Robar es muy peligroso. Especialmente si se roba en la calle. Uno puede morir al
tratar de robar a alguien; pero bueno, al menos no hay que matarse trabajando. Vuelvo caminando a mi casa. Vuelvo solo. Es de noche, las dos de la mañana, casi tres. Camino por el medio de la calle, atento a cada ruido, a cada silencio. Puedo escuchar una radio prendida (¿una televisión, quizás?) en algún lugar, alguna casa. Es una noche calurosa; apuro el paso. No hay nadie en las calles a esta hora, por lo que me mantengo alerta. Los árboles se mueven con una tensa brisa, sus sombras lo imitan. Las sombras. Una extraña sensación familiar escala dentro de mí. No es en realidad que las sombras me aterren, sino la luz que las crea. Porque por alguna razón esa luz existe, y esa razón es eliminar la sombra. Pero acá la luz es tan tenue y oscilante que puedo caminar tranquilo. En la esquina, una pareja de enamorados (¡Ja!), en un auto, me clavan su mirada, impacientes. Apuro el paso, no quiero quitarles su tiempo. Además, ya casi llego a la Avenida. Su luz, su transito, su gente, me muestran su monótona pero segura vida. Cruzarla es entrar en un nuevo mundo, ya antiguo, conocido y reconocido. Me alegra estar ahí, porque se que me falta solo una cuadra para casa. Espero el semáforo para cruzar. Una mujer me mira desde la parada del colectivo, me sonríe. No tiene mucho más que hacer hasta que llegue su salvación, eso que la llevara a casa. Cruzo y apuro el paso. Ya casi estoy ahí. Camino la media cuadra que falta, pensando en que estar cerca no significa llegar, y llegar no significa encontrar lo que uno espera. Mi cerebro empieza a ser tomado por el terror, ese cobarde corsario. Mis pulmones se agitan, mi corazón se estruja. Pero mis piernas ya están acostumbradas, y mis manos ya buscan las llaves.