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Ambos sexos parecen recorrer igual las primeras fases del desarrollo libidinal. Podía
esperarse que ya en la fase sádico-anal se exteriorice en la niña menor agresión pero en
el análisis del juego infantil, los impulsos agresivos de las niñas tienen buen grado de
diversidad y violencia. Al ingresar en la fase fálica hay más concordancias que diferencias
entre los sexos. La niña es como un varón. En esta fase el varón se procura sensaciones
placenteras de su pene, y conjuga esto con sus fantasías sexuales. Lo mismo hace la niña
con su clítoris. Parece que en ella el acto onanista tuviera ese equivalente del pene, y
que la vagina, propiamente femenina, fuera aún algo no descubierto para ambos sexos.
Entonces, en la fase fálica de la niña el clítoris es la zona erógena rectora, pero no está
destinada a seguir siéndolo; con la vuelta hacia la feminidad el clítoris debe ceder su
sensibilidad y su valor a la vagina, es la primera tarea que debe realizar, mientras que el
varón solo continúa en la madurez sexual lo que ya había ensayado en el temprano
florecimiento sexual. La segunda tarea tiene que ver con el primer objeto de amor. El
primer objeto de amor del niño es la madre, lo sigue siendo en la formación del complejo
de Edipo y a lo largo de su vida. Las primeras investiduras de objeto se apuntalan en
ambos sexos en la satisfacción de las necesidades vitales. Por eso la madre es también
el primer objeto de amor de la niña. Pero en la situación edípica es el padre quien
deviene objeto de amor para la niña, y se espera que en un desarrollo normal encuentre,
desde el objeto-padre el camino hacia la elección definitiva de objeto. Con la alternancia
de los períodos la niña debe trocar zona erógena y objeto, mientras el niño retiene
ambos. Hay que ver cómo pasa la niña de la madre a la ligazón-padre, de la fase
masculina a la femenina.
¿A raíz de qué se va a pique esta potente ligazón-madre de la niña? Está destinada a dar
lugar a la ligazón-padre. Este paso del desarrollo no implica solo un cambio de vía del
objeto. El desasimiento de la madre se produce con el signo de la hostilidad, la ligazón-
madre acaba en odio. Ese odio puede ser notable y durar toda la vida, puede
compensarse más tarde; por lo común una parte se supera y otra permanece. Sobre esto
ejercen fuerte influencia, los episodios de años posteriores. Hay una larga lista de
reproches a la madre que llevarían al extrañamiento:
2) Otro reproche a la madre se aviva cuando llega otro hijo. Si es posible, retiene el nexo
con la denegación oral. Cuando los niños se llevan tan poca diferencia que la segunda
gravidez interfiere la lactancia, el reproche es real y aún con una diferencia de sólo 11
meses el niño se percata de ello. Pero el amamantamiento no es lo único que enemista
al niño con el rival; igual efecto produce todo signo de cuidado materno. Se siente
destronado, despojado, tiene celos al hermanito y desarrolla inquina a la madre infiel y
lo manifiesta en su conducta. Se vuelve irritable, desobediente, e involuciona en sus
conquistas sobre el gobierno de las excreciones. Los celos influyen en el desarrollo
posterior; se alimentan en los años siguientes y la conmoción se repite con cada nuevo
hermanito. No cambia mucho que el niño siga siendo preferido de la madre; las
exigencias de amor de los niños exigen exclusividad.
3) Otra fuente para la hostilidad del niño a la madre la proporcionan sus múltiples deseos
sexuales, variables según la fase libidinal, y que casi nunca pueden ser satisfechos. La
más intensa denegación se produce en el período fálico, cuando la madre prohíbe el
quehacer placentero en los genitales, hacia el cual ella misma había orientado al niño.
Se podría pensar que esos reproches son suficientes para desasir a la niña de la madre
o que este primer vínculo de amor debe caer, justamente por ser el primero, pues las
primeras investiduras de objeto son muy ambivalentes; cuanto más apasionado es el
amor del niño a su objeto, más lo afectan las denegaciones y así el amor sucumbe a la
hostilidad acumulada. Pero aún negando esa ambivalencia, siempre la relación madre-
hijo perturba el amor infantil, pues aún la educación más blanda debe poner límites, y
cada intromisión produce en el niño, rebeldía y agresión. Ahora, todos esos factores son
eficaces en la relación niño-madre, y sin embargo no lo desligan del objeto-madre.
Otro cambio en el ser de la mujer puede sobrevenir luego del nacimiento del primer
hijo. Bajo la impresión de la propia maternidad puede revivirse una identificación con la
propia madre, identificación contra la cual la mujer se había rebelado hasta el
matrimonio, y atraer hacia sí toda la libido disponible, de suerte que la compulsión de
repetición reproduzca un matrimonio desdichado de los padres. Que el antiguo factor
de la falta de pene no siempre ha perdido su fuerza se demuestra en la diversa reacción
de la madre frente al nacimiento de un hijo según sea varón o mujer. Sólo la relación
con el hijo varón brinda a la madre una satisfacción irrestricta; es la más exenta de
ambivalencia de todas las relaciones humanas. La madre puede trasferir sobre el varón
la ambición que debió sofocar en ella misma, esperar de él la satisfacción de todo lo que
le quedó de su complejo de masculinidad. El matrimonio no está asegurado hasta que
la mujer consiga hacer de su marido también su hijo y actuar la madre respecto de él.