Tanto la primera lectura de hoy como el evangelio subrayan el egoísmo
atroz del que los hombres somos capaces, un egoísmo en base al cual no tenemos ningún inconveniente en explotar de manera inhumana a los pobres y en disfrutar nosotros de la vida como si no existiera nadie más, como si nadie a nuestro alrededor estuviera sufriendo. El egoísmo es capaz de generar en nosotros una indiferencia brutal, que la primera lectura describe diciendo “y no os doléis de los desastres de José” y la parábola del evangelio diciendo que Lázaro deseaba “saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba”. Ante esta situación, que por desgracia es tan frecuente en la historia humana, el Señor pronuncia una sentencia condenatoria: “se acabó la orgía de los disolutos”.
El Señor hoy nos da un aviso. Nos dice: si en tu vida no hay un lugar
para los pobres, si no tienes compasión para con ellos, si no haces nada para aliviar sus sufrimientos, si sólo piensas en tu propia promoción, en engordar tu ego y en tu propio bienestar, entonces tu vida es como una “orgía de disolutos” y Dios no te puede aceptar en su Reino. Entonces Dios pronuncia una palabra condenatoria sobre ti y dice: “se acabó”; cuando yo llegue en mi Reino, todo esto terminará, porque todo esto es absolutamente incompatible con mi Reino, que es un Reino de justicia, de amor y de paz, y este egoísmo inmisericorde es incompatible con la justicia, con el amor y con la paz. Quien sea así, no entrará en mi Reino.
La parábola del evangelio de hoy nos ilustra sobre las consecuencias
que nuestra actitud aquí en la tierra, en relación a los pobres, a todos los que sufren, van a tener para nuestro destino eterno. Pues en ella vemos cómo el hombre rico está “en el infierno, en medio de los tormentos”, mientras que el pobre Lázaro es llevado al “seno de Abraham”, es decir, al Reino de los cielos, según la palabra del Señor: “Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos” (Mt 8,11).
1 XXVI Domingo T. O. (C)
El hombre rico de la parábola se caracteriza por dos cosas: no ha tenido
misericordia ni compasión hacia los pobres, ni tampoco ha escuchado a “Moisés y los profetas”, es decir, no ha hecho ningún caso de la predicación de la Iglesia. Si hubiera hecho caso de esa predicación, habría cambiado de vida, pero él no ha querido escucharla. En cambio, el “mendigo llamado Lázaro” ha confiado en Dios, ya que el nombre “Lázaro” significa “Dios ayuda”, lo cual quiere decir que ese mendigo confiaba en la ayuda de Dios, confiaba en Dios, y Dios no le ha defraudado: al final de su vida lo ha sentado con Abraham en el banquete del Reino de los cielos.
El hombre rico se ha labrado su propio destino eterno: puesto que él ha
elegido el egoísmo insolidario, Dios le respeta su opción y tiene lo que él ha querido. Nadie va al infierno por equivocación: si alguien va al infierno es porque de manera libre y lúcida ha elegido el egoísmo como norma de vida, y el egoísmo conduce a eso, a la privación de la comunión con Dios y con los hombres. Y eso es el infierno. Pero el infierno se lo gana uno a pulso pasando de los demás. En cambio el mendigo Lázaro va al cielo, porque ha confiado en Dios, y Dios no defrauda nunca a quien confía en Él.
Nosotros, por la gracia de Dios, venimos todos los domingos a “escuchar
a Moisés y a los profetas”, escuchando a Cristo, que no ha venido a abolir la Ley y los Profetas sino a darles cumplimiento (Mt 5,17). Y Cristo nos dice que hagamos un lugar en nuestra vida a los pobres, que no vivamos como si ellos no existieran y que confiemos es Dios. Cuando damos de nuestros bienes a la Iglesia y a los pobres, aceptando tener nosotros un poco menos para aliviar el sufrimiento de los demás, nos estamos fiando de Dios y, confiando en Él, dejamos que los pobres entren en nuestra vida y tengan un lugar en ella. De esa manera, esperamos sentarnos un día en el banquete del Reino de los cielos que preside Cristo, junto con Abraham, Isaac y Jacob y todos los Lázaros que en el mundo han sido. Que así sea.