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Más allá de los problemas teológicos, el triunfo del nominalismo, después de largos
debates, habría de ser un acontecimiento determinante en el surgimiento de la
modernidad. Su significado mayor radica en que hace posible la libertad en un sentido
desconocido hasta entonces. El hombre moderno ya no está atado a una razón cósmica,
que todo orden tendría que replicar. Esa nueva libertad se manifiesta, por ejemplo, en
la obra de Shakespeare, donde la acción es producto no ya de fuerzas substanciales que
actúan en los géneros, sino de caracteres individuales.
El nominalismo es también una condición sin la cual no habría sido posible la ciencia
moderna. Sobre la idea de unas formas esenciales que están en la realidad no sería
posible la ciencia empírico-matemática. Una de las características de la nueva ciencia
puesta por Galileo es limitarse a investigar cómo los fenómenos se relacionan entre sí,
argumentando la futilidad de pretender conocer las formas esenciales.
Podría decirse que, a más del nominalismo, los acontecimientos que contribuyeron a
conformar la época moderna han significado ampliar la libertad humana, sea a través
de la inscripción y consiguiente difusión de la palabra, de la apertura de nuevos espacios
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geográficos, de la emancipación de la autoridad religiosa, del control de la naturaleza,
de la razón como tribunal de toda pretensión de validez, y de la soberanía popular.
El mundo queda puesto como objeto (del latín, lo que está arrojado, iectus, delante, ob),
como algo que existe delante del sujeto. Esto crea un nuevo problema para el
conocimiento, cómo saber si las ideas que tiene el sujeto re-presentan aquello que está
presente como objeto. Gran parte de la filosofía moderna trata de resolver ese
problema– de allí que esté centrada en la epistemología– buscando un criterio que
pueda ser señal de un conocimiento fundado en la certeza.
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controlar la voluntad por el entendimiento, de manera de no aceptar nunca juicios sin
tener ideas claras y distintas.1
La Ilustración, cuyo mayor representante es Kant, exige la libertad de hacer uso público
de la propia razón en cualquier dominio; toda pretensión de legitimidad tiene que poder
sostenerse en ella. Con el ejercicio de la razón la humanidad entraría en su mayoría de
edad; ni la autoridad, ni el prejuicio ni la tradición pueden ser ya fuente de legitimidad
alguna.
Las comunidades tradicionales –las cuales, como vimos, reconocen una jerarquía
cósmica de acuerdo a la cual se desenvuelve toda actividad humana–, valoran sobre
todo las tradiciones que son expresión de ese orden y están orientadas, por tanto, hacia
el pasado, tendiendo a ver el presente como caída. La época moderna, al contrario,
valora sobre todo la novedad (“moderno” significa justamente eso, nuevo) y está
orientada hacia el futuro donde ubica el lugar de perfección (utopía) donde el progreso
o la revolución social podrían conducirla.
Esa orientación al futuro responde, en parte al menos, a una suerte de falta que la
modernidad, desde muy temprano, comienza a sentir, un cierto malestar que asoma ya
contemporáneamente a la Ilustración y es el germen del movimiento cultural llamado
Romanticismo. Este –cuyo antecedente es la obra de Johann Gottfried Herder, antiguo
discípulo de Kant, y del movimiento literario llamado Sturm und Drang (Tormenta e
Impulso)–, valora frente a la razón el sentimiento, frente al individualismo, la
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Reglas para la dirección del espíritu
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Platón, El Timeo
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comunidad, frente a lo nuevo, las tradiciones, y frente a lo urbano, la cercanía a la
naturaleza.
En general, más allá del romanticismo, que es una expresión moderna –su valor
fundamental es la libertad frente a todo modelo–, el molestar con la modernidad se
expresa, también, en las tendencias anti-modernas que la han acompañado desde el
comienzo de su desarrollo. La desvinculación del cosmos y la libertad que hizo posible
es vivida como pérdida ––“desencanto” es la expresión de Weber–, como ausencia de
sentido y nostalgia de la comunidad y de las jerarquías tradicionales. Al contrario, las
tendencias revolucionarias –donde no faltan elementos románticos– buscan realizar las
promesas de la modernidad en una futura comunidad de hombres libres.
Con Hegel la filosofía moderna –algunos piensan que la filosofía– llega a su culminación.
Su obra es el intento de una gran síntesis no solamente de la Ilustración y Romanticismo
sino de integrar el pensamiento antiguo y moderno, pensar la razón como substancia (lo
universal, Dios) y sujeto, pensar la substancia como el movimiento de ponerse a través
de la mediación consigo. Puede decirse que con Hegel la modernidad toma conciencia
de sí misma, asumiendo la tensión existente entre los dos principios antes señalados:
por una parte, la racionalidad instrumental, que se expresa en la sociedad civil donde
los individuos se relacionan entre sí como medios para la obtención de fines, y por otra,
el principio de la libertad como autoconciencia y derecho, que exige lo que Hegel llama
la “totalidad ética”, representada por el estado.
Desde mediados del siglo XVIII y hasta comienzos del siglo XIX comienza a producirse,
primero en Inglaterra y después en el resto de Europa, el progresivo reemplazo del
trabajo manual-artesanal por la producción en serie hecha posible por la introducción
de la maquinaria, con el aumento consiguiente de la productividad, la llamada
Revolución Industrial. Dicho aumento significó un gran desarrollo de las relaciones
capitalistas de producción, esto es, la incorporación de un cada vez mayor número de
trabajadores asalariados. Ya en los primeros decenios del siglo XIX se hizo evidente que
esa masa de asalariados compartía condiciones de vida similares y había comenzado a
desarrollar proyectos de libertad –el llamado “socialismo utópico”– y a darse algunas
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formas de organización. La Revolución de 1848 –habría más bien que hablar de
“revoluciones”– es la primera manifestación autónoma del movimiento obrero y ese
mismo año aparece El Manifiesto del Partido Comunista de Karl Marx y Federico Engels,
que consolidará la consciencia de sí mismo de dicho movimiento.
Como contrapartida, surge a partir del siglo XVIII e íntimamente relacionada con la
Ilustración otra creación moderna: la esfera pública, un ámbito de relaciones
independiente tanto del estado como del mercado, en el cual se produce un intercambio
de opiniones a través de medios escritos, periódicos u otros (panfletos, por ejemplo),
representaciones teatrales, salas de concierto y expresiones artísticas de otro tipo, así
como relaciones cara a cara en clubs y espacios similares. Corresponde a un espacio de
libertad donde los sujetos se relacionan como iguales (si bien los iguales no son todos
los miembros de una sociedad, como fue el caso de las mujeres hasta tiempo reciente).
No obstante las limitaciones como la indicada en el paréntesis y otras que fácilmente
podrían señalarse, la esfera pública ha llegado a ser parte constitutiva de las sociedades
modernas, el lugar de formación de una opinión que no es la opinión de cada cual
tomado aisladamente, sino un sentido común, no meramente convergente. Ello ha
permitido que desde el Siglo XVIII en adelante las demandas de igualdad se hayan ido
intensificando, teniendo eco en ámbitos cada vez mayores.
A partir del inicio del siglo XX comienza a producirse, desde tradiciones de pensamiento
y disciplinas diversas, una crítica a los dos conceptos que hasta ese momento habían
presidido el pensamiento moderno, las ideas de sujeto y de razón que –como hemos
visto– están estrechamente ligadas. Un antecedente fundamental de esa crítica es la
obra de Nietzsche, y su rechazo a todos los conceptos, instituciones y tradiciones caras
a la modernidad, como razón, sujeto, conciencia objetividad, ciencia, conocimiento,
democracia, liberalismo, socialismo, cristianismo. Para Nietzsche, la verdad no es más
que un conjunto de metáforas y metonimias que tras largo uso quedan fijadas; una
ilusión que ha olvidado que es ilusión.
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sostiene que “la lengua no es una función del sujeto hablante” sino un producto que el
individuo registra pasivamente, y que el sujeto no tiene control sobre el significado,
dado que hay siempre “un desplazamiento de la relación entre el significado y el
significante”. Heidegger (1927), por su parte, contrapone a la noción de sujeto
desvinculado el estar-en-el-mundo de la condición humana; hombre y mundo
constituyen un solo bloque, inseparable. Estar-en-el-mundo significa estar
fundamentalmente en el tiempo, arrojado y expuesto a la facticidad. Mead (1934)
plantea, a su vez, que no hay lenguaje ni normas, ni inteligencia sin la capacidad humana
de salir de sí mismo y ponerse en la perspectiva de los otros, en definitiva del “otro
generalizado” que es la comunidad de pertenencia. Popper, por los mismos años (1934),
afirma que la objetividad de la ciencia no radica en la convicción subjetiva de tener
ciertas experiencias sino en la crítica a la que ésta se expone en un espacio público. Para
Wittgenstein (1953), en fin, lenguaje y formas de vida están entretejidos; las relaciones
con el mundo y con la propia subjetividad están mediadas lingüísticamente.
De una u otra manera, todos estos pensadores ponen en cuestión la posibilidad de una
subjetividad y de una razón desvinculadas no del cosmos sino del mundo humano,
solipsistas y auto-centradas, así como de su consiguiente capacidad de controlar las
relaciones con él. Como resultado, en todos los dominios del pensamiento se produce
un cambio de paradigma desde el terreno de la subjetividad al terreno del lenguaje, el
llamado “giro lingüístico”, que comienza a manifestarse circa mitad del siglo XX. Si bien
este paradigma surge como crítica al paradigma de la subjetividad, va más allá, sin
embargo, distanciándose –en algunos aspectos al menos– de toda la tradición del
pensamiento occidental.
La perspectiva lingüística hace ver el prejuicio teórico tanto del paradigma antiguo como
del moderno. El lenguaje es un saber hacer práctico, los hablantes llevan a cabo sus
actos de habla sin saber teóricamente que están haciendo, sin poder explicitar qué
reglas están aplicando y, sin embargo, saben hacerlo. El entendimiento lingüístico se
lleva a cabo teniendo un trasfondo de capacidades, disposiciones, saberes que los
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hablantes no conocen teóricamente, pero que implícitamente les permiten entenderse.
La teoría no es, pues, un “primer comercium” con el mundo, hay unas prácticas que lo
preceden, a partir de las cuales la propia teoría es posible. Lo que nos sale al encuentro
en el mundo no es meramente lo presente sino también la ausencia que sostiene esa
presencia.