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Una fábrica de chocolate

ALMUDENA GRANDES. EL PAÍS SEMANAL DE 06/06/2010 (112)

Mientras traspasan juntos las verjas del Retiro, ella vuelve a recordar aquel día. Siempre,
año tras año, desde hace tantos que ya ni se acuerda, al verle a su lado, tan mayor ya,
tan alto, tan adulto en la concentración con la que repasa la lista de títulos que ha hecho
antes de salir de casa, recuerda aquella apuesta, y su victoria.

Cuando era pequeño, a su hijo mayor no le gustaba leer. Con sus hermanas nunca tuvo
ese problema, pero él, aficionado al cómic, a los videojuegos, a jugar al fútbol, nunca
encontraba el momento de abrir ninguno de los libros que ella le regalaba en todas las
ocasiones, Navidad, Reyes, cumpleaños, fin de curso… En la edad a la que se supone que
absolutamente todos los niños leen, al suyo no le daba la gana de respaldar las
estadísticas, pero ella nunca se rindió. ¿Otro libro?, protestaba él, cuando adivinaba la
naturaleza del regalo tras el envoltorio de papel de colores. Otro libro, contestaba ella,
pero ya verás, porque este es especial, es estupendo, no vas a poder dejarlo, cuando yo
me lo leí, no hay otro igual… Daba igual, no había manera. Él la dejaba hablar sin
interrumpirla, pero sin tomarse tampoco la molestia de responder, ni siquiera con un
movimiento de la cabeza. Y aquel libro especial, estupendo, irresistible, iba a parar a un
estante donde una veintena de sus congéneres, unidos todos por su calidad y por el
desprecio que inspiraban a su propietario, dormían un sueño que parecía ya eterno.

Así, su hijo cumplió nueve años, cumplió diez y cumplió once, y ella no cejó, pero llegó a
pensar que nunca le convencería. Hasta que una tarde muy calurosa de finales de junio,
no escuchó ningún ruido al volver a casa después del trabajo. Estaba segura de que se
habría bajado a jugar al fútbol con sus amigos, o habría ido a casa de algún vecino a
darle al joystick, porque ya le habían dado las vacaciones, pero la casa parecía desierta
sin el estridente tintineo de las monedas que ganaba Mario Bros al golpearlas con la
cabeza, o el soniquete agudo, repetitivo, que acompañaba a aquel gorila tan bruto, que
acumulaba racimos de plátanos mientras atravesaba la selva de liana en liana. Por eso,
sacó del cochecito a la pequeña, a la que acababa de recoger en la guardería, la acostó
en su cuna, fue a su dormitorio y se desnudó, se duchó, se puso unas zapatillas, ropa
cómoda, de estar en casa. Pero al pasar por delante de la puerta del cuarto de su hijo,
escuchó el quejido de los muelles de su cama, y se inquietó.

¿Estará enfermo?, pensó, y pronunció su nombre en voz baja, para no despertar a su


hermana. Pasa, escuchó, estoy aquí. Y al abrir la puerta, lo encontró recostado en la
cama, con un libro entre las manos, tan absorto en la lectura que ni siquiera levantó la
cabeza de las páginas. ¡Ah!, muy bien, su madre sonrió, cerró la puerta y miró el reloj.
Quería cronometrar aquel prodigio, pero la situación no cambió en más de dos horas. Su
otra hija volvió de casa de una amiga, volvió su marido, llegó su hermana a pedirle un
bolso, se volvió a marchar, y tras la puerta cerrada del lector nada se movía. Nada se
movió hasta que ella volvió a golpearla con los nudillos para reclamarle con el anuncio
de que la cena estaba hecha.

– ¿Qué tal? – le preguntó, cuando lo tuvo sentado frente a ella –, ¿qué has estado
haciendo?

Y él, sin percibir ninguna trampa en aquella pregunta, sonrió antes de responderla.

- He estado toda la tarde leyendo, ¿sabes? Es que no sabía qué hacer, estaba aburrido,
me he puesto a mirar, y… he encontrado en mi cuarto un libro estupendo, pero distinto a
los demás, de verdad, no he podido dejarlo. Se titula Charlie y la fábrica de chocolate, y
no sé quién lo habrá puesto ahí, pero lo he cogido, y… ¡Uf! Me está encantando. Bueno,
ya casi no me queda nada, porque me lo he leído de un tirón, la verdad.

Y cuando su marido pretendía intervenir, ella le pisó a tiempo, negando con la cabeza.

– ¡Ah! Pues mira qué bien… – le contestó, antes de que nadie tuviera tiempo de
recordarle que aquel libro se lo había regalado ella misma, por Reyes, tres años antes–.
Qué suerte, ¿no?

Él se encogió de hombros y se acabó el libro aquella misma noche. Al día siguiente, se


levantó a tiempo para encontrar a sus padres desayunando, aunque ya no tenía por qué
madrugar, y les pidió permiso para ir a la librería a comprar la continuación y cargarla en
su cuenta.

– Mira a ver – esta vez, sí dejó hablar a su marido –, porque a lo mejor está también en
tu cuarto, no vayas a tenerlo repetido…

Desde aquel día, su hijo, el que no leía de pequeño, no ha parado de leer. Y ahora, cada
vez que van juntos a la Feria del Libro, su madre recuerda aquella fábrica de chocolate y
siente que la ola de ternura que la invade es tan enorme que no puede evitar colgarse
del brazo de su hijo, pegar la cabeza a la suya, mantener la presión un instante.
Entonces, él, tan mayor, tan alto, tan adulto, se sacude y le dice, ¡ay, mamá, suéltame ya!
No seas tan pesada, en serio…
Cuentos que curan
MARTA ESPAR

EL PAÍS SALUD 10/07/2010

Leer 'Pinocho' a diario no evita que un niño mienta. Pero a través de algunos libros, los
pequeños descubren estrategias para enfrentarse a situaciones de conflicto. Y además
se divierten, que no es poco.

La milenaria medicina ayurvédica recetaba al paciente un cuento como parte de un


compendio de remedios naturales. En 1794, a un niño de nueve años le tuvieron que
extirpar un tumor. Mientras intentaban paliar su dolor -todavía no existían los
anestésicos-, le contaron un cuento. Ese niño escribiría 18 años más tarde Blancanieves.
Era Jacob Grimm. Junto a su hermano, Wilhelm, firmaría una larga lista de cuentos
clásicos que hoy se siguen leyendo. Con estos dos ejemplos, la autora y psicóloga
especializada en educación emocional Begoña Ibarrola responde a la pregunta de
partida de este reportaje: ¿curan los cuentos?

"Quizá no puedan sanar una dolencia o remediar una enfermedad, pero son un potente
digestivo para las emociones que aparecen a lo largo del desarrollo. Los psicólogos
venimos utilizándolos desde hace décadas como instrumento para recrear conflictos en
las consultas", explica Ibarrola. Pero, ante todo, los cuentos sirven para divertirse. Tienen
una función lúdica y potencian la imaginación, que no es poco. Además, continúa
Ibarrola, ese ratito dedicado a leer a los niños un cuento antes de acostarse deviene en
un "encuentro emocional insustituible" entre padres e hijos. Y pone las bases para la
adquisición de un buen hábito lector.

"Los cuentos son beneficiosos siempre, quizá más que en términos de salud lo son sobre
todo como elementos necesario en el desarrollo integral de la madurez y la salud mental
del niño", explica Carmen Martínez, pediatra de atención primaria del centro de salud
San Blas de Parla, en Madrid, y miembro del Comité de Bioética de la Asociación
Española de Pediatría (AEP).

Martínez insiste, sin embargo, en la necesidad de evitar una excesiva "medicalización" de


los cuentos. Aunque pueden utilizarse puntualmente como instrumento para abordar
problemas, estos no deben sustituir la conversación y el afecto del adulto en
determinadas situaciones de conflicto que forman parte del desarrollo normal, como
cuando el niño tiene miedo, le cuesta ir a dormir o dejar el chupete, o se sienten celos
por la llegada de un hermanito recién nacido. "Lo más importante es tener presente que
el cuento deber ser una actividad lúdica que conecta con el aspecto afectivo y emocional
de la criatura", insiste Martínez, que no se muestra demasiado partidaria de diseñar un
cuento para cada problema o patología concreta: "Los cuentos clásicos sirven para todo,
porque tienen una trama sencilla, pero con dificultades, y un final feliz, que transmite
que la vida tiene problemas, pero que siempre hay personas que te pueden ayudar y
que, si te esfuerzas, saldrás adelante". La pediatra explica que el niño necesita
estereotipos claros en forma de personajes, como el feo, el guapo, el malo o el bueno,
que conectan con aspectos positivos y negativos que albergamos todos en nuestro
interior.

Si los cuentos clásicos ya tienen ese magnífico poder, ¿por qué salen al mercado cada
año nuevos cuentos dedicados a incitar la conversación sobre un conflicto en concreto?

Begoña Ibarrola, autora de relatos para combatir el rechazo -como La jirafa Timotea
(SM)- o superar la culpa -como Simbo y el rey hablador (SM)-, asegura que "poner esos
problemas en la piel de personajes y ver cómo los solucionan" puede ser de gran
utilidad. Sin embargo, coincide con Martínez en que no se debe llevar esta estrategia al
extremo. "Cuando un niño tiende a decir mentiras, no hay que leerle cada día Pinocho o
Pedro y el lobo".

Ibarrola admite que "no hace falta tener un cuento para explicar el divorcio, otro para los
celos, otro para hablar de solidaridad". La transmisión de valores está implícita en todos
los cuentos bien escritos, tanto los clásicos como los modernos. Aunque hay emociones,
como la culpa, que, según Martínez, "aparecen en nuestra sociedad y pocos relatos la
abordan".
Áurea Gómez, maestra y coordinadora pedagógica de la editorial barcelonesa ING
Edicions, abunda en el poder del cuento como elaborador de emociones. "Con el érase
una vez, el relato huye de un tiempo y un espacio concreto, pero aporta imágenes que
pueden ayudar a cambiar actitudes, porque permiten que los más pequeños se pueden
identificar con ellas".

A través de este proceso de identificación, el lector encuentra una solución o estrategia


para digerir y transformar una actitud concreta. Pone un ejemplo: "Un niño que siente
celos de su hermanito recién nacido puede entender la envidia que siente la madrastra
de Blancanieves. Al comprobar que hay alguien más que siente esa emoción, puede
separarse de ella, ponerle nombre y, a partir de ahí, transformarla". Gómez considera
que es juego simbólico, que no surge del interior del niño, sino de la cultura popular,
formando un yo colectivo que es comprensible desde diferentes culturas.

En la actualidad, muchos padres se preocupan por el componente educativo de los


cuentos, pero las expertas consultadas aseguran que lo verdaderamente preocupante es
que los cuentos están perdiendo protagonismo en una sociedad dominada por las
pantallas. "Estamos saturando a los niños de imágenes y otros estímulos pasivos, cuando
la creatividad depende sobre todo del desarrollo de la fantasía, para la cual son ideales
las palabras", insiste Martínez.

La pedagoga Áurea Gómez añade que los cuentos aportan un beneficio que no genera la
televisión: "El niño construye sus propias imágenes, y este proceso es fundamental para,
posteriormente, poder ejercitar una buena capacidad de abstracción". Por estos
motivos, todas insisten en la necesidad de mantener la rutina de leer un cuento antes de
acostar a los niños. Razones hay muchas: ese rato mágico, sin distracciones, refuerza el
vínculo entre padres e hijos y proporciona seguridad a la criatura. Además pone las
bases para un buen hábito, el desarrollo del amor por la lectura. "El vínculo entre el que
narra y el que escucha se remonta a los orígenes de la humanidad", añade Ibarrola.
Basta con volver a los ejemplos del principio.
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