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Resumen
El artículo revisa la hipótesis del carácter cíclico de las movilizaciones políticas que emplean el terror como
instrumento estratégico preferente. Propone una periodización en cinco etapas: la oleada populista-nihilista en el
tránsito de los siglos XIX al XX; el período de entreguerras centrado en el control totalitario de la población y
la mística de la liberación nacional; la etapa de posguerra vinculada a la aparición, desarrollo y triunfo de los
movimientos tercermundistas de independencia o de liberación nacional; el ciclo terrorista revolucionario produ-
cido en las sociedades del capitalismo tardío a partir de 1968 y el ciclo actual, caracterizado por el primordia-
lismo étnico y el fundamentalismo religioso. Se trata de demostrar que el terrorismo está condicionado en su
dinámica interna por los grandes ciclos de la protesta revolucionaria o contrarrevolucionaria; que tiende a apa-
recer en los períodos de declive de estos ciclos generales de protesta, y que algunas manifestaciones de violencia
terrorista han mostrado una notable capacidad de adaptación que les ha permitido superar esa fase de agota-
miento y actuar como puente para “dar el salto” a un nuevo ciclo de protesta.
Palabras clave: Ciclos de protesta, historia contemporánea, terrorismo, violencia política.
Correspondencia con el autor: Eduardo González Calleja. Facultad de Humanidades, Documentación y Comuni-
cación. Edificio Ortega y Gasset, despacho 17.2.22. c/ Madrid, nº 133. 28903 Getafe (Madrid). Tel. 91
6248567; Fax: 916249757. E-mail: edgcalle@hum.uc3m.es
© 2009 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0213-4748 Revista de Psicología Social, 2009, 24 (2), 119-137
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Hace unos años, David C. Rapoport expuso la hipótesis del carácter cíclico de
las movilizaciones políticas que emplean el terror como instrumento estratégico
preferente. Argumentaba que desde 1880 hasta la actualidad se habían sucedido
cuatro oleadas de terrorismo subversivo de 35 a 40 años de duración media, sufi-
cientemente caracterizadas desde el punto de vista de la ideología, de los modos
organizativos y de los objetivos de la protesta, que se habían nutrido del impulso
facilitado por el desarrollo de movimientos reivindicativos más vastos, y que nacían
de coyunturas políticas decisivas que tenían la virtualidad de poner en evidencia la
debilidad de los gobiernos (Rapoport, 1999, pp. 501-503 y 2004). Estos ciclos
terroristas no se debían a cambios tecnológicos, sino a cuestiones de oportunidad
política que excitaban las esperanzas de los terroristas potenciales e incrementaban
la vulnerabilidad de la sociedad a sus exigencias (Rapoport, 1984, p. 672). Además
de tratar de validar esta proposición de carácter general a la luz del desarrollo histó-
rico de esta singular forma de violencia política, el propósito del presente trabajo es
plantear otra serie de hipótesis que pueden presentarse como corolario de la
expuesta por Rapoport: que como todo tipo de estrategia de confrontación en pro
de objetivos políticos el terrorismo está íntimamente ligado en su dinámica inter-
na a la de los grandes ciclos de la protesta revolucionaria o contrarrevolucionaria (en
los que se incluye la acción preventiva y coactiva de los Estados), cuya evolución
general impone límites a la capacidad subversiva de estas formas de lucha armada;
que el terrorismo ha tendido a aparecer de forma más acusada en los períodos de
declive de estos ciclos generales de protesta, y que en determinadas circunstancias
algunas manifestaciones de violencia terrorista han mostrado una notable capaci-
dad de adaptación que les ha permitido superar esa fase de agotamiento y actuar
como puente para “dar el salto” a un nuevo ciclo de protesta.
FIGURA 1
Los ciclos del terrorismo subversivo contemporáneo desde 1877
Tiranicidio
atentado individual
guerrilla urbana
mientos de protesta han sido asumidos, integrados o cooptados por las élites
políticas; cuando surge el malestar por la merma de efectividad del movimiento
reivindicativo, y cuando aparecen divisiones internas que conducen a la desmo-
vilización de los participantes.
En la fase descendente del ciclo, las innovaciones tácticas planteadas para pro-
longar la dinámica de la protesta conducen al recrudecimiento de los choques
violentos y de la represión, y éstos al desaliento. La gente comienza a disentir, no
sólo sobre el contenido de la acción colectiva, sino sobre la legitimidad de la
misma. Todo ello desanima la acción, y obliga a los movimientos que persisten
en la protesta al margen de los movimientos sociales de referencia a adoptar acti-
tudes militantes cada vez más extremadas y violentas. Pero cuando la participa-
ción decae y la utopía se aleja, comienzan a dominar formas de protesta más con-
vencionales, que son integradas pacíficamente en las nuevas condiciones sociales
y políticas (Tarrow, 1991, pp. 41-56). Por contra, las actitudes más radicales
tienden al aislamiento, la defección, la involución sectaria, la violencia y la repre-
sión. Se produce así el agotamiento de los movimientos de protesta, bien porque
el fracaso de su estrategia reivindicativa y/o la coacción oficial u oficiosa les fuerza
a desaparecer, bien porque el éxito total o parcial de sus reclamaciones conduce a
su institucionalización o a su transformación en un movimiento sucesor (Rasch-
ke, 1994, pp. 128-129).
Esta peculiar dinámica cíclica de la confrontación ha dado lugar al plantea-
miento de dos hipótesis básicas que pretenden explicar el origen estratégico de
terrorismo: la “optimista” explica la radicalización de las formas de acción como
el producto colateral de la efervescencia del status naciente de la acción en el
comienzo del ciclo de protesta. Según esa línea interpretativa, los grupos insur-
gentes suelen recurrir a los repertorios de acción colectiva más innovadores y vio-
lentos con el fin de hacer frente con mayor eficacia a las trabas que el Estado pone
a las manifestaciones de oposición radical (Targ, 1979; Wellmer, 1981). La inter-
pretación “pesimista” señala que la aparición de grupos clandestinos de tipo
terrorista no es previa al desarrollo de la protesta, sino que parece coincidir con la
conclusión del ciclo más combativo de la lucha. La formación de las organizacio-
nes terroristas tiende a ocurrir con mayor probabilidad cuando una movilización
colectiva amplia y relativamente prolongada –un ciclo de protesta, por ejemplo–
entra en una fase de decadencia, debido a que buena parte de sus demandas han
sido asumidas institucionalmente, o a que se han dejado sentir los efectos de la
coacción del Estado y de otros grupos de conflicto. El riesgo de que se utilice la
violencia terrorista es más elevado también cuando un determinado actor colec-
tivo fracasa en sus intentos de ocupar mediante procedimientos convencionales
un espacio político de cierta relevancia y se encuentra debilitado al no haber con-
seguido recabar la suficiente aceptación popular o los recursos materiales necesa-
rios (Reinares, 1998, pp. 74-75). El terrorismo puede interpretarse entonces
como expresión paroxística de un movimiento en declive ante su crisis de repre-
sentatividad, decadencia que se plasma en la sectarización de los sectores funda-
mentalistas del movimiento de protesta frente a la institucionalización, el debili-
tamiento o el reflujo de esa capacidad de acción colectiva (Touraine, 1982, p.
704). Al optar por una acción dominada por la lógica de la violencia, el movi-
miento armado invierte su orden de prioridades: pierde poco a poco sus referen-
cias en los movimientos sociales y se transforma en un “sistema de guerra” que
ya no emplea la violencia como arma transformadora, sino como coartada para la
autoconservación del grupo. En este proceso de “inversión simple”, la organiza-
ción y la gestión de la violencia tienden a convertirse en fines en sí mismos, y el
sector más militante va cobrando autonomía frente a la estrategia política que
dio vida y sentido al movimiento (Wieviorka, 1986 y 1991, pp. 95-100). En
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1899; Felici y Rossi, 1898; Liang, 1992, pp. 155-169), el acuerdo policial sig-
nado el 28 de enero de 1902 entre las repúblicas americanas para la protección
contra los delitos anarquistas o el protocolo de recíproca información “en interés
de la defensa social” firmado en San Petersburgo el 14 de marzo de 1904 por
representantes policiales de varios países de Europa Central, balcánica y escandi-
nava. El terrorismo produjo en las sociedades europeas de la Belle Époque una sen-
sación pasajera de inquietud, aunque entre los gobiernos y la opinión pública,
obsesionados con una violencia que estalló súbita y simultáneamente en Europa
y Norteamérica, cundiera el mito terrorífico de la “Internacional Negra”. La rea-
lidad era muy otra: el terrorismo finisecular constituyó un intento desesperado
de una parte minoritaria del movimiento anarquista para escapar al aislamiento
producido por el desarrollo de la alternativa parlamentaria y reformista del socia-
lismo y por las represalias indiscriminadas de los gobiernos, que perjudicaron
más aún a unas organizaciones obreras colocadas a la defensiva (Linse, 1982, p.
206). Fue, por tanto, el ejemplo de un ciclo violento reactivo antes que el acicate
para una gran oleada de transformación revolucionaria.
rica Central a los Andes Centrales. Aunque Fidel Castro había hecho un llama-
miento el 26 de junio de 1960 para que la gran cordillera se convirtiera en la
“Sierra Maestra de Latinoamérica”, los sucesivos intentos “foquistas” fracasa-
ron por falta de apoyo exterior y ante la evidencia de que el campo ya no era
una fuente inagotable de potencial revolucionario. La guerrilla guevarista
entró en declive por la conjunción de varias circunstancias: en primer lugar,
por la merma de sus apoyos exteriores, después de que arreciasen las críticas
procedentes de la izquierda radical, que condenó el modelo del “foco” como
una desviación “blanquista” cercana al terrorismo. En segundo término, por el
conflicto doctrinal que el castrismo libró con el comunismo ortodoxo, que se
hizo declarado durante la Conferencia de la OLAS celebrada en La Habana del
31 de julio al 10 de agosto de 1967, en cuyo transcurso se libraron agrios
debates sobre el papel revolucionario del campesinado y el proletariado, el
control político de la lucha armada por parte de los partidos comunistas y la
adecuación de la agresividad revolucionaria a ultranza a la realidad política del
subcontinente. La falta de realismo de la estrategia “foquista”, al no tomar en
consideración las especificidades sociales y políticas de cada país, explicó los
reiterados fracasos de las guerrillas latinoamericanas de esa época, y su deriva
hacia actividades terroristas y bandoleriles cuando se inició la fase de declive
del movimiento de protesta revolucionaria a fines de los sesenta. Se diseñó
entonces una nueva táctica de lucha que podía aplicarse a cualquier país sin
tener en cuenta las condiciones sociales, políticas o económicas: la guerrilla
urbana que fue teorizada en el conocido Minimanual del dirigente comunista
brasileño Carlos Marighella, y que prendió por una década en las grandes
urbes del sur América Latina como desencadenante de una espiral de repre-
sión-resistencia armada que llevase a la insurrección popular y en última ins-
tancia a la revolución. Aunque había sido utilizada con cierto éxito por el IRA
en los años veinte, por los grupos clandestinos judíos en los treinta y cuarenta
y por el FLN en Argel a fines de los cincuenta, el auge de la guerrilla urbana
fue consecuencia directa del fracaso de la estrategia “foquista”. El traslado de la
guerra subversiva a las ciudades estuvo motivado también por el deseo de
aprovechar las nuevas condiciones conflictivas que parecían surgir del asom-
broso crecimiento urbano motivado por el gran aumento del flujo migratorio,
amén de la agudización los desequilibrios económicos y sociales que experi-
mentaron las frágiles democracias latinoamericanas, sumidas en proyectos
desarrollistas basados en un industrialismo acelerado. El origen de la guerrilla
urbana también está vinculada a factores tan diversos como la aparición de
regímenes militares en el cono sur, a la crisis económica que se abatió sobre las
clases medias bajas radicalizadas, o a la crisis que la revolución cubana abrió en
la izquierda tradicional, acelerando la ruptura de los partidos comunistas orto-
doxos y estimulando una agitación estudiantil de donde brotaría la nueva
generación de grupos disidentes abocados a la lucha armada. La guerrilla urba-
na difiere del terrorismo convencional en que es más discriminada y previsible
en su empleo de la violencia, tiene la intención de crear “zonas liberadas” cada
vez más amplias y concibe su lucha como una etapa integrada dentro en una
estrategia global de guerra civil, con el fin de impulsar a medio plazo una
insurrección armada que le otorgue la victoria política. Pero en vez de consti-
tuir el desencadenante de una espiral violenta que llevase a la insurrección
generalizada y al asalto del poder, provocó cambios políticos perversos, casi
siempre en la dirección de una regresión democrática. Fue entonces cuando se
generalizó la Doctrina de la Seguridad Nacional entre unos ejércitos naciona-
les que desde la década de los cincuenta criticaban el pretendido desorden y
corrupción que caracterizaban a los regímenes parlamentarios.
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casi enteramente del panorama político europeo, y amainó la furia del terrorismo
nacionalista-separatista con las negociaciones de paz en Irlanda y el País Vasco y el
proceso de paz en Oslo. El papel de algunos estados, como Libia y Sudán o Irán,
en el aliento a los atentados terroristas de carácter transnacional casi desapareció, y
el derrumbamiento de la Unión Soviética limitó también el apoyo a los grupos
insurgentes. Pero en esos mismos años se produjo el renacimiento del “Islam con-
quistador” que figura en el origen de la quinta y última oleada terrorista acaecida
hasta la fecha. Este nuevo ciclo, de carácter predominantemente religioso, ha bro-
tado de cuatro acontecimientos clave: la revolución iraní de febrero de 1979 (que
coincidió, de forma harto simbólica, con el inicio de un nuevo siglo para los
musulmanes, con una sangrienta insurrección wahabita radical en Arabia Saudí y
con el inicio de la invasión soviética de Afganistán), la retirada soviética en Afga-
nistán en febrero de 1988 (con la subsiguiente aparición y conquista del poder por
los talibanes sunnitas en 1994-97) y el derrumbe de los regímenes comunistas en
1989-91 en coincidencia con la primera Guerra del Golfo Pérsico de 1990-91.
De esta crisis múltiple arrancó un nuevo mito subversivo: la imposición del fun-
damentalismo religioso sobre el ethos revolucionario laico, especialmente el repre-
sentado por un marxismo-leninismo en franco declive, pero también su potencial
de amenaza contra un orden liberal-capitalista más vulnerable por el proceso de
globalización (O’Ballance, 1997). La difusión del fundamentalismo religioso faci-
litó la aparición de la gran innovación táctica de la época: un terrorismo sagrado y
primordialista con un acusado componente martirial y autoinmolatorio que arrai-
gó sobre todo en los sectores islámicos menos proclives al cambio en sentido
modernizador, y más duramente castigados por la crisis económica o por la repre-
sión política instrumentalizada desde los gobiernos proocidentales. La revolución
iraní aportó un modelo revolucionario al mundo islámico e inspiró a los movi-
mientos fundamentalistas, alentándoles a desafiar a los regímenes autóctonos.
Durante los años ochenta Irán trató de exportar la revolución mediante la interna-
cionalización de la violencia terrorista musulmana contra Occidente y sobre todo
contra Israel. Los modernos grupos terroristas inducidos por el fundamentalismo
religioso hicieron su aparición en esa década: el movimiento islamista palestino
que resurgió a partir de la revolución iraní vio nacer en 1983 la Yihad Islámica tras
la marcha de los combatientes palestinos del Líbano; el movimiento Hamas se
desarrolló tras el desencadenamiento de la Intifada en los territorios ocupados por
Israel en 1988, y Hezbollah inició su andadura en respuesta a la invasión israelí del
Líbano en 1982. En Cachemira, los grupúsculos más extremistas del separatismo
islámico iniciaron una ofensiva terrorista en 1989, y en Argelia la radicalización
del Frente Islámico de Salvación (FIS) tras la interrupción del proceso electoral y
la declaración del estado de urgencia en el país en enero de 1992 facilitó la reapa-
rición del terrorismo de la mano de formaciones integristas como el Grupo Islá-
mico Armado (GIA). Pero este retorno al terrorismo como arma de reivindicación
político-religiosa no es privativa del mundo musulmán, como lo demuestra la
violencia desplegada por los grupos fundamentalistas sikhs en el Punjab desde
1984, el terrorismo judío que arranca de las actividades del rabino Mehir Kahane
en Brooklyn en 1968, las guerras civiles libradas entre tamiles hinduístas y cinga-
leses budistas en Sri Lanka (1983-90 y 1990-95), las derivas terroristas de supre-
macistas y “patriotas” blancos en Estados Unidos (con el resurgimiento de las
milicias paramilitares a inicios de los noventa) y Alemania (con la multiplicación
de los ataques neonazis contra emigrantes o judíos) o la inquietante amenaza de
grupos fanáticos como la secta budista-hinduísta Aum Shinrikiyo, que perpetró el
atentado con gas sarin en el metro de Tokio en marzo de 1995. Los mitos políticos
violentos de las décadas anteriores (la resistencia antifascista en los años treinta y
cuarenta, la guerra revolucionaria tercermundista de los cincuenta-sesenta y la
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Conclusión
El fenómeno Al Qa’ida, que ha logrado conciliar un ideario retrógrado que
tiene profundas raíces en el Islam tradicional con alguno de los rasgos más rele-
vantes del repertorio posmoderno de acción colectiva (como el carácter antiburo-
crático y antiestatista de su actuación, el anticonvencionalismo de sus técnicas de
agitación, su gran flexibilidad para establecer redes de relación y organización
multidimensionales y multinacionales, o el énfasis que pone en la defensa y res-
tauración de formas amenazadas de vida, asimiladas a una identidad religiosa
excluyente), es una muestra evidente de que las organizaciones violentas no sur-
gen de la nada, sino que son el resultado acumulativo de las experiencias ideoló-
gicas, organizativas, estratégicas, tácticas y técnicas forjadas en diferentes episo-
dios y etapas de acción armada, los cuales aparecen estrechamente vinculados a
los grandes ciclos históricos de movilización revolucionaria o contrarrevolucio-
naria. El estudio de las doctrinas subyacentes a este tipo de estrategia de violen-
cia política, de la evolución histórica de las organizaciones que han empleado el
terrorismo como modo preferente de actuación subversiva y de la actitud pre-
ventiva o represiva de los gobiernos, Estados e instituciones internacionales ante
este tipo de amenazas permiten avalar la hipótesis de que, como en otras modali-
dades de protesta colectiva, la eficacia del terrorismo depende tanto de su carác-
ter disruptivo e innovador de sus acciones como de su capacidad para asumir y
adaptar sus referentes identitarios y sus tradiciones históricas y culturales.
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