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Odiar a los pobres JORGE BUSTOS

La Fundéu, donde pasamos pocos pero doctos ratos juntos, ha elegido aporofobia
como palabra del año. Es un compuesto griego que vale traducir por rechazo a los
pobres y que acuñó Adela Cortina con benemérito propósito de denuncia. Yo se la
escuché hace unos años a Jesús Caldera, que andaba por entonces regularizando
inmigrantes en el gobierno de Zapatero. Pese a la novedad de su significante, su
significado es tan antiguo como la xenofobia o aversión al extranjero, incluyendo
al charnego de Tabarnia. Ahora bien, aporofobia, lo que se dice aporofobia, la
experimentan todos los bolsillos. Es un recelo transversal que habita en el clasismo
de los ricos tanto como en la esperanza de los pobres, que maldicen su condición,
y cuyo mayor deseo es dejar de ser pobres. Porque la pobreza no le gusta a nadie
salvo a los franciscanos y a los comunistas, dos vocaciones que tienden a
desaparecer en cuanto llega la prosperidad. El hedonismo vacía las iglesias y las
sedes de partido, pero el comunismo descubrió la manera de garantizarse la
vigencia del negocio: fabricar pobres en cantidades industriales para luego correr
a socorrerlos. Por eso Maduro es el empresario del año. Se empieza expropiando
edificios y se acaba privatizando la democracia. Porque toda propiedad es un
robo... menos cuando robas tú.
Esto del orgullo de mandar en la propia hambre, tan cantado por la mala literatura
de lucha de clases escrita con buenos sentimientos burgueses, insulta la
inteligencia de la famélica legión, que ni quiere ser legión sino individuo, ni quiere
seguir famélica sino escalar de clase. Nada asquea tanto como ver a un próspero
progresista recetar para los demás la fracasada ideología de la que él mismo se
guardó muy cucamente para amasar su fortuna. Ese fariseo que prescribe la vida
en Esparta mientras se queda a vivir en Atenas. Ese turista del ideal que lucha por
doce causas en pijama, que debería ser el uniforme del tuitero concienciado. Pero
hace falta odiar mucho a los pobres para querer salvarlos del capitalismo. La
aporofobia, si sirve para que detestemos tanto la miseria que la combatamos
eficazmente con libre mercado y Estado de bienestar, es un sentimiento positivo,
edificante, absolutamente navideño. Lo que nos repugna es la aporofilia, que
Buñuel fustigó en Viridiana: un amor tan incondicional por los desfavorecidos -de
cuya sentida publicidad vive el sutil narcisismo del aporofílico- que no concibe otra
reacción ante el pobre que la limosna, o sea, el subsidio paternal, la caridad de
Estado. Que cronifica la pobreza del que la padece, pero también la superioridad
moral de quien cree estar paliándola. Que 2018 nos libre de la griega aporofilia y
nos conceda algo más de latina misericordia, que significa piedad de corazón.

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