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ENTREVISTA A EDUARDO RINESI

(Conrado Yasenza)

Fuente Revista La Tecla Ñ.

A los gobiernos puede medírselos por sus adversarios y sus impugnadores.

Eduardo Rinesi es politólogo, docente e investigador de la UBA y de la Universidad Nacional de


General Sarmiento. Es autor de Política y tragedia. Hamlet, entre Hobbes y Maquiavelo y Las
mascaras de Jano (notas sobre el drama de la historia). En esta entrevista, Rinesi reflexiona y da
claridad de ideas sobre la función del intelectual, la década del ’90; la irrupción como rareza,
anomalía, de Néstor Kirchner en la escena del poder en la Argentina y la continuidad, con Cristina
Fernández, de un proyecto basado en un programa social y políticamente más avanzado, de
ampliación democrática de derechos como la asignación universal por hijo y la ley del matrimonio
igualitario.

Por Conrado Yasenza

- Para comenzar, me interesa saber si los intelectuales generan hoy prácticas capaces de intervenir
en la realidad.

- Por supuesto que sí, de todo tipo. Claro que cuando decimos “los intelectuales” estamos
pensando en personas y grupos de personas de muy distintas características y que desarrollan
actividades muy diversas: escritores, periodistas, académicos, economistas. Pero sí: es un
momento, éste que vivimos hoy en Argentina, en las que en varios de estos campos tan distintos
personas a las que según cualquier definición no demasiado estrecha corresponde llamar
“intelectuales” están cumpliendo tareas de la mayor relevancia. Es notorio, por ejemplo, el modo
en que el actual gabinete nacional está integrado por cuadros intelectuales del más alto nivel. En
otro sentido, es igualmente claro que diversos grupos de “intelectuales” en el sentido más,
digamos, tradicional del término están interviniendo en las discusiones públicas a través de
distintos tipos de agrupamientos, a través de los medios masivos de comunicación, a través de la
publicación de trabajos de todos los colores y pelajes…

- Qué es lo que queda como sustrato a nivel social de la experiencia vivida en los ’90, cuya
culminación podríamos indentificar con los sucesos de diciembre del 2001?
- Hay mucho de los 90 en nuestra vida social presente. En muchos campos. Hay mucho de los 90
en la impunidad con la que personajes más o menos grotescos del mundo de la política y de los
negocios, según leemos en los diarios día por medio, siguen confundiendo, como era común
hacerlo en esos años, el patrimonio colectivo con un botín apropiable por los amigos de quienes
en tal o cual momento ocupan cargos ejecutivos en algún área del gobierno. Cuando, por ejemplo,
leemos que empresarios cercanos al jefe de gobierno de la capital, o que funcionarios de su propio
staff, organizan fiestas privadas en lugares públicos, en lo que constituye una afrenta gravísima al
más elemental sentido de lo republicano. Hay mucho de los 90, también, cuando esa misma
confusión de los valores de lo público y lo privado se manifiesta en la tolerancia de una sociedad
hacia el argumento penoso, lamentable, inaceptable, de un altísimo funcionario del Estado que
justifica un determinado modo de votar en la cámara de senadores explicando que su corazón le
dice una cosa diferente de lo que le dicen sus compromisos políticos públicos, y eligiendo, entre la
política y el corazón, el corazón. Hay mucho de los 90, también, en algunos comportamientos
sectoriales surgidos y estimulados al calor de la lógica que presidía el funcionamiento de algunas
instituciones en aquellos años, y que no han desaparecido. Suelo usar el ejemplo de la
Universidad, que en los últimos años ha visto incrementar considerablemente su presupuesto y,
de la mano de su presupuesto, sus posibilidades de realizar aportes significativos a la resolución de
los problemas del país, pero donde siguen primando comportamientos fortísimamente
corporativos y conservadores, hijos del clima defensivo con el que organizábamos nuestra
sobrevivencia en la Universidad en los 90, pero injustificables cuando la situación ha cambiado en
el modo en que lo ha hecho.
Pero no sé si la pregunta iba en esa dirección o en la de determinar qué elementos de la crítica, de
la oposición y la protesta organizada y democrática frente a las políticas de desmantelamiento de
los 90 podemos encontrar todavía hoy entre nosotros. Ahí habría bastante para conversar. Pero yo
creo que toda esa movilización que caracterizó la segunda mitad, sobre todo, de esa década, y el
primer par de años de la siguiente, ha dejado marcas profundas en las formas de organización
social y política que tenemos hoy: en la consolidación de movimientos importantísimos como el
piquetero, en ciertas formas de democratización más o menos silvestre, pero interesantes, de la
vida política y de la protesta social. El kirchnerismo, que tiene una pata en la vocación de
recomposición del orden social y político que antes que Kirchner había encarnado el gobierno
restaurador de Duhalde, tiene otra pata, de lo más interesante, en su vocación por escuchar las
voces organizadas de los nuevos actores que surgen del ajuste estructural y de las políticas de
desmantelamiento de todos los tejidos de la vida social que tuvieron lugar en los 90 (e incluso
antes: de los movimientos de Derechos Humanos, y también del sindicalismo de matriz más
clásica). De todos esos flecos está hecho ese fenómeno tan interesante que es el kirchnerismo, y
por eso entenderlo exige también entender todo lo que pasó en este país desde mitad de los 70
para acá.

- ¿Cómo analiza la irrupción de Néstor Kirchner en el panorama político del país?

- Me parece que fue una sorpresa, una cosa bastante imprevista, que tiró de los distintos hilos que
se anudaban en la difícil coyuntura de mitad del 2003 de un modo inesperado, creativo y original.
Hay que recordar que a pocos votos de los que obtuvo Kirchner en aquellas elecciones quedó
situado un caballero cuya idea más brillante era repetir, peor, las más remanidas recetas del
pensamiento del ajuste que había llevado al país al abismo en la década anterior. Frente a eso, y
en un contexto en el que nadie (ni siquiera él mismo durante los meses de la campaña electoral,
hay que decirlo) proponía nada especialmente diferente ni especialmente osado, Kirchner elige
otro camino: recuperar las voces de los actores más movilizados de los años anteriores (lo
decíamos recién: los grupos piqueteros, los movimientos de Derechos Humanos) para impulsar a
partir de su apoyo un proyecto neodesarrollista de recuperación del mercado interno y del papel y
las responsabilidades del Estado. Con una agenda bastante más avanzada que la que ningún otro
actor político sostenía en los meses de la salida de la crisis, Kirchner administró esa salida de una
manera indudablemente progresista, cierto que, como se podrá objetar y como muchos han
observado con razón, sin “tocar” algunas variables claves de lo que se llama el “modelo” heredado
de la década anterior. De eso no hay duda, como tampoco la hay de que su estilo de gestión
política no era el de una democracia popular amplia, deliberativa y activa, sino uno que combinaba
(de modo igualmente original: eso también hay que decirlo) elementos de un populismo plebeyo
más o menos arrebatado y de un jacobinismo social y político que no alimentó especialmente la
organización democrática de la sociedad, sino que hizo de ella una espectadora más o menos
fascinada de un conjunto de debates y del impulso de una serie de iniciativas que en general iban
siempre en el sentido correcto, pero que tenían la evidente debilidad de no haber nacido siempre
de su propio seno.

- ¿Y cuál es su visión sobre el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner?

- Me parece que encarna un programa social y políticamente más avanzado que el de su


predecesor. Por cierto, arranca en otro punto, con un Estado funcionando y una sociedad en
franco y vigoroso crecimiento, y la sensación es que sabe mucho más adónde va y que trabaja con
bastante consistencia para ir en la dirección en la que va. Por primera vez en mucho tiempo hay
una política decidida y sistemática de ampliación muy democrática de una serie de derechos: la
asignación universal por hijo y la ley del matrimonio igualitario son conquistas
extraordinariamente importantes. Por supuesto que hay que pedir más: por supuesto que hay que
seguir observando los puntos de no ruptura en los que el actual gobierno, como el anterior,
insiste. Otra discusión es si esos puntos de no ruptura (digo, por ejemplo: la no revisión, la
ostensible decisión de no revisar, el núcleo fundamental de la forma esencialmente extractiva y
dañina en que se practica hoy la minería en el país) son los que definen lo “esencial” del modelo
económico que este gobierno está impulsando. Pero esa discusión (que puede ser importante para
juzgar la sensatez o insensatez del énfasis con el que suelen sostenerse ciertas posiciones críticas,
digamos, “por izquierda”, al gobierno nacional) no debe llevarnos a desconocer que ahí hay algo
que debe ser criticado sin duda y que debe corregirse, aunque el costo de esa corrección sea, para
el gobierno, alto. Ahora: a los gobiernos, y a la potencialidad crítica y renovadora de los gobiernos,
puede medírselos también por sus adversarios y sus impugnadores: el gobierno de Néstor Kirchner
tenía como antagonista emblemático al diario La Nación: el clásico vocero de las posiciones
antiperonistas en la Argentina de las últimas siete décadas; el de Cristina Fernández tiene del lado
de enfrente al diario Clarín: el corazón del sistema altamente concentrado de poder corporativo,
político y mediático que surge de la última dictadura militar, que no reacciona por puro prejuicio
clasista ni por puro prejuicio antipopular, sino porque entiende perfectamente lo que está en
juego en esta hora, en los términos del complejo entramado de intereses económicos que
expresa, en el país.

- ¿Cree que durante la discusión sobre el proyecto de aumento de las alícuotas de retención a las
exportaciones agropecuarias se desarrolló en sectores políticos y económicos un “clima
destituyente”?

- Pero qué duda. Y eso en todos los puntos que iban del arco que se tendía entre la vecina
indignada de la calle Santa Fe con su cartelito de “Andate yegua” y esas delicadezas hasta los
miembros más señeros del staff de golpistas profesionales que tiene, desde hace muchas décadas,
este país. Fue un momento fundamental, ése, en la vida política argentina actual. Que recordaba
algo de los momentos más difíciles que en su momento tuvo que enfrentar Raúl Alfonsín frente a
los mismos actores (a los mismos tics de los mismos actores) un cuarto de siglo atrás. Incluso en el
orden del discurso: la presidenta Fernández de Kirchner desarrolló, durante esas semanas de
luchas tan intensas contra los representantes corporativos y mediáticos de los intereses que había
decidido enfrentar, una fuerte retórica de tipo liberal-institucionalista que recordaba mucho la del
primer alfonsinismo: la de la lucha contra las “corporaciones” militar, clerical, sindical y
agropecuaria, la de “nos, los representantes del pueblo”… Hace un momento sugería que el
gobierno de Néstor Kirchner se sostenía sobre una combinación de populismo y jacobinismo. En el
de Cristina Fernández esa combinación se asocia a un tercer elemento que estaba menos presente
en el período anterior: un fuerte, decisivo componente liberal clásico. La pretensión de que habría
que defender “la república”, como se lee por todas partes, de las pretensiones “hegemonistas”,
autoritarias, despóticas, anti-liberales, del gobierno, no resiste, por eso, ningún análisis.

- ¿Cuál es su visión sobre los enfrentamientos entre el gobierno actual y lo que podríamos
denominar ampliamente como la derecha argentina?

- Bueno: de eso hablábamos. Pero, a ver: yo distinguiría dos planos. En uno de ellos, el más
conceptual, el de la presentación de las posiciones ideológicas, digamos así, que están en pugna,
me parece que eso que se puede denominar, en efecto, “la derecha” argentina insiste de un
tiempo a esta parte en presentarse como la defensora o la garante de la salud de una cosa que
han decidido llamar la república, por lo que entienden la inexistencia de conflictos que amenacen
la armonía social. El consenso. La derecha, en efecto, es amiga de la idea de consenso, de no-
conflicto, es amiga de la idea de que todos los individuos y los grupos estamos o podemos estar o
deberíamos estar de acuerdo en un conjunto de cuestiones fundamentales, y tienden por lo tanto
a hacer del conflicto, del desacuerdo, y de sus manifestaciones más o menos visibles o sonoras en
el espacio público, una expresión de algo del orden de lo patológico, de lo incorrecto, de lo que no
debería ser así. Las sociedades deberían ser armoniosas. Si hay conflicto es porque algo está mal, o
porque los dirigentes o los gobernantes tienen un carácter podrido o están crispados o son no sé
qué cosa. A ver: es vieja como la distinción misma entre derecha e izquierda la tendencia de la
primera a abrazar una visión de la sociedad como orden y armonía y la tendencia de la segunda a
abrazar una visión de las cosas que pone en el centro de la escena los conflictos entre los fuertes y
los débiles, los ricos y los pobres, los explotadores y los explotados. Lo que es relativamente nuevo
en el debate público argentino es la identificación de la primera de estas dos opciones con la idea
de “república”. Porque la idea de república, en realidad, supone la idea de conflicto, de diferencia
y de antagonismo entre sectores enfrentados. Hay república, en efecto (res publica: cosa pública,
cosa de todos) porque hay un campo común, una zona compartida que nos pertenece a todos,
pero también porque esa zona compartida, porque ese campo común, es un campo… de batalla.
La eliminación de ese componente conflictivo, batallador, agonístico de la idea de república es una
fuerte pérdida para el pensamiento político que se llama a sí mismo republicano. En fin: ésta es
una larguísima discusión sobre la que valdría la pena extendernos mucho más, pero temo que eso
podría llevarnos lejos. La contraposición entre un “republicanismo” bueno, moderado, armónico y
consensualista, y, del otro lado, un “populismo” malo, crispado, conflictivista y belicoso es una de
las representaciones más ideológicas, más empobrecedoras y más torpes de las que caracteriza el
estado actual de las discusiones en nuestro espacio público político.
Ahora: el otro plano al que yo me refería, y sobre el que me parece que hay que decir alguna cosa,
no es el plano de las ideas más o menos teóricas sobre la naturaleza de la vida social o sobre el
modo en que la misma debería funcionar, sino el plano de la acción concreta de la derecha
argentina en su enfrentamiento con el actual gobierno nacional. Y la verdad es que ahí esa
derecha, que en el plano de la discusión más teórico-política intenta siempre presentarse como
amiga de la república y de las instituciones y de las buenas maneras, asume en sus
comportamientos políticos efectivos una serie de posiciones que se condicen poco con esta
representación. Y no me refiero ahora, tampoco, a la modalidad, estrechamente corporativa y
sectorial en el fondo, y decididamente violenta en las formas (con cortes de caminos, violación de
derechos de todo el mundo, interrupción de la circulación de alimentos y personas), de la protesta
desarrollada por los dueños de los campos argentinos en la ocasión que recordábamos hace un
momento, dos años atrás. Pienso más bien en el tipo de iniciativas que esa derecha, que empieza
ahora a ordenarse en torno a la módica pero en todo caso muy decisiva, si la sabe aprovechar,
mayoría parlamentaria que representa la suma de los grupos que hoy la constituyen, está
elaborando y empezando a llevar adelante en ese escenario –el legislativo–, donde hasta aquí
venía moviéndose con extrema impericia, pero donde podría tal vez, si fuera capaz de corregir sus
propias torpezas (y de conquistar algunos apoyos que hasta ahora vienen siéndole bastante
esquivos), darnos a todos un buen susto. La propuesta de llevar las jubilaciones a un nivel que sin
duda sería muy recomendable si se le dijera al gobierno cómo o de dónde obtener los fondos para
sostenerlo, en un contexto en el que, lejos de eso, se busca en cambio, al mismo tiempo, reducir
las posibilidades impositivas del Estado, resulta una irresponsabilidad evidente, flagrante. Me
parece que acá hay algo a lo que también hay que estar sumamente atentos. Porque, en las
antípodas del discurso “anti-populista” que también, al mismo tiempo, se enarbola, lo que está
haciendo la derecha parlamentaria argentina, que no se cree ni a sí misma sus propios principios,
es algo tan simple y tan peligroso como querer volverle ingobernable la situación al gobierno
nacional. Hace un momento hablábamos de si había habido, en la Argentina de hace un par de
años, un “espíritu destituyente”. Sí, y lo hay hoy también: ¿De qué otro modo interpretar la
inesperadamente demagógica propuesta de una derecha tradicionalmente severa y restrictiva en
punto a la administración de los recursos estatales de aumentar un conjunto de gastos del Estado
y al mismo tiempo de dejar a ese Estado sin los instrumentos necesarios para financiar esos
aumentos?

- ¿Existe en nuestra sociedad una inclinación a repetir ciclos o experiencias políticas y económicas
que, ha quedado demostrado, dañaron profundamente el tejido social?

- Yo creo que no. Existen sí ciertos sectores sociales a los que sin duda les convendría la reiteración
de experiencias políticas y económicas que estuvieron en la base de su enriquecimiento y a las que
tienen buenos motivos sectoriales para querer volver. Y existen sí, también, las ideologías. La
creencia de buena fe, digamos, de un montón de gente, en las malintencionadas tonterías que
repiten las voces socialmente “autorizadas” para hablar de cosas tales como la economía y la
política. Pero a mí me parece que los pueblos no comen vidrio, y que el nuestro ha hecho una
experiencia importantísima a lo largo de los últimos años (de las últimas décadas, pero sobre todo
de los últimos años), que es el mejor reaseguro contra cualquier posibilidad de involución. Por eso,
también, es necesaria una democratización muy fuerte de los mecanismos de toma de las
decisiones y de la gestión del momento actual de la Argentina. La ciudadanía, la ciudadanía
organizada, movilizada, activa, estará tanto menos dispuesta a repetir recetas ya fracasadas del
pasado, y a delegar en otros (en los mismos “otros” de siempre) la aplicación de esas recetas,
cuanto más se sienta, cuanto más esté auténticamente convocada a participar activamente en el
ejercicio del poder político en este momento tan singular de la historia nacional. Está muy bien
decir (como dijo la presidenta durante el conflicto por la 125) “Sola no puedo”, que es un
reconocimiento fundamental de que no se trata de sostener, sola, un combate que
necesariamente reclama el concurso y la participación de la ciudadanía. Pero se trata ahora de dar
el paso siguiente, que es el de la incorporación efectiva de esa ciudadanía en los mecanismos de
decisión de las medidas que habrán de terminar de sacarnos de la emergencia y de permitirnos
salir para adelante del modo más democrático y por lo mismo, también, más firme. La repetición
de experiencias políticas y económicas retardatarias y antipopulares requiere como condición de
posibilidad la exclusión del pueblo del campo de la deliberación y de las decisiones públicas: ese
retroceso es el que no deberíamos admitir, porque admitido ese retroceso todos los demás siguen
en cascada.

Entrevista realizada por Conrado Yasenza; Julio de


2010http://www.redaccionpopular.com/content/herbert-marcuse

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