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El joven Galileo, sin embargo, no encontró en la medicina su vocación. Además, su poca tolerancia hacia la
autoridad, la ignorancia y la falta de espíritu crítico de sus profesores, le condujo a abandonar la universidad a los
21 años y a centrarse en su verdadera vocación: la física. Con 25 años, tras hallar algunos importantes
descubrimientos en el campo de la mecánica, consiguió una plaza de profesor de matemáticas en la Universidad
de Pisa. A partir de ese momento, comenzó a compaginar la docencia con la investigación y la invención de nuevo
instrumental científico.
En 1609, un antiguo alumno le hizo saber de un nuevo descubrimiento holandés que cambiaría su vida para
siempre: el monocular (anteojo). Enardecido por las futuras aplicaciones de ese novedoso, inmaduro y
desconocido artefacto, Galileo construyó su propio telescopio, superando en poco tiempo la resolución y
posibilidades del instrumento original. El éxito de sus telescopios no solo le reportó fama por toda Europa y un
puesto vitalicio en la Universidad de Padua, gracias a ellos, comenzó a observar los astros y aglutinar pruebas que
acabarían apoyando la teoría heliocéntrica que Nicolás Copérnico formuló un siglo antes.
Con tanta imprudencia como entusiasmo, Galileo hizo públicos sus resultados aún sabiendo que contradecir
la teoría geocéntrica podría llevarle ante la Inquisición por herejía. Y así fue. Poco antes de morir tuvo que
retractarse y negar la verdad para no acabar quemado en la hoguera. Dicen algunos historiadores, que en voz baja,
justo después de abjurar, murmuró la famosa frase: “Eppur si muove” (en español: “y sin embargo, se mueve“)
refiriéndose al movimiento de la Tierra alrededor del sol.