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Docentes que dan vida a la literatura en las aulas

Docente: Rubén López


Selección de Textos.

Si se te pierde el alma en un descuido


Eduardo Galeano. (Uruguay).
Memoria del Fuego II, las Caras y las Máscaras.

¿Qué hace esa india Huichola que ésta por parir? Ella recuerda. Recuerda intensamente la
noche de amor de donde viene el niño que va a nacer. Piensa en eso con toda la fuerza de
su memoria y su alegría. Así el cuerpo se abre, feliz de la felicidad que tuvo, y entonces
nace el buen huichol, que será digno de aquel goce que lo hizo.

Un buen huichol cuida su alma, su alumbrosa fuerza de vida, pero bien se sabe que el alma
es más pequeña que una hormiga y más suave que un susurro, una cosa de nada, un
airecito, y en cualquier descuido se puede perder.

Un muchacho tropieza y rueda sierra abajo y el alma se desprende y cae en la rodada,


atada como estaba nomás que por hilo de seda de araña. Entonces el joven huichol se
aturde, se enferma. Balbuceando llama al guardián de los cantos sagrados, el sacerdote
hechicero.

¿Qué busca ese viejo indio escarbando la sierra? Recorre el rastro por donde el enfermo
anduvo. Sube, muy en silencio, por entre las rocas filosas, explorando los ramajes, hoja por
hoja, y bajo las piedritas. ¿Dónde se cayó la vida? ¿Dónde quedó asustada? Marcha lento y
con los oídos muy abiertos, porque las almas perdidas lloran y a veces silban como brisa.

Cuando encuentra el alma errante, el sacerdote hechicero la levanta en la punta de una


pluma, la envuelve en un minúsculo copo de algodón y dentro de una cañita hueca la lleva
de vuelta a su dueño, que no morirá.

http://www.saudaderadio.com/2014/08/si-se-te-pierde-el-alma-en-un-descuido.html
EL INICIADO

Adela Fernandez. Mexico (1942/2013)


De estos días. Antología de cuentos

Varias veces sus padres vinieron a decirme que este Juan había nacido con la tradición
aprendida, que sabía todo lo referente a nuestros antepasados y mucho comprendía las
leyes impuestas por los dioses.

Ramos, uno de los chamanes más sabios, me dijo que lo había encontrado en el río y
que, pegando la boca a la superficie de las aguas, pronunciaba oraciones y cantos que
nunca le había oído a nadie. Sobre eso charlamos largamente y Ramos sostuvo la
proposición de iniciarlo, no obstante su edad.

Por ser yo el sumo sacerdote dependía de mí tal decisión. Lo medité y juzgué prudente
conocerlo, al menos, y hacerle algunas pruebas. Lo mandé llamar y me disgustó su gesto
poco ceremonioso al presentarse. En su mirada no advertí ese fondo de piedra y aguas,
propio de los que estamos dotados para la religión.

Entramos al adoratorio y nos sentamos frente a frente. Así lo mantuve durante siete
horas de silencio. Los que experimentan esta prueba, al preguntarles en qué han pensado
durante esas horas, sueltan de inmediato la lengua tratando de mostrar sus más altos
pensamientos y uno puede medir entonces su conocimiento e inteligencia. Hice la
pregunta y me contestó que no había pensado en nada por haber estado alerta al ruido
que hacía mi seguridad de examinador. Con tal respuesta se me ocurrió hacerle una de las
más difíciles pruebas.

- Ve afuera - le dije - y tráeme al sol mordido por un tigre sobre un pedazo de tierra
domada por el fuego.

Salió y a los pocos minutos regresó con un plato que contenía un huevo estrellado
bañado con chile molido. Me sorprendió que entendiera que nuestros símbolos se deben
aplicar a todo lo cotidiano en la vida del hombre. Le sonreí y él me dijo:

- Ahora tú ve afuera y tráeme un plato con un huevo estrellado bañado en chile.

En vano intentaría yo traerle al sol mordido por un tigre sobre un pedazo de tierra
domada por el fuego. Le di mi bastón de mando, y es así como un niño de nueve años
consiguió ser nuestro sumo sacerdote.

http://triunfo-arciniegas.blogspot.com.ar/2016/10/adela-fernandez-la-quemazon.html
Te Quiero a Las Diez de la Mañana -Poema de Jaime Sabines
Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con
toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la
tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o
en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente,
con la mitad del odio que guardo para mí.
Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí,
que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de
ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo.
Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos
en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.
Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas,
en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los
hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante
mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?

Capítulo 7 – Rayuela - Cortazar


Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de
mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para
deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi
mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad
elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco
comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano
te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos
miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se
superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y
luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes,
jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un
silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la
profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o
de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce,
y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea
muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento
temblar contra mí como una luna en el agua.
Taller de LVA de Textos Breves.
Extraídos de "En frasco chico" Antología de microrrelatos. L y C Leer y
Crear. COLIHUE. 2013.

El gesto de la muerte - Jean Cocteau


Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
–¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza.
Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe
encuentra a la Muerte y le pregunta:
–Esta mañana, ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
–No fue un gesto de amenaza –le responde-, sino un gesto de sorpresa. Pues lo
veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.

"Perplejidad" - Raúl Brasca


La cierva pasta con sus crías. El león se arroja sobre la cierva, que logra huir.
El cazador sorprende al león y a la cierva en su carrera y prepara el fusil. Piensa: si
mato al león tendré un buen trofeo, pero si mato a la cierva tendré trofeo y podré
comerme su exquisita pata a la cazadora.
De golpe, algo ha sobrecogido a la cierva. Piensa: si el león no me alcanza
¿volverá y se comerá a mis hijos?. Precisamente el león está pensando: ¿para qué
me canso con la madre cuando, sin ningún esfuerzo, podría comerme a las
crías?.
Cierva, león y cazador se han detenido simultáneamente. Desconcertados,
se miran. No saben que, por una coincidencia sumamente improbable,
participan de un instante de perplejidad universal. Peces suspendidos a media
agua, aves quietas como colgadas del cielo, todo ser animado que habita sobre
la Tierra duda sin atinar a hacer un movimiento.
Es el único, brevísimo hueco que se ha producido en la historia del mundo.
Con el disparo del cazador se reanuda la vida.

Medio día de suerte - Santiago Álvarez


Luis no era nada, no valía nada. Y para colmo era el hombre con más mala
suerte del mundo. Subió un escalón para ver cómo se veía la gente veinte pisos
abajo: se mareó. Pero suicidarse era de cobardes y él no se consideraba ningún
cobarde: bajó la cornisa. Por otro lado, para suicidarse había que tener huevos, y
Luis sí que tenía huevos: subió la cornisa. Y después bajó. Y luego subió otra vez.
Porque, además de todo, Luis también era inseguro. Subió y bajó durante todo el
día.
Al anochecer se sintió exhausto pero feliz, vivo. Por primera vez
experimentaba la gratificante sensación de haber hecho algo útil con su cuerpo.
Corriendo y silbando bajó quince pisos por escalera. Un vecino casi no lo
reconoció. Eufórico, entró en su casa, se quitó la ropa transpirada y, deseoso de
brindar consigo mismo, con el nuevo Luis, fue a la heladera en busca de algo
fresco. La abrió descalzo.
Tema para un tapiz - Julio Cortázar
El general tiene solo ochenta hombres, y el enemigo cinco mil. En su tienda
el general blasfema y llora. Entonces escribe una proclama inspirada, que
palomas mensajeras derraman sobre el campamento enemigo. Doscientos
infantes se pasan al general. Sigue una escaramuza que el general gana
fácilmente, y dos regimientos se pasan a su bando. Tres días después, el
enemigo tiene solo ochenta hombres y el general cinco mil. Entonces el general
escribe otra proclama, y setenta y nueve hombres se pasan a su bando. Solo
queda un enemigo, rodeado por el ejército del general que espera en silencio.
Transcurre la noche y el enemigo no se ha pasado a su bando. El general
blasfema y llora en su tienda.
Al alba el enemigo desenvaina lentamente la espada y avanza hacia la
tienda del general. Entra y lo mira. El ejército del general se desbanda, sale el sol.

El maltratado - Wimpi
Licinio Arboleya estaba de mensual en las casas del viejo Críspulo
Menchaca. Y tanto para un fregado como para un barrido. Diez pesos por mes y
mantenido.
Pero la manutención era, por semana, seis marlos y dos galletas. Los días de
fiesta patria le daban el choclo sin usar y medio chorizo.
Y tenía que acarrear agua, ordeñar, bañar ovejas, envenenar cueros, cortar leña,
matar comadrejas, hacer las camas, darles de comer a los chanchos, carnear y
otro mundo de cosas.
Un día Licinio se encontró con el callejón de los Lópeces con Estefanía
Arguña y se le quejo del maltrato que el viejo Críspulo le daba. Entonces,
Estefanía le dijo:
- ¿Y qué hacés que no lo plantas? Si te trata así, plantalo. Yo que vos, lo
plantaba…
Esa tarde, no bien estuvo de vuelta en las casas, Licinio- animado por el
consejo del amigo- agarró una pala, hizo un pozo, planto al viejo, le puso una
estaca al lado, lo ató para que quedara derecho y lo regó.
A la mañana siguiente, cuando fue a verlo, se lo habían comido las
hormigas

Arriad el foque - Ana María Shua


¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo.
¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado
con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo
de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto,
la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta,
desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin
remedio.
(Sin título) - Eduardo Galeano (Uruguay)
Una noche los muchachos me contaron cómo Castillo Armas se había sacado
de encima a un lugarteniente peligroso. Para que no le robara el poder o las
mujeres, Castillo Armas lo mandó en misión secreta a Managua. Llevaba un sobre
lacrado para el dictador Somoza. Somoza lo recibió en el palacio. Abrió el sobre,
lo leyó delante de él, le dijo:
–Se hará como pide su presidente.
Lo convidó con tragos.
Al final de una charla agradable, lo acompañó hasta la salida. De pronto, el
enviado de Castillo Armas se encontró solo y con la puerta cerrada a sus
espaldas.
El pelotón, ya formado, lo esperaba rodilla en tierra.
Todos los soldados dispararon a la vez.

Escabeche De Berenjenas - Úrsula Buzio


La casa estaba a oscuras, en medio de la noche casi blanca y de un silencio
sepulcral.
El hombre bajó del caballo y comenzó a llamarla a los gritos y con insultos,
como de costumbre. De un puntapié abrió la puerta, lo recibió el olor
inconfundible del escabeche de berenjenas. Era su plato preferido; ella lo
preparaba como nadie, aunque él nunca se lo dijo.
Siguió avanzando sin dejar de blasfemar y de un manotazo corrió la cortina
que separaba los ambientes. La ventana estaba abierta y pudo verla a la luz de
la luna. Su sorpresa duró apenas un instante. "Infeliz", murmuró con desprecio y,
quitándose el cuchillo que llevaba en la cintura, de un solo tajo cortó la soga. El
cuerpo inerte de la muchacha se ovilló en el suelo. Salió de la pieza sin mirarla.
Al pasar frente al aparador se detuvo; frascos de diferentes tamaños, en fila
sobre un estante, lo estaban esperando. Los acomodó cuidadosamente en una
bolsa de cuero y se fue hacia la noche.
No sabía que llevaba consigo a su propia muerte, repartida en pequeñas
dosis de veneno.

La hora del desayuno - Richard Wagner


No se hablaban y eso hacía que el ruido de los cubiertos resultara demasiado
fuerte. Ella se puso a lavar los trastos y él retrató a la niña con una cámara
instantánea. La foto salió de la cámara y la niña rió divertida, pero enmudeció de
repente porque nadie hablaba. Él puso la fotografía junto a la ventana y observó
cómo los contornos surgían de la nada, mientras ella, con movimientos bruscos,
vestía a la niña que protestaba pidiendo su foto. Cuando la niña estuvo lista
frente a la puerta –ella corría ya hacia el auto– él le dio la foto. Tenía un gesto
casi de complicidad. Desde afuera llegó la voz de ella como un claxon. El movió
la cabeza de un lado a otro, la niña corrió hacia el auto con su foto en la mano.
Él cerró la puerta de la casa. Sonó el teléfono, él tomó el tubo y dijo en seguida
con tono neutro: está equivocado. Luego se rió con fuerza. Payaso, me
asustaste, dijo una voz de mujer al otro lado de la línea. Ya se fue ¿verdad? Sí,
respondió él y se quedó callado hasta que la voz femenina le dijo algo más.
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El queso de la vieja y el viejo.
Tradición oral
Este es el cuento del queso de la vieja y el viejo.
Vino el ratón y se quiso zampar el queso de la vieja y el viejo.
Y el gato quiso comerse al ratón que se quiso zampar el queso de la vieja y el viejo.
Vino el perro y quiso morder el rabo al gato cuando quería comerse al ratón que se quiso
zampar el queso de la vieja y el viejo.
El palo llegó para pegarle al perro que quiso morder el rabo al gato que queríacomerse al
ratón que se quiso zampar el queso de la vieja y el viejo.
Entonces, el fuego quiso quemar el palo que quiso pegarle al perro que quiso morder el
rabo al gato que quería comerse al ratón que se quiso zampar el queso de la vieja y el
viejo.
Pero el agua vino a apagar el fuego que quiso quemar el palo que quiso pegarle al perro
que quiso morder el rabo al gato que quería comerse al ratón que se quiso zampar el
queso de la vieja y el viejo.
Apareció el buey para beberse el agua que vino a apagar el fuego que quiso quemar el palo
que quiso pegarle al perro que quiso morder el rabo al gato que quería comerse al ratón
que se quiso zampar el queso de la vieja y el viejo.

EL CHIVO DEL CEBOLLAR


(Versión libre de Alicia Barberis sobre un cuento popular)
Había una vez una viejita que tenía un pequeño huerto donde había plantado un hermoso
cebollar.
Una mañana entró un chivo y se puso a comer y a pisotear sus cebollitas.
- ¡Salga chivo de mi cebollar! –gritó la viejita furiosa.
Pero el chivo, en lugar de salir, le respondió:
- ¡Brlrlrlrl, yo soy el chivo del cebollar
y de acá nadie me puede sacar!
La viejita se fue llorando por el camino, hasta que se encontró con un perro al que le contó
lo que pasaba. El perro le dijo:
- No se preocupe, viejita. Ni por el chivo ni por la cebollita.
Y salió corriendo dispuesto a sacar al chivo.
Cuando llegaron al huerto con la viejita, el perro se puso a ladrar:
- ¡Salga chivo de este cebollar!
- ¡Brlrlrlrl, yo soy el chivo del cebollar y
de acá nadie me puede sacar! –respondió el chivo.
El perro dijo que volvería otro día y se fue silbando bajito.
La viejita se fue triste por el camino hasta que se encontró con el toro y, al verlo tan fuerte,
le contó que el chivo no quería salir de su huerto.
- No se preocupe, viejita. Ni por el chivo ni por la cebollita –dijo el toro y, cuando llegaron
al huerto gritó:
- ¡Salga chivo de este cebollar!
El chivito lo miró desafiante y le respondió:
- ¡Brlrlrlrl, yo soy el chivo del cebollar y
de acá nadie me puede sacar!
Y se puso a zapatear como si estuviera bailando.
El toro se asustó, pero no dijo nada y se alejó con la cola entre las patas.
La viejita se puso a llorar y, en ese momento, apareció una hormiguita y le preguntó por
qué lloraba.
La viejita le contó todo y la hormiguita le dijo:
- No se preocupe, viejita. Ni por el chivo ni por la cebollita.
- ¡Ay, hormiguita –dijo la viejita-, cómo me vas a ayudar si sos tan chiquita!
Pero la hormiguita no le hizo caso y se puso a caminar. Y detrás de la hormiga caminaba la
viejita, hasta que llegaron al huerto.
- ¡Salga chivo de este cebollar! –dijo la hormiguita muy despacito.
El chivito lo miró burlón y le dijo:
- ¡Brlrlrlrl, yo soy el chivo del cebollar y
de acá nadie me puede sacar!
Y se puso a zapatear tan fuerte que daba miedo.
Pero la hormiguita no se asustó y le gritó:
- ¡Yo soy la hormiguita del hormigal y si te pico vas a llorar!
El chivito no le hizo caso y siguió comiendo cebollas. La hormiga trepó por las barbas del
chivo y lo picó a todo picar. Después saltó sobre el pasto tierno.
El chivo, dolorido, salió corriendo por el camino, para no volver jamás.
La viejita le regaló a la hormiga un terrón de azúcar y la hormiguita se fue contenta para su
hormiguero.
Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.

Cuentos literarios

La llave de Josefina - Iris Rivera del libro Sacá la lengua(Buenos Aires, Editorial El Ateneo,
1999; colección Cuenta conmigo).

Hay gente que no tiene paciencia para leer historias.


Acá se cuenta que Josefina iba caminando y encontró una llave. Una llave sin dueño.
Josefina la levantó y siguió andando.
Seis pasos más allá encontró un árbol. Con la llave abrió la puerta del árbol y entró. Vio
cómo subía la savia hasta las ramas y subió con la savia.
Y llegó a una hoja y a una flor. Se asomó a la orilla de un pétalo, vio venir a una abeja y la
vio aterrizar.
Con la llave, Josefina abrió la puerta de la abeja y entró.
La oyó zumbar desde adentro, conoció el sabor del néctar y el peso del polen.
Y voló hasta un panal.
Con la llave abrió la puerta del panal, abrió la puerta de una gota de miel y entró y goteó
sobre la zapatilla de un hombre que juntaba la miel.
Hay gente que en esta parte ya se aburrió y prende la tele. Pero la historia dice que, con la
llave, Josefina abrió la puerta del hombre y entró. Y sintió lo fuerte que quema el sol y
cómo se cansa la cintura y que el agua es fresca. Y, con la mano del hombre, acarició a un
perro común y silvestre.
Con la llave, Josefina abrió la puerta del perro y entró. Y les ladró a las gallinas, al gato y al
cartero. Y después abrió la puerta del cartero, del gato, de las gallinas, de las limas para
uñas, de las tortas de crema, de los banquitos petisos y de los grillos.
Hay gente que, a esta altura, ya se fue a tomar la leche. Pero la historia dice que, cuando
estuvo segura de que esa llave abría todas las puertas, Josefina abrió la puerta de Josefina
y entró.
Se sentó en el banquito petiso y, con la lima para uñas, se puso a hacer otra llave distinta a
la primera, pero igual.
Después se quedó sentada en el banquito, pensando. Josefina quiere elegir a quién darle la
segunda llave. Porque no es cuestión de entregársela a cualquiera.
Pero si vos todavía estás ahí, si no prendiste la tele y no te fuiste a tomar la leche... acá la
tenés, tomala. Porque dice Josefina que la llave es tuya.

Miedo. Graciela Cabal. Ed. Sudamericana. Colección: Los caminadores


Había una vez un chico que tenía miedo.
Miedo a la oscuridad, porque en la oscuridad crecen los monstruos.
Miedo a los ruidos fuertes, porque los ruidos fuertes te hacen agujeros en las orejas.
Miedo a las personas altas, porque te aprietan para darte besos.
Miedo a las personas bajitas, porque te empujan para arrancarte los juguetes. Mucho
miedo tenía ese chico.
Entonces, la mamá lo llevó al doctor. Y el doctor le recetó al chico un jarabe para no tener
miedo (amargo era el jarabe).
Pero al papá le pareció que mejor que el jarabe era un buen reto:
-iBasta de andar teniendo miedo, vos! - le dijo -. ¡Yo nunca tuve miedo cuando era chico!
Pero al tío le pareció que mejor que el jarabe y el reto era una linda burla:
-¡La nena tiene miedo, la nena tiene miedo!
El chico seguía teniendo miedo. Miedo a la oscuridad, a los ruidos fuertes, a las personas
altas, a las personas bajitas. Y también a los jarabes amargos, a los retos y a las burlas.
Mucho miedo seguía teniendo ese chico.
Un día el chico fue a la plaza. Con miedo fue, para darle el gusto a la mamá.
Llena de personas bajitas estaba la plaza. Y de persona altas.
El chico se sentó en un banco, al lado de la mamá. Y fue ahí que vio a una persona bajita
pero un poco alta que le estaba pegando a un perro con una rama. Blanco y negro era el
perro. Con manchitas. Muy flaco y muy sucio estaba el perro.
Y al chico le agarró una cosa acá, en el medio del ombligo.
Y entonces se levantó del banco y se fue al lado del perro. Y se quedó parado, sin saber
qué hacer. Muerto de miedo se quedó.
La persona alta pero un poco bajita lo miró al chico. Y después dijo algo y se fue. Y el chico
volvió al banco. Y el perro lo siguió al chico. Y se sentó al lado.
-No es de nadie- dijo el chico -¿Lo llevamos?
-No- dijo la mamá.
-Sí- dijo el chico -. Lo llevamos.
En la casa la mamá lo bañó al perro. Pero el perro tenía hambre. El chico le dio leche y un
poco de polenta del mediodía. Pero el perro seguía teniendo hambre. Mucha hambre tenía
ese perro.
Entonces el perro fue y se comió todos los monstruos que estaban en la oscuridad, y todos
los ruidos fuertes que hacen agujeros en las orejas. Y como todavía tenía hambre también
se comió el jarabe amargo del doctor, los retos del papá, las burlas del tío, los besos de las
personas altas y los empujones de las personas bajitas. Con la panza bien rellena, el perro
se fue a dormir. Debajo de la cama del chico se fue a dormir, por si quedaba algún
monstruo.
Ahora el chico que tenía miedo no tiene más miedo. Tiene perro.

Monigote en la arena - Laura Devetach.


La arena estaba tibia y jugaba a cambiar de colores cuando la soplaba el viento. Laurita
apoyó la cara sobre un montoncito y le dijo:
—Por ser tan linda y amarilla te voy a dejar un regalo —y con la punta del dedo dibujó un
monigote de seda y se fue.
Monigote quedó solo, muy sorprendido. Oyó como cantaban el agua y el viento. Vio las
nubes acomodándose una al lado de la otra para formar cuadros pintados. Vio las
mariposas azules que cerraban las alas y se ponían a dormir sobre los caracoles.
—Hola —dijo monigote, y su voz sonó como una castañuela de arena.
El agua lo oyó y se puso a mirarlo encantada.
—Glubi glubi, monigote en la arena es cosa que dura poco —dijo preocupada y dio dos
pasos hacia atrás para no mojarlo—. ¡Qué monigote más lindo, tenemos que cuidarte!
—¿Qué? ¿Es que puede pasarme algo malo? —preguntó monigote tirándose de los
botones como hacía cuando se ponía nervioso.
—Glubi glubi, monigote en la arena es cosa que dura poco —repitió el agua, y se fue a a
avisar a las nubes que había un nuevo amigo pero que se podía borrar.
—Flu flu —cantaron las nubes—, monigote en la arena es cosa que dura poco. Vamos a
preguntar a las hojas voladoras cómo podemos cuidarlo.
Monigote seguía tirándose los botones y estaba tan preocupado que ni siquiera probó los
caramelitos de flor de durazno que le ofrecieron las hormigas.
—Crucri crucri —cantaron las hojas voladoras—. Monigote en la arena es cosa que dura
poco. ¿Qué podemos hacer para que no se borre?
El agua tendió lejos su cama de burbujas para no mojarlo. Las nubes se fueron hasta la
esquina para no rozarlo. Las hojas no hicieron ronda. La lluvia no llovió. Las hormigas
hicieron otros caminos.
Monigote se sintió solo solo solo.
—No puede ser —decía con su vocecita de castañuela de arena—, todos me quieren pero
porque me quieren se van. Así no me gusta.
Hizo "cla cla cla" para llamar a las hojas voladoras.
—No quiero estar solo —les dijo—, no puedo vivir lejos de los demás, con tanto miedo.
Soy un monigote de arena. Juguemos, y si me borro, por lo menos me borraré jugando.
—Crucri crucri —dijeron las hojas voladoras sin saber qué hacer.
Pero en eso llegó el viento y armó un remolino.
—¿Un monigote de arena? —silbó con alegría—. Monigote en la arena es cosa que dura
poco. Tenemos que hacerlo jugar.
"Cla cla cla", hizo monigote porque el remolino era como una calesita.
Las hojas voladoras se colgaron del viento para dar vueltas.
El agua se acercó tocando su piano de burbujas.
Las nubes bajaron un poquito, enhebradas en rayos de sol.
Monigote jugó y jugó en medio de la ronda dorada, y rió hasta el cielo con su voz de
castañuela.
Y mientras se borraba siguió riendo, hasta que toda la arena fue una risa que juega a
cambiar de colores cuando la sopla el viento.

Prohibido el Elefante Un cuento de Gustavo Roldán


Las cosas andaban mal en el monte. Muchos animales miraban para arriba o silbaban
haciéndose los distraídos cuando se cruzaban con otros. Y también comenzaron los
rumores.
Los de aquí decían esto y lo otro de los de allá. Los de allá decían lo otro y esto de los de
aquí.
Y casi todos estaban peleados con casi todos.
-Y, sí -decía el tapir-, mire lo que anda diciendo el quirquincho, que el elefante es un bicho
así

y del tamaño de un ratón. Ésas son ideas del sapo, son ideas foráneas, contrarias al sentir
nacional.
-Y, sí -decía el ñandú-, mire lo que anda diciendo el oso hormiguero, que el elefante es un
bicho así

y del tamaño de un caballo. Ésas son ideas de la lechuza. Son ideas contrarias a nuestra
legítima tradición.
Y el coatí que decía esto de la iguana. Y el tatu que decía aquello del mono. Y el zorro que
decía lo de más allá de la tortuga.
Y nadie estaba contento.
Nadie. Y menos todavía la pulga, que había vivido en un circo y conocía un montón de
elefantes. Pero ya se sabe, a las pulgas nadie les hace caso.
-Bueno, bueno -dijo el jaguar-, que estaba convencido de que el elefante era del tamaño
de un ratón-, vamos a terminar con esta discusión.
El puma, que opinaba que el elefante era un bicho cogotudo y de patas largas dijo:
-Sí, sí, hay que poner un poco de orden. Hagamos unas elecciones y listo.
-Eso, eso -dijo el jaguar-. Y no perdamos más tiempo. Y cada cual se fue por su lado a
organizar las elecciones. Nombraron a sus representantes, formaron un colegio electoral,
dictaron las leyes de propaganda y arreglaron todos los problemas legales.
Claro que eso se parecía muy poco a unas elecciones, porque en esa época los que
mandaban eran el jaguar y el puma. A veces discutían entre ellos, y entonces los animales
tenían libertad para elegir: podían elegir lo que opinaba el jaguar o podían elegir lo que
opinaba el puma. Lo único que no podían era pensar otra cosa, porque, como decía la
vizcacha, ¿para qué querían pensar si es más cómodo obedecer?
Y muchos estaban de acuerdo. Les gustaba estar de acuerdo con el jaguar o con el puma.
Eso tenía sus ventajas.
Y se largó la campaña. Los carteles del jaguar decían: Los elefantes son así

y del tamaño de un ratón ¡Viva el jaguar!


Los carteles del puma decían: Los elefantes son así

y del tamaño de un caballo ¡Viva el puma!


La pulga también quiso poner los carteles, pero las leyes se lo prohibían, porque prohibían
opinar a todo aquel cuyo nombre empezara con pul.
-Es una ley injusta -dijo la pulga.
-¿Injusta? ¿Por qué? Nos toca a todos por igual -dijo la vizcacha-. Cualquiera podría tener
un nombre que empiece con pul.
-Dura lex, sed lex -dijo la lechuza.
-Claro que sí -dijo la vizcacha-. Hace falta una ley dura aunque nos dé sed.
La lechuza no quiso aclarar, porque la pulga estaba escuchando, que ella había dicho en
latín “dura ley, pero ley”.
Pero cuando se fue la pulga decidieron cambiarla. Ahora diría, para que nadie pudiera
andar discutiendo: “prohibido opinar a todos aquellos cuyo nombre empiece
conperitonitis, pedagogía, dinosaurio o pul”.
-Ley pareja no es rigurosa -dijo la lechuza-. Ahora no podrá decir nada esa pulga. Para mí
que tiene ideas foráneas.
-¿Les parece? ¿Tan chiquita y ya con ideas foráneas? Es el colmo esta juventud -dijo la
vizcacha muy preocupada.
Pero la pulga era pulga de pelea, y no se rendía tan fácilmente. Se puso a trabajar día y
noche y escribió mil carteles así... pero por el tamaño que tenían nadie los pudo leer.
El día de las elecciones no faltó ninguno. Bueno, en realidad faltaron muchísimos: todos
aquellos a los que no les importaban las opiniones del jaguar ni del puma, pero a ésos,
nadie los tenía en cuenta.
Cuando terminaron de votar, contaron los votos. Los contaron cuidadosamente, una y otra
vez, pero no había nada que hacerle, eran exactamente iguales; 7427 votos para el jaguar;
7427 votos para el puma.
-Amigo puma -dijo el jaguar-, esto no tiene solución. Tal vez podamos llegar a un acuerdo.
Y hablaron y hablaron.
Cuando terminaron de hablar, confundidos en un gran abrazo, aparecieron ante los
animales que esperaban el resultado final.
-Queridos animales -dijo el puma.
-Animales queridos -dijo el jaguar.
-Por unanimidad -dijeron los dos-, hemos decidido terminar con esta discusión, porque lo
importante es que estemos unidos frente a la opinión del mundo ya que ante todo somos
derechos y animales. Ya no existen más problemas, hemos decidido que los elefantes no
existen.
-¡Viva, viva! -gritó la vizcacha-. ¡Claro que los elefantes no existen!
-¡Los elefantes no existen! -gritaron los admiradores del puma.
-¡Los elefantes no existen! -gritaron los admiradores del jaguar.
Y se fueron contentos. Para un lado y para el otro. Todos contentos. ¿Todos?
Bueno, todos no. Porque la pulga, acordándose de la trompa de los elefantes, de las patas
de los elefantes, de los grandes colmillos de los elefantes, y de esas orejotas por donde
había paseado tantas veces, en sus años de circo, estaba que lloraba de rabia.
Y entonces se acordó de una frase de un tal Bioy Casares que decía: “El mundo atribuye sus
infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que
subestima la estupidez.”
La pulga se puso a trabajar noche y día. Y escribió y escribió, repitiendo la frase en mil
carteles, que fue pegando en cada uno de los árboles del monte. Y pegó mil carteles así...
pero por el tamaño que tenían nadie los pudo leer. ¿Nadie?
Bueno, tal vez no tanto como eso, porque los leyeron un bicho colorado, el piojo
chamamecero y la vaquita de San Antonio. Y el bicho colorado le contó al sapo. Y la vaquita
de San Antonio le contó al picaflor. Y el sapo le contó al yacaré. Y el picaflor le contó a la
calandria. Y la calandria le contó al teru teru, que lo fue desparramando por los
alrededores de la laguna grande.
¿Y el piojo chamamecero?
El piojo chamamecero me lo contó a mí, para que escriba esta historia de pulgas y
elefantes y otras yerbas, y para que se la cuente a todos los chicos.

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