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Las oleadas históricas de la violencia


terrorista: una reconsideración
EDUARDO GONZÁLEZ-CALLEJA
Universidad Carlos III de Madrid

Resumen
El artículo revisa la hipótesis del carácter cíclico de las movilizaciones políticas que emplean el terror como
instrumento estratégico preferente. Propone una periodización en cinco etapas: la oleada populista-nihilista en el
tránsito de los siglos XIX al XX; el período de entreguerras centrado en el control totalitario de la población y
la mística de la liberación nacional; la etapa de posguerra vinculada a la aparición, desarrollo y triunfo de los
movimientos tercermundistas de independencia o de liberación nacional; el ciclo terrorista revolucionario produ-
cido en las sociedades del capitalismo tardío a partir de 1968 y el ciclo actual, caracterizado por el primordia-
lismo étnico y el fundamentalismo religioso. Se trata de demostrar que el terrorismo está condicionado en su
dinámica interna por los grandes ciclos de la protesta revolucionaria o contrarrevolucionaria; que tiende a apa-
recer en los períodos de declive de estos ciclos generales de protesta, y que algunas manifestaciones de violencia
terrorista han mostrado una notable capacidad de adaptación que les ha permitido superar esa fase de agota-
miento y actuar como puente para “dar el salto” a un nuevo ciclo de protesta.
Palabras clave: Ciclos de protesta, historia contemporánea, terrorismo, violencia política.

Historical waves of terrorist violence: A


second thought
Abstract
The article reviews the hypothesis of the cyclical character of the political mobilizations that use terror as a
strategic instrument. It proposes a chronology in five stages: the populist-nihilist wave in the transit of centuries
XIX to XX; the inter-war period based in the totalitarian control of the population and the mysticism of
national liberation; the post-war period linked to the appearance, development and triumph of the third-world
movements of independence or national liberation; the revolutionary terrorist cycle produced in the societies of
late capitalism since 1968, and the present cycle, characterized by the ethnic primordialism and the religious
fundamentalism. We try to demonstrate that terrorism is conditioned in its internal dynamics by the great
cycles of revolutionary or counterrevolutionary protest; that it tends to appear in the periods of decline of these
cycles of protest, and that some manifestations of terrorist violence have a remarkable capacity of adaptation
that has allowed them to surpass that phase of exhaustion and to act as a bridge for “jumping” to a new cycle
of protest.
Keywords: Cycles of protest, contemporary history, terrorism, political violence.

Correspondencia con el autor: Eduardo González Calleja. Facultad de Humanidades, Documentación y Comuni-
cación. Edificio Ortega y Gasset, despacho 17.2.22. c/ Madrid, nº 133. 28903 Getafe (Madrid). Tel. 91
6248567; Fax: 916249757. E-mail: edgcalle@hum.uc3m.es

© 2009 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0213-4748 Revista de Psicología Social, 2009, 24 (2), 119-137
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Hace unos años, David C. Rapoport expuso la hipótesis del carácter cíclico de
las movilizaciones políticas que emplean el terror como instrumento estratégico
preferente. Argumentaba que desde 1880 hasta la actualidad se habían sucedido
cuatro oleadas de terrorismo subversivo de 35 a 40 años de duración media, sufi-
cientemente caracterizadas desde el punto de vista de la ideología, de los modos
organizativos y de los objetivos de la protesta, que se habían nutrido del impulso
facilitado por el desarrollo de movimientos reivindicativos más vastos, y que nacían
de coyunturas políticas decisivas que tenían la virtualidad de poner en evidencia la
debilidad de los gobiernos (Rapoport, 1999, pp. 501-503 y 2004). Estos ciclos
terroristas no se debían a cambios tecnológicos, sino a cuestiones de oportunidad
política que excitaban las esperanzas de los terroristas potenciales e incrementaban
la vulnerabilidad de la sociedad a sus exigencias (Rapoport, 1984, p. 672). Además
de tratar de validar esta proposición de carácter general a la luz del desarrollo histó-
rico de esta singular forma de violencia política, el propósito del presente trabajo es
plantear otra serie de hipótesis que pueden presentarse como corolario de la
expuesta por Rapoport: que como todo tipo de estrategia de confrontación en pro
de objetivos políticos el terrorismo está íntimamente ligado en su dinámica inter-
na a la de los grandes ciclos de la protesta revolucionaria o contrarrevolucionaria (en
los que se incluye la acción preventiva y coactiva de los Estados), cuya evolución
general impone límites a la capacidad subversiva de estas formas de lucha armada;
que el terrorismo ha tendido a aparecer de forma más acusada en los períodos de
declive de estos ciclos generales de protesta, y que en determinadas circunstancias
algunas manifestaciones de violencia terrorista han mostrado una notable capaci-
dad de adaptación que les ha permitido superar esa fase de agotamiento y actuar
como puente para “dar el salto” a un nuevo ciclo de protesta.
FIGURA 1
Los ciclos del terrorismo subversivo contemporáneo desde 1877

Sicarios (s. I. d.C.)


0. SECTAS TERRORISTAS PREMODERNAS Asesinos (ss. XI-XIII)
Thugs (ss. VII-XIX)

Tiranicidio

Populistas (1877-81): magnicidio


1. MOVIMIENTOS POPULISTAS-NIHILISTAS (1877-1900) Anarquistas (1881-1900): “propaganda por el hecho”
Minorías étnicas en estados plurinacionales (1893-1914): resistencia armada

atentado individual

Marxistas revolucionarios (1905-35): vanguardismo insurreccional


2. MOVIMIENTOS DE SUBVERSIÓN ARMADA EN ESTADOS NACIONALES (1905-1945) Fascistas y ultranacionalistas (1918-41): paramilitarismo y “vigilantismo”
Resistencia (1937-45): lucha armada contra ejércitos de ocupación

guerra de liberación nacional

3. MOVIMIENTOS ANTICOLONIALISTAS DE LIBERACIÓN (1945-1965) Guerra popular revolucionaria

guerrilla urbana

Extrema izquierda: guerrilla urbana tercermundista y terrorismo antiimperialista


4. MOVIMIENTOS DE “NUEVA IZQUIERDA” (1965-1980) Separatistas: guerrilla urbana tercermundista y terrorismo antiimperialista

terrorismo transnacional e internacional

Integrismos y fundamentalismos religiosos (guerras de baja intensidad, terror global)


5. MOVIMIENTOS PRIMORDIALISTAS Y FUNDAMENTALISTAS (1979...) Separatistas
Étnico-nacionalistas (conflictos intercomunitarios)
Racistas y supremacistas

La dinámica cíclica de la protesta colectiva


La propuesta de análisis cíclico de la violencia terrorista expuesta por Rapo-
port es un lugar común entre los estudiosos de la acción colectiva, incluida la
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violenta como un tipo particular cuya evolución resulta indisociable de los gran-
des cambios producidos en las organizaciones estatales y en la estructura socioe-
conómica de las comunidades humanas. La dinámica cíclica, que transcurre por
fases de movilización y de desmovilización, es el resultado de la interacción entre
organizaciones, autoridades, movimientos y grupos de interés. Los ciclos de pro-
testa son crisoles o encrucijadas en donde se innovan, evolucionan y se perfeccio-
nan nuevos repertorios de acción colectiva disruptiva (esto es, formas de compor-
tamiento no institucionalizado que buscan la alteración del orden social estable-
cido), y donde se produce la socialización política de las nuevas generaciones
(Tarrow, 1991, p. 8). Estos ciclos no son frecuentes, tienen una duración prolon-
gada y tienden a implicar a actores individuales y colectivos distintos de los que
operan en períodos de normalidad. Son, además, profundamente creativos y
transformadores, ya que impulsan un proceso de particularización ideológica de
los contendientes, innovan las tácticas y las estructuras organizativas que se enca-
minan a la disputa por el poder, y permiten la constitución y la ruptura de alian-
zas estratégicas entre los grupos que compiten por el mismo espacio público
(Cronin, 1991, pp. 38-39).
Sydney Tarrow plantea una dinámica cíclica de movilización colectiva en tres
estadios: la fase ascendente se produce cuando a la gente que sufre agravios desde
hace tiempo se le imponen nuevas injusticias, o cuando aumentan las oportuni-
dades para actuar por la presencia de un clima político menos coactivo. Se produ-
ce entonces un aumento acelerado de las demandas iniciales, que tiene tres efec-
tos en el campo político: genera nuevas oportunidades de protesta al demostrar
la vulnerabilidad de las autoridades a estas reivindicaciones; estimula las oportu-
nidades para la acción colectiva al reducir sus costes para otros actores, lo que
permite el incremento de la contestación, y ello amenaza los intereses del Estado
y de los grupos competidores por el mismo espacio político. En esta etapa, la vio-
lencia sufre un notable incremento, ya que la entrada de un nuevo miembro en la
comunidad política tiende a producir confrontación porque los competidores
por los mismos recursos se mostrarán dispuestos a resistir con todos los medios a
su alcance, porque los aspirantes tenderán a reforzar sus demandas con el uso de
la fuerza, y porque cada cual define la acción del otro como ilegítima y por tanto
necesitada de medios justificados y extraordinarios de coerción (Tarrow, 1989).
En la etapa intermedia se llega a la cúspide de la movilización, que parece
contagiar al conjunto de la sociedad. El conflicto entre grupos se hace intenso y
generalizado: se agudiza la inestabilidad de la élite, se conciertan coaliciones
objetivas o explícitas entre los diversos actores, pero también aumentan el resen-
timiento y el antagonismo por la obtención del respaldo popular u otros recursos
de poder. Ante esta situación, los movimientos que están recibiendo ataques cre-
cientes a sus intereses pueden responder de dos formas: en primer lugar, conside-
rar que es más probable que la acción colectiva se extienda de forma más rápida
en función de la amenaza que de la oportunidad, y verse tentados de emplear,
autorizar o tolerar medios cada vez más enérgicos de combate (como el terroris-
mo) cuando perciben que se va incrementando la discrepancia entre lo que su
organización recibe y lo que aspira a obtener por legítimo derecho. Pero también
pueden ensayar estrategias de conciliación que conduzcan al compromiso, con el
consiguiente riesgo de cooptación e integración del movimiento en la comuni-
dad política, transformado en partido o grupo de presión. De un modo u otro, la
acción colectiva crece hasta el máximo permitido por el nivel de movilización de
recursos de los grupos en competencia, antes de que se produzca la imposibili-
dad total de actuar (Tilly, 1978, pp. 135-137). Como en un ciclo económico, la
dinámica de la protesta alcanza su punto álgido cuando los recursos de moviliza-
ción han sido agotados; cuando algunas demandas y representantes de los movi-
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mientos de protesta han sido asumidos, integrados o cooptados por las élites
políticas; cuando surge el malestar por la merma de efectividad del movimiento
reivindicativo, y cuando aparecen divisiones internas que conducen a la desmo-
vilización de los participantes.
En la fase descendente del ciclo, las innovaciones tácticas planteadas para pro-
longar la dinámica de la protesta conducen al recrudecimiento de los choques
violentos y de la represión, y éstos al desaliento. La gente comienza a disentir, no
sólo sobre el contenido de la acción colectiva, sino sobre la legitimidad de la
misma. Todo ello desanima la acción, y obliga a los movimientos que persisten
en la protesta al margen de los movimientos sociales de referencia a adoptar acti-
tudes militantes cada vez más extremadas y violentas. Pero cuando la participa-
ción decae y la utopía se aleja, comienzan a dominar formas de protesta más con-
vencionales, que son integradas pacíficamente en las nuevas condiciones sociales
y políticas (Tarrow, 1991, pp. 41-56). Por contra, las actitudes más radicales
tienden al aislamiento, la defección, la involución sectaria, la violencia y la repre-
sión. Se produce así el agotamiento de los movimientos de protesta, bien porque
el fracaso de su estrategia reivindicativa y/o la coacción oficial u oficiosa les fuerza
a desaparecer, bien porque el éxito total o parcial de sus reclamaciones conduce a
su institucionalización o a su transformación en un movimiento sucesor (Rasch-
ke, 1994, pp. 128-129).
Esta peculiar dinámica cíclica de la confrontación ha dado lugar al plantea-
miento de dos hipótesis básicas que pretenden explicar el origen estratégico de
terrorismo: la “optimista” explica la radicalización de las formas de acción como
el producto colateral de la efervescencia del status naciente de la acción en el
comienzo del ciclo de protesta. Según esa línea interpretativa, los grupos insur-
gentes suelen recurrir a los repertorios de acción colectiva más innovadores y vio-
lentos con el fin de hacer frente con mayor eficacia a las trabas que el Estado pone
a las manifestaciones de oposición radical (Targ, 1979; Wellmer, 1981). La inter-
pretación “pesimista” señala que la aparición de grupos clandestinos de tipo
terrorista no es previa al desarrollo de la protesta, sino que parece coincidir con la
conclusión del ciclo más combativo de la lucha. La formación de las organizacio-
nes terroristas tiende a ocurrir con mayor probabilidad cuando una movilización
colectiva amplia y relativamente prolongada –un ciclo de protesta, por ejemplo–
entra en una fase de decadencia, debido a que buena parte de sus demandas han
sido asumidas institucionalmente, o a que se han dejado sentir los efectos de la
coacción del Estado y de otros grupos de conflicto. El riesgo de que se utilice la
violencia terrorista es más elevado también cuando un determinado actor colec-
tivo fracasa en sus intentos de ocupar mediante procedimientos convencionales
un espacio político de cierta relevancia y se encuentra debilitado al no haber con-
seguido recabar la suficiente aceptación popular o los recursos materiales necesa-
rios (Reinares, 1998, pp. 74-75). El terrorismo puede interpretarse entonces
como expresión paroxística de un movimiento en declive ante su crisis de repre-
sentatividad, decadencia que se plasma en la sectarización de los sectores funda-
mentalistas del movimiento de protesta frente a la institucionalización, el debili-
tamiento o el reflujo de esa capacidad de acción colectiva (Touraine, 1982, p.
704). Al optar por una acción dominada por la lógica de la violencia, el movi-
miento armado invierte su orden de prioridades: pierde poco a poco sus referen-
cias en los movimientos sociales y se transforma en un “sistema de guerra” que
ya no emplea la violencia como arma transformadora, sino como coartada para la
autoconservación del grupo. En este proceso de “inversión simple”, la organiza-
ción y la gestión de la violencia tienden a convertirse en fines en sí mismos, y el
sector más militante va cobrando autonomía frente a la estrategia política que
dio vida y sentido al movimiento (Wieviorka, 1986 y 1991, pp. 95-100). En
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efecto, muchas experiencias terroristas tienen como origen un movimiento o un
partido en proceso de involución, como fueron los casos de Zemlia y Vólia y
Naródnaia Vólia con respecto al movimiento populista pacífico frustrado en
1874-75, del terrorismo anarquista en relación con el declive de la Asociación
Internacional de Trabajadores (AIT) a fines del XIX, de las derechas nacionalis-
tas amenazadas por el bolchevismo en el período de entreguerras, o de las escisio-
nes del movimiento comunista en los años 1960 y 70. Pero se puede producir
también la “inversión hacia arriba”, cuando el movimiento reivindicativo no está
en crisis, sino en ascenso, y busca dar impulso a un actor colectivo sin lograr
encontrarlo, como fue el caso del populismo ruso o del anarquismo occidental
ante un movimiento obrero aún débil y vacilante, que comenzaba a organizarse
sindicalmente.
En ocasiones, este tipo de movimientos armados puede sobrevivir cuando las
razones del descontento social han desaparecido, se han transformado o han sido
asumidas por el sistema, y “saltan” con mayor o menor fortuna hacia otra oleada
reivindicativa donde tratan de justificar su papel protagonista en la resolución de
un conflicto real o imaginario. Esto ha sucedido sobre todo con las organizacio-
nes terroristas de carácter étnico, nacionalista o religioso, que al ser depositarias
de una extensa cultura del conflicto han gozado en el seno de las comunidades de
acogida de un apoyo político, social y cultural mucho más estable y duradero
que las vinculadas a una simple opción ideológica.

La oleada populista-nihilista en el tránsito de los siglos XIX al XX


La violencia resistencialista, secreta y de fuertes connotaciones religiosas ante-
rior a la modernidad fue dejando paso en la segunda mitad del siglo XIX a los
primeros movimientos clandestinos de alcance nacional que emplearon el terror
como arma revolucionaria: naródniki rusos, nacionalistas radicales irlandeses,
macedonios, serbios o armenios y anarquistas partidarios de la “propaganda por
el hecho” (Laqueur, 2003, p. 43). Aunque el terror de Estado aparece ligado al
poder político desde épocas remotas, el terrorismo insurgente como estrategia
política deliberada tiene su origen en la época contemporánea, en relación con
cambios sustanciales en el ordenamiento político y social (en esencia, la confor-
mación del Estado liberal y la sociedad de clases), y con el desarrollo de impor-
tantes hallazgos tecnológicos que cambiaron la administración, la percepción y
la difusión del hecho violento, tales como los nuevos explosivos y los medios de
comunicación de masas. Del mismo modo que el terrorismo de fines del siglo
XIX estuvo íntimamente vinculado a la invención de la dinamita, también apa-
reció como un eco de otras importantes mutaciones anejas al proceso de moder-
nización de las sociedades occidentales, como la urbanización, la industrializa-
ción y el crecimiento demográfico, que desorganizaron las estructuras comunita-
rias y las viejas pautas de trabajo y producción, derivando en la desestructuración
del núcleo familiar, el paro, la proletarización o la delincuencia. Pero, en general,
estos cambios actuaron en primera instancia como freno de la violencia, ya que
los individuos implicados en los mismos no habían creado aún una identidad
colectiva, ni forjado los instrumentos necesarios para abordar una lucha coheren-
te. A medio plazo la urbanización alentó la acción política, al agrupar a los indi-
viduos en grandes bloques de sociabilidad (fábricas, barrios obreros), facilitar la
formación de asociaciones de intereses (partidos, sociedades de socorros mutuos,
sindicatos) y aproximar a la población a los focos del poder central, mientras que,
en respuesta, las autoridades se vieron obligadas a adoptar nuevas estrategias y
tácticas para controlar los eventuales movimientos de disidencia. El desarraigo
producido con la emigración reciente; los bajos salarios y beneficios rendidos por
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estas pequeñas industrias donde convivían posturas solidaristas y paternalistas; el


acoso creciente de la dinámica industrial capitalista sobre un mundo artesanal en
declive; los cada vez más frecuentes contactos entre grupos de conspiradores
anarquistas, populistas o nacionalistas; la intransigencia de los patronos y la
represión sistemática sobre el asociacionismo de clase son circunstancias que
decidieron a algunos grupos extremistas a adoptar un tipo de lucha mejor adap-
tada a los requerimientos de la moderna disidencia frente a un Estado reforzado
en sus instrumentos preventivos y represivos de control social.
Rapoport fecha el curso de esta primera oleada terrorista entre 1880 y 1900,
aunque sus secuelas se mantendrían hasta la década de 1920. Esta ofensiva terro-
rista inaugural de la era contemporánea no asoló a Europa y Estados Unidos en
un período de desorden revolucionario, sino en una época en que, tras la cruenta
represión de la Comuna de París y el fraccionamiento y declive de la AIT a partir
de 1872, se asistía al auge del socialismo reformista, a la expansión de los sindi-
catos organizados y al predominio de gobiernos conservadores, pero receptivos
hasta cierto punto a los requerimientos políticos y sociales de la población. Sin
embargo, el terrorismo brotó allí donde los cambios políticos pacíficos habían
despertado expectativas de inmediata transformación social, o donde la expan-
sión económica fruto de la segunda revolución industrial había ahondado las
diferencias entre ricos y pobres, y promovido fenómenos modernizadores que,
como hemos dicho, desorganizaron las estructuras comunitarias y las viejas pau-
tas de trabajo y producción. La lucha contra esta situación no condujo en las ciu-
dades a la vertebración de una alternativa político social con vocación de masas,
sino a un modo de protesta personal exasperada, marginal y descoordinada,
donde la doctrina de la “propaganda por el hecho” apareció como la expresión
violenta más adecuada. En el Este de Europa, este ciclo terrorista se inició unos
años antes, y no pareció vincularse directamente a los cambios de la estructura
industrial, sino a la difusión del nihilismo y a la reclamación de derechos de ciu-
dadanía en estructuras imperiales que habían iniciado en la década anterior tími-
dos programas de reforma, como la abolición de la servidumbre por el zar Ale-
jandro II en 1861 (Navarte, 2003 y Sánchez Meca, 2004). El activista alemán
Kart Heinzen fue el primero en dotar de una doctrina al terrorismo moderno, al
escribir que la eliminación física de cientos o miles de personas podía contribuir
a los más altos intereses de la Humanidad, cuyo camino debía “pasar a través del
cénit de la barbarie” (Karl Heinzen, “Der Mord”, Die Evolution, febrero-marzo
1849, cit. por Laqueur, 2003, p. 61). Heinzen sentó los fundamentos filosóficos
del terrorismo moderno, conciliando los principios de la moral tradicional con
los expedientes políticos que justifican la revolución. El activista político
comenzó entonces a constatar la importancia de la “publicidad” suscitada por sus
gestos violentos, que desde las últimas décadas del siglo XIX iban adoptando
forma “teatral” con las espectaculares acciones del nihilismo ruso. Aunque desde
mediados de esa centuria había comenzado a plantearse la viabilidad revolucio-
naria de las acciones violentas impulsadas por una minoría, no fue hasta la déca-
da de los setenta cuando, de la mano de la colaboración de Mijail Bakunin y Ser-
gei Gennadevich Necháev en la redacción del Catecismo Revolucionario (1869), el
anarquismo, el populismo y el nihilismo encontraron acomodo en la táctica del
individualismo terrorista como “ciencia de la destrucción”.
Con estos antecedentes, no resultó extraño que fuera precisamente en Rusia
donde la táctica terrorista fuera asumida por vez primera a fines de la década de
los setenta por las organizaciones secretas populistas como Zemlia y Vólia (1877-
79) y, sobre todo, Naródnaia Vólia (1879-81) (Ulam, 1978; Utechin, 1968, pp.
147-158; Venturi, 1975, vol. II, pp. 947-1.057; von Borcke, 1982). Su origen
estuvo precisamente en un movimiento de protesta abortado: la “Marcha hacia el
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pueblo” del “verano loco” de 1874, cuando varios miles de jóvenes estudiantes
dejaron las universidades para difundir en el Sur del país, de donde habían parti-
do las grandes revueltas premodernas de Sten’ka Razin y Jamelian Pugachëv, la
buena nueva de un proyecto de emancipación popular para los campesinos. Pero
éstos se mantuvieron pasivos, mientras que el gobierno efectuaba detenciones en
masa sobre los estudiantes, ayudando de esta manera al alumbramiento de toda
una generación de rebeldes. El fracaso de la propaganda en el medio rural y la
destrucción de las organizaciones obreras condujeron a los populistas a repensar
sus modalidades de acción y a crear un partido de conspiradores que actuase en
una estricta clandestinidad. La oleada de atentados iniciada en 1878 culminó en
marzo de 1881 con el asesinato del zar Alejandro II por Naródnaia Vólia. Este
magnicidio abrió un insospechado abanico de posibilidades violentas que fue
asumido de forma inmediata por un sector del anarquismo: tras el X Congreso
de la AIT celebrado en Londres en junio de ese año, un sector minoritario del
movimiento ácrata influido por las ideas de Enrico Malatesta y Piotr Kropotkin
se planteó impulsar la agitación revolucionaria mediante el activismo violento
de pequeños grupos clandestinos que emplearon la táctica de la “propaganda por
el hecho”. En las dos décadas siguientes, estos grupos minoritarios ejecutaron
acciones violentas en sintonía con el rearme reivindicativo del movimiento obre-
ro que tuvo su plasmación más evidente en la celebración desde 1890 de la jor-
nada reivindicativa del Primero de Mayo. En buena parte de los países afectados,
la oleada terrorista, llevada a cabo por individuos aislados o sociedades secretas,
apenas sobrepasó la década de duración, comenzó por una cruenta represión del
movimiento obrero, y se cerró abruptamente tras un asesinato de fuerte resonan-
cia. En Estados Unidos, la campaña violenta se desarrolló entre los sucesos de
Haymarket Square de Chicago en mayo de 1886 y el asesinato del presidente
McKinley en septiembre de 1901. En Italia se inició con la represión en 1892-
94 del movimiento revolucionario campesino de los fasci siciliani y se clausuró
tras el regicidio del rey Humberto I en julio de 1900. En Francia dio comienzo
con las violencias secretas que estallaron en la población de Montceau-les-Mines
en 1882, e inició su declive con el apuñalamiento del presidente Carnot en agos-
to de 1894. En España comenzó en 1893 con una serie de atentados contra per-
sonalidades representativas del sistema político y finalizó en 1897 con el asesina-
to del presidente del gobierno Antonio Cánovas del Castillo (Avilés y Herrerín
[eds.], 2008; Boisson, 1931; Fleming, 1980; González Calleja, 1998, pp. 242-
302; Maitron, 1992; Núñez Florencio, 1983; Masini, 1981; O’Squarr, 1982;
Salmon, 1959).
La respuesta del Estado se articuló en tres actuaciones concéntricas y sucesi-
vas, que coincidieron a grandes rasgos con las fases de ascenso, apogeo y declive
de la oleada subversiva. En primer lugar, los gobiernos recurrieron a instrumen-
tos represivos convencionales, como el Ejército, la Policía y la Justicia criminal,
que se emplearon con una dureza, indiscriminación y falta de profesionalidad
que enconaron la protesta. Cuando la oleada de terror se fue extendiendo, el Esta-
do alentó una labor represiva más especializada, con la promulgación de una
legislación antiterrorista específica, de la que fueron ejemplo las Lois Scélérates
francesas de 1893-94, las “disposiciones excepcionales de seguridad pública”
impulsadas por el primer ministro italiano Crispi en 1894, y las leyes españolas
sobre atentados por medio de explosivos de 10 de julio de 1894 y de represión
del anarquismo de 2 de septiembre de 1896. En la fase de declive de la campaña
terrorista se abordaron los primeros ensayos de coordinación jurídico-policial a
escala internacional, como la celebración en Roma de una Conferencia Antianar-
quista Internacional, cuyo protocolo final se firmó en julio de 1899 (Bach Jen-
sen, 1981; Conférence internationale de Rome, 1898; Conférence internationale de Rome,
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1899; Felici y Rossi, 1898; Liang, 1992, pp. 155-169), el acuerdo policial sig-
nado el 28 de enero de 1902 entre las repúblicas americanas para la protección
contra los delitos anarquistas o el protocolo de recíproca información “en interés
de la defensa social” firmado en San Petersburgo el 14 de marzo de 1904 por
representantes policiales de varios países de Europa Central, balcánica y escandi-
nava. El terrorismo produjo en las sociedades europeas de la Belle Époque una sen-
sación pasajera de inquietud, aunque entre los gobiernos y la opinión pública,
obsesionados con una violencia que estalló súbita y simultáneamente en Europa
y Norteamérica, cundiera el mito terrorífico de la “Internacional Negra”. La rea-
lidad era muy otra: el terrorismo finisecular constituyó un intento desesperado
de una parte minoritaria del movimiento anarquista para escapar al aislamiento
producido por el desarrollo de la alternativa parlamentaria y reformista del socia-
lismo y por las represalias indiscriminadas de los gobiernos, que perjudicaron
más aún a unas organizaciones obreras colocadas a la defensiva (Linse, 1982, p.
206). Fue, por tanto, el ejemplo de un ciclo violento reactivo antes que el acicate
para una gran oleada de transformación revolucionaria.

Entre el control totalitario de la población y la mística de la liberación


nacional: la oleada terrorista de entreguerras
La acción armada del populismo ruso actuó de puente con el siguiente ciclo
terrorista, ya que algunas comunidades oprimidas en Europa del Este (polacos,
letones, finlandeses, georgianos, pueblos balcánicos...) y del Oeste (fenianos irlan-
deses) aprovecharon el impulso nacionalista de la década final del siglo XIX para
promover la creación de sociedades secretas inspiradas en el ritual romántico de
los carbonari italianos. En pocos años estas organizaciones fueron adoptando una
estructura francamente militar, especialmente en los Balcanes, donde surgió el
movimiento de la Joven Bosnia inspirado en el modelo conspirativo mazziniano,
el Ethnike Etaïria de la minoría griega sometida al yugo otomano, los tchetniks de
la “Mano Negra” serbia creada en 1911, que serían responsables de asesinato del
archiduque Francisco Fernando en Sarajevo el 28 de junio de 1914, y, sobre todo,
los comitadjis de la Vetretcha Makedonska Revolutionarna Organizatsa (VRMO,
Organización Revolucionaria Interna Macedonia) creada el 1893, que impulsa-
ron una gran rebelión antiturca en abril de 1903 y que fue la primera organiza-
ción terrorista en impulsar auténticas campañas de propaganda hacia el exterior
(Lange, 1990; Londres, 1989; Perry, 1988). La estrategia terrorista del populis-
mo eslavo también inspiró los atentados de la “Organización de Combate” del
Partido Social Revolucionario ruso contra los gobiernos zarista y bolchevique
(Geifman, 1992; Hildermeier, 1982; Perrie, 1982), de los “Destacamentos de
Combate” del Partido Socialista Polaco entre 1904 y 1908 (Kozlowski, 1970),
del nacionalismo armenio contra la dominación otomana desde 1880 hasta fines
del siglo XIX y contra intereses turcos a partir del genocidio sufrido durante la
Gran Guerra (Gunter, 1983 y 1986; Hyland, 1991; Marian, 1984) y del terro-
rismo anticolonialista que afectó a Bengala a fines de la centuria.
Rapoport delimita una segunda etapa que va aproximadamente de 1917 a
1965, donde el principal estímulo de la acción terrorista fue la liberación nacio-
nal, favorecida por un contexto político más propicio a la autodeterminación y la
descolonización. Sin embargo, los rasgos característicos de esta fase resultan
mucho más complejos, hasta el punto de poderse apuntar una primera fase de
violencia terrorista subsidiaria de proyectos revolucionarios o contrarrevolucio-
narios vinculados con la crisis del liberalismo y la exacerbación de los nacionalis-
mo europeos entre las dos guerras mundiales (un proceso revolucionario marcado
por la confrontación dialéctica entre nacionalismo y socialismo que desembocó
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Las oleadas históricas de la violencia terrorista: una reconsideración / E. González-Calleja 127


en el terror genocida de los regímenes totalitarios de signo comunista y fascista)
y una segunda etapa que va de 1945 a mediados de los sesenta donde prevalecie-
ron los movimientos tercermundistas de independencia o de liberación frente al
dominio colonial occidental. La guerra europea agudizó las reivindicaciones
separatistas en los estados plurinacionales o pluriétnicos, desembocando en
movimientos armados que utilizaron eventualmente tácticas terroristas, como
fue el caso de movimientos nacionalistas balcánicos como la Ustasha croata y la
VMRO macedonia contra el reino de Yugoslavia. Un caso aparte fue el de Irlan-
da, donde las sucesivas estrategias violentas (la movilización paramilitar que se
recrudeció tras la concesión del Home Rule en 1912, la acción insurreccional en el
fracasado levantamiento de Pascua de 1916, y el terrorismo y la guerrilla practi-
cados por el IRA en las guerras de independencia de 1919-21 y civil de 1921-
23) tuvieron amplias repercusiones no sólo en el Ulster a partir de fines de la
década de los sesenta, sino en otros movimientos de liberación nacional que ope-
rarían a partir de los años treinta y cuarenta, como el Irgun israelí, la EOKA chi-
priota o el FLN argelino (Alter, 1982; Bell, 1989; Coogan, 1995; Laffan, 1982;
Patterson, 1997; Townsend, 1983).
El terrorismo dominante en Europa durante el período de entreguerras fue el
procedente de la derecha radical y el fascismo. Durante los años veinte y treinta,
la acción violenta de las ligas y partidos ultranacionalistas y fascistas se desarrolló
a la luz del día, salvo en el caso del Comité Secrèt d’Action Révolutionnaire (CSAR)
conocido popularmente como Cagoule, cuyas actividades de sabotaje y amenaza
durante el período del Front Populaire bordearon en ocasiones los límites del
terrorismo (Bernadac, 1979; Bourdrel, 1970). En el período inicial de la Repú-
blica de Weimar las intentonas revolucionarias, la lucha de los Freikorps en los
confines bálticos en 1919, la ocupación aliada de Renania y Palatinado o la cam-
paña de desobediencia civil abierta tras la ocupación francobelga del Ruhr en
1923 crearon en los sectores patrióticos más radicales un ambiente de emergen-
cia nacional frente al enemigo interno y externo que fue el caldo de cultivo de
sociedades secretas de carácter terrorista como la protonazi Thule Gessellschaft o la
Organización Cónsul, especializadas en atentados contra personalidades de la
naciente república (Gumbel, 1931; Southern, 1982). Aunque este tipo de orga-
nizaciones terroristas que formaban parte de ese magma de grupos ultranaciona-
listas, pangermanistas, racistas y völkisch del que emergió el partido nazi fueron
una muestra de la función del terrorismo como “arma del pobre” (entendido
como recurso desesperado de movimientos políticos débiles, tal como lo practi-
caron los social-revolucionarios rusos tras la revolución de octubre de 1917, o la
OAS y grupos “vigilantes” muy diversos a partir de los años sesenta), no cabe
desdeñar su papel como referente estratégico para los diversos movimientos de
resistencia armada que proliferaron en la Europa ocupada durante la Segunda
Guerra mundial, como fue el caso de los partisanos comunistas de Tito contra los
tchetniks de Mihaïlovic. El período de entreguerras contempló la culminación de
una estrategia de control coactivo de la población que fue desplegada como
modo habitual de gestión política por los Estados totalitarios, como el “terror
rojo” impuesto por el gobierno bolchevique desde 1918, las grandes purgas esta-
linistas o la “política del matonismo” desarrollada por grupos paramilitares nazis
en las campañas de presión sobre oponentes políticos y minorías étnicas (Bessel,
1984, p. 152). El terror totalitario de uno y otro signo se desplegó a través de la
deliberada indeterminación del ámbito del delito político, la proliferación de
instancias jurídicas especiales o la potenciación y la multiplicación desmesuradas
de los resortes de control social: propaganda, servicios de información, instancias
sectoriales de movilización político-social, órganos policiales y parapoliciales,
etcétera.
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128 Revista de Psicología Social, 2009, 24 (2), pp. 119-137

La lucha frente al terrorismo revolucionario y contrarrevolucionario europeo


siguió la misma línea de cooperación internacional iniciada en la fase anterior: en
1912, la Conferencia de Berlín sentó las bases de celebración en Mónaco en 1914
del I Congreso de Policía Judicial, donde se creó una Comisión Internacional
que no logró poner el marcha el proyecto a causa del estallido de la Gran Guerra.
La colaboración policial resurgió tras la Conferencia Internacional celebrada en
Viena en 1923, y fue operativa en el ámbito europeo hasta 1938, cuando tuvo
que abandonar sus actividades a causa de la tensión prebélica. En lo que respecta
a los acuerdos intergubernamentales, hubo que esperar al asesinato por parte de
la Ustasha croata del ministro de Asuntos Exteriores francés Louis Barthou y del
rey Alejandro de Yugoslavia en Marsella el 9 de octubre 1934 para que se llegara
a la firma el 16 de noviembre de 1937, en el marco de la Sociedad de Naciones,
de la primera convención internacional relativa a la prevención y represión inter-
nacional de este tipo de actos violentos, que preveía la constitución de una Corte
Internacional con jurisdicción sobre los casos de terrorismo internacional. Pero la
guerra mundial estalló antes de poner en marcha el proyecto, y la ONU no lo
asumió tras el final del conflicto. Aunque de este primer gran debate internacio-
nal no surgió una definición operativa del acto terrorista, sentó un precedente
que recuperaría la ONU tres décadas más tarde, cuando hubo de afrontar una
nueva oleada del terrorismo internacional (Donnedieu de Vabres, 1938; Dubin y
Murphy, 1993; Pella, 1938).

El terrorismo en los movimientos anticolonialistas de liberación


nacional
La Segunda Guerra Mundial supuso una ruptura estratégica con el pasado, al
transformar el terrorismo en instrumento de resistencia o de conquista militar.
La tercera oleada terrorista, que se extendió desde la década de los cuarenta hasta
mediados de los sesenta, contempló la aparición, desarrollo y triunfo de los
movimientos tercermundistas de independencia o de liberación nacional frente
al dominio colonial occidental. Sus protagonistas fueron partidos de carácter
revolucionario que optaron por conducir un combate irregular bajo el paradigma
de la guerra prolongada que hizo célebre Mao Zedong, reformulada a partir de
los años sesenta en América Latina en la estrategia del “foco” guerrillero. El
triunfo del comunismo chino en 1949 (para el que las enseñanzas de la guerra de
resistencia y liberación librada contra el invasor japonés actuaron como el puente
teórico y práctico que facilitó el desenvolvimiento de la guerra revolucionaria
contra el Kuomintang) fue contemplado en el tercer mundo como un espaldarazo
a este modo complejo de confrontación armada. Con el efecto de emulación que
cosechó la estrategia de lucha armada maoísta en los años cincuenta y sesenta, y
la difusión de la Revolución Cultural como referente simbólico de la alternativa
rupturista de las nuevas generaciones frente al capitalismo y a la burocracia
soviética, China actuó como enlace entre los planteamientos subversivos de las
dos grandes etapas de la Guerra Fría separadas por la distensión de los años
setenta.
Durante las dos décadas que siguieron al conflicto mundial, una multitud de
guerras revolucionarias de liberación nacional contra poderes coloniales encon-
traron en la revolución maoísta, no sólo inspiración, sino un protocolo contrasta-
do de acción. Tales fueron los casos de Palestina (1945-48), Indochina (1945-
1954), Malasia (1948-60), Kenya (1952-56), Chipre (1954-58), Argelia (1954-
62) o Yemen (1955-67), donde el acto insurreccional, en el que se incluyó
ocasionalmente la lucha terrorista, se transformó en uno de los mitos fundadores
de la nación. En Extremo Oriente la estrategia maoísta fracasó en Filipinas en
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Las oleadas históricas de la violencia terrorista: una reconsideración / E. González-Calleja 129


1950-53 y en Malasia en 1948-60, pero obtuvo un gran éxito propagandístico
en Vietnam, donde los sucesivos conflictos de 1946-54 y 1958-75 contra la vieja
y la nueva potencia imperial se desarrollaron en función de una estrategia mucho
más flexible que la aplicada en China, posibilitando que las tres formas de con-
frontación bélica clásica (la guerrilla, la guerra de movimientos y la guerra con-
vencional a campo abierto) fluctuaran en importancia con el objeto de optimizar
los resultados revolucionarios en función de la coyuntura política. La guerra
revolucionaria consistía en un complejo proceso de desestabilización fundamen-
tado en maniobras de presión donde se empleaban indistintamente medios polí-
ticos, económicos, propagandísticos o militares, y donde la organización subver-
siva articulaba diversos frentes (obrero, campesino, cultural) y estrategias de
lucha (insurrección guerrilla, terrorismo, guerra convencional) con el fin de con-
solidar un contrapoder efectivo que facilitara el control de la población urbana o
rural y tratara de utilizarla como masa de maniobra para paralizar la administra-
ción y las fuerzas armadas del enemigo. En esta planificación revolucionaria, la
organización armada irregular (fuera el el Irgun Zvai Leumi, el Grupo Stern o la
Hagannah hebreos que actuaban en Palestina desde antes de 1939, la EOKA chi-
priota entre 1954 y 1959, el FLN argelino en 1954-1961 o el Vietcong que desde
1955 consiguió el control político de las aldeas survietnamitas gracias a la liqui-
dación de las autoridades locales hostiles o dudosas) emplearía todos los métodos
de combate a su alcance, y actuaría como el embrión del futuro ejército nacional.
En estos planteamientos de carácter subversivo, el terrorismo jugó un papel
secundario, salvo en casos puntuales donde las circunstancias sociales o políticas
(como la debilidad del apoyo social, la falta de coordinación entre las distintas
corrientes del movimiento revolucionarios o la mayor presencia y capacidad
coactiva del poder establecido) no dejaron lugar a otras alternativas violentas de
carácter masivo.
La revolución cubana fue el éxito más sorprendente y espectacular de la “gue-
rra revolucionaria” en el hemisferio occidental, hasta el punto de que los comba-
tientes castristas elaboraron, y trataron de exportar a todo el subcontinente en la
siguiente década, sus propias ideas acerca del origen y desarrollo este tipo de
lucha armada. En su opinión, la rebelión campesina no tenía por qué ser el factor
desencadenante de la revolución, ni tampoco era necesario que se diesen condi-
ciones objetivas para la misma, tales como un descontento generalizado por la
recesión económica o la represión policial, el desarrollo de un partido revolucio-
nario ilegal, etcétera. Según Ernesto “Che” Guevara, la simple presencia de un
grupo armado podía ser suficiente para que la población evolucionase en una
dirección claramente revolucionaria. Es decir, “no siempre hay que esperar a que
se den todas la condiciones para la revolución; el foco insurreccional puede crear-
las” (Guevara, 1977, p. 11). El sacrificio casi religioso de una pequeña banda de
hombres armados podía ser “el pequeño motor que pone en marcha el gran
motor de la revolución”. El modelo guevarista-castrista de revolución partía de
las hipótesis, harto discutibles, de que una fuerza guerrillera sin sólida base polí-
tica podía desarrollar un potencial militar capaz de derribar gobiernos, y de que
las sociedades subdesarrolladas están permanentemente al borde de la insurrec-
ción, por lo que bastaba un empujón inicial para que la maquinaria revoluciona-
ria se pusiera en marcha. Este planteamiento revolucionario desmesuradamente
optimista se plasmó en julio de 1963 durante la I Conferencia de la Organiza-
ción Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), cuando se decidió coordinar a gran
escala la revolución continental, creando “dos, tres, varios Vietnam” frente al
“desafío imperialista”.
Entre 1960 y 1972 se observó un lento desplazamiento del teatro de opera-
ciones de la subversión guerrillera del Norte al Sur del continente, desde Amé-
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rica Central a los Andes Centrales. Aunque Fidel Castro había hecho un llama-
miento el 26 de junio de 1960 para que la gran cordillera se convirtiera en la
“Sierra Maestra de Latinoamérica”, los sucesivos intentos “foquistas” fracasa-
ron por falta de apoyo exterior y ante la evidencia de que el campo ya no era
una fuente inagotable de potencial revolucionario. La guerrilla guevarista
entró en declive por la conjunción de varias circunstancias: en primer lugar,
por la merma de sus apoyos exteriores, después de que arreciasen las críticas
procedentes de la izquierda radical, que condenó el modelo del “foco” como
una desviación “blanquista” cercana al terrorismo. En segundo término, por el
conflicto doctrinal que el castrismo libró con el comunismo ortodoxo, que se
hizo declarado durante la Conferencia de la OLAS celebrada en La Habana del
31 de julio al 10 de agosto de 1967, en cuyo transcurso se libraron agrios
debates sobre el papel revolucionario del campesinado y el proletariado, el
control político de la lucha armada por parte de los partidos comunistas y la
adecuación de la agresividad revolucionaria a ultranza a la realidad política del
subcontinente. La falta de realismo de la estrategia “foquista”, al no tomar en
consideración las especificidades sociales y políticas de cada país, explicó los
reiterados fracasos de las guerrillas latinoamericanas de esa época, y su deriva
hacia actividades terroristas y bandoleriles cuando se inició la fase de declive
del movimiento de protesta revolucionaria a fines de los sesenta. Se diseñó
entonces una nueva táctica de lucha que podía aplicarse a cualquier país sin
tener en cuenta las condiciones sociales, políticas o económicas: la guerrilla
urbana que fue teorizada en el conocido Minimanual del dirigente comunista
brasileño Carlos Marighella, y que prendió por una década en las grandes
urbes del sur América Latina como desencadenante de una espiral de repre-
sión-resistencia armada que llevase a la insurrección popular y en última ins-
tancia a la revolución. Aunque había sido utilizada con cierto éxito por el IRA
en los años veinte, por los grupos clandestinos judíos en los treinta y cuarenta
y por el FLN en Argel a fines de los cincuenta, el auge de la guerrilla urbana
fue consecuencia directa del fracaso de la estrategia “foquista”. El traslado de la
guerra subversiva a las ciudades estuvo motivado también por el deseo de
aprovechar las nuevas condiciones conflictivas que parecían surgir del asom-
broso crecimiento urbano motivado por el gran aumento del flujo migratorio,
amén de la agudización los desequilibrios económicos y sociales que experi-
mentaron las frágiles democracias latinoamericanas, sumidas en proyectos
desarrollistas basados en un industrialismo acelerado. El origen de la guerrilla
urbana también está vinculada a factores tan diversos como la aparición de
regímenes militares en el cono sur, a la crisis económica que se abatió sobre las
clases medias bajas radicalizadas, o a la crisis que la revolución cubana abrió en
la izquierda tradicional, acelerando la ruptura de los partidos comunistas orto-
doxos y estimulando una agitación estudiantil de donde brotaría la nueva
generación de grupos disidentes abocados a la lucha armada. La guerrilla urba-
na difiere del terrorismo convencional en que es más discriminada y previsible
en su empleo de la violencia, tiene la intención de crear “zonas liberadas” cada
vez más amplias y concibe su lucha como una etapa integrada dentro en una
estrategia global de guerra civil, con el fin de impulsar a medio plazo una
insurrección armada que le otorgue la victoria política. Pero en vez de consti-
tuir el desencadenante de una espiral violenta que llevase a la insurrección
generalizada y al asalto del poder, provocó cambios políticos perversos, casi
siempre en la dirección de una regresión democrática. Fue entonces cuando se
generalizó la Doctrina de la Seguridad Nacional entre unos ejércitos naciona-
les que desde la década de los cincuenta criticaban el pretendido desorden y
corrupción que caracterizaban a los regímenes parlamentarios.
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Las oleadas históricas de la violencia terrorista: una reconsideración / E. González-Calleja 131


El ciclo terrorista revolucionario en las sociedades del capitalismo tardío
La cuarta oleada terrorista se puede datar entre fines de los años sesenta e ini-
cio de los años ochenta, y viene marcada por la crisis de los modelos subversivos
privativos del ciclo anterior. Los países desarrollados contemplaron la virtual
desaparición de las manifestaciones de violencia colectiva más características del
período de entreguerras, como la huelga general insurreccional, el levantamiento
urbano, la paramilitarización, el putsch militar o la guerra civil. Con el declive de
las acciones revolucionarias de masas, evidente tras el reflujo de la agitación de
mayo de 1968, los países occidentales asistieron al establecimiento de nuevos
repertorios reivindicativos que no se centraban necesariamente en el ámbito
nacional, y que daban preferencia a la vertebración de la protesta en base a movi-
mientos sectoriales (antinucleares, ecologistas, pacifistas, feministas, estudianti-
les, squatters, de minorías raciales o subculturales, integristas y radicales de diver-
so tipo...) articulados de forma muy tenue y flexible, y relativamente indepen-
dientes de las grandes opciones políticas.
Durante dos décadas a partir de 1949, el paradigma revolucionario dominan-
te había sido la “guerra del pueblo” maoísta, centrada en la guerrilla, pero en las
sociedades más intensamente urbanizadas florecieron modelos insurgentes alter-
nativos como el terrorismo, que a partir de los años setenta se fue convirtiendo en
un instrumento subversivo de uso universal. Esta etapa tiene como fecha de refe-
rencia el año 1968, en el que se consolidaron dos matrices estratégicas diferentes:
la guerrilla urbana practicada en Norteamérica, Europa Occidental y Japón por
el sector más radicalizado de las corrientes de la “Nueva Izquierda” y el terroris-
mo nacionalista-separatista presente en el Ulster, Palestina, País Vasco o Québec.
A diferencia del terrorismo “de resistencia” de la segunda mitad del siglo XIX,
el terrorismo desestabilizador aparecido en el seno de la extrema izquierda occi-
dental a fines de los años sesenta del siglo XX se vio afectado por una serie de cir-
cunstancias: las ventajas tecnológicas que brindaba un fácil acceso a armas y
comunicaciones más sofisticadas; unas relaciones internacionales en curso de
estabilización tras haber sobrepasado el momento crucial de la Guerra Fría, lo
que dificultó la prosecución de guerras convencionales de liberación nacional; la
generalización en Occidente, tras el éxito de la reconstrucción económica de pos-
guerra, de la sociedad del bienestar con la correspondiente la implantación de
pautas de consumo de masas; un contexto político marcado por la consolidación
de las libertades en las democracias occidentales con una mayor tolerancia insti-
tucional hacia las tendencias extremistas, y, sobre todo, una aguda crisis ideoló-
gica del marxismo oficial tras la ruptura de la URSS con China y la “Primavera
de Praga”, lo que favoreció el auge cultural del inconformismo y el resurgimien-
to de una subcultura marxista heteróclita, contestataria y maximalista, donde se
mezclaban aportaciones de Mao, Trotski, Gramsci, Lukács, Luxemburg, Sartre,
McLuhan, Fanon o el pensamiento libertario clásico. A diferencia de la guerrilla
urbana tercermundista, que interpretaba el terrorismo como un elemento táctico
integrado en una estrategia de rebelión de masas según el paradigma de la “gue-
rra prolongada”, los movimientos políticos radicales que aparecieron entonces en
Occidente pretendieron dar a este tipo de violencia política un valor estratégico
central y casi exclusivo. En la mayor parte de los casos, las organizaciones arma-
das que se crearon durante estos años surgieron en el seno de minorías activistas
juveniles cercanas a la Universidad cuando los movimientos de contestación de
la “Nueva Izquierda” habían fallado en su acción reivindicativa, se estaban reci-
clando hacia movimientos reivindicativos sectoriales, estaban derivando hacia
posturas reformistas o corrían el riesgo de ser cooptados por el sistema. En un
contexto de progreso sociopolítico que dificultaba el desarrollo de las violencias
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de masas que habían sido moneda frecuente durante el período de entreguerras,


el terrorismo revolucionario pretendió actuar como el sustitutivo imperfecto de
una revolución imposible. Los grupos surgidos en los años sesenta como movi-
mientos de liberación nacional de inspiración tercermundista, concebían el
terrorismo como el elemento desencadenante de la lucha por la independencia, y
a la organización armada como el brazo armado de un movimiento revoluciona-
rio de amplia base que debía mezclar con eficacia los mensajes de emancipación
patriótica y de liberación social. En ese sentido, las formaciones terroristas de la
izquierda radical de los setenta tenían un concepto global de la lucha revolucio-
naria: un ethos que creó lazos de camaradería entre grupos muy diversos (e incluso
a crear organizaciones transnacionales como el Groupe d’Action Révolutionnaire
Internationaliste –GARI– en Francia, Bélgica, Italia y España), y que les impulsa-
ba a intervenir más allá de las fronteras de sus países de origen en acciones de
carácter internacional, transnacional o plurinacional. Desde un punto de vista
técnico, esta oleada terrorista contempló la mayor accesibilidad de las armas por
el incremento del tráfico internacional, la miniaturización de los explosivos, su
mayor estabilidad y potencia y la aplicación de la electrónica a nuevos modos de
combate que incluyeron la internacionalización y la publicidad de los atentados,
con ejemplo paradigmático en el secuestro de aviones.
Resulta muy significativa la coincidencia cronológica entre las etapas de
ascenso, apogeo y crisis de las diversas formaciones terroristas revolucionarias en
la República Federal Alemana, Italia, España y otros países europeos: entre
1968-78, con el punto culminante en 1976-78. La táctica terrorista sin apoyo
popular fue derivando hasta fines de los ochenta hacia un activismo sectario de
escasa potencialidad subversiva. En la etapa postrera de ese ciclo, el terrorismo
ideológico de izquierda o derecha entró en franca decadencia, mientras que algu-
nos movimientos terroristas de carácter nacionalista-separatista aún se mostraron
capaces de prolongar una situación de conflicto violento gracias a la articulación
de un apoyo popular más estable y consistente, y a la existencia de una larga tra-
dición histórica de violencia individual y colectiva. La organización terrorista
aparece como el brazo armado de un movimiento nacionalista revolucionario
que se reclama de amplia base y que mezcla los mensajes patrióticos con la
fraseología marxista-leninista, identificando de forma eficaz al enemigo extran-
jero con el enemigo de clase. Sin embargo, en no pocas ocasiones el terrorismo ha
actuado como refugio o vía de escape de un movimiento nacionalista que ha sido
derrotado militarmente o al que se ha vedado una actuación política legal. Así
sucedió con la OLP, fundada en 1967 tras la “Guerra de los Seis Días”, el PKK
kurdo creado en 1973 o el Ejército Secreto para la Liberación de Armenia
(ASALA) impulsado en 1975 por los armenios radicados en el Líbano. En otros
casos es el resultado de un movimiento nacionalista radical que ha fracasado en
su intento de alcanzar un apoyo masivo, como el grupo irredentista nacional-ale-
mán Befreiungausschuß Südtirol fundado en el Alto Adigio italiano en 1961, el
Front de Libération de Bretagne-Armée Républicaine Bretonne (FLB-ARB) fusionados
en 1968, el Front de Libération National Corse (FLNC) constituido en 1976, el
MPAIAC creado por el periodista canario Antonio Cubillo que dirigió desde
Argelia una campaña de atentados en 1977-79, la organización independentista
catalana Terra Lliure, fundada en 1979 y que renunció a las armas en 1991, y el
Exército Guerrilleiro do Pobo Galego Ceibe, que mantuvo una fugaz actividad entre
1987 y 1989. La obtención de un apoyo social estable ha permitido la supervi-
vencia de organizaciones como ETA en el País Vasco o el Provisional IRA
(PIRA), que surgió como una escisión del IRA Official en octubre de 1969, tras
el recrudecimiento de los conflictos intercomunitarios en el contexto de la lucha
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Las oleadas históricas de la violencia terrorista: una reconsideración / E. González-Calleja 133


por los derechos civiles impulsada desde fines del año anterior por la minoría
católica del Ulster.
La larga estabilización política de las democracias occidentales y el clima gene-
ralizado de libertad y permisividad política desde 1945 habían relajado la capaci-
dad de prevención y represión del Estado. Por su escasa especialización inicial y su
obligatoria sujeción a las leyes vigentes, los tradicionales métodos represivos, tanto
legislativos como policiales, encontraron graves dificultades para afrontar y comba-
tir con éxito la amenaza terrorista. A mediados de los setenta, una vez que el terro-
rismo se transformó en una amenaza real y persistente, los gobiernos occidentales
no dudaron en aplicar medidas antiterroristas severas, que han arrojado un resulta-
do muy desigual. En las decisiones coactivas de carácter judicial se ha usado y abu-
sado de las legislaciones especiales o de emergencia (la Anti-Terror Gesetz alemana
de agosto de 1976, la Legge Reale italiana de mayo de 1975, la Northern Ireland
[Emergency Provisions] Act británica de julio de 1973 y la Prevention of Terrorism
[Temporary Provisions] Act de noviembre de 1974, o las leyes antiterrorista española
de diciembre de 1984 y francesa de septiembre de 1986) que permitían suspender
excepcionalmente algunos derechos constitucionales básicos, como el habeas cor-
pus, la inviolabilidad del domicilio o el secreto en las comunicaciones privadas,
dando lugar a abusos en las fases de detención, interrogatorio, prisión preventiva,
juicio y régimen penitenciario (Lamarca Pérez, 1985; López Garrido, 1987). La
represión se vio compensada por amnistías, indultos particulares y medidas de
reinserción social destinadas a aquellos terroristas que estuvieran dispuestos a aban-
donar la violencia. Dentro de las medidas estrictamente policiales, el declive del
terrorismo en Europa Occidental a partir de mediados de los ochenta coincidió con
el desarrollo de sistemas internos de seguridad sofisticados, con la mejora material,
profesionalización y especialización de las agencias policiales y de inteligencia y con
la creciente coordinación internacional. El Proyecto de Convenio para la preven-
ción y represión del terrorismo internacional, presentado por el gobierno nortea-
mericano el 25 de septiembre de 1972 ante la Asamblea General de la ONU tras la
matanza de los Juegos Olímpicos de Munich tuvo en su contra a la mayoría de los
países del tercer mundo y del bloque socialista, que temían que la acción antiterro-
rista a escala internacional perjudicase a los movimientos de liberación que actua-
ban en territorios ocupados, colonizados o sometidos a dictaduras de derecha. Las
instituciones europeas han sido mucho más receptivas a las exigencias guberna-
mentales: desde 1949, el Consejo de Europa ha concluido varios tratados y acuer-
dos multilaterales, como el Convenio Europeo para la represión del terrorismo (27
de enero de 1977), donde la “despolitización” del delito de atentado prefiguró la
creación de un auténtico espacio antiterrorista europeo. En 1975, los ministros de
Asuntos Exteriores de los diez países de la Comunidad Europea acordaron en
Roma la concertación antiterrorista de sus países con la creación del Grupo de
TREVI (Terrorisme, Radicalisme, Extremisme et Violence Internationale). El Acuerdo de
Schengen de 14 de junio de 1985 facilitó la vigilancia transfronteriza y la comuni-
cación incondicionada de información. Los gobiernos comunitarios también pusie-
ron a punto el 1º de julio de 1999 una red policial europea (Europol) encargada de
la represión de delitos de alcance internacional, como el narcotráfico, el terrorismo
y las redes mafiosas (Cardona, 1992). Tras el dramático recrudecimiento del terro-
rismo en Oriente Medio en los ochenta, Interpol también estableció un mecanismo
formal de información entre sus estados miembros.

El ciclo actual: primordialismo étnico y fundamentalismo religioso


En los años ochenta e inicios de los noventa se produjo un declive general de
las acciones terroristas. Los grupos de extrema izquierda y derecha desaparecieron
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casi enteramente del panorama político europeo, y amainó la furia del terrorismo
nacionalista-separatista con las negociaciones de paz en Irlanda y el País Vasco y el
proceso de paz en Oslo. El papel de algunos estados, como Libia y Sudán o Irán,
en el aliento a los atentados terroristas de carácter transnacional casi desapareció, y
el derrumbamiento de la Unión Soviética limitó también el apoyo a los grupos
insurgentes. Pero en esos mismos años se produjo el renacimiento del “Islam con-
quistador” que figura en el origen de la quinta y última oleada terrorista acaecida
hasta la fecha. Este nuevo ciclo, de carácter predominantemente religioso, ha bro-
tado de cuatro acontecimientos clave: la revolución iraní de febrero de 1979 (que
coincidió, de forma harto simbólica, con el inicio de un nuevo siglo para los
musulmanes, con una sangrienta insurrección wahabita radical en Arabia Saudí y
con el inicio de la invasión soviética de Afganistán), la retirada soviética en Afga-
nistán en febrero de 1988 (con la subsiguiente aparición y conquista del poder por
los talibanes sunnitas en 1994-97) y el derrumbe de los regímenes comunistas en
1989-91 en coincidencia con la primera Guerra del Golfo Pérsico de 1990-91.
De esta crisis múltiple arrancó un nuevo mito subversivo: la imposición del fun-
damentalismo religioso sobre el ethos revolucionario laico, especialmente el repre-
sentado por un marxismo-leninismo en franco declive, pero también su potencial
de amenaza contra un orden liberal-capitalista más vulnerable por el proceso de
globalización (O’Ballance, 1997). La difusión del fundamentalismo religioso faci-
litó la aparición de la gran innovación táctica de la época: un terrorismo sagrado y
primordialista con un acusado componente martirial y autoinmolatorio que arrai-
gó sobre todo en los sectores islámicos menos proclives al cambio en sentido
modernizador, y más duramente castigados por la crisis económica o por la repre-
sión política instrumentalizada desde los gobiernos proocidentales. La revolución
iraní aportó un modelo revolucionario al mundo islámico e inspiró a los movi-
mientos fundamentalistas, alentándoles a desafiar a los regímenes autóctonos.
Durante los años ochenta Irán trató de exportar la revolución mediante la interna-
cionalización de la violencia terrorista musulmana contra Occidente y sobre todo
contra Israel. Los modernos grupos terroristas inducidos por el fundamentalismo
religioso hicieron su aparición en esa década: el movimiento islamista palestino
que resurgió a partir de la revolución iraní vio nacer en 1983 la Yihad Islámica tras
la marcha de los combatientes palestinos del Líbano; el movimiento Hamas se
desarrolló tras el desencadenamiento de la Intifada en los territorios ocupados por
Israel en 1988, y Hezbollah inició su andadura en respuesta a la invasión israelí del
Líbano en 1982. En Cachemira, los grupúsculos más extremistas del separatismo
islámico iniciaron una ofensiva terrorista en 1989, y en Argelia la radicalización
del Frente Islámico de Salvación (FIS) tras la interrupción del proceso electoral y
la declaración del estado de urgencia en el país en enero de 1992 facilitó la reapa-
rición del terrorismo de la mano de formaciones integristas como el Grupo Islá-
mico Armado (GIA). Pero este retorno al terrorismo como arma de reivindicación
político-religiosa no es privativa del mundo musulmán, como lo demuestra la
violencia desplegada por los grupos fundamentalistas sikhs en el Punjab desde
1984, el terrorismo judío que arranca de las actividades del rabino Mehir Kahane
en Brooklyn en 1968, las guerras civiles libradas entre tamiles hinduístas y cinga-
leses budistas en Sri Lanka (1983-90 y 1990-95), las derivas terroristas de supre-
macistas y “patriotas” blancos en Estados Unidos (con el resurgimiento de las
milicias paramilitares a inicios de los noventa) y Alemania (con la multiplicación
de los ataques neonazis contra emigrantes o judíos) o la inquietante amenaza de
grupos fanáticos como la secta budista-hinduísta Aum Shinrikiyo, que perpetró el
atentado con gas sarin en el metro de Tokio en marzo de 1995. Los mitos políticos
violentos de las décadas anteriores (la resistencia antifascista en los años treinta y
cuarenta, la guerra revolucionaria tercermundista de los cincuenta-sesenta y la
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“propaganda armada” terrorista de los setenta) dejaron paso franco a la reactuali-
zación de un paradigma combatiente con un milenio y cuarto de antigüedad: la
Guerra Santa o Yihad. Durante los años ochenta muchos grupos islamistas radica-
lizados iniciaron la lucha armada contra los “regímenes apóstatas” de sus respecti-
vos países, activando esta nueva oleada de violencia yihadista en la que nos encon-
tramos. Esta oleada terrorista a caballo entre el siglo XX y el XXI ha producido
una organización armada muy peculiar: Al Qa’ida, que a diferencia de los anterio-
res movimientos terroristas que reclutaban a sus adeptos en una base nacional
única acoge a fieles del conjunto del Islam en un proceso de globalización que
incluye una estrategia transnacional y el propósito de crear un Estado unificado
para todos los musulmanes regido por la Shari’a o ley islámica. La Yihad global es
el mejor ejemplo de cómo la mundialización del sistema de comunicaciones ha
permitido la formación de redes terroristas deslocalizadas que plantean un terro-
rismo indiscriminado, apoyado en el desarrollo de armas más sofisticadas, que
hacen menos costoso el uso de la violencia en gran escala, y que en su vertiente de
potencial destrucción masiva darán un poder sin precedentes a pequeños grupos
de individuos.

Conclusión
El fenómeno Al Qa’ida, que ha logrado conciliar un ideario retrógrado que
tiene profundas raíces en el Islam tradicional con alguno de los rasgos más rele-
vantes del repertorio posmoderno de acción colectiva (como el carácter antiburo-
crático y antiestatista de su actuación, el anticonvencionalismo de sus técnicas de
agitación, su gran flexibilidad para establecer redes de relación y organización
multidimensionales y multinacionales, o el énfasis que pone en la defensa y res-
tauración de formas amenazadas de vida, asimiladas a una identidad religiosa
excluyente), es una muestra evidente de que las organizaciones violentas no sur-
gen de la nada, sino que son el resultado acumulativo de las experiencias ideoló-
gicas, organizativas, estratégicas, tácticas y técnicas forjadas en diferentes episo-
dios y etapas de acción armada, los cuales aparecen estrechamente vinculados a
los grandes ciclos históricos de movilización revolucionaria o contrarrevolucio-
naria. El estudio de las doctrinas subyacentes a este tipo de estrategia de violen-
cia política, de la evolución histórica de las organizaciones que han empleado el
terrorismo como modo preferente de actuación subversiva y de la actitud pre-
ventiva o represiva de los gobiernos, Estados e instituciones internacionales ante
este tipo de amenazas permiten avalar la hipótesis de que, como en otras modali-
dades de protesta colectiva, la eficacia del terrorismo depende tanto de su carác-
ter disruptivo e innovador de sus acciones como de su capacidad para asumir y
adaptar sus referentes identitarios y sus tradiciones históricas y culturales.

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