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—¡Ahiá, ahiá, ahiá!; ¿dónde están los blancos de aquí? ¿No hay quién choque al
tranquero? ¡Ahí, ahí, ahí!
—¡Va!
—Pero ¿por dónde choco? ¡Caramba! Mire usted que no quiero perderme más.
—¡Cañafístola!, que tris no doi con su comedero. Dende que apuntó el lusero, lo
ando sabaniando por estos pedreguyales, y aquí caigo, ayí levanto; acá me
arrempujan, ayá me estrujan; y por onde quiera el frío, y la gente y la buya; y
los malojeros juio, juio, juio; y las carretas rruuu. ¡Caramba! ¿Cómo diablos
pueen ustedes bibir y entenderse en esta grisapa?
Serían las ocho de la mañana todo lo más, y yo dormía aún, o, con más propiedad,
yacía aún en el lecho en ese estado de parálisis que suspende el uso de nuestras
facultades físicas y morales. Grata y deliciosa parálisis, en que ni se duerme, ni
se está despierto; en que los objetos se ven como al través de un prisma y los
sonidos se oyen como a una gran distancia; parálisis, de una vez, que quisiéramos
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Bien se me alcanza, desde luego, que el escritor que así describe esta situación
se compromete a algo, porque parece que se declara abogado de la pereza,
echándose a cuestas, por añadidura, una grave responsabilidad higiénica.
Empero, yo protesto que no es mi ánimo comprometerme a nada. En la
inconstancia e inestabilidad de mi carácter, hoy aplaudo lo que tal vez mañana
censure; ahora saboreo las delicias de la cama, acaso más tarde escriba una
filípica contra los dormilones. Y qué remedio lectores míos? Cada uno es como
Dios lo ha hecho y a veces un poquito peor, según decía Sancho. Lo que sí no
puedo pasar sin someterlo a mi férula, es el candoroso error en que incurren
algunos cuando exclaman: «¡Oh, qué grato es levantarse temprano!» Grave error
gramatical, imperdonable confusión de tiempos! Señores, será grato y muy
grato HABERSE levantado, pero ¿levantarse, Dios mío? Puede haber maldito el
placer en arrancarse el placer mismo de los labios? Pasemos adelante, lectores
míos, y no hablemos más de LEVANTAMIENTOS, que es plato que indigesta en
estos climas.
En tanto que Palmarote lo registraba todo con ávida curiosidad, en tanto que
comentaba las láminas de algunos libros y examinaba atentamente los muebles,
tocándolo todo con sus manos, como para salir de algún error o mejor fijar una
idea, en tanto, digo, hacía yo mi TOlLETTE, que, de paso sea dicho, ni es tan
esmerada como la de un pisaverde, ni tan descuidada como la de un avaro. Y a
propósito, el vestido de Palmarote no dejaba de interesar por su originalidad.
Corto el calzón y estrecho, terminando a media pierna por unas piececillas
colgantes que remedan, aunque no muy fielmente, las uñas del pavo, de donde
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—De moo que el que no tiene dientes... ¡probe mi bale Alifonso!, ¡se quedó sin el
palito! ¿Y ese otro artificio, Dotor?
—Es el cordón del reloj. ¡Mire usted un curioso tejido de cabellos de mujer! ¡Y se
lleva así, mire usted!
—¡Ja, ja, ja!, Dotor, eso es cargar la soga en el pescueso. ¡Caramba!, que ya las
mujeres enlasan con su mesma serda. Pues ahora, mi Dotor, tiene usted que
cabrestiar hasta el botalón o tirar para atrás y rebentar la soga. Pero ¡qué malo
es este espejo!
—¡Candela!, pues cuando mi samba se mira en estos ojitos, dice que ya tiene
sueño. ¿Y estos cueritos, Dotor, para qué son buenos?
—Esos son guantes, Palmarote: se llevan en las manos de este modo, ¡mire
usted!
—Pero es menester, Palmarote, no ver la vida de sociedad sólo por el lado de las
invasiones que ella hace al bolsillo, sino también por el de los goces que da en
cambio.
—¡Oh!, mucho que se gosa aquí con el frío y con las piedras y con la buya y dos
riales por el sancocho y cuatro ramas de malojo por dos riales y los marchantes
con sus tiendas y los nobiyos a rial y medio y uno tan corto y... Dotor, ¿usted
necesita esta pistolita?, ¡qué bonita!
—Dios le yebe al sielo, mi Dotor, aunque creo que ayá no dentran los papeleros.
—¡Mire usted, Dotor!, con rasón yaman a esta suidá la empoya de las letras:
¡mire cuántos letreros!
—Lo mismo bale, Dotor, que yo no soi plumario. ¡Cuántos letreros!, uno, dos,
tres... ¡Caramba!, cada casa tiene el suyo. ¡Deletréeme aquél!
—«Pastelería nacional».
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—¡Jesú, y qué lástima les tengo a los parroquianos bibos!, porque al fin ya los
asados pasaron por la candela. ¡El de más ayá, Dotor!
—¡Gran consuelo es ése para los probes, mi Dotor! Mire aquel otro; pero apártese
que lo tumba ese burro. (¡Vuelta burro, juío, juío, juío!)
—¡Caramba!, ya lo creo; pero buélbase a apartar, Dotor, ¡mire esa carreta! (¡Ese
buei palomo, choooó! Marchantes, ¿compran carbones?) ¡Ah lusero!, mire, Dotor,
aqueya ojos negros, pelo negro... ésa. ¡Candela y qué buena pata debe tener!
¡Mire cómo pisa en la piedra, ni se trompieza, ni pierde el golpe! Tiene toas las
condiciones.
—Ancas, pecho, siete cuartas, suabe de boca, y güen mobimiento. ¿No correrá
con la silla, Dotor?
—Pué entonce léame aquel otro letrero, que ya beo que no nos vamos a entender.
Y apártese que ahí ba una carreta con basura. ¿Pa onde yeban esa basura, Dotor?
—Ja, están crendo estos muñecos que como anda medio inquilino no puee cantar
en patio ageno, y no saben que yo ni miro joyo ni palma chiquita, y cuando no
tumbo al toro le arranco el rabo.
—¿En la caye del Sol, Dotor? Acaso el sol sabanea más por esta caye que por las
otras?
—Sí, ya comprendo la necesidá de jerrar las casas, así como sucede con el ganao,
que habiéndose aumentao tanto, ha sido menester pegarle un jierro. Y diga usted,
Dotor, ¿algunas casas orejanas que he visto aquí, no podría el vecino quemarlas
con su jierro?
—No todos lo son, Palmarote; porque no todos los pueblos adoran al Cristo del
Calvario. Hay los judíos que, no reconociendo al Hijo de Dios, observan el antiguo
código de Moisés. Hay los mahometanos, que...
—No siga, Dotor, que ni yo tengo catria de tos esos códigos, ni es eso lo que he
querío preguntarle. Lo que yo quiero saber es si esos Musiusque bienen de por
ayá hablando en lengua, son gente güena.
los naturales, hay gente buena y gente mala. ¿No conoce usted venezolanos
malos, Palmarote?
—Pero hay una circunstancia en favor de los extranjeros. Todos los más vienen
al país por conveniencia, y siendo desconocidos en él, necesitan hacerse una
reputación, tienen que hacer dobles esfuerzos para merecer la estimación pública.
De ahí viene que sean por lo regular más morigerados y más laboriosos que los
naturales, y de aquí el rápido incremento de su fortuna.
—¿Y cómo ha de ser güeno, Dotor, que esos marchantes bengan aquí a yevarse
los riales?
—¡El diablo serán esos aconomitas, Dotor! No dormiría yo con eyos ni que me
dieran una baca paría.
—Serían traviesos los tales flaires, Dotor, porque yo sé unas historias de sus
paternidaes... ¿Y dise usted que aquí biben ahora esas señoras Asambleas?
—¡Caramba, Dotor! ¿Y pa una cosa tan pequeña un caserón tan grande? Pues
andarán eyas toas regás quini frutas de maraca.
—¡Hum, malo, malo! ¿Tan cerca de los flaires esas madres? ¿Y no es pecao que
las monjas sean madres, Dotor?
—¿Y qué dirán esas santas mujeres de nuestras cosas, Dotor? ¡Y gordasas que
estarán ahí entrese potrero, y cómo chocarán al tranquero por berse a toa
sabana!
—Pare, pare, Dotor, que ya beo que usted también es papelero, y dígame: ese
jumo blanco que se be ayí arriba del serro ¿qué significa? Porque, jumo no puee
ser, porque ¡hombre!, ¿quién ba a estar asando tanta carne ayí a estas horas?
Polbo tampoco, porque ¡candela!, ¿qué bestias puee estar barajustando ayá
arriba? Yo digo que eso debe ser el paro frío.
—Esos son los vapores que exhala la tierra, Palmarote, que no pudiendo ascender
más por su peso, ni descender por ser más ligeros que las capas inferiores del
aire, se quedan en esas regiones atmosféricas 1.
—Apártese, Dotor, que aquí biene uno a cabayo. ¡Guá!, el mocho es de la cría
padronera: ¡béale el jierro en este ganso! Mire, Dotor: yo tengo un mocho rusio,
grande; buen moso, y con unas ancas, que se puee escribir una carta, y tan
baquero, que la ilasión es que el toro se mené, cuando, ¡sas!, ya me yeba a la
buelta del cacho; ¡mocho de responsabilidá! ¿No le gustan a usted los mochos,
Dotor?
Al llegar aquí nuestro diálogo, tiempo había ya que nos encontrábamos parados
en la esquina que forman al cortarse las calles de las Leyes Patrias y de las
Ciencias.
—Mire usted —dije a mi protegido, señalando hacia el oriente , aquella plaza que
ve usted allí es la de San Jacinto.
compusieran las cárseles y se les añadieran algunas piesas más», porque, Dotor,
puee ofrecerse pará un rodeo ayí y no hai sabana; bien es que en un barajuste
de ganao hai nobiyo biejo que ba a tené al inprosulto.