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Existía una diferenciación entre el estado de los uniformes de los ejércitos de línea y las milicias. El
equipamiento y uniforme de los ejércitos representantes del Reino de España en 1806 eran financiados con
recursos procedentes del Virreynato, con ciertas dificultades financieras, en tanto el de las milicias era provisto
por los propios integrantes, pudiéndose dar, más allá de un mejor equipamiento de las milicias frente a
regimientos de línea españoles, variaciones de calidad en los uniformes entre las milicias mismas e incluso
dentro de cada uno de los cuerpos.
Al respecto, Roberts aclara que: "...como fueron (los milicianos) bastante bien uniformados, tenían cierto
lucimiento en una revista, pero les faltaba, sobre todo, disciplina, y no eran capaces de combatir en campo
abierto contra ningún ejército regular...".
- Beverina, Juan. "El Virreinato de las Provincias del Río de la Plata. Su Organización Militar ".
Capitán
Casaca: Hecha de paño azul con cuello, solapas y puños encarnados (Rojos), barras de faldones blancas.
Son de plata los vivos. En el cuello lleva un bordado de plata de una torre del lado derecho y un león del
izquierdo – alusión a Castilla y León -. En el talle de la espalda, tiene dos botones de 2 cm, y cada faldón posee
un bolsillo horizontal con vivos dorados. El capitán llevará sardinetas en las solapas, 7 en cada una y 3 en las
bocamangas. Charreteras plateadas, una en cada hombro Los botones de las solapas, y de las bocamangas son
iguales a los del coronel. Los faldones son largos, llegando hasta la altura de la rodilla.
Cubrecabezas: Morrión de pelo con manga, con escarapela encarnada (roja), plumero rojo, cordones,
galápago y borlas plateadas del lado izquierdo. Chapa frontal de bronce con el León de Castilla. En la manga
el escudo de la ciudad de Buenos Ayres, igual que el soldado.
Otros accesorios: Gola metálica al cuello, en caso de servicio con armas. Banda de paño encarnado
con flecos plateados llevada por debajo del tahalí (correaje que lleva el briquet), desde el hombro derecho al
costado izquierdo de la cintura.
- Beverina, Juan. "El Virreinato de las Provincias del Río de la Plata. Su Organización Militar ".
El Tratado de San Ildefonso firmado el 18 de agosto de 1796, por el Reino de España y la República francesa,
tuvo como consecuencia principal: la paz entre ambas naciones y la declaración de guerra de España a Gran
Bretaña el 26 de octubre del mismo año. Estos nuevos acontecimientos dejaron en evidencia la total falta de
preparación de los territorios de ultramar hispanos, expuestos a sufrir cualquier ataque por parte de los ingleses.
Los infructuosos pedidos de tropas y de armamento por parte de los virreyes, y la imposibilidad de la metrópoli
para satisfacer los mismos, hizo que los funcionarios representantes del rey en América buscarán una solución para
la nueva coyuntura que debían enfrentar.
En estas circunstancias, el virrey del Virreinato del Río de la Plata, Mariscal de campo D. Antonio
Olaguer Feliú, resolvió que se realizase el estudio y la preparación del trabajo que no pudo verificar su antecesor.
Su larga permanencia (1783-1797) en el cargo de Inspector General de las tropas (veteranas) y milicias del
Virreinato, le permitía estar familiarizado con todo a lo concerniente a la organización militar.
Esta fue otorgada el 24 de septiembre del mismo año, con el título de “Reglamento para las Milicias disciplinadas
de Infantería y Caballería del Virreynato de Buenos Aires, aprobado por S. M., y mandado observar
inviolablemente” por Real Cédula del 14 de enero de 1801, impreso en Madrid, en un folleto de 66 páginas, que
contenía las normas para la nueva organización disputa para las milicias de todo el virreinato.
Pero para que estos cuerpos milicianos estuviesen preparados para rechazar una agresión exterior, era necesario
contar con una gran cantidad de oficiales, sargentos y cabos – como constaba en el reglamento – indispensables
para su instrucción. Por lo que se volvía al mismo problema de origen que se había querido resolver. España no
estaba en condiciones de enviar efectivos de línea, y tampoco podían los virreyes sacarlos de los cuerpos de
veteranos virreinales, pues esta medida desminuiría o destruiría esas unidades, que eran el núcleo y consistencia
de los cuerpos de milicias llamadas al servicio. Esta deficiencia se vería reflejada en los desastrosos primeros
enfrentamientos que se tendrían contra los invasores británicos.
1° En la ciudad de Buenos Aires: El “Batallón de Voluntarios de Infantería de Buenos Aires”, con una compañía de
granaderos y ocho de fusileros, con una fuerza total de 634 plazas; la “Compañía de granaderos de Pardos libres”,
con una fuerza de 100 hombres, y la de “Morenos libres”, con 60 hombres; el “Regimiento de Voluntarios de
Caballería de Buenos Aires”, de cuatro escuadrones y 724 plazas en total, que lo formarían los pobladores “de
barrios de la periferia de la ciudad considerados extramuros, y chacras inmediatas”.
3° En la ciudad de Santa Fe: El “Escuadrón de Voluntarios de Caballería de la ciudad de Santa Fe, con 301
hombres
4° En la campaña de Buenos Aires: Distribuida en seis fuertes, cuarenta y cinco compañías sueltas.
9° En Corrientes: El “Regimiento de Voluntarios de Caballería de Corrientes”, con dos escuadrones y 600 hombres
en total.
10° En Paraguay: El 1° y 2° “Regimiento de Voluntarios de Caballería del Paraguay”, con cuatro escuadrones y
1200 hombres cada uno.
11° En la Provincia de Córdoba: El “Regimiento de Voluntarios de Caballería de Córdoba”, con cuatro escuadrones
y 1200 hombres cada uno.
12° En la ciudad de Mendoza: El “Regimiento de Voluntarios de Caballería de Mendoza”, con dos escuadrones y
600 hombres en total.
13° En la ciudad de San Luis: El “Regimiento de Voluntarios de Caballería de San Luis”, igual al anterior.
14° En la provincia de Salta: El “Regimiento de Voluntarios de Caballería de Salta” con cuatro escuadrones y 1200
hombres cada uno.
16° En la ciudad de Santiago del Estero: El “Regimiento de Voluntarios de Caballería de Santiago del Estero”, igual
al anterior.
En las provincias interiores del Alto Perú (actual Bolivia), serían formados batallones y regimientos en: La Paz,
Charcas, Cochabamba y Santa Cruz de la Sierra.
En total las milicias regladas, que contaban con personal veterano para su instrucción y disciplina, ascenderían a
14.141 hombres.
El Batallón de Infantería (de Buenos Aires y Montevideo) estaría compuesto por: Una compañía de granaderos y
ocho de fusileros, con un total de 694 hombres. Estaría al mando un Coronel y como segundo jefe un Sargento
Mayor.
Compañía de granaderos: 1 Capitán, 1 Teniente, 1 Subteniente, 2 Sargentos, uno veterano y uno voluntario
(miliciano), 3 Cabos 1ros: 2 veteranos y 1 voluntario, 3 cabos segundos, 1 Tambor veterano y 61 soldados. Un
total de 70 hombres.
Compañía de fusileros: 1 Capitán, 1 Teniente, 1 Subteniente, 3 Sargentos, uno veterano y dos voluntarios
(milicianos), 4 Cabos 1ros: 2 veteranos y 2 voluntarios, 4 cabos segundos, 1 Tambor veterano y 65 soldados. Un
total de 77 hombres.
Bibliografía:
Beverina, Juan. El Virreinato de las Provincias del Río de la Plata. Su Organización Militar. Biblioteca del Oficial. 2°
Edición, Buenos Aires, 1992.
Kinder, Hermann, Hilgemann, Werner. Atlas Histórico mundial (II). Ediciones ISTMO Madrid, 1996
La instrucción militar en orden cerrado está hoy en día obsoleta desde el punto de vista táctico, aunque conserva
su utilidad en la instrucción básica. Sin embargo, las formaciones tácticas cerradas, la cadencia acompasada de la
marcha y los movimientos simultáneos en la carga y disparo fueron indispensables con la generalización de las
armas portátiles de fuego desde el siglo XVI hasta mediados del XIX. El manejo del fusil en época napoleónica
-entre 1789 y 1815- explica bien las razones.
Desde principios del siglo XVIII habían cambiado bien poco los instrumentos básicos de la guerra: hombres y
bestias desplazándose a pie por caminos embarrados o polvorientos, y armados con fusiles y cañones de
avancarga. En particular, los fusiles con que se armaron los ejércitos napoleónicos, con llave de chispa o sílex, eran
muy similares a los de todo el siglo anterior, y muy parecidos en todos los países europeos, aunque su calidad de
fabricación variaba: los fusiles rusos tenían fama de estar mal fabricados, y los españoles eran particularmente
robustos. Por otro lado, Inglaterra cedió o vendió centenares de miles de fusiles (el tipo llamado Brown Bess) y
otros pertrechos militares a países como España, Portugal o Prusia, cuyos ejércitos a menudo combatieron vestidos
y armados por fabricantes británicos.
MANIPULACIÓN COMPLEJA
El fusil de infantería medía unos 150 cm. sin bayoneta, y pesaba unos 4,5 kilos. La secuencia de carga y disparo
era compleja, y requería durante la instrucción de los reclutas la repetición de una serie de movimientos hasta que
pudieran ser realizados instintivamente en medio de la tensión y confusión del combate: he aquí, pues, la primera
necesidad del orden cerrado. El soldado montaba el arma, descubriendo la cazoleta de la llave de chispa; luego
extraía de una cartuchera colgada en bandolera un cartucho (llevaba unos sesenta); éste se componía de una
bolsita cilíndrica de papel que contenía una carga medida de pólvora negra y una bala esférica de plomo de unos
30 gramos de peso y unos 17,5 mm. de calibre (diámetro). A continuación, mordía el papel, ponía horizontal el
fusil y depositaba una pequeña cantidad de la pólvora del propio cartucho en la cazoleta, que se cubría con la
cobija para evitar que se derramara. Muchas cosas podían ir mal en este proceso, sobre todo si el soldado no
estaba bien entrenado. Podía, por ejemplo, derramar la pólvora de la cazoleta, con lo que las chispas del pedernal
no tendrían donde prender; podía, en la confusión del combate, meter dos o más cartuchos, y reventar el cañón;
podía -y esto era frecuente- olvidarse de sacar la baqueta, y dispararla junto con la bala, con lo que el fusil
quedaba inutilizado. Por eso se exigía siempre reintroducir la baqueta en el baquetero a cada disparo, pues si se
clavaba en el suelo un súbito movimiento de la unidad podía hacer que se olvidara.
por el oído con el cañón del fusil inflama, la pólvora del cartucho...
Además de los errores, los fallos mecánicos eran frecuentes: si el tiempo era lluvioso, el pedernal podía no inflamar
la pólvora húmeda; si el sílex no estaba adecuadamente tallado o colocado no saltarían chispas (la robusta llave de
miquelete española permitía que funcionara casi cualquier trozo de sílex); el oído, muy estrecho, podía obstruirse...
Además, la pólvora negra quemaba mal y, con los restos de la combustión y del papel de los cartuchos, el cañón
acababa por obstruirse. En sus memorias, Jean-Roch Coignet, soldado de Napoleón, ofrece una solución de campo
para este último problema: orinar en el interior del cañón, verter pólvora suelta y quemarla.
En estas condiciones, el disparo fallaba una de cada seis veces en condiciones ideales, y una de cada cuatro o peor
en tiempo húmedo o en combates prolongados. En teoría, un soldado bien entrenado podía disparar cinco veces
por minuto, pero en combate lo normal era un ritmo de dos o tres disparos por minuto, o menos, si el fuego se
prolongaba. Además, el retroceso era brutal y podía dislocar el hombro: algunos soldados derramaban algo de la
pólvora del cartucho, lo que disminuía el retroceso, pero acortaba drásticamente el alcance. Por todo ello era tan
importante la primera descarga, cuando los fusiles estaban limpios, bien cargados, y no había humo que limitara o
impidiera ha visibilidad.
¿Qué eficacia real tenía este arma? Relativa. Carente de rayado en el ánima, la trayectoria de la bala era imprecisa
y en condiciones de combate era imposible apuntar bien. Aunque el alcance teórico efectivo era de unos 200
metros, a más de 75 el tiro individual suponía desperdiciar munición. A más de 200 metros, el fuego de fusilería
normal era ineficaz incluso en descargas masivas. La única forma de asegurar una cierta eficacia era agrupando
una gran densidad de fusiles en un frente reducido, disparar en descargas lo más cerradas posible ya la menor
distancia que permitieran los nervios de los soldados: 'cuando se vea el blanco de sus ojos'. Esta es la otra razón
para las cerradas formaciones del siglo XVIII y principios del XIX: asegurar una cierta eficacia en el tiro de un arma
inherentemente imprecisa.
En experimentos realizados en condiciones ideales sobre grandes blancos de tela, una unidad descansada y
entrenada podía obtener un 50% de impactos a cien metros, y un 30%, a doscientos metros Pero la realidad del
campo de batalla era bien distinta: salvo en casos muy especiales y recordados -como una primera salva a sólo 20
metros que consiguó un 30% de blancos-, lo normal era que a unos 200 metros sólo de un 3 a un 4% de los
disparos realizados alcanzara a un enemigo, ascendiendo quizá al 5% a 100 metros.
Tomado en conjunto, distintos autores de la época calculaban que sólo de un 0,2% al 0,5% del total de balas
disparadas en una batalla daba en algún blanco, y que para matar un hombre era necesario 'dispararle siete veces
su peso en plomo'. Sólo por esa ineficacia podían tener ciertas garantías de avanzar y sobrevivir las compactas
formaciones tácticas del período. No es de extrañar en estas condiciones que incluso en 1792 el teniente coronel
inglés Lee, del 44 Regimiento, propusiera seriamente la reintroducción del arco largo (ver La Aventura de la
Historia, nº 1, pág. 94) con argumentos sensatos: era más barato que el fusil, no más impreciso, tenía un alcance
eficaz similar, no producía humo, causaba graves heridas en enemigos sin armadura y su cadencia de tiro era de
cuatro a seis veces más rápida.
Sin embargo, el arquero necesitaba más espacio que el fusilero, un viento fuerte inutilizaba las flechas, y sobre
todo costaba años entrenar a un arquero eficiente, mientras que los movimientos para el manejo del fusil podían
enseñarse, mal que bien, en horas o días.
El gran calibre (unas seis veces mayor que el moderno), peso y maleabilidad de las balas de plomo, unidos a la
baja velocidad del proyectil (unos 320 m/s.), hacían que este fusil tuviera un gran poder de detención y que
causara heridas terribles. Además, los bajos niveles higiénicos, la práctica inexistencia de servicios médicos
competentes -barón Larrey aparte y la inexistencia de antibióticos hacían que cualquier herida resultara peligrosa,
por leve que fuera, y que la amputación de miembros sobre la marcha fuera el tratamiento de urgencia usual.