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El burgo consolida el fenómeno urbano a partir del siglo XI, y es afectado por varios
factores.
Pero, con el paso del tiempo, algunos de ellos se van haciendo ricos y prósperos, lo que
hace que a su vez acumulen más poder; esto lo veremos en el apartado de política.
Este hecho hace que se produzca dentro de esta clase social una división:
- Los ricos y poderosos (comerciantes, banqueros y artesanos), que serán los que pasen
a llamarse burgueses. Todos ellos tenían una característica que les diferenciaba de los
campesinos, nobles o clérigos de la Europa feudal: el afán por ganar dinero y volverlo a
invertir para poder ganar más. Van a ser los que pasen a dominar el gobierno de las
ciudades, enfrentándose con los señores feudales.
- Los trabajadores pobres y humildes, que pasarán a denominarse pueblo llano. Este
pueblo llano está integrado por las personas libres que no tienen riquezas (campesinos y
trabajadores) pero dentro de él no se incluyen a los siervos de la gleba. Estos
trabajadores están incluidos dentro de lo que llamamos artesanos, y veremos más
adelante en el apartado de economía cómo es su función.
1. Economía y comercio:
Consideramos, en primer lugar, la condición de las personas tal y como aparece el día
en el que el derecho urbano ha adquirido definitivamente su autonomía. Esta condición
es la libertad, que es un atributo necesario y universal de la burguesía. Según esto cada
ciudad constituye una “franquicia”.
Todos los vestigios de servidumbre rural han desaparecido en sus muros. Sean cuales
sean las diferencias, e incluso los contrastes que la riqueza establece entre los hombres,
todos son iguales en lo que afecta al estado civil. “El aire de la ciudad hace libre”, reza
el proverbio alemán (Die Stadtluft macht frei) y esta verdad se aprecia en todos los
climas. La libertad era antiguamente el monopolio de la nobleza; el hombre del pueblo
sólo la disfrutaba excepcionalmente. Gracias a las ciudades la libertad vuelve a ocupar
su lugar en la sociedad como un atributo natural del ciudadano. En lo sucesivo, basta
con residir permanentemente en la ciudad para adquirir esta condición. Todo siervo que
durante un año y un día haya vivido en el recinto urbano la posee a título definitivo. La
prescripción abolió todos los derechos que su señor ejercía sobre su persona y sobre sus
bienes. El lugar de nacimiento importa poco; sea cual sea el estigma que el niño haya
llevado en su cuna, se borra en la atmósfera de la ciudad. La libertad que, inicialmente,
los mercaderes habían sido los únicos en disfrutar de hecho, es ahora por derecho el
bien común de todos los burgueses. Si aún existen entre ellos algunos siervos, es que no
pertenecen a la comuna urbana. Son los servidores hereditarios de las abadías o de los
señoríos que han conservado en las ciudades algunas tierras que escapan al derecho
municipal y en las que se perpetúa el antiguo estado de cosas. Pero las excepciones
confirman la regla general. Burgués y hombre libre se han convertido en términos
sinónimos. La libertad es en la Edad Media un atributo tan inseparable de la condición
de habitante de una ciudad como lo es, en nuestros días, de la de ciudadano de un
Estado.
Se transforma la misma base del derecho, como lo hicieron la condición de las personas,
el régimen de la tierra y el sistema fiscal. El procedimiento complicado y formalista, los
conjuradores, los ordalías, el duelo judicial, todos aquellos medios de prueba primitivos
que dejaban frecuentemente al azar o a la mala fe decidir la suerte de un proceso no
tardan en adaptarse a las nuevas condiciones del medio urbano. Los antiguos contratos
formales, introducidos por la costumbre, desaparecen a medida que la vida económica
se hace más complicada y activa. El duelo judicial evidentemente no puede mantenerse
durante mucho tiempo en medio de una población de comerciantes y artesanos.
Paralelamente hay que destacar que, desde muy antiguo, la prueba por testimonios ante
la magistratura urbana sustituye a la de los conjuradores. El wergeld, el antiguo precio
del hombre, cede su puesto a un sistema de multas y castigos corporales. Finalmente,
los plazos judiciales, tan largos en un principio, son considerablemente reducidos. Y no
se modifica sólo el procedimiento, sino que el propio contenido del derecho evoluciona
de manera paralela. En asuntos de matrimonio, sucesión, préstamos, deudas, hipotecas y
sobre todo en materias de derecho comercial, toda una nueva legislación se halla en las
ciudades en vías de formación y la jurisprudencia de sus tribunales crea, de manera cada
vez más abundante y precisa, una tradición civil. El derecho urbano, desde el punto de
vista criminal, no es menos característico que desde el civil. En aquellas aglomeraciones
de hombres de todas las procedencias que son las ciudades, en aquel medio donde
abundan los desarraigados, los vagabundos y los aventureros, se hace indispensable una
disciplina rigurosa para mantener la seguridad y, al mismo tiempo, para aterrorizar a los
ladrones y bandidos que, en cualquier civilización, son atraídos hacia los centros
comerciales. Ya en época carolingia las ciudades, en cuyo recinto buscaban protección
las gentes más potentadas, gozaban una paz especial. Esta misma palabra paz es la que
encontramos en el siglo XII designando el derecho penal de la ciudad. Esta paz urbana
es un derecho de excepción, más severo y más duro que el del campo. Es pródigo en
castigos corporales: horca, decapitación, castración, amputación de miembros. Aplica en
todo su rigor la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente. Evidentemente se propone
reprimir los delitos por el terror. Todos aquellos que franqueen las puertas de la ciudad,
ya sean nobles, libres o burgueses, están igualmente sometidos a él. Por él la ciudad se
halla, por decirlo de alguna manera, en estado de sitio permanente. Pero también tiene,
en virtud de este derecho, un poderoso instrumento de unificación, porque se superpone
a las jurisdicciones y a los señoríos que se reparten su suelo, impone a todos una
reglamentación inexorable. Contribuyó a igualar la condición de todos los habitantes
situados en el interior de las murallas de la ciudad más que la comunidad de intereses y
de residencia. La burguesía es esencialmente el conjunto de los homines pacis, los
hombres de la paz. La paz de la ciudad (pax ville) es al tiempo la ley de la ciudad (lex
ville). Los emblemas que simbolizan la jurisdicción y la autonomía de la ciudad son
ante todo emblemas de paz. Tales son, por ejemplo, las cruces o las escalinatas que se
levantaron en los mercados, las atalayas (bergfried) cuya torre se yergue en el seno de
las ciudades de los Países Bajos y el norte de Francia y los Rolands tan numerosos en la
Alemania septentrional. Gracias a la paz con la que está dotada, la ciudad forma un
territorio jurídico distinto. El principio de territorialidad del derecho se impone al de la
personalidad. Los burgueses, al estar sometidos por igual al mismo derecho penal,
acabarán participando tarde o temprano del mismo derecho civil. La costumbre urbana
se circunscribe a los límites de la paz y la ciudad constituye, en el recinto de sus
murallas, una comunidad de derecho. La paz, por otra parte, contribuyó ampliamente a
hacer de la ciudad una comuna. Efectivamente, está sancionada por un juramento, lo
cual supone una conjuratio de toda la población urbana. Y el juramento prestado por los
burgueses no se reduce a una simple promesa de obediencia a la autoridad municipal,
entraña precisas obligaciones e impone el estricto deber de mantener y hacer respetar la
paz. Todo juratus, es decir, todo burgués juramentado está obligado a socorrer al
burgués que pide ayuda. De esta manera, la paz establece entre todos sus miembros una
solidaridad permanente. De ahí procede el término hermanos por el que a veces son
designados o el de amicitia que se emplea, por ejemplo, en Lille como sinónimo de pax.
Y puesto que la paz afecta a toda la población urbana, ésta constituye de hecho una
comuna. Los mismos títulos que llevan los magistrados municipales en muchos lugares,
“wardours de la paix” en Verdún, “reward de l’amitié” en Lille y “jurés de la paix” en
Valenciennes, en Cambrai y en muchas otras ciudades, nos permiten comprobar en qué
íntimas relaciones se encuentran la paz y la comuna.
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