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compartían entonces su lugar magistral los «grandes» de la novela inglesa con otros autores, acaso de

menor prestigio, aunque no por ello menos relevantes. Cada uno de ellos circunscribió sus modos de expresión a
sus propias necesidades —progresivamente más amplias, como las del conjunto de la vida inglesa—, surgiendo así
un núcleo narrativo, caracterizado tanto por su diversidad como por su originalidad, que sustentó en gran
medida la posterior narrativa novecentista.
Recordemos que el amplio panorama de la novela victoriana, a cuyas más diversas producciones nos
asomamos ahora —dejando aparte (Capítulo 3) a sus grandes representantes—, se debe en buena medida a sus
propias limitaciones y, concretamente, a su fuerte vinculación con el público. Su generalizada dimensión realista
y por un compromiso de corte político —generalmente radical—, hasta autores que, habiendo pasado a veces por ese
momento comprometido, se decidieron por hacer de su arte literario la única meta de su producción.
Podemos así afirmar que, de uno u otro modo, la respuesta de los escritores de finales del XIX supone un
paso adelante con respecto al escapismo con que habían resuelto los románticos este dilema entre el compromiso
bien ante la sociedad, bien ante la «pura» literatura; la necesidad de mostrar su disconformidad con el
capitalismo burgués llevó a estos autores a reclamar el terreno literario como único campo de batalla,
enriqueciendo así decisivamente el género narrativo gracias a la experimentación de nuevas formas de expresión
acordes con la nueva sociedad: en este caso estamos ya ante autores cuya labor, incomprendida por la mayoría y
ensalzada por una minoría, puso las bases necesarias para la renovación de la novela en el siglo XX.
social nacía de esa dependencia, a la cual sucumbieron incluso los grandes autores de la narrativa
decimonónica: puesto que los escritores se debían a su público, muchos de ellos se vieron obligados al cultivo de
una «subliteratura» cuyas producciones no han de ser desdeñadas, por cuanto que respondían a las exigencias de
la masa lectora; otros novelistas, por su parte, se enfrentaron de forma reflexiva al dilema de elegir entre
compromiso con el público o con el arte. Nacieron de este modo actitudes contrapuestas, desde la de los escritores
testimoniales, quienes optaron Sólo citar el nombre de Robert Louis Stevenson (1850-1894) significa medieval—,
se esconde un sentido de la perfección y de la habilidad narrativa que nada tienen ya que ver con la fórmula
realista decimonónica. Es decir, la narrativa de Stevenson tendríamos que emparentarla más bien con la poesía
de los esteticistas contemporáneos, como demuestra, por ejemplo, su percepción y sensibilidad de la belleza natural
en las islas de los Mares del Sur (Tautira, Tahití, Honolulu, Samoa, donde murió), a las cuales había arribado
tras su largo periplo en busca de climas templados por necesidades de salud.
Dos novelas muy distintas entre sí constituyen lo más logrado y popular, a un mismo tiempo, de la
obra de Stevenson: La isla del tesoro (Treasure island, 1883) es una novela cuya ambientación y temática
marinas parecen querer rendir homenaje a Walter Scott, el padre de la novela de aventuras inglesa; aunque
solemos asociarla a nuestra infancia, una simple relectura nos haría comprender cuánta veneración por el arte
existe en esta obra cuidadísima, de estructuración envidiable y estilo vivo, especialmente rico y vigoroso en sus
exóticas descripciones. Por su parte, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (The strange case of…, 1886)
respondía de forma inequívoca a las modas de su tiempo: estamos ante una magistral manifestación de la
llamada novela «sensacionalista» característica de finales del XIX —véase el Epígrafe 4.b.—, con la cual
Stevenson quiere despertar en el lector una morbosa curiosidad por el mundo del crimen, donde el autor cree
encontrar la verdadera naturaleza de la sociedad: el tema del desdoblamiento de personalidad como resultado de
la irrupción del «yo» inconsciente en el consciente, constituye así un motivo para exponer la naturaleza dual
del ser humano, resultado de la represión de los instintos criminales por medio de lo que podríamos denominar
«bondad convencional».

devolvernos algo de nuestro mundo de la infancia y adolescencia, de nuestras fantasías y aventuras.


Debemos recordar —cuando no descubrir— que Stevenson fue, sin embargo, uno de los primeros estetas de la novela

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