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Este tipo de dialéctica ha sido objeto de los más finos y detallados análisis desde la
antigüedad clásica. Por ello sorprende que nuestra sociedad tenga hoy muchas menos
herramientas de interpretación de este tipo de discursos que sociedades anteriores,
donde se educaba a los jóvenes en las sutilezas de la retórica, entendida como arte de
la persuasión, y de la lógica, entendida como coherencia argumentativa, basada en
demostraciones e inferencias.
Un sutil encanto
De todas las herramientas que disponen los políticos para desplegar su artillería
discursiva, la más peligrosa es la falacia. Su poder radica en que un argumento falaz
puede sostenerse sobre premisas o conclusiones verdaderas. Por lo tanto, la falacia no
es exactamente lo mismo que una mentira. Se trata de razonamientos formalmente
intachables, pero en el fondo inválidos o incorrectos. Todos echamos mano a ellos en
algún momento, sin ni siquiera darnos cuenta de ello. Pero en política se utiliza de
forma premeditada y calculada. Aristóteles clasificó las falacias en una larga lista que
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podemos reducir a un elenco de las más conocidas, ejemplificándolas con frases
extraídas del debate sobre la convocatoria a una Asamblea Constituyente:
1. Falacia ad hominem.
Es la forma más típica de falacia, en la que se desacredita de entrada a quienes
sostienen una afirmación, evitando de esa forma dar razones adecuadas para rebatir el
argumento en sí mismo.
Ejemplo: senador UDI Víctor Pérez: "Es populismo y demagogia plantear una
asamblea constituyente […] la izquierda quiere replicar en Chile el modelo venezolano"
(2).
NOTAS:
(1) Arthur Schopenhauer. "El arte de tener siempre razón. La dialéctica erística" Centellas. Palma, 2011.