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Facultad de Ciencias de la Salud

Epistemología

Docente:
Dr. Paolo Musso

Lima, Perú

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE
LAS DOS MODERNIDADES

Capítulo 1
GALILEO Y EL ORIGEN DE LA CIENCIA MODERNA
1.1. El contexto cultural
1.2. El padre de la ciencia moderna
1.3. La cosmología pre-galileana
1.4. La leyenda de la Tierra plana
1.5. Una larga historia
1.6. Copérnico y la revolución involuntaria
1.7. Giordano Bruno: mito y realidad
1.8. La gran campaña de Tycho a Uraniborg
1.9. Kepler y las leyes del movimiento de los planetas
1.10. Galileo: el periodo juvenil
1.11. Los descubrimientos astronómicos
1.12. Reacciones al Nuncius
1.13. Las leyes del movimiento de los cuerpos
1.14. La prueba del heliocentrismo
1.15. El verdadero sentido de la revolución galileana
1.16. El método de la ciencia natural
1.17. El pluralismo metodológico galileano
1.18. El primer (y máximo) filósofo de la ciencia
1.19. ¿Por qué la ciencia nació en Italia?
1.20. El proceso
1.21. La última palabra

Capítulo 2
DESCARTES Y EL ORIGEN DE LA CONCIENCIA MODERNA
2.1. El revolucionario tranquilo
2.2. El origen del mecanicismo moderno
2.3. Un pensador pre-galileano
2.4. El método según Descartes
2.5. Demostrar la evidencia: el fracaso del método cartesiano
2.6. Duda y pregunta
2.7. El dogma central de la modernidad
2.8. La fractura entre espíritu y materia
2.9. El péndulo de Del Noce
2.10. El alba inconclusa del Renacimiento
2.11. Al corazón del problema: la opción
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2.12 La razón después de Galileo

SEGUNDA PARTE
ASCENSO Y OCASO DEL MECANICISMO

Capítulo 3
LA COSMOLOGÍA
3.1 La paradoja de Olbers
3.2 La fuga de las galaxias y la expansión del universo
3.3 El origen de todas las cosas: el Big Bang
3.4 La prueba de la radiación fósil
3.5 El fin de todas las cosas
3.6 El principio antrópico y el multiverso
3.7 Origen y Creación

TERCERA PARTE
UNA RAZÓN MÁS ANCHA

Capítulo 4
LA EPISTEMOLOGÍA DEL SIGLO XX
4.1 Un consejo por Albert Einstein
4.2 El neopositivismo
4.3 Popper y el falsacionismo
4.4 El cambio relativista
4.5 Kuhn y los “paradigmas”
4.6 Feyerabend y el anarquismo metodológico: revoluciones sin “ciencia normal”
4.7 Consecuencias culturales del relativismo epistemológico
4.8 Una irrazonable idea de razón
4.9 Una razón adecuada
4.10 El objetualismo pluralista de Agazzi

Capítulo 5
LA FILOSOFÍA DE LA MENTE
5.1. La herencia envenenada del neopositivismo
5.2. Todos los trucos del reduccionismo
5.3. Algunas increíbles teorías de la mente
5.4. La solución de Searle
5.5. La solución real
5.6. Una apertura a la transcendencia

Capítulo 6
LOS CONOCIMIENTOS NO CIENTÍFICOS
6.1. Las ciencias humanas y sociales
6.2. Las dos culturas
6.3. Del dualismo metafísico al pluralismo orgánico
6.4. La enfermedad del siglo: la fractura entre sentimiento y razón
6.5. La influencia de la moralidad en la dinámica del conocimiento
6.6. El vértice de la razón: el sentido religioso
6.7. Método científico y método religioso
6.8. El rostro del Misterio

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Objetivos perseguidos

El libro tiene básicamente 6 objetivos principales:


1) Presentar algunosde los principales descubrimientos de la historia de la ciencia, enseñando a
distinguir su contenido objetivo de su interpretación filosófica (aunque, obviamente, en
muchos puntos he debido brindar una versión simplificada, a veces, muy simplificada: pero
nunca hasta al punto de volverla errónea).
2) Mostrar cuál idea de razón está en la base de la ciencia y cuál en cambio está en la base de la
filosofía moderna.
3) Explicar cómo la ciencia moderna ha llegado poco a poco a superar el mecanicismo, cuya
influencia sobrevive hasta ahora.
4) Presentar las teorías de los principales filósofos de la ciencia y mostrar cuáles son útiles para
entender el funcionamiento de la ciencia y cuáles no.
5) Aclarar el problema de los presuntos conflictos entre la ciencia y la religión (y, más en
general, entre la ciencia y los valores humanos).
6) Mostrar cómo todo esto, que puede parecer muy abstracto, afecta profundamente no solo a
nuestra cultura y a nuestra sociedad, sino incluso en nuestra vida personal y en el modo de
concebir a nosotros mismos y a los demás.
Pero, sobretodo, espero lograr comunicar a todos la fascinación, la belleza y el misterio que la
realidad posee como su dimensión originaria y constitutiva, lo que la ciencia nos hace conocer de
una manera cada vez más profunda si no tenemos miedo de hacer la fatiga necesaria para entender
su lógica, que solo aparentemente es algo árido y frío, pues de verdad nos lleva, si la seguimos, a
conocer mejor, junto a la realidad, nuestro propio corazón.

Método usado

Muchas veces se dice que para ser objetivo uno tiene que ser neutral. Pero de hecho esto es
imposible, pues, diferentemente de la ciencia, la filosofía no tiene un método aceptado por todos
para establecer quién es que tiene razón. Además, incluso en la ciencia, como veremos, hay
diferencias de opiniones, a veces no menos radicales que en la filosofía: pero la diferencia es que al
final se hace un experimento, que decide cuales ideas son correctas y cuáles no, después de que las
segundas se botan y en los libros solo quedan las primeras. En cambio, en la filosofía esto no se
puede hacer, debido a la naturaleza de su objeto: por consiguiente, en su desarrollo todas las ideas
se conservan, incluso las que se contradicen una con otra. Luego, en la filosofía siempre es
inevitable ariesgar un juicio acerca de lo que se explica, adoptando un punto de vista específico.
Exactamente, por esta razón, al principio de cada curso que dicto recuerdo a mis estudiantes que
«la realidad es siempre más compleja de la que nos cuentan», donde “siempre” quiere decir
realmente “siempre”: por lo tanto, es también más compleja de la que yo la cuento (aunque esto no
significa que no crea en lo que digo, al contrario: simplemente tengo conciencia de que la realidad
siempre es más grande que yo o de cualquier otro pueda entender).
Esto, en sí, no es un mal, al contrario: no solo es inevitable, sino necesario, pues una teoría que
no nos da una visión simplificada de una situación compleja es inútil, exactamente como sería inútil
un mapa perfectamente idéntico en todos sus particulares al territorio que representa, pues en este
caso nos daría lo mismo mirar directamente el mundo real. El mal es cuando olvidamos que la
teoría, a pesar de su utilidad, de todos modos es una simplificación, y empezamos a pensar que
dicha teoría sea toda la realidad y no solo una parte de esa.
Sin embargo, todo esto deriva que aquel que diga que es neutral en realidad enseña igualmente
las cosas según sus propias convicciones, pero sin decirlo, lo que es mucho peor. Por tanto, el único
modo para ser objetivos es adoptar el método del gran filósofo alemán Arthur Schopenhauer
(1788-1860), que siempre decía que «la clareza es la honestidad del filósofo»: o sea, uno tiene que

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decir explícitamente cuáles son las propias tesis y explicar las razones en que se basan, de modo
que los que escuchan puedan juzgar personalmente si son válidas o no.

Tesis propuestas

Luego, para pasar inmediatamente del dicho al hecho, voy a declarar de antemano mis tesis
principales, aunque las repetiré muchas veces en el libro:
1) Hay dos modos fundamentales de entender la razón: como medida de todas las cosas o
como apertura a la realidad.
2) La ciencia moderna, fundada por Galileo, se basa en una idea de razón estructuralmente
“abierta” a la realidad, al imprevisto y al misterio, mientras que la idea “cerrada” de
razón (o sea, la que se entiende como medida de la realidad), hoy dominante, pues está en
la base tanto del racionalismo como del relativismo, nació en el ámbito filosófico por
obra de Descartes, quien en efecto, a pesar de una opinión muy común, no solo no fue
uno de los padres de la ciencia experimental, sino que ni siquiera fue un científico en el
sentido moderno del término.
3) A menudo, la idea cerrada de razón va unida a una visión mecanicista de la realidad, pero
que la ciencia ha superado desde hace mucho.
4) Por mucho tiempo los científicos se quedaron fieles a la idea galileana de razón, pero,
lamentablemente (aunque inevitablemente, pues los científicos son hombres como todos
los otros y luego sufren la influencia de la mentalidad dominante como todos ), desde
hace algunas décadas muchos han aceptado la idea “cerrada” de razón de origen
cartesiano: no obstante, la ciencia misma, objetivamente considerada, sigue siendo un
fundamental punto de resistencia en contra del racionalismo y relativismo, pues su
método y su historia demuestran que la única que funciona y puede llegar a un
conocimiento verdadero de la realidad es la razón “abierta”.
5) Religión y valores humanos no están por nada en conflicto con la ciencia, sino solo con
interpretaciones incorrectas de ella.

Resumen de los temas principales

La primera parte del libro es dedicada enteramente al origen de la ciencia y del racionalismo y a
la demostración de que los dos no guardan ninguna relación, más bien, son opuestos.
En el capítulo 1 vamos a ver por qué Galileo, gracias a sus descubrimientos astronómicos, el
descubrimiento de las leyes del movimiento de los cuerpos y a la determinación clara y definitiva
del método científico se convirtió en el verdadero padre de la ciencia moderna. Veremos cómo esta
revolución, sin embargo, ya había sido preparada por la crítica a la física aristotélica desde la Edad
Media y acontecida en la Italia del Renacimiento, en un momento en que las ideas de racionalidad,
dignidad y contingencia del mundo, características de la civilización cristiana, se unieron
fecundamente al redescubrimiento del platonismo y de la herencia de los matemáticos griegos,
favoreciendo el nacimiento del método experimental y luego de la ciencia moderna. Por fin,
explicaremos por qué fue tan difícil imponer la transición al sistema heliocéntrico, lo que no se
debió a la resistencia de la Iglesia, que simplemente no hubo (aparte de la desgraciada vicisitud del
proceso a Galileo, pero que fue causado esencialmente por problemas personales y de todos modos,
pese a lo que se dice, influyó muy poco), sino a la objetiva dificultad de demostrar su superioridad
respecto al sistema tolemaico, lo que solo se pudo conseguir cuando se aceptó el hecho de que las
órbitas de los planetas son elípticas, como lo descubrió Kepler en 1609, pero sin lograr que alguien
lo tomase en serio por 36 años.

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En el capítulo 2 derrumbaremos la leyenda según la cual Descartes ha sido el segundo padre de
la ciencia moderna, mientras que en verdad él no hizo ningún descubrimiento científico, mal
endiendiéndolo completamente y rechazó explícitamente el método galileano. Descubriremos su
verdadera grandeza consistida en ser el verdadero padre no de la ciencia, sino de la matemática
moderna. Aclararemos cómo su mecanicismo no tiene nada que ver con la ciencia, sino que nació
de su filosofía, cuya base fundamenta el verdadero dogma central de la modernidad, que afirma que
la razón nunca puede encontrar la verdad dentro de la experiencia. Mostraremos cómo esto
prejuicio (que no nació de la confianza en la razón, sino de una profunda desconfianza en la
experiencia) y el dualismo entre el mundo del espíritu y el de la materia que de eso derivó está en la
base de toda la filosofía moderna, causando una característica oscilación entre aspectos solo
aparentemente opuestos, como el racionalismo y el relativismo o el idealismo y el empirismo.
Analizaremos sus consecuencias en toda nuestra cultura, mostrando cómo no hay una sola
modernidad, sino dos, la primera basada en la ciencia real y en la idea abierta de razón que está
“encarnada” en el método científico gracias a la obra de Galileo y la segunda basada en el
cientificismo y en la idea de razón cerrada que en cambio derivaron de la obra de Descartes.
Veremos cómo todo esto está generando en nuestras sociedades el riesgo de un nuevo tipo de
totalitarismo, el totalitarismo burocrático, que fue denunciado proféticamente por primera vez ya
en los setenta por Václav Havel. Por fin, buscaremos la raíz ultima de esta oposición y mostraremos
como puede remontarse a una opción fundamental de la libertad, la de aceptar o rechazar el sentido
del misterio.
La segunda parte está dedicada a contar la historia de cómo el mecanicismo inicialmente se
afirmó en la ciencia moderna, pero sucesivamente fue superado y hoy se encuentra relegado a la
descripción de algunos aspectos de la naturaleza, sin ninguna posibilidad de volver a ser de nuevo
una descripción global de todo lo real, pero en esto no vamos a profundizar mucho, porque no hay
el tiempo, luego nos limitaremos al ejemplo de la cosmología, hablando también de sus
interpretaciones incorrectas que quieren erróneamente usarla en contra del cristianismo.
La tercera y última parte es dedicada a mostrar cómo la idea cerrada de razón ha fracasado en
explicar el funcionamiento de la ciencia y cómo, en cambio, necesitamos una idea más amplia de
razón, que comprenda no solo su aspecto lógico, sino también el analógico y la intencional, que son
indispensables para una real comprensión tanto de la ciencia como de los conocimientos no
científicos.
En el capítulo 4 presentaremos las principales teorías epistemológicas contemporáneas y
mostraremos cómo siempre fracasaron, pues, pese a sus diferencias, todas comparten la misma idea
cerrada de razón. Sin embargo, mostraremos también que esto no es un destino inevitable, pues hay
teorías epistemológicas perfectamente razonables, como la de Agazzi(que tomaremos como
ejemplo), pese a que hoy sean minoritarias, exactamente porque se basan en una idea de razón
abierta que implica los conceptos de analogía e intencionalidad, que casi todos rechazan.
En el capítulo 5 examinaremos algunas teorías de la mente que intentan explicarla de manera
exclusivamente mecánica o, de todos modos, materialista, explicando por qué son todos
inevitablemente destinadas al fracaso, pues para entender realmente el fenómeno de la inteligencia
así como lo conocemos, es decir, sin negar ninguno de sus aspectos que son parte de nuestra
experiencia, es necesario reconocer que en eso es presente algo no material.
En el capítulo 6, por fin, demostraremos la legitimidad de formas de conocimiento no científicas,
discutiremos el dramático problema de la fractura entre razón y sentimiento consiguiente al
dualismo cartesiano hoy en día dominante y acabaremos con una comparación entre método
científico y método del sentido religioso, mostrando que hay (obviamente) diferencias, pero también
inesperadas analogías.

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PRIMERA PARTE

LAS DOS MODERNIDADES

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CAPÍTULO 1.
GALILEO Y EL ORIGEN DE LA CIENCIA

1.1. El contexto cultural

Todo el mundo coincide en que la ciencia natural nació por


obra de Galileo Galilei (1564-1642), quien vivió y actuó durante el Renacimiento italiano, un
periodo excepcional, o más bien único en toda la historia de la humanidad, cuyo inicio usualmente
se remonta al descubrimiento de América en 1492 y en que hubo un extraordinario florecimiento
del arte y de las humanidades y una profundísima renovación de todos los aspectos de la sociedad y
de la cultura, a la cual la revolución científica impulsada por el propio Galileo y su colegas dio
ciertamente una gran contribución, aunque, como veremos, no todo fue tan luminoso, brillante y sin
sombras como generalmente se cuenta, así como, por otro lado (y veremos estos también), tampoco
los “siglos oscuros” de la Edad Media fueron tan oscuros como se cree.
Sin embargo, cuando Galileo empezó su trabajo ya se habían dado algunos descubrimientos
científicos importantes, sobre todo en las matemáticas, gracias al redescubrimiento de los textos de
los griegos antiguos, transmitidos por los árabes, y en la tecnología, gracias a Leonardo Da Vinci
(1542-1519), pero también en el campo de las ciencias de la naturaleza. En particular, como
veremos más adelante, la teoría heliocéntrica, según la cual en el centro del universo estaba el Sol, y
no la Tierra como antes se pensaba, ya había sido propuesta en 1543 por Copérnico (1473-1543).
En el mismo año el médico belga Andrea Vesalio (1516-1564) había empezado los primeros
estudios sistemáticos de anatomía humana. En 1569 el holandés Gerardo Mercatore (1512-1594)
construyó el primer mapa geográfico moderno, con una técnica que se usa todavía. En 1576 el
astrónomo danés Tycho Brahe (154-1601), del cual hablaremos mejor más delante, empezó las
primeras observaciones astronómicas realmente precisas y sistemáticas de la historia. En 1582, por
voluntad del Papa Gregorio XIII (Ugo Buoncompagni, 1502-1585), el jesuita alemán
Christophorus Clavius (1537-1612), gran matemático y gran amigo de Galileo, lideró la reforma
del calendario, reemplazando después de 16 siglos el de Julio César (100-44 a.C.) con el calendario
gregoriano, tan preciso que lo usamos también hoy en día, en plena era espacial. En 1583 el
botánico y médico italiano Andrea Cesalpino (1519-1603) dio la primera clasificación coherente
de las plantas. Por fin, en 1586 el ingeniero belga Simon Stevin (1550-1620) descubrió las primeras
leyes naturales, las de la hidrostática.

1.2. El padre de la ciencia moderna

Por tanto, la revolución científica ya había empezado antes de Galileo.


Y entonces, ¿por qué decimos igualmente que el verdadero padre de la ciencia moderna es
Galileo?
Está claro que en cualquier discurso de este tipo siempre hay algo convencional, porque ninguno
empieza realmente “solo” una revolución de este alcance: siempre se necesita una larga
preparación, que involucra a muchas personas y puede durar hasta siglos, como de hecho aconteció.
Sin embargo, es también verdad que en toda revolución siempre llega, tarde o temprano, una
persona o un grupo de personas (generalmente bastante pequeño) que se encarga de unificar todos
dichos fermentos en una síntesis nueva y sobretodo consciente de las razones de su propia novedad,
que al principio usualmente son percibidas de una manera bastante confusa, hasta por sus mismos
protagonistas: y no cabe duda de que en el caso de la revolución científica del Renacimiento quien
hizo esto fue el propio Galileo. En efecto, él dio 3 contribuciones de importancia transcendental,
cada una de las cuales ya habría sido suficiente como para pasar a la historia: claro que las tres
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juntas justifican ampliamente que se lo considere él que marcó el punto de inflexión decisivo en la
historia de la ciencia natural. En efecto, Galileo por primera vez:

1) Probó la unidad de la naturaleza, demostrando, gracias a sus descubrimientos


astronómicos, que, al contrario de lo que se creía antes, los cuerpos celestes no son esferas
perfectas ni tampoco están hechos de una materia diferente a la de la Tierra, y que por
tanto las mismas leyes naturales rigen tanto en la Tierra como en las estrellas más lejanas.
2) Descubrió las primeras leyes naturales realmente fundamentales, las del movimiento de
los cuerpos, que además eran necesarias para comprobar el heliocentrismo.
3) Estableció de una manera clara y definitiva el método de la ciencia natural, en que se
basan no solo sus personales descubrimientos, sino también todos los otros que se han
dado después de él, a lo largo de los siglos.

Sin embargo, antes de exponer en detalles la historia de Galileo y sus contribuciones al


nacimiento de la ciencia, tenemos que hablar de muchas situaciones que Galileo tuvo que enfrentar
y también de aquellos acontecimientos (muy a menudo ignorados por los historiadores) que, como
ya hemos adelantado, durante varios siglos prepararon la revolución que luego Galileo desencadenó
definitivamente.

1.3. La cosmología pre-galileana

Al tiempo de Galileo la cosmología aceptada prácticamente por todos se basaba en un modelo


construido en la Grecia antigua, casi hacía dos mil años, el cual tenía una estrecha relación con la
filosofía de Aristóteles (384-322 a.C.), para el cual el mundo sublunar (o sea, todo lo que estaba
bajo de la Luna) era compuesto de 4 elementos fundamentales (agua, aire, tierra y fuego) y era en
constante mutación, según los principios establecidos en su Física, los dos más básicos de los
cuales eran los siguientes:

1) Todos los cuerpos tienden espontáneamente a ir a su propio “lugar natural”, que es


determinado por el ser el cuerpo pesado o ligero, propiedad que es parte de su “esencia” 1 y es
entendida en un sentido absoluto: por tanto, los cuerpos ligeros tienden espontáneamente a subir y
los pesados a bajar, con una velocidad proporcional a su peso.
2) Para mantener un cuerpo en un estado de movimiento diferente a lo natural (movimiento
violento) es necesaria la aplicación constante de una fuerza.

Esto implicaba necesariamente que la Tierra tenía que estar en el centro del universo, pues era
(por definición) el cuerpo más pesado de todos. Por la misma razón, la Tierra no podía moverse,
pues ya estaba en su “lugar natural”, y por otra parte no se podía imaginar ninguna fuerza tan
poderosa como para moverla de allí.
En cambio, los cuerpos celestes tenían una naturaleza superior, más parecida a la divina, por lo
que estaban hechos de un único elemento, completamente diferente, la “quinta esencia” o “éter”,
eran todos perfectamente esféricos e inmutables y el único cambio que sufrían era moverse de
movimiento circular uniforme, pues, según Aristóteles, ellos querían imitar lo más posible a Dios.
Sin embargo, como la inmovilidad perfecta solo era reservada a Dios, todo el resto tenía que
moverse, pero los cuerpos más perfectos se movían del movimiento más perfecto, el movimiento
circular uniforme, que siempre regresa a su punto de partida y por lo tanto es, para así decirlo, una
“imagen móvil” de la inmovilidad de Dios (que por esto era también llamado “Motor Inmóvil”,
pues movía toda cosa sin moverse, no actuando, sino siendo objeto de imitación).
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Que a su vez es determinada por la “forma sustancial”, o sea, el principio metafísico que según Aristóteles hace que
cada cosa sea lo que es.

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Basándose en dichos principios, Aristóteles propuso un sistema geocéntrico (del griego Gea =
Tierra) basado en un sistema de esferas concéntricas que giraban todas alrededor de la Tierra
inmóvil en el centro, en cada una de las cuales estaba insertado un planeta (entre los cuales se
incluían también el Sol y la Luna) y en la última las estrellas. Por tanto, yendo de abajo hacia arriba
se encontraban en el orden: Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter, Saturno, Estrellas Fijas y
Primer Móvil, la esfera más externa que comunicaba a todas las otras el movimiento diario de
revolución alrededor de la Tierra (que en realidad, como hoy sabemos, es un movimiento aparente
causado por el movimiento real de rotación de la Tierra).2 Más tarde, en el mundo cristiano, se le
agregó la idea de que afuera del Primer Móvil estuviese el Empíreo, sede de Dios y del Paraíso. Sin
embargo, hay que decir que esta idea, aunque alcanzando cierta difusión al nivel popular en la Edad
Media, nunca fue tomada muy en serio por los filósofos y teólogos, que sabían perfectamente que
Dios, siendo puro espíritu, no necesita un “lugar” suyo propio. De todos modos, en el tiempo de
Galileo esta idea (así como la otra de los ángeles que hacían mover las esferas celestes) ya había
sido sustancialmente abandonada.
La versión de dicho sistema dada por Aristóteles era bastante simple y físicamente posible, más
bien, incluso plausible, pues a primera vista parece realmente que la Tierra está inmóvil y que es el
Sol que se mueve alrededor suyo; y si se observa el cielo nocturno como realmente es, sin
iluminación eléctrica, parece realmente que las estrellas están insertadas en una esfera que gira
alrededor de la Tierra y que nunca sufre ningún cambio o transformación. Sin embargo, el sistema
aristotélico originario siguió siendo modificado por siglos, para solucionar varios problemas. En su
versión final, propuesta en el año 150 por Claudio Tolomeo (85-165), gracias a un conjunto de
“trucos” que respetaban solo formalmente la prescripción de Aristóteles de basarse solo en
movimientos circulares uniformes, pero traicionando sustancialmente su espíritu,3 el sistema
geocéntrico estaba en grado de predecir todos los movimientos de los planetas con una precisión
sorprendentemente buena (aunque, claro, no perfectamente).4 Y fue exactamente por esto que todos
2
Los otros planetas, Urano, Neptuno y Plutón, aún no se conocían, pues no se pueden ver a simple vista, sino solo
usando un telescopio. Entre paréntesis, este cambio en el número de los planetas demuestra definitivamente que el
horóscopo es absurdo, pues si fuese correcto hoy, que toma en consideración 9 planetas, no pudo serlo antes, cuando
solo se basaba en 6, y viceversa.
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La primera versión del sistema había sido propuesta originariamente por el maestro de Aristóteles, Platón (428-347
a.C.), pero de una forma demasiado simplista, que por ende fue sucesivamente modificada por Eudoxo de Cnido (408-
355 a.C.), para solucionar el problema del así llamado “movimiento retrógrado” de los planetas. En efecto, en ciertos
momentos del año parece que los planetas desaceleren, se paren, retrocedan y después volvían de nuevo a seguir su
camino normal: hoy sabemos que solo es un efecto aparente debido al movimiento de la Tierra, pero que en un contexto
geocéntrico era muy difícil de explicar. De hecho, el sucesivo modelo de Aristóteles no era nada más que una versión
particular del modelo de Eudoxo, al cual su filosofía le daba una justificación teórica muy fuerte. Pero quedaba el otro
problema de la variación periódica del tamaño aparente de los planetas, que, como hoy sabemos, depende de que en
ciertos momentos se acercan a la Tierra y en otros se alejan, pero que en el modelo de Eudosso y Aristóteles no se podía
explicar. Además, hubo otras discrepancias debidas al hecho de que las órbitas reales son elípticas, lo que entonces no
se podía saber, por lo que hubo varios intentos de proponer modelos diferentes. Por ejemplo, Heráclides Póntico (385-
322 a.C.) propuso uno en que el Sol giraba alrededor de la Tierra, pero algunos planetas giraban alrededor del Sol.
Aristarco de Samos (310-230 a.C.) incluso llegó a proponer por primera vez un sistema heliocéntrico, pero que no tuvo
éxito por razones que explicaremos más delante (cf. § 1.13). Por fin, en su célebre Almagesto (La gran síntesis,
Tolomeo 150), Tolomeo, basándose en algunas ideas de Apollonio de Perga (262-190 a.C.) e Hiparco de Rodas (190-
120 a.C.), propuso una versión mucho más perfeccionada del sistema aristotélico, con algunos complejos “trucos”
matemáticos (“epiciclos”, “ecuantes” y “excéntricos móviles”) que solucionaban bastante bien todos los problemas
anteriores, aunque a costa de alejarse mucho de la inspiración originaria, pues, a pesar de que todos los movimientos
quedaban circulares uniformes, el sistema en su conjunto era tan absurdamente complicado que difícilmente se podría
ver en eso aquella imitación de la perfección de Dios que Aristóteles había teorizado. Por tanto, cuando hablamos de
“sistema tolemaico” hay que recordar que Tolomeo no hizo todo el trabajo, sino solo fue quien llevó el sistema a su
máxima perfección, desarrollando todas las ideas que ya habían sido propuestas por varios autores a lo largo de los
siglos.
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En parte esto dependió también del hecho de que, aunque las órbitas de los planetas de nuestro sistema solar no sean
círculos sino elipses (como entendió primero Kepler: cf. § 1.9), pero son elipses muy parecidas a círculos perfectos y
por tanto los “trucos” matemáticos hechos por Tolomeo y los otros las aproximaban bastante bien (aunque obviamente
él no lo sabía y solo se basó en la experiencia, que le decía que sin dichos trucos las cuentas no salían). Si hubiesen sido

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aceptaron su sistema por casi 1500 años, y no porque fuesen todos tontos, ignorantes y
oscurantistas, como generalmente se dice. En efecto, hoy “tolemaico” casi es sinónimo de
“atrasado” o incluso “bárbaro”, pero esto no es correcto: al contrario, se trataba de un sistema
extremadamente complejo y sofisticado desde el punto de vista matemático. Por esto Galileo, que lo
conocía bien, aun criticándolo, tenía la máxima consideración por Claudio Tolomeo, que ponía en el
número de «los astrónomos grandes» (Galileo 1615a: 299).5
Sin embargo, dicho éxito solo se obtuvo a costa de una grave separación entre modelo
matemático y realidad. Si el sistema originario de Aristóteles, como hemos dicho, podía ser
considerado físicamente existente, con todos los nuevos y más complejos expedientes añadidos por
Tolomeo y sus colegas esto se volvió decididamente problemático. Por ello, aunque no renunciando
del todo al intento de dar a sus modelos alguna plausibilidad física, desde Tolomeo en adelante los
astrónomos consideraron que su tarea era básicamente “salvar a los fenómenos”, es decir, construir
modelos matemáticos en grado de hacer “salir las cuentas”, bajo la única condición de basarse solo
en movimientos circulares uniformes. En cambio, la explicación de las causas “reales” la dejaban a
los “físicos”, o sea, a los filósofos, los cuales, a su vez, no se preocupaban mínimamente de ver si
sus “explicaciones” permitían o no de derivar predicciones correctas. En el tiempo, las dos
tradiciones siguieron comunicando cada vez menos, hasta llegar a una situación que de hecho era
prácticamente esquizofrénica, aunque ninguno se daba cuenta, porque ninguno nunca consideraba
los dos aspectos contemporáneamente. Por esta razón, como veremos, Galileo siempre reivindicó el
título de “filósofo natural” más que de astrónomo, para subrayar que quería hablar de las causas
reales de los movimientos celestes y no de meros modelos matemáticos (cf. § 1.11). Por un lado es
verdad que esta postura permitió discutir todo tema astronómico sin problemas de tipo teológico o
filosófico, pero llevó también muchos a aceptar las tesis del llamado “ficcionalismo”, por el cual
siempre se pueden encontrar explicaciones diferentes y sin embargo equivalentes de un mismo
conjunto de fenómenos, sin nunca poder establecer cuál sea la verdadera, o incluso sin que ninguna
sea verdadera de hecho: una tesis muy extrema (y muy parecida a la moderna teoría de la “infra
determinación”, con muchos siglos de anterioridad: cf. § 4.4), pero que parecía tanto más plausible
cuanto menos lo eran los sistemas cosmológicos del tiempo, incluido, como veremos de pronto, el
copernicano.

1.4. La leyenda de la Tierra plana

De paso, cabe subrayar que ni en el tiempo de Galileo ni tampoco en la Edad Media ninguno
pensaba que la Tierra es plana.6 En primer lugar, está claro que esto habría sido incoherente con el
propio sistema tolemaico (que, como hemos recién visto, se basaba todo en simetrías esféricas): y
de hecho en la Divina commedia (Dante 1231) del sumo poeta italiano Dante Alighieri (1265-
1321), que se basa en la cosmología tolemaica, la Tierra es esférica, así como es esférica en el
texto de astronomía más célebre de toda la Edad Media, el de Giovanni Sacrobosco (1195-
1256), que incluso llevaba el título Tractatus de sphaera mundi (Ensayo sobre
la esfera del mundo: Sacrobosco 1230) y en todos los otros testimonios medioevales que
tenemos al propósito.

más elípticas, los astrónomos se habrían dado cuenta de inmediato: sin embargo, en este caso probablemente no habrían
existido astrónomos (ni, más generalmente, seres humanos) en la Tierra, pues órbitas demasiado elípticas generan un
clima muy inestables, incompatible con la vida, por lo menos en formas complejas.
5
Sucesivamente, en ámbito cristiano se le agregó la idea de que afuera del universo estuviese el Empíreo, sede de Dios
y del Paraíso; pero que, aunque alcanzando cierta difusión al nivel popular en la Edad Media, nunca fue tomada muy en
serio por los filósofos y teólogos (cf. § 1.14). De todos modos, en el tiempo de Galileo esta idea (así como la de los
ángeles que hacían mover las esferas celestes) ya había sido sustancialmente abandonada.
6
Esta creencia solo existió en la Grecia más antigua, pero ya al tiempo de Platón y Aristóteles había sido abandonada.
En la era cristiana los únicos testimonios conocidos de esa son los del retórico africano Lucio Cecilio Firmiano
Lattanzio (250-327) y del mercante bizantino Cosma Indicopleuste (VI siglo d.C.).

11
Segundo, para darse cuenta de que le Tierra es esférica basta notar que a una cierta distancia las
naves desaparecen bajo del horizonte, como entonces todos sabían perfectamente, especialmente en
una civilización marinera como la griega.
Además, las posiciones de las estrellas en el cielo son diferentes a las diferentes latitudes, como
de nuevo entonces todos no solo sabían perfectamente, sino también sabían calcular perfectamente,
desde los tiempos más remotos, pues para ellos era una cuestión de vida o de muerte, siendo las
estrellas el único mapa fiable que tenían cuando viajaban.
Por fin, otra prueba de la esfericidad de la Tierra es que las sombras de las cosas tienen
longitudes diferentes según la latitud, lo que una vez más era un hecho perfectamente conocido y
permitió incluso calcular su tamaño, con increíble precisión, ya en 230 a.C., por obra del griego
Eratóstenes (276-194 a.C.), que llegó a un valor del radio terrestre de 6314,5 kilómetros, que
difiere por menos del 1% del valor real, que es de 6378 kilómetros. En el tiempo de Galileo, como
él mismo nos dice en sus juveniles Dos charlas sobre el tamaño del Infierno de Dante (Galileo
1588), se aceptaba un valor un poco inferior y por tanto un poco menos preciso, pero siempre muy
parecido a lo real: 5961,898 kilómetros.7
Precisamente por esto el gran explorador italiano8 Cristoforo Colombo (1451-1506) por mucho
tiempo no logró encontrar a ninguno que estuviese dispuesto darle las naves para “buscar el Levante
yendo por el Ponente”: no fue porque los geógrafos de la corte tuviesen miedo que su expedición
pudiese llegar al borde de la Tierra y caerse de esa, sino, exactamente al contrario, porque, sabiendo
por cierto que era esférica y conociendo además su tamaño, pensaban que el viaje fuese demasiado
largo y que se iban todos a morir de hambre mucho antes de llegar a las Indias. ¡Y tenían razón! De
hecho Colombo y los suyos arriesgaron realmente morir de hambre y se salvaron por un pelo solo
porque, por su buena suerte, en el medio del camino a las Indias estaba América, donde llegaron
poco antes de que se les acabasen el agua y las reservas alimentarias.
Por tanto, aunque muchos historiadores y filósofos sigan repitiéndola, la creencia en la Tierra
plana es una real tontería, y por supuesto no tiene nada que ver con los problemas que Galileo tuvo
que enfrentar.

Y volvemos a nuestra historia.

1.5. Una larga historia

Como ya hemos adelantado, Galileo no apareció de la nada, como un rayo en las tinieblas, como
usualmente nos la cuentan. Aunque se necesitó su genio para llevarlo definitivamente a cabo, un
proceso de crítica de la filosofía aristotélica ya había empezado desde hace siglos.
En efecto, después de la desastrosa caída del Imperio Romano de Occidente en 476, que la dejo
prácticamente desprovista de una organización social cualquiera durante siglos, toda Europa renació
lentamente alrededor de los monasterios benedictinos, que tenían como regla básica el famoso “Ora
et labora” (“Reza y trabaja”) y a partir de la abadía de Montecassino, en Italia, fundada en 529 por
San Benito de Nurcia (480-547), se difundieron en todo lugar. Y fue precisamente aquí en donde
fue salvada toda la cultura antigua, gracias a la obra de los mónacos amanuenses, que copiaron a
mano uno por uno todos los manuscritos que habían sobrevivido a la catástrofe. Sin embargo,
además de esto, en el mismo período y una vez más básicamente gracias a los monasterios, que eran
el centro de la vida social y económica de entonces, 9 se lograron también importantes avances
7
Además, en la Edad Media habían llegado también a una estimación bastante correcta (aunque inferior a la real) del
tamaño y de las distancias de los cuerpos celestes (cf. Lewis 1964).
8
Pues era italiano, y no español, como muchas veces se dice: por la precisión, nació en Génova, donde todavía se puede
visitar su casa natal, a finales de agosto de 1451 (no se conoce el día exacto).
9
Nosotros estamos acostumbrados a pensar que los monasterios siempre han sido lugares aislados del mundo, como
puede parecer hoy en día, pero de verdad esto solo es uno de los muchos errores de perspectiva histórica que muy a
menudo cometimos. En efecto, desde un punto de vista sociológico los monasterios medievales eran grandes haciendas,

12
tecnológicos en muchos ámbitos, de la arquitectura a la agricultura, de la industria textil a la
metalúrgica, a las técnicas de la relojería, del grabado, de la escultura e incluso de la gastronomía,
hasta el punto que muchos historiadores han hablado de una auténtica revolución tecnológica
medieval. Ahora bien, a pesar de que solo tenían un origen empírico, basado en la experiencia y no
en teorías científicas fiables, dichas técnicas educaron a la precisión y a la atención por los aspectos
cuantitativos de la realidad, al punto que según el físico e historiador de la ciencia Peter Hodgson
(1928-2008) la frase de la Biblia más citada en la Edad Media no contenía ninguna enseñanza
religiosa o moral, como sería natural imaginar, sino, sorprendentemente, era la que dice: «Tu [o
Dios] ordenaste todo según medida, número y peso» (Sab 11, 20; cf. Hodgson 1996: 67).
En particular, un hecho muy importante fue representado por los estudios en el campo de la
óptica, desarrollados por dos frailes franciscanos ingleses, el obispo de Lincoln Robert Grosseteste
(1175-1253) y su seguidor Roger Bacon (1214-1294), quienes por primera vez intentaron usar la
matemática para estudiar fenómenos del mundo sublunar. Pese a que no llegaron a establecer las
leyes correctas, que serán descubiertas solo por Kepler (cf. § 1.9), esto representó una auténtica
revolución cultural, pues tanto los platónicos como los aristotélicos, aunque por diferentes razones,
coincidían en pensar que no se pudiese aplicar la matemática a los fenómenos de nuestro mundo,
sino solo a los cuerpos celestes.
En este mismo periodo ocurrió la fundamental invención de las universidades, la primera de las
cuales nació en 1088 en Italia, 10 precisamente en Bologna. En esas por primera vez empezó un
trabajo cultural crítico y sistemático, 11 no solo entre pocos sabios aislados del resto de la sociedad,
como siempre había sido antes, sino de un modo tal que en principio todos podían participar,
aunque de hecho los que estaban realmente en grado de hacerlo eran muy pocos: pero fue
igualmente un gran avance, sobretodo porque se había empezado un método nuevo, que en el
tiempo logró realmente llevar la cultura a todos. Desde este punto de vista, un hecho
extremadamente significativo fue que las primeras universidades nacieron “desde abajo”, por
iniciativa de los estudiantes, que se unieron en asociaciones espontáneas para recoger dinero y
contratar a los mejores profesores para que les enseñaran, así que incluso el primer Rector de
Bologna fue un estudiante.12 Y no solo eran comunidades de estudio, sino también y sobre todo de
vida, modelo que hoy sobrevive solo en los colleges de las universidades anglosajones (que – ¡mira
el caso! – en promedio funcionan mucho mejor que las otras: por algo será...).
Entre los primeros maestros que enseñaron en las universidades medievales hubo el más grande
filósofo y teólogo de toda la historia de la cristiandad, el también italiano, Santo Tomás de Aquino
(1221-1274), quien, a mediados del siglo XIII, empezó el gran trabajo de la “cristianización” de la

lo que, en una civilización básicamente agrícolas como la de entonces, los convertía automáticamente en el centro de la
vida social. Las cosas han cambiado solo con el pase a la civilización industrial: y es exactamente por esto que en las
últimas décadas en todo el mundo habían nacido muchas formas de vida consagrada alternativas al monasterio clásico,
con el fin de permitir a sus integrantes de estar más involucrados en la vida social de hoy en dia, así brindando un
testimonio más efectivo y adecuado al espíritu de nuestros tiempos.
10
De hecho, práticamente todas las cosas importantes del mundo moderno (además de las ya mencionadas, también los
hospitales, los bancos populares, la democracia – con la experiencia de los Comunes – y la misma ciencia, a no decir
del arte, de la cual, según opina la UNESCO, Italia tiene acerca del 60% del total) han nacido en Italia durante la Edad
Media y el Renacimiento, o sea – ¡mira el caso! - durante el mismo periodo en que Italia fue el centro mundial del
cristianismo, no solo porque tenía al Papa (como sigue siendo), sino también desde el punto de vista cultural, social y
político. Es difícil creer que solo fue una coincidencia. Personalmente pienso que esta sea la mejor prueba de que
realmente la fe fortalece la razón y lleva al hombre a expresar al máximo nivel todo su potencial humano. Los que no
coinciden tienen que encontrar otra explicación: ¡suerte, pues no creo que será fácil!
11
Sobretodo gracias a la institución de la quaestio disputata, por la cual periódicamente se discutía un problema
recogendo todas las tesis que se habían propuesto al propósito, hasta las más absurdas, a las cuales un maestro famoso
tenía que contestar en detalles, sin dejar ni una de lado. Hoy a menudo dicha costumbre es presentada como un ejemplo
de puntillocidad vacía tipica de una cultura todavía atrasada, pero en realidad era muy parecida al método moderno del
brain storming, que es generalmente considerado el mejor método para fomentar el pensamiento creativo.
12
La primera universidad que nació “desde arriba” o sea por iniciativa de los profesores, fue la Sorbona de París en
1180. Bologna fue también la primera universidad del mundo, en 1733, en dar una catedra a una mujer, Laura Bassi
(1711-1778).

13
filosofía de Aristóteles, por lo que tuvo que modificarla profundamente, pues muchos aspectos
suyos eran claramente incompatibles con el cristianismo, como la idea de que las esferas celestes
eran divinas, que rechazó así como muchas otras. Por consiguiente, Santo Tomás negó que el
sistema aristotélico-tolemaico fuese una verdad metafísica, reconociendo en cambio que «las
explicaciones que dan los astrónomos de los movimientos de los cuerpos celestes no deben ser
aceptadas necesariamente como verdaderas, porque es posible que tengan que ser explicados de un
modo completamente diverso, que hasta ahora permanece desconocido a los hombres» (Tomás De
Aquino 1272: lect. 17).
Siguiendo la misma lógica de Santo Tomás, el 7 de marzo del 1277 el francés Étienne Tempier
(?-1279), obispo de París, condenó como heréticas 219 tesis filosóficas y teológicas, en máxima
parte afirmadas por los averroístas, que defendían una interpretación muy literal de Aristóteles, en
particular la que afirmaba: «Quod Prima Causa non posset plura munda facere» (es decir, que Dios
no puede crear más que un mundo), pues negaba la omnipotencia divina. En efecto, el problema
nacía de la idea, compartida por todos los filósofos griegos, de que el mundo es así como es por una
necesidad metafísica, lo que es incompatible con el cristianismo, para el cual, en cambio, el mundo
es una creación libre de Dios. Por este motivo el fallo de Tempier tuvo un efecto liberador para la
ciencia de la naturaleza, ya que, como lo dijo el gran historiador de la filosofía francés Étienne
Gilson (1884-1978):

Entendida como una protesta contra el necesitarismo griego, esta condena empujó a un gran número de teólogos a
afirmar como posibles, en virtud de la omnipotencia del Dios cristiano, posiciones científicas o filosóficas
tradicionalmente juzgadas imposibles en virtud de la esencia de las cosas. Permitiendo nuevas experiencias mentales, la
noción teológica de un Dios infinitamente poderoso liberó a los espíritus del marco finito en que el pensamiento griego
había incluido el universo. Entre las numerosas hipótesis formuladas en virtud de este principio, algunas se encontraron
de acuerdo con aquellas que la ciencia occidental, por razones a veces diferentes y con un método siempre diverso,
demostrará más tarde.
(Gilson 1952: 555)

La consecuencia más importante13 fue la crítica de la teoría aristotélica del movimiento violento,
desarrollada por los filósofos franceses Giovanni Buridano (1300-1358), Rector de la universidad
La Sorbona de París, y su discípulo Nicole Oresme (1323-1382), obispo de Lisieux. Para ellos, en
efecto, la fuerza que pone en movimiento un cuerpo le comunica también un impulso (impetus) que
permanece en eso aún después de que la fuerza misma ha dejado de actuar. A pesar de que esta
teoría no se pueda considerar en todo equivalente al principio de la inercia, indudablemente ya iba
en esta dirección, así contribuyendo a preparar el terreno para el cambio galileano (cf. § 1.13). Y no
solo: en efecto, tanto Buridano como Oresme llegaron también a la intuición de la relatividad del
movimiento.
Por fin, al principio del siglo XVII el inglés Francis Bacon (1562-1626) fue el primero en
proponer de una manera sistemática y explicita auténticas reglas para el método científico, aunque
todavía inadecuadas. Pero con él ya hemos llegado al momento en que la revolución científica
empieza a estallar, gracias a la obra de Copérnico, Tycho Brahe, Kepler y, sobretodo, Galileo, de los
cuales por tanto vamos a profundizar.

1.6. Copérnico y la revolución involuntaria

En 1543, en su famoso libro De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones de las
esferas celestes: Copérnico 1543), el canónico polaco Copérnico (Nicolas Koppernigk, 1473-1543)
propuso, por primera vez en tiempos modernos, un sistema heliocéntrico (del griego Helios = Sol),
13
Pero no la única. Por ejemplo, Ricardo de Middleton (1249-1308), un fraile franciscano inglés influenciado por
Santo Tomás, llego a la idea, increíblemente moderna, de un universo en expansión (cf. Gilson 1952: 555), retomando y
desarrollando una idea del ya mencionado Grosseteste, que en su “metafísica de la luz” habia imaginado la generación
del mundo a partir de la expansión de un pequeño punto de luz (cf. Agnoli 2007).

14
en el cual la Tierra y todos los otros planetas giraban alrededor del Sol, que estaba inmóvil en el
centro, al contrario de lo que pasaba en el sistema de Tolomeo.
Sin embargo, contrariamente a lo que usualmente se cree, Copérnico no era para nada un
revolucionario. Como lo dijo el máximo historiador de la cosmología pre-galileana, el húngaro
Arthur Koestler (1905-1983),14«Copérnico fue un cura conservador y tímido que desencadenó la
revolución a pesar suyo» (Koestler 1959: 113). Y de verdad Copérnico era un aristotélico muy
ortodoxo, que tuvo una vida aburrida y solitaria en su departamento al interior de la torre de la
catedral de Frauenburg, que se le regaló, junto a una pequeña renta eclesiástica, su tío, el obispo
Lucas Watzelrode (1447-1512), siempre teniendo como su principal regla de vida el evitar
problemas.
El único periodo un poquito animado de su vida fue cuando, tras unos años pasados en la
Academia de Cracovia, según la costumbre del tiempo se fue a Italia (que, como hemos recién
visto, tenía las universidades más antiguas y prestigiosas del mundo) para estudiar Derecho
Canónico y Medicina en Padua y Bologna (aunque dando el examen final en Ferrara, donde era más
fácil y más barato). Y fue aquí que probablemente oyó por primer vez hablar del heliocentrismo,
que le llamó la atención porque se había dado cuenta de que poniendo el Sol en el centro se podían
eliminar los “trucos” hechos por Tolomeo, que le parecían (y en efecto eran) una “traición” del ideal
aristotélico originario del movimiento circular uniforme. Luego, de verdad Copérnico propuso su
sistema heliocéntrico para reestablecer la pureza del aristotelismo “contaminada” por los trucos de
Tolomeo y no porque le interesaba el movimiento de la Tierra en sí mismo (aunque, obviamente,
después de haberse tan comprometido en demostrarlo, siempre sostuvo que era real).
Sin embargo, como ya sabemos, dichos trucos no servían solo para solucionar los problemas
derivados del poner (erróneamente) la Tierra en el centro, sino también los que derivaban del ser las
órbitas reales de los planetas elípticas y no circulares (como en cambio eran también en el sistema
copernicano, exactamente como en el tolemaico). Esto obviamente tampoco Copérnico lo sabía,
pero se dio cuenta de que las predicciones derivadas de su sistema no eran correctas y para hacer
salir las cuentas fue obligado a “corregirlo”, exactamente como Tolomeo, aunque de una manera un
poco diferente, pero que lo obligó igualmente a usar muchísimos epiciclos, incluso más que
Tolomeo (48 vs 40).15 Además, su sistema contenía unos errores, por lo que él tuvo que añadir
varios epiciclos para solucionar algunos problemas que en realidad simplemente no existían, pues
derivaban de imprecisiones en las observaciones astronómicas de los antiguos en que Copérnico se
basaba16 y en que confiaba ciegamente, especialmente en las de Hiparco y Tolomeo, que sí eran
buenas, pero no perfectas, y además a menudo habían sido transcritas incorrectamente por los varios
copistas a lo largo de los siglos.
Según se cuenta usualmente, el sistema heliocéntrico de Copérnico era mucho más simple y
eficiente del geocéntrico de Tolomeo y no fue aceptado solo por ignorancia, oscurantismo y
prejuicios religiosos. Sin embargo, la verdad es que, en consecuencia de lo que hemos recién dicho,
el sistema copernicano era incluso más complicado que el tolemaico, mientras que por otro lado sus
predicciones no eran mejores. Luego, el sistema copernicano pedía de renunciar a la idea
aparentemente muy natural de la inmovilidad de la Tierra sin tener ningún elemento objetivo en su
favor para justificar esta pretensión transtornante: por consiguiente, estaba claro que difícilmente
podría tener éxito.

14
Su libro Los sonámbulos (Koestler 1959) es el texto de referencia imprescindible para todo lo que se refiere a la
historia de la astronomía pre-galileana, pese a que sea mucho menos fiable cuando habla de Galileo (en parte porque,
como el propio Koestler muy honestamente reconoció, no tenía ninguna simpatía por él) y que, generalmente, yo no
coincida para nada con su epistemología, que está completamente sometida del peor relativismo contemporáneo.
15
Incluso, el Sol no estaba en el centro exacto del universo, sino desplazado de una distancia alrededor de 3 veces el
diámetro suyo, lo que de hecho era un truco muy parecido al “punto ecuante” de Tolomeo, que Copérnico consideraba
una abominación.
16
En efecto, pese a que muchas veces se lo representa mirando el cielo, Copérnico era básicamente un astrónomo
teórico: personalmente él hizo muy pocas observaciones (49 en toda su vida), y todas de pésima calidad.

15
Luego, cuando en 1529, después de más de 20 años de duro trabajo, Copérnico se dio cuenta de
todo esto, se dio cuenta también de que su sistema iba a decepcionar a todos, pues estaba muy lejos
de ser lo que él había imprudentemente prometido al principio: y fue exactamente por esto que no
quería publicarlo, y no por miedo de persecuciones religiosas, que no solo nunca acontecieron, sino
ni siquiera eran imaginables,17 pues entre sus sustentadores más entusiastas estaban el Papa Pablo
III (Alessando Farnese, 1468-1549), al cual el libro, cuando finalmente salió, fue incluso dedicado,
y su principal consejero y vocero, el Cardenal Nicolaus Von Schönberg (1472-1537). Cuando por
fin Copérnico se decidió, aunque a regañadientes, a publicar el libro, fue solo por las presiones de
sus amigos (casi todos eclesiásticos) y sobretodo del joven astrónomo alemán Rheticus (Georg
Joachim Von Lauchen, 1514-1576), su gran admirador, cuya apasionada insistencia fue al
final decisivo.
Luego, si por varias décadas después de su publicación se habló muy poco del sistema
copernicano no fue por la oposición de la Iglesia, sino porque cuando finalmente fue publicado se
reveló sustancialmente una decepción, exactamente como lo temía Copérnico. Solo cuando se
perdió la memoria de sus improbables detalles y solo quedó el recuerdo, ya casi leyendario, de su
idea básica (o sea el heliocentrismo),18 el sistema copernicano pudo ser visto, por Galileo y Kepler,
como todo lo revolucionario que en efecto no era.
Por fin, hay que decir que el sistema de Copérnico implicaba cambios mucho más radicales que
el tolemaico en aquella misma física aristotélica que él quería defender, como lo explica de nuevo
claramente Arthur Koestler:

Mientras se imaginaba el cielo en rotación era automático concebirlo como una esfera sólida y finita: si no, ¿cómo
habría podido girar todo en conjunto cada 24 horas? Sin embargo, si se explicaba la revolución diaria del firmamento en
base a la rotación de la Tierra, las estrellas podían retroceder hasta el infinito; 19 colocarlas en una esfera sólida se volvía
arbitrario. [...] El universo de Copérnico [...] no tiene un centro natural de atracción al cual toda cosa pueda referirse. El
“bajo” y el “alto” ya no son absolutos, ni siquiera la pesadez o la ligereza. El “peso” de una piedra antes quería decir
que la piedra tenía una tendencia a caer hacia el centro de la Tierra: era el sentido de la “gravedad”. Ahora el Sol y la

17
Esta idea equivocada nació esencialmente porque en su famoso Prefacio al De revolutionibus el teólogo protestante
alemán Andreas Osiander (1498-1552) escribió que la teoría copernicana no se debía entender en un sentido realista,
agregando que por lo tanto no podía causar ningún problema de tipo teológico. Sin embargo, como el propio Osiander
claramente explicó, la razón fundamental por entenderla como una mera hipótesis matemática (lo que, por otra parte,
era la costumbre de entonces: cf. § 1.3) era que contenía «particulares [...] absurdos» (Osiander 1543: 166), pero que no
se referían al movimiento de la Tierra, sino a algunos epiciclos, especialmente el de Venus, que de hecho eran absurdos
y de ninguna manera podían tener una existencia física real. Copérnico lo sabía perfectamente y fue exactamente por
esto que aceptó, aunque a regañadientes, el Prefacio de Osiander, como Koestler ha definitivamente demostrado,
contrariamente a la leyenda que pretende que lo vio solo en su lecho de muerte y después de la publicación del libro (cf.
Koestler 1959: 165-169). Además, hay que subrayar que Osiander tomó el cargo de editar el libro no por algún complot
que hubiese acontecido, sino por la inesperada y repentina renuncia de Rheticus, quien se fue, completamente
decepcionado y trastornado, cuando vio la Introducción al De revolutionibus, donde Copérnico, al cual en su
misantropía no le gustaba agradecer a los demás, ni siquiera lo nombró, así como tampoco nombró ni a sus maestros
Wojciech Brudzewski (1445-1497) y Domenico Maria Novara (1454-1504) ni a su predecesor Aristarco de Samos.
18
Dicho recuerdo se salvó en gran parte gracias a un hecho casual. Como evidentemente no era muy práctico calcular
las posiciones de las estrellas y de los planetas mientras que uno estaba en un barco durante un huracán, esto se hacía de
antemano, publicando tablas astronómicas en que se indicaban dichas posiciones por los años e incluso los siglos por
venir. Pero, como el sistema tolemaico no era perfecto, inevitablemente en la tablas hubo errores, que en el tiempo se
sumaban, haciendose cada vez más grandes. Ahora bien, las últimas tablas (por esto llamadas Tabulae Alphonsinae) se
habían publicado hace mucho tiempo, exactamente en 1253, por voluntad del rey de España de entonces Alfonso X
(1221-1284) y ya se eran vueltas tan imprecisas, que justo al tiempo de Copérnico se empezó a sentir la necesidad de
renovarlas. Esto fue hecho por el astrónomo alemán Erasmus Reinhold (1511-1553), que retomó y mejoró los cálculos
que el propio Copérnico ya había empezado, publicando en 1551 las llamadas Tabulae Prutenicae (es decir prusianas, o
sea alemanas). En realidad, dichas tablas no eran más precisas que las precedentes, pero, como eran nuevas, los errores
aún no habían tenido el tiempo de sumarse y por lo tanto, por lo menos por los primeros años, eran realmente mejores: y
esto difundió la impresión de que el sistema copernicano fuese más preciso que el tolemaico, lo que en realidad no era.
19
El primero en hacer esto realmente fue el astrónomo inglés Thomas Digges (1548-1600) en 1567 en su libro A perfit
description of the caelestial orbes (Digges 1567). Sin embargo, su concepción quedaba ambigua, pues para él las
estrellas fijas eran parte del Empíreo, o sea del Paraíso, luego no eran realmente parte del mundo físico.

16
Luna se vuelven ellos mismos centros de gravedad. En el espacio ya no hay direcciones absolutas. El universo ha
perdido su núcleo: ya no tiene un corazón, tiene miles. [...] Además, si la Tierra es un planeta, toda distinción entre
mundo sublunar y cielos etéreos desaparece. Pues la Tierra está hecha de 4 elementos, los planetas y las estrellas quizás
son hechos de los mismos materiales, tierra, agua, aire y fuego. Quizás incluso sean habitados por otras especies de
hombres. [...] Ninguna de estas preguntas es formulada en el De revolutionibus. Implícitamente están todas.
(Koestler 1959: 217-218)

No está nada claro por qué Copérnico siempre se fijó únicamente en el problema del movimiento
circular uniforme y en cambio nunca se preocupó de estas consecuencias, que de hecho derrumbaba
prácticamente toda la física de Aristóteles y por tanto eran una “traición” mucho más grave que la
de Tolomeo, pero así son las cosas: no siempre la historia es lógica, pues no siempre son lógicos los
hombres, quienes son los que la hacen.

1.7. Giordano Bruno: leyenda y realidad

Casi siempre entre los protagonistas de la revolución astronómica se menciona también el monje
italiano Giordano Bruno (1548-1600). Pero, no obstante el halo de leyenda que lo envuelve por
causa de su trágica muerte en la hoguera (pero que no fue debida a su idea de la infinitud de los
mundos habitados, que solo fue sospechada de herejía, pero al final no condenada: cf. Ciliberto
1990), su contribución no fue tan importante come usualmente se cree, limitándose esencialmente al
haber ayudado a crear cierto clima cultural que, por lo menos en parte, la favoreció.
En efecto Bruno, cuyo pensamiento estaba lleno de elementos esotéricos e incluso mágicos,
despreciaba a Copérnico y a todos los otros astrónomos profesionales (quienes a su vez tampoco lo
querían mucho), pues se basaban más en la matemática que en la filosofía. Exactamente al contario,
aun usando también, de vez en cuando, algún argumento más científico, Bruno sostuvo sus tesis
cosmológicas sobretodo basándose en ideas metafísicas, especialmente el llamado “principio de
plenitud”, que afirma que Dios, siendo infinito, debe necesariamente crear un mundo también
infinito, pues, al no hacerlo, no disfrutaría “en plenitud” toda su potencia.
Ahora bien, en primer lugar cabe subrayar que de todos modos el universo infinito de Bruno
estaba más bien parecido al universo de Newton que al universo de la cosmología moderna, que,
aunque sea inmenso, no es infinito (cf. § 3.5). Además, el principio de plenitud de hecho negaba la
libertad de Dios (que no por nada Bruno concebida panteísticamente y no personalmente) y por
tanto la contingencia del mundo, que en cambio, como veremos después, será esencial para el
cambio metodológico galileano (cf. § 1.19), mientras que el panteísmo siempre le hizo mal a la
ciencia, que nació precisamente de su rechazo.

1.8. La gran campaña de Tycho a Uraniborg

El paso siguiente fue dado por el danés Tycho Brahe (1546-1601), el clásico predestinado: un
joven fuerte, guapo, rico, noble, exitoso y genial, que ya tenía lista frente a él una perfecta carrera
política, pero que tenía también una gran pasión para la astronomía, a la cual se convirtió
definitivamente la noche del 11 de noviembre del 1572, cuando observó la que a simple vista
parecía una nueva estrella recién nacida (aunque, como hoy sabemos, de verdad se trataba de una
estrella recién muerta en una gigantesca explosión, la que llamamos una supernova), que, entre los
otros, fue vista también por Galileo, entonces niño de 8 años.
Tycho, que ya había construido algunos instrumentos mucho más precisos de los que tenían sus
colegas, hizo sus cálculos y concluyó que este fenómeno nunca cambiaba de posición con respecto
a las estrellas fijas, lo que significaba que se movía junto a ellas y por lo tanto, según los mismos
principios de Aristóteles por los cuales nada en nuestro mundo podía moverse de movimiento
circular uniforme, no podía pertenecer al mundo sublunar: luego, debía haber acontecido en el

17
interior de las esferas celestes. Este fue el primer indicio de que también en los cielos podían
acontecer mutaciones, aunque no tuvo consecuencias duraderas, a pesar de la emoción que causó al
momento y del libro De nova stella (Sobre la nueva estrella: Brahe 1573) que Tycho publicó el año
siguiente y que contenía todas sus demostraciones.
Sin embargo, él continuó su trabajo gracias a los observatorios de Uraniborg y Stjärneborg que el
Rey Federico II de Dinamarca, su gran admirador, le construyo en la isla Hveen,20 donde desde
1576 hasta 1597 Tycho llevó a cabo la campaña de observaciones astronómicas más precisa y
sistemática que nunca se había hecho hasta entonces en toda la historia de la humanidad.21
Además, en 1588 Tycho propuso su sistema astronómico personal, que en un sentido era un
compromiso entre los dos anteriores, pues la Tierra se quedaba inmóvil en el centro y la Luna y el
Sol giraban alrededor de esa, pero todos los otros planetas giraban alrededor del Sol. Cabe subrayar
que, aun quedando geocéntrico, el sistema tychonico fue el primero en introducir las órbitas en el
sentido moderno del término (entendidas como trayectorias en el espacio vacío) en lugar de las
esferas celestes, para solucionar el problema de los cometas, pues Tycho había entendido que no
eran fenómenos atmosféricos, como antes se creía, sino cuerpos celestes que cruzaban las órbitas de
los planetas, que por tanto no podían ser esferas sólidas.
Luego, contrariamente a lo que siempre se dice, en el siglo XVII no hubo simplemente una lucha
entre el sistema tolemaico y el copernicano: en efecto, hubo también el sistema tychonico y algunos
otros derivados de eso (llamados por esto sistemas semi-tychonicos), en los cuales solo algunos
planetas giraban alrededor del Sol, pero que no tuvieron mucha relevancia para nuestra historia,
mientras que, en cambio, el sistema tychonico estaba destinado a jugar un papel determinante y
desgraciadamente no positivo, como veremos más adelante (§ 1.14).

1.9. Kepler y las leyes del movimiento de los planetas

En 1597 Tycho Brahe viajó de Uraniborg a Praga, ofendido porque el nuevo Rey de Dinamarca
Cristiano IV (1577-1648) le había reducido la enorme renta de que gozaba para castigarlo por
despotizar a los habitantes de Hveen. De allá, donde estaba la corte del Emperador de entonces
Rodolfo II de Habsburgo (1552-1612), que lo había de inmediato nombrado astrónomo imperial,
Tycho invitó a un joven y genial matemático alemán, Johannes Kepler (1571-1630), a trabajar con
él, para intentar derivar de sus datos una teoría coherente, lo que Tycho no estaba en grado de hacer,
pese a que fuese bastante bueno en matemática. Sin embargo, era una tarea demasiado difícil, por
cumplir con la cual se necesitaba no simplemente un buen matemático, sino un auténtico genio: y
Kepler lo era, pese a que por todo el resto fuese el exacto opuesto de Tycho, siendo débil, feo,
pobre, de familia noble pero decaída y siempre en lucha con adversidades de todo tipo, lo que no
cambió ni siquiera después de que por sus descubrimientos se volvió famoso en toda Europa.
Kepler aceptó y el 1° de enero del 1600 viajó a Praga, pero la colaboración fue muy difícil, pues
ambos tenían mal carácter. Sin embargo, cuando Tycho murió (por haber demasiado comido y
bebido, exactamente como su protector Federico II) le dejó su cargo de astrónomo imperial, pero no
los inestimables datos de las observaciones hechas en Uraniborg. Kepler tuvo que robarlos, según
su propia confesión dicha a un amigo, 22 para sustraerlos a los herederos de Tycho, especialmente el

20
Para la construcción de Uraniborg y Stjärneborg fue necesario invertir el 1% del balance del Reino de Dinamarca por
8 años. Si se considera que para el programa Apolo, que llevó al primer hombre a la Luna, solo se invirtió el 0,4% del
balance de los Estados Unidos por un periodo análogo, se puede realmente decir que el de Tycho fue el primer caso en
la historia de la que hoy llamamos “Big Science”.
21
Según el tipo de medida, la precisión variaba de 1’ de arco hasta incluso 32’’ de arco (cf. Gingerich y Voelkel 1998;
Wesley 1978), es decir, de 10 hasta casi 19 veces mejor que Hiparco y Tolomeo, cuyas mejores observaciones tenían un
margen de precisión del orden de 10’ de arco.
22
«A la muerte de Tycho, aproveché de gran prisa la ausencia o la no vigilancia de los herederos para tener la
observaciones en mi custodia, o quizás usurparlas» (Kepler 1608: 231-232).

18
esposo de su hija, el junker23 danés Franz Gansneb Tengnagel Von Camp (1576-
1622), que por cierto los habría vendido al Emperador, de manera que por
cierto se iban a perder, como ya había hecho con todos sus precios
instrumentos astronómicos.
Gracias a la extrema sistematicidad24 y precisión de los datos recogidos por Tycho, Kepler,
después de 5 años de duro trabajo, el día de Pascua del 1605 logró establecer que las órbitas
planetarias no son circulares sino elípticas (aunque, como ya hemos dicho, en el caso del sistema
solar son casi circulares: y por esto ninguno se había dado cuenta hasta entonces). Así, Kepler llegó
a determinar las 3 leyes básicas del movimiento de los planetas 25 que todavía llevan su nombre,
publicando las primeras dos en 1609, en la Astronomía Nova (La nueva astronomia: Kepler 1609) y
la tercera (que descubrió más tarde) 10 años después, en el Harmonices mundi (La armonía del
mundo: Kepler 1619).
Como se ve, Kepler estableció las primeras dos leyes ya en 1605, pero no las publicó hasta el
1609. ¿Por qué? ¿Acaso tenía miedo de la persecución? Una vez más, la respuesta es no: de hecho
Kepler, que en toda su vida siempre se declaró públicamente copernicano, nunca tuvo el mínimo
problema con las autoridades eclesiásticas, ni las católicas, ni las protestantes. Fue simplemente un
banal problema de derechos de autor: en efecto, el buen Tengnagel, que entretanto se había vuelto
un hombre muy influyente, pues había heredado la inmensa riqueza de Tycho y además había sido
nombrado juez en el Tribunal de Praga, no quería permitir la publicación de un libro basado en los
documentos que Kepler le había robado. Sin embargo, después de que el Emperador rechazó pagar
a Tengnagel los instrumentos astronómicos de Tycho que él le había vendido (pues se había dado
cuenta de que, muerto Tycho, no había ninguno capaz de usarlos y por tanto ya no servían para
nada), Tengnagel, entendiendo que tampoco le pagaría los documentos, buscó un acuerdo con
Kepler, autorizando en fin la publicación de la Astronomia Nova en cambio de la posibilidad de
escribir su Prefacio (que, obviamente, finalizó con ser uno de los textos más tontos de toda la
historia de la ciencia). Así finalmente las leyes de Kepler pudieron ser proclamadas a todo el
mundo.
Sin embargo, por 36 años ninguno, ni siquiera Galileo, quiso creerle, lo que se convirtió en un
clamoroso “autogol”, porque solo empleando las órbitas elípticas el sistema heliocéntrico habría
estado en grado de hacer predicciones claramente mejores que el tolemaico. Hay que decir que el
primero en no tomarse en serio fue el propio Kepler, que consideraba a sus leyes solo como un paso
en el contexto de un camino más largo para llegar a construir un sistema astronómico basado en una
mística de los números de tipo pitagórico, parecido a lo que había propuesto en su primer trabajo, el
Mysterium cosmographicum (Kepler 1597), que por toda su vida nunca realmente renegó en su
corazón, a pesar de que llegó a reconocer públicamente que estaba completamente equivocado. Esta
postura contribuyó sin duda a hacerlo sospechoso a los ojos de los astrónomos de tendencia más
moderna; en primer lugar Galileo, que quizás también por esta razón nunca quiso colaborar con él.
Kepler tuvo también la idea de que la gravedad fuese una fuerza proveniente del Sol que actuaba
a distancia y en la Astronomia nova llegó incluso sorprendentemente cerca de formular exactamente
su ley. Sin embargo, no lo logró, porque para él la gravedad tenía que ser también la causa del
movimiento de los planetas, pues Kepler nunca pudo concebir la idea de la inercia: y esto hacía
contradictorio su concepto de la gravedad.
Galileo y Kepler tenían uno todo lo que le faltaba al otro: Kepler tenía las órbitas elípticas, las
leyes del movimiento de los planetas y la idea de la gravedad como fuerza actuante a distancia;
23
Miembro de la pequeña nobleza de entonces.
24
En efecto, la sistematicidad fue incluso más decisiva que la precisión, pues exactamente esto era el punto débil de los
antiguos: y no porque fuesen descuidados o flojos, sino porque la fe en el movimiento circular uniforme los llevaba
naturalmente a hacer un número limitado de observaciones, pues para ubicar a una circunferencia bastan 3 puntos,
mientras para cualquier otra curva, incluida el elipse, se necesitan muchos más.
25
1) Las órbitas de los planetas son elipses del cual el Sol ocupa uno de los focos. 2) Los planetas recorren órbitas cuyo
radio barre áreas iguales en tiempos iguales. 3) Los cubos de los semiejes mayores de las órbitas son proporcionales a
los cuadrados de los tiempos de revolución.

19
Galileo, como veremos, tenía las pruebas astronómicas en contra del geocentrismo, las leyes del
movimiento de los cuerpos que refutaban la física aristotélica y el concepto de la inercia. Si
hubiesen colaborado, habrían tenido la oportunidad de hacer progresar enormemente la ciencia,
quizás hasta descubrir la teoría de la gravitación universal con casi 80 años de anterioridad con
respecto a Newton: pero, lamentablemente, así no fue. Kepler buscó muchas veces la amistad y la
colaboración de Galileo, pero que el otro nunca aceptó, en parte por orgullo y ambición, pero en
parte también porque la mística de los números y la concepción de la gravedad de Kepler no le
podían gustar a un hombre como Galileo, que tenía una postura más racional y menos poética frente
a la naturaleza, por lo que no consideraba estas ideas ciencia auténtica, sino extravagancias
astrológicas y alquimistas. Así se perdió una oportunidad histórica.
Kepler murió de agotamiento mientras iba a Ratisbona para pedir una vez más al Emperador el
pago de sus sueldos atrasados. Incluso su tumba fue profanada y sus huesos esparcidos durante la
terrible Guerra de los Treinta Años. Pero sobreviven su obra y sus palabras:

Cuando la tempestad enfurece y el Estado amenaza con naufragar, no podríamos hacer nada más noble que anclar
nuestros pacíficos estudios a la roca de la eternidad.
(Kepler 1629: 308)

1.10. Galileo: el periodo juvenil

Galileo Galilei (1564-1642) nació en Pisa del músico florentino Vincenzio Galilei (1520-1591),
quien fue también el primero en estudiar la música desde el punto de vista matemático,
contribuyendo a la creación de la música barroca, y de la pistoiense Giulia Ammannati (1538-
1620), de familia noble, pero ya decaída.
Tras estudiar por algún tiempo para volverse pintor (trabajo para el cual tenía cierto talento, que
más tarde le será muy útil en su carrera científica), desde 1581 hasta 1585 estudió medicina en Pisa,
donde se apasionó a la matemática y a la física, que empezó a estudiar sistemáticamente en 1586 en
Firenze, después de haber ya descubierto, en 1583, las leyes del movimiento del péndulo, que serán
muy importantes tanto para la ciencia como para la vida diaria, porque permitirán construir los
primeros relojes de precisión (exactamente los relojes de péndulo, cuya patente fue registrada en
1656 por el gran científico holandés Christiaan Huygens y que son la base conceptual de todos los
relojes analógicos).
En 1587 Galileo viajó a Roma para estudiar matemática por algunos meses en el célebre Colegio
Romano de los jesuitas, asistiendo también a algunas clases dictadas por Christophorus Clavius, el
gran matemático y astrónomo que ya conocemos, a quien pidió también una ayuda para ser
contratado como profesor de matemática por la Universidad de Bologna, pero donde al final
prefirieron invitar al paduano Antonio Magini (que sucesivamente será uno de los principales
críticos de los descubrimientos astronómicos de Galileo).
Luego, en 1589 Galileo tuvo que aceptar de enseñar por 3 años como profesor contratado de
matemática en la Universidad de Pisa, hasta que por fin en 1592 fue asumido de forma permanente
por la Universidad de Padua, donde se quedó por 18 años. Sin embargo, esta, que al principio solo
fue una solución de repliegue, en el tiempo se reveló el mejor negocio de su vida, no solo porque
Galileo, como él mismo siempre reconoció, pasó allá el período más feliz de toda su vida,
estableciendo también una larga relación con la veneciana Marina Gamba (1570-1612), de la cual
tuvo 3 hijos (Virginia, Livia y Vincenzo), sino porque su cercanía a Venecia fue determinante por el
éxito de su trabajo científico, como vamos a ver.

1.11. Los descubrimientos astronómicos

20
Cuando empezó sus observaciones astronómicas en Padua, Galileo ya tenía 45 años y hasta aquel
momento, a pesar de que ya estaba desde hace tiempo convencido de la verdad del sistema
copernicano y de la falsedad del tolemaico, nunca se había interesado de este asunto, pues no tenía
ninguna idea de cómo demostrarlo. En cambio, ya había estudiado muy profundamente el
movimiento de los cuerpos (§ 1.13), lo que le será muy útil también para defender al sistema
copernicano, aunque de esto se dio cuenta solo después.
En efecto, al verdadero punto de inflexión, tanto de su vida como de toda la historia de la
ciencia, se llegó gracias a dos eventos tanto imprevistos como decisivos. En primer lugar, en 1604
estalló en el cielo otra supernova. Cuando Galileo la vio, recordó de la del 1572 y de lo que había
dicho Tycho, hizo sus cálculos y concluyó que ésta también se movía junta a las estrellas fijas y por
lo tanto no podía ser un mero fenómeno atmosférico: luego, ¡los cielos no eran inmutables! Galileo
entonces, por primera vez, pensó que quizás era posible demostrar la verdad del heliocentrismo. Sin
embargo, por esto tuvo que esperar 5 años más, hasta cuando en 1609 oyó hablar por primera vez
por su amigo Paolo Sarpi (1552-1623) del telescopio,26 construido en Holanda en 1608 por Hans
Lippershey (1570-1619), Jacob Metius (1571-1628) y Zacharias Janssen (1580-1638) usando
lentes de anteojos,27 que podía engrandecer las cosas 3 veces, pero que hasta aquel momento solo
había sido usado para fines civiles y militares, nunca científicos.
Pese a que no conocía las leyes de la óptica (que serán descubiertas solo en 1611 por Kepler) y
que nunca vio el telescopio de Lippershey, Galileo entendió intuitivamente el principio en que se
basaba y logró construir uno mucho mejor, en que los objetos se podían ver casi 1000 veces más
grandes, también gracias a la increíble calidad de las lentes que pudo encontrar en Murano, la
pequeña isla de la Republica de Venecia en que estaban entonces (y siguen estando también hoy en
día) los mejores artesanos del vidrio del mundo. Pero sobretodo Galileo tuvo la idea de usarlo para
mirar el cielo: con lo que se ve que a veces es suficiente usar un instrumento de una nueva manera
para hacer que, en un sentido, sea un nuevo instrumento. En efecto, desde su primer origen hasta
hoy, siempre la ciencia camina con dos piernas: la teoría y el experimento. Luego, cada vez que
olvidamos una, la hacemos claudicar, como casi siempre lo hizo la epistemología moderna (cf. cap.
4). Como lo dijo el gran científico húngaro Albert Szent-Györgyi (1893-1986), que ganó el Nobel
por la Medicina en 1973 por el descubrimiento de la vitamina C, «todo descubrimiento consiste en
ver lo que todo el mundo ha visto y en pensar en lo que nadie ha pensado».
Galileo empezó sus observaciones el 1 de diciembre de 1609 y en solo 2 meses gracias a su
telescopio descubrió las montañas de la Luna, el fenómeno de la llamada “luz de ceniza” (por el
cual la parte oscura de la Luna no es completamente oscura, pues recibe un poquito de la luz que
llega del Sol a la Tierra y de esta rebota hacia la Luna), la diferencia entre los planetas y las estrellas
(pues al telescopio las primeras no cambian de aspecto, mientras que los segundos aparecen como
discos de contorno neto en que se empiezan a distinguir algunos detalles que a simple vista eran
invisibles28), el inmenso número de las estrellas (mucho más grande de lo que se puede ver a simple
vista), la verdadera naturaleza de la Vía Láctea y de las nebulosas como la de Orión (que non son
nubes, como entonces se pensaba, sino cúmulos de estrellas) y, sobretodo, los 4 mayores satélites de
Júpiter, que llamó Astros Mediceos en honor del Gran duque de Firenze Cosimo II De Medici
(1590-1621).

26
Aunque, en efecto, el término “telescopio” solo fue inventado en 1611, durante el viaje de Galileo a Roma, por los
integrantes de la Accademia dei Lincei (cf. § 1.12). Sin embargo, también después Galileo siempre siguió llamándolo
también “occhiale”, que literalmente significa “anteojo”, aunque generalmente en los libros en castellano se prefiera
traducirlo con el término “catalejo”.
27
El primer testimonio cierto del uso de los anteojos se encuentra en el retrato del Cardenal Ugo De Saint-Cher pintado
por Tommaso de Modena en la iglesia de San Nicolò en Treviso en 1352, lo que significa que probablemente su
invención fue bastante anterior. De todos modos, al tiempo de Galileo por cierto ya eran comunes.
28
Como por ejemplo los satélites de Jupiter, las fases de Venus y los anillos de Saturno (véase más adelante).
Obviamente también las estrellas son agrandadas por el telescopio en la misma proporción de los otros objetos: sin
embargo, por causa de su extrema pequeñez (a su vez debida a su enorme distancia), siguen apareciendo
sustancialmente puntos, en los cuales no se puede distinguir ningún detalle.

21
Acá hay una fundamental lección que debemos aprender. Galileo sí esperaba de descubrir algo
nuevo acerca de los cuerpos celestes usando su telescopio, y al menos en parte probablemente ya
imaginaba de ver lo que después realmente vio (por ejemplo, que no eran esferas perfectas), pero
nunca habría podido imaginar todo lo que de hecho descubrió, especialmente en el caso más
importante, los satélites de Júpiter, que vio por puro azar y sin darse cuenta de qué cosa eran
realmente (al principio pensó que fuesen estrellas), al punto que, como él mismo escribió, se dio
vuelta a observarlos de nuevo «no sé por cuál destino guiado» (Galileo 1610a: 80). Luego, lo
imprevisto siempre ha jugado un papel fundamental en el progreso científico, como se ve
claramente ya desde su primer inicio y como veremos muchas otras veces más adelante. En cambio,
la epistemología moderna ha ignorado casi completamente este tema, razonando como si el
progreso siempre y solo fuese una cuestión de cambios teóricos: una de las muchas pruebas (que
veremos un poquito a la vez) de que en su gran mayoría ignora intencionalmente la ciencia real y se
basa en una imagen equivocada de la ciencia, construida sin ninguna relación con la realidad, con el
único fin de comprobar los prejuicios en que se basa.
Galileo llevó a cabo sus observaciones el día 31 de enero de 1610 y, con extraordinaria rapidez,
ya en marzo del mismo año publicó sus descubrimientos astronómicos en el Sidereus nuncius
(Noticiero sideral: Galileo 1610a), probablemente el libro más corto entre los que han afectado
profundamente a la historia de la humanidad, que vendió todos los 500 ejemplares publicados en
solo 2 semanas. Tras la publicación del libro, Galileo se volvió de repente famoso en toda Europa,
por lo que fue inmediatamente nombrado por el Gran duque Cosimo II astrónomo de la corte en
Firenze, donde regresó con los máximos honores el 12 de septiembre de 1610. Cabe subrayar que,
muy significativamente, además del título de astrónomo Galileo pidió explícitamente (y obviamente
obtuvo) también el título de “filósofo natural”, para subrayar que él no proponía meros modelos
matemáticos, sino estudiaba las cosas así como son (cf. § 1.3).
Sucesivamente, todavía en 1610, descubrió también los anillos de Saturno (sin darse cuenta de
que eran anillos: los dibujó como protuberancias),29 las manchas del Sol y sobre todo las fases de
Venus, que le dieron la prueba decisiva de la falsedad del sistema tolemaico, pues solo se pueden
explicar si Venus gira alrededor del Sol. Además, parece probable que en 1612 vio también a
Neptuno, aunque sin darse cuenta de que era un nuevo planeta. Por fin, el año siguiente publicó la
Istoria e dimostrazioni intorno alle macchie solari e loro accidenti (Historia y demostraciones
acerca de las manchas solares y sus propiedades: Galileo 1613), que es muy importante también
desde el punto de vista de la determinación del método científico (cf. § 1.16).
Gracias a sus descubrimientos astronómicos, Galileo demostró que los cuerpos celestes no son
una realidad aparte, en cuanto no son esferas perfectas ni tampoco son hechos de una materia
diferente, como se creía, sino son del todo idénticos a la Tierra. Y es realmente impresionante ver
que ¡en solo 360 años hemos pasado de ver la Luna por primera vez como es realmente, gracias a su
telescopio, a ir a ella físicamente,30 gracias a su método científico! Sin embargo, a pesar de que a
primera vista pueda parecer algo raro, de verdad en la ciencia esta no es la excepción, sino la regla:
en efecto, como veremos en los siguientes capítulos, casi todos los descubrimientos más
extraordinarios han nacido de ideas tan simples que al principio parecían banales o incluso tontas.
Acabando con este tema, dejamos el comentario final a Galileo mismo:

Y como estoy en un infinito asombro, así infinitamente doy las gracias a Dios, por haber querido que yo solo fuera
el primer observador de algo así maravilloso, y que había sido mantenido oculto a lo largo de todos los siglos anteriores.
(Galileo 1610b: 280).

29
El primero en darse cuenta fue el gran astrónomo danés Christiaan Huygens (1629-1695) en 1656, pero que pudo
aprovechar de telescopios mucho mejores y también del hecho de que Saturno se podía ver bajo una perspectiva mucho
más favorable, en que la forma de los anillos aparecía claramente.
30
El 20 de julio de 1969, gracias a los astronautas de la misión Apollo 11: Neil Armstrong (1930-2012), Edwin “Buzz”
Aldrin (1930-vivo), primero y segundo hombre en poner el pie en la Luna, y Michael Collins (1930-vivo), que los
esperó en órbita manejando la astronave principal. Para una completa confutación de las delirantes teorías conspirativas
que pretenden que fue toda una estafa y que en realidad nunca hemos llegado a la Luna, véase Attivissimo (2012).

22
1.12. Reacciones al “Nuncius”

La publicación del Sidereus nuncius causó muchas distintas reacciones. Algunos se opusieron
violentamente, como el filósofo aristotélico paduano Cesare Cremonini (1550-1531), que, a pesar
de que personalmente era buen amigo de Galileo, incluso rechazó mirar en el telescopio, porque en
su parecer era inútil, pues en base a los principios de Aristóteles estaba cierto de que «no se puede
ver». Aunque esta postura fuese claramente irracional e injustificable, hay que decir que el
telescopio de Galileo era realmente muy artesanal y necesitaba cierto entrenamiento para aprender a
usarlo bien, al punto que hubo también muchos que sí miraron en eso, pero lograron ver muy poco o
incluso nada, y por esto se volvieron escépticos, como el astrónomo paduano Antonio Magini
(1555-1617) y el alemán Michael Maestlin (1550-1631), el maestro de Kepler. Pero al final solo
un libro fue publicado en contra del Nuncius, por Martin Horky (?-?), un joven astrónomo
bohemio de escasa fama, que además fue inmediatamente regañado severamente por Kepler. En
particular, cabe subrayar que, pese a que el libro terminaba con una explícita declaración en favor
de Copérnico y de su sistema heliocéntrico, esto no causó ninguna persecución por parte de la
Iglesia, más bien, estos primeros ataques a Galileo llegaron todos por filósofos 31 y astrónomos, no
por los teólogos, como él mismo escribió claramente el 12 de febrero de 1611 en una carta al amigo
Paolo Sarpi:

Los matemáticos de alto nivel de varios países, y de Roma en particular, tras reírse, tanto por escrito como por voz,
por largo tiempo, en toda ocasión y en todo lugar, de las cosas escritas por mí, en particular en torno a la Luna y a los
Astros Mediceos, finalmente, obligados por la verdad, me escribieron espontáneamente, confesándolo y admitiéndolo
todo: de manera que ahora ya no tengo otros contrarios además de los Peripatéticos, que son más partidarios de lo que el
propio Aristóteles podría ser, sobre todo los de Padua (Galileo 1611b], p. 47).

Seguirá así también después: siempre serán estos los que harán las primeras acusaciones de
herejía e intentaran repetidamente instigar a los eclesiásticos en contra de Galileo.
Sin embargo, al contrario de muchas leyendas que se cuentan, muchos más fueron los
entusiastas, empezando por Kepler, que siempre le dio un soporte incondicional a Galileo,
comprometiendo toda su autoridad de astrónomo imperial, incluso antes de haber verificado
personalmente sus descubrimientos. De todos modos, la relación más importante fue con
Christophorus Clavius, entonces Rector del prestigioso e influyente Colegio Romano de los jesuitas,
que, tras una fase inicial de escepticismo, se convenció de que Galileo tenía razón y lo invitó a
Roma, donde llegó en 1611.
El viaje de Galileo a Roma se convirtió en un triunfo. Además de dictar charlas y ser festejado en
varios lugares, empezando por el propio Colegio Romano, conoció al príncipe Federico Cesi
(1585-1630), que, cuando apenas tenía 18 años, había fundado la Accademia dei Lincei, la primera
academia científica del mundo (una vez más en Italia...), en la cual Galileo fue inmediatamente
cooptado y que desde entonces en adelante siempre lo sostuvo. Incluso el Papa Pablo V (Camillo
Borghese, 1552-1621) recibió a Galileo con todos los honores. Además, el Cardenal Roberto
Bellarmino (1532-1621), el más distinguido teólogo de su tiempo, consultor principal del Santo
Oficio, quiso mirar en el telescopio y luego pidió confirmación de sus descubrimientos a Clavius y
a los otros astrónomos jesuitas, que la dieron de pronto enviándole una suerte de “carta de endoso”
y desde entonces se volvieron seguidores apasionados de Galileo, hasta el punto que ya en 1615, o
sea, después de solo 5 años, que para entonces era un tiempo increíblemente corto (solo el viaje

31
Especialmente los averroístas, o sea, los seguidores del filósofo árabe Averroes (1126-1198), que sostenían una
interpretación de Aristóteles muy rígida y tendencialmente racionalista, en contraposición al aristotelismo cristiano
basado en la filosofía de Santo Tomás. Otra característica básica del averroísmo era la doctrina de la unidad del intelecto
posible, que implicaba la existencia de una única mente para todos los hombres y por tanto era algo muy parecido al
panteísmo. Todo esto no es nada casual: en efecto, como veremos, ni el racionalismo ni el panteísmo nunca le hicieron
bien a la ciencia. No por nada, Cremonini también era averroísta.

23
duraba un año, si todo salía bien), ¡los jesuitas seguidores de Matteo Ricci (1552-1610) publicaron
una traducción del Sidereus nuncius en China!
A pesar de todo esto, increíblemente, hay una “leyenda negra” según la cual los jesuitas fueron
enemigos de Galileo e incluso contribuyeron de una manera decisiva a su condena final. Es verdad
que Galileo se peleó con los jesuitas, pero solo dos veces y siempre por cuestiones científicas,
nunca doctrinales: la primera vez con Christoph Scheiner (1573-1650) acerca de la prioridad en el
descubrimiento de las manchas solares (y tenía razón), la segunda con Orazio Grassi (1585-1630)
acerca de la naturaleza de los cometas (y no tenía razón, porque defendía la tesis clásica según la
cual eran fenómenos atmosféricos, mientras que Grassi decía, correctamente, que eran cuerpos
celestes). Mientras la primera, aunque muy fuerte, fue de todos modos una contienda bastante
caballeresca y no tuvo malas consecuencias, en cambio después del choque con Grassi (que fue
muy violento) las relaciones en efecto se deterioraron, pero solo después del 1623, cuando Galileo
publicó El ensayador, en que atacaba a Grassi también a nivel personal y de forma muy pesada.
Pero básicamente los jesuitas fueron sustentadores de Galileo y de todos modos no jugaron ningún
rol en su condena, a la cual se llegó por razones completamente diferentes (cf. § 1.20), aunque es
verdad que cuando fue acusado no lo defendieron, como en cambio habría ciertamente acontecido si
las relaciones hubiesen todavía sido las mismas que al tiempo de Clavius.
Desgraciadamente, tanto Clavius como Cesi y Bellarmino murieron antes de la publicación del
libro de los Diálogos sobre los dos máximos sistemas del 1632. Es muy probable que si todavía
hubiesen estado vivos toda la historia habría sido diferente y Galileo nunca habría sido procesado.

1.13. Las leyes del movimiento de los cuerpos

En segundo lugar, como ya hemos adelantado, Galileo descubrió las leyes del movimiento de los
cuerpos, o sea, las primeras leyes de la naturaleza realmente fundamentales (las de la hidrostática
descubiertas por Stevin en 1586 solo se referían a un campo particular), que, además de su
importancia intrínseca, le permitieron probar que el sistema heliocéntrico podía ser real.
El descubrimiento de dichas leyes fue un trabajo largo y progresivo, pero que Galileo llevó a
cabo ya en los primeros años del siglo XVII, como sabemos gracias a los apuntes de las clases que
dictaba en la Universidad de Padua, a las cartas que escribía a sus amigos y a las referencias que se
encuentran en algunas de sus obras menores. De todos modos, la primera vez que Galileo presentó
todos sus resultados de una manera sistemática fue solo en los famosos Diálogos sobre los dos
máximos sistemas del mundo, tolemaico y copernicano, que se publicó en 1632.
Es importante subrayar que el heliocentrismo no era una novedad: como hemos visto, ya
Aristarco de Samos (310-230 a.C.) lo había propuesto en la antigua Grecia, pero después había
sido abandonado y olvidado. Y no sin razón o por prejuicios, sino porque había un problema, y muy
serio, o sea: ¿por qué los cuerpos caen verticalmente? En efecto, a primera vista parece que, si
realmente la Tierra se mueve debajo de ellos mientras que caen, los cuerpos tendrían que llegar a la
Tierra misma no verticalmente sino un poquito desplazados. Esta objeción, aunque sea errónea,
como veremos pronto, aparentemente es muy fuerte, porque se basa en la experiencia de cada día y
en el sentido común: luego, sin Galileo también el sistema heliocéntrico de Copérnico habría
ciertamente tenido el mismo destino de el de Aristarco, pues para legitimarlo era necesario rechazar
los principios básicos de la física aristotélica y reemplazarlos con otros muy diferentes.
Entonces, en primer lugar Galileo notó que la objeción parece muy natural, pero, al fin y al cabo,
esto es lo mismo que pasa en una nave: por tanto habría sido suficiente hacer el experimento para
ver que en realidad las cosas no son así, ya que los objetos caen verticalmente y no desplazados
hacia popa pese a que la nave se mueva bajo de ellos. Pero, exactamente porque el experimento era
tan sencillo, increíblemente ninguno nunca lo había hecho realmente, porque todos creían que por
supuesto ya otros lo hubiesen hecho, como en el siguiente texto de los Diálogos afirma Simplicio,

24
que representa los seguidores de la física de Aristóteles. 32 En cambio, Galileo (que en libro habla a
través de Salviati) dice que la cosa se puede demostrar incluso sin hacer realmente el experimento,
sino solo imaginándolo:

SALVIATI – Bueno. ¿Usted nunca ha hecho el experimento de la nave? SIMPLICIO – Nunca; pero creo que
aquellos autores que lo mencionan, lo han observado con mucha diligencia: pues, se conoce tan claramente la causa de
la diferencia [en la caída], que no es posible dudar. […] Y ustedes, ¿han hecho este experimento, para hablar con tanta
certeza? SALVIATI – Yo sin ningún experimento estoy cierto de que el efecto se producirá como digo a usted, porque
así es necesario que sea, y digo también que usted mismo sabe que no puede acontecer de otra manera, si bien
fingiendo, o simulando fingir, que no lo sabe. Pero yo soy un tan buen entrenador de cerebros que se lo haré confesar
por usted mismo.
(Galileo 1632: 171)

Es decir, Galileo fue también el inventor de los experimentos mentales, a veces llamados
también, con término alemán, Gedankenexperiment, porque los más famosos de todos son los
creados por Einstein, que los llevó a un increíble nivel de fineza y profundidad. 33 Sin embargo, el
inventor fue Galileo, y esto es su razonamiento:

SALVIATI – Me parece que hasta ahora usted me ha explicado lo que pasa a un cuerpo en movimiento sobre dos
diferentes planos; y que en el plano inclinado el cuerpo baja espontáneamente y sigue acelerándose continuamente, y
que para hacer que permanezca inmóvil es necesario retenerlo con la fuerza; pero en el plano ascendente es necesaria la
fuerza para empujarlo y también para detenerlo, y que el movimiento que hemos dado a ese cuerpo sigue disminuyendo
continuamente, hasta que finalmente se acaba. […] Y ahora dígame qué pasaría al mismo cuerpo sobre una superficie
que no fuese ni ascendente ni descendente. […] SIMPLICIO – Yo no puedo ver ninguna causa de aceleración ni de
desaceleración, ya que no hay ni declinación ni ascensión. SALVIATI – Sí. Pero si no hubiese ninguna causa de
desaceleración, aún menos debería haber ninguna causa de inmovilidad: y por lo tanto, según usted, ¿hasta cuándo el
cuerpo debería seguir moviéndose? SIMPLICIO – Hasta cuando seguirá prolongándose aquella superficie ni ascendente
ni descendente. SALVIATI – Por lo tanto, si dicho espacio fuese infinito, ¿el movimiento en ese espacio sería de la
misma manera infinito, es decir perpetuo? SIMPLICIO – Me parece que sí.
(Galileo 1632: 172-173)

Esta fue la primera demostración realmente rigorosa y científicamente satisfactoria del principio
de la inercia, que afirma que la tendencia espontánea de un cuerpo en movimiento y libre de
fuerzas es seguir moviéndose por siempre.
Sin embargo, no fue su primera enunciación hecha por Galileo, pues ya en 1613 había escrito
que «eliminados todos los impedimentos externos, a un cuerpo que está en la superficie esférica
concéntrica a la Tierra le dará lo mismo quedarse parado o moverse hacia cualquier parte del
horizonte, y siempre permanecerá en aquel estado en el cual una vez haya sido puesto» (Galileo
1613a: 135). Tampoco fue la última, pues la repitió hasta más claramente en su obra más
importante: «Cualquier velocidad imprimida a un cuerpo es por su naturaleza invariable, hasta
cuando toda causa externa de aceleración o de desaceleración es absente; condición que se verifica
solo en los planos horizontales, pues en los planos descendentes actúa una causa de aceleración y en
los planos ascendentes una causa de desaceleración; de lo que igualmente deriva que el movimiento
en el plano horizontal dura en eterno, pues, en cuanto uniforme, no aumenta, no disminuye y tanto
meno se acaba» (Galileo 1638: 243).
La razón por la cual nos parece que los cuerpos se paren espontáneamente es que en el mundo
real cualquier movimiento siempre es frenado por la fricción, que, por débil o fuerte que sea,
siempre se encuentra en todo fenómeno: luego, es verdad que si no se aplica continuamente una
32
El filósofo bizantino Simplicio (490-560) fue realmente un importante comentador de Aristóteles. Sin embargo, no es
nada casual que Galileo eligió para su libro, entre los muchísimos que hubo, precisamente él que llevaba un nombre que
en italiano significa más o menos “tonto”. Esta costumbre de ridiculizar a sus adversarios para Galileo siempre fue una
constante, que por cierto le procuró más problemas que ventajas.
33
Como se ve claramente en el texto de Galileo, los experimentos mentales siguen siendo experimentos, aunque solo
imaginados, pues se basan en una reflexión acerca de hechos que conocemos a través de la experiencia. De todos
modos, pese a que son muy útiles y a veces hasta indispensables, cuando es imposible realizar físicamente el
experimento, hay que usarlos con mucho cuidado, pues siempre hay el riesgo de trastocar algún factor relevante.

25
fuerza el movimiento se acaba, pero no espontáneamente, sino por la acción de la fuerza contraria
de la fricción que se le opone; y la fuerza que aplicamos no se requiere para mantener la tendencia
del cuerpo a moverse, como decían los aristotélicos, sino exactamente para compensar dicha fuerza
contraria de la fricción que se opone al movimiento, que por sí mismo tendría a continuar
eternamente.
Así ahora estaba finalmente claro por qué los cuerpos caen verticalmente pese a que la Tierra se
mueva: porque ellos también, por la inercia, siguen moviéndose en la misma dirección y con la
misma velocidad de la Tierra mientras que caen y por tanto con respecto a esa pueden considerarse
inmóviles, exactamente como acontece también en una nave y en cualquier otro objeto en
movimiento. Desde aquel momento en adelante, el sistema heliocéntrico ya no tenía contradicciones
y por tanto era por lo menos posible que fuese real.
Por tanto, como aquí se ve muy claramente, el principio de la inercia fue descubierto y
demostrado por Galileo, y no por Descartes, como muchas veces se dice (como veremos, Descartes
no solo nunca lo demostró, sino más bien es muy probable que ni siquiera lo entendió realmente: cf.
§ 2.3). Es verdad que Galileo, como se ve también en los textos que hemos citado, pensaba,
erróneamente, que también el movimiento circular uniforme es inercial (y quizás por esto nunca
quiso aceptar las órbitas elípticas de Kepler).34 De todos modos, el punto decisivo no era establecer
si el movimiento inercial es rectilíneo o curvilíneo, sino demostrar la existencia misma del
movimiento inercial, es decir, demostrar que el movimiento no se acaba espontáneamente, y que
por tanto, al contrario de lo que creían los aristotélicos, no es necesaria una fuerza para mantener un
cuerpo en movimiento, sino para detenerlo: y desde este punto de vista la demostración de Galileo
es absolutamente correcta. Incluso el más gran científico de todos los tiempos, Albert Einstein, 35 no
tenía ninguna duda al propósito, ya que hablando de Galileo escribió claramente que «fue él que
descubrió la ley de la inercia» (Einstein 1934: 85).
Luego, se puede ciertamente decir que Galileo no se dio cuenta de todas las consecuencias del
principio que había demostrado, pero lo que ciertamente no se puede decir es que no lo demostró
realmente: esto sería tan absurdo como decir que Pitágoras (575-495 a.C.) nunca demostró el
teorema que lleva su nombre porque nunca quiso aceptar la irracionalidad de la diagonal del
cuadrado, que de dicho teorema era una inevitable consecuencia.
Además, en Galileo hay mucho más que el principio de la inercia. En efecto, él descubrió
también la relatividad del movimiento, que nunca puede ser definido en absoluto, sino siempre y
solo relativamente a algún otro cuerpo (lo que los físicos llaman un sistema de referencia), aunque
esto logró demostrarlo solo en relación a los sistemas inerciales, es decir, a los cuerpos que se
mueven de movimiento rectilíneo uniforme.36 Este es el famoso texto, muy bello también desde un
punto de vista literario, en que fue enunciada por primera vez la relatividad galileana:

34
En efecto la cuestión es más compleja – demasiado compleja, de verdad, para poder explicarla en todos sus aspectos
en un libro como esto. Se podría incluso decir que en un sentido toda la física de estos últimos 4 siglos, con todos sus
extraordinarios descubrimientos que nos han llevado del ordenado cosmos de relojería de Aristóteles y Tolomeo al
inmenso y turbulento universo del Big Bang, no es nada más que la consecuencia del intento de aclarar la exacta
naturaleza del movimiento inercial. Acá solo puedo subrayar que Galileo nunca habla del movimiento inercial en
abstracto, sino siempre y solo del movimiento inercial en la superficie de la Tierra o cerca de ella, es decir, al interior
de un campo gravitacional, porque esto era el problema que le interesaba: y bajo esta condición lo que dice es
absolutamente correcto, porque cualquier movimiento rectilíneo dentro de un campo gravitacional se vuelve curvo,
aunque para que se pueda considerarlo inercial se necesita la teoría de la relatividad de Einstein. Para profundizar véase
Musso (2011: 104-122).
35
Cabe resaltar que Einstein no solo tenía (obviamente) un óptimo conocimiento de la física, sino también de su
historia, al punto que, junto a Leopold Infeld (1898-1968), escribió lo que hasta hoy sigue siendo el mejor texto al
propósito, por su capacidad de unir la sencillez con la profundidad: La evolución de la física (Einstein e Infeld 1938).
36
En efecto, la teoría de la relatividad, como Einstein mismo siempre reconoció lealmente, no es nada más que la
extensión del principio galileano de relatividad a los fenómenos electromagnéticos (que Galileo no conocía) e a los
sistemas no inerciales, o sea acelerados, aunque, como veremos, la extraña naturaleza de la luz le obligará a Einstein,
para lograr dicho resultado, a hacer la más profunda revolución en toda la historia de la física después de aquella hecha
por el propio Galileo.

26
SALVIATI – Se encierre con algún amigo en la mayor habitación que está bajo la cubierta de una gran nave, y aquí
tenga moscas, mariposas y similares animalitos volantes; haya también un gran jarrón de agua, y dentro algunos
pequeños peces; esté también suspendido arriba un cubito, que gota a gota siga vertiendo del agua en otro jarrón de
angosta boca, que esté puesto abajo: estando parada la nave, observe diligentemente como aquellos animalitos volantes
con la misma velocidad se van hacia todas las partes de la habitación; los peces se verán ir nadando inversamente por
todas las direcciones; las gotas cayentes ingresarán todas en el jarrón abajo; y usted lanzando alguna cosa a un amigo,
no más fuerte tendrá que lanzarla hacia aquella parte que hacia esta, cuando las distancias sean iguales; y saltando usted,
como se dice, a pies juntillas, iguales espacios pasará hacia todas las partes. Observado que hará diligentemente todas
esta cosas, aunque no cabe ninguna duda que mientras la nave está parada no tengan que acontecer así, haga mover la
nave con lo que quiere de velocidad, y, con tal que el movimiento sea uniforme y no fluctuante aquí y allá, usted no
reconocerá una mínima mutación en todos dichos efectos, ni de ninguno de aquellos podrá comprender si la nave
camina o bien está parada: saltando pasará en el entablado los mismos espacios de antes, ni, porque la nave se mueva
velocísimamente, hará mayores saltos hacia popa que hacia proa, aunque, en el tiempo que está en el aire, el entablado
bajo usted desfile hacia la parte contraria a su salto; y lanzando alguna cosa a su compañero no será que lanzarla con
mayor fuerza, para llegarle, si él será hacia proa y usted hacia popa, que si fuesen ubicados al revés; las gotitas caerán
como antes en el jarrón abajo, sin caerme ni una hacia popa, aunque mientras que la gotita está en el aire, la nave desfile
por muchas palmos; los peces en su agua con no más de esfuerzo nadarán hacia la precedente que la siguiente parte del
jarrón, sino con facilidad llegarán a la comida puesta sobre cualquier lugar del borde del jarrón, y al final las mariposas
y las moscas continuarán sus vuelos inversamente hacia todas las partes, y nunca pasará que se recogen hacia la parte
hacia popa, casi como si fuesen cansadas por seguir al veloz curso de la nave, de la cual por largo tiempo,
permaneciendo en el aire, habrán estado separadas.
(Galileo 1632: 212-213)

Por fin, Galileo demostró con otro famoso experimento mental


Que los cuerpos caen todos con la misma velocidad y no con velocidades diferentes y
proporcionales a sus pesos, como decía la física aristotélica. El argumento fue publicado solo en
Galileo (1638), pero sabemos por cierto que fue concebido mucho tiempo antes, probablemente ya
en 1602, de todos modos ciertamente durante su período de enseñanza en Padua. La idea básica es
muy sencilla: si los cuerpos caen con velocidad proporcional al peso, ¿qué pasa si juntamos dos que
tienen pesos diferentes? Por un lado parece que el cuerpo más ligero tendría que detener al más
pesado, de manera que la velocidad total tendría que ser el promedio de las velocidades
individuales. Sin embargo, los dos cuerpos unidos tienen un peso total que es mayor de sus pesos
individuales, luego desde este punto de vista parece que la velocidad total tendría que ser la suma de
las velocidades individuales. Pues hay contradicción, se debe concluir que la teoría aristotélica es
falsa.37
Además, esta vez con un experimento real hecho por el plano inclinado, Galileo estableció
también la ley matemática exacta de la caída de los cuerpos, descubriendo que se trata de un
movimiento uniformemente acelerado, o sea, que la velocidad es proporcional al tiempo y no al
peso. Dicho descubrimiento dio el golpe final a la física aristotélica, pues, si todos los cuerpos caen
con la misma velocidad y por tanto la “ligereza” solo es una propiedad relativa (es el ser “menos
pesado que otro”), luego toda la teoría de los lugares naturales ya no tiene sentido y con esa caen
también las últimas posibles objeciones en contra del movimiento de la Tierra.
Por fin, hay que decir que algunas objeciones en contra de los descubrimientos de Galileo
nacieron por el miedo que el rechazo de la física aristotélica arrastrase consigo también su
metafísica, que ya se había vuelto un instrumento esencial para la teología católica, especialmente
en aquellos años de duro enfrentamiento con el protestantismo. Sin embargo, en realidad las cosas
no eran así, como ya había entendido 4 siglos antes el más gran aristotélico de toda la historia, es
decir, Santo Tomás (cf. § 1.5): y, de hecho, los filósofos y teólogos de orientación tomista siguen
todavía usando la metafísica aristotélica sin problemas, pese a que estén perfectamente conscientes

37
Hay que decir que el argumento de Galileo no es completamente correcto: en efecto, un aristotélico respondería que el
cuerpo más ligero detiene al más pesado si los juntamos de un modo accidental, o sea meramente extrínseco (por
ejemplo atándolos), mientras que las velocidades se suman si los juntamos de un modo más profundo (por ejemplo
fundiéndolos), así produciendo una unión sustancial. Sin embargo, esto solo es caer de la sartén en el fuego, pues
implica que para tirarse por la ventana sin daños bastaría tener en la mano un objeto muy ligero: luego, podemos
demostrar que la teoría aristotélica no es contradictoria solo a costa de decir que es absurda.

27
de que su física, en cambio, hoy en día ya no se puede usar. Pero hay que reconocer que en aquel
tiempo darse cuenta de esto no era nada fácil.

1.14. La prueba del heliocentrismo

Aunque históricamente fueron sin duda los descubrimientos de Galileo los que determinaron la
aceptación del heliocentrismo, desde un punto de vista teórico solo está cierto que él logró
demostrar que eso podía ser verdadero. Para probar que era verdadero de hecho tenía muchos
indicios convergentes, cuyo real alcance es difícil establecer hasta hoy.
En efecto, lo que está cierto es que Galileo pudo demostrar que el sistema tolemaico era falso
(gracias a las fases de Venus) y que el sistema copernicano era físicamente posible (gracias a la
refutación de la física aristotélica), pero esto no bastaba, porque las fases de Venus se podían
explicar también en el sistema tychonico, donde Venus giraba alrededor del Sol, aunque el Sol
todavía giraba alrededor de la Tierra.
Sin embargo, tenemos que darnos cuenta de que el sistema tychonico, diferentemente al
tolemaico y al copernicano, no se basaba en una idea unitaria y coherente y además era del todo
incompatible con la física aristotélica. Luego, aceptarlo significaba renunciar a cualquier intento de
justificación racional del geocentrismo, que ya aparecía fundado solo en la costumbre.
Además, también el sistema tychonico tenía un problema: las eclipses de los satélites de Júpiter,
que cambian periódicamente de duración, lo que es natural en un sistema heliocéntrico, siendo una
consecuencia del movimiento de la Tierra, mientras que es incomprensible en un sistema
geocéntrico, en que la Tierra no se mueve (cf. Drake 1980: 70-71). Es verdad que se trataba de un
argumento muy técnico, al punto que Galileo mismo lo usó solo una vez, en Las manchas solares,38
y después nunca más, pues evidentemente se dio cuenta de que solo podía convencer a los pocos
que tenían un profundo conocimiento de los problemas astronómicos, y muchas veces tampoco a
estos últimos,39 pero esto no es lo mismo que decir que no lo tenía o que nunca lo usó, como en
cambio siempre se dice incorrectamente.
Personalmente creo que si los consideramos no uno por uno, sino en su conjunto, los hechos
descubiertos por Galileo en efecto eran suficientes como para demostrar la verdad del
heliocentrismo. Lo que realmente le faltaba, por tanto, no eran “las pruebas”, sino una prueba, clara,
simple, única y sobretodo evidente para todos, y no solo para los expertos de astronomía.40
Además, hay que recordar que Galileo aún no tenía un sistema heliocéntrico más eficiente que el
geocéntrico (ya sabemos que el de Copérnico no lo era), aunque no se deba exagerar este aspecto,
exigiendo a Galileo lo que nunca se ha exigido a ningún otro científico: en efecto, los nuevos
modelos siempre tienen unas incoherencias, pero esto es un hecho fisiológico y nunca ha impedido
su aceptación.41
38
«Dichas eclipses son tales, a veces de larga duración, a veces de corta, y de vez en cuando invisibles a nosotros, y
estas diferencias nacen del movimiento anual de la Tierra, de las diferentes latitudes de Júpiter, y del ser el planeta que
se eclipsa entre los más cercanos o los más lejanos del mismo Júpiter» (Galileo 2013a: 248).
39
En efecto, en evaluer las reacciones (a veces indudablemente demasiado polémicas) de Galileo, siempre se debería
tomar en cuenta cuán inconsistentes y a menudo absurdas eran las objeciones de sus adversarios, a un punto tal que si
uno no ha leído los textos originales es difícil que pueda hasta imaginarlo.
40
La prueba irrefutable solo se habría podido alcanzar demostrando la existencia del paralaje de las estrellas. El
paralaje es el desplazamiento aparente de un cuerpo cuando lo observamos desde posiciones diferentes con respecto a
un escenario fijo, y es tanto menor cuanto más el cuerpo está lejos de nosotros, como se entiende también
intuitivamente. Por tanto, si la Tierra se mueve realmente, observando una estrella en diferentes momentos del año se
debería verla un poquito desplazada respecto a las otras. El problema es que las estrellas están muy lejos de la Tierra:
tan lejos, de verdad, que la paralaje es tan pequeño (más o menos 3 milésimos del ancho de un dedo humano en el caso
de las más cercanas) que con los instrumentos del tiempo de Galileo no se podía absolutamente medir. Efectivamente
era tan difícil que se logró solo en 1837, por obra del astrónomo alemán Friedrich Wilhelm Bessel (1784-1846).
41
Ha sido así, por ejemplo, con el universo de Newton, la relatividad general de Einstein, el átomo de Rutherford y el de
Bohr, el cuanto de energía de Planck y el modelo del Big Bang (§ 3.3): solo la relatividad restringida ya salió perfecta
de la cabeza de Einstein como Minerva de la de Zeus.

28
Por fin, cabe subrayar que, buscando una prueba que pudiese cerrar la boca a sus adversarios de
una vez por todas, Galileo cometió un grave error, sosteniendo que la prueba definitiva del
movimiento de la Tierra era dada por las mareas, lo que se convirtió en un clamoroso “autogol”. En
efecto, la teoría era claramente errónea, no solo porque predecía que hay solo una marea por día
mientras todos sabían perfectamente que hay dos, sino sobre todo porque contradecía exactamente
el principio de la inercia enunciado por Galileo mismo, por el cual también el agua de los océanos
se mueve junto a la Tierra y por tanto está inmóvil en relación a esa.
Concluyendo: Galileo tenía razón, pero sus adversarios tenían por lo menos muchas atenuantes
por no haberse podido (o querido) convencer.

1.15. El verdadero sentido de la revolución galileana

Contrariamente a lo que muchos dicen (a veces de una manera muy agresiva e intolerante), el fin
del geocentrismo no implicó por nada también el fin del antropocentrismo, en el sentido de una
disminución radical de la importancia del hombre en el universo, que es una obsesión típicamente
moderna y no tiene nada que ver con la cultura de entonces. Como ha dicho el gran filósofo y
teólogo alemán Romano Guardini (1885-1968),«por un lado el pensamiento moderno exalta al
hombre a costa de Dios, en contra de Dios; por otro siente un gozo destructor en hacer de ello un
fragmento de la naturaleza, que fundamentalmente no se puede distinguir del animal o de la planta»
(Guardini 1950: 49). Sin embargo, esto es un completo mal entendimiento del verdadero sentido de
la centralidad del hombre en el cosmos tolemaico, que nace de una perspectiva absolutamente
antehistórica.
En primer lugar, hay que recordar que, como ya hemos visto, la filosofía aristotélica para la
teología cristiana solo era un instrumento, pues la verdad metafísica del sistema tolemaico se
basaba en la idea (inaceptable para un cristiano) que las esferas celestes eran divinas. Luego, dicho
sistema fue aceptado solo como el más probable según la opinión común de los sabios: ya hemos
visto antes (cf. § 1.5) lo que escribió a este propósito Santo Tomas de Aquino, el máximo teólogo de
toda la cristiandad y veremos sucesivamente (§ 1.20) que el inicial rechazo del heliocentrismo
aconteció solo por razones de prudencia, no metafísicas.
Segundo, la centralidad de la Tierra en el sistema cosmológico medieval solo era geográfica, no
moral ni tampoco metafísica. En efecto, el mundo sublunar era el reino de la imperfección: el
auténtico centro del cosmos medioeval era el Empíreo, la sede de Dios y del Paraíso. Por tanto, la
revolución copernicana no podía para nada disminuir la importancia del hombre en el cosmos. Más
bien, era exactamente lo contrario, y esta era también la conciencia que tenía Galileo frente a sus
extraordinarios descubrimientos. Como él dijo en el Nuncius: «Yo demostraré que [la Tierra] es
vagabunda y superior a la Luna en brillo, y no una cloaca donde se recogen todas cosas inmundas y
feas» (Galileo 1610a: 75). Y en los Diálogos: «Y en relación a la Tierra, nosotros intentamos
hacerla más noble y perfecta, al hacerla símil a los cuerpos celestes y de cierto modo ponerla casi en
el cielo, de donde sus filósofos la han expulsada» (Galileo 1632: 62).
Por fin, hay que recordar que el sistema tolemaico llegó al cristianismo desde el exterior, o sea,
desde un contexto cultural pagano y, pese a su gran éxito práctico, nunca representó realmente el
sentimiento originario del hombre de la tradición judío-cristiana frente al universo. En efecto en la
Biblia, pese a que no hay una teoría cosmológica definida, a parte la idea de que el mundo ha sido
creado por Dios, el sentimiento originario del hombre frente al universo es más bien un asombro
casi consternado (pero al mismo tiempo lleno de gratitud) frente a la inmensidad del creado y a la
omnipotencia (pero también a la bondad) del Creador, como se ve emblemáticamente el famosísimo
Salmo 8:

29
Cuando contemplo tus cielos,
Obra de tus dedos,
La luna y las estrellas que allí fijaste,
Me pregunto:
¿Qué es el hombre, para que en él pienses?

¿Qué es el ser humano, para que lo tomes en cuenta?


Pues lo hiciste poco menos que un dios,
Y lo coronaste de gloria y de honra.
(Sal 8, 3-5)

Y tampoco las cosas han cambiado hoy en día, a la luz de todos los nuevos descubrimientos
astronómicos que han demostrado que la colocación de la Tierra en el universo es mucho más
marginal de lo que se creía al tiempo de Galileo. Sin embargo, aunque en un primer momento esto
pueda realmente impactarnos (pues la dimensión del universo como lo conocemos hoy es realmente
transtornante), en efecto la tesis de la desvaloración del hombre se basa en una concepción
extremadamente grosera y primitiva de la religión y de la moral. La idea básica es simplemente que
“lo que es más grande, más vale”: luego, hasta que el hombre estaba en el centro de un universo
relativamente pequeño tenía cierto valor, pero ahora que se encuentra en un punto cualquiera de un
universo enorme tiene un valor muy inferior. Ahora bien, esto es absurdo incluso desde un punto de
vista estrictamente científico, como lo ha bien explicado el célebre físico Victor Weisskopf (1908-
2002):

La amplitud del universo, los millones de estrellas y el espacio entre de esas son condiciones necesarias para la
evolución de la materia de simples partículas desordenadas a los átomos y a las moléculas, hasta los grandes conjuntos
que forman a los animales y a los seres pensantes. Los puntos en que la materia asume las formas más diferenciadas son
muy pocos y seleccionados. Esos deben ser considerados las partes más desarrolladas y excepcionales del universo, los
puntos en que la materia ha disfrutado plenamente sus potencialidades.
(Weisskopf 1963).

Hasta más absurdo aparece desde el punto de vista humano, pues de este modo se cancelan de
repente más que dos milenios de reflexión filosófica, arriesgando regresar a posiciones
presocráticas, como las sostenidas por los sofistas, para quienes valía el principio que «justicia es lo
que es útil a lo más fuerte»; o, peor aún, incluso a posiciones decididamente neopaganas, con todas
las inquietantes consecuencias que se pueden fácilmente imaginar y que en efecto ya han empezado
a acontecer realmente, sobretodo (pero no solo) en campo bioético. Es simplemente un hecho
histórico, que por tanto también los que no son cristianos deberían tener la honestidad intelectual de
reconocer, que antes del cristianismo no existía ni siquiera el concepto de “persona” (cf. FTIS
2015); y que se acabó con la esclavitud (que existía en todo el mundo y que en todo el mundo se
consideraba normal) no por una revolución filosófica de algún tipo,42 sino por la nueva visión del
mundo introducida por el cristianismo, que no cambió las leyes, sino las personas, las cuales antes
cambiaron la manera de tratar a sus esclavos y solo después, en el tiempo, cambiaron también las
leyes.43
42
No se dio esto ni siquiera cuando en el Imperio Romano se impuso como filosofía predominante el estoicismo, que
afirmaba la igualdad de todos los hombres y que incluso tuvo como sus representantes más ilustres un esclavo
(Epicteto, 50-120) y un Emperador (Marco Aurelio, 121-180).
43
De hecho, el principio del fin de la esclavitud en el mundo fue la famosa carta que San Pablo (10-67) envió a su
amigo Filemón para pedirle acoger al esclavo fugitivo Onésimo (que según el derecho romano de aquel tiempo habría
debido ser crucificado) «no ya como esclavo, sino como más que esclavo, como hermano amado, mayormente para mí,
pero cuánto más para ti, tanto en la carne como en el Señor» (Fm 1, 15-16). Esta es una lección muy importante, porque
no se trata por nada de un caso aislado: al contrario, si se estudia la historia sin prejuicios ideológicos se ve muy
claramente que en el largo plazo, para bien o para mal, tarde o temprano, de una manera u otra, siempre son las leyes
que se conforman al corazón de los hombres y nunca al revés. Luego, decir que los cambios reales solo son los que
acontecen en el interior de las personas no es para nada una afirmación sentimental o consolatoria, sino simplemente la
pura verdad. El problema es que nosotros los seres humanos generalmente no tenemos suficiente paciencia como para
esperar por todo el tiempo que se necesita y queremos ver los resultados de nuestras acciones inmediatamente, por lo
que finalizamos con buscar otros caminos que nos parecen más “realistas” y “efectivos”, pero que en realidad solo son

30
Por lo contrario, es evidente que nuestro valor de seres humanos no puede depender de la
colocación geográfica,44 ni de cualquier otro factor material, sino solo, como hemos recién dicho, de
lo que nos hace personas, es decir, nuestra razón y nuestra libertad. Por tanto, la amplitud casi al
infinito de nuestros horizontes solo podía exaltar más las dos, haciendo nuestra razón cada vez más
consciente de la grandiosidad del mundo en que vivimos y proponiendo nuevos desafíos para
nuestra libertad. Y en efecto esto es exactamente lo que ha acontecido históricamente en
consecuencia de los descubrimientos de Galileo.
Otra idea grosera y primitiva45 es que el fin del sistema tolemaico, eliminando el Empíreo, habría
llevado a concebir un universo en que ya no hay un lugar para Dios y el Paraíso. Esto no solo es
claramente absurdo e incluso ridículo desde el punto de vista teológico, sino que ni siquiera refleja
el sentimiento popular de entonces. Escuchemos de nuevo a Lewis:

Por cierto, este Modelo en que Dios es más amado que amante y el hombre es una criatura del margen se aleja
mucho de la iconografía cristiana, que gravita toda alrededor de la caída del hombre y del concepto de Dios que se hace
carne para redimirlo. Quizás […] no exista una contradicción lógica absoluta. […] De todos modos, queda, en la base
de todo, una profunda disonancia de atmósferas. He aquí por qué toda esta cosmología juega un rol tan marginal en los
autores espirituales y nunca, en ninguno fuera que en Dante, está junta a un altísimo ardor religioso.
(Lewis 1964: 98)

Si muchos tienen la impresión opuesta, esto se debe esencialmente a una razón psicológica, pues
lamentablemente la Iglesia de aquel tiempo miró con desconfianza al cambio en curso, en lugar de
abrazarlo y apoyarlo, como quería y aconsejaba Galileo, finalizando con dar la impresión de que el
nuevo universo fuese, si no propio inconciliable col cristianismo, por lo menos más problemático,
mientras que en realidad era exactamente lo contrario. Y este retardo cultural aún no se ha
completamente recuperado. Es un hecho, por ejemplo, que aún no tenemos el Dante del universo
einsteiniano: muy significativamente, hasta la fecha el sumo cantor de la nueva cosmología es el
poeta italiano Giacomo Leopardi (1798-1837), que no era cristiano, aunque su obra sea toda
permeada por un fuertísimo sentido religioso. Pero esto solo es el signo de un problema mucho más
amplio y profundo, o sea, de la necesidad para los católicos de retornar a pensar filosóficamente,
teológicamente y también artísticamente el mundo natural, así como se hacía en los tiempos
antiguos, pero a la luz de los nuevos conocimientos que hemos logrado gracias a la ciencia
galileana.
En este sentido, un fundamental punto de inflexión ha acontecido en 2015 con la publicación de
la Encíclica Laudato si’ del Papa Francisco (Jorge Mario Bergoglio, 1936-vivo), la cual, pese a
que haya sido citada sobre todo por los temas ecológicos (ciertamente importantísimos), en realidad
tiene como su corazón la nueva teología de la naturaleza que ha propuesto. El camino está trazado:
solo hay que arremangarse la camisa y ponerse a trabajar.

1.16. El método de la ciencia natural

Por fin, Galileo definió, de una manera extremadamente clara, simple y sobretodo definitiva, el
método de la ciencia natural, que sigue siendo idéntico hoy en día, después de 4 siglos, lo que es
casi increíble, más aun si pensamos en que él nunca escribió un ensayo sistemático sobre del tema,
sino que sus principios metodológicos se encuentran esparcidos en varios pasajes de sus libros y a
veces incluso cartas.

más superficiales y por lo tanto sí son más rápidos, pero no duran.


44
En efecto, basta con decirlo de esta manera, en vez de usar expresiones retóricas y grandilocuentes como “pérdida del
centro” o “desalojamiento del hombre de su posición privilegiada en el cosmos”, para darse inmediatamente cuenta de
todo lo ridículo que es esta idea.
45
Esta idea se volvió popular sobre todo por causa de la comedia Vida de Galileo de Bertolt Brecht (1898-1956), pero
que es toda un falso histórico, hasta el punto de atribuir falsamente a Galileo las ideas panteístas de Giordano Bruno.

31
Pero hay más. En efecto, esto no fue solo un logro práctico, sino el descubrimiento de un nuevo
modo de usar la razón. Obviamente, la razón siempre está implicada en todo lo humano, pero un
nuevo método significa el descubrimiento de una nueva manera de usarla basada en reglas válidas
universalmente, lo que, como se puede fácilmente entender, no acontece muy a menudo. Fue algo
extraordinario, cuya importancia trasciende el ámbito de la ciencia natural. Como lo dijo Einstein,
«el descubrimiento y el uso del razonamiento científico, por obra de Galileo, fue uno de los más
importantes acontecimientos en la historia del pensamiento humano y representa el verdadero inicio
de la física» (Einstein e Infeld 1938: 19).
Vemos, pues, cuáles son los 4 principios básicos del método científico según Galileo, acerca de
los cuales todos los filósofos y los historiadores de la ciencia más o menos están de acuerdo (lo que
acontece muy raramente y demuestra una vez más el excepcional nivel de claridad que supo
alcanzar Galileo al propósito):

1) No buscar la esencia de las cosas, sino limitarse a estudiar algunas propiedades.


2) No solo genérica observación, sino experimento.
3) Uso de la matemática.
4) Ningún principio de autoridad.

Y ahora vamos a analizar cada uno en detalles.

1) Aunque obviamente todos los 4 principios tengan que ser aplicados juntos para que el método
pueda funcionar, el primero es el más importante. En efecto, desde la Grecia antigua hasta Galileo
todos siempre intentaron hacer la ciencia según el método deductivo,46 es decir, intentando definir
por medio de la pura razón las esencias de las cosas y luego deducir de ellas todos los particulares:
pero siempre fracasaron. Hay que decir que, en un sentido, los griegos fueron las víctimas de su
propio éxito. En efecto, dicho método, lejos de ser bárbaro, obscurantista o supersticioso, tuvo una
extraordinaria eficacia en muchas disciplinas, como la metafísica, la lógica, la matemática y,
sobretodo, la geometría, gracias a los Elementos de Euclides (siglo IV - 283 a.C.): por tanto, es del
todo comprensible que los griegos y sus seguidores medioevales hubiesen pensado de usarlo
también en el campo de la ciencia natural.47 Sin embargo, no todo lo que a primera vista parece
justo lo es realmente.
El golpe de genio de Galileo fue exactamente el haber entendido primero que en el caso de la
ciencia natural (y solo en este caso) era necesario invertir el método, empezando por los aspectos
más simples y particulares, que conocemos por medio de la experiencia sensible, para después
llegar a los más profundos y generales, que en cambio pueden estar (y muchas veces están
realmente) más allá de la experiencia. Y este es el famoso texto de Las manchas solares donde se
encuentra la primera formulación de la inversión metodológica galileana:

Por lo tanto, o queremos intentar de penetrar especulando la esencia verdadera e intrínseca de las sustancias
naturales; o queremos conformarnos con descubrir algunas de sus propiedades. Buscar la esencia, yo creo que es un
intento inútil tanto en el caso de las sustancias más simples como de las más lejanos y celestes: y me parece que soy
igualmente ignorante sobre la sustancia de la Tierra que de la Luna, de las nubes y de las manchas del Sol; ni veo que
comprendiendo estas sustancias cercanas tenemos otra ventaja que el número de las propiedades, pero todas igualmente

46
Muchas veces como sinónimo de “método deductivo” se usa la expresión “a priori”, pero que es tomada de la obra de
Kant y no es nada precisa, porque implica la idea de un sistema conceptual construido de manera completamente
independiente de la experiencia sensible, según el estilo (equivocado) típico de la filosofía moderna que se empezó solo
con Descartes, en el siglo XVII (cf. cap. 2). En cambio, la ciencia aristotélica era independiente de la experiencia
sensible solo en el sentido de que afirmaba que era posible llegar a conocer las esencias de las cosas a través de la pura
reflexión, sin necesidad ni de cálculos ni de experimentos: sin embargo, dicha reflexión siempre era acerca de la
experiencia y por esto Aristóteles en particular valoraba mucho la observación (aunque no sea la misma cosa que el
experimento, como veremos de inmediato).
47
Los Elementos de Euclides eran una obra tan moderna que su estructura axiomática será mejorada por primera vez
solo después de 22 siglos, en 1899, por David Hilbert en su Grundlagen der Geometrie (Hilbert 1899).

32
desconocidas. […] Pero si queremos limitarnos al aprender algunas propiedades, no me parece que sea imposible
descubrirlas también en los cuerpos más lejanos de nosotros, no menos que en los cercanos.
(Galileo 1613a: 187-188)

Es importante entender que dicha limitación solo es metodológica


. Galileo no era ni un fenomenista (es decir, uno que piensa que solo podemos conocer lo que
aparece y no lo que realmente es)48 ni mucho menos un escéptico. Véase, por ejemplo, este texto,
también tomado de Las manchas solares: «Los nombres y las propiedades tienen que adaptarse a la
esencia de las cosas, y no la esencia a los nombres; porque antes fueron las cosas, y después los
nombres» (Galileo 1613a: 97). O este de los Diálogos sobre los dos máximos sistemas, hasta más
contundente: «SALVIATI - Usted yerra, señor Simplicio; usted debe decir que cualquiera sabe que
se llama gravedad. Pero yo no le pregunto sobre el nombre, sino sobre la esencia de las cosas»
(Galileo 1632: 260). ¿Hay contradicción? No, porque Galileo no rechazó por nada la búsqueda de
la esencia, que consiste simplemente en las propiedades fundamentales de una cosa, o sea, las que
hacen que sea lo que es y de las cuales por tanto derivan todas las otras propiedades suyas. Ahora
bien, no cabe duda que esto es lo que la ciencia siempre ha intentado (y en parte también logrado)
descubrir. Por otro lado, esto lo demuestra también el testimonio de toda su vida, pues si Galileo
sufrió el proceso, fue exactamente porque nunca aceptó presentar sus ideas solo como hipótesis (lo
que estaba permitido: cf. § 1.20), sino como conocimientos verdaderos de las cosas, es decir,
justamente, de su esencia. Sin embargo, con Galileo el conocimiento de la esencia se convierte en el
punto de llegada de la investigación científica (que solo se puede lograr por grados, un poquito a la
vez) en lugar de ser su punto de partida, como era para los antiguos.
Además, cabe subrayar que, aunque el método de Galileo no sea deductivo, tampoco es
inductivo, como muy a menudo erróneamente se dice: en efecto, el inductivismo no es una
alternativa real al deductivismo, más bien, es la otra cara de la misma moneda, ya que sigue
oponiendo razón y experiencia, como veremos mejor después (§ 4.2), mientras que el método de
Galileo se basa en la unidad indisoluble de las dos.
Muchos historiadores y epistemólogos no están de acuerdo conmigo y eligen a uno u otro de los
demás principios como el más importante, pero en efecto hay una estrecha relación lógica entre los
4 principios galileanos, que están concatenados uno a otro de modo tal que los 3 sucesivos
dependen todos, directamente o indirectamente, del primero, como ahora veremos.

2) El segundo punto del método galileano es, como hemos dicho, el experimento en lugar de la
simple observación.49 Ahora bien, el experimento se diferencia de la simple observación porque es
artificial, orientado y repetible, lo que pide una intervención activa del científico. Pero esto solo es
posible exactamente porque tiene como su tarea evidenciar y estudiar “algunas propiedades”, y por
tanto se basa en el primer principio.
En efecto, el experimento no se hace en la realidad así como se da espontáneamente, sino en una
situación artificial, que pone el objeto de nuestro estudio en condiciones muy particulares,
cuidadosamente seleccionadas y controladas, que en la naturaleza simplemente no existen, con el
fin de aislar lo más posible de las otras las propiedades que queremos estudiar, para entenderlas
mejor: luego, el experimento nos obliga a hacer algo y por tanto es intrínsecamente activo.

48
En efecto esta idea, hoy muy común, no solo es falsa, sino también anti histórica, pues dicha distinción entre
propiedades y esencia solo nació con Kant y su famosa separación entre, exactamente, los “fenómenos” y las “cosas en
sí”. Según Aristóteles, en cambio, las propiedades sensibles (por lo menos las más importantes, los llamados
“accidentes propios”) son parte de la “esencia” de una cosa, aunque ciertamente la esencia no se reduce a un mero
conjunto de propiedades sensibles (exactamente como, por otro lado, tampoco las teorías científicas se reducen a un
mero conjunto de enunciados empíricos, como querían los neopositivistas: cf. § 4.2).
49
Hay que decir que Galileo casi nunca usa el término “experimento” (solo 3 veces en toda su obra: dos en El
ensayador y una en los Discursos y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias), sino, según la costumbre
de su tiempo, el término “experiencia”. Sin embargo, en base al contexto se entiende claramente que está hablando del
experimento en el sentido moderno del término. En cambio, como veremos, esto será causa de cierta ambigüedad en el
caso de Descartes (cf. § 2.3).

33
Asimismo, esto significa que el experimento siempre implica una hipótesis teórica de algún tipo, sin
la cual ni siquiera puede ser concebido, pues es solo basándose en alguna teoría que se pueden
elegir las propiedades que nos interesan. Por esto hablar de mero empirismo o, hasta peor, de
materialismo a este respecto no tiene sentido, aunque esto tampoco significa que, al revés, el
experimento pueda reducirse a la teoría, como pretende el anti-realismo epistemológico moderno
(cf. § 4.5). Al contrario, exactamente la profunda e ineludible unidad de razón y experiencia es la
característica esencial del método científico galileano, que a su vez es el motivo esencial de su
importancia filosófica en nuestro mundo moderno, que, como veremos, ha sido construido
exactamente sobre el rechazo explícito de dicha unidad. Por fin, esto es también lo que hace que los
experimentos sean repetibles, lo que es necesario para el control intersubjetivo, en que se basa la
objetividad de todo conocimiento. En efecto, en nuestro mundo ninguna situación nunca se repite
exactamente idéntica: luego, si fuese necesario considerar todos los factores, se debería concluir que
ningún experimento es nunca realmente repetible, mientras si hacemos referencia solo a “algunas
propiedades” la repetitividad es posible.50

3) El tercer punto del método galileano es el uso de la matemática para escribir las leyes
naturales que el experimento debe verificar, como Galileo afirma en este famosísimo pasaje del
Ensayador:

La filosofía natural [es decir, la ciencia] está escrita en este grandísimo libro que continuamente está abierto delante
de nuestros ojos (yo digo el universo), pero no se la puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, y
conocer las letras, en las cuales está escrito. Ello está escrito en lenguaje matemático, y las letras son triángulos,
círculos, y otras figuras geométricas, sin los cuales es humanamente imposible entender una sola palabra; sin estos sería
como vagar sin meta por un oscuro laberinto.
[Galileo 1623: 232]

Sin embargo, también la matemática, para poderse aplicar al estudio de la naturaleza, 51 necesita
un objeto definido de manera precisa y no ambigua: por ejemplo, las leyes del movimiento solo
describen la trayectoria de un cuerpo, no su color o su temperatura. Luego, también este principio
para funcionar tiene que limitarse al estudio de “algunas propiedades” y por lo tanto se basa en el
primero.

4) Por fin, Galileo rechaza el principio de autoridad, pero no porque fuese un anarquista o un
rebelde, como hoy es de moda pensar, sino solo porque para él en la ciencia hay una autoridad
superior a la humana, que todos pueden interrogar a través de la matemática y el experimento, que
es como una pregunta hecha a la naturaleza y, a través de esa, últimamente a Dios mismo, que es su
Creador. Y como la matemática y el experimento a su vez se basan en el primer principio, entonces
también este cuarto principio depende del primero, que por tanto es realmente el principio
fundamental del método galileano.
Pero cuidado con entender correctamente lo que hemos recién dicho. No es que Galileo pensaba
que el científico nunca debe fiarse de ninguno y siempre debe verificar por su cuenta todo lo que se
le dice (como en cambio veremos que sí lo pensaba Descartes: cf. cap. 2), lo que volvería imposible
tanto la enseñanza como el progreso científico: solo quería decir que, de no haber un acuerdo entre
los científicos acerca de un cualquier asunto, para establecer quién tiene la razón siempre es el

50
En efecto, muchos objetaron a Galileo que estudiando propiedades aisladas se alteraba la realidad y hoy sabemos que
en parte tenían razón, pues esto es exactamente lo que pasa en los sistemas caóticos: afortunadamente, el mundo no está
hecho todo así, pues en este caso la ciencia sería imposible, pero Galileo esto no lo sabía, solo podía esperarlo. ¡Se
necesitaba realmente una gran fe en la inteligibilidad de lo real para proponer un método de este tipo!
51
Es verdad que no todas las ciencias son enteramente matematizables (se piense por ejemplo en la biología y más aún
en las ciencias sociales), sin embargo para hacer ciencia siempre se necesita por lo menos hacer referencia a algo
medible. Además, siempre se necesitan unos instrumentos, que solo se pueden construir basándose en las ciencias más
matematizadas: luego, en este sentido la tesis de Galileo sigue siendo verdad no solo para la física, sino para cualquier
ciencia.

34
experimento que tiene la última palabra. Luego, en la práctica tampoco la ciencia puede prescindir
del método del conocimiento por fe (que continuamente usamos en nuestra vida de cada día y que
consiste en creer algo no porque lo hemos visto personalmente, sino en base a lo que dice un testigo
fiable) y luego tampoco del principio de autoridad. Al contrario, pues, como recién acabamos de
decir, dicho principio es la base de toda enseñanza, eso se vuelve cada vez más importante y crucial
con el incremento del número, de la extensión y de la profundidad de nuestros conocimientos.
Como lo decía el célebre lema de le Escuela de Chartres, «somos enanos a los hombros de
gigantes», o sea, es solo porque podemos aprender de los que nos precedieron que podemos saber
más que ellos, del cual derivan las dos características más peculiares de la ciencia: el ser un trabajo
estructuralmente abierto, ya que progresa continuamente, y el ser un trabajo estructuralmente
común, ya que el progreso no depende del hecho de que los que vienen después son más inteligentes
de sus predecesores, sino del hecho de que, exactamente, pueden aprender de ellos todo lo que han
descubierto y luego ir más allá. Por tanto, en la ciencia hay como una tensión entre el aspecto
teórico y el práctico, que es inevitable y que cada científico tiene que manejar lo mejor que puede,
intentando entender cuándo es oportuno fiarse y cuándo, en cambio, es mejor controlar
personalmente. Es interesante notar que en todo esto juega un papel importante no solo la
experiencia profesional, sino también la humana, porque la decisión de fiarse no se basa solo en un
juicio técnico sobre la preparación científica del otro, sino también en un juicio sobre su fiabilidad
como persona, o sea, en palabras simples, que no quiere estafarme (método de la certeza moral):
luego, al fin y al cabo, en la realidad concreta, incluso el método científico, por más objetivo e
impersonal que sea, puede prescindir completamente del factor humano.

1.17. El pluralismo metodológico galileano

Además, cabe subrayar que todo esto, como Galileo dice claramente en el texto de Las manchas
solares que hemos recién citado y también en muchos otros, vale solo en el caso “de las sustancias
naturales”, o sea de los “cuerpos”. Es decir, para Galileo, diferentemente a los antiguos,52 no hay un
método único del conocimiento que va bien para todo: el método depende del objeto, luego objetos
diferentes piden métodos diferentes (pluralismo metodológico, no reduccionismo).
En particular, la ciencia nace de una precisa y consciente autolimitación metodológica a los
aspectos medibles de la realidad: luego, el reconocimiento de la legitimidad, más bien, incluso de la
necesitad de la existencia de otras formas de conocimiento es un factor constitutivo de la ciencia
misma y no algo que se le ha intentado imponerle indebidamente desde el exterior en un momento
sucesivo. Y, de hecho Galileo, pese a que nunca desarrolló una reflexión sistemática sobre las
formas de conocimiento diferentes a la científica, que era la única que le interesaba y de la cual
quería ocuparse, de todos modos reconoció explícitamente el valor de dos otras formas de
conocimiento además de la ciencia experimental (y, obviamente, de la matemática): la teología,
basada en la Revelación divina, y el arte, basada en la capacidad de ensimismación en los
sentimientos de los demás.
Luego, el mismo método científico, si bien entendido, es el mejor antídoto contra el
cientificismo, sin ninguna necesidad de negar el valor cognoscitivo de la ciencia, como en cambio lo
hace la epistemología moderna y como, lamentablemente, lo piensan también muchísimos filósofos
(cf. cap. 4).
Por fin, cabe subrayar que el método galileano, como hemos visto, es un conjunto de principios
que siempre piden la interpretación creativa del científico y no un conjunto de reglas que solo hay
que aprender y luego aplicar mecánicamente. Como se ha comprobado durante estos 4 siglos de
52
Es verdad que también para Aristóteles existían diferencias entre los métodos con los cuales se podían conocer los
principios de las varias ciencias y los niveles de certeza a los cuales podían llegar. Sin embargo, el esquema de fondo
siempre era el mismo: en primer lugar se debía establecer los principios básicos, para después deducir de esos todos los
detalles.

35
ciencia, dichos principios son precisos lo suficiente como para indicar el camino bueno y descartar
los malos, pero son también flexibles lo suficiente como para adaptarse a la constante evolución de
la ciencia: y esto es sin duda uno de los mayores secretos de su éxito.

1.18. El primer (y máximo) filósofo de la ciencia

De lo anterior se ve claramente que con Galileo no solo nació la ciencia, sino también la que hoy
llamamos filosofía de la ciencia o epistemología, es decir, aquella parte de la filosofía que estudia el
método de la ciencia y sus relaciones con los otros campos del saber, la cual, pese al haber sido
identificada como disciplina autónoma con el nombre de “filosofía de la ciencia” solo al principio
del siglo XX por el Círculo de Viena (cf. § 4.2), en realidad como práctica nació (y no podía ser de
otro modo) junta a la ciencia misma, gracias a las reflexiones de Galileo mismo, tan profundas que
siguen siendo todavía extremadamente actuales por muchos aspectos, como estamos viendo. Desde
entonces, la filosofía de la ciencia siempre siguió siendo practicada, aunque bajo otros nombres,
como “filosofía del conocimiento”, “gnoseología general” y otros similares
En cambio, Galileo nunca quiso ser un filósofo en el sentido tradicional del término, pues
simplemente no le interesaba: por tanto, todo intento de atribuirle específicas tesis de metafísica, de
gnoseología, de filosofía de la naturaleza u otras similares, como muy a menudo se hace, es algo
forzado, que simplemente no les corresponde a los hechos.53

1.19. ¿Por qué la ciencia nació en Italia?


En fin podemos preguntarnos: ¿por qué la ciencia nació en un preciso lugar y en un preciso
tiempo, es decir, en la Italia del Renacimiento, al principio del siglo XVII?
Muchos historiadores dicen que dependió del progreso tecnológico y matemático que aconteció
entonces. Sin embargo, la tecnología no jugó un papel determinante en los descubrimientos de
Galileo. Solo su telescopio era un instrumento tecnológico, pero bastante simple. En cambio, por
sus descubrimientos más fundamentales, los de las leyes del movimiento de los cuerpos, Galileo usó
cuerdas, bolas, planos inclinados, relojes de agua, etcétera, es decir, todas cosas que siempre habían
existido en cualquier civilización. Además, también su matemática era muy simple (una matemática
realmente compleja empezó a necesitarse solo con Newton). Y entonces, ¿por qué la ciencia nació
en Italia?
Si no fue por una cuestión tecnológica ni matemática, yo creo que fue por una cuestión cultural.
Y estos fueron, en mi juicio, los 3 factores culturales relevantes para el nacimiento de la ciencia
moderna:

1) La fe griega y cristiana en un orden racional del mundo, que para ambas era un cosmos y no
un caos, como en cambio era (y sigue siendo) en todas las religiones panteístas o animistas.

2) El redescubrimiento del platonismo y de los textos de los matemáticos griegos, guardados y


desarrollados por los árabes
1) , aunque, más que un concreto instrumento de trabajo (como hemos dicho, la matemática
usada por Galileo era muy simple), fueron sobretodo un estímulo cultural, en el sentido de
difundir la idea de que la naturaleza tiene una estructura matemática.

53
Es verdad que Galileo a menudo usaba argumentos filosóficos contra sus críticos, pero nunca se debe olvidar que su
fin no era construir un sistema filosófico para justificar sus teorías científicas, sino solo callar a los oponentes para que
le dejaran trabajar en paz. Por lo tanto, su actitud siempre fue esencialmente oportunista, en el sentido de que cada vez
usaba los argumentos que le parecían más eficaces en aquel contexto, sin preocuparse de que fuesen coherentes uno con
otro.

36
3) Por fin y sobre todo, la fe cristiana en la creación del mundo, de la cual derivan:

3a) La contingencia del mundo. En efecto, la fe en la creación nos dice que el mundo es
como es porque Dios así lo quiere, pero habría también podido ser diferente: ahora bien,
esto es exactamente el fundamento metafísico último de la inversión metodológica
galileana, ya que está claro que si el mundo es contingente, luego no hay principios
necesarios de la naturaleza que, como tales, se puedan buscar solo por medio la pura
razón, como en lógica, matemática o metafísica; por tanto es necesario empezar de la
experiencia y de los aspectos particulares que por su medio podemos conocer.

3b) La positividad de todas las cosas. Era realmente necesaria una fe cierta en la
positividad y el valor de todo lo que existe para decidir que merece estudiar no solo las
cosas celestes, sino también las de nuestro mundo material (que para los Griegos era el
reino de la imperfección) y sobre todo para entender que por esto, además del
razonamiento, es necesario el trabajo manual (que para los Griegos era una cosa de
esclavos).

De todo lo anterior deriva una actitud que tiene un nombre muy bien conocido: humildad. Pero
que no es, como muchas veces se dice, el sentimiento de cuán somos pequeños (que solo es
depresivo), sino es el sentimiento de cuán grande es la realidad, pero que al mismo tiempo,
misteriosamente pero realmente, es “para nosotros”: porque esto sí, es lo que hace mover al hombre
para conocerla.
Claramente todo esto no significa que para ser buenos científicos sea necesario ser cristianos o
de todos modos pertenecer a la civilización occidental, lo que sería una tontería absoluta, sino solo
que del encuentro entre el Cristianismo y la parte mejor de la cultura griega nació cierto clima
cultural particularmente favorable para la ciencia, cuya actual difusión global es una prueba de la
universalidad de nuestros valores, que hoy en día está tan de moda criticar.
Del mismo modo, no es nada casual que la ciencia ha nacido en el momento del máximo
florecimiento del arte y de la cultura humanista. En efecto el método galileano es fundamental para
volver rigurosas y verificables nuestras teorías, pero no existe un método para crear nuevas ideas: a
este propósito lo único que puede ayudar es vivir en un contexto que educa lo más posible a mirar a
la realidad en la totalidad de sus factores y a apreciar todo su fascino y belleza. Por ello descuidar
las humanidades en nombre de un presunto “realismo” (como hoy lamentablemente es de moda) a
la larga finaliza con hacerle daño también a la ciencia, como siempre lo dice la gran física italiana
Fabiola Gianotti, directora del CERN y descubridora del celebérrimo bosón de Higgs.

1.20. El proceso

Desde su primera enunciación pública, con la publicación en 1543 del De revolutionibus de


Copérnico, hasta el 1616, vale decir, por 73 años, no hubo ninguna intervención de la autoridad
eclesiástica en contra de la doctrina copernicana, ni siquiera después de la publicación del Sidereus
nuncius. Hasta aquel momento los únicos oponentes habían sido los astrónomos y, sobretodo, los
filósofos aristotélicos. Y fueron exactamente éstos quienes, al ver que con Galileo en el terreno
propiamente científico no podían, cambiaron la perspectiva del debate, poniendo en el centro el
problema del aparente contradicción entre el heliocentrismo y algunos (de verdad muy pocos)
textos de la Biblia, especialmente el de Josué que detiene al Sol durante la batalla de Gabaón (Gs
10, 12-21), logrando azuzar a algunos teólogos, que empezaron a criticar públicamente las ideas de

37
Galileo, sosteniendo que el heliocentrismo era incompatible con la fe cristiana.54 Pese a que sus
amigos le aconsejaban de ignorar estos ataques, pues solo venían por personas de nivel muy bajo,
Galileo en cambio respondió, con argumentos impecables desde el punto de vista teológico, pero
peligrosos por el tono encendido y, sobretodo, por el hecho de provenir de un laico. En efecto, hay
que no olvidar que el asunto de la libre interpretación de las Escrituras por los fieles, sostenido por
los Protestantes, era el punto central del enfrentamiento entre ellos y la Iglesia Católica, que en
aquel tiempo, además, ya se estaba convirtiendo en enfrentamiento armado, con la terrible Guerra
de los Treinta Años (1618-1648), que estaba destinada a derrumbar definitivamente la unidad
religiosa y cultural de Europa. Además, algunos amigos y partidarios de Galileo empezaron a
publicar cartas e incluso libros imprudentes, en que defendían al heliocentrismo de una manera
mucho más polémica y radical.
Así el clima empezó a calentarse cada vez más, hasta el punto que en 1615 el Cardenal
Bellarmino, que compartía la posición de la mayoría de los teólogos de entonces, según la cual la
interpretación de las Sagradas Escrituras sí se puede (más bien, se debe) cambiar cuando choca con
una verdad establecida por la razón, pero solo en presencia de una prueba cierta de que las cosas
son diferentes, en una carta, enviada por diplomacia a su amigo Paolo Antonio Foscarini (1565-
1616), pero de hecho dirigida a Galileo, le aconsejó de hablar de su teoría no como verdad, sino
como pura hipótesis matemática, con lo cual no podían haber problemas, pues, como ya sabemos,
era la posición normal en aquel tiempo.

Digo que me parece que Usted y el Señor Galileo actuarían prudentemente hablando ex suppositione y no
absolutamente, como yo siempre he creído que haya hablado el Copérnico. Porque decir, que supuesto que la tierra se
mueve y el sol está inmóvil se salvan a todas las apariencias mejor que poniendo los excéntricos y epiciclos, está muy
bien dicho, y no hay ningún peligro; y esto basta al matemático. […] Digo que cuando hubiese verdadera demostración
que el sol está en el centro del mundo y la tierra en el tercer cielo, y que el sol no gira alrededor de la tierra, sino la
tierra alrededor del sol, entonces se debería ir con mucha consideración a explicar las Escrituras que parecen contrarias,
y más bien decir que no las entendemos, que decir que sea falso lo que se demuestra.
(Bellarmino 1615: 171-172)

Como se ve, la posición de Bellarmino no era por nada prejuiciosamente hostil a Galileo. Al
contrario, era una posición aceptada por varios Padres de la Iglesia, en primer lugar Santo Tomás y
San Agustín, a los cuales Galileo mismo siempre hacía referencia: luego, desde el punto de vista
doctrinal había una amplio y sólido terreno compartido por ambos.55
Sin embargo, Galileo nunca quiso aceptar la sugerencia de Bellarmino, porque tenía la
convicción (correcta) de que en todo caso la interpretación de las Escrituras no tiene nada que ver
con la ciencia, porque el intento de la Biblia no es darnos informaciones acerca del mundo físico,

54
Sin embargo, cabe resaltar que, si bien a primera vista pueda parecer que la interpretación literal de dicho texto fuese
más fácil en el marco del sistema tolemaico, en realidad no era así, ya que en eso el movimiento diario del Sol no era
causado por el movimiento intrínseco de la esfera del mismo Sol (que solo era responsable de su movimiento anual),
sino por el Primer Móvil, por lo que algunos distinguidos comentadores, como Dionigi el Areopagita e incluso San
Agustín, ya habían sugerido que Dios en aquella circumstancia hubiese detenido justamente al Primer Móvil y, por
consiguiente, a todo el universo. Más bien, paradójicamente la interpretación literal del texto bíblico era hasta más fácil
en el marco del sistema heliocéntrico, como Galileo mismo pudo demostrar (cf. Galileo [1613b], p. 285-288 y Galileo
[1615b], p. 337), si bien a costa de aceptar una particular interpretación de la gravedad, análoga a la de Kepler (cf. §
1.9). Es verdad que esta interpretación propuesta por Galileo era bastante capciosa, pues como sabemos él
personalmente no creía en la teoría de la gravedad de Kepler, pero ciertamente no era más forzada que la de sus
oponentes, ya que en el texto bíblico no se menciona por nada que Dios hubiese detenido el movimiento de todo el
universo. Luego, esto significa que la acusación de que el heliocentrismo fuese contrario a la fe cristiana era falsa
también aceptando la interpretación literal de los textos bíblicos. El problema de Galileo era, una vez más, que sus
argumentos sí eran correctos, pero demasiado técnicos para ser entendidos por la gran mayoría de sus conteporáneaos,
incluidos muchos astrónomos profesionales.
55
Es ciertamente un gran paradoja que los filósofos de la ciencia contemporáneos sean casi todos partidarios de Galileo
y críticos de Bellarmino, pese a que en base a sus principios deberían tomar la posición exactamente opuesta, pues son
casi todos relativistas y anti-realistas (cf. cap. 4). Esta clamorosa incoherencia solo se puede explicar por razones
ideológicas, pues casi todos tienen evidentes prejuicios en contra del cristianismo.

38
sino acerca de nuestra salvación. La expresión más célebre de este concepto se encuentra en la
célebre Carta a Cristina de Lorena, en que él cita casi literalmente las palabras de su amigo, el
Cardenal Cesare Baronio (1538-1607):«Aquí yo diría lo que escuché por una persona eclesiástica
puesta en un eminentísimo grado, es decir, que el intento del Espíritu Santo es enseñarnos como se
va al cielo, y no como va el cielo» (Galileo 1615b: 319). Hay que decir que también esta tesis era
compartida por muchos teólogos distinguidos, incluidos los dos más grandes de todos, Santo Tomás
y San Agustín, pero en su tiempo desgraciadamente, por razones históricas, 56 se era vuelta
minoritaria. Por esto Galileo nunca sostuvo dicha tesis sola, sino siempre junto a la de Bellarmino,
para tener mejores respaldos en los Padres de la Iglesia: sin embargo, esto lo ponía en la incómoda
posición de tener que presentar una prueba cierta y evidente de sus teorías, lo que, como hemos
visto, en efecto era muy problemático.
Pero el tiempo siempre da la razón y, pese a todos estos malentendidos y a su inicial rechazo, la
tesis exegética propuesta por Galileo en el tiempo ha sido aceptada por la Iglesia Católica y hoy
representa de hecho su posición oficial acerca de las relaciones entre ciencia y fe. En efecto, como
estableció el Concilio Vaticano II, casi con las mismas palabras de Galileo:

La búsqueda metódica de cada disciplina, si se desarrolla de maniera auténticamente científica y según las normas
morales, nunca será en real conflicto con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de la fe derivan ambas del
mismo Dios. [...] Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes57 que, por no comprender bien el sentido de la
legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de
agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe.
(Gaudium et spes, n. 36).

De todos modos, por consiguiente de todo lo anterior la situación finalizó con agravarse hasta el
punto que en 1616 se llegó a la condena de la teoría copernicana, aunque solo provisional 58 y sin
comprometer la infalibilidad del Papa, pues Pablo V, por razones ignotas y contrariamente a lo
usual, no firmó personalmente el decreto del tribunal. Además, contrariamente a lo que muchos
piensan, este proceso no implicó a Galileo, al cual solo le fue comunicada sucesivamente y
confidencialmente, por Bellarmino, la decisión del Santo Oficio, en base a la cual le fue obligado no
enseñar más el sistema copernicano, pero solo en el sentido de no presentarlo como verdadero,
mientras que seguía siendo posible proponerlo como simple hipótesis matemática, precisamente
como ya le había aconsejado Bellarmino el año precedente. Después de que, antes de salir de Roma
Galileo fue incluso recibido por el Papa Pablo V, que le prometió que, al cumplir con dicha
condición, nunca iba a tener problemas: y así fue, por otros 16 años más, pese a que en 1623 Galileo
incluso publicó El ensayador para defender, en contra del padre Grassi, la verdad de sus
descubrimientos astronómicos, que eran todos objetivamente en favor del heliocentrismo.59
Y en efecto, a pesar de todo lo que se dice, si nos basamos en los documentos y no en los
prejuicios, tenemos que reconocer que al proceso del 1632, 60 que esta vez sí implicó a Galileo
personalmente, se llegó esencialmente por azar. En efecto, no hubo ninguno en la Iglesia de
56
Una vez más esto fue debido al enfrentamiento con los protestantes, que sostenían que cualquier fiel puede interpretar
las Sagradas Escrituras sin hacer referencia a la autoridad eclesiástica. Esto llevó la Iglesia Católica a asumir por algún
tiempo una postura más rígida acerca de todo el tema.
57
Pese a que en el texto no se mencione explicitamente a Galileo, en la nota 63 de la Encíclica se afirma explícitamente
que lo que se dice se refiere a su vicisitud.
58
En efecto, la teoria copernicana fue condenada en cuanto «falsa y contraria a la fe», pero no fue declarada «formaliter
haeretica» («formalmente herética»), a pesar de que esto había sido el parecer de los expertos consultados por el
tribunal eclesiástico, y el De revolutionibus de Copérnico solo fue prohibido «donec corrigatur», es decir, «hasta que sea
corregido». Al final, solo se cambiaron pocas palabras y ya en 1620 se autorizó la publicación del libro en esta nueva
versión (pero que no se hizo, pues, como hemos visto, no le interesaba a ninguno).
59
Aunque sea verdad que en El ensayador, por primera y última vez en su vida, Galileo cuando nombra explícitamente
el sistema copernicano habla en contra de eso, para cumplir por lo menos exteriormente con el decreto del 1616: sin
embargo, son afirmaciones muy genéricas, mientras que las en favor de sus descubrimientos son todas extremedamente
precisas (y, come ya hemos dicho, a menudo incluso violentas). Luego, no pudo caber dudas acerca del pensamiento
real de Galileo: no obstante, ninguno nunca lo molestó por esto. Más bien, sabemos que el nuevo Papa Urbano VIII, al
cual el libro era dedicado, a menudo pedía a su secretario de leerle unos pasajes durante la cena.

39
entonces que tuviese una clara y consciente voluntad de condenarlo, más bien, al contrario, siempre
se intentó evitarlo de todas maneras. Pero al final unas desgraciadas circunstancias 61 empujaron a
todos hacia un desemboque que ninguno quería realmente, en parte por culpa de Galileo mismo,
que no respectó las condiciones62 bajo las cuales publicaría su libro más célebre, los Diálogos sobre
los máximos sistemas del mundo, que había acordado personalmente con el nuevo Papa Urbano
VIII (Maffeo Barberini, 1568-1644), quien era su gran amigo y admirador: y en efecto, si Galileo
hubiese cumplido con los pactos, nunca habría tenido problemas, pues la versión del libro que se
publicó al final era prácticamente igual a la acordada con el Papa. 63 Además, cabe subrayar que el
proceso, que finalizó con su condena y con su rechazo del heliocentrismo el 22 de Junio 1633, solo
fue por desobediencia, por haber presentado el heliocentrismo como verdadero contrariamente a lo
establecido por el decreto del 1616, y no por herejía, como siempre se cree. Y, de nuevo, el decreto
final no fue firmado por el Papa, ni tampoco por 3 de los 10 Cardenales del jurado, que rechazaron
aprobarlo, entre los cuales hubo incluso el sobrino del Papa, Francesco Barberini (1597-1679).
Por fin, cabe decir que hay una suerte de “leyenda negra”, hoy en día muy popular, según la cual
el proceso a Galileo habría causado daños gravísimos al desarrollo de la ciencia. Pero en efecto,
pese a que formalmente la sentencia del tribunal fue muy dura (cadena perpetua y prohibición
absoluta de escribir y de enseñar), fue inmediatamente conmutada por arrestos domiciliarios, así
que de hecho Galileo nunca fue impresionado, ni siquiera por un día: solo se le impidió enseñar y
salir de su casa sin ser controlado, pero pudo seguir trabajando como antes, escribiendo y hasta
publicando su obra más importante, los Discursos y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas
ciencias, en 1638, después del proceso, pese a que teóricamente no podía publicar ni siquiera un
libro de recetas de cocina. Obviamente Galileo simuló que no sabía nada de nada y que lo habían
hecho todo sin su autorización, y asimismo el Papa simuló creerle, pero todos sabían perfectamente
cómo, de verdad, eran las cosas: luego, está bastante evidente que Urbano VIII se dio cuenta de que
su reacción había sido exagerada e hizo lo que pudo para rectificar su error sin perder
completamente la cara.
Por fin, llevada a cabo su misión, Galileo murió serenamente en su cama el 9 de enero de 1642,
asistido por sus mejores amigos64, siendo sincero cristiano como siempre había sido y, sobretodo,
como siempre había querido ser.
También sus discípulos siempre pudieron seguir trabajando tranquilamente, dando muchas
extraordinarias contribuciones al progreso de la ciencia, así como todos los otros científicos en
Europa.65 En pocos años, en todas las universidades europeas, incluidas las pontificias, ya se
enseñaba la teoría heliocéntrica, entendida (de hecho, si no en principio) como auténtica teoría
física y no solo como hipótesis matemática, pese a que aún no se había descubierto ninguna nueva
60
Pese a que siempre se hable del “proceso del 1632”, porque la acusación en contra de Galileo fue hecha en este año,
el proceso solo empezó el 12 de abril de 1633, porque Galileo demoró el viaje a Roma por razones de salud.
61
Especialmente la muerte inesperada de Cesi, el 2 de agosto de 1630, con solo 45 años. En efecto Cesi, del cual tanto
Galileo como Urbano VIII se fiaban totalmente, habría tenido que dirigir todo el proceso de publicación: muy
probablemente, fue exactamente por el miedo de que su muerte bloquease todo que Galileo decidió no cumplir con lo
acordado y publicar el libro inmediatamente. Para profundizar en todo este tema véase Musso (2011: 162-171).
62
Que eran básicamente dos: 1) enviar el borrador final a Roma para una última revisión; 2) insertar en la Introducción
una precisión que decía que siempre las cosas pueden ser diferentes de lo que nos aparecen, debido a la omnipotencia
divina. Galileo en cambio hizo publicar los Diálogos en base al imprimatur que ya había recibido por el Papa, pero sin
decir a las autoridades locales que solo era provisional (lo que en efecto era una anomalía), y puso la tesis de la
omnipotencia divina no en la Introducción, sino en la boca del ingenuo Simplicio.
63
Todo esto está tan cierto (pese a que muchas veces se diga exactamente lo contrario) que incluso Piergiorgio
Odifreddi (1950-vivo), el lider de los ateístas italianos, que siempre es extremadamente polémico contra la Iglesia
Católica, lo ha reconocido en su libro Hai vinto, Galileo! (Odifreddi 2009), escrito en ocasión del cuarto centenario de
sus primeros descubrimientos astronómicos.
64
El joven Vincenzo Viviani (1622-1703), quien fue su asistente en sus ultimos 2 años, su discípulo Evangelista
Torricelli (1608-1647) y obviamente el más fiel y querido de todos, Benedetto Castelli (1577-1643).
65
Los únicos libros que sabemos con certeza que no se publicaron en consecuencia del proceso a Galileo fueron El
mundo y El hombre de Descartes, pero que, como veremos (cf. cap. 2), contrariamente a lo que siempre se dice, no eran
realmente textos científicos, sino de pseudociencia.

40
prueba (lo que sugiere que las recogidas por Galileo al fin y al cabo no eran tan malas) y sin ningún
otra intervención de las autoridades eclesiásticas. Los daños afectaron solo a las relaciones entre la
Iglesia y el mundo de la ciencia: y desgraciadamente fueron tan graves que todavía seguimos
sufriendo sus consecuencias.
Sin embargo, dicho todo esto, se debe reconocer que la decisión de procesar a Galileo fue en
todo caso un grave error – probablemente el más grave de toda la historia de la Iglesia Católica.
Urbano VIII en efecto pensó más en su orgullo herido que en la situación real, pues, como hemos
recién dicho, el libro de Galileo, pese a su comportamiento desleal, de hecho era sustancialmente
igual a lo acordado y sus teorías, pese a la falta de una prueba clara, eran sustancialmente correctas,
así como era correcta su tesis acerca de las relaciones entre ciencia y fe. Pero sobre todo Urbano
VIII no pensó en las consecuencias de su decisión en el largo plazo, pues si es verdad que el
proceso a Galileo muy a menudo ha sido usado como pretexto para atacar injustamente a la Iglesia,
presentándolo de manera falsa o por lo menos distorsionada, es también verdad que si nunca
hubiese acontecido, hoy ninguno podría explotarlo para sus fines.

1.21. La última palabra

Me parece justo dejar la palabra final sobre esta desgraciada vicisitud al Papa San Juan Pablo II
(Karol Wojtyła, 1920-2005), quien la pronunció el 31 de octubre de 1992 en su famoso discurso que
concluyo la revisión del proceso a Galileo, que él mismo había ordenado en 1979:

El problema que se propusieron los teólogos de aquella epoca fue lo de la compatibilidad del heliocentrismo y de las
Escrituras. Así la nueva ciencia, con sus métodos y la libertad de investigación que estos suponen, obligaba a los
teólogos a interrogarse sobre sus criterios de interpretación de las Escrituras. La mayoría no supo hacerlo.
Paradójicamente, Galileo, sincero creyente, se mostró acerca de este punto más perspicaz de sus adversarios teólogos.
[…] Una trágica incomprensión recíproca ha sido interpretada como el reflejo de una oposición constitutiva entre la
ciencia y la fe. Las clarificaciones aportadas por los recientes estudios históricos nos permiten afirmar que este doloroso
malentendido ya pertenece al pasado.
(Juán Pablo II 1992: 27-31)

Pero, si así son las cosas, entonces ¿de dónde nació la visión mecanicista y cientificista del
mundo, que hoy en día muchos muy a menudo confunden con la ciencia misma, pese a que no tenga
nada que ver con esa?
La sorprendente respuesta es que dicha visión nació en al ámbito no de la ciencia, sino de la
filosofía, por obra de un pensador que no era por nada un materialista, sino él también un “sincero
creyente”, que a través de su revolución metodológica quería fortalecer a la filosofía y a la religión,
aunque de hecho finalizó con llegar a un resultado diametralmente opuesto, que sigue
condicionando profundamente nuestra cultura y, muy a menudo, incluso nuestra vida de cada día.

41
CAPÍTULO 2.
DESCARTES Y EL ORIGEN DE LA CONCIENCIA MODERNA

2.1. El revolucionario tranquilo

Como ya hemos visto en el caso de Galileo en relación a la ciencia, asimismo prácticamente


todos coinciden en que el padre de la filosofía moderna fue el francés René Descartes (1596-1650),
quien nació a La Haye en Touraine el día 31 de marzo de 1596. Tras estudiar en el prestigioso
colegio de los jesuitas de La Flèche, siendo bastante rico, pudo pasar toda su vida sin necesidad de
trabajar, estudiando, viajando y discutiendo sus ideas con los otros sabios de su tiempo, a veces
también de forma muy polémica, pero casi siempre por cartas, nunca metiéndose en discusiones
públicas y siempre usando cierta prudencia, por lo que nunca tuvo reales problemas, pese a que sus
ideas eran muy revolucionarias. En una palabra, su vida fue mucho más parecida a la de Copérnico
que a la de Galileo (que, muy significativamente, fue uno de los pocos protagonistas de su tiempo
que Descartes siempre ignoró, como veremos pronto). El único período un poco aventurero fue
cuando durante 2 años, de 1618 a 1620, participó en la terrible Guerra de los Treinta Años, pero sin
vivir ninguna hazaña notable, así que la única razón por mencionarlo es que fue exactamente
durante este período que, como él lo contó en su obra más célebre, el Discurso del método, «estando
todo el día solito, cerrado en una habitación calentada» (Descartes 1637: 298), tuvo la intuición
inicial de que nacieron tanto su filosofía como su matemática. En 1649, por primera (y última) vez
en su vida, aceptó asumir un cargo oficial, aceptando la invitación de la Reina Cristina de Suecia
(1626-1689) y viajando a Estocolmo para enseñarle su filosofía. Sin embargo, desgraciadamente la
Reina tenía costumbres un poco raras y le pidió a Descartes de dictarle las clases a la 5 de la
mañana, así que el pobrecito tuvo que ir todos los días al palacio de noche y en pleno invierno, por
lo que en poco tiempo se enfermó gravemente y murió de neumonía el 11 de febrero de 1650. Raro
destino, para un hombre que fundó su filosofía teniendo como su única compañera una estufa…

2.2. El origen del mecanicismo moderno

Descartes fue el padre del mecanicismo filosófico moderno, que por algún tiempo pareció ser
confirmado también por los descubrimientos científicos, hasta convertirse, por así decirlo, en la
visión “oficial” del mundo en los siglos XVIII y XIX. Por este inicial éxito (y además – hay que
reconocerlo – por una asidua y hábil operación de propaganda hecha por sus seguidores), incluso
hoy en día el mecanicismo cartesiano muy a menudo es considerado parte esencial del método
científico galileano y Descartes es considerado el “segundo padre” de la ciencia, con la cual, en
cambio, como ahora veremos, no tiene nada que ver. Sin embargo, a pesar de todo, la visión
mecánica de la realidad y de la razón propuesta por Descartes hoy en día aparece más viva que
nunca, aunque desde entonces haya tenido que cambiar de piel, presentándose en formas nuevas e
insospechadas, que a primera vista parecen no tener nada que ver con su inspiración originaria. Sin
embargo, veremos que a una mirada más profunda no es así, más bien, que lo que nos amenaza hoy
en día es determinado en su esencia exactamente por este específico aspecto del pensamiento de
este tranquilo señor un poco introvertido que hace 4 siglos trazó las líneas de nuestro destino actual
observando los movimientos de una mosca sobre el techo de su habitación.
Pero antes de llegar a esta conclusión tenemos un largo camino que recorrer. Y, antes que nada,
vamos a aclarar bien el sentido originario del término y sobre todo a identificar su aspecto más
fundamental, del cual dependen todos los otros.
La primera formulación que se conozca del mecanicismo, que es también la más común, es la
que concibió el filósofo griego Demócrito (460-360 a.C.), para el cual todo cambio era el resultado

42
del movimiento de partículas inmutables, los átomos,66 en un espacio vacío. Sin embargo, su idea
no tuvo un gran éxito67 y muy pronto fue reemplazada por l
a concepción propuesta por Aristóteles, que estaba más de acuerdo con el sentido común. La
filosofía aristotélica en efecto reconocía la existencia de 4 diferentes tipos de mutación: nacimiento
y muerte (mutación sustancial); alteración (mutación cualitativa); crecimiento y disminución
(mutación cuantitativa); movimiento (mutación local). Sin embargo, a este propósito casi todos los
filósofos clásicos coincidían, aunque a veces expresaban los mismos conceptos con palabras
diferentes a la terminología aristotélica que hemos usado acá.
El primero en proponer de nuevo una visión mecanicista muy parecida a la de Demócrito, casi
2000 años después de él, fue precisamente Descartes, pero que, por motivos dependientes de su
visión filosófica de fondo, no aceptaba la existencia ni del vacío ni de partículas indivisibles. 68 Sin
embargo, esto no es relevante, porque la esencia del mecanicismo consiste en la idea de que todo
cambio se reduce al movimiento, como lo dijo explícitamente el propio Descartes: «Toda diversidad
de las formas […] depende del movimiento» (Descartes 1644: 141).
Ahora bien, tras haberlo reducido a esta forma esencial, es fácil darse cuenta de que el
mecanicismo siempre requiere la presencia de 2 tipos de elementos y de 2 tipos de acontecimientos
básicos, que por lo tanto son los factores constitutivos del mecanicismo como tal, sin los cuales eso
no puede existir, mientras que todas las otras características que se le han atribuido a lo largo de los
siglos son relativas a sus formas históricas contingentes y luego no son indispensables.

Elementos básicos del mecanicismo:


1) Un espacio inerte (aunque no necesariamente vacío) que sea el escenario fijo, inmóvil e
inmutable, del movimiento de los cuerpos materiales.
2) Cuerpos de tal naturaleza que no puedan sufrir ningún tipo de cambio fuera de aquello,
completamente extrínseco, de la agregación y división (independientemente del hecho de que se
acepte o no la existencia de partículas elementares inmutables).

Acontecimientos básicos del mecanicismo:


1) Interacción por contacto, a la cual todas las otras deben ser reducidas.
2) Movimiento rectilíneo uniforme, que acontece en ausencia de interacciones.

Por consiguiente, para conocer un cualquier objeto complejo todo lo que se necesita es en primer
lugar descomponerlo en sus partes (análisis), luego descubrir las leyes del movimiento de dichas
partes y finalmente reconstruir al objeto originario juntando de nuevo sus partes según las
recíprocas interacciones determinadas por dichas leyes (síntesis), lo que lleva a la inevitable
conclusión que, por lo menos en principio, la ciencia puede contestar a cualquier pregunta, ya que
hasta los fenómenos más complejos pueden ser explicados en base a principios muy simples. Esto
explica por qué a primera vista el mecanicismo puede parecer69 atractivo, pero tiene una tanto
lamentable como inevitable consecuencia: los seres complejos no tienen una auténtica
individualidad en cuanto no son nada más que simples agregados de partes, que son lo que existe
“realmente”. Esto vale también para los seres vivos: y en efecto Descartes dice claramente que los
animales no son nada más que máquinas. La única excepción que admite es el hombre, pero solo
porque de hecho él lo identifica con su alma (cf. § 2.5), mientras que el cuerpo humano también es
una máquina. Sin embargo, está claro que se trata de una solución muy problemática, que ya abre el
camino a una visión enteramente mecanicista también del ser humano, pues para que un ser
66
En efecto, en griego “átomo” significa precisamente “lo que no se puede dividir”.
67
De hecho, en todo el mundo antiguo la única corriente filosófica importante que aceptó el mecanicismo fue el
epicureísmo.
68
Cabe notar que tampoco en la física de Newton, que generalmente es considerada mecanicista, se encuentra una teoría
atómica de la materia.
69
En efecto, como veremos, más bien que simple, dicha visión es simplista y genera mucho más problemas (y mucho
más graves) de los que pretende solucionar.

43
compuesto sea realmente un individuo es necesario que sus partes se junten de una manera mucho
más profunda que la meramente mecánica.
Como veremos en la segunda parte del libro, la física moderna va precisamente en esta dirección,
pues ya ha superado definitivamente el mecanicismo. Sin embargo, en el tiempo de Descartes
parecía exactamente el contrario: en efecto, pese a que Galileo nunca propuso el mecanicismo como
una visión general del mundo (cf. § 1.18), de hecho la nueva ciencia creada por él nació, como
hemos visto, con el descubrimiento de las leyes del movimiento de los cuerpos, que eran leyes
mecánicas, así como todas las otras que se descubrieron sucesivamente, hasta mediados del siglo
XIX. Incluso la ley de la gravitación universal de Newton, como veremos en el próximo capítulo,
era básicamente (aunque no completamente) mecánica.
Sin embargo, en realidad esto solo aconteció porque las leyes mecánicas eran las más simples y
luego las más fáciles de descubrir, pero profundizando en el conocimiento de la naturaleza se
empezó a descubrir más y más fenómenos de tipo no mecánico. Pero por algún tiempo pareció (y
lamentablemente a muchos les sigue pareciendo) que esta fuese la prueba de la verdad del
mecanicismo filosófico, propuesto por Descartes como visión global de toda la realidad.
Ya es tiempo, pues, de explicar por qué no es así.

2.3. Un pensador pre-galileano

Una de las peores campañas de desinformación de toda la historia (y lamentablemente también


una de las más exitosas) es la que presenta a Descartes como un gran científico, muy a menudo
incluso come el “segundo padre” de la ciencia moderna junto a Galileo. La motivación, tanto
inconfesable como interesada, de dicha operación es bastante evidente: en efecto, de esta manera se
intenta validar su mecanicismo y luego, más generalmente, su filosofía como la base necesaria e
irrenunciable de nuestra sociedad, así como lo es indudablemente la ciencia. Sin embargo, las cosas
no son así.

2.3a Método cartesiano vs Método galileano

Todo al contrario de lo que siempre se dice, Descartes malentendió y rechazó todas las
novedades del método galileano
, y no solo genéricamente, sino punto por punto:

1) En primer lugar, para Descartes el método de la ciencia queda deductivo,


exactamente como era para los antiguos. Pero hay más, pues Descartes dice explícitamente
que la limitación galileana al estudio de algunas propiedades (que como hemos visto fue clave
por su revolución metodológica) fue un grave error. No cabe ninguna duda al propósito, pues
lo repitió decenas de veces en todas sus obras, de una manera siempre muy clara y a menudo
hasta contundente, sin nunca cambiar su posición por toda su vida, como se puede ver de las
citas siguientes (que solo son algunas entre muchas otras que se podrían escoger). Por
ejemplo, ya en el Discurso del método afirma: «Dándome cuenta de que los principios
científicos tienen que depender todos de la filosofía, pensé que, en primer lugar, tenía que
intentar establecer algunos principios ciertos que en ella aún no encontraba» (Descartes 1637,
Discurso del método). Sucesivamente, en una carta a su amigo, el filósofo francés Marin
Mersenne (1588-1648), Descartes critica a Galileo porque «sin considerar las causas
primeras de la naturaleza, solo buscó las razones de algunos efectos particulares», e incluso
llega a decir que en los libros de Galileo «no hay nada que querría haber escrito yo»
(Descartes 1638: 387). Además, en otra carta agrega: «Yo estoy convencido de que toda la
filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física y las ramas que
proceden del tronco son todas las otras ciencias» (Descartes 1644: 15).Y en Los principios de

44
filosofía pretende incluso (exactamente al igual que Aristóteles) deducir del principio
metafísico de le inmutabilidad de Dios una leyes naturales: «De esta inmutabilidad de Dios, y
del hecho de que siempre actúa de una misma manera, podemos llegar al conocimiento de
algunas reglas, que yo llamo leyes de la naturaleza» (Descartes 1644: 91). Por fin, en El
Mundo Descartes dice explícitamente que para él el método de la ciencia natural queda
deductivo, empezando por los principios primeros (metafísicos) y deduciendo de esos todas
las propiedades particulares: «Quien podrá examinar suficientemente las consecuencias de
tales verdades y de nuestras reglas podrá también conocer los efectos a partir de las causas; y,
para usar los términos de la Escuela, podrá tener demostraciones a priori de todo lo que puede
ser producido en este [...] mundo» (Descartes 1633a: 154).

2) Descartes sí habla de la importancia de las “experiencias”, pero en base al contexto


se ve claramente que con este término (que, como ya sabemos, entonces indicaba ambas las
cosas) no entiende el experimento, sino las simples observaciones, que además muchas veces
ni siquiera hace, y cuando las haces casi siempre son erróneas. Además y sobretodo, Descartes
dice claramente que dichas experiencias solo pueden servir para establecer los particulares y
no los principios básicos de la ciencia, que en cambio deben ser deducidos de los principios
de la filosofía y, por otro lado, son «así evidentes, que basta con oír enunciarlos para
aceptarlos» (Descartes 1637: 335), luego no necesitan ser ulteriormente comprobados, ni
experimentalmente, ni de ninguna otra manera.

3) Sí usa la matemática, pero siempre y solo como modelo y nunca como instrumento, al
igual que los antiguos y exactamente al revés de Galileo: en efecto, como dice por ejemplo en
los Principios de filosofía, «yo no acepto principios en la física que no se aceptan también en
la matemática, para poder probar por demostración todo lo que voy a deducir de esos; y
dichos principios bastan, pues todos los fenómenos de la naturaleza pueden ser explicados por
su medio» (Descartes 1644: 112).

4) Por fin, él también rechaza la autoridad, pero no porque piensa, como Galileo, que
todos pueden usar su método, sino porque piensa que él solo puede realmente entenderlo, ya
que «muchas veces en las obras compuestas de muchas partes, y hechas por mano de
diferentes artífices, hay menos perfección que en aquellas a las cuales ha trabajado uno solo»
(Descartes 1637: 298), ya que «cuando se aprende algo de otro, no es posible ni concebirlo ni
apropiárselo así bien como cuando se lo descubre por uno mismo» (Descartes 1637: 336). Por
consiguiente, esta es su idea de la colaboración científica: «Si hay alguna obra en el mundo
que ninguno puede llevar a cabo mejor que quien la empezó, es aquella a la cual estoy
trabajando. [...] Por tanto [...] no veo que otro más podrían hacer [los que quieren ayudarme]
además de pagarme los gastos […] y, por el resto, impedir que [mi] tranquilidad sea puesta en
peligro por alguien que me importune» (Descartes 1637: 337-338). Además, él está cierto de
poder descubrir toda la ciencia natural durante su vida, al punto que ya en 1637, en el
Discurso, pretende haber ya hecho más o menos dos tercios de todo el trabajo70.
Cabe subrayar que de esta manera, Descartes finaliza con negar también las dos
características más peculiares de la ciencia moderna fundada por Galileo: la de ser por su
naturaleza un trabajo abierto y la de ser por su naturaleza un trabajo común (cf. § 1.16). En
otras palabras, en Descartes la negación del principio de autoridad se convierte en un
completo rechazo de la tradición e incluso en la negación de la misma posibilidad de
enseñar, lo que ni Galileo (§ 1.16) ni cualquier otro auténtico científico ni soñando nunca se
70
«Por mi parte, si hasta hoy he descubierto alguna verdad en las ciencias […], puedo decir que todo se reduce a
consecuencias que dependen de cinco o seis problemas principales que he solucionado, y que considero como otras
tantas batallas en que la suerte estuvo conmigo. Incluso, no tengo miedo de decir que pienso que me hace falta
solucionar solo otras dos o tres de la misma importancia para llevar completamente a cabo mis proyectos » (Descartes
1637: 335).

45
han atrevido a decir. En efecto, según Descartes esto vale también para él mismo: «En cuanto
a la utilidad que los demás sacarían de la comunicación de mis pensamientos, no podría ser
[…] muy relevante» (Descartes 1637: 336), y esto de nuevo por el mismo motivo, es decir,
que uno aprende realmente solo lo que aprende por su cuenta. Luego, según Descartes el
problema no es encontrar el justo método del aprendizaje (pues él piensa que lo ha
encontrado): por lo contrario, es precisamente el haber encontrado el justo método del
aprendizaje lo que prueba que enseñar es imposible. Y cabe resaltar que, si estas ideas de
Descartes nunca le hicieron ningún daño a la ciencia natural, que, gracias a la fuerza del
método galileano, siempre ha seguido por su camino sin ser afectada por las tonterías de los
filósofos, en cambio dichas ideas le están haciendo un daño enorme a la escuela, ya que están
en la base de la moderna teoría pedagógica del constructivismo, lamentablemente hoy en día
cada vez más aceptada, según la cual el maestro no debería “enseñar” nada, sino solo sería un
“facilitador” que debe ayudar a los chicos a aprender todo por su cuenta: un método que, si
fuera realmente aplicado en todas las escuelas, nos haría regresar muy pronto a la edad de
piedra.71

2.3b. La física de los remolinos

De verdad, Descartes nunca dio ninguna contribución directa a la ciencia natural. Su famosa
“física de los remolinos” (o “de los vórtices”) era completamente a priori, no contenía ni una
fórmula matemática (hasta el punto que cuando Newton quiso rechazarla tuvo que traducirla él
mismo en términos matemáticos), se reveló incluso contradictoria y de todos modos las
predicciones acerca de las velocidades de los planetas derivadas de esa por Newton tenían un
margen de error gigantesco, alrededor del 50%, o sea, de 1 parte en 2, mientras que las
observaciones de Tolomeo tenían un margen de error de 1 parte en 2000 y las de Tycho en ciertos
casos incluso llegaban a 1 parte en 40.000. Ahora bien, una teoría cuyo margen de error es de 1000
hasta 20.000 veces más grande que el margen de error de los datos experimentales simplemente no
es ciencia, sino pseudociencia, buena solo para ser arrojada a la basura, sin que siquiera valga la
pena discutir de esa: luego, donde estaría su presunta “modernidad”? Y de hecho nadie nunca supo
explicar por qué sería tal, aunque desde el contexto se entienda claramente que la razón básica (en
efecto la única) es exactamente su carácter mecanicista, que, como ya hemos dicho, muy a menudo
se considera (indebidamente) un carácter del método científico moderno como tal. Sin embargo, en
la segunda parte del libro veremos que no es así.

2.3c. El principio de la inercia y el principio de acción y reacción

Descartes tampoco descubrió (como a menudo se dice) ni el principio de la inercia (que, como
hemos visto, ya había sido establecido por Galileo) ni el principio de acción y reacción (que será
establecido por Newton), aunque hay que reconocer que Descartes tuvo por lo menos una intuición
del principio de la inercia más clara que la de Galileo, pues dijo explícitamente que vale solo para el
movimiento rectilíneo uniforme, mientras que Galileo pensaba, erróneamente, que vale también
para el movimiento circular uniforme. Sin embargo, en Descartes solo se queda esto: una intuición
y nada más. Y exactamente aquí está la diferencia, a no decir el abismo, entre la concepción de la
ciencia típica de los antiguos (y de Descartes), que pretendía basarse exclusivamente en una
intuición intelectual de las propiedades fundamentales de la naturaleza (o sea, de las “esencias”)
alcanzada por la pura razón, y el método galileano, que en cambio nos obliga a basarnos
constantemente en las “experiencias sensibles” y las “necesarias demostraciones”. Y es tal la
potencia de este método, que, siguiéndolo, incluso se puede llegar a convertir una intuición

71
Claro está que hoy en día prácticamente ningún pedagogo se refiere directamente a Descartes. Sin embargo, sus ideas
están objetivamente en la base de dicha concepción, ya que están en la base de todas las corrientes filosóficas modernas
(cf. § 2.9).

46
imperfecta en uno de los pilares de la ciencia de los siglos futuros; mientras que, en cambio,
siguiendo el otro camino incluso la intuición más feliz y exacta que uno pueda tener se encuentra
condenada a una inescapable esterilidad.
Hay una importante lección que sacar de todo esto: la ciencia es esencialmente una cuestión de
método. Es decir, una teoría es científica si, y solo si, se conforma al método experimental
galileano: si no, tan solo es pura fantasía, aun cuando usa, por así decirlo, “materiales de
construcción” tomados de otras teorías científicas ya aceptadas. 72 Esto en efecto es uno de los
“trucos” que el materialismo y el cientificismo usan más frecuentemente para intentar justificarse:
por ejemplo (cf. cap. 5), construyen una teoría que dice que el pensamiento se puede explicar
enteramente en términos materiales y, a pesar de que no tenga ningún respaldo experimental, 73 nos
dicen que debemos aceptarla porque es “científica”, en cuanto se basa solo en conceptos
“científicos”, como neutrones, átomos, corrientes eléctricas, etcétera. Pero todo esto no significa
nada si no se puede comprobar experimentalmente.
Sin embargo, la lección más importante es la que podemos aprender del examen del presunto
“principio cartesiano de acción y reacción”, acerca del cual Descartes llegó al punto de enunciar
hasta 7 diferentes leyes, todas erróneas y algunas incluso absurdas, como por ejemplo la cuarta, que
dice: «Si el cuerpo C fuese más grande que B, hasta poco, y fuese perfectamente inmóvil, […] con
cualquier velocidad B pudiese venir en contra de ello, nunca habría la fuerza para moverlo, sino que
sería obligado a rebotar hacia el mismo lado de donde había venido» (Descartes 1644: 99).
Claramente la pregunta nace espontánea: ¿cómo es posible que Descartes haya llegado a decir
cosas como estas? Sin embargo, por una vez no es necesario hacer ningún esfuerzo de
interpretación, pues nos lo dice él mismo poco después. Todo nace del rechazo radical del valor de
la experiencia sensible: «Y las demostraciones de todo esto son así ciertas, que incluso si la
experiencia parecería hacernos ver lo contrario, no obstante deberíamos creer más a nuestra razón
que a nuestros sentidos» (Descartes 1644: 102). ¿Y esto sería el otro padre de la ciencia
experimental? Me parece muy adecuado al propósito un comentario de Galileo que parece escrito
precisamente pensando en él, aunque por cierto no es así, pues en aquel tiempo Galileo ni siquiera
conocía la existencia de Descartes, que aún no había publicado nada:

Siempre me pareció extremadamente temeraria la postura de los que quieren considerar la capacidad humana como
medida de cuán puede y sabe operar la naturaleza, donde, al contrario, no hay ningún efecto, cuan mínimo que sea, cuyo
conocimiento puedan alcanzar los ingenios más brillantes. Esta tan vana presunción de entenderlo todo no puede nacer
de otro que del nunca haber entendido nada, pues, cuando uno hubiese hecho una sola vez la experiencia de entender
perfectamente una sola cosa y hubiese realmente gustado como está hecha la sabiduría, conocería como de la infinidad
de las otras conclusiones ni una la entiende.
(Galileo 1632: 126-127)

2.3d. Los descubrimientos matemáticos

En cambio, es verdad que Descartes dio a la ciencia algunas fundamentales contribuciones


indirectas gracias a sus descubrimientos matemáticos, que, juntos a los de otro gran matemático
francés, Pierre De Fermat (1601-1665), llevaron a la creación de la geometría analítica, que está
en la base de toda la matemática de los 4 siglos siguientes, que ha sido fundamental para el
desarrollo de la ciencia, sobretodo de la física. Además, Descartes publicó como apéndice al
Discurso un ensayo sobre la óptica geométrica, pero que no contiene ni una 74 idea suya: su real

72
Esta expresión, que me parece muy eficaz, es de mi maestro Evandro Agazzi.
73
Más frecuentemente el truco es un poquito más sutil, en el sentido de que la teoría sí tiene algunos respaldos
experimentales, pero que solo se refieren a una parte de esa, mientras que la teoría en su conjunto no se puede
comprobar (cf. cap. 5).
74
Tampoco la ley de la reflexión de la luz, que a veces se le atribuye (sobre todo por los historiadores franceses…), pero
que, de verdad, tras haber sido descubierta y olvidada varias veces en la historia, por fin fue enunciada públicamente en
1621 por el holandés Willebrord Snell (1580-1626). Todas las otras leyes de la óptica ya sabemos que habían sido
descubiertas en 1611 por Kepler (cf. § 1.9). Y, de hecho, cuando Descartes intenta ir más allá de la pura formulación

47
aporte se limitó al mejorar la forma matemática, que en efecto es mucho más moderna. Sin
embargo, a pesar de su inmensa utilidad para la ciencia, se trata en ambos casos de descubrimientos
puramente matemáticos y no científicos. Y es realmente paradójico que el afán de presentar a
Descartes como un gran científico haya llevado a dejar en la sombra su verdadera grandeza, ya que
usualmente sí se dice que fue un buen matemático, pero nada más, mientras que en cambio debería
ser puesto al mismo nivel de gigantes como Pitágoras, Euclides, Riemann, Lobačevskij, Gauss o
Mandelbrot: pues de verdad Descartes fue el padre de la matemática moderna. Pero no de la
ciencia.

2.3e. Conclusión...

Por lo tanto, la verdad es que Descartes fue un filósofo y un matemático (y de primera grandeza),
pero nunca fue un científico en el sentido moderno del término: es más, fue, en todo sentido, un
pensador pre-galileano. Por consiguiente, tampoco su mecanicismo no tiene ninguna relación con
la ciencia, sino que nace en un ámbito muy distinto, que es su filosofía.
Más bien, podemos incluso decir que, paradójicamente, Descartes, que en filosofía fue quien la
rompió con la tradición clásica para convertirse en el primero de los modernos, al contrario con
respecto a la concepción de la ciencia natural fue, en un sentido, el último de los antiguos: pues, a
pesar de que sus principios eran diferentes a los de Aristóteles, su método, en cambio, era
absolutamente idéntico.
O sea, casi...

2.4. El método según Descartes

Si hay un pensador cuyo nombre es indisolublemente asociado al concepto de “método”, esto es


sin duda Descartes, debido sobre todo a su obra primera, el Discurso del método (1637), uno de los
libros más famosos no solo de toda la historia de la filosofía, sino de toda la historia de la
humanidad (por lo menos con respecto al título: el contendido, en cambio, es mucho menos
conocido, no solo porque muy pocos lo han leído, aparte los expertos, sino porque casi siempre los
expertos lo enseñan de una forma incorrecta, así como todo su pensamiento).
En efecto, en el Discurso Descartes empieza con decir que está muy insatisfecho del estado de la
filosofía en su tiempo (al cual propósito tenía algo de razón, pues esa se encontraba realmente en
una situación lamentable) y que luego se necesita renovar profundamente su método.
Sin embargo, una vez más al exacto opuesto de Galileo, quien pensaba que para cada objeto
tenemos que encontrar el método más adecuado para conocerlo en base a sus características, para
Descartes el método del conocimiento tiene que ser establecido desde un escritorio, en base a la
pura razón e independientemente de cualquier objeto particular, ya que esto implicaría hacer
referencia a la experiencia, que, como hemos visto, en su opinión no es fiable lo suficiente como
para ser la base de un conocimiento cierto. En otras palabras, para Descartes no es el método que
depende del objeto, sino que es el objeto que depende del método.
Esto es el llamado giro epistemológico de la filosofía moderna, en consecuencia del cual desde
entonces en adelante se impuso la idea de que no se establece una teoría del conocimiento para
explicar cómo podemos conocer lo que de hecho conocemos, sino, al revés, se establece qué cosa es
cognoscible (y a veces incluso qué cosa existe) en base a una teoría del conocimiento construida
previamente en base a principios generales abstractos, con la paradójica consecuencia (que en
efecto se ha dado muchas veces en la historia de la filosofía moderna) de negar la cognoscibilidad o
hasta la existencia de un objeto pese a que sea parte de nuestra experiencia. Y precisamente aquí
está toda la diferencia, a no decir el abismo, no solo con respecto a Galileo, sino también a

matemática de la óptica para decir algo propiamente físico siempre cae de nuevo en el tipo de afirmaciones
seudocientíficas del cual hemos recién visto unos ejemplos.

48
Aristóteles y a toda la filosofía griega y medioeval: en efecto, pese a que en toda la tradición clásica
los principios fundamentales del conocimiento se establecían por medio de la pura reflexión
racional, de todos modos siempre se trataba de una reflexión de la razón sobre la experiencia,
mientras que en Descartes esa se convierte en una reflexión de la razón sobre sí misma.
Ahora bien, es exactamente en base a este tipo de reflexión abstracta que Descartes sigue
afirmando que la única solución es reconstruir toda la filosofía según el método de la matemática,
sin considerar que sus objetos son muy distintos, ya que la matemática es la única disciplina que, a
su parecer, ha alcanzado «alguna demostración, o sea alguna razón cierta y evidente» (Descartes
1637: 304). Luego, la primera cosa que se necesita es encontrar al menos una proposición
filosófica absolutamente cierta en la cual basarse para luego deducir todas las otras, así como se
deducen los teoremas matemáticos de los axiomas. Sin embargo, inmediatamente después Descartes
afirma que ni siquiera las verdades matemáticas son suficientemente bien establecidas como para
representar dicha base de todo el conocimiento y luego empieza a buscar un nuevo camino, que
nadie haya aún intentado y que le permita encontrar una certeza incluso más fuerte que la propia
certeza matemática.
Este “nuevo camino”75 es la llamada duda metódica, que representa la verdadera novedad de la
filosofía cartesiana76 y consiste simplemente en el rechazo de reconocer como verdadera ninguna
cosa de la cual se pueda dudar, no solo razonablemente, sino incluso irrazonablemente, por así
decirlo. Más precisamente, Descartes está dispuesto a reconocer como verdadero solo algo que
sería lógicamente contradictorio dudar. Esto es el momento en que la razón cartesiana termina su
proceso de alejamiento de la experiencia y se encierra definitivamente sobre sí misma. En efecto,
esto es mucho as radical que decir Y para estar cierto de esto, llega al punto de plantear una
hipótesis extrema: que todas las cosas que veo y que me parecen reales y verdaderas, incluida la
existencia del mundo material, de mi cuerpo y de las mismas verdades matemáticas, sean un sueño
o, hasta peor, una ilusión generada por un genio maligno muy poderoso que me engaña.77
Sin embargo, hay algo de que no se puede de ninguna manera dudar, aun aceptando esta
hipótesis extrema de que todo podría ser un engaño: es el hecho de que para engañarme tengo
necesariamente que pensar (pues el engañarse no es otra cosa que tener un pensamiento
equivocado), y, si pienso, esto significa también que existo. Esto es el celebérrimo «Cogito ergo
sum» (cf. Descartes 1637: 312), o sea, “Pienso, luego existo”, que por lo tanto representa la tan
ansiada certeza inquebrantable en que puede basarse toda la filosofía.
Sin embargo, con esto Descartes ha recién empezado a cumplir con su programa: para llevarlo a
cabo le necesita todavía deducir del “Cogito” todo lo que antes ha “provisionalmente” dudado. Y
precisamente aquí empiezan los problemas, pues lo que dice el “Cogito” es indudablemente
correcto, pero es también indudablemente muy pobre: demasiado pobre, de verdad, para ser la base
de todo conocimiento, como veremos de inmediato.

2.5. Demostrar la evidencia: el fracaso del método cartesiano

A primera vista puede parecer que en el “Cogito” hay algo innecesario, pues se podría decir
directamente que para engañarme tengo que existir. Sin embargo, para Descartes el “pienso” es una
parte esencial de su razonamiento, pues el “Cogito” no me dice solo que soy, sino también qué cosa
soy, vale decir, una cosa que piensa (en latín “res cogitans”): o sea, para Descartes el hombre se
identifica con su alma.
75
En el Discurso todo esto solo es esbozado de forma muy esquemática. El razonamiento en su forma canónica y
completa, la que se presenta aquí, fue desarrollado por Descartes solo en 1641 en las Meditaciones metafísicas.
76

77
Está claro que Descartes no duda en serio de que tiene un cuerpo, que el mundo existe, que 2+2=4, etcétera, pero no
quiere reconocer como verdadero nada de que no pueda estar cierto de una manera irrefutable. Precisamente para esto le
sirve la duda, y precisamente por esto se llama duda metódica, porque en efecto solo es metódica, en el sentido de que,
tras cumplir con su tarea (es decir, ayudarnos a rechazar todo lo que no es absolutamente cierto) tiene que ser superada.

49
Luego, Descartes agrega que, reflexionando sobre este concepto, aparece evidente que la
diferencia entre esta “cosa que piensa” y todas las otras es que “la cosa que piensa” no tiene
extensión (es decir, no ocupa espacio) mientras que todas las cosas materiales sí. De esto, Descartes
saca la ulterior conclusión que, así como todas las diferentes propiedades da la “cosa que piensa” no
son más que diferentes tipos de pensamiento, asimismo todas las diferentes propiedades de los
objetos materiales no son más que diferentes tipos de extensión, la cual por tanto es la única
propiedad real de la materia, que luego puede ser definida como una cosa extensa (en latín “res
extensa”). Es decir, Descartes, basándose únicamente en el “Cogito”, pretende nada menos que
determinar la esencia de la materia, que identifica con la extensión.78 De este modo, él reduce todas
las propiedades materiales a las meras propiedades geométricas,79 lo que lleva inevitablemente a
una visión mecánica de la realidad, pero que como se ve no tiene ninguna motivación de tipo
científico, sino que deriva enteramente de su filosofía. Y en efecto en esta forma extrema el
mecanicismo nunca fue adoptado por la ciencia, ya que una materia sin ninguna propiedad
cualitativa ni siquiera puede ser pensada (exactamente lo opuesto a lo que creía Descartes) y en
todo caso no corresponde a la materia del mundo real, que tiene muchas otras propiedades que no
dependen de su extensión, como ha demostrado la ciencia real basándose en el método galileano.80
Luego, Descartes sigue diciendo que también todas las otras ideas que tenemos y que son tan
“claras y distintas” como el “Cogito” tienen que ser verdaderas, porque si fuesen falsas nunca
podremos darnos cuenta, y Dios, siendo bueno, no puede permitir que seamos engañados sin
remedio.81 Sin embargo, las 3 demostraciones de la existencia de Dios que Descartes propone están
todas basadas (y no podría ser de otra manera) en el supuesto de que las ideas “claras y distintas”
sean verdaderas. Por tanto, de esta manera se cae inevitablemente en un claro círculo vicioso, que
lleva al fracaso toda la empresa de Descartes.
La contradicción es tan evidente que es natural preguntarse cómo es posible que Descartes nunca
se dio cuenta. La respuesta más probable es que sí se dio cuenta, pero nunca se preocupó mucho, ya
que de verdad él no creía en serio a la hipótesis del genio maligno, que en efecto solo era una
manera de preguntarse: «Cuál es el conocimiento más cierto que tenemos, que nunca se podrá dudar
por ninguna razón al mundo?». Sin embargo, hemos visto que Descartes no para acá. En efecto, él
quiere establecer que yo no soy nada más que una cosa que piensa y que la materia no es nada más
que pura extensión geométrica: ahora bien, para este fin, dudar en serio el testimonio de la
experiencia sensible (que en efecto dice toda otra cosa) es un paso esencial y no eliminable. Solo es
una lástima que después el contenido de la experiencia ya no se recupera.
2.6. Duda y pregunta

Es muy importante entender que el problema básico que afecta el razonamiento de Descartes es
el mismo que ya había afectado los razonamientos “científicos” de los antiguos y había empujado a
78
Cabe notar que, pese a que el método sea igual al de Aristóteles, ningún aristotélico nunca se atrevería a pretender de
definir la esencia de la materia como tal, algo que aquella tradición siempre ha considerado imposible de entender
separada de una forma específica. Además, la conclusión de Descartes es claramente incorrecta, porque del hecho de
que una propiedad sea la única común a todos los cuerpos no deriva lógicamente que sea la única real.
79
De esto deriva, como ya hemos adelantado, su rechazo a la existencia del vacío y de los átomos: en efecto, si la
extensión es la esencia de la materia, por un lado el espacio (que obviamente siempre tiene cierta extensión, por más
pequeño que sea) tiene que ser algo material, mientras que por otro lado solo un objeto sin ninguna extensión (o sea, un
punto geométrico) sería indivisible, pero, al no tener extensión, no podría ser un objeto material. Sin embargo, pese a
que en principio esta concepción sea bastante problemática, como el propio Descartes reconoce, diciendo que «hay algo
en este movimiento que nuestra alma entiende que es real, pero que, no obstante, no puede comprender» (Descartes
1644, p. 89), desde el punto de vista práctico no hay una gran diferencia con respecto a la visión de Demócrito, pues
Descartes desarrolla toda su filosofía basándose en la idea de que hay solo 3 tipos de partículas fundamentales, aunque
en principio cada una siempre podría descomponerse en otras más pequeñas (para profundizar véase Musso 2011: 178-
180).
80
La forma más extrema de mecanicismo en la ciencia es la teoría atómica de la termodinámica estadística de
Boltzmann, pero que además de la forma (que es perfectamente esférica, exactamente como en Descartes) reconoce que
los átomos tienen también una masa y luego un peso.
81
Cfr. Descartes (1644: 67-68).

50
Galileo a actuar su revolución metodológica (que, como hemos visto, Descartes malentendió
completamente), vale decir que el mundo es contingente (cf. § 1.19). Por consiguiente, o lo
aceptamos como un dato originario e irreductible o lo perdemos sin remedio, pues su existencia
(así como sus propiedades), no siendo necesaria, no puede ser “demostrada” de ninguna manera, ya
que no puede ser “deducida” por ningún principio lógico o metafísico. Luego, no solo la ciencia no
puede renunciar al método del conocimiento por fe (cf. § 1.17), sino que ni siquiera puede nacer sin
un inicial acto de fe.
Sin embargo, dicho acto de fe no es nada irracional, ya que, como demuestra toda la historia de
la ciencia, quien acepta este inicial “salto al vacío” después descubre la posibilidad de una gran
fecundidad, mientras que quien nunca quiere moverse sin tener por adelante un “seguro”, por así
decirlo,82 siempre se encuentra condenado a la esterilidad total, el cual a mí siempre me recuerda el
dicho del Evangelio: «Quien quiere salvar a su vida la perderá, y quien la pierda por mí la
encontrará» (Lc 9, 24 ). Pero también científicos muy distinguidos dijeron algo similar (aunque por
cierto no pensaban en Descartes), como por ejemplo Albert Einstein: «La fe en un mundo exterior
independiente del individuo que lo explora está en la base de cualquier ciencia de la naturaleza»
(Einstein 1934: 97). Y más o menos lo mismo, hasta más claramente, lo dijo Max Planck, el padre
de la física cuántica: «Que nadie nos venga a decir que ni siquiera en la más exacta de las ciencias
se puede trabajar sin una intuición del mundo, es decir, sin hipótesis indemostrables. Tampoco en
física se puede ser beatos sin la fe, al menos sin fe en una realidad exterior a nosotros. […] Un
científico que en su trabajo no se deje guiar por una hipótesis, todo lo prudente y provisional que se
quiera, renuncia a priori a la íntima comprensión de los resultados que él mismo obtenga. […] Pero
todavía se puede dar un paso más, y afirmar que también al reunir el material científico la previsora
y clarividente fe en nexos más profundos puede prestar valiosos servicios. Porque marca el camino
y agudiza los sentidos» (Planck 1933: 77-78).
Luego, de lo anterior se ve muy claramente que la duda metódica de Descartes no tiene nada
que ver con el auténtico método científico, más bien, nace precisamente de su completo mal
entendimiento, y a la larga lleva inevitablemente a un escepticismo absoluto (y no solo metódico),
como la historia ha demostrado claramente y como veremos mejor en lo que sigue.
Sin embargo, hay que subrayar que esta no era la intención original de Descartes, para el cual,
como hemos recién dicho, la duda solo era metódica y solo servía para llegar a una certeza más
fuerte. Además, no era por nada el método de todo el conocimiento, sino solo de su fase inicial y
“fundamental”. Luego, no creo que Descartes, si viviese hoy, reconocería como sus legítimos
herederos los actuales teóricos de la duda universal como única vía al pensamiento crítico, aunque
por otro lado lo sean realmente, pues exactamente esto es objetivamente, a pesar de sus intenciones,
el desemboque inevitable de la tradición filosófica generada por él.
Es interesante notar que, si en un sentido obviamente lo contrario de “duda” es “certeza”, desde
otro punto de vista, más “dinámico”, podemos decir que lo contrario de “duda” es “pregunta”, 83 ya
que ésta es como el camino que nos lleva a la certeza. De hecho, muchos de los que exaltan la duda
como fundamento del pensamiento crítico (especialmente entre los científicos), en realidad quieren
hablar de la pregunta, como se ve del contexto general de sus discursos. Sin embargo, esta manera
imprecisa de hablar no es sin (malas) consecuencias, pues no se trata solo de una diferencia de
palabras, sino de método. En efecto, se pregunta para obtener una respuesta y por lo tanto para
salir de la duda. Además, se duda solos, mientras que se pregunta a otro, distinto y externo a
nosotros. Por esto los científicos nunca se preocupan mucho de los límites de las teorías y de los
problemas insolutos que siempre e inevitablemente esas contienen: porque saben perfectamente que
lo único que hacer es seguir preguntando a la realidad, ciertos que, tarde o temprano, nos
responderá, como siempre lo hizo en el pasado; y que es necesario basarse en las certezas que

82
Sin embargo, esto es mucho más que una metáfora: veremos muy pronto (cf. § 2.11) que hay una relación muy
precisa (y muy preocupante) entre la posición cartesiana y la moderna obsesión personal y social por la “seguridad”.
83
Esta idea me la sugirió hace muchos años mi amigo italiano Luca Tuninetti (1963-vivo)), que ahora enseña en la
Pontificia Universidad Urbaniana de Roma, la misma donde yo he dictado mi primer curso universitario.

51
hemos alcanzado no menos que en las preguntas que han surgido, pues de otro modo se cae
exactamente en una duda paralizante que no nos lleva a nada. Y de hecho la historia de la ciencia
nos prueba que siempre las cosas han sido realmente así: solo tomando en serio una teoría que
funciona bien y empujándola hasta sus extremos límites se puede también llegar, tarde o temprano,
a encontrar una mejor, lo que en cambio sería imposible si tuviésemos que dudarla cada vez que hay
un problema. Por analogía y al mismo tiempo oposición a la duda metódica de Descartes,
podríamos llamar esta actitud certeza metódica, pues no tiene miedo de afirmar que algo está cierto
cuando hay buenos motivos por pensarlo, pero no es dogmática y siempre está abierta a la
posibilidad de la revisión, aunque no de una revisión total, pues esto significaría que todo lo que se
cree verdad podría ser falso, lo que nos llevaría de nuevo a la duda universal y a la aceptación de
una epistemología integralmente relativista y anti-realista, como lo hace la gran mayoría de los
filósofos de la ciencia de hoy en día (cf. cap. 4).

2.7. El dogma central de la modernidad

Si todo lo anterior es correcto, no es nada extraño que el método cartesiano haya fracasado. Lo
que en cambio sí es extraño (y mucho) es que no solo el cartesianismo no ha sido abandonado, sino
que ha tenido un éxito cada vez mayor, hasta el punto que, en el tiempo, se ha convertido en el
fundamento conceptual de toda nuestra civilización, que pretende basarse en la ciencia, pero en
realidad lo hace solo desde el punto de vista práctico, mientras que culturalmente, psicológicamente
e incluso emotivamente es casi integralmente cartesiana, lo que hace de Descartes el fracasado más
exitoso de toda la historia humana.
Entonces, en primer lugar necesitamos entender bien en qué sentido exactamente el
cartesianismo ha tenido éxito: pues es evidente que no todas las ideas de Descartes han sido
aceptadas a lo largo de los siglos siguientes, y aún menos hoy en día.
Ahora bien, mi tesis es que la parte de su filosofía que ha sido aceptada por todos es exactamente
el supuesto básico que ha sido la causa de su fracaso, lo que a primera vista puede aparecer muy
raro, pero veremos que hay un motivo muy serio (aunque en mi opinión erróneo) que ha llevado a
esta situación.
Dicho supuesto es lo que ha motivado la opción originaria de Descartes en favor del
racionalismo, o sea, su pretensión de basarse exclusivamente en una razón autosuficiente, que tiene
que buscar la verdad únicamente por sus fuerzas, sin basarse en nada externo a esa, llegando hasta
la negación de la unidad originaria de razón y experiencia y afirmando que nunca conocemos la
realidad, sino siempre y solo nuestras ideas (a menudo llamadas también “representaciones”, por lo
que en el argot filosófico se habla de representacionalismo), como lo dijo explícitamente el propio
Descartes: «No usaremos nada más que nuestro intelecto, pues es en el solo que la primeras
nociones o ideas, que son como las semillas de las verdades que somos capaces de conocer, se
encuentran naturalmente» (Descartes 1644: 69). Sin embargo, como hemos visto, dicha opción en
favor del racionalismo en Descartes no nace, como siempre se dice, de la confianza en la razón, sino
de una profunda (o, mejor dicho, total) desconfianza en la experiencia.84
Ahora bien, en mi opinión esto es precisamente lo que podemos considerar el auténtico dogma
central de la modernidad: vale decir, la convicción de que la razón nunca puede encontrar la
verdad dentro de la experiencia.
Lo que quiero decir es que esta es la idea que está en la base de todas las diferentes corrientes de
la filosofía moderna, o sea, de todas aquellas escuelas filosóficas que reconocen a Descartes como a
su padre, pese a que (obviamente) ninguna comparta todas sus tesis. Dicho dogma ha tomado

84
A esta altura ya debería ser superfluo notar que, una vez más, Galileo, ya en 1613, había rechazado con mucha
anticipación la tesis de Descartes, escribiendo en Las manchas solares que «se hará una mejor filosofía aceptando las
conclusiones que derivan de observaciones evidentes, en vez de insistir en defender opiniones que chocan con el
testimonio de los sentidos» (Galileo 1613: 33).

52
muchísimas formas a lo largo de la historia, 85 pero al corazón de todas sus diferentes versiones
siempre se encuentra la misma idea de fondo: como la experiencia ha de tratar con objetos
materiales, mutables e individuales, no puede fundamentar la verdad, que es inmaterial, eterna y
universal. En particular, si adoptamos esta clave de lectura, descubrimos que las dos caras más
características de la modernidad, el racionalismo y el relativismo (aunque sin duda hoy en día es el
segundo que domina), aparentemente opuestas entre sí, en realidad no son otra cosa que las dos
caras de una misma medalla: caemos en el primero si no queremos renunciar a la verdad (pero
luego hay que tirar la experiencia por la ventana); caemos en el segundo si no queremos renunciar a
la experiencia (pero luego hay que tirar por la ventana la verdad). En otras palabras, el relativismo
nace86 del fracaso del racionalismo, pero no de su rechazo: el relativista es un racionalista
decepcionado, pues ha abandonado la idea que se puede encontrar la verdad basándose en la pura
razón, pero que desde otro punto de vista sigue siendo racionalista, pues sigue compartiendo la idea
de que esta sería la única manera de encontrarla, pues en todo caso la verdad no se puede encontrar
basándose en la experiencia.
Es fácil prever (y la historia siempre lo ha comprobado, como veremos en lo que queda del
libro), que quienquiera acepta dicho “dogma”, independientemente de cualquier otra convicción
suya, nunca podrá entender realmente la ciencia y terminará inevitablemente, tarde o temprano, con
renegarla, sean lo que sean sus intenciones iniciales: en efecto, para el método científico galileano
la unidad entre razón y experiencia, que el “dogma central” niega en la raíz, es absolutamente
esencial y no eliminable. Y en efecto esto es exactamente lo que ha pasado, no solo a Descartes,
sino, como veremos, también a todos sus seguidores, cuya vicisitud empieza ahora a aparecernos en
su justa perspectiva: no como el desemboque contingente de un camino personal que habría podido
tomar otra dirección, sino como el resultado coherente de la elección de determinados supuestos.
Hablaremos de nuevo y más ampliamente de esto en la parte final del capítulo, pero antes
tenemos que examinar otras y no menos graves consecuencias del cartesianismo en la historia de la
filosofía y, más generalmente, de la cultura occidental.

2.8. La fractura entre espíritu y materia

Como lo dijo muy bien el gran filósofo y teólogo italiano Cornelio Fabro (1911-1955), con
Descartes empieza aquella tendencia típica de la mentalidad moderna por la cual «Dios, si existe, no
importa» (cf. Fabro 1969).
En efecto, Dios parece importante, o más bien fundamental, en el sistema de Descartes
, pero en realidad sirve solo para asegurarnos de que el mundo existe (lo que además, como hemos
recién visto, ni siquiera logra hacer), mientras que por todo el resto el mundo es un sistema
mecánico completamente previsibles y controlable, cuyas leyes son establecidas por la razón
humana desde un escritorio en lugar de ser reconocidas a partir de una realidad que no es obra
nuestra y que por tanto siempre puede sorprendernos. Luego, también el reconocimiento de la
existencia de Dios y de su rol de Creador del mundo, pese a que en Descartes sea ciertamente
sincero, de hecho se vuelve puramente formal, pues un Dios que no está en grado de sorprendernos
ya no es realmente Dios, y sobretodo ya no es un Dios interesante, pues – exactamente – “no
importa”.

85
Una de las más importantes de dichas versiones es la crítica moderna a las religiones reveladas, en particular al
cristianismo, que se basa en el supuesto que un hecho histórico no puede fundar una religión universal.
86
No solo teóricamente, sino también históricamente, pues de hecho el racionalismo moderno no ha sido derrotado en
los libros de filosofía, sino en los campos de batalla ensangrentados de la Segunda Guerra Mundial, que fue una
auténtica “guerra filosófica”, ya que nació del enfrentamiento final entre las ideologías totalitarias generadas por el
idealismo alemán, o sea, el nazismo, el comunismo y el fascismo. Exactamente de esta gigantesca tragedia y de su
continuación en la sucesiva “Guerra Fría” ha nacido la actual desconfianza en cualquier verdad que se presenta como
absoluta y que pretende imponerse a los demás.

53
Y lo mismo vale por el alma, que por un lado tiene toda la verdad en sí misma, pero por la otra es
completamente separada del cuerpo, que es también autosuficiente y comunica con esa solo a través
de la misteriosa glándula pineal, que es como la “encarnación” visible de toda la extrema fragilidad
de esta filosofía, cuya consecuencia inevitable es el llamado dualismo metafísico, por el cual mundo
y Dios, cuerpo y alma, sentimiento y razón, conocimiento y realidad, subjetividad y objetividad,
coexisten pero sin ser realmente juntos: están paralelos, pero separados en raíz.
Dicha tendencia, reforzada por el encuentro con el protestantismo, en que se había dado una
análoga fractura entre la fe, reducida a mero sentimiento subjetivo, y la razón, reducida a mero
cálculo de los aspectos mundanos de la vida, ha tenido consecuencias tan profundas que han
permeado toda nuestra cultura, llegando hasta a afectar nuestra misma vida personal, como veremos
en el capítulo final.

2.9. El “péndulo de Del Noce”

En consecuencia de dicha factura radical entre espíritu y materia, después de Descartes la


filosofía se vuelve inestable, ya que sus dos partes constitutivas siempre tienden a separarse,
generando los excesos opuestos, pero en efecto complementarios, del espiritualismo y del
materialismo.87 Y, en efecto, si miramos la historia de la filosofía moderna (que no es toda la
filosofía de nuestra época, sino, como ya hemos dicho, solo aquella parte de esa que reconoce a
Descartes como a su padre, pero que es la parte hoy ampliamente dominante) vemos que hay una
continua oscilación desde esta unidad inestable hacia uno de los dos extremos, que a un cierto
momento se convierte en el otro, a veces directamente, a veces pasando por un nuevo momento de
dualismo inestable, y después todo vuelve de nuevo a empezar desde el principio, siempre igual, de
una manera muy parecida a lo que los psicólogos llaman “coacción a repetir” (lo que es ligeramente
inquietante, ya que se trata de una enfermedad mental bastante grave). 88 He llamado este fenómeno
“péndulo de Del Noce” porque fue explicado muy claramente por el filósofo italiano Augusto Del
Noce (1910-1989), del cual he mucho aprendido, aunque él no fue el único a reflexionar sobre este
tema.
Claro está que solo se trata de una tendencia y no de una necesidad absoluta: en efecto, en
cualquier momento de la historia siempre se encuentran (afortunadamente) filósofos que no siguen
la corriente principal. Sin embargo, dicha tendencia no solo existe, sino es muy fuerte (y a menudo
también muy intolerante con los pocos que no quieren conformarse): por ello es muy importante
entender de donde ha nacido y cuáles son los supuestos en que se basa.

2.10. El alba inconclusa del Renacimiento

87
Generalmente el espiritualismo está junto al racionalismo mientras que el materialismo está junto al relativismo, pero
no siempre. En efecto el tema es bastante complejo: para profundizar en eso véase Musso (2011: 203-204).
88
Es bastante fácil imaginar que las ciencias humanas y sociales serán particularmente afectadas y perjudicadas por esta
situación, ya que tienen como su objeto el hombre y sus relaciones, por lo que sufrirán de la forma más aguda la
fractura cartesiana entre espíritu y materia. Y, de hecho, así fue: generalmente los investigadores que trabajan en este
campo tienden a asumir una actitud mecanicista y racionalista, mientras que sus críticos en mayoría toman una postura
relativista e irracionalista, lo que, aunque por diferentes razones, disminuye la eficacia de ambas posiciones. Los
avances de la ciencia de la complejidad y los desastres causados por una visión groseramente mecánica de la economía
y sobretodo de la financia están empezando a generar unos cambios, pero el camino hacia una concepción más
razonable sigue siendo muy largo. Vamos a decir algo más acerca de este tema en el capítulo final.

54
Según la interpretación hoy en día dominante, en el Renacimiento, junto a la nueva ciencia
descubierta por Galileo y Descartes, nacieron una nueva idea de razón, el “racionalismo”, y una
nueva cultura, la “modernidad”.
En cambio, lo que realmente ocurrió en el Renacimiento fue una dramática dicotomía entre dos
opuestas concepciones89 de la razón y, por consiguiente, de la modernidad: la de Galileo, que es la
base de la ciencia auténtica y sigue, potenciándola y abriéndola a nuevas perspectivas, la tradición
clásica y cristiana; y la de Descartes, que en cambio es la base del cientificismo90 y la rompe
completamente con dicha tradición (pese a que también Descartes era cristiano) para afirmar el
nuevo enfoque racionalista.
Queda claro que aceptar una u otra de dichas concepciones no es solo un hecho teórico, ya que
tiene profundísimas consecuencias en muchos otros aspectos de la concepción global del hombre y
de su actuar en el mundo, que ahora vamos a discutir brevemente. La paradoja es que la que se ha
impuesto hasta ahora es la que no se basa en la ciencia, o sea, la cartesiana, pese a que nuestra
sociedad de hecho se basa toda en la ciencia galileana.
Sin embargo, antes de empezar nuestra discusión quiero aclarar que esto no ha acontecido solo
por culpa de esta desviación de la razón empezada por Descartes. En efecto, él compartía con
Galileo, así como con muchos otros contemporáneos suyos, la exigencia de encontrar nuevas
respuestas a nuevas preguntas, generadas por la evidencia de que todo en el mundo estaba
cambiando y la síntesis creada por la civilización medieval, aunque fuese mucho mejor de lo que
usualmente nos cuentan, ya no funcionaba. Y si es verdad que la respuesta de Descartes era errónea,
es también verdad que en parte la responsabilidad fue de la Iglesia de su tiempo, que no entendió el
real alcance de la crisis, trabando la obra de Galileo en lugar de apoyarla y, más generalmente,
limitándose a defender el viejo orden, sin darse cuenta que ya no existía, en lugar de encabezar el
cambio buscando un nuevo equilibrio más adecuado. Este drama, cuyas consecuencias las sufrimos
hasta hoy, ha sido resumido muy bien por el gran poeta inglés Thomas Stearns Eliot (1888-1965)
en la pregunta que está en el corazón de su obra maestra Coros de “La Piedra”: «¿Es la humanidad
que ha abandonado la Iglesia o es la Iglesia que ha abandonado la humanidad?». Y la respuesta
correcta, que ya es implícita en la pregunta misma, es: «Las dos».
Y ahora vamos a ver por lo menos las principales implicancias de las posiciones de Galileo y
Descartes para la concepción de la persona y de la sociedad.91

1) Razón.
El primer punto es precisamente la razón, que para Descartes se debe entender como “medida de
todas las cosas”, como si se tratase de una habitación, pero que se la puede agrandar cuanto se
quiera, pero en tanto que habitación es limitada y está destinada a convertirse en una tumba, una
prisión, donde cualquier novedad es imposible o solo aparente, es decir formal: como en el juego
del “mecano”, para los niños puede cambiar la construcción formal, pero las piezas que la
componen serán siempre las mismas.
En cambio, para la tradición cristiana la razón es conciencia de la realidad según la totalidad de
sus factores y por tanto es como una mirada abierta, o, para seguir con la comparación, no
“habitación” sino “ventana” abierta de par en par a una realidad en la cual dicha mirada nunca
termina de entrar del todo; realidad que el hombre posee y experimenta como suya en la medida que
se adhiere a ella, la obedece.

89
Sin embargo, para no hacer confusión, en lo que sigue voy a conformarme a la costumbre general, llamando
“modernidad” solo la concepción basada en la visión de Descartes. Sin embargo, debe quedar claro que la visión
opuesta no es menos “moderna” que la suya: más bien, es todo lo contrario.
90
Es verdad que Descartes personalmente no era nada cientificista, más bien, decía que es la ciencia que depende de la
filosofía y no viceversa. Sin embargo, manteniendo, contra Galileo, la pretensión que el método del conocimiento sea
único, allanó objetivamente el camino al cientificismo, que se convirtió en el lógico desemboque de su posición apenas
la ciencia se afirmó como un tipo de conocimiento más fiable que la filosofía.
91
Este análisis se basa en la obra de Giussani (1985) La conciencia religiosa en el hombre moderno, que además me ha
inspirado la clave de lectura que está en la base de este curso.

55
No cabe duda que para Galileo, como hemos visto, la razón, también o más bien en primer lugar
la razón científica, es estructuralmente abierta, pues la realidad, siendo obra de Dios, siempre es y
será más grande de lo que podemos entender. Por esto el conocimiento es una aventura sin fin,
donde hay que buscar diferentes métodos en dependencia de los diferentes objetos que se estudian.
En cambio, para Descartes la razón puede y debe ser cerrada en sí misma, pues nunca debe
basarse en la experiencia, que es por su naturaleza engañadora. Por esto puede existir un único
método para todo conocimiento, basado en el mecanicismo, cuya tarea es de llegar lo más temprano
posible a una verdad cierta y definitiva, capaz de agotar de una vez toda la realidad y su misterio.

2) Libertad.
Hoy la libertad se entiende básicamente como ausencia de vínculos, como abandono de uno
mismo exclusivamente al propio impulso reactivo, al instinto, la imaginación, la opinión, es decir,
como libertad de elección (la que los filósofos clásicos llamaban “libertas minor”). Se puede
traducir esta concepción de manera banal diciendo que “la libertad es hacer lo que me gusta más”.
Pero en efecto incluso en esta concepción está involucrada implicitamente la idea que para poder
hacer una real experiencia de libertad lo que hago tiene que gustarme: es decir, es necesaria una
correspondencia con mi persona. Y en efecto para la tradición clásica y cristiana la libertad en su
sentido más profundo es una energía de adhesión a lo real, al ser, es decir, a otra cosa distinta de
uno mismo, que completa, hace crecer, construye y realiza nuestra persona.
Ahora bien, sin duda la libertad en la ciencia se expresa esencialmente en la creatividad del
científico: sin embargo, para Galileo dicha libre creatividad nunca es desvinculada de la realidad
física, sino, por lo contrario, tiene como tarea precisamente la adhesión a esa, que es también algo
que nos corresponde, en cuanto corresponde a nuestra razón, y puede cumplir, si no toda nuestra
persona, por lo menos nuestro conocimiento.
En cambio, para Descartes el punto de partida para crear algo nuevo, tanto en la ciencia como en
la filosofía, está exactamente en la rotura de cualquier legamen con la tradición y la realidad,
refugiándose en el puro pensamiento, aunque para él esto todavía tenga un valor de conocimiento
objetivo, pero que se perderá progresivamente entre los que seguirán su impostación.

3) Conciencia.
Para la cultura moderna la conciencia es el lugar donde uno decide el criterio y la normativa de
la acción: es decir, es la fuente autónoma de la norma ética.
En cambio, para la tradición clásica y cristiana la conciencia es el lugar donde la libertad del yo
reconoce una orden objetiva dada desde fuera de uno mismo, a la cual se debe obedecer.
Ahora bien, ¿podemos decir que para Galileo hay un momento en que la libre creatividad del
científico se pone frente de algo que existe en la realidad, independientemente de él? Ciertamente
sí: esto es el momento del experimento, en el cual brota la orden objetiva de la realidad, la que se
debe reconocer y obedecer, pero sin que esto mortifique la creatividad del científico, más bien,
siempre ocurre exactamente lo contrario, porque si uno sigue la sugerencia de la realidad siempre
llega a resultados mucho más interesantes de los que imaginaba.
En cambio, para Descartes los criterios y las normas de la acción, tanto de la personal como de la
científica, llegan enteramente del interior del yo. Y aunque él sigua pensando que de tal modo el yo
en efecto entienda el orden objetivo de la realidad, sin embargo, pues no hay ningún criterio
exterior, en efecto todo acaba en poder de la pura interpretación subjetiva, como, una vez más, se
quedará evidente en sus seguidores.

4) Cultura.
De lo que hemos dicho inevitablemente deriva que para el hombre “medida de todas las cosas” la
cultura es una proyección humana sobre lo real con el fin de poseerlo. Pero de esta manera la

56
ciencia y la técnica (y con ellas quien las usa) se convierten en un mero producto social, y por tanto
están condenadas a servir a una ideología para subrayar el particular punto de vista según el cual
tenga interés en moverse el poder a fin de “tener” más.
En cambio, según la tradición clásica y cristiana, como dijo Juan Pablo II, «la cultura es lo que
hace el hombre más hombre» (Juan Pablo II 1980: 738), y concierne, por lo tanto, al ser del
hombre.
Ahora bien, no hay duda que para Galileo la ciencia se refiera a las cosas como son en sí
mismas, y luego a su ser: por tanto ella también es un fenómeno (aunque parcial) de humanización
del hombre.
En cambio, no hay duda que Descartes también pensaba que su método llevase al conocimiento
del verdadero ser de las cosas y que esto llevase a un ennoblecimiento del ser humano. Pero esta era
una pretensión incoherente con lo demás de su pensamiento y por tanto no podía durar en el tiempo.
Y, de hecho, no duró, como veremos en lo que queda del curso.

2.11. Al corazón del problema: la opción

Antes de seguir con nuestra historia, nos queda todavía que aclarar un punto esencial: ¿por qué,
si es tan evidente que esta idea de razón es incorrecta, para muchos (filósofos, científicos, o incluso
gente común) parece tan difícil, o más bien imposible, cambiarla?
En algunos casos la respuesta puede ser que sí querían hacerlo, pero no ven una alternativa: y, de
verdad, hay que reconocer que son realmente muy pocos los que intentan proponer una visión
diferente, y aún menos los que logran proponer una convincente. Pero creo que muchas veces la
respuesta sea que en efecto cambiar esta idea es algo más que cambiar simplemente una idea:
porque por una ventana abierta puede pasar cualquier cosa, y por tanto esto significa en realidad
cambiar la vida o, por lo menos, ser dispuestos a cambiarla, lo que nos obliga a vivir la incómoda
experiencia del riesgo. Por tanto, al fondo, como lo dijo el filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte
(que por todo el resto no me gusta por nada, pero por lo menos acerca de esto tenía razón), «la
filosofía que uno elige depende de qué hombre uno es» (Fichte 1797: 18).
En efecto, como ha dicho uno de los que más profundamente y agudamente han reflexionado
sobre el origen de la modernidad, el sacerdote italiano don Luigi Giussani (1922-1950), fundador
del movimiento de Comunión y Liberación, aunque no refiriéndose a Descartes, pero con palabras
que parecen escritas precisamente para él, «toda esta situación descrita hasta ahora, con sus
consecuencias, no es el fruto de una investigación más seria del hombre sobre sí mismo, sino de una
opción. […] Es, pues, una posición que el hombre asume, es una libre elección» (Giussani 1985:
49). Sin embargo, esto no significa que se trata de algo irracional: pues, en efecto, una de las dos es
la realista. Para continuar con un ejemplo del mismo Giussani, es como uno
que está en la penumbra: si vuelve la espalda a la luz, la penumbra es el comienzo de la
oscuridad; si da la espalda a la oscuridad, la penumbra es el comienzo de la luz. Decidir qué
posición asumir es una opción, una elección. Sin embargo, si hay penumbra significa que sí existe
la tiniebla, por lo que también hay que admitir la existencia de la luz. Por tanto, pese a que no se
pueda demostrar de una manera lógica que la postura negativa es errónea, sí se puede mostrar que
si uno la adopta ya no salen las cuentas, porque está olvidando algo: pues la característica más
típica del error, aún más que la incoherencia lógica, es justo esta, que, tarde o temprano, siempre
finaliza con el dejar algo de lado (cf. Giussani 1985: 49-50).
Pero profundicemos un poquito más y preguntémonos: ¿por qué, últimamente, uno decide de
asumir la postura negativa? Pues, como hemos dicho, al final es una cuestión de libertad, cualquier
respuesta siempre y necesariamente quedará incompleta. Sin embargo, en este caso tenemos la
suerte de poder asistir “en vivo”, por así decirlo, a pesar de los 4 siglos que han pasado, al momento
exacto en que la libertad tomó su decisión, pues Descartes mismo se ha encargado de grabarlo para
nosotros. En efecto, como escribió una vez más en el Discurso del método, esto aconteció porque,

57
«como los sentidos a veces nos engañan, quise suponer que ninguna cosa fuese tal cual nos la hacen
imaginar» (Descartes 1637: 312; las cursivas son mías).
Este fue el instante en que por primera vez el corazón del hombre se volvió moderno. 92 Y el
motivo por el cual lo hizo también está grabado en sus palabras: no fue por nada, como siempre se
dice, por su confianza en la razón, sino por su profunda desconfianza en la experiencia, pero una
desconfianza que no es justificada por la experiencia misma, ya que de hecho el propio Descartes
reconoce que hay un salto lógico entre el hecho de que “a veces” los sentidos nos engañan y,
exactamente, la opción de la libertad (“quise suponer”) que decide no fiarse de “ninguna cosa” que
los sentidos nos dan a conocer.
Luego, la motivación real de dicha desconfianza en la experiencia es previa a la experiencia y
consiste últimamente en la sospecha que la realidad, en el fondo, no sea positiva (es decir, en
palabras simples, que esté hecha para fregarnos): pues uno puede aceptar el riesgo de abrirse a una
realidad que no conoce solo si piensa que de esa pueda venirle algo bueno.
Desde este punto de vista fue muy significativo que esta oposición fundamental no nació entre
un hombre de fe y un ateo o un agnóstico, sino entre dos “sinceros creyentes”, ya que esto nos
ayuda a entender dónde está el punto central de la cuestión. En efecto, lo que le faltó a Descartes no
fue la fe, ni la cultura, ni los valores morales, ni la inteligencia, todas cosas que tenía en abundancia,
sino el sentido del misterio, que en cambio Galileo, a pesar de sus numerosos defectos, sí tenía, y
muy fuerte. Es realmente impresionante ver como Galileo siempre se maravilla de todo lo que
descubre, mientras que Descartes, en cambio, nunca se maravilla de nada. Ahora bien, esta es
exactamente la postura de un hombre que no espera nada de la realidad – o, más exactamente, que
no espera nada bueno,93 por lo que no quiere que la realidad pueda sorprenderlo e intenta hacer todo
lo que puede para impedir que esto acontezca.
Pues, como lo dijo Einstein:

La más bella y profunda emoción que podemos probar es el sentido del misterio. En él se encuentra la semilla de
todo arte y de toda ciencia verdadera. El hombre para el cual no resulta familiar el sentimiento del misterio, que ha
perdido la facultad de maravillarse y humillarse ante la creación, es como un hombre muerto, o al menos ciego.
(Einstein 1934: 37-38)

Y que no sea exagerado incluso hablar de “don” a este propósito se ve, por ejemplo, de cómo se
expresó el gran físico Werner Heinsenberg tras descubrir la ecuación fundamental de la mecánica
cuántica (o sea, de la teoría atómica moderna), a pesar de que él ni siquiera creía en un Dios
personal a Quien agradecer, pero evidentemente la experiencia que hizo de haber recibido esto de
Otro como un don fue tan fuerte que no pudo negarla, aunque estuviese en contra de sus prejuicios:

Y ahora […], todo el territorio de las relaciones internas de la teoría atómica se ha desplegado repentinamente ante
mis ojos con claridad. Que estas relaciones internas muestren, en toda su abstracción matemática, un grado de increíble
sencillez, es un don que solo podemos aceptar con humildad. Ni siquiera Platón habría podido creer que fueran tan
bellas. Estas relaciones, en efecto, no pueden ser inventadas. Existen desde la creación del mundo.
(Heisenberg 1971: 71-72)

Pero cuidado con no entender todo esto de una manera abstracta, ya que en cambio es algo que
involucra a toda la persona. Y en efecto, mientras Galileo siempre estuvo dispuesto a dejarse
sorprender por la realidad, por lo que vivió en un continuo riesgo (a veces también equivocándose,
como es inevitable), Descartes en cambio nunca se asombraba por nada y siempre quería tenerlo
todo bajo su control. De aquí ha derivado la real obsesión de nuestro tiempo: la manía del control,
92
O por lo menos concientemente moderno, porque en efecto esta tendencia ya había empezado mucho antes de
Descartes (algunos consideran “moderno” en este sentido incluso al gran poeta italiano Francesco Petrarca (1304-
1374), que vivió 3 siglos antes. Sin embargo, Descartes fue el primero en teorizar el alejamiento de la realidad por parte
de la razón y, sobretodo, en considerarla un hecho positivo, incluso el principio de todo conocimiento.
93
Lo que en cambio realmente no sabemos es por qué Descartes ha llegado a tener esta postura, aunque sea probable
que la experiencia de la tremenda Guerra de los Treinta Años, que destruyo definitivamente la unidad política y
religiosa de Europa, tuvo algo de influencia en esto: pero realmente acá tenemos que ver con el misterio de la libertad.

58
por la cual se intenta, tanto frenéticamente como inútilmente, eliminar el riesgo de la vida,
refugiándose en la aparente seguridad de las reglas.
En el tiempo, en efecto, esta se ha progresivamente convertido de visión teórica de un individuo
particular en postura práctica colectiva de un número cada vez más grande de personas, generando
así por un lado las monstruosas ideologías que han ensangrentado el siglo XX y por el otro el
moralismo, un aspecto particularmente odioso del cual es la reducción del acontecimiento cristiano
a un sistema de preceptos éticos. Y dicha tendencia sigue (hasta más fuerte) todavía, pese a la ya
mencionada actual desconfianza en las verdades absolutas, ya que el aspecto decisivo de toda
ideología es la prevalencia de las reglas abstractas sobre la realidad y no el hecho de que sean
absolutas o convencionales. En este sentido, pues, también el relativismo y el “políticamente
correcto” son formas de ideología en todo sentido, como siempre ha dicho Benedicto XVI.
La última y más peligrosa manifestación de dicha tendencia es representada por la burocracia,
que por lo tanto no es un mero problema práctico, sino una ideología en todo sentido,
tendencialmente totalitaria como todas las otras. Más bien, siendo manía de control al estado puro,
que se justifica por sí misma y ya no en función de algún ideal extrínseco, la burocracia representa
al mismo tiempo la esencia ultima y el cumplimiento final de toda ideología y luego de la
modernidad como tal, como ha maravillosamente explicado el gran disidente (y sucesivamente
Presidente) checoslovaco Václav Havel (1936-2011) en su obra maestra El poder de los sin poder
(1978).
Esto es también el único (pero importante) punto en que mi análisis se parte de Del Noce, para el
cual en cambio el “dogma central” de la modernidad sería lo que él llama “ateísmo postulatorio”, es
decir, la negación apriorística de la transcendencia. Por ese motivo Del Noce creía en la posibilidad
de un cartesianismo “bueno”, basado en los aspectos religiosos de su pensamiento, lo que en
cambio ya no es posible si se acepta mi tesis que el problema fundamental está en su idea de razón.
En efecto, la razón típica del racionalismo está cerrada no en el sentido de que está cerrada a la
trascendencia (la de Descartes no lo estaba por nada), sino en el sentido de que está cerrada a la
realidad.
Sin embargo, el problema es que Dios solo se alcanza desde la realidad. Esto es particularmente
evidente en el caso del cristianismo, para el cual incluso Dios mismo se encuentra dentro de un
hecho histórico particular (Jesucristo y la Iglesia), pero vale en general. Basándonos solo en
nuestras ideas, en cambio, al máximo se alcanza una idea nuestra de Dios, lo que no es por nada la
misma cosa. En efecto, la idea de Dios podemos manejarla come nos más gusta, lo que al principio
puede parecer libertador, pero a la larga solo se vuelve aburrido y finaliza con no interesarnos más:
el cuál es exactamente lo que ha pasado en estos últimos siglos. Sin embargo, si así es, ya no es
posible hablar de un cartesianismo religioso “bueno” opuesto a uno “malo” que quiere volver al
hombre autónomo de Dios, pues también en el primer caso la razón cerrada a la realidad, tarde o
temprano pero inevitablemente, siempre finaliza con cerrarse también a la transcendencia. Por
consiguiente, para salir del estancamiento en que se encuentra la modernidad se necesita salir
también, completamente y sin compromisos, del cartesianismo como tal.
Claro que esto no es nada fácil, pero vale la pena intentar, pues, como dijo de nuevo Hável,
«nadie sabe cuándo una cualquier bola de nieve puede causar una avalancha» (Hável 1978: 185). Al
fin y al cabo, Descartes también era solo cuando empezó su revolución. El efecto mariposa vale
también por los acontecimientos históricos.

2.12 La razón después de Galileo

59
En lo que sigue hablaremos de los principales aportes de los otros científicos que continuaron la
obra de Galileo y se quedaron fieles a su idea de razón hasta hace algunas décadas, cuando muchos
empezaron a aceptar la visión reduccionista (paradójicamente justo cuando la ciencia misma estaba
superándola) y explicaremos las ideas de los principales filósofos de la ciencia, la gran mayoría de
los cuales compartió la misma idea de razón de Descartes.
Pero veremos también y sobre todo otro fenómeno, mucho más importante aunque menos
evidente, es decir, que la ciencia misma se encarga de preservar la idea de razón de Galileo por
medio del método experimental fundado por él, incluso, a veces, a pesar de las mismas
convicciones de los científicos que lo usan, los cuales, para usarlo, se ven obligados a conformarse a
dicha idea “abierta” de razón (por lo menos de hecho, aun cuando no conscientemente) que está
“incorporada” en el método mismo.
Por ello la ciencia representa hoy un fundamental punto de resistencia para quien quiera desea
seguir defendiendo una concepción no reductiva de la razón. En efecto, la comunidad científica es
el probablemente el único ámbito de toda la cultura moderna donde todavía se preserva un
pensamiento que afirma una pretensión de verdad, una exigencia de rigor y una apertura a la
realidad a las cuales nuestra cultura ha renunciado desde hace tiempo. O mejor, probablemente es el
único además de la Iglesia Católica.
A Galileo, que siempre nos recordaba que Dios nos habla a través de dos libros, el libro de la
Biblia y el libro de la naturaleza, esto no le parecería nada extraño.

60
SEGUNDA PARTE

ASCENSO Y OCASO DEL MECANICISMO

61
CAPÍTULO 3.
LA COSMOLOGÍA

La cosa más incomprensible del universo


es el hecho de que es comprensible.
(Albert Einstein)

Desde siempre, el extraordinario espectáculo del cielo nocturno todo estrellado ha comunicado al
hombre el sentido del misterio y lo ha empujado a preguntarse cómo todo esto nació y cuál es su
sentido. Claro que las primeras explicaciones mitológicas, así como el horóscopo y la astrología,
hoy ya no tienen sentido, pero en su origen fueron una manera (aunque errónea) de expresar este
sentimiento de maravilla y de asombro y de buscar una respuesta a las preguntas que de eso
espontáneamente nacen en nuestra mente y en nuestro corazón. Son el mismo sentimiento y las
mismas preguntas que están también en la base de una de las más famosas poesías de toda la
literatura mundial, L’infinito94 de Giacomo Leopardi:

Sempre caro mi fu quest’ermo colle


e questa siepe, che da tanta parte
dell’ultimo orizzonte il guardo esclude.
Ma sedendo e mirando, interminati
spazi di là da quella e sovrumani
silenzi e profondissima quiete
io nel pensier mi fingo, ove per poco
il cor non si spaura. E come il vento
odo stormir tra queste foglie, io quello
infinito silenzio a questa voce
vo comparando: e mi sovvien l’eterno,
e le morte stagioni e la presente,
ed il suon d’essa e viva. Così in questa
immensità s’annega il pensier mio:
e il naufragar m’è dolce in questo mare.

Lo que aconteció al principio del siglo XX fue que, por primera vez en la historia, el hombre
pudo intentar buscar una respuesta no solo a través de la mitología, la filosofía o la religión, sino
también por medio de la ciencia natural. Esto causó muchas nuevas preguntas y también nuevos
problemas, como ahora vamos a ver, pero lo que impacta en primer lugar es que, una vez más, todo
empezó por una consideración que parecía absolutamente obvia y banal.

3.1 La paradoja de Olbers

Al origen de todos los problemas del universo de Newton estaba en efecto un hecho sencillísimo
y bien conocido por todos: la noche, el cielo está oscuro. Esto puede parecer obvio (es porque no
está el Sol, ¿no?), pero en efecto en un universo infinito no debería ser así. Por lo contrario, en 1826
el astrónomo alemán Heinrich Olbers (1758-1840) recalcó que si el universo fuese infinito y

94
El infinito – Siempre caro me fue este yermo cerro / y esta espesura, que de tanta parte / del último horizonte el ver
impide. / Mas sentado y mirando, interminables / espacios a su extremo, y sobrehumanos / silencios, y hondísimas
quietudes / imagino en mi mente; hasta que casi / el pecho se estremece. Y cuando el viento / oigo crujir entre el
ramaje, yo ese / infinito silencio a este susurro / voy comparando: y en lo eterno pienso, / y en la edad que ya ha
muerto y la presente, / y viva, y en su voz. Así entre esta / inmensidad mi pensamiento anega: / y naufragar me es dulce
en este mar.

62
contuviese infinitas estrellas, en cada punto del cielo debería estar una, por lo que todo el cielo
debería brillar como una estrella, o sea como el Sol (que es, justamente, una estrella), 95 lo que sería
suficiente para quemar la Tierra en pocos instantes.
Una solución de la paradoja puede ser que el espacio es infinito, pero las estrellas no
. Pero si las estrellas no son infinitas hay una inestabilidad gravitacional y ellas deberían llegar a
ser todas comprimidas en el centro, hasta desaparecer en una singularidad
como las de los agujeros negros. Siendo el universo infinito también en el tiempo, esto ya habría
debido acontecer desde tiempo, lo que no es.
Otra solución podría ser que el universo es infinito en el espacio, pero no en el tiempo, porque en
este caso la luz de las estrellas más lejanas todavía no habría llegado hasta nosotros. Pero en un
universo estático como el de Newton esta hipótesis no tiene respaldos de un punto de vista
científico, y solo se puede justificar en términos teológicos.
Por tanto, en el marco del modelo cosmológico de Newton la paradoja no se podía solucionar.
En 1917 Einstein, basándose en su teoría de la relatividad, construyó el primer modelo
cosmológico de la historia, en que por primera vez el universo en su conjunto se volvía objeto de la
investigación científica. En eso se daba también la primera respuesta a la antigua pregunta sobre el
por qué no se puede salir del universo sin necesitar admitir que eso sea infinito: en efecto, a pesar de
su finitud, pues en dicho modelo el espacio es curvo, yendo siempre recto, al final uno se
encontraría siempre en el punto de partida, exactamente como sucede en la superficie de la Tierra,
que aun siendo finita no tiene límites y se puede seguir recurriendo sin fin y sin nunca salir de esa.96
Sin embargo, Einstein se dio cuenta que sus ecuaciones tenían como consecuencia que el
universo no es estático, sino se contrae. Pero, a diferencia de lo que pasaba en el universo de
Newton, aquí no eran solo las estrellas que se movían, sino el espacio mismo, y esto pareció
demasiado absurdo también a un científico “revolucionario” como él, hasta el punto que corrigió
sus ecuaciones insertando un término ad hoc (llamado “término λ” o también “constante
cosmológica”) no exigido por ninguna razón científica, solo para cancelar este efecto que no le
gustaba, lo que más tarde definió “el peor error de mi vida”. A este error contribuyó también la
filosofía personal de Einstein, que creía “en el Dios de Espinoza”, es decir en un Dios que coincide
con el orden del universo y por tanto concebido de una manera panteísta. Pues la idea de un Dios
que se contrae hasta desaparecer es un poquito transtornante, Einstein fue empujado a preferir un
modelo de universo estático y por tanto eterno, lo que le impidió descubrir la expansión del
universo: una prueba más de que el panteísmo no hace bien a la ciencia.
Así fue un meteorólogo ruso, Aleksandr Friedman (1888-1925), quien descubrió, en 1922, otra
solución de las ecuaciones de Einstein que preveía que el universo, en cambio de contraerse, se
expande. En un primer momento Einstein rechazó la solución de Friedman, pero, después de haber
recibido por él una carta personal con todas las explicaciones, la aceptó. Desde entonces, la teoría
del universo en expansión se convirtió en un modelo cosmológico del todo aceptable. Y en poco
tiempo llegó también la prueba de su verdad.

95
En realidad, como siempre las cosas son un poco más complejas, pues hay que tomar en cuenta algunos factores que
aparentemente podrían llevar a un resultado distinto (como la debilitación de la luz de las estrellas causada por su
distancia, el hecho de que si las estrellas son infinitas la luz de las más lejanas no podría llegar a nosotros porque sería
tapada por otras estrellas, etc.), pero se demuestra que dichos efectos se compensan exactamente uno con otro, de
manera que al final el resultado no cambia (cf. Hawking). Hay que decir que ya Kepler se había dado cuenta de la
paradoja (cf. Kepler 1610), pero que esto no tuvo consecuencias, porque para él era la prueba de que el universo no era
infinito, sino limitado por la esfera de las estrellas fijas (pese a que
96
Sin embargo, la respuesta más radical se basa en el concepto fundamental de la relatividad: el espacio no es absoluto,
y por tanto no puede existir independientemente de los cuerpos. Luego, no tiene sentido preguntarse qué cosa hay
“afuera del universo”, pues un “afuera” del universo simplemente no existe. Por esta misma razón, el universo podría
ser finito también en el caso de que no fuese cerrado, sino abierto (como veremos más delante): en este caso, en efecto,
salir del universo no sería posible no porque cuando uno llega a su límite extremo va a encontrar un confín material
(como una pared, lo que sería ridículo), sino porque simplemente desaparecería, pues nada material puede existir fuera
del espacio-tiempo. Para profundizar en este tema extremadamente difícil véase Musso 2011: 438-443.

63
3.2 La fuga de las galaxias y la expansión del universo

En 1919 (el mismo año en que Eddington midiendo la curvatura de la luz probó la relatividad
general de Einstein) el astrónomo sueco Knut Lundmark (1889-1958) descubrió que las estrellas
no son distribuidas de un modo uniforme en el universo, como se pensaba hasta entonces, sino están
juntas en grandes cúmulos separados por enormes distancias: las galaxias.
Pocos años después, en 1929, el astrónomo estadounidense Edwin Hubble (1889-1953)
descubrió que todas las galaxias tienen un redshift, es decir un viraje de su luz hacia el rojo,
proporcional a su distancia de nosotros. Esto es el llamado “efecto Doppler”, pues fue descubierto
en 1842 por el físico austriaco Christian Andreas Doppler (1803-1853), un fenómeno muy bien
conocido por los científicos. Cuando una fuente de ondas se acerca a nosotros, las ondas son
comprimidas y por tanto su frecuencia crece. En cambio, cuando se aleja, ocurre el contrario. Si se
trata de ondas sonoras, el sonido se hace más agudo en el primer caso y más bajo en el segundo: una
experiencia muy común, que todos habremos hecho muchas veces con las sirenas de carros de
policía o de ambulancias. Si en cambio se trata de ondas luminosas, en el primer caso el color vira
hacia el azul (blueshift), en el segundo hacia el rojo (redshift). Por tanto, parece que este fenómeno
solo se puede explicar si todas las galaxias se alejan de la nuestra, con una velocidad proporcional a
su distancia de nosotros. Pero esto no significa que nosotros estamos en el centro del universo:
todas las galaxias se alejan una de otra (y por tanto cada una parece estar inmóvil en el centro, lo
que no es). La razón es que es el espacio entre ellas que se expande y por tanto le aleja una de otras
, exactamente como pasa a las frutas confitadas al interior del panetón mientras que la masa
fermenta.
Hay que subrayar que la paradoja de Olbers fue descubierta en 1826, mientras que la prueba de
la verdad del modelo de Friedman llegó solo en 1929. Por tanto, por más de un siglo no hubo ni
una teoría cosmológica funcionante. Sin embargo, la teoría de Newton siguió siendo utilizada a
pesar de la existencia de este clamoroso “hecho falsante” (para hablar en términos popperianos): y
fue precisamente aprovechando lo más posible una teoría imperfecta que se llegó a una mejor.

3.3 El origen de todas las cosas: el Big Bang

De todo esto deriva una consecuencia muy importante: el universo tiene necesariamente un
origen temporal, un “primer momento” desde el cual todo empezó.
En efecto, si las galaxias se alejan una de otra con velocidad finita y creciente en el tiempo,
necesariamente en el pasado tenían que estar cada vez más cercanas, hasta llegar a cuando estaban
todas reunidas en un solo punto, sin dimensiones y con densidad infinita. Este punto es la llamada
singularidad inicial, que es idéntica a las que están (supuestamente) en el centro de los agujeros
negros, con la única diferencia que tiene una masa mucho más grande, porque todo lo que hoy
vemos en el universo, en aquel entonces estaba comprimido en esa, como propuso primero en 1927
el sacerdote y astrónomo belga Georges Lemaître (1894-1966), que tuvo la intuición correcta hasta
antes del descubrimiento de Hubble.
A un cierto momento, por razones ignotas, esta singularidad empezó expandirse, de una manera
similar a una gran explosión (aunque en efecto sea algo diferente, como veremos de pronto). Por
ello, el astrónomo inglés Fred Hoyle (1915-2001), al cual esta teoría no le gustaba por nada,
porque, como siempre decía, «está demasiado parecida al libro de la Génesis», en 1950en una
famosa entrevista a la BBC la llamó Big Bang (es decir “Gran Boom”), con intención despreciativa:
pero el nombre tuvo éxito y ahora para todos es lo que oficialmente indica el momento inicial de
nuestro universo. La fecha del Big Bang fue calculada muchas veces, llegando en un primer
momento a establecer un intervalo temporal desde hace 10 hasta hace 20 mil millones de años. Hoy
se piensa que aconteció acerca de hace 13.700 millones de años. Pero esto no significa que el

64
universo nació en el tiempo, sino, más bien, que nació junto al tiempo (y también junto al espacio),
como ya había intuido San Agustín (354-430), sin conocer nada, obviamente, de la cosmología
moderna. Luego, así como no tiene sentido hablar de un “afuera” del universo, ni siquiera tiene
sentido hablar de un “antes”: hasta cuando no hubo algo que podía moverse, ni siquiera hubo el
tiempo, pues, como hemos visto, el tiempo es esencialmente una propiedad de los cuerpos en
movimiento. Por esto la imagen de la explosión solo es una analogía, ni siquiera precisa: en efecto,
una explosión es algo que acontece en el espacio y el tiempo.

3.4 La prueba de la radiación fósil

Por algún tiempo Hoyle, con pocos otros, sostuvo una teoría alternativa, la de un universo que se
expande desde la eternidad gracias a una producción continua de materia del vacío (un concepto
difícilmente aceptable por la ciencia, no por sí mismo, pues ya sabemos que la energía del vacío sí
existe, sino porque para producir materia desde la eternidad sería necesario que dicha energía fuese
infinita). Pero, por fin, en 1964 dos técnicos de telecomunicaciones estadounidenses, Arno Penzias
(1933-vivo) y Robert Wilson
(1936-vivo), descubrieron casualmente la radiación fósil que representa el “eco” del Big Bang,
en perfecto acuerdo con los cálculos teóricos, hechos en 1948 por el ucranio George Gamow
(1904-1968) y dos sus estudiantes, el ruso Ralph Alpher (1921-2007) y el estadounidense Robert
Herman (1914-1917).97 El gran descubrimiento de Penzias y Wilson fue confirmado en 1990 por
las observaciones mucho más precisas hechas por el satélite COBE, proyectado por los
estadounidenses John Mather (1946-vivente) y George Smoot (1945-vivo). Esta fue considerada
por los astrónomos la prueba definitiva del modelo del Big Bang, aunque Hoyle siempre rechazó
rendirse y siguió contestando la teoría del Big Bang hasta su muerte, pero sin éxito.
Al principio del 1999 el satélite BOOMERANG incluso logró tomar la que fue llamada “la foto
del Big Bang”. En efecto esa no representa realmente el Big Bang, sino el universo a la edad de
380.000 años, cuando empezó volverse “transparente” a la luz. Más allá no se puede ir, porque el
universo estaba demasiado caliente para permitir el nacimiento de los átomos y por tanto la
separación entre materia y energía: todo estaba mezclado y por esto no se puede ver nada. De todos
modos, esta foto y las siguientes observaciones, hasta más precisas, hechas por el satélite WMAP
consintieron el descubrimiento de las “semillas” de las galaxias, es decir, pequeñas irregularidades
(de una magnitud de 1 parte en 100.000) en la distribución básicamente uniforme de la radiación
fósil, probablemente causadas por fenómenos cuánticos, dieron origen a zonas de mayor densidad,
cerca de las cuales se formaron progresivamente las galaxias.
Por fin, cabe decir que, a diferencia de lo que se pensaba hasta hace poco tiempo, las últimas
observaciones parecen demostrar que ni siquiera las galaxias están distribuidas de un modo
uniforme en el espacio. En cambio, parecen juntas en cúmulos separados por grandes vacíos, a su
vez juntos en súper-cúmulos, y así sucesivamente. Muchos indicios sugieren que podría tratarse de
una gigantesca estructura fractal, que podría incluso involucrar a todas las galaxias del universo,
aunque hasta ahora solo tenemos la prueba que se extiende por unos 3 mil millones de años luz.
Ahora estamos esperando los resultados de la misión del satélite Planck, que fue lanzado el día
14 de mayo 2009 de la base de Kourou en la Guyana francés, al cual trabaja como director
científico de uno de sus dos experimentos el italiano Marco Bersanelli (1960-vivo). Planck tomará
97
Sin embargo, Gamow, que tenía un sentido del humor muy particular, pidió a su colega, el alemán Hans Bethe(1906-
2005), que no tenía nada que ver con este trabajo, de firmar el artículo junto a él y a Alpher, de modo que llevara los
nombres de Alpher, Bethe, Gamow, que estaban muy parecidos a las tres primeras letras del alfabeto griego (alfa, beta,
gama), lo que le parecía muy adecuado a un artículo acerca del origen del universo. Lo malo fue que Herman, en
cambio, no podía estar en dicha lista: luego, pese a que sí había trabajado muy duramente, pues su apellido no tenía
relaciones con el alfabeto griego, el pobrecito tuvo que conformarse con solo firmar junto a Alpher una Apéndice en que
pusieron los cálculos relativos a la radiación fósil. Al final esta se reveló la parte más importante, pero la injusticia
sufrida por Herman queda.

65
un nuevo mapa de la radiación fósil que llegará a la máxima precisión que se pueda alcanzar,
incluso en principio: este será por tanto el mapa final, que por cierto nos ayudará muchísimo a
llegar a un entendimiento más profundo del origen del universo.

3.5 El fin de todas las cosas

Si hoy podemos decir que sabemos (más o menos...) cuál fue el origen del universo, todavía no
sabemos cuál será su fin. Hay dos posibilidades básicas, cada una de las cuales contempla algunas
variantes, que acá no tomaremos en consideración:

1) Si en el universo hay bastante materia (universo cerrado), a un cierto momento la gravedad


vencerá la expansión y el universo empezará a regresar, hasta cuando todo vuelva a
comprimirse otra vez en una singularidad, en el así llamado Big Crunch. Cabe decir que
esto no significaría “ver la película al revés”, pues el estado del universo cerca de la
singularidad final sería muy distinto al del universo cerca de la singularidad inicial: por
tanto, también en este caso la flecha del tiempo cosmológica seguiría siendo válida.
2) Si en cambio en el universo no hay bastante materia (universo abierto), entonces la
expansión seguirá sin fin, hasta cuando, a un cierto momento, por el segundo principio de
la termodinámica, toda la energía utilizable en el tiempo se acabará y el universo se hará
cada vez más frio y oscuro, hasta llegara a lo que los físicos llaman la muerte térmica, un
estado en que nada nuevo nunca podrá acontecer.

Sin embargo, hay que decir que algunas recientes observaciones astronómicas (las primeras
hechas en 1996, las más importantes entre 2003 y 2005) parecen demostrar que la expansión del
universo, en vez de desacelerar, estaría actualmente acelerando, debido a una causa todavía
misteriosa, provisionalmente llamada energía oscura. Esto querría decir que el universo es
esencialmente dominado por la energía oscura (72%) y la materia oscura (23%), mientras que la
materia ordinaria formaría poco más del 4% de su masa total y la radiación menos del 1%. En este
caso, obviamente, el escenario de la muerte térmica sería cierto.
De todos modos, lo más cierto es que, tarde o temprano, de una manera u otra, al final todo se
acabará. No solo los seres vivos, no solo los planetas, no solo las estrellas, sino también el universo
en sí mismo es mortal, aunque en su caso la muerte no significa la destrucción, sino solo llegar a un
estado en el cual ya no es posible ninguna evolución positiva, sino solo una disgregación sin fin. No
obstante los intentos (bastante absurdos, por verdad) de algunos físicos de imaginar soluciones para
este problema, el universo no está en grado de asegurar la vida eterna, no solo a nosotros, sino
tampoco a sí mismo.
Luego, por cierto el universo no es Dios.

3.6 El principio antrópico y el multiverso

En la cosmología actual no solo el universo tiene un inicio, sino que tiene también un inicio muy
especial. Por esto a veces se habla a este propósito de principio antrópico, entendiendo que el
universo está hecho exactamente de manera tal que permite la existencia de los seres humanos. En
efecto, hay muchas diferentes versiones de este principio, en mi opinión no todas aceptables, pero
hay una idea básica común a todas dichas versiones que es ciertamente correcta: de cualquier
manera se lo pueda explicar, de hecho sin una regulación muy fina, a veces realmente increíble, de
sus condiciones iniciales el universo sería completamente diferente y en eso la vida, incluida la
nuestra, no sería posible.

66
Dichas coincidencias les molestan a muchos cosmólogos, porque para explicarlas parece
necesario admitir la intervención directa de Dios. Por esto en los últimos años algunos de ellos,
como los rusos Andrei Linde (1948-vivo) y Alexandr Vilenkin (?-vivo), el inglés Denis Sciama
(1926-1999) y el estadounidense Lee Smolin (1955-vivo), han propuesto modelos cosmológicos en
cuya base siempre está, aunque en distintas versiones, la hipótesis del llamado multiverso. O sea,
para evitar el problema del origen del universo, han hipotetizado que el nuestro, aunque finito,
podría ser parte de una serie infinita de universos: el multiverso, precisamente. Además, siendo la
serie infinita, es claro que tarde o temprano, por puro azar, tendrá que aparecer en esa también un
universo con las especiales características del nuestro, sin que esto implique ningún misterio.
Pero, ¿todavía es ciencia?
En efecto, pues los otros hipotéticos universos no tienen ninguna comunicación con el nuestro,
todas estas teorías no pueden ser controladas experimentalmente (en principio, no solo en la
práctica). Sin embargo, como ya hemos subrayado (cf. § 2.3), una teoría no controlable
experimentalmente ya no es una teoría científica, aun cuando usa, para decir así, “materiales de
construcción” tomados por la ciencia.
Además, estas teorías nacen con el intento explícito de rechazar una teoría que les parece
demasiado en armonía con la fe cristiana, a menudo tomando su inspiración de concepciones de tipo
panteísta. Esto se ve muy claramente en muchos textos, como por ejemplo los siguientes:

Si hubiese una amplia gama de universos (quizás todos los posibles), no sería extraño que hubiesen algunos que
tienen las particulares propiedades necesarias para la vida. [...] Para decir la verdad, nuestro universo es muy
extravagante: su modelo parece el de un creador torpe que agotó sus fuerzas en crear un solo universo.
(Denis Sciama, Este extraño universo)

Por tanto nunca hubo un Dios. […] Y Nietzsche murió. Hoy él también está muerto. El eterno retorno, la muerte
térmica eterna ya no son una amenaza: nunca llegarán, así como nunca llegará el Reino de los cielos. El mundo existirá
siempre, y será siempre diverso, más variado, más interesante, más vivo. […] No hay nada fuera de eso. […] Todo el
Ser es en las relaciones entre las cosas reales, sensibles. [...] Todo lo que tenemos como ley natural es un mundo que se
hizo por sí mismo.
(Lee Smolin, La vida del cosmos)

Por un lado todo esto demuestra, una vez más, que el panteísmo siempre le hace daño a la
ciencia, pues empujó a estos autores a crear teorías que no respetan el verdadero método galileano. 98
Por otro lado, todo su esfuerzo nace de un equívoco.

3.7 Origen y Creación

En efecto, cuando hablamos de este tipo de cuestiones siempre tenemos que distinguir los
niveles.
La Creación en sí misma no implica obligatoriamente un “primer momento” y por tanto es
compatible con la eternidad del universo, pues se refiere esencialmente al hecho de que Dios dona
el ser a las cosas, es decir, las hace existir.
El mundo no es algo que Dios crea y después lo abandona, como piensa la filosofía moderna, sino
algo que en cada momento depende de Dios por su existencia (creación continua). Por lo tanto, el
hecho de que hay o no hay un “primer momento” no es relevante, pues en principio Dios podría
estar creando el universo desde la eternidad sin ningún problema, como ya dijo Santo Tomás en
98
Por lo menos actualmente. Claro está que no se puede excluir que algún día se encuentre un modo de verificarlas, lo
que las volvería teorías realmente científicas. Sin embargo, estos autores pretenden que ya lo sean en su forma actual, lo
que es simplemente falso. Peor aún, muchas veces no solo pretenden que sean teorias verificables, sino que incluso ya
sean verificadas de hecho, lo que es realmente un locura total. Lo que quiero decir no es que no se deben desarrollar
estos estudios tan especulativos, sino que no se debe pretender que sean lo que no son. Si uno quiere hacer este tipo de
investigación, que lo haga: pero que diga también muy claramente cuáles son los límites que sus teorías actualmente
tienen.

67
1271: «No es necesario que la causa actuante, es decir Dios, preceda su propio efecto en el tiempo,
si esta fue su voluntad, [pues] ninguna causa que produce su efecto instantáneamente, precede
necesariamente dicho efecto en el tiempo» (Tomás de Aquino 1271: 185).
De la misma manera, lo que es realmente relevante de un punto de vista filosófico no es que el
universo tenga esta o aquella particular estructura ordenada, sino que tenga una estructura ordenada
cualquiera. Y por cierto el multiverso en su conjunto, si existe, tiene necesariamente que tener un
orden racional. Por tanto, su eventual existencia no puede eliminar la pregunta acerca de la
necesidad que haya una Razón más grande de la nuestra que sea la fuente de la racionalidad que
vemos en el mundo.
Entonces, la hipótesis del multiverso (también del multiverso infinito) es perfectamente
compatible con ambas concepciones, y por tanto es una hipótesis metafísicamente neutral: es decir,
no hace ninguna diferencia acerca de este problema, que tiene que ser solucionado por otros medios
(filosóficos y teológicos). Y esta es la razón por que decía que todo esfuerzo de sus partidarios nace
de un equívoco. Si ellos también pudiesen entenderlo, toda discusión en la cosmología se volvería
más serena.
Pero cuidado: “creación continua” no significa que Dios interviene continuamente en el mundo,
siendo la causa directa de todo lo que pasa (esto sería ocasionalismo, lo que quiere decir que las
cosas no actúan realmente, sino solo dan a Dios la “ocasión” de actuar). “Creación continua”
significa, en cambio, que en cada instante Dios (Causa Primera) hace existir las cosas, las cuales,
actuando según las leyes de la naturaleza, son las causas directas de todo lo que pasa (causas
segundas). Por tanto, el concepto de creación continua no coincide ni con la evolución cósmica ni
con la biológica. En efecto, estas solo son procesos de desarrollo de una realidad ya existente,
gobernados por las causas secundas. Creación continúa, en cambio, significa que el mundo no se da
el ser por sí mismo, y desaparecería si no lo recibe de Dios en cada instante. Por eso la creación
continua existiría también en un universo estático y sin cualquier forma de evolución. Esto no
excluye, obviamente, la posibilidad que algunas veces Dios intervenga directamente en el mundo
(milagros)
,99 pero que son intervenciones excepcionales, mientras que normalmente Dios gobierna el
mundo indirectamente a través las leyes de la naturaleza (que Él mismo creó de un modo tal que
hagan lo que Él quiere).

99
Paradójicamente (pero significativamente), negar la posibilidad de los milagros lleva a negar también la posibilidad
de la ciencia. En efecto, el milagro consiste en el acontecimiento de algo que la ciencia considera imposible. Negar esto
sosteniendo, como muy a menudo se escucha, que lo que la ciencia no puede explicar hoy, quizás lo pueda explicar en
el futuro, significa de hecho sostener que todo lo que la ciencia afirma hoy podría cambiar en el futuro, o sea, que todo
lo que la ciencia afirma hoy podría ser erróneo, y por tanto que no es realmente ciencia, sino una simple convención
social: en otras palabras, significa volverse partidarios del anti-realismo científico. Claro está que el de la realidad del
acontecimiento de un milagro particular es otro problema, que solo puede ser solucionado por un cuidadoso análisis
científico de los hechos. Sin embargo, queda que la posibilidad de los milagros en general no solo no es negada, sino es
incluso implicada por la necesidad de las leyes naturales: exactamente lo contrario de lo que dicen los cientificistas.

68
TERCERA PARTE

UNA RAZÓN MÁS ANCHA

69
CAPÍTULO 4.
UNA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA POCO ATENTA A LA CIENCIA

Todo será negado y todo se volverá creencia.


[...] Nos veremos empujados a defender
No solo a las increíbles virtudes de la vida humana,
Sino algo hasta más increíble:
Este maravilloso universo que está frente a nosotros.
Lucharemos por los prodigios visibles
Como si fueran invisibles.
(Gilbert K. Chesterton)

4.1 Un consejo por Albert Einstein

Hay una célebre frase de Einstein que dice así: «Si quieren aprender algo del método que utilizan
los físicos teóricos, les aconsejo:
No escuchen sus palabras, aténganse a sus realizaciones» (Einstein 1934: 63).
Ahora bien, esto es exactamente lo que los filósofos de la ciencia del siglo XX, o por lo menos
su gran mayoría, no hicieron.

4.2 El neopositivismo

El movimiento neopositivista nació en el famoso Círculo de Viena, que se constituyó en 1922


alrededor del austriaco Moritz Schlick (1882-1936), que en aquel año fue llamado por la
universidad de dicha ciudad como profesor de Filosofía de las ciencias inductivas, la prestigiosa
cátedra que ya había sido de Mach y, después de él, de Boltzmann. Sus principales integrantes eran
los austriacos Friedrich Waismann (1896-1959), Herbert Feigl (1902-1988), Hans Hahn (1879-
1934), Otto Neurath (1882-1945) y el alemán Rudolf Carnap (1891-1970. Sin embargo, esto fue
solo su primer núcleo, pues en el tiempo el neopositivismo se difundió en primer lugar en Berlín,
gracias al ingeniero y filósofo alemán Hans Reichenbach (1891-1953), y después en todo el
mundo.
El neopositivismo, también dicho positivismo lógico por su uso (y muy a menudo abuso) de la
moderna lógica matemática, fue el primer movimiento filosófico que declaró explícitamente de
hacer “filosofía de la ciencia” (aunque, como ya sabemos, de hecho esta nació con Galileo, junto a
la ciencia misma), a pesar de que entre sus miembros hubo muy pocos científicos: principalmente
eran lógicos y matemáticos. Sus referencias básicas eran: David Hume; los ilustrados; el
positivismo de Auguste Comte y Ernst Mach (el gran enemigo de Boltzmann); y sobretodo el
Tractatus logico-filosoficus de Ludwig Wittgenstein (1889-1951)100 y la lógica matemática, que
justo en aquellos años había hecho enormes avances, especialmente con la publicación de los
Principia mathematica de los ingleses Bertrand Russell (1872-1970) y Alfred North Whitehead
(1861-1947). Les gustaba también el pensamiento de Einstein, pero del Einstein joven y admirador
de Mach, no del Einstein maduro y fuerte defensor del realismo científico.

Los principios básicos de la filosofía neopositivista se pueden resumir así:

100
Aunque hay que decir que Wittgenstein participó de vez en cuando en las reuniones del Círculo, pese al no ser
miembro, pero criticó muy a menudo el uso que hacían de sus ideas, opinando que las malentendían.

70
1) Todo lo que existe puede ser descompuesto en “hechos atómicos” absolutamente simples,
objetos de percepciones elementales igualmente simples, que pueden ser expresados por
“enunciados atómicos” (a veces también llamados “enunciados protocolares”) a su vez
absolutamente simples, según una idea “mecánica” del mundo y de la razón tomada integralmente
del Tractatus de Wittgenstein.
2) Principio de inducción: los enunciados complejos (“enunciados moleculares”) se construyen
juntando a los enunciados atómicos por la lógica matemática: sin embargo, su función solo es
económica, para evitar repetir cada vez toda la lista, pero de hecho en los enunciados moleculares
no hay nada más de lo que ya hubo en los enunciados atómicos.
3) Principio de verificación: “El sentido de un enunciado es el método de su verificación”, 101que
para los enunciados atómicos consiste en contrastarlos con los hechos atómicos a los que se
refieren, mientras que para los enunciados moleculares consiste en su descomposición en los
enunciados atómicos de que están compuestos.
4) Por consiguiente, todo lo que tiene sentido es reducible a enunciados empíricos, lo que
significa que la metafísica no solo es falsa, sino que no tiene ningún sentido: como lo escribió
Carnap, «los metafísicos no son nada más que músicos sin talento musical» (Carnap 1931: 240).

Es indudablemente muy paradójico (pero al mismo tiempo muy significativo) que estos autores
hayan desarrollado este tipo de mecanicismo filosófico extremo justo en los mismos años en que la
ciencia, en que ellos pretendían basarse, estaba declarando la definitiva crisis del mecanicismo
científico. Y, en efecto, muy a menudo parece que el objetivo real de los neopositivistas fuese la
destrucción de la metafísica, más bien que el entendimiento de la ciencia. De todos modos, lo que
está cierto es que su método no es el método de la ciencia real.
Esta falta total de consideración por la ciencia real típica del positivismo lógico fue al fin
reconocida, aunque con gran demora, por Herbert Feigl, uno de los integrantes originarios del
“Círculo de Viena”, que en 1970 escribió:

Algunos de nosotros [en efecto, todos] se contentaron de un “barniz de ignorancia” cerca del desarrollo histórico de
las ciencias, de sus colocaciones socioeconómicas, de la psicología del descubrimiento y de la teoría de la invención
etcétera. Algunos de nosotros [en efecto, todos], aunque orgullosos de su empirismo, por algún tiempo “inventaron”
algunas fases de la historia de la ciencia de una manera indudablemente “a priori”, por lo menos en las conferencias
públicas y las lecciones, hasta en algunas publicaciones. «He aquí como Galileo, o Newton, o Darwin, o Einstein (por
ejemplo) deben haber llegado a sus ideas» era un modo, no infrecuente de decir, o más bien de decir tonterías. Aunque
nunca eran completas, y tampoco precisas, las fuentes estaban disponibles, pero las consultábamos muy poco. Casi
todos [en efecto, casi ninguno] hemos llegado a arrepentirnos de este comportamiento inexcusable.
(Feigl 1970)

4.3 Popper y el falsacionismo

El filósofo austriaco Karl Raimund Popper (1902-1994) rechazó el empirismo y el


reduccionismo radicales del neopositivismo, porque decía (exactamente) que esto llegaría a destruir
no solo la posibilidad de la metafísica, sino también de la ciencia.
En efecto, Popper notó (correctamente) que las leyes de la naturaleza no son una mera suma de
hechos singulares, pues pretenden valer en todo tiempo y lugar. Entonces, son enunciados
auténticamente universales, y no solo numéricamente: es decir, no se refieren a un número finito de
hechos, sino infinito, por lo menos potencialmente. Como tales, no pueden ser alcanzadas por el
método neopositivista de la inducción, que, además, puede ser engañoso, como demuestra el
famoso ejemplo del pavo inductivista, del mismo Popper y Bertrand Russell. Un pavo ve que cada
día a las 12 su patrón le lleva la comida, independientemente de cualquier otro factor (el tiempo que
hace, la ropa que lleva, etcétera). Usando a la inducción, el pavo saca la siguiente ley natural: “El
patrón lleva la comida al pavo todos los días a las 12”. Sin embargo, su convicción es desmentida
101
En esta forma, hoy considerada canónica el principio fue enunciado solo en 1930 por Waissman, pero el concepto ya
estaba en el Tractatus y de hecho siempre fue presente en toda la reflexión de los neopositivistas.

71
el Día de Gracia, cuando es a él que lo hacen de comida. Y, en efecto, como hemos visto en todo el
curso, nunca los científicos lograron (más bien, ni siquiera intentaron) establecer las leyes naturales
de esta manera.
Sin embargo, en cambio de sacar de todo esto la conclusión que la idea de razón de los
neopositivistas era inadecuada, Popper concluyó que entonces la invención de las teorías científicas
es un hecho irracional, análogo a la creación artística102y que el único momento racional en el
trabajo científico es la deducción lógica de las consecuencias de las teorías, que sucesivamente
tienen que ser contrastadas con la experiencia. Esto significa que, a pesar de sus críticas, Popper
compartió con los neopositivistas (que por otra parte siempre dijo estimar) la misma idea de razón
, en el sentido que también para Popper la razón se identifica con la lógica, aunque, a diferencia
de los neopositivistas, él piensa que una tal razón reducida a la lógica no sirve para alcanzar nuevas
ideas (y exactamente por esto dice que se trata de un proceso irracional).
De todos modos, de esta primera tesis Popper llega a su idea más importante y famosa, es decir
la teoría del falsacionismo. Popper notó que existe una asimetría lógica entre verificabilidad y
falsabilidad de un enunciado universal: por ejemplo, nunca podremos saber si el enunciado “Todos
los cisnes son blancos” es verdadero, porque sería necesario verificarlo por un número infinito de
casos (lo que es obviamente imposible); mientras, por lo contrario, para saber que es falso basta
encontrar un solo cisne negro. Hay que subrayar que, a pesar de sus críticas al método de la
inducción, los ejemplos de “leyes naturales” que Popper usa (“Todos los cisnes son blancos” o
“Todos los cuervos son negros”) no son nada más que generalizaciones inductivas de una serie de
observaciones particulares, a comprobación ulterior de su incapacidad de concebir una idea de la
racionalidad científica realmente diferente del modelo neopositivista. Sin embargo, las auténticas
leyes naturales no se limitan a registrar pasivamente unas regularidades observadas en la naturaleza,
sino describen otras regularidades, más profundas y hasta entonces no observadas, que explican las
observadas. Además, predicen otras nuevas, hasta entonces no solo no observadas, sino a menudo ni
imaginadas y a veces ni siquiera imaginables. Por esto, como ya hemos visto varias veces, el modo
en que las teorías son realmente comprobadas no es por nada verificar si valen en cada singular caso
individual al cual se aplican, sino verificar si alguna de las consecuencias nuevas (mejor si es una de
las no imaginables anteriormente), ocurre realmente, incluso en un único caso. Por ejemplo, la
curvatura de la luz medida por Eddington ni siquiera era pensable en el marco de la teoría
ondulatoria de la luz. Por tanto, es difícil sostener que su descubrimiento experimental no sea, por
lo menos a cualquier grado, una verificación de la teoría de Einstein. Popper posiblemente objetaría
que cierto estas no son auténticas leyes naturales, pero están bien igualmente como ejemplos
(simplificados) de ellas, pues tienen la misma estructura lógica. Sin embargo, exactamente esto es el
punto: para distinguir las auténticas leyes naturales de las meras generalizaciones empíricas la
estructura lógica no basta: se necesita también considerar su contenido.
De todos modos, basándose en dicha asimetría lógica, Popper rechazó la idea que las teorías
científicas pueden ser verificadas, y dijo que esas solo pueden ser falsadas, en lo que precisamente
consistiría el método científico.
Sin embargo, la imposibilidad de establecer si una teoría cualquiera es verdadera llegó al final a
hacer imposible la falsación misma, pues también los enunciados que expresan los resultados
experimentales (la llamada “base empírica”) son “cargados de teoría” (en inglés, theory-laden).
Esto significa que cuando hacemos un experimento para comprobar una teoría inevitablemente
usamos instrumentos cuyos funcionamiento a su vez se basa en otras teorías (dichas por esto teorías
auxiliarias, porque nos ayudan en hacer el experimento). Luego, si nunca se puede saber si una
teoría es verdadera (y cuando Popper dice “nunca” quiere decir realmente nunca), entonces cuando
hay un resultado experimental contrario a lo que esperábamos no hay modo de saber si la teoría
falsa es la que queríamos controlar o en cambio una de las teorías auxiliares implicadas en el
experimento.

102
Que en efecto no es nada irracional, aunque (obviamente) no pueda ser reducido a la lógica: cf. cap. 5.

72
Por consiguiente, la falsación nunca puede ser decisiva por sí misma, y la evaluación de sus
resultados es, al fin y al cabo, una cuestión meramente convencional.
Por tanto, el intento de Popper de construir una teoría de la ciencia realística fracasó. Y la causa
de su fracaso fue precisamente esta: haber mantenido la identificación de razón y lógica que ya
había sido típica de los neopositivistas.

4.4 El cambio relativista

En el tiempo, en consecuencia de un largo proceso de autocrítica y de evolución (en parte


causado por la crítica de Popper) y también de la emigración a los Estados Unidos de muchos de sus
integrantes, del neopositivismo nació la filosofía analítica, o sea, la corriente filosófica hoy
dominante en los países anglosajones (y, por ende, en el mundo), que conserva todavía sus
características fundamentales, aunque un poquito matizadas respecto al principio. En efecto, la
filosofía analítica dio decididamente vuelta hacia el relativismo, pero mantuvo los dos principios
básicos del neopositivismo original:
1) El empirismo (aunque “degradado” a genérico cientificismo, sin vincularse ya a una específica
teoría del conocimiento)
2) El uso exclusivamente analítico de la razón (aunque “liberalizado” en la forma más general de
análisis del lenguaje, sin vincularse ya de manera exclusiva a la lógica matemática, que de todos
modos sigue siendo importante).
Sin embargo, al nacimiento del relativismo epistemológico contribuyeron varias fuentes, las
principales de las cuales fueron las siguientes:
1) La filosofía del lenguaje, especialmente la del estadounidense Willard van Orman Quine
(1908-2000) y del “segundo” Wittgenstein (pues Wittgenstein, desde 1953, cambió
radicalmente todo su pensamiento, convirtiéndose en uno de los padres del relativismo
epistemológico, después de haber sido en su primera fase uno de los padres del racionalismo).
2) La filosofía de la percepción de Norwood Russell Hanson (1924-1967).
3) La historia de la ciencia de Thomas Kuhn y Paul Feyerabend.
4) La sociología de la ciencia delos ingleses David Bloor (1948-vivo) y Steve Woolgar (1950-
vivo) y del francés Bruno Latour (1947-vivo).
Pero también las últimas tres llegan últimamente a argumentar sus tesis por consideraciones
basadas sobre la filosofía del lenguaje, que por tanto debe considerarse la fuente fundamental.

4.5 Kuhn y los “paradigmas”

Según Tomas Kuhn (1922-1996), historiador de la ciencia estadounidense, toda ciencia está
gobernada por esquemas conceptuales que él llama paradigmas y que contienen las ideas básicas,
las reglas metodológicas y los criterios de evaluación aceptados por la comunidad científica en un
cierto momento.
Por tanto, la ciencia se divide básicamente en dos fases:
1) La “ciencia normal”, en que todos los científicos trabajan intentando solucionar
“rompecabezas” (es decir, problemas no fundamentales) según los principios de un paradigma
aceptado por todos.
2) Las “revoluciones”, que empiezan cuando el paradigma existente va en crisis y nace uno
nuevo.
El cambio de paradigma se explica por hechos sociológicos (básicamente porque los
sustentadores del viejo paradigma mueren) y no por motivaciones científicas, pues para Kuhn todo
en la ciencia, tanto la parte teórica como la experimental, tiene sentido solo dentro de un
paradigma, de que depende todo criterio metodológico e interpretativo. Por tanto, las mismas

73
teorías e incluso los mismos resultados experimentales tienen significados diferentes por los que
siguen paradigmas diferentes, hasta el punto de ser inconmensurables, es decir, de no poderse
comparar uno con otro. Luego, a falta de un término de paragón común, los paradigmas no pueden
ser ni comparados ni discutidos racionalmente, sino solo retóricamente. Por tanto, el cambio de
paradigma, que Kuhn paragona a un cambio gestáltico 103 o a una experiencia mística, es por su
esencia un proceso irracional, aunque, contradictoriamente, Kuhn siempre intentó rechazar dicha
conclusión.
Pero hay más. En efecto, si tomamos en serio lo que Kuhn nos dice acerca del hecho de que
hasta los resultados experimentales son diferentes para los seguidores de paradigmas diferentes (y
tenemos que tomarlo en serio, pues si no lo hacemos todo su razonamiento se vuelve incoherente),
deriva la consecuencia que los seguidores de paradigmas diferentes viven literalmente en mundos
diferentes, como en efecto Kuhn dice explícitamente. Pero esto significa que cada cambio teórico
implica un cambio en la realidad misma, o sea, en otras palabras, que la realidad es producida por
nuestras teorías. O sea, la epistemología de Kuhn al final llega al idealismo, aunque una forma de
idealismo “lingüístico”, para así decirlo, en el sentido de que se basa esencialmente en argumentos
de filosofía del lenguaje en cambio que en argumentos de tipo metafísico, como el idealismo del
siglo XIX. Pero siempre es idealismo, aunque Kuhn, una vez más, siempre rechazó reconocerlo
claramente, lo que en cambio hicieron, más adelante, algunos de sus seguidores. Sobre de la cual
cosa dejamos el comentario a Galileo:

Y de verdad me parece que sería algo ridículo creer, que entonces empiecen a ser las cosas de la naturaleza, cuando
nosotros empezamos a descubrirlas y entenderlas. Además, si el entendimiento de los hombres fuese la causa de la
existencia de las cosas, sería necesario, o que las mismas cosas fuesen y contemporáneamente no fuesen (fuesen, para
los que las entienden; y no fuesen, para los que no las entienden), o que el entendimiento de pocos, y hasta de uno solo,
fuese suficiente para hacerle ser.
(Galileo 1611: 108)

Una vez más, el problema de fondo está en la idea de razón. En efecto, a pesar de que Kuhn no
se basa en la lógica formal (pero que sí lo hacen otros epistemólogos relativistas), su idea de razón
sigue siendo cerrada en sí misma, porque solo puede existir en el ámbito de un paradigma, cuyas
reglas no nacen de la realidad (que se queda incognoscible), sino de un acuerdo entre los
científicos, que al final será determinado da los que tienen el poder en la comunidad científica. Sin
embargo, dicho desemboque no era inevitable.
En efecto, ¿qué cosa es exactamente un paradigma?
Según la lingüista inglés Margaret Masterman (1910-1986), una profunda estudiosa de su
filosofía, en Kuhn hay hasta 21 diferentes sentidos del término “paradigma”. De todos modos, los
fundamentales (que derivan uno de otro) son tres:
1) Paradigma-construcción (algún expediente o técnica que nace en el ámbito de la “ciencia
normal” frente a un problema que no puede ser solucionado por el viejo paradigma, y que se
presenta como aplicable en el nuevo campo de investigación).
2) Paradigma sociológico (un conjunto de hábitos científicos, que puede funcionar cuando
todavía no hay una teoría).
3) Paradigma metafísico o meta paradigma (una teoría básica o una concepción metafísica
general).
Entre los tres hay una estrecha concatenación lógica: el paradigma-construcción es el más
fundamental, porque es lo que permite por primera vez solucionar un problema fuera del viejo
paradigma (en un sentido, es algo muy similar a una hipótesis ad hoc). Pues funciona, otros
científicos lo usan para solucionar otros problemas que tienen algo en común con el primero: y de

103
La psicología de la Gestalt (que en alemán significa “forma”) ha demostrado que los seres humanos percibimos
originariamente la forma general de las cosas y solo después los detalles. Luego, por “cambio gestaltico” se entiende un
cambio repentino en la percepción de una forma, como por ejemplo ocurre con figuras ambiguas que pueden ser
interpretadas de diferentes maneras.

74
esta manera se genera el paradigma sociológico. En fin, eso se desarrolla de un modo completo y
estructurado: y entonces nace el paradigma metafísico.
Kuhn, en efecto, aceptó el análisis de Masterman, pero no siguió su indicación más importante,
es decir, que este proceso de formación de los paradigmas implica una forma de razón de tipo
analógico y no dependiente de un paradigma ya existente (es, decir, abierta a la realidad), con que
habría podido eliminar el irracionalismo de su concepción sin renunciar a ella. Pero probablemente
esto a Kuhn no le interesaba, pues habría implicado eliminar también la idea más original (aunque
más problemática) de su teoría, o sea, la tesis de la inconmensurabilidad. Luego, como casi todos
los filósofos modernos Kuhn prefirió la originalidad a la realidad y por consiguiente siempre siguió
considerando imposible o, a lo mejor, irracional la “comunicación inter paradigmática” (o sea, entre
científicos que siguen paradigmas diferentes).

4.6 Feyerabend y el anarquismo metodológico: revoluciones sin “ciencia normal”

El filósofo austriaco Paúl Feyerabend (1924-1994) en un sentido no hizo nada más que
radicalizar la concepción kuhniana, aunque de hecho él llegó a sus ideas independientemente de
Kuhn.
En efecto, para Feyerabend cada nuevo descubrimiento científico es una revolución que tiene su
propio “paradigma”: por tanto la “ciencia normal” sencillamente desaparece, todas las teorías son
incomparables y toda la ciencia se vuelve en un proceso irracional, que depende de las relaciones
sociales y, en último análisis, de las relaciones de fuerza que existen en la sociedad en cada
momento.
Sin embargo, en los últimos años de su vida, Feyerabend empezó a decir que en realidad él
nunca quiso ser relativista, sino que toda su filosofía era una reductio ad absurdum del
racionalismo, en el sentido de que quería mostrar que si se acepta el punto de vista racionalista
(especialmente el de Popper), luego la ciencia aparece irracional, lo que en realidad no es.
Es difícil, a no decir imposible, establecer hasta qué punto esta interpretación de sí mismo hecha
por Feyerabend sea correcta, además porque en otro lugar él dijo también, contradiciéndose, que
«cambió de opinión» (Feyerabend 1991: 92). Lo que por cierto es verdad, de todo modo y manera,
es que en sus últimos libros Feyerabend buscó con insistencia una nueva idea de razón, más amplia
y flexible, pero que nunca pudo lograrla de una manera clara (también por su carácter, intolerante
de las definiciones teóricas). De todos modos, definir Feyerabend sencillamente un relativista y un
irracionalista es por cierto incorrecto.

4.7 Consecuencias culturales del relativismo epistemológico

Y ahora vamos a ver si nuestra hipótesis acerca de la idea de razón y sus consecuencias está
confirmada por todo lo que hemos aprendido.
1) En primer lugar, hemos dicho que la razón entendida como “medida” o “habitación” es
básicamente mecánica y no permite una novedad real. Bueno, me parece que no cabe duda de que
esta es realmente una definición exacta de la idea de razón que tienen todos estos filósofos y de sus
consecuencias: en el universo neopositivista, en efecto, la novedad es sencillamente imposible,
mientras que en lo de Popper en principio puede acontecer, pero nunca puede ser reconocida como
real, y para los relativistas siempre y solo es convencional.
2) Igualmente, me parece indudable que la ausencia de vínculos y el abandono a la reactividad es
exactamente la idea de creatividad (es decir, de la libertad en la ciencia) que tienen estos autores: en
efecto, los neopositivistas querían incluso declarar sin sentido toda tradición filosófica antecedente;
para Popper cuando se falsa una teoría se tiene que botarla y crear otra completamente nueva; y
para Kuhn y Feyerabend la creatividad (por lo menos al nivel fundamental) solo es posible cuando

75
se rompen los vínculos que juntan al pasado y a la realidad misma, y además dicha creatividad no es
racional, sino nace del instinto, de la imaginación y de la opinión.
3) Después hemos dicho que la idea moderna de conciencia es que es la fuente autónoma de la
norma ética, Bueno, aquí es suficiente borrar la última palabra (“ética”) y por lo demás esta es una
descripción exacta del modo subjetivista en que los relativistas entienden la ciencia. Para ellos, en
efecto, los criterios y la normativa de la acción (o sea, en la ciencia, del experimento) dependen del
“paradigma” o del “esquema conceptual” que los científicos tienen en sus cabezas: es decir, es lo
subjetivo que impone sus criterios y sus normas a la realidad, y no viceversa.
4) Cuarto y último, hemos dicho que si la cultura no es nada más que una proyección del hombre
sobre lo real con el fin de poseerlo, también la ciencia y la técnica, que son partes suyas, siempre
estarán condenadas a servir a una ideología. Aquí no es necesario añadir nada: esto es exactamente
lo mismo que dicen los relativistas, hasta en la terminología.
Por fin, cabe subrayar que el moderno relativismo cultural deriva de hecho, por lo menos en gran
parte, del epistemológico, especialmente del de Quine y Kuhn, como se ve claramente del hecho de
que la terminología comúnmente usada es la suya (especialmente la de Kuhn). Esto no es tan
extraño como puede parecer a primera vista: en efecto, exactamente el reducir la ciencia a un
discurso como todos los otros implica que lo que se dice acerca de ella valga también para
cualquier otro tipo de discurso.

4.8 Una irrazonable idea de razón

De hecho, dos cosas parecen evidentes:


1) La ciencia, especialmente la del siglo XX, ha ampliado enormemente nuestro conocimiento de
la realidad.
2) La ideación de las teorías científicas no es nada arbitraria
, pues, como lo dijo una vez el gran físico Richard Feynman, «el problema de inventar algo
nuevo, pero que sea coherente con cualquier otra cosa que ya conocemos, es extremadamente
difícil».
Y entonces, ¿por qué se ha llegado a sostener exactamente lo contrario?
La respuesta es que la característica común a todos los filósofos de la ciencia de tradición
analítica es la reducción de la razón al solo aspecto lógico y deductivo (lo que se llama a veces
“esencialismo lógico”). Pero la lógica se ocupa solo de las características más generales y comunes
del pensamiento humano
. Por tanto, no es tan extraño que de este modo se pierda lo que representa el aspecto específico
de la ciencia, que consiste sobretodo en la precisión de sus predicciones. Quienes dicen que el éxito
práctico de una teoría no garantiza su verdad (lo que en principio es correcto) simplemente ignoran
(o fingen ignorar) cuál increíble nivel de precisión han alcanzado las modernas ciencias
experimentales, especialmente la que generalmente critican más por alejarse más de la experiencia
sensible, es decir, la física, que en algunos casos pudo verificar sus predicciones con un error de
una parte en mil millones. Para darnos cuenta de que realmente significa, imaginemos tener mil
millones de botellas de agua y una teoría que nos dice cuáles de esas están llenas y cuáles en
cambio vacías. Controlando una botella al segundo, se necesitarían más de 32 años para acabar.
Ahora bien, una precisión de una parte en mil millones significa que durante dichos 32 años
controlando una botella al segundo solo podemos encontrar una botella que no se conforma a la
predicción de la teoría. Claro está que solo un loco podría sostener en serio que un éxito de esta
magnitud pudo acontecer por azar, pese a que la teoría no era correcta. Sin embargo, esto es
exactamente lo que los epistemólogos relativistas quieren hacernos creer acerca de la ciencia. Y
cabe subrayar que en la ciencia éxitos como lo anterior no acontecieron solo una vez, sino muchas.

4.9 Una razón adecuada


76
Con esta vicisitud el “péndulo de Del Noce” ha cumplido su segunda oscilación, y, si algo no va
a cambiar, tarde o temprano inevitablemente empezará la tercera. También esta vez, en efecto, como
creo haber demostrado, la clave de todo está en la idea de razón, que sigue siempre siendo
básicamente la misma de Descartes.
Cabe por tanto preguntar: ¿existe un camino diferente y mejor?
Existe. Y consiste en una diferente y mejor idea de razón, la que hemos llamado “mirada abierta”
o “ventana”. Esto es lo mismo que, en forma más técnica, entendía por ejemplo Santo Tomás
cuando definió la verdad como «adaequatio rei et intellectus» (“adecuación de la inteligencia a su
objeto”; Summa Theologiae, I, q. 21, art. 2c). O Einstein cuando dijo que «el que no reconoce el
misterio insondable, tampoco podría ser un científico»
.
Nuestra pregunta anterior entonces se convertirá en la siguiente: ¿existen hoy filósofos de la
ciencia que tienen una idea “abierta” de razón? y, si existen, ¿sus teorías son realmente mejores que
las otras?
Y la respuesta una vez más es: sí, existen, aunque sean pocos; y sí, sus teorías son mejores,
aunque sean menos notas. Aquí vamos a ver dos ejemplos entre los más significativos.

4.10 El objetualismo pluralista de Agazzi

Hace unos cuarenta años el filósofo italiano Evandro Agazzi (1934-vivo) propuso la teoría que
me parece mejor y que yo llamo “objetualismo pluralista”. Sus principios básicos se pueden resumir
así:
1) La realidad no es de un solo tipo.
2) En una misma “cosa” existen diferentes aspectos y diferentes niveles de realidad.
3) El objeto de la ciencia nunca es “la realidad” en general, sino siempre y Solo la realidad
desde un cierto punto de vista particular (por esto, una buena regla metodológica es que para
entender cuál es el objeto de un discurso tenemos que entender que pregunta se quiere contestar).
4) Más exactamente, este “punto de vista” es determinado por un conjunto de propiedades, que
al principio son individuadas dentro de la experiencia ordinaria y después precisadas y “fijadas” de
un modo unívoco asociándolas a operaciones estandarizadas.
Precisamente la necesidad de “definir” operativamente los enunciados básicos de las varias
ciencias nos dice también que su relación con la realidad contiene constitutivamente un margen de
error.
Luego, la verdad ya no es una correspondencia mecánica, por la cual una teoría o es
completamente verdadera o es completamente falsa, como era para los filósofos lógicos, sino que
será más bien una “adecuación” que no solo no niega, sino más bien presupone la posibilidad de la
evolución y de la corrección. En efecto, conocer algo de manera más precisa no significa que el
conocimiento anterior se vuelva falso y se deba rechazar: al contrario, dentro de su margen de
precisión esto sigue siendo verdadero, exactamente como los objetos tecnológicos que hemos
construido basándonos en dicho conocimiento no dejan de funcionar solo porque ahora tenemos
otros más precisos (cf. Minazzi 1994). Por lo tanto, como Agazzi dijo muchas veces, pueden haber
“proposiciones absolutamente verdaderas relativamente a sus objetos”, pues el objeto no es toda la
realidad, ni siquiera toda la cosa que hemos estudiado, sino solamente un aspecto particular, que
por consiguiente puede ser conocido de una manera absolutamente verdadera a pesar de que nuestro
conocimiento de la realidad en su conjunto aún no ha llegado a la verdad completa. Por esta razón,
también la revisibilidad de las teorías tiene necesariamente algunos límites:

La posición que sostengo es […] anti-relativista, pues […] el relativismo ignora el carácter referencial de la verdad
o, si quieren, su aspecto objetivo. Por tanto, si “relativo” se entiende como “relativo únicamente al sujeto”, y “absoluto”
se entiende como “válido independientemente del sujeto”, estoy dispuesto a afirmar que la verdad, en este sentido, es
absoluta y no relativa, o sea – con expresión de aspecto paradójico - estoy dispuesto a afirmar que una proposición es

77
“absolutamente verdadera relativamente a sus objetos”. En este sentido la verdad es incluso supra-histórica, en el
sentido de que, relativamente a sus referentes, un discurso verdadero permanece eternamente verdadero (así […] el
teorema de Pitágoras es eternamente verdadero respecto a sus referentes, o sea, a los entes geométricos caracterizados
por la geometría euclidiana, mientras puede ya no ser verdadero respecto a otros referentes, como es del todo natural).
De este modo se logra conciliar cierto modo de entender la absolutidad de la verdad con su relatividad, sin desatender la
capacidad de la ciencia de alcanzar, en sus varios ámbitos, cierto grado de definitividad.
(Agazzi, Minazzi y Geymonat 1989: 189)

Según Agazzi, la ciencia procede individuando relaciones entre fenómenos que antes parecían no
tener nada en común e intentando explicarlos por medio de una teoría de la cual derivan las leyes
que explican dichas regularidades. Cualquier teoría nueva que quiere sustituir a la primera, además
de predecir nuevas regularidades a través de nuevas leyes, tiene también que incorporar como sus
casos particulares todas las leyes de la vieja teoría que están confirmadas por los experimentos. Y en
efecto esta explicación corresponde realmente a lo que hemos visto ocurrir en todos los grandes
cambios científicos que hemos examinado antes.
Pues para Agazzi el inicio de la ciencia está, como hemos dicho, dentro de la experiencia
ordinaria, esto implica admitir la existencia de una facultad originaria e irreductible de la razón,
Que sea capaz de “ver” el sentido y lo universal directamente dentro de la realidad, antes de
cualquier razonamiento lógico y deductivo
, facultad que Agazzi llama, con un término más moderno, intencionalidad, aunque sea
esencialmente lo mismo que el “intellectus agens” de los medievales, o que el “ojo del alma” de
Sócrates y Platón, o que la “abstracción” de Aristóteles
. Se trata por tanto de una facultad intuitiva, pero siempre racional: una intuición intelectual,
como él mismo la define. Cabe subrayar que esto no está en contra de todo lo que hemos dicho
antes acerca de que, como nos enseñó primer Galileo, no podemos conocer la naturaleza de una
manera intuitiva: en efecto, esto significa simplemente que la intuición intelectual no es suficiente,
pero sigue siendo necesaria, como hemos demostrado hablando de las “definiciones operativas” de
Einstein, que son necesarias para ir más allá de nuestra comprensión intuitiva del tiempo y del
espacio, pero no serían ni siquiera concebibles sin dicha comprensión intuitiva.
Al final, hay que decir que la intencionalidad en sí misma queda a su vez inexplicada. Pero esta
no puede ser una objeción, pues
fue lo mismo con la gravedad en la teoría de Newton, con el espacio curvo en la de Einstein, con
el principio de indeterminación en la mecánica cuántica... En efecto, ninguna teoría puede explicar
todo, porque cualquier explicación tiene que basarse en algo no explicado, como aclaró muy bien
una vez más Einstein:

Los conceptos y leyes fundamentales ya no reductibles configuran la parte inevitable de la teoría que la razón no
puede comprender. El objeto principal de toda teoría es simplificar y reducir al máximo esos elementos fundamentales e
irreductibles sin tener que desprenderse de la demostración correspondiente a cualquier contenido experimental.
(Einstein 1934: 66-67)

Por tanto, lo que distingue una buena teoría de una mala no es la presencia de elementos
inexplicados
sino su elección, es decir, el hecho de que basándose en dichos elementos se puede o no explicar de
un modo satisfactorio todos los otros: lo que la teoría de Agazzi sin duda hace.

78
CAPÍTULO 5.
LA FILOSOFÍA DE LA MENTE

La filosofía de la mente representa sin duda una de las partes más importantes de la filosofía
contemporánea, tanto por su objeto, que con toda evidencia es muy especial, como por su ser
íntimamente relacionada con el desarrollo de las neurociencias, que justo ahora están empezando a
entender algo significativo acerca del funcionamiento del cerebro humano, lo que hace que esto sea
un tema de gran actualidad. Sin embargo, la gran mayoría, a no decir casi la totalidad, de las teorías
filosóficas modernas de la mente humana están claramente en contra tanto de nuestra experiencia
personal de qué cosa es la mente como de los propios descubrimientos científicos, pese a que
generalmente pretendan basarse precisamente en esos. La mejor prueba de esto es que, no obstante
también entre los científicos que trabajan en el campo de las neurociencias hay materialistas, en
promedio hay mucho menos que entre los filósofos de la mente, pues estudiando el funcionamiento
real del cerebro están mucho más conscientes de la extrema dificultad de reducir la mente a un
fenómeno enteramente material.
Ahora bien, ¿cómo ha sido posible llegar a una situación tan absurda y cuáles argumentos se
pueden oponer a dichas teorías? Esto es lo que vamos a descubrir en el presente capítulo,
proponiendo además, al final, una interpretación diferente y (se espera) un poquito más razonable
de las comúnmente aceptadas.

5.1. La herencia envenenada del neopositivismo

La causa principal de dicha situación es que la moderna filosofía de la mente nació del
neopositivismo lógico y continuó básicamente dentro del marco teórico de la filosofía analítica, de
la cual derivó una visión materialista de la realidad, la reducción de la razón a la lógica, la
pretensión de reducir los problemas factuales a problemas de análisis del lenguaje y, sobretodo, la
falta de respeto por la realidad. Como lo dijo de la manera más clara su más celebre crítico, el
filósofo estadounidense John Searle (1932-vivo):

Normalmente estas disputas se desarrollan según un esquema fijo: un filósofo propone una teoría materialista de le
mente basándose en el supuesto que solo el materialismo, en una de sus muchas versiones, puede tener éxito. […]
Lamentablemente, tras formular su teoría, nuestro filósofo encuentra continuas dificultades: su teoría siempre parece
olvidar algún elemento esencial. A esta altura, el guion provee que a la teoría sea opuesta una serie de objeciones de tipo
técnico que, en realidad, nacen todas de una misma sencillísima objeción de fondo: la teoría ha perdido de vista la
mente, descuidando algunas sus características esenciales […]. De esto nacen nuevos esfuerzos cada vez más frenéticos
para quedarse fieles a la teoría originaria rechazando las objeciones de los que insisten en subrayar la necesidad de
atenerse a los hechos. Después de algunos años de intentos desesperados para resolver dichas dificultades, se propone
un nuevo desarrollo teórico que debería solucionarlas, salvo descubrir que encuentra ulteriores problemas, y que dichos
problemas nacen de las mismas dificultades de siempre. La historia de la filosofía de la mente de los últimos cincuenta
años está parecida al comportamiento de un neurótico obligado por su enfermedad a repetir continuamente el mismo
patrón conductual.
(Searle 1992: 46)

Obviamente hay algunos autores que son una excepción, empezando por Searle mismo (otro que
hemos recién conocido es Agazzi). Sin embargo, es difícil negar que, como lo dijo el propio Searle,
quizás un poquito bromeando pero básicamente en serio, los dos principios fundamentales
compartidos por la gran mayoría de los modernos filósofos de la mente parecen ser los siguientes:
1) La mente no existe.
2) Si acaso existe, puede ser reducida a algo diferente.

79
Se trata claramente de una filosofía muy cómoda, pues, negando la existencia de la mente y, por
consiguiente, de la libertad, niega también nuestra responsabilidad personal en nuestras acciones.
Sin embargo, ninguno cree realmente en esa, como se ve fácilmente del hecho de que sus
partidarios se molestan como quienquiera si alguien les fastidia de una manera u otra, lo que es
contradictorio, pues según su filosofía él que les está fastidiando no es responsables de lo que está
haciendo, que solo es la consecuencia de un conjunto de acontecimientos materiales al interior de su
cerebro. No obstante, recientemente hubo algunos filósofos de la mente que han propuesto en serio
de abolir las cárceles, porque de la concepción materialista de la mente deriva que ninguno es
responsable de sus acciones, del cual a su vez deriva que los criminales no serían realmente
criminales, sino enfermos, que no deberían ser condenados, sino curados.
Esto es indudablemente un hecho muy preocupante, pero también muy significativo, pues nos
enseña una importante lección: toda teoría, por más abstracta que sea, tarde o temprano siempre
finaliza con tener consecuencias prácticas. Si parece que no, solo es porque se trata de un proceso
lento, que requiere mucho tiempo (décadas o incluso siglos): sin embargo, tarde o temprano las
consecuencias siempre llegan, y si la teoría es mala, tendrá malas consecuencias, que afectarán
negativamente a nuestras vidas. Luego, defender y enseñar una buena filosofía no es por nada un
trabajo vano, sino, exactamente al contrario, es una de las cosas más útiles que se puedan hacer.
Dicho esto, volvemos a nuestro tema.

5.2. Todos los trucos del reduccionismo

Claro está que dicha posición, que niega la existencia de un fenómeno (la mente) de que todos
tenemos una experiencia directa, clara e indudable, es bastante paradójica, y dichos autores lo saben
perfectamente. Por ello, en exponer sus tesis siempre utilizan unos trucos retóricos, que Searle ha
individuado y descrito de una manera muy clara y precisa (cf. Searle 1992: 20-21).
1) Uso de la ambigüedad. Raramente estos autores dicen explícitamente todo lo que piensan,
pues saben que, al hacerlo, parecerían tontos. Por ende, generalmente hablan de una manera
ambigua, dejando intuir sus ideas sin explicitarlas completamente, siguiendo usando la terminología
del sentido común, pero al mismo tiempo negando que corresponda a algo real.
2) Maniobra “dale-un-nombre”. Otro truco retorico muy frecuente es no atacar directamente las
ideas del sentido común, sino ponerles un nombre, como por ejemplo “psicología popular” o
“dualismo cartesiano”, y después criticarlas solo basándose en dichas “etiquetas”, sin hacer
referencia a lo que realmente significan.
3) Argumento de la “ciencia de los tiempos heroicos”. Sin embargo, el truco más popular es
intentar establecer una analogía (pese a que no existe) entre sus teorías y algún gran descubrimiento
científico del pasado, para luego decir que no hay nada extraño si sus ideas nos parecen tontas,
porque lo mismo aconteció también a Copérnico, Galileo, Einstein, etc., de manera que los que
quieren criticarlos se sientan como si fueran reaccionarios, ignorantes y oscurantistas, exactamente
como los que criticaron a aquellos grandes científicos.

5.3. Algunas increíbles teorías de la mente

Ya el mero hecho de que estos autores sientan la necesidad de usar dichos trucos para presentar
sus tesis nos dice que hay algo muy sospechoso en toda esta vicisitud: en efecto, cuando uno está
realmente cierto de tener razón no habla de sus ideas de manera oscura y contorta, sino intenta
presentarlas lo más claramente posible. Y, de hecho, si vamos a ver cuáles son sus teorías de la
mente, nos damos cuenta de que son realmente increíbles. Estas104 son las más famosas:
104
Una vez más, tanto la lista como las descripciones se basan en Searle (1992: 48-64), aunque con algunos cambios,
que hice para hacer el discurso más claro y sobretodo más simple.

80
1) Conductismo. El conductismo (o behaviorismo) fue la primera teoría materialista moderna de
la mente y consiste en la tesis de que todo estado mental puede reducirse a la descripción de la
conducta exterior.
Su falsedad es evidente, pues siempre podemos comportarnos de manera tal que nuestra
conducta exterior no les corresponde a nuestros estados mentales: luego, las dos cosas son
realmente distintas.
2) Teoría de la identidad de los tipos. El fracaso del behaviorismo llevó a la teoría de la
identidad de los tipos, según la cual todo tipo de estado mental puede reducirse al correspondiente
tipo de estado cerebral.
Su falsedad es evidente, pues es absurdo pensar que personas que tienen las mismas ideas tengan
estados cerebrales idénticos, ya que las conexiones cerebrales son plasmadas por nuestra historia
personal y luego son diferentes en cada hombre.
3) Funcionalismo. El fracaso de la teoría de la identidad llevó al funcionalismo, que sostiene que
estados mentales iguales pueden reducirse a estados cerebrales diferentes si estos últimos
desarrollan la misma función, o sea, si actúan de manera que a estímulos iguales les correspondan
reacciones iguales.
Su falsedad es evidente, pues dos personas pueden reaccionar a los mismos estímulos de la
misma manera, pero no por las mismas razones.
4) Materialismo eliminativo. El fracaso del funcionalismo llevó al materialismo eliminativo, que
sostiene que nuestros estados mentales son entidades teóricas postuladas por la “psicología
popular”: luego, si la neurobiología llegara a demostrar que dicha teoría es falsa (como parece muy
probable), esto significaría que dichas entidades no existen.
Su falsedad es evidente, pues nuestra convicción de la existencia de estados mentales no se basa
en una teoría, sino en la experiencia directa que tenemos de ellos.
5) Inteligencia artificial (IA).105Se trata sin duda de la teoría más famosa, que sostiene que la
mente es un programa de computadora ejecutado por el cerebro.
Su falsedad es igualmente cierta que la de las otras, sin embargo es menos evidente, ya que la IA
no se presenta como una teoría filosófica, sino como un programa de investigación científico (o,
más precisamente, tecnológico) que pretende demostrar sus tesis no a través de un razonamiento,
sino construyendo un objeto real (una computadora o un robot inteligente) que haga en la práctica
lo que se afirma teóricamente. Por esta razón, la IA ha logrado en el tiempo (también gracias a la
ciencia ficción, en la cual es un tema muy popular) una credibilidad mucho mejor que las otras
teorías reduccionistas, también al nivel popular, al punto que hoy muchos ni siquiera se dan cuenta
de que es reduccionista.
No obstante, hay varios modos de demostrar que la IA es imposible, pero desafortunadamente
son casi todos difíciles para comprender, pues se basan en argumentos que se refieren a la
naturaleza de la lógica formal, que constituye la estructura profunda de las computadoras. 106 Por
esto en 1980 Searle intentó brindar uno más intuitivo, que se ha vuelto muy famoso: el de la
llamada “habitación china”. Imaginemos de poner a un hombre que no sabe nada de chino dentro de
una habitación cerrada en que se le entregan desde afuera preguntas escritas en chino. Pues el
hombre tiene consigo en la habitación un manual de instrucciones muy detallado, que le explica con
cuál secuencia de símbolos contestar a cualquier secuencia de símbolos que se le entregue, el
hombre siempre contesta correctamente: sin embargo, es evidente que no entiende el chino. Así,
pues, análogamente el hecho de que una computadora ejecuta correctamente cierta tarea no significa
que entiende lo que está haciendo.

5.4. La solución de Searle


105
Generalmente se habla al propósito de IA“fuerte” para distinguirla de la IA en el sentido ordinario del término, que
es un programa de investigación que persigue simplemente el desarrollo de máquinas que puedan imitar esto o aquel
comportamiento inteligente (lo que es perfectamente posible, y en muchos casos ya se está haciendo), sin pretender
reproducir la inteligencia en sí misma y en toda su amplitud.
106
Véanse por ejemplo Agazzi (1961) y Musso (2013).

81
Si Searle ha sido un crítico muy agudo de todos los intentos de negar la realidad de la mente,
lamentablemente la parte constructiva de su filosofía no es igualmente satisfactoria.
En efecto, la teoría que él propone, el emergentismo, no es nada más que la sexta en nuestra lista
de increíbles teorías de la mente, pues sostiene que los estados mentales sí son propiedades físicas,
pero que pertenecen al cerebro en su conjunto y no es considerada de manera aislada. Sin embargo,
no se ve cómo esta precisión pueda evitar el materialismo, sino de una manera meramente verbal,
en el sentido de que Searle define el materialismo exactamente como aquella postura que quiere
reducir la mente a esta o aquella parte o función específica del cerebro. Pero esta definición es
completamente arbitraria, mientras que la correcta es que el materialismo es aquella postura que
quiere reducir la mente a la materia de cualquier manera: y en este sentido la propuesta de Searle,
pese a su pretensión de evitar los opuestos errores del materialismo y del dualismo, es materialista
exactamente como todas las otras, y exactamente como todas las otras intenta asconder su verdadera
naturaleza por medio de sutilezas verbales.
Sin embargo, cabe citar igualmente el texto de Searle, pues, a pesar de la inadecuación de su
solución, él plantea el problema de una manera extremadamente precisa, que nos dará una gran
ayuda para encontrar la solución real:

Consideremos un hipotético sistema S constituido por los elementos a, b, c... [...] En general, algunas propiedades de
S, que llamaremos “propiedades del sistema”, no serán –al menos, no necesariamente- también propiedades de a, b, c...
[...] Algunas propiedades del sistema –el peso, mas también su forma o su velocidad– pueden ser deducidas, derivadas o
calculadas de las propiedades de los elementos a, b, c... simplemente analizando su composición y localización (y, a
veces, en la base de las relaciones que ellos mismos entretienen con el ambiente circunstante). Otras propiedades del
sistema, que llamaremos “propiedades de sistema causalmente emergentes”, [...] en cambio tienen que ser explicadas en
base a las interacciones causales que acontecen entre los elementos mismos. La solidez, la transparencia, la liquidez
pertenecen a esta segunda categoría. [...] Este concepto de emergencia causal, que llamaremos “emergente1”, tiene que
ser distinto del otro, mucho más audaz, que a partir de ahora llamaremos “emergente2”. Diremos que una propiedad P
es emergente2 si y solo si P es emergente1 y tiene poderes causales que no se pueden explicar por las interacciones
causales de a, b, c... Si la conciencia fuese emergente2, seria en grado de causar efectos no explicables analizando
únicamente el comportamiento de las neuronas: significaría por tanto que esa, aun surgiendo por el comportamiento de
las neuronas, tras ser activada vive de vida propia. […] Desde mi punto de vista, la conciencia es emergente1 pero no
emergente2; en efecto, no puedo imaginar nada que pueda ser emergente2, ni creo que nunca estaremos en grado de
identificar una propiedad de este tipo, dato que su misma existencia violaría hasta la más débil formulación del
principio de transitividad de la causación.
(Searle 1992: 126-127)

5.5. La solución real

En efecto, Searle tiene razón cuando dice que para solucionar el problema de la mente es
necesario salir del marco teórico cartesiano. Su solución no lo hace realmente, pues queda
materialista, pero su formulación tiene el mérito de aclarar de una manera admirablemente precisa
los términos del problema, demostrando que la solución correcta es precisamente la que él descarta.
En efecto, también la solución de Searle, exactamente como las otras, pierde de vista la mente,
pues también los estados del cerebro como conjunto tienen una naturaleza muy distinta a la de los
fenómenos que experimentamos como nuestros estados mentales. Además, si los estados mentales
no fuesen nada más que propiedades físicas, entonces serían completamente determinados por las
leyes naturales y no podrían explicar nuestra experiencia de poder actuar libremente. Asimismo,
tampoco la intencionalidad puede ser explicada completamente en términos materiales: en efecto,
si, como hemos visto, tanto una ley natural como un concepto universal no pueden ser reducidos a
un conjunto finito de hechos individuales, es bastante intuitivo que, a su vez, su formulación por
nuestra mente no puede ser reducida a un conjunto de percepciones individuales, aunque para una

82
demostración rigurosa se necesitaría un discurso demasiado largo, que no es posible desarrollar
adecuadamente acá.107
En cambio, solo si la mente “tras ser activada vive de vida propia”, o sea, ya no depende de la
materia de la que ha surgido, se puede explicar adecuadamente todo lo anterior, que, cabe subrayar
una vez más, es parte de nuestra experiencia, exactamente como todos los otros aspectos
defendidos (justamente) por Searle.
Por tanto, la aceptación de la existencia de algo no material en el fenómeno de la mente no
deriva de alguna convicción religiosa, sino simplemente de la necesidad da “atenerse a los hechos”,
exactamente como (justamente) exigido por el propio Searle.

5.6. Una apertura a la transcendencia

Sin embargo, la objeción de Searle que esto “violaría hasta la más débil formulación del
principio de transitividad de la causación”, o sea, que el efecto sería desproporcionado a la causa,
merece ser considerada muy cuidadosamente. En efecto, esta es exactamente la razón por la cual la
filosofía de inspiración católica siempre ha dicho que cada alma humana es creada directamente por
Dios.
Obviamente, es perfectamente lícito rechazar esta explicación y proponer otra mejor (si uno la
encuentra, lo que no me parece tan fácil). Lo que en cambio no es lícito (aunque muchos,
lamentablemente, lo hagan igualmente) es rechazar la conclusión anterior (o sea, que la mente es
emergente2) solo porque a uno no le gusta el hecho de que esto es un indicio 108 en favor de una
visión religiosa del mundo. En primer lugar, como hemos visto hasta aquí, una visión religiosa del
mundo no está por nada en contra de una visión auténticamente científica. Segundo, y aún más
importante, el reconocimiento de la naturaleza no material del fenómeno de la mente, o por lo
menos de una parte (esencial) de eso, lo que implica que la mente sea emergente2, es impuesto por
la necesidad de explicar los hechos, pues, como hemos recién visto, cualquier intento de
explicación materialista inevitablemente lleva a negar, en todo o en parte, los datos que hemos
sacado de nuestra experiencia del fenómeno de la mente. Ahora bien, rechazar una conclusión
impuesta por los hechos en nombre de “la ciencia” (o sea, de nuestra personal idea de la ciencia) es
exactamente lo contrario de lo que prescribe el auténtico método científico.

107
Para profundizar en esto véase Musso 1997: 158-180.
108
Digo “un indicio” y no “una prueba” porque, como ya hemos varias veces repetido, por su naturaleza la ciencia solo
se ocupa de los aspectos medibles de la realidad material y no puede con su método ni comprobar ni rechazar
afirmaciones que se refieren a otro tipo de realidad. Sin embargo, hemos también dicho que a veces algunos
descubrimientos suyos son como una “puerta” abierta a través da la cual se puede intraver algo que parece estar más
allá de la realidad material: ahora bien, creo que la paradoja enunciada por Searle sea precisamente una de estas
“puertas”.

83
CAPÍTULO 6.
LOS CONOCIMIENTOS NO CIENTÍFICOS

6.1. Las ciencias humanas y sociales

Como el hombre no es un puro espíritu, sino tiene un cuerpo y actúa dentro de un mundo
material, la autolimitación del método galileano a los aspectos medibles de la realidad no impide su
aplicación a las ciencias humanas y sociales (historia, política, economía, sociología, medicina,
psicología, antropología, etc.). Sin embargo, en este caso sufre 2 diferentes limitaciones.
1) En primer lugar, pues en el hombre hay también algo que no se reduce a su cuerpo y luego no
es medible, la aplicabilidad del método galileano en este campo solo y siempre será parcial.
2) Además, gracias a los descubrimientos hechos en el campo del caos determinista y de la
geometría fractal,109 hoy sabemos que tanto los seres humanos como las sociedades en que viven
son sistemas complejos, no en el sentido genérico de “complicados”, sino en el sentido técnico
preciso de “no lineales”, lo que significa que nunca son completamente predecibles, ni siquiera en
la parte que puede ser estudiada por medio del método galileano, cuya aplicabilidad en este campo,
por tanto, será también siempre incompleta.
Luego, por más cuidadosamente que uno pueda investigar, en este tipo de ciencias siempre y
necesariamente quedará algo indeterminado, que solo se podrá tratar de entender a través de un
análisis cualitativo, que en parte dependerá de las ideas, las intuiciones y – digámoslo sin miedo –
de la genialidad personal de cada investigador, pero en parte también de valores y conceptos
tomados de las humanidades (filosofía, ética, derecho, arte, religión, etc.), que, al fin y al cabo, no
son nada más que el conjunto de las ideas e intuiciones que han tenido al propósito los
investigadores del pasado y que forman como un “reservorio” que pueden útilmente aprovechar los
investigadores del presente.
Sin embargo, esto nos lleva a plantear el problema del valor cognoscitivo de las propias
humanidades, o sea, de toda aquella parte de nuestra cultura a la cual el método galileano no se
puede aplicar, ni siquiera parcialmente.

6.2. Las dos culturas

En base a todo lo anterior, debería quedar claro que, como la ciencia no puede agotar toda la
realidad, es por lo menos posible la existencia de tipos de conocimiento distintos al científico, o sea,
de conocimientos no científicos. Sin embargo, todavía nos queda el problema de establecer si esos
no solo pueden existir en principio, sino existen de hecho.
En efecto, ya hemos visto en lo anterior que para Galileo la limitación a estudiar “algunas
propiedades” vale solo para el caso de las “sustancias naturales”, es decir, para la ciencia
experimental. Esto no solo no excluye la existencia de otras formas de conocimiento, sino, por lo
contrario, nos asegura que son posibles, en cuanto, exactamente, la ciencia experimental no se
ocupa de toda la experiencia, sino solo de una parte. Además, la teoría del objetualismo pluralista
de Agazzi y su recuperación de la noción clásica de intencionalidad explican más exactamente
cómo esto es posible también desde un punto de vista filosófico. En efecto, el hecho de que en la
realidad hay aspectos que se pueden definir operativamente no significa que todos los aspectos de la
109
En la medida en que tanto el hombre como la sociedad son sistemas físicos, también otros específicos
descubrimientos científicos pueden ser relevantes para las ciencias humanas y sociales. En efecto, estoy muy
convencido de que la razón por la cual no se logra solucionar algunos problemas, especialmente en el campo de la
economía y de la política, es exactamente que no se toma en consideración la lección de la ciencia natural: pero esto es
un discurso demasiado largo como para desarrollarlo aquí.

84
realidad son de este tipo. Por ejemplo, como hemos visto (cf. § 4.11), la filosofía investiga la
realidad desde el punto de vista de la totalidad, es decir, de lo que es la realidad en sí misma,
independientemente de todos los puntos de vista particulares que son los objetos de las diversas
ciencias. Otro ejemplo: el arte, como ya lo decía Galileo (§ 1.17), actúa esencialmente a través de
las emociones que produce en nosotros, que claramente no se pueden medir.
Sin embargo, la objeción estándar es que, aun cuando se admita la existencia de aspectos de la
realidad que no son alcanzados por el método científico, esto no significa que puedan ser objeto de
conocimiento, ya que la ciencia sería objetiva en cuanto basada en cálculos y medidas gracias a que
todos pueden llegar a coincidir, mientras que las otras formas de la cultura humana solo serían
subjetivas o incluso irracionales en cuanto meras expresiones de sentimientos y luego no auténticos
conocimientos, como opina casi toda la cultura moderna, sobre todo por la influencia del
positivismo y de la filosofía analítica (cf. § 4.4), que ya desde hace tiempo se han vuelto mentalidad
común.
En efecto, hoy en día no son solo los positivistas y los cientificistas que lo piensan así, sino que
muy a menudo también los que abiertamente se oponen a sus ideas finalizan con aceptarlas
implícitamente, apreciando la ciencia solo por sus logros prácticos y opinando que el sentido de la
vida se deba buscar por otros caminos, como el arte, la filosofía, la poesía y la religión, pero
entendidas de un modo sustancialmente no cognoscitivo y luego últimamente irracional. Incluso los
científicos que rechazan el reduccionismo y que en su trabajo de investigación aprecian también el
aspecto de desinteresada contemplación de la verdad y de la belleza que se encuentran en la
naturaleza, tienen generalmente cierta tendencia a pensar que la ciencia no tiene mucho que ver con
el sentido de la vida y, más generalmente, con una visión global de la realidad, que ellos también
buscan más o menos por los mismos caminos y con la misma postura de la gente común (como es
lógico, pues al fin y al cabo, pese a todas sus extrañas especializaciones, los científicos son gente
común, es decir, hombres de su tiempo, que sufren como todos los otros la influencia de las mismas
modas y tendencias culturales: como lo dijo muy bien el actual Director de la Investigación del
CERN de Ginebra, Sergio Bertolucci (1950-vivo), «en el CERN tenemos la misma variedad de
personas que se puede encontrar en un supermercado» (Bertolucci 2014: 49).
Ahora bien, si es verdad que, como hemos varias veces subrayado, la confusión entre los
diferentes niveles de la realidad es un error grave y peligroso, también su total separación es
igualmente deletérea, pues al fin y al cabo siempre se trata de diferentes niveles de la misma
realidad, así como siempre es la misma persona la que conoce dicha realidad, aunque a través de
una pluralidad de métodos. Luego, si la justa distinción entre esos se convierte en completa
separación o, peor aún, en abierta oposición, será inevitable caer en una postura esquizofrénica, en
que hay algo como una “doble verdad”,110 pues la razón dice una cosa y el corazón dice el opuesto
(lo que puede incluso causar, y a veces en algunas personas causa realmente, la esquizofrenia en el
sentido literal del término).
Sin embargo, lamentablemente, parece que exactamente esta sea la postura que desde hace
tiempo se ha afirmado, hasta el punto que ya en 1959 el físico y escritor inglés Charles Percy
Snow (1905-1980) en su célebre libro Las dos culturas había llegado a decir que precisamente la
falta de comunicación entre la cultura científica y la humanista era la causa principal que impedía
solucionar los problemas básicos de la humanidad. En efecto, dicha fractura tiene consecuencias
particularmente graves en el caso de las ciencias humanas y sociales, que, como ya hemos dicho,
deberían basarse en una mezcla de método experimental y de valores y conceptos tomados de las
humanidades: por consiguiente, el rechazo a reconocer a las humanidades el estatus de auténtico
conocimiento, dejando el método experimental como único instrumento aceptable para las ciencias
110
No es nada casual que dicha situación, pese a las evidentes e inevitables diferencias, sea por ciertos aspectos análoga
a la que involucraba a los astrónomos y filósofos en el tiempo de Galileo, cuando a los primeros se pedía lo útil, a los
segundos lo verdadero y a las evidentes contradicciones entre las dos perspectivas se intentaba remediar impidiéndoles
comunicar una con otra (cf. § 1.3), así como por otros aspectos recuerda la teoría de la doble verdad de los averroístas.
En efecto, ambas se basaban en una concepción de la ciencia anterior y opuesta a la de Galileo, así como dichas teorías
modernas, como hemos varias veces subrayado, han de hecho regresado a una visión pre-galileana de la ciencia.

85
humanas y sociales, las ha inevitablemente empujado hacia el cientificismo, con todas las
catastróficas consecuencias que estamos viendo, especialmente en economía, donde la deriva
cientificista es particularmente evidente,111 pero en parte también en medicina y en psicología,
donde las tendencias reduccionistas y la escasa consideración del factor humano están creciendo de
un modo preocupante, arriesgando incluso disminuir la eficacia de los grandes avances que se están
dando al nivel técnico.
Es por tanto esencial entender que no se trata de un destino fatal e inevitable, sino que todo el
problema nace de un equívoco.

6.3. Del dualismo metafísico al pluralismo orgánico

Dicho equivoco consiste en el malentendido del sentido profundo de la objetividad científica,


que es identificada con una supuesta “impersonalidad” de la ciencia misma, mientras que de verdad
coincide simplemente con el requisito de la repetitividad de los experimentos. En efecto, todo lo que
se requiere para que cierto resultado pueda ser considerado objetivo es que el experimento que lo ha
producido pueda ser repetido por quienquiera, prescindiendo por tanto de las características
particulares de este o aquel sujeto humano, pero por nada del sujeto humano como tal, sin el cual
ningún experimento tendría sentido.
Más bien, en realidad el requisito de la repetitividad de los experimentos se basa exactamente en
el supuesto de la existencia de una naturaleza humana común a todos los sujetos particulares, que
siempre es básicamente la misma en todos los seres humanos, en todo tiempo y lugar, a pesar de
todas las diferencias culturales, religiosas, políticas, educativas, etcétera. Si así no fueran las cosas,
no sería evidentemente posible para sujetos completamente diferentes llegar a los mismos
resultados: y en efecto, como hemos visto, el motivo por el cual Kuhn y los otros epistemólogos
relativistas llegan a la tesis de la inconmensurabilidad de las teorías es exactamente porque no
admiten que la razón humana exista antes e independientemente de cualquier esquema conceptual.
Luego, cualquier forma de la cultura humana puede ser considerada un conocimiento objetivo,
bajo la única condición de estar en grado de indicar algunos criterios de evaluación que sean
aplicables por cualquier ser humano, en todo tiempo y lugar, independientemente de sus
características individuales (cf. Agazzi 1979). Imponer ulteriores condiciones significaría
simplemente pretender de aplicar el método científico más allá de su propio ámbito, que, como ya
sabemos, es limitado por su misma naturaleza.
En otras palabras, el criterio decisivo para poder afirmar que una creencia cualquiera es un
auténtico “conocimiento” es si hay la posibilidad de una verificación intersubjetiva. En cambio no
se requiere que dicha verificación siempre sea alcanzada a través del método experimental, aunque
esto implica que tampoco tendrá su mismo grado de fiabilidad.
Esto significa que entre el método científico y los métodos característicos de las otras formas de
conocimiento no hay ni identificación (como sostiene el racionalismo) ni incomunicabilidad (como
sostiene el relativismo), sino una relación de analogía.
Todo esto implica la superación del dualismo metafísico y su reemplazo por un pluralismo
orgánico, en el cual ya no hay una insuperable diferencia de naturaleza entre lo que es objetivo y
pertenece a la razón y lo que es subjetivo y pertenece al sentimiento, sino, en cambio, solo una

111
Bastaría con considerar que todas las actuales crisis financieras son muy amplificadas por el uso cada vez más
frecuente de programas automáticos, que actúan independientemente de cualquier control humano. Pero hay mucho
más, pues también el origen profundo de dichas crisis está en una concepción mecánica del ser humano y de su manera
de actuar, que pretende ser “científica”, pero de verdad solo es (groseramente) cientificista. No por nada, Benedicto
XVI en un célebre discurso al Pontificio Consejo para los Laicos del 25 de noviembre de 2011 había afirmado que la
actual «es crisis de significado y de valores, antes de ser crisis económica y social ». El problema es que entonces todos
coincidieron, llegando en algunos casos incluso a decir que “hoy en día el único auténtico economista que hay en el
mundo es el Papa”, pero después, apenas lo peor pasó (o pareció haber pasado), todos se lo olvidaron y ya están de
nuevo actuando exactamente al igual que antes.

86
diferencia de grado entre diferentes tipos de objetividad característicos de diferentes tipos de
conocimientos, en cada uno de los cuales tanto la razón como el sentimiento están involucrados y
cooperan activamente, aunque de formas y maneras diferentes, en dependencia de sus diferentes
objetos, como ahora vamos a ver.

6.4. La enfermedad del siglo: la fractura entre sentimiento y razón

La contraposición entre razón y corazón


nació solo después de que la razón
fue separada de la plenitud de la vida humana:
así, se ha identificado la primera con un frío principio analítico
y el segundo con las puras emociones.
Sin embargo, un corazón sin razón ve solo fantasmas.
(Olga Sedakova, Crítica de la razón tonta)

En efecto, en la raíz del problema está aquella auténtica “enfermedad del siglo” que es la
presente dificultad de entender cuál sea el real significado y el justo rol del sentimiento: y esto,
paradójicamente, en el mismo momento en que se lo enfatiza como tal vez nunca ocurrió en
ninguna otra época de la historia humana.
El dualismo (de origen cartesiano) en que todos estamos inmersos tiende a presentar el
sentimiento como separado de, o, más bien, opuesto a la razón, a su vez vista como mera y “fría”
capacidad de cálculo, toda cerrada en sí misma, pretendiendo justificar esta visión de las cosas en
base a la ciencia (aunque, como hemos visto, esto sea falso). Inevitablemente, esto lleva a concebir
a la razón como algo potencialmente hostil a lo humano, mientras que el sentimiento a primera vista
aparece como la verdadera expresión de nuestras exigencias humanas más profundas. Sin embargo,
radicalmente separado de la razón, el sentimiento de hecho finaliza con el ser reducido a la mera
reactividad del instante, lo que parece garantizar su libertad, pero en efecto, a bien ver, lo deja
completamente en poder de las circunstancias y, en último análisis, de la mentalidad dominante, que
a su vez es determinada por los que tienen el poder en la sociedad.
Sin embargo, como hemos visto repetidamente, esta idea de razón no corresponde por nada a la
originaria intuición de Galileo, y no puede explicar el modo en que funciona la ciencia real. En
cambio, para esto se necesita una razón entendida como apertura a la realidad según la totalidad
de sus factores y que por tanto incluye, a lado del aspecto lógico, también el analógico y el
intencional, como en lo anterior se ha demostrado.
Ahora bien, una razón así concebida ya no puede ser vista como enemiga de lo humano, sino
exactamente al contrario, pues tiene que ver con todo y por tanto es constitutivamente abierta al
infinito, al imprevisto, al misterio, y, obviamente, también al sentimiento. Y entonces, ¿cuáles son
sus reciprocas relaciones?
Por una parte, si solo reflexionamos un poquito sobre las cosas en sí mismas, rechazando ser
influenciados por las ideas que nos llegan de la mentalidad dominante, aparece inmediatamente
evidente que el sentimiento depende de la razón: no se puede amar una cosa o una persona sin
conocerla, ni se puede amarla de un modo verdadero sin tener a su propósito un conocimiento
verdadero. En este sentido es muy significativo lo que pasa cuando un sentimiento de amor o de
amistad se debilita. Usualmente, en efecto, nosotros las víctimas del dualismo como primera cosa
intentamos cambiar la situación actuando directamente sobre nuestros sentimientos, es decir,
esforzándonos de experimentar los mismos sentimientos de entonces. Luego, pues no funciona (y
por supuesto, pues el sentimiento es una reacción frente a una realidad: y en este momento la
realidad es que nuestra relación se encuentra en una fase negativa), pasamos al lado opuesto, o sea,
el lado de la “razón circulante”, intentando “aclarar” y “explicar”. Luego, pues no funciona (y por

87
supuesto, pues amor y amistad no se llevan bien con el cálculo y la medida), 112 volvemos de nuevo a
actuar directamente sobre el sentimiento, etcétera, en una espiral viciosa que solo perjudica cada
vez más la relación. En cambio, el único método que permite al sentimiento originario de renacer es
hacer memoria de las razones que lo habían hecho nacer por primera vez y que después lo habían
sostenido en el tiempo: es decir, usarla razón no en su aspecto lógico, sino en su aspecto intencional
(que, con expresión más intensa, se podría llamar también contemplativo).
Por otra parte, es igualmente evidente que el sentimiento potencia la razón. En efecto,
conocemos mucho mejor y más fácilmente las cosas que amamos (y hasta las que odiamos:
generalmente todos conocemos muy bien nuestros enemigos...) que las que nos aburren o
simplemente nos dejan indiferentes. Cuidado: no es simplemente que si una cosa no nos interesa no
tenemos ganas de conocerla, por lo que solo sería un problema de voluntad; es que realmente en
ausencia de motivaciones adecuadas nuestra razón funciona mal. Luego, entre razón y sentimiento
hay un circulo virtuoso: la razón conoce una cosa y desde aquí nace un sentimiento, que potencia la
razón, que así conoce mejor su objeto y en base a este nuevo conocimiento “enfoca” mejor el
sentimiento, que la potencia ulteriormente, etcétera...113 Esto significa que cualquier acto humano
consciente es, para así decirlo, “empapado de razón”: podemos ser irrazonables (o sea, usar mal la
razón), pero nunca irracionales (o sea, no usarla por nada).114
Lamentablemente, el círculo entre razón y sentimiento, en principio virtuoso, puede volverse
vicioso cuando el sentimiento se convierte en un fin en sí mismo, en cambio de ser un mero medio
para acercarnos mejor a nuestro verdadero fin, que siempre es en la realidad. Este riesgo se ve más
claramente si, de nuevo, pensamos a nuestras relaciones personales, pero está presente en cualquier
ámbito del conocimiento humano, pues, como hemos recién dicho, razón y sentimiento siempre
están en juego en cada uno de esos, incluso en la ciencia.
De todos modos, el punto crucial de la cuestión no es tanto la posibilidad de caer en este error,
que al final es bastante natural y casi inevitable, sino la rebelión instintiva (que en cambio no es
nada natural, sino causada por la cultura actual) que sentimos frente a la sola idea de que la razón
tenga que ver con nuestros sentimientos y, sobretodo, que tenga que intervenir para corregirlos
cuando están equivocados. Sin embargo, rechazar esto equivale de hecho a negar que el sentimiento
tenga un valor cognoscitivo, es decir, que tenga que ver con la realidad, pues si en cambio lo tiene
es inevitable que también la razón esté implicada. Además, es suficiente reflexionar un instante para
darnos cuenta de que no solo esta postura no tiene nada “noble”, sino que no tiene nada que ver con
el amar a la otra persona, pues expresa un apego no a ella, sino a lo que ella suscita en nosotros: en
definitiva, es una forma de egoísmo, aunque, en la medida en que dicha actitud es causada por la
mentalidad dominante (que principalmente uno absorbe sin darse cuenta) más bien que de egoísmo
se debería hablar de incapacidad de salir de uno mismo. Y bien, no olvidemos que exactamente el
solipsismo, o sea el encerrarse en la propia subjetividad perdiendo la capacidad de relación con los
demás y con el mundo, constituye por un lado la base psicológica y existencial y por otro lado el
último y coherente desemboque teorético de la filosofía cartesiana. Por algo será...

6.5. La influencia de la moralidad en la dinámica del conocimiento

112
Obviamente no quiero decir que aclarar las cosas no sirva para nada: al contrario, a menudo es útil y a veces incluso
necesario; pero nunca es suficiente.
113
Aquí está también el sentido profundo de lo que decía Santo Tomás, que el alma racional no es algo que “se añade” al
alma sensitiva y a la vegetativa, sino, más bien, que hay una única alma que tiene en sí misma la función racional junta
a la sensitiva y a la vegetativa.
114
En efecto, el irracionalismo afirma exactamente esto. Pero el mero hecho de afirmar algo no lo hace
automáticamente verdad: y en realidad, como hemos visto, el irracionalismo es una filosofía errónea.

88
Luego, la cuestión no es eliminar el sentimiento del proceso del conocimiento (lo que sería no
solo imposible, sino hasta dañino), sino velar para que siempre esté en su lugar, actuando como una
lente que nos acerca la realidad y no como una pared que nos la esconde: es decir, se necesita hacer
sitio para la moralidad (entendida en este preciso sentido) al interior de la misma dinámica del
conocimiento.
En efecto, es verdad que el método científico, gracias a su rigor y precisión, nos educa a una
lealtad con la experiencia que en otras cuestiones menos exactamente definibles es mucho más
difícil lograr (y por esto la ciencia puede tener también una importante función educativa). Sin
embargo, también desde este punto de vista en realidad solo hay una diferencia de grado y no de
naturaleza, exactamente como hemos dicho en lo anterior, pues, como demuestra la trágica vicisitud
de Boltzmann (así como muchas otras que se podrían mencionar), en efecto la moralidad, o sea, la
tensión hacia la verdad (“amar la verdad más que uno mismo”) siempre es necesaria en la dinámica
del conocimiento, en todo nivel, también en la ciencia. Por otra parte, ya hemos visto que incluso el
método científico en su normalidad (y no solo en estos casos “patológicos”), cuando se aplica al
mundo real, no puede prescindir completamente del método de la certeza moral y luego del
compromiso de toda la persona.
En la ciencia natural esto es más fácil, pero solo porque por un lado estamos frente a evidencias
más fuertes, y por otro lado es más raro que sean involucrados sentimientos e intereses personales.
Como escribió el gran físico y teólogo inglés John Polkinghorne (1930-vivo):

La ciencia non es radicalmente diferente a otras formas de investigación racional humana. Esa también requiere un
riesgo desde el punto de vista intelectual, el compromiso con una teoría potencialmente modificable. Esa también
implica juicios fiables pero no completamente ciertos. El poder superior de la ciencia en solucionar problemas no
consiste en su invencible certeza, sino en la apertura a la verificación que le deriva del estar implicada con aspectos de
la realidad lo suficientemente impersonales como para ser accesibles a investigaciones repetidas y controles
experimentales.
(Polkinghorne 1996)

Sin embargo, cuando, pese a todo esto, ocurre que, por alguna razón, los sentimientos personales
entran en juego, también para los científicos surge el problema de manejarlos correctamente y si no
lo logran la objetividad de la ciencia se encuentra en peligro, aunque en el largo plazo siempre
acaba con imponerse, gracias a la intrínseca capacidad de autocorrección que tiene gracias a su
método.
Los conocimientos de tipo no científico no tienen esta ventaja, pero esto no significa que en esos
la verdad sea inalcanzable: solo significa que para alcanzarla se necesita un mayor compromiso de
nuestra libertad.

6.6. El vértice de la razón: el sentido religioso

Si la razón siempre está operando en cada ámbito de la experiencia humana, sin embargo hay un
aspecto que en un sentido los resume a todos y por tanto representa su vértice. Es el ámbito de la
experiencia religiosa, que nace de la pregunta: « ¿Cuál es el sentido de todo?»
Para entender bien lo que ahora vamos a decir, será útil recordar una importante regla
metodológica que ya hemos visto antes: para entender cuál es el objeto de un discurso, tenemos que
entender a qué pregunta por su medio se quiere contestar (cf. § 4.11). Consideradas desde este
punto de vista, las varias religiones aparecen como diferentes respuestas a una misma pregunta, o
sea, a la pregunta del sentido religioso acerca del significado del todo.115 Esto no solo nos ayuda a
115
Nótese que desde este punto de vista el ateísmo también es una religión lo que tiene varias interesantes
consecuencias a todo nivel, filosófico, teológico y hasta político, ya que acaba con la pretensión que un ateísmo
práctico, basado en supuestos (pero de verdad inexistentes) “valores comunes” a todos los hombres independientemente
de su religión, sea una visión “neutral” y luego capaz de asegurar la paz social mejor que las otras . Todo al contrario,
para favorecer una convivencia pacífica entre las diferentes visiones del mundo se necesita un método que esté en grado

89
aclarar mejor qué cosa es la religión en sí misma, sino tiene también dos otras importantes ventajas
respecto al modo usual de plantear la cuestión.
En efecto, en primer lugar así queda claro que el sentido religioso no es para nada una simple
manifestación de sentimientos desligados de la razón, como lo querría la modernidad, sino que, al
contrario, plantea una cuestión plenamente racional: más bien, podemos decir que representa la
punta más aguda de la investigación humana, que nunca nos deja completamente tranquilos, ni
siquiera después de haber encontrado una respuesta adecuada. En efecto, dentro de este “todo” hay
muchas cosas a que queremos, y que por tanto no queremos perder, empezando por nosotros
mismos y nuestros seres queridos. Luego, si la respuesta que estamos buscando tiene que satisfacer
realmente nuestra razón en todo su alcance, no puede ser una simple “explicación” teórica del por
qué la realidad es así como es, sino que tiene que decirnos “donde vamos a acabar”, es decir, cuál es
nuestro destino.
Una importante consecuencia de lo anterior es que la atractiva es anterior al miedo. En efecto, si
nuestro sentimiento originario frente a la realidad no fuese positivo, ni siquiera estaríamos en grado
de tener miedo, porque ninguno tiene miedo de perder algo que no le interesa. Por tanto, la tesis,
que muy a menudo se escucha, de que la religión habría nacido del miedo solo es una tontería,
aunque obviamente, como tiene que ver con todo, la pregunta religiosa tenga que ver también con el
miedo, que, por otro lado, al ser parte de la experiencia humana, en sí no es algo malo sino bueno,116
pues, como cualquier otro sentimiento, nos hace conocer algo acerca de la realidad (por ejemplo,
que hay cosas que no queremos perder): pero no es el sentimiento original del hombre frente a la
realidad misma.
La segunda ventaja de este enfoque es que empezar por la respuesta en lugar de la pregunta no
solo nos hace dogmáticos, o sea, incapaces de diálogo, sino a la larga nos hace también tontos, o
sea, incapaces de comprensión, porque si olvidamos cuál era la pregunta inicial, finalizaremos con
no entender ni siquiera qué cosa realmente significa la respuesta – ni siquiera la nuestra. Pues,
como dijo el gran teólogo protestante Reinhold Nihebur (1892-1971):«Nada es más absurdo que
una respuesta a una pregunta que no se dice» (Nihebur 1940:).

6.7. Método científico y método religioso


Los axiomas éticos
se descubren y verifican
de un modo no mucho diferente
de los axiomas de la ciencia.
La verdad es lo que resiste
a la prueba de la experiencia.
(Albert Einstein)

Como hemos visto, no hay ningún conflicto que “reconciliar” entre ciencia y religión, pues todos
solo son aparentes y nacen de incorrectas interpretaciones de la ciencia y/o de la religión: luego, lo

de valorar las recíprocas diferencias, no de eliminarlas (lo que es imposible, porque la gente no lo acepta, y de todos
modos, aun cuando fuera posible, finalizaría con no dejar mucho para construir una sociedad cualquiera). Creo que el
método del sentido religioso de que vamos a hablar en las próximas páginas, si bien entendido, pueda indicarnos el
camino.
116
También esta absurda demonización de ciertos sentimientos (junta a la no menos absurda y acrítica exaltación de
otros en nombre de una supuesta superior “pureza” o “nobleza”) es una típica (y típicamente irrazonable) consecuencia
del racionalismo, que demuestra una vez más su completa y total incapacidad de comprender la correcta naturaleza y
función del sentimiento, que es de nos acercar a la realidad para permitirnos de percibirla más agudamente y
claramente. Desde este punto de vista, obviamente, no importa que el sentimiento sea “alto” o “bajo”, “positivo” o
“negativo”, todas categorías moralistas sin ningún valor cognoscitivo: lo único que importa es su intensidad. Por esto la
verdadera fórmula de la religiosidad es vivir intensamente lo real, porque esto nos empuja a profundizar cada vez más
en la cuestión del sentido del todo. En cambio, lo que sí tiene relevancia moral es la manera en que decidimos de actuar
en consecuencia de nuestros sentimientos, pero que es todo otro tema.

90
único que se necesita es conocerlas realmente a las dos. Pero hay más: la ciencia, pese a que su
objeto sea distinto, tiene muchas analogías con la religión desde el punto de vista del método –
incluso mucho más que con cualquier otra forma del conocimiento humano.
A primera vista, ciencia y religión parecen tener métodos diferentes e incluso opuestos, pues la
primera se basa en la verificación experimental mientras que la segunda se basa en la fe. Sin
embargo, ya hemos visto que en realidad tampoco la ciencia puede prescindir del método del
conocimiento por fe (cf. § 1.16), mientras por otra parte, como ahora vamos a ver, también en la
religión existe el método de la verificación, que tiene una forma bastante parecida.
En efecto, análogamente a las teorías científicas, también las varias doctrinas religiosas (o sea,
los diferentes intentos de respuesta a la pregunta del sentido religioso) presentan una hipótesis que
pretende ser capaz de dar un sentido unitario a un conjunto de fenómenos inconexos. Sin embargo,
pues se refiere al sentido del todo, esta hipótesis tiene que ser verificada en cada aspecto de la
realidad: por tanto, en un sentido, toda la vida se convierte en un “experimento”. Otra diferencia
respecto al método científico es que en este caso no estamos enfrentados con propiedades medibles.
Luego, el “instrumento” adecuado en este caso no puede ser una máquina, sino coincide con la
persona misma del “experimentador”.
El criterio para establecer si el experimento tuvo éxito, o sea, si la hipótesis resultó adecuada a la
pregunta, es su correspondencia con aquellas exigencias originales de verdad, de bondad, de belleza
y de justicia que constituyen el corazón del hombre, y que podemos resumir en la palabra felicidad.
Este criterio es integralmente personal: ninguno, en efecto, puede establecer en mi lugar si algo le
corresponde o no a mi exigencia de felicidad. Pero al mismo tiempo es también integralmente
objetivo: que algo me corresponda o no, en efecto, no depende de mí, yo solo puedo reconocerlo,
pero no determinarlo.
Cabe subrayar que, en contra de lo que sostiene la mentalidad dominante, es precisamente esta
referencia a la totalidad (si bien entendida, claro) el mejor antídoto al totalitarismo y a la
intolerancia. En efecto, es exactamente la exigencia de una respuesta total que implica la necesidad
de una verificación personal y continua, pues un hombre que vive así es continuamente solicitado a
volver a enfrentarse de nuevo, cada vez más profundamente, con esta pregunta, aun cuando ya está
convencido de haber encontrado la respuesta. Y es exactamente esta pregunta acerca del sentido del
todo lo que más tenemos en común con cualquier otra persona, y que por tanto más que cualquier
otra cosa puede hacernos sentir cercano y amigo a quien quiera, incluso si está en un camino
diverso, sin tener por esto que renunciar a nuestra identidad.
Esto vale también para quien todavía no ha encontrado ninguna respuesta, y hasta para quien
piensa que nunca la encontrará. En efecto, encontrarla no depende de nosotros, pero tener abierta la
pregunta sí, y esto hace de todos modos la diferencia, porque permite, por así decirlo, tener libre el
lugar de Dios, sin inclinarse a nada más pequeño: y esto salva de todos modos la dignidad humana,
porque el hombre, siendo hecho por el infinito, no puede adorar ninguna cosa finita sin
desvalorizarse a sí mismo.

6.8. El rostro del Misterio

La ciencia sin la religión es coja,


La religión sin la ciencia es ciega.
(Albert Einstein)

Al principio del párrafo anterior hemos dicho que el objeto de la ciencia es distinto al objeto de
la religión, lo que a primera vista parece obvio. Pero... ¿lo es completamente?
Si reflexionamos un poco, no es difícil darnos cuenta de que no debería ser así. En efecto, si el
universo no tiene en sí mismo su razón de ser, sino la recibe de Otro, entonces debería guardar en sí

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unas huellas del Misterio que hace todas las cosas, y esto a todo nivel, no solo al nivel de la vida
inteligente. Y de hecho así es.117
Aunque la pregunta del sentido religioso se refiera al sentido de todo, me parece indudable que
los dos aspectos que lo provocan más clamorosamente son por un lado el espectáculo del cosmos y
por otro el rostro de las personas que amamos.
Las víctimas del dualismo cartesiano, nosotros tendemos instintivamente a oponer estos dos
aspectos, refiriendo el primero a la “razón” y el segundo al “sentimiento”. De aquí nace toda la
artificiosa e inmotivada oposición entre “el Dios de los filósofos” (o “de los científicos”) y “el Dios
de la gente común”. Sin embargo, si en cambio reconocemos que en ambos aspectos están
involucrados tanto la razón como el sentimiento, entonces nos aparecerán complementarios más
bien que opuestos, y nos desvelarán los dos aspectos más importantes del Misterio que hace todas
las cosas: su infinitud y su personalidad.
El primer aspecto lo vemos actuar continuamente a través de la naturaleza, también en nuestra
experiencia de cada día, pero la ciencia nos hace enormemente más conscientes de su real magnitud:
luego, la ciencia es naturalmente amiga de las verdaderas exigencias de nuestro corazón y puede
ayudarnos a no reducirlas a un sentimentalismo sin grandeza o, peor aún, a sociología, como
lamentablemente muchas veces acontece.118 Para esto basta con interpretarlas correctamente, sin
pretender eliminar la dimensión personal, que no es menos importante ni menos objetiva de la otra,
lo que a su vez ayuda a la ciencia a no perderse en una religiosidad impersonal y últimamente
desesperada, que es su tentación permanente, aunque sea contradictoria con su origen histórico y,
sobretodo, con su lógica profunda.

117
Galileo lo había entendido primero y perfectamente. En efecto, su discurso acerca de los dos libros, la Biblia y la
naturaleza, a través de los cuales nos habla Dios siempre ha sido malentendido, pensando que solo era una manera de
intentar persuadir a sus críticos para que le dejasen la paz. Ciertamente fue también esto, pero no solo esto. Galileo creía
realmente en esta idea, e intentó varias veces, lamentablemente en vano, explicar a los teólogos su importancia, que hoy
en día es hasta mayor.
118
Quiero subrayar la importancia y la urgencia de este trabajo. En efecto, pese a que a menudo no nos damos cuenta,
esta dimensión cósmica de la religión no nos necesita menos que la personal y si se la descuida, la gente finaliza con
buscarla en otro lugar, hasta en formas tontas y superficiales como la astrología. Esto es exactamente lo que se le
ocurrió al cristianismo moderno, sobretodo en el último siglo: por esto es más necesario y urgente que nunca desarrollar
una verdadera “teología de la belleza”, que sepa involucrar también a la naturaleza así como nos la muestra la ciencia
moderna, como nos han enseñado, entre los otros, Hans Urs Von Balthasar (1901-1990), Luigi Giussani (1922-2005)
y ahora también el Papa Francisco (Jorge Mario Bergoglio, 1936-vivo): véase Von Balthasar (1961-1969), Giussani
(1966), Francisco (2015).

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