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La modernidad

José Fernando García

La época moderna surge en Occidente a partir de una serie de acontecimientos


ocurridos en distintos ámbitos entre los siglos XV y XIX, incluyendo la invención de la
imprenta (1450), el descubrimiento de América (1492), la reforma protestante (iniciada
en 1520), el surgimiento de la ciencia físico-matemática (a partir de 1604), la filosofía de
la subjetividad, (a partir de 1630), la Ilustración (desde mediados del siglo XVIII), la
Revolución Francesa (1789), y el Romanticismo (comienzos del siglo XIX).

En el dominio de las ideas hay una importante transformación que precede a la


modernidad, el nominalismo como interpretación de los términos universales, el cual
hizo posible el desarrollo del rasgo, tal vez, central de la misma, según veremos. El
nominalismo sustenta la noción de que existen solamente entes singulares y que los
términos universales son puramente nombres, flatus vocis. Para calibrar la importancia
del nominalismo hay que tener en cuenta que la filosofía antigua, vigente hasta ese
momento, está presidida por la noción de que las formas universales son parte de la
realidad, a través de su participación en las ideas, de acuerdo a Platón, o estando en las
cosas mismas, en el caso de Aristóteles. Según esto, la razón corresponde a un orden de
lo real, y ser racional es ponerse en armonía con el cosmos. La discusión surge a partir
del siglo XIII por razones teológicas, dado que entender la razón como un orden
necesario de la realidad significaría una suerte de limitación de la voluntad divina en el
acto de creación del mundo.

Más allá de los problemas teológicos, el triunfo del nominalismo, después de largos
debates, habría de ser un acontecimiento determinante en el surgimiento de la
modernidad. Su significado mayor radica en que hace posible la libertad en un sentido
desconocido hasta entonces. El hombre moderno ya no está atado a una razón cósmica,
que todo orden tendría que replicar. Esa nueva libertad se manifiesta, por ejemplo, en
la obra de Shakespeare, donde la acción es producto no ya de fuerzas substanciales que
actúan en los géneros, sino de caracteres individuales.

El nominalismo es también una condición sin la cual no habría sido posible la ciencia
moderna. Sobre la idea de unas formas esenciales que están en la realidad no sería
posible la ciencia empírico-matemática. Una de las características de la nueva ciencia
puesta por Galileo es limitarse a investigar cómo los fenómenos se relacionan entre sí,
argumentando la futilidad de pretender conocer las formas esenciales.

Podría decirse que, a más del nominalismo, los acontecimientos que contribuyeron a
conformar la época moderna han significado ampliar la libertad humana, sea a través
de la inscripción y consiguiente difusión de la palabra, de la apertura de nuevos espacios

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geográficos, de la emancipación de la autoridad religiosa, del control de la naturaleza,
de la razón como tribunal de toda pretensión de validez, y de la soberanía popular.

Estos acontecimientos, por cierto en distintas formas y temporalidades diferentes,


concurrieron a la disolución de las sociedades tradicionales, organizadas sobre la base
de relaciones de dependencia personal, ya debilitadas, por una parte, debido al
incremento del comercio y del intercambio general que éste hace posible, y por otra, a
causa de la centralización del poder político a favor de las monarquías, en su lucha con
el feudalismo. Esto, a su vez, reafirmó algunos de los procesos antes señalados (la
reforma protestante, por ejemplo).

A mediados del siglo XVII, en algunos países de Europa –Inglaterra, al menos–, ya se


encuentra avanzado el establecimiento de relaciones capitalistas de producción. Estas
se caracterizan porque una masa de población, como resultado de la centralización de
la propiedad agraria, ha quedado despojada de las condiciones laborales y tiene que
vender su fuerza de trabajo por un salario para subsistir. Dicho desarrollo fue
acompañado por la progresiva incorporación de prácticas administrativas, militares,
fabriles, de tipo instrumental, que suponen el desarrollo de capacidades de autocontrol.

En el ámbito de la filosofía el concepto de sujeto introducido por Descartes expresa la


comprensión del hacer humano compatible con esas transformaciones, a partir de la
apertura posibilitada por el nominalismo, y la subjetividad pasa a ser el paradigma de la
filosofía moderna. Dicho paradigma introduce una distinción entre un espacio humano
interno y una realidad externa, desconocida hasta entonces, y supone la capacidad de
desvincularse del mundo.

El mundo queda puesto como objeto (del latín, lo que está arrojado, iectus, delante, ob),
como algo que existe delante del sujeto. Esto crea un nuevo problema para el
conocimiento, cómo saber si las ideas que tiene el sujeto re-presentan aquello que está
presente como objeto. Gran parte de la filosofía moderna trata de resolver ese
problema– de allí que esté centrada en la epistemología– buscando un criterio que
pueda ser señal de un conocimiento fundado en la certeza.

La retirada del mundo que supone la subjetividad introduce un nuevo concepto de


razón. No habiendo una razón intrínseca a la realidad, aquella queda como un conjunto
de procedimientos que le permiten al sujeto auto-dirigirse para seguir los medios
orientados a la obtención de fines diversos. El concepto de método expresa bien el
carácter que adquiere la razón en la modernidad. Este consiste en “reglas para la
dirección del espíritu” y Descartes lo define como aquellos preceptos que ha de seguir
quién no quiera tomar lo falso por verdadero. Derivan de la regla fundamental que es

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controlar la voluntad por el entendimiento, de manera de no aceptar nunca juicios sin
tener ideas claras y distintas.1

La razón, que en el mundo antiguo supone “la observación de las revoluciones de la


inteligencia en el cielo” para aplicarlas a nuestro entendimiento y guiar nuestras
acciones de acuerdo a lo imperturbable,2 en Descartes queda como la capacidad de
control de la voluntad y las pasiones por el entendimiento, interpretadas ambas como
facultades del alma.

Poco después, Hobbes lo expresa más directamente: la razón es cálculo, adición y


substracción –añade– de las consecuencias de nombres generales convenidos para
caracterizar y significar nuestros pensamientos. Pero se puede encontrar también en
Hobbes el germen de la otra cara de la modernidad, la libertad subjetiva. Por cierto, en
él predomina el aspecto calculador de la razón moderna en su concepción de un estado
absoluto, hasta tal punto que es el soberano quién decide si un hecho es milagro o no.
No obstante, esto se refiere a las palabras y a las acciones y no a la interioridad del
sujeto, donde este es soberano. Ese germen de libertad subjetiva se encuentra ya
desarrollado como derecho natural al culto exterior en Spinoza, quién sostiene que el
fin del estado es la libertad.

La Ilustración, cuyo mayor representante es Kant, exige la libertad de hacer uso público
de la propia razón en cualquier dominio; toda pretensión de legitimidad tiene que poder
sostenerse en ella. Con el ejercicio de la razón la humanidad entraría en su mayoría de
edad; ni la autoridad, ni el prejuicio ni la tradición pueden ser ya fuente de legitimidad
alguna.

Las comunidades tradicionales –las cuales, como vimos, reconocen una jerarquía
cósmica de acuerdo a la cual se desenvuelve toda actividad humana–, valoran sobre
todo las tradiciones que son expresión de ese orden y están orientadas, por tanto, hacia
el pasado, tendiendo a ver el presente como caída. La época moderna, al contrario,
valora sobre todo la novedad (“moderno” significa justamente eso, nuevo) y está
orientada hacia el futuro donde ubica el lugar de perfección (utopía) donde el progreso
o la revolución social podrían conducirla.

Esa orientación al futuro responde, en parte al menos, a una suerte de falta que la
modernidad, desde muy temprano, comienza a sentir, un cierto malestar que asoma ya
contemporáneamente a la Ilustración y es el germen del movimiento cultural llamado
Romanticismo. Este –cuyo antecedente es la obra de Johann Gottfried Herder, antiguo
discípulo de Kant, y del movimiento literario llamado Sturm und Drang (Tormenta e
Impulso)–, valora frente a la razón el sentimiento, frente al individualismo, la

1
Reglas para la dirección del espíritu
2
Platón, El Timeo

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comunidad, frente a lo nuevo, las tradiciones, y frente a lo urbano, la cercanía a la
naturaleza.

En general, más allá del romanticismo, que es una expresión moderna –su valor
fundamental es la libertad frente a todo modelo–, el molestar con la modernidad se
expresa, también, en las tendencias anti-modernas que la han acompañado desde el
comienzo de su desarrollo. La desvinculación del cosmos y la libertad que hizo posible
es vivida como pérdida ––“desencanto” es la expresión de Weber–, como ausencia de
sentido y nostalgia de la comunidad y de las jerarquías tradicionales. Al contrario, las
tendencias revolucionarias –donde no faltan elementos románticos– buscan realizar las
promesas de la modernidad en una futura comunidad de hombres libres.

Con Hegel la filosofía moderna –algunos piensan que la filosofía– llega a su culminación.
Su obra es el intento de una gran síntesis no solamente de la Ilustración y Romanticismo
sino de integrar el pensamiento antiguo y moderno, pensar la razón como substancia (lo
universal, Dios) y sujeto, pensar la substancia como el movimiento de ponerse a través
de la mediación consigo. Puede decirse que con Hegel la modernidad toma conciencia
de sí misma, asumiendo la tensión existente entre los dos principios antes señalados:
por una parte, la racionalidad instrumental, que se expresa en la sociedad civil donde
los individuos se relacionan entre sí como medios para la obtención de fines, y por otra,
el principio de la libertad como autoconciencia y derecho, que exige lo que Hegel llama
la “totalidad ética”, representada por el estado.

La revolución en las colonias británicas (1781) y la Revolución Francesa (1789), ocurridas


casi simultáneamente, ponen la soberanía popular, la democracia como forma de
legitimidad política y la división de poderes estatales, como características de la
sociedad moderna. Un antecedente había sido la Revolución Inglesa, producto de una
seguidilla de guerras civiles entre el poder real y parlamentario, que dieron como
resultado la instauración de una monarquía constitucional en 1688. Estas revoluciones
pueden ser vistas como resultado de la difusión de las ideas de la Ilustración, en
particular a través de la obra de Rousseau, y del aceleramiento de la disolución de los
tradicionales vínculos de dependencia personal (en el caso de Estados Unidos
inexistentes).

Desde mediados del siglo XVIII y hasta comienzos del siglo XIX comienza a producirse,
primero en Inglaterra y después en el resto de Europa, el progresivo reemplazo del
trabajo manual-artesanal por la producción en serie hecha posible por la introducción
de la maquinaria, con el aumento consiguiente de la productividad, la llamada
Revolución Industrial. Dicho aumento significó un gran desarrollo de las relaciones
capitalistas de producción, esto es, la incorporación de un cada vez mayor número de
trabajadores asalariados. Ya en los primeros decenios del siglo XIX se hizo evidente que
esa masa de asalariados compartía condiciones de vida similares y había comenzado a
desarrollar proyectos de libertad –el llamado “socialismo utópico”– y a darse algunas

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formas de organización. La Revolución de 1848 –habría más bien que hablar de
“revoluciones”– es la primera manifestación autónoma del movimiento obrero y ese
mismo año aparece El Manifiesto del Partido Comunista de Karl Marx y Federico Engels,
que consolidará la consciencia de sí mismo de dicho movimiento.

Otra consecuencia de la Revolución Industrial es que puso de manifiesto el surgimiento


de lo que hoy llamamos “economía”, esto es, de un orden que es el resultado del
intercambio entre los individuos pero cuyos consecuencias estos no controlan, pasando
a constituir una realidad relativamente independiente de la política. Corresponde a la
Economía Política Clásica haber desarrollado esa noción, producto de una “mano
invisible”, según la expresión de Smith, y que constituye una “segunda naturaleza”,
según Hegel, expresión posteriormente retomada por Marx.

Como contrapartida, surge a partir del siglo XVIII e íntimamente relacionada con la
Ilustración otra creación moderna: la esfera pública, un ámbito de relaciones
independiente tanto del estado como del mercado, en el cual se produce un intercambio
de opiniones a través de medios escritos, periódicos u otros (panfletos, por ejemplo),
representaciones teatrales, salas de concierto y expresiones artísticas de otro tipo, así
como relaciones cara a cara en clubs y espacios similares. Corresponde a un espacio de
libertad donde los sujetos se relacionan como iguales (si bien los iguales no son todos
los miembros de una sociedad, como fue el caso de las mujeres hasta tiempo reciente).
No obstante las limitaciones como la indicada en el paréntesis y otras que fácilmente
podrían señalarse, la esfera pública ha llegado a ser parte constitutiva de las sociedades
modernas, el lugar de formación de una opinión que no es la opinión de cada cual
tomado aisladamente, sino un sentido común, no meramente convergente. Ello ha
permitido que desde el Siglo XVIII en adelante las demandas de igualdad se hayan ido
intensificando, teniendo eco en ámbitos cada vez mayores.

A partir del inicio del siglo XX comienza a producirse, desde tradiciones de pensamiento
y disciplinas diversas, una crítica a los dos conceptos que hasta ese momento habían
presidido el pensamiento moderno, las ideas de sujeto y de razón que –como hemos
visto– están estrechamente ligadas. Un antecedente fundamental de esa crítica es la
obra de Nietzsche, y su rechazo a todos los conceptos, instituciones y tradiciones caras
a la modernidad, como razón, sujeto, conciencia objetividad, ciencia, conocimiento,
democracia, liberalismo, socialismo, cristianismo. Para Nietzsche, la verdad no es más
que un conjunto de metáforas y metonimias que tras largo uso quedan fijadas; una
ilusión que ha olvidado que es ilusión.

Con Freud (1900), la soberanía de la subjetividad, esa interioridad en la que no podía


haber falsedad ni engaño, de acuerdo a Descartes, es un “territorio extranjero interior”,
que el sujeto no controla. A más de eso, la psiquis humana incluye el llamado superyó,
expresión de las prohibiciones culturales, con lo que la división de un afuera y un adentro
queda cancelada. A su vez, la lingüística moderna, inaugurada por Saussure (1915),

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sostiene que “la lengua no es una función del sujeto hablante” sino un producto que el
individuo registra pasivamente, y que el sujeto no tiene control sobre el significado,
dado que hay siempre “un desplazamiento de la relación entre el significado y el
significante”. Heidegger (1927), por su parte, contrapone a la noción de sujeto
desvinculado el estar-en-el-mundo de la condición humana; hombre y mundo
constituyen un solo bloque, inseparable. Estar-en-el-mundo significa estar
fundamentalmente en el tiempo, arrojado y expuesto a la facticidad. Mead (1934)
plantea, a su vez, que no hay lenguaje ni normas, ni inteligencia sin la capacidad humana
de salir de sí mismo y ponerse en la perspectiva de los otros, en definitiva del “otro
generalizado” que es la comunidad de pertenencia. Popper, por los mismos años (1934),
afirma que la objetividad de la ciencia no radica en la convicción subjetiva de tener
ciertas experiencias sino en la crítica a la que ésta se expone en un espacio público. Para
Wittgenstein (1953), en fin, lenguaje y formas de vida están entretejidos; las relaciones
con el mundo y con la propia subjetividad están mediadas lingüísticamente.

De una u otra manera, todos estos pensadores ponen en cuestión la posibilidad de una
subjetividad y de una razón desvinculadas no del cosmos sino del mundo humano,
solipsistas y auto-centradas, así como de su consiguiente capacidad de controlar las
relaciones con él. Como resultado, en todos los dominios del pensamiento se produce
un cambio de paradigma desde el terreno de la subjetividad al terreno del lenguaje, el
llamado “giro lingüístico”, que comienza a manifestarse circa mitad del siglo XX. Si bien
este paradigma surge como crítica al paradigma de la subjetividad, va más allá, sin
embargo, distanciándose –en algunos aspectos al menos– de toda la tradición del
pensamiento occidental.

El giro lingüístico implica tomar el punto de vista de la finitud humana; el hombre se


encuentra en el lenguaje, éste no es un instrumento que él pueda controlar, y ese
lenguaje media sus relaciones con el mundo. No es posible ya sostener el conocimiento
como representación de un objeto, ya que eso implicaría poder comparar nuestro
lenguaje con dicho objeto. Del mismo modo, la noción de fundamento queda en
cuestión dada la imposibilidad de fijar el significado y, por tanto, los acuerdos
lingüísticos en los cuales se expresa el conocimiento. Esto, a su vez, tiene consecuencias
respecto a la noción de verdad, que no puede ser ya entendida como correspondencia
con la realidad. El concepto de método, tan caro a la filosofía moderna sufre también
una profunda resignificación, no cabe más concebir sus reglas como operando en el
vacío, requieren de una interpretación, como toda realidad lingüística.

La perspectiva lingüística hace ver el prejuicio teórico tanto del paradigma antiguo como
del moderno. El lenguaje es un saber hacer práctico, los hablantes llevan a cabo sus
actos de habla sin saber teóricamente que están haciendo, sin poder explicitar qué
reglas están aplicando y, sin embargo, saben hacerlo. El entendimiento lingüístico se
lleva a cabo teniendo un trasfondo de capacidades, disposiciones, saberes que los

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hablantes no conocen teóricamente, pero que implícitamente les permiten entenderse.
La teoría no es, pues, un “primer comercium” con el mundo, hay unas prácticas que lo
preceden, a partir de las cuales la propia teoría es posible. Lo que nos sale al encuentro
en el mundo no es meramente lo presente sino también la ausencia que sostiene esa
presencia.

Las implicaciones de este cambio de paradigma son enormes y no es el objetivo de estas


páginas desarrollarlas. Baste decir que ese contexto explica la distancia de la
modernidad consigo misma, hasta tal punto que surge la pregunta de si nuestra
contemporaneidad es o no moderna. Pero también la distancia que nuestro presente
comienza a sentir con todo el pensamiento occidental, metafísico o logocéntrico, como
quiera que se lo denomine.

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