los cordones montañosos y se introducen profundamente has­
ta el Altiplano mismo, tales como la cuenca del río Pilcomayo, el río San
Francisco-Bermejo y el largo curso del Salado del Norte, que penetrando hasta
la Puna por el alto valle calchaquí vierte sus aguas, bien lejos de la región, en el
gran río Paraná. Los guías andinos que acompañaron a Diego de Rojas en su
entrada en el Noroeste argentino en 1543 conocían muy bien esas rutas y cómo
llegar rápidamente hasta Puerto Gaboto, en la confluencia del río Tercero en el
Paraná.
M ás allá del arco formado por las sierras subandinas, las sierras centrales y
Cuyo, que conforman la «frontera exterior» surandina, se extienden las tierras
bajas de las pampas y la meseta patagónica en las cuales se desenvolvió un varia­
do mundo de sociedades cazadoras-recolectoras hasta la penetración europea y
araucana proveniente de Chile, a excepción de la faja fluvial del Paraná, donde
se dio una agricultura incipiente.
LAS SOCIEDADES DEL SUDESTE ANDINO 469

BANDAS DE CA ZAD O RES-RECO LECTO RES

A fines del Pleistoceno y en el Holoceno Temprano, en las tierras altas que cir­
cundan la Puna se desarrollaron sociedades de cazadores-recolectores que, con
un bajo número de individuos y un patrón de alta movilidad regional, explota­
ban las cuencas con fuentes hídricas y concentración de recursos alimenticios. La
existencia de plantas forrajeras en esas zonas posibilitaba el sustento de herbívo­
ros de alto rendimiento de carne, como los camélidos — guanaco y vicuña— y
los ciervos andinos. La asociación de otros arbustos y gramíneas permitía, ade­
más, la recolección vegetal con fines alimenticios y la obtención de fibras, leña y
paja para acondicionar los espacios domésticos en cavidades rocosas.
Las evidencias arqueológicas y faunísticas en sitios ubicados en quebradas
de acceso a la Puna jujeña sugieren una estrategia de subsistencia que optimiza­
ba la oferta de recursos de los tres diferentes ambientes, puna, quebrada y valles
bajos. El patrón de movilidad habría incluido albergues, como las cuevas de
Huachichocana, que eran ocupados en la primavera y comienzos del verano
para aprovechar la caza de camélidos en los alrededores. Desde esa zona se acce­
día a recursos y materias primas de los valles más bajos, tales como algarroba,
ají, sustancias alucinógenas, aves y plumas (ilustraciones 1 y 2). Iniciada la esta­
ción seca, esas sociedades articulaban asentamientos de mayor permanencia,
como Inca Cueva 4, donde la subsistencia se basaba más en el aprovechamiento
de roedores y en recursos vegetales, mientras se procesaban productos manufac­
turados derivados de la caza, como cordeles y torzales de cuero curtido. En la
base residencial se realizaban funciones rituales y mortuorias. Así lo sugieren las
representaciones de arte rupestre y las inhumaciones de adultos e infantes.
En la cuenca de Antofagasta de la Sierra, Puna meridional, se ha documenta­
do un conjunto de sitios arqueológicos en relación con un sistema de vegas que
ofrece aspectos recurrentes con Inca Cueva (Aschero, 1984; Aschero y Podestá,
1986).
Este patrón de movilidad de la vertiente oriental, entre el 9000 y el 5500
a.n.e., parece encontrar su contrapartida en las tierras altas del Norte de Chile,
en localidades como San Lorenzo (Salar de Atacama), Chulqui y Toconce, en la
cuenca del río Loa. Estos grupos de cazadores tempranos parecen haberse bene­
ficiado de las condiciones climáticas más benignas en el macizo puneño durante
el Holoceno Inicial. Hacia el 6000 a.n.e., las tendencias hacia las condiciones de
aridez parecen haberse acentuado.
Las cuencas con mejores condiciones de nutrientes siguieron ocupadas perió­
dicamente por bandas que, en el Precerámico Tardío o Arcaico (Ilustración 2),
habían mejorado su equipo de trabajo y sus productos. Esto a su vez se manifes­
tó en ritos mortuorios complejos, con el entierro de los difuntos en fardos de
preparación complicada, cubiertos por mascarillas de barro y acompañados de
rico ajuar que era depositado sobre cestas o paja. Esto se ha observado en Inca
Cueva 7 y Huachichocana (Jujuy), en Puente del Diablo (Salta), así como en Los
Morrillos, provincia de San Juan, y abarca un espacio temporal entre 5 000 y
1 4 50 años a.n.e. En relación con el tránsito hacia la producción de alimentos es
de interés que en los niveles más recientes de esas grutas se registraron las prime-
LAS SOCIEDADES DEL SUDESTE ANDINO 471

ras evidencias de plantas probablemente cultivadas tales como el «mate», los po­
rotos, la quinoa, las calabazas y el maíz (Ottonello y Lorandi, 1987: 48-55; Ta­
rrago, 1978: 496).

LAS SOCIEDADES ALDEANAS

El lapso comprendido entre el rv y el n milenio a.n.e. fue una época crítica en los
Andes por el carácter transformador que tendrían las nuevas formas productivas
agrícola y ganadera. El complejo proceso que se estaba gestando implicó un cre­
cimiento demográfico y el sedentarismo de las poblaciones. Este conjunto de fe­
nómenos concatenados ha sido reconocido en los Andes meridionales como pe­
ríodo Formativo surandino o Agroalfarero Temprano (Ilustración 2).
Entre los siglos vm y m a.n.e., en diversos ambientes de puna y de valles su-
randinos se fueron desarrollando sociedades que habían optado por una econo­
mía mixta agropecuaria, sin abandonar las antiguas prácticas de caza y recolec­
ción como Tafí, en el valle homónimo; Las Cuevas, en la Quebrada del Toro;
Kipón, en el valle Calchaquí; Río Diablo, en Hualfín, y Chávez Montículo, en
Antofagasta de la Sierra.
Las prácticas agrícolas iniciales debieron de estar vinculadas a llanuras alu­
viales de inundación o a terrenos de mayor humedad, sin el soporte de una infra­
estructura agraria para el manejo del agua. Sin embargo, existen «andenes» y
canchones de cultivo en varias cuencas, que muestran asentamientos aldeanos
tempranos como en Yavi y Casabindo (Jujuy), en la falda del Aconquija y Te-
benquiche (Catamarca) y en Tafí del Valle, provincia de Tucumán, cuyo manejo
antiguo no podría descartarse.
El control continuado de los sembradíos requirió un grado de sedentarismo
mayor y un lugar de residencia próximo. Estas nuevas condiciones se expresaron
en asentamientos más estables y en nuevas tecnologías que, además de posibilitar
la producción de las herramientas requeridas para el trabajo agrario, tales como
las palas y azadas líticas tan comunes en la Puna y en las quebradas, permitieron
la fabricación de utensilios y enseres que mejoraron las condiciones de vida. Entre
ellos destaca la alfarería, elemento básico para la preparación, cocción y almace­
naje de alimentos y la tejeduría en telar para vestimentas y mantas. Los restos
más antiguos de alfarería culinaria se han registrado en el borde de la Puna juje-
ña, en el Alero I de Inca Cueva y en Cristóbal, entre el 900 y el 1000 a.n.e.
Entre el 500 a.n.e. y el 500 n.e. se desarrollaron distintas clases de aldeas, en
forma de caseríos agrupados o de casas aisladas, dispersas entre los campos de
cultivo, como ocurrió en Estancia Grande, Alfarcito y Antumpa, Quebrada de
Humahuaca. Las casas fueron construidas con materiales locales. La forma más
común fue la planta circular, asociada a un techo cónico; las paredes podían ser
tanto de piedra como de barro apisonado.
El modelo de aldea más usual fue el que se dio en el valle de Tafí. Se compo­
nía de varias habitaciones circulares dispuestas en torno de un patio central. Este
espacio fue el centro de múltiples actividades domésticas, como la molienda de
granos, y simbólico-religiosas, como lo indican los monolitos grabados y las cá­
472 M YRIA M N. T A R R A G Ó

maras funerarias exhumadas. También se han detectado ámbitos públicos o co­


munales, como la conspicua plataforma acompañada de altos «menhires» en El
M ollar. Un patrón similar se dio en las aldeas de Cerro El Dique, en la falda del
Aconquija — v.gr.. Loma Alta, Ingenio del Arenal, Buey Muerto— y en Laguna
Blanca (González, 1977: 105-110; Raffino, 1988: 83).
Otra forma, menos frecuente, fue la aldea agrupada, como el asentamiento
de Tulor en Atacama y de Campo Colorado en la vertiente oriental. Los muros
de barro batido, ligeramente abovedados como las casas wankarani, del Altipla­
no boliviano, eran más dúctiles y posibilitaron la reconstrucción sucesiva de las
viviendas en el mismo espacio. Esos rasgos constructivos han llevado a la forma­
ción de sitios arqueológicos de aspecto monticular, normalmente localizados en
ambientes fríos puneños y prepuneños, como La Quiaca Vieja y Cerro Colorado
en Jujuy, Kipón y Las Cuevas en Salta, Montículo Chávez y Saujil en Catamar-
ca, y Punta del Barro en San Juan (Tarrago, 1978: 497-498; Raffino, 1988: figs.
4 .7 y 5.5).
El modelo edilicio en El Alamito, al Nordeste de Catamarca, implicó una
primera planificación del espacio social. Sobre tres terrazas se repiten unidades
de poblamiento semejante. Delimitada por un muro perimetral, incluye de cua­
tro a seis habitaciones de forma trapezoidal, dispuestas radialmente en la mitad
oriental. En ambos extremos existieron cobertizos techados y recintos para tra­
bajos artesanales, como la fundición de metales. Hacia el Occidente del espacio
central se construyeron dos plataformas prismáticas en piedra labrada de proba­
ble uso ceremonial. Se asociaban esculturas de bulto en forma de cabezas huma­
nas o zoomorfas macizas. En otros casos estaban esculpidas por medio de espa­
cios huecos como ios suplicantes (Ilustración 3e). Los difuntos se enterraban en
la parte trasera de las habitaciones o en el Sudoeste del patio. Tan sólo los más
recientes, entre los siglos rv y V n.e., iban acompañados de ajuar (Núñez Reguei-
ro, 1971; González, 1977: figs. 170-172).
Estas comunidades aldeanas fabricaron una amplia gama de bienes. La vaji­
lla cerámica podía diferenciarse, tanto en su producción como en su morfología,
desde una alfarería oscura y sencilla hasta los jarros y cuencos finamente decora­
dos de Ciénaga, Vaquerías y Condorhuasi (González, 1977: 110-171). Las pipas
para fumar se fabricaban en gruesa cerámica lisa o con aditamentos zooantropo-
morfos en el hornillo. El entierro de niños en ollas, que cumplían la función de
urnas, fue una costumbre generalizada entre distintas aldeas.
Fue común el uso de adornos labiales de piedra en forma de botón, los colla­
res de malaquita, la ropa de lana tejida en telar y los cestos decorados de diverso
porte. La metalurgia estaba destinada a la manufactura de objetos suntuarios,
tales como placas de oro, plata o cobre.
Aunque muchos de los asentamientos aldeanos no ofrecen indicadores de di­
ferenciación social, en otros existen signos de distintos rangos, tal como ocurre
en los ajuares mortuorios provenientes de cementerios de La Ciénaga, del valle
de Hualfín y de Tafí.
En el piedemonte húmedo de las selvas occidentales se dio un patrón más
sencillo de chozas construidas con materiales perecederos y cimientos de piedra,
por ejemplo, las aldeas de Candelaria, Choromoro y Alto Medina, en las pro
LAS SOCIEDADES DEL SUDESTE ANDINO 473

Ilustración 3

a) Urna Santa María Tricolor (original de Myriam N . Tarrago). b)Tubo para alucinóge-
nos de la Puna. Dibujo propiedad del Dr. Krapovickas. c) Motivo felínico de La Aguada,
d) Botella Yavi Chico polícroma tomada de Krapovickas y Aleksandrowicz, S. 1 9 86-1987:
97. e) Escultura de Alamito. Publicado por V.A. Núñez Regueiro, 1971, fig. 5j.
Fuente: Inés Gordillo.

vincias de Salta y Tucumán. Además de la práctica agrícola, estos pueblos cria­


ron llamas aprovechando los prados de altura. Así lo atestiguan los modelados
de llamas en vasos, los restos de alimentación y los entierros de camélidos
acompañando las inhumaciones en cuevas de Pampa Grande (Tarrago, 1980:
198-201).
Más al Norte, en las sierras subandinas del área del río San Francisco, no
parece haber sido posible tal manejo pecuario, salvo en algunas zonas. Fue facti­
ble, en cambio, la práctica de una agricultura subtropical de temporal, combina­
da con la pesca, la caza de animales y la recolección de los variados recursos
del bosque. Las casas se instalaban sobre montículos de tierra, próximos a cur-
474 MYRI AM N. T A R R A G Ó

SO S d eagua, como en El Infante. Estos pueblos fueron hábiles alfareros (Gonzá­


1977: 169-171; Ottonelio y Lorandi, 1987: 76).
le z ,
La interacción entre el ideal de autosuficiencia aldeano y la necesidad del in­
tercambio para obtener materiales no comunes como obsidiana, sal, maderas,
plumas multicolores y sustancias alucinógenas, llevó a una diversificación de las
comunidades de aldeas, cada una en su hábitat. Al mismo tiempo, estimuló una
dinámica red de traspaso de información y de bienes, sobre la base de las carava­
nas de llamas, entre las tres regiones y con otras del Altiplano y de la vertiente
occidental, a través de circuitos que ya estaban bien establecidos en los primeros
siglos de nuestra era.

LA PRIM ERA IN TEG RACIÓN

Los cambios sociales que ocurrieron en el Sudeste andino, entre los siglos vil y
vm, fueron notables y estuvieron precedidos aparentemente por una época de
desajustes demográficos y luchas políticas. Las transformaciones se manifesta­
ron en la base económica y en la producción de manufacturas de excelente nivel
técnico. La densidad y la diferente jerarquía de los asentamientos sugieren la
emergencia de grupos que cumplían funciones especiales dentro del conjunto so­
cial. Esta época ha sido denominada periodo Formativo Medio o de Integración
Regional (Ilustración 2).
La producción agropecuaria había alcanzado nuevos niveles de explotación.
La abundancia de huesos de camélidos en los sitios de residencia y el desarrollo
de una agricultura plena con la incorporación de infraestructura para regadío in­
dican medios de subsistencia capaces de sostener una densidad de población ma­
yor que en épocas anteriores. El maíz en sus tres variedades (duro, harinoso y
reventón), los frijoles y los zapallos constituyeron la tríada alimentaria básica
junto con el ají, además de cultivos microtérmicos y macrotérmicos, en especial
el maní.
A comienzos del siglo vm, dos esferas independientes de interacción econó­
mica y social estaban funcionando en los Andes meridionales. Una tenía que ver
con las poblaciones Yavi e Isla que, desde núcleos en la Puna Seca y la quebrada
de Humahuaca, respectivamente, complementaban los recursos de la altiplanicie
puneña y de los valles septentrionales. Mantuvieron, además, activas redes de
vinculación con regiones bajo el influjo de Tiwranaku (el Altiplano y valles meri­
dionales de Bolivia, el Loa y los oasis de Atacama). Permanecieron, en cambio,
fuera de la esfera de interacción de Aguada (ilustraciones 1 y 2).
La colonización de nuevos espacios agrícolas, el uso del agua y la formación
inicial de centros poblados están en la base de ese proceso. Los asentamientos de
Pueblo V iejo de La Cueva, Peñas Coloradas, La Isla, Tilcara y Doncellas, entre
otros, muestran rasgos constructivos nuevos como sillerías canteadas, espacios
públicos como plazas y, en algunos, escalinatas y monolitos de piedra. La abun­
dante manufactura cerámica, los tejidos, los instrumentos de hueso y madera e
importantes objetos suntuarios de oro y plata son algunas de sus expresiones ar­
queológicas.
LAS SOCIEDADES DEL SUDESTE ANDINO 475

Por otro lado los keros de oro de Doncellas, de clara factura Tiwanaku, las
tabletas y tubos de rapé con mangos felínicos (Ilustración 3b), las cornetas de
hueso de félido, los finos tejidos de llama y vicuña, así como la presencia de
cráneos trofeos en enterramientos, son indicadores de su participación en las
producciones altiplánicas y en las costumbres vinculadas con el complejo aluci-
nógeno, al menos por parte de algunos segmentos sociales de mayor rango,
como parece haber ocurrido con el «señor» de La Isla (Ottonello y Lorandi,
1987: 81; González, 1977: fig. 323).
La segunda esfera de interacción se relaciona con el proceso socioeconómico
y religioso conocido como La Aguada, que tuvo lugar más al Sur, en el corazón
semiárido de la región valliserrana y de su borde oriental. Aunque participó en
los logros tecnológicos de las sociedades altiplánicas y compartió aspectos reli­
giosos de un antiguo núcleo mítico surandino, puso de manifiesto en el transcur­
so de su desarrollo una alta autonomía de los centros hegemónicos de las tierras
altas. Considerado anteriormente como una entidad cultural unitaria, diversos
estudios lo plantean ahora como la expresión arqueológica de un proceso de in­
tegración regional. Sociedades formativas de diverso origen llegaron a compartir
ciertos denominadores comunes desde el punto de vista de la superestructura,
aun cuando en cada zona las manifestaciones concretas fueran distintas en fun­
ción de sus antecedentes históricos específicos (González, 1977; Pérez, 1986;
Núñez Regueiro y Tartusi, 1987).
Las interacciones socioeconómicas múltiples entabladas entre gente alamito-
condorhuasi y ciénaga, que en el siglo V ya evidenciaban una planificación de los
asentamientos y una diferenciación social incipiente, dieron como resultado una
síntesis cualitativamente diferente, que se manifestó en dos niveles, político y re­
ligioso.
Se construyeron centros ceremoniales a partir de un complejo espacial, de
carácter público, constituido por una plataforma y una plaza. Tales estructuras
se han observado en el valle de Hualfín, Chaquiago y Andalgalá, provincia de
Catamarca y en el Norte de La Rioja. Pero parece que fue en la zona de Amba­
ro donde se inició el proceso con el centro denominado «Iglesia de los Indios» o
La Rinconada. Con una fecha del 570 n.e. para la base de su pirámide, sufrió
diversas etapas constructivas hasta alcanzar la planta en U característica (Gor-
dillo, 1990: 21). La producción de objetos suntuarios como la maravillosa alfa­
rería negra bruñida grabada con motivos felínicos (Ilustración 3c) y representa­
ciones del sacrificador, los objetos de hueso y de bronce, sugieren el desarrollo
de verdaderas escuelas-talleres artesanales y una producción exclusivamente ce­
remonial que actuaba como mecanismo de comunicación y de refuerzo de los
grupos de poder a través del ceremonialismo y del dramatismo de los sacrificios
humanos.
El complejo religioso gestado en torno del culto felínico, de viejas raíces, el
hombre-jaguar-sacrificador y la práctica de los cráneos trofeos estuvo estructu­
rado alrededor del uso ritual del alucinógeno conocido como cebil o vilca y del
proceso de «transformación chamánica» inducido por esa sustancia. La icono­
grafía, si bien se centra en una «obsesión felínica» polimorfa y polivalente, com­
prende también imágenes de serpientes y aves. La figura humana, normalmente
476 MYRI AM N. T A R R A G Ó

masculina, muestra complicados adornos cefálicos, pinturas corporales y armas


cómo hachas, lanzadardos y flechas (Pérez, 1986; 64, 69).
La expansión de esa concepción religiosa a través de la circulación de ob­
jetos ceremoniales y de los cruentos rituales incidió de diversas maneras en las
sociedades de un amplio sector del Noroeste argentino desde el valle Calchaquí
hasta el Norte de San Juan y Tucumán (Ilustración 2).
Entre los avances tecnológicos se pueden señalar una metalurgia sofisticada
del bronce, con el fundido por el método de la cera perdida, y una lapidaria con
excelentes tallados. El arte rupestre se expresó tanto en frescos polícromos con
felinos y figuras humanas pintados en escondidos abrigos relacionados con el
bosque de cebil en La Tunita, Catamarca, como en campos sagrados con gran­
des piedras grabadas como las de Ampajango y Antofagasta de la Sierra.
Hacia el 900 de nuestra era, los centros ceremoniales, que habían actuado
como polos de desarrollo y ejes aglutinantes, habían dejado de funcionar. Mien­
tras se descomponía el fenómeno «Aguada», otros procesos estaban en ciernes
en diversas áreas.

DESARROLLOS REGIONALES Y SEÑORÍOS

La época de tránsito a las formaciones sociales tardías del Noroeste argentino y


territorios aledaños implicó profundas transformaciones que ocurrieron, aparen­
temente, en forma silenciosa. Aunque las expresiones en el arte mobiliar pare­
cerían más simples en contraposición a las manifestaciones «Aguada», el germen
de los modernos poblados prehispánicos estaba en marcha en estrecha relación
con un verdadero salto en los medios de producción. La agricultura basada en el
agua, el control vertical de un máximo de pisos ecológicos y una explotación ga­
nadera intensiva ya estaban establecidos. El proceso parece haberse iniciado con
los poblados Hualfín, Sanagasta, Shiquimil, San José y Molinos, entre los años
900 y 1100 n.e. (ilustraciones 1 y 2). Una peculiaridad de esas sociedades residía
en su costumbre de inhumar niños dentro de grandes vasijas en parajes elegidos
como áreas funerarias. Su «carácter oriental» ha sido señalado reiteradamente
(Ottonello y Lorandi, 1987: 82; González, 1977: 309-314).
A mediados del siglo xm ya se encontraban en funcionamiento verdaderos
«centros poblados semiurbanos» en todos los oasis de la Puna y en valles meso-
térmicos, poseedores de fajas óptimas para la explotación agrícola-ganadera.
Con ellos comenzó el clímax del florecimiento regional en el interior de cada
una de las grandes unidades territoriales, al mismo tiempo que se diferenciaban
marcadamente entre sí en los aspectos políticos y socioculturales. Esa tendencia
pronunciada hacia el desarrollo urbano se vinculó a nuevas formas de organiza­
ción social con la constitución de jefaturas en distintos grados de consolidación
y de acción hegemónica sobre el mundo circundante. Entre los de mayor enver­
gadura se pueden mencionar los señoríos de Humahuaca y Tilcara, Yavi y Casa-
bindo (Jujuy), el gran centro urbanizado de Tastil en Salta (Ilustración 4), el
polo de desarrollo de La Paya en el valle Calchaquí Medio (Salta), el gran siste­
ma Yocavil, con varios centros de primera magnitud, y los núcleos de Belén-
LAS SOCIEDADES DEL SUDESTE ANDINO 477

Ilustración 4
C E N T R O S POBLADOS. TA STIL (SALTA) Y PUNTA DE BALASTO (CATAMARCA)

PLANO DE LA VILLA
PREHISPÁNICA DE TASTIL
y su s alrededores i

100 300

'"im
PLANO DE LA .FORTALEZA EN PUNTA DE BALASTO

Fuente: M y r ia m N . T a r r a g o .
478 MYRI AM N. T A R R A G Ó

Abaucán en la zona valliserrana de Catamarca {Krapovickas y Aleksandrowicz,


1 986-1987; González, 1977: 309-347; Tarrago, 1978: 501-505).
El patrón de asentamiento se volvió más complejo y estructurado jerárquica­
mente en torno de esos núcleos urbanizados o «cabeceras», ubicados en lugares
estratégicos. Uno de los sistemas se caracterizó por el emplazamiento en un ce­
rro escarpado con un poblado apiñado al pie y defensas en sus laderas. Desde
ese foco se articulaban diversas unidades domésticas de carácter rural (Tarragó,
1987: 181, 193). Este modo es típico del valle de Yocavil, que incluyó, tal vez, la
mayor cantidad de núcleos urbanizados del Sudeste andino. También se dio en
otros lugares, como Yacoraite y Cerro Morado, en la quebrada de Humahuaca.
El otro modelo se desplegó en un relicto de terraza alta y plana, topografía
que posibilitó una construcción en damero más regular, conjuntos residenciales
adosados y vías de circulación intramuros. Los poblados de Tilcara, Juella, Hor­
nillos y La Huerta, en la quebrada de Humahuaca, y la Loma Rica de Shiquimil
en Yocavil, son casos típicos (Raffino, 1988; figs. 4.18, 4.19). Otro modo de
edificación se dio en los poblados que se emplazaron sobre superficies aluviales
inclinadas de fondo de valle; tal es el caso del centro prehispánico de La Paya, en
Salta y de Angosto Chico, en Jujuy.
Predominó la arquitectura en piedra. La unidad básica estaba compuesta
por dos o tres habitaciones que daban a un recinto mayor. Por otro lado, en el
extremo sur valliserrano se construyeron densos poblados de paredes de «ta­
pia», como sucedió en Angualasto, cuenca del río Jachal, San Juan. Los entierros
se efectuaban en cámaras sepulcrales selladas con lajas. Un variado ajuar, según
rango y sexo, acompañaba a los muertos (Ilustración 3d). Los niños eran inhu­
mados en vasijas reutilizadas o en verdaderos sarcófagos preparados con antici­
pación. El caso más notable de ese ritual se dio en el valle de Yocavil, con las fa­
mosas «urnas santamarianas» de diseño antropomorfo (Ilustración 3a).
Los espacios agrícolas fueron ocupados en su totalidad. Tres sistemas de ex­
plotación se practicaron simultáneamente: el cultivo de fondo de valle o de bolsón;
el cultivo sobre laderas mediante la construcción de aterrazados o «andenes» y la
colonización de enclaves agrícolas especiales, en lugares de rendimiento óptimo, a
una jornada de distancia de los centros poblados. Por su extensión y rendimiento,
se encuentran en primer lugar los campos de Coctaca, con más de 5 000 ha bajo
riego, que dependían del señor de Humahuaca a la llegada de los españoles, y la
cuenca de Alfarcito, que estaba bajo el control del señor de Tilcara. Otros campos
de envergadura fueron los de Las Pailas y Río Blanco (Salta), Caspinchango en
Yocavil (Santa María) y los andenes de Asampay, en Hualfín, Catamarca. Siste­
mas también importantes han sido estudiados en las cuencas puneñas de Laguna
Blanca, Yavi, Doncellas y Casabindo. El excedente agrícola era guardado en silos
subterráneos. Los derechos al acceso a tales espacios debieron de generar tensiones
y conflictos entre los distintos señoríos étnicos.
La explotación ganadera que combinaba los pastizales de altura y de fondo
de valle fue intensa a juzgar por los restos de camélidos, las estructuras de corra­
les, los accesorios para las llamas caravaneras y la tejeduría de lana.
El control vertical de las tres zonas ambientales básicas se efectuó por medio
de la instalación de «islas» dependientes de los núcleos vallistos, tales como Hu-
LAS S O C IE D A D E S D EL SU D ESTE A N D IN O 479

mahuaca y sus colonias en el piedemonte de Zenta, Tilcara con instalaciones de­


pendientes en Valle Grande, Yocavil con puestos en Tafí del Valle y en el bosque
tropical tucumano. La villa de Tastil (Ilustración 4) habría articulado islas hacia
la Puna, para la explotación de sal, minerales y carne y hacia Lerma para los
productos subtropicales. Belén estableció satélites en el valle de Abaucán mien­
tras complementaba productos de altura, en La Alumbrera y de valles bajos, a
través de Andalgalá (González, 1977: 332-351).
El trabajo artesanal había alcanzado nuevos niveles de producción en cuanto
a cantidad, calidad y variedad de útiles, tales como instrumental de madera,
hueso y gran variedad de alfarería pintada para el uso cotidiano. El proceso me­
talúrgico, sobre la base de un bronce de buena calidad, se aplicó no sólo a la
obtención de objetos suntuarios como los grandes discos y campanas de Santa
María y Belén, sino también a herramientas para trabajos delicados (González,
1977: 332-351)
Las interacciones extraterritoriales fueron complejas, incluyendo tanto rela­
ciones positivas de reciprocidad e intercambio como negativas, por intereses en
pugna. Esto llevó a la construcción de líneas de asentamientos defendidos o de
verdaderas fortalezas, como la de Punta de Balasto (Ilustración 4). Dentro del
primer caso se encuentra una esfera de interacción que movilizó gente y bienes
en la Puna norte, los oasis atacameños, el Loa, Tupiza y Tarija, mientras que el
canal de interacción a través de la Puna sur, hacia las cabeceras Belén y Calcha-
quí, se encontraba interrumpido. En el extremo sur, el sistema de jefatura con su
núcleo en Angualasto mantenía, por su parte, relaciones fluidas a través de los
pasos cordilleranos con las formaciones regionales de Coquimbo-La Serena, en
el Norte húmedo chileno.
En la la región valliserrana norte, los centros de la Quebrada de Humahuaca
mantuvieron, a través de los pasos de Yacoraite y Purmamarca, relaciones con
los núcleos puneños de Rachaite, Queta, Sorcuyo, Rinconada. El intercambio de
útiles de madera, metal, calabazas pirograbadas y cascabeles de nueces por lana,
sal y minerales debió desempeñar un importante papel. Una relación similar pare­
ce que se dio entre la Quebrada del Toro y el valle del río Grande de Jujuy.
Dentro del ámbito territorial Calchaquí-Yocavil, los señores habrían desa­
rrollado alianzas, tanto de índole económica como simbólica y social, lo sufi­
cientemente positivas como para mantener la cohesión del sistema productivo.
En cambio su relación hacia afuera, con Belén, su vecino más próximo, fue dis­
tante y poco fluida, situación que se trastocó totalmente en el período Inca.
Hacia 1480 se produjo la penetración incaica en estas provincias meridiona­
les, con los consiguientes fenómenos de dominación. Los antiguos circuitos ca­
mineros fueron transformados en una red vial sistematizada que se apoyaba en
dos rutas troncales y en muchas vías transversales, para agilizar el acceso a los
recursos y su distribución. Todos los grandes centros poblados y su área rural
sufrieron distintos grados de subordinación.
Entre las razones por las cuales el Estado inca se apoderó del Noroeste ar­
gentino deben encontrarse, además de la existencia de minerales de cobre y pla­
ta, el carácter esencialmente «maicero» de estos valles mesotérmicos y la destre­
za metalúrgica y artesanal que poseían sus habitantes.
480 MYRI AM N. T A R R A G Ó

Como reflexión final cabe señalar qué la gran subárea del Sudeste andino
ofrece una forma particular de articulación en la relación sierra-yunga-tierras
bajas orientales. En ese sentido el proceso social precolombino de esta región, al
tiempo que demuestra su clara pertenencia al mundo andino en su conjunto,
permite penetrar en aspectos singulares del mismo. La antigua interacción con
las tierras bajas y los Desarrollos Regionales, tardíos pero pujantes, están indi­
cando procesos que comparten bases similares con el extremo septentrional de
los Andes. Pero se diferencian también, ya que el extremo surandino fue, quizás,
la región serrana que más tuvo que ver con la vertiente atlántica propiamente di­
cha dentro de la macroárea andina.
20

E L T A W A N T IN S U Y U

J o h n V. M u rra

Entre los reinos preindustriales, el Tawantinsuyu ocupa un lugar notable, no


sólo como uno de los logros de la humanidad americana sino porque resulta ser
también de interés teórico y comparativo (Baudin, 1928; Cunow, 1891).
El tesoro llevado al emperador Carlos V por Hernando Pizarro deslumbró a
los observadores europeos: @ había precedente en la Europa de_1534_de_una ¡
acumulación comparable de metales preciosos, Y si muchos de los que participa- •
ron eri el reparto de los botines de Cajamarca y el Cuzco no se preocuparon por
las instituciones que hicieron factible tal acumulación, siempre hubo entre los in­
vasores individuos que se preguntaron: ¿cómo y por qué?
Retrospectivamente, la fabulosa acumulación prometida por el inca Atahuall-
pa adquirió una dimensión más: la cantidad y los altos quilates de las estatuas y
vasijas de oro y plata entregadas a los europeos les parecían a éstos tan milagro­
sos como la existencia de un reino que se decía sin hambre ni pobreza.
Esta dimensión utópica del Tawantinsuyu ha atraído la atención aun de es­
tudiosos que normalmente no se deslumbran frente a la cantidad y calidad del
botín americano.*'Es poco probable que la Utopía de Tomás MorOjjpublicada_en
Amberes en 1 5 1 6 , unos dieciséis años antes del cataclismo de Caj amarca,( ^ ba­
sara en la~reandad_andLna^ como se ha sugerido (More, 1978). Lo que sí merece
atención es que un anhelo de todo el continente europeo i§$>haya concretado-en
una percepción utópica del T awantii^uyu (Morgan, 1946). v
Hoy nos parece exótico considerar la extensión geográfica del «reino de los
cuatro suyu», el de los incas del Cuzco. Incorporaba partes de los territorios actua­
les del Ecuador, el Perú, Bolivia, Chile y la Argentina —^todo ello logrado(e$)menos
de un siglo— . Entre otros, el investigador sueco Ake Wedin (1966) niega la posibi-
lidad ifísica de rá^dalnstálación. Pero los que han estudiado los reinos prein­
caicos conocidos a través de la arqueología — ^tales como Wari en la sierra central,
o Chimú en la costa, o Tiwanaku en el Altiplano— @ d a rá n cuenta de <3u e j^ mu­
cho antes de los incas se había vivido en los Andes una experiencia señorial, de po-
der. i^^^lamados «horizontes» de los arqueólogos ya eran sociedades multiétni-
cas; (ojjincas se ñutríeró'ñ'gélógros tecnológicos y de gobierno andinos anteriores/.

1. V éase el trab ajo de Lu m bre ras en este mismo vo lu m en , cap. 4.


482 JOHN V. MURRA

EL PO D ER DEL CUZCO

Tal experiencia señorial andina preincaica ayuda a comprender la rápida expan­


sión del dominio cuzqueño. Sería difícil construir en un solo siglo la red vial que
ligaba toda esta expansión; pero los estudios de campo del arqueólogo John Hys-
lop (1984) explican ^ ^ g r a n parte de\ qh a p aq ñan ya existía antes de la avalan-
^ a jn c a . El despliegueHe^ ingeniería civií y de movilización laboral que Hyslop
persiguió presupone una capacidad tecnológica, organizativa y de mando que los
incas no sólo heredaron, sino extendieron. El autor andino Guamán Puma
([1615] 1980) describe las guerras interétnicas preincaicas: «[...] de sus pueblos
[...] se fueron a poblar en altos y serros y peñas y por defenderse y comensaron a
hazer fortalezas que ellos llaman pucara [...] y con estas armas se uencian y auia
mucha muerte [...] y se quitauan a sus mugeres y hijos y se quitauan sus semente­
ras y campos y asecyas de agua y pastos. Y fueron muy crueles que se robaron
sus haziendas, ropa, plata, oro, cobre, hasta lleualle las piedras de moler».
La expansión inca más allá del Cuzco acabó con muchos de estos conflictos
locales, aunque tampoco escasearon las rebeliones contra esta p ax incaica.
i lupaqa, un reino aymarófono de la región del lag^ Titicaca, se rebelaron contra
I el Cuzco^I'dáfse cu entá'^ '^ ^ d e_aíia^ os iban pasando a subditos sujetos. De-
’ rr^tada la rebellón, sufrieron traslaiíos desde sus punas e^ las alturas a orillas
del lago (a menos de 3 900 m), en plena carretera estatal. Muchos de los hom­
bres fueron desterrados a lejanas regiones de la actual Bolivia, cóm o)m itm aaku -
na estatales, despojados de su autoridad étnica.
La resistencia de mayor eco a p a x incaica surgió en el Norte, donde los ejér­
citos cuzqueños se aventuraron a nuevos territorios, jamás controlados por hori­
zontes anteriores. En estas latitudes, ubicadas al Norte de Cajamarca y acercán­
dose a la línea ecuatorial, donde el ambiente geográfico es netamente distinto,
los ejércitos altiplánicos encontraron activa resistencia. Uno de los factores eco­
lógicos fue la ausencia de conservas de tubérculos (como el c h ’uñü), normalmen­
te disponibles en los trojes estatales hacia el Sur. n
Frente a la resistencia activa, durante decenios, de etnias como los chacha-
puya y los kañari, el Tawantinsuyu sufrió derrotas. Tuvieron que innovar: exis­
ten indicios de que en las últimas décadas antes de la irrupción de la huestes de
Pizarro, las autoridades cuzqueñas consideraban ya no sólo el traslado estratégi­
co de los resistentes norteños, sino encargarles responsabilidades políticas y mili­
tares privilegiadas: trataron de convertir a los rebeldes de ayer en el embrión de
^ un ejército profesional (Murra, 1978).* '
La tradición oral disponible acerca del origen y la expansión del poder cuz­
queño ha sido recopilada por varios observadores europeos, pero sigue siendo
^muy incompleta. Ya durante el primer decenio del régimen colonial, el goberna-
dor Vaca de Castro ([1542] 1920) reunió un grupo de khyuipu k am ay u q , con­
servadores de la tradición oral dinástica, para que dictaran al escribano lo que
sus nudos registraban. Lamentablemente, hasta hoy no tenemos sino unos frag­
mentos de tales memorias.;
M ás sólido es el memorial compuesto en el Cuzco por Juan de Betanzos y
enviado por él al recién llegado virrey Mendoza (1551). Muy temprano, Betan-
EL T A W A N T I N S U Y U 433

zos ([1551] 1987) se había esforzado en conocer el runa sim i hablado por sus
parientes políticos en el Cuzco. Con sus relatos confeccionó un tratado parcial
pero revelador, que hasta hoy sigue sin rival para comprender el punto de vista
dinástico.
Otras versiones ulteriores, como la recopilada a través de intérpretes por
Sarmiento de Gamboa, unos veinte años más tarde, sufren del contexto colonial
en el cual fueron elaboradas. Hacia 1575, siendo virrey el temible Francisco de
Toledo, ya no quedaban en vida muchos señores de los linajes reales inca que
habían vivido y actuado en el Tawantinsuyu.'^demás, el ambiente creado en la
capital inca por el virrey Toledo era tan hostil al pasado inca que los intérpretes
usados por Sarmiento tuvieron mucho cuidado al relatar el pasado. De todos era
conocido que 'í [ño)de los propósitos fundamentales del_vÍErey. era..<<comprobar»
que los incas no eran «señores naturales» sino advenedizos y conquistadores que
h ^ ía n impuesto su dominio. V
Versiones más tardías, como la pubhcada por Garcilaso de la Vega (1960) a
principios del siglo XVII, sirven como pretensiones de carácter netamente colo­
nial. Su propósito era alargar la duración del régimen inca y exagerar su carácter
benévolo. Lamentablemente, tales versiones no sólo han afectado a la percep­
ción popular del Tawantinsuyu sino a autores tan serios como el jesuíta Bernabé
Cobo ([1653] 1956).
En tales condiciones, el tema de la tradición oral dinástica necesita mucha
aclaración, que no se puede obtener de las fuentes ahora disponibles. Es indis­
pensable emprender una pesquisa sistemática de fuentes que parecen «dispersas
y desaparecidas». Los dibujos dinásticos, aparentemente guardados en el Cuzco
y utilizados tanto por Guamán Poma como por el mercedario vasco Martín de
Murúa ([1590] 1946) a principios del siglo xvii, no están todavía a nuestra dis­
posición. X a sugerencia (ie|)m^^igador francés,Fierre Duviols (1979), según_la
cual el nw i^o real en el Cuzco era |>aralelo,_en el sentido de que hubo siempre
3os”reyes e n p o a e r , ”representando linajes distintos y con deberes diferentes,
nos parece sugerente, pero falta todavía la documentación que nos permitiría
afirmarlo con certeza.^
A pesar de tantas lagunas en la historia de los acontecimientos, podemos
afirmar ya que (d) poder cuzQueño abarcaba territorios muy leíanos y en zonas
geográficas muy distinta».' Esta expansión no siempre fue fácil: ya mencionamos
la tenaz resistencia en el Norte. Pero hubo núcleos de resistencia también en
otras regiones del reino; la arqueóloga Dorothy Menzel (1959) fue la primera en
advertirnos que en la costa central los asentamientos incas pueden diferir seria­
mente, aun en valles contiguos. Donde hubo resistencia, el régimen cuzqueño
instalaba fuerzas centralizadas. Donde no, las instalaciones estatales eran pocas
y dispersas. Algo similar pasó en la sierra: en la región de Huánuco, por ejem­
plo, las tempranas fuentes escritas anotan la presencia de dos clases de m itm aq-
kun a sureños: algunos vivían en pequeños asentamientos locales, entremezcla­
dos con los aborígenes; otros fueron recluidos ^n «fortalezas» de carácter
regional, vigilantes (Ortiz de Zúñiga, [1562] 1972). Ya hemos mencionado a los
kañari y los chachapuya rebeldes, los cuales fueron deportados hasta a mil kiló­
metros de sus tierras y transformados en verdugos, n
484 JOHN V. MURRA

GRUPOS ÉTNICOS

Q ) mudanza con fines estratégico^ tanto de grupos étnicos de confianza como


de antiguos rebeldes, nos conduce a otra característica del patrón de asentamien­
to andino que los incas respetaron, ampliándolo^ Desde mucho antes del Tawan-
tinsuyu, grupos étnicos serranos, y particularmente los altiplánicos, compensa­
ban las limitaciones geográficas y climáticas de sus asentamientos en las alturas
procurando ampliarlos (^través de colonias instaladas permanentemente en di­
versos ecosistemas complementarios (Murra, 1975). i¡
Los datos acerca del funcionamiento de este patrón salpicado o disperso de
asentamientos resultan detallados únicamente para el valle del Huallaga supe­
rior. Sus pobladores, ios chupaychu y los yacha, fueron incorporados tardíamen­
te a la colonia peninsular, ya que estas etnias lograron mantener su autonomía
armas en ^ano. La resistencia duró casi una década, desde 1532, bajo liderazgo
cuzqueño. Sólo en 1542 los peninsulares lograron someter la región, a la que
bautizaron con el apodo de «León» de Huánuco, utilizando el apellido prestigio­
so del centro administrativo regional inca llamado «Huánuco», ubicado a dos
días de camino hacia el Oeste.ií'
Afortunadamente, los datos acerca de la organización de los grupos étnicos
serranos del valle y su incorporación al dominio inca son hasta hoy de una ri­
queza etnográfica única en los estudios andinos. Sólo siete años después de rota
la resistencia, en 1549, la Audiencia de Los Reyes ordenó una visita administra­
tiva, pueblo por pueblo. Aprovechando el khipu en posesión de los señores étni-
cos locales, los visitadores europeos pudieron comprobar y anotar la informa­
ción guardada en tal registro. La lectura de los nudos fue facilitada por un
residente de origen griego. Aunque analfabeto, este conquistador ya había
aprendido a hablar sinti local.(Ortiz de Zúñiga, 1967).
Los informantes huanuqueños supieron comunicar a los inspectores la multi­
plicidad de sus deberes hacia el poder inca, tanto en el lejano Cuzco como en el
centro administrativo regional, ubicado en Huánuco Pampa. Según el khipu en
posesión de los señores étnicos, éstos mandaban cada año a la capital, «por sus
turnos», a centenares de albañiles v sus señoras, los cuales trabaiaban en la cons-
trución a s Ic^jigpósitos. palacios v templos incas. Otras parejas cultivaban la tie­
rra para alimentar a ios constructores: finaTmente, un grupo mas restringido se
dedicaba a cuidar y nutrir a las momias de los reyes incas ya fallecidos.^En cuer­
das aparte, los khipu kam ayu q de los chupaychu y de las demás etnias huanuque-
ñas, registraban con nudos a otros de sus compatriotas, los cuales servían al Inca
sin salir del valle del Huallaga, y también a los que se desplazaban a sólo dos días
de camino, para servir en el centro administrativo inca de Huánuco Pampa.
Fuera de la información que aclara los lazos entre el grupo étnico y el Cuz­
co, la visita de 1549 tiene otra ventaja: describe las relaciones entre los
habitantes de la serranía donde vivía la mayoría de los chupaychu y los de sus
colonias periféricas, ubicadas río abajo, en los bosques tropicales del valle del
Huallaga medio^ En esta zona, cada núcleo serrano mantenía decenas de unida­
des domésticas, aprovechando las condiciones climáticas tropicales, para culti­
var la indispensable hoja de coca y cortar los árboles, de los que abastecían a sus
EL T A W A N T I N S U Y U 485

comunidades de origen (Helmer, 1967). Por encima de los asentamientos centra­


les, en la Puna, quedaban la sal y los rebaños de camélidos.^
De manera esquemática pero- gráfica, podemos indicar igual distribución
complementaria de cosechas, miel silvestre, plumas de pájaros tropicales y otros
bienes; con frecuencia, Mlej recursos periféricos se compartían cpn otras etnias,
resultado de treguas más o menos «mporales. Todavía no sabemos explicar
detalladamente cómo estos asentamientos multiétnicos evitaban o manejaban
rivalidades u otros conflictos fronterizos. Es posible que uno de los logros dg un
reino como el Tawantinsuyu fyera el de reducir, evitar o arbitrar las pugnas ¡
«verticales» entre etnias vecinas. »
Podemos reflejar en un gráfico distribución complementaria de poblaciones
y recursos entre los chupaychu, en unas 2 5 0 0 a 3 000 unidades domésticas.
En las fuentes coloniales no existe ninguna otra descripción tan detallada y
funcional de un grupo étnico andino como la de los chupaychu, aunque ésta no
fue sino una de otras muchas encomendadas en 1549 por la Audiencia de Los
Reyes. La más cercana, temporal y geográficamente, de hecho no fue una visita
sino un litigio entre encomenderos europeos, cuyas encomiendas se avecindaban
en el valle del Chillón, río arriba de Lima (Marcus, 1987).
De la misma manera que los chupaychu controlaban zonas apartadas de su
núcleo poblacional y de poder, los habitantes costeños o yungas, en el vocabula­
rio colonial, tenían acceso río arriba desde el Chillón, en épocas preincaicas a
unas huertas en Quibi, a 50-60 km del mar. Allí los costeños aprovechaban un
microclima propicio para cultivar frutales y hoja de coca, sin controlar necesaria­
mente todo el territorio intermedio. Tanto el dominio cuzqueño como la eventual
colonia peninsular alteraron a distancia tal control, favoreciendo a grupos serra­
nos más numerosos que también pretendían el acceso al oasis. Con la temprana
despoblación de las etnias en la colonia del litoral, el control río arriba por los
costeños desaparece. La suerte ha permitido la conservación en el Archivo de In­
dias del protocolo de los litigios tempranos entre los encomenderos europeos. És­
tos han sido estudiados minuciosamente por María Rostoworowski (1988a).
Ambos casos precedentes, basados en fuentes escritas, tratan de etnias pre­
incaicas relativamente pequeñas, incorporadas y alteradas por el Tawantinsuyu,
pero reconocibles como unidades apane. Hacia el Sur, hacia el Altiplano perua­
no-boliviano, el poder cuzqueño encontró una tradición dinástica, acostumbra­
da a manejar poblaciones y territorios mucho más grandes que los chupaychu.
Siglos antes del surgimiento del Tawantinsuyu, la región del lago Titicaca es­
taba ya muy poblada y era el centro de un extenso dominio conocido por los
arqueólogos bajo el nombre de Tiwanaku. Este poder abarcaba partes de las ac­
tuales repúblicas de Bolivia, el Perú y Chile. Las condiciones bajo las cuales flo­
reció y se desmoronó este poder no han sido aclaradas todavía, pero las investi­
gaciones en curso abarcan tanto la región del lago como sus asentamientos
periféricos, en la región costeña de Ilo-Moquegua-Arica (Murra, 1975).
El hecho de que tanto el Tawantinsuyu como Tiwanaku se desarrollaran a al­
turas desconocidas en otros continentes, merece atención en el estudio comparati­
vo de las civilizaciones. El hecho de que la población más densa y el poder políti­
co se encontraran en una zona plenamente ecuatorial, por encima de los 3 500
FRONTERAS DEL TAWANTINSUYU EN 1560

LEYENDA
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488 JOHN V. MURRA

msnm, es fundamental para entender las civilizaciones andinas. Ya no se trata de


sobrevivir, logro que el ser humano puede alcanzar en condiciones extraordina­
rias (en el Tíbet, el Kalahari, el Artico o el desierto de Atacama). En los Andes se
trata de densas poblaciones, sistemas multiclasistas, con sus respectivos ejércitos,
ciudades, clero y burocracias.
De los diversos grupos étnicos que el Tawantinsuyu incorporó durante el úni­
co siglo que le tocó actuar, conocemos mejor a los lupaqa, un reino aymara y pu-
quina-hablante. Alcanzaba una población de más de 20 000 unidades domésticas
(Diez de San Miguel, [1567] 1962). Los europeos se dieron cuenta muy temprano
del valor extraordinario de este reino, ya que se ubicaba en el qhapaq-ñan, el ca­
mino real, desde la incursión de Almagro hacia Chile, antes de 1540. Al repartir­
se el Tawantinsuyu entre sí, los Pizarro se lo otorgaron en encomienda, tocándole
este botín a Hernando; pero en 1536, al quejarse el emperador Carlos V de que
en el reparto no le había tocado nada a Su Majestad, los Pizarro le cedieron los
lupaqa, una presa verdaderamente real. Desde muy temprano (particularmente
antes del descubrimiento de las minas de Potosí), los europeos se dieron cuenta de
en qué consistía la riqueza andina; una densa población y su capacidad producti­
va extraordinaria, a pesar de su ubicación por encima de los 3 800 m.

O RGAN IZACIÓ N Y C O M ER C IO

A diferencia de los chupaychu y de otras etnias serranas, cuyos asentamientos


periféricos se orientaban hacia el Este, fuente de madera y de hoja de coca, los
lupaqa mantenían colonias permanentes en ambas vertientes. Ciertos productos
se daban en ambas direcciones; el maíz o la hoja. Otros, como la madera, proce­
dían sólo de la vertiente amazónica. Los excrementos de aves marinas (guano) o
las algas subían al Altiplano provenientes del mar.
Los señores aymara, algunos de los cuales aprendieron el castellano sin ma­
yor dificultad, trataron de explicar el sistema andino a la administración colo­
nial. El que más impresiona a través de los siglos por su empeño de revelar lo
andino a los invasores es Kutimpu, señor que fue de todos los lupaqa en las dé­
cadas inmediatamente ulteriores al 1540. Hablando en castellano, él, que en
1 5 6 7 llevaba el apodo de «don Pedro», explicó al visitador colonial «que cuan­
do se visito la dicha provincia por el ynga se visitaron muchos yndios [...] que
eran naturales de esta provincia y estaban [...] en muchas otras partes [...] y que
con todos estos eran los veinte mil yndios del quipo», y «que los dichos miti­
maes com o se encomendaron los repartimientos donde estaban se quedaron alli
y nunca mas se contaron con los de esta provincia» (Polo de Ondegardo, 1916).
Entre los administradores coloniales, el que más estudió el sistema que le to­
caba destruir fue el licenciado Polo de Ondegardo, «justicia mayor» del Potosí y
dos veces corregidor del Cuzco. Tratando de explicar también lo dicho por Ku­
timpu, Polo escribió; «e ansi fue [...] en quitarles los yndios e las tierras que ten-
yan en la costa de la mar de que se hicieron particulares encomiendas [...] no en­
tendiendo los governadores la orden que los yndios tenian e ansi gobernando
estos reynos el Marques de Cañete se trato esta materia y hallando verdadera
EL T A W A N T I N S U Y U 489

esta ynformacion que yo le hice [...] se hizo de esta manera que a la provincia de
Chucuyto se le volvieron los yndios y las tierras que tenyan en la costa en el
tiempo del ynga [...] y a Juan de San Juan vezino de Arequipa en quien estauan
encomendados se le dieron otros que vacaron en aquella ciudad».
Tales intercambios, que permitían el acceso simultáneo de una misma pobla­
ción a recursos muy distantes entre sí, han sido descritos como «comercio» por
investigadores que usan modelos procedentes de otras latitudes. También han
sido confundidos con migraciones temporales o con trashumancia. De hecho,
hoy en día, en diversas partes del mundo andino, la economía colonial y más
tarde la capitalista han reducido los «archipiélagos verticales» a relaciones muy
limitadas de trueque ritual o a intercambios de temporada (Murra, 1987).
Las relaciones que existían entre el centro y las «islas» periféricas asegura­
ban que los productores de lana de los camélidos en la Puna, los recolectores del
wanu en la costa o los talladores de la madera de construcción en la selva no
perdían sus derechos en las tierras de tubérculos y de quinoa en el centro serra­
no. Tales derechos se reclamaban y se cumplían a través de lazos de parentesco
que se mantenían y se reafirmaban ceremonialmente en los asientos de origen.
Aunque vivían y trabajaban lejos del lago Titicaca, los habitantes de las islas pe­
riféricas formaban parte de un mismo universo con los habitantes del centro po­
lítico, compartiendo una organización económica y social única.
Hay que citar otra característica, quizás inesperada, de las «islas» periféri­
cas: encontramos que varias eran compartidas por más de un grupo altiplánico.
Por ejemplo Lluta, un oasis-huerta en el Norte de Chile, donde se daba hoja de
coca y frutales, era compartido no sólo por grupc - cercanos sino también por et-
nias serranas de lo que hoy es Bolivia y el Perú. S k . duda hubo competencias, lu­
chas y hegemonías temporales en un esfuerzo por monopolizar la producción de
la huerta. Pero la documentación colonial revela que también hubo treguas, en
una coexistencia multiétnica.
Evidentemente, una vez establecido un reino tan poderoso y disperso como
el Tawantinsuyu, los derechos periféricos de parentesco de las etnias serían más
difíciles en la práctica, ya que el gobernador trasladaba a la gente a distancias
mucho mayores. Dentro de los lazos de parentesco y de reciprocidad, nos parece
que deben de haber surgido elementos de asimetría y de explotación, cuando las
distancias por cubrir se volvieron enormes y ya era físicamente imposible mante­
ner las mutuas obligaciones anteriores. El vocabulario designando a los m itm aq-
kuna pudo seguir en uso, pero el contenido de tal apelación, vivido por los caña-
rt llevados al Cuzco, ya no correspondía a los m itim aes andinos tradicionales.
Tampoco lo eran las parejas enviadas desde el Huallaga para la construcción de
palacios en el Cuzco o los plateros chimú, habitantes de la costa, llevados a la
misma capital. El traslado de poblaciones a distancia sigue siendo una caracte­
rística de la organización andina, pero el contenido vivido en la época inca ya
era parte de una nueva institución.
Afortunadamente, no tenemos que limitarnos a tales suposiciones concep­
tuales. El investigador francés Nathan Wachtel (1980) ha localizado en el Ar­
chivo Histórico de Cochabamba, Bolivia, el «proceso verbal» de una lista de
grupos étnicos altiplánicos a los cuales el Tawantinsuyu encargó, sólo unas dé-
FRONTERAS DEL TAWANTINSUYU EN 1600

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(Boletín IF E A , Renard-Caseritz, editora-Lim a, 1981).


492 jOHN V. M U R R A

cadas antes de 1532, una serie de obligaciones sin precedente. Los informantes
del siglo XVI siguen hablando de m itm aqkuna, pero las nuevas condiciones de
reclutamiento y de deberes son tan innovadoras que merecen una consideración
aparte.
Una de las características propias de la organización militar en el Tawantin-
suyu (M arra, 1978) era que el ejército y la burocracia en campaña esperaban ser
nutridos con maíz (Murra, 1975), un cultivo suntuario menos accesible que los
tubérculos y el chuñu en la alimentación campesina. Sabemos que, por lo menos
en una dura actuación militar en el Norte, los cuzqueños se levantaron, cansa­
dos de la interminable guerra. Para apaciguar a los rebeldes, algunos de ellos pa­
rientes suyos, dicen que el Inca repartió «a rebatiña» tejidos y maíz (Cabello
VaJboa, [1568] 1951).
Ya que en gran parte del territorio andino el maíz es un cultivo suntuario
pero botánicamente marginal, la guerra en el Norte creó nuevas presiones sobre
la producción de este grano. El último Inca anterior a la invasión europea, Huai-
na Cápac, decidió ampliar el cultivo, creando nuevas instituciones para asegurar
un suministro creciente. Según los informantes, citados por Wachtel (1980), este
Inca era yacha en materia de agricultura estatal.
Con este fin, el Inca trasladó al valle de Cochabamba (en territorio hoy boli­
viano) a representantes de diversos grupos del vecino Altiplano. Todos estos
«reinos» o grupos étnicos, empezando desde Coquimbo, en el Sur, y hasta La
Raya, al Norte del lago Titicaca, servían por turnos para cultivar una instalación
maicera estatal. Cada etnia altiplánica recibió su franja de terreno abajo y envia­
ba allí la fracción que le tocaba, (Wachtel, 1980). En la región hay un centro ad­
ministrativo inca importante, llamado Inkallaqta, en el cual se pueden ver, inclu­
so hoy, numerosos depósitos para guardar el maíz.
Ya en época colonial, el virrey Francisco de Toledo aprovechó tal modelo
prehispánico para enviar a la población andina «por sus turnos» a las minas de
plata de Potosí. La m it’a maicera para los ejércitos inca en el Norte se convirtió
en la mita minera de los europeos.
N o es fácil distinguir las etapas por las cuales pasó el Tawantinsuyu du­
rante el siglo que empleó en salir del Cuzco y establecer su dominio en un te­
rritorio tan longitudinal, incorporando a docenas de etnias de la sierra y la
costa. Las fuentes históricas que citamos son todas de carácter poscolonial y
tampoco son muchas. Hace años hicimos un balance de las fuentes escritas dis­
ponibles (Murra, 1 9 6 7 -1 9 6 8 ); desde entonces los historiadores han ubicado la
parte que faltaba de la historia de un linaje inca recopilada por Juan de Betan-
zos ([1551] 1987), buen conocedor del idioma cuzqueño y pariente político de
un linaje real inca. También se ha localizado la última parte que faltaba de la
crónica de Cieza de León (1985). Ambos textos tienen la ventaja de haber sido
escritos antes de la llegada a los Andes (1570) del funesto virrey Francisco de
Toledo. En su largo mandato, que duró hasta 1582, coincidieron dos condicio­
nes negativas:
1) Ya habían pasado 38 años desde la invasión. De los señores adultos en
1532, la inmensa mayoría ya había muerto, particularmente los encargados de
la tradición oral señorial, los khipU km ayuq.
ELTAW ANTINSUYU 49 3

2) Francisco de Toledo mandó recopilar la tradición oral todavía disponi­


ble, pero su régimen de terror contra los linajes inca, aun contra los descendien­
tes del príncipe Paullu Thupa, aliado incondicional de los europeos, favoreció
una versión conocida como la «toledana»^. Ésta hace hincapié el carácter «ilegí­
timo» de tod os los señores del Cuzco, ya que Toledo trataba de documentar que
los incas no eran «señores naturales».
A pesar de que para 1572 ya había en el Cuzco excelentes conocedores pe­
ninsulares del quechua o rumi simi, el encargado de la recopilación, Sarmiento
de Gamboa, y los funcionarios que lo asesoraban preferían «lenguas» mestizos,
de padres españoles humildes, gente sin lazos fuertes en la capital andina. Las
quejas de los príncipes, pidiendo intérpretes castellanos, pero de confianza, no
tuvieron éxito^: fueron condenados al destierro a México; la mayoría, particu­
larmente los niños, murieron en la travesía a pie hacia Los Reyes.
Además de la tradición oral, había en el Cuzco una versión dinástica pinta­
da, trazas de la cual se perciben en los dibujos que nos han dejado Guamán
Poma ([1615] 1980) y el fraile mercedario vasco Martín de Murúa ([1590]
1946; Mendizábal, 1963). En cartas a Felipe II, el virrey Toledo'' dice que le en­
viaba cuatro «paños» pintados, de carácter histórico, los cuales todavía no han
sido localizados.
La presencia victoriosa en la provincia del Cuzco inca se percibe mejor
siguiendo la carretera mayor ya mencionada, la cual nos conduce a los centros
administrativos. Éstos fueron instalados en todo el territorio, desde el Ecuador
hasta Mendoza en Argentina. Algunos de estos centros han sido destruidos,
como Tomebamba, que se encuentra debajo de la actual ciudad de Cuenca, en
Ecuador. Pero otros, como Huánuco Pampa o el Pumpu, fueron construidos y
utilizados por el Tawantinsuyu, de tal manera que son accesibles a los arqueólo­
gos (Morris y Thompson, 1985). Además, como los arquitectos cuzqueños usa­
ban un plan conocido al mandar construir los centros, podemos completar las
lagunas creadas por el clima o el vandalismo (Hyslop, 1990).
Es fácil confundir el plan arquitectónico de un centro administrativo inca
con el de una ciudad europea. Ubicado en el q h a p a q ñan, Huánuco Pampa pre­
senta casi 5 000 construcciones, entre palacios, casi 500 depósitos, miles de edi­
ficios rústicos que parecen ser casas de vivienda, templos, observatorios, cuarte­
les y un ushnu ceremonial en la plaza central, de pura factura cuzqueña.
El arqueólogo Craig Morris (1972), que ha dedicado varios años al estudio
de este centro, se ha enfrentado con el tema fundamental para todos los
estudiosos del Tawantinsuyu: ¿podemos hablar de «ciudades», cuando contras­
tamos el Huánuco inca con asentamientos como Sevilla, Nápoles, Burdeos o
Gante en 1532? Juzgando por el número de almas que en algún momento se
hospedaron en Huánuco Pampa, la respuesta parece positiva.

2. En 1928, el historiador norteamericano Philip A. Means clasificó las fuentes del siglo X V I
en diversas categorías según la ideología de la fuente. La «toledana» fue la crítica del régimen cuz-
queño que lo presentaba como advenedizo, y por tanto ilegítimo.
3. Cf. J. V. Murra, estudio en preparación acerca del intérprete Gonzalo Ximénez, quemado
en Charcas, y el oidor Barros.
4. Carta a Felipe II, en la Biblioteca Nacional, Madrid.
494 J O H N V. M U R R A

A pesar de tales indicios físicos, la conclusión de los arqueólogos que han es­
tudiado Huánuco Pampa, y otros asentamientos del q h ap a q ñan, es que la in­
mensa mayoría de los edificios eran ocupados temporalmente, sólo de paso ha­
cia los frentes del Norte, o por grupos campesinos enviados de la región
circunvecina a servir «por sus turnos». Éstos eran almacenadores, servidores de
los templos, khipu kam ayu q, cocineros, albañiles o picapedreros. Quizás entre
los encargados de los templos hubo especialistas que venían de lejos, como tam­
bién los arquitectos que diseñaron las avenidas ceremoniales o el ushnu — en ta­
les casos, el técnico servía por turnos diferentes que el cargador, pero todavía no
sabemos cómo distinguir tales clases de «turnos»— . Otra posible excepción eran
las mujeres que tejían y cocinaban, recluidas en el aqlla wasi, el canchón de las
tejedoras «escogidas» (Morris, 1986).
Al principio de la invasión europea, hubo un esfuerzo de aprovechar tanto
precedente «urbano», al instalarse allí un grupo de soldados. Muy pronto se die­
ron cuenta de que, a pesar de los palacios y templos, tal asentamiento no servía
para los europeos. A 15 años de la invasión, Cieza de León pasó a caballo por el
lugar, siguiendo el q h a p a q ñan inca. Quedó impresionado por el abandono: las
yerbas crecían ya en las plazas...
Al terminar su estudio de la planificación estatal inca, el arqueólogo John
Hyslop (1990: 308), del Instituto de Investigaciones Andinas de Nueva York,
sugiere que «la distribución de los asentamientos incas planificados desde San­
tiago de Chile hasta la frontera ecuatoriano-colombiana, unos 5 000 km, [...] de­
muestra la existencia de un esfuerzo inca continuo. El imperio no era una em­
presa sin infraestructura [...]. Rituales fomentando solidaridad podrían de vez en
cuando ser insuficientes para ligar a los gobernantes con sus gobernados, pero
los ejércitos cuzqueños, apoyándose en los depósitos y el eficiente sistema vial,
nunca quedaban lejos del poder».
21

L O S P U E B L O S D E L E X T R E M O A U S T R A L D E L C O N T IN E N T E
(A R G E N T IN A Y C H IL E )

R o d o l f o M . C a s a m iq u e la

En el lado oriental de la cordillera de los Andes, la porción austral del Cono Sur
americano se integra en el sector troncal de la Patagonia y el archipiélago de la
Tierra del Fuego. Por lo que se refiere al lado occidental, sin embargo, lo concep­
tual y, por ende, la nomenclatura no son tan sencillos, pues en idénticas latitudes
incluye territorios que los autores chilenos aceptan unánimemente como patagóni­
cos —<iesde la península de Taitao, al Sur, hasta el estrecho de Magallanes— , en
tanto cuestionan los que se extienden al Norte de dicho accidente, que sin embar­
go no son separables de la masa global de la Patagonia desde los puntos de vista
geográfico, geológico e histórico. El límite Norte del lado occidental de la cordille­
ra resulta de todos modos impreciso, ubicado por algunos en el área lacustre al
Sur del río Toltén. En contra del concepto vigente a mediados del siglo pasado, la
Araucania propiamente dicha — que se extiende al Norte de este río— queda así
excluida de la Patagonia, siendo así que, en latitudes equivalentes del lado oriental
de la cordillera —toda la provincia argentina del Neuquén, que se prolonga aun
más al Norte— es incluida en ella tanto por argentinos como por chilenos.
Un resumen de la nomenclatura se expresa en el esquema de la página si­
guiente.

EL ESCENARIO

La Patagonia oriental, o propiamente dicha, se caracteriza morfológicamente


por las mesetas («la Meseta») que descienden escalonadamente hacia el Atlánti­
co, en contraste con la Occidental, en la que los Andes prácticamente se sumer­
gen en el Pacífico. En aquélla dominan los vientos, casi constantes, del cuadrante
oeste, y el clima es semi-desértico. En la Occidental, mucho menos ventosa, do­
mina en cambio el bosque higromórfico.
El escenario se completa con una porción de la región llana denominada
«Pampasia» por los geógrafos; es la Pampa en sentido estricto, que puede dividirse
en Pampa oriental o húmeda, y Pampa central (propiamente dicha) y occidental o
seca.
496 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

Patagonia
noroccidental
Patagonia (Neuquén)
oriental = Norpatagonia
Patagonia en Patagonia de los arqueólogos
sentido estricto mesópotámica
o enterrina (entre
los ríos Colorado
. y Negro)

Patagonia en sentido Patagonia septentrional


estrictísimo
Patagonia en
Patagonia o propiamente dicha Patagonia central
sentido lato
en (al Sur del Limay-
sentido Negro) Patagonia meridional
latísimo
En sentido lato,
Patagonia desde el área lacustre
occidental al Sur del Toltén,
hasta el estrecho de
Magallanes

En sentido estricto,
desde la península de
Tierra
Taitao (cabo Tres
del Fuego
Montes) hasta el
estrecho

Las llanuras herbáceas y sin árboles de la zona húmeda derivan a la forma­


ción del monte, dominante en la Pampa central, que se origina en el ángulo nor­
deste de la Patagonia, donde se inicia la formación de la estepa.
Éste es, grosso m o d o , el escenario en el que agonizan los supervivientes de
«los pueblos del extremo austral del continente».

LOS ACTORES.
SÍNTESIS DEL POBLAMIENTO PREHISTÓRICO

Últimamente han aparecido distintos artículos de corte arqueológico e interés in­


terpretativo (Orquera, 1984-1985; 1987; Borrero, 1989; 1989-1990), aunque
para disponer de un panorama más acabado del poblamiento prehistórico del
LOS PUEBLOS DEL EXTREMO AUSTRAL DEL CONTINENTE 497

ámbito es preferible tal vez remitir al lector a la síntesis de Ottonello y Lorandi


(1987: cap. I).
De todos modos, es más que llamativo no encontrar en estos trabajos ningu­
na mención a los indígenas pertenecientes a múltiples culturas, esencialmente líri­
cas, y a sus tradiciones. En efecto, falta totalmente el hombre físico. Y ello, según
sabemos, debido a la doble desconfianza generada en los arqueólogos por la críti­
ca a la etnografía tradicional desarrollada por la escuela «microgenetista» y, al
propio tiempo, a la debilidad de los nuevos modelos que ésta ha producido para
reemplazar a los viejos.
Pero como es impensable — por lo menos a los ojos de un etnólogo— escri­
bir una historia de la cultura, es decir, de hombres dotados de conocimiento, sin
aludir al H o m o sapiens..., voy a comenzar por espantar los fantasmas y plantear
el esquema poblacional de la Pampa y la Patagonia sobre una base biológica.

A spectos biológ icos

Es conocido el antiguo esquema etnográfico puesto a punto para América en su


conjunto por Von Eickstedt (1934) e Imbelloni (1937; 1938), y para la Pampa-
Patagonia por Bórmida (1953-1954). En dicho ámbito — no se olvide la imagen
de América del Sur como un embudo cuyo fondo es la Patagonia— y en tiempos
anteriores a la aparición en América del braquicefalismo, se habrían sedimenta­
do tres o cuatro biotipos (mejor, morfotipos) de procedencia presuntamente ex-
tramericano (asiática). Es decir, se trataría de biotipos plasmados genéticamente
a través de una larga historia biológica, que tendría en América su capítulo final.
Adviértase que he eludido expresamente referirme a América del Sur, ya que
al menos uno de esos morfotipos (y lo lógico es pensar que todos) es fácilmente
reconocible en los cráneos de antiguos pobladores norteamericanos. Se trata del
tipo «pámpido» del que hablan los autores y de los esqueletos de la colonia Pe­
ñón de los Baños y Santa María de Astahuacán (8000 a.n.e.), que se exhiben en
el Museo Nacional de Antropología y en el de Chimalhuacán en México (Pom­
pa, 1987).
Mi falta de temor a actualizar el esquema tradicional en el presente trabajo
surge de la posición, calificable de «antirrevisionista», de Neves y Pucciarelli
(1989; 1991), bioantropólogos nada sospechosos de morfologistas que, no obs­
tante, acaban de reivindicar al morfotipo «láguido», de acuerdo con la termino­
logía de diversos autores. Este morfotipo y el «pámpido» son los más opuestos
en sus rasgos morfológicos continuos de cráneo, amén de la fortaleza y el tama­
ño del modelo craneano pámpido. A diferencia de éste, el láguido no se habría
encontrado en América del Norte.
Los restantes tipos arcaicos (dolicocéfalos) aceptados para América del Sur
son el fuéguido y el huárpido — éste con menos consenso— , que, como los ante­
riores, están presentes en el ámbito patagónico en sentido lato. Es sabido que al
tipo fuéguido corresponderían los representantes del sustrato antiguo de la pe­
nínsula de California.
Los portadores de estos morfotipos («razas») en la Patagonia llegaron todos
en tiempos prehistóricos, aunque con características y profundidad de penetración
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LOS PUEBLOS DEL EXT REM O A U S T R A L DEL C O N T I N E N T E 499

1 Pehuenches boreales
2 Pehuenches australes
3 Puelches intermedio
4 Puelches australes
5 Querandíes
6 Guaraníes
7 Puelches borales
8 Tehuelches septentrionales boreales
9 Tehuelches septentrionales australes
10 Tehuelches meridionales boreales
11 Tehuelches meridionales australes
12 Onas
13 Haush
14 Yámanas
15 Alacalufes
15’ Guaicurúes
16 Chonos
17 Cuneos
18 Huilliches

O N V 3j O
500 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

geográfica variables. El fuéguido circundó toda la Patagonia y el borde oriental de


la Pampa húmeda y, biológicamente bien adaptado al frío, la inmersión en aguas
heladas y la navegación, ocupó los archipiélagos, presuntamente hasta el cabo de
Hornos y la isla de los Estados. (Hasta el presente no se ha detectado ocupación
humana prehispánica ni en las Malvinas ni en otras islas más australes'.)
A pesar de la asombrosa amplitud de esta dispersión, los fuéguidos —imagi­
nemos diferentes oleadas, en momentos diferentes y de sentido geográfico tal vez
también diferente— fueron pobladores esencialmente litorales e incluso de las is­
las y sólo penetraron en el interior en determinados casos. En el Norte, sin em­
bargo, su presencia fue masiva en la zona continental que se extiende al Sur del
río Toltén, en Chile, donde formaron el sustrato biológico de los ya históricos
huilliches (occidentales) y cuncos.
Cruzando la cordillera dieron origen, tal vez en tiempos prehistóricos muy
tardíos, a los ya históricos «puelches del Nahuel Huapi» (puelches australes, se­
gún mi denominación) de la margen occidental de ese gran lago andino-sudandi-
no y masas de agua contiguas y vecinas. Y quizá también, aunque esto aún no
está probado, a los pehuenches australes canoeros del lago Huechulafquén, algo
más al Norte de los anteriores, en la Patagonia noroccidental.
Según Marcelo Bórmida (1953-1954), su presencia habría sido muy notable
en la Patagonia (oriental) meridional, en la que su profundo mestizaje con el
morfotipo pámpido del interior habría dado origen a un nuevo tipo estable, me-
tamórfico por tanto^, que en época histórica correspondió al de los tehuelches
meridionales (patagones) y los onas. Nuevas aportaciones de los fuéguidos, en el
ángulo sudoeste de la Patagonia oriental y en el sudeste de la isla Grande de la
Tierra del Fuego, a través del contacto secular con alacalufes australes y yáma-
nas orientales, habrían dado origen a grupos híbridos históricos, menos estables,
conocidos como haus, los segundos, y huemueles y otras denominaciones, los
primeros, hasta los guaicaros o guaicurúes de finales del siglo pasado.
La historia pampeano-patagónica de los láguidos es menos impresionante,
aunque no por ello menos aleccionadora. En los tiempos prehistóricos^ se los en­
cuentra tanto en el litoral de la Pampa húmeda como en el de la Norpatagonia,
en ambos casos con ramificaciones de mayor o menor importancia en el interior
del continente, a lo largo de los cursos y masas de agua asociadas, pequeñas y
grandes. Ejemplos son el río Salado, en el Norte de la Pampa húmeda'*, y el Ne­
gro^, en el que han sido comprobados por el que esto escribe en la isla de Choele

1. Un supuesto hallazgo de puntas de proyectil en las islas Shetland del Sur ha resultado falso
(Stehberg y N ilo, 1983; Stehberg, 1983).
2. «M etam órfico» es algo diferente a «mestizo», en el sentido de que los ingredientes origina­
les se han fundido en un nuevo modelo estable.
3. Para el litoral bonaerense, véase Casamiquela, 1980; Vignati, 1 9 6 0 , láms. X X , X X m . Para
el interior, «zona de Tres A rroyos», Politis, 1984.
4. Individuos láguidos, en un contexto arqueológico tardío, aparecieron, por ejemplo, en el án­
gulo noroeste de la provincia de Buenos Aires, en segura relación con el río Salado (Vignati, 1932).
5. No es improbable que pertenezcan a lagoides los restos óseos, de bastante antigüedad rela­
tiva, exhumados en el curso medio del río Colorado por Gradin (1984).
LOS P U E B L O S DEL EXTREM O AUSTRAL DEL C O N TIN EN TE 501

Choel, en su curso medio, y es probable que hayan subido al menos hasta el río
Limay inferior*.
En los yacimientos litorales de la Patagonia septentrional aparecen mezcla­
dos genéticamente con los grupos fuéguidos, con los que compartieron clara­
mente un mismo hábitat y unas mismas costumbres acuáticas. Si en la Pampa
húmeda no hay datos de la supervivencia de estos pueblos en tiempos de la pre­
sencia hispánica, sí parecería haberlos en la Norpatagonia.
Algo semejante en cuanto a hábitos podría haber ocurrido con los grupos
huárpidos, que en tiempos históricos han sido identificados en el morfotipo de
los urus del lago Titicaca, en Bolivia, y de los huarpes laguneros de Huanacache
y de las lagunas de Rosario, Mendoza (región de Cuyo, Centro-Oeste de la Ar­
gentina). Personalmente, he visto cráneos'^ de este modelo exhumados de las ori­
llas de la cuenca de la laguna de Tagua-Tagua (120 km al Sur de Santiago, en
Chile central) de una edad de aproximadamente 9 000 años (Kaltwasser et al.,
1980; 1984) y en la Patagonia noroccidental. A ellos corresponden también de­
terminados cráneos exhumados por Fernández (1992) en la zona subandina cen­
tral de la provincia del Neuquén (observación personal de los materiales deposi­
tados en el Museo del Neuquén), y con gran probabilidad los pehuenches
primitivos, o pehuenches boreales de los tiempos inicio-históricos (Casamique-
la), aunque en ambos casos la relación con las cuencas hídricas ha dejado de ser
evidente.
En cuanto a los pámpidos, ya estaban presentes en el fondo del embudo de la
Patagonia, hacia el estrecho de Magallanes, en el décimo milenio a.n.e. (Muniza-
ga, 1976). Es muy probable que estos individuos ya estuvieran mezclados con fué­
guidos. También aparecen en la Pampa húmeda, en el litoral atlántico, aunque no
hay fechas fiables (Casamiquela, 1980). Es imposible establecer una conexión en­
tre esta capa antigua de poblamiento y los elementos pámpidos encontrados por
los españoles en el siglo xvi (querandíes, mbeguás). Más bien, da la impresión de
que éstos — sin duda genética y culturalmente emparentados con otros pueblos
históricos vecinos, como abipones, tobas, de más al Norte, y charrúas, en el Uru­
guay— corresponden a una oleada tardía de poblamiento (¿un reflujo desde la Pa­
tagonia?).
En la Patagonia noroccidental, en el Sur de la provincia argentina del Neu­
quén, fue exhumado el esqueleto completo de un individuo pámpido relativa­
mente antiguo (Fernández, 1983). Pero no hay información suficiente como para
conectarlo con los individuos pámpidos excavados por Fernández (ibid.) en la
cueva de Haichol, en compañía de huárpidos (y ándidos), ni con los individuos
exhumados de un cementerio, fechable en tiempos inmediatamente prehistóri­
cos, ubicado en el curso inferior del río Neuquén (Museo de Sitio, Añelo, Neu­
quén). En cambio, es seguro que representan a los puelches intermedios históri-

6. Así lo atestiguarían restos óseos exhumados en excavaciones (Pastore, 1974; Vaya, 1981).
7. Agradezco la cortesía de los antropólogos Juan Munizaga y Eugenio Aspillaga, de la Uni­
versidad de Chile (cf. Kaltwassser et al., 1980).
502 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

eos del mismo ámbito. Y éstos, a su vez, representan un eslabón norpatagónico®


del continuum que Escalada llamara «Complejo tehuelche», y que incluye a los
tehuelches {pars. patagonés) y onas de la Patagonia en sentido latísimo.

A spectos culturales

Según este mosaico racial, en los tiempos prehispánicos la Patagonia (en cual­
quiera de ios sentidos, aun el estrictísimo) se comportó como un mosaico cultu­
ral complejo y lejos de una comprensión clara y, sobre todo, de consenso para
los arqueólogos. La zona estaba habitada por cazadores, recolectores y pescado­
res, con predominio variable de cada uno de estos rasgos, según las etnias. No
hubo sedentarismo ni cultivo propiamente dichos hasta avanzados los tiempos
históricos. Ambos, sedentarismo y cultivo, fueron aceptados tímidamente por
los grupos norpatagónicos y pampeanos en época histórica avanzada, y ello tan­
to por la influencia hispano-criolla como por la cultura de los araucanos (de
Chile continental centro-austral), que les proporcionaron además el tejido y la
platería, amén de innumerables elementos clave de carácter espiritual.
En cambio la cerámica es prearaucana, pues se remonta a los primeros siglos
de nuestra era, según datos de la Patagonia central (Gradin y Aschero, 1979). Es
probable que las escasas referencias a la posesión de cerámica por los tehuelches
en la Patagonia meridional en los tiempos históricos iniciales, remitan a una al­
farería tosca, que podría ser denominada «del interior», para diferenciarla de la
del litoral de la Pampa húmeda y de la Norpatagonia, que también parece haber
llegado hasta la época histórica inicial.
La coincidencia en la dispersión de esta cerámica incisa y por lo general de
tonos oscuros (Moldes, 1977), de mejor confección que la del interior, con la de
las poblaciones láguidas (lagoides) lleva a pensar en una relación de causa y
efecto — lo que querría decir que estos grupos habrían sido sus beneficiarios y
no necesariamente sus introductores en el medio— . En cambio, cabe adjudicar­
les otros rasgos, como la presencia (arqueológica) del tem betá y de la doble se­
pultura, que entre los tehuelches septentrionales orientales se mantuvo por lo
menos hasta finales del siglo xvm, con pintado y preparación parcial de los hue­
sos, y más atenuada hasta finales del siglo x ix .
Hacia el momento de la Conquista, estos tehuelches septentrionales, cazado­
res especializados de guanacos y avestruces, empleaban utillajes especialmente lí­
ricos y técnicas procedentes de tradiciones culturales diferentes.

Sustratos y evolu ción prehistórica

Sin que haya habido una relación aparente o necesaria entre los casos, es muy
interesante señalar que, en lo que respecta a la Norpatagonia y al ámbito pam-

8. El subsiguiente hacia el Norte, en estas regiones antecordilleranas, estaría dado por los
«puelches de Cuyo» o «puelches algarroberos» hispánicos, correspondientes al Sur de la provincia
de M endoza.
LOS PUEBLOS DEL E X T R E M O A U S T R A L DEL C O N T I N E N T E 503

peano contiguo, los grandes ríos fueron vehículo, desde tiempos muy anteriores,
de las relaciones entre los grupos de cazadores-recolectores del Sur de la ac­
tual provincia del Neuquén (Patagonia noroccidental) y los de la Pampa central
(seca) y oriental (húmeda).
Esto es lo que se desprende de las afinidades entre los utillajes líricos exhuma­
dos tanto en las cuevas Traful I y Cuyin Manzano, en el Sur de la provincia del
Neuquén (fechables en el quinto milenio a.n.e.), como en el curso medio del río
Colorado (en «niveles intermedios» de antigüedad semejante; Gradin y Aguerre,
1984). Estos autores inscriben toda la secuencia de ese sitio en la «tradición Nor-
patagoniense»*, que otros especialistas (Orquera, 1987: 54) conectan con la indus­
tria «pampeano-atuelense» austral (1971; 1972; 1975) y la tradición propia del
área interserrana bonaerense (Pampa húmeda)^®. Ésta se caracteriza, según Orque­
ra, por las industrias líticas de piezas medianas a grandes, el predominio del reto­
que marginal (sobre cuarcita), abundancia de raederas y escasez — ¿ausencia?— de
puntas de proyectil. Últimamente, varias industrias de este carácter han sido ubi­
cadas en el área interserrana bonaerense, entre 4060 y 1680 años a.n.e. (sirios:
Fortín Necochea, Arroyo Seco 2, Zanjón Seco; Criveili et al., 1985; Politis, 1984).
Este conjunto de industrias de la Norpatagonia y la Pampa central y oriental
ha sido interpretado, a partir de Menghin (1952), como producto de una tradi­
ción «protolítica» o del Paleolítico Inferior en términos técnicos y no cronológi­
cos, tardíamente (para)-neolitizada. Hoy, al menos un especialista (Orquera,
1987) prefiere aceptar directamente «una expansión temprana de grupos caza­
dores-recolectores desde las tierras altas del Noroeste argentino».
De un modo u otro, los autores coinciden en su menor especialización para
la «caza mayor» en comparación con las tradiciones radicadas y desarrolladas
en la Patagonia oriental en sentido estrictísimo, es decir, al Sur de la línea de los
grandes ríos Limay-Negro. Y cabe advertir que acepto un cambio correlativo en
el papel de estos grandes cursos, que de vías de circulación étnica, vehiculizado-
res de pueblos, pasarían así a actuar como verdaderos filtros. Las barreras étni­
cas propiamente dichas no existen; tampoco lo fue la cordillera de los Andes.
Es difícil entender cuál era el verdadero carácter de estas «vías»: si el de me­
ras cadenas de torrentes en zonas desérticas y presas grandes y pequeñas que
proporcionaban ciertos recursos seguros de caza, recolección, animal y vegetal, y
pesca; o si el de verdaderas rutas fluviales e incluso náuticas. Piénsese si no e a las
balsas de totora de los pobladores de las lagunas de Huanacache y el Rosario” ,
en el Sur de Mendoza, o del lago Titicaca, en Bolivia.

9. La industria patagoniense fue estudiada por Menghin (1952). Un resumen, en Bórmida


(19 6 4 ; 93).
10. Aunque hoy se ha abandonado ya la idea original de Menghin y Bórmida (1950) acerca de
la existencia de una antigua «industria madre» denominada «Tandiliense», caracterizada como de
un Protolítico (o Paleolítico Inferior) Tardío, se mantiene la individualidad de una industria «Blanca-
grandense» — para uno de esos autores derivada de la otra (Bórmida, 1960; 1 961)— , individualiza-
ble por lo menos a partir del quinto milenio de nuestra era en el área y con larga vida, ya que sus
prolongaciones llegarían hasta los tiempos hispánicos.
11. Cabe aclarar que hasta el presente no hay datos fehacientes de navegación en la costa
atlántica. Sí, en cambio, indicios indirectos por explorar.
504 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

F a m ilia a ra u c a n a fre n te a su c a sa (« ru c a » ) de m ad era y p a ja . A préciense la s ro p a s tejid as


y la s jo y a s de p la ta . A ra u ca n ía , co m ien z o s de sig lo .
F u en te: R o d o lfo M . C asa m iq u ela .

Lo cierto es que, al no reunir condiciones hídricas suficientes (caudal, anchu­


ra, velocidad) para que estos grandes ríos se convirtieran en filtros, lo que se
transformó fue la cultura. Recuérdese que los tehuelches históricos podrían ser
definidos como continentales propiamente terrestres, que tenían verdadero ho­
rror al agua, y que tales cursos no eran fáciles de cruzar para las «tribus», inclu­
so en tiempos avanzados de la posesión del caballo europeo.
En tal sentido, el sistema Limay-Negro/Colorado, con su área desértica in­
termedia («travesía»), debió de desempeñar el papel de lo que denomino un «fil­
tro compuesto». Otro filtro estaría constituido por el sistema Chubut/Senguerr-
Chico, con el área desértica litoral-atlántica'^. Aunque a primera vista no hay
evidencias arqueológicas-industriales significativas de ese papel de condicionante
étnico, no ha de olvidarse que, desde un enfoque cultural (etnográfico), en tiem­
pos históricos al Sur y al Norte del sistema se movían los tehuelches septentrio­
nales y meridionales, dos grandes etnias poseedoras de lenguas muy diferentes,
aunque básicamente emparentadas'^, claro indicio de la existencia de una pro-

12. Compatible, sin embargo, con algunos cortos valles transversales (por ejemplo, el que de­
semboca en la bahía de Camarones), con agua suficiente, que permitían tma conexión relativamente
cómoda de la meseta con el mar.
13. Durante el siglo pasado se extinguió la lengua, denominada tewsen, empleada por los gru­
pos que se extendían entre los ríos Chubut y Santa Cruz. Por lo que de ella sabemos, se trataría de
LOS P U E B L O S DEL EXTREM O A U S T R A L DEL C O N T I N E N T E 505

funda separación en términos temporales. Tampoco ha de olvidarse que, desde


un enfoque biológico, y como afirmara Bórmida, es en el Sur del sistema donde
el tipo pimpido propio de la Patagonia septentrional habría de transformarse en
el característico de ios tehuelches meridionales y onas, con una presunta aporta­
ción de genes fuéguidos.
Avanzando hacia el Sur, el río Deseado, que funcionaría aparentemente co­
mo filtro potencial hasta los tiempos inicio-holocenos, sólo lo habría podido ser
efectivamente con relación al momento más antiguo (décimo milenio a.n.e.) del
poblamiento humano austral.
Diferente es el caso del río Santa Cruz, temible por su caudal y su corriente,
que llegó a condicionar la gestación de una tercera lengua^"*, de idéntico grado
de diferenciación con respecto a la anterior, y que, consiguientemente, revela la
gran profundidad temporal en el aislamiento étnico relativo.
El estrecho de Magallanes, para el caso un curso más, aunque tremendo, con­
dicionó una diferenciación lingüística curiosamente muchísimo menor que las an­
teriores, lo que traduce contactos temporalmente cercanos entre tehuelches meri­
dionales y onas, presuntamente hasta tiempos históricos iniciales^^.
La única explicación para esta realidad es que los onas históricos constituye­
ran una neo-etnia, no necesariamente relacionada con los primitivos pobladores
del interior de la isla Grande de Tierra del Fuego, cuya presencia en ella se re­
monta al noveno milenio a.n.e. (Massone, 1983).

L o s cazadores continentales terrestres

A la llegada de los españoles parece haber existido una fisonomía cultural grosso
m o d o común a estos pueblos a lo largo de la Patagonia oriental e incluso de la
Pampa**. Y la evidencia arqueológica de los siglos anteriores a ella se muestra
coherente, al menos en lo que a la Patagonia oriental en sentido estrictísimo res­
pecta'^.
La historia se presenta como la de una suerte de apod eram ien to creciente de
una cultura inicial, algo así como las ondas concéntricas generadas por el impac-

un eslabón entre las empleadas, respectivamente, por los tehuelches septentrionales y meridionales
en el presente siglo.
14. Esta «tercera lengua» es la de los tehuelches meridionales australes (según mi opinión), es
decir, los grupos al Sur del río Santa Cruz. A favor de la posesión del caballo, a fines del siglo xvin,
éstos la impusieron a los tehuelches meridionales boreales, al Norte de ese río. (Éstos usaban la ex­
tinta lengua tewsen-, véase nota anterior.)
15. La voz koliot, con la que los onas designaban a los blancos, deriva claramente de qaddü,
kaddai, del tehuelche meridional (austral) y el tehuelche septentrional, respectivamente. Esta última
lengua la tomó, en el Río de la Plata, del guaraní karat, equivalente a «señor, noble».
16. Aludo, entre otros, a los querandíes del Río de la Plata, los indígenas serranos bonaeren­
ses vistos por Garay en 1580; a los abipones de Santa Fe y a los charrúas de «la Banda Oriental»
(Uruguay).
17. Industrias líticas de fisonomía patagoniense del Uruguay, ciertos artefactos de esa presun­
ta filiaciación en el área querandí, bolas de boleadora recentísimas que se encuentran por doquier en
la isla Grande de Tierra del Fuego, para las que sin embargo no hay datos en las crónicas referidas a
los onas.
506 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

to de una piedra en el agua, hasta la gestación de una pancuitura común, carac­


terizada por diferencias regionales marcadas, producto de tradiciones diferentes.
— Hacia finales del Pleistoceno existía en el ámbito pampeano-patagónico un
horizonte de cazadores d e grandes presas. Sus manifestaciones en la Patagonia
meridional son las industrias exhumadas de las cuevas Fell y Los Toldos, hacia el
estrecho de Magallanes, y las del área al Sur del Deseado, es decir, al Sur y al
Norte del río Santa Cruz. Consiguientemente, habría que pensar en una difusión
original general y en una suerte de evolución paralela, a partir de ese momento.
Aimque los especialistas tienden a señalar las mayores conexiones entre las indus­
trias de esos sitios, correspondientes a los milenios séptimo al quinto a.n.e., ca­
racterizadas por puntas de proyectil triangulares pedunculadas, es en el noveno
milenio a.n.e. donde se constató en la cueva Fell la presencia de puntas con pe­
dúnculo pero sin aletas, de las denominadas «cola de pescado». Cabe recordar
que éstas están presentes además en Chile central (Tagua-Tagua) en la misma
época'®, en Uruguay, en Mendoza y Buenos Aires, aunque sin fechas seguras.
De una manera u otra, de ese sustrato cultural (industrial, para el caso) anti­
guo se derivarían dos tradiciones o, mejor, dos historias industriales diferentes,
en un aislamiento relativo acentuado a partir del quinto milenio a.n.e. De ellas,
la más conservadora es la austral, situada entre el Santa Cruz y el estrecho, que,
aunque incorporó bolas de boleadora y otros elementos, da idea «de gran estabi­
lidad cultural, vinculada presumiblemente a ausencia de presiones» (Orquera,
1987: 31). Esta tradición habría desembocado directamente en la industria crea­
da, en esas latitudes, por los tehuelches históricos (Massone, 1979).
Al Norte del Santa Cruz, en cambio, la tradición «tóldense» parecería ago­
tarse en el área hacia los siglos que preceden a nuestra era, y no sería así la cepa
— al menos directamente— de las industrias «patagonienses», propias de los an­
tepasados de los patagones o tehuelches históricos.
— Una tradición industrial de significación semejante a la tóldense fue la de­
nominada «casapedrense», que tuvo que haberse originado en la Patagonia ha­
cia el séptimo milenio a.n.e., ya que, si bien aparece como «típica» al Sur del río
Deseado hacia el final del sexto milenio a.n.e. (Menghin, 1952; Cardich, 1978),
puede haber sido anterior en la Patagonia septentrional (Carminati y Gonzá­
lez, 1983). Si bien pudo nacer de la misma cepa-madre — en verdad, descono­
cida'^— que la anterior, lo cierto es que transitó por una línea totalmente dife­
rente: para comenzar, a pesar de haberse explorado varios sitios, no hay puntas
de ninguna clase, en consonancia con su característica unifacialidad; enseguida,
en oposición de nuevo a la tradición tóldense, dominan las hojas, en muchos ca­
sos provistas de muescas (hasta estrangulaciones).
Es en esta tradición donde los especialistas (Orquera, 1987: 37, fig. 14) buscan
el origen del acervo «patagoniense» de la Patagonia septentrional y central, con lo

18. La industria del nivel antiguo de Tagua-Tagua (décimo milenio a.n.e.) recuerda mucho a
la Tóldense de Santa Cruz aludida en otras partes del texto (Aschero, comunicación personal).
19. Una industria algo anterior a la Tóldense, exhumada por Cardich (Cardich y Flegenhei-
m er, 1 9 7 9 ), más generalizada que ésta, podría representar una muestra de dicha presunta «cepa».
LOS PUEBLOS DEL EXTREM O A U STR A L DEL C O N T IN E N T E 507

que cabe recordar la imagen anterior de las ondas expansivas, ya que hacia los
tiempos inmediatamente anteriores al contacto con los españoles se daban indus­
trias comparables en sentido estrictísimo en toda la Patagonia. Aschero (1983b: 95)
ha explicado las cosas así: «[...] el Complejo Patagoniense no representa una única
cultura sino un conjunto de rasgos compartidos por varias culturas regionales — in­
dicando su interacción— , que pueden presentar variaciones significativas entre sí».

Tierra d el Fuego

Como ya hemos dicho, el rótulo de «Complejo patagoniense» elegido por As­


chero para lo arqueológico no es equivalente al del «Complejo tehuelche» para
lo etnológico (posthispánico), pues, de acuerdo con su creador (Escalada, 1949),
comprende igualmente a los cazadores (onas) continentales de la isla Grande de
Tierra del Fuego. Sin embargo, desde el punto de vista industrial, en los pocos si­
tios excavados (Borrero, 1984), para los tiempos considerados, las diferencias
industriales (puntas pedunculadas con tendencia a la microlitización) no parecen
significativas con relación a las de la Patagonia continental.
Asunto muy diferente es la Prehistoria del litoral austral de la isla Grande y
del estrecho de Magallanes en su porción occidental y áreas adyacentes hasta el
Pacífico, en los que los diferentes sitios excavados «muestran un movimiento ini­
cial caracterizado por intenso consumo de lobos marinos, con neto predominio
sobre el de guanacos, aves y peces, y un segundo momento en el que a estos re­
cursos se añadieron mejillones y otros mariscos» (Orquera, 1987: 58). Este mis­
mo especialista lo resume así: «Hay ahora datos sólidos y abundantes para afir­
mar la continuidad de una decidida adaptación al litoral marítimo en el extremo
sur americano desde por lo menos la segunda mitad del quinto milenio a.n.e.
hasta el siglo pasado». Los utillajes rescatados, con un alto porcentaje de utensi­
lios de hueso — entre los cuales hay agudos arpones de diferentes tipos— , pare­
cen relacionar los sitios continentales con los del canal de Beagle (costa sur de la
isla Grande de Tierra del Fuego), con lo que en principio podría pensarse en una
expansión simple desde el interior del continente (Patagonia oriental); pero hay
que tener mucho cuidado, porque con toda probabilidad para esa época ambas
masas estaban ya separadas por el estrecho de Magallanes, infranqueable para
los pueblos continentales propiamente dichos.
Por lo tanto, se ve uno obligado a poner los ojos en los pueblos que utiliza­
ban canoas y, al mismo tiempo, a ampliar el enfoque y tomar en consideración,
de modo natural, el inexplorado mundo de los archipiélagos occidentales (del
Chile actual). Por lo pronto, una conexión clara estaría dada por la relación
existente entre las enormes puntas líticas integrantes del «Componente Antiguo»
en el sitio de Lancha Packewaia (sobre el Beagle) en el segimdo milenio a.n.e., y
otras de Chiloé, lamentablemente sin contexto arqueológico conocido (Vázquez
de Acuña, 1963: láms. II-VII).
En resumen, en toda la Patagonia, en sentido latísimo, los tiempos prehistó­
ricos (4 o 5 siglos) irunediatamente anteriores al arribo de los europeos vieron
prefigurarse las etnias propiamente históricas. A continuación se consigna una
nómina con sentido puramente geográfico-nomenclatorio, agregando a ésta, de
508 R O D O LFO M. C A SA M IQ U ELA

Norte a Sur, los pueblos del ámbito occidental pacífico) que trascienden al pata­
gónico, es decir, los ubicados entre el límite austral de la Araucania y la penínsu­
la de Taitao, que marca el inicio boreal de la Patagonia occidental en sentido es­
tricto, según los autores chilenos.

LOS TIEM PO S H ISTÓRICOS

A diferencia de otros ámbitos de América, especialmente los de alta cultura, en


los que la continuidad cultural se vio gravemente comprometida y hasta destrui­
da por el impacto de la Conquista europea, el aquí estudiado se caracteriza por
su gran estabilidad. Los habitantes de los archipiélagos australes tardaron, lite­
ralmente, siglos en incorporar elementos de la cultura europea, y hubo pueblos
(como los selknam u onas del interior de la isla Grande de Tierra del Fuego) que
no tuvieron directamente contacto con los blancos hasta finales del siglo pasado
(ni siquiera llegaron a conocer el caballo...).
De esta manera, es a todas luces legítimo echar mano de la información de ca­
rácter etnográfico, en especial de la referida a los primeros tiempos de la Conquis­
ta, aunque con extrapolaciones temporales que pueden llegar al presente siglo en
casos de extremo conservadurismo (como el de los «canoeros» australes o los pro­
pios onas, fundamentalmente conocidos a través de los estudios de Gusinde).

P ueblos con centro d e gravedad a l O este de los Andes

Más allá de la tesis de Menghin (1977), que los remite a un origen común en el
Paleolítico, o de Canals Frau (1953: 399 ss.), que los considerara de extracción
mesolítica, y más allá incluso de la posibilidad de un origen diacrónico, de am­
plia gama temporal, los distintos pueblos históricos a los que he pasado revista
disponen de un par de rasgos que los identifica y singulariza como un conti-
nuum-, su carácter de pueblos anfibios, en lo cultural, y, en lo somático, su baja
estatura (promedio de 1.56 y 1.46 m para los varones y las mujeres, respectiva­
mente) y la morfología craneal — de «techo a dos aguas»— , dolicoide (aproxi­
madamente 77) y bajo (83), amén de sus piernas cortas y poco desarrolladas.
En cuanto al primer rasgo, Fernández (1978), refiriéndose a los chonos, ha se­
ñalado agudamente que la operación de desarmar y rearmar sus piraguas (canoas
de tablas) para cruzar un sector de tierra firme no estaba en verdad destinada a
ganar ésta..., sino a volver a ganar el agua. Yo agregaría que la inversa también
era válida, en la medida en que estos grandes navegantes — hablo colectivamente
ahora— poblaron todas las tierras australes al alcance de su vista, hasta el cabo
de Hornos y ¡la isla de los Estados! (Chapman, 1987). Es decir, que no habría
«nómadas del mar» (Emperaire, 1963, para los alacalufes), sino navegantes en
función de la próxima etapa terrestre... y «acampantes» terrestres en función de la
próxima etapa marina.
Lo dicho tiene algunas salvedades: que por poblar ha de entenderse el asen­
tamiento nómada, temporal; que el poblamiento de las tierras oceánicas (insular
y continental) era esencialmente litoral; que, no obstante, estos pueblos podían
LOS PUEBLOS DEL EXTREMO AUSTRAL DEL CONTINENTE 509

abandonar las cuencas marinas para adentrarse profundamente en el continente


por los ríos — y en ese sentido el estrecho de Magallanes no fue sino una vía de
agua más, salada para el caso— , con lo que la denominación de «acuáticos»
deja de ser equivalente a marinos. Consiguientemente, habría que enmendar una
vez más la fórmula «nómadas del mar»: se trataría, en último término, de pue­
blos nómadas del agua. Ése es, el de la hidrofilia, el rasgo que, en el fondo, los
separa profundamente de los pueblos continentales (terrestres, mejor). Aquéllos,
ambivalentes, propiamente «anfibios»; éstos, no.
En cuanto al segundo rasgo, el somático, es lícito asociar al tipo racial cier­
tas características anatómicas — posesión de un panículo adiposo subcutáneo,
por ejemplo— y fisiológicas — metabolismo basal más alto que en blancos equi­
valentes— estudiadas en los alacalufes por Hamel (1960) y que Nardi (1977) no
vacila en hacer extensivas a los yámanas. A la superior resistencia al frío y a la
permanencia en el agua helada (Emperaire, 1963: 99) han de sumarse la ausen­
cia de vértigo (ibid.), el gran volumen de aire almacenable en los pulmones, cla-
ye de las inmersiones prolongadas, y el desconocimiento del mareaje en el mar,
todo lo cual los hace selectivamente aptos para la vida en el ambiente ocupado.

C honos. Se extendían desde el Sur de la isla Grande de Chiloé hasta Taitao,


prácticamente vírgenes de aculturación (araucanización). Los caracterizo sinté­
ticamente del siguiente modo: embarcación guiada por un hombre (a diferencia
de los grupos más australes), con canalete o pala (sin datos sobre la presunta
presencia del fuego a bordo) y provista en algunos casos de una vela de cuero
(¿originaria?). Las unidades familiares son de carácter patriarcal. Vestimenta
de pieles de lobo (capa corta); chozas de ramas cubiertas con cortezas o pieles,
cupuliformes. Posesión de perros (con cuyo pelo algunos grupos confeccionaban
vestidos, por influencia araucana). Disponían de lanzas, macanas y puñales,
«hachas, azuelas, escoplos y cuchillos» de sílice y hueso. Pesca de profundidad y
recogida de mariscos por las mujeres, mejores nadadoras que los varones, y caza
de mamíferos marinos y terrestres (huemul, H ippocam elus bisulcus; pudú, Pudu
pudu) y de aves — en buena medida a mano en los acantilados marinos— por los
varones. Cierta conservación de la carne («cecina de ballena») y calentamiento
del agua en recipientes de corteza mediante piedras caldeadas. Poseedores de
una lengua propia, el chono, sin afinidad aparente con las vecinas. Poco más sa­
bemos de su sociedad y de su vida espiritual (Cooper, 1946).
En lo relativo a su estructura social, disponían de unidades familiares, de
base poligínica, más o menos extensas, nómadas, seguramente mandadas por un
patriarca (aspectos no eliminados sino más bien consolidados por la araucaniza­
ción, que trajo el semisedentarismo, la agricultura de tala, roza y bastón, y la in­
cipiente ganadería de la llama). En lo que se refiere a la religión, dejando aparte
su araucanización, sólo poseemos datos de carácter secundario, como la práctica
mágica de la invocación al viento durante la calma chicha y ciertos tabúes vincu­
lados con los alimentos marinos. Aparte, claro, de la cosmovisión que se pueda
inferir de la morfología de la choza, que apunta a un universo de modelo genera­
lizado y arcaico, cupuliforme. Los cadáveres, con cierta preparación y en algu­
nos casos colocados sobre plataformas, eran depositados en cavernas.
510 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

Como en general para todos estos pueblos «anfibios», la densidad demográ­


fica de los propiamente marinos de las sociedades estudiadas es difícil de calcu­
lar. Hay que estimar — fuera de la zona continental araucanizada, de concentra­
ción humana relativamente alta según los cronistas— tal vez aproximadamente
de 1 000 a 2 000 individuos, incluyendo el territorio de la península de Taitao.

A lacalufes. A pesar de que, a diferencia de los terrestres, no existen aparente­


mente para estos pueblos «anfibios» límites de carácter fisiográfico definibles a
priori, es relativamente sencillo establecer que, para el caso de los chonos, su
dispersión austral estaba delimitada por la península de Taitao. Y ello a pesar de
la existencia de algunos topónimos pertenecientes a su lengua al Sur de la penín­
sula, como el propio Guayaneco (Wayanek), nombre de la isla epónima del ar­
chipiélago adyacente. Y es que un poco más allá son reemplazados por otros de
extracción alacaluf, con lo que resulta lógico adjudicar a aquélla el papel de fil­
tro (austral). Por lo dicho relativo a los términos territoriales, es posible imagi­
nar la enorme península, de circumnavegación casi imposible, por lo que había
de atravesarse a pie por el istmo de Ofqui — por un sendero pésimo, célebre por
las penurias que deparaba a los viajeros— , cruzada alternativamente por grupos
de chonos y de alacalufes que verían en ella una suerte de tierra de nadie, anun­
ciadora de la zozobra del mundo ajeno pero al propio tiempo todavía lo sufi­
cientemente familiar como para la búsqueda de refugio en caso de hostilidades.
Aparte del filtro físico aludido, cabe señalar para el caso de los chonos que,
a la vez, dicha latitud marca g rosso m o d o el límite austral de la dispersión del
alerce, materia prima ideal para la construcción de sus piraguas desmontables. A
partir de ella, el mundo alacaluf habría de optar por la madera de ciprés, hasta
la región del estrecho de Magallanes, donde la madera sería sustituida por tiras
de corteza del árbol.
Desde un punto de vista material, externo si se quiere, no aparecieron otras
diferencias ostensibles con los chonos a los ojos ávidos de los primeros cronis­
tas. Ni aparecen a los ojos del etnólogo profesional a lo largo del territorio se­
ñoreado por los alacalufes, a pesar de su desarrollo latitudinal, otras diferencias
de importancia como para justificar cierta actitud revisionista (cf. Hammerly
Dupuy, 1952; Liarás Samitier, 1967), que postula para ese territorio una plura­
lidad étnica. A pesar de la extensión de éste y de su topografía, que dificultaron
decididamente los contactos interétnicos, la visión unitaria de Gusinde (1989:
IV/1, 18) se ha visto apoyada posteriormente de manera decisiva (Menghin,
1952; Emperaire, 1962; Casamiquela, 1973; Clairis, 1987), a pesar de la dife­
renciación lingüística comprobable, que no supera el grado de lo dialectal (Clai­
ris, 198 7 ; Aguilera, 1978; Viegas Barros, ms. 1). Más adelante volveré sobre
este aspecto.
En cuanto a la distinción de grupos — subetnias— dentro del conjunto, los
autores señalan la importancia que tuvo como filtro el estrecho de Nelson, en
los 51° 3 5 ’. En palabras de Gusinde (1989: IV/1, 18): «Los halakwulup sola­
mente pueden cruzar el amplio y abierto Estrecho Nelson exponiéndose a graves
peligros, de modo que aquél se ha convertido en línea divisoria entre los grupos
central y norte de estos canoeros».
LOS PUEBLOS DEL EXTREMO AUSTRAL DEL CONTINENTE 51 I

F a m ilia a la ca lu fe en su ca n o a . Al tim ó n , una m u je r. C an ales o ccid en tales d e la P a ta g o n ia


a p ro x im a d a m e n te en 1 9 0 0 .
Fuente: Rodolfo M. Casamiquela.

A partir de la nomenclatura de Gusinde, propongo el siguiente esquema


para los tres grupos de la subdivisión clásica:

Boreales (qaw eskar, kaw eskar)

Alacalufes - Centrales^®
- halakw ulup
Australes^^ *—

2 0 . Dialectalmente, Aguilera (1978: 127) llama taw oksers al grupo central.


2 1 . Con respecto a este nombre, ha escrito Gusinde (1989: 17): «He sido el primero que tuvo
noticias fidedignas acerca de este nombre, que recogí durante mis viajes. Aproximaciones fonéticas a
esta única forma correcta del nombre de la tribu se encuentran en designaciones formuladas por na­
vegantes antiguos, de entre las cuales la de alacaluf(es) llegó a ser la más usual».
2 2 . Para el presente caso, incluyo entre los alacalufes a los guaicaros o guaicurúes de la penín­
sula de Brunswick y zonas limítrofes, resto de un pueblo metamórfico — ^mestizado con tehuelches—
entrevisto por diferentes viajeros (Morales, 1942).
512 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

Una rápida descripción de su sociedad ha de comenzar por la canoa de ta­


blas — cinco, parece, muy prioritariamente— cosidas y calafateadas, desmonta­
bles, de alerce o ciprés, con transporte de fuego a bordo, sobre una capa de arci­
lla, y conducida por una o varias mujeres. A continuación habría que aludir a la
choza cupuliforme, de sección elíptica y doble puerta, en los diámetros menores
de la elipse, de puntales y ramas cubiertas de pieles o cortezas. Este tipo de cho­
za coexistió con otra de modelo cónico, quizá en áreas (o momentos) determina­
das. Y la vestimenta, consistente en un taparrabos y una capa de pieles (de lobo
marino, nutria, huemul y hasta guanaco) corta, atada al cuello o la cintura, des­
tinada más que a abrigar a proteger momentáneamente del viento y de la lluvia.
Entre los varones se han señalado bonetes (diademas) de pieles de aves, con plu­
mas, y calzado entre las mujeres. El cuerpo estaba embadurnado de grasa y pin­
tura; la decoración tenía carácter esencialmente ritual. Collares en ambos sexos;
una cinta de cuero en la cabeza en los varones. Entre las armas hay que citar el
arco y la flecha, los arpones de distintas clases y destinos (ambos sexos), las re­
des para pinnipedos, mazas, lazos, «rebenques» (para matar animales), azagayas
largas con puntas líticas, hondas, cuchillos Uticos y de concha, hachoides líticos,
así como diversas trampas y nasas. También contaban con cestería y baldes de
corteza, si bien no disponían de anzuelos. El fuego se obtenía, como regla gene­
ral y en todo el ámbito occidental, por frotación de un trozo de sílice contra piri­
ta de hierro. El perro estaba presente.
La alimentación, riquísima en proteínas y grasas, se basaba en la carne, que
se comía apenas cocida, de mamíferos marinos, especialmente de ballena — cap­
turada en ocasiones especiales, o in situ si era encontrada encallada o muerta— ,
delfines y pinnipedos; y animales terrestres, como el huemul y, en el Sur, el gua­
naco, amén de la nutria (Lutra p ro v o ca x , carnívoro) y el coipo (M yocastor coi-
pu s, roedor), de hábitos anfibios. Diferentes aves, como patos quetros, cormora­
nes, pingüinos, etc., incluidos sus pichones y huevos. En fin, variedad de peces y
mariscos. El complemento dietético consistía en una rica gama de frutas y flores,
algas, hongos y tubérculos.
Una rigurosa división de responsabilidades y tabúes, por sexos y edades,
pautaba la vida en la canoa y en el campamento. La caza propiamente dicha
— con arpones, redes, arco y flechas— era exclusiva del varón, aunque éste no
desdeñaba la captura de ciertas presas menores, en la que alternaba con la mu­
jer, como la del huemul y las aves de las roquerías. La mujer, en cambio, era la
encargada de la pesca, la recogida de mariscos — por medio de utensilios espe­
ciales o por inmersión, a veces a gran profundidad— y de la cocina. Comple­
mentariamente, conducía la canoa y se responsabilizaba de su custodia en tierra,
mientras que el varón era el encargado de construirla, de montar la vivienda en
el nuevo campamento, de traer agua y leña, y de repartir las presas de la caza
mayor.
Este reparto colectivo, compatible con la exclusividad familiar de las presas
menores y los productos de la recolección, es reflejo del funcionamiento de la so­
ciedad en su conjunto: un territorio común, ocupado por unidades familiares
aisladas, como pauta, y grupos más o menos densos, según encuentros casuales,
cortos o extensos, a raíz de sucesos especiales: varadura o caza de una ballena.
LOS P U E B L O S DEL EXTREM O A U STR A L DEL C O N T IN E N T E 5|3

ceremonias y reuniones sociales colectivas, ampliadas. Consiguientemente, no


había jefes comunitarios propiamente dichos, aunque la jerarquía basada en la
edad se respetaba en la familia, en las reuniones y en casos de luchas interfami­
liares —venganza por tm asesinato, por ejemplo.
Las aludidas reuniones eran de dos clases: ceremonias masculinas, con ini­
ciación de jóvenes y reclusión en una gran choza elipsoidal cupuliforme, y de
festejo de acontecimientos particulares. Aquéllas, secretas y vedadas a las muje­
res, eran presuntamente fórmulas modificadas de modelos onas o yámanas. Du­
rante su desarrollo se realizaban danzas mixtas, sin instrumentos musicales. Los
alacalufes poseyeron, además, un rico cancionero, en su mayoría de canciones
sobre animales (ballena, huemul, zorro, coipo, nutria, carancho — ave carroñe-
ra— ), pero también sobre el fuego y el tabaco (Emperaire, 1963: 219 ss.; Grebe,
1974; Stratigopoulou, 1980-1981).
El hechicero, varón, erigido sin la existencia de verdaderas escuelas, tenía
poderes sobre los animales y ios hombres. En este último caso, mediante la cura
chamánica y la brujería.
Por algunas referencias (Gusinde^^) es posible deducir que la enfermedad
mortal era enviada, como castigo, por el Alto Dios, figura real al margen de las
dudas generadas por las exageraciones del etnólogo jesuíta, enrolado en la es­
cuela histórico-cultural. Un espíritu maligno dominante, autor de la mayoría de
las dificultades, era aparentemente compatible con otros de distinta índole (Em­
peraire, 1963). Completan el cuadro numerosos tabúes, concernientes en espe­
cial a los alimentos de origen marino, al fuego, a los perros; a las armazones de
las chozas abandonadas, y otros. Las transgresiones podían provocar tempesta­
des y vientos terribles.
La muerte iba acompañada por la quema de todos los efectos personales y
por manifestaciones de duelo, rigurosamente cumplidas. Gusinde — que habla
del destino celeste del espíritu del muerto— ha consignado tres formas de sepul­
tura del cadáver: extendido, envuelto en cueros, bajo algunas piedras a pocos
pasos del agua; en el bosque, sobre el suelo, cubierto de ramas, cueros y piedras;
flexionado, en una suerte de choza a d hoc^*. Hay que agregar, si la muerte se
producía en alta mar, el simple destino de las aguas.
Para terminar con este pueblo, dos palabras acerca de su potencial demogra­
fía. Con Gusinde, es posible aceptar, en su conjunto, cifras semejantes aunque
muy probablemente algo mayores, que las sugeridas para los chonos: no menos
de 2 000 individuos en el apogeo de su etnia.
Yámanas. «Yamana»^^ significa «hombre», generalizado a «pueblo» a partir de
la identificación de «hombre» y «gente». Es denominación de su propia lengua

23. Para la parte sobre los alacalufes de la obra monumental de Gusinde, todavía no publica­
da en castellano, me he valido de una traducción abreviada realizada, con notable mérito, por Isido­
ro Cheit, de Bahía Blanca. El título original (tomo 3/1) es Die Halakwulup. Vom Leben und D enken
der W assem om aden in West-Patagonien.
24. No deja de llamar la atención esta suerte de dualidad en la posición de los cadáveres.
25. Pronúnciese esdrújula, pluralizado a la española como yámanas.
514 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

tan difundida como la de yagan(es), yahgan, acuñada por el misionero Bridges,


por lo que resulta preferible a ésta“ .
«La patria de los yámanas — escribe Gusinde (1986: II/l, 7-8)— , el así lla­
mado archipiélago del cabo de Hornos, se halla separado de manera clara y pre­
cisa por barreras naturales del territorio de sus vecinos fueguinos. La frontera
septentrional coincide con la orilla septentrional del canal de Beagle; por la parte
oriental hasta aproximadamente la bahía Aguirre, en la punta sudeste de la isla
Grande; y hacia el Oeste, hasta la punta más prominente de la península Breck-
nock. Las paredes rocosas, abruptas y empinadas de la isla forman su orilla sep­
tentrional, mientras que, en su borde meridional, se encuentra un variado labe­
rinto de islas que lo protege de las olas del océano Pacífico Este mundo
insular se encuentra casi exactamente limitado por los grados 55 y 56 de latitud
austral, así como por los grados de longitud que van del 66 al 72 [...] El territo­
rio de los yámanas tiene una extensión relativamente reducida. A pesar de ello se
distinguen muy claramente d o s zonas diferentes desde un punto de vista morfo­
lógico y paisajístico. El oeste lluvioso, cubierto de bosques densos, es la imagen
fiel del reino insular del oeste patagónico que se extiende más hacia el norte [...].
La mitad oriental de aquella región presenta la influencia de la típica formación
pampeana continental que se extiende hasta aproximadamente la mitad de la
isla Grande [...]».
Las descripciones de los viajeros acerca de los yámanas coinciden con lo co­
nocido acerca de los alacalufes. El mismo tipo racial (fuegoide) — aunque con
variaciones regionales— ; los mismos adornos, vestidos y armas; los mismos há­
bitos de caza, pesca, recolección y alimentarios; canoas con el fuego a bordo
— ¡aunque estaban construidas con cortezas!— y a cargo de mujeres (sentadas
en algún caso las «remeras» en alternancia con los varones); chozas de ramas y
cueros, cupuliformes, de base elíptica en el Oeste, aunque en transición a cónica
en el Este; y así sucesivamente. En cambio, era diferente su comportamiento so-
cial-colectivo y lo era su mundo espiritual, sin exclusión de la lengua, aislada
con respecto a las vecinas.
A través del hilo conductor de la lengua, Gusinde distinguió cinco «grupos
dialectales» de yámanas. Cabe suscribir sus conceptos cuando explica: «Si se
buscan los motivos de esta división de la tribu yámana en cinco grupos, nos dan
suficiente respuesta las profundas entradas del océano en el prolongado mundo
insular. Como máximo, uno que otro día por año los habitantes del archipiélago
Wollaston pueden atravesar el abierto y amplio mar hacia las gentes del Sur o
del Oeste. Los mismos impedimentos separan a las gentes del Sur y del Oeste.
Que el grupo central se aísla en Punta Divide de la gente del Oeste y delante de
la Isla Gable de la gente del Este podría ser explicado por una razón social, pues
considera a aquélla relacionada con los halakwulup y a ésta en trato con los te­
midos selk’nam (onas)» (II/l, 202).

26. Aunque, obviamente, la nomenclatura etnológica (dada o aceptada por el etnólogo) no


tiene por qué coincidir con la étnica (la que se dan las etnias a sí mismas).
LOS P U E B L O S DEL E X T R E M O A U S T R A L DEL C O N T I N E N T E 5 15

Familia yámana en su choza cupuliforme, de ramas. Canales fueguinos, aproximadamen­


te en 1900.
fuente: Rodolfo M. Casamiquela.

La población total, hacia la época del descubrimiento europeo, no estaría


por debajo de los 2 0 00 individuos.
Un párrafo ulterior del mismo Gusinde (ibid., 198) merece ser transcrito por
su interés para el problema de los contactos interétnicos: «La proximidad de los
yámanas orientales con los habitantes de la isla Grande, ya sea los haus o los
selk’nam, tuvo como consecuencia no sólo matrimonios mixtos sino también in­
tercambio comercial de diversos tipos. A esta circunstancia debe atribuirse que
los orientales se hayan separado mucho (étnicamente) del resto de sus compa­
triotas [...] El hecho de que los orientales superaran en tamaño promedio a los
otros grupos yámana y que estuvieran provistos abundantemente de arcos y fle­
chas no requiere mayor aclaración
Metamorfismo racial, como se ve, correlacionado con aculturación; median­
te cesión de elementos por parte de los cazadores (onas) de la isla Grande...,
aunque después veremos un ejemplo inverso. Otro rasgo, en lo material, es el de
la forma de la vivienda, cónica en el Este, a la manera ona, como se vio.
En cuanto ai mundo espiritual, un buen ejemplo es el de las ceremonias
secretas antifeministas y de iniciación de los jóvenes. A través del amplio conoci­
miento aportado sobre dichas ceremonias por el etnólgo Gusinde es posible infe-

27. También Bridges, citado por Gusinde, había advertido claramente esta variación, obvia­
mente producto del mestizaje. Un mestizaje creciente en los tiempos más recientes, con lo que resul­
tan inutilizables los materiales de esqueletos usados con interés etnológico. Así, los de Hyades y
Deniker, 1 8 9 1 , o del propio Gusinde (depositados en el Museo Nacional de Historia Natural de San­
tiago, Chile, donde he podido compararlos).
516 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

rir el desarrollo, y en cierto modo el esplendor, perdido quizá entre los alacalu­
fes — que conocieron una sola— , también receptores de una tradición originada
en los onas (y quizá común, en otros tiempos, a los tehuelches meridionales, o
cazadores continentales).
Lo singular en los yámanas es el divorcio entre dos tipos de ceremonias secre­
tas, que se celebraban en dos grandes chozas de modelo semejante. Una de estas
ceremonias, mixta, de iniciación en la pubertad, se celebraba en una choza cupuli-
forme de base elíptica, mientras que la otra, estrictamente masculina, se celebraba
en una choza cónica. Asimismo, una institución, una verdadera escuela de hechice­
ros, singulariza a los yámanas con respecto a sus vecinos. Se trata de hechiceros
varones, reclutados entre individuos vocacionales. Su formación, que sigue las
pautas de la de los chamanes universales, suponía la erección de una choza grande
semejante a la anterior; cónica y de base redonda o elíptica.
Lógicamente, el incremento de las reuniones de carácter propiamente colec­
tivo de los yámanas en relación a los alacalufes supone un mayor contacto entre
las distintas unidades familiares nómadas. Este hecho — quizá en buena medida
producto de una mayor densidad demográfica relativa— guarda relación con el
incremento de las concentraciones macrofamiliares, o sea, de familias emparen­
tadas. No obstante lo dicho, tampoco en este pueblo existe la figura de un ver­
dadero jefe, tribal o grupal, ya que las figuras de ciertos ancianos prestigiosos no
constituyen un equivalente.
A diferencia de lo que sucede con sus vecinos alacalufes, y especialmente a
través de las informaciones de Gusinde, quien pudo convivir temporalmente con
ellos, se conocen los aspectos básicos de la religión de los yámanas. Está basada
— según aquél, aunque habría que ahondar en el tema sin los prejuicios que inhi­
bían al investigador religioso— en la figura de un Alto Dios, dueño de los huma­
nos, y complementada por un riquísimo venero de personajes y leyendas míticas,
incluidos mitos de creación y origen y muchos etiológicos, especialmente de ani­
males. Hasta avanzado el siglo existió la cremación de los cadáveres, que en los
últimos años se enterraban, sin flexión. El patrimonio personal del muerto era
destruido o sepultado en el mar. El duelo era riguroso.

P u eblos con centro d e gravedad al Este de los Andes

O nas. Los habitantes del interior de la isla Grande de Tierra del Fuego, colecti­
vamente denominados onas, han sido equiparados y emparentados por todos los
autores con los tehuelches meridionales (patagones) de la Patagonia. Como és­
tos, se trata de cazadores puros, con arco y flecha, de gran estatura y corpulen­
cia, usuarios de capas y toldos de pieles — éstos, cubiertos de ramas, a modo de
paravientos simples— . Su lengua está estrechamente emparentada con la de los
patagones (Clairis, 1987).
La «interioridad» de este pueblo, como en el caso de los tehuelches, alude a su
carácter de continentales y terrestres, pues no sólo carecían históricamente de em­
barcaciones sino que manifestaban — según Gusinde— un verdadero terror al agua.
Ese autor utiliza los dos argumentos para rechazar la posibilidad de que sus
antepasados hayan arribado a la isla en embarcaciones, si bien diversos autores
LOS PUEBLOS DEL EXTREMO AUSTRAL DEL CONTINENTE 517

F a m ilia o n a c o n su ch o z a cu p u iifo rm e, de tro n c o s . Isla G ran d e de T ie rra del F u e g o . C o ­


m ie n z o s de sig lo .
F u en te: R o d o lfo M . C asam iq u ela.

propusieron que pudieron hacerlo en las canoas de los alacalufes o yámanas.


Pero Gusinde prefiere la hipótesis de un cruce a pie enjuto, en tiempos prehistó­
ricos lejanos. Pero esta posición supone una tesis que olvida los siguientes argu­
mentos:
a) que la hipótesis, en cualquiera de sus variantes, lleva a espacios tempo­
rales totalmente incompatibles con el grado — íntimo, cabría decir— de cercanía
de las lenguas;
b) que los portadores de la hidrofobia, innegable, son los onas actuales,
pero no necesariamente sus antepasados de algunos siglos atrás. La boleadora,
por ejemplo, desconocida por los onas históricos, es frecuente en la isla como
dato arqueológico recentísimo;
c) que existieron los ya aludidos «gigantes en canoa», lo que torna innece­
saria la cesión, difícil de aceptar culturalmente, de embarcaciones en préstamo
por los pueblos vecinos.
En refuerzo del carácter reciente de estos acontecimientos podría hablar inclu­
so de la existencia entre los onas de la voz kolioi^^ para designar a los blancos.

2 8. L o m ism o que airre, paca designar a los g u aicaro s; véase nota 15.
RODOLFO M. CASAMIQUELA
518

pues se emparenta innegablemente con qadü y kaddai, de las lenguas tehuelches.


Si esto fuera correcto —la alternativa sería una aplicación independiente de un tér­
mino antiguo endosado a «extranjeros»— , el continuum tehuelches meridionales-
onas se habría mantenido todavía hasta los siglos XVI y xvn. O, mejor expresado,
«el continuum antepasados de los onas actuales-facies metamórfica austral de los
tehuelches meridionales». Pienso, desde luego, en un grupo extinguido en tiempos
históricos relativamente tardíos. Su ausencia explicaría el hiato cultural compro­
bable o mensurable entre ambos pueblos históricos recientes. Un hiato cultural, no
racial, dado que onas y tehuelches meridionales forman una unidad incontestable:
al margen de las pregonadas alta talla (1,80 m de promedio para los varones en
tiempos tardíos) y corpulencia, cuenta la idéntica morfología del cráneo.
En el escenario de la isla Grande, los autores distinguen tres grupos de onas
(panorama étnico del que se disiente parcialmente en este texto, según veremos
en seguida): el de las estepas del Norte, hasta el río Grande; el de los bosques y
montañas del Sur, hasta el canal de Beagle; y el del Sudeste, con centro de grave­
dad en la península Mitre y límites imprecisos con el grupo anterior. Personal­
mente, separo de los otros dos al tercer grupo, claramente definible — de nue­
vo— como un pueblo diferente, sui generis, producto del metamorfismo de onas
y yámanas.
De este modo:

Cazadores continentales Onas Boreales


de la isla Grande {mei) Australes (selknam
propiamente dichos)

Onas auctorum o en sentido Austro-orientales (mei;


lato; selk’nam en sentido manekenk o variantes; haus)
lato, según Gusinde

Fueron presuntamente los onas boreales los autores de los «fuegos» — señales,
o simples campamentos— vistos por los primeros navegantes del Estrecho y ori­
gen del nombre de «Tierra del Fuego». Pero, en cambio, fueron los austroorienta-
les los protagonistas de la mayor parte de los contactos con europeos; los australes
permanecieron desconocidos hasta finales del siglo.
A pesar de ciertas diferencias culturales —sociales, en buena medida de base
económica— traducidas en rivalidad y antagonismo, los dos primeros grupos,
boreales y australes, eran estrictamente afines. En lo económico, la diferencia
principal radicaba en la caza, especialmente de cururos y ratones^®, cazados en

29. Roedores, cricétidos; los otros, de mayor tamaño, son ctenómidos.


LOS PUEBLOS DEL EXTREMO AUSTRAL DEL C O N T IN EN T E S|9

SU S cuevas por los varones, entre los primeros, lo que les valía el mote despectivo
de «comedores de cururos», en tanto que los segundos se dedicaban a la caza del
guanaco, una gran presa. Gusinde ha subrayado la escasa importancia de la ali­
mentación vegetal.
El grupo austrooriental, en cambio, presentaba características diferenciales
profundas y no sólo culturales, sino raciales: distintos cronistas señalan la dife­
rencia de talla entre varones y mujeres, sensiblemente más bajas. Gusinde recha­
za por simplista la hipótesis según la cual la diferencia de talla se explicaría por
su reclutamiento entre sus vecinos yámanas; en efecto, la constancia del rasgo
apunta hacia su control genético, sin que por cierto se excluya su extracción fué-
guida básica.
Para el caso, «fuéguido» debe ser reemplazado directamente por «yámana»,
pues en lo cultural muchos de los rasgos diferenciales del grupo (verdadero pue­
blo o etnia) son probadamente de ese origen (y no de otro eventualmente pan-
canoero): el propio Gusinde (1982: I, 226-227) ha señalado la adopción del ve­
nablo de pesca y del arpón grande propios de los yámanas. Correlativamente,
estos austroorientales pescaban con redes en el mar — aunque no tenían botes ni
nadaban— , mariscaban, reemplazaban parcialmente la piel de guanaco de sus
capas por otras de lobo marino... Estos y otros elementos los transforman en un
pueblo adaptado a la vida litoral-marítima: ¡no eran culturalmente yámanas...,
pero tampoco onas auténticos!
Gallardo (1910: 171) ha realizado una aportación relevante al publicar, por
orden de importancia en la dieta, las listas respectivas de los elementos constitu­
tivos de la alimentación de los tres grupos. Es la siguiente: «La carne de guanaco
constituye el alimento principal del ona del Sur [...]. Este indio consume además,
por orden de importancia, pescados, mariscos, pájaros, zorros, hongos, huevos,
lobos, ballenas, raíces, frutas, tucutucos [roedores ctenómidos], savia, y algunas
veces una masa hecha con la harina de una semilla llamada tay [...]. Los indios
del Norte comen, por orden aproximativo de importancia; pescados, pájaros,
cururos, lobos, guanacos, zorros, frutillas del campo, huevos, raíces de dos plan­
tas, el pan de tay y carne de ballena, cuando la suerte se la depara. Los del este
consumen: lobos, pescados, mariscos, guanacos, pájaros, huevos, hongos, zo­
rros, frutas, ballena y raíces».
En cuanto al vestido, las pieles de cururo desplazaban a las de guanaco en las
amplias capas, usadas con el pelo hacia afuera, entre los boreales, y las de lobo, a
veces, entre los austroorientales, pero los tres grupos compartían el uso de sanda­
lias de guanaco, y los varones el triángulo frontal de los cazadores, de guanaco
entre boreales y australes, reemplazado a veces de nuevo por el lobo entre los aus­
troorientales. Un cubresexo triangular completaba el vestido de las mujeres. Por úl­
timo, el manto, como entre los canoeros, estaba destinado más a defenderse del
viento frío que del frío mismo, mejor combatido con una capa de pintura de tierra.
Debido a que estos indígenas permanecieron aislados de los blancos hasta fi­
nales del siglo X IX , su cultura se mantuvo muy conservada hasta el final. De ahí
la riqueza de información de que disponemos (en especial gracias a Gusinde;
para los tiempos finales, también Chapman [1985]) sobre su mundo material y
espiritual, que por cierto recuerda básicamente al de los tehuelches.
520 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

El núcleo familiar, habitualmente monogámico según Gusinde^°, podía am­


pliarse con parientes lejanos, solteros. La exogamia era la regla, lo mismo que el
levirato. La división del trabajo por sexos era muy clara: el varón era responsa­
ble absoluto de todo lo concerniente a la caza y al despostado de las grandes
presas, así como la confección de sus propias armas. En tareas mixtas, como la
búsqueda de leña, al varón le correspondía la parte más pesada.
La macrosociedad estaba dividida por linajes que se repartían la tierra, por
derecho hereditario, en una gran cantidad de subregiones, de las que Gusinde
consigna treinta y nueve, con límites naturales precisos, de origen mítico. «La
cohesión exterior de un grupo regional está dada por los límites exactos de su te­
rritorio. Cada familia conserva su total independencia y libertad de movimiento,
las relaciones mutuas se rigen con amistosa benevolencia, como corresponde en­
tre parientes. Ni grupos mayores ni menores reconocen autoridad alguna, ya sea
legislativa o judicial, ya se llame cacique, jefe, capitán, cabecilla o hechicero»
(Gusinde, 1982: I/l, 399). Sin embargo, este autor admite la «superioridad mo­
ral» en cada grupo de un anciano de alto prestigio. A pesar de que se le escapa el
calificativo de «jefe» (V orsteher), lo define como «un seguro consejero, un maes­
tro benevolente, un sincero amigo del orden y de las buenas costumbres, a quien
todos escuchan con buena voluntad». Lógicamente, era el depositario de las tra­
diciones de su pueblo. Su figura podía coincidir con la de un hechicero.
La extensión eventual del territorio de caza o cualquier otra intromisión en
un territorio vecino requería permiso especial, y la caza autorizada en tales cir­
cunstancias exigía la presencia de representantes de la unidad propietaria. El
complemento económico de esta relación de buena vecindad era el trueque, de
vasto desarrollo entre los onas. Recientemente Hernández (1990) ha llamado
la atención sobre un ejemplo de verdadero potlatch, o intercambio de bienes,
para el caso de carácter masivo y desordenado, como secuela de una fiesta de
hechiceros.
La primera menstruación de una niña daba lugar a una reclusión en la choza
materna, exigiéndose mutismo y ayuno, pero sin la proyección de un rito iniciá-
tico. En contraposición, está la elaboradísima ceremonia de iniciación de los va­
rones, modelo de la de alacalufes y yámanas. A diferencia de lo que sucedía en­
tre éstos, no existía una ceremonia separada de carácter misógino; ambos
factores aparecían como necesariamente complementarios. Los varones se re­
cluían en una gran choza cónica, abierta hacia el Este en la porción de un cuarto
de círculo, levantada con ramas que se adosaban a siete troncos o «pilares prin­
cipales» (Gusinde). Bridges, muy subestimado por éste, que convivió largamente
con los onas y fue protagonista de una ceremonia de esta clase a comienzos de
siglo, narra cómo los indígenas lo colocaron en la choza con precaución para
que no cayera en una gran sima ideal, ubicada en el centro de ella, que servía
además para su subdivisión en mitades. Por dicho hueco — presunta prolonga-

30. Gusinde rechaza la idea de «pobreza» entre los fueguinos; sin embargo, Minquiol, indígena
ona, nieto de Kausel, el más célebre cazador, cantaba una canción cuando un río le arrebató sus ¡cuatro
mujeres! (cuatro hermanas). Precisamente las tenía por ser tal, es decir, que para el caso él era tico...
LOS P U E BLO S DEL EXTREM O A U STR A L DEL C O N T IN E N T E 521

ción del axis mundi— ascenderían los espíritus subterráneos, una de las catego­
rías reconocidas, en oposición a los celestes o, ai menos, aéreos. Muchos de és­
tos eran representados, mediante máscaras y pinturas, durante la ceremonia — y
ocasionalmente fuera de ella— por varones escogidos según las características de
cada espíritu, en algunos casos considerados femeninos.
El origen de la ceremonia era explicado por los varones como resultado de
una reacción violenta contra otra ceremonia idéntica pero de carácter antimas­
culino, controlada por las mujeres, versión mítica que ha hecho pensar a Gusin-
de (de orientación histórico-cultural) en su extracción matriarcal y, por ende, en
su falta de coherencia con la sociedad cazadora.
Toda la ceremonia se desarrollaba bajo la guía de varones ancianos, experi­
mentados y serios; el hechicero, si bien gozaba de ciertos privilegios, muy acota­
dos, figuraba como un miembro más. Tampoco el Alto Dios tiene relación apa­
rente con la ceremonia, ni con los espíritus del mundo mítico de los onas.
Este mundo se complementaba con una riquísima gama de narraciones cos­
mogónicas, de antepasados animales (etiológicas), etc., en un repertorio que su­
pera (en información por lo menos) al de todas las restantes etnias fuegopatagó-
nicas.
Los hechiceros, auténticos chamanes masculinos, aunque a veces auxiliados
por mujeres, como entre los yámanas, conformaron una institución de alto pres­
tigio, no exenta del temor difuso de la comunidad. «Institución», aclaro, no sig­
nifica «asociación o gremio» (expresiones de Gusinde); aunque existía por lo
menos una ceremonia colectiva, festiva, con sentido de competencia «de artes» y
reclutamiento. Por lo general, los hechiceros eran seres normales, psíquicamente
equilibrados; su especialización ha de buscarse, tal vez, en una vocación perso­
nal como respuesta al llamamiento del espíritu de otro hechicero fallecido. Su
formación se producía por enseñanza directa de un colega en activo.
La existencia de la enfermedad suponía la instalación de un principio malig­
no en el cuerpo del enfermo; si el hechicero fracasaba en su intento de extraerlo,
se producía la muerte. Ambiguamente — según Gusinde— , ésta era provocada
por un «brujo» o por el «Ser Supremo, [que] llama el alma hacia sí, más allá de
las estrellas». En principio, este espíritu no regresaba a la Tierra, con lo que que­
daría excluida la reencarnación.
El cadáver, envuelto en un par de capas extendidas, era atado con una co­
rrea y sepultado en el suelo, en decúbito dorsal, cubierto con ramas y tierra.
Como entre los tehuelches, se borraban las pisadas de los sepultureros (para des­
pistar al espíritu del muerto).
La idea del más allá y por ende la del bien y del mal y la de premios y casti­
gos son nebulosas, y si «al morir, todas las almas toman el camino de Kenos^^ y
permanecen allí [...] esto de ninguna manera significa afirmar que se ubiquen en
la cercanía del Ser Supremo; pues T em au kel está completamente solo» (Gusinde,
1982: 1/2, 517).

31. En mis apuntes, especialmente del indígena Santiago Rupatini, la pronunciación es más
bien knóos, con la ese chicheante del español.
522 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

Gusinde diferencia así, en el panteón ona, esas dos figuras^^; según su infor­
mante principal, el hechicero Tenenesk: «Al principio existía Temaukel; más tar­
de llegó también Kenos. Kenos fue enviada por Temaukel. Temaukel había en­
cargado a Kenos la misión de repartir este mundo; a los selk’nam les tocó luego
en suerte la Isla Grande su terruño. Kenos no tenía padres, pues Temaukel lo ha
enviado aquí a tierra desde el cielo [...]».

L o s grandes cazadores patagónico-pampeanos^^

Tehuelches. T ehuelches m eridionales. Con el mundo de los tehuelches hemos en­


trado en la Patagonia en sentido lato (véase el esquema de la página 496). Se tra­
ta de los grandes cazadores continentales-terrestres célebres en el mundo a partir
del mito^"* del gigantismo de los patagones. Éstos, o tehuelches meridionales, co­
rresponden a una parte, la austral, de la porción continental de lo que el etnólogo
patagónico Escalada (1949), en expresión feliz, denominara «el complejo tehuel-
che», continuum que englobaba igualmente a los onas, en sentido lato, fueguinos.
Éste es mi propio esquema, hoy aceptado en términos generales por los autores:

Boreales
Onas Onas sensu lato
Australes

Austro- «Complejo tehuelche» {sensu Escalada)


Haus
orientales

-
Boreales

Septentrionales - Australes Occidentales


(o propiamente -
dichos) Orientales
Tehuelches -

Meridionales Boreales
(patagones _
sensu stricto) Australes

3 2 . Consideradas una sola para mis informantes; dejo para otra ocasión este aspecto, que no
es posible ahondar aquí.
3 3 . En verdad habría que hablar de chaqueños, pampeano-patagónico-fueguinos, pues en
tiempos antiguos han formado un verdadero continuum que se adentra en el ámbito selvático de
América del Sur.
3 4 . Para una discusión sobre este tema, véase Imbelloni, 1949.
LOS PUEBLOS DEL EXTREMO AUSTRAL DEL CONTINENTE S23

Los tehuelches meridionales son, con mucho, mejor conocidos que los sep­
tentrionales. Y esto debido a razones historicogeográficas, ya que los navegantes
de los siglos XVI, x v i i y casi todo el x v n i — a partir de Magallanes, que al inver­
nar en San Julián proyectó al mundo a través del cronista Pigafetta al pueblo pa-
tagón^^— pasaron casi invariablemente de largo por los pueblos norpatagónicos
y surpampeanos. Los tehuelches meridionales (según mi opinión) se extendían
entre el estrecho de Magallanes y el río Chubut, que puede aceptarse como lími­
te sur de la Patagonia septentrional.
En ese inmenso escenario continental gravitaron (por lo menos) dos pueblos
diferentes, si bien estrechamente unidos por la raza y la cultura e incluso, parece,
por la lengua: los tehuelches meridionales australes (véase esquema), entre el es­
trecho y el caudaloso río Santa Cruz, y entre esta vía de agua y el río Chubut, los
tehuelches meridionales boreales.
La temprana difusión masiva del caballo en la región pampeana tuvo inme­
diatas repercusiones en el Norte de la Patagonia, al Sur del Limay-Negro (o en
sentido estricto), donde todos los indígenas dispusieron de cabalgadura a partir
de mediados de siglo xvn, si bien esta circunstancia disminuía a medida que se
avanzaba latitudinalmente, de tal modo que todavía a mediados del siglo XV ni
los tehuelches meridionales australes carecían de caballadas estables. Hasta esa
época debieron soportar presuntamente una fuerte presión étnica de los tehuel­
ches meridionales boreales, y es probable que date de entonces su gentilicio pre­
sente, de significado relativo: a o n ik ’en k, «sureños», o a o n ik ’ o c h ’oon ü k, «gente
del Sur»^*. A su vez, llamaban p ’enk'enk o p ’e n k ’ o ch ’oon ü k, con igual signifi­
cado relativo, a sus vecinos norteños. Una vez en posesión definitiva del caballo,
fueron protagonistas de una rápida expansión que, por el Norte, los llevó a esta­
blecer su hegemonía sobre sus vecinos, a los que habrían llegado a imponer in­
cluso la lengua: en efecto, la suya (teusen o variantes, según diversos autores) se
habría extinguido prácticamente a lo largo del siglo X IX ; sólo la conocemos a
través de algunos vocabularios.
Los marcos geográficos del hábitat de estos pueblos se completaban con el
Atlántico y la cordillera andina — entre los tehuelches, el horror al agua se hacía
también extensivo al bosque— . En lo que se refiere al mar, sólo los desplaza­
mientos de las poblaciones de guanacos, que en los inviernos duros abandona­
ban su territorio para dirigirse masivamente hacia el litoral, más cálido (Claraz,
1988; Casamiquela, 1983), era suficiente para llevar hasta él partidas de cazado­
res y aun tribus (bandas) enteras, descubiertas esporádicamente por los navegan­
tes. Pero, además, ciertos puntos de dicho litoral eran ricos en presas, es decir,

3 5. La moderna exégesis literaria ha terminado con las fantasías en torno a este nombre: surge
de las novelas de caballería de la época del Descubrimiento, en las que, por un lado, era aplicado a
cierto gigante disforme y, por otro, se utilizaba con el sentido de «salvaje(s)»
3 6 . «Gente» es la reducción dada automáticamente al tema ch ’oonuk, cuando en verdad se
aplica a «la partida de hombres (adultos) que va a la caza». Es que, como entre los yámanas — y pro­
bablemente entre todos los pueblos estudiados— , sólo los hombres representan a la gente...
524 R O D O L F O M. C A S A M I Q U E L A

guanacos y avestruces^^, la clave de la gran caza de los tehuelches, y quizá, entre


ciertos grupos, mamíferos marinos y otras especies propias del territorio. A pe­
sar del carácter de franja desértica que presenta la mayor parte de la región cos­
tera de la Patagonia (y de la Pampa), las aguadas no faltan en determinados
sitios^®, si bien, como se sabe, el agua dulce no es imprescindible para los guana­
cos — camélidos— , de marcada preferencia por la salobre (se les ha visto abre­
vando en el agua marina).
Así, la visión europea de los primeros tiempos con respecto a los habitantes de
la Patagonia continental fue esencialmente litoral, aparte del material. Precisamen­
te con respecto al inventario material de la cultura tehuelche (meridional) de ese
primer momento, Palavecino (1977) ha proporcionado una lista de bienes cultura­
les, entre los que cito: bandas pequeñas, consumo de raíces y semillas, pescados,
mariscos, ballenas encalladas; caza con señuelo vivo o disfraz; con red (avestru­
ces); fuego por giración; charqui [carne desecada]; mamparas de cuero^®; ligadura
de pie; manto de pieles pintadas, con el pelo hacia adentro; mocasines; delantal o
cubresexo (femenino); pintura corporal difusa; diadema de plumas; faja de lana
torcida en la cabeza; flechas y otros elementos en el tocado; tonsura; adornos va­
rios; perforación del tabique nasal; botón labial; arcos y puntas de flecha cortos;
puntas de piedra, madera y hueso; boleadoras; macanas; perros de pelea [sic; me­
jor, de caza]; cuchillos de piedra y concha; odres de cuero para agua; bolsas y so­
najas de cuero; cantos y danzas. Faltaría agregar el consumo de «ratones» (¡vi­
vos!, según Pigafetta), tembetás largos, etc. Y, desde luego, el gigantismo...
La posesión del caballo y las influencias alóctonas, esencialmente de origen
araucano y europeo, habrían de eliminar muchos de esos rasgos, transformar
otros y, en fin, hacer conocidos los restantes, de acuerdo con la siguiente lista
(cf. Palavecino, 1977): bandas de tamaño mediano; continentalidad práctica­
mente absoluta; predominio de la caza mayor (avestruz y guanaco); caza de
cerco, con perros; incremento del uso de la boleadora sobre el arco y las fle­
chas; equilibrio de la dieta por la recolección femenina de vegetales; charqu i y
reservas de grasa (derretida con piedras calientes); cocción de presas con la
misma técnica; gastronomía muy elaborada, refinada; difusión del tabú del
pescado (y del cerdo); agrandamiento del toldo, cupuliforme, de semi-toldos a
menudo asimétricos, de pieles de guanaco con el pelo hacia fuera y pintadas en
el interior; en verano, semi-toldos, abiertos hacia el Este; sombrero cónico
(cestería espiral) femenino; introducción de mantas tejidas y atuendo y joyas
(de plata) femeninos a la araucana; pelo suelto o en trenzas (mujeres); peine de

3 7 . Es conocida la observación del marino Dralce en Puerto Deseado, provincia de Santa Cruz
(siglo XVI), que encontró decenas de cuartos de avestruces en proceso de desecación, lo que revela
una población alta. La presencia de los guanacos es frecuente aun hoy día, pues toleran el agua sala­
da del mar.
3 8 . Pienso en el verdadero oasis que constituye el cañadón que lleva al puerto actual de Ca­
marones, Chubut, pero los ejemplos son iimumerables.
3 9 . Circula por ahí una reconstrucción de tales mamparas que es totalmente falsa (Oviedo;
Vignati, 1 9 3 6 ). Su imagen debió de ser la de los «paravientos» de los onas, es decir, de planta semi­
circular.
LOS PUEBLOS DEL EXTREMO AUSTRAL DEL CONTINENTE 5 25

brocha; taparrabo en los varones; botas de la piel de la pata del caballo; tatua­
je en muñecas y brazos, de signos elementales, tendones teñidos; caballo como
animal de carga; montura femenina muy alta y estribo pendiente del cuello;
transporte de los niños en la grupa, con cuna arqueada transversalmente deri­
vada de la cuna vertical, escaleriforme; deformación artificial correlativa del
cráneo (occipital); balsas de palos y pieles; carcaj; honda; lanza, jabalina,
maza; túnicas y sombreros de cuero como corazas; tabaco y pipas. Jefe para la
caza y/o la guerra («cacique»).
Reservo para el siguiente punto los restantes aspectos, esencialmente referi­
dos a la cultura no material.

T ehu elches septentrionales. Los he dividido en boreales y australes, pero como


esta clasificación encierra un aspecto cronológico, trataré de los boreales más
adelante. En cuanto a los australes, o tehuelches propiamente dichos, se extendí­
an entre los filtros de los ríos Limay-Negro por el Norte y Chubut por el Sur,
más la cordillera y el Atlántico, desde luego.
Comenzando por lo racial, representan el tipo pámpido puro, relativamen­
te hablando, es decir, el modelo patagónico anterior al mestizaje con el fuégui-
do. A él corresponde el esqueleto fósil de M ata M olle, Quemquemtreu, en el
Sur de la provincia del Neuquén (Bórmida, 1953-1954), con alta probabilidad
de ser anterior a la época cristiana (Fernández, 1983). Presenta alta estatura
— aunque quizá algo menor a la actual en el Sur de la Patagonia— , corpulencia
y cráneo alargado. Todo ello asociado a una gran robustez de los relieves óse­
os, poderosa musculatura, una cierta tendencia a la obesidad, especialmente en
las mujeres, y color cobrizo de la piel. Por mi parte, creo haber apreciado en
estos tehuelches australes un mayor desarrollo relativo del tórax.
He dividido a estos tehuelches septentrionales australes, a su vez, en dos gru­
pos: los orientales, que se llaman a sí mismos günün a künna (algo así como «la
gente por excelencia») y proyectan la imagen ideal de los grandes cazadores es­
teparios, y los occidentales, chüw ach a künna («gente del borde» — de la cordi­
llera— ), con presuntas influencias de pueblos con cultura del agua a los que me
referiré después. Ambos hablaban una sola y misma lengua, muy alejada de la
(actual o supérstite) de los tehuelches meridionales, aunque emparentada con
ella (Casamiquela, 1956; Viegas Barros, Mss. 2 y 5).
En lo que se refiere a su cultura material, muy pocos rasgos debieron dife­
renciarla de la de ese otro pueblo, aunque ciertas influencias litorales norpata-
gónicas — como la doble sepultura— la alcanzaron parcialmente; volveré sobre
esto. Pala vecino (1977) ha subrayado el consumo de carne de caballo, al que
cabe agregar el uso de su piel, en algunos casos, en la vestimenta y en el toldo.
En cuanto a éste, mantuvo el modelo cupuliforme canónico, que muchas veces
se convirtió en asimétrico en el Sur de la Patagonia. Pero el patrón general de
la cultura — en tiempos históricos alcanzables por inferencia— fue el mismo
que e! de los tehuelches meridionales, el pan-patagónico, del que trataremos
enseguida.
A diferencia de los restantes pueblos (tehuelches, en general), las «bandas»
reconocieron un jefe, que en principio se identifica con la figura del anciano pa-
526 RODOLFO M. CASAMIQUELA

El ca ciq u e M a n ik ik e n , teh u elch e (sep ten trio n al) co n su fam ilia. P ro v in cia d el C h u b u t,
ap ro xim ad am en te en 1 9 0 0 . A p réciese el to ld o cu p u lifo rm e, de c u e ro , y el a cce so lateral.
fu e n t e : A d o lfo M . C a sa m iq u ela .

triarca, organizador de la caza"*®, del derecho hereditario, independiente de la for­


tuna personal, y equiparado a un verdadero «cacique» por los cronistas. Andan­
do el tiempo, la institución del cacicazgo se afinaría y complicaría, en un sistema
complejo de jerarquías subordinadas con límites geográficos ambiguos, en espe­
cial en la Patagonia Septentrional (y el área pampeana). A ellos les correspondía
impartir justicia y oficiar de mediadores en los pleitos y situaciones equivalentes.
Las bandas («tribus»), con territorialidad reconocida, se desplazaban por ru­
ím
tas tradicionales, hoy jalonadas por topónimos indígenas, en las que los cañado-
nes alternaban con travesías, o extensiones sin agua temidas por los indígenas.
Los desplazamientos diarios de las familias, en los que las mujeres portaban la
carga, eran de unos 20 km, ritmo curiosamente mantenido en los tiempos ecues­
tres, debido al mayor peso de los efectos transportados y a las pausas en el mon­
tado y desmontado de los campamentos. Durante el desplazamiento, los varones
adultos batían el área adyacente a la búsqueda de caza, en la que es posible que
el perro autóctono desempeñara un papel importante. A las presas por excelen-

40. Se conoce el texto, de mediados del siglo pasado, de una alocución para incitar a la caza
(Outes, 1928).
LOS P U E B L O S DEL E X T R E M O A USTRAL DEL C O N T IN E N T E 527

cía, el avestruz (la presa predilecta) y el guanaco, cazadas con variable intensi­
dad según las estaciones del año y en directa relación con su gordura, se agrega­
ban la «liebre» patagónica (mara, D olichotis patagonum , un roedor de aprecia-
ble tamaño), los armadillos, y en menor grado otras aves, aunque sí los huevos
de avestruz y de otros pájaros. Las mujeres eran las encargadas de la recolección
de bulbos, raíces, rizomas y frutos varios, que proporcionaban un importante
complemento de la dieta proteica y grasa.
Los hechiceros y chamanes eran varones — si bien por lo general afemina­
dos— y desempeñaban un importante papel en la sociedad, ya que ellos garanti­
zaban la continuidad del ideario religioso y las tradiciones. No hay datos de la
existencia de escuelas o asociaciones. Por lo demás, pagaban frecuentemente con
su vida los fracasos o las denuncias de brujería.
La teoría de la enfermedad se basaba en la convicción de que el Alto Dios,
como castigo, se retiraba del espíritu individual, produciéndose el consiguiente
«endemoniamiento» del damnificado por la acción de un brujo. La coherencia
de la teoría presentaba los siguientes puntos débiles; primero, el destino natural
de las almas de los ancianos era el Más Allá, sin que sobre ellos recayera el casti­
go de Dios, que no haría con ellos excepciones; después, la muerte de los niños,
que producía desconcierto en la comunidad (traducido en lamentaciones y due­
lo): la solución teológica del caso radicaba en la creencia en el destino celestial
de sus espíritus, pero... una vez cumplida, en la Tierra (?), la edad cronológica
correspondiente a la vejez.
Ese M ás Allá o Paraíso de los cazadores tehuelches — al que se pretendía
acceder mediante subterfugios, como el del tatuaje, que actuaría de saivacon-
ducto— era, en un universo concebido como cupuliforme, la región austral de
la Vía Láctea («camino de los espíritus»), con su centro en la Cruz del Sur
(«rastro del avestruz») y constelaciones cercanas que representaban, en planta o
de perfil, al «guanaco huyendo», al «avestruz» en reposo, a la «boleadora ten­
dida» (alfa y beta del Centauro); en fin, el refugio («corral») en el que las almas
de los cazadores acechaban la caza (la Corona Austral); el «toldo de la cura­
ción» del hechicero...
De algún modo, no obstante, el espíritu de los antepasados (abuelos o tíos)
retornaba a la Tierra para reencarnarse en los nietos o sobrinos, herederos del
nombre personal de aquéllos — regla rígida que permite el rastreo secular de las
genealogías y que singulariza a los tehuelches en relación a todos los demás pue­
blos tratados en este capítulo— . Los nombres propios estaban asociados con
canciones particulares, «de linaje», y existía una danza laberíntica, masculina,
de los espíritus de los antepasados redivivos.
Siempre en conexión con la caza, el Alto Dios tehuelche (diosa, en princi­
pio) corresponde a la figura del «Señor de los Animales», con residencia ambi­
gua, celeste y terrena. Entre los tehuelches meridionales había decaído, hasta
convertirse en un «dios ocioso», reemplazado en mayor medida por la de un
héroe mítico, pero entre los septentrionales se mantuvo hasta el final, como
dispensador de las presas y de sus rebaños. En el caso de los tehuelches meri­
dionales la decadencia del Dios — producto de la acentuación de su faceta de
castigador— dio origen a un desdoblamiento, una figura paralela, conceptuada
528 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

como maligna, el «gualicho», de singular destino, desde que trascendió el ám­


bito patagónico para proyectarse, folklóricamente, al Norte del país y a los pa­
íses vecinos.
Como los onas, aunque menos conocido, los tehuelches disfrutaron de un
sistema religioso complejo, con mitos de origen — caos inicial— y cosmogonía,
acompañados de numerosas leyendas míticas, etiológicas y otras (Bórmida y Sif-
fredi, 1969-1970; Siffredi, 1969-1970).
Los muertos, envueltos en mortajas de cuero y flexionados, eran sepultados
en tierra y cubiertos por estructuras tumuliformes, piramidales (Casamiquela,
1981), de ramajes o de piedras amontonadas, que en algunos casos alcanzaban
varios metros de alto y de diámetro. Al pie se colocaban los caballos sacrificados
del muerto, a veces rellenos de paja, y de pie.
A diferencia de los onas, con los cuales existen numerosas y profundas cohe­
rencias religiosas, no se han registrado ceremonias de iniciación masculina"*', u
otras separadas antifemeninas. En cambio, la entrada en la pubertad de las jóve­
nes requería una ceremonia complicada, con aislamiento y ayuno, y las ya cita­
das danzas de los antepasados. A ellas se recurría para la imposición del nombre
a un niño — horadación del lóbulo auricular— y para obtener la curación.
Los aspectos demográficos son, como en los otros casos, difíciles. Quizá en
vez de arriesgar cifras válidas para todo el territorio convenga aludir al número
posible de bandas o unidades sociales que se movían en él. Si se extienden a la
Patagonia central y meridional los datos correspondientes a los tehuelches sep­
tentrionales australes (es decir, entre los ríos Limay-Negro y Chubut) hacia me­
diados del siglo pasado (Claraz, 1988): unas cinco unidades, es posible hablar de
la existencia de una quincena de unidades en todo el territorio, hasta el estrecho,
excluida la provincia del Neuquén, de características especiales, como se verá.
Atribuyendo una población de ciento cincuenta personas a cada banda, resultan
2 5 5 0 individuos, que pudieron fluctuar en tiempos ecuestres iniciales antes de la
decadencia hasta quizá cerca del doble.
P uelches interm edios. Con este pueblo, uno de los varios casi fantasmales del es­
cenario que estamos estudiando, nos trasladamos a la provincia argentina del
Neuquén, es decir, a la región noroccidental de la Patagonia en sentido lato (véa­
se el esquema de la página 496).
En los últimos años se localizó en el curso inferior del río Neuquén un cemen­
terio arqueológico, que dio origen al museo del sitio de Añelo, cerca de la represa
de Loma de la Lata"*^. Se trata de un conjunto de individuos de muy alta estatura y
esqueleto robusto, con deformación occipital y que usaban tembetás y aros de co­
bre. El conjunto es asignable a tiempos prehistóricos tardíos hasta inicio-hispáni-
cos. Resulta sencillo conectar a estos individuos con otros, de semejantes caracte-

4 1 . Una cita de Gusinde en el sentido es mera confusión con las ceremonias de ingreso en la
pubertad para las niñas (1926; 3 1 0 ; cf. Siffredi, 1 9 6 9 -1 9 7 0 : 265).
4 2 . Meritoriamente excavado por la arqueóloga regional Ana María Biset, acompañada por
Luz M aría Font.
LOS PUEBLOS DEL E X T R E M O A U S T R A L DEL C O N T I N E N T E 529

rísticas somáticas, exhumados por Jorge Fernández (1992) en las faldas de la cor­
dillera, en latitudes intermedias de dicha provincia del Neuquén.
Son, por un lado, los descendientes de la población pámpida representada
por el esqueleto de Quemquetreu, ya citado; por otro, los antepasados o con­
temporáneos de uno de los grupos de indígenas denominados «puelches» por los
cronistas, de los que Vivar (1966, 136-137), el más antiguo de los de Chile, nos
dio, en 1558, la siguiente referencia: «Dentro de esta cordillera a quince y a
veinte leguas hay unos valles donde habita una gente, los cuales se llaman Puel­
ches y son pocos. Habrá en una parcialidad quince y veinte y treinta indios. Esta
gente no siembra; susténtase de caza que hay en aquestos valles. Hay muchos
guanacos y leones y tigres y zorros y venados pequeños y unos gatos monteses y
aves de muchas maneras. De toda esta caza y montería se mantienen, que la ma­
tan con sus armas que son arco y flechas. [...] Sus casas son cuatro palos y de es­
tos pellejos son las coberturas de las casas. No tienen asiento cierto, ni habita­
ción, que unas veces se meten a un cabo y otros tiempos a otros. Los vestidos
que tienen son pieles. De los pellejos de los corderos aderézanlos y córranlos, y
cósenlos tan sutilmente como lo puede hacer un pellejero. Hacen una manta tan
grande como una sobremesa y ésta se ponen por capa o se la revuelven al cuer­
po. De estas hacen cantidad y los tocados que traen en la cabeza los hombres
son unas cuerdas de lana que tienen veinte y veinte y cinco varas de medir, y dos
de éstas que son tan gordas como tres dedos juntos. Rácenlas de muchos hilos
juntos y no las tuercen. Esto se revuelven en la cabeza y encima se ponen una red
hecha de cordel. Este cordel hacen de una hierba que es general en todas las in­
dias; es a manera de cáñamo. Pesará este tocado media arroba y algunos una
arroba. Encima de este tocado en la red que dije meten las flechas que les sirve
de carcaj’’ ^. Los corderos que toman vivos sacrifican encima de una piedra que
ellos tienen situada y señalada. Degüéllanlos encima y la untan con la sangre y
hacen ciertas ceremonias y a esta piedra adoran [...]».
Como se ve, cazadores netos, que suplementaban su dieta con la recolección
de los piñones de araucaria (Araucaria araucana), conifera de dispersión circuns­
crita, de alto poder nutritivo. El único rasgo aparentemente andino, no pan-pa-
tagónico, en ellos sería el del sacrificio de una llama (?), que podría revelar in­
fluencias araucanas — aunque las piedras sagradas, normalmente oráculos, son
de extracción no-araucana y comunes a la Patagonia extra-andina y la Pampa.
A pesar de la cita ambigua del cronista, los territorios de caza de avestruces y
guanacos estaban obligadamente en la meseta oriental, lo que daba a estos «puel­
ches»"^ una natural relación con los cursos inferiores de los ríos Neuquén y Limay.
Por todo ello, y anticipando posteriores contactos cotidianos en épocas ya
francamente ecuestres, debieron constituir la cabecera de puente austral"*^ de las
influencias araucanas que empezaban a llegar de allende los Andes, y utilizando

43. Había carcaj aparte. El curioso hábito es compartido por indígenas australes, según citas
contemporáneas; todo ese tocado resulta un rasgo pan-patagónico.
4 4 . La voz es araucana, «gente del Este», y por ende de sentido relativo.
45. La otra, quizá mejor porción boreal de la cabecera neuquina, fue el Norte de esta provin­
cia del Neuquén. Véase más adelante.
530 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

los cursos mencionados — convertidos en rutas, al menos parciales— hasta al­


canzar la provincia de Buenos Aires.
En efecto, Juan de Garay, refundador de Buenos Aires, entró en contacto
con indígenas cubiertos «con mantas de pieles de gatos monteses» y toldos «de
cueros de venados», que no obstante poseían en las estribaciones atlánticas de la
sierra de Tandil, en dicha provincia, «alguna ropa de lana muy buena», que, se­
gún ellos mismos aclararon, procedía de la cordillera andina. Se trata de cazado­
res «pampeanos», tal vez no todavía patagónicos — aunque quizá ya en posesión
de algunos caballos— pero sí al menos «tehuelchizados».
Q uerandtes. Los cazadores «puros» reaparecían más al Norte, en un territorio
que puede enmarcarse entre la porción austral de las sierras centrales de la Ar­
gentina (Córdoba y San Luis), por el Oeste; el río Carcarañá, afluente del Para­
ná, por el Norte; este curso y el río de la Plata por el Este; y, finalmente, el siste­
ma de los ríos Quinto-Salado (de la provincia de Buenos Aires) por el Sur. Se
trata de los querandíes del Río de la Plata, calificados de «belicosos» en tiempos
de la fundación de Buenos Aires (1536), ciudad a la que terminarían por incen­
diar y destruir al final de un azarosa relación, producto de la arbitrariedad de los
españoles, encabezados por Pedro de Mendoza.
Se trata, otra vez, de individuos de alta estatura y corpulencia, calificados sin
embargo de «muy ágiles», con toldos de cuero pintado y capa del mismo mate­
rial; armados de arco y flechas y boleadoras; cazadores de guanacos, venados y
«liebres»; pescadores (?). Podríamos agregar que se trataba con probabilidad de
partidas pequeñas, pero perfectamente capaces de reunirse para la guerra y pe­
lear concertadamente. Atacaron Buenos Aires con flechas incendiarias. Práctica­
mente, nada se conoce de su lengua ni de su demografía (Casamiquela, 1969).
Tampoco son claras sus verdaderas afinidades étnicas, ya que parecen participar
de lo pan-patagónico, por un lado, y de lo chaqueño, por otro. Personalmente,
me inclino a filiarlos como pan-patagónicos''®.

L o s restantes p u eblos, no específicam ente cazadores,


d el á m b ito pam pean o-(n or)p atag ón ico

Estos pueblos aparecen unidos por el común denominador de diferenciarse de


diversas maneras de esta suerte de estrato cazador hasta aquí reseñado. Es decir,
que se los reúne a través de un criterio negativo.
P ehuenches boreales. Comenzando por el Noroeste, aparecen en primer lugar
los «pehuenches primitivos» de los que hablan diversos autores (pehuenches bo­
reales én mi clasificación), una etnia de características sui generis. Racialmente,
ima entidad claramente diferente de la anterior, de alta estatura pero ahora aso­
ciada a un esqueleto delicado y un cuerpo magro, enjuto, de notable agilidad se-

46. Llevado por la forma inferible para el toldo o tienda, que sería la misma de la presente en­
tre los tehuelches. Remito al lector a un trabajo especial acerca de este último tema (Casamiquela,
ms. 4).
LOS PUEBLOS DEL EXTREMO AUSTRAL DEL CONTINENTE 531

In d íg en a s p eh u en ch es co n sus to ld o s có n ic o s , de cu ero . R e c o le c c ió n de p iñ o n es de a ra u ­
c a ria . C o rd ille ra an d in a , co m ien zo s del siglo p asad o .
F u en te: R o d o lfo M . C asam iq u ela.

gún los cronistas. El cráneo era dolicoide, como en las anteriores etnias, pero mu­
cho más alto, y con una morfología en «techo de dos aguas» que recuerda al mo­
delo láguido: se trata del biotipo huárpido de Canals Frau (1959: 303 ss.), acep­
tado por Bórmida, pese a las críticas formales que su creación, libresca, deparó.
Este modelo aparece en el Sur de la misma provincia del Neuquén, asociado
a pámpidos y ándidos en Haichol, yacimiento ya citado, y en sus alrededores; en
Cuyo es el biotipo de los huarpes históricos — el pueblo epónimo— , y en Chile
central se lo exhumó en Cochipuy, en la cuenca de la laguna de Taguatagua.
Situados en la mitad septentrional del bosque de araucarias {Araucaria arau­
cana), la economía de los pehuenches boreales se basó significativamente en el
consumo del piñón —y de allí su nombre araucano de pehuenches («gente de las
araucarias»)— , que conservaban en silos subacuáticos y preparaban de distintas
maneras. Son sin duda los beneficiarios de los yacimientos de sal fósil del área ex-
traandina (Truquico y otras), que explotaban por medio de hachas pulidas (neolí­
ticas), haciendo verdaderos socavones o pozos de mina (Lascaray, 1963). Son los
introductores en ese territorio de la bebida colectiva en hoyo, presuntamente del
patín para la nieve, etc. Todo ello, asociado a una lengua casi desconocida pero
claramente aislada, pone de manifiesto una extracción por completo diferente con
respecto al estrato ya citado de los grandes cazadores, y también en relación con el
otro estrato pan-patagónico-fueguino: el de los pueblos con cultura de agua.
532 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

L o s p u eb lo s hídricos p atagón ico-pam pean os

P ehu en ches australes (canoeros). Lo que acabo de decir es válido a pesar de que
un cronista, en 1649, calificara de «pehuenches» a indígenas canoeros con hábi­
tat en el área del actual lago Huechulafquén, en el Sur de la provincia del Neu-
quén, dentro del ámbito de dispersión de la araucaria (Rosales, en San Martín,
1940: 23 ss.)- Evidentemente se trata de un nombre colectivo, sin valor étnico,
por lo que reservo para este pueblo casi desconocido el rótulo de pehuenches
australes (canoeros) o pehuenches australes primitivos. Aparte de que usaban ca­
noas de troncos y empleaban remos, flechas y hondas, nada más sabemos de
ellos. Tampoco acerca de su tipo racial, ni de su lengua.
Puenches australes. Tampoco de éstos cabe afirmar si tenían relación con otros
pueblos de navegantes lacustres, como los célebres «puelches de Nahuel Huapi»
de los cronistas de los siglos x v i l y x v i ii (puelches australes según mi nomencla­
tura), usuarios de la piragua o canoa de tablas^^.
Poca información poseemos sobre este pueblo, aunque sabemos que habita­
ba en las islas y en la costa septentrional del aludido Huechulafquén, rey de los
lagos cordilleranos (y con toda probabilidad otros lagos vecinos hacia el Sur), y
que eran racialmente fuéguidos, o fuegoides; que ya a mediados del siglo xvii,
según narra el jesuíta Mascardi, estaban profundamente aculturados por sus ve­
cinos tehuelches (septentrionales australes, occidentales) de la margen sur del río
Limay, poderoso desaguadero de aquel lago, que ejercieron presión sobre ellos
facilitada por el hecho de disponer de caballos. Sabemos, por último, que, gra­
cias a la técnica de armar y desarmar las embarcaciones, cruzaban habitualmen­
te la cordillera para contactar con sus homólogos chonos, con los que parecen
haber estado cercanamente emparentados. Sin embargo, la lengua, de la que
sólo hay datos indirectos, no era la misma; pero no descarto que se trate de una
variante sólo dialectal, aunque importante.
P u eblos an ón im os d el litoral atlántico y sus tributarios norpatagónicos. Es im­
posible asegurar si otros indígenas hídricos, de procedencia litoral en este caso,
llegaron hasta el lago Nahuel Huapi, remontando el curso de los ríos Negro-Li-
may. Lo cierto es que testimonios arqueológicos de su presencia se encuentran
en el curso medio de dicho río (isla de Choele Choel) e incluso en el Limay infe­
rior (Pastore, 1974). Con ellos asistimos a la presencia de una nueva entidad ra­
cial, la de los láguidos (para el caso, lagoides, por su profunda mezcla con los
fuéguidos), de origen que hay que buscar en tierras del Sur del Brasil actual,
donde el tipo está todavía fuertemente presente en la población indígena. De ser
esto cierto, tuvieron que descender por los grandes ríos, o la costa atlántica.
Es procedente aludir al tiempo «histórico», ya que es altamente probable
que los españoles hayan entrado en contacto con sus últimos representantes en
el siglo XVI (Alcazaba, en el río Chico del Chubut) y comienzos del x v i i (Her-

47. Entiendo, además, que el alerce, la madera por excelencia, no llegaba en su dispersión sep­
tentrional hasta el lago Huechulafquén.
LOS PUEBLOS DEL EXTREM O A U STR A L DEL C O N T IN EN T E 533

nandarias, en el río Negro medio). De hecho, existen sendas alusiones a indíge­


nas en «ranchillos» de ramas, que evidentemente no eran tehuelches. En efecto,
en dicha época la presión de los cazadores del interior, presuntamente secular,
estaría produciendo la absorción de estos grupos litorales e hídricos (marinos y
fluviales), con una economía de cazadores y recolectores, y dueños de una cerá­
mica, de tradición litoral-septentrional, de notable desarrollo.
En este contexto, es difícil definir cuál fue el papel — e incluso el origen geo­
gráfico'**— de los fuéguidos hallados a lo largo de toda la costa patagónica y bo­
naerense en yacimientos arqueológicos tardíos, mezclados estrechamente con los
láguidos a partir de la latitud Norte de la Patagonia septentrional'*’ . Y tan difícil
como eso, o más, es definir cuál fue el papel que desempeñaron láguidos y fué­
guidos en el interior del área pampeana — bonaerense, por lo pronto— , al que
arribaban esencialmente a través de los ríos que desembocan en el Atlántico, en
los que contaban con una antigüedad de milenios^®.

L o s cultivadores

G uaraníes. Para terminar con los pueblos hídricos, vaya una referencia a los
guaraníes, hábiles canoeros de los ríos Paraná y Uruguay, en fase de expansión
hacia el Sur en tiempos de la colonización hispana. Estaban presentes en el río
Paraná inferior y en el río de la Plata, en cuya margen sur tenían asentamientos
costeros, en el momento de la Conquista española. Sin embargo, no avanzaron
apenas por dicha margen hacia el Sur de Buenos Aires, según acredita la arqueo­
logía, gracias a la cual, además, estamos al tanto de lo tardío de su llegada a di­
cho territorio.
Como es sabido, por tratarse de un pueblo ampliamente conocido por su
trascendencia cultural y geográfica, los guaraníes constituyeron una raza dife­
rente, amazónica, según los autores clásicos, de estatura mediana y cráneo corto,
de hábito subsedentario, agricultores y en menor grado cazadores, pescadores y
recolectores, y hábiles canoeros. Entre ellos es común la práctica del canibalis­
mo, rasgo que los singulariza entre todos los pueblos tratados en este capítulo.
Canals Frau (1953: 337 ss.) ha rescatado el nombre de «chandules», que ha­
bría sido aplicado a estos grupos de guaraníes australes por los primeros cronis­
tas. Sin duda utilizaban la lengua común a toda la gran etnia guaraní, conocida
y todavía célebre por su plasticidad y sonoridad particulares, y que aún se habla
en vastos sectores de América del Sur.
No cabe ocuparse más de esta etnia, con centro de gravedad en latitudes más
septentrionales.

4 8 . Pues pueden proceder tanto del Sur, habiendo dado la vuelta al continente, com o del N or­
te, o bien de ¡ambos lados!
4 9 . La mezcla es tan íntima (metamorfismo) que los cráneos de modelo láguido — si se está de
acuerdo con Bórmida, 1953-1954— están invariablemente asociados con una cara de modelo fué-
guido.
50. Véase Casamiquela (1980) al respecto; además, las investigaciones en curso de Politis
(1989) y colaboradores en el Sur de la provincia de Buenos Aires. Varios de los individuos exhuma­
dos por ellos, de gran antigüedad, son láguidos.
534 RODOLFO M. C A S A M I Q U E L A

EPÍLOGO

Con esto hemos llegado al final de esta presentación de los pueblos del extremo
austral del continente. Pueblos primitivos sin excepción, como se ha visto, de los
cuales sólo el último de los estudiados había alcanzado — en una escala ideal de
la evolución de las culturas— el nivel del cultivo. Todos fueron cazadores, pes­
cadores y recolectores, nómadas a través de un inmenso territorio, del que sólo
iban a ser desalojados — ¡por extinción!— por el conquistador europeo.
Una primera reflexión es que, hasta el momento de ese tremendo impacto,
estos pueblos habían acreditado una continuidad de milenios. Se transforma­
ron, metamorfosearon y adaptaron de diversas maneras, pero in situ. De algún
modo, más allá de incontables influencias llegadas a su ámbito por distintas
vías, los indígenas históricos son los descendientes de los que vinieron de Améri­
ca del Norte y de Asia, y se beneficiaron de culturas heredadas de aquellos anti­
guos inmigrantes.
Lo anterior da pie a una segunda reflexión derivada, de enorme trascenden­
cia potencial: si esto es así, los antropólogos e historiadores estamos frente a la
oportimidad única de acceder a una suerte de muestreo, arqueológico y etnográ­
fico, seleccionado por el juego de la cultura, del patrimonio cultural de estos
hombres paleolíticos, que — recuérdese— se emparentan con los de Asia y con
los de la propia Europa. Un legado cultural de un potencial casi infinito.
Cabe cerrar estas líneas con un llamamiento a los investigadores especiali­
zados en el área, para que mediten acerca de este desafío y esta responsabilidad.
Que sepan, en fin, que con la aplicación de técnicas depuradas de investigación
todavía estamos a tiempo.
22

S O C IE D A D E S F L U V IA L E S Y S E L V ÍC O L A S D E L E S T E :
PA RA G U A Y Y PA RA N Á

B a r t o m e u M e liá

El río Paraguay ha sido, para las sociedades que junto a él se han desarrollado,
frontera y camino. Separando dos reglones ecológicamente bien diferenciadas
— pampas y savanas en la margen derecha, selvas subtropicales y campos a su iz­
quierda— , fue a su vez el escenario de culturas diferentes que desarrollaron his­
toricidades propias, que se desconocían mutuamente o entraban en frecuentes
conflictos.
«El río Paraguay constituía una verdadera frontera entre los chaqueños y los
guaraní del Paraguay oriental, diferentes racial, cultural y lingüísticamente, pim ­
pidos y paleolíticos los primeros, amazónicos y neolíticos los segundos» (Susnik,
1978: 9). Sociedades pámpidas del Sur habían aprovechado el río para sus des­
plazamientos hacia el Norte, mientras que los neolíticos procedentes del Norte
se sirvieron del mismo río para sus migraciones hacia el Sur.
El doble carácter de frontera y de camino del río Paraguay fue determinando
la historia de los expedicionarios españoles, que por él buscaron la sierra de la
Plata y en él se establecieron, aliándose primero y colonizando después a las so­
ciedades neolíticas y considerando siempre a los habitantes de la otra banda
como una frontera hostil.
Por el contrario, desde el Paraguay oriental hasta el Atlántico, la región que
incluía las cuencas del alto Paraná y del Uruguay media presentaba una cierta
homogeneidad ecológica y conoció de hecho el predominio de una cultura prin­
cipal que fue la guaraní.

LO S GUARANI: UN PUEBLO DE EM IG RA N TES

En una época que coincide con el principio de nuestra era, hace unos 2 000 años,
sociedades procedentes de la cuenca amazónica intensificaron sus movimientos
migratorios y, dirigiéndose hacia el Sur, se establecieron en las selvas subtropica­
les que acompañan las cuencas del Paraná, del Uruguay y de la margen izquierda
del Paraguay. En esa región se estaban formando las sociedades que después se­
rían denominadas genéricamente como «guaraní».
536 BARTOMEU MELIÁ

«Utilizando los índices de variación temporal de las lenguas dentro de un


tronco lingüístico (método conocido como glotocronología) y basándose en el
presupuesto de que el lugar de origem de un tronco es el que coexiste en el ma­
yor número de familias lingüísticas emparentadas, Migliazza (1982) estableció el
lugar de origen del tronco tupí (al que pertenecen los guaraní) entre los ríos Ji-
Paraná e Aripuana, tributarios del margen derecho del río Madeira. Se estima
que este tronco pudo haber tenido su origen hace alrededor de 5 000 años
(Schmitz, 1991: 36).
Los guaraní son el resultado de movimientos de migración que los alejaron y
los diferenciaron de las diversas formas de ser tupí a través de un proceso que
habría durado unos 3 000 años. Entre tanto hay una fase en este proceso de mi­
gración y formación lingüística y cultural que suele denominarse «tupí-guaraní»,
ya que en ella se dan en germen las características que después se desarrollarán
por separado.
En efecto, «pasados algunos siglos de su instalación, en las selvas del Sur no­
tamos la presencia de dos poblaciones: Arma del Paranapema hacia el Norte y
lejos de la costa este brasileña, que habla tapí, y la otra al Sur, hablando guara­
ní. La diferencia entre las dos poblaciones no es sólo lingüística, sino también
tecnológica y ecológica. Los tapies tienen tierras más calurosas, cultivan predo­
minantemente la mandioca amarga y adaptan sus instrumentos cerámicos a la
producción de pasta de mandioca y harina. Los guaraníes, en tierras general­
mente más frías, cultivan maíz, la mandioca, los frijoles, la patata dulce, las cala­
bazas, para cuya preparación necesitan otras formas de artefactos de cerámica,
que los distinguirán de sus hermanos situados al Norte. Los arqueólogos apoya­
dos en estas diferencias que hay en los recipientes de cerámica, en términos de
decoración, forma y fabricación, llamaron al linaje tupí subtradición pintada y
al linaje guaraní, subtradición carcomida (gastada). En el primero, la casi totali­
dad de los recipientes están pintados; en cambio en el segundo la impresión de la
huella del dedo gastado, del borde de la uña o de objetos puntiagudos, constitu­
ye la decoración más común de los recipientes. Las propias formas de éstos son
diferentes, manteniendo, sin embargo, ciertas características estructurales y de­
corativas, que reclaman la unidad original» (Schmitz, 1991: 37-39).
Como colonos dinámicos, los guaraní continuarían su expansión migratoria
hasta los tiempos de la llegada de los europeos a sus tierras hacia el año de
1516; es más, algunos grupos no han dejado de caminar hasta el presente.
La migración parece constituir una de las categorías fundamentales para en­
tender la historicidad guaraní, a pesar de que muchas de sus sociedades no ha­
yan hecho efectiva una migración en términos geográficos.

LA BÚSQUEDA DE LA TIERRA SIN MAL

Las evidencias arqueológicas comprueban que los guaraní llegaron a ocupar las
mejores tierras de los ríos Paraguay, Paraná y Uruguay. Son tierras en las cuales
la técnica agrícola del rozado o coivara permite un rendimiento considerable en
el cultivo del maíz y la mandioca, entre los cultivos principales.
SOCIEDADES FLUVIALES Y SELViCOLAS DEL ESTE: PARAGUAY Y PARANÁ 537

La misma arqueología recoge muestras de que los guaraní eran aldeanos y


horticultores; las grandes ollas en las que se preparaba la chicha kagui hacen
pensar en grandes concentraciones festivas. La misma voluntad de belleza con
que están fabricadas y decoradas y otros tipos de cerámica manifiestan un indu­
dable desarrollo económico y social.
Estas tierras ofrecen un horizonte ecológico muy definido. Se puede incluso
hablar de una «tierra guaraní», que los guaraní buscaban conscientemente, a la
que se adaptaban, pero que ellos mismos trabajaban para que sustentara su
identidad cultural. Los guaraní escogieron de hecho climas húmedos, con una
temperatura media entre los 18 y 22° C, y se ubicaron preferentemente en las
cercanías de los ríos y lagunas, en lugares que no exceden los 400 msnm, ocu­
pando casi exclusivamente las selvas subtropicales.
Sin embargo, la «tierra guaraní» no puede ser reducida a un concepto me­
ramente ecológico y económico con vistas a la producción de alimentos y apro­
vechamiento de recursos naturales para la caza, la pesca y la recolección. Se pue­
de pensar que las antiguas migraciones estuvieron ya impulsadas por motivos
análogos a los que registraron modernos antropólogos como explicación de mi­
graciones más recientes. Curt Unkel Nimuendajú, en D ie Sagen von der Ers-
chaffung um d Vernichtung d er Welt ais Grundlagen der R eligión der A papocú -
va-G uaraní, planteó la hipótesis de que el motivo principal de las migraciones de
los tupí-guaraní no era expansivo-guerrero, sino de carácter religioso (1914;
1987: 97-108). Alfred Métraux (1917), rastreando la documentación histórica
relativa a las sociedades tupí y guaraní, pensó que dicha hipótesis se confirmaba,
al menos por lo que se refería a las migraciones contemporáneas a la conquista
colonial europea.
Gran parte de la correcta interpretación de la historia guaraní dependerá de la
comprensión de la migración, de sus motivos y de sus resultados, y de lo que deba
entenderse por la expresión de «búsqueda de la tierra sin mal» (yiy m arañe y).
Si se juntan los datos proporcionados por la arqueología, por la lingüística y
la mitología, se puede decir que la búsqueda de la tierra sin mal de los guaraní
no descuida la realidad de una tierra buena, preferentemente tierra virgen, que
facilite el trabajo agrícola y la instalación de una aldea. Con una expresión que
es muy característica de todas las sociedades guaraní, la tierra guaraní se identi­
fica con el tek o h á , que significa el lugar donde se da tek ó , esto es, el modo de ser
propio, la costumbre y la cultura. El tek o h á significa y produce al mismo tiempo
relaciones económicas, relaciones sociales y organización politicoreligiosa, esen­
ciales para la vida del guaraní. El tekoh á, que es una tierra, es también una inte-
rrelación de espacios culturales, económicos, sociales, religiosos y políticos. Es el
lugar, dicen los guaraní, donde vivimos según nuestras costumbres.
Refleja bien esta noción la descripción histórica de un misionero jesuita del
siglo XVII: «Es gente labradora, siempre siembran en montes y cada tres años
mudan chacra. Habitan casas bien hechas [...]; algunas tienen ocho y diez horco­
nes, y otras más o menos, conforme el cacique tiene vasallos, porque todos sue­
len vivir en una casa [...] Sus poblaciones son pequeñas, porque como siempre
siembran en montes quieren estar pocos, porque no se les acaben, y también por
tener sus pescaderos y cazaderos acomodados» (MCA: 1, 166-167).
538 BARTOMEU MELIÁ

La distribución de espacios de un tek oh á se presenta de este modo: un monte


apartado y poco trajinado, reservado para la caza, para la recolección de miel,
frutas silvestres y para la pesca; la existencia de manchas de tierra especialmente
fértil para hacer en ellas los rozados y cultivos y, por último, un lugar adecuado
y agradable donde levantar la gran casa comunal, o im grupo de casas, con un
gran patio abierto, que propicia el encuentro social y la celebración de ceremo­
nias religiosas.
La búsqueda de la tierra buena y el abandono de las tierras donde surgía el
mal podían derivar tanto de fenómenos naturales y de desgate ecológico como
de problemas de carácter social y religioso, como un considerable aumento de­
mográfico en algunas aldeas, la presencia de enfermedades y muerte, los ataques
de enemigos, pero también la lucha por el prestigio entre jefes rivales, un males­
tar social o la búsqueda de un mayor bienestar que sólo se podría conseguir me­
diante la migración a nuevas tierras.
En la incitación a buscar nuevas tierras desempeñaron un papel importante
los chamanes {karaí), que tenían una percepción particularmente aguda del mal
en la tierra y la transmitían con acentuado fanatismo a sus seguidores.

LA VIDA GUARANÍ

La formación del modo de ser guaraní puede considerarse consolidada en sus as­
pectos fundamentales a partir del siglo vil, alcanzando lo que puede considerarse
como su periodo Clásico en torno al siglo ix n.e. La cerámica de esta época es
magnífica por su forma, su tamaño y su calidad; los museos se enorgullecen de
poseer ejemplares, generalmente muy bien conservados.
La expansión migratoria había dado como resultado dos fenómenos encon­
trados: la diferenciación dialectal y cultural de los diversos grupos, pero también
la extensión geográfica cada vez mayor de un modo de ser que en sus aspectos
fundamentales presentaba una gran unidad.
Los guaraní, que probablemente se autodenominaban avá, que significa «ser
humano» y «persona» en la lengua guaraní o también m byá, que significa «gen­
te», tenían sin duda una fuerte conciencia de constituir un ñandeva, un «noso­
tros», con un modo de ser que les era propio y exclusivo: ñandé rek o , «nuestro
modo de ser, nuestras costumbres, nuestra ley y sistema», como traduciría el pri­
mer diccionario de la lengua guaraní (Montoya, [1639] 1989). Una lengua co­
mún, aunque con realizaciones dialectales diferentes; un sistema de costumbres
comunes y la vivencia de experiencias religiosas con fundamentos míticos pareci­
dos constituían los elementos esenciales que permiten hablar de una cultura gua­
raní específica.
Esta identidad se expresaba de varios modos en la vida de cada día y en las
actuaciones críticas en que este modo de ser debía ser defendido o desarrollado.
Tal vez el momento en el que la identidad guaraní se expresaba de un modo
paradigmático era la fiesta y el banquete. Los bienes producidos en abundancia,
gracias ai trabajo en común [potyró), eran distribuidos a los convidados, que los
aceptaban conforme a las reglas de reciprocidad (jopói), que conferían prestigio
SOCIEDADES FLUVIALES Y SELVÍCOLA5 DEL ESTE: PA RA G U A Y Y PA RA N Á 539

y renombre al anfitrión, mientras el consumo se hacía entre cantos y danzas que


podían durar días y semanas. En estos banquetes se manifestaba también la elo­
cuencia de quienes tenían el don de la palabra inspirada y políticamente justa.
Los banquetes antropofágicos, en los que era sacrificado un prisionero, respon­
dían al mismo esquema y deben verse como manifestaciones de la reciprocidad
negativa, de venganza contra los enemigos, pero de consolidación de las relacio­
nes recíprocas internas; aspectos que deben incluirse dentro de la historicidad
guaraní, ya que guerras y antropofagia no están desligadas de sus migraciones y
de su modo de ser agricultores y aldeanos.
La experiencia religiosa, que hacía de la palabra inspirada su don más apre­
ciado, constituye también un elemento esencial de la identidad guaraní. Se puede
suponer que las creencias y ritos de los guaraní antiguos no serían muy diferen­
tes de los de los guaraní con los que se contactó en el siglo X IX ni de los que en el
siglo X X no han sufrido excesivas influencias exteriores. El mito de los Mellizos,
con sus héroes culturales, por su amplia difusión en todo el complejo tupí-guara­
ní y por las referencias que de él se tienen desde los primeros tiempos coloniales,
debía moldear ya el pensamiento de los primitivos guaraní. Lo mismo puede de­
cirse de los cantos y de las danzas, cuyos nombres constan en los primeros dic­
cionarios. Sueños y visiones chamánicas están también atestiguados desde anti­
guo. «Es toda esta nación muy inclinada a religión», constataba un cronista del
siglo X V I, el padre Alonso Barzana (1594). Aunque deformados o reducidos a las
categorías coloniales, aparecen en las páginas de los escritores coloniales otros
elementos de la religión guaraní: creencia en un jaguar mítico; cou v ad e del va­
rón en el parto de la mujer y ritos funerarios que traducen una especial concep­
ción del alma; la tradición de un diluvio y sobre todo las prácticas de la adivina­
ción y de la magia. La experiencia religiosa de los guaraní antiguos, com o la de
los ahora, estaría vinculada a la migración y a la «búsqueda de la tierra sin
mal».

LA RESPUESTA GUARANÍ A LA ENTRADA CO LO N IA L

Los guaraní, en sus movimientos migratorios, se habían encontrado con otras


sociedades, dominando a unas por la guerra, asimilando a otras por el mestizaje,
o estableciendo fronteras más o menos hostiles. Las relaciones con otras socieda­
des habían influido sobre las migraciones y sobre la formación de una cultura en
la que la guerra era un elemento importante.
La historicidad guaraní se encontró con una historicidad de otro género
cuando vio la llegada de otra sociedad a la que no supo darle otro nombre que el
que aplicaba a sus chamanes: karaí. Esta palabra vino a significar «cristiano»,
«español», «blanco» y «señor», significados que han perdurado hasta hoy en la
lengua guaraní hablada en el Paraguay.
El encuentro de los guaraní con estos nuevos karat, sin embargo, se dio a lo
largo de un lapso de tiempo bastante prolongado, en localizaciones geográficas
bastante distantes entre sí y en situaciones diferentes. Esto dio lugar a una nueva
historicidad guaraní, ya que los riesgos empíricos que los grupos y las personas
540 BARTOMEU MELIÁ

tuvieron que asumir eran cualitativamente diferentes a los que habían tenido que
hacer frente en los siglos anteriores. La historia guaraní no se reduce a la alianza
con los españoles, como a veces se presentaba, ni tampoco a su resistencia con­
tra el sistema colonial. Lo que continúa siendo lo esencial de la historia guaraní
es la voluntad de reproducir su identidad aun en medio de los cambios que se
iban presentando.
Para el periodo llamado Colonial, los guaraní tuvieron tres tipos de respues­
tas que corresponden también a tres proyectos coloniales: la alianza y el mestiza­
je; la reacción contra la encomienda; y la aculturación a través de la reducción
misionera.
Estas respuestas históricas de los guaraní frente a la entrada colonial se die­
ron junto con otros fenómenos particulares que no se pueden esquematizar rígi­
damente. Lo que se puede decir es que las relaciones entre la sociedad que se im­
plantaba en esta parte de América y los guaraní, estaban generalmente marcadas
por un profundo qu id p ro q u o , que muestra hasta qué punto dos sociedades
continuaban con historicidades diferentes y hasta opuestas, aun cuando parecía
que se aliaban y una de ellas se integraba a la otra.

A lianza y m estizajes

Los primeros guaraní que descubrieron la presencia de los «otros» en su territo­


rio fueron los chandul o chandri, también llamados guaraní de las islas, según
los documentos históricos de la época que a ellos se refieren. Eran canoeros que
al parecer no hacía mucho tiempo habían emigrado hacia el Sur y se habían ins­
talado en las islas del río Paraná, hasta su delta.
Luis Ramírez, en una carta de 1528, les atribuye una serie de rasgos cultura­
les que resultaron paradigmáticos para casi todos los guaraní: «Aquí con noso­
tros está otra generación que son nuestros amigos, los cuales se llaman Guare-
nis, por otro nombre Chandris: estos andan derramados por esta tierra, y por
otras marchas, como corsarios a causa de ser enemigos de todas estas otras na­
ciones [...] estos señorean gran parte de la India y confinan con los que habitan
la sierra. Estos traen mucho metal de oro y plata en muchas planchas y orejeras,
y en hachas con que cortan la montaña [el bosque] para sembrar: estos comen
carne humana» (Ramírez, en DHG, 1941: I, 98). Significativas son también las
noticias que daba Diego García, en 1530: «Habitan en las islas otra generación
que se llama los guaraníes; estos comen carne humana [...], tienen y matan mu­
cho pescado y abatíes [maíz], y siembran y cogen abatís y calabazas» (García, en
DHG, 1 9 4 1 :1 , 47-52).
La amistad inicial y los alimentos que sin duda suministraron a los recién lle­
gados no impidieron que, llegado el momento, fueran dados en encomienda por
Garay, al tiempo de la segunda fundación de Buenos Aires (1580) y acabaran
por desaparecer étnicamente a final del siglo XVI.
Años después, en 1537, otros indios que manifestaban la misma lengua y
cultura que los guaraní, que fueron conocidos como «kario», ven también la lle­
gada de los «otros» a sus tierras. Después de algunos confusos episodios de hos­
tilidad, los kario optaron por la amistad y alianza. Los españoles fundaron en el
SO CIEDADES FLUVIALES Y SELV ÍC O LA S DEL ESTE: PARAGUAY Y PARANÁ 541

lugar un fuerte, que llegaría a ser la ciudad de Asunción. Los kario pensaron ha­
berlos introducido en su sistema de reciprocidad.
«Tenemos de paz con vasallos de su majestad los indios guaranís [esto es]
carios que viven treinta leguas alrededor de aquel puerto, los cuales sirven a los
cristianos asi con sus personas como con sus mujeres en todas las casas del servi­
cio necesarias, y han dado para el servicio de los cristianos setecientas mujeres
para que les sirvan en sus casas y rozas; por el trabajo de los cuales y porque
Dios ha sido servido de ello principalmente se tiene tanta abundancia de mante­
nimientos, que no sólo hay para la gente que allí reside, mas para mas de otros
tres mil hombres encima: siempre que se quiere hacer la guerra van en nuestra
compañía mil indios en sus canoas; y si por tierra los queremos llevar, llevamos
los mas que queremos; con la ayuda de Dios y el servicio de estos indios habe-
mos destruido muchas generaciones de otros indios que no han sido amigos»
(DHG, 1941: II, 299-300).
En esta relación de 1541, el capitán Domingo Martínez de Irala captó muy
bien los elementos que entraban en juego en el encuentro entre dos sistemas cultu­
rales. Recibiéndolos como karaí, los guaraní-kario incluyeron a los españoles en
su propio sistema cultural, haciéndolos partícipes de la reciprocidad económica,
de la comunicación de mujeres y de sus experiencias migratorias y guerreras. Los
kario, que sufrían de la tradicional presión hostil de los guaycurú chaqueños y de
los asaltos imprevistos de los agace que dominaban con sus canoas el movimiento
del río Paraguay, pensaron que la alianza guerrera con los dueños de espadas y
arcabuces les había de ser propicia y se incorporaron a las expediciones de los
nuevos k a ra í en busca de la sierra de la Plata. Incluso la protección de las aldeas y
de las sementeras se tornaba objetivo común de españoles e indios guaraní.
Actitudes parecidas de amistad y alianza, que también se tradujeron en pro­
visión de alimentos y acompañamiento en las expediciones guerreras y camina­
tas transchaqueñas, fueron las adoptadas por los guaraní más norteños, como
los tobatín y los guarambaré. Al mismo proceso se incorporaron los itatín, situa­
dos todavía más al Norte, entre el Aquidabán y el Mbotetey (o Miranda).
Data de los años iniciales la inclusión de los k a ra í en el sistema de parentes­
co guaraní, como «cuñados», que daría lugar a una numerosa generación de
mestizos, que pronto caracterizó a la nueva sociedad colonial implantada. «Lla­
máronse luego los indios y españoles de cuñados y como cada español tenían
muchas mancebas, toda la parentela acudía a servir a su cuñado» (Informe de
un jesuíta anónimo, de 1620, en MCA, 1951: I, 163).
La alianza migratoria y guerrera y la amistad por parentesco que en los pri­
meros encuentros habían manifestado los kario, los tabatín y la gente de Gua­
rambaré se revelaron posteriormente engañosas e ilusorias cuando los españoles
los quisieron someter a otros intereses. Cristianos y guaraní no buscaban en reali­
dad ni lo mismo, ni del mismo modo. Las expediciones y guerras en las que ahora
se encontraban envueltos los guaraní no correspondían a los motivos tradiciona­
les de sus migraciones en busca de una «tierra sin mal» o del lugar de un kandiré
inmortal. Tampoco los «cuñados» se comportaban como tales; más aún, cuando
las mujeres no eran ofrecidas como antes, aquellos k a ra í entraron a sacarlas por
la fuerza en tristes y violentas razzias que fueron conocidas como «rancheadas» y
542 BARTOMEU MELIA

que resultaron un verdadero genocidio. «Los carios experimentaron la falta de


mujeres que amenazó directamente la existencia sociobiológica de sus comunida­
des, ya que las entregadas voluntariamente, o extrañadas violentamente, eran por
lo general mozas nubiles o mujeres aún procreadoras» (Susnik, 1979-1980: 58).
Los itatín, más alejados de los españoles de Asunción, consiguieron mante­
ner una cierta autonomía, pero los Icario, los tobatín y la gente de Guarambaré,
a pesar de sus intentos de rebelión, acabaron por ser absorbidos por la domina­
ción karat.

L a reacción contra la encom ien da

El descontento de los guaraní, que ya se había manifestado en conspiraciones y le­


vantamientos desde el momento en que sintieron el abuso de una amistad y reci­
procidad no correspondida, se acentuó cuando se instauró en el Paraguay el siste­
ma de encomienda que ya estaba en vigor en otras partes de la América hispana.
El gobernador Domingo Martínez de Irala, presionado por los conquistado­
res y dando incluso como motivo la mejor conservación de los indios, que efecti­
vamente eran importunados para que prestaran más y más servicios, accedió a
implantar el régimen de encomienda. «Entendiendo la necesidad de esta tierra y
conociendo los méritos y trabajos de los conquistadores y pobladores de ella y
por mejor reparar los naturales, en fin de febrero de 1556 años acordé encomen­
darla y repartir los indios entre los más beneméritos de ella, lo cual se hizo muy
en paz y concordia», explicaba el mismo Irala (Zavala, 1977: 167).
Fueron encomendados en esta ocasión uno 2 7 0 0 0 «hombres de guerra», lo
que suponía una población de unas 100 000 personas.
Frente a la encomienda, que contradecía abiertamente aquel primer servicio
que se había prestado por amistad y parentesco, los guaraní respondieron con
repetidas rebeliones armadas, la mayoría de ellas de carácter chamánico. Los
movimientos de liberación ya se habían manifestado desde 1539, pero fue a par­
tir de 1556 cuando se incrementaron notablemente. Entre ellos, el levantamiento
de Oberá en las tierras de Guarambaré, por el año de 1579, es uno de los más tí­
picos por el carácter del chamán que ios lideró, por su motivo (contra el servicio
personal) y por la forma en que se realizó (mediante danzas y cantos religiosos
que pretendían revivir los valores de la religión tradicional) (Meliá, 1988: 300-
340). Entre 1539 y 1616, los documentos históricos registran nada menos que
veinticinco rebeliones indígenas, la mayor parte de ellas surgidas después de la
implantación de la encomienda. La reacción guaraní no era sólo contra la pesa­
da carga del servicio personal, sino para defender el modo de ser guaraní que se
sentía amenazado.
Para fines del siglo XVI muchos guaraní de la comarca de influencia de Asun­
ción ya habían muerto por las guerras, epidemias y malos tratos; un pequeño
grupo había entrado en el proceso de mestizaje biológico, y otros se encontraban
prestando servicio, como siervos «yanaconas» o como «mitayos» encomenda­
dos. Pero un buen número de indios, conocida la amenaza colonial, andaba hui­
do o en rebeldía.
SO CIEDADES FLUVIALES Y SELVÍCO LAS DEL ESTE; PA RA G U A Y Y PARANÁ 543

L a acep tación de la redu cción m isionera

Desde 1575 los guaraní vieron en sus tierras otro tipo de «cristiano» al que, en
vez de karat, llamaron p a ’í, porque se identificaba más con el padre de la comu­
nidad indígena, providente y elocuente. Eran los misioneros franciscanos, que
después de un periodo de predicación itinerante que contribuyó positivamente a
la pacificación de los guaraní, se aplicaron a la fundación de «reducciones»,
donde los indios serían concentrados en pueblos con vistas a una vida más polí­
tica y humana, según el proyecto social y político de la legislación hispánica.
Pueblos que ya habían comenzado y otros nuevos fueron así organizados como
«reducciones», donde los mitayos recibían instrucción religiosa y protección
contra los abusos de los encomenderos. Con los kario se formaron los pueblos
de Ita, Yaguarón y Altos, con los tobatín el de Tobatí, y con los de Guarambaré,
los pueblos de Ypané, Atyra, Guarambaré y Arecayá.
Los guaraní de otras regiones, que para los españoles constituían provincias
por sus características lingüísticas y culturales, conocieron sólo más tarde la pre­
sencia colonial y bajo circunstancias diferentes a las que se habían dado en los
primeros tiempos de la Conquista.
Los guaraní del Guairá, que se llamarían así por el nombre de un gran jefe
de la región, habían visto pasar por sus tierras una primera expedición de «cris­
tianos» con el adelantado Alvar Núñez Cabeza de Vaca, en 1541, y la habían re­
cibido según las reglas de hospitalidad y de reciprocidad. Años después vieron el
establecimiento en sus tierras de dos pequeñas ciudades de españoles. Ciudad
Real (1557) y Villa Rica del Espíritu Santo (1570), que se habían atribuido a los
indios de la comarca como sujetos de encomienda. Según las estimaciones que
aparecen en los documentos de la época, la población alcanzaba a 200 000 fa­
milias que darían un total de unas 800 000 personas (Meliá, 1988: 61-70).
Los guaraní del Guairá conocieron, sin embargo, otro tipo de presencia co­
lonial. Fueron los misioneros jesuítas quienes les propusieron «reducirse» en
pueblos grandes, donde serían instruidos en la fe católica, donde recibirían ha­
chas de hierro para sus faenas agrícolas y donde, aunque incorporados a la Co­
rona española como vasallos del rey, estarían exentos del servicio personal a los
encomenderos. Cómo entendían los jesuítas de la época la misión por reducción
está claro en un texto de L a conquista espiritual del padre Antonio Ruiz de
Montoya (1639): «Llamamos reducciones a los pueblos de indios, que viviendo
a su antigua usanza en montes, sierras y valles, en escondidos arroyos, en tres,
cuatro o seis casas solas, separados a legua, dos o tres y más, unos de otros, los
redujo la diligencia de los Padres a poblaciones grandes y a vida política y huma­
na, a beneficiar algodón con que se vistan» (Montoya, 1989: 58).
Que la reducción traía una profunda modificación de las estructuras de la
sociedad guaraní no solamente lo sabían los misioneros y los gobernantes espa­
ñoles que las propiciaban, sino que lo sentían, con tanta o mayor clarividencia,
los propios dirigentes guaraníes, sobre todo aquellos que ya tenían alguna noti­
cia de la vida colonial. Estalló en realidad una verdadera «guerra de mesías», se­
gún expresión de un etnólogo moderno (Métraux, 1967: 23) entre los chapianes
guaraníes que defendían el modo de ser tradicional y los jesuítas que traían una
544 BARTOMEU MELIÁ

religión nueva que afectaba a todos los modos de organización económica y so­
cial, comenzando por el concepto de espacio, llegando a cambiar el ideal cultu­
ral de la persona.
A pesar de la resistencia de algunos, las reducciones del Guairá, que habían
comenzado junto al Paranapanema en 1610, ganaron terreno y llegaron a ser
trece, donde se juntaron no menos de 40 000 indígenas. A los colonos españoles
les estaba prohibido aprovecharse del servicio personal de esos indios.
Hubo, sin embargo, los ataques de los bandeirantes de la ciudad brasileña
de Sao Paulo, que venían en busca de esclavos y que entre 1628 y 1631 tomaron
cautivos a unos 3 0 000 indios, obligando a los restantes a un forzado éxodo
para situarse fuera de su alcance, que dio como resultado el casi total despobla­
miento de aquella región en la que los guaraní habían conocido un notable desa­
rrollo durante el último milenio.
En las provincias del Sur los guaraní experimentarán un proceso similar.
Habían conocido a los españoles y se habían rebelado contra ellos. Pero se deja­
ron pacificar por los misioneros, franciscanos y jesuítas. En 1609 aceptaron la
fundación de la reducción de San Ignacio, que sería la avanzada para después
llegar hasta el Uruguay medio (1619) y que años después llegaría a la provincia
del Tape, en el centro del actual Rio Grande do Sul, en Brasil, donde en un corto
lapso de tiempo se fundaron once reducciones (1632-1638). Hubo de nuevo ata­
ques paulistas que las destruyeron, llevándose a otros 30 000 cautivos. Los so­
brevivientes emigraron a la margen derecha del Uruguay.
Los guaraní del Itatín, que incluso habían acompañado a los españoles en la
época de las expediciones en busca de la sierra de la Plata, pero que habían que­
dado relativamente libres de cualquier intervención colonizadora, fueron tam­
bién catequizados por los jesuítas. También estos guaraní, atacados por los pau­
listas, tuvieron que desplazarse hacia el Sur.
Los guaraní de las reducciones, una vez libres de la amenaza paulista y de la
interferencia de los pobladores y encomenderos españoles, entraron en una fase
de franca consolidación y prosperidad. Algunos pueblos, con excesiva densidad
demográfica, se dividieron y dieron lugar a otros nuevos. A partir de 1697 fue­
ron restablecidos siete de estos pueblos en la margen oriental del río Uruguay, en
su antiguo territorio. De este modo se completó el número de treinta pueblos.
En 1743 la población de los Treinta Pueblos, como serán conocidas estas reduc­
ciones administradas por los jesuítas, alcanzó la cifra máxima de 14 1 1 8 2 perso­
nas. En 1761 la población no indígena del Paraguay, contando españoles y mes­
tizos, era apenas de 32 000 individuos.
Tanto en las ciudades de españoles donde servían, como en las reducciones
franciscanas y jesuíticas, los guaraní se vieron sometidos a procesos similares
de aculturación e integración en el sistema colonial. Aunque nunca dejaron
de hablar su lengua, los guaraní modificaron la forma de su discurso y de sus
contenidos, que dejaron de significar sus cosmogonías y sus prácticas de vida
tradicionales. Los cantos rituales y los relatos míticos fueron sustituidos por las
formulaciones de la religión cristiana. La economía de reciprocidad, aunque
mantenida en términos de trabajo cooperativo y distribución comunitaria de bie­
nes en las reducciones misioneras, en realidad dependía ya de los intereses mer­
SOCIEDADES FLUVIALES Y SELVÍCOLAS DEL ESTE: PARAGU AY Y PARANÁ 545

cantiles de la colonia. Lo mismo ocurrió con la organización política, estructura­


da ahora dentro de las instituciones dei Estado español. Cuando los jesuítas fue­
ron expulsados de los dominios de la Corona española en 1767-1768, el proceso
de asimilación de los guaraní dentro de la sociedad colonial se aceleró rápida­
mente.
En 1848 las comunidades de los pueblos indígenas fueron declaradas extin­
tas por el Gobierno del Paraguay ya independiente. Estos guaraní terminaron
por sentirse plenamente aculturados en la nueva identidad paraguaya. Para los
guaraní, que durante tres siglos (1537-1848) habían estado expuestos a la entra­
da e implantación entre ellos del sistema colonial, podía considerarse cerrada la
era en que habían tenido una cultura con su historicidad propia. Pero de hecho
no era así.

L o s gu aran í selváticos

Desde las primeras entradas de los españoles en territorio guaraní hasta los últi­
mos años — década de 1950, para dar algún tipo de referencia a un fenómeno
que no cuenta con fechas muy precisas— hubo grupos étnicos guaraníes que no
se vieron envueltos, por lo menos directamente, en el proceso colonial. Desde el
punto de vista de la sociedad española y misionera se les consideró kaagu a o
kaynguá, que significa «los monteses», los selvícolas o no civilizados. Su existen­
cia era conocida, pero estaban localizados en áreas que quedaron fuera del in­
mediato interés y de las posibilidades colonizadoras.
Los guaraní del Taromá recibieron en el siglo X V III la visita de los jesuítas
que intentaron su reducción, pero la empresa quedó truncada, tanto por la poca
voluntad que mostraron los indios para el nuevo género de vida, como porque
los mismos jesuítas tuvieron que abandonar la empresa al producirse su propia
expulsión (1768).
Selvas relativamente alejadas de los centros de población colonial, poco o
nada transitadas por los «civilizados», mantuvieron a esos guaraní lo suficiente­
mente aislados como para que pudieran perpetuar libremente su modo de ser
tradicional. Apenas conocidos en sus particularidades culturales, sólo se tenía de
ellos algunas noticias que dieron los demarcadores de las fronteras entre los do­
minios de España y Portugal (finales del siglo X IX ) y el viajante suizo J. R. Reng-
ger (1831), que ofrece la primera descripción etnógrafica de una sociedad selvá­
tica de esta época.
Hoy, los guaraní no aceptan la denominación genérica peyorativa de kay n ­
guá y ni siquiera la de avá, que les era propia y distintiva, y reivindican sus auto-
denominaciones: pai-tavyterá, m byá y avá-katú o guaraní.
Los guaraní actuales presentan un índice demográfico relativamente elevado,
si se compara con las cifras que ofrecen otras sociedades de tipo amazónico. Los
pai-tavyterá, también llamados kayová, se encuentran localizados en el departa­
mento del Amambái, en el Paraguay, y el Estado de M ato Grosso, en el Brasil, y
suman más de 20 000 individuos. En las últimas décadas han visto sus tierras
ocupadas por colonizadores agropecuarios y madereros, que además de produ­
cir la destrucción ecológica de la región, les niegan las condiciones de una vida
546 BARTOMEU MELlA

lir n if íiin / M u \ t itiO im i-i-r iu íis *| A 1í l i M A -Ni I V‘\ i'.V FiR.^


liitr ln t r ij i/ in r r t i. * /'
/. C i n i l u íu ' n n í i i

Mapa de la región del Tarumá y M ba’é Verá en la representación de Martin Dobrizhof-


fer, Historia de Abiponibus, I, Viena, 1784.

propia. Estos pai-tavyterü, por su localización y sus características culturales, se­


rían los descendientes de los itatín.
Los m by á pueden ser identificados con algunos de los grupos que habitaban
el Tarumá. Éstos han mostrado en los últimos tiempos una gran mobilidad geo­
gráfica y se encuentran actualmente extendidos por todo el Centro del Paraguay,
provincia de Misiones en la Argentina, Rio Grande do Sul en el Brasil y costa
atlántica y, recientemente, hasta en el Uruguay; mucho más allá, pues, de su há­
bitat original. Distribuidos en pequeños grupos, sujetos a un liderazgo muy ca-
rismático y personalista, presentan una población estimada en 8 000 personas.
Los que quieren ser llamados ava-katú, o simplemente guaraní, fueron más
conocidos en la literatura etnográfica como chiripá o ñandéva y están divididos
en ambos lados de la frontera paraguayo-brasileña, en el departamento de Ca-
nendiyú y M ato Grosso del Sur, respectivamente. En la región estuvieron anti­
guamente los guaraní del M barakaju, del complejo cultural del Gairá. Son más
de 8 0 00 personas.
Están también los chiriguano, distribuidos en tres grupos culturales específi­
cos: ava, sim ba e isoso, que desde el siglo XV se encuentran en las estribaciones
SO CIEDADES FLUVIALES Y SELV ÍC O LA S DEL ESTE: PARAG U AY Y PARAN Á 547

Casa paí-tavyterá.
Fuente: B. Meliá.

Casa mbyá con empalizada.


Fuente: B. Meliá.
548 BARTOMEU MELIA

orientales de la cordillera de los Andes, en Bolivia, pero que ya no forman parte


del complejo de sociedades del Este. Su población llega a unas 6 0 0 0 0 personas.
Los guaraní actuales, que han conservado su identidad fundamental como
sociedades sin Estado, se rigen por la economía de reciprocidad y viven, a través
de la lengua y de sus experiencias religiosas de canto, danza, relatos míticos y
fiestas, la tradición de su modo de ser propio. Es la reproducción de esta identi­
dad la que define su historia, que no se reduce ni a su resistencia ni a su huida
frente a los continuos intentos de asimilación a que se han visto expuestos du­
rante siglos. A los diversos propósitos integracionistas de los Estados del Para­
guay, Brasil y Argentina los guaraní han tenido respuestas bastante semejantes a
partir de la propia cultura.
El hecho de que sociedades originarias de la región, como los guaraní, conti­
núen hasta el presente, permite a través de esta memoria viva, recrear con más
fundamento los elementos esenciales de su verdadera historia.

Los ach é-g u ajakí: las person as capturadas

En las selvas del Paraguay oriental existe otra sociedad originaria: los aché. Co­
nocidos en la literatura histórica y etnográfica (Meliá y Münzel, 1971; 101-119)
como g u a ja k í e incluso como kaynguá (los selváticos), permanecieron libres, si
bien acosados y perseguidos regularmente por los propios guaraní y después por
los paraguayos no indígenas.
Indicios antropológicos insinúan que hubo en los aché un largo periodo de
aislamento genético. Indicios culturales y lingüísticos sugieren a su vez que, co­
mo dice un mito de los mbyá-guaraní, los aché habrían sido guaraní que no res­
petaron la danza ritual, presentándose desnudos en ella, sufriendo por ello el
castigo de volver a ser cazadores y recolectores. Lo que aparece como una regre­
sión cultural y económica debe ser interpretado, tal vez, como una evolución en
sentido contrario al que se dio entre sus vecinos guaraní: una especialización en
la economía depredatoria, en vez de una especialización en la agricultura.
El léxico de la lengua de los aché es claramente de la familia tupí-guaraní,
aunque su gramática parece obedecer a un sustrato neoguaraní. Las analogías
mitológicas entre aché y guaraní son también notables.
Las primeras noticias históricas sobre los aché-guajakí las proporcionaron
los misioneros jesuitas (Del Techo, 1654; Ximénez, 1710; Lozano, 1873), que
siempre los consideraron marginales y casi irracionales por su inadaptabilidad a
la «reducción» (Meliá y Münzel, 1971: 107-119).
Desde 1954, y de modo más intenso en la década de 1970, cuando el Para­
guay ensayaba un nuevo tipo de desarrollo agropecuario, los aché se vieron sis­
temáticamente cercados y capturaron para llevarlos a colonias indígenas reser­
vadas para ellos. Así, los aché fueron forzados a sedentarizarse y tornarse
agricultores en un proceso que les ha llevado gradualmente a perder su lengua y
sus costumbres. Se encuentran en la actualidad distribuidos en cuatro comunida­
des que se diferencian claramente entre sí, ya que dependen de otras tantas insti­
tuciones extrañas que se instalaron entre ellos. La población restante de los aché
era en 1982 de 3 7 7 personas (Chase-Sardi, 1990: 211-242).
SO CIEDADES FLUVIALES Y SELV(CO LAS DEL ESTE: P A R A G U A Y Y PARANÁ 549

P equeña h istoria de los k ain gan g

Otra sociedad que desde antiguo ha operado como enclave en la región sin inte­
grarse con los guaraní ni con los colonizadores modernos es la de los kaingang.
En el origen de los kaingang pueden estar los portadores de la tradición arque­
ológica Taquara, que se reconoció desde mediados del siglo n n.e.: «La región de
los campos altos y de los pinares y la ladera este estaba habitada por grupos de ca­
zadores con puntas de proyectil de la tradición umbú, antes que por la tradición
taquara. La selva de los ríos mayores la habitaban cazadores de punta de proyectil
de piedra, de la tradición humaitá. Ni uno ni otro grupo tenía esas casas subterrá­
neas, ni cerámica; ni siquiera plantas cultivadas» (Schmitz, 1991: 90).
Las principales muestras arqueológicas presentan artefactos cerámicos de
pequeño tamaño, con decoración de cestería en negativo y marcas regulares de
uñas o puntas. Característica de este pueblo era la construcción de casas subte­
rráneas y muros protectores, así como montículos para enterramientos y tal vez
prácticas ceremoniales.
La tradición Taquara, que conoce varias fases y conformaciones, llegó a ex­
tenderse por las tierras más altas del Brasil meridional. De acuerdo con las infor­
maciones arqueológicas, eran «horticultores con fuerte apoyo en la recolección,
caza y pesca» (Schmitz, 1991: 86).
Con las migraciones de los guaraní que ocuparon las tierras de la misma re­
gión, el espacio para la horticultura de los primeros pobladores quedó reducido
y éste puede ser el motivo de una cierta recesión hacia una economía centrada
más en la recolección y la caza.
Los guaraní los llamaban guayaná o gualacho y por este nombre fueron de­
signados en los documentos históricos de los siglos X V I y X V II, que también les
dieron el nombre de coronados, cabelludos, camperos y pinarés, en relación con
su aspecto físico y el lugar donde se encontraban. Hasta recibieron el falso nom­
bre de tupí y caaguá, por ser «selváticos» (Métraux, 1946: 445-448). El apodo
de «bugre» que les dieron los neocolonizadores del siglo X IX y que todavía usa
la población regional, es inadmisible por su resonancia peyorativa. La denomi­
nación de kaingang se introdujo con fines etnológicos a finales del siglo X IX . Su
autodenominación real, sin embargo, es la que los identifica con las marcas de
sus «mitades» exogámicas, en que se diferencian social y políticamente: kamé,
kañeru, etc.
Por los años de 1628 los gualacho, vecinos de los guaraní del Guairá, entra­
ron a formar parte de tres «reducciones» con los jesuítas. De esta fecha es la más
antigua descripción etnográfica que se tiene. Las frases que por primera vez re­
gistra el documento de Montoya (1628) revelan que se trataba de una lengua del
tronco «gé». Otros aspectos de la cultura y modo de ser kaingang anotados por
el mismo Montoya se revelaron también fundamentales: vida en pequeñas alde­
as, cada una con su propio cacique, casas «como hornos», importante e intensa
participación en los ritos funerarios, marcados por el consumo festivo de gran
cantidad de chicha de miel y también buenos corredores y cargadores de pesadas
cargas, de espíritu guerrero y peleador, con frecuentes choques entre bandos
enemigos.
550 BARTOMEU MELIÁ

A los kaingang, por su economía de recolectores y cazadores y la poca densi­


dad demográfica de sus aldeas, de difícil explotación para el sistema colonial, los
dejaron libres en la selva, hasta que en el siglo XIX sus territorios despertaron el
interés de hacendados de ganado y nuevos pobladores. Hubo enfrentamientos
con los kaingang, que al fin tuvieron que aceptar la política de confinamiento en
reservas. La historia reciente de los kaingang se confunde en gran parte con las
peripecias de carácter político, religioso y económico a que se han visto someti­
dos en dichas reservas, sin que hayan faltado levantamientos y sangrientas pele­
as internas, como en Guarita (1983) y Nonoái (1989).
Los kaingang están actualmente divididos en comunidades implantadas ge­
neralmente cerca de sus antiguos asentamientos, pero con áreas bastante restrin­
gidas para una población continuamente en aumento. Su población asciende hoy
a unas 14 0 0 0 personas en el Brasil. Los pequeños grupos que existieron en el
Paraguay y Argentina han desaparecido desde el punto de vista étnico.
De todos modos, a pesar de los grandes cambios en la economía, orientada
ahora a la agricultura mecanizada y a la venta de productos artesanales y del
aparente abandono de sus prácticas religiosas tradicionales, los kaingang man­
tienen en su mayoría la propia lengua, que representa uno de los elementos más
firmes de su identidad.

S ocied ad es originarias desaparecidas

Las sociedades situadas en el delta y en el litoral del Paraná, en el trecho más co­
nocido como Río de la Plata, desaparecieron en los primeros siglos del proceso
colonial. De algunos quedan apenas datos derivados de la arqueología y de los
documentos históricos (Lothrop, 1946: 177-190). De entre ellos los más citados
son los querandi, por su continua amenaza y su hostilidad contra los asenta­
mientos de la sociedad colonial.
En el actual territorio del Uruguay dos pueblos tuvieron una presencia rele­
vante durante todo el proceso colonial. Cazadores y recolectores, culturalmente
relacionados con los patagónicos, adaptaron con bastante creatividad su modo
de ser a la nueva realidad creada por la presencia colonial, que había introduci­
do el ganado vacuno y caballar a gran escala en su territorio. Divididos en
pequeños grupos recibieron nombres diferentes según las circunstancias de sus
contactos coloniales. Los charrúa ocupaban los márgenes del río Uruguay, con
frecuentes incursiones hacia el interior; los minuano se localizaron más hacia el
Este, en los márgenes de las lagunas y en las proximidades de la futura Monte­
video.
Los charrúa y minuano se incorporaron de un modo marginal a la economía
colonial de la región, basada fundamentalmente en el ganado. La evolución de
esta economía resultó fatídica para la sociedad indígena, cuando el colonizador,
en vez de arreador de ganado suelto, pasa a ser criador, y para ello necesita las
tierras recorridas por los indios. Los charrúa y minuano pasaron a ser peones de
las estancias o continuaron con sus correrías, cada vez peor vistas por los hacen­
dados. Verdaderas guerras de exterminio en 1831 y 1832 acabaron con los cha­
rrúa y minuano como sociedades originarias (Becker, 1991: 144-148).
SO C IED A D ES FLUVIALES Y SELViC O LA S DEL ESTE; PA R A G U A Y Y PARANÁ 551

H istoria y cultura

Tres de las sociedades originarias del Este, en las cuencas de los ríos Paraguay,
Paraná y Uruguay, han desarrollado una cultura que sigue diferenciándolas como
historia particular frente a la de las sociedades implantadas. Diversos factores se
han dado para ello: una densidad demográfica significativa, el rechazo práctico
del mestizaje, la organización de la sociedad sin Estado y una estructura econó­
mica fundamentada en los principios de la reciprocidad. La guerra, como consti­
tuyente de su identidad, ha desaparecido.
Estas sociedades han conservado la lengua indígena que les sirve de base
para construcciones simbólicas más amplias que se manifiestan en sus experien­
cias religiosas. Es entre los guaraní donde se puede afirmar que «la palabra lo es
todo».
De las tres sociedades sólo los guaraní aprovecharon el río como vía de mi­
gración y transporte, si bien de un modo muy limitado. Fueron las característi­
cas ecológicas de los márgenes de los ríos, más que sus propios cursos de agua,
las que condicionaron el modo de ser guaraní y su historia.
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S O C IE D A D E S F L U V IA L E S Y S E L V ÍC O L A S D E L E S T E :
O R IN O C O Y A M A Z O N A S

B etty J . M eg g ers

La parte del continente sudamericano situada entre 50 y 75° de longitud Oeste y


entre 10° de latitud Norte y 15° de latitud Sur ha estado dominada por la selva
tropical desde que la conocieron los europeos. Los primeros exploradores que­
daron impresionados con la exuberante vegetación, los inmensos ríos y el clima
saludable. Carvajal (1934), que en 1542 fue el primero en descender por el
Amazonas, informa acerca de densos asentamientos a lo largo de sus márgenes.
Sir Walter Raleigh, que visitó el Orinoco en 1595, escribió: «El Imperio de Gu­
yana [...] tiene más oro que qualquier parte del Perú, y tantas ciudades grandes
como tuvo el Perú en su mayor esplendor [...] algunos de esos españoles me han
asegurado haber visto Manoa la Ciudad Imperial de Guyana [...] que por su
grandeza, por su riqueza y por su excelente emplazamiento, de lejos supera cual­
quier otra en el mundo» (1811: 123).
Cuatrocientos años después, la Amazonia guarda mucho de su misterio. E x­
tensas áreas no tienen rastro alguno de la civilización moderna y el descubri­
miento ocasional de poblaciones indígenas desconocidas refuerza la creencia de
que ciudades perdidas permanecen escondidas bajo la densa y perenne fronda de
la selva. Hasta hace poco, la evidencia arqueológica necesaria para evaluar la
exactitud de esas aseveraciones no estaba disponible. Los datos obtenidos du­
rante los últimos veinte años permiten ahora rastrear la ocupación humana du­
rante los diez últimos milenios. También se creía hasta hace poco que las tierras
bajas habían escapado a las drásticas fluctuaciones climáticas del Pleistoceno, las
cuales se expresaron en la expansión y retracción repetida de los inmensos man­
tos de hielo sobre las regiones templadas y montañosas. Sin embargo, ahora está
claro que los trópicos también experimentaron cambios climáticos significativos,
con impactos igualmente severos sobre las distribuciones de la flora y de la fau­
na. Cuando los patrones arqueológicos son interpretados en el contexto de los
cambios ambientales ocurridos desde el fin del Pleistoceno y elaborados con in­
formación obtenida de grupos indígenas sobrevivientes, el resultado es un capí­
tulo de la historia humana único y fascinante.
S54 B E T T Y J. M E G G E R S

IN VESTIGACIONES ARQUEOLÓGICAS

El esfuerzo por describir el desarrollo cultural prehistórico a lo largo del Amazo­


nas y del Orinoco está condicionado por dos obstáculos significativos. Primero,
porque, aunque estas cuencas ocupan más de la mitad del continente sudameri­
cano, han recibido poca atención de los arqueólogos; por tanto, la información
es escasa, lo que hace difícil la detección de patrones con significación histórica.
Segundo, los pocos estudiosos que trabajan en estas regiones están segregados en
dos grupos con perspectivas teóricas distintas, lo que ha producido reconstruc­
ciones conflictivas a partir del mismo cuerpo de evidencia.
Un grupo, representado por Irving Rouse, Donald Lathrap, William Dene-
van y Anna Roosevelt (todos de los Estados Unidos), considera las llanuras de
inundación del Orinoco y del Amazonas muy favorables para la explotación hu­
mana y piensa que el registro arqueológico indica crecimiento continuo de la
población y aumento de la complejidad sociopolítica. El segundo grupo, repre­
sentado por Mario Sanoja e Iraida Vargas (Venezuela), Clifford Evans y Betty
Meggers (Estados Unidos), enfatiza la inestabilidad del ambiente, lo cual ha
puesto un límite al tamaño de los asentamientos y a su permanencia.
La corrobación de la validez de una u otra perspectiva está pendiente de la
publicación del trabajo de campo. En lo que se refiere al Orinoco, solamente Sa­
noja (1979) y Vargas Arenas (1981) han publicado monografías sobre excava­
ciones, además de trabajos interpretativos (Sanoja, 1981, 1982; Sanoja y Vargas
Arenas, 1983). Rouse ha suministrado unos pocos detalles en resúmenes genera­
les (Cruxent y Rouse, 1959; Rouse y Allaire, 1978; Rouse, 1978). Roosevelt
(1980) ha resumido información ambiental y etnográfica relativa a recursos para
la subsistencia, pero poca evidencia arqueológica. Las monografías más detalla­
das sobre el Amazonas son las de Meggers y Evans (1957) y la de Hilbert
(1968). Ambas fueron publicadas antes de disponerse de fechados radiocarbóni-
cos y las correlaciones se basaron en criterios estilísticos. Lathrap (1970) elabora
una propuesta a favor del origen en la Amazonia central de las principales tradi­
ciones cerámicas, a partir de sus distribuciones en los márgenes norte y occiden­
tal de la cuenca, lo cual interpretó como evidencia de un ancestro común en la
región intermedia. Roosevelt (1991) ha defendido un desarrollo indígena de la
fase M arajoara en la boca del Amazonas y la existencia de sociedades avanzadas
a lo largo del mismo. Por el contrario, Meggers y Evans (1957; 1983) han suge­
rido que los desarrollos locales fueron modificados reiteradamente por distintas
influencias culturales, particularmente desde el Noroeste (Colombia y Venezuela
occidental) y por fluctuaciones climáticas (Meggers, 1979; 1994).
En 1975 se inició una prospección sistemática de los principales tributarios
del Amazonas bajo el copatrocinio del Conselho Nacional de Desenvolvimento
Científico e Tecnológico (CNPq) (Brasil) y la Smithsonian Institution (Estados
Unidos), con el objeto de obtener la información arqueológica necesaria para la
resolución de las interpretaciones conflictivas. La reconstrucción que sigue des­
cansa sobre todo en los resultados conseguidos por el Programa Nacional de
Pesquisas Arqueológicas na Bacía Amazónica (PRONAPABA), publicados ape­
nas en forma preliminar y parcial (Meggers et al., 1988; Meggers, 1990; 1991;
SO C IED AD ES FLUVIALES Y SELV ÍC O LA S DEL ESTE 555

1992). Se invita a los lectores interesados en conocer los detalles de esas diferen­
tes posiciones a consultar las referencias antes citadas.

EL A M BIEN TE ACTUAL

Aunque la Amazonia comparte temperaturas templadas continuas con otras re­


giones de las tierras bajas tropicales, su magnitud espacial, su antigüedad geoló­
gica y su localización ecuatorial amplifican los efectos. El escudo de la Guayana,
que divide las vertientes del Amazonas y del Orinoco, es el remanente de una an­
tigua cadena montañosa (Ilustración 1). Millones de años de erosión la reduje­
ron físicamente y la agotaron químicamente, con el resultado de que los ríos de
agua negra que fluyen desde allí son pobres en nutrientes y altamente ácidos. El
escudo brasileño que se extiende sobre la parte oriental y meridional de la cuen­
ca es parte de la misma formación antigua. Por el contrario, los tributarios que
se originan en los Andes son ricos en nutrientes solubles y en sedimentos suspen­
didos, los cuales se depositan cada año en las llanuras de inundación cuando
baja el nivel del agua. Estas diferencias en la composición del agua definen los
dos hábitats principales de las tierras bajas: 1) la angosta varzea, consistente en
las llanuras de inundación de los ríos de aguas blancas, ricos en nutrientes, y 2)
la térra firm e, que comprende el 9 8 % restante de la región.
El ambiente de térra firm e presenta tres formidables desafíos a la biota. Pri­
mero, el ciclo anual es determinado por la estación lluviosa, la cual varía en épo­
ca y en duración de Norte a Sur y de Este a Oeste. Aunque los promedios men­
suales muestran poca variación de año a año, existe una alta variabilidad en el
inicio, la intensidad y la duración de la estación lluviosa. Si las lluvias comienzan
tarde o se extienden demasiado, o si llueve durante la estación seca, muchas
plantas no florecen, o, si florecen, no fructifican. Los animales herbívoros res­
ponden a la escasez resultante de alimentos restringiendo la reproducción, incre­
mentando la movilidad, o con ambas cosas a la vez (Leigh et al., 1982). Segun­
do, la ausencia de una estación inactiva torna a la vegetación vulnerable durante
todo el año a daños causados por pestes o depredadores. Para inhibir el contagio
de enfermedades, las plantas de una misma especie están espaciadas y separadas
por individuos de otras muchas especies, creando una comunidad heterogénea.
De esta forma, como los recursos se encuentran dispersos, son explotados más
eficientemente por animales solitarios y pequeños. Tercero, la combinación de la
fuerte precipitación y las altas temperaturas produce lixiviación y pérdida de nu­
trientes solubles. Esto es contrarrestado por una rápida degradación de toda la
materia orgánica muerta, realizada por bacterias, hongos, hormigas, termitas y
otros organismos, así como por la inmediata recuperación de los nutrientes por
la vegetación viva. Éstas y otras interaciones especializadas hacen de la térra fir­
m e un hábitat marcadamente complejo y exigente para la explotación humana.
En la varzea, el ciclo anual lo gobierna la crecida y el decrecimiento del río,
lo cual está también sujeto a fluctuaciones erráticas. El agua rica en nutrientes
mantiene una fauna abundante y variada, que incluye no solamente peces, sino
también reptiles, mamíferos y aves acuáticas. Cuando las aguas están altas, los
Ilu stración 1 ON

o
o
Mapa de la parte norte de Sudaniérica en el que aparecen los ríos principales y la actual distribución general
de la vegetación tipo sabana y tipo cerrado. Fuente: Betty J. Meggers.
SOCIEDADES FLUVIALES Y SELVÍCOLAS DEL ESTE 557

Ilustración 2

Coincidencia en la datación de las discontinuidades en las secuencias arqueológicas en cua­


tro lugares muy separados de la Amazonia: los Llanos de Mojos, las tierras bajas del Norte
de Bolivia; la región de Silves/Uatumá en el margen izquierdo del Amazonas medio; el bajo
Xingú, un tributario de su margen derecha, y la isla de Marajó en la boca del Amazonas.
Las discontinuidades tienden a coincidir con los episodios de aridez identificados en los re­
gistros de polen en varias partes de las tierras bajas, que se muestran a la izquierda y refle­
jan los impactos del fenómeno de «El Niño». (El episodio del 1000 a.p. indicado por las se­
cuencias arqueológicas se corresponde con el del 1200 a.p. sugerido por los palinológos.)
Fuente: Betty J. Meggers, basado en datos del PRONAPABA.
558 B E T T Y J. M E G G E R S

peces se dispersan en la selva inundada; cuando baja el agua, se concentran en


los riachuelos y en las lagunas en proceso de desecación. La fertilidad del suelo
de la llanura de inundación es renovada anualmente por la deposición de sedi­
mentos ricos en nutrientes. Como en la térra firm e, no obstante, las fluctuacio­
nes en la velocidad y la magnitud de los cambios en el nivel del agua tienen efec­
tos catastróficos sobre la biota. Si el agua sube demasiado rápido, los huevos
depositados en las playas por las tortugas acuáticas no alcanzan a finalizar su in­
cubación. Si la cresta de la creciente es demasiado baja, los peces no pueden dis­
persarse para reproducirse y las plantas acuáticas sufren por la falta de agua. És­
tas y otras variables limitan las opciones que el hombre tiene disponibles para
incrementar la seguridad de la subsistencia.
Además de la amplias fluctuaciones de un año para el otro en los recursos,
ya sea en la biota o en la varzea, hay evidencia de que las tierras bajas experi­
mentaron varias fluctuaciones climáticas durante los tres últimos milenios. Los
espectros polínicos del Oriente de Colombia, de la isla de M arajó y del Brasil
meridional muestran una declinación sustancial de polen de plantas selváticas
durante un periodo de varias centurias antes de la era cristiana y durante inter­
valos más cortos alrededor de 1 5 0 0 , 1 2 0 0 , 700 y 400 años a.p. (Absy, 1985;
Van dar Hammen, 1982; Meggers, 1994). Las discontinuidades en las secuencias
arqueológicas locales se correlacionan con estos episodios secos (Ilustración 2),
lo que sugiere una conmoción significativa y repetida de la población.
Nuestra especie usa una serie más amplia de recursos que cualquier otra y
necesita de ellos en grandes cantidades. Donde no hay concentración de alimen­
tos, nuestra estrategia es crearlos por domesticación y almacenamiento. En la
Amazonia estas estrategias entran en conflicto con procesos ecológicos básicos.
Aumentar el área bajo cultivo y centrarse en un cultivo principal provoca condi­
ciones ideales para la multiplicación y diseminación de la plagas. Más aún, en
contraposición con la situación en las regiones templadas donde muchas de las
flores son polinizadas por el viento, la mayoría de las plantas selváticas lo son
por insectos. Como éstos deben tener fuentes alternativas de alimento durante
los meses en los cuales las especies domesticadas no están en floración, el incre­
mento del tamaño de las parcelas no acarrea un aumento de la producción. Los
esfuerzos relativos al almacenamiento deben hacer frente el requerimiento ecoló­
gico de que toda materia muerta tiene que ser rápidamente descompuesta y reci­
clada. (Una detallada discusión del ambiente y su potencial para la explotación
humana es ofrecida en Edén, 1990.)

LOS PRIM ER O S INM IGRAN TES

Hace más de 10 000 años, condiciones más secas y quizás más frías prevalecie­
ron en la mayor parte de las tierras bajas. Evidencia biogeográfica y palinológica
sugiere que la selva puede haber estado restringida a enclaves húmedos y a los
márgenes de los ríos y que una vegetación con cierto parecido a los biomas de
sabana abierta, «cerrado» y caatinga, que sobreviven hoy en los márgenes de las
tierras bajas, puede haber estado más extendida (Ilustración 3).
Ilustración 3 O
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Mapa de la parte norte de Sudamérica, mostrando la distribución general de la selva, la sabana/«cerra-


do» y la caatinga, aproximadamente hace 15 000 años (Barbosa, 1991). Las dataciones mediante radio- Ul
carbono muestran la localización de la presencia humana más temprana. O
n
560 B E T T Y J, M E G G E R S

Si esta reconstrucción paleoambiental es correcta, los primeros inmigrantes


humanos habrían encontrado recursos alimenticios silvestres variados y abun­
dantes. El «cerrado», que actualmente domina el Nordeste del Brasil, es un pai­
saje heterogéneo, en el cual diferentes combinaciones de altitud y topografía
crean hábitats diversos en cercana proximidad. Numerosas clases de plantas su­
ministran frutos comestibles que sostienen una variedad de animales vertebrados
e invertebrados que van desde tapires, ciervos y pecarías hasta aves (incluido el
gigante ñandú), reptiles e insectos (incluidas las abejas mieleras). Los riachuelos
y lagunas albergan numerosos peces, alcanzando ejemplares de algunas especies
hasta los 3 0 0 kg (Barbosa, 1991).
En numerosos abrigos de los bordes de las tierras bajas se encontró eviden­
cia que atestigua que esta formación ecológica la explotó el hombre ya en el
lOOOO a.n.e. (12000 a.p.) (Ilustración 3). Los restos de plantas y de animales
asociados con instrumentos de piedra unifaciales planoconvexos de la tradición
Itaparica indican que esa gente vivió en los abrigos rocosos durante la estación
lluviosa y acampó en las márgenes de los ríos durante la estación seca, cuando
los bajos niveles del agua hacían más fácil la captura de los peces y de otros ani­
males acuáticos. Para el 7 0 0 0 a.n.e. o antes, cazadores-recolectores en el Orino­
co medio superior elaboraban ya raspadores con retoques en los bordes a partir
de nodulos de cuarzo y de cuarcita (Barse, 1990). Asociaciones similares de ras­
padores, percutores y desechos de talla de cuarzo y de calcedonia datan de apro­
ximadamente el 6200 a.n.e. (8200 a.p.) en el borde meridional de las tierras ba­
jas (Ilustración 3).
Aunque cazadores-recolectores tempranos utilizaron puntas de proyectil de
piedra en otras partes de Sudamérica, en la Amazonia central todavía no se ha
encontrado ninguna de éstas vinculada con sitios/campamento. Se encontraron
puntas de proyectil de hueso, idénticas a algunas que todavía se elaboran, en
cónchales del alto Guaporé datadas alrededor del 4300 a.n.e. (6200 a.p.; Ilustra­
ción 4). Petroglifos sobre bloques y acantilados a lo largo de las tierras bajas
septentrionales y occidentales comparten combinaciones de elementos geométri­
cos y biomórficos con el arte rupestre tanto de Norteamérica como de la Suda­
mérica meridional, lo que supondría que fueron realizados por estos primeros
colonizadores (Williams, 1985).
O tro indicio de la presencia temprana de cazadores-recolectores en la Ama­
zonia lo ofrece la distribución de las principales lenguas. Dos filum s mayores se
han reconocido, uno que incluye el ge, el caribe y el paño, y otro que reúne el
tupí y el arawak (Greenberg, 1987). Acualmente los caribehablantes están con­
centrados donde predomina la sabana, hacia el Nordeste del Amazonas, los ha­
blantes ge ocupan el cerrado al Sudeste y los hablantes paño están distribuidos a
lo largo de la base de los Andes (Ilustración 5). La selva intermedia está domina­
da por hablantes de lenguas ecuatoriales (arawaks y tupíes). Estas asociaciones
ambientales sugieren que la población original de las tierras bajas habló lenguas
ge-pano-caribe. Al expandirse la floresta, fueron reemplazados o asimilados en
las tierras bajas centrales por hablantes de lenguas ecuatoriales, pero sobrevivie­
ron en la periferia, donde la vegetación más abierta continuó prevaleciendo (Mi-
gliazza, 1982).
SOCIEDADES FLUVIALES Y SELVÍCO LA5 DEL ESTE 561

Ilustración 4

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Puntas de proyectil de hueso antiguas y modernas, a-c. Puntas de cónchales del alto Gua-
poré en la Amazonia meridional, datadas cerca del 6200 a.p. Cortesía de Eurico Miller.
d-e. Puntas enmangadas de manufactura reciente. Museu Paraense Emilio Goeldi.
BETTY J. M E G G E R S
562

Ilustración 5

Distribución de las lenguas ge-pano-canbe y ecuatorial/tucano, tal como fueron ‘dennfi-


cadas por Greenberg (1987). Las flechas indican la expansión hacia el Este de los hablan­
tes ecuatoriales habitantes de la selva, separando y aislando a los hablantes ge-pano-can
be, que continuaron dominando las regiones con vegetación abierta.
SO CIEDADES FLUVIALES Y SELV ÍC O LA S DEL ESTE 563

EL PER IO D O IN TERM ED IO

Antes de la adopción de la cerámica, la única prueba directa de la presencia hu­


mana en las tierras bajas centrales la suministran los restos de carbón de las ho­
gueras de los campamentos. Para sitios ubicados sobre el Madeira medio y en
los Llanos de Mojos septentrionales de Bolivia, se obtuvieron fechas del 5300
a.n.e. (7300 a.p.) y a lo largo de tributarios del alto Madeira, algunas otras que
se extienden entre el 5 0 0 0 y el 3 0 0 0 a.n.e. La ausencia de fechas antiguas en
otros puntos de las tierras bajas indica falta de investigación arqueológica.
La cerámica más temprana encontrada hasta ahora proviene de las márgenes
septentrionales y orientales de la Amazonia. Se elaboró cerámica con desgrasan­
te de tiestos molidos y decoración por incisiones gruesas, alrededor del 2000
a.n.e. en el Orinoco medio y en el 1200 a.n.e. en la isla de M arajó, en la boca del
Amazonas. Detalles de la decoración incisa sugieren que fue introducida desde la
costa caribeña de Colombia (Meggers, 1998). En el Orinoco, esta cerámica tem­
prana fue reemplazada alrededor del 1200 a.n.e. por dos tradiciones distintas,
cuyos orígenes y relaciones cronológicas están enfrentadas. La tradición Barran-
coide, que dominó la región del delta (Sanoja, 1979), resalta una decoración por
incisión gruesa y por un elaborado modelado, mientras que la tradición Saladoi-
de, en el Orinoco medio, se caracteriza por el inciso hachurado zonado y el pin­
tado blanco sobre rojo.
Tanto en M arajó como en el Orinoco, estas tradiciones cerámicas tempranas
desaparecieron alrededor del 800 a.n.e., dejando un hiato de varios siglos en las
secuencias arqueológicas locales. Un espectro polínico de M arajó muestra una
declinación en el polen de árboles de un 65% a un 15% alrededor de esta fecha,
lo cual habría tenido un significativo impacto sobre la abundancia de los recur­
sos relacionados con la subsistencia (Absy, 1985). No se conoce l£Í"suerte de los
ocupantes de M arajó, pero la emigración de la población del Orinoco está pro­
bada por la aparición de sitios con cerámica Saladoide en Trinidad y en la costa
oriental de Venezuela, varios siglos más tarde. La persistencia de los barrancoi-
des en la vecindad está sugerida por su reocupación del delta del Orinoco, cuan­
do las condiciones normales se restablecieron, alrededor del comienzo de nuestra
era (Meggers, 1978).
Se puede afirmar con seguridad que durante estos milenios el hombre estaba
aprendiendo sobre las características, el componamiento y las interacciones de
la biota, y desarrollando medidas apropiadas para explotarla en forma sosteni­
da. Esto incluyó la domesticación de la mandioca y otros cultivos básicos, la tec­
nología de la horticultura y el estilo de asentamiento asociado. Para el comienzo
de nuestra era, una dicotomía cultural entre la biota y la varzea se había estable­
cido y persistió hasta el contacto con los europeos.

LOS D O S ÚLTIM O S M ILEN IOS

La reconstitución de las condiciones húmedas, alrededor del comienzo de nues­


tra era, coincide con dos importantes cambios en el registro arqueológico. Pri­
564 B E T T Y ). M E G G E R S

mero, los sitios con cerámica aparecen a lo largo de las tierras bajas en el lapso
de unos cuantos siglos, lo que implica que el modo de vida semisedentario, ca­
racterístico de las poblaciones indígenas actuales, ya se había establecido. Segun­
do, las diferentes tradiciones cerámicas están asociadas con la varzea y con la té­
rra firm e, lo que denota que distintas estrategias han evolucionado para explotar
estos dos ambientes. En todos los ríos tributarios del Amazonas en los que se ha
hecho prospección y en el Orinoco, el primer rápido marca una frontera perma­
nente. Aunque ios sitios de los grupos de térra firm e y de varzea están a menudo
próximos (demostrado por el límite entre las fases Tauá y Tucuruí en el río To-
cantíns, Ilustración 6), no hay ejemplo de expansión en una u otra dirección.
Una dicotomía similar existe actualmente entre los grupos achuar del Oriente de
Ecuador. Las comunidades que habitan el interior no se mueven hacia las már­
genes de los ríos, aun cuando éstas están libres. Los recursos para la subsistencia
en ambos hábitats requieren para su explotación estrategias suficientemente di­
ferentes y ofrecen niveles bastante similares de riesgo, por lo que no hay incenti­
vo para trasladarse de uno a otro (Descola, 1989: 90-91).
En el 250 n.e. el Orinoco medio fue colonizado por la fase Corozal y la po­
blación barrancoide, que tuvo que dispersarse durante el intervalo árido, volvió
a ocupar el delta. En el Oriente de Marajó, el restablecimiento de la vida aldeana
está atestiguado por la introducción de la fase Formiga (Ilustración 7). En el
borde Sudoeste de la Amazonia, tres fases de la tradición Casarabe iniciaron la
secuencia cerámica en los Llanos de Mojos. Las fases más tempranas de la tradi­
ción Polícroma aparecieron cerca de la boca del Negro y se diseminaron rápida­
mente hasta el Juruá medio y hasta el primer rápido en el alto Madeira.
Los sitios habitacionales difieren de los periodos más tempranos por su ma­
yor extensión superficial y la menor profundidad de las acumulaciones. Estas
dos características ponen de manifiesto el patrón de asentamiento semiseden­
tario asociado con la agricultura itinerante. Los residuos de habitación, que se
extienden varios cientos de metros a lo largo de las márgenes de los ríos, son
producto de siglos de reocupación de la misma localidad general por grupos re­
lativamente pequeños (Miller. et al., 1992. Cada comunidad, a menudo dividida
en varias aldeas, estaba integrada por relaciones de parentesco. Como sucede en
el presente, existió indudablemente en el pasado una interacción pacífica y hostil
entre comunidades adyacentes, pero la evidencia arqueológica se limita a la
adopción ocasional de alguna técnica decorativa de algún grupo vecino o a la
adquisición de algún recipiente de cerámica identificable como foráneo por su
apariencia diferente.
Alrededor del 500 n.e. (1500 a.p.), el statu qu o fue roto por un episodio de
aridez corto pero aparentemente severo producido por el fenómeno «El Niño»
(Meggers, 1994). Su impacto sobre las fuentes de subsistencia está reflejado por
discontinuidades en las secuencias arqueológicas a lo largo de las tierras bajas
(Ilustración 7). Las comunidades humanas disponen de varias opciones para ha­
cer frente al hambre, entre ellas explotar un área más grande, recolectar alimen­
tos comestibles normalmente no consumidos, disminuir el tamaño y la concentra­
ción de la población, incrementar la movilidad y emigrar (Meggers, 1996: 190).
La evidencia arqueológica sugiere que fueron empleadas en distintos lugares dife-
SOCIEDADES FLUVIALES Y SELVÍCOLAS DEL ESTE 565

Ilustración 6
DISTRIBUCIÓN DE FASES ARQUEOLÓGICAS EN EL RÍO TOCANTÍNS

E l lím ite de los territo rio s de T a u á y T u cu ru í co in cid e co n el p rim er ráp id o,


el cu al previene la p en etra ció n h acia el Sur de aguas am a z ó n ica s ricas en se­
d im entos y de la faun a a cu á tica aso ciad a. T e rrito rio s sim ilares cen tralizad os
en lo s río s so n cara c te rístico s de las co m u nid ad es in d íg en as sobrevivien tes.
F u en te: B etty J . M eg g ers, b asad o en Sim oes y A ra u jo -C o sta , 1 9 8 7 .
566 B E T T Y J. M E G G E R S

rentes combinaciones de estas estrategias. En las tierras bajas de Bolivia y en el


Amazonas medio (Silves/Uatumá), las discontinuidades entre las tradiciones cerá­
micas que preceden y que siguen a este episodio denotan la emigración de los ha­
bitantes y una recolonización por grupos con diferentes antecedentes. En Marajó
la fase Formiga sobrevivió, pero fue desplazada a la costa norte por el arribo de
la fase Marajoara, afiliada a la tradición Polícroma. En el bajo Xingú la fase
Guará inició la explotación intensiva de moluscos de agua dulce. A lo largo del
Orinoco medio y bajo, persistieron las tradiciones Corozal y Barrancoide.
Cuando las condiciones normales retornaron, los nuevos ocupantes reanu­
daron la vida aldeana semisedentaria. En la varzea amazónica la tradición Polí­
croma se diversificó en varias subtradiciones regionales, cada una compuesta
por numerosas fases. Los sitios habitacionales continúan mostrando evidencias
de abandono y reocupación, pero el número de aldeas contemporáneas puede
ser mayor que entre los grupos de térra firm e. Aparecen urnas funerarias, sobre
todo antropomórficas, entre los desperdicios de habitación de algunas fases, y su
número relativamente pequeño sugiere que no a todos los individuos les fue
otorgado este trato inhumatorio. La frecuencia de la cerámica decorada y su ma­
yor complejidad implican usos no domésticos, quizás durante ceremonias o por
parte de individuos de alto status social.
La representante más conocida de la tradición Polícroma es la fase Marajoa­
ra, que apareció en el Oriente de Marajó, después de la sequía del 500 n.e.
(1500 a.p.). La cerámica comparte los aspectos decorativos básicos de la tradi­
ción Polícroma, pero éstos son más diversificados y elaborados. Además de reci­
pientes de cerámica, se elaboraron figurillas, banquillos, comales, tangas (pro­
tectores púbicos), cucharas y otros objetos. Sus pobladores construyeron
grandes montículos de tierra para habitación y enterramiento, probablemente
para compensar la inundación anual del terreno. Se dice que existen cientos de
esos montículos, pero no se sabe cuántos fueron utilizados simultáneamente. La
base de la subsistencia es también enigmática, ya que el Oriente de M arajó no
forma parte de la varzea y los suelos han sido calificados de inadecuados para la
agricultura (OEA, 1974). Cualesquiera que hayan sido los métodos, fueron sufi­
cientemente exitosos como para mantener a la población durante varios siglos.
Alrededor del 1000 n.e. (1000 a.p.), el statu quo fue nuevamente desestabili­
zado por otro episodio fuerte de «El Niño». Esta vez, la tradición Polícroma fue
desplazada del Amazonas medio por grupos intrusos del Orinoco, afiliados a la
tradición Incisa y Punteada. Parte de esa población se trasladó aguas arriba por
el río Negro (la única penetración de un río de aguas negras por la tradición
Polícroma) y otros migraron hacia el Oeste por el Solimoes. Aunque la fase Gua­
rá parece haber persistido uno o dos siglos en el bajo Xingú, dos fases de dife­
rente filiación llegaron a establecerse sobre las márgenes altas adyacentes. La
fase M arajoara continuó en el Orinoco medio y la fase Corozal fue reemplazada
por la tradición Arauquinoide, pero la tradición Barrancoide persistió en el del­
ta. En los Llanos de Mojos de Bolivia la tradición Kiusiu reemplazó a la tradi­
ción Mamoré.
Un tercer episodio en torno al 1250 n.e. (700 a.p.) tuvo consecuencias igual­
mente desestabilizadoras en la Amazonia oriental. La fase Marajoara, que sobre­
SOCIEDADES FLUVIALES Y SELVÍCOLAS DEL ESTE 567

vivió a la sequía del 1000 a.p., fue reemplazada por la fase Aruá en M arajó
(Ilustración 7). La tradición Mamoré fue reemplazada por la tradición Ibaré en
los Llanos de M ojos. La población preexistente se mantuvo en el bajo Xingú,
pero la región situada por encima del primer rápido fue invadida por la fase Pa-
cajá, afiliada a la tradición Tupí-guaraní, de amplia distribución hacia el Sur.
No se han identificado reemplazos en la región de SilvesAJatumá. El impacto de
un episodio final aproximadamente en el 1500 n.e. (400 a.p.) es difícil de distin­
guir de las consecuencias de la intervención europea.

LAS SOCIEDADES AMAZÓNICAS DESDE EL CO N TA C TO ELIROPEO

En el momento en que los exploradores europeos establecieron contacto con la


población de las tierras bajas tropicales, ésta había desarrollado una relación no­
tablemente compleja con su incierto medio natural (Posey, 1987). Actualmente,
la comunidad típica de la térra firm e es una entidad social y económicamente in­
dependiente, compuesta de varias familias extensas, que pueden ocupar una vi­
vienda única o estar distribuidas en dos o más chozas comunales, con 10 a 200
individuos o más. La comunidad tiene un territorio, casi siempre delimitado por
un río, dentro del cual posee el uso exclusivo de los recursos. La división del tra­
bajo es por sexos, con clases de actividades específicas que son realizadas por
varones o mujeres. Las relaciones sociales están gobernadas por parentesco y ha­
cen hincapié en el compartir y la reciprocidad.
Las aldeas son trasladadas aproximadamente cada diez años, algunas veces a
un lugar del todo nuevo, en otras a uno previamente ocupado. Los motivos de
esos traslados varían; entre ellos se cuentan el agotamiento de las parcelas de cul­
tivo, la escasez de caza, la muerte de un adulto, la amenaza de ataques y el dete­
rioro de la vivienda; pero el efecto buscado es la prevención de la sobreexplota-
ción y del deterioro irreversible de los recursos animales y vegetales. En muchas
regiones, los ocupantes abandonan las aldeas por varios meses durante cada esta­
ción seca, para vagar en zonas distantes del territorio, subsistiendo de la caza, la
pesca y la recolección de plantas silvestres. Este comportamiento alivia la presión
sobre los alimentos en la cercanía de la aldea y refuerza la calidad de la dieta.
A lo largo del año, la subsistencia combina alimentos silvestres (pescado,
caza, insectos, frutas, tubérculos, miel, huevos de tortuga, etc.) y plantas cultiva­
das. Es habitual realizar desmontes anuales para la formación de huertos, que
están en explotación durante tres años, al cabo de los cuales se devuelven a la
selva. El alimento básico es la mandioca amarga (M anihot esculenta Crantz), un
tubérculo que tolera suelos pobres y humedad variable, es resistente a los depre­
dadores y productiva todo el año, eliminando el problema del almacenamiento.
Se plantan además numerosas clases de otros tubérculos, así como condimentos
y árboles frutales. La mayoría de los grupos, como protección contra las pérdi­
das, cultivan numerosas variedades de los principales cultivos, con diferente to­
lerancia a la temperatura, a la humedad y a la calidad del suelo. Los desan, en el
Occidente de Colombia, plantan cuarenta variedades de mandioca (Kerr y Cle-
ment, 1980) y los kayapó, en la parte sudeste de las tierras bajas, plantan veinti­
568 B E T T Y J. M E G G E R S

dós variedades de batata, veintidós variedades de mandioca, doce variedades de


maíz y múltiples variedades de otros cultivos (Kerr y Posey, 1984). Los cubeo
del Oriente de Colombia experimentan continuamente con nuevas plantas
(Goldman, 1979) para aumentar la productividad de las variedades útiles.
El conocimiento de los recursos de la selva es igualmente extenso. Actual­
mente, los tembé, en el Sudeste, utilizan 138 especies de árboles y 15 especies de
lianas como alimento, cebo, madera, fibra, combustible, insecticida, o para in­
tercambio (Balée, 1987). Los kuikuru del alto Xingú conocen las propiedades
útiles de la madera, la corteza, la resina, la savia, las raíces, los brotes, las hojas,
los frutos y las semillas y qué animales se alimentan con ellos (Carneiro, 1978).
Los panare del Sudeste de Venezuela usan más de 150 especies de plantas silves­
tres (Henley, 1982: 48). Los yanomani tienen nombre para 328 plantas silves­
tres, el 57% de las cuales son utilizadas, y están continuamente buscando otras
nuevas (Lizot, 1978). Los nambiquara reconocen las raíces de doce plantas
como comestibles, pero las recolectan sólo cuando no tienen mandioca (Price,
1990). Parece muy probable que este tipo de conocimiento detallado refleje la
necesidad de explotar recursos alimenticios menos deseables durante los episo­
dios de aridez, cuando los de consumo habitual son insuficientes.
Los comportamientos que tienden a promover una relación de equilibrio con
el resto del ecosistema están presentes en los mitos, la cosmología y las creencias
religiosas, que incorporan al ser humano, como igual a los otros animales, a un
sistema natural (Reichel Dolmatoff, 1976; Hildebrand, 1987). La baja densidad
característica de las poblaciones de la térra firm e es consecuencia de numerosas
prácticas culturales que impiden su crecimiento, y que van de la anticoncepción
y el aborto, pasando por el infanticidio, hasta la guerra y la venganza de sangre.
Entre algunos grupos, la reproducción está sujeta a cuotas. Los tapirapé, por
ejemplo, no permiten más de tres niños por cada madre, ni más de dos del mis­
mo sexo (Cagley, 1977: 135). Cuatro vástagos espaciados a lo largo de cuatro a
seis años es lo ideal entre los siona-secoya, y una mujer que no respeta esas nor­
mas es objeto de burla (Vickers, 1989: 223-224).
No hay ejemplos vivos de las poblaciones precolombinas de la varzea, pero
los relatos tempranos indican que supieron extraer todas las ventajas posibles de
los recursos de la llanura de inundación. Realizar la siembra en cuanto el agua
comenzaba a bajar hizo posible obtener dos cosechas de maíz antes de la siguien­
te inundación. Se desarrolló una variedad de mandioca que maduraba en seis me­
ses. Los huevos puestos por las grandes tortugas acuáticas se recolectaban para
consumo inmediato y para preparar aceite, que se utilizaba para conservar carne
de manatí y de tortuga. El maíz se almacenaba en graneros elevados o en canas­
tos enterrados en cenizas. Los patos y pavos (Curassotu, Crax alector), así como
también miles de tortugas, se mantenían vivos en grandes corrales acuáticos. És­
tas y otras medidas podrían compensar en parte el marcado contraste estacional
entre la abundancia durante el estiaje y la escasez durante las crecidas, pero no
podrían superar completamente dos limitaciones ambientales: 1) las inundaciones
prematuras, frecuentes pero impredecibles, que destruían los cultivos antes de la
cosecha, y 2) la rápida descomposición, que impedía el almacenamiento de los
alimentos durante periodos que superaron unas pocas semanas.
SO C IED AD ES FLUVIALES Y SELVÍCOLAS DEL ESTE 569

Para maximizar la productividad de la varzea se requería una organización


de la mano de obra diferente de la de la térra firm e, donde los recursos estaban
distribuidos de modo más uniforme a lo largo del año. Los cultivos se debían
plantar de acuerdo con agendas relativamente estrictas, para asegurar su madu­
ración antes de la próxima inundación. Los huevos de tortuga debían recogerse
y procesarse durante la estación agrícola, a lo que se sumaban otras actividades
de subsistencia, que también debían realizarse durante la bajada de las aguas. La
ejecución simultánea de estas tareas requería líderes a tiempo completo, tanto
religiosos como seglares, para la distribución del trabajo y a fin de asegurar una
reserva para el futuro. Aunque las comunidades a lo largo de la varzea fueron
capaces de alcanzar densidades más altas y mayor complejidad sociopolítica que
las de térra firm e, la existencia del infanticidio es un indicio de que se regulaba el
aumento de la población. Por el momento, no hay confirmación arqueológica de
que los sitios habitacionales extensos encontrados a lo largo de las márgenes co­
rrespondan a grandes asentamientos permanentes, y no a reocupaciones repeti­
das de grupos pequeños, como tampoco se ha podido establecer cuántos de éstos
fueron ocupados simultáneamente. Hasta que no se disponga de datos, deben
tomarse con cautela los relatos de Carvajal y otros viajeros tempranos sobre
pueblos que se extendían a lo largo de kilómetros (Meggers, 1995).

CONCLUSIÓN

La llegada de los europeos fue la última de una serie de catástrofes que sufrieron
los habitantes indígenas de las tierras bajas de Sudamérica. Después de cada una
de las fluctuaciones climáticas a la Conquista, la población parece haberse recu­
perado tanto cultural como demográficamente, y probablemente reforzó su habi­
lidad para explotar los recursos del ambiente. El impacto de la invasión europea
se diferenció en dos sentidos significativos: 1) estuvo orientada mayormente hacia
la varzea, mientras que los episodios previos se sintieron igual o más fuertemente
en la térra firm e y 2) ha persistido durante varios siglos con creciente intensidad,
mientras que los episodios anteriores_parecen haber sido relativamente cortos.
Los grupos de térra firm e que llegaron a dominar las dificultades de su medio
ambiente tras milenios de interacción, se ven ahora enfrentados a amenazas nun­
ca antes experimentadas y para las cuales no están ni biológica ni culturalmente
preparados. Simultáneamente, la biota sufre alteraciones irreversibles. A menos
que adoptemos rápidamente la estrategia indígena de aprovechar, en lugar de
oponemos a las reglas ecológicas, el maravilloso mundo encontrado por los pri­
meros exploradores europeos desaparecerá para siempre de este planeta.
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L A S S O C IE D A D E S O R IG IN A R IA S D E L C A R IB E

M a r c io V e lo z M a g g io lo

El Caribe y las Antillas constituyen arqueológica e históricamente un vasto espa­


cio que incluye desde las costas del Oriente Atlántico de Sudamérica hasta lo que
hoy es la República de Belice, así como el arco de islas que, partiendo desde la
costa oriental de la actual Venezuela, se extiende casi hasta el Sur de la Florida.
En este enorme espacio la vida humana precolombina se desarrolló de muy varia­
das maneras. Las costas sudamericanas y centroamericanas fueron ocupadas muy
tempranamente por sociedades que desde tierra adentro buscaron los espacios
costeros y ya hacia el 8000 o 9000 a.n.e. grupos humanos habían comenzado a
desarrollar sociedades ligadas al mar, que al parecer evolucionaron hasta alcan­
zar el manejo de las corrientes marinas y de los medioambientes ricos en fauna.
Está claro que las primeras sociedades costeras en el que llamaremos «Cari­
be ribereño» fueron las que, integradas por grupos recolectores, sin conocimien­
to de las formas de producción agrícola, se adaptaron a las zonas de las desem­
bocaduras de ríos muy caudalosos y con enormes áreas de recolección. Los
manglares fueron de una gran importancia para la subsistencia de estas socieda­
des seminómadas. Siendo el mangle un árbol cuyas características son las de cre­
cer sólo en zonas de aguas salobres, los bosques con este tipo de vegetación
constituyeron una importante fuente de abastecimiento debido a que tal tipo de
bosque, habitado por una fauna acuática, terreste y aérea, permitió al hombre
asegurarse el sustento de manera relativamente fácil. Desde las Guayanas hasta
Belice, los grupos recolectores usaron de una fácil captación de recursos que
hizo posible su presencia durante miles de años en los mismos lugares. En Belice
varios autores han señalado la presencia de grupos recolectores desde por lo me­
nos el 9000 a.n.e., con técnicas de supervivencia muy ligadas a la caza y luego
con un desarrollo hacia formas cada vez más relacionadas con la explotación
marina (cf. Veloz Maggiolo, 1991). En la costa de Nicaragua los recolectores
marinos alcanzaron ya un importante desarrollo en el lugar conocido como
Monkey Point, donde fue posible establecer una ocupación humana que pudo
haberse iniciado hacia el 6000 a.n.e. (ibid.) y lo mismo parece haber acontecido
en la costa colombiana, donde los grandes cursos de agua generaron zonas de
bajíos y de sedimentación capaces de alojar una fauna rica y de crear un ambien­
te positivo para los grupos humanos (Groot de Mahecha, 1989; 19-39). En Ve-
574 M ARCIO V E L O Z MAGGIOLO

res. Arqueológicamente, los investigadores distinguen varios grupos migratorios


importantes :
— los llamados «barreroides o mordanoides», posiblemente con origen en
las costas de Centroamérica;
— los denominados «banwaroides», con un posible origen en la isla de Tri­
nidad;
— los llamados «hibridoides», caracterizados por la combinación de artefac­
tos de los dos grupos anteriores en un mismo esquema poblacional;
— los llamados «manicuaroides», tardíos ocupantes de la costa oriental de
Venezuela con la concha como materia prima para sus artefactos (Rouse y Cru-
xent, 1963).

LAS M IGRACION ES AGRICULTORAS

Las Antillas y buena parte del Caribe estuvieron ocupadas durante milenios por
sociedades recolectoras que desarrollaron muy diversos modelos de vida. Sitios
como los de San Jacinto, Monsú, Canapote y otros en la costa norte de Colom­
bia (Groot, 1989), representan un paso novedoso en el proceso recolector. Algu­
nos de estos lugares presentan ya aldeas organizadas, sin agricultura y con alfa­
rería, desde una época anterior al 4000 a.n.e. Se trataba de sociedades tribales
incipientes, y los hallazgos de Oyuela (1993) parecen corroborar la idea de que
alfarería y recolección en el área del Caribe fueron manifestaciones simultáneas
en algunos sitios. Lo mismo puede decirse de Monsú y Puerto Hormiga, estudia­
dos por Reichel Dolmatoff también en la parte atlántica de Colombia (Reichel
Dolmatof, 1986).
En las Antillas la aparición de las primeras alfarerías no se produce sino ha­
cia el siglo V a.n.e. Lo mismo que en el periodo preagrícola, la procedencia de
los grupos agricultores parece ser variada. Desde el punto de vista de las migra­
ciones hacia el arco antillano se presentan dos posibles focos. El más importante
en el aspecto de migración masiva es el Oriente de Sudamérica, pero, al parecer,
tan temprana como ésta es otra migración que puede catalogarse como oriunda
del Norte de Sudamérica y posiblemente producto de sociedades agricultoras li­
gadas a sitios como los costeros ubicables entre los ríos Magdajena y Frío, área
de Barlovento, en Colombia.
A los grupos procedentes del Norte de Sudamérica se les ha considerado
como protoagrícolas; sin embargo, recientes investigaciones hechas por nosotros
son reveladoras de que ya hacia el siglo III a.n.e. está presente el polen de maíz
en algunos de ellos (Veloz Maggiolo, 1994). Si bien los grupos procedentes de
Venezuela y del Oriente de Sudamérica llegaron a la isla de Trinidad y hacia
otras Antillas en el mismo siglo iv a.n.e., eran portadores de un tipo de organi­
zación social basada en el cultivo de la yuca o mandioca (M anihot esculenta K.),
que se había expandido ya en gran parte del río Orinoco y en los ríos selváticos
sudamericanos desde por lo menos el 1500 a.n.e. (Angulo Valdez, 1988). Luga­
res como El Caimito, Musiépedro, Honduras del Oeste, todos en el Sudeste de la
República Dominicana (isla de Santo Domingo), presentan una tipología de ar-
LAS S O C I E D A D E S ORIGINARIAS DEL CARIBE S75

A lfarerías tem p ranas de P u erto H o rm ig a, 3 0 0 0 a.n .e . (R eich el D o lm a to ff, 1 9 6 5 ).


576 MARCIO VELOZ MAGGIOLO

SITIO S DEL NORDESTE DE VENEZUELA RELACIONABLES CON LAS ANTILLAS

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Los lugares de Cuartel y Puerto Santo corresponden a grupos agricultores con alfarería
pintada también representados en las Antillas. Los lugares Ño-Carlos, Guayana, Playa
Grande, Manicuare, Punta Gorda, La Aduana y Banwari-Trace, corresponden a ocupa­
ciones de grupos recolectores con contrapartida en el área antillana (Sanoja, 1983).

tefactos similares a los de los recolectores, pero con alfarería. La ausencia del
burén o budare, plato para cocer el casabe, parece sugerir que estos habitan­
tes, también presentes en el Oriente de Cuba según trabajos de varios investiga­
dores (Tabío y Rey, 1979) y en la zona de Matanzas, Cuba, según otros autores
(Dacal y Rivero, 1986), no practicaron el cultivo de la yuca.
Simultáneamente, los grupos de posible origen arawaco procedentes del
Oriente de Venezuela penetran en las Antillas Menores y Mayores en una exito­
sa dispersión que alcanza la isla de Puerto Rico en el siglo II a.n.e., dejando
importante información en los asentamientos de la isla de Vieques, según los
trabajos de Alegría, Chanlatte, Rouse y otros autores (Chanlatte, 1981). Estos
agricultores parecen ser un desprendimiento de agricultores primeramente ubi­
cados en las márgenes medias del río Orinoco, que arribando por tierra y por la
propia corriente fluvial a la costa se mezclaron, a juzgar por sus alfarerías, lla­
madas «saladoides» y «barrancoides» por los arqueólogos Rouse y Cruxent
(1963). Otro uso para su designación, como el término igneri, se ha aceptado
en parte.
LAS SOCIEDADES ORIGINARIAS DEL CARIBE 5 77

St. Thomas
St. Johns Anguilla
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o ' o St. Martín
í St. Barthelmy
Barbuda
Puerto Rico
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Siglo IV a.n.e.

Posibles líneas migratorias de los grupos agrícolas tempranos hacia las Antillas, si­
glo m a.n.e. Veloz Maggiolo, 1991.

En la isla de Santo Domingo, y en el siglo III a.n.e., las alfarerías tempranas


del sitio Punta Cana, con presencia del burén o plato para cocinar el casabe,
nos hablan de una migración no barrancoide ni saladoide, por cuanto estas al­
farerías no contienen los elementos decorativos típicamente considerados como
tales.
578 MARCIO V ELOZ M AGGIOLO

Los arqueólogos han denomiando «caimitoides» las migraciones agrícolas o


protoagrícolas de posible procedencia colombiana y han llamado «saladoide in­
sular» a las iniciales ocupaciones agrícolas de posible origen arawaco.
Estas denominaciones se han establecido teniendo en cuenta los llamados
«sitios cabeceras» de donde se supone parten las «series arqueológicas» descritas
en función de la decoración con métodos ideados por Rouse (Rouse y Cruxent,
1963).
El Oriente de Cuba tiene ocupaciones agricultoras tempranas, sin cultivo de
yuca al parecer, hasta bien entrada nuestra era. Sitios como Caimanes El y Mayarí
oscilan entre los siglos II y v iii n.e. (Navarrete, 1983), pero personal de la Acade­
mia de Ciencias de Cuba, así como de la Universidad de Oriente, han identificado
lugares de grupos recolectores con abundante alfarería (Pantel, 1991).
El predominio de la ocupación agrícola en el área antillana caracteriza su
historia media. Sin duda los habitantes recolectores de las islas se fundieron
con las sociedades agricultoras. Hay evidencia en sitios agrícolas del uso de ar­
tefactos del periodo Precerámico, y no cabe duda que la tecnología de la pie­
dra lascada, común a los grupos del 4000 a.n.e., sobrevivió en las comunida­
des agricultoras, como lo ha señalado Pantel al analizar los usos de artefactos
en el periodo Precerámico de la isla de Santo Domingo y el Caribe (Terray,
1971).

LAS SOCIEDADES TRIBALES

Los grupos agricultores de posible origen arawaco parecen haber arribado a las
islas antillanas en un proceso migratorio caracterizado por la presión de las so­
ciedades «segmentarias» o de «linaje», como las llamara Terray (1971), sobre
un amplio sector selvático continental. El cultivo de roza o de tala y quema del
bosque para sembrar fue el sistema fundamental de subsistencia para las socie­
dades ya organizadas en aldeas con predominio de la identidad tribal. La quema
del bosque se acompañó en la zona continental del traslado permanente de la so­
ciedad, puesto que la misma no podía permanecer en un mismo lugar largo tiem­
po, debido a que la quema y el cultivo desertizaban los suelos. De modo que la
sociedad tribal que habitaba una decena de años el mismo sitio, a la vez que cre­
cía demográficamente, necesitaba de otros suelos para repetir el proceso. La seg­
mentación fue la base de un sistema económico cuyo modelo productivo era
extensivo y dentro del cual la fragmentación del grupo social obligaba a un pro­
ceso de identidad porque la extensión de los grupos necesitaba de un permanen­
te sistema de reconocimiento (Terray, 1971).
Las primeras sociedades agricultoras se ubicaron en la isla de Trinidad, muy
cerca de la costa de Venezuela, pero también lo hicieron en las islas de Antigua,
Guadalupe y San Martín, produciendo una importante transformación de su ini­
cial sistema de cultivo continental. Las sociedades saladoides buscaron, entre el
siglo IV a.n.e. y el siglo V n.e., sitios cercanos al mar, abandonando lentamente el
cultivo de tala y quema del bosque e incrementando la recolección y la pesca
marina como un modo de proteger las zonas de cultivo.
LAS S O C I E D A D E S ORIGINARIAS DEL CARIBE 579

La primera gran migración agrícola se asentó desde la isla de Trinidad has­


ta el Oriente de Puerto Rico. Su desarrollo social se realizó bajo los iniciales as­
pectos del cultivo de tala y quema. Se trató de grupos de características «saladoi-
des-barrancoides», los cuales se identificaron como asentamientos relativamente
pequeños, ligados a la agricultura de tipo vegetativo, con el uso de estacas o es­
quejes para reproducir su principal fuente de alimentos, la yuca o mandioca. En
la isla de Saint Kitts estudios llevados a cabo por Goodwin (1991) revelaron que
las sociedades saladoides insulares incrementaron cada vez más sus procesos de
recolección y pesca marina. Muy posiblemente el espacio agrícola de las islas pe­
queñas, algunas de ellas con terrenos de orígenes volcánicos en parte, como San­
ta Lucía y Guadalupe, fue menos aprovechable que en otras, por lo que el único
equilibrio utilizable para la protección de los suelos fértiles fue retornar a los re­
cursos naturales, dando descanso a los mismos. No resultó así en el Oriente de
Puerto Rico y en varios lugares de la isla de Vieques, cuyos terrenos fértiles per­
mitieron una ocupación muy atenta a los cultivos (Chanlatte, 1983). Los sitios
de Sorcé y La Hueca, en la isla de Vieques, al Este de Puerto Rico, revelan una
densa ocupación agrícola que se inicia en el siglo n a.n.e., y que demuestra cómo
sus integrantes mantuvieron desde esa época contactos con la zona continental
de Sudamérica. Las vasijas acampanadas tienen decoraciones con diversos tipos
de pintura en el caso de Sorcé, relacionándose con motivos decorativos de la
costa venezolana, como serían los sitios de Puerto Santo (Sanoja y Vargas,
1983), siendo sin embargo dichos motivos más tempranos en las Antillas que en
la costa venezolana.
Las gentes que representan el sitio Sorcé pueden relacionarse con los sitios
trabajados por Alegría y otros, como serían Hacienda Grande y El Convento
(Rouse y Alegría, 1990), en los cuales predomina la pintura con motivos blancos
sobre fondo rojo, con fechas relacionables con el siglo I a.n.e.; pero el lugar lla­
mado La Hueca es representativo de otro tipo de cultura, con una parafernalia
muy rica, en la que los trabajos en piedras semipreciosas y la presencia de amu­
letos en forma de cóndores con cabezas entre las garras sugieren una distante in­
fluencia andina aún no explicada. Ambas ocupaciones parecen estar presentes en
el Oriente de la isla de Puerto Rico según los trabajos llevados a cabo por Rodrí­
guez (Rodríguez y Rivera, 1990) en el lugar denominado Punta Candelero, don­
de, lo mismo que en la isla de Saint Kitts, las aldeas de tipo saladoide parecen
haber alcanzado por lo menos los siglos X o X II n.e., lo que evidencia una pre­
sencia de estos grupos en el panorama antillano de por lo menos quince siglos.
Los estudios de habitación de estas sociedades revelan, según datos de Mat-
tioni, Chanlatte y otros, el uso de viviendas redondas y de malocas o grandes vi­
viendas, sugiriendo que en algunos momentos las sociedades se organizaron en
grupos familiares nuclearizados y en otras en grupos familiares extensos, o ex­
tendidos, con una importante vivienda colectiva para numerosas personas. El si­
tio Maisabel, investigado en la costa norte de Puerto Rico por Siegel y Bernstein,
revela en detalle el proceso de desarrollo de estas sociedades, que ya hacia el si­
glo IV n.e. habían tenido un espacio de centurias sobre el cual establecieron pa­
trones de vida muy estables. Un estudio de Budinoff en Maisabel permite, sobre
una muestra de 34 esqueletos, establecer los problemas de esta gran población.
580 M ARCIO V E LO Z MAGGIOLO

saladoide en tránsito ya hacia otro tipo de expresión cultural como sería la lla­
mada Ostionoide, en la que la sociedad comienza a desarrollar nuevas técnicas
de producción, como veremos. Pese a estas afirmaciones, Maisabel presenta una
alta tasa de mortalidad de la población, en la que poca gente llegaba a la vejez.
Los varones vivían más que las mujeres. Las muertes por parto fueron muy co­
munes y las enfermedades infecciosas se manifestaron muy a menudo (Siegel,
1991).
El patrón de vida de estos grupos que inicialmente provenían de la costa o la
selva venezolana no cambió radicalmente el sistema de tala y quema, combinán­
dolo con una recolección intensiva.
Los enterramientos, muchos de ellos realizados dentro de las viviendas, fue­
ron completados en la parte más temprana de la ocupación, como aconteció en
los sitios Morel I y Morel II, en la isla de Gudalupe, con ofrendas de cuentas de
piedras semipreciosas, similares a las confeccionadas por los grupos de La Hue­
ca, en la isla de Vieques.

O TRO S GRUPOS AGRÍCOLAS TEM PRANOS

Mientras los saladoides insulares se instalaron en todo el arco antillano hasta


Puerto Rico, y tardíamente, hacia el siglo III, en la isla de Santo Domingo, agri­
cultores con otro tipo de alfarería se asentaron en el sitio llamado Punta Cana,
en el extremo este de la isla de Santo Domingo. Desde el 250 a.n.e. hasta aproxi­
madamente el 440 n.e., los grupos de Punta Cana parecen haber ocupado gran
parte del Este de la República Dominicana. Si bien eran cultivadores de yuca y la
presencia de budares para confeccionar el casabe es relativamente abundante,
los habitantes de Punta Cana escogieron una zona semiárida donde predominan
las rocas calizas, los ríos son casi inexistentes y el agua brota de manantiales
subterráneos muy cercanos al mar.
Al parecer, el cultivo de yuca se combinó con el uso de plantas silvestres
como la Z am ia debilis, llamada vulgarmente guáyiga (Veloz Maggiolo, 1992) y
los elementos o artefactos de Punta Cana tienen una mayor relación con los gru­
pos recolectores tempranos que con los de los sitios saladoides antes apuntados.

LOS LLAMADOS «DESARROLLOS LOCALES»

Es evidente que los grupos saladoides insulares desarrollaron en cada isla nuevas
alfarerías y que el intercambio entre las islas fue creciente. En las Antillas Mayo­
res los desarrollos locales fueron una constante en las alfarerías, mediante las
cuales se establecieron estilos que permiten una secuencia. Muchos de los mode­
los de alfarería con su origen en la costa venezolana siguieron subsistiendo y
poco a poco el sistema de cultivo de roza, o sea, de la quema del bosque para
sembrar en el terreno, fue equilibrado con una intensa fase de pesca, caza y reco­
lección. Los contactos entre las islas y la parte continental venezolana están con­
firmados por estudios como los de E. Maíz (comunicación personal, 1990) en la
LAS S O C IE D A D E S O R IG IN A R IA S DEL CARIBE 581

costa sur de Puerto Rico, donde hacia el siglo rv n.e. alfarerías similares a las del
sitio venezolano Puerto Santo se relacionan con restos de fauna como la del ave
guacamaya, ausente en la fauna antillana y por tanto procedente de la zona con­
tinental.
Puerto Rico fue un importante centro «experimental» en la historia agrícola
temprana de las Antillas. Muchos lugares de la isla, como el sitio Cuevas o el lla­
mado Guayanilla (Chanlatte, 1993), revelan un cambio de estilo en sus alfare­
rías, produciendo a partir de las iniciales formas saladoides-barrancoides mo­
delos con tendencia a la decoración polícroma, en el caso de Guayanilla y las
vasijas rojas con bordes biselados o alisados, en el caso del llamado «estilo Cue­
vas». En ambas oportunidades los estilos citados tienen una profunda relación
con sociedades antillanas locales que manejan con propiedad su medio ambiente
y que están ligadas profundamente a lugares costeros en el Sur de la isla. Se trata
de navegantes que intercambian productos, y principalmente los portan de la
zona costera a la de montaña; pero los portadores del estilo Cuevas se desplazan
hacia el año 670 n.e. hacia la isla de Santo Domingo, en cuya costa sur desarro­
llan el mismo patrón, que incluye pesca de alta mar, grandes bohíos o casas co­
lectivas, enterramientos en zonas especializadas, la cremación en ocasiones de
sus propios muertos y enterramientos dentro de las zonas de vivienda.
En la isla de Santo Domingo los representantes de las sociedades «cuevoi-
des» se ubicaron en la costa sur y en lugares ricos en fauna marina, como son los
sitios llamados Corrales, Nigua, Boca Chica y Juandolio, asentándose en aldeas
frente al mar, en la propia costa y junto a promontorios de paredones de piedra
caliza donde existían fuentes naturales de abastecimiento y, segíín estudios de
polen prehistórico (Veloz Maggiolo, 1994), importantes reservas de guáyiga o
’ am ia, cuyo uso en la prehistoria antillana ha sido harto comprobado.
Z
Hacia el año 600 n.e. las sociedades arawacas en el arco antillano alcanza­
ban sólo las Antillas Menores, Puerto Rico y la isla de Santo Domingo. Las evi­
dencias de sociedades agrícolas o agricorecolectoras en Cuba, de posible origen
norcolombiano, siguieron su desarrollo hasta aproximadamente el siglo vni,
cuando entran en Jamaica y en el Oriente de la isla los primeros agricultores con
raíces sudamericanas. Esos agricultores provenían de la isla de Santo Domingo,
que recibió una nueva migración desde la isla de Puerto Rico, donde se detectan
los primeros grupos llamados «ostionoides».

LOS OSTIONOIDES

Como puede comprobarse, hasta los movimientos migratorios antes señalados la


agricultura tuvo un modelo tradicional más o menos basado en el cultivo de roza
con una morigeración con sostén en la recolección marina y en la pesca. Pero los
ostionoides comenzaron a variar el sistema productivo en aspectos considerados
relevantes. Los ostionoides fueron grupos locales que iniciaron nuevas modalida­
des de factura alfarera a partir de líneas saladoides tardías. Sus vasijas redondas,
de asas levantadas en forma de gasa o de letra «D», parecen recordar las asas tar­
días de la costa de Venezuela, mientras que el uso de pintura roja total y ciertas
582 MARCIO VELOZ MAGGIOLO

formas de cuencos a veces alargados, menos anchos que largos, llamados «navi­
culares», tienden a indicar que se trata de una mezcla de estilos que parta tal vez
del llamado Cuevas o del saladoide tardío de la costa. No existe una aceptación
común para establecer los orígenes ostionoides, puesto que al final de las ocupa­
ciones las alfarerías aceptan modelados y modelados incisos, producto de otras
mezclas locales en las islas. Una rama de los ostionoides emigra hacia la isla de
Santo Domingo, penetrando por la costa este hacia mediados del siglo vil, mien­
tras que otra penetra por la costa sur hacia la misma época. Al parecer los grupos
ostionoides presentan una relación o contacto con las costas del Caribe continen­
tal. Sus dioses alados, o murciélagos representados en colgantes planos, son simi­
lares a los de la región andina del área de Santa Marta, donde se desarrollaban
los primeros grupos taironas de Colombia; los enterramientos dentro de las vi­
viendas eran comunes, pero la más importante novedad propiciada por estas so­
ciedades del siglo VII fue el uso del llamado «montículo agrícola».
En el Sur de Puerto Rico, cerca de la ciudad de Ponce, los montículos agrí­
colas parecen haber sido la base de la sociedad ostionoide. Consistían en el amon­
tonamiento de tierra y residuos de alimentación y cenizas para la formación de
promontorios sobre los cuales se llevaban a cabo nuevas modalidades agrícolas.
El montículo agrícola permitió un control de la producción y un modelo más fá­
cil de subsistencia. Se trataba además de una infraestructura en la cual la labor
colectiva era fundamental. A partir de los ostionoides, los arawacos antillanos
inician un proceso claro de distribución de espacios, con la presencia ya en los
siglos VHI o IX n.e. de plazas para el juego de la pelota, como acontece en el sitio
de Las Flores, en Puerto Rico.
La capacidad de extensión de los ostionoides y su mejor uso de los espacios
se explica por la absorción de las sociedades agrícolas que los precedieron en las
Antillas Mayores y por la rápida dispersión interisleña de sus comunidades. En el
siglo IX estos grupos ya habían arribado a Cuba y Jamaica. Es muy posible que
en Cuba y tal vez en Jamaica influyeran sobre sociedades aisladas durante siglos.
En el caso de la isla de Cuba, la secuencia ostionoide aún no es clara, pero sí lo es
en la isla de Santo Domingo, donde se ubicaron siguiendo la misma ruta marina
de los habitantes del «estilo Cuevas» y penetrando igualmente en los grandes va­
lles, donde aprovecharon las arenas limosas y ricas en desechos de los ríos de co­
rriente importante, para ubicar sus poblados en las pequeñas zonas de depósito.
Es muy posible que las sociedades ostionoides (que toman su nombre arque­
ológico del sitio Punta Ostiones, en Puerto Rico) comenzaran a producir una es­
pecie de surplus o sobrante que obligó a una formulación de la distribución de la
producción. Como en todos o casi todos los casos de las sociedades de selva tro­
pical de origen arawaco con raíces continentales, el stock alimenticio estuvo ca­
racterizado por el uso de raíces comestibles, de las cuales algunas como la yuca y
la guáyiga o Zamia, eran modificables y fueron modificadas y las otras eran usa­
das de manera natural. Los frutales fueron factor importante en la subsistencia y
el desarrollo de sistemas de pesca sofisticados entre los que se incluyen artefac­
tos como las nasas o trampas, los corrales para obturar los caños y evitar la hui­
da de los peces, las redes, los anzuelos, las canoas para ríos y mar fueron impor­
tantes elementos equilibrantes del ahora más productivo proceso agrícola.
LAS S O C IE D A D E S O R IG IN A R IA S DEL CARIBE 583

Sobre la base de las sociedades ostionoides antillanas comenzó a producirse


un nuevo esquema o modo de vida. Las características de la sociedad de selva
tropical, en la cual no había rangos caciquiles o de jefaturas, sino rangos varia­
bles en relación con las propias habilidades personales, cambian hacia la presen­
cia de jefaturas o de poderes comunes a grupos en tránsito hacia una sociedad
con estamentos de poder.
Los índices parafernálicos aportados por la arqueología al estudiar las socie­
dades ostionoides revelan un uso consistente de inhaladores posiblemente para
usar polvos alucinógenos. Hacia el siglo X n.e. se inicia un proceso decorativo
que incluye en las asas de las vasijas caras de murciélago, mientras que en algu­
nos lugares los poblados se hacen amplios y aparecen mezclas decorativas que
son la base de las posteriores alfarerías llamadas chicoides y meillacoides, las
primeras relacionadas con los inicios de la «cultura taina» y las segundas con los
inicios de la «cultura macorís» (Veloz Maggiolo, 1993).

M ACORIJES, CIGUAYOS Y TAÍNOS

Para la mayoría de los historiadores del Caribe temprano, las culturas taina y
macorís, identifica bles a través de las alfarerías «Boca Chica» y «Meillac»,
proceden de ramas de los ocupantes locales ostionoides antes señalados. Al pa­
recer, en la isla de Santo Domingo se produjo un proceso simultáneo de desa­
rrollo partiendo de estos tres tipos de sociedades. Hacia el siglo ix n.e. nuevos
modelos alfareros hablan de una gran diferenciación en la isla de Santo Do­
mingo. Mientras que en la parte central de la misma, actual valle del Cibao,
emergen grupos cuyas alfarerías se basan en las viejas formas ostionoides, a las
cuales se agregan incisiones cruzadas, modelos de aplicación con tiras de ba­
rro, esgrafiados y un sistema decorativo nuevo en las Antillas, en las zonas
costeras del Este de la isla comienzan a desarrollarse sobre las formas ostionoi­
des alfarerías de rico modelado, con un dominio de las formas estéticas. Estas
últimas, llamadas «chicoides» por ser el poblado de Andrés-Boca Chica, en la
isla de Santo Domingo, su lugar de cabecera, corresponden a los primeros gru­
pos tainos, los cuales desarrollaron la más importante cultura antillana y del
Caribe.
Al parecer, el cultivo en montículos agrícolas trajo como consecuencia una
mayor productividad. El crecimiento demográfico se incrementó en las Antillas
Mayores desde el siglo X II n.e. en adelante y aldeas relativamente grandes se han
localizado en muy diferentes lugares antillanos, incluyendo la isla de Cuba y la
de Jamaica. De este periodo son los más destacados modelos cacicales, es decir,
sitios con plazas indígenas para el juego de la pelota llamadas bateyes, circunda­
das en numerosas ocasiones por viviendas. Se trata por tanto de una sociedad
organizada en jefaturas o cacicazgos, en la que el cacique representa un poder
casi soberano con tendencia hacia la teocracia. Las características de este modo
de vida cacical se resumen en el casi abandono del llamado «cultivo de roza» ya
explicado; en unas relaciones de producción más orientadas hacia un poder cen­
tralizado; en la tendencia hacia grupos familiares más restringidos, nucleados; en
584 MARCIO VELOZ MAGGIOLO

el uso especializado de los espacios con grandes zonas de cementerio; en la apa­


rición de redes de intercambio de productos, generándose procesos de adapta­
ción humana mucho más definidos; en fin, la concentración de poderes por asig­
nación a un jefe tribal parece ser hereditaria, separándose ciertas formas de
trabajo especializadas (Veloz Maggiolo, 1993).
Dentro de este esquema emerge lo que muchos autores denominan la «cultu­
ra Boca Chica», caracterizada por una alfarería con tendencia a los grandes mo­
delados y que se corresponde con la cultura llamada «taina». Los tainos fueron,
con los macorijes y ciguayos, los pobladores más tardíos de las Antillas Mayo­
res, aunque se haya identificado erróneamente a la población prehistórica total
de las islas con este nombre.
Los tainos aprovecharon al máximo los avances de grupos anteriores, per­
feccionaron las técnicas del montículo agrícola, usaron el maíz como elemento
de subsistencia sin abandonar la yuca y constituyeron una sociedad ceremonia-
lizada, en la que los dioses o cemís tenían una impotancia capital. La produc­
ción taina utilizó variados recursos alimenticios, organizándose en aldeas cen­
trales, muchas de ellas especializadas en la pesca, en la producción de casabe
de mandioca o bien en la producción de artefactos rituales. La dispersión de la
cultura taina ya desde el mismo siglo XII n.e. alcanzó a Jamaica y Cuba, por el
Occidente, y a Puerto Rico, por el Oriente, conformando una gran región cul­
tural.
Los llamados macorijes, oriundos de la isla de Santo Domingo, siguieron el
curso y la ruta de los tainos ocupando parte de Cuba y Jamaica, sin que se ha­
yan encontrado restos de sus poblados al Este de la isla de Santo Domingo. Los
macorijes parecen tener una relación muy discutida con grupos de las Guayanas,
a juzgar por las temáticas de su alfarería.
Existe entre los grupos macorijes la misma tendencia a la elaboración de
montículos para el cultivo, aunque al parecer el juego de pelota, practicado por
los grupos tainos, con algunas similitudes con el de México, no está presente y
las aldeas siguen patrones diferentes, siendo los lugares más aprovechables los
valles pequeños, las barrancas de los ríos y las zonas de albufera, así como los
depósitos fluviales. La adecuación del sistema de montículos en ambos grupos
culturales parece haberse producido entre los tainos y macorijes hacia el año
930; en el sitio denominado El Carril, Noroeste de la República Dominicana,
han sido detectados por lo menos doscientos montículos gracias a la fotografía
aérea.
Aunque tainos y macorijes han sido estudiados con mayor cuidado, un ter­
cer grupo importante es el de los llamados «ciguayos», que también se encuen­
tran en la parte Nordeste de la isla de Santo Domingo, donde Cristóbal Colón
toma contacto con ellos durante su primer viaje (Colón, 1961).
Desde el punto de vista arqueológico, las alfarerías ciguayas son similares a
las de los grupos tainos, sólo que más gruesas. La mayoría de los autores con-
cuerdan en que si no hubiese habido una referencia a los ciguayos en las cróni­
cas, hubiese sido imposible separarlos de los grupos tainos. Sin embargo Colón y
los demás cronistas están de acuerdo en que hablaban una lengua diferente a la
de los macorijes y tainos, en que presentaban una decoración corporal basada en
LAS SOCIEDADES ORIGINARIAS DEL CARIBE 585

fe --

ídolo de madera procedente de Santo Domingo. Cultura Taina.


Fuente; Vic Krantz, cortesía de Smithsonian Institution.

el color negro del cuerpo, y en el uso de cabellos muy largos y de redecillas, así
como de arcos grandes sólo comparables a los de los usados por los grupos cari­
bes, que ya hacia el siglo XII n.e. habían hecho su entrada en las Antillas M eno­
res, convirtiéndose en enemigos frontales de los agricultores arawacos, rama a la
que pertenecían los tainos, ciguayos y macorijes.
586 M ARCIO V E LO Z MAGGIOLO

LOS LLAMADOS «CARIBES»

La migración de los caribes hacia el arco antillano es la última conocida. Proce­


dentes de las costas orientales y centrales de Venezuela, donde habían despla­
zado a las poblaciones arawacas sometiéndolas y tomando a sus mujeres para
las faenas agrícolas, los caribes parecen haber arribado a las islas en grandes raz­
zias. Su dominio de la navegación en las islas fue sumamente importante para
sus ataques a las poblaciones arawacas de todas las Antillas Menores y del
Oriente de la isla de Puerto Rico, donde, en el momento de la llegada de los es­
pañoles en el siglo X V I n.e., todavía raptaban mujeres y practicaban el canibalis­
mo ritual comiéndose a aquellos prisioneros que para ellos poseían característi­
cas especialmente aprovechables. Lo mismo que los arawacos, los caribes tenían
cernís, inhalaban polvos alucinógenos en sus rituales y, según D. Taylor, la mi­
tad o más de los vocablos caribes tendrían influencias de la lengua arawaca, lo
que para muchos significa que arawacos y caribes pudieron tener un tronco co­
mún continental. Como en el caso de los ciguayos de la isla de Santo Domingo,
es imposible reconocer los sitios arqueológicos de los mismos, puesto que por
ser las mujeres arawacas raptadas las que elaboraban la alfarería, no existe una
verdadera arqueología de los grupos caribes.
La última oleada humana que llega a la Guayana y que parece extenderse
hacia Venezuela ha sido denominada «fase Koriabo». Es muy posible que las
gentes de la fase Koriabo fuesen caribes que arribaron hacia el 1200 o 1300 n.e.
al territorio de Guayana y Venezuela. El origen de tales grupos altamente bélicos
parece estar al Este de las Guayanas, en territorio del Brasil. Los sitios de habita­
ción son poco profundos, no usaron el montículo agrícola y el tamaño de las
aldeas continentales oscila entre los 1 800 y los 7 400 m^, localizándose sobre
barrancas en las orillas altas de los ríos. Como los arawacos, fueron cultivadores
de yuca o mandioca. Según Migliazza y Campbell (1988), hacia el año 1800,
mucho después de la conquista de América por los europeos, la familia de len­
guas caribes había cubierto toda la costa nordeste de Sudamérica y gran parte
del interior de los llanos y costas occidentales de Venezuela, lo que revela el éxi­
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A baj T a k a lik : 1 4 6 , 1 8 0 , 1 8 2 A lto M ed in a: 4 7 2


A b a u cá n : 4 7 8 , 4 7 9 A lto Ñ ap o : 3 6 2 , 3 6 3
A b ra , E l: 5 5 , 3 2 5 , 3 2 7 A lto Salaverry: 10 8
A ca h u a lin ca : 5 1 A ltos C h u ch u m atan es: 7 7
A cap u lco : 83 A lum brera: 4 7 9
A co n q u ija : 4 7 1 , 4 7 2 A lvarad o: 7 6
Á frica : 1 1 , 1 6 , 3 1 A m acuzac: 12 9
A guas N eg ras: 2 6 3 A m alu can: 1 5 2
A guazuque: 3 2 5 , 3 2 7 A m am b ái: 5 4 5
A guirre: 5 1 4 A m ap a: 2 0 6 , 2 3 8
A h u alu lco: 1 7 4 A m azonas: 3 2 , 3 3 , 3 4 , 3 6 , 3 9 , 9 9 , 3 1 5 ,
A ju ch itlá n : 2 1 1 365, 376, 436, 553, 554, 555, 560,
A lam ito, E l: 1 1 1 , 4 7 2 563, 566
A la sk a , g o lfo : 4 1 A m azonia: 3 2 , 3 3 , 3 5 , 3 6 , 3 8 , 9 9 , 1 0 0 ,
A la sk a , región : 2 9 , 4 1 , 4 4 , 8 6 , 1 0 4 , 2 6 2 , 104, 107, 116, 359, 360, 362, 366,
263 375, 378, 38 2 , 4 4 2 , 5 5 3 -5 5 5 , 5 5 8 ,
A lb erta : 4 2 560, 563, 564, 566
A lcazab a: 5 3 2 A m b aro : 4 7 5
A lfa rcito : 4 7 1 , 4 7 8 A m beres: 4 8 1
A lice B o er: 6 2 A m ecam eca: 2 0 3
A ló a g : 3 8 0 A m érica: 1 8 , 2 2 , 2 5 , 2 6 , 3 1 , 3 2 , 3 4 , 3 8 ,
A lo así: 3 8 0 41, 42, 45, 64, 85, 86, 104, 105,
A lpes: 3 7 117, 121, 148, 155, 2 5 1 , 2 8 8 , 2 8 9 ,
A lseseca: 1 5 2 345, 357, 359, 365, 366, 368, 385,
A lta i: 4 4 448, 466, 497, 540, 586
A ltam ira: 1 7 8 , 1 7 9 — A. C en tral: 4 9 , 1 0 1 , 1 9 3
A lt a V is t a : 1 7 4 , 2 3 8 , 2 4 2 , 2 4 3 , 2 4 6 — A. del N o rte: 2 9 , 1 9 9 , 2 6 1 , 2 6 2 -
A ltica: 1 5 1 2 6 7 ,2 6 9 - 2 7 3 , 2 7 5 - 2 7 7 , 2 7 9 , 2 8 0 ,
A ltip lan o : 3 4 , 3 6 , 3 8 , 7 0 , 7 5 , 9 2 , 9 3 , 9 6 , 286, 497, 534
111, 118, 132, 135, 151, 160, 167, — A . del Sur: 4 4 , 5 0 , 5 4 , 2 6 3 , 3 6 1 ,
170, 173, 174, 179, 199, 20 1 , 203- 4 9 7 , 533
206, 209, 210, 213, 219, 220, 229, — A. H isp an a: 5 4 2
252, 286, 341, 350, 419, 421, 422, — A. M ed ia; 1 1 8 ,1 2 1 , 1 2 6 , 1 4 9 , 1 5 0
4 2 7 , 4 3 0 , 4 3 6 , 4 4 0 -4 4 2 , 4 4 5 , 4 5 2 , — A . L atin a: 1 1 - 1 6 , 1 8 - 2 3 , 2 5 , 2 6 ,
454, 457, 459, 460, 465, 466, 468, 2 7 ,2 9 ,3 1 ,3 3 ,4 7 ,3 8 7
4 7 2 , 4 7 4 , 4 8 1 ,4 8 5 ,4 8 8 ,4 9 2 — A nd inoam érica: 3 5 9 , 3 6 1 , 3 6 4 ,
A lto de los íd o lo s: 3 3 4 3 6 8 -3 7 0 , 3 7 2 , 3 7 3 , 3 7 5 , 3 8 2 , 3 8 4
640 ÍNDICE TOPONÍM ICO

— A rid am érica: 7 0 , 8 0 A n tofag asta de la Sierra: 4 6 9 , 4 7 1 , 4 7 6


— C en tro am érica: 2 9 , 3 5 , 4 8 , 5 0 , A ntum pa: 4 7 1
51, 54, 99, 115, 172, 182, 204, 206, A ñelo: 5 0 1 , 5 2 8
2 0 9 , 3 4 1 ,3 6 1 ,5 7 2 ,5 7 4 A p ach ital: 1 5 2
— M eso am érica: 2 7 , 6 9 - 7 1 , 7 5 , 80 - A patzingán: 2 0 9
8 3 , 8 5, 89, 9 0, 9 2 -9 4 , 9 6 , 103, A purím ac: 4 3 5
112, 121, 122, 126, 128, 131, A qu id abán : 5 4 1
135, 140, 142, 146, 148, 149, A rau caria: 3 2 , 4 6 3 , 4 9 5 , 5 0 8
154, 157, 160, 165, 171, 174, A rau co: 4 6 3
19 4 , 199, 2 0 1 , 2 0 3 -2 0 5 , 2 0 9 , A requipa: 3 5 0 , 4 4 1 , 4 4 2 , 4 8 9
211, 213, 217, 219, 222, 223, A rgen tina: 3 1 , 3 4 , 6 0 , 9 9 , 1 0 1 , 1 0 2 , 1 0 4 ,
2 2 6 , 2 2 9 , 2 3 2 -2 3 4 , 2 3 6 , 2 3 8 , 116, 345, 356, 4 6 6 , 4 81, 4 9 3 , 501,
240, 242, 243, 246, 248, 251, 530, 546, 548, 550
2 5 3 , 2 5 5 , 2 7 3 , 2 8 5 -2 8 7 , 2 9 0 , A rica: 1 1 0 , 4 1 9 , 4 5 1 , 4 5 7 , 4 8 5
2 9 7 , 3 0 1 ,3 0 4 , 3 0 8 ,3 1 2 ,3 1 9 A ripu ana, río : 5 3 6
— N o rteam érica: 4 3 , 4 7 , 5 4 , 5 6 , 6 6 , A rizon a: 4 3 , 5 0 , 7 4 , 2 0 4 , 2 3 8 , 2 4 0 , 2 6 1 ,
67, 105, 560 2 6 4 , 2 8 5 , 2 8 7 -2 8 9 , 2 9 4 -2 9 8 , 300,
— O asisam érica: 81 3 0 1 , 3 1 0 -3 1 2
— Su dam érica; 2 7 , 2 9 , 5 0 - 5 2 , 5 4 , A rm a de P aranap em a: 5 3 6
56 , 5 8 , 60, 70, 89, 99, 104, 315, A rq alla: 4 3 5
402, 448, 560, 569, 571, 574, A rrancap lu m as: 3 3 1
579, 586 A rroy o Seco; 61
A m p ajan g o: 4 7 6 Á rtico : 4 1 , 4 8 8
A nad yr: 4 1 A sajo : 2 1 1
A n áh u ac: 7 6 , A sam pay: 4 8 1
A n cash: 1 0 7 A sia: 2 6 , 2 9 , 3 1 , 4 1 , 4 5 , 4 6 , 6 4 , 1 0 4 ,
A n cón : 4 1 4 357, 534
A nd algalá: 4 7 5 , 4 7 9 A spero: 1 0 8
A nd ahu aylas; 1 1 0 , 1 1 2 ,4 3 5 , 4 3 6 A su nción : 5 4 1 , 5 4 2
A ndes: 3 1 , 3 2 , 3 4 - 3 7 , 4 5 , 5 1 , 5 2 , 5 5 , 5 8 , A tacam a, desierto de: 4 7 4 , 4 8 8
6 1 , 9 9 -1 0 9 , 1 1 1 -1 1 5 , l i é , 2 0 6 , 2 0 9 , A tacam a, región: 4 4 1 , 4 4 2 , 4 6 6 , 4 7 2
3 1 5 -3 1 8 , 3 2 8 , 3 3 1 -3 3 3 , 3 3 7 , 3 41, A tacam es: 3 7 3 , 3 7 5
3 4 9 , 3 5 6 , 3 5 7 , 3 6 0 -3 6 2 , 3 7 0 -3 7 2 , A tem ajac: 2 4 2
376, 385, 390, 392, 402, 430, 432, A tetelco : 1 5 7 , 15 9
433, 438, 442, 443, 445, 452, 457, A tico : 4 2 0
461, 462, 465, 466, 471, 474, 480, A tiq u ip a: 4 2 0
488, 492, 495, 516, 529, 548, 555, A tlan : 2 2 1
560 A tlán tico : 3 4 , 3 6 , 7 2 , 9 9 , 1 0 0 , 1 9 4 , 2 7 8 ,
A n d rés-B oca C h ica: 5 8 3 495, 523, 533, 535, 571
A n g am arca: 3 8 0 A to co n g o : 4 2 0
A ng ara: 4 5 A tún C o lla o (v. H atu m C olla)
A ng o sto C h ico : 4 7 8 A tu n m arca: 4 3 3
A ng u alasto : 4 7 8 , 4 7 9 A tzcap otzalco: 2 2 3
A n illo: 5 9 , 6 0 A tzom pa: 1 6 2
A n tá rtico : 1 1 6 A ustralia: 2 9 , 4 7 , 6 4
A ntigu a, isla: 5 7 2 , 5 7 8 A u d án: 2 0 7
A ntigu a, río : 2 2 1 A y ab aca: 1 1 2 , 3 5 9
A ntillas: 9 9 , 1 0 1 , 5 7 1 , 5 7 2 , 5 7 4 , 5 8 1 , A yam pe: 3 7 5
583 A y acu ch o: 3 4 , 5 6 , 5 7 , 1 0 6 , 1 1 0 - 1 1 4 ,
— A . M ay o res: 5 7 2 , 5 7 6 , 5 8 0 , 5 8 2 - 435, 439
584 A yo tía : 7 6
— A . M en o res: 3 2 , 5 7 6 , 5 8 1 , 5 8 5 , A zapa: 4 5 6 , 4 5 7 , 4 5 9
586 A zcap o tzalco : 1 5 9 , 2 2 3
A ntisu yo: 3 5 9 A ztad an : 2 0 6 , 2 4 8
ÍNDICE TOPO N ÍM ICO 641

A zuay: 3 5 9 , 3 6 2 , 3 6 3 Buenavista: 3 3 4
A zuzul, E l: 1 4 6 Buenos A ires; 4 9 , 6 1 , 5 0 6 , 5 3 0 , 5 3 3 , 5 4 0
Buey M u erto : 4 7 2
B ah ia; 3 4 , 6 5 Burdeos: 4 9 3
B aik al: 4 5 B u ricata 2 0 0 : 3 3 8
B a jío , E l: 8 0 , 1 6 9 , 1 7 1 , 1 7 4 , 2 0 4 , .2 0 5 ,
248, 2 5 8 , 298 C ab allo yu q: 4 3 5
B alsas: 1 3 1 , 1 6 5 , 1 6 8 , 1 7 4 , 2 0 5 , 2 1 1 C ab an a: 4 4 3
— depresión del: 75 C acah u aten co: 16 8
B a n w a ri-T ra ce: 5 7 2 C a ca x tla (T la x c a la ): 1 6 5 , 2 0 1
B a rsto w : 2 6 2 C ach ap oal: 4 6 1
B a rra n ca : 4 2 5 C achipuy: 5 3 1
B arrera M o d rá n : 5 7 2 C ah u ach i: 4 1 6
B asal, E l: 3 3 4 C ah u illa: 3 0 1 ,3 1 1
B a tá n G ran d e: 4 1 7 C aillo m a: 4 4 1
B aú l, E l: 1 7 9 , 1 8 2 C aim anes III: 5 7 8
B eagle: 5 0 7 C aim ito : 5 7 4
— ca n a l del: 5 1 8 C ajam arca: 3 9 1 , 4 1 9 , 4 2 7 , 4 3 1 , 432,
B ecán : 1 7 8 , 1 8 0 4 3 3 ,4 8 1 ,4 8 2
B elén : 4 6 6 , 4 7 9 C alakm u l: 7 8 , 9 2 , 1 8 2
B elén -A b au cán : 4 7 8 C alam gone: 3 8 2
B elice: 6 9 , 8 5 , 8 6 , 9 3 , 1 7 5 , 1 7 6 , 1 7 8 , C alar: 4 5 4
571, 572 C alch aqu i: 4 6 6 , 4 7 1 , 4 7 6 , 4 7 9
B elice, valle de: 1 7 7 C a licó : 2 6 2
B elo H o riz o n te: 64 C alifo rn ia: 4 7 , 4 8 , 5 8 , 5 9 , 2 6 1 , 2 6 2 , 264,
Bering, estrecho: 41, 44, 4 6 , 67, 85, 86, 2 6 9 -2 7 1 , 2 7 4 , 2 7 5 , 2 8 0 , 2 8 1 , 301,
104 3 0 3 - 3 0 5 ,3 8 8 ,4 9 7
Bering, m ar de: 4 1 C alim a, región: 1 1 2 , 3 2 7
B eringia: 4 1 , 4 2 , 4 4 , 4 5 , 4 6 , 5 4 , 8 6 , 1 0 4 C alim a, río : 3 1 1 , 3 1 7 , 3 1 8 , 3 2 5
B erkeley: 3 8 8 C alim a, valle de: 3 3 1 , 3 3 3 , 3 3 4
Beni: 3 2 C alle de los M u ertos: 1 5 5 , 1 5 7
B ío -B ío : 4 6 2 C allejó n de H uaylas: 1 0 6
B lacicw ater: 2 6 4 C aló n , El: 1 2 8
B o ca C h ica : 5 8 1 C am aro n es: 4 5 6
B o ca s, L as: 1 3 5 , 1 3 9 C am in a: 4 5 9
B o g o tá : 3 4 - 3 6 , 5 5 , 3 1 7 , 3 1 8 , 3 1 9 , 3 2 5 , C am peche: 7 6 , 7 7 , 8 4 , 8 5 , 1 7 6 , 178,
327, 328, 341 1 8 0 ,1 8 4 ,1 9 3 ,2 1 9
B o la ñ o s, río : 2 3 6 , 2 4 2 C am p o D o rad o; 4 7 2
B o la ñ o s, valle de: 2 3 8 C an ad á; 2 7 , 4 1 , 4 4 , 2 7 3 , 2 8 9 , 2 9 5
B oliv ia: 3 6 , 3 7 , 9 9 , 1 0 1 , 1 1 2 , 2 0 9 , 3 8 7 , C an ap ote: 5 7 4
445, 459, 463, 466, 474, 482, 485, C an delaria, L a: 8 5 , 1 7 6 , 2 5 0 , 2 5 1 , 273,
489, 5 0 1 ,5 0 3 , 5 4 8 , 5 6 3 ,5 6 6 472
B o m b o isa : 3 7 6 C anendiyú: 5 4 6
Bonam pak: 78 C añ ad a, L a: 2 0 6 , 2 1 3
B ó ra x : 2 6 4 C añ ar: 3 7 8
B osq u e, E l: 5 1 C añ ete: 4 2 6
B rasil: 2 2 , 3 2 , 6 2 , 9 9 , 1 0 7 , 3 1 5 , 5 3 2 , C añ ón de B oqu illas: 2 0 7
5 4 4 -5 4 6 , 5 4 8 -5 5 0 , 5 5 4 , 5 6 0 , 5 86 C aq u etá: 3 1 7
B ra z o s: 2 7 6 C aracas: 1 1 0
B reck n o ck : 5 1 4 C a ra co l, E l: 78
B row nsville: 8 2 C aran g a: 4 6 1
B ru jo , E l: 3 8 9 C aranqu i: 3 8 4
B u ch eli: 3 3 4 C arcarañ a; 5 3 0
(NDICE TO PON ÍM ICO
642

C a rd o n a l: 7 4 C h ap alan g an a: 242
C a rib e ; 2 9 , 3 2 , 5 1 , 7 7 , 8 2 , 8 4 , 8 5 , 9 9 , C h aqu iago: 4 7 5
101, 184, 194, 31 5 , 318, 322, 331, C h arcas: 462, 463
33 8 , 341, 571, 57 2 , 57 4 , 578, 582, Chenes: 1 8 3 , 19 3
583 Chiá ni; 327
C a rin g a ; 4 2 0 C hiap a de C o rz o : 1 7 9 , 1 8 2
C a riq u im a ; 4 4 5 C h iap as: 4 8 , 7 0 , 7 7 , 8 3 , 8 8 , 8 9 , 9 3 , 1 2 5 ,
C a rril, E l; 5 8 4 146, 175, 176, 178, 179, 181, 184,
C a sa b in d o ; 4 7 1 , 4 7 4 , 4 7 8 1 9 3 ,1 9 4
C asas G ran d es; 2 5 7 , 2 9 5 , 3 0 7 , 3 0 8 , 3 1 0 , C h icam a; 3 8 7 , 3 8 8 , 3 8 9 , 4 1 4
312 C h icha; 4 6 6
C a sm a ; 4 1 5 C h ichén Itzá: 9 3 , 1 8 3 , 1 9 3 , 1 9 7 , 2 5 7
C a sp in ch a n g o : 4 7 8 C h ichim eca: 2 8 8
C a stillo d e T e a y o ; 1 6 8 , 2 1 9 C h iclin : 3 8 8
C a ta m a rca ; 4 7 1 , 4 7 2 , 4 7 5 , 4 7 6 , 4 7 8 C h ico del C h u b u t; 5 3 2
C a u ca ; 3 1 5 , 3 1 7 , 3 2 2 , 3 3 1 , 3 3 3 , 3 3 7 , C h ico an a; 4 6 6
34 1 , 345, 359 C h ico m o zto c; 2 4 6 , 2 4 9
C a u ce , E l: 51 C hih uah ua, desierto de; 2 3 2
C a y a m b é; 3 8 4 C h ih u ah u a, estad o: 2 4 6 , 2 5 7 , 2 8 5 , 2 8 7 ,
C ayo M arco; 2 7 9 288, 29 0 , 2 9 2 , 295, 300, 302, 307,
C a z o n e s; 8 2 , 2 2 1 3 1 1 ,3 1 2
C e d ra l, E l: 4 8 C h ilca, cañ ó n de; 1 0 6
C e ja de Selva; 4 3 3 C h ilca, lom a: 1 0 8 , 4 1 4 , 4 2 0
C em p o a la : 8 3 , 2 2 1 , 2 2 2 C h ilco s: 4 3 3
C e rrio s: 3 0 4 C hile: 3 1 , 3 2 , 3 4 , 5 4 , 5 9 , 6 1 , 9 9 , 1 0 1 -
C a rrito s: 2 0 6 105, 116, 356, 375, 391, 442, 445,
C e rro A zul; 4 2 6 454, 462, 463, 466, 468, 469, 481,
C e rro C o lo m a : 3 3 1 485, 488, 489, 500, 506, 507, 529,
C e rro C o lo ra d o ; 4 7 2 531
C e rro E l D iq u e: 4 7 2 C h illón : 4 1 5 , 4 2 5
C e rro E n can tad o ; 2 3 6 , 2 3 8 , 2 4 0 C h illos: 3 8 0 , 4 8 5
C e rro M o ra d o ; 4 7 8 C h iloé: 5 0 7 , 5 0 9
C e rro N a rrío : 3 7 1 , 3 7 2 , 3 7 3 C h im alh u acán : 4 9 7
C e rro s: 7 8 , 1 7 8 , 181 C h im b o razo ; 3 8 0
C h acao; 4 4 5 C h im o r: 4 2 3 , 4 3 1 , 4 3 3
C h a ch a : 4 3 6 C h im ú ; 1 1 5 , 4 1 7 , 4 2 6 , 4 8 1
C h a ch a p a : 1 6 0 C h in a; 4 5 , 4 6 , 1 0 3
C h a ch a p o y as: 4 3 3 , 4 3 8 C h in a, lago de: 2 6 4
C h a c o , región: 3 2 , 1 0 0 , 1 1 6 C h in ch a, región : 1 1 5 , 4 1 7 , 4 2 7
C h a c o , ca ñ ó n del: 3 0 3 , 3 0 7 C h in ch a, valle de; 3 8 2 , 4 2 7
C h a lca tz in g o : 7 5 , 1 3 2 , 1 3 4 C hinchaysuyu: 1 1 4
C h alch ih u ites: 8 1 , 1 5 4 , 1 7 4 , 2 0 3 , 2 4 2 , C h in ch ih u ap i: 5 9
2 4 3 , 24 8 , 249 C hinchipe: 3 7 6 , 3 7 8
C h a lch u a p a: 1 4 8 C hingú: 1 6 9 , 17 1
C h a lc o ; 9 9 , 1 5 2 C h ip iric; 4 3 6
C h a m a l: 2 1 9 C h ira: 3 9 0
C h a m e tla ; 2 0 6 C h iu -C hiu (A tacam a la B a ja ): 4 6 0
C h a n a l, E l; 2 0 7 C h oap a: 4 5 1 , 4 5 2 , 4 5 5
C h a n ca y : 4 1 7 , 4 1 8 , 4 2 5 C h o b sh i; 3 6 2 , 3 6 3 , 3 6 4
C h a n ch a n : 4 1 7 , 4 2 3 C h o có : 3 4 5
C h a n ch á n ; 3 8 0 C h oele C h oel; 5 0 1 , 5 3 2
C h an d u y ; 3 6 9 C h o k o tk a : 1 0 4
C h a n g a ca ro : 3 7 8 C h olu la: 1 5 2 , 1 6 0 , 1 6 5 , 2 2 2
C h a n tu to ; 8 3 , 1 2 1 , 1 7 8 C h on g ón: 3 6 0 , 3 7 3
ÍN DICE TOPONÍM ICO 64 3

C h o n ta lp a : 1 8 4 , 1 9 4 C o n d orh u asi-C ién aga: 1 1 1 , 4 7 2


C h o q u ep a ta ; 4 4 0 C o n ven to , E l: 5 7 9
C h o ro m o ro : 4 7 2 C o p acab an a: 3 8 4
C h o ta : 3 7 8 C o p án : 7 8 , 9 2 , 1 4 8 , 1 8 2 , 1 9 2 , 2 0 1
C h o y a l, E l: 2 1 9 C o p ay ap o: 4 6 6
C h u acu s: 7 7 C o p iap ó: 4 4 5 , 4 5 7 , 4 6 0
C h u b u t: 5 0 4 , 5 2 3 , 5 2 8 C o q u im bo : 4 6 1 , 4 7 9 , 4 9 2
C h u cu ito : 4 1 9 , 4 3 8 , 4 4 0 , 4 4 1 , 4 8 9 C o ra l Snake: 2 7 8
C h u k o tk a : 8 6 C ord illera de las C ascad as: 4 7
C h u lq u i: 4 6 9 C ó rd o b a : 5 3 0
C h u n ch u m il: 181 C o ro : 5 2
C h u p ícu a ro : 1 5 1 , 2 3 4 , 2 3 6 , 2 3 8 , 2 4 0 , C o rral, El: 171
248, 298 C o rrales: 58 1
C h u q u im an cu : 4 3 3 C o sta R ica: 5 0 , 5 4 , 1 0 1 , 1 4 8 , 2 0 4
C ib a o : 5 8 3 C o to co lla o : 3 7 1 , 3 7 2 , 3 7 5
C ién ag a; 4 7 2 C o y o tlatelco : 1 6 9 , 1 7 2 , 1 7 4
C ircu m -C a rib e : 9 9 , 1 0 0 , 1 0 4 C o x ca tlá n : 88
C itla ltép etl: 7 4 C o x tlah u aca: 2 1 7
C iu d ad Perdida: 3 3 8 C u alap an: 88
C iu d ad R e a l: 5 4 3 C u am lles: 2 0 7
C iu d ad ela: 1 5 7 C u analán: 2 3 4 , 2 3 8
C o a h u ila : 2 5 0 , 2 5 1 , 2 7 3 C u au h titlán : 151
C o a p e x co : 1 3 4 , 1 3 5 , 151 C u b a: 5 7 2 , 5 7 3 , 5 7 6 , 5 7 8 , 5 8 1 - 5 8 4
C o a d ica m a c: 2 2 2 C u bilan: 3 6 2 , 3 6 3
C obá: 9 3 , 183 C u chu m atanes: 1 7 7
C o ca : 3 7 6 C uélap: 4 3 6
C o ch a b a m b a : 1 1 0 , 4 3 6 , 4 8 9 , 4 9 2 C u ello: 1 7 7
C o ch ica ra n q u i de Z u leta: 3 8 4 C u enca: 111
C o ch isq u í (C och asq u í): 1 1 5 , 3 8 4 C u evas, Las: 4 7 2 , 5 8 1
C o c ta c a : 4 7 8 C u extlan : 2 1 9
C o ju m a tlá n : 2 0 9 Cuifeatlán: 1 6 2
C o ic a : 4 4 2 , 4 4 3 C u icatlán -T eo titlán : 76
C o lh u a ca n : 2 0 4 C u icuilco: 1 3 4 , 1 5 1 , 1 5 2 , 2 3 4 , 2 3 6 , 2 3 8 ,
C o lim a : 7 5 , 9 5 , 1 2 5 , 1 5 4 , 1 7 3 , 2 0 5 , 2 0 7 , 240
2 0 9 ,2 1 0 C u ilapan : 1 6 3 , 2 1 7
C o lla g u a s: 3 5 0 , 4 4 3 C u lh uacán : 2 2 3
CoU asuyu: 4 3 6 , 4 6 5 C u liacán , cerro de: 2 4 8
C o lle c: 4 2 5 C u liacán , ciudad: 2 0 6 , 2 8 5 , 2 8 8
C o lliq u e: 4 1 7 , 4 2 5 Cu lú a: 1 9 9
C o lo m b ia : 3 2 , 5 0 - 5 2 , 5 5 , 9 9 , 1 0 1 , 1 0 3 , C u m bre, L a: 58
104, 106, 107, 111, 112, 116, 206, Cuntisuyu: 4 3 6
209, 315, 317, 327, 345, 359, 375, Cupisnique: 4 1 4
376, 378, 385, 554, 558, 563, 567, C u raray: 3 7 6
568, 574, 582 C usm ancu (C u ism ancu ): 4 3 3
C o lo n ch e: 3 6 0 , 3 7 3 C uyin M an zan o : 5 0 3
C o lo ra d o : 2 8 7 , 3 0 3 C u yo; 4 6 8 , 5 0 1 , 5 3 1
C o lo ra d o , río : 2 7 4 , 2 7 6 , 2 9 3 , 2 9 5 , 2 9 6 , C u zco: 1 1 0 - 1 1 6 , 3 5 0 , 3 5 3 , 3 8 4 , 3 9 1 ,
298, 2 9 9 ,3 0 1 ,3 1 2 , 503, 504 4 1 4 , 4 2 2 , 4 2 4 , 4 2 7 , 4 3 6 -4 4 1 , 4 6 1 ,
C o lu m b a: 3 8 0 4 6 6 , 4 8 1 -4 8 4 , 4 8 8 , 4 8 9 , 4 9 2 , 493
C o lu m b ia : 4 7
C o lu m b ia B ritán ica: 4 1 , 4 3 D an i G uiati: 2 1 4
C o m a lca lco : 7 9 , 93 D arién , g o lfo de: 3 2 2
C o m itá n : 7 7 , 1 7 6 D arién , región: 5 2 , 3 6 1
C o m p o ste la : 2 0 7 D au le: 3 8 2
ÍNDICE TO PON ÍM ICO
644

D esead o : 5 0 5 , 5 0 6 G alin d o : 3 2 7 , 4 1 7
D ezh ney: 8 6 G allo , E l: 1 6 2
D ia b lo s: 2 7 3 G an te: 4 9 3
D io m ed es: 86 G arag ay : 4 1 5
D iquiyú; 1 5 3 , 1 6 4 G avilán G ran d e: 2 0 6
D irin g -Y u rek h : 4 5 G eorg ia: 2 7 8 , 2 7 9
D o n cella s: 4 7 4 , 4 7 5 , 4 7 8 G ila: 2 7 9 , 2 9 3
D o ra d o , E l: 3 2 7 G oias: 6 5
D u ch azelan : 3 8 0 G ran T u n a l: 2 5 0 , 2 5 1
D u ra n g o : 2 0 3 , 2 4 2 , 2 4 6 , 2 5 7 , 3 0 2 , 3 0 7 G ran des L lan uras: 4 2 , 4 3 , 4 4 , 4 8 , 5 0 , 5 4
D z ib ilch a ltú n : 1 7 8 , 1 8 0 , 1 8 1 , 18 5 G rifo s, L os: 4 8
G rijalv a: 8 4 , 1 4 6 , 1 7 6
E ca te p e c: 1 51 G u ad a la ja ra : 4 8
E cu a d o r: 2 9 , 4 9 , 5 0 , 5 5 , 5 7 , 9 9 , 1 0 1 , G u ad alcázar: 2 5 1
103, 106, 107, 111, 112, 115, 209, G uad alupe, isla: 5 7 8 - 5 8 0
315, 317, 327, 345, 359, 361, 365, G uad alupe, río : 2 7 4 , 2 7 5
370, 375, 3 7 6 , 378, 380, 382, 385, G u ad och eri: 3 5 3
3 9 0 , 4 2 2 , 4 2 7 ,4 8 1 ,4 9 3 , 564 G uad uas; 3 3 1
Edzná: 1 8 3 G u ad u ero: 3 3 1
E je N eovolcánico: 7 4 , 7 5 , 7 6 , 7 7 , 2 0 3 , 2 0 5 G u aira: 5 4 3 , 5 4 4 , 5 4 9
E n ca n to , E l: 3 6 8 G u alu p ita L as D alias: 1 5 2
E sm erald as, p ro v in cia: 3 2 8 G u a m o , El: 3 3 1
E sm erald as, río : 3 3 4 , 3 7 0 , 3 7 3 , 3 7 5 , G u a n a ju a to : 1 5 1 , 1 5 4 , 1 6 9 , 2 0 4 , 2 0 9 ,
380, 382 2 29 , 234, 238, 240, 242, 243, 248,
E sp a n to sa : 88 249, 251, 2 5 5 , 257, 258
E sp añ a: 3 5 1 , 3 8 7 , 5 4 5 G u ap o ré; 5 6 0
E sp in al, E l: 3 3 1 , 3 3 8 G u aram b aré: 5 4 1 , 5 4 2
Espíritu S a n to , cueva de: 51 G u arco : 4 2 4 , 4 2 6 , 4 2 7
E spíritu S a n to , estad o: 6 3 G u arin ó : 3 3 8
E sta d o s: 5 0 0 , 5 0 8 G uasave: 2 0 6 , 2 0 9
E stad os U n id os: 2 7 , 4 1 , 4 2 , 7 4 , 8 0 , 8 6 , G u ataco n d o : 4 5 4 , 4 5 9
2 04 , 232, 238, 246, 251, 267, 272- G uatem ala: 4 3 , 4 9 , 5 0 , 6 9 , 7 0 , 7 2 , 7 7 , 8 3,
2 7 4 , 2 7 7 , 2 7 8 , 2 8 8 -2 9 0 , 29 3 , 295, 88, 89, 9 3 , 121, 122, 125, 146, 148,
296, 312, 345, 387, 554 1 6 0 , 1 7 5 -1 8 1 , 1 8 4 , 1 9 3 -1 9 5 , 1 9 8 , 2 5 5
E ten : 3 8 9 G u atem ala, valle de: 1 7 9
E tla : 1 6 1 , 2 1 6 G u atem ala K am inaljuyú : 178
E tz a tlá n : 2 0 9 G u au ra: 4 2 5
E u ra sia : 2 6 G u ay an a: 5 5 5 , 5 7 2 , 5 8 6
E u ro p a : 1 3 , 2 7 , 2 9 , 3 1 , 4 3 , 4 8 1 , 5 3 4 G u ay an as: 2 9 , 3 2 , 3 4 , 5 1 , 5 8 4 , 5 8 6
G u ay an eco (W ayan ek ): 5 1 0
F ell: 4 9 , 6 1 , 5 0 6 G u ay an illa: 5 8 1
F o lso m : 4 3 G u ay aq u il, ciud ad: 111
F iagstall: 3 0 1 G u ay aq u il, g o lfo de: 3 6 8 , 3 7 3 , 3 7 5 , 3 8 2
F lo r del B osq u e: 1 6 0 G u ay as: 3 6 0 , 3 6 6 , 3 7 0 , 3 7 3 , 3 8 0 , 3 8 2
F lo res, L as: 2 1 9 , 5 8 2 G u ay llab am b a: 3 6 2
F lo rid a : 2 6 1 , 2 6 4 , 2 7 8 , 2 7 9 , 2 8 1 , 3 4 5 , G u errero : 7 5 , 7 6 , 8 3 , 1 2 2 , 1 2 9 , 1 3 2 ,
571 1 6 0 ,1 6 8 ,1 7 2 , 174, 2 0 5 , 2 22
F lo rid a , L a: 4 1 5 G u ien go la: 2 1 5
F ra n cia : 2 7 , 3 8 7 , 3 8 8 G u ilá N aq u itz: 88
F río : 5 7 4 G u ita rrero : 1 0 6
F u erte: 8 1 , 2 0 5 , 3 0 0 G u y an a: 5 5 3 , 57 1

G a b le : 5 1 4 H acien d a G ran de: 5 7 9


G a ch a la : 3 2 5 H a ich o l: 5 0 1 , 5 3 1
fNDlCE TOPONÍM ICO 645

H a ití: 5 7 2 Ichsm a: 4 2 5 , 4 2 6
H ald as: 4 2 0 Idaho: 4 3
H atu m C a ñ a r: 3 8 2 Iglesia de los In d ios: 4 7 5
H a tu n C o lla ; 4 1 9 , 4 3 6 , 4 4 0 , 4 4 1 Iguanil: 4 2 0
H ern an d arias: 5 3 3 Ihuatzio: 2 1 1
H id alg o: 8 0 , 8 3 , 1 6 0 , 1 7 0 , 2 0 4 , 2 1 8 , Haló: 5 5 , 3 6 2 , 3 6 3
2 1 9 , 2 2 1 ,2 4 6 , 2 4 9 lio : 5 8 , 4 2 0 , 4 8 5
H im alay a: 3 5 7 Im babura: 1 1 5
H inds: 2 7 3 Im bilí: 3 3 4
H ohoham : 2 3 8 , 2 4 0 India; 5 4 0
H o k k a id o : 4 7 Infante, El; 4 7 4
H ondo: 84, 176 Inga, El: 4 9 , 5 5 , 5 8 , 3 6 2 , 3 6 3
H o n d u ras: 6 9 , 7 7 , 1 4 8 , 1 6 5 , 1 7 2 , 1 8 4 Ingenio del A renal: 4 7 2
H ond u ras del O este: 5 7 4 Isla, La: 4 7 4 , 4 7 5
H o nshu : 4 6 , 4 7 Isla G rande: 5 0 0 , 5 0 5 , 5 0 7 - 5 0 9 , 5 1 4 -
H o rn illo s: 4 7 8 5 1 6 ,5 2 2
H o rn o s: 5 0 0 , 5 0 8 , 5 1 4 Isluga: 4 4 5
H u aca P rieta: 4 1 4 Itata: 4 6 2
H u a ch ich o ca n a : 4 6 9 Itatin : 5 4 4
H u aih u aran i: 4 5 9 Ixim ché: 1 9 5
H u alfi: 4 7 1 , 4 7 2 , 4 7 5 , 4 7 6 , 4 7 8 Ixtlán del R ío ; 2 0 6
H u allag a: 3 9 0 , 4 3 7 , 4 8 4 Izapa: 1 7 9 , 1 8 0 , 1 8 2
H u am ach u co : 4 3 1 , 4 3 2 Iztaccíh uatl: 7 5 , 1 5 2
H u am alíes: 4 3 7 Iztapalapa; 1 5 2
H u am anga: 4 3 5 Iztapan: 4 8 , 4 9
H u am elu lp an: 1 5 3
H u an acach e: 5 0 1 , 5 0 3 Ja ch a l; 4 7 8
H u a n ca b a m b a : 3 5 9 J a la : 2 0 6
H u an cavelica: 4 3 5 Ja la p a ; 7 5 , 2 2 1
H u a n ta : 4 3 5 Jalieza: 163
H u a n ta r: 4 1 5 Ja lisc o ; 7 2 , 8 0 , 9 5 , 1 5 4 , 1 7 4 , 2 0 4 , 2 0 5 ,
H u án u co: 1 0 7 , 4 3 1 , 4 3 7 , 4 8 3 , 4 8 4 , 4 9 3 207, 209, 234, 236, 238, 240, 242,
H u á n u co P am pa: 4 3 8 , 4 8 4 , 4 9 3 , 4 9 4 246, 248, 2 5 0 , 251
H u án u co Perú: 1 0 1 Ja m a ica : 5 8 1 - 5 8 4
H u arm ey: 4 1 7 , 4 2 3 Ja p ó n : 4 6 , 1 0 7
H u aro ch u rí: 3 5 3 Ja u ja : 3 5 3 , 4 3 3
H u ascam á: 2 1 9 Jequ etep equ e: 3 9 9
H u ascarán : 101 Jo b o , E l: 5 2 , 5 3 , 5 4 , 5 9
H u a u r a :4 1 7 , 4 2 4 , 4 2 5 , 4 3 7 Jo n d a ch i: 3 6 3
H u a xteca : 9 6 , 2 0 4 , 2 1 8 , 2 1 9 , 2 2 2 , 2 5 2 Jo n u ta ; 7 9
H udson: 4 2 , 4 4 Ju an d o lio : 5 8 1
H u eca, L a: 5 7 9 Ju árez: 7 6 , 7 7
H u ech ulafquén : 5 0 0 , 5 3 2 Ju ch ip ila: 2 3 6 , 2 4 2
H u erta , L a; 4 7 8 Ju ella: 4 7 8
H u ertas: 4 3 7 Ju ju y : 4 6 6 , 4 6 9 , 4 7 1 , 4 7 2 , 4 7 6 , 4 7 8 , 4 7 9
H u exo tz in co ; 2 2 2 Ju n ín : 1 0 5 , 1 0 6 , 4 3 5
H u eyatlaco: 4 8 Ju ru á: 5 6 4
H uistle: 1 7 4 Ju x tla h u a ca : 1 3 2
H um a H u a ca : 4 6 6 , 4 7 1 , 4 7 4 , 4 7 6 , 4 7 8
K abah : 85
le a , ciudad: 4 1 7 , 4 2 4 K alah ari: 4 8 8
le a , d esierto: 1 1 0 K am ch atk a: 4 7
le a , valle de: 4 1 6 K am inaljuyú ; 1 6 0 , 1 7 9 , 1 8 0 , 1 8 2 - 1 8 4
Ichpantú n: 1 8 3 K ip ón: 4 7 2
6 46 ÍNDICE TO PO N ÍM ICO

K la m a th : 2 6 9 M ach ach i: 3 8 0
K o m ch en : 181 M ach alilla: 3 7 0
K u riles: 4 7 M acken zie: 42
M ad d en : 5 0
Labná: 85 M ad eira, isla; 5 3 6 , 5 6 4
L a ca n d o n ia : 8 5 , 1 7 6 , 1 7 7 M ad eira, río : 5 6 3
L a ch a y : 4 2 0 M ag allanes: 4 9 , 5 0 , 6 1 , 4 9 5 , 5 0 1 , 5 0 5 -
L ago a San ta: 6 4 , 6 5 , 6 6 507, 509, 510, 523
L agu n a B lan ca: 4 7 2 , 4 7 8 M ag d alena: 3 1 5 , 3 1 6 , 3 1 8 , 3 2 2 , 3 2 8 ,
L agu na de los C erros: 8 2 , 1 4 0 331, 333, 334, 341, 345, 359, 574
L agu na C o lo rad a: 1 7 4 M ah cach i: 3 8 0
L agu n illa: 1 6 8 M ain a: 3 3 4
L a ja : 2 3 8 M aisab el: 5 7 9 , 5 8 0
L am b ay eq u e: 3 8 8 - 3 9 0 , 4 2 4 , 4 2 7 M alin ch e, L a: 1 6 0
L a m a n a i: 9 3 , 1 7 8 M alp aso : 2 4 2
L a m b ity eco : 9 3 , 1 6 3 ,2 1 4 M alvinas: 5 0 0
L a n ch a P ack ew aia: 5 0 7 M a n a b í: 1 1 2 , 3 6 0 , 3 7 0 , 3 7 3 , 3 7 5 , 3 8 2
L a p a V erm elh a: 6 4 M an ag u a: 51
L a sa ñ a : 4 6 0 M a n a tí, El; 1 4 6
L a ta cu m b a : 3 8 0 M anoa; 553
L a u rico ch a , cueva de: 5 6 M a n ta ro : 4 3 3 , 4 3 4
L a u rico ch a , lago: 5 6 M an zanilla; 1 6 0
L e b rija : 3 3 8 M a r a jó : 5 5 8 , 5 6 3 , 5 6 4 , 5 6 6 , 5 6 7
L ech e: 4 1 7 M aran g a: 4 2 4
L ena: 45 M arañ ó n : 5 6 , 3 7 8 , 3 9 0
L erm a: 7 0 , 2 0 5 , 2 2 9 , 2 3 8 , 2 4 8 , 2 5 8 , M aratu á: 6 3
312, 479 M a tacap an : 1 6 0
— cu en ca de: 2 0 6 M a ta M o lle: 5 2 5
L evisa: 5 7 2 M atan zas; 5 7 6
L im a , ciudad: 3 8 , 1 0 8 , 3 5 1 , 3 5 2 , 3 8 8 , M a to G ro sso ; 5 4 5 , 5 4 6
415, 418, 420, 424, 426, 435, 462, M ay ap án : 1 9 3 , 1 9 4 , 1 9 7
485 M ay arí: 5 7 8
L im a, valle de: 4 2 5 M ay o : 2 9 3
L im a rí: 4 5 7 M azap a: 2 0 6 , 2 0 9
L im ay : 5 0 1 , 5 0 3 , 5 0 4 , 5 2 3 , 5 2 5 , 5 2 8 , M b arak aju ; 5 4 6
5 2 9 , 532 M b tetey : 5 4 1
L íp ez, desierto: 3 1 , 3 3 M en doza, ciud ad: 4 9 3 , 5 0 3 , 5 0 6
L ípez (Lipes), p rovincia: 4 5 9 , 4 6 6 M en doza, laguna: 5 0 1
L ittle S a h Spring: 2 6 4 , 2 7 8 M esas: 15 4
L la n o s de M o jo s: 5 6 3 , 5 6 4 , 5 6 6 , 5 6 7 M esitas, Las: 3 3 4
L lu ta : 4 6 1 , 4 8 9 M etlalto y u ca: 2 2 1
Loa: 4 5 4 , 4 5 9 -4 6 1 , 4 6 9 , 4 7 4 , 4 7 9 M etztitlan: 2 2 2
L o ja : 3 6 2 , 3 6 3 , 3 7 6 M é x ic o : 3 7 , 3 8 , 4 8 , 5 0 , 5 4 , 6 9 , 7 0 , 7 2 ,
L o m a A lta : 2 4 0 , 3 6 6 , 3 6 8 , 4 7 2 7 4 , 7 5 , 7 9 , 8 0 -8 3 , 8 6 , 8 8 , 9 3 , 9 4,
L o m a de la L ata; 5 2 8 118, 120, 122, 128, 131, 132, 134,
L o m a R ica de Shiqu im il: 4 7 8 15 1 , 1 5 4 , 1 5 7 , 1 5 9 , 1 7 0 , 1 7 2 -1 7 4 ,
L o m a T o rrem o te: 151 17 7 , 1 8 2 , 1 8 4 , 193, 1 9 4 , 1 9 7 -1 9 9 ,
L on d res: 3 8 7 202, 204, 205, 222, 223, 229, 230,
L u b b o ck : 2 6 4 232, 234, 238, 246, 248, 249, 251,
L u cre; 4 4 0 2 5 5 , 2 6 1 , 2 6 4 , 2 7 1 , 2 7 3 -2 7 5 , 2 7 7 ,
L und ; 6 4 280, 285, 287, 288, 290, 298, 312,
L u p ag a: 4 6 1 3 1 3 ,3 7 3 ,4 9 3 , 4 9 7 ,5 8 4
L u rin , lorfia de; 4 2 0 M é x ic o , cuenca de; 1 3 4 , 1 5 1 , 1 6 0 , 1 6 9 ,
L u rín , valle de: 4 2 5 224
(n dice t o p o n í m i c o 647

M é x ic o , g o lfo de: 7 4 , 9 6 , 1 7 8 , 2 0 4 , 2 1 8 , M o q u eg u a: 4 8 5
252, 278 M o ra les: 2 3 8 , 2 4 0
M e z ca la -B a lsa s: 1 2 9 M o re l I: 5 8 0
M ezq u ital: 7 4 M o re l II: 5 8 0
M ia h u a tlá n : 2 1 5 M o relo s: 7 5 , 7 6 , 8 0 , 9 3 , 1 3 2 , 1 6 0 , 1 6 7
M ich in : 3 4 M o ro n a ; 3 7 8
M ich o a cá n : 7 2 , 7 6 , 1 2 9 , 1 5 4 , 1 6 9 , 2 0 5 , M o rrillo s, L o s: 4 6 9
206, 2 0 9 , 21 0 , 222, 24 0 , 243, 258 M o rro , E l: 3 3 4
M ie l, L a : 3 3 8 M o sq u ito : 3 3 8
M in a , L a : 3 8 9 M o ta g u a : 7 0 , 7 7
M in a s, cerro de las: 1 5 3 , 1 6 4 M o y o tzin g o : 1 3 9 , 1 5 2
M in a s, sierra de: 7 7 M u aco: 52
M in a s G era is: 6 4 , 65 M u í T e p a l: 1 9 4
M ira : 3 7 6 M u ía O este, L a: 50
M ira d o r, E l: 7 8 , 1 7 8 , 181 M u llu m ica: 3 6 4
M ira flo res: 4 6 6 M u rra y Springs: 2 6 4
M isa n tla : 2 2 1 M u siép ed ro: 5 7 4
M isio n es: 5 4 6 M u y u -M o g o : 1 1 2
M ississip p i: 4 3
M id a : 2 1 4 , 2 1 6 N aco : 26 4
M itm a jc u n a : 3 8 0 N ah u el H u api: 5 3 2
M itre: 5 1 8 N ah u elb u ta: 4 6 1
M ix te c a : 1 6 3 , 1 6 4 , 2 0 6 , 2 1 3 , 2 1 4 , 2 1 6 , Ñ apo: 3 7 6 , 38 0
217, 222, 257 N áp o les: 4 9 3
M o ctez u m a , ce rro : 1 7 4 N a ra ja n : 2 1 1
M o cte z u m a , río : 7 4 , 2 2 9 N a ra n jo s , L os: 14 8
M o ch e , sitio a rq u eo ló g ico : 3 8 8 , 3 8 9 , N a riñ o : 1 1 2
3 9 3 ,4 1 6 N av arin : 41
M o ch e , valle: 5 8 , 4 2 3 N ay arit: 9 5 , 1 2 6 , 1 5 4 , 1 7 3 , 2 0 5 , 2 0 6 ,
M o d ern a , L a : 61 209, 238, 242
M o g o lló n : 3 0 0 , 3 1 1 N a z ca , d esierto: 1 1 0
M o g o n i: 1 7 1 N a z ca , río : 4 1 6
M o ja r r a , L a : 83 N a z ca , sitio arq u eo ló g ico: 4 1 6 , 4 1 8 , 4 3 9
M o jo s : 1 1 2 N ecaxa: 139
M o ja v e : 4 7 , 2 6 2 N eg ro: 5 0 0 , 5 0 3 , 5 0 4 , 5 2 3 , 5 2 4 , 5 2 8 ,
M o je q u e : 4 1 5 532, 533
M o lin o s: 4 7 6 — b o ca del río : 5 6 4 , 5 6 6
M o lla r , El: 4 7 2 N elso n : 5 1 0
M o lle , E l : l l l N em o có n : 3 2 5
M o n g o lia : 4 5 N ep eñ a, río : 4 1 7
M o n k e y P o in t: 5 7 1 N ep eñ a, valle de: 4 1 5
M o n q u eg u a : 4 1 9 N erete: 3 3 4 ^
M o n sú : 1 0 7 , 5 7 4 N eu q u én , p ro vincia: 4 9 5 , 5 0 1 , 5 0 3 , 5 2 5 ,
M o n ta n a : 4 3 528, 529, 531, 532
M o n ta ñ a B la n ca : 3 0 7 N eu qu én, río : 5 0 1 , 5 2 8 , 5 2 9
M o n te : 4 6 8 N ev ad a: 4 3 , 2 7 2
M o n te A lb á n : 7 7 , 9 2 , 9 3 , 1 4 0 , 1 5 1 , 1 5 3 , N ex a p a : 1 3 9
1 6 0 , 1 6 1 , 1 6 3 , 1 6 4 , 2 0 1 , 2 1 3 -2 1 6 N icarag u a: 5 4 , 7 2 , 5 7 1
M o n te A lb á n C h ic o : 1 6 2 N ico y a: 7 0
M o n te N eg ro : 1 6 4 N ig u a: 5 8 1
M o n te V erd e: 5 4 , 5 9 , 6 0 , 1 0 5 , 2 6 3 N iñ o , E l: 1 0 2 , 3 5 9 , 3 6 8 , 3 9 4 , 5 6 4 , 5 6 6
M o n terre y : 4 8 , 2 8 8 N o C arlo s: 5 7 2
M o n tev id eo : 5 5 0 N o ch istlán : 2 1 4
M o n tícu lo C h ávez: 4 7 2 N u cu ray: 3 7 8
648 ÍNDICE TOPON ÍM ICO

N u eces: 2 7 4 Pailas: 4 7 8
N u eva E sp aña: 199, 2 5 8 , 2 8 5 , 2 8 6 P aira: 3 8 0
N u eva E xtrem ad u ra: 4 6 2 Palenque: 7 8 , 9 2 , 1 7 7 , 1 8 2 , 1 9 2 , 2 0 1
N u eva G uinea: 4 7 Pam pa: 4 9 5 - 4 9 7 , 5 0 1 - 5 0 3 , 5 0 5 , 5 2 4 , 5 2 9
N u eva Irlan d a: 4 7 Pam pa G ran d e: 4 7 3
N u eva Y o rk : 2 6 6 , 4 9 4 P am pas: 4 3 5
N u evo L eón : 2 8 8 P am pasia: 4 9 5
N u ev o M é x ic o : 4 3 , 2 0 4 , 2 4 6 , 2 6 1 - 2 6 5 , P anam á: 4 3 , 4 9 , 5 0 , 5 2 , 5 4
2 8 5 -2 8 9 , 2 9 1 , 2 9 6 -2 9 8 , 3 0 4 , 310- Panam á, g o lfo de: 5 0
312 Panam á, istm o de: 3 4 , 3 6 , 3 2 2 , 3 4 8
P angor: 3 8 0
O a x a c a , estad o: 7 0 , 7 4 , 9 6 , 1 1 9 , 1 2 2 , P ánu co, p ro vin cia: 1 4 6 , 2 1 9
140, 151, 155, 160, 163, 1 6 5 , 179, P ánu co, río : 7 0 , 1 4 6 , 2 5 0
1 8 4 ,2 1 3 ,2 1 7 P anzaleo: 3 8 0
O a x a c a , valle de: 7 6 , 7 7 , 9 2 , 9 3 , 1 5 3 , P ap alo ap an : 7 6
154, 161, 163, 173, 2 0 1 ,2 1 3 P apantla: 2 2 1
O b e rá : 5 4 2 P aracas: 4 1 5
O ca m ^ : 88 Paraguay: 1 0 0 , 5 3 5 , 5 4 2 , 5 4 4 - 5 4 6 , 5 4 8 ,
O cea n ía : 16 550
O co s: 121, 125 P araguay, río : 5 3 6 , 5 4 1 , 55 1
O co z o co a u tla : 4 8 Paraiba do Sul: 3 7
O cu ca je : 1 1 0 , 4 1 6 P araíso : 4 1 4 , 4 1 5
O fq u i: 5 1 0 P araíso , E l: 3 9 0
O k in a w a : 4 7 P aran á, estad o : 6 3
O p eñ o . E l: 1 2 9 P aran á, río : 3 3 , 6 2 , 4 6 8 , 5 3 0 , 5 3 3 , 5 3 5 ,
O rin o co , río : 3 2 , 3 3 , 3 4 , 3 6 , 5 1 , 1 1 6 , 5 3 6 , 5 4 0 , 5 5 0 , 55 1
553, 554, 555, 560, 563, 56 4 , 566, P aranap an em a: 5 4 4
572, 574, 576 P areo: 2 1 1
- llanos del: 3 1 5 P ariacaca, escaleras del: 3 5 3
O r o , EL 3 7 3 P ariacaca, sierra de: 3 5 3
O ro g ran d e: 2 6 2 París: 3 8 8
O rto ire : 5 7 2 Pascam ayo: 4 2 3
O ru ro : 1 1 0 P asco , cerro de: 3 5 5
O tu m a : 4 1 4 P asión: 8 5 , 1 7 6
O v a lle: 4 5 0 P aso de la A m ad a: 1 7 8
O x irip a n : 2 1 9 , 2 2 1 Pastaza, río : 3 7 6 , 3 8 0
O x k in to k : 8 5 , 1 8 2 , 1 8 3 P atag o nia: 2 9 , 3 3 , 3 5 , 3 6 , 5 1 , 5 9 -6 1 ,
O x to d d á n : 1 3 2 10 0 , 1 0 5 , 4 9 5 , 4 9 6 , 4 9 7 , 5 0 0 -5 0 8 ,
5 2 3 -5 2 6 , 5 2 8 , 52 9 , 533
P a c a je s 4 1 9 , 4 6 1 P atallacta: 4 4 0
P acam am ú : 3 8 9 P atía, río : 3 3 4 , 3 3 7 , 3 7 3 , 3 7 5 , 3 7 8
P a ch a ca m ac: 4 1 7 , 4 2 0 , 4 2 6 P atía, valle: 3 3 7 , 3 5 9
P ach am ach ay : 5 6 P átzcu aro: 8 2 , 2 0 9 , 2 1 0 , 2 1 1
P a ch a ca : 1 5 7 , 1 6 0 , 1 7 0 , 1 7 2 Paute: 3 7 6
P a cífico : 3 1 , 3 6 , 3 7 , 4 7 , 5 1 , 5 9 , 6 3 , 6 7 , Paya, L a: 4 7 8
7 0 , 7 2 , 7 4 -7 6 , 7 9 , 8 2 , 83, 88, 89, Pecos: 2 7 3
100, 121, 125, 172, 175, 178, 181, Pedra F u rad a: 2 6 3
184, 194, 205, 222, 232, 315, 328, Pedra Pin tad a: 5 2
365, 366, 370, 378, 382, 429, 448, Pedregal: 5 2
454, 459, 465, 495, 507, 514 P end ejo: 2 6 2
P aco: 4 3 7 Peñas C o lo rad as: 4 7 4
P a d re Piedra: 1 7 8 Peñón de los B años: 4 9 7
P a ijá n : 5 8 , 6 0 Peñón del R ío : 111
P a ila , La: 2 5 0 Pequeño C o lo ra d o : 3 1 0 , 311
(NDICE TO PO N ÍM ICO 6 49

P ero te: 2 2 1 Puna: 4 4 5 , 4 4 9 , 4 5 0 , 4 6 0 , 4 6 1 , 4 6 6 , 4 6 8 ,


Perú: 3 6 - 3 8 , 5 5 , 5 8 , 9 9 , 1 0 1 , 1 0 3 , 1 0 7 , 469, 471, 476, 479, 485, 489
109, 111, 112, 209, 315, 317, 341, — P. Salada: 4 4 5 , 4 5 0 , 4 5 3 - 4 5 5
343, 345, 354, 355, 356, 359, 370, — P. Seca: 4 4 5 , 4 4 9 , 4 5 0 , 4 5 2
375, 382, 385, 387, 388, 390, 391, Puná: 3 6 8 , 3 7 5 , 3 8 2
393, 394, 436, 442, 445, 463, 481, Punín: 3 8 0
4 8 5 , 4 8 9 , 553 Punkuri: 4 1 5
P escad erías: 3 3 8 Punta B alasto : 4 7 9
Petén : 7 7 , 7 8 , 8 5 , 1 7 6 , 1 7 7 , 1 8 5 Punta del B arro : 4 7 2
P eto rca : 4 6 0 Punta C an a: 5 7 7 , 5 8 0
P h o e n ix : 3 0 0 , 3 0 3 , 3 0 7 , 3 1 0 - 3 1 2 Punta C an delero: 5 7 9
P iau i; 6 5 Punta Divide: 5 1 4
P ica: 4 5 9 Punta O stion es: 5 8 2
P ich a sca : 4 5 0 P urm am arca: 4 7 9
P ich in ch a; 1 1 5 , 3 6 2 , 3 7 1 P utum ayo: 3 7 6
P iedras N eg ras: 7 8 , 2 0 1 Puuc, región: 1 8 3 , 1 8 5 , 1 9 2 , 1 9 3 , 1 9 7
P ik im a ch a y : 5 6 , 5 7 Puuc, sierra del: 8 5 , 1 7 6
P ilco m a y o : 4 6 8
PiU aro: 3 8 0 Q en ch a-Q en ch a: 4 4 0
P iq u illa cta : 4 3 9 Q uebrad a de H u m ah u aca: 4 7 9
P irám ide de la L u n a: 1 5 7 Q uebrad a del T o ro : 4 7 1 , 4 7 9
P ita l, E l: 3 2 5 , 3 3 1 , 3 3 4 Q uem ad a, La: 8 1 , 1 7 4 , 2 0 3 , 2 4 2 , 2 4 3
P iu ra : 1 1 2 , 3 5 9 , 3 8 9 , 3 9 0 , 3 9 2 , 4 1 7 , 4 2 3 Q uem quem treu: 5 2 5 , 5 2 9
P la n a lto : 6 3 Q u ereo: 5 9 , 6 0 , 4 4 8
P lan icie C o stera del G o lfo : 8 2 Q u erétaro: 1 6 9 , 2 0 3 , 2 0 4 , 2 2 9 , 2 3 8 , 2 5 5
P lan icie C o stera del P acífico : 83 Q u ero: 4 3 7
P la ta , río de la: 3 1 7 , 5 3 0 , 5 3 3 , 5 5 0 Q u eta: 4 7 9
P la ta , sierra de la: 5 3 5 , 5 4 1 , 5 4 4 Q uetzaltenango (X e la jú ): 4 9 , 7 7 , 1 7 6
P la ta , valle de la: 3 3 4 Q u iaca V ieja, L a: 4 7 2
P o n ce: 5 8 2 Q uiahuiztlan: 2 2 1 , 2 2 2
P o p o ca tép etl: 7 5 Q u ilaco s: 3 8 4
P o rtez u elo , Eh 15 9 Q u illaca: 4 6 1
P ortu g al: 5 4 5 Q uinindé: 3 7 3
P o to sí: 3 5 0 , 3 5 1 , 3 5 2 , 4 6 3 , 4 8 8 , 4 9 2 Q u in tan a R o o : 8 4 , 9 3 , 1 7 6
P rib ilo t: 4 1 Q u in to : 5 3 0
P rín cip e d e G ales: 8 6 Q u ire-Q u ire: 4 6 6
P u ben za: 3 3 1 Q uirih uac: 58
P u eb la : 4 8 , 7 4 , 7 5 , 8 0 , 8 8 , 8 9 , 1 1 9 , 1 3 2 , Q u istaco la: 3 6 4
135, 152, 165, 20 6 , 218, 21 9 , 221 Q u ito : 4 9 , 5 5 , 3 6 2 , 3 7 1 , 3 7 3 , 3 7 5 , 3 7 8 ,
P u e b la -T la x ca la : 1 5 1 , 1 6 0 3 8 0 ,3 8 4 ,3 9 1 ,4 3 8
P u eb lo V ie jo de la C ueva: 4 7 4 Q uivi: 4 2 5
P uen te del D ia b lo : 4 6 9
P u erto A n tioq u ía: 3 3 1 R ach aite: 4 7 9
P u erto C ay o : 3 7 5 , 3 8 2 R ay a, La: 4 9 2
P u e rto G a b o to : 4 6 8 R eal A lto: 3 6 0 , 3 6 6 , 3 6 7 , 3 6 8 , 3 6 9
P u erto H o rm ig a: 5 7 4 R ecreo , E l: 3 2 5
P u e rto M a rq u és: 8 3 R efu gio de la H o g u era: 2 7 3
P u e rto N iñ o : 3 3 8 R eloncavi: 4 4 5
P u e rto P rín cip e: 5 7 2 R em o jad as: 1 5 4
P u erto R ico : 5 7 6 , 5 7 9 , 5 8 0 - 5 8 2 , 5 8 4 , R ep ú b lica D o m in ican a: 5 7 2 , 5 7 4 , 5 8 0 ,
586 584
P u erto Sa n to : 5 7 9 , 5 8 1 R evash: 4 3 6
P uget Sound: 4 1 R eyes, L os: 4 1 5 , 4 1 8 , 4 8 4 , 4 8 5 , 4 9 3
Pum pu: 4 9 3 ■ R icau rte: 3 3 8
650 ÍNDICE TO PO N ÍM ICO

R ie sg o , E l: 88 San Ju a n del R ío : 2 3 8
R ím a c : 3 6 San Ju liá n : 5 2 3
R in co n a d a , L a; 4 7 5 , 4 7 9 San L oren zo: 8 2 , 1 2 5 , 1 4 0 , 1 4 4 , 1 4 6 ,
R io b a m b a : 3 8 0 469
R ío B e c : 1 8 3 , 1 8 5 , 1 9 3 , 1 9 7 San L oren zo del M a te : 3 7 0
R ío B la n co : 4 7 8 San Luis: 5 3 , 5 3 0
R ío C la ro : 6 2 San Luis de la Paz; 2 5 5
R ío D o ce : 3 7 San Luís de P otosí: 8 3 , 2 1 8 , 2 1 9 , 2 2 9
R ío G ran d e: 2 7 3 , 2 7 4 , 2 8 5 , 2 8 8 , 2 9 6 , San M a rtín : 5 7 8
3 0 7 ,3 1 1 ,4 1 6 , 4 7 9 ,5 1 8 San M a te o : 1 6 0
R io G ran d e d o Sul: 6 2 , 6 3 , 5 4 4 , 5 4 6 San M iguel: 2 9 3 , 3 3 4 , 39 1
R io de Ja n e iro : 63 San M ig u el de Allende: 2 4 9
R io ja , L a: 4 7 5 San P ablo: 3 6 6 , 3 7 5
R o c o s a s , M o n ta ñ a s: 4 2 , 7 4 San P edro: 2 9 3 , 4 5 9
R o s a r io : 5 0 1 , 5 0 3 San Pedro de A tacam a (A tacam a la A lta):
R u sia ; 4 5 1 1 6 , 4 5 7 ,4 6 0
San Pedro M á rtir: 8 5 , 1 7 6 , 181
Sa cra m e n to : 2 6 9 San Pedro V ie jo de P ich asca: 4 5 0
S a c rificio s: 2 2 2 San R afael: 2 5 3 , 4 3 7
S a h a ra : 3 1 San R o q u e; 3 2
S a in t Jo h n : 5 7 2 Sangay: 3 8 2
S a in t K its: 5 7 9 Santa: 3 8 7 , 3 8 8 , 4 2 3
S a la d o , red region al: 3 0 7 , 3 0 8 , 3 1 0 , 31 1 Santa C atalin a; 3 2
S a la d o , río : 1 7 0 , 1 7 1 , 4 5 5 , 4 5 9 , 4 6 0 , San ta C atarin a; 63
468, 500, 530 San ta C ruz: 5 0 5 , 5 0 6 , 5 2 3
S a la n g o : 3 8 2 Santa C ruz de Bárcenas; 2 0 9
S a la r de A tacam a: 4 5 4 - 4 5 6 , 4 6 7 , 4 6 0 , Santa C ruz de la Sierra; 3 6
4 6 1 ,4 6 9 San ta E len a: 5 7 , 5 8 , 1 1 1 , 3 6 0 - 3 6 3 , 3 6 6 ,
Sa lin a r: 4 1 4 3 6 9 ,3 7 5 ,3 8 2
S a lin a s: 1 4 0 Santa F e: 3 0 4
S a lin a s la B la n ca : 83 Santa Inés Y atzech e: 163
S a lin a s de C h a o : 1 0 8 Santa L u cía: 5 7 9
Sa lo m ó n : 4 7 Santa M a ría : 2 5 0 , 4 7 8 , 4 7 9
S a lta : 4 6 9 , 4 7 2 , 4 7 3 , 4 7 6 , 4 7 8 San ta M a ría de A stahu acán: 4 9 7
S a lv a d o r, E l: 5 1 , 6 9 , 1 4 8 , 1 7 5 , 1 7 8 San ta M a ría del R efu gio: 2 3 8 , 2 4 0
S a lz a r: 2 1 4 San ta M a r ta : 88
S a n a g a sta : 4 7 6 San tam aría: 11 6
S a n A gustín: 3 1 6 , 3 1 7 , 3 3 4 San tana do R iach o : 6 5
Sa n D ieg o : 4 7 , 2 6 2 Santa L u isa: 121
S a n F ern a n d o : 2 7 4 , 4 7 3 San tiag o : 2 0 6 , 3 7 3 , 3 7 6 , 4 4 5
S a n F ra n cisco : 2 7 0 San tiag o de C hile: 5 9 , 4 9 4 , 5 0 1
S a n F ra n cisco A catep ec: 1 5 2 San tiag o Ixcu in tla: 2 0 6
S a n F ra n cisco -B erm ejo : 4 6 8 Santo D o m in go : 5 7 2 , 5 7 4 , 5 7 7 , 5 7 8 ,
S a n G a b riel: 3 1 0 , 3 1 2 5 8 0 -5 8 4
S a n Ig n a cio : 5 4 4 San tos: 63
S a n Isid ro: 1 4 6 Saña; 4 3 3
S a n Ja c in to : 5 7 4 Sao F ran cisco ; 3 7
Sa n Jo rg e : 3 1 5 S ao Paulo: 6 2 , 6 3 , 5 4 4
Sa n J o s é , pam pa de: 4 1 6 Sao R aim un d o N o n ato ; 6 5
Sa n Jo s é , p o blad o : 5 5 , 4 7 6 Sau cillo , E l: 1 7 4
Sa n J o s é M o g o te: 1 4 0 , 1 5 3 , 1 6 1 , 1 6 3 Sau jil: 4 7 2
S a n Ju a n : 1 5 7 , 2 7 4 , 3 3 7 , 4 6 9 , 4 7 2 , 4 7 6 , Sau salito : 3 2 5
478 Sayil; 8 5
Sa n Ju a n M ay o : 4 6 6 Sayula; 2 0 7
ÍNDICE TO PO N ÍM ICO 651

S e b o ru co : 5 7 2 T ag u m b a: 2 1 9
Sechín; 4 1 5 T ah u an tin su y o (v. T aw antin su y u )
Sech u ra: 3 5 9 T a im a -T a im a : 5 2 , 5 3 , 5 5
Sen g u err-C h ico : 5 0 4 T a ita o : 4 9 5 , 5 0 8 - 5 1 0
Se ren a, L a: 4 7 9 T a jín , E l: 8 3 , 1 6 5 , 1 6 8 , 2 0 1
Sevilla: 4 9 3 T a la : 2 0 7
Sew ard: 8 6 T a la ra : 5 8 , 6 0
Sh iqu im il: 4 7 6 , 4 7 8 T a lla n a : 3 9 1
Sib eria; 4 1 , 4 3 - 4 6 , 5 4 , 8 6 , 2 6 2 T am alam equ e: 3 3 8
Sich es, río : 5 8 T am au lip as, estad o: 8 1 - 8 3 , 8 9 , 2 1 9
Sich es, sitio arq u eo ló g ico : 5 9 T am au lip as, sierra de: 8 1 , 8 9 , 2 2 9 , 2 5 2 ,
Sicu ani: 4 4 1 255
Sierra G ord a de Q u e rétaro : 1 6 0 , 2 5 2 , T am azu la: 2 0 7
25 3 , 255 T am ó s: 2 1 9
Sierra M a d re : 7 7 , 2 4 2 , 2 5 3 , 2 9 8 , 3 0 0 T am p ico : 1 5 4
— S. M . O ccidental: 7 4 , 8 3 , 2 0 3 , 2 0 5 , T am u ín , El: 2 1 9
29 2 , 2 9 3 , 2 9 5 , 2 9 8 , 3 0 2 , 310, 311 T a n can h u itz: 2 1 9
— S. M . O rien tal: 7 4 , 7 5 , 7 6 , 8 2 , 2 0 3 , T a n d il: 5 3 0
218 T an in u l: 2 1 9
— S. M . del Sur: 7 6 , 83 T a n ch ip a : 2 1 9
Sierra N ev ad a: 4 7 , 1 5 2 , 2 7 0 T a n co l: 2 1 9
Sierra N ev ada de San ta M a rta : 3 1 7 , 3 1 8 , T a n la já s: 2 1 9
3 3 8 , 3 4 1 ,5 8 2 T a n q u ián : 2 1 9
Sigch os: 3 8 0 T a n to c : 2 1 9
Silva: 2 5 1 T a p a jó s: 5 2
Silves: 5 6 7 Tape: 54 4
Sin alo a, estad o: 2 0 5 , 2 0 6 , 2 0 9 , 2 3 8 , 2 4 6 , T a p iales, L os: 4 9
285, 288, 292, 300, 302, 307 T a ra p a cá : 4 5 4 , 4 5 9
S in a lo a , río : 7 0 , 8 1 , 2 2 9 T a ric a : 4 7 9
S in o b a : 1 2 6 , 1 2 8 T a rm a : 4 3 3
Sip án : 3 8 9 T a ro m á : 5 4 5 , 5 4 6
Sn ak e: 4 7 T a stil: 4 7 6 , 4 7 8
Sn ak etow n : 2 4 0 T a ú ca : 3 5
S o ca p a m b a : 3 8 4 T a y o s: 3 7 0
So co n u sco : 1 7 2 , 1 8 4 , 2 0 4 , 2 1 7 T aw antin su y u (T ah u an tin su y o ); 103,
Solim oes: 5 6 6 116, 373, 380, 3 8 2 , 38 4 , 385, 442,
S o n o ra : 8 3 , 2 3 8 , 2 8 5 , 2 8 7 , 2 8 9 , 2 9 0 , 4 4 3 , 4 6 5 , 4 8 1 , 4 8 3 -4 8 5 , 4 8 8 , 4 8 9 ,
2 9 2 , 2 9 3 , 2 9 5 ,3 0 0 ,3 0 5 ,3 1 2 49 2 , 493
So rcé: 5 7 9 T eb en q u ich e; 4 7 1
So rcu y o: 4 7 9 T e có p a c: 1 5 9
So to la M a rin a ; 2 1 8 , 2 1 9 T eh u acán : 7 6 , 1 1 9 , 1 2 0 , 1 2 2
Sueva: 3 2 5 T eh u an tep ec: 7 6 , 7 7 , 8 3 , 2 2 2
Su m acin ta: 1 5 4 T elarm ach ay : 1 0 5 ,
Su m id ou ro: 6 4 T en ay u ca: 2 0 3
Supe, lom a de: 4 2 0 T en o ch titla n : 8 0 , 8 3 , 9 3 , 1 3 4 , 1 7 2 , 1 9 9 ,
Supe, valle de: 4 1 5 203, 2 2 2 -2 2 6 , 2 85
T en u stitlan ; 1 9 9
T abasco: 7 6 , 7 7 , 8 2 , 8 5 , 9 3 , 1 4 0 , 175, T e o p a n ca x co ; 1 5 7
176, 180, 193, 194, 198, 21 8 , 219 T eo p an tecu an itlan : 7 5 , 1 2 9 , 131
T a cu b a : 2 2 4 T eo ten a n co : 2 0 4
T a fí: 4 7 1 , 4 7 2 , 4 7 9 T eo ten an g o : 8 0 , 2 0 1
T a g u a -T a g u a , lagun a de: 4 5 0 , 5 0 1 , 5 3 1 T eo tla lp a n : 2 0 4
T a g u a -T a g u a , sitio arq u eo ló g ico : 5 9 , 6 0 , T eo tih u a ca n , ciud ad : 7 7 , 8 0 , 9 2 , 9 3 , 1 3 4 ,
4 4 8 ,4 5 1 ,5 0 6 155, 157, 159, 1 6 0 , 161, 163, 165,
652 ÍNDICE TO PON ÍM ICO

1 6 8 , 1 7 0 -1 7 2 , 18 4 , 199, 2 0 1 , 20 4 , T la telo lco : 2 2 4


2 1 3 , 2 2 7, 234, 236, 240, 242, 246, T la tilc o : 1 3 4 , 1 3 5 , 151
2 4 8 , 2 4 9 , 25 3 , 255 T la x c a la : 1 5 2 , 1 5 4 , 1 6 0 , 2 2 2
T e o tih u a c a n , valle de: 1 5 1 , 1 5 2 , 1 5 5 , 161 T o c a do B oq u eirao da Pedra Fu rad a: 65
T e o z a c u a lc o : 2 1 7 T o c a do S o tio do M eio : 6 5
T ep ad axco: 139 T o can tín s: 5 6 4
Tequ endam a: 106, 3 2 5 , 3 2 7 T o ch tep ec: 7 6
T ercero : 4 6 8 T o co n ce : 4 6 9
T e rre m o te : 1 3 4 , 151 T o ld o s, L os: 6 0 , 5 0 6
T e r r ito r io Á rid o : 4 4 5 , 4 5 4 , 4 5 7 , 4 6 0 T o lita , L a: 1 1 2 , 3 2 7
T e r r ito r io H ú m ed o: 4 4 5 , 4 4 8 , 4 5 5 , 4 6 0 T o lla n CholoU an: 1 7 0
T e r r ito r io Sem iárid o: 4 4 5 , 4 5 0 , 4 5 2 , T o lla n T eo tih u acan : 1 7 0
455, 460 T o lla n X ico co titla n : 1 7 0
T e u c h itla n : 2 3 4 , 2 3 6 , 2 3 8 , 2 4 0 , 2 4 2 , 2 4 6 T o llan tzin co : 2 0 4
T e titla : 1 5 7 , 1 5 9 T o lte n : 4 6 1 , 4 6 2 , 4 9 5 , 5 0 0
T ex a s: 7 4 , 8 2 , 2 6 1 , 2 6 4 , 2 7 3 -2 7 8 , 2 80, T o lu ca : 8 0 , 1 6 0 , 1 6 5 ,2 1 0
281 T o m ab ela: 3 8 0
T e x a s P an h an d le: 2 6 4 T o m eb am b a: 3 8 0 , 3 8 4 , 4 9 3
T exco co : 9 3 , 152, 2 2 2 -2 2 4 , 2 26 T o m in á: 93
T e x m e lu c a n : 1 3 9 T o p a c io , E l: 3 3 1
T h ia h u a n a c o : 3 5 4 , 4 3 0 , 4 3 9 , 4 4 0 , 4 4 2 T o riles: 2 0 6
T íb e t: 4 8 8 T o tim eh u acan : 1 5 1 , 15 2
T ib itó : 5 5 T o to n a ca p a n : 2 1 8 , 2 2 1
T ic o m á n : 2 3 4 , 2 3 8 T o to tep ec: 2 2 2
T ie r r a F irm e: 1 0 0 , 3 5 9 T ra fu l I: 5 0 3
T ie r r a d el F u eg o : 2 6 , 6 1 , 4 9 5 , 5 0 0 , 5 0 5 , T ran sp eco s: 2 7 3 , 2 7 4 , 2 8 7
5 0 7 , 5 0 8 ,5 1 6 ,5 1 8 T rein ta Pueblos: 5 4 4
T ie rra d e n tro : 3 1 7 , 3 3 4 T res Z ap o tes: 8 2 , 1 4 0
T ik a l: 7 8 , 9 2 , 1 6 0 , 1 7 8 , 1 8 1 , 1 8 2 , 1 8 4 , T rin id ad : 5 7 2 , 5 7 4 , 5 7 8 , 5 7 9
185, 1 9 2 , 201 T ru jillo , ciudad: 108
T ila n to n g o : 2 1 4 , 2 1 7 T ru jillo , valle de: 4 1 5 , 4 1 7
T ilc a r a : 4 7 4 , 4 7 6 , 4 7 8 , 4 7 9 T ru q u ico : 5 3 1
T ilo c a la r : 4 5 4 T u ch p a: 2 2 1
T in b iq u í: 3 3 4 T u cu m án : 4 7 1 , 4 7 3 , 4 7 6
T io c a ja s : 3 8 0 T u cso n : 2 8 5 , 3 0 3
T iq u iz a m b i: 3 8 4 T u la , ciudad: 8 0 , 1 5 1 , 1 6 4 , 1 6 5 , 169-
T itic a c a : 3 6 , 3 7 , 1 0 3 , 1 1 0 , 1 1 2 , 3 5 4 , 174, 194, 198, 199, 2 0 4 , 2 0 5 , 219,
3 8 4 , 4 3 6 , 4 3 8 , 4 4 0 -4 4 2 , 4 5 6 , 4 8 2 , 226, 227, 24 6 , 249, 255
485, 489, 492, 501„503 T u la , río : 8 0 , 1 7 0 , 171
T iw a n a k u : 1 7 4 , 4 8 1 , 4 8 5 T u la C h ico: 1 6 9 , 1 7 1
T iz a p á n el A lto : 2 0 7 T u la G ran de: 171
T la c o lu la : 1 6 1 , 2 1 6 , 2 2 1 T u la de T am au lip as: 2 1 9
T la c o p a n : 9 3 , 2 2 2 - 2 2 4 , 2 2 6 T u lan cin g o: 1 7 0 , 2 2 1
T la c o ta lp a n : 7 6 T u lo r: 4 5 4 , 4 7 2
T la c o te p e c : 2 1 4 T u lu m : 82
T la jin g a : 1 5 7 T u m a co , bah ía de: 3 2 8 , 3 3 4 , 3 3 7
T la la n c a le c a : 1 5 1 , 1 5 2 T u m a co , valle de: 3 8 0
T la lc o z o ltitlá n : 1 2 9 T ú m bez: 3 8 7 , 3 9 0 , 3 9 1 , 4 1 7 , 4 1 8 , 423,
T la ü x c o y a n : 1 5 4 427
T lá lo c : 1 7 2 T u n al G rande: 2 5 5
T la lte n c o : 1 5 1 T u n an m arca: 4 3 3
T la m im ilo lp a : 1 5 7 , 1 5 9 T u n g u rah u a: 3 8 0
T la p a c o y a : 4 8 , 8 6 , 1 2 0 - 1 2 2 , 1 2 5 , 1 3 4 , T u n ita , L a: 4 7 6
1 3 5 , 1 5 1 , 152, 2 2 1 ,2 3 4 , 238 T u p irá: 4 7 9
ÍNDICE TO PO N ÍM ICO 653

T u r b io ; 2 4 2 V iud a; 3 5 2
T u rria lg a ; 5 0 Vivar: 5 2 9
T u tu tep ec: 2 1 7
T u x c a cu e x c o : 2 0 7 W a ri: 4 8 1
Tuxp an: 2 0 7 ,2 1 9 W ash in g ton : 41
T u x te p e c : 7 6 W ind over: 2 7 8
T u x tla s: 7 6 W o llasto n : 5 1 4
Tuzapan: 1 6 8 , 2 2 1
T z ib a n ch é : 1 8 3 X aaga; 2 1 6
T z icó a c; 2 1 9 , 2 2 1 X a lo sto c : 13 5
T zin tzu n t3an : 2 1 0 , 2 1 1 Xauxa: 353
X ica la n g o : 7 6 , 7 9
X ic u c o ; 17 1
U atum á: 5 6 7
X in g ú : 5 6 6 , 5 6 8
U a x a cn ín : 7 8 , 1 7 7 , 1 7 8
X itle ; 1 5 2
U ru ap an: 2 1 1
X o c: 178
U ru b am b a: 4 4 0
X o c h ic a lc o : 8 0 , 9 3 , 1 6 0 , 1 6 5 , 1 6 7 , 1 6 8 ,
U ruguay; 1 0 0 , 5 0 1 , 5 0 6 , 5 4 6 , 5 5 0
201
Uruguay, río: 6 2 , 5 3 3 , 5 3 5 , 5 3 6 , 5 4 4 , 5 5 1
X o ch im ilco : 1 5 2 , 2 2 4
U su m acin ta, río ; 8 4 , 1 7 5 , 1 7 6 , 1 8 5
X ocon och co; 2 2 2
— cuenca del; 7 7 , 7 8
X o la lp a n : 1 5 7 , 1 5 9
U ta h ; 2 6 4 , 2 7 2 , 2 8 7
X o x o c o tla n : 1 6 3
U ta tlá n ; 1 9 4 , 1 9 5
U x m a l; 8 5 , 1 9 3 , 1 9 7
Y a c o ra ite : 4 7 8 , 4 7 9
Y ag u arco ch a: 3 8 4
V a l V erd e: 2 7 4 Y agu l: 2 1 4 , 2 1 6
V ald ivia: 5 8 , 1 1 1 Y a k u tsk ; 4 5
V alle G rande; 4 7 9 Y aq u i: 2 9 3
V alseq u illo ; 4 8 Y an a m a rca : 4 3 3
V a q u erías: 4 7 2 Y a n a u rco C h ic o : 3 6 4
V a ra s, Las: 5 7 2 Y an h u itlán : 2 1 4
V ega de la P eña: 2 2 1 Y aru q u íes; 3 8 0
V eg as, L as; 5 7 , 5 9 , 6 0 , 3 6 2 , 3 6 3 , 3 6 4 , Y au y o s: 3 5 1
365, 366 Y avi; 4 6 6 , 4 7 1 , 4 7 6 , 4 7 8
V en ezuela: 5 0 , 5 1 , 9 9 , 1 0 1 , 1 0 4 , 3 1 5 , Y a x ch ilá n : 7 8 , 9 2 , 1 8 2 , 1 9 2 , 2 0 1
317, 554, 563, 568, 571, 572, 574, Y ay ah u ala: 1 5 7 , 1 5 9
5 7 6 , 5 7 8 ,5 8 1 ,5 8 6 Y en isei: 4 5
V en ta , L a; 8 2 , 1 4 0 , 1 4 2 , 1 5 3 Y o cav il: 4 6 6 , 4 7 6 , 4 7 8 , 4 7 9
V e n tilla , L a : 1 5 9 Y o h u alich an ; 1 6 8
V eracru z: 7 4 , 8 2 , 8 3 , 9 2 , 9 3 , 9 6 , 1 5 4 , Y o jc a ; 14 8
160, 168, 180, 199, 218, 221, 252, Y o p itzin co : 2 2 2
253 Y u ca tá n ; 7 0 , 7 9 , 8 2 , 8 4 , 9 3 , 1 7 5 , 1 7 6 ,
V erde: 2 2 9 , 2 3 6 , 2 5 1 , 2 5 2 , 2 5 3 , 2 5 5 1 7 8 , 1 8 0 , 1 8 3 -1 8 5 , 1 9 3 , 1 9 7 , 2 0 4 ,
V icto ria s, L as; 8 3 , 1 4 8 257
V icú s; 3 8 9 Y u cay : 3 5 0 , 4 3 8
V iegues; 5 7 6 , 5 7 9 , 5 8 0 Y u cu ita: 1 5 3
V ilca ; 4 3 5 Yukón: 4 1 , 4 2 , 44
V illa de R eyes: 2 3 8 , 2 5 1 , 2 5 5 Y u n g as: 4 6 8
V illa R ica del E sp íritu S an to ; 5 4 3 Y u riria: 2 0 5
V illa de San M ig u el: 2 8 5
V ilo s, L o s: 4 4 8 Z a a ch ila : 1 6 1 , 1 6 3 , 2 1 4 , 2 1 6
V irg en , L a ; 2 3 8 Z a c a te ca s: 1 5 4 , 1 7 3 , 1 7 4 , 2 0 3 , 2 0 4 , 2 2 9 ,
V irú ; 3 8 8 , 3 8 9 230, 236, 238, 240, 242, 246, 248,
V ista h erm o sa : 3 2 7 2 5 0 ,2 5 5
ÍNDICE TOPONÍM ICO
654

Z a c a tlá n : 2 2 1
Z a c a t u la :2 0 9
¿ h S . . , 1 2 0 ,1 2 1 ,1 2 2 ,1 2 5 ,1 3 4
Z am ora: 3 7 6 , 3 7 8 Z u leta: 1 1 5
ÍN D IC E O N O M Á S T IC O

A costa, pad re: 3 5 2 C o rtés, H .: 1 9 9 , 2 8 5


Ah Z u ito k T u tu l X iu : 4 9 3 C u ricau eri: 2 1 1
A huizotl: 2 1 7 , 2 2 1
A larcón de C h u q u ito , M . de: 3 5 0 D ávila B riceñ o : 3 5 1 , 3 5 3
A lm agro, D . de; 4 6 2 , 4 8 8 D i B en in o , N .: 3 5 0
A tahualpa: 3 8 5 , 4 1 4 , 4 2 7 , 4 8 1 D iez de San M ig u el, G .: 3 5 0 , 4 4 2
D io sd ad o Boussigault, J . B .: 1 7
Á vila, F . de: 4 0 3
D o m b ey , C h .: 3 8 7
Baessier, A .: 3 8 8
E vans, C .: 3 8 9
B arzan a, A .; 5 3 9
B elalcázar, S. de: 3 4 1
F e jo o de So sa, M .: 3 8 7
B ennett, W .: 3 8 9
Felipe II: 4 9 3
B etan zos, J . de: 4 8 2 , 4 9 2
Fem pellec: 4 2 4
B olív ar, S.: 18 Fern ánd ez, D ., E l P alen tin o: 4 3 6
B ollaert, W .: 3 8 8
B running, H . H .: 3 8 8 G a m b o a , S. de: 4 8 3 , 4 9 3
G aray , J . de: 5 3 0 , 5 4 0
C a b ello de V a lv o a : 4 2 4 G a rcía , D .: 5 4 0
C a la n ch a , A . de: 3 9 3 G uam án P om a: 4 8 2 , 4 8 3 , 4 9 3
C añ ete , M a rq u é s de: 4 8 8 G utiérrez de San ta C lara; 4 3 6
C arlo s V : 3 9 1 , 4 8 1 , 4 8 8 G uzm án, N . de: 2 8 5 , 3 1 3
C a rv a ja l, G . de: 5 5 3 , 5 6 9
C etern i: 4 2 4 H alach U inic: 1 9 4
C ey, G .: 1 7 H iquingare: 2 1 0
C h ac: 1 8 5 , 1 8 6 H irip an : 2 1 0
C h ang u eo: 4 2 3 H u aina C áp ac; 4 9 2
C him ú C á p a c: 4 2 3 , 4 2 4 H u iraco ch a; 4 3 6
C h u ch i C á p a c (C o la C áp ac): 4 4 1 H u itzilop o chtli: 2 2 7
Cieza de L eó n , P .: 3 5 3 , 3 9 1 , 4 0 3 , 4 0 7 ,
492, 494 Ib arra: 2 9 5
C o b o , pad re: 3 5 1 , 3 5 2 In k arri: 4 4 1
C o b o , B .: 4 8 3 Itzam n á: 1 8 6
C o co m , fam ilia: 1 9 3 , 1 9 4 Ix C h e l: 1 8 6
C o lla rrí: 4 4 1 Ixm u can é: 1 8 6
C o llicá p a c: 4 2 5 Ixp iy aco c: 1 8 6
C o llier, D .: 3 8 9
C o ro n a d o : 2 8 5 , 2 9 1 , 2 9 5 Jo g (X V III); 1 8 2
656 ÍNDICE ONOM ÁSTICO

K in ich A h au l: 86 Q uetzalcóatl: 1 9 3 , 1 9 7 ,1 9 8 , 2 0 4 , 2 2 1 ,2 2 7
K ro e b e r, A .: 3 8 9 Q u ik ab : 1 9 5
K ukul C án: 1 9 3 , 19 7
K u tin p u : 4 8 8 R aim on d i: 3 5 2
R aleigh, W .: 5 5 3
L a rc o H o y le , R .: 3 8 9 R am írez, L .: 5 4 0
L iz a rra g a , R . de; 3 5 0 R engger, J . R .: 5 4 5
R o ja s, D . de: 4 6 8
R uiz de M o n to y a , A .: 5 4 3 , 5 4 9
M a g a lla n e s , F. de: 5 2 3
M artín ez de C om pañón, B ., obispo de San Ju a n , J . de: 4 8 9
T ru jillo ; 3 8 7 San M a rtín , J . de: 18
M a rtín e z de Irala, D .: 5 4 1 , 5 4 2 Sapan In ca: 1 1 6
M a s c a rd i: 5 3 2 Squier, E .: 3 8 8
M e n d o z a , virrey: 4 8 2 , 5 3 0 Strong, W .: 3 8 9
M ictla n te cu h tli; 2 0 4
M ie r , fra y S. T . de : 18 T angaxoan: 2 1 0
M in ch a g a m a n : 4 2 3 T ariacu ri: 2 1 0
M ix c o a t l: 2 4 6 T ay can am o : 4 2 3
M o lin a , A . de: 3 9 0 T e l lo ,J . C .: 3 8 8
M o lin a , C . de: 4 0 3 T ezcatlip o ca: 2 0 4 , 2 4 3 , 2 4 6 , 2 4 9
M o ro , T .:4 8 1 T lá co c: 2 0 9
M u tez u m a (M octezu m a): 1 9 9 T latlau h q u i T ez ca tlip o ca : 2 2 7
M u rú a , M . de: 4 8 3 , 4 9 3 T lazd teo tl: 2 2 1
T o led o , F. de: 4 8 3 , 4 9 2 , 4 9 3
N a c x itl: 1 9 3 , 1 9 8 T o p a Inga Y u p an q u i: 3 8 0
N a r iñ o , A .: 18 T orq u em ad a: 2 2 6
N a y la m p : 4 2 4 T o rre, J . de la: 3 9 1
N e ra h u a lc ó y o tl: 2 2 3 T ú p ac Y u p an q u i: 4 2 3 , 4 2 5 , 4 2 6
N ú ñ e z , A . (C abeza de V a ca ): 2 7 5 , 5 4 3
U hle, M .: 3 8 8
O ’H ig g in s, A .: 4 6 3
V aca de C a stro : 4 8 2
O c a ñ a , D . de: 3 5 1
V aldivia, P. de: 4 6 2
O n d eg a rd o , P. de: 3 5 0 , 4 8 8
V ázquez de E sp in o sa, A .: 1 7
O rtiz de Z ú ñ ig a, I.: 4 3 7
V eg a, G . de la: 4 0 3 , 4 0 6 , 4 3 6 , 4 8 3
V en ado G arra de T ig re (Señor 8): 2 1 7
P a ch a cá m a c: 4 2 5 , 4 2 6 V enus: 2 2 1
P a ch a cu ti: 4 3 6 , 4 4 0
P au llu T h u p a : 4 9 3 W iener, C h .: 3 8 8
P ig a fe tta : 5 2 3 W illey , G .: 3 8 9
P illa -G u a su : 3 8 4
P iz a rro , F .: 3 4 1 , 3 9 0 , 4 1 8 , 4 2 7 , 4 8 2 X ip e T ó te c: 2 0 4
P iz a rro , H .: 4 8 1 , 4 8 8
P o m a de A y ala, F . G .: 4 0 3 Y ah u ar H u aca: 4 3 6
P o n g m a ssa : 4 2 4 Y ay au hq u i T ez ca tlip o ca : 2 2 7
B IO G R A F ÍA

D . B o n a v ia (Perú). A rqueólogo. P rofeso r principal de! D ep artam en to de B io lo g ía de la


U niversidad Peruana C ay etano H eredia (L im a); investigador asociad o del R o y al O n tario
M u seu m (T o ro n to ). Especialista en arq ueología and ina, se ha dedicado fundam entalm ente
al estud io del arte m ural prehispán ico, de la época precerám ica y de la d om esticació n de
plan tas y anim ales. A u tor de nu m erosos artícu los y libros, entre los que cab e m encion ar
M ural P ainting in A n cient Perú y P erú ; H o m b r e e H istoria, d e los orígen es a l siglo XV.

B. B r a n iff C o rn ejo (M é x ico ). E specialista en la arq ueología del N o rte de M é x ic o ; au to ra


y co ed ito ra de pu blicaciones sobre la an tro p o lo g ía de esa región. In vestigad ora del In sti­
tu to N a cio n a l de A n trop ología e H isto ria , Secretaría de E d ucación Pública.

A. L . B ryan (E E .U U .). Especialista en p o b lació n de las A m éricas. A u to r de varias p u b lica­


cion es so bre investigaciones arq u eo ló g icas en A m érica del N o rte, C en tral y del Su r. P ro ­
fesor de A ntrop ología en la U niversidad de A lberta (C anad á).

R. M . C asan tiqu ela (A rgentina). E sp ecialista en em olog ía de la Pam pa y la P atag o n ia; a u ­


to r y ed itor de nu m erosos lib ro s y tra b a jo s sobre este tem a. Investigad or prin cipal del
C O N IC E T en el C E N P A T , Puerto M ad ry n .

O . D o llfu s (Fran cia). E specialista en g eog rafía de la A m érica andina y del «Sistem a M u n ­
d o » . A u tor de libros sobre estos tem as. P rofeso r de la U niversidad Paris V II; antiguo
d irecto r del In stitu to F ran cés de Estudios A ndinos. V icepresidente de la U niversidad
Paris V IL

M . G a rcía Sánchez (M éx ico ). Egresada de la licenciatura de A rqueología de la E scu ela N a ­


cio n a l de A ntrop ología e H istoria. O b tu v o el grado de M aestría en A n tro p olo gía S o cial,
co n especialidad en E tn oh isto ria, en el C IE SA S y es candidata al d octorad o. H a tra b a ja d o
so bre tem as relacionados co n el m od o de vida lacustre y en la actualidad co la b o ra co n la
d o cto ra T eresa R o ja s en el p royecto «V ida cotid ian a de los indígenas a través de sus testa­
m en tos».

G . G u tiérrez (M é x ico ). E gresado de la E scuela N acio n al de A n tro p olo gía e H isto ria y de
E l C o leg io de M é x ic o , en donde cu rsó su M aestría en Estudios U rb an o s. A ctu alm ente
cu rsa un d o ctorad o en A n tro p olo gía en la Penn U niversity. H a realizad o tra b a jo s a rq u eo ­
lóg icos en el cen tro de M é x ic o , el área m aya. G u errero y en la H u a x teca . P articip a en el
p ro y ecto arqueológico de R ío C a x o n o s en la Sierra de Ju árez, O a x a c a . A u to r de varios
658 H I S T O R I A G E N E R A L DE A M É R I C A L A T I N A

e stu d io s so b re religión de los h u axtecas, el p atró n de asen tam iento en el Sur de la H u ax-
te c a y so b re la a cro b acia en M é x ic o desde la ép oca p reh istórica.

G . D . H a ll (E E .U U .). Especialista en la Prehistoria de T e x a s y N ord este de M é x ic o . P ro ­


fe so r-a siste n te del D ep artam en to de So cio lo g ía, A n tro p olo gía y A sistencia So cial de la
U n iv ersid ad de T e x a s T e ch , L u b b o ck , T exas.

A . M . H o c q u e n g h em (Fran cia). E specialista en A rq u eolog ía y E tn oh isto ria de los Andes


C e n tra les. In vestigad ora del C en tro N acio n al de In vestigación C ien tífica (C N R S ) de París
y p ro fe so ra invitada en el In stitu to L atin o am erican o de la U niversidad L ibre de B erlín
(L A I-F U , B erlín).

L . G . L u m b re ra s (Perú). E specialista en A n tro p olo gía del periodo p recolon ial del área a n ­
d in a . A u to r de varias pu blicaciones sobre el m ism o tem a; d irecto r del In stitu to A ndino de
E stu d io s A rq u eo ló g ico s.

A . L la g o s tera M artín ez (C hile). A cad ém ico-investigad or del In stitu to de Investigaciones


A rq u e o ló g icas de la U niversidad C ató lica del N o rte; esp ecialista en A rqueología de los
A n d es m erid ion ales.

L . M an zan illa (M é x ico ). Especialista en el surgim iento de las sociedades urbanas en M eso-
a m é rica , M eso p o tam ia y Egipto; autora y ed itora de varios libros sobre arq ueología do­
m éstica de M eso am érica; el surgim iento de la sociedad urban a en M esop o tam ia; el tem plo
p rin cip a l de T iw an ak u , Bolivia. D irecto ra del In stitu to de Investigaciones A ntropológicas
de la U niversidad N acio n al A utón om a de M é x ic o .

R. H . M cG u ire (E E .U U .). P rofeso r de A n tro p olo gía en la State U niversity ó f N ew Y o rk


en B in g h a m to n , N ueva Y o rk . E specialista en H isto ria , A rqueología y E tn olog ía del N o ­
ro este de M é x ic o . A u tor de nu m erosos libros y artícu lo s so bre dichos tem as.

B. J . M eggers (EE .U U .). Especialista en A rqueología y E cología Cultural de Am érica del Sur.
Investigad ora asociada en el Sm ithsonian Institute de W ashington D C , Estados Unidos.

B . M elia (B rasil). Especialista en E tn o h isto ria de los G u araníes y E tn olingüística. H a sido


Presid ente del C en tro de Estudios A n tro p oló gico s de A su nción (Paraguay). P rofeso r de la
U n iv ersid ad V ale do R io dos Sin os, Sao L eop o ld o (B rasil).

C . M on g e C . (Perú). E specialista en Fisiolog ía de gran altu ra, evolutiva, co m p arativ a y


h u m a n a . M ie m b ro de h o n o r del A m erican C o lleg e o f P hysicians; p ro fesor del D e p arta­
m e n to de C ien cias F isiológ icas de la U niversidad P eruana C ay etan o H eredia de L im a.

S. E . M o r en o Y ánez (Ecu ador). D o cto r en A n tro p olo g ía po r la U niversidad de B o n n . E t-


n o h isto ria d o r, d irecto r del D ep artam en to de A n tro p o lo g ía de la U niversidad C a tó lica del
E cu a d o r. A u to r de nu m erosos tra b a jo s sobre arq u eo lo g ía y etn o h istoria ecu ato rian as.
E n tre sus o b ra s c a b e d estacar: L ev an tam ien to s in dígen as en la R ea l A u diencia d e Q u ito
en e l sig lo XVI (U niversidad C ató lica de E cu ad or).

J . V . M urra (E E .U U .). Especialista en E m o h isto ria A nd ina; co ed itor de tex to s ad m in istra­


tiv o s del siglo XVI sobre las etnias quechua y ay m ara. E x cated rático de las U niversidades
V a s s a r, S a n M a rco s (Lim a) y C o rn ell. Presidente del In stitu to de Investigaciones A ndinas
(N u ev a Y o rk ).

C h . N ie d erb er g er (Fran cia). A n tro p ólo ga esp ecialista en las culturas antiguas de M e s o a ­
m érica ; au to ra de varias p u blicaciones sobre p aleo eco lo g ía, eco no m ía, h istoria y su rgi­
BIOGRAFÍA 659

m ien to de sociedad es. H a investigad o sobre la historia de la an tro p olo g ía en M é x ic o , la


pintura m ural m aya, la ico n o g rafía p recolom bin a y el m undo olm eca, entre o tro s. Fue
p ro fesora de la E scuela N a cio n a l de A ntropología de M é x ic o .

L . O ch o a (M é x ico ). M eso am erican ista, especialista en la arq u eo lo g ía de la co sta del G o l­


fo del área m aya; p ro fesor del C o leg io de H istoria de la F acu ltad de F ilo so fía y L etras de
la U N A M . A utor de pu blicacion es relacion adas co n su especialidad y co n la agricultura
p eh isp ánica, las ru tas de co m u n icació n y el com ercio. In vestigador titu lar del In stitu to de
Investigaciones A n tro p oló gicas de la U N A M ; ed itor de la R evista A n tro p o ló g ica d el UA-
U N A M ; co ord in ad o r de T ierra y Agua. L a a n tro p olo g ía en T a b a sco .

E . O rtiz-D íaz (M é x ic o ). E gresad a de la Escuela N acio n al de A n tro p o lo g ía, cu rsó estudios


de d octorad o en la U N A M . E s investigadora asociada en el In stitu to de Investigaciones
A n tro p oló gicas de la U N A M , donde dirige el Proyecto de A rq u eolog ía R ío C a x o n o s. A u­
to ra de varios artícu lo s en lib ro s y revistas especializados.

F. P ea se G . Y. (Perú). H isto ria d o r, especializado en H isto ria A ndina. P rofeso r principal


del D ep artam en to de H u m anidades de la P ontificia U niversidad C a tó lica del Perú. H a
p u blicado varias ob ras, entre las que cab e d estacar; D el T aw an tin suyu a la h isto ria d el
P erú, L o s ú ltim os In cas d e l Cuzco., C uracas, recip ro c id a d y riqu eza, Perú. H o m b r e e H is­
toria, vols. II y III. D irige la C o lecció n C lásicos Peruanos y la revista H istórica, am bas en
la P o n tificia U niversidad C a tó lica del Perú.

T. R o ja s R a b iela (M é x ic o ). C u rsó estudios profesionales en la E scuela N a cio n a l de A n­


tro p o lo g ía , co n esp ecialización en E m o h isto ria; obtuvo el d o cto rad o en la U niversidad
Ib eroam erican a. Se ha esp ecializado en el estudio de la ag ricu ltu ra, el riego, la tecn o log ía
y la org an ización lab o ral de las sociedades indígenas de m om en to del co n ta c to . Es inves­
tigad ora del C en tro de In vestigaciones y Estudios Superiores en A n tro p olo g ía S o cial, ha
recib id o varias distinciones nacio n ales y form ado a nu m erosos investigadores indepen­
dientes.

M . R o stw o ro w s k i (Perú). E sp ecialista en E tn oh isto ria A ndina. A u tora de varios lib ro s y


artícu lo s. M iem b ro de la A cad em ia N acio nal de la H isto ria, así co m o de la R eal A cad e­
m ia E sp añola de la H isto ria y a la A cadem ia N acio n al A rgen tina. A ntigua D irec to ra del
M u seo N a cio n a l de H isto ria del Perú. En 1 9 8 1 recibió una m ención de H o n o r (H o n o ra ­
ble M en tio n ) del H o w ard F . C line fo r A m erican H is to ^ . Fue co n d ecorad a co n las «P al­
m as M ag isteriales» en el grad o m ás alto en 1 9 9 0 , d istinción oto rg ad a p o r el M in isterio
de E d u cació n . D o c to r H o n o ris C au sa de la Universidad de San A gustín de A requipa
(1 9 9 2 ). E ntre sus o b ras ca b e d estacar; P ach a cá m a c y e l S eñ or d e los M ilagros; Una T ra ­
y ecto ria M ilen aria, 1 9 9 2 ; C o sta P eru an a P rehispánica, 1 9 8 9 ; H istoria d el T ahu an tin su-
yu, 199 8 ; E stru cturas A ndinas d el P od er: Id e o lo g ía religiosa y p o lítica, 1 9 8 3 ; R ecu rsos
N atu rales R en o v a b les y P esca. Siglos XVI y XVII, 1981.

M. N. T arra g ó (A rgentina). D o cto ra en H isto ria, especializada en A n tro p olo gía. Investi­
g adora del C o n sejo N a cio n a l de Investigaciones C ien tíficas y T é cn ica s ; P ro feso ra titu lar
de A rqueología A rg en tina, D ep artam en to de C iencias A n tro p oló g icas, F acu ltad de F ilo ­
so fía y L etras, U niversidad de Buenos Aires. Investiga so bre los Andes m eridionales.- D i­
recto ra de dos p ro y ecto s arq u eo ló g icos en V alles C alch aqu íes (C atam arca) y Q uebrad a
de H u m ahuaca (Ju ju y ).

M . V. U ribe (C o lo m b ia). E specialista en A rqueología y E tn o h isto ria (N o rte de E cu ad or y


Sur de C o lo m b ia ). A utora de nu m erosos libros y tra b a jo s so bre el tem a, a sí co m o de una
p u blicación sobre el m acizo co lo m b ian o . Profesora en el D ep artam en to de A ntrop ología
de la U niversidad de lo s A ndes, B o g o tá.
660 H I S T O R I A G E N E R A L DE A M É R I C A L A T I N A

M . V eloz M ag g iolo (R epú blica D o m in ican a). Especialista en P rehisto ria y A rqueología
del C a rib e. P rofesor-in vestigad or en la U niversidad N acio n al Pedro H enríqu ez U reña;
p ro fe so r v isitante de la O h io State U niversity de C o lu m b ia; m iem bro de la A cad em ia de
C ien cia s de la R ep ú b lica D o m in ican a y de la A cadem ia N acio n al de la H isto ria de V en e­
zuela.

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