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García Márquez y yo

Escribe Jorge Ninapayta


Extraños fueron los caminos que me llevaron hacia la gloria. Ahora que repaso mi vida puedo apreciarlo con claridad.
El día que yo cumplía veintitrés años, en un bar del Callao, una gitana circunspecta y de carnes enjutas me leyó la suerte
en las cartas. Luego, con tono solemne, me dijo que yo haría algo muy importante en la vida; “algo grandioso”, fueron
sus palabras.
La verdad, no fue una gran sorpresa para mí, porque siempre estuve convencido de ello. Aunque pensaba que no era
necesario ejecutar algo desmesurado; un aporte a la Historia, por pequeño que sea, es un logro notable. Y mientras
llegaba el momento esperado, me desempeñaba como corrector de textos en una editorial de libros de teología.
Cuatro años después, partí del Callao en un barco carguero que me llevó por varios puertos de Sudamérica. Así inicié
un periplo que duró más de diez años. Me ganaba la vida corrigiendo textos. Lugar a donde llegaba, averiguaba sobre
las editoriales o los diarios más conocidos y allá iba a ofrecer mis servicios.Jorge Ninapayta de la Rosa (1957 – 2015)
Uno de los cuentistas más importantes que ha tenido el Perú en las últimas décadas es, sin duda alguna
La corrección de textos es un oficio mal reconocido. Y no es una tarea fácil, aunque muchos la consideren una ocupación
ancilar y de poco fuste. En este trabajo hay que dominar no sólo la ortografía, la gramática, la sinonimia; también el
ritmo y la cadencia de las frases. Muchas veces, incluso, hay que adivinar lo que el autor quiso decir. La experiencia
brinda destreza al buen corrector; con los años, basta una rápida ojeada a las primeras frases de un texto para medir la
calidad de su autor, para saber si estamos ante un profesional de la pluma o ante un pelmazo que ensarta palabras.
El año más importante de mi vida fue 1967, que me halló viviendo en Buenos Aires. Trabajaba corrigiendo libros
técnicos, boletines, algunos volúmenes de cuentos, en una editorial de cierta importancia, luego de haberme rebajado a
fungir de ayudante de cocina en un restaurante japonés. No pasaba nada especial en mi vida, y ya empezaba a dudar de
mí mismo. Hasta que cuatro meses y medio después de haber entrado a esa editorial, llegó a mis manos un texto grueso
en un sobre manila. Era una novela, me dijeron, a la cual debía hacerle la corrección. “Apúrate, el editor quiere entrar
a imprenta dentro de una semana”.
Es lo usual en todas partes: los editores siempre andan apurados y quieren que uno también se apresure a último
momento, cuando ellos han perdido tiempo valioso sacando cuentas sobre costos de producción y esas banalidades.
Hojeé sin ganas las páginas, esperando encontrarme con algún farragoso texto de estilo regionalista y temática
sollozante, de los que aún sobrevivían por esos años. Pero sucedió algo inesperado; desde las primeras páginas de esa
novela quedé sacudido. Yo había leído antes algo de ese autor, unos cuentos, creo; pero esa novela, que en la primera
página anunciaba Cien años de soledad, era, definitivamente, una obra notable y original.
Me entretuve más de la cuenta repasando con delectación cada capítulo, cada párrafo, cada línea. Cada frase llamaba
a la siguiente con naturalidad, engarzándose como en una gran joya de finos arabescos, y la historia avanzaba
envolviéndome en su universo de maravilla. No le hallaba error de ninguna clase, ni siquiera alguna mácula ortográfica.
Mi labor, esa vez, se redujo sólo a cotejar el original con el texto que iría a imprenta, a identificar las faltas de la
digitadora. Sin embargo, parecía que hasta ella, una gorda mendocina que solía resollar mientras aporreaba las teclas,
se había contagiado de esta voluntad de perfección y había olvidado sus frecuentes errores. Y mientras realizaba mi
labor, pensaba que algo así, precisamente así, me hubiera gustado escribir. Y me acordé de lo que me dijera la gitana.
Yo avanzaba la lectura de la novela sin hallar ninguna falta. Cada hoja revisada la ponía sobre una bandeja, de donde
era llevada por un empleado al editor. Hasta que, un poco después de la mitad, hallé algo que me sobresaltó: un vocativo
sin su coma. En un diálogo, el coronel Aureliano Buendía era llamado por uno de sus lugartenientes, y el nombre
aparecía sin la coma de rigor. Pensé que debía ser descuido de la digitadora, no podía haber otra razón. Pero cuando
revisé el original, fue mayúscula mi sorpresa al comprobar que allí tampoco aparecía la necesaria virgulilla. El autor,
el maestro, se había equivocado. ¿Era posible? Quizá de tanto revisar y rehacer las frases. A veces sucede.
Que Dios me perdone, pero confieso que me alegré de esa circunstancia, pues para entonces estaba convencido de que
esa novela haría historia. Claramente sentí en ese instante que una voz me llamaba desde arriba y, con tono exhortativo,
me indicaba que había llegado el momento. Mi momento.
Volví a mirar el vocativo, que parecía como abandonado, inerme, sin su coma. Y, entonces, ya no me quedaba más que
cumplir con mi labor, hacer mi aporte. Así es que tomé mi gruesa pluma de tinta líquida, tratando de sortear un temblor
que al inicio amenazó con debilitar mi mano, inspiré larga y lentamente, calculé la distancia, la presión necesaria, y esta
vez con mano segura y pulso firme puse la coma: un punto grueso con una colita hacia abajo, como mandan los cánones,
tanto en la versión de la digitadora como en la del autor. Eso fue todo. Eso fue suficiente.
El resto es historia. La novela prácticamente instauró una nueva manera de narrar, se realizaron varias ediciones de
ella y se vendieron millones de ejemplares. Yo permanecí en Buenos Aires sólo hasta la tercera edición. Volví al Callao,
donde ingresé como corrector en una dependencia del Ministerio de Educación. Me casé, tuve tres hijos, fui feliz: ya
nada importante. Años más tarde me jubilé.
Mi vida después ha consistido en mantenerme atento al derrotero editorial de la obra. En cuanto una nueva edición
llegaba a librerías, corría a conseguir un ejemplar, un poco para hacerle honor a la novela, pero sobre todo para
verificar la presencia de mi coma, si es que continuaba allí. Y, por supuesto, allí estaba, bien afincada, cumpliendo su
función cabal, y hasta me parecía que resaltaba más que los otros signos cercanos.
Ahora que mi modesta pensión de jubilado no me permite comprar las nuevas ediciones –algunas notablemente lujosas–
, solamente puedo dedicarme a admirarlas. Entro en esos elegantes recintos de libros del centro, sorteo al vendedor que
me mira con gesto despreciativo, ubico la nueva edición, llego hasta la página indicada –que varía según la editorial y
las picas– y veo mi coma. Y cuando leo el párrafo pertinente y recuerdo todo el reconocimiento que ha obtenido la obra,
que ha contribuido a ganar el Nobel para su autor, yo también siento orgullo y se me hincha el pecho de emoción. En
esos instantes percibo claramente cómo el aliento de la gloria me roza la cara y revuelve mis cabellos canos, y me siento
orgulloso –muy orgulloso– por esa novela que hace mucho, en un tiempo ya lejano, escribimos García Márquez y yo.
ACTIVIDADES DE APLICACIÓN

Responde las preguntas:


¿A qué se dedicaba el protagonista del relato?

¿Qué piensa el protagonista de su trabajo?

¿Cuándo fue el año más importante para el protagonista? ¿Por qué?

¿Cómo se llamaba la obra que llego a las manos del protagonista? ¿Quién era el autor de la obra?

¿Qué opinas de la labor del protagonista? ¿Te parece valioso su trabajo en las editoriales? ¿Por qué?

Explica las acciones que se realiza en cada una de las partes


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