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'La clase política regional bloqueó las

grandes reformas'
Fernán González, decano de los 'violentólogos' del país, habla de su obra y del proceso de
paz.

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Por: BERNARDO BEJARANO GONZÁLEZ


03 de octubre 2015 , 08:35 p.m.

Al padre Fernán Enrique González no se le olvida que en 1951, cuando tenía 12 años, el
carro de su papá tuvo que viajar en barco de Barranquilla a Buenaventura. Como su familia
iba a establecerse en Cali y no había carreteras decentes que comunicaran el Caribe con el
occidente del país, el canal de Panamá era la vía más “directa”.

Quizás fue esa la primera vez que le llamó la atención el singular desarrollo de Colombia,
un territorio y un concepto que ha tratado de desenmarañar durante más de 40 años,
principalmente desde el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), del que fue
director. (Lea también: Jugada para 'reencauchar' el Fondo de Adaptación en Plan de
Desarrollo)

El miércoles, este filósofo jesuita recibió en Medellín el reconocimiento de la Fundación


Alejandro Ángel Escobar por su obra Poder y violencia en Colombia, declarada fuera de
concurso por esta entidad, que cada año entrega los premios más importantes del país en el
campo de la investigación científica. Es la primera oportunidad en que esto ocurre, en los
60 años de historia del galardón, en la categoría de ciencias sociales.

El libro, de casi 600 páginas, “constituye un referente obligatorio para quien se interese por
entender la complejísima dinámica del proceso de formación del Estado” colombiano, en
palabras del jurado. De este y otros temas, EL TIEMPO conversó con González, un
intelectual de 76 años que no para de trabajar.

¿Qué papel ha tenido la violencia en la configuración del Estado?

Uno fundamental, y no solo en Colombia. La idea de Charles Tilly, uno de nuestros autores
de cabecera, es que el Estado es resultado indirecto de la violencia y de la guerra
internacional, que obliga a organizarse, a crear impuestos, a hacer censos, a reclutar jóvenes
y a armar ejércitos; en últimas, a tener Estado.

En Colombia, las guerras civiles del siglo XIX están muy vinculadas a la formación del
bipartidismo. Los partidos integraban a las clases poderosas regionales con sus clientelas,
en una serie de conflictos que a veces eran armados y a veces eran electorales. En los años
recientes, la guerrilla y el narcotráfico obligaron al Estado a fortalecerse. Las Farc le
muestran al Estado dónde está ausente y lo obligan a buscar algún tipo de presencia, a hacer
un esfuerzo de integración. La guerra integra a las malas. (Vea: 'El conflicto tiene que ver
con toda la sociedad')

Siguiendo a Tilly, ¿nos faltaron guerras contra otros países para consolidar un Estado
más fuerte?

En América Latina no hubo casi guerras internacionales, y fueron tan cortas que no crearon
nación. El caso colombiano es el contramodelo de lo que Tilly propone, porque aquí las
regiones lograron impedir el pleno control del Estado central. De hecho, los grandes
gamonales políticos aún tienen poder de veto sobre las reformas. La teoría política dice que
el Estado debe tener un sistema de pesos y contrapesos; lo nacional y lo local, por ejemplo.
Pero en Colombia ese sistema ha actuado en contra de las reformas sociales y políticas.
Aquí los líderes regionales conservan mucho más poder que en otros países.

¿O sea que las grandes reformas que el país necesita se han bloqueado en las esferas
locales?

Esa es mi opinión. Le puedo citar el caso de López Pumarejo en los 30; la reforma agraria
del 61, la del 68, de Lleras Restrepo, y los procesos de paz de Belisario y Pastrana, todos
resistidos por las clases políticas locales. Incluso el paramilitarismo es, en parte, el
resultado de esa reacción.

¿Qué clase de Estado tenemos?

En términos de presencia (una de las ideas centrales del libro), no es un Estado fallido o
colapsado. Es cierto que en muchas regiones, donde no alcanza a hacer presencia, domina a
través de los gamonales y el clientelismo. Y en otras compite por el control con los grupos
armados. Así como la violencia es diferenciada, el Estado también: no es lo mismo su
presencia en Bogotá que en el Caguán. Pero esto no significa que el Estado esté cooptado.

El nuestro es un Estado formado lentamente, mediante un proceso de integración territorial


y social. El bipartidismo y la violencia son parte de ese proceso.

Otra cosa fundamental para entender a Colombia es que, a diferencia de otros países de
América Latina, su capital no tuvo la centralidad de Ciudad de México, por ejemplo, sino
que coexistió con poderes regionales muy fuertes. El predominio de Bogotá es reciente. Y
la integración territorial y política del país, también. En todo caso, cada vez tenemos más
Estado, no menos. (Vea: Cronología, la memoria de un país)

¿Colombia es una nación?

Más o menos. La nación es una unidad más cultural, que pasa por el proceso identitario; es
una comunidad imaginada. El problema es el multiculturalismo, que el país fue
descubriendo paulatinamente en el siglo XX, en un proceso que desembocó en la
Constitución del 91. Ahora, el desafío es crear unidad cultural, porque la nación supone un
cierto grado de homogeneidad. ¿Cómo interactúan las diferentes identidades? ¿Hasta qué
punto hacemos parte de la misma identidad nacional? ¿Cuál es el límite de la autonomía
indígena, por ejemplo? Como el del Estado, el de la nación es un proceso en construcción.

Parece sugerir que los indígenas tienen más gabelas de las que deberían...

Tienen más representación política de la que deberían tener por su peso demográfico, en
parte como repuesta a nuestra mala conciencia por la discriminación que han sufrido. El
caso del Cauca es evidente.

En ese orden de ideas, ¿las negritudes no deberían tener una mayor representación?

Los dos casos son muy diferentes, porque hay un buen núcleo de población negra –sobre
todo caribeña– que hizo parte de los partidos Liberal y Conservador y que se educó en las
universidades, que estuvo mucho más integrada a la nación por la vía tradicional. A pesar
del racismo, uno encuentra congresistas negros desde bien atrás. Además, las comunidades
afro de las zonas marginales aprovecharon la legislación que se había hecho para favorecer
a los indígenas y se asimilaron a eso. Entonces, las comunidades negras hacen presencia en
las dos direcciones: por la vía tradicional y, a la vez, como comunidades autónomas.
¿Por qué Colombia no tiene una tradición de caudillos militares en el poder, a
diferencia de países vecinos, como Venezuela?

El bipartidismo y los poderes fragmentados impedían la consolidación de cualquier caudillo


militar, de cualquier intento de concentración de poder. Cuando surge uno, como Obando o
Mosquera, los partidos se alían para sacarlo de en medio. De hecho, el primer frente
nacional es contra Melo y Obando.

Usted afirma en su libro que el “liderazgo caudillista y personalista” de Álvaro Uribe


es “inédito” en nuestra historia política. ¿Por qué fue posible?

Yo creo que, en buena parte, por la crisis de los partidos, cuyo control de la sociedad
comenzó a diluirse en los 70. Uribe logra, por ejemplo, terminar de quebrar al Partido
Liberal, del que salen facciones como el partido de „la U‟ y Cambio Radical.

Uribe combina todas las formas de lucha. Cuando fracasa el referendo, negocia con los
partidos y crea „la U‟ con los gamonales del Partido Liberal que le caminan a su gobierno.
El Partido Conservador va perdiendo fuerza y se suma de manera oportunista. Así, crea una
coalición favorable a su gobierno. Pero a la vez tiene algo que no había aparecido en
Colombia tal vez desde Gaitán: la apelación directa al pueblo, a través de los consejos
comunitarios, sin intermediarios. Y además negocia con los gremios, dándoles toda suerte
de alicientes tributarios. Es perfecto. (Lea: La mitad de los asesinatos cometidos en
Colombia serían por encargo)

En su discurso, Álvaro Uribe recuperó conceptos como el de „patria‟ y fomentó el


nacionalismo. ¿No cree usted que su gobierno contribuyó al proceso de consolidación
del Estado?

No estoy muy convencido, porque su estilo caudillista y mesiánico creó una adhesión a su
persona, pero no fortaleció al Estado. A largo plazo, fue un proceso de
desinstitucionalización del país.

¿El paramilitarismo se acabó?

El paramilitarismo clásico, de alianzas con los políticos locales, no se da en las


proporciones de antes. La connivencia con el Estado ha ido desapareciendo gradualmente y
el ambiente de tolerancia ya no existe. Sin embargo, las bandas criminales reclutaron
mandos medios de los antiguos grupos, y lo que más me preocupa es que muchos de los
actuales miembros son nuevos, no habían sido „paras‟. ¿De dónde están reclutando a estos
muchachos? Eso es muy preocupante.

Con base en su conocimiento de los procesos de paz que ha habido en Colombia,


¿cómo ve el actual?

Con un optimismo moderado, pero no espero que sea la panacea. Creo que la gente tiende a
crearse falsas ilusiones y a exigirle a La Habana lo que no puede dar. Lo de Cuba consiste
en que las Farc se bajan de la lucha armada como herramienta política a cambio de unas
concesiones elementales, que el país tenía que haber hecho con o sin guerrilla, como
resolver el problema agrario. En otras palabras, aplicar la Constitución, algo que muchos
poderes han impedido. (Vea: Candidatos ya alistan propuestas para recibir reinsertados de
las Farc)

Lo que se negocia allí es la creación de las condiciones mínimas para que, mediante la
lucha democrática posterior, se logren cambios de fondo. Pero no se puede esperar que al
día siguiente de la firma de los acuerdos se acabe la violencia. Puede ser, incluso, que los
problemas sociales emerjan con más fuerza, porque la lucha armada ha neutralizado
muchas formas de protesta, que pueden aparecer ahora.

Que dejemos de echarnos bala no significa que se va a acabar la desigualdad o la minería


extractivista. El país debe crear mecanismos sociales y políticos para arreglar problemas
como esos por la vía pacífica, pero eso no depende de La Habana. El proceso es un punto
de partida para una nueva Colombia, no un punto de llegada.

¿Cómo ve la apertura electoral del país de cara a una eventual participación política
de las Farc?

Bastante mal. En parte, por falta de pedagogía del Gobierno. Pero hay otro problema básico
y es que para el país urbanizado, que es más o menos el 75 por ciento de la población, el
problema campesino es ininteligible.

Cuando las encuestas le plantean a la gente si aceptaría la presencia de guerrilleros en el


Congreso, la pregunta está mal hecha. Lo que se debe plantear es si aceptaría a la guerrilla
después de cumplir ciertos requisitos, como pedir perdón y reparar. (Lea aquí: Blindaje
internacional del acuerdo de justicia en La Habana)

La guerrilla tiene que participar en la vida política. Además, por un tiempo hay que
conservar la estructura de las Farc, la unidad de mando, porque si se deja suelta a la gente,
muchos se van a ir a la delincuencia.

¿Tiene solución el problema agrario?

Todo tiene solución si se quiere, con inteligencia y voluntad política. El punto uno de lo
que se discute en La Habana refleja esa complejidad al plantear la posibilidad de que la
gran agroindustria y la propiedad campesina coexistan. Ya la guerrilla se bajó de su
proyecto maximalista y reconoció el gran capitalismo agrario, mientras que el Gobierno
aceptó que hay campesinos.

Este país tiene una tradición de estudios sobre violencia y sobre el problema agrario
bastante notable respecto de otros países. Además, yo creo que el censo agropecuario, que
nunca se había hecho –habría que preguntarse por qué–, va a dar muchas luces sobre las
diferencias regionales, porque nada es homogéneo en este país.
¿A qué líderes de las Farc ve en el Congreso?

No conozco tanto a los actuales, pero me da la impresión de que no les interesa tanto la
vida política nacional, el Congreso, como la local, la de los municipios. Es ahí donde va a
estar el problema, porque las instituciones en esos lugares son muy precarias y hay mucha
resistencia de poderes locales, lo que plantea una violencia potencial muy fuerte. Y si
ganan, ¿cómo van a manejar las relaciones con la disidencia? La intolerancia de lado y lado
me parece delicada.

Pero, por otro lado, las Farc pueden ser muy importantes precisamente en ese
fortalecimiento notable que necesita la institucionalidad local y regional.

Y no descartaría una constituyente, no para refrendar los acuerdos ahora, sino a largo plazo,
varios años después de firmar la paz con las Farc y el Eln. En este momento la veo
complicada, porque el poder está muy fragmentado y no se sabe bien cuánta fuerza tiene la
guerrilla. Hay que dejar decantar la situación después del conflicto.

BERNARDO BEJARANO GONZÁLEZ


Editor Redacción Domingo
berbej@eltiempo.com

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