Según la Biblia, hijo de Adán y Eva, hermano gemelo
de Caín. Éste era labrador, mientras que Abel se dedicó al pastoreo. Ambos hicieron ofrendas al Dios creador del cielo y de la tierra: Caín ofreció las primicias de sus frutos, y Abel las crías de su rebaño. Dios manifestó que le era agradable el sacrificio de Abel, pero rechazó el de Caín, que, devorado por la envidia, dio muerte a su hermano. Así se cumplió, según la Biblia, el primer asesinato que manchó la tierra. Muchos padres de la Iglesia han afirmado que Abel murió sin haberse casado. Esta opinión dio lugar a una secta que nació en África en tiempo de Arcadio y de Honorio, y que se llamaba de los Abelitas o Abelonitas, los cuales no admitían el matrimonio. La poesía y las artes han utilizado el asunto de la muerte de Abel; el poema de Gesner y la tragedia de Legouvé, que llevan este nombre, son algunas de las obras en las que se recoge este asunto .
En la Biblia, Abel, significa "El que estaba con Dios". Es el
segundo hijo de Adán y Eva. Fue asesinado por su hermano Caín, quien envidiaba la satisfacción divina con las ofrendas de Abel; de acuerdo al relato, la suya fue la primera muerte de un ser humano. La historia, relatada en Génesis,1 afirma que Abel se dedicaba a pastorear ovejas y su hermano mayor se dedicaba a la agricultura. Caín hizo una ofrenda de frutas y verduras mientras tanto Abel sacrificó los primogénitos de sus ovejas. Jehová desagradó la ofrenda de Caín y aceptó la de Abel. La razón del favor divino según la tradición talmúdica hace hincapié en el matiz de generosidad con que Abel ofrece a Dios las más selectas ovejas de su rebaño para destacar que la ofrenda de Caín, nacida de la obligación y no de la generosidad, no era deseable. La razón por la que Dios solo aprobó la ofrenda de Abel se explica en escritos posteriores. La epístola a los hebreos cita a Abel como el primer hombre de fe,2 y muestra que esta fe resultó en que su sacrificio fuera de “mayor valor” que la ofrenda de Caín. Irineo de Lyon, siguiendo el texto de la Septuaginta, afirmó que: "Dios puso los ojos sobre las oblaciones de Abel, porque las ofrecía con sencillez y justicia; en cambio no miró el sacrificio de Caín, porque su corazón estaba dividido por celos y malas intenciones contra su hermano, según Dios mismo le dijo al reprenderlo por lo que ocultaba: «¿Acaso no pecas aunque ofrezcas tu sacrificio rectamente, si no compartes con justicia? Tranquilízate.» Porque no se aplaca a Dios con el sacrificio. Por eso, si alguien tratara de ofrecer su sacrificio de modo que pareciese puro, recto y legítimo, en cambio en su alma no compartiera con rectitud en el trato con su hermano ni tuviera temor de Dios, no por haber ofrecido un sacrificio externamente correcto seduciría a Dios: por dentro estaría lleno de pecado y su oblación de nada le serviría si no cesa de hacer el mal que ha concebido interiormente; pues al simular una obra, el pecado mismo hace homicida a esa persona... No son los sacrificios los que purifican al ser humano, pues Dios no los necesita; sino la conciencia pura de quien lo ofrece es lo que santifica el sacrificio."3